garcia hortelano juan - mucho cuento (seleccion)

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  • 7/25/2019 Garcia Hortelano Juan - Mucho Cuento (Seleccion)

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    JUANGARCAHORTELANO

    MMuucchhooCCuueennttoo((sseelleecccciinn))

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    Gigantes de la msica.................................................................................................................3Carne de chocolate ................................................................................................................... 17Un crimen.................................................................................................................................23

    Nunca la tuve tan cerca ............................................................................................................30El ltimo amor.......................................................................................................................... 34

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    Gigantes de la msica

    A veces sala de la baera y se sentaba al piano. Haba convertido el cuarto de bao

    pequeo en su refugio privado y slo las noches en que el bombardeo duraba ms de lohabitual se decida a bajar al stano. Con arreglo a clculos de balstica (que inventabaconforme los explicaba, igual que invent la mitologa ramplona sobre la que asent su vida),el cuarto de bao pequeo era la nica habitacin de la casa a la que no poda alcanzar ningn

    proyectil. En consecuencia, hasta que a principios del 39 se pas por unas alcantarillas de laMoncloa, el to Juan Gabriel soport toda la guerra dentro de la baera, salvo cuando sala arecorrer los pasillos, para hacer piernas, y a veces, para hacer dedos, se sentaba al piano.

    En contraste con la casa de la abuela, en aquel casern de la ta abuela Dominica,densamente poblado de solteros y criadas, imperaba el silencio a lo largo del da, exceptodurante las concurridas comidas y cenas. Pero, inopinadamente, la msica llenaba lashabitaciones y durante unos minutos cesaba la actividad de las mujeres.

    Eso es de la Tosca deca la ta abuela Dominica.A m me parece, seora, que esEl lago de Comoopinaba Balbina, de rodillas, con la

    bayeta chorreando entre las manos.Juan Gabriel, qu es eso que ests tocando? Mendelssohn, madre.Ya se lo deca yo, seora subrayaba Balbina, que no perda ocasin de contradecir a

    la ta abuela para dejar claro que ella, en aquella casa, estaba prestada hasta que su verdaderaseora (mi madre) volviese del otro lado.

    Y los tres nos quedbamos en el umbral del cuarto de dibujo escuchando. Al rato, la taabuela retornaba a su ajetreo, advirtiendo doblemente:

    Juan Gabriel, acurdate que tienes muchos temas que repasar. Que no se te vayan las

    horas en msicas. Y t, Balbina, a tus obligaciones.Balbina an tardaba un poco en volver a doblarse sobre los baldosines. Yo entraba en elcuarto de dibujo, trepaba al taburete del to Honorio y asista al recital, hasta que,inopinadamente, como haba empezado, acababa.

    Aquellas primeras audiciones junto al piano debieron tener lugar en las semanas de lasarna, la nica temporada durante la guerra civil que yo viv en casa de la ta abuela Dominicay de los tos. Ms concretamente, ya en la convalecencia, cuando no tena que permanecerencerrado da y noche en el cuarto trastero.

    Sin embargo, ms que la imagen de la ta abuela, de Balbina y de m mismo en el umbraldel cuarto de dibujo, conservo, en las galeras de la memoria acstica, la msica del piano alotro extremo de la casa. Y reconstruyendo unas, ocasiones que as tuvieron que suceder, me

    veo encaramado en unos bales tras el vidrio fijo del montante, en el fondo de la casa, absortoen el recodo del pasillo (mi obsesivo panorama desde el montante) y, como el que percibe queha despertado mientras an crea dormir, atento a aquellos sonidos que insensiblementehaban suplantado al silencio. As y all tuve por vez primera conciencia de la msica en ellazareto del cuarto de los trastos, con el cuerpo embadurnado de pomada y enfermo desoledad.

    Pero aquella msica lejana, hasta cuando llegaba a conmoverme o a intrigarme, meproduca una sensacin de extraeza, que los aos se encargaran de convertir en laconviccin de que nunca la msica dejara de serme ajena. Sobre todo, incluso sobre lairresistible atraccin que ejerca, la msica, la distanciadora msica, habra de originarme,tambin pronto, un sentimiento de enemistad.

    Est celebrando las ltimas noticias del frente de Aragn me susurr una maana laabuela, mientras ella y Balbina me baaban.

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    Seguro, seora. No hay ms que or lo que toca corrobor Balbina en tonoclandestino.

    En los primeros das de mi traslado a casa de la ta abuela Dominica, la abuela sepresentaba todas las maanas e, incluso, algunas tardes acompaada de Rinsares, hasta que,alegando que sus cuidados me enternecan, le prohibieron que viniese a verme.

    El to Juan Gabriel ceda el cuarto de bao pequeo hacia el medioda y, una vez

    terminados el bao y la untura, Balbina prenda con alcohol un fuego casi invisible en labaera; luego, repona en su interior la colchoneta, el almohadn de terciopelo granate, latabla de la plancha en funciones,de mesa de estudio, los tomos del Castn, los cdigos, lasrevistas atrevidas, el cuartern de picadura, librillo de papel de fumar, mechero, lpices ycucurucho de semillas de girasol, la impedimenta, en resumen, de un opositor a notaras.

    Alguna han hecho en el Ebro o donde el moro perdi el tambor, porque ya le estdando otra vez a los himnos deca, de pronto, Balbina con aquella voz apesadumbrada, queimitaba de la abuela.

    En efecto, la casa vibraba con las heroicidades musicales de un to Juan Gabrielenardecido por las ltimas noticias propaladas por la quinta columna. En aquella familia seaseguraba que el verano del 38 sera el ltimo verano de la guerra y, aunque yo me

    empecinaba en no creerles, escuchando la pompa patritica que el to Juan Gabriel arrancabadel piano, el odio me haca temblar.

    Ojal le oigan los vecinos y avisen a los milicianos.No te hagas ilusiones con la vecindad de esta casa, mi nio, que son todos carcas. Hay

    que reconocer, eso s, que suena bonito y Balbina, apretando la esponja contra mi vientre,se quedaba inmvil, tarareando maquinalmente la infamia que nos llegaba del cuarto dedibujo.

    Aos despus, siempre en el cuarto de dibujo del to Honorio, descubrira yo la msica decmara. Sera ya en los veranos de la postguerra, de estudiante que se ha quedado paraseptiembre y al que han dejado sin vacaciones en casa de la ta abuela, cuando, al terminar lasobremesa, abandonaba el comedor en compaa de los virtuosos. Para entonces al piano delto Juan Gabriel se le haban unido el violn de Mucius Scaevola y la flauta travesera (o elclarinete, ms segn los das que segn las partituras) de Justiniano.

    Llegaban juntos, a los postres, recin terminado el parte en la radio. Sobre la banca-arcndel recibidor dejaban los estuches de los instrumentos. Entraban en el comedorrespetuosamente, lamentando da a da la intrusin. Con un saludo ceremonioso a la ta abuelay otro descuidadamente generalizado para los caballeros sentados en torno a la mesa oval,

    proponan esperar a Juan Gabriel en la cocina. La ta abuela, que al nico varn que permitamerodear por las zonas del servicio era a m, les invitaba a tomar asiento y les ofreca un vasode vino. Ocupaban las dos sillas pegadas a la pared, una a cada lado de la puerta del comedor,declinaban el vino con un gesto de compungido agradecimiento, como de quien nunca lo ha

    probado, y esperaban a que terminase la cotidiana discusin entre los hermanos. Si la taabuela Dominica les preguntaba por la preparacin de los temas, contestaban, impasibles, queestaban a punto de darle la quinta vuelta al programa. Nunca, por espesa y violenta que se

    pusiese la discusin entre mis tos, intervenan; nunca mostraban impaciencia. Nunca nadiepercibi sus miradas tenaces al frutero.

    A Mucius Scaevola y a Justiniano la familia de Juan Gabriel les pareca una familiaseorial; quiz porque la ta abuela Dominica exiga sentarse a la mesa con americana y concorbata; quiz por los ennegrecidos cuadros y los goyescos tapices que agobiaban paredes y

    puertas; sin duda, por el to Javier, dos aos menor que el to Juan Gabriel y ya magistrado,hroe de la jurisprudencia combatiente en los despachos burgaleses durante los recientestiempos en que Burgos haba sido la capital de la patria, luego espa de va y viene en el frente

    de la Universitaria y, en aquellos das, doctrinario en activo del Rgimen. Este conglomeradode blasones mantena a Mucius Scaevola y a Justiniano con las rodillas unidas y sobre lasrodillas las manos hasta que se llegaba a las heces de la ltima botella de vino o la ta abuela,

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    todava con fuerzas entonces para silenciar a la jaura de sus hijos, daba por terminadas lasholganzas de la sobremesa.

    Durase lo que durase la espera ritual, en cuanto el to Juan Gabriel se pona en pie meprecipitaba yo a conseguir el permiso de la ta abuela y sala del comedor tras el tro. Al finaldel laberinto de pasillos y habitaciones, el mundo ya era otro. En mangas de camisa loscuatro, mientras ellos desenfundaban los instrumentos y abran las partituras, liaba yo un

    cigarrillo y me acomodaba en el taburete del to Honorio. La obra, programada diariamente aconsecuencia de un vivo debate, terminaba por concertarse al segundo o tercer intento ynormalmente se desarrollaba sin interrupciones, aunque raramente completa.

    Algunas tardes Mucius Scaevola estaba quisquilloso y no perdonaba gazapo al piano, ni ala flauta (o al clarinete). Otras tardes, cuando la msica sonaba con tal fluidez y verosimilitudque y o llegaba a olvidarme de sus intrpretes o stos no parecan lo que eran, bien el to JuanGabriel, bien Justiniano, se desgajaban chirriantemente de la ejecucin, alegando una fatiga oun tedio que les impeda continuar. En ocasiones, Mucius Scaevola emprenda un solo devioln, aunque no era infrecuente que accediese a acompaarles en la interpretacin de las msfamosas melodas de las operetas de moda. Incluso el to y Justiniano cantaban, mimando enfalsete al tenor, a la supervedette o al gatuno coro de vicetiples.

    A la velada pona trmino la aparicin del to Honorio, que finga no percibir elsobresaltado abandono de mi cigarrillo en el cenicero y que, con cara de siesta an, vena arecuperar su cuarto de trabajo. El tro recoga, con mi ayuda, el atrezzo orquestal, el to JuanGabriel cerraba con llave el piano y, otra vez, por los lgubres pasillos y las penumbrosashabitaciones, regresbamos hacia el interior de la casa. En la sala de costura se despedan dela ta abuela y algunas tardes afortunadas, en las que coincidan la invitacin de los opositoresy el consentimiento de la ta abuela Dominica, se me autorizaba a que les acompaase aestudiar en casa de Justiniano.

    Horas despus era frecuente que, en una pausa de fatiga o de repentina repugnancia, measombrase de que aquellos tres hombres, en cuya compaa vena trajinando de caf en caf yde billar en billar, fuesen los mismos que aquella misma tarde, ensimismados y tenaces,haban interpretado a Bach o a Schubert, a Schumann o a Granados, y que ahora, despus deencargarme comunicar por telfono a la ta abuela que cenbamos un bocadillo para proseguirestudiando, acosaban a una tendera o pretendan acostarse gratuitamente con un desecho de laramera del barrio. Mucho despus, cargado yo con mi Salustio Alvarado y con el Castn delto Juan Gabriel, rehuyendo al sereno para ahorrar la propina y ahtos de coac, logrbamosabrir el portal y subamos la escalera a trompicones, para separarnos en las tinieblas delrecibidor.

    Dada la condicin de los habitantes de aquella casa, no resultaba inslito que, antes dealcanzar la guarida de la cama, me tropezase con alguno de mis tos, tambin de regreso omerodeando el cuarto de las criadas, o descubriese dormido sobre el tablero de dibujo y con el

    flexo encendido al to Honorio, o que, al atravesar el dormitorio de la ta abuela para alcanzarla alcoba interior en que yo dorma, oyese una voz sonmbula que, llamndole por su nombre,preguntaba la hora al marido muerto haca quince aos. Por fin, y algunas noches sin fuerzaspara desnudarme, caa en la cama y, de inmediato, se me iba el sueo y el coac encenda unaconstelacin de pensamientos fosforescentes, que no lograba controlar y que me suman ehuna angustia desfallecida, en los remordimientos.

    Pero tambin cuando la Fortuna no. me favoreca con un interminable peregrinaje degolfera garrapatera por la zona de la glorieta y, al terminar la velada musical, la ta abuelaDominica me mandaba a estudiar al despacho (nica pieza del casern que nadie utilizabanunca), el insomnio se apoderaba de m nada ms tenderme en la cama y la fronda de

    pensamientos, azuzada por el calor de aquellas polvorientas noches de verano, ya que no por

    el coac, me agotaba, me hunda en esas somnolencias que imitan engaosamente al sueo y,a pesar de que todava no haba vivido catorce aos, me abrumaba de recuerdos. Todava me

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    consideraba a m mismo fundamentalmente un nio y, sin embargo, tena la sensacin, por loque haba perdido y lo que haba olvidado, de haber vivido mucho.

    Cunto haba cambiado el mundo para m desde el Ao de la Victoria, sin avisar, sindetenerse... La abuela haba muerto y haba muerto Luisa. Mi madre haba regresado y eradistinta a la que yo haba recordado durante la guerra. Habamos recuperado a Balbina,Rinsares acababa de casarse y el abuelo viva con nosotros en la casa de Argelles,

    reconstruida aprovechando sus propios escombros. Segn Silverio Abaitua, que continuaba enel antiguo barrio de los abuelos, la Concha trabajaba de dependienta y emputecadescaradamente. De Tano apenas tena noticias y no me gustaba pensar en l, lo mismo queme enfureca seguir deseando la carne de la Concha o igual que me negaba a admitir que laabuela hubiera muerto despus de la derrota. A veces, senta, sin poderlo remediar, que msdolorosa que la prdida de la abuela era la prdida de su casa, de aquella casa ma durante losaos de la guerra y cuyo recuerdo me haca extrao en cualquier otra.

    El despacho se iba obscureciendo y, conforme la luz de la tarde desapareca en los dosbalcones del despacho, se iba gastando la mina del lpiz a fuerza de rayas sobre el borrador deun cuadro sinptico de los mamferos ungulados. En octubre volvera al internado; algunosdomingos ira a verme mi madre a las horas de visita; otros, me correspondera salir y mi

    padre me llevara al Museo del Prado. Cualquier tarde de aqullas, a poco que insistiese, eltro me dejara entrar con ellos al prostbulo de la calle San Marcos y, a poco dinero que lessobrase, me pagaran una mujer, cuyo cuerpo (ms placer no poda imaginar) sera como el dela Concha o el de Balbina. Quiz, a pesar de lo que decan los tos y de lo que deca la radio,la victoria sera para los aliados, que vendran a Espaa a expulsar en menos de una semana alos curas y a los falangistas; quiz un da las calles de Madrid se volveran a llenar de

    pioneros desfilando, de iglesias ardiendo, de milicianas con moo ceido a las nalgas ycorreaje, de libertad. Pero aquel futuro, imaginado para aliviar las horas de estudio de la

    pesadumbre del presente, a cada ensoacin,perda vigor, como la luz en los balcones, comoel lpiz despuntado, como alguno de los pasajes musicales ms reiterados por el violn, el

    piano y la flauta.Diese la luz elctrica o continuase en la penumbra proveniente de los faroles recin

    encendidos, me entretuviese o no en contar por su ruido los automviles que pasaban por lacalle, terminaba por rechazar todo recuerdo y todo proyecto, y me distraa reconstruyendomentalmente la msica que haba odo aquella misma tarde o una tarde cualquiera. Intentabaescalar aquel himalaya de odas, analizando mi ignorancia sobre un fenmeno que, en esencia,me resultaba incomprensible y sobre el que, en definitiva, no tena ms datos que lassensaciones que me provocaba, las excntricas opiniones del to Juan Gabriel y alguna noticiaconcreta, arrancada a Mucius Scaevola.

    Apenas emprendida la ascensin, caa. An habran de pasar muchos aos para que,ocupadas algunas cimas, slo divisase desde ellas la conocida llanura de mi sensibilidad

    exacerbada. Pero entonces, escapando de las complacencias sensibleras, crea yo que en lascumbres ocultas por las nubes habra de encontrar un alivio original y an ms reconfortanteque el que me producan algunos de los cuadros del Prado y alguno de los libros quedevoraba. Es ms, resbalando por la primera estribacin de aquel himalaya turbiamenteintuido, me empeaba en horadarlo, aplicando literalmente la metfora de profundizar en elconocimiento, como quien horada una duna en busca de las entraas de un volcn.

    Y; de repente, durante alguno de aquellos veranos de la,adolescencia maravillosamentemiserable, crea haber alcanzado simultneamente la cumbre y el corazn de la montaa.Haba reconocido; por ejemplo, durante un concierto a la hora de la siesta una obra escuchadaen pocas lejansimas. En los das siguientes, a fuerza de insistir que aquello se lo haba odoyo tocar al to Juan Gabriel en el ltimo verano de la guerra civil, consegua que prestasen

    alguna atencin a mis torpes canturreos.Muchacho sentenciaba el to Juan Gabriel, tienes menos oreja que la Victoria deSamotracia.

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    Vamos a ver condescenda Justiniano, dnde le oste tocar a tu to eso que dices?Aqu mismo. En este mismo piano y en esta misma habitacin. Cuando yo viva en esta

    casa, por lo de la sarna. Lo juro. A finales del verano del 38. Lo juro por mi madre.De qu sarna hablas? preguntaba el to Juan Gabriel.

    Pero en el verano del 38 haca ya meses que t, Juan Gabriel, te habas pasado a la zonanacional... dictaminaba Justiniano, dando por terminada la pesquisa.

    Puede ser esto? y Mucius Scaevola me dedicaba unos compases.No, no, Mucius, no es eso. Acurdate, to, que, mientras Balbina desinfectaba la baera,t te venas aqu a tocar el piano. Adems, te pregunt entonces y t dijiste que el compositorhaba sido un italiano golfo.

    Pues ahora s que vaya usted a saber... suspiraba Justiano Por cierto, quin eraBalbina? El to Juan Gabriel le secreteaba unas palabras y Justiniano rea. El pianosbitamente se encanallaba y, con ademanes feminoides, entonaba Justiniano las voluptuosassensaciones que acometen despus del bao con el perfume de un cigarrillo. Ms tarde,mientras la flauta y el piano caan en un silencio depresivo y Mucius Scaevola triscaba en elvioln por paisajes instantneos, yo iba recuperando nimos para recobrar, mediante unamsica que cada vez me importaba menos, unos instantes de un verano remoto.

    Disculpa, Mucius.Qu, ya te vas acordando de algo ms?No, todava no. Pero, qu era lo que has tocado hace un rato para ver si era por

    casualidad lo del italiano golfo?Mucius Scaevola interrumpa sus caprichosas divagaciones y, tras unos momentos de

    concentracin, arrancaba impecablemente de nuevo, anuncindome:La Ritirata de Madrid.

    Jams he dicho deca el to Juan Gabriel, sustituyendo el ensimismamiento por suarraigada aficin a las comineras de la historia de la msica que Bocherini fuera un golfo.Todo lo contrario.

    Yo, la verdad, es que nunca consigo distinguir entre Bocherini, Donizetti, Cherubini yScarlatti, que, encima, parece que era ms de uno.

    Eso te pasa, Justiniano aclaraba el to Juan Gabriel, porque Bocherini y DomenicoScarlatti fueron, los dos, funcionarios de aquellos Borbones degenerados, en una Espaa quedimita de su esencial unidad y que se regodeaba en los localismos coloristas. Por cierto, ayer,o anteayer, deca en Arriba don Eugenio DOrs que la msica de alta calidad opta por ladiversidad de la base nacionalista con la cauta discrecin que en una mesa refinada utilizasenlos alios plebeyos.

    Coe... Nunca se me habra ocurrido.Ests seguro, Mucius, de que lo que ests tocando se llamaLa Ritirata de Madrid?Los ojos de Mucius Scaevola, cerrndose, asentan.

    Durante las prximas semanas, en la soledad del despacho o en la obscuridad de laalcoba, renunciaba a la bsqueda del pasaje olvidado y, con la perfeccin de lasinterpretaciones mentales, me repeta hasta desfigurarlo aquel solemne himno de la derrota.As se incorporaba y para siempre (como tantas otras imgenes inspiradas por la msica) a miiconografa mtica la imagen del ejrcito republicano atravesando los pirineos de la sierra deGuadarrama, para en su ladera norte dejar caer, ya en tierra francesa, las armas.

    Ayudndome de la msica para desfigurar unas ocasiones cuya realidad me daabademasiado, a las sensaciones de algo ajeno y enemigo que la msica (hasta cuando meconmova o me intrigaba) despertaba en m desde que por primera vez la escuch en el cuartode los trastos, se una ahora la utilizacin de la msica como un elemento compensador (talque en el cine, pero estticamente) de la confusin. En los equvocos diarios y crecientemente

    barrocos en los que intervenan irracionalmente los muslos de Balbina, las risas obscenas delpiano y la flauta, la guerra, la muerte de la abuela, el olvido y la necesidad de venganza, lagrandeza deLa Ritirata contribua a arrancar del caos el cuadro de un ejrcito que se aleja por

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    las calles en retirada hacia las montaas. All, al menos, en la falsedad, encontraba yo alivio y,lo que era ms decisivo, una vez recreada por m, me encontraba justificado para aceptar laderrota y, arrojando el lastre de mi vida anterior, autorizado para empezar a vivir exento de loque hasta entonces haba amado y defendido.

    Comenc a comprender aquellas fatigas y aquellos hastos que, repentinamente, obligabanal to Juan Gabriel y a Justiniano (incluso a Mucius Scaevola) a pasar casi sin solucin de

    continuidad de Brahms al fado marchia de La hechicera en palacio. Y a comprender muchoms a Balbina, para quien la msica se reduca exclusivamente a aquellas placas de setenta yocho revoluciones por minuto que, en mis encierros del cuarto trastero, me haba ofrecidocomo la nica msica til, no como una coartada. Si aquel misterio se resolva en su naturalfugacidad, a qu conduca penetrarlo (o escalarlo), si no era nada? Salvo que mixtificase suausencia de significados, los efectos sobre mi emotividad (a diferencia de la pintura y de laliteratura) no habran de ser muy distintos as escuchase La Ritirata o, en el gramfono de lata abuela, la serenata deMolinos de viento en la voz del bartono Ernesto Hervs. El secretode la msica resida en que era muda.

    Sin embargo, a los pocos das dudaba ya de que el misterio de la msica consistiese enque conocerlo o ignorarlo resultaba indiferente para quien la escuchaba. Y es que no quera

    arrojar fuera de mi vida ni a la abuela, ni a la derrota, sino aprender a vivir soportando lamaraa de los recuerdos. La Ritirata dejaba de ser el rquiem de los vencidos y setransformaba en la acompasada marcha de quienes han asumido la catstrofe y esperan un daregresar triunfantes. Bastaba variar la alternancia de los crescendipara queLa Ritirata sonasecomo una marcha triunfal, igual que bastaba con imaginar inmensas y rojas las banderasvictoriosas del himno falangista para que su msica sonase hermossima, o simplemente

    bonita, como le sonaba a Balbina en plena guerra. Haba, por lo tanto, que escalar (y horadar)aquel himalaya sabiendo que las rocas de sus laderas se sustentaban en el fango de lasilusorias utilidades o de la esperanza.

    Deba reprimir la impaciencia y persistir tercamente en el conocimiento de aquel arte parael que no estaba dotado y que, obnubilndome, generaba, a mi pesar y como ningn otro arte,un deleznable sentimentalismo. Me empeaba en imaginar que en algn momento la msica(y no precisamente la que cantaba el bartono Hervs) me orientara en el laberinto y quequiz el esfuerzo de comprenderla y la vergenza que senta al escucharla me recompensaranen el futuro con una sabidura de rara embriaguez, como la que presenta que alcanzan losajedrecistas o los toreros. Emprenda de nuevo la pesquisa erudita.

    No canses a tu to Juan Gabriel que tiene mucho que estudiar.Pero ta, si a l le descansa ponerse al piano...S, en eso tienes razn. Desde muy nio, sin que supisemos por qu, Juan Gabriel fue

    muy filarmnico.El to condescenda a recordar en ayuda de mi memoria y ejecutaba fragmentos de su

    repertorio italiano. Pronto necesitaba variar, emprenda con tesn un vals de Chopin y,envalentonado, abra la partitura de la Hammerklavier, esa sonata de Beethoven que nuncallegara a someter, para acabar, como quien se despoja de una mscara, con una versin aritmo de fox del vals de Chopin que haba abierto el recital. Se levantaba del taburete, cerrabacon llave la tapa del teclado y se marchaba a dormir la siesta.

    Probablemente era agosto ya, porque el calor vena durando demasiado. Yo meadormilaba sobre el tablero de dibujo del to Honorio, calculando cunta tarde quedaba an

    por transcurrir, cunto verano an hasta que mis padres, el abuelo y Balbina regresasen deSan Sebastin, qu pocas semanas para volver al internado.

    No era fcil en aquellos das conseguir que el to Juan Gabriel tocase el piano despus dela comida, ya que, sin Mucius Scaevola y sin Justiniano, se estaba aficionando a las siestas

    desmedidas. Mucius Scaevola deba acudir a las cinco al consultorio de venreas donde lecuraban una despiadada blenorragia, de cuyas curas no se recuperaba antes de las ocho, horade encontrarse ya con Juan Gabriel para verle beber coac. Justiniano haba sufrido tal

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    conmocin a causa de las purgaciones de Mucius Scaevola, transmitidas por la misma pupila ala que l haba ocupado quince minutos antes, que haba determinado abandonar lasoposiciones, la msica, las amistades y las mancebas, presa de una violenta vocacinsacerdotal. Cuando le telefoneaban contestaba con jaculatorias y, segn el to Juan Gabriel,Mucius Scaevola le instaba a que con sus oraciones acelerase los efectos del permanganatocontra al flujo de moco, aunque, segn Mucius Scaevola, l se limitaba a recomendar a

    Justiniano prudencia laica, que se le estaba atiplando la voz.Los denodados esfuerzos para avanzar en la Hammerklavier cesaron y mi estancia en elcuarto de dibujo ante el piano cerrado dej de tener objeto. Nada ms comer me instalaba enel despacho y, a cambio, la ta abuela Dominica me permita salir a las ocho, en compaa delto Juan Gabriel, si l acceda, o a dar un paseo solitario por las polvorientas calles, que elcrepsculo agobiaba de bochorno. Para sorpresa ma, comenc a sentir necesidad de escucharmsica. Al comedor, tabernculo del receptor de radio, estaba prohibida la entrada hasta elmomento de la cena y, despus de sta, los mayores siempre elegan programas mostrencos.Mientras llegaba el sueo, imaginaba en la cama que saba tocar el piano e interpretaba en mi

    propio beneficio impecables recitales, incluido Liszt al que ignoraban el to y el tro.Una cualquiera de aquellas tardes, infectadas de inquietud y de desgana, aparec por la

    sala de costura de la ta Dominica, donde su alrededor movan la aguja Mara, la costurera, lasdos criadas que an resistan los asaltos de mis tos y todava no haban sido despedidas, ydoa Adelita, la viuda del cuarto piso. Conocedor de la etiqueta que rega aquellarepresentacin en cuadro vivo de Las Hilanderas, salud a doa Adelita y a Mara, respondsobre el estado de mis estudios y me interes por la salud de la viuda, solicit permiso de la taabuela para acompaarlas y, concedido gustosamente, ocup la histrica silla de campaa delto Javier junto al abierto balcn. Por el balcn entraba a aquella hora la milagrosa sensacinde frescura, que produca Fausto regando el jardn de la floristera. Ola a tierra mojada yremovida, de vez en cuando se oa hablar a Fausto con su mujer, alguna de las mujeressuspiraba y Mara cada tanto se asombraba de la duracin de las tardes de verano, que hacaninnecesaria la luz elctrica.

    Sin previo aviso, alguna de ellas rompa el silencio y las dems comenzaban a hablar alunsono, en contrapunto, hasta que la ta abuela peda formalidad y calmaba el guirigay. Paraaquella poca ya haba superado yo los reparos de conciencia de sentirme atrado por doaAdelita, una seora de patente honestidad, como la hermana menor, segn ellas decan, de lata abuela, y que tena no menos de cuarenta aos. Sin apenas escuchar lo que chachareaban o,cuando cosan en silencio, defendindome con ojeadas al jardn de Fausto, compona unaexpresin de bobo y abandonaba la mirada en la carne cremosa de los brazos de doa Adelita,incluso en su rostro meticulosamente maquillado. A veces, mi mirada era capturada por lasuya y ella, a su vez, me sonrea bobaliconamente. Las noches en que el recuerdo de laConcha o los proyectos para cuando Balbina regresase me asfixiaban, fabulaba intrincadas

    gorrineras con una doa Adelita embravecida, lo que me produca una deliciosa sensacin deculpabilidad y riesgo al encontrar la tarde siguiente a la doa Adelita real en la sala decostura.

    Aunque as era denominada ordinariamente, la sala de costura, constitua, como la tasubrayaba en ocasiones, el gabinete de recibir a los ntimos de la ta abuela Dominica. Enaquella habitacin del fondo de la casa, medianera con el cuarto trastero, la ta abuelaacumulaba comineros tesoros, entre los que destacaba, incrustado en un mueble de maderarojiza con un espacio compartimentado para los discos que se cerraba mediante una puerta de

    persiana, el gramfono. No en aqul, sino en otro de bocina arrumbado en el cuarto de lostrastos, Balbina haba aliviado mis soledades de nio sarnoso con tangos de Gardel, con elcoro de las segadoras deLa rosa del azafrn, con toda la pequea msica previa a la msica

    gigantesca e incomprensible, que habra de descubrirme el piano del to Juan Gabriel.nicamente, por lo tanto, tuve yo que aprovechar uno de los taciturnos silencios queensombrecan la sala de costura para proponer:

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    Ta Dominica, les gustara a ustedes que les pusiese unos discos?La propuesta, apoyada jubilosamente por el servicio y con la anuencia condescendiente de

    doa Adelita, fue autorizada, bajo la condicin de que limpiase con la gamuza cada placaantes y despus de su audicin, de que no desordenase el musiquero (como, impropiamente,segn el to Juan Gabriel, denominaba la ta abuela al mueble del gramfono), de que ninguna

    placa se guardase sin introducirla en su funda de papel y de que, por supuesto, cambiase la

    aguja cada cuatro o cinco composiciones.Qu le apetece or a usted, doa Adelita?Uy, hijo qu compromiso... Es muy corts por tu parte, pero, la verdad, una lleva siglos

    sin escuchar msica. Primero, por el luto, claro. Y luego, porque una se acostumbre a no orlay ya no se lo pide el cuerpo.

    Pues tu Sergio, que Dios tenga en su gloria, bien que disfrutaba el pobre en el Retirocon los conciertos de la banda municipal. Llamaba a la puerta algunos domingos y me deca:Dominica, avate, que en diez minutos bajamos a recogerte Adelita y yo para llevarte al Retiroal concierto de la banda municipal. Y all nos bamos los tres y el pobre de tu Sergio, tansensible como era, tan caballero, se pasaba todo el santo concierto escuchando a la banda. Ayseor!, qu domingos aqullos de la banda municipal...

    Doa Adelita me miraba a los ojos con sus ojos repentinamente humedecidos. Yo sonreaangelicalmente.

    Anda guapo, ya que me das a elegir a m la pieza, ponLas campanas de Saint Malo.As, en el intervalo blenorrgico de aquel verano, se hizo costumbre que, a la cada de la

    tarde, acudiese yo a la sala de costura y, a solicitud de las oyentes, manipulase en elgramfono un concierto de previsible factura. Con independencia de su calidad (como no erael caso con las novelas de Pereda o con Jura de Fernando VII como Prncipe de Asturias, deParet), aquella msica poda llegar a provocarme idntica (si no ms) morbidez emocionalque una sonatina romntica ejecutada por el tro y, en el peor de los casos, calmaba, al menos,mi necesidad de escuchar. Por aadidura, el aire limpio que suba del jardn de Fausto y las

    potentes piernas de doa Adelita, ceidas por unas medias brillantes, contribuan a la pegajosaturbacin de aquellos anocheceres.

    Pon ahora la romanza gitana de Alma de Dios decida la ta abuela Dominica y alinstante sonaba la cancin hngara deAlma de Dios, cantada por el seor Sagi-Barba y coro,a cuyas respectivas intervenciones se sumaban en sordina las voces de doa Adelita y de la taabuela.

    Ahora que diga Mara lo que vamos a or.Lo del ruiseor ordenaba Mara sin titubeos y sin cesar de pespuntar velozmente,

    salvo en el tercio final del Canto del ruiseor, impresionado al natural, cuando levantaba elrostro de la camisa del to Guillermo hacia la luminosidad dorada del bosque donde elruiseor trinaba sobre el ruido de fondo de los castigados surcos.

    Ay, seora, es que me da no s qu... Lo que la seora mande.No me vengas con melindres, Patro, y dile al seorito qu pieza eliges.Pues, sa deLa reina del cinepeda Patro riendo alocadamente;y La reina del cine,

    de Gilbert, sacuda las rancias paredes de la sala de costura.A m estas modernidades, qu quieres?, me suenan a msica de negros.Con toda razn y fundamento, Dominica apoyaba doa Adelita, mientras a la Patro

    se le iban los pies. Oye, para cuando quiten la de romanos y leones, en el Bilbao tienenanunciada la de Merle Oberon.

    Y cundo escapo yo, Adelita, de esta esclavitud de hijos? Para cines estoy..., que sloyo s lo que dara por encontrarles en tales tiempos una buena camada de mujeres de su casa.Por Dios, qu estridencia y qu barullo, Patro!

    Pero a continuacin la compaera de Patro (Teresa?, Doro?) restauraba la msica deblancos, solicitando Ay, Benito, couplet cantado por La Goya. Y as iban transcurriendoaquellas veladas hasta que era hora de preparar la cena. Las muchachas, al irse a la cocina,

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    encendan la luz elctrica y, poco despus, Mara recoga la labor y la ta abuela sala adespedir a doa Adelita. Apagaba la luz y me quedaba an en la sala de costura, acodado en el

    balcn sobre el jardn de Fausto, que ola ms en la obscuridad de la noche y cuyo silencio mesosegaba, me devolva a la apacible tristeza de vivir. Ms tarde, la voz de Teresa (o de Patro ode Eulogia) me convocaba al comedor y, mientras la, voz se preguntaba dnde estara yo, porunos instantes me preguntaba yo lo mismo, regresando de los nocturnos de la memoria y los

    temores.Tambin las oyentes de la sala de costura terminaban por saciarse de msica y, sobre lasrepetidas murgas que escuchbamos tarde tras tarde, brotaba espontneamente el torrente desu charloteo entrecruzado, regido slo por las asociaciones verbales.

    Cuando descubra que la msica segua sonando, alguna, por guardar un hipcrita respetohacia las formas artsticas, me peda que sustituyese la serenata de Molinos de viento, en lavoz del sempiterno bartono Ernesto Hervs, por la voz de Ricardo Calvo declamando

    Marcha triunfal, de Rubn Daro, o por las voces de Ricardo Calvo y Lola Velzquez enEscrbeme una carta, seor cura!, del siempre bien recibido Campoamor.

    Yo supona en aquellas cinco mujeres la misma inconfesada vergenza (una especie deasombro escandalizado) que me produca una voz humana cantando. Sin embargo, apenas si

    me detena a analizar aquel rechazo instintivo por el canto. Enardecido a mi vez por lasonoridad retumbante del recitador que haba sucedido a las vocalizaciones del bartono,sospechaba que la msica y la poesa (por accesible que sta me hubiese parecido hastaentonces) eran, bajo diferencias engaosas, el mismo arte. La diferencia esencial es que una seme apareca como una montaa inescalable e impenetrable, mientras la otra constitua misecreta vocacin y mi vergonzante oficio. Poco a poco, en los estertores de aquel verano (quefue quiz el del desembarco en Sicilia) o durante mis siguientes veranos de estudiantncontumazmente abocado a septiembre, la sospecha se fue haciendo certeza.

    Fui reservando para los momentos de arrebatadora inspiracin la creacin potica sobrelas rayadas hojas arrancadas de los cuadernos escolares. La idntica naturaleza de la msica yde la poesa me infliga dolorossimas heridas, esa herida atroz (que, por mucho que vivamos,nunca cicatriza completamente) de descubrir que el mundo no es el lugar confortable quehabamos imaginado.

    En el helado saln de estudio del internado, durante las sudorosas tardes en el despacho,cada vez me parecan ms detestables, contrahechos y estpidos (como el clarinete deJustiniano cuando, fatigado y aburrido, pasaba de Mozart al maestro Alonso) mis versos. Leacon mayor fruicin los poemas que, hasta haca poco, haba credo fcilmente imitables. Meodiaba y odiaba la inaccesibilidad de la poesa. Cargado de mpetu, con voluntad de artesano,me engaaba durante unas semanas. Intilmente. Pronto (y tuviesen o no la misma naturalezaaquellas dos artes) me encontraba frente a un espejo, que reflejaba mi imagen peleando porconseguir un soneto y que congruentemente me devolva la imagen del to Juan Gabriel en

    lucha con la partitura de la Hammerklavier. As, en un da de aquellos destartalados ytraslcidos, renunci, me resign a la prosa.Igual que vea reconstruir mi barrio con sus propios escombros, comenzaba a construir mi

    vida con los cascotes de las renuncias. Inerme y altanero, tanteando en la obscuridad yextravindome el resplandor de las hogueras de las sbitas revelaciones, ninguna decisinduraba ms de un mes, ningn descubrimiento conservaba su lozana, ningn proyecto llegabaa realizarse. No obstante, el edificio se iba alzando, construido en su mayor parte (y yo losaba) con materiales de derribo. La formacin de mi carcter (o de mi espritu, como yo creaentonces) era independiente, por supuesto, de que la percibiese o no, pero fundamentalmenteel proceso se desarrollaba sin que yo tuviese noticia verdadera de lo que estaba sucediendofuera de m.

    Adivin que la fuente de la poesa, que mi sed de vivir entonces dejaba seca, aosdespus, aplacada aquella sed, se convertira en una fuente inagotable y en cuyo sonidoradicara su finalidad? Ignoraba que muchas experiencias, que daba por conocidas y

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    canceladas, habra de volverlas a conocer de nuevo, me pareceran otras, como irreconociblesme habran de resultar mucho tiempo ms tarde La Ritirata o las Sonatas para piano y violnde la opus 30, de Beethoven, toda aquella msica falseada por el tro de los opositores anotaras. Y es que, en aquel mundo desordenado y equvoco, mis ilusorias exigencias y miserrneas atribuciones, contribuyendo a confundir an ms la realidad, me hacan vivir en

    balde.

    Mucho tiempo habra de pasar tambin para que la figura del poeta perdiese laexcepcionalidad sobrehumana que posea en mi fantasmagrico universo. Por entonces, soladetenerme, nada ms salir del portal de la ta abuela, ante el catedralicio portal de la casa deManuel Machado. A pesar de que no slo lea y memorizaba sus poemas sino que los sabadescifrar, pensaba que all viva un msico. Ms tarde, cuando me viese obligado a

    burocratizar el mundo, Manuel Machado sera adecuadamente reclasificado en su gremio,incluso su figura paseando por los bulevares o la glorieta recuperara la dimensin real, queentonces no tuvo. Con todo, despus de arrancar las costras mitolgicas, habra de perdurarinclume en mis recuerdos la gigantesca pomposidad de aquel portal, su enormidad, quereclamaba msica de rgano.

    Pero si la imaginacin me ayudaba contra la realidad y su insidiosa prepotencia, el

    descuido me preservaba an ms de ella. As como tardara medio siglo en ver, de repente(despus de haber recorrido en cientos de ocasiones esa calle), que la iglesia de Santa Cruzcierra la perspectiva de la calle de Hortaleza, habra de morir mi padre, y luego el to Javier,

    para que una avalancha de intuiciones, de ecos, de dispersas seales, me obligase a sospechar,de pronto, sobre la naturaleza de los tratos que mi padre haba mantenido durante aquellasentrevistas nocturnas con un to Javier que emerga en pleno Madrid republicano de lasalcantarillas. Ya era tarde para reparar la inadvertencia que haba durado lustros y nicamente

    poda yo, invirtiendo el reloj de arena, recurrir a la imaginacin compulsiva de miadolescencia para llenar afantasmadamente aquella pgina en blanco.

    Otros acontecimientos tardaron menos aos en revelarse y la tarea de rehabilitar la partedel edificio, construida por el descuido y derruida por la evidencia tarda, slo comportaba,una vez ms, la aceptacin de haber vivido engaado por las apariencias. A ese rencor de laingenuidad engaada ya me haba habituado en los ltimos veranos del bachillerato y, quizan ms, en los siguientes, que continuaba pasndolos en casa de la ta abuela Dominica y enlos que, adems de con un concierto a la hora de la siesta, el tro me ilustraba con su ciencia

    jurdica de inminentes notarios.Ms o menos fue por entonces (pero en qu ao exactamente?) cuando los tres, con la

    contundente recomendacin del to Javier, sacaron plaza en una de las oposiciones patriticasal imperio notarial. Instantneamente abandonaron los instrumentos musicales, comodesprendindose de la capa y la pandereta de la tuna para revestir la toga. Ya haba terminado

    probablemente la guerra mundial o estaba a punto de ser bombardeada Hiroshima. Pero quiz

    fue un ao ms tarde o un ao antes, en todo caso hacia aquella primavera en que mis padressalan todas las noches y Balbina, dichosamente inerte para m, se preguntaba noche trasnoche por el destino del to Juan Gabriel.

    Aunque durante el da me irritaba el amartelamiento de mis padres, nada ms retirarme ami cuarto despus de la cena auscultaba ansiosamente los ruidos de la casa a la espera de que,el abuelo instalado en su cama, Balbina cerrando los grifos de la cocina y mi madre entrandoy saliendo del cuarto de bao, por fin partiesen mis padres. Abandonaba el libro

    precavidamente abierto y, refrenando mi impaciencia para darle tiempo a que se pusiese elcamisn, atravesaba la casa en tinieblas y, al cabo de una eternidad, entraba en su dormitorio.En aquel tiempo ya no sola rechazar mi intrusin por motivos caprichosos. Incluso algunasnoches, mientras sentada en la cama Balbina haca punto, pona yo ms generosidad que

    rutina en mis caricias. Tendido a su lado pero siempre sobre la colcha, hablbamos con laintimidad que ninguno de los dos tenamos con ninguna otra persona, con la diferencia de que

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    Balbina contaba sin ambages los fracasos con sus novios y yo fabulaba historietas, que aveces ella crea y a veces servan para excitarla.

    Siempre me haba preguntado por el to Juan Gabriel. Pero en aquella feliz primavera deun ao incierto ya no eran los virtuosismos musicales su principal ncleo de inters.Abandonando las agujas de punto, con la expresin ausente y una crispada sonrisa, se

    preguntaba (y me preguntaba) por el futuro del reciente notario y dimitido pianista. Dejando

    fluir una conversacin que slo ella diriga, la audacia de mis manos no encontraba obstculosy algunas noches lograba yo retirar la colcha y la sbana, y acariciar aquel cuerpo (amado porel uso desde mi infancia) hasta la saciedad.

    Se casar. Ahora ya no tiene excusa; ya lo vers. La que de todas todas sale ganando essu madre, que se libra de uno. Y de los peores, aunque no hay ninguno bueno en esa casa. Esos, le van a echar en falta. En cuanto se instale en el pueblo al que le envan y se case con lamaestra, o con la rica del pueblo, manda a pedir el piano y ya ni piano les va a quedar. Teacuerdas de cuando la guerra, que nos ense a ti y a m los cnticos fascistas, cuando enMadrid entonces nadie los saba? Que no se te olvide. Haba veces que no se daba cuenta deque t y yo le estbamos oyendo y qu cosas, madre, qu cosas ms preciosas tocaba... Lesacaba al piano una pura divinidad. Y luego, claro, t y yo oamos en las placas a Angelillo o

    pobre gorrioncillo / qu pena me ha dado....../ se lo llevan preso/ mi vida/ por enamorado.... y ni t, ni yo, llorbamos ya de emocin. Qu cabrito... De tan cabrito que ha sido

    siempre nos quit la emocin. Eso no se lo perdono. Y es que ha vivido amargado de tenerque vivir de su madre, sin alegra de la verdadera, sin dejarnos que los dems tuvisemosalegra. No se lo perdono. Lo mismo, fjate lo que te digo, lo mismo, ahora que va a ganar eldinero a espuertas, no por lo que sabe hacer sino por lo que le han mandado que haga, no secasa y escapa un sbado s y otro no de mujeres a la capital. Ya va siendo viejo para quitarsede encima tantos vicios malos como lleva dentro, el gusto de pagarlas y salir de estampida,fjate lo que te digo, yo creo que otro gusto no tiene. Pero as se deje cazar o no el muycamastrn de l por la rica del pueblo, o por la hija del alcalde, o por la maestra, ya verscmo van a notar que no est, que ya ni siquiera suena un poco de msica por los pasillos dela casa de tu ta abuela, lo peor que jams he conocido, peor que la propia guerra, ms peorque el hambre y los sabaones. Hay veces en San Sebastin que sin venir a qu me acuerdoque ests viviendo all, entre ellos, con esa bruja que es la culpable mayor, y te juro que meentra la congoja. Si me acuerdo, antes de dormirme rezo para no soar con aquellashabitaciones. A ver si este ao estudias y apruebas todas; hasta el Civil, y te vienes a SanSebastin. Tengo ganas de ver al Nacho. Lo que es la vida..., ahora que parece que ando mejorcon Sebas, ya ves, me entran ganas del Nacho. Y como me acuerdo bien, pero muyrequetebin, de los tantsimos aos que pas all, me alegro que se lleve el piano y se quedensolos con la mugre y las manas y esa luz de invierno, que all hasta en verano hay luz de

    invierno, o de hospicio. La culpable es ella, que pari hijos a mansalva sin percatarse de queslo estaba hecha para madre de uno. Cmo sera tu to abuelo? Anda, corazn, deja desobar, que no quiero calentarme esta noche.

    Pero probablemente aquella noche, o la anterior, o unas noches ms tarde, ya haba dejadode acariciar su carne cuando me lo peda. Puede que ya ni la escuchase o que la escuchase aratos, hasta que se quedaba dormida hablando, y yo, despus de rozar con mis labios suslabios entreabiertos, vagaba entre las tinieblas de la casa. En mi cuarto cerraba los libros,apagaba la lmpara, me desnudaba. Ahora, guiado por la parpadeante luz de los recuerdos,segua vagabundeando por el tiempo de aquel verano de la sarna y, con una cuidadosahabilidad de arquelogo, desempolvaba restos desatendidos, o errneamente valorados,reinterpretaba, catalogaba, comprenda. A punto de llegar a la revelacin, me negaba a

    proseguir. No quera pensar ms all; me negaba, sobre todo, a descubrir que quiz el to JuanGabriel y yo no fusemos tan distintos, como yo siempre haba credo a pesar de la sangrecomn. Para no perder la devocin por el cuerpo de Balbina, uno de mis pocos sentimientos

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    autnticos, el recuerdo se desviaba hacia otros yacimientos ya excavados y distraa el dolorincipiente repasando hallazgos que, ahora ya en las vitrinas del museo de la memoria, pareca

    pueril que me hubieran herido.Por ejemplo, en el cuarto de dibujo, del to Honorio y durante una tarde calurosa ms,

    ejecutaban con firmeza y jocunda brillantez las variaciones para tro sobre el tema Yo soy elsastre Kadak, de Beethoven, en funciones de violonchelo el clarinete de Justiniano. Ninguno

    de los tres recordaba las semanas de una blenorragia inspiradora de una vocacin religiosa,aunque tales avatares quiz haban sucedido en el ltimo verano. Para m tambin quedabalejos aquel ltimo verano y, agraciado por la amnesia de los perodos dichosos, en aquellosdas de un verano peculiar slo la impaciencia por la llegada del crepsculo ocupaba mishoras.

    Curiosamente estudiaba sin que me distrajesen melancolas, ni proyectos. Es ms, lasegunda parte de la tarde, desde el trmino del recital hasta mi incorporacin a la tertulia delas hilanderas, transcurra en la soledad del despacho con pasmosa rapidez. Apuraba hasta elfinal de la pgina y, pasando antes por el cuarto de bao, con calculado retraso y ostentosaindiferencia entraba calmosamente en la sala de costura, hediendo a agua de colonia y con un

    peinado petrificado por el fijador.

    Mientras en el cuarto de dibujo tema que en cualquier instante se desmoronase laestructura de cristal de las Variaciones Kadak, o de un tro de Haydn o una balada deBrahms, no pensaba nunca, sin dejar de pensar en que ya faltaba menos, en la especie demsica que aquel atardecer habra de animar la velada en la sala de costura. Apenas seutilizaba el gramfono, ni siquiera las tardes en que Justiniano faltaba a la tertulia. Inclusocuando asista Justiniano, convertido casi desde su aparicin en el gallo de la sala de costura,raramente daba ya la matraca solista con la flauta o con el clarinete. Era patente que lascostureras preferan la conversacin a la armona y que a Justiniano, una vez conseguida suentronizacin, le resultaba ms descansado el palique que la ejecucin de estudios msadmirados que gustados por la concurrencia. Lo cierto es que yo haba dejado de interesarme

    por la ambientacin musical de la conversacin y por la misma conversacin.Sentado junto al balcn en la silla de campaa del to Javier, nicamente prestaba

    atencin al juego de las miradas y, an as, con reservas, porque la experiencia me demostrabaque equivocaba con demasiada frecuencia la cara fasta o nefasta de la suerte en la ruleta de losojos de doa Adelita. Me abandonaba al azar de la ltima puesta, ya que la realidad acababaimponiendo, por causas imprevisibles, que doa Adelita fuese acompaada hasta el recibidor

    por la ta abuela y por Justiniano, o por la ta abuela, o por ninguno de los dos, permitindomeentonces hacer de paje hasta el rellano de la escalera y, en noches excepcionales, hasta elrellano superior frente a la puerta de la casa de mi dama.

    Cada vez ms, por tanto, me haba ido reduciendo a una presencia pasiva junto al balcn.Justiniano no slo haba acabado con mi monopolio masculino, sino que, las tardes en que se

    decida escuchar algn disco, incluso era l quien manejaba el gramfono, sin que se leexigiesen los cuidados que a m me exiga la ta abuela y, por supuesto, permitindolecambiar la aguja a su antojo. No obstante, agazapado a la espera de que un conjunto deingobernables circunstancias premiasen mi mansedumbre, mi deseo arda permanentementeen la atmsfera sofocante de la sala de costura, oreada por las intermitentes rfagas dehumedad que suban desde el jardn de Fausto, como abanicazos de optimismo.

    Cundo haba rozado por primera vez con fingida torpeza un brazo de doa Adelita?Cunto haba durado aquella pantomima de roces involuntarios durante el trayecto por el

    pasillo hasta el recibidor, a espaldas de la ta abuela Dominica? Recordaba con rabiosaprecisin el primer gesto de consentimiento en el rostro maquillado, su primera mueca delascivia incontrolada, mi osada, revestida de buenos modales, la primera noche que la

    acompa hasta su piso. Pero desde cundo duraban ya aquellos manoseos, en silencio,aquella risa contenida de doa Adelita, aquellos jadeos ms asmticos que lbricos? Noquera que terminase, pero senta el peso de la costumbre y la falta de progresos de mis

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    enfurecidas manos. Haba dejado de coger a puados la carne cremosa y resbaladiza; pareca,cuando le acariciaba las corvas de las rodillas durante los dos tramos de escalera, quehubiesen vuelto las primitivas ocasiones de las caricias hipcritas. Tambin en las alamedasde mis pasiones idealizadas, aquellos repetitivos encuentros perdan intensidad. Una noche;creyndome ms aceptado que de costumbre y, al levantar su falda, mis manos subiendo porsus muslos, recib inesperadamente una bofetada.

    Pero t, por quin me has tomado, jovencito? Por una puta, seora contestirreflexivamente.Sin embargo, cuando echaba atrs la cabeza precavindome de una segunda bofetada, sus

    manos me sujetaron por las sienes y recib el nico contacto con aquella boca que recibira alo largo de nuestra arrinconada pasin, una succin pulposa y mojada, galvanizante. Todocontinuara igual al da siguiente y en los siguientes tiempos, salvo la frecuencia de aquellosabrazos, como colisiones, en la penumbra del pasillo o de la escalera, que an se hicieron msespordicos cuando, aprobadas las oposiciones patriticas y oficializado el noviazgo,Justiniano no faltaba una sola tarde y los prometidos abandonaban juntos la tertulia, a vecescon rumbo hacia algn cine del barrio, siempre chaperonados por la ta abuela Dominica.

    Nunca se me ocurri su posibilidad, ni jams percib el idilio, que estaba siendo

    concebido y empollado en las clidas veladas durante las que yo crea ganar o perder miapuesta, a tenor de las miradas de una doa Adelita que jugaba su apuesta principal a otro

    pao. Cmo podra haberlo descubierto yo, si, conforme creca en edad y gobierno,despreciaba ms a Justiniano, olvidaba su presencia, me senta superior al tro y a sus xitos?Mi futuro, cuando en ello pensaba, apareca como una masa de nubes violceas y aturbonadas,

    pero, en comparacin con el futuro de los tres recientes notarios, se abra en un azulresplandeciente. Y, efectivamente, mis pronsticos, basados en las inclemencias y losdesengaos, pronto iran confirmando que sus vidas para siempre habran de quedarresguardadas por las templanzas de la mediocridad.

    Paulatinamente se iban produciendo transformaciones, cuyas causas yo no habaadvertido o cuyos efectos, al producirse, no me conmovan. Lleg un verano en que ya noviva en casa de la ta abuela. Antes, haba transcurrido algn otro durante el que, en la casasin msica vaticinada por Balbina, las horas de la siesta eran ocupadas por los ataquesepilpticos del to Andrs o por la guardia (remunerada) ante la puerta del dormitorio del toTadeo y de la inminente ta Edurne, que se concedan anticipos de felicidad, o porclandestinas conversaciones con el to Marcelino, retornando al hogar materno despus de quela ta Chales hubiese abandonado el conyugal y l se encontrase empapelado por un Tribunalde Honor. Cuando algn domingo de invierno recaa por all y, sentado junto a la estufaelctrica en la silla de campaa del to Javier, escuchaba el soliloquio de la ta abuelaDominica, me asombraba, como a Balbina, haber vivido en aquella casa, haber experimentadoen aquella casa los primeros encontronazos contra la msica, pero, fundamentalmente me

    asombraba guardar recuerdos de momentos dichosos all vividos.Justiniano, ms dedicado a la administracin de los bienes de Adelita que a la notara,haba regalado la flauta a Mucius Scaevola. A la ta abuela se le llenaba la boca de decenas demillar, pormenorizndome los acrecentamientos de la fortuna de su amiga, que en unos aosla vera aumentada con la pensin de viudedad, en los tiempos en que ya haba muertotambin la ta abuela y la doble viuda, de vuelta al piso de su difunto Sergio, apenas mantenarelaciones con los desechos del naufragio que si mantenan en las ruinas del piso inferior. Elto Juan Gabriel slo cambiaba de destino, cuando que daba vacante la notara de un pueblocon ro ms: truchero, y a cada traslado resucitaba su intencin de recuperar el piano delcuarto de dibujo del to Honorio, donde permaneca cerrado con llave.

    La ta abuela nunca perdon a Mucius Scaevola; que, al ao de ejercicio notarial, pidiese

    la excedencia y, recuperando el barrio de los bulevares y la glorieta, en pocos meses ganaseplaza en unas oposiciones a taquimecangrafos de un Ministerio. Poco poda yo informar a lata abuela, cuando me preguntaba por l, porque apenas le vea, aunque siempre en los bares

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    de antao. La ta abuela cerraba los ojos y pareca rezar un responso. Mucho despus, cuandoya tena yo los aos que ellos haban tenido en la poca de La Ritirata de Madrid, volv atratar con alguna frecuencia a Mucius Scaevola, incluso asist a sesiones de msica de cmaraen su viejo piso familiar, llevadas a cabo por unos cuartetos o quintetos de variable ralea y deconstante sordidez. Ya saba entonces probablemente que no habra futuro radiante para m yla nostalgia de la miseria me empujaba hacia atrs, me impulsaba a atravesar en sentido

    inverso la sucia niebla de mi adolescencia hacia las maanas gloriosas de una guerraengaosamente acabada, en la que ao tras ao yo vena siendo derrotado.Para corresponder, le invitaba a conciertos, de los que Mucius Scaevola se sala antes de

    que terminase la primera parte. Cuando le recoga en alguna de las tabernas prximas a laplaza de la Opera, regresbamos callejeando y, apoyado en mi brazo, no era raro que el coacle pusiese rememorativo, casi locuaz para sus hbitos de silencio. Por lo general, contaba,

    basada en los mismos hechos que yo recordaba, otra historia, o acontecimientos de los quenunca haba tenido yo noticia. No era fcil hacerle hablar de msica, quiz porque tena pocoque decir. A cambio, del to Juan Gabriel y de Justiniano hablaba constantemente y como dedos seres superiores con los que la Fortuna le haba concedido compartir los aos de juventud.

    De pronto, en la barra de un bar se volva a acordar de la noche en que l haba

    descubierto a qu golfo italiano me refera yo.Estbamos los cuatro, en la barra, como t y yo estamos ahora. Y a m, sin venir a cuento,

    me vino la inspiracin y pegu un grito: Coo, Vivaldi! Te acuerdas?S, Mucius, me acuerdo muy bien.Estbamos en crculo frente a la barra, debatiendo ellos tres, con las dificultades

    discursivas de aquella hora tarda, si era sensato que el chico participase de la ronda o seaplazase mi copa hasta la siguiente, preocupado el chico por no olvidar mi Salustio Alvarado

    y su Castn en la hornacina donde los haba colocado. Bruscamente, Mucius Scaevola segolpe la frente y grit:

    Ya est!Qu coo est?Coo, Vivaldi. El chico tena razn.

    Pero Vivaldi no fue un golfo, coo, sino un sacerdote.Y quieres decirme qu coo de Vivaldi hemos tocado nosotros?Yo, yo lo toqu, haciendo ste al piano la voz femenina, que qued como de perra

    parturienta, tiene razn el chico.Pero, cmo se llama la obra, Mucius?Y entonces yo te contest: Se llamaLa pastorella sul primo albore, tenas razn. O sea,

    que an te acuerdas, no?Claro que s, Mucius, cmo no voy a acordar me?Luego, era ya noche cerrada cuando, despus de depositar a Mucius Scaevola en el

    ascensor, regresaba yo por las calles vacas y nada recordaba del concierto que aquella tardehaba escuchado. No en balde, en los inicios de una vida infinita, haba sido yo iniciado en losarcanos de la belleza por un tro de colosos irrepetible, como mi vida misma.

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    Carne de chocolate

    Como tena todo el da para pensar y pensar me adormilaba, luego, por las noches,

    dorma como un muerto, sin sueos. Pero algunas madrugadas me despertaban las sirenas y elruido de los aviones, porque aquella parte de la ciudad, a diferencia del barrio de los abuelos,no haba sido declarada zona libre de bombardeos. Oyese o no el estallido de las bombas, loscaonazos, el fragor de los derrumbamientos, algn apagado clamor de voces aterrorizadas,tena que continuar a obscuras, sin poder recurrir a las novelas de Elena Fortn o de Salgari(las de Verne, a causa de su encuadernacin, no me haban permitido sacarlas de casa de losabuelos), sin poder jugar una partida de damas contra m mismo, sin la posibilidad siquiera deaburrirme con la baraja haciendo solitarios o rascacielos de' dlmenes. Cuando no resistams, me tiraba de la cama y escrutaba las tinieblas del cielo y del patio. Entonces, duranteaquellas ocasiones en que me negaba tan eficazmente al miedo que llegaba a olvidarlo, merefugiaba en los recuerdos y pronto, aunque cada vez ms despierto, era como si estuviesesoando. Vea a Concha, sus brazos, sus hombros, sus piernas y su rostro, tostados al sol de laterraza desde el principio de aquel verano que ya acababa y que, segn repetan los tos y lata abuela Dominica, iba a ser el ltimo de la guerra.

    En realidad no recordaba el cuerpo verdadero de la Concha, sino aquel cuerpo tanidntico y tan distinto con el que haba soado una de las primeras noches en casa de la taabuela, cuando an la costumbre de la nueva casa no haba aplacado la tristeza del traslado.Tampoco me despertaban en realidad los motores de los aviones y el ulular de las sirenas,sino el ajetreo de la familia, que, sobresaltadamente puesta en pie por la alarma, se preparabaa bajar al stano como si se preparase a partir de veraneo para San Sebastin. Chocaban unoscontra otros por los pasillos, se gritaban rdenes, consejos, recriminaciones, olvidaban los

    termos o las cantimploras, regresaban, se descubran descalzos de un pie, se enmaraaban enuna discusin intil (que habra bastado para despertarme) tras la puerta de mi habitacinsobre si dejarme all o bajarme al stano, ajetreo al que sola poner fin la cada de la primera

    bomba y al que sobrevena un silencio repentino, demasiado brusco y demasiado profundo.Todava en la cama, con la misma celeridad con que la ta abuela Dominica agarraba el

    rosario, recreaba yo el color de Concha en aquel verano en aquel sueo, la carne dorada,paulatinamente bronceada, casi negra, que la converta en una carne asfixiantementeacariciable, lengeteable, comestible. De inmediato comenzaba a sudar y, aun a riesgo dedejar las sbanas pringosas de pomada, me quitaba el pijama y me dejaba estar, sintindomela piel aceitosa, hmeda y como si por los poros emanase vapor, hasta que la excitacin y la

    picazn me arrojaban de la cama y, asomado al ventanuco que daba al jardn de Fausto,

    consegua atemperar aquella viscosidad lacerante, que me provocaba el cuerpo soado deConcha, con imgenes, generalmente abstractas, de parapetos cubiertos de nieve, de cariciasrasposas, de sabor a pan, A veces, si el sueo acababa con mis sueos, me quedaba dormidonada ms volver a la cama, antes de que el bombardeo hubiese terminado y de que la familia,

    presa de la agitacin que les causaba haber salido indemnes de las bombas de los suyos,regresara del stano.

    Haba comenzado a sentir los picores durante aquel anochecer en que Tano me descubrique el color rojizo de la piel de la Concha, que me intrigaba y me subyugaba desde haca das,era debido a que la Concha tomaba el sol por las maanas en la terraza. Estbamos los dossolos, sentados en el bordillo de la acera, alargando culpablemente como tantas otras nochesel momento de volver a casa, apenas sin hablar, derrengados, obstinados en seguir en las

    tinieblas de la calle nicamente por demostrarnos que ramos ms hombres que el resto de loschicos del barrio, deseando secretamente que apareciese Luisa a hostigarnos a capones ytirones de oreja. Que no se me hubiese ocurrido que la Concha suba a la terraza a tomar el sol

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    me hizo sentirme muy tonto, experiment una desoladora inseguridad, que an subsistadespus de que Tano y yo planesemos sorprenderla. Aquella noche empezaron a picarme lasmanos, pero, con una difusa sensacin de pecado, decid no decir nada a Luisa, ni al abuelo,ni a mi padre, ni siquiera a Rinsares o a la abuela, a quien todo se le poda y se le debacontar. La intensidad de los picores fue aumentando durante los siguientes das, intolerable aratos, incluso durante los preparativos de la emboscada, que fueron arduos y, sobre todo,

    trabajo perdido.Lo primero que se nos ocurri, al encontrar cerrada la puerta de la terraza, fue violentar lacerradura con nuestras navajas. A pesar del sigilo con el que creamos actuar, la voz de laConcha pregunt a gritos quin andaba all y Tano y yo escapamos escaleras abajo.Reconsideramos la situacin, sentados en el alcorque de una acacia, y decidimos que habasido una estupidez tratar de sorprender a la Concha frontalmente y a la descubierta.Habramos durado, de conseguir forzar la cerradura, un minuto en la azotea, porque, siendo laConcha unos seis aos mayor que nosotros y, aunque no nos lo confessemos, ms fuerte, noshabra expulsado con un par de bofetones.

    La podremos sujetar entre los dos vaticin Tano, resucitando una vieja aspiracinque hasta entonces la Concha siempre haba frustrado.

    Y qu?, y despus qu?A lo mejor la cogemos en uno de esos pasmos en que se queda quieta, como tonta, y se

    deja pero ni siquiera a Tano le dur aquella esperanza absurda. Lo fetn va a serescondernos detrs de las chimeneas de la terraza antes de que ella suba, esperar a que seduerma tomando el sol y luego, callando callando, salimos, nos tumbamos cada uno a cadalado suyo y la acariciamos suave. Seguro que eso a ella le gusta y se hace la dormida.

    Y si est desnuda?La Concha? Deja de rascarte.S, leches, la Concha. Si toma el sol desnuda, es imposible que se haga la dormida

    cuando la despertemos.T qu sabes?Me apuesto el tirachinas a que toma el sol desnuda. Por eso echa la llave a la puerta de

    la azotea. La Concha es muy puta.Deja de rascarte, coo, que me pones a rabiarde picor. Qu sabes t, panoli, si se va a

    negar porque est en pelotas? Mejor que est en pelotas, mejor para nosotros y para ella.Peor, porque la Concha es virgo. Y una virgo slo se deja por debajo de la ropa.Hasta dos o tres das ms tarde no conseguimos Tano y yo escabullirnos antes del

    desayuno, sin calcular que el tiempo se nos hara eterno, que el calor, arrancando vaho de losbaldosines rojos, nos resecara, nos producira vrtigos cuando, hartos de permaneceracurrucados detrs de una chimenea, nos asomsemos a la calle de bruces sobre el pretil.Aquella maana Tano ya ni me regaaba por rascar me, se rascaba tambin l, y mi piel, que

    despeda un fuego interior que se juntaba al fuego del sol, estaba ya decididamente encendiday pustulosa.Habamos percibido, de repente, que la Concha llegaba y nos ocultamos rgidos, ahogados

    por nuestras respiraciones contenidas, con los ojos cerrados por hacer todava menos ruido.Para impedirnos el uno al otro asomar antes de tiempo la cabeza, ambos nos tenamos sujetos

    por el cuello. Saba que llegara el instante de mirar y vea ya, entrecruzadas y absurdas,imgenes vertiginosas del cuerpo de la Concha, contorsionado, mutilado, la Concha derodillas o, como el Coloso de Rodas, de pie y con las piernas separadas, sujetndose con lasmanos una pamela contra el viento, la Concha vestida de monja y guindome un ojoalegremente.

    Semanas ms tarde, viviendo ya en casa de la ta abuela Dominica, cuando escapaba de

    mi habitacin corriendo como un apestado (y ya por entonces me haba hecho a la idea deserlo), entraba en el cuarto de bao pequeo y me pona a orinar, de repente y durante unossegundos curiosamente largos y enajenantes, sintindome observado, crea ser yo la Concha al

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    tiempo que otro yo mo me acechaba. La transformacin se deshaca tambin repentinamente,al recordar que era el to Juan Gabriel quien me miraba desde la baera vaca donde pasaba lamayor parte de sus das, la cabeza apoyada en un almohadn de terciopelo granate, con elCastn y el Cdigo Civil sobre la tabla de la plancha que le serva de mesa. Pero cuandodespus de abotonarme la bragueta y de recibir una plida sonrisa del yacente, volvacorriendo por los pasillos a encerrarme en mi habitacin, llevaba conmigo an fresca y la

    conservaba esforzndome en que no se marchitase aquella curiosa sensacin de ser yo laConcha y de que perteneciese a la Concha el miembro que creca mientras orinaba.Aos ms tarde, cuando el to Juan Gabriel ganase en unas oposiciones patriticas su

    naturaleza de notario, ya no me sera posible reconstruir con lozana aquella sensacin deambigedad perfecta, quiz porque ya para entonces, en los primeros aos de la paz, seranotros los recuerdos de la niez que me cuidara de atesorar o de olvidar. Y as, poco a poco, laConcha ira dejando de ser yo, de tener miembro, de ser incluso la propia Concha (paraentonces ya haba comenzado a lanzarse a la noche, cuando terminaba de despachar en lafarmacia del Licenciado Grosso Lpez), y comenzaba a mezclarse en mi recuerdo con el delas fotografas, ms adivinadas que entrevistas, de los semanarios (Crnica,por ejemplo) queel to Juan Gabriel compatibilizaba con su biblioteca jurdica de la baera. Haba recuperado a

    mi madre, volva a estar encerrado (ahora, en un internado de frailes), la abuela haba muertoy haba muerto Luisa, vivamos con el abuelo en la casa reconstruida de Argelles, Balbiname iniciaba perezosa y barroca, ya no me negaba a m mismo que odiaba a la ta abuelaDominica y a los tos, empezaba a tener conciencia de habitar un pas imperial y de haber

    perdido, aunque todava ignoraba que irremisiblemente, la infancia y la guerra. Era difcilsentirse la Concha, cuando estaba aprendiendo que ocultndome a los otros los otros acababan

    por descubrirme siempre y que el medio ms rentable de conseguir la indiferencia del prjimo(de conseguir ser misterioso e invulnerable) consista en mostrarse, probablemente porquenadie cree en nadie (y ms en aquellos aos de la postguerra) al no encontrarse nadiehabituado a creerse a s mismo.

    Pero los artificios de la verdad, los juegos de la apariencia y la doma del carcter eranalgo desconocido para m aquella maana de la terraza, mientras Tano me agarrotaba el cuelloy yo agarrotaba a Tano por el cuello, acurrucados tras la chimenea, ansiosos y precavidosmirones en trance de flanquear el cuerpo desnudsimo de Concha, de ser abrazadossimultneamente por ella. Por lo pronto, fue Tanto quien, con una violencia inusitada ydespus de que yo descubriese que haba estado observando mi mano libre mientras lesupona cegado por la visin que nos esperaba, se escap de mi zarpa y, en un susurro que meson retumbante, orden:

    No me toques. Aprtate.Ven aqu me dira aquella misma tarde la abuela, cuando yo haba dejado ya en su

    mesita junto al mirador la taza de t. Vuelve y ensame esas manos.

    No es nada, abuela trat de zafarme. Que me ha picado una chinche.Obedece dijo, como siempre lo deca, canturrendolo. De qu tienes miedo?Si son slo unos habones que me he rascado... De chinche o de una pulga...Djame que vea yo.Se te va a enfriar el t.Sonri, cmplice y guasona, acarici el dorso de mis manos y fue separndome los dedos,

    observando calmosamente la piel que los una, esforzndose en mantener la sonrisa. Llam alabuelo.

    Tiene que picarte mucho, verdad? No tengas miedo, porque esto se cura. Habra sidomejor que me lo hubieses dicho... se interrumpi, al entrar el abuelo. Doctor, aqu tienesun caso que no parece difcil diagnosticar.

    Mis manos pasaron a las suyas, que por aquellos aos an no temblaban, se cal losanteojos de leer el peridico y el devocionario, se inclin, en seguida se irgui y dej caer mismanos.

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    Vaya por Dios...! Indudablemente es sarna. El haba dicho la palabra, que la abuelahaba eludido, y aquella tarde ya no me dejaron bajar a la calle. Se reunieron todos en la sala.Hablaban en voz baja. Mi padre afirm que no le extraaba el sarnazo, pasndome el da entregolfos, milicianas y pioneros. Telefonearon varias veces. A Tano, naturalmente, no le dejaronentrar y Luisa me rehua. Rinsares, mientras fregaba los platos de la cena, me secrete que lata abuela Dominica no se decida a tenerme en su casa, no por temor al contagio, sino por los

    malos ejemplos que podra yo recibir de mis tos. La abuela se qued junto a mi cama hastaque me dorm, dndome conversacin.Al da siguiente, sentados en el mirador, la abuela me explic las determinaciones

    adoptadas por la familia. La higiene resultaba esencial y en casa de la ta abuela Dominicahaba dos cuartos de bao. Lo ms molesto sera el aislamiento riguroso en que habra devivir. A la pomada me acostumbrara pronto (nunca me acostumbr a tener el cuerpoembadurnado de pringue) y ella y el abuelo me visitaran a diario (a los pocos das a ella se lo

    prohibiran, alegando que sus cuidados exacerbaban mi sensibilidad). Lo importante ahora, asu juicio, consista en elegir cuidadosamente un equipaje de distracciones, y el tiempo se me

    pasara sin sentir. Mi padre excluy las obras de Verne, a causa de su lujosa encuadernacin,y la abuela subrepticiamente aadi a la impedimenta ldica el tren elctrico (no habra un

    slo enchufe en mi prisin) y sus dos tomos en piel de las Memorias de Rousseau (que leerantegras y sin apenas provecho). Alegu que perdera mis clases, pero rearguy que doaJuanita necesitaba unas vacaciones. Le ped crudamente que me dejase seguir en su casa, queyo me baara en un barreo, que no tocara nada ni a nadie, que prometa no salir del cuartoropero. Se ech a rer, como si en aquellos momentos no le costase.

    Yo s por qu no quieres irte. Por Tano. Pero a los dos os vendr bien una temporadasin veros. ltimamente, reconcelo, peleis ms de la cuenta.

    No era por Tano, sino por la insensata incertidumbre de que no regresara nunca a casa delos abuelos y, a la vez, de que la Concha iba a consentirnos compartir con ella sus baos desol. Unos meses despus, cuando regres y ya casi haba olvidado las, semanas de la sarna(aunque todava me despertaba a mitad de la noche rascndome), supe que Tano s haba sidoadmitido a compartir los baos de sol en la terraza, que all y durante aquel verano la Conchay l fueron novios. En mi encierro nunca lo haba imaginado, por lo que, desde que lo supe,como si estuviese encerrado de nuevo, sufr unos celos retrospectivos e impotentes.

    Los primeros das en casa de la ta Dominica me baaba Balbina en olor de multitud.Luego, fue decreciendo el nmero de parientes que, a la maana y a la tarde, asistan alespectculo. El abuelo espaci sus visitas. Slo Balbina (nuestra criada de toda la vida,

    prestada durante los aos de la guerra a la ta abuela y que, cuando Rinsares se cas,recuperaramos sobada y enviciada por la caterva de mis tos solteros) me secaba despus del

    bao, me untaba la pomada y rociaba la baera de alcohol, que luego prenda, provocando unfuego azul y casi invisible, mientras me vesta yo un pijama limpio y ella se llevaba a cocer en

    una olla el usado. Media hora despus de estas abluciones y ungentos, el to Juan Gabriel sereintegraba (salvo que se distrajese tocando el piano) a aquella baera, nico rincn de la casadonde, segn l, era capaz de estudiar, ya que era el nico rincn, de acuerdo con lastrayectorias y derivadas que haba calculado, donde nunca podra caer una bomba, ni un obs.Pero el clculo ms exacto y lucrativo que realiz el to Juan Gabriel fue pasarse en enero del39 y por las alcantarillas, a las trincheras de los facciosos en la Universitaria. Cuando entr enmarzo con las tropas vencedoras, el to Juan Gabriel hablaba de la guerra como si en vez de enla baera la hubiese vivido ntegra en el frente y, con los aos, haba parientes que afirmabanque Juan Gabriel se pas a Salamanca por Portugal en la primera semana de la cruzada.

    El recuerdo de aquel cuerpo en la baera iba unido al indeleble, aunque ajado, de mismisteriosas transformaciones en la Concha, en las tres o cuatro ocasiones diarias en que se me

    permita salir del cuarto de los trastos. La soledad, multiplicada por la ausencia de la abuela,reaviv el recuerdo de mi madre, a quien la sublevacin haba sorprendido en el otro lado y aquien, por una sencilla pero firme asociacin mental, a veces crea or al otro lado de la

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    puerta. Cuando, cansado de leer o de jugar, ensordecido de silencio, intemporalizado yafantasmado por la soledad, pegaba el odo a la puerta o trepaba hasta el montante (a travs decuyo vidrio fijo divisaba un recodo del pasillo), crea escuchar entre las voces la de mi madreo (lo que me espeluznaba ms) su respiracin.

    Y probablemente la respiracin era real al otro lado de la puerta durante algunosbombardeos, cuando yo crea estar solo en el enorme piso de la ta abuela Dominica, porque,

    segn me contaron mucho despus (y entonces no poda ya dejar de odiarla), ta Dominica nobajaba al stano con mis tos y, en silencio para no asustarme, se quedaba de guardia junto ami puerta hasta que la sirena proclamaba que haba pasado la alarma. Sin embargo, adiferencia de los celos, me fue imposible sentir retrospectivamente el sosiego y la gratitud quehabra sentido durante aquellas noches de haber sabido a la ta abuela tan cerca de m.

    Aquel rgimen de vida, agravado por la escasez de alimentos, propiciaba lasalucinaciones difanas y tortuosas, en las que siempre cuidaba de separar angustiosamente de la Concha, de Balbina, de Rinsares, de las nias del barrio, de lasmilicianas de nalgas ceidas por el mono, las apariciones de mi madre, por lo general vestidade enfermera de la Cruz Roja. Algunas noches (quiz porque la tarde anterior no habamerendado o porque haba cenado slo un trocito de pan y un plato de cscaras fritas de

    patata) agradeca que la sirena, disipando las imgenes flotantes, me restituyese al mundoreal, el mundo donde cualquier instante poda llevar mi muerte o la de otros habitantes de lacasa, pero no la de mi madre.

    A cambio, si Balbina me haba trado un plato de garbanzos o el gramfono de bocinapara que durante un rato (y sin acercarme a l) escuchase las placas que a ella le gustaban (elcoro de las segadoras de La rosa del azafrn, Gardel, Angelillo), era casi seguro que duranteel bombardeo soara que el tiempo pasaba de prisa, que la piel no me escoca, que la Conchase doraba al sol, que su carne ya haba adquirido consistencia, el aroma y el sabor delchocolate. No obstante, tambin otras veces la Concha adoptaba en mi ensoacin la fijeza dela gelidez, la pesadumbre de las horas iguales, el temor de or la propia voz. Por la maanacomprenda que haba soado despierto, aun sin verla, con la Concha en la terraza mientras laacechbamos Tano y yo tras una chimenea, y paulatinamente recuperaba el gusto de lo

    prohibido, el placer de haberla visto brotar relampagueante y absolutamente desnuda.No me toques. Aprtate haba susurrado Tano, cuando se le ocurri viendo mi piel

    que yo tena una enfermedad infecciosa.Chist sordamente para que callase, pero tambin me desprend bruscamente de su mano

    y, como si al dejar ambos de cogernos por el cuello hubiera llegado el instante oportuno,ambos fuimos rodeando las paredes de la chimenea y asomndonos con una lentitudaprendida en las pelculas. Y all estaba, inslita, tendida sobre una toalla y con las piernasseparadas en un ngulo que nos permiti a Tano y a m adorar el primer sexo femenino denuestras vidas. Nos quedamos quietos, desorbitados, sonriendo inconscientemente quiz,

    tensos. Los pechos se le derramaban hacia los costados y bajo la luz tambin desnuda sucuerpo tena el color rojizo de los baldosines, como si fuese impregnndose de barro. Tano,imprevisiblemente, por una de aquellas irreprimibles necesidades de comportarseexcntricamente que le acometan, silb y Concha, de golpe, levant los hombros y se quedapoyada sobre los codos, los pechos recobrando elsticamente su volumen, una mueca deestupor en los labios.

    No vamos a tocarte dijo Tano. Estate quieta. Tranquila, Concha, que va a ser muydivertido y Tano comenz a sacarse la camisa por la cabeza.

    Tanto cre que ella consentira que hasta compuse mentalmente los movimientos con queme iba a desnudar de inmediato. Pero Concha se levant y, al tiempo, como en un nmero decirco, se envolvi en la toalla. Nos mir. Tano detuvo las manos en la hebilla del cinturn.

    Algo incomprensible en la actitud de la Concha, algo que rebasaba su agresiva impasibilidad,nos oblig a movernos (quin de los dos primero?) en direccin a la puerta, a girar la llave, y

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    a bajar mansamente los escalones (Tano, ponindose de nuevo la camisa), a separarnos en lacalle sin haber pronunciado una sola palabra. Y aquella misma tarde entr en el lazareto.

    Transcurran las semanas al ritmo de los obuses y de las bombas, y alguna noche,asomado al ventanuco del cuarto de los trastos, ignorando que al otro lado de la puerta velabala ta abuela Dominica, desnudo y embadurnado de pomada, sudoroso, calculando a qudistancia se habra producido la ltima explosin, crea factible (y olvidaba que aquella casa

    terminaba en un tejado) subir a la terraza a que mi madre me untase la pomada, o que laConcha entrara por el montante dispuesta a que le mordiese yo sus hombros redondos,repletos y duros, compactos como el chocolate de antes de la guerra.

    Confunda la disposicin de una casa y de otra. Confunda la lujuria y el hambre, cuyosjugos se mezclaban en mi saliva. Confunda el sueo y la vigilia, mi piel sarnosa con mi alma.Un deseo se transformaba en un recuerdo y me deslizaba, caa en una lcida irrealidad, medesconoca. Result ser, efectivamente, el ltimo verano de la guerra, pero de aquellassemanas conmigo mismo me qued una cronologa de caractersticas peculiares, irreducible.Y as, durante muchos aos despus, instintivamente confundira los tiempos y los rostros,establecera verdades contradictorias, trastocara el orden de los acontecimientos. Acaso nomuri la abuela antes de que yo tuviese la sarna?; no haba regresado mi madre mientras el

    to .Juan Gabriel permaneca todava en la baera?; no fue la propia Concha quien me mostren la terraza el vello de su pubis, recin teido de rubio?; la guerra aquella no habatranscurrido cuando yo apenas tena dos o tres aos y fue leyendo a Rousseau, muchodespus, que la imagine?; quin la haba ganado, si es que alguien la gan?

    Tambin haba momentos en que todo pareca haber sido real, aunque entonces todoresultaba ms incomprensible. Y en mi celda del internado las noches en que slo habamoscenado pur de almortas y una naranja agria soaba con parapetos cubiertos de nieve, con unacaricia rasposa, con un viscoso chorro de chocolate. Sin despertar, mientras segua soando,saba que eran los chicos del barrio recibindome a pedradas cuando regres a casa de losabuelos a comienzos del otoo, que era Tano contndome sus proezas, Rinsares friendo unhuevo para m solo, la abuela retenindome contra su pecho (contenta de hacer por una vez loque no se deba), la Concha balanceando la lechera y dejndose besar para demostrar que yono le daba asco.

    Despertndome ya, pero an en la duermevela, era evidente que la guerra no habaterminado (que jams terminara) y el jbilo de descubrir que sera eterna me adormilaba ms.De nuevo volva al tiempo de la confusin, de las certidumbres, de las emboscadas, de nosaber que yo no saba nada, el tiempo de la vida. Una brisa acariciaba mi piel, aspiraba elfuego azul del alcohol lamiendo la loza blanca y, convencido de que yo haba muerto de tifusen una trinchera del frente de Madrid, apuraba la felicidad de haber existido alguna vez y enalgn lugar.

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    Un crimen

    A finales de aquel verano (durante el que, como declar luego en noviembre, nada ms

    morir Franco, haba visto incendiarse los cielos premonitoriamente) estaba bastantedesquiciado. Aunque ninguno de los dos salimos de Madrid, no nos vimos, ya que, cuando letelefoneaba para cenar juntos, Diego siempre tena comprometida esa noche y las restantes dela semana. Amigos comunes me confirmaron que, adems de trabajar mucho, se habaenredado en una frentica actividad social. Ultimaba una exposicin de obra indita, andabarodeado de discpulos y de admiradores, frecuentaba periodistas, mantena una bulliciosaaventura con una bullanguera hija de banquero, apenas le daba respiro a la ansiedad. Desdesiempre, Diego haba sido el mejor agente publicitario de sus cuadros y el ms hbil escultorde su figura pblica, por lo que no era de extraar, pero s de temer, que, con el inicio de lacuarentena, se le hubiese exacerbado su obsesa necesidad de notoriedad.

    Pues a ti te habr dicho me dijo Luciana la primera tarde de aquel septiembre, en laque me sirvi el t en su casa que ha terminado un desnudo mo en un paisaje de pagodas yde chimeneas industriales, porque, adems de mentir, delira. Lo cierto es que lleva meses sincoger ni un carboncillo. Se le va el da en intrigas para ingresar en la Academia,conferenciando en centros culturales, en fundaciones docentes, en crculos ldicos, hasta entalleres de creatividad, en cualquier lugar del territorio al que se pueda llegar siquiera a lomosde burro. A la cada de la tarde, corre de vernissage en vernissage, de cctel en cctel, y por lanoche, fascina a crticos, corrompe a bigrafos, irrumpe en los bares de siempre con uncortejo de papanatas y de parsitos. La madrugada le sorprende pagando copas a cmicos,alcaldes, filsofos a la ltima, pilotos y duquesas, bilbanos, chaperos, prncipes de la milicia,ases del baloncesto; en fin, al pblico normal de esas horas y de esas barras. Est financiando

    un documental sobre su evolucin estilstica. Le han nombrado ayer hijo adoptivo de supropia ciudad natal. Esta maana ha concedido una entrevista a la Hoja Parroquial de nuestraparroquia. Creo que todo, hasta que se pueda ser hijo adoptivo de la propia madre, est clarono?

    S admit.Pues ahora, a ti, que conoces a Diego desde antes de nuestra boda te pregunto

    pregunt Luciana; justificadamente enajenada ya: Por qu maldito carajo, en vez delimitarse a lucirla por todo el universo mundo madrileo, se ha liado hasta los tutanos conesa banquerita huesuda, teida de cobre, eczemosa, agrietada, flagelada por la droga,alobadora y ms mala, aunque infinitamente ms lista, que mi pobre Diego?

    Habamos entrado ya en das de general inquietud y de generalizada excepcionalidad y

    todos, convencidos de que estbamos viviendo el final de cuatro dcadas de obligadacompostura, andbamos inquietos y despendolados, aunque nadie tanto como Diego.Resultaba muy chocante, por consiguiente, que una persona madura, y madurada en loscombates de la clandestinidad, se mostrase inmune a aquellas fnebres brisas de libertad yexclusivamente dedicado a sus asuntos privados. En aquellas postreras semanas del horror

    pblico, incluso yo, que siempre haba permanecido al pairo en los resguardados puertos de ladiscrepancia moderada, dedicaba gran parte de la jornada a la conjura. Precisamente en unode los ms concurridos salones donde se recompona (hasta nivel de jefe de negociado) la

    patria, encontr a Luciana, recin regresada de Santander, y all, entre pastelillos de hojaldre ynoticias, me pidi que tomase el t con ella a la tarde siguiente, una de las ltimas del ltimoverano de la dictadura. Y de su matrimonio, aadi.

    Mujer, no ser para tanto. Se le pasar presagi yo, no para consolar a Luciana, sinopor si consegua engaarme a m mismo y evitaba hacerme ilusiones.

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    Esta no la pasa, te lo aseguro. Esta es la definitiva asegur Luciana, como si, en vezde Diego, hablase del ilustre enfermo. Desde siempre ha sido un vanidoso crnico, unurgido de adulacin, un majadero. Pero se contena, an le quedaba la suficiente hipocresa

    para engaar incluso a un amigo tan fiel como t. Ahora ha decidido que ya no tiene por qusimular, porque ahora, el muy clebre, considera que ha alcanzado una cota superior al msencumbrado de sus colegas y, por tanto, que ha sonado la hora de recibir los tributos de la

    gloria. Y cuando un artista llega a esas cimas, no hay tributos bastantes, ni bastante gloria,para saciar una vida de trabajos y de modestias forzadas.Es muy triste lo que me dices, Luciana, pero quiz equivocado, aunque te concedo que

    las suposiciones cuanto ms tristes suelen resultar ms acertadas. Y si Diego, al cumplir loscuarenta, simplemente ha tomado conciencia de la fugacidad de la vida y como tantos, artistaso no, pretende, viviendo en el placer constante, olvidar la muerte, en la que nunca haba

    pensado?Ese es capaz de haber pensado en todo. Veo que le conoces mal. No se trata de que est

    sufriendo el efecto mstico de la andropausia, ni todava menos, de que est sufriendo lapropia andropausia, como insinas. Diego jams ha sido vctima de las perturbaciones mscorrientes entre los machos de tu sexo. Que yo recuerde, slo tras la derrota del 68 y sin que

    l mismo se lo explicase tuvo un par de aos de alarmante normalidad. Ah, si yo te contase...Y me contaba, parsimoniosamente, minuciosamente, a lo largo de tardes que se nos iban

    en unos suspiros, durante las que yo, a veces sin escuchar a Luciana, oa su parloteo con lataza de t apoyada en mi barbilla y llenndola de ba