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ENCUENTROSSerie sobre desarrollo y cultura

VOLUMEN II

Desarrollo, cultura y procesos de globalización

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ENCUENTROSSerie sobre desarrollo y cultura

VOLUMEN II

Desarrollo, cultura y procesos de globalización

Autores:

José Antonio Alonso

Ana Wortman

Ignacio Abello Trujillo

José Luis García Delgado

Encuentros Serie sobre desarrollo y cultura : volumen II : Desarrollo, cultura y procesos de

globalización. – Cartagena de Indias : Instituto de Estudios para el Desarrollo; Nodo Cartagena de

Indias de la Red de Desarrollo y Cultura; Universidad Tecnológica de Bolívar, Maestría en Desarrollo

y Cultura, 2009.

60 p. ; 21 x 28 cms.

ISBN 978-958-838728-4

1.Globalización - Aspectos sociales 2. Cultura - América Latina - Aspectos

socioeconómicos 3. Desarrollo humano 4. España-Historia siglo XX 5. Pluralismo (Ciencias

económicas) – Aspectos socioeconómicos 6. Cambio social.

337 / E15

Instituto de Estudios para el Desarrollo

Nodo Cartagena de Indias de la Red Desarrollo y Cultura

Universidad Tecnológica de Bolívar

Maestría en Desarrollo y Cultura

Manga, Calle del Bouquet, Carrera 21 #25-92, Cartagena de Indias, Colombia

Teléfono (57+5) 6606041 Ext.463

Fax: (57+5) 6604317

El material de esta publicación no puede ser reproducido

por cualquier sistema de recuperación de información,

sin autorización de los autores y de los editores.

La responsabilidad por el contenido de esta publicación

recae enteramente en sus autores.

Corrección de estilo: Armando Alfaro Patrón

Diseño y diagramación: Mauricio Gómez Perdomo

Fotografía: Andrés Espinosa Hernández

Impresión: Javegraf

Impreso en Bogotá, septiembre 2009.

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Índice

Presentación - 5

Cultura y desarrollo: bases de un encuentro obligado - 7

José Antonio Alonso

Cambios en la teoría del desarrollo - 8

Nueva visión de la cultura - 9

El sentido trascendente de la cultura - 11

Bases del encuentro: la libertad cultural - 12

Una mirada sobre la esfera de la cultura en procesos de globalización - 15

Ana Wortman

Viejos y nuevos procesos de globalización - 16

Jameson y Lash, la lógica cultural del capitalismo tardío - 19

El lugar, el espacio, la movilidad. Nuevas aproximaciones - 21

Reflexión final - 22

Interculturalidad y políticas culturales - 25

Ignacio Abello

Formas diferentes de multiculturalidad - 28

Políticas culturales - 36

Objetivos de las políticas culturales - 37

Creación - 38

Formación - 38

Comunicación - 38

Investigación - 39

Construcción, conservación, restauración y pedagogía del patrimonio - 39

Objetivos no culturales - 40

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El proceso de modernización en la España contemporánea - 41

José Luis García Delgado

Una mirada retrospectiva - 41

Tres ciclos económicos y un logrado cambio de siglo - 48

Tres líneas de cambio estructural - 52

Epílogo: los retos de un tiempo nuevo - 57

Los autores - 60

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Presentación

Los colaboradores de la presente publicación de la serie ENCUENTROS realizan un acercamiento a los conceptos de desarrollo y cultura desde campos de estudios diferentes como la economía, la filosofía y la sociología. En los trabajos podemos notar su preocupación por el estado en que se encuentran dichos conceptos, las numerosas transformaciones que han tenido y las variadas maneras como se han aplicado. Pero también, en diversos apartados de los ensayos, podemos ver la importancia que le dan a la actual mundialización de la economía. Por ello hemos querido titular este volumen 2 de la serie: Desarrollo, cultura y procesos de globalización.

En su ensayo José Antonio Alonso aborda la “libertad cultural como una de las dimensiones sustantivas del desarrollo”. Antes de llegar a esta especie de conclusión realiza un recorrido sobre lo que se entendía por desarrollo en la década del 50 y el cambio radical que sufrió a partir del surgimiento del concepto de “desarrollo humano” desde las aportaciones realizadas por Amartya Sen y por el PNUD. Si bien se detiene a analizar tanto las diferentes posturas esencialistas sobre la concepción de cultura como en quienes defienden que “lejos de ser una realidad inmutable, la cultura cambia de acuerdo con las transformaciones que la propia sociedad experimenta”, el autor también se preocupa por hacer referencia a “las poderosas fuerzas homogeneizadoras” provenientes de la globalización que han complejizado los referentes de identidad de algunos grupos humanos.

Desde la sociología Ana Wortman problematiza el concepto de campo artístico e intelectual que propusiera Bourdiau. La inquietud de la profesora parte del hecho de que a la luz de los actuales procesos de globalización dicho concepto debe revisarse teniendo en cuenta las transformaciones por las que está atravesando el capitalismo. Para ello aborda lo que se ha denominado como las nuevas formaciones sociales trasnacionales, el origen de los actuales intereses globales del capital, la lógica cultural del capitalismo tardío a la luz de Jameson y Lash y la ampliación del campo cultural a causa de los avances de las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información.

Por su parte, Ignacio Abello realiza un acercamiento a los conceptos de interculturalidad y multiculturalidad. Su análisis parte del estudio de lo que el autor entiende por “reconocimiento de las diferencias” apoyándose en el pensamiento de Hegel. También tiene en cuenta que este reconocimiento de las diferencias está atravesado por “un mundo dominado por una racionalidad instrumental dedicada única y exclusivamente a la producción de bienes de consumo”. En este sentido, dentro de las asimetrías de la globalización, el autor deja entrever la manera como el consumismo le ha dado un vuelco a los procesos de identificación y de reconocimiento. También analiza la actual situación de la interculturalidad y multiculturalidad en América Latina y en Colombia a la luz de las normatividades vigentes, a veces permeadas por la “transnacionalización del derecho”, así como la importancia de las políticas y de los gestores culturales como medios que pueden ayudar a garantizar la diversidad de las manifestaciones creativas.

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Finalmente, José Luis García Delgado aborda el proceso de desarrollo que tuvo España durante el siglo XX. De manera minuciosa estudia por etapas la manera como España logró la modernización poniéndose a la par en cuanto a crecimiento económico con los países líderes en Europa. Aunque el autor destaca la madurez de la política económica española y la importancia de la llegada de la democracia, también expone los nuevos retos que enfrenta la sociedad y la economía españolas en el inicio de un siglo XXI caracterizado por la presencia de mercados cada vez más internacionales, y por tanto, vulnerables ante las crisis económicas globales.

De esta manera el presente volumen de la serie ENCUENTROS entrega a los lectores variadas visiones sobre el desarrollo y la cultura teniendo en cuenta que los autores que aquí participan provienen de distintos campos de estudio. Seguimos cumpliendo, por lo tanto, con el objetivo trazado con nuestra publicación, el de realizar aportes al diálogo interdisciplinario. A los investigadores de la presente edición, quienes hacen parte de la Red de Desarrollo y Cultura, les agradecemos su colaboración.

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Cultura y desarrollo: bases de un encuentro obligado1

Por José Antonio Alonso

En los últimos años se ha producido una profunda reconsideración en el papel que la cultura tiene en los procesos de desarrollo. Se asume que es difícil que una sociedad mire con confianza el futuro y gane espacios de autonomía (no otra cosa es el desarrollo) si no se le permite definir, con cierto grado de libertad, aquellos elementos de identidad a los que asocia su imagen colectiva. La libertad cultural se conforma, por tanto, como una de las dimensiones sustantivas del desarrollo. Al tiempo que se producía este cambio, se acometía una alteración de similar entidad en la forma en que los especialistas del desarrollo entendían el fenómeno cultural. Dejaba de considerarse la cultura como un agregado de actividades selectas, aunque superfluas, para entenderla como un componente esencial en el modo de estar en el mundo de personas y colectivos sociales. Este doble cambio ha generado un nuevo espacio de encuentro entre ideas y especialistas que ha ayudado a enriquecer el discurso sobre el cambio social. A analizar estos aspectos se dedicarán las páginas que siguen.

Antes ha de llamarse la atención sobre la oportunidad de la reflexión a la que se alude. En primer lugar, por la virulencia con la que en ciertos colectivos se manifiesta la tendencia a remitir su dinámica reivindicativa a elementos de identidad. El proceso de globalización ha puesto en marcha poderosas fuerzas homogeneizadoras en lo cultural, que han sido amplificadas por el mercado, pero ha alentado también la búsqueda y exhibición de aquellos elementos de identidad que singularizan los grupos humanos. Frente al desafío de los espacios diáfanos y crecientemente uniformes del mercado global, la exaltación de lo propio, la revitalización de los lazos más cercanos de adherencia sobre los que se constituyen las sociedades. La cultura como elemento de unidad y de segregación: de unidad de los propios, de diferencia respecto a los otros.

En segundo lugar, la oportunidad deriva de la escalada de posiciones que la cultura ha vivido en la agenda de gobierno de los países, incluidos aquellos desarrollados que se suponían culturalmente homogéneos. La globalización ha hecho que para estos países la gestión de la

1 El presente artículo fue publicado por la Revista de Occidente, No. 335, abril-2009.

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Desarrollo, cultura y procesos de globalización

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diversidad cultural haya transitado desde un apartado menor de su diplomacia al centro mismo de su política doméstica. Una mutación que ha venido impulsada por la inmigración, intensificada en estos últimos años, que ha llevado la heterogeneidad cultural (y, en ocasiones, étnica) al centro mismo de las sociedades acomodadas.

Ahora bien, si hay elementos de oportunidad para esta reflexión, también existen motivos de perplejidad en las formas en las que se presenta en la actualidad el debate sobre los referentes culturales. La base de esa perplejidad ya fue adelantada: el rebrote amplificado de las señas de identidad en un mundo crecientemente abierto e integrado. La sorprendente aparición de movimientos culturales fundamentalistas, irredentos y secesionistas en un mundo regido por un movimiento imparable de gentes que cruzan fronteras, de ideas e imágenes que transitan de forma irresistible, dando lugar a sociedades con signos inequívocos y plurales de hibridación. En este entorno, la cultura, que se suponía recluida a un espacio secundario de la dinámica social, propicio para la constitución de consensos débiles, ha pasado a ocupar un puesto de privilegio en la pugna política. Se ha convertido la cultura (como sinónimo ubicuo de identidad) en un ámbito, difícilmente manejable, de confrontación y controversia.

Cambios en la teoría del desarrollo

Veamos, no obstante, cómo los especialistas del desarrollo abrieron su mirada a la perspectiva cultural. En sus orígenes, a comienzos del decenio de 1950, la teoría del desarrollo aparecía teñida por un enfoque predominantemente económico del cambio social. Aun cuando se admitía que el desarrollo comportaba alteraciones en otros ámbitos de la vida social, se consideraba que todos ellos estaban condicionados por el proceso de ampliación de las capacidades productivas de un país. La mejora en las condiciones de salud de la población o la elevación de sus niveles educativos, el secuencial proceso de urbanización o la secularización de los valores colectivos, la democratización y el fortalecimiento de las instituciones o el cambio en la oferta productiva, todos ellos se consideraban cambios relevantes asociados al proceso de desarrollo. Pero todos se entendían animados (y posibilitados) por el proceso de crecimiento y cambio económico, auténtico locus dinámico del cambio social.

Desde comienzos del decenio de 1990, sin embargo, se ha producido un cambio radical en esta concepción, al emerger el concepto de desarrollo humano inspirado en las seminales aportaciones, entre otros, de Amartya Sen. Al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) le corresponde el mérito de reunir a un grupo de expertos que trabajaron en definir este nuevo enfoque, desarrollando sus fundamentos doctrinales y los criterios operativos para su medición. Como consecuencia, se pasó a entender el desarrollo como un proceso continuado de ampliación de las capacidades y opciones de las personas. Las condiciones materiales influyen en esa dinámica en la medida en que aportan los recursos instrumentales para hacerla viable, pero lo importante es el proceso de realización de las personas, que se despliega en cuantas dimensiones el ser humano valora.

Concebido de este modo, el desarrollo comporta convertir en realizables escenarios de vida futura deseables que antes ni siquiera se planteaban como posibles. Las personas y los pueblos se hacen crecientes dueños de su futuro, porque amplían el espacio de sus opciones posibles;

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Cultura y desarrollo: bases de un encuentro obligado

o, por decirlo al modo de Sen, el desarrollo se nos representa como un proceso continuado de conquista de libertad (Desarrollo como libertad es el título del libro de Sen). De este modo se abre paso una consideración más compleja e integral del proceso, en la que se contemplan aspectos que van más allá del progreso material, como la libertad y dignidad de las personas, la cobertura de sus necesidades básicas, la sostenibilidad ambiental, las fórmulas democráticas de gobierno o la equidad y la cohesión social.

Una de las dimensiones que emergen en este nuevo planteamiento es la que se refiere a la libertad creativa. El ser humano nace como un ser culturalmente cargado: dotado de raíces, referentes y valores simbólicos que conforman su cosmovisión, su modo de estar en el mundo. Por eso es difícil que haya un proceso genuino de desarrollo, de ampliación de las opciones de las personas, si se reprimen o excluyen aquellos elementos de referencia con los que se identifican los diversos grupos humanos.

Dos informes internacionales vinieron a asentar esta visión, dándole un alcance que trasciende el ámbito de lo académico. El primero es el informe Nuestra diversidad creadora, que elabora la UNESCO en 1995; el segundo es el monográfico que, bajo el título La libertad cultural en el mundo diverso de hoy publica el PNUD dentro del Informe sobre Desarrollo Humano de 2004. En ambos casos se subrayan los elementos de libertad, respeto y diálogo cultural como un componente no sólo instrumental (es decir, funcional) sino también sustancial (es decir, definitorio), de toda estrategia genuina de desarrollo.

Nueva visión de la cultura

El cambio señalado vino acompañado de otro referido a cómo los especialistas en desarrollo conciben y se aproximan al hecho cultural. En el pasado era frecuente entre los gestores del desarrollo que lo cultural se relegase al ámbito de lo deseable, pero superfluo. Amartya Sen lo señala de forma muy vívida al advertir que “los especialistas del desarrollo, más preocupados por alimentar a los hambrientos y por eliminar la pobreza, se irritan a menudo ante un interés por la cultura que les parece prematuro en un mundo donde las privaciones materiales son todavía tan numerosas” (1999: 317).

Detrás de esa visión, a la que alude críticamente Sen, hay una concepción reductora de la cultura, en la que ésta se considera como una condensación de la excelencia creativa del ser humano, un producto de las bellas artes dirigido a hacer más amena y agradable la existencia. Se trata, por tanto, de un producto deseable, pero subordinado a las exigencias perentorias de otras reclamaciones más urgentes. Por ello, la preocupación por la cultura sólo puede ser entendida en aquellos sectores y sociedades que han superado ciertos niveles mínimos de desarrollo.

Frente a esta visión, los antropólogos hicieron ver, de una manera crecientemente persuasiva, que todo ser humano es un productor de cultura, porque todos (todos nosotros) creamos y habitamos mundos con sentido. Por ello, inevitablemente, toda sociedad y todo ser humano están culturalmente condicionados. El hecho cultural en este caso se asocia con la totalidad de sistemas y prácticas de significación, representación y simbolismo que genera el ser humano y que posee una lógica propia no reductible a las intenciones de quienes los generan y reproducen. UNESCO

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Desarrollo, cultura y procesos de globalización

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asumió esa visión y definió la cultura, de modo muy comprensivo, como “el conjunto de rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a un grupo social” (2002: 19).

Ha de reconocerse que en la conformación de esta concepción han tenido una influencia decisiva las aportaciones procedentes de la tradición romántica de la segunda mitad del siglo XIX y de las sucesivas generaciones de antropólogos de la primera mitad del siglo XX. Para los románticos, con Herder a la cabeza, la cultura re-presentaba los valores, significados, signos lingüísticos y símbolos compartidos por un colectivo humano (un pueblo), que, a su vez, se consideraba como una entidad unificada y homogénea. La cultura era algo así como el “alma” profunda de un pueblo, pudiéndose establecer una relación biunívoca entre la nacionalidad y la cultura con la que aquella se identifica.

La preocupación de los antropólogos, con las aportaciones señeras de Pritchard, Mead, Lévi-Strauss o Malinowski, fue otra: fundamentar la reivindicación de una concepción igualitaria de la cultura. Aceptar el carácter genuino y complejo de la cosmovisión que todo colectivo humano porta. De forma activa denunciaron la tendencia a interpretar la cultura de los pueblos dominados con la narrativa propia de los dominadores. Reclamaron la democracia y el respeto también en el ámbito cultural. Anticiparon la recomendación que más adelante, en los años ochenta, formulara Walzer al señalar que “en la medida en que no hay forma de ordenar las expresiones culturales, haríamos bien en partir de un principio básico de respeto” (1984: 314).

Ahora bien, lo peculiar del momento presente es que, en ciertos sectores, se ha impuesto una curiosa mezcla de las concepciones romántica y antropológica antes enunciadas. Se adopta la idea antropológica de la igualdad democrática de las culturas, pero añadiéndole el énfasis herderiano en las características únicas e irreductibles de cada una de sus formas y expresiones. Como consecuencia, se han decantado dos formas inconvenientes de acercarse a los conflictos culturales que, aunque procedentes de tradiciones políticas distintas, coinciden en su visión esencialista del hecho cultural. Veamos brevemente ambas.

La primera la nutren ciertos segmentos conservadores del espectro político, que sugieren que las culturas debieran preservarse a través del mantenimiento de los grupos humanos separados, para evitar la hibridación como fuente potencial de inestabilidad y conflicto. Preservemos la entidad de cada grupo evitando el inconveniente en un mismo espacio político. Quizá nadie represente esta posición de una manera más elocuente que Samuel Huntington, expresada en su Lucha de las civilizaciones o el más reciente y angustiado ¿Quiénes somos? Desafíos a la identidad nacional americana.

En el otro extremo nos encontramos a ciertos sectores procedentes del espacio progresista del pensamiento político, que defienden la necesidad de preservar las culturas de toda forzada hibridación para reparar el sentido de dominación y el daño simbólico que se les ha infligido a lo largo del tiempo. También en este caso el remedio es mantener aisladas las culturas como medio para preservarlas y evitar el potencial conflicto que derivaría de su mutuo contagio. Cambia el motivo de preocupación, pero se comparte el miedo al contacto, a la hibridación y al mestizaje.

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Cultura y desarrollo: bases de un encuentro obligado

El sentido trascendente de la cultura

Lo que tienen en común estas dos concepciones es el sentido trascendente de la cultura que las anima. Se parte de asumir que la cultura constituye una totalidad claramente definida, que se mantiene invariante en el tiempo. Cada individuo recibe ese acervo, que porta y traslada a sus herederos como en una indefinida cadena que se proyecta en el tiempo. No puede ser de otro modo si se acepta, al modo herderiano, que la cultura conforma el pulso profundo de las sociedades, el hálito vital de las sociedades, el alma profunda de los pueblos, más allá de las contingencias históricas. En ese sentido es posible establecer una congruencia básica e indiscutible entre culturas y comunidades, trascendiendo la voluntad de los individuos. La correspondencia es biunívoca, de modo que es posible realizar una descripción no controvertida de la cultura de cada grupo humano. Incluso en el caso de que exista más de una cultura en un grupo humano o, más de un grupo humano que comparte una misma cultura, ello no comportaría problemas en la definición de matrices culturales respectivas.

Si se mantiene esa interpretación esencialista, es difícil que no se comparta la conclusión, antes anticipada, de que toda hibridación es una ofensa y, por ello mismo, una potencial fuente de conflictos. El problema radica en la propia concepción de la cultura de la que se parte, que inspira una sociología notablemente reductora e inflexible del hecho cultural. Llevada a su extremo, esta concepción ha conducido a dos consecuencias igualmente inconvenientes.

La primera es concebir la cultura como un sistema estructurado de autorreferencias, inmutable y cerrado sobre sí mismo. En consecuencia, las culturas se aceptan o se rechazan en bloque. No cabe la impugnación de una manifestación cultural, por singular que sea, que no lleve aparejado el cuestionamiento agregado del sistema cultural que la acoge. La aceptación de este planteamiento conduce inevitablemente al conservadurismo extremo (preservemos cada cultura sin contaminación posible) o al relativismo radical (toda manifestación es aceptable si está culturalmente enraizada). Por traducir el dilema al caso frecuentado de la ablación femenina, esa posición nos condenaría bien a aceptar esa práctica por respeto a la cultura que la acoge o bien a impugnar en su totalidad las culturas que la practican por admitir semejante agresión. No hay espacio para rechazar la ablación y manifestar, al tiempo, respeto por la cultura en que esta práctica se enraíza.

La segunda es suponer que existen culturas en sí mismas incompatibles con el desarrollo. Una posición que tiene antecedentes notables en la posición de Max Weber, al identificar la ética protestante como el espacio propio del surgimiento del capitalismo. Lo cierto es que la historia ha demostrado que el capitalismo se ha desarrollado, y en ocasiones con gran éxito, en culturas y religiones muy diversas. Países de matriz religiosa protestante, católica, judía, musulmana, confuciana o sintoísta comparten hoy los mercados internacionales con similar capacidad de competencia, revelando el carácter anacrónico de la hipótesis comentada. Algo similar cabría decir de quienes argumentan la incompatibilidad sustancial de ciertas culturas con las fórmulas democráticas de gobierno. Bastaría con desplazarse un par de siglos atrás en la historia para que ese mismo juicio se pudiera predicar de países que hoy disfrutan de un incontestable predicamento democrático.

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Desarrollo, cultura y procesos de globalización

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Frente a la concepción esencialista antes presentada, parece necesario argumentar una visión más abierta y compleja de la cultura. Para ello es necesario reconocer, en primer lugar, que la cultura es una parte constitutiva e inseparable de toda sociedad: la cultura ahorma las conductas sociales, otorgándoles parte de su sentido y justificación. Ahora bien, lejos de ser una realidad inmutable, la cultura cambia de acuerdo con las transformaciones que la propia sociedad experimenta. Como un viejo glaciar, la cultura avanza adaptándose a la orografía del terreno, integrando los diversos materiales que encuentra a su paso, arrastrando su origen pero cambiando su composición de acuerdo con la secuencia histórica. La cultura aparece siempre la misma, pero en continuo proceso de cambio.

A su vez, aunque la cultura condiciona el comportamiento de los individuos, existen márgenes para que cada persona elija parte de los referentes con los que quiere ser identificado. En un mundo crecientemente globalizado, esos referentes pueden dar lugar a una compleja estructura de elementos de identidad superpuestos. Uno puede sentirse gallego y español, amante del rock y fanático del baloncesto, lector de la literatura del Siglo de Oro y seguidor de Woody Allen. Existe, pues, la diversidad en el seno de una misma matriz cultural.

Un elemento adicional de complejidad es que la cultura, aunque conformada como un sistema de autorreferencias, mantiene una polivocalidad básica e irreductible en su seno. Hay muchas formas de ser aymara, de interesarse por la cultura ashanti o de comportarse como un herero. Como consecuencia, también en el seno de una cultura (y no sólo entre distintas culturas) pueden existir conflictos, que en muchos casos derivan de la polisemia que encierran los referentes compartidos y de los dispares procesos de selección de elementos de identidad que se les sobreponen.

Esta visión más compleja de la cultura nos aleja tanto del conservadurismo extremo como del relativismo radical. Niega al primero el hecho de que se acepte que las culturas son realidades históricamente condicionadas (no eternas), que cambian y se recomponen, que son porosas a una realidad social a la que modulan, pero que también les afecta. E impugna al segundo el hecho de que se admita que el respeto a una cultura no priva del juicio moral que merecen algunas de sus manifestaciones, por más enraizadas que estén.

Bases del encuentro: la libertad cultural

El PNUD no recuerda que en estos momentos cerca de 110 países tienen minorías culturales que suponen más del 25 por 100 de su población; y que en otros 42 países esa cuota se sitúa entre el 10 y el 25 por 100. La diversidad cultural es pues una realidad del mundo actual. Esa diversidad es fuente de enriquecimiento mutuo, pero también de violencia y exclusión. Cerca de 900 millones de personas (una de cada siete en el mundo) son víctimas de discriminación por aspectos relacionados con su identidad. Y, dentro de este colectivo de discriminados, el PNUD (2004) informa que 518 millones padecen exclusión en sus modos de vida, 750 millones sufren exclusión económica y 832 millones exclusión de tipo político. El catálogo de privaciones, también en el ámbito cultural, es amplio. Máxime si se tiene en cuenta que, además de lo señalado, todo un colectivo amplio de expresiones culturales carece de medios para hacerse visible y sostenerse, en un entorno de creciente homogenización.

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Cultura y desarrollo: bases de un encuentro obligado

¿Cuál debiera ser entonces el propósito que en este ámbito debiera alentar la empresa del desarrollo? ¿Acaso la promoción de la diversidad cultural? No cabe duda que la diversidad cultural es un valor: la existencia de diversos referentes, raíces y cosmovisiones hacen más rica y compleja a la humanidad. Pero la diversidad no es en sí misma un objetivo; entre otras cosas porque si así fuera se estaría reivindicando el conservadurismo que antes se criticó. El único objetivo compatible con la definición de desarrollo antes ofrecida -ampliación de las capacidades y opciones de las personas- es la defensa y promoción de la libertad del ser humano para definir y asumir como propios determinados referentes culturales. La diversidad cultural puede ser un recurso instrumental al ejercicio más pleno de esa libertad, pero es la libertad lo que debiera configurar el marco normativo también en este campo.

Una libertad que debe expresarse en muy diversos ámbitos y niveles: libertad para que una cultura pueda expresarse y darse a conocer; libertad para que una persona pueda identificarse con una cultura sin ser marginado o perseguido por ello; libertad para juzgar el carácter opresivo de una determinada manifestación cultural, sin que ello suponga ni la represión de quien juzga ni la impugnación de la cultura juzgada, y, libertad, al fin, de cada individuo para elegir los elementos de identidad que le son propios frente a los contenidos opresivos de la propia cultura.

En suma, se trata de llevar a la práctica aquellos principios para el diálogo cultural que tan sugerentemente propusiera Benhabib (2006) hace casi una década. A saber:– Reciprocidad igualitaria, que comporta que los miembros de minorías no deben merecer menores derechos civiles, políticos, económicos y culturales que la mayoría.– Autoadscripción voluntaria, que supone que una persona no debe ser asignada automáticamente a un grupo cultural en virtud de su nacimiento, sino como fruto de su libre expresión de autoidentificación.– Libertad de salida y asociación: que implica que una persona pueda salir del grupo cultural al que está adscrita sin restricción alguna.

En suma, libertad de las expresiones culturales minoritarias frente a otras culturas dominantes, pero también libertad de los individuos respecto a las culturas en las que han nacido. Un difícil proyecto que forma parte sustancial de lo que debiéramos entender como desarrollo.

Referencias bibliográficasBenhabib, Seyla (2006). Las reivindicaciones de la cultura. Igualdad y diversidad en la era global. Buenos Aires:

Ediciones Kats.

PNUD (2004). Informe sobre desarrollo humano 2004. La libertad cultural en el mundo diverso de hoy. Madrid:

Mundi-Prensa.

Sen, Amartya (1999). “Cultura, libertad e independencia”, en UNESCO, Informe mundial sobre la cultura. Madrid:

UNESCO/Cindoc.

UNESCO (2002). Declaración universal de la UNESCO sobre la diversidad cultural. Versión del documento

disponible en http://unesdoc.unesco.org/images/0012/001271/127160m.pdf

Walzer, Michel (1984). Spheres of Justice. New York: Basic Books.

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Una mirada sobre la esfera de la cultura en procesos de globalización

Por Ana Wortman

Introducción

Tal como ha sido señalado por científicos sociales contemporáneos de diferentes latitudes, los conceptos de las ciencias sociales, y en nuestro caso, de la sociología, han sido generados en el marco de la modernidad occidental y fundamentalmente de la existencia de Estados y sociedades nacionales (Ortiz, 1994; Lash y Urry, 1998; Sassen, 2007; Featherstone, 1990, entre otros). Es el caso de conceptos como estado, sociedad, clase social, empresa, burguesía nacional, poder, etc., los cuales aluden, aunque sin mencionarlo, a un territorio específico y delimitado.

Lo mismo ha ocurrido con el universo de análisis vinculado al campo de la equívocamente llamada sociología de la cultura, donde pretendemos colocar nuestra atención en esta oportunidad. Específicamente nos proponemos problematizar el concepto de campo artístico e intelectual desarrollado por Bourdieu para reflexionar en torno a la esfera del arte, la cual en un sentido estaría vinculada con la identificación de modernidad cultural con creciente autonomía y diferenciación de la cultura con respecto a otras esferas. Desde Scott Lash (1997) podríamos comprender el concepto de campo intelectual y artístico en el marco de la creciente racionalización de Occidente, siguiendo aquí a Weber y Habermas. Si bien esta categoría de análisis se ha revelado de suma utilidad para comprender cierto espacio social en el cual se establecen relaciones de asociación y de lucha entre productores culturales1, difusores y público por la apropiación del capital cultural, de un saber y unas prácticas en disputa, observamos que la misma necesita una revisión a la luz de los llamados procesos de globalización (Mato, 2001). Si, para dar cuenta de lo social, ponemos el foco en el sistema de relaciones sociales de un ámbito determinado, es evidente que el sistema de relaciones intelectuales/artistas/mediaciones/instituciones y público se ha modificado en esta

1 Dadas la gran cantidad de alusiones que en particular en los últimos tiempos han surgido del término cultura, derivadas de luchas al interior de las disciplinas sobre las cuales no vamos a entrar aquí, nos interesa señalar que en nuestro caso estamos haciendo referencia a todos aquellos productos que socialmente se consideran arte, en todas sus jerarquías, y se someten a distintas reglas de legitimación en un espacio determinado. A partir de la existencia del arte moderno, post vanguardias, ya no se habla más de bellas artes más allá de que reconozcamos las jerarquías. Nos apoyamos en nuestras reflexiones en Raymond Williams (1980) y Pierre Bourdieu. Asimismo el artículo de Néstor García Canclini “El consumo cultural, una categoría para pensar” nos ayuda a reflexionar en esta perspectiva. He desarrollado esta cuestión en una nota al pie de mi artículo “Vaivenes del campo político cultural en la Argentina” en Mato (2002)

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Desarrollo, cultura y procesos de globalización

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nueva instancia espacio temporal. Seguramente esta preocupación podría ser objetada por un estructuralista a ultranza o un ortodoxo de la propuesta de Bourdieu, ya que el sociólogo francés no construye categorías vinculadas a cierta empiria, sino que busca invariantes para pensar lo real. Sin embargo, sostenemos que esta revisión se impone a partir de la coincidencia, aún en distintas perspectivas, de la necesidad de hablar de un nuevo momento de la modernidad. La transformación de la representación del espacio en la dinámica social actual, a partir del acrecentamiento de la circulación como síntoma de época, nos lleva a interrogarnos acerca de sus alcances para interpretar la lógica cultural actual.

Nos apoyamos en la elaboración de este artículo en aportes de los llamados estudios culturales (García Canclini, 1995, 2000, 2007; Mato, 2002 y 2005), en la sociología de la globalización (Bauman, 2001; Sassen 2007 y Sennett, 2007), en la sociología y en la economía (Lash y Urry, 1998) y en investigaciones recientes sobre las industrias culturales en el marco de procesos de integración regional (Yúdice 1999, 2003), los cuales nos brindan elementos para una redefinición y ampliación de estos conceptos a la luz de los nuevos procesos de globalización contemporáneos y del modo como los actores sociales, en este caso los involucrados en la dinámica del llamado campo artístico e intelectual, están atravesados por una nueva conciencia de la globalización que incide en las formas de construcción de lógicas, estrategias, saberes y prácticas.

Viejos y nuevos procesos de globalización

A medida que el espacio mundo se fue ampliando como consecuencia del acrecentamiento de los intercambios económicos y del desarrollo científico, los sujetos de la modernidad están vinculados más diversamente a distintos territorios. Podríamos afirmar que con la modernidad cambia esencialmente la percepción de lo que es el mundo. Los sujetos comienzan a pensarse en espacios más vastos, de ahí que se impone la idea de universalidad, en particular en el mundo occidental.

Sin embargo, es a partir del desarrollo sin precedentes de las comunicaciones y de lo que Castells (1996) da en llamar sociedad de la información o Lash y Urry (1998) economías de signos y espacios -aunque más referido a los procesos del Primer Mundo-, donde estos conceptos se modifican sin retorno. El aporte del sociólogo catalán es importante en ese sentido porque nos hace pensar la sociedad y la política, los conflictos socioculturales y los movimientos sociales en otros términos, con una mirada que recoge el impacto transformador que supone la irradiación de la informática al conjunto de la población y a las formas de expresión de los procesos y conflictos sociales. Esta nueva lógica que impone un nuevo signo de época de los procesos contemporáneos no implica un desconocimiento de la manera como el desarrollo tecnológico acompaña la conformación de sociedades crecientemente desiguales2, sino las implicancias de la información como motor de procesos sociales. Por otra parte, Castells no deja de señalar la emergencia de nuevas contradicciones a partir de esta tecnología crecientemente renovada.

2 A pesar de cierto dejo celebratorio que se manifiesta en la producción inglesa sobre las consecuencias en términos de acentuación de procesos modernos en la sociedad a partir de las posibilidades que generan las nuevas tecnologías en los procesos productivos, se reconoce que la creciente individuación de lo social no alcanza a todos positivamente sino que por el contrario agudiza la desigualdad social (Lash y Urry, 1998). En ese sentido el aporte de las ciencias sociales latinoamericanas como los trabajos de Hopenhayn (1999) contribuyen a pensar la relación comunicación, cultura y sociedad en el marco de este nuevo capitalismo.

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Una mirada sobre la esfera de la cultura en procesos de globalización

Hans-Dieter Evers (1997) en un análisis sobre el significado cultural de la globalización de los mercados aporta en la dirección que estamos desarrollando. Así, esta forma de globalización está vinculada con la emergencia de una nueva formación social y un nuevo actor social, esto es, el auge de un estrato transnacional de directores de empresas multinacionales, consultores y expertos internacionales que la socióloga londinense Leslie Sklair (2003) denomina clase transnacional. En su libro Sociología del sistema global, la autora se propone redefinir los conceptos clásicos de la sociología en virtud de los nuevos procesos del capitalismo actual. En ese sentido, ya no podríamos hablar de ideología, y menos aún de ideología de las clases dominantes, ya que las relaciones de dominación y de reproducción del sistema capitalista se han transformado sustancialmente en el marco de los procesos de globalización.

En este contexto la autora desarrolla el concepto de ideología cultural del consumismo para dar cuenta del comportamiento que caracteriza a las masas empobrecidas en el marco del nuevo capitalismo y el impacto que tiene la publicidad en la vida cotidiana de las personas como una nueva manifestación de la ideología capitalista. Como señala Bauman (2001: 83), la creación permanente de necesidades a través de la publicidad ocupa hoy el lugar de la regulación normativa de la sociedad moderna ya que reemplaza el adoctrinamiento ideológico y la seducción sustituye a la coacción y al mantenimiento del orden. Podemos decir que el grueso de la población es integrada en la sociedad en el papel de consumidores, ya no de productores, parafraseando a Bauman. La cuestión que revela estas nuevas formas de la ideología es que las clases en el marco de los procesos de globalización contemporáneos no son nacionales como fueron pensadas a partir de la teoría marxista3. Así, nuestra autora propone el término de clase capitalista trasnacional para pensar las nuevas formas de dominación y por lo tanto de quienes son los sujetos emergentes que la componen.

Para Sklair la clase capitalista trasnacional no está formada por capitalistas en el sentido marxista tradicional. La propiedad o el control directo de los medios de producción ya no es el criterio exclusivo que sirve a los intereses del capital, particularmente no a los intereses globales del capital. Entonces, la burguesía administrativa internacional incluye la elite empresarial, los gerentes de sociedades, los funcionarios de mayor rango, líderes políticos, profesionales universitarios (Sklair, 2003: 93). En consecuencia, esta clase es global en tres sentidos. Sus miembros tienden a tener perspectivas globales y no locales en una variedad de cuestiones, suelen ser personas provenientes de muchos países y cada vez más comienzan a pensarse como ciudadanos del mundo tendiendo a compartir estilos de vida similares. También Sassen (2007) hace referencia a una nueva dinámica de la estructura de clases que, teniendo en cuenta nuestra preocupación, incide en los nuevos lugares que asume la cultura. Sassen la denomina elite global, cuyo lugar de poder se define más por el control de los medios de producción que por la propiedad dada las nuevas formas de acumulación del capitalismo de la postorganización (Lash y Urry, 1998). Quienes invierten y trabajan en lugares gerenciales de las industrias culturales forman parte de esta nueva clase global.

3 Digo a partir de la teoría marxista, ya que es ampliamente sabido que Marx no desarrolló explícitamente una teoría marxista de las clases, sí, en todo caso, analizó profundamente la dinámica de la burguesía y su relación dialéctica con el proletariado, pero poco dice de la pequeña burguesía y de otras fracciones posteriormente analizadas en la complejización de la sociedad capitalista actual.

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Desarrollo, cultura y procesos de globalización

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Por su parte Mato (2001) propone recuperar la noción de actor social en un clima de época atravesado por el imaginario de la globalización y la emergencia de nuevas prácticas en el marco de instituciones trasnacionales que suponen la presencia de una sociedad civil global y de nuevos horizontes temporales y espaciales. A partir de las prácticas de los actores sociales en juego, en sus nuevos ámbitos finitos de sentido -al decir de Schutz- podemos comprender nuevos procesos socioculturales y redefinir en consecuencia conceptos tradicionales de las ciencias sociales. Ante estos nuevos análisis, la noción de campo cultural como inicialmente fue desarrollada también resultaría insuficiente para pensar la dinámica de producción y consumo cultural en las sociedades contemporáneas, tanto desarrolladas como subdesarrolladas. En un contexto de creciente expansión de la industria cultural en la producción, difusión y públicos de los productos artísticos, fuertemente mercantilizados, se impone una nueva mirada sobre estos conceptos.

Bourdieu (1971) desarrolla el concepto de campo intelectual y campo artístico con relación a la modernidad y como expresión central de esta. También Habermas (1990) desde otra perspectiva conceptual otorga especial importancia a la emergencia de la esfera artística como expresión de la modernidad a partir de la aparición del juicio autónomo, del experto, cuyo fundamento es la razón misma.

En Bourdieu el concepto de campo proviene de la economía, aunque Bourdieu no se identificaría con un marxismo vulgar que establece lo económico como determinante del resto de los campos o esferas. El autor utiliza la estructura de la dinámica económica para pensar la lógica específica de los campos que denomina economía de las prácticas. Desde esta perspectiva la configuración del campo cultural supone la existencia de un capital y de relaciones en lucha por la apropiación de ese capital. En ese sentido Bourdieu se aproxima a Weber al pensar las relaciones sociales en términos de relaciones de dominación. En efecto, las relaciones sociales que se establecen al interior del campo artístico e intelectual, son relaciones de poder entre artistas, difusores y público que se dan en un mercado. Para entender las relaciones entre estos actores del campo, es clave entender el concepto de legitimidad cultural. A diferencia de otros campos, el campo cultural es el que más depende de la imagen que los actores tienen entre sí y con relación a otros. La legitimidad se establece en torno a una jerarquía de productores culturales, lo cual no se identifica con la legalidad sino con ciertas normas internas que imponen el reconocimiento.

Para abordar la perspectiva de Bourdieu y en consecuencia pensar el denominado campo intelectual y artístico en tiempos de globalización, pongamos a Bourdieu con sus propias palabras:

La historia de la vida intelectual y artística de las sociedades europeas puede ser comprendida como la historia de las transformaciones de la función del sistema de producción de los bienes simbólicos y de la estructura misma de esos bienes, que son correlativas de la constitución progresiva de un campo intelectual y artístico, es decir de la autonomización progresiva del sistema de las relaciones de producción, de circulación y consumo de bienes simbólicos [...] en efecto, a medida que un campo intelectual y artístico tiende a constituirse, definiéndose por oposición a todas las instancias que pueden pretender legislar en materia de bienes simbólicos, las funciones objetivamente impartidas a los diferentes grupos de intelectuales o de artistas en función de la posición que ocupan en ese sistema relativamente autónomo de relaciones objetivas, tienden siempre más a devenir el principio unificador y generador de sus tomas de posición y el principio de la transformación en el curso del tiempo, de esas tomas de posición [...]. (Bourdieu, 1971: 85)

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Una mirada sobre la esfera de la cultura en procesos de globalización

Un concepto clave de la conformación del campo cultural entonces es el de autonomización creciente, aunque también habla de relatividad.

Es en este punto donde debemos poner nuestra atención. Es evidente que una palabra muy recurrente en la conceptualización de Bourdieu es la de autonomía. ¿Podemos hablar de autonomía al referirnos al funcionamiento de la industria cultural actual? ¿Si se resignifica el concepto de campo cultural, pierde validez o debemos pensarlo en espacios más vastos y de mayor alcance, como otras instancias producidas en el marco del capitalismo posfordista?

Un señalamiento sugerente que realiza Andreas Huyssen (2002: 56), tanto a la mirada de Adorno como a la de Habermas, es que esta reivindicación moderna que se hace de la emergencia de la autonomía de la esfera cultural se sostiene en el marco del crecimiento de la economía capitalista y de los mercados de la cultura, esto es, del arte como mercancía. Si la modernidad es la marca de origen del campo cultural y el más emblemático, la posmodernidad debe hacernos repensar este concepto.

Jameson y Lash, la lógica cultural del capitalismo tardío

Si hay un rasgo significativo de la llamada globalización es la ampliación y diversificación de los mercados, lo que obviamente debe incidir en las formas de producción, distribución, circulación y consumo de los bienes simbólicos.

Según Jameson (1996) y luego Lash (1997), el capitalismo posfordista se caracteriza por difuminar la dimensión cultural al conjunto de la sociedad. Ya todo es cultural. El dominio estético comienza a colonizar las esferas teórica y político-moral (Lash, 1997: 29). La economía es cultural, la política es cultural, etc. El valor signo se impone en todas las esferas de lo social y modifica las pautas de organización social y económica. Esta diseminación de lo cultural al resto de la sociedad hace que Lash denomine a la posmodernidad como un nuevo régimen de significación, que se caracterizaría por la desdiferenciación de esferas en los términos que habían sido planteados por Weber y Habermas. Si entonces el campo cultural ya no está diferenciado del resto de los campos, como lo estaba en la modernidad, esto supone una reformulación de las relaciones de dominación en la llamada sociedad de la información.

¿Cómo afectaría al análisis de las relaciones sociales en términos de campo, y específicamente del campo cultural, la creciente desdiferenciación de esferas que plantea Lash? Si con la desdiferenciación de esferas lo cultural no está circunscripto a una esfera específica, implica que los bienes simbólicos no son producidos exclusivamente por los intelectuales y los artistas, entendidos estos en sentido clásico. Bienes simbólicos, intelectuales y artistas son atravesados por lo que Giddens ha denominado nuevas coordenadas de espacio y tiempo. Con el desarrollo de la informática y en particular con la difusión del diseño a todos los planos de la vida social, teniendo en cuenta la emergencia de lo que se da en llamar trabajadores simbólicos, se produce una diseminación de estos bienes por fuera del campo. Estamos hablando de diseñadores gráficos, diseñadores de páginas web, diseñadores de objetos, publicistas, productores, periodistas, comunicadores, curadores, etc. La presencia de estos nuevos trabajadores, los profesionales del “design”, como los denomina Featherstone (1990), otorga un plus a los objetos en general y a los

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productos ya simbólicos en particular, los cuales inciden en la perspectiva que los intelectuales y artistas tienen de su pertenencia interna y legitimidad cultural, resignificando y ampliando el concepto de campo intelectual y artístico. Es decir, que las normas de legitimación de bienes simbólicos, artistas e intelectuales no se definen exclusivamente al interior del campo, sino que hay una interpenetración de otros campos en la esfera cultural, como una colonización de lo cultural más allá de la esfera misma.

Por su parte Yúdice (2003) toma de Toby Miller un concepto que nos parece muy apropiado para pensar estas transformaciones producidas en el marco del capitalismo posfordista que es el de división internacional del trabajo intelectual: “En la era posfordista, la cultura, a semejanza de las ropas que usamos, puede ser diseñada en un país, procesada en otros, comercializada en varios lugares y consumida globalmente” (340). De esta manera la noción de campo cultural atraviesa diversos espacios y pone en relación algunos de estos profundamente desiguales, estableciendo nuevas relaciones de dominación.

Asimismo, el tema de la creación cultural, analizado por Williams y por Bourdieu, se resignifica en este nuevo horizonte temporal. En efecto, la creación cultural si bien se pensó como producto de la inspiración individual o el genio del artista, significaciones propias del individualismo moderno, las ciencias sociales contribuyeron a pensar que en realidad la creación se produce en el marco de determinadas relaciones sociales en un espacio cultural, histórico y social determinado. La creación cultural hoy debe ser pensada en una sociedad mundo ya que la proliferación de signos y de estímulos visuales provocada por Internet, y la circulación intensiva de personas, genera intercambios continuos que impugnan las visiones nacionales y locales de producción cultural. Esto ocurre también en la relación entre artistas e intermediarios culturales como publicistas, empresas trasnacionales, críticos, curadores. Ya las nuevas generaciones gestionan su producto en términos globales. Si bien no ha desaparecido el ámbito nacional en la definición del lugar simbólico, la legitimidad cultural no se produce localmente: aparecen de forma creciente los festivales, las exposiciones internacionales, las coproducciones. Ser un artista móvil o un intelectual móvil genera un plus de legitimidad cultural no otorgado solo por las titulaciones y las instituciones locales. En ese sentido el campo cultural está atravesado por las características que sociólogos como Bauman utilizan para hacer un diagnóstico de la sociedad actual. La estratificación se produce entre sujetos móviles y sujetos localizados, cuyo ámbito finito de sentido, como diría Schutz, se reduce a su estrecha territorialidad, sin conciencia de globalización. A nuestro entender esta estratificación de la sociedad global, enunciada por Bauman, atraviesa la lógica de los campos. Quizás incluso se produce una movilidad mayor en una minoría de artistas provenientes de países subdesarrollados que captan la lógica de la globalización y del discurso multicultural dominante en vastas instituciones internacionales que aquellos generados en los países desarrollados, cuyo espacio mundo es más reducido. Por otra parte, como señala García Canclini (2000) con relación a las formas de la globalización, el caso de los artistas nos lleva a hablar de globalizaciones tangenciales ya que no todos los artistas son atravesados por estos procesos de globalización.

También la conformación de los públicos se está transformando. Si bien en el marco del dominio de la industria cultural, y fundamentalmente de las distribuidoras trasnacionales que determinan las formas de la creación cultural y se rigen por el éxito de la producción cultural, están orientadas al gran público -siguiendo el análisis de Bourdieu en “Mercado de bienes simbólicos” (2003)-, las nuevas tecnologías no necesariamente siempre limitan la autonomía de productores culturales.

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Una mirada sobre la esfera de la cultura en procesos de globalización

Existen casos en que algunos grupos musicales producen su música más allá del dominio de los sellos trasnacionales: Yúdice (1999) nos aporta ejemplos en ese sentido. Nuevas formas de creación van construyendo nuevos públicos y no necesariamente se someten a la lógica del gran público, sin por ello dejar de constituir un mercado dentro del gran mercado capitalista, un nicho de producción y consumo al decir de Lash y Urry (1998). No es el público el que determina las formas de la creación sino que, contrariamente, lo que se puede observar es la proliferación de nuevos creadores culturales que -ante las dificultades que imponen las crisis y cierres de las sociedades nacionales- se lanzan a nichos de nuevos públicos en un espacio transnacional posibilitados por las nuevas tecnologías y por la intervención en el espacio global de agencias trasnacionales.

Si bien Adorno y Horkheimer cuando desarrollaron el concepto de industria cultural no aludían directamente a la trasnacionalización como cuestión del capitalismo consumista, se puede afirmar que este tema ya era inherente a la producción industrial de la cultura, en particular con relación al cine y más en particular con relación a las cuestiones vinculadas a la circulación y distribución de películas. No así a su producción, como señalan Lash y Urry (1998), aludiendo al impacto del capitalismo posfordista en el plano de la producción. También Ortiz hace referencia a este fenómeno cuando desarrolla los rasgos emergentes de la producción cultural actual. Como señala García Canclini, “La aplicación de formatos industriales y criterios transnacionales de competencia a las artes visuales y la literatura está modificando su producción y valoración, aunque la mayor parte de las obras artísticas siga expresando tradiciones nacionales y circule sólo dentro del propio país (2000: 15).

El lugar, el espacio, la movilidad. Nuevas aproximaciones

Si lo social no puede ser pensado en un espacio nacional acotado y delimitado por fronteras estatales, tampoco lo cultural en un sentido antropológico. Este es el desafío que proponen los análisis antropológicos a partir de una necesaria revisión de la categoría de lugar. Como bien señala Appadurai (2001), la identidad de las personas no se construye por el lugar donde se nace, aunque obviamente deje marcas. En un contexto de intensas migraciones las personas construyen sus identidades culturales a través de relatos de la industria cultural la cual produce resignificaciones extraterritoriales. Esto además tiene consecuencias en las formas como se construye lo nacional hoy, lo cual no asume el poder de dispositivo que asumía en el siglo XIX y XX en nuestros países, a partir de instituciones estatales.

Ortiz (1994) nos habla de una cultura internacional popular y de una modernidad mundo muy visibles en la cultura juvenil ya hace más de cuatro décadas. Los jóvenes en ese sentido ya no construyen sus identidades y relatan su vida a partir de discursos nacionales. Se manifiesta en la cultura juvenil, musical, una subjetividad que traspasa sus vínculos locales, aunque obviamente pueda resignificarse en sus propios contextos. Es interesante en ese sentido la investigación que realizó George Yúdice (2003) sobre las formas en que la juventud de las favelas4 se apropió de la cultura funk.

4 Favelas, se denomina a conjunto de viviendas precarias, generalmente en ocupaciones ilegales donde habitan en condiciones inhumanas los sectores más postergados en el Brasil.

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Reflexión final

Es evidente a esta altura del desarrollo social e histórico revisar ciertos conceptos que se imponen como verdades sin incorporar la dinámica societal, histórica y económica de nuestras sociedades. Uno de ellos ha sido el de campo cultural/esfera cultural, el cual se funda en una construcción cultural de la modernidad y particularmente del Primer Mundo. Cierta ahistoricidad y predominio de la lógica estructuralista ha obturado su complejización en un contexto social, económico y cultural donde el predominio de la industria cultural transforma la escena de la producción de bienes simbólicos de manera radical, lo cual nos empuja a realizar permanentes revisiones de cierta sociología producida en el contexto de sociedades modernas. Sin dejar de lado la singularidad de los procesos políticos latinoamericanos, los cambios que se han producido post crisis de los neoliberalismos, los movimientos sociales, el impacto de las nuevas tecnologías de la comunicación y la información en la construcción de nuevos símbolos e imágenes del mundo y la emergencia y puesta en escena de nuevos conflictos sociales y culturales, es evidente que en forma paralela la industria cultural ha modificado la articulación entre la esfera de la cultura y la economía en la dinámica económica capitalista mundial. Como bien señalaron Lash y Urry (1998) hace una década, la industria cultural atraviesa el resto de las formas productivas actuales, ya que es la imagen la que incide en la formación de representaciones sociales. Por su parte, las aproximaciones de Appadurai y Yúdice, sin desconocer los procesos concentracionarios que la construyen, sostienen que la industria cultural también debe ser analizada en un sistema de relaciones sociales. Las apropiaciones de los mensajes y las imágenes no son únicas ni unidimensionales y el surgimiento de nuevas propuestas culturales locales dan cuenta que la diversidad social y cultural hacen de la producción del sentido social un entramado muy complejo atravesado por hegemonías y resistencias. Así es como en esta revisión de la esfera cultural en el capitalismo tardío no son válidas las visiones apocalípticas. Este fluir, circular, fusionar que se impone por una nueva dinámica de las fuerzas productivas, imprime nuevas visiones de mundo que inciden en la forma como los actores se comportan, más allá de sus diferencias de clase y de cultura.

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Interculturalidady políticas culturales

Por Ignacio Abello

Si bien es cierto que hablar hoy en día de multiculturalidad y de interculturalidad es parte del lenguaje de la cotidianidad y no es necesario entrar a dar toda una argumentación teórica acerca de estos conceptos, como hace algunos años, también es cierto que en la medida que se ha hecho visible lo que era visible pero no se quería ver, es decir, la diversidad de culturas y las dificultades de intercomunicación entre ellas en términos de equivalencia, han ido apareciendo distintas complejidades y problemas en las prácticas sociales y culturales por lo que se ha vuelto necesario realizar diferenciaciones al interior de los conceptos antes mencionados.

Empleo el concepto de equivalencia porque su definición tiene un principio fundamental para el desarrollo de nuestro tema, y es que aquello de lo cual se va a buscar o predicar se dé una equivalencia. La equivalencia, en el caso de cultural, está compuesta por lo menos de dos o más partes o conjuntos que no son iguales entre sí, que no pretenden ni buscan falsas igualdades, sino que se saben diferentes y buscan conservar su diferencia. Pero eso no impide que simultáneamente busquen relacionarse, lo cual es obvio, sino que buscan, y es lo importante, que las acciones, derechos y obligaciones, por ejemplo, de cada grupo, siendo diferentes, se correspondan en el orden, llamémoslo, cualitativo, con las de otro u otros grupos con los cuales se relacionan y al mismo tiempo tengan un reconocimiento de existencia y legitimidad.

Partimos entonces en nuestro análisis de dos conceptos que son el de diferencia y el de reconocimiento, los cuales pueden permitir que se den relaciones de interculturalidad equivalentes entre diferentes culturas sin pretender igualdades o unificaciones. En efecto, aunque estas nociones no son nuevas porque fueron desarrolladas por Hegel, y hoy el pensamiento mal llamado post-moderno asume el concepto de diferencia, es importante insistir en ellos especialmente frente a la noción de igualdad, la cual, desde su surgimiento y por definición, excluyó todo lo diferente, todo lo no igual. Dentro de la dialéctica hegeliana no es posible pensar ni hablar de algo si no existe lo diferente de ese algo, más aún, ese algo, llamémoslo cultura -porque es de ella que estamos hablando-, sólo puede existir si existe otra diferente de ella que la hace ser y al mismo tiempo le permite ser. Pienso que ese es en el fondo el verdadero sentido por el cual los pueblos y las culturas desde la más remota Antigüedad han rechazado la endogamia; porque no solamente

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perecen encerrados dentro de sí mismos, sino también porque, y aquí viene el segundo concepto, no existen sino son reconocidas por otras culturas que aunque sean diferentes reconocen la necesidad de su existencia ya sea para dominarlas y de esta manera imponer el reconocimiento. Pero también para intercambiar mercancías o genes, o en todo caso, para que sepan de su existencia como otros diferentes.

El tema del reconocimiento y la lucha por el mismo es quizás lo más conocido de la dialéctica hegeliana, y considero que pueden pasar miles de siglos y esa noción seguirá siendo el aporte más importante que se ha hecho para que la humanidad pueda relacionarse, pueda convivir. Claro que este último punto no es fácil, el mismo Hegel lo plantea en términos de lucha para buscar ese reconocimiento por parte del otro y eso es tal vez lo que se está dando en varias partes del planeta. Este es un punto importante porque para que se dé la lucha es necesario ser visto por el otro, y en ese sentido, es claro que, como decía más arriba, hay que hacer que lo visible se haga visible como diría Foucault, para que de esta manera aquellos que buscan el reconocimiento sean vistos por todos los que, a pesar de tenerlos en frente, los miran pero no los ven. El ser visto es pues lo primero, y para eso se ha necesitado muchas veces de actos de gran violencia. Los ejemplos abundan hoy en día, es simplemente prender cualquier noticiero de televisión para verlos a granel; después, pero sólo después, viene el reconocimiento. Pero para eso es necesario un proceso de incorporación y transformación que afortunadamente es lo que le es propio a cualquier cultura.

Sin embargo, y muy seguramente no es por casualidad, no es la noción ni el tema del reconocimiento el que más se emplea cuando se presentan problemas entre las culturas en la medida que, como ya lo hemos anotado, se reconoce lo diferente, no lo propio, porque lo propio no requiere ser reconocido, sino que requiere muchas veces, más bien, ser conocido. Pero reconocer lo diferente es incluirlo en lo propio, es aceptar la necesidad de su existencia para mi propia supervivencia, y ese es el punto que en los momentos de conflicto no aparecen tan evidentes, porque en términos generales podríamos decir que se acepta lo diferente, pero no se reconoce su necesidad en un mundo dominado por una racionalidad instrumental dedicada única y exclusivamente a la producción de bienes de consumo que además deben marcar diferencias entre los distintos consumidores.

Hegel, como buen filósofo que era, quizás con Nietzsche los dos mejores, -pero bueno, es un juicio-, Hegel, decía, pensó su época y consideró que con la Revolución francesa, es decir, con la abolición de los estamentos sociales y el triunfo de la burguesía, terminaba la historia de la lucha por el reconocimiento entre los seres humanos; ya no sería necesario enfrentarse hasta la muerte, si era el caso, para buscar ese reconocimiento pues esa lucha terminaba siempre, o bien con la muerte o bien con un vencedor que le perdonaba la vida al vencido y lo convertía en su sometido obligado a trabajar para el vencedor. Con la Revolución francesa, pensaba Hegel, comenzaba la nueva historia en la cual no era necesaria esa lucha porque el reconocimiento se daba a partir del trabajo.

Ya sabemos que no fue así, ya sabemos que Marx vivió algunos años más adelante y pudo ver el surgimiento de nuevos estamentos sociales y mostró, siguiendo a Hegel, que la nueva sociedad se encontraba construida sobre la base de una contradicción que era la que la hacía ser, y que esa contradicción era el conflicto entre burguesía y proletariado. Para Marx la relación de servidumbre entre vencedor y vencido no había terminado y esta vez la tesis era, bastante antidialéctica por

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cierto, que era necesario suprimir la contradicción destruyendo una de las partes en conflicto, en este caso la burguesía, y con ella la dialéctica. Marx polarizó la sociedad en dos clases que encarnaban las relaciones sociales de producción y dejó de lado todo lo demás, dejó de lado las culturas, los géneros, las etnias, las otras clases sociales, que aunque todas estaban allí, ni el lenguaje marxista ni el lenguaje liberal las incluía, y por eso no podían verlas. Para poder ver se necesita un lenguaje que mencione lo que hay que ver, y no solamente eso, sino también cómo hay que verlo.

Sin embargo, Hegel tuvo razón en el análisis que hizo de su tiempo, y aún más allá de él, no en el sentido de que se acabarían las luchas por el reconocimiento porque la obra producto del trabajo sería el medio de reconocimiento, pero sí en cuanto al concepto de trabajo en el sentido de que hasta no hace mucho tiempo se daba un tipo de reconocimiento por lo que las personas hacían; en esta medida los individuos se identificaban con su hacer. Ese reconocimiento bien podía servir para ser incluido o excluido, pero lo que la persona hacía era su carta de presentación y a partir de allí buscaba su reconocimiento como ser en el mundo con el otro. Además se suponía que la persona era una con lo que hacía, es decir, que tenía lo que el rango de su trabajo le permitía ya que el consumo se encontraba dentro de un rango específico y no se podía consumir mercancías que estuvieran fuera de él aunque se contara con el dinero con que adquirirlo. Por ejemplo, un profesor universitario no debía tener un auto deportivo, porque no iba con su condición académica. De la misma manera se suponía que todas las conductas de las personas se correspondían con el status que daba el trabajo, y en ese sentido no existía una diversidad de conductas como se presenta hoy. Un ejemplo muy claro sobre el particular puede ser el caso del famoso narcotraficante colombiano Pablo Escobar.

La historia puede contar, como efectivamente cuenta, que el señor Escobar era un asesino despiadado, que torturaba y mataba directamente a sus enemigos o simplemente a quien quisiera si algo no le gustaba de alguien, y muchas otras cosas que se encuentran en la enciclopedia del crimen. Pero también se dice que Pablo Escobar fue un buen padre. Varios hechos demuestran que estaba pendiente de sus hijos: por hablar unos segundos demás telefónicamente con su pequeña hija las autoridades localizaron el lugar en que se escondía, y también quiso negociar su entrega a cambio de la salida del país de su esposa e hijos. Fue un criminal, pero fue un buen padre, es la conclusión. Ese análisis, esa calificación no hubiera sido posible en el mundo donde las personas eran reconocidas por lo que hacían, porque el hacer irradiaba toda la conducta. El código civil colombiano y todos los que son de inspiración napoleónica, si no han cambiado sus disposiciones al respecto, afirma que para ser tutor o curador de un menor la persona debe actuar “como un buen padre de familia” entendiendo por tal no el que sea cariñoso y dedicado a sus hijos, sino el que tenga una conducta homogénea en todas las acciones de su vida por las cuales la sociedad lo reconoce como un hombre probo.

Pero eso dejó de ser así, el mundo del consumo cambió los énfasis y ahora la identificación y el reconocimiento se busca en lo que se es y no en lo que se hace. Lo que la Revolución burguesa había introducido, que era el reconocimiento de las personas por lo que hacían y concretamente por el trabajo, dejó de tener validez en el sentido que se ha vuelto a la calificación por lo que se es. De alguna manera hoy se califica nuevamente a las personas a partir de estas categorías, lo único diferente es que se ha ampliado el número de posibilidades porque actualmente se puede ser muchas cosas, inclusive al mismo tiempo, y buscar un reconocimiento en cada una de ellas.

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Se puede ser judío, católico, homosexual, coleccionista, socio de un club de lo que la persona quiera, fetichista, etc., y todo se encuentra mediado por lo que se consume, porque se consume desde lo que se es, desde los diversos “es”. Se consume, por ejemplo, productos especializados para “homos”, para “yupis”, para “trans”, para “retros”, para “metros”, para “pornos”, y toda la lista de productos que les han creado para que se vuelvan necesidades y de esta manera poder ser reconocido por eso que posee y en esa medida ser.

A qué grupo o grupos se pertenece es entonces lo más importante hoy en día, y no el tipo de actividad que se desarrolla. La pertenencia se identifica no solamente por la condición de ser que ella tiene, sino porque esa pertenencia conlleva un tipo de consumo. Es necesario tener, usar y mostrar todo aquello que puede hacer clara esa pertenencia, que pueda facilitar esa identificación, más aún, el mercado ofrecerá cada vez más objetos nuevos que desarrollen una competencia entre los que pertenecen a ese grupo determinado. Cada grupo, entonces, constituye un mercado especializado y será tratado de esta manera, es decir, que siempre habrá nuevos productos y habrá nuevas líneas o ramificaciones con particularidades que permiten diferenciar y reconocer a cada persona como consumidor especializado. Cada casa fabricadora se encarga de crear un conocimiento, en muchas ocasiones bastante sofisticado, de su producto. Pensemos, por ejemplo, en los vinos, los cuales ya tienen bibliotecas enteras dedicadas a su conocimiento en general, pero también a la historia de una marca, de una cosecha, e inclusive, de una botella. Pertenecer, tener y consumir una cierta calidad de vinos y además tener los objetos “adecuados” para su consumo permiten una identificación y un reconocimiento. Además, y esto lo veremos más adelante, es bien importante hoy en día que los individuos no pertenezcan a un solo grupo sino que por el contrario busquen una diversidad de pertenencias de manera que se presente igualmente una diversidad de relaciones y encuentros.

Formas diferentes de multiculturalidad

Haré una diferenciación de tres formas distintas, entre otras varias posibles, de expresión y manifestación de la multiculturalidad aunque solamente desarrollaré la primera de ellas por tener relación con América Latina de una manera general y con Colombia de manera particular. Buscaré las maneras posibles de interculturalidad, entendiendo por tal no solamente la posibilidad del uso de un lenguaje común que identifica valores y principios que pueden ser compartidos, pero que al mismo tiempo mantiene las distintas especificidades, sino que también pueda crear equivalencias entre las distintas formas de expresión y asunción de esos valores y principios, porque parto de la tesis de la imposibilidad de unificar e igualar las diferentes expresiones y recepciones culturales en los puntos donde se supone que convergen.

En efecto, existen distintos puntos donde pueden converger diversas culturas. Para mencionar los más fáciles (pero al mismo tiempo los más difíciles de resolver), están la educación, el derecho, el trabajo etc.; pero lo que no se puede pretender es que converjan en la misma concepción y en los mismos contenidos. De la misma manera no se puede pretender que la forma de apropiarse de ciertos conceptos que se suponen comunes se haga de idéntica forma porque la comprensión del mundo primaria, para llamarlo de alguna manera, se hace desde los elementos culturales en los que las personas han sido formadas. Por eso hablamos de equivalencias, las cuales pueden permitir no solamente un diálogo, sino lo más importante quizás, compartir en la diversidad, en

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las miradas desde distintos ángulos que puede tener un acontecer, pero también un valor. Para la comprensión de lo anterior apelo a un texto de Nietzsche.1

Enuncio esas tres formas:

1. En Colombia y en la mayoría de los países latinoamericanos se presenta una situación de multiculturalidad e interculturalidad bastante compleja en la medida que existen múltiples grupos indígenas que habitan el territorio desde antes de la conquista. A ellos se suman los descendientes de los esclavos que reciben el nombre constitucional de negritudes, y los descendientes de los españoles que en su inmensa mayoría se mezclaron con los indios y los negros lo que dio como resultado un gran mestizaje que hoy en día constituye el grupo social dominante. Este mestizaje varía mucho de país a país y va más o menos de 80 a 90% en el caso específico de Colombia, a menos de 10% en el caso de Bolivia o Guatemala.

2. Otra situación muy diferente se presenta en los países donde se ha dado una alta tasa de inmigración. Entre estos países, en términos generales, es difícil encontrar similitudes en la medida que las políticas inmigratorias han correspondido a distintos tipos de realidades. Por ejemplo, no es comparable la situación de los Estados Unidos que se construyó sobre la base de la inmigración, con la inmigración en algunos países europeos como Francia y Gran Bretaña, por ejemplo, en los que la gran inmigración se dio en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, la cual, en sus inicios fue fomentada por el Estado con un sentido económico pues se trataba de mano de obra barata y de trabajos que el europeo ya no quería realizar. Pero durante esos mismos años se dieron los procesos de descolonización y rápidamente la metrópoli se convirtió en el centro de recepción de los habitantes de sus ex colonias y de los nuevos ciudadanos de los departamentos de ultramar, como en el caso francés.

3. La tercera corresponde a esos grupos nuevos que enunciamos más arriba los cuales constituyen la gran mayoría de la población en los distintos países y que tienen como característica que se encuentran conformados por individuos que pertenecen a todas o casi todas las culturas que integran un país en la actualidad, incluidos aquellos que en ciertas condiciones y en ciertas circunstancias se pueden sentir marginados de la sociedad por formar parte de una comunidad que no se encuentra plenamente integrada, como puede ser el caso de los inmigrantes. A partir de esos grupos, buscan, muchos de ellos, legitimar conductas particulares que le den

1 “[ …] ver alguna vez las cosas de otro modo, querer verlas de otro modo, es una no pequeña disciplina y preparación del intelecto para su futura <<objetividad>>, -entendida esta última no como <<contemplación desinteresada>> (que, como tal, es un no-concepto y un contrasentido), sino como la facultad de tener nuestro pro y nuestro contra sujetos a nuestro dominio y de poder separarlos y juntarlos: de modo que sepamos utilizar en provecho del conocimiento cabalmente la diversidad de las perspectivas y de las interpretaciones nacidas de los afectos. A partir de ahora, señores filósofos, guardémonos mejor, por tanto, de la peligrosa y vieja patraña conceptual que ha creado un <<sujeto puro del conocimiento, sujeto ajeno a la voluntad, al dolor, al tiempo>>, guardémonos de los tentáculos de los conceptos contradictorios, tales como << razón pura>>, <<espiritualidad absoluta>>, <<conocimiento en sí >>: - aquí se nos pide siempre pensar un ojo que de ninguna manera puede ser pensado, un ojo carente en absoluto de toda orientación, en el cual debieran estar entorpecidas y ausentes las fuerzas activas e interpretativas, que son, sin embargo, las que hacen que ver sea ver-algo, aquí se nos pide siempre, por tanto, un contrasentido y un no-concepto de ojo. Existe únicamente un ver perspectivista, únicamente un <<conocer>> perspectivista; y cuanto mayor sea el número de afectos a los que permitamos decir su palabra sobre una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completa será nuestra <<objetividad>>. Pero eliminar en absoluto la voluntad, dejar en suspenso la totalidad de los afectos, suponiendo que pudiéramos ¿cómo?, ¿es que no significaría eso castrar el intelecto? [...]” (Nietzsche, 1997).

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la especificidad al grupo, a ese otro grupo distinto del de su entorno permanente. De la misma manera buscan comprender el mundo desde perspectivas que muchas veces han sido desechadas o dejadas de lado y entre sus objetivos no se encuentra ni la exclusión de los que actúen diferente ni la pretensión de ser los únicos, entre otras razones porque la gran mayoría de ellos, por no decir todos, pertenecen a otros grupos con pensamientos y acciones diferentes. Se puede decir, dentro de la tradición occidental, que muchas de las propuestas que formulan, o de las acciones que llevan a cabo, son de carácter universal y en esa medida pueden ser consideradas como principios generales propios de una cultura, o por lo menos manifestaciones culturales de orden particular. Considero que la existencia de políticas culturales que fomenten estas otras formas de diversidad cultural son de gran importancia porque en sentido estricto es allí donde se gestan los nuevos procesos culturales y sociales. Y agrego la noción de sociales, porque no nos podemos seguir quedando únicamente con la palabra cultura. Ella sola puede ser el principio de un marginamiento del resto de los procesos que vive una sociedad, porque no necesariamente la multiculturalidad garantiza por sí sola la integración al resto de los procesos constitutivos de una sociedad y tener una posición activa y de participación frente a ellos.

Veamos un poco en detalle cada uno de estos puntos con el objetivo de aportar otros ojos, otras miradas, como solicita Nietzsche en la cita anterior.

El caso colombiano, y en gran parte latinoamericano, tiene unas características especiales en la medida que fue muy recientemente que se dio el reconocimiento constitucional a la existencia de étnias y culturas diversas con derechos particulares. En efecto, fue solamente con la Constitución de 1991 que se hicieron visibles en Colombia los indígenas y los negros. La Constitución de 1886 no los mencionaba, y no podemos decir que la razón para no hacerlo fuera la visión propia de la modernidad según la cual la nación se encontraba compuesta por todos los habitantes del país que hubieran nacido en él o adoptado su nacionalidad –sé que estoy simplificando el concepto de Nación, pero es que el tema, en este momento, no es ése–. No, esa no era la razón, porque en 1889 se creó una ley por medio de la cual se reconocía la existencia de los distintos grupos indígenas, pero, y esto es realmente increíble, se les declaraba “incapaces”, lo cual, en términos jurídicos, significa que eran seres que por su calidades particulares no podían gozar de la plenitud de los derechos y en ese sentido no podían elegir ni ser elegidos, ni celebrar contratos ni tomar decisiones a propósito de su propio devenir. Esa ley consideró que la población indígena –igual que los enfermos mentales, los menores de edad, los retardados mentales– eran “incapaces” y por consiguiente debían tener un tutor y un curador que fuera como un “buen padre de familia”, según decíamos arriba, y para el caso particular de los indígenas se decidió igualmente que ese tutor fuera la iglesia, era ella la que podía hablar por ellos, no ellos, y que los problemas administrativos dependieran del Ministerio de Gobierno (o del Interior como se dice hoy en día).

Esta situación execrable comenzó a cambiar en Colombia en el año de 1991. Vale la pena anotar que estas modificaciones por medio de las cuales se reconocía la existencia de un pluralismo étnico y cultural se empezaron a dar en casi todo el continente a partir de 1985 con la Constitución guatemalteca y después continuó en México y Paraguay en 1992, Perú en 1993, Argentina, Bolivia y Panamá en 1994, Nicaragua en 1995, y Brasil y Ecuador en 1998.

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En ese nuevo contexto de pluralismo cultural y étnico, dice William Villa,

Los Estados asumen, en respuesta a la demanda de los pueblos indígenas, un modelo que codifica las relaciones con éstos a partir de tres premisas: el reconocimiento a sus propias formas de gobierno, el derecho al territorio y el ejercicio de formas de jurisdicción propias. Estos tres pilares, que en grado diverso se integran a las constituciones políticas de los Estados latinoamericanos, tienen como impronta el asumir a los pueblos indígenas como sujetos de derecho colectivo. (Villa, 2202: 91)

Sin embargo, y para no traicionar el contexto de la cita, es importante anotar que Villa muestra cómo toda la legislación territorial a favor de las comunidades indígenas tiene una limitación dada por la transnacionalización del derecho en beneficio de la globalización, y por eso agrega: “[…] pero, a la vez, su capacidad de autodeterminación tiende a restringirse bajo un nuevo modelo de subordinación que se pone en evidencia allí donde el territorio indígena se torna estratégico por la disposición de recursos forestales, mineros, o por su situación geoestratégica” (2002: 91), y esto ya ha sucedido en varias ocasiones.

Para el caso colombiano en particular existen varios artículos en la nueva Constitución que hacen referencia a la diversidad cultural. El artículo 70, por ejemplo, en uno de sus apartes declara que: “La cultura en sus diversas manifestaciones es el fundamento de la nacionalidad”. Nos encontramos con un nuevo concepto de nación. Ya no se trata, como en la Constitución anterior, de una unidad pre-establecida según la cual todos, de norte a sur y de oriente a occidente, éramos uno solo, que todos pensábamos y teníamos los mismos valores y creencias, porque inclusive para ser judío o mahometano o de cualquier otra creencia religiosa era necesario hacer apostasía pública de la religión católica, porque se partía del supuesto de que todos los colombianos eran católicos.

Ahora se va a reconocer la existencia de distintas regiones y se acepta la existencia de una diversidad de creencias y comprensiones del mundo. Ahora es la cultura la que constituye la unidad de la nación, y no la nación como noción abstracta la que da la unidad, por lo menos constitucionalmente. Ahora, se trata de una cultura que es múltiple, que no puede ser una y que se encuentra en construcción permanente, siendo esa su identidad, de acuerdo con el mismo artículo 70, que además en otro de sus apartes dice: “El Estado reconoce la igualdad y dignidad de todas [las culturas] que convivan en el país”. Por otra parte, es de gran importancia para nuestro tema lo que dice el artículo 7 que se encuentra dentro del capítulo de los Derechos Fundamentales, pues afirma: “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana”. Este mandato constitucional ha tenido desarrollos muy interesantes en la medida que ha tenido un respaldo jurídico en la Corte Constitucional y ha permitido que se cree una legislación al respecto. Sin embargo, este no es sino el inicio de un reconocimiento que en muchos aspectos todavía es más de carácter formal que realizado en la práctica y que, como todos lo sabemos, un mandato legal es muy importante, pero para que las situaciones que una ley declara como principio fundamental se conviertan en forma de vivencia y comprensión del mundo, es decir, vida cotidiana, es necesario no solamente una voluntad de poder encaminada en esa dirección, sino también un conjunto de procesos en los cuales las prácticas sociales incluyan esos nuevos elementos y entren a formar parte de la resolución de conflictos propios de una sociedad

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determinada, porque es necesario volver al concepto griego de sociedad, donde la política era comprendida como el ejercicio propio para la resolución de conflictos y el ágora era el lugar donde un conflicto se resolvía en otro conflicto.

Cuando una situación determinada se incluye en las políticas públicas, cuando el Estado le dedica tiempo y burocracia, cuando se debate en el parlamento, cuando en fin, se acepta que es susceptible de modificarse o transformarse, o de ser mejorada, esa situación ya existe, se ha vuelto visible y se le ha dado un lenguaje para comprenderla desde ese lenguaje, y en adelante cualquier tratamiento que se le dé será motivo de conflicto y se solucionará en otro conflicto que a su turno tendrá un nuevo lenguaje, o por lo menos nuevos conceptos y algunas viejas nociones reconceptualizadas, desde donde serán comprendidas las nuevas maneras de expresar ese conflicto.

El artículo 7 que venimos de citar es muy importante además porque declara no solamente que existen diversas etnias, sino que dentro de esas etnias pueden presentarse una diversidad de culturas. Es interesante esa aclaración, porque de alguna manera muchos de los miembros de las etnias, así como algunos de sus teóricos, han identificado etnia con cultura, es decir, que cada etnia es una cultura y de esa manera han limitado la posibilidad de la diversidad cultural dentro de una misma etnia. Es el caso de algunas corrientes teóricas de la etnología –cada vez menos, afortunadamente–, que en la práctica lo que buscan es aislar a estas culturas para que supuestamente conserven su identidad. O dicho de otra manera, identifican la identidad con el pasado y le niegan a estas culturas la posibilidad de ser históricas, es decir, que se transformen, que se modifiquen, como de hecho ha sucedido, porque según ellos, si cambian, desaparecen.

Existe entonces en Colombia el reconocimiento como derecho fundamental, de la diversidad de etnias y de culturas, pero, ¿qué significa eso?, ¿cómo debe entenderse?: ¿como el Estado que representa la unidad de la nación y reconoce que dentro de él existen diversas etnias y culturas?, o ¿que el Estado se encuentra constituido por diversas etnias y múltiples culturas que reconocen sus mutuas diferencias y a partir de ellas encuentran elementos que les permiten conformar una nacionalidad cuya característica principal es su propia diversidad?

¿Cuál de estas dos lecturas es la válida?, ¿cuál debe tenerse en cuenta para un análisis y especialmente para desarrollar una política cultural? Lamentablemente se puede argumentar a favor de cualquiera de las dos y solamente unas políticas culturales continuas, en una misma dirección, sumadas a una jurisprudencia, pueden definir claramente una de estas dos lecturas que en sentido estricto son antagónicas. En efecto, la primera lectura está hecha desde una concepción propia de la modernidad que es hegeliana específicamente, según la cual las partes se corresponden con el todo, en el sentido que cada una de las partes tiene los elementos constitutivos de la totalidad, y desde esa perspectiva, son los intereses de la nación como un todo los que deben primar en la medida que ella representa la unidad de los intereses de las distintas culturas. La segunda lectura utiliza un lenguaje más contemporáneo que parte en su análisis de la existencia de la diferencia entre las partes y como consecuencia de ella el todo es diverso. Desde esa mirada, son las diferencias culturales y el mutuo reconocimiento de esas diferencias las que en su encuentro constituyen la nación como una entidad multicultural. En la primera lectura, todo lo que no se encuentre como elemento fundante de esa unidad es considerado marginal y se margina, mientras que en la lectura de la diferencia y multiplicidad, todos los elementos que

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constituyen cada una de esas diversidades son parte integral de la nacionalidad. En la primera, la diversidad es comprendida a partir de la unidad, es decir, que solamente lo que apunte a la construcción de la unidad es aceptado como uno de los elementos diversos que conforman la unidad, mientras que en la segunda la unidad es el resultado de un conjunto de diversidades que hacen que la unidad no sea monolítica sino diversa.

No se puede decir que las políticas culturales que han desarrollado los gobiernos a partir de la nueva disposición constitucional hayan tenido una continuidad en una u otra dirección aunque en la práctica la tendencia haya sido la de la visión unificadora, si se tiene en cuenta que rara vez las políticas culturales diferencian a un grupo de otro. Sin embargo, son los mismos grupos lo que se han encargado de marcar las diferencias dadas no solamente por las prácticas culturales mismas, especialmente en materia de legislación penal, sino que también, en un país tan convulsionado por la violencia política como es Colombia, son las comunidades indígenas concretamente las que a partir de valores y prácticas propias de su cultura han enfrentado exitosamente en varias ocasiones, no en todas, desafortunadamente, las tomas violentas que de sus pueblos o de sus tierras han realizado alguna de las facciones armadas, y se han defendido únicamente con sus bastones de mando. Situaciones de esta naturaleza han dado como resultado, en materia de políticas culturales específicamente, que el Estado tenga que diferenciar entre algunas comunidades.

Otro caso interesante donde se puede ver, en esta ocasión, la no diferenciación cultural de lo que puede ser calificado como una sola etnia, es el de las negritudes, que algunos prefieren llamar afrocolombianos. Si bien existe una norma constitucional de carácter transitorio sobre el cultivo de la tierra en el departamento del Chocó, específicamente para las negritudes de esa región del litoral del océano Pacífico, para todo lo demás las políticas no diferencian entre las negritudes del Pacífico de las del mar Caribe, que si bien tienen algunos elementos comunes de tradición, los negros del Caribe participan de valores culturales propios de la cuenca caribeña y de la especificidad de esa región colombiana dando como resultado unas formas propias de comprender su situación como seres en el mundo, de la misma manera como lo hacen los negros en el pacífico, pero desde otras perspectivas.

Pero un buen ejemplo de cómo son los mismos grupos indígenas los que han dado pautas para lo que puede ser una real actitud y vivencia de la interculturalidad lo podemos encontrar en un documento del pueblo u’wa del 10 de agosto de 1998 con motivo de una protesta llevada a cabo conjuntamente con campesinos de la región, en la cual se hacía la petición de suspensión inmediata de los proyectos de extracción del petróleo, que para los u’wa es la sangre de la tierra. Una parte del documento mencionado dice:

Los u’wa no hemos pretendido nunca cerrar las puertas de nuestro territorio a otros pueblos, entre nosotros no es así; cobarías, tegrías, aguasblancas, bocotos y todas las demás comunidades están en un solo territorio, la Kesa chicara, el corazón del mundo, y por eso la misión de todos es cuidarla. Por eso hoy queremos la unidad de todos los hermanos, campesinos, blancos y negros en una sola familia, para cuidar a nuestra madre tierra. […] Hoy buscamos que otros hermanos nuestros de otras razas, de otras culturas, se unan a la lucha que llevamos, por eso hemos invitado a campesinos y colonos, los mismos que en otro tiempo y por diferentes razones penetraron en nuestro territorio sagrado, para que lo defienda con nosotros, porque también a ellos los ha acogido dándoles alimento y bebida. […] Hoy nos hemos unido a los campesinos de Cubará y ellos se han unido a

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nosotros, hemos comprendido que aunque su historia es diferente a la nuestra, las dos se han encontrado y no puede seguir siendo para mal. (Citado por Arenas, 2001: 153)

Este texto constituye un modelo de reconocimiento de la multiculturalidad y de comunicación intercultural y tiene además de interesante que en este caso particular la interculturalidad se presenta desde la búsqueda de la unión frente a un problema que suponen, a partir de sus valores, le es común a todos. Convocan a todas las razas y culturas y no en tanto que minorías o mayorías, sino en tanto que culturas diferentes y se presenta un reconocimiento del otro: “hemos comprendido que aunque su historia es diferente a la nuestra, las dos se han encontrado y no puede seguir siendo para mal”. Por otra parte, aparece un elemento que sin duda puede jugar un papel muy importante en la resolución de conflictos en distintas latitudes donde se presente circunstancias similares, y ese elemento es la lengua. En este caso, la lengua castellana.

En efecto, la imposición de una lengua, históricamente hablando, ha sido un factor decisivo para la destrucción de culturas a las cuales se les dejó sin su sistema propio de representación del mundo y de los valores creados o resultantes de esa representación. Esta práctica fue común e intencional entre las metrópolis coloniales. Inclusive se utilizó el desplazamiento masivo de comunidades de una región a otra del planeta. Sin embargo, si bien es cierto que muchas culturas perecieron como resultado de esa imposición, y eso es un hecho irreversible que pertenece a la historia y a los historiadores, también es cierto que gran parte de ellas, por lo menos en América Latina, sobrevivieron con sus valores, y lo más interesante, supieron incorporar, transformar, modificar elementos de la cultura dominante cuando les convino, y también construyeron híbridos culturales.

Todo lo anterior a partir de una estrategia, que en mi parecer permite explicar desde otra mirada lo acontecido, y desde ese punto de vista comprender cómo lograron sobrevivir y de esta manera mostrar que fueron grupos que enfrentaron y confrontaron al invasor desde parámetros de lucha diferentes. En primer lugar, me parece que lo que hicieron estos grupos fue reconocer la existencia del conquistador, en el sentido cultural que hemos venido desarrollando, es decir, que reconocieron que solamente con ellos y a partir de sus diferencias podían sobrevivir y continuar teniendo autonomía, cosa que los vencedores no reconocieron ni tuvieron en cuenta. De alguna manera nos encontramos repitiendo el capítulo IV de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, en el que finalmente es el siervo, el trabajador, el dominado, el que reconoce plenamente al amo porque es él el que le perdonó la vida y en consecuencia depende de él para existir. No sucede lo mismo con el amo, porque al tener la certeza que la vida del otro le pertenece, simplemente se la perdona, pero no lo reconoce como su igual. Por esta razón, en el texto de Hegel, el reconocimiento solamente se puede dar entre aquellos que tienen algo en común, entre los que tienen algo que compartir, que en ese caso es el trabajo, pero el elemento que les permite ese reconocimiento es el producto del trabajo: la obra. Para el tema que estamos tratando, el elemento en común es la diversidad cultural y el reconocimiento se da a partir del respeto por la expresión real de las distintas manifestaciones culturales, que se explicita, cada vez más, en los diversos encuentros que tienen estos grupos.

En segundo lugar, me parece que estos grupos jugaron, de manera extraordinaria, a la visibilidad y a la invisibilidad. Se dieron cuenta, desde otra forma de conocimiento, es decir, de comprensión, que ese nuevo grupo dominante los veía pero no los miraba en la medida en que no eran parte de su lenguaje incluyente. Si se les mencionaba era para excluirlos. Eran simplemente otros que

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Interculturalidad y políticas culturales

estaban ahí, que oían pero no entendían, que no tenían derechos distintos de los que “gentilmente ellos les dieran”, pero que por sí solos no podían acceder a ellos, que, en síntesis, para ese grupo, eran seres que vivían pero no existían.

A pesar de ser totalmente visibles, eran seres invisibles para un grupo dominante autosuficiente en sus pretensiones, y los indígenas y también los negros se dieron cuenta que en la medida que conservaran esa invisibilidad podían sobrevivir. El costo era hacerse visibles de manera formal, es decir, aceptar –lo que de hecho ya habían aceptado por la fuerza de las cosas–, que el otro se había impuesto, que era el que había triunfado, que era en consecuencia el que tenía el poder, pero que a pesar de eso, no existían para ellos sino a partir de sus valores de dominación. Que esos valores eran los únicos que realmente les interesaban, y que en todos los demás no los veían, en consecuencia, no les importaba y eso los hacía invisibles, y decidieron seguir siendo invisibles para poder desarrollar sus propios valores culturales, para poder seguir existiendo. Es verdaderamente sorprendente ver a través de la historia colombiana cómo para la clase dominante los distintos grupos indígenas, y los negros, han sido vistos, podemos decirlo de manera metafórica, como parte del paisaje. Lamentablemente todavía se emplea esta expresión por algunas personas de manera supuestamente jocosa, lo que de hecho, ratifica una no visión, una exclusión. Esta puede ser una parte de la explicación al por qué en las pocas ocasiones en que algunos de ellos buscaron reivindicaciones, nunca fueron vistos como rebeldes, porque para eso era necesario reconocer la existencia del rebelde, y su posibilidad de confrontación. Ese no era el caso, y por eso se les trataba como se puede tratar a los animales domésticos que de un momento a otro se enfurecen.

En tercer lugar, finalmente, los dominados se apropiaron de la lengua del dominante, sin perder en múltiples casos, su propia lengua, lo cual significa que aprendieron cuáles eran los valores de aquellos a quienes reconocían como diferentes, y aceptaron, a las malas y a las buenas, algunos de esos valores. Mientras, los impositores, no quisieron aprender ninguna de las otras lenguas, no por ser múltiples y diversas, sino porque no existían, porque eran consideradas bárbaras. El resultado actual, y para retomar el tema de la interculturalidad en el documento de los u’wa, es que la lengua castellana se ha convertido en el instrumento de comunicación entre todos los pueblos y culturas que habitan en las antiguas colonias españolas. En Colombia, específicamente, hoy en día la enseñanza en las escuelas, donde un grupo indígena tiene su territorio, es bilingüe. Se enseña la lengua materna y el castellano, y para el caso de algunas de estas lenguas se ha creado una escritura2. Este hecho que es de una importancia cultural e histórica difícil de apreciar ahora, en todas sus dimensiones, ha permitido, entre muchas otras cosas, la traducción de la Constitución política y de la legislación sobre derechos culturales. Seguir promoviendo la creación de una escritura para cada una de estas lenguas, sería, desde mi punto de vista, la característica de lo que pueden ser las políticas culturales por parte del Estado.

No pretendo que lo dicho hasta el momento represente la totalidad de los problemas que se dan en las relaciones interculturales, pero sí develar una parte importante de las condiciones de

2 Este trabajo de muchos años se debe a John Landaburu y a algunos de sus discípulos.

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existencia actuales a partir de las cuales se desarrollan los conflictos y procesos interculturales en Colombia. Conflictos y procesos que son de gran importancia porque han permitido hacer visible lo visible, repitiendo una vez más la frase de M. Foucault. Porque es solamente a partir de esa visibilidad que, no solamente a las personas, sino también a los grupos, se les reconoce su existencia y con ella la posibilidad de ocupar un espacio real en la resolución de los conflictos. Como consecuencia de ese reconocimiento se inicia otra tarea, como es la de ser reconocidos esta vez como parte integral de los diversos procesos sociales, políticos y económicos, y no solamente de los culturales, porque ser tenido en cuenta únicamente como sujeto de derechos culturales es también hoy en día una posible manera de exclusión, de ser ciudadanos de segundo orden. Podemos concluir entonces diciendo: sí a los derechos culturales, pero sí igualmente a todos los otros derechos sin exclusión, sean políticos, jurídicos, artísticos, científicos, los que sean, pero que haya una plenitud de derechos, ya sea por equivalencia, por igualdad o por diferencia.

Políticas culturales

La noción sobre lo que significa “políticas culturales” podemos decir que es bastante clara, en el sentido que por ella se ha entendido, en términos generales, todos los programas que el Estado a través de los ministerios o de los institutos de cultura desarrolla y fomenta en beneficio de la cultura. Sin embargo, me parece que es necesario formularse algunas preguntas frente a este tema. La primera sería: ¿le corresponde al Estado dirigir los procesos culturales? Otra pregunta sería: ¿le corresponde al Estado tener unas políticas específicas que le permitan desarrollar la cultura en una dirección previamente establecida, y que como consecuencia de ello se dejen de lado o se excluyan otras?; y por último, si el Estado debe participar de todas maneras en el desarrollo de los procesos culturales, ¿cuáles deben ser las características y cuales los objetivos de esas políticas?

Desde mi punto de vista la respuesta a los dos primeros interrogantes es contundente: el Estado, en sentido estricto, no puede dirigir ni llevar en una dirección determinada la cultura, y no puede no solamente porque sería un principio autoritario que históricamente siempre ha conducido a la exclusión de otros procesos y otras culturas y a partir de allí, generalmente a guerras, sino porque la cultura no se encuentra establecida, asentada como un monolito, ni tampoco es un fin en sí mismo, la cultura es un proceso, la cultura se conjuga en gerundio, o como decía en otro texto:

La cultura ante todo es lo siendo, lo que se va realizando, sin que ella misma sepa el para qué, porque no se propone nada, porque es un proceso de incorporación vital que se manifiesta a diario en la comunidad. En ese sentido la cultura es a-temporal, porque si la vemos como pasado, significa que desapareció, que no se encuentra en el presente, como en el caso de la cultura griega o la egipcia, para mencionar sólo dos ejemplos. Pero tampoco es futuro por carecer de un proyecto, pues con la cultura no se busca la obtención de unos logros determinados. Si miramos hacia atrás es únicamente para ver, a la manera de Nietzsche, las condiciones y circunstancias en las cuales aparecen y se transforman ciertas conductas, instituciones, creencias, símbolos, valores, etc., que constituyen la manera como un grupo humano manifiesta su estando y su siendo. En ese sentido es un permanente presente en el cual se retienen y se transforman diversos elementos a través de sus manifestaciones. (Abello y De Zubiría, 2000: 39-40)

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Interculturalidad y políticas culturales

La otra respuesta, la de las características y objetivos de las políticas culturales es mucho más compleja, entre otras razones porque se pueden encontrar características y objetivos que pueden ser comunes en políticas de Estados cuyos problemas en el orden cultural divergen, como puede ser por ejemplo, la situación que venimos de mostrar en relación con países con altos índices de inmigración. Pero es necesario tener mucho cuidado porque lo que debe dirigir la creación de unas políticas en un momento dado son las condiciones y las circunstancias específicas que hacen que se presenten los procesos culturales de una manera determinada y no de otra.Las políticas culturales con todas sus especificidades deben estar encaminadas a buscar y promover los elementos de transformación que surgen dentro de una comunidad, sin pretender encontrar y legitimar valores que no se encuentran presentes, y, lo más difícil de todo, sin pretender que esas políticas se petrifiquen, que se repitan una y otra vez de la misma manera, porque dieron resultados importantes en un momento dado. Repetir las políticas sin permitir ver los cambios es destruir lo que pudo ser exitoso en un momento determinado. Las políticas, entonces, deben privilegiar lo diverso y las nuevas manifestaciones que van apareciendo y abriendo nuevos caminos, que van trazando nuevas perspectivas, lo cual muestra los distintos procesos de transformación que va sufriendo una sociedad.

Desde esa perspectiva, las comunidades deben ser autónomas para de esta manera poder garantizar la creatividad, y las políticas deben tener un fuerte contenido en la formación de promotores y gestores culturales que surjan, sean o no de la propia comunidad, para que sean los encargados de coordinar, impulsar y estimular los grupos culturales a partir de los procesos internos que van sufriendo y no a partir de lineamentos generales establecidos desde organismo oficiales en los cuales estos procesos internos son desconocidos.

Veamos lo que pueden ser algunas de las características de las políticas culturales en una sociedad como la colombiana que venimos de describir y que además no he pretendido que se trate de un análisis exhaustivo, en la medida que solamente me he referido a los cambios constitucionales y legales que han transformado el panorama de las culturas colombianas. Pero no hemos analizado los conflictos que necesariamente van a surgir, y de hecho han ido surgiendo, como resultado de unas prácticas sociales, y también teóricas, que impulsaron estas nuevas formas de reconocernos y que apenas estamos empezando a ver.

Objetivos de las políticas culturales

Las políticas culturales deben tener, además de lo propuesto en ellas mismas, unas funciones transversales que recorran el tejido social a partir del reconocimiento de la urdimbre de ese tejido para que, en el caso colombiano, se pueda consolidar el principio de ser una nación basada en la diversidad étnica y cultural. Esas políticas deben dirigirse a detectar y promover esos procesos, teniendo en cuenta que la participación es bastante compleja en la medida que debe garantizarse la realización sin restringir la libertad de acción de aquellos que la realizan, y que además, debe tenerse claro que no puede ser la misma política para cada sector o región, porque las características varían según la región o el objeto. Además, deben sostener los diversos procesos sin presionar en una dirección específica, y también tiene que ser suficientemente amplia para darle cabida a la diversidad, sin caer en preferencias ni elitismos. En sentido estricto podemos decir que una de las tareas que debe desarrollar el Estado a través de las políticas culturales es la de servir de promotor

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Desarrollo, cultura y procesos de globalización

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y facilitador de procesos culturales que se encuentran en desarrollo, así como la de ser gestor, en el sentido lato de la palabra de gestar, de procesos que se encuentran en formación, que están empezando a conformarse.

¿Cuáles pueden ser entonces los objetivos hacia donde pueden dirigirse las acciones del Estado y así determinar las políticas a seguir? Miremos algunos:

1. Creación

Es una de las tareas más difíciles para realizar debido a que no le corresponde al Estado, desde una perspectiva democrática, definir las direcciones que deben tener los procesos de creación en el campo que sea. Sin embargo, ese mismo Estado no se puede substraer a una participación apoyando institucional y/o económicamente a todos aquellos que tienen una función creadora dentro de los procesos en desarrollo y que lo hacen como individuos, como colectividad o como grupo social. También en el fomento y la gestación de grupos, que como los mencionados más arriba, se agrupan alrededor de ciertas actividades, algunas de ellas muy novedosas, no para hacer interculturalidad, sino para desarrollar actividades que les permita sentirse lejos de una identificación cultural específica y cerca de un reconocimiento como persona en abstracto.

Esa participación del Estado es entonces de gran importancia, y en ese sentido vale la pena recordar que las distintas conferencias intergubernamentales convocadas por la UNESCO, y particularmente la reunida en Estocolmo en 1998, señala que corresponde a los Estados participar en las políticas de creación y desarrollo cultural en la medida que la cultura es el elemento fundamental para el desarrollo.

2. Formación

Para el caso colombiano, pero considero que de manera general se puede extender a varios de los países latinoamericanos, el desarrollo cultural en los últimos 30 años ha sido mayor que el económico, el científico y el tecnológico si se tiene en cuenta que estos tres factores son por el contrario los de más alto crecimiento en los llamados países post-industrializados. Este punto merece él sólo un estudio a fondo porque la brecha en estos tres campos tiende a crecer en progresión geométrica con relación a nuestros países, y muy rápidamente hemos perdido la poca capacidad de interlocución que teníamos en estos campos. De allí que el crecimiento cultural sea de gran importancia para por lo menos tener las bases mínimas de comprensión de un desarrollo complejo. Es pues necesario que el Estado desarrolle políticas que vayan en esa dirección, debido entre otras razones, a la falta de interés por parte del capital privado para generar procesos de formación en el campo de la cultura.

3. Comunicación

Desarrollando una idea de Nietzsche, podemos decir que el día que el ser humano se inventó el lenguaje, se inventó a sí mismo, y ese día también empezó a decir lo que quería ser y para eso se lo comunicó a otra persona. Ese largo recorrido de la humanidad desde ese momento no ha sido nada distinto que la búsqueda para mejorar la manera de comunicarse, pero también, la manera

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Interculturalidad y políticas culturales

de tener el control y el poder sobre lo que se dice. Esta actitud, que ha producido muchas guerras con todas sus consecuencias, también ha producido muchos libros igualmente con todas sus consecuencias hasta el punto que la quema de ellos ha sido una práctica no tan ocasional como muchas veces se piensa, y se han fundado culturas e imperios a partir de esa práctica. Pensemos en Justiniano con el cierre de la Escuela de Atenas y en los reyes católicos con la quema de los libros de la cultura árabe el 31 de marzo de 1492. Afortunadamente son más los fracasos que éxitos lo que ha producido esa práctica.

Pero independientemente de lo anterior las políticas del Estado deben igualmente dirigirse a la comunicación porque es a partir de ella que es posible el reconocimiento, es posible el acuerdo y la construcción de intereses comunes y referentes de integración y transformación. Lo anterior no a partir de contratos sociales o acciones comunicativas idílicas, sino como decíamos más arriba, confrontado el conflicto y resolviendo los conflictos en otros conflictos donde todo es explícito y comunicable para poder determinar las acciones a desarrollar. En Colombia la labor que han desarrollado las emisoras comunitarias como polos de desarrollo y transformación cultural de muchas comunidades ha sido fundamental y de allí el crecimiento en la participación y la multiplicación de estas emisoras.

4. Investigación

Es claro que no es un objetivo particular de lo que deben ser las políticas culturales del Estado, pero de la misma manera que en el caso de la Formación, mientras no existan otras entidades de carácter privado que las desarrollen, le corresponde entonces hacerlo, y debe promover la investigación cultural en todos los ámbitos que pueda alcanzar. Un buen ejemplo podría darse fomentando la investigación en todos y cada uno de los municipios del país en el que fueran los estudiantes de secundaria del municipio los que recogieran los datos de la historia de su propio pueblo teniendo como fuentes históricas los archivos de las iglesias, de las notarías, de las alcaldías, de los consejos municipales y de la tradición oral. Otra tarea fundamental es, como ya lo habíamos anotado, la investigación lingüística para la creación de gramáticas y escrituras de las lenguas indígenas y africanas

5. Construcción, conservación, restauracióny pedagogía del patrimonio

El tema patrimonial se ha convertido en todo el planeta en uno de los temas específicos de las políticas culturales. No hay duda que la UNESCO ha jugado un papel de gran importancia en el fomento de estas tareas con los lugares declarados patrimonio de la humanidad, y muy especialmente con la declaratoria de un patrimonio intangible. El patrimonio es uno de los legados más importantes de cada pueblo y justamente por eso se requiere no solamente poseerlo sino igualmente conservarlo. El patrimonio afortunadamente ha dejado de ser lo meramente monumental y ornamental para diversificarse en un conjunto de elementos que incluyen la mayoría de las producciones humanas que van desde la culinaria y la moda hasta la arquitectura y la tecnología. Es por esto que la idea de un patrimonio reducido a su simple exhibición carece hoy en día de sentido, y las políticas también deben encaminarse a mostrar que forma parte de la vida cotidiana, que no son objetos de simple contemplación, sino que forman parte de la razón

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Desarrollo, cultura y procesos de globalización

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de ser cultural de cada uno de los miembros de una comunidad, de allí la importancia que sea incorporado como forma pedagógica de aprendizaje y que forme parte integral de los procesos culturales. Un excelente ejemplo de cómo cada persona puede vivenciar y comprender que forma parte de un patrimonio vivo y actuante es el recién inaugurado Museo del Caribe en Barranquilla.

Objetivos no culturales

Finalmente podemos decir que existe un gran número de políticas de Estado que no apuntan a lo cultural y no son tenidas en cuenta en el momento de su análisis en las repercusiones que pueden tener en la cultura y mucho menos de esta en el Estado. Sin embargo, son de gran importancia como factor de desarrollo porque son parte integral de él y pueden permitirle al sector cultural tener una mayor participación en el presupuesto general del Estado, sin contar las repercusiones de carácter social, político y naturalmente cultural. Podemos mencionar, a título de ejemplo nada más, pues no los vamos a desarrollar, los objetivos económicos, especialmente aquellos que apuntan a la creación de industrias culturales, o los de carácter turístico, en la medida que se realicen inversiones de carácter cultural como pueden ser los museos o los lugares patrimoniales. De las misma manera los objetivos sociales que puedan permitir a los miembros de comunidades de diversos estratos obtener una dignidad y ser reconocidos en su que-hacer cotidiano, así como los objetivos que mejoran una calidad de vida en la medida que se desarrollen políticas dirigidas a fomentar conductas de respeto al otro o a los bienes que se comparten con la comunidad.

Referencias bibliográficas

Abello, Ignacio, De Zubiría, Sergio y Sánchez, Silvio (2000). Cultura: teorías y gestión. Ediciones Uninariño.

Arenas, Luis Carlos (2001). “Poscriptum: sobre el caso u’wa”, en Sousa Santos Boaventura de y García Villegas,

Mauricio (eds.), El caleidoscopio de las justicias en Colombia. Bogotá: Colciencias, Ediciones Uniandes,

Universidad de Coimbra, Instituto Colombiano de Antropología e Historia, Universidad Nacional de Colombia y

Siglo del Hombre Editores.

Nietzsche, Friedrich (1997). La genealogía de la moral. Madrid: Alianza Editorial. Trad. de Andrés Sánchez

Pascual.

Villa R, William (2002). “El Estado multicultural y el nuevo modelo de subordinación”, en El debate a la

Constitución. Bogotá: Ed. Universidad Nacional de Colombia. Pág. 91.

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El proceso de modernizaciónen la España contemporánea

Por José Luis García Delgado

La economía española que se adentra en el siglo XXI —una economía con un notorio grado de prosperidad y fuertemente interrelacionada con los mercados internacionales— deja atrás un largo recorrido más que secular de crecimiento y transformaciones estructurales; de modernización económica y social, en suma. Repasar el itinerario y las pautas identificativos de ese curso histórico modernizador ofrece el interés de conocer pasajes y hechos con especial significación para el estudio de procesos de desarrollo, y puede aportar algunas claves para la mejor comprensión de algunos problemas y oportunidades de los países de América Latina. Es la doble justificación que tienen estas páginas, que se agrupan en cuatro epígrafes. El primero dibuja a grandes rasgos las etapas principales que cabe distinguir en el despliegue temporal de dicho proceso. El segundo se detiene con más detalle en el perfil cíclico de la economía de la actual España democrática, arrancando de los años de la transición al régimen de libertades para desembocar en el presente. En el tercero se relacionan las líneas de cambio estructural que expresan más nítidamente el desenlace en nuestro tiempo de lo que ha sido una compleja combinación de acontecimientos históricos. Finalmente, un breve epílogo servirá para dejar constancia de los retos fundamentales que hoy tiene ante sí la economía española, cuando el escenario, tanto a escala nacional como a escala mundial, está dominado por las manifestaciones de una profunda crisis.

Una mirada retrospectiva

Modernización se confunde en España con europeización desde los últimos decenios del siglo XIX. Es una relación simbiótica a la que se apela en los planos de la creación artística y de la investigación científica, en el orden institucional y el de los hábitos sociales; un reclamo de progreso económico y transformación social. La historia española contemporánea contemplará sus avances y sus repliegues en un proceso que, cabe decir, primero se hace ante la propia Europa que se toma como objeto de emulación, luego, desde fuera de ella cuando la marginación política impida la participación en las etapas fundacionales de la construcción comunitaria en el continente, para, terminar realizando el trecho más fecundo del recorrido desde dentro al sintonizar e incorporarse España al devenir de la Unión Europea. En un caso se trata de la España que conoce el régimen de la Restauración y la II República; en otro, de la dominada por el franquismo, y, finalmente, de la que tiene como marco la democracia.

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Desarrollo, cultura y procesos de globalización

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Son esas, en efecto —ante, fuera, dentro de Europa— las tres posiciones que identifican hasta cierto punto el curso de la modernización de España desde el final del siglo XIX. Se simplifica, sin duda, con ello, pero se obtiene a cambio una pauta expositiva coherente. Y sin forzar la realidad, pues así como la neutralidad española durante la Primera Guerra Mundial simboliza la posición de España en la Europa que conoce el fin de los Imperios Centrales y el auge de los regímenes totalitarios, la posición extramuros de España a la hora del Tratado de Roma resume en cierto modo el sino del franquismo de la misma forma que la integración en Europa es inseparable de la modernización en la España democrática cuando termina el siglo.

No deja de ser incitante, en todo caso, formular una caracterización sumaria de cada una de las grandes etapas así delimitadas en el curso del tiempo aludido. Es lo que se ensaya a continuación.

Entre el decenio de 1880 y la guerra civil que cierra el de 1930, se sitúa, sin duda alguna, una etapa de avance y transformaciones productivas con notable tensión modernizadora en la economía y en la sociedad. Se proclamará entonces repetidamente —Costa y Ortega con especial fuerza y alcance en la opinión pública— el anhelo de europeización, y Europa es el punto de referencia. Modernización ante Europa, ante una Europa que ve reflejados en el solar hispano, monárquico, dictatorial o republicano los principales acontecimientos que van marcando época: desde la crisis intelectual que en todo el continente coincide con el tránsito secular hasta los magnicidios terroristas que no reconocen fronteras nacionales; desde la creciente ola de corporativización hasta la escasa duración media de los gobiernos, común en muy diversos países; desde las alianzas de conveniencia entre grupos económicos con distintos intereses sectoriales en busca de protección hasta las prácticas caciquiles o clientelares y la desnaturalización de ciertos resortes de la vida parlamentaria; desde el intervencionismo económico hasta la irrupción anticonstitucional del poder militar en un escenario europeo que en el decenio de 1920 da entrada a «la era de las dictaduras»; desde las durísimas pugnas ideológicas hasta la violencia como arma política convenida. Incluso, durante la Gran Guerra, la neutral España acabará participando, volens nolens —escribió Laín—, el destino común de los pueblos de Europa en muchos aspectos, como los concernientes a una cruenta conflictividad social.

Durante ese medio siglo la mirada estará puesta en una Europa de niveles de vida muy superiores entonces a los que aquí dominan, pero un país donde se multiplican, y desde temprana hora, iniciativas inversoras y manifestaciones de cambio social. El esplendor creativo, literario y ensayístico que enlaza las generaciones del 98, del 14 y del 27 modelando la “edad de plata” de la cultura española —entre la publicación de Fortunata y Jacinta, en 1887, y el asesinato de Federico García Lorca en 1936, si se quieren tomar dos acontecimientos representativos—, con el correlato de la internacionalización de la ciencia española que promueve la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas a partir de 1907, no se produce en un terreno yermo: la empresa y el trabajo se benefician también de una nueva “generación poderosa, activa y dinámica” —así la vio Vicens Vives—, que dará renovado aliento al proceso de modernización.

La industria “moderna” no se hace esperar, desde luego, en la España que salta del siglo XIX al siglo XX: tiene sentido simbólico que los tres primeros vehículos automóviles matriculados lo sean en 1900. La economía española no llega tarde a la cita de la revolución tecnológica —como escribe Carreras—, adquiriendo pronto el motor de combustión interna el protagonismo que hasta entonces ha tenido la máquina de vapor decimonónica, y enlazando la electricidad en la industria

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El proceso de modernización en la España contemporánea

con la gasolina en el transporte. Son las novedades más representativas, y se trata de innovaciones que se acomodan mejor al medio físico de nuestro territorio y que la economía española, con aportaciones propias y foráneas, va a incorporar pronto. Si al vapor se llega tarde, siendo además lenta su difusión, en la electricidad se avanza con rapidez. La España del primer tercio del siglo XX está, también en lo económico, con su tiempo.

Tanto sectorialmente como desde la óptica de las iniciativas empresariales el fenómeno es bien perceptible ya a lo largo de los primeros decenios del siglo XX. Se afianzan, crecen o se renuevan, según los casos, las empresas eléctricas, químicas, de automoción, de construcción de buques, de construcción residencial y de obras públicas, así como de una amplia gama de industrias transformadoras, desde las de maquinaria a las de reparaciones y construcciones metálicas; todo, al tiempo que también se modernizan las empresas de seguros, telecomunicaciones, hostelería y transportes por carretera, entre otras del sector servicios.

Una industria con muchos elementos novedosos, en suma, que también contará con un nuevo medio de transporte: el camión mecánico abastecido de gasolina y destinado a dar la batalla al ferrocarril «en su mercado natural», obligándole con ello a reducir tarifas. Las crecientes dificultades de las compañías ferroviarias durante toda la época —agudizadas, eso sí, como consecuencia de las perturbaciones de todo tipo que provoca la Gran Guerra—, no son ajenas, desde luego, a la aparición de ese nuevo competidor que a la altura de los años treinta estará ya en condiciones de completar —lo ha subrayado Antonio Gómez Mendoza— «lo que el ferrocarril inició medio siglo atrás, esto es, la integración del mercado interior».

Por su parte, los cambios sociales no dejan de acelerarse en las primeras décadas del novecientos en España: son «los inicios de la gran transformación» —ha subrayado Santos Juliá— , que va a acabar distinguiendo a todo el siglo XX. Cambios demográficos, educativos, en las relaciones interpersonales y en las organizaciones sociales, en el papel de las élites y en los movimientos de masas, en los medios de comunicación y en muchos otros espacios de la sociedad. La demografía y la educación ofrecen las imágenes más reveladoras.

Los indicadores de población expresan, desde luego, que es desde el comienzo mismo del siglo XX cuando se produce en España —país mediterráneo europeo también a estos efectos— la “transición” a un régimen demográfico moderno. El crecimiento se acelera desde la primera década del novecientos y durante los años veinte dobla el ritmo registrado en la segunda mitad del ochocientos hasta alcanzar el 1 por 100 anual, cota muy próxima a los máximos europeos. Entre 1900 y 1935 la caída en la mortalidad general —un 50 por 100— se hace seguir de la disminución de la natalidad, en especial a partir del segundo lustro de la década de 1910. La movilidad interior es muy alta en dicho decenio y todavía más en el siguiente —con casi 1.200.000 cambios de municipio—, y la emigración exterior hasta la Primera Guerra Mundial sigue arrojando todavía cifras altas —medio millón de salidas, descontando los retornos—. La urbanización, a su vez, consigna también la dinámica de un cambio en profundidad: las poblaciones de más de 10.000 habitantes, que albergan a algo menos de un tercio del total de la población al comenzar el siglo, dan domicilio a más de la mitad en los años treinta, un crecimiento urbano que es especialmente intenso en las ciudades de más de 100.000 habitantes, las cuales, doblan en esos treinta años el total de su población. No se exagera, por tanto, cuando se fecha en esa época una fase destacada del proceso de urbanización de la España contemporánea.

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Notables, cuando menos, son asimismo las realizaciones en el terreno educativo, científico y cultural. La misma creación en 1900 del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, en la remodelación del Gobierno «regeneracionista» de Silvela, es todo un indicio de lo que luego con tenacidad se intenta. Un esfuerzo indemorable en un país que, con Italia, entonces se cuenta entre los que tienen mayores tasas de analfabetismo en Europa. Un esfuerzo, también es cierto, reclamado mayoritariamente por la opinión que ve en la “escuela” el primer elemento de cualquier programa regeneracionista. La apertura de centros escolares es afán mantenido durante toda la época, acentuándose desde el final de la segunda década del siglo hasta desembocar en el casi febril ritmo de creación de escuelas durante la Segunda República. Simultáneamente, se dignifica la condición de los maestros a quienes Macías Picavea todavía en 1899 veía como «mendigos»: el Estado asume el pago del sueldo de los maestros, en un primer momento con fondos procedentes de las arcas municipales, y pronto, con asignaciones de los propios presupuestos generales. También se actualiza y mejora la formación de los enseñantes y se renuevan los planes de estudio en la instrucción primaria. En 1930 la tasa de analfabetismo se habrá reducido a la mitad de la cota que alcanzaba en 1900, pasando del 60 al 30 por 100, y el avance en esta dirección durante el primer bienio republicano marcará registros muy altos, particularmente con Fernando de los Ríos en el ministerio del ramo.

Sobresale, igualmente, el apoyo a la investigación científica y a la formación universitaria en sus estudios más avanzados. Desde el primer año del siglo, en 1901, los gobiernos liberales apuestan por una política de pensiones que haga posible la especialización en el extranjero, apuesta refrendada en 1907 —ya ha quedado anotado— con la creación de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas presidida por Cajal, al que un año antes se le ha concedido el Premio Nobel. Se consigue financiar estancias en universidades selectas de Europa y Estados Unidos a casi cien licenciados por año durante casi tres decenios, algo que puede calificarse de prodigioso. Además, a modo de ramificaciones de ese tronco central, pronto se crean el Centro de Estudios Históricos —dirigido por Menéndez Pidal y con secciones dedicadas también a estudios arqueológicos, filológicos, artísticos y jurídicos—, el Instituto Nacional de Física y Química, la Academia Española en Roma, la Asociación de Laboratorios, el Instituto de Material Científico, el Patronato de Estudiantes en el Extranjero, la Residencia de Estudiantes —y su hermana pequeña: la Residencia de Señoritas—; toda una red institucional que permitirá remozar las disciplinas humanísticas al tiempo que alentar la investigación en el dominio de las ciencias físico-naturales.

Tanto, pues, en la estructura productiva como en la dinámica demográfica, o en el ámbito de la creación artística y científica o en el de la dinámica social, hay multiplicados signos de modernización, siendo también evidente la permeabilidad respecto a los movimientos y tendencias culturales prevalecientes en Europa. Casi todo —también la conflictividad creciente— revela vitalidad. La economía, desde luego, no es entonces la de un país estancado: crece sólo moderadamente —el promedio interanual del aumento de la renta por habitante se sitúa en torno al 1,1 por 100, un valor que, por cierto, en la Europa de la época no desentona— y con recurrentes fluctuaciones en el corto plazo con una distribución de la propiedad y de la renta que se ha hecho más desigual al compás de una modernización productiva focalizada en determinados territorios, sectores y empresas. Nada, en cualquier caso, que justifique hablar de una economía átona, sin pulso. Y probablemente las conflictivas tensiones sociales que en ella brotan y se multiplican obedecen más —aparte los factores causales que son comunes a todos los países en la turbulenta escena

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ideológica europea de entreguerras— a las expectativas de mejora individual y colectiva creadas por aquella vitalidad que al rechazo de una situación sin oportunidades de movilidad social.

La guerra civil y sus duraderas secuelas marcarán una interrupción en la línea de crecimiento económico y cambio estructural que, aún con muchos altibajos, ha prevalecido durante las décadas precedentes. Sólo más tarde, entrado ya el decenio de 1950, el empuje expansivo cobra protagonismo, ganando en velocidad lo que pierde en gradualismo, como a la búsqueda del tiempo y de las oportunidades que han hecho perder el enfrentamiento militar y civil y la implantación del régimen dictatorial. Es el turno del franquismo: la modernización fuera de Europa. La trayectoria de la modernización económica tendrá, por consiguiente, el perfil de una “línea quebrada”.

De hecho, habrán de pasar entre dos y tres lustros, una vez terminada la guerra civil, para que se recuperen los niveles de vida de preguerra, en contraste con el rápido proceso de reconstrucción de los países europeos beligerantes durante la conflagración mundial. Francia, como Holanda y la República Federal Alemana, ya ha igualado en 1948 el nivel de renta más alto que alcanzara antes de la II Guerra Mundial; Bélgica lo conseguirá un año después, en 1949; Austria, en 1950, siendo la economía del Reino Unido la que más rápidamente concluye el proceso de reconstrucción, propiamente dicho, en apenas unos meses tras el término de las operaciones bélicas en suelo europeo. Además, el corte brusco —guerra y posguerra— de la senda de transformaciones iniciada medio siglo antes, provocará adicionalmente movimientos involutivos en sentido contrario al proceso modernizador en curso: así, en lo referente a los trasvases de población del campo a las ciudades, en lo que concierne al equipamiento y a los procedimientos técnicos de fabricación en numerosas industrias, o en lo relativo a los hábitos alimentarios.

Con la guerra y el primer franquismo se colapsa, en definitiva, el curso histórico de modernización iniciado largos decenios atrás. Y la rapidez posterior, en los años cincuenta y sesenta, con que se alcanzan el nivel de vida y los cambios estructurales, invita a pensar en el ritmo torrencial con que discurre una corriente de agua forzadamente represada durante un tiempo dilatado. Las distintas etapas de ese régimen dictatorial quedan así sugeridas.

Tres son básicamente las que cabe entresacar del conjunto que forman los siete holgados lustros que arrancan del final de la guerra civil y concluyen con la muerte de Franco. La primera se extiende a lo largo de toda la década de 1940. Es el decenio más sombrío, también en lo económico, de la historia española contemporánea, una especie de duro y largo epílogo del enfrentamiento civil. Al país, quebrantado moralmente, le costará mucho alejar el espectro del estancamiento económico, de la penuria, de la escasez: tanto como se hace esperar, ya iniciados los años cincuenta, la supresión de las cartillas de racionamiento, triste expresión —como lo son también, en su ámbito, las licencias de importación— de todo un ambiente económico, de toda una época. Ésa en la que el tiempo parece que se ha detenido, bloqueados los cambios en la estructura económica y social que venían apreciándose. Estancamiento y corte de movimientos modernizadores incluso durante la segunda mitad del decenio, cuando el aislamiento y el intervencionismo alcancen en España su punto álgido y la represión justifique que se señale como «trienio del terror» al comprendido entre 1947 y 1949. Un ir contra corriente, en el sentido contrario de los movimientos de los países europeos occidentales que, enfrentados bélicamente hasta 1945, pronto se comprometerán en objetivos comunes de cooperación supranacional y paulatina liberalización.

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La segunda etapa comprende los años cincuenta hasta la encrucijada de los meses centrales de 1959, cuando se opta, con más resolución que en intentos anteriores, y ante la bancarrota que amenaza el poco crédito exterior de España, por eliminar algunos de los principales obstáculos que impedían el pleno aprovechamiento del viento a favor del fuerte desarrollo de las economías atlánticas. Es una opción que se elige ciertamente in extremis, aunque no deje de ser la culminación de toda una serie de amagos que en la misma dirección se han sucedido previamente sin programado escalonamiento, al compás de circunstancias casi siempre ajenas a las previsiones del propio régimen. Como fuere, a partir del comienzo de los cincuenta se entra ya en una etapa de intenso crecimiento económico, con una tasa media interanual del 3,8 por 100.

La tercera etapa, en fin, es la de “los años sesenta”, sobreentendiendo que éstos abarcan no sólo esa década sino también el primer quinquenio de la siguiente. Es cierto que el auge excepcional durante ese tiempo en términos de promedio (¡un 6,7 por 100 de crecimiento anual de la renta por habitante!) está por encima del que se registra en 1974 y, mucho más, en 1975, cuando cae abruptamente, por lo que cabría adelantar la frontera terminal de esta tercera etapa, la del desarrollismo, hasta hacerla coincidir con el final de 1973 cuando la muerte de Carrero Blanco desata la crisis postrera del régimen dictatorial, superponiéndose a los primeros indicios de la crisis económica que va a sacudir durante el resto del decenio a la economía internacional. Pero, sin forzar la realidad, también puede llevarse la tercera etapa hasta el ejercicio de 1975, incluido éste. Quince años, en suma, de alto crecimiento económico que alienta, incluso, ciertos movimientos aperturistas en la escena política del franquismo —incluida la solicitud en 1962 a la Comunidad Económica Europea de conversaciones con miras a alguna fórmula de asociación—, si bien el régimen no podrá disimular el agarrotamiento institucional que acompaña al declive físico del dictador —recortando con ello posiblemente potencialidades de expansión aún mayores que las aprovechadas—, concluyendo finalmente en sucesivas declaraciones de estado de excepción y en ejecución de penas capitales.

La transición a la democracia marcará otro punto y aparte en el acontecer de lo que aquí se esquematiza. Es a partir de entonces cuando se dan los pasos más fructíferos en el proceso de modernización económica. Algo más de seis lustros, desde el final del franquismo, que tienen en la Constitución de 1978 su referencia cardinal. Libertad y expansión económica, ahora sí, se han entrelazado y reforzado conjuntamente. Y el mejoramiento del nivel de vida ha coincidido con la participación en la tarea de construir la Unión Europea: prosperidad y europeización se han hecho equivalentes. Modernización dentro de Europa.

A su espalda queda esa línea quebrada del crecimiento antes glosada. Pero, aunque demorado, este tiempo de democracia ha acabado por presentar un balance exitoso en cuanto a modernización económica; excelente en más de un concepto.

El crecimiento de la economía española se ha situado por encima del promedio de los otros países europeos con los que, desde mediada la década de 1980, comparte las responsabilidades de la unión económica y monetaria, con un recorte notable de la ventaja que aún conservan los más grandes. La creación de empleo, desde 1996 y hasta el término de 2007, ha sido excepcionalmente fuerte: cerca de siete millones de nuevos puestos de trabajo, más de cuatro de ellos ocupados por mujeres, alcanzando por primera vez la tasa de actividad en España los niveles medios europeos. Se ha ganado cohesión social, con un extenso Estado de Bienestar erigido, a partir de modestos

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cimientos, en apenas dos décadas después del franquismo. Las infraestructuras técnicas y los equipamientos sociales —educativos, sanitarios, recreativos— han sido objeto de renovación y ampliación sustanciales.

La España democrática ha conocido, en suma, un considerable acercamiento a las economías europeas avanzadas (más de 10 puntos porcentuales desde 1975). No las ha alcanzado, pero sí ha conseguido aproximarse. Un nuevo importante recorte de distancias que resulta especialmente llamativo —sobre el también notorio logrado en los 60— porque ahora, entre 2006 y 2007, la renta por habitante española ya ha conseguido ponerse al nivel de la italiana, con la previsión de que ese emparejamiento se resolverá con claridad a favor de España (como, de hecho, registran los datos correspondientes a 2008). No sólo cercanía, pues, adelantamiento también: un sorpasso, por decirlo al modo que los italianos en la década de los años noventa pudieron saludar —por poco tiempo, es cierto— el que su renta media por habitante sobrepasara a la del Reino Unido.

Sorpasso español (cuadro 1 y gráfico 1). La buena conjugación de modernización económica y régimen de libertades en la España que deja atrás la dictadura. El buen aprovechamiento de las ayudas materiales —fondos estructurales y de cohesión— y de los resortes intangibles —activando iniciativas y esfuerzos— que la Europa unida ha aportado al crecimiento económico de España. Lo cual no supone, desde luego, restar merecimientos: la economía española ha aprovechado mejor que la griega o la portuguesa el caudaloso flujo de recursos que la Europa comunitaria ha vertido sobre los países que se adhirieron en los años setenta y ochenta con bajos niveles de renta comparados. Los datos del cuadro 1 son elocuentes: aunque lejos del salto gigantesco que ha protagonizado Irlanda, que ha pasado de ser el país más pobre de los adheridos, cuando en 1972 se integra en la Comunidad Europea, a situarse en las posiciones de cabeza, la renta per cápita española ha ganado entre 1985 —entonces se firman los respectivos Tratados de Adhesión de España y Portugal, seis años después de haberse firmado el de Grecia— y 2007 algo más de 21 puntos respecto del promedio de los 15 Estados más prósperos de la Unión, casi el doble que Portugal, siendo aún mayor la ventaja sobre Grecia. Buena respuesta española, pues, a los estímulos recibidos.

Gráfico 1PIB per cápita a precios corrientes de mercado 1975-2006

(en PPC, UE 15=100)

Fuente: European Economy, Eurostat

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1975 1985 1995 2006

ESPAÑA

ITALIA

PORTUGAL

GRECIA

IRLANDA

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Cuadro 1PIB per cápita a precios corrientes de mercado en tres períodos:1995-06, 1985-06, 1975-06

Años ESPAÑA ITALIA PORTUGAL GRECIA IRLANDA

1975 80,9 94,2 57,2 85,7 66,2

1985 71,8 102,2 57 79 68,8

1995 78,8 105,6 68,1 69,9 88,7

2006 91,2 92,3 66,3 86,2 127,2

2006-1995 12,4 -13,3 -1,8 16,3 38,5

2006-1985 19,4 -9,9 9,3 7,2 58,4

2006-1975 10,3 -1,9 9,1 0,5 61Fuente: European Economy, Eurostat

En España, dicho de otra forma, la interacción entre democracia y capacidad de expansión y cambio de la economía ha resultado más fructífera que en esas otras naciones del sur de Europa que también conocieran regímenes dictatoriales hasta no mucho antes de su integración europea. La democracia ha sido un marco idóneo para el crecimiento económico, una buena aliada de la modernización económica; la libertad ha potenciado la creatividad de individuos y grupos sociales, ha enriquecido el capital social y el conjunto de instituciones civiles que sustentan el tejido productivo, alentando la búsqueda de soluciones negociadas.

A su vez, la economía española, con la activación de capacidades antes adormecidas o subutilizadas, ha coadyuvado a asentar la democracia, revelándose aquélla más capaz de lo que muchos creían, sorprendiendo a casi todos al conseguir, primero, la asimilación de los impactos de la crisis de los años setenta, luego, la adhesión al espacio comunitario europeo con las consecuentes exigencias competitivas; más tarde, el puntual cumplimiento de los deberes de equilibrio macroeconómico impuestos por los criterios de convergencia nominal para participar en la puesta a punto de la moneda única, el euro, y por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento europeo.

Tres ciclos económicos y un logrado cambio de siglo

Convendrá, empero, demorarse algo en los tramos diferenciados que una mirada más de cerca capta en esa provechosa etapa de modernización dentro de Europa que en España se despliega con la democracia. Pues es verdad que los tres holgados decenios por los que se extiende tienen marcadas líneas de continuidad, particularmente las proporcionadas por la coincidencia en una serie de objetivos fundamentales: primero, la corrección de los desequilibrios macroeconómicos y el ajuste industrial; después, la extensión de las estructuras del bienestar y la entrada en el club comunitario europeo; posteriormente, la consecución de la estabilidad suficiente para participar desde primera hora en la creación del euro. Pero también es cierto que el calendario político y el comportamiento cíclico de la economía ofrecen una sucesión de etapas distintas, fácilmente identificables. Es lo mismo que se deduce al considerar cómo el valor medio anual alcanzado por el crecimiento del producto por habitante entre 1975 y 2007 —un 2,2 por 100 acumulativo— esconde oscilaciones de cierta entidad, poniendo de manifiesto, entre otras cosas, el firme engarce de la economía con los mercados exteriores y la sintonía con los patrones de evolución económica de los demás países de la Unión Europea.

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Tres ciclos económicos de características significativamente dispares, en definitiva, pueden distinguirse en la evolución de la economía española desde el final de la dictadura. El primero recorre los años sin duda más difíciles: los años de la transición política, intensos, complejos, creativos. Es el ciclo de la transición. Como ya sucediera en la España del comienzo de los años treinta, hasta inspirar no pocos ejercicios de analogía histórica, dos circunstancias mutuamente condicionantes, un cambio de régimen político y una profunda crisis económica, volvieron a conjugarse a mediados del decenio de 1970 creando un clima de incertidumbre que subordinó algunas de las más urgentes decisiones económicas al albur de la coyuntura política. La inicial perturbación de oferta que supuso la brusca elevación del precio del crudo de petróleo, desde finales de 1973, y de otras materias primas, adquirió enseguida un efecto acumulativo, no sólo con la inmediata flexión a la baja de la demanda internacional y de los flujos de capital, sino también con la elevación de los costes salariales y la relajada utilización de las políticas monetaria y fiscal, al igual que la política energética.

No puede sorprender, por tanto, que esta crucial etapa, que llega prácticamente hasta la primera parte de 1984 —con el impacto, a la altura de 1979, de un segundo shock energético—, se saldara con un crecimiento medio de la renta por habitante muy moderado, sólo algo por encima del punto y medio porcentual, al tiempo que se agudizaban algunas tensiones macroeconómicas, con alzas de precios récord —la tasa de inflación de 1977 fue del 26 por 100— y una descontrolada evolución de las cuentas públicas. La crisis empresarial, crisis de beneficios y de inversión, que golpeó muy fuertemente al sector industrial y a la banca más vinculada a éste, dejará, como saldo añadido una pérdida de casi dos millones de empleos netos.

Años de crisis y ajuste, en síntesis, pero con aportaciones creativas que, desde el ámbito de la economía y de las relaciones industriales, acompañan a los pasajes más intensos de la transición a la democracia: es el significado que puede atribuirse al ánimo de concertación y acuerdo que, a partir de los Pactos de la Moncloa, nutre las negociaciones entre los agentes sociales; es el caso, también, de las políticas de saneamiento asumidas en esos mismos acuerdos, como es el caso, igualmente, de algunas de las piezas de la reforma institucional allí contempladas, desde la tributaria hasta la que comenzó a liberalizar el sector financiero.

Los efectos de la política correctora de desequilibrios y el positivo influjo de la integración europea, refrendada formalmente en junio de 1985, abren, en coincidencia con el favorable clima económico internacional de buena parte de los años ochenta, un segundo escenario de la economía española: el que acoge el nuevo ciclo decenal que puede rotularse de ciclo europeo con cuatro fases, a su vez, nítidamente dibujadas: primera, recuperación a lo largo de 1984 y parte de 1985; segunda, expansión hasta el final del decenio; tercera, desaceleración entre 1990 y 1992, disimulada en este último año con el empujón inversor que exigen los Juegos Olímpicos de Barcelona y la “Expo” sevillana; cuarta, la recesión que alcanza su nivel más bajo en 1993, tras las tormentas monetarias que sacuden a la Unión Europea a raíz de las dudas sobre la suerte del Tratado de Maastricht.

La fase expansiva de la segunda mitad de los años ochenta adquiere, en el contexto descrito, especial notoriedad, dado que desde tres lustros atrás no se registraban tan altas tasas de crecimiento, mantenidas además durante un largo cuatrienio. Una más que notable expansión —la renta por habitante en términos reales crecerá a ritmos superiores al 4 por 100 durante ese quinquenio, sobrepasando holgadamente el 3 por 100 como media entre 1985 y 1994—,

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impulsada, en parte, por la inversión extranjera y también por la ampliación del gasto público, con un alto ritmo de ejecución de obras públicas y de otras infraestructuras técnicas y sociales, a la vez que se universalizan prestaciones sociales básicas. Un ciclo que se cerrará, no obstante, con no pocos motivos de decepción, después de que el ejercicio de 1993 registrara un inequívoco proceso recesivo.

Lo que sigue, el tercer tramo diferenciado, salta sobre el límite del fin de siglo y de milenio, pudiéndose hablar, por eso, de ciclo del cambio de siglo. Es, de hecho, en el que se ha desenvuelto desde su creación Unicaja. Obligado será, por tanto, referirse a él con especial atención.

Señálese, ante todo, que con su notable duración —desde la aún titubeante recuperación de 1994 hasta la indisimulable fase recesiva que señala el final de 2008—, es un ciclo económico que vuelve a saltar, no sólo la convencional barrera intersecular, sino también, una vez más, las lindes del calendario político, ya que arranca del último gobierno del presidente González, recorre los dos mandatos del presidente Aznar, para adentrarse de lleno todavía en el segundo mandato sucesivo del presidente Rodríguez Zapatero. Casi tres quinquenios, con tres momentos políticos distintos.

Va a ser un ciclo dominado por la disciplina que exige y los alicientes que procura la incorporación de España a la unión monetaria continental, superando los criterios de “convergencia nominal”, primero, en mayo de 1998, y la puesta en circulación del euro, a partir de enero de 2002 con un balance global muy positivo en términos de estabilidad macroeconómica y de convergencia con Europa. El ciclo del cambio de siglo —o del euro, si se prefiere— se ha revelado propicio, en suma, tanto para la contención de los precios, el equilibrio presupuestario y la disminución de la deuda pública, en línea con las condiciones exigidas por el Tratado de Maastricht, como para que España siga recortando distancias respecto de los niveles medios de prosperidad de los otros grandes países de la Unión Europea.

Y es verdad que el ritmo de crecimiento, después de culminada la fase de recuperación, pierde fuerza al pasar el cabo del año 2000, aunque la recupere de nuevo luego al iniciarse el segundo lustro del siglo XXI, hasta que el cambio gradual de decorado en la economía internacional, desde el verano de 2007, acabe precipitando la desaceleración del ritmo de actividad productiva en la economía española a lo largo de 2008, con indicadores claramente recesivos al terminar este ejercicio —fuerte aumento del desempleo y descenso brusco del consumo y de la inversión son los más significativos—, que señalan el final del ciclo iniciado a mediados de la década anterior. Pero no por ello se debe dejar de subrayar los buenos registros obtenidos durante los siete primeros ejercicios del nuevo siglo, aunque con una pauta de crecimiento algo más moderada. Meritorio, en todo caso, pues así como la expansión del último tercio de los años noventa se produce en el marco del empuje que proviene de la economía de Estados Unidos, de los espectaculares avances de las tecnologías de la información y de la confianza general que suscita el proceso de unificación europea, el muy apreciable crecimiento de la economía española en el comienzo del nuevo siglo se ha visto acompañado de profundas conmociones a escala internacional, tanto políticas como económicas —señaladamente desde el 11 de septiembre de 2001—, con pérdida de empuje de economías con gran influencia sobre la española, como es la alemana.

En conjunto —dígase otra vez—, todavía a la altura del verano de 2008, el período que arranca de mediados los años noventa presentará buenas credenciales: un aumento medio de la renta por

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habitante que supera de nuevo el 3 por 100 interanual, un cuadro macroeconómico marcado por el equilibrio de las principales variables, crecimiento claramente superior al de la media de los socios europeos y mantenido clima de confianza de y entre los agentes económicos.

Por lo demás, el análisis comparado de la expansión ahí registrada con la de la segunda mitad de la década de 1980 y, aún, con la de los años sesenta, revela apreciables similitudes, junto con algunas particularidades igualmente destacables. En todas las ocasiones se consigue un amplio diferencial de crecimiento respecto al promedio europeo, aunque haya sido con declinantes incrementos de la productividad del trabajo en las dos últimas fases del auge; menores avances del producto por trabajador que son la contrapartida de las mayores tasas de creación de empleo, particularmente entre 1996 y 2007. Puede decirse también que el perfil cíclico de la economía española parece acomodarse cada vez más a los patrones europeos, y no tanto en lo que atañe a los ritmos cuanto en lo referido a los componentes de la demanda que alimentan el crecimiento. Desde la mitad del decenio de 1990, a diferencia del mayor protagonismo del sector público en los ciclos anteriores de crecimiento, han sido el consumo y la inversión privados —con la construcción y el mercado de la vivienda ocupando un lugar estelar—, los que han espoleado el incremento de la renta, junto con otro elemento muy indicativo del auge de la iniciativa privada, el dinamismo de las exportaciones —insuficiente, eso sí, para frenar un déficit en la balanza exterior que ha marcado un récord—, por no hablar de la colocación sin precedentes de capitales españoles en inversiones productivas en el exterior.

He aquí un rasgo que ha cobrado especial relevancia y que merece, por su trascendencia, ser subrayado: la internacionalización de las empresas españolas, muy amplia en el caso de las grandes compañías, pero también abordada resueltamente por otras muchas de dimensión más terciada. En contraste con lo sucedido en otras épocas, ahora la internacionalización económica de España no es meramente pasiva —esto es, de fuera hacia dentro, recibiendo capitales o importando del exterior—, sino activa, con gran presencia inversora de empresas españolas en otros mercados. Se ha dado así la no poco asombrosa circunstancia de que las inversiones directas de España en el exterior superen, desde 1997, las correspondientes entradas, convirtiendo a España en uno de los principales países emisores netos de capital: el tercero en volumen de recursos financieros invertidos fuera de sus fronteras en el ejercicio de 2006, sólo por detrás de Estados Unidos y Francia.

En resumen, tres son los grandes rótulos que han encabezado la política económica española desde la mitad del último decenio del siglo XX. Primero, la estabilidad económica, perseguida con renovado empeño con la ayuda de los criterios de «convergencia nominal» acordados en Maastricht, hasta adquirir consistencia propia, en línea con la hoy generalizada «cultura de la estabilidad» de las economías atlánticas. Segundo, la creación de empleo, a partir de sucesivas tandas de reforma de la legislación laboral; aumento de los puestos de trabajo pronto favorecido tanto por el crecimiento de la renta como por el clima de acuerdo prevaleciente entre los agentes sociales, si bien no quepa ignorar, visto desde el otro lado, que ha dejado muy poco margen para las ganancias de productividad; muy alto crecimiento del empleo hasta el comienzo de 2008, que ha atraído un caudaloso flujo inmigratorio, elevando el porcentaje de extranjeros sobre la población empadronada por encima del 10 por 100. Y, tercero, la combinación de una decidida política de privatizaciones con otra menos enérgica de liberalización económica, que ha llevado, con la ayuda de fusiones y acuerdos empresariales, a una notable concentración de los grupos de poder económico.

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La fase recesiva con la que termina 2008, por lo demás, acaba delineando con nitidez los contornos propios del ciclo del cambio de siglo, abocado definitivamente a encarar su última vuelta. La última vuelta del camino —por decirlo con un título barojiano— que anuncian la crisis inmobiliaria y la crisis industrial, el aumento del paro y la reducción del consumo, el recorte de los beneficios empresariales y la disminución de la inversión: hechos e indicadores expresivos de un final de ciclo en la economía española, en un contexto internacional que a su vez está conociendo la crisis económica más aguda desde la II Guerra Mundial.

Tres líneas de cambio estructural

Para mejor interpretar y valorar todo lo que antecede, siguiendo un eje temporal, conviene reparar ahora en el eje que se fija en los surcos o líneas que trazan las transformaciones más significativas registradas en el curso evolutivo descrito. Como se sabe, el crecimiento económico moderno, en la aceptación de Kuznets, supone un aumento sostenido de la renta per cápita, al tiempo que lo hace la población, tal como ha sucedido en la España contemporánea; pero este proceso también implica toda una serie de cambios estructurales de corte modernizador, a modo de obligados acompañantes del crecimiento cuando éste alcanza altos y mantenidos avances. Son también los que se han dado en España. La aceleración máxima del crecimiento español se produce, ciertamente, durante y a lo largo del tercer cuarto del siglo. Luego, con la democracia, la economía española consigue no sólo sostener un aumento apreciable de la renta por habitante, sino también ahondar, en bastantes casos más deprisa que durante los decenios anteriores, en los surcos de las transformaciones estructurales: quizá porque las nuevas pautas culturales, sociales y políticas prevalecientes con la democracia facilitan y estimulan cambios profundos en la estructura económica.

Bajo tres rúbricas principales pueden enunciarse esos grandes cambios que resumen la evolución de la economía española en el siglo XX, particularmente a lo largo de toda su segunda mitad:

1º. Primero, la desagrarización, esto es, el tránsito de una economía agraria y rural, a comienzos del siglo XX y hasta bien entrado éste, a otra industrial y urbana, y crecientemente terciarizada. El cambio ha sido de un alcance difícil de exagerar, porque ha afectado a muchos planos de la estructura económica y de la organización social: desde las relaciones productivas intersectoriales hasta las pautas culturales y sociales que han promovido la creciente incorporación de la mujer al mercado de trabajo, propiamente dicho. Un cambio sustancial en suma: si la población activa agraria representaba todavía casi el 70 por 100 del total en la España de 1900, al inicio del siglo XXI apenas supone ya el 5 por 100 (gráfico 2).

Otros indicadores –caída del peso del sector agrario en el valor de todo lo producido y en el conjunto de las exportaciones de bienes– también son significativos, pero baste ahora con ése, tan expresivo, de la merma de la España campesina a través de la disminución de quienes en ella trabajan. No es que durante las primeras fases de la industrialización, en el curso del ochocientos, no se produzcan trasvases de población al compás del surgimiento de nuevas oportunidades de vida y trabajo en los núcleos urbanos y los centros fabriles; es que durante el siglo XX el fenómeno alcanza tonos mucho más altos, hasta ser definitorios.

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El proceso de modernización en la España contemporánea

Gráfico 2

Estructura sectorial del empleo en España 1877-2007 (en porcentajes)

Fuentes: Elaborado, desde 1900, con las series de J. Alcaide (2000), 1900-2000. Historia de un esfuerzo colectivo, vol. II, Planeta, enlazadas, a partir de 1970, con las de la Encuesta de Población Activa, INE. Hasta 1900 se han interpolado los datos censales de 1877 y 1887.

Por lo demás, ha sido en la segunda mitad del novecientos cuando la desagrarización, así entendida, se consuma con una rapidez extrema, tanto en relación con los ritmos más pausados del primer tercio del siglo –interrumpidos en los años de guerra y en los primeros de la posguerra– como en comparación con otros países europeos: la caída de la población activa agraria de un 50 a un 25 por 100 del total consume en Francia casi tres cuartos de siglo, media centuria en Alemania y un tercio de siglo en Italia, mientras que en España apenas necesita veinte años, los que transcurren desde comienzos de la década de 1950 a los primeros años setenta. En contrapartida, el siglo XXI se inicia en España –como en la mayor parte de los países europeos occidentales– con una estructura productiva basculada ya del todo hacia la actividad industrial (un tercio de la producción, si se incluye en ella la construcción, tan pujante en los últimos años) y los servicios (por encima del 60 por 100), dejando para el sector agrario una mínima participación, en torno del 3 por 100. Sector agrario que ha conocido, en todo caso, y como el resto de los sectores, una radical transformación interna –la crisis de la agricultura tradicional deja paso a otra más moderna y productiva–, acelerada, en este caso, desde la entrada de España en la Unión Europea y en su Política Agrícola Común.

2º. En segundo lugar, está el proceso de apertura económica en su doble y casi inseparable acepción: interior, en forma de liberalización y flexibilización de resortes intervencionistas, dando primacía al mercado, y exterior, combatiendo las pulsiones aislacionistas y el vivir a espaldas de los mercados exteriores para insertar la economía española en las relaciones económicas internacionales. En este frente, los avances no han sido ni fáciles ni tempranos, ni tampoco continuados. Por lo pronto, el siglo XIX desemboca en un mar de demandas protectoras por parte de una agricultura cerealista en crisis y de los principales sectores industriales periféricos, esto es, industria textil, industria siderúrgica y minería del carbón; un mar que no dejará de ensanchar sus orillas y elevar el nivel de sus aguas durante toda la primera mitad del novecientos, con la protección

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y el intervencionismo dominando la escena. Más todavía, el señuelo del autoabastecimiento –la Autarquía con mayúsculas que señalara Estapé– se cultivará con especial mimo cuando, en la posguerra, el dirigismo económico no encuentre apenas límites. Pero luego todo va a cambiar con viveza, aprisa, poniéndose rumbo hacia la flexibilización y la desregulación, así como hacia la apertura económica, la integración en Europa y la internacionalización.

También, en definitiva, los últimos decenios del siglo XX y los primeros compases del actual han sido determinantes en este punto, al compás de los movimientos en igual dirección del resto de los países europeos occidentales. El indicador que aquí puede mostrarse (gráfico 3) es el que mide el grado de apertura exterior de la economía española, a través de la fracción que exportaciones más importaciones de mercancías representan dentro de la renta nacional. Y es también muy expresivo: si durante el primer tercio del siglo XX nunca se sobrepasa el 25 por 100, cayendo en la anteguerra civil hasta un 12 por 100 –en el fragor de la contracción del mercado internacional que provoca la Gran Depresión–, y a menos de la mitad de este último porcentaje en la inmediata posguerra, desde los años sesenta el crecimiento será muy notable, situándose por encima del 40 por 100 en los últimos años del siglo (y cerca del 60 por 100 si se incluye en el cómputo el cada vez más importante comercio exterior de servicios). El siglo XX concluyó, en verdad, con un grado de inserción de la economía española en la internacional nunca antes logrado en la época contemporánea, y menos en su condición de gran emisora neta de flujos de inversión; una muy amplia y creciente interrelación con el exterior de la que, en los últimos lustros de la centuria, es reflejo y causa, a un tiempo, la notoria capacidad participativa de España en la construcción de la unidad europea.

Gráfico 3Apertura exterior y saldo comercial y corriente de la economía española 1869 - 2007

(en porcentajes del PIB)

Fuentes: Elaborado con los datos de J. M.ª Serrano Sanz (1997), «Sector exterior y desarrollo en la economía española contemporánea», Papeles de Economía Española, núm. 73, enlazados, desde 1970, con los de la Contabilidad Nacional de España. Para la serie desde 1960 de coeficientes de apertura externa, incluyendo bienes y servicios, y de saldo exterior por cuenta corriente, los datos proceden de European Economy, Eurostat.

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Saldo corriente: saldo de bienes y servicios, rentas y transferencias corrientes, como porcentaje del PIB.

Coeficiente de apertura externa: exportaciones más importaciones de bienes, como porcentaje del PIB.

Saldo comercial: diferencia entre exportaciones e importaciones de bienes, como porcentaje del PIB.

Coeficiente de apertura externa, incluyendo bienes y servicios.

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El proceso de modernización en la España contemporánea

He aquí un rasgo de transformación estructural del sector exterior de la economía española que no puede dejar de enfatizarse por revelador de la madurez alcanzada por ésta: la espectacular evolución de los flujos de inversión directa, y tanto si se consideran los capitales foráneos que recibe España, como si contempla la adquisición de activos exteriores por parte de las empresas españolas. En el primer caso, la segunda mitad del decenio de 1980, tras la entrada de España en la Europa unida, marcará un hito, con una oleada de capitales extranjeros que empequeñece, por su muy elevada cuantía –que en algunos ejercicios representó un holgado 10 por 100 del total de los recibidos por las economías desarrolladas– las que se registraron durante los años sesenta. Por su parte, la inversión española directa en el exterior desde los años noventa brinda todo un acontecimiento, cambiando España su tradicional posición de receptora por otra de emisora de capitales, en términos netos, reflejo de una fuerte internacionalización de las empresas españolas (gráfico 4).

Gráfico 4

Evolución de los flujos de inversión directa neta en España en términos del PIB 1985 - 2006

(porcentajes)

Nota: Se excluyen los flujos de intermediación, no ligados al sistema productivo nacional, es decir los realizados mediante las Entidades tenedoras de valores extrajeros pertenecientes a no residentes.Fuentes: Carlos M. Fernández - Otheo. Elaboración propia con datos del INE y Banco de España, Balance de pagos de España.

Internacionalización: toma de posiciones en la economía globalizada de nuestro tiempo. En apenas tres quinquenios, a partir del comienzo de los años noventa, efectivamente, las empresas españolas –con las energéticas y las bancarias a la cabeza– han hecho gala de una capacidad no poco extraordinaria de iniciativa y de gestión, de determinación y de saber hacer. Sin duda, todo un formidable ejercicio de extraversión empresarial, en el que han participado muchos centenares de firmas y que ha convertido a España en país emisor neto de capitales, accediendo a la elite de los principales países inversores del mundo. Una internacionalización que, primero, se ha afirmado en Iberoamérica –verdadera escuela para los empresarios españoles en ese cometido, que han aprovechado las ventajas de un condominio lingüístico que reúne a más de cuatrocientos millones de hablantes en una veintena de países y doce millones de kilómetros cuadrados–, pero que después ha ampliado el espectro de su irradiación hacia Europa entera, América del Norte y, paso a paso, hacia Asia, al compás de una también mayor diversificación de firmas y actividades productivas. Todo un signo de empuje económico y dinamismo gestor en el complejo orbe económico mundializado.

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3º. Tercero, debe subrayarse la creación, con todas las limitaciones y disfunciones que se quiera, pero innegable, de un Estado del bienestar, fruto, entre otros factores, de la ampliación de las funciones económicas y sociales acometidas a través del Presupuesto. Cambio éste que ha sido, sin duda, el último en el tiempo de los tres aquí considerados, y sólo acelerado con el régimen democrático que sanciona la Constitución de 1978: también la ampliación de las denominadas estructuras del bienestar es consustancial al compromiso con la democracia en los países europeos occidentales después de la Segunda Guerra Mundial.

Los datos son aquí igualmente expresivos. A comienzos del siglo XX, el gasto público del Estado –concentrado, por entonces, en el escalón de la Administración Central– representaba un exiguo 10 por 100 de la renta nacional de España, y más de medio siglo después, hacia 1960, apenas si había progresado algunos puntos en ese porcentaje, cuando en Francia o Gran Bretaña, sobre niveles de renta mucho más altos, superaba el 30 por 100, y lo rondaba en Italia. Todavía al inicio de la transición democrática no alcanzaba, contando ya el gasto de todas las Administraciones Públicas, siquiera un cuarto de la renta nacional. En acusado contraste, sólo dos décadas después, mediado el decenio de 1990, representaba casi el 50 por 100 (gráfico 5), en el mismo orden de magnitud que el promedio de los países europeos; aunque, como éstos, cerró el siglo –e inició el nuevo– moderando el crecimiento del gasto.

Gráfico 5

Gasto público y saldo presupuestario en España, 1860 - 2007

(en porcentajes sobre el PIB)

Fuentes: Gasto del Estado sobre el PIB: elaborado con las series de F. Comín (2005) –gasto del Estado– y de L. Prados de la Escosura (2005) –PIB a precios de mercado–, ambas contenidas en las Estadísticas Históricas de España. Siglos XIX-XX, Fundación BBVA. Gasto total de las Administraciones Públicas sobre el PIB: elaborado con las series de J. Alcaide (2000), op. cit., enlazadas, a partir de 1970, con las de European Economy, Eurostat.

A su vez, los gastos económicos y sociales dentro del Presupuesto, los más característicos del Estado asistencial, han ganado proporción en el total, permitiendo, sobre todo en la España democrática de los últimos decenios del siglo XX, la construcción de infraestructuras y equipamientos colectivos y la extensión de servicios de marcado carácter social. Como resultado, otros dos cambios estructurales básicos se han consolidado en el último tramo del siglo. Uno, la mayor equidad en la distribución de la renta, en particular desde la óptica personal o familiar,

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El proceso de modernización en la España contemporánea

pero también entre regiones, aunque haya sido en parte el espejismo que ha acompañado al despoblamiento de algunas. Otro, dejando en este caso atrás el pavoroso analfabetismo (cercano al 50 por 100) de finales del ochocientos, la mayor formación educativa, en general, y profesional, en particular, con unos porcentajes de estudiantes universitarios en la España actual –fruto de un esfuerzo presupuestario que hasta fechas recientes ha correspondido casi exclusivamente al Estado– que están entre los primeros de todos los países industrializados (el gráfico 6 refleja vivamente esa mejora, acelerada a lo largo de las últimas décadas, en la cualificación del capital humano en España a través de la evolución del número absoluto de alumnos de enseñanza superior: el declinar posterior a 2000 tiene que ver con factores demográficos, no con una tasa de escolarización superior creciente y situada ya en torno del 25 por 100). Un solo dato quizá resuma mejor que cualquier otro este progreso secular: el número de estudiantes de doctorado –una exigua parte del total– duplica hoy el de todos los estudiantes universitarios durante la Segunda República, en cualquiera de los cursos académicos que se suceden entre 1931 y 1936.

Gráfico 6Estudiantes de enseñanza superior en España, 1858 - 2006

Nota: Número de estudiantes en Facultades de Ingenierías Superiores. No se incluyen las enseñanzas técnicas y profesionales.Fuentes: Elaborado con las series de C. E. Nuñez (2005),en Estadísticas Historia de España Siglo XIX - XX, enlazadas, desde 1999, con los datos de la Estadística de Enseñanza Universitaria del INE.

Epílogo: los retos de un tiempo nuevo

La profunda crisis económica internacional que despide al primer decenio del nuevo siglo señala, no sólo un final de ciclo, sino también un tiempo nuevo en muy distintos órdenes a escala mundial. La crisis financiera, doblada pronto en crisis de la economía real, a la vez que extiende su alcance geográfico, decanta situaciones y comportamientos que marcarán un antes y un después. Junto al desplazamiento del centro de gravedad del poder mundial como consecuencia del empuje de economías “emergentes”, se multiplican intervenciones de los gobiernos y de los bancos centrales de inusitada envergadura, mientras se trata de poner coto a la impunidad de conductas indeseables de unos u otros actores económicos. Tiempo de cambio, tiempo nuevo.

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También para la economía española —ya se ha dicho— con el final del ciclo de crecimiento que ha protagonizado el tránsito intersecular se abre una etapa con sus propios grandes desafíos.

Cuatro son fácilmente identificables. El primero —que, en cierto modo, implica a todos los demás— es el de ganar competitividad. En los años más recientes de expansión económica, apenas se ha mejorado en competitividad. Por tamaño del PIB, España ya ha alcanzado a situarse entre las diez primeras economías del mundo, pero en términos comparados de competitividad apenas consigue bajar de la trigésima posición. El peso relativamente grande en la estructura económica española de sectores industriales maduros, de la industria de la construcción y de servicios intensivos en trabajo y carácter estacional, impone límites severos a las ganancias de competitividad, distorsionando, a la vez, la estructura del mercado laboral, aquejado de un grado de temporalidad excepcionalmente alto. Un giro estratégico que impulse éstas resulta ahora crucial. Y en una economía globalizada, sólo la combinación de tres factores hace posible tal quiebro: capital humano, capital tecnológico, capital comercial. Mejorar las dotaciones de todos ellos no será fácil en el paisaje de crisis ahora dominante, pero no se conoce fórmula alternativa, no hay otro camino.

A la educación, por eso mismo, ha de dársele máxima y sostenida prioridad, pues tan cierto es que constituye requisito indispensable para obtener incrementos duraderos de la competitividad, como que sus efectos beneficiosos sólo a medio plazo vierten todo su caudal sobre el sistema productivo. La situación española es también en este terreno claramente defectiva: un nivel de “fracaso escolar” que dobla el de la Unión Europea; endémica debilidad de la formación profesional; acentuada compartimentación del mapa universitario, que recorta de facto las posibilidades de movilidad de estudiantes y profesores; mantenido alejamiento entre centros de investigación y empresas; escaso esfuerzo inversor comparado en I+D+i, retraso relativo en la incorporación a la sociedad del conocimiento. Un desafío indemorable para la economía, pero también para la democracia española, pues educación es también civilidad, esa sustancia de que se nutren las sociedades abiertas para poder seguir siéndolo. La suerte no está echada: en economía, el porvenir, hoy más que nunca antes, lo forjan las aptitudes, destrezas y capacidades profesionales de la población activa; y en las sociedades libres, el conjunto de comportamientos y actitudes que alientan la creatividad y las facultades críticas de hombres y mujeres. Educación, prioridad permanente.

Cohesión social y calidad institucional son, en fin, los otros dos soportes desde los que encarar los desafíos de un tiempo en que la globalización hace el mundo más plano. En España, la cohesión ganada con la urdimbre que aportan las estructuras del bienestar afronta ahora la prueba del caudaloso flujo inmigratorio —ya se ha señalado— desde la segunda mitad del decenio de 1990: en apenas diez años, la población extranjera residente ha pasado de no alcanzar un 2 por 100 a situarse en torno al 12 por 100, una escalada sin apenas parangón. Un flujo acrecido y, además, muy diversificado, tanto por países de procedencia, razas y culturas de los inmigrantes, como por las condiciones materiales mismas de arribada. Y si la capacidad para acoger e integrar a la población emigrante siempre revela la consistencia del tejido cívico y del humus social de la democracia que es la tolerancia, mucha más fuerza expresiva adquiere en etapas de crisis y cambio, exigiendo mayor esfuerzo solidario del sistema de protección social y de las conductas de unos y otros individuos. Recorrer el difícil tiempo que llega sin perder cohesión social: otro reto no menor, ciertamente.

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El proceso de modernización en la España contemporánea

Como tampoco lo es, en fin, el de la calidad institucional, en parte resultante, en parte condición asimismo de todo lo anterior. Esa calidad institucional —desde la administración de justicia a las tareas de regulación— que es consustancial para facilitar las transacciones y toda la vida mercantil, para incentivar la innovación y para estimular la creación de valor; la calidad institucional que es lo contrario de corrupción, pero también de ineficiencia. La calidad institucional que rima con transparencia en la actuación de las administraciones públicas y con responsabilidad social de empresas y corporaciones. La calidad institucional que es distintivo de las economías más avanzadas y las democracias más robustas.

Cuatro retos para un tiempo nuevo, en suma. Cuatro retos que, por lo demás, encaran también hoy, con acentos particulares en cada caso, los países iberoamericanos, y América Latina toda.

Bibliografía

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Los autores

José Antonio AlonsoDoctor en Ciencias Económicas. Diplomado en Desarrollo por la Cepal y en Econometría Superior por el Banco de España. Profesor de Economía Aplicada en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Complutense de Madrid. Es además director del Instituto Complutense de Estudios Internacionales (ICEI), e investigador del proyecto “El valor económico del español” de Fundación Telefónica.

Ana WortmanInvestigadora del Instituto Gino Germani. Socióloga de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y magíster en Ciencias Sociales, FLACSO-Buenos Aires. Doctoranda de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Profesora e investigadora de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y profesora de la Maestría en Desarrollo y Cultura de la Universidad Tecnológica de Bolívar.

Ignacio Abello TrujilloAbogado de la Universidad Externado de Colombia. Filósofo de la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica) y Ph.D. en Filosofía por la misma universidad. Es actualmente profesor titular de la Universidad de los Andes (Bogotá), y de la Maestría en Desarrollo y Cultura de la Universidad Tecnológica de Bolívar.

José Luis García DelgadoLicenciado en Derecho y Ciencias Económicas. Ha sido rector de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (1995-2005) y actualmente es profesor de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Es también director y coautor de una obra con vocación didáctica: Lecciones de economía española. Fundador de las revistas Investigaciones Económicas (1976), Revista de Economía (1989) y Revista de Economía Aplicada (1993). Actualmente es el director del proyecto de investigación “El valor económico del español” de la Fundación Telefónica (España). Profesor de la Maestría en Desarrollo y Cultura de la Universidad Tecnológica de Bolívar.