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ENTRAR EN RAZÓN CUESTIONES DE ÉTICA Y POLÍTICA JOSÉ BADA ZARAGOZA, 6 DE DICIEMBRE DE 2015

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ENTRAR EN RAZÓN

CUESTIONES DE ÉTICA Y POLÍTICA

JOSÉ BADA

ZARAGOZA, 6 DE DICIEMBRE DE 2015

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EN EL PRINCIPIO FUE

PERO.....

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HOY ES EL DÍA

Y lo que sigue, amigos, letra pequeña. Hojas recogidas en otoño, artículos publicados en papel que el viento se llevó y hoy, a mi edad, mando a las nubes para aliviarme y hacer sitio a los

amigos. Con un abrazo. Pepe, el autor.

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21.9.1982

ENTRAR EN RAZÓN

En el Foro sobre el Hecho Religioso que acaba de celebrarse en Madrid con la participación de un centenar de intelectuales, profesores y políticos, de todas las tribus y los pueblos de España, se ha estudiado el problema de una ética civil o pública en un estado aconfesional. Hay que decir que en este país y para un foro de estas características, difícilmente podía elegirse otro tema de mayor urgencia y actualidad. El número de asistentes y de ponencias presentadas, superior al de años pasados, ha venido a confirmar el acierto de esa elección. Incluso podría decirse que el desarrollo de los debates en el pleno y de los trabajos en los diferentes grupos, más deslavazado y menos satisfactorio desde un punto de vista metodológico que en otras ocasiones, se ha debido en parte al interés despertado por dicho tema.

Pero el interés manifestado, como era de presumir, tenía que correr en este caso a la par con la complejidad del problema. En efecto, apenas planteada la cuestión ya se discutía su planteamiento. Aparecían serias dificultades para llegar entre todos, si no a la respuesta definitiva, por lo menos a una vía de acceso para avanzar juntos en la mejor dirección. Se veía la necesidad de llegar a una ética razonable y razonada, de contenidos universalizables, laica, objetiva, verdaderamente pública y civil. Pero, asimismo, que esa ética, condición de posibilidad del pluralismo y base para una convivencia civilizada, no debería conducir a la homologación y a la nivelación a la baja de opciones y conductas, porque esto lleva siempre inexorablemente a la ordinariez y al aburrimiento moral en la sociedad.

En este contexto, la ponencia de J.A. González Casanova tenía la virtud de situar el problema de la ética pública en sus justos límites históricos. Mientras que la de Marciano Vidal proporcionaba, a mi entender, la definición de los términos y un lenguaje común que permitía discutirlo entre todos razonablemente. El primero, en un fino análisis histórico, explicaba muy bien cómo y por qué “la tradición más constante en la ética pública española es, paradójicamente, el carácter privado de la misma”, y nos enfrentaba con el vacío y con el reto de llenarlo, quizá, a partir del consenso logrado en la Constitución vigente, entendida no sólo como ley de leyes sino como el «mínimo ético» en el que convergen las diversas opciones morales existentes en la sociedad y, por tanto, como la cota más abajo de la cual no es posible realizar ningún proyecto válido de convivencia. Se nos invitaba así a entrar en razón o a ponernos en razón, pero soslayaban uno y otro el problema de la fundamentación de la ética en general.

Posiblemente hubiera sido más provechoso que, en vez de hurgar y socavar en los fundamentos trascendentales, se hubiera aceptado la invitación de los ponentes a entrar en el terreno de la razón histórica y a usar en adelante el lenguaje ordinario y democrático. Pero esto es muy difícil no sólo en la república de las letras, sino también, y ese es el problema, en la república de los hombres. Aún así, hay que reconocer que las incursiones filosóficas, teológicas y aun mitológicas que se produjeron, consiguieron poner al descubierto, por si hacía falta, los límites de la razón ilustrada o de la modernidad y, en consecuencia, las deficiencias de una ética civil burguesa. Y esto permitía adivinar, por otra parte, que «hay otras razones que la razón no conoce», y que es justo y razonable dar expresión a lo irracional en un lenguaje festivo, o evangélico, o testimonial, siempre y

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cuando esta expresión no se imponga como lenguaje ordinario y norma universal de conducta para los no creyentes.

Volviendo a la ponencia de González Casanova, habría que destacar el hecho comprobado históricamente de que en España no hemos pasado por la modernidad, y que el retraso en la construcción de un Estado moderno (y no la desconfesionalización del Estado) es la causa de la carencia que padecemos de una ética pública. La única moral sociológicamente relevante en este país ha sido durante siglos la moral católica. Una moral fundada en la religión, preocupada por los deberes para con Dios, para con uno mismo y para con el prójimo, pero con muy escasa sensibilidad en lo que respecta a la vida pública y a las responsabilidades frente a la comunidad democrática. Cuando esta moral espiritualista e individualista, orientada más a la salvación del alma que a la salud pública, ha sido ejercida por el príncipe o por el caudillo, ha fungido, indebidamente, como ética pública. Pero una ética privada que funge como ética pública no es más que la ética de los privados, de los validos, del fulanismo y de las clientelas, en la que el bien común, el interés público y la razón de Estado son referencias éticas que tienen por objeto el comportamiento de un autócrata que dará cuentas a Dios, y en todo caso a la Historia, pero en modo alguno a los ciudadanos.

Si cambiamos de tercio, y de una visión histórica del problema, o diacrónica, nos acercamos a una visión sincrónica o, mejor, sociológica del mismo, tendremos que recurrir posiblemente, si queremos denunciar la causa de nuestras desdichas, al análisis de Max Weber y en concreto a la distinción que señala entre lo privado y lo público como rasgo característico de una sociedad moderna tal cual suponemos en los medios urbanos. Para Max Weber la ciudad no es un pueblo grande o una población muy numerosa, sino que se define por su forma de vida o por el tipo de relaciones que prevalecen entre sus habitantes y que él compara con las mercantiles. En un mercado la gente se reúne con la única finalidad de comprar y vender. Lo que hay en el mercado -además de mercancías- son compradores y vendedores, y como tales se aceptan los unos a los otros. La racionalidad del mercado declara inconveniente cualquier tipo de relaciones que no sean objetivas; en un mercado serio, de verdad, no se hacen precios de amigo y nadie cuenta en él sus problemas personales, porque esto no interesa. Este tipo de relaciones, característico según Max Weber de la vida pública, es el que prevalece en el medio urbano. No es que en la gran ciudad no haya vida privada, todo lo contrario, la ciudad hace libres y permite proteger mejor la intimidad y elegir a los amigos con los que compartir lo más personal. Lo que sucede es que en la ciudad, a diferencia de lo que pasa en los pueblos, se distingue claramente entre lo público y lo privado. Lo pueblerino, frente a lo urbano y moderno, consiste en la confusión de lo uno y de lo otro y en el predominio de una esfera en la que lo privado se publica y lo público se privatiza inevitablemente. El alcalde, por ejemplo, no deja de ser para sus vecinos el hijo de la tía María, cuyos defectos, vida y milagros se conocen y se tienen en cuenta.

El medio urbano y moderno está aún escasamente extendido en España. Si nos fijamos en el tipo de relaciones que se mantienen a menudo y en la confusión que observamos a veces entre lo privado y lo público, puede parecernos que grandes ciudades como Zaragoza, por ejemplo, no son más que pueblos grandes. Vemos con frecuencia que los problemas públicos, políticos o administrativos, se enfocan desde un punto de vista privado o subjetivo y que lo personal enrarece y corrompe incluso las relaciones objetivas, vaciándolas de todo sentido objetivo. Los hábitos de una población rural no arraigan en una gran ciudad, pero se hacen valer en ella por algún tiempo cuando quienes la habitan proceden mayormente de los pueblos por aluvión.

La carencia de una ética civil y pública, fundada en la razón, se explicaría así por la carencia de relaciones públicas y objetivas, sin acepción de personas, como son las relaciones típicamente mercantiles y , en definitiva, por una falta de modernización. Bajo tales supuestos, para abordar los más graves asuntos que conciernen a todos los ciudadanos, se echaría mano de una ética de privados y de fidelidades personales o de otra particular en cualquier caso.

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8.10.1982

EN EL PRINCIPIO ERA LA PREGUNTA

Hay preguntas que inauguran el comienzo de una nueva época, no sólo en la historia del conocimiento, sino también en la historia de los cambios sociales y políticos. Así, por ejemplo, la pregunta del Abate Sieyès: «¿Qué es el tercer estado?» Pero las preguntas revolucionarias, que introducen cambios cualitativos en la historia, son muy pocas. La gran mayoría son preguntas que podríamos llamar «reformistas»; esto es, plantadas/planteadas dentro de un sistema establecido y no sobre el sistema. Hay también preguntas retóricas que no merecen el nombre de tales, pues en ellas se pregunta por preguntar.

Lo característico de una verdadera pregunta es que nos lleva a otra, como una semilla a otra semilla; porque toda respuesta envuelve, como el fruto, a otra pregunta. Por eso, el que se atreve a preguntar de verdad no acabaría nunca. No podemos extrañarnos, en consecuencia, que todos los regímenes autoritarios aborrezcan la pregunta, no así el interrogatorio que es otra cosa. En efecto, los regímenes autoritarios someten la pregunta a riguroso control para que no se produzca el «despadre»: los súbditos, como los niños, «no hacen preguntas». A los súbditos y a los niños se les dan hechas las preguntas, con el único objeto de que encajen las respuestas que deben encajar, siempre de acuerdo con la lógica del sistema. La enseñanza autoritaria corresponde fielmente, como perro guardián, al estado autoritario.

Por el contrario, una sociedad pluralista que se precie y un estado democrático toleran y fomentan toda clase de preguntas. En una democracia se puede y se debe interpelar al gobierno, se puede y se debe pedir explicaciones a los responsables, se puede y se debe hacer preguntas a los maestros... Como se puede y se debe escuchar a las minorías, a los disidentes, a los autodidactas y a los analfabetos. Profundizar en la democracia significa, a mi entender, crear un clima propicio a las preguntas más sorprendentes, lo que implica abrirse el cambio sin temores y confiadamente. Al cambio y al diálogo. Cuando a un catálogo de preguntas permitidas hay que responder con un repertorio de respuestas dadas, cuando ya no es licito hacer preguntas impertinentes o no pertinentes al sistema de preguntas y respuestas al uso, la cultura se detiene y la educación es imposible. Aquélla se convierte en un disco rayado o en un circulo mágico del que es muy difícil salir, y ésta no es más que domesticación.

Los verdaderos educadores han ejercido siempre el arte de Sócrates, el hijo de la comadrona Fenareta. Han estimulado como él toda clase de preguntas, cultivando el diálogo y ayudando a dar a luz todo lo que las preguntas entrañan. Pero los padres de la patria, retóricas y sofistas, lo acusaron de corromper a la juventud, y lo condenaron a beber la cicuta. Sin embargo, desde entonces, posiblemente no hay una metáfora más luminosa de lo que es la verdadera educación que la mayéutica, esto es, el arte de ayudar a dar a luz. Y por eso recordamos a Sócrates, mientras que a los sofistas se les recuerda, entre otras cosas, por haber sido los primeros en cobrar a cambio de sus lecciones.

Las preguntas son como las semillas. No hace mucho recuerdo haber escuchado una inteligente observación de N.N. sobre la importancia de las reservas genéticas para el progreso de

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la humanidad, de mucha mayor importancia –decía mi amigo- que las reservas petrolíferas, y comentaba que algunas gramináceas que hace algunos años nos pudieron parecer inservibles hierbajos han contribuido a incrementar la producción del trigo y a disminuir el hambre en el mundo, y daba otros ejemplos semejantes, para concluir que la variedad es fecunda y que no hay nada despreciable en la naturaleza. La selección de semillas y su manipulación genética para obtener otras variedades, debe hacerse de manera que no repercuta negativamente en la reducción de esa variedad. Todo el potencial genético de la naturaleza debe ser protegido, porque nada es superfluo para una economía que por definición administra la escasez.

Lo mismo cabe decir de las preguntas. Seleccionarlas y someterlas a control hasta el extremo de eliminar o silenciar las que no interesan a la cultura dominante es un peligro grave para las personas y para la sociedad en su conjunto. La programación y la homologación de la enseñanza y de la cultura, tal y como se practica en la escuela (sobre todo en la escuela con «ideario»), pero también en los medios de comunicación, en la investigación aplicada y dirigida por la industria y , a fin de cuentas, muchas veces por la industria de la guerra , puede ser incluso más peligrosa y de peores consecuencias que la falta de escolarización. No podemos olvidar que hay un «darwinismo cultural> que extrapola y pervierte las leyes de la naturaleza, o de la selección de las especies, y constituye el reducto ideológico de todas las dictaduras y totalitarismos. Una política cultural y una política educativa sólo pueden entenderse como mayéutica, como el arte de ayudar a dar a luz lo que se concibe sin arte ni parte de una cultura dominante. Por tanto, no puede programarse a partir de respuestas dadas, sino a partir de las preguntas vivas que surgen en la vida de los ciudadanos.

21.9. 1982

LA ENSEÑANZA DE LA ÉTICA

Por estas fechas los alumnos que accedan al primer curso de Bachillerato o de Formación Profesional y que no opten por la enseñanza de la Religión y Moral Católica, deberán inscribirse en los cursos de Ética. No obstante, si el número de alumnos inscritos del mismo curso y centro no llegaran a veinte, en dicho centro y curso no se impartirá la enseñanza de la Etica, por lo que esos alumnos «serán declarados exentos” de dicha asignatura. Es lo que dice la Orden del Ministerio de Educación «sobre la enseñanza de la Religión y Moral Católica en Bachillerato y Formación Profesional» (16-7-1980), que fue publicada en el Boletín Oficial del Estado acompañada del correspondiente «anexo que se cita» respecto a la enseñanza de la Etica. La normativa en cuestión adolece, a nuestro juicio, de una filosofía que subyace también en otras semejantes y que tienen que ver de algún modo con la Iglesia Católica expresamente nombrada en la Constitución. Tal es el caso de la normativa sobre el divorcio civil, con todas sus cautelas, y tal parece ser que suceda con el llamado «impuesto religioso» que ha de llegar sin duda si Dios no lo remedia. Esta filosofía consiste en el prejuicio de que en un país como el nuestro, «tradicionalmente católico», y «reserva de los valores cristianos de Occidente”, no deben darse facilidades a los que no creen y ha de evitarse que los agnósticos, los ateos y los que no quieren ser católicos, apostólicos y romanos, saquen ventaja alguna del ejercicio de la libertad de conciencia. Por tanto, el que no opte por la enseñanza confesional de la Religión y Moral Católica deberá estudiar Ética, y el que no esté dispuesto a contribuir con el «impuesto religioso» a mantener la Iglesia no ha de gozar por ello de

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ventaja ni desgravación fiscal.

Ética no confesional

En esta filosofía, que es ideología en el sentido más estricto, aparecen los ribetes de una intransigencia y de una intolerancia residual típica del nacional-catolicismo en la nueva situación. Pero esto no beneficia a nadie, ni siquiera a la Iglesia cuando se entiende como una comunidad de creyentes, porque la fe -dice esa Iglesia- es libre y no puede imponerse, de modo que la menor sombra de intolerancia repercute sobre ella misma y hace increíble su mensaje. Pero menos que a nadie beneficia a los demócratas en su empeño de ampliar y profundizar la democracia. Sin pretenderlo nos hemos metido en una canción que no queríamos entonar el este artículo, pero que ha sido inevitable. Ya que hemos comenzado, conviene advertir quizás que esa «canción de la tolerancia que nos falta» deben escucharla igualmente los laicistas y los anticlericales viscerales y decimonónicos, que no los que defienden una verdadera laicidad. Me refiero a todos aquellos que, entre otras cosas, propugnan que se suprima sin contemplaciones todo tipo de enseñanza de la Religión en la escuela pública y subvencionada. Porque lo razonable y democrático en una política educativa verdaderamente laica, y no sectaria, sería que tanto la Religión como la Etica figuraran en los programas como asignaturas normales, es decir, ordinarias y obligatorias (si es que todavía tenemos que usar este lenguaje equívoco y decir «obligatoria», cuando la enseñanza es para el alumno, ante todo, un derecho y para el Estado un deber de satisfacerlo). Evidentemente no postulamos la enseñanza obligatoria del catecismo en la escuela y, menos aún, en paridad con la Ética. Defendemos la enseñanza crítica y no confesional de la Religión, o de la cultura religiosa, lo mismo que de la Ética. Esto acabaría con muchos errores y desafueros. Pero supone la voluntad política de realizarlo y una alta estima por la Ética que no vemos, hoy por hoy, en ninguna parte. Por eso se ha llegado a una componenda: la Religión será en adelante materia optativa -¡ pues no faltaría más!- ,pero se introducirá la Ética como un sucedáneo obligatorio para los disidentes. Eso es lo que se desprende, sin duda, de la Orden Ministerial, y lo que está sucediendo de hecho en muchos colegios. Ahora bien, si alguna asignatura está en su lugar dentro de la escuela pública y democrática es precisamente aquella que prepara y educa para la democracia. Y esa asignatura es la Ética civil. La llamamos así (aunque bien podría llamarse «humana» o «racional», no para distinguirla frente a otra eclesiástica o militar, pongo por caso, sino para destacar que se trata de la común o general de todos los ciudadanos, porque comprende aquel mínimo ético sin el que la democracia resulta imposible. Fundada en la razón y, en cierto modo, consensuada por todos los que entran en razón, la Etica civil es el fundamento de la democracia. Es la Etica en la que podemos entendernos todos y para entendernos todos los ciudadanos, aunque no todos la vivamos desde unas mismas opciones o creencias. Es el mínimo ético que puede y debe ser asumido por todas las iglesias que disfrutan de libertad religiosa y por todas las ideologías que disfrutan de libertad de expresión y propaganda.

Ética civil

La crisis que padecemos es una crisis moral, y no sólo una crisis económica, pues es una crisis de civilización. Nada hay tan urgente como un rearme moral si no queremos armarnos los unos contra los otros para la guerra, el terrorismo y la violencia de toda calaña. Como ya pensaba Montesquieu, las mejores leyes no sirven de nada sin las buenas costumbres. Si no queremos padecer el fatal destino de los trogloditas, necesitaremos elevar entre todos el nivel ético de la sociedad. Es así como se consolida, se amplía y se profundiza un régimen de libertades. Una buena Constitución no es suficiente. Vivimos en una sociedad pluralista. Esto quiere decir que en ella hay pluralidad de ideologías, de poderes y de intereses. Pero el pluralismo es algo más que una constatación empírica. Es un concepto moral. La simple existencia de aquella pluralidad podría encubrir aún una muchedumbre de totalitarismos contrapuestos y enfrentados hasta la eliminación de todos menos uno. El pluralismo como concepto y como praxis moral es lo que hemos llamado

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Ética civil, algo que debe ser enseñado y en lo que todos debemos educarnos constantemente. También en el Parlamento, en la Administración 1ocal,en la. calle y por supuesto en la escuela. Dividir a los alumnos en dos grupos: los que estudian Religión y Moral Católica impartida como enseñanza confesional, y los que estudian Ética por otra parte, es educar para el enfrentamiento y no para la convivencia. Confrontada con la enseñanza confesional de la Religión, la enseñanza de la Ética puede «confesionalizarse»; es decir, corre el riesgo de convertirse en una máscara de la moral católica de siempre o de radicalizarse en forma laicista. Con lo que devendría en una ética particular, sectaria e incivilizada. Dispensar del estudió de la Ética a los que optan por la Religión o a los que, por deficiencia de los centros, no pueden cursar esa asignatura, mas que una dispensa de una obligación es la privación de un derecho: el derecho a ser educados en libertad y para la libertad, para el ejercicio de la libertad en el marco de una sociedad pluralista y democrática.

11.11.1982

ELOGIO DE LA PACIENCIA

Después de la movida de la campaña electoral hemos pasado, sin pausa, a la movida de la visita de Juan Pablo II. Y a mí me parece que ahora necesitamos sosiego. No sólo eso, claro está, pero repito que necesitamos sosiego. Primero para reflexionar, para volver sobre los acontecimientos y para tomar impulso con la cabeza bien sentada. Recuerdo que, cuando era un niño, los mayores nos preguntaban si queríamos ver al Papa y, de pronto, sin esperar la respuesta, nos cogían por la cabeza apretándola con las dos manos y nos alzaban en vilo. Decían que eso era “ver al Papa”, y nos quedábamos, sin comprender , con las orejas enrojecidas. También ahora nos han hecho ver al Papa, a todos o a casi todos, a los que estaban ilusionados por verlo y a los que no querían verlo, y esta vez de verdad, porque se supone que «el Papa es para verlo». Y así los adictos lo han visto, ¡oh felices!, en carne mortal y los otros, los más sufridos, aguantando los programas de la televisión.

Hemos visto al Papa caminar sobre las aguas tumultuosas del sentimiento de las masas..., y al parecer no se hundía. Pero no estamos ya tan seguros de haberlo escuchado, ni siquiera de que lo hayan escuchado aquellos que salieron a la calle y a las plazas y se subieron a las azoteas o a los árboles para verlo. Porque apenas comenzaba a hablar, la concurrencia, curiosa y fascinada, le interrumpía y le chupaba el silencio con sus gritos y aclamaciones: «Totus tuus» (éstos eran los hijos de la Obra, los más fascinados y seducidos), «¡Juan Pablo, segundo, te quiere todo el mundo!», «¡que viiiva el Papa!».

No alcanzo a comprender para qué quiere la gente a un Papa al que no se le deja hablar, menos aún para qué le hace falta un Papa dormido y por qué se discute tanto si ha de dormir en Barcelona o en Madrid (en Zaragoza querían mantenerlo despierto toda la noche con una tamborrada, lo que algunos parecerá más razonable). Quizá, como he dicho antes, se supone que un Papa es para verlo y lo que importa es su presencia y su figura, el pasto de los ojos, el espectáculo. Su visita sería entonces como una epifanía, como la manifestación de los reyes cuando se dejaban ver del pueblo. Pues bien, ya hemos visto al Papa, y lo más probable ahora es aquello de «si te he visto no me acuerdo». A otra cosa.

La otra cosa en este país ha sido la campaña electoral y las elecciones generales. En la campaña ha habido de todo, también grandes concentraciones y entusiasmo, quizá más contenido que en otras ocasiones, y el consabido grito tan socorrido que es una invención comunista según

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creo: «¡Se nota, se siente, Fulano está presente!» (Fulano puede ser Carrillo, Landelino, Felipe..., y el Sursumcorda). Pero en este caso la gente ha ido a escuchar, a coger la palabra para que no se escape o vuele por los aires. Partidarios y adversarios les recordarán la palabra a los líderes y, en especial, a los que se han ganado la confianza de los electores y van a ocuparse del gobierno.

Por otra parte, en la liturgia de las urnas se han obtenido resultados. La primera maravilla: contra el desencanto y el golpismo, ha sido que han participado el ochenta por ciento de los electores censados. La segunda: por el cambio, ha sido que el cuarenta y seis por ciento han votado a la Rosa. ¿Quién lo iba a decir? Lo habían dicho las encuestas, pero con todo ha sido una sorpresa y casi no acabamos de creer lo que ha sucedido. ¿Lo hemos soñado?

No es nada fácil distinguir entre el sueño y la vigilia, ni siquiera está claro qué debemos entender por «sueño» si es verdad que también «soñamos despiertos». Más aún, hay sueños que no nos dejan dormir. En este sentido Ernst Bloch distingue entre los “sueños de la noche” y los “sueños del día”; y añade que hay también sueños colectivos como los mitos, que son sueños de la noche, o como las utopías que son para la Humanidad los sueños del día. Los mitos se refieren al pasado, a los orígenes primordiales y deben ser interpretados. Las utopías, en cambio, se refieren a lo que está por ver y por venir, y deben ser realizadas. Un programa político para el cambio no es una utopía y, sin embargo, tiene bastante de utópico. Porque es un compromiso de la utopía con la realidad, un camino real hacia lo que todavía no existe en ningún lugar. Sin ese compromiso ya no sería un programa político para el cambio sino un programa político para que nada cambie. El radicalismo utópico que no quiere negociar, que no transige, que mantiene pura su utopía a toda costa y se niega a pagar el precio de su verificación, se muestra impotente para transformar un estado de cosas. Los que dicen: «¡Lo queremos todo, y lo queremos hoy!», se quedan sin nada. Ese radicalismo no es hijo de la esperanza sino de la desesperación, engendra la frustración y conduce a la violencia.

Estamos convencidos de que el programa socialista, por lo que tiene de utópico y por lo que tiene de realista, ha conseguido poner al pueblo en estado de esperanza, y confiamos que este pueblo no rechace ahora los dolores de parto. Porque ha llegado el tiempo de parir. Todos: los que han prometido y los que se han comprometido con su voto. Para que las palabras no se queden en palabras, para que se consigan esos ochocientos mil puestos de trabajo, esa reforma de la Administración, esa educación para todos, esa profundización en la democracia..., y para ello necesitamos algo más que entusiasmo. Porque necesitamos que la esperanza se ponga a trabajar. Porque necesitamos paciencia. ¿Qué otra cosa es la paciencia que la esperanza en traje de faena, con las manos en la masa, venciendo la resistencia de la materia con habilidad, poco a poco, haciendo bien su trabajo, sin precipitación y sin descanso? La paciencia no es resignación, no es estar con los brazos cruzados a verlas venir o a ver lo que pasa, o a ver lo que hace ahora Felipe. Porque aquí no hay nada que ver y mucho que hacer. Porque el futuro es un empeño colectivo.

Paciencia, una virtud denigrada que bien merece un elogio. ¿Seremos capaces de esa paciencia? ¿Será la esperanza concebida una falsa alarma, un engendro, una parida? Los sueños que soñamos, ¿son sueños del día o de la noche? Si la vida pública nos interesa sólo como espectáculo, si salimos a la calle sólo para ver , si seguimos dormidos y enajenados por los viejos o los nuevos mitos, no tenemos remedio y las cosas irán de mal en peor en este país. Pero si participamos todos responsablemente, también con la crítica leal de la oposición al Gobierno cuando sea necesario, este pueblo dará a luz, no sin dolor, a una nueva sociedad. Entusiasmo no nos falta, pero nos hace falta algo más.

30.11. 1982

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LA PAZ, UNA CUESTIÓN DE CONFIANZA

Se cuenta de un padre que puso a su hijo pequeño sobre una mesa y, extendiendo hacia él sus brazos, le dijo: «Ven aquí, hijo mío». Pero cuando éste se decidió y saltó de la mesa, el padre apartó de pronto los brazos y el hijo cayó estrepitosamente al suelo. Entonces el padre sentenció: «Hijo mío, no te fíes nunca de nadie, aunque sea tu padre».

Si queremos educar a nuestros hijos para la guerra, y no para la paz, ésta es una gran lección, y el método inmejorable. Los niños inocentes, incapaces de hacer daño a nadie, los pobrecitos, al perder la confianza, perderán también su inocencia y «aprenderán lo que es bueno». En adelante sabrán ya el terreno que pisan, y verán en cada hombre a un potencial enemigo. Porque «el hombre –pensarán- es un lobo para el hombre», y «el que está prevenido vale por dos», y «el que da primero da dos veces», y otras cosas de gran utilidad para andar por el mundo.

Se ha supuesto que esta desconfianza y la hostilidad que genera se halla en los orígenes de la sociedad civil. Se ha escrito que los hombres, antes de convertirse en ciudadanos, vivían como individuos aislados en estado de naturaleza, cada cual con su derecho y con su fuerza para defenderlo, más tarde con su propiedad, y que se aplicaban los unos a los otros la ley del talión. Pero un día llegaron al convencimiento de que nadie podía ser tan fuerte como para poner a salvo, a la larga, sus intereses y su propia vida frente a los demás. De modo que decidieron hacer un pacto para vivir dentro de un orden, se sometieron a un poder común, fundaron un Estado e inventaron la policía. Pero de vez en cuando se preguntaban: «¿Quién custodia a los que nos custodian?». Y no hallaban entre todos respuesta convincente.

No obstante, los más sabios propusieron dividir el poder, y dijeron: «Que unos sean los que hagan las leyes, otros los que nos gobiernen, y otros los que nos juzguen>. Y la mayoría comprendió que éste era el menor de los males posibles. Los ciudadanos confiaron que podían vivir seguros dentro de unos límites razonables y, excepto algunos pocos, no quisieron volver al estado de naturaleza. Pero no todos, ni mucho menos, alcanzaron a ver que la confianza era la base del pacto que habían hecho , de la seguridad o de la paz civil que disfrutaban, aunque eso sí, siempre dentro de unos límites razonables y de las leyes que se habían dado. Por eso unos confiaban más y otros menos, los unos eran como palomas y los otros como halcones. Estos tuvieron siempre más intereses que defender y, como era natural, exigieron cada vez más cautelas, más protección para sus bienes, más policía. Y la policía era cada vez más necesaria a medida que aumentaban los bienes y la desconfianza de los halcones. Las palomas, para quitarles el miedo, quisieron profundizar en la confianza mutua y convertirla en solidaridad. Pero a esto no se llegó nuca.

Les quedaba otro problema, y se decían los unos a los otros: «¿Cómo vamos a defendernos de los que no han entrado en el pacto, de los que no son de los nuestros?» Y las palomas -que eran sencillos como palomas- dijeron: «Muy sencillo: hagamos un pacto con todo el mundo, ampliemos 1a confianza, y así podremos volar libremente por todas partes». Pero los halcones -que eran astutos como serpientes y muy escurridizos- contestaron: «¡Cá! ¡Nada de eso! Lo que hay que hacer aquí es una muralla». (Y es que los halcones, cuya confianza no alcanzaba ni para fiarse de su padre, siempre habían pensado en su interior que lo del pacto no había sido otra cosa que un invento para poner a salvo sus intereses individuales y , por lo de más, un sistema defensivo muy rudimentario que era preciso perfeccionar introduciendo nuevas técnicas contra los otros). Y puesto que no había suficiente confianza, pues no se conocía a los otros y vete a saber cuáles eran sus intenciones, se construyó la muralla.

Los halcones reconocieron en la muralla el símbolo de la comunidad (que hacían derivar del latín cummunio, que significa construir juntos una muralla, y del mismo verbo sacaban la

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municíón). Pero las palomas, que derivaban la comunidad de otras raíces y afirmaban que venía de comunión, reconocieron el símbolo de lo que habían creado en la plaza y se esforzaban en vano por ampliar cada vez más el espacio público. Los halcones se sentían orgullosos, cada vez más orgullosos, pues habían tomado posiciones en la muralla y su posición era cada vez más alta a medida que subía la muralla, hasta el extremo que, desde su soberbia, las palomas de la plaza les parecían moscas despreciables. Las palomas, en cambio, sintieron angustia, cada vez más angustia, porque la plaza resultaba cada vez más angosta conforme la muralla seguía subiendo.

Las palomas, siempre tan inocentes, no comprendían tamaño despropósito, hasta que un día se dieron cuenta de que los bienes de los halcones aumentaban a medida que subía la muralla y en proporción directa con su desconfianza. Pero entonces ya era demasiado tarde. La muralla había crecido hasta llegar al cielo y era una tremenda amenaza para todos, para los de dentro y para los de fuera.

También los otros, los que no eran “de los nuestros” pero eran igualmente «muy suyos» y no querían ser menos, construyeron su propia muralla. De manera que unos y otros se miraban de reojo, apenas los unos ponían acá una piedra los otros ponían dos acullá. Si por un casual las dos murallas tenían la misma altura, unos y otros hablaban de «coexistencia pacífica», e incluso de «paz internacional». Si la una dominaba sobre la otra, los más fuertes hablaban de «pacificación”. Pero como las murallas seguían subiendo más y más, por falta de confianza, un día se precipitaron sobre unos y otros ante una falsa alarma. Los halcones dijeron: «Ha sido un fallo técnico». Y las palomas: «Ha sido un fallo humano». Pero la ruina vino sobre los halcones y sobre las palomas de uno y otro lado.

Moraleja

La relación Yo-Tú (Nosotros-Vosotros) es como una encrucijada. A partir de ahí se puede llegar a la fraternidad o al fratricidio. Se llega a la fraternidad cuando esta relación , con todos sus conflictos y diferencias, se resuelve y se salva en la relación Yo y Tú (Nosotros y Vosotros), en un Nosotros universal en el que a nadie se excluye. Pero para que esto sea posible hace falta confianza, una confianza que vaya siempre un poco más allá de los límites razonables. De lo contrarío se llega al fratricidio: la relación Yo-Tú se pervierte en oposición irreconciliable, para ser Yo o Tú, y a fin de cuentas, ni Tú ni Yo. Porque todo fratricidio es un suicidio colectivo. Los que no quieren vivir unidos y solidariamente hasta que la muerte los separe, se atacan unos a otros hasta que la muerte los una. También el fratricidio supone una desconfianza que vaya más allá de los límites razonables. De modo que más acá del fratricidio y de la fraternidad, todo es camino. O caminos, porque en uno se exceden los límites de la confianza razonable hasta el amor y en el otro los límites de la desconfianza razonable hasta llegar al odio. El amor en grado sumo ya no es de este mundo, el odio en grado sumo acaba con él.

30.12.1982ÉTICA Y ESTÉTICA

Una cosa es el dolor de muelas y otra muy distinta, quién lo duda, el recuerdo de un dolor de muelas. Porque en el recuerdo no nos duelen las muelas. Bien es verdad que hay recuerdos molestos, desagradables y penosos, y que por esa razón preferimos a veces olvidar. No obstante, no es lo mismo el sufrimiento que nos causa un recuerdo que el sufrimiento realmente pasado y que

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después podemos recordar . Consideraciones como éstas me venían a la mente a raíz del estreno en Zaragoza de la obra La luz del túnel, adaptación teatral de la novela autobiográfica de Roque Dalton. Pensaba, en efecto, que el tremendo sufrimiento del pueblo salvadoreño, que ahora mismito está pariendo con dolor su liberación, dista mucho de la experiencia teatral y de la emoción que pudo sentir el público zaragozano en la representación de esa obra. Unir cosas tan distintas y tan distantes como el teatro y la vida, intentar comprometer a un público acomodado en sus butacas en la tragedia que otros están padeciendo, para cambiar su actitud estética -pues van a ver- por una actitud ética preocupada por lo que deben hacer por El Salvador es encomiable de todos modos pero sumamente difícil. Otros lo intentaron y fracasaron.

Como es sabido, a finales de los años 20, Piscator y B. Brecht llevaron a escena en la plaza de Nollendorf, en Berlin, algunos episodios de la revolución proletaria. Quisieron hacer algo más que teatro sin dejar de hacer teatro, quisieron ayudar.Pero el anciano Brecht recordaría más tarde que aquello fue ciertamente una revolución, pero del teatro y en el teatro y en modo alguno de la sociedad y en la sociedad. El público había apreciado sólo estéticamente unas representaciones llevadas a cabo por impulsos éticos. ¿Cabía esperar otra cosa? Carlos Marx, refiriéndose a todos los filósofos que le precedieron, escribió que se limitaron a interpretar el mundo y que era hora de transformarlo. Análogamente hay quienes piensan que en el teatro y desde el teatro lo único que puede hacerse es interpretar el mundo.

Fuera del teatro la critica radical a la estética burguesa condujo al drama documental, al teatro político y, por fin, al teatro del absurdo. En el drama documental se llevó a escena la actualidad, haciendo acopio de informes y documentos, y ordenando el material como un proceso, con el ánimo de comprometer al público y de obligarle a pronunciar sentencia sobre lo que estaba sucediendo en realidad y no sólo en el escenario. En el teatro político se abandonó teóricamente el escenario, pero no en la práctica, y se quiso convertir el teatro en el ámbito de una acción política real en la que actores y espectadores debían participar. La acción podía terminar entonces con una colecta de apoyo a unos trabajadores en huelga o con una manifestación. Pero llevada hasta las últimas consecuencias, esa tendencia obligaba a dejar para siempre el teatro: en 1936, el actor alemán Ernst Busch, junto con otros muchos artistas, se alistó en las brigadas internacionales para luchar en España.

(Entre paréntesis y de pasada recordemos el caso del sacerdote Camilo Torres, que dejó de celebrar la eucaristía para alistarse a la guerrilla. La liturgia y el teatro no son magnitudes incomparables, como demuestra ya la historia del teatro. Podemos decir también que al drama documental corresponden las «vigilias políticas» que se celebraban en Colonia, o quizá se celebran todavía, y las misas «politizadas» bajo el régimen franquista).

Como no podía seguirse en esa línea y con esa lógica, los que siguieron en el teatro crearon, contra toda lógica, el teatro del absurdo. Se negaron a cualquier representación objetiva y a toda interpretación para expresar así que la realidad social es o se ha vuelto opaca e impenetrable para el actor, y que no dispone de medios estéticos para cambiarla, o para influir eficazmente en su público y hacer que los espectadores se decidan a eliminar el mal que los hombres causan a los hombres. Porque nadie puede producir la buena voluntad, aparte de que esto seria aún más terrible y acabaría con la libertad humana.

Sin embargo, reconocer los limites del teatro y de las prácticas estéticas en general no justifica, a nuestro juicio, su abandono, por más que sea comprensible en situaciones limite y bajo la premura de unas circunstancias que obligan a actuar. Pero no debemos olvidar que dejar el teatro para hacer la revolución es dejar sin hacer la revolución del teatro. Toda nuestra actividad es una práctica que nos transforma también a nosotros mismos. Al labrador se le pone la cara de labrador , al banquero de banquero, el maestro tiene cara de maestro y un militar se parece a un militar. Pero

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no es sólo la cara lo que cambia, sino también los modos de pensar y las maneras de comportarse, los sentimientos, las actitudes, etc. Las actividades que ejercemos influyen en nosotros para bien o para mal. Las prácticas económicas y las políticas transforman al hombre al transformar su medio natural, con todos los recursos, y su medio social con sus instituciones, leyes, etc. Estas prácticas son útiles, nadie lo pone en duda. Con ellas producimos instrumentos y objetos de uso y de consumo, construimos nuestro mundo y nuestra sociedad, hacemos nuestra vida y organizamos nuestra convivencia. Pero hay que vigilarlas y someterlas a normas éticas y razonables, porque todo lo que hacemos se nos puede ir de las manos. En cambio, las prácticas estéticas, como el teatro y las artes, son prácticas expresivas y significativas y por eso, a veces, nos parecen «inútiles», aunque no hay ningún pueblo culto que pueda prescindir de ellas. Lo que se obtiene con las prácticas estéticas no es un instrumento, ni un objeto de uso o de consumo, sino un sentido, algo bello, grato y gratificante, que merece ser contemplado y celebrado por si mismo. Nuestros sentidos, ante una obra de arte, se vuelven teóricos, abandonan el reino de la necesidad y de la preocupación y anticipan el reino de la libertad. En la experiencia estética, aunque no sólo en ella, descubrimos lo inapreciable y extraordinario, los valores, el fundamento y el motivo de todo lo que hacemos. No hay ética sin estética. De ella nos viene el gusto por el trabajo bien hecho, y la «moral» que necesitamos para hacer lo que debemos. Por tanto, las prácticas estéticas no necesitan justificarse por su utilidad o porque estén al servicio de otros fines.

En circunstancias normales un teatro politizado consigue lo contrario de lo que se pretende. Porque la confusión de la ética y la estética, del deber que nos agobia y del placer que nos alivia, es el caldo de cultivo en el que se mueven como peces en el agua los revolucionarios de salón, o de festival, creando en ellos la falsa conciencia de que participan en la política cuando lo único que hacen es aplaudir en el teatro; o a la inversa, creyendo que en la vida pública deben comportarse a ser posible como actores y, en todo caso, como público. De modo que no se comprometen ni con las prácticas estéticas ni con las prácticas políticas, y a veces incluso tampoco con las económicas, lo que les permite flotar en la ambigüedad. ¿No seria preferible acabar ya con ese equivoco? Por eso, cada cosa en su sitio, sin confundir ni separar lo uno de lo otro, relación dialéctica y fecunda.

9.2.1983

CEREMONIA DE LACONFUSIÓN

Recientemente el cardenal de Toledo y cinco prelados más de la misma provincia eclesiástica, en una exhortación pastoral a los sacerdotes y educadores de la fe, después de rechazar de plano la proyectada despenalización del aborto como «un abuso de poder que inevitablemente confunde y daña la mente y el corazón de los hombres», les animaban viva y encarecidamente a «exponer con claridad y sin ambigüedades la doctrina que hay que enseñar en esta materia» y a esforzarse «para que la confusión que se está fomentando no se adueñe de los espíritus». Que exista una gran confusión en este debate sobre la despenalización del aborto parece evidente. Que se esté fomentando esa confusión, muy probable. Pero afirmar que el Gobierno comete «un abuso de poder que inevitablemente confunde y daña la mente y el corazón de los hombres» es ya, a nuestro juicio, un abuso de poder que inevitablemente confunde y daña la mente y el corazón de los hombres. Pues bien, a esta ceremonia de la confusión ha venido a sumarse a los pocos días la Comisión Permanente del Episcopado Español.

El argumento moral.

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La Comisión Permanente, como portavoz de todos los obispos de España, ha publicado un documento para dirigirse especialmente a los creyentes católicos, pero abrigando la esperanza de que lo tengan en cuenta también cuantos se sientan comprometidos en la defensa del hombre y del futuro de la Humanidad. La argumentación moral que se esgrime en dicho documento arranca del «valor supremo de la vida para toda conciencia recta» y del derecho a la vida como derecho fundamental y raíz de todos los derechos humanos, afirma que desde la fecundación de la madre existe una nueva vida humana y concluye calificando moralmente de homicidio a todo aborto provocado. En con secuencia, y puesto que. «ante este derecho primordial del ser humano no cabe apelar tampoco al pluralismo social o al principio de tolerancia civil», confiesan los obispos cuál es «su propia postura» con las siguientes palabras: «No podemos menos de afirmar sin ambigüedad de ninguna clase que la proyectada despenalización del aborto nos parece gravemente injusta y del todo inaceptable». El principio del que se parte en esta argumentación es sólido donde los haya, nadie lo niega, incluso aquellos que lo quebrantan en la práctica le rinden pleitesía hipócritamente. Como principio moral pertenece, sin duda, a la ética pública o al mínimo ético necesario sin el que seria inconcebible la convivencia en la sociedad. Mucho más discutible, y discutida por cierto en todas partes donde se plantea el problema del aborto, es la afirmación de que existe vida humana y distinta de la vida de la madre desde el momento en que ésta haya sido fecundada. Por eso no todos los moralistas, ni siquiera todos los moralistas católicos, se atreverían a calificar de homicidio al aborto provocado. Si eso fuera tan claro para todos, el argumento de los obispos no tendría vuelta de hoja para nadie, como no lo tiene para ellos que lo ven con esa claridad, y cualquier conciencia recta debería rechazar el aborto provocado bajo cualquier supuesto, incluso en el supuesto de que peligrara la vida de la madre, pues se trataría de un homicidio. Es de agradecer a los obispos españoles que sean tan coherentes en su juicio moral sobre cualquier clase de aborto provocado. Sin embargo, en este punto, las cosas no están tan claras para todos, lo que explica el pluralismo de juicios morales que se da sobre el aborto en la sociedad.

Lo moral y lo legal

La postura propia de los obispos, en lo que concierne a la condena moral del aborto provocado, es perfectamente respetable y, muchos la comparten. Pero no pertenece ya a la ética pública, o civil, sino acaso a la moral de los católicos y en modo alguno de todos los ciudadanos. De ahí que no podamos alabar ya la coherencia del documento cuando se condena una ley que despenaliza el aborto. ¿Cómo pueden «afirmar sin ambigüedad de ninguna clase que la proyectada despenalización del aborto nos parece gravemente injusta y del todo inaceptable»? ¿No infieren del juicio moral que pronuncian sobre el aborto provocado la condena de una ley que lo despenaliza? ¿Acaso ignoran que ninguna ley puede aspirar a reflejar en su formulación todas las exigencias éticas? ¿Acaso confunden la moral con el derecho? ¿No podrían haber dicho también, sin renunciar a su moral, que les parece que una ley que despenaliza el aborto sin que esto signifique que lo aprueba moralmente responde mejor a las exigencias de la ética pública? ¿y no seria esto más tolerante? Es en torno a estas preguntas donde gira la ceremonia de la confusión de la que hablábamos al principio. Porque no se distingue con claridad entre lo que es moral y lo que es legal. En otros documentos de la Conferencia Episcopal Española se ha hecho notar esa distinción. Y ya el papa Pío XII decía al Congreso de Juristas Católicos, celebrado en junio de 1953: «El deber de suprimir las desviaciones morales no puede ser la suprema norma de conducta para un legislador, debe subordinarse a otras más altas» . Y el cardenal Martini, arzobispo de Milán, escribía a propósito del referéndum italiano sobre el aborto: «En el campo especifico del aborto, hay tres aspectos conexos pero obviamente distintos: el hecho del aborto, la ideología o mentalidad abortista y la ley que contempla el aborto. El primero ha existido siempre, y se le ha combatido. La segunda niega que la vida humana sea un valor en si misma y para ella el aborto es la reacción normal a todo embarazo no deseado. Las leyes que contemplan el aborto no siempre pueden coincidir con las normas morales». Recordemos, también, que los papas toleraron y regularon la prostitución en sus estados pontificios, sin que esto supusiera que la aprobaran moralmente. Pretender ajustar la

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legislación civil del todo a la moral, planteará el problema insoluble de qué moral se trata en una sociedad pluralista. Y a lo más se podría llegar a reconocer un mínimum ético o lo que hemos llamado ética pública, que no es toda la moral. Por otra parte, la pretensión de elevar a rango de ley todo lo que es exigencia moral de un grupo social, de una comunidad particular o de una iglesia, nos conduciría a un régimen integrista y a la Inquisición. No se respetaría la 1ibertad de conciencia. En este tipo de discursos se confunde la defensa de la vida y del derecho a la vida con la prohibición del aborto, como si los abortos disminuyeran por el simple hecho de prohibirse o como si las madres que deciden abortar en la clandestinidad no pudieran hacerlo con grave riesgo de sus vidas. Pero hay muchos estados democráticos que, precisamente para defender la vida como un bien de toda la sociedad, despenalizan el aborto y dictan procedimientos para ayudar a las madres que tienen problemas. ¿ Y quién se atrevería a negar la buena fe de todos los parlamentarios católicos que colaboraron en Italia en la elaboración y en la defensa de las «normas para la tutela social de la maternidad y para la interrupción voluntaria del embarazo»? ¿Se puede dudar de la honestidad de teólogos como el P. Häring, De Clerq, Diez Alegría y tantos otros que podríamos citar? Porque todos éstos aprueban la despenalización del aborto, acompañada claro está de otras medidas, como un medio para defender la vida. A veces uno cree que los obispos confían más en las leyes que en la predicación y el testimonio del Evangelio. Pero esto puede ser una mala defensa de una buena causa. Ojalá la oferta que hace la Comisión Permanente en nombre de la Iglesia de colaborar activamente en la supresión de las causas que conducen al aborto masivo se traduzca en algo concreto. De lo contrario, habrá que pensar que su postura ante el aborto no significa otra cosa que un intento de lavarse las manos o de marginar el problema social de la conciencia de sus fieles. No quisiera terminar sin una última reflexión: Si se confunde lo moral con lo legal, si la Iglesia insiste en defender con la ley lo que ella entiende que es una exigencia moral del Evangelio, tendrá que acostumbrarse a un cristianismo mediocre ya que sus fieles, una vez legalizado el aborto o lo que sea, considerarán que todo aquello que ha sido legalizado es ya moralmente permitido sin más consideraciones. Las instancias morales de una sociedad sólo funcionan cuando renuncian a convertirse automáticamente en instancias de legalidad. En este caso, la sociedad pierde su impulso moral y cae en el aburrimiento de la moral convencional.

20.2.1983

ÉTICA Y POLÍTICA

No parece que la política sea un campo abonado en donde florezca la ética sin dificultades y las virtudes produzcan sus mejores frutos. Antes bien, se nos antoja lo contrario. El pueblo desconfía de los políticos, por algo será. Y los que tienen alguna experiencia de la lucha entre los partidos, y dentro de los partidos políticos entre compañeros, los que saben lo que se cuece y cómo se cuecen algunas decisiones «políticas», si son sinceros no se atreverán a negar que la ambición anda también entre los pucheros como Dios en un convento de carmelitas descalzas. La vida cotidiana de los políticos se mueve en un ambiente enrarecido por las tensiones que produce la lucha por el poder. Es cierto que el fin no justifica los medios, pero esto es una consideración moral. En realidad de verdad - y lo que sigue es una consideración política -, el mejor de los fines no puede impedir que se utilicen todos los medios, y a veces ¡qué medios! , para alcanzar lo que se desea.

Impulso moral

Por tanto un político ha de saber que un poder limita siempre con otro poder real, no con principios morales. Porque no existe ninguno que se contenga espontáneamente o se limite a sí

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mismo ante los derechos de los demás, porque el poder es por naturaleza expansivo y tiende a llenar cualquier vacío de poder. Ni siquiera la proclamación de los derechos humanos constituye una barrera superable para un poder que los atropella si, frente a ese poder, no se alza otro igual o superior que los defienda con eficacia. Oponer un discurso moral a la eficacia política es predicar en el desierto: los derechos que no se hacen valer no se respetan, y todo eso no es más que «moralina» en el argot de los políticos. Sin embargo hay quienes se meten en política llevados tan sólo por un impulso moral hacia los más nobles ideales, con una conmovedora buena voluntad desarmada de todo realismo. Y no es de extrañar que. apenas tropiezan con la dura realidad de los hechos, replieguen sus alas y se achanten como palomas. No comprenden que, para remontar el vuelo en esa atmósfera, necesitan apoyarse precisamente en la resistencia que encuentran. Para ser un buen político no basta con ser un hombre bueno. Más aún, ¿no habrá que aprender incluso a ser malo? ¿Qué tiene que ver la ética con la política? Plantearse este género de preguntas es conjurar el nombre de un famoso florentino, tantas veces denostado cuantas secretamente admirado por muchos: Nicolás Maquiave1o. Los que escribieron antes que él de política, lo hicieron en estrecha dependencia de principios morales y/o religiosos, orientándose más a lo que debe ser que a lo que es. De ahí que inventaran hermosas teorías e imaginaran repúblicas inexistentes en las que nada útil puede construirse, porque, según Maquiavelo, «el que abandona lo que es por lo que debe ser prepara su ruina en vez de su preservación".

La virtud de Maquiavelo

Los autores anteriores trataron, en los «espejos de príncipes», de las virtudes del hombre de gobierno. Pero lo hicieron en el marco de la moralidad ordinaria, pensando que un príncipe debía ser el hombre ideal y el modelo de conducta para todos sus súbditos. Hay que reconocer que los humanistas, a diferencia de los autores medievales, se olvidaron de las virtudes específicamente cristianas y subrayaron una ética natural. Dirigieron su atención hacia las virtudes más necesarias para gobernar , y hasta se preguntaron si un príncipe debía observar siempre la moral ordinaria. Pero Maquiavelo fue el primero en plantearse resueltamente esa pregunta de los humanistas, no de un modo retórico sino con el ánimo de hallar una respuesta comprobada por los hechos. Y halló que un príncipe, para ser tal y mantenerse en el principado, ha de ser un hombre de «extraordinaria virtud», es decir , fuera de las virtudes ordinarias y del concepto incluso de virtud moral. La «virtú» a la que se refiere Maquiavelo no es ya una cualidad moral ni una potencia viril, como la virtud del soldado, sino aquella energía de la voluntad que permite al príncipe atraerse el favor de la fortuna cuando actúa con inteligencia, tacto, habilidad, ingenio, astucia, perspicacia y resolución, aquella que le capacita para enjuiciar rápidamente la situación de cada momento, y, si es preciso, para entrar en el mal sin hacerle ascos. Porque un príncipe ha de tener también la capacidad de ser malo, de quebrantar los pactos cuando le convenga, de simular y disimular , de ser tacaño con su dinero y generoso con el ajeno, etc. La prudencia política le dirá cuándo debe comportarse como un hombre y respetar las leyes, o si ha de imitar a las fieras y comportarse como un león para ahuyentar a los lobos o como un zorro para escapar de los lazos que le tiendan sus enemigos.

Medios y resultados

Todo el discurso político de Maquiavelo se desarrolla con total autonomía frente a la moral o a la religión. De modo que el príncipe, el gobernante, deja de ser el mandatario de una moral dada y se convierte en agente libre de una política creativa, o maniobrera , orientada sólo a la conservación de su vida y de su Estado. Su actividad participa de la misteriosa impenetrabilidad de la Providencia, a la que desplaza, pudiendo sacar grandes bienes de lo que parecen grandes males. Si los resultados son los apetecidos, los medios no cuentan. No obstante, Maquiavelo dice que «no hay que combatir la religión, ni nada de lo que parece estar en relación con Dios: pues todas esas cosas tienen demasiada fuerza sobre los espíritus de los necios». Asimismo, el príncipe «ha de ser tan prudente que sepa huir de los vicios que le quitarían el Estado y guardarse, si es posible, de los

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demás; pero no siendo posible, puede seguir con éstos sin tanta consideración “.Así que todo depende del provecho que pueda sacar de los vicios o de las virtudes. Maquiavelo piensa, por otra parte, que no es de gran utilidad una moral que «santifica a los humildes y a los que se dedican a la contemplación más que a los hombres de vida activa». Pues no es la salvación del alma lo que está en juego sino la “salus pública”

El bien común

Los que entienden la política como una técnica para “il bene essere suo”, los que consideren la política de un modo «principesco» porque en el fondo creen que el Estado les pertenece como un patrimonio o como un botín, los que tienen un rey en el cuerpo o un hombre de «extraordinaria virtú», esos tales reconocerán en el ilustre florentino al mejor maestro. Para éstos la ética no será ningún problema. Pero también aquéllos que no compartan esa opinión y defiendan que la soberanía reside en el pueblo, al que pueden representar sin sustituirlo nunca, y piensen que la ética no puede comprenderse desde un punto de vista meramente utilitario, deberán aprender algo de Maquiavelo. Primero, su sentido de la realidad, para no construir repúblicas imaginarias y abandonar lo que es por lo que debe ser. Aunque inmediatamente se deba decir, también, que la renuncia a lo que debe ser por lo que es conduce a la dictadura de los hechos e impide todo progreso. Por eso una política de cambio, como la que proponen los socialistas, deberá entrar en negociaciones con la realidad y reconocer lo que es y lo que debe ser al mismo tiempo. En segundo lugar , deberán aprender que la ética contribuye también a la política democrática. Nos referimos a una ética pública, o al mínimo ético, en cierto modo consensuado y aceptado por todos los ciudadanos, que podemos ver formulado en los derechos humanos recogidos por nuestra Constitución. Para medrar en política, para hacer carrera, es posible que la ética sea un estorbo al menos a corto plazo. De ahí la tentación. Pero si la política no es eso sino la actividad tendente al bien de todos los ciudadanos, incluso desde un punto de vista estrictamente político y sin abandonar el realismo de Maquiavelo, habrá que decir que no es correcto prescindir de la ética. Porque el fundamento de una democracia y el bienestar dentro de ella, el bien común, antes que en las buenas leyes se basa en la buenas costumbres de los ciudadanos. De ahí la importancia de un programa votado por diez millones de españoles y en el que se propone la moralización de la sociedad. Un partido que presenta ese programa político debería hacer cuestión política del comportamiento ético-público de sus militantes. Los socialistas no pueden «pasar de moral.

31.03.1983

LAS EDADES PERDIDAS

Si usted se interesa por el hijo de su vecina o de su amigo, si les pregunta cuántos años tienen, lo más probable es que le respondan que ya va a la escuela, que está en primero de EGB, que hace segundo de BUP, o que Manolito -¿se acuerda?, ¡quién lo iba a decir!- ya lleva tercero de Medicina y pronto será un señor doctor, y así por el estilo todos los padres y madres indefectiblemente. La Gigliola Cinquetti de los felices 60, con su largo cue11o y sus largas trenzas, con lacitos , tan romántica ella y tan preocupada por su edad: «No tengo edad para amarte», no sabía la pobre criatura que a los progenitores de hoy eso de la edad les importa un bledo. Porque sus hijos e hijas, al parecer, ya no cumplen años ni tienen primaveras -«quince abriles», se decía- sino que hacen cursos. Como es bien sabido nadie puede cumplir dos años en uno. Los cursos es otra cosa: se pueden hacer dos cursos en uno y, mucho mejor aún, un solo curso en dos años, pero la infancia, la adolescencia, la juventud no se repite y si se pierde, ¡ay!, no puede ya recuperarse. ¿A

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qué se debe entonces la confusión de los años y los cursos? Sin duda alguna a una mentalidad escolarizada.

Lo primero que enseña la escuela decía Iván Illich que es la obligación de ir a la escuela o de enviar a los hijos a la escuela. Todos los que han aprendido esa lección han sido escolarizados. Y es tanta la confianza que depositan en la escuela que piensan que pasar por la escuela es la única y suficiente garantía para convertirse en hombres adultos y responsables, en personas maduras. De ahí que pedir más educación sea equivalente a pedir más escuela. y por eso mismo los padres, que tienen el derecho de elegir para sus hijos la educación que desean, apenas realizan otro acto «educativo» que ése: elegir para sus hijos un buen colegio. Con esa mentalidad escolarizada se piensa, lógicamente, que todos los años en los que no se aprueba curso son años perdidos, inexistentes, que no cuentan para nada. Por tanto, si preguntas a tu vecina cuántos años tiene su hija, te dirá que está en primero de BUP. Creer que la escuela educa es por lo menos una creencia infundada en la mayoría de los casos. La escuela enseña, que es algo muy distinto que educar, y aun así no enseña todo lo que aprendemos en la vida ni lo más importante para la vida. La escuela no enseña, por ejemplo, a hablar la lengua materna, porque ésa la aprendemos de labios de la madre. Quizá sea esta la razón por la que los enseñantes, salvo raras excepciones, no se fijan en la edad de sus alumnos, pues en general no se proponen objetivos estrictamente educativos. Los alumnos de la escuela de Barbiana, en su “Carta a una maestra”, escriben: «Lo mejor sería que cada chico llevara un cartel: 'Tengo 13 años. No me haga repetir'. Pero ninguno lleva cartel, y los profesores no miran en el expediente el año de nacimiento. Miran las notas».

Como en la escuela los alumnos no tienen edad «reconocida», los profesores y maestros, en vez de responder a las preguntas de un adolescente, lo que hacen es preocuparse de que los adolescentes respondan a las preguntas de un programa. Todos los que responden pasan, pero esto no quiere decir que todos los que pasan a otro curso estén maduros. El símbolo de los alumnos aventajados que aprueban todos los cursos es, para los alumnos de Barbiana, Pierino, el hijo de un médico: «Pierino siempre pasa curso.¡Qué raro! !Tan joven como es! De hacer caso a los sicólogos, debería tener dificultades. ¡Fuertes cromosomas los del doctor! Pierino se ha encontrado en quinto con nueve años. Ha estado siempre entre compañeros más maduros. No ha madurado». Y es que Pierino no es un niño normal, sino un monstruito de la escuela. Los niños normales, más «vivos» y más preocupados con los problemas de su edad, cuando llegan a la adolescencia atraviesan un bache en sus estudios, suspenden con frecuencia alguna asignatura y muchos repiten curso. No están en lo que se les exige porque no se les enseña lo que les interesa profundamente. El fracaso escolar, más que el fracaso de los alumnos en sus estudios, es el fracaso de la escuela como institución educativa. Los padres y los maestros, si lo que quieren de verdad es ayudar a sus hijos o a sus discípulos en el proceso de maduración como personas, no pueden ignorar por más tiempo la edad de los educandos. El concepto de madurez tiene un trasfondo biológico y se refiere al hombre como ser vivo que se realiza a sí mismo en el tiempo y con el tiempo, de edad en edad, sin violentar el curso de su naturaleza. Desde el principio de la vida el crecimiento humano, genéticamente programado, predispone a una serie de funciones (como el desplazamiento físico, el pensamiento lógico, la comunicación lingüística, etcétera) y las hace posibles. De manera que los procesos de aprendizaje dependen de los procesos biológicos, y los factores somáticos, síquicos y sociales se corresponden y se completan dentro de un desarrollo armónico. Una pedagogía que, a despecho de la sicología evolutiva, olvide todas estas cosas y no considere la edad de los discípulos perturba el proceso de su maduración, los desnaturaliza y los deshumaniza. Es una falsa pedagogía, una antipedagogía. La desconsideración de la edad y de la fase de crecimiento del cuerpo, que es la concreción de la persona, es una falta de consideración a la persona concreta que se siente rechazada. Ocurre a veces que una niña que comienza a ser mujer empieza a adelgazar, pierde el apetito, vomita los alimentos, sufre desarreglos intestinales, tiene frío sin que nada lo justifique aparentemente y no se encuentra bien dentro de su propio cuerpo. Los doctores diagnostican: anorexia. Pero esta agresión contra su cuerpo va dirigida probablemente contra su madre que no acepta la transformación de su hija, que

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no reconoce su edad y que sólo se preocupa de atosigarla para que coma y saque buenas notas. Y es por eso que cuanto más sufre la madre al ver que adelgaza la hija, más adelgaza la hija al ver sufrir a su madre.

El crecimiento humano no es una carrera en la que sólo importa la meta, y las edades de la vida no se ordenan como los cursos hacia la consecución de un título. La edad adulta no degrada ni descalifica a las edades que le preceden como si fueran éstas un puro trámite. Como la flor no es un puro trámite para el fruto, pues tiene su encanto y su sentido, así la infancia no puede comprenderse como un trámite para la adolescencia, o la adolescencia para la juventud y ésta para la edad adulta. El hombre se realiza en el tiempo, no sólo con el tiempo. Cada una de las edades son maneras distintas de ser hombre. A los siete años vivir humanamente significa vivir como un niño, a los treinta como una persona adulta, a los setenta como un anciano. Ser infantil a los treinta, juvenil a los setenta y un hombrecito a los siete años son maneras inhumanas de realizarse. Porque el hombre vive en el tiempo, de edad en edad. Dejemos que los niños sean niños y no hagamos niños a los adolescentes o a los jóvenes, dejemos que cada cual viva su edad, esa edad que nadie puede repetir y en la que nadie puede detenerse. La diferencia cualitativa entre las edades del hombre requiere un trato diferenciado y una atención específica por parte de los educadores, dando tiempo al tiempo, sin atropellos. En la fabricación de un robot se puede ir más deprisa. Pero en la educación no se puede ir a contra reloj sin ir contra la vida. Educar es dejar vivir, y ayudar a vivir a cada uno según su edad y al ritmo de su vida. En los períodos críticos de transición de una edad a otra, los padres y educadores deben inspirar confianza, como buenos iniciadores, dando la mano a sus hijos y a sus discípulos para que éstos den el salto y se introduzcan con buen pie en un mundo nuevo. Porque en cada edad de la vida el mundo se ve, y es, de otra manera.

6.4.1983LOS EUFEMISMOS

Es cierto que las palabras son a veces más pesadas que la realidad misma, pues nadie duda que hablar de algunos temas con determinadas personas resulta en extremo fatigoso y hasta puede costarnos una enfermedad. Refiere el pastor anglicano J. Swift que Gulliver sorprendió en sus viajes a unos doctores discutiendo la manera de hacer más fácil la conversación: «Surgió el expediente -escribe- de que, pues las palabras sólo son nombres de las cosas, sería más conveniente para los hombres llevar consigo aquellas cosas que iban a tratar... Sólo un inconveniente tenía este método y era que, si el asunto a debatir era basto y de varios géneros, cada persona se veía obligada a llevar un gran fardo de objetos a la espalda, salvo si sus medios le permitían que uno o dos vigorosos servidores le acompañaran, portándolos. He visto a menudo a dos de aquellos sabios casi aplastados bajo el peso de su cargamento, como dos buhoneros entre nosotros, hallarse en plena calle, poner sus fardos en tierra, abrirlos y establecer conversación durante una hora, tras lo cual cada uno volvía a guardar sus cosas, se echaba el saco a la espalda y se despedía de su colega».

Hablar de lo que no tenemos

Sin embargo, este método de conversar, que podía tener sus ventajas en algunos ambientes intelectuales y universitarios como pensaban los sesudos doctores que escuchó y vio Gulliver, no prosperó. Y no sólo, como dice el divertido eclesiástico, porque las mujeres organizaron una rebelión, sino porque en general, para hombres y mujeres, las palabras son más livianas que las

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cosasmismas. Por otra parte, pienso que un método tan materialista o realista de hablar sin palabras, aunque hubiera cerrado la boca de los charlatanes para siempre y con gran beneficio de la Humanidad, hubiera puesto también en un brete a los poetas, místicos y teólogos, metafísicos, políticos, diplomáticos y a cuantos quieren hablar de sus recuerdos y de sus esperanzas.

Huir de la realidad

Una ventaja de las palabras es que podemos hablar de lo que no tenemos, la otra que podemos cambiarlas con facilidad. No es que todas nos den igual o que sirvan sólo como las etiquetas para señalar o denotar las cosas, porque tienen un significado y nos servimos de ellas también para expresar lo que pensamos sobre las cosas. Pero las palabras no son la realidad misma, que es mucho más resistente, y esto hace que podamos _cambiarlas dejando las cosas como están. A nadie se le escapa la importancia de este invento del lenguaje, parecido al invento de sustituir las cosas por las monedas y éstas por el papel, pero de mayor trascendencia todavía. En situaciones embarazosas, cuando no podemos o no queremos transformar la realidad, el lenguaje nos consiente cambiar las palabras y nos quedamos tan panchos. Este es el caso de los eufemismos, gracias a los cuales podemos hablar bien de lo que es o nos parece que está mal.

Un eufemismo es un modo de expresar con suavidad y decoro ideas cuya franca expresión sería mal sonante o molesta. En todas las lenguas conocidas se renueva periódicamente el vocabulario referido al sexo, a lo que se considera bajo, sucio o inconveniente en la comunidad de sus hablantes. Porque los eufemismos tienen una vida muy limitada: apenas saben todos de qué va la cosa y se percatan de que se dice lo mismo que antes, pierden su utilidad y empiezan a sonar mal. Hace unos meses estaba viendo y oyendo una entrevista que le hacían en TV a una asistente social, según creo recordar. A los que hace tiempo se les llamaba tontos o necios y, después, anormales, subnormales, deficientes síquicos, etcétera, la entrevistada les llamaba “niños distintos”. Esta nueva apreciación de la misma realidad, este eufemismo, caerá en desuso tan pronto como la gente se entere de que se trata de lo mismo y será sustituido por otro como los anteriores. Y es que la únicaforma de dignificar el lenguaje definitivamente y de humanizar las relaciones o la conversación es transformar la realidad a la que nos referimos, mejorando en la medida de lo posible su condición física o al menos su condición social y aceptando y respetando lo que no es posible cambiar. Sólo entonces, sin ofender a nadie y sin eufemismos, podremos llamar al tonto tonto , al pan pan y al vino vino. Pero de momento la gente no está por la labor y se interesa más por el cambio de las palabras.

Introducir un eufemismo no es nunca una operación ingenua o gratuita. Personas hay que inventan un eufemismo y lo pronuncian con buena voluntad, como un buen augurio y con el ánimo de que las cosas sean mejor de lo que son. Probablemente es así como hablaba de los «niños distintos» la asistente social aludida. Pero, en general, la gente lo único que quiere es evitar líos, despachando y marginando con buenas palabras la realidad que molesta o se desprecia y de la que ni siquiera se atreven a hablar con franqueza. No faltan quienes se mueven por otros intereses. Cuando a las acelgas, que siguen siendo acelgas ni mejores ni peores que en otras partes, se las llama en un restaurante «acelguitas», hay que pensar que utilizan un eufemismo para cobrarlas un poco más caras. Con frecuencia se echa mano del inglés para ennoblecer y encarecer los productos: los calzoncil10s ( ¡qué vulgaridad!) suelen ser más baratos que los slips. De manera que las palabras bien sonantes representan un valor añadido en el mercado, permaneciendo el valor de uso se aumenta así eI valor de cambio de los productos. Incluso se puede pagar con buenas palabras, como es el caso de las criadas cuando se las llama “empleadas de hogar” sin que varíe en absoluto su condición social y su salario. Y hablar de “la tercera edad”, ¿acaso significa que ya no se envejece, que se va a espetar más a los viejos o se les va a subir la jubilación?

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Cambio en la retórica.

Especialmente peligrosos son los eufemismos que florecen en los labios de los políticos para ocultar una realidad que no pueden o no desean cambiar. Si de verdad queremos el cambio de las cosas, y no de las palabras solamente, bueno será comenzar con la estabilización del lenguaje, evitando los eufemismos que hinchan las expectativas y producen frustraciones. Llamando a cada cosa con su nombre y cargando con la realidad. No sea que la retórica del cambio se nos convierta en un cambio dentro de la retórica y las cosas sigan como siempre han sido. Porque más peligrosa que la inflación de la moneda es la inflación de las palabras.

El “cambio” es una buena palabra, suena bien. Pero se nos puede convertir en un eufemismo caduco si no la realizamos, y entonces tendremos que inventar otra y no podremos estar seguros de que nadie nos crea. Las buenas palabras sólo son buenas para realizarlas, y si se realizan.

29.4.1983

LA IGLESIA DOCENTE

No hace mucho que en una convención celebrada en un cine madrileño, Carlos Robles Piquer arengaba a los candidatos de Coalición Popular en las presentes elecciones diciéndoles que «hay que defender en la escuela la enseñanza cristiana y empezar la batalla por la defensa del crucifijo». Sin embargo a los pocos días, el pasado lunes 18 de abril, el señor arzobispo de Zaragoza y presidente de la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis, después de pronunciar una conferencia en el Club Siglo XXI sobre «España religiosa y libertad de enseñanza en el marco de la actual democracia española», manifestaba que «no quiere guerras en la enseñanza». ¿Significa esto que los obispos están bajando la guardia en el frente de la enseñanza y que, en un clima de entendimiento y diálogo, más distendido, van a negociar sin mayores dificultades la Ley de Financiación de la Enseñanza Obligatoria y el nuevo Estatuto de Centros Docentes que propugnan los socialistas en su programa de Gobierno? Ojalá que así sea. Pero monseñor Elías Yanes continuaba sus declaraciones afirmando que «la postura de la Iglesia en España y en todo el mundo siempre ha sido coherente y no ha variado en los últimos años», y el director general de Asuntos Religiosos, Gustavo Suárez , nos acaba de advertir que la enseñanza es el tema más vidrioso en las relaciones Iglesia – Estado.

En efecto, el presidente de la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis, como era previsible, ha insistido de nuevo en las mismas posiciones que tomó la Conferencia Episcopal desde el comienzo de la transición democrática, cuando en los primeros meses del año 1976 la izquierda elaboró y difundió su alternativa al sistema de educación heredado y se comenzó a hablar de la escuela pública, democrática y pluralista. La Iglesia, la jerarquía, ha salido al paso reiteradamente para defender en nombre de una libertad de enseñanza, entendida a fin de cuentas como libertad de empresa ,la pluralidad de escuelas con su ideario propio y, en consecuencia, el modelo de la escuela católica y confesional subvencionada con fondos públicos del Estado.

Subvención y contrapartidas

El argumento esgrimido por la Iglesia hasta la saciedad ha sido siempre el derecho de los padres a elegir el tipo de educación que desean para sus hijos. Basándose en ese mismo argumento, los obispos insisten con igual fuerza en la obligación del Estado, aunque ya no sea confesional, de

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subvencionar también la formación religiosa de todos los alumnos, salvo aquellos cuyos padres o ellos mismos renuncien expresamente y opten por las clases de ética. La Comisión Episcopal deEnseñanza y Catequesis entiende que esa formación religiosa, a diferencia de otras alternativas a nuestro juicio más coherentes con el contexto escolar (como son la enseñanza de la religión como cultura y/o la enseñanza crítica de la religión, que resolvería el problema desde planteamientos laicos pero no laicistas) no debe ser otra cosa que una modalidad de la catequesis.

Nuestra Constitución, en su artículo 27, «garantiza el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones» (n. 3). Asimismo, «reconoce a las personas físicas y jurídicas la libertad de creación de centros docentes»"(n. 6). Además, se dice en ella que «los poderes públicos ayudarán a los centros docentes que reúnan los requisitos que la ley establezca» (n. 9). Hasta aquí todo son rosas para la Iglesia, que puede mantener sus centros con subvenciones estatales y, en atención al derecho que asiste a los padres, impartir en los centros de titularidad estatal la formación religiosa y moral (en este caso, católica) que aquéllos desean para sus hijos. Pero en el paraíso del consenso no podía faltar la manzana de la discordia: «Los profesores, los padres y, en su caso, los alumnos intervendrán en el control y gestión de todos los centros sostenidos por la Administración con fondos públicos, en los términos que la ley establezca» (n. 7).

Como es lógico y comprensible, el Estado no concede subvenciones sin contrapartidas que redunden en beneficio de la sociedad. Entendemos que la contrapartida constitucional exigida a todos los centros subvencionados con fondos públicos favorece a los alumnos y a los padres, cuyo derecho a elegir el tipo de educación que desean de acuerdo con sus convicciones queda mejor garantizado con la gestión democrática de dichos centros. Pero cómo - se dirá -, ¿no es precisamente ese derecho la madre del cordero y el argumento fundamental que esgrime la Iglesia ante el Estado para defender todas sus pretensiones en el campo de la enseñanza? Sí lo es, lo ha sido desde el principio y no ha variado en los últimos años; pero la postura de la Iglesia no ha sido coherente y no ha sacado de ese derecho todas las consecuencias.

Al intervenir la Iglesia en favor del derecho de los padres ha pensado más en sus intereses. Si continúa vigente el actual Estatuto de Centros Escolares, el derecho de los padres quedará definitivamente intervenido por la Iglesia y cesará ante las puertas de los colegios de la Iglesia que, como es sabido, tienen su propio ideario a salvo de toda crítica de los padres, de los profesores y de los alumnos. Y lo mismo cabe decir respecto a las clases de religión y moral católica en los otros centros, porque es la Iglesia, la jerarquía o el magisterio eclesiástico, la que programa, censura los textos, controla el material didáctico y presenta a los profesores de religión. Advirtiendo que la Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis hila muy fino, mucho más fino incluso que la propia ortodoxia católica y no permite que se enseñe nada que pudiera, no digo escandalizar , pero ni siquiera inquietar de lejos la conciencia de los adolescentes. Es como si pensara que la elección de un colegio de la Iglesia o de las clases de religión católica fuera como un segundo bautismo, sin advertir que muchos eligen por necesidad o por otros motivos que nada tienen que ver con la fe, y como si los bautizados no tuvieran ya nada que decir dentro de la comunidad de creyentes. La Comisión Episcopal de Enseñanza y Catequesis parece estar convencida de que no cabe dentro de esa comunidad lo que no cabe en los textos de religión que reciben su dictamen favorable.

Este estado de cosas nos recuerda la distinción del catecismo entre la iglesia docente y la discente: la primera son los obispos y los que reciben de ellos la misión canónica para enseñar, la segunda los simples fieles que sólo pueden escuchar, rezar y echar unas monedas en las colectas.

Las rosas y las espinas

Una profundización en el derecho de los padres y de los alumnos acabaría con este estado de

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cosas. Pero nos llevaría a la democratización de todos los centros subvencionados, a la participación de los padres y de los alumnos en la gestión y control de lo que hacen esos centros, en la educación y no sólo en la gestión económica de los mismos. El derecho de los padres y de los alumnos sería un derecho permanente. Esto no significa el fin de los centros con ideario católico, porque los padres y los alumnos siempre podrían elegir -y no de una vez por todas- ese ideario. No sería la estatalización.

Por eso la Iglesia, la jerarquía, sospecha de tanta democracia. En noviembre de 1976, monseñor Elías Yanes , entonces secretario de la Confederación Episcopal Española, escribía : «En los escritos que han ido apareciendo en estos últimos meses sobre el tema de la educación no aparece con suficiente relieve afirmado este derecho prioritario de los padres. Todo lo más, se envuelve a los padres de manera vaga en el conjunto de enseñantes, alumnos, vecinos, etcétera. Con hablar de socialización y democratización no se suprime la sospecha fundada de que se quiere eliminar a los padres o reducirles a un papel secundario en la tarea de educar a los hijos». Pero no es eso, monseñor, no son los padres de los hijos a los que se quiere reducir a un papel secundario, ni siquiera a los padres o a las madres superioras, sino lo único que se quiere es que existan auténticas comunidades educativas en las que todos intervengan en lo que a todos conviene. Esa es la espina de la rosa para la «iglesia docente». Pero no hay rosas sin espinas.

22.2.1984

¡QUEREMOS LA PAZ!

Acabo de Ilegar de Donostia, de San Sebastián, donde hemos dejado a un compañero muerto, asesinado, la última víctima por ahora del terrorismo, ¿hasta cuándo? No lo comprendo, nadie lo comprende. En vísperas de unas elecciones limpias, democráticas, cuando existe la posibilidad para todos de utilizar el voto, unos asesinos han utilizado contra el voto las pistolas. Han querido asesinar aquello por lo que muchos estamos dispuestos a morir, los ideales de la convivencia democrática. Han querido conmemorar así el 23-F, igual, exactamente igual que los golpistas, que los fascistas de toda calaña.

¡ETA asesina! Se ha matado a un hombre por sus ideas; pero «matar a un hombre por sus ideas no es defender otras ideas, es matar aun hombre». ¡ETA asesina!

Hemos dejado atrás una ciudad muerta, nebulosa, oscura, sucia. Pero los que hemos estado allí esta mañana hemos visto florecer en las calles de esa ciudad muerta, nebulosa y oscura miles de flores, cada compañero con su rosa en la mano, recogiendo el testigo de Enrique Casas Vila. Se hará la luz, se tiene que hacer la luz, es necesario.

¡Queremos paz!, ¡queremos paz! La queremos para unos y otros, para todos nosotros. Por el amor de Dios, los que en El crean, o por el amor de lo que más quieran los que creen en algo, que la muerte no sea la última palabra en el País Vasco.

En este momento, sin embargo, cuando todavía tengo fresca la imagen serena del hijo de Enrique, adolescente -¡ y con qué experiencia terrible en sus pocos años!, ¿será capaz de llevarla consigo?-, entre el presidente Felipe y Alfonso Guerra, y oigo el fragor de los que no pudieron

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entrar en el templo de Santa María, los gritos, los aplausos – por un momento creíamos que era una lluvia torrencial- y los gritos de ¡ETA criminal!, que alguno interpretó como «ETA militar», tengo que confesar mi confusión, mi perplejidad, la perplejidad y confusión de todos nosotros. Porque no es el primer asesinato' porque ha corrido ya mucha sangre... y se ha dejado correr, como si lloviera. Es terrible que el crimen se haya convertido en una costumbre. Pero pienso, también, que hay más fortaleza en dejarse matar y que es esto, este valor, el valor de T. Benegas y el de tantos y tantos compañeros, hermanos que se han quedado en Donostia, en Euskadi, lo que está construyendo la paz, nuestra paz, la paz para unos y otros, para todos nosotros.

Amigos socialistas, hermanos que buscáis la paz cualquiera que sea vuestro nombre y vuestra ideología, un saludo desde Aragón, desde Zaragoza en donde la vida, hay que reconocerlo, nos es más llevadera.

27.9.1987

SOLIDARIDAD CONTRA COMPLICIDAD

Muchas de las palabras que se utilizan en el discurso moral son susceptibles de albergar significados distintos cuando se emplean en otros discursos o contextos; las «virtudes de un vino», por ejemplo, no significan lo mismo que las «virtudes de un santo». Sin ir más lejos la palabra «moral» se dice de varias maneras: hay personas inmorales y personas que están desmoralizadas, de unas y otras decimos que no tienen moral; sin embargo, la moral que les falta a las primeras no es lo mismo que la que echamos de menos en las segundas. Porque a éstas lo que les falta es ánimo (están desanimadas) y a las segundas honestidad (son deshonestas). Tampoco es lo mismo ser que estar: el que es un inmoral tiene que volver a nacer, el que está desmoralizado pasa por un mal momento y se le puede ayudar dándole la moral que necesita.

También entre l os políticos, por supuesto, hay personas inmorales y personas que están desmora1izadas. Por desgracia los políticos que carecen de convicciones morales más profundas suelen ser los que mantienen más alta su moral. Es una pena que sean precisamente los políticos honestos los que se desmoralicen más a menudo, y lo es todavía mayor que no se les ayude cuando pasan por un mal momento. De esta guisa los hombres con moral en ambos sentidos, los que tienen honestidad y coraje, se van convirtiendo fatalmente en una «rara avis» de la fauna política, en un mirlo blanco que por aquí entre nosotros, en Aragón, habría que proteger aun que sólo fuera para enseñarlo como hicieron el pasado verano los vecinos de Puertomingalvo con su famoso cuervo. Pero seguramente ésta es una propuesta insensata.

Un político desmoralizado que por lo que sea, por su talante o por las circunstancias en las que vive, no puede levantar el ánimo y recuperarse es mejor que se retire. Para seguir luchando en un campo tan duro como éste de la política hace falta agarrarse como el gramen y defenderse como los cardos en los Monegros. Es necesario tener, si no todas, bastantes de las cualidades que Maquiavelo atribuye a un hombre de “extraordinaria virtud”. He aquí de nuevo el equívoco en el léxico de la moral. Porque Maquiavelo, como es sabido, no se refiere a la virtud como hábito moralmente bueno sino a la energía humana, al ánimo, al coraje, a la voluntad capaz de imponerse y sobreponerse al infortunio, de salir al paso de una situación difícil y hacerse cargo de ella con inteligencia, con perspicacia, con resolución, con astucia, con todos los medios a su alcance. Porque la Fortuna, que es árbitro de la mitad de nuestras acciones, nos deja gobernar la otra mitad. Sin olvidar que, ”como mujer que es, la Fortuna se deja vencer más fácilmente por los impetuosos» y, «amiga de los más jóvenes», prefiere a los que la abordan con menos remilgos y mayor audacia

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(Cfr. El Príncipe, c. 25).

A la vista de la sentencia sobre los políticos desmoralizados, veamos qué juicio merecen los inmorales: ¿Qué se puede decir de los políticos con la moral muy alta y la moralidad muy baja?, ¿ son buenos políticos? Y sobre todo, ¿para quién son buenos?

El ilustre florentino no se para en barras :”El que deja de hacer lo que se hace por lo que se debe , busca su propia ruina. Un hombre que pretenda hacer en todas partes profesión de bueno entre tantos que no lo son tiene que arruinarse sin remedio. En consecuencia un príncipe que quiera mantenerse ha de aprender también a no ser bueno y hacer uso de ello según la necesidad lo requiera” ( Ibídem, c.15). Si lo ¨´unico que importa es la eficacia, si ésta se demuestra en la consecución del objetivo y si el único objetivo de un político es mantenerse en el poder caiga quien caiga, no cabe ninguna duda de que un político inmoral puede ser un buen político. Con estos supuestos lo verdaderamente difícil es que un hombre honesto pueda ser un buen político.

Entre las muchas obras que aparecieron después de Maquiavelo y siguiendo sus enseñanzas, Arnold Clapmar publicó en 1605 una especie de recetario o repertorio de prácticas políticas con el título de Arcana rerum publicarum. En esta obra se compara la política a los negocios . De la misma manera que el negocio tiene su intríngulis , sus secretos, que no todos conocen y por eso se arruinan, la política tiene sus arcanos. Si “la política es la política” en el sentido enque se dice que “el negocio es el negocio”, ya podemos imaginar cuáles son sus arcanos. En efecto, se trata de una sarta de inmoralidades que resultan muy útiles para conseguir y conservar el poder. Esta “doctrina pestífera”, en frase de Ernst Bloch, está en los orígenes de la política de intriga y de gabinete.

En nuestros días los que siguen pensando lo mismo de la política, a pesar de la democracia, en vez de luchar en la sociedad por la opción que su partido representa lo hacen sobre todo dentro del partido por “il bene essere suo». Si «la política es la política» como «el negocio es el negoicio», sigue siendo importante, no cabe duda, vender un programa para ganar unas elecciones, pero lo decisivo -en especial cuando “las siglas se venden solas»- es quién se se lleva los beneficios, quién entra en las listas. Por eso los partidos se convierten en campos de batalla y vemos cómo aparecen y desaparecen las «familias» y las mayorías de complicidad. Las mayorías de complicidad son inestables porque carecen de cohesión ideológica. Mientras la participación en los mismos valores morales lleva a la solidaridad y no plantea problemas de reparto (todos pueden participar de los mismos valores sin que estos disminuyan), la participación en los beneficios lleva a la discordia y a la disolución de las mayorías de simple complicidad.

Una política fundada en las maquinaciones, la intriga, la confabulación, las traiciones, en lo bueno y en lo malo según las conveniencias y por lo tanto inmoral, orientada solamente al interés de cada cual, no es una política democrática y participativa. Por supuesto, no es una política socialista.

Podemos tener otra idea más noble de la política, nadie lo impide. Pero ése no es el problema. De hecho todos los demócratas manifiestan tener otra idea y a nadie se le ocurre en una campaña electoral decir que lo único que le importa es el poder. El problema es si podemos tener otra realidad. Por mi parte confieso ingenuamente que así lo creo. Pero habrá que demostrarlo, y esto depende de que en los partidos haya militantes con mucha moral en todos los sentidos. A esa política la llamaremos solidaridad. Solidaridad contra complicidad.

30.9.1987

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LA POLÍTICA COMO REPRESENTACIÓN

El presidente de las Cortes publicó recientemente un artículo en el que se quejaba amargamente por el trato discriminatorio del que ha sido objeto Aragón por parte del ministro señor Almunia quien, como es notorio, no asistió a la toma de posesión del nuevo presidente de la Diputación General. Incidentes protocolarios de menor escala se han producido estos días en los ayuntamientos de Ariño y de Gurrea de Gállego. Los profesores Olaechea y Ferrer recuerdan que el conde de Aranda prestó siempre mucha atención a las cuestiones de protocolo: «Casi la mitad de los despachos, en su primer año de misión en Varsovia, están consagrados a los diversos procedimientos y subterfugios empleados para no ceder jamás el paso a su colega francés...» (El Conde de Aranda I, p. 34 s.). Pero los aragoneses, por desgracia, no nos distinguimos precisamente por guardar las formas.

Si los políticos se muestran a veces quisquillosos en el protocolo es porque su oficio consiste en representar. No es extraño que en griego clásico la palabra “liturgia” se refiera a actos que hoy se llaman «políticos». El protocolo contiene las rúbricas de una liturgia en la que se representa y se celebra el poder. En la representación cada uno de los personajes ha de ocupar el lugar que le corresponde según su rango y ha de comportarse de acuerdo con la autoridad que ostenta. Cuando los actos públicos discurren conforme al protocolo se puede ver en ellos qué es y cómo se organiza un Estado. De lo contrario se convierten en una ceremonia de confusión, pero siguen siendo un espectáculo.

Como es obvio la política se extiende también a otro tipo de representaciones. Los políticos, que están siempre representando, nunca son lo que representan (y menos aún lo que se figuran). No es que jueguen siempre de farol o que sean todos unos hipócritas. Lo que pasa es que no son el cargo que representan, ni el partido político, ni la ideología, ni por supuesto los electores que representan. Se supone que esta diferencia se hace en beneficio de lo «representado» o «representados» y no de los «representantes», aunque dada la diferencia los políticos puedan abusar del cargo, traicionar al partido, falsificar la ideología y suplantar a los electores. Un político es un hombre que por representar representa incluso el papel de «representante político» y todo depende de que sea o no un buen actor para desempeñar ese papel.

Escribe Aranguren: «Que la política actual (pero no sólo la actual...)consiste en pura representación, es algo que hemos dicho algunos y saben hoy todos. Pero prendidos aún del mito existencialista de la autenticidad, muchos oponen el mundo intelectual, en cuanto considerado como verdadero, al mundo de la farsa política, cuando lo cierto-incierto es que toda la cultura es concebible como 'representación' y tan 'actores' fueron Camilo J. Cela y Dalí o son hoy Agustín García Calvo y Umbral, como Adolfo Suárez y Felípe González. La única diferencia real-irreal consiste en que unos actores, los más, son malos y otros, los menos, buenos» {Sobre imagen, identidad y heterodoxia, Madrid 1982, p. 14). Y más adelante lo aclara con su aguda observación: «El 'des-nudo' del castellano, frente al 'nudo' de otras lenguas (...) contiene un enorme acierto, el de decirnos la imposibilidad, para el ser humano, de alcanzar la desnudez» (Ibídem, p. 26). En efecto, si “mudo” significa «desvestido», «des-nudarse» significa «vestirse de otra manera».

Si siempre andamos vestidos de algo no se justifica la pretensión de andar de auténticos por todas partes, pero menos en aquellas situaciones o menesteres en los que se espera que representemos bien un papel como sucede en el teatro y en la política. Sin embargo, es precisamente aquí donde se interfiere el narcisismo con más fuerza. Y es que la ocasión hace al ladrón como el

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público a los narcisos. El que entra en escena tiene que procurar que el público vea sólo al personaje que representa. Pero, ¿cómo impedir que se infiltre en el escenario un personaje tan importante como «uno mismo», aunque no lo haya previsto el autor seguramente por desconsideración o inadvertencia?, ¿por qué evitar la autocomplacencia?, ¿por qué no dejarse ver y verse uno a sí mismo en el escenario?, ¿ha de perderse el actor el espectáculo que está dando?

Vayamos directamente al grano, a la política. En una campaña electoral se buscan los aplausos y, sobre todo, los votos. A una situación teatral se añade otra de mercado: hay que vender unas siglas (la «firma» ), una candidatura y un programa (el «producto»). Las circunstancias obligan al político a comportarse como un representante en un doble sentido (el desplazamiento semántico, que no el desliz, inclina la balanza a favor del representante como agente comercial). Para ello deberá tener una buena imagen que refuerce el mensaje y sirva de soporte a la campaña, sobre todo si además de hacer la campaña encabeza las listas. Pero esa imagen no es necesariamente la que tiene en la vida cotidiana y menos en el círculo de los más próximos, sino la que convenga al partido que representa y mejor se acomode al gusto de los electores. Sólo cuando las circunstancias lo aconsejen abandonará esa buena imagen oficial para simular que muestra su propia imagen, pero que sigue siendo la que interesa.

El papel que representa somete al político a una servidumbre de la que pudiera tener la tentación de resarcirse. ¿De qué manera? Primero utilizando el subterfugio de un mal actor en el escenario, haciéndose notar por encima de lo que representa y derivando la atención del público hacia su persona. En segundo lugar, convirtiéndose en empresario de su buena imagen, traicionando a la empresa y llevándose la clientela como hacen a veces algunos viajantes.

Los narcisos infiltrados en la política, estos representantes que saben tanto de negocios o que aprenden tan deprisa, son los que arruinan a los partidos políticos y los que hacen su agosto. Son los que cultivan su propia imagen y su propia parcela en beneficio propio. Son expertos en la negociación, y la negociación tiene para ellos un sentido inequívoco.

31.10.1987

TÉCNICOS Y POLÍTICOS

De los emperadores romanos se conservan más imágenes en los museos que palabras o textos en los archivos. Los emperadores romanos -y no sólo los romanos, evidentemente- multiplicaban su imagen y la difundían por todas partes con la voluntad de ocupar simbólicamente el territorio dominado, lo que explica la abundante iconografía conservada. Pero eso es nada en comparación con lo que vemos en nuestros días. Porque a los medios tradicionales, como acuñar moneda con la propia imagen y ordenar la colocación de retratos oficiales en los edificios públicos, se añaden otros más sofisticados y eficaces, como la televisión, para conseguir el mismo objetivo.

«El predominio de la fotografía sobre la grafía -escribe Aranguren- nos ha llevado del cultivo de la imagen a la cultura de la imagen”. Es comprensible que en esta nueva cultura el uso y el abuso de la imagen en la política haya crecido desmesuradamente. Porque está comprobado que una imagen vale más que mil palabras; es decir, que una sola imagen repetida mil veces en una campaña electoral capta más votos que mil palabras articuladas en un discurso coherente. Una

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buena imagen entra por los ojos sin que uno se entere, llega más deprisa, a más sitios y a mucha más gente que un buen discurso. Para competir con la imagen, la palabra tiene que perder peso y contenido racional, asimilarse a la expresión plástica y convertirse en un slogan. Y aun así lleva las de perder. Porque la imagen es el medio natural para extenderse en el espacio, como la palabra para explicarse en el tiempo, y en cualquier campaña (sea ésta militar, comercial o electoral) lo decisivo es ocupar cuanto antes todo el campo y no perder el tiempo dando explicaciones a todo el mundo.

Claro que las tornas pueden cambiar cuando un partido, después de una brillante campaña, accede al gobierno y tiene que pasar de los carteles a la arena. Para mantener el tipo ante la oposición y no descomponer su figura ante el público, un partido, en estas circunstancias, necesita otra clase de «prácticos» y de técnicos además de los técnicos de la imagen.

Técnicos y científicos -da igual, el origen y el paradigma de la ciencia moderna sigue siendo la techne de los griegos- investigan qué puede hacerse, con qué medios y con qué métodos,lo que les permite hacer algunas predicciones. La técnica es un «saber-hacer» cuya perfección y demostración es la obra bien hecha. El que domina una técnica ya no está sujeto al capricho de la fortuna, porque como escribe Aristóteles <la Técnica ama a la Fortuna y la Fortuna a la Técnica». Justo lo contrario que les sucede a los políticos, que dependen de la técnica y necesitan casi siempre de la fortuna.

Los políticos acuden a los técnicos, y debieran acudir más todavía, para hacer correctamente lo que quieren hacer, pero no para saber lo que quieren o deben hacer. Porque los técnicos trabajan de encargo y no pueden cargar con la responsabilidad de los políticos, que son los que mandan. Por otra parte, los técnicos son incompetentes para saber lo que se debe hacer, pues trabajan con la razón instrumental y ésta no les permite hacer valoraciones éticas o ideológicas.

Los técnicos no pueden ayudar a los políticos si éstos no saben lo que quieren o son incapaces de definir operativamente sus preferencias y sus objetivos. A un político que diga, por ejemplo, “mi partido es Aragón” y no traduzca este sentimiento en objetivos concretos no hay técnico que pueda ayudarle. En cambio a un político que sólo busque el poder y concrete esta voluntad de dominio diciendo que quiere ser alcalde de Villaviciosa no le faltarán técnicos que puedan ayudarle. Aunque puede suceder en este segundo caso que los técnicos se pregunten si es lícito o si vale la pena ayudar al candidato cuando saben que sólo busca el poder y, por tanto, lo busca sin reparar en medios. Pero éste ya no es un problema técnico y sólo para los técnicos, sino un problema político y moral que concierne a todos los ciudadanos.

Platón compara al gobernante con un piloto que mantiene el equilibrio y el rumbo de su nave en medio de las olas. Sin embargo, la política no se reduce al arte de gobernar la sociedad y, menos aún, de maniobrar en la sociedad, porque hay algo previo y necesario para mantener el rumbo: saber hacia dónde hay que ir. Un piloto desorientado no conduce a ningún puerto y lo más probable es que vaya a pique. Saber hacia dónde hay que ir es saber qué se debe hacer y no sólo saber hacer lo que se debe. Por eso, la política se distingue esencialmente de la técnica y requiere otra clase de saber inseparablemente vinculado a la ética. Claro que los políticos que sólo aspiran a flotar porque están bien donde están, en el poder, no necesitan saber más de lo que saben: maniobrar, pero entonces más que políticos son maniobreros , una clase de «técnicos» que trabajan sólo para sí mismos. Pero los verdaderos políticos, para saber qué se debe hacer, necesitan lo que llama Aristóteles phronesis y que nosotros podemos traducir por sentido po1itico y, más exactamente, por seny en catalán.

El que tiene sentido político sabe que no hay ninguna ciencia que le proporcione un conocimiento científico de lo que debe hacer y, para orientarse, entra en deliberación consigo mismo y con los demás, inicia un proceso de consulta tanto más amplio y prolongado cuanto más

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trascendente sea la decisión que ha de tomar y lo permita la premura de la situación planteada. Procura llegar siempre a un consenso: «Porque aquí -escribe H. G.Gadamer- ya no se trata de hallar el medio técnicamente más correcto para conseguir un fin que se da por sabido, sino de algo previo y fundamental como es la concepción de lo que debe ser y de lo que no debe ser, de lo justo y de lo injusto. Y esto sólo va tomando forma y se manifiesta como algo común cuando se delibera con otros. Al final del proceso no está únicamente una obra bien hecha, ni se establece solamente un estado de cosas apetecido, sino la solidaridad que a todos une». (Wahrheit und Methode II, Tübingen, 1986, p. 168 s.).

En las sociedades complejas altamente industrializadas y pluralistas nada hay tan urgente como elaborar un consenso cada vez más amplio como fundamento de una convivencia pacífica. Para ello hay que entrar en razón , esto es, en diálogo a diferentes niveles. Porque los científicos se entienden entre sí perfectamente, hablan el mismo lenguaje, pero si sólo hablan ellos y con su lenguaje terminaremos siendo una sociedad «administrada». Hace falta también que los políticos aprendan a hablar con los científicos y sepan decirles lo que quieren, precisando los objetivos, para que se haga bien lo que debe hacerse. Pero nada hay tan urgente y tan difícil como el diálogo entre los políticos, porque negociar ya se negocia, pero no es eso, porque la convivencia que se construye negociando no es más que una convivencia de mercado. Tampoco es el enfrentamiento de las ideologías, ni la renuncia a las ideologías. Consiste, a mi modo de ver, en el desarme de la intolerancia y el dogmatismo partidista, del integrismo iluminado, y en el reconocimiento de que podemos seguir hablando con todos sobre aquello que a todos importa sobre manera, para ampliar cada vez mas un consenso que la razón solidaria puede alumbrar y en parte ya ha alumbrado en la historia que compartimos. Porque no podemos volver atrás de los derechos humanos, y nos queda mucho camino por delante.

Todo esto requiere tiempo y dudo mucho que los partidos políticos, más interesados en persuadir que en convencer, se lo tomen o sean todavía capaces de hacerlo. Pero no todo sucede en los partidos, ni siquiera lo más importante.

21.11.1987

UNA PROPOSICIÓN DESHONESTA

En todas las constituciones democráticas del mundo se hace constar expresamente que los parlamentarios, en el ejercicio de su función representativa, no están sometidos a ningún tipo de mandato imperativo, esto es, a la exclusiva defensa de los intereses particulares de sus electores o de la facción a la que pertenecen. No sólo la Constitución Española (Art.67,2) sino también todos los Estatutos de Autonomía y, concretamente, el de Aragón (Art.18,5) siguen esta norma general. Sin embargo, como dice muy bien Norberto Bobbio «jamás una norma constitucional ha sido tan violada como la prohibición del mandato imperativo» (El porvenir de la democracia, FCE, México 1986, p. 19). La disciplina de voto, con la que los partidos políticos domestican a sus parlamentarios, es efectivamente una infracción de esa norma y una práctica habitual en todos los parlamentos conocidos. ¿A qué se debe tanta unanimidad en la norma como en la infracción?

La unanimidad en la norma se debe a que el mandato imperativo es incompatible con la soberanía y, en consecuencia, con la función que desempeñan los parlamentos. Mientras en la autocracia hay un soberano sobre todo un pueblo, en la democracia el único soberano es el pueblo: «¿Qué es la Ley?, lo que manda el rey»; pero en democracia no hay más Ley que lo que manda el

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pueblo. La voluntad del soberano -sea el príncipe o el pueblo- no puede someterse a otras voluntades en el ejercicio de aquella soberanía cuya más alta expresión es la Ley. De ahí que en la democracia no haya súbditos sino ciudadanos. Lo que no significa que cada ciudadano lleve un rey en el cuerpo sino más bien que en el cuerpo electoral se encarna originalmente la soberanía de un pueblo integrado por ciudadanos libres e iguales. Y lo mismo hay que decir del parlamento que sale de las urnas y en el que se hacen las leyes en representación del pueblo.

Y así como un ciudadano, en la parte de soberanía que le corresponde -un voto por cabeza- decide en unas elecciones generales por todos y elige para todos unos representantes, los candidatos electos una vez investidos con la representación política de la soberanía del pueblo ya no pueden estar sometidos en sus funciones a ningún mandato imperativo. Ni la libertad ni 1a trascendencia de aquellos actos en los que y por los que un pueblo ejerce su soberanía toleran ninguna clase de restricciones, sean actos del ciudadano o de quienes representan a los ciudadanos.

Pero una cosa son los principios con los que juzgamos la realidad y otra muy distinta los intereses con los que la definimos de hecho. Los principios están presentes en todas las constituciones democráticas, y de ahí la norma general de prohibir el mandato imperativo, así como la afirmación de que el parlamento representa la soberanía del pueblo. Por otra parte, los intereses particulares e incluso los individuales (aquéllos de una manera oculta o manifiesta en las votaciones a mano alzada, y éstos casi siempre de forma oculta en las votaciones secretas), están presentes en todas las asambleas parlamentarias, de donde la infracción de la norma por la real representaci6n de intereses muy particulares. No sólo está en vigor el mandato imperativo sino que, por añadidura, ni se sanciona ni se ve el modo de poder sancionar esta práctica, mientras que sí se sabe cómo sancionar y sí se sanciona -porque el poder hace siempre todo lo que puede y sólo puede ser limitado por otro poder- , la indisciplina de aquellos parlamentarios que se apartan en las votaciones del comportamiento del grupo al que pertenecen.

Sea como fuere, con disciplina de voto o sin ella, en votación secreta o a mano alzada, en los parlamentos o en las urnas populares, en los plenos de los ayuntamientos o de las diputaciones, en los congresos y asambleas de los partidos, en los sindicatos y donde quiera se celebren elecciones democráticas, la única forma de poner a salvo los intereses generales por encima de los particulares e individuales es el voto en conciencia. Claro que esto supone tener conciencia y respetarla, tener unos principios o convicciones políticas y mantenerlos aun a costa de ir contra los propios intereses a corto plazo.

Así que nos encontramos de nuevo con la moral, con las condiciones o presupuestos morales del comportamiento democrático. Pero la verdad es que a uno le apetece cada vez menos sacar a relucir la moral cuando empieza a sospechar, como diremos, que lo que había que hacer hoy es sacar la moraleja.

El que tiene principios y los respeta emite un voto de opinión, es decir, vota aquello que según su opinión es lo más conveniente para todos. El voto de opinión no tiene valor de cambio, no sirve para negociar. Con las opiniones se dialoga, se debate, y las opiniones se pueden aproximar unas a otras cuando hay voluntad de aprender. Pero las opiniones no se intercambian: proponer a otro un cambio de opiniones en el sentido de «tú te quedas con la mía y yo me llevo la tuya» es un disparate. El voto de opinión, el que expresa una opinión, no tiene valor de cambio porque representa un valor inapreciable. El que sí tiene valor de cambio es un voto sin principios, como el dinero que tampoco los tiene y por eso sirve para casi todo. Este es el voto de intercambio, y con él se entra en el mercado político.

Para el economista Schumpeter los políticos se parecen a los empresarios, unos y otros buscan siempre el mayor beneficio. El mayor lucro de los políticos es el mayor poder, que se mide

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por el número de votos con los que se cuenta. La captación de votos es como la captación de capital. Como es natural en las campañas los políticos tienen que dar algo a cambio de los votos, porque se supone que también los electores miran por sus intereses. Los políticos pagan con promesas generalmente, en ocasiones pagan anticipos, y haciendo lo que pueden por sus electores cuando de verdad pueden hacerlo con recursos públicos después de ganar y si ganan las elecciones.

Este mercado electoral y el que se realiza dentro de los partidos políticos al confeccionar las listas, mucho más «vivo», constituyen lo que Norberto Bobbio llama «el pequeño mercado» político, y funciona entre los políticos y sus respectivas clientelas o parroquias. Podríamos llamarlo también el mercado de origen. Los partidos políticos, una vez han acumulado un buen capital, entran en el gran mercado político en el que ya no intervienen los electores. En el mercado entre los partidos no siempre gana el que más votos tiene, a veces un pequeñopartido se constituye en árbitro de la situación y del mercadodebido al juego de las mayorías. ¿Qué significa, por ejemplo, el CDS en la Comunidad Autónoma de Aragón? Mucho más de lo que representa.

Apurando la semejanza entre la política y el mercado, deberíamos decir que los partidos políticos utilizan también las técnicas del markéting y los recursos publicitarios, mucho másorientados a la persuasión que a la convicción de sus clientelas, a la captación de votos de intercambio que a obtener votos de opinión.

La izquierda debería reflexionar profundamente sobre las graves consecuencias que tiene una política de mercado. Porque cuando la política funciona como un mercado, con la lógica del do ut des, lo más probable es que termine ganando la derecha, porque tiene mucha más escuela y lo sabe hacer mucho mejor aunque no siempre con menos escrúpulos. El ejemplo en Aragón está a la vuelta de la esquina: en las elecciones recientemente celebradas en la CAZAR y en el triunfo de Martínez Candial, y un poco más lejos en el acceso al gobierno del PAR (premio de marketing ,mientras los socialistas perdieron los papeles y las papeletas), o en los beneficios que ha obtenido en las Cortes el CDS de José Luis Merino. Pero es que, además, si se trata de negocios no hay que olvidar que la derecha tiene más dinero y los votos de intercambio se pueden comprar.

La comparación de la política con el mercado nos llevaría muy lejos si consideráramos ahora las implicaciones que tiene en las relaciones competitivas entre los políticos y los empresarios. La crisis del «Estado de bienestar» y la reacción neoconservadora que nos viene de América a toda pasta, reclamando un «Estado mínimo» y la transferencia al mercado económico de los servicios sociales (no sólo de la Seguridad Social y de la Sanidad, sino incluso de la seguridad ciudadana, etcétera),como única solución viable a la creciente ingobernabilidad de las sociedades complejas, se explica en este mismo contexto. El empresario político entra en contradicción de intereses con el empresario económico: aquél necesita cada vez más dinero para prestar más servicios y obtener más poder, éste exige menos impuestos y más desgravaciones para conseguir mejores dividendos. ¿Dónde está la mano invisible que armonice estos intereses contradictorios?

A la visión que tiene un economista de la política habría que yuxtaponer la visión que un político tiene de la economía. Lo que daría como resultado una serie de preguntas: ¿Se pueden resolver los problemas económicos sin ir más allá de la economía? ¿Es la economía una realidad autónoma y las ciencias económicas carecen en absoluto de juicios de valor? ¿Qué hacemos con el paro con criterios economicistas? ¿No es la crisis económica un síntoma de otra más profunda, de la crisis de la civilización occidental?

Por otra parte, es cierto que todas las comparaciones son odiosas, incluyendo la comparación de los políticos con los empresarios y de la política con el mercado. Es evidente que hoy por hoy no todos los votos son de intercambio, ni siquiera –pienso- la mayoría. Una prueba de ello es que

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sigue ganando la izquierda, aunque no sabemos hasta cuando. Los temores vienen de una constatación: la izquierda tiene cien años de honestidad, pero la derecha tiene por lo menos otros tantos de habilidad y, en una situación social de mercado, la habilidad de los mercaderes va comiendo la moral a la honestidad de los ciudadanos. No obstante, insistimos en que hay todavía muchos votos de opinión que no reblan , que no se compran ni se venden, a no ser por los intermediarios políticos. Pero esto es inevitable en una democracia representativa en la que los partidos juegan un papel insustituible, y no estamos dispuestos a echar al niño con el agua sucia de la bañera con el fin de acabar con los intermediarios sin escrúpulos. Y de la misma manera que hay muchos ciudadanos honestos, aunque no tantos como dicen los políticos deshonestos y demagogos que halagan al pueblo, hay muchos políticos honestos y, sin duda alguna, bastantes más de lo que se piensa en ambientes viciados por el sensacionalismo, el chisme y la desconfianza. A medida que se afiancen los hábitos democráticos y se acreciente la cultura política de los ciudadanos deberán aumentar los votos de opinión y poner freno a los de simple intercambio. Esta es la apuesta y el compromiso.

Y ésta es la duda y la perplejidad: en una sociedad de libre mercado, consumista y altamente competitiva, ¿se puede hacer con éxito una política que no entre a saco en el mercado político? Cuando vemos que los únicos valores aparentes son los económicos y la única consigna enriquecerse, cuando las opiniones cuentan cada día menos que los resultados tangibles, cuando todo el mundo tiene prisa en «tocar poder» o «en tocar tela marinera»..., ¿se puede hacer aún una política honesta que por necesidad es más lenta que la deshonesta y avasalladora, una política de ciudadanos y no de súbditos, participativa y no consumista, basada en los votos de opinión? En definitiva, ¿es posible una política limpiamente emocrática en una sociedad de mercado y mercantilizada?

Porque si eso no es posible, lo que hay que sacar ahora es la moraleja: «Que cada cual busque su interés y no dé su voto a cambio de nada», que cada cual se espabile en el mercado político y defienda lo que le conviene. Si la inocencia ya no sirve, probemos con el cinismo. Porque lo bueno de la democracia es que periódicamente, como el año sabático de los judíos, vuelve a unasituación inicial en la que cada ciudadano recupera su voto. Ante las urnas todos somos libres e iguales, como en los tiempos de gracia recibimos todos un denario, un voto por cabeza. Pues bien, en la próxima oportunidad que cada ciudadano en las urnas y cada militante en la asamblea del partido negocie lo mejor que sepa su denario. Volvamos al «estado de naturaleza» y hagamos del contrato social una continua negociación, a lo mejor así acabamos con los intermediarios y entramos todos en razón. ¿Acaso no dicen los teóricos que en el principio fue el egoísmo?

Esta es mi proposición deshonesta: cada cual a su negocio. A lo mejor es verdad que «el individuo -como dijo Adam Smith- persiguiendo el interés propio, frecuentemente promueve el interés social de manera más eficaz que lo que pretendía realmente promover».

He de confesar, sin embargo, que no estoy muy seguro de hacer bien al hacer semejante proposición. En el fondo lo que a uno le gustaría no es ir hacia atrás, hacia los orígenes de la democracia, sino hacia delante, hacia la utopía socialista. Y la utopía sigue siendo la solidaridad .

No hace muchos días que, al manifestar mi perplejidad a otros compañeros igualmente perplejos, uno de los presentes hizo esta observación: “Si vivimos en una sociedad de economía mixta, ¿por qué no ha de ser posible también una política mixta?” Como se ve, mi buen amigo ya empezaba a negociar.

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9.12.1987

LA SOCIALDEMOCRACIA A DEBATE

Uno de los puntos en los que, sin duda alguna, se va a centrar el debate en el congreso del PSOE será la función del Estado en una sociedad que despega de la crisis económica. Ya en la ponencia - marco se alude desde el principio, en el análisis de la situación, a “las corrientes neoconservadoras que defienden el desmantelamiento del papel del Estado, tanto en el terreno económico como en el terreno social”. Y su secretario general, Felipe González, en la entrevista que le hizo recientemente Juan Luis Cebrián, manifestaba su rotunda oposición a la tesis neoconservadora que propugna mucho menos Estado y mucha más sociedad: «Teoría que está, muy bien alimentada -decía- y puede crear mucho impacto en mucha gente. Usted, en sus preguntas, refleja el ambiente. La salud y la educación y la justicia no funcionan, y además la policía no es suficiente. Pensemos en otra cosa. ¿Es que el Estado ya no va a cumplir esas funciones? ¿Tiene que cumplirlas la sociedad? No, mi respuesta es no. Es una barbaridad».

De esa «barbaridad», sin embargo, tendrán que ocuparse los socialistas detenidamente mientras revisan su propia política. Porque, queramos o no, el «Estado de bienestar» ha entrado en crisis y en esa crisis, como ha escrito Ralf Dahrendorf, «el globo socialdemócrata ha perdido gas [...] y ya no es una fuerza de cambio». Lo que no quiere decir que el programa socialdemócrata, antes de llegar a su agotamiento, haya sido malo para las democracias avanzadas de Occidente o que deje de ser bueno para las menos desarrolladas. Estamos de acuerdo en que los socialistas tendrán que recurrir todavía a soluciones clásicas en los próximos años, pero a medio plazo deberán hacer gala de mucha más imaginación de la que van a necesitar en el próximo Congreso.

Por otra parte, hablar de la crisis de la socialdemocracia es algo mucho más grave que poner

a los socialistas en canción. Porque lo que está en juego es nada menos que la crisis del Estado moderno y de la modernidad. En efecto, desde hace más de una década políticos y sociólogos vienen detectando un progresivo deterioro de aquel consenso democrático y social del que toma su legitimidad el «Estado de bienestar». Ese consenso ha inspirado la política de los partidos socialdemócratas y, en menor medida, la de cuantos han accedido al gobierno en las democracias occidentales a partir de la segunda guerra mundial. Lo que es perfectamente lógico si se considera que el «Estado de bienestar» es la última formación histórica del Estado moderno, esto es, la última estación sin retorno de un largo recorrido que comienza con el «Estado nacional» y pasa antes por el «Estado de derecho» y el «Estado democrático».

En ese tren ha viajado Europa y Occidente detrás de una utopía en los últimos siglos, y a ese tren se han subido todas las revoluciones y movimientos progresistas de la modernidad. Por tanto, la crisis del «Estado de bienestar» nos coloca en una situación de perplejidad en la que lo único cierto parece ser la certidumbre de haber llegado al término del recorrido. De ser así, sería lo último que nos podría pasar a los españoles: la modernidad habría pasado cuando empezábamos a ser modernos.

Pero, ¿qué es o qué ha sido la modernidad? En el principio una idea o un tema dominante del que se viene hablando desde la Ilustración. Al final, un sistema político - social que puede analizarse aún en las democracias occidentales. Y entre tanto la época histórica en la que se ha realizado el proceso de modernización. Lo primero en la intención, el tema, fue la autonomía: lograr la máxima liberta de elección entre opciones distintas y el mayor número posible de opciones para cada individuo. Lo último en la ejecución, el «Estado de bienestar». Llegados aquí, el tema se convierte en problema: hay un límite a partir del cual mayor modernización (esto es, más opciones para cada individuo, más progreso económico, más autonomía en las ciencias, en las artes, etcétera)

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se traduce en menor libertad. Las fuerzas productivas desatadas por la razón instrumental, que es el instrumento por antonomasia de la modernización, se revelan entonces como fuerzas destructivas. Se acaba la historia y comienza la postmodernidad, que es lo mismo pero «como si no fuera».

Ya en 1950 Romano Guardini publicó un libro con el título de El fin de la modernidad; pero diez años antes, en el penúltimo número del Zeitschrift für Sozia1forschung, órgano de la vieja escuela de Frankfurt, apareció un artículo de Horkheimer con el no menos significativo título de El fin de la raz6n. Pero dejando al margen la que al margen pertenece: el comentario, el análisis,la reflexión y los malos augurios de las mentes más despiertas, la trágica experiencia de la guerra mundial pondría en claro la ambigüedad del progreso. Destronadas las utopías, la abominación de la bomba ocuparía desde entonces el futuro para que entendiéramos que todo tiene un límite.

Lo trascendental ya había sucedido cuando, después de la euforia de los años 60 en los que el mundo se hizo el olvidadizo, nuevas contingencias desagradables (que llegaron con la crisis de la energía, el paro, la contaminación, etcétera) obligaron a retomar el discurso interrumpido desde otra perspectiva: los mismos sociólogos y políticos que durante el desarrollismo vendieron el modelo del «Estado de bienestar» como «el no va más» a las naciones pre-modernas, comprendieron que en efecto no se podía ir más allá porque todo tiene un fin. ¿Qué hacer?

Lo que se hizo en una situación de crecimiento económico y de pleno empleo, que en buena parte resolvía por sí mismo el problema de la distribución de la riqueza, fue mitigar la condición de los trabajadores y compensarles con servicios sociales mediante la intervención del Estado, con lo que se logró un cierto equilibrio entre la eficacia económica y la equidad social. Pero este equilibrio se ha roto y la receta ya no sirve, de ahí el deterioro progresivo de aquel consenso democrático y social como base de legitimación del Estado.

La crisis se debe a que ya no estamos en una sociedad configurada por las fuerzas productivas -en una sociedad industrial o de trabajadores- y el trabajo, bien escaso en sí mismo, no es el medio adecuado para repartir bienes y servicios a todos los ciudadanos. En segundo lugar, porque el Estado no es una fuente autónoma de bienestar y todo cuanto reparte a todos los ciudadanos lo tiene que recaudar antes y sólo de quienes la producen. Por último -y esto es quizá lo más grave-, porque un reparto equitativo a través del Estado -¿y de qué otra manera puede hacerse en una sociedad competitiva, egoísta e insolidaria, si es que el bienestar ha de llegar a todos?- las cosas se complican con más planificación, más control, más reglamentación y, en definitiva, con un enorme crecimiento de las burocracias cuyos intereses entran en contradicción con los intereses de los administrados. El resultado es una nueva dependencia y la «colonización» de la vida cotidiana y aún de la vida privada de los ciudadanos. Con lo que el método entra en contradicción con los fines que se propone el «Estado de bienestar». ¿Qué hacer?

Los que piden más sociedad y menos Estado saben lo que quieren. Y los socialistas saben que lo que quieren los neoconservadores es dejar en la cuneta a un tercio de la sociedad. Ahora bien, ¿cómo organizar la solidaridad sin menoscabo de la libertad? ¡En quaestio!

27.12.87

LA FIESTA DE LOS LOCOS

Por estas fechas, alrededor del solsticio de invierno, celebraban los romanos las fiestas en

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honor de Saturno o «saturnalia». Relacionaban al dios Saturno con la agricultura y, en especial, con la sementera, y se decía que reinó en el Lacio cuando todos los hombres eran iguales, dos menos él naturalmente. Pero lo cierto es que llegadas las fiestas los romanos elegían en honor de Saturno a un rey de pacotilla entre los más jóvenes, y soltaban a los esclavos que podían sentarse durante los festejos a la misma mesa con los amos. Aunque esto duraba muy poco y, apenas el sol invicto comenzaba a recorrer como gigante su camino y alargaban ligeramente los días, se restablecía el orden anterior y se volvía a lo de siempre.

De ahí viene, según dicen, la «fiesta del obispillo» que se celebró en las catedrales durante siglos, desde los primeros de la Edad Media, y de la que se conservan aún algunas reminiscencias: el día 28 de diciembre, que es de los Santos Inocentes, un niño de coro (en el Pilar de Zaragoza un «infantico») ocupaba el sitial del obispo y su comparsa desplazaba con frecuencia a los canónigos. De ahí también la costumbre en algunos reinos de España de elegir en la fiesta de los Reyes Magos al “rey de la faba” o “stultus a faba” ( es decir, “al tonto del haba”), que debía ser aquel en cuyo roscón se hallaba la sorpresa (un haba previamente escondida , de donde el título del “rey de la faba”). bajo el mandato de este rey se daba suelta a los locos , razón por la que dicha fiesta se conoce también como “fiesta de los locos”. Como es sabido Victor Hugo, en su novela Nuestra Señora de París, data la elección de Quasimodo como “rey de la faba” el 6 de Enero de 1482.

La ritualización del desorden o la alteración del orden por breve tiempo, durante las fiestas, ha sido un mecanismo de sobra conocido en todas las culturas para conservar el orden. En mayor o menor medida todas las fiestas populares, y las que no son populares no merecen tal nombre, participan de los rasgos de la fiesta de los locos y ponen el mundo al revés durante su celebración . ¿A quién no le gustaría vivir descuajeringado en una fiesta sin ocaso, en un mundo de hombres iguales y divertidos, bajo la autoridad fingida de unb “obispillo” o de un “rey de la faba”?

Pero más acá de cualquier utopía, la vida cotidiana sólo es posible dentro de un orden. Saltarse las reglas , poner el mundo al revés, echar la casa por la ventana o hacer “el rey de la faba” tiene su tiempo -como “todo lo que sucede debajo del sol”, como ya dijo el Cohelet-, y vivir a lo loco todos los días tiene el riesgo de convertir el mejor de los sueños en la más horrible pesadilla.

Ni siquiera los aragoneses, con esa veta de ácratas que tenemos y nuestra enorme capacidad de surrealismo, podemos darnos el gusto de vivir en una república sin orden ni concierto, asidos como farándula a una «mano inocente» para ser iniciados por un infantico del Pilar.

Ocupado con estas cavilaciones debía andar hace unos meses un ilustre concejal, cuando sentenció que para evitar mayores males y no caer en la trampa de un gobierno de «zoquetes» se precisaba presupuestar mayores sueldos para los concejales. Con lo que, a pesar de los devaneos utópicos de los socialistas, éstos -y los otros, no lo olvidemos- entraron en razón con sus razones y volvieron al orden y a las andadas. Aunque debo confesar de inmediato que todavía no alcanzo a comprender las virtudes de esta medida y en qué relación causa - efecto está la dotación económica de un cargo con las dotes de gobierno de quien lo ocupa. Bien sé que la miel atrae a las moscas, pero creer que atrae igualmente a las musas o al Espíritu Santo me parece confundir el culo con las témporas.

Bromas aparte, para poner las cosas en su sitio -y de eso se trata cuando hablamos del orden-, se requiere en primer lugar que los que tienen alguna autoridad o poder sepan estar en su sitio. Que en las Cortes de Aragón,por ejemplo, la oposición parlamentaria haga de oposición. No se comprende que un partido que representa la minoría mayoritaria, no habiendo pactado con la derecha nacionalista para gobernar, a los pocos meses pacte con ella para que gobierne el PAR cómodamente y se configure el CDS como alternativa de gobierno.

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Saber estar y estar en el lugar que a uno le corresponde es saber comportarse y cumplir con las «expectativas de rol» que ha suscitado. No es sólo una cuestión de protocolo y de guardar las formas, aunque también. Cuando se invita al Excmo. Sr. Presidente de la Diputación General hay que suponer que se hace para honrarlo y honrarse con su presencia, pues representa al Gobierno y a la Comunidad Autónoma. Pero si después de inaugurar una feria, pongo por caso, Vd. señor Martínez Candial, lo pone de chupa de dómine, no está en su lugar aunque esté en su propia casa y entre otras cosas precisamente por eso.

Tampoco la Diputación General estuvo en su lugar, si es que se fue, cuando se fue de la Confederación Hidrográfica del Ebro. Ni las diputaciones provinciales cuando propusieron representar a Aragón ante el abandonismo de quienes podían y debían representarlo.

Hablar de orden, de coordinación y de integración en Aragón y, no digamos ya, hablar de subordinación de cargos y de funciones, es llorar por no reír fuera de tiempo. Porque en este país cada cual se 1o monta mirando su ombligo, y un poco más abajo, si es preciso, para que el mundo entero baile al son de su flauta. Conozco ciudadanos honorables que, al día siguiente de crear una supuesta productora cinematográfica con cincuenta mil pesetas de capital, acuden a la Administración de la Comunidad Autónoma solicitando la pequeña cifra de setenta millones para filmar su primera película. Y es que cada loco anda con su tema. Hay pueblos que mantienen relaciones culturales con Checoslovaquia (sic), otros más pequeños todavía que lanzan manifiestos «urbi et orbi» sobre la nueva museología, muchos más que organizan congresos internacionales.

Si algo significa todo este desbarajuste es que nos sobran aciques para tan pocos indios, o que hay muchos «obispillos» y ninguna jerarquía. Pero de esta guisa no avanzamos un geme hacia un mundo de hombres iguales y felices. Mientras el sol continúa su curso y no se para en el solsticio, mientras sigue la historia, los aragoneses perdemos el tiempo y la cabeza en la fiesta de los locos. Se ha dicho que somos un pueblo de gigantes, y no avanzamos lo que podríamos avanzar. Se ha dicho que somos un pueblo de cabezudos, pero a muy pocos aragoneses les cabe todo Aragón en su cabeza. Por eso no avanzamos, porque somos un pueblo de gigantes y cabezudos en la fiesta de los locos.

24.1.1988GANAR EL FUTURO

A partir de la crisis mundial de 1973 y cada vez con más fuerza a medida que nos acercamos al segundo milenio, las trompetas del Apocalipsis ponen sordina a los clarines de la modernización. Si ya no se puede seguir modernizando, si lo moderno es lo nuevo y esto se acaba, sólo nos cabe esperar o temer los novísimos. Pero si la historia continúa a pesar de los malos augurios que se propagan: ¿qué historia es la que se acaba?, ¿qué significa lo «moderno»?, ¿podemos seguir aún con la misma historia o tenemos que inventar otra?

Según dicen los intérpretes, la historia que se acaba es la que se anuncia ya en 1486 cuando Pico de la Mirándola, en su «Discurso sobre la dignidad humana», proclama en un momento de vientos favorables que el hombre es «plastes et fictor» (escultor y pintor) de su propia vida; es decir, cuando el hombre se planta como sujeto y reclama la libertad sin límites (la autonomía) para hacerse a sí mismo. La articulación de esa conciencia individual en un proceso colectivo habría dado como resultado, siempre según los intérpretes, la historia en cuyas postrimerías nos encontramos.

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Porque con ese planteamiento, el hombre que se hace a sí mismo ha ce también para sí su propio mundo. El orden tradicional o el antiguo régimen, percibido antes como sagrado y absoluto, una vez desacralizado por la razón «ilustrada» cae en manos del hombre y del ciudadano en la revolución burguesa, y se demuestra que lo que «siempre había sido así» puede ser de otra manera. Pero no sólo esa realidad social y política cae en las manos del hombre, sino que incluso la misma naturaleza se va retirando de sus dominios ante el avance de la técnica y de las ciencias modernas. Es la modernización. En lo político un proceso a través de todas las libertades y liberaciones hacia lo que llamamos hoy un Estado de Derecho, democrático y social. Y en lo económico, un desarrollo a través de las innovaciones tecnológicas, de la división y racionalización del trabajo, del incremento de las fuerzas productivas y de la expansión de los mercados hacia una economía de libre mercado y de consumo de masas. De esta suerte el mundo producido por el hombre se configura como mundo moderno en campo de opciones y de posibilidades o de capacidades en continuo crecimiento. Pues bien, eso es lo que se acaba: el continuo crecimiento. Porque «todo» tiene limite y, por tanto, cualquier parte del sistema o subsistema 1ncluyendo a los actores o efectores que lo integran.

La crisis se presentó en 1973 como crisis económica, pero fue y sigue siendo algo más que una crisis convencional con una salida convencional. Se la ha llamado la crisis de la energía, aludiendo a la escasez de la energía física. Sin embargo, el segundo principio fundamental de la termodinámica tiene un alcance meta-físico, va más allá de 1a física, y se extiende inexorablemente a todo lo que es, a cualquier sistema y a cualquier tipo de energía que lo alimente. Por agotarse, se agotan incluso las energías utópicas. Se dirá que nos queda 1a esperanza y que se puede morir con esperanza. Cierto, pero la esperanza no se atiene a razones y hay que dejarla estar por si se cumple. Pero no se puede contar con ella, porque no hay esperanza en la esperanza sino acaso en la respuesta que obtiene si es que la obtiene... “después de todo”. Mientras tanto y dentro de este mundo hay que vivir y hacer la vida como si no hubiera esperanza.

En ese clima intelectual, en medio de una cruda realidad (tres millones de parados) y una modesta recuperación económica, el PSOE celebra estos días en Madrid su XXXI Congreso bajo el lema «Ganar el futuro». ¿De qué futuro se trata?, ¿hay futuro todavía?, ¿lo hay para una política social-demócrata?, ¿lo hay para el socialismo?

No todo lo que se acaba se acaba con el milenio. Lo que caracteriza nuestra situación no es una crisis sin salida, no es que hayamos llegado ya a la última crisis en este sentido catastrofista. Posiblemente lo único que se acaba es la conciencia ingenua de vivir en un mundo sin límites y el mito del progreso indefinido, y con ello se acaba una historia. Pero no se acaba la Historia.

He aquí que la conciencia del límite de todo “lo que es” despierta en el hombre 1a conciencia de «lo que debe ser». Pero lo que debe ser ya no es lo que le falta dentro de la misma historia, no es más de lo mismo, sino «todo» de otra manera. ¿Vuelve la ética como condición de posibilidad de la política?, ¿se retiran los tecnócratas al lugar que les corresponde? , ¿vuelve la política como condición de posibilidad de la economía?, ¿vuelve la sociedad civil como condición de posibilidad de la democracia?, ¿vamos hacia un nuevo consenso social y democrático, a un nuevo contractualismo y a una nueva legitimación del Estado?

Seamos prácticos. Todo eso volverá no porque lo anuncien los nuevos profetas, los intelectuales, sino por la fuerza de los hechos, porque lo que no vuelve es una sociedad de trabajadores y de pleno empleo. Todo eso volverá, sin duda, cuando se articule en un proceso colectivo la nueva conciencia salida de la crisis. Lo que supone la internalización de los límites en los individuos y la internalización de los costes sociales y ecológicos en los sistemas de producción.

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Lo primero ya está sucediendo, para sorpresa de todos los analistas, en los que más están sufriendo las consecuencias de la crisis económica. A pesar del paro que no cesa, gozamos de una relativa paz social que no corresponde a las magnitudes del paro. Es a partir de ahí, de ese aprendizaje de los límites, como se puede hacer una nueva historia basada en la solidaridad y diseñar una política productiva para ganar el futuro. Pero cuidado, esa lección la tienen que aprender todos aunque sólo sea por el propio interés, porque todos vamos en el mismo barco. Si los que más tienen, aprovechándose de esa paz social a la que hemos aludido, no moderan sus afanes de lucro y no pagan los platos rotos no habrá futuro para nadie.

El Estado de bienestar se ha convertido en un problema para sí mismo. Su estabilidad y su legitimación depende de que sepa llevar adelante una política de equilibrio entre la eficacia y la equidad. Los socialistas en el Gobierno han sido eficaces en su política económica. Pero lo suyo es la equidad, en beneficio de todos. Sería lamentable que para equilibrar la balanza hicieran como los neoconservadores: disminuir la demanda de bienestar social, recuperando los valores de una cultura pre-moderna y represiva. Los que están aprendiendo dejarían de aprender y los que no quieren aprender se pasarían de listos. ¡Vade retro!

7.2.1988

ANTE EL CONGRESO DEL PSA-PSOE

El amplio consenso alcanzado entre los participantes en el último Congreso Federal del PSOR, hasta el 97,5 % en algunas votaciones, no es un motivo de satisfacción para todos los socialistas sino, al menos para los más conscientes, objeto de análisis y de serena meditación.

Unos días antes de comenzar el Congreso en Madrid, José María Benegas escribía en El Socialista: «Como en otros países en España hemos aprendido la lección. Hay que vencer con los votos. Pero eso a la larga no sirve si, al mismo tiempo, no somos capaces de convencer con las ideas:». Estamos de acuerdo,hay que convencer con las ideas no sólo después sino «al mismo tiempo» y, mejor aún, antes de vencer con los votos. Se trata de un imperativo que vale para todos los partidos democráticos y en todas las ocasiones, tanto en unas elecciones públicas como en los congresos y asambleas de los afiliados. Pues bien, nos tememos que la mayoría haya vencido en el Congreso con los votos sin que al mismo tiempo haya sido capaz de convencer a casi todos -¿cómo es posible?- con sus ideas.

Sin embargo, la duda que suscita tanta unanimidad entre hombres inteligentes y libres no pone en cuestión el carácter democrático del procedimiento seguido. Estamos seguros que la mayoría vencedora representa en efecto la opinión mayoritaria dentro del PSOE. No discutimos su legitimidad, pero ése no es el caso.

El caso es que cualquier mayoría de tales dimensiones -sobre todo cuando se produce dentro de un partido político que gobierna-, a diferencia de las minorías en las que hay que empujar, arrastra a los indecisos y atrae con fuerza a los oportunistas. Es evidente que los votos de opinión de una aplastante mayoría son siempre menos que los votos obtenidos por ella en su totalidad y, con frecuencia, menos incluso que los votos llamados de intercambio. Por eso las grandes mayorías cuentan siempre con la rémora de los que apuestan a caballo ganador o se suben al carro de su victoria.

Existe la sospecha razonable de que el triunfo de la mayoría en el Congreso Federal del

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PSOE no se debe sólo a una notable cohesión ideológica de los socialistas sino también a una cuota inquietante -por excesiva- de adhesión a las personas.

Pero mucho más preocupante es lo que puede ocurrir en el inminente Congreso Regional de los socialistas aragoneses. Porque la nueva mayoría que se formó a raíz de las últimas elecciones en Aragón, ni siquiera parece haberse planteado la necesidad de convencer a nadie con sus ideas. ¿Será porque no tiene ideas propias? Esta carencia explicaría que la ponencia marco para el Congreso Regional haya sido construida precipitadamente con materiales del Congreso Federal, antes de que fueran aprobados por éste con las debidas correcciones, y con otros muchos procedentes del programa del PSA-PSOE presentado en las elecciones autonómicas, amén de algunos ripios de propia cosecha, con lo que la amalgama resultante se parece más a un programa de gobierno, con sus objetivos y medidas concretas, que a una ponencia marco en sentido estricto, esto es, con un carácter más ideológico y estratégico. De todos modos hay razones para pensar que no son las ideas sino los intereses lo que define y aglutina a la nueva mayoría.

En tal hipótesis es presumible que la nueva mayoría no promueva ningún debate ideológico importante en el próximo congreso, sobre todo sabiendo como sabe que tiene las habas contadas a su favor. Por otra parte, carece de sentido en esta situación decir que van a ganar los «oficialistas» o que van a perder los "críticos". Con unos o con otros papeles , da igual, los que ganen serán o se harán llamar "oficialisdtas", aunque haya otros que lo sean por convicción y a quienes se les llame los «críticos» por ser los perdedores.

En todos los partidos políticos con posibilidades de acceder al poder, el clientelismo avanza a medida que se ensancha el vacío ideológico. Recordemos las curiosas y numerosas denominaciones de las «familias» que proliferan en la confrontación de intereses personales. Estas denominaciones delatan carencia de sustancia ideológica, a la vez que descubren relaciones de clientela: cuando no se tienen ideas, se tiene al menos un nombre propio que dar a la clientela y esto es lo que se hace. También el término «oficialismo», denominador común de todas las familias después del pacto y del reparto de expectativas, se refiere a un comportamiento seguidista mucho más que a un contenido ideológico. Donde no hay ideas con las que convencer sigue habiendo intereses con los que negociar. Pero , con las convicciones, se pierde también irremediablemente la ética..

Ojalá todo sea un temor infundado, pero existe el temor de que el PSA-PSOE se encuentre en estos momentos peligrosamente desideologizado y desmoralizado y, en consecuencia, desarmado como partido y, lo que es peor, sin voluntad manifiesta de armarse en el próximo congreso.

Parece absurdo pensar en la existencia de un pacto explícito entre los socialistas y los regionalistas en el Gobierno de la Comunidad Autónoma, no hace mucho el portavoz del grupo socialista en las Cortes de Aragón anunciaba la posibilidad de una moción de censura: ¿Significa esto que existe ya un gobierno en la sombra?, ¿qué hay un candidato para la presidencia de la Diputación General?, ¿que se va a proclamar su nombre en el próximo congreso? Es posible. Pero si no es así, como tememos, y se sigue diciendo que no hace falta porque hay 27 diputados que pueden ser presidentes, muchos pensarán que en Aragón, lo único que funciona es un pacto que «no existe». Y tendrán razón desde un punto de vista objetivo. Se dice que el PSOE no tiene una alternativa viable en estos momentos para gobernar en España y que esto explica en gran parte su éxito, ¿habrá que decir que en Aragón la fortaleza del PAR es la debilidad y la desgana de los socialistas?

¿Qué es la nueva mayoría del PSA-PSOE?, ¿una fuerza para el partido o una fuerza dentro del partido?, ¿acaso una rémora que se beneficia del prestigio de unas siglas y no aporta nada o casi nada al proyecto socialista? Un partido político es una herramienta para cambiar la sociedad: ¿Qué es el PSA-PSOE para la nueva mayoría?

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Esperemos que en el Congreso Regional los intereses individuales entren en razón, aunque esto sea por el propio interés de cada cual. Porque la suma y articulación racional de los intereses individuales lleva a la formulación de los intereses generales que los desbordan, y el corto plazo en el que se mueven los egoísmos como pez en el agua cede al largo plazo en el que éstos se ven disciplinados por necesidad. La condición que se requiere es que todos los participantes acepten y respeten el juego de la democracia y no eludan el debate. Porque ya no basta vencer con los votos. Este proceso no garantiza «a priori» que el resultado sea un partido socialista con una ideología socialista, que sólo pueda salir de un congreso de auténticos socialistas. Pero de todas formas es preferible cualquier partido al cabildeo y al caos dentro del partido: si no sale San Antón saldrá la Purísima Concepción, y cada uno sabrá a qué atenerse.

16.2.1988

COMO UN CERO A LA IZQUIERDA

UN partido político no se parece en nada a un convento de ursulinas. Tampoco es comparable a una familia, aunque ésta sea muy numerosa, o a un clan. No es que sea mucho más grande que una familia -que lo es-, sino que pertenece a otra especie.

Casi todo lo que sucede en una familia interesa sólo a los de casa, a los familiares, y pertenece a su vida privada. Claro que en un partido político se puede y se debe distinguir entre su vida interna y su proyección externa, pero la vida interna de un partido no es equiparable a la vida privada de una familia. A la vida interna de un partido pertenece, por ejemplo, la gestión que dé su ejecutiva a su congreso, y a la vida externa la que haga desde las instituciones públicas en cumplimiento de su programa electoral.

No hay que mezclar lo uno con lo otro, pero entre lo uno y lo otro hay muchas implicaciones. Es natural, a fin de cuentas lo que sucede en el interior de un partido se ordena hacía su actuación exterior en la sociedad. Pero eso hace muy difícil en ocasiones distinguir escrupulosamente y separar lo que concierne sólo a los militantes de un partido de lo que interesa y concierne también a su electorado y a la sociedad. A nadie se le oculta, por ejemplo, la importancia que tiene para un sistema democrático el que la opinión pública conozca las líneas generales de financiación de los partidos políticos y si éstos funcionan o no con democracia interna.

La máxima de «lavar la ropa sucia dentro de casa» no es aplicable en igual medida a los partidos políticos, en especial cuando éstos no se contentan con ser meros organismos de representación y apuestan por convertirse en auténticos cauces de participación política para los ciudadanos. Por otra parte esa máxima, siendo aspiración legítima en algunos casos, resulta ineficaz en la mayoría: en todos los partidos, a no ser que se mantenga en la inopia a los militantes de tropa e incluso en esa hipótesis, se producen muchas filtraciones. De manera que es preferible la táctica de ir al lavadero público antes de que aparezca un escándalo inevitable. Pero dejando a un lado los asuntos de «limpieza», que son los menos, cualquier partido político ha de estar positivamente interesado en informar y ventilar la mayoría de ellos ante la sociedad en la que tiene a su electorado.

Acabo de recibir el último número de El Socialista con las resoluciones provisionales aprobadas en el XXXI Congreso Federal del PSOE. Las he leído con atención: me conciernen como socialista, nos conciernen a todos como ciudadanos. Son resoluciones que reflejan, hoy por hoy, la

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conciencia de un gran partido que nos viene gobernando a los españoles desde hace cinco años con un amplísimo apoyo social. Ese partido no se conforma, sin embargo, con vencer otra vez con los votos sino que aspira a convencer con las ideas. De ahí la urgencia que siente de abrirse ala sociedad: «El partido -se dice en las resoluciones congresuales- ha de ser una organización abierta: la práctica política interna no debe ser compatible con los sectarismos. El partido es el instrumento más importante para una política socialista: no es patrimonio de sus dirigentes, ni siquiera de sus militantes, está al servicio del pueblo español».

Si la contradicción básica del capitalismo, como dice J. Habermas, no es otra que “la apropiación privada de la riqueza pública”, la principal contradicción de los asociados al Partido Socialista sería apropiarse de la herramienta más importante con la que quieren luchar contra esa injusticia. Por eso dice muy bien el Congreso Federal: «Es fundamental el abandono de la idea patrimonial del partido por parte de los propios afiliados, para comprender que el partido es básicamente un instrumento de la mayoría social que apoya el proyecto de cambio que el PSOE defiende». He aquí una auténtica rosa de la que se sigue todo un rosario de conclusiones: «Hay que evitar convertir al partido en un organismo de debate cerrado en sí mismo»; «hay que hacer un mayor esfuerzo de comunicación política con los ciudadanos y con los medios de comunicación social», porque «el Partido Socialista aspira a convertirse en un ejemplo operativo de la práctica de la democracia participativa».

Para todos los que necesitan tener ideas y comunicarlas a otros para seguir viviendo como socialistas conscientes, es muy reconfortante leer esas resoluciones y saber que para el Partido Socialista, que aspira a convertirse en ejemplo de democracia participativa, un hombre es siempre algo más que un voto.

Apoyándome en esta misma convicción, tan oficial aunque no la compartan todos los sedicentes «oficialistas», publiqué en este periódico un artículo con el ánimo de informar sobre la situación del PSA-PSOE a quienes también tienen derecho a conocerla aunque no sean militantes. Decía -y lo mantengo- que nuestro partido se halla en estos momentos desideologizado, desmoralizado y, en consecuencia, desarmado frente a un partido regionalista que gobierna sin una oposición que manifieste una voluntad clara de sustituirlo. Además, expresaba mi preocupación ante el inminente congreso del PSA-PSOE que se anuncia calmoso y sin debates importantes, cuando hay graves problemas que resolver cono, por ejemplo, la presentación de un candidato oficial para la presidencia de la Diputación General de Aragón.

No lo hice con el ánimo de echar romericos al fuego ni de crear mayores dificultades a la nueva dirección de la nueva mayoría. Si mi opinión no es compartida por esa mayoría, cosa más que probable, mi discrepancia en el partido -no contra el partido- podría contribuir al menos -pensaba- a abrir una rendija por donde se nos cuele a los de casa alguna de las graves inquietudes que hay en la calle entre el electorado que nos apoya. Porque un partido sin minorías discrepantes es un organismo cerrado sobre sí mismo e impenetrable para la sociedad.

Ya sé que la opinión no cuenta en el escrutinio de los votos. Debe ser así, y así será en el inminente congreso de los socialistas aragoneses. Pero si no precede el debate a sus votaciones, y en la medida en que no preceda, no tendremos un congreso que pueda presentarse como modelo de democracia participativa. Porque el debate y la confrontación de opiniones es como el signo que se coloca delante o a la izquierda de una cifra: no puede alterar nunca la cantidad ni la distribución de los votos escrutados, pero define el significado de unas votaciones y expresa su valor en términos de democracia. Un cien por cien de votos obtenidos sin previo debate arroja un resultado negativo en términos democráticos. Esa es la única razón que me ha impulsado a enviar mi modesta opinión por delante, como una pequeña contribución al congreso antes de que hablen 1as urnas y como un cero a la izquierda cuando se haga el escrutinio.

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4.519.88

CLIENTES Y “CONSEGUIDORES”

Me gustan las negras y las verdes, las chafadas y las rayadas, las muertas y las curadas a la serena, las aliñadas con hinojo, con tomillo o con ajedrea..., me gustan las olivas más que a un tordo, nací en el Bajo Aragón. Pero desde que he leído a Columela , su preciosa obra de agricultura que ha llegado a mis manos recientemente en una cuidada versión castellana a cargo de Antonio Holgado con el título De los trabajos del campo (Ministerio de Agricultura y Ediciones Siglo XXI, Madrid, 1988), mi gusto por las olivas se ha convertido en regusto cultural: ahora sé, gracias a su lectura, que los romanos y los hispano-romanos, por supuesto ( Lucio Junio Moderato Columela nació en Cádiz con el primer milenio de nuestra era), preparaban las olivas para el consumo de todas esas formas, exactamente igual como se sigue haciendo en mi pueblo. De manera que ahora comulgo con esa tradición conscientemente.

Pero lo que no puedo tragar es otra cosa a la que también se refiere Columela en el prefacio: el clientelismo, que ha llegado hasta nosotros lo mismo que las olivas verdes rayadas a cañeta o el pan de higos confeccionado con anisetes de Egipto. El famoso agrónomo fustiga a los «clientes», que, en vez de cultivar su propia tierra como unos señores, cultivan la vanidad de los poderosos y frecuentan los umbrales de sus casas «para conseguir el honor de las fasces y el mando con el deshonor de la más detestable de las servidumbres».

Marcial, otro hispano-romano (de Bilbilis, o Calatayud por más señas) unos cuarenta años más joven que Columela, después de vivir en Roma él mismo como cliente, aconsejaba a un paisano suyo con estas palabras: «Cliente mañanero, frecuenta, si eres listo, los atrios fastuosos” (Epigramas XII, 68). Y en otra ocasión se niega a hacerle la corte a su «patrono», porque éste practicaba a su vez el clientelisl1smo con mejor fortuna: «Innumerables son los umbrales que tú traspasas por la mañana, senador {...]. Pero tú lo haces para agregar un nuevo título a los fastos purpúreos, o para dirigirte como gobernador al pueblo de los nómadas [...].Yo no Voy más, prefiero el hambre a recibir yo la recompensa de una cena y tú la de una provincia» (Ibidem XII,29). Marcial alude a la costumbre que tenían los «clientes» romanos de madrugar para dar los buenos días a su “patrón” y ver si conseguían algo (vamos, que les cantaban las mañanitas y les hacían la pelota).

Antonio Holgado, comentando en su introducción el pasaje antes citado de Columela, escribe: «De hecho, en esta denuncia de Columela aparece de manera implícita, pero clara, la idea de que en un régimen dictatorial, como el de su época, hacer carrera política es un deshonor, porque sólo se consigue arrastrándose ante el dictador o sus más cercanas e influyentes colaboradores». Se equivoca: Es cierto que el famoso gaditano añora los tiempos de la República, pero el clientelismo no se introdujo con el Imperio ni cesaría con él; de la misma manera que, a finales del segundo milenio y después de cincuenta años de un régimen autocrático, no ha cesado entre nosotros con el advenimiento de la democracia. EI tráfico de influencias es una prueba, entre otras muchas, de la comercialización de las recomendaciones y del arraigo de nuevas formas de clientelismo.

El cliente es un individuo que va a lo suyo y, por eso mismo, se arrima siempre al sol que más calienta. La clientela más que un grupo es un agregado social, porque el clientelismo no establece relaciones horizontales de cooperación entre clientes, sino de subordinación de cada uno

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con su patrón. Por lo tanto no es una fuerza de integración sino todo lo contrario, una fuente inagotable de celos y de envidias, de injurias y de agravios comparativos, de rivalidad. El cliente de base, es decir, el que no tiene clientela, va a lo suyo descaradamente, sin cohartada, porque ya no puede decir a su patrón: «Si fuera para mí no te pediría nada, pero se trata de fulano». Aunque lo cierto es que nadie intercede por otro.

5-7. 4. 1988

EL DIÁLOGO, LOS CONFLICTOS Y LA DEMOCRACIA

NO es ningún problema que haya conflictos, sino la vida misma o buena parte de ella. Los conflictos pertenecen a la realidad social, lo mismo que el orden o en mayor medida. Incluso hay sociólogos que afirman que los conflictos son necesarios, aunque no suficientes claro está para llevar una conducta racional, porque la raón despierta ante los problemas que le salen al paso. Se comprende que valoren muy negativamente los conflictos todos los que ya están bien como están, porque los conflictos son una fuerza de cambio. Pero nadie puede evitarlos, y lo mejor que podemos hacer todos es tratar de resolverlos de la manera más pacífica que nos sea posible.

Una vez conocí a un cura que tenía sobre la mesa de su despacho un «guilero» de considerable tamaño, al que llamaba la «piedra de descasar», y comentaba, no sin ironía, que ése era el único instrumento que se conocía en la Iglesia para desatar - a pedrada limpia, se entiende- a los que Dios había unido en matrimonio hasta que la muerte los separe. No hay ninguna duda que se acaba el conflicto cuando se liquida a una de las partes. Es un procedimiento, pero no es un procedimiento civilizado.

Otro método es poner tierra de por medio, separarse o separar a los que riñen hasta perderse de vista. Es como la muerte incruenta del enemigo, y tiene el inconveniente de acabar también con las relaciones y no sólo con los con los conflictos. Por otra parte no es un método que pueda aplicarse a todos los casos. No vale por supuesto cuando el conflicto se plantea entre grupos sociales o políticos. No es un procedimiento social. En las sociedades complejas y pluralistas, con un alto grado de densidad, es decir, con una tupida red de interacciones y gran número de individuos en un espacio cada vez mas reducido -que es donde se producen justamente con mayor abundancia las fricciones y conflictos-, no existe un mundo disponible para cada una de las partes que habría que separar o desearían quizás perderse de vista.

Condenados, pues, a vivir en unn mismo mundo, nos queda como remedio la palabra: el diálogo, que es palabra entre dos. Ahora bien, es tanto el desprestigio de la palabra y el escepticismo -no gratuito, sino amarga fruta de la experiencia cotidiana- ante el diálogo que, apenas introducido el tema, no es posible avanzar en su desarrollo sin pedir a todos y en especial a los políticos, si es que lo leen, que contengan la risa.

Porque, seamos serios, ¿qué se puede esperar del diálogo allí donde sólo se escucha al que más grita, al que se hace escuchar? ¿O qué virtud tiene la palabra que no se impone por la fuerza?, ¿acaso la fuerza de la razón?. ¿Y qué es la razón?, ¿quién la tiene? ¿Es cierto todavía, lo ha sido alguna vez en la historia, que hablando se entienden los hombres? Una respuesta clásica y trágica a esta serie de preguntas sobre las virtudes y las debilidades de la palabra, del diálogo, en la vida publica es la muerte de Sócrates, condenado a beber la cicuta en la democracia ateniense. ¿Estamos

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seguros de que la palabra se puede valer por sí misma?, ¿no habrá que ayudarla un poquito con la fuerza?

Pero antes veamos lo que da de sí el diálogo puro y qué nos pide para que sea posible. La primera condición es el reconocimiento del otro, la atención fundamental a la persona con la que hay que hablar, o el respeto de fondo que da sentido y contenido a todos los «respetos» y «atenciones», al civismo (por no decir “urbanidad”, siempre que no se entienda como «pose» o un simple «saber estar»).Este reconocimiento nos permite hacerle caso, dirigirle la palabra y escucharle. Con ese reconocimiento, con ese respeto, uno puede ponerse en la situación del otro sin desplazarlo o apabullarlo, considerar su punto de vista sin escamotearle el propio, ganar altura y ampliar el horizonte, ver más allá de lo que uno tiene siempre delante de sus narices o al alcance de su mano, más allá de la propia opinión y del propio interés particular. Sólo desde esa altura se puede llegar a un entendimiento con el otro.

La segunda condición es hablar dentro de un orden: nunca los dos a la vez, sino el uno después del otro y en correspondencia, esto es, respondiendo después y a lo que antes se ha escuchado. Porque el diálogo no es una alternancia de monólogos, sino un proceso de comunicación orientado a un posible entendimiento entre las partes. Tampoco es un fuego cruzado. Hablar dentro de un orden significa renunciar al uso estratégico de la palabra, que es lo que se hace cuando se escucha y se dice sólo lo que a uno le conviene para llegar como sea al resultado que le conviene, y ,además, excluir de entrada cualquier medida de presión para forzar la voluntad o el asentimiento del otro y por supuesto las descalificaciones personales. Los ataques están fuera de lugar cuando no se trata de vencer sino de convencer, de superar un conflicto con el otro y no eliminando al otro. Ese convencimiento o entendimiento mutuo, al que se orienta el verdadero diálogo, no se puede conseguir por la fuerza. El entendimiento posible no se puede prejuzgar ni instrumentalizar, porque es un fin en sí mismo. Es imposible dialogar cuando se utiliza el diálogo como una táctica para conseguir sólo lo que uno quiere.

Por último el diálogo presupone una lengua común y,al menos, la voluntad de llegar a un mismo lenguaje, sin ”hacerse el sueco” o hablando “en chino”, llamando a cada cosa con su nombre. Las condiciones de posibilidad del diálogo definen una relación social en la que dos personas se reconocen como interlocutores válidos en pie de igualdad y deciden resolver sus diferencias o acercar sus puntos de vista sólo con la palabra.

¿Es el diálogo un procedimiento válido para resolver todos los conflictos? Si todos los hombres fuéramos ya «dueños del fruto de nuestro trabajo, libres, iguales, honrados e inteligentes», quizá o muy probablemente. Si todos los conflictos se redujeran siempre y sólo a malentendidos, también; pero resulta que en la mayoría de los casos, por no decir en todos, son además una colisión de intereses: los hombres tenemos la raíz de los ojos en el corazón y ponemos el corazón donde está nuestro interés, por eso vemos lo que nos conviene y los puntos de vista contradictorios que se manifiestan en los conflictos reflejan los intereses que nos dividen. De ahí, de los intereses o del corazón, salen las mayores dificultades que nos impiden llegar a un acuerdo y los prejuicios que hay que superar para entenderse sólo mediante el diálogo.

Sin embargo, no van totalmente descaminados los sociólogos que dicen que los conflictos son un presupuesto necesario, aunque no suficiente, para que en la sociedad se desarrollen conductas racionales. En efecto, cuando el interés del otro me cierra el paso caigo en la cuenta de que existe y ya no pasa para mí desapercibido. Su interés convierte en problema para mí la prosecución del propio interés y su punto de vista relativiza mi otro punto de vista, con lo que me obliga a reflexionar, y a la inversa. La razón, dormida cuando todo marcha sobre ruedas, despierta ente el problema, y lo razonable en una situación conflictiva es que ambas partes entren en razón: «tenemos que hablar». El conflicto, que puede ser una incitación a la violencia o a quitar de en

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medio a cualquiera que se ponga por delante, es también una invitación al diálogo y a la colaboración.

Que se llegue a un entendimiento mediante el diálogo dependerá, en primer lugar, de que

las partes acepten las condiciones que lo hacen posible y de que, bajo esas condiciones, cada uno considere el punto de vista del otro y valore en sus justos términos el interés que le mueve. Pero hace falta, además, que uno y otro supediten sus intereses particulares a un interés general, que sean capaces de definir ese interés y, sobre todo, estén dispuestos a aceptar las consecuencias prácticas que de ahí se deriven.

El diálogo como procedimiento en la resolución de conflictos y en general, más que una técnica aplicable en el manejo de las cosas, es una «práctica» de convivencia entre las personas basada en el respeto mutuo, en la confianza y en la razón ( «logos» o«palabra») cuando no se degrada y utiliza como mero instrumento para conseguir como sea lo que un individuo se propone.

El diálogo tiene la dignidad y las limitaciones de un comportamiento honesto, humano, racional y razonable. Desde un punto de vista pragmático, la primera limitación es que no puede garantizarse nunca el entendimiento entre las partes; porque las mismas condiciones que se requieren para que el diálogo sea posible son las que excluyen la posibilidad de prejuzgar su resultado. La segunda es que siempre faltan datos observables u objetivos que permitan identificar sin posibilidad de error un diálogo auténtico, porque las condiciones de posibilidad, como disposiciones subjetivas, escapan a todo control. Por ultimo, cualquiera de las partes puede desentenderse del entendimiento alcanzado mediante el diálogo si dejan de convencerle las razones que lo hicieron razonable. El entendimiento al que se llega con el diálogo se diferencia del pacto o del contrato con el que pueden obligarse dos personas: aquél existe sólo en virtud del convencimiento; éste permanece por la fuerza de la ley o de la costumbre, aunque cese el convencimiento de una de las partes.

Si llamamos democracia al gobierno del pueblo, una democracia al cien por cien debería ser un gobierno de todo el pueblo y no solo de la mayoría que está en el gobierno; es decir, un régimen en el que todas las leyes, todas las decisiones políticas y todos los actos administrativos fueran legítimos no sólo en virtud del procedimiento seguido sino también por la adecuación de su contenido a la voluntad unánime de un pueblo soberano libremente expresada. En esa hipótesis, deberían articularse todos los intereses particulares y todas las opiniones en un mismo interés general y en una sola opinión pública. Sería como un diálogo total que llegara a un entendimiento total, no haría falta recurrir a las urnas para que éstas decidieran con la fuerza de los votos entre los partidos. El auténtico diálogo es el paradigma de esa democracia en estado de gracia.

Pero esa democracia, como el paraíso perdido, no ha existido nunca. Porque nunca ha sido posible tanta unanimidad entre tantos mortales, cuando siempre ha sido necesario un orden en la sociedad a pesar de los conflictos. Y porque nunca ha existido ni puede existir una democracia concebida sin pecado, nacida y sostenida sólo por la palabra o por una opinión pública verdaderamente libre y no distorsionada en absoluto, en un mundo en el que hay tantos intereses encontrados. ¿Por qué no hacemos caso a Maquiavelo y dejamos de pensar en «repúblicas imaginarias»? Porque el diálogo, que no sirve ciertamente como modelo descriptivo de la realidad, sigue siendo la «idea regulativa» -el ideal- o la referencia ética para todas las democracias históricas.

En consecuencia, en todas las constituciones democráticas se profesa la fe en el «mito» de la soberanía del pueblo y se reconoce la dignidad de la persona con todos los derechos fundamentales que le son inherentes. He ahí los primeros principios de legitimación de un Estado de Derecho y las

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condiciones de posibilidad para un debate público en el que puedan articularse libremente, es decir,sin violencia manifiesta, los intereses y las opiniones de los ciudadanos. El paralelismo con el diálogo es evidente, la diferencia también: las condiciones de posibilidad del diálogo son los presupuestos morales de la democracia, las condiciones de posibilidad de un debate público los presupuestos jurídicos; éstos bastan para que sea legítima, aquéllos se necesitan para que sea cada vez más la que debe ser.

Se pide más diálogo en la política, pero los que más lo piden son aquellos que están en minoría. Se sigue llamando «prepotentes» a los socialistas que están en el Gobierno y se insiste en que las grandes mayorías no favorecen el diálogo; pero todos los partidos aspiran a gobernar con una mayoría cómoda o absoluta en el Parlamento. De manera que uno piensa cada vez más que pedir diálogo a la política es lo mismo que pedir peras al olmo.

Ya decía Unamuno que “los españoles no dialogan,topan». Pero no hay que olvidar que el diálogo es muy difícil para todos los hombres, no sólo para los españoles ni sólo para los políticos. Sin embargo, habrá que reconocer que la política no es e1 mejor terreno para cultivar esa delicada flor, y no digamos ya la política en España. Porque, salvo raras excepciones, el discurso político es un discurso polémico y en ese contexto se usan las palabras estratégicamente. Nos lo recordaba no hace muchos días el ex presidente don Leopoldo Calvo Sotelo al comparecer como testigo ante el tribunal de la colza: «Todo el mundo sabe que en los parlamentos, antes que la verdad, se busca la eficacia en el ataque al adversario político». Así pensaban ya los sofistas hace la friolera de dos mil quinientos años en la democracia ateniense.

Buscando la eficacia por la eficacia, sin importarles un comino la verdad, los sofistas hicieron furor y se llevaron de calle a los jóvenes más ambiciosos de Atenas con la enseñanza de una nueva técnica: la retórica, o la técnica de persuadir al pueblo con la palabra en las asambleas. Platón, que despreciaba esa técnica de aderezar discursos y la comparaba a las artes culinarias, reconocía sin embargo que los sofistas eran excelentes maestros en lo suyo, puesto que conseguían persuadir a tantos jóvenes para que adquirieran en su escuela con mucho dinero lo que valía tan poco. La retórica ha caído en desuso en los parlamentos (en los que apenas se a utiliza correctamente la gramática), pero en cuanto a las técnicas de persuasión se refiere se ha avanzado lo que se dice una barbaridad. Sólo que los herederos de los sofistas son hoy propiamente los comunicólogos y los técnicos en imagen.

Fue Aristóteles quien subordinó la técnica de la retórica a la práctica de la política, pero no sin redimir a su vez a la política uniéndola inseparablemente con la ética. La capacidad de hablar bien, la retórica, pasa a ser para Aristóteles la capacidad de hablar razonablemente; es decir, la capacidad de dar a entender a otros lo que uno mismo entiende que es verdadero o de expresar convincentemente las propias convicciones en público. Un buen orador ha de estar convencido de lo que dice y ha de saber decirlo de tal manera que su opinión se muestre como verosímil a los oyentes. La “verosimilitud” no consiste, pues, en una pura apariencia, en un engaño, sino en la claridad o el brillo con el que uno manifiesta y defiende su verdadera opinión. Se puede o no estar de acuerdo con Aristóteles (la filosofía política está recuperando su pensamiento en los últimos tiempos); pero si la política se desentiende de la ética, pedir más diálogo en la política no pasará de ser «pura retórica»: se buscará siempre, antes que la verdad en el diálogo, la eficacia en el ataque al adversario político.

En la dura realidad de la política, en los parlamentos, en las campañas electorales y, en general, en todos los procesos en los que se forma la opinión pública y se articulan las voluntades de los ciudadanos, habrá que contar siempre, a pesar de las exigencias éticas, con que las palabras se sigan utilizando como venablos y con el uso cada vez mayor y más sofisticado de las modernas técnicas de persuasión y de seducción. Como escribe Habermas, no se comprende que algunos sólo

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porque estén en mejor situación o sean más hábiles para impedir que otros ciudadanos conozcan cuáles son sus verdaderos intereses o se unan para defenderlos, puedan crear un poder legítimo. Pero lo que no puede crearse con ningún tipo de violencia, la auténtica opinión y el poder legítimo que en ella se funda, puede conquistarse con ella siempre que no se manifieste flagrantemente y se quebranten las reglas de juego de la democracia.

«Las frecuentemente chuscas reglas formales de la democracia -escribe N. Bobbio- introdujeron, por primera vez en la historia de las técnicas de la convivencia, la resolución de los conflictos sociales sin recurrir a la violencia. Solamente allí donde las reglas son respetadas el adversario ya no es un enemigo (que debe ser destruido),sino un opositor que el día de mañana puede tomar nuestro puesto», (El futuro de la democracia, PCE, México, 1986, p. 31). ¿Qué significa «resolver los conflictos sin recurrir a la violencia»? No destruir al enemigo, no acudir a las manos sino a los procedimientos legales. Pero esto no excluye ningún tipo de violencia -estructural o no- que escape a cualquier posible control en el foro externo.

En democracia vivimos bajo la ley. No todas las leyes, ni siquiera las aprobadas con mayoría absoluta, son necesariamente legítimas por su contenido, esto es, por su coherencia con los presupuestos de un sistema democrático (como son los derechos fundamentales). Pero todas han de serlo, al menos, en virtud del procedimiento seguido en su elaboración. Esto basta para que todos debamos acatarlas. Es el precio que hay que pagar por vivir dentro de un orden que permite resolver los conflictos de la mejor manera posible. Ahora bien, nadie puede obligarnos a compartir las opiniones de la mayoría y a suspender la razón después de que hayan hablado las urnas. La democracia es un proceso de reflexión y de debate permanente en la sociedad, no hay dogmas definitivos, sino opiniones.

A diferencia del diálogo, en el que no hay más salida cuando en una situación de conflicto no se llega a un entendimiento que continuar dialogando, puesto que todo ha de ser por unanimidad o convicción de las partes; en la democracia, después de hablar, decide la mayoría con la fuerza de los votos. Este ya no es el procedimiento de la razón; pero es un procedimiento razonable, siempre que se cumplan algunas condiciones mínimas. Entre ellas, que no se puede eliminar a las minorías. Pero también, «la mayoría –añade Habermas- no ha de tomar decisiones irreversibles. La regla de la mayoría funciona sólo convincentemente en contextos determinados. Y habría que valorarla de acuerdo con la medida en que aquellas decisiones que permite tomar en condiciones de insuficiente información o de falta de tiempo se acercaran a los resultados ideales de un entendimiento logrado mediante el diálogo o de un compromiso presumiblemente justo» (Die Neue Unübersichtlichtlichkeit, Suhrkamp, Frankfurt 1985, p.95 s.)

5.6.1988

LA INTIMIDAD ECONÓMICA DE LAS PERSONAS

La Secretaría de Estado de Hacienda ha llegado recientemente a un acuerdo con la Asociación Española de la Banca para inspeccionar las cuentas corrientes de los contribuyentes morosos y, en caso necesario para recaudar los impagados, embargarlas según lo dispuesto por la Ley de Presupuestos Generales. El señor Borrell, que no tiene pelos en la lengua, ha dicho que comprende muy bien a los banqueros que quieren proteger al máximo los intereses de sus clientes pero que «la ley es la ley y esto vale también para la Banca» .

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Contra dicho acuerdo no han faltado quienes han puesto su grito en el cielo, alegando que la inspección de cuentas corrientes lesiona gravemente un supuesto derecho a la intimidad económica de las personas. Aunque no es fácil saber lo que se dice, no hace falta ser un lince para saber lo que se pretende. Porque ya vale -se piensa- con que el ciudadano tenga que confesarse por lo menos una vez al año con Hacienda, para que además se vea sometido a una especie de inquisición fiscal.

Cuando hablamos de intimidad nos referimos siempre al interior que se oculta y defiende de las incursiones que proceden del exterior. Podemos decir que la intimidad es la vida privada en contraposición a la vida pública o, quizá mejor, lo más recóndito y protegido de la vida privada: su ciudadela. La intimidad de la familia es la vida que se lleva dentro de casa, la que se defiende celosamente de los extraños. La intimidad de una persona es su propia vida personal, aquella que le concierne en exclusiva como ser libre y autónomo y no tolera las intromisiones ajenas. La intimidad sólo es posible en ambientes reservados y hasta en espacios físicos reservados. El «habitat» y el «hábito», esto es, el vestido y el domicilio, circunscriben y simbolizan el espacio mínimo necesario para la intimidad de las personas.

En el artículo 18 de nuestra Constitución se reconoce el derecho a la intimidad personal y familiar y, como cautela y salvaguarda de ese derecho, se declara inviolable el domicilio, se garantiza el secreto de la correspondencia y se limita el uso de la informática. El derecho a la intimidad personal es el que tenemos todos a que los otros nos dejen en paz y no se entrometan en nuestros asuntos personales. Lo difícil es definir qué debe entenderse por asunto personal. A salvo de cualquier duda quedan, sin embargo, las convicciones íntimas. Por eso dice la Constitución que «nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias» (Art. 16,2).

¿Hay asuntos económicos que puedan y deban considerarse como estrictamente personales, esto es, verdaderamente íntimos? La Constitución española no dice nada, por lo menos explícitamente, de un supuesto derecho a la intimidad económica de las personas. Como es obvio, los valores económicos no pueden equipararse a las convicciones íntimas. Pero cuando no se tienen convicciones o se estima en más el dinero que las convicciones íntimas, se puede cometer el craso error de pretender amparar con igual derecho la intimidad de la conciencia y el secreto de la cuenta corriente.

Muchas actividades económicas se realizan en el mercado público, en la plaza, esas actividades poco o nada tienen que ver con la intimidad. Pero hay otras que se realizan en la trastienda, hay una economía sumergida, hay un mercado negro que trafica en la sombra y mucho dinero sucio que se blanquea con la misma discreción con que se lava la ropa sucia dentro de casa. Además lo propio es que el dinero se esconda en las arcas y, en este sentido, todo dinero es «arcano». Por otra parte, es comprensible que a nadie le guste que los otros fisgoneen en sus arcas o en sus negocios. Si la intimidad tiene que ver con la discreción y el ocultamiento, hay razones suficientes para poder hablar si nos place de intimidad económica.

No obstante, una cosa es el hecho y otra muy distinta el derecho a la intimidad económica de las personas. Sea lo que fuere ese derecho, no puede ir más allá de lo que va el derecho reconocido a la propiedad privada sobre la que pesa una hipoteca social. Por eso hay que declarar los bienes económicos. Porque no son tan privados que permitan a su propietario retener la parte que le corresponde pagar para contribuir al gasto público, ni tan íntimos que pueda o deba sustraerse a la inspección de Hacienda.

En cualquier caso el supuesto derecho a la intimidad económica de las personas no puede entenderse nunca como un derecho humano fundamental. La razón es bien sencilla: los derechos fundamentales del hombre y del ciudadano son condiciones de posibilidad y principios de legitimación de un orden democrático. En consecuencia son inviolables también para el Estado, que

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debe detenerse ante ellos si no quiere destruirse a sí mismo como Estado de Derecho. En cambio el derecho a la intimidad económica de las personas -que no hay que confundir con el derecho a la intimidad personal- cuando va más allá de los límites impuestos a la propiedad privada, lejos de ser una condición de posibilidad de un Estado democrático es justamente lo que lo haría imposible. Y no digamos si nos referimos al «Estado democrático y social» que define y defiende nuestra Constitución.

Un Estado democrático se funda en la libre opinión de los ciudadanos, un Estado social en la justa distribución de la riqueza. Lo primero es imposible si no se respeta la autonomía y la libertad de las conciencias, y lo segundo si se consagra la propiedad privada y un supuesto derecho a la intimidad económica de las personas hasta el extremo de no poder recaudar con eficacia los tributos.

Ahora bien, en una sociedad configurada por el mercado, en la que todo se compra y se vende y en la que el dinero ha pasado a ser el dnominador común de todos los valores, es lógico que se defienda la libertad y la autonomía de las personas predominantemente como libertad económica y se reduzca la intimidad personal al secreto de las cuentas corrientes. Como lo es, por desgracia, que se exija igual intimidad para depositar el dinero en el banco que el voto en las urnas.

21.8.1988

¿SOCIEDAD CIBERNÉTICA?

La democracia no es muy probable. No es un hecho natural sino cultural, histórico, y por tanto sólo probable. Pero no es muy probable porque exige la voluntad de los demócratas y, además, que sean capaces de tener su propia opinión sobre los asuntos públicos y de participar de alguna forma responsable en los procesos en los que se elaboran y se toman las decisiones vinculantes para todos. Porque la democracia no es un buen gobierno para el pueblo sino el gobierno del pueblo por el pueblo. Nos preguntamos entonces cómo es posible la democracia en una sociedad compleja y altamente diferenciada o qué democracia es la posible bajo las condiciones actuales de una creciente complejidad.

Niklas Luhmann es uno de los pocos sociólogos en ejercicio que tiene el valor y el mérito de continuar la gran tradición iniciada en el siglo pasado y de enfrentarse con el reto de explicar la sociedad en su conjunto sin limitarse a los hechos sociales. Desde este ambicioso punto de vista, por su enfoque o la amplitud de su objeto, la obra de Luhmann es comparable a la de Carlos Marx. Ambos comparten igualmente la pretensión científica, pero no el método ni el objetivo. Si el llamado «socialismo científico” de Marx no fue otra cosa que una teoría para la revolución o para cambiar el sistema, puede afirmarse que Luhman desarrolla su teoría para que el sistema funcione. En cuanto al método, el de Luhmann es el análisis funcional a partir de un paradigma cibernético.

A nadie preocupa ya, o a muy pocos todavía, que los sociólogos se aparten masivamente de la escolástica marxista de rigurosa observancia que, después de su efímero florecimiento a finales de los 60, ha caído en descrédito en los foros internacionales. Lo único preocupante es que no se entre en el estudio de la sociedad en su conjunto o, de hacerlo, se ofrezca como única salida de la perplejidad y como única solución al problema planteado que el decisionismo y el pragamatismo; es decir, una solución tecnocrática que da por sentado que la nvestigación científica, como proceso de un sub-sistema (la ciencia), se realiza siempre en función y como función del sistema (la sociedad).

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Luhmann utiliza conceptos de la cibernética aplicados con éxito por la biología para describir y explicar el comportamiento de los organismos como sistemas adaptativos y autorregulados (biocibernética). Pero es consciente de que ese modelo no es directamente aplicable a los sistemas sociales, cuya base de interacción -el «sentido»- no viene dada genéticamente como la «vida» en los organismos sino que se reproduce culturalmente. En consecuencia generaliza los conceptos suministrados por la cibernética (teoría general de los sistemas) para aplicarlos después específicamente a los sistemas sociales.

Un sistema es una unidad estructurada que permanece en el tiempo a pesar de los cambios incesantes que se producen en su entorno, del que se diferencia pero del que no puede prescindir como fuente de energía, de recursos y de información. Por tanto el problema fundamental de un sistema es el de su estabilidad o equilibrio en relación con su entorno.

El número de cambios que se producen en el exterior de un sistema mide la complejidad del entorno, el de estados que puede adoptar en su interior miden la complejidad del sistema. La relación es asimétrica: la complejidad del entorno es siempre superior a la del sistema. Pero los sistemas reducen la complejidad de su entorno; es decir, seleccionan los recursos y filtran la información, clasifican los casos que se les presentan como relevantes para su estabilidad y reaccionan adoptando el estado que venga al caso según su clase. Siempre que el repertorio de estados del que dispone el sistema sea suficiente para cubrir todas las eventualidades que puedan afectarle, el sistema sobrevive gracias a un orden superior y no obstante su inferior complejidad.

Los organismos sólo captan la información que estimula reacciones inmediatas o instintivas, reducen la complejidad de su entorno a la que pueden dominar operativamente. Pero aquellos sistemas que se integran sobre la base de un sentido, como los sistemas sociales, registran mucha más información de la que pueden transformar en acciones concretas. Su mundo representado o el campo de conocimientos adquiridos es mucho más vasto que su campo de juego. Porque el sentido que conduce al sistema, o que el sistema persigue, define el entorno como horizonte en el que cada objeto se presenta imbricado en una red de conexiones y de secuencias alternativas. El sistema no registra sólo el objeto real que está en su punto de mira sino, con ello, un sinfín de posibilidades. De manera que la información captada es redundante y el número de opciones o de posibilidades muchas más de las que se pueden realizar en una situación concreta.

Para Luhmann el sentido es algo preverbal que fija los límites del conocimiento posible. No es un tema del que pueda hablarse, tampoco un acto selectivo sino «una relación selectiva del sistema con su entorno». La información registrada y clasificada, la que circula por los medios de comunicación o se utiliza en el desarrollo de programas científicos, ha sido ya «sistemáticamente» reducida por la estructura de esa relación. El índice de temas de información o de investigación es limitado. Pero esto no es aún determinante.

En efecto, en una sociedad pluralista las opiniones son muchas y cada una es en principio tan válida como cualquier otra. Por su parte la ciencia no hace juicios de valor y no entiende de fines sino de medios, la razón científica es instrumental. La ciencia, como subsistema especializado en la verdad científica, sólo puede suministrar recomendaciones al sistema político. Más allá de los debates en la opinión pública o de las recomendaciones de los expertos, lo único que acaba con la redundancia informativa es la decisión. El sistema político es el subsistema de la sociedad especializado en tomar decisiones vinculantes sobre la sociedad. Lo determinante es la decisión política correcta.

No la decisión verdadera, porque para Luhmann las decisiones políticas, como las normas, no son ni verdaderas ni falsas sino que funcionan o no funcionan. Todas las que funcionan son

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correctas y por eso mismo legítimas. En todo caso la legitimidad de una decisión política no depende de que exprese las convicciones de la mayoría sino de que sea aceptada por la mayoría cualesquiera sean los motivos, razones o sin-razones que tenga para aceptarla. La simple aceptaciónde hecho de una política es necesaria y suficiente para que sea legítima, porque es necesaria y suficiente para que funcione.

La tendencia oculta en las sociedades complejas y saturadas de información es reducir al mínimo las exigencias de legitimidad; es decir, a la mera aceptación pasiva y a un conformismo generalizado. El apoliticismo postmoderno es funcional para el sistema, como lo es la teoría tecnocrática de Luhmann que quiere justificarlo.

28.8.1988

APOLITICISMO POSTMODERNO

Recuerdo que en la campaña electoral de las últimas autonómicas, en un pueblo del lejano y deprimido Maestrazgo turolense, después de exponer el programa socialista a los asistentes y rogarles que hicieran sus preguntas como es costumbre cuando se trata de grupos reducidos, uno de ellos me espetó: «Mire, aquí todos somos como una familia. Y los políticos en vez de resolver nuestros problemas cuando están en el Gobierno sólo nos visitan cada cuatro años para pedirnos el voto, hacer nuevas promesas y dividir al puebl9 enfrentándonos los unos a los otros. Para eso sirven los partidos políticos».

Admitida la parte de verdad que sin duda tenía -pues entiendo que no hay errores absolutos ni verdades indiscutibles-, no pude menos que recordar al que me interpelaba de esa manera que en este país se había luchado durante mucho tiempo por la democracia que ahora disfrutamos y por la legalización de los partidos políticos sin los que sería imposible. Le manifesté mi escepticismo de que en su pueblo todos fueran como una familia bien avenida, siendo así que en todas partes cuecen habas, hay intereses enfrentados y modos distintos de enfocar los problemas. Le dije, por otra parte, que en mi opinión se equivocaba si pensaba que todo puede resolverse sin entrar en política y lo que procede es que cada cual vote a la candidatura que prefiera. Incluso los que dicen que su único partido es el pueblo o, como el PAR, que su partido es Aragón, también hacen política de partido: la de confundir el todo con su parte y, si pueden coger la sartén por el mango, la de comerse toda la paella. A la salida me informaron de que ese señor había sido alcalde muchos años en la época franquista .

Un regionalismo cuya «definición responde a las aspiraciones básicas de la comunidad social asentada en el correspondiente territorio», que «procura la convergencia social y no la confrontación» y se declara interclasista, es también un partido político de la derecha. El apoliticismo de unidad de destino en lo local, en lo regional o en lo universal, no pasa nunca de política. El peligro es que no acabe de entrar en una política democrática o, de hacerlo, reproduzca los tics nacionalistas y caciquiles de antaño. Ese apoliticismo heredado y premoderno está a cien años luz de un apoliticismo postmoderno que se da en las sociedades complejas y altamente diferenciadas y que sí pasa de política.

España dista mucho de ser una comunidad dividida en segmentos o partes homogéneas que reproduzcan y multipliquen a diferentes niveles (la familia, el pueblo, la región...) un mismo modelo. Como todas las naciones modernas, industriales o postindustriales, España es una sociedad

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pluralista, diferenciada en sistemas y subsistemas y sumamente compleja. Debido al pasado inmediato que hemos padecido es difícil, sin embargo, diagnosticar qué parte del apoliticismo se debe a la falta de cultura democrática y cuál ha de imputarse a las condiciones de complejidad en las que vivimos.

El pasado mes de junio asistí a un acto, organizado por el Seminario de Investigación para la Paz en el Centro Pignatelli de Zaragoza, en el que se presentaron dos libros sobre la problemática del desarme: El acuerdo de los euromisiles y Anuario sobre armamentismo. Si algo quedó claro en la presentación y en el diálogo que le siguió fue la enorme complejidad del problema, el gran esfuerzo que se requiere para digerir la gran abundancia de los datos y, sobre todo, para valorarlos racionalmente en orden a formarse una opinión personal. Pero el tema de la paz, o del desarme, aún siendo capital para todos no es el único que afecte a todos los ciudadanos. El ideal democrático sería, no obstante, que aquello que afecta a todos fuera discutido y decidido cabalmente por todos. ¿Es esto posible?

El sociólogo alemán Niklas Luhmann escribe: «No hay un solo hombre en el mundo que sea capaz de hacerse con una opinión racionalmente fundada sobre todos los temas en los que hay que tomar decisiones. Por tanto, los que piensan que sólo la convicción de los ciudadanos es fuente de legitimidad para las decisiones públicas desconocen la enorme complejidad, la variedad y la contradicción de los temas y de los supuestos que hay que tener en cuenta para tomar decisiones válidas en un sistema político-administrativo como el de las sociedades modernas».

He aquí una de las razones que pueden explicar en gran medida lo que hemos llamado apoliticismo postmoderno: si la gente no puede entenderlo todo, es comprensible que se desentienda de lo que no puede entender. Por eso pasa de política. De hecho pasamos de muchas cosas que nos conciernen y dependemos cada vez más de los expertos: acudimos a los especialistas y profesionales para muchos asuntos y éstos, a su vez, defienden el ámbito de su competencia contra los intrusos y no toleran la crítica de los simples aficionados. Y si eso es lo que hacemos cuando nos va en ello la salud o la educación de nuestros hijos, ¿porqué ha de ser distinto en la política?

El apoliticismo postmoderno no quiere decir que la gente se desentienda de sus intereses individuales, todo lo contrario. La gente se desentiende sólo de los grandes problemas y del interés general para enfocar el mundo desde su agujero. Así, por ejemplo, cada uno juzga de la economía según le va en la feria y de la política del Gobierno según sus conveniencias. Lo típico es entonces la queja y la constante reivindicación. De la misma manera que los creyentes entienden lo que piden aunque no entiendan a quién se lo piden y continúan por ello con su oración mientras la oración funcione, los ciudadanos reivindican ante el arcano de la Administración. Cada uno va a lo suyo, incluso cuando va con otros. Y todos juntos no pueden ir así más allá de un corporativismo insolidario y de un regionalismo victimista e interclasista de nuevo cuño y viejas esencias. Porque los extremos -en este caso premodernos y postmodernos- se tocan, y la derecha en el fondo sigue siendo la misma.

23,24 y 25 . 9 . 1988

LA OPINIÓN PÚBLICA

Parece ilusorio esperar que el poder se limite a sí mismo, se avenga a razones o sea limitado por la pura razón. Lo realista sería, por el contrario, pensar que el poder es expansivo, hace siempre

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todo lo que puede, limita sólo con el poder y es limitado únicamente por otro poder igualo superior. De ahí que avasalle cuando está en una sola mano y la única garantía de libertad sea la división del poder en la división de poderes. Porque el poder monolítico es inhóspito, pero en las grietas del poder -entre poder y poder- anida la libertad.

Max Weber, que no distingue entre poder y violencia, lo define como la posibilidad de conseguir los propios fines doblegando si es preciso las voluntades ajenas. Pero además de esa «virtud» (o potencia), el poder contrae el vicio de querer tener siempre la razón. Por tanto, algo podrá la razón frente al poder cuando todo poder la quiere tener de su parte. Ahora bien, lo que quiere el poder de verdad es que nadie lo discuta y, en este sentido, 1ª razón que quiere tener es una opinión pública que se le adhiera sin condiciones. ¿Qué puede la razón contra la fuerza?, ¿qué puede la opinión frente al poder?

Escribe Blas Pascal al respecto: «La fuerza es la reina del mundo, no la opinión”. Y lo argumenta diciendo que «por eso los reyes, que tienen la fuerza, no siguen la opinión de la mayoría de sus ministros». Más aún: «¿Por qué se sigue a la mayoría?, ¿porque tiene más razón? No, sino porque tiene más fuerza”. Pascal dice que en todas partes reina la fuerza porque «aunque la opinión use de la fuerza es la fuerza la que hace a la opinión”.

Ni la autoridad del solitario de Port Royal, con ser mucha, ni su experiencia con el poder o la nuestra, por muy larga y desabrida que haya sido, nos obliga a precipitar el juicio final y a decir «lo ha dicho Blas, punto redondo». Porque no ha de faltarle a Bias el contrapunto. Y así vemos, por ejemplo, que James Madison contradice a Pascal cuando afirma que «todos los regímenes se fundan a fin de cuentas en la opinión”. Sin embargo nos tememos que Pascal sea el que describe mejor la realidad y Madison, inventando «repúblicas imaginarias», prescriba sólo lo que debe ser. Porque si bien es cierto que ningún régimen o gobierno se mantiene a la larga en contra de la opinión pública, y en esto la historia le da la razón a Madison, no lo es menos que cualquier régimen o gobierno tiene muchos medios para crear la opinión pública que necesita.

Entre el pesimismo y el optimismo se cuela la esperanza de los que apuestan por la rara posibilidad de un poder que se base sólo en la opinión pública. Pero esa posibilidad no se transforma en un hecho y no cae como fruta madura por sí sola sin que la esperanza se ponga a trabajar y la cultive. Porque el problema que ya no se puede eludir en un régimen formalmente democrático es averiguar si los votos de la mayoría son el poder de una opinión o la opinión de un poder; es decir, si representan la opinión libremente elaborada por la mayoría o, por el contrarío, reproducen solamente la de aquellos que detentan el poder público y consiguen privatizarlo en su provecho o la de quienes, no teniendo ningún poder público, lo tienen oculto sobre los organismos de decisión y los medios de comunicación.

Obviamente esa pregunta no libera a nadie del poder que sale de las urnas y de la obligación de acatarlo como legítimo, siempre que haya libertad para criticarlo. Pero esa es una condición «sine qua non», ya que sólo se puede considerar legítimo al poder que representa a la opinión pública y ninguno puede representarla si no se somete constantemente a su crítica. Salvada la libertad de crítica o de expresión en general, sólo la opinión de la mayoría, y no la opinión en público de un sesudo ciudadano o de una minoría testimonial y vociferante, puede deslegitimar a los poderes públicos.

La opinión pública es opinión y, por tanto, cuestionable. También la opinión de una aplastante mayoría, como se dice con pésimo gusto. Lo que la hace efectiva como base de legitimación: la mayoría, no puede convertirla en un dogma para todos. Sigue siendo opinión: el número de votos no cambia su naturaleza. En segundo lugar es, por supuesto, pública. Y esto quiere decir que su artífice no es la razón aislada en la intimidad de cada cual, tampoco una supuesta razón

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eterna, ni una razón dialéctica que discurra por encima de nuestras cabezas o se desarrolle por debajo de nuestras necesidades. El artífice de la opinión pública es la razón humana, realmente histórica, que se debate en un proceso de continua reflexión y comunicación social entre conflictos y contradicciones. No es la razón absoluta ni la razón de quienes tienen siempre la razón, sino la de aquellos que entran en razón y se avienen a discutir sus razones con los demás. No es que el hombre razonable renuncie a la verdad; todo lo contrario, precisamente porque la busca la distingue de la certeza, que es un hecho subjetivo, y discute todas las opiniones sin abandonar la propia hasta que otra le convenza.

Que la opinión libremente expresada y socialmente articulada sea un poder –o contra-poder, ya que es un poder que no obliga por la fuerza-, se demuestra «a sensu contrario» por la existencia de las ideologías.

Hace ya muchos años que se viene hablando del ocaso de las ideologías. Pero que la política se parezca cada vez más a un mercado, como ya dijo Schumpeter y ha repetido entre otros N. Bobbio, o que «hoy se lleve la compraventa, el yo te doy a cambio de, el tráfico de mercancías políticas y de otros bienes más tangibles» y que esa onda haya llegado hasta Calatayud como insinuaba recientemente un columnista en este periódico a propósito de la moción de censura contra el alcalde socialista, no quiere decir aún que «las ideologías estén muertas y enterradas». Podría ser una explicación igualmente plausible que el enterrador fuera la ideología del mercado. De ser así, habría muerto el pluralismo ideológico pero no la ideología.

La palabra «ideología» admite muchos significados, lo que dificulta el entendimiento y exige una aclaración previa. No obstante la polisemia del término de marras, en una primera aproximación podemos decir sin graves riesgos de desacuerdo que toda ideología pretende ser una interpretación válida de la realidad en su conjunto y que a calquier ideología se opone otra con idénticas pretensiones.

Una ideología sometida a discusión pública y en concurrencia con otras no pasa de ser una opinión. Pero esto no la convierte en una mercancía para el consumo, sino en una propuesta para la razón o para la discusión entre personas razonables que quieren orientar su conducta y ajustarla racionalmente a la de otros de acuerdo con unas normas consensuadas y unos valores libremente admitidos. Por otra parte, una ideología que rechace el diálogo y la crítica y quiera imponerse por la fuerza deja de ser una verdadera opinión. Lo que podría ser más o menos convincente no puede convencer a nadie por la fuerza y sólo puede aspirar a convertirse en ideología dominante. Definida así, la ideología es incompatible con la libertad de expresión.

Una ideología dominante goza de una certeza que no merece y de una aceptación social que le permite legitimar falsamente al poder establecido en tanto no se manifieste su falsedad. Como decíamos más arriba, su mera existencia demuestra el temor y la prevención del poder frente a la fuerza de la razón o de la libre opinión. En efecto, un poder absoluto exige obediencia sin rechistar como condición de su posibilidad. La ideología dominante es la «opinión» del poder frente al «poder» de la opinión pública, la fuerza de un poder establecido para desvirtuar a la razón y enfrentarse al contra-poder de la opinión.

El peligro en una sociedad pluralista, intensamente comunicada y compleja, en la que hay tantas opiniones en curso sobre asuntos tan diversos, no es ya que una sola concepción del mundo y de la sociedad o una sola opinión política se consolide como ideología dominante, sino que se nivelen las opiniones políticas a la baja y desaparezcan las convicciones. El peligro es que aparezcan los intereses individuales a flor de piel, desarticulados, y no tengamos otra cosa para vestir y civilizar en esta jungla al mono desnudo que un surtido devaluado de opiniones sociales y políticas prêt a porter. Lo que se traduce en una gran ventaja y en una ampliación de posibles

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opciones para los oportunistas, ambiciosos, tránsfugas y trepadores,que pueden vestirse con los trapitos de moda. Si da igual una opinión que otra, ¿por qué no cambiar de chaqueta?

La estandarización y nivelación a la baja de todas las opiniones, tan discutibles que ya nadie se toma el trabajo de discutirlas, nos pone en la pista para detectar una ideología de nuevo cuño que, como todas las que se precian, hace su trabajo a la chita callando. Podríamos llamarla tecnocrática, pues sólo entiende de medios y sólo maneja la razón como instrumento de análisis y diseño de modelos que funcionen. Contrapone la «ilustración sociológica» a la «ilustración de la razón” y en este sentido podría llamarse también post-moderna. De ella me he ocupado en mis últimos artículos.

Es propiamente una super-ideología que se eleva a un nivel de generalización y de indiferencia por encima de todas las opiniones y las mide sin excepción por un mismo rasero. Afirma, entre otras cosas, que el sentido de la sociedad se da siempre por supuesto; que los valores valen sin que nadie pueda saber nunca por qué razón; que las normas no son susceptibles de verdad ni falsedad; que los fines dependen sólo de la decisión que se quiera tomar y, en consecuencia, que las opiniones políticas son funcionalmente equivalentes y pueden sustituirse las unas por las otras según convenga. De manera que todas las cuestiones prácticas, es decir éticas o políticas, quedan eliminadas a priori: o se dan por resueltas o se resuelven sólo mediante la decisión.

¡Pobre Garaudy! ¿Pues no decía el viejo que el problema más urgente de nuestro mundo es un problema de fines? Vamos, aquí lo único que importa es que la cosa marche. ¿Hacia dónde? Esa pregunta no tiene sentido. Contentémonos con sobrevivir. Como puede verse, el engaño de esta súper-ideología no es otro que dejar las cosas como están y que el mundo siga rodando.

La super-ideología que sobrevive a todas las ideologías en las sociedades complejas tiene la pretensión de explicar científicamente la sociedad en su conjunto y, por tanto, de explicarse también a sí misma como parte de esa sociedad. Por eso, en un alarde de «postmodernez», se da el nombre de «ilustración sociológica» y se contrapone a la «ilustración moderna» de los filósofos y antiguos novatores. Desde su punto de vista la sociedad es un sistema y todos los procesos sociales, sin excluir el proceso de reflexión de la sociedad sobre sí misma o de elaboración de teorías sociológicas, sólo pueden explicarse en función de la sociedad. En este supuesto, explicar científicamente los procesos sociales significa descubrir de qué manera contribuyen a resolver el problema fundamental del sistema: su estabilidad.

La ciencia contribuye, por ejemplo, a la estabilidad del sistema suministrando «certezas»; es decir, lo que vale como verdad mientras no se demuestre lo contrario. Lógicamente la ciencia, según su propia lógica y método, se abstiene de hacer juicios de valor y certifica sólo lo que es técnicamente posible, no lo que debe hacerse, sino lo que se puede hacer o habría que hacer si se quieren obtener estos y aquellos resultados. Por su parte los medios de comunicación social contribuyen distribuyendo “objetivamente» la información; esto es, después de haberla seleccionado y clasificado de acuerdo con los temas en curso, reduciendo y canalizando la avalancha informativa hacia lo que interesa o se vende. Cada vez son menos los medios que representan una opinión y la defienden, y más los que reducen las opiniones a un tratamiento informativo: publican lo «noticioso» de la opinión o la opinión «noticiosa», pero no se comprometen con su contenido. Por último la política, como sub-sistema, contribuye tomando decisiones vinculantes sobre la sociedad y espera que el público en general contribuya con su asentimiento.

Los «sociólogos ilustrados», que como científicos no saben y no contestan respecto a los fines, sí que pueden hacer y hacen recomendaciones a los políticos para que el sistema funcione. Convertidos en una especie de ingenieros de la sociedad, no toman decisiones pero dicen cómo hay que tomarlas para que sean correctas. Niklas Luhmann recomienda que los políticos aumenten su

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autonomía y su capacidad de respuesta en la medida en que aumenta incesantemente la complejidad social y se plantean problemas que ya no pueden resolverse recurriendo a convicciones compartidas en la sociedad sino sólo mediante la decisión de los gobiernos. En una sociedad moderna y compleja ningún gobierno puede comprometerse con nada ni con nadie definitivamente. Un gobierno ha de poder variar constantemente los temas en los que ha de tomar decisiones y decidir sólo en aquellos que se politicen en la sociedad o que politice en vistas a los fines que pretende. Por otra parte, tampoco puede vincularse a motivaciones concretas y ha de poder combinar las que son incompatibles, de diversa índole y procedencia, generalizando las diferencias y sumándolas todas para olfatear lo que puede ser aceptado por la mayoría y decidir conforme a lo que previsiblemente lo será por las razones o sinrazones que sean o por unos motivos generalizados.

Según esa recomendación, el mejor político es el que no tiene convicciones. El que mide todas las opiniones políticas por el rasero de la razón instrumental, y defiende la que más convenga según las circunstancias. Lo suyo es decidir, y las opiniones todas son iguales.

J. Habermas, que ha criticado a fondo la teoría de Luhmann, reconoce, sin embargo, que en las sociedades capitalistas desarrolladas se ha dado el paso a la producción de motivos generalizados y que éstos son, a fin de cuentas, los que deciden sobre la aceptación social o no de las decisiones políticas. Tales motivos generalizados, lo que todo el mundo entiende y quiere, no son otra cosa que el reparto de dinero y tiempo libre o compensaciones en especie a las necesidades individualizadas o reprivatizadas.

Supone Habermas que el discurso que se abre paso en una comunicación abierta a todos y sin restricciones de ninguna clase -lo que nosotros hemos llamado opinión pública en sentido estricto- es de todo punto necesario para articular los intereses o necesidades indiviiduales y orientarlos de tal manera al interés general que éste medie en la legítima prosecución de aquellos. Después del ocaso de las viejas ideologías, cabía esperar que saliera la aurora de la opinión pública. Pero no ha sido así, y no lo será sin el esfuerzo de los ciudadanos contra la lógica del sistema. La libertad no es un producto de la necesidad, sino una conquista contra la necesidad del sistema. Y así es también la libertad de opinión y la opinión misma. La ausencia de la opinión pública viva ha dado lugar a la reprivatización de los intereses. De manera que cada cual arrima el ascua a su sardina.

En tal estado de cosas el éxito de una política dependerá de los recursos que pueda repartir y de la dosificación que haga de los mismos. Siendo éstos limitados, importa mucho saber a quiénes hay que llegar y acudir sólo donde arde la reivindicación. Se supone que 1os que callan, consienten, y todos los que consienten legitiman las decisiones que se toman por el gobierno. Un partido que no se pregunte hacia dónde hay que ir y sólo se preocupe de que la cosa marche, que prometa contentar a todos en general y por tanto a cada uno en particular aunque esto sea imposible, que se declare interclasista e integrador, que se adapte al medio o a los espacios políticos del electorado, que dé por sentados los valores tradicionales o no discuta sobre valores, que se funde más en sentimiento irracional que en el discurso de la razón..., puede ser una botón de muestra de lo que estamos criticando. Tal partido no tiene propiamente un programa político ni lo necesita, le basta con un saco de quejas tanto más grande cuanto menor sea su responsabilidad para satisfacerlas y tanto más pequeño si sólo él es el responsable. Si gobierna, lo hará a salto de mata. Pero todo esto puede funcionar con una sola condición: que la opinión pública esté muerta.

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16.12.88

LOS TROGLODITAS

Se pregunta Montesquieu -se preguntaba en las «Cartas persas»- si la virtud contribuye más que el placer de los sentidos a la felicidad de los pueblos. A lo que responde con la fábula de los trogloditas por boca de Usbek el Razonador.

Los trogloditas eran un pueblo de Arabia que vivía bajo un rey extranjero. Pero acabaron con él, lo mataron, y comenzaron a vivir a su gusto, cada cual según su conveniencia y sin más norma que la inspirada por el egoísmo. Sobrevino el hambre, la guerra perdida y calamidades sin cuento sobre todos ellos. Estando así las cosas, alguien consiguió persuadir a los trogloditas de que «el interés individual depende del interés común y apartarse de éste es buscar la propia ruina». Así que los trogloditas entraron en razón y fundaron una república basada en la virtud y en la solidaridad:vivieron en paz, se multiplicaron, repelieron con éxito una invasión y fueron felices...por algún tiempo. Hasta que se cansaron de la virtud y eligieron otra vez a un rey. Con lo que todo volvió a comenzar.

Montesquieu no hace una acusación. Lo que hace es mucho peor, es un diagnóstico sobre la condición humana. Los trogloditas somos nosotros, todos los hombres. Porque en todas partes las instituciones públicas degeneran cuando fallan las buenas costumbres, cuando flaquea la virtud que las sustenta. Pero los hombres se cansan de la virtud, se aburren, y por eso caen hasta los mejores gobiernos.

La pregunta que nos hacemos aquí y ahora es si nos hemos cansado ya de las virtudes democráticas o si todavía no las hemos aprendido. Porque diez años son muchos años, los sociólogos dicen que una década del siglo XX equivale a todo el siglo XIX. En diez años de democracia pueden pasar muchas cosas, y en dos años de autonomía también.

Apenas hace dos años que los periodistas se aburrían en Aragón porque no sucedía nada interesante, o que les pareciera interesante como noticia. Todo era demasiado normal, un poco soso. Algunos llegaron a escribir que deseaban «una política más divertida». Los más osados y los menos responsables se lanzaron al ruedo, es decir, a la antena, y a falta de una información que llevarse a la boca empezaron a repartir tortas y buñuelos de viento, chismes. Estos últimos ya han sido retribuidos, y ahora sabemos que no trabajaban en vano. Hoy en día los periodistas ya no se aburren, pero empiezan a aburrirnos los periódicos y los noticiarios regionales.

En poco más de año y medio han pasado muchas cosas: pasaron las elecciones autonómicas, pasó el gobierno socialista y los del PAR pasaron al gobierno. Pasaron los cien días de gracia y, al ver que no pasaba nada, se concedió otros doscientos días de desgracia a la Diputación General. A la chita callando, con muy pocos sobresaltos, se llegó al debate sobre el estado de la región, va para un mes, en el que han pasado muchas cosas, sin que pasara nada y todo esté como al principio. La mayoría ha descalificado al presidente Hipólito con todo su equipo, ha votado una resolución en las Cortes afirmando que el gobierno del PAR es «perjudicial para Aragón”. Ha dimitido un consejero, se ha sustituido a otro. Se han retirado los presupuestos... Pero no ha pasado nada: el presidente, Hipólito, se queda; por tanto, lo único que pasa es que no pasa nada pase lo que pase.

Alianza Popular se desmarca de los regionalistas, pide un trozo de la tarta y no se contenta con ser la bandeja. El CDS, que tiene la guinda, frivoliza y al parecer es el único partido que se

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divierte: prefiere la losa al rodillo, aunque el rodillo se movía y la losa, pues eso, cae sobre Aragón como una losa, pero el CDS celebra sobre ella su resurección. El PSOE -¡ay!, el PSOE: «No lo toques ya más que así es la rosa»- no da la cara porque no la tiene; es decir ,porque todavía no tiene candidato para presidir la Diputación General justamente porque para eso sirve cualquiera de sus diputados. De modo que no pasa nada.

Y si echamos una vista a otras instituciones públicas, ¿qué es lo que vemos? Lo mismo, porque la crisis se contagia pero la sensatez no. Ni siquiera se toman la molestia de responder en público a graves acusaciones públicas. Si llega el caso se hacen valer los votos, que se pueden comprar, y esto basta por toda respuesta. Así que responde la aritmética, no la ética, porque la aritmética es la que cuenta. Oros son triunfos (y hay quien tiene esos votos guardados en una caja fuerte, así son de materiales y tangibles). La ética no tiene nada que decir porque no se vende, porque no está en el mercado y porque no se cotiza. Los votos en conciencia, ¿qué es eso? Lo que hoy se lleva es la «cultura financiera», aliñada si es menester con 1a cultura «rupestre». Valores sólidos, eso es lo que se lleva y se trae.

¿Es esto una política divertida? Es un espectáculo lamentable. Porque cuando pasa todo sin que pase nada, lo que pasa es que hay tongo. Lo que pasa es que ha aparecido una nueva clase política que «se entiende». Eso es todo, ¡casi nada!

Cierto, la política no tiene por qué ser divertida sino honesta y eficaz. Pero cuando es tediosa, sin ser honesta o sin parecerlo, el pueblo se aburre con más motivo y esto es muy peligroso, porque se corre el riesgo de volver a las andadas como los trogloditas. ¿Tan poco nos ha costado la democracia en este país para que la dilapidemos como hacen los nuevos ricos con su fortuna en tan poco tiempo?

¿Qué hacer? Nicolás Redondo dice que «a lo mejor rezando...».

29.12.1988

¿CORRUPCIÓN O CALUMNIA?

Recientemente, el señor ministro de Cultura, Jorge Semprún, nos ha sorprendido con unas declaraciones -que son denuncia- contra supuestas irregularidades cometidas por el dimitido director general de Cinematografía, Méndez-Leite, y por la todavía directora general del Ente de RTVE, Pilar Miró. De acuerdo con estas declaraciones, estamos ante unas prácticas de amiguismo y nepotismo en el ámbito de la Administración pública. Pero esto es algo que, como escribía El País en su editorial del día 16 de los corrientes, «debería despejarse, sobre todo por la significación que tiene para la opinión pública y porque podría iniciar un sistema de depuración de quienes administran presupuestos en razón de su cargo».

No es la primera vez que se hacen acusaciones semejantes contra personas concretas que ostentan cargos públicos de importancia. Sin ir más lejos, aquí en Aragón se han denunciado no hace mucho supuestos abusos de nepotismo en la Diputación Provincial de Zaragoza: «Las diversas fuentes consultadas por este periódico -leíamos en el Heraldo el pasado 26 de noviembre- mantienen que la gestión personalista de Marco y su estrecho círculo de colaboradores se ha traducido en el desembarco en la plantilla de la Corporación de varios cientos de personas a las que

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se les ha dado trabajo por la cara .Los representantes de los grupos no socialistas no dudan en tachar de nepotistas actuaciones de los socialistas».

Que las cosas se digan cuando suceden es bueno. Pero que no suceda nada cuando se dicen, sólo puede significar una de dos: que en este país se puede calumniar impunemente a los políticos, o que los políticos pueden cometer impunemente ciertos delitos. En ambos supuestos tenemos un pésimo síntoma para la salud de la democracia. Con razón o sin ella -no lo sabemos, y ya va siendo hora de que se sepa-, en este país se respira un ambiente malsano y la sospecha de corrupción se extiende y se consolida en certeza porque no se depuran responsabilidades.

La táctica de echar tierra encima puede hacer que se olviden algunos escándalos, pero no puede evitar que se produzcan otros mayores. Tampoco sirve de nada echarse tierra a los ojos, la obcecación o la política del avestruz, porque así no se cambia la realidad ni se modifica la opinión pública sobre 1a realidad. Menos aún dar como única respuesta la de los votos, como si éstos no pudieran comprarse o como si la mayoría obtenida en una cámara de representantes pudiera disipar por sí misma en la calle la sospecha de que se compran. Una mala respuesta es peor que ninguna.

Por otra parte, responder que «ladran, luego cabalgamos» es una insolencia intolerable. Esto no se lo puede permitir nadie en una democracia, ni siquiera un político que sea un caballero honesto y éste menos que nadie. Porque la cabalgadura no es de quien la monta, y los ciudadanos no son unos perros. ¿O habrá que recordar a estas alturas que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado»?

Los poderes democráticos no se fundan en la posesión de la verdad por una minoría elitista, sino en la opinión pública o en lo que tiene por cierto una opinión pública mayoritaria. Todos los que no respetan esa opinión socavan los cimientos de un régimen democrático, y cualquier autoridad pública que se sustraiga al control de esa opinión es ilegítima. Por tanto, cuando el pueblo acusa hay que dar explicaciones al pueblo, que es el amo del burro, y los políticos tienen que apeare para responder ante la opinión pública y, si procede, ante los tribunales.

Obviamente no se postula aquí una democracia directa. Pero tampoco nos referimos a problemas cuya solución pueda remitirse ad calendas graecas o al veredicto de las urnas. Estamos hablando de supuestas calumnias contra personas concretas en el desempeño de cargos públicos o de supuestas corrupciones cometidas por estas personas. Sea lo que fuere, corrupción o calumnia, el problema planteado exige una respuesta que no puede aplazarse, a no ser que nos resignemos a seguir tirando con una democracia de cantamañanas y corre-ve-y-diles o naveguemos a gusto sobre 1as aguas de la frivolidad en las naufragan todos los valores de la convivencia.

Tampoco nos referimos a los chismes sobre la vida privada de los políticos. Nadie tiene derecho para entrar a saco en su vida privada. Unas mismas leyes amparan la intimidad personal y familiar, el honor y la buena imagen de todos los ciudadanos, sin exceptuar a los políticos. Cuando éstos se sienten agredidos en su vida privada pueden defenderse, que lo hagan, pues es su vida y, enprincipio, su problema. Pero cuando alguien les acusa en público de que son ellos los que entran a saco en asuntos públicos, se plantea un problema muy serio en la vida pública, en un terreno en elque todos y cada uno de los ciudadanos tenemos el derecho y la obligación de defender el interés general. Es a eso a lo que nos referimos, a la corrupción en el desempeño de cargos públicos o a la calumnia contra los políticos en el desempeño de su cargo. Corrupción o calumnia, da igual, es un asunto público que concierne a todos y, por eso mismo y para que la casa no quede sin barrer, corresponde sobre todo al ministerio fiscal.

Es una pena que los mismos que se hacen eco de toda clase de escándalos públicos sean con frecuencia los que aplauden y se quitan el sombrero -«¡Chapeau!», dicen- ante los políticos que

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juegan con ventaja y con menos escrúpulos, como si la política fuera una pelea de gallos y ellos simples espectadores simples, y horteras, que apuestan por el ganador que les invita a canapés.

Pero sería mucho más lamentable que un pueblo que sospecha en general de todos los políticos no hiciera nada en particular para acabar con la corrupción o con las calumnias. Tales comportamientos demostrarían que tenemos la clase política que nos merecemos y la misma moral que los políticos a los que criticamos.

15.1.1989

EN DEFESNSA DE LA VIDA PÚBLICA

Era tiempo de «hippies» y florecían aún las margaritas sobre las cadenas, cuando tuve la suerte de participar en las actividades del Centro Intercultural de Documentación (el CIDOC),creado en Cuernavaca (México) por el sorprendente Iván Illinch. Era en el verano de 1973. Un buen día, cuando nos disponíamos a comenzar el seminario previsto, apareció en la pizarra la siguiente nota: «El responsable del seminario, Sr. N.N., se ha enamorado en Acapulco. Se aplaza la reunión a pasado mañana. Gracias». No hice preguntas, nadie las hizo. Me tumbé en el césped y me puse a leer el Cuaderno núm. 65 del CIDOC:Hacia el fin de la era escolar.

Por muy serio que sea un parlamento, uno está ya preparado para entender que los otros entiendan la ausencia eventual de un diputado enamorado, o diputada, y a que prevalezca alguna vez la devoción sobre la obligación. Lo que no entiendo es que todos se desentiendan en el caso de que su señoría enamorada abandone el escaño indefinidamente, retenga el acta de diputado y pida una compensación a cambio de su renuncia. Pero esto ha pasado en las Cortes de Aragón. Sin embargo no insistiré en la anécdota, ni haré preguntas sobre el caso de la diputada socialista que todos conocen, porque sé que detrás de ese botón de muestra hay muchos botones y de mayor tamaño. Señalaré solamente de pasada que, paradójicamente, en ese caso cómo en tantos otros ha interesado más el comportamiento privado y la vida sentimental de los políticos que su comportamiento público.

El problema es la vida pública. Entiendo por vida pública la que concierne a todos y por vida privada la que concierne a algunos o a uno solo de los miembros que integran la sociedad. Ahora bien, público y privado son conceptos correlativos que adquieren en la práctica mayor o menor extensión. En efecto, nada hay tan privado como la propia intimidad y, desde este punto de vista, todo lo demás es público, más o menos público. Apenas sale uno de su intimidad y entra en relación con otros ya no puede decir que la vida que lleva sea exclusivamente suya, o que sea toda su vida, tendrá que distinguir entre lo que le concierne a él solo (vida privada) y lo que comparte con los demás (vida pública).

Por el contrario nada hay tan público como la sociedad o la «cosa pública» (res publica) por antonomasia y, desde este punto de vista -que es el que adoptamos aquí-, todo lo demás es privado, más o menos privado. Porque a medida que nos retiramos de lo que concierne absolutamente a todos los miembros de la sociedad, nos introducimos en ámbitos cada vez más restringidos hasta entrar en la propia intimidad que nos pertenece en exclusiva.

Lo que importa destacar sobre manera es que, a diferencia de la vida absolutamente privada

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o de la intimidad en la que cada cual es muy libre de hacer lo que quiera,en los demás ámbitos más o menos públicos, y por supuesto en la vida pública por antonomasia, debemos comportarnos según las normas vigentes en cada ámbito. Jugar con otras reglas o vivir bajo otras normas es entrar a saco en la vida pública, que es de todos, o en la vida privada que pertenece a la interioridad de un grupo o a la intimidad de uno solo. No discernir los ámbitos y las reglas de juego es confundirlo todo y acabar con todo, con la vida pública y con la privada.

Y para ir al grano, que es lo que nos duele, digamos que es intolerable que los cargos públicos se muevan en la vida pública como Pedro por su casa. Lo que sucede no sólo cuando un diputado hace de su capa un sayo, o de su cargo una prebenda, sino también cuando un director general hace del presupuesto público un medio de hacer favores, o cuando un político hace una política partidista desde las instituciones, una política de tribu, o de familias.

Los cargos públicos del Estado han de saber estar dónde les han puesto los votos, han de saber comportarse, han de atenerse a las reglas, a todas las reglas de juego, comenzando por las de protocolo y terminando con las leyes presupuestarias. Pero también los ciudadanos han de saber comportarse y aceptar las reglas de juego en la cosa pública. También la sociedad civil ha de organizarse según reglas democráticas y ha de respetarlas. No es bueno que los sindicatos se erijan en representantes políticos o que se vean forzados a resolver en la calle lo que se debería debatir en el Parlamento.

En esta sociedad postmoderna nada hay tan urgente como recuperar los valores de la modernidad, como entrar en razón, que es entrar en un orden razonable, nacido del diálogo, consensuado, en el que se articulen los intereses particulares en un interés general. Y nada tan peligroso como el corporativismo que apunta, por ejemplo, cuando un determinado grupo de intelectuales «independientes», o de notables, o de empresarios, o de lo que sea, aspiran a tener un protagonismo político o a arrimar el ascua de la cosa pública a su sardina sirviéndose de unos cauces que no se abren con las urnas.

La confusión de lo público y lo privado se debe, a fin de cuentas, a una falta de integración funcional o de lo que Durkheim llamaba «solidaridad orgánica» .En las sociedades primitivas y en los grupos primarios se da la «solidaridad mecánica» que se funda en la adhesión, pero en las sociedades modernas se necesita la «solidaridad orgánica» que es la que se construye mediante la organización de los diferentes «roles» y funciones. La falta de organización y, por lo tanto, de coordinación en la vida pública y entre las administraciones públicas es un síntoma de graves interferencias de la vida privada y de las adhesiones personales en la cosa pública. Esta es también la causa del desgobierno y de la incapacidad para llegar a pactos en beneficio de todos. Porque cada uno va a lo suyo y con los suyos, juega con sus reglas o con las reglas específicas del grupo o tribu a la que pertenece. De manera que triunfa lo privado sobre lo público, y hasta lo público se privatiza. Y después se negocian intereses privados con la cosa pública.

31.1.1989

RAQUITISMO POLÍTICO

El consejero de Presidencia, señor Biel, insistía recientemente en la necesidad de crear cuanto antes la comisión bilateral entre el Gobierno del Estado y la Diputación General de Aragón,

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advirtiendo en el acto sobre la urgencia de plantear en el marco de dicha comisión la reforma del Estatuto y la ampliación de competencias.

Es comprensible que un partido regionalista quiera para Aragón las más altas cotas de autonomía y todas las competencias posibles de acuerdo con la Constitución vigente. Es comprensible incluso que, transcurrido el plazo preceptivo de 1os cinco años, el PAR proponga la reforma del Estatuto de Autonomía como el medio más adecuado para alcanzar esos objetivos. Nadie esperaba menos de ese partido. Pero desde el día en que asumió las responsabilidades del Gobierno todos podían esperar en Aragón que hiciera bastante más, esto es, que gobernara y sobre todo que gestionara las competencias ya transferidas. No ha sido así, no lo ha sido en la medida que cabía esperar.

Subrayar la urgencia del desarrollo autonómico en las actuales circunstancias es irse por los cerros de Ubeda. Como lo es insistir en una deuda pública de 15.000 millones cuando no se sabe quién, cómo y en qué se van a invertir .La salida del señor Biel es la salida del PAR hacia ninguna parte.

Ya en junio del año pasado este Club de Opinión preguntaba «si el desprestigio de las instituciones autonómicas puede ser mayor que el que se produce cuando un gobierno actúa como si estuviera donde no está, en la oposición, y en vez de hacer aquello para lo que es formalmente competente y el único responsable, parece que sólo es competente para exigir más competencias». Ahora sabemos que el desprestigio podía ser mucho mayor. Porque mientras tanto el PAR ha añadido a su incapacidad de gestión su incapacidad de negociación. Y lo que es más grave: esa incapacidad de negociación, o incapacidad política, pase lo que pase cuando se reanuden las sesiones parlamentarias, ha quedado también suficientemente demostrada hasta la fecha como incapacidad de las Cortes de Aragón. Si la primera función de un parlamento es hacer posible que se gobierne, unas Cortes incapaces de resolver una crisis de gobierno habrían llegado al alcanzar su nivel de incompetencia.

Pero lo más irritante es que se diga que aquí no pasa nada que no hubiera pasado ya en las elecciones autonómicas, o que todo es pura consecuencia del resultado de las urnas. ¿Acaso no se dijo entonces que todo iría mejor sin el rodillo de una mayoría absoluta y que la nueva composición de las Cortes facilitaría la vida y el diálogo parlamentario? Pues mira por dónde ahora habrá que decir que tampoco, por culpa de la aritmética.

No nos engañemos: la fatalidad sólo se impone o la imponen los que están en sus trece, los que desconfían de la palabra y de los parlamentos, los que estarían dispuestos a sustituir la fuerza de la razón con la razón de la fuerza, los incapaces de todo diálogo, los prepotentes. Y no caigamos en la peor de las miserias que, como decía Pascal, “es la ignorancia de la propia miseria”.

Reconozcamos que la causa de todos los males no es la aritmética sino el raquitismo político, esto es, la insuficiencia de vitamina D, que es la D de democracia y de diálogo. Porque esa es la insuficiencia que impide alzarse por encima de los intereses partidistas y desarrollar un discurso subordinado al interés de Aragón.

Nos resistimos a creer que en las Cortes nadie puede persuadir a nadie y que todos padecen esa enfermedad del raquitismo político. Sabemos que es mucho más difícil convencer con las ideas que vencer con los votos, pero «para subir la cuesta quiero yo el burro que para bajarla yo me la subo». Además hay que tener en cuenta que ni siquiera una mayoría absoluta puede tomarse la licencia de vencer a todos con los votos sin convencer a nadie. Los parlamentos han de funcionar siempre y, sobre todo, en circunstancias normales: si sólo funcionan cuando apenas hacen falta porque todo está decidido por los votos de una mayoría, lo que es excepcional, ¿para qué queremos

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los parlamentos?

Estamos convencidos de que los procedimientos democráticos no son una liturgia para encubrir procedimientos autoritarios. Pero esto hay que probarlo constantemente, y cada vez son más los que exigen una prueba. No hay otra mejor que la de llegar a acuerdos en una Cámara enla que ningún grupo tiene mayoría absoluta. Las Cortes de Arag6n están en esas circunstancias, pero su comportamiento no ha sido hasta ahora demasiado aleccionador.

5.3.1989

JOMEINI,MACHADO Y LA UNIVERSIDAD

Jomeini quiere matar a un hombre porque ha escrito un libro. Lo razonable sería escribir otro libro contra los Versos satánicos: Ojo por ojo, diente por diente... ¡y libro por libro! Interpretando así la ley del talión ganaría la cultura islámica y hasta la cultura universal. Pero Jomeini cree que lo ortodoxo es matar a Salman Rushdie, en vez de un libro más quiere un autor menos.

El ayatollah no demuestra ninguna pasión por los libros y la pone toda en un sólo libro: el Corán. Con esa actitud se aparta de la mejor tradición de la cultura islámica, la que supo conciliar la fe con la razón y de la que se dice que “vio al espíritu de Aristóteles”: la del califa de Bagdad, Mahmun (que lo fue del 813 al 833 de la era cristiana), que construyó la “casa de la sabiduría” y una gran biblioteca con el ánimo de reunir todos los libros del mundo. Con esa actitud Jomeini abandona el camino de Averroes, Avicena, Avempace y tantos otros sabios, para alinearse con el califa Omar, que ya en el si glo I de la Héjira quemó la famosa biblioteca de Alejandría. Jomeini nos revela el rostro perverso del adagio latino: Timeo hominem unius libri (temo al hombre de un solo libro).

Han pasado más de cuatrocientos años desde que Sebastián Castellión denunciara la ominosa muerte de Servet con esta sentencia lapidaría: “Matar a un hombre por sus ideas no es defender una doctrina, es matar a un hombre”. Nos horroriza pensar que esta sentencia, que no acabó en el Occidente cristiano con la quema de herejes (la Inquisición fue abolida en España el año 1835), no haga entrar en razón a Jomeini a finales del siglo XX. Porque la flecha ya ha sido activada por todos los demonios y con seis millones de dólares. ¿Qué se puede hacer contra el fanatismo?

La historia, nuestra propia historia nos enseña que la tolerancia llegó a todas partes de manos de la indiferencia religiosa. No de manos de la Iglesia, o de las iglesias, sino de la indiferencia y del agnosticismo. La historia y la actualidad nos enseñan que hay una fe que mata. Lo que se duda es si existe una fe que salve. ¿No será la falta de fe el precio justo de la tolerancia?

Por lo que respecta a la fe cristiana, F. Nietzsche escribió con su tremenda ironía: «No es su amor a los hombres lo que impide a los cristianos llevarnos a la hoguera, sino la falta de ese amor». Hay amores que matan, y así es para Nietzche la fe de los cristianos. Pero hay también quienes piensan que toda fe y hasta toda convicción arraigada es una semilla de violencia. No importa que se trate de una «divina impaciencia» o de una «pasión revolucionaria», da igual. Por eso los que comparten esta opinión celebran, a mi juicio precipitadamente, el ocaso de las ideologías y el advenimiento de la frivolidad.

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No sin perplejidad, otros opinan que se puede creer o tener convicciones sobre la vida sin caer en el fanatismo y que ha de evitarse echar al niño con el agua sucia de la bañera. Porque hay una fe que salva y que no se confunde con la de los inquisidores. Esta, la que mata, no es más que fe en la fe, en la seguridad y por la seguridad, hija del miedo y hermana de la intolerancia. Aquélla, en cambio, es la que vive y deja vivir, la que sabe que no puede imponerse a los demás sin negarse a sí misma. Porque es opción, riesgo, apuesta personal, confianza en Dios o como quiera se llame lo que da sentido a la vida. Y sólo se puede creer así cuando se es libre para creer o no creer.

La fe que salva no está en posesión de la Verdad, porque la Verdad es siempre la que se busca y nunca la que se tiene. Me imagino que A. Machado estaría de acuerdo: “¿Tu verdad? No, la Verdad / Y ven conmigo a buscarla / La tuya, guárdatela “. Y también los que se reúnen en nombre del que murió en una cruz diciendo: “Padre, ¿por qué me has abandonado?” –ésta sí que es «la última tentación de Cristo», la última prueba – y, al morir aguantando la pregunta, puso en cuestión a todos los que se creen en posesión de la Verdad o que tienen a Dios en el bolsillo.

Desde otro punto de vista, Jaspers habla de una «fe filosófica» que obviamente no tiene que ver con «tomarse la vida con filosofía», pues consiste en hacerse cargo de la vida sin echarse a la espalda la pregunta por su sentido. La compara a la fe de los campesinos que desde hace milenios, conducidos por una certidumbre inexplicable, cosechan ubérrimos frutos cultivando las faldas del Vesubio.

Dejar la pregunta que a todos afecta, la del sentido, es caer en la frivolidad y en la fragmentación de los intereses egoístas. No es inaugurar la tolerancia, sino la insolidaridad. Mantenerla es, por el contrario, creer de alguna manera. Pero también dejarla abierta como una herida que nos humaniza y nos abre a la comunicación universal. En su libro La fe filosófica de cara a la revelación, K. Jaspers escribe: «Aunque me parezca imposible que yo pueda creer en la revelación, no quiero un modo de pensar que se atreva a excluirla al fin y al cabo [...] La fe filosófica no quiere enemistad sino honestidad, no quiere ruptura sino comunicación, no quiere violencia sino liberalidad”.

Parece justo que una enseñanza dogmática de una doctrina dogmática no tenga sitio en la Universidad. En este sentido celebro que la filosofía le haya salido a la teología una criada respondona. Pero si esto significa cerrar la pregunta por el sentido, lo lamento. Como temo también que la ciencia acabe echando a la filosofía de las universidades si ella insiste, como debe, en mantener esa pregunta de par en par sin eludir el riesgo de la apuesta. Porque esto sería malo, incluso para la ciencia, si es que ha de tener algún sentido. Por mi parte sólo aspiro a vivir en una tierra en la que se pueda creer en algo libremente. En la que vuele la palabra. No las flechas del fanatismo.

24.3.1989

CREENCIAS...Y TELA MARINERA

Decir que los pueblos islámiicos se encuentran todavía en la Edad Media suena a burda descalificación etnocentrista de los occidentales y a excusa para zafarse de los problemas que plantea el Islam a finales del segundo milenio.Porque en el fondo, ¿qué es lo que se quiere decir? Que los musulmanes se han detenido en la historia o que han progresado a un ritmo tan lento que no

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podemos considerarlos contemporáneos. En segundo lugar, que ellos están todavía donde nosotros estuvimos hace siglos y que su destino es llegar donde nosotros estamos. Claro que para entonces nosotros, tan modernos, ya estaremos en el futuro. De modo que esos pueblos nunca se pondrán a nuestra altura y lo mejor es olvidarnos de ellos.

Desde este punto de vista la cultura islámica apenas puede interesarnos para reconstruir nuestra historia pasada, pero no para construir nuestro futuro. Así como la etnografía de los pueblos “primitivos” sirve o sirvió en Occidente para ilustrar nuestra propia arqueología, los estudios sobre la cultura islámica podrían utilizarse para conocer mejor nuestro pasado medieval. En concreto los españoles podríamos recuperar en nuestra memoria colectiva parte de lo que fuimos, no sólo cristianos, sino también musulmanes, y después, dejando en el recuerdo lo que fuimos, tomar como pretexto el conocimiento histórico para no ser ya ni lo uno ni lo otro, o para ser modernos como todos los europeos.

Pero el etnocentrismo (eurocentrismo en este caso) es falso, injusto e insostenible en un mundo cada vez más pequeño, interdependiente y comunicado. No sólo los pueblos islámicos y los que llamamos del Tercer Mundo, sino incluso los pueblos “primitivos” que sobreviven son contemporáneos. Queremos decir que no están en otros tiempos ni en otras galaxias, sino aquí y ahora en el mismo mundo que nosotros. Porque, como escribe Gorvachov en su perestroika, “todos somos pasajeros de la misma nave, la Tierra, y no debemos permitir que ésta naufrague” ·

Los pueblos islámicos, sin exceptuar al Irán de Jomeini, son parte del mundo contemporáneo, pertenecen al problema y a la solución del problema en el que todos estamos comprometidos. Hacer como si no fueran es un grave error y una tremenda injusticia. Ignorar olímpicamente a mil millones de musulmanes es, además, correr un riesgo tan grande como innecesario. Porque es evidente que los problemas del mundo no pueden resolverse sin contar hoy con todo el mundo. Ahí está, por ejemplo, el agujero en la capa de ozono que a todos nos protege y las armas químicas que nos amenazan. ¿Podemos esperar razonablemente que los pueblos islámicos dejen de fabricar aerosoles y armas químicas si no tenemos en cuenta sus intereses y despreciamos su cultura y sus creencias? Lo lógico es que no hagan nada para resolver los problemas de un mundo que los excluye. Porque si, de todas todas, no hay futuro para ellos que están aún en la Edad Media, ¿por qué tendrían que hacerlo? ¡Que perezca, pues, Sansón y con él todos los filisteos!

Si somos razonables comprenderemos que tenemos una cita inaplazable con el Islam. ¿Acudiremos a esa cita? Sólo si admitimos que la cultura islámica es contemporánea, si nos apeamos del engreimiento y de la autosuficiencia que nos empobrece, si abandonamos el eurocentrismo y nos avenimos a hablar con los pueblos islámicos. Las culturas no se comprenden cuando se las considera como fases ya superadas de la propia cultura o como residuos culturales, porque entonces se las juzga desde la superioridad y se las rechaza como si no fueran actuales en absoluto y no tuvieran nada nuevo que decimos. Las culturas se comprenden sólo en sincronía: no como culturas sucesivas, sino como culturas contemporáneas y complementarias. Y los pueblos se entienden en el diálogo, no hablando sobre ellos, sino con ellos y en pie de igualdad. Es en la arena del diálogo y de la comunicación, cara a cara, donde podemos aprender los unos de los otros. Se preguntará en seguida qué podemos aprender los demócratas occidentales de unos musulmanes fundamentalistas que matan a otros por sus creencias. Obviamente, nada. Pero mucho de unos musulmanes que están dispuestos todavía a morir por sus creencias. A no ser que confundamos la tolerancia de la que estamos orgullosos con la ausencia de convicciones profundas y con la frivolidad que cunde en las sociedades occidentales. Pero esto seria demasiado fácil. El que no cree en nada no se molesta por nada y, en este sentido, no necesita ser tolerante. Bajo tales supuestos la tolerancia ni siquiera se plantea.

Por otra parte, en una sociedad sin convicciones o creencias, lo que prima es el interés

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individual y el egoísmo. Los intereses, ahí está nuestro problema. Porque en nombre de esos intereses se sigue matando aunque nadie esté dispuesto a morir por ellos. El problema no es la libertad de expresión ni la libertad religiosa o ideológica, sino la solidaridad. Porque en nuestras democracias tan avanzadas cada uno va a lo suyo a la chita callando y caiga quien caiga. Nuestro pecado es el egoísmo a ultranza y el hundimiento de todos los valores que no se coticen bolsa. Por eso mismo, incluso para ser tolerantes y por supuesto para ser solidarios, necesitamos con urgencia alguna fe.

Y los musulmanes, ¿qué es lo que pueden aprender de unos demócratas que ya no están dispuestos a morir por ninguna convicción o creencia? La respuesta es exactamente la misma: nada. Pero mucho de unos demócratas que no matan por las creencias. Porque tampoco se debe confundir el fanatismo con la fe y sólo se puede creer cuando se es libre para no creer. Por otra parte, la función integradora de la religión en las naciones islámicas, si no hay tolerancia, se convierte contra los mismos ciudadanos y los destruye sin piedad. Aunque no se mate o se mate menos por dinero, se mata en nombre de Alá. De modo que también los musulmanes, para ser creyentes y por supuesto para ser y sentirse libres como personas, necesitan urgentemente ser tolerantes. De lo contrario sólo tienen fe en la fe, que es lo mismo que no creer en nada ni en nadie.

En resumidas cuentas: Los que no creen en nada no son solidarios y están dispuestos a matar sólo por dinero. Y los que se pasan de creyentes, los fanáticos, no son tolerantes y están dispuestos a matar por sus creencias. Matar por dinero es la «intolerancia» de los frívolos, mientras que matar por unas creencias podemos decir que es la «insolidaridad» de los fanáticos. Estos se llaman «hermanos»; aquellos, personas «tolerantes». Pero la verdadera tolerancia y la verdadera solidaridad sólo es posible cuando se unen la libertad y la fe (alguna fe o convicciones arraigadas). Lo que supone necesariamente abandonar la pretensión de tener, unos la riqueza y otros la verdad, y estar dispuestos a compartir tanto bienes como convicciones; esto es, a entrar en comunicación con todo el mundo.

18.4.1989

MISERIA SIMBÓLICA DE ARAGÓN

No sé muy bien si lo que voy a decir es lo que habría que decir en Aragón en estos momentos. Cuando una casa se quema, lo que hay que decir es dónde está el fuego, y hay que decirlo, además, a los bomberos; cualquier otra verdad se convierte en tal situación en una mentira. Por eso no sé muy bien si lo que voy a decir es la verdad que hace falta o la mentira que se está diciendo -dígase lo que se diga- cuando se habla demasiado de un tema que no es hoy el problema urgente de Aragón.

Por otra parte, considero que si los ciudadanos nos ocupamos del himno, a lo mejor conseguimos que se olviden de él los parlamentarios y cumplan sus obligaciones. Porque es evidente que no fueron elegidos para que nos hicieran un himno, sino para que hicieran leyes, aprobaran presupuestos, controlaran al ejecutivo, fiscalizaran las inversiones públicas de la comunidad, etcétera. Otrosí, considero que los que no tenemos ningún mandato podemos ocuparnos de los principios sin que nadie nos eche en cara que descuidamos los imperativos del momento. De modo que no corro ningún otro riesgo que el de aburrir a mis lectores. Y aunque éste no es poco, lo daría por bueno si lograra introducir en sus señorías un «escrúpulo» de sensatez (me refiero, claro, a la chinita que se mete en los zapatos, sólo una chinita de sensatez para saber por donde se anda).

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No estoy de acuerdo con los que pasan de símbolos y, aunque lo ignoren, viven como todo el mundo bajo unos símbolos. Menos aúncon los que viven de los símbolos y los reducen a mercancía, con los que quieren “vender a Aragón”, con los mercachifles que confunden las ferias con las fiestas y a quienes les da igual, por ejemplo, la «fiesta del Angel» que la «fiesta del jamón». Disiento de los que dicen que los símbolos son una chorrada, de los que reniegan de las formas para ir al fondo, al bulto o al grano. Entre otras razones porque el dinero -¿es ése el grano o el bulto?- es también un símbolo: vale lo que representa, lo que se puede comprar con él y no su peso en metálico o en papel. Pero sobre todo disiento porque hay otros muchos valores que no se pueden comprar con dinero.

Sin embargo, estoy de acuerdo con ellos cuando critican a unos parlamentarios que quieren hacernos un himno, cuando les dicen: «Zapatero,a tus zapatos». Porque los himnos, como las costumbres, las lenguas, las fiestas y los símbolos en general los hacen los pueblos, pertenecen aún a la democracia directa y no a la representativa. Un himno que nace por decreto o por ley es un malnacido. No es ése el procedimiento.

Hablar de los símbolos no es hablar del sexo de los ángeles. Los símbolos existen. No son músicas celestiales ni buñuelos de viento. Los símbolos, como los empanadones, tienen un alma y un cuerpo. Quiero decir que son algo concreto, como los árboles y todas las cosas de nuestro mundo; pero sean lo que fueren: un árbol, un trapo, una canción..., los símbolos representan además lo que no son.De ahí que los símbolos tengan siempre un contenido. Porque vacíos no valen nada, no representan nada y se desvanecen.

Los símbolos de un pueblo necesitan que ese pueblo los lleve, los sustente, los llene, los habite... Porque los símbolos son como la piel para el cuerpo. Y así como nadie puede salirse de su propia piel, los pueblos tampoco pueden escaparse de sus símbolos y éstos de su contenido. Un pueblo sin símbolos es menos que un fantasma, porque es un fantasma que no aparece, ni se parece, ni comparece ante nadie, ni tan siquiera ante sus propios ojos: ¿Cómo podría aparecer un pueblo sin representación ninguna? Un pueblo sin símbolos es inconcebible: no es más que un conglomerado de individuos aislados. Por eso vivir dentro de un pueblo es siempre y necesariamente vivir bajo sus símbolos, bajo los símbolos que lo definen.

Todo lo relacionado con los símbolos es de gran importancia: la creación de los nuevos, la recuperación de los tradicionales,la sustitución de unos símbolos por otros,las nuevas interpretaciones, el uso que se haga de ellos o el abuso..., todo incide sobre la totalidad. Pocas cosas conmueven tanto a un cuerpo social como una praxis simbólica desafortunada. Puesto que vivimos siempre bajo un universo simbólico para bien o para mal, conviene mucho que nos pongamos de acuerdo en los símbolos. Mi buen amigo A. Fierro escribía hace unos años: «Sólo la producción de símbolos por la sociedad entera es capaz de dar como resultado universos simbólicos plenamente humanos; su producción desde una sola clase social o grupo dominante parcializa y altera el proceso de simbolización, que termina en productos simbólicos inhumanos».

Supongo que no necesito decir que un pueblo puede sobrevivir perfectamente sin un himno oficial. Hay otros símbolos. Pero la polémica suscitada sobre el himno de Aragón no debiera llevarnos una vez más al desprecio de la dimensión simbólica, como si todos los símbolos fueran para nosotros -que vamos al grano- humo de pajas.

Los aragoneses somos poco sensibles a las formas simbólicas. En general somos más bien iconoclastas, y muy poco respetuosos con símbolos, ritos y protocolos. La degradación de las formas, el descuido y la zafiedad no ayudan a la propia estima, a la estima de la apropia dignidad. Los aragoneses, más que sentirnos como aragoneses nos resentimos.

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La miseria simbólica de un pueblo no es sólo simbólica, no es una falsa pobreza. Ni una carencia de recursos económicos. Es verdadera miseria, pero una miseria que puede darse en la abundancia de bienes materiales. Porque se trata de una miseria de otra clase: se puede tener mucho y ser muy poco. La miseria simbólica de un pueblo es una falta de enjundia, de sustancia, una disminución de lo que se es y no de la renta per capita. Sería muy lamentable que la ramplonería y el desprecio de los símbolos nos llevara fatalmente al desprecio de nosotros mismos y que esta miseria cultural hiciera el juego a una tendencia que nos deprime y nos hunde en una política de eternos agraviados.

7 y 8.1.1990

LA TIERRA HABITADA

Como setas venenosas han aparecido aquí y allá por toda la geografía española las temibles botellas cuyo contenido de agua mineral ha sido fraudulentamente adulterado con lejía, detergentes u otros contaminantes nocivos para la salud, antes de llegar a la boca de inocentes consumidores. No se conocen los motivos ni los nombres de los que practican esa clase de terrorismo, no se sabe si es la obra de un loco que anda suelto, de una mente insana, o de una competencia comercial desmadrada y asesina como parece lo más proba1ble.

De todos modos no es 1a primera vez que sucede algo parecido y es de temer, por desgracia, que no sea la última. Las botellas de lejía que no de agua, lo mismo que años atrás las garrafas de la colza, nos advierten por si lo habíamos olvidado que en el paraíso del consumo hay también una serpiente maligna.

El que más o el que menos ha oído hablar del agujero en la capa de ozono sobre la Antártida, de la tala que no cesa en los bosques amazónicos y, sin ir tan lejos -aunque todo está cerca en ecología-, de las urbanizaciones salvajes en el Moncayo y de la contaminación de las aguas del Ebro y del Gállego, etc. Sin duda existe ya una preocupación vagamente generalizada en la opinión pública por estos problemas. Pero la ecología, que ha llegado a ser un tema habitual en los medios de información, no se ha convertido aún en problema acuciante y perturbador en la vida cotidiana.

La inmensa mayoría conseguimos vivir en paz con esa vaga preocupación ecológica. Sin embargo la contaminación del agua de botella nos obliga a tomar más en serio la del agua de los ríos. Es lógico que hasta el ama de casa y el hombre de la calle -¿por qué no se dice «el amo de casa» y «la mujer de la calle»?- se inquiete ante la contaminación de la naturaleza cuando los productos naturales reservados para el consumo humano llegan también contaminados al mercado.

Ahora bien, el caso que comentamos nos plantea un problema de mayor envergadura a un nivel superior. Porque cuando el agua que compramos está contaminada, descubrimos la contaminación del mercado. Vemos que no es sólo el agua de los ríos ni el agua de botella, sino que están contaminados incluso los canales comerciales que distribuyen ese producto. Y esto nos descoloca, no sabemos ya a qué atenernos y de qué podemos fiamos todavía. Es lo mismo que nos pasa cuando nos sorprende la carrera criminal del que se lanza contra nosotros en dirección prohibida. En ambos casos se frustran expectativas institucionalizadas, no sucede lo convenido, lo que todos suponemos que ha de suceder.

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En el primero se contamina el mercado, en el segundo el tráfico rodado. De igual forma que se contaminan las urnas cuando los interventores votan dos veces, los medios de información cuando los periodistas desinforman, la lengua y el diálogo cuando los interlocutores dicen «digo» para que se entienda «Diego» si les conviene, etc. La contaminación del mercado, del tráfico, de las urnas, de los medios de información, del diálogo y de la lengua, etc..., es una contaminación de segundo grado: ya no es la naturaleza lo que se contamina, o no es sólo eso, porque se contamina o degrada el medio ambiente social en el que vivimos, nos movemos y somos. Es la sociedad lo que está en peligro.

El hombre, que no puede sobrevivir sin la sociedad, puede perecer con ella. La sociedad es el verdadero ecosistema de la vida cuando alcanza su más alto nivel de organización, su nivel humano. El hombre se define en relación a ese medio, que puede alterar obviamente con su conducta pero no sin consecuencias para su propio equilibrio y el de las personas con las que convive. Por eso cuantos habitamos una misma sociedad somos responsables de su conservación. No es que cualquiera sociedad sea perfecta, antes bien ninguna lo es en absoluto y menos que ninguna la que se resiste a todo cambio. Pero el cambio por el cambio no tiene ningún sentido ni reporta beneficio alguno.

Como todo sistema, una sociedad se conserva y permanece estable cuando se cumplen las normas que la definen; cuando sus actores, cualquiera que sea la posición que tengan y el «rol» que desempeñen, se comportan normalmente como se espera que lo hagan. Una sociedad estable da seguridad a cuantos la habitan. No quiere decir esto que en ella no se produzcan desviaciones o que desaparezcan los conflictos por ensalmo. Pero lo excepcional es excepcional, la excepción confirma la regla y los comportamientos anormales se corrigen normalmente según las normas. En cuanto a los conflictos, la mayor garantía de la estabilidad es que puedan plantearse abiertamente y que las partes se atengan a las normas previstas para resolverlos. Una sociedad estable es rígida en lo fundamental y flexible en todo lo demás.

La estabilidad de un sistema social depende mucho más de la inercia de las costumbres que del peso de la ley, pero sobre todo depende de la satisfacción que proporcione. En general los hombres cumplen las normas cuando tienen motivos;es decir, cuando ven atendidas sus necesidades o no sienten otras necesidades ante la sociedad que las que ésta satisface normalmente. Y como el harto no se acuerda del que pasa hambre, una sociedad es estable siempre que la mayoría se sienta satisfecha. Lo que no impide sin embargo que la minoría de insatisfechos, con razón o sin ella, contamine el medio ambiente social. Unos, los marginados, lo harán o pueden hacerlo para protestar por la injusticia que padecen. Otros, los asociales, lo hacen siempre que pueden para cometer la injusticia y obtener lo que desean caiga quien caiga.

Estamos asistiendo con asombro al derrumbamiento de un sistema en la Europa del Este. ¿Qué es lo que ha sucedido?, ¿qué es lo que sucede?, ¿qué puede suceder después de todo? Lo que ha sucedido es que el llamado «socialismo real» se ha quedado por debajo del socialismo posible, que no ha cumplido sus promesas. Lo que sucede es que la gran mayoría está insatisfecha, que el sistema no da más de sí; que se pide peras al olmo y se termina, como era lógico, arrancando el olmo para plantar un peral. Pero lo que puede suceder nadie lo sabe todavía, porque el peral del consumo crece en un paraíso en donde acecha la serpiente.

Zaragoza, a 22 de diciembre de 1989. La noche más larga ha sido vencida en Rumanía, ha caído la dictadura de Ceaucescu, y ,en Berlín, se ha abierto la Puerta de Brandeburgo: se puede entrar y salir, entrar y salir...¡Es lebe die Freiheit! Solsticio de invierno, perplejidad, hasta el Sol parece que se detiene para dudar un momento...Panamá, en Panamá la vida tiene un precio.. .Sin

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embargo, ¡viva la libertad! No quiero preguntarme hoy en qué sentido. De todos modos en Berlín se puede entrar y salir, entrar y salir, entrar y salir...¡en los dos sentidos y cuantas veces se quiera! Y el Sol, renovado, se apresta cual gigante a recorrer su curso. El día será más largo mañana, un poco más largo...¿Será mejor para toda la humanidad?

Algunos sociólogos han asumido como paradigma para explicar la sociedad el comportamiento de los organismos vivos en relación con su medio ecológico. Pero la sociedad no es un sistema que evolucione por adaptación a un medio natural del que recibe ciertamente estímulos y recursos; no es un producto de la naturaleza sino una construcción cultural, y su base de organización no es simplemente la vida o la supervivencia sino un sentido. Por lo tanto, los sistemas sociales se asimilan más bien a los sistemas de personalidad o sistemas psíquicos. Aunque no tienen una «conciencia» o una «intención» como éstos últimos. Es una licencia y pura metáfora hablar, por ejemplo, del «alma rusa», del «espíritu nacional» o de la «conciencia de un pueblo».

Lo que sí tienen los sistemas sociales es una representación o discurso sobre sí mismos en el que se va articulando un sentido. Por encima de las cabezas individuales, aunque nunca sin ellas, un sistema social procede según su lógica. La sociedad moderna es el resultado de un proceso de modernización en el que se ha ido realizando -y agotando- a partir del Renacimiento el ideal de la autonomía; esto es, la posibilidad del hombre para elegirse y la capacidad de hacerse a sí mismo como se elige. La autonomía como capacidad se ha desarrollado en la eficacia de la técnica y en la productividad económica, y como libertad de elección en la conquista de los derechos del hombre y del ciudadano y en una constante multiplicación de posibles opciones.

Pero hoy sabemos ya que no es posible producir todo lo que se puede hacer técnicamente, sin acabar con los recursos naturales y degradar la naturaleza que nos sustenta. Sabemos también que no se puede ampliar sin límites el número de posibles opciones, sin saturar el espacio social y producir un atasco en el uso de las libertades públicas. Ni la naturaleza puede soportar una humanidad cada vez más consumista y con mayor número de consumidores, ni la sociedad contener una creciente complejidad. Para evitar el caos que termina con todo, se ha de moderar el desarrollo. En un mundo limitado se agotan hasta las energías utópicas. Nos queda sin embargo el amor, la fraternidad, que puede crecer siempre sin destruir nada. Pero el amor, al parecer, no es de este mundo.

La alternativa de los neoconservadores, como es notorio, es completamente distinta. Mientras pretenden sostener el ritmo en el desarrollo tecnológico y económico, lo reducen en el desarrollo democrático y social. «Más para menos» sería la fórmula para conseguir un equilibrio asimétrico, «menos Estado y más Sociedad» su estrategia. Con lo que se incentiva la competitividad hasta la exacerbación y se reduce la solidaridad hasta límites intolerables. Lo difícil es entonces conservar aún la estabilidad y gobernabilidad del sistema. Y se pasa la patata caliente al Estado: «Zapatero a tus zapatos»,le dicen; y los zapatos del Estado, pequeño y fuerte, será en adelante hacer que funcione la democracia bajo mínimos. Pero esto supone bajar el listón de la legitimidad, sedando la pasión por la igualdad e inyectado moralina en el cuerpo social como antídoto de la libertad. Los valores de control están al alza en el sistema.

Los conceptos aludidos de estabilidad y gobernabilidad son recurrentes en el discurso ideológico de los conservadores. Pero estas mismas palabras, vaciadas del contenido que tienen en su contexto originario, las toman en préstamo otros políticos que, siendo incluso más «pragmáticos», las utilizan sin escrúpulos para estabilizar sus cargos. Es verdad que confunden el culo con las témporas, porque la estabilidad política de las instituciones democráticas se da siempre y sólo cuando se respetan las reglas de la democracia y la soberanía popular. Pero ya se sabe que no todos se atreven a mas democracia como pedía W. Brandt a sus compañeros de partido. Los neoconservadores, tampoco. Claro que éstos,al menos, guardan las formas y piensan en el sistema.

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Los otros, los políticos de juego corto y regateo, son más individualistas y menos sistemáticos o sistémicos en sus pretensiones.

La propuesta de los neoconservadores tiene los días contados, es una propuesta para sobrevivir, para ir tirando. Los problemas se aplazan un poco, pero no se resuelven. Los alternativos, ecologistas y pacifistas, van por otro camino. Aunque no acaban de ir. Porque algunos se pasan en sentido contrario, o al contrario del sentir de la mayoría.

Por mi parte, no entiendo el ecologismo sin ecumenismo. Me refiero a la «ecumene», que era para los griegos «la tierra habitada» o la «casa común de todos los hombres» como decimos al son de la perestroika. La meta no es la reducción del hombre a la naturaleza, no es «menos sociedad a cambio de más naturaleza». Sino la reconciliación del hombre con la naturaleza y, por tanto y al mismo tiempo, la reconciliación de los hombres entre sí. Porque la sociedad es también el remedio de los desequilibrios que produce el hombre en la naturaleza. Las condiciones de posibilidad de un ambiente social habitable en una tierra habitable para todos, son las mismas condiciones de posibilidad del diálogo y de la comunicación universal. La ecología ha de ser social, ecuménica incluso, en su método y en sus objetivos. Y ha de ser en favor del hombre, de todos los hombres, porque de lo contrario es pura ideología.

El hombre no es como los animales, ¿habrá que recordarlo? No se puede hablar de los derechos de los animales como se habla de los derechos humanos, sólo la persona es sujeto de derechos. Y la naturaleza no es sagrada, no está «llena de dioses» y aunque no hay que tratarla a puntapiés no se puede exigir al «homo erectus» que se doblegue para adorarla o camine de puntillas con temor y temblor sobre la hierba en su esplendor. Concocí a un alemán que así lo hacía, vivía no lejos de Munich, en el mismísimo barrio de Dachau. Vivía a millones de años luz del «holocausto», pero no vivía con los pies en el suelo. Discípulo del Dr. Schweizer, se angustiaba de tener que pisar la hierba y había hecho una mística del respeto a la vida: a todas las formas de vida, hasta a las más elementales.

Lo propio del hombre no es dejar las cosas de su entorno en estado de pura naturateza sino llevarlas a un estado de civilización, cultivarlas, transformarlas, someterlas a su voluntad y proyecto, darles un sentido y comprometerlas en su historia. El lugar de la especie humana no es un nicho ecológico, su vida no depende tanto de la adaptación un medio natural cuanto de la capacidad de adaptar cualquier medio a su peculiar existencia. Porque el hombre sólo sobrevive en el mundo que produce para sí. Para ello necesita mucha moral; esto es, coraje y responsabilidad.

Es verdad que el hombre pone literalmente enferma a la naturaleza: «in-firma» o «no firme», y la desestabiliza. La contagia con una autonomía, con una libertad a la que no puede renunciar sin negarse a sí mismo. Desde el momento que aparece sobre la tierra y la vida llega con él a su más alto nivel de organización, la naturaleza no puede ya recuperarse de esa enfermedad si no se recupera en el hombre, para el hombre y por intervención humana. Hasta los parques naturales y las reservas ecológicas son un producto humano, se conservan gracias a la intervención humana. La naturaleza sólo es recuperable como naturaleza humanizada.

Pero ésta reconciliación del hombre con la naturaleza, ¿no es pura escatología? Sí, por cierto. Escatología marxista, transcendida y anticipada muchos siglos antes por el anuncio del Apocalipsis. Pero la reducción del hombre a la naturaleza es, arqueología. Entre la arqueología y la escatología, se abre un paréntesis para el compromiso ecológico, un espacio en el que la conservación de la naturaleza en beneficio del hombre depende de la conservación de la sociedad o, mejor, de la realización de la sociedad mundial en beneficio de todos los hombres y mujeres de la Tierra.

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7.6.89

LA ÉTICA EN EL MERCADO POLÍTICO

Hace poco más de un año, en el último congreso, los socialistas aragoneses perdieron una buena ocasión para elegir un candidato a la presidencia a la Diputación General. Se dijo entonces que no hacía falta, que cualquiera de los diputados socialistas en las Cortes de Aragón podía hacerlo si se planteaba la urgencia de una moción de censura. Sin embargo algunos nos atrevimos a opinar en público que esa carencia podría interpretarse como la existencia de un pacto implícito con el PAR.

El portavoz del Grupo Socialista se apresuró a desmentir esa hipótesis: «La mayoría que dirige en estos momentos el partido -dijo- descartó desde el mismo día de conocerse el resultado electoral un pacto implícito con los regionalistas, que, por cierto, fue alentado desde personas muy significativas del gobierno de Marraco». Añadió que en el Partido Socialista no hay imprescindibles y que lo único que cuenta son los votos. Me imagino que después de dejar el escaño hombres como Marraco, Cuartero, Biescas o Embid, la cantera no habrá sufrido ninguna merma en el Grupo Socialista, al menos desde el peculiar punto de vista de su portavoz. Siendo todos prescindibles, todos serán sustituibles. ¡Que bien! Pero la igualdad a la baja puede ser elrío revuelto en el que pesquen los mediocres.

Eso es lo que leímos, que la mayoría que dirige en estos momentos el partido había descartado cualquier pacto político con los regionalistas. ¿Y qué es la que vemos? Que la hipótesis desmentida se ha confirmado con el paso del tiempo. Y algo más, porque también ha pasado que después de una censura encubierta y tres meses de crisis durante los que el presidente Hipólito se permitió provocar a los socialistas, éstos no presentaron ninguna alternativa a un gobierno que fue tildado en las Cortes de «perjudicial para Aragón».Al contrario, los mismos que hicieron ascos a la «merluza a la vasca» o al pacto con los regionalistas para seguir gobernando los socialistas en la Diputación General -lo que era perfectamente legítimo por ser el partido más votado-, han puesto en evidencia que tienen un estómago a toda prueba.

El comportamiento del Grupo Socialista en las Cortes durante dos años de desgobierno en la Diputación General se comprende si el pacto que ahora existe a la luz del día ya existía de modo vergonzante desde el principio.

De modo que los toros son ciertos, aunque pasado el peligro se los quiera devolver al chiquero sin rematar la faena ante el respetable. Los pactos existen y existirán hasta las próximas elecciones, como antes y por las mismas razones: por la aritmética, la terquedad de los números que no cambian, y sobre todo por la capacidad de adaptación a cualquier cambio de unos políticios que parecen imprescindibles.

Digan lo que digan –primero dijeron «pactos», «relación preferente con los regionalistas»..., y nadie sabe lo que terminarán diciendo en un discurso que se bate en retirada-, los dirigentes socialistas saben que hay un hecho objetivo que se resiste a desaparecer por ensalmo. Ese hecho, llámese como se llame, es la renuncia mutua a presentar mociones de censura en las instituciones ocupadas por socialistas y regionalistas. Y ese hecho, que desvirtúa oda oposición y desnaturaliza la democracia, es un miura que tendrán que lidiar en la primera campaña electoral que se celebre. Claro que tal como van las cosas, bien podría suceder que el miura se convirtiera en una cabra por

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mor del creciente desinterés político de los ciudadanos.

Es posible que en una sociedad de mercado no pueda hacerse otra cosa que política de mercado, pues un programa que no se vende tampoco puede realizarse. Si a eso se le quiere llamar pragmatismo político, vale. Pero por favor que no se confunda el pragmatismo político con el fraude de los políticos. El que esté dispuesto a vender un programa político ha de estarlo también a cumplirlo, y si hace política de mercado ha de tener al menos una ética de mercado. Desde este punto de vista recaudar los votos de la izquierda para que gobierne la derecha tiene que ver bastante más con el fraude de los políticos que con el pragmatismo.

La ética de mercado no es toda la ética, sino sólo aquella parte de la ética pública que se requiere para que el mercado funcione. Que un político pragmático traicione sus convicciones íntimas o que no las tenga en absoluto es asunto suyo, que traicione a su electorado es asunto público. Aquello pertenece a la ética personal o privada, esto a la ética pública. Lo primero no afecta al mercado político, lo segundo lo arruina.

En cuanto a la ética personal no me considero un fanático de la consecuencia, no admiro a los hombres que son consecuentes o que llevan una ideología hasta sus últimas consecuencias. Porque ese es el camino de la intransigencia, de la intolerancia, y termina siempre en un callejón sin salida. Quiero decir que es humano cambiar de opinión; más aún, que no es ético mantener todavía aquellas opiniones que ya no nos convencen. En este sentido no es justo acusar de tránsfugas a los políticos que cambian de partido. El tránsfuga político no es por tanto el que cambia de partido, o de chaqueta como se dice en tono despectivo, sino el que se lleva la cartera, los votos, el escaño o el cargo... a otro partido. Sólo este comportamiento interesa a la ética pública y quebranta las normas del mercado político. Es una burla decir que unos pactos en los que se traiciona a los electores se hacen para estabilizar o asegurar la gobernabilidad de las instituciones democráticas. De la misma manera que no se puede estabilizar un sistema de mercado libre si no se respetan las reglas de la oferta y la demanda y la solvencia de los contratos que se hacen, no es posible estabilizar la democracia sin la concurrencia de opciones ideológicas y el respeto a los programas políticos que se venden. Por tanto, negocien entre sí los partidos políticos cuanto sea necesario para los intereses que representan; pero dentro de un orden, entre fuerzas afines y sin traicionar nunca a sus respectivas bases electorales. Porque el primer pacto que tienen que guardar es el que ya han contraído con los ciudadanos en el mercado de origen, en las elecciones en las que seexpresa la soberanía popular.

Volviendo al caso que nos preocupa (eso que han hecho socialistas y regionalistas),quizás alguno podría pensar que los partidos políticos son como las grandes firmas comerciales que diversifican sus inversiones para no correr riesgos innecesarios y garantizar los mayores dividendos posibles a sus accionistas. La comparación no vale. Porque los electores que colocaron su voto en el Ayuntamiento de Zaragoza no son los mismos que los que lo hicieron en la Diputación General. Y no es lícito garantizar el máximo beneficio posible -si esa es la intención- a los electores de Zaragoza, perjudicando al resto de los aragoneses.

Rizando el rizo podría decirse incluso que los socialistas no han hecho otra cosa que vender a los regionalistas un burro muerto. Ya que nunca han demostrado tener capacidad o voluntad política para sacar adelante una moción de censura contra el gobierno de la Diputación General. Pero esa excusa aparente se convierte en una acusación manifiesta.

Los pactos políticos en los que se traiciona la voluntad de los electores son pactos inícuos. Los pactos inícuos no obligan; pero atan a los cómplices, y ese es el primer problema. El segundo, mucho más grave, es que por ahí se llega fatalmente a un desprestigio tal le las instituciones que caen en ridículo ante la opinión pública, cada vez más desmoralizada y pasota, cuantos todavía las

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toman en serio. Llegados a este extremo, es comprensible que desaparezca toda crítica y toda oposición constructiva y entren en escena los bufones.

25.11.1989

LA HISTORIA DEL FIN

El producto final de un proceso de normalización democrática no es nunca la democracia ideal sino una democracia normal. Después de la transición, del tejerazo y del cambio, hemos entrado en España en la normalidad. Tenemos una democracia sin duda menos brillante de lo que habíamos imaginado, pero sin sobresaltos, segura, homologable y homologada cada vez más a las democracias europeas. No hay razón alguna para que esta normalidad se altere a partir de1 92.

En consonancia con esa normalidad democrática tenemos también una clase política normal. Pertenecen a ella los que han demostrado en los últimos años la voluntad y la capacidad para hacer de la política su profesión. En aquel tiempo, en los orígenes -«¡libertad, amnistía y estatuto de autonomía!», ¿seacuerdan?- muchos se metieron en política para hacer historia; pero ahora, llegados al fin de la historia -Fukuyama dixit- o de esa historia, vemos que se han clasificado los mejor preparados para hacer carrera, los que han tenido la «virtú», la ambición y/o la necesidad de mantenerse en el asunto y del asunto público.

Salvo el esperpento de Ruiz Mareos no ha habido en los últimos comicios, y no es de esperar que las haya en los próximos, nuevas y significativas apariciones. La clase política se ha consolidado y cerrado ya sobre sí misma, el cupo está completo. Y como es normal han quedado los profesionales.

Los políticos profesionales defienden su cargo y su escaño como su medio de vida. No son por ello más sospechosos que otros profesionales para sus respectivas clientelas. No hay oficio sin beneficio y es normal que los hombres ejerzan su profesión no por nada sino por el beneficio que les reporta; si además les agrada lo que hacen, miel sobre hojuelas. Pero esto no quiere decir que los profesionales abusen de sus clientes o que los políticos traicionen los intereses que representan. Más aún, siempre que haya un control democrático, en política es preferible un egoísta ilustrado que busca y sabe lo que le conviene que un altruista de pocas luces.

Una clase política normal es lógico que desarrolle más un espíritu de cuerpo que de servicio y que, una vez consolidada, se mueva para defender sus intereses corporativos. Si los electores no se enteran, no saben o no contestan lo que hacen los políticos, es probable que éstos se entiendan a la chita callando para subirse la nómina o las dietas, para estabilizar los sillones que ocupan, para «amagar» o simular una oposición que no existe aunque “representen” intereses opuestos, etc.

En una democracia normal, sobre todo cuando la normalidad mínimamente exigible no se da dentro de los partidos, es posible que los dirigentes políticos acomoden la estrategia del partido asus planes personales y decidan con ese criterio si deben o no presentar una moción de censura; en qué momento y contra que gobierno..., por no hablar de la compra de votos, del transfuguismo y del tráfico de influencias. Porque esas cosas y otras parecidas pueden suceder en cualquier democracia normal,por supuesto en España y sin ir más lejos en Aragón. Pero aquí,entre nosotros, que damos la media sociológica en todas las encuestas, lo posible en otras partes es una realidad de bulto en los «acuerdos de estabilidad» entre socialistas (la minoría mayoritaria) y regionalistas (minoría en el gobierno), que a su vez mantienen acuerdos de gobernabilidad con los populares y se proponen un

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clima de entendimiento con los centristas para que nadie quede fuera.

Con lo que se demuestra que la normalidad democrática es en Aragón menos normal que en otras autonomías o que es extraordinaria a la baja. Es mediocridad. Porque, ¿dónde se ha visto que gobierne una minoría con el apoyo de todos y rechazada por todos? En Aragón,tampoco; es decir, se ve pero no es lo que aparenta. Porque aquí, para que no se diga que los partidos son como el perro del hortelano, todos o casi todos ladran y ninguno muerde, y esto lleva a pensar que se trata de una merienda de negros. Gobernar sin oposición no es democrático, y renunciar a una moción de censura pase lo que pase es renunciar a la oposición. Cuando esto sucede es porque los políticos se entienden.

En las últimas elecciones se ha castigado la confusión y el contubernio. Dada la poca profesionalidad de estos políticos aragoneses que, siendo como es normal ambiciosos, no son todavía ilustrados, es probable que reciban un castigo mayor en las próximas elecciones locales y autonómicas. De ser así podríamos salir de la mediocridad y entrar en la normalidad democrática.

Hablar de Aragón aquí y ahora es ir al grano. No hemos querido eludirlo, porque Aragón es la circunstancia que define nuestro modo de estar y de ocuparnos del mundo. Pero sería estúpido ir al grano y perder de vista el volcán, lo que sucede estos días en el mundo ante el asombro y la perplejidad de todos. Volvamos a retomar el discurso. Decíamos que el resultado final de un proceso de normalización democrática es una democracia normal. No es mucho. Y bien sabemos que sabe a poco a los que tienen siempre las mejores ideas y que, obviamente, son los que no pueden realizarlas. El peligro de estos idealistas empedernidos es echar al niño con el agua sucia de la bañera, una pasada.

Porque es verdad, como se ha dicho, que esa democracia normal tan modesta es el fin de la historia. Al menos eso es lo que parece. Las naciones del llamado socialismo real -nada ideal,por supuesto- se apresuran a recorrer un camino que les conducirá donde nosotros ya estamos. ¿Por qué despreciar lo que tenemos? Sin embargo, llegar al fin de la historia no es estar al cabo de la calle; o sí, pero entonces habrá que entender que comienza la historia del fin, una nueva tarea, y que se ha dado un salto cualitativo en la misma calle. Porque ya no hay por donde escapar o salir, si es que estamos todos en la misma calle, y los ciudadanos del mundo tendrán que dedicarse a mejorar lo presente: esa calle o plaza, esa casa común o ecúmene.

Dice el pesimista: «Aquí no hay nada que hacer». Y el optimista replica:«Todo es posible, lo queremos todo y lo queremos hoy». Pero entre la nada y el todo hay un tajo en el que trabaja el realista. La democracia es un procedimiento para resolver pacíficamente los conflictos y un proceso para ir mejorando la realidad social.

Como procedimiento ya está inventada, lo único que necesitamos es aplicar las reglas siempre y en todas partes; por ejemplo, en los partidos políticos y en las empresas. Como proceso consiste en reconciliar constantemente lo que es con lo que debe ser, sin tomar ni dejar lo uno por lo otro. Porque el que deja lo que es por lo que debe ser se alivia, pero no va a ninguna parte; pero el que toma lo que es cono norma y deja lo que debe ser, se acomoda y tampoco se mueve.

Esa reconciliación es también la reconciliación del individuo con la sociedad, o del egoísmo con el altruismo y la progresiva realización de ambos. Pues el egoísmo sin el altruismo es ciego, fuerza bruta; pero el altruismo sin el egoismo es espejismo y palabrería. O también, el egoista cuando es ilustrado se hace solidario y el altruista cuando es eficaz se ama a sí mismo. Sabiduría de ayer para un proyecto político de mañana...a partir de hoy: al prójimo, como a uno mismo. Sabiduría para un individualismo solidario y un socialismo democrático.

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10.2.1990

LA POSIBILIDAD DEL CÍNICO

Sería fácil señalar con el dedo y decir: “Ahí va un cínico”. Sería fácil, pero sería superfluo. Porque el cínico es un caradura que sabe muy bien lo que debe hacer y, sin embargo, hace lo que no debe a ciencia y conciencia. Más aún, sabe que los demás lo saben y hasta presume con insolencia de ese cinismo, de manera que todo el mundo los conoce: ¿por qué habría que señalarlos con .el dedo?

Ese gesto no descubriría nada, no conduciría a nada y lo más probable después de todo es que cortaran el dedo al que señala por acusar al cínico sin tener pruebas o testigos. Porque no todo lo que se sabe -y ellos lo saben- se puede probar ante los tribunales, y por eso los cínicos obligan a ayunar a la opinión pública si no quiere comulgar con ruedas de molino. Claro que, tratándose de políticos, siempre queda a los electores el remedio de las urnas. Por otra parte, si queremos reprobar la carcajada de los cínicos sobre la moralidad pública, la prudencia aconseja que lo hagamos con la misma astucia de la que ellos hacen gala para burlar la ley salvando manifiestamente la legalidad.

Hablemos pues de los cínicos sin señalar al cínico. Los cínicos existen -y no sólo en política, por supuesto- porque juegan con ventaja en todos los campos. Los cínicos existen porque tienen muchas posibilidades cuando lo único que importa es el éxito sin reparar en los medios, cuando todo vale en el juego si no se descubre, cuando «el hombre en el propio pecho» está corrompido y los otros, los que están fuera, no son imparciales o están dormidos. Los cínicos existen porque la fortuna en el juego favorece siempre a los tramposos si no se distrae, lo que ocurre muy pocas veces. Y no digamos ya si el juego se desarrolla ante un público hipócrita que sólo argumenta enfavor de las reglas cuando su quebranto les causa perjuicio. El uso estratégico de la moral es otra manera de reírse de ella, la que queda a los perdedores que no saben perder, la que les queda a los resentidos.

Pero dejemos las posibilidades de los cínicos en nuestra sociedad y hablemos ahora de la posibilidad del cinismo. Pues bien, el cínico es posible porque en todas partes, aunque parezca imposible, se puede ser honesto. En efecto, sólo es posible hacer lo que se debe cuando se puede hacer también a sabiendas lo que no se debe. Por eso mismo, y sin cinismo de ninguna clase, deberíamos alegrarnos todos de la posibilidad que tenemos de ser unos cínicos redomados. Porque ésta y no otra es la posibilidad humana de ser libres para el bien y para el mal.

En modo alguno es deseable un mundo en el que pudiera producirse mediante ingeniería genética, programación pedagógica, seducción o persuasión alguna, etcétera, la buena voluntad. Ni los partidos políticos, ni las iglesias, ni las escuelas, ni las familias, ni los censores de la moralidad pública..., nadie, absolutamente nadie, ni el mismo Dios puede producir la buena voluntad. Por ventura para los hombres, lo que no es deseable en modo alguno tampoco es posible. Alegrémonos pues de que podamos ser cínicos y procuremos no serlo. Porque acabar con la posibilidad del cinismo no sería acabar con la inmoralidad sino acabar con el hombre.

Ahora bien, precisamente lo que no puede producir ninguna sociedad por muy desarrollada que sea, ninguna sociedad del bienestar , es lo único verdaderamente bueno: «Ni dentro ni fuera de este mundo hay nada que sea bueno sin limitación alguna salvo la buena voluntad» (Kant). Y eso es también lo que más necesitamos en un mundo cada vez más complejo en el que todos dependemos

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los unos de los otros. El déficit de buena voluntad no se compensa con las mejores leyes, porque puesta la ley puesta la trampa. Entonces, ¿qué podemos hacer? Nada en los otros, todo en nosotros. Cada uno puede hacer lo que debe, pero nadie puede producir en otro el menor acto de buena voluntad.

Se dirá entonces que estamos moralizando y que moralizar es una manera como cualquier otra, y en política peor que en otra, de perder el tiempo. ¿Acaso no es contradictorio reclamar la buena voluntad de todos cuando nadie puede hacer nada para que los otros la tengan?, ¿no es la política el más duro de todos los desiertos imaginables para estos sermones? Es posible que tenga la razón el que así piensa. Yo mismo he estado a punto de dejarme de monsergas y abandonar lo que me parecía y me sigue pareciendo, quizá, una estupidez, una pretensión impúdica y hasta una manera de justificarme cuando nadie espera ni me pide que me justifique de nada... La moral es un asunto personal e intransferible, hablemos de otra cosa...

Sin embargo... Sin embargo el otro día escuché y vi a Jon Sobrino en la televisión. Y he de confesar que me alcanzó, que me tocó, que me afectó profundamente, y he oído a muchos otros que les pasó lo mismo que a mí. El testimonio de ese jesuita, compañero de los asesinados en El Salvador, ha sido sin quererlo la más radical, demoledora, enérgica y convincente crítica de cuantas se han hecho en estos días a lo que en estos días y desde hace tiempo nos preocupa o decimos que nos preocupa. Lo que escribo no es más que el eco pálido de su testimonio, de aquella verdad -de su verdad vivida- que nos deja a todos en la libertad de ser cínicos u honestos. Una verdad que se muestra sin ánimos de demostrar nada, que no obliga a nadie y no hace nada en nosotros salvo comprometemos en lo más hondo.

Frente a esa crítica, frente a ese testimonio, todo el barullo, el morbo, la denuncia, la reflexión de los periódicos y de los medios de comunicación social me parece frivolidad. Y a veces, complicidad. Sobre todo cuando uno ve que se habla siempre y sólo de lo que es escándalo y se silencia lo que es o puede ser un ejemplo, un estímulo, una noticia de buena voluntad para los hombres de buena voluntad. Algo refrescante, aire para navegar y no para remover los bajos fondos sin mayores consecuencias.

1.3.1990

LA GRAN MÁSCARA

EI Carnaval en sentido estricto, tal y como hoy lo entendemos, es decir, las fiestas populares que preceden a la Cuaresma y que en Aragón se inauguran el «jueves lardero», cierran el ciclo de los Carnavales en sentido amplio o de las fiestas que comienzan en Navidad con los solsticios de invierno.

Los Carnavales -que concluyeron ayer, miércoles de ceniza- son fiestas de fin de año o de comienzos del nuevo.Los romanos comenzaban el año en marzo, con la primavera, de modo que diciembre era en efecto lo que su nombre indica: el «décimo mes». Pero Julio César adoptó el calendario egipcio y desde entonces celebramos el año nuevo el uno de enero. De ahí la semejanza entre todas estas fiestas populares que han pasado a llamarse también fiestas de invierno.

Los Carnavales -de nombre incierto, aunque suele derivarse del “currus navalis” que botaban en Roma el 5 de marzo en honor de la diosa Isis- tienen su origen en las Saturnales y en las

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Lupercales romanas principalmente, fiestas paganas que serían después reinterpretadas y asumidas por el pueblo cristiano. Los romanos relacionaban al dios Saturno con la agricultura y decían de él que «reinó en el Lacio cuando todos los hombres eran iguales».

Llegadas las fiestas elegían a un rey de pacotilla o «rey de la faba» (o también «stultus a faba», de donde «el tonto del haba», porque era aquel en cuyo roscón se encontraba la sorpresa, el haba previamente escondida) y soltaban a los esclavos que podían sentarse a la mesa con sus amos durante los festejos.

Los Carnavales han conservado hasta nuestros días, entre otros rasgos, éste de subvertir el orden social o de poner el mundo al revés. Decir lo que no se puede decir en otras ocasiones (la denuncia de interioridades o la sátira pública), vestirse a la manera del sexo contrario (el travestismo),leer un libro al revés, pasearse completamente desnudo con una corona en la cabeza y un cetro en la mano, etc..., eran prácticas toleradas en los Carnavales de la Edad Media. Entre chanzas y burlas, con máscara o sin ella, el pueblo sacaba a relucir la otra verdad.

Celebrar el Carnaval no es salir a la calle con una máscara, porque esto lo hacemos todos los días con mucha seriedad. Celebrar el Carnaval «comm'il faut» significa dejar esa máscara de funcionario, de recluta, de jefe, de jubilado, de portero, de hombre de la calle y de ama de casa, de hombre y de mujer incluso. Celebrar el Carnaval significa perder los papeles o «perderse en el jardín» como dicen los cómicos cuando improvisan, olvidar los roles que desempeñamos en la sociedad, salirse de la rutina, salirse de madre y de padre, de las estadísticas y de las encuestas -para confundir a sociólogos y políticos-, salirse de la tribu, de la secta, del partido, del grupo, del reglamento..., perder la compostura, dejar de representar tomarse la licencia de vivir.

Celebrar el Carnaval sería destornillarse de risa hasta desmontar el tinglado que nos configura a su imagen y semejanza, que nos envara y separa a los unos de los otros. Sería participar en una comedia total, sin público, porque todos serían actores. Sería dejar las máscaras, esas máscaras tan ordinarias. Pero como siempre «vamos de algo» y hay una máscara detrás de otra, como «des-nudarse es vestirse» sin remedio, como dice Aranguren, celebrar el Carnaval podría ser al menos sacar a la callé lo nunca visto, la máscara más extraordinaria, el «prosopon», esto es, nuestro propio rostro. No, claro, para hacer frente a nada o nadie, sino para reirnos con todos y de todo y, en primer lugar, de nosotros mismos. Tampoco para exhibirnos o vendernos -«¡tómame!»-, ni para ser adorables y adorados, ni para hacer un buen papel en sociedad..., sino simple y llanamente para ser autores y actores de nosotros mismos. Sin público, o sin depender del público. Sería sacar a la calle el rostro, a la plaza, como las plantas al sol, para que florezca la risa sobre el cartón piedra y triunfe la vida, tan efímera, como un acontecimiento de libertad.

Para que esto sea posible se necesita algo más que unas fiestas populares a plazo fijo, se necesita un talante festivo. El que lo tiene da siempre vida a la máscara que elige o le toca en suerte -¡qué más da!, siempre podemos elegir lo inevitable y llevarlo con garbo- y la transfigura. Pero el que no lo tiene, el que no aguanta el tipo con humor, el que no se sobrepone a su destino, se transforma en la máscara que le mortifica. Sucumbe detrás de ella, que lo va tragando poco a poco hasta dejarlo vacío. Las personas que sienten la necesidad imperiosa de huir de ellos mismos, de ese vacío interior, para ser algo en público y para el público, precipitan irreversiblemente el proceso y terminan en apariencia y si tienen suerte en personajes. Pero la inmensa mayoría de la gente, cuando les falta ese talante festivo, sólo pueden aspirar a convertirse en comparsa. Unos y otros se quedan sin alma, porque su alma se la lleva el diablo.

Sócrates, para quien la mayor sabiduría era conocerse a sí mismo, dialogaba con su «demonio» interior. Y antes que él, Tales de Mileto decía que «el mundo está lleno de dioses». Todavía hoy los niños viven en un mundo mágico, con misterio, lleno de vida como ellos mismos,

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tropiezan con una piedra y se enfadan con ella, y hablan consigo y se desdoblan fantásticamente. Una vez conocí a una niña que se acusaba de «reirse por dentro en la iglesia», ¡qué maravilla! Pero los mayores, ¡ah los mayores!, los mayores vivimos cada vez más en una naturaleza muerta y casi, casi, como muertos.

Dijo Nietzsche: «¡Dios ha muerto!» Y añadió: «No hay ningún sujeto detrás de la acción. El actor humano es una invención añadida al cuerpo. Soy un cuerpo, eso es todo». Después se dirá que «el hombre ha muerto». Y hoy apenas decimos nada: el pensamiento se «debilita», la conciencia se desvanece, las palabras cesan, los hechos se imponen, las creencias y convicciones íntimas son pura metafísica. Todo es objetivo, científico, racional, pragmático. La libertad es un postulado. Y la responsabilidad, ¿qué es eso? Porque la culpa es una antigualla y los vicios una enfermedad, una adicción (a la droga, al juego, etc.).Que nos curen, que nos administran, que nos cuiden, que nos diviertan...¡que nos vivan! Nosotros abdicamos.

Pero en el baile de máscaras en el que estamos convirtiendo la sociedad (ni siquiera hay intereses ocultos, se dice), hay alguien que no existe y sin embargo nos mete mano. Unos le llaman el Sistema, otros insisten que Satán. Pero es sólo un nombre, sólo una máscara vacía, la Gran Máscara. Eso, que no es, debería llamarse la Nada. Pero, entonces, ¿es o no es? La Gran Máscara responde con una mueca. No tiene nada que decir a cuantos renuncian a su palabra.

31.3.90

LA SOCIEDAD CIVIL O EL RÍO REVUELTO

¿Dónde está la clientela del tráfico de influencias? La pregunta parece pertinenete si consideramos que, después de todo lo que se ha dicho y escrito sobre ese tráfico, podríamos olvidarnos una vez más de la madre del cordero, esto es, de la clientela que lo alimenta. En cuyo caso de poco servirían las pesquisas y la investigación policial, las denuncias de la prensa, las comisiones parlamentarias, la ley de incompatibilidades por muy lejos que vaya, la «catarsis» que se depara y cualquier medida que se tome para atajar un mal que desprestigia a la clase política y redunda en perjuicio de la democracia. Atar corto a los políticos y a los altos cargos de la Administración y sacrificar al cordero de nuestros pecados, no bastará si anda suelta la oveja que loha parido.

Pues bien, el lugar natural de esa clientela es la «sociedad civil». No la sociedad sin más o el conjunto de los ciudadanos, sino una sociedad con apellido, la sociedad que cuenta en sociedad. Nos referimos a la sociedad en la que piensan cuantos reclaman para sí, como es lógico, «menos Estado y más Sociedad» (o «más mercado»). A ella pertenecen todos los que participan en el entramado neocapitalista. No, claro, los que sólo tienen un salario cuando no les falta y están en paro, y un voto por cabeza cada cuatro años. En cambio pueden acceder a esta «sociedad civil» los políticos que, sin pertenecer a ella por derecho de nacimiento o conquista, privatizan la voluntad democrática que representan y amasan los votos como quien amasa su propia fortuna. Porque el capital político y el económico son intercambiables y se intercambian cuando aquel se administra en beneficio propio. El tráfico de influencias es siempre un tráfico entre personas o grupos influyentes .

La «sociedad civil» que retorna, como se dice alegremente, es en el fondo la que nunca se ha ido. Porque es la misma «sociedad burguesa» de la que escribió Carlos Marx y antes que él su

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maestro Friederich Hegel, quien tradujo el término inglés «civil society» por el alemán «Bürgerliche Oesellschaft». Con todas las matizaciones históricas que deban aducirse, esa sociedad no ha renunciado nunca a tener el Estado a su servicio. A su manera -que es la del mercado y, a veces, por caminos inescrutables- la burguesía ha conservado hasta hoy una especie de “voto censitario”, esto es, una mayor influencia sobre los asuntos públicos que el resto de los ciudadanos que acuden a las urnas y a las ventanillas de la Administración. Esa es la madre del cordero.

Pero de la “sociedad civil” se habla cada vez más por la derecha y la izquierda, aunque se habla confusamente. No hay partido político que no toque ese tema en su discurso oficial y en su propaganda, sin embargo el tema no suena siempre igual. Es obvio que los neoconservadores no comparten la utopía de los libertarios cuando utilizan las mismas palabras que éstos y piden la devolución del Estado a la “sociedad civil”. La derecha es la que lo tiene más claro, sabe lo que quiere y lo que quiere dar a entender: lo primero es lo de siempre ( “más mercado”), lo segundo es equívoco (“más sociedad”).

Por su parte los comunistas, que están perdiendo su nombre -antes eran el Partido, ahora la “cosa” como dice Occhetto-, desconciertan al personal cuando hablan de la “sociedad civil” sin renunciar a dirigirla. Ese término ha experimentado en su discurso corrimiento semántico o, mejor, una ampliación hasta abarcar a toda la sociedad. Ahora bien, la sociedad no se resuelve en individuos de la especie humana, esto es, en hombres y mujeres individuales o de uno en uno, que es a fin de cuentas como acuden a las urnas. Porque la parte más pequeña de esa sociedad, o «tejido social», es igualmente social o «nudo de relaciones sociales». De modo que la «sociedad ivil», así entendida, sólo es analizable en fuerzas sociales, instituciones,corporaciones, asociaciones de todo tipo, movimientos, colectivos, etc., y en personalidades o liderazgos con sus respectivos campos de influencia (el mundo de la cultura, de la comunicación, del deporte, etc.).

Desde esa perspectiva el reto es entonces penetrar el tejido social o ampliar el campo de influencia del partido conectando con asociaciones, colectivos, movimientos y personalidades afines. Por ahí va, como es de sobra conocido, la estrategia de Izquierda Unida en busca de una hegomonía como ya había dicho desde la cárcel A. Gramsci: «Un grupo social puede y hasta tiene que ser dirigente ya antes de conquistar el poder gubernativo (ésta es una de las condiciones principales para la conquista del poder); luego, cuando ejerce el poder, y aunque lo tenga firmemente en las manos, se hace dominante, pero tiene que seguir siendo también dirigente». Por ahí, desde el dirigismo, se cierne otro peligro.

La tentación de una formación política que fracasa en las urnas,o que rehuye una confrontación electoral, es confundir la representación política con la representatividad social y en su nombre, en el de ésta, reivindicar un supuesto derecho a participar en la toma de decisiones sobre los asuntos públicos. Sin el veredicto de las urnas no se puede transformar legítimamente en poder público una hegemonía social, a no ser que se quiera convertir la «sociedad civil» en el río revuelto para ganancia de pescadores.

La opinión pública, que es la base de legitimación del estado democrático, sólo se traduce en representación política o poder público legítimo cuando pasa por las urnas. El que administra el poder público tendrá que negociar con poderes privados, pero cabe esperar que lo haga en beneficio público y no se quede con la sisa.

Lo que importa es profundizar en la democracia. avanzar hacia una democracia participativa. Pero esto no será posible si los partidos no se democratizan internamente. Si los partidos políticos no respetan los derechos de sus militantes, tampoco respetarán los derechos de los ciudadanos que les den el voto. Si no son escuelas de democracia y foros abiertos al debate interno, tampoco se

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abrirán al debate en la sociedad. Si dentro de ellos no se toleran las minorías disidentes, si se congelan la corrientes de opinión, si abundan en cambio las familias y las clientelas, si no son más que empresas para captar votos, no serán capaces de insertarse en el tejido social y canalizar limpiamente la voluntad de sus electores. Su discurso oficial sobre la «sociedad civil” será unas veces capcioso y otras retórico, pedante, vacío, confuso, lo que se quiera, todo menos útil para profundizar en la democracia.

Claro que podría decirse también que los partidos políticos no serán internamente más democráticos si no lo es la sociedad de la que surgen y en la que compiten. En una sociedad en la que todo lo maneja la mano invisible del mercado, ni la derecha ni la izquierda están a salvo de ese manejo. Confiemos que la izquierda sepa lo que hace la derecha, y a la inversa. Y que ambas manos no se laven la una a la otra sin que los ciudadanos se enteren.

15.4.1990

SI CRISTO VOLVIERA.

¿Qué sucedería si Cristo volviera a este mundo? Feodor Mijailovich Dostoievski responde a esta pregunta por boca de uno de sus personajes , Iván Karamazov, con la famosa leyenda del Gran Inquisidor. Los hechos sucedieron en Sevilla hace unos quinientos años aproximadamente en la ficción, justo cuando en realidad se quemaba allí a los herejes para dar gloria a Dios. Cristo apareció en Sevilla y comenzó a hacer milagros y, aunque no decía nada, todos le reconocieron. Crecía la fe, se reavivaba la fe con la presencia del Nazareno. Pero un día fue sorprendido por el cardenal, un nonagenario enjuto de ojos penetrantes que era también el Gran Inquisidor. Fue sorprendido y detenido al instante junto a la catedral, a la vista de todo el pueblo y sin que el pueblo hiciera nada para impedirlo. Llegó la noche, y el cardenal acudió sigilosamente a la cárcel para mantener con su preso un extraño diálogo entre cuatro ojos:

«¿Eres tú?,¿tú?» Y como Cristo no decía nada,el cardenal continuó: «No contestes, ¡calla! ¿Qué podrías decir todavía? Yo sé muy bien lo que puedes decir. Pero tú no tienes ningún derecho a añadir una sola palabra a cuanto se ha dicho de ti desde los tiempos antiguos. ¿Por qué has venido entonces a molestarnos? Porque tú has venido a molestarnos. Y tú lo sabes muy bien. ¿Pero sabes también lo que sucederá mañana...? Porque mañana te voy a juzgar y a llevar a la hoguera como al peor de los herejes y este pueblo, que hoy mismo besaba tus pies, a la menor indicación mía se agolpará morbosamente a tu alrededor y atizará los carbones encendidos de la hoguera. ¿Sabes también esto? Sí, posiblemente también lo sabes...».

Y el cardenal continuó hablando y hablando sin cesar durante la noche, sin quitarle los ojos de encima, a un Cristo que permanecía en silencio. En su argumento el Gran Inquisidor le recordó a Cristo en su primera venida había enseñado a vivir en libertad y en responsabilidad, había predicado una religión en espíritu, y que así lo entendieron sus discípulos y cuantos lo dejaron todo para ser perfectos, los eremitas,las santas vírgenes, los primeros cristianos. Pero con el tiempo se preguntaron éstos qué iba a ser de los demás, del pueblo, de los hombres y mujeres incapaces de tanta libertad, y comprendieron que debían enmendarle la plana al Maestro. De modo que cambiaron la libertad por la autoridad. El pueblo se convirtió en una masa, en un colectivo amorfo.Pero desde aquel momento se sintió satisfecho y relativamente feliz, tuvo pan y seguridad. Los que traicionaron a Cristo cargaron con su culpa en beneficio del pueblo...,y fueron cada vez más poderosos.

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Por todas estas razones el cardenal de Sevilla metió a Cristo en la cárcel según la leyenda. Se cuenta también en ella que cuando terminó de hablar, Cristo le dio un beso en los labios como única respuesta. El cardenal se derrumbó con ese gesto y, abriendo las puertas de la mazmorra, dijo a su preso: «¡Marcha y no vuelvas más! No vuelvas nunca jamás, ¡nunca!, ¡nunca!”. Y Cristo se perdió por las calles silenciosas y oscuras de la ciudad. ¿Qué fue del viejo inquisidor? El inquisidor guardó dentro de su pecho como un fuego inextinguible el beso que había recibido, «pero no abandonó sus primeras ideas».

Conocí a Romano Guardini en la Universidad de Munich, en un acto de homenaje a los hermanos Scholl asesinados por los nazis en 1943. El 18 de febrero de ese mismo año Hans y Sofía Scholl, antes de abrirse las aulas, arrojaron a través del lucernario, desde la cúpula, unas octavillas dentro del alma mater, en las que llamaban a los estudiantes a sublevarse «contra el terror nacional-socialista con la fuerza del espíritu». Denunciados por el bedel y detenidos por la Gestapo, los hermanos Scholl pagaron con su vida cuatro días más tarde. En el semestre de invierno de 1956 se descubrió una lápida en su honor. Romano Guardini hizo un breve discurso del que no entendí nada más que el final, pues era mi primer semestre de estudiante en Alemania y sabía muy poco alemán. Guardini concluyó gritando con toda su alma: «¡Es lebe die Freiheit!» (¡Viva la libertad!) Y aunque no comprendí otra cosa, fue toda una lección. La segunda en importancia se la debo también al distinguido profesor. Me refiero a su concepto de libertad tal y como lo expone, por ejemplo, en su interpretación de la leyenda del Gran Inquisidor .

A primera vista el texto de Dostoievski no es más que una crítica a la Iglesia de Roma por haber traicionado el mensaje de Cristo. Pero Guardini, el intérprete, nos hace ver una segunda intención de mayor alcance. Nos advierte que se trata de una respuesta de Iván a su hermano pequeño, Aliocha, quien apelaba al Salvador para superar la visión pesimista y anarquista que aquél tenía del mundo. Desde esta perspectiva, la de Iván Karamazov -y la de Dostoievski, piensa Guardini-, no se trataría de defender la pureza de un cristianismo ideal contra falsificaciones eclesiásticas sino de utilizar a Cristo como argumento para justificar la conducta de Iván y la visión del mundo que éste representa. Iván prescribe a su hermano como norma lo que no es más que un producto idealista de su incredulidad. Cristo es para él un ideal imposible. Como ideal le sirve para criticar a la Iglesia, como imposible para alzarse contra el Creador de un mundo absurdo que no tiene salvación.

Para Romano Guardini, Iván Karamazov se identificaría con el Gran Inquisidor en la medida en que ambos desprecian este mundo y quieren enmendar la plana al Creador. Por otra parte, y al contrario, se identificaría también con el Gran Inquisidor porque ama como éste al mismo mundo que aborrece, tal cual es y sin que nada cambie, porque sólo así consigue lo que desea: seguir protestando sin límites y disfrutar del mundo, bajo la protesta, por encima del bien y del mal.

Más allá de la leyenda y de su interpretación, el problema es hoy -como siempre- la libertad como tarea de liberación. Porque obviamente no vivimos en el mejor de los mundos posibles, pero vivimos en este mundo y no hay otro. Si queremos que cambie, si queremos cambiarlo, deberemos aceptarlo y amarlo primero como es y no como debe ser. Pero si lo aceptamos y amamos como es –y nos amamos incluso a nosotros mismos, ¿por qué no?- y queremos lo mejor para nuestro mundo, deberemos esforzarnos para que sea como debe ser. La esperanza, para que sea eficaz, ha de convertirse en paciencia; esto es, ha de aplicarse a la realidad y no reblar ante las dificultades. La esperanza sin paciencia es desesperación, pero la paciencia sin esperanza es desesperante.

El radicalismo utópico suele ser con frecuencia el cómplice natural del conservadurismo a ultranza,porque lo mejor es enemigo de lo bueno.Por eso existe la sospecha de que entre revolucionarios y pragmáticos esté en juego la libertad de los pueblos que, por otra parte, siempre

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son proclives a renunciar a ella y convertirse en masa irresponsable a cambio de una relativa satisfacción de sus necesidades y mayor seguridad.

Siempre hubo falsos profetas que sometieron el mundo bajo un ideal imposible -el Cristo de Iván Karamazov fue uno de ellos, no el de los evangelios-, y siempre habrá intelectuales que harán de la protesta su modus vivendi. Es de temer también que no falten nunca pastores y gobernantes que estén dispuestos a cargar con la responsabilidad de decidir libremente por todos...y sobre todo el rebaño, como se dice del Gran Inquisidor. Incluso puede darse el caso nada extraordinario de que ambas cualidades se reúnan en una sola personalidad. Imaginemos que la demagogia y el despotismo se dan la mano, que se alientan reivindicaciones imposibles para someter a un pueblo bajo protesta permanente.

28.4.1990

DERECHO A LA INFORMACIÓN

El hombre no se sostiene como ser racional si no puede decir lo que piensa. La democracia tampoco sin la opinión pública. Es por eso que la libertad de expresión y de información es un derecho del hombre y del ciudadano. La Constitución, la nuestra y cualquier otra constitución democrática, «reconoce y protege el derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones...» y «a comunicar o recibir información veraz por cualquier medio de difusión». Pero aunque el texto del artículo constitucional sea el mismo para todos los españoles, no todos lo entienden de la misma manera como es lógico.

No hace mucho nos reunimos un grupo de amigos y socios del “Club de Opinión Aragón Ahora" para cenar con Santiago Carrillo, al que habíamos invitado a dar una conferencia en Zaragoza sobre la «perestroika» y la repercusión que los trascendentales cambios producidos en la Europa del Este iban a tener, están teniendo ya, en especial en los partidos comunistas. Como el hombre no vive sólo de pan, se puso sobre la mesa la comidilla de estos últimos meses, el caso Juan Guerra con toda su salsa y otros platos apetitosos para la polémica. La conversación pasó después de la anécdota a la categoría:

Carrillo planteó el problema de la financiación de los partidos políticos, y un conocido profesor y periodista reivindicó para la prensa una condecoración por los servicios prestados a la democracia desde la transición hasta nuestros días. Alguien señaló que no es justo poner en un mismo saco a la clase política y en un mismo podio a todos los periodistas.

Por mi parte añadí que la prensa tiene ya en su servicio el galardón que se reclama, y en su oficio el beneficio. Otra cosa sería pedir una medalla para aquellos que, sin dejar de criticar al gobierno y a los políticos -que algo queda-, informaran también del buen hacer y de la honestidad de algunos gobernantes que suelen pasar desapercibidos porque no venden y porque se niegan a utilizar recursos públicos para promocionar su propia imagen.

Aunque ese comportamiento es digno de todo encomio, no hay manera de conceder una condecoración pública por los servicios prestados sin caer bajo sospechosa quien la da y quien la recibe. Dejemos, pues, las cosas como están y reconozcamos de paso que sería tan injusto negar la

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contribución de la prensa a la democracia como ingenuo desconocer que esa prensa vive de las noticias que vende. Esta opinión, sin duda sesgada por mi experiencia, no vale más que la del mencionado profesor y periodista. Tampoco menos.

Las relaciones del gobierno con los medios de comunicación, siempre difíciles, atraviesan desde hace algún tiempo una crisis especialmente aguda. Toda la movida en torno al tráfico de influencias, tan mal llevada y peor encajada por los socialistas en el gobierno, como desmedida y desorbitada en ocasiones por los periodistas, ha tenido la virtud de crispar a los ciudadanos y deteriorar el prestigio de la clase política sin que redundara apenas en una mejor imagen de los medios de comunicación. Esperemos que, después de la tormenta, no quede todo en papel mojado.

Recientemente ha terciado el ministro de Cultura, Jorge Semprún, para decir que «uno de los problemas pendientes de la democracia» es en España la prensa; aunque ha rechazado también, como «procedimientos autoritarios», las querellas del ejecutivo contra algunos periódicos. Es evidente que los políticos y, en particular, los que ocupan cargos importantes en la Administración, no comparten con los periodistas y con las empresas de información el mismo concepto sobre el derecho a comunicar o recibir información veraz por cualquier medio. Pero nos tememos que en este debate se margine el punto de vista de los ciudadanos, que son los sujetos inmediatos y principales de ese derecho.

La libertad de expresión no es la libertad que tiene un ciudadano para expresarse en el desierto sino en la ciudad, esto es, en público. Ocurre sin embargo que la inmensa mayoría sólo puede ejercer su derecho en la calle, en el bar, en el ámbito reducido de su vida cotidiana..., en alguna encuesta como persona anónima o en una «carta al director» con el ruego de publicación. En cambio la información que recibe por todos los medios -radio, televisión, periódicos, etc.- es inmensa, pero le llega una vez seleccionada y elaborada por esos medios que no controla salvo como simple consumidor. De modo que la información llega a todos, pero la que llega no es siempre la que uno necesita o desearía tener.

Inevitablemente en una sociedad como la nuestra, que nada tiene que ver con la democracia ateniense y con el ágora como espacio para ejercer sus derechos, el ciudadano, más que sujeto activo en una comunicación libre de dominio, es sujeto pasivo de unos procesos informativos que se producen por encima de su cabeza. Sin la mediación e los medios de comunicación social es impensable en nuestra sociedad el derecho a informar y a ser informado. Ahora bien si los medios ocupan en nuestra sociedad el espacio público por antonomasia para el ejercicio de la libertad de expresión y de información de los ciudadanos, deberán ocuparlo sólo en su nombre y para su servicio. Y si eso justifica, de una parte, no ya la ausencia de cualquier tipo de censura estatal sino, positivamente, el apoyo del Estado a las empresas del sector; implica, de otra, que dichas empresas no pueden entender su libertad como si fuera simplemente la de comprar y vender información. No es justo tomar el sensacionalismo por bandera.

Debería suponerse que los receptores de los medios de comunicación, los clientes, no quieren sensaciones sino ideas, no impactos sino datos, no que les seduzcan sino que les informen.En segundo lugar, no es más libre el que elige la información sino el que está mejor informado. Huir de la realidad, de la información veraz, no nos libera de la penosa realidad sino todo lo contrario. Admitamos, no obstante, que uno es muy libre de evadirse de la realidad. En cuyo caso elegiría un medio no informativo, elegiría la ficción. Aún en este supuesto, los que quieren enterarse y estar informados deberían poder distinguir entre los medios que informan y los que entretienen, seducen, engañan... y venden lo que sea.

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9.5.1990

¡VIVA “LA PRIMITIVA”!

Le preguntaban a Mario Conde -le preguntaba Campo Vidal- por la receta del éxito. Y Mano Conde respondió: «Constancia, trabajo,fidelidad a la empresa y creer en el proyecto» . Se supone que un periodista hace las preguntas que interesan a la gente, que las toma de la calle, vamos, que no son suyas y que no hay en ellas nada personal. Pero de ser así habrá que suponer también que Mario Conde no respondió a la pregunta, bien sea porque no comprendió la intención, porque no quiso o no tenía nada que decir al respecto. Porque es claro que todos los demás –los que no son Mario Conde pero desearían serlo-, si se preguntan aún por la receta del éxito es porque no aceptan una respuesta que parece sacada del Almanaque del pobre Ricardo. Sólo un ingenuo, y Campo Vidal no lo es, puede ignorar que la gente está convencida de que nadie se hace rico trabajando. En este sentido la respuesta frustró a los televidentes.

Nada impide, sin embargo, suponer que el entrevistador, en connivencia con el «ídolo» y sin hacerse eco del interés de la gente, preguntara sólo para dar entrada y púlpito a Mario Conde. Con lo que habríamos asistido a la «propaganda fidei» de un capitalismo ortodoxo. Que esta suposición no tenga nada de gratuita se deduce de su contexto: en ese mismo programa se insistió en el pacto social por la productividad en vistas al 93, y un joven empresario de la burguesía catalana defendió la reducción de las fiestas, la supresión de los «puentes» y la racionalización del calendario laboral.

A primeros de siglo Max Weber explicó las afinidades entre la ética protestante (calvinista, puritana y metodista principalmente) y el espíritu del capitalismo. En su opinión la ascética protestante habría sido paradigma de la disciplina económica. El método seguido en el negocio del alma para cerciorarse de la gracia divina se habría extendido a todos los negocios, al rigor profesional y al trabajo bien hecho, hasta racionalizar y conformar la entera sociedad capitalista moderna. Benjamín Franklin, suya es la frase «el tiempo es oro», se propuso conseguir del modo «más económico» todas las virtudes (templanza, silencio, orden, resolución, ahorro, trabajo, etcétera...) una detrás de otra: «Procediendo de este modo..., podía hacer en trece semanas un curso completo, y repetirlo cuatro veces al año» (en el citado Almanaque).

Un abismo, el cielo o el infierno, nos separa de esta forma de vida. Los pueblos católicos y mediterráneos hemos ido dando tumbos en lo espiritual y en lo material, confiando en la gracia del perdón o de la fortuna según el caso. Porque todo depende de un golpe de gracia. No es momento de valorar la diferencia. Digamos, no obstante, que es una hipocresía predicar la ética del trabajo cuando no hay trabajo para todos y esa prédica excomulga a los que están en paro. Y reconozcamos, por otra parte, que el capitalismo ortodoxo nunca vio en la riqueza una razón para dejar de trabajar. Los puritanos trabajaron concienzudamente para dar gloria a Dios,sus descendientes utilitaristas y pragmáticos trabajan duro para conseguir el éxito. En las postrimerías de la modernidad hasta el ocio se ha convertido en negocio y el consumo en una obligación, todo trabaja para el sistema.

Pero la diferencia salta a la vista. Entre nosotros lo que exige la gente no es trabajar sino tener un puesto de trabajo. Porque lo que importa después de todo no es hacer las cosas como Dios manda sino vivir como Dios, hacerse rico como sea para dejar de trabajar.

Pasó el programa que comentamos y la entrevista, la teletonta volvió a su rutina y comenzó a escucharse el otro sermón. Esperemos que llegue el 93 y que el tiempo arregle las cosas. Mientras tanto: ¡Viva la «Primitiva», «El Precio Justo», la sopa boba y el pan bendito!

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25.5.1990

EN LA COLA

Llegue y me puse en la cola. Y la cola era muy larga, como para disuadir a cualquiera. Delante de mí había un joven que consultaba a menudo su reloj con impaciencia, delante del joven una mujer en estado de esperanza, después -es decir, delante también- una pareja de jubilados, y uno que leía el periódico, y otro, y otra, y mucha gente que hacía cola en la calle y los que ya estaban dentro de la oficina donde se tramitaba la renovación del DNI. Llovía ligeramente. Llegó una señora que se puso a hablar con los jubilados, se quedó. Llegaron más tarde otros dos, hicieron lo mismo y se colaron también. Vino un cuarto y un quinto, y el grupo de jubilados fue creciendo. La mujer en estado de esperanza les preguntó con sorna «si ya estaban todos los del autobús».

Después de una hora conseguí entrar en la oficina. En el interior se prohibía fumar. Una muchacha encendió un cigarrillo. Una anciana le llamó la atención señalando los carteles de la prohibición. La muchacha le contestó de malas maneras. La hija de la anciana le dijo que no se metiera con su madre. Se oyeron gritos destemplados. Eran los nervios. Se acercó un policía y puso orden en la cola, pero la cola siguió castigando a los sufridos ciudadanos con su enervante lentitud. Pasaron cuarenta minutos sin que pasara nada más que el tiempo inútilmente. Por fin accedía al mostrador atendido por cuatro funcionarios encadena, entregué la solicitud con las tres fotografías, me tomaron las huellas, me limpié los dedos, pagué la tasa y salí disparado. Total, una hora y tres cuartos aproximadamente.

Ese tiempo da de sí para cabrearse y pensar en el tiempo perdido por todos los que tienen la obligación de realizar el mismo trámite. Sólo en esa oficina los ciudadanos perdemos más de cien horas diarias. Con lo que vale ese tiempo podría triplicarse con creces el número de funcionarios o ampliarse por la tarde el servicio que prestan sólo por las mañanas. El tiempo que nos quita una administración ineficaz es impuesto añadido, con el agravante de que así no aumentan los ingresos en el erario público. Muchos aceptaríamos pagar unas tasas más altas a cambio de unos trámites más ligeros. Pero esto no remediaría nada mientras la cola siga siendo la pompa de la burocracia.

Los costes sociales de una administración ineficaz son mayores que los perjuicios económicos. Una administración pública de un Estado democrático no puede permitirse esos costes. Porque en democracia la administración no está para poner en fila a los ciudadanos, sino para servirles. Aquello nos degrada, esto nos dignifica.

20.7.1990

“HOMO CURVATUS”

Miles de millones de años le costó a la naturaleza poner a un mono de pie sobre la tierra. Un esfuerzo colosal sin duda alguna, aunque la naturaleza todo lo hace naturalmente. Pero un esfuerzo inútil después de todo si ese mono no hubiera aprendido a elevar su conducta por encima de los

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animales y a caminar rectamente desde un punto de vista moral. O si después de convertirse en «homo sapiens» y merecer otros muchos nombres -«homo faber», “oecoonomicus», «ludens», etc- a lo largo de su historia, no demostrara tener la voluntad suficiente para mantenerse de pie y se doblegara al fin bajo la presión de los instintos más elementales y de los intereses más burdos e inmediatos de la pura y simple supervivencia material.

Porque entonces el «homo erectus» por naturaleza terminaría cargando con la ignominia de ser y llamarse el «homo curvatus» por falta de voluntad, y, como los animales que andan aún a cuatro patas, no percibiría ni apreciaría otra cosa que aquello que tuviera dos palmos delante de sus narices.

Como es sabido J. Piaget elaboró una teoría para explicar el desarrollo del criterio moral por etapas y niveles jerarquizados. La plena competencia o la madurez del criterio moral se alcanzaría a partir de una etapa rigurosamente amoral o de anomía. De manera semejante a lo que sucede con los animales, el hombre comenzaría a orientar su conducta por escarmiento; es decir, el niño estaría sometido en sus primeros años a «la disciplina de las consecuencias naturales» que se siguen fatalmente de sus acciones. Evitaría aquellas que le traen malas consecuencias, que le producen dolor, y realizaría las que le proporcionan placer.

En una segunda etapa aprendería a seguir las normas de los mayores, de padres y tutores, por amor al premio o temor al castigo con que se las sanciona. Siempre en la misma línea de sumisión a normas ajenas (heteronomía), comprendería más tarde que debe ajustar su conducta a las normas vigentes en la sociedad so pena de marginación o rechazo.

Por último, cuando no necesite ya ninguna coacción para sentirse obligado, tomaría a cargo su vida para orientarla según sus propias convicciones, según su conciencia, que pasaría a ser el criterio moral para juzgar incluso sobre la validez de las normas externas. Habría alcanzado así la madurez del criterio moral, la autonomía.

Una persona moralmente madura discierne entre moral y derecho, entre moralidad y moral convencional, así como entre lo que es legítimo y lo que es simplemente legal. La persona autónoma que camina rectamente según su conciencia es un hombre hecho y derecho. Lo contrario es un hombre sin hacer todavía o un hombre deshecho, lo que llamaban los teólogos medievales un «homo curvatus».

Se ha demostrado que la evolución del criterio moral en el individuo (la ontogénesis del

criterio moral) recapitula un proceso análogo en la evolución de ese criterio en la historia de la humanidad ( en la filogénesis). Jürgen Habermas, siguiendo a Kohlberg y a Eder entre otros, distingue tres tipos de conciencia moral que corresponden a las sociedades arcaicas, tradicionales y modernas respectivamente. En el estadio más bajo o «preconvencional» de las sociedades arcaicas «sólo se enjuician las consecuencias de la acción»; en el segundo o «convencional» se pasa a «enjuiciar si se observa o transgreden las normas», que no se discuten; pero en las sociedades modernas se llega a «enjuiciar las mismas normas a la luz de principios». En el tercer estadio se alcanza así un tercer tipo más elevado de criterio moral o conciencia «postconvencional», que equivale equivale a la autonomía en el desarrollo moral del individuo. El tipo «preconvencional» se asimila a la anomía y el «convencional» a la heteronomía.

En la aurora de la modernidad, a finales del siglo XV, Pico de la Mirándola proclamó que el hombre es «plastes et fictor» (escultor y pintor) de sí mismo. Superada la heteronomía bajo la tutela de la Iglesia, la autonomía pasó a ser un factor cultural y socialmente relevante en la historia de nuestra civilización. Lo que supuso el principio del fin del antiguo régimen, que los súbditos consiguieran la dignidad de de ciudadanos, que los pueblos se dieran sus propias leyes, que se

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distinguiera el derecho convenido por todos de la moral convencional y que ésta, a su vez, se cuestionara desde una moralidad anclada en el fondo autónomo de las conciencias.

Pero he aquí que, llegados a las postrimerías de la modernidad, parece como si la autonomía de las personas derivara en el automatismo de la gente. Como si el hombre y el ciudadano, en lugar de vivir desde sí mismo, funcionara controlado desde el exterior. Como si del «yo y su circunstancia» no nos quedara nada más que la circunstancia, o las señas de identidad en sentido administrativo. Porque en la «posmodernez» la conciencia de los individuos se desvanece bajo la presión de una sociedad cada vez más compleja y por tanto más burocratizada. Y el hombre, vaciado por dentro, es colonizado por todos los demonios exteriores.

Es el sistema. Y uno se adapta, claro. La sociedad se impone como si fuera ya una segunda naturaleza, y vuelve así implacablemente «la disciplina de las consecuencias naturales”: el placer y su contrario, el dolor, orientan la conducta de un hombre encorvado que se pliega pragmáticamente a la normalidad ambiente de la mayoría estadística. Lo normal es hoy lo moral, de la misma manera que se confunde lo legítimo con lo simplemente legal. Porque ya no hay conciencia que «objete en conciencia» y juzgue las normas según principios.

En consecuencia no hay pecados, ni culpas, ni vicios. Lo que hay son traumas, desarreglos, disfunciones, toxicomanías, adicciones, enfermedades... Pero también funcionarios y terapeutas. Unos administran la vida pública, otros la justicia, otros la salud...

Si usted padece una adicción al alcohol, a la droga, a la moda, a las máquinas tragaperras, a lo que sea –menos al trabajo y al consumo moderado por el sistema-, no se preocupe y acuda al especialista. Bien miradas las cosas, la Seguridad Social debería ocuparse de su problema. Porque usted ya no tiene problemas, los problemas son ahora de la sociedad.

Sea usted inocente y será más feliz. Sólo algunos desdichados son todavía pecadores por la gracia de Dios.

19.8.1990

EL BUEN GUSTO

Lo primero que se le ocurre a uno después de leer el contenido de las cintas del sumario del caso Naseiro, es decir que los implicados son unos «chorizos». Esta calificación despectiva, que de suyo no prejuzga la sentencia de los jueces, manifiesta en lenguaje coloquial lo que parece ya una repugnancia sentida en la opinión pública ante unos hechos reprobables desde un punto de vista ético y estético inseparablemente. En efecto, si la información recibida es exacta la calificación general es precisa. Cualquiera que sea la sentencia de los tribunales, nadie va a quitarnos el mal sabor de boca y el deje que nos ha dejado la catadura de esas conversaciones telefónicas.

No hay ética sin estética. Es verdad que la única instancia competente que poseemos para interpretar las normas morales y realizar en la vida los valores que representan es la razón práctica. Pero ésta no se basta a sí misma. Entre la razón y la resolución media la buena voluntad acompañada de la prudencia, de la «fronesis» clásica o sensatez, y ésta implica siempre el buen gusto. De modo que el rigor de la razón no viene al caso particular ni lo alcanza sin un toque de buen gusto, que es el que afina y atina después de todas las deliberaciones y razonamientos. Un

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hombre de espíritu burdo y condición grosera tiene anchas tragaderas, no entiende de sutilezas ni primores, le da igual un escándalo que un escrúpulo, no es discreto, no conoce el decoro, no es elegante y no suele ser honesto. Le falta el buen gusto. Lo que no empece para que tenga olfato para perseguir con éxito el interés más rastrero. Como decíamos, no hay ética sin estética. Y aunque no hay que confundirlas, entre ambas comunican por el gusto. Cuando falta la segunda en absoluto, es maravilla que sobre la primera.

El buen gusto ha sido y sigue siendo, antes que un concepto estético, una categoría moral. Por tanto no hablamos aquí de la moda ni de los gustos que adopta la gente sólo porque se llevan, no nos referimos a la cortesía cortesana o a la urbanidad simplemente. El buen gusto no se somete a la tiranía de la moda, aunque no sigue tampoco la inclinación natural. No es el instinto ni el capricho, que es la inclinación de cabras y cabritos. No se hereda y no depende de la alcurnia. De él ha escrito Baltasar Graián en El Político: «pudo la naturaleza unir la sangre pero no los juicios, herédase tal vez el gesto pero no el gusto». Y en el Oráculo manual añade: «Topar con lo bueno en cada cosa, es la dicha del buen gusto». El buen gusto se forma en la experiencia y con la experiencia, en el trato con personas educadas, pero trasciende todo lo empírico. El que lo tiene sabe lo que debe hacer y elegir en cada momento, aunque no pueda argumentarlo con razones. El buen gusto apenas alcanza gusto alguno en la desabrida moral puritana o en las sequedades del deber por el deber, pero se eleva por otra parte por encima del pragmatismo ramplón y utilitarista. Saber vivir es lo suyo y su residencia «el hombre en su punto». La ética del buen gusto no está por encima de nuestras cabezas ni por debajo del corazón. Gadamer ha escrito: «Aquél a quien lo injusto le repugne como ataque a su gusto, es también el que posee la más elevada seguridad en la aceptación de lo bueno y en el rechazo de lo malo».El pensamiento de Gracián está a la vuelta de la esquina a finales del milenio y después de la modernidad. Pero lo importante no es que los filósofos recuperen la ética del buen gusto, sino que todos aprendamos a gustar y sentir internamente y a comportarnos en sociedad con buen gusto. La calidad de vida no se mide con índices económicos solamente y hay valores que no tienen precio.

2.10.1990EL MURO Y LA PUERTA

El autobús 69 salió de la Kurfürstendamm -sala de Europa- y nos dejó en quince minutos en la plaza de la República junto al Reichstag. A los pocos pasos, vacilantes, dimos con la mirada en una cruz que señala el lugar exacto en el que cayó acribillado por las balas de la Stasi un fugitivo de la DDR. Al pie de la cruz y sobre el cesped húmedo, una lápida informa del nombre de la víctima y de la fecha de su holocausto; dice también que el infortunado había estado preso en un campo de concentración al otro lado. Nos pareció increíble que esto pudiera suceder allí hace tan poco tiempo. Llegamos a la Puerta de Brandenburgo, vimos cómo delante de ella se venoían a los turistas las gorras de la policía de la Stasi. Aquí se acabó la historia, y la posthistoria -pensé- es el turismo....

Lo mismo que los japoneses, los americanos, los eurocomunistas y todos los que comulgan con los pedazos del Muro, también nosotros habíamos llegado demasiado tarde. La historia se acabó en noviembre del año pasado, -¡oh felix nox!- ; pero la cruz que habíamos dejado atrás nos recordaba con insistencia que las hostias las recibieron otros.

Cuando sucedió lo que tenía que suceder, nos sorprendió a todos. Esperemos que del asombro nazca una sabiduría nueva. Cuarenta y cinco años del llamado socialismo real, o setenta en otras partes, traen mucha cola; pero el Leviatán es ya una lagartija muerta. Derribado el Muro,

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importa mucho sacar las consecuencias. La primera es clara para todo el mundo: donde no hay libertad no hay igualdad. Pero donde no hay igualdad, no habrá libertad y aparecerán o continuarán todavía otros muros de separación. Y esta es la segunda consecuencia. Acabada la historia, queda como única utopía la paz, esto es, la fraternidad. Queda el beso entre la libertad y la justicia.

La Puerta de Brandenburgo se está restaurando. Me imagino que a partir del día 3 de Octubre, restaurada la Puerta, no quedará nadadel Muro. Entonces será una puerta en el campo, una puerta inútil como debe ser. Será un arco de triunfo.

Como la Puerta estaba en obras y quedaba una parte del Muro a ambos lados, pasamos a través de él por un agujero sin dificultad alguna. Fue como un rito. Al otro nos salió al encuentro un turco que llevaba en las manos un cortafríos y una maceta, quería alquilarnos estas herramientas para arrancar un pedazo del Muro. Me acordé de Dachau, no del parque y del museo que se enseña hoy a los turistas, sino del inmundo campo de concentración que podía verse a mediados de los años cincuenta. Y como habíamos llegado demasiado tarde, preferimos caminar en silencio bajo la lluvia y adentrarnos en el Berlín oriental siguiendo la avenida Bajo los Tilos.

Al regresar a Zaragoza mi mujer y yo, nos percatamos que habían intentado forzarnos la puerta del piso. Dio la luz, abrió la ventana y vimos el barrio de San Pablo...

9.11.1990LA HORA DEL DEBATE

Decían los clásicos que hay tantas opiniones como cabezas: «Tot capita, tot sententiae». El problema es entonces cómo llegar a una sola opinión sin cortar cabezas. Me refiero a los partidos políticos. Porque es claro que un partido político necesita tener una sola opinión oficial. Un pardo político no es una academia, no es un foro de discusión teórica en el que no se pretende llegar a conclusiones prácticas.

Pues bien, un congreso sirve para eso: Para que un partido político llegue a tener una sola opinión oficial sin verse obligado a cortar cabezas. Esto se consigue mediante el debate y sometiendo después a votación las conclusiones. Las más votadas representan la opinión oficial del partido hasta el próximo congreso. Todos los que pertenecen a ese partido deberán acatar esas conclusiones aprobadas por mayoría, pero como nadie les ha cortado la cabeza es lógico que sigan pensando con su cabeza. Y tendrán su oportunidad en el próximo congreso.

Un congreso sin debate no es un congreso, es la exhibición de una mayoría aplastante, mecánica, sin peso específico racional. Las conclusiones de un congreso, cuando este es lo que debe ser, son conclusiones de un debate pensadas por todos y aprobadas en votación por la mayoría.

Cuando no hay debate en un congreso es porque no hay cabezas en el partido, o porque se han cortado antes las cabezas discrepantes. Conozco a más de uno que sólo está dispuesto a abrir un debate dentro del partido cuando ya están votadas las conclusiones, después del congreso o a toro pasado. Invitar a discutir por discutir es una tomadura de pelo, un escarnio a la democracia interna de los partidos políticos. Es una manera más de cortar cabezas o de desalentar a los militantes.

Posiblemente nada hay tan urgente en España, y en otras partes, como democratizar los

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procedimientos y estructuras de los partidos políticos. Vivimos en un mundo complejo en el que las soluciones políticas no son fáciles, en el que no hay dogmas ni recetas pero si una obstinación inquebrantable en la defensa de los intereses particulares e individuales. Cuando en Rusia y en los países que acaban de salir del llamado socialismo real se habla de la transición al capitalismo, nada parece tan urgente para la izquierda como debatir sus ideas. Dedicarse al negocio de los votos, reducir la política a la aritmética, es una frivolidad y una inmensa responsabilidad. Cuando nadie sabe muy bien lo que hay que hacer, tanto más necesario es insistir en el modo de llegar a saberlo. Si no conocemos la meta, salvemos al menos el método democrático. Es la hora del debate.

De un congreso sin debate sólo puede salir una ejecutiva que ejecute. Si no sabe lo que debe hacer, sabrá lo que quiere: estar. Pero eso ya no es una razón, eso es voluntad de poder.

18.1.1991

LOS POBRES DE SOLEMNIDAD

Lo raro sería verlos pidiendo limosna el hall de un hotel y no digamos en el de un banco, pero en absoluto en el atrio de una iglesia. Porque hay pobres afectos a los atrios desde hace años y en ellos se suceden unos a otros de generación en generación, como las golondrinas bajo el alero de las casas rurales.

En la Edad Media, cuando se practicaba la penitencia pública, los pobres compartían con los penitentes los atrios y los harapos aunque no los crímenes cometidos. Por eso aquellos pedían una limosna por el amor de Dios y recibieron el nombre de «pordioseros», y los pecadores públicos pedían a los fieles que rogaran a Dios por sus pecados. Con el tiempo se quedaron sólo los pobres. Los penitentes abandonaron los atrios y entraron en las iglesias a medida que la disciplina penitencial se fue relajando, se extendió la costumbre de redimir la pena impuesta con la limosna y se generalizó el nuevo rito de la confesión introducido por los monjes irlandeses. No parece descabellado afirmar que entonces los pobres, sin dejar de cumplir su papel de pordioseros asumieron también el de penitentes a cambio de una limosna. Cargaron así con la penitencia corporal de pecados ajenos y con la marginación añadida de los pecadores públicos. Pasaron a ser elequivalente funcional de los penitentes y, como «sufridores» de oficio, siguen hoy todavía en los atrios expiando culpas que no han cometido.

En las pasadas Navidades vi a uno de estos pobres en el atrio de una iglesia. Pueden verse también en la entrada de otros templos menos convencionales de esta sociedad presuntamente secularizada; como son los supermercados, nuevos templos de la nueva religión del consumo. No me sorprendió encontrarlo en aquel lugar, sino su modo de comportarse: estaba como si ocupara un puesto de trabajo, que, como todos sabemos, no es lo mismo que trabajar. Estaba fumando y leyendo un periódico, como lo haría un portero o un funcionario en su puesto de trabajo. Algunos fieles depositaban una moneda en su gorra, que estaba en el suelo boca arriba, y él seguía leyendo sin inmutarse. Pensé si no será verdad que los pobres y mendicantes tienen una ocupación.

Probablemente la ocupación de los pobres consiste en ser pobres, hacerse cargo del excedente de necesidades que produce una sociedad injusta y competitiva que dejaría de funcionar si todos tuvieran lo que les falta. Probablemente la limosna y toda clase de subsidios y pensiones de miseria que se dan a los pobres no es más que la paga por el servicio que prestan .¿No será el paro

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una ficción estadística? Eso parece si es que la pobreza es una ocupación necesaria para que los fieles, los que tienen un trabajo normal, puedan sentirse «elegidos» sin tener mala conciencia. Y me dije que los peones andaluces no comprenden nada cuando piden un trabajo digno y renuncian a las falsas peonadas: no comprenden que la sociedad lo que necesita es emplear a los pobres en la pobreza.

26.7.1991

REFLEXIONES SOBRE URBANISMO

Ahora que ha pasado la tormenta y nadie se acuerda de las inauguraciones, es el momento para hablar sosegadamente sobre las obras realizadas.

En su «Discurso del Método» dice Descartes que «las viejas ciudades que comenzaron siendo poblachos están ordinariamente mal compuestas, al contrario de esas plazas que un solo arquitecto traza sobre una llanura». Al filósofo le agrada más lo que construye la razón de uno solo que lo que produce la historia a través del tiempo con la intervención de muchos. Pero esto no significa que apruebe «derribar todas las casas de una ciudad con el designio de construirlas de otro modo y hacer las calles más bellas».Al contrario,«porque sus imperfecciones,si las tienen (...), han sido indudablemente muy atenuadas por el uso y aún, muchas veces evitadas, y, finalmente, suelen ser más soportables quesería su cambio».

Para Descartes el gobierno de una ciudad,y la ciudad misma, no deben salir del caletre de un político que se mueva como Pedro por su casa. Nadie debe cambiar el mundo o nuestro pequeño mundo, que es la ciudad, como si él fuera su único arquitecto.

«Por esta razón -escribe- no podría aprobar en modo alguno esos caracteres turbulentos e intranquilos que ni por su nacimiento ni por su fortuna son llamados al manejo de los negocios públicos y no cesan de hacer proyectos de reformas...».¡De acuerdo!

El mejor urbanismo es el que articula lo nuevo con lo viejo, el que expresa la forma de vida de los ciudadanos -el ethos- y no el que todo lo cambia despóticamente.

Es preferible hacer una plaza donde la gente se reúne que hacer un «salón» para que se reúna. En esto no vale decir -como ya se ha dicho- que «¡ya se acostumbrarán!». Tampoco que las obras han sido sancionadas con los votos de la mayoría.

Anteponer la voluntad particular a la general puede ser, quizás, despotismo ilustrado pero no ilustración democrática. Porque es una corrupción del procedimiento,¿sólo?

24.8.91

DESPUÉ8 DEL GOLPE

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Si uno tiene un coche de los que ya no se fabrican, lo que tiene es un problema. Lo mejor que puede hacer es comprarse otro más moderno, que tenga recambios en el mercado. Porque en los talleres ya no se reparan los coches, se sustituyen las piezas.

Preguntaban a Felipe González, el día después del golpe felizmente fracasado en la URS8,si Yeltsin podía ser en su opinión el recambio de Gorbachov, y Felipe respondía: "En democracia, por ventura, nadie es imprescindible". Se trata a todas luces de una obviedad que es bueno escuchar al presidente del Gobierno en todo tiempo, aunque podría ser también una impertinencia si otros se la recordaran en determinadas circunstancias. Las palabras significan el uso que se hace de ellas.

La democracia es un sistema que sólo funciona cuando hay recambios disponibles. Y desde este punto de vista cabe decir con razón que en democracia nadie es imprescindible. Pero esto no quiere decir que dé igual Yeltsin que Corbachov, González que Guerra, M. Toval que Perico de los Palotes, etc...Porque la serie de "prescindibles" y disponibles no es infinita y muchas veces, por desgracia, bastante limitada. No todos los ciudadanos, aunque sean en principio electores y elegibles, son competentes para cualquier cargo, y el que sea bueno para concejal de Villamayor no debiera pensar por eso que ya es bueno para presidir el Consejo de Ministros. Lo que sí parece infinito , como el de los necios, es el número de los ambiciosos. Pero afirmar que da igual uno que otro porque nadie es imprescindible, es una solemne majadería.

De ser todos iguales como las piezas de recambio en un coche, podríamos ahorrarnos las elecciones, confiar a la fortuna la sustitución de los cargos o dejar que corra la lista como en las comunidades de vecinos en las que nadie desea asumir la presidencia. Pero en democracia la sustitución de los cargos públicos pasa necesariamente por las urnas. El Partido Comunista Ruso, con sólo 23.600 afiliados, derrocó a los zares y consiguió hacerse con el poder sobre 150 millones de habitantes. Acabamos de ver su estrepitoso fracaso en nuestros días. A finales del siglo XX ya no es posible que una minoría de iluminados ,por muy numerosa que sea ,pueda imponer su voluntad contra la gran mayoría de la población. El peligro para la democracia ya no es el golpismo, sino el falso igualitarismo y la manipulación de las mayorías. No defendemos la supresión del sufragio universal y el "voto de calidad", pero sí la calidad de los votos. Pues no queremos que la democracia se convierta en el río revuelto para los mediocres y los ambiciosos. Lo democrático ya no es sólo votar, sino fundamentalmente elegir.

21.3.1991

“AD HOMINEM”

LA guerra comienza, como es sabido, cuando cesan las palabras. Pero entiéndase bien, porque las palabras no cesan sólo con el silencio: el silencio es media palabra o la mitad del diálogo, y si se llega a un entendimiento es la palabra completa. En realidad las palabras cesan definitivamente cuando comienzan los gritos, cuando ya no se quiere escuchar, cuando a la última palabra le sigue el insulto y la descalificación personal del adversario.

Las palabras cesan cuando se utilizan como proyectiles, cuando se hiere, cuando se va al bulto en vez de responder a razones y se argumenta «ad hominem». Entonces comienza la guerra.

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Decía Unamuno que «los españoles no dialogan, topan». La guerra es el cuerpo a cuerpo sin comunicación racional y razonable, el choque.

Se aproxima la campaña electoral, ¿o ya estamos en ella? En cierto modo, sí; incluso podría decirse que se ha librado la primera y principal batalla dentro de los partidos, la batalla de las listas.Pero la campaña como espectáculo público, de puertas afuera de los partidos, está por ver y por venir.

Mirando atrás «sine ira» y después de constatar la falta de debate en los partidos y entre los partidos políticos en las Cortes, si consulto al «hombre en el propio pecho» y juzgo como «un observador imparcial» , he de confesar mi temor de que esta que se aproxima no sea más que una campaña... castrense. No es que crea que va a llegar la sangre al río, ¡faltaría más! Pero al no haber ideas, si no hay tongo y puesto que hay intereses, habrá golpes. Sería un milagro que hubiera debate.

Sin embargo el objetivo de los candidatos no debiera ser vencer de golpe o a golpes a su adversario, sino convencer a los electores. Votar en las urnas no tiene sentido si no es el acto final de un proceso de discusión pública de los programas. La ausencia de debate en Aragón es un mal presagio.

Mi deseo sería que en estas elecciones ganara el que más convenza y se destruyeran los que se pegan. Confío que la inmensa mayoría de mis paisanos compartan este deseo. Aragón necesita que sus representantes se entiendan sin componendas y debatan abiertamente los programas en vez de disputarse los puestos con intrigas y golpes bajos.

Decía recientemente mi amigo García Guatas en este periódico, refiriéndose a la decadente legislatura -puesto que está al caer-, que lo que empezó con una coalición ha terminado en colisión. ¿No será pedir demasiado que termine en coalición lo que comienza con la colisión? Probablemente. Pero los aragoneses, más cabezudos que gigantes, podemos tener el empeño, si no la generosidad, de hacer lo más difícil: ¡entendernos, después de topar!

12.6.1991

SEDE DE LA SABIDURÍA

Está claro que la democracia no es perfecta sino el menos malo de los regímenes posibles. Con todo, era lícito esperar -y nosotros esperábamos- que la democracia diera de sí algo más de lo que está dando. Sin embargo hay que confesar que aquella esperanza ha perdido su aroma en los últimos años con el tufillo de la corrupción de la clase política. El perfume de la democracia, la esencia, se transforma en mejunje, como si el precio a pagar por su existencia fuera la corrupción.¿Será cierto que los que tienen las mejores ideas son casi siempre los que no pueden realizarlas, y los que pueden están condenados, cuando no dispuestos, a estropearlas?

Habrá que pedir explicaciones a más de uno y preguntarle dónde ha dejado la dignidad que hace tan sólo unos meses le impidió hacer unos pactos que ha terminado haciendo sin escrúpulos. Habrá que preguntar a todos los partidos, sin excepción, por qué, si trajeron la democracia en España , la han dejado en la calle y no le han abierto aún sus casas de par en par. Mientras éstos no sean escuelas de democracia, foros de debate y cauces de auténtica participación política, nadie

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debería extrañarse si dentro de ellos la lucha por el poder selecciona a los monos más hábiles para trepar a los puestos más altos y si -como anunciaba Zaratustra- «el fango se asientan con frecuencia en el trono y el trono en el fango».

Es verdad que la basura que se airea en los periódicos puede convertirse en arma para los demagogos. No es honesto levantar la bandera de lo mejor contra lo bueno, ni de lo bueno contra lo menos malo. Pero el pragmatismo no debe ser coartada de corrupción, ni la razón de Estado mordaza de la razón democrática.

Concedamos que la democracia real no es el reino de los fines, y que la ética, lo que debe ser, sólo sirve a la política para que el drama de la «insociable sociabilidad» (Kant) progrese en la historia con pies tullidos. Por eso la ética no puede llegar demasiado pronto sin dar tiempo al tiempo ni demasiado tarde cuando nada tenga remedio. Un pueblo que no tenga paciencia para sufrir los defectos no es más democrático que otro que los celebre. No se puede sacar al lobo de la historia, pero hay que evitar que se coma a los cabritillos. La abuela cogió al niño, se sentó en la silla baja y le contó un cuento: «Érase una vez la mamá cabra que tenía siete cabritillos...» El niño la miraba fascinado, con los ojos abiertos como dos platos. «¿Te ha gustado el cuento?», preguntó la abuela. Y el nieto le dijo: «Cuéntamelo otra vez, pero sin lobo!». Su abuela le dio un beso, y guardó silencio.

La abuela murió, quedó la silla. El niño se hizo hombre. Y ese hombre, nieto de la abuela que no quiso sacar al lobo del cuento, llama hoy a la vieja silla baja de anea: SEDE DE LA SABIDURÍA.

13.9.1991

LOS DESECHABLES

NI siquiera se les tira después de usarlos, se les mata como ratas de alcantarilla para «limpiar» la ciudad. Son los que sobran, los que molestan a los turistas y ofenden a los honrados consumidores, los que ensucian las calles y las plazas...

Algunos son niños abandonados a su instinto de supervivencia, huérfanos de padres y de esperanza alguna, otros ancianos sin identidad reconocida. Son el destrío, las granzas de la cosecha, se les llama los «desechables». Me refiero a los pobres de la última generación. Alguien dijo hace muchos siglos que ellos eran los «bienaventurados» y, añadió,que «a los pobres siempre los tendréis con vosotros». Hoy nadie desea ni su bienaventuranza ni su compañía.

Pero que nadie se inquiete, porque estoy hablando de los pobres en Colombia y de los escuadrones que los liquidan impunemente por centenares cuando cae la noche. Así que el tema no va con nosotros, es un tema de televisión, ya se sabe, y la noticia nos llega envuelta en celofán informativo.

En la civilización de la imagen todo es imaginario,excepto lo que nos pasa, y anosotros aquí no nos pasa nada. Es allá, en América, la del V Centenario y del Tercer Mundo. Pero, ¿es eso cierto? ¿Estamos seguros de que no hay en nuestra ciudad ningún tendero que desee enviar a Colombia una remesa de gitanos, de qué no hay un solo vecino que quiera desembarazarse de los pobres que piden limosna en su calle y revuelven la basura?

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Cuando el único valor es el dinero y la virtud hacerse rico, el único delito es ser pobre.Los pobres se convierten en la «massa damnata» de una doble predestinación. Antes se les necesitaba para hacer caridad, o para hacer la revolución. Hoy no son más que un problema de «limpieza». Hay que acabar con ellos para que resplandezca la justicia. Los que no contribuyen al bien de los que se salvan, ¡al infierno con ellos! Y los que se salvan no necesitan para nada a los pobres.

Cuantos hemos llegado al fin de la historia en Occidente, no tenemos motivos para hacer ninguna revolución. Ellos, sí ¿Pero qué pueden hacer los desechables? Lo mejor es que desaparezcan del mapa.

Además, su liquidación es lo más ecológico. La Tierra,nuestra casa común, no soporta una población tan numerosa. Si se acaban las guerras entre los bloques y las clases sociales, es lógico que comience la extinción de los que sobran. La Naturaleza, siempre tan sabia, utiliza nuestros "mejores» instintos para lograr su equilibrio. Los desechables perecen, los mejores ejemplares de la especie sobreviven. Como decía Nietzsche:“Todo lo bueno es instinto”. Y también: “Honremos la fatalidad la que dice a los débiles que se hundan”

18.10.1991

EL HECHO DIFERENCIAL

No es la primera vez que los socialistas de Aragón han ido a Madrid para dirimir sus conflictos internos. Tampoco son los únicos, claro. Pero sí los que dan el tono y los más templados. ¡Hay que ver cómo se mueven y la marcha que llevan estos muchachos! Por un quítame allá esas pajas,¡ya están en Madrid!

Resulta difícil imaginarse a los socialistas catalanes en la misma situación ridícula en la que se hallan constantemente sus compañeros aragoneses. ¿Se imaginan a Obiols y a Maragall en el despacho de Benegas como dos párvulos que se acusan mútuamente ante «la seño»? Pues eso es lo que hacen los pitufos de Zaragoza, como si el número tres del PSOE no tuviera ya bastante con un «enano».

Los catalanes son más comprensivos con Benegas y más competentes ante Benegas. Como sucede en todos los partidos políticos de Cataluña, los socialistas catalanes son capaces de una autonomía que echamos en falta en los aragoneses. Sin duda, Cataluña no es Lituania; pero tampoco es Aragón. Me pregunto si el hecho diferencial más importante no será la incompetencia política de unos frente a la competencia de otros. Esto explicaría que en Aragón no se tomarán más decisiones que las que toma su geografía.

La conducta provinciana -¡y caciquil!- de una clase política que ha de ir a Madrid por cualquier motivo, condena fatalmente a Aragón a seguir siendo una provincia; o mejor -es decir, mucho peor-, tres, y hasta cuatro si tenemos en cuenta al Ayuntamiento de Zaragoza. Independientes entre sí, y a la greña unas con otras, las «familias» socialistas afincadas en esas «provincias» dependen de Madrid como las curias de Roma en el imperio romano. El peligro es entonces que utilicen las instituciones públicas para uso doméstico, aunque, eso sí, dentro de un orden que viene de lo alto. Pero el remedio hay que buscarlo en el orden que viene de abajo. Si queremos más autonomía en Aragón, necesitaremos más democracia. Comenzando por la democracia dentro de los

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partidos.

La democracia es el único procedimiento civilizado para resolver los conflictos. Aquellos dirigentes que han demostrado su incapacidad para resolver los conflictos utilizando procedimientos democráticos, sólo pueden salir de la crisis resignando los cargos. Si es cierto, como parece, que no pueden entenderse entre sí o sólo se entienden de manera inconfesable, lo que tienen que hacer no es ir a Madrid sino ir a un congreso regional. Los últimos congresos no han servido de nada a los socialistas aragoneses: ¿qué hacer? Sólo cabe hacerlos mejor, porque la democracia se corrige a sí misma con más democracia.

29.11.1991

LA ROPA SUCIA

Es normal que en un partido haya debate y que éste repercuta en la organización y liderazgo. Es difícil entender a los socialistas metidos hoy en un serio debate,cuando afirman y perjuran quetodos ellos están con Felipe. A no ser, claro, que Felipe no piense, sea capaz de pensar a la vez de muchas maneras o, como la «Idea» de Hegel, reúna en una síntesis insuperable todas las contradicciones. Pero lo razonable es decir que defiende sólo unas ideas determinadas contra otras y que por eso, o también por eso, algunos no están con Felipe ni en la teoría ni en la práctica.

Sin embargo, no es igual en la cumbre que en los bajos del PSOE. En Aragón, por ejemplo, todos están con Felipe;pero no porque Felipe no piense, sino porque no hay debate, ni sensibilidades o corrientes, sino algo mucho más trivial o tribal: aquí lo que hay son familias y clientelas, complicidades y traiciones, motines y trifulca de intereses. Aquí desde hace algunos añosse han perdido los papeles y sólo quedan las listas, no hay textos sino pretextos. El nombre de Felipe, de Guerra o de Benegas, da igual, no es más que un pretexto sin contenido ideológico. Que no se busque tres pies al gato, pues el gato del socialismo aragonés, rural o urbano, no huele las ideas.

Los socialistas aragoneses necesitan un debate como agua de mayo. Conozco a más de un independiente de izquierdas que, después de la caída del Muro, se ha despedido a la francesa de la opinión pública. Supongo que está pensando. Pero a los dirigentes socialistas de Aragón, que no piensan en nada, les falta tiempo para maquinar y sacar a la calle la ropa sucia de sus intereses individuales.

El mismo secretario general, Sáenz Lorenzo, se manifiestaen público encabezando una minoría contra su propio partido. Uno se pregunta si con estos mimbres se puede hacer un congreso, si de verdad son imprescindibles, y no puede menos de recordar lo que el otro Lorenzo, Alfonso, le recriminaba en 1988: «Cuando se está en minoría y se desconfía tan profundamente de la mayoría que dirige el partido, caben dos posiciones: denunciar en su seno las posibles irregularidades (…) como mejor fórmula para llegar a ser o estar de nuevo en mayoría, o marcharse y denunciar desde fuera hasta desenmascarar a los oportunistas, los incapaces y faltos de toda ética que se han apoderado ilegítimamente de un partido y de sus siglas» (A. Sáenz Lorenzo, Nadie es imprescindible en el PSOE, en El Día, 11.2.88).

Tratándose de un partido político, no comparto la opinión de los que dicen que hay que lavar en casa la ropa sucia. Pero menos aún, de los que se manchan fuera de casa y no quieren que se lave

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nada.

8.11.1991

“IDIOTAS”

Me preguntó un amigo si aún sentía el gusanillo de la política. Le respondí que eso del gusanillo ya no es tal, sino serpiente que muerde a los que quieren ser como Dios, como la del paraíso, de modo que es preferible ser un hombre entre los hombres. Mi amigo pensaba en la carrera política,yo en una clase política que una vez instalada parece haber confundido la transición a la democracia con un simple traspaso. Esa política no me tienta, pero hay otra que me obliga. La democracia no es un estado al que se llega después de una transición, ni un relevo de las elites que gobiernan, sino una idea regulativa o un ideal. Se puede ser más o menos demócrata, pero se deja de serlo cuando ya no se quiere más democracia. Por eso hay una política con la que siempre estamos en deuda, porque es un deber y no un haber.

Los griegos llamaban «idiotas» a los que se desentendían de los asuntos públicos y se dedicaban sólo a sus negocios. En este sentido no son idiotas los que quieren participar en los debates y en las decisiones políticas. Aunque puedan parecer ingenuos dadas las circunstancias, a los militantes de un partido que piden un congreso extraordinario no se les puede llamar idiotas. Lo son en cambio, y en grado sumo, los dirigentes y los políticos profesionales cuando hacen de la política su negocio privado. En atención al cargo y a los cargos, se les podría llamar entonces «idiotas de solemnidad». No hay que olvidar, sin embargo, que la idiotez clásica es perfectamente compatible con la astucia y el talento.

Los tontos son idiotas en otro sentido: no es que se desentiendan de la política o abusen de ella, es que no aprenden nada de sus errores. A tal respecto ha escrito Popper: «Todos sufrimos de una debilidad poco científica: el querer siempre tener razón; y esta debilidad parece estar particularmente extendida entre los políticos de profesión y de afición (...) La aplicación del método científico en política significa que el gran arte de convencernos de que no hemos cometido ninguna equivocación, de ignorar éstas, de esconderlas, de hacer recaer sobre otros la responsabilidad, quedareemplazado por el arte más grande de aceptar la responsabilidad,de intentar aprender de ellas y de aplicar este conocimiento de tal forma que en el futuro podamos evitarlas» (La miseria del historicismo, 24).

Hacer un congreso no debiera ser para los socialistas aragoneses ninguna idiotez. Pero sería otra tontería si, después de haber aprendido muy bien el primer arte que señala Popper, no aprendieran el segundo e hicieran un congreso tan malo como los anteriores. Ya han cometidomuchos errores, esa es su ventaja. Y su oportunidad, que aprendan de ellos.

20.12.1991

A LA FUERZA, NI AL CIELO

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Con motivo de la visita «ad limina» de un grupo de obispos españoles, el papa Juan Pablo II ha vuelto a manifestar su disgusto por lo que considera «normas legales insatisfactorias» para la Iglesia sobre la enseñanza de la religión en la escuela. La Iglesia, es decir, los obispos, no han renunciado nunca a la enseñanza catequética de la religión en la escuela pública y, por tanto, bajo sucontrol tanto por lo que se refiere a los textos como a los profesores que la imparten. El Estado o lo que viene al caso, el gobierno socialista, ha dispuesto que la catequesis sea de oferta obligatoria para los centros docentes y de libre elección para los alumnos. La Iglesia, es decir, los obispos, estarían de acuerdo siempre que la alternativa para quienes no eligen la religión no fuera el patiosino la ética. Pues temen quedarse sin alumnos si no se les disuade del abandono de la catequesis con la amenaza de otra asignatura, y sospechan que sea esa precisamente la intención oculta de un larvado laicismo. Solícitos por la salvación de las almas, los pastores quieren catequizar a los niños y jóvenes como sea, por su bien, claro, pero siguiendo el consejo de San Agustín: «Cogite intrare» (obligadles a entrar).

Ni la Iglesia ni el Estado se han planteado seriamente la posibilidad de una enseñanza crítica de la religión para todos los alumnos, de una información y reflexión sobre el hecho religioso como parte integrante de nuestra cultura. De modo que los que así pensamos, desde hace décadas, seguimos entre la espada del Estado y la pared de la Iglesia, en un espacio tan estrecho que parece utópico pensar en una enseñanza libre dentro de una sociedad libre que asuma sin traumas ni prejuicios su propia historia y cultura. Pero todavía nos queda aliento, ¡y moral! para protestar que el hombre es libre para todos los caminos y no debe ser obligado a recorrer ninguno, aunque debeconocerlos todos. Porque los rebaños pertenecen a los pastores, pero las personas a su conciencia.

¿Obligarnos a entrar? No, gracias. A la fuerza, ni al cielo.

24.1.1992

DAHRENDORF

EL último libro que he leído es el último que conozco de Ralf Danhrendorf: Reflexionessobre la revolución europea (Barcelona,1991). Dahrendorf es ya un clásico de la sociológica del conflicto frente a la del orden, un defensor convencido de la sociedad abierta contra todo sistema, un pensador nada hegeliano y un ferviente admirador de K. Popper mucho antes de la caída del Muro y de la venda de los ojos de tantos marxistas-leninistas arrepentidos. No es un vulgar neoconservador, un thatcheriano. Es un liberal radical.

En su libro comenta los acontecimientos del Este, la revolución de 1989, no como eltriunfo definitivo del capitalismo sobre el socialismo, a lo Fukuyama -del que dice que obtuvo con su artículo un cuarto de hora de celebridad mundial-, pero sí como fracaso sin paliativos y liquidación del «socialismo realmente existente». Más aún, descarta la posibilidad de una «tercera vía» o síntesis entre socialismo y capitalismo, y recuerda lo que ya había dicho hace décadas sobre el agotamiento del programa socialdemócrata. Lo que no le impide reconocer el éxito de tal programa en la Europa de la postguerra y la validez de sus últimos objetivos. Estamos, pues, ante un liberal con el que se puede hablar y que, por tanto, se hace escuchar por los que todavía permanecen o vienen, como él mismo, de upa tradición socialdemócrata.

El que lea sus Reflexiones no perderá el tiempo. De ellas quisiera destacar lo que escribe, a

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propósito de la reunificación alemana, sobre el nacionalismo y la autodeterminación:

«La autodeterminación nacional […..............] atribuye un derecho a los pueblos, cuando los derechos deberían ser siempre de los individuos. En consecuencia, la autodeterminación invita a los usurpadores a invocar este derecho en favor de los pueblos en cuyo nombre hablan, mientras, simultáneamente, pisotean a las minorías y a veces los derechos civiles de todos».

Citando a Habermas,postula una «nación de ciudadanos» y un «patriotismo constitucional». Pero no en el sentido de defenderun derecho de los pueblos en el marco de una constitución arraigada en los derechos fundamentales del hombre y del ciudadano, sino más bien declarando que son estos derechos fundamentales la verdadera patria de todos los ciudadanos. Lo que equivale a propugnar el concepto de «nación no nacionalista».

En la sociedad abierta, como en el juego, muchas cosas son posibles y una sola es necesaria:las reglas que supone siempre el ejercicio de la libertad. Por eso, cuando oigo decir: «Aragón es nuestro partido", me suena como si dijeran que es “nuestra finca”.Sólo aspiro a ser un demócrata en Aragón.

31.1.1992

INGENIERÍA SOCIAL

Al oír las palabras: modelo, sistema, control, estructura, estabilidad, autonomía, función, ajuste, manejo... y otras por el estilo, podríamos pensar que va de máquinas y que habla un ingeniero. Pero no hay que precipitarse, porque con esas mismas palabras un sociólogo puede articular un discurso no menos coherente sobre la sociedad. ¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro?

Apenas habrá quien no distinga entre la sociedad y una máquina. Se ha dicho que aquella nace y ésta se hace. Pero si existe una ingeniería genética, ¿por qué no unaingeniería social?

Confieso que no puedo imaginarme la construcción ex novo de un ser vivo, ni tan siquierade una célula, como no puedo imaginarme la construcción de una sociedad. Ahora bien, la manipulación ingenieril en uno y otro campo, sin llegar a la construcción de su objeto, ha ido mucho más allá de lo que se piensa.

La informática ha sido de gran ayuda para procesar los datos requeridos en el manejocientífico de la sociedad. Se cierne sobre nosotros, ciudadanos indefensos, una nueva amenaza. Extinguida la especie de los revolucionarios románticos, ha llegado la hora de los ingenieros sociales.

Echaba en cara Marx a los filósofos, que se habían limitado a interpretar el mundo sincambiarlo; decía conocer la ley y el destino de la historia, y quiso en consecuencia «acortar y disminuir los dolores de parto» de lo que tenía que venir de todas formas. Los dolores aumentaron, pero no vino la nueva sociedad. El comunismo ha sido el parto de los montes: nunca una cosa tan monstruosa ha parido un ratón tan ridículo. Esa ingeniería utópica no tiene bases científicas.

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Los que hoy propugnan la ingeniería social son más modestos. Se contentan con una «ingeniería fragmentaria» (K. Popper) o con pequeños ajustes para que la sociedad funcione, pero no pretenden ya transformarla como un todo. No entienden de fines sino de medios, y reconocen que el destino de la historia se les escapa. Son pragmáticos. Dejan que el mundo marche. No apuestan, no hacen profecías, no creen. Manipulan. Son como los dedos de la “mano invisible”. Y no parece que la marcha del mundo les vaya tan mal.

7.2.1992

LA SEGUNDA TRANSICIÓN

Hoy mismo Fernando Morán tiene una conferencia en el Centro Pignatelli sobre la democracia interna en los partidos políticos, y el próximo lunes el profesor Aranguren comienza un ciclo sobre los límites de la democracia representativa. En este mismo periódico se ha reflexionado con frecuencia,en editoriales y artículos varios, sobre luna «segunda transición». El problema -no el «tema», como diría unpostmoderno del pensamiento débil- es ahora la democracia. Tal como están las cosas, es lo único que me interesa todavía de la. política. En la duda, la cuestión es el método.

El único método civilizado para resolver los conflictos es la democracia: el respeto a los derechos del hombre y del ciudadano, la libre y pública discusión de los asuntos públicos, el recursoal voto universal y secreto y el acatamiento de la voluntad mayoritaria. Lo demás es violencia. Tenemos ya una constitución democrática, pero no basta. Nos hace falta el talante.

Por eso vemos como los partidos políticos,que tanto hicieron para traer la democracia, apenas la han dejado entrar en sus casas. Mientras están ocupadas, ¡miseria!, por una clase políticacada vez más alejada de la sociedad cuanto mejor instalada en las instituciones públicas, queprefiere a militantes mediocres que no sobresalgan en nada –pues no se tropieza con ellos y se lespuede pisar-, y que las ha convertido en mercado cuando debieran ser foro de debate y asiento de las libertades.

Nada de extraño si se habla cada vez con mayor insistencia de la segunda transición. Aunque sería más exacto, quizás, llamarla transición permanente. Porque es obvio que aquí,después de la primera y constituyente, no hace falta otra cosa sino más democracia, y, por otra parte, nunca llegaremos a un estado en el que no se pueda ni se deba mejorarla. Claro que, si lo quese quiere decir con ello es identificar el problema concreto que hay que superar ahora para seguir avanzando, estaría de acuerdo. En tal sentido, los partidos políticos deberán hacer la transición quetodavía no han hecho: introducir el debate, suprimir las listas cerradas y abrirse a la sociedad. Advirtiendo que no es lo mismo abrirse a la sociedad que penetrarla. Camilo J. Cela lo diría más claro. Pero creo que todos me entienden.

13.3.1992

ARANGUREN

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Un buen maestro es el que da que pensar. No el que apabulla con sus conocimientos, sino el que estimula. No el que tiene una respuesta para cada pregunta sino el que sugiere una nueva pregunta después de cualquier respuesta. Así es, por ejemplo, el profesor Aranguren.

Como de costumbre nos ha visitado antes de mover la primavera y después de llegar las cigüeñas. Y ha llenado, como siempre, el salón grande del Pignatelli. Esta vez el tema era la democracia: sus limitaciones, la gobernabilidad y el ethos democrático, un ciclo –casi un triciclo- para que discurran sus oyentes. Me considero discípulo y amigo de José Luis, en este orden...cronológico. Acudo a la cita todos los años, y siempre aprendo algo.

Hablaba el maestro de «la ley de hierro de la oligarquía» en los partidos, de la transformación de los políticos en funcionarios, de los cesantes -que son, eran, los que se "quedaban sin cargo al cambiar el gobierno- de la administración pública y de la burocracia que acaba siendo tecnocracia, etc. Nos hacía observar cómo los partidos políticos se vacían de militantes en igualmedida en que se llenan de funcionarios con cargo o en expectativa de destino. Y para aclarar todo esto nos recordaba su infancia:

«En el catecismo, los jesuitas me enseñaron qué era la administración de los sacramentos,pero cerca de mi casa había una administración de lotería y yo no comprendía la relación entre ambos significados».

Un uso lingüístico tan disparatado se explicaría por el corrimiento semántico de la administración de la Iglesia a la del Estado, pues fue la Iglesia la que inventó la administración y la burocracia antes de que existiera la madre que parió esta última palabra: la lengua francesa.

Por la noche, durante unos minutos de vigilia -en general duermo como un leño-, empecé a discurrir de una administración a otra: Advertí que el sacerdote no administra la gracia ni el lotero la suerte, pues aquella la concede Dios a voluntad y ésta la reparte el Estado al azar. Me aventuré después en otras comparaciones: los jueces -me dije- administran justicia como los médicos medicina, unos aplican las leyes según sea la sentencia y otros sinapismos y toda clase de fármacossegún la dosis requerida. Pero al ver cómo funcionan los funcionarios en todas las administraciones, pensé que debía distinguir entre administrar un castigo y propinar un par de hostias. El castigo ha de ser justo, pero la propina –del latín pro-pino, dar para empinar el codo- sólo puede ser gratuita. No obstante, sentí de pronto el deseo de administrar esa «gracia» soberanamente a todas las administraciones y burocracias, como cualquier ciudadano consciente de sus derechos cuando seve sometido a un tratamiento desmesurado. Me dormí. El sueño pudo más que la utopía. Tampoco hay que pasarse.

27.3.1992

VOTA Y CALLA

El burro del gitano pensaba aunque no pronunciaba. En cambio, la burra de Balaam pronunciaba pero no pensaba. El burro no llegó nunca a ser un filósofo, ni la burra de Balaamuna profetisa. ¿Se hubiera conseguido algo mejor cruzando al burro con la burra ? Quizás.

Entre hablar y pensar hay tal correspondencia que, bromas aparte, no es posible lo uno sinlo otro. Por eso, cuando se nos prohibe decir algo, si pensamos en ello todavía, terminamos

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largando. Y todo lo que nos hace callar: el ruido, la tele, la censura, el chantaje, el soborno, etc., nosimpide pensar. ¿Qué es la libertad de expresión sin la libertad y la capacidad de pensamiento? Nada, igual que la libertad de pensamiento sin la libertad y la capacidad de expresión. Sólo se puede pensar lo que se puede decir, y a la inversa.

Logos llamaron los griegos a la razón y a la palabra, inseparablemente. Y Aristóteles definió al hombre como animal dotado de logos, de razón y de palabra, no como «animal racional»según se dice por una mala traducción. De ahí dedujo que el hombre –y la mujer, claro- es un «animal político» o social por naturaleza. Al no poder pensar sin hablar, el que habla sólo consigo mismo si no está loco enloquece. Suprimid la palabra, que es el medio natural de comunicación humana y por ende la base de la comunidad, y acabaréis con el hombre y el ciudadano: lo convertiréis en un idiota, un ser demente y apolítico.

Superada la filosofía de la conciencia, nos queda hoy como alternativa la filosofía del diálogo. Después del giro lingüístico, la palabra y el pensamiento cabal no está en el monólogo de la razón pura y del pensador solitario; ni en la dialéctica de la historia -que es el monólogo de la razón absoluta-, sino en el diá-logo: razón y palabra entre los hombres, que no cabe en la cabeza de uno solo y no discurre sin embargo sobre todas las cabezas. Porque el diálogo es la razón democrática, a pie de calle, y la palabra abierta a la comunicación universal. Por tanto, nada que ver tampoco con la razón de Estado o consigna del Partido.

Mañana celebramos los socialistas aragoneses otro congreso. Esperemos que los delegados no sean como el burro del gitano, que no pronuncia, ni como la burra de Balaam que no piensa lo que le dictan desde lo alto. Esperemos que haya debate, política, democracia, humanidad, y que no sea una feria. Porque si la consigna es vota y calla -o «come y calla», valga lo uno por lo otro, habráque decir una vez más que con su pan se lo coman.

2.4.1992

MELONES Y OPINIONES

Las especies vegetales amenazadas de extinción en los próximos años alcanzan la friolerade 50.000. Por lo que respecta a España, la FAO lamenta ya la pérdida irreparable de numerosas variedades de melones. Cada pérdida limita la selección natural en este reino –el vegetal, se entiende- y disminuye la capacidad de adaptación de las especies que quedan. El desastre ecológico, motivado por la tendencia a la uniformidad alimenticia, se debe a una agricultura selectiva que acaba con las «malas hierbas». Me ponderaba hace años, antes de su “erradicación”, Santiago Marraco que en Méjico se obtuvo una variedad de trigo muy resistente a la sequía gracias a una humilde graminácea que todos despreciaban. Y ahora comprendo mejor que la FAO recomiende conservar al menos en laboratorio las plantas amenazadas.

Sin embargo, lo que más me preocupa es el porvenir de la Humanidad y no los melones, lasgramináceas o las cincuenta mil especies vegetales. Y más que la tendencia a la uniformidad alimentaria, la pereza mental y la extinción del pensamiento disidente. Porque el hombre no vive sólo de pan. Equipado peor que otros animales para adaptarse por instinto, dispone sólo de la razón -palabra y pensamiento- para vivir en cualquier medio. Pero si no la usa, no sobrevivirá en ninguna parte ni tan siquiera como una miserable garrapata. Dejemos, pues, los melones y vayamos a las opiniones.

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El mismo año en que apareció El Origen de las Especies (Darwin, 1859), Mill publicaba Sobre la libertad y, en el encabezamiento de la obra, declaraba su intención con estas palabras de Humboldt: «El gran principio (...)es la importancia absoluta y esencial del desenvolvimiento humano en su rica variedad». Y más adelante, en el c. II, escribía: «Lo que hay de particularmente malo en imponer silencio a la expresión de opiniones, estriba en que supone un robo a la especie humana, a la generación presente y a la posterioridad...»

Tengo sobre mi mesa un interesante libro de Bateson: Ecología de la mente, una obra que ha sido equiparada por su trascendencia a la de Darwin. Su tesis es que la variedad de ideas y la flexibilidad de la mente, que se adquiere con su ejercicio, son la única garantía para sobrevivir la Humanidad a pesar de los cambios. Pero esta tesis es la consecuencia de una teoría general, aplicable a cualquier sistema -incluso de ideas, así como a organizaciones sociales y por supuesto a toda clase de organismos vivos- en la que se dice que «todo lo que vence en lucha contra su propio medio, se destruye a sí mismo».

En el congreso socialista se ha dado poca diversidad de ideas y gran cosecha de melones, aunque de una sola variedad. Claro que agrupar melones o intereses, aunque sean variopintos, tampoco sirve de nada para garantizar la supervivencia de una organización política. No hay que lamentar la melonada excluida, probablemente de peor calidad. Lo lamentable es la marginación de las opiniones.

15.5.1992

¿CRISTIANOS Y/O SOCIALISTAS?

Me contaba recientemente un amigo que fue invitado a dar una conferencia en la DiputaciónProvincial de X, presidida a la sazón por un socialista, y que éste al enterarse y conociendo a mi amigo, un intelectual del mismo partido y por ende crítico incluso frente al partido, impidió el acto a última hora diciendo que «a él nadie le metía ese puro». Pero el acto se consumó,en cambio, no lejos de allí en el seminario diocesano. Me pregunté -y le pregunté- qué habría sucedido si un teólogo crítico con la Iglesia hubiera pretendido dar una conferencia en aquel seminario. Y ambos convenimos de inmediato que justamente lo contrario, que el teólogo hubiera terminado dando su conferencia en la Diputación Provincial.

Los partidos políticos, como las iglesias, amparan la libertad de expresión cuando se ejerce contra los otros; pero no toleran la crítica de los suyos contra ellos mismos en su propia casa o en el ámbito que dominan. En el primer caso hacen valer la máxima de Jesús, que fue antes de Julio Cesar: «Los que no están contra nosotros están con nosotros». Y en el segundo la de Pompeyo en guerra contra César, la que repetiría Jesús en lucha contra Satanás: «El que no está conmigo está contra mí».

Viene a cuento lo dicho a propósito de la presentación de un libro en el Centro Pignatelli: Euroizquierda y cristianismo, editado por la Fundación Fiedrich Ebert, en el que se recogen las ponencias y comunicaciones de un interesante simposio sobre ese tema organizado por dicha Fundación y el Instituto Fe y Secularidad en diciembre de 1990. Después de los acontecimientosde 1989, de la caída del Muro y la ruina del “socialismo real”, se pretende reanudar el diálogo entre socialistas y cristianos en otro contexto. Obviamente, la época de la Paulus-Gesellschaft y de los

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encuentros de marxistas y cristianos en Herreninsel nos caen muy lejos. Pero ese diálogo, que sigue pendiente, sólo será posible en parecidas condiciones. No dentro de la iglesia -institución ni del socialismo oficial, ni entre el partido y la iglesia, pues entre poderes se negocia e incluso se pacta pero no se dialoga. El diálogo, de renovarse, será entre disidentes de una y otra institución y sin apoyo de ninguna de las dos. Porque ni las iglesias ni los partidos toleran la crítica.

29.5.1992

EL CONSUMO DE LAS IDEAS

Al entrar esta mañana a mi despacho veo rodar, correr por el suelo, una cosa que a primera

vista, fugaz,me parece un ratón-¡qué extraño!-,y cierro rápidamente la puerta para que no se escape. Pero advierto después que tiene alas, ¿será un murciélago?

Se ha metido en la estantería, justo debajo de los diccionarios donde yacen las palabras muertas. Me acerco, ¿es un vencejo? No, es una golondrina. Ha entrado por la ventana entreabierta.La abro de par en par, doy unas palmadas y la bestiezuela bate sus alas sin conseguir remontar elvuelo. La cojo, es en mi mano un pequeño corazón que tiembla, un corazón blando, cálido... La echo al aire por la ventana y vuelve a ser lo que es, la sigo con la mirada, se aleja, da tres vueltasa la torre mudéjar de San Pablo, la pierdo... ¡Dios, cómo vuela la condenada!

Va de exámenes, tengo sobre la mesa un centenar de ejercicios para corregir. Hay muchos alumnos que repiten las respuestas dadas en clase sin hacerse preguntas, sin atreverse a pensar, que se refugian en un montón de palabras que no entienden. Han aprendido a consumir conocimientos y están preparados a consumir ya todo lo que les echen. De vez en cuando hay uno que razona, que se hace preguntas y no se limita a que se las hagan. Aquellos son el fracaso del maestro, éste su recompensa. Pero una golondrina no hace verano.

La pregunta es el vuelo del pensamiento. Alentar la pregunta es lo que importa en la enseñanza. Pero en la escuela, como en la sociedad, se aprueba a los que responden al programa. Me pregunto quién programa a los programadores y qué clase de democracia será la nuestra si educamos a los jóvenes para someterse a un interrogatorio y no para hacer preguntas, para consumir conocimientos como si fueran hamburguesas y, por tanto, también las hamburguesas y todo loque les echen.

5.6.1992

ÉTICA Y ECOLOGÍA

El problema del capitalismo triunfante después del fiasco del «socialismo real», del monoteísmo del becerro de oro, del desarrollo industrial y la economía de mercado, es que los industriales y mercaderes, si no se les vigila, hagan trampas y ensucien el campo y el mercado, la naturaleza y la sociedad, igual que los gamberros los servicios públicos que utilizan para aliviar sus necesidades y los ascensores cuando están solos.

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Nadie discute ya la eficiencia del capitalismo y la potencia del egoísmo como motor de la economía. En efecto, como decía Adam Smith, «no es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, lo que nos suministra la cena, sino la consideración que les merece su propio interés; por eso no apelamos a su humanidad, sino a su egoísmo, y no les hablamos de nuestrasnecesidades, sino de sus ventajas». Pero sería estúpido fiarse de la mano invisible, porque al panadero, al cervecero y al carnicero, que buscan «racionalmente» su beneficio, se les puede ir la mano y darnos para cenar gato por liebre.

Nos recordaba el presidente del Club de Roma, Díez Hochleitner, antes de comenzar en Río de Janeiro la Cumbre de la Tierra, que el modelo capitalista «no tiene sentido de la justicia social ni se plantea sus efectos a largo plazo sobre el desarrollo social (...) y el medio ambiente». Pero una «racionalidad» incompetente en benevolencia y relaciones solidarias, si campa por sus respetos como racionalidad autónoma tiene que hacer estragos en su entorno.

Casos como el detectado en Huesca en el uso del clenbuterol, como el de las botellas de agua contaminada con lejía o el tristemente famoso de la colza, por no aludir a comportamientosdelictivos de trascendencia planetaria, deterioran el orden social y el medio natural. Los desequilibrios de la naturaleza son la hierba segada bajo sus pies por una humanidad desequilibrada.

26.6.1992

DESARROLLO SOSTENIBLE

Hace tiempo que pasó la euforia del desarrollismo económico, que es el mito del progreso en carne mortal. El crecimiento de la humanidad, cuando se mide en términos de mercado, tiene un límite más allá del cual es imposible añadir un geme a su estatura.

La Tierra es una nave que hace agua por exceso de carga. Siempre podemos ser más, perono tener más y consumir más. Tampoco multiplicarnos hasta llenar la tierra como nave de emigrantes albaneses. No llegaríamos a puerto. El desarrollo económico sostenido, que es justo y deseable en los pueblos no desarrollados, ya no es sostenible a nivel planetario.

En Río de Janeiro ha sonado la alarma. Ha llegado la hora de aligerar el equipaje. ¿Desarrollo económico a cambio de naturaleza? Sí, pero sólo donde haga falta. Y esto significa que unos tienen que disminuir para que otros crezcan. Porque la humanidad en su conjunto ya no puede crecer razonablemente más que en sabiduría y en virtud, en solidaridad y justicia, en paz y libertad bien entendida, esto es, en valores imponderables e inapreciables, que no son los del mercado. En este sentido el hombre supera siempre infinitamente al hombre, puede y debe ser lo que le falta. Por otra parte, es el único medio para aliviar a la Tierra de unos males que ya no puede soportar.

El segundo problema es el gobierno de esa nave. Si la libertad se entiende y se mide como libertad de elección, como capacidad que crece con el número de opciones disponibles, no habrá ningún orden capaz de contener su expansión ilimitada. Bajo esa hipótesis, el crecimiento de la democracia -que es el orden más abierto de cuantos podemos imaginar- aumenta la complejidad delmundo hasta hacerlo ingobernable. También el orden tiene un espacio social limitado, pero no es posible la libertad fuera del orden.

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Hay, claro, otro concepto más sutil de libertad. Me refiero a la libertad esencial, que es inconmensurable como el amor y no crece con el número de opciones. Me refiero a la capacidad racional de elegir uno lo que debe sin ser obligado a elegir lo que no que no debe. El que es libre de esta manera es también solidario, y quiere la mayor libertad de elección posible para todos los hombres, ni más ni menos.

He aquí, pues, el único desarrollo sostenible así en la tierra de la economía como en el cielo de la libertad. Eso es lo que pienso.

3.7.1992

YO (ALÍ)

Felipe González no es el alcalde de Fraga.El alcalde de Fraga es -era- Paco Beltrán. Tampoco es magrebí, como lo son todos los apaleados bárbaramente en la Pineda de Fraga (¿te acuerdas, Paco? Allí mismo, en la Pineda, inauguraste el año pasado un monumento a las víctimas, que las hubo también de Fraga, en los campos nazis de concentración).

Nadie sabe lo que habría hecho Felipe, o dejado de hacer, en el lugar de Paco Beltrán , para resolver los problemas que se plantean en Fraga con la presencia de emigrantes magrebíes. Pero sabemos, más o menos, lo que hace y deja de hacer como presidente del Gobierno para contener la inmigración: aplicar deficientemente una ley deficiente, la de Extranjería. El problema es si sepuede hacer otra cosa, y si el alcalde de Fraga puede exigir al Gobierno, o al gobernador de Huesca, que hogaño se cumpla a rajatabla esa ley en el Bajo Cinca cuando antaño tuvo que defender a quienes contrataron a emigrantes ilegales ante el riego de perder la cosecha por falta de mano de obra. ¿Qué pasará si no llegan los temporeros de Albacete?

Felipe no es magrebí, Paco tampoco. Pero sabemos lo que haría Felipe si lo fuera: cruzarel estrecho de Gibraltar para buscarse la vida, «y si me detenían y me devolvían a Marruecos poremigrante ilegal, al día siguiente volvería a cruzarlo». Así lo declaraba en una reciente entrevista. Y yo mismo, y tú mismo, y Paco Beltrán y hasta los racistas que apalearon a los magrebíes, ¿acaso no haríamos y no harían otro tanto? Por eso lo que no se debe hacer nunca es añadir injusticia a la injusticia, a la insolidaridad internacional, y amputar las manos de un trabajador emigranteporque son negras, porque están sucias, porque nos han robado unas coles o porque no nos hacen falta. Esto es una brutalidad abyecta. Basta.

Hace unos años un periodista se puso unas lentillas, una peluca negra y un bigote negro, empezó a chapurrear su propia lengua y se hizo pasar bajo el nombre de Alí por un turco entre los turcos inmigrados a Alemania. Me refiero a Günter Wallraff, el autor de Cabeza de turco. Lo que cuenta en ese libro es tremendo. En el prólogo escribe:«Aún no he llegado a saber -yo, Alí- cómo asimila un extranjero las humillaciones cotidianas, los actos de hostilidad y odio, pero sí sé ya lo que tiene que soportar y hasta qué extremos puede llegar en este país el desprecio humano». España no es diferente. Para reconocerlo nos haría falta, quizás, hacernos pasar por magrebíes en Españalos que no hace tantos años fuimos como los turcos en Alemania.

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10.7.1992

LA MISERIA DEL OLVIDO

No es lo mismo pensar que contar y calcular. Esto lo hacen bien los ordenadores, que no piensan. Y casi igual de bien los políticos pragmáticos, que piensan poco. Se cuentan los medios,los recursos, y se calculan los resultados. Pero las ideas y los fines se piensan.

Pensar es ponderar, meditar, considerar... A las personas, que son fines en sí mismas y nunca medios, no se las puede contar como cabezas de ganado sin perder en la cuenta lo que sólo puedeapreciarse pensando en ellas y con ellas. Pensar es también recordar: del latín re-cordare, acercar de nuevo al corazón y retener en el corazón lo que se nos escapa con el tiempo y la distancia.

Los políticos pragmáticos no piensan o piensan poco, porque no tienen ideas o les da igual cualquier idea, porque no tienen amigos o les da igual cualquier amigo, y, sobre todo porque notienen fines sino objetivos; y apuestan siempre a caballo ganador.Los políticos «que cuentan» tampoco piensan en el pasado;es decir, no recuerdan lo que pudo ser y no fue a pesar de ser justo, lo que debe ser todavía, el derecho de los vencidos, la resurrección de los muertos y nada que dé que pensar. Pero eso sí, del pasado cuentan todo lo que queda, y se quedan siempre con el bollo y nunca con el hoyo. Pues viven en y de la rigurosa actualidad.

En un mundo en el que pasan muchas cosas sin que suceda nada, el presente es pura apariencia no más y la historia una secuencia de imágenes inconexas, representación sin argumento. Lo ue desaparece, no cuenta. Si bien el tiempo no resuelve nada, con el tiempo todo se olvida. Y esto basta para «justificar las mayores vilezas con la impunidad del que sabe que nada será recordado» (E. Lledó).

Los nacionalistas aragoneses que gobiernan en Aragón, cuentan todavía con el 23-A como recurso, esto es, como pretexto. Ya se sabe, si no hacen nada es porque los socialistas tienen la culpa. Estos, en cambio, cuentan con el verano y calculan que cuando aparezca la nueva apariencia en las urnas acabará su pesadilla.Unos y otros se olvidarán de aquella manifestación «por la autonomía,ya» si no se obtienen ahora resultados. Porque los políticos pragmáticos no viven de futuribles y luchan sólo por el poder efectivo.

Y veremos de nuevo a los actores cambiar los disfraces y los papeles,según las circunstancias del escenario. Todo muy aparente.¿Quién habla de frustración? Hasta el público seguirá representando algo. Sólo los muertos desaparecerán de la escena y del patio de butacas. Pero nadie los echará en falta.

29.4.1994

LA CORRUPCIÓN

Pues eso, ya saben, sigue siendo noticia. ¡Y lo que te rondaré, morena! En las primeras páginas de los periódicos, un día sí y otro también, en las emisoras constantemente, en las tertulias por supuesto, y hasta en el taxi y en el ascensor ya no se habla del tiempo como era obvio sino dela corrupción de los políticos. Aunque no tiene mucho sentido tocar las trompetas una vez caigan las murallas, en este caso es previsible que siga el zumbido hasta la náusea. La indignación popular es

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comprensible, es justa. Los periodistas han hecho un buen servicio, sin duda. Pero no hay que pasarse, no se puede descender a las cloacas y quedarse mas del tiempo necesario para limpiarlas. Se corre el riesgo de intoxicación.

Lo que más me molesta en este asunto es que se coman el cerdo los que lo alimentaron antes con su silencio. Me refiero a los que nunca tuvieron una palabra de aliento para los políticos que no pudieron corromper y ahora, cuando no los meten a todos en un mismo saco, les hablan en voz bajade la corrupción como si les dieran el pésame. Hablo por experiencia, y les digo que me dan vomitina. Hablé de la corrupción cuando aún podía evitarse lo que ahora todos lamentamos, cuando no era necesario acusar a los otros para huir de la sospecha, cuando los renovadores de hoy eran en Aragón los hombres de Alfonso Guerra. Hoy lo hago a disgusto y sólo por una vez. Que otros se diviertan.

13.5.1994

PRIMORES Y PÓSTUMOS

En Suráfrica huele a primavera. Nelson Mandela ha votado por fin, todos han votado por fin. Y en ese fin del apartheid, comienzo de la democracia, Mandela se ha puesto a bailar delante de la urna. ¡Dios, qué maravilla! No sé por qué me ha recordado a David bailando delante del arca. Mandela se ha puesto a bailar porque le salía de dentro, del corazón, del recuerdo más hondo, del sufrimiento padecido, de la lucha, de los años de cárcel interminable.Y por eso florece y bailaahora inconteniblemente. Mandela bailando delante de la urna electoral es un símbolo, un icono. Berlusconi, en cambio, rodeado de cinco ministros neofascistas es un cromo, una imagen no más, la decadencia: lo que viene después de todo sin porvenir alguno. ¿Neofascistas? No, son postfascistas.

De la misma manera que hay postcristianos y postsocialistas, hay postfascistas. Los póstumos ya no están en la historia, ni en la tradición viva. Están en el consumo de objetos tradicionales, en los residuos, en el depósito. Son lo último, y están en lo que están para consumir y consumirse. Sin inventar nada, sin producir nada nuevo. Son un otoño sin primavera, las semillasdel pasado ya no son para sembrar sino para comer.

Berlusconi y sus ministros son póstumos o postrimeros,Mandela es un primor. Y nosotros, ¿qué es lo que somos? No somos ya un primor, desde luego. Pero tampoco una m pinchada en un palo. Somos un bochorno.

20.5.1994

RESPONSABILIDAD POLÍTICA

Ya se sabe, la culpa de todo la tiene el gobierno. Porque el pueble,¡oh el pueblo!, el pueblo es muy sabio; sobre todo, el pueblo español. De manera que el pueblo no se equivoca nunca. Si Felipe se equivoca al elegir un ministro, el pueblo no se equivoca al elegir a Felipe. ¿Quién lo duda?

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Nadie. Y menos que nadie los políticos, que dan siempre la razón al pueblo como los comerciantes a su clientela.

Pero el pueblo en democracia lo que tiene son los votos, la razón a veces y siempre la última responsabilidad mal que nos pese. Por tanto, ya vale de populismos y demagogias degradantes. El pueblo, esto es, la mayoría de los electores, comparten con sus elegidos la responsabilidad política del gobierno. Los que han elegido en Italia a Berlusconi son responsables de lo que haga Berlusconi, y si en España elegimos a Aznar, lo mismo. El recurso a las urnas no es un modo de sacudirse la responsabilidad. Tampoco es un método para acertar sino para elegir, y en toda elección hay un riesgo. La prueba de haber elegido bien o mal vendrá después, en el uso que hagan del poder los elegidos. Lo lógico es cargar entonces con las consecuencias y corregir el error, si lo hubo, en las próximas elecciones. No obstante, es razonable elegir a los mismos como mal menor. No lo es prejuzgar a los otros, sin prueba alguna, como el peor de losmales.

2.10.1994

UNA FRASE ADMIRABLE

Lo escuché por un casual, en la radio. Dijo Iñaqui que lo había dicho Belloch, el ministro: "La ética es lo más práctico". y la ponderosa voz de las ondas ponderó: "Una frase admirable".Sin embargo, eso es lo que dijo Aristóteles hace la friolera de2.350 años aproximadamente.

Claro que no es lo mismo lo que se dice, lo que se quiere decir y lo que se escucha o entiende. ¿Qué es 1o que quiso decir el ministro? No lo sé,ignoro el contexto en que pronunciara su "admirable" sentencia. Pero tratándose de un político a todas luces, a lo mejor sólo quiso decir que la ética es el medio más práctico para hacer política. Con mayor motivo ignoro 1o que pudieron entender la gran mayoría de radio-oyentes. Si entendieron lo que suele entenderse en el lenguaje ordinario cuando se habla de lo que es "práctico",no me extraña que se admiraran al escuchar lo que escucharon. Porque, vamos a ver: ¿Para qué diantres sirve la ética, para hacer negocios, para hacer carrera,para hacer política....?

Por otra parte, la gente ignora en general 1o que quiso decir Aristóteles: que la ética es práxis y en absoluto una técnica. Porque la práxis es vida, una vida digna del hombre, y las técnicas sirven para hacer cualquier cosa útil para vivir o matar, que todo puede hacerse y se hace con una buena técnica, hasta el amor. Aunque "hacer el amor" ya no sea lo mismo que amar, y el amor que "se hace" sea sólo un producto.

23.12.1994

QUE SEAN FELICES

Es posible que ayer les tocara la lotería, a mí tampoco. De la Rosa está en la cárcel, Romaní

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también. Berlusconi ha dimitido, Marco da igual. En Aragón todo da igual. Mario Conde sigue en el banquillo, los ojos de Eistein están en un frasco, Roldán huye, Chechenia nos cae muy lejos y la guerra de Bosnia es ya una noticia marginal. Pasado mañana es Navidad. Las navidades se resuelven todos los años en los mejores deseos: Que sean felices es lo que para todos, como para mí, deseo en esta Navidad.

Y ya que estamos en ello, dejemos por una vez el comentario de lo que pasa y ya ha pasado -la noticia es siempre vieja- y pensemos, deseemos, lo que siempre es actual porque nunca hasucedido. Hablemos de la felicidad, de la paz, de la utopía. Que el deseo de la felicidad sea real al menos cuando ésta nos falta, que la vida siga y que, después de todo, haya en el balance unsuperávit en esperanza. Que los hechos o su recuerdo -los hechos ya no son nada- no corrompan la buena voluntad.

La buena voluntad es lo que da moral. Y toda la moral, si bien se entiende, es un valor en sí mismo pase lo que pase, y todo lo que podemos hacer para empezar .Cuando existe es ya un éxito, es el éxito. Cuando falta, todos los éxitos futuros son ya un fracaso.

El mensaje de Navidad es un mensaje de buena voluntad. Eso es todo, para empezar. Y si eso es lo que queda después de todo, al fin y al cabo nos queda el principio. Pero me temo que sea el principio lo que nos falta.

6.1.1995

A LOS REYES MAGOS (Muy urgente)

Queridos Reyes Magos: Tengo noticia que han pasado por Zaragoza, vamos, eso es lo que dicen los periódicos y si lo dicen supongo que será verdad, aunque casi siempre publican malas noticias y las buenas son tan raras que las personas mayores apenas las creen. Yo mismo oí decir a los niños que sí, que este año iban a pasar por Zaragoza, pero no lo pude creer y ahora resulta que llego tarde, no sé dónde, diablos, se han metido y si tiene todavía remedio mi despiste o estarán dispuestas SS.MM. a perdonar la falta de fe que ahora lamento. En esta perplejidad he pensado que lo mejor sería hacerles llegar mi carta por EL PERIODICO, pues lo que quiero pedirles es de interés general y no me importa en absoluto que todo el mundo se entere.

Sí, ya sé que SS.MM. ya han hecho el reparto. Pero lo que necesitamos las personas mayores, los que siempre llegamos tarde para la ilusión y la esperanza, es justamente lo que les queda porque los niños nunca lo piden. Me refiero a la estrella y a los camellos. No pueden imaginar SS.MM. lo bien que nos iría a todos los aragoneses una estrella, porque aquí nadie sabe a dónde ir y no se ve nada, salvo el pesebre, y aún eso que está a la vista algunos lo confunden con el Niño Jesús. Tal es el belén en el que estamos metidos.

Pero además de la estrella, que SS.MM ya no necesitan para nada, necesitamos camellos para cruzar el desierto. Si ya es tarde, como parece, traigan lo que les pido el año que viene.Muchas gracias.

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27.6.1995

¡ASESINOS!

Era un hombre como todos los hombres,le gustaba la ensaladilla rusa. Pero no lo fue para su asesino. Para éste -¿qué clase de hombre es éste?-, Gregario Ordóñez, Gayo para sus amigos, no era más que un cabrón. Por eso entró en el bar, sacó la pistola y le pegó un tiro en la nuca. ETA es el brazo armado de HB, es la pistola, la metralleta, la bala asesina. Pero el mecanismo se dispara en la coordinadora KAS, en HB y en las páginas de Egin. Es en esos ambientes abertzales donde se difama para matar, donde se convierte en alimañas a los hombres normales, que tienen hijos,madre, esposa, amigos, sentimientos, gustos, opiniones, que votan, trabajan o están en paro, hombres y mujeres como tú y como yo, ciudadanos como Enrique Casas o Gregorio Ordóñez. Y como Yoyes. Pero en esos ambientes se transforma a los adversarios políticos en enemigos y a éstos en alimañas. Lo que distingue a los hombres de las bestias lo tienen muy claro: ellos son, obviamente, seres humanos, y todos sus adversarios unos cabrones.

Levantada la pieza, designada la víctima, deshumanizada, ya se la puede abatir. Porque ya no será un asesinato, sino una limpieza del territorio de la que todos los auténticos abertzales deben alegrarse: "Con la muerte de Ordóñez, el buque insignia del fascismo se ha hundido en Euskal Herria". Eso es lo que ha dicho Zubimendi, portavoz de Jarrai. Pero esa clase de hombres son loque todos podemos ser. Lo que no son la mayoría de los vascos. Y lo que alguno de ellos ha dejado de ser tras el espantoso atentado.

12.5.1995

LA NOTICIA

Me resisto. Pero la noticia es imparable. El gol de Nayim,que llena ya todas las calles de Zaragoza, se cuela también por la ventana de mi despacho. ¿Cómo pensar en otra cosa? Dicen que ha habido otro secuestro en el País Vasco... ¿y qué? Dicen, se dice, que el paro baja y la peseta sube..., ¿y qué de qué? Dicen, por decir algo, que ha comenzado la campaña electoral..., ¿y qué de qué, de qué? Porque a todo eso, vamos, ¿qué es lo que dice Cedrún?, y la Virgen del Pilar, ¿eh? ¿qué es lo que dice la Virgen del Pilar? Porque esto es la Recopa, la repera, ¡la hostia! De modo que no queda más remedio que comulgar con la noticia y aquí, entre nosotros,hoy por hoy no cabe pensar en otra cosa:¡Gooool!¡goool!¡gool! Me rindo al sentimiento, al grito, a la locura... Porque al fin y al cabo uno es hombre, y el hombre no vive sólo de pan sino también de fútbol.

Todo eso que mueve y conmueve es más que un deporte. Es una identidad en bruto, es una afición, una adicción, una adhesión, una fusión y un nosotros sin compromiso, algo que permite sufrir y gozar -¿no es eso vivir?- por nada de nada, es decir, por quítame allá unos goles. Me pregunto -¿y por qué he de preguntarme nada?- si hay algo más importante para los aragoneses que la victoria que se celebra en Zaragoza. Probablemente, pero no me digan que pienso en la Liga del año que viene.

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26.5.1995ESTADO DE ÁNIMO

Me piden el voto. Pero esta vez lo daré sin hacerme ilusiones ni esperar nada a cambio, como quien da una limosna a un pobre. Si tuviera el amor de Cecilia, la fidelidad de Cecilia y hasta los años de Cecilia -el muerto ya lo tengo-, quizás contribuiría con mi voto para devolver la vida a Valerio. Pero esa joven italiana estaba ciega de amor y a mí, precisamente ahora, el amor me ha devuelto la vista. De modo que votaré al menos malo, no por amor sino por temor. Y sin confianza alguna, que no la tengo y no sé cómo demonios puedo recuperarla en pocos días, y además, si la tuviera, tampoco sabría hoy en quiénes depositarla , porque mis candidatos no se presentan. Hace tiempo que mi esperanza -y quizás la de todos- marcha por otros caminos.

Necesitamos una regeneración, una revolución moral, no tanto un cambio en las urnas –o en las “uñas”, como dijo Aznar en un lapsus memorable- sino en los partidos y en la sociedad, unamutación profunda que dé sentido y eficacia al rito de las elecciones. Y para eso necesitamos reflexionar no sólo un día sino todos. Y decidir, decidirse, en la vida cotidiana. Necesitamos entrar en razón y salir de la demagogia. No halagar a los clientes, ni al pueblo, ni dar pasto al rebaño del que se vive. En vez de vender ideas, habrá que discutir1as. Para persuadir con razones, no para seducir. Necesitamos, urgentemente, una opinión pública libre y responsable, crítica, de ciudadanos adultos. Sobran eslóganes.

16.6.1995

LA CAPACIDAD DE ESCUCHAR

El CESID no es una sigla, es un escándalo. Lo que ha hecho o se ha hecho en el CESID, eso de barrer a fondo e indiscriminadamente el espacio radioeléctrico por ver lo que se pesca, está muy mal. La información es poder, y todos los que tienen ese poder le han visto al lobo las orejas: "Abuelita, ¿por qué tienes las orejas tan grandes?".

Sospecho, sin embargo, que las personas corrientes no se sienten amenazadas por el affaire del CESID. A mí, por ejemplo, no me afecta personalmente. Como no tengo nada que callar o largara buen precio, como no pincho ni corto en el mercado de la información y no sé nada que interese al Gobierno, a la oposición o a la opinión pública, me tiene de momento sin cuidado. Para nosotros, al parecer, el problema no es que nos escuche el CESID, sino que no nos escuche nadie en la vida pública. En cambio, las personas corrientes tenemos, en general, la ventaja discutible de llevar una vida privada poco interesante para los demás. Por otra parte, del rey abajo todos vivimos aislados en un mundo de sordos y ensordecedor, sin que los medios de comunicación tan adelantados y tan vulnerables puedan hacer nada para salvar la distancia moral que nos separa. Al contrario, cuanto más adelantan menos nos escuchamos de verdad los unos a los otros. Vivimos conectados asépticamente en la distancia. Unos espiados y otros silenciados, y el diálogo mínimamente personal languidece en todas partes.

23.9.1995

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SOBRE LA TOLERANCIA

De la casa de mis padres, del viejo mesón en que me criaron, sólo queda un mosaico de San Cristóbal y una pila de abrevar las caballerías. La imagen del santo, a la altura del pecho del NiñoJesús conserva el descascarillado que le hizo un miliciano con la culata de su fusil: "¡Esa ideología se ha de acabar!", eso es lo que dijo antes de asestarle el golpe. Después de la guerra, en el Corpusde 1941 -lo recuerdo muy bien, yo mismo llevaba entonces el incensario- uno de los vencidos se topó en la calle con la procesión y no sabía cómo comportarse, si descubrirse o santiguarse, siretirarse en silencio..., pero el sargento de la Guardia Civil le dio un par de hostias y lo sacó enseguida de su perplejidad, y el pueblo fiel - que por un momento había parado el canto como yo el incensario- una vez restablecido el orden por el brazo secular continuó devotamente: "Cantemos al Amor de los amores..."

Eran otros tiempos, de aquellos tiempos guardo dos heridas: la una en el pecho, la otra en la cara y en el fondo del alma. Sobre ambas derramo una sonrisa cuando veo que algunos van a la procesión del Corpus sin que nada ni nadie, salvo los votos, les obligue.Pero las dos supuran cuando considero que la intolerancia sale hoy en procesión de intereses para ocupar la calle, las ondas y la letra impresa. ¿Independencia? Los independientes se quedan en casa. Y si salen a la calle lo hacen también en procesión, a no ser que se expongan a recibir bofetadas de unos y de otros, de todas las tribus, o salgan sólo de paseo.

13.1.1996

AGUA BENDITA

Por fin ha llegado el agua a medio Aragón, que el otro medio está a verlas venir. Pero digo que, ahora que no la quieren en otras partes, también llegará la lluvia a la margen derecha del Ebro. Nunca llueve a gusto de todos, y pocas veces a gusto de urbanitas que se olvidan del agua mientras la tengan en el grifo. Pero los que tenemos alma de campesino y un cuerpo vegetal, con raíces en esta tierra, nos alegramos cuando llueve y sentimos, oímos, el revenir y subir de la savia, y somos agradecidos como los campos.

Hace poco estuve en los Monegros donde nunca llueve en vano -ya verdean- y el agua es siempre bienvenida, ojalá les llueva en abril sobre mojado. Pero además de la lluvia, que es agua bendita, está la embalsada, canalizada y administrada por los hombres. Aquélla es una gracia, ésta es un mérito. Quiero decir que hay que trabajarla. Se me antoja que esto es una parábola con su enseñanza: no seríamos prudentes si hoy, porque ha llovido, no previéramos con industria la sequía que puede volver. Y así en todo. Pero a menudo pensamos que en Aragón lo importante lo decide la geografía y confiamos que su situación estratégica nos beneficie sin hacer apenas nada. Sin embargo, la historia la hacen los hombres, y los aragoneses tenemos que hacer la nuestra. Si además llueve sobre nuestro trabajo y hay Dios que lo bendiga, miel sobre hojuelas. Mientras tanto, olvidémonos de quejas y rogativas. Pensemos que en la historia, llueva o escampe, sólo hace buen tiempo para quienes “se mojan”.

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7.2.1996

HAY QUE SOSPECHAR DEL PODER

Una verdad de Pero Grullo no lo es porque la diga ese tal, sino porque la gente la escucha siempre sin replicar. Por ejemplo, es una perogrullada que "hay que sospechar del poder" si hablamos del gobierno; porque aquí, como en Italia, nadie se chupa el dedo y ya se sabe que "sí piove, ¡porco governo!". No obstante, en una democracia lo elegimos. Pero está bien tener bajo sospecha a cualquier gobierno, porque sabemos que puede hacer 1o que no debe y ¡nadie sabe, Dios Santo, lo que haría si no hubiese oposición! Aunque también ésta, Y la prensa y hasta las organizaciones no gubernamentales están hoy bajo sospecha. Sin embargo, sospechar del gobierno porque puede hacer lo que no debe no es aún sospechar del poder sino sólo de la voluntad de los gobernantes. Del poder como poder sospechan de verdad y lo critican radicalmente quienes saben que nunca puede tanto, para bien o para mal, como aparenta.

Desde este punto de vista, la prepotencia del gobierno es estúpida; la demagogia de la oposición, cínica; el escándalo de la prensa, interesado; la animosidad de la gente contra los políticos, un síntoma de inmadurez, y las organizaciones no gubernamentales son hipócritas cuando se presentan como altemativas y buscan el poder oscuramente. No nos engañemos,la sociedad civil no sustituye al Estado. De modo que el problema no está en fiarse del gobierno –nadie se fía-, sino en el prejuicio contra la política y la fe ciega en la fuerza del poder: “¡Ah si nosotros mandáramos!” Pero a eso, ¿cómo hay que llamarlo?

21-12-1997

LA TRADICIÓN DEGUSTADA

No sé dónde, pero un alcalde ha decidido dotar con medio millón de pesetas al primer niño bautizado en su pueblo con el nombre de Bartolo. Los nombres también pertenecen al patrimoniocultural, ¿por qué los dejamos perder? Si tiene un hijo no le llame Iván, no sea hortera. Llámele Valero, Pascual, Mariano... o Bartolo, ¡qué guay!, que también es un nombre muy aragonés. Busqueuna denominación de origen para su hijo y contribuya, así, a recuperar nuestro patrimonio cultural. Porque si no hacemos lo más fácil, ¿cómo, diantres, vamos a recuperar otros objetos de nuestro patrimonio? Seamos modernos, qué digo modernos,¡seamos post-modernos!, y para ello, para pasar del presente, nada mejor que ir al pasado virtualmente.

No, no se trata de vivir en el pasado. Se trata de degustarlo, de recuperar la tradición como folclore, como souvenir o como pieza de museo. Demos al pasado la única oportunidad que tiene de sobrevivir. Y aprendamos de la Iglesia, tan conservadora y sin embargo tan actual. Los curas de hoy -aunque no todos, claro- son post-modernos. Como ese de la tele, que Dios confunda. ¿Acaso no han aprendido ya a recuperar unos ritos y una forma de vida periclitada, dejada atrás cual camisa de serpiente, y ahora puesta en venta para degustación general? Pues eso: olvidada la tradición en la que vivimos, deshabitada, hay que recuperar los nombres, las costumbres y todos los objetos tradicionales para degustarlos. Ese patrimonio es una mina, pero la vida sóloda para disgustos.

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25.4.1997

LA PERA

Ahora que somos nacionalidad el Día de Aragón ha pasado sin pena ni gloria, como si no hubiera nada que reivindicar o celebrar. Y es que esto de la autonomía, tal como la entienden algunos nacionalistas, ¡es la pera! Porque es fácil movilizar el sentimiento y aún el resentimiento de los aragoneses y sacarlos a la calle para pedir peras al olmo; pero, como el olmo no puede darlas, si no se sabe hacer otra cosa, se acaba frustrando a la gente por no hacer nada cuando apenas algo ha comenzado. ¿No será ésta la causa de que se desinfle el entusiasmo de antaño?

Lo que había que haber hecho y lo que se puede hacer todavía, si de verdad lo que se quiere son peras, es plantar un peral y procurar que crezca sobre sí mismo día a día con nuestro esfuerzo, agotar todas las posibilidades que se tienen y administrar mejor los recursos disponibles aunque sean pocos, cultivar el propio campo con esmero en vez de llorar de envidia por el ajeno. Porque todo lo que crece lo hace sobre sí mismo y nada se mueve que no vaya desde lo posible hacia lo posible. Y porque nadie es ya tan estúpido que se suba a un tren que no anda. Las energías de un pueblo vierten siempre y se suman unas a otras por donde se abre cauce y es así como se gana en velocidad y potencia hacia metas que son de momento imprevisibles. Lo demás es demagogia y engaño, porque lo mejor es enemigo de lo bueno y cómplice de 1o peor. Y de esta suerte lo que se consigue no es lo que se promete. No es la pera, es la repera.

23.5.1997

POLÍTICA RETROACTIVA

Y vino él y dijo que iba a pasar página, que no quería mirar el pasado sino el futuro. El pasado es lo único que no cambia; es lo que fue, aunque se olvide. No hay por tanto razón alguna para ocuparse del pasado. Nadie lo hace, nadie mira al pasado como pasado. Porque sencillamente no es y con la nada no se hace nada, ¿para qué ocuparse de él? Ni la nostalgia, ni la memoria, niel olvido, ni el perdón, ni el rencor, ni la venganza, se ocupan del pasado. Nos ocupamos siempre del presente y nuestra única preocupación es el futuro. "Pasar página", si algo significa, quieredecir ocuparse del presente con todas sus consecuencias. Sólo que Aznar y su gobierno parecen más ocupados con las consecuencias del pasado en el presente, que sí existen y son reales, que preocupados por las consecuencias del presente en el futuro que ya veremos lo que pasa. Desde esa posición, irresponsable, es perfectamente compatible "pasar página" y hacer una segunda lectura. No para cambiar el pasado, que lo que fue ya no es y nada importa, sino su interpretación. Desdeesa posición, la acción política puede ser tan atractiva y arbitraria como la ley del fútbol que ahora se pretende. La retroactividad de esa ley incide sobre las consecuencias actuales del pasado, no sobre el pasado. Como la venganza y el rencor. Sospecho que esta gente se olvidaría incluso del GAL si Felipe González estuviera muerto. Y toda la crispación desaparecería. Porque ya se sabe: el muerto al hoyo y el vivo al bollo.

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3.12.1999

¡BASTA YA!

Después de correr la sangre derramada, esa que grita al cielo, corrió el rumor de la paz...Se dijo, se pensó, quisimos creer que había muerto la fiera. Pero vuelve el temor con la amenaza. Se acabó la tregua, el engaño. Ahora sabemos que lo que ya parecía un sueño puede acabar en sobresalto. Porque ETA es el fanatismo abismal de la guarida, la oscuridad impenetrable, la obcecación armada.

Es difícil que los fanáticos entren en razón , pues creen tenerla en absoluto, la detentan, y confunden el candil de su cuadra con la luz del mundo. Por eso cuando salen a la calle prefieren el fuego de la pasión y de las pistolas, que en eso va a parar su razón y su candil, a la razón común. Pero sólo ésta, con ser tan poca y un poco fría, es verdad, es la única de que disponemos los seres humanos para vivir y dejar vivir en el mundo que compartimos. La razón común entre unos y otros, y sobre todos nosotros como ciudadanos, es la única razón a la altura de la dignidad humana y de las circunstancias históricas. Cualquier otra que se quiera instalar a la fuerza como alumbrado público es un atajo a la paz del cementerio.

Si queremos vivir en paz o hacia la Paz, en una sociedad democrática, mínimamente

civilizada y tolerante, no podemos tolerar ya por más tiempo lo que es sin duda intolerable: que nadie rompa las farolas... y las cabezas en la calle. ¡Basta ya!

8.1.2000

EL USUFRUCTO DE LA SEO

A trancas y barrancas hemos llegado a restaurar La Seo. Quedan algunos flecos, es verdad; y esto sin contar la indispensable y urgente habilitación de un espacio museístico, en el que conservar y exponer en mejores condiciones la magnífica colección de tapices del Cabildo. Pero la Seo de Zaragoza ya está abierta al culto y a la cultura , a los fieles y al público en general. Recuerdo que cuando se cerró al culto por las obras, un beneficiado se lamentaba diciendo que ya no volvería a verla abierta nunca jamás. Se equivocaba. A pesar de los palos que en ocasiones pusieron en la rueda los mismos que debían haber empujado el carro de la restauración, a pesar de los malos augurios y de los peores agoreros, no obstante la crítica despiadada, y las campañas, y el retraso producido a veces por motivos técnicos y otras políticos, La Seo ya está abierta al culto que tanto preocupaba a aquel beneficiado, al Sr. Arzobispo, al Cabildo y al clero catedralicio en general. Por estas fechas son ya muchos miles de fieles y de turistas que la han visitado, y cuantos lo hicieron reconocen que ha valido la pena, confiesan que es una gloria y todos se asombran, después de asombrarse el Rey, de su luz antes discutida y ahora indiscutible. Nunca es tarde si la dicha es buena.

Aunque no ignoraba en absoluto la importancia histórica, la riqueza artística y la trascendencia simbólica de La Seo, fue el arquitecto Angel Peropadre quien me contagió su enorme entusiasmo por la restauración del monumento. Las obras adjudicadas por el Ministerio de Cultura habían comenzado bajo su dirección en Septiembre de 1980. Aunque lo único que se hizo hasta Febrero de 1983 fue consolidar el pilar más dañado, y hubo que esperar hasta Mayo del año

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siguiente para que, asumidas las competencias en materia de cultura por la Diputación General de Aragón y confirmado Angel Peropadre en el cargo, se ejecutara la delicada operación de apear y sustituir por otro aquel pilar que había sido consolidado y después los otros cinco que lo precisaban. Por entonces, ya habíamos tomado la firme resolución de llegar hasta el fin de las obras lo antes posible. Pero no de cualquier modo. Ni solos. Angel me había convencido de que era preciso implicar a todos los ciudadanos, recordándome cómo en la Edad Media una catedral era una obra colectiva de todo el pueblo, de la burguesía, de los artesanos, de los gremios, de los fieles, del clero, de los nobles, de los grandes artistas, de los intelectuales..., en la que se acumulaba la riqueza y se aplicaba todo el conocimiento disponible de una época, y, en el caso excepcional de La Seo, un documento extraordinario de toda nuestra historia y un real sitio en el que se coronaba a los reyes de Aragón. Nos entendimos a la perfección, al coincidir en el empeño de recuperar uno el símbolo material y otro la memoria de lo que representa.

Recuperar Aragón y recuperarse los aragoneses de su desánimo, unir esfuerzos para unirnos más, emprender juntos una obra importante para afianzar la Comunidad Autónoma recién constituida fue en adelante la consigna del Departamento de Cultura. Con ese propósito, sin dudar nunca de la necesidad y de la posibilidad de llegar a un entendimiento con los responsables máximos de la Iglesia en Aragón, los obispos, y en especial con el Sr. Arzobispo de Zaragoza, superados muy satisfactoriamente los primeros contactos, firmamos dos convenios: uno “entre la Diputación General de Aragón y la Iglesia Católica en Aragón sobre el Patrimonio Histórico, Artístico y Documental de la Iglesia Católica en Aragón”, el día 2 de Octubre de 1984, y otro, “de colaboración entre la Diputación General de Aragón y el Arzobispado de Zaragoza para la restauración de La Seo”, el 24 de Noviembre del mismo año. Este segundo, acompañado de un anexo en el que se fijaba incluso la cantidad a aportar en las obras por una y otra parte y se establecía la creación de una Junta Paritaria para el caso, remitía en general al primero y suponía ya establecido como marco suyo institucional la Comisión Mixta Diputación General de Aragón – Iglesia Católica en Aragón que en su virtud se había creado.

Con ocasión de la firma de este convenio y a propósito de las funciones establecidas para la mencionada Comisión Mixta; a saber: estudiar y dictaminar sobre ayudas solicitadas por entidades de la Iglesia al Departamento de Cultura, recomendar prioridades en la asignación de recursos, informar sobre declaración de bienes eclesiásticos como bienes de interés histórico artístico, proponer las condiciones en que los ciudadanos podrán acceder a archivos, museos y otros bienes culturales del patrimonio de la Iglesia, y, en especial, fijar aquellas “que han de observarse en el uso que, previa autorización de la correspondiente autoridad eclesiástica, haga la Diputación General de Aragón de los bienes inmuebles eclesiásticos para desarrollar actividades culturales”, el Sr. Arzobispo de Zaragoza declaró con satisfacción que esto “no se hubiera podido producir en un Estado centralista y que viene facilitado por una convergencia en el campo de actuación entre los obispos de Aragón y de las autoridades regionales y que aporta soluciones no partidistas para el pueblo aragonés”.

De acuerdo con la política cultural del Departamento, de acuerdo con el espíritu de los convenios firmados y siguiendo las reglas pactadas, con el propósito de acercar y comprometer a los ciudadanos en la restauración de La Seo, la Comisión Mixta comprendió que era una buena idea celebrar en su interior ( literalmente, entre los andamios) el Año de la Música, y así se hizo con dos conciertos en Junio de 1985. Junto al Tedeum de José Peris y el Carmina Burana de su maestro, Orff, se oyó el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz con la música y la sobrecogedora interpretación de Amancio Prada. También se hizo una exposición en el coro de la catedral sobre las obras de restauración, con el mismo y único objetivo de interesar a los ciudadanos por lo La Seo. Pero ya entonces hubo quien pensó y difundió la especie de que los socialistas querían “secularizar la catedral”, que es un “concepto religioso hecho arquitectura” como bien dicen.

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Dudo mucho que los máximos responsables de la Iglesia en Aragón, que entonces no hicieron ningún caso, compartan el mismo temor con el que otros se alarman ahora. Estoy convencido, además, de que no hay causa objetiva o amenaza que lo produzca, por más que el miedo sea libre en todos y la pluma a veces ligera en los que no piensan demasiado lo que escriben. Desde mi punto de vista como ciudadano hoy y como consejero ayer de un gobierno aconfesional, desde la laicidad que todos compartimos, desde la plaza y a pie de calle, no cuestiono y nunca cuestioné la titularidad eclesiástica de La Seo, aunque no sé muy bien todavía- pero esto es algo que concierne sólo a la Iglesia - si es del Arzobispado o del Cabildo. Lo que sí sé es que La Seo no es del Estado por más que sea monumento nacional, ni de la Comunidad Autónoma por más que alguno lo haya llamado al parecer “templo de Estado” - ¿del Estado de Aragón?, lo dudo si es quien imagino-. También sé que como creación y compendio de nuestra cultura, como documento y símbolo histórico, como sitio real, como decoro y tesoro de nuestra ciudad, sus propietarios no deben cerrar las puertas de La Seo a cuantos quieran visitarla por cualquier motivo - salvo el robo – y cualquiera que sea su nacionalidad, su religión o su ideología, siempre que lo hagan como huéspedes respetuosos. Pero es que, además, no hay que ignorar que se trata de un monumento hístórico-artístico declarado, en el que se han gastado cantidades ingentes de dinero público y sobre el que pesa una servidumbre pública jurídicamente inexcusable. Claro que el derecho al usufructo cultural de un bien, que así podríamos definir el que tienen los ciudadanos en el caso que nos ocupa, no significa tener derecho al abuso y a la desnaturalización de ese bien. Pero convertir ese espacio en un parque temático después de impedir que funcione como lo que es, una catedral, sería desnaturalizarlo o sacarlo al menos de su contexto, con lo que se cerraría el paso a toda posible interpretación o recuperación cultural del monumento. No creo que esto lo desee nadie, a no ser que pertenezca aún al siglo XIX, haga del laicismo su religión y mantenga como programa la desamortización cultural de la iglesia; es decir, su enajenación y extrañamiento mental. Precisamente desde un punto de vista laico, interesa que en La Seo sigan cantando los canónicos, siga predicando el Arzobispo y sigan rezando los fieles, porque también eso pertenece al monumento que los visitantes -se supone- desean conocer. Una catedral en uso aunque sólo sea un museo para los turistas es un museo vivo, una figuración o fenómeno cultural mucho más interesante. Es casi como viajar a la Edad Media.

Lo malo sería que los que cantan, predican y rezan en la catedral, se comportaran de una forma poco hospitalaria con las visitas y en lugar de invitarles a entrar amablemente sin ningún compromiso, salvo el respeto que exijan las circunstancias, les impusieran la obligación de pagar una entrada para ir a la doctrina. Esto sería malo para la propia iglesia, como lo es todo lo que fuerza a la fe si es que la iglesia entiende que la fe es libre y no hay que obligar a entrar a nadie en la comunidad de los que creen. Pero además sería injusto, intolerable y de una arrogancia propia del nacional-catolicismo. Puedo entender que los propietarios de La Seo cobren una entrada para conservar y restaurar la catedral (aunque lo entendería mejor si es que cumplen con la contribución que les corresponde y, por supuesto, si se hicieran ellos solos cargo de todos los gastos). Puedo entender también que pidan un respeto al culto. Lo que no entendería es que pretendieran tener ellos solos el derecho al uso y al usufructo de La Seo. Y espero que nadie lo entienda. Por eso confío plenamente que llegarán a entenderse, sin ningún problema, el Consejero y el Arzobispo.

28.1.2000

¿HASTA CUÁNDO?

El pasado miércoles fue el 55 aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz, ese día se inauguraba en Estocolmo la Conferencia Internacional sobre el Holocausto y

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hoy mismo hace una semana que ETA ha vuelto a matar. En Estocolmo se ha recordado como una admirable excepción la actividad humanitaria del diplomático aragonés Ángel Sanz Briz, quien salvó la vida a miles de judíos, hombres, mujeres y niños, mientras la inmensa mayoría de la gente normal miraba al otro lado del exterminio. Los nazis liquidaron a seis millones de judíos sólo por eso, porque eran judíos, y fue tan horrible aquello que, terminada la guerra, se pensó que ya no se podía pensar después de Auschwitz, ni creer en Dios, ni vivir.... ¿Se equivocaron los filósofos y los teólogos, nos equivocamos todos? . ETA nos advierte, por si no lo sabíamos, que si no es posible pensar después de Auschwitz ni falta que hace para matar. Aunque ETA no es propiamente lo que vendría después, sino más de lo mismo: una gota en el mismo vaso del Holocausto. Y en eso está, en aquello, y esa es la noche de la razón, y ese su zulo. Por eso ni siquiera se pregunta si es posible pensar. Pero los que no estamos donde está ETA metida, ¿cómo podemos vivir , creer, pensar , hablar..., si dejamos de pensar en aquello y no ampliamos el corazón para recordar a todas las víctimas del fanatismo nacionalista?. No es posible. ¿Hasta cuándo? Hasta que se haga justicia a las víctimas o el corazón estalle. No nos queda otro remedio.

15.2.2000

TOLERANCIA Y XENOFOBIA

La xenofobia se mantiene en estado latente en lo más hondo, en eso que llaman las raíces. No es que sea el otro aspecto del sentimiento de identidad, su cara oscura; pero sí que es su parásito, como los celos lo son del amor. La xenofobia se manifiesta en brotes violentos cuando se siente amenazada la identidad colectiva. Como el miedo en general, que puede adueñarse de un sujeto sin que tenga causa objetiva que lo provoque, la xenofobia puede activarse ante una presunta amenaza. La presencia de los otros frente a nosotros, cuando según la percepción de la gente son muchos los que se acercan o se acercan demasiado, suele interpretarse como un peligro: “Cada vez es mayor el número de inmigrantes y, a veces el choque de culturas es inevitable... Antiguamente las invasiones extranjeras se producían mediante ataques guerreros, ahora estamos ante una nueva invasión de carácter pacífico. Pienso que una solución fácil sería tener uno o dos hijos más, porque a la larga todos saldríamos ganando”. Así se expresaba hace poco una mujer contra la propuesta de resolver los problemas demográficos de Aragón acogiendo a más emigrantes.

La xenofobia es algo humano, excesivamente humano por desgracia. Günter Wallraff se hizo pasar por inmigrante para conocer primero y denunciar, después, la situación infrahumana de los inmigrantes en Alemania: “Aún no he llegado a saber –escribía en el prólogo de su libro Cabeza de Turco (Anagrama, 1985)- cómo asimila un extranjero las humillaciones cotidianas, los actos de hostilidad y odio, pero sí sé ya lo que tiene que soportar y hasta que extremos puede llegar en este país el desprecio humano”. Me pregunto si no habrá nadie, entre los que piden en España la cabeza del moro, que no haya sido antes en Alemania cabeza de turco. Es muy probable que así sea, aunque esté escrito: “No maltratarás al extranjero, ni le oprimirás, pues extranjeros fuisteis vosotros en tierras de Egipto” (Ex. 22,21), porque hasta los que leen la Biblia y padecieron el Holocausto se han olvidado en ocasiones de haberlo leído.

La xenofobia es un racismo popular, en bruto, sin elaborar, sin líderes ni ideología. Ni siquiera es un movimiento sostenido y mantenido por unos símbolos. Es más bien un estado de ánimo o animosidad contra los extranjeros, que produce aquí y allá como un sarpullido en ambientes desestructurados del cuerpo social. No es aún un capital político, pero no cabe duda que

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es ahí donde están los votos de la ultraderecha y la camada de la bestia. El nombre de Haider nos trae malos recuerdos y un escalofrío que recorre toda Europa; pero los demonios que tenemos que exorcizar son nuestros propios demonios, los que no tienen nombre todavía ni rostro humano, porque esos son los más temibles.

Como era presumible, ya hay quienes opinan que 10.000 inmigrantes son demasiados para una población de 50.000 habitantes y que esa es la causa por lo que ha pasado lo que tenía que pasar en El Egido. Es cierto que algunos sociólogos llaman “umbral de tolerancia” al porcentaje de inmigrantes superado el cual una población los rechaza. Pero esta categoría analítica es ya un prejuicio racista: se da por supuesto que a los inmigrantes se les tolera; es decir, que una población los aguanta como mal menor hasta un límite de saturación traspasado el cual estalla por necesidad. Esto es falso: la xenofobia no es una reacción mecánica, ni un fenómeno físico que pueda explicarse sólo con métodos cuantitativos. Tampoco la tolerancia de la que hablamos es una resistencia física, sino una fuerza moral. En El Egido no ha pasado lo que tenía que pasar porque había demasiados inmigrantes. El umbral de tolerancia oscila entre 0 al 100% según sea el contexto social y cultural de la población. Hay pueblos muy cerrados que se inquietan con la presencia de un solo forastero. Otra explicación previsible de lo que ha sucedido es tambien la que dan algunos comentaristas que llegan tarde a los hechos y los analizan precipitadamente: las condiciones infrahumanas y la explotación extrema a la que están sometidos los inmigrantes en El Egido sería la causa. De ahí vendría el incremento de la delincuencia de los inmigrantes, la inseguridad de la población y la revancha xenófoba. Por tanto, el remedio sería mejorar las condiciones laborales de los inmigrantes y limitar su afluencia a los que se necesitan, ni uno más. Pero la extrema explotación de los magrebíes no ha sido la causa, sino el efecto de la xenofobia: Si se les paga menos es porque se les tiene en menos, de igual forma que se les ataca porque se les tiene como presuntos delincuentes. Un análisis en términos de lucha de clases, siguiendo el método marxista, lejos de aclarar encubre la complejidad del problema.

En mi opinión, ni el número excesivo de inmigrantes ni la explotación a que están sometidos explican suficientemente lo que ha pasado. Esto no significa que no deba regularse la afluencia de mano de obra, organizar su acogida y mejorar las condiciones laborales de los inmigrantes.De todos modos pienso que lo que pueda resolverse con medidas económicas se resolverá de una u otra forma. A estas alturas los empresarios agrícolas ya saben lo que vale un moro, y me imagino que lo pagarán. No obstante, un planteamiento meramente empresarial podría llevarles a sustituir a los moros por inmigrantes europeos del Este. Lo que sería, a mi juicio, una peligrosa complicación del problema de fondo que es de convivencia ciudadana. En efecto, si se desatienden las reivindicaciones de los magrebíes y se les sustituye por otros no sólo se cometerá una injusticia sino una torpeza y un agravio comparativo que fomentará aún más las tensiones interétnicas. Lo menos que cabe esperar es que los empresarios paguen mejor a quienes les enriquecen. Pero no servirá de nada si empresarios y vecinos no tratan a los inmigrantes como a sus iguales, como a seres humanos. En una sociedad abierta y pluralista, dentro de un orden democrático, hay unas normas mínimas de convivencia que todos, inmigrantes incluidos, han de respetar: son los derechos del hombre, del hombre sin fronteras o sin más definiciones. Porque todos somos hombres, y no hay Pinochet que valga más ni moro que valga menos. Respetar estos derechos es posible y necesario.

El racismo en general se extiende en la sociedad en la medida que pierden espacio los movimientos sociales; es decir, los actores colectivos de todo tipo y, en especial, los sindicatos, que gestionan los conflictos dentro de un orden constitucional y democrático; o tambien, y al contrario, en proporción directa al crecimiento de los movimientos comunitaristas, que son los que fomentan la adhesión a identidades colectivas particulares. Michael Wieviorka, cuya es la anterior hipótesis explicativa del racismo en las sociedades modernas, refiriéndose al caso francés no confiaba demasiado que un giro en la política de emigración detuviera los brotes de xenofobia, “porque –

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decía- cuando se apoya a los inmigrantes se exacerba a los xenófobos y, cuando no es así, éstos se envalentonan contra aquellos y creen tener razón”. En cambio, escribía que, “la experiencia enseña que donde los actores sociales se movilizan y sobre todo, crean o recrean la comunicación, la negociación, el conflicto incluso, la situación mejora sensiblemente; pero se deteriora sin remedio con la incomunicación total y la ruptura indefinida”.

Si el problema de El Egido se intenta solucionar entre las partes, la negociación en sí misma, el hecho de estar en comunicación aunque sólo sea para negociar, será más provechosa a largo plazo para la convivencia de unos y de otros que las mejoras económicas, laborales o de alojamiento que consigan para sí los emigrantes. Si, por el contrario, superado el conflicto se acaba con la comunicación y se consolida una comunidad frente a otra, no se habrá resuelto nada a medio plazo. Por bien que se instale a los emigrantes y se les pague, si no hay comunicación entre unos y otros, éstos, los otros, serán como los bárbaros delante de las murallas. En un mundo globalizado la identidad no puede realizarse contra los otros, sino en relación con otros. Y el derecho a la diferencia es ya, inseparablemente, el deber de la mutua deferencia.

17.3.2000

REFUNDAR LA IZQUIERDA

Los temas de actualidad son aquellos de los que se habla mucho, después se deja de hablar y no pasa nada. Son temas efímeros como la cresta de la ola que todos ven. Pero la rigurosa actualidad está en los problemas pendientes, en el mar de fondo que no se ve o no se quiere ver. Nada más actual que un problema que no se ha resuelto...Lo que pasó en El Ejido ha sido un tema de actualidad: se habló mucho porque se vio demasiado, pero el problema rigurosamente actual aunque no se piense y se diga es la xenofobia que hay y el racismo que viene. Otro tema de actualidad es la refundación de la izquierda. Pero el problema actual es que no se hizo aunque se habló de ello hace años, que está sin hacer por mucho que se hable y que no parece que se haga después de hablar...Ese es el problema y la actualidad. Porque me temo que donde se dice refundación hoy se diga mañana refundición , o que se quiera hacer la misma cesta con los mismos mimbres cuando lo que habría que hacer era otra cesta con otros mimbres; esto es, cambiar las ideas, las personas y la mentalidad. Lo primero no es tan difícil como parece, ni tan fácil lo segundo aunque nadie sea imprescindible....para los otros, pero lo que ya es al parecer imposible es cambiar la mentalidad. Las ideas son como la mercancía y la mentalidad como la cesta : vas al mercado con ella, le echas dentro la mercancía y la cesta es la misma. Es más fácil cambiar las ideas que las cabezas. Por eso hay que cortarlas, si es necesario. ( Figuradamente, claro).

24.3.2000

COMIEZA LO QUE VIENE DESPUÉS

El Comité Federal del PSOE ha elegido un comité político que ha de conducir a los socialistas al próximo congreso ordinario. Su presidente, Manuel Chaves, apenas asumido el cargo se ha apresurado a decir que “inician el camino de la recuperación”. Pero ¿de qué se trata? Se puede recuperar la salud perdida, el tiempo perdido, la memoria perdida, la esperanza perdida, la

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confianza perdida, el prestigio perdido, los militantes perdidos, los votos perdidos y hasta hay quien piensa en recuperar el centro perdido y los sillones perdidos... ¿Saben los socialistas a dónde van? Un buen comienzo sería , quizás , que no lo supiera aún el comité político y se mantuviera abierto para el diálogo y el debate, ahora que hay tiempo y motivos para pensar, digo, y es preciso ir despacio porque se tiene prisa. Aunque nada comienza de cero y sea imprescindible la memoria para evitar los errores cometidos, el futuro no está en el pasado ni en los ancestros, de la misma manera que el pensamiento que progresa no está dado en las premisas, que ese es el pensamiento deductivo, monológico, tautológico, único y terminal, y no el pensamiento que se enriquece con el diálogo y la experiencia. No sería lógico que los socialistas supieran ya lo que buscan. Pero si han de llegar a ser de nuevo un gran partido que entusiasme a sus electores -todavía son muchos ¡y aún esperan!-, necesitan un método democrático y un ideal en el horizonte. Sea lo que fuere, lo que ha comenzado será obviamente lo que viene después. Pero eso puede ser, por desgracia, más de lo mismo.

16.11.2000

LA XENOFOBIA, ¿UN “INSTINTO BÁSICO”?

En los últimos años la presencia de inmigrantes en Zaragoza, sobre todo en el Casco Viejo, se ha convertido en un fenómeno social sin mayores problemas de convivencia. Nos hemos acostumbrado a verlos en todas partes: en la calle, en el mercado, en el autobús, delante de una cabina telefónica y últimamente en los locutorios, que se han abierto a la par que algunos negocios o establecimientos especializados, como las carnicerías islámicas por ejemplo, y han proliferado al parecer como ningún otro. Nos hemos cruzado con ellos: extranjeros del Este y del Sur, europeos y africanos, del Magreb, de Cuba , de Hispanoamérica en general, de todas partes, en la escalera y en el patio de nuestra casa como es obvio que suceda entre vecinos: “Oiga, por favor, ¿sabe VD. si vive en esta casa un joven peruano, bajito, que trabaja de albañil en la calle Predicadores?” – “Creo que vive en el 3º B”. Es una escena de la vida cotidiana.

Pero algo se nota ya en el ambiente, aquí mismo en Zaragoza y en otras partes de Aragón, que debería preocupar mucho más de lo que nos preocupa. Hace escasamente unas semanas, paseando por el barrio, me detuve a curiosear a través de una puerta, sobre la que figuraba como rótulo: Asociación de Inmigrantes Senegaleses, cómo un nutrido grupo de mujeres y niños - sólo mujeres y niños, todos de color- celebraban una fiesta. Al instante pasó por allí un vecino, echó una mirada sin perder el paso y dijo con cara de pocos amigos: “Siete siglos costó echarlos de España y antes de un siglo los niños que nazcan aquí serán todos de café con leche”. Y no hace tanto, algunos meses, que leí en la prensa local - no recuerdo en qué periódico- lo que decía una mujer contra la propuesta de paliar con la acogida de inmigrantes el grave problema demográfico de Aragón: “Cada vez es mayor el número de inmigrantes y, a veces, el choque de culturas es inevitable...Antiguamente las invasiones extranjeras se producían mediante ataques guerreros , ahora estamos ante una invasión de carácter pacífico. Pienso que una solución fácil sería tener uno o dos hijos más, porque a la larga todos saldríamos ganando”. Hay que pensar que quienes comparten opiniones como éstas son más que los que lo dicen. No olvidemos que el racismo no goza de buena fama y que, por eso, en nuestra sociedad los racistas son siempre los otros. Razón de más para preocuparse y tomar muy en serio los síntomas que se aprecian en el ambiente.

La xenofobia es un sentimiento que se mantiene en estado latente en lo más hondo, en eso que llamamos la raíces. No es que sea el otro aspecto del sentimiento de identidad, su cara oscura; pero sí que es su parásito, como los celos lo son del amor . La xenofobia se produce y salta en brotes de violencia donde la identidad colectiva se siente amenazada.. La xenofobia es miedo a los

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otros, a los extranjeros, y como sucede con el miedo en general puede adueñarse de la gente sin ninguna razón objetiva que lo provoque. Basta una presunta amenaza. La presencia de los otros frente a nosotros, cuando según la percepción de la gente son muchos los que se acercan o se acercan demasiado, se interpreta como un acoso que pone en peligro la identidad. La xenofobia es algo humano, demasiado humano.

El honorable Pujol nos invitaba el pasado verano a reflexionar sobre el racismo y la xenofobia a propósito de la inmigración, necesaria e incontenible, como todos reconocen, y de la reforma de la Ley de Extranjería que a muchos parecerá inevitable sólo porque se puede y así lo quiere el gobierno. Pujol se refirió entonces a la xenofobia como “instinto básico” y nos invitó a ir al fondo, a bucear en la condición humana, como si el debate en España se hubiera movido hasta el momento en la superficie de la demagogia y en las nubes de la ingenuidad. Esta llamada a la reflexión y a la responsabilidad, nos recordó la conocida posición de Levi-Strauss en la lucha contra el racismo. El ilustre antropólogo publicó en 1971 un ensayo bajo el título de Raza e Historia y, veinte años más tarde, otro con el título de Raza y Cultura, escritos ambos a petición de la UNESCO para su campaña contra el racismo; aunque el primero, que calificó el autor de “mi pequeña filosofía de la historia para funcionarios internacionales”, fue acogido con grandes elogios y difundido por todos los liceos franceses, siendo impar la suerte del segundo y grande la perplejidad y la decepción que causó en los mismos funcionarios por ver en él una velada defensa de la xenofobia.

En efecto, Levi-Strauss condenó sin reservas la ideología racista en su primer ensayo y descalificó el concepto de raza por carecer de base científica en la genética de las poblaciones. Pero en el segundo, después de constatar el fracaso de las sucesivas campañas contra el racismo , se pregunta si ese tipo de conducta es sólo una consecuencia de ideas falsas o si hay algo más en el fondo; es decir, si la xenofobia no será ya una respuesta natural de la especie humana a problemas de pura supervivencia y a falta de otras mejores, culturales o civilizadas, que la mayor parte de la humanidad no conoce o no está dispuesta a dar a ciencia y conciencia. Porque, de ser ese el caso, de poco serviría disipar los prejuicios racistas. Ni la evolución genética de la especie, ni el progreso cultural de la humanidad, sacarían nada de esa mera ilustración.

Levi-Strauss establece una analogía entre el progreso cultural y la evolución biológica de las poblaciones humanas. Dice que la condición de posibilidad es la misma en ambos casos: “un aislamiento relativo durante un tiempo prolongado e intercambios limitados, ya sea de orden cultural o genético”. Piensa que un intercambio intenso y prolongado lleva a borrar las diferencias genéticas y/o culturales de las poblaciones, mientras que un aislamiento absoluto empobrece su patrimonio genético y7o cultural. La regla a seguir es, por tanto, el equilibrio entre la fisión y la fusión, de manera que se salven las diferencias para nuevos intercambios. Porque los avances o saltos hacia delante se producen siempre, tanto en la evolución biológica como en el progreso cultural, en contadas ocasiones y a partir de una coalición o fusión de las diferencias. Ahora bien, sucede que el mundo se nos ha hecho muy pequeño debido, de una parte, a la explosión demográfica y de otra al desarrollo de los sistemas de comunicación: somos más y nos movemos más deprisa en el espacio, que no crece. Y ese es hoy el problema, cómo aislar las poblaciones para salvar las diferencias en beneficio de la humanidad: “Sin duda –escribe Levi-Strauss- nos acunamos con el sueño de que la igualdad y la fraternidad reinarán un día entre los hombres, sin que comprometan la diversidad. Pero (...) toda creación verdadera implica una cierta sordera a la llamada de otros valores , pudiendo llegar hasta el rechazo y la negación de los mismos. Porque no se puede, a la vez, fundirse en el gozo del otro, identificarse con él, y mantenerse diferente”.

El consejo de Levi-Strauss es que , para salvar las diferencias, han de vivir separados los que son diferentes. Por tanto, contactos esporádicos y aislamientos prolongados. A eso es a lo que llamo yo “coitus interruptus” o el amor de una noche. El consejo sería entonces, sin metáforas, vivir

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con reservas para preservar la diversidad o guardar las distancias físicas y culturales entre las naciones. De modo que el respeto a los otros no fuera más que recelo y éste un sentimiento acorde con la xenofobia, que eso es lo que hay en el fondo como se supone, esto es, un instinto básico de supervivencia. En consecuencia, si esa es la respuesta y si los hombres no la dan como animales políticos, la darán simplemente como animales.

Puede que la xenofobia sea un instinto básico y puede que Pujol comparta las teorías de Levi-Strauss, aunque lo dudo. Pero aunque me fatiga la ingenuidad de los bienpensantes y bien hablantes y me fastidia la demagogia de la derecha que nos gobierna, me niego a poner al hombre entre los animales y a someter a los genes la conducta humana o a los instintos por muy básicos que sean. Creo que el modelo no es guardar las distancias o guardarse en la distancia, sino salvar las diferencias en el encuentro, frente a frente, en relación unos con otros, en un nosotros más amplio y sin romper las relaciones. No es tampoco el mestizaje, es la deferencia. Es el respeto humano, el respeto verdadero. Estoy convencido de que el problema de la inmigración no es como cualesquier otro, sino un problema total o globalización de todos los problemas de la convivencia humana sobre la tierra. Nos hallamos en una encrucijada: ante nosotros se abren dos caminos, por el uno se salvan las diferencias en la unidad y por el otro todo se pierde. Para los seres humanos el prójimo, el más próximo, es siempre el otro, y el extranjero su vecino. Eludir al otro, rechazarlo, levantar fronteras e impedir la inmigración a toda costa, no va a resolver nada desde ya y en el futuro por todos los siglos. Lo que hay que levantar es el respeto a la dignidad humana, eso es lo que hay que levantar por encima de la xenofobia.

8.12.2000

YA NO BASTA CON VOTAR

Los jefes de Estado de la UE se han reunido en Niza para llegar a un acuerdo sobre el

reparto del poder en las instituciones comunitarias y, en especial, en el Consejo de Ministros. Alemania quiere más votos, pues tiene más habitantes, y Francia, que tiene menos, apela al interés general de Europa para conservar los mismos votos que Alemania. Los jefes de Estado se han reunido para discutir. Asistimos a una polémica, que es luchar con palabras. En la polémica se alza una razón contra la otra. Es la forma que adopta el diálogo político, sobre todo en el parlamento. Lástima que esa institución esté aún tan poco desarrollada en la UE. Y lástima, mayor todavía, cuando en un parlamento se elude el debate, o se desprecia, y se pasa a votar como si eso fuera lo único que importa. El diálogo político supone el acuerdo firme entre las partes de acatar, después de hablar, lo que se decide en las urnas y de no llegar nunca a las manos para resolver los conflictos. Pero cuando sólo se esgrimen los votos y se esquiva la polémica, cuando se pasa a votar sin entrar en razón, sin argumentar apenas, aquel acuerdo en el que se basa el diálogo político se quiebra y la fuerza bruta reaparece. Ni los votos, ni el número de habitantes, ni la extensión del territorio, ni la “dignidad de la Montaña”, ni la grandeza de historias pasadas, ni los huevos del presidente o de cualquier ministro, ya sea en la cumbre de Niza, en Madrid o en el Valle del Ebro, son nada en democracia para legitimar una decisión política sin mediar palabra.

22.12.2000

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EL QUE NO ESTÁ CON LA HUMANIDAD ESTÁ CONTRA ELLA

El amor fraterno no es una virtud humana: es más y es otra cosa, aunque puede ser menos si sólo es “caridad” y no supone un gramo de justicia. El amor fraterno a todos los hombres, y no digamos ya de todos los hombres, es un sueño piadoso que apenas deja sin dormir a unos pocos. De los tres ideales revolucionarios: libertad, igualdad y fraternidad, los dos primeros amanecen apenas para orientar el camino de la justicia, pero el tercero cae detrás del horizonte. La fraternidad no es un objetivo político ni una exigencia ética para los hombres como animales políticos; sí lo es reducir la violencia y evitar el fratricidio, vivir dentro de un orden, vivir en paz , en alguna paz al menos; pero no puede serlo establecer la cosa pública sobre la base del amor fraterno. Sí lo es aproximarse a un orden en el que se considere a todos como seres humanos, dotados de igual dignidad y libertad, sin que los hechos diferenciales se hagan valer como criterio en la distribución de derechos y obligaciones. Sí lo es aproximarse a una justicia sin acepción de personas. Sí lo es el respeto a todas las personas. Pero no el amor personal a todos los seres humanos. Por eso hay familias, casas y patrias, prójimos y lejanos. Pero nada de eso es sostenible, si no crece sobre la misma tierra y el mismo humus de la humanidad. Porque ese es el tiesto de todas las flores, la tierra firme de todos los fueros y el suelo de cualquier arraigo. Un patriotismo que mata o pacta con los que matan es insostenible. Está fuera de toda humanidad. Y contra ella. ¿Dónde están los nacionalistas vascos?

12.1.2001

ELLOS TAMPOCO EXISTEN

Cada vez somos más los que no entendemos que el Gobierno se llame andana ante algunos problemas. Cada vez hay que insistir más en lo mismo, cada vez es más penoso. Más urgente. La razón al parecer no basta para que se escuche. Me gustaría hablar de otra cosa, celebrar una efemérides, comentar una buena noticia, entretener un poco, antes de verter una gota de amargura en el mar de la opinión pública. Lo siento. Pero volveré a hablar de nuevo de los inmigrantes, aunque sé muy bien lo poco que significa una gota no más. Me refiero a esos que no son , pero que están. A los que no existen para el Gobierno porque no tienen papeles. A los invisibles, a los despojados de la dignidad de ciudadanos, de personas incluso, a los que no existen porque no se les ve y no se les ve porque no están en el censo, ni siquiera en las estadísticas; pero que sí están en el campo, bajo los plásticos de los invernaderos, en las granjas, en el servicio doméstico, en la economía sumergida, en los peores trabajos. Y ahora mismo ni eso en algunos sitios, porque no les dan trabajo. Antes les pagaban poco, ahora no tienen nada. Queda la limosna, se puede dar limosna pero no trabajo. ¿Hay algo más absurdo, algo más indigno? Se les necesita, y ellos están a punto. Pero no se les deja trabajar, ni se les echa: son como si no fueran , y se les deja estar. ¿Cuántos son? No son nadie. Y el Gobierno no los ve. Ni los escucha. El Gobierno no escucha a nadie. No reconoce como legal lo que es sencillamente normal. Y lo normal es, entonces, que la normalidad se pudra sin que el Gobierno se entere.

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19.12001

EL MAL DE LAS VACAS LOCAS

Llegó la fiesta de San Antón y en la parroquia de El Gancho se bendijeron perros , gatos, periquitos, conejos y hasta una iguana, pero no vi más cerdo que el del Santo y ni una sola vaca, las pobres, con lo mal que andan y tanto como lo necesitan. En el barrio no hay labradores, ni mulas, ni vaquerías, que las hubo no hace tanto. San Antón murió vencida la primera mitad del siglo IV. Poco después, hubo una peste que atacó bueyes y vacas en toda Europa. Un vate de la época, Severus, lo narra imitando las églogas de Virgilio. Un boyero de la Campania, llamado Buculus, se lamenta de que se le mueren las vacas: De pronto dejan de beber, no comen hierba, se tambalean y caen en medio de estertores. “Es la ruina”, dice. Y el cabrero Aegon, que le escucha, pregunta por qué no se le mueren a Titirus. Las reses de éste llevan la señal de la cruz, que es el signo de Cristo a quien ya se adora en las ciudades, y los dos paganos se hacen cristianos. Eran otros tiempos. De aquella devoción queda el folklore. Hubo una ética del cuidado que también se ha perdido, una ética que tiene mucho que ver con el cultivo y la crianza y apenas con la fabricación de objetos. Una ética mucho más respetuosa con la naturaleza. Agricultores y pastores cuidaban antes lo que nacía y crecía, esperaban, y recogían a su tiempo la cosecha. Sabían que no todo estaba en sus manos y asumían la responsabilidad según la medida de sus fuerzas. Las técnicas de producción están borrando hoy la diferencia entre cuidar y fabricar, mientras disminuye la responsabilidad conforme crece el poder. Esa es la locura.

16.22001

CANIBALISMO

Hay una semejanza entre “el pensamiento único” y el mal de las vacas locas. El pensamiento único se nutre de sus principios y de ahí saca todas sus consecuencias, las vacas se alimentan de sustancia animal y de ahí les viene la enfermedad. Canibalismo pues en ambos casos, y éste el paradigma de la muerte. El pensamiento único es la negación del pensamiento, el que deja de pensar porque es incapaz de escuchar a otro y de hacerse verdaderas preguntas. El pensamiento único está acabado en sus propios principios. Sólo sabe concluir, morir. La negación del pensamiento es la locura. Y el mal de las vacas locas una enfermedad que lleva a la muerte por lo mismo, por una especie de canibalismo. Tanto en la “noosfera” como en la biosfera, en el reino de las ideas como en el reino animal, lo que hace posible la vida no es uno y lo mismo sino uno y lo otro, la comunicación, la convivencia y el diálogo. Tampoco lo es el mestizaje que borra las diferencias, ni el cacao mental y la confusión de las ideas. Ni la xenofobia y la intolerancia, el rechazo y la exclusión de los otros por sus genes o por sus ideas. ¿Cómo puede decir, Sr. Matías Conde, que “los moros se vayan a Marruecos que es donde deben estar”?. A los inmigrantes los necesitamos aquí; no para que sean como Vd., ni siquiera como nosotros, sino para que aprendamos todos a convivir y a dialogar salvando las diferencias. Para que la humanidad sea posible, y para que sea

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imposible el canibalismo.

23.2.2001

LA TRANSICIÓN A LA DEMOCRACIA

Tal día como hoy hace veinte años fue el 23F. Hoy es otra cosa, una fecha no más, una efemérides de la transición a la democracia y un mal recuerdo para los demócratas. El golpe de Tejero pudo ser una montaña, pero se quedó en un ratón. No es que no haya nada que temer ya desde la orilla o más acá del trance, quiero decir en la democracia, porque hay aún sobresaltos, bombas y atentados fascistas contra la paz y la libertad de todos. ETA puede hacerlo, lo hace, es lo único que sabe hacer. Y ahí está, en la barbarie, y cada vez más en la cola del ratón: pequeña y descerebrada . Pero ya no es igual. Pase lo que pase y aunque siga la transición -siempre sigue, la democracia es un proceso-, no hubo, ni hay, ni puede haber otra transición a la democracia aunque pueda haber y deba haber siempre más democracia. Hablar de una “segunda transición” se ha desvelado como una maniobra de la derecha para negarle méritos a la izquierda. De todos modos si lo que se quiere es señalar hitos en ese proceso de la democracia, una vez inaugurada ésta dentro de los estados, sólo se alcanzará el próximo hito que valga la pena al rebasar las fronteras nacionales para acceder a un orden democrático mundial. Frente a un patriotismo de exclusión que rechaza a los otros, el progreso democrático se orienta hacia la inclusión de todos. Cuando los derechos humanos se hagan valer sobre los derechos de los ciudadanos, comenzaremos a ser todos ciudadanos del mundo. Y ya no habrá moros, ni charnegos, ni maquetos.

14.9.2001

EL TRIGO Y LA CIZAÑA

Lo que ha sucedido en las Torres Gemelas y en el Pentágono, lo que hemos visto en televisión, eso, ha sido más de lo que podía temer todo el mundo. Pero ahora tenemos que preguntarnos si no será todavía peor lo que puede suceder. Cuando en 1989 cayó el Muro de Berlín lo acaecido nos sorprendió a todos, sin que naciera de aquel asombro una sabiduría nueva. Deberíamos haber aprendido entonces que no hay fronteras infranqueables y que la humanidad no puede sobrevivir sin un orden planetario basado en la solidaridad y en la tolerancia. ¿Lo aprenderemos ahora? Ojalá. Los asesinos que han muerto no han pagado con su vida lo que han hecho: su deuda es incalculable, su culpa desmedida. Los cómplices, aunque su culpa sea mayor, no han pagado nada todavía. Hay que sacarlos de su guarida y castigarlos. Hay que hacer justicia. Pero no una justicia por encima de todo y aunque se hunda el mundo -¡qué más quisieran!-, sino una justicia para que la humanidad sobreviva y tengamos alguna paz no obstante lo sucedido; es decir, para que no se repita y suceda en adelante lo menos malo que pueda suceder. Es necesario combatir el fanatismo de los que hacen su “guerra santa” contra nosotros, pero sin invocar la “ira de Dios” contra todos los musulmanes por el simple hecho de serlo. No hay que confundir el trigo y la cizaña, que tanto se parecen y crecen juntos en todas partes, ni arrancarlo todo parejo, porque

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es preferible que el bien siga aunque el mal no se acabe.

21.9.2001

“JUSTICIA INFINITA”

Con parecida impaciencia se dijo ya en el Mayo del 68, en el siglo pasado:“Queremos justicia,y la queremos hoy”. Pero hoy, como ayer, no hay justicia todavía. La justicia sin más o “la justiciainfinita”, como se ha bautizado en América a la inminente operación militar contra el terrorismo, no entra en la historia ni con calzador. Es como la Paz : si queremos la Paz, si la buscamos siempre, podremos hacer probablemente las paces pero nunca la Paz. La Justicia, tampoco. Lo único que podemos hacer es una justicia humana. Y eso, que nos urge, hay que hacerlo despacio si tenemos prisa.

Separar el bien del mal, enfrentar el Bien contra el Mal, y acabar con todos los males del mundo de golpe no está en nuestras manos. Ni en las manos del presidente de los EE. UU. Nadie puede hacerlo, ni hay Dios que lo haga en el mundo. Por eso hay que recordar una vez más que lo mejor es enemigo de lo bueno, y cómplice de lo peor. En efecto, pretender una justicia sin límites ni mesura, caiga quien caiga, no está lejos del fanatismo de los terroristas. Sólo que al otro lado: aquí la “hybris” del poder, la prepotencia, y en frente la fe en la fe; esto es, la superstición de la fuerza contra la fuerza de la superstición. Y entre ambos lados, entre la “hybris” y el fanatismo, atrapado por una tenaza, el mundo. Y la humanidad sin posible supervivencia. ¿Es eso lo que queremos?

5.10.2001

TENEMOS UNA CITA CON EL ISLAM

Judíos , cristianos y musulmanes invocan al Dios de Abraham como único Dios. Pero al observar la incomprensión que entre ellos existe, la intolerancia y la violencia incluso, es fácil pensar que unos invocan contra los otros a su “único Dios”. Hay razones para creer que el monoteísmo es la versión religiosa del imperialismo político y cultural, y que esas religiones monoteístas son por eso incompatibles. ¿No será el fin de la religión el principio de la tolerancia en el mundo? No lo creo. El principio de la tolerancia es el fin del fanatismo; pero no la indiferencia religiosa, ni la renuncia a todas las creencias y convicciones. El fanatismo es fe en la fe y , por tanto , en cualquier fe con tal de que uno se sienta seguro. El fanatismo es una reacción de miedo. El fanático quiere tener a todo Dios de su parte, sin duda alguna. Pero la fe en Dios, si algo pretende, es poner al hombre en sus manos y no al contrario. Nadie tiene a Dios, si tiene fe en Dios. No hay una guerra con el Islam, lo que hay es una cita de todos los que creemos en Dios o no creemos en Dios pero sí en algo más que el dinero, por ejemplo, en la solidaridad y en los derechos humanos. Tenemos que hablar con los musulmanes y con los árabes en general, también aquí, porque ya somos vecinos en todas partes, y tenemos que entendernos con ellos para vivir en paz. Para evitar la violencia de los que matan por su religión o por su dinero, que es en cierto sentido la

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otra cara del fanatismo.

30.10.2001

LA TOLERANCIA Y EL MESTIZAJE

Como todas las palabras de moda, glamour, por ejemplo, ¡esa es otra! , mestizaje viene a cuento muchas veces sin venir al caso y suena bien aunque no se entienda. La mayoría de los “famosos”, que lucen el encanto atribuido antiguamente a los muy leídos o a los “hombres de letras” - glamour viene de grammar, que en inglés medieval significa lo mismo que gramática-, elogian el mestizaje sin pensarlo dos veces. Pero la orgía de las diferencias, la celebración del caos y el mestizaje del todo vale porque todo da igual en el fondo, no es más que una versión frívola de la tolerancia y su verdadera falsificación. Es en realidad el desprecio de todos los valores menos el dinero.

Acabo de llegar de los Monegros donde se cosecha el maíz por estos días. En los rastrojos, junto a los aspersores, se ve una mala hierba que está colonizando los campos. No se trata de las “barrellas” o “capitanas”, ni del pasto del Sudán que también ensucia los maizales, sino de una plaga sobrevenida a las otras en los últimos años. Es una planta carnosa de hojas anchas y de frutos redondos como castañas, pero que explotan igual que los pepinillos del diablo para derramar su simiente. Ignoro cómo se llama. Al no poder arrimar las cosechadoras a los aspersores, la cosecha la deja al descubierto. No lejos de allí, en el pantano de Ribarroja, han aparecido los “mejillones cebra”, y en el Delta del Ebro proliferan unos cangrejos extraños que arruinan los arrozales. Pero este caos que se introduce en la naturaleza, y del que podríamos dar otros innumerables ejemplos, es síntoma y efecto de lo que pasa en la cultura. El hombre es un animal enfermo - in-firmus- , no firme, o que se mueve. Y es la enfermedad del hombre, su ir y venir por todos los caminos, lo que pone enferma a la naturaleza. Dudo que en los Monegros el uso de herbicidas y el cultivo del maíz híbrido sean el remedio contra las plagas. Y estoy convencido, sin duda alguna, de que el puro mestizaje no resuelve en ningún sitio los problemas que plantea en todos el contacto entre las culturas.

Vivimos sin fronteras infranqueables, sin reservas ni retaguardias seguras, en un mundo en el que el encuentro o la guerra, el diálogo o la confrontación, son posibles cuerpo a cuerpo entre individuos diferentes sin mediación alguna. Nos rozamos en un espacio cada vez más pequeño, en el que nos movemos cada vez más deprisa. Más que vivir en comunidad, arraigados cada uno en su patria y con los suyos, vivimos ya enredados en un sistema de comunicación mundial. Esta situación histórica, irreversible, es una amenaza y una oportunidad para todos. Navegamos en un mismo barco, sobre las mismas olas y entre los mismos peligros: el integrismo intolerante y el egoísmo insolidario, entre la Escila contra la que se estrellan las libertades y el remolino de Caribdis que manda al garete los mejores sueños de igualdad. Siempre en el mar, y sin otro faro que más democracia.

Pero el tema sobre el que me había propuesto escribir era especialmente la tolerancia y las lenguas. El motivo ha sido la sorpresa que me produjo recientemente una desafortunada propaganda, a propósito del proyecto de Ley de Lenguas en la Cortes de Aragón, contra una lengua minoritaria que muchos consideramos aquí tan nuestra como las borrajas; la ocasión, el premio Príncipe de Asturias concedido al humanista George Steiner, y el pretexto el discurso que ha

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pronunciado al recibirlo: “No hay ninguna lengua pequeña”, ha dicho. Y añadió que la eliminación de las lenguas es peor que “la destrucción de la flora y la fauna”. Por otra parte, ha reconocido las ventajas de una lengua franca para la comunicación mundial. Pero advirtiendo que “un idioma criollo global de los medios de comunicación basado en el inglés americano es una perspectiva demoledora”. Por último, ha confesado no tener solución para el conflicto que se plantea entre una sola lengua mundial y muchas lenguas particulares, y ha invitado a “otros más sabios” a pensar en ello. Pero diga lo que diga Steiner, cualquiera que pretenda tener la solución será menos sabio. Porque “hay problemas que no caben en nuestras cabezas”, como él dice, y estamos convencidos de que en esto: en la cuestión abierta, en los conflictos pendientes y en el diálogo entre todas las personas, cualquiera que sea su lengua o su cultura, y no en el mestizaje y la indiferencia de unos frente a otros, está la navegación y el progreso de la humanidad. Porque, “lo mismo que es una preocupación es fuente de esperanza”.

10.11.2001

“PATRIOTISMO CONSTITUCIONAL”

Con ese título el P.P. prepara una ponencia para su congreso. De nuevo Aznar y los suyos se apropian de palabras que no son suyas. Es lógico que los socialistas se irriten al ver cómo les quitan de la boca las palabras, y no lo es menos que los nacionalistas periféricos teman un ataque de los del centro. Por ahora todos ignoramos el sentido que tenga la salida de los populares. Pero si de entrada, para cuantos nunca oyeron hablar de patriotismo constitucional, eso suena como un hierro de madera, no cabe esperar tampoco que los populares lo aclaren o que conserven siquiera en su ponencia el significado originario.

De entrada no se ve la relación entre una constitución aprobada por ciudadanos libres e independientes y el sentimiento colectivo de arraigo en una tierra y de adhesión inquebrantable a una nación. Desde este punto de vista, no se ve que una constitución democrática sea a la fuerza patriótica ni el patriotismo constitucional. No obstante, si se quiere, se puede llamar patriotismo constitucional al que exige y reconoce en exclusiva una constitución, y constitución a la que defiende una patria por encima de todo. La constitución sería entonces como la valla del huerto, y la patria el huerto. El patriotismo se alimentaría de la patria por las raíces, los patriotas serían los hijos de la patria, y ésta la única sustancia que permanece y sigue: la tierra y la nación siempre supuesta y nunca elegida por individuos libres e independientes. Y todo lo demás, ¡y todos los demás! , a su servicio. Pero si eso es lo que se quiere decir dígase con otras palabras y sin tapujos, dígase : “Todo por la patria”. Y no hablemos más del asunto.

Pero cabe también llamar constitucionales a otros patriotismos dentro de un estado con una sola constitución democrática, siempre que ésta sea como la valla más amplia que abraza a otras de menor alcance. En línea con este pensamiento político cabe suponer, postular y fomentar incluso un patriotismo español comprensivo y no excluyente de otros patriotismos constitucionales dentro de España. Si lo que hemos dicho en el párrafo anterior es todo lo que se puede temer, esto último es todo lo que cabe esperar de los populares. Pero nada de eso nos revela todavía el significado que esconde el título en su uso originario.

El patriotismo constitucional en sentido originario es la estima y la defensa de la constitución como patria de todos los demócratas. Para los que no tienen ninguna tierra, renuncian a la tierra poseída o quizás esperan que la posean los pobres, la única patria posible es una constitución democrática. Y el último fundamento - si es que marchan con los pies en tierra- son

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los derechos humanos que no existen del todo en ningún sitio porque son como el camino que se hace al andar. Para los demócratas radicales la constitución democrática es una “patria portátil”, como la Torah para los judíos. Con la diferencia de que no es un texto sagrado, porque éste sale perfecto de la boca de Dios según se cree y aquel de la boca de unos pobres diputados.

Una constitución es obra humana en todas sus partes, incluida la que llaman dogmática. Sólo que a ésta la reclama como autor el “hombre en el propio pecho”; es decir, cualquier hombre que se ponga en el lugar del otro y quiera para sí lo mismo que para todos. Por eso contiene los derechos humanos y es el fundamento de todas las constituciones democráticas. Y nos remite a la humanidad y al humus del que todos hemos sido hechos : a la tierra y al barro, al mismo barro que está también en nuestras manos. Porque el hombre está en las manos del hombre como ser autónomo, y la humanidad sin fronteras en las manos de los hombres sin fronteras.

En un sentido más superficial y cercano a la experiencia cotidiana, se llama patriotismo constitucional al respeto y estima de los ciudadanos a la constitución que ellos mismos se han dado, y que es el patriotismo mínimo necesario para que exista la nación soberana de un estado moderno. Si no hay patriotismo en absoluto, ni siquiera en este sentido, no se construye ni se conserva nada: no hay tradición, y la nación es imposible. Pero cuando sólo hay tradición, nación y arraigo en el terruño, el patriotismo absoluto impide absolutamente la patria y el patriotismo de los ciudadanos. Un nacionalismo exacerbado, sin pies ni cabeza, es natural que no encuentre tampoco el camino a un mundo humano.

Que la constitución sea la verdadera patria de los demócratas y los derechos humanos, la patria de la humanidad es más o menos lo que se dice en Europa a propósito del patriotismo constitucional. Lo que siempre ha enseñado J. Habermas en Alemania y lo que enseñó en Madrid en 1991: lo que diría J. J. Laborda en otra conferencia unos meses después de escucharle. Lo que piensa Aznar es otra cosa. Y lo que diga la ponencia del P.P. se verá.

2.1.2002

EXCLUSIÓN Y VIOLENCIA COTIDIANA

El ser humano, para agredir hasta la muerte a su semejante, necesita al parecer verlo y hacerlo ver como si fuera de otra especie: “No eres hombre, eres un cerdo, eres una bestia inmunda..., y por eso puedo matarte”. El que bestializa así al enemigo, supone que no se puede matar a uno de la misma especie. Esa es la ley que rige en el reino animal, salvo raras excepciones. Pero los humanos, que trascienden ese reino, pueden transgredir sus leyes y transformar la agresividad natural en violencia homicida. Sin embargo, como si fuera imposible salirse de la naturaleza sin fingirla en la cultura, vemos una semejanza entre la violencia humana y la agresividad animal. La eliminación simbólica del enemigo precede normalmente a su destrucción física, y no al contrario. La difamación, el ostracismo, la humillación, el linchamiento moral y los juicios paralelos, obedecen a esa lógica.

No es muy diferente el mecanismo que se dispara contra un chivo expiatorio para drenar la violencia de una comunidad. Los griegos elegían a tal efecto a un desgraciado, que alimentaban a expensas del erario público, y lo sacrificaban en situaciones críticas. Lo llamaban el pharmakon, la medicina de la polis. El chivo expiatorio ha de ser inocente y no tener a nadie que esté dispuesto a

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vengarlo. De lo contrario no se rompería con su sacrificio la cadena de venganzas y seguiría la espiral de la violencia. El Holocausto es un caso típico. Pero hay otros casos de exclusión racista y xenófoba, más o menos soterrados, que funcionan con esa lógica. Que un pueblo sea o no racista se descubre cuando se necesita a un culpable. La crisis de la salud pública, el malestar general por las razones que sean, es la “prueba del algodón” en estos casos.

Algunos piensan que la explosión demográfica y el creciente tráfico en un planeta cada vez

más pequeño, es la causa de la xenofobia y de la exclusión masiva. Pasaría como en todas las especies animales cuando sobra población y falta territorio. Sin embargo el desarrollo de nuestra especie bajo cualquier aspecto, incluido el demográfico, se presenta hoy unido a una violencia nueva que ya no tiene parangón en la naturaleza.

Vivimos en un sistema global muy complejo. Y como no cabe todo dentro de un orden, pues esto sería el caos, se impone reducir el número de opciones para reducir la complejidad del sistema. De no eliminar a los que sobran, esto se consigue mediante la homologación de todos. La consecuencia es una sociedad atomizada, cuyos individuos se mueven en un mismo espacio, y la rivalidad entre actores homologados como los productos que se homologan en el mercado.

Por otra parte, una sociedad que socializa para el mercado socializa a los individuos como “actores racionales”. Y la actitud de un “actor racional” - menos “razonable” que los animales- es el individualismo egoísta que le sitúa de entrada fuera de cualquier grupo y, una vez adoptada esa posición de absoluta insolidaridad, se lleva por delante sin escrúpulos a todo dios que le cierre el paso. Un actor así es como otro cualquiera, actúa igual en igual situación. En una sociedad de actores racionales lo que sucede fuera de lo normal es invisible, no existe para ella ni en ella para los individuos normales. En vez del consenso al que se llega salvando las diferencias, se establece la imitación que las elimina. Vale lo que se lleva y porque se lleva, sin más sustancia. O lo que aprovecha a cualquiera que esté en la misma situación. Despejado el sujeto de este mundo como tal sujeto, no hay nada que sustente los valores humanos. Las convicciones y las creencias, sin convencidos y creyentes, decaen. No sé dónde y no hace mucho, leí que un autodenominado filósofo ofrecía a los enfermos un repertorio de filosofías para uso terapéutico.

Los actores racionales aprenden a desear lo que se desea en todo el mundo y rivalizan entre sí no por nada, sino por eso, para ser uno el tipo de todos: el deseado. La lucha por ser único como cualquiera, lleva a los individuos a distanciarse de sus raíces y a salirse por las ramas, siempre por ahí y nunca aquí, sin aterrizar. Y por tanto a una existencia virtual, irresponsable, ansiosa de experiencias fuertes y alejada de la realidad. Sin pasado ni futuro, sin memoria ni esperanza: Carpe diem!.

Al perderse en la propia vivencia subjetiva, el individuo ve como una película lo que les pasa a los otros. El espectáculo del sufrimiento ajeno, que no duele, puede ser entonces apasionante. Lo que explicaría el morbo de muchas personas normales. Y la perversión de otras que, para sentir lo que se siente al ver lo que les pasa a los demás, “juegan” incluso al homicidio. Esto es el escándalo. El morbo y la insensibilidad, la violencia de las personas normales.

26-3-2003

LA POSICIÓN CORRECTA PARA VER LOS DESASTRES DE LA GUERRA

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La serie de grabados de Goya, editada por la Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1862 con el título de Desastres de la Guerra, comprende un total de 80 estampas, a las que habría que añadir al menos otras dos que no se publicarían hasta 1957. No faltan quienes piensan hoy que esta serie, olvidada tras la muerte del genial pintor aragonés, es su obra más importante. Puede que sea así. Pero doctores tiene la iglesia y no va a ser un lego en la materia quien lo discuta. Por otra parte además de confesar mi ignorancia he de confesar mi preocupación, nuestra preocupación, si es verdad como debo suponer que no hay nadie, sea hombre o mujer, que no comparta hoy con nosotros la preocupación por la guerra, y siendo este el problema, nuestro problema, convendrán todos conmigo que desde otro punto de vista, de importarnos todavía alguna obra de Goya, es ésta por desgracia la que más debería importarnos.

Suele dividirse la serie de los Desastres, después de una estampa introductoria sobre Los tristes presentimientos de lo que ha de acontecer, en una primera parte de 46 estampas referidas a los violentos horrores de la guerra, otra de 17 estampas sobre la hambruna que sobrevino a los habitantes de Madrid, seguida de los 16 “caprichos enfáticos” o estampas alegóricas en las que se critica la represión fernandina de la inmediata posguerra, y las dos últimas, la 81 y la 82, en las que se contrapone una alegoría de la Guerra a la visión utópica de la Paz. Según consta en el ejemplar de la serie que perteneció a Ceán Bermúdez y se conserva en el British Museum, el título que quiso darle el autor fue: Fatales consecuencias de la sangrienta guerra en España con Buonaparte. Y otros caprichos enfáticos... Una vez despejada la primera estampa como introducción general ( como un Cristo en el Huerto de los Olivos así el hombre ante lo que ha de pasar, así la humanidad, piensa Goya y así lo graba), este título corresponde mejor a la división interna de la serie en dos mitades: una, la primera (de un crudo realismo en la que todas las escenas son verosímiles excepto la 40, pero ninguna anecdótica), en la que se repudia la guerra con sus graves consecuencias inmediatas, el hambre y la miseria, y otra, la segunda ( con estampas simbólicas y alegóricas), en las que se hace una crítica política de la restauración fernandina con el rechazo de la constitución que ella supuso. Pero también esto, desde la propia experiencia de Goya, fue un desastre de la guerra que sólo sirvió para sepultar lo que debe ser en lo que ha resultado ser una vez más: Nada (69) de lo que soñaba. Porque Murió la Verdad (79) y Goya se pregunta Si resucitará? (80) De modo que al final queda por saber si la Guerra, que ya es como puede verse en todos los desastres, terminará devorando a la humanidad entera (81) o por el contrario seremos capaces de hacer realidad la utopía que debe ser y en la que “soñamos” cuando estamos despiertos: la Paz (82) y con ella la Verdad, la Libertad y todos los beneficios que de ahí se siguen.

Goya tiene una “visión” y retiene la esperanza a pesar de todo, y graba ingenuamente lo que ha visto en su visión: una joven matrona resplandeciente, que acoge a un hombre viejo muy trabajado que lleva en la mano un azadón y al que le muestra los beneficios que traerá la Paz, representados por un cesto lleno de frutos y un cordero que se acerca, y un niño protegido en su cuna, y otros muchos revoloteando libremente como un coro de ángeles. , una estampa digna de Fourier , de Saint-Simón y de todos los utopistas honrados que soñaron y sueñan en el mejor futuro para la humanidad a pesar de las malas noticias. Y después de grabar la visión, escribe: Esto es lo verdadero. Siendo esta última estampa una alegoría de la Paz, se opone ella sola a todas las demás y en este sentido se sale de la serie goyesca de los Desastres de la Guerra y, en otro sentido más profundo, de toda la historia de la humanidad, tal cual es, para afirmar lo que debe ser.

Los grandes beneficios en los que sueña la razón cuando está despierta (me refiero a la que no nos deja dormir: a la razón verdaderamente práctica, la razón de la ética y de la conciencia moral) no son nunca consecuencias de la guerra. Las consecuencias de la guerra son otra guerra hasta la destrucción final de la humanidad. La guerra es el monstruo que produce el sueño de la

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razón. No es la última razón, sino el fin de la razón o lo que viene cuando la razón duerme: es como la noche cuando es de noche, cuando se acabó el día. La guerra es las tinieblas. La razón es la luz, el sol que sale para todos. Pero puede suceder que el día salga, no de las tinieblas, sino contra ellas, como la paz contra la guerra pero nunca de la guerra. O la vida contra la muerte, pero no de la muerte. Resucitar es una victoria contra la muerte, difícil victoria, No obstante, si aún nos queda un soplo de vida para vivir la muerte, y un poco de luz aunque sólo sea para ver las tinieblas, puede ocurrir esa victoria. Porque entonces, más allá de la astucia y la estrategia para conseguir lo que nos proponemos, sabremos quizás lo que a todos nos conviene y descubriremos el camino que conduce a la paz. Pienso que la pretensión de Goya en esta obra es despertar la razón práctica. Ese es el énfasis o la intención que, a mi juicio, conviene resaltar en estos grabados.

Ante los Desastres de la Guerra no cabe una actitud puramente estética o contemplativa, si queremos entender y sentir lo que representan. Goya no ha querido hacer de la guerra un pretexto para pintar o hacernos ver cómo pinta, no se entretiene en detalles: va al bulto, y el bulto que le importa es la violencia bruta, que no tiene nada de sublime o hermoso. Por eso deja la épica para otros y no busca detener a nadie en la contemplación de su obra sino más bien movilizar a todos los que la vean contra lo que en ella representa.

Antes que los grabados fueron los recuerdos de Goya, y antes que los recuerdos su propia experiencia: Yo lo vi (44), Y esto también (45), No se puede mirar (26).... Pero lo que Goya pretende es justamente eso: que veamos lo que él vio, los mismos desastres. No como vemos hoy desde el sofá una guerra que parece virtual aunque es real, como la del Irak ahora mismo con lo que está cayendo, sino más bien al contrario: que veamos como real lo que él vio y es ahora, para nosotros, lo que ya pasó en la historia de España. Es verdad que los recuerdos no duelen como lo que recordamos, ni las descripciones históricas de unos desastres como los mismos desastres, y sin embargo no tiene ningún sentido ver los Desastres de Goya si no nos duelen en absoluto los hechos que representan: aquellos y éstos, los que pasaron y los que pasan ahora mismo. Goya se refiere a todos los desastres. Ver una exposición como ésta es exponerse a lo que en ella se expone, a lo que estamos ahora mismo todos expuestos. El único sentido de esta exposición es oponerse a la Guerra.

26 -3- 2003

NO A LA GUERRA, CON TODAS LAS CONSECUENCIAS

En el mundo entero millones de ciudadanos se manifiestan contra la guerra, en España también, y en Zaragoza. Pero sigue la guerra en Irak, y aunque miles de zaragozanos marchen contra la Base, contra la utilización de la Base para esta guerra, siguen en Bagdad los bombardeos. ¿Qué podemos hacer? Me temo que ni las manifestaciones a pie de calle; ni el clamor popular en todas partes; ni la tinta vertida en los periódicos, por supuesto; ni siquiera el grito de la sangre derramada que clama al cielo, ni el Papa, ni los rezos..., me temo que nada semejante va a parar no digo ya la guerra sino al menos los B 52 que despegan de la base británica de Fairford y sobrevuelan nuestras ciudades para descargar el fruto maldito de su vientre sobre Bagdad. Lo más probable por desgracia es que la crónica de esta guerra anunciada, de no ir incluso cada vez a peor, como parece, se cumpla como un proceso que discurre fatalmente por encima de nuestras cabezas. En esta situación dramática se nos plantea una vez más la pregunta de si la opinión en general, por buena que ésta sea, y en particular la opinión pública por muy numerosa que parezca sirve de algo.

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Aunque las circunstancias han cambiado y desde luego no son las mismas, Pascal se hizo esa pregunta hace más de tres siglos y la contestó diciendo que: “La fuerza reina en el mundo, y no la opinión”, porque “aunque la opinión use de la fuerza, es la fuerza la que crea la opinión”. No obstante, por mucha que sea la autoridad de Pascal y amarga su experiencia con el poder, o la nuestra, hay que escuchar otras voces que afirman que “todos los regímenes se fundan a fin de cuentas en la opinión” (J. Madison) o que ninguno puede asentarse sobre las bayonetas. Sin embargo, nos tememos que sea Pascal el que mejor describe lo que es de hecho frente a los otros que sólo prescriben lo que debe ser.

No obstante, entre el pesimismo de la inteligencia política y el optimismo de la voluntad moral, se cuela hoy la esperanza de los que apuestan por la rara posibilidad de un poder que se base en la opinión pública y no al contrario. Si la esperanza es lo último que se pierde, esa esperanza es la última que puede perderse y con ella todo el mundo. Porque ya no es posible la supervivencia de la humanidad en este mundo mundial, donde todos estamos juntos, si no aprendemos a convivir en paz y a resolver en paz nuestros conflictos. Es por eso que quiero pensar que salimos a la calle para oponernos con palabras a las bombas.

Y sin embargo pienso que todas las manifestaciones en todo el mundo y la opinión pública mayoritaria, ese 80, 70 o 90 % de los consultados, esa movilización de las conciencias, todo eso que tanto nos anima: ¡No a la Guerra!, todas las palabras y toda nuestra opinión no puede moderar al poder si ella misma no se articula y se transforma en un poder democrático. La opinión, aunque sea la mejor de todas, no puede nada si sólo es opinión. La opinión pública en cambio, al ser pública y compartida con otros, es ya un poder. Pero ha de ser lo uno y lo otro. Que la opinión pública mundial contra la guerra pueda hacer algo por la paz depende de que sea y siga siendo opinión: algo que se piensa de verdad, y de que sea y siga siendo pública: algo que se comparte con otros y se argumenta ante los otros.

La asombrosa movilización contra la guerra no debería encubrir una falta de responsabilidad política. La movilización ciudadana, los movimientos humanitarios y pacifistas, la indignación contra la guerra, toda esa contestación no ha de errar el golpe. No se trata de oponerse a la política sino de denunciar la mala política. Todo eso que se mueve contra la guerra ha de canalizarse más pronto que tarde por los cauces institucionales de participación ciudadana en una política nacional e internacional orientada hacia la paz. Pero al movernos en esa dirección, al movilizarnos por ese camino, deberíamos prepararnos ya a recorrerlo con todas sus consecuencias. A los que arrostran los peligros de la guerra para conseguir “grandes beneficios que ni siquiera podemos imaginar”, habrá que demostrarles que estamos dispuestos a todos los sacrificios que nos exija el incomparable beneficio de la paz.

Me preguntaron recientemente en una mesa redonda, a propósito de esta guerra cuando aún no había comenzado, cómo era posible que los políticos que gobiernan se distanciaran tanto de la opinión de los gobernados. Respondí que esto sería probablemente porque no la tomaban en serio. ¿Se equivocan los halcones? Por supuesto, si la paloma no se equivoca. Pero si esta se equivoca, entonces nos equivocamos todos.

23.2.2001

....Y EL VIVO AL BOLLO

Bueno, ya ha caído Sadam Husein. Pero no sólo, y de momento sólo en imagen. Los que sí

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han caído para no levantarse, los que sí han caído de verdad son los muertos: esas 1.500 personas civiles inocentes, o más, cuyo nombre nunca conoceremos y esos otros inocentes, unos pocos, como Julio A. Parrado y José Couso, cuyo nombre conocemos: que descansen en paz todas las víctimas en el recuerdo de todos los que queremos la paz. Y que no tengan paz, hasta que paguen por ello, cuantos tienen la culpa de que esta guerra absurda, innecesaria, ilegal e inmoral se produjera.

En Irak ha caído una dictadura, y lo celebramos. Hay que alegrarse por ellos, por los iraquíes que han sobrevivido y por nosotros mismos. Ojalá que el futuro sea mejor para todos. Pero mal empezamos si ahora nos olvidamos del pasado y de las víctimas de la guerra, como quieren los que creen que la han ganado. Olvidarse del pasado y pensar en el presente, ir al bollo y dejar al muerto en el hoyo, sobre todo cuando se es culpable de su muerte, es también una dictadura: es la dictadura de los hechos consumados. Para los que están convencidos de que la razón la tienen siempre los vencedores, todo está permitido menos la derrota. El fin justifica los medios. Y al fin ¿quién lo justifica?. La victoria, naturalmente. Los partidarios de esta dictadura no tienen conciencia, les basta con tener poder. No tienen memoria, ni corazón.

Frente a esa dictadura hay que reivindicar la memoria de las víctimas, defender las causas perdidas, reconstruir la historia desde la solidaridad con las generaciones oprimidas y fracasadas. Todas las injusticias cometidas en el pasado están clamando justicia: “Existe un misterioso punto de encuentro - escribía W. Benjamín - entre las generaciones pasadas y la nuestra. Hemos sido esperados sobre la tierra”. Lo que ha motivado los movimientos en defensa de la paz y de la solidaridad, en favor de los derechos humanos y de un orden internacional más justo, ha sido más el recuerdo de nuestros padres humillados y ofendidos que el deseo de dejar un mundo en el que vivan mejor nuestros hijos. Así pensaba W. Benjamín, estoy de acuerdo.

Si en vez de indignarnos por lo que ha sucedido cuando no debía suceder, porque no debía haber guerra y la ha habido, porque ha sido inmoral aunque se haya ganado, nos olvidamos del pasado y nos sometemos a la dictadura del presente, nos plegamos a los hechos, nos situamos mejor para aprovecharnos del botín. , si vendemos la conciencia por un plato de lentejas, no sólo habremos perdido la conciencia sino cualquier futuro mejor. No hay futuro para lo que debe ser, si nos olvidamos del pasado que no debió ser y de quienes hicieron que así fuera.

A partir de ahora más que nunca, precisamente ahora que vemos cómo los buitres revolotean sobre los cadáveres, hay que decir: No a la guerra, no con nuestro silencio. Los que no estuvieron a las duras como los socialistas hicieron bien, y si ahora no quieren estar a las maduras harán mejor. Y si los culpables, porque hay culpables, tuvieran un poco de vergüenza o de conciencia, en vez de pavonearse por su “victoria” que nada justifica, deberían mirar atrás: “Cuando vieres que tu corazón se comienza a levantar , luego debes aplicar el remedio, y éste será traer a la memoria tus pecados , y especialmente el mayor o los mayores, y desta manera, con una ponzoña curarás otra, como hacen los médicos . De suerte que mirando, como el pavón , la más fea cosa que en ti tienes, luego desharás la rueda de tu vanidad”. Un buen consejo que traslado de la Guía de pecadores de Fray Luis de Granada a los que siguen a otros padres espirituales: ¡que se miren el culo , por amor de Dios!

15.4.2003

UN MOTIVO DE INSUMISIÓN CIUDADANA

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La distinción que hacía el catecismo entre trabajo servil y actividad liberal, coincide con aquella que discrimina todavía hoy la “mano de obra” en sentido propio - o los obreros- de las “profesiones liberales”, y nos remite a la que hacían los romanos entre siervos y ciudadanos. Si echamos una mirada a los sectores que emplean más población inmigrante, veremos que son la agricultura, la ganadería, el servicio doméstico, la construcción, la minería y cuantos desarrollan en general un trabajo servil para los amos, esto es, el trabajo que hacían antiguamente los esclavos y del que escapan hoy los ciudadanos. Hay que denunciar un estado de cosas en el que sólo se quieren inmigrantes para que los nacionales vivan mejor que ellos en las sociedades modernas. Y hay que denunciar sobre todo la grave situación en la que se hallan los inmigrantes “sin papeles”: ¿Cómo es posible que sea bueno darles de comer -¡faltaría más!- y que sea ilegal darles trabajo? Pero si es bueno hacer caridad a los ilegales, es injusto negarles el trabajo aunque sea ilegal contratarlos.

He aquí un motivo para la insumisión ciudadana. En las actuales circunstancias y siempre que se les pague lo justo, dar trabajo a los inmigrantes “ilegales” puede ser una forma de atajar el abuso de quienes se aprovechan sin escrúpulos de su situación. Y esto es mejor que la ley, y mejor que la caridad. Ese es el frente en el que me gustaría ver a la “sociedad civil”.

15.1.2004

ELOGIO DE LA DISINENCIA

Rodríguez Ibarra tenía una propuesta que hacer al Partido Socialista para excluir del Congreso de los Diputados a los partidos nacionalistas, mediante una posible reforma de la ley electoral. El presidente de Extremadura, que no tiene pelos en la lengua y pertenece a un partido en el que no todos piensan lo mismo, ha dicho en público lo que pensaba. Y se ha armado la de Dios es Cristo.

Rodríguez Ibarra ha retirado su propuesta a petición de Zapatero que ha dicho, también en público, lo siguiente: “Aunque Juan Carlos tiene normalmente ideas interesantes y positivas, esta no la comparto”. Es posible que Rodríguez Ibarra haya tenido una mala idea, como así ha pensado Zapatero. Y es posible que Zapatero no la haya tenido mejor al pedirle que retirara su propuesta para el debate en la Conferencia Política del PSOE que ha de celebrarse este fin de semana. Si he de decir la verdad, diré con todo respeto que no comparto ninguna de las dos ideas. Como tampoco comparto el plan Ibarrettxe, sin que esto quiera decir que esté de acuerdo con los que quieren prohibir que se debata en el parlamento vasco. Por otra parte, no me extraña la petición de Zapatero y la renuncia de Ibarra. ¿No es eso lo que cabe esperar de un partido plural, democrático y disciplinado?

Lo que no comparto ni entiendo es que se presuma de pensar todos lo mismo en un partido político. Esto sucede apenas en el ejército, donde lo primero es la disciplina. Pero en un partido político no pueden pensar todos lo mismo, a no ser que piensen todos con la misma cabeza; pero como esto es imposible: o se piensa con la propia cabeza o no se piensa en absoluto, lo más probable es que no se piense al menos en público o que piense sólo uno, el jefe, durante la campaña electoral. ¿No es ese el caso del Partido Popular? Seguramente, y también eso puedo entenderlo

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desde un punto de vista táctico; es decir, entiendo que lo hagan y no que presuman de hacerlo. Pero lo que más temo y no puedo compartir en absoluto es que el Sr. Rajoy, ese que piensa,

el candidato del PP a la presidencia, en vez de debatir con el Sr. Zapatero los programas electorales de uno y otro partido, en público claro, y en televisión y tú que lo veas, nos distraiga descalificando cualquier opinión particular que no sea la suya con tal que lo sea de Ibarra, Maragall o de un líder socialista. Como si los españoles no tuviéramos derecho a saber lo que piensa el uno y el otro, frente a frente, y sólo tuviéramos derecho a elegir entre uno y otro sin saber muy bien lo que elegimos.

Cuando se escamotea el debate en público y se nos acosa por todas partes con propaganda electoral, cuando se prefiere seducir a persuadir, cuando una imagen vale más que mil palabras y un slogan bastante más que un discurso. Cuando la fuerza de la repetición es mucho más rentable que cualquier argumento, cuando el mercado decide incluso en una consulta electoral, cuando se nos trata como a un rebaño, cualquier opinión que lo sea, esto es, que exprese una idea discutible, digna de ser discutida, aunque no se comparta y hasta precisamente por eso, es de agradecer como estímulo de una participación racional y responsable de los ciudadanos en la política. Y es un acto público en el que se reconoce la dignidad de los electores. Es por eso que no me escandalizo por lo que ha hecho Rodríguez Ibarra: expresar su opinión, ¿es eso un delito? No. En este caso, como en tantos otros, el único motivo de escándalo lo encuentro en aquellos que al parecer no entienden nada de la libertad de expresión.

Profundizar en la democracia no es tanto extender el derecho a voto, que también, cuanto extender el debate y la participación racional y razonada en las decisiones que nos conciernen. Es en este contexto y en esta situación, cuando pensar parece un peligro en nuestro mundo y discutir una falta de educación incluso en los foros que se crean expresamente para la discusión; es en este contexto cultural y político del pensamiento único o del pensamiento en blanco y negro, sin matices, maniqueo, débil como pensamiento y fuerte como un arma poderosa para defender los intereses egoístas, cuando hay que pedir un respeto para la disidencia. Si sólo somos capaces de escuchar lo que sabemos y de oír a los que expresan nuestra misma opinión, es evidente que somos incapaces de debatir nada y es muy probable que se nos haya preparado magníficamente para topar. Y para ir al matadero. ¿No es eso lo que quieren todos los pastores? Pues claro.

20.1.2004

LOS QUE VIENEN A MENDIGAR

Los necesitamos pero no los queremos. Por eso acuden, porque los necesitamos, y ese es “el efecto llamada”. Poco a poco van ocupando por necesidad, la suya y la nuestra, los puestos de trabajo que nosotros no queremos. Es natural. Nosotros ya estábamos aquí cuando ellos llegaron, somos los primeros y ellos los últimos: por eso ocupan el último lugar, para servirnos. Pero no los queremos, no en la misma mesa en la que nosotros comemos, y a ser posible nos gustaría verlos sólo en el tajo y, mejor aún, que fueran invisibles como los ángeles de San Isidro.

A diferencia de otros que se ven y se dejan ver porque tienen papeles, y derechos, aunque no se les quiera ver demasiado; y de los que se ocultan porque no los tienen y son como si no fueran,

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sin derechos, aunque son y están donde hacen falta, los que mendigan no pueden ocultarse tengan o no tengan papeles. Y estos son los que más nos ofenden. Y sin embargo pertenecen ya al mismo mundo que nosotros, igual que el mendigo Lázaro y el rico Epulón de la parábola. Los emigrantes que vienen a mendigar, cuando apenas quedan mendigos españoles, son los nuevos pobres que hacían falta. Es cierto que los españoles se quejan de la competencia de los mendigos extranjeros, sobre todo de los rumanos, pero sin más razón de la que tienen los que se quejan por lo mismo en niveles superiores de ocupación.

Como es sabido todos queremos un puesto de trabajo, a ser posible fijo y bien remunerado, y no precisamente trabajar, que eso es lo que quieren los empresarios, sólo ellos o casi, y sólo esto además de que la gente gaste todo su dinero en consumir. Desde el punto de vista de los mendigos profesionales, no hay razón para que se excluya la mendicidad como posible ocupación. Es difícil compartir este punto de vista. Si ya es difícil mirarles a los ojos, cuánto más ponerse en su lugar y ver el mundo con sus propios ojos. Pero quizás deberíamos intentarlo

Hace años me sorprendió un mendigo en la puerta de una iglesia, no por estar donde estaba, claro, sino al ver cómo se comportaba. Lo vi sentado y leyendo un periódico, creo que era El País, fumaba, y en el suelo su gorra puesta boca arriba en la que los fieles echaban su limosna, y él seguía sin levantar los ojos como podía hacerlo un funcionario con poco trabajo detrás de una mesa. Fue la primera vez que pensé que los mendigos podían tener su ocupación.

Desde un punto de vista más objetivo, deberíamos preguntarnos si la pobreza es necesaria en nuestro mundo y si, por tanto, la limosna, la beneficencia y toda clase de ayudas de miseria que reciben los pobres no será la paga por el servicio que prestan; es decir, por cargar con el excedente de necesidades que produce la economía en una sociedad opulenta para que la demanda tire y el sistema funcione. Pero esto supone mantener a los pobres en su pobreza; aunque no queramos verlos, se les saque de la calle o no se les deje entrar.

Cuando se practicaba la penitencia pública en la Edad Media los pobres y los penitentes compartían los atrios y los harapos, aunque no los crímenes. Los pobres acudían a las puertas de las iglesias para pedir a los fieles una limosna por el amor de Dios y se les llamó, por eso, “pordioseros”. Los pecadores públicos, a quienes se les negaba el acceso a la eucaristía, se vestían como los mendigos para hacer penitencia y pedir a los fieles que entraban en la iglesia una oración por sus pecados. Al relajarse la disciplina penitencial, se conmutó la pena por una limosna y quienes pudieron pagar con ella por sus pecados se reconciliaron con la Iglesia. De esta suerte los “pordioseros”, a cambio de una limosna, se subrogaron para satisfacer la pena de los verdaderos culpables. Vinieron después las órdenes mendicantes haciendo votos de pobreza, con lo que se institucionalizó dentro de la Iglesia la mendicidad y el carisma de los “pordioseros” cuya especie siguió evolucionando de puertas afuera. De ser así, como parece, los mendigos que vemos en las puertas de las iglesias todavía y cada vez más en las puertas de los supermercados, serían el producto de una adaptación de los pordioseros a una “religión” del consumo en una sociedad secularizada.

Sacar a los mendigos de la calle no es integrarlos en la sociedad. Es hacerlos invisibles. Hay que sacarlos, sobre todo para librarlos de las mafias. Pero nada se hará con ellos y para ellos, si no se considera su punto de vista y se critica el nuestro. Para ver que otro mundo es posible.

16.2.2004

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EL USO ESTRATÉGICO DE LA PALABRA

Sorprende que el candidato del PP a la presidencia tome como un asunto personal la denuncia que el candidato del PSOE hace de las mentiras del gobierno para justificar la intervención española en la guerra de Irak. No porque no le concierna el asunto al señor Rajoy, pues era ministro, o porque no dijera nada a favor de la intervención cuando todos pueden leer en las hemerotecas lo que dijo y ahora le recuerda el señor Zapatero: que “ toda la comunidad internacional cree que el régimen de Sadam Husein tiene armas de destrucción masiva...menos el PSOE”. El candidato del PP no sorprende a nadie por asumir la responsabilidad que le corresponde, pues no asume ninguna, sino por tomar la denuncia de Zapatero como un asunto personal entre los dos.

Mire, señor Rajoy, ya que se siente aludido como persona no se pregunte qué le ha hecho a Zapatero para que se meta con usted, aunque también, y pregúntese qué ha podido hacer a cada uno de los ciudadanos a los que irrita más con esa conducta. Por lo que a mi me toca le diré que no me siento engañado porque nunca le creí, pero sí ofendido personalmente. Qué le vamos a hacer, uno tiene un nombre y una dignidad aunque usted no lo sepa, y por eso uno se ofende, cada uno, cuando le mienten. Usted me ha ofendido, como me ha ofendido y me ofende la mentira de Bush, la mentira de Aznar en su propia boca y la de todo su gobierno en boca de Zaplana. ¿Dónde están las armas de destrucción masiva? ¿Estaban en la intención de Sadam o siguen estando en los prejuicios de Bush? ¿O acaso están ahora en Guantánamo, en ese infierno del que nada sabemos porque nada nos dicen? ¿Lo sabe usted? Porque ahora resulta que toda aquella comunidad internacional de la que nos hablaba, cree que el régimen de Sadam Husein no tuvo nunca armas de destrucción masiva. ¿Por qué dijo lo que dijo entonces? ¿Por qué se olvida de haberlo dicho? Y sobre todo, ¿por qué niegan ahora que lo dijeron? ¿Hasta cuándo van a abusar de nuestra paciencia? Ojalá que todos los que fueron engañados se sientan también ofendidos y que todos los ofendidos les den lo que merecen. Porque ya no se puede aguantar tanta mentira.

Y sin embargo decir “Diego” donde se dijo “digo” no es la única manera de mentir. Porque mentir es también hablar de otra cosa, soltar un hueso y decir: “Ahí va Carod”, por ejemplo. Cuando se produce un incendio la verdad es la que dice dónde está el fuego, sobre todo si se dice a los bomberos y a los que corren peligro, y lo demás una mentira si se calla lo que hay que decir en esa ocasión. Decir que España va bien en general o que viene la primavera, cuando llegan las elecciones generales, es una solemne mentira; escamotear un debate público en la televisión pública y dar la callada por respuesta al “pueblo soberano” o a la oposición que para eso está, para hacer preguntas y controlar al gobierno, es mentir y una grave falta de respeto; hablar del pasado de otros en el gobierno para no hablar del pasado inmediato de los que gobiernan, es mentir; pasar página sin pasar cuentas, es mentir; hablar del terrorismo para sacar provecho de las víctimas, es mentir y la peor de las mentiras; dejar en el hoyo del olvido a otros muertos - o en un lugar de Turquía Dios sabe dónde, que no el señor Federico Trillo- para ir al bollo sin ningún impedimento, eso es peor que mentir. Y hacer sólo promesas en la campaña es mentir y tomarnos el pelo, pues las promesas sólo son verdad cuando se cumplen: “Os haremos un puente”, dijo un diputado. Y le dijeron: “No tenemos río”. Y el diputado les dijo: “Os haremos un río”. Es verdad lo que se ajusta a los hechos, no a las buenas intenciones y no digamos ya si la intención es mala. Pero ustedes prefieren hablar del futuro, no de los hechos, y escapar siempre de la verdad como alma que lleva el diablo.

Hay palabras que ofenden, que hieren y matan. Las palabras que ofenden, que hieren o matan se utilizan como armas y son la perversión de la palabra: la mentira de fondo. Porque hablando se entienden los hombres; pero cuando lo que se busca no es el entendimiento con otros sino acabar con los otros, hablar ya no es lo que parece. Hablar es entonces hacer la guerra con otros medios. ¿Hasta cuándo dejaremos que abusen de nuestra paciencia? ¿Hasta el día 14? Lo

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dudo. Y créanme que lo siento.

27.2.2004

ANIMALES POLÍTICOS

Hubo una vez un burro que pensaba pero no pronunciaba, y otra , al revés, una burra que hablaba pero no pensaba. Ésta era la burra de Balaam, el profeta, y aquel el burro del gitano como todos sabemos. Así que, cruzando el burro del gitano con la burra del profeta, podríamos obtener un animal que pensara y hablara, que es como definió Aristóteles al ser humano: como “animal racional” o, mejor, como “un animal dotado de logos ”, que es tanto como decir capaz de hablar y de pensar y por tanto de dialogar. De ahí sacaba Aristóteles inmediatamente la conclusión de que somos “animales políticos”; es decir, capaces de vivir en la ciudad, en la polis, y de resolver los problemas políticos recurriendo al diálogo y sin matarnos los unos a los otros como bestias. Todo eso es verdad.

Pero no lo es menos que un hombre y una mujer pueden comportarse por debajo de sus capacidades humanas o políticas, bien sea al hablar sin saber lo que dicen como le ocurrió una vez a la burra de Balaam o al no decir nada por mucho que piensen como hacía el burro del gitano. Así, por ejemplo, si hemos de creer a la ministra de Administraciones Públicas, cuando esta señora dijo que Maragall había pactado con los asesinos de ETA al pactar con Carod no sabía bien lo que decía: fue un lapsus linguae, y por eso se disculpó después; mientras que el presidente de Murcia, al insultar al “honorable President de la Generalitat” llamándole un borracho lo que hizo fue rebuznar.

La palabra cabal, la que discurre entre las partes para llegar a un entendimiento, el diálogo, es el medio humano y político por antonomasia. No la voz, ni el voto sin debate, ni el grito, ni el uso de la palabra como un arma. Ni la propaganda masiva, ni el slogan repetido hasta comernos el coco. Y no la mentira sistemática, por supuesto. Y menos que nada, el insulto. La mentira sistemática de un partido en campaña electoral atenta contra la misma esencia de la democracia y ataca indiscriminadamente a todos los electores, sus efectos son equiparables a los que producen las armas de destrucción masiva en una población indefensa. El insulto, en cambio, y la argumentación ad hominem amenazan a los individuos y se asemejan más a una mina antipersonal. Hay que descubrir y destruir la mentira que corrompe la atmósfera que respiramos en la campaña y desactivar el mecanismo del insulto. Porque hemos de ser políticos, todos: los ciudadanos y quienes aspiran a representarnos en el gobierno.

Tenemos que preguntarnos qué motivos tienen algunos políticos de oficio y beneficio para mentir sin escrúpulos, para dejar que se les caliente la boca incluso antes de calentar motores o para insultar a sus adversarios sin ningún reparo ni temor de escandalizar a los electores. Aunque ha llovido mucho hasta caer chuzos de punta en pocos días, esto no ha hecho mas que empezar. ¿Por qué será? Porque es obvio que todos los políticos piensan, aunque no digan lo que piensan, cuando mienten. Y cuando insultan, ellos sabrán por qué lo hacen. Después de ver con asombro la resolución con la que marchan en esta campaña, uno llega a sospechar que el PP, más que un programa, lo que quiere trasmitir es un talante y una forma de gobernar. Y eso es lo que uno teme,

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no la autoridad, sino la ostentación del poder como estrategia: “Esos son mis poderes”, parecen decirnos, y al no saber lo que tienen en su cabeza uno teme lo que tienen debajo de ella. Y lo que teme, sobre todo, es que el fascismo sociológico se recupere al sentirse excitado por tales atributos.

Por otra parte, ni siquiera los políticos populares pueden imaginar que seamos tan necios como para tomar en serio sus disculpas: para creer que aquello fue una equivocación, como dijo la ministra; o que la bravata del otro, de Federico Trillo, fue eso, una ocurrencia que podamos dar por “no dicha” como nos dijo después, o que el rebuzno de Valcarcel fuera otra cosa que eso... Pero entonces, ¿por qué diablos se disculpan? Para mayor recochineo: para añadir al insulto consumado, el escarnio. Y para desmoralizar a los ciudadanos como animales políticos. Porque lo propio de semejante insolencia es envalentonar a los suyos y quitar la moral a los otros. Recordemos que no es lo mismo ser un animal político que un político animal. Y que hay que elegir.

9.3.2004

LA PALABRA DEBIDA

Desde hace tiempo y a la vuelta de un año, cuando los cumplo, recibo publicidad de un audífono que me envía atentamente por correo una firma acreditada en la fabricación de tales aparatos. A pesar de mi edad no estoy sordo, y soporto con humor la impertinencia. Ignoro cómo han obtenido mis datos personales, ni me importa: están en el Censo y, aunque no deberían pasar de una lista pública de electores a otra privada de clientes virtuales, no puedo evitarlo. Si algo me molesta es el acoso al que me someten puntualmente. Pero comprendo que supongan que estoy sordo. Vivo en Zaragoza, una de las ciudades más ruidosas de España, y de todas formas hay muchos jubilados que no pueden dormir, muchos trabajadores que no pueden descansar y demasiados jóvenes marchosos en todas partes que ensordecen sin cumplir la mitad de mis años.

Recientemente el Tribunal Constitucional ha desestimado un recurso contra una sentencia que condenaba a un “pub” de Gijón por rebasar los límites de tolerancia sonora permitidos por las ordenanzas municipales. Este fallo crea jurisprudencia al considerar el Tribunal que “el exceso de ruido atenta contra los derechos fundamentales”. La contaminación acústica es contemplada aquí como una grave amenaza contra la integridad física y síquica de las personas y, por tanto, como una violación del derecho a la vida. Por una vez la ministra de Medio Ambiente, los ecologistas, los pacíficos y sufridos ciudadanos, y los vecinos de todas las “zonas” como los de la calle Moncasi de Zaragoza, celebran de común acuerdo esta sentencia. No faltan ya quienes piden la inclusión de un derecho al silencio entre los derechos humanos fundamentales. Lo mismo que piden otros la inclusión de un derecho a la paz. Pero no creo que sea necesario en ninguno de los dos casos; pues si el primero está comprendido ya en el derecho a la vida, el segundo de estos derechos sería sólo el compendio de todos los demás.

Por otra parte lo mismo que la paz no es sólo la ausencia de la guerra, el silencio no se reduce a la ausencia de la contaminación acústica y ha de entenderse también de otra manera. A no ser que se quiera asociar el silencio con la paz del cementerio. Llegados a este punto habrá que preguntarse muy en serio si eso es justamente lo que quiere Aznar para los muertos del Yak-42

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cuando dice que “los dejemos en paz”. Y si eso mismo es lo que pide a las viudas y a los huérfanos. Pero aunque sea sólo lo que pide a Zapatero, no se puede aguantar ya tanta insolencia.

El silencio propiamente humano al que también tenemos derecho se opone, en primer lugar, a la contaminación de la lengua que es el medio ambiente específico de los seres humanos. Contra esa contaminación bárbara de la lengua ha dirigido sus dardos hasta hace poco Fernando Lázaro Carreter. Que descanse en paz, no en el olvido. En segundo lugar, y a un nivel superior, el silencio del que hablamos ahora se opone al ruido de las palabras vacías, al slogan que se repite hasta la saciedad y a la ausencia de la palabra debida, del debate debido, de la información debida, porque no es el silencio de las piedras sino el de las personas: el que necesitamos para poder escuchar y decir lo que debemos. Por eso se opone, sobre todo y después de todo, a lo que no se debe decir nunca: a la mentira y al insulto que impiden el diálogo, enrarecen la convivencia y nos amenazan con un peligro mayor que la contaminación acústica. Cuando no es posible hablar se grita, se hace el ruido de peor calaña, cunde la alarma y se activa la violencia.

En cambio la palabra alcanza su perfección en el diálogo, que es palabra entre dos: ni mía ni tuya, porque es palabra viva, en curso, palabra que sigue, abierta a todos los que pueden escuchar y hablar por mucho que se haya dicho. La palabra, como la música, viene del silencio y lo reclama. Ambas son expresión y comunicación, como la vida. Pero como medios de expresión y de comunicación no son la vida misma, que discurre más bien a la chita callando. Ni es lo mismo hablar o hablarse que vivir en paz y en armonía, ni se confunde la vida buena con “la vida es bella”. Pero eso no quita para que la concordia de fondo, los valores éticos y los sentimientos morales, necesiten articularse por la palabra y entonarse con la música en la celebración conjunta, rimada y ajustada, de la convivencia en la plaza. El día 14 iré a votar. Ese voto es la palabra debida que viene del silencio y pertenece al silencio. Ojalá que ese día sea una fiesta para la democracia.

5.4.2004

MENTIRA PODRIDA

El 11 de Marzo ha sido para nosotros - catalanes y vascos incluidos, y gallegos, y aragoneses..., sin excluir a los emigrantes que vienen a buscarse la vida y pueden hallar la muerte-, para todos nosotros, digo, seres humanos al fin y al cabo que habitamos este país, ha sido nuestro 11 de Septiembre. Ahora sabemos, si es cierto lo que parece, que no podemos ignorar lo que sabíamos: que todos somos mortales, incluidos los americanos, y que todos vamos en el mismo tren. Ojalá que nuestro destino en ese tren, o para ese tren del que ya no podemos apearnos, sea la paz y no la guerra civil de unos contra otros. Ojalá.

Este es el hecho mayor que ha sucedido, la noticia, el acontecimiento que señala un antes y un después, no tanto porque haya sucedido lo inaudito sino porque nos ha sucedido lo mismo que habíamos oído que sucedió antes a los otros. Pero no es de eso de lo que quiero hablar: de lo que nos ha pasado en Atocha, de la desgracia padecida –que sobre un hecho nefando quizás sea preferible callar-, sino de un hecho menor que se produjo por voluntad y mérito de la mayoría de los electores que hicieron lo único que podían hacer contra el terrorismo, contra la guerra y contra la mentira del gobierno: acudir a las urnas para votar y cambiar una situación política insostenible.

Los jóvenes, sobre todo ellos, nos han regalado con una esperanza nueva que habrá que

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cuidar como se cuida a un recién nacido. ¡Quién nos iba a decir que, después de la helada, le saliera un retoño al olivo de nuestra democracia! ¡Quién nos iba a decir que después de los decepcionantes resultados obtenidos en las elecciones locales, no obstante las manifestaciones masivas que precedieron contra la guerra de Irak; después del fiasco de la Comunidad de Madrid y lo que cayó para colmo en Cataluña con el caso de Carod Rovira, volviera a resurgir el espíritu de la transición a la democracia! Yo no lo hubiera dicho, antes al contrario he de confesar que temía tanto otra derrota como deseaba el vuelco que se ha producido.

¿ Que cómo ha sido posible? Porque la paciencia tiene un límite y porque el gobierno ha abusado de la paciencia de los ciudadanos. Porque no se puede engañar a todos por mucho tiempo. Y porque la mayoría de los engañados, al sentirse ofendidos, le han dado por fin al PP lo que merecía. Por eso, porque han mentido.

Más difícil de explicar que la indignación de los ciudadanos es la obcecación que han padecido los populares y su gobierno. No todos los prejuicios son malos: la tradición en la que se vive no se pone en cuestión, y es de necios querer fundarlo todo en razones. La ley moral juzga los hechos y no al contrario, y en este sentido el deber es un prejuicio bueno contra los simples hechos. La tradición en la que se vive, el mundo de la vida, no se cuestiona en principio y merece un respeto mientras la vida y la convivencia sean posibles para todos. Este es un prejuicio productivo. En cambio es destructivo el prejuicio en favor de la utopía aunque el mundo se hunda. Aceptar lo nuevo por ser nuevo es un prejuicio despreciable. Como lo es aceptar lo viejo por ser viejo, lo antiguo y lo establecido aunque no funcione ya para la mayoría, o porque funciona y mientras funciona sólo para unos pocos. Ese es un prejuicio improductivo para todos y peligroso para esos pocos, que más pronto que tarde caen en el pozo de su obcecación: como el ciego que conduce a otros ciegos, y si éstos recuperan la vista con su ayuda. ¿Que el gobierno de Aznar no nos ha mentido? Vale. Pero entonces se ha movido llevado de sus prejuicios hasta el final. No ha visto o no ha podido ver lo que no le convenía, y ha inducido al engaño a los electores con su conducta. Estos se han dado cuenta y lo han hundido en la miseria. Basta ya de patrañas. Pero el gobierno, todavía en funciones, no aprende. Es una pena, porque de los errores del pasado sólo puede sacar enseñanzas. Si aún así no aprende nada, quizás se deba a que no ha dejado atrás en el camino unos errores sino a que lleva consigo una mentira descomunal. Los populares deberían saber que el punto oscuro que llevan atrás los que mienten sobre su mentira, es una culpa pendiente que los demás nunca perdonan. Porque es una inmundicia, un pecado contra la verdad. Y una reliquia que solo los fanáticos besan, porque no saben lo que hacen. Y que, sinceramente, no pueden besar los que la llevan. Es una mentira podrida, señor Aznar.

18.4.2004

MEMORIA DE LA PASIÓN

Todo el mundo sabe que a Judas le dieron treinta monedas de plata por la sangre de Cristo. Pero sólo Dios sabe, y Gibson, lo que puede ganar éste con La Pasión de Cristo. Los que han visto la película dicen que es espectacular, que se trata de una versión tremendista del drama de Jesús, con mucha violencia, hasta ahogar el espíritu de Cristo en su propia sangre, en un mar de sangre, y “tan fuerte, tan fuerte” que no es aconsejable para niños y viejos: “Si los niños la ven tendrán pesadillas, y los mayores pueden morir”, advirtió el director del Departamento de Cine de la Conferencia Episcopal Española. Sabemos que sólo en los cinco primeros días de su proyección en América se recaudaron más de 20.000 millones de pesetas. Y lo más probable es que se obtenga un

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éxito igual o superior en España, donde, además del morbo que despierta y el escándalo que le sigue, cuenta con un público predispuesto a saborear como miel una película que se anuncia sin paliativos como pura hiel. Porque en ningún otro sitio existe una religiosidad popular, un culto y una cultura, y una estética que celebre tanto como aquí el sufrimiento y el sacrificio de Cristo: “Pensamos - con Neruda - en los terribles Cristos españoles que nosotros heredamos con llagas y todo, con pústulas y todo, con cicatrices y todo, con ese olor a vela...” (Confieso que he vivido, 1929) Y por eso creemos que, concluida la Semana Santa, la película de Gibson puede ser para muchos españoles “miel sobre hojuelas”. Y para Gibson un excelente negocio. ¿Algo que objetar? Nada, desde un punto de vista comercial. Lo que vende Gibson es una película, a lo sumo un texto sin derechos de autor, un original adaptado, un tema clásico. Y la gente va al cine a ver y, por ver lo que quiere ver, paga lo que le piden. Judas vendió a su Maestro, y eso es distinto.

Otra cosa es lo que perdemos al perder la verdadera memoria de la pasión de Cristo, ya sea porque no se cuenta como fue o porque la vemos como si no hubiera sido. Una película que presenta el drama de Jesús como pasto para unos ojos fascinados por la violencia, no cuenta lo que fue. Si la pasión de Cristo es sólo un pretexto para la violencia, se podía haber tomado las imágenes de hechos más cercanos como los que pasaron en Auschwitz, por ejemplo, o en Jerusalén ahora mismo, o en Palestina, y contarnos una “historia” no menos tremenda. De todos modos el arte no está hipotecado por la verdad histórica, y si algo cabe decir a Gibson desde un punto de vista moral es sólo que se haga cargo de la responsabilidad que comparte con otros por la confusión que se produce en la vida cotidiana entre la imagen que se ve y la realidad que se padece: acostumbrados a ver la violencia en la pantalla, podemos llegar a pensar que el dolor de los otros es de película. Hay situaciones en las que, para recuperar el sentido de la realidad y comprender a los que sufren en nuestro mundo, se necesita sufrir en la propia carne.

Pero concedamos que lo que pretende esta película no es el morbo sino la contemplación religiosa del sufrimiento de Cristo: ¿Es la cruz de Cristo una exaltación del sufrimiento? ¿Para qué, para que suframos al ver sufrir a un hombre justo o para que seamos justos aunque tengamos que sufrir? Y qué es ser cristiano, ¿contemplar a Cristo y a Cristo crucificado, admirarle, ver cómo sufre y sufrir al verle o seguirle hasta la cruz si es necesario? Muchos admiran a Cristo, pero sólo son cristianos los que le siguen. Cristo sufre, pero no es el Dolor. Cristo muere, pero no es la Muerte. Divinizar el dolor humano y decir: “Santificado sea el Dolor y alabado sea el Dolor”, nos suena tan mal como decir: “Viva la Muerte”. Pero Jesús no amó el sufrimiento, amó al prójimo. Y los discípulos de Jesús no son los que quieren sufrir, sino los que imitan su amor al prójimo.

Hay un modo de entender la historia de la humanidad como esperanza contra toda esperanza. De esperanza incluso para los muertos que murieron en el camino sin llegar a nada, de los injustamente tratados. Los que venimos después de tantas injusticias, hemos sido esperados sobre la tierra para saldar esa deuda. Para reconocer, para recoger en la memoria, para recordar y traer al corazón sus nombres, y a la mano y a la voluntad la causa de los que murieron y por la que murieron, para que tenga sentido su muerte en nuestra vida y viva su esperanza en nuestras obras. Para que no suceda más lo que no debe y la muerte no sea para los justos la última palabra. De esa “historia patética del mundo” (W. Benjamín) es inseparable la Pasión de Cristo: para muchos un símbolo y un recordatorio de todos los justos, para los que siguen a Jesús un gran misterio. Estos creen que su Dios, el Padre, es un “Dios de vivos y no de muertos”. Creen que el Padre lo ha resucitado. Y creen también, por eso mismo, que los justos resucitan. Porque hay un Dios que se acuerda de ellos.

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10.5.2004

ZAPATERO, A TUS ZAPATOS

Nuestro problema es que nacemos sin terminar, antes de tiempo, y que tenemos que hacernos con el tiempo. No es que los animales nazcan de golpe. Porque también crecen y evolucionan, ya sea como individuos de una especie o como especies distintas; pero los animales son un engendro de la naturaleza de cabo a rabo, y todo en ellos es natural, es decir, son lo que son de nacimiento. Por eso pertenecen a la naturaleza, cuyo tiempo no cuenta.

En cambio el tiempo humano es muy escaso. Porque es el tiempo que pasa y que no vuelve, el tiempo de la vida y de la historia, el tiempo que podemos perder, o ganar, el tiempo que cuenta de verdad : un tiempo precioso para los mortales que no somos dioses, ni animales. Con el tiempo, con ese tiempo, nos hacemos seres humanos y nos emancipamos de la naturaleza. Pero un ser humano no se hace de la nada sino de suyo, de su condición natural; es decir, de aquello que recibe de la naturaleza y no es aún propiamente humano.

Todo esto viene al caso del talante, del diálogo, de la ética, de la política, del tiempo perdido y del tiempo que no hay que perder para acabar lo que ha comenzado. Zapatero ha dicho que el talante, su talante, forma parte de su política y que el diálogo entra en el programa del gobierno socialista. De entrada “este chico promete”, incluso ha empezado a cumplir lo prometido antes de plazo: gracias a él nuestros soldados regresan de Irak y estamos ya en otra historia, fuera de la triste historia en la que nos metieron otros para obtener “grandes beneficios”. Pero dos meses es poco tiempo para hacerlo todo y para hacerse un político consumado. Mientras tanto le pedimos que “ no cambie” y que “no nos falle”.

El talante es la apropiación inteligente del natural que se recibe. Es el modo de encontrarse en el mundo o de afrontar los problemas de la vida y de la historia, antes de comenzar como quien dice. La personalidad moral no es el talante, sino el carácter, que es lo que hace uno de sí con su talante. Nadie es responsable de su talante, todos lo somos de nuestro carácter. El talante no es un modo de pensar sino, más bien, un modo de sentir fundamental. Es una sensibilidad, no una mentalidad. Pero la mentalidad no es ajena al talante. Una mentalidad abierta, que podía quedarse en eso: en apertura abstracta y puro escepticismo, está más en consonancia con un modo tranquilo y confiado de habérselas con el mundo y se abre, con ese talante, al diálogo con todos. En cambio una mentalidad cerrada, que transforma en dogmas sus opiniones, está más en consonancia con el talante o modo de afrontar el mundo desde el miedo y la desconfianza, y predispone en contra de la convivencia y del “buen rollo” con los extraños. La mentalidad abierta es un rasgo característico de la personalidad democrática, y la cerrada caracteriza a la autoritaria.

La política se mueve entre el poder y la palabra. Las mejores palabras se las lleva el viento sin el poder, y el poder no remonta el vuelo hacia la utopía sin buenas palabras. Por eso los que tienen poder quieren tener razón, y los que tienen razón buscan el poder. El peligro está en ambos extremos: en el uso estratégico de la palabra, como si las palabras fueran balas, o en hablar por hablar como si fueran flores y la política un entretenimiento. El diálogo político no es un diálogo de carmelitas, sino un debate en el que se ventilan ideas e intereses entre partes encontradas. Tiene unas reglas que definen el campo de juego y el mismo juego, que presuponen un consenso básico que no se discute, pero dentro de ese campo y bajo esas reglas todo es discutible y después de hablarlo todo, no antes, deciden los votos.

Algunos políticos tienen la ventaja de un buen talante y otros el inconveniente de un mal

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talante. Pero “lo mismo en uno que en otro caso siempre es verdad que al hombre moral se le conoce, según dijo Aristóteles, como al buen zapatero, por el partido que sabe sacar del cuero, bueno o malo, que le ha sido dado” (Aranguren) Creemos que Zapatero tiene un buen talante. Pero hay que esperar que saque lo mejor de sí y haga buenos zapatos. Con el tiempo se verá si ese talante sirve sólo para ser buena persona o para ser también un buen político, que para eso le hemos votado. Zapatero, a tus zapatos.

11.5.2004

LA BLASFEMIA, LA BODA Y LA TOLERANCIA

En España, el que va para rey se casa por la iglesia. ¿Se imaginan la boda real por lo civil? Y sin embargo apenas hay en España quien se asombre de que un autor mediocre, que va para menos, se ensucie en lo más alto para escandalizar al público. No obstante, y dejando a un lado otros aspectos en los que no es posible comparación alguna, la diferencia que advertimos entre la vistosa ceremonia celebrada en la catedral de la Almudena y el espectáculo perpetrado días antes en el teatro del Círculo de Bellas Artes, entre la boda del Príncipe de Asturias y el bodrio del cuñado de Esperanza Aguirre, no es tanto la que separa la fe religiosa de la in-creencia atea cuanto la que distingue la deferencia real de la real intolerancia.

“Blasfemar” es lo mismo que “maldecir”, un término que se opone a “bendecir”. Ambos verbos se refieren a actos de habla muy pragmáticos, en los que importa más lo que se hace que lo que se dice. Pues dígase lo que se diga, lo que se hace es bendecir o maldecir el santo nombre de Dios. La fórmula común de la blasfemia es “cagarse en” lo más alto, no en Dios -que puede ser inalcanzable si es que existe fuera del mundo- sino en el nombre de Dios y, por tanto, en lo que se bendice o consagra bajo tal nombre. En un mundo definido por la religión, establecido en nombre de Dios por los creyentes de una iglesia, o por sus ministros, la blasfemia puede entenderse como un acto de afirmación de la libertad individual contra todo el mundo. Una subversión legítima, y un acto de intolerancia, sí, pero contra lo que es intolerable: contra la imposición de un orden consagrado y la exclusión de cualquier otro que se le oponga.

En cambio en un mundo en el que caben muchos mundos o, mejor, en una sociedad abierta en la que cabemos todos sin que nadie imponga a nadie sus creencias, sus dioses o sus demonios, y en un Estado laico aunque no laicista, ha de parecer una intolerancia ilegítima blasfemar contra los creyentes y difamar su mundo, su iglesia o su casa, en la que sólo ellos habitan porque les place. Blasfemar en tal situación es herir los sentimientos más profundos de los creyentes y poner lo más bajo de uno mismo sobre sus cabezas, cagarse encima, y exhibir la parte más obscena del ateísmo, que no es negar la existencia de Dios sino querer ser como Dios. Incluso en la plaza y en la calle, siempre que no obliguen a nadie a ir en su procesión o impidan otras, los creyentes merecen el mismo respeto que los ateos.

Por lo demás en un mundo secularizado o post-cristiano, es normal que se haga un uso laico y no religioso de los ritos, de los mitos y de los símbolos cristianos. Pensemos, por ejemplo, en las

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procesiones de Semana Santa, en la ofrenda de flores a la Virgen del Pilar, en los funerales que se celebran como actos sociales y, por supuesto, en la boda de don Felipe con doña Letizia. Ni los más puntillosos defensores del laicismo que se metieron con Bono por aquello de jurar su cargo ante la Biblia, han dicho nada, que yo sepa, de esta “feliz conjunción” del trono y el altar en la Almudena, y de abrir la boca es de suponer que haya sido para contemplar embobados la ceremonia como todo el mundo.

La secularización es también un proceso que convierte en disfraz y metáfora de la sociedad civil occidental los residuos del cristianismo: que recicla su culto en cultura religiosa y ésta en religión “esbafada”, desvirtuada, evaporada, algo que ha perdido su esencia y que no dice nada de otro mundo, sin que nadie advierta ya la diferencia de la fe cristiana o la eche en falta. Como la jaculatoria de la beata que dejó de serlo, como un “diosmío” cualquiera, como un “adiós” sin respuesta ni contradicción alguna. O como la blasfemia del labrador en la taberna, que tampoco dice nada y apenas es una muletilla para su corta conversación.

Hay una tolerancia ordinaria cuyo precio es la indiferencia, una tolerancia que empobrece la sociedad eliminando las diferencias de la vida pública. Aún así vale la pena pagar un precio tan alto, si con ello evitamos las guerras. Pero si queremos una sociedad viva y no sólo una sociedad tranquila, si queremos una paz, alguna paz que no sea la paz del cementerio, necesitaremos una tolerancia que nos permita salvar las diferencias sin eliminarlas. Es esta una virtud extraordinaria que hace posible el diálogo y la convivencia entre los que creen o dejan de creer libre y responsablemente. No por costumbre, ni siquiera por la costumbre de llevar la contraria.

9.6.2004¡MOROS EN LA COSTA!

En aquel tiempo los bajeles de la Berbería sí eran una amenaza para los ribereños de este lado del Mediterráneo, y de ahí el grito de alarma: “Con estas voces quedamos todos confusos, y no sabíamos qué hacernos; pero considerando que las voces del pastor habían de alborotar la tierra, y que la caballería de la costa había de venir luego a ver lo que era, acordamos que el renegado se desnudase las ropas de turco...”. Como bien sabía Cervantes, en aquel tiempo, lo mismo en Argel que en Vélez Málaga, eran los otros una amenaza y la vigilancia de las costas garantía de la propia seguridad. Pero hoy los “moros” llegan en patera a buscarse la vida, como todos los inmigrantes, nadie emigra por placer, que eso es viajar o hacer turismo, y muchos, si no la pierden ya en la travesía, no la encuentran tampoco en España.

Los inmigrantes no son una amenaza, vienen a trabajar y los necesitamos. A todos, salvo a los delincuentes. Pero es una infamia pensar que todos son delincuentes, un prejuicio xenófobo rechazarlos y un error creer que nuestra seguridad depende sólo de las fronteras. Esto último, la pretensión de alcanzar la utopía o conservarla en una sola isla, en Europa, es un error apenas inferior que la locura americana de ocupar un país para acabar con el terrorismo. ¿En qué cabeza cabe que se pueda liquidar con bombas el fanatismo, detener en la frontera las ideas, censurar el pensamiento y la noticia, parar el rumor, exorcizar el miedo y el terror sólo con la fuerza...? Si no

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hay fronteras infranqueables para el mercado y la información, tampoco las hay para las personas y los fantasmas.

No hay moros en la costa. Lo que hay son moros en nuestra cabeza, y personas inmigrantes en las calles que, sin ser muchos, ya son demasiados “si así nos parece” o parece a una población asustada por los últimos acontecimientos. Porque hay fronteras que pasan por la mente y la geografía inmaterial de los pueblos: definiciones de la realidad, dogmas, iglesias, identidades nacionales, lenguas sagradas o de culto nacional; prejuicios, intereses creados, privilegios de hecho; y tradiciones sordas que se repiten aunque no se entiendan, ni falta que les hace para echar raíces en el suelo, porque son nuestras y en eso estamos: aquí, en la tierra, en nuestra tierra. Como si la Tierra no fuera ya la misma para todos y aquí una plaza abierta cada vez más a los seres humanos que andan por ahí, con o sin papeles, y los mismos derechos humanos que reclamamos para nosotros en todas partes. Y por eso hay, también, un peligro de exclusión social de los inmigrantes.

Esto no quiere decir, claro, que todos podamos estar en el mismo lugar en cuerpo presente y que no sea necesario regular los flujos migratorios. Pero la distribución de la población mundial sobre la faz de la Tierra es ya, como la distribución de los alimentos, un reto de la humanidad que sólo tiene solución desde perspectivas humanitarias. La baja densidad demográfica en Aragón es un problema y una posibilidad humana, según se mire.

Hace unos días recogí a un carrilano en la carretera. Se quejó amargamente porque en Binefar, donde hay tantas granjas, no encontró trabajo siendo como era él un español y habiendo allí tantos inmigrantes ocupados. Le dije que no es justo despedir a los que llegaron antes. Pero él despotricó contra los “moros”. No era gitano. Pero también los gitanos se quejan por lo mismo, y los payos cuando les dan a éstos una vivienda. Mientras reclaman para sí los hispanos un trato mejor que a los demás inmigrantes. Estas fobias, de raíz económica, no son siempre típicamente xenófobas ni toda la xenofobia se explica sólo por razones económicas.

El Gobierno de Aragón ha elaborado un plan para la integración de los inmigrantes con 170 medidas. Este plan llega con unos años de retraso y ha de ser aprobado aún por las Cortes. La administración es lenta. Por otra parte se comprende que un plan que compromete programas de otros departamentos en el marco de una Comisión Interdepartamental para la Inmigración presidida por el Consejero de Economía, incida más en aspectos económicos y cuantitativos que en otros culturales y cualitativos más propios de la sociedad civil, entendida por esta vez como sociedad de todos los ciudadanos. Los cambios culturales son cambios más profundos y mucho más lentos que los cambios que se producen desde la administración. Pero más necesarios y de mayor urgencia. Si no aceptamos en la calle y en la escalera de casa a los inmigrantes como vecinos nuestros, como otros aragoneses, habrá moros en la costa por mucho que haga el gobierno. Y con la inmigración, crecerá el miedo y la xenofobia.

25.6.2004

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EL DIÁLOGO, EL AGUA Y LA DEMOCRACIA SOSTENIBLE

Todas las minorías apelan al diálogo. Y todas caen bajo sospecha cuando lo hacen, porque la disposición a dialogar sólo se demuestra sin equívocos cuando se está en el poder. Esa es la hora de la verdad: la ocasión que se ofrece ya a los socialistas para demostrar su talante y la que han perdido, con el gobierno, los populares. Está por ver lo que harían otros partidos en la misma ocasión, que nunca tuvieron; aunque se les pueda conceder mientras tanto por eso, sólo por eso, el beneficio de la duda a todo riesgo si se prefiere. Pero sería ingenuo mostrar igual confianza en los populares que, después de hacer lo que hicieron desde el gobierno, están por supuesto bajo sospecha mal que les pese y sin que puedan esperar ahora que se les crea a pies juntillas si piden diálogo en la oposición. Máxime si el tema es el mismo: agua para todos, y cuando todos recuerdan todavía su firme resolución de hacer por “cañetes” lo que querían y como un “paseo militar” el trasvase del Ebro a donde quisieran.

“Nos queda la palabra”, se dijo antes en la izquierda. Pero ya sabemos que cuando la palabra puede hacerse realidad después de llegar al poder, más de uno se pregunta por qué ha de perderse el tiempo en convencer a los que ya se les puede vencer. He aquí el escollo en el que naufraga la disposición al diálogo de cuantos lo consideran sólo como un medio para sus fines. Pero si éste es Escila, hay otro peligro no menor en el que naufraga la disposición al diálogo: el uso de un diálogo interminable como estratagema para no llegar a nada; es decir, para que no se llegue a hacer desde el gobierno y con la legitimidad que dan los votos de la mayoría lo que se teme desde una minoría “dialogante”. Pero entre Escila y Caribdis se abre paso el buen gobierno y aprende la sociedad civil, me refiero a todos los ciudadanos, en qué consiste una democracia participativa.

No se puede hacer un trasvase como se hace un desfile militar. Vale. Pero tampoco se puede, es decir, tampoco se debe, bloquear la solución al problema del agua en Aragón utilizando como estrategia el diálogo interminable.. Una minoría ecologista militante, aunque milite por lo que cree y puede que sea la mejor causa, no puede echarse al monte o a la montaña para salvar valores ecológicos a costa del deterioro de valores democráticos. Hay un desarrollo sostenible y una nueva cultura del agua que merece un respeto. Los tiempos cambian y con los tiempos las necesidades y las soluciones técnicas a los problemas. Puede que los regadíos no fijen la población en los Monegros como se piensa, y puede también que en Zaragoza sigan bebiendo los urbanitas agua de botella aunque les llegue por un tubo agua de calidad desde el pantano de Yesa. Ningún plan hidrológico es perfecto. Y el Pacto del Agua de Aragón es revisable, por supuesto. Pero hay que suponer también que los planes y los proyectos no son temas sometidos a discusión permanente y que, después de discutir lo que haga falta, habrá que decidir en sede parlamentaria y hacer lo que decida la mayoría. Esas son las reglas de una democracia sostenible. Y otra muy importante: no tomar decisiones arriesgadas si son irreversibles y no se cuenta con una mayoría cualificada o con el consenso social. Sin olvidar lo que dijo recientemente un hombre en sazón que tiene la experiencia y la madurez de un campesino; me refiero a José Luis Alonso, el nuevo presidente de la CHE, y a lo que afirmó sobre el consenso social que no es nunca “ un acuerdo al cien por cien, sino el acuerdo de una inmensa mayoría sobre lo que hay que hacer”. Hágase pues lo que hay que hacer después de hablar y no se maree la perdiz más de lo necesario, porque también es cierto como dijo el refrán que “nunca llueve a gusto de todos”.

Aragón es una tierra de libertad, y si algo nos subleva a los aragoneses es lo que nos quieren imponer. Nos hemos opuesto al trasvase del Ebro. Teníamos una causa que creíamos justa y fuerza moral para defenderla. Ha valido la pena. Pero Aragón es también una tierra de pactos según se dice, y ahora mismo está por demostrar si eso es verdad y si seremos capaces en este país de pactar y de realizar lo pactado en el uso del agua.

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20.8.2004

SOBRE EL DIÁLOGO Y LA EDUCACIÓN

1) Animales que hablan.

El ser humano es tierra, humus. Y palabra, logos. Es, porque tiene logos, tierra para sí. Hacienda, tierra de cultivo: “Factus sum mihi terra dificultatis et sudoris nimii”, decía San Agustín (1) . La educación sería, pues, cultivo del ser humano. Pero este cultivo no podrá ser como el de la tierra, porque el ser humano por humilde que sea no es sólo humus. Se le puede despreciar, anular y pisar como se pisa el polvo en el camino; pero nunca se le podrá educar y formar si no se habla con él. Porque es un sujeto y nunca un simple objeto, como es el barro en manos del alfarero. Educar no es lo mismo que domar un animal, cultivar un huerto o hacer un puchero. Se educa a un ser humano en el diálogo, con el diálogo y para el diálogo. La educación sólo tiene sentido cuando se entiende como un proceso de enseñanza y aprendizaje activo del educando para que desarrolle sus capacidades humanas y se haga cargo de su vida en el mundo como persona adulta, libre y responsable. De alguna manera la educación siempre ha sido humanista o no ha sido en absoluto. Y al contrario, un humanismo que no sea educativo en el sentido expuesto no es más que barbarie.

Cuando nuestros antepasados dejaron de seguir y perseguir a los animales y se pusieron delante de ellos para domesticarlos, cuando tomaron tierra para cultivarla y echar raíces en ella, crearon una cultura y la enseñaron a sus hijos. Pero los agricultores del neolítico, más preocupados por el cultivo de la tierra y por la supervivencia que por la educación de los hijos, practicaron sólo lo que podríamos llamar si nos place un humanismo arcaico de primer grado. Aunque el humanismo clásico, el humanismo propiamente dicho, nos remite a la Antigüedad greco-romana y no pertenece ya a la prehistoria sino a la historia. Este humanismo un fenómeno urbano, como lo es también el cristianismo, y se contrapone al humanismo arcaico como la ciudad al campo. De ahí que para nosotros un hombre culto sea un hombre civilizado, todo lo contrario de un hombre sin civilizar que no salido del campo.

Porque de igual manera que los dioses viven en el Olimpo y los animales en el campo, decía Aristóteles que la ciudad, la polis, es para los humanos su lugar “natural”. Decía también que el hombre es un “animal racional”; bueno, eso es lo que se dijo que había dicho. Aunque ese tópico de la antropología vulgar traduce y traiciona lo que dijo el Filósofo: que el ser humano es un “animal que tiene logos” (2), es decir, capacidad de hablar y de pensar. No sólo de pensar, y menos todavía de pensar con lógica o por deducción, de razonar sólo, que es a donde ría a parar el logos griego al ser traducido primero por la ratio latina y ésta por la razón castellana. La capacidad de hablar y, por tanto, de conversar y convivir con otros en la ciudad, en la polis, hace de los humanos “animales políticos”, animales capacitados para resolver los conflictos mediante el diálogo, civilizadamente, y no como los bárbaros que viven en la selva, se matan sin conocimiento y hablan como los pájaros.

Definir al hombre sólo por la razón no fue un error que cometiera Aristóteles; ni los griegos, para quienes “logos” significaba, como hemos dicho, capacidad de pensar y de hablar

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inseparablemente. Reducir el habla humana a su propia lengua y considerar a los extranjeros unos bárbaros porque no hablaban como ellos, si lo fue. Pero es el clásico error que cometemos todos cuando despreciamos a los que no entendemos. En cambio, lo que sí echamos en falta en la definición aristotélica, por bien que la traduzcamos, es otra dimensión humana que no aparece claramente en el “logos” como capacidad de hablar y de pensar. Porque es cierto que expresamos con palabras también los sentimientos y no sólo lo que pensamos sobre un estado de cosas; pero los sentimientos los expresamos mejor con el tono, con el acento y con la voz -cálida, destemplada, profunda, alegre... - que con la palabra desnuda o la expresión de un concepto, y por tanto se revelan mejor en la exclamación que en los enunciados, mejor incluso en los silencios sostenidos... y en la comunicación no verbal. La dimensión honda de los sentimientos, del estado de ánimo, que apenas puede disimularse en la voz por muy objetiva que sea la palabra y en absoluto en la poesía donde aparece de modo inefable, resalta en la voz cantante y se manifiesta sobre todo en la música. Con razón y emoción, idea y sentimiento, información y comunión, por la palabra y la música... -aunque hay otros medios de comunicación, por supuesto, que también hay que explorar y tener en cuenta, como el teatro, la pintura y las artes plásticas en general- se realiza la humanidad en carne viva a través del tiempo sobre la tierra.

En este contexto la fascinación de los jóvenes por la música y el uso que hacen de ella en la vida cotidiana son tan dignos de elogio, como lamentable la pereza para pensar y la incompetencia que demuestran de la lengua cuando hablan. Y sin embargo mientras se descuida la palabra, que está pasando por una enfermedad siendo como es la expresión natural de las ideas, y se fomenta el fanatismo de los ídolos y los iconos, ni siquiera se aprovecha la afición de los jóvenes para una buena educación musical ¿No deberíamos esmerarnos más en el cultivo de estas capacidades tan naturales, por ser humanas, como éstas de hablar y de cantar? ¿Qué tiene que ver esto con vivir en paz y en armonía? La palabra y la música, como medios de expresión y comunicación, no son la vida misma. Ni es lo mismo pensar que vivir, ni la vida buena se confunde con “la vida es bella”. Pero eso no quita para que la concordia de fondo, los valores éticos y los sentimientos morales, necesiten articularse por la palabra y entonarse con la música en la celebración conjunta, rimada y ajustada, de la convivencia en la plaza. La sustancia es otra cosa, pero no es salirse por peteneras si hablamos aquí de la palabra y la música a propósito de una educación para el diálogo y la paz. Hay razones para creer que el desarrollo de otras capacidades, necesarias para el progreso técnico y económico del mundo, importan menos para la paz y la mayor felicidad posible de las personas. La palabra y la música son incompatibles con la barbarie, el ruido y el movimiento: los tres jinetes del Apocalipsis que arrasan la faz de la tierra, suprimen los matices, estragan el gusto, atropellan los valores, allanan las diferencias culturales, y lo devoran todo al instante sin estimar nada y aportar algún sentido que podamos compartir todos en paz salvando lo que nos distingue a unos de otros. Vivimos ya en un mundo plano y sin relieve, donde todos los accidentes parecen accidentes de tráfico. Nos movemos cada vez más deprisa en un mundo de espacio limitado: somos muchos, buscamos todos lo mismo aunque sólo unos pocos puedan tener más de eso mismo y, por eso, nos atropellamos. En ese mundo la música se pervierte en su contrario: la interpretación por la que vive y se recrea se confunde con la repetición mecánica en la que muere, el virtuoso calla y se hace oír el que ensordece. Y lo mismo pasa con la palabra, con la conversación, con el diálogo, cuando se dice lo que “se dice”, se repiten los mismos prejuicios y suple la fuerza al argumento, y el slogan a la razón. Y el grito se desata, y la violencia. Porque hablando se entienden los hombres y la música amansa a las fieras. Pero donde no es posible ni lo uno ni lo otro, sólo queda el ruido, la barbarie y la marcha desenfrenada. Mientras escribo estas líneas junto a la Nacional II, oigo la música "tecno" del Festival de los Monegros en el Mas de Josepet ( Fraga, Huesca) donde, supongo que si no les ha pasado nada en la carretera, estarán de nuevo aquellos chicos de Vigo, cuatro, apenas adolescentes, que el año pasado se pararon delante de la puerta de mi casa dispuestos a recorrer cerca de mil kilómetros más para volver a la suya y a los que les pregunté si les había valido la pena venir de tan lejos, aquellos que me dijeron sin vacilar que “había sido un festón que mola cantidad, tío”.

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2. Los hombres se entienden hablando: con el diálogo y en el diálogo, que es la palabra cabal.

Pero dejemos ya la música y la armonía, que es un tema de fondo que puede parecer romántico y más apropiado para sentir y consentir que para entender y organizar la convivencia, y regresemos con la palabra a la palabra clásica con la que se entienden los hombres: al logos y, más exactamente, al diálogo. No hay otro medio humano y civilizado de entenderse, y cuando los hombres no se entienden hablando se destruyen a sí mimos y destruyen consigo su propio mundo

Que los hombres se entiendan hablando puede significar, desde luego, que se entienden entre sí con el lenguaje ordinario; esto es, que son capaces de ponerse de acuerdo sobre algo o de llegar, al menos, al acuerdo de que cada uno entiende sin malentendidos lo que el otro dice aunque no lo comparta, en cuyo caso siempre estarían de acuerdo en que no hay acuerdo todavía entre las partes. Pero no significa en absoluto que siempre y sólo se entiendan con el lenguaje ordinario y, en consecuencia, no se produzcan malentendidos en la vida cotidiana. Por otra parte, este lenguaje no es un mero instrumento para entenderse con él sobre cualquier asunto cuando hace falta o para dejarlo ahí después en el cajón de las herramientas. Porque es sobre todo una conducta o actividad en la que nos entendemos o no según el uso que hagamos de unos recursos que sólo existen de verdad cuando se usan en el habla.

El lenguaje en origen es la capacidad de hablar y de escuchar de los seres humanos, la fuerza verbal, el verbo, la palabra una que tiene “la virtud de abrirnos para seguir hablando sin fin y para hablar con todos” (3). Esa fuerza creativa y generativa, que alienta en el uso de todas las lenguas, da vida a todos los elementos y actualiza las potencialidades lingüísticas: aplica la lengua en el habla, esto es, las reglas de la gramática y los significados o definiciones del diccionario al uso del lenguaje ordinario; interpreta en el diálogo el patrimonio lingüístico tradicional y pone en curso la tradición. Si la lengua es la norma, el código y el registro oficial; y el habla todo lo que se dice y el modo cómo se dice de ordinario, lo oficioso o los discursos corrientes en la comunidad lingüística, el diálogo es el acontecimiento de la palabra viva como algo extraordinario y plenamente actual entre nosotros.. Aprender a hablar no es sólo aprender a hablar una lengua, es aprender a dialogar hablando cabalmente con otros en cualquier lengua. La educación para el diálogo consiste sobre todo en el cultivo de una capacidad “natural” humana, la capacidad de hablar y de escuchar, y en la adopción consciente por parte del educando de actitudes morales de valor humano universal.

El diálogo, la palabra entre dos, es la palabra cabal: ni mía ni tuya, ni tampoco nuestra o de los dos, ni siquiera suya, porque es palabra viva, en curso, palabra que sigue, abierta a todos los que pueden escuchar y hablar por mucho que se haya dicho. La perfección del diálogo se alcanza sólo en la palabra que va y viene entre nosotros. En el monólogo, como palabra imperfecta, nos entendemos imperfectamente. Es en el diálogo donde los hombres se entienden hablando, se entienden a sí mismos y a los demás. Quién sea yo lo entiendo en relación a un tú, cara a cara. En la diferencia entre quién y quién, no en la distancia de un sujeto frente a un objeto, es como se ve cada uno a sí mismo. Y es también así, en el diálogo, como podemos entendernos sobre cualquier asunto. El diálogo, como el río hacia el mar, discurre entre dos orillas. O como el hilo y la aguja avanza entre dos costuras. El diálogo es traducción y tradición al mismo tiempo. Es traducción de orilla a orilla en el vaivén de la palabra que salva las diferencias y las une, como el hilo de la aguja las costuras. Y es tradición que discurre en el tiempo y articula el pasado con el futuro en el presente

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de cada situación, en el ir y revenir de la palabra que es siempre evocación de lo ya dicho y advocación de lo mucho que queda por decir y decirnos en cada convocatoria actual. Bajo estos dos aspectos, sincrónica y diacrónicamente, el verdadero diálogo es siempre interpretación y nunca repetición. La palabra humana, el diálogo, no excluye en principio a ningún ser humano. Por tanto un humanismo que se defina frente a los bárbaros por la cultura de la palabra, demuestra no ser aún suficientemente humanista si no les reconoce su plena capacidad de hablar y no incrementa de este modo la suya ampliando la propia capacidad de escuchar.

3. “Para dialogar, lo primero escuchar” (Machado)

Que escuchar sea condición de posibilidad para hablar no quiere decir, sin embargo, que sea anterior en el tiempo a la palabra que decimos. Porque cuando leemos “escuchamos” lo que nos dice un texto, pero si leemos ya estamos “hablando”. Leer es interpretar un texto, y siempre que interpretamos hablamos. Eso es lo que queremos decir cuando decimos que para hablar hay que escuchar; es decir, que sostenemos aquí la prioridad de la palabra que nos interpela. Y sin embargo toda palabra dicha o escrita es palabra muerta y no nos dice nada sin escucharla, pero si la escuchamos vive ya en nuestra respuesta.

Se sigue de ahí que la capacidad de hablar dependa de la capacidad de escuchar, y que la verdadera facundia - que no tiene que ver nada con la verborrea sino con la libertad de decir (4)- va pareja con la obediencia (5) pero no con el sometimiento. Por otra parte la capacidad de escuchar y de aprender alcanza la envergadura de las preguntas que nos hacemos. En efecto, sólo somos capaces de escuchar aquello por lo que preguntamos, es decir, todo lo que nos importa o “nos llama” la atención. El que ya no pregunta por nada porque nada le incita a hacerlo o le provoca, porque ya nada tiene sentido para él o se niega a admitir cualquier sentido, tampoco puede escuchar nada.

Claro que el ser humano está abierto al mundo y es en principio el que pregunta por todo. Pero existe en el tiempo, aquí y ahora, y esa pregunta en la que consiste se realiza en la historia a través de cuantas preguntas se le plantean y se va haciendo. De modo que preguntar por todo es en concreto preguntarse por algo en la situación, sin eludir el problema - objeto u obstáculo- donde está la pregunta y, sin embargo, hacerlo de tal suerte que la pregunta siga. El que está dispuesto a escuchar algo pero no todo, o a algunos pero no a todos, reduce su capacidad de escuchar y de hablar, y pervierte el diálogo al dirigirlo a un callejón sin salida. Aunque no es mejor desoír la palabra que nos llega por boca de vecino, en el mundo de la vida, y no decir nada a nadie, con el pretexto de estar pendiente de escuchar un misterio inefable.

4. El poder del lenguaje natural o de las lenguas históricas

Decíamos que los hombres se entienden hablando, esto es, en el diálogo, que es donde acontece el lenguaje como verbo o palabra viva. Pero ese verbo humano se realiza en los lenguajes en curso, ya establecidos en comunidades históricas, y ocurre en el proceso de una tradición particular. En este sentido, los lenguajes naturales no son el lenguaje en origen sino lenguajes originados que condicionan el diálogo. De manera que es cierto, desde este punto de vista, que habitamos la lengua, como decía Heidegger, o que el lenguaje ordinario es una forma de vida que

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nos conforma; o también, que el lenguaje ordinario es la “institución” obligatoria y la matriz de todas las instituciones sociales, que todas las lenguas implican una concepción del mundo y cada una define el horizonte de “nuestro mundo”. De modo que existe la sospecha de que los hombres se entienden hablando dentro de unos límites y bajo ciertas condiciones necesarias.

Para Humbolt, pionero de la moderna filosofía del lenguaje, cada lengua representa una “visión del mundo” (Weltansicht). A Humbolt le interesa la forma, la estructura o tipo de cada lengua nacional y no su contenido o lo que en ella se dice. Cada una de las lenguas nacionales, como formación histórica, adquiere un dominio sobre sus hablantes sin que esto suponga una ausencia total de libertad en el uso que de ella hagan en el habla. Hans Georg Gadamer rechaza la reducción de las lenguas a estructuras vacías, pero reconoce en cada lengua una visión del mundo. Sólo que esto no se debe tanto a la singularidad de su forma o de su estructura cuanto al contenido o tradición que en ella se trasmite (6). El “hermeneuta” no deja de sorprenderse que cualquier texto pueda traducirse a cualquier idioma, y que todo lo que puede ser dicho en un lenguaje natural pueda decirse de otra manera en ese mismo lenguaje; es decir, que cualquier frase pueda parafrasearse, comentarse, aclararse e interpretarse ,en suma, con otra frase de ese lenguaje. En ambos fenómenos descubre Gadamer de consuno la estructura característica de los lenguajes naturales como sistemas abiertos y reflexivos. El lenguaje natural u ordinario se trasciende a sí mismo y es su propio meta – lenguaje. Por tanto, no es necesario salir de él para hablar sobre él ni para decir en él cuanto pueda decirse en cualquier otro. Por otra parte, nadie puede distanciarse del lenguaje ordinario en el que vive y dejarlo ahí o ponerse delante de él como se pone el sujeto frente a su objeto. Ni la lengua que estudian los lingüistas ni la gramática que reconstruye sus reglas son todo el lenguaje. El lenguaje en el que hablamos es inseparable de la vida que llevamos, y una y otro de la tradición en la que vivimos. Por tanto a la estructura abierta y reflexiva de los lenguajes naturales ha de añadirse, como tercera característica, lo que tienen de prejuicio por el contenido que trasmiten. Lo que los hablantes dan por sabido al usar un lenguaje natural, esto es, la forma de vida o tradición en la que viven, condiciona cuanto puedan saber y decir en ese lenguaje.

Decididamente en contra de un método histórico-crítico con el que se pretende un conocimiento objetivo del pasado y de una razón ilustrada que reniega de la tradición por considerarla fuente de todos los errores, Hans-Georg Gadamer propone un método hermenéutico, una interpretación del pasado en consonancia con la tradición en la que se vive y la rehabilitación incluso de lo que llama prejuicios legítimos y productivos: “Es preciso rehabilitar a fondo el concepto de prejuicio y reconocer que hay también prejuicios legítimos, si queremos hacer justicia al hombre como ser finito e histórico” (7).

La tradición en la que se vive, como prejuicio productivo, es el entendimiento de la vida misma en la historia vivida y, así, lo que se supone como condición de posibilidad para llegar a entenderse con otros en cada situación. Porque sólo podemos entendernos con otros si nos hallamos en la misma historia y, por tanto, sobre la base de un entendimiento previo o Vorverständnis. ¿Quiere decir esto que sólo podemos entendernos con los que ya nos entendemos en el fondo, que sólo podemos hablar con los que ya nos hablamos, que sólo podemos vivir en paz con los que ya convivimos, y que estamos atados a nuestra tradicional forma de vida, implicados en un determinado contexto cultural, retenidos por el mundo y por la lengua en que nacemos y crecemos sin más horizonte? ¿Es esta la condición humana en general como seres históricos y la situación en la que nos hallamos siempre fatalmente?

Situación y horizonte son conceptos correlativos. Lo propio de la situación es que estamos en ella y no delante de ella como algo a la vista. Por tanto no podemos tener un conocimiento objetivo de la situación y menos aún exhaustivo, lo que impide que tengamos un conocimiento preciso de nosotros mismos tal cual existimos aquí y ahora. La reflexión sobre nuestra existencia

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llega siempre tarde, cuando intentamos hacernos cargo de ella ya estamos metidos en otra situación. El hombre no vuelve nunca sobre sí mismo del todo porque está de paso irreversiblemente, porque existe en la historia. La imposibilidad de comprendernos del todo en cada situación no es más que una expresión de la historicidad humana.

Por otra parte, la situación en la que nos hallamos determina el punto de vista y el horizonte no es otra cosa que el círculo que abarca cuanto podemos ver desde un punto de vista determinado. A cada situación histórica corresponde un punto de vista determinado y un horizonte histórico determinado. Pero esto no quiere decir que el horizonte de una actualidad dada sea siempre un horizonte cerrado y que sea así como pensamos y entendemos siempre dicha actualidad:

“De la misma manera que un hombre sólo no es un solitario aislado porque siempre se entiende con otros, así también es una pura abstracción un horizonte cerrado que incluya una cultura aislada. La historicidad humana excluye la posibilidad de que el hombre se detenga definitivamente en una posición y que tenga, en consecuencia, un horizonte cerrado. El horizonte, dentro del que caminamos, cambia con nosotros. Los horizontes se desplazan continuamente para quien se mueve” (8)

En resumen, vivimos en un mundo abierto en el que nos entendemos con otros hablando un lenguaje abierto. Y aunque nadie pueda salirse de su mundo ni hablar otro lenguaje que el suyo, nada le impide encontrarse y entenderse con los que viven en otro mundo y hablan otra lengua, con los que siguen otra tradición y aprenden otra cultura:

“Lo que se ha evidenciado en el paradigma de la traducción y de la posibilidad de entenderse más allá de los confines de la propia lengua se confirma: El mundo apalabrado en el que uno vive no es una barrera que impida conocer la realidad, sino que abarca en principio todo aquello hacia lo que puede ampliarse y elevarse nuestra visión. Es cierto que los que han sido educados en otras tradiciones lingüísticas y culturales ven el mundo de otra manera. Cierto también que los <mundos> históricos que se suceden unos a otros en el correr de la historia se diferencian entre sí y todos ellos del mundo actual. Pero es innegable que siempre es un mundo humano, es decir, configurado por la palabra, el que se nos ofrece en diversas tradiciones. Cada uno de los mundos, como mundo configurado por la palabra, es de suyo un mundo abierto a cualquier otra perspectiva y, de este modo, a la ampliación de su propia imagen del mundo y en consecuencia accesible para otros” (9)

La estructura de este encuentro es la del diálogo. Encontrarse con otro, es reconocer a otro como a alguien capaz de escucha y de hablar. Es encontrarse como nosotros y, sobre la base de ese entendimiento en el que nos hallamos, es posible entenderse ya sobre cualquier asunto si cada uno de nosotros está dispuesto a poner-se en el lugar del otro. Ahora bien, “ponerse en lugar del otro es llevarse consigo a otra situación”. Por tanto, “no es someterse a su individualidad ni someter ésta a los propios prejuicios, sino elevarse a una universalidad mayor que supera la particularidad de ambos” (10) Ponerse en la situación del otro es ganar horizonte. El que comprende amplía su horizonte, no sale de él pero se halla con él frente a otro en un horizonte mayor. Se salvan las diferencias, no se suprimen.

5.El poder de los “discursos”

De la misma manera que el arte hermenéutica perfecciona la capacidad “natural” de interpretar, el arte retórica cultiva y perfecciona la capacidad “natural” de persuadir con la palabra.

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El objetivo de la persuasión no es entender algo o entenderse con otros sobre algo, sino llegar a un consenso con otros en lo que hay que hacer. La persuasión versa sobre asuntos prácticos en los que no es posible conocer una verdad fundada en razones objetivas y en los que, sin embargo, no puede eludirse una decisión razonable. No se trata, pues, de lo verdadero sino de lo verosímil. El tema son las convicciones, los valores, las normas y su correcta aplicación en la decisión propuesta. Ha de mostrarse, por tanto, con la palabra que una decisión es plausible, mejor que cualquier otra, y en consecuencia que es razonable aceptarla.

La forma que adopta la persuasión es el consejo y, sobre todo, el discurso: la prédica moral y el discurso ideológico, especialmente. El uso retórico del lenguaje se presta a la ambigüedad, a moverse entre el convencimiento y la seducción, sin que sea siempre fácil distinguir entre la fuerza de la palabra y la palabra de la fuerza. Los recursos del lenguaje que se movilizan, tanto cognitivos como expresivos, no se emplean tanto para aclarar un estado de cosas como para definir y cambiar una situación. Más que ayudar a que otros aprendan se trata de motivar las voluntades. El arte retórica - o técnica de persuadir- la inventaron los sofistas. Pero la capacidad de persuadir con la palabra es, como ya dijimos, algo natural que se aprende con el lenguaje. El uso retórico del lenguaje puede orientarse tanto a una crítica constructiva para llegar a un consenso social razonable, que es necesario como fundamento de la convivencia pacífica, como a la manipulación demagógica de las masas que es la ruina de la sociedad. En la retórica se evidencia que hablar es también hacer cosas con palabras y no sólo hablar sobre las cosas desinteresadamente. En la retórica, el lenguaje deja de concebirse como una pura visión o representación del mundo y se convierte en intervención en el mundo.

Enfocando el análisis desde el punto de vista socio-lingüístico, vemos que el discurso se sitúa entre la invariante de la lengua ( o la gramática) y el acontecimiento del diálogo en el habla. Los discursos pertenecen al lenguaje ordinario como habla diversamente ordenada. En una sociedad plurilingüe cada una de las lenguas al uso suele ocupar un lugar dentro de una jerarquía, se da la disglosia y una lengua domina sobre otra. Pero incluso en una sociedad monolingüe hay siempre una pluralidad de discursos que pugnan entre sí y reflejan las relaciones de fuerza que forman en su conjunto la estructura social. Un discurso es lo que se dice y el modo como se dice en determinados contextos, y es siempre un discurso dominante en su propio ámbito. Hablar, sobre todo en público y para un público, es tomar la palabra y supone apropiarse y adaptarse a un discurso ya constituido. Lo que no empece para que el diálogo, en circunstancias felices, rompa los esquemas y acontezca a pesar de todo de forma extraordinaria. Pero es cierto, y estoy completamente de acuerdo con Enrique Luque cuando escribe:

“En el mercado lingüístico, el homo lingüísticus es tan formalmente libre de hablar como, en el otro, el hombre abstracto de los economistas; pero aquí, también, sólo puede intercambiar palabras si las dice apropiadamente. Esto es, si se ajusta a estilos socialmente predeterminados, al tiempo fruto de la desigual distribución del poder y configuradora de la misma” (11)

El uso retórico del lenguaje es imprescindible para formar la opinión pública. Es la manera adecuada para la acción comunicativa orientada a un acuerdo en el ámbito de lo verosímil. Pero es ya un abuso cuando se reduce a pura y dura estrategia, cuando se utiliza la palabra sólo como un arma o como un instrumento de manipulación. Por otra parte si eso es lo que se pretende y lo único que importa: hacer que otros hagan lo que se quiere, manipular, entonces lo “racional” es sustituir el medio de la palabra en el discurso por otros mucho más eficaces y que la semiótica desplace a la retórica en la civilización de la imagen. Y si de impacto se trata, es obvio que la palabra ha de reducirse a su mínima expresión para que gane en fuerza como eslogan y mejor todavía si una buena imagen lo refuerza.

La propaganda, que inventó la Iglesia como “propaganda fidei”, se ha ido transformando en

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publicidad tanto en el mercado político como en el mercado del aceite y de los detergentes. Y la opinión pública ya no se forma en el parlamento, ni siquiera en los periódicos, sino en la televisión. Ágora, plaza y mercado de la “Posmodernez”, medio de persuasión y de seducción, pantalla de exhibición para dejarse ver los que no ven - ¡el Gran Hermano, esa caca postrimera!-, escaparate de productos inalcanzables, madre y maestra de los niños, engaño de la soledad, retablo de las maravillas..., todo eso y mucho más es hoy por hoy la televisión. Pero sobre todo es el supermercado que pone en circulación los grandes discursos con muy pocas palabras. La televisión es un medio apabullante que tiene la virtud de transformar la noticia en imagen y la imagen en noticia, y eso es lo primero que propala o difunde: que todo sucede en televisión o como visión a distancia, y que no existe por ahí lo que no sale aquí en televisión. Es por eso que los telediarios se elaboran y se presentan con frecuencia como si de spots publicitarios se tratara y, a la inversa, los productos se anuncian como noticias de un telediario. Es de película. ¿Pero existe en realidad lo que sale en televisión?, ¿y qué es la realidad? La realidad que produce la televisión es virtualmente real, es realidad virtual. Y por tanto, realidad social. Aunque no valga en absoluto decir que “así es si así os parece”, eso vale en efecto de la realidad social. En este sentido el discurso de la televisión por encima de cualquier otro, el que siempre se difunde en la pantalla presente lo que presente, es la definición de la realidad como representación pública o espectáculo. Sólo la experiencia del sufrimiento en la propia carne resiste a esa definición de la realidad, no el sufrimiento que vemos en los otros. Es posible que muchos niños y adolescentes asesinos no hayan aprendido a distinguir entre el sufrimiento que ellos ven en sus víctimas, y que así no les duele, y el sufrimiento que padecen estas víctimas y que ellos como espectadores no pueden sentir. Sólo una percepción de la realidad como representación puede explicar tanto horror como se comete en todo el mundo y la capacidad que tenemos para soportarlo.

Este modo de producir la realidad como imagen y con imágenes es la última transformación de la retórica como técnica de persuasión. De ahí que la articulación de las imágenes obedezca a una lógica de los sentimientos reforzada y orientada por un eslogan. Las imágenes, por mucho que llenen el espacio en el que se presentan, no andan sueltas sino que pasan ordenadas según sea la intención que las elige y las define. Es el discurso, y los diferentes discursos, los que seleccionan, ordenan y definen las imágenes. A primera vista tanto en los anuncios publicitarios como en la propaganda prevalece la imagen, que es lo que se presenta y se promueve; pero lo que manda es el eslogan, el mensaje, el kerygma o sermón abreviado.

Todos los anuncios que salen en televisión tienen imágenes y palabras. Pero he aquí que la voz cantante suele ser masculina, y la presencia y la figura, la imagen, femenina. Salvo rarísimas excepciones –por ejemplo cuando se anuncia un detergente u otro producto de consumo doméstico y se presenta al ama de casa como experta en “sus labores”-, el que pronuncia el eslogan es un hombre que no suele verse. Con frecuencia son mujeres las que se ven y se oyen hablar entre sí sobre un producto; pero el que responde después de todo, el que sabe y persuade, el que emite el mensaje es casi siempre un hombre. Suya es la palabra sobre la imagen, como suyo es el producto y la realidad social que así se reproduce. La mujer es ella o ello, el producto ideal. Pero el que vende, y el amo, es el hombre. El logos, como razón discursiva, es de género masculino. El mito y el rito, la imagen y el icono son femeninos. Porque la cabeza es el hombre y la mujer el cuerpo, el cuerpo del hombre. Lo que vemos en este ejemplo es lo que entiendo por discurso y hasta un paradigma de cualquier otro. Es por supuesto un discurso machista enmascarado. El mensaje no está tanto en lo que se dice como en el modo de decirse, y en lo que se quiere decir, y se dice en fin subrepticiamente, de tal modo. La intención profunda y la voluntad que decide en los discursos no tienen por qué dar la cara. Por otra parte, el ejemplo es también paradigmático por cuanto atribuye al varón la razón deductiva y la instrumental, que es siempre la razón del poder y la que ha configurado desde la filosofía griega nuestra civilización occidental.

Todos los discursos que circulan en la sociedad de mercado y en el mercado político son

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objetivación del poder e instrumento suyo. Pero sólo son trascendentales los que se ocupan de las palabras y afectan.a su uso en general. Me refiero al discurso sobre lo que es o no “políticamente correcto”, que es el discurso del poder sobre la comunicación lingüística. En ese discurso se conjuga el código de la lengua, por el que velan los académicos, con el código de otras administraciones políticas. Es un discurso que reduce la fuerza verbal y restringe, peligrosamente, la libertad de expresión y la capacidad crítica del pensamiento. Es el discurso que pretende ordenar lo que puede decirse en general y cómo hay que decirlo.

En segundo lugar están los discursos nacionalistas sobre la lengua como hecho diferencial o seña de identidad nacional. En boca del Honorable, pongo por caso, este discurso se propaga obviamente en catalán, que es su lengua, y la de todos los que en ella viven, valencianos, mallorquines y aragoneses orientales incluidos. A este discurso nacionalista de los catalanes se opone el que propagan otros para denigrar el catalán en castellano: “¡Pujol, enano, habla castellano!”. También ese discurso contra el catalán es un discurso nacionalista sobre la lengua; o las lenguas, ya que pone por encima del catalán el castellano en todas partes, incluso en Cataluña y para los mismos catalanes. Recuerdo que en mi pueblo los curas hablaban con Dios en latín, los fieles hablaban y se confesaban con los curas “en cristiano” - esto es, en castellano-, pero si blasfemaban o hablaban entre sí lo hacían habitualmente en catalán lo mismo que ahora. Ese era el orden, lo que mandaba el discurso dominante sobre la lengua y lo que ellos habían aprendido en la iglesia y en la escuela.

Un caso aparte es el de aquellos discursos nacionalistas sobre una lengua nacional que se expresan en otra lengua. Por ejemplo hay aragoneses que no hablan el aragonés, pero que hablan muy bien del aragonés en la única lengua que saben y en la que de hecho están viviendo: el castellano. Aunque el caso más notable dentro del ámbito geográfico más cercano es el de los vascos nacionalistas. Todos ellos hablan muy bien del euskera, pero no todos, ni siquiera todos los dirigentes del PNV, son competentes en esa lengua. Mientras el discurso de lo que es políticamente correcto restringe el pluralismo ideológico en el ámbito de una lengua, el discurso nacionalista sobre la propia lengua la defiende contra las otras como se defiende una muralla. La guerra entre las lenguas pervierte el diálogo de las lenguas y, al oponer una contra otra de esta manera, corrompe el sentido profundo de la lengua en general que no es otro que la articulación y la comunicación

6. Una teoría crítica del lenguaje.

O de la comunicación humana mediante el lenguaje ordinario. Me refiero concretamente a Jürgen Habermas, que sostuvo una interesante polémica con Hans Georg Gadamer, cuya teoría hermenéutica ya hemos expuesto sucintamente. Recordemos que para Gadamer el lenguaje no es por cierto un sistema cerrado sino un proceso abierto, pero sí es una forma de vida y una tradición en curso que prejuzga cualquier entendimiento posible entre los hablantes que en ella viven, porque “no podemos salirnos del diálogo que somos”. Todo diálogo y, por tanto, cualquier entendimiento posible sobre algo, supone un entendimiento en la vida misma, esto es, en el mundo de la vida que compartimos y en el que nos encontramos. Ese entendimiento previo ( Vorverständnis) no puede ser cuestionado en su totalidad, ni siquiera puede ser conocido objetivamente como un todo. De manera que sólo se puede criticar alguna tradición o fragmento del mundo de la vida, algo que se destaca frente a otra tradición particular o fragmento de otro mundo, del mundo de nuestro interlocutor, que no entendemos todavía. La consecuencia es, entonces, que el consenso o entendimiento de fondo sobre el que descansa una comunidad y hace posible la comunican entre sus miembros, se acepta de hecho dogmáticamente como el saber que se da por sabido en la vida misma y como prejuicio legítimo y productivo de la convivencia. Gadamer llega a preguntarse “si un malentendido no supone incluso algo así como un entendimiento de base que lo sustenta o hace

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posible” (12) En efecto, entenderse o no es siempre lo que sucede entre nosotros, entre tú y yo; por tanto, en una situación de acuerdo básico: “Decir tú a alguien, como sabemos todos, supone un entendimiento fundamental” (13) que hace posible discutir con él y llegar o no a entenderse los dos sobre algo. El malentendido es nuestro, y se produce siempre entre nosotros.

A lo que replica Habermas:

“Nosotros sólo estamos autorizados a equiparar ese entendimiento previo, que supone Gadamer incluso cuando se produce un malentendido, con el estar efectivamente de acuerdo, si podemos estar seguros de que todo consenso que se introduce en el medio de la tradición lingüística se ha formado sin violencia y sin deformación alguna” (14).

Ahora bien, como demuestra la experiencia de la obcecación y de la alienación ideológica, es evidente que se puede llegar a presumir un consenso donde no existe en realidad:

“En la dogmática del contexto de la tradición no se hace valer únicamente la objetividad del lenguaje absoluto, sino también la represión y las relaciones de poder que deforman la intersubjetividad del entendimiento en cuanto tal y perturban sistemáticamente la comunicación en el lenguaje ordinario. Por tanto, cualquier consenso en cuyo medio se llega a una comprensión mutua de sentido está en principio bajo la sospecha de haber sido forzado con violencia, esto es, de forma falsamente comunicativa” (15)

La propuesta de Habermas es no admitir como válido un acuerdo que no se funde en una argumentación razonable; esto es, que no pueda sostenerse en las condiciones ideales de una libre y universal comunicación. Y alude seguidamente a Karl-Otto Apel, para quien la hermenéutica sólo contribuye a un conocimiento cierto de la verdad en la medida en que se somete al principio regulativo de “llegar a un entendimiento universal en el marco de una comunidad ilimitada de interpretación” (16)

Naturalmente, Gadamer no se queda sin responder:

“El ideal de una convivencia en una comunicación limpia de toda violencia -responde- es tan vinculante como impreciso: hay muchos y diferentes fines que pueden proyectarse en ese marco puramente formal. También la anticipación de la vida buena, que es de hecho esencial para la razón práctica, ha de concretarse; es decir, se ha de tomar conciencia de la aguda contradicción que se da entre lo meramente deseable y los auténticos fines para una voluntad activa “ (17).

Sinceramente, los dos puntos de vista creo que pueden conciliarse en la medida en que ambos niegan que se dé un consenso verdadero entre los hombres si con él se excluye la posibilidad de entenderse con todos. La diferencia está en que Gadamer, más conservador y posmoderno, adopta una actitud de confianza rayana en la ingenuidad, mientras que Habermas y Apel - todavía modernos- confían aún en la crítica de la razón. ¿No es esto otra ingenuidad? De todas formas, unos y otros admiten la necesidad de conservar el mundo de la vida... hasta nuevo aviso. Sólo que la alarma o el aviso parece que les llega antes a los más críticos.

Los filósofos de la sospecha pueden parecer impúdicos en una situación de diálogo, pues siempre estarán tentados a levantar las faldas y a mirar lo que se esconde o a mirar atrás en vez de a la cara tal cual se presenta. En cambio, Gadamer y con él los posmodernos pueden parecer hipócritas. Por mi parte prefiero pensar que los primeros son más sinceros y más deferente el segundo. De los posmodernos tout court, los del pensamiento débil, tengo peor opinión. Ni Habermas, ni Apel, ni Gadamer entienden la tolerancia desde la indiferencia o desde la debilidad de

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los principios. Mientras que para los que todo vale, cualquier tradición es igual a otra y se pueden degustar todas las creencias con igual placer y provecho; es decir, que todos los principios son prejuicios y todos los prejuicios son legítimos y productivos. Todo es respetable, porque todo es indiferente. No es eso.

7.- La escuela y la educación para la paz

Aunque no toda la educación se imparta en la escuela, la escuela ha llegado a ser la institución educativa en el mundo moderno: el sistema experto en la materia. La familia delega su responsabilidad en la escuela y los padres, que traen al mundo a los hijos, los confían muy pronto a la escuela para introducirlos en ese mundo. Como el Estado, cuya es la responsabilidad de que haya buenos ciudadanos, y en su descargo establece la escuela obligatoria y gratuita para todos.

La primera lección que enseña la escuela sólo con su existencia y la que todos aprenden, incluso los padres que no pudieron ir a la escuela, es que todos han de ir a la escuela. Pero la gran contradicción de este sistema educativo es que, en vez de educar, escolariza: somete a los alumnos a un rito de iniciación en el consumo de conocimientos y de valores vigentes en nuestro mundo, que no es por cierto el mejor de los mundos posibles. Si por aprendizaje se entiende la fijación pasiva de una costumbre, la grabación en la memoria de una información cifrada, la adquisición de una habilidad en el manejo de un instrumento, en el uso de un código o en la práctica de una rutina, habría que reconocer los avances de la enseñanza programada que se imparte en la escuela respecto a la imitación espontánea que se produce en la vida. Y hasta podría sustituirse con ventaja al maestro por una máquina de enseñar. Pero esto no tiene que ver nada con la educación, si es que la educación tiene que ver siempre con la moral.

Una crítica demoledora como ésta de Ivan Illich y de Evertt Reimer, entre otros, que denuncia la “escolarización” y la violencia estructural de la escuela como sistema autoritario, jerárquico y competitivo, es insuficiente en la práctica para acabar con ese estado de cosas. La escuela es demasiado importante para la reproducción de nuestra sociedad y no es probable que se desplome sólo con la crítica. Sin una acción colectiva en ella y sobre ella, a la par que en la sociedad y sobre la sociedad, y en tal sentido, política, no es posible una reforma de la escuela y un cambio de la sociedad “escolarizada” para el consumo de cuanto se vende en el mercado: ideas, experiencias u otros productos de reconocido prestigio. Pero esta crítica nos advierte de la resistencia y de las dificultades con las que se han de encontrar los que quieren introducir en la escuela otros métodos, cual caballo de Troya, para construir mediante la educación en ella y desde ella, aunque no sólo, un mundo más habitable para todos. O para desarmar al menos poco a poco los sentimientos de identidad contra los otros, liquidar los prejuicios improductivos y poner en curso, en cuestión, en la cuestión humana y en el curso de la historia universal las tradiciones particulares. Para construir la paz haciendo las paces, y la comunidad humana ampliando la comunicación.

El escepticismo respecto a una educación para la paz no viene sólo de posiciones progresistas y humanistas de izquierdas, de propuestas contraculturales y libertarias incluso, sino también de posiciones conservadoras que sintonizan más con la estructura y la instrucción de una escuela estatal y nacional en la que se forman presuntamente los buenos patriotas. Algunos distinguen dos aspectos en esta enseñanza: el de las buenas maneras, referido inmediatamente a la convivencia pacífica en la escuela. Y otro, más dudoso, que supone “el examen polémico y cargado de intención política de la paz, la guerra y el desarme” en el mundo. La enseñanza de la paz en el segundo aspecto no conduciría a nada útil, al exceder la capacidad crítica de los alumnos. Y sería perjudicial si, al atribuir la responsabilidad de los conflictos a su propio campo, infundiera en los

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alumnos un sentimiento de culpa. Pero educar para la paz no es educar para vivir en paz con la conciencia o para vivir en paz en la escuela, en clase, ni siquiera después en la comunidad o grupo de pertenencia, en el propio país, para comportarse como un buen francés pongo por caso o en general como un buen patriota. Por supuesto no es educar para ser un súbdito sino un ciudadano libre y, por tanto, no para la sumisión ni la mansedumbre o para ser pacífico en tal sentido, sino para resolver los conflictos sin recurrir a la violencia y construir la paz con otros, con todos los que la buscan y para todos los que la necesitan. Para caminar perpetuamente hacia la paz mundial, como ciudadano del mundo y miembro de una sola humanidad.

Por eso la educación en unos valores y en unas actitudes propicias a la paz mundial en el marco de una institución estructuralmente violenta, como es la escuela, confronta la educación humanista que debe ser y nunca ha sido: la utopía del humanismo, con lo que ha sido éste de hecho en la civilización occidental. La crisis de la escuela y la crítica a la escuela puede entenderse también como una crítica al humanismo, que más que una tradición histórica en el mundo de la vida ha sido una tradición literaria, o más escritura que cultura y más lección en la escuela que interpretación. Pensum quizás. Y selección incluso por la lectura de unos textos canónicos y discriminación, en consecuencia, entre gente con estudios, gente culta, y analfabetos.

La ruta de la luz que quería Comenio (24) para llegar a la paz mundial a través de la escuela única y gratuita para todos, no obstante la Ilustración y la escolarización extendida por todo el mundo como nunca había sido antes, no ha conducido a la paz y no ha evitado las guerras mundiales del siglo pasado y los horrores del terrorismo con los que ha comenzado el presente. .

A pesar de todo, y todo es mucho más de lo que podemos imaginar, no creo que la manipulación genética o selección antropotécnica (25) sea una alternativa mejor que la lección de los clásicos y la educación humanista en las escuelas. Si lo que ha hecho el humanismo y el cristianismo, a pesar de sus prédicas o con ellas, ha sido justo lo contrario: seres humanos cada vez más pequeños, siendo la mayoría queridos y muy pocos capaces de querer (como diría Nietzsche), la intervención antropotécnica nos devolvería a la barbarie o peor aún, porque el resultado no sería el balbuceo de los bárbaros sino la reducción al silencio como privación de la palabra y la bestialización de los humanos: la regresión al barro, o la ruptura en mil pedazos de la vasija en la que reside toda nuestra dignidad.

La superación del humanismo real es más humanismo y, por tanto, la extensión de la palabra a todos los humanos: a los infantes para que aprendan y puedan hablar; a las mujeres, a las que no se les dejaba hablar en la asamblea, para que hablen donde tanto han escuchado; a los extranjeros, que siempre han hablado en su lengua, para que se les escuche en todas partes como a cualquier ser humano, y en general a todos. Porque ya no hay bárbaros ni metecos, o no debería haberlo en una Tierra cada vez más pequeña y comunicada. Para eso hay que hacer de la escuela un ámbito de convivencia humana sin restricciones, una sede de la palabra, del diálogo sin fronteras. Desde el propio discurso, desde la propia tradición, desde el propio mundo. Y desde las preguntas que surgen en ese mundo a la vista de otros mundos.

NOTAS

1) Confesiones X, c. 16, 25.2) Política I, c.2, 1253ª.3) Gadamer, Hans-Georg, Warheit und Methode II, p.206.4) Y con lo que llamaban los griegos o capacidad de expresarse en público y claramente, sin

miedo, con entera libertad y sin tapujos. Como era capaz de hacerlo Demóstenes, según se dice. O como se cuenta de Jesús en Jn. 16,29.

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5) La obediencia, del latín obaudire, que es la capacidad de escuchar como merece la autoridad de quien habla. Y que es también creer al que nos habla con autoridad mientras no la pierda y no de motivos para no creerle. Escuchar y creer eso es obedecer, como el catalán creure.

6) Gadamer, Hans-Georg, o.c., p.4457) Ibídem, p.281.8) Ibídem, 309.9) Ibídem, 250 s.10) Ibídem, p.310.11) Luque, Enrique, Antropología Política, p.206.12) Gadamer, Hans-Georg, o.c., p.223.13) Ibídem.14) Habermas, Jürgen, Zur Logik der Sozialwissenschaften, p.36115) Ibídem16) Apel, Karl-Otto, “Szientismus oder transzendentale Hermeneutik?”, en Bubner, R. (ed.)R.,

Hermeneutik und Dialektik, Tübingen (1970), p.105; citado por Habermas, J., o.c. , p. 362. 17) Gadamer, Hans-Georg, o.c., p. 275.18) Illich, Ivan, Hacia el fin de la era escolar, Cuadernos CDOC, núm. 65, Cuernavaca 1971,19) Reimer, Everett, La escuela ha muerto. Alternativas en materia de educación, Barral Ediciones,

Barcelona 1874.20) Gintis, Herbert, Crítica del illichismo. A propósito de la sociedad desescolarizada, en Crítica

de Ivan Illich, Cuadernos Anagrama, Ed. Anagrama , Barcelona 1974, p. 46 s. 21) Hicks, David, Educación para la paz, p.60.22) Cox y Scruton, Peace Studies : A Critical Survey, p.40; citado en Hicks, David, Educación para la

paz, p. 65.23) Ibídem, p. 67.24) Comenio, La vía de la luz, escrita en Inglaterra en 1641.25) Sloterdijk, Peter, Regeln für den Menschenpark. Ein Anwortsschreiben zum Brief über den

Humanismus , en Die Zeit 10.10.1999 (Archiv) ; traducción castellana de Teresa Rocha, Normas para el parque humano, Siruela, Madrid 2000

6.12.2004

TENDER PUENTES

Me gustan los puentes, y los ríos, mucho más que las murallas y las puertas cerradas. Y siempre he pensado que es preferible una puerta inútil que no pueda cerrarse, a otra normal que apenas pueda abrirse para entrar o salir a voluntad. Pero más que una puerta inútil o un arco de triunfo, que sólo sirve para desfilar, si tuviera que elegir elegiría un campo abierto sin calzadas ni caminos trazados. Y elegiría los pies, más que las raíces. Y dejaría el fardo de las tradiciones muertas, sin abandonar la historia y la tradición viva. Eso es lo que elegiría, pienso, y en todo caso lo que pienso que debería hacer. Ya sabemos que nadie llega muy lejos si anda solo y a pie; pero ajustando los pies al territorio, paso a paso, se hace camino al andar y, aunque vaya con otros, uno va donde quiere y no donde le llevan.

Se ha celebrado en Bilbao el X aniversario de Cristianos en el Socialismo. Se trata de una

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plataforma para el encuentro de cristianos y socialistas. Se trata de tender puentes entre el socialismo y el cristianismo. Una iniciativa que recoge el testigo de otras anteriores. Y uno se acuerda de Cristianos por el Socialismo durante la transición a la democracia, y del diálogo entre cristianos y marxistas en Europa por los años sesenta. Y uno mira de reojo a la derecha y abajo, en la estantería, y ve la colección de la revista internacional Dialog llena de polvo, abre el primer número y trae a la memoria el nombre de muchos que se fueron como Jesús Aguirre, amigo, y el maestro K. Rahner. Y después se acuerda de Comín, de Alfonso Carlos, y se alegra que su hijo Toni figure en el programa de los actos conmemorativos del grupo vasco de socialistas cristianos. Aquello sigue, pero dudo que siga con igual orientación.

Si se trata de tender puentes, nada hay que objetar desde cualquier orilla. Estoy convencido de que hay muchos cristianos socialistas y muchos socialistas cristianos, hablo desde un punto de vista sociológico. Por tanto el problema no está en las bases. El problema, de haberlo, está en los pontífices. Y conste que no me refiero sólo a los obispos. Hablo de la Iglesia y del Partido, del aparato y de la institución, y me pregunto si estas son las cabezas del puente que hay que tender. Y éstos, los ingenieros.

Hace ya muchos años, poco después del concilio, en aquella ilusión de las comunidades de base, en aquel trance que precedió a la democracia en España, el abate Franzoni de la basílica de San Pablo Extramuros nos prevenía desde Italia de un peligro, futurible aún para nosotros, al denunciar allí un intento de aproximación entre la cúpula del PCI y la Curia Romana. Aquella operación se parecía demasiado a un negocio entre pastores. Sabemos ya que este tipo de relaciones institucionales se presta por lo menos a confusión. El único poder legítimo en una democracia es el poder de las urnas. La Iglesia como institución no vota, votan los fieles. Y votan como ciudadanos. Igual que los obispos, que tienen también un voto y ninguna representación política. Los fieles no son un ganado, un capital o una masa de electorado cautivo en manos de los obispos. Ni siquiera son fieles si se comportan como ovejas. La fe es libre, y se expresa libremente.

¿Es la religión un hecho público? Sí, evidentemente, si con ello se quiere decir que es también un hecho manifiesto. Sí, evidentemente, si se quiere decir que es un hecho sociológico, una institución visible, una asociación registrada o muchas, porque hay muchas religiones, y en este sentido una realidad social como la copa de un pino. Sólo un insensato se atrevería a negarlo. Porque no es seguro que haya Dios o dioses y más bien se antoja dudoso, y ni siquiera es seguro que haya verdadera fe; pero al margen de antojos y creencias, lo que sí es seguro es que hay en el mundo religiones y en España, por supuesto, eso que se llama y se dice incluso en la Constitución la Iglesia Católica. La religión salta a la vista como un hecho formidable en todas partes. Se cuenta de Hegel que, al ver en Jena a Napoleón, dijo que había visto al Estado a caballo. Pero antes y después de Hegel, antes de la Revolución Francesa y a pesar de ella, muchos vieron y siguen viendo a la Iglesia en silla gestatoria. La secularización o separación del Estado y la Iglesia, no significa que la religión sea sólo un asunto privado. No quiere decir que ninguna iglesia esté presente en la sociedad ni debe estarlo en absoluto, que no puede ni debe estar donde sí pueden estar y están si lo desean todos los ciudadanos libres, ya sea en persona con la propia voz, de uno en uno, o libremente asociados. Pero esa presencia pública de la Iglesia como institución, no implica representación alguna de poder político en un Estado aconfesional.

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20.1.2005

A PROPÓSITO DEL “CÓDIGO ÉTICO DEL BUEN GOBIERNO”

No creo que los socialistas necesiten para gobernar como Dios manda, es un decir, un código ético especial que no tuvieron los populares. Porque, puesta la ley, puesta la trampa. Por eso pienso, señoras y señores ministros -como se dice ahora- que de hacer falta algo para hacer lo que se debe en el gobierno, y creo que sí, sobre todo cuando falta entendimiento, no es más de lo mismo sino buena voluntad: “lo único absolutamente bueno así en la tierra como en el cielo”, como decía Kant. Quien, por cierto, decía también que las leyes han de ser tales que se hagan respetar incluso por los demonios “con tal de que tengan entendimiento”. No espero nada de un código ético para el gobierno, los populares no lo tuvieron. No creo que un código de esas características se haga valer como ley incluso para los demonios, que no son tontos. Ni que lo necesiten para gobernar honestamente las personas de buena voluntad, aunque no tengan demasiado entendimiento. Por el contrario, es de temer que así los políticos malos se hagan más cínicos, y las buenas personas, malos políticos. En cambio aportar la buena voluntad al arte de gobernar, a la política, habrá de parecer a todos, siempre que no sea por imperativo legal, miel sobre hojuelas. Pues si las leyes son buenas tanto mejor para cumplirlas y, en caso contrario, no faltará fuerza moral para cambiarlas.

Hacer bascular la moral sobre la ley hasta confundir la ética con el derecho, es el fin de la libertad de conciencia y de la autonomía moral de las personas. Hacer depender el derecho de la moralidad de las personas, de la buena voluntad de los gobernantes y gobernados, es poner en peligro el orden público y el Estado de derecho. Un código ético para altos cargos en forma de ley es un disparate. Una concesión a la moda de los códigos deontológicos que no resuelven nada y esconden un problema de fondo. En este sentido no dejan de sorprender las declaraciones del ministro del ramo, Sr. Sevilla, cuando dijo a propósito de dicho Código para el Buen Gobierno: “Estoy seguro de que muchos empleados públicos se rigen por estas normas, pero el Gobierno ha querido regularlas para que a quien no las siga se le puedan sacar los colores”. Pero si se trata de una norma legal, lo que hay que hacer no es sacarle los colores a nadie sino sacar del puesto a quien la infrinja.

Ahora me entero que, en esta misma línea se va a introducir una nueva asignatura de educación para la convivencia ciudadana independiente de la ética, que ya existe, y con un enfoque más jurídico que ético. Todo este despropósito se suma a la ceremonia de la confusión a la que asistimos, desde hace años, en una sociedad desmoralizada en los dos sentidos: con una pérdida de contenidos éticos o sustancia moral, de normas claras a que atenerse, y una falta de voluntad o de moral para cumplirlas. De modo que, en tal situación, lo que es legal pasa a ser simplemente moral y a la inversa. Pero no todas las normas éticas pueden ser transformadas en leyes, ni es justo todo lo que es legal. ¿Cómo criticar una ley desde la ética si el derecho y la ética se confunden? Por otra parte, tampoco se advierte la diferencia entre una ética pública y la moral privada. En efecto, hay quienes desde un laicismo excluyente no reconocen la moral cristiana, como moral, precisamente por ser privada. ¿Cómo se atreven los obispos a predicar que el aborto es un pecado?, dicen. En cambio si dicen los obispos lo que todo el mundo dice: que se debe permitir el uso del condón para prevenir contra el sida, les echan en cara que han cambiado su moral. Sin advertir que una cosa es la moral privada, que no cambia porque lo diga la gente ni se impone a la gente que lo dice, y otra la ética pública que no prohíbe todo lo que prohíbe la moral privada a sus seguidores. Y por eso no comprenden que los obispos puedan entender que es su deber moral la defensa de la libertad de otros para usar el condón, y la promoción del mismo incluida, máxime ante la amenaza del sida,

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habida cuenta que no todos comparten su moral privada y que la ética pública no lo prohíbe.

Advierto en esta ceremonia de la confusión un exceso de confianza en la fuerza de la ley y, por tanto, en la coacción. Y muy poca en la libertad y en la autonomía de la conciencia moral. Como si, en la perplejidad, nos agarráramos a un clavo ardiendo y a la receta, a lo que es normal, y al socaire de una tolerancia mínima que arrasa las diferencias buscáramos seguridad en el colectivo de los individuos homologados en serie. Socializados, pero no educados como actores de la propia vida y como ciudadanos activos. Y puestos bajo la ley, bajo el peso de la ley. Como los fariseos.

21.1.2005

UNA CONSTITUCIÓN LAICA PARA EUROPA

Somos europeos y vivimos en Estados de derecho en los que se respeta la libertad religiosa y no se quema a los herejes. Pero no todo el mundo es así, ni fue así siempre en Europa. Ha hecho falta un largo proceso de aprendizaje, en el que todos hemos aprendido. La Iglesia menos, y más despacio. Al principio fue para ella como si no hubiera sido la Revolución Francesa, acusó el golpe de la desamortización y del secularismo creciente, reaccionó mal en el Vaticano I y se puso al día en el II. Hoy nos preguntamos si el famoso aggiornamento fue sólo un acomodo de su doctrina tradicional y si la Iglesia ha vuelto a las andadas.

En una conferencia pronunciada obre los "Fundamentos espirituales de Europa”, después de valorar como un paso decisivo en la historia de la civilización occidental la doctrina del papa Gelasio I sobre la separación de los dos poderes, ignorada en Bizancio y en el mundo islámico, el cardenal Ratzinguer reconocía que ese principio “se convirtió también en fuente de sufrimientos infinitos” y que la manera en que se debe concretar “sigue siendo un problema fundamental, incluso para la Europa de hoy y de mañana”. Y haciendo una comparación del estatuto de laicidad de inspiración francesa con el de neutralidad religiosa vigente en los Estados Unidos, proponía para la Unión Europea un modelo semejante al americano en el que veía “una continuación, adecuada a los tiempos, del modelo del papa Gelasio”. Confieso que no me sorprende lo que hay que oír, con lo que está cayendo. Pues cuando no caen chuzos sobre la Iglesia, no faltan las chinitas de alegres transgresores que blasfeman obscenamente, urbi et orbi, desde el teatro o la televisión, no para ofender a Dios en el que no creen sino para ofender a los creyentes. Mientras cunde la obsesión enfermiza y acomplejada de algunos laicistas empeñados en “desamortizar” la cultura y el lenguaje religioso.

La secularización es un proceso que llega hasta las palabras. A veces se sustituye el significado de un término por otro distinto: decir “adiós” nada tiene que ver con citarse en el cielo cuando Dios quiera, ni “ojalá” significa aún para nosotros que “Dios lo quiera”. Otras se da gato por liebre; es decir, bajo un término religioso se da algo que se parece a la religión: la “religión civil” es más civil que religión, pero se parece mucho a la religión pagana. En ocasiones el término vuelve a casa, por así decirlo, y se desnuda para mostrarse con más pureza: laico es más laico cuando se predica del que pertenece simplemente al pueblo y no al “pueblo de Dios”. Por último hay contenidos que se sustraen del universo religioso y se transfieren a la humanidad en otros términos; por ejemplo, el concepto de persona como individuo único investido con una dignidad

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humana igual para todos, es de origen cristiano. J. Habermas opina que hay que dejar abierto este proceso de “desamortización del contenido semántico” de las religiones, sin descartar que pueda haber en ellas un resto valioso que se resista. Pero esto significa dejar abierta la puerta del diálogo. En las universidades alemanas en las que la teología tiene su lugar al sol, sin ser la luz del mundo ni tener a su servicio a la filosofía, se apuesta por ese diálogo. Salvo notables excepciones, claro, ya se entiende.

En lenguaje eclesiástico se llama laicos alguna vez a los fieles, casi siempre seglares y nunca, que yo sepa, seculares. Pero los dos últimos términos tienen la misma raíz latina. Secular se dice del brazo secular y del clero secular, no de los fieles aunque participen del apostolado jerárquico de la Iglesia. En el régimen de Cristiandad el brazo secular era el poder civil, al que entregaba por ejemplo la inquisición a los herejes. Y la Cristiandad hacía con ese brazo lo que no podía hacer la Iglesia con el otro. En un mundo secularizado, lo que viene a sustituir al brazo secular son los seglares individualmente y, mejor aún, agrupados en institutos seculares, organizaciones y movimientos de la Iglesia. No para perseguir o quemar a los herejes, claro, que eso es muy fuerte y muy antiguo, pero sí para ejercer un poder mucho más blando e indirecto sobre este mundo y sobre los que viven en este mundo, sean cristianos, y entonces porque lo son, o no y, en tal caso, para que lo sean. Ese es el espíritu que respira la Iglesia Católica en los documentos del Vaticano II, en especial en el Decreto sobre el apostolado seglar. Y más rancio incluso en documentos eclesiásticos más recientes.

La influencia de la Iglesia en el mundo por interposición de los seglares presupone la sumisión de éstos a las directrices del magisterio eclesiástico y, de otra parte, la libertad religiosa como un derecho colectivo. Dado el déficit democrático de la Iglesia, esto equivale a burlar el principio moderno de separación. Permitiendo, de una parte, la vigencia de tratados entre la Iglesia y el Estado sobre materias especialmente sensibles como la enseñanza de la religión, y, de otra, la probable manipulación de los fieles para aprovechar el voto ciudadano de los seglares en beneficio de objetivos eclesiásticos. ¿Qué es lo que defiende la Conferencia Episcopal cuando defiende el derecho de los padres a la educación de sus hijos? Y en general, ¿qué defiende la Iglesia cuando defiende la libertad religiosa?, ¿la libertad de todos para creer o no creer, o su libertad para que todos crean lo que predica?

3.3.2005

¿LAICOS O CRETINOS?

Los cristianos eran para los romanos unos ateos, y por eso los perseguían. No por ser unos sediciosos, por ir contra el Cesar o no pagarle tributos, sino porque eran para el Cesar unos ateos. Y hasta me atrevería a decir que eran o son, si quedan algunos con aquella “cristiandad” esencial a la que se refería Unamuno en La agonía del cristianismo, unos ateos para todas las religiones estatales que en el mundo han sido o que puedan ser todavía, y para sus transformaciones, sustituciones, sucedáneos y equivalentes funcionales como el culto que tributan a la patria los nacionalistas radicales.

Se ha dicho con razón y desde la pura razón, desde la razón laica en sentido moderno, que “la originalidad del cristianismo ha sido precisamente dar paso al vaciamiento secular de lo sagrado, separando a Dios del Cesar y a la fe de la legitimación política”. Lo dijo con esas mismas palabras Fernando Sabater hace aproximadamente un año, en un artículo publicado en El País, en el que

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citaba al respecto lo que dijo Marcel Gauchet: que “el cristianismo es la religión para salir de las religiones”. Muchos teólogos lo dijeron antes de otra manera al afirmar, como hizo Karl Barth, que el cristianismo no es una religión sino una fe que no se impone a la fuerza, como no se impone el amor, porque todo eso es muy libre e imposible sin la libertad. De modo que no es motivo de asombro el que lo diga este Fernando y en aquel periódico. Lo que sorprende es más bien que haya laicos que prefieran el paganismo a la fe cristiana. Lo que sólo se explica, pienso, porque ignoran que el paganismo sí es una religión. O porque sospechan que la Iglesia no es el cristianismo que podría ser, una “cristiandad” en vasijas de barro, como al principio, sino más bien la religión de la Cristiandad medieval que no acaba de morir. Porque han estudiado, supongo, que a partir de Constantino el espíritu cristiano se apagó en la institución de la Iglesia Católica y el cristianismo romanizado pasó a ser después la religión que ahora ellos aborrecen. Porque saben, supongo, que después de Constantino se abrió un paréntesis como una tumba que no acaba de cerrarse: como el depósito de una tradición muerta y embalsamada, retenida y preparada acaso para el consumo posmoderno.

Con el tiempo los ciudadanos de la “vieja Europa”, han aprendido en general a poner la religión a una lado y al Estado en su sitio. Precisamente este año se celebra el centenario de la ley francesa de separación de la Iglesia y el Estado, aprobada el 9 de diciembre de 1905. Con tal motivo, el Instituto Francés ha organizado un seminario sobre Laicidad que, patrocinado por la Embajada de Francia y el Gobierno de Aragón, se está celebrando estos días en el instituto Goya. La República Francesa se define desde aquella fecha como “Estado laico”. Esto no significa que Francia sea una sociedad laica, sino que en Francia hay un Estado que deja creer o no creer a los ciudadanos en lo que quieran. La laicidad es un estatuto jurídico del Estado, la pluralidad un rasgo característico de las sociedades modernas. Esa es la lección que se debe agradecer especialmente a Francia y que la Iglesia, como es lógico, aprende más despacio.

Al principio fue para ella como si no hubiera sido la Revolución Francesa. Y acusó el golpe de la desamortización y de la secularización. Reaccionó mal en el Vaticano I (1869-1870) y se puso al día en el Vaticano II (1961-1965) Se acomodó. Pero apenas hubo progreso entre uno y otro, sí en la reflexión teológica pero muy poco en el magisterio eclesiástico. Ya había comenzado la primera sesión del Vaticano II, cuando el cardenal Y. Congar escribió en su diario: “Todavía no hemos salido de la era constantiniana” Y aún hoy nos preguntamos si entonces, con el concilio, la Iglesia cerró definitivamente el paréntesis abierto en la historia por el emperador Constantino o si, por el contrario, aquello fue un cambio para no cambiar como piensa el cardenal Ratzinguer.

Don Fernando Sebastián sacó el pasado verano de su contexto una palabras de Pablo a los corintios, que fueron quizás mal interpretadas y por eso muy criticadas. Yo mismo las critiqué. Sin embargo el pasado día 14 de febrero leí que los obispos vascos, incluido el de Pamplona, Fernando Sebastián, acaban de publicar una pastoral colectiva en la que certifican que “la Iglesia no va bien” y recuerdan ahora sí, en un contexto distinto y sin equívocos, las mismas palabras de Pablo: “Nos acosan por todas partes, pero no estamos abatidos; nos encontramos en apuros, pero no desesperados”. Y asumen la responsabilidad que les toca: “Es justo que la Iglesia exija para sus miembros las mismas condiciones de libertad que el conjunto de ciudadanos y denuncie las trabas injustas que se oponen al despliegue de su vida y actividades. Pero es evangélicamente más saludable ser discriminado negativamente que ser privilegiado por los poderes sociales o políticos”.

Esto es otra cosa. No me duelen prendas en admitir que se puede ir en la procesión con esos

obispos, siempre que mantengan tal discurso. De lo contrario habría que elegir entre ser laicos o cretinos.

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4.4.2005

¿ES LA RELIGIÓN UN ASUNTO PRIVADO?

A juzgar por las apariencias, de ningún modo. La religión es una cosa pública. De hecho es como si fuera estos días al menos, con la muerte del Papa, la misma cosa, la noticia, lo que salta a las primeras páginas, lo que ocupa las pantallas de la TV, lo que conmueve a todo el mundo, lo que existe, lo que aparece. Desde este punto de vista es obvio que la religión no es sólo un asunto privado, sino más bien todo lo contrario. Quiero decir que, de poner en cuestión su existencia, sería más bien su existencia privada, porque en público ya se ve pero en privado, en la intimidad, donde la izquierda no se entera de lo que hace la derecha, nunca se sabe. Una cosa es la fe que no aparece, como la libertad del sujeto, y otra muy distinta el hecho religioso como fenómeno.

Evidentemente, la religión es un hecho público si con ello se quiere decir que es un hecho manifiesto como la copa de un pino. O que es un hecho sociológico, una institución visible, una asociación registrada o muchas, porque hay muchas religiones, y en este sentido una realidad social. Sólo un insensato se atrevería a negarlo. Y sólo un laicista pasado de rosca -que los hay- se atrevería a excluir el tema de la religión del debate público o de los foros públicos de debate, como puede ser, por supuesto, la universidad pública como espacio de reflexión y dialogo sin restricciones sobre el mundo objetivo. Porque no es seguro que haya Dios o dioses y más bien se antoja dudoso, y ni siquiera es seguro que haya verdadera fe; pero al margen de antojos y creencias, lo que sí es seguro es que hay en el mundo religiones y en España, por supuesto, eso que se llama y se dice incluso en la Constitución la Iglesia Católica. La religión salta a la vista obviamente en todas partes y, en el mundo islámico, como un hecho formidable, quiero decir que nos da miedo . Por eso es un escándalo para la razón que no se reflexione sobre este hecho.

Se cuenta de Hegel que, al ver en Jena a Napoleón, dijo que había visto al Estado a caballo. Pero antes y después de Hegel, antes de la Revolución Francesa y a pesar de ella, muchos vieron y siguen viendo a la Iglesia en silla gestatoria. La secularización o separación del Estado y la Iglesia en la civilización occidental, no significa que la religión sea sólo un asunto privado. Ahora bien, la presencia pública de la Iglesia no implica representación alguna de poder político en un Estado aconfesional. Esa presencia, como hecho público, puede ser todavía un poder fáctico pero no un poder legítimo sobre la sociedad civil o una parte mínima de ella como es un ciudadano. De ahí que, en mi modesta opinión, lo que debería hacer la Iglesia es más bien apearse. Morir para nacer a pie de calle y a la luz del día. Y no seguir en sus trece queriendo cabalgar después de muerta. Quédese con su Evangelio y lo ofrezca a todo el mundo sin imponerlo nadie , y diga misa en privado y de gracias a Dios si así lo quiere, que el caballo y la espada maldita la falta que le hacen.

No vivimos en una sociedad laica. Vivimos, más bien, en una sociedad pluralista. La laicidad es un estatuto jurídico del Estado, el pluralismo un rasgo característico de la sociedad. Un Estado laico no entra en asuntos religiosos, no entiende de religión y no la juzga. En una sociedad pluralista la religión puede estar y suele estar por todas partes, menos en el Estado. Lo que quiero decir se entiende sólo con abrir los ojos y los oídos. En una sociedad como la nuestra la religión está en la calle y el Estado en su sitio, salvo excepción. Los partidos políticos lo saben, también salvo excepción. Porque que hay excepciones, y hay momentos incluso en los que la excepción parece la regla. En una sociedad laica como la nuestra, hay situaciones como la presente en las que se podría

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decir que vivimos en un estado -¿emocional?- de excepción.

15.5.2005

RACISTA LO SERÁS TÚ

¿Y si lo fuéramos todos? Hace tiempo que el presidente de la Generalitat, a propósito de la inmigración y de la Ley de Extranjería, nos invitaba a reflexionar sobre la xenofobia a la quellamó “instinto básico”. Pujol, porque era Pujol el honorable, quería ir al fondo, como si hasta entonces ese debate se hubiera movido por la superficie de la demagogia y las nubes de la abstracción. Desde aquel verano ha llovido mucho (es un decir) y se han hundido también muchas pateras. La inmigración ha crecido mucho mientras tanto y, últimamente, se ha regularizado con éxito la situación de muchos extranjeros. Las palabras del honorable, el político, nos recordaron el pensamiento del antropólogo nonagenario Lévi-Strauss, a quien por cierto se le acaba de concederel Premio Internacional de Cataluña. ¿Significa esto que entre Pujol y Maragall hay una continuidad y que en Cataluña se aborda hoy la política de inmigración desde los mismos supuestos?

El ilustre antropólogo galardonado publicó en 1971 un ensayo bajo el título de Raza e Historia y, veinte años más tarde, otro con el título de Raza y Cultura, escritos ambos a petición de la UNESCO para su campaña contra el racismo; aunque el primero, que calificó el autor de “mi pequeña filosofía de la historia para funcionarios internacionales”, fue acogido con grandes elogios, siendo impar la suerte del segundo y grande la decepción que causó en los mismos funcionarios: Levi-Strauss, que condenó sin reservas la ideología racista en su primer ensayo y descalificó el concepto de raza por carecer de base científica en la genética de las poblaciones, al constatar el fracaso de las sucesivas campañas contra el racismo, se pregunta en el segundo si la conducta racista es sólo una consecuencia de ideas falsas o si hay algo más en el fondo; es decir, si la xenofobia no será una respuesta natural de la especie humana a problemas de pura supervivencia y a falta de otras mejores, culturales o civilizadas, que la mayor parte de los humanos no están dispuestos a dar a ciencia y conciencia. Porque, de ser así, de nada serviría desvelar los prejuicios del racismo.

Lévi-Strauss establece una analogía entre el progreso cultural y la evolución biológica de los pueblos. La condición de posibilidad sería igual en ambos casos: “un aislamiento relativo durante un tiempo prolongado e intercambios limitados, ya sea de orden cultural o genético”. Piensa que un intercambio intenso y prolongado lleva a borrar las diferencias genéticas y/o culturales de las poblaciones, mientras que un aislamiento absoluto empobrece su patrimonio genético y/o cultural. La regla a seguir sería, por tanto, el equilibrio entre la fisión y la fusión, de manera que se salven las diferencias para nuevos intercambios. Porque los avances o saltos hacia delante se producen siempre, tanto en la evolución biológica como en el progreso cultural, en contadas ocasiones y a partir de una coalición o coyuntura de las diferencias. Ahora bien, el mundo se nos ha hecho muy pequeño debido, de una parte, a la explosión demográfica y de otra al desarrollo de los sistemas de comunicación: somos más y nos movemos más deprisa en el mismo espacio, lo que agrava el problema del aislamiento necesario: “Sin duda -escribe- nos acunamos con el sueño de que la igualdad y la fraternidad reinarán un día entre los hombres, sin que comprometan la diversidad. Pero [...] toda creación verdadera implica una cierta sordera a la llamada de otros valores, pudiendo

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llegar hasta el rechazo y la negación de los mismos. Porque no se puede, a la vez, fundirse en el gozo del otro, identificarse con él, y mantenerse diferente”.

Lévi-Strauss aconseja contactos esporádicos y aislamientos prolongados. Recomienda a las poblaciones lo que podríamos llamar un “coitus interruptus” o el amor de una noche y, sin metáforas, vivir con reservas para preservar la diversidad. De modo que el respeto a los otros no sea más que recelo y éste un sentimiento acorde con la xenofobia o con lo que hay en el fondo: con el instinto básico de supervivencia. Porque si esa es la respuesta específica, los humanos la daremos simplemente como animales si no la damos como animales políticos.

Puede que Pujol y Maragall comulguen con ese pensamiento, aunque lo dudo. Sin embargo, y a pesar de que a mi también me fatigue la ingenuidad de los bienpensantes y bien hablantes que piden papeles para todos y me fastidie la demagogia, no soporto el racismo y me niego a poner al hombre entre los animales o a someter la política a la genética. El modelo para mí no es guardar las distancias o guardarse en la distancia, sino salvar las diferencias en el encuentro, en relación unos con otros. Tampoco es el mestizaje, sino la deferencia. Para los humanos el prójimo, el más próximo, es siempre el otro, y el extranjero su vecino. Eludir al otro, levantar fronteras e impedir la inmigración a toda costa, no va a resolver nada desde ya y por todos los siglos. Lo que hay que levantar es el respeto a la dignidad humana, eso es lo que hay que levantar por encima de la xenofobia. Pero el modelo no es el camino. Y de eso también estoy convencido.

11.10.2005

LA VALLA DE LA LEY

La valla de Melilla se parece a la de un campo de concentración. Sin pie de foto que la sitúe, el cadáver de un emigrante clavado en esa valla se confunde con la de un fugitivo atrapado por los pinchos de una alambrada de Auschwitz. Y los autobuses cargados de emigrantes transportados hacia el sur de Marruecos para ser abandonados en el desierto, se parecen demasiado a los vagones llenos de judíos deportados a los campos de exterminio. Lo que pasa ante nuestros ojos, lo que les pasa a estos emigrantes, es un horror y un problema difícil de resolver: un reto no sólo para España, sino para Europa y me atrevería a decir incluso, pensando en África, para el mundo entero. La dificultad es tanta que uno no tiene nada práctico que decir y piensa, acaso, que debería callar. Pero mirar a otro lado y callar el escándalo sin reaccionar al menos con un grito, lo haría aún más parecido a lo que pasó en Alemania cuando los nazis, sin “enterarse” los alemanes, dieron a “su” problema la “solución final”. Hemos llegado a una situación en la que contener la avalancha de los subsaharianos poniendo vallas a su esperanza, sin hacer nada más, sería lo mismo que encerrarlos en su desesperación: sería excluirlos, y excluirlos sería eliminarlos. Dejarlos morir de hambre por omisión, no sería mejor que exterminarlos en una cámara de gas.

Las vallas que excluyen no son buenas, son en todo caso un mal menor, y el peor de los males si no hacemos otra cosa. Éstas no son las buenas vallas que, según el dicho, hacen buenos vecinos. No porque sean franqueables. Si no lo fueran, si fueran mucho más altas y estuvieran defendidas por un ejército, tampoco serían buenas para hacer buenos vecinos. En todo caso, serían útiles para la mera coexistencia pero no para la buena vecindad. A largo plazo, esas vallas caerán también como cayeron las murallas de Jericó hace milenios. Como cayó hace poco el muro de

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Berlín y como caerá, previsiblemente antes, el muro de Israel. Porque no se puede defender una tierra prometida de quienes esperan entrar contra toda esperanza, a no ser que se desactive su desesperación.

Las buenas vallas que hacen buenos vecinos son los derechos humanos. Esa es la alternativa a la brutalidad de los hechos: lo que debe ser. Me refiero a la ley que puede ser aceptada razonablemente por todos, que media entre las partes y las une salvando las diferencias. Una ley imparcial y universal, la Ley. Nada parecido a las vallas de un campo de concentración y, para definirlo negativamente, todo lo contrario de Auschwitz.

Después de ver lo nunca visto en el siglo pasado, decía Adorno que hay que educar para que Auschwitz no se repita: “Este es el primer principio de toda educación (...) Cualquier debate sobre los ideales de la educación da igual y es pura bagatela ante esa exigencia”. Este principio no necesita fundamentarse, y el simple hecho de pretenderlo ha de parecer indecente a cualquier persona con sentido moral. Visto lo último que quedaba por ver, ésta es la primera evidencia. Desde este fundamento, desde esta indignación, desde la amarga memoria, desde esta exigencia: que aquello no se repita, se debe hablar de educación para la solidaridad y la convivencia con todos los seres humanos. Se puede y se debe aspirar a ser personas emancipadas, libres de mitos y prejuicios, ilustradas pero no encandiladas por el progres-ismo o por el -ismo de cualquier ideología. Y por tanto libres del islamismo, del cristianismo, del humanismo incluso, y por supuesto de todos los nacionalismos. Y así libres para el Islam, para entrar y salir de esa obediencia; y para la cristiandad, no para regresar al antiguo régimen de ese nombre sino para cultivar la virtud que nos hace cristianos; y por supuesto, libres y responsables para cultivar la humanidad que nos hace humanos. Libres también para pertenecer a una nación, sin salirse de la Humanidad ni echar a otros de ella. Porque la valla que hace buenos vecinos es la que abarca a todos.

Es incomprensible que hoy miremos a un lado: a la constitución española, el estatuto catalán, el agua que pasa por aquí o la que nos falta..., y no seamos capaces de mirar de frente y de ver más allá de las narices; que nos miremos el ombligo y no veamos la cara del otro, y que nos cueste tanto tender la vista al horizonte que a todos nos reúne y la mano a quien la necesita. Esto no quiere decir que todos podamos estar en el mismo lugar en cuerpo presente, que todos los africanos quepan en Melilla o que no haya que regular los flujos migratorios. Pero la distribución de la población humana sobre la Tierra es ya, como la distribución de la riqueza, un reto que tenemos que afrontar.

20.12.2005

ANTE EL FUTURO , CON OJOS LIMPIOS

Tirar la piedra y esconder la mano no está bien. Quiero decir que no está bien tomar una decisión y no responder de lo que pueda pasar. Que es inmoral llamarse andana cuando, después de

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lo que uno ha hecho o dejado de hacer, no responde de los hechos y de sus consecuencias y, en vez de dar la cara, esconde la mano bajo pretexto de que el pasado ya está pasado y lo que importa es el futuro. Por no hablar de los que señalan con el dedo al paquete que llevan atrás los adversarios y hacen diana en el punto oscuro de los otros -¿quién no tiene un punto oscuro en su pasado?- para tapar el suyo. O de los cínicos que creen que todos son de su condición y que el que no corre vuela y el que mira atrás, pues eso, no sabe nada si ignora que lo que sabe del pasado sólo sirve para atar el futuro y pagar con su silencio la complicidad de los competidores.

Pero lo cierto es que no se puede decir nada razonable sobre la moral si no se habla de la responsabilidad y que sólo se puede hablar de ella si se habla del pasado, de los hechos y de sus consecuencias. Ya se trate de la propia vida y de las decisiones que tomamos sobre nosotros mismos, de la familia, de la cosa pública o del gobierno de la nación, cada uno debe responder de sus acciones u omisiones ante su conciencia o ante los otros según el caso. Después de todo hay un juicio final; esto es, un juicio que recae sobre el pasado: no sobre las intenciones o sobre el futuro, sino sobre los hechos y sus consecuencias. Por tanto no vale la excusa de que se ha contraído una enfermedad cuando se ha adquirido un vicio; ni atribuir todos los males a los genes, al ambiente o al sistema, ni echar siempre la culpa al gobierno tanto si llueve como si hay sequía.

Aparte de la inmoralidad manifiesta de cuantos no responden de sus actos y endosan a otros, o a la fatalidad, las consecuencias que de ellos se siguen, hay una irresponsabilidad política y de los políticos que, sin dejar de ser inmoral, es muy funesta para el futuro de la nación. Aznar no puede decir hoy que aquello pasó como si no fuera nada lo del ojo - me refiero a la biga del Prestige o de las Azores, a lo que siguió en Irak y a lo que puede seguir todavía allí y acá de sus decisiones y omisiones- y señalar la paja en el ojo ajeno. ¿Qué otra cosa pueden sacar de sus errores pasados los dirigentes del PP que no sea una lección para el futuro? Pues ni eso, nada, porque el pasado pasó y a otra cosa mariposa. Esto es cinismo, desvergüenza y el colmo de imprudencia.

Los que no soportan la critica no aprenden de sus errores, bien sea porque piensan que no los hubo o porque no les importa que se repitan. Claro que hay que abrirse al futuro, a la libertad, a la esperanza y a un mundo mejor. Pero, por supuesto, hay que criticar y juzgar los hechos, no las intenciones y por tanto hay que analizar el pasado, sobre todo el nuestro: el que nos hacen ver los otros y que tan difícil nos resulta ver sin su ayuda. Y todo eso hay que hacerlo hoy, antes de ver y poder ver, sin prejuicios, con ojos limpios, lo que está delante de nosotros. No es que sólo con eso se sepa ya lo que se debe hacer, la situación es tal que eso nunca se sabe completamente. Pero sin esa diligencia, ni siquiera se sabe lo que no se debe hacer.¿Por qué no reducir en lo posible el riesgo y la perplejidad en el momento de la decisión? Decidir sabiendo de dónde venimos es decidir sabiendo a dónde queremos ir y para ir a donde queremos. Si aún así nos equivocamos no será por negligencia o mala voluntad, puede que no haya mal que por bien no venga y hasta es posible que nos perdonen en el futuro. Pero no hay perdón ni futuro para quienes no quieren reconocer y aprender de sus errores.

31.5.2006

LIBERTAD Y CONVIVENCIA

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Hay ideas redondas y conceptos cerrados como puños. Hay ideas difusas como la luz que nos envuelve, y conceptos abiertos como la mano tendida: como el camino que se abre delante de casa, como el día que amanece. Hay prejuicios, dogmas, iglesias, patrias y fronteras. Hay muros. Pero hay también calles, foros, plazas y preguntas, espacios abiertos, diálogo, comunicación, convivencia y libertad... dentro de un orden.

Dejé sobre la mesa un libro abierto y me desperté, por la mañana, con una mala noticia. Esta vez el libro era uno que recoge, entre otros textos del Papa, la conferencia que con el título: “Europa en la crisis de la cultura” pronunció en el monasterio de Santa Escolástica (Subíaco) al recibir el premio de San Benito el 1 de abril de 2005, siendo todavía cardenal. La noticia ha sido, como tantas veces, la llegada masiva y dramática de inmigrantes exhaustos a la Playa de los Cristianos. Ratzinger habló en su conferencia de las raíces cristianas de las que proviene y depende, en su opinión, la civilización europea con sus mejores frutos. Después de criticar una razón desarraigada y meramente “científica”, sin fundamento, pensada como producto del azar y por tanto de su contrario: la sinrazón, evoca una razón humana como trasunto del espíritu creador. Y llegado a este punto, en calidad de creyente, hace una propuesta a los laicos que no creen. La Ilustración -recuerda- quiso poner a salvo de la crítica y de la discordia entre las confesiones religiosas un mínimo ético esencial perfectamente sostenible “etsi Deus non daretur” (aunque Dios no exista y, por tanto, sostenible también para los ateos) Pero ya Kant, que negó la posibilidad de la metafísica como ciencia y por tanto de probar la existencia de Dios, la “postuló” no obstante con razón para la práctica y en la práctica de una ética mínima universal. Seguidamente Ratzinger lanza la pregunta de si la actual situación crítica del mundo no nos lleva a pensar acaso que Kant pudiera tener otra vez razón. Y en consecuencia propone a los laicos que actúen como si Dios existiera, aunque no crean en Dios, y le den la vuelta a la máxima de la Ilustración.

¿Es sostenible la moral, alguna moral humana, sin la religión? ¿Se puede vivir moralmente como si Dios no existiera? ¿Qué sentido tiene hablar de obligación moral si no hay Dios que la imponga? ¿Está todo permitido si no existe Dios? ¿Auschwitz, también está permitido? En absoluto, ¡no puede estar permitido! La indignación moral ante la injusticia es posible aunque Dios no exista. La indignación moral ante la injusticia puede ser incluso un motivo para creer que no hay Dios. Sobre todo cuando callan los que creen, porque Dios ya se supone que no existe. Pero si hablan y crece la indignación de los creyentes y su esfuerzo, hasta el punto de hacer todo lo que pueden como si todo estuviera en sus manos y Dios no existiera, si no descargan en Dios o en sus rezos la responsabilidad que tienen, quizás los que no creen se sientan menos solos ante una obligación moral absoluta y la asuman en la práctica como si Dios existiera.

Lo decisivo es entonces creer en la práctica unos, y practicar otros como si creyeran. Encontrarse unos y otros, creyentes y no creyentes, en el mismo tajo: en la construcción de un mundo en el que la libertad y la responsabilidad vayan de la mano, la paz sea fruto de la justicia y nos reconozcamos los unos y los otros como hermanos. El que tiene fe en Dios y no la alza contra los otros, aporta al mundo fuerza moral que nunca sobra. Y el que no la tiene y no obstante comparte los mismos principios de una ética mínima universal y los cumple, el que respeta la dignidad humana como valor absoluto, vive de hecho como si Dios existiera.

El sueño de un hombre libre es un mundo libre para todos y en el que todos sean libres

dentro de un orden definido por todos en convivencia y para la convivencia universal de los seres humanos. Este sueño es lo que no es aún en ningún lugar, es la utopía, pero es lo que debe ser siempre. Y lo que sueñan, imagino, la gran mayoría de los hombres en todas partes. Es al menos lo que sueña la razón humana cuando está despierta, porque dormida la razón es monstruosa. La razón dormida cierra la casa, y la mente, y la mano y el corazón, empequeñece el mundo y reduce la humanidad, levanta prejuicios y fronteras: “Como es sabido los hombres somos nosotros”, pero los otros son otra cosa. Están fuera de nuestra definición. No caben. Que se vayan.

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29.11.2006PAZ Y CONVIVENCIA

Se ha celebrado en Bilbao recientemente el II Congreso Internacional de Derechos Humanos: La Resolución de Conflictos. Inaugurado el pasado día 14 por la tarde en el Palacio Euskalduna con la presencia atenta del Lehendakari, Sr. Ibarretxe - quien siguió las intervenciones de cinco expertos: la del P. Alec Reid, sacerdote católico, y la del pastor protestante Harold Good, dos irlandeses galardonados por el Gobierno Vasco; y la de quien fuera Ministro de Defensa y Asuntos Constitucionales de Sudáfrica durante la transición del apartheid a la democracia, Sr. Roelf Meyer, entre otros, para cerrar el acto con la suya propia, muy ponderada y acorde con lo que pedía la situación política del momento - se clausuró el 16 con la lectura de un texto de Adolfo Pérez Esquivel -que excusó su asistencia por motivos de salud- y una especie de resumen de los temas tratados sin que hubiera conclusiones formalmente aprobadas. No viene al caso informar aquí en detalle de la letra o contenido de las ponencias y debates de dicho Congreso, pero sí del espíritu o ambiente que respiramos. Lo que haré con el único propósito de trasmitir un mensaje que ojalá sirva para despabilar la esperanza que las malas noticias, verdaderas o falsas, podrían apagar. Regreso con la impresión de que algo, mucho, ha cambiado en la sociedad y en las instituciones vascas.

Se dijo allí que, no obstante la pesadilla de la kaleborroka, el conflicto se está sacando de la calle para llevarlo a la mesa del diálogo y que eso es una buena noticia. Se dijo que los derechos humanos no son negociables; que el cese de la violencia terrorista no es más que lo que debe ser y ningún mérito que deba ser retribuido, y se habló mucho de las víctimas en cuyo sufrimiento se padece la verdad nefasta y nefanda de los hechos. Se dijo que la sangre derramada pide a gritos que esa verdad se sepa. Se reclamó, con acento argentino, la verdad y la justicia para los desaparecidos. Y se reivindicó, también, la memoria de todas las víctimas de nuestra Guerra Civil: para que descansen en paz unos y otros, porque todos son de los nuestros si es que estamos ya con ellos y por ellos en defensa de los derechos humanos. Se dijo que ninguna causa justifica un crimen de lesa humanidad. Por eso se habló de los derechos humanos individuales y, menos, de los llamados derechos colectivos. Se advirtió que para comprender al otro hay que ponerse en sus zapatos. Pero que no se puede perdonar a quienes no piden perdón, ni a los que siguen no ya en sus zapatos sino en sus botas y con las armas en la mano. Se habló en euskera de todo eso, pero más en inglés. Y lo primero fue como una liturgia, esa fue mi impresión. Y se cortó también, en euskera, al que en esa lengua quiso hacer lo que parecía un discurso impertinente.

Advertí una selección de los ponentes ligeramente sesgada, esa es la verdad, con ningún francés y bastantes irlandeses. No me gustó que se hablara de “proceso de paz”, como no me gusta que se hable en esos términos en la prensa. Porque no estamos en guerra y, digan lo que digan algunos o dijeron, ETA no es un MLN. El conflicto no se acabará con un tratado de paz sino haciendo las paces entre vecinos. Porque es un problema de convivencia: “Bakea eta Elkarbizitza” y, para que todos lo entiendan, “Paz y Convivencia” es la consigna. Estoy convencido de que los partidos nacionalistas se distancian cada vez más de la estrategia perversa del nogal y las nueces. Y de que ha llegado la hora de la política. Solo una mentalidad mezquina o tentada a sacar un provecho sectario de este conflicto, podría frustrar lo que desean la mayoría: vivir en paz, qué menos, y gestionar los conflictos con sentido común. Cuando llegue el día en que nadie comprenda cómo pudo pasar lo que ha pasado, será el final del proceso que ha comenzado.

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26.3.2006

MENTIR ES TAMBIÉN HABLAR DE LO QUE NO TOCA

Hay muchas maneras de mentir, una de ellas es hablar de lo que no toca. Supongamos que hay un incendio: ¿qué es verdad y mentira en esa situación? La verdad es entonces que hay un incendio. Y eso es lo que hay que decir a los que están en peligro, para que escapen, y a cuantos puedan ayudar para que ayuden. Eso es lo que hay que hacer antes incluso que hablar con Dios, que todo lo sabe, y antes de llamar a los periodistas que quieren enterarse de todo. Rezar no es lo primero que viene al caso en esa situación. Y eso mismo, que podría ser respetado hasta por los ateos como una “mentira piadosa” de los creyentes en apuros que no hace mal a nadie, debería ser rechazado por todos como una impertinencia y la peor de las mentiras cuando es lo único que hacen quienes ven lo que pasa en vez de ayudar a las víctimas y llamar a los bomberos.

Decir no a la guerra de Irak, cuando la guerra sigue, no es mentir sino decir la verdad para que la guerra no siga. En especial si se añade a la voz el voto y se hace todo lo posible para que se acabe. Por el contrario se miente a la luz del día y de la conciencia cuando se levantan sospechas ante una amenaza futurible, se alarma a los ciudadanos, se fomenta el miedo y se organizan manifestaciones preventivas contra el gobierno por si acaso y aunque no venga al caso. Mentir es también traer a colación el pasado para arrimar el fuego a la sardina que se quiere comer; por ejemplo, acordarse de una exposición blasfema a propósito de las elecciones que vienen para llevarse los votos de las personas pías, aunque sea eso una anécdota saldada en la que los adversarios cometieron un error imperdonable del que ya han pedido perdón. Como lo es, o lo fue en su día, blasfemar con ánimo de ofender a los creyentes sin venir a cuento, bien sea por snobismo, necedad o por ánimo de lucro que es lo más probable, y en modo alguno para defender la libertad de expresión como cree hoy Saramago. Ni entonces tocaba eso, ni toca ahora recordarlo.

Mentir es hacer hablar a las víctimas del terrorismo, hacerlas gritar y dirigir el grito de la sangre derramada contra el gobierno. Mentir es olvidarse enseguida del nombre de las víctimas de Barajas, de los emigrantes ecuatorianos Diego Armando y Carlos Alonso. Y utilizar en cambio el nombre y la imagen de un infame asesino como señuelo para hacer hablar de él, sobre él y contra él hasta la náusea, como el perro que no suelta el hueso, y hacerlo servir como pretexto para lo que convenga y si conviene a media España -es decir, a quienes dicen representarla- para obtener beneficios electorales contra la otra media, cuando hubiera sido preferible para todo el Estado, para todas las víctimas, para la paz y para la sociedad en su conjunto, haberlo dejado en el zulo del olvido más absoluto hasta pagar en silencio lo que nunca podrá y, por tanto, no para que deje de pagar lo que debe sino para que lo pague mientras viva y nadie saque ventaja de su miseria: ni él, ni los suyos, ni los que quieren llevarse al agua el gato de su escándalo. Mentir es hablar de esa cosa cuando tocaba hablar del Juicio que se celebra e incluso en ese Juicio, ante los tribunales, para ayudar a esclarecer los hechos como testigos de la verdad que fue - y ellos la saben, la sabían entonces cuando mandaban y la saben hoy cuando callan- en vez de oscurecerlos.¿Hasta cuándo?

Puede que las procesiones sean para muchos una “mentira piadosa”. Puede que sean para algunos la manifestación sincera de una creencia, acaso la expresión inofensiva de un sentimiento de identidad y, difícilmente, un testimonio de la verdad que acontece. ¿Callarán los obispos montaraces, los “apostólicos”? Puede que sí, aunque vaya por dentro la otra procesión y se contengan en Semana Santa, hasta salir de nuevo a la calle con renovadas ínfulas. De todos modos

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si callan y rezan será un alivio. Como lo será también si los políticos se van a tocar el bombo en las procesiones, aunque sólo fuera para hacerse ver los que ahora gritan para hacerse escuchar. Hago votos para que así sea, para que las procesiones tomen el protagonismo de las manifestaciones. Pero me temo que hasta eso nos será negado, porque estos individuos que tanto nos cansan son incansables y están cebados los que nos hartan. Y es que el poder les gusta más que comer con los dedos.

A PROPÓSITO DE LA EDUCACIÓN MUSICAL

(Meditaciones respecto a cómo salvar las diferencias culturales para la convivencia en paz y armonía de la humanidad)

Introducción

Cuando era joven, y de eso hace ya bastantes años, me preguntaron en Alemania cuál era el instrumento que tocaba, si era éste la flauta, el piano o quizás la pandereta como cabía esperar de un español. Fue en un pueblo de Wüttemberg, en Neckarsulm, y la pregunta me la hizo la hermana de un amigo mío que me había invitado a pasar las vacaciones de Navidad en su casa, con su familia, cuando yo estudiaba en la universidad de Munich. Ella era maestra en una escuela primaria o en un Kindergarten, no lo recuerdo, de todos modos su pegunta me pareció completamente normal y en absoluto indiscreta en aquel mundo que era el suyo. Pero yo tuve que decirle que no tocaba ningún instrumento, aunque algo sabía de solfeo, más bien poco, y que mi cultura musical era prácticamente nula, porque venía de otro mundo. Quedó la maestra sumida en gran asombro, y yo corrido. Cambiamos de conversación y seguimos, chapurreando yo el alemán y ella el español, hasta que terminamos la velada navideña cantando juntos en familia y a palo seco lo que todos sabíamos: el Stille Nacht, por supuesto, y si no recuerdo mal el Adeste fideles.

Aunque algo ha mejorado desde entonces la enseñanza de la música en España y concretamente en Aragón, gracias sobre todo al entusiasmo y al trabajo pionero de la malograda María Ángeles Coscuyuela y de todo su equipo, ni ha llegado ya a todos los alumnos -lo que es de lamentar-, ni pudo llegar a tiempo para sus padres y por supuesto para los hombres y mujeres de mi generación. Y por eso: porque “ya es duro Juan para tamborilero” según el dicho popular, siento tener que decirles que Pepe, yo mismo para vosotros, sigue sin saber tocar ningún instrumento. Siendo como soy un analfabeto en la materia, lo reconozco, a más de uno puede parecer extraño que se me invitara a participar como ponente en un curso sobre educación musical. Y más aún, que haya aceptado. Lo primero, la invitación, obedece al parecer a razones históricas: a la atención que presté a la iniciativa de Maria Ángeles y de su equipo cuando yo era consejero de Cultura en la Diputación General de Aragón, y al reconocimiento que María Ángeles siempre manifestó por haberle escuchado, a ella, tan expresiva, tan entusiasta y tan entregada a su vocación, que era imposible no escucharla con solo dejarla hablar. María Ángeles era encantadora. La dejé hablar, qué menos, eso es un derecho que no se puede negar a nadie, y como era encantadora me pasó lo que

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nos pasa a todos con la buena música: que la escuché y me encantó. Yo no sabía muy bien de qué me hablaba, pero sintonizamos y pudimos entendernos: ella con su música y yo con mi filosofía, y una vez puestos de acuerdo sólo tuve que añadir a su proyecto la voluntad política para llevarlo a cabo.

Recordando aquella época he pensado con frecuencia que en el campo de la cultura y de la

educación no depende todo del presupuesto e importa mucho más tener ideas y capital humano disponible para realizarlas. La experiencia demuestra que en algunos programas con poco dinero se obtienen frutos excelentes a largo plazo, mientras que en otros hace falta mucho más dinero para conseguir resultados a corto plazo pero tan efímeros y mediocres que nada aportan al progreso de la cultura. Y sin embargo con frecuencia se prefiere la traca, la movida y el relumbrón, y no se repara en gastos cuando se trata de fiestas, festivales y fuegos de artificio. Los programas de investigación para la paz, de la enseñanza del catalán en las escuelas de la Franja y el diseñado por María Ángeles Coscuyuela para la educación musical, no sólo fueron los más baratos de mi departamento en términos económicos sino también los más innovadores y los más rentables en términos estrictamente culturales. Ninguno de estos programas hubiera sido posible sin contar con las personas adecuadas.

Por todo esto que recuerdo pienso que se han acordado de mí los que me han invitado a participar en este curso. Por otra parte creo que no debería extrañar a nadie mi aceptación considerando la amplitud del tema: Patrimonio, identidad y tolerancia y la libertad en la que me han dejado los organizadores para que me aproxime a la música como filósofo, que es tanto como decir para que hable de ella en general y desde la distancia; es decir, con el respeto que se supone a la docta ignorancia y sin el atrevimiento proverbial que se atribuye a la simple ignorancia. Pues de música apenas sé que no sé nada.

1. La música, más que estar en el espacio, acontece en el tiempo.

A diferencia de la escultura, la arquitectura y la pintura, incluso, cuyas obras permanecen en el mundo como objetos de arte, advierto que la música no está delante de mí como un objeto. Pienso que la música no existe fuera de su interpretación. Y es lo que veo también que pasa con el teatro, que hay que interpretarlo para que exista. O con la danza, que no es nada si no se baila. No es que las artes escénicas no ocupen espacio en absoluto, porque es evidente que se interpretan en un escenario; pero a semejanza de la música, la más inmaterial de todas las artes, el teatro y la danza desaparecen al terminar la interpretación. O que, por el contrario, aquellas creaciones artísticas que permanecen como las esculturas y los monumentos arquitectónicos ocupen sólo físicamente un lugar entre las cosas, sin decir nada, porque es obvio que están ahí como obras representativas y en cierto modo como “palabras visibles”, o símbolos, que convocan y ordenan el espacio, y lo llenan de sentido. Aunque también es cierto que se hacen invisibles como obras de arte cuando no se las contempla, en cuyo caso están ahí ocupando un lugar sin ningún sentido.

La ventaja de la música es que no permanece fuera después de ser interpretada y que, por tanto, nunca puede ocupar un espacio como las cosas. Y es que la música, más que estar en el espacio, acontece en el tiempo como expresión de “un abismo que llama a otro abismo”. O como revelación de lo más hondo a lo más profundo. Igual que la palabra que sale del silencio, existe en el habla y alcanza su perfección en el diálogo, que es palabra entre dos: ni mía ni tuya, ni siquiera suya, porque es palabra viva, en curso, palabra que sigue, palabra abierta y, en principio y después de todo, palabra para todos los que pueden escuchar y de todos los que pueden hablar por mucho que se haya dicho. Una y otra, la palabra y la música, sólo son posibles desde el silencio que nos hace hablar y escuchar, cantar y bailar, picar y repicar al menos como los tambores en la procesión del silencio, porque en todo caso vivimos juntos y por eso necesitamos “ajuntarnos” y ajustarnos los unos a los otros si no queremos que el tiempo pase con mucho ruido y ningún sentido.

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2. La música y la educación

Decía Aristóteles que el hombre es un “animal racional”; bueno, eso es lo que se dijo que había dicho, y lo que se viene diciendo desde muchos siglos entre nosotros. Pero ese tópico de la antropología popular traduce y traiciona al mismo tiempo lo que dijo Aristóteles: que los humanos somos animales con “logos”, es decir, con palabra y pensamiento. No sólo con pensamiento y, menos aún, dotados solamente de pensamiento discursivo o de mera “razón”, que es a lo que iría a parar el “logos” griego al ser traducido por la “ratio” latina y ésta por la “razón” castellana. Porque en castellano referimos ese término, “razón”, únicamente a la facultad de pensar, pero no al habla y a la facultad de hablar como quería también Aristóteles y entendían los griegos. Dos consecuencias importantes se deducen de esta concepción antropológica de los griegos: Una es que el hombre se realiza como tal viviendo entre los hombres, en la ciudad, y que es un animal político por eso mismo que tiene “logos”, palabra y pensamiento; y la otra que son menos humanaos o apenas son humanos los que viven fuera de la ciudad y hablan como los animales de la selva, un bara, bara que los hombres civilizados, en este caso los griegos, no entienden.

Definir al ser humano como “animal racional” o sólo por la razón, es decir, sólo por la capacidad de pensar, no es un error que cometiera Aristóteles o los griegos, sino quienes tradujeron mal a los griegos cuando hablaban del “logos”. Reducir el habla humana a la lengua griega, sí es un error que cometieron los griegos. El mismo que comentemos todos cuando consideramos a los otros unos bárbaros porque no los entendemos. De modo que también ellos demostraron ser unos bárbaros al excluir a los otros, como tantos otros (los antropólogos hacen notar que en muchas lenguas primitivas no existe otro nombre para los seres humanos que no sea el propio de los miembros de la tribu en la que se habla dicha lengua, por ejemplo “zulú” significa hombre como si para ellos sólo fueran hombres los “zulúes”) y como todos nosotros si nos dejamos guiar por el mismo criterio. En cambio su filosofía es más humana que la que define al ser humano sólo por la capacidad de pensar, como podría sospecharse de una antropología occidental individualista y racionalista en exceso. Porque el ser humano se realiza con los seres humanaos, en comunicación, en diálogo, hasta el extremo de no poder existir ni pensar solo como ya sabían los griegos.

Pero lo que sí echamos en falta en la definición de Aristóteles, por bien que la entendamos y traduzcamos, es otra dimensión humana que no aparece claramente en el “logos”. Es cierto que la palabra no expresa sólo lo que uno piensa sino también lo que siente, sobre todo en poesía; también es cierto que además de la lógica de la razón hay otra lógica de los sentimientos que ocupa un lugar muy importante en la retórica, como bien sabía Aristóteles y supieron siempre los griegos, sobre todo los sofistas. Pero los sentimientos se expresan más en el tono y en la manera de decir que en aquello que se dice, más en el acento y en la voz -cálida, destemplada, profunda, alegre como unas castañuelas, etc.- que en la palabra que se pronuncia, más en la exclamación y en la interjección que en los enunciados, más incluso en los silencios... Y esa dimensión que se hecha en falta en la palabra expresa, aunque esté presente en la expresión de la voz, se expresa mucho mejor en la voz cantante. Porque es la música, sin decir nada, donde mejor se expresan los sentimientos. Razón y emoción, idea y sentimiento, comunicación y comunión, por la palabra y la música..., -aunque hay otros medios de comunicación, por supuesto, que también hay que explorar y tener en cuenta- se realiza la humanidad en carne viva en el tiempo sobre la tierra.

Educar no es lo mismo que enseñar o informar sobre algo a quien lo ignora, es formar a las personas y más exactamente ayudar a que se formen. Es ayudar a los niños y a las niñas a que maduren como personas responsables y, por tanto, a desarrollar sus capacidades humanas: la

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capacidad de hablar y de escuchar, de sentir y de expresar sus sentimientos, de convivir y relacionarse con otros, con los de cerca y con los de lejos. Es liberar las capacidades humanas para la humanidad. Es humanizar. No tiene sentido que se enseñe a manejar un ordenador y no se enseñe a utilizar el cerebro, que se enseñe a pensar con lógica y no se enseñe a hablar correctamente, que se enseñe a hablar con corrección sin enseñar a escuchar con atención, ni que se enseñe todo eso para dialogar sin enseñar a sentir y a expresar los sentimientos para convivir o que sólo se eduque para expresarse con espontaneidad y apenas para estimar y comprender los sentimientos ajenos. En este contexto la fascinación que sienten los jóvenes por la música y el uso que hacen de ella en la vida cotidiana parecen tan dignas de elogio por lo menos como lamentable la pereza que tienen para pensar, si no me equivoco, y la ignorancia de qué presumen en el uso de la lengua. Las nuevas generaciones viven ya en una cultura de la imagen que está arrinconando a la cultura del libro. La seducción de la imagen sustituye con ventaja a la persuasión por la palabra: cuando estalla una imagen a la vez en todas partes o se difunde a la velocidad de la luz, que viene a ser lo mismo, la palabra llega tarde. Y no hay tiempo para la palabra, que tanto tiempo necesita. Pero causa mucha pena ver que mientras se descuida la palabra, que está pasando por una enfermedad, siendo como es la expresión natural de las ideas, y se fomenta el fanatismo de los ídolos y la devoción a los iconos, a las imágenes, no se aproveche la ocasión y la afición de los jóvenes para darles una educación musical más acorde con lo que todos sentimos sin duda en lo más profundo.

Estoy plenamente de acuerdo con lo que hace años escribían María Ángeles Cosculluela y María del Carmen Farah a propósito de la educación musical en las escuelas:

“La música no debe ser un privilegio al que sólo tengan acceso unos pocos ni un saber reservado únicamente a aquellos que poseen un don especial”.

Estoy de acuerdo porque la música es un arte que perfecciona una capacidad humana, no un don especial que los dioses reparten con avaricia, sino algo tan humano y tan natural como es el habla. Por eso una educación humanista, y toda educación ha de serlo para educar cabalmente a personas humanas, no puede pasar por alto la educación musical de los alumnos. Como no puede prescindir de enseñar a hablar, aunque no se aprenda sólo en la escuela precisamente porque se trata de una capacidad natural. Pero no es lo mismo cantar como los pájaros y hablar como los bárbaros, que hablar como los hombres y cantar como los ángeles.

3. Tradición viva y patrimonio cultural

En este punto me ocuparé del patrimonio cultural; es decir, del concepto y no de los contenidos de un determinado patrimonio cultural, como pueda ser el patrimonio cultural aragonés o el acervo etnológico de la música aragonesa, y más exactamente les hablaré del concepto de tradición.

El término tradición se refiere al proceso de transmisión de una cultura de generación en generación. La tradición acontece en la historia. Es lo que pasa entre padres e hijos, es el paso, y solo en segundo lugar lo que pasa de unos a otros: el patrimonio que se transmite o el contenido tradicional. La tradición como contenido es igual que el testigo que pasa de mano en mano en una carrera de relevos, como el tronco que baja por el río, como un legado que se deja, como un códice depositado en el archivo, como una partitura que no suena..., es un objeto. Es también como la costumbre que se repite sin ton ni son, sin alma que la sustente. La tradición como proceso es la carrera, el río, la vida misma, la lectura del códice, del libro, la interpretación de la partitura... Y es también la vida que sostiene la costumbre, que la lleva como se lleva un vestido. Nunca la muerte envuelta en su mortaja, o la camisa que deja atrás la serpiente cuando se muda.

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Los contenidos depositados en cuanto tales, el depósito de la tradición, la tradición muerta y enterrada, la tradición en conserva, embalsamada, enlatada en el folklore, la que se repite hasta el aburrimiento en la costumbre, eso ya no es lo que acontece en el tiempo como expresión de una vida. Sino sólo lo que continúa por inercia, lo que cae por su propio peso en el tiempo y con el tiempo, en el tiempo vacío que pasa sin que pase nada. Y es lo que nos retiene en el pasado, en el que se enroca la identidad contra los otros y contra todo lo otro. Como si todo hubiera sido ya y el haber sido, la muerte, la única forma de vida. Pero la tradición viva sólo vive en infinitas variaciones, y es lo que acontece.

Y sin embargo la tradición viva no es puro acontecimiento, no es pura expresión, no es creación de la nada sino recreación. Es como la interpretación de un virtuoso en la que se recrea la música clásica, en la que suena otra vez la partitura. Es como leer un libro, que no es nada si no se lee y dice todo lo que se entiende cuando se lee. Porque un libro vivo es el libro y todas sus interpretaciones, es lo que escribe el autor y lo que leen todos sus lectores.

4 Identidad personal y colectiva

La identidad es un sentimiento de proveniencia y de pertenencia. El término identidad, rigurosamente hablando, significa coincidencia de sí consigo. Pero donde todo cambia y nada permanece no es posible esa coincidencia. Ser uno mismo, pertenecer a sí mismo y coincidir consigo mismo en el tiempo, ser idéntico en este sentido es una ilusión, una obsesión a veces y en todo caso una pretensión inalcanzable. Cuando uno dice: “Yo soy el mismo de siempre” afirma su identidad personal, y cuando los historiadores relatan la historia de “una misma nación” se refieren a una identidad colectiva. En ambos casos se supone la existencia de algo que no cambia esencialmente. Pero lo que llamamos yo mismo en el lenguaje ordinario, no es más que el resultado precario de una incesante transacción entre lo que uno quiere ser y los otros esperan que sea. La identidad personal es sólo la representación y el sentimiento de ser el de antes, uno y el mismo durante toda la vida, por más que no sea así, pues todos cambiamos en el tiempo y nada ni nadie permanece en total coincidencia de sí consigo. En el fondo cada uno es toda su vida y ésta una sucesión de “identidades” sin consistencia ni prevalencia de una sobre las otras. En resumen, la identidad personal no es algo fijo como una sustancia metafísica sino algo temporal y más precario: la organización síquica y la síntesis, siempre problemática, de la pluralidad de una vida. Una compostura de la conciencia individual y un acomodo inestable en un mundo que cambia.

Con mayor razón se rechaza en la antropología social y cultural la idea de una identidad colectiva inamovible como una esencia. Porque cuando un individuo afirma su identidad esencial, aunque no sea siempre él mismo en sentido absoluto, es verdad que eso es lo que afirma y lo que cree; pero cuando se trata de una identidad colectiva ni siquiera es verdad que la afirme un sujeto colectivo, que es también una ficción. De modo que digan lo que digan los historiadores, los etnólogos y los aragoneses de la identidad de Aragón, Aragón no dice nada porque no existe o porque sólo existen los aragoneses; aunque por otra parte sea cierto que los aragoneses, como los demás, sólo existimos como nosotros frente a los otros y nadie ensimismado como uno solo.

No hay identidad sin oposición. Pero entiéndase bien, porque no es igual estar contra los otros que frente a los otros, y es una perversión afirmarse sólo a costa de los otros. Más adelante volveremos sobre este punto. Las señas de identidad personal marcan las diferencias de uno mismo frente a los otros, las de la identidad colectiva marcan las diferencias entre nosotros y ellos. Lo que marca y distingue a uno mismo es en definitiva la vida que lleva y el cuerpo que tiene. Aunque nada permanezca constante con la edad o el artificio, lo que más conforta el sentimiento de identidad personal es la experiencia del cuerpo: este es el documento de identidad más fiable que podemos exhibir. En el caso de la identidad colectiva, no hay nada equiparable al cuerpo humano. El “cuerpo

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social” es sólo una metáfora. Cabe decir que si la representación y el sentimiento de la identidad personal se forma y conforma al tomar conciencia del cuerpo que le precede como realidad física -un niño habla primero de sí mismo en tercera persona: de él o de ello, hasta que adquiere conciencia de su identidad personal desde la experiencia de su propio cuerpo-, en la formación de una identidad colectiva sucede justo al revés: hay que suponer la conciencia de “nosotros” que al tomar cuerpo conforma y conserva la realidad “sui generis” del grupo en el que se objetiva. Las señas de una identidad colectiva pertenecen obviamente al cuerpo social. Estas señas son símbolos comunes: como un territorio compartido, una lengua, un nombre, unas mismas costumbres e instituciones y una misma historia que es siempre naturalmente la que se cuenta en beneficio del grupo, de la nación, del pueblo, y muy distinta a la que suelen contar los otros de nosotros mismos. Al igual que sucede en la historia de la vida que uno se cuenta y cuenta de sí mismo a los demás. La identidad personal y la identidad colectiva no se dan por separado: se es uno mismo ante los otros y con otros, pero no hay un nosotros y una conciencia colectiva fuera de las personas físicas. De la misma manera que la identidad personal se forma desde la experiencia del cuerpo, lo que no obsta para que después recaiga sobre el propio cuerpo e imprima en él su carácter; la realidad del cuerpo social que se construye en el mundo al actuar y vivir juntos como nosotros mismos, una vez construida, conforma y conforta el sentimiento de pertenencia al grupo en cada uno de los socializados en él.

5. - Sobre la interpretación y el mundo de la vida

Todos nacemos y crecemos en nuestro mundo, en el que adquirimos una identidad personal y se nos adjudica la colectiva. Pero este mundo, nuestro mundo, no es el mundo objetivo que describen las ciencias sino el mundo de la vida en el que vivimos, pues no estamos delante de él como un objeto a la vista sino dentro de él como sujetos. Ese mundo es el marco y el fondo de nuestras vidas: la tradición que nos lleva y la que llevamos, no obstante, sin pensar en ello cuando todo marcha, cuando el mundo, nuestro mundo, sigue sin problemas en nosotros y nosotros en él. Porque entonces seguimos el río que nos lleva y del que formamos parte, seguimos la tradición y la tradición sigue en nosotros, como seguimos y sigue en nosotros la música que nos gusta, la que vivimos. También esta manera de seguir la tradición o de seguir vivos en el mundo de la vida es interpretar sus contenidos. Es saber y sentir lo que sabemos, es vivir como nosotros mismos la tradición sin ningún problema. No sin interpretación, claro. Porque todo lo que no se interpreta, está al margen de la vida como un objeto y no pertenece al mundo de la vida. Pero con una interpretación espontánea, muy natural, como la vida misma que no se detiene, que fluye constantemente como un río.

El mundo de la vida, nuestro mundo, o la tradición en la que vivimos es lo que siempre se sabe, lo que sabemos todos en la vida misma, y el entendimiento básico en el que todos nos entendemos, todos nosotros los que vivimos en nuestro mundo. Sobre esa base podemos deshacer malentendidos y llegar a entendernos con otros sobre otras cosas en las que no nos entendemos. Sin ese entendimiento fundamental, por mínimo que este sea, no hay manera de entenderse con otros en todo lo demás. Porque sólo nos entendemos sobre la base de un entendimiento previo. Es lo que se llama el “círculo hermenéutico”, tachado por sus detractores como “círculo vicioso” y por los que lo defienden como “círculo fructuoso”.

La hermenéutica es el arte de la interpretación. Como arte viene a perfeccionar una

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capacidad natural. Igual que la retórica perfecciona la capacidad de hablar y la lírica la capacidad de cantar, la hermenéutica perfecciona la capacidad natural de dar a entender o de interpretar lo que no se entiende. Antes de que hubiera intérpretes de oficio hubo siempre interpretación natural en la vida cotidiana. Decir, por ejemplo, con otras palabras lo que no se entiende con las primeras, parafrasear, es interpretar: “Para que me entiendas, te lo diré con otras palabras...”, ¿no es lo que hacemos todos constantemente? Traducir de una lengua a otra es interpretar, traducir del lenguaje escrito al lenguaje oral es interpretar, traducir en música una partitura es interpretar, cantar una letra es interpretar..., relatar una historia es también interpretar porque hay que traducir en un relato lo que dicen los hechos. La tradición es como una traducción del pasado al presente o traducción sucesiva, de situación en situación, a través del tiempo; mientras que la traducción vendría a ser como una tradición mutua entre mundos o culturas distintas pero simultáneas y en un espacio abierto a la comunicación universal. Traducción o tradición, todo es interpretación. Pero hay una interpretación implícita, de la que ya hemos hablado. Ésta es una interpretación sucesiva en la que todo se funde: los intérpretes, lo interpretado y la tradición que sigue, como sigue la flor que se abre y revela en el fruto su misterio. O una interpretación simultánea en la que se comprenden y entienden los sentimientos de quienes se acercan a nuestro mundo desde el suyo, y a la inversa, con tal de que empiece la convivencia y no haya rechazo. Y hay una interpretación explícita que no es espontánea.

La interpretación explícita, como capacidad natural o como arte aprendida, es necesaria sólo y siempre que entendemos que algo ya no se entiende en nuestro mundo o cuando al entrar en relación con los que vienen de otro mundo como los inmigrantes entendemos que hay cosas que aún no entendemos. Entonces es necesario el esfuerzo añadido de la interpretación explícita a no ser que nos desentendamos del problema y de la convivencia, que cortemos las relaciones o las reduzcamos a un ámbito reducido de entendimiento; por ejemplo, al ámbito de los negocios donde es mejor no hablar de religión y de política. En cuyo caso el mundo, nuestro mundo, se hace más pequeño y más aburrido, hasta llegar al límite del aburrimiento y de la mezquindad que sería uno mismo al quedarse completamente sólo una vez excluidos todos los demás.

El entendimiento expreso sólo es posible cuando se ha producido expresamente una ruptura en nuestro mundo o cuando se detecta una distancia frente a los otros que se acercan a nuestro mundo. Para entenderse se requiere entonces la interpretación expresa. Los pedazos de tela se cosen por la costura, y es así como se puede llegar a un entendimiento entre las partes con la interpretación expresa: salvando las diferencias y uniendo a las partes por donde se separan, no eliminando las diferencias o cerrando en falso la ruptura. Lo que hay que hacer cuando se rompe la convivencia es juntar los pedazos por donde se han roto, coser lo descosido, deshacer los malentendidos y recuperar así el entendimiento perdido mediante una interpretación nueva de la tradición para que venga al caso. Interpretar es también actualizar la tradición, aplicarla. Pero si lo que se detecta es la distancia ente nosotros y ellos, los que se acercan a nuestro mundo, hay que salvar las diferencias por elevación, lo que permite ganar horizonte, ampliar la base de entendimiento y llegar a un acuerdo más universal desde un punto de vista superior. Y será entonces como si el mundo de la vida, nuestro mundo, se hiciera más grande, más comprensivo, más rico y más plural.

Cada conflicto es una oportunidad de crecimiento para nuestro mundo si se resuelve salvando las diferencias. Cada conflicto es un estirón, como sucede con las enfermedades en la adolescencia. Pero si no se cura o se cura mal cortando por lo sano y eliminado a los otros, será como una enfermedad de muerte y para la muerte primero de unos y después de unos y otros. Porque no hay nosotros sin vosotros, ni yo sin tú, y vosotros y nosotros sólo podemos vivir en nuestro mundo, en un mundo en el que quepan todos los mundos, de la misma manera que yo y tú no somos nadie si no somos en relación el uno frente al otro.

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La persona sólo se reconoce en otra persona: entre quien y quien se advierte quién es quién, se experimenta la diferencia personal. Ningún objeto es un espejo en el que se reconozca la persona, sino sólo en otro como sí mismo: en otra persona, que nunca es cualquier otro si bien se mira. Y si no se mira bien, si se le mira por encima como a una cosa, si no se mira su mirada, si no se le mira a los ojos “ que son ojos porque te ven y no porque tú los veas”, entonces tampoco se reconoce uno a sí mismo. Y así también en la identidad colectiva, que no puede ser contra los otros, rebajando a los otros o excluyendo a los otros como personas, sino en relación unos y otros: dentro de un nosotros en continua expansión de la convivencia.

6. - ¿Elogio de la diferencia y/o de la deferencia?

Hay una mala unidad que no une las diferencias sino que las suprime, es la unidad de uno sólo. Lejos de ser la superación de las diferencias, la supresión de todas menos una es la victoria de una: que ya no es, contra todo lo que puede ser. Es la muerte. Porque cuando todo es uno y lo mismo, todo es nada. La vida es relación, convivencia, comunicación, es la unidad de lo distinto. Como la armonía en la música, como la melodía incluso. Suprimir las diferencias culturales en el tiempo y en el espacio no es acabar con los conflictos, es acabar con la convivencia. Esa es la amenaza, una amenaza contra la supervivencia: no de la especie humana, sino de la humanidad que es mucho más que una especie.

La palabra y la música son incompatibles con la barbarie, el ruido y el movimiento local sin orden ni concierto. Pero mientras enferma la palabra y se descuida la buena música, estos tres jinetes del Apocalipsis arrasan la faz de la tierra, suprimen los matices, estragan el gusto, atropellan los valores, allanan las diferencias culturales, lo devoran todo sin estimar nada, lo consumen, y no aportan ningún sentido para crear una atmósfera general de convivencia en paz y en armonía. En un mundo plano y sin diferencias cualitativas, sin relieve, todos los accidentes son a la postre accidentes de tráfico: nos movemos cada vez más deprisa y por las mismas cosas en un mundo superficial de espacio limitado, en el que se sacrifica la variedad de los contenidos en aras de la cantidad. Y en ese mundo en el que todos quieren lo mismo, aunque sólo algunos tienen mucho más de eso mismo, la palabra y la música se pervierten en su contrario al convertirse en rutina. La interpretación por la que vive la música y se recrea se confunde con la repetición mecánica en la que muere; la melodía que impone silencio porque es buena, la que se hace escuchar sólo por eso, se abandona, y se elige la música que aturde con más decibelios, la que ensordece. Y lo mismo pasa con la palabra, con la conversación, con el diálogo, cuando se dice lo que se dice, se repiten los mismos prejuicios y suple la fuerza al argumento, y el slogan a la razón. Y el grito se desata, y la violencia. Porque hablando se entienden los hombres y la música amansa a las fieras. Pero donde no es posible ni lo uno ni lo otro, sólo queda el ruido, la barbarie y la marcha desenfrenada. Y la desmedida, ¡qué fuerte!, esa es la medida de lo que vale cuando todo vale igual.

Ante la amenaza del ruido, la barbarie y el movimiento que todo lo arrasan, hay quienes hacen el elogio de las diferencias, de las tradiciones, de las identidades colectivas, de las culturas: todo eso está muy bien -dicen-, pero si queremos que se conserve tanta riqueza hay que dejar cada cultura en su reserva. No hay que mezclar. Y de ahí a la limpieza étnica, para salvar las diferencias, no hay más que un paso. Esa es la cara del racismo moderno. Otros, por el contrario, alaban el mestizaje, el revoltijo, la degustación de todos los productos culturales: “No te lo pierdas”, parece ser la consigna de una tolerancia “débil” que no detiene la marcha hacia la clonación y la indiferencia. Si todo vale, lo mismo un cocio de Calanda que una fuga de Bach, todo da igual y nada vale la pena. Lejos de apreciarlo todo, todo se desprecia. Esta tolerancia trivial realimenta la marcha de los tres jinetes. Y de nuevo la fuerza, ¡qué fuerte!, sustituye al valor cualitativo de una experiencia:“Ha sido un festón”, y para eso se trasladaron de Galicia a los Monegros, para hacer

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ruido en un corral de ganado. Hay que desenmascarar, de una parte, el elogio de la diferencia como transformación

ideológica del racismo y denunciar, de otra, el revoltijo y la mera degustación de todas las culturas. Y entre lo uno y lo otro, apelar al diálogo, al respeto y a la deferencia.

7. - Y por último, una llamada a la existencia

La pretendida identidad se disuelve y resuelve en pretensión y búsqueda de identidad. Porque no hay sujeto supuesto, constituido, determinado, definido, identificado para siempre. Todo lo que hay ahí en el mundo objetivo son objetos, sobre los que se puede hablar, y en el mundo de la vida hay sujetos que pueden hablar y escuchar. El ser humano existe como sujeto en oposición a todo lo que le reduce a un simple objeto y en solidaridad con todos los que aspiran a comportarse como sujetos. No es huyendo del mundo objetivo como existe el sujeto, sino en medio del mundo pero sin ser de este mundo: nunca atrapado por lo que ya es, sino abierto a lo que debe ser. La apelación al sujeto, la llamada a ex-sistir como sujeto, es el recurso a un principio no social que tiene, sin embargo, grandes consecuencias sociales. Es un gesto moral que desarma la identidad exclusiva y excluyente para hacer sitio al otro, al extranjero, en un nosotros cada vez más amplio en el que quepan las diferencias. Vivir como sujeto es liberarse de cualquier identidad impuesta e identificarse frente al otro y con otros, pero no contra los otros o sobre todos los otros.

Aunque nada ni nadie permanece en total coincidencia de sí consigo, esto no impide que la pretensión de ser siempre el mismo o los mismos sea tan real como el hecho de no ser nunca el mismo o los mismos de siempre. La creencia en una identidad sustancial como un dogma sacrosanto no la hace más verdadera, pero hace menos flexibles y mucho más intolerantes a los hombres y mujeres que lo creen. Pero no es el sentimiento, sino el fanatismo de la identidad la que la arma contra los otros.

*******************

La interpretación musical, en la que suena y existe la música, pues sólo existe cuando suena; la buena música que suena siempre igual y distinta en sus interpretaciones, la que se hace escuchar sólo porque agrada, la que se sigue sin esfuerzo, la que requiere sin embargo toda la virtud del virtuoso, la que viene del silencio y lo reclama; la que nunca se repite y se recrea. La interpretación de la música, y la música en su interpretación, es un buen modelo para la comunicación humana, para sentir y consentir, para convivir en paz y en armonía. Pero es sólo un modelo. Porque es obvio que para alcanzar ese objetivo o, mejor, para aproximarnos a ese ideal, tenemos que hacer otras cosas, y más importantes, además de cantar y bailar.

José BadaZaragoza, 4 de Enero de 2004

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A propósito de la educación musical(Meditaciones respecto a cómo salvar las diferencias culturales para la convivencia en

paz y armonía de la humanidad)

Introducción

Cuando era joven, y de eso hace ya bastantes años, me preguntaron en Alemania cuál era el instrumento que tocaba, si era éste la flauta, el piano o quizás la pandereta como cabía esperar de un español. Fue en un pueblo de Wüttemberg, en Neckarsulm, y la pregunta me la hizo la hermana de un amigo mío que me había invitado a pasar las vacaciones de Navidad en su casa, con su familia, cuando yo estudiaba en la universidad de Munich. Ella era maestra en una escuela primaria o en un Kindergarten, no lo recuerdo, de todos modos su pegunta me pareció completamente normal y en absoluto indiscreta en aquel mundo que era el suyo. Pero yo tuve que decirle que no tocaba ningún instrumento, aunque algo sabía de solfeo, más bien poco, y que mi cultura musical era prácticamente nula, porque venía de otro mundo. Quedó la maestra sumida en gran asombro, y yo corrido. Cambiamos de conversación y seguimos, chapurreando yo el alemán y ella el español, hasta que terminamos la velada navideña cantando juntos en familia y a palo seco lo que todos sabíamos: el Stille Nacht, por supuesto, y si no recuerdo mal el Adeste fideles.

Aunque algo ha mejorado desde entonces la enseñanza de la música en España y concretamente en Aragón, gracias sobre todo al entusiasmo y al trabajo pionero de la malograda María Ángeles Coscuyuela y de todo su equipo, ni ha llegado ya a todos los alumnos -lo que es de lamentar-, ni pudo llegar a tiempo para sus padres y por supuesto para los hombres y mujeres de mi generación. Y por eso: porque “ya es duro Juan para tamborilero” según el dicho popular, siento tener que decirles que Pepe, yo mismo para vosotros, sigue sin saber tocar ningún instrumento. Siendo como soy un analfabeto en la materia, lo reconozco, a más de uno puede parecer extraño que se me invitara a participar como ponente en un curso sobre educación musical. Y más aún, que haya aceptado. Lo primero, la invitación, obedece al parecer a razones históricas: a la atención que presté a la iniciativa de Maria Ángeles y de su equipo cuando yo era consejero de Cultura en la Diputación General de Aragón, y al reconocimiento que María Ángeles siempre manifestó por haberle escuchado, a ella, tan expresiva, tan entusiasta y tan entregada a su vocación, que era imposible no escucharla con solo dejarla hablar. María Ángeles era encantadora. La dejé hablar, qué menos, eso es un derecho que no se puede negar a nadie, y como era encantadora me pasó lo que nos pasa a todos con la buena música: que la escuché y me encantó. Yo no sabía muy bien de qué me hablaba, pero sintonizamos y pudimos entendernos: ella con su música y yo con mi filosofía, y una vez puestos de acuerdo sólo tuve que añadir a su proyecto la voluntad política para llevarlo a cabo.

Recordando aquella época he pensado con frecuencia que en el campo de la

cultura y de la educación no depende todo del presupuesto e importa mucho más

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tener ideas y capital humano disponible para realizarlas. La experiencia demuestra que en algunos programas con poco dinero se obtienen frutos excelentes a largo plazo, mientras que en otros hace falta mucho más dinero para conseguir resultados a corto plazo pero tan efímeros y mediocres que nada aportan al progreso de la cultura. Y sin embargo con frecuencia se prefiere la traca, la movida y el relumbrón, y no se repara en gastos cuando se trata de fiestas, festivales y fuegos de artificio. Los programas de investigación para la paz, de la enseñanza del catalán en las escuelas de la Franja y el diseñado por María Ángeles Coscuyuela para la educación musical, no sólo fueron los más baratos de mi departamento en términos económicos sino también los más innovadores y los más rentables en términos estrictamente culturales. Ninguno de estos programas hubiera sido posible sin contar con las personas adecuadas.

Por todo esto que recuerdo pienso que se han acordado de mí los que me han invitado a participar en este curso. Por otra parte creo que no debería extrañar a nadie mi aceptación considerando la amplitud del tema: Patrimonio, identidad y tolerancia y la libertad en la que me han dejado los organizadores para que me aproxime a la música como filósofo, que es tanto como decir para que hable de ella en general y desde la distancia; es decir, con el respeto que se supone a la docta ignorancia y sin el atrevimiento proverbial que se atribuye a la simple ignorancia. Pues de música apenas sé que no sé nada.

1. La música, más que estar en el espacio, acontece en el tiempo.

A diferencia de la escultura, la arquitectura y la pintura, incluso, cuyas obras permanecen en el mundo como objetos de arte, advierto que la música no está delante de mí como un objeto. Pienso que la música no existe fuera de su interpretación. Y es lo que veo también que pasa con el teatro, que hay que interpretarlo para que exista. O con la danza, que no es nada si no se baila. No es que las artes escénicas no ocupen espacio en absoluto, porque es evidente que se interpretan en un escenario; pero a semejanza de la música, la más inmaterial de todas las artes, el teatro y la danza desaparecen al terminar la interpretación. O que, por el contrario, aquellas creaciones artísticas que permanecen como las esculturas y los monumentos arquitectónicos ocupen sólo físicamente un lugar entre las cosas, sin decir nada, porque es obvio que están ahí como obras representativas y en cierto modo como “palabras visibles”, o símbolos, que convocan y ordenan el espacio, y lo llenan de sentido. Aunque también es cierto que se hacen invisibles como obras de arte cuando no se las contempla, en cuyo caso están ahí ocupando un lugar sin ningún sentido.

La ventaja de la música es que no permanece fuera después de ser interpretada y que, por tanto, nunca puede ocupar un espacio como las cosas. Y es que la música, más que estar en el espacio, acontece en el tiempo como expresión de “un abismo que llama a otro abismo”. O como revelación de lo más hondo a lo más profundo. Igual que la palabra que sale del silencio, existe en el habla y alcanza su perfección

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en el diálogo, que es palabra entre dos: ni mía ni tuya, ni siquiera suya, porque es palabra viva, en curso, palabra que sigue, palabra abierta y, en principio y después de todo, palabra para todos los que pueden escuchar y de todos los que pueden hablar por mucho que se haya dicho. Una y otra, la palabra y la música, sólo son posibles desde el silencio que nos hace hablar y escuchar, cantar y bailar, picar y repicar al menos como los tambores en la procesión del silencio, porque en todo caso vivimos juntos y por eso necesitamos “ajuntarnos” y ajustarnos los unos a los otros si no queremos que el tiempo pase con mucho ruido y ningún sentido.

2. La música y la educación

Decía Aristóteles que el hombre es un “animal racional”; bueno, eso es lo que se dijo que había dicho, y lo que se viene diciendo desde muchos siglos entre nosotros. Pero ese tópico de la antropología popular traduce y traiciona al mismo tiempo lo que dijo Aristóteles: que los humanos somos animales con “logos”, es decir, con palabra y pensamiento. No sólo con pensamiento y, menos aún, dotados solamente de pensamiento discursivo o de mera “razón”, que es a lo que iría a parar el “logos” griego al ser traducido por la “ratio” latina y ésta por la “razón” castellana. Porque en castellano referimos ese término, “razón”, únicamente a la facultad de pensar, pero no al habla y a la facultad de hablar como quería también Aristóteles y entendían los griegos. Dos consecuencias importantes se deducen de esta concepción antropológica de los griegos: Una es que el hombre se realiza como tal viviendo entre los hombres, en la ciudad, y que es un animal político por eso mismo que tiene “logos”, palabra y pensamiento; y la otra que son menos humanaos o apenas son humanos los que viven fuera de la ciudad y hablan como los animales de la selva, un bara, bara que los hombres civilizados, en este caso los griegos, no entienden.

Definir al ser humano como “animal racional” o sólo por la razón, es decir, sólo por la capacidad de pensar, no es un error que cometiera Aristóteles o los griegos, sino quienes tradujeron mal a los griegos cuando hablaban del “logos”. Reducir el habla humana a la lengua griega, sí es un error que cometieron los griegos. El mismo que comentemos todos cuando consideramos a los otros unos bárbaros porque no los entendemos. De modo que también ellos demostraron ser unos bárbaros al excluir a los otros, como tantos otros (los antropólogos hacen notar que en muchas lenguas primitivas no existe otro nombre para los seres humanos que no sea el propio de los miembros de la tribu en la que se habla dicha lengua, por ejemplo “zulú” significa hombre como si para ellos sólo fueran hombres los “zulúes”) y como todos nosotros si nos dejamos guiar por el mismo criterio. En cambio su filosofía es más humana que la que define al ser humano sólo por la capacidad de pensar, como podría sospecharse de una antropología occidental individualista y racionalista en exceso. Porque el ser humano se realiza con los seres humanaos, en comunicación, en diálogo, hasta el extremo de no poder existir ni pensar solo como ya sabían los griegos.

Pero lo que sí echamos en falta en la definición de Aristóteles, por bien que la entendamos y traduzcamos, es otra dimensión humana que no aparece claramente en el “logos”. Es cierto que la

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palabra no expresa sólo lo que uno piensa sino también lo que siente, sobre todo en poesía; también es cierto que además de la lógica de la razón hay otra lógica de los sentimientos que ocupa un lugar muy importante en la retórica, como bien sabía Aristóteles y supieron siempre los griegos, sobre todo los sofistas. Pero los sentimientos se expresan más en el tono y en la manera de decir que en aquello que se dice, más en el acento y en la voz -cálida, destemplada, profunda, alegre como unas castañuelas, etc.- que en la palabra que se pronuncia, más en la exclamación y en la interjección que en los enunciados, más incluso en los silencios... Y esa dimensión que se hecha en falta en la palabra expresa, aunque esté presente en la expresión de la voz, se expresa mucho mejor en la voz cantante. Porque es la música, sin decir nada, donde mejor se expresan los sentimientos. Razón y emoción, idea y sentimiento, comunicación y comunión, por la palabra y la música..., -aunque hay otros medios de comunicación, por supuesto, que también hay que explorar y tener en cuenta- se realiza la humanidad en carne viva en el tiempo sobre la tierra.

Educar no es lo mismo que enseñar o informar sobre algo a quien lo ignora, es formar a las personas y más exactamente ayudar a que se formen. Es ayudar a los niños y a las niñas a que maduren como personas responsables y, por tanto, a desarrollar sus capacidades humanas: la capacidad de hablar y de escuchar, de sentir y de expresar sus sentimientos, de convivir y relacionarse con otros, con los de cerca y con los de lejos. Es liberar las capacidades humanas para la humanidad. Es humanizar. No tiene sentido que se enseñe a manejar un ordenador y no se enseñe a utilizar el cerebro, que se enseñe a pensar con lógica y no se enseñe a hablar correctamente, que se enseñe a hablar con corrección sin enseñar a escuchar con atención, ni que se enseñe todo eso para dialogar sin enseñar a sentir y a expresar los sentimientos para convivir o que sólo se eduque para expresarse con espontaneidad y apenas para estimar y comprender los sentimientos ajenos. En este contexto la fascinación que sienten los jóvenes por la música y el uso que hacen de ella en la vida cotidiana parecen tan dignas de elogio por lo menos como lamentable la pereza que tienen para pensar, si no me equivoco, y la ignorancia de qué presumen en el uso de la lengua. Las nuevas generaciones viven ya en una cultura de la imagen que está arrinconando a la cultura del libro. La seducción de la imagen sustituye con ventaja a la persuasión por la palabra: cuando estalla una imagen a la vez en todas partes o se difunde a la velocidad de la luz, que viene a ser lo mismo, la palabra llega tarde. Y no hay tiempo para la palabra, que tanto tiempo necesita. Pero causa mucha pena ver que mientras se descuida la palabra, que está pasando por una enfermedad, siendo como es la expresión natural de las ideas, y se fomenta el fanatismo de los ídolos y la devoción a los iconos, a las imágenes, no se aproveche la ocasión y la afición de los jóvenes para darles una educación musical más acorde con lo que todos sentimos sin duda en lo más profundo.

Estoy plenamente de acuerdo con lo que hace años escribían María Ángeles Cosculluela y María del Carmen Farah a propósito de la educación musical en las escuelas:

“La música no debe ser un privilegio al que sólo tengan acceso unos pocos ni un saber reservado únicamente a aquellos que poseen un don especial”.

Estoy de acuerdo porque la música es un arte que perfecciona una capacidad humana, no un don especial que los dioses reparten con avaricia, sino algo tan humano y tan natural como es el habla. Por eso una educación humanista, y toda educación ha de serlo para educar cabalmente a personas humanas, no puede pasar por alto la educación musical de los alumnos. Como no puede prescindir de enseñar a hablar, aunque no se aprenda sólo en la escuela precisamente porque se trata de una capacidad natural. Pero no es lo mismo cantar como los pájaros y hablar como los bárbaros, que hablar como los hombres y cantar como los ángeles.

4. Tradición viva y patrimonio cultural

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En este punto me ocuparé del patrimonio cultural; es decir, del concepto y no de los contenidos de un determinado patrimonio cultural, como pueda ser el patrimonio cultural aragonés o el acervo etnológico de la música aragonesa, y más exactamente les hablaré del concepto de tradición.

El término tradición se refiere al proceso de transmisión de una cultura de generación en generación. La tradición acontece en la historia. Es lo que pasa entre padres e hijos, es el paso, y solo en segundo lugar lo que pasa de unos a otros: el patrimonio que se transmite o el contenido tradicional. La tradición como contenido es igual que el testigo que pasa de mano en mano en una carrera de relevos, como el tronco que baja por el río, como un legado que se deja, como un códice depositado en el archivo, como una partitura que no suena..., es un objeto. Es también como la costumbre que se repite sin ton ni son, sin alma que la sustente. La tradición como proceso es la carrera, el río, la vida misma, la lectura del códice, del libro, la interpretación de la partitura... Y es también la vida que sostiene la costumbre, que la lleva como se lleva un vestido. Nunca la muerte envuelta en su mortaja, o la camisa que deja atrás la serpiente cuando se muda.

Los contenidos depositados en cuanto tales, el depósito de la tradición, la tradición muerta y enterrada, la tradición en conserva, embalsamada, enlatada en el folklore, la que se repite hasta el aburrimiento en la costumbre, eso ya no es lo que acontece en el tiempo como expresión de una vida. Sino sólo lo que continúa por inercia, lo que cae por su propio peso en el tiempo y con el tiempo, en el tiempo vacío que pasa sin que pase nada. Y es lo que nos retiene en el pasado, en el que se enroca la identidad contra los otros y contra todo lo otro. Como si todo hubiera sido ya y el haber sido, la muerte, la única forma de vida. Pero la tradición viva sólo vive en infinitas variaciones, y es lo que acontece.

Y sin embargo la tradición viva no es puro acontecimiento, no es pura expresión, no es creación de la nada sino recreación. Es como la interpretación de un virtuoso en la que se recrea la música clásica, en la que suena otra vez la partitura. Es como leer un libro, que no es nada si no se lee y dice todo lo que se entiende cuando se lee. Porque un libro vivo es el libro y todas sus interpretaciones, es lo que escribe el autor y lo que leen todos sus lectores.

4 Identidad personal y colectiva

La identidad es un sentimiento de proveniencia y de pertenencia. El término identidad, rigurosamente hablando, significa coincidencia de sí consigo. Pero donde todo cambia y nada permanece no es posible esa coincidencia. Ser uno mismo, pertenecer a sí mismo y coincidir consigo mismo en el tiempo, ser idéntico en este sentido es una ilusión, una obsesión a veces y en todo caso una pretensión inalcanzable. Cuando uno dice: “Yo soy el mismo de siempre” afirma su identidad personal, y cuando los historiadores relatan la historia de “una misma nación” se refieren a una identidad colectiva. En ambos casos se supone la existencia de algo que no cambia esencialmente. Pero lo que llamamos yo mismo en el lenguaje ordinario, no es más que el resultado precario de una incesante transacción entre lo que uno quiere ser y los otros esperan que sea. La identidad personal es sólo la representación y el sentimiento de ser el de antes, uno y el mismo durante toda la vida, por más que no sea así, pues todos cambiamos en el tiempo y nada ni nadie permanece en total coincidencia de sí consigo. En el fondo cada uno es toda su vida y ésta una sucesión de “identidades” sin consistencia ni prevalencia de una sobre las otras. En resumen, la identidad personal no es algo fijo como una sustancia metafísica sino algo temporal y más precario: la organización síquica y la síntesis, siempre problemática, de la pluralidad de una vida. Una compostura de la conciencia individual y un acomodo inestable en un mundo que cambia.

Con mayor razón se rechaza en la antropología social y cultural la idea de una identidad

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colectiva inamovible como una esencia. Porque cuando un individuo afirma su identidad esencial, aunque no sea siempre él mismo en sentido absoluto, es verdad que eso es lo que afirma y lo que cree; pero cuando se trata de una identidad colectiva ni siquiera es verdad que la afirme un sujeto colectivo, que es también una ficción. De modo que digan lo que digan los historiadores, los etnólogos y los aragoneses de la identidad de Aragón, Aragón no dice nada porque no existe o porque sólo existen los aragoneses; aunque por otra parte sea cierto que los aragoneses, como los demás, sólo existimos como nosotros frente a los otros y nadie ensimismado como uno solo.

No hay identidad sin oposición. Pero entiéndase bien, porque no es igual estar contra los otros que frente a los otros, y es una perversión afirmarse sólo a costa de los otros. Más adelante volveremos sobre este punto. Las señas de identidad personal marcan las diferencias de uno mismo frente a los otros, las de la identidad colectiva marcan las diferencias entre nosotros y ellos. Lo que marca y distingue a uno mismo es en definitiva la vida que lleva y el cuerpo que tiene. Aunque nada permanezca constante con la edad o el artificio, lo que más conforta el sentimiento de identidad personal es la experiencia del cuerpo: este es el documento de identidad más fiable que podemos exhibir. En el caso de la identidad colectiva, no hay nada equiparable al cuerpo humano. El “cuerpo social” es sólo una metáfora. Cabe decir que si la representación y el sentimiento de la identidad personal se forma y conforma al tomar conciencia del cuerpo que le precede como realidad física -un niño habla primero de sí mismo en tercera persona: de él o de ello, hasta que adquiere conciencia de su identidad personal desde la experiencia de su propio cuerpo-, en la formación de una identidad colectiva sucede justo al revés: hay que suponer la conciencia de “nosotros” que al tomar cuerpo conforma y conserva la realidad “sui generis” del grupo en el que se objetiva. Las señas de una identidad colectiva pertenecen obviamente al cuerpo social. Estas señas son símbolos comunes: como un territorio compartido, una lengua, un nombre, unas mismas costumbres e instituciones y una misma historia que es siempre naturalmente la que se cuenta en beneficio del grupo, de la nación, del pueblo, y muy distinta a la que suelen contar los otros de nosotros mismos. Al igual que sucede en la historia de la vida que uno se cuenta y cuenta de sí mismo a los demás. La identidad personal y la identidad colectiva no se dan por separado: se es uno mismo ante los otros y con otros, pero no hay un nosotros y una conciencia colectiva fuera de las personas físicas. De la misma manera que la identidad personal se forma desde la experiencia del cuerpo, lo que no obsta para que después recaiga sobre el propio cuerpo e imprima en él su carácter; la realidad del cuerpo social que se construye en el mundo al actuar y vivir juntos como nosotros mismos, una vez construida, conforma y conforta el sentimiento de pertenencia al grupo en cada uno de los socializados en él.

5. - Sobre la interpretación y el mundo de la vida

Todos nacemos y crecemos en nuestro mundo, en el que adquirimos una identidad personal y se nos adjudica la colectiva. Pero este mundo, nuestro mundo, no es el mundo objetivo que describen las ciencias sino el mundo de la vida en el que vivimos, pues no estamos delante de él como un objeto a la vista sino dentro de él como sujetos. Ese mundo es el marco y el fondo de nuestras vidas: la tradición que nos lleva y la que llevamos, no obstante, sin pensar en ello cuando todo marcha, cuando el mundo, nuestro mundo, sigue sin problemas en nosotros y nosotros en él. Porque entonces seguimos el río que nos lleva y del que formamos parte, seguimos la tradición y la tradición sigue en nosotros, como seguimos y sigue en nosotros la música que nos gusta, la que vivimos. También esta manera de seguir la tradición o de seguir vivos en el mundo de la vida es

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interpretar sus contenidos. Es saber y sentir lo que sabemos, es vivir como nosotros mismos la tradición sin ningún problema. No sin interpretación, claro. Porque todo lo que no se interpreta, está al margen de la vida como un objeto y no pertenece al mundo de la vida. Pero con una interpretación espontánea, muy natural, como la vida misma que no se detiene, que fluye constantemente como un río.

El mundo de la vida, nuestro mundo, o la tradición en la que vivimos es lo que siempre se sabe, lo que sabemos todos en la vida misma, y el entendimiento básico en el que todos nos entendemos, todos nosotros los que vivimos en nuestro mundo. Sobre esa base podemos deshacer malentendidos y llegar a entendernos con otros sobre otras cosas en las que no nos entendemos. Sin ese entendimiento fundamental, por mínimo que este sea, no hay manera de entenderse con otros en todo lo demás. Porque sólo nos entendemos sobre la base de un entendimiento previo. Es lo que se llama el “círculo hermenéutico”, tachado por sus detractores como “círculo vicioso” y por los que lo defienden como “círculo fructuoso”.

La hermenéutica es el arte de la interpretación. Como arte viene a perfeccionar una capacidad natural. Igual que la retórica perfecciona la capacidad de hablar y la lírica la capacidad de cantar, la hermenéutica perfecciona la capacidad natural de dar a entender o de interpretar lo que no se entiende. Antes de que hubiera intérpretes de oficio hubo siempre interpretación natural en la vida cotidiana. Decir, por ejemplo, con otras palabras lo que no se entiende con las primeras, parafrasear, es interpretar: “Para que me entiendas, te lo diré con otras palabras...”, ¿no es lo que hacemos todos constantemente? Traducir de una lengua a otra es interpretar, traducir del lenguaje escrito al lenguaje oral es interpretar, traducir en música una partitura es interpretar, cantar una letra es interpretar..., relatar una historia es también interpretar porque hay que traducir en un relato lo que dicen los hechos. La tradición es como una traducción del pasado al presente o traducción sucesiva, de situación en situación, a través del tiempo; mientras que la traducción vendría a ser como una tradición mutua entre mundos o culturas distintas pero simultáneas y en un espacio abierto a la comunicación universal. Traducción o tradición, todo es interpretación. Pero hay una interpretación implícita, de la que ya hemos hablado. Ésta es una interpretación sucesiva en la que todo se funde: los intérpretes, lo interpretado y la tradición que sigue, como sigue la flor que se abre y revela en el fruto su misterio. O una interpretación simultánea en la que se comprenden y entienden los sentimientos de quienes se acercan a nuestro mundo desde el suyo, y a la inversa, con tal de que empiece la convivencia y no haya rechazo. Y hay una interpretación explícita que no es espontánea.

La interpretación explícita, como capacidad natural o como arte aprendida, es necesaria sólo y siempre que entendemos que algo ya no se entiende en nuestro mundo o cuando al entrar en relación con los que vienen de otro mundo como los inmigrantes entendemos que hay cosas que aún no entendemos. Entonces es necesario el esfuerzo añadido de la interpretación explícita a no ser que nos desentendamos del problema y de la convivencia, que cortemos las relaciones o las reduzcamos a un ámbito reducido de entendimiento; por ejemplo, al ámbito de los negocios donde es mejor no hablar de religión y de política. En cuyo caso el mundo, nuestro mundo, se hace más pequeño y más aburrido, hasta llegar al límite del aburrimiento y de la mezquindad que sería uno mismo al quedarse completamente sólo una vez excluidos todos los demás.

El entendimiento expreso sólo es posible cuando se ha producido expresamente una ruptura en nuestro mundo o cuando se detecta una distancia frente a los otros que se acercan a nuestro mundo. Para entenderse se requiere entonces la interpretación expresa. Los pedazos de tela se cosen por la costura, y es así como se puede llegar a un entendimiento entre las partes con la interpretación expresa: salvando las diferencias y uniendo a las partes por donde se separan, no eliminando las diferencias o cerrando en falso la ruptura. Lo que hay que hacer cuando se rompe la convivencia es juntar los pedazos por donde se han roto, coser lo descosido, deshacer los

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malentendidos y recuperar así el entendimiento perdido mediante una interpretación nueva de la tradición para que venga al caso. Interpretar es también actualizar la tradición, aplicarla. Pero si lo que se detecta es la distancia ente nosotros y ellos, los que se acercan a nuestro mundo, hay que salvar las diferencias por elevación, lo que permite ganar horizonte, ampliar la base de entendimiento y llegar a un acuerdo más universal desde un punto de vista superior. Y será entonces como si el mundo de la vida, nuestro mundo, se hiciera más grande, más comprensivo, más rico y más plural.

Cada conflicto es una oportunidad de crecimiento para nuestro mundo si se resuelve salvando las diferencias. Cada conflicto es un estirón, como sucede con las enfermedades en la adolescencia. Pero si no se cura o se cura mal cortando por lo sano y eliminado a los otros, será como una enfermedad de muerte y para la muerte primero de unos y después de unos y otros. Porque no hay nosotros sin vosotros, ni yo sin tú, y vosotros y nosotros sólo podemos vivir en nuestro mundo, en un mundo en el que quepan todos los mundos, de la misma manera que yo y tú no somos nadie si no somos en relación el uno frente al otro.

La persona sólo se reconoce en otra persona: entre quien y quien se advierte quién es quién, se experimenta la diferencia personal. Ningún objeto es un espejo en el que se reconozca la persona, sino sólo en otro como sí mismo: en otra persona, que nunca es cualquier otro si bien se mira. Y si no se mira bien, si se le mira por encima como a una cosa, si no se mira su mirada, si no se le mira a los ojos “ que son ojos porque te ven y no porque tú los veas”, entonces tampoco se reconoce uno a sí mismo. Y así también en la identidad colectiva, que no puede ser contra los otros, rebajando a los otros o excluyendo a los otros como personas, sino en relación unos y otros: dentro de un nosotros en continua expansión de la convivencia.

6. - ¿Elogio de la diferencia y/o de la deferencia?

Hay una mala unidad que no une las diferencias sino que las suprime, es la unidad de uno sólo. Lejos de ser la superación de las diferencias, la supresión de todas menos una es la victoria de una: que ya no es, contra todo lo que puede ser. Es la muerte. Porque cuando todo es uno y lo mismo, todo es nada. La vida es relación, convivencia, comunicación, es la unidad de lo distinto. Como la armonía en la música, como la melodía incluso. Suprimir las diferencias culturales en el tiempo y en el espacio no es acabar con los conflictos, es acabar con la convivencia. Esa es la amenaza, una amenaza contra la supervivencia: no de la especie humana, sino de la humanidad que es mucho más que una especie.

La palabra y la música son incompatibles con la barbarie, el ruido y el movimiento local sin orden ni concierto. Pero mientras enferma la palabra y se descuida la buena música, estos tres jinetes del Apocalipsis arrasan la faz de la tierra, suprimen los matices, estragan el gusto, atropellan los valores, allanan las diferencias culturales, lo devoran todo sin estimar nada, lo consumen, y no aportan ningún sentido para crear una atmósfera general de convivencia en paz y en armonía. En un mundo plano y sin diferencias cualitativas, sin relieve, todos los accidentes son a la postre accidentes de tráfico: nos movemos cada vez más deprisa y por las mismas cosas en un mundo superficial de espacio limitado, en el que se sacrifica la variedad de los contenidos en aras de la cantidad. Y en ese mundo en el que todos quieren lo mismo, aunque sólo algunos tienen mucho más de eso mismo, la palabra y la música se pervierten en su contrario al convertirse en rutina. La

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interpretación por la que vive la música y se recrea se confunde con la repetición mecánica en la que muere; la melodía que impone silencio porque es buena, la que se hace escuchar sólo por eso, se abandona, y se elige la música que aturde con más decibelios, la que ensordece. Y lo mismo pasa con la palabra, con la conversación, con el diálogo, cuando se dice lo que se dice, se repiten los mismos prejuicios y suple la fuerza al argumento, y el slogan a la razón. Y el grito se desata, y la violencia. Porque hablando se entienden los hombres y la música amansa a las fieras. Pero donde no es posible ni lo uno ni lo otro, sólo queda el ruido, la barbarie y la marcha desenfrenada. Y la desmedida, ¡qué fuerte!, esa es la medida de lo que vale cuando todo vale igual.

Ante la amenaza del ruido, la barbarie y el movimiento que todo lo arrasan, hay quienes hacen el elogio de las diferencias, de las tradiciones, de las identidades colectivas, de las culturas: todo eso está muy bien -dicen-, pero si queremos que se conserve tanta riqueza hay que dejar cada cultura en su reserva. No hay que mezclar. Y de ahí a la limpieza étnica, para salvar las diferencias, no hay más que un paso. Esa es la cara del racismo moderno. Otros, por el contrario, alaban el mestizaje, el revoltijo, la degustación de todos los productos culturales: “No te lo pierdas”, parece ser la consigna de una tolerancia “débil” que no detiene la marcha hacia la clonación y la indiferencia. Si todo vale, lo mismo un cocio de Calanda que una fuga de Bach, todo da igual y nada vale la pena. Lejos de apreciarlo todo, todo se desprecia. Esta tolerancia trivial realimenta la marcha de los tres jinetes. Y de nuevo la fuerza, ¡qué fuerte!, sustituye al valor cualitativo de una experiencia:“Ha sido un festón”, y para eso se trasladaron de Galicia a los Monegros, para hacer ruido en un corral de ganado.

Hay que desenmascarar, de una parte, el elogio de la diferencia como

transformación ideológica del racismo y denunciar, de otra, el revoltijo y la mera degustación de todas las culturas. Y entre lo uno y lo otro, apelar al diálogo, al respeto y a la deferencia.

7. - Y por último, una llamada a la existencia

La pretendida identidad se disuelve y resuelve en pretensión y búsqueda de identidad. Porque no hay sujeto supuesto, constituido, determinado, definido, identificado para siempre. Todo lo que hay ahí en el mundo objetivo son objetos, sobre los que se puede hablar, y en el mundo de la vida hay sujetos que pueden hablar y escuchar. El ser humano existe como sujeto en oposición a todo lo que le reduce a un simple objeto y en solidaridad con todos los que aspiran a comportarse como sujetos. No es huyendo del mundo objetivo como existe el sujeto, sino en medio del mundo pero sin ser de este mundo: nunca atrapado por lo que ya es, sino abierto a lo que debe ser. La apelación al sujeto, la llamada a ex-sistir como sujeto, es el recurso a un principio no social que tiene, sin embargo, grandes consecuencias sociales. Es un gesto moral que desarma la identidad exclusiva y excluyente para

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hacer sitio al otro, al extranjero, en un nosotros cada vez más amplio en el que quepan las diferencias. Vivir como sujeto es liberarse de cualquier identidad impuesta e identificarse frente al otro y con otros, pero no contra los otros o sobre todos los otros.

Aunque nada ni nadie permanece en total coincidencia de sí consigo, esto no impide que la pretensión de ser siempre el mismo o los mismos sea tan real como el hecho de no ser nunca el mismo o los mismos de siempre. La creencia en una identidad sustancial como un dogma sacrosanto no la hace más verdadera, pero hace menos flexibles y mucho más intolerantes a los hombres y mujeres que lo creen. Pero no es el sentimiento, sino el fanatismo de la identidad la que la arma contra los otros.

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La interpretación musical, en la que suena y existe la música, pues sólo existe cuando suena; la buena música que suena siempre igual y distinta en sus interpretaciones, la que se hace escuchar sólo porque agrada, la que se sigue sin esfuerzo, la que requiere sin embargo toda la virtud del virtuoso, la que viene del silencio y lo reclama; la que nunca se repite y se recrea. La interpretación de la música, y la música en su interpretación, es un buen modelo para la comunicación humana, para sentir y consentir, para convivir en paz y en armonía. Pero es sólo un modelo. Porque es obvio que para alcanzar ese objetivo o, mejor, para aproximarnos a ese ideal, tenemos que hacer otras cosas, y más importantes, además de cantar y bailar.

José BadaZaragoza, 4 de Enero de 2004