g.g.márquez - el nabo que hizo esperar a los Ángeles

10
Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles. Nabo estaba de bruces sobre la hierba muerta. Sentía el olor a establo orinado estregándose en el cuerpo. Sentía en la piel gris y brillante el rescoldo tibio de los últimos caballos, pero no sentía la piel. Nabo no sentía nada. Era como si se hubiera quedado dormido con el último golpe de la herradura en la frente y ahora no tuviera más que ese solo sentido. Un doble sentido que le indicaba a la vez el olor a establo húmedo y el innumerable cositeo de los insectos invisibles en la hierba. Abrió los párpados. Volvió a cerrarlos y permaneció quieto después, estirado, duro, como había estado toda la tarde, sintiéndose crecer sin tiempo, hasta cuando alguien dijo a sus espaldas: “Anda, Nabo. Ya dormiste bastante”. Se volteó y no vio los caballos, pero la puerta estaba cerrada. Nabo debió imaginar que las bestias estaban en algún lugar de la oscuridad, a pesar de que no oía su impaciente cocear. Imaginaba que quien le hablaba lo hacía desde afuera de la caballeriza, porque la puerta estaba cerrada por dentro y la tranca corrida. Otra vez dijo la voz a sus espaldas: “Es cierto, Nabo, ya dormiste bastante. Tienes como tres días de estar durmiendo…” Sólo entonces Nabo abrió los ojos por completo y recordó: “Estoy aquí porque me pateó un caballo”. No sabía en qué hora estaba viviendo. Ahora los días habían quedado atrás. Era como si alguien hubiera pasado una esponja húmeda sobre aquellos remotos sábados en la noche en que iba a la plaza del pueblo. Se olvidó de la camisa blanca. Se olvidó de que tenía un sombrero verde, de paja verde, y un pantalón oscuro. Se olvidó de que no tenía zapatos. Nabo iba a la plaza los sábados en la noche, se sentaba en un rincón, callado, pero no para oír la música sino para ver al negro. Todos los sábados lo veía. El negro usaba

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Nabo, el negro que hizo esperar a los ngeles.

Nabo estaba de bruces sobre la hierba muerta. Senta el olor a establo orinado estregndose en el cuerpo. Senta en la piel gris y brillante el rescoldo tibio de los ltimos caballos, pero no senta la piel. Nabo no senta nada. Era como si se hubiera quedado dormido con el ltimo golpe de la herradura en la frente y ahora no tuviera ms que ese solo sentido. Un doble sentido que le indicaba a la vez el olor a establo hmedo y el innumerable cositeo de los insectos invisibles en la hierba. Abri los prpados. Volvi a cerrarlos y permaneci quieto despus, estirado, duro, como haba estado toda la tarde, sintindose crecer sin tiempo, hasta cuando alguien dijo a sus espaldas: Anda, Nabo. Ya dormiste bastante. Se volte y no vio los caballos, pero la puerta estaba cerrada. Nabo debi imaginar que las bestias estaban en algn lugar de la oscuridad, a pesar de que no oa su impaciente cocear. Imaginaba que quien le hablaba lo haca desde afuera de la caballeriza, porque la puerta estaba cerrada por dentro y la tranca corrida. Otra vez dijo la voz a sus espaldas: Es cierto, Nabo, ya dormiste bastante. Tienes como tres das de estar durmiendo Slo entonces Nabo abri los ojos por completo y record: Estoy aqu porque me pate un caballo.No saba en qu hora estaba viviendo. Ahora los das haban quedado atrs. Era como si alguien hubiera pasado una esponja hmeda sobre aquellos remotos sbados en la noche en que iba a la plaza del pueblo. Se olvid de la camisa blanca. Se olvid de que tena un sombrero verde, de paja verde, y un pantaln oscuro. Se olvid de que no tena zapatos. Nabo iba a la plaza los sbados en la noche, se sentaba en un rincn, callado, pero no para or la msica sino para ver al negro. Todos los sbados lo vea. El negro usaba anteojos de carey amarrados a las orejas y tocaba el saxofn en uno de los atriles posteriores. Nabo vea al negro, pero el negro no vea a Nabo. Por lo menos, si alguien hubiera visto seguido que Nabo iba a la plaza los sbados por la noche para ver al negro y le hubiera preguntado (no ahora porque no podra recordarlo) si el negro lo haba visto alguna vez, Nabo habra dicho que no. Era lo nico que haca despus de cepillar los caballos: ver al negro.Un sbado el negro no estuvo en su puesto de la banda. Nabo debi pensar al principio que no volvera a tocar en los conciertos populares, a pesar de que el atril estaba all. Aunque precisamente por eso, porque el atril estaba all, fue por lo que ms tarde pens que el negro volvera el sbado siguiente. Pero el sbado siguiente no volvi ni estaba el atril en su puesto.Nabo se volte sobre un costado y vio al hombre que le hablaba. Al principio no lo reconoci, borrado por la oscuridad de la caballeriza. El hombre estaba sentado en una saliente del entablado, hablando y dndose golpecitos en las rodillas. Me pate uncaballo, volvi a decir Nabo, tratando de reconocer al hombre. Es verdad, dijo elhombre. Ahora los caballos no estn aqu y te estamos esperando en el coro. Nabo sacudi la cabeza. Todava no haba empezado a pensar. Pero ya crea haber visto al hombre en alguna parte. El hombre deca que a Nabo lo estaban esperando en el coro. Nabo no entenda, pero tampoco extraaba que alguien le dijera eso, porque todos los das, mientras cepillaba los caballos, inventaba canciones para distraerlos. Despus cantaba en la sala para distraer a la nia muda, con las mismas canciones de los caballos. Pero la nia estaba en otro mundo, en el mundo de la sala, sentada, con los ojos fijos en la pared. Si cuando cantaba alguien le hubiera dicho que lo llevara a un coro, no se habra sorprendido. Ahora se sorprenda menos porque no entenda. Estaba fatigado, embotado, bruto. Quiero saber dnde estn los caballos, dijo. Y el hombre dijo: Ya te dije que los caballos no estn aqu. Slo nos interesaba traer una voz como la tuya. Y quizs, boca abajo sobre la hierba, Nabo oa, pero no poda diferenciar el dolor que haba dejado la herradura en la frente, de las otras sensaciones desordenadas. Volvi la cabeza en la hierba y se qued dormido.Nabo fue todava durante dos o tres semanas a la plaza, a pesar de que el negro ya no estaba en la banda. Tal vez alguien le habra respondido si Nabo hubiera preguntado quhaba sucedido con el negro. Pero no lo pregunt, sino que sigui asistiendo a los conciertos hasta cuando otro hombre, con otro saxfono, vino a ocupar el puesto del negro. Entonces Nabo se convenci de que el negro no volvera ms y resolvi no volver l mismo a la plaza. Cuando despert crea haber dormido muy poco tiempo. Todava le arda en la nariz el olor a hierba hmeda. Todava permaneca la oscuridad, delante de sus ojos, rodendolo. Pero todava el hombre estaba en el rincn. La voz oscura y pacfica del hombre que se golpeaba las rodillas, diciendo: Te estamos esperando, Nabo. Tienes como dos aos de estar durmiendo y no has querido levantarte. Entonces Nabo volvi a cerrar los ojos. Los abri luego. Se qued mirando hacia el rincn y vio otra vez al hombre, desorientado, perplejo. Slo entonces lo reconoci.Si los de la casa hubiramos sabido qu haca Nabo en la plaza los sbados en la no- che habramos pensado que cuando dej de ir lo hizo porque ya tena msica en la casa. Esto fue cuando llevamos la ortofnica para distraer a la nia. Cuando se necesitaba una persona que le diera cuerda durante todo el da, pareca lo ms natural que esa persona fuera Nabo. Podra hacerlo cuando no tuviera que atender a los caballos. La nia perma- neca sentada, oyendo los discos. A veces, cuando la msica estaba sonando, la nia ba- jaba del asiento, todava sin dejar de mirar la pared, babeando, y se arrastraba hasta el comedor. Nabo levantaba la aguja y empezaba a cantar. Al principio, cuando lleg a la casa y le preguntamos qu saba hacer, Nabo dijo que saba cantar. Pero eso no le interesaba a nadie. Lo que se necesitaba era un muchacho que cepillara los caballos. Nabo se qued, pero sigui cantando, como si lo hubiramos aceptado para que cantara y eso de cepillar los caballos no fuera sino una distraccin que haca ms liviano el trabajo. Eso dur ms de un ao, hasta cuando los dos de la casa nos acostumbramos a la idea de que la nia no podra caminar, no reconocera a nadie, no dejara de ser la nia muerta y sola que oa la ortofnica, mirando la pared framente, hasta cuando la levantbamos del asiento y la conducamos al cuarto. Entonces dej de dolernos, pero Nabo sigui fiel, puntual, dndole cuerda a la ortofnica. Eso fue por los das en que Nabo no haba dejado de asistir a la plaza los sbados en la noche. Un da, cuando el muchacho estaba en la caballeriza, alguien dijo junto a la ortofnica: Nabo. Estbamos en el corredor, sin preocuparnos de lo que nadie hubiera podido decir. Pero cuando omos por segunda vez Nabo, levantamos la cabeza y preguntamos: Quin est con la nia? Y alguien dijo: No he visto entrar a nadie. Y otro dijo: Estoy seguro de haber odo una voz que dijo: Nabo! Pero cuando fuimos a ver slo encontramos a la nia en el suelo, recostada contra la pared.Nabo regres temprano y se acost. Fue el sbado siguiente que no volvi a la plaza porque el negro ya haba sido reemplazado y tres semanas despus, un lunes, laortofnica empez a sonar mientras Nabo se encontraba en la caballeriza. Nadie sepreocup al principio. Slo despus, cuando vimos venir al negrito, cantando y chorreando todava el agua de los caballos, le dijimos: Por dnde saliste? l dijo: Por la puerta. Estaba en la caballeriza desde el medioda. La ortofnica est sonando. No la oyes?, le dijimos. Y Nabo dijo que s. Y nosotros le dijimos: Quin le dio cuerda? Y l, encogindose de hombros: La nia. Hace tiempo es ella la que le da cuerda.As estuvieron las cosas hasta el da en que lo encontramos de bruces en la hierba, encerrado en la caballeriza y con la orilla de la herradura incrustada en la frente. Cuando lo levantamos por los hombros, Nabo dijo: Estoy aqu porque me pate un caballo. Pero nadie se interes por lo que l pudiera decir. Nos interesaban los ojos fros y muertos y la boca llena de espumarajos verdes. Pas toda la noche llorando, ardido por la fiebre, delirando, hablando del peine que se perdi en los yerbales de la caballeriza. Esto fue el primer da. Al siguiente, cuando abri los ojos y dijo: Tengo sed y le llevamos agua y se la bebi toda de un sorbo y pidi un poco ms dos veces, le preguntamos cmo se senta y l dijo: Me siento como si me hubiera pateado un caballo. Y sigui hablando durante todo el da y toda la noche. Y finalmente se sent en la cama, seal hacia arriba, con el ndice, y dijo que el galope de los caballos no lo haba dejado dormir en toda la noche. Pero desde la noche anterior no tena fiebre. Ya no deliraba, pero sigui hablando hasta cuando le introdujeron un pauelo en la boca. Entonces Nabo empez a cantar por detrs del pauelo: a decir que oa, junto a la oreja, la respiracin de los caballos, buscando el agua por encima de la puerta cerrada. Cuando le quitamos el pauelo para que comiera algo, se volte contra la pared y todos cremos que se haba dormido y hasta es posible que hubiera dormido un poco. Pero cuando despert ya no estaba en la cama. Tena los pies atados y las manos atadas a un horcn del cuarto. Amarrado, Nabo empez a cantar.Cuando lo reconoci Nabo le dijo al hombre: Yo lo he visto antes. Y el hombre dijo: Todos los sbados me veas en la plaza, y Nabo dijo: Es verdad, pero yo crea que yolo vea a usted y usted no me vea. Y el hombre dijo: Nunca te vi, pero despus,cuando dej de ir, sent como si alguien hubiera dejado de verme los sbados. Y Nabo dijo: Usted no volvi ms pero yo segu yendo durante tres o cuatro semanas. Y el hombre, todava sin moverse, dndose golpecitos en las rodillas, Yo no poda volver a la plaza, a pesar de que era lo nico que vala la pena. Nabo trat de incorporarse, sacudi la cabeza en la hierba y sigui oyendo la fra voz obstinada, hasta cuando ya no tuvo tiempo ni siquiera para saber que otra vez se estaba quedando dormido. Siempre, desde cuando lo pate el caballo, le suceda eso. Y siempre oa la voz Te estamos esperando, Nabo. Ya no hay manera de medir el tiempo que llevas de estar dormido.Cuatro semanas despus de que el negro volvi a la banda, Nabo le estaba peinando la cola a uno de los caballos. Nunca lo haba hecho. Simplemente los cepillaba y se pona a cantar mientras tanto. Pero el mircoles haba ido al mercado y haba visto un peine y se haba dicho: Este peine para peinarle la cola a los caballos. Entonces fue cuando sucedi lo del caballo que le dio la patada y lo dej atolondrado para toda la vida, diez oquince aos antes. Alguien dijo en la casa: Era preferible que se hubiera muerto aquelda y no que siguiera as, rematado, hablando disparates para toda la vida. Pero nadie haba vuelto a verlo desde el da en que lo encerramos. Slo sabamos que estaba all, encerrado en el cuarto, y que desde entonces la nia no haba vuelto a mover la ortofnica. Pero en la casa apenas tenamos inters en saberlo. Lo habamos encerrado como si fuera un caballo, como si la patada le hubiera comunicado la torpeza y se le hubiera incrustado en la frente toda la estupidez de los caballos; la animalidad. Y lo dejamos aislado en cuatro paredes, como si hubiramos resuelto que se muriera de encierro porque no habamos tenido la suficiente sangre fra para matarlo de otra manera. As pasaron catorce aos, hasta cuando uno de los nios creci y dijo que tena deseos de verle la cara. Y abri la puerta.Nabo volvi a mirar al hombre. Me pate un caballo, dijo. Y el hombre dijo: Hace siglos que ests diciendo eso y mientras tanto, te estamos aguardando en el coro. Nabovolvi a sacudir la cabeza, volvi a hundir la frente herida en la hierba y crey recordar,de pronto, cmo haban sucedido las cosas. Era la primera vez que le peinaba la cola a un caballo, dijo. Y el hombre dijo: Nosotros lo quisimos as, para que vinieras a cantar en el coro. Y Nabo dijo: No he debido comprar el peine. Y el hombre dijo: De todos modos lo habras encontrado. Nosotros habamos resuelto que encontraras el peine y le peinaras la cola a los caballos. Y Nabo dijo: Nunca me haba parado detrs. Y el hombre, todava tranquilo, todava sin parecer impaciente: Pero te paraste y el caballo te pate. Era la nica manera de que vinieras al coro. Y la conversacin, implacable, diaria, continu hasta cuando alguien dijo en la casa: Haca como quince aos que nadie abra esa puerta. La nia (no haba crecido. Haba pasado de los treinta aos y empezaba a entristecer en los prpados) estaba sentada, mirando la pared, cuando abrieron la puerta. Ella volte el rostro, olfateando, hacia el otro lado. Y cuando cerraron la puerta, volvieron a decir: Nabo est tranquilo. Ya no se mueve adentro. Un da de esos se morir y no lo sabremos sino por el olor. Y alguien dijo: Lo sabremos por la comida. Nunca ha dejado de comer. Est bien as, encerrado, sin que nadie lo moleste. Por el lado de atrs le entra buena luz. Y las cosas se quedaron de ese modo; slo que la nia sigui mirando hacia la puerta, olfateando el vaho caliente que se filtraba por la hendidura. Estuvo as hasta la madrugada, cuando omos un ruido metlico en la sala y recordamos que era el mismo ruido que se oa quince aos atrs, cuando Nabo le daba cuerda a la ortofnica. Nos levantamos, encendimos la lmpara y omos los primeros compases de la cancin olvidada; de la cancin triste que se haba muerto en los discos desde haca tanto tiempo. El ruido sigui sonando cada vez ms forzado, hasta cuando se oy un golpe seco, en el instante en que llegamos a la sala y sentimos que todava el disco segua sonando y vimos a la nia en el rincn junto a la ortofnica, mirando a la pared y con la manivela levantada, desprendida de la caja sonora. No nos movimos. La nia no se movi sino que sigui all, quieta, endurecida, mirando la pared y con la manivela levantada. Nosotros no dijimos nada, sino que regresamos al cuarto, recordando que alguien nos haba dicho alguna vez que la nia saba darle cuerda a la ortofnica. Pensndolo nos quedamos sin dormir, oyendo la musiquita gastada del disco que segua girando con el exceso de la cuerda rota.El da anterior, cuando abrieron la puerta, ola adentro a desperdicios biolgicos, a cuerpo muerto. El que haba abierto grit: Nabo! Nabo! Pero nadie respondi desde adentro. Junto a la hendija estaba el plato vaco. Tres veces al da se introduca el plato por debajo de la puerta y tres veces el plato volva a salir, sin comida. Por eso sabamos que Nabo estaba vivo. Pero nada ms que por eso.Ya no se mova adentro, ya no cantaba. Y debi ser despus que cerraron la puerta cuando Nabo dijo al hombre: No puedo ir al coro. Y el hombre pregunt: Por qu? Y Nabo dijo: Porque no tengo zapatos. Y el hombre, levantando los pies, dijo: Eso no importa. Aqu nadie usa zapatos. Y Nabo vio la planta amarilla y dura de los pies des- calzos que el hombre tena levantados. Hace una eternidad que estoy aqu, dijo el hombre. Hace apenas un momento que me pate el caballo, dijo Nabo. Ahora me echar un poco de agua en la cabeza y los llevar a dar una vuelta. Y el hombre dijo: Ya los caballos no necesitan de ti. Ya no hay caballos. Eres t quien debe venir con nosotros. Y Nabo dijo: Los caballos deberan de estar aqu. Se incorpor un poco, hundi las manos entre la hierba mientras el hombre deca: Hace quince aos que no tienen quien los cuide. Pero Nabo rasguaba el suelo debajo de la hierba, diciendo: Todava debe estar el peine por aqu. Y el hombre deca: La caballeriza la clausuraron hace quince aos. Ahora est llena de escombros. Y Nabo deca: No hay escombros que se formen en una tarde. Hasta que no encuentre el peine no me mover de aqu.Al da siguiente, despus de que volvieron a asegurar la puerta, fue cuando volvieron a orse los trabajosos movimientos interiores. Nadie se movi despus. Nadie volvi a decir nada cuando se oyeron los primeros crujidos y la puerta empez a ceder, presionada poruna fuerza descomunal. Se oa, adentro, como el jadeo de una bestia acorralada.Finalmente se oy el chasquido de los goznes oxidados al romperse, cuando Nabo volvi a sacudir la cabeza. Mientras no encuentre el peine no ir al coro, dijo. Debe estar por aqu. Y escarb la hierba, rompindola, araando el suelo, hasta cuando el hombre dijo: Est bien, Nabo. Si lo nico que esperas para venir al coro es encontrar el peine, anda a buscarlo. Se inclin hacia adelante, oscurecido el rostro por una paciente soberbia. Apoy las manos contra la talanquera y dijo: Anda, Nabo. Yo me encargar de que nadie pueda detenerte.Y entonces la puerta cedi y el enorme negro bestial, con la spera cicatriz marcada en la frente (a pesar de que haban transcurrido quince aos) sali atropellndose por encima de los muebles, tropezando con las cosas, levantados y amenazantes los puos, que an tenan la cuerda con que lo amarraron quince aos antes (cuando era un muchachito negro que cuidaba los caballos) ; vociferando por los corredores, despus de haber empujado con el hombro la puerta de una tempestad, y pas (antes de llegar al patio) junto a la nia, que permaneca sentada todava con la manivela de la ortofnica en la mano desde la noche anterior (ella al ver la negra fuerza desencadenada, record algo que en un tiempo debi ser palabra) y lleg al patio (antes de encontrar la caballeriza), despus de haberse llevado con el hombro el espejo de la sala, pero sin ver a la nia (ni junto a la ortofnica ni el espejo) y se puso de cara al sol, con los ojos cerrados, ciego (cuando todava no cesaba adentro el estrpito de los espejos rotos) y corri sin direccin como un caballo vendado, buscando instintivamente la puerta de la caballeriza que quince aos de encierro haban borrado de su memoria pero no de sus instintos (desde aquel remoto da en que le pein la cola al caballo y qued atolondrado para toda la vida) y dejando atrs la catstrofe, la disolucin, el caos, como un toro vendado en un cuarto lleno de lmparas, hasta cuando lleg al patio de atrs (todava sin encontrar la caballeriza) y escarb el suelo con esa furiosa tempestuosidad con que se haba llevado el espejo, pensando quizs que al escarbar la hierba se levantara de nuevo el olor a orn de yegua, antes de llegar por completo a las puertas de la caballeriza (y ahora ms fuerte l mismo que su propia fuerza turbulenta) y empujarla antes de tiempo y caer adentro, de bruces, agonizante quizs, pero todava ofuscado por esa feroz animalidad que medio segundo antes no le permiti or a la nia que levant la manivela, cuando lo vio pasar, y record babeando, pero sin moverse de la silla, sin mover la boca sino haciendo girar la manivela de la ortofnica en el aire, record la nica palabra que haba aprendido a decir en su vida y la grit desde la sala: Nabo! Nabo!