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Episodios Nacionales Los apostólicos Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Episodios NacionalesLos apostólicos

Benito Pérez Galdós

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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-I-Tradiciones fielmente conservadas y ciertos

documentos comerciales, que podrían llamarseel Archivo Histórico de la familia de Cordero,convienen en que Doña Robustiana de los To-ros de Guisando, esposa del héroe de Boteros,falleció el 11 de Diciembre de 1826. ¿Fue peri-tonitis, pulmonía matritense o tabardillo pinta-do lo que arrancó del seno de su amante familiay de las delicias de este valle de lágrimas a tandigna y ejemplar señora? Este es un terrenooscuro en el cual no ha podido penetrar nuestrainvestigación ni aun acompañada de todas lasluces de la crítica.

Esa pícara Historia, que en tratándose de losreyes y príncipes, no hay cosa trivial ni hechoinsignificante que no saque a relucir, no ha te-nido una palabra sola para la estupenda hazañade Boteros, ni tampoco para la ocasión lastimo-sa en que el héroe se quedó viudo con cinco

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hijos, de los cuales los dos más pequeñuelosvinieron al mundo después que el giro de losacontecimientos nos obligó a perder de vista ala familia Cordero.

Cuando murió la señora, Juanito Jacobo (aquien se dio este nombre en memoria de ciertofilósofo que no es necesario nombrar) tenía dosmeses no bien cumplidos, y por su insaciableapetito así como su berrear constante declarabala raza y poderoso abolengo de Toros de Gui-sando. Sus bruscas manotadas y la fiereza conque se llevaba los puños a la boca, ávido demamarse a sí mismo por no poder secar un parde amas cada mes, señales eran de vigor e in-dependencia, por lo que D. Benigno, sin dejarde agradecer a Dios las buenas dotes vitalesque había dado a su criatura, pasaba la penanegra en su triste papel de viudo, y ora valién-dose de cabras y biberones, cuando faltaban lasnodrizas, ora buscando por Puerta Cerrada yambas Cavas lo mejor que viniera de Asturias y

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la Alcarria en el maleado género de amas paracasa de los padres; ya desechando a esta por en-ferma y a aquella por desabrida, taimada y la-drona, ya suplicando a tal cual señora de suconocimiento que diera una mamada al mucha-cho cuando le faltaba el pecho mercenario, eraun infeliz esclavo de los deberes paternales yperdía el seso, el humor, la salud, el sueño, sibien jamás perdía la paciencia.

En las frías y largas noches ¿quién sino élhabría podido echarse en brazos la infantil car-ga y acallar los berridos con paseos, arrullos,halagos y cantorrios? ¿Quién sino él habría so-portado las largas vigilias y el cuneo incesantey otros muchos menesteres que no son paracontados? Pero D. Benigno tenía un axioma queen todas estas ocasiones penosas le servía degrandísimo consuelo, y recordándolo en losmomentos de mayor sofoco, decía:

-El cumplimiento estricto del deber en las di-ferentes circunstancias de la existencia es lo que

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hace al hombre buen cristiano, buen ciudadano,buen padre de familia. El rodar de la vida nospone en situaciones muy diversas exigiéndonosahora esta virtud, más tarde aquella. Es precisoque nos adaptemos hasta donde sea posible aesas situaciones y casos distintos, respondiendosegún podamos a lo que la Sociedad y el Autorde todas las cosas exigen de nosotros. A vecesnos piden heroísmo que es la virtud reconcen-trada en un punto y momento; a veces pacien-cia que es el heroísmo diluido en larga serie deinstantes.

Después solía recordar que Catón el Censorabandonaba los negocios más arduos del go-bierno de Roma para presenciar y dirigir lalactancia, el lavatorio y los cambios de vestidode su hijo, y que el mismo Augusto, señor yamo del mundo, hacía otro tanto con sus niete-cillos. Con esto recibía D. Benigno gran alivio, ydespués de leer de cabo a rabo el libro del Emi-lio que trata de las nodrizas, de la buena leche,

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de los gorritos y de todo lo concerniente a laprimera crianza, contemplaba lleno de orgulloa su querido retoño, repitiendo las palabras delgran ginebrino: «así como hay hombres que nosalen jamás de la infancia, hay otros de quienesse puede decir que nunca han entrado en ella yson hombres desde que nacen».

Con estos trabajos, que hacía más llevaderosla satisfacción de un noble deber cumplido, ibapasando el tiempo. El primer aniversario delfallecimiento de su mujer renovó en Corderotodas las hondas tristezas de aquel luctuosodía, y negándose al trivial consuelo de la tertu-lia de amigos y parroquianos, cerró la tienda yse retiró a su alcoba, donde las memorias de ladifunta parecían tomar realidad y figura sensi-ble para acompañarle. El segundo aniversariohalló bastante cambiadas personas y cosas: latienda había crecido, los niños también. JuanitoJacobo, ni un ápice mermado en su constituciónbecerril, atronaba la casa con sus gritos y daba

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buena cuenta de todo objeto frágil que en sumano caía. En el alma de D. Benigno iba decli-nando mansamente el dolor cual noche que serecoge expulsada poco a poco por la claridaddel nuevo día.

En el tercer aniversario (11 de Diciembre de1829) el cambio era mucho mayor y D. Benigno,restablecido en la majestad de su carácter ame-no, sencillo, bondadoso y lleno de discreción yprudencia, parecía un soberano que torna alsolio heredado después de lastimosos destie-rros y trapisondas. No dejaron, sin embargo, deasaltarle en la mañanita de aquel día pensa-mientos tristes; pero al volver de la misa con-memorativa que había encargado, según cos-tumbre de todo aniversario, y oído devotamen-te en Santa Cruz, viósele en su natural humorcotidiano, llenando la tienda con su activa mi-rada y su atención diligente. Después de cerrarla vidriera para que no se enfriara el local,palpó con cierta suavidad cariñosa las cajas que

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contenían el género; hojeó el libro de cuentas,pasó la vista por el Diario que acababan de tra-er; dio órdenes al mancebo para llevar a dos otres casas algunas compras hechas la nocheanterior; cortó un par de plumas con el minu-cioso esmero que la gente de los buenos tiem-pos ponía en operación tan delicada, y habríapuesto sobre el papel algunos renglones deaquella hermosa letra redonda que ya sólo seve en los archivos, si no le sorprendieran desúbito sus niños, que salieron de la trastiendacartera en cinto, los libros en correa, la pizarra ala espalda y el gorrete en la mano para pedir aPadre la bendición.

-¡Cómo! -exclamó D. Benigno, entregando sumano a los labios y a los húmedos hociquillosde los Corderos-. ¿No os he dicho que hoy nohay escuela?... Es verdad que no me habíaacordado de decíroslo; pues ya había pensadoque en este día, que para nosotros no es alegrey para toda España será, según dicen, un día

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felicísimo, todos los buenos madrileños debenir a batir palmas delante de ese astro que nostraen de Nápoles, de esa reina tan ponderada,tan trompeteada y puesta en los mismos cuer-nos de la luna, como si con ella nos vinieran acámil dichas y tesoros... hablo también con usted,apreciable Hormiga, pase usted... no me molestaahora ni en ningún momento.

Dirigíase Don Benigno a una mujer que sehabía presentado en la puerta de la trastienda,deteniéndose en ella con timidez. Los chicos,luego que oyeron el anuncio feliz de que nohabía escuela, no quisieron esperar a conocerlas razones de aquel sapientísimo acuerdo, ydespojándose velozmente de los arreos estu-diantiles, se lanzaron a la calle en busca deotros caballeritos de la vecindad.

-Tome usted asiento -añadió Cordero, de-jando su silla, que era la más cómoda de latienda, para ofrecérsela a la joven-. Ayude us-

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ted mi flaca memoria. ¿Qué nombre tiene nues-tra nueva reina?

-María Cristina.

-Eso es... María Cristina... ¡Cómo se me olvi-dan los nombres!... Dícese que este casamientonos va a traer grandes felicidades, porque lanapolitana... pásmese usted...

El héroe, después de mirar a la puerta paraestar seguro de que nadie le oía, añadió en vozbaja:

-Pásmese usted... es una francmasona, unainsurgente, mejor dicho, una real dama enquien los principios liberales y filosóficos seunen a los sentimientos más humanitarios. Esdecir, que tendremos una Reina domesticadorade las fierezas que se usan por acá.

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-A mí me han dicho, que ha puesto por con-dición para casarse que el rey levante el destie-rro a todos los emigrados.

-A mí me han dicho algo más -añadió Cor-dero, dando una importancia extraordinaria asu revelación-, a mí me han dicho que en Nápo-les bordó secretamente una bandera para losinsurrectos de... de no sé qué insurrección.¿Qué cree usted? La mandan aquí porque si sequeda en Italia da la niña al traste con todas lastiranías... Que ella es de lo fino en materia deliberalismo ilustrado y filosófico, me lo pruebamás que el bordar pendones el odio que le tienetoda la turbamulta inquisidora y apostólica deEspaña y Europa y de las cinco partes del globoterráqueo. ¿Estaba usted anoche aquí cuando elSr. de Pipaón leyó un papel francés que llamanla Quotidienne? ¡Barástolis! ¡Y qué herejías ledicen! Ya se sabe que esa gente cuando no pue-de atacar nuestro sistema gloriosísimo a tiros ypuñaladas lo ataca con embustes y calumnias.

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Bendita sea la princesa ilustre que ya trae eldiploma de su liberalismo en las injurias de losrealistas. Nada le falta, ni aun la hermosura, ypara juzgar si es tan acabada como dicen lospapeles extranjeros, vamos usted y yo a darnosel gustazo de verla entrar.

La persona a quien de este modo hablaba eltendero de encajes no tenía un interés muy vivoen aquellas graves cosas de que pendía quizásel porvenir de la patria; pero llevada de su res-peto a D. Benigno, le miraba mucho y pronun-ciaba un sí al fin de cada parrafillo. Conocidade nuestros lectores desde 1821, esta discretajoven había pasado por no pocas vicisitudes yconflictos durante los ocho años transcurridosdesde aquella fecha liberalesca hasta el añoquinto de Calomarde en que la volvemos a en-contrar. Su carácter, altamente dotado de cuali-dades de resistencia y energía que son como elantemural que defiende al alma de los embatesde la desesperación, era la causa principal de

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que las desgracias frecuentes no desmejorasensu persona. Por el contrario, la vida activa delcorazón, determinando actividades no menosgrandes en el orden físico, le había traído undesarrollo felicísimo, no sólo por lo que con élganaba su salud sino por el provecho que de élsacaba su belleza. Esta no era brillante ni mu-cho menos, como ya se sabe, y más que bellezaen el concepto plástico era un conjunto de gra-cias accesorias realzando y como adornando elprincipal encanto de su fisonomía que era laexpresión de una bondad superior.

La madurez de juicio y la rectitud en el pen-sar; el don singularísimo de convertir en fácileslos quehaceres más enojosos, la disposiciónpara el gobierno doméstico, la fuerza moral quetenía de sobra para poder darla a los demás endías de infortunio, la perfecta igualdad delánimo en todas las ocasiones, y finalmenteaquella manera de hacer frente a todas las cosasde la vida con serenidad digna, cristiana y sin

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afán, como quien la mira más bien por el ladode los deberes que por el de los derechos, hac-ían de ella la más hermosa figura de un tiposocial que no escasea ciertamente en España,para gloria de nuestra cultura.

-Los que no la ven a usted desde el año 24 -le dijo aquel mismo día D. Benigno observán-dola con tanta atención como complacencia-, nola conocerán ahora. Me tengo por muy feliz alconsiderar que en mi casa ha sido donde haganado usted esos frescos colores de su cara, yque bajo este techo humilde ha engrosado us-ted considerablemente... digo mal, porque noestá usted como mi pobre Robustiana ni muchomenos... quiero decir, proporcionadamente, deun modo adecuado a su estatura mediana, a sutalle gracioso, a su cuerpo esbelto. Beneficios dela vida tranquila, de la virtud, del trabajo, ¿noes verdad?... Todos los que la vieron a usted enaquellos tristes días, cuando a entrambos nos

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pusieron a la sombra y colgaron al pobre Sar-miento...

Este recuerdo entristeció mucho a la joven,impidiendo que su amor propio se vanagloria-se con los elogios galantes que acababa de oír.Eran ya las once de la mañana, y vestida comoen día de fiesta para acompañar a D. Benigno,esperaba en la tienda la señal de partida.

-Aguarde usted: voy a hacer un par de asien-tos en el libro -dijo este sentándose en su escri-torio-. Todavía tenemos tiempo de sobra. Ire-mos a la casa de D. Francisco Bringas, de cuyosbalcones se ha de ver muy requetebién toda lacomitiva. Los pequeños se quedarán con mihermana y llevaremos a Primitivo y a Segundo.¿Están vestidos?

Los dos muchachos, de doce y diez añosrespectivamente, no tenían la soltura que a taledad es común en los polluelos de nuestrosdías; antes bien encogidos y temerosos, vesti-

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dos poco menos que a mujeriegas, representa-ban aquella deliciosa perpetuidad de la niñezque era el encanto de la generación pasada.Despabilados y libertinos en las travesuras dela calle, eran dentro de casa humildes, tacitur-nos y frecuentemente hipócritas.

Gozosos de salir con su padre a ver la entra-da de la cuarta reina, esperaban impacientes lahora y formando alrededor de la joven gruposemejante al que emplean los artistas para re-presentar a la Caridad, la manoseaban so pre-texto de acariciarla, le estrujaban la mantilla,arrugándole las mangas y curioseando dentrodel ridículo. La joven tenía que acudir a cadainstante a remediar los desperfectos que los dosinquietos y pegajosos muchachos se hacían ensu propio vestido, y ya atando al uno la cintade la gorra o cachucha, o abotonándole el casa-quín, ya asegurando al otro con alfileres la cor-bata, no daba reposo a sus manos ni tenía oca-sión para quitárseles de encima.

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-No seáis pesados -les dijo con enfado supadre-, y no sobéis tanto a nuestra queridaHormiguita. Para verla, para darle a entenderque la queréis mucho, no es preciso que lepongáis encima esas manazas... que sabe Dioscómo estarán de limpias: ni hace falta que lallenéis de saliva besuqueándola...

Esta reprimenda les alejó un poco del objetode su adoración; pero siguieron contemplándo-la como bobos, cortados y ruborosos, mientrasella, con la sonrisa en los labios, reparaba tran-quilamente las chafaduras de su vestido y lasarrugas del encaje, para abrir luego su abanicoy darse aire con aquel ademán ceremonioso yacompasado, propio de la mujer española.

Entretanto, allá arriba, en el piso donde vivíala familia oíanse batahola y patadillas con llan-to y becerreo, señal del pronunciamiento de losdos Corderos menores, Rafaelito y Juan Jacobo,rebelándose contra la tiranía que les dejaba

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encerrados en casa en la fastidiosa compañía dela tía Crucita.

-Ya escampa -dijo Cordero señalando al te-cho con el rabo de la pluma-, oiga usted al pue-blo soberano que aborrece las cadenas... Verdadque mi hermana no es de aquellas personasorganizadas por la Naturaleza para hacer lle-vadero y hasta simpático el despotismo.

Y dejando por un momento la escrituraentró en la trastienda dirigiendo hacia arribapor el hueco de la tortuosa escalerilla estas pa-labras:

-Cruz y Calvario, no les pegues, que hartadesazón tienen con quedarse en casa en día detanto festejo.

-Idos de una vez a la calle y dejadme en paz-contestó de arriba una voz nada armoniosa niafable-, que yo me entenderé con los enemigos.Ya sé cómo les he de tratar... Eso es, marchaos

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vosotros, marchaos al paseíto tú y la linda Ma-rizápalos, que aquí se queda esta pobre mártirpara cuidar serpentones y aguantar porrazos,siempre sacrificada entre estos dos cachidia-blos... Idos enhorabuena... a bien que en la otravida le darán a cada cual su merecido.

Violento golpe de una puerta fue punto finalde este agrio discurso, y en seguida se oyeronmás fuertes las patadillas infantiles de los cor-deros y el sermoneo de la pastora.

-Siempre regañando -dijo D. Benigno con jo-vialidad-, y arrojando venablos por esa benditaboca, que con ser casi tan atronadora como lade un cañón de a ocho, no trae su charla insu-frible de malas entrañas ni de un corazón per-verso. Mil veces lo he dicho de mi inaguantablehermana y ahora lo repito: «es la paloma queladra».

Esto lo dijo Cordero guardando en su lugarlas plumas con el libro de cuentas y todos los

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trebejos de escribir, y tomó después con unamano el sombrero para llevarlo a la cabeza,mientras la otra mano trasportaba el gorrocarmesí de la cabeza a la espetera en que elsombrero estuvo.

-Vámonos ya, que si no llegamos pronto en-contraremos ocupados los balcones de Bringas.

La joven alzaba la tabla del mostrador parasalir con los chicos, cuando la tienda se oscure-ció por la aparición de un rechoncho pedazo dehumanidad que casi llenaba el marco de lapuerta con su bordada casaca, sus tiesos enca-jes, su espadín, su sombrero, sus brazos que nosabían cómo ponerse para dar a la persona unaspecto pomposo en que la rotundidad se unie-ra con la soltura.

-Felices, Sr. D. Juan de Pipaón -dijo don Be-nigno observando de pies a cabeza al persona-je-. Pues no viene usted poco majo... Así megusta a mí la gente de corte... Eso es vestirse

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con gana y paramentarse de veras. A ver, vuél-vase usted de espaldas... ¡Magnífico! ¡qué fal-dones!... A ver de frente... ¡qué pechera! Alceusted el brazo: muy bien. ¡Cómo se conoce latijera de Rouget! De mis encajes nada tengo quedecir... ¡qué saldrá de esta casa que no sea labondad misma! Póngase usted el sombrero aver qué tal cae... Superlative... ¡Con qué graciaestá puesta la llave dorada sobre la cadera!...¿Estas medias son de casa de Bárcenas?... ¡Québien hacen las cruces sobre el paño oscuro!...una, dos, tres, cuatro veneras... Bien ganaditastodas, ¿no es verdad, ilustrísimo señor D.Juan?... ¡Barástolis! parece usted un patriarcagriego, un sultán, un califa, el Rey que rabió oel mismísimo mágico de Astracán.

Conforme lo decía iba examinando pieza porpieza, haciendo dar vueltas al personaje comosi este fuera un maniquí giratorio. Don Benignoy la joven, no menos admirada que él, ponde-raban con grandes exclamaciones la belleza y

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lujo de todas las partes del vestido, mientras elcortesano se dejaba mirar y asentía en silencio,con un palmo de boca abierta, todo satisfecho yembobado de gozo, a los encarecimientos quede su persona se hacían.

-Todo es nuevo -dijo la dama.

-Todo -repitió Pipaón mirándose a sí mismoen redondo como un pavo real-. Mi destino dela secretaría de S. M. ha exigido estos dispen-dios.

En seguida fue enumerando lo que le habíacostado cada pieza de aquel torreón de seda,galones, plumas, plata, encajes, piedras y balle-nas, rematado en su cúspide por la carátulamás redonda, más alborozada, más contenta desí misma que se ha visto jamás sobre unmontón de carne humana.

-Pero no nos detengamos -dijo al fin-, uste-des salían...

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-Vamos a casa de Bringas. ¿Va usted tam-bién allá?

-¿Yo?, no, hombre de Dios. Mi cargo meobliga a estar en palacio con los señores minis-tros y los señores del Consejo para recibir allía...

Acercó su boca al oído de D. Benigno y pro-tegiéndola con la palma de la mano, dijo en vozbaja:

-A la francmasona...

Ambos se echaron a reír y D. Benigno se en-volvió en su capa diciendo:

-¡Pues viva la reina francmasona! El des-francmasonizador que la desfrancmasonicebuen desfrancmasonizador será.

-Eso no lo dice Rousseau.

-Pero lo digo yo... Y andando que es tarde.

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-Andandito... -murmuró Pipaón incrustandosu persona toda en el hueco de la puerta paraofrecerla a la admiración de los transeúntes-.Pero se me olvidaba el objeto de mi visita.

-¿Pues no ha venido usted a que le viéra-mos?

-Sí, y también a otra cosa. Tengo que dar unanoticia a la señora doña Sola.

La joven se puso pálida primero, despuéscomo la grana, siguiendo con los ojos el movi-miento de la mano de Pipaón que sacaba unospapeles del bolsillo del pecho.

-¿Noticias? Siempre que sean buenas -dijoCordero cerrando y asegurando una de lashojas de la puerta.

-Buenas son... Al fin nuestro hombre da se-ñales de vida. Me ha escrito y en la mía incluyeesta carta para usted.

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Soledad tomó la carta, y en su turbación ladejó caer, y la recogió y quiso leerla y tras unrato de vacilación y aturdimiento, guardolapara leerla después.

-Y no me detengo más -dijo Pipaón-, quevoy a llegar tarde a palacio. Hablaremos estanoche, Sr. D. Benigno, señora doña Hormiga.Abur.

Se eclipsó aquel astro. Por la calle abajo ibacomo si rodara, semejante a un globo de luz,deslumbrando los ojos de los transeúntes conlos mil reflejos de sus entorchados y cruces, ysiendo pasmo de los chicos, admiración de lasmujeres, envidia de los ambiciosos, y orgullode sí mismo.

Cuando el héroe de Boteros, dada la últimavuelta a la llave de la puerta y embozado en supañosa, se puso en marcha, habló de este modoa su compañera:

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-¿Noticias de aquel hombre?... Bien. ¿Cartasvenidas por conducto de Pipaón?... malum sig-num. No tenemos propiamente correo... Queri-da Hormiga, es preciso desconfiar en todo y portodo de este tunante de Bragas y de sus melo-sas afabilidades y cortesanías. Mil veces le hedefinido y ahora le vuelvo a definir: «es el co-codrilo que besa».

-II-¿Por qué vivía en casa de Cordero la hija de

Gil de la Cuadra? ¿Desde cuándo estaba allí? Esurgente aclarar esto.

Cuando pasó a mejor vida del modo lamen-table e inicuo que todos sabemos D. PatricioSarmiento, Soledad siguió viviendo sola en lacasa de la calle de Coloreros. D. Benigno y sufamilia continuaron también en el piso princi-pal de la misma casa. La vecindad continuada y

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más aún la comunidad de desgracias y de peli-gros en que se habían visto, aumentaron la afi-ción de Sola a los Corderos y el cariño de losCorderos a Sola, hasta el punto de que todos seconsideraban como de una misma familia, yllegó el caso de que en la vecindad llamaran ala huérfana Doña Sola Cordero.

A poco de nacer Rafaelito trasladose donBenigno a la subida de Santa Cruz, y al princi-pal de la casa donde estaba su tienda, y comoallí el local era espacioso, instaron a su amigapara que viviera con ellos. Después de muchosruegos y excusas quedó concertado el plan deresidencia. En aquellos días se casó Elena con eljovenzuelo Angelito Seudoquis, el cual, desti-nado a Filipinas cuatro meses después de laboda, emprendió con su muñeca el viaje por elCabo, y a los catorce meses los señores de Cor-dero recibieron en una misma carta dos noticiasinteresantes; que sus hijos habían llegado a

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Manila y que antes de llegar les habían dado unnietecillo.

Lo mismo D. Benigno que su esposa veíanque la amiga huérfana iba llenando poco a pocoel hueco que en la familia y en la casa habíadejado la hija ausente. Pruebas dio aquella bienpronto de ser merecedora del afecto paternalque marido y mujer le mostraban. Asistió adoña Robustiana en su larga y penosa enfer-medad con tanta solicitud y abnegación tangrande que no lo haría mejor una santa. Nadie,ni aun ella misma, hizo la observación de quehabía pasado su juventud toda asistiendo en-fermos. Gil de la Cuadra, doña Fermina, Sar-miento, doña Robustiana marcaban las fechasculminantes y sucesivas de una existencia con-sagrada al alivio de los males ajenos, siemprecon absoluto desconocimiento del bien propio.

Doña Robustiana sucumbió. Las buenas cos-tumbres y el respeto a las apariencias morales,que no sin razón auxilian a la moral verdadera,

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no permitían que una joven soltera viviese encompañía de un señor viudo. Fue necesariosepararse. D. Benigno tenía una hermana viejay solterona, avecindada en Madrid, mediana-mente rica, y de cuya suavidad, semejante a lade un puerco-espín, tiene el lector noticia. Pose-ía doña Cruz Cordero un carácter espinoso,insufrible, inexpugnable como una ruda forta-leza natural de displicencia, artillada con loscañones de las palabras agrias y duras. No sellegaba al interior de tal plaza ni por la violen-cia ni por el cariño. No se rendía a los ataquesni se dejaba sorprender por la zapa. El pobre D.Benigno apuró todos los medios para conseguirque su hermana se fuera a vivir con él, a fin deconstituir la casa en pie mujeril y poder retenera su lado a Sola sin miedo a contravenir lasprácticas sociales. Pero Doña Cruz hacía tanpoco caso de la voz de la razón como de lasvoces del cariño y se fortalecía más cada vez enel baluarte de su egoísmo. Todo provenía de suodio a los muchachos, ya fueran de pecho, ya

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pollancones o barbiponientes. En esto no habíadiferencias: aborrecía la flor de la humanidadcualquiera que fuese su estado, y seguramentese dudara de la aptitud de su corazón para todaclase de amor si no existiesen gatos y perros yaun mirlos para probar lo contrario.

Si no pudo conseguir D. Benigno que DoñaCruz fuese a vivir con él, logró que admitieseen su compañía a Sola, no sin que pusiera milenojosas condiciones la vieja. A aquella épocapertenecen los apuros de D. Benigno, su sole-dad de padre viudo entre biberones y amas decría y los otros ruines trabajos que hemos des-crito al principio de esta narración. La de Gil dela Cuadra ayudábale un poco durante el día,pero no en las noches, porque doña Cruz habíahecho la gracia de irse a vivir al extremo de laVilla, lindando con el Seminario de Nobles, yrarísima vez visitaba a su hermano en horasincómodas.

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Llegó un día en que la paciencia de Don Be-nigno, como todo aquello que ha tenido largo yabundante uso, tocó a su límite. Ya no habíamás paciencia en aquella alma tan generosa-mente dotada de nobles prendas por Dios. Peroaún había, en dosis no pequeña, la decisiónpara acometer grandes cosas, aquella bravurade la acción unida a la audacia del pensamientoque en una fecha memorable le pusieron al ni-vel de los más grandes héroes.

So pretexto de una enfermedad grave, Cor-dero hizo venir a Doña Crucita a su casa, y lue-go que la tuvo allí, le endilgó este discurso,amenazándola con una gruesa llave que en lamano tenía:

-Sepa usted, señora Doña Basilisco, que deaquí no saldrá si no es para el cementerio,siempre que no se conforme a vivir en compañ-ía de su hermano. Solo estoy y viudo, con hijospequeños y uno todavía mamón. Dígame si espropio que yo abandone los quehaceres de mi

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comercio para arrullar muchachos, teniendo,como tengo, dos mujeres en mi familia que loharán mejor que yo... ¡Silencio, porque pego!...De aquí no se sale.

Doña Crucita alborotó la casa, y aun quisollamar a la justicia; pero D. Benigno, Sola y elpadre Alelí que era muy amigo de ambos her-manos lograron calmarla, para lo cual fue pre-ciso anteponer a todas las razones la traslaciónde todos los bichos que en su morada tenía laseñora, añadiendo a la colección nuevos ejem-plares que Cordero compró para acabar deconquistar la voluntad de la paloma ladrante. Aldigno señor no le importaba ver su casa conver-tida en un arca de Noé, con tal de tener en ellala compañía que deseaba.

Desde entonces varió la existencia de Corde-ro, así como la de Sola. Aquel volvió a sus que-haceres naturales. Los chicos tuvieron quien lescuidara bien y todo marchó a pedir de boca.Crucita, sin dejar de renegar de su hermano, de

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los endiablados borregos y del insoportableruido de la calle, se fue conformando poco apoco.

Pronto se conoció que el gobierno de la casaestaba en buenas manos. Sola la encontró comouna leonera y la puso en un pie de orden, lim-pieza y arreglo que inundaba de gozo el co-razón de D. Benigno. Ni aun en tiempo de suRobustiana había él visto cosa semejante. Ya nose volvió a ver ninguna pieza descosida sobreel cuerpo de los corderillos, ni se echó de me-nos botón, faja ni cinta. Ninguna prenda ni ob-jeto se vio fuera de su sitio, ni rodaba la lozapor el suelo, ni subía el polvo a los vasares, niestaban las sillas patas arriba y las lámparasboca abajo. Todo mueble ocupó su lugar con-veniente, y toda ocupación tuvo su hora fija einalterable. No se buscaba cosa alguna que alpunto no se encontrara, ni se hacía esperar lacomida ni la cena. Los objetos preciosos nopodían confundirse con los últimos cachiva-

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ches, porque había sido inaugurado el reinadode las distancias. El latón brillaba como la platay el cerezo tenía el lustre de la caoba. D. Benig-no estaba embelesado, y repetía aquel pasaje desu autor favorito: «Sofía conoce maravillosa-mente todos los detalles del gobierno de la ca-sa, entiende de cocina, sabe el precio de los co-mestibles y lleva muy bien las cuentas. Tieneun talento agradable sin ser brillante, y sólidosin ser profundo... La felicidad de una joven deesta clase consiste en labrar la de un hombrehonrado».

La casa era grande, tortuosa y oscura comoun laberinto. Había que conocerla bien paraandar sin tropiezo por sus negros pasillos yaposentos, construidos a estilo de rompe-cabezas. Sólo dos piezas tenían ambiente y luz,y en una de ellas, la mejor de la casa, fue preci-so instalar a Crucita con las doce jaulas de pája-ros que eran su delicia. No faltaba en el estradoningún objeto de los que entonces constituían el

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lujo, pues a D. Benigno se le había despertadoel amor de las cosas elegantes, cómodas y de-centes, y como no carecía de dinero, cada díadaba permiso a su diligente Hormiga para in-troducir alguna novedad. Con las onzas deCordero y el buen gusto de Sola viose pronto lacasa en un pie de elegancia que era el asombrode la vecindad. Fue vestida la sala de hermosopapel imitando mármol, y una batería de sillasde caoba sustituyó a las antiguas de nogal ycerezo. El brasero era como un gran artesón decobre, sustentado sobre cuatro garras leoninas,y con la badila y reja no pesaba menos de me-dio quintal. El sofá y los dos sillones, que hoynos parecerían potros de suplicio, eran de lomás selecto. Las cortinas de percal blanco confranjas de tafetán encarnado, tenían aspectorisueño y se conceptuaban entonces como cosade gran lujo y elegancia. No faltaban las mesi-llas de juego con sus indispensables candelerosde plata, ni las célebres y ya olvidadas rincone-ras llenas de baratijas y objetos de arte y cien-

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cia, tales como cajas, caracoles, figurillas deyeso, algún jarro, libros y un par de pajaritosdisecados. En el marco del espejo apaisado ve-íanse algunas plumas de pavo real puestas conarte y simetría, como las pintan en las cabezasde los salvajes. En cuestión de láminas, habían-se conservado las antiguas que eran el León deFlorencia devorando a un niño, la Desgraciadamuerte de Luis XVI y la Caída de Ícaro.

Vistos de la calle los balcones presentaban elaspecto más alegre que puede imaginarse. Lostiestos, con ser tantos, no eran bastantes paraquitar sitio a las jaulas colgadas unas sobreotras. Interiormente no cesaba la algarabía for-mada por el piar de algunos pájaros, el canto deotros, el ladrido de los falderillos, el mayido delos gatos y los roncos discursos de la cotorra. Elesmero con que Crucita atendía al cuidado y alas necesidades todas de su riqueza zoológicahacía que la existencia de tanto y tanto bicho no

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fuera incompatible con el perfecto aseo de lacasa.

D. Benigno estaba contentísimo del buenarreglo que Sola había puesto en el gabinetedonde él vivía. Sus ropas abundantes y tan biendispuestas que jamás notó en ellas rotura demás ni botón de menos, le recreaban la vista,así como la limpieza de su variada colección desombreros. No le cautivaba menos el ver libressiempre de polvo sus adminículos de caza (di-versión a que era muy aficionado), ni la buenacolocación que se había dado a las estampas deSanta Leocadia y la Virgen del Sagrario (ambasproclamando el abolengo toledano del propie-tario), ni lo bien puestos que estaban los libros.Estos no eran muchos, pero sí escogidos, y sóloformaban dos obras: las de Rousseau, ediciónde 1827, en veinticinco tomitos, y el Año Cris-tiano en doce. Aunque alineados en dos gruposdistintos, no por eso dejaban de andar a cabe-

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zadas, dentro de un mismo estante, el VicarioSaboyano y San Agustín.

Con el orden perfecto en la disposición detodo lo de la casa corría parejas la buena con-cordia entre sus habitantes, si se exceptúan lasgenialidades de Crucita, que fueron menos mo-lestas desde que Sola adoptó el sistema dehacerle poco caso sin aparentar contrariarla.

Desapacible y brusca con los chicos, no con-sentía que se le acercaran a dos varas a la re-donda. No obstante, el frecuente trato con ellosy la dulzura de su hermano y de la Hormigafueron poco a poco arrancando las espinas deaquel carácter endiablado, y al fin sin dejar dehablarles en el lenguaje más duro y desabridoque se puede imaginar, manifestaba algún in-terés por los cuatro enemigos, ayudaba a cuidar-les, y aun se permitía contarles algún trasno-chado y soso cuento.

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Los muchachos, a excepción del más peque-ño, eran pacíficos. Primitivo y Segundo adelan-taban regularmente en sus estudios, y en cuan-to a vocaciones, el tono especial de la época ylos personajes de aquel tiempo despertaban enellos ambiciones varias. El mayor quería serPadre Guardián, para tomar mucho chocolate,dar a besar su mano a los transeúntes y salir apaseo entre un par de duques o marqueses. Elsegundo, que era vanidosillo y fachendoso,quería ser tambor mayor de la Guardia Real,porque eso de ir delante de un regimientohaciendo gestos y espantando moscas con unbastón de porra, le parecía el colmo de la dicha.Rafaelito era más modesto. No le hablaran a élde figuraciones ni altas dignidades: él no queríaser sino confitero, para poder atracarse de dul-ces desde la mañana a la noche y hacer bonitasvelas para los santos. En cuanto a Juanito Jaco-bo, aunque no hablaba, bien se le conocía quesu vocación era la de gigante Goliat o Hércules,según lo que destrozaba, berreaba y las diablu-

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ras que hacía andando a gatas, sin dejarse ame-drentar por cocos ni espantajos.

Tranquilo, feliz, gozoso del orden en quevivía y que amaba por naturaleza y costumbre,Cordero veía pasar suavemente los días. Elmétodo en la existencia le encantaba, y la seme-janza entre el hoy y el ayer era su principal de-licia.

Hombre laborioso, de sentimientos dulces yprácticas sencillas; aborrecedor de las impre-siones fuertes y de las mudanzas bruscas, D.Benigno amaba la vida monótona y regular,que es la verdaderamente fecunda. Compar-tiendo su espíritu entre los gratos afanes de sucomercio y los puros goces de la familia; librede ansiedad política; amante de la paz en lacasa, en la ciudad y en el estado; respetuosocon las instituciones que protegían aquella paz;amigo de sus amigos; amparador de los menes-terosos; implacable con los pillos, fuesen gran-des o pequeños; sabiendo conciliar el decoro

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con la modestia y conociendo el justo medioentre lo distinguido y lo popular, era acabadotipo del burgués español que se formaba delantiguo pechero fundido con el hijodalgo, yque más tarde había de tomar gran vuelo conlas compras de bienes nacionales y la creaciónde las carreras facultativas hasta llegar al puntoculminante en que ahora se encuentra.

La formidable clase media que hoy es el po-der omnímodo que todo lo hace y deshace,llamándose política, magistratura, administra-ción, ciencia, ejército, nació en Cádiz entre elestruendo de las bombas francesas y las perora-tas de un congreso híbrido, inocente, extranje-rizado si se quiere, pero que había brotado co-mo un sentimiento o como un instinto ciego eincontrastable del espíritu nacional. El tercerestado creció, abriéndose paso entre frailes ynobles, y echando a un lado con desprecio estasdos fuerzas atrofiadas y sin savia, llegó a impe-

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rar en absoluto, formando, con sus grandezas ysus defectos una España nueva.

Perdónesenos la digresión, y volvamos aCordero, del cual nos falta decir que en losúltimos años había prosperado grandemente ensu comercio. Pocas noches antes de aquel día enque suponemos comenzada esta narración, elhéroe estaba en su gabinete contando el dinerode la semana. Después que tomó nota de lascantidades y distribuyó estas cariñosamente enlas cestillas de paja que servían para el caso,llamó a Sola, y haciéndola sentar frente a él, ledijo así:

-Si no comunico a alguien lo que pienso eneste instante, apreciable Hormiguita, reviento deseguro.

Sola sonreía, dando más luz al quinqué quesobre la mesa colocado repartía en porciónigual su resplandor a los dos personajes. DonBenigno se reía también, y ya se acariciaba la

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barba redondita y arrebolada, como una man-zana recién cogida, ya se arreglaba las gafas deoro, cuya tendencia a resbalar sobre la narizpicuda y fina iba en aumento cada día.

-Pues lo que pienso -añadió- es que sin sabercómo, me encuentro rico... es decir, no muyrico, entendámonos, sino simplemente en eseestado de buen acomodo que me permitiría, siquisiera, renunciar al comercio y retirarme avivir tranquilo en mis queridos Cigarrales,donde no me ocuparía más que en labrar elcampo y criar a mis hijos.

Sola le respondió a estas palabras con otrasde felicitación, y el héroe, que se sentía aquellanoche con muchas ganas de charlar, continuóasí:

-Con usted no hay secretos. Sepa usted queayer he pagado el último plazo de esta casa enque vivimos; de modo que es mía, tan mía co-mo mis anteojos y mi corbata de suela. En los

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Cigarrales he comprado ya más de cien fanega-das para agregarlas a las que heredé de mispadres, y pienso comprar las del tío Rezaquedito,que saldrán a la venta muy pronto. De modoque ya estamos libres de perder el sueño porcavilar en el día de mañana, y si por acaso meda un torozón (que no me dará) no estaré afli-gido en mi última hora con la idea de que mishijos tengan que vivir a expensas de parientes yamigos. Vea usted por dónde la Divina Provi-dencia ha premiado mi laboriosidad, y nadamás que mi laboriosidad, pues talentos no lostengo, y en cuanto a picardías, ya se sabe queesa moneda no corre dentro de mi casa.

-Dios ha querido que un hombre tan buenoy tan cabal en todo -le dijo Sola-, tenga su me-recido en el mundo, porque si al bueno no le daDios los medios de ser caritativo y generoso¿qué sería de los pobres, de los abandonados,de los huérfanos?

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-No, no... -replicó Cordero un si es no esconmovido-, no hay aquí generosidades quealabar ni virtudes que enaltecer. Algo he hechopor los menesterosos, y si alguna persona harecibido especialmente de mí ciertos beneficios,estos han sido menores de los que ella se mere-ce. Dios no puede estar satisfecho de mí en estaparte... Que se han sucedido buenos años parael género; que los cambios políticos, improvi-sando posiciones han desarrollado el lujo; quelas modas han favorecido grandemente el co-mercio de blondas y puntillas; que la paz deestos años de despotismo ha traído muchosbailes y saraos, equivalentes a gran despilfarrode Valenciennes, Flandes y Malinas; que el res-tablecimiento del culto y clero después de lostres años trajo la renovación de toda la ropa dealtar y mucho consumo de encajería religiosa;que mi puntualidad y honradez me dieron lapreferencia entre las damas; que la corte mis-ma, a pesar de que son bien notorias mis ideascontrarias a la tiranía, no quiere ver entrar por

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las puertas de palacio ni media vara de Alma-gro que no sea de casa de Cordero, y en fin, queDios lo ha querido y con esto se dice todo. Ben-digámosle y pidámosle luces para acertar ahacer el bien que aún no hemos hecho, y que esa manera de una sagrada deuda pendiente conla sociedad, con la conciencia...

El héroe se atascó en su propia retórica, co-mo le pasaba siempre que quería expresar unaidea no bien determinada aún en su espíritu, yun sentimiento oprimido en las fuertes redes dela timidez y la delicadeza.

-Acabe usted que me da gusto oírle -le dijoSola sonriendo-, pero prontito, que hay muchoque hacer esta noche.

-Descanse usted un momento, por amor deDios. ¿Siempre hemos de estar sobre un pie?...¡Oh!, por mi parte, apreciable Hormiga, estoydecidido a descansar. Verdad es que no soy unniño. Tengo cincuenta y dos años.

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Dicho esto, D. Benigno miró como extasiadoa su protegida, que a su vez contemplaba fija-mente la luz a riesgo de quedarse deslumbradatoda la noche.

-Cincuenta y dos años, que es mucho y espoco, según se considere -añadió el héroe concierta turbación-. Todo es relativo, hasta losaños, y yo con mi constitución recia y firme,mis acerados músculos, mi desconocimientoabsoluto de lo que son médicos y boticas, nome cambio por esos pisaverdes de color de cerade muerto, que se llaman muchachos por unaequivocación del tiempo.

-Es usted rico; goza de perfecta salud-murmuró Sola, cuyas miradas, como maripo-sas, gustaban de recrearse en la llama-; esademás bueno como el buen pan, tiene buennombre y fama limpia, ¿qué más puede desear?

Don Benigno dio un suspiro y mirando altapete, dijo así:

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-Es verdad: nada puedo desear. Temeridad eimpertinencia sería pedir más.

Ambos callaron.

-¿Tiene usted algo más que decirme?-preguntó Sola levantándose.

-Nada, nada, apreciable Hormiga -dijo D. Be-nigno irradiando bondad y sentimientos purosde su cara de rosa-. Nada más sino que... Diossobre todo.

Después que la joven se fue, Cordero tomó aRousseau como se toma el brazo de un amigopara apoyarse en él, y abriendo el libro pordonde estaba la marca, indicando sin dudacapítulo, párrafo o renglón de gran interés, sequedó un buen rato meditando en la extraordi-naria profundidad, intención y filosofía de lasentencia con que el ginebrino encabeza el libroQuinto del Emilio.

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Dice así: No es bueno que el hombre esté solo.

-III-El día era de los mejores que suele tener

Madrid en invierno, con cielo limpio y esplén-dido sol. Los madrileños, que por su índolecastiza, no necesitaban entonces ni ahora degrandes atractivos para echarse en tropel a lacalle, invadieron aquel día la carrera de las pro-cesiones regias que va desde Atocha a Palacio,vía ciertamente histórica y muy interesante, porla cual han pasado tantos monarcas felices odesgraciados, y no pocos ídolos populares. Sifuera posible reproducir la serie de comitivasdiversas que han recorrido ese camino del en-tusiasmo desde la primera entrada de FernandoVII en Mayo de 1808, tendríamos una galeríacuriosa en la cual muy pocas pinceladas tendríaque añadir la historia para hacer el cuadrocompleto de las sucesivas idolatrías españolas.

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El quemar de los ídolos, cuando estamos can-sados de adorarlos, se verifica en otra parte.

Estas grandiosas comparsas tienen una mo-notonía que desespera; pero el pueblo no secansa de ver los mismos lacayos con las mismaspelucas, los mismos penachos en la frente delos mismos caballos, y el inacabable desfilar deuniformes abigarrados, de coches enormes másricos que elegantes, de generales en númeroinfinito, y el trompeteo, la bulla, el oscilar ma-reante de plumachos mil, el fulgor de bayone-tas, y por último el revoloteo de palomitas y dehojas de papel conteniendo los peores sonetos ymadrigales que pueden imaginarse.

Aquel día de Diciembre de 1829 el pueblo deMadrid admiró principalmente la hermosurade la nueva reina, la cual era, según la expre-sión que corría de boca en boca, una divinidad.Su cara incomparablemente graciosa y dulcetenía un sonreír constante que se entraba, comodecían entonces, hasta el corazón de todo el

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pueblo, despertando las más ardientes simpat-ías. Bastaba verla para conocer su agudo talen-to, que tanto había de brillar en las lides corte-sanas, y para prever las nobles conquistas quela gracia y la confianza habían de hacer pron-tamente en el terreno de la brutalidad y delrecelo. Jamás paloma alguna entró con másvalentía que aquella en el negro nidal de losbúhos, y aunque no pudo hacerles amar la luz,consiguió someterles a su talante y albedríoconsiguiendo de este modo que pareciesen me-nos malos de lo que eran. Fue mirada su bellezacomo un sol de piedad que venía, si bien unpoco tarde, a iluminar los antros de venganza ybarbarie en que vivía como un criminal aherro-jado, el sentimiento nacional.

No ha existido persona alguna a quien sehayan dedicado más versos. Por ella sola se hanfatigado más las deidades de Hipócrene y hahecho más corvetas el buen Pegaso que portodas las demás reinas juntas. A ella se le dijo

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que si el Vesubio la había despedido con sombr-íos fulgores, el Manzanares la recibió vestido deflores; se le dijo que Pirene había inclinado laerguida espalda para dejarla pasar y que en losvergeles de Aretusa tocaba la lira el virginal conci-lio celebrando a la ninfa bella de Parténope.

La hermosa reina fue también cantada porlos grandes poetas; que no todo había de serruido en las diversas cataratas de versos quecelebraron su casamiento, su entrada, su emba-razo, sus dos alumbramientos, sus días, susactos políticos más notables, y en particular elglorioso hecho de la amnistía. D. Juan BautistaArriaza, que desde el año 8 venía haciendo to-dos los versos decorativos y de circunstancias,la letra de todos los himnos y las inscripcionesde todos los arcos triunfales, echó el resto, co-mo decirse suele, en las fiestas del año 29.Quintana dedicó al feliz enlace de Fernando VIIuna canción epitalámica que no quiso incluir enlas ediciones de sus obras, y otros insignes va-

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tes de la época la ensalzaron en aquellas odasresonantes y tiesas, algo parecidas al parcheduro y ruidoso de una caja de guerra, y cuyalectura deja en los oídos impresión semejante ala que produciría una banda de tambores endía de parada. Con todo, en la corona poéticade esta insigne reina se encuentran altos pen-samientos y graciosas imágenes, principalmen-te en todo aquello que aparece inspirado por laseductora sonrisa,

que cuanto más se ve más enamora.

Entró Cristina en coche acompañada de suspadres los reyes de Nápoles. Al estribo derechovenía el esposo y tío, rigiendo magistralmentesu hermoso caballo. Era, según dicen, el primerjinete de su época; verdaderamente nuestro Reytenía un aspecto tan majestuoso como gallardocuando montaba en uno de aquellos apopléti-cos corceles cuya pesadez y arrogancia nos hantrasmitido Velázquez y Goya. La alzada delanimal, el corpulento busto del monarca, su

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rico uniforme, su alto sombrero de tres picos,muy parecido, según la absurda moda de laépoca, a las mitras o tinajones que llevan en sucabeza los bueyes de la arquitectura asiria, da-ban a la colosal figura no sé qué apariencia ba-bilónica que infundía respeto y algo de supers-ticioso miedo.

Pero la arrogancia de la majestad ecuestre, lamisma riqueza abigarrada de su traje de galano disimulaban en Fernando aquella decaden-cia precoz que le hacía viejo a los cuarenta ycinco años. En su rostro duro y de poco apropósito para ganar simpatías (por lo que seacomodaba perfectamente al carácter) parecíaque la nariz se había agrandado, impaciente dejuntarse al labio belfo, el que por su parte seestiraba a más no poder, como si quisieraecharse fuera de tal cara. Su color, que era unamezcla enfermiza del verdoso y del amoratado,extendía por sus mejillas como una sombralúgubre, en la cual lucían mejor sus ojos gran-

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des y negros, por donde en ciertos momentosse asomaban, con el instantáneo fulgor delrelámpago, sus alborotadas pasiones.

Pasaron. Aquel río de morriones, pelucas,sables desnudos, entorchados, pompones ycabezas mil que se movían al compás de lamarcha de tanto caballo festoneado y lleno degarambainas; la sucesión de tanto y tanto co-che, semejante a canastillas hechas con todoslos materiales posibles desde la concha y elmarfil hasta el cobre y la madera; el estruendosolemne de la marcha real y todo lo demás querealza estas procesiones tenían tan absorto yembobado al pueblo madrileño, amante de es-tas cosas como ningún otro pueblo del mundo,que si la Corte hubiera estado pasando y repa-sando de aquella manera por espacio de tresmeses seguidos, no faltarían ni un momento lasgrandes líneas de gente con la boca abierta a unlado y otro de la carrera.

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Por la multitud de caras bonitas y la varie-dad de colores que en ellos había, parecían ba-bilónicos jardines los balcones de las casas. Enlos de la de Bringas que daban a la calle Mayor,estaba D. Benigno con Sola y los chicos, aménde otras familias amigas del rico comerciante,que dio su nombre a los soportales cercanos aPlaterías. Quiso la desgraciada suerte de Solaque le tocase salir al mismo balcón donde esta-ba una señora a quien ciertamente no gustabade ver en parte alguna, y no porque la damafuese de mal aspecto, sino por otros motivosmuy poderosos. Era de tal manera hermosa quecautivaba los ojos y el corazón de cuantos lamiraban. Por singular capricho de la Naturale-za, el tiempo que de ordinario es enemigo ydestructor de la hermosura, allí era su cultiva-dor y como su custodio, pues la conservabafielmente y aun parecía aumentarla cada año.De esta galantería del tiempo unida a los ador-nos escogidos y a un esmero constante y casireligioso en la persona, resultaba el boccato di

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cardinale más rico que podría imaginarse. Paramayor gracia, había tenido el buen acuerdo devestirse de maja, lo mismo que otras muchasdamas que en aquel día clásico adoptaron eltraje nacional. Llevaba, pues, falda de alepíninglés color de amaranto con abalorios negros,chaquetilla de terciopelo con muchos botonci-tos de filigrana de oro, mantilla de casco detafetán con gran velo de blonda, y peineta depico de pato, todo puesto con extraordinariabizarría.

-IV-Cuando Sola se vio junto a ella tuvo que di-

simular su espanto, viéndose obligada a recibirel saludo de la dama y a devolverlo cortésmen-te. Después hablaron las dos de lo bonita queestaba la carrera, de la hermosura del tiempo,de los dichos y hechos que se contaban de lareina Cristina y del excesivo número de perso-

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nas que había en casa de Bringas, las cualesrebosaban por los balcones como guindas encesta.

Ocupada la mejor parte de los balcones porlas señoras, los hombres poco o casi nadapodían ver. Cordero paseaba de largo a largopor la sala, charlando con su amigo D. Francis-co Bringas de cosas sustanciosas y muy impor-tantes, como la paz entre Rusia y Turquía, lacuestión de Grecia, que pronto iba a ser reinoindependiente, y las tristes nuevas que habíanllegado de la expedición americana, deshecha yrota en Tampico, con lo que parecía terminadanuestra dominación en aquel continente.

D. Benigno, que leía diariamente la Gaceta yDiario, estaba al tanto de todo y sobre cadaasunto daba juiciosos dictámenes. Los impro-nunciables nombres de los puntos donde sebatían turcos y rusos salían de la boca de nues-tro héroe con no poca dificultad, y Bringas, queseguía con grandísimo ahínco el negocio de la

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nueva Grecia, barajaba los nombres gatunos delos personajes de aquel país, y así no se oía otracosa que Miaulis, Mauromichalis y tambiénKalocotroni, Maurocordato y Capodistria.

Pronto tomó la conversación otro rumbo conla llegada de cierto joven de arrogante presen-cia, alto de cuerpo, agraciadísimo de rostro, conel pelo en rizos, las mejillas rosadas, el colorblanco, los ojos garzos, los ademanes desen-vueltos, el vestir elegante. Respondía al nombrede Salustiano Olózaga y era un abogado deveinticuatro años, medio célebre ya por susbrillantes alegatos forenses, y mayormente porla defensa que había hecho ante el Consejo yCámara de Castilla de un pobre albañil incluse-ro, condenado a muerte por el robo de dos li-bras de tocino. La Milicia Nacional, cuandohabía Milicia, el foro cuando había foro y lapolítica siempre consumían todo el ardor de suexistencia.

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Era el campeón juvenil de la idea naciente, yla Providencia habíale dado, entre otras nota-bles prendas, elocuencia, si no brillante, varonily sobria, con una lógica irresistible.

Los jóvenes de hoy, alumnos aprovechadosdel eclecticismo y del justo medio, no com-prenderán quizás el entusiasmo y valentía deaquellos muchachos que sintiendo en su mente,por la natural índole de los tiempos, una espe-cie de inspiración sacerdotal, hablaban de losdéspotas y de la libertad como hablaría un ro-mano de la primera república. Y no se parabanen barras, y aun deseaban martirios heroicos, yse metían en las conspiraciones más absurdas einocentes, y osaban decir en pleno foro, delantede los consejeros, cosas que pasman por lo va-lerosas e intencionadas.

Desde que entró Salustiano no se habló másde Miaulis ni del bueno de Kalocotroni. Aleja-dos un tanto del salón principal y reforzado elgrupo con otras personas, el librero Miyar, el

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ingeniero Marcoartú y un comerciante de lacalle de Postas, llamado Bárcenas, se despacha-ron todos a su gusto, siendo Olózaga tanhablador y contundente que no se paraba enpelillos y con su lengua que más bien era unhacha iba dejando muy mal parada a lo quetodavía no se llamaba la situación.

D. Benigno que no gustaba de engolfarsemucho en política por los peligros que pudieratraer, dejó a sus amigos para buscar en los bal-cones la tertulia más grata y segura de las da-mas. La que vestía de maja se había puesto abromear con el marqués de Falfán de los Go-dos, el hombre más mujeriego de aquel tiempoy también el más fino y galante, si bien su per-sona, hecha ya ruina lastimosa, no le ayudabanada en lo que él quisiera que le ayudase. ASola, en tanto, le daba conversación una señoramuy impertinente llamada doña Salomé Porre-ño, y a cada rato ponía los ojos en blanco yechaba suspiros, cual si no tuviera en el mundo

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otra misión ni empleo que estarse lamentando atodas horas de una cosa perdida. Al lado deella estaba una joven muy bonita, casada y porañadidura en aquel interesante estado queanuncia la maternidad. La de Presentacioncita,que así se llamaba, debía estar ya muy próxima,según se echaba de ver al primer examen. Erasu marido un tal D. Gaspar de Grijalva con másriqueza que buen seso, y muy aficionado a me-terse en trapisondas políticas, por lo que Pre-sentación se afligía mucho y estaba siempresobre ascuas temiendo que le ahorcasen. Estaseñora, lo mismo que Sola, parecían tener muypocas ganas de conversación; pero doña Sa-lomé que estaba entre ellas como una especiede mediador parlante, suplía la desgana deellas con un insaciable apetito de palique, y asíno cesaba de hacer preguntas y observacionesponiendo en el discurso, como se pone la sal enla comida, los suspiros y el incesante revolverde los ojos.

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Jenara, que era la maja, volví hacia atrás lacara a cada instante para responder a Falfán delos Godos, y en uno de estos dimes y direteshabló así:

-Sí, hoy mismo he tenido noticias suyas. Pi-paón me entregó esta mañana una carta que esde perlas, por las muchas cosas ingeniosas queme dice. Creo que en mucho tiempo no le ve-remos por acá. Me anuncia que piensa casarse.

Jenara hablaba en voz muy alta; pero comoFalfán de los Godos era algo teniente, es decir,sordo, nadie lo extrañaba. Al mismo tiempo lade Porreño daba con el codo a Sola y le decía:

-¿Pero no me oye usted lo que le pregunto?Tres veces he preguntado a usted que si conocea aquel comandante que pasa, y no me ha dadocontestación... Por lo visto aquí todos son sor-dos... Se ha quedado usted lela; ¿en qué piensausted que está tan pálida?... ¿no oye usted?...

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-Sí, sí -replicó Sola, como se replicaría a lasavispas, si la picada de estas alimañas fuera, envez de picada, pregunta-. He oído perfectamen-te.

La de Porreño, al ver que por aquella bandano sacaba nada de provecho, se volvió a la otray a Presentación. Después que la oyó, Presenta-ción, que era muy maligna, dijo así:

-Aguarde usted. Mandaré a casa por la Guíade Forasteros, y con ella en la mano le diré a us-ted los nombres de todos los comandantes, ca-pitanes y coroneles que hay en España.

La de Porreño miró al cielo, como si quisieraponerle por testimonio de tanta injusticia. Bue-no es decir que no vestía de maja ni de cosa quelo pareciera, sino a la moda pura y neta de1822, con dulleta que ella misma había trocadoen pelliza, aplicándole los restos de un capisayoantiguo. Su tocado era el llamado de turbante,guarnecido de cordones que fueron de oro y

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unas plumas que más parecían de escribanoque de avestruz, como no pudiera aplicarse auno y otro.

-También a mí me han dicho que piensa ca-sarse -manifestó Falfán de los Godos.

Entonces se oyó un murmullo, una voz sor-da y general que sin decir nada, claramentedecía: «Ya viene, ya viene, ya, ya...». La multi-tud se agitó cual una gran culebra que pone enmovimiento todas sus vértebras, y en los balco-nes hubo un hondo suspiro de ansiedad quecorrió de un cabo a otro de la calle. Todos losojos miraban a la Puerta del Sol, por dondesonaba como el mugido de un mar, y al pocorato se vio que se agitaba la superficie de cabe-zas y que brincaban saltando por encima de lagente penachos de caballos, plumas de morrio-nes y espadas desnudas. El murmullo creció,estalló la marcha real como un trueno, y em-pezó a pasar la corte.

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Sola no veía nada, sino una confusa corrien-te de colorines y formas, caballos que parecíanhombres, hombres que trotaban, y un rodarcontinuo de formas y magnificencias, todo entropel y borrosamente al modo de nube forma-da de la disolución de todas las visiones huma-nas. Un cerebro que desfallece, permitiendo laalteración de las sensaciones ópticas suele pro-ducir desvanecimiento y síncope; pero Solahizo un esfuerzo, cerró los ojos, dejando pasarla mareante comparsa, y así resistió, fuertemen-te asida a los hierros del balcón. Cuando, pasa-da la corriente de abigarrados coches, sólo que-daban los escuadrones de escolta, principió aserenarse; pero todavía su visión estaba pertur-bada, y las casas y balcones cuajados de damasseguían corriendo juntamente con la caballería.

Principiado el desfile por delante de Palacio,los regimientos de infantería pasaban por lacalle.

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-Ese, ese coronel, ¿quién es? -preguntó súbi-tamente la de Porreño.

-Si no me engaño, es el moro Muza -replicóPresentación.

Diciéndolo, el caballo que montaba el tenien-te coronel señalado por Salomé resbaló, y sinque el jinete pudiera sujetarlo, cayó pesada-mente, arrastrando a este. La caída fue tremen-da. Oyose inmensa gritería mujeril. Detúvose lagente, arremolinose el regimiento, acudieronsoldados y paisanos al infeliz jinete, magulladoy aturdido por la fuerza del golpe, y alzándoledel suelo le entraron en una tienda para darlealgún socorro. Era un hombre de cuerpo largoy flaco, cara morena y varonil. Al ser levantadodel suelo hacía recordar involuntariamente lafigura de D. Quijote tendido en tierra despuésde cualquiera de sus desventuradas aventuras.

En los balcones de Bringas agolpáronse to-dos para ver al caído.

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-¡Pobre hombre! -exclamó Cordero.

-¡Y qué bien iba en el caballo! -dijo la de Po-rreño.

-Se parece al de la Triste Figura -indicó Brin-gas.

-Es el mismísimo D. Quijote -observó Olóza-ga.

Jenara volviose prontamente, y con ciertotonillo de enfado dijo así:

-Pues no es D. Quijote, señor discursista, si-no D. Tomás Zumalacárregui, apostólico neto ycon un corazón mayor que esta casa.

Cuando poco o nada había que ver en losbalcones, Bringas obsequió a sus amigos conalgunas golosinas, acompañadas de licores yagua fresca, y unos hartos de dulces, otros sinprobarlos, empezó a desfilar. D. Benigno conSola y sus hijos fue a recorrer las calles para ver

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los preparativos de las grandes fiestas que em-pezaban aquel día, y principalmente para con-templar y admirar por sus cuatro costados eltemplete, monumento de lienzo pintado de quese hablaba mucho y que con grandes dispen-dios se construyó en la Puerta del Sol sobre lamisma Mariblanca. Era la máquina más bonitaque habían visto los madrileños hasta entonces.Millares de personas la admiraban a todashoras formando un círculo de papamoscas, y ala verdad, las columnas pintadas, las cuatroestatuas y el globo terráqueo que lo tapaba todocomo un bonete harían caer de espaldas a Mi-guel Ángel, Herrera y a todos los arquitectoshabidos y por haber.

Todo lo fue examinando Cordero, y sobretodos los preparativos dio opiniones muy dis-cretas. En los días y noches siguientes llevó a sufamilia a ver las comparsas e iluminaciones y aadmirar la gran novedad del carro triunfalalegórico mitológico manolesco, dispuesto por

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el corregidor Barrajón, y en el cual iban hacien-do de ninfas varias bellezas de Madrid, entreellas Pepa la Naranjera que subida en el escabelmás alto representaba a la Diosa Venus.

La gente decía que iba vestida de Venus, de loque resultaba un contrasentido; pero el decorode nuestras costumbres y la santidad de lostiempos no habrían consentido que las diosassalieran a la calle como andaban por el Olimpo.

-V-Entre las muchas sociedades más o menos

secretas que amenazaron el poder de Calomar-de, hubo una que no precisamente por lo temi-ble sino por otras razones merece las simpatíasde la posteridad. Llamose de los Numantinos ycomponíase de mucha y diversa gente. Entrelos atrevidos fundadores de ella hubo tres cu-yos ilustres nombres conserva y conservará

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siempre la historia patria: llamábanse Veguita,Pepe y Patricio.

El objeto de los Numantinos era, como quienno dice nada, derrocar la tiranía. Los medios pa-ra conseguir este fin no podían ser más senci-llos. Todo se haría bonitamente por medio de lasiguiente receta: matar al tirano y fundar una re-pública a estilo griego.

Retratemos a los tres audaces patriotas, antecuya grandeza heroica palidecerían los Gracos,Brutos y Aristogitones.

El primero, Veguita, tenía diez y ocho años yera de la piel de Barrabás, inquieto, vivo,saltón, con la más grande inventiva que se havisto para idear travesuras, bien fueran unavoladura de pólvora, un escalamiento de ta-pias, una paliza dada a tiempo o cualquier otrodesafuero. Su casta americana se revelaba en elbrillo de sus negros ojos, en su palidez y en susextremadas alternativas de agitación e indolen-

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cia. Vino de América casi a la ventura. Su ma-dre le envió a Europa para educarse y paraheredar. Si esto último no fue logrado, en cam-bio su nueva patria heredó de él abundantesbienes de la mejor calidad. Pertenecía a la céle-bre empolladura del colegio de San Mateo,donde dos retóricos eminentes sacaron unarobusta generación de poetas. Antes de ser de-rrocador de tiranos fundó la academia del Mir-to, cuyo objeto era hacer versos, y allí entre sáfi-cos y espondeos nació el complot numantino;que en España, ya es sabido, se pasa fácilmentede las musas a la política.

El segundo, Pepe, tenía quince años. Nacióen un camino, entre el estruendo de un ejércitoen marcha; arrullaron su primer sueño los ca-ñones de la guerra de la Independencia. Crecióen medio de soldados y cureñas, y a los cincoaños montaba a caballo. Sus juguetes fueronbalas. Ya mozo, era mediano de cuerpo, y agra-ciado de rostro, en lo moral generoso, arrojado

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hasta la temeridad, ardiente en sus deseos, po-bre en caudales, rico en palabra, cuando tristetétrico, cuando alegre casi loco. Educose tam-bién en San Mateo con los retóricos y desdeaquella primera campaña con los libros, leatormentaba el anhelo de cosas grandes, bienfueran hechas o sentidas. Los embriones de sugenio, brotando y creciendo antes de tiempocon fuerza impetuosa, le exigieron acción, y deesta necesidad precoz salió la sociedad numan-tina. También le exigían arte, y por eso en lassesiones de la asamblea infantil, a Pepe le salíadel cuerpo y del alma, en borbotones, una elo-cuencia inocentemente heroica que entusias-maba a todo el concurso. Él no pedía niñerías,ni aspiraba a nada menos que a quebrantar lascadenas que oprimían a la patria, empresa en ver-dad muy humanitaria y que iba a ser realizadaen un periquete.

El tercero, Patricio, tenía como Veguita diez yocho años. Se le contaba por lo tanto entre los

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respetables. Era formalillo, atildado, de buenapresencia, palabra fácil y fantasía levantisca yalborotada. Sentía vocación por las armas y porlas letras, y lo mismo despachaba un madrigalque dirigía un formidable ejército de estudian-tes en los claustros de doña María de Aragón.También era orador, que es casi lo mismo queser español y español poeta. En los Numantinosasombraba por su energía y el aborrecimientoque tenía a todos los tiranos del mundo. Insistíamucho en lo de hacer trizas a Calomarde, me-dio excelente para llegar después a la pulveri-zación completa de la tiranía.

Las reuniones se celebraban en una botica dela calle de Hortaleza las más de las veces, otrasen una imprenta, y cuando había olores de per-secución toda Numancia se refugiaba en unacueva de las que había en la parte inculta delRetiro no lejos del Observatorio. Los mayoresde la cuadrilla no pasaban de veinte abriles:estos eran los ancianos, expertos, o maestros su-

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blimes perfectos; que, a decir verdad, la pandillagustaba de darse ciertos aires masónicos, sin locual todo habría sido muy soso y descolorido.

Si aquello no era inocente lo parecía, porquea lo mejor, los enemigos del Tirano, bien sehallaran en la botica, bien en la novelesca cuevadel Retiro, se distraían sin saber cómo de sumisión heroica y se ponían a acertar charadas ya representar comedias. Otras veces, cuandoalguno de ellos tenía dineros, cosa muy extra-ordinaria y fuera de lo natural, alquilaban bo-rricos y se iban en escuadrón por las afueras,dando costaladas y buscando aventuras quesiempre concluían con alguna pesada chanzade Pepe.

Fuera o no pueril la sociedad Numantinos, locierto es que Calomarde la descubrió y puso lamano en ella, dando con todos los chicos en lacárcel de corte, y metiendo más ruido que sicada uno de ellos fuese un Catilina y todos jun-tos el mismo Averno. La importancia que dio

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aquel gobierno menguado y cobarde a la cons-piración infantil puso en gran zozobra a lasfamilias. Se creyó que los más traviesos iban aser ahorcados, y había razón para temerlo, puesquien supo ahorcar a hombres y mujeres, bienpodía hacer lo mismo con los muchachos, queera el mejor medio para extirpar el liberalismofuturo. Mas por fortuna Calomarde no gustó dehacer el papel de Herodes, y después de teneralgunos meses en la cárcel a los que no se sal-varon huyendo, les repartió por los conventospara que aprendieran la doctrina.

Patricio se escapó a Francia. A Pepe me le en-viaron al convento de franciscanos de Guadala-jara, y a Veguita le tuvieron recluso en la Trini-dad de Madrid. Esta prisión eclesiástica fuemuy provechosa a los dos, porque los frailes lestomaron cariño, les perfeccionaron en el latín yen la filosofía, y les quitaron de la cabeza todoaquel fárrago masónico numantino y el derribode tiranías para edificar repúblicas griegas.

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-VI-Lo azaroso de los tiempos traía entonces

mudanzas muy bruscas en todo, y las pandillasvariaban a menudo, modificadas por las muer-tes y destierros. En 1827 echábase de menos aPatricio, que estaba en París, y a Pepe que perse-guido nuevamente por sus calaveradas se habíamarchado a Lisboa con muchas ilusiones y po-cas pesetas, que por cierto arrojó al mar en laboca del Tajo. Quedaba Veguita, a quien halla-mos siendo núcleo de una nueva cuadrilla. Yano se ocupaba de política inocente. La juventudabría los ojos, columbrando la grandeza lejanade sus destinos. ¡Generación valiente, en buenhora naciste!

Junto a Veguita hallamos a un joven riojano ypor añadidura tuerto que hacía ya las comediasmás saladas que podrían imaginarse. Habíasido primero soldado raso y después empleadoen los tres años, con su impurificación corres-

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pondiente el 24. Tenía las chuscadas más inge-niosas y las ocurrencias más felices. Hablabamejor en verso que en prosa y montaba mejoren el Pegaso que en un burro alquilón, puesrestablecido en la partida el uso de las expedi-ciones asnales, nuestro soldado poeta apenassabía tenerse sobre la albarda. Era el mismodemonio para contar cuentos y para buscarconsonantes, siendo tal en esto su destreza queno le arredraban los más difíciles y enrevesa-dos.

El más notable, después de estos, era un mu-chacho que hacía muy malos versos y no muybuena prosa, medio traductor de Homero, casiabogado, casi empleado, casi médico, que habíaempezado varias carreras sin concluir ninguna.Sabía lenguas extranjeras. Tenía veinte años, yen tan corta edad había pasado de una infanciaalegre a una juventud taciturna. Tan bruscaseran a veces las oscilaciones de su ánimo arre-batado en un vértigo de afectos vehementes,

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que no se podía distinguir en él la risa del llan-to, ni el dudoso equívoco de la expresión since-ra. Había en su tono y en su lenguaje un doblesentido que aterraba y un epigramático gracejoque seducía. Era pequeño de cuerpo y bienproporcionado de miembros. A su pelo muynegro acompañaban bigote y barba precoces, ysu color era malo, bilioso, y sus ojos grandes ytristes. Tenía mala boca y peores dientes, locual le afeaba bastante. Fumaba sin descanso,como si padeciera una sed de humo, que jamáspodía aplacarse, y era en su vestir pulcro, ele-gante y casi lechuguino.

Educado en Francia, afectaba a veces des-precio de su nación y la censuraba con acritud,quejándose de ella como el prisionero que sequeja de la estrechez incómoda de su jaula.Frecuentemente, después de alborotar en elgrupo de un café con palabras impetuosas omordaces, se retiraba a un rincón rechazandotoda compañía, o despidiéndose a la francesa,

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huía. Después de largas ausencias tornaba a lapandilla con humor hipocondríaco.

Daba su opinión sobre poesía y literaturacon un aplomo y una originalidad de juiciosque pasmaba a todos. Ni Veguita ni el tuertoautor de comedias tenían conocimiento, por loque sus maestros de aquí les enseñaban, deaquel nuevo y peregrino modo de juzgar, bus-cando el fondo más bien que la forma de lasobras. Pero cuando nuestro atrabiliario queríaecharse a poeta, los mismos que le admirabancomo juez, se reían en sus barbas diciéndoleque una cosa es predicar y otra dar trigo. Por mu-cho tiempo fue objeto de risa y chacota su oda alos Terremotos de Murcia, que es de lo peorque en nuestra lengua se ha escrito. Cuando seanunció que la reina Cristina estaba en cinta,todos los poetas echaron otra vez mano a lalira, y el hipocondriaco endilgó su soneto

Guarda ya el seno de Cristina hermosa

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vástago incierto de alta dinastía...

Verdad es que no eran mucho mejores losque al mismo asunto compusieron Veguita y elautor de comedias.

Había en la pandilla otros muchos chicos. Deellos algunos no serán mencionados en razónde la oscuridad en que siempre han vivido,otros lo serán más tarde cuando las necesidadesde esta verídica historia lo reclamen.

Reuníanse primero en el café de Venecia ydespués en el del Príncipe, que desde entoncessacó el nombre de Parnasillo. Entonces la juven-tud no tenía más que dos medios para dar des-ahogo a su ardor y eran hacer versos o hacerdiabluras. Los estudios estaban muertos, laprensa no existía, las letras mismas y el teatroprincipalmente yacían encadenados por unacensura bestial y vergonzosa, el conspirar olía acáñamo, la política era patrimonio de las cama-rillas, las bellas artes, música y pintura estaban

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en su primera alborada. Los muchachos que nosentían gusto por los soeces ejercicios de la tau-romaquia se entretenían en trepar por las aspe-rezas del Olimpo, y como la mayor parte ca-recían de estro, no tenían más recurso que lamurmuración y las travesuras. De todas lasmusas, la que más andaba entre los de la pandi-lla, tratándoles de tú, era la Décima, por otronombre el hambre, a quien Veguita dedicó unacomposición muy chusca. Sin dinero, sin ocu-pación, sin estímulo, aquellos insignes poetas oprosistas o simples mortales vivían de la pode-rosa fuerza íntima que en unos era la fantasía,en otros la conciencia de un gran valer y entodos el presagio de que habían de ser principioy fundamento de una generación fecunda.

Todo cansa en el mundo, hasta el hacer ver-sos. Así es que no podían satisfacer al bullidorespíritu de tales muchachos las sesiones delParnasillo y el ardiente disputar sobre odas,comedias y poemas. La juventud necesita ac-

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ción, necesita el elemento dramático de la vida,sin el cual esta no es más que un soliloquio dedolor o un quietismo morboso. La juventud deaquel tiempo, la más ilustre que había tenidoEspaña desde que envejeció la gran pléyade delsiglo XVII, no sabía vivir sin drama. Es verdadque había amores y de lo fino, pero las aventu-ras galantes no podían satisfacer completamen-te a aquella juventud que era la empolladura deuna gran época. Si la hubiesen dejado, ellahabría hecho revoluciones, derribado gobier-nos, aplastado ídolos entre el tumulto estrepi-toso de millares de discursos. Sentía en sí, mez-clado con la facultad y con la facilidad versifi-cante, el germen de la gloriosa oratoria parla-mentaria, que en nuestra tierra y en nuestrogenio es una especie de poesía combatiente. EnEspaña es común que el fuego de las ambicio-nes rompa las liras para forjar con ellas las es-padas.

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La acción, que era una necesidad, un apetitoirresistible de la insigne pandilla, estaba cir-cunscrita por Calomarde a la esfera del Parnasi-llo. La policía no estorbaba que allí dentro sedispararan ovillejos, quintillas y décimas, llenasde pimienta como los antiguos vejámenes; peroel libro, el drama, el periódico, todas las gran-des armas del pensamiento, les estaban veda-das. No se les permitía más que los alfileres.

Su instinto de grandes empresas con la pala-bra o con la acción les llevaba derechamente alas travesuras, y aquellos rapaces inspirados seocupaban de noche en salir por ahí a romperfaroles y a dar bromazos a los vecinos pacíficos.¡Romper un farol! ¡Cuántas delicias, cuántoingenio, cuánta charla preparatoria y cuántostrámites para obra tan divertida! Escogida porel día la inocente víctima, bien por la diafani-dad relativa de sus vidrios, bien por hallarsepróxima a cualquier casa de habitantes pusilá-nimes, se le formaba causa criminal. Uno de-

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fendía en toda regla al farol, alegando sus bue-nos servicios, otro le acusaba probando sucomplicidad en las tinieblas de la calle, o por elcontrario el robo que había hecho de los rayosdel sol. Después de consultar toda la jurispru-dencia farolística recaía sentencia en verso, y senombraba la comisión ejecutiva. Por la nocheun repentino estruendo y el salpicar de los vi-drios rotos anunciaba el terrible cumplimientode la justicia, y con la oscuridad, la alarma delos vecinos y la intromisión de algunos de estosen la gresca, venían nuevas trapisondas y alcabo palos y carreras.

Otras veces se entretenían en llamar confuertes aldabonazos a las puertas, y daban avi-so a media docena de médicos, diciéndoles conmucho apuro que tal o cual enfermo se hallabaen crisis. Enviaban la partera a casa de quienmenos la necesitaba y la caja de muerto a quiengozaba de excelente salud.

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Desde Santa Catalina hasta la Cuaresma,menudeaban entonces las reuniones de másca-ras, diversión que prevalece en épocas de pocalibertad. Eran célebres y vistosas las de Aris-tizábal, Commoto y Mariátegui, familias ricas yque recibían y obsequiaban en el tono y formade la urbanidad moderna. Pero el españolismorancio tenía tantas raíces que las tertulias deaquella especie eran señaladas y aun puestas enridículo por los enemigos de los cumplimien-tos, partidarios de la antigua llaneza ramplona,de quien eran secuaces la incomodidad, el des-aseo, los modales burdos y la grosería.

Entre las pocas tertulias donde no imperabael españolismo rancio, había una, que era sinduda la más agradable de todas. No ha llegadosu fama hasta nuestros días; pero esto no im-porta ni hace al caso, toda vez que apenashemos tenido, como los tuvo Francia, salonescélebres que fueran centro de hábiles tramaspolíticas. La tertulia o salón de Doña Jenara,

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que tal nombre se le daba, no tuvo importanciamayor como centro político ni podía tenerla enaquellos días; no era tampoco de primer ordenpor la riqueza de su dueña, y sus únicas pre-eminencias consistían en el buen gusto, en eltrato amable, festivo, ligero y exquisitamenteurbano, tan distante de la afectada etiquetacomo de la llaneza, en lo exquisito de los man-jares, en la comodidad del servicio de estos, enla libertad un tanto excesiva de los juegos deazar, y principalmente en la chispa inagotablede la charla ingeniosa, rica en intención y entravesura. Era opinión común que allí no entra-ban los tontos. Concurrían a la tertulia menosmujeres que hombres. De los poetas nuevos nofaltaba uno, y de la gente antigua y machuchaiba toda la turbamulta volteriana.

No quiere decir esto que la tertulia fuese uncentro liberalesco, ni el volterianismo significa-ba de modo alguno entonces ideas avanzadasen política; por el contrario los más hetero-

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doxos eran comúnmente los más cangrejos, co-mo solía decirse. Si algún color político domi-naba en las reuniones era el absolutista toleran-te o ilustrado, el ideal monárquico con Carta alo Luis XVIII, habilidosa componenda de don-de en tiempos más próximos había de salir elEstatuto, y luego los moderados, doctrinarios,etc.

La dueña de la casa parecía complacerse ensostener equilibrio perfecto entre el elementoapostólico y el reformista, pues ambos teníanalgún adalid en sus tertulias. Pero no todo erapolítica. Casi casi las tres cuartas partes deltiempo se invertían en leer versos y hablar decomedias, y la música no ocupaba el últimolugar. Después que algún aficionado tocaba alclave una sonatina de Haydn o gorjeaba un ariade la Zelmira cualquier italiano de los de lacompañía de ópera, solía el ama de la casa to-mar la guitarra, y entonces... No hay otra mane-ra de expresar la gracia de su persona y de su

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canto sino diciendo que era la misma Euterpe,bajada del Parnaso para proclamar el descrédi-to del plectro y hacer de nuestro grave instru-mento nacional la verdadera lira de los dioses.

Era hermosa sobre toda ponderación y mu-jer de historia. Estaba separada de su esposo yno se le conocían desvaríos. Si alguien se aven-turaba a hablar de cosas que ofendieran subuen nombre, era tan por lo bajo que aquellosvientecillos de murmuración apenas salían deun pequeño círculo. Había viajado mucho yhablaba el francés con perfección, cosa que yaera de grandísimo valor entre los elegantes.Existían en su vida pasajes misteriosos que na-die acertaba a explicar bien, y que, por el mis-mo misterio, se trocaban en dramáticos; y fi-nalmente, mariposeaban en torno a ella muchosindividuos con pretensiones de cortejos; peroaunque a todas horas le echaban memoriales desuspiros o de galanterías, no dio ocasión a nin-guno para que se creyera favorecido.

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La danza no podía faltar en las tertulias.¡Ah!, entonces el baile era baile, un verdaderoarte con todos los elementos plásticos que lehicieron eminente en Oriente y Grecia, pordonde parece natural mirarle como antecesorde la escultura. Entonces había caderas, pier-nas, cinturas, agilidad, pies y brazos; hoy nohay más que armazones desgarbadas dentro dela funda negra del traje moderno.

Al ver en estos últimos años a ciertos hom-bres eminentes que han sido (y los que viven loson todavía) el summum de la gravedad en lamagistratura, en la política y en el ejército, y almirarles, repetimos, ora en el sillón presidencialdel Senado, ora en el banco azul, ya vestidoscon la toga de la justicia, ya con el respetabilí-simo uniforme de generales, no hemos podidotener la risa considerando que vimos a esosmismos señores dando brincos y haciendotrenzados en el salón de doña Jenara con el másloco entusiasmo.

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La política se trataba en aquella casa con to-da la discreción que la época exigía. Ningunode los sucesos que ocuparon la atención públicadesde 1829 a 1831 dejó de tratarse allí,mezclándose los exteriores con los de casa,según los traía la revuelta corriente del tiempo.Allí se dijo cuanto podía decirse de la trascen-dentalísima Pragmática Sanción del 29 de Mar-zo del 30, origen inmediato de varias guerrascrueles, pretexto de esa horrible contiendahistórica, secular, característica del genio espa-ñol del siglo XIX y que no ha concluido, no,aunque así lo indiquen las treguas en que elpérfido monstruo toma aliento.

Esa batalla grandiosa en que han peleadocon saña los ideales más hermosos y las tradi-ciones poéticas, los entusiasmos más firmes ylas ranciedades más respetables, los interesesmás nobles y los más bastardos, mezclándoseen una y otra parte el legítimo anhelo de la re-forma con la terquedad de la costumbre, el ge-

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neroso vuelo del pensamiento con la nobleexaltación de la fe; esa batalla, digo, estaba tra-bada hace tiempo en el corazón y en el pensarde España y tarde o temprano había de venir alterreno de las armas. Así tenía que ser por leyineludible. Quiso el cielo que nuestra revolu-ción fuera larga, sangrienta, toda compuesta defieros encuentros, heroísmos, infamias y marti-rios, como una gran prueba; quiso que se des-ataran las pasiones en una guerra sin fin, em-pezada, concluida y vuelta a empezar y con-cluir en larga serie de años de zozobra.

Hay pueblos que se transforman en sosiego,charlando y discutiendo con algaradas san-grientas de tres, cuatro o cinco años, pero másbien turbados por las lenguas que por las espa-das. El nuestro ha de seguir su camino con sal-tos y caídas, tumultos y atropellos. Nuestromapa no es una carta geográfica sino el planoestratégico de una batalla sin fin. Nuestro pue-blo no es pueblo sino un ejército. Nuestro go-

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bierno no gobierna: se defiende. Nuestros par-tidos no son partidos mientras no tienen gene-rales. Nuestros montes son trincheras, por locual están sabiamente desprovistos de árboles.Nuestros campos no se cultivan, para que pue-da correr por ellos la artillería. En nuestro co-mercio se advierte una timidez secular origina-da por la idea fija de que mañana habrá jaleo. Loque llamamos paz es entre nosotros como lafrialdad en física, un estado negativo, la ausen-cia de calor, la tregua de la guerra. La paz esaquí un prepararse para la lucha, y un ponersevendas y limpiar armas para empezar de nue-vo.

Pues esta guerra, esta inquietud que ha lle-gado a ser en la madre patria como un crónicomal de San Vito, se declaró abiertamente, des-pués de ciertos amagos, cuando se quiso averi-guar quién sucedería en el trono a nuestroamado soberano, toda vez que era creencia ge-neral que se nos moriría pronto. Felipe V esta-

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blece la ley Sálica y Carlos IV la deroga en se-creto. Fernando VII quiere hacerlo en público ylo hace. El problema terrible, o sea la rivalidadde las dos ideas cardinales, encuentra al fin unhecho en que encarnarse, la sucesión. Tradicióny libertad se miran y aguardan con mano ar-mada y corazón palpitante lo que dirá la esfin-ge. La esfinge en aquellos críticos días es unareina en cinta.

¿Varón o hembra? He aquí la duda, la pre-gunta general, la esperanza y el temor juntos, lacifra misteriosa. Cuando llegó el día 10 de Oc-tubre de 1830, día culminante en nuestra histo-ria, y retumbó el cañón llevando la alegría o elmiedo a todos los habitantes de la Villa, el in-genioso cortesano de 1815, D. Juan de Pipaón,entró sofocado y sudoroso en casa de Jenara.Venía sin aliento, echando los bofes, con la caracomo un tomate, por la violencia del correr y delas emociones.

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-¿Qué?... ¿qué es? -preguntó Jenara con cal-ma.

Pipaón se dejó caer en un sofá y dándose ai-re con el pañuelo exclamó:

-¡Hembra!... España es nuestra.

-¡Hembra! -repitió Jenara-. ¡Pobre España!

-VII-Excusado es decir que las fiestas sucedieron

a las fiestas, que a la alegría oficial correspon-dió la del inocente pueblo y que la inmensamayoría de este no comprendió la importanciaextraordinaria del suceso, origen de tanto ca-ñoneo y regocijos tantos. Se había arrojado lamoneda al juego de cara o cruz y había salidocara. Los de la cruz estaban como es fácil supo-ner. Había que oírles en sus camarillas, con-ventículos y madrigueras oscuras. No se habla-

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ba más que de las Partidas, del Auto acordadoy de la Pragmática Sanción, y la palabra legiti-midad se escribió en la oculta bandera.

Luego que Jenara y Pipaón dijeron lo que es-crito queda, empezaron a llegar a la casa losamigos, unos contentos, otros reservados.Aquella misma noche leyeron algunos poetaslos versos en que celebraban el feliz alumbra-miento de la hermosa reina, y la señora de lacasa obsequió a todos con espléndido ambigú,en el cual hubo tanta alegría y abundancia talde exquisitos vinos, que algunos salieron a lacalle con más soltura de lengua y más flaquezade piernas de lo que fuera menester.

Por mucho tiempo los temas de política ex-tranjera cedieron en la tertulia ante el gravetema de nuestros negocios. Ya no se habló másde la revolución de Julio en Francia, asuntosocorridísimo que dio para todo el verano yotoño, ni del nuevo reinillo de Grecia, ni delreconocimiento de Luis Felipe, ni de Polonia, ni

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aun siquiera del famoso decreto de 1º de Octu-bre, en el cual, para acabar más pronto con losllamados negros, se condenaba a muerte a todoel género humano o poco menos. Y la causa deesta barrabasada draconiana fue que el buena-zo de Luis Felipe, viendo que aquí no le quer-ían reconocer como Rey de los franceses, abrióla frontera a los emigrados y aun dícese que lesdio auxilio y adelantó algunos dineros. Ellosque necesitaban poco para armarla, cuando sevieron protegidos por el francés, asomaronimpávidos por diversas partes del Pirineo. Mi-na Valdés y Chapalangarra, acompañados deLópez Baños, Jáuregui Sancho y otros andan-tescos de la revolución aparecieron por Nava-rra. Cataluña vio en sus riscos a Milans y aBrunet, y por Roncesvalles vinieron Gurrea yPlasencia. En Gibraltar los más temibles aguar-daban coyuntura para hacer un desembarco.Pero todos estos amagos no pasaron adelante.El gobierno acabó pronto con todas las parti-das, y habiendo caído en la cuenta de que debía

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reconocer a Luis Felipe, hízolo así, y Franciacerró la frontera. De este modo ha jugadosiempre la buena vecina con nuestras discor-dias, y lo mismo será mientras haya discordias,emigrados y fronteras.

Muchas particularidades desconocidas delpúblico y aun del gobierno en las frustradasintentonas, fueron sabidas de los tertulios deJenara. En la casa de esta había un grupo quesolía reunirse a solas presidido por la señora, yen él la confianza y la amistad habían apretadosus dulces lazos. Allí solían leerse algunas car-tas venidas de Francia, no ciertamente con in-tento de conspirar, sino como mensajes de cari-ño. Vega (a quien ya no es conveniente llamarVeguita) contaba que Pepe Espronceda habíaestado en la frontera batiéndose al lado delbravo y desgraciado Chapalangarra. Todo losabía Ventura por una carta que recibió en No-viembre y en la cual se referían las aventurasque le salieron a Espronceda desde que entró

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en Lisboa hasta que pasó el Pirineo, las cualeseran tantas y tan maravillosas que bastaran acomponer la más entretenida novela de amoresy batallas.

En Lisboa le metieron en un pontón dondese enamoró de la hija de cierto militar compa-ñero de encierro. Este le parecía ya más quecárcel un paraíso, cuando me le cogieron y em-barcándole en un pesado buque, me le zampa-ron en Londres. Allí vivió, mejor dicho, murióalgún tiempo de tristeza y desesperación,cuando cierto día en que acertó a pasar por elTámesis vio que desembarcaba su amada. Díasfelices siguieron a aquel encuentro; pero cuálesserían las aventuras del poeta que tuvo quesalir a toda prisa de Inglaterra y huir a Francia,donde encontró a muchos emigrados, y juntán-dose con ellos y con estudiantes y periodistas,empezó a alborotar en los clubs. Vinieron lascélebres ordenanzas de Polignac contra los pe-riódicos. Ya se sabe que de las ruinas de la

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prensa nacen las barricadas. Espronceda se ba-tió en ellas bravamente, y sucio de pólvora yfango respiró con delicia y gritó con entusiasmoviendo por el suelo la más venerada monarquíadel mundo, que con toda su veneración habíacaído ya tres veces con estruendo y pavor detoda Europa.

Espronceda no se contentaba con libertar aFrancia. Era preciso libertar también a Polonia.Entonces era casi una moda el compadecer alpueblo mártir, al pueblo amarrado, desnaciona-lizado, cesante de su soberanía. La cuestiónpolaca fue llevada al sentimentalismo, y al pasoque se hicieron innumerables versos y cantatascon el título de Lágrimas de Polonia, se formabanejércitos de patriotas para restablecer en su tro-no a la nación destituida. El que cantó al Cosa-co se alistó en uno de aquellos ejércitos, que enhonor de la verdad más tenían de sentimentalesque de aguerridos. Pero afortunadamente parael poeta, Luis Felipe que como Rey nuevecito

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quería estar bien con todo el mundo, inclusocon los rusos, prohibió el alistamiento. A lasazón el banquero Lafitte daba (con muchosigilo se entiende), dinero y armas a los emi-grados españoles para que vinieran a metercizaña a la frontera. En esto era correveidile delfrancés que deseaba probar a España los incon-venientes de no reconocer a los reyes nuevos.Espronceda, que se ilusionaba fácilmente comobuen poeta, al ver los aprestos de la emigracióncreyó que ya no había más que entrar, comba-tir, avanzar, ganar a Madrid, repetir en él lasjornadas de Julio y quitar a Fernando el dictadode rey de España para llamarle de los españoles,trocándolo de absoluto y neto en soberano po-pular, bourgeois, bonnet de coton o como quisierallamársele. Ya se sabe el término que tuvieronestas ilusiones. Después de las escaramuzasquedamos, con el sanguinario decreto de Octu-bre, más absolutos, más netos, más apostólicos,más narizotas y más calomardizados que antes.

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Si Vega y otros de los tertulios recibían deperas a higos alguna carta, Jenara las teníaconstantemente y con puntualidad, cosa nota-ble en un tiempo en que la correspondencia ono circulaba o circulaba después que la pater-nal policía se enteraba bien de su contenidopara evitar camorras. La correspondencia deJenara se salvaba por mediación del gran Bra-gas, que la sacaba incólume del correo, y almismo tiempo recibía de él numerosas confi-dencias de sucesos más o menos misteriosos.De estas confidencias muchas no le servían pa-ra nada, otras las utilizaba para favorecer a losamigos que caían en desgracia del gobierno, yde todas tomaba pie para burlarse a la calladitade Calomarde, personaje a quien estimaba lomenos posible.

Habían pasado muchos días desde el naci-miento de la princesa de Asturias, esperanza dela patria, cuando Pipaón fue a ver a Jenara y le

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anunció con misterio que tenía que comunicarlecosas de importancia.

-O yo no soy quien soy -dijo sentándose jun-to a ella en el gabinete-, o yo he perdido el olfa-to, o nuestro endemoniado amigo está en Ma-drid.

-¿Será posible? ¡En Madrid!... ¡qué locura!, ¡ysin ponerse bajo nuestra protección! -exclamó ladama palideciendo un poco.

-Yo no le he visto; pero hay en Gracia y Jus-ticia algunos datos que permiten creer que estáaquí... Y no habrá venido seguramente a matarmoscas. Algún jaleo lindísimo traen entre ma-nos esos bribones, que no quieren dejarnos enpaz. El Gobierno teme algo en Andalucía, porlo cual no hay carta que no se abra ni viviendaque no se registre. Manzanares, Torrijos y Flo-res Calderón andan por allá preparando algo, yal fin, tanto va a la fuente el cántaro de la repre-sión que en una de estas se rompe...

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-¡Sangre... horca! -dijo maquinalmente Jena-ra mirando al suelo.

-D. Tadeo pierde cada día su fuerza, y el Reyse está haciendo todo mantecas a medida que lagente de orden y el respetabilísimo clero ponenlos ojos en el Infante, única esperanza de estanación francmasonizada y hecha trizas por elateísmo. Ya no es nuestro Rey aquel hombreque se ponía verde siempre que le hablaban deliberalismo. Con los achaques y el mal de ojoque le ha hecho la Reina, pues el amor que letiene parece maleficio, está más embobado quenovio en vísperas. Doña Cristina sabe a dóndeva y dulcifica que te dulcificarás, está haciendola cama al democratismo. Ya se habla de am-nistía, de abrir la puerta a los lobos, señora, ytraernos otros tres añitos como los de marras.

Al decir esto, el ilustre D. Juan, inflamado enpatriótica ira, dio un porrazo en el suelo con lacontera de su bastón, añadiendo luego:

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-Pero no será, no será; que antes que doblarel cuello a las melifluidades pérfidas de la na-politana, antes que dejarnos llevar por ella a laratonera liberalesca, echaremos a rodarPragmática y Reina y la áurea cuna de la angélicaIsabel, como dicen esos menguados poetastros,y habrá aquí un Vesubio, señora, un Etna...

La señora no le hizo caso y seguía meditan-do.

-Se levantará la nación -dijo el cortesano le-vantándose de la silla para expresar emblemá-ticamente su idea-, y veremos cuántas son cin-co. Tenemos un príncipe varón, sabio, religioso,honesto; tenemos doscientos mil voluntariosrealistas que se beberán el ejército como unvaso de agua, tenemos el reverendo clero conlos reverendísimos obispos a su cabeza; tene-mos el apoyo de la Europa, que, fuera de lanación francesa, marcha por las vías apostóli-cas. ¡Viva el señor Don...!

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-¡Silencio! -indicó la dama-. No me atormen-te usted con su entusiasmo. Estoy de apostóli-cos hasta la corona y deseo que los kirie-eleysones del cuarto de D. Carlos no lleguenhasta mi casa trayéndome el olorcillo a sacristíaque tanto me enfada... Pasando a otra cosa, ¿sa-be usted que es temeridad venir a Madrid sinponerse bajo nuestro amparo?... Yo le ofrecí miprotección para que viniera... Sin ella está engrandísimo peligro y tan bien ahorca a Juancomo a Pedro.

-Exactamente. ¿Pero le ha visto usted hacercosa alguna que no fuera temeridad, locura ydisparate?

-Trabajo le doy a quien intente averiguardónde está escondido -dijo la dama sin cuidarsede disimular su inquietud-. ¿Será posible averi-guarlo?

-Muy posible -repuso Pipaón soplando fuer-te; que era en él signo claro de legítimo orgullo-

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. Como que ya tengo si no averiguado, casi ca-si...

-¿De veras? Estará en casa de algún amigo.

-Que te quemas... digo, que se quema usted.

-¿En casa de Bringas?

-No.

-¿En casa de Olózaga?

-Nones.

-¿En casa de Marcoartú?

-Requetenones... En suma, señora mía, yo nosé fijamente dónde está; pero tengo una pre-sunción, una sospecha...

-Venga... Si no me lo dice usted pronto, lecontaré a Calomarde sus picardías.

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-No por la amenaza de usted sino por micortesía y deseo de complacerla le diré que metendré por el más bobo, por el más torpe de loscortesanos de este planeta si no resultase quenuestro temerario trapisondista está en casa deCordero.

-¡En casa de Cordero!

La dama pronunció estas palabras conasombro y quedó luego sumergida en el mar desus pensamientos, sin que los comentarios dePipaón lograran sacarla a la superficie.

-¿Estorbo? -dijo al fin el cortesano advirtien-do que la dama no le hacía más caso que a unmueble.

-Sí -repuso ella con la franqueza que tantagracia le daba en ocasiones.

-¿Va usted de paseo?

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-No... me duele la cabeza... Abur, Pipaón, noolvide usted mis recomendaciones, a saber: lacanonjía, la canonjía, Santo Dios, que esos ben-ditos primos me tienen loca... la bandolera parael sobrino del canónigo; que su familia no medeja respirar... el pronto despacho en la censurade teatros de ese nuevo drama traducido por elbusca-ruidos... en fin, no sé qué más. Esto no escasa, es una agencia.

Despidiose Pipaón después de prometer ac-tivar aquellos asuntos, y la dama, al punto quese vio sola, empezó a vestirse con gran prisa yturbación. Le había ocurrido que aquel día ne-cesitaba de ciertos encajes y no quería dilatarun minuto en ir a comprarlos.

-VIII-A pesar de su amor a la vida inalterable y

metódica, D. Benigno no veía con gusto que

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transcurriese el tiempo sin traer cambios o no-vedades en su existencia. Es que se había am-parado del alma del héroe cierto desasosiego ocomezoncilla que le sacaba a veces de su natu-ral índole reposada. A menudo se ponía triste,cosa también muy fuera de su condición, ysufría grandes distracciones, de lo que seasombraban los parroquianos, los amigos y elmancebo.

En la casa no había más variaciones que lasque trae consigo el tiempo: los muchachoscrecían, los pájaros se multiplicaban, los gatos yperros se rodeaban de numerosa y agraciadaprole, Crucita gruñía un poco menos y Solahabía engrosado un poco más.

De todos los amigos de Cordero el más que-rido era el buen padre Alelí, de la orden de laMerced, viejísimo, bondadoso, campechano.Era de Toledo como D. Benigno y aun mediopariente suyo. Le ganaba en edad por valor deunos treinta años, y acostumbrado a tratarle

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como un chico desde que Cordero andaba agatas por los cerros de Polán, seguía llamándo-le, por inveterado uso, chicuelo, Don Piojo, hartode bazofia, el de las bragas cortas. Cordero, por suparte, trataba a su amigo con mucho desenfadoy libertad, y como las ideas políticas de uno yotro eran diametralmente opuestas y Alelí nodisimulaba su absolutismo neto ni Cordero susaficiones liberalescas, se armaba entre los doscada zaragata que la trastienda parecía unCongreso. Felizmente toda esta bulla acababaen apretones de manos, risas y platos de migasal uso de la tierra, rociadas con vino de Yepes oEsquivias.

He aquí un modelo de conversación Alelí-Corderesca:

-Buenos días, Benignillo. ¿Cómo vas derégimen nefando?

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-Padre Monumento, vamos tal cual. Los delrégimen se entretienen en tirarse coces unos aotros y no se acuerdan de perseguirnos.

-Don Fulastre, don Piojo, el asno será él.¿Sabes algo del nuevo Papa que tenemos, Gre-gorio XVI, el cual, o no será tal Papa o no dejaráun Rey liberal en toda la Europa?

-¡Barástolis! No sé más sino que allá me lasden todas y que le beso las manos a mi señorDon Gregorio como católico que soy.

-¿Católico y jacobista? Átame esa mosca.Oye, tú, el de las bragas cortas; ¿qué pasaje leísteanoche?

-Tío Latinajo, leí el pasaje que dice: He vistoen la religión la misma falsedad que en la política.No hay religión, por buena que sea, que no hayaderramado sangre inocente.

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-Sigue, que me muero de risa. Eres un filóso-fo de agua y lana. Cuando acabes de volverteloco con tu Emilio saldremos a enseñarte en lasferias a dos cuartos por barba. Ven acá, al-macén de sandeces y tienda de majaderías,¿qué sabes tú lo que es religión?

-Me lo enseñan los de sayo y sandalia, aquienes se puede decir... «Je, je, son tontos y pi-den para las ánimas».

-Cuando tú y tus amigos los liberales herejesos desocupéis de la paliza que os están dandoen toda la Europa, y soltéis el ronzal para for-mar Congreso y decir: «señor presidente, pidoel rebuzno», no faltará quien os enseñe a hablarcon respeto de las cosas sagradas.

-Día vendrá en que rompamos el ronzal, pa-dre difinidor, y entonces difiniremos la conven-tualla, diciendo: Al fraile hueco, soga verde y al-mendro seco.

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-También se dijo: Donde las dan las toman.

-Y también: Cuentas de beato y uñas de gato.

-¡Ah!, mercachifle, si fueras bueno no seríasrico. Esas sí que son uñas de gato, que es comodecir de filósofo.

-No sé si se dijo por mí aquello de A la puertadel rezador nunca eches tu trigo al sol.

-Ladrón y rapante tú; mas no nosotros, quede limosna vivimos.

-¿De limosna, eh? ¡Ah!, señor D. Cepillo deÁnimas, qué bien dijo el que dijo: Reniego desermón que acaba en daca.

-Yo he oído que tienes la cabeza a pájaros.

-A propósito de pájaros. Yo he oído que elabad y el gorrión dos malas aves son.

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-Mira, Benigno -dijo Alelí cuando el tiroteollegaba a este punto-, vete al mismo cuerno, yecha acá un cigarrillo.

Cordero alargó su petaca al fraile, diciéndo-le:

-A la paz de Dios. Viva mil años mi fraile.

-¿Cómo están hoy tus nenes? -preguntó Alelíencendiendo su cigarro-. Lo de Rafaelillo re-sultó indigestión como te dije, ¿no es verdad?Dale hojas de Sen y créeme.

-No sólo de Sen sino de Can y Jafet se las hadado Cruz, que tiene en casa el herbolario máscompleto de Madrid.

-¿Ha parido la podenca?

-Todavía, no; pero parirá su merced. Paraser un Retiro a esto no le falta más que el estan-que; que de animales y hierbas tenemos cuantoDios crió, sin que falte el león, que es mi her-

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mana... ¡Ah!, me olvidaba: las perdices que trajeayer las están aderezando a la toledana, a loCastañar puro. Si viene usted tendremos paradiez perdices cuatro.

-¿Pues no he de venir, hombre de Dios? Sr.D. Ladrón de encajes. No faltaba más sino desai-rar a la tierra... ¿Hoy?

-Hoy. Además yo tengo que hablar con us-ted de un asunto grave.

Al decir esto, Cordero tomó un aire de se-riedad y de temor, que puso en gran curiosidadal padre Alelí.

-¿Un asunto grave? No será el primero queme consultas.

-Pero es seguramente el más delicado, el máspeliagudo. Necesito consejo y ayuda.

-Para eso estoy yo. Vengan esos cinco.

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Se estrecharon las manos, y Cordero besó lasflacas y temblorosas del anciano fraile con mu-cho cariño.

-El mal camino andarlo pronto, y pues estourge, tratémoslo ahora.

-Cuando quieras hijo. A bien que ambos so-mos toledanos y parientes.

-¡Viva la Virgen del Sagrario! -dijo Corderocon emoción-. Es temprano: ahora viene pocagente. El chico se quedará en la tienda. Sub-amos a mi cuarto y hablaremos.

-¿Es cosa larga?

-Primero una confesión, un secreto, que si nolo suelto pronto, creo que me hará daño; des-pués un consejo sobre lo que se ha de hacer, ypor último... a ver si se luce el buen Padre En-garza-credos con una comisión delicada.

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-Vamos, por el hábito que visto, que estoycurioso.

Salieron. Media hora después, D. Benigno ysu amigo reaparecieron en la trastienda. El co-merciante traía el semblante alegre y las meji-llas más que de ordinario encendidas. Alelímovía su cabeza con más nerviosidad y tem-blor que de ordinario, y al despedirse de supaisano, le dijo:

-Me parece muy bien, Benigno de mi co-razón. Yo quedo encargado de arreglarlo.

-IX-Dulce melancolía inundaba el alma pura del

buen Cordero. Parecíale que todo lo de la tien-da, incluso el feo hortera, concordaba con elestado de su espíritu, tiñéndose de inexplicablecolor lisonjero, y que había una sonrisa generalen todo lo externo, como si cada objeto fuera

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espejo en que a sí propio se miraba. Para másdicha, hasta hubo muchas ventas aquel día, quefue, si no estamos mal informados, uno de losde Febrero del año de 1831, al cual se podríallamar, como se verá más adelante, el año san-griento.

Serían las once cuando entró en la tiendauna dama y tomó asiento. Era parroquiana yamiga. D. Benigno la saludó y al punto empezóa sacar género y más género, blondas de Alma-gro, Valenciennes, Bruselas, Cambray, Malinas,en tal abundancia y variedad que no parecíasino que la señora iba a llevarse todo Flandes asu casa.

-¡Qué carero se ha vuelto usted!... Ya novuelvo más acá... Me voy a casa de Capistrana...¿Cincuenta y seis reales?, ¡qué herejía!... Esto novale nada... Es imitación... Vaya una carestía...No doy más que tres onzas por todo.

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-No es sino muy barato... Por ser usted lollevará en cincuenta duros todo... ¿Capistrana?No hay allí más que maulas, señora... Volveráusted por más... Es legítimo de Malinas... lorecibí la semana pasada. Este encaje de Inglate-rra me cuesta a mí veinticuatro. Pierdo el dine-ro.

-Lo que pierde usted es la caridad... ¡SantoDios, cómo nos desuella! Así está más rico queun perulero... Con estos precios que aquí usan,¡ya se ve!, no es extraño que se compren casas ymás casas.

Tantos dimes y diretes concluyeron con quela dama pagó en buenas onzas y doblones.Mientras Cordero empaquetaba las compraspara mandarlas a la casa de la señora, esta lepreguntó si era cierto que se había hecho pro-pietario de la finca donde estaba la tienda, ycomo el encajero le contestara que sí, la parro-quiana aparentó alegrarse mucho diciendo:

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-Precisamente estoy muy descontenta delcuarto en que vivo y deseo mudarme. ¿No vi-ven en este principal los de Muñoz? ¿No se vande Madrid? Pues si dejan la casa yo la tomo.

-Mucho me alegraré -replicó el héroe-. Perome figuro que mi principal será pequeño paraquien tanto lujo tiene y a tanta gente recibe ensus tertulias.

-¡Oh!, no... pienso reducirme mucho y vivirmás para mí que para los otros -dijo la damacon mucha gracia-. Estoy cansada de poetas, demazurcas y de chismes políticos. El Gobiernoha principiado a mirar con malos ojos mis reu-niones, a pesar de que mi absolutismo pasa porartículo de fe. Ya sabe usted lo que es Calomar-de y toda esa gente: van de exageración en exa-geración... están ciegos. El poder absoluto escomo el vino, una cosa muy buena y un vicio,según el uso que de él se haga. No lo dude us-ted, esa gente está borracha, y mientras másbebe y más se turba más quiere beber. El año

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comienza mal, y según dicen, las conspiracio-nes arrecian y el Gobierno no se para en pelillospara ahorcar.

-No faltará tampoco quien amanse y dulcifi-que -dijo Cordero apoyando sus codos en elmostrador para atender mejor a un tema tan desu gusto-. La Reina...

- ¡Oh!, sí, la Reina... -exclamó la dama conironía-. Sus dulcificaciones, de que tanto se hahablado, son pura música. Ya lo ve usted, hafundado un Conservatorio por aquello de queel arte a las fieras domestica. Me hace reír esto dequerer arreglar a España con músicas. Al me-nos el Rey es consecuente, y al fundar su escue-la de Tauromaquia, cerrando antes con cienllaves las Universidades, ha querido probar queaquí no hay más doctor que Pedro Romero. Esoes, dedíquese la juventud a las dos únicas ca-rreras posibles hoy, que son las de músico ytorero, y el Rey barbarizando y la Reina dulcifi-cando nos darán una nación bonita... ¡Ah!, me

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olvidaba de otra de las principales dulcificacio-nes de Cristina. Por intercesión de ella ¡oh almagenerosa!, se va a suprimir la horca para susti-tuirla ¡enternézcase usted, amigo Cordero!...para sustituirla con el garrote... No sé si en elConservatorio se creará también una cátedra dedar garrote... con acompañamiento de arpa.

D. Benigno se rió de estas despiadadas bur-las; mas lo hizo por pura galantería, pues sien-do entusiasta admirador de la joven y generosaReina, no admitía las interpretaciones malignasde su parroquiana.

-Ello es, querido D. Benigno -añadió esta-que yo he determinado quitarme de en medio.Presiento no sé qué desgracias y persecuciones.Deseo una vida retirada y oscura. No más ter-tulias, no más versos dedicados a bodas reales,embarazos de reinas y nacimientos de prince-sas, no más murmuración ni secreto sobre loque no me importa. Si su casa de usted me gus-

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ta, a ella me vengo y en ella me encierro... De-cidido, señor de Cordero.

-Como buena y cómoda no hay otra en Ma-drid.

-Yo quisiera verla.

-Lo haré presente al señor de Muñoz y deseguro me dará permiso para que usted la vea.

-No, no se moleste usted -dijo la dama, ob-servando con atención el rostro de Cordero, porver si se turbaba-. ¿No son iguales todos lospisos?

-Todos enteramente iguales.

-Pues enséñeme usted el entresuelo dondeusted vive... Pero ahora mismo. Tengo prisa.Quiero decidir de una vez.

Levantose resueltamente dirigiéndose a al-zar la tabla del mostrador para pasar a la tras-

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tienda. De aquel modo brusco y ejecutivo hacíaella todas sus cosas.

-No hay inconveniente, señora -dijo Corderomanifestando más bien agrado que contrarie-dad-. Pero la señora me permitirá que no laacompañe, porque tendría que dejar la tiendasola. El chico no está.

-No faltaba más sino que también conmigogastara usted cumplidos. Quédese usted... sub-iré sola, ya sé el camino... por esta escalerilla...

-¡Sola!... ¡Cruz!... -gritó D. Benigno desde elprimer peldaño.

La dama subió con ágil pie por la escalera, lacual era tan estrecha que en la angostura de lasparedes se le chafaron a la señora las huecasmangas de jamón, y el chal de cachemira se leresbaló de los hombros.

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En aquel mismo momento Crucita estabalimpiando jaulas y soplando la paja del alpiste,sin parar un momento en su conversación contodos los pájaros, la cual era un lenguaje com-puesto de suavísimas interjecciones cariñosas,de voces incomprensibles, cuyas variadas in-flexiones no expresaban ideas, sino un vagosentimiento de arrullo o los apetitos y anhelosdel instinto. Era aquella charla como los rudi-mentos o albores de la palabra humana cuandoel hombre pegado aún a la Naturaleza por elcordón umbilical de la barbarie, desconocía lasrelaciones sociales. ¡Oh!, ¡qué dato para aquelfilósofo que tenía en D. Benigno el más entu-siasta de sus admiradores! Oyendo hablar adoña Crucita con los habitantes enjaulados desu selva de balcón, Rousseau habría compren-dido mejor el estado feliz y perfecto del hom-bre, y su amigo Voltaire se habría puesto decuatro pies para practicar, no de burlas, sino depuras veras, las teorías del autor del Contrato.

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Doña Cruz era una mujercita seca y bastantevieja, muy limpia, fuerte y dispuesta como unamuchacha, lista de pies y manos, con la cabezamedio escondida dentro de una escofieta queparecía alzarse y bajarse con el mover de lacabeza, como las moñas o tocas de ciertas aves.Para mirar daba a la cara un brusco movimien-to lateral, lo mismo que los pájaros cuandoestán azorados o en acecho. Fuera por la aso-ciación de ideas o por verdadera semejanza,ello es que al verla daban ganas de echarle al-piste.

Interrumpida en lo mejor de su faena, doñaCruz se escandalizó, se asustó, aleteó un tantocon los bracitos flacos, miró de lado, graznó unpoquillo. Al mismo tiempo dos, tres o quizáscuatro perrillos se abalanzaron a la dama, la-drando y chillando, rodeándola de tal modoque si fueran mastines en vez de falderos, ladejarían malparada. La cotorra y el loro poníanen aquel desacorde tumulto algunos comenta-

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rios roncos que aumentaban la confusión. Ladama expresó el objeto de su subida al entre-suelo, mas como Crucita no podía oírla, fuelepreciso alzar la voz, y con esto alzaron la suyalos perros, mayaron los gatos, se enfadaroncotorra y loro y los pájaros prorrumpieron enuna carcajada estrepitosa de cantos y píos.Mientras más gritaba la turba animalesca másse desgañitaba doña Cruz diciendo: «¿Qué se leofrece a usted? ¿Por quién pregunta usted?». Ya cada subida del diapasón de la vieja más ele-vaba el suyo la señora, mientras D. Benignodesde la escalera gritaba sin que le escucharan:«¡Cruz! ¡Sola!» armándose tal laberinto que sinduda hubiera parado en algo desagradable sino se presentara afortunadamente la Hormiga adesvanecer aquella confusión, imponiendo si-lencio y enterándose de lo que la dama quería.

Sorprendida y algo cortada estaba Sola anteaquel brusco modo de ver casas, y pasado elasombro primero dio en sospechar que otra

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intención distinta de la manifestada tenía ladama. Aunque esta le inspiraba miedo, porfigurársele que su presencia le anunciaba algu-na trapisonda, quiso disimular su temor. Tanbien lo consiguió, que la señora empezó a sor-prenderse a su vez de hallar en la protegida deCordero un semblante tan festivo, un ánimo tansereno y tal disposición a la complacencia, quedijo para sí con despecho y tristeza: -O estadisimula mejor que yo, o no hay aquí hombreescondido ni cosa que lo valga.

-X-Vieron la casa toda, que la señora encontró

más pequeña de lo que creía y bastante oscuraen lo interior. Después Sola, que no había teni-do tiempo de echarse un mantón por los hom-bros, ni aun de quitarse el delantal, que era sulibrea de gala por las mañanas, acompañó a laseñora a la sala para que descansase y le pidió

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indulgencia por el mal pergenio con que la re-cibía. Considerándose ella como una especie deama de gobierno más bien que como dueña dela casa, su posición frente a la otra era, en ver-dad, un poco desairada. Pero no le importabanada ser allí un poco más o menos señora, ysentándose a cierta distancia de la visitante,esperó a que Crucita o el mismo D. Benignovinieran a relevarla de su señorío provisional.Crucita se había encerrado en el gabinete paracolgar las jaulas y echar agua a los tiestos, y nose cuidaba de que hubiese o no en el estradouna persona extraña. Cordero estaba vendien-do, y tampoco podía subir.

En cambio, Juanito Jacobo se adelantaba len-tamente pegado a la pared y rozándose con lassillas, como una babosa que marcha pegada alas piedras de una tapia. Con el ceño fruncido,un dedo en la boca y ambas manos teñidas conla pintura de un caballejo de palo, a quien aca-baba de dar un baño en la cocina, miraba a Sola

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y a la otra señora, esperando que cualquiera deellas le llamase.

-¿Es este el niño más pequeño de D. Benig-no? -preguntó la dama.

-Sí, señora... ¡y es tan malo!... Ven acá, chico,ven; saluda a esta señora.

El muchacho no se hizo de rogar y vino conademán de recelo y azoramiento, metiéndose,no ya el dedo, sino toda la mano dentro de laboca. La abundante pintura negra y roja que enlos dedos tenía se le pasó a los labios y carrillos.

-Estás bonito por cierto... pareces un salvaje-le dijo Sola-. ¿No te da vergüenza de que tevean así, grandísimo tunante?

-No le riña usted.

-¡Eh!... no te acerques a la señora con esasmanazas puercas... Tira ese caballo, que estáchorreando pintura. Le ha dado ahora por lavar

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todo lo que encuentra, y el otro día metió en latinaja las gafas de su padre.

-Es un fenómeno de robustez esta criatura-afirmó la señora acariciándole.

-Eso sí; está más sano que una manzana ycome más que un sabañón -dijo Sola apretándo-le una nalga y dándole un palmetazo en el co-gote para que por el chasquido de las carnazasdel chiquillo juzgase la señora de su robustez.

Parecía una madre en plena manifestaciónde su orgullo de tal.

Juan Jacobo miró a la señora con expresiónde desvergüenza, la cual se aumentaba con losmanchurrones de su cara.

-¿Quieres mucho a esta señorita? -le pre-guntó la dama, dándole un golpe con su abani-co.

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El muchacho, que apoyaba sus codos en larodilla de Sola, alzó la pierna para montarsearriba.

-No, no, fuera, fuera... -dijo Sola quitándosede encima la preciosa carga-. No faltaba más...A fe que es chiquito el elefante para llevarlo enbrazos... Quita allá, mostrenco.

-¿Un hombre como tú no tiene vergüenza deque le coja en brazos una mujer? -le dijo la se-ñora riendo.

-¡Le tenemos tan mimoso...! -dijo Sola connaturalidad-. Como es el más pequeño... Supadre está medio bobo con él, y yo...

No pudo seguir porque el muchacho, queera tan ágil como fuerte, saltó de un brinco so-bre las rodillas de Sola y echándola los brazosal cuello la apretó fuertemente.

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-Ya ve usted... -dijo ella-, me tiene crucifica-da este sayón... Si le dejaran estaría así todo eldía... Vaya, vaya, basta de fiestas... Sí, sí, ya séque me quieres mucho. Haz el favor de no que-rerme tanto... Abajo, abajo... ¡Qué pensará de tiesta señora! Dirá que eres un mal criado, unniño feo...

-No extraño que los hijos de Cordero laquieran a usted tanto... -manifestó la dama-. Esusted tan buena, y les ha criado con tanto es-mero... Así está D. Benigno tan orgulloso deusted, y así no concluye nunca cuando empiezaa elogiarla. ¡Cómo la pone en las nubes!... Yverdaderamente el amigo Cordero ha encon-trado una joya de inestimable precio para sucasa. Yo creo que en el caso presente el agrade-cimiento le corresponde a él más bien que austed.

Sola protestó de esta idea con exclamacionesy también con movimientos negativos de cabe-za.

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-¿Pues qué ha hecho usted sino sacrificarse?-añadió la dama-. Bien podría vivir hoy, si lohubiera querido, en otra posición, en otro esta-do, que de seguro sería más independiente...pero dudo que fuera más tranquilo y feliz.

-No creo que para mí pudieran existir posi-ción ni estado mejores que los que ahora tengo- repuso la Hormiga con sequedad.

-Verdaderamente así es, porque, si no re-cuerdo mal, usted se encontró después de lamuerte de su señor padre, sola y abandonadaen el mundo. Me parece haber oído que alguienla protegió a usted en aquellos días; pero comoandando el tiempo, ese alguien o se murió odesapareció o no quiso acordarse más de usted,el resultado es, hija mía, que su orfandad no hatenido verdadero y seguro amparo hasta queeste angelical D. Benigno la trajo a su casa. Enél tiene usted un padre cariñoso... ¡Oh!, págueleusted con un cariño de hija y no busque fuerade esta casa otros afectos ni otro estado de me-

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jor apariencia. Cuidado con casarse; no cambieusted el arrimo de este santo varón por el decualquier hombrecillo que no sepa comprendersu mérito.

Siguió apurando el tema la señora y vino aparar en una filípica contra los hombres, sinespecificar si la merecían en el concepto de ma-ridos o en el de novios o cortejos; pero dete-niéndose de repente, se echó a reír.

-Mas usted dirá que le doy consejos sin queme los pida y que hablo de lo que no me impor-ta.

-No, señora; todo lo que usted dice me pare-ce muy puesto en razón, y es natural que dé elconsejo quien tiene la experiencia... Estate quie-to, por amor de Dios, chiquillo...

-Bien, bien -dijo la dama riendo otra vez-. Enfin, señora, yo estoy molestando a usted yquitándole el tiempo...

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-De ningún modo.

Levantáronse ambas.

-Tiene una hermosa sala el amigo Cordero-indicó la señora alargando la mano a Sola, yobservando al mismo tiempo las cortinas blan-cas, las rinconeras, los candeleros de plata y lasplumas de pavo real-. La parte de la casa queda a la calle me parece muy bonita... En fin, enmí tiene usted una servidora... Adiós, hermoso;dame un beso... ¡Ah!, ¿no sabe usted lo que meocurre en este momento?

La señora que ya iba en camino de la puerta,se detuvo, retrocedió algunos pasos y mirandoa Sola fijamente, le dijo así:

-Me olvidaba de hacer a usted una pregunta.

Sola esperó, palideciendo un poco, por sentircorazonada de que la tal pregunta iba a ser decosa triste. Su instinto zahorí lo adivinaba y

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parecía leer en los ojos de la hermosa dama lapregunta misma con todas sus palabras antesde que la primera de estas fuese pronunciada.

-Dígame usted -preguntó la señora, afectan-do poco interés-, aquel caballero, aquel joven,aquel, en fin, a quien usted llamaba su herma-no, ¿dónde está?

-No lo sé, señora -replicó Sola pasando brus-camente de la palidez al rubor-. Hace tiempoque no sé nada.

-¿Vive, o qué es de él?

-No sé una palabra. Hace dos años que nome escribe... ¿Usted sabe algo?

El rubor desapareció en ella dejándola en sunatural color y aspecto tranquilo.

-Dos años justos hace que tampoco sé nada...Es muy particular...

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Para la astuta dama no pasó inadvertida lacircunstancia de que si la joven se turbó al reci-bir la primera impresión de la pregunta, supocontestar con serenidad a ella. Ya fuese pordisimulo, ya porque realmente se interesabapoco por el personaje recordado tan brusca-mente, no se afectó como la otra creía.

-O está aquí -pensó la dama-, y la muy píca-ra lo oculta con admirable disimulo, o si noestá, ella no se cuida ya de él para maldita lacosa.

-Quiero ser franca con usted -dijo despuésde ligera pausa, en que la miró a los ojos comose miraría en un espejo-. Me dijeron hace díasque estuvo en Madrid y que D. Benigno le hab-ía ocultado en su casa.

-¡Aquí!... ¡señora! -exclamó Sola echandosorpresa por sus ojos con tanta naturalidad quela dama no pudo menos de sorprenderse tam-bién-. La han engañado a usted... Apuesto a

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que Pipaón... ¡Ah!, ese buen don Juan mientemás que habla... Todos los días viene contandounas patrañas que nos hacen reír. En cuanto aese desgraciado, yo creo que no puede ocultar-se aquí ni en ninguna parte...

-¿Por qué?

-Yo tengo mis razones para creer... Sí, bien lopuedo asegurar casi sin temor de equivocarme:mi hermano ha muerto.

Parecía que iba a llorar un poco; pero nolloró ni poco ni mucho. La dama vaciló unmomento entre la emoción y la incredulidad.Llevose el pañuelo a la boca como si quisieraponer a raya los suspiros que contra todas lasleyes del disimulo querían echarse fuera, y dijoesto:

-¡Válganos Dios, y cómo mata usted a la gen-te!... Con permiso de usted no creo...

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¡Horrible y nunca oída algazara! Quiso elDemonio, o por mejor hablar, doña Crucita,que en el momento de decir la señora no creo, seabriese la puerta del gabinete y diera salida ados falderillos, un doguito y un pachón quesoltando a un tiempo el ladrido atronaron lasala; y como por la misma puerta venía el chi-llar de los pájaros, y como de añadidura sub-ían por la angosta escalera los tres chicos deCordero, procedentes de la escuela, se armó unestrépito tal que no lo hiciera mayor la diosamisma de la jaqueca, caso de que pueda habertal diosa. Los perros se tiraban a acariciar a losCorderillos, los Corderillos a los perros y enmedio del tumulto se oyó la pacífica voz de D.Benigno que también por la escalera subía di-ciendo: «orden, silencio, compostura, que hayvisita en casa».

Detrás de D. Benigno apareció la figura deZurbarán a quien llamaban padre Alelí, y con elfuror que los chicos ponían en besar la mano

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del padre y la correa del amigo, se aumentó elestruendo, porque los perros también queríandar pruebas de su veneración con ladridos. Alfin, para que nada faltara, apareció doña Cruci-ta echando toda la culpa de la bulla a los mu-chachos, y les llamó perros, y a los perros nenesy a su hermano borrego de Cristo y a Sola DoñaAquí me estoy, y al buen fraile el Zancarrón deMahoma.

-Cállate, Cruz del Mal Ladrón -dijo Alelí rien-do-, y guarda adentro toda esta jauría del In-fierno... ¡Oh! Cuánto bueno por aquí. Sí, ya meha dicho Benigno que había subido usted a verla casa. ¿Y qué tal? Tiene magníficas vistas noc-turnas el patio, y en jardines colgantes no leganaría Babilonia, así como en diversidad dealimañas no le ganaría el África entera.

La dama habló un momento de las condi-ciones de la casa; después se despidió paramarcharse, porque era la una, hora sacramentalde la comida.

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-Un momento, señora -dijo D. Benigno, ahu-yentando a sus hijos y a los perros-. Aquí tieneusted al buen Alelí con más miedo que unmasón delante de las comisiones militares. Us-ted que tiene valimiento puede sacarle de esteapuro. Figúrese usted...

-Nada, nada, señora -dijo Alelí nerviosamen-te, con extraordinaria recrudescencia en el tem-blor de su cabeza sobre el cuello que parecía dealambre-. No es más sino que hace un rato seha metido por la puerta de mi celda un emi-grado, un terrible democracio que se ha coladoen España sin pedir permiso a Dios ni al Dia-blo, y con palabras angustiosas me ha rogadoque le ampare y le esconda allí...

-¿Y qué es un democracio? -preguntó la damariendo.

-Un perdis, un masón, un liberalote, unconspirador, un democracio, así les llamamos.

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-¿Y cuál es su nombre?

-Eso, señora -dijo Alelí con gravedad-, no lorevelaré, pues aunque estoy decidido a no te-nerle oculto más que el tiempo necesario paraque reciba contestación escrita de los que pue-dan o quieran protegerle mejor, no cantaréquién es, aunque me ahorquen. Confío en ladiscreción de todos los presentes. Bien sabenque no amparo conspiradores contra mi rey y lareligión que profeso, y si a este he amparado,hícelo porque me juró que no venía acá paraarmar camorra, sino para corregirse y vivirpacíficamente, confiado en el perdón que espe-ra alcanzar de Su Majestad.

-Sabe Dios a qué vendrá mi hombre -dijoCordero, gozándose en aumentar el susto de suamigo-. Me parece que de la Trinidad Calzadavan a salir sapos y culebras si Calomarde no dauna vuelta por allí.

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-Yo me lavo las manos... y callandito, que es-tamos hablando más de la cuenta. Benigno, acomer se ha dicho. Esta señora nos va a acom-pañar a hacer penitencia.

Rehusando los obsequios e invitaciones deaquella buena gente retirose la dama con hartodolor suyo, por no poder alcanzar el fin de lainteresante noticia que el fraile traía del con-vento. Por la calle iba pensando en el descono-cido que se acogía al amparo de la celda deAlelí. Al llegar a su casa encontró a Pipaón quela aguardaba.

-¡Necio! -exclamó, sentándose muy fatigada-. En casa de Cordero no hay nada... Como sigausted rastreando de este modo, pronto le dedi-cará Calomarde a coger moscas... Pero una felizcasualidad...

-¿Ha descubierto usted...?

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-Sí, hombre ¿qué cosa habrá que yo no des-cubra? Vea usted por dónde... Déjeme ustedque descanse.

-En Gracia y Justicia se sabe que continúafuncionando en Francia, más envalentonadoque nunca, el famoso Directorio provisional dellevantamiento de España contra la tiranía.

-Noticia fresca.

-Se sabe -añadió Pipaón dándose mucha im-portancia- que constituyen el tal Directorio lospatriotas, o dígase perdularios, Valdés, Sancho,Calatrava, Istúriz y Vadillo.

-Que Mendizábal es el depositario de losfondos.

-Que Lafayette les protege ocultamente y lesbusca dinero, y finalmente que han enviado aMadrid a cierto individuo con nombre supues-to...

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-El cual, o yo soy incapaz de sacramento, oestá en la Trinidad Calzada.

Pipaón abrió su boca todo lo que su bocapodía abrirse y después de permanecer buenrato haciendo competencia a las carátulas demármol que de antiguo existen en los buzonesdel correo, repitió con asombro:

-¡En la Trinidad Calzada!

-XI-El padre Alelí amenizó la comida con su

charla, que habría sido la más sabrosa delmundo, si por efecto de los muchos años notuviera la cabeza tan desvanecida y descuader-nada que todo era desorden y divagaciones ensus discursos. Sucedía que el buen señor empe-zaba a contar una cosa, y sin saber cómo se es-curría fuera del tema principal y pasando de unincidente a otro hallábase a lo mejor a cien le-

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guas del punto adonde quería ir. Era hombreque antes de llegar a la decrepitud, tuvo unamemoria fresquísima y una chispa especial pa-ra contar cosas pasadas y presentes; pero estabaya tan débil de cascos que de aquel recordarprodigioso y de aquel arte admirable para lanarración ya no quedaba más que una facundiadeshilvanada, un chorrear de ideas y palabras,y un grandísimo enfado si alguien le inte-rrumpía o intentaba llamarle al orden.

-Puesto que queréis conocer el caso del de-mocracio que se ha metido por las puertas de micelda -dijo al principiar la comida-, os lo voy acontar como se deben contar las cosas, con to-dos sus pelos y señales. Empecemos por dondedebe empezarse. Pues señor... iba yo por la callede Carretas arriba, y al llegar a la esquina deMajaderitos veo que viene hacia mí un elefantecon los brazos abiertos. Era para causar espantoa cualquiera la acometida de aquel monstruocon sotana y manteo; pero yo que conozco a

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mis fieras me dejé abrazar y le abracé tambiéncon mucho gozo. «¿Cómo va? Bien, ¿y tú, gi-gantón?»... En fin, para no cansar, era Juan Ni-casio Gallego. Ya sabéis que fue discípulo míoen Salamanca donde leí sagrados cánones porlos años de 792 a 794. Era entonces Nicasio eljayán más guapote que había salido de la tierradel garbanzo; sus disposiciones eran grandes,tan grandes como su pereza, y hubiéramos te-nido en él un acabado canonista si no cayera enla tentación de enamorarse de Horacio y Virgi-lio, fomentadores de la holgazanería. El bribónde Meléndez le tomó mucho cariño, y lo mismoel calzonazos de Iglesias que fabricó su reputa-ción con chascarrillos... Yo digo que si Iglesiasno se llega a morir a los treinta y ocho añoshubiera puesto el Breviario en epigramas... Pe-ro sigo contando con orden. Quedamos en queuna tarde paseábamos por el Zurguén el maes-tro Peláez, Meléndez, Gallego y yo. Por aque-llos días había venido la noticia de la degolla-ción de Luis XVI, y estábamos consternados,

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muy consternados, atrozmente consternados. Amí no me digan, ¿hay en la historia antigua nimoderna un crimen tan atroz?...

-Por vida de Sancho Panza -dijo D. Benignoriendo- que eso se parece al cuento del hidalgoy el labrador... ¿A dónde va usted a parar consus divagaciones, ni qué tiene que ver Luis XVIcon el poeta zamorano?...

-Allá voy, hombre, allá voy -replicó Alelímuy amostazado-. Yo sé lo que cuento y nonecesito de apuntadores.

-Sepamos ante todo lo que le dijo Gallego enla esquina de Majaderitos, si es que esto tienealgo que ver con el cuento del democracio.

-Seguramente tiene que ver. Gallego es tam-bién un grande y descomedido democracio, y aeso iba... Pues me contó Juan Nicasio cómo leestá engañando Calomarde, fingiéndole protec-ción, y cómo el Rey le ha prometido no sé cuán-

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tas prebendas sin darle ninguna. Además, elhombre está temblando porque le han delatadopor franc-masón, y bien sabemos todos que elaño 8 fue empleado de los liberales en Cádiz, yel año 10 diputado en las pestíferas Cortes.

-Eso de pestíferas no pasa -exclamó Cordero,dando un golpe en la mesa con el mango deltenedor-. Repórtese el fraile o se sabrá quién esCalleja.

-Vete con dos mil demonios.

-Siga el cuento.

-Sigo, y no interrumpirme.

-Pero cuidado con echar por los cerros deÚbeda.

-Que diga Sola si voy mal.

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-Va admirablemente -replicó ella sonriendo-.Eso se llama contar bien, y no falta sino saber loque dijo ese señor gallego o asturiano.

-Pues dijo que está empleado en la bibliotecadel duque de Frías y que hace poco le fueron aprender por revoltoso, y equivocándose los depolicía, en vez de cogerle a él cogieron al archi-vero y le plantaron en la cárcel. Cuando el Reylo supo se rió mucho, y dijo a Calomarde: «Tanmalos sois como tontos». Después, Gallego fue aver al Rey, y como este tiene debilidad por lospoetas... Ya sabéis cuánto se entusiasma conMoratín. ¡Ah!, hace dos años que murió esebuen hombre y yo me acuerdo, como si fuerade ayer, de haberle visto trabajando en la pla-tería de su tío el joyero del Rey. Creo haberoscontado que Moratín tuvo una novia, una taldoña Paquita, hija de la dueña de la casa dondevivía Mustafá. Ya sabéis que así llamábamos alpobre Juan Antonio Conde por ser escritor decosas de moros.

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-Nos lo ha contado unas doscientas veces -dijo Cordero al oído de Sola.

-No sabíamos eso -añadió esta en voz alta,para no desanimar al bondadoso fraile-. ¿Conque Moratín...?

-Sí, hija mía, estuvo enamorado de esa doñaPaquita, habitante en la calle de Valverde consu madre, la señora doña María Ortiz, que fueel pintiparado modelo de la saladísima doñaIrene de El sí de las niñas. Moratín ya no eramozo y doña Paquita apenas tendría los diecio-cho años, es decir, que con veinte de por medioentre los dos, ¡qué había de suceder...! Leandro,enamorado como suelen estarlo los machuchosque se reverdecen, la niña afectando accederpor timidez, por hipocresía o por agradeci-miento, hasta que vino el desengaño, un desen-gaño cruel, horrible...

-¡Barástolis!... señor don Plomo -exclamóCordero con repentino enfado-, que estamos

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hartos de oírle contar lo de Moratín y doña Pa-quita. ¿Qué tiene eso que ver ni con el amigoque encontró en Majaderitos, ni menos con eldemocracio que está escondido en la Trinidad?

-A ello voy, a ello voy, señor don Azogue-replicó Alelí enojándose también-. Pues qué¿no se han de contar los antecedentes de lossucesos? Precisamente iba a decir que en elmomento de despedirme de Gallego acertó apasar ese muchacho americano, Veguita, unenredadorzuelo que dio que hablar cuandoaquella barrabasada de los Numantinos y fuecastigado con dos meses de encierro en nuestracasa para que le enseñáramos la doctrina. El tales de buena pasta. Pronto le tomamos afición.Cantaba con nosotros en el coro y rezaba lashoras. Yo le daba golosinas y le hacía leer ytraducir autores latinos, y él me leía sus versoso me representaba trozos de comedias. Esto lohace tan perfectamente que si mucho tiene depoeta, más tiene de cómico. Yo le animaba para

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que abandonase el mundo y entrase en la Or-den... ¡Oh, amigos míos!... Cuando uno consi-dera que en nuestra Orden vivió y murió elprimero de los predicadores del mundo FrayHortensio Paravicino, cuya celda ocupo en laactualidad...

-Que te descarrías, que te pierdes -dijo rien-do D. Benigno-. Por Dios, querido padre mío,ya está usted otra vez a setecientas leguas de sucuento.

-Iba diciendo que Ventura me besó las ma-nos y después se las besó al padre de la Constitu-ción, que así llama a Gallego la gente apostólica,y de esta manera le calificó en su infame dela-ción el religioso agonizante Fray José MaríaDíaz y Jiménez, a quien nuestro soberano llamael número uno de los podencos por lo bien quehuele, rastrea, señala y acusa toda conspiracióny astucia de esos tontainas de liberales. No sé sios he dicho que, según confesión del buen ele-fante zamorano, Calomarde le odia más que a

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un tabardillo pintado, y si no fuera porque D.Miguel Grijalva, amigo mío y de Nicasio, vio aSu Majestad y le llevó aquel famoso soneto quehizo Gallego cuando la Reina estaba de parto...

-Al grano, al grano, que eso más que referirsucedidos es marear a Cristo.

-Un poquitín de paciencia, señores. Yo decíaque se llegó a nosotros Veguita, a quien, des-pués del encarcelamiento en nuestra casa yo nohabía visto más que dos veces, una en casa deNorzagaray cuando él y sus amigos ensayabanla comedia de Zabala Faustina y Gerwal, y otraen la Puerta del Sol cuando le llevaban presopor tener la audacia de dejarse las melenas lar-gas, al uso masónico. Por cierto que ese atrevi-dillo se ha dejado crecer un bigote que no haymás que ver, y con aquellos precoces pelos in-sulta públicamente a la gente que manda, yhace descarado alarde de liberalismo... En unapalabra, queridos, Venturilla y Gallego empe-zaron a hablar del censor de teatros Reverendo

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padre Carrillo, y excuso deciros que le pusieroncomo siete caños porque no deja resollar a losautores. Después... y aquí entra lo principal demi cuento...

-Gracias a Dios... Aleluya.

-Pues Veguita dijo una cosa al oído de Ga-llego... y después acercose a mí poniéndose depuntillas, porque él es muy pequeño y yo másque regularmente alto, y me dijo también cua-tro palabras al oído.

-¿Qué? -preguntó con mucha curiosidadCordero.

-Pues no faltaba más sino que os fuera a re-velar lo que se me confió como un secreto.

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-XII--¡Barástolis!, que estamos enterados -dijo

Cordero comiéndose las últimas almendras delpostre.

Pero el famoso Alelí no paró mientes en es-tas palabras, y empezó a rezar en acción degracias por la comida. Poco después se habíanlevantado los manteles, y los muchachos, bienfregoteadas las manos y la boca, tornaron a laescuela. D. Benigno, que acostumbraba dormirmuy breve siesta, la suprimió aquel día y bajósin demora a la tienda porque la comida habíasido aquel día más larga que de ordinario. Do-ña Crucita que no podía pasarse sin su regala-do sueño de dos o tres horas, se fue a su cuarto,llevando en un plato las golosinas con que solíaobsequiar en tal hora a sus queridas alimañas, ytras ella se fue Juan Jacobo, con el sombreróndel padre Alelí encajado en la cabeza hasta to-car los hombros, y en la mano un látigo que él

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mismo había hecho con una orilla de pañoamarrada al mango roto de un molinillo dechocolate. Alelí buscó el blando acomodo de unsillón que en el testero del comedor estaba, yque parecía decir dormid en mí con la suavehondura de su asiento, la inclinación de su vie-jo respaldo gordinflón y la curva de sus cariño-sos brazos. Allí dormía antaño la siesta doñaRobustiana, y allá solía hacer sus digestiones elbuen Alelí, las cuales no eran difíciles, por serél la sobriedad misma.

Para mayor comodidad Sola le ponía delanteuna silla para que estirase las piernas, y tras dela cabeza una mofletuda almohada de su pro-pia cama, con lo que el padre estaba tan bien,que ni en la misma gloria. Aquella tarde, cuan-do Sola trajo silla y almohada, el fraile le tomóuna mano, y mirándola con sus ojos soñolien-tos, le dijo: -Cordera...

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Sonriendo como la misma bondad sonreiría,Sola acomodó en la almohada la venerable ca-beza que parecía la de un santo, y dijo así:

-¿Qué me quiere Su Reverencia?

-Cordera -murmuró el fraile sonriendo tam-bién como un bienaventurado-, vete al cuartode Benigno, y en el chaquetón, bolsillo de laizquierda... ¿entiendes?

-Sí, un cigarrito.

-Se me olvidó pedírselo antes que bajara...

Ni medio minuto tardó la joven en traer elcigarrito, y con él la lumbre para encenderlo.

-Es que quiero echar una fumada para des-pabilarme, porque desearía no dormir siesta...¿entiendes, paloma?

Como el fraile estaba con la cabeza echadaatrás, en la más blanda y cómoda postura que

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pueden apetecer humanos huesos, Sola no qui-so que se incorporase y ella misma le encendióel cigarro en el braserillo, no siendo aquella laprimera vez que tal cosa hacía. Chupó un pococon la inhabilidad que en tal caso es propia demujeres (como no sean hombrunas), y cuandologró hacer ascua de tabaco, no sin perder mu-cha saliva, presentó el cigarro a su amigo, ce-rrando los ojos por el picor que el humo le cau-saba en ellos.

-Gracias, gracias, serafín de esta casa. Com-prendo muy bien que ese santo varón... Pues,hija de mi alma, quiero despabilarme con estecigarrito, porque necesito hablarte de una cosagrave, delicada, digo mal, archi-delicadísima.

A Sola le pasó una nube por la frente, quierodecir, que se puso seria y pensativa.

-Tiempo hay de hablar todo lo que se quiera-dijo, inclinada sobre uno de los brazos del

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sillón en que el religioso estaba-. Duerma suReverencia.

-Bueno, hijita, con tal que me llames a lastres y media...

-Eso es poco. A las cinco.

-No, no. Si me duerno, no podré hablarte delsusodicho negocio, y lo he prometido, cordera,he prometido que esta tarde misma...

Esto decía cuando llegó un corpulento ybellísimo gato, que solía echar sus dormidas enel mismo sillón donde estaba Alelí, y viendoocupado aquel lugar delicioso, dio algunasvueltas por delante con rostro lastimero. Al fin,discurriendo que había sitio para todos, subióal regazo del fraile y como encontrara agasajo,se enroscó y se echó a dormir cual un bendito.

A poco de esto oyose un ruido estrepitoso, yfue que Juanito Jacobo había cogido una bande-

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ja de latón vieja, que olvidada estaba en la des-pensa, y venía batiendo generala sobre ella conel palo del molinillo, tan fuertemente quehabría puesto en pie, con el estrépito que hacía,a los siete durmientes. Acudió Sola y le trajoprisionero por un brazo.

-¡Condenado chico! ¿No sabes que está tu tíadurmiendo la siesta?... Ven acá: suelta eso... Ya,ya es tiempo de que tu padre te mande a laamiga... Ríñale, Padre Alelí. No se le puedeaguantar. Cuando el señorito está de vena, pa-rece que hay un ejército en la casa.

Diciendo esto, Sola le iba quitando sombre-ro, bandeja y palo, y después de sentarse leacercó a sí y le acarició pasando suavemente sumano por los hermosos cabellos del niño.

-Si hace bulla -dijo Alelí acariciando tambiéncon su mano los rizos-, no le traeré a mi señordon Juan Jacobo las hostias que le prometí, nilas velitas de cera, ni el San Miguel de alcorza...

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Pues te decía, hija, que ahora vamos a hablarlos dos de un asunto superlativamente delica-do... Mira, vuelve al chaquetón de Benigno ytráeme otro cigarrito, o mejor dos.

Sola hizo lo que le mandaba el reverendo yse volvió a sentar aguardando aquello tan deli-cado que manifestarle quería. Durante un ratono pequeño, los dos estuvieron callados, y Alelífijaba sus ojos en el reloj, que era de los anti-guos con las pesas colgando al descubierto. Lapéndola se paseaba lenta y solemnemente en elbreve espacio que las leyes de la gravedad y lasde la mecánica le señalan, y así marcaba con eltono más severo el compás de la vida. Sola, pormirar algo, que es acto preciso a las meditacio-nes, miraba a la Creación, gran lámina que conotra representando el monumento de la cate-dral de Toledo, decoraba artísticamente el co-medor. En la primera estaban nuestros prime-ros padres en el traje que es de suponer, enmedio de un fértil país poblado de todas suer-

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tes de animales, recibiendo la bendición delPadre Eterno, que muy barbado y envuelto enuna especie de capote se asomaba por unbalcón de nubes.

-¡Qué buenos cigarros tiene Benigno! -dijoAlelí, que al fin había encontrado la fórmula delexordio-. Pero mejor que sus cigarros es élmismo. Te digo con toda verdad que yo he vis-to muchos hombres buenos, pero ninguno co-mo nuestro Benigno. Es el corazón más puro yla voluntad más cristiana que he conocido enmi larga vida; es incapaz de hacer nada malo ycapaz de las bondades más extraordinarias. Surazón es firme, sus sentimientos generosos, suvida la carrera del bien. No aborrece a nadie, ycuando quiere, quiere con toda su alma. Tieneun carácter entero para hacer frente a las adver-sidades, y en las bienandanzas no puede vivircontento si no distribuye su ventura entre losque le rodean, quedándose él con la absoluta-mente precisa para no ser desventurado. Si tú

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nos oyes diciéndonos majaderías, es por lo mu-cho que nos queremos. Él me llama Tío Engarza-Credos, y yo le llamo Don Leño o Chiribitas, y asínos reímos. Eso sí, en ideas políticas somos,como quien dice, el toma y el daca, lo másopuesto que puede existir; pero estos arruma-cos de la política no han de tocar, no, a las cosasdel alma ni a la amistad... Porque yo digo, ¿quéme importa que Benigno tenga la manía de leera ese perdido hereje de Rousseau, si por eso nodeja de ser buen cristiano y de obedecer a laIglesia en todo?... Viva Benigno, y viva con supepita, es decir, con su Emilio y su Contrato so-cial, que así me cuido yo de estas cosas como delos que ahora se están afeitando en la luna... Nocreas tú, los padres del convento me criticanpor esta tolerancia mía, y yo les contesto: «valemás un amigo en la mano que cien teorías vo-lando». Mi carácter es así; en burlas disputo ymachaco como todos los españoles; pero antesque tronos y repúblicas, antes que congresos yhorcas está el corazón... ¡Cómo me reí una tarde

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hablando de esto! Paseaba yo a eso de las cincopor Atocha con dos hombres de ideas contra-rias, D. José Somoza, liberal, poeta, hombreameno y dulce y cabal si los hay, y D Juan Bau-tista Erro, absolutista siempre, ahora apostólicovergonzante. Pues señor...

-Paréceme -dijo Sola, cortando la digresión,que le parecía muy importuna- que se resbalausted, como dice D. Benigno. Ya está sabe Diosa cuántas leguas de lo que me estaba contan-do...

-¡Ah! Sí, perdona, hija... me distraje. Te decíaque ese bendito amigo juan-jacobesco es el me-jor tragador de pan y garbanzos que he conoci-do, y que ahora ha dado en la flor de querercasarse...

-¡Casarse! -exclamó Sola poniéndose encar-nada.

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-¿Te asombras, hija?... Más me asombré yo...No, no, no me asombré; al contrario, me pare-ció muy natural. Le conviene por mil razones; yahora te pregunto yo: cuando Benigno tomeestado ¿no será para ti un gran motivo deamargura el salir de esta casa, donde has sidotan amada, y separarte de estos chicos que hascriado y que como a madre te miran?...

El padre Alelí fijó en ella sus ojos, ávidos deleer en los de la joven lo que de su alma salieseal rostro, si es que algo salía. El buen fraile, quea pesar de su decrepitud llena de perturbacio-nes mentales, conservaba algo de su antiguapenetración, creyó ver en Sola una pena muyviva. Esto le hacía sonreír, diciendo para susayo: «mujercita tenemos».

-D. Benigno no se casará -dijo ella-. ¿Será po-sible que caiga en tan mala tentación? Yo de mísé decir que si salgo de esta casa me moriré depena; tan tranquila, tan considerada y tan felizhe vivido en ella. Y luego, estos diablillos del

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cielo, como yo les llamo; estos muchachos, aquienes quiero tanto sin ser míos, y no tengomejor gusto que ocuparme de ellos... No, digoque D. Benigno no se casará. Sería un disparate;ya no está en edad para eso.

-¿Qué dices ahí, tontuela? -exclamó Alelí in-corporándose con enojo-, ¿con que mi amigo noestá en edad de casarse? ¿Es acaso algún viejochocho, está por ventura enfermo? No, mássana y limpia está su persona y su sangre nobleque la de todos esos mozuelos del día.

Esto decía cuando Juan Jacobo, cansado deestarse quieto tanto tiempo y no teniendo in-terés en la conversación, empezó a tirarle de losbigotes al gato que dormido estaba en la faldadel fraile. Sentirse el animal tan malamenteinterrumpido en su sueño de canónigo y empe-zar a dar bufidos y a sacar las uñas fue todouno. Alborotose el fraile con los rasguños, y dioun coscorrón al chico, Sola le aplicó dos nalga-das y todo concluyó con enfadarse el muchacho

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y coger al gato en brazos y marcharse con él aun rincón donde le puso el sombrero del mer-cenario para que durmiera.

-Eso es, sí, está mi sombrero para cama degatos -refunfuñó Alelí.

-¡Jesús qué criatura!... le voy a matar -dijoSola amenazándole con la mano-. Trae acá elsombrero.

Juan trajo el sombrero, y aprovechándosedel interés que en la conversación tenían el frai-le y la joven, rescató su molinillo y su bandeja ybajó a la tienda para escaparse a la calle.

-Vaya con la tonta -dijo Alelí continuando suinterrumpido tema-. Si Benigno es un mucha-cho, un chiquillo... Si me parece que fue ayercuando le vi arrastrándose a gatas por un cerri-llo que hay delante de su casa... ¡Qué piernazasaquellas, qué brazos y qué manotas tenía! ¡Ycómo se agarraba al pecho de su madre, y qué

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mordidas le daba el muy antropófago! Yo lecogía en brazos y le daba unos palmetazos enlos muslos... Sabrás que fui al pueblo a resta-blecerme de unas intermitentes que cogí enMadrid cuando vine a las elecciones de la Or-den. Entonces conocí al bueno de Jovellanos, unVoltaire encubierto, dígase lo que se quiera, y alconde de Aranda, que era un Pombal español, ya mi señor D. Carlos III, que era un Federico dePrusia españolizado...

-Al grano, al grano.

-Justo es que al grano vayamos. Cuando Ni-colás Moratín y yo disputábamos...

-Al grano.

-Pues digo, que Benigno es un mozalbete.¿No ves su arrogancia, su buen color, sus bríos?Bah, bah... Oye una cosa, hijita: Benigno se ca-sará, tú te quedarás sola, y entonces será bienañadir a tu nombre otra palabra, llamándote

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Sola y monda en vez de Sola a secas. Pero aquíviene bien darte un consejo... ¿Sabes, hija mía,que me está entrando un sueño tal, que la cabe-za me parece de plomo?

-Pues deme Su Reverencia el consejo yduérmase después -repuso ella con impacien-cia.

-El consejo es que te cases tú también, y asídel matrimonio de Benigno no podrá resultarninguna desgracia... ¡Qué sueño, santo Dios!

Sola se echó a reír.

-¡Casarme yo!... Qué bromas gasta el padri-to.

-Hija, el sueño me rinde... no puedo más-dijo Alelí luchando con su propia cabeza quesobre el pecho se caía, y tirando de sus propiospárpados con nervioso esfuerzo para impedirque se cerraran cual pesadas compuertas.

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-Otro cigarrito.

-Sí... chaquetón... humo -murmuró Alelí, cu-ya flaca naturaleza era bruscamente vencidapor la necesidad del reposo.

-XIII-Sola corrió a buscar el despertador y a su

vuelta encontró al pobre religioso más que me-dianamente dormido, la cabeza inclinada a unlado, la boca entreabierta, roncando como unviejo y sonriendo como un niño. No quiso des-pertarle, aunque estaba curiosa por saber enqué pararía aquel asunto del casamiento de suprotector. Sospechaba la intención del fraile ytodo el intríngulis de aquella conferencia corta-da por el sueño, y gozaba interiormente consi-derando los rodeos y la timidez de su protector.

Acomodó la cabeza del anciano en la almo-hada, le puso una manta en las piernas paraque no se enfriase y le dejó dormir. Sentada en

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una silla al pie de la Creación le miró mucho,cual si en el semblante frailesco estuvieran es-tampadas y legibles las palabras que Alelí habíadicho y las que no había tenido tiempo de de-cir. Profundo silencio reinaba en el comedor.Oíase, sin embargo, el paseo igual y sereno dela péndola y un roncar lejano, profundo, quetenía algo de la trompa épica, y era la melopeadel sueño de doña Crucita cantada en tonanteestilo por sus órganos respiratorios. Los delreverendo Alelí no tardaron en unir su autori-zada voz a la que de la alcoba venía, y sonandoprimero en aflautados preludios, después enperíodos rotundos, llegaron a concertarse tanbien con la otra música que no parecía sino queel mismo Haydn había andado en ello.

Entre las dos ventanas de la pieza, que recib-ían de un patio la poca luz de que este podíadisponer, había un armario lleno de loza fina,tan bien dispuesta que bastaba una ojeada paraenterarse de las distintas piezas allí guardadas.

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Las copas puestas en fila y boca abajo, susten-tando cada cual una naranja, parecían enanoscon turbantes amarillos. En todas las tablas lascenefas de papel recortado caían graciosamenteformando picos como un encaje, y de este mo-do los arabescos de la loza tenían mayor realce.Algunas cafeteras y jarros echaban hacia fuerasus picos como aves que, después de tomaragua, estiran el cuello para tragarla mejor, y lasredondas soperas se estaban muy quietas sobresu plato, como gallinas que sacan pollos. En elchinesco juego de té que regalaron a D. Benignoel día de su santo, las tacitas puestas en círculosemejando la empolladura recién salida y pian-do junto a la madre. Un alto y descomedidobotellón cuya boca figuraba la de un animalejo,era el rey de toda aquella muchedumbre porce-lanesca y parecía amenazar a las piezas vasallascon cierta ley escrita en el fondo de una fuente.Era un letrero dorado que decía: «Me soy deBenigno Cordero de Paz. Año de 1827».

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Junto al armario había una silla de tijera enla cual estaba Sola, con los brazos cruzados.Miraba a Alelí, a la lámpara de cuatro brazos, ala Creación, al monumento de Toledo y al suelocubierto de estera común. También fue objetode sus miradas el aguamanil, cuya llavecita, unpoco desgastada, dejaba caer una gota de aguaa cada diez oscilaciones de la péndola. La cajade latón en que estaba el agua tenía pintado unpajarillo picando una flor, con tan desdichadoarte que más bien parecía que la flor se comía alave. También miraba Sola al techo donde habíacuatro ligeras manchas de humo correspon-dientes a los cuatro quinquets de cada uno delos brazos de la lámpara. Tales manchas eranlas únicas nubes que empañaban el azul deaquel cielo de yeso que en verano se estrellabade moscas.

La joven dirigía sus ojos a todas estas partes,cual si estuviese buscando sus pensamientosperdidos y desparramados por la estancia. Cre-

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eríase que habían salido a holgar volando comomariposas a distintos parajes, y que su dueñalos iba recogiendo uno a uno o dos a dos paratraerlos a casa y someterlos al yugo del racioci-nio.

Y así era en efecto. Ella tenía que concertaralgo en su cabeza y discurrir. Convidábanle aello la soledad en que estaba y la suave sombraque empezaba a ocupar el comedor dominandoprimero los ángulos, el techo, y extendiéndosepoco a poco y avanzando un paso al compás delos que daba la péndola. Las voces o díganseronquidos se apagaron un momento cual si losmúsicos que las producían descansasen paratomar más fuerza. La de doña Crucita empezóluego a crecer, a crecer, desafiando a la del pa-dre Alelí. La de este sonaba entonces en el re-gistro del caramillo pastoril y parecía convidara la égloga con su gorjeo cariñoso. Y en tanto elmurmullo de Crucita se tornaba de llamativoen provocador y de provocador en insolente

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como si decir quisiera: «en esta casa nadie ron-ca más que yo».

Indudablemente Sola discurría con muybuen juicio en medio de estas músicas. Pensabaque era un disparate vivir tanto tiempo en unmundo quimérico. La edad avanzaba; la juven-tud, aunque todavía rozagante y lozana en ella,había dejado ya atrás una buena parte de símisma. Su vida marchaba ya muy cerca deaquel límite en que están la razón y la pruden-cia, las posibilidades y las prosas, de tal modoque las ilusiones se iban quedando atrás en-vueltas en brumas de recuerdos, mal ilumina-dos por la luz vespertina de esperanzas desva-necidas. La fantasía se cansaba de su trabajoestéril, de aquella fatigosa edificación de casti-llos llevados del viento y descompuestos enaire como las bovedillas de la espuma, que noson más que juegos del jabón transformándosepor un instante en pedrería de mil matices. Lle-gaba Doña Sola y monda a la edad en que parece

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verificarse en la mente un despejo de todas lasjugueterías y figuraciones que traemos de laniñez, y queda aquel aposento de nuestro espí-ritu limpio de las telarañas que parecen tapicespor capricho de la luz filtrada.

El sentimiento de la realidad empezaba ahacer en ella su tardía y radical conquista, y asísentía la imposición ineludible de ciertas ideas.¿Cómo vivir más tiempo por y para un fantas-ma? ¿Cómo subordinar toda la existencia a loque tal vez no tenía ya existencia real o si latenía estaba tan distante que su alejamientoequivalía al no existir? ¿No podía suceder quesin quererlo ella misma, se destruyesen en sualma ciertos afectos, y que de las ruinas de es-tos nacieran otros con menos intensidad y lo-zanía, pero con más condiciones de realidad yfirmeza?

Tan abstraída estaba que no advirtió cuánbravamente aceptaba la voz del padre Alelí elreto de los lejanos bramidos de doña Crucita, y

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dejando el tono pastoril, iba aumentando enintensidad sonora hasta llegar a un toque declarines que habrían infundido ideas belicosas atodo aquel que los oyera. Los cañones respira-torios del reverendo decían seguramente en suenérgico lenguaje: «cuando yo ronco en estacasa, nadie me levanta el gallo». Acobardada yhumillada por tan marcial alboroto, doña Cru-cita se recogió y se fue aplacando hasta que sumúsica no fue más que un murmullo como elde los perezosos beatos que rezan dentro deuna vasta catedral, y luego se cambió en el so-llozo de las hojas de otoño arrancadas por elviento y bailando con él.

A su vez, el victorioso ronquido de Alelí re-medó el fagot de un coro de frailes, y despuésdejó oír varias notas vagas, suspironas, fugiti-vas como los murmullos del órgano cuando elorganista pasa los dedos sobre el teclado entanto a que el oficiante le da con sus preces laseñal de empezar. La música roncadora se hab-

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ía hecho triste, coincidiendo con la oscuridadcasi completa que llenaba la pieza.

Pero el alma de doña Sola y monda no estabatriste. Había echado una mirada al porvenir ylo había visto placentero, tranquilo, honroso yhonrado. Su corazón al declararse vencido porlas realidades un poco brutales, como conquis-tadores que eran, no estaba vacío de sentimien-tos, antes bien se llenaba de los afectos máspuros, más delicados, más profundos. La vidanueva que se le ofrecía, debía inaugurarse, esosí, con un poco de tristeza; pero ¡cuánta digni-dad en aquella nueva vida!, ¡qué hermoso real-ce en la personalidad!, ¡qué ocasión para mos-trar los más nobles sentimientos, tales como laabnegación, la constancia, la fidelidad, el traba-jo!, ¡qué ocasión para perfeccionarse constan-temente y ser cada día mejor, realizando el bienen todas las formas posibles y gozando en elsostenimiento de esa deliciosa carga que sellama el deber!

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¿Pero qué estruendo, qué fragor temerosoera aquel que Sola sentía tan cerca y que inte-rrumpía sus discretos pensamientos en lo mejorde ellos? Sonaban ya sin duda las trompetas delJuicio Final, pues no de otro modo debían lla-marse los destemplados y altísonos ronquidosde Crucita y el Padre Alelí. Los de este se detu-vieron bruscamente, cual si fuera a despertar, yoyose su voz que entre sueños decía:

-Vete, vete de mi celda, terrible democracio...¿Qué buscas aquí?, ¿a qué vienes a España y aMadrid, si no es a que te ahorquen?... ¡Vuélvetea la emigración de donde jamás debiste salir!...¡conspirador... vagabundo!

Doña Sola y Monda se acercó al fraile para oírmejor lo que entre dientes seguía diciendo.

Alelí extendió los brazos quedándose unbuen rato como un crucifijo en sabroso estira-miento de músculos, y con voz clara y enteradijo así:

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-Esproncedilla... busca-ruidos... vagabundo,no me comprometas... vete de mi celda.

Sola se acercó y le tomó una mano.

-¿Pero qué oscuridad es esta?, ¿en dónde es-toy?

-¡Vaya un modo de dormir y de disparatar!-replicó Sola riendo.

-¿Pues qué, he dormido yo?... Si no he hechomás que aletargarme un instante, cinco minutostodo lo más... Vaya, que se pone pronto el solen esta dichosa casa... Chiquilla, dame mi som-brero que me voy.

-Primero voy a traer luz -dijo la Hormiga sa-liendo.

Al poco rato volvió con una lámpara, cuyosrayos ofendieron la vista del fraile.

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-Yo creí que ya habían empezado a crecer losdías... ¿qué hora es? Las cinco y media... Lodicho dicho, querida señorita... ¿Reflexionarásen lo que te he dicho?

-Pues qué he de hacer sino reflexionar.

-¿Y comprenderás que se te entra por laspuertas la fortuna y que vas a ser la más dicho-sa de las mujeres?

-Pues claro que sí.

-¡Bendita seas tú y bendito quien te trajo aesta casa! -exclamó Alelí con acento muyevangélico.

Abriose con no poco estrépito la puerta delcomedor y apareció Crucita de malísimo talantediciendo:

-No he podido pegar los ojos en toda la tar-de con la dichosa conversación de la niña y elfraile.

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-Quita allá, Cruz del Mal Ladrón -replicóAlelí-. Lo que ha sido es que con la trompeta detus roncamientos no me has dejado a mí desca-bezar un mal sueño.

-Sí, porque a fe que el Padrito toca algúncascabelillo sordo cuando duerme... Me habéistenido toda la tarde despabilada como un lince,primero con la charla de sus mercedes y luegocon los piporrazos de Su Reverencia... ¡qué im-portunidad, santo Dios! Busque usted un mo-mento de tranquilidad en esta casa.

-Cállate, serpiente del Paraíso, que así guar-das silencio dormida como despierta, y nohables de eso, que el que más y el que menostodos, todos repicamos, y abur.

Echáronse a reír Sola y el fraile, y al fin se rióun poco Crucita, pues su genio arisco tambiéntenía flores de cuando en cuando, si bien estaseran como las plantas marinas que están en elfondo y casi siempre en el fondo mueren.

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-XIV-En la tienda, D. Benigno preguntó con mu-

cho interés a su amigo por el resultado de laconferencia que con Sola había tenido.

-Muy bien -dijo Alelí-. Admirablementebien.

Después se quedó perplejo, con los ojos fijosen el suelo y el dedo sobre el labio, como revol-viendo en el caótico montón de sus recuerdos;y al cabo de tantas meditaciones, habló así:

-Pues, hijo, ahora caigo en que no llegué adecirle lo más importante, porque me acometióun sueño tal que no hubiera podido venceraunque me echaran encima un jarro de aguafría... Ya la tenía preparada; ya, si no me enga-ño, había ella comprendido el objeto de mi dis-curso, y manifestaba un gran contento por la

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felicidad que Dios le depara, cuando... Yo no sésino que me desperté en la oscuridad de tu co-medor que parece la boca de un lobo... Y quéquieres, hijo... lo demás puedes decírselo tú, ose lo diré yo mañana. Quédate con Dios y conla Virgen.

Marchose Alelí y D. Benigno se quedó muycontrariado y ofendido de la poca destreza desu amigo. Juró no volver a confiar misionesdelicadas a un viejo decrépito y medio lelo, y almismo tiempo se sentía él muy cobarde paradesempeñar por sí mismo el papel que habíaconfiado al otro. Cuando subió, después decerrar la tienda, en compañía de Juan Jacoboque había entrado de la calle con un chichón enla frente, dijo a Sola:

-Ya estoy convencido de que ese estafermode Alelí es el bobo de Coria... ApreciabilísimaHormiga, quisiera hablar con usted...

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-¿Hablar conmigo?... Ahora mismo; ya escu-cho -dijo ella, sonriendo de tal modo que aCordero se le encandilaron los ojos.

Pero en el mismo instante le acometió la ti-midez de tal modo, que no se atrevió a decir loque decir quería, y sólo balbució estas palabras:

-Es que conviene ponerle a este enemigo unavenda y dos cuartos sobre el chichón, que es elmejor medio de curar estas cosas.

Aquella noche D. Benigno estuvo muy tristey se pasó algunas horas en su cuarto, sin leer aRousseau, aunque bien se le acordaba aquelpasaje del Libro quinto del Emilio: «Emilio eshombre, Sofía es mujer... Sofía no enamora alprimer golpe de vista, pero agrada más cadadía. Sus encantos se van manifestando por gra-dos en la intimidad del trato. Su educación noes ni brillante ni estrecha. Tiene gusto sin estu-dio, talento sin arte y criterio sin erudición... Ladesconformidad de los matrimonios no nace de

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la edad, sino del carácter...». Y luego añadía,alterando un poco el texto: «Sofía había leído elTelémaco y estaba prendada de él; pero ya sutierno corazón ha cambiado de objeto y palpitapor el buen Mentor».

Después Cordero se reía de sí mismo y de sutimidez, haciendo juramento de vencerla al díasiguiente pues lo que él sentía era un afectodecoroso, un sentimiento de gratitud y de res-peto y no pasión ni capricho de mozalbete.

Al día siguiente Sola mostraba excelentehumor que rayaba en festivo, lo que dio muybuena espina al héroe de Boteros. Cantorreabaentre dientes, cosa que no hacía todos los días,y su cara estaba muy animada, si bien podíaobservarse que tenía los ojos algo encendidos.Sin duda había visto y aceptado la posibilidadde un destino nuevo, honrado y honroso enextremo, y se complacía en él, creyéndolo dis-puesto por Dios con extraordinaria sabiduría.Pero si no se entra en la vida sin llanto, también

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parece natural que no se entre en las felicidadesnuevas sin algo de lágrimas. Los nuevos esta-dos, aunque sean muy buenos y santos, nosiempre seducen tanto que hagan aborrecible lasituación vieja por detestable que haya sido. Deaquí venía, sin duda, el que, estando con tanbuen humor, tuviese en lo encendido de susojos el testimonio de haber lloriqueado algo.

O quizás aquella alegría que mostraba veníamás bien de la voluntad que del corazón, comosi aquel espíritu, tan hecho a la observancia delos deberes, hubiese resuelto que convenía estaralegre. La razón sin duda lo mandaba así, y larazón iba siendo la señora de ella... No hay mássino que se dominaba maravillosamente y lo-graba alcanzar tan grande victoria sobre símisma, que era al fin, si es permitido decirloasí, un producto humano de todas las ideasrazonables, una conciencia puesta en acción.

Su protector le dijo que aquella tarde severían los dos en su cuarto para hablar a solas.

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El héroe se atrevía al fin. Prometió ella ser pun-tual y esperó la hora. Pero Dios que, sin dudapor móviles altísimos e inexplicables queríaestorbar los honestos impulsos del héroe, dis-puso las cosas de otra manera. Ya se sabe lo quesignifican todas las voluntades humanas cuan-do Él quiere salirse con la suya.

Sucedió que poco antes de la hora de comer,Juanito Jacobo, todavía vendado por los chi-chones del día anterior, andaba enredando conuna pelota. Trabáronse las palabras de él y suhermano Rafaelito sobre a quién pertenecía latal pelota. Hay indicios y aun antecedentesjurídicos para creer que el verdadero propieta-rio era el pequeñuelo, y así debió de sentirlo ensu conciencia Rafael; que tanto imperio tiene lajusticia en la conciencia humana aunque seaconciencia en agraz.

Pero de reconocerlo en la conciencia a decla-rarlo hay gran distancia, y si tal distancia noexistiera no habría abogados ni curiales en el

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mundo. Por eso Rafael, no sintiéndose bastanteegoísta para apandar la pelota ni bastante gene-roso para dejársela a su rival, hizo lo que suelenhacer los chicos en estas contiendas, es a saber:cogió la pelota y la arrojó a lo alto del armariodel comedor donde no podría ser alcanzada nipor uno ni por otro.

¡Valiente hazaña la de Rafaelito!... Pero elpequeño Hércules no había nacido para retro-ceder ante contrariedades tan tontas. ¡Bonitogenio tenía él para acobardarse porque el techoesté más alto que el suelo!... Arrastró el sillónhasta acercarlo al armario; puso sobre el sillónuna silla, sobre la silla una banqueta, y ya tre-paba él por aquella frágil torre, cuando esta sevino al suelo con estruendo y rodó el chico y seabrió la cabeza contra una de las patas de lamesa.

El laberinto que se armó en la casa no es pa-ra descrito. Salió D. Benigno, acudió Sola, pusoel grito en el cielo Crucita, ladraron todos los

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perros, maldijo la criada todas las pelotas,habidas y por haber, lloró Rafael, gimieron sushermanos, y el herido fue alzado del suelo sinconocimiento. Pronto volvió en sí, y la descala-bradura no parecía grave, gracias a la muchasangre que salió de aquella cabezota. En tantoque Sola batía aceite con vino, y la criada, par-tidaria de otro sistema, mascaba romero parahacer un emplasto, doña Crucita que en todasestas ocasiones se remontaba siempre al origende los conflictos, repartía una zurribanda gene-ral entre los muchachos mayores, azotándolessin piedad uno tras otro. Los perros seguíanchillando y hasta la cotorra tuvo algo que deciracerca de tan memorable suceso.

Toda la tarde duró la agitación y nadie tuvoganas de comer, porque el muchacho padecíabastante con su herida. Vino el médico y dijoque sin ser grave, la herida era penosa, y exigíamucho cuidado. No hubo, pues, conferenciaentre Cordero y Sola, porque la ocasión no era

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propicia. Por la noche Juanito Jacobo se durmiósosegadamente. Sola que en la misma piezapuso su cama, estaba alerta vigilando al niñoenfermo. Ya muy tarde este se despertó intran-quilo, calenturiento, pidiendo de beber yquejándose de dolores en todo el cuerpo. Solase arrojó del lecho, medio vestida, y echándoseun mantón sobre los hombros salió para llamara la criada. Levantose esta, y entre las dos pre-pararon medicinas, encendieron la lumbre, fue-ron y vinieron por los helados pasillos. A lamadrugada cuando el chico se durmió al pare-cer sosegado y repuesto, Sola sintió un frío in-tensísimo con bruscas alternativas de calor so-focante. Arrojose en su lecho y al punto sintióuna postración tan grande que su cuerpo pa-recía de plomo. La respiración érale a cada ins-tante más difícil, y no podía resistir el agudodolor de las sienes. La tos seca y profundaañadía una molestia más a tantas molestias y ensu costado derecho le habían seguramente cla-vado un gran clavo, pues no otra cosa parecía

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la insufrible punzada que la atormentaba enaquella parte.

La criada que al punto conoció lo grave detales síntomas, quiso llamar a D. Benigno y aCrucita; pero Sola no consintió que se les mo-lestara por ella. Era la madrugada. Mientrasllegaba el día la alcarreña preparó no sé cuán-tos sudoríficos y emolientes, sin resultado satis-factorio. Al fin cuando daban las siete Crucitadejó las ociosas plumas, y enterada de lo quepasaba, reprendió a la enferma por habersepuesto mala voluntariamente; que no otra cosasignificaba el haber tomado aires colados,hallándose, como se hallaba desde hace días,con un catarro más que regular. La avinagradaseñora echó por la boca mil prescripcioneshigiénicas para evitar los enfriamientos y otrostantos anatemas contra las personas que no secuidaban. Cuando Cordero se levantó, Crucita,que tenía un singular placer en anunciar los

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sucesos poco lisonjeros, fue a su encuentro y ledijo:

-Ya tenemos otro enfermo en campaña. Solase ha puesto muy mala.

-¿Qué tiene? -dijo el héroe con repentino do-lor como presagiando una gran desgracia.

-Pues una pulmonía fulminante.

Si lo partiera un rayo, no se quedara DonBenigno más tieso, más mudo, más parado,más muerto que en aquel momento estaba.Creía ver su dicha futura, sus risueños proyec-tos desplomándose como un castillo de naipesal traidor soplo del Guadarrama.

-Veámosla -dijo recobrando la esperanza, ycorrió a la alcoba.

Sola le miró con cariñosos y agradecidosojos. Quiso hablarle y la violenta tos se lo im-pedía. D. Benigno no pudo decir nada, porque

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indudablemente el corazón se le había partidoen dos pedazos, y uno de estos se le habíasubido a la garganta. Al fin hizo un esfuerzo,quiso llenarse de optimismo, y echó una sonri-sa forzada y dijo:

-Eso no será nada. Veamos el pulso.

¡Ay!, el pulso era tal, que Cordero, en laexaltación de su miedo, creyó que dentro de lasvenas de Sola había un caballo que relinchaba.

-Que venga D. Pedro Castelló, el médico deSu Majestad -exclamó sin poder contener sualarma-. Que vengan todos los médicos de Ma-drid... Diga usted, apreciable Hormiga, ¿desdecuándo se sintió usted mal?

-Desde ayer tarde -pudo contestar la joven.

-¡Y no había dicho nada!... ¡qué crueldadconsigo mismo y con los demás!

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-¡Ya se ve... no dice nada!... -vociferó Cruci-ta-. ¡Bien merecido le está!... ¿Hase visto ter-quedad semejante? Esta es de las que se mo-rirán sin quejarse... ¿Por qué no se acostó ayertarde, por qué? ¡Bendito de Dios, qué mujer! Siella tuviese por costumbre, como es su deber,consultarme todo, yo le habría aconsejado ano-che que tomara un buen tazón de flor de malvacon unas gotas de aguardiente... Pero ella se lohace todo y ella se lo sabe todo... Silencio Ote-lo... vete fuera, Mortimer... No ladres, Blanqui-llo.

Y en tanto que su hermana imponía silencioal ejército perruno, el atribulado D. Benignoelevaba el pensamiento a Dios Todopoderosopidiéndole misericordia.

Sin pérdida de tiempo hizo venir al médicode la casa, y a todos los médicos célebres pre-cedidos por D. Pedro Castelló, que era el máscélebre de todos.

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-XV-En tanto que esto pasaba en casa del vende-

dor de encajes, doña Jenara y Pipaón andabanatortolados por el ningún éxito de sus averi-guaciones, y los días iban pasando y la sombrao fantasma que ambos perseguían se les esca-paba de las manos cuando creían tenerla segu-ra. El terrible democracio albergado en la Trini-dad resultó ser el más inocente y el más calave-ra de todos, hombre que jamás haría nada deprovecho fuera de las hazañas en el gloriosocampo del arte; gran poeta que pronto había deseñalarse cantando dolores y melancolías des-garradoras. No sabiendo cómo lo recibiría lapolicía, acogiose a los frailes Trinitarios porindicación de Vega, que en aquella casa cum-plió seis años antes su condena, cuando el de-sastre numantino. Los empeños de su familia yamigos le consiguieron pronto el indulto, y

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decidido a ser en lo sucesivo todo lo juiciosoque su índole de poeta fuera compatible, soli-citó una plaza en la Guardia de la Real Personaque le fue concedida más adelante.

Bretón, desesperado por las horribles trabasdel teatro, marchó a Sevilla con Grimaldi, autorde la Pata de cabra. Vega, que luchaba con lapobreza y era muy perezoso para escribir,quería hacerse cómico y aun llegó a ajustarse enla compañía de Grimaldi. Considerando estolos amigos como una deshonra, pusieron elgrito en el cielo; pero como los alimentos nopodían sacar al poeta de su atolladero, fue pre-ciso echar un guante para rescatarle, por habercobrado con anticipación parte del sueldo degalán joven. Grimaldi era un empresario hábilque sabía elegir la gente, y en su memorableexcursión por Cádiz y Sevilla, dio a conocercomo actriz de grandísima precocidad a unaniña llamada Matilde, que a los doce años hacía

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la protagonista de La huérfana de Bruselas conextraordinario primor.

En Madrid, después de la marcha de Gri-maldi, el teatro se alimentaba de traducciones.Algunas de estas fueron hechas por un mucha-cho carpintero, de modestia suma y apellidoimpronunciable. Era hijo de un alemán y hacíasillas y dramas. Fue el primero que acometió engran escala la restauración del teatro nacional,para sacar al gran Lope del polvoriento rincónen que Moratín y los clásicos le habían puestojuntamente con los demás inmortales del siglode oro. El infeliz ebanista que no podía ver re-presentadas sus obras originales, traducía aVoltaire y a Alfieri y refundía a Rojas y al buenMoreto. Pero su estrella era tan mala que nologró abrirse camino ni hacer resonar su nom-bre en la república de las letras; y así pocosaños después, la víspera del estreno de su granobra original que le llevó de un golpe a las altu-ras de la fama, el lenguaraz satírico de la época,

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el mal humorado y bilioso escritor a quien yaconocemos, decía: «Pues si el autor es sillero, laobra debe de tener mucha paja». El enrevesadonombre del ebanista nacido de alemán y criadoen un taller fue, desde que se conocieron Losamantes de Teruel, uno de los más gloriosos queEspaña tuvo y tiene en el siglo que corre.

Y el satírico seguía satirizando en la época aque nos referimos (1831); mas con poca fortunatodavía, y sin anunciar con sus escritos lo quemás tarde fue. Se había casado a los veinteaños, y su vida no era un modelo de arreglo, nide paz doméstica. Recibió protección de D.Manuel Fernández Varela, a quien se debe lla-mar El Magnífico por serlo en todas sus accio-nes. Su corazón generoso, su amor a la esplen-didez, a las artes, a las letras, a todo lo que fue-ra distinguido y antivulgar, su trato cortesano,las cuantiosas rentas de que dispuso hacían deél un verdadero prócer, un Mecenas, un mag-nate, superior por mil conceptos a los estirados

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e ignorantes señorones de su época, a los ruti-narios y suspicaces ministros. Era la figura delSr. Varela arrogante y simpática, su habla afa-bilísima y galante, sus modales muy finos.Vestía con magnificencia y adornaba el severovestido sacerdotal con pieles y rasos tan artísti-camente que parecía una figura de otras eda-des. En su mesa se comía mejor que en ningunaotra, de lo que fueron testimonio dos célebresgastrónomos a quienes convidó y obsequiómucho. El uno se llamaba Aguado, marqués delas Marismas, y el otro Rossini, no ya marqués,sino príncipe y emperador de la Música.

El Sr. Varela protegió a mucha y diversagente, distinguiendo especialmente a sus pai-sanos los gallegos; fundó colegios, desecó lagu-nas, erigió la estatua de Cervantes que está enla plazuela de las Cortes, ayudó a Larra, a Es-pronceda y dio a conocer a Pastor Díez.

Cuando vino Rossini en Marzo de aquel añole encargó una misa. Rossini no quería hacer

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misas... «Pues un Stabat Mater» le dijo Varela. Elmaestro compuso en aquellos días el primernúmero de su gran obra religiosa que parecedramática. El resto lo envió desde el extranjero.Cuentan que Varela le pagó bien.

Algunos números del célebre Stabat se estre-naron aquella Semana Santa en San Felipe elReal, dirigidos por el mismo Rossini, y hubotantas apreturas en la iglesia que muchos reci-bieron magulladuras y contusiones y se ahoga-ron dos o tres personas en medio del tumulto.Rossini fue obsequiado, como es de suponer,atendida su gran fama. Tenía próximamentecuarenta años, buena figura, y su hermosa cara,un poco napoleónica, revelaba, más que el estromúsico y el aire de la familia de Orfeo, su afi-ción al epigrama y a los buenos platos.

Habiendo recibido en un mismo día dos in-vitaciones a comer, una del Sr. Varela y otra deun grande de España, prefirió la del primero.

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Preguntada la causa de esta preferencia, res-pondió:

-Porque en ninguna parte se come mejor queen casa de los curas.

En efecto; la mesa de este generoso yespléndido sacerdote era la mejor de Madrid. Asus salones de la plazuela de Barajas concurríagente muy escogida, no faltando en ellos damaselegantes y hermosas, porque, a decir verdad,el Sr. Varela no estaba por el ascetismo en estamateria.

Pero allí la opulencia del señor y su mismagravedad de eclesiástico no permitían la con-fianza y esparcimientos de otras tertulias. La deCambronero, por el contrario, era de las másagradables y divertidas, dentro de los límitesde la decencia más refinada. Era el señor D.Manuel María Cambronero varón dignísimo,de altas prendas y crédito inmenso como abo-gado. Durante muchos años no tuvo rival en el

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foro de Madrid, y todos los grandes negociosde la aristocracia estaban a su cargo. Fue en suépoca lo que posteriormente Pérez Hernándezy más tarde Cortina. Su señora era castellanavieja, algo chapada a la antigua, y sus hijos si-guieron diversos destinos y carreras. Uno deellos, D. José, casó por aquellos años con Dolo-ritas Armijo, guapísima muchacha, cuyo nom-bre parece que no viene al caso en esta relación,y sin embargo, está aquí muy en su lugar.

El primer pasante de Cambronero era un jo-ven llamado Juan Bautista Alonso, a quien elinsigne letrado tomó gran cariño, legándole almorir sus negocios y su rica biblioteca. Alonso,que más tarde fue también abogado eminente,político y filósofo de nota, tuvo en su mocedadaficiones de poeta, y por tanto, amistad contodos los poetas y literatos jóvenes de la época.Él fue, pues, quien introdujo en las agradabilí-simas y honestas tertulias de Cambronero aVega, Espronceda, Felipe Pardo, Juanito Pezue-

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la, y por último, al misántropo, al incomprensi-ble, al que ya se llamaba con poca fortunaDuende Satírico, y más tarde se había de llamarPobrecito hablador, Bachiller Pérez de Murguía,Andrés Niporesas, y finalmente Fígaro.

Como Pipaón había de meterse en todas par-tes, iba también a casa de Cambronero. Jenara,sin que se supiese la causa, había disminuidoconsiderablemente sus tertulias; recibía poquí-sima gente, y sólo daba convites en muy conta-dos días. En cambio, iba a la tertulia de Cam-bronero, donde hallaba casi todo el contingentede la suya, y además otras personas que nohabía tratado hasta entonces, tales como D.Ángel Iznardi, D. José Rives, D. Juan BautistaErro y el conde de Negri.

También se veía por allí al joven Olózaga,pasante, como Alonso, en el bufete de Cambro-nero, si bien menos asiduo en el trabajo. Desdelos principios del año andaba Salustiano tandistraído, que no parecía el mismo. Iba a las

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reuniones como por compromiso o por temorde que al echarse de menos su persona, se lecreyese empeñado en conspiraciones políticas.Su mismo padre, D. Celestino, se quejaba desus frecuentes ausencias de la casa. Tal conduc-ta no podía atribuirse sino a dos motivos, polí-tica o amores. La familia y los conocidos, in-clinándose siempre a lo menos peligroso, pre-sumían que Salustiano andaba enamorado. Subuena figura, su elocuencia, sus distinguidosmodales, la misma exaltación de sus ideas polí-ticas y otras prendas de mucha estima, dándoledesde su tierna juventud gran favor entre lasdamas, justificaban aquella idea. De repente,Jenara dejó de asistir también con puntualidada las tertulias. El público, que todo lo quiereexplicar según su especial modo de ver, co-mentó aquellas ausencias con cierta maligni-dad, y hasta hubo quien hablara de fuga al ex-tranjero en busca de apartadas y placenterassoledades, propicias al amor. Se daban porme-nores, se refirieron entrevistas, se repitieron

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frases, y sin embargo, todo esto y lo demás quese dijo y que no es para contarlo, era un castilloaéreo levantado por las delicadas manos de lachismografía. Pero acontece que tales obras,con ser de aire, son más fáciles de levantar quede destruir, y así de día en día aquella iba to-mando consistencia y alzándose más y enga-lanándose con torreones de epigramas y chapi-teles de calumnias.

-XVI-Mediaba el mes de Marzo cuando estas

hablillas llegaron a su más alto grado de mali-cia. Jenara no recibía a nadie; pero no estabaenferma, porque a menudo se la veía en la calleo paseando en coche o visitando a personajesde alto copete.

Un día se encontraron ella y Pipaón en la an-tesala de la Comisión Militar. Jenara salía, Pi-

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paón entraba. Eran las cinco de la tarde horaexcelente para el paseo en aquella estación.

-Iba a su casa de usted -le dijo D. Juan-, paraprevenirla del peligro que corre...

-¡Yo! -exclamó la dama con gesto de orgullo-¿También yo corro peligro?

-También.

-¿Y por qué?

-Salgamos de esta caverna, señora, que si entodas partes oyen las paredes, aquí oyen lasropas que vestimos, hasta la sombra que hace-mos sobre el suelo. Vámonos.

-¿Qué hay? -dijo la señora, extraordinaria-mente alarmada-. Quiero ver a Maroto.

-No recibe ahora... Salgamos y hablaremos.Principiaré diciendo a usted que hemos erradoen todos nuestros cálculos. Buscábamos a nues-

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tro amigo en casa de Cordero, en el conventode la Trinidad, en la cárcel de Corte, en el para-dor de Zaragoza, en el sótano de la botica de lacalle de Hortaleza, en la habitación del jefe delguardamangier de palacio, y ahora resulta queno estaba en ninguno de estos parajes, sino...

-¿En dónde, en dónde?

-Salgamos de esta casa, señora -añadió Pi-paón al poner el pie en el último peldaño-. Ad-vierta usted que no digo está, sino estaba.

-Quiere decir que...

-Quiere decir que le han llevado a un sitio dedonde ni usted ni yo podremos fácilmente sa-carle.

-Bravo, bravísimo, señor D. Inservible... -dijola dama, toda colérica y nerviosa, abriendo conmano firme la portezuela de su coche.

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En este había una joven que acompañaba aJenara en todas sus excursiones, y a la cual,según las lenguas cortesanas, galanteaba elbueno de Pipaón con más calor del que la sim-ple urbanidad consiente. Acomodados los tresen el coche, D. Juan dijo a la dama que, siendolargo lo que tenía que contarle, convenía exten-der el paseo hasta Atocha. Así se convino ypartieron.

-Beso a usted los pies, Micaelita -dijo des-pués el cortesano-. ¿Y cómo está el señor D.Felicísimo?

-Furioso con usted porque no ha ido a verleen tres días.

-Esta noche iremos todos allá. Con esto quepasa y el continuo trabajo en que vivimos nosfalta tiempo para dar pábulo...

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-Ahora salimos con pábulos... -dijo Jenaraimpaciente y mal humorada-. Basta de pesade-ces y dígame usted lo que tenía que decirme.

-Pábulo sí; digo que no hay tiempo para sa-tisfacer los puros goces de la amistad, ni aunlos del corazón.

Micaelita bajó los ojos. Pintémosla en dospalabras. Era fea. Y si no lo fuera, ¿cómo lahabría escogido Jenara para ser su inseparablecompañera y usarla cual discreta sombra deque se valía la pícara para hacer brillar más laluz de su hermosura?

-Si empiezan las tonterías me voy a casa -dijo la dama hermosa-. Vamos, hable usted, D.Plomo.

-Paciencia, señora, paciencia. Dígame usted,¿se permiten las malas noticias?

-Se permite todo lo que sea breve.

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-Pues derramemos una lágrima aquí, en estesitio nefando...

Al decir esto el coche pasaba junto al torreóndel Ayuntamiento donde estaba la Cárcel deVilla. Micaelita, que para todas las ocasionestristes llevaba siempre apercibido un paternos-ter, lo rezó con pausa y devoción. Jenara se pu-so pálida y sacó su cabeza por la portezuelapara mirar la torre.

-¡Allí! -exclamó señalando con el abanico ycon sus ojos.

Vuelta a su posición primera, echó un suspi-ro casi tan grande como el torreón y habló así:

-Ahora, dígame usted dónde estaba.

-Donde menos creíamos. En casa de Olóza-ga.

-¿En casa de D. Celestino Olózaga?

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-Calle de los Preciados.

-Usted bromea: no puede ser -manifestó ladama un poco aturdida-. Veo a Salustiano to-dos los días y nada me ha dicho.

-Esas cosas no se dicen.

-A mí sí... Hoy me lo dirá.

-No dirá nada, como no hable la torre.

-¿Por qué?... ¿También Olózaga ha sido pre-so?

-También está allí; ¡ay! -replicó lúgubremen-te Pipaón señalando la parte de la calle queiban dejando a la zaga.

-¡Qué atrocidad! Usted me engaña... Que pa-re el coche. Quiero entrar en casa de Bringas apreguntarle...

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-Guarda, Pablo -dijo el cortesano deteniendoa la señora en su brusco movimiento para avi-sar al cochero-. El Sr. Bringas también...

-¿Está allí, en el torreón?

-No: a ese se le ha puesto en la de Corte.

-Iznardi me dirá algo... Cochero, a casa deIznardi.

-¿Iznardi?... Ya pedí permiso para dar malasnoticias, señora.

-¿También él?

-Y Miyar. Y la misma suerte habría tenidoMarcoartú si no hubiera saltado por un balcón.

-Es una iniquidad. Yo hablaré a Calomarde-manifestó con soberbia la dama, echando atrássu mantilla, como si dentro del coche reinaseun verano riguroso.

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-¡Oh!, sí, hable usted a Su Excelencia -dijo elcortesano, con aquella sonrisa traidora queponía en su cara un brillo semejante al del pu-ñal asesino al salir de la vaina-. Su Excelenciadesea mucho ver a usted.

-Dios maldiga a Su Excelencia y a usted -exclamó Jenara abriendo y cerrando su abanicocon tanta fuerza y rapidez que sonaba comouna carraca-. Pero todavía no me ha dicho us-ted lo principal.

-A eso voy. Nuestro amigo llegó aquí, segúnse supone, pues de cierto no lo sé, con recadi-llos de Mina, Valdés y demás brujos del aquela-rre democrático. Estuvo oculto en Madrid poralgunos días; luego pasó a Aranjuez y a Quin-tanar de la Orden para entenderse con ciertosmilitares que a estas horas están también a lasombra; regresó después acá concertando conBringas, Olózaga, Miyar y compañeros mártiresun plan de revolución que si les llega a cuajar¡ay mi Dios!, se deja atrás a la de Francia...

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Nuestro buen amiguito se pinta solo para estascosas, y andaba por ahí llamándose Don No séCuántos Escoriaza.

-¿Y está usted seguro de que es él?

-Seguro, seguro no. Ahora será fácil saberlo,porque el Escoriaza está en la cárcel de Villa, yen la causa ha de salir su verdadero nombre...Sigo mi cuento. Un hombre dignísimo, tanenemigo de revoluciones como amante de lapaz del reino, se enteró de la trama y avisó a SuExcelencia. Yo he visto las cartas del denun-ciante que se firma El de las diez de la noche, y sihe de decir verdad su ortografía y su estilo noestán a la altura de su realismo. Calomarderecompensó al desconocido dándole fondospara que pudiera seguir la pista a Escoriaza ylos suyos, y con esto y un habilidoso examen detodas las cartas del correo, se hizo el hallazgocompleto de los nenes, y anoche se les pusodonde siempre debieran estar para escarmientode bobos. Anoche no nos acostamos en Gracia y

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Justicia hasta no saber que los señores Alcaldeshabían salido de su paso. ¡Ah!, esos señoresCavia y Cutanda valen en oro más de lo quepesan. No sé cuál de los dos fue a casa de Oló-zaga; pero un alguacil me ha contado que en elportal encontraron a Pepe y mandándole salirentraron con él en la casa y dieron al pobre D.Celestino un susto más que mediano. Hicieronregistro escrupuloso, encontrando, en vez depapeles de conspiración, muchas cartas de no-vias y queridas. Excuso decir que las leyerontodas, porque así cuadraba al buen servicio deSu Majestad, y cuando estaban en esta ocupa-ción dulcísima, ved aquí que entra Salustianomuy sereno, con arrogancia, ya sabedor de queandaba por allí la nariz de los señores Alcaldes.El padre gimió, desmayose la hermana, siguióel registro dando por resultado el hallazgo deun sable, y a la media noche se llevaron a Salus-tiano a la Villa, y aquí se acabó mi cuento, arreborriquito para el convento... ¡Pobre Salustiano,tan joven, tan guapo, tan listo, tan simpático!

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¡Desgraciado él mil veces, y desgraciado tam-bién ese amigo nuestro que ahora se escondedebajo del nombre de Escoriaza! Esta vez noescapará del peligro como tantas otras en quesu misma temeridad le ha dado alas milagrosaspara salir libre y triunfante... ¡Infelices amigos!

Micaelita, afectada por la tristeza del relato,volvió a cerrar los ojos y a rezar para sí el pater-noster que tenía dispuesto para cuando lo me-lancólico de las circunstancias lo hiciera menes-ter. Jenara seguía imprimiendo a su abanico losmovimientos de cierra y abre, cuyo ruido seme-jaba ya por lo estrepitoso, más que al instru-mento de Semana Santa, al rasgar de una tela.

Durante un buen rato callaron los tres. Hab-ía entrado el coche en el paseo de Atocha cuan-do vieron que por este venía a pie D. TadeoCalomarde, en compañía de su inseparablesombra el Colector de Espolios. Paseaba gravey reposadamente, con casaca de galones, tri-cornio en facha, bastón de porra de oro, y una

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vistosa comitiva de sucios chiquillos que admi-rados de tanto relumbrón le seguían. El célebreministro, a quien Femando VII tiraba de lasorejas, era todo vanidad y finchazón en la calle;si en Palacio adquirió gran poder fomentandolos apetitos y doblegándose a las pasiones delRey, frente a frente de los pobres españolesparecía un ídolo asiático en cuyo pedestal deb-ían cortarse las cabezas humanas como si fue-sen berenjenas. A su lado iba la carroza minis-terial, un armatoste del cual se puede formaridea considerando un catafalco de funeral tira-do por mulas.

-No le salude usted, ocúltese usted en elfondo del coche -dijo Pipaón con mucho apuro-No conviene que la vea a usted.

Mas ella sacó fuera su linda cabeza y el bra-zo y saludó con mucha gracia y amabilidad alpoderoso ídolo asiático.

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-En estos tiempos -dijo la dama al retirarsede la portezuela-, conviene estar bien con todoslos pillos.

-Señora, que los coches oyen.

-Que oigan.

Seria, cejijunta, descolorida Jenara murmuróalgunas palabras para expresar el desprecioque le merecía el abigarrado tiranuelo a quienpoco antes saludara con tanta zalamería. Enseguida dio orden al cochero de marchar a casa.

Pasaban por el Prado cuando Pipaón dijocon cierta timidez, precedida de su especialmodo de sonreír:

-Señora, ¿se permite la verdad?

-Se permite.

-¿Aunque sea amarga?

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-Aunque sea el mismo acíbar.

-Pues debo decir a usted que no puede ir asu casa.

-¡Que no puedo ir a mi casa!

-No, señora mía apreciabilísima, porque ensu casa de usted encontrará al alcalde de Casa yCorte y a los alguaciles que desde la una de latarde tienen la orden de prender a una de lasdamas más hermosas de Madrid.

-¡A mí! -exclamó la ofendida, disparando ra-yos de sus ojos.

-A usted... Triste es decirlo... pero si yo no lodijera, sacrificando a la amistad el servicio delRey, la señora tendría un disgustillo. Ya estáexplicado este buen acuerdo mío de entretenera usted toda la tarde, impidiéndole ir a su casay facilitándole como le facilitaré, un lugar don-de se oculte.

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-¡Presa yo!... No siento ira, sino asco, asco Sr.de Pipaón -exclamó la dama demostrando másbien lo primero que lo segundo-. ¿Por qué mepersiguen?

-No sé si será por alguna denuncia malévolao causa de los papeles hallados en casa de Oló-zaga...

-Alto ahí, señor desconsiderado. En casa deSalustiano no se han encontrado papeles de miletra porque no los hay.

-Perdones mil señora: no tuve intención...

-¡Presa yo!... será preciso que me oculte hastaver... ¡Y yo saludaba a la serpiente!...

La rabia más que el dolor sacó dos ardorosaslágrimas a sus ojos; pero se las limpió pronta-mente con el pañuelo cual si tuviera vergüenzade llorar. Después rompió en dos el abanico. Alver estas lamentables muestras de consterna-

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ción, Micaelita se conmovió mucho, y sin pen-sarlo, se le vino a la boca el paternoster que derepuesto estaba. A la mitad lo interrumpió paradecir a su amiga.

-Puedes venir a casa.

-Me parece muy bien. Nadie sospechará queel Sr. Carnicero oculta a los perseguidos de lajusticia Calomardina... Cochero, a casa de Mi-caelita.

-XVII-Hacia el promedio de la calle del Duque de

Alba vivía el Sr. D. Felicísimo Carnicero, delcual es bien que se hable en esta ocasión, nosólo porque se prestó a dar asilo a la afligidaamiga, sino porque dicho señor merece unpárrafo entero y hasta un capítulo. Era de edadmuy avanzada, pero inapreciable, porque susfacciones habían tomado desde muy atrás un

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acartonamiento o petrificación que le ponía, sinque él lo sospechara, en los dominios de la pa-leontología. Su cara, donde la piel parecía habertomado cierta consistencia y solidez calcárea, ydonde las arrugas semejaban los hoyos y loscuarteados durísimos de un guijarro, era deesas caras que no admiten la suposición dehaber sido menos viejas en otra época. Fuera deesta apariencia de hombre fósil, lo que mássorprendía en la cara de don Felicísimo era lochato de su nariz, la cual no avanzaba fuera dela tabla del rostro más que lo necesario paraque él pudiera sonarse Y la chateza (pase el vo-cablo) del señor Carnicero era tal que no se cir-cunscribía al reino de la nariz sino que dabamotivo a que el espectador de su merced hicie-ra las suposiciones que vamos a apuntar. Todoel que por primera vez contemplaba al Sr. D.Felicísimo, suponía que su rostro había sidohecho de barro o pasta muy blanda, y que en elmomento en que el artista le daba la últimamano, la máscara se deslizó al suelo cayendo de

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golpe boca abajo, con lo que aplastada la narizy la región propiamente facial resultó una su-perficie plana desde la raíz del cabello hasta labarba. El espectador suponía también que elartista, viendo cómo había quedado su obra, laencontró graciosa y echándose a reír la dejó ental manera.

Ahora pongamos el santo en su nicho. A estamáscara chata, de color de tierra, rugosa y du-ra, añadamos primero por la parte superior ungorro negro que hasta el campo de las orejas seencaja y tiene su coronamiento en una borlitaque ora se inclina al lado derecho, ora al iz-quierdo. Añadámosle por debajo un corbatínnegro a quien sería mejor llamar corbatón, tanalto que por ciertas partes se junta con el gorro,dejando escapar algunos cabellos rucios, que ahurtadillas salen a estirarse al aire y a la luz,recordando aún con tristeza suma las grasasolientes que han tenido en el pasado siglo.Desde los dominios de la corbata, en cuyas pa-

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redes metálicas parece tener cierto eco la voz deD. Felicísimo, pongamos un revuelto oleaje depliegues negros, el cual o no es cosa ninguna odebe llamarse levitón, más que por la forma,por el ligero matiz de ala de mosca que en laspartes más usadas se advierte; derivemos deeste levitón dos cabos o brazos que a la mitadse enfundan en manguitos verdes con rayasnegras como los mandiles de los maragatos, yhagamos que de las bocas de esos manguitossalgan, como vomitadas, unas manos, de lascuales no se ven sino diez taponcillos de corchoque parecen dedos. El resto de la persona nopuede verse porque lo ponemos detrás de lamesa, la cual está cubierta de negro hule que enciertos sitios pasaría por playa, a causa de laarenilla que en ella se extiende. Es mesa de ca-milla, y una faldamenta verde la tapa todahonestamente, la cual enagua no se mueve sinocuando el gato entra para enroscarse en la ban-queta junto a los pies de D. Felicísimo. Encimade la mesa, se ve un Cristo pequeño atado a la

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columna, con la espalda en pura llaga y la sogaal cuello, obra de un realismo espantoso y ate-rrador que se atribuye al célebre Zarcillo. Laescultura está a la derecha y vuelve su rostrodolorido y acardenalado al D. Felicísimo, cualsi le pidiera informes y cuentas, más que de losazotes que le han dado los judíos, de los moti-vos porque está en aquella mesa y entre tal ba-lumba de legajos como allí se ven. Son papelesatados con cintas rojas, paquetes de cartas yalgunos libros de cuentas, cuyas sebosas tapasindican los años que llevan de servicio. La es-cribanía es de cobre, pues aunque D. Felicísimoposee algunas de plata, no las usa, y en la queallí está los dos cántaros amarillos tienen tinta yarena para seis meses. Las plumas de puromosqueadas no tienen color, y hay un pisa-papeles que es la pezuña de un cabrón imitadaen bronce, y está tan al vivo que no le falta másque correr.

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En aquella mesa escribe casi todo el día el Sr.Carnicero, a quien el peso de los años no estor-ba para seguir trabajando; allí toma su chocola-te macho con bollo maimón; allí come su coci-dito con más de vaca que de carnero, algo deoreja cerdosa y algunas hilachas de jamón queel vacilante tenedor busca entre los garbanzosazafranados; allí duerme la siesta, echando lacabeza sobre las orejeras del sillón; allí se lesirve la cena que empieza invariablemente enmigas esponjosas y acaba en guisado de terne-ra, todo muy especioso y aromático; allí cuentael dinero que es, según dicen, el más constantede sus visitadores, y se desliza sin hacer ruidopor entre sus dedos alcornoqueños, cual si porvirtud rara también el oro se sometiese a tomarlas apariencias del corcho o del pergamino enaquel imperio del silencio; allí recibe a los quevan a ocuparle, y son por lo general clérigos ofrailes, y allí está cuando entran Jenara, Pipaóny Micaelita.

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Era ya de noche. Un gran candil de cuatromecheros, de los cuales sólo dos estaban en-cendidos, echaba luz no muy copiosa, que lapantalla dirigía sobre el pupitre. Al sentir gen-te, D. Felicísimo alzó la pantalla de cobre y en-tonces la claridad le hirió de frente en su caraplana, que parecía un bajo-relieve gótico, roídopor los siglos. Pero esto duró poco tiempo, por-que abatiendo la pantalla, volvió la luz a caerforzosamente sobre los papeles como un estu-diante desaplicado a quien se obliga a no apar-tar la vista de los libros.

-¡Oh!... gratias tibi Domine... Bendito Pipaón,¿usted por aquí? -dijo D. Felicísimo con agrado-. ¡Oh! ¿Es Jenarita? La misma que viste y calza.Sea muy bien venida a esta humilde morada.¡Cuánto bueno por aquí!

Y alzando la voz, que era chillona y desapa-cible, prosiguió:

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-Sagrario, Sagrario, ven, mira quién estáaquí. Micaelita, di a tu tía que venga, y de pasoda una voz en la cocina para que me traigan lacena.

Mientras viene doña María del Sagrario, hijadel Sr. D. Felicísimo, demos acerca de este se-ñor las noticias que son necesarias. Llevaba másde cuarenta años en la profesión de agente denegocios eclesiásticos, y le había sido tan favo-rable la fortuna que, según el dicho público,estaba podrido de dinero. Por los rótulos de loslegajos y papeles que sobre su mesa estaban,podía venirse en conocimiento de la multiplici-dad de asuntos que bajo el dominio de sus ta-lentos agenciales caían. Él contemplaba con nodisimulado embeleso los dichos rótulos, ase-mejándose, aunque esté mal la comparación, aun borracho que antes de beber se deleita le-yendo las etiquetas de las botellas. Por un ladose leía Subcolecturía de Espolios, Vacantes, MediasAnnatas y Fondo pío beneficial del obispado de León;

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por otro Santa Iglesia Metropolitana de Granada;más allá Juzgado ordinario de Capellanías, Patro-natos, Visita Eclesiástica, etc.; junto a esto Tribu-nal de Cruzada, y al lado Racioneros medios patri-moniales de Tarazona, Arcedianato de Murviedro oSeñores Pabordres de Valencia; al opuesto extre-mo Agustinos Descalzos; más lejos Reyes Nuevosde Toledo, o bien, Nuestra Señora del Favor de Pa-dres Teatinos.

Preciso es decir que D. Felicísimo se habíadistinguido siempre por su celo y actividad endespachar los mil y mil asuntos que se le con-fiaban. Les tomaba cariño, mirándolos comocosa propia, y ponía en ellos sus cinco sentidosy su alma toda en tal manera que llegó a identi-ficarse con ellos y a asimilárselos, trayéndoloscomo a formar parte de su propia sustancia. Asíno había en su larga vida suceso ni accidenteque no se confundiera con cualquier negocio desu lucrativa profesión, y así jamás contaba cosaalguna sin empezar de este o parecido modo:

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Cuando el señor Vicario Foráneo de Paterna venía aesta casa, o bien así: Cuando me convidó a comer elPadre Prepósito de Portaceli...

Otra afición también muy vehemente, aun-que secundaria, reinaba en el espíritu de nues-tro insigne Carnicero; era la afición a los Toros,fiesta que, si no existieran los negocios eclesiás-ticos, sería para él cosa punto menos que sa-grada. Como ya era tan viejo y no salía ya decasa, contentábase con hablar de los Torospretéritos, poniéndolos cien codos más altosque los presentes y en estas conversacionestambién era común oírle decir: «Cierto día en queSentimientos y el señor Rector del Hospital de Con-valecencia de Unciones vinieron a buscarme para ira ver el encierro...» u otra frase por el estilo.

La cantidad de dinero que D. Felicísimohabía ganado en tantos años de actividad, celoy honradez, no era calculable. Algunos lahacían subir a un número grande de talegas,otros reducían un poco la cifra; pero el vulgo y

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los vecinos juraban que siempre que se daba ungolpe en los tabiques de la casa de Carnicero oen el lienzo de los cuadros viejos que allí tenía,sonaba un cierto tintineo como de monedasanacoretas que en todos los huecos y escondri-jos habitaban, huyendo del mundo y sus pom-pas vanas. Él gastaba poco, tan poco que sehabía llegado a hacer la ilusión de que era po-bre, siendo rico. Contaban que para ilusionar alos demás en esta materia se negaba con tena-cidad heroica a dar dinero, y ya podían irle conlamentos los menesterosos, que así les hacíacaso como si fueran predicadores moros. Úni-camente se desprendía de alguna cantidadsiempre que mediaran garantías y un interésmódico, así así como de diez por ciento al mesu otra friolera semejante.

La casa en que vivía era de su propiedad yestaba toda blanqueada, sin papeles ni pintu-ras, con las vigas del techo apanzadas cual tol-do de lienzo. Era de un solo piso alto, antiquí-

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sima, y en invierno tenía condiciones inmejora-bles para que cuantos entraban en ella se hicie-ran cargo de cómo es la Siberia. Había sido edi-ficada en los tiempos en que la calle del Duquede Alba se llamaba de la Emperatriz, y ya, contan largos servicios, no podía disimular las ga-nas que tenía de reposarse en el suelo, soltandoel peso del techo, estirándose de tabiques yparedes para sepultar su cornisa en el sótano yrascarse con las tejas de su cabeza los entume-cidos pies de sus cimientos. Pero D. Felicísimoque no consentía que su casa viviera menos queél, la apuntaló toda, y así desde el portal se en-contraban fuertes vigas que daban el quién vive.La escalera, que partía de menguados arcos deyeso, también tenía dos o tres muletas, y losescalones se echaban de un lado como si quisie-ran dormir la siesta. Arriba los pisos eran tales,que una naranja tirada en ellos hubiera estadorodando una hora antes de encontrar sitio enque pararse, y por los pasillos era necesario ircon tiento so pena de tropezar con algún poste,

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que estaba de centinela como un suizo con or-den de no permitir que el techo se cayera mien-tras él estuviese allí.

D. Felicísimo era toledano, no se sabe a pun-to fijo si de Tembleque o de Turleque o deManzaneque, que los biógrafos no están acor-des todavía. Estuvo casado con doña María delSagrario Tablajero, de la que nacieron Mariqui-ta del Sagrario y Leocadia. De esta, que casópronto y mal con un tratante en ganado de cer-da, nació Micaelita, que se quedó huérfana depadre y madre a los seis años. Esta Micaelitaera, pues, heredera universal del Sr. D. Felicí-simo, circunstancia que, a pesar de su escasabelleza, debía hacer de ella un partido apetito-so. Sin embargo, habiendo tenido en sus quinceaños ciertos devaneos precoces con un mucha-cho de la vecindad, quedó muy mal parada suhonra. El mancebo se fue a las Américas, D.Felicísimo enfermó del disgusto, doña Maríadel Sagrario, tía de la joven, enfermó también;

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divulgose el caso, salió mal que bien de su pasoMicaelita, y desde entonces no hubo galán quela pretendiera. Cuentan los cronistas toledanosque desde entonces se arraigó en Micaelita lapiadosa costumbre de reservar un Padrenues-tro para todas las ocasiones apuradas en que seencontrase.

Pasados algunos años, la situación de la jo-ven había cambiado: su carácter agriándose enextremo la hacía menos simpática aún de lo querealmente era. Su abuelo, que entrañablementela amaba, le permitía frecuentar la sociedad ygastar algo en tocados y ropas de moda. Ellaquería borrar su mancha; pero no lo podía con-seguir, careciendo de aquellas prendas quefácilmente inspiran el perdón o el olvido. Losingular es que a su mal genio unía un ciertoorgullito sobremanera repulsivo y que sin dudanacía de su seguridad de enriquecer considera-blemente al fallecimiento del abuelo.

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Todas las noches del año, en el de 1831, lue-go que D. Felicísimo con un mediano vaso devino echaba la rúbrica a su cena (frase de D.Felicísimo), se levantaba de aquella especie detrono, y tomando con su propia mano el candilde cuatro mecheros se dirigía a la sala, dondeya doña María del Sagrario había encendidouna lámpara de las llamadas de Monsieur Quin-quet, y allí se encontraba a varios amigos que sereunían en amena tertulia. La estancia era comouna gran sala de capítulo conventual; pero es-taba blanqueada, sin más adorno que un grancuadro del Purgatorio donde ardían hasta diezdocenas de ánimas. Dos cortinas de sarga, cuyaamarillez declaraba haber sido verde, cubríanlos balcones, y por las cuatro paredes se enfila-ban en batería tres docenas de sillas de caobacon el respaldo tieso y el asiento durísimo. Cua-tro sillones de cuero claveteado, contemporá-neo del cuadro de las Ánimas del Purgatorio, sino del Purgatorio mismo, servían para la co-modidad relativa; una urna con imagen vestida

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servía para la devoción, y una mesa que parecíapila bautismal para que dieran golpes sobre ellalos de la tertulia. D. Felicísimo entraba dicien-do, Pax vobis y después saludaba sucesivamentea sus amigos.

-Buenas noches, Elías ¿cómo te va?... Señorconde de Negri, buenas noches... Buenas no-ches, Sr. D. Rafael Maroto.

-XVIII-Veamos ahora lo que pasó aquella noche. Je-

nara tomó asiento en el despacho del señor D.Felicísimo, y Pipaón, acercándose a este, lehabló un poco al oído para contarle lo que a ladama le pasaba. A cada dos palabras que oía,D. Felicísimo articulaba una especie de chillido,un ji ji, que más tenía de suspiro que de inter-jección y que al mismo tiempo expresaba hipo yburla.

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-Bueno, bueno -murmuró el anciano mo-viendo la cabeza en ademán de conciliación-.En mi casa no será molestada; yo le respondode que no será molestada, ji ji.

-Gracias -dijo la dama secamente tratandode darse aire con los restos de su abanico.

-El Sr. D. Miguel de Baraona y yo fuimosmuy amigos -añadió Carnicero, volviendo aJenara su faz plana, fría, sin expresión de sen-timiento alguno-, pero muy amigos. Cuandoaquellas cuestiones de la Santa Iglesia Colegialde Vitoria con los Canónigos cuartos de frutos deCalahorra, vino aquí don José Marqués, canóni-go entero, D. Vicente Morales, racionero medio yD. Andrés de Baraona, canónigo cuarto de opta-ción, hermano de su abuelo de usted que tam-bién vino. Yo le conseguí el arcedianato de Ber-beriega para su primo. ¡Cuántas tardes pasa-mos juntos en este despacho hablando de ser-mones y Toros! Era en los tiempos de PedroRomero y dicho se está que había materia para

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dos buenos aficionados como nosotros. Si elseñor de Baraona viviera se acordaría de cuan-do vimos la cogida de Pepe-Hillo y la célebrecornada de José Cándido, motivada por haber-se escupido el toro, con lo que se atolondró Joséy quiso matarlo fuera de la jurisdicción, reci-biendo un encontronazo...

Estas últimas frases no las dirigía D. Felicí-simo a Jenara, sino a cierto personaje, descono-cido para nosotros, que a su lado estaba y habíaentrado poco antes que nuestros amigos. Eraun joven de aspecto más bien ordinario quefino, de rostro tan salpicado de viruelas, queparecía criba, de complexión sanguínea y algogigántea; de ajustada chaqueta vestido, con elpelo corto y la frente más corta acaso. Su facha,su traje y cierta expresión inequívoca que im-presa en su rostro estaba como un letrero, de-cían que aquel hombre era del gremio de tabla-jeros, cortadores o tratantes en carnes. Los tresoficios había tenido, mas con tan poco aprove-

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chamiento, que los cambió por una plaza dedemandadero en la cárcel de Villa. Era hijo deuna antigua sirviente de D. Felicísimo y este lehabía criado en su casa y le tenía bastante cari-ño. Pedro López, por otro nombre Tablas (queasí le bautizaron en el Matadero), respetabamucho a su protector. Iba a verle diariamente alanochecer, se sentaba a su lado, le hablaba unpoco de la cárcel, de becerros si era invierno yde Toros si era verano; después le servía la ce-na, y por último le acompañaba a rezar el rosa-rio, devoción a que no faltó D. Felicísimo ni enun solo día de su vida.

Doña María del Sagrario no tardó en venir.Era una señora que aparentaba más edad de laque realmente tenía, por causa de una lamenta-ble emigración de todos los dientes de su boca,no quedando en aquellos reinos más que algu-nas muelas, que temblando habían pedidotambién sus pasaportes. Ella no tenía preten-siones de belleza ni aun de buen parecer, y así

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su elegancia era la sencillez, su perfumería lalimpieza y su peinado un trabajo simplicísimo.Este consistía en recoger en una sola trenza loscabellos fieles que le quedaban y hacer con estaun moño chiquito, el cual, atravesado de unahorquilla o flecha, como corazón simbólico,parecía una limosna de cabellos enviada por elCielo sobre su cráneo, que iba igualando a lasencías en sus condiciones de país desierto. Porlo demás, Doña María del Sagrario era bonda-dosa, de excelente corazón y de mucho palique;pero tanto desentonaba su voz, por causa deestar su boca tan solitaria como casa de mos-trencos, que las palabras parecían salir y entrarpor aquellas cavidades jugando y haciendocabriolas. Cuando reía creeríase que lloraba, ycuando regañaba a la criada parecía mandar unbatallón, y el rezar era en ella como un sopla-miento de fuelles rotos.

-Mucho nos honra usted, Jenarita -le dijobesándola- con aceptar nuestra hospitalidad.

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Eso no será nada. Algún mal entendido. ¡Es tanfácil ahora que los buenos se confundan con lospícaros! Ayer mismo ¿no apalearon en esta ca-lle al sacristán de la V. O. T. por confundirlocon un pícaro zapatero que fue condenado ahorca y luego indultado en el llamado tiempoconstitucional, que ni fue tal tiempo ni cosa quelo valga?

-Sagrario, mucha conversación es esa, ji ji-dijo a este punto D. Felicísimo-. Jenarita no espersona con quien debemos gastar cumplidosni etiquetas; por tanto, tráeme mi cena, que lagusana me dice que es hora.

Poco después el Sr. Carnicero tenía delantela servilleta en lugar del papel y la cuchara envez de la pluma. Tras los primeros bocados,habló así:

-No es extraño, Jenarita, que con la marchaque lleva este Gobierno por el camino de lafrancmasonería, sean perseguidos los buenos

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españoles. Ese pobre Rey se ha entregado enmanos de la herejía y del democratismo; laReina nos quiere embobar con músicas pero nole valdrán sus mañas para hacernos tragar lasucesión de su hija Isabelita, que así será reinade España como yo emperador de la China, ji ji.Ellos ven venir el nublado y se preparan, peronosotros nos preparamos también... y es flojitacosa la que defendemos... así como quien nodice nada, la religión sacratísima, el trono es-pañol y nuestras costumbres tradicionales, pu-ras, nobles y sencillas. ¡Ah!, perdóneme usted,Jenarita, me olvidé de decirle si gustaba cenar.Pero aquí no andamos con etiquetas y en micasa todo es llaneza y confianza.

-Gracias -repuso Jenara que solicitada deotros pensamientos no había oído ni una solapalabra del discurso del Sr. Carnicero.

Pipaón y Micaelita cuchicheaban en la salainmediata y doña María del Sagrario había idoa preparar la cena para todos, lo que requería

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no poca habilidad por haber aumentado lasbocas y no los manjares. Tablas servía la cena alSr. D. Felicísimo, el cual le hablaba de este mo-do:

-Pues volviendo a lo que te decía cuando en-traron estos señores, el toreo está ahora tan porlos suelos que no se puede hablar de él sin quese le caiga a uno la cara de vergüenza. Y no medigan que se ha fundado un Conservatorio deTauromaquia. Tonto de capirote es el que loinventó. Yo admiro a Don Pedro Romero, yo letengo por un Cid de los tiempos modernos; poreso no quisiera verle hecho un catedrático debrega. Mira tú, los toreros de hoy dan asco... Siel Señor Omnipotente te hubiera querido hacerel favor de criarte en aquel tiempo en que todoera mejor que ahora, todo, todo; en que era máshonrada la gente, más rico el país, más barata lacomida, más guapas las mujeres, más religiososlos hombres, más valientes los militares, másbenigno el frío, más alegre el cielo, más hones-

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tas las costumbres, más bravos los toros y más,mucho más hábiles los toreros... ji ji... ¿por quéte ríes?

El hipo de D. Felicísimo arreció de tal modoque hubo de pararse un rato para tomar aire.Después prosiguió así:

-Si hubieras vivido en aquel feliz tiempo, tehabrías desbaratado de gusto viendo en mediodel redondel a Joaquín Rodríguez, por otronombre Costillares, o a José Delgado, mi amigoqueridísimo, por otro nombre Pepe-Hillo. Meparece que le estoy mirando, cuando el toro seceñía. Entonces tenías que ver su serenidad ydestreza, ji. Él lo llamaba de frente, tomando larectitud de su terreno conforme las piernas quele advertía la fiera, y luego que le partía, ji, leempezaba a cargar y tender la suerte, ¿entien-des? Con este quiebro el toro se iba desviandodel terreno del diestro y cuando llegaba a juris-dicción, le daba el remate seguro, ji, ji, ji.

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Con las cabezadas que daba D. Felicísimobrillaban sus ojos en el semblante plano comolos agujeros de una palmeta. Al mismo tiemposu mano armada de tenedor tomaba las actitu-des toreriles amenazando el vaso de vino, pues-to en el lugar del tintero.

-Señora, usted se aburrirá con esta conversa-ción mía -dijo el anciano contemplando a Jena-ra que estaba con los ojos bajos-. Como aquí nohay cumplimientos, que es palabra compuestade cumplo y miento, ni las pamemas que llamanetiqueta, yo hablo de lo que más me gusta, ji.Este buen Tablas es un chiquilicuatro que porno tener alma no ha emprendido el oficio demirar cara a cara a la cuerna, y está de deman-dadero en la cárcel de Villa. Si no tuviera eldefecto de coger sus monas los lunes y aun losmartes, sería un cumplido muchacho, siempreque se corrigiera del vicio de sobar las cuarenta.

Tablas se ruborizó al oír su panegírico.

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-Jenarita, venga usted a cenar -dijo Sagrarioentrando-. Deme usted su mantilla.

Don Felicísimo había concluido.

-Hija, ¿ha venido esta tarde el padre Alelí?-preguntó.

-No ha parecido Su Reverencia.

-¿No se sabe nada de la pupila de BenignoCordero, que está con pulmonía?

-Iba mejor, pero ha recaído. ¡Cristo, qué des-gracia! -exclamó Sagrario en un desentono tansingular que parecía enjuagarse la boca con laspalabras-. Cruz fue esta tarde a la iglesia y medijo que el pobre Benigno está como alma enpena. Va a la botica por las medicinas y se dejael sombrero sobre el mostrador, habla solo ycuando vende no cobra y cuando cobra no da lavuelta, y cuando la da, da oro por cobre.

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-Es un alma de cántaro, ji... Tablas, ve des-pués a preguntar por la enferma. Benigno esloco, pero es paisano y le aprecio... Jenarita,¿por qué tiene usted ese aire de tristeza y aba-timiento? Aquí no hay nada que temer. Esta-mos en sagrado, es decir en una casa pura yabsolutamente, ji ji... apostólica.

Jenara no cenó. Había perdido el apetito, y laespecial manera de guisar que en aquella casahabía no era la más a propósito para despertar-lo. A esta feliz circunstancia de la desgana deun convidado, debió Pipaón que le tocara algo,aunque no fue mucho, según consta en lascrónicas que de aquellos acontecimientos que-daron escritas.

Levantose Jenara de la mesa antes que losdemás para decir una cosa importante al señorD. Felicísimo, que aún no había salido de suguarida, y al llegar a la puerta de esta, oyó lavoz del anciano muy desentonada y colérica.Decía así:

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-Ladrón, verdugo, borracho, no te daré unmaravedí aunque te me pongas de rodillas de-lante y me enciendas velas. Yo no soy bueno,yo no soy santo; no pienses que me embobaráscon tus lisonjas. ¿Tengo yo alguna mina, ji?¿Acuño moneda, ji? Quítateme, ji, de delante ypúdrete si quieres. No hay un cuarto; hoy no sefía aquí. Toca a otra puerta, muérete, revienta,pégate un tiro y si no basta, ji, ji... te pegas dos omedia docena.

Con voz humilde y ahogada por la pena,Tablas habló después para pintar con las frasesmás amañadas la enormidad de su apuro, yCarnicero redobló sus negativas, sus bufidos,sus hipos, todo en defensa de su bolsa. Jenarano necesitó oír más, y al punto renunció a decira D. Felicísimo lo que había pensado. Mujer derecursos intelectuales, improvisaba planes conla celeridad propia de todo grande y fecundoingenio.

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La campanilla sonó y Tablas fue a abrir lapuerta. Llegaron tres señores que se dirigierona la sala, donde Sagrario acababa de poner luz.Entrando otra vez en el comedor la dama vioque Pipaón y Micaelita no parecían disgustadosde hallarse juntos. Sagrario andaba por la coci-na riñendo con la criada, en lenguaje discorde einarmónico, semejando un órgano que tuvieratodos los tubos agujereados. Jenara volvió alpasillo, que era largo, complicado, anguloso y acausa del blanqueo daba más cuerpo a las som-bras que sobre él caían. Allí vio la atlética figurade Tablas que salía del cuarto del señor, y diri-giéndose a un ángulo oscuro donde estabanalgunos muebles viejos como en destierro,dejábase caer sobre una silla y apoyaba la cabe-zota en ambas manos mirando al cielo. Jenarase llegó a él. Era el ángel del consuelo.

-XIX-

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-¿Cómo te va, Elías? Señor conde de Negri,buenas noches. Buenas noches, Sr. D. RafaelMaroto.

Así saludó D. Felicísimo a sus amigos, en-trando en la sala, candilón en mano. Como aúnno le hemos visto andar, no hemos podido de-cir que andaba a pasitos cortos, muy cortos, yasí tardó una buena pieza en llegar al centro dela estancia. Viose entonces la longitud de sulevitón negro, el cual le llegaba hasta los pies,de modo que no parecía que andaba, sino queestaba fijo sobre una tablilla con ruedas de lacual tirara con lentitud una invisible mano.Puso el candilón sobre la mesa, y como la ve-cindad de la lámpara hacía que aquel palidecie-ra de envidia, lo apagó.

-Usted siempre tan fuerte -dijo uno de losamigos dando un palmetazo en la rodilla deCarnicero.

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Era este amigo un señor pequeño, o por me-jor decir, archipequeño, adamado y no muyviejo.

-Defendiéndonos admirablemente -repusoCarnicero cogiéndose una pierna con las manosy levantándola para ponerla sobre la otra.

-Un cigarrito -dijo aquel de los amigos quellamaban Maroto, y era el más joven de los tres,de buena presencia, bigotudo y con señaladoaspecto marcial.

El conde de Negri, con el cigarrito en la bo-ca, sacó eslabón y piedra y empezó a echarchispas. Durilla era la faena y la mecha noquería encenderse.

-¡Maldito pedernal! -murmuró el señor con-de.

Y las chispas iban en todas direcciones me-nos en la que se quería. Una fue a estrellarse en

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la cara plana de D. Felicísimo como un proyec-til ardiente en la muralla de un bastión formi-dable, otra parecía que se le quería meter porlos ojos al propio señor conde, y chispa huboque llegó hasta el cuadro de Ánimas dandoinstantáneamente un resplandor verdadero aaquel Purgatorio figurado. Al fin prendió lamecha.

-¡Gracias a Dios que tenemos fuego! -dijo D.Felicísimo entre dos hipos-. Con estos tubos devidrio que han inventado ahora para encerrarlas luces, no se puede encender en las lámparas.

En tanto el tercero de los amigos, que erabastante anciano y se distinguía por la curvatu-ra exagerada de su nariz, había puesto unospapeles sobre la mesa, y los miraba y revolvíaatentamente. De repente dijo así:

-No hay que contar con Zumalacárregui.

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-¡Todo sea por Dios! -exclamó Carnicero-.¿Ha escrito? Pues a mi carta no se dignó contes-tar. ¿Sigue en el Ferrol?

-Pues nos pasaremos sin él -indicó el condede Negri-. La causa revienta de partidarios,quiero decir que los tiene de sobra en todas lasclases de la sociedad, y así no es bien que solici-te coroneles, como es uso y costumbre entreliberalejos.

-Ya sabemos -dijo con tono de autoridad elllamado Elías alzando los ojos del papel-, que lacausa que defendemos es legalmente una bata-lla ganada. Habiendo sucesor varón no puedesuceder una hembra. Moralmente también escosa fuera de duda. El clero en masa apoya alpartido de la religión y con el clero la mayoríadel reino, y la aristocracia.

-Y el ejército -declaró el conde pequeñito,plegando mucho los párpados porque leofendía la luz.

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-Eso está por ver -replicó Elías Orejón-. Des-de la guerra de la Independencia, el ejército, lomismo que la marina, están carcomidos por lamasonería. La revolución del 23 obra fue de losmasones militares; las intentonas de estos añostambién son cosa suya, y en estos momentos,señores, se está formando una sociedad llama-da la Confederación Isabelina, en la que andanmuchos pajarracos de alto vuelo, y que por elrotulillo ya da a entender a dónde va. Necesi-tamos...

-¡Claro, clarísimo, indubitable! -exclamóCarnicero, que deseaba meter baza, por nohallarse conforme con su amigo en aquel tema.

-Necesitamos -prosiguió el otro alzando lavoz en señal de enojo por verse interrumpido-,necesitamos, aunque el escrupuloso señor In-fante no lo crea así, asegurar y comprometeraquellas cabezas militares más potentes. Ya sepuede decir que son de acá los siguientes seño-res: el conde de España, capitán general del

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Principado; el Sr. González Moreno, goberna-dor militar de Málaga...

-Buenos, buenos, bonísimos -dijo Carnicero,que no podía contener sus ganas de interrum-pir a cada instante.

Orejón citó otros nombres, añadiendo luego.

-En el ramo de hombres civiles o eclesiásti-cos de gran nota, andamos a la conquista del Sr.Abarca, obispo de León, y de D. Juan BautistaErro, consejero de Estado, a los cuales sólo lesfalta el canto de un duro para caer también dela parte acá.

-Bueno es que los clérigos y hombres civilesvengan -dijo Maroto- pero por santa y gloriosaque sea la causa de Su Alteza, y yo doy de bara-to que es la causa de Dios, no se hará nada sintropa.

-¿Y los voluntarios realistas?

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-Son buenos como auxilio; pero nada más.Denme generales aguerridos, jefes de valor yprestigio, y el día en que D. Fernando acabe,que no tardará, al decir de los médicos, donCarlos será Rey por encima de todas las cosas.

-Eso, eso -afirmó Elías sentando la palma desu mano sobre los papeles- generales aguerri-dos, jefes militares de valor y prestigio; al gra-no, al grano.

-Todo vendrá -indicó Carnicero- cuando elcaso llegue. Cuando se cuenta, como ahora, ji,con el santo clero en masa, capaz de alzar enmasa al reino todo, como en la guerra de la In-dependencia, lo demás vendrá por sus pasoscontados. En cartas y por manifestaciones ver-bales, me han demostrado su conformidad lassiguientes órdenes y religiones: los Agustinoscalzados de Madrid, la Congregación benedic-tina Tarraconense Cesaraugustana de la coronade Aragón y de Navarra, los Menores de SanFrancisco, los Agustinos Recoletos o Calzados,

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los Canónigos seglares del Orden Premonstra-tense...

-Espadas, espadas -dijo bruscamente Maro-to- y con espadas, no sólo no estarán demás lascorreas y rosarios, sino que servirán de mucho.

-Y yo -indicó el conde de Negri dirigiéndoseal balcón a punto que sonaba en la calle el es-trepitoso rodar de un coche- me atrevo a pro-poner que todas las conquistas se pospongan ala conquista del vecino.

El coche paró junto a la casa. Era el carruajede Calomarde, que vivía frente por frente deCarnicero, en el palacio del duque de Alba.

-Su Excelencia ha entrado en su palacio -dijoel conde de Negri, atisbando por los vidriosverdosos y pequeñuelos de uno de los balcones.

-Todo se andará -manifestó D. Felicísimo-.La conversación que tuvimos él y yo hace dos

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días, me hace creer que D. Tadeo tardará en serapostólico lo que tarde Su Majestad en tener, ji,el ataque de gota que corresponde al otoñopróximo.

-Y si no -dijo Negri tornando a su asiento-, lebarrerán. Después veremos quién toma la esco-ba... ¡Cuidado con doña Cristina y qué humosgasta! Si creerá que está en Nápoles y que aquísomos lazzaronis... ¿Pues no se atrevió a pedirmi destitución del puesto que tengo en la ma-yordomía del señor Infante? Gracias a que losseñores me han sostenido contra viento y ma-rea. Aquí entre cuatro amigos -añadió el condebajando la voz-, puede revelarse un secreto. Hedado ayer un bromazo a nuestra soberana pro-visional, que va a dar mucho que reír en la Cor-te. En imprenta que no necesito nombrar seestán imprimiendo unos versos de no sé quépoeta, en elogio de su majestad napolitana.Hacia la mitad de la composición se habla de la

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angélica Isabel y de la inmortal Cristina. Puesyo...

El conde se detuvo, sofocado por la risa.

-¿Qué?

-Pues yo, como tengo relaciones en todaspartes, me introduje en la imprenta, y di ochoduros al corrector de pruebas para que quitarabonitamente la t de la palabra inmortal.

-La inmoral Cristina, ji ji...

-Espadas, espadas -gruñó Maroto-, y nobromas de esta especie que a nada conducen.

-Toda cooperación debe aceptarse -dijo Elíasrefunfuñando-, aunque sea la cooperación deuna errata de imprenta.

Cuando esto decían, la luz de la lámpara, yafuera porque doña María del Sagrario, firme ensus principios económicos, no le ponía todo el

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aceite necesario, ya porque D. Felicísimo des-compusiera a fuerza de darle arriba y abajo elsencillo mecanismo que mueve la mecha, em-pezó a decrecer, oscureciendo por grados laestancia.

-Voy a contar a ustedes, señores -dijo Elías-,la conversación que ayer tuve con el Sr. Abarca,obispo de León, el hombre de confianza de SuMajestad... Pero D. Felicísimo, esa luz...

-Empiece usted. Es que la mecha... -replicóCarnicero moviendo la llave.

-Pues el señor Abarca me pidió informes delo que se pensaba y se decía en el cuarto delInfante. Yo creí que con un hombre tan sabio yleal como el señor Abarca no debía guardarmisterios... Le dije pan pan, vino vino... Peroesa luz.

-No es nada; siga usted; ya arderá.

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-Le expuse la situación del país, anhelantede verse gobernado por un príncipe real y ver-daderamente absoluto que no transija con ma-sones, que no admita principios revoluciona-rios, que cierre la puerta a las novedades, quese apoye en el clero, que robustezca al clero,que dé preeminencias al clero, que atienda alclero, que mime al clero... Pero esa luz, señor D.Felicísimo...

-Verdaderamente no sé qué tiene. Siga us-ted.

-Él convino conmigo en que por el caminoque va el Rey, marchamos francamente y él elprimero por la senda de la revolución... ¡Quenos quedamos a oscuras!...

La luz decrecía tanto que los cuatro persona-jes principiaron a dejar de verse con claridad.Las sombras crecían en torno suyo. Los empin-gorotados respaldos de los sillones parecíanextenderse por las paredes en correcta forma-

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ción, simulando un cabildo de fantasmas con-gregados para deliberar sobre el destino quedebía darse a las ánimas. Las rojas llamas delcuadro se perdían en la oscuridad, y sólo seveían los cuerpos retorcidos.

-Díjome también Su Ilustrísima que ahora seva a emprender una campaña de exterminiocontra los liberales... ¡Por Dios, Sr. don Felicí-simo, luz, luz!

La lámpara se debilitaba y moría derraman-do con esfuerzo su última claridad por las pa-redes blancas, y por el techo blanco también. Lallama lanzaba a ratos un destello triste como sisuspirase y después despedía un hilo de humonegro que se enroscaba fuera del tubo. Luegose contraía en la grasienta mecha, y burbujean-do con una especie de lamento estertoroso, setomaba en rojiza. Las cuatro caras aparecían oraencendidas, ora macilentas y la sombra jugabaen las paredes y subía al techo, invadiendo aveces todo el aposento, retirándose a veces al

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suelo para esconderse entre los pies y debajo delos muebles.

-Esa campaña de exterminio que se va a em-prender, fíjense ustedes bien -prosiguió Orejón-no favorece al Rey, sino al Infante. Todo lo queahora sea reprimir es en ventaja de la genteapostólica. Así nos lo darán todo hecho, y loodioso del castigo caerá sobre ellos, mientrasque nosotros... ¡Luz, luz!

D. Felicísimo quiso llamar; pero en aquellacasa no se conocían las campanillas. Así es queempezó a gritar también:

-¡Luz, luz; que traigan una luz!

La lámpara se extinguió completamente ytodos quedaron de un color.

-¡Luz, luz! -volvió a gritar D. Felicísimo.

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Orejón, que estaba muy lleno de su asunto yno quería soltarlo de la boca, a pesar de la oscu-ridad, prosiguió así:

-Que utilizando con energía la horca y losfusilamientos, limpien el reino de esas perver-sas alimañas, es cosa que nos viene de molde.

-Aguarde usted, hombre... Estamos a oscu-ras...

-Ji... se han dormido y no nos traen luz -dijoD. Felicísimo-. Sagrario, Sagrario. Tablas... Na-da: todos dormidos.

Así era en verdad.

-¿Tiene usted avíos de encender, señor Con-de? Aquí en este cajoncillo de la mesa debe dehaber, ji, ji, pajuela.

Pronto se oyó el chasquido del eslabón con-tra el pedernal. Las súbitas chispas sacabanmomentáneamente la estancia de la oscuridad.

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Se veían como a luz de relámpago las cuatrocaras apostólicas, la fúnebre fila de sillas decaoba y el cuadro de ánimas.

-La raza liberalesca y masónica estará ya ex-terminada cuando llegue el momento de la su-cesión de la corona -decía Orejón entusiasma-do-. ¡Admirable, señores!

D. Felicísimo tenía la pajuela en la mano pa-ra acercarla a la mecha luego que esta prendie-se, y al brotar de la chispa, su cara plana, enque se pintaban la ansiedad y la atención, pa-recía figura de pesadilla o alma en pena.

-Trabajan para nosotros, y ahorcando a losliberales se ahorcan a sí mismos.

-Es evidente -murmuró D. Rafael Maroto.

-¡Demonches de pedernal!

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-¡Luz, luz! -volvió a decir D. Felicísimo-. Pe-ro Sagrario... Nada, lo que digo: todos dormi-dos.

Por fin prendió la mecha y aplicada a ella lapajuela de azufre, ardió rechinando como uncondenado cuyas carnes se fríen en las ollas dePedro Botero. A la luz sulfúrea de la pajuelareaparecieron las cuatro caras, bañadas de untinte lívido, y la estancia parecía más grande,más fría, más blanca, más sepulcral...

-De modo -continuaba Elías, cuando D. Fe-licísimo encendía el candilón de cuatro meche-ros-, que en vez de apartarles de ese camino,debemos instarles a que por él sigan.

-Sí, que limpien, que despojen...

-Pues ahora -dijo Negri-, contaré yo la con-versación que tuve con Su Alteza la infantadoña Francisca.

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-Y yo -añadió Carnicero-, referiré lo que medijo ayer fray Cirilo de Alameda y Brea.

-XX-Jenara no pudo dormir en el abominable

camastrón que le destinara doña María del Sa-grario, el cual estaba en un cuarto más grandeque bonito, todo blanco, todo frío, todo triste,con alto ventanillo por donde venían mayidos yalgazara de gatos. Al amanecer pudo aletargar-se un poco, y en su desvariado sueño creía vera D. Felicísimo hecho un demonio, ora volando,montado en su pluma, ora descuartizando gen-te con la misma pluma, en cuchillo convertida.La casa se le representaba como un lisiado quesuelta sus muletas para arrojarse al suelo, y allíeran el crujir de tabiques, el desplome de pare-des, la pulverización de techos, y las nubes depolvo, en medio del cual, como ave rapante,revoloteaba D. Felicísimo llorando con lúgubre

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graznido, mientras los demás habitantes de lacasa se asfixiaban sepultados entre cascote yastillas.

Al despertar sin haber hallado reposo, susojos enrojecidos reconocieron la estancia, quemás tenía de prisión que de albergue, y acome-tida de una viva aflicción lloró mucho. Despuéslas reflexiones, los planes habilísimos que habíaconcebido y más que nada la valentía naturalde su espíritu la fueron serenando. Vistiose yacicalose como pudo, echando muy de menoslos primores de su tocador, y pudo presentarsea Micaelita y a Doña Sagrario con semblanterisueño.

En sus planes entraba el de amoldar su con-ducta y sus opiniones a las opiniones y conduc-ta de los dueños de la casa, y así cuando visitóal Sr. D. Felicísimo en su despacho y hablaronlos dos, era tan apostólica que el mismo Infantela habría juzgado digna de una cartera en suministerio futuro. Según ella, la perseguían por

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apostólica, y su apostoliquismo (fue su palabra)era de tal naturaleza que la llevaría valiente-mente a la lucha y al martirio. Carnicero, queen su marrullería no carecía de inocencia (vir-tud hasta cierto punto apostólica), creyó cuantola dama le dijo, y establecida entre ambos laconfianza, el anciano le contaba diariamentemil cosas de gran sustancia y meollo, referentesa la causa. Sirvan de ejemplo las siguientes con-fidencias.

«¡Bomba, señora! Direle a usted lo más im-portante que he sabido anoche. Una monjita delas Agustinas Recoletas de la Encarnación soñóno hace mucho que el Infante se ceñía la coronaasistido de no sé cuántas legiones de ángeles.Escribió su sueño en una esquelita que remitióa Su Alteza, el cual la besó y tuvo con esto ungrandísimo gozo. Me lo ha contado Orejón».

«¡Bomba, señora! La trapisonda de Anda-lucía ha terminado. Los marinos que se suble-varon en San Fernando están ya fusilados y el

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bribón de Manzanares que desembarcó conunos cuantos tunantes ha perecido también. ¡Sino hay sahumerio como la pólvora para limpiarun reino! Que desembarquen más si quieren. ElGobierno se ha preparado, arma al brazo. Aho-ra, vengan pillos».

«¡Gran bomba, señora! Mañana ahorcan aMiyar, el librero de la calle del Príncipe, porescribir cartas democráticas. Pronto le haráncompañía Olózaga, Bringas y Ángel Iznardi».

Generalmente estas noticias eran dadas alanochecer o durante la cena, en presencia deTablas. Después se rezaba el rosario, con asis-tencia de todos los de la casa, y de Jenara quedesempeñaba su parte con extraordinario reco-gimiento y edificación.

Ya se habrá comprendido que la muy pícarase valió de los ahogos pecuniarios del bueno dePerico Tablas para sobornarle y ponerle de suparte. El demandadero de la cárcel de Villa, que

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no era ciertamente un Catón, se rindió a la vo-luntad dispendiosa de Jenara sirviéndole comose sirve a una dama que reúne en sí afabilidad,hermosura y dinero.

Dos días habían pasado desde la prisión deOlózaga, cuando se vio a Tablas y a Pepe Oló-zaga hermano menor de Salustiano, bebiendomedios chicos de vino en la taberna de la calleMayor, esquina a la de Milaneses. Jenara nosólo supo explotar en provecho propio los bue-nos servicios de Tablas, sino que los utilizó enpro de Salustiano por quien mucho se interesa-ba.

Este insigne joven, que después había de al-canzar fama tan grande como orador y hábilpolítico, fue primero encerrado en lo que lla-maban El Infierno, lugar tenebroso, pero máshorrendo aún por sus habitantes que por sustinieblas, pues estaba ocupado por bandidos yrateros, la peor y más desvergonzada canalladel mundo. No creyéndole seguro en El Infier-

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no, el alcaide le trasladó a un calabozo, y de allía una de las altas bohardillas de la torre. Antesde que mediara Tablas pudo Pepe Olózaga po-nerse en comunicación con su hermano, va-liéndose de una fiambrera de doble fondo y delpalo del molinillo de la chocolatera.

El ingenio, la serenidad, la travesura de Sa-lustiano eran tales, que en pocos días se hizoquerer y admirar de los presos que le rodeabany que allí entraron por raterías y otros desafue-ros. Los demás presos no se comunicaban conél. Pepe Olózaga, después de ganar a Tablas, aquien hizo creer que su hermano estaba encar-celado por cosas de mujeres, intentó ganar tam-bién a uno de los carceleros; pero no pudo con-seguirlo. Más afortunado fue Salustiano, queseduciendo dentro de la prisión a sus guardia-nes con aquella sutilísima labia y trastienda quetenía, pudo comunicarse con Bringas. Ambossabían que si no se fugaban serían irremisible-mente ahorcados. Discurrieron los medios de

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alagar los procedimientos para ver si ganandotiempo adelantaba el negocio de su salvación, yal cabo convinieron en que Bringas se fingiríamudo y Olózaga loco.

Tan bien desempeñó este su papel, que porpoco le cuesta la vida. Principió por fingirseborracho; propinose después una pulmoníaacostándose desnudo sobre los ladrillos, y loscarceleros le hallaron por la mañana tieso yhelado como un cadáver. Tras esto venía tanbien la farsa de su locura, que siete médicosrealistas le declararon sin juicio. Así ganó unmes.

Miyar, que no era travieso, ni abogado, nihombre resuelto, pereció en la horca el 11 deAbril.

Mejor le fue a Olózaga con su locura que aBringas con su mutismo, porque impacienteslos jueces con aquel tenaz silencio, que les im-pedía despachar pronto, imaginaron darle un

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tormento ingenioso, el cual consistía en clavarleen las uñas astillas o estacas de caña. Nada con-siguieron con esto; pero Bringas perdió la saludy no salió de la cárcel sino para morirse. Es unmártir oscuro, del cual se ha hablado poco, yque merece tanta veneración como lástima.

Pepe Olózaga y los amigos de Salustianotrabajaban sin reposo. Las comunicaciones conel preso eran frecuentes, y no sólo recibió esteganzúas y dinero, que son dos clases de llavesfalsas, sino también el correspondiente puñal yun poquillo de veneno para el momento deses-perado. Antes el suicidio que la horca.

Jenara, que salía de noche furtivamente de lacasa de Don Felicísimo, iba a donde se le anto-jaba sin que nadie la molestase, y así pudoayudar a la familia de Olózaga. Hízose muyamiga de la mujer del escribano señor Raya, ytambién de la mujer del alcaide. A la sangre fríadel preso primeramente, a la constancia y di-plomacia de su hermano Pepe, al oro de la fa-

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milia, y por último, a la compasión y buen in-genio de algunas mujeres, debiose la atrevidí-sima y dramática evasión, que referiremos másadelante en breves palabras, aunque referidaestá del modo más elocuente por quien debía ysabía hacerlo mucho mejor que nadie.

Jenara, preciso es declararlo, no tenía pues-tos sus ojos en la cárcel de Villa por el solo in-terés de Salustiano y su apreciabilísima familia.Allí, en la siniestra torre que modernamentehan pintado de rojo para darle cierto aire risue-ño, estaba un preso menos joven que Olózaga,de gentil presencia y muchísima farándula, elcual pasaba por preso político entre los raterosy por un ladronzuelo entre los políticos. Era,según Tablas, hombre de grandes fingimientosy transmutaciones, al parecer instruido y cortés.Figuraba en los registros con dos o tres nom-bres, sin que se hubiera podido averiguar cuálera el suyo verdadero. Tablas reveló a la señoraque no era ella sola quien se interesaba por

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aquel hombre, sino que otras muchas de la Cor-te le agasajaban y atendían. Las señas que eldemandadero indicaba de la persona del presoconvencían a Jenara de que era quien ella creía,y más aún las respuestas que a sus preguntasdaba este. No obstante la dama no pudo lograrver su letra por más que a entablar correspon-dencia le instó por conducto del mandadero. Elpreso pidió algunas onzas y se las mandaroncon mil amores. Se trabajó con jueces y escriba-nos para que le soltaran, estudiose la causa y¿cuál sería la sorpresa, el despecho y la ver-güenza de Jenara al descubrir que el preso mis-terioso no era otro que el celebérrimo Candelas,el hombre de las múltiples personalidades y delos infinitos nombres y disfraces, figura emi-nente del reinado de Fernando VII, y que com-partió con José María los laureles de la caballer-ía ladronera, siendo el héroe legendario de lasciudades como aquel lo fue de los campos?

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Corrida y enojada la señora descargó su co-lera sobre Pipaón, a quien puso cual no digandueñas, y no le faltaba motivo para ello, porqueel astuto cortesano de 1815 la había engañado,aunque no a sabiendas, diciéndole que el quebuscaba estuvo primero en casa de Olózaga ydespués preso en la Villa con los demás conju-rados, noticias ambas enteramente contrarias ala verdad.

A todas estas, Jenara no tenía valor paraabandonar la hospitalidad que le había ofrecidoD. Felicísimo y continuaba embaucándole consu entusiasmo apostólico, sabedora de que lamayor tontería que podía hacerse en tan bendi-tos tiempos era enemistarse con la gente deaquel odioso partido.

Al anochecer de cierto día de Mayo, Jenaravio salir al padre Alelí del cuarto de D. Felicí-simo, y poco después de la casa. Hacía días queno tenía noticias de Sola ni del estado de supeligrosa y larga enfermedad, y así, luego que

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el fraile se marchó, fue derecha a la madriguerade D. Felicísimo para saber de la protegida delSr. Cordero.

-¡Grande, estupenda bomba, señora! -dijo elanciano a quien acompañaba, rosario en mano,el atlético Tablas.

-¿Se sabe algo de esa joven?...

-Ya pasó a mejor, o peor vida, que eso Dioslo sabrá -repuso Carnicero volviendo hacia Je-nara su cara plana que iluminada de soslayoparecía una luna en cuarto menguante.

-¡Ha muerto! -exclamó la dama con afliccióngrande.

-Ya le han dado su merecido. Conozco quees algo atroz, pero no están los tiempos parablanduras. Hazme la barba y hacerte he el co-pete.

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-Yo pregunto por la pupila de nuestro amigoCordero.

-Acabáramos; yo me refiero a esa joven quehan a ahorcado en Granada. ¿Cómo la llama-ban, Tablillas?

-Mariana Pineda.

-Eso es. Bordadme banderitas para los libe-rales desembarcadores. El cabello se pone depunta al ver las iniquidades que se cometen.¡Bordar una bandera, servir de estafeta a losliberales!, y ¡sabe Dios las demás picardías quelos señores jueces habrán querido dejar ocultaspor miramientos al sexo femenino...!

-¡Y esa señora ha sido ahorcada! -exclamóJenara, lívida a causa de la indignación y elsusto.

-¿Que si ha sido...? Y lo sería otra vez si re-sucitara. O hay justicia o no hay justicia. Como

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el Gobierno afloje un poco, la revolución loarrastra todo, monarquía, religión, clases, pro-piedad... Esta doña Mariana Pineda debe de sernieta de un D. Cosme Pineda que vino aquí porlos años de 98 a gestionar conmigo cierto nego-cio de las capellanías de Guadix... buena perso-na, sí, buena. Era poseedor de una de las mejo-res ganaderías de Andalucía, la única quepodía competir con la de los Religiosos Domi-nicos de Jerez de la Frontera, donde se crían losmejores toros del mundo.

-Y esa doña Mariana -dijo Jenara- era, segúnhe oído, joven, hermosa, discreta... ¡Bendito seaDios que entre tantas maravillas de hermosura,ha criado, Él sabrá por qué, tantos monstruosterribles, los leones, las serpientes, los osos y losseñores de las Comisiones Militares...!

-¿Chafalditas tenemos...? -dijo don Felicísi-mo echando de su boca un como triquitraquede hipos, sonrisillas y exclamaciones que nollegaban a ser juramentos-. Mire usted que se

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puede decir: «al que a mí me trasquiló, las tije-ras, ji, ji, le quedaron en la mano».

La dama le miró, reconcentrada en el co-razón la ira; mas no tanto que faltase en susojos un destello de aquel odio intenso que tan-tos estragos hacía cuando pasaba de la volun-tad a los hechos. En aquel momento Jenarahubiera dado algunos días de su vida por po-der llegarse a D. Felicísimo y retorcerle el pes-cuezo, como retuerce el ladrón la fruta paraarrancarla de la rama; pero excusado es decirque no sólo no puso por obra este atrevido pen-samiento homicida, sino que se guardó muybien de manifestarlo.

-Yo no soy tampoco de piedra -añadió Car-nicero echando un suspiro-; yo me duelo deque se ahorque a una mujer; pero ella se lo haguisado y ella se lo ha comido, porque ¿es o nocierto que bordó la bandera? Cierto es. Pues laley es ley, y el decreto de Octubre ha procla-mado el tente-tieso. Con que adóbenme esos

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liberales. Dicen que fueron tigres los señoresjueces de Granada. Calumnia, enredo. Yo sé debuena tinta... vea usted: aquí tengo la carta delSr. Santaella, racionero medio y tiple de la ca-tedral de Granada... hombre veraz y muy aper-sonado, que por no gustar del clima de Anda-lucía, quiere una plaza de tiple en la Real capi-lla de Madrid... pues me dice, vea usted, medice que cuando la delincuente subió al patíbu-lo, los voluntarios realistas que formaban elcuadro se echaron a llorar... Un Padre nuestro,Tablas, recémosle un Padre nuestro a esa pobreseñora.

Igual congoja que los voluntarios realistassintió Jenara al oír el rezo de Carnicero y Ta-blas; pero dominándose con su voluntad pode-rosa, varió de conversación diciendo:

-¿Se sabe de la pupila de Cordero?

-Esa... -replicó D. Felicísimo con desdén- estáfuera de peligro. Hierba ruin no muere.

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-XXI--Sí, ya está fuera de peligro, gracias al Señor

y a su Santísima y única madre, la Virgen delSagrario. Decir lo que he padecido durante estalarga y complicada dolencia de la apreciableHormiga, durante estos cuarenta y tantos díasde vicisitudes, mejorías, inesperados recargos yamenazas de muerte, fuera imposible. El co-razón se me partía dentro del pecho al vercómo caía y se deslizaba hasta el borde del se-pulcro aquella criatura ejemplar dotada por elCielo de tantas riquezas de espíritu y que pare-ce puesta adrede en el mundo para que sirva deespejo a los que necesitamos mirarnos en unalma grande para poder engrandecer un poqui-to la nuestra. Y más me angustiaba el ver cómose moría sin quejarse, aceptando los dolorescomo si fueran deberes; que su costumbre es

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llevar sobre sí las pesadumbres de la vida, co-mo llevamos todos nuestra ropa.

»Ya está fuera de peligro, y gracias a Dios yasigue bien. Me parece mentira que es así, y acada instante tiemblo, figurándome que su carano recobra tan prontamente como yo quisiera,los colores de la salud. Si la oigo toser, tiemblo,si la veo triste tiemblo también. Pero D. PedroCastelló, que es el primer Esculapio de España,me asegura que ya no debo temer nada. Es fa-buloso lo que he gastado en médicos y botica;pero hubiera dado hasta el último maravedí demi fortuna por obtener una probabilidad solade vida. Mi conciencia está tranquila. Ni sueñoni descanso ha habido para mí en este períodoterrible. He olvidado mi tienda, mis negocios,mi persona y al fin con la ayuda de Dios hedado un bofetón a la pícara y fea muerte. ¡Vivala Virgen del Sagrario, D. Pedro Castelló ytambién Rousseau que dice aquello tan sabio yprofundo: «no conviene que el hombre esté solo»!

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Así hablaba D. Benigno Cordero en la tiendacon un amigo suyo muy estimado, el marquésde Falfán. Y era verdad lo que decía de suscongojas y del gran peligro en que había puestoa Sola una traidora pleuresía aguda. La natura-leza con ayuda de la ciencia y de cuidados ex-quisitos triunfó al cabo; pero después recayó laenferma, hallándose en peligro igual si no su-perior al primero. Cuanto humanamente puedehacerse para disputar una víctima a la muerte,lo hizo D. Benigno, ya rodeándose de los facul-tativos más reputados ya procurando que lasmedicinas fueran escogidas aunque costarandoble, y principalmente asistiendo a la enfermacon un cuidado minucioso, y con puntualidadtan refinada que casi rayaba en la extravagan-cia. Digamos en honor suyo que había hecho lomismo por su difunta esposa.

Aunque parezca extraño, Doña Crucita ma-nifestó en aquella ocasión lastimosa una bon-dad de sentimientos y una ternura franca y

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solícita de que antes no tenían noticia más quelos irracionales. Sin dejar de gruñir por motivospueriles, atendía a la enferma con el más vivointerés, velaba y hacía las medicinas caserascon paciencia y esmero. Bueno es decir paraque lo sepa la posteridad, que doña Crucitatenía en su gabinete el mejor herbolario de todoMadrid.

Cuando D. Pedro Castelló dijo que la enfer-ma no tenía remedio, D. Benigno manifestógrandeza de ánimo y resignación. No hizo as-pavientos ni habló a lo sentimental. Solamentedecía: «Dios lo quiere así, ¿qué hemos de hacer?Cúmplase la voluntad de Dios». La Paloma la-drante, que tenía en su natural genio el quejarsede todo, no supo mantenerse en aquellos lími-tes de cristiana prudencia y dijo algunas pi-cardías inocentes de los santos tutelares de lacasa; pero a solas cuando nadie podía verla, selimpiaba las lágrimas que corrían de sus ojos.La posteridad se enterará con asombro de las

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palizas que la buena señora daba a sus perrospara que no hicieran bulla ni salieran del gabi-nete en que estaban encerrados.

Los Corderillos mayores compartían la penade su padre y tía, y los minúsculos, sin darsecuenta de lo que sentían, estaban taciturnos ycon poco humor para pilladas. Deportados conlas cotorras en el gabinete de su tía, jugaban ensilencio, desbaratando una obra de encaje queCrucita tenía empezada, para rehacerla despuésellos a su modo. Cuando Sola estuvo fuera depeligro y sin fiebre, lo primero que pidió fuever a los chicos. Radiante de alegría los llevó D.Benigno al cuarto de la enferma diciendo: «aquíestá la Guardia Real Granadera» y al mismotiempo se le aguaron un poco los ojos. Sola lesbesó uno tras otro y puso sobre su cama a JuanJacobo, diciendo:

-¡Cómo ha crecido este!... y ¡qué gordo está!Bendito sea Dios que me ha dejado vivir paraque os siga viendo y queriendo a todos.

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Cordero se había vuelto de espaldas y hacíacomo que jugaba con el gato: después se quitólas gafas para limpiarlas. Lo que realmentehacía era defender su emoción de las miradasde Sola y los chicos. Aun en aquel primer díade su convalecencia, pudo Sola hacer a la Guar-dia Real Granadera un obsequio inusitado. Desdeel día anterior había guardado cuatro piedrasde azúcar de pilón, y dio una a cada muchacho,destinando la mayor a Juanito Jacobo, precisa-mente por ser el más chico y a la vez el másgoloso.

-Un ángel -les dijo- que ha venido todas lasnoches a preguntar por mí y a ver si se meofrecía algo, me dio anoche estos terrones paratodos, encargándome que no se los diera si nose habían portado bien. Yo no sé qué tal se hanportado...

-Muy mal, muy mal -dijo doña Crucita-. Nomerecían sino azúcar de acebuche y miel defresno.

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-Lo pasado pasado -añadió Sola-. Ahora seportarán bien.

Esto no se había acabado de decir cuando yase oían los fuertes chasquidos de los dientes deJuanito Jacobo, partiendo el azúcar. Los cuatrobesaron a la que había hecho con ellos las vecesde madre y se retiraron muy contentos. D. Be-nigno no podía contener cierta expansión degozosa generosidad que naciendo en su co-razón le llenaba todo entero. Fue tras los mu-chachos y dio cuatro cuartos a cada uno paraque compraran chufas, triquitraques, pasteles olo que quisieran. Después le pareció poco y alos dos mayores les dio una peseta por barba,advirtiéndoles que aquel dinero era para correr-la en celebración del restablecimiento de Sola, ypor tanto no debía ser metido en la hucha. Ca-da uno tenía su hucha con sendos capitales.

Crucita se fue a sus quehaceres y D. Benignose quedó solo con la Hormiga. En los días degravedad, cuando le acometía fuertemente la

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calentura, Sola deliraba mucho. Los individuosconservan en sus desvaríos febriles casi todaslas cualidades que les adornan hallándose enestado de perfecta salud, y así Sola enferma eradiligente, bondadosa y afable. Agitándose en sulecho con horrible desvarío, mandaba a los chi-cos a la escuela, le pasaba la lección a Rafaelito,reñía a Juanito Jacobo por romper los figurinesdel Correo de las Damas, bromeaba con Crucitapor cuestión de pájaras lluecas o de perros conmoquillo, daba órdenes a la criada sobre la co-mida, se afligía porque no estaban planchadaslas camisas de D. Benigno, le pedía a este ciga-rros para el padre Alelí, preguntaba a los dosqué plato era el más de su gusto para la próxi-ma cena y hablaba con todos de los Cigarrales yde cierta expedición que tenían proyectada; erauna reproducción o un lúgubre espejismo de suactividad y de sus pensamientos todos en lavida ordinaria. Acontecía que después de unlargo período de exaltación febril, Sola se que-daba muda y sosegada otro largo rato sin decir

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más que algunas palabras a media voz. D. Be-nigno que atendía a estos monólogos con tantodolor como interés, pudo entender algunaspalabras entre ellas: D. Jaime Servet.

Aquel famoso día de los terrones de azúcar,D. Benigno, luego que con ella se quedó solo, lepreguntó quién era el tal D. Jaime Servet que ensueños nombraba, y ella quiso explicárselopunto por punto; pero apenas había empezadocuando entraron Primitivo y Segundo trayendoun grande, magnífico y oloroso ramo de rosasque ofrecieron a Sola con cierto énfasis de ga-lantería caballaresca. Los dos muchachos tuvie-ron la excelente idea de emplear las dos pesetasque les dio su padre en comprar flores paraobsequiar con ellas a su segunda madre en elfausto día de su restablecimiento; y en verdadque era de alabar la delicadeza exquisita conque procedían los muchachos, probando que enla edad de las travesuras no escasea cierta ins-piración precoz de acciones generosas y de la

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más alta cortesía. Decir cuánto agradeció Sola lafineza, fuera imposible, y si el fuerte olor de lasflores no la marease un poco, habría puesto elramo sobre la almohada. Les dio besos y luegopasó el ramo a Cordero para que aspirase larica fragancia.

D. Benigno no cabía en sí de satisfacción. Sepuso nervioso, se le resbalaron las gafas narizabajo, y esta parecía hacerse más picuda, to-mando no sé qué expresión de órgano inteli-gente. Sonrisa de vanagloria retozaba en suslabios, y aquel aroma parecíale que llevaba a sualma un regalado confortamiento, una paz de-leitosa, un gozo, una esperanza, una vida nue-va. Los muchachos, al ver el éxito de su hazaña,estaban soplados de orgullo.

D. Benigno se los llevó prontamente a sucuarto y les dijo:

-Tomad... un duro para cada uno. Sois caba-lleros finos y agradecidos. Muy bien; muy bien,

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señoritos: este rasgo me ha gustado mucho. Envez de comprar golosinas que os ensucian elestómago... comprasteis el ramo... pues... Idos apaseo: no vayáis esta tarde al colegio. Yo lomando... Adiós... un duro a cada uno.

Cuando volvió al lado de Sola, Crucita habíallevado, para que la enferma los viera, los paja-rillos en cría, pelados y trémulos dentro delnido, mientras la pájara saltaba inquieta de unpalo a otro, y el pájaro ponía muy mal gestopor aquel desconsiderado trasporte de la jaula.Sola admiró todo lo que allí había que admirar,la sabiduría y la paciencia de aquellos menudosanimalillos que así pregonaban con su manerade criar la sabiduría maravillosa y el poder delCriador, el cual en todas partes donde algo res-pira ha puesto un bosquejo de la familia huma-na.

-Lléveselos usted -dijo Sola-, que se asustany se enojan, y creo que el enojo lo van a pagarlos pequeñuelos, quedándose hoy sin almorzar.

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Después cargó Crucita, no sin trabajo, conalgunos tiestos de minutisa y pensamientospara que Sola viera cómo con el calor de la es-tación se cubrían de pintadas florecillas, lasunas formando ramilletes o grupos, como uncanastillo de piedras preciosas, otras sueltascon diferentes tamaños y matices; pero todasguapas y alegres. También trajo un lirio queparecía un obispo, vestido de largas faldamen-tas moradas, un moco de pavo que más bienparecía gallo de cresta roja, y otras muchashierbas que llevaban la alegría a la alcoba, po-cos días antes tan silenciosa y tan fúnebre. ¡Concuánto gusto recibía Sola aquellas visitas! Era lavida que le enviaba aquellos mensajes paracumplimentarla; era la casa amada que la salu-daba con lo más hermoso y agradable que en sítenía. Para que nada faltase, vino también lacotorra, a quien Sola encontró más crecida, vinoel loro que le pareció haber sufrido algún des-perfecto en su casaca verde, y por último entra-ron también los perros en tropel, y se lanzaron

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a la cama aullando y lamiendo. En tanto D.Benigno, después de estar un rato como enéxtasis, bajó los ojos y apoyó la barba en sumano trémula. O rezaba o recitaba algún famo-so texto de Rousseau: en esto no parecen acor-des las crónicas, y por eso ponemos las dosversiones para que el lector elija la que más lecuadre.

Pasó un rato. Todo estaba en silencio. Elhéroe de Boteros saboreaba en el pensamientola dicha presente que no era sino anticipadoanuncio de su dicha futura.

-Pues como decía a usted... -indicó Sola.

-Eso es, apreciable Hormiga. Siga usted sucuento y dígame quién es ese D. Jaime Servet.

Sola satisfizo cumplidamente la curiosidadde su amigo.

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-XXII-Habiendo ordenado los médicos que la en-

ferma fuera a convalecer en el campo, D. Be-nigno empezó a preparar el viaje a los Cigarra-les de Toledo donde él poseía extensas tierras yuna casa de labranza. Extraordinario gusto ten-ía el héroe en estos preparativos por ser muyaficionado a la dulce vida del campo, al cultivode frutales, a la caza y a la crianza de aves yfrutos domésticos. Por su desgracia él no podíaabandonar su comercio en aquella estación, yérale forzoso seguir en la tienda por lo menoshasta que pasase el Corpus, fiesta de gran des-pacho de encajes para Iglesia y modistería. Peroresignándose a su esclavitud en la Corte se de-leitaba pensando en el dichoso verano que iba apasar. Amaba la Naturaleza por afición innata

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y por asimilación de lo que había leído en suautor favorito y maestro. Así nada le parecíatan de perlas como aquella frase: el campo enseñaa amar a la humanidad y a servirla.

Su plan era llevar a Sola a últimos de Mayoacompañada de Crucita y los niños menores.Inmediatamente regresaría él solo a Madrid ycuando acabase Junio, volvería con los otrosdos chicos a los Cigarrales donde estarían todoshasta fin de Septiembre.

¡Los Cigarrales! ¡Cuánta poesía, cuántasamenidades, qué de inocentes gustos y de pu-ros amores despertaba esta palabra sola en elalma del buen Cordero! ¡Qué meriendas dealbaricoques, qué gratos paseos por entre al-mendros y olivos, qué mañanitas frescas parasalir con el perro y la escopeta a levantar algúnconejo entre las olorosas matas de tomillo, ro-mero y mejorana! ¡Qué limpieza y frescura lade las aguas, qué color tan hermoso el de lascerezas, y qué dulzura y maravilla en los pana-

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les fabricados por el pasmoso arte de las abejasen el tronco hueco de añosos alcornoques oentre peñas y jaras! En los cercanos montes elgruñido del jabalí hace temblar de ansiedad elcorazón del audaz montero, y abajo, junto a lamargen del río aurífero, del río profeta que havisto levantarse y caer tan diferentes imperios,la peña seca y el remanso profundo solicitan alpescador de caña flor y espejo de la paciencia.Pensando en estos cuadros poéticos, y gozandoya con la fantasía estos legítimos placeres, D.Benigno se sonreía solo, se frotaba las manos ydecía para sí.

-Barástolis, ¡qué bueno es Dios!

¡Y luego!... esta reticencia le regocijaba másque aquellas risueñas perspectivas bucólicas.Había decidido no hablar a Sola de cierto asun-to hasta que ambos estuvieran en los Cigarralesy ella completamente restablecida.

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Cordero fue una mañana a la Cava Baja enbusca de arrieros y trajinantes para arreglar conellos su viaje. Entró en la posada de la Villa, yen la que antiguamente se llamaba del Dragón.En esta y en uno de los aposentos más altosencontró a un mayoral que ha tiempo conocía,y después de concertar ambos las condicionesdel viaje, siguieron en calorosa conversaciónsobre el mismo asunto, porque se había desper-tado en D. Benigno cierto entusiasmo puerilpor la dichosa expedición. Allí preguntó variasveces Cordero la distancia que hay desde Ma-drid a Toledo, hizo comentarios sobre tal cues-ta, sobre cuál mal paso, y finalmente disertólargo rato sobre si llovería o no al día siguiente,que era el señalado para la salida. Cordero opi-naba resueltamente que no llovería. Ya se mar-chaba, cuando al pasar por el corredor altodonde había varias puertecillas numeradas vioa un hombre que tocaba en una de estas. Elhombre preguntó en voz alta:

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-¿D. Jaime Servet vive aquí?

Detúvose Cordero y oyó una voz que dedentro gritaba:

-No ha llegado todavía.

El héroe no dio a lo que había oído más im-portancia de la que merece una simple coinci-dencia de nombres.

¡Qué afán puso el buen señor en preparar suviaje, en disponer lo referente a vestidos, provi-siones y todo lo demás que se había de llevar!Creeríase que iban a dar la vuelta al mundo,según la prolijidad con que Cordero se proveíade todo y las infinitas precauciones que toma-ba, y las advertencias que hacía, y el itinerarioescrupuloso que trazaba, y la elección de vitua-llas, y el acopio de drogas por si ocurrían desca-labraduras o molimiento de huesos. Todo leparecía poco para que a Sola no faltara ningunacomodidad, ni se privase de nada que pudiera

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convenir a su espíritu y su salud. Y deseandoanticipar las delicias del viaje, aquella noche lehabló de la distancia, le describió los pueblosque habían de recorrer, pintole paisajes de ríosy montañas, diciendo estas o parecidas cosas:-Cuando pasemos de Torrejón de la Calzada, aCasarrubielos fíjese en aquellas lomas de viñas,que están en fila y hacen unos bailes tan gracio-sos cuando pasa el coche corriendo... Despuésen tierra de la Sagra verás unos panoramas queencantan... Luego que se pasa de Olías te que-darás pasmada cuando veas allá lejos la torrede la catedral que parece saluda al viajero... sinquitarse el sombrero, se entiende, el cual es uncapacete que está emparentando con el cielo yque trata de tú a los rayos...

En fin, llegó la mañana y se marcharon des-pedidos por Alelí que se quedó muy triste.Cuando el coche, dejando atrás el puente deToledo, entró en la extensa, libre y alegre cam-piña inundada de luz, D. Benigno sintió que la

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alegría se rebosaba del vaso de su espíritu, cho-rreando fuera como las caídas de una fuente deAranjuez, y aquel chorrear de la alegría era enél risas, frases, exclamaciones, chascarrillos ypor último la elocuente frase:

-Barástolis, ¡qué bueno es Dios!

Aquel mismo día corrió por Madrid la noti-cia de haberse escapado de la cárcel de Villa elpreso que ya estaba destinado a la horca. Jenarase alegró tanto cuando Pipaón se lo dijo que alinstante salió a la calle para felicitar a D. Celes-tino. Hacía ya dos semanas que había empeza-do a perder el miedo, y salía de noche a pieacompañada de Micaelita, vestidas ambas entraje tan humilde que difícilmente podían serconocidas.

Después de dar la enhorabuena a D. Celesti-no y a su hija regresó a casa de Carnicero y seentretuvo escribiendo algunas cartas. Pipaón lavisitó en su cuarto, donde hablaron un poco de

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política. Jenara fue luego a ver cenar a D. Felicí-simo, operación que le hacía gracia por las sin-gularidades y extravagancias de aquel santohombre en tan solemne instante, y le halló su-mamente ocupado con un alón que por ningu-na parte quería dejarse comer, según estaba decartilaginoso y duro.

-Bomba, señora... -dijo Carnicero picoteandoel hueso por aquí y por allá de modo que unasveces se lo ponía por bigote y otras se lo tascabacomo un freno-. En Portugal el señor D. Miguelestá apretando las clavijas a aquel insubordina-do reino. Ahora dicen que vendrán del Brasil D.Pedro y doña María de la Gloria a disputar lacorona a D. Miguel... Quisiera yo ver eso... Si-gue, querido Tablas, lo que me estabas contan-do, que esta señora no puede ser insensible alas glorias del toreo, y si es verdad, como dices,que ese muchacho rondeño...

Tablas aseguró que el muchacho rondeñoque acababa de llegar a Madrid y se llamaba

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Montes, por sobrenombre Paquiro, era un en-viado de Dios para restablecer la decaída y casimuerta orden de la tauromaquia. Dijo tambiénque cuando Madrid le conociera bien seríapuesto por encima de todos sus predecesoresen aquel arte, incluso Pepe-Hillo y Romero,pues tenía todas las cualidades de los antiguosy aun algunas más, siendo autor de varias suer-tes y reglas, y de un toreo nuevo...

-Por lo que deberá llamarse -dijo D. Felicísi-mo riendo como un bobo-, el Moratín de la mu-leta.

Algo más se habló de este tema, aventuran-do en él Jenara algunas observaciones; mascomo esta dijera que se verificaría una revolu-ción en el toreo, se enfadó Carnicero al oír lapalabra y dijo que no habría revoluciones ennada y que bien estaba el mundo como estaba,aunque estuviera sin toros. Jenara dio su asen-timiento y mientras el anciano tomaba susúltimos bocados, se entretuvo en observar la

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habitación, pues nunca se cansaba de mirarla nide reconocer la extraordinaria concordanciaque había entre ella y su habitador, de tal ma-nera que así como el capullo es molde del gu-sano, así parecía que D. Felicísimo había hiladosu despacho envolviéndose en él. Detrás delsillón de la mesa había un largo estante del ta-maño de la pared, cuyas puertas tenían en vezde vidrios rejillas de alambres y por los huecosde estas asomaban sus caras amarillentas loslegajos, como enfermos que se asoman a lasrejas de un hospital. Muchos tenían cruzadosde cintas rojas y cartoncillos colgantes con rótu-los. Algunos estaban tendidos horizontalmente,semejando no ya enfermos sino verdaderoscadáveres que no volverían a la vida aunque lesroyeran ratones mil; otros estaban inclinadossobre sus compañeros, como borrachos o malheridos, y los menos aparecían completamentederechos y erguidos. Estos eran los que se asíana las rejillas y aun echaban fuera sus cintas rojascual si meditaran una evasión arriesgada. En el

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más alto andamio de la sepulcral estanteríaJenara vio una colección de objetos que semeja-ban tinajas negras, alternando con otros que sino eran avechuchos disecados, lo parecían.Eran los sombreros que había usado D. Felicí-simo en su larga vida, y que en aquel retiroestaban gozando de una pingüe jubilación depolvo y telarañas, ilusionados aún con remo-zarse y pasar a cubrir las cabezas de otra gene-ración menos ingrata que la pasada.

Todo lo que decimos iba pasando por la fan-tasía de Jenara, y después esta se fijó en la me-sa, donde aquella noche había, no ya unmontón, sino una cordillera de legajos por cuyarecortada cima aparecía de vez en cuando lacara de D. Felicísimo, iluminada de lleno por lalámpara, como luna que platea las cumbres delos montes. En aquella altura que podría serCalvario estaba el Cristo de la espalda en llagay del cuello en soga, y era de ver cómo volvíasu rostro ensangrentado hacia la pezuña de

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macho cabrío, pidiéndole misericordia, y cómono hacía maldito caso la pezuña, sólo ocupadaen oprimir duramente, cual si quisiera patearla,una carta en cuyo sobrescrito se leía:

Al Sr. D. Jaime Servet. -Posada del Dragón.

-XXIII-Jenara no vio tal carta. Llamáronla a cenar y

cenó. Después doña María del Sagrario, si-guiendo su tradicional costumbre, que por loinfalible debía haberse puesto en el Almana-que, se quedó dormida en un sillón, mientrasMicaelita y Bragas, que acababa de entrar, sesecreteaban de lo lindo en el comedor. La damahuésped esperó a que Tablas y la criada cena-sen también para ir con aquel al rincón de losmuebles viejos donde solían hablar de cosasreservadas. Llegó la ocasión y Tablas, que obe-decía servilmente a la señora y era como un

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esclavo, por la cuenta que le tenía, contestó alas apremiantes preguntas de esta manera:

-Fue a las dos en punto. El señorito don José,el Sr. D. Celestino y yo habíamos convenido enque las dos era la mejor hora. Yo di al carcelerolas onzas que me dio el Sr. D. Celestino y elcarcelero pidió más, y le llevé más, y luego dijoque no era bastante y se le dieron otras pocasonzas. Al preso le llevé las mangas con galonesde teniente coronel, y la gorra de cuartel, queeran el trapo para engañar a cualquier carcelerode sentido. Ya se le había llevado puñal y pisto-la y un cinto de onzas, que son la mejor bregapara parar los pies a la justicia y hacerla queobedezca al engaño. El carcelero y yo habíamosconvenido en correr el cerrojo sin echarle elgancho, y D. Salustiano tenía ya una cuerdapara descorrerle desde dentro. Para que nohiciera ruido untamos de aceite al cerrojo. Elpreso salió: yo no sé cómo se las compuso paraque no ladraran los dos grandes perros que se

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quedan todas las noches en el pasillo. Debió deecharles pan o hacerles maleficio, porque aque-llos animales no se empapan en el engaño. Elloes que bajó y por la escalera se le apagó la luz ytuvo que volver a subir para encender otra. Yole sentía desde abajo y no me atrevía a ayudarleni a decir esta boca es mía, por miedo a que loscarceleros se escurrieran fuera percatándose delengaño. Todos habían recibido sus pases dedinero para que se atontaran; pero yo no teníaconfianza y estaba con el alma en un hilo, espe-rando a ver qué tal se portaba la cuadrilla. Porfin, señora, apareció el preso en la sala de guar-dia de la cárcel donde estábamos varios, algu-nos vendidos y otros que no se habían dejadocomprar, echándoselas de bravos y boyantes.Yo les había convidado a beber y estaban unpoco fuera de la jurisdicción del tino. Al ver alpreso se quedaron pasmados. Venía con la capaterciada, enseñando la manga derecha y losgalones de oro. En aquella mano traía un puñal,y en la otra la muleta o sea un puñado de on-

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zas. ¡Qué momento! D. Salustiano arrojó al sue-lo las onzas y amenazó con la herramienta gri-tando: ¡onzas y muertes reparto!... Allá voy.

Había sonado la campanilla, y Tablas, inte-rrumpiendo su relación, corrió a abrir. Aquellanoche venía más gente que de ordinario a lamisteriosa tertulia de D. Felicísimo, y así lacampanilla no sabía estar callada ni un cuartode hora.

-Pues decía -añadió Tablas- que al ver lasonzas por el suelo y el puñal en el aire, se que-daron todos parados, ciñéndose en el engañosin saber si atender al oro o al hierro, al trapo oal estoque. Pero la mayor parte se fueron alcapote y anduvieron un rato a cuatro pies.Otros quisieron cortar el terreno. Ya el presotenía la llave en la cerradura para abrir la puer-ta... Esta llave se había hecho días antes pormoldes de cera que yo saqué...

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La campanilla volvió a sonar. Jenara hizo ungesto de impaciencia. Cuando después de abrirvolvió Tablas y dijo a la señora con mucho mis-terio:

-Ahí está.

-¿Quién?

-El de ahí enfrente.

-¿Pero quién es el de ahí enfrente?

-El culebrón con pintas... Viene muy embo-zado en su capa y le acompaña un cura.

-¿Pero quién?

-El que se casó con la jorobada, el degolladorde España, Calomarde, señora.

-Bien, siga usted.

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-Puso la llave en la cerradura; pero en esto elbribón de Poela, que es el que había tomadomás varas, quiero decir más onzas, se fue a élcon muchos pies y le tiró a matar con un puñal.Felizmente no le hirió porque el preso llevabasobre el pecho la tapa de un misal. Pero con elencontronazo se le cayó la llave de la cerraduray de la mano. Yo hice un cuarteo, apagué la luz,recogí la llave, se la di, abrió él a fondo, sin va-cilar. En un mete y saca quedó hecho todo, ydigo mete y saca porque D. Salustiano, despuésde abrir, tuvo alma para sacar la llave, salir ycerrar por fuera. Lo que pasó en la calle no losé, pero según entiendo ya está ese caballero encorral seguro. En la cárcel hubo luego porrazos,caídas, puños y varas. Yo saqué un rasguño enesta mano. Vinieron dos alcaldes de Casa yCorte y estuvieron tomando declaraciones... amí con esas. ¡Buen trasteo les dimos! Yo, aun-que me citaban sus mercedes sobre corto y so-bre largo y a la derecha y a la izquierda, no

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quise embestir a la palabra y me callé como uncabestro.

Apenas concluyó el atleta oyose allá en elfondo del pasillo una voz que decía: ¡Luz, luz!

Era que aquella noche como en otra ya men-cionada la lámpara que alumbraba el congresi-llo furibundo resolvió apagarse y de nada va-lieron contra esta determinación autocrática lasexclamaciones y protestas de D. Felicísimo. Esfama que la luz comenzó a palidecer precisa-mente cuando la tertulia llegaba a su grado másalto de calor político y de cólera apostólica; porlo que contrariados todos al ver que desapa-recían las caras, clamaban en tonos distintos:¡luz, luz!

Allá corrió Tablas, y sacando la lámpara lesdejó completamente a oscuras, mas no callados.Salía de la sala un murmullo impaciente, delcual Jenara no pudo entender cosa alguna.Cuando volvió Tablas llevando en alto la

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lámpara encendida, como el coloso antiguoalumbrando el puerto de Rodas, la dama pudover por la entornada puerta las sombras que semovían en aquel antro blanquecino. Conoció aalgunos y haciéndose cruces se apartó de allí ydijo:

-¡También D. Juan Bautista Erro!

-Y el señor obispo de León -murmuró Ta-blas-. Es el que mete más ruido y el que, cuan-do yo entré decía: «Para nada hace falta la luz».

-Tiene razón. Para nada les hace falta. Y sino que se lo pregunten a los topos.

Después que supo cuanto podía saber de laevasión de Olózaga, intentó pescar algunasfrases de las que en la sala se decían. Acercose ypuso atención; pero el espesor de las antiguaspuertas no permitía que se oyeran palabras.Aburrida dio algunos paseos por el corredorblanco en el cual los puntales interrumpían a

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cada instante la marcha, y los ladrillos del pisotecleaban bajo los pies. Sobre el yeso veíanse lascorrederas que de noche salían de las infinitasgrietas de la casa para hacer sus excursiones, yel gato corría cazando y trepaba por las vigas ydesaparecía por ignorados agujeros para reapa-recer en la habitación más lejana, o bien se esti-raba perezoso en el rincón de los muebles vie-jos, donde sus ojos brillaban como dos gotas deoro encendido. Cuando alguien andaba por lospasillos con paso muy vivo, sentíase un estre-mecimiento temeroso en la casa toda y los pun-tales parecían temblar, como los músculos delatleta que hace un esfuerzo grande, y caíanalgunas cascarillas de yeso de las paredes y eltecho. La casa tenía, pues, sus palpitacionessúbitas y sus corazonadas nerviosas.

Jenara se retiró a su cuarto y apagó la luzfingiendo que se acostaba. Cuando los apostóli-cos se fueron, y se fue Pipaón y se encerró en sudormitorio D. Felicísimo, la dama salió envuel-

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ta en manto negro y andando tan quedamenteque sus pasos no se sentían más que los delgato. Vio a Tablas, le habló en secreto indicán-dole que deseaba salir sin que nadie lo supieraen la casa; vaciló un momento el gigante; perosu venalidad fue también llave de aquella eva-sión, no tan cara como la de Olózaga. ¿A dóndeiba la aventurera? ¿A su casa, que continuabapuesta y servida, como si ella estuviera de viaje,o a otra parte misteriosa y no sabida de ser al-guno vendido ni por vender? Lo ignoramos.Este es un punto en el cual todas nuestras pes-quisas y diligencias han valido poco, y al tratar-lo sin conocimiento nos ocurre decir como losapostólicos: «¡Luz luz!».

Al día siguiente muy temprano, cuando donFelicísimo y su hermana se levantaron, Jenaraestaba en casa; pero salió muy tarde de su habi-tación porque había pasado, según indicó, muymala noche. Cuando fue a saludar a Carnicero,este le dijo:

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-¡Qué mala noticia tenemos hoy! Ese bribónde Olózaga que se escapó de la cárcel de villano parece. Se ha revuelto todo Madrid... ¡Ah!,es que no se habrá revuelto bien. Si la policíasupiera cumplir con su deber... Por cierto, seño-ra mía, que anoche uno de los amigos que mehonran viniendo a mi tertulia me habló de us-ted... Por de contado, señora, ni las moscas sa-ben que está usted en mi casa.

-¿Y no se puede saber por qué motivo metomó en boca ese amigo de usted?

-Ese amigo -dijo Carnicero- sostiene que us-ted debe saber dónde se oculta Olózaga.

-¿Yo? Su amigo de usted es tonto rematado.¡Qué sandeces se permiten algunas personas!

Y no dijo más porque, habiéndose acercadoa la mesa de D. Felicísimo, tenía los cinco senti-dos puestos en el sobre de la carta que bajo lapezuña estaba.

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-Tablas, Tablas -gritó a la sazón el anciano-.Pero hombre, ¿que nunca has de estar aquícuando haces falta...? Toma, ve, corre, lleva estacarta a la posada del Dragón.

Y levantó la pezuña de macho cabrío paratomar la carta, que violentamente oprimida poraquel pesado objeto parecía hallarse a punto dereventar echando fuera todas sus letras.

-Pues sí, señora mía -prosiguió D. Felicísimoluego que marchó Tablas con el recado-. Esome decía mi amigo, y me lo repitió tres veces...«Ella debe saberlo, ella debe saberlo y ella debesaberlo...». Y que le apearan de esto.

-Su amigo de usted -replicó Jenara- será ungran farsante y un perverso calumniador, por-que esto envuelve una calumnia, Sr. Carnicero.

Y era verdad que la dama aventurera nosabía dónde se ocultaba el que después fue in-signe tribuno y jefe de un partido. Siendo ella

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una de las personas que más ayudaron en eloscuro complot de la evasión, no fue partícipedel secreto del escondite, el cual, por excesiva-mente delicado y peligroso, no salió de la fami-lia. Hoy se sabe que Salustiano al salir de lacárcel, cerrando por fuera la puerta, tropezócon un nuevo obstáculo, el centinela. Estabaconcertado que un amigo, fingiéndose asistentedel supuesto teniente coronel, entretendría alcentinela contándole cuentos. Pero este amigohabía faltado y el centinela se paseaba solo a laclaridad de la luna, que aquella noche brillabade un modo tan poético como importuno. Unbuenas noches, centinela, pronunciado con sere-nidad asombrosa, salvó a Salustiano de estenuevo peligro. Avanzó tranquilamente, y en laesquina de la calle de Luzón se le unió un ami-go que le aguardaba. Por las calles menos con-curridas se apartaron a buen paso de la cárcel,dirigiéndose a la vivienda destinada a servir derefugio al fugitivo, la cual era una sombrereríade la Puerta del Sol. Llegaron al centro de Ma-

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drid, y vieron que en el Principal se agolpaba lagente. Ya se tenía allí noticia de la escapatoria.Olózaga tuvo que dar un rodeo de un cuarto delegua para dirigirse a la sombrerería, entrandoen la Puerta del Sol por la carrera de San Jeró-nimo, y al fin se vio seguro en el asilo que se lehabía preparado. Baráibar se llamaba el som-brerero, patriota generoso, que guardó el secre-to con fidelidad admirable y supo arrancar alabsolutismo una de sus víctimas. Escondido enel sótano de la tienda estuvo Salustiano muchosdías, mientras se preparaba el no menos difícilardid de ausentarle de España. Había trocadouna prisión por otra; pero en esta última la es-peranza, la idea de libertad y de triunfo leacompañaban en las solitarias horas. Por lasnoches, contra la opinión de su amigo Baráibar,que temblaba con las temeridades de Olózaga,este se disfrazaba hábilmente y se salía delsótano de la casa, no precisamente para pasear-se por Madrid, sino para correr a misteriosascitas, en que no tenía participación la política.

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Como estas atrevidas expediciones nocturnasson de un carácter reservado, debe interponerseentre ellas y la luz de la historia la pantalla dela discreción; y así, doblando esta página, sóloescribiremos en ella: «Oscuridad, oscuridad».

-XXIV-«¡Barástolis, mayoral, que ya estamos en ca-

sa; pare usted, pare usted!». Esto decía D. Be-nigno, y al punto el desclavijado vehículo sedetuvo en lo más fragoso de un caminejo llenode guijarros y junto a una tapia carcomida. Ba-jaron todos molidos y aporreados, y D. Benignoenderezó la caminata hacia la casa, que distabacomo dos tiros de fusil del lugar donde habíaparado el coche. Cada uno de los chicos ibaabrazado con su hucha, y entre todos conduc-ían mal que bien los cinco perros de Crucita.Esta no había querido confiar a nadie sus dosgatos, y por el camino no había cesado de echar

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maldiciones contra el mayoral, el camino y elcoche, que era una verdadera fábrica de chi-chones.

El panorama de la finca se presentó de ungolpe a la contemplación de los viajeros. D.Benigno no cabía en sí de gozo, y a cada pasodecía a Sola:

-Vea usted cómo están esos almendros...¿Quién diría que esos olivos no tienen más quediez años?... Aquellos otros, que aún son esta-cas, los planté yo por mi mano hace tres años...Mire usted a la derecha; pues aquello es lo deltío Rezaquedito, tierras que vendrán a ser míasel año que viene.

La casa era de labor, medianamente arregla-da para vivienda cómoda. Tenía una huerteci-lla, a la que daba frescura y sustancia el aguaclara de una noria. Más allá había un pradomuy lucido, en el cual pastaban algunos carne-ros, y las gallinas en bandadas, que regía un

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arrogante y enfatuado gallo, recorrían libre-mente todo, olivar, viñas y prado, respetando lahuerta, donde les prohibía la entrada, con muymal gesto, una cerca de zarza erizada de púas.

El sitio no era prodigio de hermosura pero símuy agradable y tenía los inapreciables encan-tos de la soledad, del silencio campesino y delverdor perenne aunque un poco triste de losolivos. Los horizontes eran anchos, la luz mu-cha, el aire puro y sano. Todo convidaba allí ala vida sosegada y a desencadenar de tristezasy preocupaciones el espíritu, dejándole libre y asus anchas.

Interiormente la casa valía poco; pero Sola,en cuanto la vio, hizo mentalmente la reforma ycompostura de toda ella, prometiéndose poner-la, si la dejaban, en un grado tal de limpieza,comodidad y arreglo que podrían allí vivircanónigos y aun obispos. Todo lo observabaella, y si al principio no decía nada, cuandoCordero le preguntó su opinión, no pudo me-

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nos de darla, diciendo: -¡Qué bien vendría aquíun tabique...!, y abrir allá una puerta... y exten-der este corredor poniéndole escalera exteriorpara bajar a la huerta... y en la huerta yo plan-taría una fila de árboles que dieran sombra a lacasa por esta parte... y quitaría el gallinero dedonde está para ponerlo allá en el fondo delcorral donde están las mulas... Hay que cuidarmejor de la huerta y componer esa noria quesin duda es del tiempo de los moros.

Todo esto lo oía extasiado D. Benigno, pro-metiéndose formalmente hacer las reformasindicadas por Sola y aun algunas más.

Desgraciadamente para él, no podía estar enlos Cigarrales sino un par de días, porque leprecisaba volver a Madrid, pero ¡qué feliz seríacuando volviese definitivamente a sus queridastierras para pasar todo el verano! Sí, sí, sí: eraya cosa decidida en el espíritu del bueno delcomerciante liquidar cuentas, traspasar la tien-da, renunciar al comercio y hacerse labrador

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para el resto de sus días. Estos dulces pensa-mientos le hacían sonreír a solas.

La historia cuenta que D. Benigno regresó aMadrid sin que le ocurriera nada de particularen su viaje, dejando buenos y sanos, y ademásmuy contentos, a los que en los Cigarrales sequedaron. También dice que vendió muchosencajes en la temporada del Corpus, y que allápor los últimos días de Junio el héroe hizo en-trega de la tienda a un amigo de toda su con-fianza, y se dispuso a partir para Toledo consus dos hijos, Primitivo y Segundo, que ya es-taban de vacaciones, con buenas notas y lascorrespondientes huchas llenas de dinero. Paracolmo de dicha, el padre Alelí, a quien losmédicos de la Orden habían prescrito sosiego ycampo, se disponía a acompañarle a los Ciga-rrales. ¿Qué faltaba? Sólo faltaba para poner laveleta al edificio de la felicidad Corderil que seresolviera un asunto delicado, un asunto delalma, un problema de corazón, del cual

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pendían todos los demás problemas, cuestionesy proyectos del héroe de Boteros. Una de lasdificultades más graves, que era la de la enun-ciación o planteamiento verbal del problema,estaba ya vencida, porque D. Benigno halló unmedio excelente de vencer, o mejor dicho, deesquivar su timidez, y fue escribir a Sola unalarga carta cuando ella se hallaba en los Ciga-rrales y él en Madrid.

La carta era tan fina, tan discreta y comedi-da, que no vacilamos en reproducir algunospárrafos de ella. Decían así:

«Esto que siento no es una pasión de mozal-bete, que sería impropia de mi edad, es un afec-to que empezó siendo compasión y poco a pocose fue volviendo un tanto egoísta; luego se ro-busteció mucho con admiraciones de las virtu-des de usted, y más tarde se hizo fuerte con laconsideración de asociar a mi vida una vida tanútil por todos conceptos y que me traería tan

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gran dote de riquezas morales y de méritospositivos.

»Aquí, apreciabilísima Hormiga, viene porsus pasos contados la cuestión del agradeci-miento. Usted dirá que lo tiene por mí, y yoreplico que mayor debe ser el mío porque losfavores que me ha hecho son de los que no sepagan con nada del mundo. Usted ha criado amis hijos, usted ha ordenado mi casa, usted hahecho agradable, fácil y metódica la vida. Yquien tanto ha hecho, quien tanto merece, ¿noha de tener una posición digna en el mundo?Sí, y mil veces sí. Huérfana y sola, pobre y sinmás tesoro que sus virtudes, su amor al trabajo,su tierna solicitud por todas las criaturas débi-les o enfermas, usted ha cautivado mi corazón,no con afecto ardiente de esos que más bienhacen desgraciados que felices a los hombres,sino despertando en mí un sentimiento puro,en el cual se enlazan el amor y el respeto, laconsideración y la ternura, el deseo vivísimo de

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ser feliz y el más vivo aún de hacer feliz, rica,considerada y señora a quien ya tiene en sualma todas las señorías de Dios.

»No me conteste usted por escrito. Mediteusted mi proposición, y cuando yo vaya, queserá dentro de ocho o diez días, me responderáverbalmente con una sola palabra, en la inteli-gencia, apreciable Hormiga, de que si mi propo-sición mereciera una negativa, sería usted paramí lo mismo que ahora es, la primera y mássanta de las amigas, y siempre sería yo parausted el mismo leal, admirador y fervienteamigo.

Benigno Cordero».

Muy satisfecho y descansado se encontró elhombre después de escrita la carta. Leída yaprobada por el padre Alelí, D. Benigno la en-tregó por su propia mano al ordinario de Tole-do. Aquel día vendió muchos encajes. Dios es-taba de su parte.

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- XXV -Por fin vino el último día de Junio, y el

héroe, con sus dos hijos y el padre Alelí, se em-banastó en el coche, y helos aquí en camino delos Cigarrales. Durante el viaje el fraile hablabapor siete, siendo tan extremado aquel día eldesorden caótico de su cabeza que no hablaramejor ni con más gracia el mismo descubridorde los cerros de Úbeda, o el fabricante de los piesde banco. A cada instante suspendía sus pali-ques para quedarse mirando al cielo, con eldedo en el labio y el entrecejo lleno de plieguesy laberínticas arrugas, imagen exacta de la con-fusión que dentro reinaba. Las únicas palabrasque entonces profería eran estas: -Benignillo, yotenía que decirte una cosa... ¿Qué es lo que yotenía que decirte, Benignillo?... Pues no meacuerdo.

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El de Boteros, aunque anheloso y lleno dedudas, tenía presentimientos felices, y el co-razón le aseguraba que sería venturoso eltérmino o solución de sus amorosas ansiedades.Llegaron. Sola, doña Crucita y los chicos meno-res con regular escolta de perrillos y perrazossalieron a recibirles al camino. Por un rato no seoyó más que el estallido de los besos con que sesaludaban los hermanos. No poca parte delbesuqueo fue para la correa y las flacas manosde Alelí, el cual, sintiendo un gozo superior a loque las palabras podían expresar, echaba ben-diciones a derecha e izquierda, como sembra-dor que desparrama a puñados el trigo sobreun fértil terreno. D. Benigno se encontró bas-tante cohibido en presencia de Sola; y así susfrases fueron balbucientes, truncadas y sosas.Ella estaba en su natural buen humor, alegrepor la llegada de los viajeros, y un poco másdecidora que de costumbre. Crucita no parecíala misma y andaba por el campo hecha unazagaleja, vestida con un deshabillé extravagante

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y cómodo, que no era ciertamente tomado delos figurines de la Arcadia ni del Zurguén.

Era una naturaleza constituida moralmentepara la vida del campo, por su amor a las floresy a los animales, su espíritu de independencia ysu actividad. Así cuando vio trocadas las arbo-ledas de sus balcones por aquel espacioso tiestoen que había olivares, viñedos, albaricoques,establos, huerta, cerros y horizonte, enloquecióde contento y todo el día andaba por aquelloscampos con un pañuelo liado a la cabeza y ungarrote en la mano, echando de comer a lasgallinas, vigilando los carneros, expulsando alos guarros de los sitios donde no debían estar,o bien cogiendo fruta, regando lechugas, arre-glando una espaldera de cañas para que se en-redaran trepando las tiernas y vacilantes judías.Los chicos que ya llevaban un mes en aquellavida, estaban negros como cuervos de tantoandar por el campo, jugando a todas horas contierra, palitroques y guijarros. Parecían dos

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pintiparados paletos, y en sus caras, color depucheros de Alcorcón, brillaban los ojos deazabache despidiendo centellas de picardías.

Antes de que llegara la noche, D. Benignorecorrió la casa, hallando en ella y en la distri-bución de sus escasos muebles tanta novedad yarreglo que su corazón bailó de contento. Ya seconocía bien qué manos divinas habían andadopor allí y qué instinto sublime había hecho deun caserón un hogar y del desmantelado huecoun delicioso nido.

-¡Qué admirable, qué encantadora manerade responder a mi proposición! -dijo Corderopara sí-. Me contesta con hechos, no con pala-bras. Estas paredes y estos muebles me respon-den por ella diciéndome: «Nos ha arreglado laseñora de la casa».

En la huerta halló Cordero nuevos motivosde admiración. No parecía la misma que él hab-ía dejado al regresar a Madrid. Todos los cua-

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dros estaban sembrados de hortaliza; las galli-nas expulsadas de allí tenían mejor acomodo enun local admirablemente elegido y dispuesto.La cerca limpia y podada reverdecía y echabaverdadera espuma de tiernos renuevos, como sien sus venas hirviera la savia; las callejuelas ypaseos admirablemente enarenados parecíanrecibir con agradecimiento la blanda pisada delamo, cuando por aquellos frescos contornos sepaseaba. La noria estaba ya compuesta y no sedesperdiciaba el agua, ni quedaba ningún can-gilón roto. Toda la máquina funcionaba dandovueltas majestuosamente y sin chirridos, seme-jando una vida serena, arreglada y prudenteque iba sacando del hondo depósito del tiempofuturo los días para vaciarlos serenamente en elmanso río del pasado. A Don Benigno se le an-tojaba que los árboles habían crecido mucho yera la verdad que si no habían crecido mucho,estaban verdes y lozanos y por haber sido lim-piados de todo el ramaje viejo y seco. Extendíanlos morales su fresquísimo follaje como dicien-

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do: «hemos echado estas hojas tan grandes ytan verdes para coronar a la señora de la casa».

-Parece mentira -dijo D. Benigno sintiendosu garganta oprimida por un dogal de satisfac-ción, pues también hay dogales de gozo-; pare-ce mentira, apreciable Sola, que haya hechousted tantas maravillas con el poco dinero quele dejé. La casa está trasformada y la huertatambién. De este tugurio y de este rincón detierra ha hecho usted con su mano de oro unpalacio y un edén.

Sola se ruborizó un poco y dijo que era pre-ciso echar abajo dos tabiques y plantar unanueva fila de árboles, y traer algunos muebles.

¿Muebles? ¡Ah! D. Benigno habría traído, sien su mano estuviera, el trono de las Españaspara sentar en él a la que de este modo inunda-ba su alma y su vida de esperanza y alegría. Alhablar de las reformas de la finca, Sola hablabaingenuamente el lenguaje de la señora de la

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casa. Y en esto no había afectación de ningunaclase, ni menos desenfado de advenediza, sinoque se expresaba así porque todo aquello leparecía suyo y muy suyo de hecho, aunque nomediasen las circunstancias que se lo iban a darde derecho.

Cenaron. La cena fue alegre y opulenta.Abundante caza, sabrosos salmorejos, perdicesescabechadas, estofado de vaca que propagópor toda la casa su exquisito olor de refectorio,legumbres fritas en menestra, festoneada conruedecillas de huevos duros, vino fresco deEsquivias, y luego un bandejón de albaricoquesde la finca, frescos, ruborizados, y echando pu-ra miel por aquella boquirrita con que se pega-ban al árbol, compusieron la colación. En lamesa se encontraron cosas de los Cigarrales ycosas de Madrid. Llevaba en esto la palabra elfraile que en tocando a hablar se parecía a lanoria tal como estaba antes, echando agua sinconcierto ni orden. Más de una vez se quedó

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parado y lelo, diciendo: -«Benignillo, yo teníaque contarte una cosilla...». «¡Ah!, ya caigo»-añadía dando un grito. Y después decía:-«Pues no: se me fue. Me anda dando vueltaspor el magín y no la puedo atrapar».

Con estas cosas se acabó la cena y el frailerezó el rosario, contestado por Benigno y Sola,porque Crucita y los cuatro muchachos se que-daron dormidos teniendo entre los dientes elúltimo hueso de albaricoque y el primer Padrenuestro.

-Ite, mensa est. A acostarse todo el mundo -gritó al concluir Alelí-. Estamos muertos decansancio.

Y se acostaron todos. D. Benigno durmió conplácido sosiego y soñó que estaba su cabezacircundada de una aureola, de un disco de luzcomo el que tienen los santos. Por la mañanacuando se levantó y salió de su alcoba, persistíaen él la ilusión de tener en su cabeza el nimbo y

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de estar despidiendo de sus sienes chorros deluz. Tomó su chocolate, encendió un cigarrillo,entró en la sala baja y vio a Sola que estabaabriendo las maderas para que entrara el airepuro del campo, y al mismo tiempo para atar lacuerda donde se había de colgar la ropa que seestaba lavando. El otro extremo de la cuerdadebía atarse en el moral grande que había enmedio de la huerta. Don Benigno tomó la sogay salió muy contento a ayudar a su protegidaen aquella faena doméstica.

-Más fuerte -le dijo Sola riendo.

Si Cordero se atara la soga en el mismo co-gollo de su corazón, no sintiera este más albo-rotado y palpitante.

-Más flojo -dijo Sola.

-¿Así?

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-No tanto. Si se tira mucho se rompe, y si seafloja mucho, el viento se lleva la ropa. Ahoraestá bien.

D. Benigno volvió a la sala. Una gran cestade ropa blanca aguardaba a la robusta mozaque había de llevarla a la huerta. La moza salió,Sola se quedó allí mirando a fuera. D. Benignose acercó a ella. Ambos hablaron un rato, di-ciéndose todo lo más quince palabras que nadiepudo oír, ni aun el narrador mismo que todo looye. La moza y dos criados más entraron. D.Benigno salió con la aureola de su cabeza tancrecida que le parecía ir derramando una clari-dad celestial por donde quiera que iba. Pasó ala huerta donde topó de manos a boca con unmaestro de obras que había mandado venir deToledo para encargarle las reformas de la casa.

D. Benigno no le conocía, pero le dio unabrazo. Estaba muy nervioso; pero su discre-ción y buen juicio pugnaban por sobreponersea aquella exaltación, y al fin pudo lograrlo.

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-Maestro -dijo-, es preciso emprender lasobras inmediatamente. Hay que derribar dostabiques y construir una galería exterior sobrela huerta... En fin, la señora le dirá a usted;póngase usted a las órdenes de la señora. ¡Ah!...lo principal es arreglar la pieza que va a sergabinete de la señora, ¿me entiende usted?,gabinete de la señora. ¿Cuánto se tardará en lasobras? Hay que concluirlas pronto; pero muypronto. Tienen ustedes una calma...

-Señor...

-Sí, mucha calma. Empiece usted pronto.¿Ha traído las herramientas?

-Si no sabía...

-¡Qué cachaza! Quiero que la casa sea unatacita de plata. La señora dirigirá las obras.Pensamos vivir aquí constantemente. ¿Quéhace usted que no toma medidas? ¡Qué cacha-za! ¡Barástolis, barástolis!

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El maestro se excusó de no haber empezadolas obras que aún no estaban formalmente en-cargadas, y D. Benigno, que en los momentosde mayor exaltación era hombre razonable,comprendió la justicia de las excusas y le diootro abrazo. Juntos recorrieron la casa. Uniose aellos Sola y durante un rato no se habló másque de pies castellanos, de una puerta por aquí,de cuatro vigas por allá, de las paredes quedebían empapelarse y de las que debían serpintadas, del nuevo corredor para ir a la cocina,del cielo raso y de otras menudencias. Sola ex-planaba sus proyectos y deseos con una clari-dad admirable, demostrando en todo la eleva-ción de su genio doméstico.

Cuando el maestro se retiró, Cordero y Solahablaron larguísimo rato. Separáronse al fin,porque ella no podía abandonar ciertas ocupa-ciones de la casa, y cuando entró Sola en elcuarto donde estaban planchando se secó losojos, que pestañeaban como si quisieran llori-

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quear un poco. Después cantó entre dientes,apartando la ropa que iba a repasar.

D. Benigno salió a la huerta y de la huerta alcampo, porque necesitaba dar un paseo largoque sirviera de expansión a su alma. Iba por enmedio de los olivos cuando oyó la voz de Alelíque decía:

-Benigno, ¿dónde estás?

La espesura de los árboles no permitía quese vieran.

-¿Dónde está usted, padre Monumento?

-Hijo, aquí estoy. Este enemigo malo, estabuena pieza de Jacobito me ha traído a estosandurriales para que viera un nido y aquí estoyen una zanja de donde no puedo salir.

Acercose Cordero a donde la voz sonaba yvio a su venerable amigo en lo más bajo de unahondonada que el terreno hacía. Jacobito se

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había subido a los hombros del fraile, montan-do a horcajadas sobre su cuello, y desde aquellaeminencia alargaba la mano con un palo que-riendo alcanzar el nido.

-Mírame aquí sirviendo de caballería al ber-gante de tu hijo... Lobezno, si coges el nido o lorompes te tiro al suelo. No espolees, verdugo,que me rompes una clavícula. Benigno, porDios, quítame este jinete y ayúdame a salir delhoyo.

-Abajo, abajo, atrevido, insolente chiquillo-dijo D. Benigno riendo-. ¿Pues qué, nuestroamigo es campanario?

Desmontose el muchacho y Alelí, libre detan molesto peso y ayudado de Cordero, saliódel atolladero en que estaba. Arreglándose elhábito, tomó de la mano a su amigo y le dijoasí:

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-Ya me acuerdo de lo que tenía que decirte.Vaya con mi memoria que está dando vueltascomo una veleta y tan pronto apunta al Nortecomo al Sur. ¿Sabes lo que tenía que decirte?Pues era que se susurra que Su Majestad napo-litana está otra vez en cinta. Como salga varón¡quién verá la cara que ponen mis señores losapostólicos!

-Eso me lo ha dicho usted catorce veces du-rante el viaje, tío Engarza-Credos.

-Dale bola, es verdad -repitió Alelí pegandoen el suelo-. Pues no era eso. Era que... ¿quéera?

Después de una larga pausa diose un palme-tazo en la frente y agarrando a D. Benigno porla solapa tiró de él y le dijo:

-Ya lo pesqué... ya di con mi idea... ¡Cómo seescapan las ideas! Oye tú, D. Sábelo Todo.¿Quién es Monsieure Servet?

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D. Benigno miró al cielo.

-No sé -dijo- ni me importa.

Después estuvo un momento confuso, por-que aquel nombre sonaba en sus oídos de unmodo extraño.

-Pues el día de nuestra salida, cuando tú es-tabas fuera de casa arreglando las cosas delviaje y yo en tu tienda charlando con el mance-bo, llegó un caballero preguntando por ti. Pre-guntó por todos los de la casa y dijo que nopodía esperar porque tenía prisa. Se fue soltán-donos su nombre que era D. Yo no sé cuántosServet, y como por el modo de vestir y la arro-gancia y el habla y el sonsonete del apellido mepareció francés, lo llamo monsieure.

Alelí pronunciaba esta palabra, así como to-das las palabras francesas, lo mismo que se es-cribe.

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-¿Y no dejó recado?

-Que ya volvería. Pero la del humo. Y elmancebo y yo opinamos que es un extranjerode los que vienen a enredar y hacer diabluras yrevoluciones.

D. Benigno meditó un momento. Despuésdesechó las ideas que le asaltaban, diciendo:

-No sé quién es, ni me importa. Ese apellidolo han llevado otras personas que ya no existen;con que padre Monumento, basta de sandeces yvamos de paseo. Jacobito, ven. Corre por delan-te: no te alejes de nosotros... Reverendísimofraile, todo va bien, muy bien.

-Gracias a Dios... ¿Y para cuándo?

-Lo más pronto posible. Hoy mismo se pe-dirán los papeles. Barástolis...

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-Sí, echa, echa de ese cuerpo dos docenas debarástolis, y yo te acompañaré echando cuatro...Ya era tiempo, ya era tiempo.

-XXVI-Deseoso de que su dicha fuera realidad

dentro del más breve plazo, D. Benigno arreglósus papeles y pidió los de Sola que estaban enun pueblo del reino de León. Entretanto quevenían aquellos malhadados documentos, sinlos cuales no es posible encender cristianamen-te la antorcha de Himeneo, los futuros cónyu-ges vivían en intimidad honesta y dulce, en unaespecie de luna de miel de la amistad, en plenoreinado de la paz doméstica, cuyos encantos semultiplicaban con la deliciosa existencia cam-pesina. Los días pasaban empujándose suave-

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mente unos a otros y cada uno de ellos teníasobre sus propias alegrías la esperanza de lasalegrías del siguiente. Nunca faltaba una ope-ración de labranza, un paseo al monte, una me-rienda en las praderas del río, y nunca como enaquellas gratas ocasiones se le venían a la me-moria al buen Cordero los pensamientos delfilósofo de la libertad y la naturaleza. Tan pron-to recitaba aquel pasaje en que Rousseau enco-mia las dulzuras de la amistad como aquel otroen que hace el panegírico de las comidas rústicaspreparadas por el ejercicio, sazonadas por el apetito,la libertad y la alegría. El anatema de los convitesurbanos no es menos enérgico que la apologíade las meriendas sobre la hierba.

Emprendiéronse las reformas de la casa congran actividad. Cordero encargó a Madrid losregalos con que pensaba expresar a Sola la pu-reza de su afecto y la enormidad de su admira-ción. También ella hacía sus preparativos, aun-que en pequeña escala, pues quería que los

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nuevos dominios que iba a poseer se rigieranpor la ley de sus dominios antiguos que era lamodestia.

Sólo una contrariedad agriaba el ánimo deCordero, poniéndole de mal humor a ratos. Eraque los papeles de Sola no venían. Era que enlos libros parroquiales de la Bañeza había nosabemos qué embrollo o confusión, y quizásalgo de ineptitud o mala fe en la persona comi-sionada para arreglar el asunto. Llegó el mes deAgosto y los dichosos papeles no parecían. Amediados de dicho mes, el cansancio de Corde-ro no podía ser mayor, y recordando que teníaen Madrid un amigo que era el mejor agente denegocios eclesiásticos de toda España, le escri-bió una larga carta encomendándole la recla-mación y pronto despacho de aquel asunto, queera la clave de su dicha. En el sobrescrito puso:«Sr. D. Felicísimo Carnicero, calle del Duque deAlba en Madrid».

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¿Y qué?, ¿perderemos esta ocasión de trasla-darnos otra vez a la Villa y Corte sin pagar cos-tas de viaje? No mil veces; que estas ocasionesno se presentan todos los días. Callandito nosdeslizamos dentro de la carta, y henos aquí enpoder del ordinario de Toledo que puntual-mente la llevará a su destino, y con ella a noso-tros.

Muy bien se va dentro de una carta. Ademásde que no hay mejor aposento que un pedazode papel doblado, tenemos la ventaja de cono-cer los secretos que nuestras compañeras deviaje, las señoras letras, llevan consigo. Unaoblea es llave de nuestra breve cárcel y un dedovacilante rompiendo la frágil pared nos de-vuelve la libertad.

Ya estamos.

Abierto el papel, salimos un poco estropea-dos y entumecidos a causa de la postura violen-ta que es indispensable en los viajes epistolares,

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y de pronto nos hallamos frente a frente de unatabla que se esforzaba en ser semblante huma-no. Era D. Felicísimo, que en aquel momento enque le vimos decía:

-Permítame usted que lea esta carta.

Tenía visita. Miramos, y en efecto, frente a lamesa estaba un caballero de muy buena pre-sencia, el cual si no tenía cuarenta años andabamuy cerca de ellos. Vestía bien. Su rostro eramoreno, su frente alta y hermosa, su com-plexión robusta, sin dejar de ser delicada, sumodo de mirar triste, sus ojos negros y ardien-tes a la vez como las noches de verano.

Carnicero leyó la carta, y dijo entre dientes:«bueno».

Después la puso bajo el pie de cabrón y pro-siguió lo que con aquel buen señor hablabacuando llegamos.

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-Decía que el negocio de usted es de los másdelicados que he visto. Parte de la fortuna de sutío de usted el señor canónigo de la Sonora, hadebido pasar al Monte Pío beneficial de la dió-cesis de Pamplona. Lo que está en la escribaníade la Puebla de Arganzón puede ser recogidopor usted si tiene valimiento y trabaja mucho.¿Por qué no se presentó usted a recoger suherencia cuando tuvo noticia del depósito? Yame ha dicho usted que en aquellos días estabaemigrado y perseguido por las leyes. Pero esono es una razón. Hoy también lo está usted y sise le deja en paz y aun se le permite abandonarla farsa del nombre supuesto es porque ha traí-do recomendaciones de altos personajes legiti-mistas. Yo... puesto en lugar de usted me deci-diría a perder la mitad de la herencia del señorcanónigo de la Sonora con tal de sacar libre laotra mitad, y confiaría mi pleito a un agentehábil y astuto que supiera mover los trastos ysacar adelante el negocio con toda prontitud.

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-Ya lo he pensado -dijo el caballero- y notengo inconveniente en ceder la mitad de laherencia a la persona que arregle esta cuestiónsacando del Monte Pío Beneficial de Pamplonalo que indebidamente ha sido llevado a él.¿Quiere usted que hagamos el convenio ahoramismo?

D. Felicísimo pareció dudar. Su cara de fósilsufrió trasformaciones ligerísimas en color ycontextura cual si estuviera sometida en unlaboratorio a fuertes influencias químicas. Va-riaron sus mejillas del gris cretáceo al rojo decinabrio, su frente se llenó de arrugas como unterreno que se cuartea a causa de un recalenta-miento interior, y sus ojos cambiaron un mo-mento la trasparencia imperfecta del talco porel brillo del feldespato.

-La mitad, la mitad y punto concluido -dijoel otro, que sin duda era más vivo que un azo-gue y gustaba de las resoluciones prontas-.Hagamos el contrato hoy mismo y fijemos seis

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meses para el despacho del negocio. Si a los seismeses está resuelto, la mitad para mí, la mitadpara usted.

D. Felicísimo empezó a balbucir excusas y apresentar sus muchos años y su retraimiento delos negocios como un obstáculo para empren-der aquel que se le proponía. Habló muchoreconociéndose incapaz. Por los dos ángulos desu boca salía la saliva como una erupción bitu-minosa que en aquellas concreciones y replie-gues de la barba rapada se dividía en menudosarroyos. El taimado viejo ponderaba las dificul-tades del pleito y su ineptitud, sin duda porqueno le parecía bastante la mitad y quería dostercios de la herencia.

-La mitad -manifestó resueltamente el otro-.¿Quiere usted, sí o no?

-Por ser usted recomendado del señor donAlejando Aguado, marqués de las Marismas

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-replicó el viejo- acepto y tomo a mi cargo sunegocio.

-La mitad... seis meses.

-La mitad... seis meses -repitió Carnicero, ysu vocecilla salió de la espelunca de su boca,rugiendo como el oso prehistórico-. Hagamoshoy nuestra escritura.

Tomando el pie de cabrón con su mano decorcho dio un porrazo sobre la mesa, que hizotemblar hasta en sus cimientos el montón delegajos.

Después rodó la conversación sobre diversosasuntos, y concluyó en política. Acerca de elladijo el caballero lo siguiente:

-He perdido todas las ilusiones. He vividomucho tiempo en España en medio de las tem-pestades de los partidos victoriosos, y muchotiempo también en el extranjero en medio del

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despecho de los españoles vencidos y desterra-dos. La experiencia me ha hecho ver que sonigualmente estériles los Gobiernos que persi-guen defendiéndose y los bandos que atacanconspirando. Yo he conspirado también algu-nas veces, y en aquellos trabajos oscuros hevisto en derredor mío pocos móviles generososy muchas, muchísimas ambiciones locas, apeti-tos y rencores que no se diferenciaban de losdel despotismo más que en el nombre. La reali-dad me ha ido desencantando poco a poco yllenándome de hastío, del cual nace este miaborrecimiento de la política, y el propósitofirme de huir de ella en lo que me quedare devida.

-Bien, bien -dijo D. Felicísimo agitándose ensu asiento y golpeando sus manos una con otraen señal de júbilo-. Es usted un enemigo más deesas endiabladas teorías constitucionales y deesas invenciones satánicas llamadas partidos ydel estira y afloja de Cortes que gobiernan y rey

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que reina y hurga, por aquí y escarba por allá, yel demonio que lo entienda... De pensar así aser apostólico proclamando esta gloriosa mo-narquía del porvenir no hay más que un paso.Le veo a usted en el buen camino y en jurisdic-ción apostólica.

El caballero no pudo reprimir la risa que es-tas palabras provocaron en él.

-¡Yo apostólico! -dijo-. No espere tal cosa elSr. D. Felicísimo. Para que eso suceda será pre-ciso que Dios varíe mi natural ser, y arranquede mí la memoria. Esa forma nueva del despo-tismo que se anuncia ahora va a ser más brutalque cuantos despotismos se han conocido, por-que sobre todos sus inconvenientes va a tenerel de ser populachero. No es el absolutismo deFelipe II o de Luis XIV, grande, aristocrático,batallador, adornado de mil glorias militares yartísticas, y que disculpa sus atrocidades congrandes empresas y conquistas de mundos; vaa ser un sistema de mojigatería y desconfianza,

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adicionado con todas las corruptelas de las ca-marillas que vienen funcionando desde lostiempos de Godoy. Se alimentará del suelo pordos grandes raíces, una que estará en las sa-cristías, claustros y locutorios de monjas, y otraque se fijará en las tabernas donde se reúnenlos voluntarios realistas. Va a ser una tiraníaramplona que si es sufrida por nuestro país, loque dudo mucho, pondrá a este en un lugarque no envidiará seguramente ninguna regióndel África.

Al oír esto D. Felicísimo hizo un gesto tandisplicente que su cara se arrugó toda, ydesaparecían los ojos, y los pliegues de sus la-bios se extendieron multiplicándose y descri-biendo un número infinito de rayas hasta elúltimo confín de las orejas.

-Según eso es usted liberal...

-Lo soy, sí, señor; soy liberal en idea, y de-ploro que el país entero no lo sea. Si no estuvie-

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ran tan arraigadas aquí las rutinas, la ignoran-cia, y sobre todo, la docilidad para dejarse go-bernar, otro gallo nos cantara. El absolutismosería imposible y no habría apostólicos más queen el Congo o en la Hotentocia. Por desgracianuestro país no es liberal ni sabe lo que es lalibertad, ni tiene de los nuevos modos de go-bernar más que ideas vagas. Puede asegurarseque la libertad no ha llegado todavía a él másque como un susurro. Es algo que ha hecholigera impresión en sus oídos, pero que no hapenetrado en su entendimiento ni menos en suconciencia. No se tiene idea de lo que es el res-peto mutuo, ni se comprende que para estable-cer la libertad fecunda es preciso que los pue-blos se acostumbren a dos esclavitudes, a la delas leyes y a la del trabajo. A excepción de tresdocenas de personas... no pongo sino tres do-cenas... los españoles que más gritan pidiendolibertad entienden que esta consiste en hacercada cual su santo gusto y en burlarse de laautoridad. En una palabra, cada español, al

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pedir libertad, reclama la suya, importándolepoco la del prójimo...

-Luego usted -dijo D. Felicísimo, que ya hab-ía recobrado la fijeza pétrea de su rostro- no esliberal al modo de acá.

-Lo soy al modo mío, según mi idea, y creoque estos principios, aprendidos donde no sonsólo principios sino hechos, prevalecerán entodo el mundo y conquistarán todas las tierrasincluso España; pero cuando me detengo a cal-cular el tiempo que tardaremos en ser conquis-tados, me confundo, me mareo, porque todoslos años me parecen pocos para tan grandeobra. De aquí mi escepticismo, que no es real-mente escepticismo, sino tristeza. Creo en lalibertad porque he visto sus frutos en otras par-tes; pero no creo que esa misma libertad puedadarlos allí donde hay poquísimos liberales y deestos la mayor parte lo son de nombre. Españatiene hoy la controversia en los labios, una as-piración vaga en la mente, cierto instinto ciego

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de mudanza; pero el despotismo está en sucorazón y en sus venas. Es su naturaleza, es suhumor, es la herencia leprosa de los siglos queno se cura sino con medicina de siglos. He vistohombres que han predicado con elocuencia lasideas liberales, que con ellas han hecho revolu-ciones y con ellas han gobernado. Pues bien,esos han sido en todos sus actos déspotas insu-fribles. Aquí es déspota el ministro liberal,déspota el empleado, el portero y el milicianonacional; es tiranuelo el periodista, el muñidorde elecciones, el juntero de pueblo y el que gritapor las calles himnos y bravatas patrióticas. Laidea de libertad entrando súbitamente aquí aprincipios del siglo nos dio fórmulas, discursos,modificó algo las inteligencias; pero ¡ay!, loscorazones siguen perteneciendo al absolutismoque los crió. Mientras no se modifiquen los sen-timientos, mientras la envidia que aquí es comouna segunda naturaleza, no ceda su puesto alrespeto mutuo, no habrá libertades. Mientras elamor al trabajo no venza los bajos apetitos y el

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prurito de vivir a costa ajena no habrá liberta-des. No habrá libertades mientras no concluyalo que se llama sobriedad española que es laholgazanería del cuerpo y del espíritu alimen-tada por la rutina; porque las pasiones sangui-narias, la envidia, la ociosidad, el vivir de li-mosna, el esperarlo todo del suelo fértil o de lapiedad de los ricos, el anhelo de someter alprójimo, la ambición de sueldo y de destinospara tener alguien sobre quien machacar, noson más que las distintas caras que toma el ab-solutismo, el cual se manifiesta según las eda-des, ya servil y rastrero, ya levantisco y alboro-tado.

-Según eso -dijo D. Felicísimo que empezabaa estar algo confuso-, usted considera a nuestropaís inepto para las libertades. Por consiguien-te, como no puede haber más que dos clases degobiernos y el liberal es imposible, tenemos queaceptar el absoluto.

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-No -replicó el otro-, porque una ley inelu-dible arrastrará, mal de su agrado, a Españapor el camino que ha tomado la civilización. Lacivilización ha sido en otras épocas conquista,privilegios, conventos, fueros, obediencia ciega,y España ha marchado con ella en lugar emi-nente; hoy la civilización tan constante en lamudanza de sus medios como en la fijeza desus fines, es trabajo, industria, investigación,igualdad, derechos, y no hay más remedio queseguir adelante con ella, bien a la cabeza, bien ala cola. España se pone las sandalias, toma supalo y anda: seguramente andará a trompico-nes, cayendo y levantándose a cada paso; peroandará. El absolutismo es una imposibilidad, yel liberalismo es una dificultad. A lo difícil meatengo, rechazando lo imposible. Hemos depasar por un siglo de tentativas, ensayos, dolo-res y convulsiones terribles.

-¡Un siglo!

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-Sí, y esta es la causa de mi tristeza. Yo meencuentro en la mitad de mi vida. He trabajadomucho por la idea salvadora; pero ya me sientofatigado y me reconozco sin fuerzas para estalabor inmensa que será cada día mayor. Otrosvendrán que arrimen el hombro a tan terriblecarga. Yo no puedo más. Las circunstancias enque me encuentro, solo, sin familia, lleno detedio y viendo cuán poco hemos adelantado enla cuarta parte de un siglo, me desanimanatrozmente. Reconozco que cuanto de mis fuer-zas dependía ya lo hice; está mi concienciatranquila y me retiro. Hasta ahora yo no hevivido para mí ni un solo día. Llega la hora enque me es necesario vivir un poco para mí. Noobteniendo gloria ni siquiera éxito, el sacrificiode mi existencia a un ideal sería estéril; puesvivamos, vivamos siquiera un poco y descan-semos. Sobre las ruinas de mis quiméricas am-biciones se levanta hoy una ambición grande,potente, la ambición de ser feliz, tener una fa-milia y vivir de los afectos puros, humildes,

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domésticos.¡Es tan dulce no ser nada para elpúblico y serlo todo para los nuestros! Aparta-do de todo lo que es política, deseando el olvi-do, miro a todas partes buscando un rincón enque ocultarme y a donde no llegue el fragor dela lucha.

D. Felicísimo movía la cabeza, sonriendo.Creía firmemente que el caballero, su amigo ycliente, tenía la cabeza vacía de lo que llamanseso, ¿pues qué mayor locura, en aquellos agi-tados días, que no ser apostólico, ni absolutista,ni siquiera liberal?

Ya iba a decir algo muy ingenioso sobre estaenfermiza manía de no ser nada, absolutamentenada, cuando entró Pipaón y estrechando conímpetu amistoso la mano del caballero, le dijo:

-Enhorabuenas mil, queridísimo amigo.Vengo de ver a su Excelencia, que ya ha leídolas cartas que trajiste del Sr. D. AlejandroAguado, marqués de las Marismas, y de su

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parte te aseguro que puedes vivir aquí tan li-bremente como en el mismo París o Londres. ElSr. Aguado es, como soberano absoluto deldinero, una potencia de primer orden, una au-toridad indiscutible; ahora bien: considerandoque el mencionado Sr. Aguado (Pipaón noabandonaba jamás su estilo de expediente) ga-rantiza bajo su palabra de oro que vienes exclu-sivamente con la misión de comprarle cuadrospara su rica galería, y además a asuntillos tuyosque nada tienen que ver con la política, se hadado cuenta a S. M. de todo lo actuado y S. M.se ha servido disponer que no se te moleste enlo más mínimo. Tendreislo entendido, y ahora,discreto amigo, ruégote que adoptes tu verda-dero nombre y vengas a comer conmigo a micasa, donde encontrarás personas que más de-sean verte que escribirte...

El caballero se levantó y muy gozoso dijo:

-Confío sin vacilar en la libertad que se meofrece y recobro mi nombre.

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-XXVII-Tenía sus papeles en regla, pasaporte, parti-

da de bautismo, a más de otros documentosimportantes, y aquel mismo día se celebró laescritura para llevar adelante lo pactado con D.Felicísimo, asistiendo a este acto solemne, comonotario, el licenciado Lobo, a quien conocemosdesde hace veinticuatro años. Por la tarde Pi-paón se llevó al amigo a su casa, donde le obse-quió bizarramente con suntuosa comida, ciga-rros exquisitos y licores de primera. Esta es-plendidez y el lujo de la vivienda en que estabaadmiraron mucho al convidado, que no podíamenos de traer a la memoria la humildad conque el Sr. Bragas dio los primeros pasos en lacarrera de covachuelista. El medro había sidograndísimo y el aprovechamiento tan colosal,que allí podrían tomar lecciones cuantas hor-migas hay en el mundo.

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Los dos camaradas charlaron de lo lindo so-bre cosas diversas, pero especialmente sobre eldestino y vicisitudes del amigo que por tantotiempo había estado ausente de España y en-vuelto en misterios. Las preguntas sucedían alas preguntas y las explicaciones a las explica-ciones, y no fue todo paz y concordia en su in-teresante diálogo, porque a lo mejor de él hubopeligro de que los ánimos se soliviantaran dan-do al traste con la amistad y buena armonía queson compañeras inseparables de una serie debuenos platos. Parece ser que el amigo habíaenviado a Pipaón, durante los últimos años,todas las cartas que tenía que dirigir a Madrid.El objeto de esta mediación era que el diestrocortesano salvara de las asechanzas de la po-licía en Correos una correspondencia inocenteen que nada se hablaba de política. Así lo hizodurante algún tiempo; pero desde mediadosdel 29, don Juan Bragas, que en las cosas priva-das lo mismo que en las públicas había de mos-trar la doblez y bajeza de su carácter, abusó de

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la confianza del emigrado dejando de entregaralgunas de sus cartas a la persona a quien sedirigían, para dárselas a otra.

La cuestión de las cartas salió, pues, a reluciren la mesa, y Pipaón que en frescura y demásdotes para el fingimiento no tenía rival en elmundo, se desenvolvió gallardamente de aquelcompromiso. Su sofistería, sus protestas deamistad, auxiliadas de su serenidad hacíanquiebros admirables, y no se dejaba él coger enmentira aunque la lógica misma se encargarade acometerle.

-Puedes estar seguro, amigo Salvador -le de-cía-, de que desde Octubre del 29 no he recibidoningún paquete tuyo. Si lo recibiera, tonto, ¿pa-ra qué lo quería yo? ¿De qué podrían valermetus cartas, no trayendo nada de política?, yaunque trajeran algo, hombre, aunque fueracada letra de ellas una bomba explosiva, ¿mecrees capaz de vender a un amigo de la infan-cia?, ¿me crees capaz de abusar indignamente

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de tu confianza?, ¿me crees capaz de violar elsacratísimo misterio de la correspondencia...?¡Oh!, no me des a entender que hay en ti, nodigo sospecha, pero ni siquiera un átomo desospecha, porque nace en mí cierta indignaciónterrible que me hará olvidar la amistad, la con-sideración; me desvanezco, me exalto, me sul-furo... No, tú no puedes tener de mí tan bajaopinión, tú bromeas, tú has perdido la memoriade mis buenas partes, y allá en la emigraciónhas olvidado lo arraigada que está la hidalguíaen pechos españoles.

El amigo no se convenció con estas ve-hementes razones; pero no queriendo volversobre lo pasado, dejó aquel tema para tomarotro. Apremiado por Bragas, contó lo más no-table de su vida durante las largas ausencias,extendiéndose mucho en los dramáticos suce-sos de su expedición a Cataluña, durante lainsurrección apostólica de este país. Pasmadolo oía todo el buen cortesano, y cuando su ami-

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go llegaba a narrar un peligro extraordinario oel acometimiento de alguna aventura terribletemblaba y sudaba como si él mismo se sintieraempeñado en aquellos grandes riesgos y com-promisos; tal verdad e interés había en la rela-ción.

Ya estaba en los postres, cuando Pipaón, oí-do el relato del convidado contó a su vez loschascos que él (Pipaón) y otra persona (Jenara)se habían llevado en Madrid, creyendo ver albuen amigo en cada uno de los individuos quesucesivamente iba deteniendo la policía porcreerlos emisarios de Mina o Valdés.

-Como no recibíamos cartas tuyas -dijo-, yen tanto los emigrados se agitaban en París y enLondres, siempre que teníamos noticia de lallegada misteriosa de algún conspirador,creíamos que eras tú. En Gracia y Justicia meenteraba yo de los soplos de la policía, y... fran-camente, como siempre tuviste afición a zurcirvoluntades de revolucionarios y preparar sedi-

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ciones... no levantaban una pieza los buenospodencos de la Superintendencia, sin que Jena-ra y yo dijéramos: «él es». Cuando Esproncedavino y se escondió por unas horas en la Trini-dad, creímos que eras tú. ¿Llegó un tipo, un nosé quién y estuvo tres días en la botica de lacalle de Hortaleza?... pues eras tú. ¿Hablose deotro que se metió en el guardamangier de Palacioy que luego resulto ser un choricero perseguidopor haber dado unos palos?... pues tú. ¿Súposepor los serenos que un hombre encopetadohabía entrado a deshora varias noches en casade Olózaga?... pues tú. Pero el más graciosoengaño de todos es el que padeció nuestra pai-sanita durante la prisión de Olózaga, engaño enel cual no he tenido parte ni responsabilidad.Ella sobornó carceleros y compró mequetrefesde cárcel de esos que traen y llevan recados.Esta gente sirve bien, como anden las onzas pormedio, y lo prueba la evasión de Olózaga. Puesbien. En el torreón de la Villa había un preso aquien daban el nombre de Escoriaza, el cual

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unas veces atribuía su encerramiento a cosas demujeres, y otras a tramas políticas. Intrigandopara salvar a Olózaga, nuestra amiga, cuyocorazón es tan grande como su entendimiento,se interesaba por el misterioso Escoriaza, cre-yendo... no podía faltar la muletilla... creyendoque eras tú. Él recibió recados y dineros, com-prendió que había un engaño y lo sostuvohábilmente. En fin, querido, a la postre resultóser ese raterillo a quien llaman Candelas, que siDios no lo remedia, pasará a la posteridad porsus hazañas. Mira, Salvador, cuando lo supe,estuve riéndome dos horas... Por último, al ca-bo de tantas equivocaciones vino la verdad, y lasin par Generosa, que te buscaba en todas par-tes, te encontró de improviso en su propia casa,en casa de D. Felicísimo. Y fue de la maneramás inesperada y más teatral. Un día vio sobrela mesa de Carnicero una carta para D. JaimeServet, nombre que usaste en Cataluña, segúnnos dijo el marqués de Falfán de los Godos, quete encontró en Canfranc cuando volvías sano y

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salvo a Francia. Al punto Jenara... ya sabes quees un fuego vivo de actividad y de impacien-cia... corrió a la posada del Dragón... ¡Qué des-gracia!, no estabas... Pasaron días. La carta parati volvió a la mesa de D. Felicísimo donde haestado dos meses esperándote. Pero ayer nues-tra amiga sintió una voz en el despacho deCarnicero; ella y Micaela se acercaron, entre-abrieron la puerta, miraron... Eras tú, tú mismo,real, verdadero, efectivo. Jenara se desmayó enel pasillo y Micaela y yo la llevamos a su cuar-to, donde sin más medicina que un vasito deagua, volvió en sí y de repente me dijo entreriendo y llorando: «Ha engrosado bastante esebadulaque...». Y en conclusión, chico, esta tardetendrás el gusto de verla, porque para eso estásaquí y para eso te he convidado de acuerdo conella, y ya...

El cortesano miró el reló, añadiendo con so-carronería:

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-No, no es hora todavía... ¿Llevarás a mal loque he hecho? ¡Qué demonios! Si supieras elinterés que tiene por ti... Te quiere como a unhijo.

Salvador no dijo cosa alguna concreta acercade este inopinado amor de madre que la señorale tenía, y volviendo al tema pasado riose mu-cho de los lances cómicos ocurridos con su su-puesta persona, y principalmente de haber sidoconfundido con dos hombres que habían de serpronto celebridades del siglo, si bien de ordenmuy distinto, Espronceda y Candelas. Dijo lue-go que al volver a Francia de vuelta de Catalu-ña, había seguido ayudando a Mina en sus pla-nes; pero que, desde la intentona del año 30,había cesado en sus trabajos, renunciando parasiempre y con decidido propósito a la política.Desde que tal resolución tomó, habíase aplica-do a buscar los medios de volver libremente aEspaña, donde le llamaban afectos nobles y unaregular herencia por recoger. Tuvo la suerte

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entonces de conocer a D. Alejandro Aguado, elcual le empleó en diferentes comisiones enBélgica e Inglaterra. Sirvió con celo y habilidadal banquero, y el banquero se encargó de abrir-le las puertas de España. Quiso traerle cuandovino Rossini en Marzo del 31; pero entonces nofue posible. A la vuelta de Aguado a Francia, elcélebre contratista dio a Salvador el encargo dereunirle cuadros para su afamada colección(que hoy puede admirarse en el Louvre), y paraesto, y para hacerle posible la residencia enEspaña, escribió en su obsequio cartas de reco-mendación de esas que todos los obstáculosallanan y vencen dificultades que al oro mismoson rebeldes. Aguado era el prestamista delTesoro español y tenía en su mano la fortunapública y gran parte de la privada de esta na-ción venturosísima. Por estas causas sus rela-ciones en Madrid eran sólidas y su firma comouna especie de fórmula abreviada del Evange-lio.

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D. Felicísimo había tenido a principios de1831 correspondencia con Aguado, con motivode ciertos negocios de los Santos Lugares queeste arregló en París y Roma. Concluidas y zan-jadas las cuentas a gusto de ambos, lo mismo elbanquero que el agente eclesiástico deseabanocasión de servirse mutuamente, y como enpoder de Carnicero obraba todavía una canti-dad, resto de la negociación realizada y de lacual debía disponer Aguado, este suplicó a suamigo la entregase al Sr. D. Jaime Servet, suamigo y corresponsal que llegaría a Madrid enépoca concertada. Reservadamente enterabaAguado a Carnicero de quién era este Servet yde su verdadero nombre y la herencia y loscuadros y los propósitos pacíficos que llevaba aMadrid, por lo cual esperaba que le ayudase entodo. Con esto y con las cartas que Salvadortrajo para Calomarde, Varela, Ballesteros y laReina Cristina, no fue difícil que al llegar a Ma-drid dejase su falso nombre, entrando en elpleno goce de lo que podría llamarse derechos

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civiles y que era en realidad tolerancia o benig-nidad del gobierno absoluto. La carta para Cris-tina, que entregó el primer día, fue como es desuponer eficacísima, y todo lo demás se le hizofácil. Ya tenemos noticia de las buenas disposi-ciones de Carnicero, el cual miraba al Sr. Agua-do como a un Dios; pues en aquel espíritu elfuror apostólico no excluía la adoración de be-cerros de oro con todos los servilismos que estareligiosidad insana trae consigo.

Ya habían concluido de comer y estaban desobremesa fumando excelentes puros, cuandosonó la campanilla, y Pipaón dijo a su amigo:

-Me parece que ya está ahí. Es puntual comola hora triste.

Salvador hizo una pregunta interesante pordemás, a la cual contestó el tunante de Pipaóncon sonrisa maliciosa y en voz tan baja que elnarrador se quedó en ayunas. Es evidente quela pregunta se refería a la señora que en aquel

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momento llamaba a la puerta, y también lo esque Pipaón contestó con un nombre. Lo únicoque pudimos percibir de este oscurísimo colo-quio fue la observación de Salvador, diciendo:

-Me lo figuré... le vi en Francia... ¡qué cosas!

Era ella en efecto. Salvador, dejando a suamigo, fue a la sala, donde la encontró de pie,fijos los ojos en la puerta. Se saludaron conafecto, demostrándose el uno al otro sentimien-tos de amistad y alegría por verse después detanto tiempo. En ella había cierto alborozo delalma que luchaba por encerrarse en el círculode lo que se llama satisfacción en lenguaje deurbanidad, y en él había frialdades que se mos-traban de improviso, rompiendo el velo de ex-presiones convencionales con que las queríacubrir. Ella estaba turbada, tan turbada quedespués de los primeros saludos decía una cosapor otra; él no parecía muy sereno, pero se re-cobró antes que ella y fue de los dos el primeroque rió. ¡Sabe Dios cuál sería el último!

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La discreción que en el uno emanaba natu-ralmente del desamor y en la otra del remor-dimiento, les llevó a una conversación en que nipor incidencia se tocó ningún punto de la vidapasada de ambos. Hablaron del tiempo y depolítica, los dos temas obligados en toda reu-nión donde no hay nada de que hablar. Allíparecía más bien que ella y él temían abordarotros asuntos. Lo único que se permitió Jenarafuera de los lugares comunes de la política y eltiempo, fue algunas exhortaciones que demos-traban bastante interés por el que fue su amigo.

-No te fíes de esta gente, ni de la buena aco-gida que te han hecho -le dijo-. Esta canalla esmás temible cuanto más halaga, y cuando pare-ce que perdona es que prepara el golpe demuerte. La protección de la Reina Cristina, quetanto considera al Sr. Aguado, te servirá demucho mientras haya tal Reina; pero, hijo, aquíno hay nada seguro; estamos sobre un abismo.Al Rey le repiten ya con más frecuencia los ata-

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ques de gota y el mejor día nos quedamos sinél. Ya supones lo que pasará en la botella decerveza el día que le falte el corcho. Muerto elRey, adiós Reina y Roque; se armará aquí unamarimorena de todos los demonios, y el bandoapostólico será dueño del reino y nos hará gus-tar las delicias del gobierno de Cafrería. Comono me resigno a que me gobiernen a la africana,tengo todo preparado para marchar en cuantohaya síntomas; así desde que el Rey cojea delpie izquierdo, ya me tienes haciendo las male-tas. Prepárate tú también, y no te fíes de la pro-tección de Cristina, un ídolo a quien derribaráde su pedestal el último suspiro del Rey.

Salvador, conviniendo en muchas de estasapreciaciones respondió que por nada delmundo volvería a la emigración, y que resueltoa huir de la política, esperaba que nadie le mo-lestaría. No queda duda alguna de que la her-mosa dama, al oírle hablar tenía en su alma esoque no se puede designar sino diciendo que

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estaba agobiada bajo un formidable peso. Cla-ramente decían sus ojos que tras de la fórmulaartificiosa y vana que articulaban los labios,había una reserva de palabras verdaderas queal menor descuido de la voluntad saldrían entorrente diciendo lo que ellas solas sabían decir.Que se echara fuera, por capricho o audacia,una palabra sola y las demás saldrían vibrandocon el sentimiento que las nutría. Por un instan-te se habría creído que el volcán (demos alfenómeno referido su nombre platónico con-vencional) llegaba al momento supino de laerupción echando fuera su lava y su humo.Salvador tembló al ver con cuánto afán, dignode mejor motivo, contaba la señora las varillasde su abanico, pasándolas entre los dedos cualsi fueran cuentas de rosario, y mirándolo y re-mirándolo como si él también hablase. Despuésla dama alzó los ojos que tenía empañados, cualsi fluctuara sobre aquel cielo azul la niebla dellloriqueo, y echando sobre su amigo una mira-da que era más bien explosión de miradas, des-

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plegó los labios, empezó una sílaba y se la tragóen seguida juntamente con otras muchas, queestaban entre los lindos dientes esperando vez.La señora se sometió a sí misma con formidabletiranía y en vez de aquello que iba a decir nodijo más que esto:

-Hoy me han regalado una cesta de albari-coques.

A esta noticia insignificante contestó Monsa-lud diciendo que a él le gustaban poco los alba-ricoques, y que delante de un racimo de uvasno se podía poner ninguna otra especie de fru-ta. Con esto se empeñó un eruditísimo coloquiosobre cuáles eran las mejores frutas, defendien-do la señora con argumento irrebatible el melónde Añover y los albaricoques de Toledo, pa-sando la conversación a los Cigarrales, y porúltimo a D. Benigno Cordero, a cuya obsequio-sa amistad debía Jenara la cestilla mencionada.Entonces el otro dio en hacer pregunta traspregunta sobre la honrada familia del encajero,

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y Jenara dio en responderle con malísima ganay con tanta avaricia de palabras como liberali-dad de movimientos para darse aire con el aba-nico. Creeríase que se estaba azotando el senopara castigarle de haber engrosado más de lacuenta, y así todos los faralanes de su vestidoen aquella parte se agitaban como flámulas ygallardetes en día de festejo y de temporal. Derepente la señora cortó la conversación dicien-do:

-Son las seis y Micaelita me espera para ir alPrado. Yo estoy libre también; ya me ha dichohoy D. Felicísimo por encargo del esposo de lajorobada (Calomarde) que se acabó la tontería demi persecución.

Salvador manifestó alegrarse mucho deaquella franquicia, y no dijo sino palabras con-vencionales y frías para retener a la dama en lavisita. También habló de su próximo viaje aToledo. Ella se levantó, y sus bellos ojos ya noechaban de sí sentimientos amorosos sino un

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chisporroteo de orgullo. Despidiose secamentediciéndole: «Nos veremos otro día» y se retirómajestuosa, como soberana que no sabe lo quees abdicar y antes consentirá en equivocarsemil veces que en ceder una sola.

-XXVIII-A principios de Setiembre todavía el be-

nignísimo D. Benigno no había podido allanaraquel endiablado obstáculo de los papeles. Elagente no contestaba nada de provecho, y todoera dilaciones, por lo cual Cordero, que ya ibaperdiendo la paciencia, determinó hacer unviaje a Madrid para comunicar algo de su in-quietud y de su prisa al Sr. Carnicero. El héroehabía resuelto encontrar los papeles, aunquetuviera que ir por ellos a la misma villa de LaBañeza o al fin del mundo. Así lo dijo al partir,despidiéndose para poco tiempo.

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Dos días después de su partida estaba Solaen una de las piezas altas, ocupada, por másseñas, en pegar botones a una camisa de sufuturo esposo, cuando recibió aviso de que unseñor acababa de llegar a la finca y deseabahablar con la señorita. Comprendiendo al pun-to quién era, Sola se quedó como estatua, sinhabla, sin ideas en la cabeza, sin sangre en lasvenas, sintiendo una alegría disparatada, que almismo tiempo era pena muy viva, y miedo ycortedad de genio. Ella sabía quién era el visi-tante; se lo decía aquel mismo azoramientosúbito en que estaba y el horrible salto de sucorazón alarmado. Había tenido noticia por D.Benigno, dos semanas antes, de la aparición deSalvador en Madrid, padeciendo con esto untrastorno general en sus ideas. Pocos días des-pués había recibido una carta del mismo anun-ciándole visita, y desde que recibiera la carta elbarullo de sus ideas y la estupefacción de sualma habían aumentado. Grandes cosas se pre-paraban sin duda, anunciándose en la infeliz

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joven con sentimientos de miedo y espasmos dealegría. Armándose de valor, se dispuso a reci-bir al que un tiempo se llamó su hermano.Mientras se arreglaba un poco para presentarsea él, miró por la ventana. Allá abajo, entre losolivos, había un caballo, sujeto por un mucha-cho de la casa. Era el caballo de él. La puerteci-lla de la huerta por donde se pasaba para llegara la casa, estaba abierta. Él la había dejadoabierta al pasar. En la salita baja se sentían pa-sos. Eran sus pasos.

Sola bajó, apoyándose fuertemente en el ba-randal para no bajar de cabeza. Entró en la sali-ta... ¡Qué grueso, qué moreno!... ¡tenía algunascanas!... Sola no pudo decir nada y se dejóabrazar fuertemente.

-¡Ay! -exclamó sintiéndose inerte entre losbrazos de su hermano, que parecían de hierro.

Sola no se hacía cargo de nada. Estaba páliday con los labios secos, muy secos. No se dio

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cuenta de que él se sentó en un sofá de paja,que era el principal adorno de la salita; no sedio cuenta de que él, tomándole las manos, lallevó al mismo sofá y la sentó allí como se sien-ta una muñeca; no se dio cuenta tampoco deque Salvador dijo:

-Ya sé que no está D. Benigno; ¡cuánto losiento!

Sola no hacía más que mirarle asombrada,encontrándole grueso, no tan grueso que per-diera su gallardía de otros tiempos; asombradade verle mucho más moreno y curtido que an-tes y con algunas manchas de canas en el cabe-llo.

-¡Me miras las canas! -dijo él-. Estoy viejo,hermana, viejo del todo. A ti te encuentro másguapa, más mujer, más saludable. Ya sé queeres tan buena como antes o más buena aún, sicabe. El marqués de Falfán me ha hablado mu-cho de ti, y me contó tu grave enfermedad. ¡Po-

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brecita! También sé que no has recibido miscartas desde hace dos años, como no las recibióFalfán ni otros amigos míos. Es una traición deBragas, aunque él jura y perjura que no ha reci-bido paquetes míos en mucho tiempo. La últi-ma carta que me escribiste la recibí en Inglate-rra hace dos años. Después, yo escribía, es-cribía, y tú no me contestabas.

Hablaron un rato de aquel singular extravíode cartas, que no podía ser sino pillada de Pi-paón, falaz intermediario; pero como ya el malpasado no tenía remedio, dejaron de hablar deello para ocuparse de cosas más vivas y másinteresantes para uno y otro.

-¡Cuántos años sin verte! -dijo él, mirándolade tan buena gana que bien se conocía el largoayuno que de aquellas vistas habían tenido susojos.

-El marqués de Falfán -repitió ella- que ibaalgunas veces a la tienda de D. Benigno y

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siempre me hablaba de ti, me contó que pasan-do él la frontera cierto día del año 27 te en-contró. Ibas a caballo disfrazado y te habíaspuesto el nombre de Jaime Servet. Este nombrese me quedó tan presente que lo dije muchasveces cuando estaba delirando. Después de estome escribiste desde París. Un día que fuimos aver entrar a la Reina Cristina a casa de Bringas,me dio Pipaón una carta tuya; fue la última.Poco después el marqués de Falfán me dijo quetenía ciertos indicios para creer que habíasmuerto.

Salvador le contó luego a grandes rasgos losprincipales sucesos de su vida en el período deausencia, y le explicó las causas de su venida aEspaña. Lo que más sorprendió a Sola de cuan-to dijo su hermano fue aquel aborrecimiento ala política y al conspirar. Salvador le dijo:

-Cuando el hombre se enamora desde su ni-ñez de ciertas ideas, o sea de lo que llamamosideales... no sé si me entiendes... y se lanza a

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trabajar en ellos, se crea una vida artificial. Lasambiciones, la sed de gloria y el afán de todoslos días la forman. Así pasa el tiempo y así con-sume el hombre las fuerzas de su alma en uncombate con fantasmas. Cuando hay éxito, que-rida hermanita, cuando Dios dispone las cosaspara que determinados hombres en determina-dos países sean instrumento de planes provi-denciales, entonces la vida que he llamado arti-ficial puede dejar de serlo, mudándose en rea-lidad hermosa. Pero cuando no hay éxito,cuando después de mucho desvarío hallamosque todo es quimera, sea por el tiempo, por ellugar o porque realmente no valemos paramaldita de Dios la cosa, resulta uno de estosdos fenómenos: o la desesperación o el recogi-miento y el deseo de la vida vulgar, tranquila,compartida entre los afectos comunes y los de-beres fáciles. Yo he querido optar por lo segun-do, que es más natural. Un poeta hablando deestas cosas dijo: Es como una encina plantada enun vaso, la encina crece y el vaso se rompe. Yo creo

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que en la generalidad de los casos hay que de-cir: El vaso es muy duro y la encina se seca, y estees el caso mío, querida.

Sola dio un suspiro por único comentario.

-La encina se seca -añadió Monsalud-. En míse empezó a secar hace tiempo, y ya quedan enella muy pocas ramas con vida; pero a su som-bra ha nacido un árbol modesto que vivirá másy a falta de laureles dará frutos... Pronto tendrécuarenta años. ¡Si vieras tú qué efecto tan raronos hace el vernos de cerca de esta edad y re-conocer que no hemos vivido nada en tan largajuventud! Porque un hombre puede haber em-prendido muchas cosas, haber estudiado, leídoy haber querido a muchas mujeres, y sin em-bargo encontrarse el mejor día con la triste se-guridad de no ser nada, ni saber nada, ni amara nadie. Pronto empezaré a ser viejo. ¡Qué tristecosa es la vejez sin otros goces que las memo-rias de una juventud alborotada ni más com-pañía que el rastro que dejaron todos aquellos

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fantasmas y figurillas al convertirse en humo!...Se me figura que comprendes esto perfecta-mente... ¿Pero a que no sabes cuál es ahora laaspiración de mi vida?

-Ya me lo has dicho, no ser nada.

-Pues aspiro a ser el vecino tal, de tal calle,de cual pueblo; nada más que un vecino, queri-da. ¿Crees que esto es fácil? Mira que no lo es.La vida errante me fatiga, la vida solitaria meentristece. Para ser vecino de tal calle es precisofijarse y tener compañía que nos ate con cuerdade afectos y deberes. No hay nada que tan dul-cemente abrume al hombre como el peso de untecho propio.

Esta frase, dicha así como sentencia, conmo-vió a Sola hasta lo más profundo de su alma.Por un momento creyó que todo se volvía ne-gro en su alrededor.

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-¿Qué dices a esto? -le preguntó él-. Hace unaño, hallándome en París curado ya de la man-ía del vivir quimérico, y prendado de amorespor la vida posible, por la vida que no temollamar vulgar, te escribí, manifestándote lo quepensaba.

-¡A mí! -exclamó Sola figurándose en el acto,como por inspiración divina, la carta que nohabía recibido, y viéndola toda letra por letra.

-A ti... Ya sé que no la recibiste. Sería precisodesollar vivo a Pipaón. En mi carta te consulta-ba, te pedía consejo. Fue aquel un tiempo enque tú te realzabas a mis ojos de un modo nue-vo y no iba mi pensamiento a ninguna parte sintropezar contigo. Siempre había admirado yotus virtudes, siempre había sentido por ti unafecto entrañable; pero entonces todos los sue-ños de la vida posible venían a mi cerebro co-mo envueltos en ti, quiero decir que todas lasideas de esta nueva existencia y las imágenesde mi reposo y de mi felicidad futura se me

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presentaban como un contorno de tu cara. Estoes concluir por donde otros han empezado, estoes cosa de mozalbetes; pero los que no han sa-bido vivir la vida del corazón cuando niños, laviven cuando viejos, y así...

La miró un rato y viéndola perpleja, él quegustaba de expresar las cosas con prontitud yclaridad, le dijo en un galanteo máximo todo loque tenía que decirle. Sus palabras fueron estas.

-Y así vengo a proponerte que nos casemos.

Sola no estaba ya confusa sino espantada. Semordía un labio y la yema de un dedo. Se losmordía tan bien que a poco más arrojara san-gre. Al mismo tiempo miraba al suelo, temero-sa de mirar a otra parte. Su alma estaba, si espermitido decirlo así, como una grande y sólidatorre que acababa de desplomarse sacudida porterremotos. No acertaba a pensar cosa algunaderechamente, ni a concretar sus ideas paraformar un plan de respuesta. Salvador le tomó

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una mano. Entonces ella, herida de súbito porno sé qué sentimiento, por el pudor, por la dig-nidad tal vez o quizás por el miedo retiró sumano y dijo:

-Soy casada.

-¡Tú!...

-Como si lo fuera. He dado mi palabra.

-En Madrid me dijeron eso, como una sospe-cha. Yo creí que era falso.

-Es cierto -dijo Sola que, recobrándose congran esfuerzo, luchaba con sus lágrimas paraque no salieran-. Si no hubieran ocurrido cier-tos entorpecimientos, ya estaría casada con elmejor de los hombres.

A Salvador tocó entonces el morderse el la-bio y la coyuntura del índice de su mano dere-cha. Sola invocó mentalmente a Dios, tomófuerzas de su valeroso espíritu y de la idea del

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deber que era siempre su confortante más po-deroso, y quiso dominar la situación haciendoel panegírico de su futuro esposo.

-Hay un hombre -dijo-, a quien debo la vida,de quien he sido hija cuando no tenía padre nihermano. Siente por mí un respeto que yo nomerezco y un cariño que no podré pagar concien vidas mías. Cuantos miramientos, cuantasatenciones se puedan tener con una personaamada, ha tenido él para mí. Yo he pedido aDios que me diera algo con que poder pagarbeneficios tan grandes, y Dios ha puesto en micorazón lo que me hacía falta. Ese hombre haquerido tener casas, tierras, criados para que yofuera señora de todo, y él mío por toda la vida.

Salvador miró por la ventana los árboles, ladeliciosa paz y abundancia que todo aquel con-junto rústico expresaba. Sintió el corazón opri-mido de pena y lleno de la noble envidia queinfunde el bien no merecido. En la ventana quefrente a él estaba, un arbolillo agitado por el

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viento tocaba con sus ramas los vidrios. Variasveces durante el curso del diálogo precedente,Salvador había mirado allí creyendo que al-guien llamaba en los vidrios. Ya llegado elmomento de su desengaño, miró la rama yviendo que daba más fuerte, murmuró: «Ya mevoy, ya me voy».

Volviéndose otra vez a Sola, le dijo:

-Me has hablado en un lenguaje que no ad-mite réplica. No debo quejarme, pues he venidotarde, y habiendo tenido el bien en mi manodurante mucho tiempo, lo he soltado para se-guir locamente un camino de aventuras. Peroalgo me disculparán mi desgracia, mi destierroy también mi pobreza, causa de que antes no tepropusiera lo que ahora te propongo. Aquí metienes razonable, con esperanzas de ser rico, y apesar de tales ventajas, más desgraciado y mássolo que antes.

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Animada por el pequeño triunfo que habíaobtenido en su espíritu, Sola quiso ir más allá,quiso hacer un alarde de valentía diciendo a suamigo: ya encontrarás otra con quien casarte; perocuando iba a pronunciar la primera sílaba deesta frase triste no tuvo ánimos para ello y fuevencida por su congoja. No dijo nada.

-Yo quería -dijo Salvador, no desesperanza-do todavía- que meditaras...

Sola que vio un abismo delante de sí, quisohacer lo que vulgarmente se llama cortar por losano.

-No hables de eso... -dijo-. No puede ser...Figúrate que no existo.

Sin darse cuenta de ello le miró con lágri-mas. Pero sobrecogida repentinamente de mie-do, se levantó y corriendo a la ventana se pusoa mirar los morales al través de los vidrios. Allíla infeliz imaginó un engaño o salida ingeniosa

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para justificar su emoción. Volviose a él segurade salir bien de tal empeño.

-¿Sabes por qué lloro? Porque me acuerdode tu pobre madre, que murió en mis brazos,desconsolada por no verte... Dejome un encar-go para ti, un paquetito donde hay una carta yvarias alhajas, encargándome que a nadie lofiara y que te lo diera en tu propia mano. ¡Y yotan tonta que no te lo he dado aún, cuando nodebí hacer otra cosa desde que entraste!... Loque me confió tu madre no se separa nunca demí... Aquí lo tengo y voy a traértelo.

Sin esperar respuesta, Sola subió a su habi-tación y al poco rato puso en manos de Monsa-lud un paquete cuidadosamente cerrado conlacres. Salvador lo abrió con mano trémula. Loprimero que sacó fue una carta, que besó mu-chas veces. En pie al lado de su amigo, que con-tinuaba en el sofá de paja, Sola no podía apartarlos ojos de aquellos interesantes objetos. La

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carta tenía varios pliegos. Salvador pasó la vistarápidamente por ellos antes de leer.

-¡Mira, mira lo que dice aquí! -exclamó seña-lando una línea-. Mi madre me suplica que mecase contigo.

-Te lo suplicaba hace mucho tiempo -dijo So-la disimulando su pena con cierta jocosidadafectada, que si no era propia del momentovenía bien como pantalla.

-Necesito una hora para leer esto -dijo Mon-salud-. ¿Me permites leerlo aquí?

Sola miró a las ventanas y por un momentopareció aturdida. Su corazón atenazado le su-gería clemencia, mientras la dignidad, el debery otros sentimientos muy respetables, pero unpoco lúgubres, como los magistrados que con-denan a muerte con arreglo a la justicia, le or-denaban ser cruel y despiadada con el advene-dizo.

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-Mucho siento decírtelo, hermano -manifestóla joven sonriendo como se sonríe a veces elque van a ajusticiar-, lo siento muchísimo; perova a anochecer. Tú que estás ahora tan razona-ble, me dirás si es conveniente...

-Sí, debo marcharme -replicó Salvador le-vantándose.

-Debes marcharte y no volver... y no volver -afirmó ella marcando muy bien las últimas pa-labras.

-¿Y qué pensaré de ti?

Sola meditó un rato y dijo:

-¡Que me he muerto!

Se apretaron las manos. Sola miraba fijamen-te al suelo. Fue aquella la despedida de menoslances visibles que imaginarse puede. No pasónada, absolutamente nada, porque no puedellamarse acontecimiento el que Doña Sola y

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Monda se acercase a los vidrios de la ventanapara verle salir y que le estuviese mirando has-ta que desapareció entre los olivos, caballero enel más desvencijado cuartago que han vistocuadras toledanas. Ni es tampoco digno demención el fenómeno (que no sabemos si seráóptico o qué será) de que Sola le siguiese vien-do aun después de que las ramas de los olivos yla creciente penumbra de la tarde ocultarancompletamente su persona.

La noche cayó sobre ella como una losa.

Fatigado y displicente, con los hábitos arre-mangados y su gran caña de pescar al hombro,subía el padre Alelí la cuestecilla del olivar. Yaera de noche. Los muchachos acompañaban alfraile, trayendo el uno la cesta, el otro los apare-jos y el pequeño dos ranas grandes y verdes.Esto era lo único que el reino acuático habíaconcedido aquella tarde a la expedición pisca-toria de que era patrón el buen Alelí. Todasnuestras noticias están conformes en que tam-

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poco en las tardes anteriores fueron más prove-chosas la paciencia del fraile y la constancia delos muchachos para convencer a las truchas yotras alimañas del aurífero río de la convenien-cia de tragar el anzuelo; por lo que Alelí volvíade muy mal humor a casa echando pestes con-tra el Tajo y sus riberas.

Todavía distaba de la casa unas cincuentavaras cuando encontró a Sola que lentamentebajaba como si se paseara, saliendo al encuen-tro de las primeras ondas de aire fresco que delos cercanos montes venían. Los niños menoresla conocieron de lejos y volaron hacia ella sa-ludándola con cabriolas y gritos, o colgándosede sus manos para saltar más a gusto.

-¿Usted por aquí a estas horas? -dijo Alelídeteniendo el paso para descansar-. La nocheestá buena y fresquita. ¿Querrá usted creer quetampoco esta tarde nos han dicho las truchasesta boca es mía? Nada, hijita, pasan por losanzuelos y se ríen. Esos animalillos de Dios han

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aprendido mucho desde mis tiempos y ya no sedejan engañar... Hola, hola, ¿no son estas pisa-das de caballo? Por aquí ha pasado un jinete.Dígame usted, ¿ha enviado Benigno algún pro-pio con buenas noticias?

Sola dio un grito terrible, que dejó suspensoy azorado al bondadoso fraile. Fue que Jacobitopuso una de las ranas sobre el cuello de la jo-ven. Sentir aquel contacto viscoso y frío y vercasi al mismo tiempo el salto del animaluchorozándole la cara fueron causa de su miedorepentino; que este modo de asustarse y estamanera de gritar son cosas propias de mujeres.Alelí esgrimió la caña, como un maestro deescuela, y dio dos cañazos al nene.

-¡Tonto, mal criado!

-No, no han venido buenas noticias -dijo So-la temblando.

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Aquella noche cenaron como siempre, enpaz y en gracia de Dios, hablando de Cordero ypronosticando su vuelta para tal o cual día. Lavida feliz de aquella buena gente no se alterótampoco en lo más mínimo en los siguientesdías. Sola estaba triste; pero siempre en supuesto, siempre en su deber, y todas las ocupa-ciones de la casa seguían su marcha regular yordenada. Ninguna cosa faltó de su sitio niningún hecho normal se retrasó de su marcadahora. La reina y señora de la casa, inalterable ensu delicado imperio, lo regía con actitud pas-mosa, cual si ni uno solo de sus pensamientosse distrajese de las faenas domésticas. Interior-mente fortalecía su alma con la conformidad yexteriormente con el trabajo.

Fuera de algunos breves momentos, ni el ob-servador más perspicaz habría notado altera-ción en ella. Estaba como siempre, grave sinsequedad, amable con todos, jovial cuando elcaso lo requería, enojada jamás. Sin embargo,

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cuando Crucita y ella se sentaban a coser, pod-ían oírse en boca de la hermana de D. Benignoobservaciones como esta:

-Pero mujer, está Mosquetín haciéndote cari-cias y ni siquiera le miras.

Sola se reía y acariciaba al perro.

-Hace días que estás no sé cómo...-continuaba el ama de Mosquetín-. Nada, mujer,ya vendrán esos papeles; no te apures, no seastonta. Pues qué, ¿han de estar en la China esoscansados legajos?... ¡Vaya cómo se ponen estasniñas del día cuando les llega el momento decasarse! Todo no puede ser a qué quieres boca.Menos orgullito, señora, que ya que el boba-licón de mi hermano ha querido hacerte su mu-jer, Dios no ha de permitir que este disparate serealice sin que te cueste malos ratos.

Sola se volvía a reír y volvía a acariciar aMosquetín.

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Una mañana, los chicos, que estaban en lahuerta haciendo de las suyas, empezaron a gri-tar: «Padre, padre». D. Benigno llegaba. Entróen la casa sofocado, ceñudo, limpiándose con elpañuelo el copioso sudor de su inflamado ros-tro, y dejándose caer en una silla con muestrasde cansancio, no decía más que esto:

-¡Los papeles!... ¡Los papeles!... ¡D. Felicísi-mo!...

-¿Qué?... ¿Han parecido?... -le preguntó Solacon ansiedad.

-¡Qué han de aparecer!... ¡Barástolis! No haypaciencia para esto, no hay paciencia...

-XXIX-¿Y cómo habían de aparecer, santo Dios, si el

cura de La Bañeza, a consecuencia de una re-yerta con el obispo de la diócesis había hecho la

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gracia de huir del pueblo, después de arrojar aun pozo todos los libros parroquiales? Véaseaquí por dónde la tremenda y sorda lucha queentre el régimen absolutista y el espíritu mo-derno estaba empeñada, había de estorbar lafelicidad de aquel candoroso Don Benigno, que,aunque liberal, en nada se metía.

Era el obispo de León, Sr. Abarca, absolutis-ta furibundo de ideas y aragonés de nacimien-to, con lo que basta para pintarle. De consejeroáulico del Rey y atizador de sus pasiones pasóa la intimidad de D. Carlos y a la dirección delpartido de este, llegando a ser más tarde minis-tro universal de la corte de Oñate. El cura de LaBañeza se diferenciaba de su pastor en lo deliberal, y se le parecía en que era aragonés.Puede suponerse lo que sería una pendenciaclerical y política entre dos aragoneses de sota-na. El obispo tenía, entre otros defectos, el delos modos ásperos, los procedimientos brutalesy las palabras destempladas; el cura, sobre to-

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das estas máculas, tenía la de ser algo máspresbítero de Baco que sacerdote de Cristo.Resistiose el cura a dejar la parroquia (que pre-cisamente estaba a cuatro pasos de la taberna);insistió el obispo, salieron a relucir mil zaran-dajas, canónicas de un lado, liberalescas deotro, y al fin, vencido el subalterno, escapó unanoche antes de que le cayera encima el brazosecular; pero como hombre de ideas filosóficas,pensó que los libros parroquiales, por ser ex-presión de la verdad, debían estar, como laverdad misma, en el fondo de un pozo, y deaquí la pérdida de los tales libros.

De orden de Su Ilustrísima hízose una in-formación en el pueblo para restablecer los li-bros, y al cabo de algunos meses, D. Benignosupo por Carnicero que en la partida de bau-tismo no había ya dificultades. Pero el Demo-nio, que siempre está inventando diabluras,hizo que apareciese nueva contrariedad. Unode los libros del registro de matrimonios se

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había conservado y en el tal libro constaba queuna Soledad Gil de la Cuadra había contraídonupcias en 1823. Indudablemente no era estaSoledad nuestra simpática heroína; pero mien-tras se ponía en claro, ji, ji, (así lo decía D. Fe-licísimo a su cliente Cordero) había de pasaralgún tiempo, siendo quizás preciso llevar elasunto a un tribunal eclesiástico, pues estasdelicadas cosas no son buñuelos, que se hacenen un segundo.

Así, entre obispos y curas aragoneses, pozosllenos de libros, agentes eclesiásticos y torna yvuelve y daca, el héroe de Boteros sufrió elmartirio de Tántalo durante un año largo, pueshasta el verano de 1832 no se allanaron las difi-cultades. Cuando D. Felicísimo escribió a Cor-dero participándole este feliz suceso añadía quesólo faltaba una firma del señor Obispo Abarcapara que todo aquel grandísimo lío terminase.

Durante esta larga espera la familia de Cor-dero continuaba sin novedad en la salud y en

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las costumbres. El invierno lo pasaron en Ma-drid para atender a la educación de los niños ya la tienda, que D. Benigno juró no abandonarmientras el edificio de sus felicidades no fuesecoronado con la gallarda cúpula de su casa-miento. Desde la primavera se trasladaron to-dos a los Cigarrales, acompañados de Alelí quecada día tomaba más afición a la familia y seentretenía en enseñar a Mosquetín a andar endos pies.

Innecesario será decir, pero digámoslo, queD. Benigno, si bien trataba familiarmente a So-la, no traspasó jamás, en aquella larga antesalade las bodas, los límites del decoro y de la dig-nidad. Se estimaba demasiado a sí mismo yamaba a Sola lo bastante para proceder deaquella manera delicada y caballerosa, magnifi-cando su ya magnífica conducta con el méritonuevo de la castidad. Ni siquiera se permitíatutear a su prometida, porque el tuteo, decía,trae insensiblemente libertades peligrosas, y

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porque el decoro del lenguaje es siempre unagarantía del decoro de las acciones.

En este tiempo ocurrió también la dispersiónde algunos personajes muy principales de estahistoria. Salvador se fue a Andalucía dondeencontró abundancia de cuadros y antigüeda-des de mérito. Luego subió por Extremadura aSalamanca, vino a Madrid, en febrero de 1832 aexigir a Carnicero el cumplimiento del pacto, yhabiendo ocurrido ciertas dilaciones, celebra-ron un nuevo pacto-prórroga, que terminó cua-tro meses después con feliz éxito el asunto. Elaventurero vio al fin en sus manos la mitad dela herencia de su tío, gracias a las uñas de D.Felicísimo, que acariciando la otra mitad, des-enmarañó la madeja. Fue Salvador a París en laprimavera para rendir cuentas a Aguado, y enel verano tornó a España y a Madrid para ulti-mar un asunto de vales reales que en la Cortetenía.

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Jenara pasó en Madrid el invierno de 1831 a1832 y en primavera se trasladó a Valencia,volviendo al poco tiempo para instalarse en SanIldefonso. La opinión pública que, tal vez sinmotivo, le tenía mala voluntad, hacía correracerca de su conducta rumores poco favorables,aunque eran de esos que cualquier dama ilustrede aquellos tiempos y de estos y todos lostiempos soporta sin detrimento alguno en ellustre de su casa, antes bien aumentándolo yviéndose cada día más obsequiada y enaltecida.Si en el año anterior fue tildada de aficionarsecon exceso a la oratoria forense y parlamenta-ria, ahora decían de ella que se pirraba por lapoesía lírica, prefiriendo sobre todos los géne-ros el byroniano, o sea de las desesperaciones ylamentos, sin admitir consuelo alguno en estemundo ni en el otro.

Enorme escuadrón de amigos la despidió almarchar a la Granja. Adiós, gentil Angélica,engañadora Circe. No podemos seguirte aún.

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Nos llaman por algún tiempo en Madrid afec-ciones de literatos que nos son más caras quelas propias niñas de nuestros ojos. Y era curiosover cómo se iba encrespando aquel piélago deideas, de temas literarios e imágenes poéticasdel cafetín llamado Parnasillo. Sin duda de allíhabía de salir algo grande. Ya se hablaba mu-cho y con ardor de un drama célebre estrenadoen París el 25 de Febrero de 1830 y que tenía elprivilegio de dividir y enzarzar a todos los in-genios del mundo en atroz contienda. El asun-to, según algunos de los nuestros, no podía sermás disparatado. Un príncipe apócrifo que sehace bandolero, una dama obsequiada por trespretendientes, un viejo prócer enamorado, y unemperador del mundo, son los personajes prin-cipales. Luego hay aquello de que todos cons-piran contra todos y de que pasan cosas históri-cas que la historia no ha tenido el honor de co-nocer jamás. Y hay un pasaje en que el prócerque aborrece al bandido lo salva del empera-dor; y luego el emperador se lleva la muchacha

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y el bandolero se une al prócer; y como uno delos dos está demás porque ambos quieren a laseñorita, el bandolero jura que se matará cuan-do el prócer toque un cierto cuerno que aquel leda en prenda de su palabra; y cuando todo va aacabar en bien porque el emperador ha perdo-nado a chicos y grandes y viene el casorio delos amantes con espléndida fiesta, suena el con-sabido cuerno: el príncipe bandolero se acuerdade que juró matarse, y en efecto se mata.

Si a unos les parece esto el colmo del absur-do, a otros les parece de perlas. Riñen los exal-tados con los retóricos, y en medio de las dispu-tas sale a relucir una palabra que estos profie-ren con desprecio, aquellos con orgullo.¡Románticos!... Aguarde un poco el lector que yavendrán a su tiempo la amarillez del rostro, laslargas y descuidadas melenas, las estrechascasacas. Por ahora el romanticismo no ha pasa-do a las maneras ni al vestido, y se mantienegallardo y majestuoso en la esfera del ideal.

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El drama francés es un monstruo para algu-nos; pero ¡qué aliento de vida, de inspiración,de grandeza en este monstruo, pariente sin du-da de las hidras calderonianas, ante cuyaindómita arrogancia, a veces sublime, salvaje aveces, parecen gatos disecados las esfinges delclasicismo! Contra la frialdad de un arte mori-bundo protesta un arte incendiario; la correc-ción es atropellada por el delirio; las reglas consus gastados cachivaches se hunden para darpaso a la regla única y soberana de la inspira-ción. Se acaba la poesía que proscribe los per-sonajes que no sean reyes, y se proclama laigualdad en el colosal imperio de los protago-nistas. Rómpese como un código irrisorio lajerarquía de las palabras nobles e innobles, y elpueblo con su sencillez y crudeza nativa hablaa las musas de tú. Caen heridos de muerte to-dos los monopolios: ya no hay asuntos privile-giados, y al templo del arte se le abren unaspuertas muy grandes para dar paso a la irrup-ción que se prepara. Se suprimen los títulos

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nobiliarios de ciertas ideas, y se ordena que elMar, por ejemplo, que de antiguo venía me-tiendo bulla y soplándose mucho con los re-tumbantes dictados de Nereo, Neptuno, Tetis,Anfitrite, sea despojado de estos tratamientos yse llame simplemente Fulano de Tal, es decir, elMar. Lo mismo les pasa a la Tierra, al Viento, alRayo.

Mucho podríamos decir sobre esta revolu-ción que tuvimos la gloria de presenciar; perodamos punto aquí porque no es llegada aún lasazón de ella, y sus insignes jefes no eran to-davía más que conspiradores. El café delPríncipe era una logia literaria, donde se elabo-rara entre disputas la gloriosa emancipación dela fantasía, al grito mágico de ¡España por Cal-derón!

El teatro estaba aún solitario y triste; pero yasonaban cerca las espuelas de Don Álvaro. Mar-silla y Manrique estaban más lejos, pero tambiénse sentían sus pisadas, estremeciendo las po-

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dridas tablas de los antiguos corrales. Comen-zaba a invadir los ánimos la fiebre del senti-miento heroico, y las amarguras y melancolíasse ponían de moda.

Las grandes obras de Espronceda no existíanaún, y de él sólo se conocían el Pelayo, la Serena-ta compuesta en Londres y otras composicionesde calidad secundaria. Vivía sin asiento, de-rramando a manos llenas los tesoros de la viday de la inteligencia, llevando sobre sí, como unfardo enojoso que para todo le estorbaba, sugenio potente y su corazón repleto de exaltadosafectos. Unos versos indiscretos le hicieronperder su puesto en la Guardia Real. Fue deste-rrado a la villa de Cuéllar, donde se dedicó aescribir novelas.

Vega había escrito ya composiciones primo-rosas; pero sin entrar aún en aquellas íntimasrelaciones con Talía, que tanto dieron quehablar a la Fama. Bretón había vuelto de Anda-lucía, y con sin igual ingenio explotaba la rica

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hacienda heredada de Moratín. Martínez de laRosa trabajaba oscuramente en Granada. Galle-go estaba a la sazón en Sevilla; Gil y Zárate,perseguido siempre por la inquisitorial censuradel padre Carrillo, había abandonado el teatropor una cátedra de francés. Caballero, Villalta,Revilla, Vedia, Segovia y otros insignes jóvenescultivaban con brío la lírica, la historia y lacrítica.

Al propio tiempo la pintura de la vida real,es decir, del espíritu, lenguaje y modo de lasociedad en que vivimos, era acometida por unjoven artista madrileño para quien esta grandeempresa estaba guardada.

Miradle. No parece tener más de veintiséis oveintisiete años. Es pequeño de cuerpo, usaanteojos y siempre que mira parece que se bur-la. Es, más que un hombre, la observaciónhumanada, uniéndose a la gracia y disimulan-do el aguijoncillo de la curiosidad maleante conel floreo de la discreción. De sus ojos parte un

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rayo de viveza que en un instante explora todala superficie y sin saber cómo se mete hasta elfondo, sacando los corazones a la cara; al mis-mo tiempo parece que se ríe, como dando aentender que no hará daño a nadie en sus di-secciones de vivos.

Este joven a quien estaba destinado el resu-citar en nuestro siglo la muerta y casi olvidadapintura de la realidad de la vida española talcomo la practicó Cervantes, comenzó en 1832su labor fecunda, que había de ser principio yfundamento de una larga escuela de prosistas.Él trajo el cuadro de costumbres, la sátira ame-na, la rica pintura de la vida, elementos de quetoma su sustancia y hechura la novela. Él arrojóen esta gran alquitara, donde bulliciosa hiervenuestra cultura, un género nuevo, despreciadode los clásicos, olvidado de los románticos, y élsolo había de darle su mayor desarrollo y todala perfección posible. Tuvo secuaces, como La-rra, cuya originalidad consiste en la crítica lite-

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raria y la sátira política, siendo en la pintura decostumbres discípulo y continuador de El Cu-rioso Parlante; tuvo imitadores sin cuento y tan-tos, tantos admiradores que en su larga vida losespañoles no han cesado de poner laureles en lafrente de este valeroso soldado de Cervantes.

En 1831 hizo el Manual de Madrid, anuncian-do en él sus dotes literarias y una pasión que lehabía de ocupar toda la vida, la pasión de Ma-drid. En Enero del año siguiente publicó El re-trato en las Cartas Españolas de Carnerero, y trasEl retrato vino sin interrupción esa galería dedeliciosos cuadros matritenses, que servirá, eldía en que la capital de España se pierda, paraencontrarla aunque se meta cien estados bajotierra. ¡Asombroso poder del ingenio! Aquellosrevueltos tiempos en que se decidió la suerte dela nación española han quedado más impresosen nuestra mente por su literatura que por suhistoria; y antes que la Pragmática Sanción, y elCarlismo y la Amnistía y el Auto acordado y la

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Corte de Oñate y el Estatuto, viven en nuestramemoria D. Plácido Cascabelillo, D. PascualBailón Corredera, D. Solícito Ganzúa, D.Homobono Quiñones y otras dignas personasnacidas de la realidad y lanzadas al mundo conel perdurable sello del arte.

En Agosto del mismo año de 1832 principióa salir el Pobrecito Hablador de Larra. De estequisiéramos hablar un poco; pero el insoporta-ble calor nos obliga a salir de Madrid.

Antes de partir haremos una visita a D. Fe-licísimo, en cuya casa hallamos grandísimanovedad, y es que al cabo de muchas dudas yvacilaciones, el insigne Pipaón se decidió a ma-nifestar a Micaelita su propósito de tomarla poresposa, considerando para sí que si buenosdesperfectos tenía, con buenas talegas iban di-simulados. Es opinión admitida por todos loshistoriadores que Micaelita no rezó ningúnPadrenuestro al oír nueva tan lisonjera de loslabios del cortesano de 1815. D. Felicísimo y

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doña Sagrario se regocijaron mucho, pues nopodían soñar mejor partido para aquel pocosolicitado género, que un individuo encamina-do a ser, por sus prendas especiales el Calo-marde de los venideros tiempos.

Nuestra buena suerte quiso que al dar unvistazo al agente de asuntos eclesiásticos hallá-ramos al Sr. de Pipaón, que también se desped-ía. Deleitosa conversación se entabló entre losdos. Cuando el cortesano estrechó entre lossuyos fuertísimos los dedos de corcho del Sr. D.Felicísimo, este exhaló un hipo y dijo:

-Me olvidaba... Querido Pipaón, puesto queva usted inmediatamente para allá, hágame elfavor de llevar esta carta.

Y diciéndolo, el anciano levantó el pie decabrón con ademán que algo tenía de ceremo-nioso y cabalístico, como el mágico que alzacubiletes y descubre signos. El sobre de la cartade que se hizo cargo Pipaón, decía:

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Al Sr. D. Carlos Navarro, en San Ildefonso.

-XXX-En los primeros días del mes de Setiembre,

un viajero llegó a la posada del Segoviano en laGranja, y pidió cuarto y comida, exigencias aque con tanto tesón como desabrimiento senegó el fondista. Era inaudito atrevimiento ve-nir a pedir techo y manteles en una posada quepor su mucha fama y prez estaba llena de genteprincipal desde el sótano a los desvanes. ¡Ahíera nada en gracia de Dios lo de personajes queen la casa había! Cuatro consejeros de Estado,un fiscal de la Rota, un administrador del No-veno y Excusado, dos brigadieres exentos, unpadre prepósito, un definidor y seis cantores deópera sobrellevaban allí con paciencia las in-comodidades de los cuartos y compartían el

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ayuno de las parcas comidas y mermadas ce-nas.

-Perdone por Dios, hermano -dijo a nuestroviajero el implacable dueño del mesón, quereventaba de gordura y orgullo considerando elbuen esquilmo de aquel año, gracias al ansia delos partidos que tanta gente llevaba a San Ilde-fonso.

Y el viajero redoblaba su amabilidad supli-cante, en vista de la negativa venteril. Era tími-do y circunspecto, quizás en demasía paraaquel caso en que tenía que habérselas con laralea de posaderos y fondistas.

-Deme usted un cuchitril cualquiera -dijo-.No estaré sino el tiempo necesario para conse-guir que Su Ilustrísima el Sr. Abarca eche unafirma en cierto documento.

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-¿El Sr. Abarca?... Buena persona... Es muyamigo mío -replicó el ventero-. Pero no puedoalojarle a usted... Como no sea en la cuadra...

Ya se había decidido el atribulado señor aaceptar esta oferta, cuando acertó a pasar D.Juan de Pipaón. El viajero y el cortesano se vie-ron, se saludaron, se abrazaron, y... ¿cómo hab-ía de consentir D. Juan que un tan queridoamigo suyo se albergara entre cuadrúpedosteniendo él, como tenía, en la casa de Pajes, doshermosísimas y holgadas estancias, donde es-taba como garbanzo en olla?

-Venga conmigo el buen Cordero -dijo congenerosa bizarría- que le hospedaré como a unpríncipe. La Granja rebosa de gente. Amigo -añadió, hablándole al oído, cuando ambos mar-chaban hacia la casa de Pajes- el Rey se nosmuere.

-De modo que sobrevendrá...

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-El diluvio universal... Háblase de componerla cosa en familia. Pero vamos, vamos a quedescanse usted.

Cordero dio un suspiro y ambos entraron enla casa. Después de un ligero descanso y deldesayuno consiguiente, Cordero salió a ver losjardines.

¡La Granja! ¿Quién no ha oído hablar de susmaravillosos jardines, de sus risueños paisajes,de la sorprendente arquitectura líquida de susfuentes, de sus laberintos y vergeles?... Versa-lles, Aranjuez, Fontainebleau, Caserta, Schoen-brünn, Potsdam, Windsor, sitios donde se hanlabrado un nido los reyes europeos huyendodel tumulto de las capitales y del roce del pue-blo, podrán igualarle, pero no superan al rin-concito que fundó el primer Borbón para des-cansar del gobierno. Y no hay más remedio queadmirar esta pasmosa obra del despotismo ilus-trado, reconociéndola conforme a la idea que lahizo nacer. El despotismo ilustrado fomentó la

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riqueza en todos los órdenes, desterró abusos,alivió contribuciones, acometió mejoras en biendel pueblo; pero todo lo sometió a una regla-mentación prolija. Hacía el bien como una mer-ced y lo distribuía como se distribuye la sopa alos pobres recogidos en un asilo. Todo había desujetarse a canon y a medida, y la nación, quenada podía hacer por sí, lo recibía todo conarreglo a disciplina de hospital.

El despotismo ilustrado da vida en el ordeneconómico a los Pósitos, a los Bancos privile-giados, a los Gremios; en el orden político crealos pactos de familia, y en el artístico protege elclasicismo. Llega al fin un día en que pone sumano en la Naturaleza, y entonces aparece LeNôtre, el arquitecto de jardines. Este hombresomete la vegetación a la geometría y hace jar-dines con teodolito. A su mando inapelable losárboles ya no pueden nacer libremente dondela tierra, el agua y Dios quisieron que naciesen,y se ponen en filas, como soldados, o en círculo,

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como bailarines. No basta esto para conseguiraquella conformidad disciplinaria que es elmayor gusto del despotismo ilustrado, y sonescogidos los árboles como Federico de Prusiaescoge a sus granaderos. Es preciso que todossean de un tamaño y que las ramas crezcan porreguladas dosis. El hacha se encarga de conver-tir un bosque en alameda, y surgen, como porencanto, esos bellos escuadrones de tilos y esascompañías de olmos que parecen esperar elgrito de un pino para marchar en orden de pa-rada.

El despotismo ilustrado y sus jardineros as-piran a más; aspiran a que la Naturaleza noparezca Naturaleza sino un reino fiel sometidoa la voluntad de su dueño y señor. Las tijeras,que antes sólo eran arma de los sastres, sonahora la primera herramienta de horticultura ycon ella se establece una igualdad de vasallajeque confunde en un solo tamaño al grande y alchico. Es un instrumento de corrección como la

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lima de que tanto hablaban los clásicos, y que afuerza de pulimentar hacía que todos los versosfueran igualmente fastidiosos. La tijera hace delos amorosos mirtos y del espeso boj las barati-jas más graciosas que puede imaginarse. Córta-los en todas las formas, y talla guarniciones,muebles, dibujos, casitas, arcos, escudos, trofe-os. Los jardineros redondean los árboles,dejándoles cual si salieran del torno, y las esbel-tas copas se convierten en pelotas verdes. En elbajo suelo cortan y recortan el césped como secortaría el paño para hacer una casaca, y luegobordan todo esto con flores vivas que ponendonde la topografía ordena. Hacen mil juegos ymosaicos, tapicerías y arabescos. ¡Ay de aquellaflorecilla indisciplinada que se salga de su sitio!La arrancan sin piedad. La lozanía excesivatiene pena de muerte como la libertad entre loshombres.

A un jardín le hacen parecer teatro, plaza,cementerio o cosa semejante. Resulta un lugar

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frío, triste, desabrido, que trae al pensamientolas tragedias en que Alejandro salía vestido deLuis XIV. Es preciso poner algo que animeaquella soledad, algo que se mueva. ¿Quiénserá el juglar de este escenario amanerado?Pues el agua. El agua que es la libertad misma,la independencia, el perpetuo correr y la risa yla alegría del mundo, es sacada de aquellosplácidos arroyos, de aquellas tranquilas lagu-nas, de los agrestes manantiales y sujeta conpresas y trasportada en cañerías, y luego some-tida al martirio inquisitorial de las fuentes quela obligan a saltar y hacer cabriolas de un modoindecoroso. El clasicismo hortícola quiere queen todo jardín haya mucha mitología, faunosgroseros, ninfas muy fastidiosas, dioses pedan-tes, geniecillos mal criados. Pues todos estosindividuos no tienen gracia si no echan un cho-rro de agua, quién por la boca, quién por ánfo-ras y caracoles, aquel por todas las partes de sumusgoso cuerpo, y diosa hay que arroja de sus

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pechos cantidad bastante para abrevar toda lacaballería de un ejército.

En la Granja la fuente de la Fama escupe alcielo un surtidor de 184 pies de altura y el Ca-nastillo traza en el espacio todo un problemageométrico con rayas de agua, mientras Nep-tuno, rigiendo sus caballos pisciformes, eleva alos aires sorprendente arquitectura de moviblecristal que con los juegos de la luz embelesa yfascina. Las fuentes de Pomona, Anfitrite y losDragones también hacen con el agua las presti-digitaciones más originales. Desde la plaza delas Ocho Calles se ven, con sólo girar la mirada,todas las extravagancias de gimnástica y coreo-grafía con que el pobre elemento esclavizadodivierte a reyes y a pueblos. Los atónitos ojosdel espectador dudan si aquello será verdad oserá sueño, inclinándose a veces a creer que esun manicomio de ríos.

Era primer domingo de mes y corrían lasfuentes. Toda la sociedad del Real Sitio estaba

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en los jardines disfrutando de la frescura delambiente y de la perspectiva de los árboles,cosa bellísima aunque académica. Las damas dela corte y las que sin serlo habían ido a verane-ar, los militares de todas graduaciones, los se-ñores y los consejeros, los lechuguinos y porúltimo la gente del pueblo a quien se permitíaentrar aquel día por causa del correr de lasfuentes, formaban un conjunto tan curioso co-mo rico en matices y animación. Por aquí corri-llos de pastoreo cortesano como el que inspiró aWatteau, por allá rusticidades en crudo, máslejos Ariadnas que se quieren perder en laberin-tillos de boj, y por todas las rectas calles gruposque se cruzan, bandadas alegres que van y vie-nen. Como el agua salta risueña de las tazas demármol, así surge la conversación chispeantede los movibles grupos. No se puede entendernada.

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Allá va Pipaón con su amigo. Al pasar oímosque este le dijo: -Y Jenara ¿dónde está? No la hevisto por ninguna parte.

-¿Qué la has de ver, si ha ido a Cuéllar?-replicó el cortesano.

Y perdiéronse entre el gentío elegante. Elvestir ceremonioso era entonces de rúbrica enlos paseos, y no había las libertades que la co-modidad ha introducido después. Entonces niel calor ni el esparcimiento estival eran razonesbastantes para prescindir de la etiqueta, y así lomismo en el Prado de Madrid que en los jardi-nes de San Ildefonso, el hombre culto tenía queencorbatinarse al uso de la época, que era unaelegante parodia de la pena de muerte en ga-rrote vil. ¡Ay de aquel cuya cabeza no se pre-sentara sirviendo de cimiento a un medianotorreón de felpa negra o blanca con pelos comode zalea, ala estrecha y figura cónico-truncadaque daba gloria verlo!

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Las solapas altas, las mangas de pernil, lasapretadas cinturas son accidentes muy conoci-dos para que necesitemos pintarlos. El pañooscuro lo informaba todo, y entonces no habíalas rabicortas americanas de frágil tela, ni lostrajes cómodos, ni sombreros de paja, ni quita-soles.

¿Pues y el vestido y los diversos atavíos delas damas? Entonces el peinarse era peinarse;había arquitectura de cabellos y una peinetasolía tener más importancia que el Congreso deVerona. Para calle las damas retorcían y alza-ban por detrás el pelo sujetándole en la coronacon una peineta que se llamaba de teja, de sofá ode pico de pato, según su forma. ¡Qué cosa tanbonita!, ¿no es verdad? Pues ved ahora por de-lante los rizos batidos, como una fila de peque-ños toneles negros o rubios suspendidos sobrela frente. Esto era monísimo, sobre todo si secompletaba tan lindo artificio con la cadena a laFerronière y broche a la Sévigné sujetando el

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cabello. Esto hacía creer que las señoras lleva-ban el reloj en el moño, de lo que resultaba mu-cho atractivo.

Tentado estoy de describiros el peinado a lajirafa con tres grandes lazos armados sobre uncatafalco de alambre, los cuales lazos aparecíancomo en un trono, rodeados de un servil ejérci-to de rizos huecos.

¡Cielos piadosos, quién pudiera ver ahoraaquellas dulletas de inglesina tan pomposasque parecían sacos, y aquellos abrigos de grostornasol o de casimir Fernaux o tafetán de Flo-rencia, guarnecidos de rulos y trenzas, todo tanpropio y rico que cada señora era un almacénde modas! ¡Quién pudiera ver ahora resucita-dos y puestos en uso aquellos vestidos de in-vierno, altos de talle, escurridos de falda, yguarnecidos de marta o chinchilla! Lo más airo-so de este traje era el gato, o sea un desmedidorollo de piel que las señoras se envolvían en elcuello, dejando caer la punta sobre el pecho, y

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así parecían víctimas de la voracidad de unacruel serpiente.

Pero estas son cosas de invierno, y volvamosa nuestro verano y a nuestros jardines de LaGranja. Todos los que esto lean, convendrán enque no podría darse cosa más bonita que aque-llas mangas de jamón, abultadas por medio deahuecadores de ballena, y con los cuales lasseñoras parecían llevar un globo aerostático encada brazo. ¡Y dicen que entonces no habíamodas elegantes! ¿Pues, y dónde nos dejanaquel talle que por lo alto tocaba el cielo yaquella falda que intentaba seguir el mismocamino, huyendo de los pies, y aquel escoterecto por pecho y espalda que a veces queríabajar al encuentro del talle y que disimulaba suimpudencia con hipocresía de canesús y sofismade tules? Si no fuera porque las damas atavia-das en tal guisa se asemejaban bastante a unaalcazarra, este vestido merecía haberse perpe-tuado. ¡Qué precioso era! Tenía la ventaja de no

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alterar las formas, y entonces el pecho era pe-cho y las caderas caderas.

¡Ay!, entonces también los pies eran pies, esdecir que no había esas falsificaciones de piesque se llaman botinas. Los zapateros no habíanintentado aún enmendar la plana a Dios crean-do extremidades convencionales al cuerpohumano. ¿Y qué cosa más bonita que aquellasgalgas y aquel cruzado de cintas por la piernaarriba hasta perderse donde la vista no podíapenetrar? La suela casi plana, el tacón modera-do, el empeine muy bajo, eran indudablementela última parodia de aquellas sandalias queusaban las heroínas antiguas y que servían paralo que no sirve ningún zapato moderno, paraandar.

Ni que me maten dejaré de hablar de lasmantillas, las cuales entonces eran a propósitopara echar abajo la teoría de que esta prenda nosirve para nada. Entonces las mantillas eranmantillas; como que había unas que se llama-

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ban de toalla, y esto pinta su longitud. Aquellasmantillas tapaban y tenían infinito número depliegues, cuya disposición y gobierno someti-dos a la mano de la mujer que la llevaba, erancasi un lenguaje. La toquilla de ahora es unadorno, la mantilla de entonces era la personamisma. Las toquillas de hoy se llevan; las manti-llas de entonces se ponían. Los pliegues relum-brones de su raso interior, el brillo severo de suterciopelo, la niebla negra de sus encajes,hechura fantástica de hilos tejidos por moscas,y la pasamanería de sus guarniciones reuníanen derredor de una cara hermosa no sé quemisterioso cortejo de geniecillos, que ora pa-recían serios ora risueños y a su modo expresa-ban el pudor y la provocación, la reserva o eldesenfado. El ideal se hizo trapo, y se llamómantilla.

En cambio de otras ventajas que el vestirmoderno lleva al antiguo, aquellos tenían la dela variedad de tonos. Entonces los colores eran

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colores, y no como ogaño variantes del gris, delcanelo y de los tintes metálicos. Entonces lagente se vestía de verde, de colorado, de amari-llo, y los jardines de la Granja vistos a lo lejos,eran un prado de pintadas florecillas. El alepín,la cúbica, el tafetán de la reina, el muaré antic,las sargas, la inglesina, el cotepali ofrecían va-riedad de bultos y colores. Los parisienses queen esto de hacer modas se pintan solos y cuan-do no pueden inventar formas y colores nuevosles dan nombres extraños, habían lanzado almundo el color jirafa, el pasa de corinto, el nomenos gracioso La Vallière, el azul Cristina; perolos que verdaderamente merecen un puesto enla historia son el color ayes de Polonia y el humode Marengo.

El cuadro de interés indumentario con fon-dos de verdor académico que hemos trazadocarece aún de ciertos tonos fuertes, que echaráde menos todo el que hubiera contemplado eloriginal. Con el pincel gordo apuntaremos en

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los primeros términos algunas manchas de en-carnado rabioso, amarillo y pardo que son laspintorescas sayas de las mujeres del campovenidas de los inmediatos pueblos. La elegan-cia de estos trajes se pierde en la oscuridad delos tiempos, y a nuestro siglo sólo ha llegadouna especie de alcachofa de burdos refajos, de-ntro de la cual el cuerpo femenino no parece talcuerpo, sino una peonza que da vueltas sobrelos pies, mientras los hombres, (aquí es precisovolcar sobre el cuadro toda la pintura negra)fatigados y oprimidos dentro de las enjutaschaquetas y los ahogados pantalones y las me-dias de punto, parecen saltamontes puestos depie, guardando la cabeza bajo anchísimo quesonegro.

El pincel más amanerado nos servirá paraapuntar, oscilando sobre esta multitud de cabe-zas, como las llamas de Pentecostés, los pom-pones de los militares; y si hubiera tiempo ylienzo, pondríamos en último término, con tin-

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tas graciosas, un zaguanete de alabarderos,que, semejante a un ejército de zarzuela, pasapor el jardín precedido de su música de tambory pífanos. Lejos, más lejos aún que la vaporosaproyección del agua en el aire, ponemos la fa-chada del palacio, rectilínea, clásica, de formasdiscretas y limadas como los versos de una oda.¡Ay!, en el momento en que le contemplamos,gran gentío de cortesanos, militares y persona-jes de todas las categorías entra y sale por lastres grandes puertas del centro con afán y ofi-ciosidad. De pronto el murmullo alegre de lasfuentes cesa, y todas dejan de correr. El aguavacila en los aires, los chorros se truncan, sedesmayan, descienden, caen, como castillosfantásticos deshechos por la luz de la razón, yen estanques y tazones se extingue el últimosilbido de los surtidores, que vuelven a escon-derse en sus misteriosas cañerías. En los jardi-nes reina un estupor lúgubre; la gente se para,pregunta, contesta, murmura, y de boca en bo-ca van pasando como chispazos de pólvora

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fugaz estas palabras: «El Rey se muere, el Reyse muere».

Las puertas del palacio se abren de par enpar. Entremos.

-XXXI--Se ha fijado la gota en el pecho...

-Así parece.

-Peligro inminente... ¡muerte!

-El Señor lo dispone así...

El que tal dijo (y lo dijo con el aplomo delque está en los secretos de Dios y mantienerelaciones absolutamente familiares con Él) eraun anciano corpulento, recio y hasta majestuo-so, vestido de luengas ropas moradas. Parecíala efigie de un santo doctor bajado de los alta-res, y así sus palabras tenían una autoridad

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semi-divina. Hablaba dogmáticamente y noadmitía réplica. Era obispo y aragonés.

Su interlocutor vestía también ropas talarespero negras, sin adorno alguno ni preciadasinsignias. No parecía tener más de treinta ycinco años y se distinguía por su hermosuracomo el obispo de León por su apostólica ma-jestad. Era el Padre Carranza, prepósito de losJesuitas, hombre listo si los hay, y además decara bonita, calidad que avaloraba su extraor-dinaria elocuencia, de tal modo que cuandosubía al púlpito parecía un ángel con sotana,celestial mensajero para proclamar con encan-tadora voz lo pecadores que somos. Por su elo-cuencia y talento, (no por otras de sus eminen-tes cualidades, como la malignidad ha dichoalguna vez) ganó en absoluto la confianza dedoña Francisca, a quien conoceremos en segui-da.

-Diga usted a Sus Altezas que Su Majestadme ha llamado para pedirme consejo en estas

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críticas circunstancias. En este momento SuExcelencia el Sr. Calomarde está en la cámarade Su Majestad, el cual... Dios lo quiere así...continúa en malísimo estado, en deplorableestado... Cúmplase la voluntad del Altísimo.

Esto se decía en lujosa antecámara de esasque abundan en nuestros palacios reales y queen su ornato y mueblaje ofrecían mezcla confu-sa del estilo Luis XV y del gusto neo-clásicopuesto en moda por el imperio francés. La tapi-cería era rica y graciosa; el piso, cubierto definísimo junco, daba carácter español al recinto,y por el techo corrían entre nubecillas semejan-tes a espuma de huevo batido, varias ninfas a loBayeu que parecían representaciones de la re-tórica de Hermosilla y de la poesía Moratinia-na, según las baratijas simbólicas que cada unallevaba en la mano para dar a conocer su em-pleo en el vasto reino del ideal. La luz quealumbraba la pieza era escasa y apenas se dis-tinguía un Carlos IV en traje de caza que en la

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pared principal estaba, escopeta en mano, labondadosa boca contraída por la sonrisa, y conla vista un poco extraviada hacia el techo, cualsi intentara dar un susto a las ninfas que por élse paseaban tranquilas sin meterse con nadie.

La hermosa figura del obispo y el elegantecuerpo negro del jesuita concordaban admira-blemente con aquel fondo o decoración palati-na. Ambos dijeron algunas palabras precipita-das que no pudimos oír y salieron a prisa pordistintas puertas. Seguiremos al jesuita guapo,quien rápidamente nos llevó a otra monumen-tal y vistosa sala donde salieron a recibirle dosdamas más notables por su rango que por subelleza. Eran la infanta doña Francisca y laprincesa de Beira, brasileñas y ambiciosas. Laprimera habría sido hermosa si no afeara susfacciones el tinte rojizo, comúnmente llamadocolor de hígado. La segunda llamaba la aten-ción por su arremangada nariz, su boca frunci-da, su entrecejo displicente, rasgos de los cuales

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resultaba un conjunto orgulloso y nada simpá-tico, como emblema del despotismo degenera-do que se usaba por aquellos tiempos.

El padre Carranza les habló con nerviosaprecipitación, y ellas le oyeron con la compla-cencia, mejor dicho, con la fe que el buen padreCarranza les inspiraba, y en el ardiente y viví-simo coloquio, semejante a un secreto de confe-sonario, se destacaban estas frases: «Dios lodispone así... veremos lo que resulta de eseconsejo... ¿y qué hará esa pobre Cristina?».

Los tres pasaron luego a la pieza inmediata,sólo ocupada en aquel momento por un hom-bre, en el cual conviene que nos fijemos por serde estos individuos que, aun careciendo detodo mérito personal y también de maldades yvicios, dejan a su paso por el mundo más me-moria y un rastro mayor que todos los virtuo-sos y los malvados todos de una generación.Estaba sentado, apoyado el codo en el pupitre yla mejilla en la palma de la mano, serio, medi-

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tabundo, parecido por causa del lugar y lascircunstancias a un grande emperador de cuyosplanes y designios depende la suerte de toda latierra. Y la de España dependía entonces deaquel hombre extraordinariamente pequeñopara colocado en las alturas de la monarquía.Tenía todas las cualidades de un buen padre defamilia y de un honrado vecino de cualquiervilla o aldea; pero ni una sola de las que sonnecesarias al oficio de Rey verdadero. Siendo,como era, rey de pretensiones, y por lo tantobatallador, su nulidad se manifestaba más, y nohubo momento en su vida, desde que empezóla reclamación armada de sus derechos, en queaquella nulidad no saliese a relucir, ya en lopolítico, ya en lo marcial. Era un genio negati-vo, o hablando familiarmente, no valía paramaldita de Dios la cosa.

Su Alteza se parecía poco al Rey Fernando.Su mirada turbia y sin brillo no anunciaba, co-mo en este, pasiones violentas, sino la tranqui-

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lidad del hombre pasivo, cuyo destino es serjuguete de los acontecimientos. Era su cara deesas que no tienen el don de hacer amigos, y sino fuera por los derechos que llevaba en sí co-mo un prestigio indiscutible emanado del Cie-lo, no habrían sido muchos los secuaces deaquel hombre frío de rostro, de mirar, de pala-bra, de afectos y de deseos, como no fuera elvehemente prurito de reinar. Su boca era gran-de y menos fea que la de Fernando, pues sulabio no iba tan afuera; pero el gran desarrollode su mandíbula inferior, alargando considera-blemente su cara, le hacía desmerecer mucho.El tipo austriaco se revelaba en él más que elborbónico, y bajo sus facciones reales se veíapasar confusa la fisonomía de aquel espectroque se llamó Carlos II el Hechizado. A pesardel lejano parentesco, la quijada era la misma,sólo que tenía más carne.

Cuando entraron las infantas D. Carlos le-vantó los ojos de su pupitre, miró con tristeza a

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las damas y después a un cuadro que frente a élestaba y era la imagen de la Purísima Concep-ción. El Soberano de los apostólicos dio un sus-piro como los que daba D. Quijote en la presen-cia ideal de Dulcinea del Toboso, y luego sequedó mirando un rato a la pintura cual simentalmente rezara.

-Francisquita -dijo al concluir-, no me traigasrecados, como no sean para darme cuenta de laenfermedad de mi adorado hermano. No quie-ro intrigas palaciegas, ni menos conspiracionespara sublevar tropa, paisanos o voluntariosrealistas. Mis derechos son claros y vienen deDios: no necesitan más que su propia fuerzadivina para triunfar, y aquí están de más lasespadas y bayonetas. No se ha de derramarsangre por mí, ni es necesario tampoco. Yo noconquisto, tomo lo mío de manos de Altísimoque me lo ha de dar. Esa, esa augusta señora -añadió señalando el cuadro-, es la patrona demi causa y la generalísima de nuestros ejércitos:

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ella nos dará todo hecho sin necesidad de intri-gas, ni de sangre, ni de conspiraciones y atrope-llos.

Doña Francisca miró a la imagen bendita, yaunque era, como su ilustre esposo, mujer demucha devoción, no parecía fiar mucho, enaquellos momentos, de la excelsa patrona ygeneralísima. La de Beira fue la primera quetomó la palabra para decir a Su Alteza:

-Carlitos, no podemos estar mano sobre ma-no ni esperar los acontecimientos con esa santacalma tuya, cuando se van a decidir las cosasmás graves. Nosotras no intrigamos, lo quehacemos es apercibirnos para cortar las intrigasque se traman contra ti, legítimo heredero deltrono, y contra nosotras. No conspiramos; peroestamos a la mira de la conspiración asquerosade los liberales, que ahora se llamarán cristinos,para burlar tus derechos, emanados de Dios, yalterar la ley sagrada de la sucesión a la corona.En este momento, Cristina, por encargo del

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Rey, llama a Consejo al ministro Calomarde, alobispo de León y al conde de la Alcudia. ¿Sabespara qué?

-¿Para qué?

-Para proponer un arreglo, una componenda-dijo prontamente Doña Francisca, no menosiracunda que su hermana-. Pronto lo sabremos.Esa pobre Cristina apelará a todos los mediospara embrollar las cosas y ganar tiempo, hastaque se desencadenen las furias de la revolución,que es su esperanza.

-¡Un arreglo!... -dijo D. Carlos con entereza-.¿Con quién y de qué? Entre los derechos legí-timos, sagrados y la usurpación ilegal no puedehaber arreglo posible.

Dijo esto con tanto aplomo que parecía unsabio. Después miró a la Virgen como para te-ner la satisfacción de ver que ella opinaba lomismo.

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-Basta de cuestiones políticas -dijo Su Altezavolviendo a tomar una actitud tranquila-. ¿Si-gue Fernando más aliviado del paroxismo deesta tarde?

-Hasta ahora no hay síntomas de que se re-pita...

-Pero puede suceder que de un momento aotro...

-¡Pobre Fernando! -exclamó D. Carlos dandoun gran suspiro y apoyando la barba en el pe-cho. Incapaz de fingimiento y de mentira, laapariencia tétrica del Infante era fiel expresiónde la vivísima pena que sentía. Amaba entra-ñablemente a su hermano. Para que todo fueraen desventaja de los españoles, Dios quiso queestos se dividieran en bandos de aborrecimien-to, mientras los hermanos que ocasionaron tan-tos desastres vivieron siempre enlazados por elafecto más leal y cariñoso.

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Poco más de lo transcrito hablaron el Infantey las dos damas, porque empezó a reunirse lacamarilla en el salón inmediato, y Doña Fran-cisca y su hermana abandonaron a Don Carlospara recibir a los aduladores, pretendientes ycofrades reverendos de aquella cortesana intri-ga. En poco tiempo llenose la cámara de perso-najes diversos, el conde de Negri, el padre Ca-rranza, el embajador de Nápoles, vendido se-cretamente a los apostólicos desde mucho an-tes, y D. Juan de Pipaón, que según todas lasapariencias, representaba en el seno de la co-munidad apostólica a Calomarde. Luego apare-cieron el obispo de León y el conde de la Alcu-dia, y entonces la cámara fue un hervidero depreguntas y comentarios. Vanidad, servilismo,adulación, los rostros pálidos, las palabras an-siosas, el respeto olvidado, el rencor no satisfe-cho, la esperanza cohibida por el temor... todoesto había bajo aquel techo habitado por sosasninfas, entre aquellos tapices representando

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borracheras a lo Teniers, remilgadas pastoras ocabriolas de sátiros en los jardines de Helicona.

-Una proposición inaudita, señores -dijo elreverendo obispo con fiereza-. Veremos lo queopina el Señor. Ahí es nada... Quieren que du-rante la enfermedad del Rey se encargue delgobierno doña Cristina, y que el SerenísimoSeñor Infante sea... su consejero.

Una exclamación de horror acogió estas pa-labras. La princesa de Beira casi lloraba de ra-bia, y a la orgullosa Doña Francisca le tembla-ban los labios y no podía hablar.

-Es una desvergüenza -se atrevió a decir Pi-paón, que siempre quería dejar atrás a todos enla expresión extremada del entusiasmo apostó-lico.

-Es una jugarreta napolitana -indicó Negri,que en estas ocasiones gustaba de decir algoque hiciera reír.

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-Es burlarse de los designios del Altísimo-afirmó Abarca, atento siempre a entrometer laDivinidad en aquellas danzas.

-Es simplemente una tontería -dijo el de Al-cudia-. Veamos la opinión de Su Alteza.

El ministro y el obispo pasaron a ver a D.Carlos, que hasta entonces tenía la digna cos-tumbre de huir de los conventículos donde seventilaban entre aspavientos y lamentacioneslos intereses de su causa, y al poco rato salieronradiantes de gozo. Su Alteza había contestadocon enérgica negativa a la proposición de lamadre de Isabelita; que de este modo solían allínombrar a la Reina Cristina.

Entonce los cortesanos corrieron del cuartodel Infante a la cámara real, donde, en vista dela denegación, se buscaban nuevas fórmulaspara llegar al deseado arreglo. Hora y mediapasó en ansiedades y locas impaciencias. LaReina y los ministros conferenciaban en la ante-

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cámara del Rey. En la alcoba de este nadiepodía penetrar, a excepción de Cristina, losmédicos y los ayudas de cámara de Su Majes-tad. El Infante no salía del rincón de su cuarto,en que parecía estar recogido como un cenobitaque hace penitencia; pero la bulliciosa Infanta,la implacable princesa de Beira, su hijo D. Se-bastián y la mujer de este no se daban punto dereposo, inquiriendo, atisbando, en medio delvertiginoso ciclón de cortesanos que iba y veníay volteaba con mareante susurro.

Al fin aparecieron el obispo y el conde de laAlcudia, trayendo las nuevas proposiciones dearreglo. ¿Cuáles eran? «¡Una regencia com-puesta de Cristina y D. Carlos, con tal que esteempeñase solemnemente su palabra de no aten-tar a los derechos de la Princesa Isabel!». Tal erala proposición que a unos parecía absurda, aotros insolente, a los más ridícula. Hubo excla-maciones, monosílabos de desprecio y amargasrisas. «¡Los derechos de Isabelita!». Esta idea

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ponía fuera de sí a la enfática y siempre hin-chada princesa de Beira.

¿Y quién sabrá pintar la escena del cuarto deD. Carlos, cuando el obispo y el ministro le co-municaron la última proposición de los Reyes?Por todos los santos se puede jurar que el quetal escena vio no la olvidará aunque mil añosviva. Nosotros que la vimos la tenemos presen-te lo mismo que si hubiera pasado ayer, ¿perocómo acertar a pintarla? Es tan rica de maticesy al propio tiempo tan sencilla que es fácil seeche a perder al pasar por las manos del arte.¡Pasó allí tan poca cosa y fue de tanta trascen-dencia lo que allí pasó!... No hubo ruido; peroen el silencio grave de aquella sala se engendra-ron las mayores tempestades españolas delsiglo.

Al ver entrar al obispo y al ministro, segui-dos de las infantas, D. Sebastián y el agraciadí-simo Padre Carranza, D. Carlos se levantó so-lemnemente. Era hombre que sabía dar a cier-

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tos actos una majestad severa que contrastabacon su llaneza en la vida privada. Mientras Al-cudia leía el borrador del decreto en que se es-tablecía la doble regencia, la princesa de Beiraestaba lívida y Doña Francisca mordía las pun-tas del pañuelo. Ambas hermanas vestían mo-destamente. ¿Quién olvidará sus talles altos,sus ampulosos senos, sus peinados de tres lazosy sus pañoletas de colores? Estaban como dosestatuas de la ambición doméstico-palatina,erigidas en el centro del arco que formaba lacomisión de príncipes y magnates. Mirabanansiosas a D. Carlos cual si temieran que elgrande amor que al Rey tenía venciera su ente-reza en aquel crítico instante, haciéndole incu-rrir en una debilidad que se confundiría con labajeza.

D. Carlos no tenía talento ni ambición, perotenía fe, una fe tan grande en sus derechos queestos y los Santos Evangelios venían a ser paraSu Alteza Serenísima una misma cosa. Esta fe

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que en lo moral producía en él la honradez máspura, y en los actos políticos una terquedadlamentable, fue lo que en tal momento salvó lacausa apostólica, llenando de júbilo los corazo-nes de aquellos señorones codiciosos y levan-tiscas princesas. Mientras duró la lectura, D.Carlos no quitó los ojos del cuadro de la Purí-sima, a quien sería mejor llamar Capitana porlas prerrogativas militares que el príncipe lehabía dado. Después hubo una pausa silencio-sa, durante la cual no se oyó más que el rumor-cillo del papel al ser doblado por el conde de laAlcudia. Las infantas miraban a los labios de D.Carlos y D. Carlos se puso pálido, alzó la frentemás ancha que hermosa, y tosió ligeramente.Parecía que iba a decir las cosas más estupen-das de que es capaz la palabra humana, o adictar leyes al mundo como su homónimo el deGante las dictaba desde un rincón del alcázarde Toledo. Con voz campanuda dijo así:

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-No ambiciono ser rey; antes por el contrariodesearía librarme de carga tan pesada que re-conozco superior a mis fuerzas... pero...

Aquí se detuvo buscando la frase. DoñaFrancisca estuvo a punto de desmayarse y la deBeira echaba fuego por sus ojos.

-Pero Dios -añadió D. Carlos- que me ha co-locado en esta posición me guiará en este vallede lágrimas... Dios me permitirá cumplir tanalta empresa.

Aún no se sabía qué empresa era aquellaque Dios, protector decidido de la causa, toma-ba a su cargo en este valle de lágrimas. El condede la Alcudia que a pesar de estar secretamenteafiliado al partido de D. Carlos, quería cumplirla misión que le había dado el Rey, dijo algunaspalabras en pro de la avenencia. Pero entoncesdon Carlos, como si recibiera una inspiracióndel Cielo, habló con facilidad y energía en estostérminos, que son exactos y textuales:

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-«No estoy engañado, no, pues sé muy bienque si yo por cualquier motivo, cediese estacorona a quien no tiene derecho a ella, me to-maría Dios estrechísima cuenta en el otro mun-do y mi confesor en este no me lo perdonaría; yesta cuenta sería aún más estrecha perjudican-do yo a tantos otros y siendo yo causa de todolo que resultare; por tanto no hay que cansarse,pues no mudo de parecer».

Dijo y se sentó cansado. Las infantas dejarona sus abanicos la expresión del orgullo y satis-facción que sentían por aquellas cristianísimaspalabras. ¿Qué cosa más admirable que unpríncipe decidido a reinar sobre nosotros, nopor ambición, no por deseo de aplicar al Go-bierno un entendimiento que se siente podero-so, sino por cristianismo puro, por temor deDios y por miedo al Infierno? En aquel brevediscurso nos explicó Su Alteza Serenísima laclave de sus ideas y de su modo de hacer laguerra y de gobernar. No era ambicioso ni con-

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quistador, sino una especie de cruzado de laTierra Santa de sus derechos. Según él, Diosestaba profundamente interesado en aquel ne-gocio, y tanto, que no se sabe lo que habría pa-sado en los reinos celestiales si al buen Infantele da la mala tentación de dejar reinar a Isabeli-ta. Es sabido que estas contiendas de familia semiran allá arriba como cosa de casa. Bien ente-rado estaba de todo el confesor de Su Alteza,que así le había pintado la imposibilidad de sermodesto y la urgente precisión de ceñirse lacorona por estar así acordado allí donde sehacen y deshacen los imperios. ¿Y cómo se ibaa atrever el pobre D. Carlos a confesar en eltemeroso tribunal de la penitencia el horribledelito de no querer ser Rey? ¿Y además no es-taba de por medio la infeliz España a quienDios no podía abandonar? ¿Y qué era el prínci-pe más que el instrumento de Dios, protectordecidido en todos tiempos de nuestra nacióncon preferencia a todas las demás que ocupanla interesante Europa, la América lozana, la

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negra África y el Asia opulenta? ¡Instrumentode la Providencia! Esto y no otra cosa era D.Carlos, y bien lo comprendía así el bueno, elevangélico, el seráfico obispo de León, cuandoal salir de la cámara del Infante se abrió pasoentre la multitud de cortesanos, diciendo conentusiasmo:

-¡Paso al partido del Altísimo!

Olvidábamos decir que D. Carlos, luego quedio aquella respuesta digna de un arcángel,encargado de defender una plaza del Cielo si-tiada por los pícaros demonios, habló un ratocon sus amigos y con su esposa y cuñada, repi-tiéndoles lo que ya les había dicho muchas ve-ces, a saber: que se negaba resueltamente a ape-lar a las armas, que desaprobaba todas lasconspiraciones fraguadas en su nombre y quese le enterase cada poco rato del estado de lasalud del Rey.

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Luego se encerró en su oratorio donde rezógran parte de la noche, pidiendo a Dios, su su-perior jerárquico, y a la Limpia y Pura, su gene-rala en jefe, que salvaran la vida de su amadohermano Fernando. Tal era, ni más ni menos,aquel D. Carlos que en España ha llenado elsiglo con su nombre lúgubre, monstruo de can-dor y de fanatismo, de honradez y de ineptitud.

-XXXII-Todos los manipuladores de aquella intriga

se agitaban mucho, pero ninguno como Pipaón,el correveidile de Calomarde, el que tan prontollevaba un recado al embajador de Nápoles,caballero Antonini, como un papelito al PadreCarranza para que lo diera a las infantas.Cuando el barullo cesó en los salones y empezóa reinar un poco de sosiego, el bueno de Bragasretirose con Calomarde y Carranza a una piezalejana donde estuvieron charlando acalorada-

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mente y revolviendo papeles y haciendo núme-ros hasta por la mañana. Cuando amaneciótenía la augusta cabeza tan caldeada por el her-vir de ideas y proyectos que en aquella cavidadbullían, que juzgó prudente no acostarse y salira los jardines para dar algunas vueltas. Largorato estuvo recorriendo alamedas y bosqueci-llos de tallado mirto, pero sin parar mientes enla hermosura de la Naturaleza en tal hora, por-que su ambición ocupaba al cortesano todas laspotencias y sentidos. Así la deliciosa frescurade la mañana, el despertar de los pajarillos, laquietud soñolienta de la atmósfera, la gala delas flores humedecidas por el rocío, eran paraaquel infeliz esclavo de las pasiones, comopáginas de un idioma desconocido, del cual nocomprendía ni una letra ni un rasgo. Ciego paratodo menos para su loco apetito no veía sino lacartera ministerial, el sueldazo, las obvencio-nes, las veneras, el título de nobleza y todo lodemás que del próximo triunfo de los apostóli-cos podía obtener.

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Junto a la fuente de Pomona tropezó con D.Benigno Cordero, que volvía de su paseo mati-nal. Era hombre que madrugaba como los pája-ros y daba paseos de leguas antes del desayu-no. Aquella mañana el héroe estaba tan medi-tabundo como Pipaón; pero por diferentes mo-tivos.

-No he dormido en toda la noche, señor DonBenigno -dijo el cortesano con énfasis-. Hemostrabajado para evitar derramamiento de sangre.El Rey se nos muere hoy: no llegará a la noche.¡España por D. Carlos!

-Yo tampoco he dormido, pero no me desve-lan a mí esas trapisondas palaciegas, no -repusoel héroe melancólicamente-. Barástolis, rebarás-tolis... ¡pensar que hasta ahora no he podidoconseguir de ese intrigante la cosa más fácil ysencilla que se puede pedir a un obispo!... ¡unafirma, una, D. Juan, una firma! He prometidouna gran cesta de albaricoques, amén de otrascosas, al familiar de Su Ilustrísima y... ni por

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esas... Su Ilustrísima no se puede ocupar de eso,Su Ilustrísima se debe al Rey y al Estado y al...¿En qué país vivimos? ¿Pues así se tratan losintereses más respetables? ¿Es esto ser obis-po?... ¡Le digo a usted, amigo D. Juan, que es-toy de obispos hasta la corona!... ¿Qué es lo quepido? Una firma, nada más que una firma endocumento corriente, informado y vuelto ainformar, y que ha pasado por más manos quemoneda vieja... ¡Oh!, malhadada España. ¡Yestos hombres hablan de regenerarte!

¡Una firma, nada más que una firma! Indu-dablemente el revoltoso obispo debía ser ahor-cado. Pipaón consoló a su amigo lo mejor quepudo prometiéndole recomendar el caso a SuIlustrísima, y conseguirle si triunfaban losapostólicos, no una firma, sino cuatro o cincodocenas de ellas.

Cuatro o cinco docenas de Barástolis echódespués de su boca D. Benigno, y juntos él yBragas se dirigieron hacia la casa de Pajes.

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-Si estuviera aquí Jenarita -decía Cordero-,ella con su irresistible poder haría firmar a esecondenado.

Pipaón se acostó; pero llamado a poco ratopor Su Excelencia, tuvo que dejar el blandosueño para acudir a los cónclaves que se prepa-raban para aquel día. El inconsolable y abu-rridísimo Cordero, luego que se desayunó, vol-vió a los jardines, único punto donde hallabaalgún esparcimiento en su tristeza, y no habíallegado aún a la fuente de la Fama, cuando topócon Salvador Monsalud que de palacio veníacabizbajo y de malísimo humor. El día anteriorse habían visto y saludado un momento comoamigos antiguos que eran desde las trapisondasde la Milicia nacional del año 22, memorablepor la hazaña del nunca bastante célebre arcode Boteros. D. Benigno se alegró de verle, portener alguien con quien hablar en aquella deso-lada corte, tan llena de interés para otros y paraél más triste y solitaria que un desierto. De ma-

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nos a boca Monsalud le habló de Sola, del ca-samiento, y tales elogios hizo de ella y con tan-to calor la nombró, que Cordero sintió inexpli-cables inquietudes en su alma generosa. Nosabía por qué le era desagradable la persona yla amistad de aquel hombre, protector y amigode su futura en otro tiempo, y luego nombradoen sueños por ella. Recordó claramente cuántriste se ponía Sola si le faltaban cartas de él, ycuánto se alegraba al recibir noticias suyas; pe-ro al mismo tiempo le consoló el recuerdo de laperfecta sinceridad, signo de pureza de con-ciencia, con que Sola le supo referir su entrevis-ta con Salvador en los Cigarrales, mientrasCordero estaba en Madrid ocupado de los nun-ca bastante vituperados papeles. Recordó mu-chas cosas, unas que le agitaban, otras que cal-maban su inquietud, y por último la fe ciegaque tenía en el afecto puro y sencillo de la queiba a ser su señora le confortaba singularmente.

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No obstante, quiso evitar la compañía deaquel hombre, y ya preparaba la conversaciónpara buscar un pretexto de ausencia, cuandoSalvador dijo:

-Reniego de esta cansada y revoltosa corte.Aquí estoy hace seis días atado por una preten-sión fácil y sencilla, y aunque tengo relacionesen palacio, nada puedo conseguir. A usted nole sorprenderá el saber que lo que pretendo noes más que una firma, nada más que una firmaen documento corriente. Pero el señor Calo-marde que para daño eterno de nuestro país,sigue sin reventar todavía, no se ha decididoaún a tomar la pluma. ¡Y de que la tome y ru-brique dependen mi fortuna y mi porvenir!

-Nuestra cuita es la misma -exclamó DonBenigno sintiéndose consolado con la desgraciaajena-. Yo también me aburro y me desespero yme quemo la sangre sólo por una firma.

-¡Qué ministros!

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-Están intrigando para arrancar al Rey uncodicilo que dé la corona a D. Carlos.

-¡Qué menguados hombres!... ¡Que una na-ción esté en tales manos...!

-Y según los vientos que corren, barástolis,lo estará para in eternum. La consigna de esagente es que el Rey se muere hoy. Parece quehan sobornado al Altísimo.

-Es gracioso.

-Ya tratan a D. Carlos de Majestad.

-Lo creo. Será Rey. Vamos progresando.¿Piensa usted emigrar?

-¿Yo? -dijo Cordero sorprendido-. Si triunfaese partido brutal lo sentiré mucho, porque enfin, tengo ideas liberales... algo ha leído uno enautores filosóficos...

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-Sí, ya sé que lee usted a Rousseau. Rousse-au dice: «no hay patria donde no hay libertad».¿Piensa usted emigrar?

-Emigrar no, porque no me mezclo en políti-ca. Viviré retirado de estos trapicheos dejándo-les que destrocen a su antojo lo que todavía sellama España, y con ellos se llamará como Diosquiera. Un padre de familia no debe compro-meterse en aventuras peligrosas. Usted...

-Yo no soy padre de familia ni cosa que lovalga -dijo el otro dejando traslucir claramenteuna pena muy viva-. No tengo a nadie en elmundo. No hay casa, ni hogar, ni rincón queguarden un poco de calor para mí; soy tan ex-tranjero aquí como en Francia; soy esclavo de latristeza; no tengo en derredor mío ningún ele-mento de vida pacífica; la última ilusión laperdí radicalmente; vivo en el vacío; no tengo,pues, otro remedio, si he de seguir existiendo,que lanzarme otra vez a las aventuras descono-cidas, a los caminos peligrosos de la idea políti-

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ca, cuyo término se ignora. Mi antigua vocaciónde revolucionario y conspirador, que estabaamortiguada y como vencida en mí, vuelve anacer ahora, porque el freno que le puse se haroto, porque la vocación nueva con que traté dematar aquella se ha convertido en humo. Hayque volver al humo pasado, a las locuras, a lalucha, a las ideas, cuya realización, por lo difí-cil, toca los límites de lo imposible.

D. Benigno le oía con estupor. Habíanse in-ternado en uno de aquellos laberintos hechoscon tijeras, que parecen decoraciones teatralesconstruidas para una sosa comedia galante opara una opereta de Metastasio. Solitarias yplacenteras estaban las callejuelas y las bovedi-llas verdes. Nadie podía oírles allí. Salvador nopuso trabas a su lengua y se expresó de estemodo:

-Cuando vine aquí persistía en mi propósitode huir para siempre de la política, aunque es-taba muy indeciso considerando que alguna

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dirección o empleo había de dar a mi pensa-miento y a mi voluntad. No se puede vivir demonólogos, como yo vivo ahora. Mi desgracia omi fortuna, que esto no lo sé bien, quisieronque entrara algunas veces en Palacio. Allí tratéa gentiles-hombres y cortesanos, hice amistadcon ministriles y empleadillos menudos; todopor el negocio maldito de esta rúbrica que pidoa Su Excelencia y que no me quiere dar.Además soy amigo de un montero de Espinosaque me ha enterado de todo lo ocurrido ayer yanoche. ¡Qué cosas, amigo mío; qué horrores! Sicuando se lee la historia sentimos emocionestan hondas y queremos ser actores en los suce-sos pintados, ¿qué será cuando vemos la histo-ria viva, antes de ser libro, y asistimos a loshechos antes de que sean páginas? El drama deanoche me ha espeluznado. Pues se preparaotro drama, junto al cual el de anoche será co-media. No, no es posible ver esto como se venpor anteojo los muñecos y las vistas de un tuti-limundi. De repente me he sentido exaltado, y

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mis antiguas vocaciones han renacido conímpetu irresistible.

-Cuidado, cuidado -dijo D. Benigno, temero-so del sesgo peligroso que aquella conversacióntomaba-. Los arbolitos oyen; chitón. Le veo austed en camino de ser un cristino furibundo.

-Yo no sé por qué camino voy; sólo sé quecuando veo a esa Reina joven, hermosa, inocen-te de todos los crímenes del absolutismo: cuan-do considero sus virtudes y la piedad con queasiste al Rey enfermo, que sólo merece lástima;cuando veo los peligros que la cercan, los infa-mes lazos que se le tienden y el desdén con quela miran los mismos que hace poco se arrastra-ban a sus pies, siento arder la sangre en misvenas, y no sé qué daría, créame usted, D. Be-nigno, por hallarme en situación de enseñar aesos murciélagos apostólicos cómo se respeta auna señora y a una Reina. En la corona que nohan podido quitarle todavía, y que sobre suhermosa frente tiene mayor brillo, veo la mo-

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narquía templada que celebra alianzas de amis-tad con el pueblo; pero en la corona de hierroque esos intrigantes clérigos y cortesanos estánforjando en el cuarto de D. Carlos, veo la mo-narquía desconfiada, implacable, que no admi-te más derechos que los suyos. No, no hay yaen España caballeros, si España consiente queesa turba de fanáticos expulse a la Reina y arre-bate la corona a su hija...

-Sí, sí -exclamó Cordero sintiendo que re-vivía lentamente en su pecho su antiguo entu-siasmo liberalesco-. Pero cuidado, mucho cui-dado, amigo. Lo que usted dice es peligrosísi-mo. Todo el Real Sitio es de los apostólicos. Nonos metamos en lo que no nos importa.

-¿Cómo que no nos importa? -dijo el otrocon viveza-. Es cuestión de vida o muerte, deser o no ser. En estos momentos se está deci-diendo, y pronto se probará si los españoles nomerecen otro destino que el de un hato de car-neros o si son dignos de llamar nación a la tie-

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rra en que viven. Yo que había tomado en abo-rrecimiento las revoluciones y el conspirar,ahora siento en mí un apetito de rebeldía queme llevaría a los mayores atrevimientos si vierajunto a mí quien me ayudase. Desanimado ayery deseoso de la oscuridad, hoy que la vidadoméstica me es negada por Dios, quisiera te-ner medios de revolver a España, y amotinargente, y hacer que todo el mundo se rebelara, yromper todos los lazos, y levantar todos losdestierros, y desencadenar todo lo que está en-cadenado por este régimen brutal. Yo iría a esaReina atribulada y le diría: «Señora, lance Vues-tra Majestad un grito, un grito sólo en medio deeste país que parece dormido y no está sinoasustado. No tema Vuestra Majestad; estas si-tuaciones se vencen con el valor y la confianza.Abra Vuestra Majestad las puertas de la patriaa todos los emigrados, a todos absolutamentesin distinción. Para vencer al Infante se necesitauna bandera; para hacer frente a un principio senecesita otro; nada de términos medios, ni

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acomodos vergonzosos; esa gente pide todo onada; pues nada y guerra a muerte. LevánteseVuestra Majestad y ande con paso seguro; no sedeje asustar por los errores de los que no hansabido establecer la libertad. Es preciso tolerar-les como son, porque son la salvación, y si ase-guran el trono y la libertad sus imperfeccionesy extravíos les serán perdonados. Y entonces,señora, se alzará del seno de la nación oprimiday deseosa de mejor suerte, un sentimiento, unprurito incontrastable, y miles de hombres ge-nerosos se agruparán al lado de Vuestra Majes-tad protestando con la palabra y con la espadade que quieren por soberana a la Reina delporvenir, la Reina liberal, Isabel II».

-XXXIII--¡Chitón, chitón por todos los santos del cie-

lo! -dijo D. Benigno poniéndole la mano en laboca para hacerle callar.

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El héroe participaba de aquel noble ardor,pero temía que tales demostraciones les traje-ran a ambos algún perjuicio. Tembloroso y ru-borizado, Cordero llevó a su amigo fuera delverde laberinto, incitándole a que callara, por-que -y lo dijo en la plenitud de la convicción- siel obispo Abarca y el ministro Calomarde lle-gaban a tener noticia de lo que se habló en losjardines, no firmarían ni en tres siglos. Salvadortranquilizó al buen comerciante sobre aquelendiablado negocio de las firmas y cuando sesepararon invitole a que comieran juntos aque-lla tarde. Excusose D. Benigno, por sentirse, aloír la invitación, tocado de aquel mismo receloo inquietud de que antes hablamos; pero lasreiteradas cortesanías del otro le vencieron alfin. Mientras Cordero entraba en la casa de Pa-jes pensando en el convite, en la muerte delRey, en la firma y sobre todo en los que le espe-raban en los Cigarrales, Salvador penetró enPalacio y no se le vio más en todo el día.

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Era aquel el 18 de Setiembre, día inolvidableen los anales de la guerra civil, porque, si bienen él no se disparó un solo cartucho, fue un díaque engendró sangrientas batallas, un día en elcual se puede decir figuradamente que se car-garon todos los cañones. Desde muy tempranovolvió a reinar el desasosiego en los salones yen todas las dependencias. Su Majestad seguíamuy grave, y a cada vahído del monarca lacausa apostólica daba un salto en señal de viday buena salud; así es que cuando circulabannoticias desconsoladoras no se veía el dolorpintado en todas las caras, como sucede en oca-siones de esta naturaleza, aun en reales pala-cios, sino que a muchos les bailaban los ojos decontento, y otros aunque disimulaban el gozo,no lo hacían tanto que escondieran por comple-to la repugnante ansiedad de sus corazonescorrompidos.

En medio de esta barahúnda, la Reina apu-raba ella sola en el silencio lúgubre de la alcoba

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regia el cáliz amargo de la situación más triste ydesairada en que pueda verse quien ha llevadouna corona. Los cortesanos huían de ella; a ca-da hora, a cada minuto veía disminuir el núme-ro de los que parecían fieles a su causa, y cadasuspiro del Rey moribundo producía una de-fección en el débil partido de la Reina. El díaanterior aún tenía confianza en la guardia dePalacio; pero desde la mañana del 18 las revela-ciones de algunos servidores leales la advirtie-ron de que, muerto el Rey, la guardia y proba-blemente todas las fuerzas del Real Sitio abra-zarían el partido del Infante.

Cristina se vistió en aquellos días el hábitode la Virgen del Carmen, y con la saya de lanablanca estaba más guapa aún que con mantoregio y corona de diamantes. No salía de laalcoba regia sino breves momentos, cuando elRey parecía sosegado y ella necesitaba ver a sushijas o desahogar su pena en amargas lágrimas,derramadas sin testigos en su cámara particu-

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lar. Allí también había bullicio y movimiento,porque la servidumbre arreglaba las maletas yembaulaba el ajuar de la Reina en previsión deuna fuga precipitada.

Por la noche la Reina no dormía tampoco.Sentada junto al lecho del Rey, vigilaba su en-fermedad, atendía a sus dolores, preparaba porsí misma las medicinas y se las daba, le dirigíapalabras de esperanza y consuelo, no permitíaque los criados hicieran cosa alguna que pudie-ra hacer ella, esclava entonces de sus deberesde esposa con tanto rigor como la compañeradel último súbdito del tirano enfermo. Hacien-do entonces lo que no suelen ni saben hacergeneralmente las reinas, aquella joven se pusouna corona de esas que no están sujetas a losazares de un destronamiento ni a los desairesde la abdicación.

La historia no dice lo que pasó por la mentedel atormentador de España al ver que en pagode sus violencias, de su bárbaro orgullo, de sus

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vicios y de su egoísmo brutal, Dios le enviabaaquel ángel en su última hora para que el autorde tantas agonías viera endulzada la suya ypudiera morirse en paz, como se mueren losque no han hecho daño a nadie. Cuando se en-traba en la alcoba real no se podía ver sinhorror el enorme cuerpo del Rey en el lecho,hinchado, sin movimiento, oprimido por biz-mas, ungido con emplastos que a pesar de susvirtudes no vencían los dolores; hecho todo unamiseria; conjunto lastimoso de desdichas físi-cas, que así remedaban la moral más perversaque ha informado un alma humana.

Su rostro variaba entre el verdoso de lamuerte y el amoratado de la congestión. Lige-ramente incorporado sobre las almohadas sucabeza estaba inmóvil, su mirada fija y morte-cina, su nariz colgaba cual si quisiera caer sal-tando al suelo, y de su entreabierta boca nosalía sino un quejido constante que en los bre-ves momentos de sosiego era estertor difícil.

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Por fin le tocaba a él también un poco de potro.Debía de estar su conciencia bastante despiertaen aquellos momentos, porque no se quejabadesesperado, como si en el fondo de su almaexistiese una aprobación de aquel horrible que-brantamiento de huesos y hervor de sangre quesufría. La cama del Rey por el estado de aqueldesdichado cuerpo que desde algún tiempovivía corrompiéndose, parecía más bien unensayo de las descomposiciones del sepulcro.Esto sólo es un elocuente elogio de la cristianaabnegación de la Reina.

En la alcoba había dos o tres crucifijos eimágenes, todos solicitados por la piedad deCristina para que no permitieran que España sequedase sin Rey. Mas por el momento no habíasíntomas de que tan noble anhelo fuera atendi-do, porque Fernando VII se moría a pedazos.Aquella masa inerte, tan sólo vivificada por ungemido, no era ya Rey ni siquiera hombre.Hacia el medio día se temió la pérdida absoluta

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de las facultades mentales y antes que esto lle-gara, se reconoció la necesidad de dar soluciónal problema tremendo. Una chispa de razónquedaba en el espíritu del Rey. Era urgente,indispensable, que a la débil luz de esa chispase resolviese el conflicto.

Cristina hubiera dilatado aquel momento.Ganando algunas horas habría podido llegar suhermana la Infanta Doña Carlota, mujer de mu-cho brío y resolución que para aquel caso erade perlas. Desde que se agravó Su Majestad lehabían enviado correos al Puerto de SantaMaría, rogándola que viniese, y ya la Infantadebía de estar cerca, quizás en Madrid, quizásen camino del Real Sitio. Pero el aniquilamientorápido del enfermo no permitía esperar más.Entraron, pues, en la real cámara tres figurashorrendas: Calomarde, el de Alcudia y el obis-po de León. La Reina y el confesor del Reyhabían llegado poco antes y estaban a un lado yotro de Su Majestad, Cristina casi tocando su

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cabeza, el clérigo bastante cerca para hablar aloído del pobre enfermo. Había llegado un mo-mento en que ninguna alma cristiana podíaconservar rencor ante tanta desdicha. No eraposible ver a Fernando VII en aquel trance sinsentir ganas de perdonarle de todo corazón.

Los tres temerosos figurones se situaron porlos pies de la cama. Después que uno tras otrobesaron con apariencia cariñosa aquella manolívida, que había firmado tantas atrocidades, sesentaron por los pies del lecho. El obispo estabagrave e impotente como quien, suponiéndosecon autoridad divina, se cree por encima detodas las miserias humanas; el conde de la Al-cudia estaba triste y acobardado por la solem-nidad del momento, y Calomarde, el hombrerastrero y vil, cuya existencia y cuyo gobiernono fueron más que pura bajeza e hipocresía,arqueaba las cejas mucho más que las arqueabade ordinario, pestañeaba sin cesar y hacía pu-cheros. Cruel con los débiles, servil con los po-

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derosos, cobarde siempre, este hombre abomi-nable adornaba con una lagrimilla la traicióninfame que hacía a su amo al borde del sepul-cro.

Quien presenció aquella escena terriblecuenta que la luz de la estancia era escasa; quelos tres consejeros estaban casi en la sombra;que el Rey volvía su rostro hacia la Reina vesti-da de hábito blanco; que hubo un momento enque el confesor no hacía más que morderse lasuñas; que la hermosura de Cristina era la únicaluz de aquel cuadro sombrío, intriga política,horrible fraude, traidor escamoteo de una coro-na perpetrado en el fondo de un sepulcro.

Cuenta también el testigo presencial deaquella escena que el primero que habló, yhabló con entereza, fue el obispo de León. Sepuso de pie y parecía que llegaba al techo. Suvoz hueca de sochantre retumbaba en la cáma-ra como voz de ultratumba. Aquel hombre tanrígido como astuto principió tocando una deli-

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cada fibra del corazón del Rey; habló de lasinocentes niñas de Su Majestad y de la virtuosaReina, que según él corrían gran peligro si nopasaba la corona a las sienes de Don Carlos.Después pintó el estado del reino, en el cual,según dijo, no había un solo hombre que nofuera partidario de la monarquía eclesiásticarepresentada por el Infante.

Fernando dio un gran suspiro y fijó sus ate-rrados ojos en el obispo. Este se sentó. Puestoen pie Calomarde dijo que su emoción al ver enaquel estado al mejor de los Reyes y al mejor delos padres, y al mejor de los esposos, y al mejorde los hombres no le permitía hablar con sere-nidad; dijo que se veía en la durísima precisiónde no ocultar a su amado soberano la verdadde lo que ocurría; que había tanteado el ejército,y todo el ejército se pronunciaría por D. Carlossi no se modificaba en favor de este la Pragmá-tica sanción del 29 de Marzo de 1830; que losvoluntarios realistas, sin excepción de uno solo,

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proclamaban ya abiertamente como Rey dederecho divino al mismo Sr. D. Carlos, y quepara evitar una lucha inútil y el derramamientode sangre convenía a los intereses del reino...

El infame hacía tantos pucheros que no pu-do continuar la frase. Sintiose que el cuerpodolorido del Rey se estremecía en su lecho opotro de angustia. Oyose luego la voz mori-bunda que dijo entre dos lamentos:

-Cúmplase la voluntad de Dios.

El confesor silbó en su oído palabras no en-tendidas por los demás, y entonces la ReinaCristina, sin mirar a las tres sombras, volviendosu rostro al Rey y haciendo un heroico esfuerzopara no dar a conocer su dolor, pronunció estaspalabras:

-Que España sea feliz, que en España hayapaz.

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El Rey exhaló un gran suspiro, mirando altecho, y después dijo algo que pareció el mugi-do de un león enfermo. La Reina tomó su pa-ñuelo y sin decir nada, dejando correr libre-mente sus lágrimas, limpió el sudor abundanteque bañaba la frente del Rey.

Siguió a esto un discursillo del conde de laAlcudia confirmando el dictamen de los otrosdos apostólicos. Aquel famoso triunvirato traíala comedia bien aprendida, y en el cuarto de D.Carlos se habían estudiado antes detenidamen-te los discursos, pesando cada palabra. El con-fesor dijo también en voz alta su opinión, ase-gurando bajo su palabra que el Altísimo estabaen un todo conforme con lo expuesto por losrespetabilísimos señores allí presentes. ¡Sequedó tan satisfecho después de este mensaje...!

El Rey pareció llamar a sí todas sus fuerzas.Claramente dijo:

-¿En qué forma se ha de hacer?

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No vacilaron los apostólicos en la contesta-ción, pues para todo estaban prevenidos. Ca-lomarde fingiendo que se le ocurría en aquelmismo instante, propuso que el Rey otorgaseun codicilo-decreto derogando la Pragmáticasanción del 30, y revocando las disposicionestestamentarias en la parte referente a la regen-cia y a la sucesión de la corona.

Después de una pausa el Rey se hizo repetirla proposición del ministro, y oída por segundavez, Cristina volvió a limpiar el sudor que corr-ía por la frente de su marido. Con un gesto y lamano derecha este mandó a los tres apostólicosconsejeros que salieran de la estancia y sequedó sólo con su esposa y con su confesor, elcual salió también poco después. Consternadoslos tres escamoteadores y dudando del éxito desu infame comedia, no decían una palabra, ycon los ojos se comunicaban aquella duda y eltemor que sentían. Calomarde y el obispo die-ron algunos paseos lentamente por la cámara,

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esperando que el Rey les volviera a llamar, y elconde de la Alcudia aplicó el oído a la puerta ydijo en voz baja y temerosa:

-Parece que llora Su Majestad.

-No lo creo -murmuró el obispo acercandotambién su oído.

Entonces se abrió la puerta y apareció el con-fesor con las manos cruzadas y el semblantecompungido, imagen exacta de la hipocresía.Los cuatro cuchichearon un momento comoviejas chismosas. Media hora después Cristinales llamó y volvieron a entrar. Fernando noestaba ya incorporado en su cama sino comple-tamente tendido de largo a largo, fijos los ojosen el techo, rígido, pesado, el resuello lento ydifícil. Sin mirar a los que habían sido sus ami-gos, sus aduladores, terceros de sus caprichospolíticos y servidores de sus gustos con la leal-tad y sumisión del perro, Fernando VII les ma-nifestó en pocas palabras que aceptaba el sacri-

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ficio que se le imponía. Esforzándose un poco,habló más para exigir secreto absoluto de loacordado hasta que él muriese.

Los tres apostólicos bajaron; encerráronse enun gabinete. Entre tanto, la chusma del cuartode D. Carlos ardía en impaciencias; las dos in-fantas estaban tan nerviosas, que no podía sermás. La historia, que es muy descuidada enciertas cosas, no dice el número de tazas de tilaque se consumieron aquel día. El obispo, Ca-lomarde y Alcudia se mostraron tan reservadosaquella tarde, que los carlinos se impacientabany aturdían cada vez más. No obstante, algunaspalabras optimistas, aunque enigmáticas, deAbarca al salir del gabinete en que los tres seencerraron para extender el decreto-codicilo,hicieron comprender a la muchedumbreapostólica que las cosas iban por buen camino.Finalmente, al llegar la noche, y cuando se di-fundía por Palacio, corriendo y repercutiéndosede sala en sala como un trueno, la voz de el Rey

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ha muerto, el señor Abarca entró triunfante en lacámara donde la corte del porvenir estaba re-unida. En su mano alzaba el reverendo un pa-pel, con el cual parecía amenazar, o que lo tre-molaba como estandarte donde estuviera escri-ta una ley suprema. Moisés bajando del Sinaíno estaba seguramente más terrible que el se-ñor Abarca cuando, mostrando el decreto-codicilo, exclamó:

-Señores, óiganme.

Oyeron leer con atención profunda y pocofaltó para que algunos se prosternaran, quiénpor servilismo mezclado de entusiasmo, quiénpor ese especial y no bien comprendido instintoa lo Nabucodonosor que algunos entes civiliza-dos no pueden ocultar aunque vistan casacabordada. Toda la corte de D. Carlos estaba allí,menos D. Carlos, el candidato divino, que a talhora se hallaba en su oratorio con la frentehumillada y el corazón oprimido, pidiendo aDios que no quitara la vida a su hermano.

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-XXXIV-Al llegar aquí, el narrador no puede conte-

ner el asombro que le produce el peregrinosuceso que va a referir, y deteniendo su relato,exclama: ¡Oh admirables designios de la Provi-dencia!, ¡oh vanidad de los cálculos humanos!,¡oh peligro de jugar con las cosas del Cielo,eslabonándolas con los apetitos e intereses deun bando político! De este modo el ánimo dellector queda perfectamente dispuesto para sa-ber que Dios Todopoderoso, que sin duda teníaa D. Carlos en más estimación que al partidoapostólico, atendió al ruego que con amor fra-ternal y piedad cristiana le dirigió este; y asídispuso que Fernando, ya casi muerto, tornasea la vida, dando al traste con las esperanzas delo que el obispo de León llamaba el partido delAltísimo. De este modo el Padre de todas lascosas abandonaba a su grey en lo mejor de lapelea, seguido de la Generalísima, a quien tam-bién pidió muy ardientemente D. Carlos la vida

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de su hermano. Hasta con su cristiandad seperjudicaba a sí mismo D. Carlos como jefevisible del partido absolutista-religioso, y si lodejaran rezar mucho, es fácil que los furibun-dos apostólicos perdieran todas las batallascortesanas y marciales que en lo futuro habíande dar.

Fernando se aletargó por la noche. Todos lecreyeron muerto y la tremenda noticia circulópor el Real Sitio, llegó hasta Madrid y aun fuetrasmitida a las Cortes europeas. Pero a la ma-ñana siguiente, de aquel cadáver volvieron asalir quejas y suspiros, se reanimó con oportu-nas sustancias y medicinas, y en Palacio y enlos jardines no se decía sino el Rey vive, el Reyvive; frase de consternación para algunos, deesperanzas para los menos. Muchas caras va-riaron completamente, y Cristina vio sonreír alos que el día anterior estaban cejijuntos y ten-ían en su rostro protervo el indefinible airecillode la defección. ¡Y el señor obispo que la tarde

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del 18 salía a los jardines diciendo en voz altaen un corro de amigos: «Ya no volverán a le-vantar la cabeza los liberales»!... ¡Y el graciosoPadre Carranza que aquella noche había pro-metido solemnemente a sus allegados más decuarenta canonjías y beneficios simples!

En todo el día 19 fueron llegando al Real Si-tio muchos jóvenes de la aristocracia y militaresde todas graduaciones, que iban a ponerse a lasórdenes de la Reina Cristina. Con estas adquisi-ciones hechas por un partido que se creía muer-to, iban rápidamente abatiéndose los ánimos delos apostólicos y no se sabe qué cantidad fabu-losa de tazas de tila tuvieron que tomar DoñaFrancisca y su hermana para poner a raya susdesconcertados nervios. ¡Dios y la Generalísimaayudaban a la napolitana!

Con la irrupción de personajes civiles y mili-tares en el Real Sitio, las habitaciones escasea-ron en tales términos que Pipaón tuvo que ro-gar a D. Benigno le dejase libre el cuarto que

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ocupaba en la casa de Pajes, lo que no sintiómucho el héroe porque estaba hasta la coronade cortesanos, obispos y palaciegos.

-Lo siento mucho -dijo D. Juan al despedirle-Pero ya ve usted, media España ha venido aquía ponerse a las órdenes de la Reina... ¡Es unángel esa señora! Aunque no lo parezca, sepausted que yo la admiro mucho. Dicen que seránombrada Regente... y no me pesa, no me pe-sa...

Cuando Cordero iba por el jardín acompa-ñado de un chico que le llevaba las maletasencontró a Salvador, el cual se empeñó encompartir con él su alojamiento, aunque estre-cho, suficiente para los dos. Dio mil excusas D.Benigno que en aquel momento sintió más vivoque nunca el misterioso recelo que su amigo leinspiraba; pero al fin no tuvo más remedio queaceptar, so pena de tener que dormir en la calleo en un banco de los jardines.

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-No hay que pensar ahora -le dijo Monsaludcon cariño-, en que esos señores firmen. Nin-guno de ellos sabe ahora dónde tiene la manoderecha. Esperando a ver en qué para esto, vi-viremos juntos, charlaremos, nos contaremosnuestras desdichas y nos consolaremos mu-tuamente.

Al día siguiente Fernando cobró algunasfuerzas, y serenándose su mente, empezó acomprender la infame sorpresa de que habíasido víctima. No obstante, todavía los Reyeslegítimos estaban en Palacio como cohibidospor la gente apostólica, cuyo poder era grandeaún, a pesar de la situación desfavorable en quese encontraban. Les esperaba todavía el golpede gracia, que había de darles muerte en la es-fera cortesana, cerrándoles todo camino que nofuera el de la guerra. En la madrugada del 22llegó a San Ildefonso la infanta Carlota, esposadel infante Don Francisco y hermana de Cristi-na, mujer resuelta, varonil, desparpajada, libre

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y campechana de palabras, alta, airosa y algomanolesca de figura, valerosa hasta lo sumo,despótica, y tan ardiente de genio que, segúnpública opinión, trataba a bofetadas, cuando elcaso lo requería, a las personas ligadas a ellapor el parentesco más íntimo. Odiaba con todasu alma a las dos princesas brasileñas, DoñaFrancisca y la de Beira, y este aborrecimientopodrá explicar quizás mejor que ninguna razónpolítica, la guerra que había declarado a losapostólicos. ¡Formidable influencia de la mujeren el destino de los pueblos! Los hombres pen-sando, plantean las teorías y los sistemas, creanlos partidos; las mujeres amando o aborrecien-do, determinan la acción. Imaginando que lahistoria es un drama, el hombre es el histrión yla mujer el autor. No ha existido ningún gransuceso político que no haya venido a la historiaa impulsos de manos femeninas, y esa acadé-mica nave del Estado de que tanto hablan lostratados políticos no navegaría muchas veces si

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no tiraran de ella las voladoras palomitas deVenus.

Doña Carlota entró en Palacio hablando agritos, tratando con modales bruscos a todo elmundo, servidumbre, gentiles-hombres y da-mas; presentose a su hermana y después deabrazarla la llamó tonta unas veinte veces. Eltestigo presencial de estas escenas, que ya noeran de tragedia ni de drama sino de opereta,cuenta que como Cristina y Carlota hablabanacaloradamente en italiano, no era posible a lospresentes entender bien lo que decían; sólo seentendían algunas palabras, como sciocca, pazza,regina de galleria, sceleratezza... Después la Infan-ta descansó un momento, y a hora avanzada dela mañana anunció que recibiría a los ministrosy demás personajes que quisieran cumplimen-tarla. Cuando Calomarde y el conde de la Al-cudia entraron, Doña Carlota afectó serenidady preguntó al ministro de Gracia y Justicia larazón de haber revelado el secreto del codicilo,

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contra lo dispuesto por Su Majestad. Tembloro-so y cortado, D. Tadeo se excusó con el letargodel Rey, que parecía muerte.

-Su Majestad -dijo Doña Carlota, disimulan-do su ira-, quiere recoger el original del codiciloy me encarga decir a usted que lo presente aho-ra mismo.

El ministro se inclinó, saliendo en busca delo que se le pedía. Entretanto todos los que nose habían manifestado muy claramente partida-rios del Infante se reunían en la Cámara. En piey moviéndose sin cesar de un lado para otro,altiva, nerviosa, respirando fuerte, Doña Carlo-ta parecía que imaginaba crueldades y violen-cias impropias de mujer y de princesa. Los cir-cunstantes no le dijeron nada, y Cristina mis-ma, con ojos encendidos de tanto llorar y elseno palpitante, enmudecía ante la arrogantí-sima actitud de aquella nueva Semíramis, suhermana.

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Cuando Calomarde entregó a la Infanta elmanuscrito, que tantos desvelos y fingimientohabía costado a los apostólicos, Carlota no setomó el trabajo de leerlo y lo rasgó con furia enmultitud de pedazos. Con el mismo desprecio yenojo con que arrojó al suelo los trozos de pa-pel, echó sobre la persona del ministro estasduras palabras, que no suelen oírse en boca depríncipes:

-«Vea usted en lo que paran sus infamias.Usted ha engañado, usted ha sorprendido a SuMajestad abusando de su estado moribundo;usted al emplear los medios que ha empleadopara esta traición, ha obrado en conformidadcon su carácter de siempre, que es la bajeza, ladoblez, la hipocresía».

Rojo como una amapola, si es permitidocomparar el rubor de un ministro a la hermosu-ra de una flor campesina, Calomarde bajó losojos. Aquella furibunda y no vista humillacióndel tiranuelo compensaba sus nueve años de

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insolente poder. En su cobardía quiso humillar-se más y balbució algunas palabras:

-Señora... yo...

-Todavía -exclamó la Semíramis borbónicaen la exaltación de su ira-, todavía se atreveusted a defenderse y a insultarnos con su pre-sencia y con sus palabras. Salga usted inmedia-tamente.

Ciega de furor, dejándose arrebatar de susímpetus de coraje, la Infanta dio algunos pasoshacia Su Excelencia, alzó el membrudo brazo,disparó la mano carnosa... ¡Plaf! Sobre los mo-fletes del ministro resonó la más soberana bofe-tada que se ha dado jamás.

Todos nos quedamos pálidos y suspensos, ydigo nos, porque el narrador tuvo la suerte depresenciar este gran suceso. Calomarde se llevóla mano a la parte dolorida, y lívido, sudoroso,muerto, sólo dijo con ahogado acento:

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-Señora, manos blancas...

No dijo más. La Infanta le volvió la espalda.

Calomarde acabó para siempre como hom-bre político. Los apostólicos, cuando se llama-ron carlistas, le despreciaron, y el execrableministril se murió de tristeza en país extranjero.

A la misma hora la muchedumbre, paseandoen los amenísimos jardines, comentaba los su-cesos de aquellos días. D. Benigno y Salvadorpaseaban juntos como viejos amigos, y ya sehabían contado parte de sus secretos. Corderoestaba triste, Monsalud se iba exaltando máscada día con la idea política. De pronto vieronque la multitud se agolpaba en un sitio, pordonde discurría en abigarrada procesión mu-cha gente de Palacio, con dorados uniformes yhuecos casacones. Abría calle el público paradar paso a estos señores. Cordero y Monsaludse acercaron para ver mejor. Sostenida por unanodriza, rodeada de damas, seguida de perso-

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najes, una niña de dos años andaba con dificul-tad, batiendo palmas y riendo de alegría. Aque-llos eran los primeros pasos de una Reina.

Del gentío salió una voz que gritó con furor:«¡Viva Isabel II!». Y una exclamación inmensarecorrió los jardines, perdiéndose y despa-rramándose como los primeros ecos de unatempestad naciente.

La tempestad estaba cerca: oíanse los prime-ros truenos; pero el que quiera conocer los no-tables sucesos, ya privados ya públicos, querestan por referir, tenga paciencia y espere aleer lo que con toda verdad se dirá en el librosiguiente.

FIN DE LOS APOSTÓLICOS

Madrid.-Mayo-Junio de 1879.