estivales de infortunio

19
ESTIVALES DE INFORTUNIO Dicen que se vieron por primera vez en una misa de feria veraniega de San Francisco. Él, galán como ninguno de su época, vestía impecablemente, de blanco; ella, bellísima, como la pulcritud de su vestido perla con cinturón rosado y sombrero coronado de flores. Al entrar a la iglesia, habían coincidido por casualidad, o quién sabe, y él, con una reverencia tal que a muchos había sorprendido, se inclinó, presentándose: - Soy Santiago Rojas, a sus pies. Luego se inclinó, a lo que ella respondió con una complicidad picaresca: - Geraldina Cabañas, mucho gusto. No había necesidad de intercambiar más palabras el uno hacia el otro, pues el rubor de ambos delataba la inexistente indiferencia que se habían mostrado, a pesar de que a ella las referencias que de él le habían dado le hacían imaginarlo como un bruto semental. Ella, a pesar de ser de la alta sociedad en la vieja capital, tenía un liberal carácter mezclado con unos modos a la antigua. Rozaba el fin de la adolescencia, y su hermosura era tan apabullante, que a todos en el pueblo tenía estupefactos. Su tez como la de un bebé lozano, su figura esbelta como estatua renacentista, su andar de señora refinada, y su educación y humildad, eran atributos que a casi todos infundían respeto. Él, heredero de la hacienda El Oriental, a una legua del pueblo, era joven, membrudo, piel mediterránea, añadida a su varonil pronunciación de la lengua de Cervantes, y a su galantería, que provocaba suspiros de toda intensidad y cantidad en las jóvenes y no tan jóvenes de San Francisco del Corral. La feria, única del santo de Asís en verano, pues todas discurrían en octubre, fluía en la acostumbrada algarabía, y a pesar de su enfática negativa en

Upload: anakincaelambulus

Post on 10-Feb-2016

214 views

Category:

Documents


2 download

DESCRIPTION

cuento

TRANSCRIPT

Page 1: Estivales de Infortunio

ESTIVALES DE INFORTUNIO Dicen que se vieron por primera vez en una misa de feria veraniega de San

Francisco. Él, galán como ninguno de su época, vestía impecablemente, de blanco; ella, bellísima, como la pulcritud de su vestido perla con cinturón rosado y sombrero coronado de flores. Al entrar a la iglesia, habían coincidido por casualidad, o quién sabe, y él, con una reverencia tal que a muchos había sorprendido, se inclinó, presentándose:- Soy Santiago Rojas, a sus pies. Luego se inclinó, a lo que ella respondió con una complicidad picaresca:- Geraldina Cabañas, mucho gusto.No había necesidad de intercambiar más palabras el uno hacia el otro, pues el rubor de ambos delataba la inexistente indiferencia que se habían mostrado, a pesar de que a ella las referencias que de él le habían dado le hacían imaginarlo como un bruto semental.Ella, a pesar de ser de la alta sociedad en la vieja capital, tenía un liberal carácter mezclado con unos modos a la antigua. Rozaba el fin de la adolescencia, y su hermosura era tan apabullante, que a todos en el pueblo tenía estupefactos. Su tez como la de un bebé lozano, su figura esbelta como estatua renacentista, su andar de señora refinada, y su educación y humildad, eran atributos que a casi todos infundían respeto.Él, heredero de la hacienda El Oriental, a una legua del pueblo, era joven, membrudo, piel mediterránea, añadida a su varonil pronunciación de la lengua de Cervantes, y a su galantería, que provocaba suspiros de toda intensidad y cantidad en las jóvenes y no tan jóvenes de San Francisco del Corral.La feria, única del santo de Asís en verano, pues todas discurrían en octubre, fluía en la acostumbrada algarabía, y a pesar de su enfática negativa en mezclar lo mundano con lo divino, el cura había decidido a celebrar misa, sólo porque se trataba de la boda de su sobrino favorito: Juan Guerrero, recién graduado de adolescente, quien se casaba, en unas nupcias acaloradamente comentadas por los coloquios reunidos en las esquinas del pueblo, con Evangelina Ferrera, recién admitida en la menopausia.Su noviazgo, cuya argumentación, según decían las lenguas mas mordaces se debía a intereses entre familias, había sido efímero, y la boda anunciada con premura, tal, que muchos asistieron a ella sin estrenar, pues doña Clemencia Salgado, costurera del pueblo, no se dio abasto con tantos encargos de vestimentas nuevas.El día de la boda, cesaron las actividades de la feria, para el descontento de los pobres, pues ellos, de más está decir, no estaban invitados al evento, que muchos catalogaban el del año, o porqué no decir, el del siglo, en vista de que este último acabaría pronto.

Page 2: Estivales de Infortunio

Tres vacas, ochenta gallinas, una manada de corderos e innumerables codornices constituyeron, una muy justificada masacre en pos de celebrar el fin de la soltería de Evangelina, a quien muchos ya saludaban con el remoquete de “niña Evangelina”, título que hasta ahora sólo era ostentado por la “niña Rafaela” Muñoz, la soltera mas anticuca del pueblo, quien por cierto, muy contenta por sacar a Evangelina de su club de célibes, se ofreció voluntariamente a elaborar los dulces de la boda, para la elaboración de los cuales se habían comprado más de cincuenta rapaduras de dulce, y veinte quintales de preciada azúcar morena.La iglesia, recién encalada, lucía engalanada dos filas de nuevas bancas barnizadas, hechas de cedro del Guayape, donadas por la familia de Evangelina, para hacer más presentable el evento. Se había traído al coro de la catedral de Juticalpa, y desde Comayagua habían traído vestiduras nuevas para los monaguillos y el cura, en sustitución de las ya desgastadas y percudidas que se usaban comúnmente en la iglesia.La calle desde la casa de los Guerrero, donde había de celebrarse el evento, hasta la iglesia, distante a tres cuadras, se había decorado con arcos de palma de corozo traída desde El Corozal, hacienda famosa de El Higuerito, a dos leguas de San Francisco del Corral. Un ejército de sirvientes había sido contratado para atender a los comensales invitados, que excedían en número los cuatrocientos.La costumbre de la época era que los novios iban a casarse a Juticalpa por lo civil, y que a su regreso una caravana de solteros a caballo los recibiera a orillas del Guayape, desde donde los escoltaban hasta el patio donde acontecía el festejo, al que acudirían, en esta ocasión, invitados de todas las pampas olanchanas.Geraldina Cabañas era prima lejana de Evangelina, y venía a la boda como dama de honor, en vista de que ésta la quería como hija, a raíz de su estancia durante algunos años en Comayagua, cuando aquella se había quedado huérfana de madre.Su padre, José Cabañas, era un próspero hacendado que complacía a su hija en todo, quizás para compensar la falta de madre, a raíz de su incompetencia en contraer segundas nupcias. La crianza alcahuete de la tía, acompañada de su abuela, Rosa Agüero, habían forjado un carácter caprichoso, dominante y liberal en Geraldina Cabañas, quien a su vez tenía una sensibilidad humana muy noble, heredada de su madre, Carmen Reyes.Olancho le parecía un paraíso, y en los tres meses que tenía de estar de vacaciones, había conocido todo lugar que un forastero debía visitar y probado de todo aquello que no le permitiera pecar de ignorancia en Olancho: el guaro y rosquillas de La Conce, el vino de Coyol de San Francisco del Corral, el místico

Page 3: Estivales de Infortunio

Manto, la indígena, laboriosa y próspera Catacamas, y la venerada imagen del carpintero de Galilea que le daba nombre a un pueblo pech: Dulce Nombre de Culmí. También la habían llevado a conocer el recóndito Patuca, a orillas del cual había conocido a los lagartos, que en su niñez le habían enseñado comparándolos con dragones, y por supuesto, había lavado con un cedazo el célebre oro del Guayape, en cuyas aguas había sofocado, desnuda, ante el horror de muchas, el incesante calor veraniego.Santiago Rojas había nacido en el monte, cuando su madre cortaba malvas de San Antonio para barrer el patio de la hacienda junto con las criadas. Sentir dolores de parto, romperse la fuente, y escucharlo llorar anunciando su llegada a este mundo fueron casi la misma cosa, y para cuando trajeron a la comadrona de Laguna Seca, el niño disfrutaba satisfactoriamente del pecho de la recién estrenada madre.Disfrutaba su juventud de vigoroso indomable, mujeriego empedernido y dipsómano afianzado, hasta ese día en que conoció a Geraldina Cabañas. Le pareció un sueño: tan virginal, impecable y hermosa, que en su aturdimiento repentino tropezó con la primera grada de la puerta de la iglesia, haciendo el ridículo frente a los asistentes, y por supuesto, frente a ella, que lo ayudó amablemente a levantarse y a desempolvar su blanca levita con el pañuelo bordado que sacó de su corpiño. Él, apocado como un idiota, se quedó inmóvil mientras las menudas y delicadas manos frotaban los caupolicanes pectorales bajo la ropa. Ella, disfrutaba de avergonzar al macho del que tanto había oído, y de romper la regla social tan inculcada en su niñez: no tocar a un hombre desconocido.Ese día, estando en su hacienda El Oriental, Santiago Rojas le diría a su madre unas decididas palabras que se cumplirían el pie de la letra:- Juro dejar para siempre hasta el último vicio de mi vida, incluida mi enfermedad por las mujeres, y dedicarme en cuerpo y alma a conquistar a Geraldina Cabañas, la única mujer que amaré hasta el día en que me muera.Transcurría pues, la boda del año, o del siglo, sin ninguna peripecia, más que el sí dudoso que Juan Guerrero contestó a la interrogante referente a si quería unirse de por vida a Evangelina Ferrera, maliciosamente llamada hasta ese día “La Vaquillona”. Se había tomado cerca de cincuenta segundos, que a la familia de Evangelina parecieron años, en contestar afirmativamente. Ella, que lo amaba con locura, lloró de alegría cuando escuchó el sí hipócrita, a pesar de saber que no la amaba ni nunca lo haría. Los habían casado porque la familia de Juan estaba en la ruina, y todos los hermanos superiores de éste estaban enlazados con hijas de hacendados de medio caudal. Por su parte, la familia de Evangelina Ferrera poseía más de cinco caballerías de tierra y cerca de tres mil cabezas de ganado, que serían repartidas entre cinco hermanos: tres varones y dos mujeres,

Page 4: Estivales de Infortunio

una de las cuales había renunciado a su parte para cedérsela a la solterona, quien a su vez había hecho lo mismo para otorgársela a su hermana, quien se había casado con un comerciante en Juticalpa, que le había engendrado una numerosa prole de media docena de retoños, cuyo sostén los tenía al borde la ruina. Así que, una vez arreglado el matrimonio, todos quedaban contentos, excepto Juan. Su verdadero amor era Juanita, la hija de la trabajadora de la casa, con quien se había criado, y a quien había amado desde que le había dado el primer beso a la sombra del palo de hule de la plaza del pueblo, cuando venían de comprar dulces de donde las hermanas Muñoz. Sus padres, nada ajenos a esta situación, habían ignorado la relación en tanto eran infantes, pero a los diecisiete Juan había hablado con el capataz de la casa, quien le había cedido a su hija en compromiso, todo esto a espaldas de sus padres, quienes al darse cuenta, pusieron el grito en el cielo, argumentando que ninguno de sus hijos se casaría con una india de mala procedencia, esto, debido a la unión libre entre los padres de Juanita. Encolerizado, Juan había huido con la joven, que era hermosa e inocente, hacia Trujillo, donde se hospedaron en la casa que los Guerrero tenían para alojarse cuando llevaban vacunos de exportación hacia Cuba, con una frecuencia cada vez menor, debido a la invasión de los gringos a la isla de Martí, que al final imposibilitó el comercio de ganado, y trajo la inminente ruina familiar. Así las cosas, el idilio amoroso entre la mestiza pobre y el mestizo rico fue condenado a la desgracia, al quedarse sin nido de amor por la venta de la casa de Trujillo a los dos meses de fugarse de Olancho, y por el envío forzoso de Juanita hacia Choluteca a vivir con unos familiares. Juan, que sabía que detrás de aquello sólo podía estar su familia, regresó furioso a San Francisco del Corral, a matar a su padre, quien, haciendo uso de su fama de sensible como una piedra, le dio un tiro en la pierna, dejándolo inválido por varios meses, al cuidado de la única enfermera del pueblo: Evangelina Ferrera, quien había aprendido trabajando voluntariamente cuidando enfermos en un convento de Comayagua. Después de unos días, al joven se le hizo claro que todo había sido urdido por ambas familias: el exilio de su amada, el balazo en la pierna, la contratación de una enfermera que de lo que menos tenía necesidad era de cambiarle los vendajes, e inexplicablemente, la ropa interior a un adolescente de familia al borde de la ruina. Se prestó al juego, quizás por la amabilidad de la solterona, y porque los regalos de los Ferrera eran más frecuentes en su casa conforme más amable el se portaba con “La Vaquillona”. Talabartería fina de Guatemala, joyas, toros para cruce, en fin, todos los regalos que fueran necesarios para lograr la unión matrimonial que tanto escandalizaba al pueblito de arcillosos tejados, amplias calles y chismosísima gente.

Page 5: Estivales de Infortunio

Finalmente, don Fausto Ferrera se hizo presente en casa de los Guerrero, y ofreció a su hija en matrimonio. Ofrecimiento aceptado y fecha fijada para la boda fueron una sola conversación, y cual sentencia judicial, se lo hicieron saber al todavía convaleciente por medio de una nota. Nada podía hacer, y se resignó entonces con que de algún modo la riqueza de Evangelina le sería un paliativo para la falta de amor. Ya como novios formales, iban juntos a misa los sábados por las tardes, se presentaban en eventos sociales de las comunidades aledañas y apadrinaban niños, como si fueran ya cónyuges. Juan, muy amigo de Santiago Rojas, le había aconsejado que nunca se casara en su condición, que mejor se pegara un tiro, o que huyera con el amor de su vida a donde nadie pudiera llegar, con tal de ser feliz. Escuchando sus sermones, Santiago Rojas decidió entonces dedicarse a lo que más le gustaba mientras pudiera: beber y revolcarse con mujeres. Cualquier cura hubiera muerto escuchando en secreto de confesión el rosario de fornicaciones cometidas por tan codiciado hombre. Sin distingos de altura, color de piel, condición socioeconómica y estado civil, eran las conquistas de este seductor, que en la flor de la mancebía se jactaba de haber acabado con más virginidades que cualquier jeque árabe. Dio rienda suelta a sus vicios terrenales hasta el día de la boda de su desdichado amigo, cuando conoció al amor de su vida, con quien casualmente compartió la misma mesa en tan célebre evento. Ella, que hablaba palabras elocuentes, parlaba con sus amigas recién hechas en San Francisco del Corral. Él, en la silla del frente al otro lado de la mesa, la observaba de reojo, observando cada vez más menos distracciones. Sentía que el corazón no le cabía en el hercúleo pecho. La sangre se le coagulaba de los nervios, y el sudor helado de las manos, eliminado con el mantel de la mesa una vez empapado totalmente el pañuelo del bolsillo, lo delataba, cual niño descubierto infraganti en su travesura, ante la beldad inmaculada que tenía al frente, quien, a propósito, le lanzaba unas coquetas miradas, que lo fulminaban dentro de sí. Sentíase embriagado, y un calor intenso le recorría el cuerpo, a tal punto que tuvo que levantarse varias veces, innecesariamente argumentado excusas que lo ponían en evidencia de forma cada vez más vergonzosa.Ella, aprovechaba entonces sus huídas para indagar más acerca de él, y así estar lista cuando el se atreviera, si es que lo hacía, a piropearla. Referíanle sus amigas todo cuanto sabían, que era mucho dado que en los pueblos los hombres mujeriegos y las mujeres descocadas eran referentes inevitables en los chismes del día. Le contaban de los corazones que había roto, las pachangas que armaba y los excesos a los que era dado, al mismo tiempo que le detallaban sus buenas acciones, corazón, sanguíneo carácter, y su fama, comprobada por ellas o no, nunca lo sabremos, en el arte de amar mujeres. En minutos supo lo que

Page 6: Estivales de Infortunio

necesitaba para conocerlo de toda la vida, y lejos de decepcionarse, no sin antes notarlo sus amigas, se sintió incentivada a conocerlo más, sólo que íntimamente.La noche inaugural del festejo de bodas, pues este duraba tres días, transcurrió espectacular: los platillos servidos en vajillas de porcelana compradas para tal ocasión, mesas con manteles impecables, flores en tal cantidad que era imposible saber cuantos jardines descombraron para el evento: napoleones, rosas, hortensias, estudiantas, dalias, jazmines, todas de color blanco, colocadas en jarrones de arcilla hechos en las tejerías del pueblo, pintados con detalles románticos, y con el nombre de los novios grabados. Los invitados, que sabían que un evento de estos no se repetía muy a menudo, usaban sus mejores ropas, que mandaban a comprar a Juticalpa o a la capital, aunque en este caso, por ser tan repentino, debido al probable embarazo de “La Vaquillona”, muy rumorado en el pueblo, muchos no estrenaron trajes por no tener tiempo para comprarlos o por la saturación de trabajo, inusual, de doña Clemencia Salgado, la costurera del pueblo, quien sabía costurar sin haber aprendido de nadie, por don que, según ella, y la aprobación de su acaudalada clientela, el Creador le había prodigado.Tras tomarse unos tragos para agarrar valor, Santiago Rojas volvió a la mesa y entonces entablaron charla. Él, le contó todo género de hazañas encaminadas a exaltar su caballerosidad. Ella, lo aniquiló increpándole toda clase de improperios que de él se decían en la comarca. Una vez entrados en confianza, y cerca de la medianoche, él, avergonzado, no solo lo admitió, sino que ofreció disculpas, aceptadas por ella con picardía. Platicaron de todo lo que un par de jóvenes podría platicar, y ambos se mostraban cada vez más asiduos a dar el siguiente paso, atraídos tal vez por la fuerza del amor a primera vista, que muchos, ya en aquel entonces, creían perdido. Lo único que no hicieron fue bailar, pues ella, argumentó con mucha confidencia que la música de marimba no le gustaba. Comían, ya cerca del alba, del mismo plato, como si no les importara que los demás los vieran, y, demás está decir, que aquellos que no estaban borrachos en sus sillas, estaban eufóricos bailando en la tarima de pinabete construida para tal fin.Al nacer el sol, todo el mundo comenzó a marcharse, a prepararse para el segundo día de festejos, en el que se comerían los dulces, el queque, y bailarían música de banda, esta vez traída desde el lejano Danlí. El plato fuerte lo constituían las gallinas rellenas, por lo que la cocina, que había sido ampliada para acoplarse al tamaño del evento, parecía un mercado de puerto: innumerables cocineras, sirvientes y mandaderos trabajaban cuales abejas recolectando el suculento néctar. Hubo algunos a los que todo aquel ajetreo les era ajeno: los recién casados, que de lo único que se ocupaban era de conocerse en la alcoba. La noche de bodas la habían pasado en una casa en las afueras del

Page 7: Estivales de Infortunio

pueblo, construida hacía muchos años, de dos plantas, única en San Francisco del Corral. Se llamaba hacienda El Capricho, por el empecinamiento del abuelo de Juan Guerrero de hacerla de esa forma.Los amantes se habían retirado de la fiesta al amanecer, y llegaron a la vieja casona, que ya estaba arreglada para tal fin. Los cuidadores, se retiraron a los portones, nunca me dijeron si para no estorbar, o para no escuchar lo que no debían. La alcoba esta arreglada, y la cama de plumas del abuelo tenía ya puesta la “sábana nupcial”, blanca como la nieve, para dar fe de la integridad de la doncella. Los esposos, que estuvieron a punto de arrancarse los labios de tanto beso, se desvistieron como si tuvieran décadas de concebirlo, aunque a ella le costó más debido al enorme compuesto satinado que llevaba puesto. Era, tal como lo suponía Juan, virgen. Su cuerpo, si bien no era tan joven, no mostraba rastros de descuido ni imperfección. Su piel sana, sus pechos firmes, su cuello de porcelana, y su inocencia célibe dejaron sorprendido al joven, quien desde ese día supo que en realidad la amaba, aunque se había negado a reconocerlo por su orgullo de adolescente inmaduro. Eso iba a dolerle, porque ni padres ni suegros se habían molestado en decirle que estaba desahuciada, pronta a la muerte. Era ese, y no el maliciosamente inventado embarazo, lo que había apresurado la boda. Cuando Evangelina viajó a Comayagua a contarles del noviazgo personalmente a sus familiares, un desmayo inoportuno provocó una visita al médico, que concluyó que una enfermedad rara y mortal estaba ya avanzada, e incluso habíale aconsejado que viviera sus últimos días con la mayor felicidad posible. Ella se sintió morir de tristeza, pero decidió ser feliz, y en última instancia, casarse y entregar su castidad, una que, de llevarla al cielo, le sería quitada por San Pedro, según los relatos de las viejas del pueblo.Los padres de ella, hablando con los consuegros les refirieron tan lamentable acontecimiento, y éstos decidieron no revelarle a su hijo la noticia, por lo que él, inocente, le mostró a ella en la cama cuanto la amaba, algo que ella interpretó como compasión, si bien se dejó llevar también, porque lo quería, y anhelaba vivir a su lado hasta el último ciclo de su existencia.Al mediodía del segundo día de fiestas, y mientras los recién casados hacían de todo menos vestirse en El Capricho, en la hacienda El Oriental, la familia Rojas observaba estupefacta los cambios hechos en la casa por el primogénito. Había mandado a cambiar las cerraduras de la casa, para que ninguna de las mujeres que tenían acceso a ella por medio de copias otorgadas por él, pudieran entrar. Los trabajadores, por órdenes suyas, desenterraron una docena de tinajas llenas de chicha, en puntos estratégicos de la hacienda, que explicaban porqué siempre Santiago Rojas estaba alcoholizado a toda hora del día. Él, personalmente arrancó de raíz toda la plantación de tabaco, y ni siquiera dejó cantidad suficiente para algún remedio casero. Dio veinticinco pesos plata a sus

Page 8: Estivales de Infortunio

trabajadores para que fueran a Juticalpa a comprarle ropa nueva, pues la que tenía sería incinerada por “oler a mujeres”. Se bañó como si nunca lo hubiera hecho, se peinó la negra cabellera con brillantina, y rasuró su crecida barba. En fin, que para el atardecer, cuando llegó la hora de ir al pueblo, parecía otro. Se fue en su caballo estrenando montura, y al entrar al pueblo el olor de su loción “maderas de oriente” hizo que todas las mujeres salieran a la calle a ver de donde provenía tan celestial fragancia. Si antes las volvía locas con su olor a macho, ahora lo haría por su bálsamo cosmopolita. Al verlo entrar a la boda, la concurrencia femenina enmudeció, y las sonrisas ruborizadas así como los suspiros impregnaron el aire de un erotismo unido al calor intenso inherente al clima circundante.Ella, vestida de amarillo, lucía igualmente impecable. Al verse, ambos se congratularon inclinándose y mostrando una señorial reverencia impropia a sus juventudes y a la época. Se sentaron simultáneamente y reanudaron la conversación de la madrugada:- ¿puedo preguntarle algo?- Inquirió ella.- por supuesto- contestó él.- ¿A qué se debe tanto cambio?- no soy sólo un bruto semental- dijo él, firmementeElla soltó un “ya lo veo” muy resuelto, y ambos se dirigieron al jardín del patio, único que había sobrevivido a la masacre realizada en pos de decorar la boda.Hablaron de todo, y se atrevieron a llegar muy adentro, preguntándose la cantidad de noviazgos que les precedían. Los de ella, se contaban con los dedos de una mano, los de él, con los de las manos y los pies de todos los concurrentes, aunque fue recatado. Se inquirieron sobre sus gustos acerca del sexo opuesto, y eran similares, como también ambos reunían los requisitos el uno del otro. Así platicaron y llegó de nuevo la noche, medianoche, y amanecer del tercer día de festejos.Tras dos semanas de conocerse, el le hizo la pregunta que ella esperaba desde el primer día en que la conoció. Sintió morirse al sentirlo junto a su cuerpo tras aceptar su petición, y se besaron con una pasión tal, que se pidieron disculpas el uno al otro por su falta de respeto. Al mes siguiente, él viajó a Comayagua, donde ella ya se encontraba, a pedir su mano, otorgada no sin antes hacerle el padre de la ahora novia múltiples amenazas. El, aceptando su responsabilidad, ebrio de felicidad, regresó a Olancho a expresarle a sus padres el deseo de casarse. El resto del año fue eterno, e innumerables fueron las mujeres que tuvo que vestir ante la negativa de darles su amor, que pertenecía a sólo una. Cartas venían e iban en la oficina de correos de Juticalpa, y el febril amor crecía a la distancia, impulsado apasionadamente por el deseo de estar juntos. En Navidad, ella llegó con su padre repentinamente a El Oriental. Los padres de él, que se

Page 9: Estivales de Infortunio

presentaron inmediatamente, congeniaron con el bonachón futuro consuegro, y mandaron dos sirvientes a buscarlo, innecesariamente, porque ella ya se encontraba de camino hacia allá. Lo encontró sin camisa, sudando a chorros en el corral, donde amansaba unas yeguas. Él, que casi se desmayó al verla, se apenó por su sucia condición para recibir visitas, algo en lo que ella no reparó cuando se le lanzó a los brazos y lo besó apasionadamente. Puesta la camisa, ambos llegaron al corredor de la casa donde se encontraban los padres, y aprobando la realización del compromiso, se fijó fecha para la boda: en la próxima feria de San Francisco, el 4 de marzo.Los preparativos se realizaron con la ayuda de ambas familias, y desde ya se auguraba que suplantaría a la boda de Juan y Evangelina como la del año o del siglo. Juan, que disfrutaba de su vida de casado igual que Evangelina, estaba entusiasmado con la boda de su amigo, alegre de que sentaba cabeza. Evangelina, embarazada de seis meses, desbordaba de emociones por la boda de su prima, a quien quería como si fuera hija suya. El festejo se haría en la hacienda El Oriental, que parecía un sitio de guerra con tantos prolegómenos: sillas, mesas, tarima, cultivo de flores, engorde de animales, elaboración de la decoración, en fin, que nadie tenía cabeza para otra cosa que no fueran las nupcias.Llegado el día, los novios estaban listos en el cabildo de Juticalpa, donde serían enlazados ante las leyes terrenales. Al mediodía partieron hacia la hacienda, y al llegar al río, una muchedumbre de solteros, alegres porque el hombre por quien suspiraban todas las mujeres al fin tendría dueña, los esperaban. De más está decir que los tres días fueron todo un jolgorio. Los invitados, que se deleitaron de la boda a más no poder, se sentían en un ambiente de ensueños, a la sombra de los guapinoles y a orillas de la quebrada Escamile.Los recién casados se amaron como nunca, y en la noche de bodas el le juró amarla hasta la muerte, por lo que ella lloró recostada en su pecho. Ambos habían llorado como dos niños en la cama, y aunque él lo menos que tenía era virginidad, lloró más, no por dejar la soltería, sino porque la quería como a nadie. Era su luz, sus ojos, su vida. Ella, que a pesar de perder su castidad se veía como una virgen desnuda, era feliz, y el aire de la casa los tres días de festejos se llenó de amor, de un apasionamiento espeso, que impregnó de fogosidad a los presentes. Las malas lenguas dirían mas tarde que toda una generación se engendró en las tres noches de parranda, y era común para los trabajadores encontrar parejas gozando del amor a oscuras en el patio, en la orilla de la quebrada, en los muebles de la sala, y hasta en los corredores. Nadie podía evitar dejarse llevar por el erotismo desatado entre los recién casados.A dos meses del enlace, los novios se dirigían hacia Trujillo, donde se embarcarían a Nueva Orleans a disfrutar de su luna de miel. Pasaron por el

Page 10: Estivales de Infortunio

pueblo comprando provisiones para el camino, y despidiéndose de sus amigos. En la casa de Juan y Evangelina, se detuvieron a almorzar, y cuando iban de salida, a Evangelina Ferrera le vinieron los dolores de parto. Llamaron inmediatamente a la vecina, comadrona, y tras examinar a la embarazada, su rostro reflejó una preocupación terrible: el niño estaba atravesado. Todos los ahí presentes, muy turbados también, no sabían que hacer, y Evangelina, que era enfermera, les dijo que alistaran la carreta para llevarla a Juticalpa, donde le podían hacer una cesárea. Tras colocar el grito en el cielo y negarse rotundamente, toda la familia le propuso esperar. La partera no se atrevía a tocarla, y mucho menos a darle masajes para acomodar a la criatura dentro del vientre. Después de muchas discusiones que no hacían más que rezagar el parto, enyugaron los bueyes y pusieron almohadas y un colchón en la carreta. Junto con ellos iban, los recién casados.Evangelina, que sudaba a chorros, era confortada con paños húmedos aplicados por Geraldina, que iba junto con ella en la carreta. Lo que preocupaba a la embarazada era que su letal padecimiento iba avanzado, y sabía que quizás le fallarían las fuerzas para dar a luz. Supo en el trayecto, casi para llegar al río, que se le apagaba la vida, y que de esta no pasaría. Lo único que pedía era tener a su bebé, uno que contra toda recomendación medica había decidido procrear.Llegando al río una sorpresa les apremiaba: estaba casi desbordado. Las lluvias tempranas de mayo en las cabeceras habían aumentado el caudal, para infortunio de los apresurados viajeros. Con gran dificultad y dolor, la parturienta se trasladó de la carreta al pipante de caoba de don Justo Almendárez, que tenía años de cruzar gente, animales y todo tipo de cosas de un lado a otro de Guayape.En la embarcación iban, Evangelina y su esposo, y los recién casados, y tres allegadas a Evangelina. Sus padres, de edad avanzada, no podían hacer el viaje, por lo que dos primas y su criada de confianza la acompañaban.Don Justo, que les advirtió que mejor regresaran, decidió hacer el viaje en vista del estado de gravidez de Evangelina, quien se veía cada vez más pálida y decaída. Cuando iban a mitad del embravecido río, se le rompió la fuente y gritó tan fuerte que hasta los pájaros en las ramas de los sauces de las orillas se asustaron. En eso un tronco de higuera, de esos que viajan sigilosos y escondidos en las crecientes, embistió a la embarcación, destrozándola por la mitad, lanzando a todos al agua. Juan y Geraldina fueron sacados a la orilla por un remolino, mientras que observaban como sus amados, Evangelina y Santiago, eran arrastrados por la corriente. Ambos corrían por la playa, tratando de alcanzar a sus parejas, impotentes hasta la muerte por no poder ayudarlos. Don Justo, que había sido lanzado por los aires al levantarse bruscamente la proa, murió al impactar contra el agua, y ninguna de las allegadas a Evangelina se veía

Page 11: Estivales de Infortunio

por ningún lado. Juan, desesperado, lanzaba cuanta rama larga encontraba, para que su esposa pudiera asirse y ser rescatada de las aguas. Santiago Rojas, tenían ambas piernas fracturadas por un golpe de la popa destrozada del pipante, por lo que se le hacía imposible impulsarse en el agua. Gritaba inconsolable “te amo Geraldina”, “nunca me olvides”, con una resignación de muerte que partía el corazón a su amada, que al tropezarse con una raíz, resbaló por el barranco y cayó al río. Juan, casi inconsciente del dolor que le provocaba ver a su amada y al hijo que esta daría a luz a merced de las aguas, corría despavorido por la playa, y pedía ayuda a gritos, que fueron escuchados en Los Arrayanes, una hacienda al otro lado del río, por un grupo de trabajadores que se lanzaron por los montes hacia la orilla del río a salvar a los conmovedores náufragos. Geraldina, que había nadado hasta su esposo, hizo cuanto pudo para rescatarlo, pero su corpulento peso se lo impedía. El lloraba de tristeza, resignado a morir, y ella gritaba de dolor, no resignada a enviudar. El cuadro era desgarrador: Evangelina, que ya para entonces flotaba inconsciente en las turbias aguas, parecía muerta. Los trabajadores de la hacienda corrían, pero no llegarían a tiempo para la catástrofe: el paso de Los Encuentros, lugar donde Guayape y Telica confluyen, es una zona ya de por sí peligrosa en verano, cuanto mas en invierno. Las traicioneras aguas de la zona, hipócritamente mansas, son remolinos insondables, en los que muchos habían perecido. Uno de los trabajadores lanzó un largo mecate, pero no fue alcanzado. Juan se lanzó al agua a rescatar a su amada, y al llegar a ella se topó con que ya no la veía ni siquiera flotar. Santiago Rojas besó a su amada y le dijo: “te amo, nunca lo olvides”, y la empujó con todas sus fuerzas hacia la orilla, donde uno de los rescatistas, en contra de su voluntad, le había lazado como a una ternera. Ella, pataleó, gritó, y quedó inconsciente del dolor unos instantes después. Él, que ya no se veía en los mansos remolinos de Los Encuentros, nunca más sería encontrado, a pesar de una búsqueda exhaustiva que duró semanas. Juan Guerrero, sujetado justo antes de llegar a los remolinos, había perdido ya la razón, y Evangelina, desaparecida por unos minutos en el fondo del agua de Los Encuentros, salió a flote más adelante, inerte, y sin el bebé dentro de su vientre. El niño, varón y llamado Moisés irónicamente a propósito, fue “rescatado de las aguas” dos días después del accidente por Juanita, el amor eterno de Juan Guerrero, que vivía en la aldea de La Puzunca desde hacía cinco meses, soltera y con el corazón roto por la traición de su amado. Junto con otras mujeres de la aldea cortaban escobas de sauce, cuando escucharon los gritos de un bebé en la playa del Guayape.Nadie se explicaba cómo había nacido o sobrevivido, y al considerarlo causante de la desgracia de las dos familias, ni los Guerrero ni los Ferrera quisieron hacerse cargo de él, y Juanita lo crió y lo amó como suyo hasta su muerte,

Page 12: Estivales de Infortunio

soltera y amando como el primer día a su enloquecido en el hospital de Juticalpa, Juan Guerrero.Geraldina Cabañas se hizo monja en Comayagua, y el dolor de la pérdida de su amado le acompañaría el resto de sus días. Nunca nadie supo porqué odiaba los ríos y a las mujeres embarazadas, y su historia hubiera muerto con ella, de no ser porque nada se olvida en los pueblitos de arcillosos tejados, amplias calles y chismosísima gente.

JOSÉ CARLOS CARDONA ERAZOHONDUREÑO

24 de febrero de 2010.