memorias de benito hortelano

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Memorias del español Benito Hortelano

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M E M O R I A S

D E

B E N I T O H O R T E L A N O

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D E S C U B R I M I E N T O D E U N A L Á P ID A C O N M EM O R A TIV A A D O N B E N I T O

H O R T E L A N O , E N C H I N C H Ó N

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MEMORI S

D E

BENITO

HORTELANO

ESPÀSÀ-CALPE,  S. A.

M DRID

1936

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E S P B O P I E D A D

Madrid, 1936

Publ l shed In Spain

Talleres  E S P A S A - C A L P E , S .  A .,  B í os Bos as , 26 . — MA DB I D

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Í N D I C E

áginas

P R I M E R A P A R T E

P K Ó L O GO

  5 

I .— Cons iderac iones genera les 11 

I I . — M i n a c i m i e n t o . M i s p a d r e s . A n t e s d e n a c e r y o , y a e r a t í o

ca rn al dos veces 13 

I I I . —La vi l la de Chinchón. Su descr ipción. Not ic ias de mis padres

y de mis hermanos . Aparece una cuadr i l l a de malhechores .

P r imera ap l icac ión de l a pena de muer te en gar ro te . Mi

miedo a los muer tos . Mi p r imera i r ebe ld ía . Mi marcha

a M adr id 14 

IV.-— De mi l legada a la cor te y de cómo me recibieron mi herma

na y mi cufiado 22 

V .—Vuelvo a Chinchón. Mi cuñado in tercede con mi padre y és te

me perdona . Con t inúo de l ab rador , y mi padre empieza

a man i fes ta rme más ca r ino 25 

V I .—El có le ra en España . ídem en Chinchón . Muer te de mi padre ,

de mi hermana mayor y de var ios par ien tes . Par t i c iones

y pe leas en t re mis hermanos y madras t r a por l a herenc ia .

Mi tu tor

1

  y cura dor . Pa so a v iv i r con mi he rma no Fr an

cisco.

  Mi cuñada Colasa . Genio y carácter de és ta y mi

fuga a M adr id 31  

V I I .— M i a r r i b o a M a d r i d . A l e g r í a d e m i h e r m a n a C a s i m i r a . E n t r o

de aprend iz de sombrere ro . Carác te r de mi maes t ro y mis

pr imeras cor re r ías y conoc imien to de lo bueno y malo de

la cor te . Ap rendiz aje de s i l lero . íde m de imp reso r . M i

casamien to 36 

V I I I . — V e n g a n z a q u e M a r í a t o m ó c u a n d o s u p o m i p r ó x i m o c a s a m i e n

to .

  Acontecimientos pol í t icos . Quinta de

1

  100.000 hombres .

Mis servicios en la milicia y (diversos acontecimientos hasta

junio de 1844 49 

I X . — P r i m e r o s a ñ o s d e m i m a t r i m o n i o . N a c i m i e n t o d e m i h i j a

Mar ian i ta . O r igen de l a pub l icac ión de l a   Historia de

Espartero

Asociación y revolución de los impresores*. Se

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294

Índice

P á g i n a s

forma la Sociedad Tipográf ica de Operar ios , de la que

fui socio . Compro imprenta . Publ icaciones que emprendí .

Socios que tuve. Apogeo de mi imprenta . Decadencia ,

por efecto de las denuncias sobre las publ icaciones que

hice. Persecuciones que sufr í . Abusos que cometieron los

que protegí. Sucesos polít icos desde el 44 al 49. Mi viaje

a F r a n c i a . M o v i m i ento y adelan tos q ue me deben las le t ras . 89

S E G U N D A P A R T E

I .— M i s a l i d a d e M a d r i d . L l e g a d a a B a y o n a . í d e m a B u r d e o s ,

ídem a P ar í s . .Mi es ta nc i a en Par í s . Sa lgo pa ra vo lver a

Madr id . Mi r es idenc ia en Burdeos , donde encon t ré a lgunos

amigos . Me deciden para embarcarme con el los con des t ino

a Buen os Ai res . M i v ia je y a r r ib o a Bue nos Ai res 109 

I I .— Rec ib imien to que tuv e en Buenos* Ai re s . En t ro a t r a ba ja r de

caj is ta en la imprenta de Araal . Circulares que mando

1

  a

mis corresponsales . Tengo not ic ias de mi famil ia , en las

que me anuncian la muer te de mi suegro. Recibo unos

prospectos de la Bibl io teca Universal . Recibo l ibros de

Boix y de D. Ignacio Es tevi l l , de Barcelona. Abro un depó

s i to de l ibros y subscr ipciones . Mi sociedad con Arzal en

el   Diario de Avisos í d e m c o n l a I m p r e n t a A m e r i c a n a .

Ar r ibo de mi famil ia . (1850) 187 

I I I . — A s p e c t o p o l í t i c o d e l p a í s . C r u z a d a l e v a n t a d a c o n t r a R o s a s .

Caída de és te y t r iunfo del general Urquiza. Giro que

dimes a  SI Agente Comercial del Plata:  Tomamos de

redac to r a l t en ien te co rone l D . Bar to lomé Mi t re .  Los

Dehates

Golpe de Es tado de Urqu iza y nos c ie r ra l a im

pren ta . Pub l ico   La Avispa Revolución del 11 de sept iem

bre de 1852. Revolución y s i t io de Lagos . (1851-1852-

1853-1854) 199

IV .— M i fam ilia y mis negocios desde el año 1852 a 1860 220

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PROLOGO

S¡on  escasísimas en España las  Memorias;  apenas se escriben,

y de las pocas escritas, la mayoría se quedan sin imprim ir. Por el

desprecio  singular que tiene el español para su propio pasado, ni

los que intervinieron en hechos históricos han sentido la delecta

ción de revivirlos y revivirse, por tanto, a sí mism os en ,e/ recuer

do, ni los demás se han interesado por ese otro lado, íntimo y sub

jetivo,

 que timen los grandes

 acontecimientos.

  Porque éstos, antes

de ser sucesos colectivos de un pueblo, fueron propósitos, anhelos,

pasiones, hechos de la vida privada de unos hombres, entretejidos

con sus quehaceres, sus dolores y goces, sus amoríos, sus preocu

paciones.  En las

  Memorias

 podemos sentir la delicia de ver el gran

acontecimiento  formarse en la hondura y obscuridad de las vidas

individuales; salir de lo privado; ir desprendiéndose de lo subje

tivo,  familiar y cotidiano para elevarse ¡a  su alto rango público;

ir tejiéndose de pequeñas hebras pana ser gran tapiz. Es en este

momento cuando podemos  encontrarle  tibio todavía, m arcado aún

por las huellas de otros semejantes antes de emprender su trayec

toria por los espacios fríos de la Historia. Es entonces, para de

cirlo

  de una vez, más humano, y por ello acaso también más ver

dadero. El erudito de la Historia halla en las Memorias  datos nue

vos,

  rectificaciones a los conocidos, y el simple lector, que en las

obras humanas i busca al otro hombre, goza en ellas esta tempera

tura de vida que da al suceso histórico el haber sido drama de un

individuo, novela de una persona. De estos dos deseos, del sabio

afán de conocer el pasado colectivo y del frenético deseo por tre

mar con vidas verdaderas de otros hombres reates, brota esa afi

ción

  por las

  Memorias

  que sienten otros pueblos que, con un pre

sente exuberante aun, quieren añadirle grados encabezándole con

alcoholes  añejos. En esa carencia  de  Memorias —tan característica

en nuestro país

  un azar ha puesto en nuestras manos las que

publicamos en este tomo, escritas por don Benito Hortelano,

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Prólogo

Fué don Benito Hortelano un hombre del pueblo que, ¡como  él

escribe, estuvo «siempre de tos primeros en todasHas escenas revo

lucionarias que con tanta precipitación se sucedieron en Madrid

desde el año 1834 al

 1844».

  Nacido en

 Chinchón

  el año 1819, tomó

en Madrid el oficio de cajista de imprenta, elevándose después a

corrector  y regente, hasta llegar a ser impresor y editor de libros

y periódicos, en los que ponía, además de la letra, el espíritu  polí-

tico. Su imprenta, de donde salían el diario El Observador, el perió

dico sa tírico  El Tío Camorra,  que dirigía con Martínez Villergas,

y mil folletos liberales, fué calificada de «volcán revolucionario»

por Narváez, que juró ir a pegarle fuego en persona. El fuego con

que la

 arruinó

  fué más lento y más frío: las

 ¡multas

  y la confisca

ción,

 que obligó a Hortelano  a buscar refugio provisional en Fran

cia, y después, ya definitivo, en Buenos A ires, donde prosiguió sus

actividades de editor, periodista y político. Político de otra polí-

tica, porque allí ya no em el español progresista, fiel a Esparte

ro y tenaz enemigo de Narváez, sino simplemente el español que,

relativamente reciente la separación de la Argentina, lucha por

vencer la

 prevención

 hacia la an tigua m etrópoli; defiende a su pa

tria contra el más

 {

leve ataque —él consiguió la supresión de unas

estrofas mortificantes que había en el himno nacional argentina

— ;

edita periódicos cuyo programa indican sus títulos,  El Español  y

La España;  difunde el libro español; lleva, el primero, compañías

dramáticas españolas para hacer conocer nuestro teatro al público

argentino, y funda la primera Asociación española que había de

dar el ejemplo a nuestros compatriotas en América para la institu

ción de Sociedades de ayuda mutua y hospitales españoles; uno de

éstos acababa de establecer en Buenos Aires para socorrer a las

víctimas de una terrible epidemia de  ¡fiebre amarilla cuando él

mismo cogió el mal y murió en 1871.

Volvamos a su epoda de M adrid y recpjamos el eco simpático

de estas palabras: artesano madrileño y liberal. ¿No fué precisa

mente el pueblo artesano de Madrid el artífice y conquistador de

las libertades civiles en el agitado siglo XIX? Pues aquí tenemos

a un ejemplar de'esos menestrales anónimos —«este hombre, que

no conocía hasta hpy, dijo de él Espartero el primer día que le

saludó, es, sin embargo, mi mejor amigo»

— ,

 uno de esos hilillos

que han labrado el suntuoso tapiz mientras corrían, como una lan

zadera, del hogar al taller, del taller al hogar, del hogar al cuar

tel de milicianos, que edificaron nuestro sistema público, hacién-

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Prólogo

7

dolo una y la misma cosa con su trabajo, sus preocupaciones do

mésticas, su amor de novios, maridos y padres. Todo era igual

mente vida suya, vida, personal, afán intimo. Conocíamos la bio

grafía de los hom bres brillantes, capitanes de •aquellas  luchas; las

líneas exteriores de aquellos sucesos; aquí encontramos ,éstos vis

tas por dentro, en su textura y elaboración

  intraatómica, \por

 una

de las abejas que humildemente, anónimam ente, labraron el gran

panal. Estas  Memorias  tienen la significación simbólica de ser la

novela personal del artesano decimonónico  de Madrid en las luchas

por las libertades públicas, resum en y ejemplo de m illares de otras

parecidas vidas humildes.

El aficionado a la Historia puede encontrar <aqui  datos nuevos

o corroboraciones  firmes, como Ips tratos de la reina María Cris

tina ¡con  los carlistas a través del príncipe Casiai para entregarles

Madrid y casar <a  su hija Isabel II con el hijo de don Carlos; el

plan de atentado contra el general Espartero, que frustró el propio

Hortelano; la intervención  del arriero  de Bar gota, Martin Écham e,

en las negociaciones para el abrazo de Vergara; la insurrección

fracasada del 26 de marzo de 1848 para apoderarse de la reina y

sus ministros y obligarla a aceptar un Gobierno progresista, y

algunos otros sucesos y detalles poco o nada conocidos

En los capítulos referentes a la Argentina nos presenta Horte

lano el ejemplo típico del em igrante español que entreteje íntima

mente con su vida individual la empresa de realzar <a  su patria en

el país extraño. Pues así como la

 {afirmación

 de las libertades es

casi totalmente obra del pueblo menestral madrileño, la resurrec

ción de nuestro prestigio en América es también obra casi exclu

siva del pueblo emigrante y no de los Gobiernos, siempre descui

dados. ¡Cuántas novelas personales semejantes a éstas pudieran

escribir tales o cuales emigrantes españoles en este o aquel país

americano Sin embargo, Hortelano es el que inicia, al que se le

Qcurre  esta labor que vemos aquí en su gestación y primera flor.

Por estas razones pudiéram os dar a este libro, en vez del titulo

de

 Memorias de Benito Hortelano,

 el de

  Memorias del pueblo espa

ñol en América y España en la primera mitad'del siglo xix.

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PRIMERA PARTE

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I

Consideraciones generales

Sabe el hombre dónde y cuándo ha nacido; pero no le es dado

investigar ni averiguar cuándo y dónde morirá.

Esta reflexión me la he hecho diferentes veces al considerar

las vicisitudes de mi vida; que si a la edad de catorce años, en que

quedé huérfano, me hubiesen predicho lo que había de sucederme

hasta los cuarenta, me hubiese reído, pues no pensé separarme

nunca de los alrededores en que pasé mi infancia.

Pero, ¡ay, cuan profundos son los arcanos de la Providencia

Hoy creo en el Destino; creo que la criatura, al venir al mundo,

tiene ya marcado el camino que ha de recorrer en él, por más que

el individuo crea lo contrario.

Creo que no damos un paso, no dirigimos una mirada, no tene

mos un pensamiento que no esté de antemano dispuesto y previsto

por el Ser invisible que nos creó y nos guía en toda nuestra ca

rrera, por la que marchamos ciegos y al acaso, por más que nuestra

ilusión nos haga creer que obramos por voluntad propia.

He vivido despreocupado, aunque siempre con el temor de Dios

y de la santa y sabia religión católica, en que mis sencillos y hon

rados padres me educaron.

Mi vida hasta hoy ha sido laboriosa; no guardo rencor a nadie,

a pesar de las muchas ofensas que algunos me han hecho; pero

tengo al propio tiempo la satisfacción de consignar aquí que son

mucho mayores los amigos que he tenido y beneficios que de ellos

he recibido que las ofensas. Creo en la amistad; no soy de los que

afirman que no hay amigos; yo sostengo lo contrario.

Muchos son los beneficios que he hecho a mis semejantes; mu

chos favores he prodigado sin fijarme muchas veces a quién se los

fjacía, lo que me ha ocasionado reconvenciones infinitas de mi fami-

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1 2

Memorias  de Benito  Hortelano

lia y amigos. Yo al hacer bien sólo tengo la máxima de «Haz bien

y no mires a quién».

Mucho tendría que arrepentirme si mi conciencia me acusase

de haber hecho daño'a alguien a sabiendas y con conciencia de que

perjudicaba a un semejante, pues ni a los animales he tratado nun

ca con rigor.

Hechas estas salvedades, paso a hacer una memoria de mi bio

grafía, con la sencillez propia de mi carácter.

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II

Mi nacimiento. Mis padres. Antes de nacer yo,

ya era tío carnal dos veces

El 3 de abril de 1819 (dicen que a las diez de la mañana) fui

echado al mundo, según consta en la fe de bautismo que conservo.

Mi padre, Juan Hortelano, y mi madre, Josefa Valvo, vieron en mí

el último vastago de su matrimonio. Yo era el número decimotercio

de la prole y, por consiguiente, fui el más querido, sobre todo de

mi madre.

Antes de venir al mundo era tío carnal de dos hijos de la her

mana mayor, llamada Prisca, joven de una hermosura y gentileza

notables. Murió a los treinta y seis años, dejando once hijos.

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III

La villa de Chinchón. Su descripción. Noticias de mis padres y de

mis hermanos. Aparece una cuadrilla de malhechores. Primera

aplicación de la pena; de muerte en garrote. Mi miedo a los

muertos. Mi primera rebeldía. Mi marcha a Madrid.

Al sudeste de la villa y corte de Madrid y a seis leguas de dis

tancia, sobre una colina elevada a 650 pies sobre el nivel' del mar,

se encuentra una gran villa cuyo nombre es   Chinchón;  fué patria

del célebre Cabeza de Vaca y de los Condes de Chinchón, los cuales

poseen, entre otras muchas propiedades, un magnífico castillo de

la Edad Media.

Una campiña fértil y pintoresca, inmensos viñedos, olivos y

tierras de panllevar componen la jurisdicción de esta villa, que

está blasonada con los títulos de Muy Noble y Muy Leal. Exquisi

tas y abundantes aguas se encuentran por todo su distrito. Huertas

y jardines riegan aquellas aguas, y convidan sus arboledas, de an

tiguos y copudos álamos negros, a pasar deliciosos días de campo

bajo su fresca sombra y al arrullo de sus cristalinos arroyuelos

que entre el verde césped serpentean. La variedad de pájaros que

tímidamente se posan en los tristes y abatidos paraísos arrullan

con sus melodiosos trinos la imaginación de los dichosos moradores

de la noble villa. El ruiseñor, el jilguero, la alondra, el pardillo y

otra variedad de inocentes avecillas tienen allí sus placeres. ¡Ah ,

¿por qué abandonaría yo aquellos lugares de mis inolvidables re

cuerdos de la infancia? ¡Por ver el mundo, por el bullicio de las

grandes capitales, por recorrer climas remotos ¡Oh, pueblo de mi

infancia ¡Oh, recuerdos de mis primeros años, ni un día os he

abandonado desde que empecé a tener algún viso en la sociedad,

desde que me engolfé en los negocios, desde que la ambición de las

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Memorias  de Benito Hortelano  15

riquezas y los falsos placeres se apoderaron de mi espíritu ¿He

sido yo más feliz que mis hermanos, que los amigos de mi infancia

que no han abandonado el pueblo que los vio nacer? Ellos dirán

que sí, porque lo que no se conoce es lo que más se desea. Sin em

bargo, yo les tengo envidia, a pesar de haber escalado, triste huér

fano, un nombre y una posición que ellos me envidiaron; a pesar

de haber, desde la edad de veinticuatro años, estado relacionado,

tenido a mi mesa, concurrido a las diversiones y sociedades con los

principales literatos modernos de España, con las primeras enti

dades políticas, con diputados, ministros, generales y hasta con el

Regente, el Duque de la Victoria, de quien tuve el honor de ser

abrazado en público, llorando de gratitud en mis brazos, en presen

cia de gran número de personajes. Sin embargo, todas estas satis

facciones, que tanto orgullo dan a los hombres, ¡cuántos disgustos

cuestan ¿Qué sirven las cruces y distinciones que tengo, qué los

elogios que en diferentes ocasiones la Prensa me ha hecho, con las

calumnias que por dos veces esa misma Prensa me ha prodigado?

¡Oh Destino, Destino , ¿adonde me conducirás? Volvamos a Chin

chón y a mis primeros años.

Esta villa contiene de 6 a  8.000 habitantes; es cabeza de partido

de varios pueblos. En ella reside el Juzgado de primera instancia,

civil y criminal. Tiene una buena cárcel, donde son detenidos y juz

gados todos los delincuentes del partido, y cuando son rematados

pasan a Madrid, con sus causas, para, de allí, ser destinados. Hay

un convento de frailes, uno de monjas, una magnífica iglesia parro

quial de tres naves, construida de nueva planta en 1823, por haber

sido quemada la antigua, que hoy es ruinas, en 1812 por los solda

dos de Napoleón. Existen abiertas tres ermitas dentro del pueblo

y una en los arrabales, y en ruinas, también en los arrabales, San

tiago,

  Santa Ana, San José, la Purísima Concepción, San Sebastián

y otras. Hay un hospital, bajo la advocación de la Misericordia, con

su ermita y varios capellanes. Son 25 las capellanías que posee este

pueblo, legadas por los Condes de Chinchón y otros devotos.

El pueblo está construido en una angosta cañada y terreno

muy quebrado; las calles están empedradas y son inaccesibles para

carruajes por sus ásperas pendientes. Hay una Casa Municipal, una

plaza espaciosa con balcones corridos y de tres y cuatro pisos.

Dentro del pueblo existen tres fuentes públicas y varias particulares.

Hoy (1860) hay dos cafés, varias alojerías, o sean establecimientos

de helados, que por cierto los tienen bien exquisitos desde tiempo

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i6

Memorias  de Benito  Hortelano

inmemorial. Existen dos Sociedades o Casinos literarios y de baile.

Hay un teatro como para 600 personas, una cancha de pelota y

otros establecimientos, posadas, billares, etc.

Antiguamente había muchas fábricas de paño, que fueron muy

renombradas; 22 fábricas de jabón, que también tiene mucha fama,

y 14 molinos de aceite. De las primeras no existe ninguna; de las

segundas quedan algunas.

Hay fuertes y sólidos capitales, pues sus frutos, que consisten

en vinos y legumbres, tienen un excelente mercado en Madrid, al

que abastecen en no pequeña cantidad, particularmente en vino y

aguardiente de anís, que con tanta justicia es celebrado; patatas,

ajos,  melones, judías, etc., son los artículos que suministran a

la corte. El trigo, aceite y otros artículos, todos necesarios a la

vida, se dan en abundancia para su consumo y algo más, por lo que

no tiene que importar de afuera sino géneros manufacturados.

El calzado se fabrica en el pueblo y los cueros se curten en las tene

rías allí existentes. Con dificultad se encontrará un pueblo que tenga

menos necesidades de afuera que éste, porque los géneros toscos*

que son el mayor consumo, también se hilan y fabrican en él.

En su d istrito hay una vega, bañ ada por el río Tajuña, que, bien

acanalado, con buenas obras hidráulicas, riega una extensión de

dos o tres leguas, convirtiendo aquellos terrenos en un paraíso,

produciendo aquellos terrenos con tanta abundancia, que forman la

riqueza de los labradores. En verdad que el cultivo es excelente,

el beneficio anual de las tierras es abundante, y esto, unido al riego

en las épocas necesarias y por tan buenos procedimientos, hace que

la tierra no descanse ningún año. Las esclusas, cauces, caceras y

otras ramificaciones para conducir las aguas hacen que no se pierda

una gota.

La caza y la pesca abundan; la leña no falta en los bosques del

común, que están bien guardados y con disposiciones sabías para

la corta de ella. La piedra, el yeso y la cal abundan. Las plantas

medicinales no escasean.

Tal es el pueblo en que nací, en que me crié hasta la edad de

catorce años, en donde mis padres tenían sus bienes, con los que

educaron, mantuvieron y criaron 13 hijos, si no en la opulencia, al

menos en la abundancia, dejando al morir un buen nombre, ninguna

deuda, tres casas, varias tierras, olivares y viñas, que fueron repar

tidos entre todos a su muerte, tocando a cada hermano 14.000 reales

de vellón, según la ínfima tasación de lo que allí valen las cosas,

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Memorias  de Benito  Hortelano

l

7

pues la casa paterna, en cualquier capital rentaría 20 ó 25 duros,

según las comodidades que tenía.

Mi padre, aunque labrador y educado como se educaba al pue

blo en el siglo pasado, tuvo el buen sentido y el noble instinto de

dar la educación que en un pueblo es posible a todos sus hijos: es

decir, leer, escribir y las cuatro reglas primeras de la Aritmética.

Esto es lo que aprendí yo, pues aunque en el pueblo había dómine,

o sea clase de latinidad, sólo aprendían los que eran dedicados a

seguir carreras literarias, cosa que mi padre no quiso que ninguno

de sus hijos siguiera, pues siendo él labrador y habiéndolo sido

sus padres y abuelos, decía, y a todos Dios los había protegido, no

quería que ninguno de sus hijos tomase; otra carrera, ni míenos

oficio, que tenía esto último en muy poco.

Efectivamente, todos mis hermanos son labradores y yo también

lo fui hasta seis meses después de la muerte de mi padre. Creo

que si mi padre hubiese vivido más tiempo, y visto la poca incli

nación que yo tenía al campo, me hubiese dado una carrera lite

raria y hubiese podido ser algo, pues desde joven tenía una memoria

exquisita, una afición a las letras, que era entre los muchachos el

más vivo, el más inventivo, el que dirigía a los demás, el que com

ponía las coplas que cantábamos, el que inventaba juegos y tra

vesuras; pero el destino quería otra cosa, y lo fui.

A la edad de doce años, siendo de cuerpo raquítico, aunque

fuerte de espíritu, me dedicó mi padre a las labores del campo, y

con un pequeño azadón trabajaba a la par de mis hermanos. A los

trece años ya me confiaron un caballo y una burra de mucha alzada,

con cuya yunta iba solo a arar las viñas, no pudiendo apenas sujetar

la esteva del arado y viéndome en grandes apuros para enyuntar

y desenyuntar a la hora de comer y descanso de las bestias, pues

no alcanzaba a sacarles el yugo del cuello, y parece que los anima

les lo comprendían, pues bajaban la cabeza para que pudiera qui

társelo. Los labradores que me veían arar también se admiraban,

pues no podían adivinar cómo sin fuerza para dirigir el arado

hiciese surcos tan derechos y regulares, ni menos volver el arado

al concluir el surco; pero ello es que yo lo hacía tan bien como el

mejor.

No fui pendenciero de muchacho; pero tampoco me puso nin

guno la ceniza en la frente; tuve la suerte de salir siempre vence

dor; no recuerdo que ninguno me haya humillado.

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18

Memorias  de Benito Hortelano

Un acontecimiento me llenó de horror, y tal vez fué causa de

que tomase aversión al campo.

Tenía mi padre una viña (que hoy es mía) en un paraje que

llaman Valdelagrana, a dos leguas distante del pueblo, en un des

poblado entre montes, cañadas y precipicios. ¡Me horrorizo al acor

darm e Fui a esta viña con mi hermano Lucio, con objeto de podar

la. Cargó dos bestias con los sarmientos que había podado aquel

día y me mandó con ellos para el pueblo, mientras él acababa de

podar un resto que le quedaba. Serían las cuatro de la tarde del

10 de enero (1832), tiempo frío, de grandes nevadas y escarchas

en aquel pueblo. Caminaba yo a pie tras de las bestias cargadas

de sarmientos; habría andado como media legua, y ya en camino

real que conduce a Madrid, cuando en una encrucijada de caminos

entre dos barrancos me encontré con tres hombres desconocidos,

que no eran del pueblo. Como muchacho, los miré, y uno de ellos,

de aspecto fiero, grandes patillas, alto, grueso, se dirigió a mí con

una bota de vino y me dijo: "Muchacho, toma un trago." "No me

gusta el vino" —respondüe—. "Es vino dulce, bebe" —-me dijo el

buen mozo—. "No me gusta ninguna clase de vino" —le repliqué—.

"Pues anda con Dios, chiquillo", y soltándome de la solapa de la

chaqueta de que me había asido, me empujó fuertemente y me dejó.

Habían transcurrido cuatro días y un rumor corría por el pueblo

de boca en boca. Quién decía que faltaban tantas personas del

pueblo, quién cuántas y, por último, se empezaron a citar nombres

propios de dos personas que d'e ellas se ignoraba. Una de las per

sonas era un arriero del pueblo conocido por el tío Prudencio, hom

bre como de treinta y ocho a cuarenta años, alto, fornido y de

gallarda figura. Otro un jornalero conocido por el de Villarejo,

bajito, rechoncho y forzudo, hombre honrado y que con su trabajo

de leñador mantenía a su anciana madre.

Pronto las autoridades tomaron providencias en averiguación

de los rumores, y al efecto dispusieron saliese una compañía de

voluntarios realistas,  dividida en grupos, a recorrer el territorio o

distrito del pueblo; nada averiguaron en la primera expedición; mas

al día siguiente, habiendo llegado a noticia de las autoridades

que tres hombres extraños al pueblo habían sido vistos en el camino

real de Madrid, salieron las partidas de realistas a recorrer aquel

paraje, subiendo montañas, pasando y examinando cuevas y barran

cos,  que hay en abundancia, y cuando a la caída de la tarde iban

a retirarse al pueblo sin haber conseguido descubrir nada, a uno de

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Memorias  de Benito  Hortelano

l

9

los de la partida se le ocurrió entrar en una pequeña cueva cerca

del camino y halló en ella el cadáver del arriero Prudencio, degolla

do y atado de pies y cabeza. Como a 500 pasos de distancia, y en

una pequeña eminencia hay un corral, donde los pastores recogen

el ganado en tiempos de tormenta, y en él hay una cueva, en la

cual encontraron el cadáver del leñador de Villarejo, atada la cabeza

a los talones y degollado. El terror que se apoderó de todos los

habitantes sería difícil describirlo: nadie se atrevía a salir al cam

po,

  creyendo que alguna gavilla de asesinos se habría propuesto

asesinar a todos los labradores del pueblo.

Al celo de las autoridades, a su actividad y acertadas diligen

cias se debió el que los asesinos fuesen descubiertos y aprehendidos

antes de ocho días. Las declaraciones de mi hermano Lucio y otros

labradores que como yo habían visto a los fres hombres descono

cidos hicieron que el juez de primera instancia o corregidor, como

entonces se llamaban, tomase el hilo y mandando al alguacil mayor

al pueblo de Bayonilla, distante dos leguas de Chinchón, tomó noti

cia de las autoridades sobre los tres individuos, resultando ser dos

de aquel pueblo, y el principal, llamado

  Rana,

  de Ciempozuelos.

Aun no habían vuelto a sus pueblos los citados individuos, por lo

que el alguacil mayor, auxiliado por el alcalde de Bayonilla, estu

vieron en acecho, y tan luego como llegaron fueron presos los dos

que pertenecían a aquel pueblo, conocidos por  el Sastre y el Algua

cil,

  apodos que tenían. El tercero,

  Rana,

  sabida la prisión de sus

compañeros, se fué a Madrid y se refugió en el Palacio Real; pero

como por recientes disposiciones habían sido abolidos los antiguos

privilegios que los templos y palacios tenían para los reos que en

ellos se acogían, fué sacado de allí y entregado al corregidor de

Chinchón, donde fueron juzgados y sentenciados en primera ins

tancia a garrote, el que sufrieron en la plazuela de la Cebada de

Madrid, siendo la primera ejecución que en garrote se hacía, por

haber sido abolida la horca.  Rana  murió sin confesar, y su cabeza

fué colocada en el camino y frente a las cuevas donde había come

tido los crímenes.

He sido miedoso desde niño, y lo soy hoy, a la edad de cuarenta

y un años; pero mi miedo no es a los vivos, sino a los muertos,

siendo tal mi pavor, que hoy mismo no velaría a un muerto estando

solo, ni entraría en un cementerio por todo el oro del mundo. Con

fieso mi flaqueza.

Así, pues, ¡cuánto no sería mi miedo cuando mi padre me man-

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2 0

Memorias  de Benito  Hortelano

daba ir a la viña de Valdelagrana, que indudablemente tenía que

pasar por debajo de la cabeza del citado

  Rana,

  puesta en un palo

¡Yo no sé qué hubiera dado por no ir a aquel para je Indudable

mente, creo hoy que la causa que me hizo aborrecer el ejercicio del

campo y escaparme de mi casa no fué otra que la tal cabeza.

Era día de la Virgen del Rosario, patrona de Chinchón, y se

celebra el 8 de octubre con grandes fiestas, corrida de novillos, fue

gos artificiales, etc. Mi padre era hombre muy rígido con todos y

particularmente con sus hijos, de quien se hacía respetar de una

manera que más que respeto era temor. Yo era el menor, como

tengo dicho, y no tenía la edad en que mi padre consentía a los

demás hijos salir de casa de noche. Ello es que, habiendo función

en la ermita del Rosario aquella noche, fuegos artificiales y toda

la población de broma y algazara, yo quería disfrutar, y había

convenido con mis sobrinos Clemente y Vicente y otros muchachos

en que iríamos juntos a los fuegos. Pedí permiso a mi padre, y

éste,

  con la cabeza baja, como de costumbre tenía, sin mirarme

a la cara me dijo: "Vayase usted a acostar, esos son los mejores

fuegos." Obedecí la orden; le besé la mano como lo hacíamos todos

los hermanos y me acosté. Yo oía en la calle la algazara de los

demás muchachos, que me llamaban, diciendo saliese pronto, que

los fuegos iban a empezar. No reflexioné más; me vestí con sumo

silencio y, con los zapatos en la mano, tuve valor de salir, pasando

por delante de mi padre, aprovechando la costumbre de tener la

cabeza baja. Ya en la calle salté y retocé con mis compañeros, diri

giéndonos alegremente a ver los fuegos y a recoger las cañas de

los cohetes. Pero no había yo contado con la huéspeda, porque

estando en lo mejor de mi retozo, gritos y corridas, mi sobrino me

dice:

  "Escóndete, Benito; tu padre te busca con una vara de fresno

en la mano." No acababa de decírmelo cuando veo a m'i padre,

disparo a correr, que ni los galgos me alcanzarían. ¡Ay qué noche

de aflicciones Yo conocía el genio de mi padre, no me engañaba

en la cólera que sobre mí descargaría por haberle burlado. Es

tuve dando vueltas p'or el campo hasta que la gente se retiró;

serían las doce de la noche y me dirigí a casa de mi hermana Prisca ,

seguro de que mis sobrinos' me esperarían. Apenas hube llegado a

la puerta y cuando me preparaba a entrar, salió mi padre furioso,

con el palo, tras de mí; yo corro, él corre, doy la vuelta a la man

zana, y como yo era más ligero que él, me guarezco en casa de mi

hermana y por un agujero me subo al pajar, seguro que mi padre

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Memorias  de Benito  Hortelano

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no podía entrar por tan alto y angosto agujero. A poco mi padre

viene detrás y calcula donde me he subido, contentándose con ame

nazarme desde abajo que me molería a palos en cuanto bajase,

retirándose al poco rato, bien convencido que yo no bajaría mien

tras él me esperase abajo.

La fortuna me deparó que al día siguiente, de madrugada, tuvie

se que salir mi sobrino Clemente para Madrid con unas cargas de

vino, y al momento convinimos en que yo me iría con él y me aco

gería a mi hermana Mauricia y mi cuñado Manuel, en donde estaría

salvo, colocándome ellos en alguna casa de comercio o en algún

oficio. Apenas asomaba el día, cuando, sin esperar a que mi sobrino

cargase el vino, tomé el camino de Madrid, conviniendo antes con

él que le esperaría en la vega, donde nos reuniríamos.

Aquí empieza la historia de mi destino, que no era, por cierto,

lo que mi padre se proponía, de que fuese labrador, como éí y todos

sus hijos.

Llegamos a Madrid a las cinco de la tarde, no sin que antes

de salir del distrito de Chinchón no me despidiese para no volver

a ser labrador, y con más contento que si me hubiesen dado una

canonjía.

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IV

De mi llegada a la corte y de cómo me recibieron

mi hermana y mi cuñado

Serían las cinco de la tarde cuando entré por las puertas de la

coronada villa, y después del registro minucioso del resguardo de

la Puerta de Atocha, nos encaminamos a la posada, desde donde,

dejada la carga y las bestias, nos encaminamos a la casa de mi

hermana Mauricia.

Esta mi hermana, la segunda de los hermanos, que aun vive y

debe de tener cincuenta y ocho años, era a la sazón de treinta y

cuatro años y tenía cinco hijos. Era todavía, a pesar de ser bajita,

una de las caras más bellas de Madrid, risueña, graciosa y simpá

tica; rubia y blanca como la nieve, con ojos tan expresivos, que a

los quince años dicen era de las muchachas que más llamaban la

atención. Estaba casada con Manuel Manso, joven como ella, de cara

simpática, estatura regular y formas bien proporcionadas; pero

lo más notable en él era su carácter franco, caballeroso, noble y de

un corazón para con la familia de su mujer, que excedía en bondad

y cariño a mi propia hermana. ¡Dios le tenga en su santa gracia,

en tanta como para mí y mis hijos deseo ¡Qué hombre generoso

¡Cuánto tengo que agradecerle y cuánto bien me hubiera hecho a

no morir tan joven ¡Sírvate, oh querido M anuel, este recuerdo que

de ti hago en mis Memorias, ya que no he podido manifestarte en

mi vida lo mucho que te he'apreciado y recordado en todas épo

cas,  desde que fui hombre y supe valorar el interés que por mí

te tomabas

Mi cuñado Manuel era hijo de D. Alejo Manso, uno de los anti

guos alquiladores de coches de colleras de gran boato, como en

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Memorias  de Benito  Hortelano

23

aquellos tiempos se usaba, con cuya industria había logrado hacer

una gran fortuna, la que dejó a sus cinco hijos a su fallecimiento,

y que sólo mi cufiado y una hermana supieron aprovechar, pues los

tres restantes la disiparon en pocos años.

Manuel seguía la misma industra del padre, habiéndose quedado

con los parroquianos de éste, y con tan buena administración y eco

nomía que, a pesar de la decadencia que este ramo de industria tuvo

con el sistema introducido de diligencias, conservó la herencia y

logró aumentarla.

Ya en presencia de mi hermana y cuñado les conté mi trave

sura, de la que se rieron y admiraron mi valor conociendo el ca

rácter de mi padre. Mi cuñado me animó, y dijo: "Puesto que no

hay remedio y tú no quieres volver al pueblo ni ser labrador, te

buscaremos una colocación en el comercio, o lo que tú desees, si

es que estás dispuesto a todo, como dices; yo escribiré a tu padre,

le pediré te perdone y te autorice para quedarte aquí y seguir el

comercio o algún oficio."

Pasé unos días visitando Madrid, recorriendo los Museos y

viendo todo lo mucho bueno que allí se encierra. Mi cuñado hizo

diligencias entre sus amigos del comercio para que me tomasen de

dependiente; pero fué vano su empeño, porque todos los comer

ciantes le contestaban la misma cosa, a saber: "que sentían no

poderle servir a pesar de la garantía que su recomendación tenía;

pero que no era costumbre tomar dependientes de Madrid ni de

la provincia ni de ninguna otra, pues estaba reservado el comercio

para los hijos de las provincias vascongadas o montañeses, de

donde traían muchachos desconocidos y honrados que no tuviesen

relaciones y que, empezando por  horteras  (nombre que se da a los

dependientes ínfimos de tienda), a fuerza de años, privaciones y

buenas costumbres económicas, llegaban a dependientes y después

a patrones o dueños". Es decir, que los vizcaínos tienen monopoli

zado el comercio de géneros, ferretería y géneros ultramarinos en

Madrid, y será una rara excepción s'i se encuentra en este ramo

alguno de otra provincia.

Con estas contestaciones desistió mi cuñado de dedicarme al

comercio y procuró buscarme un oficio que yo aprendiese. Ya iba

a entrar de aprendiz de sastre cuando se presentó mi hermano

Lucio con orden de mi padre para que" me llevase, y que si se iba

sin mí, él vendría a Madrid y me conduciría al pueblo atado a la

cola de su caballo. Mi hermano refirió lo muy enojado que mi padre

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H

Memorias  de Benito  Hortelano

estaba, por lo que, previendo las consecuencias, determinó mi cu

ñado Manuel llevarme él mismo e interceder por mí, porque sabía

que mi padre sólo a él respetaría por lo mucho que lo quería.

Efectivamente, medió la casualidad de que el Conde de Chin

chón alquilase dos coches para trasladar la familia al pueblo, y mi

cuñado tomó la dirección de uno de los carruajes, llevándome

consigo.

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V

Vuelvo a Chinchón. Mi cuñado intercede con mi padre y éste me

perdona. Continúo de labrador, y mi padre empieza a manifes-

tarme más cariño.

Como mes y medio habría transcurrido desde el día que hice

mi escapatoria cuando regresé al seno de la casa paterna. Eran

las ocho de la noche del mes de noviembre de 1832, y, guiado por

mi cuñado, éste me presentó a mi padre, rogándole en un buen dis

curso me perdonase y, al propio tiempo, le hizo presente la aversión

que yo tenía al oficio de labrador, y que debía o darme alguna ca

rrera, ya que ningún hijo la había seguido, o dejarme que apren

diese algún oficio, como era mi inclinación.

Mi padre dio palabra de perdonarme, gracias a la intercesión

de mi cuñado; pero en cuanto a carrera u oficio, contestó: "Yo soy

viejo; todos los hijos se han casado; no me quedan más varones

solteros que Santiago y éste; el primero ya quiere casarse; ¿quién

ha de cuidar la hacienda que tantos sudores me ha costado ganar

la?"

  Este es el báculo de mi vejez y él quedará solo conmigo, que

ya poco puedo trabajar, para labrar las tierras y las viñas, pues

de otro modo todo se perderá."

Razones eran éstas que, a pesar de mi poca edad y de la menos

gana que yo tenía de ser labrador, me convencieron y un tanto me

enorgullecieron, pues ya empecé a calcular que, quedando solo, se

ría yo el jefe de la casa, dispondría de los peones y tendría humosde patrón, con lo que quedé satisfecho y mi cuñado contento de su

misión.

Al siguiente día partió mi cuñado para Madrid y yo para el

campo a cavar una viña y olvidarme de mis ilusiones de vivir en la

corte, donde me agradaba la Vida y el ruido de la capital.

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Memorias  de Benito  Hortelano

Había muerto mi madre el 27 de septiembre de 1829, y en 1833

mi padre contrajo segundas nupcias con una viuda llamada doña

Bernarda García, mujer como de cuarenta y ocho años, no mal

parecida, algo sorda y bastante beata, la cual llevó algunos bienes

al matrimonio. Esta mi madrastra fué buena conmigo, y desde su

enlace con mi padre empecé a disfrutar más libertad y a hombrear,

lo que me hizo olvidar mis aspiraciones de vivir en la corte.

Había en el pueblo una linda muchacha llamada Paula y por

sobrenombre

  la del

 Coneja,  por tener un lunar en las posaderas que

se asemejaba a aquel cuadrúpedo. Paulita era una rubia de ojos

azules, algo narigoncita, con un pecho tan abultado a pesar de sus

catorce años, que traía trastornados a los jóvenes y no jóvenes del

pueblo. Se había criado, en calidad de sobrina, con un canónigo

llamado D. Agustín Recio, el que la había educado con los mayores

cuidados y mimos, como se crían las hijas únicas de los que poseen

grandes riquezas. Yo tuve la preferencia en los amores entre los

muchos que la cortejaban, por lo que era envidiado de todos los

pretendientes; pero Paulita, a los seis meses, me dio calabazas,

prefiriendo a otro que, en honor de la verdad, era el mejor mozo

que en el pueblo había, con el cual se casó.

Corría el año 33 y yo seguía muy contento por la libertad que

me concedían para salir de noche, como es costumbre en el pueblo,

y se llama ir de ronda, que se reduce a que, después de cenar, que

se hace al anochecer, salen los mozos unos a los billares, otros a

las tabernas a jugar al mus, y la mayor parte a platicar con la

novia hasta las once de la noche. Conviene dar una explicación de

esta costumbre, cuyo origen creo viene de los árabes y creo no la

tienen en ningún pueblo de Europa, sino en Castilla, la Mancha y

Andalucía. Las muchachas de los pueblos de España desde los doce

o catorce años ya están en amores, y muy desgraciada ha de ser la

que no tenga un par de novios entre quien elegir, conservando estos

amores seis u ocho años y a veces diez y doce si el novio tiene que

ir al servicio de las armas, pues entonces se dan palabra de casa

miento y ella no da oídos a otro hasta que, cumplido el tiempo de

servicio, que son seis años, vuelve el novio y se casan.

Pero lo particular de los amores de los pueblos es que el novio

no puede entrar en casa de su adorada hasta que la pide en debida

forma para casarse, y hasta aquella época no tiene más medio de

hablarla que es por la cerradura de la puerta de calle o por el con

ducto que por debajo de la puerta da salida a las aguas. Así,

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Memorias de Benito Hortelano i*¡

pues,

  en cada puerta de calle, pasadas las nueve de la noche, hay

un mozo boca abajo, con la cabeza metida en el albafiar, platicando

con su adorada prenda, como ellos dicen, y ella por la parte de

adentro y en la misma posición, se pasan tres y cuatro horas con

versando, y esto lo hacen todas las noches, todos los meses y por

espacio de muchos años, sin que uno ni otro falte a la cita, que es

convenida o por un fuerte silbido que el muchacho da en la calle, o

por un aullido u otra señal por el estilo. Los sábados es costumbre

dar música a la novia, cantando algunos romances amorosos, que,

por cierto, algunos de ellos, por lo sentimentales, significativos y

con tan buenas voces cantados, hacen recordar lo que nos dicen

de los antiguos trovadores. Los domingos, vestidos de gala, si es

verano la chaqueta al hombro y en cada bolsillo un pañuelo de

seda, sombrero de calaña y un palo en la mano, se colocan en las

esquinas a esperar que pasen las muchachas, y cuando llega a pa

sar la que cada cual espera, echa a andar detrás, sin decirle nada,

hasta que, en llegando a las orillas del pueblo, se juntan y entablan

conversación, ambos de pie, hasta el anochecer, a cuya hora cada

cual se va a su obligación con caras alegres y risueñas y esperando

con ansia el domingo próximo para hacer lo mismo. Lo que hablan

estos enamorados .noche a noche y después los domingos es cosa

que no he podido nunca averiguar, pues no sé de dónde ni sobre

qué pueden conversar gente generalmente rústica. Yo por mí sé

decir que con mi Paula sólo hablaba a la puerta de calle algunos

ratos y sólo majaderías; los demás harían lo propio.

Hecha esta digresión para explicar las costumbres del pueblo,

paso a proseguir mi biografía. Era el mes de octubre y llegó la

noticia de la muerte de Fernando VII y con él la caída del sistema

absoluto, que desde el año de 1824 regía en España, gracias a los

cien mil nietos de San Luis, que con tanta prisa vinieron a derrocar

el sistema constitucional y establecer el absolutismo, con sus fusi

les,

  inquisición, etc. María Cristina, tercera mujer de Fernando, es

peranza del partido liberal, quedó nombrada Regente del Reino

durante la menor edad de Isabel II, que a la sazón contaba tres

años,  y como la disputase el derecho a la corona su tío D. Carlos

María Isidro de Borbón, que representaba el absolutismo, Cristina

llamó a sí al partido liberal, que, humillado, escondido y proscritos

sus hombres más eminentes, eran los que podían defender el trono

de Isabel, en lo que anduvo acertada, pues levantándose a su vez

la nación liberal, pronto rodearon el trono, y con los liberales y

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Memorias  de Benito  Hortelano

acertadas disposiciones que tomaron, la nación empezó su carrera

de progreso. La primera medida fué el desarmar a doscientos mil

voluntarios realistas, la hez de la nación en su mayor parte, y en

su lugar armar la Milicia Urbana, la que fué organizada con nu

merosos batallones de lo más florido en saber y riqueza de la

España.

Las nuevas ideas que se proclamaron en el Estatuto Real, paso

intermedio entre el absolutismo y la libertad, fueron señal para que

la juventud abrazase aquella causa. Yo, aunque sólo contaba cator

ce años y educado entre los labradores, no dejé de comprender

que aquello era bueno y me hice un patriota a la moderna. Verdad

es que yo he sido muy despejado desde mi más tiernos años y

comprendía las cosas como hombre, pensando como tal, siendo una

excepción de los de mi clase en iguales circunstancias. Hubo otra

causa para que yo tuviese odio a los realistas y me gustasen las

nuevas 'ideas, y era que me había criado desde muy niño al lado

de D. Anselmo Aguado, herrero de oficio, hijo de Madrid y que se

había refugiado al pueblo por las persecuciones que a la caída de

la Constitución del 23 sufrió en Madrid, no siendo menos persegui

do por sus opiniones por los realistas de Chinchón. Este me ense

ñaba canciones patrióticas y me hacía que odiase a los realistas.

Mi padre también había sido miliciano en la época constitucional,

pero no fué perseguido en la del absolutismo; algunos pequeños

insultos sufrió, pero no pasó de ahí. Mis hermanos todos y los

muchos parientes eran liberales. No hubo un realista en mi familia,

y todos mis cuñados fueron milicianos constitucionales.

Chinchón es uno de los pueblos de la provincia de Madrid que

más se ha distinguido en sus ideas modernas, habiendo formado

un batallón y un escuadrón de Guardia Nacional, cuando sólo pudo

reunir 80 realistas de lo más pobre del pueblo.

Con el nuevo sistema vinieron las venganzas de los partidos,

siendo apaleados algunos realistas de los más exaltados y muerto

uno llamado Francisco (a)  el Burro,  cuyo cadáver vi en un verde,

atravesado de una estocada, lo que me causó gran disgusto y me

hizo empezar a comprender hasta dónde ciegan a los hombres las

pasiones de partido en las guerras civiles. El muerto, muerto quedó,

y aunque se hizo un simulacro de proceso, quedó en la obscuridad

y a nadie se castigó, a pesar de saberse de pública voz y fama

quién lo había matado.

Hubo una quinta por aquel tiempo y tuvo la mala suerte de

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Memorias  de Benito  Hortelano

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tocarle bola negra a mi sobrino Vicente Iglesias, el cual, con los

demás desafortunados, se caló su escarapela de mil lazos y colores,

como es costumbre en los pueblos, y todos reunidos, con guitarras

y panderetas, recorrieron las calles del pueblo por algunos días,

tocando y cantando, recogiendo las dádivas que de costumbre y

casi derecho tod'o el vecindario les hace, con las que se divierten,

visten y se atavían para pasar a los depósitos, desde donde son

agregados a los regimientos. Cada quinta que se verifica, que por

las nuevas disposiciones es el 30 de abril de cada año, es una época

de luto y angustia en los pueblos. Las infelices madres no tienen

consuelo; las novias se retraen de sus diversiones en aquella época;

los que tienen algunos recursos los venden o empeñan para reunir

la cantidad necesaria para inscribirse en las Sociedades de substitu

tos que al efecto hay establecidas; en fin, familias hay que quedan

arruinadas y otras empeñadas para muchos años por inscribirse

en las Sociedades, por cuyo medio se libran de ir a ser soldados,

pues estas Sociedades están obligadas a librar los soldados a

quienes por mala suerte les haya tocado bola negra. Pero si bien es

verdad que estos sacrificios se hacen (ya que es preciso que haya

ejércitos), también es lo cierto que, pasado este trance fatal, que es

una vez en la vida, queda ya el ciudadano libre para siempre del ser

vicio de las armas y puede disponer libremente de su persona, sin

estar sujeto, ni en guerras ni en paz, a que nadie le moleste, y queda

a su voluntad el tomar o  no las armas en cualquiera guerra o cues

tión que haya.

Llegó el año de 1834 y con él el lúgubre rumor del cólera

 morbo

asiático.

 En el mismo año el partido carlista había levantado el

estandarte de la rebelión en diferentes provincias, particularmente

en las Vascongadas y Cataluña. Don Carlos, desterrado por Fer

nando VII antes de su muerte por haberse querido oponer al tes

tamento por el cual se restablecía la ley 'Sálica, o sea la que da

derecho a las hembras para heredar la Corona, apareció en Portu

gal con sus partidarios y protegido por el Infante D. Miguel, que

a la sazón se había levantado queriendo destronar a doña María

de la Gloria. Ambos pretendientes, de idénticos principios, dieron

ocasión a que el Gobierno de Cristina reuniese un ejército que,

al mando del valiente general Rodil, pasó a Portugal en combina

ción con D. Pedro del Brasil, que vino a defender a su sobrina

con una escuadra y ejército, logrando restablecer en el trono a doña

María de la Gloria y ahuyentar a los dos Príncipes. Para esta

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Memorias  de Benito  Hortelano

expedición, que se reunió en las inmediaciones de Madrid, fue

ron embargados multitud de carros y bestias para bagajes del

ejército, los que debían ir hasta la raya de Portugal, como fue

ron. A mi padre le embargaron un caballo, con el cual me mandó

como bagaje, en compañía de otros muchos del pueblo y de todos

los de la provincia. El jpueblo de Leganés, a dos leguas de Ma

drid, era el punto de reunión de acémilas y carros, que ocupaban

todos aquellos campos; demorada la salida del ejército, a los doce

días de nuestra llegada ya nos íbamos cansando, por lo que entre

varios amigos convinimos en fugarnos la víspera de la partida,

como así lo hicimos, picando espuela a las cabalgaduras en una

noche clara y no con poco miedo de que las partidas de tropa

que estaban en nuestra guarda nos pillasen y formasen Consejo

de guerra, que nos hubiera costado cara la temeridad. Yo bien

comprendía el riesgo, pero también calculaba que a mí, por la poca

edad, nada me podían hacer, alegando yo, como ya lo tenía entre

mí pensado, que me habían engañado diciendo que ya no era ne

cesaria nuestra presencia y que el general nos había despedido.

Por fortuna, llegamos sanos y salvos a Chinchón, no sin sorpresa

de mi padre al ver que no iban todos los que del pueblo habíamos

salido. Ello es que nos libramos de ir hasta Portugal como fueron

los que no tuvieron valor de escaparse, y nadie nos reclamó, pues

entre aquella multitud de gente no era posible nos echasen de me

nos;  ni, estando el ejército para marchar, era cosa de mandar a

buscar a diez leguas seis u ocho bagajeros.

Era esto por el mes de julio del 34, época de la recolección de

los cereales, por lo que no le pesó a mi padre el que yo me hubiese

evadido o escapado del ejército, a pesar de lo exacto que en todas

sus obligaciones era. Al día siguiente de mi llegada emprendí los

trabajos de la trilla, los más pesados y engorrosos que para mí

había, y creo que para todo labrador.

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VI

El cólera en España. ídem en Chinchón. Muerte de mi padre, de mi

hermana mayor y de varios parientes. Particiones y peleas

entre mis hermanos y madrastra por la herencia. Mi tutor y

curador. Paso a vivir con mi hermano Francisco. Mi cuñada

Coíasa. Genio y carácter de ésta y mi fuga a Madrid.

El cólera morbo había invadido la España hacia principios de

julio. Aterrorizados estaban los habitantes; los cordones sanitarios

que se establecieron de pueblo a pueblo, de provincia a provincia,

imposibilitaban toda comunicación; hubo pueblos que se amuralla

ron, y sus vecinos, armados de escopetas y otras armas, vigilaban

más que si hubiesen esperado un ejército enemigo; y desgraciado

del forastero que se atreviese a acercarse, que era víctima de su

temeridad. Creían, no sólo en España, sino en todos los países, que

el cólera se transmitía de persona a persona por contagio y que

librándose de comunicar con los pueblos contagiados se evitarían

del azote que por la atmósfera venía y donde sentaba sus reales

terciaba la población.

El día 15 de julio se formó una tormenta hacia el Sur con ca

racteres tan siniestros que aterró a los labradores, los que se apre

suraron a encerrarse en el pueblo. A las cuatro de la tarde descargó

con tal fuerza el huracán que la precedió, que arrasaba cuanto se

le oponía; las mieses de las eras, las tejas de las casas, los árboles

y paredes no muy sólidas; todo se lo llevó el viento, descargando un

fuerte aguacero acompañado de algunos insectos que de las nubes

se desprendían.

Al siguiente día, 16, día de la Virgen del Carmen, se desarrolló

con tal fuerza la peste, que por instantes desaparecían las muy

robustas personas. En el mismo día apareció en Madrid, con todos

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Memorias  de Benito  Hortelano

sus horrores, y como si la epidemia no fuese bastante desgracia,

un acontecimiento vino a enlutar más a aquella población.

El partido liberal tenía ojeriza a los frailes; los hombres ilus

trados comprendían que aquella institución era de siglos anteriores

perjudicial al desarrollo de la riqueza, pues los inmensos bienes

que poseían, que eran la mitad de la nación, estaban en manos

muertas, siendo colonos las dos terceras partes de la nación. Los

frailes eran partidarios del pretendiente D. Carlos y un obstáculo

para establecer con base sólida las nuevas ideas. Así, pues, no sé

si fué casual o cosa preparada por los liberales, ello es que al apa

recer el cólera tan repentinamente con casos fulminantes, se esparció la voz de que los frailes, para vengarse de los liberales, habían

envenenenado las fuentes públicas. El pueblo, que sólo necesita un

pretexto, por muy absurdo que sea, para encontrar el origen del

mal que le aflige, se abalanzó a los conventos de los frailes, ma

tando aquí, quemando allí, destrozando y destruyendo cuanto a su

furor se presentaba perteneciente a los religiosos.

¡Qué días de horror ¡Cuántas víctimas inocentes cayeron al

furor popular, olvidándose en aquellos momentos del verdadero ene

migo,

  del envenenador de la humanidad, del cólera, que arrebataba

familias enteras; que casas de treinta y cuarenta vecinos quedaban

cerradas con los cadáveres de sus moradores dentro ¡Los carros,

las camillas, los hombres dedicados a conducir cadáveres no podían

dar abasto a tanta mortandad

Chinchón fué azotado de la epidemia comparativamente más

que Madrid. Días hubo que llegó a cuarenta el número de cadáve

res que el cólera causó.

Gozaba mi padre de una robustez y salud preciosas; nada indi

caba su próximo fin, y, sin embargo, atacado del flagelo, sucumbió

el 16 de agosto. Mi hermana Prisca, tan hermosa y contando ape

nas treinta y ocho años, también sucumbió a los pocos días, de

jando once hijos. Dos tíos también sucumbieron.

Después de hechas las exequias fúnebres, se procedió a hacer

las particiones que, con arreglo a su testamento, había dispuesto.A mí me dejó mejorado, como también a mi hermana Casimira, los

dos menores que habíamos quedado. ¡Qué de riñas, qué cuestiones

entre los hermanos mayores entre sí y nuestra m adrastra Cada

cual quería llevar la mejor parte, a pesar de estar bien deslindados

los derechos (cada uno en el testamento, pues mi padre tuvo la

previsión de extender carta de dote a cada hijo que casaba, expre-

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Memorias  de Benito  Hortelano

33

sando lo que a cada uno había entregado al emanciparse, lo que

hizo que las cuestiones no pasasen a pleito).

Ahora quedaba otra cuestión, y era quién se había de hacer

cargo de los dos menores. Todos se disputaban este derecho, no por

virtud, creo yo, sino por manejar nuestros bienes. Por fin, dejaron

a nuestra elección el que nos fuésemos con quien quisiésemos; Casi

mira se fué a, Madrid con mi hermana Mauricia, y yo elegí el her

mano más desfavorecido de la fortuna: Francisco, mayor de los

varones.

Héteme con mi hermano, de un carácter como un santo, honrado,

trabajador, callado, sobrio y querido de todo el pueblo. Pero yo no

había contado con la huéspeda, es decir, con mi cufiada Colasa, de

un carácter endemoniado, díscola, golosa, puerca y que dominaba

a mi buen Francisco. Al principio no se portaba mal conmigo, y

era por los bienes que yo había puesto a su disposición, además

de mi persona, que ya era muy útil para fiarme las labores del

campo. Cada noche tenía una pelotera con mi pobre hermano, que,

con más paciencia que Job, sufría y callaba, y para pasar el mal

humor me decía en cuanto cenábamos: "Vamonos, Benito, a echar

un mus en casa del tío Félix." Efectivamente, allá nos íbamos, don

de se reunían quince o veinte amigos, todos casados y de buen

humor, y unos jugando al mus, otros cantando y bailando o en

otros juegos y buenos tragos de vino, se pasaba la noche alegre

mente hasta las once o las doce. Al siguiente día, y al venir el alba,

ya estábamos caminando para las labores del campo, volviendo por

la noche a las mismas riñas de mi cuñada y al mismo pasatiempo

en casa del tío Félix. En esta casa también había partida de monte;

pero jamás vi jugar a mi hermano, al paso que veía comprometer

sus pequeñas fortunas a muchos padres de familia. Si yo hubiese

tenido inclinación al juego, las lecciones que allí aprendía hubieran

llegado a pervertirme; pero Dios no ha querido que yo caiga en la

tentación, y puedo decir hasta hoy que jamás he jugado dinero ni

he entrado en ninguna casa de juego con tal objeto: es un vicio

que he mirado siempre con horror. De otro vicio también me ha li

brado Dios, y es el de la embriaguez; sin embargo, desde muy

niño,

  primero en casa de mis padres, 'donde había una gran bo

dega, como que era cosechero; después en casa del tío Félix, donde

el vino se consumía por arrobas, y después en Madrid, donde los

artesanos beben tanto vino, y si bien bebía como otro cualquiera,

he tenido siempre el buen juicio de no embriagarme, porque conoce

3

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Memorias  de Benito  Hortelano

mi estómago cuándo ya tiene lo suficiente para no perder el juicio.

Siempre he bebido, hoy bebo, pero jamás con exceso; así que este

vicio,  en mí no lo ha sido.

Seis meses irían transcurridos en compañía de mi hermano, y

ya mi cuñada me trataba con bastante acritud, la que fué en aumen

to cuando un caballo que en la herencia me había tocado y el pobre

era tan viejo, a pesar de haber sido muy bueno, gran corredor y

de fama, fué atacado de usagre y murió. Otra desgracia me aconte

ció,  al poco tiempo, que vino a irritar más a mi cuñada, y fué que,

estando en misa un domingo, dejé el sombrero, único que tenía,

en un confesonario; cuando se acabó la misa busqué mi sombre

ro, y hasta ahora no lo he vuelto a ver. Mi cuñada riñó, pateó, y en

castigo no me quiso comprar otro, por lo que tuve que andar sin

sombrero, a pesar del frío, algunas semanas.

Ya iba yo cansándome de mi cuñada, y no hubiera estado tantos

meses a su lado si no fuese por lo mucho que a mi hermano quería

y por la libertad de hombrear en que me dejaba; pero un día, ¡ay,

qué día , no se me olvidará jamás, había yo ido a labrar una tierra

en la vega, cerca de Morata. Un viento deshecho reinó todo el día;

un frío insufrible. Por fin, al ponerse el sol, como es costumbre,

dejé la labor, aparejé los dos mulos con que araba y emprendí mi

viaje al pueblo, que habrá como legua y media de distancia y hay

que subir una pendiente empinadísima. No parecía un alma vivien

te y la noche se venía encima; como yo no tenía suficientes fuerzas,

no podía cinchar bien los aparejos, así que al llegar a la cima de

la pendiente se fueron éstos por detrás del mulo en que yo cabal

gaba. Me apeo y desaparejo para colocarlo y cincharlo de nue

vo;

  pero yo no había contado para la operación con mi poca

estatura ni con el huracán frío que soplaba. Apenas colocaba una

manta sobre el mulo y cuando me bajaba para poner el resto, el

viento se llevaba la manta por aquellos precipicios; la buscaba, la

volvía a poner y volvía a sucederme lo mismo. Era de n'oche obscu

ra, solo en aquel desierto; los lobos aullaban; yo lloraba, pateaba,

maldecía y me daban ímpetus de suicidarme; por fin el viento, como

apiadándose de mí, cesó un momento, el que aproveché, y apreté

los aparejos, siguiendo viaje al pueblo. Mi hermano hacía dos horas

que había llegado de sus labores; no sabía qué pensar de mí tar

danza; creía que alguna desgracia me hubiese sucedido y se pre

paraba a salir a buscarme; por fin aparecí, di de comer a los mulos

y nos pusimos a cenar.

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Memorias  de Benito  Hortelano

35

Al concluir la cena, mi cuñada, con mal gesto y de mala vo

luntad, me dice: "Ha venido un criado de tu hermana Mauricia, lla

mado

  Pagüet,

  con una calesa, y dice que tiene que hablarte y que

está en la posada de la plaza." No había acabado de decírmelo

cuando ya no oí más sino ir a buscarlo. Ella comprendió cuáles

eran mis intenciones; y al propio tiempo

  el Pagüet

  le había dicho

que traía orden de mi hermana para que, si quería irme a Madrid

con ella, aprovechase la calesa; así que me dice: "Te prevengo que

no pienses en marcharte, porque no te dejaré, yapara el efecto he

guardado toda la ropa, y esta noche no saldrás." Mi hermano dijo:

"Sí saldrá; y si es su voluntad irse a M adrid, yo me alegraré , porque

aquí no será más que un pobre labrador, y en Madrid, al lado de

las hermanas, quién sabe si podrá ser hombre de pro." Mi cuñada

gritó,

  pateó, y, en tanto, haciéndome mi hermano una seña, nos

largamos a la calle. El se fué a casa del tío Félix y yo a buscar al

calesero, al que encontré y con quien convine que al día siguiente,

al amanecer, estaría en la posada para partir con él a Madrid. Me

fui a buscar a mi hermano, nos retiramos a las once de la noche,

conviniendo en que, antes de que se levantase mi cuñada, con mu

cho sigilo abriese la puerta de la calle y me mandase mudar,

haciéndose él el desentendido cuando mi cuñada gritase al no en

contrarme. Así lo hice; abracé a mi hermano y me acosté; no dormí

y antes que amaneciese me fui a la posada, donde  Pagüet  tenía

ya enganchada la calesa y partimos para Madrid.

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VII

Mi arribo a Madrid. Alegría de mi hermana Casimira. Entro de

aprendiz de sombrerero. Carácter de mi maestro y mis primeras

correrías y conocimiento de lo bueno y malo de la corte. Apren-

dizaje de sillero. ídem de impresor. Mi casamiento.

Era el 23 de enero de 1835 cuando llegué a la coronada villa,

donde senté mis reales con intención de no levantarlos hasta mi

muerte; pero Dios dispuso otra cosa a los quince años de residen

cia, para salir de ella y no volver más, según las cosas se van pre

sentando, a pesar de mis buenos deseos.

Mi cuñado y hermana Mauricia, luego que ya me vieron resuelto

a quedar en Madrid, pues la llamada había sido por mi querida

Casimira, sin que ellos tuviesen noticia, procuraron darme alguna

colocación. En el comercio, ya sabían por experiencia que no había

qué pensar; carrera, era ya de quince años, y no era posible empe

zar a estudiar, ni era justo que ellos, teniendo muchos hijos, entra

sen en los gastos que una carrera demanda. Así, pues, lo más pru

dente era un oficio, en el que al poco tiempo pudiese ganar para

vestirme y mis necesidades, pues casa y comida, en una casa donde

tantos mozos y sirvientes había, lo mismo era uno más a la mesa

que uno menos. Mi cuñado se encargó de buscarme oficio, y como

me preguntase cuál prefería yo, le contesté que cualquiera me

agradaría, no siendo zapatero; tal era el deseo que me animabade aprender un oficio en que, con mi trabajo, pudiese vivir inde

pendiente y no ser carga para mi cuñado y hermana.

Pocos días transcurrieron cuando mi cuñado me propuso si

quería aprender a sombrerero, porque había hablado a un amigo

suyo llamado D. Ramón Menéndez, que tenía sombrerería en la

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Memorias  de Benito  Hortelano

  37

Puerta del Sol, y éste me había admitido de aprendiz. Acepté sin

titubear, fui con él a la sombrerería y quedé de único aprendiz.

Don Ramón Menéndez era un joven como de veinticinco años,

de cuatro pies y medio de estatura, y le llamaban Ramoncito por

lo diminuto y bien arregladito en el vestir. La tienda era pequeñita

y sin trastienda, teniendo una pieza húmeda y obscura en el fondo

de la casa, en un patio, donde vivía Ramoncito, solo, sin familia,

como que no la había conocido, pues decían que era hijo del rey,

o sea de la cuna. Se levantaba mi maestro a las once de la mañana,

tomaba café con leche, venía a la tienda ya arregladito y se ponía

a trabajar. Yo iba a las ocho, barría y limpiaba la tienda y me

estaba al cuidado. Era aquella tienda la reunión de los guardias

de Corps, por ser Ramoncito el que fabricaba los sombreros para

la Guardia, y los armaba con tanta gracia que, a pesar de su

abandono y poco cumplimiento a sus marchantes, le toleraban por

su habilidad. Como no tenía obligaciones, con poco que trabajase

ganaba lo suficiente para vivir desahogadamente, empleando más

tiempo en el servicio de la Guardia Nacional y en conspirar que en

trabajar. Tan exaltado en las ideas liberales era, que su principal

gusto consistía en irse por los barrios bajos, donde vivían los

pobres realistas, y en compañía de otros locos se entretenía en

apalearlos y perseguirlos. Verdad es que Ramoncito había sido de

los milicianos que el 23 fueron a Cádiz y que tan perseguidos y

maltratados por los realistas fueron al volver a Madrid el año 24.

Un año estuve con Ramoncito, y como trabajaba tan poco y no

tenía oficiales, no pude aprender sino lo poco que le vi hacer, que

era armar sombreros elásticos y poner felpa a los sombreros altos.

Convencido de que no aprendería más, le dije a mi cuñado que lo

que yo hacía era perder el tiempo, y que me buscase otra fábrica

de sombreros u otro oficio. Mi pobre cuñado buscó, habló, encargó

a todos sus amigos y sólo encontró para que me admitieran un

fabricante de sillas de paja fina en la calle del Carmen. Me pro

puso este oficio, y yo acepté, sin saber si era bueno o malo, suce-

diéndole a él lo mismo. Entré, pues, de aprendiz de sillero. Había

en la casa siete oficiales y dos aprendices, y un sobrino del maes

tro,  llamado Víctor, natural de Vitoria, vizcaíno cerrado, capri

choso, testarudo, pero de buen corazón, y del que muy pronto me

hice compinche.

A los dos meses de aprendiz ya sabía todo lo que había que

aprender, que es bien poco, y así es que tan poquísimo jornal ganan

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Memorias  de Benito  Hortelano

los de este oficio; sin embargo, estuve dos años, y allí empecé bien

pronto a ganar siete u ocho reales diarios.

Con el sobrino del maestro, Víctor, me hice gran camarada,

como dejo dicho, pues con él disfrutaba de buenas comilonas y

golosinas que con los reales que a su tío robaba compraba, sin que

el tío pudiese nunca atraparle en las sisas, a pesar de que mucho

sospechaba.

Son los de este oficio gente generalmente muy soez, sucios y

borrachos; lo poco que ganan lo gastan en vino, y siempre viven

adelantados en los gastos, por lo que, con tales maestros, yo iba

saliendo un buen discípulo, gastando en vicios todo lo que ganaba,

y como mi hermana me daba casa, comida y ropa limpia, sólo tenía

que pensar en comprarme ropa y calzado, sobrándome siete u ocho

duros al mes para malgastarlos en compañía de mis camaradas y

maestros.

Entró de aprendiz un joven llamado José Martínez, hijo de una

pobre viuda lavandera, la que no pudiendo mantener al José y a

otra niña que tenía menor, los había entregado al Hospicio. Este

muchacho no sabía leer ni escribir; pero era vivo, y sólo la miseria

le tenía en aquel estado, y a no haberse la Providencia apiadado

de él hubiese quedado obscurecido y hoy sería un triste jornalero

o tal vez un perdido.

Quiero dedicar unas líneas a José Martínez (Palomar), segundo

apellido con que después se ha firmado, en honor a la verdadera

amistad que siempre hemos conservado. Este joven, a quien los

oficíales y el maestro maltrataban por su torpeza en aprender a

fabricar sillas, parecía que su instinto le inclinaba a otra cosa muy

distinta que a la de simple sillero. Ni golpes ni consejos, ni el ha

cerle desempeñar los oficios más bajos, sirviendo a todos, a pesar de

haber pasado dos años de aprendizaje, siempre estaba lo mismo;

hacía sillas, pero tan mal, que muchas veces hubo que romper el

trabajo que había hecho. ¿Quién había de creer que este joven

sería tan útil a las ciencias como llegó a ser?

Era a la sazón director del Observatorio Astronómico de Ma

drid el Sr. Fontán, hombre eminente en las ciencias y gran astró

nomo. Estaba casado con una linda joven de dieciocho años, tenien

do él como cincuenta y seis o sesenta, y esta notable diferencia de

edades produjo lo que con tanta frecuencia acontece a los matri

monios desiguales: los celos. Ellos se apoderaron del Sr. Fontán

y le condujeron al precipicio en que sucumbió. Iban haciendo tanto

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Memorias  de Benito  Hortelano

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estrago las visiones en este señor, que llegó a perder su buen cora

zón; pero en medio de tan deplorable estado la Providencia le ins

piró una idea, que puso en ejecución inmediatamente. Siendo la

lavandera de la casa la madre de Martínez, propuso a ésta que

fuese al Observatorio en calidad de ama de llaves y llevase con

sigo a su hijo José, para que hicieran compañía a su mujer, que

vivía en el mismo Observatorio. Este se hallaba separado de la

población, edificado dentro de murallas sobre el cerrillo que llaman

de San Blas, en terreno del Real Sitio del Buen Retiro, posesión

de recreo de los reyes de España y lo más elevado de la corte.

Este edificio, construido a la moderna, aun no concluido, tiene dife

rentes habitaciones para el director y servidumbre; en el primer

piso hay, en su centro, un salón octógono, y sobre él un salón

circular acústico, con medios puntos cubiertos de cristales al Nor

oeste y Sur, donde colocan los instrumentos de observación y estu

dio,  cerrado todo herméticamente. Sobre este salón del piso princi

pal o segundo cuerpo tiene un elegante templete, sostenido por

32 columnas de piedra de granito, colocadas a cada uno de los 32

vientos de la aguja, desde cuyo templete se alcanza a una distancia

de 12 leguas con los anteojos que en él se colocan para observar

las cosas terrestres.

La madre de Martínez aceptó y se estableció allí con éste, en

calidad dei sirviente y acompañante de la señora. El Sr. Fontán

tomó afición al muchacho, empezó a enseñarle a leer y a escribir,

dándose tal maña en aprender, que pronto estuvo en disposición

de aprender la Aritmética. Encantado tenía José al director por

su aplicación, e inmediatamente le puso a aprender Matemáticas,

Física y la Astronomía, y prácticamente iba aprendiendo el ma

nejo de los instrumentos al lado del maestro, sin apercibirse uno

ni otro que el muchacho había nacido para aquella ciencia y que

insensiblemente se iba el Martínez haciendo un astrónomo y un

hombre científico. Dos años transcurrieron en esto; los celos pare

cía que habían desaparecido de la cabeza del Sr. Fontán, dis

traído con su criado y discípulo, a quien quería como hijo. Pero

ignoro si con justicia o sólo por cavilación (a pesar de que Mar

tínez me ha asegurado lo último), ello es que el director empezó

a tener celos de su discípulo, sin que ellos fuesen causa de enfriar

nada el cariño que le tenía, y un día, domingo, no estando la señora

en el Observatorio ni tampoco Martínez, por haberse ella ido a la

población a visitar a sus padres y Martínez a sus amigos, se encerró

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4o

Memorias  de Benito  Hortelano

en una pieza y se suicidó de un pistoletazo. Cuando acudieron las

autoridades, hallaron sobre la mesa una carta encargando no cul

paran a nadie, y una comunicación al Gobierno recomendando al

joven Martínez a su protección, diciendo que ínterin no se nombra

se otro director, el Martínez era suficientemente capaz para dirigir

las observaciones pendientes, y que con poco que le ayudase el

Gobierno para concluir los estudios sería un joven que honraría

a la nación.

He aquí cómo mi querido Martínez se encontró jefe del Obser

vatorio, pues el Gobierno atendió en todo la recomendación del

señor Fontán, y Martínez llegó a ganar por oposición en la Univer

sidad de Madrid las cátedras de Matemáticas, Física y Astrono

mía, con la dirección del Observatorio, que hasta el año 48 ha des

empeñado, habiendo escrito y dado a la Prensa trabajos muy

importantes.

¡Y habrá quien niegue el Destino ¿Qué 'otra cosa si no el Desti

no ha influido en este joven? ¿Cuántas circunstancias no han concu

rrido para llegar al puesto que en las letras y las ciencias ocupa?

¡Aquel muchacho con la cabeza rapada, huérfano, acogido a la cari

dad pública, que lo sacan del Hospicio para aprender un miserable

oficio, con el que la madre se creía dichosa, y, sin embargo, este jo

ven hospiciano no quiere aprender, no puede hacer una silla; recha

za su instinto tan ruin oficio y prefiere que lo maltraten y ser criado

de todos los operarios antes que adelantar un paso en el oficio

Vérnosle aprender en dos años las ciencias más difíciles y obscuras,

ciencias que fatigan a los estudiantes por su aridez y ningún atrac

tivo,

  cuando no se comprenden; en fin, aprende las Matemáticas y

todos los preliminares de la Astronomía, siendo un gran práctico

en el manejo de los instrumentos mientras estudiaba la teoría de

las estrellas y los astro s ¡Oh Providencia, cuan insondables son

tus designios

Contaba yo diecisiete años y nada me quedaba que aprender

del oficio de sillero, ganando lo que los demás oficiales, es decir,

ocho o diez reales diarios, sin aspiraciones a más utilidad, por no

permitirlo tan miserable oficio.

Un día me preguntó mi cuñado cuánto ganaba y si tenía espe

ranza de adelantar, pues ya iba siendo hombre y debía pensar en

el porvenir. Díjele todo lo que había en realidad, de lo que se quedó

sorprendido, porque él ignoraba fuese tan pobre la ocupación que

me había dado. Como él me veía tan despejado, a pesar de no haber

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Memorias  de Benito  Hortelano

4

1

tenido más instrucción que la de las primeras letras, me preguntó

si querría aprender a impresor, arte en aquella época el más lucra

tivo y  decente  (como si hubiese deshonra en ningún oficio mecá

nico). Yo le contesté que sí; que precisamente me daba envidia el

ver trabajar a los cajistas cuando pasaba por alguna imprenta.

Además, yo conocía a algunos impresores y sabía que ganaban 30

reales de vellón diarios, vestían decentemente y ocupaban un buen

lugar en la sociedad.

La libertad de imprenta, que desde la muerte de Fernando VII

se iba desarrollando de una manera prodigiosa, hacía que las

imprentas se multiplicaran y que los operarios escaseasen y fuesen

bien pagados, y esta multiplicación de imprentas hizo que se dedi

casen cientos y aun miles de jóvenes de buenas familias a aprender

tan distinguida profesüón; pero también fué causa de que admitie

sen muchos jóvenes que no tenían las circunstancias que se requie

ren y son de absoluta necesidad a los que se dedican al arte tipo

gráfico, cuyas circunstancias son una mediana instrucción en los

conocimientos de las ciencias, ser buen gramático, sobre todo la

parte de ortografía; conocer el latín y algo de grfiego, por lo menos

el alfabeto de este último idioma. Antes de la libertad de imprenta,

en 1834, no era admitido ningún aprendiz sin tener los requisitos

que dejo enunciados, sufriendo un examen previo, siendo obliga

ción indispensable pasar cinco años de aprendizaje, pasados los

cuales se le examinaba en todas las materias que alcanza el arte

tipográfico, desde lo más insignificante y mecánico hasta lo más

difícil, y después de muchas ceremonias, cobijado bajo la protec

ción de un padrino, que generalmente era el oficial a cuyo cargo

había estado, los examinadores del gremio le extendían la carta

o diploma de oficial, con cuyo documento, después de haber pagado

los derechos y el gaud amus  de aquel día, podía ir donde quisiese

a trabajar de oficial, siendo requisito indispensable al llegarse a

una imprenta a pedir trabajo presentar el diploma que lo autori

zaba, pues de lo contrario no era admitido sino como aprendiz y,

como tal, con el sueldo que le señalaban.

Hoy parecerán ridiculas aquellas ceremonias y requisitos,

como a mí y a los que estaban en mi caso nos parecían; pero es

lo cierto que desde entonces el arte tipográfico ha caído mucho

de la perfección y limpieza con que se trabajaba, a pesar de que

los no inteligentes crean lo contrario al ver las bonitas edicio

nes modernas, debido sólo a la mejor calidad de papel que hoy se

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Memorias de Benito Hortelano

emplea y a las prensas de hierro, que substituyeron a las de madera.

El que sea inteligente y tome una obra de aquella época, pronto

notará la diferencia que en la perfecta corrección, la igualdad de la

composidión, la exacta repartición de los espacios, la economía en

las divisiones finales y todas las reglas del arte, hasta lo más

ínfimo, resultan en las impresiones antiguas. Y esto se nota en las

ediciones de Europa, donde aun se conservan, si no todas, muchas

de las reglas tipográficas, al menos en las imprentas donde los

dueños o regentes han sabido oonservar la pureza del arte; pero

si vamos a examinar las impresiones del Río de la Plata, ¡válgame

Dios y qué de barbaridades se cometen Puede que algún día lleguela imprenta a un grado mediano de perfección, pues lo que es hasta

hoy no hay un impresor capaz de componer una obra ni mediana

mente arreglada a los principios tipográficos; y si vamos a ver

la ortografía, ¡Dios nos libre de empezar a examinar una edición

Aquí no se podría imprimir una obra de rezo, un misal, y un dic

cionario menos todavía.

Ello es que yo entré de aprendiz de impresor aprovechando la

escasez de operarios, por lo que no sufrí examen, pues de otro

modo hubiera tenido que renunciar al arte para el cual creo había

nacido, si no para trabajar con perfección en los trabajos de pa

ciencia, al menos para no envidiar a ninguno la parte de corrección

y explotación de este arte, como se verá más adelante.

Corría el año 1836 cuando entré de aprendiz en la imprenta

de D. Salvador Albert, en cuya imprenta se publicaba un pequeño

diario con el nombre de  El Castellano, bajo la dirección de don

Aniceto de Alvaro, que con este diario hizo una gran fortuna y se

elevó a los primeros puestos de la nación. Empecé por donde em

piezan todos: por recoger las letras que se caen al suelo, por des

empastelar, distribuir después de haber aprendido la caja, o sea

dónde está cada letra y signo. Con tal afición emprendí mi nuevo

oficio que, comprendiendo cuan necesario era el saber algo y, sobre

todo,

  la gramática, cuando salía de la imprenta, en vez de irme a

divertir, como antes hacía en el oficio de sillero, me agarraba con

mi gramática, y de ella la parte de ortografía, que era lo que más

precisaba en el momento, y pronto me puse al corriente de ella.

También tomé maestro de escritura y de aritmética, pues todo lo

tenía olvidado. A los seis meses ya ganaba más que siendo oficial

de sillero, trabajando menos horas y con más gusto. Adelantaba

al vapor: componía tan de prisa como cualquier oficial, y antes de

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Memorias  de Benito  Hortelano

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un año ya estaba capaz para toda clase de trabajos de composi

ción y al corriente de los casados o compaginación de los pliegos,

mecanismo que no llegan a aprender algunos o muchos en toda la

vida de operarios.

Como escaseaban los brazos, los dueños de imprentas sonsaca

ban los operarios de otros establecimientos, ofreciendo mayores

sueldos. Yo salí para la imprenta de D. Tomás Jordán, padre del

cónsul actual en Buenos Aires, D. Miguel, en cuya imprenta trabajé;

de allí pasé a otras varias, siempre con aumento de precio, ganan

do 16 reales diarios. Pasé a trabajar a la imprenta de D. Ignacio

Boix, donde conocí a un catalán, excelente oficial, pero algo extra

vagante en sus ideas, con quien hice estrecha amistad. Este catalán,

de cuyo nombre no me acuerdo, me incitó y calentó los cascos para

emigrar a Filipinas, haciéndome comprender lo mucho que gana

ríamos bien allí o en cualquier otro punto de América, pues para mí,

entonces, Filipinas y América eran la misma cosa, y creo que a

él le sucedería otro tanto. Yo no sé por qué daba yo oídos a

aquel hombre, pues ganando 16 reales diarios, sin más obligacio

nes que vestirme, lo demás era para diversiones, que, por cierto,

no eran pocas: concurría a los teatros, toros, amores, comilonas, y

todo cuanto apetecía lo tenía y me sobraba con aquella cantidad;

pero hay un refrán que dice "que ninguno está contento con su

suerte", y yo creía no estarlo, sin embargo de vivir con toda liber

tad y holgura. En fin, preparamos el viaje, el cual debía verificarse

a los tres días, yéndonos a embarcar en Cádiz. Hice presente a mi

cuñado y hermanas mii resolución; trataron de disuadirme; pero,

viéndome resuelto, se encargó mi cuñado de sacarme el pasaporte,

siendo él fiador, y como yo era libre de mi persona, no tenía que

pedir el consentimiento de nadie, porque mi tutor estaba en el pue

blo y no ejercía sobre mí ninguna autoridad inmediata que pudiese

oponer a mi marcha.

La víspera de nuestra partida llamaron de madrugada a la

puerta  de  mi cuñado; me levanté desnudo, sin tener precaudión de

arroparme, atravesé un patio, abrí la puerta y me volví a acostar.

Apenas en la cama, se apoderó de mi cuerpo un escalofrío, después

una fiebre y, por último, una pulmonía, que me condujo a las puer

tas de la muerte, durando la enfermedad veintiún días y dos meses

más para la convalecencia. Mi compañero de viaje esperó unos días,

y cuando vio mi estado, tomó las de Villadiego; creo se embarcaría,

Pues no he vuelto a saber más de él.

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Memorias  de Benito  Hortelano

Mejorado de mi enfermedad, volví a trabajar a la imprenta de

don Salvador Albert, mi primitivo maestro. Era D. Salvador un

hombre como de treinta años, natural de Valencia, y el mejor tipó

grafo que he conocido. Seguía con la publicación de

  El  Castellano

y otras muchas obras. Estaba encargado de éstas un joven, natu

ral de la Mancha, llamado Julián Saavedra, excelente oficial y de

una figura interesante como hombre, lo que le valía ser solicitado

por no pocas lindas muchachas, que se lo disputaban, a pesar de

estar casado con una cigarrera que, si bien era honrada, no corres

pondía nú en su educación ni por su belleza a la figura interesante

de Saavedra. Contraje íntima amistad con este joven; simpatizamos

y éramos inseparables, concurriendo juntos a los bailes y amoríos,

luciendo ambos nuestros elegantes trajes de la época, convirtién

donos en unos verdaderos  dandys.  Al vernos en los bailes, paseos

y teatros, nadie hubiera creído fuésemos simples artistas, porque

al juzgar por nuestras maneras y elegancia más parecíamos du-

quesitos que artesanos. Bella época aquélla, en que sólo pensaba en

diversiones y lujo, produciéndome para atender a todo desahoga

damente el buen sueldo que entonces ganaba.

En 1838 murió mi cuñado Manuel, de la epidemia que en aque

lla época se desarrolló, conocida por la

  grippe.

Quedó mi hermana Mauricia viuda y con cinco hijas, menores

tres de ellas y dos ya mocitas. La dejó el marido una regular for

tuna y con el establecimiento de coches bien acreditado. Se con

dujo mi hermana con tal prudencia, con tan buen tacto, que supo

conservar la fortuna, criar honradamente a sus hijas y, por último,

casar a todas muy decentemente. Verdad es que mis cinco sobrinas

son cinco pimpollos, bonitas, interesantes y buenas madres de fami

lia, para lo que habían sido educadas, si no con la educadión de

adorno que hoy se da a las señoritas, al menos lo suficiente para

presentarse en sociedad y no hacer papel ridículo, habiendo todas

aprendido, además de todas las labores de la dirección de una

casa, un oficio con el cual ganaban lo suficiente para, en caso de

desgracias, no mendigar ni ser burladas por la desgracia.

Con la muerte de mi cuñado quedé yo más, independiente, pues

si bien no me ponía ninguna traba, sin embargo yo le respetaba

como a mi segundo padre. Mi hermana que, aunque no sabía leer

ni escribir, tenía una memoria y una viveza que suplía la falta de

la educación literaria, encontró en mí un apoyo para que, en cierto

modo, la respetasen los criados, y yo la llevaba las cuentas.

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Memorias  de Benito  Hortelano

  45

Iban creciendo mus sobrinas, y con la edad juvenil sus gracias

aumentaban, por lo que no faltaban moscones; pero yo, no sé por

qué instinto, me hice tan celoso de ellas, que

7

  la sombra me estor

baba; así es que en los bailes u otras diversiones a que eran afi

cionadas yo me constituía en su Argos, y con sólo una mirada que

las dirigiesen, yo lo tomaba por una ofensa, armando camorra con

cualquiera que fuese el insolente que, en mi concepto, las ofendía

con mirarlas. Cosa particular: de casado no he sido celoso, por

fortuna; creo que esto ha provenido de las dos excelentes esposas

que he tenido, que, a la verdad, no me han dado ni la más remota

sospecha, lo que me ha hecho vivir tranquilo a este respecto hasta

ahora, a Dios gracias.

Vivían por el año 38 frente a la casa de mi hermana un ancia

no con una hija de diecisiete años, si no bonita en toda la acepción

de la palabra, al menos bastante regular; tenía una hermana casada

con un banquero de Madrid, llamado D. Mariano Barnios, socio de

los célebres banqueros Safont. Esta joven, llamada María, me tomó

una afición que rayaba en delirio, no dejándome a sol ni a sombra,

como suele decirse. Su anciano padre era dueño de tres molinos de

papel en la provincia de Segòvia, tenía en Madrid varias casas y

se ocupaba en la compra y venta de cuadros, en lo que era muy

inteligente. Su fortuna era más que mediana. La joven María reci

bió por aquella época una pingüe herencia en Asturias, lo que, con

lo que le pertenecía del padre, reunía una gran fortuna.

Todo lo que ella se esmeraba por agasajarme, como asimismo

el padre, yo me esmeraba en no hacerla caso, si bien nunca la puse

mala cara ni la desengañé en sus proyectos, pues no eran menos

que de casarnos inmediatamente, para cuyo efecto, sin contar con

mi asentimiento y dándolo como cosa hecha, empezó a hacer los

preparativos de boda. Yo no sabía cómo evadirme del compromiso

que no había contraído y del que maldita la idea que entonces tenía

yo al matrimonio, que, por cierto, no pensaba en tal cosa, entre

gado como estaba a la vida libre y de placeres, sin entrar para

nada en mi pensamiento la riqueza ni el matrimonio; sólo pensaba

e

n divertirme, porque no creía que aquella vida se acabaría nunca.

El Destino lo dispuso de otra manera. Un día encontré a mi

antiguo amigo Víctor, el sillero, a quien hacía más de dos años no

había visto, el cual me dijo estaba para casarse y me invitó a que

'uese su padrino. Yo acepté con gusto, y al poco tiempo se efectuó

la boda.

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Memorias  de Benito  Hortelano

Era la novia una trigueñita de ojos de azabache, muchacha de

medio pelo,  aunque lo tenía largo y abundante; vivía con la madre

y una hermana, linda e interesante criatura, mayor que Vicenta, que

así se llamaba la novia, Romualda, su hermana. Llegó el día de

la boda, y después de las ceremonias de la iglesia nos dirigimos

alegremente a la casa de la novia, donde estaban todos los convi

dados, y después del desayuno tomamos un ómnibus, donde no

vios,  padrinos y convidados nos dirigimos a celebrar las bodas al

pueblo de Fuencarral, dos leguas distante de Madrid.

Entre los convidados estaban dos jóvenes, vecinas de la casa

de los novios. Una de estas jóvenes hacía como dos años que la

había visto yendo yo en compañía de Víctor, y desde aquel mo

mento quedé prendado de ella por sus finas maneras, su modestia,

sencillez y un yo no sé qué  que me agradó y dejó prendado, sin sa

berme explicar lo que fué. Ello es que, a pesar de esta impresión,

no volví a verla ni tal vez ya me acordaba, pues tal era el labe

rinto en que yo estaba por aquella época de diversiones, amores

y locuras propios de la edad y de las circunstancias en que me

hallaba.

Fuera lo que fuese, el resultado es que esta joven, con su her

mana, estaban en la boda, y que apenas la vi cuando se despertó

en mí la primera impresión que cuando la conocí recibí. Ya no

pensé en todo el día sino en obsequiarla y agradarla, lo que ella

no esquivaba, y en el baile que por la noche se efectuó me dio

pruebas de preferencia, con lo que se encendieron los celos de un

joven que la obsequiaba, y aun creo que existían algunos amores,

si no por parte dé ella, al menos él no dejó de manifestar que se

interesaba por Tomasita, que este era el nombre.

Desde aquel día ya no pensé en más amoríos que en los de

Tomasita, y aprovechando la circunstandia de la vecindad de los

recién casados, donde ella subía todas las noches de visita, allí me

constituí yo de tertuliano infaltable.

Sabía por mis compadres que no le era yo indiferente a Toma-

sita, por lo que me animé a declararla formalmente mi honesto

amor, pues no de otra manera me lo había inspirado desde que la

conocí. Ella aceptó mi declaración, seguimos viéndonos en la mis

ma casa por espacio de cuatro meses, al cabo de los cuales me ma

nifestó que no era posible seguir nuestras relaciones si no pedía el

consentimiento de su padre. Como yo iba de buena fe, no tuve

inconveniente en pedirla por mí mismo, sin valerme de tercera per-

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Memorias  de Benito  Hortelano  47

sona, ¡pues era dueño de mis acciones y voluntad. No dejó esta cir

cunstancia de ir solo a pedir la hija a su padre de parecerle algo

extravagante, y me dijo que lo extrañaba, pues sabiendo que yo

tenía familia, era poco formal mi petición. Yo le contesté que a

nadie tenía que dar cuenta de mis acciones, pero que, sin embargo,

se lo diría a mi hermana Mauricia, única autoridad de familia a

quien yo respetaba por gratitud. Quedé desde aquel día autori

zado para visitar todas las noches a mi Tomasita, cuyas visitas

duraron dos años, hasta que el 5 de enero de 1842 contraje ma

trimonio con ella, siendo padrinos D. Pedro Matute y mi cuñada

Francisca, desposándonos en la parroquia de San Luis.

Era mi esposa de diecisiete años de edad cuando nos desposa

ron. Sus cualidades físicas la constituían en lo que se llama una

mujer linda; de estatura regular, talle flexible, aire señoril, mane

ras delicadas, ojos negros, cara fina y de buenas facciones; sus

cualidades morales no creo las haya superiores entre todas las mu

jeres:

  modesta, honrada, cariñosa, amable, trato fino, circunspecta,

prudente, perspicaz y discreta. Si no había recibido una educación

esmerada, tenía una inteligencia clara y despejada, que suplía a la

educación el adorno; pero, en cambio, sabía todas las labores de

una buena madre de familia, manejando la casa y después sus

hijos con toda inteligencia y economía; en fin, era una joven edu

cada para ser buena esposa y buena madre, si no para lucir en un

salón, que para maldita la cosa sirve tal educación cuando los bie

nes y la posición no están en relación con ella, antes bien es ridículo

y aun perjudicial para las jóvenes mismas, que, no teniendo sus

padres una fortuna que entregarlas en dote, las hacen desgracia

das y, con ellas, a su marido y sus hijos.

Debo de justicia dedicar una página a la compañera de diez

años.

  Ni una queja, ni un disgusto, ni una exigencia, ni el motivo

más mínimo rae dio en diez años. Sufría con paciencia mis faltas;

se acomodaba a todas las alternativas que la fortuna me llevaba,

sin quejarse de la escasez ni enorgullecerse en la abundancia. No

le gustaron el lujo ni el fausto mi oropel de la sociedad; vestía con

decencia y gusto, sin exagerar en nada. Sus caprichos se redujeron

a

  quererme mucho y a criar sus hijos con esmero. Cuatro hijos

tuve en ella, dos varones y dos hembras; un varón murió a la edad

de catorce meses, quedándome Marianita, Agustín y Emilia cuando

pasó a mejor vida.

Mis bodas se celebraron con bastante decencia y algo de buen

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Memorias  de Benito  Hortelano

gusto respecto a mi clase y a la de mi esposa, hija de un artesano,

maestro de obras bastante acreditado no sólo por su inteligencia

sino por su reconocida honradez y hombría de bien. Se llamaba

D.  Juan Gutiérrez; estaba viudo, teniendo, además de las dos hijas,

Tomasita y Francisca, un hijo, llamado Dionisio; vivía en su com

pañía la madre de mi suegro, doña Rosa García, contando a la

sazón setenta años, pero conservándose bastante fuerte.

Mi suegro y la abuela de mi esposa la dotaron poniendo la casa

con todo lo necesario y bien provista de ropas, como es costumbre

en Madrid, donde la mujer amuebla la casa desde lo más necesario

hasta lo más insignificante; de modo que el hombre sólo lleva el

cuerpo y se encuentra con una casa provista de todo y con mujer,

y sin duda esta es una de las causas principales por qué es una

excepción el que una mujer, a los treinta años, esté soltera. Con este

sistema, el hombre no se arredra en contraer matrimonio por falta

de recursos, y como la mujer está educada para ser compañera y

agradar a su marido, en vez de carga encuentra el hombre una

ayuda eficaz que economiza lo que él gana.

Haciéndome esta cuenta fué como yo me casé no ganando más

que 14 reales diarios, con los que vivíamos muy desahogadamente

con arreglo a nuestra clase.

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VIII

Venganza que María tomó cuando supo mi próximo casamiento.

Acontecimientos políticos. Quinta de 100.000 hombres. Mis ser-

vicios en la milicia y diversos acontecimientos hasta junio

de 1844.

Al saber la joven María mis relaciones con la que después fué

mi esposa procuró, por todos los medios de su imaginación y

de su orgullo ofendido, atraerme, primero con muchos halagos y ob

sequios, después con desprecios. Sabiendo esta circunstancia, un

joven estudiante en leyes, llamado Cifuentes, pobre como las ratas,

sin recursos para seguir los pocos estudios que le faltaban, ni me

nos para recibirse de abogado, puso los puntos a María, los que

fueron tan certeros, que ella se entregó, más por vengarse de mí

que por otra cosa, haciendo feliz al joven Cifuentes, que con los

muchos intereses que ella aportó al matrimonio pudo recibirse inme-

ditamente, llegando en pocos años a ocupar una brillante posición

en el foro y en política.

Extraño parecerá que yo dejase escapar tan brillante oportu

nidad, máxime cuando ella se vino a las manos sin buscarla. Debo

dar una satisfacción, y por ella se verá que obré con prudencia y,

en aquella época, con discreción, pues yo ignoraba que con el tiem

po pudiese ser capaz de alternar con las personas que con el ma

trimonio de María me vería obligado a relacionarme.

Pero repito que creía obrar con prudencia: yo aun no era oficial

de impresor, ganaba 16 reales y me avergonzaba entrar en una

familia que era superior en muchos conceptos a mi posición. El

orgullo de no verme rebajado ante familia tan encopetada fué lo

que me hizo no aceptar tan brillante posición; porque ¿qué papel

hubiese sido el mío al verme reducido a que mi mujer llevase íor-

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i; ó  Memorias de Benito Hortelano

tuna y con sus bienes sostener las atenciones de la casa sin yo

poder disponer como dueño absoluto de mi familia? A pesar de la

fortuna que vi disfrutar a Cifuentes y la alta posición que la fami

lia le dio, no estoy arrepentido, ni hoy mismo. Sin duda, la inde

pendencia con que me he criado, sin tener que humillarme a nadie

desde mis tiernos años, ha sido la causa de que siempre haya mira

do con desprecio la fortuna que se adquiere del enlace con una

mujer rica, y, en mi concepto, tengo por muy desgraciados a los

que se dejan arrastrar de esa ambición, a no ser que sean hombres

nulos e incapaces de ganar un real ni de mandar a un sirviente;

hombres nacidos para ser siempre dominados, los que son el rever

so de Ja medalla de mi carácter, que no puedo recibir órdenes supe

riores,

  ni menos en mi casa. En fin, María fué feliz con Cifuentes

y yo lo he sido mucho con mi querida Tomasita.

En todo este laberinto de mis primeros años juveniles, ya en

un oficio, ya en otro, conociendo, como es consiguiente, en este

cambio las costumbres y personas de todos estos oficios, la polí

tica no era lo que menos me preocupaba, y fui siempre de los pri

meros en todas las escenas revolucionarias que con tanta precipi

tación se sucedieron desde el 34 al 44. La p-rimera en que pude

juzgar, si es que juzgar podía con acierto a la edad de dieciséis

años ,  fué la revolución del teniente Cordero, sublevado con unas

compañías del regimiento de Aragón en la Casa de Correos de

Madrid, o sea el Principal, edificio fuerte y a prueba de bomba, en

construcción.

Había sido llamado el general Canterac, que se hallaba de cuar

tel en Sevilla desde que volvió del Perú, donde tantas pruebas de

valor miliitar había dado en la guerra de la Independencia, para

sier encargado de la Capitanía general de Castilla la Nueva. Era

a la sazón ministro de Estado y presidente del Consejo D. Fran

cisco Martínez de la Rosa, autor del célebre Estatuto Real que se

promulgó después de la muerte de Fernando, cuyo código era un

término medio entre el absolutismo y la libertad, que ni halagaba

a los liberales ni gustaba a los absolutistas, por lo que todos los

partidos estaban descontentos. Los realistas decían que era un

paso muy avanzado; los constitucionales, que era un pastel, y por

eso le llamaban al autor  Rosita la Pastelera.  Yo opinaba entonces,

y mucho después, con los que querían avanzar de una vez, y tenía

por enemigo de la libertad a Martínez de la Rosa. Hoy, con más

juicio, creo y confieso que no era posible en aquellas circunstan-

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Memorias  de Benito  Hortelano

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cías avanzar más de prisa y que el Estatuto para aquella época fué

bueno, pues el partido carlista, o más bien realista, era potente y

numeroso, y tan asustadizo de las nuevas ideas, que creían de bue

na fe, los más, que la nación se perdía con las' prácticas liberales.

Los constitucionales, que deseaban llegar de una vez al término

deseado sin andarse con contemplaciones, ponían en juego todos

los medios que en su concepto podían abreviar el camino; los rea

listas tampoco se descuidaban, y engrosaban las filas de D. Carlos

como por encanto. Encontraron los constitucionales un instrumento

aparente en el oficial Cordero, y en la noche del 11 de enero de 1855

dio el grito de Constitución con las compañías que había podido

seducir, tomando parte la guardia del Principal, donde se forti

ficaron. El general Canterac había llegado aquella noche a Madrid,

presentándose al ministerio apenas llegó. El Gobierno le dio el

mando, del que se hizo cargo en el acto, sin saber, ni él ni el Go

bierno, el plan revolucionario que en aquellos momentos iba a tener

ejecución.

Como las ocho de la mañana serían cuando el general Canterac,

con unos ordenanzas, se dirigió al Principal, donde estaban los

sublevados, creído que con su presencia vendrían a razón; pero el

general fué demasiado confiado en la disciplina, que creía sufi

ciente garantía para que lo respetasen, ya que todos sabían que era

un militar pundonoroso, valiente y constitucional, libre de la nota

que su antecesor y el Ministerio tenían de retrógrados o pasteleros.

Se presentó ante la puerta del Principal, a la que, abierta, safio el

oficial Cordero con la guardia formada. El general afeó enérgica

mente al oficial por haber faltado a sus deberes como militar, y en

medio de la reprensión agarró la charretera del oficial y se la arran

có,

  diciéndole era indigno de llevarla. Cordero se volvió a la tropa

formada, y sacando la espada, dijo: "¡Muchachos, fuego ...", ca

yendo el general Canterac atravesado de muchos balazos. Cordero,

con sus soldados, se hizo fuerte en ía Casa de Correos; el Gobier

no los sitió y ametralló, pero la construcción del edificio ponía a

los sitiados al abrigo de la metralla, ofendiendo sin ser ofendidos.

Por fin, con mengua del Gobierno, los sublevados salieron a tam

bor batiente después de una capitulación en que, más que venci

dos,  salieron como vencedores de un ejército de 16.000 hombres

que los sitiaba.

Los soldados fueron destinados al ejército del Norte, donde mu

grón casi todos como héroes. El teniente Cordero ha llegado des-

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Memorias de Benito Hortelano

pues a general. Esta fué la señal de las insurrecciones militares,

que con tan mal ejemplo principió en Correos para seguir una serie

de insubordinaciones que, gracias a la energía del general Espar

tero,

  que supo reprimirlas con mano fuerte, no dieron el triunfo al

pretendiente; ¡tal era la desmoralización del ejército cristino

A esta insurrección se sucedieron otras en Barcelona, Cádiz,

Málaga y Valencia, donde perecieron generales y magistrados be

neméritos. En Barcelona, Vara; en Cádiz, el gobernador; en Má

laga, el Marqués de Donadío y San Just, y en Valencia, el jefe

político.

En Madrid era una continua revolución. El Ministerio de Martí

nez de la Rosa era combatido en la Prensa y en las Cámaras, lle

gando al extremo de tener que salir de las Cortes oculto; pero, reco-

nacido por el pueblo, fué insultado y apedreado. El Gobierno tomó

medidas enérgicas contra los alborotadores, encarcelando y deste

rrando a muchos. Había tomado el mando de la Capitanía general

de Madrid el general Quesada, hombre enérgico, militar ceñido a

la disciplina, no viendo más que el cumplimiento de las órdenes

que le daba el Gobierno, y como éstas eran duras contra los albo

rotadores, sobre él cayó la odiosidad pública.

María Cristina, que se había apoyado en los liberales para sal

var el trono de su hija y la Regencia durante la menor edad, no

quería que la revolución avanzase tanto, y se espantó de su obra,

pues ella fué la que la inició. Quería conservar el trono de su

hija y explotar a discreción las riquezas de la nación, con las cua

les nunca se veía harta: tal era la ambición que en ella se des

arrolló; y temía, no sin fundamento, que si la Constitución se pro

clamaba quedaría reducida a la pensión que las Cortes la señala

sen como Regente y Reina viuda, no pudiendo manejar los nego

cios con la independentíia que el Estatuto Real la daba. Nunca

faltan hombres, en todos los tiempos y en todas las naciones, que

se plegan a la ambición de los monarcas o tiranos para, a su

sombra, gozar ellos de la parte del botín de mando y riquezas que

tales sistemas prometen; así que, hombres en quienes el pueblo

había tenido toda su confianza por sus antecedentes liberales, se

arrastraron a los pies de Cristina, secundándola en sus proyectos,

falseando la confianza que el pueblo había depositado en ellos. Por

esto tantas revoluciones, tantas asonadas y pronunciamientos como

unos a otros se sucedían en aquella época y aun después de 1835.

Otra circunstancia vino a colmar la medida del disgusto popu-

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Memorias  de Benito  Hortelano

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lar hacia Cristina y su Gobierno, tan querida aquélla no mucho

antes por ser la salvadora de los derechos del pueblo, como así

se creía.

A la muerte de Fernando VII existía entre los guardias de

Corps, cuerpo de escolta para las reales personas, un joven guar

dia, como de edad de veinticinco años, ojos negros, color trigueño,

estatura elegante y varonil, y uno de los mejores y más airosos

jinetes de la Guardia. Este joven era hijo de un mayor retirado,

vecino del pueblo de Tarancón, a ocho leguas de MadrM. En su

retiro le habían concedido como recompensa de sus servicios la

administración de un estanco de tabacos de la Real Hacienda, con

lo que criaba a sus hijos en la medianía que tan insignificante em

pleo es consiguiente, no teniendo otros bienes ni rentas, y mediante

algunas antiguas relaciones que en la corte tenía había logrado que

su hijo, Fernando Muñoz, entrase en el Real Cuerpo de Guardias.

Dícese que Cristina, pasado el novenario de la muerte de su

esposo, so pretexto de distraerse en la soledad del campo y sepa

rada de los negocios, y no con otra intención, dispuso la marcha

para un sitio real llamado Ríofrío, en el puerto de Guadarrama,

a once leguas de Madrid), cerca de la antigua ciudad de Segòvia.

Entre la escolta que debía acompañarla pidió fuese el guardia Mu

ñoz; otros dicen que fué casualidad; sea lo que sea, la Reina Cris

tina salió de Madrid no llevando más servidumbre que la escolta y

el Duque de Alagón, caballerizo mayor de Palacio.

El tiempo estaba frío; la nieve caía sin cesar en aquellos días,

y el paraje que había elegido, de recreo para verano, era para

invierno lo menos aparente, por estar situado en medio de los hielos

de la Sierra, donde ni los animales residen en aquella época. Partió

la comiitiva, y al bajar una gran pendiente con precipicios a ambos

lados, a pesar de haber salido peones de los pueblos inmediatos a

picar el hielo del camino, las muías se precipitaron con el coche

en aquella cuesta, pues no podían afirmar las patas en el camino;

los guardias caían, uno aquí, otro allí; el coche arrastraba a las

mutas y todo parecía anunciar el fin de muías, coche y Reina cuan

do,

  por un rasgo de valor y caballerosidad, D. Fernando Muñoz,

aproximándose a la portezuela del coche, rompiendo los vidrios con

la mano, tomó de un brazo a Cristina, y sacándola con sus hercú

leas fuerzas, la colocó sobre su caballo, dejando al coche y muías

que se estrellasen en los abismos.

Cristina dio las gracias al valiente guardia, y, viéndole desan-

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J4  Memorias  de Benito  Hortelano

grar.se  de una mano, ella misma, y con su propio pañuelo, le vendó

la mano. El coche y muías, por fortuna, no sufrieron mucho, así que

Cristina volvió a entrar en su coche, haciendo que el guardia tam

bién entrase, diciendo "que quien tan caballerosamente había sabi

do exponer su vida por salvar a una dama y a una Reina, era digno

de ocupar un asiento en su coche, y para que quedase memoria de

su gratitud, desde aquel momento le nombraba caballerizo de la

real persona".

¿Fué gratitud la de Cristina el premiar a un hombre que la

había salvado la vida, con exposición de la propia? ¿Conocería

Cristina a Muñoz y se habría enamorado de él antes de ser viuda,

y esta circunstancia del carruaje vendría a coronar sus deseos?

Hay quien dice que Cristina preparó aquel viaje para tener ocasión

de hablar a Muñoz sin las murmuraciones de la corte, y que lo del

coche fué casual, y que Muñoz sabía que su Reina tenía puestos

los ojos en él, y que por eso estuvo tan solícito, lo que ningún otro

guardia de la escolta lo había estado. Yo estoy con los que afir

man —y son los que están más interiorizados en este asunto, a

quienes he oído referirlo— que Cristina no tenía tales amores con

Muñoz, en quien dicen que ni se había fijado, por ser muy reciente

su entrada en el servicio, y aun aseguran que no había tenido oca

sión de acompañar nunca a los Reyes, por estar Fernando enfermo,

y por esta causa Cristina no salió de Palacio en muchos meses;

que el arrojo de Muñoz en trance tan apurado, cuando el que más

y el que menos sólo pensaban en sus propios individuos, dio a

Cristina idea de que aquel joven era un cumplido caballero al uso

de la Edad Media, y dio ocasión a tratarlo con familiaridad y a

fijarse en tan arrogante joven, prendándose de tantas circunstan

cias reunidas.

Llegaron al real sitio de Ríofrío. Cristina iba del brazo del

anciano Alagón, paseando por los jardines; a Muñoz, por el recién

empleo, le correspondía ir detrás, de servicio. Cuentan que, estando

en lo más espeso del laberinto de los jardines, Cristina mandó al

Duque de Alagón se llegase al palacio y le trajese un abrigo, por

que,  a pesar de estar el día hermoso, sentía frío, y que se apoyó en

el brazo de Muñoz para seguir el paseo. Y cuentan que el viejo

Alagón tardó como una hora en encontrar a Su Majestad y a Mu

ñoz en los laberintos, y, por último, refieren que aquel día Cristina

manifestó su pasión a Muñoz, y desde entonces hasta hoy no se

han separado, casándose con él en secreto a los treinta días de

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Memorias  de Benito  Hortelano

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muerto el Rey. Ha ten'ido Cristina con Muñoz nueve hijos. El ma

trimonio estuvo en secreto, pero no tanto que el público no lo dijese

públicamente. Sin embargo, Cristina pidió en 1844 permiso a las

Cortes para contraer matrimonio con D. Fernando Muñoz, Duque

de Riánsares. Las Cortes se lo otorgaron, y fingió que entonces se

casaba, consintiendo en pasar por prostituta por no perder la pen

sión de tres mtfllones anuales que, como viuda, tenía señalados, sa

biendo todo el mundo que tenía nueve hijos, bautizados y recono

cidos, con Muñoz.

Si Cristina hubiese tenido la suficiente energía para dar un ma

nifiesto a la nación anunciando sus desposorios con Muñoz, el pue

blo hubiese aprobado su determinación, pues hubiera Visto en este

paso una garantía para las libertades desde que una Reina, joven,

rica y hermosa, había buscado en el pueblo un compañero para

elevarlo a la altura del trono; acontecimiento único en la historia

del mundo y que la hubiese granjeado todas las voluntades del par

tido popular. Pero Cristina o fué mal aconsejada, o tuvo miedo de

revelar a la nación el secreto de su casamiento, y esto fué lo que

la perjudicó y dio lugar a que se la mirase, desde que se hicieron

públicas las relaciones con Muñoz, con indiferencia y hasta con

desprecio, hasta que le costó la Regencia y tuvo que abandonar el

país.

El general Quesada, ciego obediente del Gobierno, perseguía al

partido liberal exaltado o constitucional, y llegó a tal extremo, que

la Milicia Nacional tuvo que declararse en rebelión por creer ame

nazadas las libertades. Quesada, con las tropas de la Guardia Real

y otros regimientos que estaban de guarnición, intimidó con la

fuerza a la Milicia, desarmando todos sus batallones, a excepción

del segundo, por no haber éste tomado parte. La Policía secreta

abusó de la misión que tenía, apaleando y persiguiendo a los nacio

nales desarmados. Con esta persecución y la marcha retrógrada del

Gobierno, los partidarios caflistas que existían en Madrid creyeron

llegado el momento de la.reacción, lanzándose a las calles, acuchi

llando, maltratando e insultando a los liberales; pero temiendo el

Gobierno que el partido carlista se sobrepusiese y diese un golpe

de mano, dio órdenes reservadas para que el batallón y un escua

drón de la Milicia que habían quedado con armas salieran a cas

tigar la osadía de los realistas, lo que, aprovechado por los des

armados liberales, dieron buena cuenta en dos días de los osados

carlistas,

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Memorias  de Benito  Hortelano

Los jefes autorizados del partido constitucional, que veían la

reacción encima, no se descuidaron para precaverla, y al efecto

lograron ganar algunos sargentos de los Cuerpos de la guarni

ción, los que, halagados por las ofertas, no tuvieron inconveniente

en prestarse al plan que se les propuso.

Había pasado la corte, como es de costumbre en la estación de

verano, al real sitio de San Ildefonso, paraje pintoresco, a siete

leguas de Madrid, donde se disfruta de las delicias del Arte y la

Naturaleza, que allí se disputan la grandeza la una y la otra.

Daba la guarnición del real sitio el tercer regimiento de la

Guardia Real. Dos sargentos de dicho Cuerpo fueron los encarga

dos de la ejecución del plan que les habían indicado. Las seis de

la mañana del 15 de agosto de 1836 eran cuando los sargentos

Hidalgo y García, teniendo ya preparada la tropa a su favor, su

bieron a la cámara de la Reina Cristina, la que saltó del lecho

al ruido hecho por los Monteros de Espinosa, guardias del interior y

servidumbre que se oponían a los sublevados; nadie pudo contener

los;  invadieron la real cámara, y presentando a Cristina el libro de

la Constitución dada por las Cortes en 1812 la obligaron a que la

sancionase como ley de la nación. Al propio tiempo la hicieron fir

mar varios decretos por los cuales, en uno, se destituía al Ministerio

y se nombraba otro constitucional; se deponía al capitán general

Quesada, reemplazándolo con el general Seoane, y a este tenor las

destituciones de todas las autoridades sospechosas del reino, subs

tituyéndolas con otras liberales.

Todo estaba prevenido para este golpe por los que lo habían

preparado; así, pues, a las pocas horas se esparció por Madrid la

nueva de que la Constitución de 1812 había sido sancionada por

la Reina Regente. El pueblo, alborozado, se lanzó a las calles con

músicas, vivas y toda clase de regocijos y demostraciones.

Un acontecimiento vino a enlutar tan gran día. Como dejo dicho,

el general Quesada se había hecho odioso al pueblo madrileño, y

apenas supo éste que había sido relevado del mando por Seoane,

se dirigió a la casa del general depuesto; éste, sospechando la

indignación del pueblo, salió de la corte, dirigiéndose al pueblo de

Chamartín, que está a dos leguas, donde esperaba las órdenes que

reservadamente Cristina le había ofrecido mandar, contrarias a las

que,

  en apariencia y forzada, se había visto obligada a comunicar.

Circunstancias fatales, que el Destino tiene preparadas, hicieron

que unos carabineros del resguardo conociesen al general Quesada,

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Memorias  de Benito  Hortelano

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disfrazado en dicho pueblo. Pronto corrió la noticia del escondite

del desgraciado general y, acudiendo en inmenso número el popu

lacho,

  acometieron al indefenso general, el que fué despedazado y

arrastrados sus miembros por aquellos furiosos.

El aspecto de las cosas cambió con esta revolución; la confian

za renació, y con el Ministerio Mendizábal los recursos brotaron de

todas partes, viniendo a coronar los esfuerzos de la nación la ba

talla de Luchana, por la que el inmortal general D. Baldomcro Es

partero hizo levantar el sitio de la siempre heroica Bilbao.

Llegó el año 37, época en que Mendizábal, el hombre eminente,

el estadista de recursos, el gran patricio que con su crédito e ¡inmen

sa fortuna se puso al frente de las grandes dificultades y, con un

voto de confianza que las Cortes le concedieron, dispuso la venta

de los bienes monacales, suprimió los monasterios, llamó a las

armas 100.000 hombres, con cuyos elementos si Cristina y el par

tido retrógrado no se hubiesen opuesto a sus planes, la guerra ha

bría concluido en aquel año.

Las Cortes constituyentes se reunieron y fabricaron la Constitu

ción conocida por la de 1837, en la cuail se conciliaren los intereses

de todos los partidos, no siendo este código tan democrático como

el de 1812.

En la quinta de los 100.000 hombres me tocaba a mí entrar en

sorteo por primera vez. Se había levantado una suscripción por la

cual con 400 reales vellón, que se imponían antes del sorteo, que

daban libres los inscritos si les tocaba la suerte de soldados, com

prometiéndose la Empresa a poner los substitutos necesarios para

los asociados. Yo impuse mis 20 duros; caí soldado, pero con esta

cantidad quedé libre. En las quintas sucesivas yo quedé libre por

las circunstancias dichas, porque por la ley de Reemplazos, una vez

que ha tocado la suerte de soldado, ya no vuelve más el ciudadano a

estar sujeto a sorteo en toda su vida, no teniendo nadie derecho

para molestarlo en lo más mínimo para el servicio díe 'las armas.

Libre de dicho servicio y pagado mi tributo a la nación como

todo ciudadano está obligado, me alisté voluntario en la Guardia

Nacional, en el quinto batallón, quinta compañía de fusileros,

pasando después a la compañía de cazadores, de la que era capi

tán D. Antonio Alvarez, empleado de oficial en el ministerio de la

Gobernación. En esta compañía estaba de furriel D. Miguel Jordán

y Lloréns, actual cónsul de España en Buenos Aires, y en ella con

cursó al pronunciamiento de septiembre, por el cual fué obligada

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Memorias  de Benito  Hortelano

María Cristina a abandonar la Regencia y salir de España. En

dicha compañía servía el 7 de octubre, en que los generales León

y Concha dieron el grito de rebelión en algunos batallones y escua

drones, de cuyas resultas fué fusilado D. Diego León. Y, por último,

concurrí con mis servicios en todos los acontecimieníss y fatigas,

que no fueron pocas, hasta que, sitiados por las tropas de Narváez

y Azpún, en 1843, se rindió Madrid, desarmándonos en el mismo

día de veteranos de los cantones. Tengo de la Milicia Nacional, por

servicios prestados, la cruz del 1.° de septiembre, la del 7 de octu

bre,  la de Fidelidad y Constancia y la de la real y militar Orden

de San Fernando.

Siguiendo la narración de los acontecimientos políticos y, como

dejo dicho, Cristina y los reírógados que la apoyaban en sus mis

mos planes combinaron uno que estuvo a poco de dar al traste

con el partido constitucional y aun con el trono de Isabel II.

Había jurado Cristina vengarse del desacato cometido con ella

por los sargentos, instrumentos de los constitucionales. Así, pues,

no conviniéndola gobernar constitucionalmente, comunicó su pro-;

yectos, a los pocos días de firmada la sanción de la Constitución

del año 1812, al Príncipe de Casini, personaje sospechoso que hacía

algún tiempo se encontraba en la corte. La relación que voy a hacer

es un secreto todavía para los españoles, y una casualidad hizo que

yo me impusiese de esta trama.

En una colección de biografías contemporáneas de la guerra

civil de España que publiqué en Madrid el año 1846, entre los

muchos documentos que para ellas facilitaron los personajes inte

resados, topé con una relación secreta que el general D. Isidro

Alaix tenía y que entre otros documentos la había mandado; pronto

la echó de menos el general, pero no tan pronto que yo no la hubiese

leído y sacado copia, la cual debe de tener un joven llamado Man

rique, que era el que escribía las biografías y a quien yo se la di.

Creo que hasta ahora no se haya escrito nada sobre esto, y por eso

es por lo que quierodejarlo aquí consignado, por si se hubiese ex

traviado tan importante documento.

El citado Príncipe de Casini, agente secreto de la Corte de

Roma cerca de Cristina, partió a los pocos días de la revolución

de La Granja con instrucciones para el Papa, por las cuales Cristina

se acogía a su protección, pidiéndole la perdonase y levantase la

excomunión que sobre ella pesaba, estando dispuesta a obedecerle

en todo lo que la ordenase, El comisionado volvió de su misión 3

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Memorias  de Benito  Hortelano

tt

los tres meses, después de haber recorrido, por orden del Papa, las

Cortes de Viena, Berlín y San Petersburgo. Las instrucciones o

condiciones que trajo, convenidas y acordadas entre Roma y lasdemás Cortes citadas, eran las siguientes:

1.

a

  Que María Cristina y D. Carlos María Isidro de Borbón

renunciasen, aquélla la Regencia y éste las pretensiones al trono,

abdicando en su hijo mayor D. Carlos Luis (hoy Montemolín).

2.*  Que se acordaría el matrimonio entre Isabel y Carlos Luis,

nombrándose una regencia durante la menor edad de ambos, pasan

do después a reinar de la manera que habían reinado Fernando e

Isabel I.

3.

a

  Que se daría una carta a la nación, basada en la de

Luis XVIII, con algunas restricciones.

4.

a

  Que se restablecerían los monasterios que aun no hubieran

sido demolidos, y por los bienes vendidos, la nación daría en bonos

su importe a las comunidades extinguidas.

5.

a

  Las naciones citadas garantizaban este convenio, y al efec

to darían los auxilios que de armas y dinero se necesitasen para

llevarlo a cabo, pues no convenía intervenir con mano armada, por

no despertar las sospechas de Francia, Inglaterra y Portugal, que

habían subscrito eli tratado de la Cuádruple Alianza.

6.

a

  Que M aría Cristina ofreciese una garan tía a satisfacción

de las potencias signatarias, para dar principio a la ejecución y

empezar a dar los subsidios.

Tales eran las condiciones que le impusieron a Cristina, las

cuales suscribió, aunque con alguna reserva respecto a la regencia,

que ella quería conservar; pero, en cambio, ofreció como garantía

entregar Madrid a las tropas de D. Carlos.

Partió el comisionado a la corte de D. Carlos, y allí se ratificó

el convenio y se dio principio a los preparativos para invadir las

provincias del interior de España.

Inmediatamente salió una expedición, a las órdenes del general

Gómez, y otra a las del Conde de Negri. La primera, a marchas

forzadas y antes que las divisiones de Espartero se apercibiesen,

salió de las Provincias Vascongadas, por Aragón y la Alcarria, y

llegó a nueve leguas de Madrid, sorprendiendo pueblos, saqueando

ciudades desprevenidas y burlándose de las pequeñas fuerzas que

se le oponían, la mayor parte de Milicia Nacional. En Brihuega de

rrotó al general D. Narciso López, capitán general que a la sazón

era de Castilla la Nueva, tomándole prisionero. (Este general López

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6o  Memorias  de Benito  Hortelano

es el mismo que en 1858 fué fusilado en La Habana por haber

invadido la isla de Cuba con unos filibusteros.)

Por la parte del Norte se aproximó el Conde de Negri, tomando

la ciudad de Segòvia, destacando sus avanzadas hasta siete leguas

de Madrid, retirándose después de haber saqueado la ciudad, y

dirigiéndose a Valladolid; tomó también esta capital, de la que fué

echado y derrotado por el Barón de Carondelet, que le obligó a re

fugiarse, con el resto de los dispersos, en sus antiguas madrigueras

de las Provincias Vascongadas.

Más afortunado Gómez, se dirigió por la Mancha a Andalucía,

tomó a Ciudad Real, Almadén, de donde sacó inmensas riquezas

de las célebres minas de azogue, e internándose en Andalucía tomó

la ciudad de Córdoba, la saqueó, siguiendo sus correrías por la

provincia de Málaga, sin haberle podido (o querido) dar alcance

las divisiones liberales que le perseguían, hasta que el general

Narváez, con el general D. Diego de León, lo batieron, y por haber

cometido tal crimen fué destituido Narváez, pues había atacado

sin tener órdenes para ello del Gobierno de Madrid.

Gómez siguió su expedición hasta Extremadura, internándose

en Galicia, talando y saqueando los pueblos indefensos, con escar

nio de las divisiones que por todas partes lo cercaban, hasta que,

siendo tan patente el clamoreo de la Prensa y de toda la nación,

que veía este escándalo, sin saberse exp'licar la causa, el ministro

Alaix, de su propia autoridad y como ministro de la Guerra, sin

dar participación a los demás ministros ni a la Reina Goberna

dora, ordenó al general Espartero acabase de una vez con aquel

escándalo, cosa que le fué bien fácil, y cayendo sobre Gómez lo

desbarató, quitándole todos los robos, escapándose él con unos

cuantos, con los que entró en las antiguas madrigueras.

Así terminó la célebre expedición de Gómez, que con  5.000 hom

bres que sacó de Vizcaya reunió más de 20.000, con inmensos teso

ros y, por último, entró solo de donde no debió haber salido.

Hasta hoy es conocida de pocos la causa y origen de esta expe

dición, y si no se han publicado las Memorias del general Alaix,

que las reservaba para después de su muerte, aun es un secreto

para la nación. Ignoro si después del año 49, en que salí de Ma

drid, se habrá escrito algo a este respecto; yo no he visto nada,

a pesar de que he procurado leer todo lo que sobre la guerra civil

se ha publicado.

El objeto de esta expedición fué en combinación con Cristina

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Memorias  de Benito  Hortelano  6\

y parte del Ministerio de aquella época, para que tantearan el espí

ritu público de la nación en las provincias que se mantenían pací

ficas y fieles a Isabel II. Al propio tiempo, para distraer los espíri

tus agitadores, particularmente la Andalucía, de donde partían las

ideas reformistas, y para que tuviesen en qué ocuparse defendién

dose a sí propios y no pensasen en las reformas políticas.

Las divisiones que en apariencia perseguían a Gómez tenían

órdenes terminantes para no atacarlo, como mil veces pudieron

hacerlo con ventaja, ocasionando no pocas veces insurrecciones en

las tropas por no atacar al enemigo cuando lo tenían a la vista,

que era todos los días y por espacio de cuatro meses. Narváez y

León eran jefes de brigada y no estaban 'impuestos del secreto de

las órdenes del general en jefe; esta es la razón por qué de su

propia cuenta atacaron a Gómez, derrotándolo. Si D. Narciso López

fué prisionero en Brihuega es porque el Gobierno le engañó y le

hizo salir de ex profeso para que sufriese el descalabro, pues no

llevaba más fuerzas que 1.500 hombres de línea, un escuadrón de

la Milicia Nacional de Madrid y un batallón, que todos cayeron

prisioneros. Este golpe fué meditado para atemorizar al pueblo

de Madrid y al propio tiempo para que viese por sí mismo la gene

rosidad de las tropas de D. Carlos; al efecto, Gómez puso en liber

tad los prisioneros, reservándose únicamente al general López, por

que así convenía a las miras del Gobierno, por ser este general de

ideas muy avanzadas y querido de los madrileños.

Posterior a la conclusión de la expedición de Gómez se vio obli

gada Cristina a cambiar el Ministerio, llamando otra vez a los

progresistas, con quien ella no quería gobernar.

Este acontecimiento aceleró la expedición, meditada y conve

nida, para entregar Madrid a D. Carlos, cumpliendo la garantía

que Cristina había prometido a las potencias que auxiliaban al

Pretendiente.

Salió una expedición por Castilla, a las órdenes del general

carlista Zariategui, el cual llegó y tomó a Segòvia, amenazando a

Madrid. El Gobierno se apresuró a dar órdenes para que el general

Espartero viniese con el ejército del Norte a auxiliar la corte ame

nazada, e inmediatamente se puso en marcha.

Hasta aquí le iba saliendo a Cristina perfectamente su plan,

que era dejar libre el paso a D. Carlos, con todo su ejército, para

internarse en la nación. La expedición de Zariategui fué calculada

para tener un pretexto de que Espartero abandonase sus posiciones

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Memorias de Benito  Hortelano

y

  viniese a la corte, sin cuya circunstancia D. Carlos no podía

salir de su guarida, como salió detrás de Espartero.

El Ministerio fué engañado en aquella ocasión e ignoraba los

planes de Cristina, que de otro modo no hubiera cometido la impru

dencia de que se abandonasen las plazas y línea en que Espartero

tenía encerrado a D. Carlos.

Salió éste, como dejo dicho, y se dirigió a Cataluña y Aragón,

donde se le incorporaron Cabrera y los demás generales carlistas,

que en aquellas provincias tenían sus muchos adeptos y fuertes

ejércitos, con los que debían recorrer la nación, para hacer ver su

poder, dirigiéndose después a Madrid, que no le opondría gran

dificultad, porque a su llegada estaría desguarnecido, y la Milicia

ciudadana, con cualquier pretexto, desarmada, y una vez en la corte

se daría un manifiesto a la nación, basado en el convenio que dejo

citado.

Las cosas sucedieron, en parte, de otro modo.

Al aproximarse Espartero a Madrid, los emisarios de Cristina

interpelaron al Ministerio fuertemente sobre la escasez de pagas

del ejército. Era ministro de la Guerra el general Seoane, hombre

impetuoso, nada político, muy arrebatado en sus maneras y pala

bras.  A la interpelación, en parte injusta, contestó desaforadamente

diciendo que cada jefe tenía un cinto de onzas sobrantes/que eran

unos ingratos e insubordinados, que querían gollerías, con algunas

palabras algo duras. Los partidarios de Cristina lograron su objeto

y fué que estallase una esdisión entre el Ejército y el Ministerio.

Apenas acampados en Alcalá de Henares, a cinco leguas de la

corte, los jefes de Estado Mayor de Espartero decidieron pedir una

satisfacción al ministro de la Guerra. Al efecto, varios jefes, a

nombre de los demás, desafiaron al ministro; éste aceptó y se batió,

con escándalo de la sociedad, pues el ministro pisoteó la ley que

estaba llamado a guardar, y los jefes cometieron un acto de insu

bordinación militar.

Cristina aprovechó esta escisión, y halagando a Espartero le

hizo asociarse al golpe de Estado que tenía premeditado y lo con

siguió, destituyendo al ministro progresista, reemplazándolo con

uno compuesto de sus adeptos.

Grandes cargos se han hecho al general E spartero por este golpe

de Estado y por haber autorizado la insubordinación militar cono

cida por de Aravaca; pero Espartero, sin saberlo, prestó un gran

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Memorias  de Benito Hortelano

63

servicio al trono de Isabel II y a la causa constitucional, como se

verá más adelante.

Mientras esto ocurría en Madrid, D. Carlos se enseñoreaba de

Cataluña y Aragón, dando tiempo a que Cristina le diese aviso

para aproximarse a Madrid.

Espartero había salido con su ejército y había hecho evacuar

a Segòvia al general Zariategui, dirigiéndose después por Castilla

la Vieja, con órdenes de ir hacia Aragón a perseguir a D. Carlos.

Como Cristina con el cambio de Ministerio gobernaba a sus

anchas, había vuelto a tomar afición al mando absoluto, pues la

Constitución poco le importaba con ministros tan dóciles como los

que había elegido. Estas circunstancias, en que el sentimiento de

Espartero la había colocado, hicieron en ella tomar un rumbo dis

tinto en los negocios, y se propuso engañar a D. Carlos, al Papa

y a las Cortes que habían convenido el plan de casamiento de los

Príncipes. Le gustaba mandar sola, robar sola, y se creía capaz

de desarrollar por sí lo que había meditado: de hacerse Reina abso

luta, aboliendo la Constitución.

Don Carlos se cansó de esperar órdenes de Cristina y se puso

en marcha hacia la corte, con todo el ejército reunido, que no

bajaría de 40.000 hombres, y con generales tan valientes como

Cabrera no tenía que temer, máxime contando con que no encon

traría oposición.

Era el 14 de octubre de 1837 cuando D. Carlos llegó y puso su

cuartel general en el pueblo de Arganda, a cuatro leguas de Ma

drid. Su general de vanguardia, Cabrera, con 10.000 hombres, ama

neció a un tiro de fusil de las trincheras de la corte. Todo era con

fusión; no había sino una pequeña guarnición y cinco batallones

de Milicia Nacional; la pérdida de Madrid era inminente si Cabrera

hubiera atacado como deseaba.

Don Carlos mandaba emisarios continuos a Cristina, y ésta le

contestaba con evasivas de que esperase unos días, que no atacase,

porque no estaba bien terminado el plan de insurrección que debía

estallar en Madrid proclamando a D. Carlos, para, de este modo,evitar el asalto y la efusión de sangre consiguiente.

Mientras así entretenía a D. Carlos, había despachado correos

a Espartero y a Oráa, que con dos grandes ejércitos estaban en

Aragón, para que, a marchas forzadas, cayesen sobre D. Carlos

y lo derrotasen. No se hicieron esperar estos generales, y con 50.000

hombres cayeron sobre las tropas carlistas, que ya se habían puesto

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Memorias  de Benito  Hortelano

en movimiento al saber la aproximación de los dos ejércitos y

convencidos de que Cristina les había engañado.

El primero que cayó como un rayo fué el teniente general Oráa,

desbaratando cuanto encontró por delante a 11 leguas de Madrid.

En seguida cayó Espartero sobre el grueso del ejército carlista en

retirada y dio las célebres batallas de Aranzueque y Retuerta, des

trozando a D. Carlos, que milagrosamente se salvó e internó en

su madriguera de las Provincias Vascongadas.

Así terminó la trama urdida por la Reina Cristina, que con

imprudencia comprometió el trono de su hija y las libertades de la

España. Dos años más tarde Cristina recibió del pueblo su mere

cido.

Con el triste resultado de la expedición de D. Carlos entró la

división en el partido carlista, formándose dos partidos fuertes,

conocido el uno por el apostólico, que era el de los frailes y obispos

que a D. Carlos rodeaban, teniendo por jefe al general Moreno. El

otro era el partido militar y de ideas más avanzadas, cuyo jefe era

e'l general Maroto.

Las intrigas se sucedieron en la Corte carlista, echándose cada

cual la culpa de los desastres que habían sufrido. El partido apos

tólico formó una conspiración para derrocar a Maroto, general en

jefe después de la expedición y el que se había opuesto a que se

efectuase, previendo el mal resultado. Ya estaba a punto de estallar

la revolución cuando Maroto tuvo aviso de la trama, y dirigiéndose

a Estella, plaza en donde existía el núcleo de los conspiradores, y

sorprendiendo a sus jefes, fusiló cinco generales, un coronel y un

comisario de Guerra. Al saber D. Carlos esta nueva, alborotados

los del partido apostólico, le indujeron a que diese un decreto decla

rando fuera de la ley al general Maroto. Este, apenas supo esta

medida, se dirigió en persona a la Corte de D. Carlos, que a la

sazón estaba en Oñate; pero no bien la Corte clerical tuvo noti

cias del arribo de Maroto, cuando todos tomaron las de Villadiego,

dejando solo al pobre Rey, que sufrió la humillación de dar un

contradecreto y salir en persona a recibir al general, temblando

de m iedo.

Con aquel golpe de Estado Maroto quedó arbitro de la causa

de D. Carlos en el Norte, y si bien sus enemigos no dejaban un

momento de conspirar, era tal e>l terror que Maroto les infundía,

que no se atrevían a levantar cabeza.

El general Espartero supo aprovechar aquella situación, y al

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Memorias  de Benito  Hortelano

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efecto procuró tantear la opinión del general Maroto; pero ésta

era una empresa más difícil que lo que parecerá a los que ignoren

el carácter duro de Maroto y lo intratable con sus subalternos, ni

era posible que nadie se atreviese a hablarle en el sentido que

Espartero lo deseaba; pero la Providencia, que vela sobre el des

tino de las cosas, facilitó y abrió el camino como menos podía

esperarse.

Un hombre rústico, pero de esos tipos que sólo en España se

encuentran, por la firmeza de carácter en sus palabras y compro-

m'isos, de honradez a toda prueba, fué el instrumento mediador

entre ambos generales y el que, con su patriotismo, puede decirse

es el autor de la conclusión de aquella guerra civil.

Don Martín Echaure, conocido en Navarra por el  Arriero de

Bargota,  es el protagonista del gran drama que se representó el 30

de agosto de 1839 en los campos de Vergara.

Conocí en Madrid, el año de 1848, a D. Martín con motivo de

haberle publicado sus memorias para presentarlas a las Cortes

reclamando el cumplimiento de lo prometido por los generales Es

partero y Maroto en recompensa de sus servicios y remuneración

de la fortuna que por prestarlos había perdido en su ejercicio el

arriero. La suma ofrecida fueron ocho millones de reales y un

título de Castilla. Las Cortes le concedieron una gratificación de

25.000 duros, que, por cierto, no remuneraron tanto servicio con

tan insignificante cantidad. Por otra parte, como después del abra

zo de Vergara se supo quién había sido el agente, D. Martín no

podía vivir en las Provincias, porque temía, y con justicia, que los

descontentos carlistas le hubiesen asesinado. Tuvo que irse a vivir

a la corte para reclamar la promesa, y en diez años que, de oficina

en oficina, de ministro en ministro, se pasó, gastó más que lo que

las Cortes le habían acordado. Cuando yo le imprimí sus Memorias

no tuvo ni con qué pagarme la impresión.

¡Tan injustos son los hombres que se encumbran al poder que,

una vez escalado, olvidan la escala que los elevó, sin acordarse que

también se cae precipitadamente de la cumbre del poder Reanu

daré los acontecimientos.

Estaba D. Martín en su pueblo preparando carga para sus

expediciones al ejército, cuando recibió una carta del jefe político

de Logroño, en la que le decía que, teniendo un asunto de impor

tancia sobre una herencia que había de reclamar en el territorio

carlista, le rogaba fuese a Logroño en el primer viaje que empren-

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Memorias  de Benito  Hortelano

diese, donde le daría los poderes e instrucciones. Echaure consultó

con su esposa, y ésta, más avisada que su marido, comprendió que

era algun asunto de más importancia que el de una herencia, y así,

pues, se opuso a que su marido fuese a Logfoño. No tardó mucho

tiempo sin que volviesen a escribirle con más urgencia, y entonces

ya no pudo resistir a la invitación y pasó a Logroño.

Llegado que hubo a la ciudad, residencia común del general

Espartero, se avistó con el jefe político, el cual apenas lo vio lo

abrazó y le hizo pasar a su despacho. El jefe, tomando la palabra,

le habló en estos términos: "Tío Martín, lo de la herencia que le

he avisado en mis cartas no ha sido más que un pretexto para que

usted viniese; otro objeto más importante es el que está usted lla

mado a desempeñar, objeto que sólo usted es capaz de llevarlo a

cabo, y nadie más. Usted es querido en el ejército carlista y cris-

tino;

  es el único que tiene el privilegio de repasar la línea de am

bos ejércitos cuando quiere, porque su conducta le ha hecho acree

dor para que se le respete. Yo sé que usted es querido del general

Maroto, que tiene usted confianza con él y que una palabra de

usted basta para que el general la atienda. Se trata de salvar lapatria de tantas desgracias; es necesario concluir la guerra y que

formemos todos una sola familia. ¿Qué hemos conseguido en siete

años de lucha fratricida? La ruina de los pueblos y la mucha san

gre derramada sin fruto por dos personas: Isabel y Carlos; pri

mero es la nación que ellos; pensemos en nuestros hijos." Absorto

quedó D. Martín con las inesperadas palabras del jefe político, las

que no pudieron menos de convencerle, exclamando: "Todo es ver

dad; pero ¿qué puedo yo hacer que tanta importancia dé a mi per

sona?"

  "Ahora lo sabrá usted; vamos a ver al general Espartero

y él le dará las instrucciones", dijo el jefe político.

Llegaron al alojamiento del general, el que, saliendo, abrazó

a D. Martín, dándole el título de ángel salvador.

—Y bien, tío Martín, ¿está usted dispuesto a servir a la nación

y a su amigo?

—Señor, mande vuecencia lo que quiera, que yo estoy dispuesto

a todo; sabe vuecencia que no tengo miedo —dijo el tío Martín.

—Pues bien, mi amigo Echaure —dijo Espartero—•, es necesario

que usted vaya al cuartel general de Maroto, y, con la franqueza

propia de usted y con el estilo rústico con que usted le habla y él

tanto le atiende, le diga, de mi parte, que estoy cansado de la gue

rra civil; que si él, como lo creo, tiene los mismos sentimientos, po-

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Memorias de Benito Hortelano

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demos entendernos. Pero prevengo a usted, tío Martín, que este

asunto no lo han de saber más personas que el general Maroto,

usted y yo, y que si llega a mi noticia que se ha traslucido algo, le

fusilo a usted.

El tío Martín dio su palabra y partió al día siguiente para el

campamento de Maroto, que se hallaba en Estella.

El pobre arriero iba arrepentido de haber comprometido su

palabra en una empresa tan difícil, temiendo, no sin fundamento,

que Maroto lo fusilaría en cuanto le propusiese el negocio; pero

su palabra estaba empeñada, y el tío Martín no era hombre de fal

tar a ella.

A los ocho días llegó a Estella, y, encomendándose a Dios, se

dirigió al alojamiento de Maroto. Como estaban tan recientes los

fusilamientos de los siete generales, las poblaciones y los mismos

jefes sus ayudantes estaban aterrorizados, no osando nadie acer

carse al general sin que él llamase para dar órdenes.

En tan aciaga situación fué el momento en que el tío Martín

tenía que hablar a Maroto. Llega a la puerta del alojamiento, pide

a los ayudantes le dejen entrar a ver al general; pero aquéllos

tenían órdenes d;e no permitir acercarse a nadie, porque temían

una contrarrevolución o una mano homicida pagada por el partido

apostólico.

El tío Martín instó por entrar, los ayudante le rechazaban, hasta

que,

  oída por Maroto la algazara que el tío Martín hacía por que

le dejasen paso, e'l general preguntó qué era aquello. Entonces le

dijeron que había allí un campesino empeñado por fuerza de entrar

a verle, diciendo que se llamaba el arriero de Bargota. "Que entre,

que entre", dijo Maroto. Entró el tío Martín hasta el dormitorio de

Maroto; éste estaba en cama por hallarse enfermo.

—¿Cómo va, tío Martín? •—te dijo—. Sé que ha estado usted en

el campamento enemigo; cuénteme qué posiciones ocupan, qué se

dice por allá sobre el fusilamiento de esos perros que querían per

derme.

—Señor general, es verdad que de allí vengo, y han aprobado

su medida, diciendo que eran unos intrigantes; que no hay en todo

el ejército del Rey otro general que pueda igualarse con vuecencia;

que, si así no fuese, ya habrían acabado con el ejército del Rey;

pero que con vuecencia no se podía jugar.

—Bien, tío Martín, ¿y ha visto usted al general Espartero?

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68  Memorias de Benito Hortelano

—Sí,  señor; en Logroño le he visto, y, por cierto, que me dijo

una cosa que no me atrevo a decírsela a vuecencia.

—Hable usted, tío Martín; ya sabe que lo aprecio y que nunca

he desconfiado de su fidelidad. ¿Qué le ha dicho Espartero?

—Señor, me dijo que si, por casualidad, hablaba con vuecen

cia, le dijese de su parte que está cansado de guerra civil; que

entre vuecencia y él podían dar término al derramamiento de san

gre...  y otra porción de cosas sobre paz...

—Mañana mismo la quisiera •—dijo Maroto incorporándose en

la cama, saltándosele los ojos—. Sí, yo también quiero paz; estoy

cansado de hacer correr tanta sangre de hermanos por un Rey

ingrato, estúpido, que no tiene más voluntad que la de cuatro frailes

que lo rodean.

Con esta contestación tomó aliento el tío Martín, y ya le dijo a

Maroto todo lo que le había sucedido, y cómo había sido llamado

a Logroño, y que Espartero le había encargado el asunto, amena

zándole con fusilarle si lo sabían más personas que los dos gene

rales y él.

—Yo le ofrezco a usted lo mismo; deposito en usted mi con

fianza... y cuidado con que se trasluzca lo más mínimo, ni siquiera

se sospeche. Diga usted al general Espartero que, por mediación

de usted y no de otro modo, me proponga su objeto.

Volvió el tío Martín a Logroño, desempeñó su encargo cerca

de Espartero, y desde aquel momento dieron principio las nego

ciaciones, tan secretas, que en ocho meses que duraron sólo las tres

personas en juego las sabían. Por fin llegó el momento; cada ge

neral preparó las cosas de modo que el día del abrazo, cuando se

pusieron frente a frente los dos ejércitos y cuando las tropas creían

iba a darse una batalla, ven salir de las filas los dos generales, se

aproximan con sus estados mayores, juntan los caballos y se abra

zan como hermanos los que tan cruda guerra se habían hecho por

espacio de siete años.

¡Momento solemne ¡Primer ejemplo en la historia de las na

ciones ¡Loor a los caudillos que tanto bien hicieron a la Huma

nidad

Se ha calumniado mucho al general Maroto, diciendo que se

vendió, que recibió dinero. Mienten los que tal digan. Maroto no

recibió un real, y me consta que cuando el tío Martín, de parte de

Espartero, le habló de recompensas, contestó "que si le volvía a

proponer semejante cosa rompía las negociaciones y atacaría con

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Memorias  de Benito  Hortelano

69

más brío que nunca al general Espartero". Este, por su parte, hizo

justicia a Maroto, y la Historia también se la ha hecho. No queda,

pues,  ninguna mancha sobre el nombre del general Maroto. Tuve

en 1846 ocasión de tratarlo cuando él escribió sus Memorias, las

cuales quise comprárselas, ofreciéndole por ellas 30.000 reales, lo

que no aceptó, publicándolas él por su cuenta.

Después de concluida la guerra de las Provincias Vascongadas

e internado D. Carlos en Francia, pasó Espartero a Aragón, donde

continuaba Cabrera con más brío que nunca. Fortaleza tras forta

leza, fué tomándole Espartero, hasta que, rendida la plaza de Mo

rella, terminaron las facciones de Aragón, quedando sólo en armas

Cataluña, y allí se dirigió Espartero con el grande ejército, des

baratando cuanto obstáculo le oponían los desesperados restos de

los antes potentes ejércitos carlistas. Con la toma de la plaza de

Berga terminó la guerra civil, internándose en Francia Cabrera con

sus restos, en número de 16.000 hombres.

Habían salido de Madrid Sus Majestades con dirección a Bar

celona, so pretexto de tomar los baños de Caldas, pero en realidad

con el de atraerse Cristina a Espartero en apoyo de los siniestros

planes preparados para dar un golpe a las libertades. Espartero

también se dirigió a Barcelona para dar descanso al fatigado ejér

cito libertador y poner a los píes del trono los laureles que había

conquistado.

Entre las varias cuestiones que agitaron los ánimos de la na

ción durante los seis primeros meses del año 40 había una que no

podía menos de ocasionar un trastorno. Las Cortes, hechura de

Cristina, vendidas miserablemente a los caprichos de la Regente,

habían decretado la ley de Ayuntamientos, por la cual se cercena

ban los derechos comunales, tan respetados siempre en España

hasta por los Reyes absolutos.

En vano los pueblos hicieron representaciones a Cristina para

que no la sancionase; en vano se veía venir la gran tormenta que

amenazaba; la mal aconsejada Gobernadora se precipitó dando la

sanción a la célebre ley de Ayuntamientos.

Era el 1 de septiembre de 1840 cuando la Gaceta de Madrid pu

blicó la malhadada ley. Los liberales empezaron a reunirse en algu

nos parajes pacíficamente, protestando contra aquella disposición.

La municipalidad de Madrid, corporación respetable por su rique

za y poder, se reunió en sesión extraordinaria. Gran número de

ciudadanos acudieron a la sesión, la que, abierta y declarada en

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Memorias de Benito  Hortelano

sesión permanente, acordó firmar una protesta dirigida al trono,

con las sacramentales frases que han hecho temblar a los Monarcas

de España. "Se obedece, pero no se cumple." Como esta pro

testa debía ser sostenida por las armas, al punto se tocó generala

para reunir la Guardia Nacional, la que, en poco más de una hora,

estaba con las armas en la mano en número de más de 15.000

hombres, tomando los puntos estratégicos de la capital para evitar

un golpe de mano, como era de esperar, por parte del Gobierno

con las numerosas tropas de la guarnición que disponía.

Efectivamente, no se hizo esperar el golpe, pero habían andado

más vivos los nacionales. Como las dos de la tarde serían cuando

el jefe político se presentó en el Ayuntamiento con pretensión de

disolverlo; pero esta corporación le arrestó a él.

Venía para protegerlo el capitán general de Madrid, general

Aldama, con bastantes tropas; pero no bien desembocó en la plaza

de la Villa para apoderarse de la Municipalidad, cuando una com

pañía de la Milicia se colocó en la torre conocida por "Torre de

Francisco I" (por haber estado en ella encerrado dicho Rey de

Francia, hecho prisionero en la célebre batalla de Pavía en el

siglo xv, reinando Carlos I de España y V Emperador de Ale

mania).

La compañía de cazadores del tercer batallón que ocupaba

aquel baluarte rompió el fuego sobre las tropas, cayendo el caballo

del general Aldama traspasado de varios balazos. Aquella fué la

señal de la insurrección general; ya no había término medio entre

el pueblo y el trono: o se humillaba éste, o sucumbía aquél.

Yo me hallaba en las gradas de San Felipe el Real, de que íni

batallón se había posesionado. El general Aldama reunió en tres

cuerpos las tropas de la guarnición, con objeto de tomar la ofen

siva y sofocar la insurrección; pero ya era tarde. La Municipalidad

había tomado medidas acertadas con una actividad prodigiosa. El

pueblo se agrupaba en grandes masas en los puntos ocupados por

la Milicia Nacional; unos venían armados, y a los que no, se les ar

maba y municionaba.

Las calles de la capital fueron convertidas en un gran campa

mento, desempedradas con tal prontitud y formadas barricadas con

las piedras, colchones, muebles, coches y todo obstáculo que a las

manos llegaba. Las mujeres, que en Madrid son heroínas y las

primeras que salen a la calle en días de revolución, entusiasmaban

al pueblo y Milicia con su ejemplo, levantando ellas mismas las

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Memorias  de Benito Hortelano  Ji

barricadas, conduciendo piedras, sacando sus propios muebles para

que sirvieran de parapeto.

Las seis de la tarde serían cuando parte de la tropa confrater

nizó con el pueblo, abandonando a su general. Este paso era un

buen presagio para la revolución. En el resto de la noche se pasa

ron al pueblo varios batallones del ejército, y convencido el gene

ral Aldama de la inutilidad de resistir a un pueblo que quiere ser

libre, abandonó la capital, dirigiéndose a Tarancón, donde se en

contraba el general D. Diego León con una fuerte división, con

objeto de que este general le apoyase para atacar a Madrid.

En tres días contaba la capital dentro de sus muros más de

60.000 hombres armados, pues apenas tuvieron noticia las Milicias

de los pueblos inmediatos, se apresuraron aquellos campesinos a

correr en auxilio de los de la corte para defender las inmunidades

de los pueblos.

El Ayuntamiento, que tan heroicamente se había portado, no

se durmió en la victoria y supo sacar partido de la situación que,

con la sangre del pueblo, se había creado. Despachó correos a

todas las provincias de la Monarquía invitándolas a seguir el ejem

plo de la corte; dio un manifiesto a la nación en que la hacía cono

cer la resolución del pueblo de Madrid de no dejar las armas ínte

rin no se derogase la nueva ley de Ayuntamientos y diese el trono

seguridades al pueblo de respetar la Constitución. Una tras otra

fueron secundando las provincias el grito de la capital, declarán

dose en completa rebeldía con el trono.

Sin embargo de esta actitud de la nación, que parecía sólida,

no lo era tanto mientras no se supiese la opinión del general Es

partero, arbitro del poder y de quien toda la nación esperaba con

ansia saber el parecer.

Llegada a Barcelona la noticia del movimiento de Madrid, el

pueblo barcelonés se agrupó en derredor del alojamiento del gene

ral Espartero, pidiéndole se inclinase en favor del pueblo si quería

salvar la nación de una nueva guerra civil, que de lo contrario era

inevitable.

Crítica era la situación de Espartero: por una parte, la nación

pronunciada en reivindicación de sus derechos y libertades, y por

otra, una tierna niña, que no tenía culpa de nada de lo que ocurría,

y una madre y Reina Gobernadora legalmente.

Espartero se dirigió al/ palacio de Cristina y, con la franqueza

propia de un soldado, la representó el estado de la nación, hacién-

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Memorias de Benito Hortelano

dola observar la mala marcha que seguía, los malos consejeros de

que estaba rodeada, diciéndola que si quería volver a la gracia de

un pueblo que tantos sacrificios había hecho por conservar el trono

de Isabel y las libertades que había conquistado, debía nombrar un

Ministerio popular, disolver las Cortes retrógradas que había y,

llamando nuevos representantes, someterles las cuestiones por las

que la nación se había sublevado, dejando sin efecto el cumplimien

to de la ley de Ayuntamientos hasta nuevo examen.

Cristina estaba obcecada, no veía más que por los ojos de la

ambición y de los malos consejeros, y no dio oídos al general ven

cedor, que por mil títulos tenía derecho a que se le escuchase.

Espartero, comprendiendo la inutilidad de sus consejos, tomó

otra actitud, y ya entonces habló con energía, diciendo a la Re

gente que él, con su ejército, se ponían de parte del pueblo.

En vista de esta resolución, Cristina se embarcó con sus hijas

y, dirigiéndose a Valencia, allí abdicó la Regencia en manos de

una Comisión, encomendando al general Espartero la custodia de

sus hijas, nombrándole al propio tiempo presidente del Consejo

de ministros, con encargo de formar el Ministerio. Cristina aban

donó las playas de Valencia y con ellas España, yéndose a Italia.

El entusiasmo que en Madrid produjo la resolución del general

Espartero de estar con el pueblo y la de la abdicación de la Gober

nadora es indescriptible. Desde aquel momento nos fuimos a des

cansar, después de dieciocho días de agitación, temores e indeci

siones. Todo volvió a 'la calma hasta que Espartero hizo su entrada

triunfal en la corte en medio de un pueblo frenético de alegría, que

condujo en volandas al héroe y al caballo en que cabalgaba.

Se formó una Regencia provisional, compuesta de tres indivi

duos, siendo su presidente Espartero.

¡El partido progresista llegó al apogeo de su poder ¡Pero poco

debía disfrutar de él con tranquilidad, para caer después en la más

espantosa tiranía

En estas jornadas cumplí con mi deber como buen patriota, en

contrándome en todos los puntos de peligro donde fui destinado,

por cuyo servicio se me concedió la cruz titulada "1.° septiem

bre 1840".

Dos personajes de funesta recordación aparecieron en aquellas

circunstancias como los patriotas más exaltados y defensores de la

libertad: González Bravo y Cándido Nocedal. Al primero lo conocí

y fui muy amigo suyo cuando era redactor del periódico   El Guiri-

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Memorias  de Benito  Hortelano

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gay, que con tanto cinismo escribían dicho Bravo y D. Juan Bautista

Alonso, en el cual Pravo llamó a Cristina, siendo ésta Regente, la

ilustre prostituta. El segundo, Nocedal, era capitán de una compa

ñía de la Milicia y uno de los más entusiastas declamadores.

Estos dos personajes han sido posteriormente ministros de Es

paña. Bravo tuvo la sinvergüenza de salir a esperar a Cristina el

año 44 cuando volvió de la emigración después de la caída de Es

partero, y fué el ministro que desarmó aquella Milicia Nacional

por la cual se había encumbrado y el que abolió la libertad de im

prenta y el que más la persiguió, debiendo a ella el ser conocido

en la nación en su

  Guirigay

 inmundo.

Nocedal, el demócrata rabioso, enemigo del trono, declamador

incansable contra la tiranía, ha sido en 1857 el ministro más dés

pota, retrógrado, realista y frailuno que ha tenido la nación.

¡Y aun habrá ciudadanos tan estúpidos que se dejen embaucar

por los falsos profetas de la libertad Si la experiencia que hoy

tengo de las cosas y de los hombres la hubiese tenido cuando la ne

cesitaba, otra sería mi posición, pues hubiese sabido explotar la que

me había creado el 44, cuando empecé a ser conocido en política.

Sigamos la historia. La Regencia provisional, compuesta de Es

partero, D. Joaquín María Ferrer y D. Agustín Arguelles, reunió

nuevas Cortes y éstas nombraron Regente único del reino al ge

neral Espartero.

Pronto empezaron los partidarios de Cristina, con el mucho oro

de ésta, a hostilizar al nuevo Gobierno, desacreditándolo por todos

los medios legales, y, por último, apelando a la insurrección.

Espartero había elevado con mano pródiga a una porción de

jóvenes que le habían servido de ayudantes durante la guerra. To

dos ellos eran generales; la ambición no escaseaba en los jóvenes

personajes, y a ellos apeló Cristina, halagándoles con honores y

títulos si se plegaban a su causa.

Como el oro es la palanca que todo lo mueve, éste no escaseó

para los periodistas, los jefes de regimiento y otros oficiales sub

alternos a quienes comprometieron en el plan de insurrección que

fraguaban.

Por fin llegó el momento de poner en ejecución el plan, com

binado con vastas ramificaciones.

El 2 de octubre de 1841 el general O'Donnell dio el grito de

insurrección contra Espartero en la plaza de Pamplona, el que,

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Memorias  de Benito  Hortelano

secundado por la guarnición de la ciudadela, en ella se hizo fuerte

y proclamó la Regencia de Cristina.

El general Borso di Carminati, italiano al servicio de España

y que por sus proezas en la guerra civfl había llegado a ser uno

de los más estimados generales de la nación, dio el grito de insu

rrección en la provincia de Zaragoza, a la cabeza de cinco bata

llones y en combinación con O'Donnell.

Otras insurrecciones estallaron en diversas provincias, siendo

una Bilbao y otra Vitoria, encabezada ésta por el ex ministro don

Manuel Montes de Oca, que se titulaba Regente provisional.

Al llegar a la corte estas noticias, abultadas como es consi

guiente en tales casos, ya nadie dudó <de que una nueva guerra

civil venía a azotar a la pobre España, que empezaba a descansar,

de la que concluyó en Vergara.

Era el 7 de octubre. Todo estaba en Madrid tranquilo; nadie

pensaba en que en un pueblo tan adicto a Espartero hubiera quien

se atreviese a levantar el pendón contrario a la Regencia.

Trabajaba yo a la sazón en la imprenta de   El Castellano,  de

donde salía a las seis de la tarde después de concluido el trabajo,

teniendo por costumbre irme a visitar a la entonces mi novia, To-

masita.

Muy tranquilos estábamos leyendo la historieta del

  Sargento

Mayoral  cuando sentimos descargas de fusilería y, al propio tiem

po,  que llamaban fuertemente a la puerta. Salimos a ver quién lla

maba, y era el avisador de la compañía de mi suegro para que

inmediatamente se presentase en el cuartel, armado y municiona

do.

  "¿Qué hay?", le pregunté. "Señor, la guardia de Palacio se ha

sublevado con otras tropas de la guarnición; es una gran revolu

ción." Apenas oí esto tomé el sombrero y salté a la calle más que

corriendo.

Llovía a torrentes; serían las siete y media de la noche; el agua,

el estruendo de las descargas, el "¿Quién vive?" que a cada esqui

na echaban los milicianos, que ya habían salido armados, la gran

distancia que tenía que atravesar hasta llegar a mi casa, todo con

tribuía a producir en mí una agitación que no me dejaba respirar.

Llego, por fin, a mi casa, después de haber sido detenido cien

veces por mis compañeros; mis sobrinas estaban alarmadas con

mi tardanza y con la incertidumbre del objeto de aquellas descar

gas,  pues nadie sabía en la población qué era, ni quiénes los ami

gos o los enemigos. Sin embargo, m'is sobrinas ya me tenían el

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Memorias  de Benito Hortelano  75

uniforme preparado, correaje, fusil, todo listo, y con la prontitud

de un rayo, ayudado por ellas, en cinco minutos parlí en busca de

mi batallón. Llego al punto de reunión, plazuela de Celenque, cuando ya iba marchando todo completo y en orden de batalla. Como

yo era de la compañía de cazadores y en tiempo de guerra ésta

formaba a la cabeza, tuve que dar un galope más que regular para

alcanzarla. Por fin, llegamos al cuartel, donde quedamos a esperar

órdenes.

¡Qué noche de incertidumbre, de angustia Allí encerrado, sin

k

saber nadie explicar lo que había, quiénes eran las tropas subleva

das,

  qué bandera habían levantado, qué puntos ocupaban; nada sa

bíamos. Oíamos las descargas, el ruido de los caballos; pero nada

más.

 De cuando en cuando llegaban ayudantes, corrían voces sinies

tras:  quiénes decían que las calles estaban llenas de cadáveres; que

de la compañía tal habían muerto tantos hombres; se citaban nom

bres propios, y a cada momento el número de muertos se hacía

subir a una cifra espantosa. Nosotros pedíamos salir a defender a

nuestros compañeros; hubo sus manifestaciones de insubordinación,

diciendo que nos vendían. Varias veces se nos hizo formar a los

cazadores para salir; después venía contraorden. Llegaba el nuevo

día cuan'do, por fin, dieron orden para que la compañía de cazado

res saliese. Esta disposición nos alegró; pero, al mismo tiempo/no

dejaba de hacer su efecto el no saber dónde íbamos ni con qué ene

migos teníamos que habérnoslas.

Al llegar a la calle de las Platerías comprendimos que íbamos

al Palacio Real, y al encontrarnos ya formadas las compañías de

cazadores de todos los batallones no nos quedó duda de que se nos

había designado para dar el asalto.

Empezaba a venir el día y con él a conocer qué fuerzas nos

acompañaban. Vimos algunos escuadrones y batallones de línea y

de la Guardia Real formados con nosotros, y esto nos tranquilizó,

porque, por bien organizados que los cuerpos de ciudadanos estén

y por más patriotismo que tengan, la tropa de línea impone cuando

es enemiga y alienta cuando es amiga, porque es siempre una van

guardia que ha de perecer toda antes que la Milicia entre en com

bate, porque no es justo que padres de familia se expongan mien

tras haya tropas que es de su oficio batirse.

Estando en esta posición llega a nuestros oídos el ruido de mú

sicas, vivas y aclamaciones hacia la Puerta del Sol. Era que Espar

tero acababa de salir de su palacio y se dirigía al de la Reina para

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Memorias de Benito  Hortelano

consolarla y entusiasmar con su presencia a las tropas y Milicia,

aunque ésta no lo precisaba, porque le idolatraba. Desde el momen

to que estalló la revolución quiso montar a caballo para ponerse al

frente de la Milicia y dirigir las operaciones; pero ni los ministros,

ni los jefes fieles, ni sus amigos le dejaron salir, pues siendo su

persona el objeto de la revolución e ignorando quiénes eran amigos

o enemigos, temían, no sin fundamento, le hubiesen asesinado, y

entonces el caos y el desorden no hubieran tenido límites.

Llegó donde estábamos y emprendimos la marcha custodiándole

hasta la plaza de la Armería Real. Allí hicimos alto mientras ren

dían las armas los insurrectos, pasando después a desfilar por debajo de los balcones de Palacio, donde la Reina Isabel, con su her

mana, rodeadas del general Espartero, D. Agustín Arguelles, su

tutor, y otras personas de la servidumbre, presidían el desfile en

medio de los vítores más entusiastas.

Para probar hasta dónde llega la audacia, en tiempo de revolu

ción, de las mujeres de Madrid, bastará decir que desde antes que

amaneciese andaban mi hermana y sobrinas, muchachas bonitas,

delicadas e interesantes, buscando mi compañía con una gran cafe

tera de chocolate para desayunarme. Dieron conmigo cuando hici

mos alto delante del arco de la Real Armería, y allí, con un apetito

devorador, nos tomamos entre varios compañeros tan oportuno re

frigerio. Hacía dieciocho horas que no había tomado alimento, pues

con la precipitación de marchar la noche antes a reunirme al bata

llón no había tenido tiempo ni me acordé que no había comido;

así, pues, el desayuno que mis heroínas y queridas sobrinas y her

mana me llevaron me dio atiento, "que ya iba faltándome con tan

mala noche y con un frío glacial insoportable.

La insurrección del "7 de octubre" era en combinación con la

de O'Donnell, Borso di Carminati y demás pronunciados en otras

provincias.

Los generales León y Concha fueron los protagonistas en Ma

drid, con el regimiento de la Princesa y dos escuadrones. Contaban

con una división que estaba a dos leguas de Madrid, la que entró

aquella noche en la capital; pero, viendo que el negocio iba mal, se

replegaron al pueblo. Otra de las causas que hicieron fracasar este

golpe fué que, habiendo sido avisado Espartero por unos sargentos

de la Guardia Real del golpe que se ¡iba a dar, en la tarde del mis

mo 7 de octubre hizo de los sargentos y cabos de dicha Guardia

oficiales, dándoles órdenes para que, conforme fuesen llegando los

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Memorias  de Benito  Hortelano

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jefes y oficiales al cuartel, donde estaban citados al anochecer con

otros personajes, los fuesen encerrando en la prevención. Tan per

fectamente cumplieron los sargentos, que ni uno se escapó de los

que acudieron, con lo que fracasó la principal fuerza con que con

taban.

El objeto de esta revolución o, más bien dicho, insurrección era

apoderarse de la Reina, sacarla de Palacio, conducirla a Pamplo

na, y desde allí, donde Cristina concurriría, declarar depuesto a

Espartero, volviendo Cristina a tomar la Regencia. Los cabezas de

esta revolución fueron los generales D. Diego León y D. Manuel de

la Concha, quienes, con la guarnición que daba aquel día a Palacio

la guardia y dos escuadrones de Caballería, que fueron los que les

secundaron, trataron de apoderarse de la Reina; pero al subir las

escaleras del Real Palacio para penetrar en las habitaciones de la

Guardia de Alabarderos, encargados de la custodia de escaleras

arriba, defendieron éstos sus puestos tan heroicamente que, a pesar

de ser tan reducido número, pues no había a la sazón más que 18

plazas de servicio, fueron suficientes para rechazar las cargas de

los amotinados mandados por generales tan valientes como León y

Concha. Estos 18 héroes, si bien perdiendo terreno y sin más para

petos que los muebles de las habitaciones, impidieron llegasen los

ofensores hasta donde estaban Isabel II y su hermana, con la Con

desa de Mina; pero las balas penetraron y se estrellaron a media

vara de la cabeza de la Reina.

El valor de los 18 alabarderos, mandados por D. Domingo Dul

ce,

  no tiene ejemplo. Nueve horas seguidas de un fuego nutrido

hicieron y recibieron, siendo providencial el no haber muerto ni sido

herido ninguno.

Al ver frustrado el golpe, los principales conjurados lograron

evadirse por el Campo del Moro al venir el día. Las tropas se rin

dieron, y la mayor parte de los jefes fueron capturados- a pocas

leguas de Madrid, a excepción del general Concha, a quien, según

se ha dicho, lo ocultó el general Espartero en su propia casa, sal

vando así la vida.

No fué tan afortunado D. Diego León, aunque también pudo

salvarse. Fué alcanzado a seis leguas de Madrid por el coronel

Laviña, quien le propuso se fugase; pero León no quiso, y fué

conducido a Madrid, siendo a los pocos días fusilado. Mucho se

ha calumniado a Espartero por la muerte del general León; aun

hoy insisten muchos en denigrarle, a pesar del error en que están.

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Memorias  de Benito  Hortelano

Espartero quiso salvar la vida a León, y le propuso diferentes

medios. Para dar un carácter de legalidad a la clemencia que con

él quiso ejercer, además de los medios que desechó León para eva

dirse, hizo Espartero que se firmase una petición por la Milicia

Nacional pidiendo la vida del ya juzgado y sentenciado. Al efecto,

indujeron a que encabezase la petición un capitán de la segunda

compañía de cazadores de la Milicia, herido la noche del 7, y próxi

mo a morir, como en efecto murió; hombre muy querido del pueblo

y que en diferentes ocasiones se había portado con gran valor y

patriotismo. Firmó el perdón en la agonía, y aprovechando esta

generosidad salieron recogiendo firmas el Conde de las Navas,

González Bravo y otros patriotas de aquella época. El pueblo estaba

irritado contra los jefes insurrectos, porque habiéndose descubierto

por las declaraciones el horrible plan que debían ejecutar si la

Guardia Real hubiese secundado, cual era apoderse un batallón

de cada plaza donde la Milicia tenía por orden, en caso de alarma,

que reunirse, y como cada ciudadano, aislado, llegaría al punto

citado, debían ser desarmados y fusilados los que se resistiesen;

plan horroroso, que hubiera costado la vida a miles de padres defamilia que, en cumplimiento de su deber, iban a ser víctimas de

unos cuantos ambiciosos.

Como el pueblo estaba ya cansado de ver que jamás se había

castigado a los magnates que delinquían, al paso que cuando man

daban los moderados ametrallaban al pueblo sin compasión, que

ría que también llegase la justicia a los encumbrados, y si bien

sentía que hubiese servido el ejemplo en un general tan querido

como León, no quería dejar sin castigo aquella insurrección. Así,

pues,

  reuniéndose grandes grupos en la Puerta del Sol, donde se

estaban recolectando firmas, agarró los pliegos ya firmados y fue

ron quemados, gritando que si Espartero quería perdonar a León,

él (Espartera) sería arrastrado por las calles de Madrid.

Con esta actitud del pueblo, ofendido con justicia, Espartero,

con lágrimas en los ojos, puso la fatal firma de muerte, con lo que

tranquilizó a los ciudadanos y evitó más desastres que, indudable

mente, hubieran venido sobre la población, y tal vez su vida hubiera

corrido peligro.

Fueron fusilados en Madrid el general León, el brigadier Fulgo-

sio,  el brigadier Roca, el capitán Boria y otros.

En Aragón, tomado preso Borso di Carminati, fué fusilado.

En las Provincias Vascongadas, donde el general Zurbano esta-

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Memorias  de Benito  Hortelano

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ba encargado de perseguir a los insurrectos, tomó al titulado regen

te provisional Montes de Oca y lo fusiló en Vitoria.

O'Donnell se fugó a Francia, abandonando la ciudadela de Pam

plona.

Así terminó la célebre insurrección de octubre de

  1841,

 volviendo

la nación a su estado normal, no por mucho tiempo, desgraciada

mente.

A consecuencia de haber dejado desguarnecida de tropas la

popular Barcelona, bajo palabra de no alterar el orden, los insti

gadores de Cristina encontraron medio de excitar los ánimos de

los catalanes en 1842, so pretexto de que Espartero apoyaba los

intereses ingleses contra las fábricas catalanas. El pueblo se rebeló,

destruyó la ciudadela, derribó murallas y cometió toda clase de

desórdenes, por lo que, no oyendo las palabras paternales de Es

partero, tuvo éste que ordenar el bombardeo de la ciudad desde el

castillo de Monjuich, y hasta hubo necesidad de que él en persona

fuese a restablecer el orden.

Voy a hacer notar una circunstancia respecto a los catalanes.

Estos tienen la pretensión de ser los más demócratas de España;

sin embargo, es el pueblo que menos ha hecho por la libertad, pues

cuando ésta se les ha dado por los esfuerzos de las demás provin

cias,  han abusado de ella, y so pretexto de tiranía, en medio de la

libertad más amplia, han sido el origen para que se afirme y triunfe

el despotismo. Muchos ejemplos podría citar en apoyo de esto que

dejo sentado. (Aunque digo el pueblo catalán, no es el pueblo, sino

los opulentos fabricantes los que abusan, engañando a los traba

jadores.)

Al empezar el año 43 todo se presentaba de una manera obscu

ra; amenazadora era la situación. El oro de Cristina empezó a

correr a manos llenas; no importaban nada los principios que

representaban los individuos a quienes se daba; lo que se quería

era que aceptasen el oro para hacer la oposición al Gobierno de

Espartero.

Así se vio con escándalo amalgamados para derribar la Regen

cia a carlistas y republicanos, retrógados y progresistas, formando

una Liga, que se llamó  coalición,  a la que legalmente era imposible

deshacer.

Pronto la Prensa de todos colores y de todas las provincias,

cada cual en diferente tono y bandera, pero en el fondo convenci-

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g6  Memorias  áe Benito  Hortelano

das,  se desató en improperios contra el Regente y sus ministros,

inventando motivos para desacreditarlos, invitando a la revolución.

Al propio tiempo que la Prensa tan cruda guerra hacía, los

agentes de Cristina introducían la desmoralización en el ejército,

ganando a su devoción la mayor parte de los jefes.

El momento supremo llegó con la apertura de las Cortes, aque

llas Cortes borrascosas, donde las pasiones no dejaban paso a la

fría y sana razón.

Dos personajes célebres en la historia parlamentaria y política

de la nación eran los jefes que debían dar la cara de frente en la

oposición. Estos dos oradores eran D. Joaquín María López y don

Salustiano Olózaga. Estos dos tribunos del pueblo, que con su elo

cuente palabra arrastraban las masas adonde querían conducirlas,

eran los oráculos del partido liberal.

La ambición de estos oradores les condujo a cometer un delito

de lesa patria, suicidando la libertad española, siendo ellos instru

mentos viles de que se valió Cristina para consumar el crimen,

sacrificando a ellos después, lo que fué bien merecido.

El célebre grito dado por Olózaga de «Dios salve al país, Dios

salve a la Reina", en momentos de una borrascosa sesión, última

que aquellas Cortes tuvieron, fué repetido por toda la nación y

sirvió de bandera para la insurrección.

Al salir los ministros de aquella sesión fueron apedreados por

el pueblo, silbados y befados.

Creyendo Espartero evitar la tormenta que ya estaba encima,

llamó a D. Joaquín María López para que formase nuevo Minis

terio de entre los mismos hombres de la oposición. López admitió;

pero tales fueron las condiciones que impuso al Regente, que éste

no pudo admitirlas sin haberse humillado, por lo que López hizo

renuncia del Ministerio a los pocos días.

Los diputados de la oposición, que ya tenían todo preparado

por los agentes de Cristina, salieron para sus respectivas provin

cias,  con la tea de la discordia en la mano, incitando a la rebelión.

Sevilla fué la primera ciudad que se declaró en rebeldía, ponién

dose a la cabeza el general Figueras. Valencia siguió después, en la

que desembarcó el general D. Ramón María Narváez, poniéndose

al frente de la revolución, representando a Cristina.

No se hizo esperar Barcelona, que siempre está dispuesta a

insurrecciones contra la libertad, y en ella apareció el general

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Memorias  de Benito  Hortelano

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Serrano titulándose ministro nacional. Otras muchas provincias,

con sus guarniciones, desobedecieron al Gobierno de Espartero.

Tres capitales hay en España donde jamás el despotismo ha

encontrado prosélitos y las que han tenido siempre el buen sentido

de no dejarse engañar por los falsos patriotas. Madrid, Zaragoza

y Cádiz son las tres ciudades libres por excelencia, y ellas fueron

las únicas que resistieron al movimiento reaccionario.

En este estado de anarquía, difícil de explicar, salió Espartero

de Madrid, a últimos de junio, dirigiéndose a Valencia con un fuerte

ejército. Ignoro hasta ahora la causa que indujo al Regente a

demorarse en Albacete más de quince días; durante este tiempo

perdido, el general Azpiroz, que se había pronunciado en Castilla,

se aproximó a la corte, hostilizándola. A los pocos días también

cayó sobre Madrid el general Narváez, con una fuerza de 7.000

hombres, el que, unido con Azpiroz,, pusieron sitio a la capital.

A la aproximación de Azpiroz la Milicia Nacional se puso sobre

las armas, distribuyéndose los batallones en las arpilleras de todo

el circuito, preparando la defensa interior con barricadas y otras

obras.  A mi batallón le tocó la montaña del" Príncipe Pío, y a mi

compañía, como cazadores, el punto avanzado de San Antonio de

la Florida. Dieciocho días duró el sitio; diferentes ataques dieron

los sitiadores, pero siempre fueron rechazados con mucha pérdida;

también la hubo por parte nuestra, sucumbiendo muchos padres de

familia.

Cuando más estrechado tenían el sitio los de Narváez, se apro

ximaban los generales Seoane y Zurbano, con un ejército de 28.000

hombres, que venían en auxilio de la capital.

Con 7.000 hombres salió Narváez a oponerse a tan numeroso

ejército, dejando a retaguardia una plaza que encerraba 40.000

combatientes. Imprudencia parecía la de Narváez, mirada militar

mente; pero él contaba con la seguridad de que los jefes de Seoane

estaban preparados y de acuerdo con la insurrección.

A  tres leguas de Madrid hay un pueblo que desde aquella época

se ha hecho célebre; su nombre es Torrejón de Ardoz, en cuyos

campos se dio el escándalo más inaudito, aunque muy común en

'as guerras civiles.

Narváez presentó su ejército en orden de batalla; Seoane dis

puso el suyo, apoyado por 28 piezas de artillería y

 5.000

 caballos.

Aun está entre la obscuridad de la historia lo que sucedió: quiénes

fueron traidores y quiénes fieles; ello es que al romper el fuego la

6

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82 Memorias  de Benito  Hortelano

línea de Seoane, los de Narváez, arma al brazo, con lazos blancos

en el brazo izquierdo, se mezclaron entre las filas con trarias, y en

vez de ofender se abrazaban jefes y soldados al grito de «¡Viva

la Reina, viva la Constitución ". Los soldados de Seoane creían

que se les habían pasado los de Narváez, y los de éste estaban

bien seguros que los pasados, sin saberlo, eran los de Seoane.

Ello es que el general Zurbano, hombre enérgico, valiente e incapaz

de entrar en intrigas ni de faltar al Regente, ^1 ver aquella escena

y que sus jefes y oficiales confraternizaban con el enemigo, se

apercibió de la traición, arrojando la faja, y en un exceso de locura,

estuvo para suicidarse, y picando espuela a su caballo partió de

aquel campo de ignominia, solo, desesperado y sin saber explicarse

lo que había ocurrido.

El general en jefe, Seoane, capituló con Narváez y ofició a   Ma

drid, incluyendo la capitulación. No se hubiese creído si algunos

escuadrones de la Milicia, que habían salido a pisar la retaguardia

de Narváez, no hubiesen llegado al campo de la catástrofe cuando

acababa el drama, y ellos fueron los que no dejaron duda al pue

blo madrileño de la verdad de lo ocurrido y de la inutilidad de

resistirse más. Capituló con Narváez, el cual se comprometió a

conservar armada la Milicia y a que las cosas quedasen en el mis

mo estado que se hallaban, hasta que el Regente dispusiese.

Pero Narváez, que había engañado al ejército de Seoane, no

debía hacer menos con el pueblo de Madrid. Las tropas amigas y

enemigas entraron en la capital, después de haberse retirado la

Milicia Nacional a sus casas, fiada en el sagrado de la capitulación;

pero apenas posesionados de Madrid los enemigos, y las tribus,

que otro nombre no merecen, que capitaneaba Prim, compuestas

de voluntarios catalanes y gente perdida, sacada de los presidios

y de lo más soez que tiene Cataluña, tomado todos los puntos

estratégicos, colocado en las principales calles la innumerable ar

tillería que traían y la que teníamos los sitiados, dio un bando

Narváez, por el cual, bajo pena de la vida, ordenaba el desarme

de la Milicia Nacional, para cuya operación concedía dos horas

de término.

No se puede negar que Narváez es hombre político y de esos

generales que comprenden lo que importa un golpe osado y de sor

presa. El faltaba al tratado a las doce horas de firmado; pero sabía

bien que los ciudadanos de la Milicia, cansados de la continua fati

ga de dieciocho días sin descansar, estarían en sus casas, y no

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Memorias  de Benito Hortelano  83

dándoles tiempo para reunirse ni ponerse de acuerdo, era imposible

pudiesen resistir, máxime con las medidas tomadas, con unos 45.000

hombres tendidos en las calles, la artillería amenazando con mecha

encendida las principales calles e inmensas patrullas de caballería

recorriendo la población.

La Milicia se dejó desarmar. Tras el bando de desarme se pu

blicó otro obligando a entregar toda clase de armas que cualquier

vecino tuviese, bajo pena de la vida. Un tercer bando prohibiendo

la reunión de más de dos personas, también con pena de la vida.

Con tales medidas, tomadas en el corto espacio de veinticuatro

horas,

  quedó aterrorizada la población, y Narváez convertido en

dictador absoluto, sobreponiéndose a todos los demás generales

de la revolución, a los hombres políticos que la habían hecho, y de

un triste mariscal de campo sin prestigio, sin servicios, emigrado

hacía siete años, su audacia y energía le colocaron en la posición

que después la nación ha visto. Él dominó amigos y enemigos, se im

puso a las Cortes y al trono y gobernó y fué arbitro de la nación

cinco años seguidos, con pocos intervalos; poder raro en España,

donde tan difícil es posesionarse del Poder por muchos meses, por

más talento, audacia e intrepidez que tengan los ambiciosos. Sea

que el trono los haga descender por un golpe de Estado, sea que

el pueblo se subleve o que se descuide en las elecciones al Poder,

ello es que ninguno ha podido sostenerse más que Narváez, pues

aunque algunos ministros han logrado ocupar el puesto el mismo

tiempo o más, han sido entidades secundarias, no de esas que dan

fisonomía a una época política.

Durante el asedio de Madrid presté servicios importantes en

las descubiertas que al salir el sol hacía con mi compañía por la

ribera del Manzanares, hasta que, desarmado para no volver más

a tomar el fusil, sufrí la humillación que todos mis compañeros con

migo sufrieron, empezando desde entonces las innumerables con

juraciones en que tomé parte para vengar la afrenta que Narváez

nos había inferido y recuperar la libertad que por aquella revolu

ción perdió España.

El Regente se había dirigido a Sevilla durante estas escenas.

Aquella ciudad se resistía al sitio que el Duque la había puesto;

no queriéndose rendir, se vio precisado a bombardearla por espa

cio de cinco días. En esta operación estaba cuando parte del ejér

cito se le insurreccionó al Regente al aproximarse el general Con

cha con el ejército que había sublevado en las provincias de Gra-

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Memorias  de Benito  Hortelano

nada, M álaga y Córdoba; Espartero levantó el sitio de Sevilla y

dirigióse a Cádiz, que se mantenía fiel, para, desde allí, como plaza

intomable, dictar las órdenes a la nación como Gobierno legal y

reunir las Cortes, como se había hecho durante la guerra con Napo

león; pero no tuvo tiempo. El general Concha (D. Manuel), a quien

Espartero había librado del patíbulo en la insurrección del 7 de

octubre, con una fuerte división le iba al alcance, viéndose obliga

do a refugiarse en un buque inglés en el Puerto de Santa María,

desde donde extendió una protesta declarando "que, no habiendo

terminado el plazo por que fui nombrado Regente del reino durante

la menor edad de Isabel II, se había visto obligado a refugiarse en

un buque extranjero por haberle abandonado las tropas nacionales".

De esta manera concluyó la Regencia de D. Baldomero Espar

tero,

  Duque de la Victoria y de Morella, el ídolo del pueblo espa

ñol,

  el hombre honrado, el guerrero insigne, el pacificador de Es

paña, el que había salvado el trono constitucional de Isabel II y

el magistrado que: no se separó de la letra y espíritu de la ley en

lo más mínimo, pudiendo haber conjurado la tormenta con sólo

haber cerrado el libro de la Constitución por quince días; pero pre

firió su caída a faltar a su juramento.

Triunfante la revolución por los medios que dejo explicados,

quedaba la gran cuestión, la cuestión capital, la de quién había de

dominar, la de qué partido era el vencedor. El partido progresista,

o una gran parte de él, era el que había materialmente triunfado;

pero el oro que se había precisado para aquella revolución era de

Cristina, y la iniciativa y trabajos preparatorios, de los moderados,

que, aunque partido apenas conocido por su número material, era

el de los hombres de más influencia por su dinero y posición social.

No era prudente, pues, que de lleno se apoderase de la situación

el partido moderado, pues aun estaba armada la Milicia Nacional

de todas las provincias que se habían rebelado contra la Regencia

de Espartero, y también muchos jefes y oficiales y casi todo el

ejército se habían pronunciado de buena fe, engañados con que

Espartero tiranizaba la nación y que era necesario derrocarle para

conseguir más libertad.

Se formó un Ministerio progresista de los principales caudillos

de la coalición; pero el poder militar se lo reservó Narváez, el alma

de la reacción combinada y que más tarde debía arrojar la máscara.

El nuevo Ministerio era presidido por el célebre tribuno D. Sa-

lustiano Olózaga, con lo que, a pesar del desengaño que iban tocan-

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Memorias  de Benito  Hortelano  85

do los liberales que se habían dejado embaucar, se calmaban las

sospechas.

El nuevo Ministerio reunió Cortes Constituyentes, que habían de

anticipar la mayoridad de la Reina para evitar nueva Regencia,

pues,

  no faltando más que un año, temieron los moderados y la

misma Cristina el volver a hacerse cargo de ella después que la

había renunciado.

Bien heterogéneas fueron aquellas Cortes, pues, nombradas en

momentos en que todos los partidos creían les pertenecía el triun

fo,  los diputados venían con pretensiones más o menos exageradas,

siendo el menor número el de los progresistas, porque también el

oro de los moderadlos corrió en abundancia para ganar el mayor

número de diputados.

En todo el tiempo transcurrido desde la caída de Espartero hasta

ia reunión de las Cortes, ya con un pretexto, ya con otro, fueron

cambiando los capitanes generales de las provincias, poniendo adic

tos a la causa de Cristina. Los jefes y oficiales que no inspiraban

confianza a los retrógados fueron, con diferentes pretextos, separa

dos unos y cambiados de regimiento otros. Los soldados viejos

fueron licenciados. Así quedaba insensiblemente cambiada la faz

de la fuerza que podía presentar obstáculos materiales. Se creó

una Policía secreta numerosísima y audaz que, so pretexto de su

puestas conspiraciones, iba encarcelando y deportando a los hom

bres influyentes del partido esparterista y muchos de los coalicio

nistas liberales.

Barcelona, la ciudad de los motines sin resultado bueno para

la causa de la libertad, la que se había pronunciado de las prime

ras contra Espartero y formado aquellas hordas que Prim llevó, a

Madrid, comprendió, quizá por la primera vez con justicia, que las

cosas no marchaban como se había ofrecido al derrocar a Espar

tero y, apoyándose en un manifiesto que dio el general Serrano

cuando se titulaba ministro universal y desembarcó en Barcelona,

por cuyo manifiesto se ofrecía la reunión de una Junta Central que

asumiría la autonomía de la nación, levantó nuevamente el pendón

de la rebeldía contra el nuevo Gobierno, pidiendo se cumpliese la

promesa die Serrano y se nombrase la Junta Central en vez de las

Cortes especiales.

Heroica fué la defensa que por cuatro meses hizo la capital del

Principado, pero inútiles y perjudiciales sus consecuencias, pues

con la rendición que por fuerza hizo la ciudad a los generales Prim

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Memorias  de Benito  Hortelano

y otros comprendió el partido retrógrado que era fuerte, que ya

no había que temer a ninguna otra ciudad que se sublevase cuando

Barcelona había sucumbido. Prim, el demócrata, el paladín de la

democracia catalana, con otros patriotas catalanes también, como

el entonces ministro de Hacienda Domènech, fueron los apóstatas

que vendieron al partido liberal.

Ya los reaccionarios daban la cara de frente; ya no se oculta

ban en burlarse de los progresistas de la coalición, y día más, día

menos, el golpe decisivo de acabar con la libertad estaba dis

puesto.

El presidente del Ministerio, Olózaga, se apercibió de la trama;

quiso prevenirla, pero sufrió la pena del Talión, pues sus mismos

compañeros de Ministerio, aquellos que más confianza le inspiraban,

como Domènech, por ser de la fracción progresista-coalicionista, le

vendieron. i

Viendo el peligro inminente que la situación corría, que el Po

der iba a manos de la reacción, llamó precipitadamente a sus ami

gos de coalición y a los que se habían mantenido fieles a Espartero,

les demostró la situación y la necesidad que había de que todos le

ayudasen. Al efecto, tomó las medidas más a propósito que podían

salvarle, cuales fueron extender un decreto llamando a la disuelta

Milicia Nacional para su reorganización. Para que los reacciona

rios no se apercibiesen de este golpe, y calculando que al someter

el decreto al Consejo de ministros encontraría oposición, de ante

mano había autorizado al Ayuntamiento para que al día siguiente

fuesen entregadas las armas a los milicianos con la misma organi

zación en que estaban cuando el desarme.

Pronto corrió esta nueva de boca en boca sin necesidad que el

Gobierno la publicase, y a las diez de la mañana todos los ciuda

danos que habíamos pertenecido a la Milicia nos apresuramos a

acudir a los puntos donde debían ser entregadas las armas, an

siosos de empuñarlas para reivindicar los derechos que nos habían

arrebatado tan ignominiosamente.

El partido reaccionario, en tanto, se preparaba para dar el

golpe meditado, y que las circunstancias le obligaban a adelantar.

Impuesto de las medidas de Olózaga por los mismos compañeros

de Ministerio, el de la Guerra, que estaba en el plan de la reac

ción, ordenó al capitán general de Madrid que con todas las fuer

zas de que pudiese disponer, después de guarnecidos los puntos es

tratégicos, deshiciese los grupos numerosos de ciudadanos reuni-

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Memorias  de Benito  Hortelano

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dos para tomar las armas y que los ametrallase si no obedecían a

la primera invitación.

Por desgracia para d pueblo y fortuna para la reacción, los

encargados de distribuir las armas estaban vendidos a los reaccio

narios y con fútiles pretextos no las habían entregado, dando tiem

po al golpe decisivo que aquel día debía tener lugar.

Salen las numerosas tropas divididas por divisiones, recorrien

do los barrios más concurridos de la capital; llegan a la plazuela

del Ayuntamiento, donde un numeroso pueblo esperaba con ansia

las armas; intima que se retiren; el pueblo contesta que ha sido

llamado allí por el Ayuntamiento y sus jefes, y en el momento las

descargas a quemarropa introducen la confusión en los paisanos;

algunos quieren resistir, se abalanzan a los fusiles; pero nuevas

descargas les hacen retroceder. La dispersión fué general; el con

flicto, espantoso. Los escuadrones de caballería persiguen al pue

blo indefenso, dándole horrorosas cargas; unos se refugian en las

tiendas; otros, en los zaguanes; gran número, en el café de las

Platerías, lleno 'de señoras a la sazón, y allí se ceban aquellos bár

baros soldados de la nueva tiranía haciendo descargas desde la

puerta al interior.

Los diputados acuden inmediatamente al Palacio de sesiones a

protestar contra aquellos atropellos; Olózaga, como presidente del

Consejo de ministros, acude a pedir el auxilio de los diputados

contra tamaña carnicería; pero cuando él estaba dirigiendo la pala

bra, se presenta el demócrata González Bravo, de gran uniforme

de ministro, con lo que quedan todos asombrados. Sube a la tribu

na y lee un decreto de la Reina por el cual destituía al Ministerio

y nombraba para formar uno nuevo al mismo González Bravo con

la cartera de Presidencia. Acto continuo leyó otro decreto cerrando

las Cortes.

En tan pocas horas la reacción quedó dueña de la situación,

que debía durar diez años, hasta el 54, en que el pueblo, cansado,

se lanzó a las calles y dio por tierra con el poder que la reacción

retrógada había creado por los medios que dejo descritos.

Olózaga salió de las Cortes comprendiendo lo crítico de las

circunstancias, temiendo, y no sin fundamento, que sobre él habían

de descargar todas las iras los nuevos gobernantes.

No se hicieron esperar mucho; en el mismo día se buscó a Oló

zaga para prenderlo y formarle causa; pero éste se había escon

dido,

  logrando a los pocos días internarse en Portugal.

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  Memorias  de Benito  Hortelano

Don Joaquín María López, D. Pascual Madoz y otros muchos

corifeos del partido progresista de la coalición, que tan villanamen

te habían vendido a Espartero y al pueblo libre de Madrid, fueron

presos y encausados. En las provincias se tomaron las mismas dis

posiciones, encarcelando y desterrando a los más entusiastas coa

licionistas.

Aquel González Bravo, el patriota, el tribuno de café, el que

llamó prostituta a Cristina, el que decía debía acabarse con los

tiranos, con los tronos y la nobleza, fué el azote del partido liberal,

el perseguidor y exterminador de la Prensa y de la Milicia ciuda

dana, por las que él se había elevado.

Las primeras disposiciones fueron declarar la nación en estado

d¡e sitio, desarme de toda la Milicia del reino, abolición de la liber

tad de imprenta y creación de una nueva, despótica, restrictiva y

humillante para ella.

Aquí empezó la nueva época reaccionaria, y desde esta época

empecé yo a ser algo visible en el mundo, como se verá por el capí

tulo siguiente.

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IX

Primeros años de mi matrimonio. Nacimiento de mi hija Marianita.

Origen de la publicación de la Historia de Espartero . Asocia-

ción y revolución de los impresores. Se forma la Sociedad Tipo-

gráfica de Operarios, de la que fui socio. Compro imprenta.

Publicaciones que emprendí. Socios que tuve. Apogeo de mi

imprenta. Decadencia, por efecto de las denuncias sobre las

publicaciones que hice. Persecuciones que sufrí. Abusos que

cometieron los que protegí. Sucesos políticos desde el 44 al 49.

Mi viaje a Francia. Movimiento y adelantos que me deben

las letras.

Era el año 42, 5 de enero, cuando contraje matrimonio, como

dejo dicho en otro lugar. A consecuencia de haber quebrado mi

primitivo maestro, D. Salvador Albert, había comprado la impren

ta D. Aniceto de Alvaro y cambiado el nombre de El Castellano  por

el de El Popular,  el periódico de aquél.

A pesar de trab ajar en aquella época como oficial, ganaba m e

nos que cuando dos años antes era aprendiz: 14 reales ganaba en

tonces; 16 había ganado antes; así es que, a pesar -de haber sido

la imprenta donde más tiempo había estado, no vacilé en pasarme a

la de  El Espectador,  con 18 reales de sueldo. Este periódico era

sostenido por el Regente y en el que se pagaba mejor sueldo.

Habían llegado a tal decadencia los impresores, por el abuso

que los periodistas que habían comprado imprentas introdujeron,

que, temiendo los operarios bajar al nivel de los demás oficios, se

citó a una reunión con objeto de formar una Sociedad de socorros.

Como 2.000 impresores nos reunimos en el altillo de San Blas

al aire libre, y allí se peroró, se juró y, por último, se organizó la

Sociedad Tipográfica, comprometiéndose sus miembros a no traba-

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Memorias  de Benito  Hortelano

jar por menor precio que los que allí se discutieron y aprobaron,

que eran 24 reales diarios los que trabajasen a sueldo y tanto por

pliego, según el tipo en las obras, o, si el trabajo se hacía por milla

res de letras, sistema recientemente establecido, a dos reales y me

dio y tres, según el tipo.

Como era consiguiente, los dueños de imprenta no accedieron a

la reforma de sueldos, y de aquí vino la escisión entre operarios y

propietarios. Los cabezas de la revolución lanzaban anatemas con

tra los operarios que cediesen a los patronos, prometiendo apalear

los,  como sucedió a los que faltaron al juramento.

Para auxiliar a los más necesitados se estableció un fondo con

dos reales vellón semanales que cada operario debía contribuir, con

lo que se reunió en poco tiempo una buena cantidad.

Un mes estuvieron cerradas las imprentas; no hubo diarios;

pero como esta situación no podía prolongarse por unos ni otros,

vinieron las transacciones. Los periodistas se reunieron en la im

prenta de

 El Eco del Comercio,

  adonde citaron a los representantes

de la tipografía, haciéndoles algunas concesiones, prometiendo su

bir el sueldo a 20 reales vellón. Los representantes operarios no

accedieron, y las hostilidades se rompieron de nuevo, pero en per

juicio de los impresores. Los periodistas se dirigieron a las provin

cias pidiendo operarios, y como en aquéllas había muchos que no

ganaban la mitad de lo que se les proponía, cayó sobre Madrid

tal plaga de cajistas y prensistas, que bien pronto tuvimos que

ceder los más débiles a los fuertes; sin embargo, algo se ganó: que

daron los sueldos establecidos en 18 y 20 reales.

De esta sublevación cajística surgió la Asociación que más tar

de se llevó a feliz éxito, comprando una imprenta con los ahorros

que semanalmente se depositaban, llegando a fundar un estableci

miento que hace honor a la tipografía.

Un gran establecimiento tipográfico acababa de abrirse, siendo

regente de él mi antiguo amigo Saavedra, el que me llamó a su lado

con un buen sueldo y muchas consideraciones por parte de sus due

ños. Eran éstos los señores D. Domingo Vila y D. Juan Manini, que

habían llegado de Barcelona a Madrid con objeto de buscar em

pleo u ocupación en la capital, refugio de todo ambicioso y hom

bre intrépido, que encuentran ancho campo para miles de especu

laciones.

Estos dos sujetos, con quienes después tuve estrecha amistad y

más tarde me jugaron una mala partida, se encontraban en la corte

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Memorias de Benito Hortelano

91

sin recursos ni de donde sacarlos; pero ambos eran hombres de

empresa, proyectistas incansables y, por fin, dieron con el filón.

Se les ocurrió hacer una publicación con el título de

 Panorama

Español,

  en el que describían todos los hechos de armas de la gue

rra civil; era una historia contemporánea, con la circunstancia feliz

que se les ocurrió de ilustrarla con grabados en madera y acero.

Como era la primera publicación que de este género se hacía, el

público la acogió con numerosa subscripción, a pesar de ser a un

precio subido cada entrega.

Estos dos hombres, hambrientos poco antes, sin tener quien les

fiara una peseta, se encuentran con que el

  Panorama

  es una mina

que producía la plata acuñada. El lujo que desde aquel momento

desplegaron, el gran establecimiento tipográfico que plantearon, los

banquetes que daban y desparramo de oro que hacían, pronto les

atrajeron amigos de la más alta posición, y fué aquel estableci

miento el núcleo de la literatura y reunión de los hombres de letras

y artes. En honor de la verdad, si derrocharon desmedidamente, la

literatura y las artes les deben muchos beneficios, pues ellos dieron

el impulso que más tarde proseguí yo y después otros.

Perfectamente lo pasaba yo en esta casa: buen sueldo, pocas

horas de trabajo y con todas atenciones tratado, pues allí reunió

Saavedra los operarios más  decentes  que había en Madrid, y esta

circunstancia hacía también que alternásemos con la selecta reunión

de aquella casa, no desmereciendo ni en nuestro proceder ni cos

tumbres el que los primeros literatos y otros personajes políticos

nos dispensasen su amistad. Allí conocí e hice amistad con Viller-

gas,

  Príncipe, Satorres, Ribot, Aiguals de Izco, Diana, D. Pedro

Mata, célebre por sus producciones científicas y literarias, médico

afamado, y otros muchos de segundo orden y que después han figu-'

rado. También a los más inteligentes compositores de música cono-  <

cí allí, entre ellos Espín, Fuertes, Valderrosa, Iradier, etc.

Dos años iban transcurridos de tan buena vida y trabajo tan a

mi satisfacción en esta casa cuando se presentó en quiebra.

Durante estos dos años, primeros también de mi matrimonio, lopasaba desahogadamente, alcanzándome el sueldo para vivir con

bastante comodidad y con todos los placeres que son consiguientes

en un matrimonio joven que se quieren ambos, que la esposa pro

cura adivinar los pensamientos del esposo y, en fin, disfrutando de

diversiones y de cuanto apetecíamos con arreglo a nuestra clase.

Es la época de mi vida, desde que me casé hasta hoy, que he teni-

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9¿

Memorias  de Benito Hortelano

do más feliz, con menos disgustos, sin pensar en negocios, sin am

bición de riquezas, sin saber lo que eran letras, pagarés, compro

misos, sábados apurados, humillaciones ante los poderosos y mil

otras cosas a que el hombre se ve obligado cuando entra en las

especulaciones y negocios de cualquier clase. La vida del artesano

con poca familia y con salud es envidiable; es la vida positiva, de

tranquilidad, sin agitaciones. El artesano desea el domingo como

el niño de escuela la hora de salir a la calle; no piensa en otra

cosa; todos sus negocios están reducidos a cobrar su sueldo, sepa

rar lo necesario para la semana inmediata, un pequeño ahorro para

un caso de enfermedad o falta de trabajo y lo demás lo distribuye

el domingo en teatro, baile u otras diversiones, no careciendo de

nada, porque como no conoce otros objetos fuera de su esfera, y

aunque los conozca, no los desea ni echa de menos en sus goces

arreglados a sus costumbres. Lo mismo digo del labrador y otras

clases del pueblo; pero no así de los empleados del Gobierno. Estos

tienen que vestir con cierta decencia, presentarse en sociedad con

lujo;  sus mujeres e hijos también han de vestir en consonancia, y

como rotan en una atmósfera cercana a la opulencia, con los placeres a la vista, alternando con los altos empleados, los pobres ofi

cinistas que no logran elevarse a los primeros destinos son los entes

más desgraciados de la sociedad. El insignificante sueldo de que

gozan no guarda proporción con las necesidades que son indispen

sables sostener, so pena de aparecer como indignos del empleo y

clase que ocupan en la sociedad, que es tan exigente que no tiene

consideración a las circunstancias que concurren en los empleados

de segundo, tercero y cuarto orden. Y no es sólo la estrechez en

que ha de vivir el empleado: hay otra causa por la cual le hacen

más desgraciado: el empleado tiene que vivir humillado toda la

vida; jamás es independiente; día a día tiene que estar con el som

brero en la mano, haciendo reverencias, humillaciones a sus supe

riores, porque cada cual en su escala tiene superior en las oficinas,

y hasta el jefe de ella, que en su despacho es un déspota, un pe

queño tiranuelo, ante el ministro es un reptil inmundo, adulador

miserable, que debe tener la sonrisa en los labios cuando está ante

el superior y aprobar cuanto éste diga o disponga, aunque sea un

disparate.

Lo mismo que dejo sentado de los empleados es aplicable a la

clase militar.

Yo he venido a sacar una consecuencia al observar de la mane-

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Memorias  de Benito  Hortelano

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ra altanera y despreciativa con que los empleados, por ínfimos que

sean, tratan al pueblo cuando algún individuo ha de acudir a las

oficinas sobre algún asunto; y es que como ellos están acostum

brados a la humillación y al respeto con que se presentan ante sus

superiores, cuando un ciudadano se presenta ante ellos en la ofici

na se creen a su vez superiores al ciudadano en aquel momento, y

esta, sin duda, es la causa del orgullo de los tinterillos.

El comerciante, el artesano y demás clases del pueblo no sufren

estas humillaciones, porque su modo de ser es más independiente;

porque el comerciante, aunque depende de todos, no está obligado

a nadie, y el artesano vende su trabajo por un jornal, y tanto el

patrón como el operario, cuando no les conviene, se despiden mu

tuamente, sin quedar ningún compromiso entre ambas partes.

A consecuencia de la quiebra de Manini, pues Vila se había se

parado, quedé sin trabajo unas cuantas semanas, y además en la

quiebra se me debían sueldos, unos 60 duros, cantidad muy fuerte

para un artesano que empieza a economizar y que tiene obliga

ciones.

En estas circunstancias entré a trabajar en la imprenta de don

Tomás Aguado, antiguo impresor de los conventos, en cuya casa

se observan todas las reglas antiguas de la tipografía, siendo la

imprenta de donde salen más correctas y limpias las impresiones.

Había llegado a la sazón a Madrid el célebre escritor filósofo

moderno, lumbrera de la sana filosofía, D. Jaime Balmes, conocido

entonces por la obra primera que había dado a luz y en la que de

mostró el sublime talento que todos le reconocen:

 El criterio.

 Pron

to los principales personajes de la antigua aristocracia, el alto clero

y dignidades le dieron su protección. No fué vana ésta, pues, crean

do el periódico  El Pensamiento de la Nación,  asombró al mundo

con sus escritos políticos.

Este periódico fué el trabajo que se me confió. Como por la ley

de Imprenta dada por González Bravo, además de otros muchos

requisitos, para publicar diarios se requería hacer en el Banco un

depósito de

  seis mil duros,

  el Duque de Veragua los puso a disposición de Balmes. Se necesitaba un editor responsable, y se me

propuso el serlo; pero como por las leyes anteriores este cargo es

taba tan desacreditado, no quise aceptar y nombraron otro.

Como encargado del periódico, tuve que ponerme de acuerdo

con D. Jaime Balmes, al que enseñé el modo de hacer las correccio

nes en las pruebas y no tuve poca paciencia para corregir lo mu-

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Memorias  de Benito  Hortelano

cho que enmendaba y comprender la menudita letra que entonces

hacía. Tenía por costumbre escribir en medios pliegos y por am

bos lados, lo que le hice variar por ser un entorpecimiento para el

cajista. Me leía los artículos antes de dármelos para la imprenta;

me preguntaba o tomaba mi parecer, como si yo hubiese entonces

podido juzgar ni con mediano acierto de un trabajo que habría de

ser, en viendo la luz pública, una lumbrera abierta a la filosofía y

al buen gusto literario. Yo, como es consiguiente, le aplaudía todo

cuanto me leía, y él quedaba contento; sin duda sería por mi pa

ciencia y las atenciones que empecé a guardarle, llevándole perso

nalmente las pruebas y yendo a buscar los originales desde que

comprendí el talento sobresaliente de aquel hombre.

Era de estatura regular, delgado, trigueño, pálido, cara enjuta,

ojos negros y grandes, frente despejada, pausado en el hablar, d¡e

pocas palabras, voz débil, algo de acento catalán cuando hablaba

seguido; de no, apenas se le notaba. Vivía en aquella época en las

casas conocidas por de Santa Catalina, en la fachada que da frente

a la estatua de Cervantes, en el piso tercero de la derecha. Su habi

tación estaba amueblada decentemente; bastantes libros en desor

den y una colección de cuadros de bastante mérito.

Con los escritos políticos que publicó en   El Pensamiento de la

Nación,  pronto el nombre de Balmes se hizo popular y aun univer

sal.

  Después publicó la

 Filosofía

 elemental,  el

 Protestantismo com

parado con el catolicismo,  y otras. Los filósofos de la época le han

reconocido como el primer filósofo católico-moral. Murió Balmes en

su pueblo nata l, Vich, en el Principado de Cataluña, el año 51 , a

la edad de treinta y siete años.

De la S'ociedad Tipográfica que se formó, como dejo dicho, fui

socio con cuatro acciones de las 100 de que contaba la empresa,

a 25 duros cada una. Treinta y siete individuos formamos la So

ciedad de Operarios, entre los que nos distribuímos las cien accio

nes,  pagadas a razón de cinco reales vellón semanales. La mitad

del capital teníamos entregada cuando ya se dio principio a los

trabajos con una magnífica imprenta tomada a plazos en París.

Las primeras impresiones que se emprendieron fueron los tra

bajos de la Municipalidad, que por contrata habíamos tomado; y

tan buen resultado dio esta empresa, que, además de haber pro

porcionado trabajo seguido a todos los socios, en el primer año se

repartió el 75 por 100 de utilidad, además de los muchos materia

les que se compraron con las ganancias.

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Memorias de Benito  Hortelano

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Por segunda vez volví a la imprenta de Manini. Este había vuel

to a rehabilitarse, asociándose a él el general Prim, que por aque

lla época había ganado una fortuna en especulaciones bursátiles,

como se enriquecieron todos los buenos campeones de la situación.

Pocos días duró esta sociedad, porque, habiéndose engolfado Prim

en nuevas especulaciones, se vio comprometido y tuvo que hacer

un traspaso de la imprenta a D. Antonio Viadera, juez cesante de

los Juzgados de la corte.

Era el mes de junio del 44 cuando mi señora dio a luz a mi

niña Marianita, a la una de la madrugada del día 8. En gran apuro

se vio mi pobre Tomasita, pues, a pesar de haber tenido un parto

feliz, la sobrevino un flujo que me dio un gran susto, teniendo que

salir a buscar un comadrón que la auxiliase junto con el que la

asistía, por haberse éste asustado; pero, felizmente, se mejoró y

yo quedé muy contento al verme convertido en padre.

Aquí empezaron mis cavilaciones; ya era padre y tenía que

pensar en un individuo más y los que después viniesen. Heme a la

edad de veinticinco años, que yo me creía un muchacho, que por

primera vez empiezo a pensar que era hombre y que debía adqui

rir fortuna para educar y mantener mis hijos. Con más afán empe

cé a aprovechar el trabajo, quedándome en la imprenta, después

del compromiso, algunas horas más de extraordinario.

Como yo había visto la facilidad con que Manini y Vila habían

emprendido los negocios sin capital, no me juzgaba yo menos

capaz que ellos para hacer otro tanto. La época se prestaba para

las publicaciones; el público empezaba a tomar afición a las subs

cripciones por entregas, y este sistema es tan fácil de ejecutar sin

capital, que no era un obstáculo. Lo que se precisaba era el dar

con un pensamiento bueno, acertar en la elección de la obra. Varias

se me presentaban en perspectiva, pero no tenía completa confianza

y temía fracasar en el primer ensayo.

Por fin, un día estaba yo pensativo, bullendo en mi cabeza mil

proyectos y componiendo un Boletín de instrucción pública. De

repente, y como iluminado, me vino una idea sublime, colosal, y con

todas las circunstancias que yo deseaba; en fin, la idea fué la de

hacer una publicación económica de la vida de Espartero. Estaba

preocupado en esto cuando acierta a entrar el joven D. Carlos

Massa y Sanguiniti, autor de la  Biografía del general León,  que

a la sazón estábamos imprimiendo. Le llamo aparte y le digo si se

anima a escribir la  Biografía de Espartero;  él me contesta que

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Memorias de Benito Hortelano

sí,  siempre que yo le proporcione los datos. Le pregunto de dónde

los he de sacar y a qué precio escribiría cada entrega. Me contesta

que cinco duros entrega, y que, para los datos, me procurase una

Real orden para registrar los archivos; yo se lo prometí, y queda

mos convenidos. Acto continuo me puse a componer el prospecto, y

mandé hacer en otra imprenta unos cartelones con letras doradas¡

sistema que por primera vez se usaba en carteles.

Al siguiente día, domingo, paseando por el Prado con D. Fran

cisco Navarro, amigo y del mismo oficio; D. Buenaventura Sana

huja, fabricante de jabón, y con mi amigo Saavedra, éste, en tono

de broma, les habló de mi proyecto, que él creyó descabellado cuan

do en la imprenta le consulté, y que por cierto me enfrió algo mis

ilusiones. No pareció tan descabellada mi idea a Sanahuja, y a

pesar de no ser inteligente en imprenta ni en publicaciones, me dijo

si le quería dar parte en la empresa.

Una falta me reconozco, falta que me ha traído fatales conse

cuencias, y que, sin embargo, hoy mismo no puedo enmendarla,

sabiendo por experiencia el perjuicio que me hago. Esta falta es

que cualquier proyecto bueno que invento lo comunico a todos,

como un niño, de lo que se han aprovechado no pocos, en perjuicio

mío,  burlándose después de mi imbecilidad, aprovechándose de mis

ideas y aun apropiándoselas. Este es mi enemigo, mi mismo amor

propio de desear que cuanto antes se sepa lo que he inventado,

para lo que he tenido una feliz imaginación, que no he aprove

chado por mi carácter franco y poco reservado en mis asuntos

especulativos.

Yo había comprado el papel para el prospecto, para lo que

tuve que empeñar una rica capa que tenía. Yo hice el molde, pre

paré todo, fui el autor de la idea y, sin embargo, fui tan imbécil

que,

  cuando ya el resultado era cierto, admití de socios a Saavedra,

Sanahuja y Navarro. ¿Qué necesidad tenía yo de dar participación

a nadie? ¿Precisaba acaso fondos para la empresa? No; y aunque

los hubiese precisado, ellos no me los podían dar, porque eran tan

pobres como yo. «¿Pues qué objeto tuviste en vista para dar par

ticipación de una fortuna que tú sólo habías descubierto?" —se me

dirá—•. La amistad, a la que he sacrificado siempre mis intereses,

y de la que tantos desengaños he sufrido. Por fin, ya no tiene

remedio; cometí la barbaridad de darles parte, y después se quisie

ron alzar con el santo y la limosna Sanahuja y Saavedra, llegando

casi a hacerme creer que me habían hecho un favor en asociar-

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Memorias  de Benito Hortelano

97

s

e conmigo, pues que el resultado se debía a sus buenas dispo

siciones.

Salió el prospecto a volar; el público lo recibió con entusiasmo,

y en pocos días

 8.000

  subscriptores esperaban en Madrid con ansia

las primeras entregas. Yo no me había equivocado; tal y como

sucedió lo había previsto en el momento de ocurrírseme esta idea

de publicación.

Veintiocho mil duros produjo esta publicación en año y medio

que se invirtió en ella.

Diré algunas palabras sobre lo que yo fundé mi esperanza para

esta publicación. El puebl'o madrileño era entusiasta por el general

Espartero; era, más que entusiasmo, fanatismo el que se le tenía.

Espartero estaba emigrado en Londres; el pueblo de Madrid tenía

puesta su esperanza en él; era su salvador, era su ídolo, y no podía

transigir con el partido moderado, que tenía en el ostracismo al

Mesías del pueblo. Algunos retratos malos y raquíticos que se

habían estampado cuando era Regente, el pueblo los buscaba como

reliquias y los colocaba en la cabecera de la cama, y algunos hasta

les ponían luces, como si fuese la efigie de un santo. El nombre de

este hombre querido se pronunciaba en los talleres y en las familias

con veneración.

Habíase anunciado la publicación de la  Biografía de Espar

tero  por la Sociedad Literaria, escrita por D. José Segundo Flores,

director hoy del

  Eco Hispano Americano.

  Tanto Flórez como el

dueño de la Sociedad Literaria, Ayguals de Izco, eran despreciados

por el pueblo por haber sido estos individuos de los coalicionistas

más enemigos de Espartero, aunque arrepentidos después. Ayguals

había publicado un periódico satírico, titulado  La Guindilla,  duran

te la Regencia, en el cual no perdonó medio de infamar a Espar

tero,

  y como se supo después que aquel periódico, que se decía

republicano, había sido pagado por Cristina, tanto mayor era el

odio que el pueblo tenía a Ayguals de Izco. Así fué, que la  Historia

que él publicaba de Espartero apenas tenía subscriptores, porque

todos creían que en vez de hacerle justicia le pondría en ridículo.

No fué así. Flórez escribió la

  Biografía de Espartero

  con mucho

talento y mucha imparcialidad, haciendo justicia al que un año

antes había denigrado.

Yo comprendí esto; calculé perfectamente, me hice esta cuenta:

si no tiene subscripción la obra de Flórez, hay dos causas que lo

impiden: la primera, su nombre y el de Izco; la segunda, que es

7

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9

8

Memorias  de Benito  Hortelano

cara. «Pues hágase una edición popular —dije yo—, dediqúese a la

extinguida Milicia, y en vez del nombre del autor pongamos que

es escrita por una Sociedad de ex milicianos; con esta garantía,

el pueblo, al leer nombres tan gratos a su oído —Espartero, Milicia

y ex milicianos—, acudirá en tr'opel a subscribirse. Otro requisito:

la mayoría de los subscriptores han de ser artesanos; éstos no tienen

dinero desde el lunes adelante; repártanse las entregas los sábados

por la tarde, a la hora en que se hace el pago en los talleres, y en

momento tan oportuno, ni los más despilfarrados dejarán de pagar

la entrega. Otro requisito más: en vez de un real, que es cifra que

brada, pongamos

  ocho

  cuartos la entrega, y así evitamos las frac

ciones incómodas y que darán lugar a cuestiones entre repartidores

y subscriptores." Y para que nada faltase, busqué para repartidores

a los avisadores de las compañías de la Milicia; ofrecí dar un

retrato de cuerpo entero del héroe de la historia al terminar la

publicación. Todo fué combinado perfectamente y todo se cumplió.

Con esta subscripción

  mz

  proporcioné un elemento de impor

tancia política con que no había contado. Como por necesidad

debían los subscriptores dar las señas de sus respectivas casas, y

como todos pertenecían al partido enemigo del Gobierno, tenía

yo la clave en mis libros de subscripción para, en un momento, pasar

cualquier aviso que fuese necesario para hacer la revolución, y

como dábamos pasto semanal a todos los esparteristas de la

comida que les agradaba, de aquí vino el que mi casa y mi persona

fuesen consideradas por el pueblo como la palanca que había de

mover, cuando yo quisiese, toda la población de Madridí

El Gobierno se apercibió de esto; comprendió la importancia

que aquella casualidad me había dado, poniendo en mis manos lo

que al Gobierno hubiera convenido: saber las casas y nombres de

sus enemigos, que jamás pudo la policía averiguar. Muchos medios

puso en juego para tomar nota de las casas y nombres de los subs

criptores; pero no pudieron lograr su objeto, en razón que la

mayoría estaba en los talleres, adonde los sábados se les entregaba,

y de este modo quedaba burlada la vigilancia policial, pues no

pudieron nunca averiguar qué número ni quiénes eran los subscrip

tos en los 'obradores.

A los tres meses de empezada la publicación de la

  Biografía de

Espartero  compré una imprenta que se remató, propiedad de don

Domingo Vila. La establecí en la calle de la Cabeza, esquina a la

del Olivar.

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Memorias  de Benito  Hortelano

99

Bien pronto fui invadido de autores proponiéndome obras para

que se las comprase. Entre ellos vino un ex dominico llamado don

Joaquín Rodríguez, trayendo un manuscrito de una novela titulada

Misterios

  de los jesuítas.

  Me leyó el prólogo y varios capítulos, y

juzgué bien del trabajo. Convinimos en publicarla, haciendo yo los

gastos, dándole a él la tercera parte de las utilidades que produjese.

Como en aquella época estaba haciendo furor la novela que

Eugenio Sué acababa de dar a luz,  El judío errante,  se había des

pertado la curiosidad de saber las iniquidades que a los jesuítas

se les aplican, y todo cuanto llevaba nombre de la Compañía de

Jesús era devorado por la curiosidad, deseosa de saber las reglas

secretas de aquella institución. Di a luz el prospecto, muy bien

escrito, ofreciendo descubrir misterios de folio, y con el aliciente

de algunos grabaditos, que era la moda. No tuvo mal éxito la em

presa; reunió buena subscripción esta obra, y si no hubiera decaído

en el tomo segundo el interés de la novela y héchose pesado el len

guaje, hubiese producido mucho más de lo que produjo; pero los

subscriptores dejaron en el tercer tomo, en su mayor parte, la subs

cripción.

Como era principiante en materia de publicaciones, cometí eí

error, en todo lo que publiqué, de no tirar más que algunos ejem

plares de exceso a la subscripción; así es que la verdadera utilidad

del editor, que consiste en el número de ejemplares que se reserva,

la desaproveché, porque creía que las obras no tenían salida des

pués de concluidas e ignoraba que hubiese un vasto mercado en

América para los libros españoles.

Otro autor logró también arreglarse conmigo en el mismo mo

mento que el ex dominico: D. Luciano Martínez, que, por recomen

dación de un amigo de mi socio Navarro, nos indujo a emprender

una publicación superior a nuestras fuerzas. La obra se titula  Tra

tado de química aplicada a las artes,

  por Dumas, no el novelista,

sino el célebre químico.

La obra de química, que convinimos en pagar a cinco y medio

duros la traducción de cada pliego de 16 páginas en octavo, consta

de 11 tomos como de 700 páginas cada uno, con un atlas de 148

láminas en folio grabadas en cobre. No era esta clase de obras de

las que puede contarse con una subscripción numerosa, pues no

siendo útil sino a los hombres científicos, fabricantes, farmacéu

ticos, mineros y mecánicos, a pesar que con solas estas clases de

bió tener una subscripción muy regular, no estaban entonces las

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Memorias  de Benito  Hortelano

ciencias química y mecánica en España desarrolladas, por lo que

sólo reunió esta obra 450 subscriptores. Hice una tirada de 1.000

ejemplares, cantidad insignificante; pero, a pesar de esta corta tira

da, importó la impresión y traducción, con las numerosas planchas

en cobre, 16.000 duros, no recaudando de la subscripción más que

8.000, resultando una pérdida de otros

  8.000

  duros.

En esta publicación entré con los ojos cerrados, guiado por lo

que algunos hombres de ciencias me aconsejaron, sin duda creyen

do podría yo disponer de fondos abundantes para hacer frente a

los grandes gastos que demandaba. Si esta publicación la hubiese

emprendido un editor de los que contaban con una base sólida,

grandes utilidades hubiese sacado de ella. Cada ejemplar vale dos

onzas;

  quedaron sobrantes 600; por consiguiente, quedaban 1.200

onzas para cubrir los  8.000  patacones de pérdida, y esto no habien

do impreso sino tan corto número; que, habiendo hecho una edición

de 4.000 ejemplares, completaban una fortuna. La obra es hoy bus

cada, no quedan ejemplares, y como de estas publicaciones no es

fácil salgan otras nuevas que las perjudiquen, es una propiedad

valiosa para el que la emprende el primero, porque tampoco hay

temor de que otro se arriesgue a traducirla, por sus muchos gastos.

Cinco años invertí en esta publicación, dando dos pliegos semanales,

no pudiendo imprimirse más porque al traductor tampoco le era

posible en algunos tomos traducir más, ni el trabajo delicado de

caja lo permitía, ni el grabado de las planchas podía precipitarse.

Otra circunstancia se oponía, cual era que como la subscripción no

llenaba los gastos, me veía obligado a distraer los fondos que por

otras publicaciones ganaba para atender a la

 química.

A principios del 45 trasladé la imprenta al Pasadizo de San

Ginés,

  núm. 3, casa del rincón, conocida por la "Hostería de los

Tres Pichones", antiquísimo establecimiento. Grandes comodidades

ofrecía esta casa; en el piso bajo coloqué cuatro prensas en un

salón corrido; en el principal, compuesto de tres salones y cuatro

grandes piezas con magníficas luces al Norte y Mediodía, coloqué

las cajas, oficinas y almacén, con el taller de encuademación y

empaquetamiento para el correo; el piso segundo, en una habita

ción de siete piezas, sirvió para vivienda de mi familia.

Con tan buena casa, colocada en el paraje más céntrico de Ma

drid, entre la Puerta del Sol, Real Palacio y plaza de la Constitu

ción, cerca de las oficinas, de los Juzgados, de la Municipalidad y

del comercio, pronto empezó a caer trabajo, más de lo que podía

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Memorias

  de Benito

  Hortelano

IOI

¡

m

priniir.  Cinco prensas trabajando día y noche no eran suficien

tes, y tuve necesidad de ocupar otras imprentas para imprimir algu

nas de mis obras.

Los literatos y hombres políticos de la oposición hicieron de

mi casa el núcleo del partido progresista y de la literatura de la

época.

Tras de la

  Historia de Espartero

  emprendí los

 Misterios de los

jesuítas, la  Química de Dutnas, el  Álbum del Ejército,  el  Dos de

Mayo,  la Defensa de los jesuítas,  las Memorias  del general Concha

sobre  la guerra del Perú Hasta  la batalla de Ayacucho, La mancha

de  sangre.

  Todas estas publicaciones las publicaba por mi cuenta,

a la vez que otros trabajos de particulares que me abrumaban.

Imposible me parece ahora que tan joven, sin experiencia, sin

haber recibido una carrera literaria, pudiese atender a tanta con

fusión, a tan diferentes objetos, a tratar con tan diferente clase de

personas. Ciento cincuenta personas recibían el sustento por mi

industria, todos en un mismo local; desde el último operario hasta

el más encopetado literato y hombre político dependían de mí; a

todos atendía, a todo daba solución.

Las oficinas estaban perfectamente montadas, con bastante or

den y bien repartidos los trabajos por secciones. Tenía un regente

principal, llamado Miguel Galindo; éste tenía cuatro regentes sub

alternos, que cuidaban de la distribución por obras de las diferen

tes secciones de cajistas. Un regente de prensas cuidaba de la bue

na y esmerada impresión, del aseo y economía, de la repartición del

trabajo y distribución del papel según las cantidades que de cada

obra se imprimía.

Con tan crecido número de publicaciones, tenía que entenderme

con 525 corresponsales de las provincias encargados de la subscrip

ción. El número de cartas que tenía que dictar y leer no bajaban

de 100 a 150 diarias; sin embargo, tal método establecí, que al pie

de cada carta, en cuatro líneas, explicaba a los escribientes las

contestaciones y lo que debía remitirse a cada uno con arreglo a

los pedidos y reclamaciones de entregas extraviadas, repetidas o

incompletas.

Pero lo que más me molestaba, lo que me robaba el tiempo pre

cioso que necesitaba para tanto asunto, eran la plaga de literatos

y literatas desconocidos. No había día que tres o cuatro moscones,

con mil contoneos, reverencias y cumplimientos, no se me presen

tasen con tamaño rollo de papeles debajo del brazo, empezando su

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toa

  Memorias  de Benito  Hortelano

arenga por colmarme de elogios: unos me llamaban el protector de

las letras; otros, el fénix de los editores; otros, el regenerador de

la imprenta; otros, el  non plus ultra  de los genios emprendedores.

Con esta introducción, quién no se muestra amable, orgulloso de sí

mismo, llegando a hacerme creer que realmente valía algo. Ello es

que tomaban asiento, que desenvolvían sus legajos y diaban prin

cipio a la lectura de su historia, novela, drama, etc., interrumpida

cien veces por otras tantas personas que venían a tratar de otros

asuntos; por los regentes, que a cada momento tenían que consul

tarme; por los empleados de la oficina, que necesitaban salvar du

das,

  etc.; hasta que, por último, viendo que los intrépidos apren

dices de literato no se apuraban y, con gran paciencia, esperaban

todas las interrupciones para empezar de nuevo con más calor su

lectura, tenía que pedirles por favor me dispensasen, que ya veían

era imposible continuar y que yo, por las noches, tranquilo, exami

naría su magnífica producción y les contestaría. Con esta indirecta

se despedían con los mismos cumplimientos y contorsiones, no sin

encargarme antes leyese con atención tal o cual pasaje para que

pudiese apreciar el mérito.

Como esto era todos los días y todo el año, se me aglomeraban

las producciones de una manera tan espantosa, que en diez años

seguidos no hubiera podido ojearlas. Apenas se iban los futuros lite

ratos, arrinconaba el manuscrito y no volvía a acordarme más de él.

Pero después eran los compromisos; a los pocos días, que nunca

pasaron de ocho, se me presentaban los interesados con la sonrisa

y el temor en el rostro, mirándome con atención para ver si traslu

cían alguna esperanza de buena acogida por el aspecto de mi fiso

nomía. He sido siempre amable, risueño y jamás he puesto mala cara

a nadie, por humilde que sea el que se dirija a mí; así que creo que

todos se engañarían por mi rostro, que siempre era jovial. Al prin

cipio me costaba trabajo mentir; me excusaba por falta de tiempo;

les decía se diesen  una vuelta;  pero eran tantas las que se daban

sin resultado, que, por fin, algunos concluían por cansarse y me

pedían la devolución de sus manuscritos, y otros me los dejaban y

no volvían más. Sin embargo, hubo no pocas ocasiones que compré

obras sin haberlas leído, tan sólo por quitarme de encima a aque

llos incansables autores que, día a día, meses y meses, eran imper

térritos, proponiéndose sin duda cansarme ellos a mí antes que can

sarse ellos de visitarme; y por cierto que todos los que adoptaron

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Memorias  de Benito  Hortelano

1 0 3

este plan de asedio lograron rendir la plaza, sacando más o menos

producto del ataque.

Pero si podía resistirme a los famélicos futuros literatos, ¿quién

se resiste a las amables, risueñas, lindas, aunque no menos impor

tunas,

  literatas? ¡Qué modo de insinuarse Las mamas, que gene

ralmente las acompañaban, eran las intérpretes de las modestas ni

ñas en la primera introducción; pero después, cuando llegaba el

momento de dar principio a la lectura, a explicar el plan de la

novela, tragedia, poesías o disparates, allí había que oír. ¡Qué elo

cuencia, qué erudición, qué citas tan oportunas o inoportunas, qué

pensamientos tan elevados o tan descabellados A esta s infatigables

literatas tenía que dedicarles, con suma atención y paciencia, mi

precioso tiempo, y, por último, concluía con que por el mucho tra

bajo que tenían las prensas, que no podían dar cumplimiento, no

me comprometía a imprimir sus bellas producciones antes de ocho

meses o un año; que, si querían esperar, se las imprimiría en dicho

plazo.

  Naturalmente, quedaban las pobrecitas frías y convertidas

en estatuas al oír mi resolución, pues al verme con tanta atención,

durante la lectura, mis signos de aprobación, se entusiasmaban y

ya veían en letras de molde sus estupendos partos. Con la tristeza

del desengaño en el rostro, rogaban acortase el plazo fatal; pero

yo,  para evadirme, las recomendaba a otros editores, diciéndoles

que ellos, que no estaban tan recargados de trabajo, aceptarían con

gusto tan magnífica producción. Así lograba evadirme de las bellas

literatas, que, por cierto, no gustaban mucho sus visitas a mi pobre

esposa.

Corría el año 46 y mi establecimiento volaba en crédito y mi

casa era el centro de las Meas liberales y de las publicaciones lite

rarias y políticas.

Publicaba por cuenta de un grabador, Martínez, la biografía del

general Zumialacárregui; la del general Cabrera, por cuenta de otro

grabador, Chamorro, con la que se enriqueció; también por cuenta

del mismo, la magnífica colección de biografías contemporáneas de

los personajes de todos los partidos, con lo que tuve ocasión de

conocer y tratar a los principales generales liberales y carlistas,

dándome esta circunstancia ocasión a poseer documentos impor

tantes para la Historia, secretos políticos ignorados hasta hoy, tra

mas urdidas por los hombres que más confianza inspiraban al pue

blo,  intrigas, defecciones e infamias, de que pocos son los que pue-

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Memorias  de Benito  Hortelano

dan alzar la cabeza erguida sin mancha en la revolución y guerra

civil de España.

Varios periódicos políticos y literarios imprimía a la vez, todos

de oposición. Folletos y hojas sueltas imprimía con profusión, todas

en oposición al Gobierno. Tal guerra se le hacía al Ministerio por

mi establecimiento, que Narváez, el furioso Narváez, exclamaba con

motivo de un folleto sobre el casamiento de la Reina: "Esa impren

ta de Hortelano es un volcán revolucionario; yo en persona he de

ir a quemarla."

A pesar de toda esta barahunda de publicaciones, de movimiento,

de proyectos revolucionarios en que estaba metido, no me faltaba

tiempo para, por las noches, distraerme en los teatros o en el café,

punto de reunión díe una sociedad de hombres alegres, despreocu

pados, hombres de ciencias, de letras, artistas, cómicos, etc. En la

sección del café que ocupábamos, entre otros de los tertuliantes,

concurrían: Villergas, el satírico mordaz, demócrata incansable;

D.  Luciano Martínez, sujeto de un talento especial, gran químico,

profesor de física, de matemáticas, de idiomas, excelente pintor,

mecánico, carpintero, herrero, ebanista, constructor de instrumentos

e inventor de infinidad de aparatos químicos y mecánicos; un hom

bre,  en fin, enciclopédico; tenía una conversación tan amena, ador

nada con chistes y cuentos, que, en tomando la palabra, de cual

quier motivo que se tratase, encantaba el oírle; Ramón Franquelo,

autor de

 E l corazón de un bandido

 y otras producciones, joven ma

lagueño, travieso y alegre; Ramón Satorres, distinguido literato, de

los que mejor manejan el idioma castellano; hoy está de cónsul en

Marsella; Miguel Agustín Príncipe, el autor del célebre drama

  El

Conde don Julián,

  de la

  Guerra de la Independencia española

 y

otras varias obras, hombre elocuentísimo; Sixto Cámara, el joven

demócrata, autor de varias obras populares y socialistas, que su

cumbió en la frontera de Portugal ahogado de calor el año de 1859,

al intentar sublevar la plaza de Olivenza; José María Albuerna,

escritor del periódico  La Postdata,  que tanta guerra hizo al Re

gente Espartero; hoy es un personaje político de importancia en el

partido moderado; Ribot y Fonseré, sobresaliente literato catalán,

autor de varias obras y excelente poeta; los dos hermanos Eusebio

y Eduardo Asquerino, jóvenes literatos de gran provecho, el prime

ro ministro que ha sido en la República de Chile y hoy director del

periódico

  La América;

  José Ferrer de Couto, autor de varias obras

militares, entre ellas la que escribió para mí, titulada  Álbum del

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Memorias de Benito  Hortelano

105

Ejército  español,  magnífica obra, aunque me costó como cuatro mil

patacones de pérdida su publicación; García Tejero, poeta, autor

de varias obras, entre ellas las

  Maravillas de

 Madrid;

  Juan Ariza,

buen poeta y autor de las novelas Los dos V irreyes, El Dos de Mayo

y Las tres nimiedades, que escribió para mí; Jorge Manrique, joven

raquítico, pero de un talento sobresaliente, autor de la

 Biografía de

María  Cristina  y otras, hoy director de  La Época;  en fin, otros

muchos que hoy no recuerdo, los que eran infaltables a la reunión

del café, que, por cierto, yo pagaba todas las noches, importando

la cuenta tres o cuatro duros diarios.

Por aquella época conocí a D. Ildefonso A. Bermejo. Este joven

me fué presentado por doña Luisa Urquijo, cortesana intrépida,

protectora de todos los jóvenes literatos, repartidora de empleos,

incansable pesadilla de ministros y directores de oficina; tipo que en

Madrid es conocido por el de las  cucas;  son jugadoras, derrocha

doras y que hacen a pluma y a pelo.

El joven Bermejo me propuso varias publicaciones que pensa

ba escribir y un drama que tenía escrito; pero como me encontraba

tan aglomerado de trabajo, no pude aceptar nada de lo que me

propuso. Después puso en novela las vidas de Espartero y de

Cabrera; ha publicado varias obras dramáticas, y en el año 55 pasó

al Paraguay de redactor del único periódico que allí existe. Hoy

continúa en el Paraguay.

Otro joven conocí en los mismos días que a Bermejo, también

presentado por doña Luisa Urquijo. ¡Quién había de pensar, al ver

un soldado malencarado, con el uniforme burdo de soldado de línea,

que había de ser el novelista español moderno, el Dumas ibérico

Este soldado era Manuel Fernández y González, el que hoy lleva

publicadas más de veinte novelas históricas de un mérito y gusto

sobresalientes, leídas por todo el mundo y traducidas muchas a di

ferentes idiomas.

Llevaba Fernández un manuscrito; era la primera producción

que salía de aquel ingenio; se titulaba  La mancha de sangre.  Pu

bliqué esta novela, con gran aceptación pública, y en ella revelaba

de lo que era capaz aquel joven soldado. Estaba de escribiente en

la Inspección y había obtenido permiso para vestir de paisano

cuando estaba franco de servicio; pero el pobrecito no tenía para

comprar ropa, y yo le llevé a una sastrería, donde le hice vestir, y

pagué un traje completo, de paisano. A los dos años cumplió el

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Memorias  de Benito  Hortelano

tiempo de servicio y se dedicó a escribir con el éxito que dejo re

latado.

A pesar del odio que Narváez me tenía, llegó un momento en

que me eligió para una gran empresa, con preferencia a los demás

impresores de Madrid, diciendo que sólo yo era capaz de servir

al proyecto con la prontitud e intrepidez que él requería.

Se había dividido el partido moderado en puritanos y conser

vadores; los puritanos se propusieron derrocar a Narváez, y, al

efecto, entre otros medios que pusieron en juego, fué uno el de pu

blicar un diario con el título de   El Universal, de tamaño colosal y

sólo ocho reales mensuales de subscripción, dando además una no

vela cada mes que valía más de ocho reales. El objeto era hacerlo

popular para desacreditar a Narváez. Este lo comprendió, y puso

por obra un proyecto del mismo género para contrarrestar al de

Salamanca.

Las diez de la noche serían del día 24 de diciembre de 1846, y

estábamos reunidos en mi casa varios de la familia, celebrando la

Nochebuena, como es costumbre en España, en cuya noche las fami

lias se reúnen para cenar opíparamente en celebración del naci

miento del Hijo de Dios, y es cosa admitida que en tal noche y los

dos días de Pascua que se le siguen se olvidan las rencillas de

familia, se estrechan los lazos desunidos y todo queda concluido

en los tres días die reunión comensal.

Estando en tan grata reunión, llaman fuertemente a la puerta

de calle; ponemos atención para oír los golpes que daban y saber

a qué habitación pertenecían (porque en Madrid, donde cada casa

contiene un número crecido de vecinos, cada cual adopta un siste

ma o contraseña para saber a qué habitación llaman por medio del

aldabón, que generalmente la seña se distingue por el número de

golpes y repiques que con el mismo aldabón se dan). Observado

que era a mi casa adonde llamaban, bajé yo níismo a abrir, encon

trándome sorprendido a la vista de una elegante y hermosa seño

rita que, acompañada de un caballero, se apearon de un magnífico

coche.

Visita tan inesperada, en tal noche y a semejante hora, no

podía menos de sorprenderme, y más al reconocer en la dama a la

eminente e interesante literata doña Gertrudis Gómez de Avellane

da, la célebre poetisa cubana, que a la sazón era la favorita del

general Narváez y la que, cual otra madame de Maintenon, disponía

a su antojo de las cosas y de los hombres de alta política. El caba-

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Memorias  de Benito  Hortelano

l o ;

llero que la acompañaba era un joven mi amigo, literato en ciernes,

hoy personaje político, D. Antonio Pirala.

Sin más que el saludo de cumplimiento, la heroína literaria tomó

la escalera con resolución, como si subiese a su propia casa. Intro

ducidos en mi despacho, la señorita Avellaneda tomó la palabra

y dijo:

•—Señor Hortelano, usted está sorprendido de mi visita a tales

horas y en noche en que las familias están entregadas al festín fra

ternal; pero para los negocios de Estado no hay días, ni horas, ni

momentos; todos se aprovechan, como se aprovechan las personas

capaces de ayudar al Gobierno, aunque sean enemigos políticos.

Usted lo es del Gobierno y, a pesar de eso, el Gobierno deposita

en usted su confianza por creer ser la única persona que puede

servirle con la prontitud, eficacia e inteligencia que son necesarias.

A esta arenga de una mujer por tantos títulos digna de aten

ción, a tanta elocuencia y diplomacia, no pude menos que rendirla

mis más humildes y atentas gracias, pues me acababa de echar un

lazo del que no me sería fácil deshacerme, a pesar de que aun no

sabía adonde iría a parar su pretensión; en fin, me puse a sus órde

nes,  diciéndola dispusiese de mí como gustase.

—No esperaba menos, señor Hortelano, y por eso es por lo que

yo he sido la autora de haber elegido a usted. Se trata de publicar

un diario, si posible es, doble que El

 Universal;

  pero no es esto sólo

lo que se exige de usted. Aquí traigo el prospecto, y este prospecto

ha de repartirse mañana con profusión, y pasado mañana ha de

salir el primer número; ahora pida usted cuanto dinero necesite;

no hay tasa; aquí traigo treinta mil reales para tos primeros gastos;

usted pida sin consideración; todo le será entregado; pero el pros

pecto,

  mañana; el primer número, pasado.

En vano le expuse las dificultades que había para en tan corto

tiempo y en noche como aquélla poder realizar sus pretensiones;

nada oyó; se había aprovechado de la sorpresa para arrancarme

el compromiso. Se despidió precipitadamente, ofreciendo venir a la

mañana siguiente a leer las pruebas del prospecto.

Aquí de mis apuros, de mis compromisos. ¿Cómo cumplía con

aquella exigencia? ¿Adonde encontrar 60 operarios en tal noche,

en que cada cual estaría con sus familias y amigos? Y, caso de en

contrar algunos, ¿estarían en disposición de trabajar después de

tener los estómagos repletos y las cabezas calientes?

Subí a mis habitaciones, donde me esperaba la familia con la

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lo8

Memorias de Benito Hortelano

cena interrumpida. Al verme entrar mustio y caviloso, creyeron que

alguna desgracia me sucedía; la cena quedó en tal estado, y una

noche tan alegre se convirtió en noche de apuros y compromisos.

Po r fo rtuna, ha bí a conv idado a cenfer al rege nte, Galindo, y

otros operarios, y con ellos empecé las operaciones. A unos mandé

a buscar operarios en una taberna en que sabía se habían reunido

para cenar varios de los empleados en mi casa; a otros, en busca

del regente de las prensas y otros operarios, que calculaba estarían

con sus familias, con orden de traer todos los que encontrasen,

ofreciéndoles una onz a de oro por tr ab aj ar aqu ella noche. Yo me

fui a comprar fundiciones, cajas y una máquina de vapor que sabía

estaba en venta. Otra dificultad a las muchas que se presentaban

había que vencer, cual era buscar casa para la nueva imprenta,

porque la mía estaba ocupada con todos los trabajos que dejo

dichos. La fortuna me deparó una enfrente de la mía, la cual se

había desalquilado la víspera.

Salí de mi casa, busqué las fundiciones necesarias, encontré

cajas hechas, ajusté el precio de la máquina en 60.000 reales.

Galindo y los demás me trajeron 24 operarios, que más estaban

para dormir que para trabajar. En fin, al siguiente día todo estaba

l isto;  la Avellaneda vino no creyendo hubiese podido operar aquel

milagro, y quedó sorprendida al ver en ejecución todo lo que había

pedido.

Como los puritanos no se dormían, se habían apercibido del

golpe que Narváez les preparaba, y aprovechándose en el mismo

día de las influencias secretas que en Palacio tenían, dieron el

golpe de grada al Gabinete Narváez, siendo éste depuesto y nom

brado un Gabinete puritano. Con este golpe quedó frustrado el

proyecto del diario colosal, teniendo que arreglarme con los que

había comprado los efectos devolviéndoselos con un pequeño que

branto que convinimos.

Entró el Ministerio Salamanca-Pacheco, y con él se empezó a

disfrutar más libertad.

En todo el año 1846 sufrí varias denuncias en las diferentes pu

blicaciones que hacía. El poeta García Tejero había escrito un folle

to titulado

  El turrón de la boda.

  En él se ridiculizaba a los tres can

didatos pretendientes a la mano de Isabel II. Me acuerdo que el

folleto se encabezaba con estos versos:

Tres, eran tres;  ¡  pero qué .perillanes

Tres,

  eran tres, los novios galanes.

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Memorias  de Benito  Hortelano

109

Este folleto en verso, en el cual no quedaban muy bien parados

el Conde de Trápani, el Príncipe de Coburgo-Gotha y el Duque de

Montpensier, candidatos que se disputaban las naciones a cuáldebía obtener la preferencia, fué denunciado por el fiscal de impren

ta. Reunido el Jurado, impuso la multa de 20.000 reales vellón y

veinte meses de prisión. Ya estaba próximo el cumplimiento de la

sentencia después de apelada, cuando me salvó de esta condena

como editor la amnistía que por el casamiento de la Reina se dio a

todas las causas políticas.

También por la misma época, cuando quedó convenido en que

la Reina contrajese matrimonio con su primo D. Francisco de Asís,

y la Infanta doña Luisa Fernanda con el conde de Montpensier, hijo

de Luis Felipe, publiqué otro folleto titulado M mtpensier no es con

veniente  a la España.  Su autor era el brigadier y ex diputado a

Cortes D. Antonio Ramírez Arcos, natural de Málaga. En este folle

to se demostraba la inconveniencia de unirse la familia real de Es

paña con la del Duque de Orleáns Luis Felipe, pues, como la expe

riencia lo demostró, esta dinastía no era sólida; por otra parte, con

este enlace de familia quedaba la España ligada a las vicisitudes

que pudiesen sobrevenir a la familia de Orleáns, y lo que más se

demostraba eran los celos que debían despertar a la Inglaterra.

Pero lo que más nos importaba entonces a los progresistas era opo

nernos a aquel enlace, porque siendo Luis Felipe el protector del

partido moderado y de todos los reaccionarios de España, el apoyo

de Cristina y partido clerical, nos sería más difícil derrocar tan po

tente amalgama. Al partido progresista le convenía introducir un

candidato de sus simpatías en el doble enlace, y ya que el marido

de la Reina no podía ser, por tener el Poder los moderados, al me

nos que el de la Infanta fuese de su agrado.

Un candidato de grandes esperanzas para la nación había, por

ser español, joven, intrépido y de ideas modernas. Este candidato

era el Infante D. Enrique, quien, además de las simpatías del par

tido progresista y de todos los buenos españoles, las tenía de su

prima Isabel y de su hermana Luisa. Como todo lo que era españo

lismo y liberalismo encontraba en mí una acogida entusiasta, no

temí publicar el folleto de Ramírez Arcos, a pesar de estar pendiente

la denuncia del que dejo hecha mención, de Tejero.

Para no incurrir en la falta de cumplimiento a una real orden

que se había publicado ordenando que de todo lo que se imprimiese,

antes de darlo a luz debía llevarse un ejemplar al Gobierno poli-

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l i o

Memorias  de Benito  Hortelano

tico para la censura, llevé el folleto manuscrito; se lo entregué al

oficial encargado, el que, con unas enmiendas y párrafos borrados,

me lo devolvió para que lo publicase. No me satisfice con esta auto

rización, sino que, después de impreso, llevé un ejemplar, el que fué

leído y devuelto con el "Puede publicarse" y el sello de la Policía.

Con esta autorización, imprimí los carteles de anuncio, llevé un

ejemplar, borraron una línea, autorizándome para que los fijase

después de enmendados. Los enmendé, hice fijar en las esquinas,

habiendo distribuido en varias librerías cantidad grande de ejem

plares del folleto. El público acudió presuroso a comprarlo, como

todo lo que salía de mis prensas, pues bastaba ver mi nombre encualquier publicación para que el pueblo se apresurase a comprar

la, seguro de encontrar lectura que le halagaba. Todo aquel día se

vendió el folleto sin obstáculo ninguno; pero a la caída de la tarde

me avisan que los agentes de Policía estaban arrancando los car

teles con las puntas de los sables; yo previ desde el momento que

algún disgusto me había de sobrevenir; pero estaba garantido por

haber llenado los requisitos de la ley.

Mal había pensado en la garantía, pues con Gobiernos como

el de Narváez no hay garantías para el ciudadano. Un comisario de

Policía se presentó al poco rato con una orden para embargar

todos los ejemplares que del citado folleto hubiese en la imprenta;

los que aun quedaban en las librerías habían sido también secues

trados. Protesté contra esta arbitrariedad, presenté al comisario la

autorización; pero todo fué inútil, él cumplió con la orden.

Al día siguiente, cuando rne preparaba a ir al Gobierno político

para pedir una satisfacción, se me presenta un polizonte con una

orden en que se me ordenaba que en el término de dos horas me

presentase en la Jefatura a pagar la multa de  dos mil reales por

haber fijado los carteles sin permiso de la autoridad. Cuál sería

mi sorpresa con semejante orden, puede calcularlo el que se haya

visto atropellado tan injustamente por autoridades despóticas para

las que nada son las leyes y que ni sus propias autorizaciones y

disposiciones respetan.

Provisto de las autorizaciones, muy ufano me presenté en el Go

bierno político. Había un oficial primero, un tipo de esos que no

faltan en ningún país, que tienen la habilidad de quedar bien con

todos los partidos, ora entren en el mando los déspotas, ora los mo

derados, ora los progresistas o los demócratas; para ellos siempre

es lo mismo; su flexibilidad es a prueba de goma elástica; a todos

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Memorias  de Benito Hortelano  l i i

ponen buena cara, a todos prometen servirlos y a todos venden, y,

sin embargo de ser conocidas sus mañas, ellos son respetados por

todas las administraciones que se suceden.

Este oficial, que no recuerdo ahora su nombre, me había hecho

creer era amigo mío y pasaba por progresista en secreto, por mo

derado en público, por realista en privado y por republicano oculto.

Me recibió con la sonrisa en los labios, como diciendo: "Ya sé a lo

que vienes." "Mi amigo N. —le dije—, acabo de recibir esta orden

firmada por usted; ¿están ustedes locos para semejante disposi

ción? ¿Han perdido la memoria en el Gobierno político?" "No sé,

amigo Hortelano —me dijo—•; el jefe me ha mandado extenderla;

¿trae usted las autorizaciones?" "Aquí están." "Démelas usted, que

voy a mostrárselas al jefe para que arregle esta equivocación."

Estúpido anduve en este momento; creía trataba con caballeros;

no podía ni imaginarme siquiera lo que había de sucederme; se las

entregué, y con ellas en la mano entró en el despacho del jefe. Des

pués de un rato transcurrido, sale y me dice: "Pase usted a hablar

con el jefe y podrá arreglar este asunto."

Entré en el despacho, donde el jefe me recibió de pie, dirigién

dome la palabra en estos términos: "Y bien, señor Hortelano, ¿qué

es lo que usted pretende? Yo no puedo eximirle de la multa; es

orden del Gobierno, el que, por causa de usted, me ha reprendido

fuertemente y amenazado con quitarme el destino si no castigaba

con el máximum de la ley al que fija carteles sin los requisitos es

tablecidos."

No sé lo que pasó por mí al oír tanta impavidez y con tanta

sangre fría burlarse de un ciudadano. Trémulo, porque comprendí

al momento la red que se me había tendido, en la que había caído,

le dije: "Señor Arteta (que éste era el nombre de la autoridad indig

na a quien me dirigía), comprendo la infamia de que soy víctima;

no en vano la nación odia al partido moderado o, mejor dicho,

inmoral que la gobierna. Yo he llenado todos los requisitos de la

ley; no he faltado en nada, y si por no perder vuecencia el destino

se me ha elegido por víctima, tengo prensas que harán ver a la

nación y al mundo todo del modo que gobierna el partido actual

y el respeto que el pueblo debe tener a las primeras autoridades

que tan brillantemente proceden."

No podía menos el jefe que tolerarme este desahogo, que en

otras circunstancias, con menos motivo, me hubieran encarcelado.

El jefe se contentó con decir: "Pague usted la multa inmediata-

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112

Memorias

  de Benito

  Hortelano

mente, porque tengo que dar cuenta al Gobierno de haber sido cum

plida su orden; yo no tengo la culpa, señor Hortelano; creí que ni

el folleto ni el cartel tuviesen nada abusivo que no pudiese publi

carse; está escrito con mis ideas, pero el Gobierno lo ve de otra

manera. Otra peor noticia tengo que darle, y es que el folleto está

denunciado de real orden y le van a aplicar la ley en su máximum."

La multa que me correspondía por el máximum  eran 120.000 reales

vellón.

Salí del despacho del jefe y pedí al oficial mayor el folleto y

cartel autorizados, para tener aquella garantía con que poder levan

tar la voz bien alto sobre la injusticia que se cometía conmigo.

Pero éste era otro golpe fatal que se me reservaba; las autorizacio

nes habían desaparecido y, con fútiles pretextos, no volvieron más

a mi poder. Así quedé privado de unos documentos que en cual

quier tiempo podía hacer valer y pruebas que presentar ante el

Jurado para la defensa.

El resultado fué que a las dos horas tuve que llevar los   dos mil

reales

  de la multa para evitar la prisión o el embargo de mis

bienes.

No se hizo esperar el fiscal en hacerme notificar la acusación

del folleto. El Jurado, en quien descansaban los periodistas cuando

gobernaba Espartero, porque era compuesto de ciudadanos que

siempre absolvían, ya no existía; por la ley de González Bravo el

Juri  loi componían los jueces de primera instancia de la capital, y

como éstos eran empleados del Gobierno era excusado esperar

sentencia favorable. El día señalado para el  Juri  llegó; la defensa

fué brillante; un pueblo inmenso ocupaba el gran salón de gradas

destinado para este Tribunai. El pueblo aplaudió la defensa del

abogado y quedó escandalizado cuando se trató de la infamia que

la Policía había cometido robándome las autorizaciones; pero el

Tribunal falló, como me lo había indicado el jefe político, aplicán

dome todo el rigor de la ley.

Como 6.000 ejemplares fueron los que me secuestraron de este

folleto, puesto en venta a seis reales vellón, del cual hubiese tenido

que aumentar la tirada sin este atropello inaudito.

Del otro folleto denunciado me secuestraron como 4.000 ejempla

res,  a cuatro reales cada uno. Me gasté muchos miles en las costas

y defensas de estos folletos, ¡y ojalá hubieran sido las últimas de

nuncias

A García Tejero le protegí mucho, sostuve sus escaseces mucho

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Memorias  de Benito Hortelano  n j

tiempo, porque tenía una numerosa familia; pero me fué fiel en

todos tiempos.

No sucedió así con el brigadier Ramírez Arcos. Este, por la posi

ción que había ocupado, debía sostener el rango con alguna decen

cia. No tenía bienes ni sueldo; todo lo había perdido por las cosas

políticas; mi mesa y mi bolsillo no le escasearon nada; cuanto ne

cesitó se lo facilité de una manera que no pudiese ofender su dig

nidad; pero fué ingrato conmigo. En el año 847 fué nombrado co

mandante general de Jaén y después capitán general de Navarra.

Una recomendación me pidieron para él, la que di con la mayor

confianza de que sería atendida. El que la presentó tuvo el desconsuelo de oír, ai entregar mi carta, "que no conocía mi nombre; que

debía ser una equivocación". Vino después a Madrid, lo encontré

en la calle, quise saludarlo, pero se hizo el desconocido. A los seis

meses de esto cayó en la desgracia; volvió a Madrid, y como enton

ces me necesitaba, tuvo la desfachatez de ir a visitarme; pero yo

le pagué entonces con la misma moneda: es decir, no le conocí,

quedando corrido en presencia de muchos amigos de él y míos que

en mi oficina se encontraron en esta escena. El hombre quedó frío

como una estatua, hizo un saludo y se marchó. ¡Cuántas veces le

pesaría la ingratitud que conmigo había usado ¡Son lecciones que

no deben olvidarse

Corría el año 1847, y con él, como dejo dicho anteriormente,

el nuevo Ministerio Pacheco-Salamanca. Este Ministerio, que repre

sentaba al partido puritano, tomó disposiciones y dio garantías al

partido liberal, dejando a la Prensa sin las trabas de sus anteceso

res.

  Este año era el apogeo de mis publicaciones y de la mayor

importancia política que yo había llegado. En mi casa se confeccio

naban las listas pa ra dipu tados; de allí partían los rayos que debían

alumbrar al partido progresista. Los aspirantes a los altos destinos

de la nación, desde ministros, diputados, senadores y jefes políticos,

todos procuraban mí amistad, mi relación; todos deseaban tener

entrada en mi casa como centro de donde salía la iniciativa de la

próxima situación que al partido progresista se le presentaba infa

liblemente.

Una carta mía recomendando tal o cual candidato para las nue

vas Cortes que habían de elegirse valía el triunfo al que la conse

guía; las circunstancias me colocaban cada día a más altura, me

daban más importancia. Es verdad que yo contaba con la mayoría

de los votantes de Madrid, con los de varios partidos de su provin-

8

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i 14

  Memorias  de Benito  Hortelano

cia y con mis nuevos corresponsales de las demás provincias, que

cada cual se había hecho con una clientela de patriotas por mis

publicaciones, y aunque en menor escala que la que yo ocupaba en

la corte, estaban, sin embargo, en relación de la importancia de

población.

Preparadas las listas electorales, combinadas las candidaturas

para cada distrito, las imprimí por cientos de millares, y pronto

fueron distribuidas por toda la nación. Pocos fueron los distritos

en que trabajé con empeño que no se ganasen las elecciones y sa

liesen mis recomendados.

Naturalmente, todos estos diputados me debían estar gratos, yel nuevo Ministerio progresista que debía entrar me colocaba en

posición de elevarme al apogeo de la fortuna y de las considera

ciones sociales. El Destino lo tenía dispuesto de otro modo. Todo

mi trabajo, toda mi audacia, todo lo que me había hecho de notable

en aquellas circunstancias y las anteriores contra el partido mode

rado, se convirtieron en otros tantos motivos para perseguirme,

para denunciar cuanto imprimía, para arruinarme, en fin.

El partido progresista, o mejor dicho sus hombres notables

que estaban a la cabeza, fueron unos imbéciles, y su imbecilidad

costó muchas lágrimas al pueblo.

La Reina llamó al entonces más autorizado de los progresistas,

D.  Manuel Cortina, hombre sagaz, de talento sublime, orador elo

cuente, para que formase nuevo Ministerio. El partido puritano

había allanado el camino al progresista, y éste ya se encontraba

llamado al Poder. Don Manuel Cortina, hasta entonces respetado

de los progresistas y en quien tenían gran confianza, había cam

biado de sistema, y si bien no estaba con los moderados, no estaba

tampoco con los progresistas avanzados, pues temía que éstos, una

vez en el poder, no respetasen el trono, al que él idolatraba.

Los momentos eran preciosos; no había tiempo que perder,

pues habiéndose sublevado en Galicia respetables fuerzas militares,

la Reina y los moderados estaban acobardados, no veían más solu

ción que echarse en brazos de los hombres templados del partido

progresista. Pero Cortina consintió en suicidar su partido, antes

que armar a la Milicia Nacional, caballo de batalla de este partido

y terror de los retrógrados. Cortina no admitió el Ministerio, y con

esta conducta, nuestros castillos vinieron al suelo. Los puritanos

siguieron y la sublevación de Galicia sucumbió, no sin costar san

gre preciosa.

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Memorias  de Benito  Hortelano  115

Por muchos oonceptos fué fatal a mis intereses esta crisis, y

pronto toqué sus malos efectos.

Entre las publicaciones que tenía en ejecución había una ya

empezada, cuya propiedad había comprado hacía unos seis meses

a D. Pedro Chamorro. Esta obra era la que, con el título   Álbum

del Ejército  español,

  escribía D. José Ferrer de Couto, capitán reti

rado,

  joven de mucho talento y que después ha dado a luz otras

importantes obras militares e históricas.

Chamorro se deshizo de esta publicación por no poder enten

derse con el autor. Diez mil reales le di por la propiedad.

La subscripción de esta obra era numerosa; el sistema que Cha

morro tenía establecido para la subscripción de entregas y cobro

de  las subscripciones era inmejorable; consistía en entenderse direc

tamente con los coroneles de regimiento, quienes, cada tres meses,

libraban órdenes a los apoderados en Madrid para que abonasen

el importe. Como la obra era militar, sólo militares eran los subs

criptores, así que no daba trabajo el recaudo.

Costosa era la impresión de esta obra. Además de los grabados

en

  madera, iba ilustrada con litografías sueltas representando retra

tos de capitanes ilustres españoles, máquinas antiguas de guerra,

figurines de los diferentes trajes o uniformes que el ejército español

ha usado desde las guerras púnicas, o sea desde los egipcios hasta

nuestros días, todo iluminado con los colores que aquéllos usaron.

La redacción también era demasiadamente costosa: por cada 2-,tre-

ga pagaba al señor Ferrer de Couto una onza de oro, y no constaba

sino de dos pliegos en cuarto.

Solamente una buena subscripción, como la que esta obra tenía,

podía hacer que se llevase a cabo. Pero para dar principio a mis

desgracias vino esta obra, que tantas utilidades me prometía, a

ponerme en apuros.

La revolución de Galicia, iniciada por los cuerpos de Milicias

provinciales, dio motivo al Gobierno para disolver estos cuerpos,

en los que nunca tuvo confianza, por haberse distinguido siempre

en sus ideas liberales. En estos cuerpos contaba más subscripción

que en los de línea el

 Álbum del Ejército,

 Con la disolución de ellos,

quedando sus oficiales de cuartel con medio sueldo, perdí cerca

de 500 subscriptores. No era éste sólo el golpe que a mi publicación

se preparaba. Para apagar la insurrección de Galicia, todas las

tropas de línea mudaron de cuarteles, por órdenes precipitadas,

para caer sobre los insurgentes. Precisamente por aquellos días

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n 6

Memorias  de Benito  Hortelano

había yo hecho fuertes remesas de entregas, que importaban corno

cuatro mil duros, y era la primera vez que desde que había com

prado la propiedad de la obra me dirigía a los coroneles. Ni cartas,

ni remesas de entregas llegaban a poder de los coroneles a quienes

iban dirigidas, ni era posible averiguar dónde pararían éstos, por

que todos estaban en marcha. ¡Golpe fatal a mis intereses Por fin,

concluyó la insurrección; pero ¿qué nueva distribución tenían des

pués de esto los cuerpos? No era posible averiguarlo, y sólo des

pués de tres meses pude ir poniéndome de acuerdo con los jefes.

Otra circunstancia se unió a la descrita para que todo me saliese

mal. Se habían establecido unas líneas de mensajerías, las cuales

anunciaron que conducirían los diarios y demás publicaciones a

razón de 30 reales arroba, en vez de 50 que la Administración de

Correos cobraba. Aproveché tan oportuna economía y preparé tan

fuertes remesas de todas las publicaciones que hacía, que subió

la cuenta del flete a más de 3.000 reales. Casi todo lo que mandé

se perdió; la empresa quebró y hasta ahora no he sabido qué se

hicieron de tantos miles de entregas. Pero no era toda la pérdida

el valor de la remesa; otra mayor sufrí, pues claro es que tuve

que mandar de nuevo a los subscriptores sus entregas, para que las

obras no quedasen incompletas, y como esto no se podía hacer sin

volver a imprimir, tuve que hacer impresiones de todas las obras

y de todas las entregas que se habían extraviado. Estas reimpresio

nes eran un entorpecimiento para los trabajos de la imprenta, pero

no quedaba otro remedio, porque los subscriptores, con justicia, no

querían recibir nuevas entregas sin que antes se les remitieran las

atrasadas. He aquí entorpecido en todos conceptos mi sistema de

trabajo en la imprenta. Por una parte, tenía que volver a gastar

en lo que ya se había gastado, seguir el curso de los trabajos ordi

narios, y, sin embargo, no podía reanudar ni lo atrasado, que era

mucho, ni lo perdido, ni lo que iba almacenando, sin poder remitir,

hasta concluir la reimpresión. No bajarían, entre unas y otras cosas,

de 18.000 duros lo que tenía en esta disposición. Los apuros cre

cían, los compromisos de papel, fundioiones, etc., vencían; los suel

dos semanales de los operarios había infaliblemente que cubrirlos;

los autores no es gente que pueda esperar; todo, en fin, venía como

una maldición sobre mis hombros.

Apelé a lo que todos apelan en semejantes casos: al crédito.

Tomé dinero del Banco, tomé del banquero francés M. Albert, y,

por último, caí en manos, según las necesidades y compromisos,

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Memorias  de Benito Hortelano  i 17

de usureros vampiros, que me chupaban el sudor de mis desvelos,

de mi incansable actividad, de mis brillantes disposiciones especu

lativas. Salí de apuros por el momento; pero fué para echarme el

dogal al cuello con los exorbitantes intereses que tenía que abonar.

Todo ello era nada si yo cobraba después lo mucho que en las

provincias me debían; pero como se demoraban las impresiones y

las nuevas entregas las iba almacenando para remitirlo todo junto,

pasaron tres o cuatro meses contestando a las infinitas reclama

ciones de los corresponsales. Por fin llegó el momento de remitir

todo;

  respiré, y a los pocos días ordené que las, oficinas formaran

las cuentas para extender los giros. Hechas éstas, extendidas las

letras, las desconté en el Banco, como de costumbre, al 5 por 100

de descuento, encargándose este establecimiento de su cobranza

en todas las provincias. A mucha mayor cantidad ascendían las

letras que lo que yo había tomado en plaza; así, pues, respiré y me

entregué a descansar algo y a curarme de una enfermedad que de

tanto leer y trabajar había contraído en la vista, que casi me

encontraba ciego.

Tres meses habían transcurrido cuando del Banco se me pre

sentaron a cobrar más de la mitad de las letras, por no haber sido

pagadas por los corresponsales, con [pretextos unos, con justicia

otros.

  Fatal golpe recibí en mis negocios con este resultado. Los

corresponsales alegaban la falta de pago al haberse retirado los

subscriptores por la demora en las reimpresiones. Los coroneles de

los regimientos, que no habían librado ninguna cantidad, pusieron

por causas: primera, el que la mayor parte de la oficialidad había

sido cambiada de cuerpo o pasado a los depósitos de reemplazo;

y segunda, el no haber recibido completas las entregas, estando

unas duplicadas y faltando otras. En fin, toda mi buena estrella

de los años 44, 45 y 46 se había eclipsado.

Sin embargo de todos estos contratiempos en mis publicacio

nes,  me iban sosteniendo los muchos trabajos que de particulares

imprimía, que me producían para hacer frente a los gastos de las

obras de química y

 Álbum,

  que eran las que no se costeaban. Perosi me atrasaba en cuanto a la falta de fondos disponibles para

hacer frente a tanto compromiso, en cambio iba llenando los alma

cenes de tomos sobre tomos, que importaban una fortuna pingüe,

pero muerta por el momento.

En medio de todo este laberinto, mi imaginación no escaseaba

en brillantes pensamientos, oportunos la mayor parte.

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i l 8  Memorias de Benito Hortelano

Ninguna idea que haya sido concebida por mí me ha fallado;

en todas he acertado. Pero en cuantas emprendí entonces y he em

prendido después por consejo de otro, he salido mal; he perdido

tiempo y dinero. En las ideas mías de que he dado participación a

otros,

  dejándoles la dirección, y que han sido las más importantes

que he creado, me han sido fatales. Por eso es, sin duda, por lo

que he huido de emprender lo que otros han puesto antes que yo

en ejecución; soy enemigo de plagiar ideas de nadie.

Se aproximaba el día 2 de mayo, aniversario que en Madrid se

celebra todos los años con gran pompa fúnebre en conmemoración

de las infinitas víctimas que los soldados de Murat sacrificaronen 1808, cuando el pueblo de Madrid dio el primer grito de guerra

contra las hasta entonces invencibles huestes de Napoleón, y se

me ocurrió una idea. Llamé al literato D. Juan Ariza y le di el argu

mento para que escribiese una novela histórica con el título de

El Dos de Mayo,

  en la cual se describiesen los acontecimientos de

aquel célebre día. Ariza comprendió mi pensamiento y lo puso

inmediatamente en ejecución, escribiendo el prospecto en el acto,

pues seis días solamente faltaban para este aniversario, y yo nece

sitaba desplegar mis recursos llamativos al pueblo.

Mandé pintar una docena de cartelones, de 18 varas de lienzo

cada uno, con alegorías alusivas al gran día. Los prospectos tam

bién se imprimieron, y cuando la inmensa población madrileña

acude, a las siete de la mañana, para oír las misas que a campo

raso se dicen y las demás ceremonias dispuestas por el Ayunta

miento, tenía yo fijados en las principales calles que conducen al

Prado, sitio de la ceremonia, los colosales cartelones, y al pie de

cada uno una mesa con un hombre repartiendo prospectos y apun

tando los nombres de los que quisieran subscribirse. El efecto que

causó en el público fué completo; largas listas se llenaron en todas

las mesas; la subscripción estaba asegurada, e inmediatamente em

pecé la publicación, que no tardó más tiempo que el material que

el autor necesitó para escribirla. Brillante resultado me dio este

pensamiento. La novela salió muy buena; Ariza adquirió un buen

nombre, no tan sólo por el mérito de la obra, sino por el modo

improvisado en que había sido escrita y publicada. Dos meses

nada más se emplearon para todo, componiéndose de un tomo

de 500 páginas. Esta novela la he reimpreso en Buenos Aires, en

el diario  Las Novedades,  con gran aceptación.

Después de esta novela recibí una cartita del teniente general

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Memorias  de Benito  Hortelano

9

D.

  Miguel García Camba para proponerme una publicación. Era

ésta las  Memorias sobre la pérdida del Perú hasta la batalla de

Ayacucho,  escrita por el mismo general, testigo ocular de todos los

acontecimientos, como jefe de Estado Mayor que fué del Virrey

Laserna.

Convinimos en publicarla a medias, pagando el general la mitad

del importe de los gastos de impresión. Di principio a la obra, que

consta de dos tomos en cuarto, con un mapa de la América del Sur.

Como no era obra de circunstancias y las cosas de América, en su

independencia, se toman con tanta indiferencia en España, no tuve

sino 120 subscriptores, por lo que nos ocasionó una pérdida de16.000 reales de vellón a cada uno. Esta obra ha merecido justos

aplausos por los que conocen los acontecimientos de la indepen

dencia del Perú, y es leída en América con interés por los mismos

que fueron protagonistas de los hechos que en la obra se relatan,

confesando éstos que la imparcialidad con que está escrita la hacen

digna de todo crédito, sobre lo mucho que americanos y extran

jeros han escrito sobre aquellos sucesos.

Si yo hubiese tenido los conocimientos que hoy sobre esta parte

de la América, las  Memorias  del general Camba me hubiesen pro

ducido mucha utilidad; pero ignorando completamente la importan

cia de estos países, para donde era escrita, no mandé ni un ejemplar

a la América del Sur.

Lo que no puedo convenir es que, conociendo el general Camba

los países en que la obra interesaba y estando interesado como yo

en que circulase y produjese, no me aconsejase mandar ejemplares

al Perú, Chile, ¡Bolivià y Río de la Plata, y por su consejo y con

cartas de recomendación me hizo mandar 400 ejemplares a la isla

de Cuba, de los que se vendieron apenas 20, y 300 a las islas Fili

pinas, los que no dejó introducir el capitán general, diciendo "que

no convenía enseñar a los colonos el modo cómo la América se

había emancipado". Estos 300 ejemplares, después de una trave

sía de 6.000 leguas, volvieron a Cádiz, de donde no quise reco

gerlos por no abonar los fletes de vuelta y gastos que habían oca

sionado. Supongo que tanto estos 300 ejemplares como los 400 que

remití a la isla de Cuba se habrán perdido o apolillado en los cajo

nes.  Poca importancia di yo a esta publicación, así que no sentí

entonces la pérdida de unos ni otros; había sido un mal negocio, y

no quería ni acordarme de él. ¡Qué error tan grande

El año 1851, cuando conocí Buenos Aires y tuve noticias enton-

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1 2 0

Memorias  de Benito  Hortelano

ees de la importancia de las poblaciones del Pacífico y que existían

las personas autoras de los acontecimientos, comprendí el valor de

la obra; pedí a Madrid me remitiesen todos los ejemplares que se

encontrasen. ¡Diecinueve fueron los únicos que pude conseguir

Apenas anuncié en venta esta obra, los 19 ejemplares fueron ven

didos. Leída y conocida, tuve pedidos infinitos en Buenos Aires,

que no pude satisfacer. Si esto sucedía en esta ciudad, ¿cuántos

miles se hubiesen vendido en el resto de la América del Sur? ¡Así

son las cosas Mil quinientos ejemplares imprimí, a cuatro duros

cada uno, en Madrid, y a ocho he vendido en América los pocos

que tra je; por consiguiente, puede decirse que tiré a la calle 10 ó

12.000 duros que debí sacar de producto de lo que no supe aprove

char por falta de conocimiento y por descuido del general Camba.

Por esta misma época estaba también engolfado en las empre

sas de minas. El descubrimiento de los ricos criaderos de la pro

vincia de Guadalajara, a nueve leguas de Madrid, traía trastorna

das las cabezas de media población. Es verdad que los resultados

de las minas de Santa Cecilia, M ala Noche, Luisita, Fortuna y otras

no eran para menos, porque la plata que producían hacía pecar

al más enemigo de estas empresas. Las miles de Sociedades que

se formaron corrían parejas con los millones que se invirtieron en

hacer pozos y seguir filones improductibles. Yo caí en la tentación

y empleé algunos miles en acciones; pero no fueron del todo infruc

tuosos, porque esto me proporcionaba el hacer todas las impresio

nes mineralógicas, que, por cierto, no fueron pocas ni mal paga

das.  Saqué mucho más del trabajo de impresiones que lo que gasté

en acciones; pero si hubiese andado más cuerdo, yo habría descu

bierto la verdadera mina con mis tipos empleados en servir a los

locos mineros.

Diarios políticos, periódicos literarios, periódicos científicos,

revistas de teatros, obras de ciencias, de artes, de agricultura, etc.,

etcétera, hacían crujir las prensas noche y día, y otros derroches

para poder dar cumplimiento a tanta aglomeración de trabajo.

Mi establecimiento era un infierno de gente, toda empleada en tan

tas labores, desde el literato más encopetado hasta el más humilde

menestral. Grabadores en acero, en madera; litógrafos, dibujantes,

todos tenían ocupación en mi casa en esta época. Cada sábado

subían las cuentas a 1.000 ó 1.500 pataoones, sólo en pagos de

empleados.

Como en mis empresas no he sido sólo guiado por los deseos

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Memorias  de Benito  Hortelano

1 2 1

de hacer fortuna, sino que siempre han ido encaminadas al bien

de mi patria y del partido que he creído buenamente era el que

podía hacer la felicidad y engrandecimiento de la nación, combiné

un proyecto, con el cual daba impulso a la literatura nacional.

Bien sabía que el tal proyecto no me había de producir utilidades

positivas; pero, en cambio, me acompañaba el orgullo de que la

historia de mi país me dedicase una página como el iniciador y

fundador de la novela española moderna. El proyecto era reunir

a todos los jóvenes literatos e invitarles a escribir novelas españo

las,  comprometiéndome a ser editor de todas las que escribiesen,

abonándoles, según su mérito, el importe de su trabajo. Un gran

número de literatos acudieron a mi llamamiento; se celebraron va

rias reuniones en mi oficina, les expuse el plan, se discutió y acor

daron todos los puntos que debían establecer para el orden de la

publicación; se nombró una Comisión censora o revisora de los tra

bajos que fuesen presentado y, por último, se discutió y escribió

el prospecto. El título que se adoptó fué el de "La novela nacional"

o "Biblioteca de novelistas españoles modernos".

Pronto vio la luz pública el prospecto con los nombres de los

autores que componían la Sociedad y los títulos de las novelas con

que debía darse principio. No correspondió el público a tan patrió

tico pensamiento; apenas alcanzó a reunir 500 subscriptores. Sin

embargo, no desmayé, porque ya dejo dicho que no me llamaba la

ambición al dinero en esta empresa. Se dio principio con una novela

de D. Juan de Ariza, titulada  Las tres Navidades,  producción bas

tante regular. A ésta siguió una de D. Juan Martínez Villergas, titu

lada

 El sistema tributario.

Aunque sabíamos muy bien que el género de Villergas no era el

de la novela, porque es incapaz de seguir un plan en ninguna obra

seria, se acordó publicarla la segunda de la colección porque su

nombre solo era una garantía para atraer subscriptores que costea

sen la empresa. Efectivamente, apenas se anunció cuando las subs

cripciones llovieron de todas las provincias.

Di principio a la publicación del Sistema tributario; pero como ni

había formado plan de la novela, ni se podía contar con original

para dar las entregas ofrecidas, pues Villergas es el hombre más

perezoso que hay debajo del sol, me aburría día a día, que tenía

que andar tras él para que escribiese; por fin se publicaron cuatro

entregas; pero al llegar a la quinta no fué posible hacerle escribir

una línea más, concluyendo por decirme que no sabía qué giro dar

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Memorias de Benito  Hortelano

a la novela, porque ya había matado a los personajes. Aquí quedó

la novela de Villergas y también la empresa, porque no era pru

dente empezar otra sin haber concluido esta empezada; los subscrip

tores no lo hubieran tolerado.

Si yo no llevé a cabo tan patriótica empresa, cúlpese a Villergas,

o más bien a la mala estrella que ya me perseguía. Otros han veni

do después que la han realizado, y hoy la novela española ha

llegado al apogeo del

1

  buen gusto literario.

A fines de 1847, como a mediados de octubre, el célebre y

malogrado joven Sixto Cámara, muerto en 1859 en la frontera de

Portugal, en donde estaba emigrado por demócrata, de cuyo partido era jefe, y al ir a ponerse al frente de una sublevación que

debía estallar en el castillo de Olivenza, fué descubierto por las

autoridades españolas, y estando para caer en sus garras, pudo

huir, muriendo sofocado en medio de un monte. Este joven me pro

puso la publicación de un diario popular-económico. Llevaba un

plan escrito, me lo leyó, me gustó y me abrió campo para mejorar

el proyecto de una manera que quedó asombrado del giro que yo le

di a su primitiva idea.

No habían conocido en España hasta entonces, ni han conoci

do después, publicación que se le iguale en su economía, sistema

y condiciones especiales. El título con que lo bauticé fué  El Parte.

Las condiciones eran: tamaño medio pliego de papel común en

una tira a modo de lista de fonda, con dos columnas cada página,

y constaba de dos de éstas. El papel era verde; hora de salida, las

doce del día. Las materias de que se componía, las mismas que

los diarios grandes, pero en extracto; cada noticia no debía pasar,

la que más, de cinco líneas; era, en fin, un índice de los demás

diarios de la corte, de las provincias y del extranjero.

A Sixto Cámara le señalé un sueldo, y entre él y yo, al amane

cer, en el orden que iban llegando los 27 diarios políticos que en

tonces salían en Madrid, tomábamos cada cual una sección y dá

bamos principio al extracto. Las noticias de artículos de importan

cia, después de la sucinta reseña, añadíamos: "Véase tal diario;

merece leerse."

Para que todo fuese económico, y calculando que había de tener

mucha subscripción, que excedió en mucho a mis cálculos, avisé a

unos cuantos estudiantes de cirugía del Colegio de San Carlos, que

en número de más de 4.000 cursan allí, la mayor parte pobres, sin

más recursos que lo poco que les dan como sirvientes de algunas

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Memorias  de Benito  Hortelano

  I23

casas,

  o como barberos, escribientes, memorialistas, etc., a que se

dedican y con lo que pasan los cinco años de estudios y práctica.

Pronto se me presentaron 20 estudiantes, a quienes propuse el em

pleo de repartidores, dándoles 30 reales mensuales por el reparto

diario y con la condición de estar en la imprenta todos los días

a las doce para tomar los números. No tardaron en aceptar mi

propuesta, que para ellos era una canonjía, ofreciéndome tantos

estudiantes como fuesen necesarios. A los pocos días necesité has

ta 36 águilas, que otra cosa no eran aquellos famélicos aprendices

de matasanos, Gilblases modernos.

Lo más esencial para el pronto y buen éxito de esta empresa

era combinar el modo de anunciarla, que en esto consiste el éxito

de buen o mal resultado de lo que se quiere llegar a noticia de

todos y que a todos halague y caigan en la red por curiosos. No

anduve lerdo en el sistema de anuncios.

Hice pintar unos cuantos lienzos con el siguiente cartel:  "El

Parte.-

—Publicación  a vapor. Diario universal, útil a los ricos,

indispensable a los pobres.—¡Dos reales vellón al mes —Sale a

las doce del día."

Estos cartelones, con letras colosales, los arreglé en forma de

estandartes, leyéndose por delante y detrás. Cada cartelera iba

conducida por dos peones, cada uno sosteniendo una vara como

de 12 pies de larga. Detrás, un muchacho, con una gran cartera,

repartiendo prospectos y dando gritos. En las esquinas y parajes

más conocidos paraban; los muchachos gritaban, el pueblo se api

ñaba, los prospectos volaban y en dos días no hubo habitación de

Madrid que no tuviese noticia de la nueva publicación.

Dieciséis mil subscriptores contaba al tercer número el diario

El Parte  en sólo la población de Madrid. Noventa y seis repartido

res salían de la imprenta cada día para distribuir a los numerosos

subscriptores el diario.

Como esta empresa tan repentinamente se había formado y

tomado proporciones colosales, me veía embarazado para estable

cer en mi casa las oficinas necesarias, estando, como estaba, tan

aglomerado con otras publicaciones.

Concurría al café del Recreo, adonde, como dejo dicho, nos

reuníamos, un individuo llamado D. Jacinto Escrich, sobrino del

autor del Diccionario de Jurisprudencia. Este señor, hambriento

más que el de Nochebuena, era impertinente hasta el cansancio.

Tenía una agencia de comisiones literarias, o sea casa de subscrip-

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124  Memorias  de Benito  Hortelano

ción, establecida en una cuartito de la Galería o Pasaje de San

Felipe Neri. Hacía tiempo que tras de mí andaba para que le diese

algunas comisiones. Parece que un instinto oculto me aconsejaba

no le hiciese caso y me excusase de aquel hombre. Pero cuando

está decretado que las cosas han de ser, no hay razón en la huma

na criatura que pueda torcer el Destino. La publicación de  El Parte

abrió el camino a los proyectos de aquel hombre, que sin duda

alguna debía de tener meditado en su pensamiento por dónde explo

tarme, pues no era solo ni el primero que como zánganos me ro

deaban para aprovechar una idea mía, una confianza en algún ne

gocio, para saciar sus intentos ambiciosos. ¡Hombres incapaces de

crear, pero hábiles en engañar

Al punto que vio mi nueva empresa y que tanto estaba alboro

tando en la población tan peregrina idea, ya se pegó a mí ofre

ciéndome, como siempre, sus servicios. Me pareció muy a propó

sito su agencia para poner allí la de  El Parte,  evitando el entor

pecimiento que debía causarme en mi casa. Convine con él en que

se hiciese cargo de la administración del diario, se entendiese con

repartidores, reclamaciones, avisos, etc., abonándole un 5 por 100.

Todos los días, a las doce, le remitía el número de ejemplares

necesarios y él los entregaba a los repartidores con mucha actividad

e inteligencia. Los primeros días, y aun el primer mes, andaba solí

cito,  me adulaba, se venía a la imprenta, se ofrecía a ayudarnos a

extractar las noticias, madrugaba, se imponía del sistema que tenía

mos Cámara y yo para redactar el diario; en fin, este hombre era,

al parecer, una alhaja que yo no había sabido aprovechar hasta

entonces. Pronto conocí el mérito de esta falsa alhaja, pero des

pués que ya la había comprado.

Al segundo mes de publicación de  El Parte,  habiendo transcu

rrido tres días de fiesta seguidos, en que no hubo diario, mandé,

como de costumbre, los peones cargados con los diarios para la

agencia. A pocos momentos veo entrar a los mismos peones car

gados con los números, diciéndome que en la agencia  tío  había na

die sino un chico; que los repartidores habían salido a repartir

otro diario, del cual el muchacho les había dado aquel que tenían

en la mano.

Lleno de sorpresa, no pudiendo adivinar lo que pasaba, tomo

aquel papel y veo que es un nuevo diario que, en substitución de

El Parte,  se había impreso en otra imprenta y distribuido a mis

subscriptores. La cólera se apoderó de mí; comprendí la infamia

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Memorias  de Benito  Hortelano

125

que acababa de hacerme Escrich; tomo un par de pistolas, salgo

a buscarle con intención de hacerle pagar caro el abuso de con

fianza que me había hecho; pero en vano: más de un mes transcurrió sin encontrar al malvado. ¡Se había escondido, calculando

los efectos del robo infame que había cometido

El nuevo diario se titulaba  La Carta,  en tamaño de un pliego

de papel común, y en ella se decía a los

  subscriptores

 que en ade

lante los que quisiesen recibirían aquel diario en vez de  El Parte y

por el mismo precio, a pesar que era de mayor tamaño.

Como yo no tenía las listas de subscriptores, ni me entendía con

los repartidores, me era imposible continuar

  El Parte.

  Escrich, para

llenar de algún modo las apariencias de legalidad, si es que cabía

legalidad en lo que había hecho, había copiado la lista de subscrip

tores y dejado en la agencia el libro matriz para que yo no tuviese

motivo de acusarle de robo ante los Tribunales, pues tomado el

asunto en Derecho nada podía repetir contra él, porque lo que cons

tituía el derecho de propiedad era el título del diario y las listas

de subscripción. El había calculado perfectamente su plan, salién-

dole a toda satisfacción; sabía muy bien que no es cosa de uno ni

dos días buscar tantos repartidores, y aunque éstos los hubiera

hallado en el momento, no se aprenden las calles y las habitaciones

con facilidad, por lo que no era posible continuase yo con mi dia

rio a la ventura, teniendo él ganados a los repartidores, que a mí

ni me conocían la mayor parte.

En fin, amigos de él y míos mediaron en este asunto. Me pro

pusieron, de parte de Escrich, que éste me abonaría mil duros en

veinte mensualidades, en pago de los daños y perjuicios que me

había ocasionado, pidiéndome le perdonase. No tuve otro remedio

sino aceptar, que del "agua perdida, algo recogida es algo", como

dice el adagio. Tampoco recogí todo; tuve que contentarme con

pagarés por valor de 12.000 reales vellón y darme por contento.

Me los pagó en veinte meses, a 800 reales mensuales.

Pasados dos meses, Escrich abrió subscripción en las provin

cias, aumentando el tamaño, y a cuatro reales la subscripción en vez

de dos. Las provincias acogieron con el mismo éxito que en Ma

drid lo había tenido, y este diario llegó a ser el más leído de Es

paña. Al año cambió el título por el de

  El Observador,

  y con él

creo aún sigue, después de trece años de publicación.

En el año 51 era tal la importancia que llegó a adquirir por

su mucha circulación, que el Ministerio del Conde de San Luis

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126

  Memorias  de Benito  Hortelano

compró en 16.000 patacones la mitad de la propiedad para que

apoyase su política, y en la venta se convino en nombrar diputado

por la provincia de Teruel a Escrich, con lo que, y lo mucho que

había ganado en la subscripción, ha llegado aquel famélico moscón

que tanto me adulaba y pedía protección a ser un personaje de

la nación. No sé qué puesto ocupará hoy. ¡El mío es bien triste

Con este golpe, tras los que en aquel año había recibido, quedé

incapacitado de seguir adelante mis empresas, por varios concep

tos.  El disgusto que me ocasionó perder en un momento una em

presa que me prometía reponerme de las anteriores pérdidas. La

enfermedad de la vista, que se iba agravando cada día más, y los

vencimientos que estaban al caer y que me era imposible cubrir.

Me aconsejé con algunos amigos; les hice presente mi situación,

los recursos con que contaba, el mucho capital pasivo que tenía

entre imprenta, almacenes y en poder de corresponsales, que impor

taba triplicada cantidad de la que yo debía, y me aconsejaron viese

al principal acreedor, que lo era el banquero Mr. Albert, e hiciese

algún arreglo con él, interesándole en mis empresas. Así lo hice.

Celebramos un contrato, por el cual Mr. Albert se comprome

tió:  primero, a abonar mis compromisos; segundo, a facilitar todos

los fondos que fuesen necesarios para continuar las publicaciones

pendientes hasta su conclusión; tercero, yo debía poner a su dis

posición todos los créditos que tuviese a mi favor; cuarto, seguir

dirigiendo, como hasta entonces, el establecimiento; quinto, míster

Albert cobraría por todos los capitales que anticipase el 1 por 100

mensual, reservándose la intervención en todos los trabajos y ope

raciones hasta que se extinguiesen o amortizasen sus anticipos.

Este convenio fué celebrado a principios del año 48 y en él se esta

blecía una cláusula para salvar las multas de las denuncias pen

dientes, cual era cambiar el nombre de la imprenta, como así se

hizo,

  tomando el de Julián Llorente, que era el cajero de Mr. Albert.

Habiendo sido denunciada la casa del pasadido de San Ginés

por amenazar ruina, trasladamos la imprenta a la calle de Alcalá,

esquina a la de Cedaceros, piso bajo.

Una nueva empresa propuse a Mr. Albert, la que aceptó. Era

ésta la publicaoión de un periódico satírico, que bauticé con el

nombre de  El Tío Camorra, escrito por Villergas. Como era de

esperar llevando el nombre de Villergas, la subscripción fué nume

rosa, de lo que no se alegraba poco el banquero; pero la pluma de

Villergas, en política como en todo, es hiél cuanto produce. Bien

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Memorias  de Benito Hortelano

127

pronto el Gobierno de Narváez, que en el Poder estaba, hizo sentir

sobre nosotros su mano de hierro. Las denuncias se sucedían unas

a otras; varias multas se habían pagado; pero eran ya tantas las

acusaciones, que era imposible hacer frente. Villergas fué preso;

la imprenta, cerrada y embargada, y yo tuve, para evitar lo que a

Villergas le había sucedido, que sacar mi pasaporte e irme a Fran

cia. Un año sufrió Villergas de prisión, y no hubiese salido en mu

cho tiempo a no haber cantado la palinodia, escribiendo una carta

a Narváez desdiciéndose de lo que había dicho en

 El Tío Cam orra.

Como se me han escapado algunos hechos o circunstancias que

referir en la historia de mis especulaciones literarias, voy a recor

darlas.

Tuve sociedad, al empezar mis especulaciones, con D. Fran

cisco Miguel y con D. Francisco Chaves. El primero era cajista y

socio en la publicación de la vida de Espartero. Joven honrado,

pero incapaz para ayudarme en lo más mínimo; fué un socio que,

aunque todos los días iba a la imprenta, no se injería en nada, y

si le tomaba parecer, decía que hiciese lo que se me antojase. Iba

a las dos de la tarde, se sentaba a leer los diarios, a las cuatro se

iba a comer, y no volvía. Cuando necesitaba dinero, me lo pedía,

y cuando vio que la cosa se iba torciendo, me pidió la separación;

le di su parte y quedamos amigos.

Don Francisco Chaves era un joven abogado, sobrino del fuerte

capitalista Mollinuevo. No fué por la imprenta media docena de

veces. Se separó de la sociedad cuando lo hizo Miguel.

Tuve de cajero al capitán retirado D. Apolinario Pellicer, hom

bre honrado. Antes que á él tuve en el mismo cargo a D. Isidoro

León, hermano de mi cuñado Rafael; dejó el cargo para hacerse

editor con D. Luciano Martínez, los cuales publicaron en mi impren

ta un gran diario con el título de  El Anunciador,  y como les fué

mal en la empresa, me quedaron debiendo 9.000 reales, que no he

cobrado.

En la sección de correspondencia y jefe de esta oficina tuve al

capitán de Infantería D. Joaquín Ferrer de Couto, hermano del

autor del Álbum del Ejército.  Era un hombre como de treinta años,

muy formal y caballero. He tenido el sentimiento de leer estos días

(mes de julio de 1860) que había muerto del cólera en Tetuán, sien-

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Memorias  àe Benito  Hortelano

do comandante de un batallón, al frente del cual en la guerra de

África ha hecho prodigios de valor, por lo cual la Reina le había

dado el grado de teniente coronel y la cruz laureada de San Fer-

nand'o. Tenía a sus órdenes, en la oficina de su cargo, a dos herma

nos de mi cuñado Rafael y a un hermano de él, teniente del

ejército.

Había yo hecho venir de mi pueblo a mi hermano Juan de Dios

con toda la familia. A éste lo tuve ocupado en casa, y a sus hijos,

Macario y Lucio, les enseñé el oficio de prensistas, en el que son

excelentes oficiales. También hice venir a dos sobrinos, hijos de mi

hermana Prisca; los coloqué en la imprenta de

  El Castellano.

  El

mayor, Clemente, se hizo un excelente maquinista. El menor, José,

un excelente prensista. Este vino a Buenos Aires con la familia; le

habilité con libros para ir a Entre Ríos, donde se casó en Garali-

guaychú, y me quedó a deber 23.000 reales.

En el año 45 publiqué, en sociedad con D. Nicolás Castor de

Cannedo, comandante retirado, y D. Matías Díaz Avilés, empleado

en la Contaduría de Rentas, el  Cuadro sinóptico de la vida del ge

neral Espartero.

  Este trabajo es de mucho mérito; recibió la apro

bación general (y también sufrí persecuciones por él); mandé ex

profeso al comandante Cannedo a Londres para que entregase en

propias manos un ejemplar, ricamente encuadernado, al mismo ge

neral protagonista. Recibí de éste una carta dándome las gracias,

que es cuanto yo deseaba. En 1848, cuando Espartero volvió a Es

paña, en los pocos días que permaneció en Madrid, fui a visitarle.

En mi vida pienso tener momento más satisfactorio que el que tuve

al entrar en su gabinete. La calle de la Montera, donde residía,

estaba ocupada de un inmenso pueblo, que día y noche allí se ins

taló con objeto de ver al caudillo del pueblo, si alguna vez salía

o se asomaba al balcón; una mirada de él hubiese sido suficiente

para electrizar a aquella población y echar por tierra al Gobierno

de Narváez, que acababa de subir segunda vez al Poder. Subí a su

casa, después de haber antes tomado la venia para ello, porque no

todos tenían esta satisfacción. Estaba rodeado de todos los genera

les,

  ministros y demás personajes del tiempo de su Regencia; ape

nas le anuncian mi nombre, sale del gabinete, se arroja en mis

brazos en presencia de toda su corte, que, admirada de aquella

escena, quedó suspensa, y, llorando ambos, Espartero se dirigió a

los circunstantes diciéndoles: "He aquí, señores, el hombre a quien

debo más en mi vida. Este joven, sin haber tenido relación ninguna

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Memorias  de Benito Hortelano

129

conmigo, sin merecerme ningún favor, ha sabido conservar día a

día en la memoria del pueblo el nombre de este soldado, cuya bio

grafía fiel e imparcial ha publicado. Señores, se lo presento a uste

des como el mejor amigo; séanlo ustedes de él como lo son míos."

Cien mil duros que me hubiesen dado por privarme de aquel mo

mento los hubiera despreciado. Salí al poco rato, porque las visi

tas se iban aglomerando. No había sido en vano el abrazo y cariño

que me manifestó el general Espartero, ni el último servicio que yo

le había de prestar el de la publicación de su biografía. La Pro

videncia me eligió para, tres días después, salvarle la vida.

Cinco días hacía del arribo del Duque a Madrid cuando yo le

visité; cinco días de martirio fueron para Narváez y su partido,

que no podían tolerar a sangre fría las ovaciones que Madrid ma

nifestaba a su ídolo. La Reina, a quien fué a dar las gracias por

haberle vuelto a su patria, le había manifestado su real agrado de

una manera que al partido moderado dio celos. Isabel II no podía

olvidar al hombre que la había dado un trono, que la había dirigi

do y respetado según su dignidad cuando era menor de edad; así

que,

  temiendo Narváez y su partido no muy buen resultado para

ellos de la conferencia con el Duque, le impusieron a Isabel, ya

que prohibírselo hubiese sido ejercer un acto de tiranía, que debía

estar presente el Ministerio en la entrevista; no le agradó a Isabel

esta dictadura, pero como no tenía voluntad propia, se sometió.

Momento terrible sufrieron los ministros presentes a la entre

vista. Isabel, sin acordarse que era Reina y que estaban los minis

tros presentes para recibir con las ceremonias de estilo al ex Re

gente, echó a rodar la dignidad que la rodeaba para dar rienda

suelta a los impulsos nobles del corazón de una tierna y sencilla

joven, saliendo a recibir en sus brazos al anciano guerrero, con un

torrente de lágrimas que de sus ojos saltaban. La escena fué tierna,

como puede serlo la de un padre con su hija que luengos años han

estado separados por las desgracias.

Este fué un golpe fatal para el Ministerio. Apenas salido el

Duque de la cámara de la Reina, se reunieron en Consejo para

acordar los medios de preservarse de la tormenta que les amena

zaba. Aquellas demostraciones de la joven Reina eran hijas de su

corazón; no era posible torcer su inclinación hacia el Duque, y pe

dir el destierro de éste era exponerse a una negativa y aun a caer

de la gracia de la Reina, que podía despedirlos y llamar al Poder

a Espartero.

9

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i3o

Memorias  de Benito  Hortelano

¡

 Oh,  extravío de los partidos y hasta dónde conduce a los hom

bres de más talento y de más alta posición

A los dos días d¡e la entrevista del Duque con la Reina, fué

invitado aquél para que honrase con su presencia una nueva ópera

que se ponía en escena a beneficio de la primera dama, la Varo

Borio, excelente

  prima donna

 de

 primo cartello.

 El Duque no pudo

evadirse, porque la artista en persona le había invitado y llevado

la localidad. Él bien hubiera deseado no asistir, porque se había

propuesto no presentarse en público para evitar las demostracio

nes a que su presencia daría lugar, y había encargado a los amigos,

y a mí particularmente, que interpusiésemos nuestras buenas rela

ciones con el pueblo para disuadirle no hiciese demostraciones que

pudieran tener malas consecuencias, pues no estaba lejano el mo

mento en que, sin derramar sangre preciosa, se consiguiese lo que

apetecíamos.

En fin, el Duque dio su palabra de ir al teatro. Apenas se supo,

toda la población acudió a tomar las localidades; pero con extra-

ñeza se observó que, al abrirse el despacho, no había ya localidad

en venta.

Estaba yo en el café esperando la hora de la función; me dirigí

al teatro, que por la publicación de diarios siempre he tenido en

trada y localidad franca. Yo notaba en la numerosa concurrencia

ciertas caras sospechosas, tipos no acostumbrado a verlos en los

teatros ni entre el pueblo liberal. Empecé a conocer algunos ofi

ciales de la guarnición vestidos de paisano, cosa que en España

no se acostumbra, pues le está prohibido al ejército vestir de pai

sano.  Todo me parecía misterioso; el corazón me latía de ansie

dad. En esto se acerca un amigo, que entonces supe pertenecía

a la Policía secreta, me llama aparte y me dice: "Si quiere usted

hacer un servicio a Espartero, si quiere usted salvarle la vida,

apresúrese a avisarle que no venga al teatro, porque le van a

asesinar. Acabo de saber por un compañero (soy de la Policía se

creta con objeto de servir al partido progresista/) que todas las loca

lidades las ha comprado el Gobierno, que las ha repartido entre los

oficiales enemigos de Espartero, entre la Policía secreta y emplea

dos de más confianza. El plan es, cuando esté en el palco el Duque,

gritar unos: "¡Viva el Regente del reino ", y otros: "¡Muera ", y

en el momento de la oonfusión apagar el gas y asesinar a Es

partero."

No bien acabó de hablarme, cuando, como una exhalación, partí

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Memorias  de Benito  Hortelano

I ? I

a la casa del Duque, cuya distancia desde el teatro del Circo será

como de 15 cuadras. Ya el coche estaba esperando; subo la escale

ra, llamo a un ayudante amigo, le pregunto si el Duque va al teatro;

me dice que está vestido para salir; todo trémulo, le digo: "Amigo,

hágame el favor de decir al Duque que no vaya al teatro, que le

van a asesinar; que es Hortelano, su amigo, el que le pide, por

Dios, que no vaya." Bajé la escalera precipitadamente para ir a

avisar a cuantos amigos encontrase y que éstos avisasen a cuantos

pudiesen, dándoles cita para defender la casa del general, pues

calculaba que, saliéndoles fallida la tentativa del teatro, no sería

extraño que tratasen de asaltar la casa. En menos de dos horas ya

estaban las inmediaciones del alojamiento del Duque defendidas

por más de mil ciudadanos, dispuestos a perecer todos antes que

nadie hubiese pisado el umbral de su puerta.

La función del teatro no empezó hasta las nueve y media, espe

rando la llegada del Duque. Pronto se esparció la voz entre los

conjurados de que había sido avisado, y salió lo que yo calculaba,

que fué combinar allí mismo el asesinato en su casa, yendo grupos

gritando: "¡Viva Espartero "; pero no contaban con que yo había

andado más prevenido que ellos. Así, pues, antes que concluyese la

función, algunos grupos de la Policía secreta aparecieron fingién

dose del pueblo, dando gritos al llegar cerca de la casa del Duque;

pero el mismo que antes me había avisado lo uno me previno de

lo otro, y yo a mi vez corrí la voz. Quisieron pararse a la puerta de

Espartero, invitando al pueblo allí reunido a subir a felicitarlo;

pero sufrieron el desengaño del desprecio, aconsejándoles se mar

chasen si no querían perecer en el momento; no esperaron la se

gunda amonestación.

Espartero, al día siguiente, salió de Madrid para sus posesiones

de Logroño, adonde permaneció, retirado de los negocios políticos,

hasta 1854.

En 1846 nació mi hijo segundo, a quien puse por nombre Beni

to,  y que murió a los catorce meses. Fué bautizado en la parroquia

de San Ginés.

El 15 de febrero de 1848 nació mi hijo Agustín. Fué bautizado

en la iglesia de San Ginés, siendo sus padrinos Agustín y Josefa

Hortelano, primos míos y que no nos habíamos conocido hasta el

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I

3

2 Memorias  de Benito  Hortelano

año 46. El padre de éstos, D. Agustín, era llavero mayor del Pala

cio Real desde el tiempo de Carlos IV. Josefa era a la sazón cama

rista de S. M. doña Isabel II, en quien ésta tenía depositada toda su

confianza, por ser de una misma edad y haberse criado juntas des

de las niñas, pues siendo nacida Josefa en el mismo Palacio Real,

era de las niñas con quienes jugaban Isabel y la Infanta doña Lui

sa Fernanda, hoy Duquesa de Montpensier. Había, además, otros

dos hermanos: Miguel, mayor 'de todos, y Ramón, el menor.

Agustín y Miguel fueron ayos de los Príncipes D. Luis Carlos,

hoy Conde de Montemolín, y D. Juan, hijos del Infante D. Carlos (el

pretendiente). Como desde niños se habían criado con estos Infan

tes,

  cuando D. Carlos, con toda su familia, fueron desterrados, en

1833,  como mis primos eran de la servidumbre, siguieron a los

Príncipes proscriptos en todas sus vicisitudes. Estuvieron durante

la guerra civil en las Provincias Vascongadas hasta la expulsión

de D. Carlos. Les siguieron en la nueva emigración, y en Francia

cada cual tiró por su lado, porque la escasez de recursos no per

mitía a D. Carlos sostener la servidumbre de su clase.

Agustín se dedicó a enseñar el español en un colegio de Fran

cia, volviendo a España y reconociendo

1

  a Isabel en 1845, viviendo

con sus padres en el Palacio Real, pero sin tomar empleo ninguno,

por no faltar a su antiguo señor, a quien él quería y respetaba.

En Madrid se dedicó a dar lecciones de francés, en cuya ocupación

aun continuaba en marzo de este año 1860.

Miguel había seguido la carrera de las armas, llegando al gra

do de coronel de Caballería. En 1848 invadieron España por algu

nas provincias varios generales carlistas con su antiguo estandarte.

El general Arroyo invadió por la frontera de Portugal, y con él

mi primo Miguel. A las pocas jornadas fueron sorprendidos por la

Guardia civil, y en la refriega murió Miguel.

El menor de los hermanos, Ramón, de edad, en 1848, como de

dieciséis años, rubio, ojos negros, linda figura y cara interesante,

se dedicaba en aquella época al estudio de la pintura. Era de ca

rácter nervioso, y lo prueba lo que voy a referir.

Este joven, como todos sus hermanos, había nacido en el Pa

lacio Real y era de la edad, poco más o menos, de Isabel y su her

mana Luisa Fernanda. Como muchacho bonito y travieso y que en

sus primeros años había sido criado y había jugado con estas Prin

cesas, le tenían cariño, llegando a fijarse en él y a entenderse por

señas y papeütos Luisa y Ramón, teniendo aquélla once años y éste

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Memorias de Benito Hortelano  I33

trece, llegando a ser pasión lo que había empezado por niñerías.

Las personas que cuidaban de la Infanta llegaron a comprender que

la niña se apasionaba de Ramoncito y que a las horas que éste

salía para ir al colegio procuraba la niña salir a pasear a las gale

rías para verle pasar, costando algún trabajo el evitar esta entre

vista, pues la niña lloraba y reñía con todos los sirvientes, camaris

tas y ayas que de ella cuidaban. El tutor tuvo que tomar providen

cias para evitar que la pasión tomase otro carácter y al efecto orde

nó a mi tío don Agustín que pusiese a Ramón en un colegio de in

ternos, con prohibición que pudiese ir a Palacio ni aun los días fes

tivos,  pagando los estudios de Ramón de cuenta de la Real Tesore

ría. Al año de esto casaron a doña Luisa Fernanda con el Duque de

Montpensier, y probablemente ya no se acordaría de Ramoncito.

Pero estaba destinado este joven a hacer trastornar los cascos

a niñas encopetadas. Si tuvo como muchacho el atrevimiento de

enamorar a la Infanta su señora, siendo ya medio hombre puso

su puntería en otra Princesa de tan alta alcurnia por parte de

madre como la primera.

Como ya dejo dicho en otro lugar de estos apuntes, la viuda

de Fernando VII, doña María Cristina de Borbón, tuvo varios hijos

con D. Fernando Muñoz. Toda la prole de Cristina, después de los

primeros años de la lactancia, la tenía consigo, habiendo sido una

sección retirada de Palacio destinada para Muñoz y sus hijos. Las

habitaciones que ocupaban eran las que habían sido para la familia

del Infante D. Carlos, en el cuartel que cae al Campo del Moro.

Los dos primeros frutos de Cristina y Muñoz fueron hembras.

La mayor, hoy Condesa de los Castillejos, tenía catorce años el

año 1848, que es cuando pasó lo que voy a referir. La otra herma

na era de trece, pero ambas muy desarrolladas.

Criadas en Palacio con Isabel y Luisa Fernanda, eran también

de la reunión de niños que, con los de varios hijos de empleados,

hacían sus comedias y otras diversiones. Ramoncito también había

jugado con ellas y, por consiguiente, tenía esa amistad que se en

gendra entre los niños en los primeros años; esa confianza que, a

pesar de la distancia que por la posición ha de separarlos después,

no deja de quedar un germen de cariño fraternal.

Cristina, en su emigración del año 40, se llevó consigo a toda

la familia; así, pues, la reunión de niños se deshizo o se redujo.

Volvió el año 44, y el 45 sus hijas con el padre. Ya no fueron a

habitar al Palacio Real, sino a uno conocido por el palacio de la

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í^4  Memorias de Benito Hortelano

calle de las Rejas, propiedad de Cristina. Está este palacio casi

a 300 varas del Real y a la inmediación del Real Monasterio de la

Encarnación, en donde moran las monjas de esta Orden, protegidas

de Cristina.

La ausencia de cinco años transcurridos desde la emigración

de Cristina parece que debía haber borrado de la memoria de sus

hijas al joven Ramón y que a éste debía haber sucedido lo propio;

pero sucedió todo lo contrario. Ramoncito era ya mocito, y bonito;

la Condesita de los Castillejos también iba piñoneando. Como a

los seis meses de llegadas a Madrid, estas niñas volvieron a ver

y reconocer a Ramón yendo un día a paseo en coche con sus ayas,

Como dos locas sacaron la cabeza por la ventanilla del coche y

empezaron a saludar a Ramoncito, quien, viéndolas tan lindas y

tan amables, siguió tras el coche saludándolas.

No le era posible encontrar ocasión a menudo para ver a las

niñas, pues no salían todos los días, ni Ramón podía adivinar la

hora y días o paseos donde irían. Fué transcurriendo tiempo, las

niñas creciendo, Ramón siendo casi hombre. Algunas veces logra

ron verse, hacerse señas, y la vista, que es el mejor telégrafo de

los enamorados, les daba bastante inteligencia para comprenderse.

Cristina volvió a emigrar el año 47 y no volvió con sus hijas

hasta mediados del 48, después que pasó la tormenta revolucio

naria de aquel año.

Ya en esta ocasión tuvo Ramón oportunidad de ver a su adora

da casi diariamente, y aunque no podían hablarse, sin embargo se

entendieron, y después buscaron modo de hablarse diariamente,

aunque por poco tiempo.

Ramón me ha contado que, no sabiendo a cuál de las dos her

manas dirigirse, pues a las dos a la vez no era posible enamorar,

participó a un amigo lo que le sucedía y le pidió le ayudase, ha

ciendo el amor a una de ellas. El amigo a quien consultó era un

condiscípulo de dibujo, de más edad que él y que sabía lo que iba

a hacer, pues Ramón seguía aquel asunto como cosa de muchacho,

como una niñería de los primeros amores; pero el otro le empezó

a conducir por una senda más escabrosa y que ofrecía resultados

muy graves.

La fortuna o la casualidad les deparó ocasión de ver a las

niñas diariamente. Como dejo dicho, el Monasterio de la Encarna

ción está a inmediaciones del palacio de Cristina. Pasaban todos

los días, a las diez de la mañana, a oír misa con sus viejas ayas.

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Memorias  de Benito  Hortelano

135

No faltaban a ella Ramón y su amigo, y a la entrada o la salida,

con gran disimulo, ponían en las manos de las niñas billetitos amo

rosos. No fueron lerdas las muchachas; les contestaban en la mis

ma forma y por los mismos medios. Tenían por costumbre, des

pués de la misa, pasar a visitar a las monjitas, lo que hacía que

los muchachos pasasen solemnes plantones esperando que saliesen

de la visita para volver a ver a sus adoradas.

El amor, primer inventor de las cosas difíciles, que todos los

obstáculos vence y da alas a la inventiva, pronto ¡iluminó a los

amantes para encontrar la senda deseada, y el secreto les fué reve

lado a las inocentes niñas.

Un día que, como de costumbre, entregaron y recibieron la co

rrespondencia amorosa, en la carta dirigida a Ramón le decía la

Condesita que, para poder hablarse todos los días, hiciesen una

solicitud a las monjas pidiéndolas permiso para entrar en los claus

tros a copiar los ricos cuadros que allí había, y que estaba segura

no se lo negarían.

En el mismo día hizo Ramón, con su compañero, la solicitud,

exponiendo que, siendo dos jóvenes estudiantes de pintura y sa

biendo existían obras de gran mérito en el convento, les permitie

sen ir a copiarlas cuatro horas al día. Las monjitas concedieron el

permiso, y al punto los dos enamorados pintores llevaron las pale

tas y caballetes al claustro.

Helos ya en el colmo de sus deseos a ninfas y mancebos. A las

nueve de la mañana los aprendices de pintor daban principio a sus

operaciones artísticas, habiendo antes procurado captarse la vo

luntad de las monjitas, que los admiraban por su aplicación y por

que, siendo tan jóvenes, oían varias misas todos los días.

Las ayas, con sus discípulas, como de costumbre, después de

la misa, pasaban al claustro para ir a visitar a las madres. Natu

ralmente, las niñas procuraron, como por casualidad y curiosidad,

detenerse adonde estaban los jóvenes pintores, haciéndoles varias

preguntas sobre el mérito de los cuadros, sobre sus estudios y

si tenían mucha afición. Esto era día a día, lo que hizo que las

ayas también tomasen confianza con los muchachos, tanto más

cuanto que conocían a Ramón y a toda la familia. Esta intimidad

fué llegando a términos que las ayas pasaban su hora d¡e visita

mientras a las niñas las dejaban correr por los claustros y ver tra

bajar a los pintores, como ellas decían.

El negocio fué tomando proporciones serias. Una hora de asue-

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i3<5

Memorias  de Benito Hortelano

to   de pintores y Princesas engendró mayor cariño y un verdadero

amor. Sabían unos y otras que aquellos amores no podían ser con

sumados por el matrimonio, pues las distancias lo impedían. Pero

lo que la cuna separa, el amor lo acerca. No sé (porque no pre

gunté nunca a Ramón quién fuese el autor) quién propondría, de

los enamorados, el plan que pusieron por obra. Era éste del modo

siguiente: Las muchachas debían ir poco a poco sacando dinero de

la caja de la madre, el que darían a los pintores. Cuando ya tuvie

ron muy buena cantidad reunida, ellos debían preparar coches, bien

comprándolos o bien alquilándolos. Ellas, cuando todo estuviese

listo, robarían la llave de la puerta del jardín que da a la calle,

por donde una noche se escaparían, tomarían los coches y, reven

tando postas, llegar a Francia y en el primer pueblo de aquella na

ción casarse, y, ya efectuado el matrimonio, decían ellas, nuestra

madre tendrá que aprobarlo.

A punto estaba de llegar a su término tan atrevido plan, por

que las niñas habían entregado algunas cantidades en billetes de

Banco a los enamorados mancebos. También tenían ya en su poder

la llave del jardín, que por hacer poco uso de aquella puerta no

habían echado de menos. También se habían provisto de algunas

alhajas; ellas iban más de prisa en el negocio que sus amantes,

pues éstos, en vez de comprar coche y preparar lo necesario, gas

taban el dinero en francachelas, amores, juegos y diversiones, y

como la mina producía cada día en mayor abundancia, no pen

saban mucho en el rapto.

Sucedió un día que, estando a la puerta de la iglesia esperando

fuesen las niñas, porque las monjas les habían prohibido continuar

las copias, llegaron con sus ayas, y la mayor, Condesa de los Cas

tillejos, con una mirada hizo comprender a Ramón que ocurría

alguna cosa desagradable.

Entraron en la iglesia, y la Condesita dejó caer un papel, que

pronto fué recogido por Ramón. Sálese a la puerta para leerlo, y

era un billete de  5.000  reales vellón, en cuyo dorso había el siguien

te escrito: "Ramón, hemos sido descubiertos en nuestros proyec

tos;

  escóndete por unos días, que no te vean por aquí." Iba a do

blarlo para guardarlo, cuando por detrás le toman la mano y le

arrebatan el billete. Era D. Francisco Chico, inspector general de

Policía secreta del reino. "Venga usted conmigo, mocito", le dijo,

y le condujo a la Policía. El otro compañero había sido preso tam

bién al salir de la iglesia.

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Memorias de Benito Hortelano  137

Sería la una de la tarde cuando un agente de Policía se pre

sentó en mi casa con la orden de que me presentase en la Jefa

tura política. Fui inmediatamente, y me encuentro con mi primo

Ramón, allí detenido. Me explicó lo que le había sucedido, rogán

dome avisase en su casa para que no estuviesen con cuidado y die

ran algunos pasos para sacarlo.

Don Francisco Chico me llamó aparte y me dijo: "Este joven,

su primo, ha hecho una muchachada, pero él no tiene la culpa;

otro gandulón que está allá dentro es el autor de la diablura. Diga

usted a D. Agustín que vaya a verse con S. M. doña María Cristi

na para dar un corte a este asunto, que no conviene se trasluzca

nada."

El resultado final de esta historia fué que el joven pintor salió

al día siguiente desde la Policía conducido en posta para Roma,

pensionado por el tesoro del Real Patrimonio. A Ramón le pregun

taron qué carrera quería seguir o qué empleo quería fuera de la

corte, para que saliese también. El pidió una charretera en Caba

llería; le fué concedida en el acto y destinado a Badajoz. Pero el

pobre viejo D. Agustín, su padre, se echó a los pies de Cristina,

pidiéndola no le quitase de su lado a su querido hijo, el menor de

todos; se le concedió, con la condición de que Ramón no había de

pasar ni aproximarse al palacio de Cristina en 500 varas, y que si

alguna vez encontrase en la calle el coche donde fuesen las niñas,

habría de esconderse en la primera tienda o zaguán que hubiese,

de modo que ellas no le viesen.

Poco tiempo después encontró el coche con las niñas; dice

Ramón que no le dio tiempo a esconderse, y las niñas, como locas,

sacando la cabeza por la portezuela, se deshacían para llamarle.

A consecuencia de esto, fueron conducidas a un colegio fuera de

Madrid.

En la revoluoión de 1854 Ramoncito, ya hombre formal, se dis

tinguió como jefe de una barricada, mereciendo grandes elogios

por las proezas que hizo en aquellas célebres jornadas. Hoy se

halla de administrador de Correos en Logroño.

Y ya que he tenido ocasión de hablar de mis primos, diré que

Pepita fué jubilada, con el sueldo íntegro, en 1848, cuando Narváez

entró de nuevo en el Ministerio, por ser la camarista de más con

fianza que la Reina tenía, y para quien no guardaba secreto, lo que

no convenía al Gabinete y política que se inauguró, cambiando la

servidumbre de Palacio, poniendo gente que sirviese a las miras

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Memorias  de Benito  Hortelano

rastreras die aquella pandilla, aislando a la Reina, ¡que hasta los

Reyes son desgraciados y se ven humillados, contrariados y priva

dos de las personas en quienes tienen su confianza La pobre Isa

bel no ha sido dueña, hasta 1855, de disponer libremente de su

voluntad.

En obsequio a esta buena señora diré lo que sé, para que quede

aquí consignado que, si ha sido calumniada por su conducta de

aquella época, se sepa la verdad de las cosas y desmentidas las

calumnias.

Yo tenía interés en averiguar por aquellos años la conducta de

la Reina, de quien me habían hecho comprender que era una infame

mujer, de malos instintos y peor corazón. Los partidos no se paran

en medios para denigrar y desfigurar las cosas más sagradas. Me

había hecho enemigo de la Reina, porque a ella culpaba de todo lo

que sucedía al partido progresista; la tiranía que ejercían los minis

tros,  la persecución del pueblo, todo sobre ella caía.

La circunstancia de haber hallado estos parientes, que ignoraba

tenerlos, únicos que de mi apellido hay, o al menos no conozco tal

apelativo, me puso en posición de poco a poco ir interiorizándome

en las cosas palaciegas. Procuré estrechar las relaciones con mis

parientes nuevos; mi prima Pepita, tan amable como discreta, mos

tró con mi señora y conmigo tanta clase de atenciones y confianza,

que llegamos a tratarnos como si desde niños nos hubiésemos cono

cido.

  Todos los días que le tocaba libre de servicio, que eran tres a

la semana, pasaba yo a Palacio a visitarla y, como es consiguiente,

del parentesco y la intimidad me aproveché para informarme de

las costumbres de Su Majestad, por ver si realmente eran las que

los enemigos decían.

Debo confesar, en honor a la verdad y al de tan distinguida

señora, que quedé maravillado con lo que Pepita me contaba de las

cualidades de Su Majestad. Desde las operaciones más inocentes

hasta los asuntos de Estado más importantes rae imponía mi prima,

todo lo cual voy a consignar aquí.

Isabel II, en aquella época, y creo que lo mismo hará hoy, por

que es costumbre antigua en los Reyes y grandes señores, se levan

taba a la una del día; al despertarse llamaba a Pepita o a la que

estuviese de guardia para vestirla. A las tres de la tarde la llevaban

el desayuno, que generalmente era café con leche y tostadas. A las

cuatro, en tiempo de invierno, salía a paseo, que generalmente era

al Prado ó al real sitio del Buen Retiro, donde se apeaba del

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Memorias  de Benito  Hortelano  139

coche, y con su camarera paseaba, hasta las cinco, entre la concu

rrencia de aquellos paseos y como particular, sin aparato, sin escol

ta, ni más acompañamiento que un correo de gabinete, que siempre

iba a caballo al lado del coche, por si se ofrecía algún mandado.

En aquella época, casi siempre, estando el día bueno, ella guiaba

los seis caballos del coche, cosa que manejaba con suma destreza,

pues no es cosa sencilla esta operación con caballos tan briosos.

Otras veces salía a caballo, acompañada del correo y un caballe

rizo,  a los que solía poner en duro aprieto, por montar mejor caba

llo que ellos, eligiendo por capricho y audacia, para ir a caballo, de

los más briosos y ariscos. Está reconocido por los mejores picado

res de Madrid que era el primer jinete de España; raya en locura

lo que hacía a caballo por calles y paseos empedrados, en que el

menor descuido podía costarle la vida, como ha acontecido a más

de un caballerizo en los paseos de esta señora.

Al anochecer se retiraba a su Palacio. A esta hora la esperaba

el maestro de piano; dos horas duraba la lección. A las nueve

tomaba la lección de arpa, una hora. A las diez empezaba el estu

dio de alemán, que en aquella época estudiaba, sabiendo ya el

francés, inglés, italiano y latín, con los demás estudios, que en su

infancia había recibido, propios de su clase. A las once tomaba

algún alimento y acto continuo empezaban las lecciones de litera

tura con D. Ventura de la Vega. A las doce de la noche se reunían

los ministros y pasaban al despacho de los negocios en Consejo

presidido por Su Majestad, los que se retiraban a la una, después

de acordados y firmados por la Reina todos los asuntos del día

sometidos a su aprobación; pero si había debates en el Consejo

o asuntos de importancia, el Consejo seguía la sesión hasta ter

minar, a las dos o tres de la madrugada o más.

Cuando no había más asuntos que los ordinarios, al retirarse

los ministros pasaba Su Majestad a la reunión de confianza, de

familia, donde la etiqueta desaparecía, al menos en las cosas de

fórmula, pero con el respeto debido a un Monarca, por más franco

que éste sea. La reunión de confianza se componía de D. Ventura

de la Vega, su maestro de literatura, como dejo dicho; de D. Flo

rencio La Hoz, su maestro de piano; de D. Indalecio Soriano Fuer

tes,  maestro de canto; de algunos artistas que solía invitar; de sus

antiguos maestros de pintura, y de; las señoras de su servidumbre.

Esta reunión, que era diaria, duraba hasta las tres de la mañana, y

en ella se cantaba, tocaba el arpa, piano, se componían versos, se

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i^o  Memorias  de Benito Hortelano

disertaba sobre literatura, historia, música, pintura y cosas fami

liares; sobre costumbres del pueblo, desde las más bajas hasta las

de los encopetados aristócratas, no faltando, como es consiguiente,

la murmuración, según más o menos enemigos eran los circunstan

tes de los que murmuraban. A las tres de la mañana, cuando se

retiraban los tertulianos, pasaba Su Majestad al comedor, donde

era servida la comida. Según mi prima me ha contado, Isabel comía

poco,

  que no se sentaba para comer, sino que le iban presentando

platos é iba picando de unos y otros, según le agradaban, no em

pleando para esta operación más de un cuarto de hora; pero tenía

el capricho de comer cosas frugales a cualquiera hora, sobre todo

en tiempo de frutas, que se las hacía servir sin aparato; se las

presentaban en un plato y en él una libreta de pan, del cual, con

las manos, cortaba la parte de abajo; tomaba la fruta en las manos

y el pan debajo del brazo, y paseando, saltando, riendo y conver

sando con sus camareras se lo iba enguyendo, con el apetito que

un muchacho tiene al salir de la escuela. Generalmente, si pedía

de comer fruta o alguna otra cosa, es porque al pasar por las calles

ha visto puestos de alguna fruta o comiendo algún pobre jornalero,

y aquello que había visto comer, y de la misma manera que lo vio,

lo hacía ella. En el invierno, sentados a la chimenea sus tertulianos,

les preguntaba qué comía el pueblo, qué clase de condimento hacían

y los que se usaban en cada provincia, y apenas se iban las visitas,

con sus camareras ponía en ejecución lo que la habían explicado,

convirtiendo en una cocina el gabinete, y ella en cocinera, dándose

tal maña, que sacaba excelentes los guisos que se proponía imitar,

de los que todos los presentes tenían que comer y dar su parecer,

que, como es consiguiente, debían decir que estaban exquisitos.

Desde las tres, que comía, hasta las siete de la mañana, que se

quedaba dormida, dedicaba estas horas a la lectura de los diarios,

haciendo que siempre la presentasen los de la oposición, que leía

primero, y después alguno ministerial, con los que se reía por la

adulación y el modo de desfigurar las cosas, llamando la atención

de Pepita, que era la que le acompañaba hasta dormirse y con

quien tenía confianza, sobre la política de unos y otros diarios,

diciendo que cada cual exageraba las cosas a su modo, pero dando

más crédito a los de la oposición, de los cuales tomaba algunas

notas, que aprovechaba para dirigir algunas indirectas a los minis

tros cuando le convenía.

Isabel II estaba impuesta de todo, y si no ha manifestado sus

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Memorias  de Benito  Hortelano

141

brillantes cualidades e intenciones con todos sus deseos es porque

la han tenido sometida y rodeada, por las intrigas de la moda, de

una atmósfera que no la ha dejado respirar. Por lo demás, ella leía

todo lo que se publicaba en contra del trono, todos los folletos que

contra ella se escribían y contra su madre, y todas las novelas

modernas de más mérito. Cuando se prohibió en España la lectura

del  Judío errante  y  Los misterios de Paris,  al día siguiente de

haber firmado el decreto que sus ministros la presentaron, a peti

ción de los obispos, encargó a mi prima la comprara estas obras,

las que leyó con no poco gusto, riéndose de sus ministros por haber

dado oídos a los obispos para esta prohibición, que ella, en su con

ciencia, n'o creía justa. Esta era la vida ordinaria que doña Isabel II

hacía en los años 47 y 48.

Cuanto se dijo por los partidos de aquella época respecto a su

conducta es completamente falso. Durante el Ministerio Salamanca-

Pacheco disfrutó esta señora de toda libertad, pues estos minis

tros no la opusieron traba alguna, dejándola que libremente dis

pusiese de sus nobles instintos. Por eso en aquella época se captó

la voluntad del pueblo, que antes la odiaba. Ella, apenas libre de

las cadenas de la madre y de Narváez, dio el decreto para que el

Duque de la Victoria volviera a España, con cuyo decreto el pue

blo se olvidó de todo lo que antes la vituperaba, y queriendo

darla una muestra de agradecimiento y manifestarla que aquel era

el camino que seguir debía, se improvisó una ovación popular,

saliendo la iniciativa de mi casa. En pocas horas se fabricó una

magnífica corona, se imprimieron millares de composiciones poé

ticas por los poetas que acudieron a mi imprenta, cuyas composi

ciones, conforme iban escribiéndolas, mis cajistas las pasaban a las

cajas,

  y de allí a las prensas. Compré algunos docenas de palomas,

las que, con cintas colgadas al cuello, impresos en ellas los votos

y peticiones del pueblo, debían serle arrojadas en el coche.

A las cuatro de la tarde salió Su Majestad a paseo, como de

costumbre; el pueblo, avisado por mis agentes, había invadido las

calles por donde debía pasar. Se nombró una Comisión en mi casa

para que, en nombre del pueblo, entregara los versos y corona,

dirigiéndola un discurso alusivo al objeto. La Comisión se compo

nía de D. Miguel Agustín Príncipe, D. José Satorres, D. José María

Ducazcal, dándome a mí la presidencia, como iniciador de la mani

festación.

Media hora antes que Su Majestad saliese de su Real Palacio

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Memorias  de Benito  Hortelano

nos colocamos en la cabecera del Prado, delante de la fuente de

la Cibeles, con todas las cosas preparadas. Pronto conocimos que

la Reina había salido de su Palacio por el movimiento y aclama

ciones del pueblo que, en numerosas oleadas de flujo y reflujo,

llenaba la espaciosísima calle de Alcalá.

Por fin llegó Su Majestad, acompañada de su prima Doña Cris

tina de Borbón, hija del Infante D. Francisco, sin más acompaña

miento que un correo y el caballerizo Barrutia. Iba en un elegante

y ligero lando abierto, tirado por seis caballos, cuyas bridas dirigía

ella. Los comisionados nos pusimos delante del coche, rodeados por

un inmenso público. Su Majestad paró los caballos, y aproximán

donos a la portezuela de la derecha, yo la entregué la corona en

nombre del pueblo; otro arrojó las palomas dentro del coche, que

pronto tomaron vuelo para  abarcar.su  elemento, y el literato D. Mi

guel Agustín Príncipe dirigió a Su Majestad un discurso que la

enterneció, conmoviéndose hasta arrancarla lágrimas, quedando

cortada por la emoción del espectáculo.

Por primera vez se veía aclamada por el pueblo desde que

Espartero había abandonado la Regencia y la España. Cuatro años

hacía que no había visto una cara alegre en las calles de Madrid,

habiendo llegado el desprecio en que había caído hasta el punto

de no ser saludada por nadie, antes bien había visto en no pocas

ocasiones muestras muy marcadas de desprecio.

Isabel comprendió lo que aquella manifestación importaba; ella

era conforme a sus instintos populares y el amor a sus subditos;

veía que con la política inaugurada por el Ministerio Pacheco-

Salamanca renacía la confianza pública, y que el pueblo la devol

vía el cariño que le había retirado por causa de sus malos conse

jeros.

Aquella noche, que la claridad de la luna convidaba a salir a

pasear, iluminadas espontáneamente las calles de la corte como

en funciones regias, dieron deseo a Su Majestad de salir a caballo

para recorrer la población y ver las iluminaciones. Quería mani

festar al pueblo con su presencia de noche en las calles que tenía

confianza en él y que no temía lo que sus consejeros la habían

hecho creer de que iba a ser asesinada.

Las nueve de la noche serían cuando un pueblo inmenso estaba

agolpado en la Plaza del Real Palacio, esperando se asomase Su

Majestad a los balcones, con motivo de la serenata que se le iba

a dar. Todos ignorábamos lo que de puertas adentro ocurría. La

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Memorias  de Benito Hortelano

H3

Reina había sido atacada de una fuerte convulsión, y por sus meji

llas habían corrido abundantes lágrimas. La causa de todo esto

había sido que, sabiendo los ministros y personajes de mal agüero

los deseos que había manifestado Isabel de salir a pasear entre

el pueblo y dado la orden que la preparasen el caballo, se habían

precipitado para oponerse a su salida, amedrentándola con que

alguna mano oculta la asesinaría. Isabel manifestó toda su energía,

y por primera vez dio rienda suelta a los impulsos de su corazón,

despreciando los consejos de ministros y palaciegos. A tanto llegó

la oposición y amenazas que la hicieron, que del sofoco por no

poder llorar la sobrevino un ataque de nervios y cayó redonda

sobre la alfombra. Vuelta de su desmayo, insistió en su idea, y ya

no hubo medio de contenerla. Bajó las escaleras, montó en su

brioso alazán, con sólo un correo de acompañamiento. Apenas pisó

el caballo las piedras de la plaza, que como un sacudimiento eléc

trico se conmovió la muchedumbre al grito de "¡Viva la Reina "

Dama y correo fueron tomados en brazos del pueblo y en triunfo

conducidos por las calles de Madrid, hasta las once de la noche.

Las emociones que Isabel disfrutó aquel día no hay palabras

para describirlas; ellas han sido el recuerdo en no pocas ocasiones

de la política obscura y tenebrosa, que no tardó en apoderarse del

Real Alcázar, en la que la pobre Isabel sufrió en secreto tanto

como el pueblo padeció de allí en adelante. Y, sin embargo, impo

sible pareció a los que no están iniciados en las intrigas de la

Corte, que siendo Reina, libre y poderosa, no pudiese seguir la

política que ella quisiese adoptar; pero ésta es la verdad, y a no

constarme como me consta lo que ella padecía, no teniendo en

quién desahogar su pecho, sino en su camarista y amiga Pepita,

en quien depositaba sus más secretas afecciones. Esta misma con

fianza que Su Majestad tenía en mi prima fué la causa de que, ape

nas caído el Ministerio Pacheco-Salamanca, la nueva camarilla que

entró la separó del servicio de la Reina. Esta se opuso; pero, como

ya tengo dicho, los Reyes constitucionales no pueden nombrar ni

manifestar afecto hacia sus fieles servidores, por más simpatías y

confianza que en ellos tengan. Lo único que pudo hacer en favor

de Pepita fué que se la jubilase con el sueldo íntegro.

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t/j,|  Memorias  de Èenito  Hortelano

Retrocederé al año de 1844, en que dejé a la política, con todos

los horrores de la nación, por el golpe de Estado de González

Bravo y caída de Olózaga.

González Bravo y Domènech, dos de los más furibundos cam

peones de la democracia, fueron los que más encarnizadamente per

siguieron a sus antiguos correligionarios políticos. Narváez, como

capitán general de Madrid, tenía la fuerza; organizó una Policía

secreta, compuesta de los más célebres bandidos de España, que,

con el nombre de  Ronda de capa,  era el terror de los liberales.

Zaragoza, la ínclita ciudad de los valientes, levantó en 1844 el

estandarte de la rebelión. Vanos fueron sus esfuerzos, pues aisla

da por no haber secundado ningún otro punto su movimiento, al

fin sucumbió. Algunos cientos de sus nobles hijos abrieron el ca

mino a los millares que debían seguir después para las islas Fili

pinas.

El partido liberal de Madrid, así como el de toda España, tanto

los que se habían mantenido fieles a Espartero como los ilusos de

la coalición, conspiraban incesantemente para derrocar a los intru

sos moderados, que, cual aves de rapiña, se habían apoderado de

los destinos del Ejército y del manejo de los tesoros, con tanta

inmoralidad, que daba vergüenza ver a unos hombres que habían

entrado hambrientos insultar al pueblo con el boato y riquezas que

en tan corto tiempo habían acumulado.

Esfuerzos inauditos hizo el partido progresista para derrocar

a los nuevos tiranos; pero como éstos disponían del Tesoro, no

les faltaron falsos liberales que vendiesen a sus compañeros, y de

este modo fracasaban todas las tentativas que se preparaban. De

esta manera y en fracciones iban diezmando las filas progresistas

de los hombres de acción y dirección, encarcelando a unos y em

barcando a otros para Filipinas. Yo concurría a todas las reunio

nes secretas de los progresistas, tomando una parte muy activa

en sus trabajos, imprimiendo proclamas con gran riesgo de mi ca

beza e intereses y con no poca suerte de no haber caído nunca en

manos de la Policía, como vi a tantos otros compañeros corfduci-

dos a los calabozos. Algún ángel bueno velaba por mí, pues no

ignoraba el Gobierno, como dejo dicho en otro lugar, la parte acti

va e importante que yo tomaba; pero nunca me sorprendieron como

a otros, ni encontraron pruebas con qué perseguirme.

Por espacio de tres años las reuniones tenían el carácter de

Sociedades masónicas, como, en efecto, lo eran; pero esta institu-

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Memorias  de Benito  Hortelano  145

ción degeneró en Sociedades políticas, como generalmente han de

generado en todas partes, por lo que sólo sirven para encumbrarse

algunos ambiciosos bajo capa de humanidad, fraternidad e igual

dad. El Gobierno dio en perseguir estas Sociedades, sorprendiendo

algunas Logias, apresando a los que en ellas estaban reunidos, no

pudiendo tomar el hilo de las demás ni de los nombres de los her

manos porque todos teníamos nombres supuestos y hasta los diplo

mas se extendían con el nombre que cada cual había elegido, que,

por lo común, era histórico. Yo pertenecí a la masonería con el

nombre de Daoiz,  en obsequio al del héroe de este nombre que su

cumbió el 2 de mayo de 1808 al frente de la insurrección del pue

blo madrileño contra las huestes de Napoleón I, en el Parque de

Artillería, como capitán de este Arma y jefe de la insurrección.

Ya que tengo ocasión de hablar de la masonería, diré algunas

palabras sobre esta institución en España y lo que será en Buenos

Aires dentro de poco, a pesar del entusiasma con que ha sido intro

ducida. En España fué introducida el año de 1820, cuando se pro

clamó la Constitución. El Rey Fernando VII, como todos los per

sonajes de aquella época, se hicieron masones, siendo Fernando el

más caluroso defensor de esta institución. Al entrar los 100.000

franceses en España para derrocar la Constitución contaba la So

ciedad con 600.000 masones perfectamente organizados y de acuer

do en todas las provincias. Los directores de la Sociedad o Oran

Oriente impartieron órdenes para que en un día dado y a una hora

convenida se arrojasen los masones contra los franceses y los pa

sasen a cuchillo. El plan estaba perfectamente combinado, y no

hay duda que si se hubiese ejecutado hubiese sido un aconteci

miento sin ejemplo en la historia del mundo, al que ni las vísperas

sicilianas ni la de San Bartolomé contra los hugonotes pudieran

compararse.

Pero los crédulos masones no contaban con las traiciones, ni

habían pensado en que Fernando VII y sus adeptos conspiraban

contra la Constitución y eran los que habían llamado a los fran

ceses. Así, pues, como que las primeras dignidades de la Orden,

desde el Monarca hasta los generales con quienes contaba, reve

laron el plan, y en vez de la orden que los masones debían ejecutar

se dieron órdenes secretas por el mismo Rey a los generales fran

ceses indicándoles qué personas debían asegurar en cada pobla

ción, como así lo ejecutaron, siendo presos millares de individuos

de dignidad masónica días antes del plazo señalado para la catas-

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Memorias  de Benito  Hortelano

trofe.

  Así se vio, después de derrocado el sistema constitucional

ser perseguidos los fracmasones con un encarnizamiento horroroso

por el Rey y los falsos masones, que no tuvieron escrúpulo en faltar

al terrible juramento de fraternidad.

Lo mismo nos sucedió en nuestras Logias. Todo iba bien mien

tras se preparaban los medios para hacer la revolución; pero cuan

do ya estaba todo dispuesto para dar el golpe, eran sorprendidas

las Logias y destruidos los trabajos por el Gobierno, mandando a

Filipinas unos cuantos individuos cada vez que se descubría la

conspiración. Los diarios clamaban venganza contra los revolucio

narios, alentaban al Gobierno, lo elogiaban por su exquisita vigi

lancia por mantener inalterable el orden público.

De este modo pasábamos de una en otra conspiración, teniendo

siempre el mismo resultado. No podía ser menos, pues el Gobierno

tenía espías en las Logias y eran precisamente aquellos que más

trabajaban, que más interés tomaban, que no faltaban a ninguna

reunión, y, por consiguiente, el Gobierno sabía hasta la última

palabra que se hablaba.

Sin embargo, no pudo el Gobierno introducir espías en todas

las Logias, porque en las que estaban compuestas de artesanos,'

gente del pueblo, jamás pudo conseguir ganar un individuo de estas

Logias. ¡Como que el pueblo no aspira a los empleos

Esto daba en qué pensar al Gobierno, pues temía, y no sin

fundamento, que siendo estas Logias populares tan numerosas, lle

gase un momento en que no bastase toda la actividad de sus agen

tes ni todas las fuerzas de que disponía si en un descuido lograban

combinar por sí, sin esperar órdenes de las Logias más elevadas,

un plan y se lanzaban a la ejecución. Conocía perfectamente lo

que es el pueblo madrileño una vez lanzado en la revolución, y tan

to como despreciaba a las dignidades masónicas temía a las Logias

populares.

Para prevenir un golpe del pueblo puso el Gobierno en ejecu

ción un proyecto diabólico. En diferentes ocasiones se habían pu

blicado bandos, bajo graves penas, para los que ocultasen armas.

Muchas visitas domiciliarias había hecho la Policía en busca de

armas, pero casi siempre infructuosas. Los armeros no podían ven

der armas sin que el comprador llevase una orden de la Policía.

A pesar de todos los bandos y visitas sin resultado, el Gobierno

sabía que existían más de

 8.000

  fusiles entre el pueblo, porque, al

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Memorias  de Benito  Hortelano

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desarmar la Milicia, de más de 20.000 fusiles apenas llegaron a

10 ó 12.000 los que recogió la Inspección de arm as.

Hizo, pues, que las Logias volviesen a reanimarse, sin perseguirlas. Los agentes secretos activaban los trabajos, y uno de los

medáos que propusieron fué el de que debían establecerse varios

depósitos de armas en distintos barrios para que en el día de la

revolución el pueblo supiese dónde acudir para armarse y muni

cionarse.

Los hombres que procedían de buena fe opusieron algunos incon

venientes para esto, pues las armas que había estaban diseminadas

en muchas manos y pequeños depósitos particulares que para ne

gocio las conservaban. Por otra parte, había pocos fondos para

comprar todas las que se necesitaban, y, además, los que las tenían

querían conservarlas en su poder para cuando fuese necesario. Los

agentes allanaron todas las dificultades, exponiendo que, estando

diseminadas las armas, el día que se diese el grito de insurrección

serían presos por la Policía todos los que aisladamente saliesen

armados. Que era más prudente tenerlas en depósitos, de donde

el día combinado las tomarían todos a una hora, presentando

grupos numerosos que pudiesen rechazar las fuerzas del Gobier

no,  y que, por otra parte, si antes de estallar el movimiento era

descubierto, el Gobierno no tenía derecho para aprehender a los

ciudadanos (indefensos, aunque estuviesen reunidos en grandes gru

pos cerca de los depósitos. En cuanto a los fondos, se podría con

traer un empréstito ion las firmas de los principales directores, y

que ellos tenían un banquero que estaba dispuesto a facilitar lo

que se precisase, dejando comprender en monosílabos algún nom

bre,  con cierto misterio y encargando sigilo, porque si traslucía el

banquero que su nombre era conocido se negaría.

Como las personas que esto proponían eran de las encopetadas

y que pasaban por más patriotas, fué acogido el proyecto con

grandes aclamaciones y se dispuso poner manos a la obra.

En pocos días se pusieron los fondos necesarios a disposición

de los directores incautos. Los agentes del Gobierno fueron comi

sionados, como autores de la idea, de comprar las armas y esta

blecer los depósitos. Para dar confianza a las Logias populares,

bien pronto los depósitos habían sido establecidos y llenados con

cajones de fusiles y municiones, que salían del Parque nacional.

Cuando ya había armas en todos los depósitos (eran 16), muy ufa

nos,  los comisionados pidieron una reunión general de los jefes de

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IJ.8  Memorias  de Benito  Hortelano

todas las Logias para imponerles de lo que se había trabajado y

para que cada Logia nombrase un miembro con objeto de enseñar

les los depósitos para que supiesen dónde estaban éstos y sirvie

sen de punto de reunión el día que se designase para la revolución.

Claro es que esto inspiró confianza a todos, y aun los más des

confiados cayeron en el lazo. Recibieron los comisionados las feli

citaciones y plácemes de la reunión por su gran actividad e inteli

gencia en el desempeño de la misión que les había sido confiada.

Se acordó que de allí a dos días se haría la visita de los depósitos,

y se acordó también que todos los pequeños depósitos que hubiese

y las armas que tuviesen los patriotas fueran conducidas a los

depósitos generales, abonando a cada ¡uno el importe de las que

entregara, pues no es justo, decían, que se deshagan de su propie

dad sin recompensa del importe.

Los comisionados de las Logias, con los de los depósitos, se

reunieron a los dos días, y con toda impavidez, como quien no

teme nada, recorrieron los 16 depósitos, conviniendo con los en

cargados de éstos en que por espacio de quince días, de siete a

diez de la noche, estarían abiertos los almacenes para recibir las

armas que llevasen y abonar su importe, estableciendo un precio

según clase y calidad.

En pocos días no cabían las armas en los depósitos; tal fué

el número de ellas que los inocentes liberales llevaron a depositar

con la mejor buena fe, no queriendo cobrar su importe, pues bas

taba el objeto para que de buen gusto las entregasen. He aquí

cómo lo que los bandos con pena de la vida, las visitas domicilia

rias y castigos terribles no habían conseguido, por un plan diabó

lico dejó el Gobierno desarmado al pueblo. No hay duda que el

autor de este proyecto fué sagaz y por él debió el partido mode

rado afianzarse en el Poder, seguro de que el pueblo estaba im

potente.

Con varios pretextos iba demorándose el momento de la revo

lución; unas veces se decía que tal o cual regimiento estaba con

el pueblo y que debía esperarse la oportunidad; otras, que los

agentes de las provincias no lo tenían todo dispuesto para que fuese

simultáneo el golpe. Pasaron tres meses en esta ansiedad, sin resol

verse nunca nada positivo y decisivo.

Cuando más descuidado estaba el Gobierno, un acontecimiento

vino a cambiar la faz de las cosas y pudo haberle costado caro su

proyecto. La revolución de Francia en 1848, con la caída de Luis

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Memorias

  de Benito

  Hortelano  149

Felipe y proclamación de la República, acontecimiento inesperado

y que sorprendió a toda Europa, vino a ponernos a los progresistas

de España en actitud de dar el golpe decisivo. Las Logias se re

unieron, pero fueron aquellas que el Gobierno todavía no había

podido descubrir, pues las de que tenía noticia fueron disueltas por

la Policía y presos muchos de los directores y personas de acción.

Esto desconcertó el que se tomase una resolución pronto y dio tiem

po al Gobierno para sacar sigilosamente las armas de los depósi

tos,  conduciéndolas al Parque y Policía.

La revolución francesa fué el 23 de febrero, y desde ese día

hasta el 26 de marzo el Gobierno había tomado las medidas que

dejo dichas. Sin embargo, nos fuimos reuniendo y poniendo de

acuerdo en diferentes puntos, cada día distintos. Llegó el 26 de

marzo, día señalado para la revolución, contando con los depósitos

de armas. Se dieron las órdenes oportunas para, a la señal conve

nid, armarnos y dar principio a la insurrección. El plan era el

siguiente:

La Reina tenía por costumbre bajar a pasear al Prado a las

cuatro de la tarde; a dicha hora, poco más o menos, Narváez y

otros ministros también concurrían. La Reina iba siempre sin es

cofia. Cuando diesen dos vueltas al paseo, y cuando, después de

ellas,

  la Reina se apease del coche, como tenía de costumbre, los

conjurados a que les había tocado aquel distrito, a un grito de

"¡Viva la libertad ", debían apoderarse, de ella y de los ministros,

conducirlos al Palacio del Retiro, en donde se les obligaría a fir

mar las órdenes que al efecto estaban extendidas, que eran desti

tución de autoridades en toda la Monarquía y nombramiento de

otras progresistas. A la misma señal debían partir los 15 correos

que había apostados y avisar a los distritos para que tomasen las

armas y saliesen a ocupar los puestos señalados de antemano para

que las tropas no pudiesen salir de los cuarteles, apresando o ma

tando a los agentes de Policía que se resistiesen. No podía estar

mejor combinado el plan, pues ya había Ministerio, generales de

distritos y todas las autoridades de la corte, que debían en el acto

empezar a ejercer sus funciones.

A mí me tocó el distrito del Prado, con unos 1.200 hombres que

a él pertenecían. Los jefes de este distrito nos habíamos reunido

a la una del día en una pieza interior del café del Recreo, en la calle

de Alcalá, inmediato a la Puerta del Sol. Desde allí impartíamos

las órdenes y allí las recibíamos de los principales jefes de la

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it;o  Memorias  de Benito  Hortelano

revolución, reunidos en la calle de Preciados, en la redacción del

periódico  El Espectador.

A las tres de la tarde nos dirigimos al Prado, donde ya había

más de 800 de los conjurados, que por una seña nos conocíamos.

No era sospechosa la reunión porque, como acude tanta gente al

paseo, paseábamos también. La señal para nosotros debía ser un

fusilazo en el Parque de Artillería, que está inmediato, y a nuestra

vez dar nosotros el "¡Viva la libertad " para los demás conjurados.

A los que nos había tocado este distrito, unos 200, debíamos ir ar

mados de pistola y puñal, mientras el resto se armaría de fusiles

en una casa cerca del Parque, donde estaba el depósito de aquel

distrito. La Reina y los ministros bajaron, se pasearon; dieron las

cuatro, las cuatro y media, las cinco, y, sin embargo, el fusilazo no

se oía. Ya corría la voz de "¡Traición, nos han vendido ", etc., cuan

do viene un comisionado de la Junta Magna a decir que nos reti

ráramos hasta las seis, porque no se podía dar el golpe del Prado

por ciertas circunstancias, y que esperásemos por las inmediacio

nes del depósito. Igual orden habían mandado a todos los distritos.

Los jefes del Prado nos fuimos, disgustados, al café del Recreo,

dejando furiosos a nuestros subordinados, que nos llamaban trai

dores;

  pero no por eso abandonaron el campo, sino que de allí no

se movieron hasta esperar la señal.

Apenas habíamos entrado en el café y pedido un refresco cuan

do de la guardia del Principal sale un tiro. A la detonación el in

menso pueblo que de curiosos e indiferentes siempre hay allí reuni

do,  la gente que se retiraba de los paseos, las familias indefensas,

todos en tropel huyen; la gritería de "¡A las arm as ¡Viva la

libertad ¡A ellos ", etc., se confundía con los chillidos de las mu

jeres, que a los cafés se acogían. La guardia del Principal, la de

la Aduana y otras inmediatas se ponen sobre las armas, empiezan

a despejar por la fuerza las inmediaciones; la Reina y ministros,

a todo correr, abandonan el Prado, pasando por entre la multitud

de la Puerta del Sol en dirección a sus Palacios. Todo era ruido,

gritería, pero no se oía ni un tiro. Salimos precipitadamente del

café para ir a armarnos con nuestros compañeros, pero éstos venían

huyendo, perseguidos por la tropa, gritan do : "¡Traición ¡Trai

ción ¡No hay fusiles en el depósito; nos han vendido " "Pues va

mos a otros depósitos, que allí sobrarán." Recorremos varias calles,

y por todas partes corría el pueblo en tropel gritando: "¡Traición

¡Traición ¡No hay arm as ¡Nos han engañado "

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Memorias  de Benito  Hortelano

  15

ï

A este tiempo oímos descargas cerradas por la parte del barrio

de Lavapiés; nos dirigimos en aquella dirección, y sólo encontra

mos pelotones de Policía asesinando a cuanto paisano indefenso

encontraban. Oímos descargas hacia la plaza de la Constitución;

allí nos dirigimos, y vemos cercadas todas las avenidas por nu

merosas tropas atacando al pueblo que allí se había reunido ar

mado; eran los del distrito de Lavapiés, únicos que tenían armas

por haber sido depositadas por ellos mismos. No pudimos entrar;

antes corríamos peligro, porque la tropa nos fusilaba casi a que

marropa. Otras descargas oíamos hacia la calle del Príncipe; allí

nos dirigimos; eran 40 valientes que, con los fusiles del teatro, se

habían hecho fuertes y resistían los asaltos de la tropa. Imposible

nos era acercarnos a los grupos del pueblo armado para tomar

armas o ayudarlos; todo fué en vano. Descargas cerradas retum

baban hacia la plaza de la Cebada, y allí nos encaminamos, pero

también fueron inútiles nuestros esfuerzos, porque la tropa asedia

ba todos los puntos donde había pueblo armado.

Riesgos inminentes corrimos aquella noche, buscando el peligro

de uno en otro barrio, asaltados a cada momento por las patrullas

de Policía, que pronto evadíamos su persecución, pues de habernos

tomado hubiésemos sido asesinados, como tantos otros.

Eran las once de la noche cuando nos dispersamos los cinco

compañeros y directores del Prado. Por calles excusadas, para no

encontrar obstáculos, y con paso tranquilo y desarmado, me dirigí

a mi  casa, Pasadizo de San Ginés. Al penetrar por el arco de aquel

Pasadizo, y a diez pasos de mi casa, soy asaltado por los bandi

dos de la "Ronda de Capa". Me asestan al pecho los trabucos, y

en el mismo momento gritos desgarradores se oyen, diciendo: "¡No

lo maten ¡No lo maten " Eran mi difunta esposa y su herm ana,

que estaban en los balcones esperándome con la aflicción que es

consiguiente en una noche de horrores y sabiendo que yo estaba

metido en la revolución. A estos gritos, un infeliz que habían deja

do tendido a pocos pasos creyéndole muerto, aprovecha el momento

en que se habían dirigido a mí, se levanta y echa a correr como un

desesperado. Las armas que me asestaban al pecho las dirigen al

desgraciado, pero no le aciertan; le persiguen, y, aprovechando yo

este accidente, doy un salto y me entro en mi casa, donde ya habían

abierto y bajado a salvarme mi hoy esposa. A veinte pasos de dis

tancia, el pobre sobre quien habían disparado y que se había salva-.

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152  Memorias  de Benito  Hortelano

do de los tiros de la Policia es detenido por un centinela que estaba

en la esquina y que lo recibe con la bayoneta y lo atraviesa.

Voy a hacer una pequeña reseña de los acontecimientos deaquella noche, desde las seis de la tarde hasta las doce. El Club

del barrio de Lavapiés, compuesto de gente del pueblo, valientes,

osados y desconfiados, habían hecho un depósito de armas y mu

niciones, desconfiando de los directores de los otros depósitos. El

jefe de aquel barrio era D. Narciso de la Escosura, joven intrépido,

hermano del ex ministro D. Patricio, nombrado ministro de la Go

bernación en el Ministerio revolucionario que estaba preparado.

Este joven, con todos sus parciales, al recibir la orden que se

dio de esperar nuevas disposiciones, comprendió que había venta,

y, dirigiéndose a los suyos, les dijo si estaban dispuestos a dar el

grito sin esperar más órdenes; todos contestaron afirmativamente,

y acto continuo se armaron, organizaron en varios pelotones y se

dirigieron por diferentes calles, alentando al pueblo para que siguie

se su ejemplo, debiendo ser el punto de reunión de las fuerzas,

después de recorridos algunos barrios, la plaza de la Constitución.

Ignoraban lo que había sucedido de no existir armas en los depó

sitos, creyendo que, una vez lanzados, no había más remedio que

seguir adelante, empujando así a los directores principales para

que se consumase la revolución sin esperar más.

La casualidad hizo que, apenas andadas algunas calles, se apa

reciese el segundo jefe de la Policía secreta,

  Redondo,

  terror de

los progresistas, perseguidor incansable del pueblo, presidiario de

fama por sus crímenes y en quien el Gobierno había depositado su

confianza para sujetar y reprimir al populacho. En mal hora para

él acertó a pasar por la calle de la Encomienda, pues, apenas cono

cido por los sublevados, cayeron sobre él y fué víctima en un se

gundo. De allí un grupo se dirigió a la plaza de la Cebada, donde

se parapetó entre los cajones de aquel mercado, defendiéndose

heroicamente hasta las doce de la noche, que se rindieron. Otro

grupo tomó la plaza de la Constitución; se defendió cuanto pudo

de columna en columna de los pilares, hasta que, disminuyendo su

número al escasísimo de 18, se refugiaron en la casa del Marqués

de Acapulco, salvando sus vidas gracias a este señor, que negó se

hubiese refugiado nadie en su casa, y como la noche era obscura

y el humo de las descargas impedía ver, no insistieron los jefes en

registrar, creyendo se habían evadido por el arco inmediato. Entre

estos 18 había un sobrino mío, José Iglesias, que hoy está en

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Memorias  de Benito Hortelano  153

Gualigirayal·iú y que a la sazón tenía catorce años; pero, como mu

chacho, encontrándose en el momento de repartir armas, tomó un

fusil y siguió a los demás, sin saber qué defendía ni por qué ma

taba.

Una escena digna de haber sido ejecutada en guerra no civil

tenía lugar desde las siete de la noche hasta las nueve de la misma.

Habían llegado a las seis de la tarde de aquel día en la diligencia

de Zaragoza 12 bravos aragoneses llamados para la revolución

por la Comisión Central de Madrid. No esperaron a quitarse el

polvo ni a descansar, sino que, tomando los trabucos de que venían

prevenidos, y que tan bien saben manejar, se lanzaron a la calle

sin saber dónde ni cómo, pues no habían estado nunca en Madrid.

No a mucha distancia de la fonda de las Peninsulares, de la calle

de Alcalá, habían levantado una gran barricada varios diputados

progresistas que estaban en el café de las Cuatro Calles, y en aquel

estratégico punto, con los adoquines que hacinados se hallaban

para empedrar la Carrera de San Jerónimo, y con las mesas y sillas

del café, improvisaron una fuerte barricada de cinco frentes a otras

tantas calles que allí desembocan. El director e iniciador de esta

fortificación era D. José María Orense, Marqués de Albaida, jefe

del partido demócrata español, que posee una riqueza fabulosa

y su nobleza es la más antigua de España. Allí se aparecieron los 12

aragoneses; tomaron sus disposiciones ayudados por 10 ciudadanos

más que se presentaron con armas, pues los demás que en gran

número allí se encontraban no tenían armas, por lo que tuvieron

que retirarse. Un batallón de zapadores, tropa aguerrida, subor

dinada y de honor, fué la primera fuerza que se apareció por la

Carrera de San Jerónimo. Arma al brazo marchaban cuando, al

aproximarse a la barricada, fué barrido el batallón con la metralla

de los 12 trabucos. Vuelven instantáneamente a rehacerse y atacan

a la bayoneta, pero la metralla de los aragoneses derriba las pri

meras filas; vuelve la carga, otra carga y más cargas, y aquellos 12

hombres eran una legión de demonios según el fuego que hacían

y la rapidez para cargar. No les es dado a los zapadores, cuerpo

científico, con jefes de honor, retroceder, y así era que, a pesar de

ir quedando las filas en cuadro, repetían las cargas a la bayoneta,

pues disparar los fusiles era inútil, porque la barricada era muy

alta y de piedras cuadradas.

En esta lucha sangrienta y desesperada estaban cuando una

fuerza de carabineros del Resguardo atacaba por diferentes ca-

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xc  A Memorias de Benito Hortelano

l ies;

  pero a todo acudían los 22 valientes, hasta que, escaladas por

los carabineros las casas inmediatas, lograron dominar las barri

cadas ,  y después de dos horas de combate, tuvieron los 22 héroes

que repleg arse h aciendo fuego hac ia el teatro d el . Príncipe, en

donde, como dejo dicho, había una fuerza del pueblo que, con los

fusiles de las comedias, se defendían. Al amanecer fueron ren

didos.

Sensibles pérdidas sufrieron los zapadores; jefes y oficiales

beneméritos sucumbieron en lucha tan desastrosa y entre hermanos.

La sangre del pueblo también corrió en abundancia; pero más fué

la que se vertió de ciudadanos indefensos asesinados por la Policía.

Lo que ganó el pueblo en este día fueron muchos desengaños:

verse burlado por el Gobierno, que le había tendido la red en la

que incautamente cayó. Mil quinientos padres de familia salieron a

los pocos días encadenados para Cádiz, en donde fueron embarca

dos para las Islas Fil ipinas. La mayor parte han quedado por aque

llas islas, unos muertos, otros trabajando a sus oficios. Algunos

han hecho gran fortuna. También me escapé de ésta. ¡La Providen

cia velaba por mí

El Gobierno de Narváez quedó asegurado en el Poder con aquel

golpe. Fué el único que supo resistir la revolución del 48, porque

en aquellos momentos I tal ia , Ñapóles, Roma, Austria , Prusia, Ba-

viera y otros Estados alemanes habían seguido el ejemplo de

Francia, y en todas partes ios Gobiernos fueron débiles; sólo Nar

váez comprendió el modo de sofocar la revolución, oponiendo la

fuerza a la fuerza y la intriga a las maquinaciones revoluciona

r ias ;  por eso se llamó en Europa tiempo después, cuando la nación

sofocó las libertades,  el sistema Narváez  acuc hillar al pueblo y

conspirar con él, derramando oro en abundancia y con oportunidad.

Pero no por esta lección los progresistas se amedrentaron; an

tes con m¡ás empeño se emprendieron nuevos trabajos. Ya no po

día contarse con que el pueblo tomase la iniciativa, porque no

existía ni una pistola en toda la población; todo lo había recogido

el Gobierno del modo que dejo dicho, y, lo que es más, el em

préstito firmado por varios corifeos progresistas para la compra

de armas tuvo que pagárselo al Gobierno, que era el banquero

que lo había facilitado.

Ahora había que valerse de otros medios; no había más que

ganar algunos regimientos, y tan buena maña se dieron, que se

logró,  aunque también hubo traidores y muchas víctimas,

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Memorias  de Benito  Hortelano  155

Un mes y trece días habían transcurrido desde la revolución

del 26 de marzo. Era la una de la madrugada del 7 de mayo, y un

célebre español, de nombre universal, D, José Joaquín Domínguez,

autor del Diccionario de la lengua castellana que lleva su nombre,

se presentó con 20 individuos, la mayor parte oficiales de su im

prenta y algunos jefes progresistas de reemplazo o inactivos, en

el cuartel del Hospicio, donde se acuartelaba el regimiento 30 de

línea, denominado España. Desde la revolución del 26 dormían en el

cuartel to'dos los jefes y oficiales de los cuerpos, para evitar algu

na sorpresa o porque el Gobierno tuviese alguna noticia de que

se trataba de ganar las tropas. Unos conversando, otros echados

vestidos sobre los catres, estaban todos los jefes y oficiales del

cuerpo, incluso el coronel, cuando se ven sorprendidos por Domín

guez, que entró en la sala de banderas y, encarándoles un trabuco,

les gritó: "Son ustedes prisioneros." Al punto tiran de las espadas

para defenderse, pero inmediatamente entran los conjurados, apun

tándolos. Domínguez les dice: "Es inútil la resistencia; la tropa

está con nosotros, y al menor movimiento que hagan ustedes serán

víctimas; no me obliguen a usar de la fuerza." No quiso quitarles

las espadas, sino que, bajo palabra de honor, debían quedar arres-

tdos,  sin más que un centinela en la puerta.

Mientras esta escena tenía lugar, los sargentos y cabos del

cuerpo hacían vestir a la tropa y formar en el gran patio. Listos

ya, salieron del cuartel mandados por los sargentos en clase de

oficiales, y como coronel, comandantes, etc., los jefes que acompa

ñaban a Domínguez. Sigilosamente se dirigieron al cuartel del regi

miento

  Cazadores de Baza,

  cuerpo también iniciado en la conspi

ración, el cual debía estar formado en la calle para cuando llegase

el de  España.  Efectivamente, formado estaba, no todo el batallón,

sino una compañía, delante de la puerta del cuartel. Los de

 España

hicieron alto, mientras Domínguez se adelantaba para dar la seña

convenida. Hace la señal, le contestan, se aproxima, y en el acto

una descarga a quemarropa es el saludo con que lo reciben. Acto

continuo, de las ventanas del cuartel dirigen descargas sobre el

regimiento de España, el que se repliega y toma dirección para la

plaza de la Constitución, punto convenido de reunión de todos los

cuerpos que debían entrar en la revolución.

Domínguez había sido traspasado por cinco balas, y aunque

tuvo valor para retirarse y ponerse a la cabeza de los de  España,

gritando: "¡Traición ¡Venganza ", a las pocas cuadras cayó exá-

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i^ó  Memorias de Benito Hortelano

nime en la calle denominada de Colón, de donde lo recogieron y

pudo morir en los brazos de su esposa.

Aunque yo no estaba iniciado en esta trama, porque fué pre

parada con mucha cautela y entre pocas personas, sin embargo

la víspera me avisaron que estuviese listo para, si oía tiros a las

dos o tres de la mañana, acudiese a la plaza, donde debía citar a

todos los míos, y allí sabríamos lo que había. Yo vivía a 200 pasos

de la plaza; estuve toda la noche con cuidado, sobresaltado; mi

señora lo conoció, y había tomado sus medidas.

Las tres de la mañana serían cuando oigo vivas numerosos,

música que tocaba el

  Himno de Espartero

  y toda la algazara y

gritería; salto de la cama, me visto a toda prisa; mi señora me

ruega que no salga, que no sea loco, que mire por mis hijos y otras

prudentes reflexiones; nada quería oír; sólo deseaba encontrarme

en medio del peligro, al lado de mis compañeros de causa y de mis

adeptos, pues decía yo: "¿Cómo me juzgarán, qué pensarán de mí

tantos como siguen mis órdenes? Voy a ser escupido, despreciado."

Nada me contenía; las reflexiones de mi esposa creía eran de un

mal amigo. Bajo la escalera, llego a la puerta de calle; ésta estaba

cerrada; vuelvo a subir a casa para arrancar la llave a mi esposa,

pues ella debía tenerla; grito, llora ella, salen las vecinas, y tantas

reflexiones me hicieron y tanta oposición, que por fin me tranqui

licé por un momento, a condición de que uno de mis sobrinos, como

muchacho, se acercase a la plaza y viese en qué disposición estaban

los revolucionarios y las tropas del Gobierno.

Mi sobrino vuelve diciéndome que las tropas del Gobierno erannumerosas; que no dejaban pasar a ningún paisano; que en la

plaza eran muy pocos los ciudadanos que había y sólo soldados

sublevados eran los que se defendían, los cuales a grandes gritos

llamaban al pueblo para que fuese en su ayuda; pero como ¡las

tropas del Gobierno tenían sitiada la plaza, los grupos de paisa

nos que iban acudiendo eran disueltos a balazos al aproximarse;

que estaban colocando piezas de artillería en diferentes entradas

de la plaza para ametrallar a los que estaban dentro.

Esta relación hizo que bajase el termómetro de mi patriotismo,

y tuve por muy prudente esperar a ver qué giro tomaba el negocio.

No se hizo esperar el resultado de la verídica relación de mi so

brino.

  La artillería empezó a jugar contra la plaza de una manera

nada equívoca; los estampidos resonaban sin cesar en diferentes

baterías; pero como la plaza de la Constitución, o Mayor, son cons-

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Memorias  de Benito Hortelano

  157

truídos sus edificios de piedra de sillería, poco daño causaba a

los sitiados; antes bien, éstos, desde los pilares, guarecidos tras

ellos, iban apagando los fuegos de la artillería, no quedando arti

lleros en algunos puntos para servir las piezas a cuerpo descu

bierto; Narváez tuvo que dar ejemplo a los soldados acobardados,

y, apeándose del caballo, él mismo daba fuego a las piezas, que

estaban rodeadas con los cadáveres de los artilleros. Suerte tuvo

este general en salir ileso; varias balas se estrellaron en los caño

nes estando él apuntándolos, sin que ninguna le acertase, al paso

que caían a su lado soldados y jefes. Toda esta intrepidez de Nar

váez y de los que en otras baterías atacaban la plaza era infruc

tuosa; los soldados y los pocos ciudadanos se defendían heroica

mente, y ya algunos regimientos de los que estaban en el complot

empezaban a dar señales muy marcadas de deseo de unirse a los de

adentro, cuando una feliz inspiración del general Lersundi dio el

triunfo al Gobierno. No fué muy honroso el ardid, pero dicen que

en tiempo de guerra todo está admitido y que el triunfo legaliza los

medios. Estaba este general con dos batallones por el arco que lla

man de la calle de Postas, calle tortuosa y que los de adentro no

podían ver las operaciones de afuera, por un recodo que hace allí

la calle. Da órdenes de que las compañías de cazadores, con las

culatas arriba, le sigan y que, al toque de carga de las cornetas,

sigan los dos batallones a la carrera y se entren en la plaza. Acto

continuo pone un pañuelo blanco en la punta de la espada; des

emboca frente al arco gritando a los de adentro: "¡Muchachos,

todos somos unos ¡Viva la Reina " Naturalmente, los sublevados

suspenden el fuego; se abrazan con los cazadores, gritando: "¡Viva

el general Lersundi ", y en este barullo tocan las cornetas que lle

vaba consigo este general, y los dos batallones se precipitan a la

carga dentro de la plaza, tomando por retaguardia a las demás

fuerzas sublevadas y envolviendo a los pobres soldados que se

habían dejado sorprender. Inútil era ya la resistencia, por lo que

se rindieron a discreción.

Desarmado el regimiento de España, fueron diezmados los sol

dados,

  si bien después hubo gracia; pero a los ciudadanos que

quedaron con vida y no pudieron evadirse, en el mismo día se les

formó Consejo verbal y fueron fusilados en las tapias de la Plaza

de Toros.

Así concluyó la revolución del 7 de mayo de 1848, siendo pre-

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i

  ¡8

  Memorias  de Benito  Hortelano

sos muchos ciudadanos y conducidos a Filipinas con sus anteriores

camaradas.

Un acontecimiento digno de notarse hubo en aquella revolución.

Era capitán general de Madrid el general Fulgosio, cuñado de la

Reina Cristina, casado con una hermana de Muñoz. Este hombre,

que había pertenecido a las filas de D. Carlos, tenía un odio al

pueblo liberal de Madrid que no podía disimularlo. El pueblo tam

bién se lo tenía a él, y era uno de los que debían ser sacrificados

el día que la revolución hubiese triunfado. Su mala estrella, como

la que ha guiado a toda aquella familia, quiso que aquel día fuese

la víctima con que se señalase por parte del Gobierno, ya que el

partido progresista había perdido a Domínguez, ¡el ilustre Do

mínguez

Las cinco de la mañana serían cuando Fulgosio, rodeado de

todo su Estado Mayor y en medio de más de 10.000 hombres de

todas armas, se encontraba delante de la puerta del Principal o

Casa de Correos y en el mismo pasaje donde murió el desgraciado

Canterac. Estaba dando las órdenes para el ataque de la plaza;

nadie andaba por las calles, porque la Policía secreta o Ronda de

capa tenía orden de asesinar a todo paisano que saliese a la calle

en momentos de revolución. Un hombre vestido con una chapona

color café y leche, embozado en una capa y con todo el aspecto

de los de la ronda, sale por el callejón del Cofre, frente al Principal.

Debajo de la capa llevaba un trabuco, cuya boca y parte del cañón

se dejaban ver. Los de la ronda le tomaron por compañero y le

dejaron paso. La tropa tampoco le puso obstáculo, ni menos los

jefes del Estado Mayor; todos le hicieron paso al verle caminar

tranquilo en dirección adonde estaba el general, creyendo que iría

a comunicarle asuntos del servicio. Llega al lado de Fulgosio, se

desemboza, amartilla el trabuco y dispara la metralla mortal, que

hace caer del caballo al general, sin vida. Se emboza en su capa y,

a paso tranquilo, vuelve por el mismo camino que había traído, en

medio de la confusión de los caballos, que, al estampido, se habían

asustado, y sin que nadie le detuviese. Tan rápida fué toda esta

operación, tan de sorpresa tomó a todos, que cuando volvieron en

sí ya no encontraron al asesino, por más que la Policía se despa

rramó en todas direcciones.

Aun se ignora quién fuese aquel hombre; ni la más mínima sos

pecha de que pueda ser tal o cuál individuo quedó. Hay quien cree

que aquel hombre no conocía a Narváez, que era contra quien

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Memorias  de Benito  Hortelano  159

él creyó dirigir su trabuco, porque dicen que preguntó quién era el

general, y se dirigió a él y descargó su arma. Se fundan para esto

en que Fulgosio no importaba para nada el quitarle o no la vida)y que la de Narváez podía hacer cambiar la faz de las cosas, por

ser el alma del partido que dominaba y contra quien en diferentes

ocasiones se habían atentado. Es un misterio que nadie sabe

explicar.

Con esta revolución quedó definitivamente asegurado el podéf

del partido moderado, que desde entonces ya no guardó ningún

respeto a las instituciones liberales, entregándose cada día con más

furor a la reacción, llegando hasta preparar la abolición de la

Constitución, estableciendo varios monasterios de frailes y entroni

zándose poco a poco el partido apostólico, apoyado por Cristina,

convirtiendo d Real Palacio en una sentina de intrigas e inmorali

dades, hasta que en 1854 la revolución hizo cambiar de faz el estado

de la nación española, y desde entonces el progreso material y una

libertad bien estudiada han venido a levantar la España a una

altura que hacía muchos años y quizá siglos no había estado.

Algunas circunstancias se me han pasado sobre la política de

los años del 44 al 49, por lo que voy a apuntarlas.

El año 45 fui avisado por algunos amigos para que acudiese

al Prado con todos los que pudiese reunir de confianza de los que

seguían mis avisos. El objeto no lo supe hasta estar en el Prado,

a las nueve de la noche del día designado (que no recuerdo la

fecha). Allí me encontré con muchos amigos, entre ellos Villergas,

D.  José Ortiz, director de El Espectador,  y otros personajes políti-

ticos.

 Como 500 hombres sería el número de los que yo vi por aque

llas inmediaciones; pero muchos más había en otros puntos no leja

nos.  Los amigos me impusieron de lo que se trataba, que era hacer

en aquella noche la revolución, para lo cual el regimiento de Nava

rra, que se acuartelaba en el Pósito, debía dar el grito de insurrec

ción, al que seguirían otros regimientos, teniendo lo demás para

que fuese dirigida lo más perfectamente organizado, evitando, si

era posible, la efusión de sangre.

Las nueve y media serían cuando llegan algunos individuos a

decir que ya estaba todo listo y que podíamos aproximarnos al

cuartel para establecer la junta y que el pueblo reunido se armase.

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16o  Memorias  de Benito  Hortelano

Inmediatamente avanzamos, cuando un tiro en la puerta del cuartel

nos sorprendió, y acto continuo descargas cerradas se dirigían

contra el pueblo desde las ventanas del cuartel. La fuga se declaró

por todas partes, dándonos tiempo para escapar de la bolsa en que

nos habíamos metido, entre el cuartel y las verjas del Retiro. Unos

saltaron las citadas verjas, otros retrocedimos por el paseo del

Prado, y muchos cayeron prisioneros por haber salido una fuerza

por la parte trasera del cuartel, para cortarnos la retirada. Yo, con

varios de los magnates, escapamos entrándonos por la Carrera

de San Jerónimo; Villergas, con otros, no tuvieron tan buena

suerte, porque siguiendo la calle de Alcalá, para el centro, desde

la casa del general Còrdova, la guardia de este general les hizo

varias descargas, cayendo algunos heridos, y Villergas, por un

momento, creyó que también lo estaba, pues del susto cayó a tierra,

donde permaneció un rato, hasta que convencido de que no estaba

muerto se levantó, acogiéndose a una casa de la calle de Cedace

ros,

 donde se hizo registrar para convencerse si estaba o no herido;

pero estaba completamente sano.

Como tantas otras tentativas, que antes y después habían fraca

sado,

  ésta fué de las que el Gobierno dispuso para más afirmarse

en el Poder. Un capitán del regimiento de Navarra, manchando el

honroso uniforme que vestía, fué el pérfido que se había prestado

para este horroroso proyecto, atrayendo al incauto pueblo para

fusilarlo infamemente. Este capitán había buscado modo de ponerse

de acuerdo con los individuos de la Comisión del partido progre

sista, ofreciéndoles su regimiento para dar el primero el grito de

revolución. Todo lo preparó de una manera que parecía no debía

dudarse, y se captó la confianza de la Comisión. Toda esta trama

era seguida y preparada por el Gobierno. Llegó el día convenido,

y sucedió lo que dejo dicho. Sin embargo, no siempre los traidores

se burlan de las víctimas que ocasionan, y en esta ocasión pagó bien

su felonía. El jefe que debía ponerse al frente de las fuerzas suble

vadas, por comisión de los progresistas, había desconfiado del capi

tán y lo había hecho presente a la Comisión directiva; pero ésta

no quiso creerle. Para asegurarse del capitán, el jefe dispuso que

antes que el pueblo se comprometiese, si había traición o no salía

bien el primer golpe, que a la hora convenida saldría del cuartel

el traidor, el cual introduciría al jefe en las cuadras para que se

cerciorase de la disposición de las tropas, y una vez convencido

de que estaba ésta bien dispuesta, entonces entraría el pueblo para

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Memorias  de Benito  Hortelano

  161

armarse con los muchos fusiles que allí había de repuesto. Esto

desconcertó algo al capitán traidor, pero tuvo que c'onvenir, pre

parando al jefe una nueva emboscada, que consistía en introdu

cirlo en el cuartel, y una vez dentro asesinarlo, haciendo la seña

convenida para que el pueblo entrase, y cuando éste estuviese dentro

hacer prisioneros a cuantos hubiesen entrado, incluso los demás

jefes del movimiento, con lo que el Gobierno hubiera logrado un

gran triunfo tomando in fraganti a los que de 'otro modo no le

era permitido sin pisotear las leyes.

El capitán salió a la hora convenida. El jefe le esperaba en la

esquina del cuartel; se tomaron del brazo; ya estaban en la puerta

del cuartel cuando observó la guardia formada y su actitud sospe

chosa; comprende la traición, y sacando una pistola que llevaba

amartillada, sin soltar el brazo del capitán traidor le disparó al

corazón, cayendo redondo en el dintel de la puerta del cuartel,

huyendo al grito de traición, que dio al pueblo que al pistoletazo

acudía, lo que hizo pudiésemos huir la mayor parte, siendo muy

corto el número de prisioneros y algunos heridos.

Después de esta tentativa vino otra, puramente popular, sin

instigación de nadie, sino por efecto de una ley sobre contribu

ciones, conocida por

  El sistema tributario,

  de D. Alejandro Mon.

Esta ley arreglaba el sistema de impuestos, tan desarreglado en

España hasta entonces, y que tan brillantes resultados ha dado,

con la que el derrame de los impuestos es muy conforme a la rique

za y perfectamente distribuida, según los capitales, mientras que

por el sistema antiguo recaía toda la carga sobre la agricultura yganadería.

Esta ley, que tan buenos resultados ha dado, fué la causa de

que los comerciantes cerrasen sus tiendas, los artesanos sus talle

res,  y el populacho se lanzó a la calle, protestando contra aquella

ley, que en nada perjudicaba al pueblo trabajador, pero que era un

motivo para que éste tomase pretexto para insurreccionarse contra

el Gobierno. Poco tuvo que hacer la autoridad para pacificar la

población que, como no había un plan de antemano que los empu

jase, se retiraron a sus casas. Sin embargo, el Gobierno fué dema

siado injusto con aquella pequeña asonada, que ni armas ni barri

cadas ni otras señales de insurrección hubo más que una manifes

tación pacífica. No se sabe de dónde, ni cómo, un pedazo de ladrillo

salió de una casa y fué a dar al caballo del jefe político. La Policía

registró la casa de donde creían había sido arrojado el ladrillo, y

i i

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IÓ2

Memorias  de Benito  Hortelano

como necesitaban una víctima para amedrentar al pueblo, tomaron

a un joven oficial de sastre, lo condujeron a la cárcel, se le formó

Consejo verbal, y en el mismo día fué pasado por las armas. De

las muchas injusticias y atropellos del partido moderado, la muer

te de este pobre sastre no ha tenido ni el menor viso de lega

lidad, y la sangre de este desgraciado fué vengada por el pueblo

en las diferentes revoluciones que se sucedieron, dirigiendo sus

tiros a las autoridades y a los subalternos que más se habían dis

tinguido en la persecución del pueblo. Así se ha visto después

morir el segundo jefe de la Ronda de capa, Miguel Redondo, en la

revolución del 26 de marzo de 1848. En el mismo año, en la de 7 de

mayo, pereció Fulgosio, y en la que se hizo el año 1854 el pueblo

fusiló, haciéndolos antes sufrir infinitos tormentos, a D. Francisco

García Chico, inspector de la Policía secreta de toda España, per

seguidor por más de veinte años de los progresistas, y a su segundo,

llamado  Potito,  que fué un malvado, como también otros muchos

de los más distinguidos por su odio a los liberales, pertenecientes

a la célebre Ronda de capa.

Pero quien ha tenido la suerte de escapar hasta hoy de la ven

ganza popular ha sido el general Narváez; verdad es que en la

revolución del 54 no se encontraba en España, y sin duda debe a

esta circunstancia el tener vida. También ha sido favorecido este

hombre por la Providencia, pues no de otra manera puede pensarse

al no morir en los diferentes atentados que contra su vida se han

dirigido.

A fines del año 44, algunos artesanos de Madrid, hombres de

aquellos que tomando rencor a un magnate o a una causa lo llevan

todo hasta el fanatismo, estaban reunidos en una taberna. La con

versación del pueblo en aquella época siempre era sobre la política,

sobre las persecuciones que sufría el partido progresista por el

partido moderado, y como Narváez era el jefe, contra él recaía el

odio público. Uno de los de la reunión, oyendo las diferentes bra

vatas de sus compañeros, estaba cabizbajo, como hombre que

piensa más que habla. Cansado de oír un día y otro que si Nar

váez sucumbiese, con él caería el partido 'moderado, se dirigió a

los compañeros que tantas bravatas echaban diciendoles: "Compa

ñeros, estoy cansado de oír tanta charla, tanto patriotismo en los

labios y que nadie va a los hechos; menos hablar y más obrar es

lo que se necesita. Si tan patriotas sois, si creéis que con la muerte

de Narváez nuestro partido sube al Poder, si hay dos que me

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Memorias  de Benito  Hortelano

163

acompañen, antes de ocho días Narváez no existirá." Cinco eran

los reunidos, y cinco juraron en aquel momento seguir el plan que

les propusiese para cumplir lo que había dicho.

Seis días transcurridos de este juramento el general Narváez

montaba en su coche y daba la orden a su cochero para que se

dirigiese al teatro del Circo. Acompañábale al general su ayudante

de campo, al que, por una fatal casualidad, o sea providencial

mente, el general le cedió el asiento de la derecha, cosa que

jamás había hecho, ni es político sentarse el inferior a la derecha

del superior.

A las ocho menos cuarto de la noche, enfrentando el coche, que

iba a toda carrera, con el convento de "Porta Celi", fué detenido

por unos hombres que, apuntando los trabucos por la portezuela

del coche, descerrajaron la metralla mortífera sobre aquel rincón

del carruaje, al propio tiempo que por la parte de atrás penetraban

las balas de otros dos trabucos.

Los que habían disparado las armas se retiraron muy tranqui

los a la taberna donde hicieron seis días antes el juramento de

asesinar a Narváez, lo que creían haber conseguido, porque dentro

del coche oyeron el lamentable "¡Ay, me han muerto "

El coche había seguido a todo galope hacia el teatro del Circo,

donde estaban Su Majestad y los ministros. Apenas entró el gene

ral Narváez en el teatro, dio orden para que condujesen a su casa

al herido, después de hecha la primera cura por los médicos que

allí se encontraban. Esparcida la noticia de lo ocurrido, la función

se suspendió por orden de la Reina, y la Policía se desparramó por

la población, en busca de los asesinos. Las tropas fueron puestas

sobre las armas, y las patrullas recorrieron toda la noche. Se pren

dió a algunos ciudadanos por sospecha o para indagar; nada con

siguió la Policía sobre los verdaderos delincuentes.

Al siguiente día fué conducido al cementerio el cadáver del des

graciado ayudante, que un acto de cariño y confianza dispensados

por su general, cediéndole el asiento de la derecha, tan caro le

costó, pues no eran a él dirigidas las mortíferas armas, sino al

general, que, como era natural, debía ocupar el lado derecho del

carruaje. No había llegado para el general Narváez la hora fatal

que cada criatura tiene señalada, como no había llegado todavía,

cuatro años después, que indudablemente las balas que a Fulgosio

mataron fueron cargadas para Narváez, Con razón decía este

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Memorias  de Benito  Hortelano

general "que a Providencia le reservaba p ara concluir con la

demagogia", como así fué.

A pesar de lo que en aquella época conspiré contra el general

Narváez y los de su partido, no dejo hoy de reconocer que si no

hubiesen contenido a las descabelladas ideas liberales de aquellos

años, la España no se encontraría en el grado de prosperidad en

que hoy se encuentra. Narváez fué el regulador de las pasiones

desbordadas, que contuvo ion mano fuerte. Separados algunos lu

nares sangrientos de este hombre, la historia le ha de hacer justicia

como hombre de orden.

Como dos meses habían transcurrido desde este acontecimiento

y los perpetradores eran ignorados del Gobierno. Pero una mujer

fué la causa de que se tomase el hilo para el descubrimiento de

los asesinos. De confianza en confianza pasó de la mujer de un

carnicero hasta los oídos de la Policía, que en una misma hora,

sabiendo los nombres de los cinco juramentados, fueron presos.

Eran dos carniceros, dos carpinteros y un hullero. Conducidos al

cuartel de Santa Isabel, quedaron custodiados por el regimiento

de la Princesa, que lo ocupaba, y que creyeron más seguro que la

cárcel pública.

En pocos días fueron juzgados, pero no tan pocos que no les

diese tiempo para combinar la evasión.

Estaban encerrados los cinco en una pieza diel cuartel, en el

piso tercero, la que tenía una ventana con reja a la calle. Dos días

antes de cumplirse la ejecución de pena de muerte que sobre ellos

había recaído se subieron a la ventana, después de limados los

hierros de la reja y el de los grillos, y con las sábanas se descol

garon.

El momento de esta fuga fué de esta manera: En la comida les

habían introducido limas finísimas, que manejadas por el hullero,

hombre hábil, pronto los grillos y la reja estuvieron en disposición

de no ofrecer resistencia. Los que de afuera los favorecían sabían

día a día el estado de la causa, hasta que se pronunció la senten

cia, que ya sabían de antemano sería de muerte. La víspera de la

fuga les introdujeron un papel en que se les ordenaba que estuvie

sen listos a las doce de la noche, y en cuanto hubiesen relevado

los centinelas a dicha hora se sacasen la verja y grillos; que al

dar el reloj la campanada de las doce y media se descolgasen.

Había en la calleados centinelas, uno en cada esquina del cuartel;

la ventana por donde debían desprenderse estaba en medio, lo que

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Memorias  de Benito  Hortelano

165

hacía difícil el escaparse, porque por cualquier lado de la calle

donde se dirigiesen serían detenidos por los centinelas. Esto era

precisamente lo que corría por cuenta de los que por fuera procu

raban la evasión. Efectivamente; suena la campana del reloj a las

doce y media, y los presos empiezan a descolgarse con las sábanas

enlazadas, y de contrapeso, los catres en el cuarto o prisión. En

este mismo instante dos hombres bajaban por la calle y dos salie

ron por el otro extremo, calculadas tan perfectamente las dis

tancias y el tiempo, que ambos centinelas fueron sorprendidos, no

quedándoles ni movimiento para defenderse ni valor para llamar

a la guardia, pues los puñales estaban cerca del corazón para cla

várselos al menor movimiento. Diez minutos duró la operación

para bajar los cinco presos que, sin hablar a sus libertadores,

tomaron diferentes direcciones. Ya a salvo, los "hombres que habían

sorprendido a los centinelas dejaron a éstos, previniéndoles antes

que no hiciesen ninguna demostración hasta que hubiesen desapa

recido de su vista, porque de lo contrario serían asesinados por

otros compañeros que en las inmediaciones estaban ocultos. Cuando

quisieron volver de la sorpresa y llamar a la guardia, ya fué inútil

la persecución, porque habían desaparecido todos.

Cuatro de los evadidos salieron aquella noche de Madrid y se

salvaron en Portugal. El hullero tenía una linda muchacha, que le

enredó entre sus encantos y le hizo quedarse.

Mes y medio después de este acontecimiento mi esposa me

despierta para que me asome a una ventana que caía frente a las

altas casas de la calle de Cuchilleros, que tienen la entrada por

la dicha calle y por los soportales de la de Toledo. Las cuatro y

media de la mañana serían del mes de mayo cuando yo me aso

maba a la ventana para saber qué era el ruido y alboroto de la

vecindad, cuando un hombre iba trepando de tejado en tejado,

en dirección a la plaza Mayor; era el hullero el hombre que huía

de esta manera. La Policía había sabido que el hullero vivía con

la querida en una guardilla de la calle de Toledo, y habiendo cer

cado la manzana, a las cuatro de la mañana llamaba a la puerta

de la habitación de la linda joven, que acababa de levantarse. El

hullero saltó de la cama, y, poniéndose los pantalones y una cha

pona, por la ventana de la guardilla saltó al tejado, quedándose

en observación hasta saber quién llamaba. La muchacha abrió la

puerta y la Policía se precipitó en el cuarto. En vano negó ella estu

viese allí el que buscaban, porque el sombrero había quedado sobre

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Memorias  de Benito  Hortelano

una silla y la ventana abierta. Un polizonte saltó a la ventana para

salir al tejado, por donde calculaba se habría fugado; al saltar y

sacar la cabeza para el tejado, el hullero, que esperaba con una

teja en la mano, descargó tan fuerte golpe sobre el polizonte, que

éste quedó muerto en d acto, con cuyo acontecimiento tuvo tiempo

de trepar de tejado en tejado, hasta que se descolgó por un caño

conductor de agua, cayendo a la casa de un carpintero, en donde

pidió socorro, que, como hombre del pueblo, el carpintero se lo

dio y ocultó hasta que, quince días después, salió en medio de la

Policía que estaba en la plaza, disfrazado con un gran  sarta, ante

ojos y peluca, representando un anciano. A una legua de Madrid

un caballo le esperaba y, en unión con unos contrabandistas, por

caminos desusados, le condujeron a Portugal.

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SEGUNDA PARTE

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I

Mi salida de Madrid. Llegada a Bayona. ídem a Burdeos. ídem a

París. Mi estancia en París. Salgo para volver a Madrid. Mi

residencia en Burdeos, donde encontré algunos amigos. Me deci-

den para embarcarme con ellos con destino a Buenos Aires.

Mi viaje y arribo a Buenos Aires.

En el mes de julio de 1849 pesaban sobre la imprenta varias

denuncias cuyo importe no alcanzaría, vendida en remate, para cu

brirlas. Por otra parte, la casa del banquero Mr. Albert había que

brado, y en su quiebra pasó mi imprenta, por la parte de créditos

que en ella tenía, a la masa común de acreedores. En vano pedí a

los síndicos separasen la imprenta de los demás negocios; pero,

aunque me lo prometieron repetidas veces, las promesas no llega

ban a realizarse según mis deseos. Así que esta dificultad, por un

lado,

  y las denuncias, por otro, me convencieron de que nada recu

peraría de mis intereses.

Además, no alcanzando a cubrir la imprenta el importe de las

multas, recaerían sobre mi persona las iras de Narváez. Para evitar

un contratiempo, y con objeto de visitar París, examinar los ade

lantos tipográficos, formando un caudal de conocimientos útiles

en mi arte, y aun decidido a quedarme si mis asuntos no se mejo

raban, me decidí a emprender mi viaje.

Otra circunstancia me animó, y fué la de que mi querido amigo

D.  José Martínez Palomares también tenía decidido su viaje para

Francia, aprovechando los meses de vacaciones de la Universidad,

de donde era catedrático. Nos pusimos de acuerdo para ir juntos.

Sacamos nuestros pasaportes por el ministerio de Estado, dejando

las fianzas que para salir al extranjero se exigen por el Gobierno.

El día 18 de julio partió Martínez, por no haber más que un

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  Memorias de Benito  Hortelano

asiento para él, y el 19, a las cuatro de la mañana, despidiéndome

de mi querida familia, partí en la diligencia, primera vez que via

jaba y ausentaba de Madrid.

Como era de noche cuando partió el carruaje, no pude conocer

a los compañeros de viaje, hasta que, llegando a la primera posta,

llamada de San Agustín, habiéndome apeado mientras mudaban

tiro,  sentí que desde el interior del carruaje me llamaban por mi

nombre: era la bella Antoñita Coronado de Llorente, que con una

criada se dirigía para Bayona. Otros pasajeros conocidos iban en

la diligencia, entre ellos el Marqués de Campoalange con su hijo.

Todos los pasajeros parecía que se habían escogido por su ge

nio alegre y bullicioso, proporcionándonos un feliz viaje, divirtién

donos en Burgos, adonde llegamos al siguiente día como a las

seis de la mañana, visitando algunas curiosidades de aquella an

tiquísima ciudad. Por fin llegamos a Bayona al tercer día de viaje,

como a las doce del día.

Es Bayona una ciudad antigua, con una ciudadela de primer

orden a la margen izquierda del río. Apenas nos apeamos en la

casa de postas, llegó mi amigo Martínez, quien ya me tenía hotel

buscado, y como Antoñita y su criada iban solas, sin comprender

el idioma ni tener quien por el momento las acompañase y guiase,

vinieron con nosotros a ocupar el mismo hotel, tomando una sec

ción de él para ambas, ocupando nosotros dos piezas en los pisos

altos y distantes del de Antoñita. Esta mandó unas cartas que de

recomendación llevaba, y al momento se presentaron varios comer

ciantes a ponerse a sus órdenes.

Diré cuatro palabras de esta Antoñita, porque en mi excursión

en Francia ha de figurar constantemente.

Esta joven, hija de un portero de D. Aniceto de Alvaro, dueño

de la imprenta y director de El Castellano,  de quien he hablado en

la primera parte, la conocí siendo niña, como de siete años. Fui

amigo de todos sus hermanos y de su padre, pero particularmente

de su hermano Manuel, médico, joven de bastante instrucción.

Don Aniceto de Alvaro había traído de la provincia de Jaén a

la familia de Antoñita, protegiéndola y sacándola de la indigencia.

Se decía que Alvaro había tenido relaciones con la madre de An

toñita. Esta tenía una hermana mayor, mujer interesantísima, tipo

extraordinario de hermosura, con la cual tuvo también relaciones

el Sr. Alvaro, casándola después con un lindo joven escribiente de

su casa. Antoñita fué creciendo, y D. Alvaro cuidando de su edu-

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Memorias  de Benito  Hortelano 171

catión y dijes, visitando todos los días a la niña, llevándola dulces,

tomándola sobre sus rodillas y tratándola como padre. Antoñita

quería a su padrinito con todo el candor de una niña, y más viendoel respeto que toda la familia guardaba al amo, como llamaban

a D. Aniceto.

Trece años apenas había cumplido esta criatura, y ya el bárba

ro,  que había tenido comercio con la madre y con la hija mayor,

no respetó la inocencia de la que decía su ahijada.

S'i hermosa había sido la madre y hermosísima la hija mayor,

Antoñita era una Virgen de Murillo, una criatura encantadora a

los catorce años de edad. Naturalmente, conforme iba adelantando

en años iba teniendo más conocimiento del mundo, y la muchacha,

a pesar de darle Alvaro todo los gustos y lujo que quería, no esta

ba conforme con vivir en relaciones con un viejo. Alvaro lo com

prendió y procuró casarla conforme a sus planes.

No tardó en hacer caer en el lazo a un lindo joven, de intere

sante figura, el cual estaba de escribiente en la casa del banquero

Albert. Este joven era D. Julián Llorente, que después figuró su

nombre al frente de mi imprenta cuando el arreglo con Mr. Albert.

Pasaron los primeros meses de la luna de miel, y Antoñita no

podía conformarse a vivir con el sueldo de un triste escribiente,

habiéndola educado D. Aniceto con todos los mimos y caprichos

propios del objeto para que la había destinado. El viejo Alvaro,

como hombre de experiencia y de mucho dinero, esperaba el resul

tado que no podía menos de tener el matrimonio para entonces

aprovecharse e imponer la ley a uno y a otro de los consortes.

Así sucedió; Antoñita habló clarito al marido; éste, como no era

ignorante de lo que había pasado antes de casarse, bajó la cabeza

y pasó por todo; y he aquí al Sr. Alvaro dueño de aquella casa.

Sin embargo, tanto quiso exigir, que el marido, el buen Llo

rente, se separó de la mujer. Esta siguió viviendo con D. Aniceto;

pero éste quiso dominar de una manera tan absoluta sobre la mu

chacha, que ésta rompió, por fin, con aquel viejo para entregarse a

otro viejo. Este que tomó la hipoteca lo era D. Ignacio Boix, céle

bre editor de Madrid, hombre generoso, gastador y que cifraba su

orgullo en robar las muchachas más lindas a sus amantes a fuerza

de dinero y atenciones.

Tal es la historia, cuyo bosquejo acabo de hacer, de la célebre

Antoñita Coronado de Llorente.

Martínez y yo nos decidimos a quedarnos unos días en Bayona

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ïji

Memorias de Benito Hortelano

para tomar los baños de Biarritz, que a la sazón estaban muy con

curridos.

Algunos de los compañeros de viaje, comerciantes de Madrid,

que iban a París a sus negocios, se quedaron con nosotros. Cinco

días estuvimos en Bayona, y el tiempo nos faltó para tantas cabal

ga tas , paseos, comilonas y locuras. A todas estas expediciones con

curría Antoñita, y todos los que se pegaban a nosotros no era por

nuestras lindas caras, sino por la bella andaluza, que tenía locos

a cuatro o seis a la vez.

Aunque ella no necesitaba que la guardasen, pues sabía guar

darse de quien quería, sin embargo, como tenía un compromiso con

Boix, a quien esperaba de un momento a otro, por haberse dado

cita en aquel punto, ella quería salvar su honor para con Boix, y

viéndose tan estrechada por los comerciantes, y sobre todo por un

tal Barroch, joven rico y de bella figura, la muchacha pidió mi

auxilio, en atención a la amistad y respetos que yo tenía que guar

dar a mi antiguo maestro ,Boix.

Pedía a mi compañero Martínez me ayudase y, siquiera por res

petos a la amistad mía con Boix, respetase a Antoñita y procurase

evitar que los que la asediaban cometiesen alguna diablura. No me

gustaba mucho el haberme constituido guardián de mujer tan peli

grosa, por lo que vi ,el cielo abierto cuando, al cuarto día, llegó

Boix. Antoñita, la criada, la dueña del hotefl y su hija impusieron

a Boix del respeto que habíamos guardado Martínez y yo a su

querida y de lo que habíamos hecho por que fuese respetada de tan

to diablo como la asediaba. Boix supo apreciarme este servicio, y

más tarde me ha dado pruebas nada equívocas de confianza.

Partimos en la diligencia para Burdeos, dejando a Boix y su

querida en Bayona, para desde allí ir a tomar los baños del Piri

neo,

  que le habían ordenado los médicos por una enfermedad a

la piel que padecía.

A los dos días, y como a las cuatro de la mañana, llegamos a

Burdeos. Al siguiente día, o, mejor dicho, aquel día, salimos en

busca de D. Manuel Toro y Pareja, que, con su señora, hacía comoun mes allí residía. Allí conocí o, mejor dicho, me encontré, porque

de vista y de nombre ya le conocía, a D . Cándido Laguna, emigrado

de la revolución del 48.

Visitamos la magnífica y comercial ciudad, partiendo a los dos

días para París, yendo en diligencia hasta la ciudad de Tours, en

donde tomamos el camino de hierro como a las cinco de la tarde,

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Memorias  de Benito Hortelano  173

llegando a París a las once de la noche, habiendo andado 60 leguas

en menos de seis horas.

Henos en esta moderna Babilonia, sin oonocer el idioma, de

noche y sin saber si nos engañarían o qué harían de nosotros tan

tos famélicos  commissioners como nos aturdían con sus gritos, sin

saber qué nos decían, tomando uno los sombreros, otros los baú

les y otros el resto del equipaje. En tal situación, el mejor partido

era dejarnos conducir donde quisiesen. Después de andar calles y

más calles, vueltas y revueltas, nos depositan en un gran hotel, en

donde, sin averiguar lo que nos costaría ni las demás circunstan

cias,

  fuimos introducidos a una magnífica habitación que contenía

dos limpias y bien mullidas camas, con todo los útiles necesarios

para nuestro servicio. Un sirviente se puso a nuestras órdenes, ha

ciéndonos comprender que si algo se nos ofrecía tirásemos del cor

dón de la campanilla. Era la primera vez que desde que habíamos

pisado el territorio francés nos encontrábamos sin tener quien com

prendiese nuestro idioma, porque tanto en Bayona como en Bur

deos,

  como cercanos a España y por el contacto con tantos emi

grados, se encuentra en todas partes quien hable el castellano. En

fin, sea el cansancio, sea el traqueteo del camino de hierro, toma

mos la cama con gran placer, siendo las once de la mañana del

siguiente día cuando nos despertamos. Tomamos unas tostadas con

café y leche y nos dispusimos a salir a buscar las personas con

quienes teníamos cita en la Bolsa para que éstas nos dirigiesen a

las casas para donde teníamos, recomendación.

Desde el hotel en que paramos hasta la Bolsa hay una distancia

de media legua, atravesando calles, callejuelas, plazas, etc. Sali

mos a la calle como dos estúpidos, sin saber cómo preguntar ni

cómo explicar lo que queríamos. Mi compañero Martínez había

quedado medio abobado con el ruido del ferrocarril: desmemoria

do,  desorientado; en fin, un hombre inútil que, a haber estado solo,

le hubiera ido muy mal, iporque en más de mes y medio no volvió

en sí de la especie de estupidez en que había caído. Todo lo con

trario me sucedió a mí, porque a las veinticuatro horas parecía

que me había criado en las calles de París: tal fué el tino que tomé

para buscar las distancias y abreviar camino. Es una especialidad

que siempre he tenido la de acordarme de los puntos por donde

haya pasado una vez, tomando cierto dominio de los parajes que

he visitado, que con dificultad se me olvidan más.

Al salir del hotel, y no habríamos andado doscientos pasos, vi

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174  Memorias

 de Benito

  Hortelano

un hombre con una cartera y sombrero de hule, al estilo de los re

partidores de cartas de Madrid, y al pronto se me ocurrió dete

nerlo, y, sacando mi cartera, mostré al cartero, pues no era otra

cosa aquel hombre, las líneas apuntadas de dos señas que deseá

bamos saber. El cartero nos hizo seña le siguiésemos; así lo hici

mos,  y, pasando y cruzando calles, nos puso en el Boulevard de

los Italianos, en la esquina a la calle de Laffite, marcándonos desde

allí la calle de Provenza, que era la que buscábamos. Dimos con

la casa de madame Smit, librera y comisionista de los editores de

Madrid, señora que habla perfectamente el español por haberse

educado en Madrid. Esta señora fué nuestro ángel, que nos guió

con suma claridad (al menos para mí) a todas las calles donde

debíamos ir. A la una debíamos estar en la Bolsa, en donde había

mos quedado citados desde Bayona para encontrarnos con los co

merciantes de Madrid. Entramos en aquel maremàgnum de gritos,

gestos, patadas y desentonos que en aquel lugar se observan, lo

que no dejó de sorprenderme, acostumbrado a la Bolsa de Madrid,

donde reina la gravedad, la mesura y completo comedimiento. La

Bolsa de París es un reñidero de gallos; más: una plaza de toros;

todos los negocios se hacen a gritos, y el que mejores pulmones

tiene más negocios hace.

No encontramos a quien buscábamos, y siendo las tres de la

tarde y encontrándonos con buen apetito, nos entramos en un café

jardín-restaurante que está cerca de la Bolsa. Pedimos la   carie  y

marcamos en ella lo que queríamos comer, que era jamón con hue

vos.  Creíamos nos lo servirían al estilo de España, que es buenasf

lonchas de jamón magro con huevos fritos en la misma grasa; pero

nos trajeron una tortilla revuelta con unas tiritas de jamón gordo,

y la tortilla con azúcar. No nos agradó, por lo que, para no sufrir

otro desengaño, nos comimos dos panes y nos bebimos dos botellas.

de vino para rnatar nuestro apetito. Pedimos la cuenta y nos sopla-,

ron 12 francos por no comer.

De allí saqué mis apuntes y decididimos ir a buscar a D. Sal

vador Albert, mi antiguo maestro, cuyas señas tenía. No muy lejos

de la Bolsa está la calle de Montmartre, número 182, que es donde

Albert vivía. Dimos muy pronto con la casa, recibiéndonos doña

Genoveva, mi antigua patrona, con no poca alegría; al poco rato

llegó de la imprenta el Sr. Albert, quien no poco gozó al ver en

su casa a su antiguo discípulo.

Como sucede en estos casos cuando los paisanos se encuen-

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Memorias  de Benito Hortelano  i 7$

tran en país extranjero, Albert nos preguntó dónde vivíamos, qué

pagábamos, etc. Apenas le dimos las señas del hotel cuando nos

dijo:

  "Es necesario que mañana, muden de casa, porque les van arobar hasta la camisa." La señora se acordó que en un piso entre

suelo había una señora viuda que tenía piezas amuebladas para

hombres; bajó, se arregló con la dueña y quedamos convenidos en

irnos a habitar allí desde el siguiente día, pagando 30 francos

mensuales por los dos amigos, dándonos además el desayuno.

En pocos días de permanencia en París hicimos muchas rela

ciones con españoles emigrados y varios correos de gabinete. Nos

reuníamos a las cuatro de la tarde en el

 Pasage Soissel,

 en un hotel

donde nos servían de comer perfectamente por  1 franco 50 céntimos

cada día. Desde allí pasábamos a tomar café al de las  Odaliscas,

en que había tres argelinas en traje árabe que eran la misma be

lleza. Los correos de gabinete tenían gran amistad con ellas; pero

como nosotros apenas empezábamos a decir algunas palabras

en francés, no podíamos entrar en las bromas de ellos. Concurrían

a aquel café miles de extranjeros, sobre todo ingleses, al olor de

las bellas odaliscas, cuya hermosura las proporcionaba un gran

despacho de café y licores; no sé si harían además otro negocio.

A los pocos días de nuestra concurrencia a aquel café nos encon

tramos con un moro tras el mostrador, y por su actitud no cabía

duda de que era el jefe de la casa. Era un hombre como de treinta

y cinco años, barba rubia, larga y espesa, ojos azules, bastante

fornido y de cinco pies tres pulgadas de alto. Las bellas odaliscas

le dijeron, sin duda, que nosotros éramos españoles, porque, sa

liendo del mostrador, se dirigió el moro a nuestra mesa y en muy

buen español nos saludó, entrando en conversación con nosotros,

hablándonos de su viaje a Argel, de donde había llegado aquel

día, trayendo una morita lindísima, que decía ser su cuñada. En

pocos días llegamos a tomar confianza con el moro, que nos decía

había aprendido el castellano en Mallorca, donde había estado

mucho tiempo con casa de comercio, y además que en Argel se

habla mucho el castellano, por tanto número de españoles como

allí reside; pero, contándonos un día algunas hazañas, se le esca

paron algunas interjecciones que sólo los españoles de la provincia

de Murcia o de Valencia usan. "Alto ahí —le dije—. Mi amigo,

usted es español, porque las palabras que acaba de pronunciar sólo

españoles de Valencia las usan." Se echó a reír, y no tuvo incon

veniente en contarnos su historia. Nos dijo que era murciano; que,

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I76  Memorias de Benito Hortelano

habiendo sido tomado con un contrabando, fué destinado al pre

sidio de Ceuta, de donde se escapó, pasándose al moro. Que desde

Marruecos volvió a escaparse, siendo cautivo, y pasó a Oran, plaza

que tienen en África los franceses, y que de allí pasó a Argel, en

donde se había dedicado al contrabando con las costas de Italia.

Que, habiendo perdido lo que tenía, había robado en Argel aque

lla odalisca más linda que estaba en el café, habiéndose casado

con ella, y era la preferida. Que las otras odaliscas las había traí

do para negocio, y que, calculando la novedad que en París cau

saría un café servido por odaliscas, había pedido a un usurero fon

dos para establecer el café, el cual judío, tan luego como conoció

a las argelinas y se enteró del negocio, no tuvo inconveniente en

facilitarle los fondos que había necesitado; que le iba perfecta

mente en el negocio, y que cuando el público se cansase y ya no

fuesen novedad las odaliscas pensaban irse a Londres y establecer

allí un café, mudando de capital en capital cuando el negocio aflo

jase. Por fin, de confianza en confianza, vino a decirnos que las

tales odaliscas no eran odaliscas, sino francesas e italianas que

había contratado en Argel, pasándolas un tanto con la obligación

de estar en el café vestidas de odaliscas; que hablaban algo el ára

be,  y que como este idioma está poco generalizado, si alguna vez

tenían que hablar con alguno que comprendiese el árabe, con decir

que no habían salido de Argel, y como allí es una mezcla de todos

los idiomas, no lo hablaban con perfección, o que, habiendo salido

muy jóvenes, se les había olvidado.

En resumen: aquellas bellas odaliscas, si hubiesen estado ves

tidas a la europea nadie se hubiese fijado en ellas y hubiesen pa

sado como tantas  grisetas  bonitillas; pero el traje argelino las

hacía encantadoras. ¡Así son todas las ilusiones del mundo Cuan

do nos dijo que no eran odaliscas, ya perdieron a nuestra vista

todo el encanto que bajo el traje nos parecía tendrían aquellas

mujeres, y, sin embargo, eran las mismas.

Paseábamos después del café por los Campos Elíseos, en donde

nos estábamos hasta las once de la noche en los cafés

 chantantes.

Allí conocimos a dos infelices jóvenes españolas, naturales de Se

gòvia, que, habiendo abrazado el padre la causa carlista siendo

administrador de Correos cuando entró Zariategui en aquella ciu

dad, emigró a Francia después del Convenio de Vergara. Eran

criaturas cuando emigraron; el padre no podía mantener la familia,

por lo que la madre con sus dos hijas entraron en un colegio, la

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Memorias  de Benito Hortelano  iyj

madre de sirvienta y las hijas allí se educaron. Una de ellas se

dedicó al canto; tenía buen método pero poca voz, y la pobreoita,

para mantener a la madre y a su hermana enferma, se había con

tratado para cantar por la noche en uno de los muchos cafés al

aire libre que en París se encuentran. En uno de los Campos Elí

seos conocimos a esta familia por mediación de los correos de ga

binete, que ya hacía años conocían al padre y a esta familia. Nos

hablaron muy bien de ellas, lo que no desmintieron en el tiempo que

las tratamos.

Se precisa toda la virtud y abnegación de una joven para salir

a cantar noche y noche en un tablado, en medio de un café donde

tanta gente concurre. No las pagan nada los dueños de estos cafés;

antes al contrario, ellas tienen que dejar la mitad de lo que recau

dan del público a beneficio de la casa; verdad es que la casa tiene

que pagar la orquesta, pero también es cierto que la concurrencia

y el consumo que ésta hace es debido a las cantatrices. Estas,

después que han cantado un aria, dúo o terceto, bajan del tablado

con un saquito de cuero muy adornado y de mesa en mesa van

pidiendo. Según es más o menos bonita, más o menos simpática, o

peor o mejor canta, así es la recolección, pues un apretón de ma

nos,

  una indirecta, alguna esperanza que dejan entrever cuando

pasan entre las filas de mesas, así van cayendo los

  suses

  y los

francos.

Concluida la función, que generalmente es entre once o doce

de la noche, pasan a la administración del café; se saca de las bol-

sitas la recolección, se retira la mitad para la casa y lo demás se

reparte entre los artistas de ambos sexos, con arreglo a los suel

dos o partes que, según su mérito artístico o personal, tienen esta

blecido. No se crea que ganan una miseria en este ejercicio; noche

hubo, estando nosotros, que repartieron las primeras partes a 18

francos; pero puede calcularse término medio de 10 a 12 francos

diarios lo que saca cada uno. Es verdad que de ello tienen que

hacerse los ricos trajes que han de sacar, guantes, cintas, etc., y que

las noches de lluvia no hay sueldo, porque, naturalmente, el pú

blico no concurre por ser al aire libre.

Por las mañanas, después que nos desayunábamos, salíamos a

visitar templos, museos, el jardín de plantas y todas las preciosida

des que París encierra. Día a día hacíamos esta operación, y con

toda calma y examinando todo detenidamente, volvíamos a estu

diar lo que nos llamaba m ás la atención. El Museo de Pintura y

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Escultura, establecido en el Palacio del Louvre, era nuestra visita

favorita. Nos llamaba la atención ver tanto número de señoritas,

sentadas ante su caballete y con la paleta en la mano, sacando co

pias de los cuadros. Preguntamos si eran discípulas, si aquélla.era

la escuela de pinturas, y nos dijeron que todas aquellas jóvenes

vivían de las copias que sacaban, vendiéndolas después a los pa

cotilleros, que por una friolera se las compraban para hacer reme

sas al extranjero.

Visitamos el Panteón donde están depositados los restos de los

hombres grandes de Francia, y desde las profundidades de este

gran templo subimos a la cúspide, que es la torre más elevada que

tiene París. Visitamos el cuartel de Inválidos, magnífico edificio co

locado en la cabecera del Campo de Marte, paraje  de  tantas esce

nas sangrientas y tantas locuras revolucionarias como allí se han

celebrado. Subimos a la columna de la plaza de Vendóme, fundida

con los cañones tomados por Napoleón a los austríacos, en cuya

cúspide está la estatua de Napoleón, de un tamaño colosal. A esta

columna se sube por una escalera de caracol dentro de la misma

columna, cabiendo apenas un hombre; hay que ir provisto de una

linterna que entrega en la puerta un inválido que cuida del monu

mento y recibe las propinas de los curiosos que visitan el monu

mento glorioso de la Francia. Hay, desde el pie de la columna

hasta la placeta donde está la estatua, 266 escalones.

También subimos al Arco de la Estrella o del Triunfo, colocado

al final de los Campos Elíseos, en línea paralela con el Palacio de

las Tullerías y con la plaza de la Concordia. En esta plaza fué

guillotinado Luis XVI y tantos otros ilustres franceses. Una linda

fuente ocupa hoy el lugar que ocupó la guillotina, y a los lados

están las dos pirámides que Napoleón hizo conducir de Egipto

cuando su conquista. Al norte de esta plaza está el Palacio de la

Representación Nacional, y al sur, la célebre iglesia de la Magda

lena. Es una vista magnífica la que ofrece el centro de la plaza

de la Concordia.

En aquellos días se celebraba la Exposición de la Industria

Francesa. Un magnífico edificio construido al efecto en los Campos

Elíseos contenía todas las preciosidades de la industriosa Francia.

También se celebraba en aquel tiempo la Exposición de Pinturas

en eíl Palacio de las Tullerías, donde un año antes moraba Luis

Felipe con su numerosa familia. No son fuertes los franceses en

pinturas; su escuela es de mal gusto; colores exagerados, como

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todo lo que, al querer imitar la obra de la Naturaleza, exageran los

franceses; su genio no puede sujetarse a reglas, todo es imagi

nación.

Como al mes de mi permanencia en París, llegó D. Ignacio Boix

con Antoñita, que, no habiéndole mejorado los baños del Pirineo,

quiso ponerse en manos del célebre y afamado médico Velpeau,

autor de muchas obras de Medicina, sobre todo de enfermedades

de la piel, que era de la que Boix padecía.

En mal estado de salud llegó este amigo; se puso en cura, visi

tándole Velpeau, y cada día iba peor. Por fin, aburrido después de

dos meses, llamó otro médico, despidiendo por inútil al maestro de

todos los médicos modernos, M. Velpeau, cuyo sistema siguen los

galenos de todo el mundo en muchas enfermedades, pero particu

larmente en las de la piel. Pasó la cuenta a Boix a razón de 100

francos por visita, que importaron más de 6.000 francos, por po

nerle peor que estaba, con toda su ciencia.

Acompañaba a Boix un cirujano valenciano, practicante que

había sido en el Ejército y en varios hospitales de España. Infini

tas veces le había propuesto a D. Ignacio el curarle; pero éste le

llamaba bestia, estúpido y majadero, diciéndole que, no habiendo

podido curarle Velpeau, el padre de la ciencia, cómo quería él cu

rarle. Por fin, cansado de cambiar de médicos, y como a la deses

perada, se puso en manos del practicante que como de sirviente o

enfermero estaba. Ocho días fueron suficientes al estúpido cirujano,

al bestia practicante español, como Boix le llamaba, para poner

completamente sano a su patrón, desapareciendo la incurable en

fermedad de la piel, que le había convertido, con los medicamentos

y unturas, en una llaga todo el cuerpo.

Pero lo más particular de esta cura fué la sencillez de los reme

dios que el cirujano propinó; fueron éstos un purgante, varios ba

ños enteros en agua de afrecho con algunas partículas de mercu

rio,  con lo que las llagas desaparecieron y la piel quedó sana, des

apareciendo la picazón que tanto le molestaba. Este mismo reme

dio pudo haberlo usado en Madrid si hubiese dado oídos a su prac

ticante; pero la ofuscación que se apodera de los hombres por el

relumbrón de la fama de los charlatanes le hicieron gastar más

de 3.000 patacones, las molestias del viaje y una enfermedad larga,

que, si no le hubiera conducido a la tumba, le hubiera conducido a

la indigencia por la mala fe o la ignorancia de los célebres médicos.

Boix es hombre espléndido, aficionado a las comodidades, y le

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Memorias  de Benito  Hortelano

agrada mucho hacer papelón. En París se alojó en el hotel de   Prin

cipes,  pagando una onza de oro diaria; es verdad que las habi

taciones que ocupaba estaban ado rnadas con excesivo lujo y que

los sirvientes de aquel hotel sirven de guante blanco, corbata blan

ca, frac, botas de charol, perfectamente peinados, y más parecen

los sirvientes marqueses que dependientes, lo que hace un contraste

con los huéspedes que no les agrada el mucho lujo en sus perso

nas,  y toma uno al criado por el amo, y viceversa; pero todo esto

se paga a precio de oro, que los franceses saben muy bien explotar

y hacer pagar a los bobos que se dejan conducir por las aparien

cias,

  creídos que todo aquel lujo entra en el ajuste de la casa y

comida. Cuando se toma el desengaño y el desencanto es cuando

pasan la cuenta, que el más generoso y rico se queda estupefacto.

Empieza la cuenta por la suma de lo convenido; sigue el sueldo

del elegante sirviente, o sirvientes, a razón de cinco o diez francos

por día. Después, los mandados que se han hecho fuera del hotel,

que esto se paga aparte, porque, como parece natural, manda uno al

sirviente que vaya  tal o cual parte, porque para eso se le paga;

pero no se crea que así sea: el sirviente se denigraría en hacer los

miandados; es otra su categoría, y hay otros sirvientes inferiores

que cobran desde un franco hasta cinco o diez por mandado, según

la distancia y lo que hayan empleado en carruaje. Sigue luego la

suma de los jabones, aceites, agua de Colonia y otras esencias que,

sin ustedi pedirlas, se ha encontrado el lavatorio provisto en abun

dancia de todas estas cosas, renovadas cada día, porque no es de

cente volver a lavarse con el mismo jabón que se ha usado una

vez, ni con los frascos de esencia que han sido destapados, porque

ya se han desvirtuado, y esta suma es la que más horroriza, por

la gran cantidad a que asciende. En fin, la nota de gastos nunca

se acaba de leer, viniendo después las propinas para todos los

sirvientes, desde el portero hasta el encopetado sirviente, que por

supuesto ha de ser espléndida, y como al caballero que se aloja en

semejantes hoteles no le es dado hacer ninguna observación a la

cuenta, porque no sería digno, no le queda sino aflojar la bolsa,

morderse los labios y buscar en silencio otro hotel o más económico

o aclarando las condiciones minuciosamente antes de entrar. Así

se despluma a los incautos extranjeros en París cuando éstos no

han tenido alguna persona que de antemano les haya prevenido, y

aun así y todo, cada cual en su clase o recursos paga la chapeto

nada en mil otras circunstancias, como, por ejemplo, en los tea-

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tros,  cafés o visitando templos y otros establecimientos públicos,

que en todos hay los impertérritos  cicerone o  cotnmisiotiers  alar

gando la mano y haciendo mil cortesías y cumplimientos que con

funden al pobre extranjero.

¿Quién se libra en París de pagar a una muchacha que, limpia

y aseada, apenas ha tomado uno asiento en un café o en un banco

en un paseo, se presenta inmediatamente con una banquetita, le

toma los pies y se los coloca sobre ella? En el café u otros estable

cimientos cree uno que aquello es costumbre y que estas mucha

chas son pagadas para aquel servicio; pero  nones;  que bien pron

to,

  cuando se va a pagar lo que se ha tomado, se presenta la de

la banqueta con su cuenta de dos  sous  por haber puesto los pies

en la banqueta. Acto continuo se le presenta el limpiabotas que

le ha cepillado las botas aunque estuviesen sin polvo, y le cobra

dos

  sous

  por haberse uno dejado cepillarlas, y en seguida viene

otro a cobrarle el haberle sacado alguna manchita del sombrero o

la levita, que mientras ha tomado el café le ha estado cepillando.

¿Y en la iglesia? Apenas pone uno el pie en el dintel, ya hay

allí un

  commisioner

 abriendo la mampara y haciendo una gran

reverencia poniendo la m ano; hay que dar dos sous. Se dirige el pa

ciente extranjero a la pila del agua bendita, y uno o más indivi

duos le alargan hisopos mojados en la pila para que uno no se

moleste en nada. De la pila se dirige el extranjero a tomar una

silla o un banco, y la banquetita es puesta en los pies apenas se

sentó, y, como es consiguiente, hay que pagar silla y banqueta.

Quiere el extranjero tomar un carruaje de los de plaza; dirige la

vista a uno, y como si adivinase el pensamiento, el

  cotntnisioner

tiene ya abierta la portezuela; dos  sous.  Si fuese a relatar todas

las industrias de esta especie que hay en París, no acabaría nunca;

sólo diré, en conclusión, que hasta el aire que se respira hay que

pagarlo.

Con motivo de la enfermedad de Boix me pidió éste le acompa

ñase y no le abandonase, como así lo hice, pasándome a su lado

más de dos meses, viviendo en el mismo hotel de Príncipes, hasta

que se mejoró. Visitamos con Boix y Antoñita la posesión de Ver-

salles, magnifico palacio y jardines que los Borbones tenían para

su recreo. Existe en este palacio un Museo de retratos de todos

los Reyes de Francia, todos los generales y personajes ilustres,

como asimismo las principales batallas en que los franceses han

triunfado. Un día pasamos en aquel palacio; jardines, cascadas y

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juegos de hidráulica, todo preciosísimo por el arte que ha tenido

que suplir a la Naturaleza; pero no son comparables, ni las casca

das ni los juegos hidráulicos, a los de La Granja, de España, en que

la Naturaleza, ayudada por el arte, 'ha hecho del real sitio de

San Ildefonso el recreo de la Humanidad.

Dos veces fuimos a Saint-Cloud, otra posesión regia, en donde

pasamos dos deliciosos días de campo. También visitamos la mag

nífica fábrica de porcelana de Sèvres, donde se trabaja la porce

lana con todo primor.

Los teatros y todos los jardines públicos fueron por nosotros

visitados, como asimismo el palacio y jardines del Luxemburgo y

el Observatorio Astronómico, en el que Martínez tenía mucho que

observar.

Con Boix visité los principales establecimientos tipográficos y

fábricas de fundición de prensas, teniendo ocasión de examinar

el sistema interior de estos establecimientos, con provecho de mi

industria.

Con mi antiguo maestro D. Salvador Albert, regente de la im

prenta del

  Correo de Ultramar,

  tuve ocasión de observar algunos

adelantos de la tipografía. Mi buen maestro me obsequió mucho,

me hizo conocer muchas costumbres de la clase artesana; concurrí

a los bailes de Múnt-Parnase, la Chomière  y otros, en que las gri

setas y los obreros pasan los días festivos alegremente, bailando

y retozando por los jardines, tomando cada cual una compañera

para cenar. Lindísimas jóvenes costureras o de otros oficios, per

fectamente ataviadas con sus trajecítos sencillos, pero con gusto

vestidas, concurren a estos bailes, solas, sin nadie que las cuide,

como tampoco tienen nadie que las mantenga; sólo su habilidad

en el oficio que ejercen es el patrimonio que tienen; son libres como

ia gacela y disponen de sus personas a su albedrío, tomando un

querido, dejando otro, pero sin faltar el lunes y toda la semana

a sus talleres para ganarse el sustento. Es tan numerosa esta clase

de jóvenes en París, que hacen ascender la cifra a 90.000.

Es costumbre en París, entre la clase trabajadora, que en

llegando las hijas a la edad de catorce años, quedan emancipadas

de los padres; éstos, por la ley, no tienen obligación de mantener

las,  pero sí de haberlas enseñado un oficio para que puedan ganar

la subsistencia.

Tanto Albert como otros amigos de París me propusieron me

quedase de corrector del  Correo  de Ultramar,  con un buen sueldo;

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Memorias  de Benito  Hortelano  183

pero iban ya transcurridos cinco meses desde que salí de Madrid

y no podía estar más tiempo sin abrazar a mi familia, por lo que

determiné volverme. Por otra parte, la política del Gobierno de

Narváez no iba siendo tan dura, y tenía esperanza de arreglar mis

asuntos de imprenta.

Salí de París y me dirigí a Burdeos, adonde me encontré con

D.  José González, que en unión con Toro y Pareja tenía prepa

rado su viaje para América, sin designación de pasaje. Me detuve

en Burdeos unos días, mientras recibía dinero de mi esposa, para

poder llegar a Madrid, porque me encontraba sin un real, con el

invierno encima y sin más ropa que la de verano. Fui a vivir a la

misma casa donde Pareja y González vivían; tomé una pieza

amueblada y convivimos en sociedad.

Llegó Boix a Burdeos, de regreso para España, y fuimos todos

a despedirle. En la diligencia en que él se embarcaba vimos que

cargaban como 20 talegas de duros, que pertenecían a tres vascos

vestidos toscamente, cubiertos con su boina y poncho. Un español

que se ocupaba de comisiones de los pasajeros, llamado o conocido

en Burdeos por el español grande, en razón a su colosal estatura

y grosura, les hablaba a aquellos rudos vaseofranceses, que mala

mente hablaban el español. El español grande se dirigió a Pareja

y le dijo que preguntase a aquellos hombres cómo les había ido

en América, para que pudiese tomar noticia de lo que deseaba.

Pareja se dirigió a los vascos en estos términos: "¿De dónde vie

nen ustedes?" "De Buenos Aires" —dijeron ellos—. "¿Qué tal país

es aquél?" "Magnífico, señor —dijeron—; es la tierra de promi

sión." "¿Qué tiempo han estado ustedes allí?" "Cinco años, y hemos

ganado 20.000 patacones entre los tres." "¿Pues en qué se han ocu

pado ustedes?" "En los saladeros —dijeron ellos—, friendo grasa

y desollando reses." "Pero, en ese oficio, ¿cómo han podido ustedes

hacer en tan pocos años esa fortuna?" "Como que ganábamos cinco

y seis patacones diarios, que es el precio que allí se paga a los

peones." Los vascos subieron a la diligencia y partieron.

Parecía que en todos nosotros habían producido las palabras

de los vascos el mismo efecto y todos íbamos en silencio pen

sando la misma cosa. Llegamos a casa y nos pusimos a almorzar.

Pareja fué el primero que tomó la palabra, diciéndonos qué nos

había parecido lo que habíamos oído a los vascos. Todos estuvi

mos conformes en contestar, pues en todos había hecho el mismo

efecto la relación que acabábamos de oír, Esta era. Si unos hom-

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Memorias  de Benito  Hortelano

bres toscos, que no conocían el idioma, que no tenían un oficio ni

industria, habían ganado en cinco años 20.000 patacones, ¿qué por

venir no se abría para los que estábamos presentes, que teníamos

oficio, industria, conocimientos en los negocios y una inteligencia

nada vulgar?

Sin levantarnos de la mesa quedó decidido el viaje para Buenos

Aires de Pareja y su señora, D. José González y D. Cándido Lagu

na, sin p'oderme seducir a que los acompañase. Salimos a tratar el

pasaje con el armador de un buque anunciado para salir para

Buenos Aires a los pocos días. Arreglaron el precio a 60 patacones

cada uno, pagando en el acto su importe. Laguna no tenía con qué

pagar, pero entre Pareja y González anticiparon su importe, a

cobrarlo en América.

Transcurrieron algunos días y yo no recibía carta de mi familia.

No había momento que no me calentasen para que les acompa

ñase; pero yo estaba inflexible, no tenía el más mínimo deseo de

pasar a América; no pensaba sino en mi familia, a pesar de que

no dejaba de bullirme en mi imaginación lo de los vascos, y más

aún la confianza que he/ tenido siempre en mí mismo, en la supe

rioridad que me he reconocido para buscar recursos de la nada.

Por fin, tanto y tanto me suplicaron, tanto me hicieron comprender

lo que yo podía hacer con las inmensas relaciones y corresponsales

que tenía en Europa, que me podrían valer para mis especulaciones,

que por fin me decidieron.

Una gran dificultad había para realizarlo, cual era que no

recibía el dinero que esperaba, y que ninguno tenía ya lo suficientepara mi pasaje, porque habían empleado los restos del dinero que

tenían en algunos artículos, en que esperaban ganar, vendidos en

Buenos Aires. Decidimos ir a ver al armador, que era un judío,

para proponerle me diese pasaje, a condición de pagarle en Bue

nos Aires, sirviendo de garantía las pacotillas de mis compañeros.

El judío me miró, y sólo dijo estas palabras: "El señor tiene pasaje,

yo se lo garantizo, no quiero ninguna garantía, porque apenas lle

gue a Buenos Aires sé que tendrá con qué abonarlo." Estupefacto

me dejó el judío, y no pude menos de darle las gracias, observándo

le que, nO conociéndome, cómo había formado de mí tan confiada

idea. "Tengo buen ojo, mi amigo, y rara vez me equivoco en el fallo

que echo a alguna persona. Usted será el primero de estos caba

lleros que ganará fortuna." Me dio mi boleto, no queriendo admi

tir el compromiso que yo le quise dejar para que cobrase el dinero

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Memorias  de Benito  Hortelano

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que esperaba de mi señora, de que ya tenía aviso. Llegó a tanto

su confianza para conmigo, que habiendo recibido estando a bordo

en

 Puillac,

  esperando viento favorable, una letra de cambio de miseñora para cobrar en Burdeos, se la mandé para que la cobrase,

lo que no admitió, devolviéndosela a mi esposa.

Ahora la dificultad que se me presentaba era cómo anunciar a

mi querida esposa mi resolución de un viaje que, para los que no

viven en puerto de mar, creemos que es para no volverse a ver más.

¿Cómo podía yo alejarme de mis queridos hijos, de mi querida

esposa, en quienes adoraba?

Muchas vicisitudes y borrascas han pasado por mí desde que

llegué a América hasta hoy. Mucho ha sufrido mi espíritu, muchas

contrariedades, desgracias, ingratitudes y desengaños han pasado

sobre mí; pero ninguna me ha hecho el efecto, mi espíritu jamás

ha sufrido tanto, mi corazón parece que me anunciaba toda la serie

de acontecimientos desagradables que había de sufrir desde aquel

día. Seis horas estuve para escribir la carta de despedida. Las

lágrimas que sobre ella caían me impedían escribir; mi corazón

palpitaba, por mi imaginación pasaban visiones que nunca había

visto, sentimientos que nunca había sentido; parecía que mi ángel

me ponía delante todos los males que iban a caer sobre mí por

consecuencia de aquella resolución. Solo en mi cuarto veía a mi

querida esposa, abrazada a Marianita y Agustín, tan pequeños,

quedarse sin padre, y aunque no le perdiesen, la idea del tiempo

que transcurriría sin verl'os, me olvidarían, no me conocerían cuan

do me volviesen a ver. Por otra parte, pensaba si mi esposa me

maldeciría, me aborrecería, porque creyese que la abandonaba y

que no pensaría en ella; pensaba no sé en qué, Pero al propio

tiempo me tranquilizaba, porque había quedado con su padre, con

su hermana Paca, que estaba segurísimo n

 

o la abandonaría, como

me dio pruebas más tarde, y ha sido mi ángel tutelar, mi consuelo,

mi compañera fiel y querida. Dios la reservó para mis hijos y para

mi consuelo.

Mandé mi carta; escribí una circular, que pasé a todos mis

corresponsales de España, avisándoles mí partida para Buenos

Aires, adonde les ofrecía mis servicios en el ramo de librería que

pensaba establecer.

Hice un poder en el Consulado español el día 23 de octubre,

a favor de mi esposa, autorizándola para que representase mi per

sona en todos los negocios que tenía pendientes, y dejando mi pasa-

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186  Memorias  de Benito  Hortelano

porte de España en la Cancillería, saqué otro, por el mismo Con

sulado, para América, embarcándonos el día 25 de octubre en la

barca francesa

  Alexandre.

  En Puillac esperamos viento favorable

para salir del río Garona, y por fin salimos al mar el 29, con viento

fresco y mar algo alborotado, lo que hizo que en el momento de

salir de la barra me marease, siguiendo todo el viaje en la misma

disposición y con las angustias que relataré.

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II

Recibimiento que tuve en Buenos Aires. Entro a trabajar de cajista

en la imprenta de Arzal. Circulares que mando a mis correspon-

sales.

  Tengo noticias de mi familia, en las que me anuncian la

muerte de mi suegro. Recibo unos prospectos de la Biblioteca

Universal. Recibo libros de Boix y de D. Ignacio Estevill, de

Barcelona. Abro un depósito de libros y subscripciones. Mi

sociedad con Arzal en el Diario de Avisos . ídem con la Im-

prenta Americana. Arribo de mi familia.

(1850)

El día 31 de diciembre de 1849 dimos fondo en las balizas exte

riores del puerto de Buenos Aires. A las once de la mañana pasó

a bordo la visita, dejándonos en cuarentena por haber salido de

Burdeos con patente sucia, por reinar en aquella ciudad, a nuestra

salida, el

  cólera morbus.

Era el médico del puerto D. Fernando Cordero (q. e. p. d.), y

cuál sería nuestra alegría al oír las chanzonetas y gracias anda

luzas del señor Cordero, que dirigiéndose a la esposa de Pareja la

llenó de piropos y agasajos. El alma nos volvió al cuerpo al oír

nuestro idioma, no sólo en Cordero, sino en todos los que fueron

a la visita. No hay que extrañar esta alegría, pues habiéndonos he

cho creer el capitán del

 Alexandre

  que en Buenos Aires se hablaba

el francés, y que era el idioma oficial, habíamos perdido una parte

de nuestras ilusiones y, no sin fundamento, porque, a excepción de

Laguna, los demás compañeros teníamos todos nuestras esperanzas

en la imprenta y librería española. En vano habíamos objetado al

capitán la duda que teníamos sobre lo que nos decía, porque decía

mos:

  ¿cómo es posible que en treinta y cinco o cuarenta años que

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188  Memorias de Benito  Hortelano

han trascurrida desde la emancipación de las colonias españolas

hayan olvidado el idioma? Por otra parte, aunque los naturales,

para olvidar todo lo que oliese a español, hubiesen adoptado el

idioma francés, no es cosa tan fácil cambiar el idioma de una

nación por otro en tan pocos años. El capitán nos decía que sólo

algunos antiguos que aun vivían después de la revolución eran los

que hablaban el español; pero que toda la generación presente ni

lo comprendía, porque por un decreto se había prohibido enseñarlo

en las escuelas, y que el idioma oficial era el francés.

Así son los franceses y así escriben obras de viajes, costumbres

y ciencias. Llegan a un (punto donde tienen comercio, y como sus

consignatarios y relaciones son franceses, no hablan entre sí otro

idioma, quedando muy convencidos de que todos los de aquel país

saben francés, y escriben muy ufanos sus apuntes diciendo: "En

tal país se habla francés, las costumbres son francesas, se come

y bebe a la francesa, etc." Son los franceses los más ignorantes en

historia, geografía y costumbres de otros pueblos y, sin embargo,

son los que más escriben de todas estas cosas. Creen que en salien

do de Francia, todos los demás países están sin civilizar, que visten

de otra manera que ellos, y así es que cuando viajan y ven los

demás pueblos que visten como los franceses visten, que comen a la

mesa y con tenedor, no los queda duda que aquel país que visitan

es francés. Por eso es, sin duda, lo que tengo observado con los

franceses, y es que en cualquier país que sea, muy resueltos y sin

ambages, si tienen que preguntar por una calle o cualquier otra

cosa, se dirigen al primero que encuentran y le preguntan con

mucho énfasis lo que desean saber, no andando con rodeos, sino

en francés, porque tienen \a pretensión que su idioma es universal y

que por obligación deben saberlo hasta los patanes. Después tocan

el desengaño, si es que se detienen en algún punto o se establecen,

y éstos ya no escriben como los que viajan en vapor o camino de

hierro, tocando uno o dos días en cada punto, con lo que creen

tienen suficiente tiempo para conocer las costumbres y geografía.

En fin, D. Fernando Cordero y los que le acompañaban nos impusieron a la ligera de las costumbres, gobierno y demás circuns

tancias sobre nuestras respectivas profesiones, despidiéndose muy

amablemente. Una cosa nos había llamado la atención, y era el

que todos tenían chaleco colorado, cintas coloradas en los som

breros y otras cintas colgadas del ojal de la levita, en las que se

veían impresas unas líneas, que no pudimos comprender.

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Memorias  de Benito Hortelano  189

Durante la cuarentena observamos algunas noches que se tira

ban cohetes y fuegos artificiales en la ciudad, ignorando cuál fuese

la causa. El 7 de enero de 1850 desembarcamos, sufriendo otro

disgusto y decaimiento en nuestros dorados sueños. Sólo los que

se hayan encontrado en igual caso podrán valorar el mal efecto

que causa al llegar de Europa, donde todo está dispuesto para la

comodidad del hombre, saltar desde la lancha a una carretilla, en

medio de la playa, nadando los caballos, con hombres, que más

parecían jabalíes que personas, gritando, pateando y navegando

en carro hasta llegar a tierra, teniendo que recorrer una distancia

de tres o cuatro cuadras, ignorando el viajero si hay mucha o poca

profundidad, creyendo, y no sin fundamento, que allí acabará su

existencia, después de haber atravesado el océano milagrosamente.

Saltamos a tierra de tres en tres, hasta un puentecito de tablas

rotas que había donde hoy está el magnífico muelle de la Capita

nía. Subimos a esta oficina, no sin algún temor al ver los negros

soldados de la guardia, con chiripas, una camiseta colorada y una

gorra en forma de cucurucho, también colorada.

No puedo por menos de hacer un elogio de la amabilidad de

los empleados de la Capitanía y del interés que el capitán de puer

to,  D. Pedro Gimeno, mostró con nosotros. La primera impresión

de esta amabilidad que en mí causó fué el que no eran por nosotros

tantos cumplimientos e interés, sino por la esposa de Pareja, que

era una joven interesante y bastante amable con las personas, aun

que no tuviera con ellas relaciones ni mucha confianza. Sin embar

go de este juicio, creo me equivoqué en parte, porque D. Pedro

Gimeno, después de habernos preguntado a cada uno qué profe

sión teníamos, al decirle que impresores, nos dijo que era magnífico

oficio, que en el acto tendríamos ocupación y ganaríamos mucha

plata. A Pareja le ofreció recomendarle a S. E. y a doña Manolita.

A González y a mí nos mandó desde la Capitanía con un ayudante

a la imprenta de la

 Gaceta

 Mercantil, con orden para que nos diesen

ocupación en el acto, y que si no había proporción en el momento,

ordenó al ayudante que nos presentase en la imprenta de Arzal y

nos recomendase de su parte. Ni en una ni en otra imprenta pudi

mos ser colocados con tanta precipitación como el señor Gimeno

deseaba, pero a los pocos días fuimos llamados y colocados.

Nos sucedió lo que sucede a todo viajero cuando llega por pri

mera vez a un país: que se encuentra atontado, sin saber dónde ir,

dejándose llevar de los peones que toman el equipaje. El nuestro

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Memorias de Benito Hortelano

fué puesto en un carro con el de los vascos, que de viaje se habían

venido con nosotros y tomado mucho cariño, como tengo dicho.

Ellos tenían aquí familias, que salieron a recibirlos, y nosotros

seguimos tras de nuestro equipaje hasta la calle del Cristo, a un

fondín de vascos que había esquina a la de Lugo. Era un burdel

aquel fondín, y sólo pasamos el día y noche de nuestro arribo, alo

jándonos al siguiente en el Albergo di Genova,  calle de San Martín.

Muy en armonía habíamos venido los cuatro compañeros todo

el viaje; pero en cuanto llegó el momento de que mediasen inte

reses, se aflojó el nudo que parecía indisoluble, y era que cada

cual tenía su plan desde Europa y cada uno contaba con la más

o menos probabilidad de que el compañero ganase más pronto y

su ejercicio prometiese más.

Retrocederé a Madrid y Burdeos para explicar esto. Pareja

había estado empleado en mi casa, ganando 40 duros mensuales,

para lo que yo quisiese ocuparte. Fué cajero unos días, y me escri

bió la

  Historia de la Milicia Nacional.

  Eramos muy amigos, me

encontré en su boda, conocí a su mujer desde niña y no había

dejado de tratar a una y otro ni un solo día hacía más de cinco

años. González era amigo muy antiguo; habíamos trabajado jun

tos,  nos habíamos prestado mutuamente los útiles de nuestras

imprentas. A Laguna ninguno le había tratado hasta Burdeos, don

de le conocimos. Ahora bien; parecía natural que González y

Pareja tuviesen conmigo más atenciones que con Laguna; éste y

yo estábamos en el mismo caso respecto a intereses al embarcar

nos;  Pareja y González, si no les sobraba, traían al menos para

sostenerse sin trabajar seis u ocho meses. Parecía natural que con

migo tuviesen más consideraciones; pero había mediado una cir

cunstancia. Laguna era confitero, y en Burdeos el cónsul de Buenos

Aires le hizo creer que con su oficio se haría rico en cuanto llegase;

que los confiteros ganaban lo que querían, que era el mejor oficio

para Buenos Aires, dándole al propio tiempo una carta de reco

mendación para el doctor Lozano.

Con estos antecedentes, no hay que extrañar que González y

Pareja le pagasen el pasaje y que al llegar a Buenos Aires le paga

sen fonda, lavandera y todas consideraciones, dejándome a mí

abandonado, arreglándose ellos, diciendo al posadero que no res

pondían de mi gasto, que no se descuidase, porque mi equipaje

valía bien poco, y además que no traía carta ninguna de recomen

dación. En esta triste situación me encontraba al segundo día de

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Memorias  de Benito  Hortelano

  191

arribar a estas playas, sufriendo este desengaño de personas que

me habían conocido en mis buenos tiempos, y alguna de ellas comi

do mi pan cuando no tenía quien le diese ni un real en Madrid.

Además, cuando me decidieron a embarcarme y vieron que pasaba

circulares a mis corresponsales, me asociaron al pacto que ellos

tenían convenido de ser común todo lo que se ganase, de que lo

que ganase el primero que trabajase sería repartido entre los

demás.

Pareja, Laguna y González formaron su triunvirato, no dán

dome conocimiento die nada de lo que trataban; pero Pareja se

pegaba a Laguna, como e¡l que más probabilidades tenía de ganar,

y al propio tiempo convinieron en presentarse al doctor Lozano

como primos, para que la recomendación alcanzase a ambos. Efec

tivamente, el doctor Lozano los protegió como no es muy común

proteger a los recomendados, lo que hizo se estrechasen más y más

Pareja y Laguna.

Por fortuna fui el primero que me coloqué, el primero que contó

con un sueldo seguro, que me proporcionaba la completa emanci

pación de ellos, sin tener que molestar a nadie ni contraer compro

misos. Apenas supieron mi colocación de 500 pesos y comida, suel

do que en aquella época en la imprenta era excesivo, porque nadie

lo había ganado hasta entonces, empezaron a hacerme la rosca;

pero estaba muy fresca la ofensa para que la olvidase. Lo que hice

fué despedirme de la fonda, donde pagaba 300 pesos mensuales, lo

que no tenía necesidad, porque comía en la imprenta, como tengo

dicho, y me fui a vivir a un café del bajo, donde por 30 pesos men

suales me daban casa, cama, agua y toalla, que era lo que yo nece

sitaba, de modo que pagados casa, lavado y cigarros, me sobraban

400 pesos mensuales, que eran entonces como 25 patacones.

González se colocó en la imprenta de D. Pedro Angelís, y vien

do que Laguna y Pareja no encontraban en qué ocuparse por el

momento, porque pasaban días y días con esperanzas, pero sin

realidades, rompió con ellos y se vino a vivir a la fonda o café

donde yo vivía, huyendo del compromiso de tener que pagar lafonda para todo el triunvirato, más la esposa de Pareja y una cria

tura, lo que sumaba todo más de 1.400 pesos mensuales.

El oficio de confitero no estaba tan brillante como le había

hecho creer el cónsul en Burdeos; no había trabajo en ninguna

confitería, y el sueldo que se pagaba era miserable. Por fin, des

pués de muchos anuncios en los diarios tuvo ocupación en una

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ig¿  Memorias  de Benito  Hortelano

confitería de la calle Federación, donde se colocó con 200 pesos

de sueldo.

Pareja era el más desgraciado, si bien era recibido y.visitado

como literato por personas principales; pero como la literatura

entonces como ahora en Buenos Aires no da de comer, se conten

taba, por fuerza, con las buenas esperanzas que todos le daban,

empeñándose cada día más y más en el hotel, hasta que el padre

Magesti, jesuíta español, encargado del Colegio de San Ignacio,

le propuso una cátedra de física, pero sin sueldo, sin más remune

ración que la casa y las lecciones particulares que tuviese. No tuvo

más remedio que aceptar, pues al menos se ahorraba casa, y tenía

la esperanza de las lecciones. El doctor Lozano le dio algunos

muebles, cama y pequeño menaje, con lo que se constituyó en el

colegio.

Seguí yo trabajando en el  Diario de Avisos,  en clase de opera

rio,  que por cierto me costó bastante acostumbrarme al mecanismo

y trabajo seguido de diez horas diarias, haciendo más de seis años

que no tomaba el componedor ni hacía ninguna operación mecá

nica, a excepción de la corrección de pruebas, que en mi imprenta

nunca había dejado al cuidado de otros. Iba observando las cos

tumbres, los adelantos y, sobre todo, el partido que podría sacar

de la publicación de un diario con una dirección y mejoras que los

que se publicaban no tenían; estaba muy atrasada la imprenta,

los diarios no tenían interés, no sabían cómo se manejaban en

Europa para publicar diarios importantes, no tenían ningún corres

ponsal, ni daban ninguna amenidad a las publicaciones. Después

que hice mis cálculos, escribí un prospecto con el título de

 El Agen

te

 Comercial.

  Creo que estuve feliz en la combinación del proyecto

por lo que después diré.

Siempre he sido un niño en todos mis proyectos, confiándolos a

cualquiera, lo que rae ha ocasionado tantos disgustos, robándome

mis pensamientos las personas a quienes he consultado de buena

fe.

  Consulté con Pareja mi proyecto; necesitaba yo de él para re

dactar, y le propuse el asociarnos. Leyó mi prospecto, le gustó y

convinimos en que enmendaría algunas faltas de lenguaje, porque

él,  indudablemente, tenía buen gusto literario, que yo no podía ne

garle, y me sometí a su opinión. Sucedía en aquella época que no

se podía publicar ningún diario ni establecerse ninguna imprenta

sin un permiso especial del general Rosas; había ejemplos de soli

citudes presentadas hacía seis años para el mismo objeto y no

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Él ¿morías  dé Éenito  Hortelano

  ±93

habían sido despachadas; pero Pareja estaba bien con el jefe de

Policía, D. Juan Moreno; el padre Majestí era de la confianza del

general Rosas y Manolita, y yo, lo mismo que Pareja, estábamos

bienquistos con los hombres de la época, por lo que nos aconseja

ban hiciésemos la solicitud, en la inteligencia que a nosotros nos

haría esta gracia, porque no éramos salvajes unitarios. Pareja

quedó encargado de escribir la exposición y dar los pasos para que

fuese recomendada al gobernador; yo confié en él.

No se había equivocado el judío armador al confiar en que

pagaría pronto mi pasaje, y fué tan caballero que no quiso cobrar

ía letra que le endosé remitida por mi señora, devolviéndosela. Al.

mes de mi residencia aboné a M. Chapeanorux, consignatario del:

buque, el importe. Y a propósito de este señor: entre los proyectos,

que bullían en mi cabeza era uno el de formar un depósito para

almacenar el trapo viejo, si, como calculaba, no había nadie que

de ello se ocupase. Traía apuntes desde Europa de los precios;

a que allí se pagaba la libra, la escasez que había de este artículo*

y las prerrogativas que hay concedidas a la introducción del trapo..

Con estos antecedentes consulté con Chapeanorux este negocio,,proponiéndole formar sociedad. Quedó en contestarme dentro de:

unos días, que 'habría tomado datos y echado sus cálculos. Fui a:

tratar del negocio y me contestó que no tenía cuenta, porque no.

abundaban los pobres y éstos no querían 'ocuparse a poco sueldo;;

si se tomaban peones, los jornales importarían más que el trapo que.

recogiesen, pues los sueldos de la gente de trabajo eran muy creci

dos.  No dejaron de hacerme efecto estas razones, tanto más cuan

to yo no conocía el país; así es que no pensé más en el asunto..

A los seis meses quebró la casa consignatària de M. Chapeanorux

y al año vi publicada en la  Gaceta Mercantil  la concesión de un

privilegio que por diez años daba el Gobierno a este señor para

recoger trapo, vidrio y hierro viejos. Entonces caí en la cuenta y vi

con pesar y hasta con rabia el modo impune con que había abusado

de mi proyecto mi consignatario. Con este privilegio se fué a Euro

pa, vendiéndolo por 200.000 francos, y el que compró el privilegio

tiene hoy la exclusiva del negocio en sociedad con el Sr. Lanata,

lo que les ha valido una fortuna a los compradores y otra al que

me robó la confianza.

Como a los dos meses de nuestra permanencia en Buenos Aires,

González, asustado por lo que le contaban de los degüellos que

había habido, se embarcó con destino a California, y no he vuelto

13

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  Memorias  de Benito Hortelano

a saber más de él. Fueron con González de pasaje un tal D. Claudio

Sesse y su señora, que tenían una zapatería frente al café de Cata

lanes y a quien González había conocido por trabajar juntos de im

presores en Madrid. Este Sesse, farsante en toda la extensión de

la palabra, mal impresor, peor zapatero, curandero y hoy maestro

de escuela en el Once de Septiembre, es el bribón más refinado que

he conocido. Engañó aquí a los acreedores, mandándose mudar

dejando la tienda limpia, engañando después al capitán que le con

dujo hasta Lima. Ya tendré ocasión de hablar de él más adelante.

Seguí trabajando con Arzal; reanudé las relaciones con Pareja

y me fui a vivir con él al colegio, en cuya compañía estuve tres

meses. Vivía en el colegio un coronel español, llamado D. Federico

Hope, gran tirador de florete, de espadón y lanza, con cuyo ejer

cicio vivía, dando lecciones de esgrima.

A los seis meses recibí ocho cajones de libros de D. Ignacio

Estivill, antiguo corresponsal mío en Barcelona, y ocho que Sanglas

tenía de D. Ignacio Boix. Con estos libros establecí un depósito

en la calle de Méjico, núm. 84, en una sala grande que tenía alqui

lada D. Antonio Reisig y que me cedió la mitad.

Había yo contraído relaciones con D. José Colodro, yendo a

comer a su café, y allí conocí a D. José Flores y a D. Antonio

Reisig, personas todas que me prestaron muchos servicios, muy

útiles, y que no he olvidado ni olvidaré nunca, a pesar de que

Colodro me hizo después mucho maí, haciéndoselo él también.

En la misma época recibí por el paquete tres prospectos que

Fernández de los Ríos me remitió de la Biblioteca Universal. Ape

nas leí su contenido cuando comprendí la importancia de esta publi

cación y el partido que de ella podía sacar. Otro no hubiera hecho

caso. Al momento lo arreglé para publicarlo aquí, con las condi

ciones que me parecieron más adecuadas. Fui a la imprenta de

Arzal, de donde ya me había despedido cuando recibí los primeros

libros y compuse el nuevo prospecto.

¡Cómo estaría combinado, cuánto no halagaría, que en un país

donde tan difícil es hacer subscripción a ninguna publicación, re

uní mil subscriptores entre Buenos Aires, Entre Ríos y Montevideo

Hay más: una de las condiciones era la de abonar, al subscribirse,

medio año anticipado, que importaba 76 pesos, estando las onzas a

225. Sin m ás garan tía que el prospecto y unos cuantos libros que me

quedaban, sin ser conocido en el país, todos abonaron el medio

años. En pocos día reuní más de cuatro mil patacones, los que libré

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Memorias  de Benito  Hortelano

195

sobre Madrid, a la orden de Fernández de los Ríos, avisándole el

modo y extensión cómo había de hacerme las remesas y cantidades

de ejemplares que de cada obra había de remitir.

Había tenido fatales noticias de mi familia. Mi suegro había

muerto; la madrastra se había apoderado de lo mejor, riñendo con

sus entenados. Mi pobre esposa, mis hijos y mi cuñada quedaban

abandonados, pues faltando el padre, y en él desquiciamiento de la

casa, estando yo a tanta distancia, único que podía y debía ayu

darlas, me tenía en gran angustia. Todas estas noticias las había

recibido a los dos meses de mi residencia en ésta, cuando aun no

tenía recursos suficientes para mandar nada; pero con mis econo

mías y con los libros que recibí ya tenía cómo buscar una garantía.

Don José Colodro, con un desprendimiento que le honra, se ofreció a

salir garante del pasaje de mi familia, y con su garantía D. Satur

nino Soriano dio órdenes a su corresponsal y socio de Cádiz, don

Pedro Nolasco Soto, para que avisasen a mi familia en Madrid el

día que debían estar en Cádiz. Remití fondos a mi mujer para que

desahogadamente viajase y se comprase cuanto necesitase, con lo

que me tranquilicé a este respecto.

En esta circunstancias, ya empezaba yo a ser conocido; tres

diarios anunciaban mis obras y comisiones; el público concurría

a mi depósito, y mis relaciones se iban extendiendo como por encan

to.  Pareja me había jugado una mala partida, pues aprovechán

dose de mi prospecto lo había presentado como suyo, y en unión

con el padre Majestí habían pedido permiso para publicarlo, sin

contar conmigo, sin decirme una palabra a este respecto. Salió el

permiso, pero no tenía imprenta Pareja ni podía por sí llevar a

cabo ni cumplir lo que yo prometía en el prospecto. Supe extra-

ofidalmente este juego y propuse a Arzal una asociación, por la

cual me comprometía a cambiar la faz del

  Diario de Avisos

  y a

aumentarle la subscripción en un doble. Hicimos nuestro contrato,

escribí un prospecto de mejoras en el diario, ofreciendo regalar

a los subscriptores el Semanario Pintoresco  Español, publicación de

mucho mérito que daba Fernández de los Ríos. Salió el prospecto,

y con todos los recursos que puse en juego, en un mes aumentó

de 600 suscriptores a  1.200,  subiendo en el segundo mes has

ta   1.600.

Pareja y Majestí que vieron esto encontraron frustrado su plan,

porque lo que ellos iban a hacer ya lo había yo hecho. Majestí de

sistió y cedió su misión a D. Ruperto Martínez. Este me buscó e

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Memorias de Benito Hortelano

instó para que volviese a entenderme con Pareja, asociándome a

ellos. No le hice caso; me negué a toda proposición, y ellos se

estaban con su privilegio sin poder llevarlo a cabo.Se había abierto por aquella época la imprenta Americana, y

D.  Ruperto con Pareja habían ido a ver a sus dueños, haciéndoles

proposiciones para la publicación de El Agente Comercial del Plata,

que éste era precisamente el título de mi prospecto, agregado por

Pareja  del Plata  para decir que era otro y no mi título; los socios

de la imprenta Americana no se animaron, poniendo por condición

que sólo entrando yo se comprometerían ellos a imprimirlo. Volvió

Martínez a insistir para que tomara parte en la sociedad; yo me

negaba.

Al segundo mes de mi sociedad con Arzal, viendo éste asegu-

dada la subscripción de su diario, no perdonó medio para disgus

tarme, poniéndome obstáculos para que yo saltase. Era instigado

Arzal por D. José María Montoro, cajero-administrador y factótum

de la casa, al que, como manejaba los negocios a su antojo, no le

convenía mi intervención. Por último, me hicieron saltar, nos dis

gustamos y rompimos la sociedad. Me retiré a mis libros y subscrip

ciones, que me tenían más cuenta, sin pensar en publicaciones de

diario.

Martínez aprovechó esta circunstancia, vio a los de la imprenta

Americana para que se empeñasen conmigo, y consiguió que La-

barden, con quien yo tengo algunas relaciones, viniese a verme y

me hablase del diario. Labarden consiguió lo que Martínez no

pudo, y me decidí a formar sociedad. Yo hice el reglamento, dividi

mos la sociedad en seis accionistas, todos con obligación de traba

jar cada cual en lo que fuese más útil. Los nombres de los seis

socios fueron Labarden, D. Demetrio Cabrera y D. Martín Pazos,

dueños de la imprenta, los que no cobrarían más que el importe

de operarios, tintas y una pequeña subvención por el desmérito de

tipos, teniendo la obligación de trabajar como operarios Pareja,

Martínez y yo; el primero, redactor princ ipal; Martínez, como agen

te,  y yo, redactor de los hechos locales, corrector y ayudar en la

caja, con más la dirección de la correspondencia y todas las me

joras que se me fueran ocurriendo.

Dimos el prospecto, y en breve una subscripción numerosa llenó

los libros. Como todas las mejoras que yo había introducido en

e

Diario de Avisos

  las ofrecí para el

 Agente

  Comercial,  los subs

criptores que habían entrado en el primero se pasaron al segundo,

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Memorias  de Benito Hortelano  i 97

por lo que a los pocos meses murió  El Diario de Avisos,  dándole en

esto una lección a Arzal por la inconsecuencia que conmigo había

tenido, creyendo que ya no me precisaba cuando había creído su

diario asegurado, de lo que se arrepintió, aunque tarde.

A fines del año 1850 tomé en arrendamiento la tienda que está

a lado del zaguán de la casa de doña Rosario Díaz, en la Recoba

Nueva, donde establecí la librería, tomando de dependiente a un

tal Ramón Pérez, madrileño, que por cierto salió una buena pieza.

Después de él tomé al joven D. Federico de la Llosa, hoy juez de

Paz del Sur. Este joven, como todos sus hermanos, que después

tuve de dependientes y aprendices en mi imprenta, han sido la hon

radez personificada. Les hago esta justicia, que les corresponde

de derecho.

Mis negocios a fines del 50 iban viento en popa, y siguieron con

más aumento el 51 y 52. Vivía con muy poco gasto, a pesar que

no me privaba de nada; pero un hombre solo puede en Buenos

Aires,

  con poco que gane, vivir bien y ahorrar bastante. Así es

que yo ahorraba mucho, porque ganaba mucho; vivía con las como

didades que siempre me han gustado; pero nunca con lujo ni des

pilfarro, no gastando en dijes ni fruslerías, que nunca me han

llamado la atención.

A pesar de todos los negocios que tenia, la librería, la corres

pondencia con Europa, las diligencias de Aduana de los muchos

cajones de libros que iba recibiendo, las remesas que hacía a

Montevideo y 'otros puntos, y trabajar diariamente en el diario

hasta las dos o las tres de la mañana, tenía tiempo suficiente, a todo

atendía. Mi método de vida era el mismo: vivía en la calle de

Méjico con D. Antonio Reisig, comíamos en el café de Colodro,

teníamos exquisitos vinos y nos regalábamos a toda satisfacción,

pues estando Reisig encargado de los almacenes de Zamarán, los

mejores vinos, jamones, etc., que traían los buques españoles ve

nían a nuestra casa al precio de España.

Por fin tuve aviso de haber embarcado mi familia, y empecé a

preparar la casa, para que nada les faltase a su llegada. En la

misma casa de la calle de Méjico alquilé unas piezas, que amueblé

sencillamente hasta que cuando llegase mi esposa comprase lo que

fuese de su agrado. Me avisaba mi esposa que su hermana Paca

se había empeñado en acompañarla y correr los riesgos y dis

gustos de un viaje tan largo, a pesar de oponerse toda la familia

y de no tener necesidad de mi auxilio, porque ella tenía algún diñe-

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198

Memorias  de Benito  Hortelano

ro y además gran fama y mucho trabajo como modista. Tuvo la

abnegación de dejar sus comodidades y venirse acompañando a

su hermana y sobrinos, a quienes no quería abandonar ni un

momento.

El 23 de julio de 1851 arribó la fragata

  Constancia,

 después de

noventa días de viaje, y en ella vino mi querida familia. El gozo

que yo experimenté al estrechar entre mis brazos a mi esposa e

hijos, a mi cuñada Paca y a mi sobrino José Iglesias no puede des

cribirse, y sólo el que quiera tanto a su familia como yo quiero

a la mía podrá valorar las emociones mías. ¡Ver a mi familia, des

pués de dos años de ausencia, a una distancia tan enorme, con

tantas dificultades como había tenido que vencer, me parecía impo

sible el bien que Dios me concedía

En un coche que tenía preparado en el muelle los conduje a

mi casa; no me cansaba de ver a mis hijos, a mi mujer, a Paca;

estaba desasosegado: ya había llegado al colmo de mis deseos; ya

nada me importaba; me parecía que aquellos momentos no se

acabarían nunca. En fin, quedé constituido como si estuviese en

Madrid, como si no hubiese pasado nada en los años anteriores ni

existiese, el mar por medio. ¿Qué me importaba lo sufrido, teniendo

a mi familia conmigo? ¿Qué me importaba España, ni los recuerdos

de Madrid, ni mi antigua posición, si aquí en Buenos Aires, en

menos de dos años me había labrado una nueva, era respetado, es

taba en buena armonía con el Gobierno y autoridades, y se me

abría un porvenir brillante, según todo se me presentaba?

Mi familia había traído un viaje, si no corto, feliz. El capitán,

D.

  Pedro Sosvilla, y su piloto, D. Antonio Gómez, la habían tra

tado con toda delicadeza, con mil atenciones, excelente trato y

con todas las comodidades que un buque de su clase permitieron.

Debo hacerles esta justicia a ambos, porque se la merecen, y

mucho más.

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III

Aspecto político del país. Cruzada levantada contra Rosas. Caída

de éste y triunfo del general Urquiza. Giro que dimos a El Agen-

te Comercial del Plata . Tomamos de redactor al teniente coro-

nel D. Bartolomé Mitre. Los Debates . Golpe de Estado de

Urquiza y nos cierra la imprenta. Publico La Avispa . Revo-

lución del 11 de septiembre de 1852. Revolución y sitio de Lagos.

(1851-1852-1853-1854)

Mucho se ha escrito sobre la tiranía del general Rosas. Si no

todo lo que se ha dicho, algo debe de haber de verdad. ¿Pero puede

haber tiranía de un hombre sobre un pueblo que está armado en

masa? Comprendo la tiranía de los Reyes, que, apoyados en miles

de bayonetas mercenarias, tiranizan a los pueblos desarmados, y

además de desarmados, con fuertes castillos, ciudadelas y otras

fortificaciones colocadas estratégicamente en las grandes ciudades,

apuntando sus cañones a la población, que al menor sintoma de

insurrección popular son barridas con la metralla las principales

calles y bombardeadas las casas desde los castillos, con lo que es,

si no imposible, al menos muy difícil derrocar a un tirano.

¿Pero sucedía esto en Buenos Aires? No; porque esta capital

es abierta, no tiene castillos ni ciudadelas, ni aun edificios que

puedan servir de defensa u ofensa.

Los tiranos no consultan al pueblo; éste no es nada para ellos;

no es más que una m anada de esclavos que deben trab ajar pa ra

sostener las cargas del Estado, para pagar a sus verdugos, sin

injerencia ninguna en la confección de las leyes, ni voto en los

Consejos, ni, en fin, vida propia, pues están a la voluntad del

tirano, para que de ellos y sus bienes disponga como se le antoje,

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2 0 0

Memorias de Benito Hortelano

hasta que llega un día en que, cansado de sufrir, se lanza a las

calles, y, no teniendo armas, se vale de las naturales o se apodera

de las de sus verdugos, pulverizando a éstos y a su jefe.

Rosas subió al Poder por la libre y espontánea voluntad del

pueblo, por el voto universal, como no ha habido ejemplo en nin

guna nación, firmando el pueblo en un libro en que constaba el

acta de las facultades extraordinarias, delegando en la persona

del general Rosas todos los derechos e inmunidades que la natura

leza da al hombre.

¿Abusó Rosas de estas facultades? No; porque no se abusa

de lo que es propiedad de uno, o si se abusa de lo que le perte

nece,

  no tiene que dar cuenta a nadie, ni nadie tiene derecho para

pedírselas. Sin embargo de estas monstruosas facultades, Rosas

conservó todas las formas republicanas en que el país se había

constituido. Rosas conservó el derecho del voto universal; reunió

las Cámaras periódicamente, según las leyes; sometió todos sus

actos a la deliberación y sanción de las Cámaras, discutiendo éstas

con toda independencia, guardándolas todas las consideraciones y

respetos que por las 'leyes les están acordadas.

Rosas, a pesar de su poder dictatorial, cada vez que terminaba

el período gubernamental depositaba el mando en el Poder legis

lativo, como está mandado por las leyes.

Rosas tenía armada la Guardia Nacional, que en los países

constitucionales es la garantía y salvaguardia de los derechos del

pueblo; que tiene las armas para oponer resistencia a Monarca o

Presidente que se atreva a conspirar contra las libertades públicas,

apoyado por las fuerzas de línea y polizontes, que son asalariados

y defensores de los Gobiernos,

  de

  quien dependen.

Rosas dio cuentas a los representantes del pueblo de la inver

sión de los fondos, presentando todos los años los presupuestos

de la nación.

Rosas conservó el poder judicial con toda independencia, obser

vando en el nombramiento de sus miembros todas las leyes de la

materia.

Rosas conservó el crédito público, con todas sus prerrogativas

e inmunidades.

Rosas respetó el Banco y Casa de Moneda, no abusando de este

establecimiento de crédito, y cuando necesitó su auxilio pidió a las

Cámaras su autorización.

Y Rosas, por fin, defendió con tesón, talento y dignidad el terri-

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C E N T E N A R I O D E D O N B E N I T O H O R T E L A N O

Primer periodista español en la

  República Argentina

El centenario del nacimien

to fie don Benito Hortelano,

que tiene eomo fecha el 3 de

abril de 1919, tr a ea la memo

ria la contribución prestada

por este publicista español al

desenvolvimiento literario y

artístico de la república, ini

ciado después de Caseros.

Hombre de grandes activi-

dades y de iniciativas, don

Benito Hortelano, había al

canzado en su patria, visible

notoriedad en empresas edi

toriales primero, y en el pe-

riodismo y la política des

pués.

  Sus ideas liberales, ma

nifestadas en una tenaz opo

sición al gobierno reacciona

rio del general Narváez, le

ocasionaron persecuciones

políticas, la confiscación de

sus bienes y el destierro. Tras

una corta residencia en Pa

rís,

  tomó el camino de Amé

rica, arribando a estas pla

yas en 1850, siendo el primer

periodista español que pisó

tierra argentina.

Dada su cultura, pronto

hizo relaciones con las princi.

pales personas de esta ciu-

dad , consiguiendo permiso del

dictador para publ icar el

Agente Comercial del Plata,

que apareció en junio de

 1851,

Esto diario inició muy útiles

mejoras en el periodismo

local.

La caída de la t i rania t ra

jo el nat ura l cambio en laa

ideas,

 y con tal m otivo el

 Agente,

 hubo de transformarse

en

  Lo s

 Debates,  sin cambiar de empresa, confiándose la

dirección al entonces coma ndante don B artolomé Mitre.

una casa impresora, edítanc

algunas obras sobre asuntt

históricos nacionales, onfci

ellas «Buenos Aire3 y las Pr<

vincias del Río de la Plata

por W. Parish.

El reconocimiento por U)quiza de su nacionalidad

los. españoles, le animó a fur

dar  El Español,  primer órgí

no de eñta colectividad en 1

república.

Estimuló las bellas letra

en el país, sin arredrarle 1

falta de ambiento para pubt

caciones literarias, fundand

en

 1853,

 La Ilustración Arger<

lina,  revista adornada co:

grabados encargados expre

sámente a los principales ta

lleres de Europa. En cst

publicación colaboraron doi

Bartolomé M itre, don  Adolf

Alsina, don Carlos Tejedoi

don Marcos Sastre, don Jos

AI.

  Gutiérrez, don Juan A

García, don José M ármol, doi

Ángel Julio Blanco, don Hila

rio Ascasubi, don Aíanuel ¡

don A lejandro M ontes de Oc;

y don Palemón Huergo. Con

tribuyó esta revista en grai

manera a propagar el gust(

literario. La parte tipográfict

de

  La Ilustración,

  era lo má:

acabado que hasta entonce;

se había impreso, iniciande

por consiguiente el mejora'

miento de las artes gráfica:

en el Plata.

Incansable propagandista

ie la cultura, inició y estableció en 1855, el eCasino

Bibliográficos, primera biblioteca de carácter populai

¡jue existió en Buenos Aires. Era también el centro de

los hombres de letras de la época. L a comisión

del Casino, la componían don Bartolom é Mitre,

como presidente, y don Rufino de Elizalde,

don Antonio Cruz Obligado y don Antonio

Pillado, como vocales. El arte dramático fué

también estimulado por don Benito Hortelano ,

mejorando el gusto artístico, pue3 no existien

do en el país n ingunacom pañíadram áticaque

por su arte mereciera tal nombre, hizo contra

tar en España la notable compañía de don

Francisco Torres y doña M atilde Larrosa, que

llegó en 1855 y se estrenó con g ran é xito.

Más tarde con el escribano don Adolfo Sal-

días y don Juan Antonio Cascallares, hicie

ron construir el teatro «Porvenir», una do lassalas más elegantes que tuvo esta ciudad.

En 1858, fundó el diario moderno

  Las No-

vedades, en el que colaboraro n José Aíanuel

y Santiago Estra da y Miguel y Pedro G oyena.

Escribió el «Manual de Tipografía par a uso do

abecera de »La Ilustración Argentina-', periódico Eundadi

La agitación de aquella época y lo incierto

de la situación que sucedió a la dictadura,

impulsaron al espíritu observador de don Be

nito Hortelano, a escribir el periódico crítico

La Avispa,

  que fué muy celebrado, y que no

obstante ser su redacción anónima, pronto so

adivinó a su autor; pero hubo de suspenderlo

a petición amistosa del general Urquiza.

Estableció la librería Hispano-americana y

Primer número del «Agente Comercial del Plata», fondado en 1851.

los tipógrafos del Plata», y fué uno de los funda

dores de la Sociedad Tipográfica Bonaeren se.

En 1864 fundó y re dac tó, hasta 1871, el diario

La España, q uedand o desde entonces afianzada la

existencia de un órgano español en el Pla ta. •

Duranto sus veinte años de vida en la Argón*

tina, fué don Benito Hortelano, dentro de la ce*

lectividad española, la personalidad que se ¿estu

có con más propio relieve.

Falleció enBuen os Aire3. el 13 de m arzo de 187JS

F A C S Í M I L D E U N A P Á G I N A D E « C A R A S Y C A R E T A S » C O N O C A S I Ó N

D E L C E N T E N A R IO D E D O N B E N I T O H O R T E L A N O

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Memorias de Benito Hortelano  201

torio que se le había confiado, haciéndose respeitar de las naciones

vecinas y lejanas, fuertes o débiles; conservó la independencia

intacta.

Ahora bien; Rosas gobernó veintiún años legalmente, siendo

reelegido periódicamente por los representantes del pueblo. ¿Tuvo

él culpa de gobernar tanto tiempo?

Las elecciones se verificaban anualmente con arreglo a las

leyes;

  el pueblo depositaba su voto por el sufragio universal; luego

no cabe duda que los diputados eran legalmente elegidos.

Con arreglo a la ley fundamental, todo ciudadano, desde la

edad de diecisiete años, está obligado a inscribirse en la Guardia

Nacional, y Rosas fué inflexible en esto. ¿Cómo esta fuerza ciuda

dana toleró por veintiún años a un tirano? ¿Para qué le servían

las armas que tenía? ¿Era o no tirano el general Rosas? Si lo

era, el pueblo fué un cobarde, indigno de los derechos que tenía

e indigno de tener un fusil a su disposición. Pero esto no es posi

ble en un pueblo, ni menos el argentino, que tantas pruebas de

valor ha dado en los campos de batalla en mil combates. Luego

Rosas no era tirano; el pueblo se encontraba bien con su Gobierno

cuando no lo derrocó.

Por otra parte, cuando un tirano ha despotizado a un pueblo,

cuando el tirano muere es maldecido; si es derrocado del Poder

por una insurrección popular, no le quedan más amigos que aque

llos que recibían sueldo de él o se han enriquecido a su sombra;

pero el pueblo que ha sufrido lo aborrece, no quiere ni saber de él.

¿Sucede esto con Rosas? No, porque pocos se enriquecieron, y el

pueblo, que es el que debía aborrecerlo, lo respetó, y cuantas veces

se han presentado en campaña los jefes militares de su época han

encontrado al pueblo en masa dispuesto a seguirlos; y si esto ha

acontecido con jefes subalternos, si Rosas hubiese aparecido en

la campaña de Buenos Aires levantando la bandera de la insurrec

ción contra el Gobierno establecido, ¿qué no habría sucedido? Rosas

ha sido más patriota que todos sus paisanos, más que todos los

déspotas y caudillos que son derrocados del Poder, pues ha pre

ferido el ostracismo a encender la guerra civil en su patria.

Cuando llegué a Buenos Aires, conforme iba haciendo relacio

nes y teniendo alguna confianza con las familias y paisanos con

quienes trataba, muy en secreto y misteriosamente me contaban

hechos horrorosos acaecidos en este país por la tiranía del Go

bierno. Quién me contaba que años antes de mi llegada todas las

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202

  Memorias  de Benito  Hortelano

noches se degollaban cientos de ciudadanos, sin saberse quiénes

fuesen los asesinos; que las cabezas de las víctimas las paseaban

por las calles, gritando los que las conducían: "¡A los buenos du

raznos " Quién, que no tuviese confianza con nadie, porque si decía

lo más mínimo respecto

1

  a la marcha del Gobierno me asesinarían

una noche en mi propia casa. Me contaron el asesinato del presi

dente de la Sala, Dr. Maza, asegurándome, como si lo hubieran

visto, que Rosas personalmente fué a la Sala y lo asesinó. Me hicie

ron relación de los cientos de españoles que habían sido degollados

por robarlos, y con colores tétricos me contaron la muerte de Mar

tínez de Eguílaz, asegurándome haber sido D. Adolfo Mansilla el

asesino, por quedarse con 2.000 onzas de oro que le debía. Me

pintaban como un monstruo sediento de sangre al general Uribe, y

como unos santos, virtuosos y honrados ciudadanos a los emigrados

unitarios y colorados de Montevideo, diciéndome que había un ge

neral Paz, hombre honrado, virtuoso, liberal y de gran capacidad.

Y, por último, me rogaban me pusiese chaleco colorado, cintillo

ídem en el sombrero y la divisa con los lemas de: "¡Viva la Con

federación Argentina ¡Mueran los inmundos salvajes unitarios

¡Viva el restaurador de las leyes "

Con estos colorines y cintajos iban adornados los argentinos y

españoles en aquella época, estando prohibidos los colores azul ce

leste y verde, porque decían eran de los salvajes unitarios. A la ver

dad, era bien ridículo todo esto; obligar a un pueblo, a una nación, a

que use tales o cuales colores, se vista de este o aquel modo, pare

ce que sólo un pueblo envilecido puede tolerarlo. Sin embargo, exa

minadas despacio estas ridiculeces, no dejaban de ser efecto de

un plan combinado que estaba en completa relación con un sistema

de política y educación meditados.

Algún efecto produjeron todas estas precauciones que me ha

cían, y por un momento llegué a asustarme; pero fué mientras no

pude estar en relación y observar más de cerca las costumbres,

tratando a algunos empleados y personas notables, entre otras a

don Pedro Angelis, sujeto de gran capacidad, franco en sus apre

ciaciones sobre el sistema de Rosas, quien me impuso de la verdad,

tanto en pro como en contra, dándome razones convincentes que

me valieron mucho.

Al paso que en secreto todos así me prevenían, los mismos indi

viduos, en público, eran ardientes partidarios del Gobierno, fede

rales a  macho,  como decían. Confieso que me daba asco semejante

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Memorias  de Benito  Hortelano

203

modo de vivir en sociedad, diciendo en público lo que no sentían

en su corazón, o al menos esta era la consecuencia que se debía

sacar de aquel proceder. Pero no se crea que fuese así; lo que

contaban en secreto, ellos mismos no lo creían, o por lo menos abul

taban mucho los hechos, porque por más que entonces y después

he procurado con instancia averiguar el número de degollados, que

a tantos miles hacían subir, no llegan a 80 los que en realidad su

cumbieron. Por otra parte, cuando cayó Rosas no dio esta pobla

ción muestras de alegría, al menos tantas como se debían esperar

de un pueblo que ha estado veintidós años sufriendo una espanto

sa tiranía y que le viene la libertad cuando menos lo esperaba y

sin contribuir en nada para obtenerla; antes al contrario, ya el

tirano estaba derrotado y se había refugiado en la ciudad para,

desde ella, embarcarse, y la Guardia Nacional seguía en los can

tones esperando la orden para defender al tirano que estaba impo

tente para tiranizar. El pueblo que quiere ser libre lo es: Buenos

Aires,

  si sufrió tiranía, la sufrió con gusto, pues o no hubo tiranía

o, si la hubo, esta República se conformaba con aquel sistema de

gobierno cuando no lo derrocó.

Yo venía acostumbrado a decir en público y a voz en cuello

mi modo de pensar en política, y a pesar de que tengo dicho que

Narváez y el partido moderado fueron tiranos, respetaban las opi

niones, la Prensa, mientras no se conspirase, que entonces era infle

xible, como lo son todos los Gobiernos con quien conspira, y aun

no teniendo pruebas o ser tomados con las armas en la mano los

enemigos, los respetan. Con esta educación política que yo había

recibido, no hay que extrañar el efecto que me causaría lo que veía

en un país republicano, por lo que, y lo que había visto en la Re

pública francesa, abdiqué mis locas ideas republicanas, convirtién

dome en monárquico constitucional fuerte, al uso que lo estableció

Narváez.

Con motivo de mi sociedad con Arzal, y después con la publica

ción de

  El Agente,

  fui haciendo relaciones, como tengo dicho, con

las autoridades y altos funcionarios, y conociendo que la tiranía no

era tan fea como me la habían pintado. En los teatros tenía entra

da franca; a los bailes patrióticos era invitado siempre, y fuera de

las ridiculeces de los vivas y mueras de orden, o sean proclamas

federales, lo demás el público se divertía, los negocios iban bien,

se vivía muy barato y la paz más completa era el orden de la na

ción. A pesar de los anuncios y prevenciones que los tímidos egoís-

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204  Memorias de Benito Hortelano

tas,  jesuítas de dos caras, me habían hecho para que usase divisa

y chaleco colorado, que como español estaba obligado a usar, so

pena de ser

  degollado' o,

  por lo menos,

  encarcelado,

  no los quise

usar; todos sabían que era español, pero todos me respetaron: los

altos empleados, el jefe de Policía, los comisarios y hasta los que

se decían de la Sociedad de la Mas-horca. Entraba en la casa de

general Rosas con frecuencia a recoger noticias, decretos o dispo

siciones que debían publicarse, y jamás me preguntaron por qué

no usaba divisas. Refiero lo que conmigo pasó; ignoro lo que habrá

pasado a otros.

También las señoras usaban divisa, consistiendo ésta en un

lazo de cinta punzó al lado izquierdo de la cabeza.

'Otra de las ridiculeces de aquella época era la de que en los

teatros, antes de empezar la función, salían todos los artistas, ves

tidos con los trajes que en la función debían sacar, y sobre el traje

de  Carlos V,  por ejemplo, o  Nabucodonosor,  pendía la consabida

divisa. Se formaban en ala dando frente al público, y el director

gr ita ba : "¡Viva la Confederación Argentina ¡Mueran los salvajes

unitarios ¡Viva el restaurador de las leyes ¡Muera el pendejón

Rivera ¡Mueran los enemigos de la causa am ericana, Santa Cruz

y Flores " Caía el telón y empezaba la orquesta.

Los sacerdotes, las Comunidades religiosas y el ministro del

altar en el acto de celebrar la misa, tenían sobre su pecho la divisa

de sangre y muerte.

¿Qué más? En el teatro Argentino, una compañía de franceses

que hacía cuadros plásticos, en uno de ellos, que representaba a

Jesús clavado en la cruz en medio del bueno y mal ladrón, pendían

del pecho de Jesucristo y de los ladrones las divisas federales, lo

que fué la profanación y farsa más completa de la pasión del Cru

cificado, del Redentor del mundo.

El 1." de mayo de 1851, el general Urquiza, gobernador de la

provinoia de Entre Ríos y lugarteniente de los ejércitos federales

de Rosas, el que más le había servido y más se había ensangren

tado contra los salvajes unitarios, dio el grito de insurrección con

tra él, proclamando en su bandera la organización de la nación,

llamando a su lado a todos los que quisieran contribuir a tan justa

y necesaria cruzada.

Cuando se supo en Buenos Aires el pronunciamiento de Urqui

za la sorpresa fué grande, así como el anatema fué general (en

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Memorias ie Benito Hortelano

205

público); pero en privado, cada cual de los de dos caras se frotaba

las manos y ya veía a Rosas perdido.

Aun no se había dado oficialmente la noticia de la rebelión.

Una noche, a las diez, nos mandan un decreto para publicar en el

diario y en él venía cambiado o aumentado el lema, añadiendo

a los mueras de orden el "¡Muera el loco traidor, salvaje unitario

Urquiza " Como siempre he tenido pensamientos tan oportunos,

en el acto de leer el nuevo lema se me ocurrió una especulación y,

como siempre, fui un imbécil dando participación a mis socios.

Consistía esta idea en imprimir en aquella misma noche nuevas

divisas con el muera Urquiza agregado, seguro de que al día

siguiente el público se precipitaría a comprarlas. Mis consocios,

naturalmente, comprendieron la importancia de la idea, y acto

continuo unos se pusieron a hacer el molde, otros el anuncio, y

yo salí a comprar toda la cinta que encontrase en las mercerías.

A las doce de la noche ya había reunido miles de varas de cinta,

y acto continuo la prensa empezó a imprimir.

Al siguiente día la gente se agrupaba ante mi librería; la Recoba

Nueva estaba invadida por los

  furiosos federales,

  que les faltaba

tiempo para arrancarse la antigua divisa y colocarse la nueva.

¡Oh pueblo envilecido ¡Un insignificante anuncio de diario, que

creían oficial, bastó para aglomerarse precipitadamente a comprar

un cintajo, con el que se creían garantido s Sin embargo, Rosas

no mandó a nadie que usase la nueva divisa; sólo sus documentos

iban encabezados con el nuevo lema, pero nada más.

Desde el día que Rosas declaró a Urquiza traidor con el agre

gado del lema, las manifestaciones se sucedieron unas a otras.

Primero empezaron las corporaciones en comunidad dando mani

festaciones públicas, ofreciendo "su vida, bienes, fama y familia

al ilustre restaurador". Siguieron después los empleados, los abo

gados, médicos y, por último, los ciudadanos, que todos se queda

ron sin fama, porque se la habían entregado al tirano. ¡Gracias

pueden dar que éste no dispuso ni de sus bienes ni de su vida, y

se contentó sólo con quedarse con la fama, si es que fama tiene

el hombre que así se prostituye

El general Urquiza se había preparado sólidamente antes de

hacer el pronunciamiento. El ¡Brasil temía a Rosas, no sin funda

mento, porque éste, con el ejército que tenía en el sitio de Monte

video y con más de 20.000 hombres en Santos Lugares, podía, el

día que hubiese querido, presentar 40 ó 50.000 hombres en la

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2 0 6 Memorias  de Benito Hortelano

frontera del Brasil, invadiendo el imperio por la provincia de Río

Grande, auxiliando al partido republicano y, dando libertad a la

esclavitud, hacer bambolear al Emperador brasileño.

El Gobierno del Emperador comprendió la política de Rosas,

la temía; sabía que era un enemigo fuerte, por lo que no perdonaba

medio ni sacrificio para derribarlo. Había dado auxilios a los uni

tarios de Montevideo; pero éstos eran muy pocos e incapaces para

por sí solos derribar a Rosas, pues ya en tiempos más favorables,

teniendo al general Lavalle de caudillo, hombre a quien el partido

unitario adoraba y los federales respetaban, no habían conseguido

más que perecer en las tentativas que años anteriores habían

hecho. Los unitarios refugiados en Montevideo eran impotentes.

Comprendiendo el Gobierno del Brasil esta impotencia de los

unitarios, eligió entre los generales más acreditados de Rosas aquel

que tuviese más ambición de gloria y más audacia para la gran

empresa, y poniendo sus puntos en el general Urquiza, éste com

prendió no sólo el papel que iba a representar en el país, sino la

situación en que la nación se encontraba, cansada de tantas gue

rras y en una situación anómala, sin constitución fundamental.

Urquiza aceptó las propuestas del Brasil; éste, por su parte,

hizo efectivas las ofertas poniendo a disposición del general Urqui

za gruesas sumas de dinero, vapores y todos los elementos bélicos

que fueron necesarios. Además de estos elementos materiales, su

diplomacia se condujo con gran habilidad, facilitando el camino

para entenderse unitarios y federales de Entre Ríos y aun de los

mismos que mandaban fuerzas en los ejércitos de Rosas.

Sólo con tales elementos era posible derrocar a Rosas. Los

unitarios se plegaron a la bandera de Urquiza, porque en ella

veían una probabilidad casi cierta de volver a su patria y gobernar

en su país, lo que de otro modo no hubieran logrado. La provincia

de Corrientes siguió en el pronunciamiento a la de Entre Ríos, que

son las dos más belicosas de la Confederación. Parecía natural

que todas las provincias hubiesen seguido el ejemplo de las pro

nunciadas; pero, muy al contrario, todos sus gobernadores seapresuraron a ofrecer sus vidas, haciendas y fama al general

Rosas.

Este iba comprendiendo que la situación era crítica; que la

insurrección, apoyada por el Brasil, era potente cual ninguna

de las muchas insurrecciones anteriores lo habían sido. Después de

ordenar a las provincias hiciesen pronunciamientos en contrario

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Memorias de Benito Hortelano

207

al de Urquiza, preparó las cosas para que le acordase la nación el

Poder supremo y dictatorial.

La Prensa, las corporaciones, los ciudadanos, todos pidieron

se le diese el Poder supremo. La Cámara se reunió, y en medio del

mayor entusiasmo, de patrióticos discursos, votó por unanimidad

la investidura de Jefe supremo de la nación al general Rosas,

poniendo a su disposición tesoros, vidas, fama, familia y hasta

los hijos por nacer. El día de San Martín el pueblo en masa acudió

a Palermo a felicitar a Rosas. Este se paseaba por los jardines

cuando la multitud invadió aquella posesión, rodeándole, abrazán

dole y desgañifándose en aclamaciones y locuras al gran Rosas.

En este día conocí más de cerca al general Rosas. Vestía pan

talón y chaqueta azul con vivo encarnado, chaleco de merino

punzó y una gorrita de paño con visera. El pobre hombre estaba

conmovido y sofocado en medio de aquel tumulto, de aquella ova

ción popular, de corazón, pues son bien distintas las demostra

ciones oficiales de las que el pueblo hace de entusiasmo por el ob

jeto que aprecia.

Los teatros también preparaban sus funciones patrióticas. Don

Pedro Lacasa compuso una pieza, cuyo argumento era la traición

y derrota de Urquiza. Otra compuso D. Miguel García Fernández

sobre el mismo objeto. En una y otra función el entusiasmo llegó

a su colmo. Don Lorenzo y D. Enrique Torres, el doctor Gondra y

otros muchos patriotas federales pronunciaron discursos entusiás

ticos,

  pidiendo sangre, exterminio y pulverización de las provincias

de Entre Ríos y Corrientes, del Imperio del Brasil y de todos los

salvajes inmundos, asquerosos unitarios.

  A la salida del teatro,

Manolita Rosas, hija del Jefe supremo, que presidía todas las ova

ciones a nombre de su padre, fué conducida en su coche, quitados

los caballos, tirando de él los  patriotas federales.  Entre los que

vi tirar del coche recuerdo a D. Santiago Calzadilla, al hijo, al

doctor Agrelo, a D. Rufino Elizalde, a Gimeno, a D. Rosendo La-

barden y a Toro y Pareja; yo también empujé de la rueda derecha

al partir el carru aje. No recuerdo los nom bres de; otro s m uchos fe

derales que tiraron, porque no los conocía entonces y hoy son muy

unitarios.

En  El Agente Comercial  no nos quedábamos atrás en adular a

Rosas y pedir exterminio de los salvajes unitarios. Agregamos al

diario un periódico semanal, titulado

  El Infierno,

  escrito por Toro

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2oá   Memorias de Benito Hortelano

y Pareja, que vomitó veneno contra los salvajes unitarios e incien

so en obsequio a Rosas*

Por fin las cosas se iban precipitando. El general Urquiza pasó

el Uruguay con 2*000 hombres para levantar el sitio de Montevi

deo,  que el general Oribe tenía asediado, hacía ocho aflos, con más

de 14.000 hombres. Cuáles serían las circunstancias y cómo estaría

minado el ejército de Oribe, que con sólo estos 2.000 hombres des

barató el sitio, entró en Montevideo y en menos de quince días de

campaña concluyó con una guerra que había durado ocho años.

Este resultado fué debido en gran parte a la influencia del general

Garzón.

Los acontecimientos de la Banda Oriental debieron haber hecho

comprender al general Rosas que su poder vacilaba, que sus tropas

estaban cansadas, que los jefes no querían pelear y deseaban des

cansar, después de catorce años de continua lucha. Rosas debió

anticiparse a los sucesos, debió haber reunido un Congreso y

presentado una Constitución, dando una completa amnistía, olvido

de lo pasado y restituido los bienes embargados o confiscados a

sus enemigos. Con esta medida la insurrección de Urquiza hubiese

sucumbido en su nacimiento, porque los pueblos aun lo respetaban

y no tenían confianza en Urquiza. Se ofuscó, erró y ya no hubo

remedio; había llegado el fin de su reinado. La Providencia así lo

había decretado.

El general Urquiza, después de pacificada la Banda Oriental,

volvió a Entre Ríos, reunió su ejército y pasó el Paraná. Un ejér

cito brasileño de 6.000 hombres se puso a las órdenes de Urquiza,

y otro ejército de 20.000 quedaba de reserva en la frontera del

Brasil. Los vapores imperiales subían y bajaban conduciendo tro

pas y pertrechos, hasta que, ya Urquiza a este lado del Paraná,

bloquearon el puerto.

Rosas había reunido un ejército de 24.000 hombres en los Santos

Lugares, mandados por los jefes que habían capitulado en el sitio

de Montevideo, asumiendo el mismo Rosas el mando en jefe.

La ciudad se puso en asamblea. La Guardia Nacional, en nume

ra de 12 a 15.000 hombres, ocupaba diferentes puntos estratégicos.

El mando de la plaza estaba a cargo del general D. Lucio Mansilla;

pero para que todo fuese mal dispuesto, para que todo conspirase

a la caída de Rosas, que parecía estar ya cansado de gobernar o

a quien una confianza mal fundada cegaba, ni se le ocurrió siquiera

fortificar la ciudad, abastecerla y preparar la retirada y resistencia

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Memorias  de Benito  Hortelano  209

en caso de derrota, con lo que hubiera podido, por lo menos, hacer

una capitulación honrosa, salvando el honor del país y cíe su

ejército.

Todo era terror en la ciudad al aproximarse el ejército invasor.

Se temía una derrota, porque se creía que Urquiza entraría a degüe

llo,  y se temía que triunfase Rosas, porque después del triunfo y

no teniendo ya enemigos se cebaría en la población, empezando los

degüellos como en el 40 y 42, para aterrorizar de nuevo al país;

pero, en'realidad, lo que había era mucho miedo en la población.

Llegó el 3 de febrero de 1852 y el ejército de Urquiza, después

de haber derrotado la víspera la vanguardia de Rosas en el puente

de Márquez, se encontró frente a frente, en los campos de Monte

Caseros, con el ejército del tirano, mandado por él en persona.

Jamás habíase visto en la América del Sur un número igual de

hombres reunidos en batalla; no bajaría de 50.000 hombres, entre

ambos ejércitos, con más de 200 piezas de artillería y de 80 a

100.000 caballos.

Pocas horas duró la batalla. El ejército de Rosas, bien disci

plinado, aguerrido, bien armado y uniformado, con jefes que en

cien combates habían probado su valor, desapareció como por en

canto,

  pasándose algunos, rindiéndose otros, sin descargar sus

armas, y cayendo prisionero el resto. Sólo la artillería, mandada

por el coronel Chilacurt, hizo prodigios de valor; pero esta sola

arma, por más esfuerzos que hicieron, no podía conseguir sino

morir matando, y así sucedió.

Rosas huyó sin haber sabido disponer la batalla, sin dar órde

nes oportunas, anonadado de su propia obra.

El día 4 de febrero, como a las ocho de la mañana, el coronel

Virasoso entró en la plaza de la Victoria, seguido de una escolta,

y a su lado el general Mansilla, a quien algunos ciudadanos insul

taron.

Tenía yo colocada en la plaza, sobre la fachada de mi librería,

una magnífica muestra que decía: "¡Viva la Confederación Argen

tina ¡Mueran los salvajes un itarios ¡Muera el loco, traidor, sal

vaje unitario Urquiza "  El Agente Com ercial del Plata.  Como se

decían tantas cosas del general Urquiza, temía que las venganzas

no respetarían ni a las muestras, por lo que, con no poco susto y

precipitación, descolgué la muestra, ayudado de varios amigos y

dependientes, en el mismo momento que Virasoso entraba en la pla

za con su escolta. ínterin se verificaba el descendimiento de la mués-

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<Zio Memorias  de  Benito Hortelano

tra, mi dependiente Federico de la Llosa tiraba al lugar excusado

gran cantidad de gruesas de divisas, temeroso que éstas nos com

prometieran si los vencedores entraban en la librería. Afortunada

mente, nada sucedió de lo que temíamos; sólo una parte de las

escenas que se temían vino a realizarse; pero no fueron las tropas

vencedoras, sino Jas vencidas las que cometieron los crímenes de

aque'l día.

El coronel Virasoso, después de dar una vuelta por la plaza,

se retiró hacia la plaza del Retiro, sin tomar ninguna disposición

para mantener el orden.

No sé cómo calificar lo ocurrido en esta época en Buenos Aires,

pues no se comprende cómo una ciudad que se decía oprimida

y tiranizada por veinte años, ya que no pudo o no tuvo valor para

hacer la reacción cuando se aproximó el ejército libertador, al

menos después que éste perdió la batalla y en ella todo su ejér

cito,  no dio este pueblo la'más mínima muestra de regocijo ni la

menor prueba de que deseaba la caída del tirano. La historia del

mundo nos describe los regocijos con que los pueblos oprimidos

han recibido siempre a los ejércitos libertadores, y yo práctica

mente lo había visto en Madrid, en donde una compañía que en

trase a auxiliarnos en las diferentes peripecias por que allí pasa

mos del 34 al 48, los soldados eran recibidos con un entusiasmo

que rayaba en delirio, regalándolos y 'obsequiándolos el pueblo

con toda clase de demostraciones; pero aquí, ni hubo quien salie

se a dar un peso ni convidar a una copa a los pobres soldados;

todos se encerraron en sus casas, Como si fuese un enemigo el

que había triunfado. Si un ejército extranjero hubiera sido el ven

cedor, no habría hecho otro tanto el pueblo.

Pero lo que no tiene excusa es que en una población como Bue

nos Aires, de 100.000 habitantes, no hubiese una docena de perso

nas de respeto, por su posición o riqueza, que no saliesen inmedia

tamente a ofrecer las llaves de la ciudad al vencedor, como es de

costumbre, para acordar con él las primeras medidas que en seme

jantes casos deben tomarse para conservar el orden interior y sumi

nistrar las raciones y recursos que el vencedor ha de menester para

sus tropas.

La ciudad quedó acéfala; las autoridades de Rosas abandona

ron sus puestos en cuanto aquél se embarcó; las fuerzas ciudada

nas,

  cuya misión principal es la de garantir el sosiego y la propie

dad, habían abandonado sus cantones y con ellos las armas. El

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Memorias  de Benito  Hortelano

2 1 1

fuerte, punto principal, quedó a merced de quien quisiese apode

rarse de él, todo lleno de armas y pertrechos de guerra, con gran

cantidad de municiones tiradas por los patios. Las cárceles fueron

también abandonadas y, por consiguiente, todos los presos, crimi

nales y no criminales, se escaparon, lo que ocasionaba otro con

flicto no pequeño.

Sucedió en este desbarajuste lo que debía suceder. A las

diez de la mañana, los dispersos del ejército de Rosas, algunos sol

dados de Urquiza y la gente de los arrabales se lanzaron a las

calles del centro de la ciudad, primero a las platerías y después

indistintamente; el saqueo se hizo general y el espanto llegó a

apoderarse de todos los habitantes. Una circunstancia hizo renacer

el espíritu, y fué que los soldados norteamericanos que daban la

guardia al cónsul, viendo que estaban saqueando una platería inme

diata, acometieron a los ladrones, dejando tendidos a dos, lo que

dio ánimo a los vecinos extranjeros para armarse y lanzarse a las

calles en persecución de los ladrones.

Las once de la mañana serían cuando esta escena; a la una

era ya general el saqueo y la persecución. Veíanse los vecinos for

mando grupos, armados unos con escopetas, pistolas, chuzos y

cuanto había a las manos, cazando como en una cacería de jabalíes

a cuantos se encontraba robando.

Yo,  con,unos cuantos vecinos de la Recoba, auxiliados de don

Cristóbal Gasaíta, vizcaíno valiente e intrépido, tomamos posesión

del fuerte, de donde sacamos fusiles y municiones, con los que

armábamos a los que iban llegando, ordenando patrullas de a ocho

hombres, nombrábamos un jefe de cada una y dábamos instruccio

nes para que saliesen en persecución de los ladrones.

Como a las dos de la tarde un batallón del ejército vino a

situarse delante del Cabildo para dar auxilio a la población; de

él salieron varias patrullas, quedando una fuera para custodia

de la cárcel y de la Comisión militar que en ella se estableció por

orden de Urquiza. Esta Comisión juzgaba en el acto a los que

traían presos los ciudadanos, e, identificada la persona, eran en el

acto pasados por las armas en el patio de la cárcel, durando esta

operación dieciséis horas.

Con estas medidas la tranquilidad se restableció. Se calcula

en 500 personas las que murieron en las calles y fusiladas por la

Comisión militar.

Lo admirable de este saqueo es que en cinco horas que duró

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Memorias  de Benito  Hortelano

se necesitaron después, para recoger los efectos de bulto robados,

más de 300 carros, llenando varios almacenes para que de allí fue

sen recogiendo sus dueños lo que les pertenecía.

Por la tarde de este día 4 de febrero salió el obispo, acompa

ñado con tres comerciantes, al campamento del general Urquiza,

que era en Palermo, y al día siguiente fué nombrado gobernador

interino D. Vicente López, abogado honrado, autor de la canción

nacional, formando éste su Ministerio con los señores D. Valentín

Alsina, D. Fidel López y el Dr. Gorostiazu.

Desde el día 1 de febrero nuestro diario,  El Agente Comercial,

no había vuelto a aparecer; tampoco el

 Diario

  de Avisos,

  ni el

 Dia

rio dé la Tarde.

  El día 5 propuse a los socios que debíamos conti

nuar, en lo que encontré resistencia por algunos; pero, al fin, mis

razones los decidieron y dimos por la tarde una hoja suelta, que

fué leída con avidez y entusiasmo por el nuevo lenguaje que en

ella empleábamos. Al siguiente día salió el número completo, ini

ciando una política arreglada a la nueva situación, anatematizando

lo que cuatro días antes habíamos santificado. ¡Así es y será en

todos tiempos y en todas las naciones la Prensa Hacer bueno hoy

lo que ayer era malo, y viceversa.

Como era consiguiente, y como yo esperaba al aconsejar la

continuación del diario, éste tomó una popularidad extraordinaria.

Era el único diario y, por consiguiente, las muchas disposiciones

gobernativas de aquellos días interesaban a todos, por lo que se

hizo necesario a la población.

Había venido en el ejército un joven precedido de alguna fama

como periodista y hombre de esperanzas; este joven era el coman

dante D. Bartolomé Mitre, quien pronto se puso en relaciones con

nosotros y a quien encomendamos la dirección del diario con la

asignación de 4.000 pesos papel mensuales, Propuso, al hacerse

cargo de la redacción, el cambio del nombre de  El Agente  por el

de

 Los Debates,

  para que no tuviese punto de relación ninguna con

las doctrinas que El Agente  había sostenido. El 1 de marzo se hizo

cargo con tan brillante éxito, que el público corrió a subscribirse al

diario de moda, y a fe que lo merecía, porque fué un diario como

no había habido otro, ni después ninguno lo ha igualado. Dos mil

trescientos subscriptores llegamos a contar en nuestros libros, cosa

sin ejemplo en estos países.  Los Debates  han dejado nombre, pero

lo que nosotros trabajamos en aquella época es incalculable y a

ello más que a otra cosa se debió tan magnífico éxito.

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Memorias  de Benito Hortelano

Decía que el desbarajuste en que había caído esta población

con la caída de Rosas y las nuevas ideas hacían prever conse

cuencias fatales, las que no se dejaron esperar.

Publicaba yo por esta época un periodiquito en papel de estra

cilla, titulado  La Avispa,  en el que me propuse dar palos a unos

y a otros, porque todos marchaban mal en mi concepto, que, por

cierto, no me equivoqué. En él daba consejos al general Urquiza,

le hacía comprender su posición, le criticaba satíricamente lo que

me parecía ridículo, y al propio tiempo decía algunas verdades a

los unitarios que estaban en el Poder.

Este periodiquito ha dejado fama, en muchos conceptos, por la

sátira, que confieso me dio bien en aquella época; por los secretos

que reveló sin dañar a nadie en su lenguaje ni ultrapasar los lími

tes de la vida privada; todo reunido hizo que alcanzase una subs

cripción cual antes ni después ha conseguido ningún diario, pues

llegó a reunir 3.600 subscriptores.

Creé  La Avispa  con dos objetos: con el de favorecer a un

paisano con quien trabajé en la imprenta de Arzal, a quien puse

al frente del diario, porque a mí no me convenía dar la cara en

razón a que, siendo socio de  Los Debates,  mis compañeros lo hu

biesen tomado a mal. La otra razón que tuve fué el deseo de sati

rizar muchas cosas ridiculas que veía desde que pisé países repu

blicanos, por quienes yo tenía muchas simpatías, creyendo que era

la mejor forma de gobierno, en lo que me he llevado un solemne

chasco y renuncio a ella.

Nadie sabía quién era el autor de La Avispa;  a varias plumas

se les colgó el santo, pero en quien más recayó la sospecha fué

en Toro y Pareja, hasta que éste tuvo que dar un desmentido en

los diarios.

Era tanto más interesante este diario, cuanto que tuve la feliz

ocurrencia de prevenir en el prospecto que todos los que tuviesen

que denunciar algún abuso o quisiesen hacer conocer alguna cosa

echasen las cartas por una ventana de la redacción, que quedaría

abierta toda la noche. Esto bastó para que diariamente recibiese

una cantidad de cartas, curiosísimas algunas, poniéndome por este

medio al corriente de los secretos del Gobierno, de los partidos y

hasta de amores y disensiones de familia, porque hubo quien pedía

que abogase por el divorcio en razón a que el obispo no le había

permitido al remitente separarse de su mujer, a quien odiaba, por

mil circunstancias que me explicaba.

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Memorias  de Benito Hortelano

215

El cómo me valía para escribir diariamente

  La Avispa,

  voy a

explicarlo.

Salía de

 Los Debates

  a las tres o cuatro de la madrugada, ren

dido de trabajar. A aquella hora recogía las cartas que habían de

jado en la redacción y que Santos Martín colocaba todas las noches

en el hueco de la reja que tenía yo dado orden dejasen abierta.

Abría aquel cúmulo de correspondencia e iba apuntando lo que me

convenía, y de allí formaba los artículos y sátiras, concluyendo esta

operación diaria a las seis o siete de la mañana, en que un mucha

cho iba y tomaba de la ventana el original que yo dejaba prepa

rado para el día inmediato o, mejor dicho, para aquel mismo día.

Claro es que con este míétodo  La Avispa  era de mayor interés

cada día, esperándola el público con ansia. La subscripción sólo cos

taba cinco pesos mensuales, lo que hacía que hasta la última clase

la leyese.

Los acontecimientos políticos se iban encapotando; una nube

cercana se dejaba ver, y la tormenta debía estallar. Era el 20 de

junio cuando fui llamado por el cónsul español, D. José Zambrano.

Fui al llamamiento, y me dijo: "Amigo Hortelano, como amigo lo

he llamado para darle un consejo y pedirle un favor. Usted es el

redactor de La Avispa;  el general Urquiza lo sabe, y me ha pedido

ruegue a usted desista de esa publicación, pues sentiría que las

medidas que se ve precisado a tomar alcanzasen a usted. Igual

recomendación me ha hecho para Toro y Pareja."

No creía yo que hubiese llegado a noticia del general Urquiza

ni de nadie el que yo redactaba

  La Avispa;

  pero una vez que ya lo

sabía el general y que me daba aquel aviso amistoso, comprendí lo

que importaba y dije a Zambrano que desde aquel momento cesaba

La Avispa,  como así lo verifiqué. Pareja no accedió, contestando

que él defendía los derechos del pueblo y que nada le arredraría.

¡Caro le costó al pobre

El 24 de junio, cansado Urquiza de las pretensiones de un círcu

lo que había logrado fascinar a la juventud y, sobre todo, de la

influencia de las mujeres, cerró las Cámaras y asumió el mando

de la provincia, con otras medidas de gobierno que en tales casos

se acostumbra. El ministro D. Fidel López había demostrado bas

tante energía en la Cámara, pronunciando un discurso anatemati

zando el proceder de aquel círculo, dirigiéndose al pueblo que des

de la barra le silbaba y apostrofaba, y le dijo verdades que no de-

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2l6

Memorias de Benito Hortelano

seaban oír, pero que después han venido a ser una realidad; lo que

prueba que previo desde entonces lo que después ha sucedido.

Eran las doce de la noche del 23 de junio cuando una compañía

de soldados, al mando de un oficial y precedida de un comisario,

se dirigieron a la imprenta de  Los Debates,  situada en la calle de

la Defensa, esquina a la de Chile, y llamando a la puerta, salió a

abrir D. Manuel Toro y Pareja, a quien llevaban orden de condu

cir, vivo o muerto. El comisario le intimó la orden, a lo que Pareja

contestó que estaba pronto, pero que le permitiesen vestirse, porque

estaba en mangas de camisa.

Se entró Pareja para vestirse, quedando a la puerta la tropa

esperándolo. Pasó media hora y Pareja no salía, por lo que, gol

peando a la puerta con señales de disgusto, salió mi sobrino Pepe,

que trabajaba en la prensa, y contra él descargaron el enojo de la

tardanza cuando éste les dijo que Pareja se había fugado por la

azotea. Precipitadamente entraron, atrepellando a Pepe; se dirigie

ron al interior de la casa en momentos que bajaba de la azotea

D.  Demetrio Cabrera, socio de la imprenta y que había enseñado a

Pareja por dónde debía bajar. El oficial amartilló una pistola, des

cerrajando a quemarropa sobre Cabrera; por fortuna, no salió

el tiro y dio lugar a que varias personas de la casa sacasen del

error al oficial, que había tomado a Cabrera por Pareja. Este salió

a la calle por la de Chile, en mangas de camisa, sin sombrero, pero

con 16.000 pesos que había en la caja, que tuvo buen cuidado de

tomar en su fuga.

Al propio tiempo que esto sucedía otra partida había ido a

prender a Mitre, quien también se salvó, porque a él, como hijo

del país, los amigos le habían avisado con anticipación, lo que no

se hizo con Pareja.

La imprenta fué sellada al día siguiente;

  Los Debates

  murie

ron, y con este suceso perdimos no sólo las pingües utilidades que

empezaba a producir, sino 68.000 pesos, importe de subscripciones

atrasadas y del mes corriente, pues es sabido que el ilustrado pú

blico de Buenos Aires no paga la subscripción del último mes de

ningún periódico que muere, porque es, sin duda, de buen tono el

tirar de la cuerda de los ahorcados.

Me quedé sin diarios a consecuencia de este suceso, y emprendí

la publicación de la  Historia de España  por La Fuente, al propio

tiempo que creé el periódico El Español  para separarme de la polí

tica del país, porque creí convencerme que esto no hacía cuenta a

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Memorias de Benito Hortelano 217

ningún extranjero; sin embargo, por mi desgracia, no lo he cumpli

do después.

Las cosas políticas quedaron en calma durante dos meses, en

cuya época, en unión con D. Vicente Rosa, D. Francisco Gómez

Diez y D. José Miguel Bravo, establecí la Sala Española, de que ya

tendré que ocuparme en adelante. También tomé a mi cargo la

imprenta de Arque.

El general Urquiza debía salir para San Nicolás de los Arro

yos a la reunión de gobernadores que debía tener lugar para acor

dar las bases de la organización nacional.

Entretanto que se preparaba la marcha de Urquiza y la del

gobernador D. Vicente López, secretamente se urdía una conspira

ción para evadirse de la influencia del Libertador, y aun se trataba

de asesinarlo. El general Urquiza salió el 8 de septiembre para

San Nicolás y el 11 fué hecha la revolución.

Este pronunciamiento trajo consecuencias muy fatales para

Buenos Aires, que ha llorado por mucho tiempo con lágrimas de

sangre y torrentes de dinero que, aplicado a objetos útiles, hubiera

producido muchos beneficios al país. Pues los que encabezaron el

movimiento reunieron en la plaza pública a las tropas y, presidien

do el acto el Gobierno, se repartieron entre ellas buenas sumas de

dinero al son de los himnos marciales que entonaban las bandas.

Una casualidad me ha proporcionado el estado de las cantida

des que entre los vampiros políticos de aquella revolución se repar

tieron. Helo aquí, reducido a pesos fuertes:

A los generales y coroneles, 85.000 duros.

A los tenientes coroneles se les dio a cada uno 750 duros; a los

mayores, 650; a los capitanes y demás oficialidad, 250.

Además se dio un año de sueldo a todos, desde general hasta

el último soldado.

Pero en medio de este escándalo, de este saqueo oficial, hubo

hambres dignos que rehusaron el pedazo de la capa de Cristo que

se repartía. Estos fueron los siguientes, que con gusto consigno

aquí sus nombres para honor de esta tierra.

Don Valentín Alsina rechazó dignamente la parte del botín, no

queriendo recibir los treinta dineros de la cuenta.

El general Pacheco también rechazó su parte de botín. Este no

es tan noble rechazo como el de Alsina, porque Pacheco era extre

madamente rico y Alsina extremadamente pobre.

El coronel Pelliza también rechazó los 200.000 pesos que le

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Memorias  de Benito Hortelano

ofrecieron; pero, en cambio, pidió un terreno de chacra, que después

se lo quitaron.

El general Galán, que había quedado de gobernador delegado,

se retiró con sus tropas para Santa Fe sin oponer resistencia

al movimiento, que si tal hubiese hecho, la revolución habría su

cumbido.

Las Cámaras nombraron gobernador a D. Valentín Alsina, y

éste propendió a la fusión de los partidos, para lo cual hubo una

reunión en el local que hoy ocupa el teatro de Colón, en donde se

abrazaron mutuamente los hombres de Rosas con los llamados uni

tarios, estando todos muy conformes en odiar al general Urquiza y

hacerle la guerra a todo trance.

Se preparó una invasión a la provincia de Entre Ríos, y so

pretexto de conducir a su provincia las tropas correntinas, que

fueron las fuerzas que más habían contribuido a la revolución, las

embarcaron; pero no fué así, porque, tomando el río Uruguay,

desembarcaron en la ciudad de la Concepción, proclamando la ex

pulsión del general Urquiza de la provincia de Entre Ríos. Esta

triste expedición, mandada por el general Madariaga, fué recha

zada, perseguida e ignominiosamente derrotada, teniendo la inhu

manidad de partir el vapor sin tomar a bordo a los pobres solda

dos,

  los que, arrojándose al agua para ganar el vapor, éste los

despedazó con sus hélices.

Otra expedición simultánea, mandada por el general Hornos,

desembarcó en el pueblo de Gualeguaychú; pero como la de Ma

dariaga había fracasado, Hornos tuvo que refugiarse en el Brasil.

Esta imprudente expedición trajo después humillaciones dolo-

rosas para Buenos Aires y una guerra que duró siete meses.

El 2 de diciembre se pronunció el coronel Lagos, que estaba

ejerciendo el cargo de comandante general del Norte. Pronto reunió

el paisanaje de la campaña, vino sobre la ciudad y el Gobierno de

Alsina dimitió el mando, quedando la ciudad acéfala de autorida

des y en el mayor conflicto. Lagos cometió la estupidez de no apo

derarse de la ciudad, contentándose con tomar el parque y algunos

cuarteles, que después abandonó.

El coronel Mitre comprendió que la revolución carecía de direc

ción, y, reuniendo algunos guardias nacionales, se fué a hostilizar

a los sublevados, que bien pronto se retiraron sin hacer resisten

cia, abandonando el parque y todos los puntos que ocupaban.

Poco se necesitó para poner la plaza en un estado inexpugna-

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Memorias de Benito  Hortelano  219

ble de defensa: unas zanjas en algunas calles, empalizadas en

otras, fué lo suficiente para que durante siete meses no pudiesen

penetrar 14.000 hombres que la sitiaban. El coronel, hoy general,

Mitre resolvió un problema para con él dominar a los numerosos

y ágiles gauchos. Desde entonces ya nadie duda que los gauchos

de Buenos Aires son vencidos siempre que haya una débil tapia o

zanja por la que el caballo no pueda saltar.

Siete meses duró el asedio, al cabo de los cuales el ejército

sitiador se disolvió por sí, sin que nadie le atacase, estando ven

cedor sobre la píaza, pues cuantas veces las tropas sitiadas salie

ron fueron derrotadas, como asimismo un ejército que al Sur levan

tó el Gobierno, a las órdenes del general Acosta y D. Pedro Rosas,

muriendo el primero, con otros muchos, y cayendo prisionero Rosas

y todo su ejército, a excepción de los indios.

Han gritado mucho los llamados unitarios porque Urquiza se

valió de los indios contra Buenos Aires, sin acordarse éstos que

ellos fueron los primeros que dieron el mal ejemplo, halagando a

los salvajes, introduciéndolos en la provincia, enseñándoles el ca

mino,  que no conocían, para las depredaciones que después han

cometido, asolando la campaña, apoderándose de miles de leguas

de terreno y de millones de cabezas de ganado.

Los de Lagos también cometieron una inconsecuencia, que des

pués la han pagado y la están pagando con usura. Me refiero a la

felonía cometida con el general Urquiza, a quien llamaron en su

auxilio y a quien después vendieron, poniéndole en el caso de tener

que embarcarse precipitadamente, y gracias a los ministros extran

jeros no cayó en poder de sus enemigos de la plaza entregado por

sus amigos los sitiadores. Urquiza se ha vengado perfectamente

de todos, humillando a unos y dejando impotentes a los otros.

Durante el sitio, y por la renuncia de Alsina, fué nombrado go

bernador el general Pinto; pero, habiendo muerto éste, quedó inte

rino el Dr. D. Pastor Obligado. Concluido el sitio, se formó una

Constitución, primera vez que se constituía la provincia después de

cincuenta años de independiente, siendo reelegido en propiedad el

mismo Obligado.

Quedó constituido el país y afirmado el partido unitario, que

por tantos años había andado errante.

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IV

Mi familia y mis negocios desde el año 1852 a 1860

Perfectamente estaban echadas las bases para mi futura fortu

na, que veía en lontananza, haciéndome mil halagos, a fines de

1851 y principios del 52.

Rodeado de mi cara familia; con una subscripción a la Biblioteca

Universal que debía dejarme 1.000 pesos diarios; con una empresa

como la de

 El Agente

  Comercial

  del Plata,

  que estaba anunciando

un porvenir lucrativo y de una importancia social envidiable; con

una librería establecida, en: la que tenía la exclusiva en las obras

modernas, y, en fin, la librería de moda, porque era la que recibía

las producciones españolas no conocidas aquí todavía, en lo que

presté un servicio de suma importancia a la literatura de mi patria,

haciendo variar la triste opinión que de la literatura española y las

cosas de España se tenía por nacionales y extranjeros en el Río

de la Plata. Tal era el aspecto que mi porvenir presentaba. ¡Ay,

qué pronto había de eclipsarse mi buena estrella

Eran los primeros días del mes de enero de 1852 y hacía once

meses que yo había librado a Madrid, a la orden de D. Ángel Fer

nández de los Ríos, editor de la Biblioteca Universal,  cuatro mil

duros para que me remitiese las subscripciones que le pedía, según

las órdenes que le había dado. No estaba la correspondencia para

España tan bien servida como hoy, lo que era una dificultad de gran

consideración para mis especulaciones. Sin embargo, para facilitar

la buena organización en las remesas, era más fácil desde aquí

allanar las dificultades que había que desde Madrid, pues es sabido

que hasta hace poco tiempo, y aun hoy mismo, los habitantes de

Madrid tienen las mismas noticias de estos países que de la

  China,

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Memorias  de Benito  Hortelano

2 2 1

ignorando hasta el modo como habían de mandar la correspon

dencia.

Había yo dado órdenes para que las remesas llegaran con toda

regularidad, como las de Francia e Inglaterra; que me dirigiesen

mensualmente, por la vía de Lisboa, todas las entregas que se

hubiesen publicado en el mes, para de este modo hacer yo el

reparto a los subscriptores, como lo hacía el  Correo de Ultramar,

Creo que no habrá nadie que pueda calificar de descabellado este

plan; pero, por mi desgraciadlo fué, porque el Destino fatal que me

persigue así lo había dispuesto.

Fernández de los Ríos remitió a Lisboa la primer remesa, con

sistente en 42 grandes cajones, cuyo peso ascendía a más de 500

arrobas, importando los fletes de Madrid a Lisboa 16.000 reales

vellón; primer mal paso, porque yo ignoraba fuesen tantas las en

tregas y tan caro el flete. Sin embargo, esto lo daba por bien em

pleado, porque lo que perdía en fletes lo ganaba en tiempo y orga

nización del negocio.

Pero una fatalidad, o una mala fé del corresponsal de Lisboa y

mala disposición de Ríos, o lo que fuese, hizo que hasta los ocho

meses no llegasen a mi poder las cartas de aviso y facturas de la

remesa. Yo me volvía loco con esta demora; no sabía a qué atri

buir el silencio de Ríos, y sospechaba lo que cualquiera hubiese sos

pechado: o que mis cartas y letras de giro se habían extraviado, a

pesar de las medidas que tomé para el efecto, o que Ríos me había

jugado alguna trastada. Escribí furioso a Ríos increpándole su

conducta, cuando a los ocho meses recibo sus cartas y facturas

avisándome la remisión de mi pedido a Lisboa, de donde debió

haber salido en el paquete de junio, es decir, a los cinco meses.

Esto vino a confundirme más, porque, siendo ciertos los avisos,

debían estar en mi poder los cajones hacía dos meses, y, sin em

bargo, yo nada había recibido.

Volví a escribir más enojado, y Ríos me contesta, también eno

jado,

 diciéndome que hacía mucho tiempo que los libros habían sido

embarcados y que ya debían estar en mi poder. En estas preguntas

y respuestas pasaban los meses, los subscriptores desconfiaban y

muchos me exigieron la devolución de lo anticipado. Este era un

nuevo conflicto, porque, habiendo yo remitido aquel dinero a Ma

drid, me era imposible devolverlo. De aquí las cuestiones, y, por

último, la Prensa me empezó a atacar. Tuve que dar su dinero a

los más exigentes y sufrir.

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2 2 2

Memorias  de Benito  Hortelano

Por fin, al terminar el mes de enero del 52, llegó el bergantín

holandés  Osear,  procedente de Lisboa, y en él los 42 cajones de

libros y una carta del corresponsal de Lisboa en que me decía "que,

no habiendo querido admitir los paquetes ingleses los 42 cajones

de libros, por ser mucha carga, y no habiendo salido de aquel puer

to para el de Buenos Aires, desde que llegaron los cajones, más

que el

  Osear,

  se había apresurado a remitírmelos". Véase por qué

circunstancia imprevista vino a malograrse este negocio y a darme

tantos disgustos en los doce meses que para la primera remesa se

había tardado.

Por otra coincidencia, la batalla de Caseros y el desquiciamien

to en que todo vino a parar me imposibilitaron de repartir a los

subscriptores sus respectivas entregas y las de un año más, que

habían venido y por las que tenían que abonar 156 pesos cada uno,

lo que importaba más de 7.000 duros. ínterin las cosas volvían a

su centro pasó un mes, y como con el cambio político muchos subs

criptores emigraron y otros se quedaron sin recursos, no pudieron

renovar la subscripción, lo que me perjudicaba no sólo por esta

parte, sino porque las obras no acabadas quedaban truncas y me

imposibilitaba disponer de las conclusiones.

La remesa que Ríos me había remitido importaba mucho más

que los fondos mandados por mí, por lo que me comunicaba que

no me remitiría más entregas ínterin no librase el importe de lo que

me había anticipado, porque, habiendo transcurrido tanto tiempo

desde que hizo la remesa (cuya tardanza queda explicada), no

podía anticipar más capital. Yo no le exigí nunca que anticipase,

y si se encontraba en este descubierto de sus fondos, yo me había

encontrado durante un año sin poder disponer de los míos; uno y

otro sufrimos las demoras de Lisboa, y para el negoció fué una

fatalidad por mil conceptos, siendo uno de ellos la desconfianza

mutua en que nos pusimos y que tanto nos perjudicó.

Además de todos estos trastornos, que me pusieron en apuros

para remitir fondos y que no se suspendiesen las remesas, hubo

otro de no menos consideración, y fué que, habiendo pedido 1.500

ejemplares del

 Semanario Pintoresco

  para regalar a los subscripto

res de  El Agente  Comercial,  éstos vinieron; pero como se aumen

tase la subscripción cuando tomó el nombre de L,os  Debates, acor

damos la sociedad pedir hasta 2.000 del año 1852, como así lo veri

fiqué, escribiendo a Ríos ,ai propio tiempo que le mandaba nuevos

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Memorias  de Benito  Hortelano

m

fondos, que, por cierto, tuve que tomar a interés 1.000 pesos para

contestar al editor con 2.000 más que acompañé.

Con la caída de Rosas cambiamos el título al diario, bautizán

dolo con el de

  Los Debates,

  cuyo redactor principal fué D. Barto

lomé Mitre. Reunió este diario hasta 2.300 subscriptores, que, a 30

pesos,

  importaban 69.000 pesos mensuales, más 10.000 entre avisos

y remitidos; veníamos a recaudar como 80.000; gastábamos 45.000,

quedando libres 35.000 para repartir entre seis, o sea a unos 6.000

pesos mensuales cada socio.

El aspecto de mis negocios no podía ser más halagüeño a prin

cipios del 52: 6.000 pesos de

 Los Debates,

 otros 6.000 que me deja

ba la librería, eran de 10 a 12.000 pesos mensuales la renta que yo

reunía, al parecer de una manera bien sólida, en sólo estos dos ra

mos. De La Avispa  no recibí nada, porque, a pesar de la gran subs

cripción, la persona a quien puse al frente nunca me dio cuentas ni

pude sacarle un real. Tampoco cuento 1.000 pesos diarios que la

¡Biblioteca me dejaba.

Pocos meses duró esta felicidad en los negocios. A consecuen

cia de las cosas políticas, el general Urquiza nos cerró la imprenta,

teniendo que emigrar los dos redactores principales, Mitre y Pareja,

y, por consiguiente, el diario murió.

íbamos dejando un fondo para, cuando llegase el semanario,

abonar su importe, que ascendería a 60.000 pesos al año. Dieciséis

mil pesos había en caja, los cuales dicen que Pareja se llevó, y

que se le perdieron al saltar las azoteas; sea lo que quiera, ello

es que se perdieron para algunos socios.

Además de dicha pérdida, hubo la de 68.000 pesos, que impor

taban los veinticuatro días de junio, en que murió el diario, y comjo

5.000

  pesos de subscripciones atrasadas; con todo fueron las pérdi

das unos 89.000 pesos, suma mayor que lo que nos habíamos re

partido >en los meses de marzo, abril y mayo, únicos meses que

habíamos repartido utilidades, pues en los años anteriores no hici

mos más que cubrir gastos; aunque a mí me costó cada mes 500

pesos de pérdida, porque no pudiendo atender de día, pagaba a un

operario las horas que yo faltaba, para no perjudicar a los com

pañeros.  •

Si al menos el negocio no hubiese ocasionado otras pérdidas

a mis intereses, poco importaba hasta entonces el trabajo personal

y 6.000 ó 7.000 pesos que me costó el operario; pero otra pérdida

de más consideración cayó sobre mí. Con la muerte de  Los Debates

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224

Memorias  de Benito Hortelano

la sociedad se disolvió, y los socios no quisieron garantirme las

consecuencias de los 2.000 ejemplares del semanario, contentán

dose con decirme que diese contraorden para que no mandasen

lo pedido, y como no teníamos hecho ningún compromiso a este

respecto y Pareja estaba emigrado y parte de los socios eran

pobres, tuve que cargar con los 2.000 ejemplares pedidos, que no

hubiese sido de gran consideración la pérdida sin lo que después

sucedió y diré en su lugar.

Heme ya enteramente desligado de la política, que con tan feos

colores se iba presentando, y perdidas las ilusiones de las grandes

utilidades que Los Debates prometían.

Me dediqué con ahinco a organizar los corresponsales que don

Jaime Hernández me había proporcionado en Entre Ríos y Mon

tevideo, a los que ¡hice las remesas de la manera que pude, de lo

que no quedaron muy contentos, y tenían razón, cuya causa expli

caré.

Cuando pedí a Ríos 1.000 subscripciones de la Biblioteca, iban

ya de ésta publicadas algunas novelas y estaban en publicación

otras.  No tenía el número de ejemplares que me pedía, y sólo me

remitió 430 de cada obra. ¿Cómo cumplía yo con los 1.000 subscrip

tores no teniendo más que para 430? Escribí a Ríos que inmediata

mente completase el número pedido para poder cumplir con los

subscriptores. Ocho meses tardó en llegar la segunda remesa, y en

vez de 1.000 vinieron 300, y en vez de novelas e historias, que era

lo ofrecido, remitió cuatro secciones que no se habían ni anunciado

aquí ni pedido por mí, y eran 300 obras de Medicina, 300 de Histo

ria natural, 300 de Educación y 450 de Biblias, todo incompleto y

obras tan largas, que tardaría dos o tres años para concluirlas.

Este era un golpe fatal para sostener las subscripciones. A Entre

Ríos mandé, para cumplir con los subscriptores, todas las obras, y

el resultado fué que los subscriptores no quisieron recibirlas, y que

de unos 3.000 duros que importaba lo remitido a distintos pueblos

y con mil dificultades, no llegué a cobrar sino unos 600 duros, pre

firiendo perder las remesas mandadas y no tomadas a ordenar que

me las devolviesen, porque importarían más los fletes y gastos que

lo que aquellas obras, todas incompletas, valían. Por esta parte

perdí como 2.300 patacones, y las entregas aun existen en poder

de los corresponsales.

Dejemos la Biblioteca descansar para dar razón de mis otras

empresas.

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Memorias  de Benito Hortelano  225

El mismo día de la batalla de Caseros se embarcó D. Joaquín

Oliver con dirección a Corrientes. Había yo conocido a este joven

de ayudante de D. Federico Hoppe, coronel español emigrado y

que se ocupaba en dar lecciones de florete. Oliver era un joven

modesto, callado y simpático; le tomé cariño y le habilité con unos

cajones de libros por valor de unos 2.000 duros, con cuya factura

se estableció en Corrientes. Si yo perdí la mitad de esta factura y

otras que le mandé después, en cambio Oliver supo aprovechar mi

habilitación, y con mi dinero, en vez de pedirme libros y procurar

por mis intereses, puso un almacén, haciéndome creer que no se

había vendido ningún libro, y era que negociaba con mi dinero,

hasta que cansado le obligué a darme cuentas a los dos años, rin

diéndomelas con gran pérdida, devolviéndome los restos de libre

ría que no había podido vender; pero hasta en esto fui desgraciado,

porque llegando el buque en ocasión que Buenos Aires estaba blo

queado, descargó en Montevideo y los libros se perdieron. Cuatro

años después, habiendo gastado mucho y hechas muchas diligen

cias,  encontré estos libros en la Aduana de Montevideo, todos

podridos, teniendo que pagar el depósito de tantos años.

Con el ejército de Urquiza había venido un coronel llamado

D.  Antonio Muñoz, español, vecino y casado en el Paraguay. Varias

personas me lo recomendaron e hice relaciones con él. Me habló

de que en el Paraguay se haría un gran negocio con libros, porque

aun nadie había llevado este artículo a aquella República. Tanto él

como otras personas me calentaron para que hiciese una prueba.

Muñoz se me ofreció a encargarse de la expendición y le hice una

factura de unos 500 duros. Cuando llegó el caso de embarcarse,

me dijo que no habiendo pagado el general Urquiza al ejército,

se encontraba sin recursos para prepararse al viaje. Le di 60 duros

y pagué el pasaje hasta el Paraguay. Además de mi factura, el

doctor Casagemas, dueño de la librería del Plata, le dio otra por

valor de 700 duros. Tanto mi factura y dinero como la de Casage

mas,  todo se perdió; ni un real hemos visto. Muñoz vendió nuestros

libros y se comió el dinero.

Al poco tiempo de la muerte de

 Los Debates,

  como para reponer

la venta que había perdido de dicho diario y para tener en qué

ocupar mi imaginación y mi espíritu, siempre ávido de negocios y

movimiento, emprendí la publicación de la  Historia de España, por

D.  Modesto Lafuente, obra que tanto llamaba la atención por su

gran mérito, y calculé, no sin fundamento, que debía tener una

15

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¿26

  Memorias  de Benito  Hortelano

subscripción numerosa. No me equivoqué. Di el prospecto, y reuní

480 suscritores, a 40 pesos papel cada tomo, o sean dos duros. Al

mismo tiempo empecé la publicación de un periódico titulado  El

Español,

  con el que, a la par que me servía para anunciar mis

obras,

  llenaba un vacío que en la población española se notaba, y

era necesario levantar la nacionalidad abatida de los españoles,

humillados y hasta avergonzados de ser hijos de tan noble y gran

nación.

Aunque se me tache de demasiado amor propio, tengo la con

ciencia de haber prestado tantos servicios a mi patria, que dudo

me los eclipse nadie, por mucho que haga. Muchos disgustos me

ha costado este patriotismo, mucho se han perjudicado mis intere

ses;  pero, a pesar de todo, no me pesa; tengo orgullo en ello, aun

que no hayan sido apreciados mis servicios. Quede esta honra para

mis hijos, que algún día llegará a apreciarse todo lo que por honor

de mi patria he hecho, como lo iré manifestando en el curso de

estas Memorias.

Don Jaime Hernández me remitió una prensa y algunos tipos

de su imprenta, en La Concepción del Uruguay, y con 1.200 libras

de  entredós,  que compré a D. Pedro de Ancheli, establecí una

imprenta en la calle de Santo Domingo, y en ella empecé las publi

caciones de la

  Historia de España

  y

  El Español.

  Este último ya

he dicho el objeto, y por eso sólo cobraba por la subscripción

cinco pesos papel mensuales, dando un número todas las sema

nas,  dedicado exclusivamente a los intereses españoles, cosa que

desde que llegué a este país he procurado defender no sólo como

individuo, sino en todos los diarios que he publicado, en los que

hasta el fastidio y con perjuicio de mis intereses me he dedicado

a la defensa de mi nación y a hacer conocer sus buenas cosas.

Al poco tiempo de estas publicaciones y con la admisión, por

primera vez, de un cónsul español y con dos buques de guerra,

las corbetas

  Mazarredo

  y

  Luisa Fernanda,

 que también por pri

mera vez desde que se emanciparon estos países habían tocado

estas aguas, el espíritu español se había pronunciado haciendo

algunas manifestaciones en comunidad, siendo una de ellas la de

ir a Palermo a felicitar al general Urquiza, tocándome a mí la dis

tinción de ser de la Comisión con D. Esteban Ranas, D. Vicente

Casares, D. Vicente Rosa y D. Lázaro Elorton'do.

Después de esta manifestación y otras se hacía necesario es

trechar más y más los vínculos fraternales de los españoles, co-

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Mem orias de Benito Hortelano  227

nocerse y dar la cara de frente, pues hasta entonces los mismos

españoles no se conocían, negando mutuamente su patria, pasando

unos por de Gibraltar, otros por italianos, y por franceses o de

otras naciones el resto; muchos que habían venido jóvenes decían

que eran hijos del país.

Pareja había trabajado algo en el sentido de formar una Aso

ciación; pero como tuvo que emigrar, dejó en embrión su proyecto,

y otro lo tomó a su cargo.

Un día del mes de agosto se presentaron en mi librería D. Vi

cente Rosa, D. Francisco Gómez Diez y D. José Miguel Bravo, todos

del comercio, invitándome a que los acompañase y ayudase a for

mar una Sociedad española, para cuyo objeto querían saliésemos

a recaudar fondos entre los nombres que en una lista tenían apun

tados como iniciados en la Asociación. Eran estos tres señores de

opinión que para empezar a establecer la casa, impresiones de ésta,

y para contar ya de una manera cierta con un número suficiente

de socios se hacía preciso que éstos empezasen por dar prendas,

para no llevarse chasco después. No iban mal fundados y estaban

por lo sólido; pero yo fui dé opinión contraria.

Objeté a estos señores que yo no les acompañaría a pedir limos

na y a sufrir las barbaridades que algunos quisiesen decirnos, pues

no siendo la mayoría de los españoles residentes de lo más ilus

trado, nos exponíamos a que creyesen que íbamos a explotarlos;

pero que sí les ayudaría con todas mis fuerzas y con mis intereses

a lo que les iba a proponer; esto era: que alquilásemos la casa

inmediatamente, que comprásemos los muebles y todo lo necesario,

y cuando tuviésemos la casa establecida y el Reglamento provisio

nal,

  llamar a nuestros compatriotas y decirles: "Ahí tienen ustedes

su casa, ahí están las cuentas; ahora, dispongan lo que gusten y

entre el que quiera en la Sociedad." Aceptaron los dichos señores

mi plan, y pusimos manos a la obra.

Salimos aquel mismo día a ver la casa de Lastra, calle de Santa

Clara, en la cuadra del mercado. La casa era magnífica para el

objeto; pero el alquiler, de 4.500 pesos mensuales; no se atrevieron

mis compañeros a contraer tal compromiso. Una idea me vino a mí

en el instante y fué que, estando yo pagando tres casas, la de la

imprenta, la de la librería y la de la familia, me costaban muy

caras y carecía de comodidades, por lo que les propuse tomaría

yo la sección de la izquierda de dicha casa, independiente y mucho

menor que la sección de la derecha. Inmediatamente aceptaron mis

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228  Memorias de Benito Hortelano

compañeros y fuimos a ver al señor Lastra para arregla/ el con

trato. El señor Lastra nos dijo que a pesar de estar la sección de

la izquierda alquilada al señor De la Torre, en donde tenía su alma

cén, éste estaba obligado a dejarla, pues no querían entenderse

con dos inquilinos, sino con uno solo; que la parte ocupada por

el señor De la Torre valía 1.500 pesos mensuales, y la sección de

la derecha, 3.000; pero que había que dar tiempo para que se

mudase el señor De la Torre. Quedo así convenido con el señor

Lastra, es decir que la Sooiedad Española pagaría 3.000 pesos, y

la parte que yo alquilaba,  1.500,  pero que fuese uno sólo con quien

él se entendiese, fuese yo o fuese la Sociedad; a él le era iguai.

Describo esta circunstancia con tanta minuciosidad, porque

después se verá lo que sucedió y con la injusticia que procedieron

conmigo.

En pocos días compramos todos los muebles y cosas necesarias

por valor de más de 80.000 pesos, bajo nuestra garantía, corriendo

el riesgo de perder si los españoles no hubiesen secundado nuestro

desprendimiento; sólo así podía llevarse a cabo la Asociación; de

otro modo, jamás se hubiera conseguido. ¡Cuántos disgustos nos

costó después esta generosidad ¡Ni la exposición, ni los muchos

días que empleamos, ni lo mucho que trabajamos hasta organizar

la casa y reunir la Sociedad, nada bastó para que después nos

desacreditasen y más tarde, corriendo el tiempo, para que se ensa

ñasen contra mí mis compatriotas, cuando me vieron agobiado por

los malos negocios

Por fin quedó todo concluido, y el día 5 de septiembre de 1852

fué el designado para la inauguración. Se formó un Reglamento

provisional, imprimí circulares, y en  El Español  escribí varios

artículos haciendo comprender a los españoles la conveniencia y

hasta la necesidad de asociarse.

Para dar más solemnidad al acto de apertura acordamos invitar

al general Urquiza, ofreciéndole la presidencia, y para el efecto

fuimos en comisión D. Vicente Rosa, D. Vicente Casares, D. Este

ban Ranas y yo a hacerle la invitación. El general Urquiza nos reci

bió con bastante agrado, manifestándonos el sentimiento que tenía

de no poder asistir por tener que tomar aquel día juramento a las

autoridades durante su viaje a San Nicolás; pero, para representar

su persona, comisionó a D. Ángel Elias, su secretario.

Vino este señor con nosotros desde Palermo, y ya en los salones

de la Sociedad estaban reunidos más de 300 españoles, las Comi-

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Memorias  àe Benito Hortelano

229

siones que habíamos nombrado ocupaban sus lugares y la de reci

bimiento salió a la puerta para hacer los honores al señor Elias,

como representante de la persona del general Urquiza. Introduci

dos en el salón principal, se dio principio a la lectura del acta de

inauguración, escrita por D. Vicente Rosa, siguiéndole después

otros señores, pronunciando algunos medianos y malos discursos.

Yo era secretario, y no pienso en mi vida pasar más sudores al

oír al presidente provisional, D. Antonio Santamaría, anciano cata

lán, a quien la ciega Fortuna había colmado de dinero, a pesar de

que el pobre hombre no sabía apenas leer el discurso que le habían

escrito, en el que, entre otras barbaridades, dijo que debíamos acla

mar a Doña Isabel Dos.

En medio del entusiasmo que reinaba en aquellos momentos,

los brindis, las protestas de puro españolismo de la mayoría, aun

que a muchos no les salía del corazón, porque no lo tienen sino

para atesorar, sin importárseles nada la humanidad ni la fraterni

dad, un hombre, digno de que su nombre sea conservado en letras

de oro para la posteridad por los muchos beneficios que la Huma

nidad le debe, levantó su voz, y aunque en mal castellano, pero

hablando con su corazón, dijo: "Señores, ya que por primera vez

nos vemos reunidos los españoles entre los brazos de la fraternidad,

de lo que habíamos estado prohibidos durante cincuenta años; ya

que tanto regocijo disfrutamos hoy y tantas palabras de patriotis

mo se oyen en este recinto, que no quede en palabras; que nuestros

compatriotas desgraciados tengan un recuerdo de la inauguración

de esta Sociedad, para lo cual brindo y propongo se abra ahora

mismo una subscripción para socorrer a los pobres españoles, y que

al propio tiempo sirva de base para la Sociedad de Beneficencia

Española, que a esta Asociación ha de unirse." Este brindis fué

acogido con entusiasmo por la parte joven de los españoles allí

reunidos, pero con caras avinagradas por los viejos, que veían

un ataque directo a sus apretados bolsillos, que todo el patriotismo

del mundo no les hace abrir.

Para que el brindis fuese una realidad, el proponente, que era

el siempre generoso y humanitario D. Esteban Ranas, pidió papel

para abrir la subscripción. Todos los viejos y no viejos, pero que

eran ricos, se apresuraron a rodearle, hablándole al oído, todo tem

blorosos como unos azogados, rogándole no los comprometiese

poniendo una suma fuerte. Cien mil pesos era la cantidad con que

D.  Esteban Ranas iniciaba la subscripción; pero los ruegos y con-

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230  Memorias  de Benito  Hortelano

sejos de algunos dependientes le hicieron que desistiese de apun

tarse él el primero, para evitar compromisos. Ranas accedió, y la

lista se fué llenando. Pero , ¡cómo, Dios mío Los altos capitalistas

se suscribieron a 500 y 1.000 pesos, al paso que los dependientes

y artesanos ninguno bajó de aquellas cantidades. Don Esteban

Ranas, por las súplicas de los dependientes y otros comerciantes,

redujo su subscripción a 20.000 pesos. La suma recaudada fué, por

todo, 75.000 pesos.

Brillante perspectiva presentaba esta Sociedad, y teníamos de

recho los fundadores a estar enorgullecidos de nuestra obra; pero

bien pronto las rosas se convirtieron en espinas. Se formó una

coalición contra D. Vicente Rosa, y no pudiendo eclipsar sus im

portantes servicios y su reconocida capacidad, buen gusto y cons

tancia para ordenarlo todo, se valieron del pretexto de unos mue

bles y dos arañas que, teniéndolos él para vender, introdujo en

tre los efectos de la Sociedad, dejando que la Comisión directiva

aprobase o desaprobase las cuentas de todos los gastos, incluidos

los citados muebles. Llegó a tal punto la guerra que le hicieron,

que hasta por la Prensa lo trataron de ladrón.

Por el mes de noviembre trasladé a dicha casa de la calle de

Santa Clara, núm. 105, mi librería, imprenta y familia, gastándome

en arreglarla y en los armazones de la librería más de 30.000

pesos,

  pero quedando todo con gran comodidad, y la librería la

más grande, clara y bien ordenada que había en Buenos Aires. Era

un establecimiento de los pocos que tuvieron competencia en todos

sentidos y que fué causa de envidias, que no tardaron en estallar.

Mi esposa, Tomasita, me había dado a luz el día 11 de sep

tiembre a mi niña Emilia. Desde que Tomasita llegó al país empezó

a sentirse de una tosecita que cada día se iba haciendo más sospe

chosa; pero con e'l parto la enfermedad se desarrolló, y la

  tisis

pulmonar se presentó con todos sus caracteres. Los médicos me

aconsejaron la, mandase al campo, y al efecto alquilé una casa en

San José de las Flores, de la propiedad del señor Solveira.

Hacía dos meses que estaba en el campo toda la familia cuando

sobrevino la insurrección de Lagos y el sitio que por siete meses

se siguió. Yo iba todas las tardes, volviéndome por la mañana para

atender a mis negocios; mas cuando se estableció el sitio, quedé

incomunicado con la familia y en la mayor aflicción, teniendo a

mi mujer,- mis hijos y a Paca a merced de los soldados invasores,

que ignoraba si respetarían o no las familias. Afortunadamente, y

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Memorias  de Benito  Hortelano

231

en honor de la verdad, debo decir que la gente de la campaña en

vano tienen aspecto repugnante a primera vista; el fondo es bueno,

y en nada molestaron a mi familia, tratándome a mí con el mayor

respeto cada vez que podía salir de trincheras afuera.

Hubo una suspensión de hostilidades el 23 de enero, y aprove

ché el momento para traerme a la familia, sacando permiso del jefe

sitiador y de los de la plaza. Me reuní con mi querida familia, pero

otras dificultades se me presentaban. Mi esposa no podía tomar

más que caldo de gallina y leche a todo pasto, ambas cosas difíci

les de conseguir en la plaza, porque los sitiadores impedían la en

trada de todo recurso por mar y tierra.

Cada copa de leche costaba cinco pesos y cada gallina 40 ó 50,

y para alimentar a mi pobre Tomasita se precisaban ocho copas de

leche diarias y una o dos gallinas, lo que, aparte de las visitas de

los médicos y del mucho gasto en la manutención de toda la fami

lia, tenía un gasto espantoso.

La publicación de la Historia de España  me producía hasta la

revolución de Lagos de cinco a seis nuil pesos mensuales. Las fac

turas de libros que recibía daban a la librería una venta magnífica,

y podía calcular en cinco o seis mil pesos mensuales lo que la libre

ría me dejaba. De la Biblioteca había recibido otra gran reme

sa, y era la tercera, juntándome con más de 300.000 entregas cuan

do el sitio empezó, lo que me fué un gran perjuicio.

Así como con el golpe de Estado de Urquiza había perdido la

renta que

  Los Debates

  empezaba a producir, con el sitio de Lagos

vino todo mi edificio por tierra. Para tener a Ríos contento y que

me remitiese pronto las conclusiones de tantas obras pendientes, a

fines de noviembre del 52 libré una letra de 50.000 reales por la

casa de Soriano a favor de Ríos, cantidad, poco más o menos, que

importaría lo que en la última remesa me había mandado. En vano

le escribía diciéndole que la  Biblia,  las obras de medicina, la  His

toria Natural,  etc., no me convenían, no eran obras para este país,

ni en tanta cantidad; que los subscriptores se habían subscrito a no-

veías e

 Historia

  y no querían recibir lo demás; él se hacía el sordoy me mandaba lo que le sobraba, dejando de remitir lo que aquí

se deseaba, y como en las cubiertas veían los subscriptores las no

velas que iban publicadas sin que aquí hubiesen llegado, me recla

maban, y con justicia, el cumplimiento de las ofertas del prospecto.

Me había trastornado todo mi plan, toda mi excelente combinación,

y así fueron los resultados, viniendo a ser mi ruina lo que empe-

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Memorias  de Benito  Hortelano

zaba por ser mi fortuna. Mil pesos diarios debía dejarme esta pu

blicación; tenía 1.000 subscriptores, a dos reales y medio cada en

trega; salía una diaria; me costaban a mí un real en Madrid, y con

ios gastos venía a quedarme un real libre en cada entrega.

En el paquete de febrero del 53 me avisó la casa de Zumarán

de que tenía una letra de 60.000 reales contra mí y la casa de

Ochoa otra de 50.000. Recibí por aquel paquete una carta de Ríos

y unas facturas en las que me avisaba haber remitido a Cádiz, a

la orden de mi corresponsal, D. Pedro Nolasco Soto, una gran re

mesa con la conclusión de muchas obras, continuación de otras y

varias nuevas, diciéndome al mismo tiempo que, por si yo no había

librado a su favor los 50.000 reales de la factura anterior, había

dado una letra de 'igual cantidad contra mí por la casa de Ochoa

y otra de 60.000 por la de Zumarán; que abonase ambas aunque

hubiese yo librado alguna cantidad, porque la remesa remitida a

Cádiz, cuyas facturas me acompañaba, llegarían a mi poder poco

después que la carta, y que, importando dicha factura 80.000 rea

les,  aun quedaba un saldo a su favor, que se había tomado la liber

tad de girar contra mí, no habiendo llegado los efectos por los

apuros en que se encontraba por tantos fondos como tenía distraí

dos y contando haría yo honor a su firma.

Con tantas peripecias como habían sucedido en esta publica

ción, con el deseo de que no tuviese ningún pretexto en lo sucesivo

y me remitiese con más regularidad las remesas, a pesar del estado

crítico por que pasábamos en Buenos Aires en aquellos momentos,

sitiados y bloqueados, los establecimientos cerrados, suspendidas

las transacciones comerciales, y a pesar también de las pocas es

peranzas que había de la pronta conclusión de la guerra, acepté

la letra de 60.000 reales que me presentó la casa de Zumarán y

protesté la de 50.000 de la casa de Ochoa, porque ya he dicho que

por la de Soriano había librado la misma cantidad.

No tenía yo los fondos suficientes para abonar los 3.000 duros

y la letra venía a quince días vista, y tuve necesidad de tomar a

interés 100 onzas, que me garantizó D. José Flores, como es cos

tumbre en plaza de dar dos firmas en las letras, y 1.000 duros que

tomé por otro conducto, también a interés.

Pasó febrero, marzo y abril y los cajones de Cádiz no llegaban,

y los subscriptores me reclamaban; yo tenía los almacenes llenos

de entregas de obras incompletas, sin poder repartirlas porque se

negaban a recibirlas ínterin no viniese la conclusión, y yo con un

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Memorias  de Benito  Hortelano

233

capital de más de 300.000 pesos muerto, sin poder hacer uso de

él,  ni siquiera llevarlo a remate o empeñarlo para tomar sobre ello

fondos. Escribí a Ríos, a mi corresponsal de Cádiz, a mi familia de

Madrid para averiguar la causa de tanta demora. Soto me contestó

que a Cádiz no habían llegado semejantes cajones; Ríos no me

contestó, y mi familia me escribió diciendo que Ríos les había con

testado que no tenía nada que remitirme; que me escribiesen dicién-

dome mandase más fondos, y que como no había abonado la letra

de 50.000 reales girada por la casa de Ochoa, no había podido

mandarme más remesas. Cuando recibí estas contestaciones estuve

decidido a ir a Madrid para hacerle pagar bien caro tan osada

maldad, estafa tan escandalosa. Mandé un comisionado con pode

res,  pero cuando llegó éste, Ríos había quebrado y nada se pudo

conseguir. Este golpe me desconcertó para no volverme hasta hoy

a rehabilitar en mis negocios; quedé completamente comprometido,

con créditos en plaza y con un capital en almacén convertido en

papel para envolver.

Aun me quedaban otros recursos con que poder poco a poco

reponerme. Había pedido a Sevilla 20.000 tomos de una colección

de novelitas que allí se habían publicado a un real el tomo. Llega

ron estas novelas durante el sitio y cuando no se vendía nada de

nada; pero apenas anuncié esta colección de novelas a tres pesos

el tomo, cosa desconocida por su baratura, el público se apre

suró a comprar, y particularmente los guardias nacionales que es

taban en los cantones. En tres meses vendí casi los 20.000 tomos,

ganando en ellos como 2.000 duros, con los que pude reponer algomi crédito, que estaba muy próximo a fracasar.

Pero al lado de este buen negocio, los cinco o seis mil pesos

mensuales que la  Historia de España  me producía habían desapa

recido. De los 480 subscriptores habían quedado reducidos a 150,

con los que apenas alcanzaba su producto para los gastos de im

presión. El sitio se prolongaba; el ejemplo de los ocho años que

había durado el de Montevideo hizo a los hombres más precavi

dos,

  y los negociantes que no tenían que estar sujetos a las armas

levantaron sus negocios de Buenos Aires, yendo a establecerse al

Rosario y otros puntos. Eran, como es consiguiente, españoles la

mayoría de los subscriptores, y precisamente los españoles fueron

los que en mayor número abandonaron la capital para ir a fundar

el Rosario. Con este cambio de domicilio, mis subscriptores se eclip

saron para no volver jamás, dejándome con algunos miles de tomos

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  Memorias  de Benito  Hortelano

truncos, con el compromiso de la publicación, estando en el tomo

sexto,

  faltando 20 tomos más. Este fué otro golpe de tan malas o

peores consecuencias que los anteriores.

Yo también procuré prevenirme, por si el sitio se prolongaba

más de lo que racionalmente podía esperarse. Al efecto, preparé

una factura de 3.500 patacones de libros y otros efectos de escri

torio y mandé a mi sobrino para que entre Montevideo y algunas

poblaciones' de Entre Ríos los realizase, para con este auxilio cu

brir las atenciones que iban venciendo. Mi sobrino Pepe salió, fué

a Montevideo y sólo recibí de lo que allí vendió creo que 11 onzas

de oro. Se dirigió después a Gualiguaycbú, adonde abrió casa para

la venta de los libros. El tiempo transcurría, fondos no me man

daba, hasta que, por último, apurándole para que se viniese y tra

jese los fondos o los libros, mi buen sobrino contesta que se ha

casado, que ha tenido una enfermedad larga y que se ha comido

las utilidades y 23.000 reales del capital. ¡Otro lindo negocio

Y va de buenos negocios. Durante el sitio me presentaron los

oficiales de la corbeta de guerra

  Luisa Fernanda

  a un individuo

llamado Pedro García, maestro de música y marido de la Marieta

Landa,  prima donna  de ópera, naturales ambos de España. Los

marinos me recomendaron mucho esta familia, que, habiendo lle

gado al país sin relaciones y con el objeto de trabajar, se había

encontrado que, por efecto de la guerra, no podían dar funciones,

encontrándose en los mayores apuros, sin tener para pagar el hotel.

Confieso que me condolió esta familia, y más que todo siendo artis

tas españoles, fuera de su patria. Fui a visitarlos. Los marinos

hicieroH que cantara la Landa alguna cosa al piano; cantó un aria,

y reconocí, con todos, que era de gran mérito aquella pobre señora.

Me manifestaron su situación; les auxilié, no recuerdo con qué can

tidad, y  tomé a mi cargo levantar una subscripción. Hice que se ex

tendiese la voz en la Sociedad española, o sea "Sala Española de

Comercio", que es el título que tuvo aquella Asociación; invité a

que fuesen a oírla un domingo; fueron unos cuantos socios; cantó

la Landa y fué aplaudida calurosamente. Aproveché aquella cir

cunstancia para manifestarles la situación en que aquella familia

se hallaba, y al día siguiente había recolectado más de 3.000 pe

sos,  los que con sumo entusiasmo puse a disposición de aquella

familia.

Con este motivo las relaciones se estrecharon más y más, hasta

que, habiendo dado a luz por aquel tiempo una niña la Landa, me

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Memorias  de Benito  Hortelano

23S

hicieron ser el padrino, y de madrina salió la señorita Emilia, hija

de la dueña del hotel de París, madame Renon.

Concluida la guerra, arribó una compañía lírica, y la Landa y

García se asociaron, tomando el teatro de la Victoria, dando la

fianza para el alquiler D. Francisco Gómez Diez.

La compañía García Olivieri, que así se tituló, empezó a fun

cionar con buen éxito; García era el tesorero, y un día que tuvo

necesidad de fondos para hacer algunos pagos vino a casa pidién

dome 10.000 pesos por dos días, ínterin recaudaban el abono. No

los tenía en aquel momento disponibles; pero al momento llamé a

mi corredor, D. Víctor Beláustegui, quien los proporcionó con mi

fianza. Ignoraba yo hasta entonces la clase de hombre que era

García, porque le veía muy poco desde que empezaron a trabajar

y sabía lo bien que marchaba la compañía, creyendo que mis pro

tegidos eran o habían sido desgraciados, pero no malvados. Supe

después que el tal García era un jugador, que había perdido los

fondos de la sociedad, y que, viéndose apretado por sus compañe

ros,  me sorprendió para sacarme los 10.000 pesos.

La compañía se disolvió y quebró, quedando García en peor

posición que cuando le hice la subscripción y pesando sobre mí los

10.000 pesos más los intereses que iban corriendo. Se renovó la letra

en diferentes ocasiones, teniendo yo que abonar los intereses. Para

ver si de algún modo podía yo salvar la garantía que pesaba sobre

mí, les aconsejé se fueran al Paraná, de donde me habían escrito

que tendrían buena acogida; pero no tenían dinero para el pasaje,

y corrí el riesgo de perder unos pesos más por ver si salvaba lo

principal. Para este viaje tenían que asociarse con Carlos Rico,

tenor español, y tanto a éste como a la Landa, García y los hijos

los garanticé el pasaje, recomendándolos a los amigos del Paraná y

reuniéndoles algunos fondos para que pudiesen moverse. Al ir a

embarcarse detuvieron el pasaje a García por una cuenta de 1.300

pesos;

  vino llorando a mí, y ya que había corrido otros riesgos

mayores, corrí aquél, garantizando los 1.300 pesos. No paró en

esto;

  los carros y lanchas hasta a bordo también los pagué.

No puede un padre hacer más sacrificios por un hijo que los

que hice por esta familia. En el Paraná ganaron bastante plata;

Rico pagó su pasaje, pero mis protegidos no lo pagaron, y a su

vencimiento tuve que abonarlo. En esta ocasión fué cuando yo me

convencí de lo infame que era García, aunque no lo creía tanto

como después tuve ocasión de experimentarlo.

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2^6  Memorias de Benito Hortelano

Pasaron a la ciudad de Córdoba, en donde supe por Rico que

se estaban hartando de plata. Entonces ya se acabaron mis con

templaciones y mandé los documentos y un poder a D. Rosa An-

drade para que los hiciese efectivos. Cual no sería mi sorpresa e

indignación al recibir una carta abierta, remitida de mano en mano

por todas las personas de quien yo me había valido para hacer

efectivo el pago, en cuya carta me llenaba de improperios, lla

mándome picaro, diciendo que no me debía nada; que en el teatro

había dejado intereses por más de 60.000 pesos y que de ellos le

diese cuenta, y una porción de embrollos por el estilo. Seis onzas

fué toda la cantidad que recibí de más de 700 patacones a que

ascendía todo lo que yo había pagado por él. No he vuelto a saber

más de esta familia; Dios les haya ayudado.

Mi desgraciada Tomasita siguió enferma, y ya hacía cuatro

meses que los médicos me habían dado el pronóstico de que no

sobreviviría a la enfermedad. Después de un año de sufrimiento,

de tanto como padeció con la mayor resignación, sucumbió el

día 12 de agosto de 1853. ¡Dios la haya premiado tanto como sus

virtudes fueron en la tierra Tres criaturas me quedaron : Maña

nita, Agustín y Emilia, que tenía once meses. ¡La Providencia me

había deparado el que mi cuñada Paca viniese de España acom

pañando a la familia y fuese el consuelo y apoyo de su hermana

durante la enfermedad y en quien yo podía descansar para que mis

hijos tuviesen una segunda madre

Entre los gastos del viaje de la família, los de la enfermedad

y funerales gasté muy cerca de   5.000  duros. Todos eran golpes

terribles que iba recibiendo en mis negocios, tras de la pérdida de

mi querida esposa.

Pasados dos meses del fallecimiento de Tomasita, mi cuñada

me dijo que no convenía el que viviésemos juntos, pues siendo yo

joven y ella también, la sociedad nos criticaría, y, por lo tanto,

estaba decidida a marcharse a España llevándose los niños, porque

no quería que les diese madrastra a los hijos de su hermana, o

que, en caso de no acceder yo a entregárselos para llevárselos a

España, iba a separarse de casa, llevándoselos a vivir con ella.

Apenas haría ocho días que había muerto mi esposa algunos

amigos me habían aconsejado me casase con mi cuñada. No había

pensado en tal cosa, y además había una dificultad. Mi cuñada,

desde muy joven, tenía compromiso con un abogado; éste estaba

en La Habana y me había escrito en 1852 le dijese si vivía Paca

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Memorias  de Benito Hortelano

237

y si estaba dispuesta a cumplir el compromiso. Le contesté afirma

tivamente, pero pasaron dieciocho meses y no tuvimos contestación,

ni hasta ahora hemos vuelto a saber de él.

Me resolví a proponer a mi cuñada el casarse conmigo, y me

dijo que, aunque jamás había pensado en mí, con tal de no ver

a sus sobrinos con otra madrastra, aceptaba, a pesar del compro

miso anterior. Como ella estaba resuelta a separarse de casa, con

sultamos a algunos amigos para que no extrañasen tan pronta

resolución. Todos nos aconsejaron que no hiciésemos caso del

mundo y que debíamos efectuarlo inmediatamente, pues el objeto

era santo. Se pidieron las dispensas necesarias y, concedidas éstas,

contraje matrimonio con mi cuñada y actual esposa, que con tanta

resignación ha compartido conmigo todas mis desgracias.

Había llegado a esta ciudad el tipógrafo D. Antonio Serra y

Oliveros, conocido antiguo de Madrid. Estaba la ciudad sitiada a

su arribo y se encontraba sin tener en qué ocuparse ni quien le

comprase unos cajones de libros que traía. Hice con él lo que siem

pre he hecho con todos los paisanos que se me han presentado en

desgracia: favorecerles, ayudarles, procurarles medios para vivir

y empezar a trabajar. Le coloqué de regente en mi imprenta y se

portó como todos, abusando de mi confianza, estafándome, lo que

sería largo enumerar minuciosamente. Se fué para Chile, y creo allá

continúa.

Había yo recibido 300 clisés y algunas colecciones de lindas

letras de encabezamiento de las fundiciones francesas, y siempre

empeñado en presentar adelantos y probar a los americanos que

los españoles no estaban tan atrasados como ellos nos considera

ban, quise demostrarles cómo los españoles son y han sido los

que han introducido los adelantos en las ciencias y las artes. Para

el efecto, y aprovechando la inteligencia de Serra en la tipogra

fía, fundé el periódico  La Ilustración,  adornado con grabados, con

magnífica impresión, siendo la parte tipográfica lo más acabado

que hasta entonces se había impreso en el Plata y donde tarda

rán muchos años en llegar a aquella perfección.

No sucedió así con la parte literaria, a pesar de mis nobles

intenciones. Creí que con la creación de un periódico literario de

aquellas circunstancias se crearían algunos jóvenes de provecho en

el género literario, bien crítico, de costumbres o de cualquier gé

nero. ¡Qué solemne chasco me llevé Salieron unos insignes cala

bazas todos los jóvenes de que me valí para la redacción, además

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238

Memorias  de Benito  Hortelano

de dejar abiertas las columnas para todos los que quisieron escri

bir. Me convencí en aquella ocasión de que la literatura está reñida

con el comercio, con el modo de ser de Buenos Aires, donde no son

otra cosa que politicastros y comerciantes. Los redactores de   La

Ilustración

  fueron D. Palemón Huerge, D. Juan Agustín García,

hoy diputado y juez de primera instancia; D. José María Gutiérrez,

diputado, convencional y oficial mayor del ministerio de Hacienda;

D.  Ángel Julio Blanco, hoy comisario de Policía; D. Bartolomé

Mitre, hoy gobernador de Buenos Aires y brigadier general, y los

señores D. Manuel y D. Augusto Montes de Oca, hoy diputados y

doctores en Medicina. Cinco meses puse o, mejor dicho, sacrifiqué

dinero para sostenerlo, y convencido que con tales redactores no

podía hacer más que perder, los despedí, dando otra forma al dia

rio, y, copiando buenos artículos de los periódicos españoles, di más

importancia al periódico.

Quise probar un método que en España había dado opimos

resultados, y fué el de ofrecer por cada 100 subscripciones 20 bille

tes de lotería. Otro petardo me llevé en esta nueva combinación; el

público no acudió al aliciente, pues no dejaba de serlo tener opción

a los premios que resultasen cuando no aumentaba en nada el pre

cio de subscripción, sino que era un regalo que yo quería hacer a

los subscriptores. Gasté muy buenos pesos en billetes; éstos que

daban depositados en la administración, para garantía de los subs

criptores, y los números que se jugaban se publicaban en   La Ilus

tración,  además de ir escritos al dorso de los recibos, con cuyo

documento era suficiente para presentarse en la administración a

cobrar los premios. Ni caso hizo el público de esta combinación;

ni un subscriptor se aumentó a los pocos que había.

Ya estaba dispuesto a hacer cesar el periódico, cuando varios

amigos, entre ellos el teniente coronel D. Carlos Terrada y el canó

nigo Pinero, me propusieron hacerlo diario político aprovechando

los 350 a 400 subscriptores que tenía. Accedí a esta petición, a con

dición de no aparecer yo en nada, ni como redactor ni como editor,

a lo que se convinieron, buscando al pobre D. José María Buter

para editor responsable. El diario fué de oposición, como hasta

entonces no se había creado ninguno; el Gobierno se asustó, y el

gobernador, Obligado, por medio de su ministro, el Dr. Pórtela, se

presentó a las Cámaras pidiendo autorización para suspender el

diario  La Ilustración y desterrar a sus redactores, teniendo el cinis

mo de asegurar a las Cámaras que tenía pruebas para acreditar

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Memorias  de Benito Hortelano

m

que era un diario pagado por el general Urquiza y que se repartían

a millares por la campiña los números de

  La Ilustración.

  Las Cá

maras-carneros autorizaron al Gobierno para ejecutar lo que pedía,

y al día siguiente los redactores Terrada, Pinero, D. Marcos Sas

tre y el editor Bater fueron desterrados y el diario suspendido. ¡Lás

tima que tan pronto hubiese muerto esta publicación, porque el nú

mero de subscriptores aumentaba por centenares y hubiera llega

do a ser el primer diario, aspiración que me ha dominado por mu

cho tiempo: acreditar un diario. Se me dirá que haciendo la opo

sición debe esperarse igual resultado; lo sé muy bien, y mi plan

ha sido empezar haciendo la oposición, porque es el único medio

de crear pronto un diario, y cuando está acreditado, ir contempo

rizando poco a poco hasta venir a su verdadero centro, convertido

en negocio.

Voy a describir otro rasgo mío de patriotismo, que me ha cos

tado la enemistad de un hombre que ha llegado al Poder y ha teni

do ocasión de vengarse. Hablo de  El sarmenticidio.  Tenía yo en

venta las obras de Sarmiento por comisión de D. Ecequiel Castro, y

entre estas obras estaba los

  Viajes de Sarmiento por Europa, Am é

rica y África.

  En estos viajes trata a España y a los españoles de

una manera irritante para el que tenga un poco de amor patrio. Un

día, los oficiales de los buques: de guerra españoles me mandaron

pedir, como de costumbre, algunos libros para leer. Estaba yo muy

ocupado, con bastante gente en la librería, y el guardia marina

me apuraba para que le despachase. Con objeto de que me dejase

en paz tomé el primer libro que se me presentó a la vista, que era

los

  Viajes de Sarmiento,

  cuya obra nunca había querido darles

para que la leyesen porque comprendía el mal efecto que iba a

causar. Al entregar la obra me acuerdo que dije: "Diga usted que

ahí va la mejor obra que se ha escrito en América; que la lean

despacio y después me darán su opinión."

Pasaron unos días y, contra la costumbre, los oficiales no ba

jaron a tierra, o al menos no fueron por mi librería, como tenían

de costumbre apenas llegaban a la ciudad; pero el mismo guardia

marina que había llevado la obra, de que ya ni me acordaba, me

entregó una carta del comandante, D. Maximino Posse, en la que

se me invitaba por toda la oficialidad a que pasase el domingo a

bordo, porque tenían gusto les acompañase a comer, de lo cual

recibirían un favor. Dije que aceptaba y que el bote viniese a bus

carme al siguiente día, domingo, a las once de la mañana. No

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ÏLO  Memorias  de Benito  Hortelano

faltó el bote, y a las doce bogábamos hacia balizas exteriores, lle

gando a bordo de la corbeta  Luisa Fernando  a las tres de la tarde.

Con la franqueza y buen humor de costumbre saludé a los ofi

ciales; pero no dejó de extrañarme la frialdad y gravedad con que

me recibieron, cosa no acostumbrada, porque nos tratábamos con

la confianza y franqueza más amplias. Llegó la hora de comer;

bajamos a la cámara; comimos con todas las ceremonias de la

etiqueta, y aunque yo procuraba animar la conversación, no por

eso lograba hacerlos entrar en discusión, y sólo algunos monosí

labos eran las contestaciones. No podía comprender la causa de

tal conducta, pero muy pronto vino el desenlace.

Levantaron los sirvientes el servicio de mesa y sirvieron el café.

Al mismo tiempo que traían las tazas, un sargento con dos solda

dos armados presentaron sobre la mesa una bandeja cubierta con

hojas despedazadas de un libro impreso, y los centinelas quedaron,

arma al brazo, a la puerta de la cámara. En seguida el segundo

comandante, Sr. Pita, tomó la palabra y, dirigiéndose a mí, dijo:

"Señor Hortelano, ¿conoce usted lo contenido en esa bandeja?"

"Veo un libro en fragmentos •—dije—, y por las líneas de los

folios veo que es la obra  Viajes de Sarmiento."  "¿Esa obra es

la que usted mandó a bordo de un buque de guerra de Su Majes

tad Católica?", dijo el Sr. Pita. "Supongo que será la misma, y

extraño verla en tal estado", contesté. "¿Luego usted está convicto

y confeso de haber cometido el crimen de lesa patria introduciendo

un libelo infamatorio de la nación española en donde ondea el pabe

llón de España?" A toda esta escena se agregaba la actitud seria

y grave de oficiales y soldados, y confieso que ya no me gustaba

la cosa, y mucho menos cuando, tomando la palabra un oficial,

dijo que, como fiscal nombrado para el Consejo de guerra que el

señor comandante había ordenado levantar sobre aquel hecho, me

condenaba a 25 azotes atado a un cañón. Ya no podían contener

la risa todos los oficiales, que se reprimían por no perder la gra

vedad. Tomé la palabra para defenderme; alegué las razones que

me sugirió el caso, haciéndome también el serio y como que la cosa

era formal. No recuerdo qué ocurrencia fué la que tuve tan opor

tuna, que todos a una lanzaron la comprimida risa, convirtiéndose

en una algazara la seria comida.

Entre el champaña, el café y el coñac se formuló un juramento

por el cual se comprometían todos los oficiales a batirse, uno a

uno,  con Sarmiento dondequiera que se le hallase y en cualquier

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Memorias

 de Benito

 Hortelano  24I

tiempo, para vengar las inexactitudes que dice de España en sus

Viajes.  El Sr. Pita, en la peroración, tuvo una idea feliz. Dirigién

dose a mí, dijo: "Usted es amigo de Villergas; voy a hacer una

proposición. Pido que el Sr. Hortelano escriba a Villergas para

que con su satírica pluma haga una refutación a los  Viajes  de

Sarmiento, y que el importe de la edición sea costeado entre los

oficiales de la estación española en el Río de la Plata." Fué acep

tada por aclamación la propuesta y yo di mi asentimiento, rele

vándoles de los gastos, cargando yo con ellos.

En el primer paquete que salió para Europa escribí a Viller

gas,

  remitiéndole un ejemplar de la obra en cuestión. Partía para

Francia D. Nicolás Soraluce, y éste se ofreció hacer el encargo de

mi parte, viendo a Villergas personalmente en París, que era donde,

a la sazón residía. A los cuatro meses recibí 500 ejemplares de la

refutación, con el título de  El sarmenticidio, o A mal sarmiento,

buena podadera.  Mucho esperaba yo de la venenosa pluma de Vi

llergas, pero no podía figurarme hiciese un trabajo de tanto mé

rito como el que en tan corto tiempo hizo. Es lo mejor que ha es

crito; estuvo verdaderamente inspirado. En pocos días vendí los 500

ejemplares, y en breve fué reproducido en varios diarios de Bue

nos Aires y las provincias de la Confederación. Varias ediciones

se han hecho de  El sarmenticidio, habiendo logrado los honores

de ser leído por todos los habitantes del Río de la Plata y del

Pacífico, en donde Sarmiento es muy conocido.

Con motivo de los siete meses de sitio y bloqueo que sufrió

Buenos Aires, los españoles, en gran número, se fueron a estable

cer a diferentes pueblos de los ríos interiores. Con este suceso la

subscripción de la H istoria de España había disminuido a 100 subs

criptores, que, a 40 pesos tomo, importaban 4.000 pesos. Los cos

tos que tenía cada tomo eran 11.000 pesos; por consiguiente, per

día 7.000 pesos en cada uno. Estaba publicando el tomo quinto; el

compromiso que sobre mí pesaba era grave, pues la obra debía

constar de 25 tomos; por consiguiente, tenía a la vista una pérdida

real de 170.000 pesos si había de cumplir con el público, a pesar

de que a éste le había importado un bledo dejar la subscripción

cuando lo tuvo por conveniente. Sin embargo, mi honor y mi cré

dito me obligaban a continuar y continué hasta la mitad del tomo

décimo, en que me fué imposible continuar por falta de recursos,

que los necesitaba para otras atenciones más apremiantes.

i ó

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24 2

Memorias  de Benito  Hortelano

Con motivo del chasco sufrido en la Biblioteca había tomado a

interés 50.000 pesos, que D. Esteban Rana me había prestado con

mi sola firma. Otras cantidades me vi precisado a tomar para cu

brir el vacío que había quedado con tan fatales golpes como había

recibido; pero todo esto no era sino alargar la agonía; estaban

heridos de muerte mis negocios desde la infamia de Ríos. ¿Qué

importaban mis almacenes llenos de libros incompletos, mi librería

bien surtida y acreditada si no podía reducirlos a metálico para

pagar mis compromisos, aunque me hubiera quedado sin nada?

Mi espíritu, si no estaba abatido, estaba agitado; mi fecunda

imaginación para inventar recursos trabajaba sin cesar. Por findi con la idea que buscaba, idea que debía sacarme de apuros

y sobrarme un capital de 300.000 pesos en menos de dos años.

La idea fué ésta. El capital en libros encuadernados era de

300.000 pesos, sin incluir las 300.000 entregas de la Biblioteca ni

los 4.000 tomos de la

 H istoria de España

  que iba dejando de fondo,

lo que formaba un capital nominal de cerca de 500.000 reales de

vellón esto último. Mis créditos ascendían a 240.000 pesos, y los

que tenía a mi favor, pero la mayor parte incobrables, a 272.000.

De modo que el capital nominal en efectos y créditos pasaba de

un millón de pesos papel, o sean como 50.000 patacones, y mis

deudas, como dejo dicho, 240.000 pesos, o sean como 12.000 pata

cones,

  que me comían muy cerca de 3.000 pesos mensuales de inte

reses.

  Esto era a mediados de 1854.

Formulé los Estatutos que habían de regir en la Sociedad

que había meditado, los consulté con D. Rufino Elizalde, hoy minis

tro de Hacienda, con el entonces coronel D. Bartolomé Mitre y

con otras personas; todos aplaudieron mi proyecto y. se admiraban

de mis excelentes combinaciones, aunque ellos no estaban al alcance

de todo lo que yo me proponía y hasta dónde llevaba la idea. El

título fué Casino Bibliográfico.

Las bases, poco más o menos, en que se fundó la Sociedad

fueron:

1.* El capital social era de  1.000.000 de pesos, dividido en 1.000

acciones, a 1.000 pesos cada una.

2.

a

  El pago de estas acciones era en veinte meses, a 50 pesos

cada mes.

3.'  El  1.000.000  de pesos debía emplearse: 600.000 pesos en

libros para la Sociedad, y 400.000 en efectos de librería y escri

torio,

  por cuenta de la misma.

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Memorias  de Benito  Hortelano

H3

4.

a

  Los socios tenían opción al capital de la Sociedad, a las

utilidades y a la lectura de todas las obras y periódicos de la

Biblioteca.

5.

a

  La base de la Asociación la formaba los 300.000 pesos en

libros que yo introducía, a cobrarlos de los fondos que fuesen

entrando, pertenecientes a las acciones.

6.

a

  La Asociación no tenía término fijo de duración; si algún

día la mayoría de los socios quería disolverla, se repartirían las

existencias por partes iguales.

7.

a

  Con las utilidades del capital en giro pa ra negocio se

pagarían los gastos de casa, alumbrado, dependientes, subscripcio

nes a periódicos y se pagarían las publicaciones nuevas que de

Europa o de otra parte viniesen, y si a la Sociedad convenía se

repartirían anualmente los fondos que sobrasen del negocio.

Tal era, en resumen, el objeto y tendencia de la Sociedad del

Casino Bibliográfico.

Mi plan era excelente; llenaba el objeto que me había propues

to,

  si el público correspondía a tan útil Asociación, sin ejemplo

en el mundo, porque ¿qué Sociedad se ha formado ni formará que

antes de desembolsar un real empiecen sus asociados a disfrutar

los beneficios? Pues en ésta así fué.

Preparé un gran salón, con vista a la calle, teniendo 50 pies de

largo por 15 de ancho. Daba entrada a este salón una portada de

cristales, que dejaba ver desde la calle todo su espacio. Al lado

derecho, una línea de estantes de nueve paños, atestados simétri

camente con exquisitas obras de ciencias, artes y literatura. AI

frente y fondo, dividido por otra puerta de cristales, había un

retrete, perfectamente confortable, con todos los útiles para escribir

y en donde los socios podían tomar café o refrescos de un café

bien servido que en la misma casa había, perteneciente a la Sala

Española.

Al costado izquierdo del salón, los espacios dejados por tres

grandes ventanas que la comunicaban la luz, estaban cubiertos de

mapas, planisferios, cuadros sinópticos y otros objetos científicos.

En medio, una mesa corrida, de nueve varas de largo por dos de

ancho, contenía los diarios de la capital y los más importantes del

extranjero, con todos los semanarios, ilustraciones y demás publi

caciones ilustrada de Europa. Sobre las mesas había dos grandes

quinqués de reverbero, y a su entrada un quinqué de tres luces,

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244  Memorias  de Benito  Hortelano

que daban un aspecto serio y elegante cuando por la noche se ilu

minaba el Casino.

Treinta mil pesos gasté en empapelar, cielos rasos, pintura, por

tadas,  estantería, grandes mapas, dos máquinas eléctricas, sillas,

mesas, alfombra, etc., etc. Era un establecimiento sin rival en su

elegancia sencilla y aspecto grave.

Imposible parecerá lo que sucedió. Ciento cuarenta y siete socios

era el número que había para su inauguración, lo que, si no cubría

la tercera parte del número fijado para constituir la Sociedad,

había la justa y fundada esperanza de que se llenarían por lo

menos la mitad de las acciones apenas viesen abiertos los salones

del Casino.

A los pocos días de abierto el establecimiento, con capital exclu

sivamente mío, pedí a la Comisión directiva, compuesta de D. Bar

tolomé Mitre, presidente; el doctor D. Rufino Elizalde, D. Antonio

Pillado y el doctor D. Antonio Cruz Obligado, me autorizasen para

cobrar la primera mensualidad y siguientes, pues los gastos hechos

por mí y e*l capital en libros estaba a la vista. De los 147 socios,

pagaron 92, excusándose los demás. Al segundo mes sólo paga

ron 85, y sucesivamente fueron evadiéndose, hasta quedar el núme

ro reducido a 29, que fueron los que completaron sus cuotas y

cubrieron sus compromisos.

Todo lo que vine a recaudar en los dos años que duró tan

magnífico establecimiento fueron 45.000 pesos. Enumeraré ahora

los gastos:

30.000 pesos para abrir el salón, en todo lo que queda descrito.

14.000 " en dependientes, bibliotecario y un criado.

15.400 " alquiler de casa en dos años, a 700 pesos men

suales.

12.000 " subscripciones a dia rios, a 500 pesos mensuales.

14.000 " en obras que me dejaron incompletas o robaron.

son 85.400 pesos.

No incluyo el sueldo que, como director, debí ganar. Tampoco

el demérito de las obras por haberlas leído, roto, ensuciado, etc.,

que,

  por lo menos, debía cargar en 30 por 100 sobre un capital

de más de 200.000 pesos; además, estuve privado de hacer negocio

con el capital destinado al Casino. Si pongo la pérdida que me

ocasionó en todos conceptos, no bajaría de 150.000 pesos.

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Memorias  de Benito  Hortelano

  245

Creo no habrá quien diga que fué descabellado este plan, pues

si en vez de en Buenos Aires, con los mismos elementos lo hubiese

puesto en ejecución en Madrid o cualquiera otra ciudad de Europa,

mi fortuna estaba asegurada.

He ahora manifestado mi proyecto cuando lo concebí; por

cierto, en parte, no era mío, sino que me acordé de lo que Rivade-

neyra había hecho con su imprenta en Madrid, que encontrándose

para quebrar formó con sus tipos y prensas una Sociedad titulada

La Publicidad,  incluyó su imprenta y libracos como capital efec

tivo,

  emitió acciones, fueron llenadas inmediatamente, embolsó su

capital y quedó de director, con un sueldo pingüe.

Yo decía: "Puedo presentar 300.000 pesos de capital útil, que

dándome los almacenes para darles, cuando estuviese desahogado,

una mediana salida; en fin, era una reserva. Estos 300.000 pesos

los haré efectivos en seis meses, cobrándome un 60 por 100 de las

entradas por acciones, aplicando el resto a los objetos que los

Estatutos designaban. Además de realizar mis libros, me pondré

un sueldo de 2.000 pesos mensuales y una utilidad en los negocios

de la librería. Sucederá que de las 1.000 acciones no se llenen

más que 500, o aunque no fuesen más que 300, con lo que había

para realizar mi negocio, y al fin de este tiempo mis socios tendrían

que arbitrar recursos o se repartirían los libros, disolviendo la

Sociedad."

Pero suponiendo que fuesen 500 ó 600 las acciones que se emi

tiesen, hacía yo el cálculo prudente y decía: "Los tres primeros

meses pagarán 500; a los seis, 300; al año, 200; al año y me

dio,

  100, y al final, 40 ó 50. Como todo el que dejase de abonar

un mes perdía lo desembolsado, no me quedaban más que 40 ó

50.000 pesos gravitando sobre la Sociedad, los que poco a poco

hubiera ido amortizando o hubiera hecho un arreglo con los 40 ó 50

socios constantes para quedarme con la librería y Casino, con lo

que hubiera hecho una brillante operación comercial, que era vender

mis libros sin pérdida, cubrir mis compromisos, vivir del sueldo

como director, y a los dos o tres años quedarme con mis propios

libros, más el aumento que hubieran tenido."

Todo me salió al revés, como es costumbre en todo cuanto

pongo mano; ¡que oro que toque se convierte en arena Paciencia.

Cada empresa que yo ponía en juego para parar la tormenta

que veía sobre mis negocios, venía a convertirse en un enemigo

que me creaba para perseguirme. ¿Por qué tanta fatalidad en mis

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2^6

  Memorias  de Benito Hortelano

negocios? ¿Era yo abandonado? ¿Era holgazán? Nunca lo he sido.

¿Sería jugador? No sé jugar ni a la brisca. ¿Tal vez el lujo, los

caballos, coche, teatros? Desafío que haya otro hombre más modes

to para vestir; no me he comprado nunca ni una sortija que valiese

dos reales, ni una cadena, ni aun  reloj.  Coche ni caballos, jamás

los he tenido, y sólo los he alquilado tres o cuatro veces. ¿Alguna

querida debía ser la que me absorbiese los fondos destinados para

otros negocios? No puede ninguna mujer decir que ha recibido de

mí un obsequio; no he tenido jamás querida, ni de soltero ni de

casado. "Pues si nada de esto has hecho —me decía—, ¿cómo es

que te has arruinado? Vaya, entonces será que tu mujer y familia

habrán gastado mucho lujo, habrán tenido muchos sirvientes, dado

tertulias, ricos muebles y opípara mesa." ¡Pobrecitas, tanto una

como otra Seis vestidos de seda es todo el gasto que entre las dos

me han hecho. ¿Sirvientes? Cuando ha habido una mala criada, no

ha sido por mucho tiempo. Planchado, cosido, ropa para los niños

y mucha para mí, ellas lo han hecho; jamás han dado a planchar

ni coser ni una camisa. ¿Diversiones? Cuidar de los niños, y sólo

cuando yo fui empresario fueron al teatro. ¿Tertulias? Mi casa no

la visitó nadie, ni mi familia visita. ¿Mesa? Bien parca ha sido siem

pre;  eso sí, bien condimentado por ellas mismas, porque a mí no

me gusta otra comida; servido todo con decencia, pero sin lujo.

¿Muebles?  5.000  pesos valen todos los que ha habido y hay, y eso

porque Paca, al casarnos, empleó unos pesos que tenía en unas

sillas, dos espejos, un sofá y una cómoda. He ahí todo lo que he

gastado en mi casa; he aquí el modo de vivir de mi familia, lo que

hoy me pesa, pues si hubieran disfrutado, al menos les quedaría

ese dulce recuerdo, y algo hubiera quedado para la desgracia si se

hubiesen provisto de ricos trajes, brillantes y buenos muebles.

Vendí la imprenta a los de la imprenta Americana, a cuenta de

trabajo de la

  Historia de España,

  que era un empeño especial el

que tenía en no suspenderla.

Los créditos, en vez de disminuir, iban aumentando; Tos inte

reses me comían; cada vencimiento me trastornaba y me hacía

perder muchos días, abriendo una puerta para cerrar otras, a

fuerza de sacrificios. No deseo a nadie tal posición; compadezco

a los que se ven en igualdad de circunstancias, que por cierto son

muchos en todas partes, pero muy especialmente en Buenos Aires.

¡Qué aflicciones en cada vencimiento ¡Qué días tan angustiosos

los sábados, cuando no hay con qué cubrir los compromisos Es

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Memorias  de Benito  Hortelano

247

una agonía terrible. El hombre se ve humillado, acobardado. Los

sentidos se embotan, la energía languidece, la consunción lenta

lo asesina. ¿Quién se lo evita al que se ve en sus negocios sin

culpa, sin derrochar, sin más débitos que las combinaciones de la

fortuna, tratado de embrollón, mal pagador y hasta parece que

todos tienen derecho de humillarlo? Reniego de los negocios a tanta

costa. El puntillo del qué dirán, de no declarar a sus acreedores a

tiempo su situación, hablándoJes con franqueza, es la causa de que

muchos hombres sean desgraciados para toda su vida, y muchos

que no tienen la suficiente filosofía para sobrellevar el golpe se

suiciden o cometan cualquier otro crimen.

Por fortuna, Dios me ha dado la suficiente filosofía para sobre

llevar los golpes de fortuna con resignación; siempre he confiado

en la Providencia.

Tenía por octubre de 1854, entre otros vencimientos, unas letras

por valor de 75.000 pesos que, por conducto de D. Víctor Beláus-

tegui, había tomado a interés. Me avisó que no podía renovar; bus

qué fondos para cubrirlas, pero en balde. El día del vencimiento

llegó y con él el de tener que manifestar mi estado de no poder

satisfacer la deuda. ¡Qué estúpido fui, pues en vez de hacer lo que

otros,

  que pasan en el comercio por hombres de bien después de

haber quebrado fraudulentamente, yo debí haber quebrado de bue

na fe, pues podía presentar un pasivo cuatro veces mayor que el

activo Me anonadé porque creía que comprometía con mi quie

bra a varios amigos; me fui a la casa-habitación, y allí sufrí un

síncope, que pudo costarme caro. ¡Estúpido No tenía necesidad

de tal acaloramiento, si hubiese mirado con más filosofía los nego

cios y la Sociedad. Las letras se cubrieron; D. Miguel Bravo, amigo

a quien nunca había molestado, y D. José Flores, que ya otras

veces me había servido, como tengo dicho, me dieron sus firmas

y saqué fondos del Banco por primera vez, que por cierto pagué

sin violentarme, porque el sistema de amortizar las deudas del

Banco es muy cómodo. No tuve necesidad de declarar a nadie más

que a estos amigos mis apuros. ¿Pero había mejorado mi situación

por esto? No había hecho sino hacer crisis la enfermedad para

después desarrollarse con peores síntomas.

Yo veía clara mi situación, no me hacía ilusiones y, sin embargo,

quien veía mi gran establecimiento, mis negocios, me envidiaría,

como realmente tenía enemigos encubiertos, que no esperaban más

que verme declinar un poco para caer sobre mí como buitres, No

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248

Memorias de Benito Hortelano

me remuerde la conciencia de haber hecho daño a ninguno de mis

enemigos; no sabía por qué lo eran; hoy ya lo comprendo.

Voy a entrar en una época de barullos, laberintos, enredos, dis

gustos, ruina y todo cuanto peor pueda al hombre venirle en los

negocios de la vida. Voy, por fin, a entrar en la época de las

empresas de teatro, caja de Pandora, monstruo de cien cabezas,

que me horripila al pensar en ello.

Desde que en malhora había conocido a la Landa y García tuve

que ponerme en contacto con gente de teatro, relación que jamás

había tenido; pero que habiendo Gómez Díaz dado la fianza para

el alquiler del teatro de la Victoria y yo la de la letra de 10.000

pesos a García, nos veíamos enredados en asuntos de teatro, mal

nuestro grado. Gómez Diez, con D. Francisco Gambía, se hicieron

empresarios de una mala compañía de cómicos, dirigida por un

joven español llamado Pitaluga; imprimí los carteles, programas

y todo cuanto necesitaron, en la inteligencia de que eran los empre

sarios los dos señores citados, y también porque Gómez Diez per

sonalmente me los mandó imprimir. La compañía no gustó, los em

presarios, para evadirse 'de los créditos que Contra ella pesaban, se

convinieron en decir que no eran empresarios, sino amigos, que ha

bían ayudado con algunos fondos a los malos artistas. Estos des

aparecieron; pero antes reclamé de los empresarios el pago. Dijeron

que era el director, Pitaluga, quien debía pagar. Fui a éste en mo

mentos en que iba a embarcarse, y me dijo que él nada me había

hecho trabajar, y que los empresarios debían pagarme, en lo que

reconocí tenía razón. Resultado: que perdí 3.500 pesos, porque

Gómez Diez se había negado a pagar.

Con estas relaciones con gente de teatro y con el compromiso

que Gómez Diez tenía de diez meses de alquiler, a  8.000 pesos, que

había de pagar con el teatro cerrado, buscaba éste cómo hacer

menos gravoso su compromiso. Pronto se presentó ocasión, que

ojalá no se hubiese presentado.

Por el paquete de Montevideo vino D. Fernando Quijano, tra

yendo una carta para mí de mi amigo D. Jaime Hernández, reco

mendándome a Quijano en la pretensión que traía. Era ésta: que

habiendo recibido una carta del primer actor y director de una

compañía dramática española, con baile y zarzuela, D. Francisco

Torres, se ofrecía, con su compañía, a pasar al Río de la Plata

si había una empresa que garantizase los pasajes y anticipase

2.000 duros, a pagarlos con intereses a su llegada, Estábamos

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Memorias de Benito  Hortelano

249

tomando café en la Sala Española Gómez Díez, D. Esteban Seño

rans y yo, cuando Quijano se presentó con la carta. A Gómez Diez

le agradó el negocio, porque en él veía modo de alquilar el teatro

y resarcirse de los quebrantos que le iba proporcionando el alquiler.

A D. Esteban Señorans también le agradó, porque estando de

cajero de la casa de D. Esteban Rana, no se conformaba con el

sueldo y deseaba emprender algún negocio que no le distrajese de

su obligación y le proporcionase utilidades. Quijano supo pintar

tan halagüeño el negocio, que su discurso tuvo efecto. A mí tam

poco me disgustaba, por dos razones: primera, porque tenía deseo

de que en estos países se conociesen los adelantos de la literatura

dramática española, la zarzuela y la nueva escuela de declamación;

la segunda razón, porque calculaba que una compañía tan com

pleta como la que se ofrecía, con un cuerpo de baile completo y

todas las demás circunstancias debía hacer una revolución en el

gusto de los espectáculos, porque no conocían aquí más que la

mala compañía del país y la ópera, de que ya estaban cansados, y,

por consiguiente, el primer año debía dar pingües resultados el

negocio. Por otra parte, en el estado que mis negocios se encon

traban no debía dudar en tomar parte en la empresa con dos

socios que podían disponer de los fondos necesarios para anticipar

cualquier cantidad, relevándome de la parte de anticipos que hubie

se que hacer, pero a condición de ser yo el que diese la cara en

la empresa, por no convenirles a ellos, por razones especiales. For

mamos la Sociedad, compuesta de los tres, reservando una cuarta

parte, a petición de Señorans, para D. Antonio Pillado, que por

estar enfermo no podía reunirse en el momento. Hice yo un borra

dor de contrato de Sociedad, el que no llegó a firmarse en aquellos

momentos por estar próximo a salir el paquete y tener que mandar

las instrucciones para que inmediatamente viniese la compañía.

El contrato entre amigos y personas todas de formalidad y crédito

no era de primera necesidad, al menos yo así lo había creído siem

pre,  porque jamás se me ha pasado por la imaginación retractarme

del compromiso que de palabra he contraído, y he dado más valor

a mi palabra que a mi firma; esto al menos entre los castellanos

es de costumbre, y sólo para malvados y hombres sin fe debe exi

girse la firma. Pero el tiempo y la experiencia me han enseñado

lo contrario entre los negociantes que pasan por hombres hon

rados y cumplen sólo lo que les trae cuenta o lo que han firmado;

pero encontrando un agujero por donde evadirse, con la mayor

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250

Memorias  de Benito  Hortelano

desfachatez niegan lo que de palabra prometieron. Hubo también

otra causa, y fué que, estando enfermo, como dejo dicho, el señor

Pillado, no podía firmarse por todos.

Ninguno de mis socios tenía relaciones en Europa; me enco

mendaron escribiese a mi corresponsal en Cádiz, D. Pedro Noíasco

Soto,

  armador de la barca  Unión,  para que arreglase el pasaje con

la compañía, a pagar en Buenos Aires el importe. Al propio tiempo

otorgué un poder en el Consulado español a favor del capitán de

la

  Unión,

 D. José Pérez, para que contratase la compañía d ramá

tica, de zarzuela y baile que D. Jerónimo Torres había ofrecido,

según la carta del mismo que le adjuntaba, autorizándole al pro

pio tiempo para que anticipase hasta 2.000 patacones, los que yo

le abonaría con intereses y comisión de contrato en Buenos Aires.

El presupuesto de sueldos que ordené como máximum para toda

la compañía era el de 4.000 duros mensuales, y el de 2.000 duros

como anticipo, cuyo importe les sería descontado de los sueldos

cuando empezasen a trabajar. El contrato, por un año, y caso de

no agradarnos la compañía quedábamos desligados del compromiso,

perdiendo únicamente los 2.000 patacones de anticipo.

Los pasajes fueron garantizados por Gómez Diez a D. Saturnino

Soriano.

Partió el paquete el 1 de julio de 1854, con las órdenes y todos

los requisitos llenos; ya no nos quedaba más que esperar tres o

cuatro meses hasta que llegase la compañía. ,

Don José Colodro había tomado en arrendamiento el café y

confitería de enfrente del teatro de la Victoria, y como ya he dicho

que Gómez Diez corría con el alquiler, aunque yo tenía el contrato,

por habérmelo dejado García, hizo relaciones con él o, al menos, las

estrechó más, y confió a Colodro nuestro proyecto a los pocos días

de salido el paquete. Colodro, hombre emprendedor y osado, com

prendió la importancia del negocio y rogó a Diez le admitiésemos

como socio; éste nos lo propuso, y yo me negué, manifestando que

a Colodro lo apreciaba como amigo, le debía favores y estaba siem

pre dispuesto a servirle si de mí necesitase algún día cualquier fa

vor; pero que como socio para el negocio en cuestión no era de

parecer admitirlo, porque nos dominaría a todos, quedando él solo,

a la larga, con la empresa. El estúpido Gómez Diez le refirió a Colo

dro mis palabras, dichas en el seno de la amistad, no para que se

las contase al otro. Desde aquel momento juró Colodro vengarse de

mis palabras, y a fe que lo cumplió.

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Memorias

  de Benito

  Hortelano

2

5

  i

Formó su proyecto y lo empezó a poner en ejecución. Tomó por

su cuenta a Gómez Diez, después a Señorans, y con dos capitanes

de Cádiz, que decían conocer a los actores en cuestión, les hizo ver

tan claro que la compañía era tan mala, presentándoles un pano

rama tan horripilante de las consecuencias que sobrevendrían a

los empresarios con gente de tan poco mérito, que la ruina y la

burla pública de los empresarios era inevitable. Toda esta trama

la preparó sin que yo me percatase de nada. Por supuesto que

el contrato de Sociedad no se firmaba con diversos pretextos, y

cuando yo les estrechaba para que de una vez se constituyese la

Sociedad, porque en realidad yo era el único comprometido hasta

entonces en el negocio y sobre mí pesaba una gran responsabilidad.

A fines de julio fui citado para concurrir a una reunión que debía

tener lugar en la casa de D. Antonio Pillado, convaleciente aún

de la enfermedad, y a quien sólo conocía de acudir a mi libre

ría a comprar algunos libros. En la reunión estaban Pillado, Gó

mez Diez, Señorans y Colodro. Apenas entré y vi a Colodro calcu

lé alguna intriga, porque Gómez Diez y Señorans hacía algunos

días que procuraban evadir mi presencia, lo que me iba haciendo

entrar en desconfianza.

"Señor Hortelano —me dijeron—, es necesario que esta noche

o mañana temprano escriba usted una contraorden a Cádiz para

que no venga la compañía; estamos informados que es muy mala,

y no queremos correr el riesgo en este negocio. Nosotros vamos a

mandar un comisionado a España para que forme una buena com

pañía con la que no se arriesgue la plata como con la que usted ha

pedido. Si usted quiere tomar parte en la nueva Sociedad que he

mos formado apronte usted 20.000 pesos, que es la suma que

cada uno hemos puesto para que el comisionado lleve los fondos

suficiente." Estupefacto me dejaron con este discurso, y más al oír

los improperios, sarcasmos y desprecios que Colodro hacía de la

compañía que habíamos pedido.

Les manifesté lo que cualquier hombre honrado hubiese mani

festado: que mientras no se supiese si la contraorden llegaba a

tiempo era arriesgado mandar otro comisionado, pues muy bien

podría acontecer que se cruzasen en el camino la compañía pedida

y el comisionado que se quería mandar. Además, las instrucciones

dadas al capitán Pérez y al consignatario Soto eran terminantes

para que si la compañía no era digna para una población como

Buenos Aires, y no tenía las condiciones propuestas por Torres,

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252  Memorias  de Benito  Hortelano

no se comprometiesen a mandarla, porque no reconoceríamos el

contrato y ellos perderían pasaje y anticipo que hubiesen hecho.

Por otra parte, el dueño del buque era un comerciante de mucho

crédito y casa de gran responsabilidad para que se comprometiese

a embarcar una compañía que no fuese a satisfacción, y también

había la circunstancia de que el capitán conocía a Buenos Aires,

conocía a todos los actores de Andalucía, y con un presupuesto

como del que podía disponer y facultades para traer a su gusto

los actores que eligiese, no podía cometerse la torpeza que CoJodro

había hecho tragar a los otros socios. Y, en fin, consideraba un

absurdo lo que querían hacer, por lo que yo no admitía la Sociedad

que me proponían. Mis socios Señorans y Gómez Diez se negaron

a reconocer y a responder de las consecuencias que sobrevinie

sen por la Sociedad que teníamos formada y que yo sería el único

responsable, pues que ellos no me habían autorizado por escrito.

Me retiré con un desengaño más de lo malvados que son los hom

bres de negocios que pasan por honrados, escribí la contraorden

a Cádiz y no volví a pensar más hasta saber lo que me contesta

ban Soto y el capitán Pérez.

Colodro, Pillado y mis dos falsos socios formaron la Sociedad,

y en vez de 20.000 pesos de capital que a mí me dijeron tenía

que aprontar, sólo desembolsaron   8.000  cada uno, mandando comi

sionado a D. Víctor Belaústegui para contratar otra compañía, sin

esperar la contestación de Soto.

Como lo había previsto, así sucedió: la contraorden no llegó a

tiempo y la compañía se cruzó en el camino con el comisionado

Belaústegui. Pero ahora viene lo bueno: aquí de las intrigas, de las

infamias en que me envuelven, combinados no sólo los cuatro so

cios,  sino todos sus amigos, prestándose a servir de instrumento

D.  Saturnino Soriano, dueño y consignatario del buque, y hasta

ganaron al capitán Pérez y al mismo Torres para llevar la farsa

adelante.

Era el 28 de noviembre de 1854 cuando fui avisado de que es

taba en el puerto la barca española  Unión,  a cuyo bordo venía

la compañía de Torres. Yo no había recibido carta alguna ni

de D. Pedro Nolasco Soto ni del capitán Pérez, mi apoderado;

Soriano se las había entregado a Colodro, violando el sagrado de

la correspondencia, y así yo ignoraba lo que había en el particular.

Voy a la Capitanía para informarme y sacar un permiso para

ir a bordo; pero me dijeron que Colodro había ido al amanecer a

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Memorias  de Benito  Hortelano  253

bordo y había ya desembarcado con Torres. Hasta el segundo día

no pude ver a éste, porque Colodro lo había llevado a su casa para

evitar hablase conmigo. Tampoco pude verle solo, sino que fué en

el coche desde la calle de la Defensa hasta el teatro en compañía

de Colodro, por lo que no tuve ocasión de preguntarle qué era lo

que pasaba, cómo era que no me había avisado y de qué manera

venía la compañía. Procuré ver al capitán, y en más de veinte días

no lo pude lograr; se me ocultaba. Fui a pedir explicaciones a So

riano, y éste me contestó que ignoraba; que lo único que podía de

cirme era que los pasajes y anticipos los tenía él ya asegurados.

Cada vez me iba confundiendo más con estas peripecias; buscaba a

Gómez Diez, y éste me decía que ignoraba; que creía venía por

cuenta de Colodro.

Dieron las primeras funciones y el éxito fué brillante, causando

tal novedad en el público el efecto que yo me había figurado al pedir

que viniese la compañía. Naturalmente, los celos, la rabia que de

mí se apoderó, cualquiera lo comprenderá al ver una empresa de

que yo había sido el iniciador y el que había corrido el riesgo ex

plotada por otros. Hice relaciones con algunos actores, e indirec

tamente fui preguntándoles cómo venían, si por su cuenta o por la

de Colodro. Se admiraban, y con justicia, de mi pregunta, contes

tándome que si no era yo su principal empresario, porque ellos se

habían contratado en mi nombre, pero que creían que mis ocupa

ciones no me permitirían presentarme en las reuniones de los em

presarios, que era lo que habían calculado.

Con estos antecedentes consulté a D. Miguel Valencia el caso,

y no pudo menos de sorprenderse, porque decía que no conocía

un caso igual ñi parecido al que a mí me pasaba, cual era haber

pedido un cargamento, adelantado los fondos o dado orden para

que los anticipasen y otros apropiárselo cuando supieron que el

género era bueno. Me aconsejó escribir una carta a los titulados

empresarios solicitando una entrevista para pedirles explicaciones.

Me citaron a una reunión en el teatro el día 1 de enero de 1855,

en la que estaban los cuatro titulados empresarios, el capitán

Pérez y Torres. Tomé la palabra, y, dirigiéndome al capitán Pé

rez, le dije: "Señor Pérez, ¿recibió usted un poder otorgado por

mí,

  por el cual le autorizaba para contratar con el Sr. Torres la

compañía que había ofrecido por la carta que también le adjunté?"

"Sí,  señor" —contestó—. "¿Qué uso ha hecho usted de la misión

que le confié y del poder" —le dije—. "Ninguno —replicó—; como

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254  Memorias de Benito Hortelano

usted mandó contraorden y al propio tiempo recibía instrucciones

del Sr. Colodro para que hiciese los contratos por su cuenta, así lo

he verificado." "Pues devuélvame usted el poder." "Es que —dijotodo azorado—•, es que me lo dejé en Cádiz."

"Ahora dígame usted, Sr. Torres •—dije, encarándome con él—;

contésteme a lo que voy a preguntarle: Cuando usted llegó al puer

to de Buenos Aires con su compañía, antes que el Sr. Colodro fue

se a bordo, ¿a quién venía usted a buscar, por orden de quién

había usted embarcado su compañía?" Torres quedó sorprendido

con mi pregunta; miraba a los empresarios, y éstos bajaban la

cabeza, avergonzados de la escena que estaba pasando, si es que

vergüenza tiene quien procede tan villanamente. "Venía buscando

al Sr. Hortelano; pero como el Sr. Colodro fué a bordo y..." Aquí

Colodro no le dejó concluir y, levantándose, dijo: "Quiere decir,

Sr. Hortelano, que usted quiere ser empresario; yo le cedo mi par

te."  "No necesito me obsequien con lo que es mío —repuse—; lo

que quiero es aclarar este embrollo, saber si tengo o no alguna res

ponsabilidad en lo sucesivo, y para ponerme a cubierto exijo un

documento de ustedes por el cual me releven de toda ulterior res

ponsabilidad en este negocio; ustedes que lo explotan, carguen con

las consecuencias."

Los semblantes de toda la reunión radiaron de alegría al ver

que yo mismo les sacaba de la ridicula posición en que se encon

traban. Colodro se levantó y escribió un documento por el cual

me relevaban de toda responsabilidad en lo concerniente al nego

cio en cuestión. Ifja él a firmarlo, cuando Pillado dijo: "Yo no tengo

por qué firmar nada, porque nada he tratado nunca con el señor

Hortelano; los que hayan tenido algún compromiso con él, que

firmen." Entonces Gómez Diez y Señorans firmaron, como asimis

mo Torres y el capitán Pérez. Doblé mi documento y me despedí

para no pensar más en el teatro.

¿Ni qué otra cosa podía hacer? Ellos eran cuatro, con relacio

nes fuertes, en posesión de la compañía y en posesión del teatro;

¿cómo iba yo a meterme en pleito contra elementos tan contrarios,

por más que me sobrase la razón?

Me retiré a mis negocios, no pensando más en la compañía,

por más que las grandes entradas y el entusiasmo público me cau

sasen disgusto y un tanto de celos.

Tres meses habían transcurrido desde la llegada de la compa

ñía, y en este tiempo Colodro había preparado los negocios de

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Memorias  de Benito Hortelano

  255

modo que viniese a quedarse único explotador, deshaciéndose de

sus compañeros después que la empresa estaba asegurada. Em

pezó por convencerlos que no debía pagarse a los cómicos durante

la Cuaresma; que, no teniendo ellos compromiso firmado con la

compañía y no habiendo más teatro que él de la empresa, los có

micos tendrían que someterse a las condiciones que la empresa les

impusiese. Con tan halagüeñas palabras, los empresarios reunieron

la compañía, y, tomando Colodro la palabra, expresó que la em

presa no podía pagar sueldos durante la Cuaresma; que había

tres actores de más, a quienes la empresa no podía ni quería se

guir abonándoles los sueldos y, en fin, otras economías.

Los actores, al oír estas reformas, se sublevaron, protestaron,

alegando que en sus contratos no se hablaba nada de retiro de

sueldo en la Cuaresma, y que en cuanto a que se expulsasen algu

nos compañeros, no lo permitirían, porque tenían un contrato es

pecial para no separar a ninguno. El barullo llegó a su colmo, que

es lo que Colodro deseaba para disolver la empresa y la compa

ñía; los actores se apoyaban en su contrato, y Colodro cerró la

discusión diciendo: "Señores, ustedes se apoyan en su contrato; la

empresa no tiene ninguno con ustedes; por consiguiente, apelen a

que se lo cumpla quien les haya contratado."

Salieron los cómicos en tropel, vomitando improperios contra

los empresarios. El público y la Prensa tomaron la defensa de los

cómicos, y el escándalo fué tan ruidoso, que hasta las autoridades

tuvieron que tomar medidas, conduciendo a la cárcel a varios jóve

nes que habían dado una cencerrada a Colodro.

La compañía se presentó ante el juez de teatros pidiendo hicie

se cumplir el contrato por el cual habían venido al país. Esto fué

al día siguiente de la escena de la empresa con los cómicos, de lo

que yo estaba ignorante. Fui citado ante el juez de teatros; acudí

a la cita y me encontré con todos los actores y los empresarios,

que también habían sido citados.

El juez se dirigió a mí y me dijo: "Es usted llamado, a petición

de la compañía dramática, para que les cumpla usted el contrato

que, por poder de usted, celebró en Cádiz D. José Pérez, cuyo ori

ginal está a la vista. Véalo usted y diga si reconoce el poder unido

a la escritura." Por primera vez vi mi poder y la escritura que se

me había negado. Contesté al juez lo que había sobre el particu

lar; que por primera vez veía aquellos documentos, que había recla

mado a tiempo y se me había negado la existencia del documento

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256  Memorias  de Benito Hortelano

que tenía a la vista, y que en prueba de ello tenía un documento

otorgado por dos de los empresarios por el cual se hacían únicos

responsables de todo lo que sobreviniese en el asunto de la com

pañía.

El juez, si no estaba enterado del embrollo, se enteró con mij

contestación, y falló que, no siendo ya ¡el asunto de la compe

tencia de la Policía, acudiesen ante el juez de primera instancia

para alegar cada cual sus razones. Heme enredado en un pleito y

en un cúmulo de embrollos difícil de describir. A los dos días del

juicio ante el juez de teatros fui citado al Juzgado de primera

instancia. Yo pude haber concluido el pleito ante aquel juez, por

que con presentar el documento mi responsabilidad terminaba para

recaer contra Gómez Díaz y Señorans, que debían responder de

todo. Pero aquí empieza la intriga y la maldad con más feos ca

racteres.

  ' '•

Eran las diez de la noche de la víspera del juicio ante el juez

de primera instancia, y estábamos celebrando el bautizo de mi hija

Tomasiía, de la que fué padrino D. José Flores. Un sirviente de

Colodro llegó a la sazón a pedir al Sr. Flores hiciese el favor de

pasarse inmediatamente por la casa de Colodro. Flores fué, y la

reunión continuó hasta las once de la noche, en que se despidieron.

A las once y media volvió el Sr. Flores todo azorado, me llamó al

salón del Casino y me dijo: "Compadre, vengo a pedirle un favor,

si quiere salvarse; por sus hijos, por su esposa, por su bienestar,

es necesario que me entregue usted el documento que tiene sobre

el teatro para devolvérselo a Diez y Señorans, que están esperando

en casa de Colodro la contestación. Si usted no lo devuelve, para

romperlo, dentro de pocos días su casa será cerrada, declarado en

quiebra y conducido a la cárcel, pues Señorans me ha dicho que,

de no acceder usted, la letra de 50.000 pesos que vence pasado ma

ñana será protestada. Han visto a las personas que tienen crédi

tos contra usted para que todas se presenten reclamando el pago;

usted no puede pagar, porque, aunque tiene usted en libros mucho

más de lo que debe, no es artículo que pueda realizarse inmedia

tamente." Me quedé frío de rabia y de indignación al oír semejan

tes palabras, valiéndose para aquella comisión de un hombre hon

rado, de quien sabían podía influir en mí por la gran amistad y

cariño que le tenía y por los favores que en diferentes ocasiones

me había prestado, como dejo dicho en otro lugar.

Después de un momento de silencio, consecuencia del estado

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Memorias  de Benito  Hortelano

257

de agitación en que mi espíritu estaba al comprender todo lo que

importaba lo que acababa de oír, dije al Sr. Flores: "Comprendo

hasta dónde llega el cinismo de esos hombres sin pudor que, no

contentos con haberme hecho toda clase de infamias, no respetan

siquiera mi silencio, mi numerosa familia, mi situación en los ne

gocios. ¿Qué garantías me dan para librarme de las consecuencias

del pleito, que indudablemente serán malas, porque existe un do

cumento público en toda forma?" "Me han autorizado para decir a

usted que ellos le salvarán de todos los compromisos que sobre

vengan; pero que el documento debe desaparecer, porque les com

promete, no sóJo en los gastos, sino ante el público", contestó el se

ñor Flores. "¿Y cómo he de fiarme yo de la palabra de esos hom

bres que tantas veces me han faltado a ella? ¿Qué fe puede darse a

los que han faltado a lo más sagrado, a los que no ven más que

su interés, sin importárseles nada ni de los amigos, ni de la socie

dad, ni de lo que han firmado por medio de la Prensa?" "Veo que

tiene usted razón —me dijo Flores—; pero medite el asunto ínterin

yo voy a hacerles algunas observaciones; pero tenga usted presen

te sus hijos, su crédito."

Volvió como a las doce y media de la noche más exigente aún,

diciendo que eligiese entre romper el documento o declararme en

quiebra. Mi pobre esposa había oído toda la conversación, y, afli

gida, vino a tomar parte en la escena, toda indignada. "Compadre

—Je dije—, voy a hacer un sacrificio en honor a mi mujer y mis

hijos, pues de otro modo yo les contestaría a esos malvados. Voy

a entregar a usted el documento, a condición de que usted lo ha

de conservar, y usted me es garante a la conclusión del pleito para

devolvérmelo y salvar con él mi honor y mis intereses, porque estoy

bien persuadido que esos malvados me dejarían colgado sin en ellos

confiase. Mañana me presentaré en el juicio; diré que tengo un

documento, como es público y notorio, pero que se me ha traspa

pelado y que lo presentaré cuando lo encuentre." Se lo entregué y

se fué a mostrárselo a los infames que esperaban.

Al siguiente día fui al juicio; los cómicos esperaban ansiosos

el documento, porque con él el juez haría que les cumpliesen el

contrato. Tuve que pasar por el bochorno de decir que se me había

perdido, pero que lo presentaría cuando lo encontrase. Los cómi

cos se indignaron; comprendieron la intriga, porque yo también

procuré hacérsela comprender para que no cayese sobre mí su odio

sidad y para que ellos publicasen la infamia de la empresa. El

1 7

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258

Memorias  de Benito  Hortelano

pleito siguió sus trámites; tuve que buscar abogado para entrete

ner más que para defender, y entretanto los cómicos se encontra

ban sin empresa, sin teatro donde ganar su subsistencia y con

un pleito a los tres meses de permanencia en el país.

Con este acontecimiento, la Prensa toda, el público y, sobre

todo, el sexo femenino tomaron la defensa de los cómicos. Tam

bién las autoridades se pusieron del lado de la razón. Colodro

deshizo la Sociedad, liquidaron y se quedó libre para completar su

diabólico plan. Como tenía el teatro asegurado en combinación con

Plaza Montero, asociados para otras picardías que después diré,

y Como al mismo tiempo tenían celebrado un contrato Pestulardo

y Colodro para que en la Victoria no se permitiese compañía lírica,

ni en el teatro Argentino dramática, únicos teatros que había; los

cómicos no tenían donde ejercer su industria ni el público donde

distraerse, porque Colodro cerró el teatro. El objeto de esto era

reducir por hambre a los cómicos para que se sometiesen a las

condiciones que les impusiese, lo que por segunda mano proponía

por medio de otro bribón que se le asoció como testaferro, don

Martín Rivadavia.

Los cómicos se presentaron a las autoridades para que obliga

ran a Colodro a que les alquilase el teatro para poder ganar su

subsistencia. La Prensa apoyó la petición; el negocio era grave,

pues aunque era una infamia premeditada por Colodro, las leyes

le protegían, porque cada cual puede hacer el uso que quiera de

su propiedad, y Colodro podía tener cerrado el teatro sin que pu

diese nadie obligarle a abrirlo. Sin embargo, las autoridades, a

quienes nunca les faltan modos de interpretar las leyes, le obliga

ron a alquilar el teatro, fundadas en que era un establecimiento

público y en que la equidad y el orden público están interesados en

que por un capricho de un particular no se perjudiquen tantas

familias como con aquel capricho se perjudicaban; pero dejando

libre a Colodro para pedir el alquiler que tuviese por conveniente

por su teatro.

Por último, Colodro alquiló el teatro por

  tres mil pesos

  cada

noche de función, por sólo las paredes y las pocas decoraciones

que había. Los cómicos aceptaron inmediatamente; anunciaron fun

ciones y el público acudió de una manera cual nunca lo había

hecho, colmando a los actores de ramilletes, aplausos y dinero en

tres funciones seguidas que dieron, con lo que resarcieron los quin

ce días que habían perdido en todos estos accidentes que dejo

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Memorias  de Benito  Hortelano  259

descritos. A pesar de tan monstruoso alquiler, que importaba 75.000

pesos mensuales por el número de funciones que se daban, las en

tradas eran grandes a no caber más, lo que hizo despertar la am

bición de los empresarios. Rivadavia, por comisión de Colodro, ase

diaba a los actores con propuestas de contratos, lo que halagaba

a éstos, porque es a lo que aspiran siempre: a encontrar empresa

rio a quien desplumar, y la ocasión no podía ser más tentadora en

vista de la protección del público y el gusto por lo dramático que

se había despertado. Rivadavia había logrado entenderse con los

principales actores, reduciendo el presupuesto a 3.000 patacones en

vez de 4.000 que importaba, y en vez de quincenas anticipadas,

como estaba establecido por mi contrato, los redujo a quincenas

vencidas. Torres comprendió la situación y se propuso explotarla.

Al efecto, fué a ver a D. Esteban Rana para que le prestase 35.000

pesos por quince días, término que calculaba suficiente para devol

vérselos. Le expuso el plan, y D. Esteban se los facilitó, a condi

ción de dar un beneficio para los hospitales.

Estaban citados los cómicos para firmar los contratos con Riva

davia, o sea Colodro; ya iban a firmar, cuando Torres se presenta,

y echando sobre una mesa los 35.000 pesos, les dijo: "Compañeros,

una persona respetable, que no quiere dar su nombre, me acaba de

dar esta plata para que, si aceptáis el mismo contrato que habéis

convenido con el Sr. Rivadavia, lo firméis ahora mismo, cobrando

por quincenas anticipadas, empezando a repartir en el acto la

plata."

No tuvo que esperar mucho tiempo la contestación; todos aceptaron a Torres como representante de un gran empresario, dejando

a Rivadavia con un palmo de narices.

Dos meses estuvo Torres de empresario y en ellos ganó como

200.000 pesos, los cuales iba depositando en la caja de D, Este

ban Rana. No sé si este resultado que el Sr. Rana veía le desper

tó la ambición, o lo que sería; ello es que pasó lo que voy a referir:

Ya he dicho que debía 50.000 pesos a D. Esteban Rana y que

Senorans era su cajero y a más futuro yerno, y que había tomado

la empresa de teatros sin el consentimiento de su patrón. Además,

el Sr. Rana no permanecía en el país constantemente, sino que

estaba en el Paraná. Senorans también hacía frecuentes viajes, y

durante las escenas, o al menos en algunas, no estuvo presente;

pero aunque tratase de ocultar a Rana su participación en la em

presa y ocurrencias del teatro, los diarios habían publicado su nom-

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26o

  Memorias  de Benito Hortelano

bre con los demás empresarios, por lo que no creo posible que don

Esteban ignorase todo.

Fui llamado a casa de D. Esteban a los dos meses de ser Torres

empresario y siguiendo el pleito sus trámites. Don Esteban me dijo

estas palabras: "Lo he llamado para preguntarle qué diablo de ne

gocio o embrollo hay sobre teatros, que he visto en los diarios que

a usted lo han comprometido y que Señorans tiene parte en ello."

"Extraño mucho esa pregunta —le repliqué—, pues usted debe

estar perfectamente impuesto de todo desde que hace como dos

meses que usted me mandó amenazar con que me cerraría la casa,

protestándome la letra que le debo." "¿Quién ha tomado mi nom

bre para esa infamia? —dijo—>.  Dígamelo usted." "Señor, don

José Plores, por mandado de Señorans y Colodro, a nombre de

usted." ¡Infames, canallas ¿Y Señorans tiene participación en tan

infame intriga? Ahora mismo, al momento, quiero probarle a usted

cuánto le aprecio: un millón de pesos tiene usted a su disposición

para tapar la boca a esos canallas; llámeme usted al abogado para,

inmediatamente, concluir tan escandaloso pleito; no quiero que cai

ga una mancha infame sobre un dependiente a quien yo protejo y

quiero; hay que cumplir ese contrato, supuesto que se hizo con

anuencia de Señorans."

Inmediatamente busqué al Dr. Valencia; trajo éste los autos,

informó a Rana del negocio y aconsejó que el modo de lavar lo

que se había hedió era presentar un escrito al juez pidiendo la

cesación del pleito, reconociendo la escritura. Señorans estaba en

el Paraná; pero vino a los dos días. Se presentó el escrito, el juez

decretó como se pedía y las partes fueron notificadas.

Ahora se presentaba el reverso de la medalla. A Torres, inicia

dor del pleito, no le convenía ganarlo, porque perdía los pingües

frutos que la empresa le estaba dando. Los demás actores estaban

por nosotros, porque, además de que los sueldos aumentaban en

una tercera parte, veían asegurado por un año el contrato con una

empresa tan fuerte y un empresario como Rana.

Ya soy empresario; ¡pero en qué circunstancias, con qué cargas

Primeramente no teníamos teatro, y hubo que aceptar el contrato

de Torres por cuatro meses que le faltaban, a 3.000 pesos cada

noche de función. Además, el alumbrado era onerosísimo, porque

también Había un contrato que aceptar de 750 pesos por función.

No teníamos guardarropa, ni muebles, ni telones, y tuvimos que

emplear más de 150.000 pesos. La orquesta nos impuso la ley, son-

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Memorias  de Benito  Hortelano

2 6 1

sacados los profesores por Colodro y Pestulardo; cada noche de

función nos costaba 1.800 pesos. No quedaban más que dos meses

de invierno, única época en que el público va al teatro. Tuvimos que

contratar a la Alvara García como dama joven, porque la que había

no servía, en 4.500 pesos mensuales. Tuvimos que contratar a Rico

para tenor, porque el que había venido no servía, y pagarle 4.000

pesos.

  Después de todas estas calamidades, enfermaron doce acto

res tan luego como cobraron la primera quincena anticipada. El

contrato estaba hecho a pesos fuertes y las onzas estaban a 370

pesos. Y, por último, no teníamos teatro más que por cuatro meses

y sabíamos que, concluido este plazo, Colodro nos le cerraba.

Con tales auspicios empezamos nuestra carrera de empresarios.

Mi socio Sefiorans, como era el que anticipaba los fondos, su voz

era sólo oída, y tan perjudicial como me fué antes, como dejo dicho,

me fué ahora de fatal, por los innumerables disparates que come

tía, despilfarro en el negocio y caprichos estúpidos que tenía que

tolerarle.

Un cajero con 2.000 pesos, un escribiente con   1.000,  un sena

dor con 500, un boletero con

  1.000,

  un encargado del guardarropa

con lo que quiso robar, que no bajaría de 3.000 pesos; todo lo cual,

agregado a 96.000 que importaban los sueldos mensuales de la

compañía, daba un presupuesto de todo gasto de más de 240.000

pesos.

  Las entradas fueron a no caber más; pero, por las cuentas

que conservo, no llegó la entrada ningún mes a 200.000 pesos, lo

que muy pronto me hizo comprender lo ruinoso del negocio, sin

esperanza de mejorarlo, antes al contrario, en el verano sería una

pérdida infalible de 100.000 a 140.000 pesos mensuales.

En diferentes ocasiones hice presente esto a D. Esteban Rana y

a D. Salvador Carbó, socio de la casa, aunque siempre sin herir ni

dar a entender que Sefiorans era la causa de tan espantosa pérdi

da, hasta que, por último, me animé a manifestar por escrito las

causas que motivaban las pérdidas, modo de evitarlas, y hasta el

de abandonar la empresa.

Se me ocurrió poner en juego una intriga para asustar a Colodro y Rivadavia, que nos amenazaban a cada instante con cerrar

nos el teatro o cobrarnos   5.000  pesos por función. Esto último era

lo más cierto, y no teníamos más remedio que pagarlos.

Hice publicar en los diarios la noticia de que el general Urqui-

za se había empeñado con D. Esteban Rana para que la compañía

pasase al Paraná, subvencionándola el Gobierno nacional con mo-

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2Ó2

Memorias de Benito Hortelano

tivo de estar reunidas las Cámaras. La noticia se la tragaron, y

Colodro y> Rivadavia se asustaron. Comuniqué a Señorans mi plan

y lo aprobó, a pesar de que se reía, creyendo no tendría efecto.

A los dos días, cuando todo el público manifestaba el sentimiento

de que abandonásemos a Rueños Aires, supe explotar este sen

timiento haciendo recaer la odiosidad sobre Colodro y Rivadavia

por la usura que cometían con nosotros y la amenaza de cerrar el

teatro. Ello es que Rivadavia me buscó para proponerme el tras

paso de la llave del teatro por los diez meses que le quedaban y

por lo que, decía, tenía adelantados los alquileres. Me hice el indi

ferente; le hice comprender el compromiso que ya teníamos contraí

do con Urquiza y que no necesitábamos su teatro para nada. Pero

al mismo tiempo le dejé entrever una esperanza de posibilidad si

las condiciones eran razonables.

Al día siguiente volvió a mi casa, proponiéndome el traspaso

con todos los útiles del teatro, 30 docenas de sillas y los diez meses

de alquiler anticipados por 150.000 pesos. Me reí de su petición/

aunque para nosotros era brillante, y él, con el temor de quedarse

con el teatro cerrado y perdidos 150.000 pesos que decía había

dado a Colodro por el traspaso (creo fué a medias el negocio, pero

Colodro no quería aparecer), bajó hasta 120.000. Le contesté que

consultaría a Señorans y nos veríamos al día siguiente.

No había ni que pensar nada, sino cerrar los ojos y tomar la

llave; el negocio aquel nos salvaba. Ciento veinte mil pesos por

diez meses salían a 12.000 pesos mensuales, quedando además las

sillas y otros muchos útiles. Nosotros estábamos pagando 3.000

pesos por función; se daban 18 ó 20, por lo menos, cada mes; por

consiguiente, eran como 60.000 pesos mensuales, es decir, que con

lo que nos costaban dos meses íbamos a pagar diez, problema que

no necesitaba de mucho cálculo, además de la independencia en

que quedábamos y la tranquilidad para lo sucesivo teniendo el tea

tro asegurado. Veo a Señorans, le participo lo ocurrido y me manda

aceptar; que pida el boleto de compromiso a Rivadavia. Este me

lo da; voy a ver a Señorans para entregarle el boleto y proceder

a la consumación del negocio, y me dice que no acepta, porque en

el convenio que yo había hecho había la condición de conservar los

dos palcos que ocupaban Colodro y Rivadavia. Vuelvo a dar a éste

la contestación de Señorans y, como es natural, se incomoda por

la poca formalidad,

Al siguiente día Señorans comprende la barbaridad que hizo

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Memorias  de Benito  Hortelano

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en no aceptar; va a ver a Rivadavia para celebrar el contrato, y

éste le dice que ya no quiere tratos.

Consecuencias de esta estupidez: En aquel día salió en el paquete un Sr. Villalobos, que vino agregado a la compañía de Torres

y que se había pegado a Colodro, adulándolo. El objeto del viaje

era una venganza por lo que había pasado. Cuatro meses después

la compañía Duelos, con un personal de más mérito que el de nues

tra compañía, vino a rivalizar con ella y a traer trastornos y pér

didas hasta la ruina.

Fracasado este buen negocio, había que pensar en buscar tea

tro,

 porque ya no faltaba más que mes y medio de contrato y ahora

más que nunca podíamos contar con que no nos dejarían ni un solo

día más. Escribí a mi amigo Hernández, de Montevideo, para que,

sin que se apercibiese nadie, tratase con el dueño del teatro de San

Felipe y Santiago. Hernández desempeñó mi encargo a satisfac

ción, escribiéndome que le autorizásemos para contratarlo en 150

patacones mensuales; pero que debía ser pronto, porque había

varios interesados para tomado con objeto de explotarnos.

Pasé esta carta inmediatamente a mi socio Señorans para que

dispusiese en consecuencia. No hizo caso, a pesar de los temores

de Hernández. Yo le insté para autorizar a Hernández a que hicie

se el contrato; pero, como siempre, con una pedantería que me

hacía pasar sofocos, contestó que no había cuidado, que Hernán

dez y yo veíamos visiones. Hernández escribía que no nos durmié

semos, que el dueño del teatro nos prefería por la seguridad y ga

rantía de la empresa; pero que estaba tan asediado por varios indi

viduos, que sólo podía esperar ocho días. Nada bastó. Lorini con

trató el teatro, y a los ocho días vino a ofrecernos por 1.000 pa

tacones mensuales lo que no habíamos querido por 150. Quince días

nos quedaban solamente del contrato de la Victoria y, por consi

guiente, no quedaba más remedio que aceptar la propuesta de Lori

ni en 800 patacones mensuales, con más la obligación de refaccio

nar el teatro. Pasé a Montevideo a mandar hacer la obra, en lo que

se gastaron como 600 patacones.

Listo el teatro y terminado el contrato de la Victoria, se fletó el

vapor  Constitución para conducir la compañía, que había aumen

tado,

  entre agregados, curas y sacristanes que ganaban sueldo,

hasta 80 personas.

Las cosas políticas de Montevideo estaban enredadas, y al

tercer día de llegar la compañía estalló la revolución conocida por

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Memorias  de Benito  Hortelano

de Muñoz o del 28 de noviembre, en que hubo muchas víctimas y

como 300 personas desterradas, precisamente de las que más pro

ducto debían dar al teatro. ¡Buen principio

Me vine para atender a mis negocios, abandonados desde que

era empresario, quedando Señorans al cargo de la compañía. El

despilfarro que allí hizo mi socio, el desorden y anarquía en que

puso todo, llegó a tal extremo, que algunos me escribieron para

que fuese a poner coto a tanto desorden. Hice presente a Carbó lo

que pasaba, así como a D. Esteban Rana, y les hablé seriamente

de la necesidad de dar un corte al negocio, presentando un pro

yecto para el efecto, que consistía en romper el contrato, pues por

la escritura sólo con perder los 2.000 patacones de anticipo con

cluía el compromiso y los 2.000 patacones estaban ya perdidos. Don

Esteban no admitió mi proyecto por honor a su nombre, pues aun

que veía claro lo que decía yo, sin embargo, el crédito y amor pro

pio de su casa no le permitían romper, y era preciso cumplir el

año de contrato. Entonces propuse reducir los gastos en una mitad,

cosa que no podía creer el Sr. Rana, pero me autorizó para ir a

hacerme cargo de la compañía.

Llegué a Montevideo cuando aun faltaban dos meses de los

cuatro por que habíamos contratado el teatro. Señorans, como siem

pre,  se rió de mi plan; pero como era orden de D. Esteban, tuvo

que ceder y dejarme obrar. Se había rodeado mi socio de una tur

ba de parásitos, de ladrones aduladores, que nada bastaba para

pagar tanto ganapán. Las pérdidas eran espantosas, y en los dos

meses que faltaban se presentaba el negocio con un carácter alar

mante.

Hablé en particular con algunos actores, haciéndoles ver las

pérdidas en que estaba la empresa, cosa que no ignoraban, y les

hice entrever la posibilidad de terminar la empresa, en razón al

estado de sitio en que la ciudad estaba, lo que era fuerza mayor

que el contrato prevenía. Estas insinuaciones causaron el efecto

que yo había previsto; se vieron unos a otros todos los artistas y

comisionaron a uno para que viniese a proponer algún medio equi

tativo antes que dejar la empresa. Entonces les dije que el único

medio, para que ellos no se quedasen en la calle y la empresa no

perder tanto, era poner a medio sueldo a la compañía por el tiempo

que nos restaba de contrato en Montevideo. Todos aceptaron con

alegría este convenio; vi a mi socio Señorans y le dije lo que

 había

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Memorias  de Benito  Hortelano

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convenido. No podía convencerse de que con tan pocos inconve

nientes hubiese dado un golpe tan maestro.

Señorans citó para el siguiente día a la compañía, tomó un

borrador del convenio que yo había escrito y, con mucho énfasis,

propuso a la compañía, como idea propia, lo que ya estaba conve

nido conmigo. Todos firmaron en el acto; Señorans volvió a Buenos

Aires en el mismo día, trayendo el documento firmado para darse

importancia ante su futuro suegro y patrón, D. Esteban Rana.

Apenas quedé solo, sin la presencia de mi socio, empecé a dar

cortes al presupuesto, despidiendo tanto gaznápiro como le había

rodeado. La fortuna vino en auxilio de mi plan, pues a los pocos

días las cosas políticas se arreglaron con el nombramiento de Pe-

reira para Presidente, y las entradas fueron soberbias, contribu

yendo no poco a ello la colección de funciones que, apoyado por

Torres, se pusieron en escena. Nueve mil patacones se economiza

ron en los dos meses de mis reformas; pero tuvimos que venirnos

a Buenos Aires cuando empezaba el negocio a presentar buen as

pecto en Montevideo; otra barbaridad más de mi socio.

Propuse el quedarnos allá, por dos razones: primera, porque

las entradas eran buenas; segunda, porque, habiendo llegado a

Buenos Aires la compañía Duelos, el público la había aceptado y

la gente de tono se había decidido por ella. Además, en Montevi

deo estábamos solos y en Buenos Aires se iban a reunir dos com

pañías, cuando apenas puede sostener una. En fin, vinimos a ocu

par el teatro Argentino, contratado por 9.000 pesos mensuales, pero

que tuvimos que gastar algunos miles en arreglarlo.

Entró la competencia; el público se dividió; la Prensa, también,

porque Colodro había ganado a  La Tribuna,  que antes tanta gue

rra le había hecho. Las cuestiones e intrigas se empezaron con tal

tesón por ambas partes, que las consecuencias no eran difíciles de

prever. Nuestras entradas flaquearon; la compañía Duelos se lle

vaba la palma, y, por otra parte, nuestros cómicos nos ponían tan

tas trabas, tantos obstáculos, tantas exigencias, en fin, que no

nos entendíamos. Colodro ganó a algunos actores; les pagaba

para que nos pusiesen obstáculos; uno de los espías fué Lutgardo

Gómez, en el que más confianza teníamos, el que más nos adulaba

y el que estaba más impuesto de nuestros proyectos, que comuni

caba a Colodro.

Para detener el golpe del abandono que el público hacía de

nuestro teatro echamos mano de las comedias de magia. Al efecto,

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Memorias de Benito Hortelano

pintó Torres  La pata de cabra,  y arregló su mecanismo con tanta

habilidad, que se logró el objeto. Trece veces seguidas se dio, con

un brillante éxito, y muchas más hubiera podido darse si a Torres

no se le hubiese ocurrido poner para su beneficio otra comedia de

magia:  Em bajador y hechicero.

Un nuevo disparate de Señorans vino a hacernos perder como

30.000 pesos en dos meses. Se empeñó en contratar otro tenor

porque era maestro de canto de su futura esposa. Una sola zarzue

la cantó, que fué lo único que pudo estudiar, porque no había sa

lido nunca al teatro; no hubo apenas gente y, sin embargo, los

30.000 pesos se los chupó con mucha exigencia el consabido tenor,

de quien no recuerdo el nombre.

En fin, concluímos nuestro año de compromiso resultando una

pérdida de ¡33.000 pesos fuertes , con más de 33.000 disgustos, pe

loteras, juicios y escándalos por la Prensa. ¡Cuánto sufrió mi espí

ritu en este tiempo desde la llegada de la compañía

Sin embargo, debí retirarme, para no volver más a acordarme

de los cómicos ni de teatros; pero la llaga que Colodro y comparsa

habían abierto en mi pecho no estaba cicatrizada y el rencor me

condujo a asociarme con los cómicos para seguir haciendo la gue

rra a Colodro. Este, por su parte, no perdonaba medio de hostili

dad; apenas concluyó nuestro contrato con el teatro Argentino lo

alquiló para tenerlo cerrado, dejando a los cómicos en la calle, que

por cierto bien lo merecían, y que cada cual tenía ya 3.000 ó 4.000

patacones, que habían salido de nuestras costillas.

Tan a pecho tomamos varios amigos la defensa de los cómicos

y con tanto entusiasmo, cuanto estos malvados nos pagaron con

ingratitud y falsía. Pero sea lo que fuese lo que nos impulsó, viendo

la tenacidad de Colodro y estando reunidos una noche en un casino

varios amigos, entre ellos D. Francisco Mayo, redactor de

  El Na

cional, hombre dé un talento elevado y que hab ía hecho la guerra

más fuerte a Colodro y defendido a nuestros cómicos, se le ocurrió

a éste proponer la creación de un teatro. No fué la propuesta fuera

de base, porque entre los que concurrían a nuestro palco de em

presa se había soltado la idea de formar una Sociedad para sostener

la compañía y que Colodro no lograse su intento de venganza, por

que la causa de los cómicos se había hecho de una parte numerosa

del público.

Don Pablo Ramón, viejo comerciante y rico capitalista, fué el

iniciador de la idea, ofreciendo una suma fuerte. D. Federico Civils,

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Memorias  de Benito Hortelano

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otro rico capitalista, también ofreció. El escribano Saldías y el

estanciero D. Juan Antonio Cascallares también ofrecieron, y otros

muchos.

Con todos estos elementos hizo Mayo unos estatutos para una

Sociedad por acciones, encabezada como gerentes por Torres y

por mí. Cascallares y Saldías dieron 20.000 pesos para mandar a

buscar en España una dama joven y un tenor; partió, y al mes

le remitimos 2.000 patacones más. Las acciones de la Sociedad se

emitieron, llenándose 36 a 2.000 pesos cada una. Con el objeto de

no perder tiempo, en la misma noche que Mayo propuso la creación

de un teatro fuimos a ver el local de la cancha de pelota, en la

calle de las Piedras; convinimos con el dueño en pagarle por el

local 6.000 pesos mensuales, y dos días después se empezó la obra.

Dieciocho días fueron suficientes para dar por concluido el teatro

más bonito y elegante que Buenos Aires ha conocido, y de una

capacidad para 800 personas, inaugurándose con el entusiasmo y

admiración dignos de tanto trabajo, tanto gusto y comodidad, eje

cutado en tan corto tiempo.

Mientras duró la obra y en las primeras funciones los socios

que habían manipulado más todo lo querían gobernar y lo gober

naron: pagaban, cobraban, y a mí sólo me guardaron la respon

sabilidad. Apenas vieron que el teatro, en vez de utilidades, ofrecía

pérdidas, todos se fueron evadiendo, dejando sobre mis hombros

y los de Torres todos los compromisos. Dos meses tuvo de vida

esta empresa, quebrando con un activo de 360.000 pesos, a más

de 50.000 pesos que habíamos introducido los gerentes en guarda

rropa, que todo se perdió. Además de la pérdida que me ocasionó

esta locura de Sociedad, de los disgustos con los socios y de los

desengaños que sufrí con los cómicos por mi empeño en meterme a

redentor, hubo una acción algo equívoca de D. Pablo Ramón. Este

había anticipado 40.000 pesos, con las firmas de 17 socios, inclusos

Torres y yo. Pero éste, no sé por qué, se empeñó en que yo se

los había de pagar, cuando ni yo vi aquella cantidad ni ninguna

de las que se giraron en la Sociedad, pues él, Franqui y Azpiazu

fueron los que manejaron los fondos. Me puso pleito, que duró

dos años, el que gané, y en vez de los 40.000 pesos que me que

ría cargar, sin comerlo ni beberlo, como vulgarmente se dice, pa

gué 2.700, que era lo que me correspondía, como a cada uno de

los que firmaron el documento.

Se estaba construyendo el teatro Colón, y los empresarios que

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Memorias  de Benito Hortelano

lo habían subarrendado para cuando estuviese concluido, cuyos

individuos eran D. José Ramón Oygla, D. Hilario Ascasuli, D. Joa

quín Lavalle y Lorini, nos ofrecieron asociarse con Torres y conmigo para inaugurarlo con la compañía que estaba a nuestras

órdenes, con los actores que esperábamos. Torres y yo, para des

quiciar a Colodro, asociamos a nuestro contrato a los actores

Jover, Pardiñas y García. Además contábamos con las dos actrices

Segura y con su hermano, con lo que dejábamos en cuadro a la

compañía Duelos. El capital de la Sociedad eran 12.000 patacones,

6.000 dados pof Torres y por mí, y los otros 6.000 por los tres ar

tistas citados.

Llegó García Delgado con los artistas que le habíamos comi

sionado; nos había gastado 3.000 duros y nos trajo tres gatos

desollados en vez de lo que se le había encargado. Estos artistas

eran la célebre Buil, la dama más estrepitosa del teatro; Pombo,

el más díscolo de todos los cómicos, y la Manuela Bueno, muy

bonita, joven y honrada, pero de escaso mérito artístico.

Colón se concluyó, se inauguró; pero nosotros no pudimos inau

gurarlo, porque a los actores que pertenecían a la compañía Du

elos,  Colodro no les dejó trabajar, a pesar de estar ya éste fundido

y la compañía con dos meses de atraso en los sueldos; pero tal

maña se dio para embrollar el negocio, que no fué posible orga

nizar la compañía.

Entretanto, los actores que había traído Delgado, no sabíamos

a qué género pertenecían, pues por un artículo del contrato se nos

prohibía inaugurarlos en otro teatro que no fuese Colón, y ya iban

corridos tres meses pagándoles no sólo el sueldo sino todo lo con

tratado; la fonda y otros gastos corrían por cuenta de Torres y mía.

Lorini y Oyuela, con pretexto de que la compañía que teníamos

no era digna del Colón, no nos dejaron empezar hasta que no se

unieran Jover, García y Pardiñas.

Resultado final: que Lorini y Oyuela quebraron a los tres meses,

teniendo que fugarse, con una deuda de 800.000 pesos que les

había dado la compañía de ópera, con la Gorna y Tamberlit, y yo

no tuve el gusto de verme empresario del Colón más que de nom

bre,  borrándoseme tantas ilusiones como había concebido.

La compañía Duelos, desligados de Colodro, trabajaron por su

cuenta, y mis socios Torres, Jover, etc., me vendieron.

Estaba hacía años en pleito el teatro de la Victoria entre don

Luis Latorre y Plaza Montero. El primero había conseguido una

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Memorias  de Benito  Hortelano

269

orden de embargo de los alquileres al poco tiempo de tomar el tea

tro Señorans y yo. Vino un día el escribano con el alguacil del Con

sulado a notificar la orden de embargo; estaba yo en la administra

ción del teatro, y a mí se dirigieron; opuse alguna dificultad, por

que el teatro se lo teníamos alquilado a Rivadavia, y la orden era

para Colodro; pero el alguacil dijo que nada importaba eso, que

yo obedeciese el mandato y entregase los alquileres al Sr. D. Pedro

Robre, depositario judicial, y que después las partes reclamarían.

Obedecí, y desde entonces Montero, Colodro y Rivadavia me decla

raron la guerra que más tarde me hicieron.

Latorre logró, por fin, ganar el pleito que Colodro interpuso

presentando una escritura falsa de cuatro años de alquileres anti

cipados, y el Tribunal de Comercio la hizo nula, declarando falsa

rios a Colodro y Montero. Con este motivo, D. Luis Latorre vino

a buscarme y me pidió me hiciese cargo del teatro. Accedí, hacien

do un contrato de 1.500 pesos por función, no llegando a ocho, y si

pasaban, 11.000 pesos al mes. Me fui a vivir al teatro con mi fami

lia, en una casita agregada al edificio. De los restos de cómicos

que habían quedado formé una compañía; empezó a trabajar con

bastante éxito, a tal extremo que derrocaron a la del Colón, y como

al mismo tiempo quebraron Lorini y Oyuela y se cerrase aquel

teatro, vinieron a que les alquilase el de la Victoria. Una falta de

carácter en mí o, mejor dicho, las consideraciones que siempre he

guardado a la amistad, fué la causa de ello. Mi compadre Labarden

vino a afearme el que hubiese alquilado el teatro a la compañía Du

elos,  dejando sin él a los restos que había reunido. Mi señora tam

bién influyó en mí y tuve que sufrir palabras desagradables de los

dos más insignificantes actores: la Buil, amiga de Labarden, y el

enamorado. Perdí con no haber firmado este contrato o, mejor

dicho, con haberme retractado, cosa que por primera vez hacía,

el haber ganado algunos miles de pesos, y en vez de esto contraté

los malos actores y en un mes perdí 17.000 pesos. Al poco tiem

po Montero se arregló con Latorre, y dejé el teatro, para no vol

ver más a acordarme de ser empresario.

Defecciones, traiciones, insultos, pleitos, riñas, disgustos en mi

casa, todo vino con el teatro y, como es consiguiente, mi librería

abandonada, entregada a un D. José Maroto, taimado, derrocha

dor, adulador y todo cuanto hay que ser.

Volveré a reanudar los negocios de mi librería y de la Sala

Española.

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270 Memorias  de Benito  Hortelano

Ya dejo dicho que en los dos años de empresas teatrales mi

negocio de librería no estaba tan atendido como debía; pero no fué

la culpa del teatro, sino que de las pérdidas que me habían oca

sionado, la baja de subscriptores de la

  Historia de España,

  las

de  La Ilustración,  los 15.000 pesos 'de La Landa y García; lo del

Paraguay, que importaba como 500 duros; lo de Corrientes, que

serían como 700; lo de mi sobrino, que eran 23.000 reales de vellón;

toda la subscripción de Entre Ríos, que de 2.000 duros no cobré

más que 300, por no haber servido la conclusión de la Biblioteca,

y cuyas entregas aun están en poder de los corresponsales, y, por

último, la estafa de Fernández de los Ríos, dejándome 300.000 en

tregas incompletas, y todos los demás trastornos que quedan con

signados. Todo esto fué causa de mi empeño de buscar alguna

empresa que me sacase de apuros, y como todas me salían mal,

los recursos me faltaban para surtir la casa como debía. No puedo

quejarme de que el público me abandonase; tal forma de noveda

des y precios económicos había logrado, que el que tenía que com

prar un libro, primero iba a mi librería, y sólo no hallándolo iba

a las demás. De las provincias y la campaña sucedía otro tanto;

mi librería era conocida más que todas juntas.

Desde el año 52 era yo corresponsal y comisionado de la em

presa de El Eco de Ambos M andos, periódico que en París publica

ba D. Ignacio Boix. Este periódico, si hubiese sido bien administra

do en París, hubiese llegado a ser el primero que de su clase se

publicara para Ultramar. Me prometía buena comisión este  Eco, y

además la Empresa hacía otras publicaciones, que me remitía en co

misión. Además de lo muy conocido que por mis publicaciones era

mi nombre, con este periódico se extendió por todo el mundo, y de

muchas partes me vinieron comisiones. Era un recurso que me deja

ba bastante utilidad y manejo de fondos; pero a los tres años

Boix quebró y con su quiebra perdí las utilidades, y por no haber

concluido el año, muchos subscriptores no quisieron pagar. Dio bue

nos regalos, entre ellos un  Diccionario de la lengua, y la  Biblia,

con ricas láminas en acero y exquisita encuademación.

La Sala Española, que ocupaba la misma casa que yo, me fué

muy perjudicial, debiendo ser todo lo contrario. Los partidos que

se formaron se hicieron una guerra escandalosa. Yo sostenía a los

viejos, que no querían barullo, y eran una fuerte palanca. El partido

contrario era intolerante, no perdonaba medio de hostilizarme. Con

motivo de haber muerto un español desconocido, se dieron tal maña

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Memorias  de Benito  Hortelano  271

D.  Vicente Rosa y D. Vicente Casares, que, teniendo testamento

hecho en favor de un escribano, le hicieron anularlo y dejar la

casa de su propiedad a favor de la Sociedad de Beneficencia Espa

ñola, que debía crearse según los Estatutos de la Sala.

Con esta adquisición los partidos se agitaron más para tener

cada cual el derecho de manejar los fondos de los pobres. Se invitó

al cónsul de España, D. José Zambrano, para que, con arreglo a los

Estatutos, presidiera la reunión en que había de tratarse de la crea

ción del Asilo Español. En mal hora concurrió el Sr. Zambrano

a la Sala.

Acudieron a la reunión más socios de los que nunca habíanse

reunido; pero era porque había un partido que a todo trance que

ría dominar la Sociedad. Este partido lo componían montañeses

y gallegos, que, habiendo venido de España de cargazón, aquí se

educan tras un mostrador o en una barraca, aprenden unos cuan

tos términos bombásticos para hablar con las señoritas que a sus

tiendas concurren y se creen ya prohombres de ciencia y catego

ría, porque les dan don y tienen alfombra en su casa. Esta era

la clase de españoles que querían predominar en la Sala, pues

como ni en su casa ni en el país pueden aspirar a ser algo, se

les presentaba una oportunidad brillante para ser miembros de

la Junta directiva. No podían tolerar que yo, con dos años de

residencia en el país, sin tener estancia de vacas o casado con

familia del país, fuese nombrado para todas las Comisiones, se

me consultase y se me tuviese por los viejos en mucha consideración.

Además, los oficiales y comandantes de los buques de guerra,

como todos los cónsules, ministros o personas notables de España

que arribaban a este país, iban a visitar la Sala como una curio

sidad; pero primero me visitaban a mí y concurrían a mi casa dia

riamente.

Llegó el día de la reunión. Zambrano presidió; propuso los me

dios que consideraba oportunos para llevar a cabo el Asilo Espa

ñol; pero como una gran mayoría iba dispuesta a hacer la opo

sición a todo cuanto propusiera, la discusión tomó un carácter

borrascoso; el presidente llamó al orden diferentes veces, pero los

gritos e insultos se redoblaban entonces. Viendo que como presi

dente no se hacía respetar, quiso hacerlo como caballero y como

cónsul, como representante de S. M. la Reina. En esto no estuvo

cuerdo Zambrano; olvidó que muchos de los circunstantes, aun

que nacidos en España, no tenían nada de españoles, y pronto ense-

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Memorias  de Benito  Hortelano

ñaron las orejas. Entre los que gritaban, insultaban y escandaliza

ban aquel recinto sobresalía un individuo, Marcos Muñoz, vasco

venido de cargazón y que, no teniendo oficio ni conocimiento de

ninguna cosa, se había hecho mozo de cordel o changador, como

aquí los llaman. Después fué peón de saladero, donde fué aumen

tando un pequeño caudal con el sueldo exorbitante que aquí se

paga al trabajo bruto de los saladeros, o sean matachines, que es

el verdadero nombre, y aprovechando las desgracias de este país

cuando fué sitiado siete meses, compraba las vacas robadas por

los sitiadores, las mataba, embarcaba las carnes y cueros, salvan

do el bloqueo, con lo que al concluir el sitio se encontró dueño

de una fortuna de 6 a 8.000.000 de pesos, o sean 300 a 400.000

duros, habidos del modo que dejo dicho. Tal era el hombre que tenía

la aspiración de ser presidente de la Sociedad, pues ya que había

logrado hacerse rico, deseaba hacerse notable en sociedad. Este

individuo, con voz chillona y palabras propias de él, tuvo valor de

insultar al representante de España, y no contento con esto vertió

palabras insultantes y groseras a la Reina, teniendo el atrevimien

to de decir que la Reina para él era una

  m...,

  y que él, en Buenos

Aires y en aquella reunión, era más que Isabel II.

Zambrano se encolerizó, los amigos tuvimos que calmarlo, sin

podernos calmar nosotros, y Zambrano salió de la Sala, para no

volver más.

Como no se había podido acordar nada en aquella reunión, el

domingo inmediato hubo otra. Si borrascosa fué la primera, la

segunda no hay palabras para calificarla. Las groserías más soeces

se dijeron allí, particularmente por un viejo malagueño que no re

cuerdo cómo se llamaba.

Aquí ya no pude sufrir más. Me levanté, los apostrofé, desafié

a todos y cada uno de los que habían tenido el atrevimiento de

insultar a mi Reina y en un recinto en que estaba el retrato de ésta

presidiendo y las armas de España en los testeros, que era la burla

más grosera que podía hacerse. Hasta qué extremo llegaría la falta

de respeto a lo más sagrado que tienen los españoles, sus Reyes y

sus armas, que un hijo de América, D. Braulio Vidal, indignado de

tanto desacato, tomó la palabra, y con voz y expresiones enérgicas

les dijo: "Aunque no he nacido en España, por honor a la patria

de mis padres, no puedo tolerar que en un recinto donde ondea

el pabellón español y en una Sociedad de españoles se ultraje tan

miserablemente a la que es cabeza del Estado. No quiero pertenecer

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Memorias  de Benito  Hortelano

273

a una Sociedad tan grosera." Se levantó y abandonó el salón. A mí

me tuvieron que sacar algunos amigos, porque tal era mi indigna

ción, que no sé ni lo que dije, ni adonde hubiera ido a parar. Des

pués vinieron muchos a darme satisfacción y pedirme no recordase

lo que había pasado.

Al siguiente día, D. José Zambrano, como representante de Es

paña y enterado de lo ocurrido, me pasó una comunicación, dán

dome las gracias en nombre de S. M. C, y diciéndome que con

aquella misma fecha daba cuenta a S. M. para que me acordase el

premio a que me había hecho acreedor. Los oficiales y comandantes

de las estaciones españoles me felicitaron. Esto fué una satisfac

ción para mí; pero los pulperos me la guardaron y se vengaron a

su satisfacción.

A los pocos días de estos sucesos había que nombrar nueva Jun

ta, según los Estatutos. Los socios que en algo tenían su dignidad

no concurrieron a la elección; yo tampoco, lo que fué el triunfo

para los díscolos. Muñoz, el matachín, fué nombrado presidente, y

toda la Junta de los suyos, por lo que quedaron dueños del campo

y también de la Sociedad. Todos los socios de respeto se borraron,

no volviendo a poner más los pies en los salones.

Había Muñoz embaucado a los que le siguieron con regalar para

el Asilo 500.000 pesos; pero nombrado presidente, ya no se acordó

más del Asilo ni de los pesos ofrecidos; se dedicó solamente a

hacerme mal por todos los medios bajos y rastreros que se le ocu

rrieron.

Su primer paso de hostilidad fué subirme el alquiler de la casa

a 2.000 pesos, lo que me causó risa, porque no tenía tal derecho;

insistió; insistí, alegando mis justas razones. Se nombraron por

una y otra parte amigables componedores. Los nombrados por él

eran de su parcialidad y no estaban o no querían estar impuestos

en lo que había ocurrido al tomar la casa. Los nombrados por mi

parte fueron los mismos que en mi compañía la habíamos alquilado

al dueño de ella; por consiguiente, estaban perfectamente impues

tos y declararon la sinrazón que el presidente tenía. Después pasó

el asunto en comunicaciones de la Junta conmigo, y cuando se vie

ron perdidos tuvieron la villanía de expulsarme de la Sala por

medio de una comunicación y citarme a juicio. Acudimos al juicio;

el juez oyó las razones, y no pudo resolver; era materia de pleito,

y decretó acudiésemos por escrito; pero que abonase, en el término

de tres días, los tres meses corridos, y que yo no quise abonar por

18

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Memorias  de Benito  Hortelano

la cuestión pendiente. No aboné, y al tercer día, el mismo Muñoz,

con un escribano y orden de embargo, me embargaron un almacén

de libros en la misma Sala. El pleito ha seguido desde 1855 hasta

hoy, 1860, y aun no se ha concluido. Pero no paró en esto la hos

tilidad. Desde que empezamos el pleito fué una guerra continua;

me querían privar del agua del aljibe, que pertenecía a todos los

vecinos; me prohibían usar de la puerta de calle; me desacredita

ban bajo todos conceptos. Yo no me descuidaba en ponerles en

ridículo y en desacreditar la administración de la Sala, que era tan

mala, tan desordenada, que por último tuvieron que disolver la

Sociedad. Sin embargo, antes de disolverse lograron sorprender

al dueño de la casa, que ignoraba lo que pasaba; le pidieron hiciese

un contrato a nombre de la Sociedad; el Sr. Lastra lo hizo, y con

el contrato pidieron el desalojo de la casa, lo que tuve que hacer

judicialmente, vengándose tan infamemente que teniendo una niña

muñéndose y estando lloviendo a cántaros, tuve que mudar la

familia, levantar tantos armazones como tenía, teniendo que meter

los libros y efectos en las casas de los vecinos, que por cierto se

portaron, siendo extranjeros y porteños, con más humanidad que

mis paisanos. Todo el adorno de los salones, vidrieras, portadas y,

en fin, tanto capital como tenía empleado en aquella casa, que

hasta el piso lo había entarimado, lo perdí. Lo que quedó embarga

do,  para 9.000 pesos que debía, importa 180.000 pesos, que hoy

está perdido por la humedad y comido por los ratones.

Los que tal hicieron conmigo y los que hicieron sucumbir la

Sociedad Española y el Asilo, que nunca se creó, fueron los mis

mos que insultaron al cónsul, a Su Majestad y a todos los hombres

de respeto que fundaron la Sala Española. Los fondos destinados

para el Asilo no se sabe qué se hicieron; los muebles se remata

ron; tomó el dinero el mariscal Alvaro de la Riestra, y la casa

la está disfrutando un tal Sinforiano Qórgolas, a quien Muñoz se

la dio. ¡¡Y, sin embargo, estos hombres pasan por hombres de

crédito

Se me había olvidado referir un disgusto, un mal negocio que

después me trajo muchos disgustos.

Cuando establecí el Casino, los socios me decían que si no había

accionistas era porque había pocas novelas en el catálogo, pues los

que se asociaban era más por leer novelas que por las obras de

fondo, de lo que estaba bien surtido. Para que no quedase ningún

pretexto pedí a D. Vicente Oliva, librero y corresponsal mío en Pa-

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Memorias  de Benito  Hortelano

7S

rís,

  de quien había recibido algunos libros, me remitiese todas las

novelas buenas que pudiese reunir. Seis meses después recibí 800

novelas, cuyo importe ascendía a 14.000 francos. Examiné el catá

logo y me encontré con que las novelas que me mandaba eran de las

más antiguas y a unos precios tan exorbitantes que no quise reci

birlas.

  Le escribí diciéndole que no me convenían por las dos cir

cunstancias dichas y que podía disponer de ellas. Escribió Oliva a

un D. Ramón Pujol, casado en esta ciudad con una vieja rica, se

tentona y enferma, para que hiciese un arreglo conmigo, rebajando

un 25 por 100. Tuve que salir para Montevideo y dejé encargado a

Maroto de abrir los cajones y revisar las novelas. Como éste no

era inteligente, no pudo notar la mala clase, lo incompletas que es

taban la mayor parte; vio que la encuademación era bonita, y se

dio por satisfecho. Extendieron los pagarés en la cantidad conve

nida, me los remitieron a Montevideo, los firmé y mandé.

En el mismo día que le fueron entregados a Pujol los pagarés

éste los quiso negociar y, no pudíendo efectuarlo, los dejó a un co

rredor para que los realizase. En el paquete que salió aquel día se

fugó de esta ciudad con su vieja, habiendo dejado infinitas perso

nas a quienes habían pedido gruesas sumas para fugarse después

de haber vendido la magnífica casa que la vieja tenía.

Recibí en Montevideo la noticia de esta fuga y la de que los

acreedores les habían seguido e impedido el viaje para Europa.

Esta noticia me alarmó, porque había tomado las letras y no había

dejado recibo, lo que me ponía en el compromiso de, si pagaba las

letras, como éstas habían sido negociadas, me vería a descubierto

con Oliva, que con justicia me cobraría sus libros. Escribí a éste

noticiándole de lo ocurrido y la determinación que había tomado

de no abonarlas mientras él no me autorizase. Las letras fueron

presentadas al cobro por un corredor y las protesté. Vino la auto

rización de Oliva para que las pagase a D. Carlos Mon, y como

ya estaban todas vencidas, no pude pagar de una vez toda la suma.

Di 3.000 francos en dinero y

  5.500

  en pagarés firmados por Van

Hale,

  librero alemán, a quien vendí el resto de los libros de mi

librería con este objeto y con una pérdida de un 60 por 100. A los

cuatro días de firmar las letras, Van-Hale murió de repente. Tenía

éste un acreedor, no sé por qué suma que le había garantizado en el

Banco, y se hizo cargo de la librería y efectos del muerto, incluso

mis libros. Era éste un tal D. Carlos, representante de la casa

de comercio alemana de Dikson y C." Entramos en arreglos, y con

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Memorias  de Benito  Hortelano

motivo de haber tenido éste que hacer un viaje al Uruguay, quedó

el negocio para su vuelta. Volvió a los dos meses, y cuando yo creía

que íbamos a concluir este asunto, quiebra la casa de Dikson, com

prometida por especulaciones que D. Carlos había hecho; se fuga

éste y heme sin haber visto un real de mis libros, estando éstos de

positados, que ya estarán comidos de los ratones y podridos de la

humedad. Era lo último que me faltaba para completar el cúmulo

efe contratiempos que en seis años no me habían abandonado.

Otro mal negocio. BI año 56 recibí una carta de D. Gregorio

Rubio, librero de Valparaíso, Chile, pidiéndome una factura de

libros con arreglo al catálogo que acompañaba, dicién'dome que don

Gregorio de las Carreras me abonaría su importe. Hice la factura,

lo encajoné, embarqué y llegaron a Chile. El importe de la remesa

era como de 700 pesos fuertes; pero cuando los libros estuvieron

allí puso los precios que quiso a las obras y eligió lo que le pare

ció,  mandando abonarme el importe de lo que había tomado, cuyo

total sólo ascendió a 10 onzas de oro. Este fué el capital que

recibí de los 700 patacones. El resto que no quiso tomar aún está

en poder del Sr. Rubio, porque el hacerlo conducir importaba más

el flete que su valor.

Otro petardo. Se presentó en mi librería un señor Santa Olalla,

coronel que se decía del regimiento de Córdoba, que había hecho

la revolución en Zaragoza en 1853. Venía de Chile, y como a todos

los paisanos que se me presentaban favorecía en lo que podía, éste

supo engatusarme sin yo apercibirme que era un truhán. Traía

algún dinero; me dijo era casado en Lima y que, habiendo tomado

parte, con el general Castilla, en la revolución que éste hizo, había

tenido que emigrar. Quería trabajar para adelantar algo y volver

a Lima. Compró una partida de relojes; pagó 20 onzas, pero, im

portando 36, me pidió le garantizase las 16 restantes, con condición,

que impuse al relojero, de si no vendía todos los relojes en el plazo

de dos meses, tomaría los que quedasen, rebajándolos de las 16

onzas. Salió mi coronel para Entre Ríos; pero, no inspirándome en

tera confianza, mandé con él a Maroto para que al propio tiempo

vendiese algunos libros y antes de los dos meses de plazo viese

si no se habían vendido los relojes para devolverlos y levantar la

fianza o, en caso contrario, cobrar las 16 onzas.

Apenas llegaron a Entre Ríos cuando ya el coronel enseñó las

uñas, queriéndose fugar. Maroto anduvo vivo, y judicialmente le

hizo devolver los relojes por valor de las 16 onzas. No había trans-

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Memorias  de Benito  Hortelano  277

currido más que un mes cuando los relojes le fueron entregados al

relojero, pero éste me dijo que tenía que registrarlos para ver cómo

venían, porque los habían tratado mal y tenía que pagar las com

posturas, que era cosa de dos días. Pasados estos dos días el relo

jero se había fugado, dejando la tienda cerrada y apoderado de

la casa el Consulado francés por orden de los acreedores.

Yo me encontraba sin relojes y con una garantía dada y pró

xima a' vencer; pero me quedaba la confianza de que el pagaré se

lo habría llevado o roto. Pronto me convencí de lo contrario, pre

sentándose el caribe Mr. Basson, corredor de picardías y cómplice

en la fuga, a, cobrarme el pagaré. No quise pagarlo, alegando las

razones que tenía para ello; me armó pleito; me embargaron y

vendieron a remate para pagar por valor de más de 10.000 pesos.

Siguiendo las investigaciones del pleito púdose averiguar, por los

libros del relojero, de la entrega de los relojes hecha por mí, y que,

por fortuna, había tenido, sin duda por descuido, la honradez de

apuntarlo en su libro diario. Las 16 onzas me fueron devueltas, y

el bribón de Basson se quedó corrido; pero lo que se había rema

tado con pérdida tan grande rematado se quedó.

Otra catástrofe. Como me veía agobiado por los créditos que

sobre mí ¡pesaban, a pesar de que ya he dicho que mi capital en

libros ascendía a mucho más que mis créditos, no perdonaba medio

de buscar modo de dar salida a tantas existencias que no me saca

ban de apuros. Formé una factura de 40.000 pesos como para ven

der en Córdoba; eran libros aparentes para dicho punto. Saqué el

permiso para embarcarlos en el vapor  Asunción  con destino a

Rosario; los mandé a la Aduana para su embarque en las lanchas

de D. Carlos Guerrero. La lancha en que se embarcaron para con

ducirlos al vapor fué a otros buques a descargar parte de la carga;

el viento faltó y no pudo llegar a tiempo de la salida del vapor.

Maroto, que era el encargado de los libros para su venta, se em

barcó en el mismo vapor para Rosario; salió, llegó a Rosario

para desde allí ir a Córdoba; pidió los cajones para desembarcar

los,  pero como no estaban a bordo, el hombre se volvía loco, sin

saber qué era aquello. Yo no supe esta ocurrencia hasta dos días

después, en que Guerrero me informó de lo sucedido. Maroto me

escribió inmediatamente, pidiéndome instrucciones.

Estaba cargando para Rosario un buque despachado por Ber

nal y Càrrega; me avisó Guerrero si quería que transbordase los

cajones a aquel buque y le dije lo hiciese. Càrrega me dio los cono-

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2jB  Memorias de Benito Hortelano

cimientos como para Rosario; escribo a Maroto dándole cuenta

que en el pailebot  Rosario  recibiría los cajones; que se esperase.

El pailebot

  Rosario,

  que había estado anunciado para Rosario,

sin duda tuvo mejor flete para el Paraguay y anunció su salida

para este último punto, sin acordarse que mis cajones estaban a

bordo para Rosario. Mando a mi sobrino a la Agencia de Càrre

ga con el conocimiento para averiguar qué había; Carrega toma el

conocimiento y lo rompe; mi sobrino se pelea con él, y Càrrega

dice que ha sido una equivocación al escribir el manifiesto; que el

buque no se había anunciado para Rosario, sino para la Asun

ción y que la equivocación era el haber confundido el nombre del

buque con el destino. En fin, sea lo que fuere, él había roto el cono

cimiento, único documento por el cual podía yo reclamar; tenía que

entrar en un pleito para probar el engaño que me habían hecho, y

ya estaba harto de pleitos y convencido de mi fatal estrella en los

negocios. Se trató de sacar los cajones de a bordo; Guerrero mandó

dos lanchas para descargar el pailebot, pero los cajones estaban

abajo y no se pudieron encontrar. ¿Qué remedio quedaba? El me

nos malo, al parecer: que el buque tocase en Rosario, tomase a

Maroto a bordo y se fuese al Paraguay tras de los cajones. Así se

hizo; llegó al Paraguay; pero como tuviese que pagar el 20 por 100

de derechos por la introducción de libros que no habían de venderse,

tuvo que esperarse hasta que el buque descargase y volviese a

cargar para abajo, perdiendo cuatro meses, gastando como es con

siguiente, y después, a la vuelta, tocó en Corrientes, donde vendió

algunos, volviendo con el resto a los seis meses, con un gasto de

600 patacones. ¿Puede darse destino más fatal? ¿Tuve yo la culpa

de todos estos accidentes? ¿Hubo algún descuido por mi parte que

fuese causa de este trastorno? No. Es que así debía ser y fué.

Se me había olvidado referir otra expedición que mandé al Pa

raguay en 1853, que, unida a la anterior del 52, en la que perdí

todo, no me habían quedado ganas de mandar a aquel destino más

libros.

  ¡Estaba dispuesto que el Paraguay me había de ser fatal

Durante el sitio de Buenos Aires, como se iba alargando tanto

y el aspecto se presentaba con caracteres de durar tanto como el

de Montevideo, dije ya que había mandado a mi sobrino con una

gran factura y lo mal que salí; en la misma época me escribió don

Pedro Rivas, socio que fué de la Imprenta Americana y con quien

yo había simpatizado, para que mandase algunos libros y efectos

de escritorio a San Fernando; que estando él encargado de una

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28o

Memorias  de Benito  Hortelano

una pieza de lo interior, haciéndole me encuadernase algunas cosas

para que se entretuviese. Le señalé, además de mi mesa y casa, 300

pesos mensuales. Encargué a los amigos trabajo para el nuevo

taller de encuademación; pronto lo tuve. Estaban imprimiendo en

la Imprenta Americana las poesías de Mármol y me propusieron los

de la imprenta la encuademación a la rústica, cosa que ellos podían

pedir a Mármol, pues ya tenía convenio con otro encuadernador

a 75 pesos el 100. Yo rebajé a 50, y con esta rebaja, hecha por con

ducto de los de la Americana, Manuel aceptó. Se empezó la encua

demación, con lo que se iba entreteniendo Muñoz. Este, cada parti

da de libros que concluía la llevaba a la casa de Mármol, y con este

motivo se dio a conocer de éste. Se concluyó lo pendiente y empezó

otro trabajo del mismo autor. Muñoz creyó que ya no me necesi

taba y que podía por sí solo manejarse. Pasó la cuenta a Mármol

por sí y ante sí; ajustó el nuevo trabajo, y cuando yo pasé a cobrar

lo encuadernado me encontré que mi protegido lo ¡había cobrado.

De modo que yo ponía las herramientas, la casa, la comida y bus

caba el trabajo, y mi protegido lo cobraba para sí. Lo despedí con

cajas destempladas y no volví a verle hasta un año después, que

se presentó a la puerta de la librería todo destrozado, y viéndolo

Maroto en tal estado, sabiendo que no tenía qué comer, le daba,

sin que yo lo supiese, 10 pesos todos los días.

Una noche me esperó en la calle, y, acercándoseme, me dijo:

"Le estaba esperando para decirle que su dependiente, Maroto, le

está robando; tiene en tal parte tantos libros, y yo creo que los ha

sacado sin usted saberlo." Efectivamente, los libros habían salido,

pero fué con mi consentimiento, para un joven Antonio, amigo de

Maroto, que los había llevado a pagar un tanto cada mes. Con este

motivo empezó a concurrir a la librería, y como yo no sé guardar

rencor, y menos cuando veo a un hombre en desgracia, se me olvidó

la mala partida que me había jugado el Muñoz.

Tenía yo una porción de libros sueltos, truncos unos, antiguos

otros, repetidos muchos y de difícil venta. En mis cavilaciones para

convertir ios libros en dinero para atender a los compromisos se

me ocurrió hacer un baratillo de libros; pero si lo hacía en la libre

ría las obras buenas perdían, porque el público se acostumbraría

a los precios del baratillo. Por otra parte, creerían que mis nego

cios estaban mucho peor de lo que parecía, y se me ocurrió abrir

una almoneda. Al efecto, tomé una tienda en la calle del Perú, nú

mero 13. Necesitaba un hombre para poner al frente, y no veía nin-

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Memorias  de Benito  Hortelano

281

guno aparente que tuviese algunos conocimientos en el negocio.

Contra toda mi voluntad, y como previendo lo que iba a sucederme,

tuve la estupidez de poner al frente a Muñoz. Antes le llamé; le

dije lo que iba a hacer; que tenía presente lo que me había hecho

un año antes, y que ya debía estar arrepentido. Me juró y pro

metió portarse honradamente, y lo que en otro caso no hubiera

hecho con nadie hice con él, que fué imponerle la condición de que

todas las noches, a la oración, viniese a darme cuenta de las ope

raciones del día, sin dejar ni un peso de la venta que se hubie

ra hecho.

Surtí la almoneda, hice los anuncios como yo me los sé hacer,

y el público acudió a la novedad. Los doce primeros días vino a

darme las cuentas con toda escrupulosidad, trayéndome cada día

tres o cuatro mil pesos de venta hecha. Al decimotercio día ya no

vino;

  le reñí al día siguiente y se excusó. A los dos días me avisan

de que Muñoz hacía negocios por su cuenta; me alarmó esto, y al

decimoctavo día, habiendo pasado la hora sin venir, me fui por

la almoneda y lo sorprendo comprando libros usados por su cuenta

y con mi dinero. Le reñí y le despedí; pero como no tenía a quién

poner para seguir el negocio y ya quedaban muy pocos libros, acce

dí a una propuesta que me hizo de quedarse con la tienda. Ya no

quería yo saber nada de aquel hombre ni de la tienda, y lasí fué

que hicimos balance; había 11.000 pesos de capital y se los dejé

por 5.000.

Este hombre que dejo descrito ha sido el incansable enemigo

que he tenido, hablando mal de mí para que no se creyesen los

favores que le había hecho. Sin embargo, como eran públicos, no

faltaron muchos que le abochornaron. Dos años estuvo con el ne

gocio, se equipó bien y se fué para España con un capital de 200

onzas de oro.

Historia de otro muchacho: Manuel Carrillo Aguirre, oficial es

capado del Ejército español por haber hecho no sé qué cosa; ha

cía varios años que conocía su nombre, por haber sido de la

legión española que se formó durante el sitio. No le conocía, pero

me hablaron varios amigos interesándose por él para que le co

locase cuando abrí el Casino. Estaba tan pobre, tan hambriento,

que en cuanto lo vi me interesé, y más que era de alguna ilustra

ción. Le puse de bibliotecario, con 700 pesos mensuales. La única

obligación que tenía era apuntar los libros que se daban para leer;

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Memorias ¿e Benito  Hortelano

el resto del día lo ocupaba en traducir algunos trabajitos para su

peculio.

Pasaba una vida como un bajá, sin yo molestarle nada, adqui

riendo relaciones de importancia y alternando con lo más principal

de esta capital. Tomé por esta época la empresa del teatro, y Ca

rrillo me pidió le diese la plaza de boletero con una asignación de

1.000 pesos mensuales; lo consulté con mi socio, Señorans, y vino

en ello, a pesar de tener ya otro compromiso; pero por ser este el

único empleado que por mi parte había pedido, se le dio. Siguió en

este empleo con algunos disgustos y quejas que me daba Señorans

por el carácter orgulloso de Carrillo.

Pasó la compañía a Montevideo, y Carrillo también. Cada día

iba éste echando más orgullo, y en vez de ponerse en las cuestio

nes de parte de los empresarios, como era su deber, conspiraba con

los cómicos. Gastaba mucho; se vistió bien, compró reloj y se enfa

tuó;  pero, a pesar de todo esto, le tolerábamos sin decirle nada.

Cuando yo fui a hacerme cargo de la compañía, apenas llegué, los

oficiales de los buques de guerra españoles y otros amigos me pre

vinieron que en la boletería se nos robaba; que se vendían billetes

fuera de ella en gran cantidad. Me propuse averiguarlo; tomé va

rias medidas, pero no pude conseguir nada. Entonces adopté otro

plan: llamé a Carrillo y le dije de qué modo se podían vender bille

tes sin que se notase por los empleados puestos por Señorans. Ca

rrillo me dijo que, no contando con él, no era posible hacerlo. Con

este dato ya casi no me quedaba duda que él tenía parte en lo que

me habían denunciando; pero no pude averiguar nada. Un depen

diente, D. Joaquín Novell, encargado de contrasellar los boletos, se

dio por ofendido al saber que yo indagaba sobre el robo, creyó que

se sospechaba de él y se despidió. No consentí saliese de la em

presa; le tranquilicé, haciéndole ver que no recaía sobre él la sos

pecha.

Volvimos para Buenos Aires; en el camino se tomó mucho  cham

pagne;

  las cabezas se calentaron, y en la calentura a Joaquín Novell

le da por llorar y declara que sabe quiénes eran los ladrones; que

al irnos a embarcar el confitero del teatro le había dicho que para

que en Buenos Aires no sucediese lo que en Montevideo debía reve

larle quiénes eran los que robaban a la empresa. Que el portero de

la cazuela, en combinación con el boletero y por medio del hijo del

acomodador, vendían en las esquinas y tiendas inmediatas las

entradas a mitad de precio. Yo tomé nota de estas palabras, que,

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Memorias  de Benito Hortelano  283

aunque dichas en estado de embriaguez, no dejaban de ser impor

tantes.

A nuestra llegada, y cuando se iba a dar la primera función,

le pregunté a Novell si era cierto lo que en el viaje había dicho;

lo afirmó e interesó que se averiguase la verdad. Lo consulté con

Señorans; pero, no pudiendo probar que Carrillo tuviese participa

ción en el asunto, no le dije nada de éste. Despedimos al portero,

llamado Leal; éste negó, y quiso que Novell probase la sospecha.

Continuó Carrillo de boletero, cada día más insolente, no sólo

con nosotros, sino con el público. Terminamos la empresa; Carrillo

quedó cesante; vino otra vez a acogerse bajo mi protección. For

mamos la Sociedad del Porvenir, de la que era yo gerente con To

rres.  Carrillo, inmediatamente, me pidió colocación, no como bole

tero,  sino como tenedor de libros. Le admití, señalándole 1.500 pe

sos de sueldo mensuales. Estábamos llenando las acciones; los subs

criptores venían a las horas que habíamos citado por los diarios

para inscribirse, pero el tenedor de libros casi nunca estaba. Le dije

cumpliese con más exactitud, y no le gustó que le reprendiese.

A los pocos días mi socio fué a que se le apartasen algunas loca

lidades para la primera función, que era al siguiente día. Carrillo

no le atendió; el socio le dijo que tenía derecho a exigirle le aten

diese, pues siendo un dependiente de la Sociedad, a quien se pa

gaba, debía tener más atención con los socios. Carrillo le insultó,

le desafió y dio un escándalo. Yo le afeé su proceder. Tenía al si

guiente día, a las nueve, que presentar a la Sociedad toda la loca

lidad numerada para que los socios eligiesen antes que el público.

Así lo convino Carrillo con todos los socios; pero al día siguiente

Carrillo no pareció; se había ido al campo, y la localidad no pare

cía, y los socios gritaban y me hacían cargos por haber admitido

un dependiente que así faltaba a sus deberes.

Pusimos de boletero a un tal D. Manuel Leal, hombre que se

prestó a servir este cargo por unas cuantas funciones porque estaba

para partir para España. Este D. Manuel era amigo mío y teníamos

un negocio que después referiré, y el pobre hombre, de la mejor bue

na fe, se comprometió a lo que no entendía; pero se dieron la pri

mera y segunda función en dos días seguidos, y D. Manuel salió

perdiendo en ambas 700 pesos por el barullo y su poca inteligencia.

El infame Carrillo creyó, sin duda, que yo le había despedido

e impuesto mal a los socios de su conducta, cuando por la relación

que dejo hecha se comprenderá que sólo yo le había colocado; que

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284  Memorias  de Benito Hortelano

ninguno le conocía más que de verlo como boletero, pero sin rela

ción ninguna. Su conducta fué la que dio lugar a que le despidiese

y, al mismo tiempo, dar una satisfacción al socio a quien había

faltado.

Desde aquel momento se dedicó a hacerme mal; inventó el ab

surdo de que D. Manuel Leal estaba puesto por mí para robar a

la Sociedad. A fe que vivo está este pobre hombre, y ya he dicho

que sólo dos funciones fué boletero y partió para España a los po

cos días. Después este ingrato Carrillo se unió con el otro ingrato

Muñoz para hacerme la guerra sorda más infame. Los perdono.

¿Pero qué hay en mí para que todos a cuantos he hecho beneficios

hayan sido mis enemigos en la desgracia? Comprendo que no se

agradezcan los favores, o al menos pierdan mucho de su mérito,

cuando los que los hacen lo pregonan, avergüenzan a sus favore

cidos, recordándoles siempre el favor; pero yo por primera vez lo

consigno; si se sabía por muchos es porque, como eran públicos,

no podían ocultarse.

Otro buen negocio. Don Manuel Leal me propuso un negocio

al parecer brillantísimo. Estaba Arguelles presente y también tomó

parte. Se necesitaban tres o cuatro mil patacones y yo no podía

disponer de ellos, por lo que Arguelles propuso a D. Pedro Zubiría

si quería tomar participación en él. Lo examinó, se tomaron algu

nos datos y lo aceptó. El negocio era éste: Leal había averiguado

que un gallego llamado Fandiño, muerto en 1842, había dejado a

su muerte 11 casas, varias herramientas de carpintería, créditos,

alhajas, dinero y un corralón de madera. ¿Buscamos el testamento;

lo encontramos, y en él dejaba por único heredero a su padre, que

residía en un pueblo de Galicia, y de albacea a D. Casimiro Rufi

no.  Este Rufino era un viejo hipócrita que había llegado a reunir

una colosal fortuna por medio de albaceazgos, con los cuales dicen

se quedaba, no dando cumplimiento al mandato cuando los here

deros estaban en España, pues hay que advertir que buscaba espa

ñoles viejos y ricos, solterones, de ese número infinito de plantas

parásitas que vienen a América con sólo el objeto de hacer dinero

a fuerza de economía, que comen mal, visten peor y toda su ambi

ción es enterrar las onzas que reúnen.

El testamento estaba, después de dieciséis años de muerto el

testamentario, sin dársele cumplimiento, y todos los bienes los tenía

usurpados Rufino. Averiguado todo esto, conocidas las fincas, sa

camos copia del testamento; se averiguó dónde residía la familia;

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Memorias  de Benito  Hortelano

285

hicimos un contrato entre los cuatro socios a partes iguales, com

prometiéndose Zubiría a adelantar los fondos. El plan nuestro se

reducía a comprar a la familia la herencia por un tanto, o, en caso

no quisiese vender, otorgase poder a favor de Leal para remover

aquí el negocio, para lo que había que mover un pleito costoso por

la clase de persona de posición y enredadora que era el albacea.

Partió Leal para Galicia; tomó informes, averiguó quiénes eran

los herederos, resultando ser 15, por haber muerto el padre de Fan-

diño y recaer los derechos sobre los hijos y nietos. Leal vio a Fan-

difio;

  cerró los ojos y compró dos terceras partes de la herencia,

no queriendo vender la tercera restante el heredero a quien le per

tenecía. Leal nos mandó copias de las fes de vida de los herederos,

copias de las escrituras de compra y otros papeles. Entablamos la

demanda contra el albacea, pidiéndole rindiese cuentas. Para no

correr riesgo en los gastos del pleito, asociamos con una quinta

parte al Dr. Pinedo y éste siguió con el asunto. Desde que recibi

mos los papeles que Leal nos mandó notamos una duda bastante

grave, y era que, habiendo muerto el testador en 1842, dejando al

padre por heredero, aparecía, por la fe de muerto del padre, haber

fallecido éste en 1792, cosa que no podía ser, pues el Fandiño tes

tamentario había nacido por el año 1810. Escribimos a Leal sobre

esta duda y al propio tiempo para que averiguase de otros Fandi-

ños que existían en Galicia, cerca de Santiago, y viese quiénes

eran los verdaderos herederos. En todo esto pasaron dos años; el

albacea se apresuró a entenderse con los herederos de Santiago, y

cuando nosotros acudimos era tarde.

Resultado de este negocio: D. Manuel Leal, socio y apoderado

nuestro, anduvo muy torpe; perdió el tiempo; no sé en qué pensó al

comprar a unos herederos que no lo eran. Los Fandiños a quienes

compró eran de Vigo y los Fandiños herederos, de Santiago. El

albacea compró a éstos, y nosotros nos quedamos con un palmo

de narices, perdiendo cada socio 18.000 pesos, dos años de pleito

y el viaje de Leal. Este se paseó, fué un torpe... o no sé qué decir.

La herencia valía como tres millones de pesos; habíamos compra

do dos terceras partes por 2.000 duros y contábamos ya con una

utilidad de 500.000 pesos cada uno. Paciencia.

Otro negocio frustrado. Está decidido que no pueda yo empren

der lo que los demás hombres sin que algún acontecimiento, algu

na peripecia venga a echar por tierra los mejores proyectos o la

empresa o especulación mejor calculada,

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286

Memorias

 de Benito

 Hortelano

Va he dicho que la empresa Lorini-Oyuela, que tenían el teatro

de Colón, a los tres meses quebraron. Pues bien. Estos empresa

rios gastaron enormes sumas en decoraciones de lo más exquisito,

en muebles y todo lo necesario para la escena, habiendo muchos

de estos efectos servido sólo una vez y estando otros muchos sin

esfrenar. El teatro de Colón, recién construido, no tenía ninguna de

coración propia y, por consiguiente, todas las compañías que en lo

sucesivo viniesen a trabajar en él tendrían necesidad de los efectos

de Lorini-Oyuela, so pena de hacer otros iguales y arruinarse como

aquellos se arruinaron.

El Tribunal de Comercio ordenó el remate por cuenta de los

acreedores. Yo comprendí la importancia de este negocio; calculé

que no habría opositores, pues los que podían hacer propuestas

estaban fundidos, que eran Colodro y Pestalardo. Los empresarios

del teatro, que eran los que debían comprar todo esto, estaban tan

agobiados, tan asustados con los compromisos que sobre ellos pe

saban, que no tuvieron valor ni cálculo para arriesgar algunos pe

sos más para completar lo que faltaba a su teatro para poder alqui

larlo.  Llegó el día del remate, y como lo había calculado así suce

dió: ni un postor hubo; me encontré solo y rematé por 21.000 pesos

papel lo que valía 480.000. El público que de curioso acudió, los

acreedores presentes, todos estaban estupefactos al ver el negocio

que había realizado. Felicitaciones, envidias de no habérsele a nin

guno ocurrido hacer posturas, todo vino a ponerme a mí más satis

fecho. El síndico de los acreedores me propuso tomar el negocio a

medias, encargándose él de pagar el importe y gastos de traslación

y alquiler de casa-almacén donde se condujo aquel mundo de efec

tos,  que se emplearon tres días y doce peones para trasladarlo. Al

rematar estos efectos tuve en vista otro negocio. El teatro de Solís,

en Montevideo, se encontraba desprovisto, como el de Colón. Me

trasladé a Montevideo para proponer lo que había rematado. Tuve

en esto dos objetos: primero, el que, sabiendo yo lo pesarosos que

estaban los de Colón por haber dejado escapar esta ganga, se

echaban la culpa unos a otros, y viendo que yo iba a Montevideo

a proponer los efectos, calculaba que ellos se apresurarían a hacer

me propuestas; pero no se atrevieron. Hice propuestas a los socios

de Solís; también estaban escasos de fondos, pero tomaron efectos

por valor de 5.000 patacones a seis meses de plazo. Debía venir un

comisionado para elegir; esperaba yo al comisionado cuando estalla

la revolución que concluyó con los fusilamientos de Quinteros y el

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Memorias de Benito  Hortelano

287

quedar el país sobrecogido de espanto con estos acontecimientos.

Consecuencia de esta revolución: que el convenio con los de Solís

no tuvo efecto y yo me quedé con la esperanza. El almacén costa

ba 700 pesos mensuales; el teatro de Colón estaba cerrado, por

haberse dispersado todas las compañías, y tuve que dejar al síndi

co propietario del negocio de telones, muebles, etc., para evitar

me de pagar alquileres que no podía. ¡Así se evaporó este negocio

que tantas esperanzas me hizo concebir

Por este mismo tiempo, fines de 1857, quise recoger tres cajo

nes de libros que Maroto había dejado en Montevideo en una ex

pedición, los que, no pudiendo venderlos, dejó por dos onzas que

tuvo necesidad para sus gastos. Valían los libros 300 pesos fuertes,

y tuve que darlos por las dos onzas de Maroto y otra más.

Viéndome tan contrariado en todas mis empresas, no quedán

dome nada de que disponer, pensé en hacer un viaje al Paraguay.

Tenía yo allí dos amigos, D. Ildefonso A. Bermejo y D. Dionisio

Lirio,

  y ambos en buena posición. Bermejo era amigo desde Ma

drid, y cuando vino a América en 1854 paró en mi casa. Después

seguimos carteándonos y en buenas relaciones. Lirio vino recomen

dado de D. Ignacio Boix, y también paró en mi casa dos meses,

hasta pasar al Paraguay, adonde llevó unos libros y efectos que le

di para ayudarle a trabajar. Con estos dos amigos contaba para

que me ayudaran en mi nueva tarea de trabajar de nuevo.

Cuando ya tenía la resolución hecha, me encontré con D. Juan

José Pérez, antiguo marchante ruso y negociante en el Azul. Le

tenía yo dado a éste un documento de 6.000 pesos para que me

los cobrase de un D. Antonio Leirós, español, y a quien le garanticé

esta suma y tuve que pagar a su vencimiento. Pérez la había cobra

do,  pero yo no había visto  un  real. Le dije mi proyecto de viaje, y

él me propuso si quería que nos asociásemos, llevando una factura

de algunos efectos. Nos convinimos, se arregló una factura de 2.000

patacones en lienzos, muselinas y pañolería. Se le agregaron a últi

ma hora unos relojes de plata, zarcillos, prendedores y otros efectos

de bisutería, saliendo todo reunido a 2.200 pesos fuertes.

Tomé pasaje en el vapor paraguayo  Salto de Guisa  hasta Co

rrientes. Desembarqué en esta ciudad para probar qué tal estaba

el negocio; estuve un mes y vendí 283 patacones en remate y a

plazo. Otro objeto me llevó al desembarcar en Corrientes: era el

de ver si mi antiguo protegido Joaquín Olivares, rico en aquella

fecha, me abonaba lo atrasado y me ayudaba con algo para traba-

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Memorias de Benito Hortelano

jar. Me llevé chasco, porque estaba en su estancia, a 80 leguas de

la capital; le escribí para que viniese a visitarme, y contestó la vís

pera de dejar yo aquella capital. Tomé el vapor paraguayo

  Ipora,

y llegué a la Asunción el 16 de marzo. La factura de los géneros

aun no había llegado; un mes tardó en arribar el buque conductor.

Desembarqué los efectos, los aforaron, abrí un registro, y viendo

que no podía salir de mis "clavos", se remataron, perdiendo en este

negocio 500 patacones, o sea la cuarta parte del capital, y ocho

meses de tiempo. ¡Diamantes que toquen mis manos se convierten

en piedras ordinarias

Filosofía y peripecias de esta expedición. Fui bien recibido de

mis amigos; me obsequiaron, no me costó nada la manutención

y casa, pues D. Dionisio Lirio, en cuya casa paré, me retribuyó el

tiempo que él en la mía se había hospedado, Gracias a esto, que

si no me como todo el capital.

Mientras estuve en la Asunción propuse a Bermejo un nego

cio de lotería, a medias las utilidades. Creo que se hubiera hecho

algo en esta empresa, a pesar de la pobreza de aquel país. Ber

mejo quedó en sacar el privilegio por cinco años. Dijo que se lo

había propuesto al Presidente, y éste lo había admitido con buenas

señales de aprobación; pero sea lo que fuere, el permiso nunca

salió,

  a pesar de las esperanzas que diariamente me daba Bermejo.

Tenía yo unos restos de trajes de teatro y los propuso Bermejo

a aquel Gobierno, el que los aceptó por la suma de 590 pesos fuer

tes,

  de los que di a Bermejo 90 duros como gratificación. Gracias

a este negocio tuve para mandar a mi familia, con lo que se man

tuvo los ocho meses de mi viaje.

Estando en el Paraguay me escribió el actor Reina ofreciendo

ir a esta capital con una compañía. Bermejo lo propuso al Gobier

no; éste aceptó, concediendo buenas condiciones, y se le escribieron

a Reina. Este anduvo torpe, y se aprovecharon de su descuido

Juan García Ramos y otros actores, presentándose allí para que yo

interpusiese mi valimiento para que les cediesen a ellos las condi

ciones propuestas a Reina.

Pude haberme hecho empresario de esta compañía y haber

ganado muy buenas sumas; pero era tal el terror que tenía a los

cómicos, que no quise admitir nada; antes al contrario, apenas

llegaron los dejé instalados, vi la primera función y me fui. En

cuatro meses que estuvo esta compañía ganaron más de 12,000

patacones.

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Memorias  de Benito  Hortelano

289

Mi socio, Juan José Pérez, sin duda desconfiando del gran capi

tal que me había entregado, llegó al Paraguay al poco tiempo de

mi arribo. El tomó los fondos que importó la venta de los efectos,gastó inútilmente, compró 500.000 cigarros y se embarcó en el vapor

inglés

  Liti-Palli.

  A las seis horas de viaje chocó este vapor con el

paraguayo  Tamarí, yéndose a pique en tres minutos, pudiendo ape

nas salvarse la tripulación y pasajeros. Mi socio Pérez volvió al

siguiente día con las manos en los bolsillos. Gracias a que la carga

la había dejado para un buque de vela en que yo debía partir.

Durante la estancia de Pérez en el Paraguay paró en casa de

D.

  Juan Moreno, comerciante fuerte, que habiendo sido habilitado

por la casa de Lerica, llevó una recomendación mía para Bermejo,

y quiso cumplir conmigo por este favor cuando yo llegué a la Asun

ción; pero como tenía otros amigos, no acepté su casa, y sí la acepté

para mi socio, que pasó en ella todo el tiempo que estuvo en aque

lla ciudad. No paró ahí su actuación, sino que por mi atención

prestó 16 onzas de oro a Pérez, las cuales no ha llegado a pagár

selas, como tampoco a mí parte ide los 6.000 pesos de Leirós, que

le cobró en el Azul.

El 23 de julio me embarqué en el patacho  Rio de Oro, propie

dad y mandado por D. Tomás Lubari. Llegamos a Corrientes; des

embarqué para cobrar lo que había dejado. Cobré y dejé algunos

efectos encargados al Sr. Miranda, los cuales aun no he cobrado.

Salimos de Corrientes, tocando en Bellavista, La Paz y el Para

ná. En esta última ciudad saltamos a tierra con objeto de infor

marnos de los precios de los frutos paraguayos; vendí unas barri

cas de cigarros, cuyo importe entregué a Lubari, con 16 onzas

de oro para D. Juan José Pérez, a su llegada a Buenos Aires. Yo me

quedé en el Paraná por el asunto siguiente:

Estaban en aquellos momentos ocupadas las Cámaras en revi

sar el contrato que D. Lucio Mansilla y el Barón Du Grati tenían

en el Gobierno nacional para la impresión del Diario Oficial y los

documentos del Gobierno, con la administración de la imprenta.

Apenas me vieron en el Paraná varios amigos, me instaron a

que ¡hiciese propuestas, con las que sacaría al Gobierno del emba

razo en que se encontraba para romper el contrato en cuestión.

Hice las propuestas; el ministro se valió de ellas para apoyarse

más en su petición a las Cámaras, probando que el contrato Man

silla era leonino, pues tenía la cláusula de ocho pesos fuertes por

página de impresión, y en el que yo presenté me comprometía a

1 9

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2 9 0

Memorias de Benito  Hortelano

hacerlas en 14 reales. En cuanto al  Diario,  me comprometía a ha

cerlo en 15.000 patacones anuales y además me comprometía a

estereotipar los documentos oficiales. Mi contrato fué admitido por

el ministro del Gobierno y el de Mansilla Du Grati roto por las

Cámaras. Dos meses me hicieron esperar, sin resolver, cuándo me

hacía cargo de la imprenta, y al cabo de este término me resolví

a interrogar al ministro sobre la tardanza y que no podía esperar

más.

  El ministro, que lo era el actual presidente, doctor Duqui, me

dijo que si no podía esperar me viniese a ver a mi familia, y que

me avisaría por conducto de D. Ramón Puig, amigo que se había

interesado mucho.

No me avisó el ministro, ni nada me han vuelto a hablar del

asunto. La causa de no haberse cumplido este contrato fué que el

Presidente Urquiza quiso favorecer a Mansilla, y si no pudo opo

nerse a la resolución de las Cámaras, hizo que la imprenta fuese

administrada por el Gobierno, dejando a Mansilla de administra

dor, con 200 pesos plata de sueldo mensuales.

En este asunto me sucedió lo que en todos mis negocios, que

es:

  cuando estoy para tocar resultados, se interpone una mano

fatal, que lo destruye todo. Yo no había pensado jamás que pudiese

hacer negocio de esta clase con aquel Gobierno; la casualidad hizo

que arribase al Paraná en momentos como los que acabo de referir;

me instaron para que hiciese propuestas; las aceptó el Gobierno,

y con ellas pude haber hecho una fortuna en los'dnco años por que

era el contrato; pero precisamente porque debía tener utilidad es

por lo que sucedió lo que dejo dicho. Si el contrato hubiese sido

malo,  con el que me hubiera comprometido, no pudiendo cumplirlo,

a buen seguro que no se habría quedado en nada. Perdí dos meses

de tiempo; gasté como 100 duros, y gracias que D. Salvador Carbó

me ofreció su casa y la acepté, con lo que me ahorré gasfar 100

duros más. ¡Paciencia

Bajé a Buenos Aires, tocando en Rosario. Aquí me sucedió un

fracaso, que era cuanto me faltaba, y no sé por qué no tuvo peores

consecuencias. Me habían entregado dos cantidades de onzas para

darlas en Buenos Aires a las personas que venían consignadas. Yo

también traía algún dinero, único con que contaba para sostener

la familia a mi llegada. Salté a tierra en Rosario para ver si cobra

ba un dinero que me debía un joven Garita y saludar algunos ami

gos.  Encargué a los criados de a bordo no tocasen mi baúl, porque

yo seguía viaje para abajo. Hice mis visitas en las tres horas que

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Memorias de Benito Hortelano

291

el vapor se detiene; me fui a bordo, y no encuentro el baúl. Se

revolvió todo; nadie sabía dar razón. Salto otra vez a tierra para

ver si algún pasajero lo había desembarcado por equivocación;

pero los pasajeros acababan de tomar la diligencia para las pro

vincias en el momento de desembarcar. Busco en la Aduana, en la

Capitanía del puerto, en el Resguardo; nadie sabía de mi baúl.

El vapor tocaba ya el pito de salida; ya no me quedaba espe

ranza; me volvía para a bordo sofocado, afligido, desesperado,

cuando un amigo me dice si no he preguntado al gobernador de

Santa Fe, que había venido también en el vapor, si entre su equi

paje,  que era mucho, no había ido mi baúl. Voy a la Jefatura polí

tica y allí estaban todas las autoridades felicitando al gobernador.

Me introducen a una pieza donde estaban los equipajes, ¡y lo pri

mero que veo es mi ba úl Creo que si alg un a vez me toca el premio

mayor de la lotería no tendré más alegría. El asunto no era para

menos. ¿Quién iba. a creer que yo había perdido el baúl, trayendo

dinero para entregar a otras personas? Cuando al hombre le son

contrariados todos sus negocios, son pocas las personas que refle

xionan y que hacen justicia al que sufre contratiempos. Ven las

causas y nada les importa averiguar los efectos. Perdió un hombre

sus intereses, manejados con honradez, sin derrocharlos ni malver

sar los ;  ya no merece la confianza y, por consiguiente, si le sucede

una desgracia como la que estuve expuesto no hubieran dicho: "Es

posible, sucede con frecuencia en esos viajes donde el vapor toca

en diferentes puntos, tomando y dejando pasajeros", sino que

hubiesen dicho: "Se ha quedado con ello, y dice le han robado."

¡Ah mundo, mundo

Por fin llegué con felicidad a mi casa, después de ocho meses

de ausencia. Había comido mi familia, pero me había quedado sin

los efectos de teatro. Mejor; así no volveré a pensar en él.

Ahora esperaba tener de un día a otro aviso del Paraná para

hacerme cargo de la imprenta; pero en vano esperé; no me vol

vieron a decir palabra; ya he dicho la causa.

FIN

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Í N D I C E

Páginas

P R I M E R A P A R T E

PKÓLOGO  5

I .—Co ns ide rac iones gene ra l e s 11

I I .—Mi nac imien to . Mis padre s . Ante s de nace r yo , ya e ra t í o

ca rn a l dos veces 13

III .—La vi l l a de Chinchón. Su descr ipc ión. Not ic ias de mis padres

y de mis hermanos . Aparece una cuadr i l l a de malhechores .

Pr imera apl icac ión de la pena de muer te en garrote . Mi

miedo a los muer tos . Mi pr imera i rebe ldía . Mi marcha

a M adr id 14

IV.-—De mi l l egada a la cor te y de cómo me rec ibie ron mi herma

na y mi cufiado 22

V.—Vuelvo a Chinchón. Mi cuñado inte rcede con mi padre y és te

me pe rdona . Cont inúo de l abrador , y mi padre empieza

a ma ni fes ta rm e más car ino 25

VI .—El có l e ra en España . í dem en Chinchón . Muer t e de mi padre ,

de mi he rmana mayor y de va r ios pa r i en t e s . Pa r t i c iones

y pe l eas en t re mi s he rmanos y madras t ra por l a he renc i a .

Mi tutor

1

  y curad or . Paso a v iv i r con mi he rm ano Fr an

cisco.

  Mi cuñada Colasa . Genio y carác te r de és ta y mi

fuga a M adrid 31

V II .— M i a r r i bo a M adr id . Alegr í a de m i he r m ana C as imi ra . E n t ro

de aprendiz de sombrerero. Carác te r de mi maest ro y mis

pr imeras correr ías y conocimiento de lo bueno y malo de

la cor te . Ap rendiza je de s i l l e ro . íde m de imp resor . M i

casamiento 36

VII I .—Venganza que Mar í a t omó cuando supo mi p róx imo casamien

to .

  Acontec imientos pol í t i cos . Quinta de

1

  100.000 hombres .

Mis servicios en la mil icia y (diversos acontecimientos hasta

jun io de 1844 49

IX.—Pr imeros años de mi ma t r imonio . Nac imien to de mi h i j a

Mariani ta . Origen de la publ icac ión de la

  Historia de

Espartero.  As ocia ción y revo lución de los impresores*. Se

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294

Índice

P á g i n a s

forma la Sociedad Tipográf ica de Operar ios , de la que

fui soc io . Compro imprenta . Publ icac iones que emprendí .

Socios que tuve . Apogeo de mi imprenta . Decadencia ,

por efecto de las denuncias sobre las publ icaciones que

hice .  Persecuciones que sufrí . Abusos que cometieron los

que protegí. Sucesos polít icos desde el 44 al 49. Mi viaje

a Fr an c ia . M ovimiento y ade lantos que me deben las l e t ra s . 89

S E G U N D A P A R T E

I .—Mi sa l i da de Madr id . L l egada a Bayona . í dem a Burdeos ,

í dem a P a r í s . .Mi e s t an c i a en Pa r í s . Sa lgo pa r a vo lve r a

Madr id . Mi re s idenc i a en Burdeos , donde encont ré a lgunos

amigos . Me dec iden para embarcarme con e l los con des t ino

a Bue nos A i res . M i via je y a rr ibo a Bu eno s Ai re s 109

II .— Rec ibim iento qu e tuv e en Buenos* A i res . En t ro a t ra ba jar de

ca j i s ta en la imprenta de Araa l . Ci rculares que mando

1

  a

mis corresponsa les . Tengo not ic ias de mi fami l ia , en las

que me anuncian la muer te de mi suegro. Rec ibo unos

prospec tos de la Bibl ioteca Universa l . Rec ibo l ibros de

Boix y de D. Ignac io Estevi l l , de Barce lona . Abro un depó

si to de l ibros y subscripciones. Mi sociedad con Arzal en

el  Diario de Avisos.  í d e m c on l a I m p r e n t a A m e r i c a n a .

Ar r ibo de mi fami l ia . (1850) 187

I I I .—Aspec to po l í t i co de l pa í s . C ruzada l evan t ada con t ra Rosas .

Caída de és te y t r iunfo de l genera l Urquiza . Gi ro que

dimes a  SI Agente Com ercial del Plata:  Tomamos de

redac tor a l t en i en t e corone l D . Ba r to lomé Mi t re .

  Los

Dehates.

  Golpe de Es tad o de Urq uiza y no s c ie rr a l a im

pren t a . Publ i co  La Avispa.  Rev olución del 11 de sept iem

bre de 1852. Revolución y si t io de Lagos. (1851-1852-

1853-1854) 199

IV .— M i famil ia y mis negocios desde el año 1852 a 1860 220

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