hechos para estar juntos - primo levi

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HECHOS PARA ESTAR JUNTOS Era la primera vez que Plato conseguía concertar una verdadera cita con una chica. Plato vivía con sus padres en una casita unifamiliar, bonita, pero más bien pequeña: todo era muy simple, tanto que la puerta de entrada se reducía a un estrecho rectángulo oscuro, giratorio en torno a un eje. La chica se llamaba Surfa y vivía no muy lejos de allí; bueno, no muy lejos en línea recta, pues entre las dos viviendas fluía un arroyo, y Plato no podía completar el trayecto de otro modo que no fuera remontándolo y dando la vuelta a la fuente, que distaba, sin embargo, una treintena de kilómetros, o en caso contrario, vadeándolo o a nado (para él no resultaba muy diferente). Puentes no había, pues en aquel país no había ni arriba ni abajo, de modo que no podía existir un puente, y ni siquiera ser imaginado. Por el mismo motivo, resultaba inimaginable atravesar el arroyo saltándolo, a pesar de que no fuera muy ancho. En definitiva, para nuestros criterios habituales era un

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Hechos Para Estar Juntos - Primo Levi

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Page 1: Hechos Para Estar Juntos - Primo Levi

HECHOS PARA ESTAR JUNTOS

Era la primera vez que Plato conseguía concertar una verdadera cita con una

chica. Plato vivía con sus padres en una casita unifamiliar, bonita, pero más bien

pequeña: todo era muy simple, tanto que la puerta de entrada se reducía a un

estrecho rectángulo oscuro, giratorio en torno a un eje. La chica se llamaba Surfa

y vivía no muy lejos de allí; bueno, no muy lejos en línea recta, pues entre las dos

viviendas fluía un arroyo, y Plato no podía completar el trayecto de otro modo

que no fuera remontándolo y dando la vuelta a la fuente, que distaba, sin

embargo, una treintena de kilómetros, o en caso contrario, vadeándolo o a nado

(para él no resultaba muy diferente).

Puentes no había, pues en aquel país no había ni arriba ni abajo, de modo que

no podía existir un puente, y ni siquiera ser imaginado. Por el mismo motivo,

resultaba inimaginable atravesar el arroyo saltándolo, a pesar de que no fuera

muy ancho. En definitiva, para nuestros criterios habituales era un país

incómodo: no había modo de superar el arroyo sino mojándose, así que Plato

pasó a nado, y luego se secó revolcándose al sol, que recorría lentamente el

horizonte.

Visto que pretendía llegar antes de que cayera la noche, reemprendió su

andadura con buen ánimo, sin dejarse distraer por el paisaje, que, en realidad, no

tenía mucho que ofrecer: una línea circular a su alrededor, interrumpida aquí y

allá por los segmentos verdes de los árboles, tras los cuales aparecía y

desaparecía el segmento intensamente luminoso del sol.

Tras una hora de camino, Plato empezó a divisar, a la izquierda del sol, el

trazo verde-azul de la casa de Surfa: la alcanzó en poco tiempo, y se alegró al

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divisar a la chica, que venía a su encuentro, una rayita sutil que iba alargándose a

medida que la distancia se reducía; enseguida distinguió los trazos rojos y

amarillos de su falda preferida, y poco después los dos se tendieron la mano. No

se la estrecharon: se contentaron con encajar una mano en la otra separando los

dedos, y ambos sintieron un leve escalofrío de placer.

Conversaron largamente, mirándose a los ojos, a pesar de que ello les obligara

a asumir una posición ligeramente forzada; pasaban las horas y su deseo

aumentaba. El sol iba apagándose: Surfa halló el modo de comunicarle a Plato

que en casa no había nadie, y que nadie regresaría hasta bien entrada la noche.

Tímido e irresuelto, Plato entró en aquella dulce casa que todavía no conocía,

por más que la hubiera visitado infinitamente en sus sueños. No encendieron la

luz: se retiraron al rincón más recóndito, y mientras seguían hablando, Plato

sentía que volvía a dibujarse deliciosamente su propio perfil, hasta el punto de

que un lado del mismo acabó reproduciendo en negativo, con precisión, el lado

correspondiente de la chica: estaban hechos el uno para la otra.

Se unieron finalmente, en la oscuridad y en el silencio solemne de la llanura,

y fueron una única figura, delimitada por un solo contorno; y en ese instante

mágico, pero nada más que en un relámpago intuido apenas, les invadió a ambos

la corazonada de un mundo distinto, infinitamente más rico y complejo, en el que

se quebraba la cárcel del horizonte, cancelada por un cielo cóncavo y refulgente,

en el que sus cuerpos, sombras sin espesor, florecían en cambio nuevos, sólidos,

llenos. Pero la visión superaba su comprensión, y solo duró un instante. Se

separaron, se saludaron, y Plato retomó tristemente el camino hacia casa, a ras de

la llanura ya oscura.

Primo Levi

27 de noviembre de 1977