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En el vértigo de la historia, tres mujeres entrecruzan sus destinos. Irina Gránina, bióloga rusa, no sólo contempla el derrumbe del comunismo, sino el de todo su pasado, y se enfrenta a la rebeldía de su hija, primera víctima del triun- fo del capital. En el otro extremo del mundo, Jennifer Moore, alta funcionaria del Fondo Monetario Interna- cional, responsable del programa de ajuste económico de la nueva Rusia, lidia por igual con su ambicioso marido y con su hermana Allison, su exacto reverso, activista anti- globalización. Y por último Éva Halász, genio de la infor- mática, empeñada en descubrir los secretos de la inte- ligencia pero siempre torturada por sus cambios de ánimo y sus múltiples y cada vez más celosos amantes. Novela científica, relato detectivesco, suma de gé- neros, No será la Tierra explora los episodios más dramáti- cos de la historia reciente, la caída del Muro de Berlín, el golpe de estado contra Gorbachov, y los logros más in- teresantes de nuestro tiempo, como el Proyecto Genoma Humano, pero por encima de todo esta novela de Jorge Volpi representa una fascinante exploración de la avaricia y el desencanto, la pasión y el olvido que dominan a nues- tra especie.

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Page 1: En el vértigo de la historia, tres mujeres entrecruzan sus ... · de los meteoros, confundían las columnas de humo con pruebas de artillería o la celebración de una victo-ria

En el vértigo de la historia, tres mujeres entrecruzan sus destinos.

Irina Gránina, bióloga rusa, no sólo contempla elderrumbe del comunismo, sino el de todo su pasado, y seenfrenta a la rebeldía de su hija, primera víctima del triun-fo del capital. En el otro extremo del mundo, JenniferMoore, alta funcionaria del Fondo Monetario Interna-cional, responsable del programa de ajuste económico dela nueva Rusia, lidia por igual con su ambicioso marido ycon su hermana Allison, su exacto reverso, activista anti-globalización. Y por último Éva Halász, genio de la infor-mática, empeñada en descubrir los secretos de la inte-ligencia pero siempre torturada por sus cambios de ánimoy sus múltiples y cada vez más celosos amantes.

Novela científica, relato detectivesco, suma de gé-neros, No será la Tierra explora los episodios más dramáti-cos de la historia reciente, la caída del Muro de Berlín, elgolpe de estado contra Gorbachov, y los logros más in-teresantes de nuestro tiempo, como el Proyecto GenomaHumano, pero por encima de todo esta novela de JorgeVolpi representa una fascinante exploración de la avariciay el desencanto, la pasión y el olvido que dominan a nues-tra especie.

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Así comienza la nuevanovela de Jorge Volpi

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Basta de podredumbre, aulló Anatoli Diá-tlov. La alarma se encendió a la una veintinueve dela mañana. Desplazándose a trescientos mil kilóme-tros por segundo, los fotones traspasaron la pantalla(el polvo la volvía color ladrillo), atravesaron el airesaturado a cigarros turcos y, siguiendo una trayecto-ria rectilínea a través de la sala de controles, se preci-pitaron en sus pupilas poco antes de que el zumbidode una sirena, a sólo mil doscientos treinta y cincokilómetros por hora, llegase hasta sus tímpanos. In-capaz de distinguir los dos estímulos, sus neuronasprodujeron un torbellino eléctrico que se extendió alo largo de su cuerpo. Mientras sus ojos se concen-traban en el titileo escarlata y sus oídos eran azota-dos por las ondas sonoras, los músculos de su cuellose contrajeron hasta el límite, las glándulas de sufrente y sus axilas aceleraron la producción de su-dor, sus miembros se tensaron y, sin que el asistentedel ingeniero en jefe se percatase, la droga se infiltróen su torrente sanguíneo. Pese a sus diez años de ex-periencia, Anatoli Mijáilovich Diátlov se moría demiedo.

A unos cuantos metros, otra reacción en cade-na seguía un curso paralelo. En uno de los paneleslaterales el mercurio ascendía a toda prisa por el tubo

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de un viejo termómetro mientras las partículas deyodo y cesio se volvían inestables. Era como si esosinofensivos elementos hubiesen tramado una revuel-ta y, en vez de desconfiar unos de otros, se uniesenpara destrozar las rejas y torturar a los custodios. Lacriatura no tardó en apoderarse del reactor númerocuatro en abierto desafío a las leyes de emergencia.Clamaba una venganza sin excusas, la ejecución desus captores, un reino sólo para ella. Cada vez máspoderosa se lanzó a la conquista de la planta: si loshumanos no tomaban medidas urgentes, la masacrese volvería incontenible. Habría miles de muertos.Y Ucrania, Bielorrusia y acaso toda Europa quedaríandevastadas para siempre.

Las llamas consumían el horizonte. A lo lejos,los pastores de Prípiat, acostumbrados a la severidadde los meteoros, confundían las columnas de humocon pruebas de artillería o la celebración de una victo-ria. A Makar Bazdáiev, cuidador de rebaños, se le enre-daba la lengua al mirar el cielo —un regusto de vodkaen la garganta—, sin saber que era el anuncio de sumuerte. Más cerca del incendio, ingenieros y químicos,constructores de estrellas, reconocían la naturaleza delcataclismo. Tras decenios de alarmas y recelos habíaocurrido lo impensable, la maldición tantas veces apla-zada, el temido ataque por sorpresa. Los ancianos aúnsoñaban con los tanques alemanes, los niños empaladosy las hileras de tumbas: el enemigo arrasaría de nuevocon los bosques, incendiaría las chozas y bañaría los al-tares con la sangre de sus hijos.

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A la una y media de la mañana Diátlov deci-dió actuar. La primavera siempre le había disgusta-do, odiaba los girasoles y las canciones de los aldea-nos, la necesidad de sonreír sin motivo. Por esopermanecía en la planta, a salvo de la euforia: sólosoportaba los días de asueto con vodka y trabajo su-plementario. ¡Y ahora esto! Los sabios de Kiev y deMoscú, ciudades de anchas calles, habían jurado quealgo así jamás sucedería. Las fallas son improceden-tes, lo reprendió en cierta ocasión un jerarca del par-tido, allí tiene el manual, basta con seguir las ins-trucciones.

Ahora ninguna instrucción servía de nada. Lasagujas enloquecían como aspas de helicópteros y las al-menas levantadas gracias a la infatigable voluntad delsocialismo —miles de obreros habían edificado la se-creta ciudadela— caían en pedazos. Así debió lucirSodoma: la noche encrespada por los gritos, el olor acarne chamuscada, perros jadeantes bloqueando lascallejas, el humo negro que los campesinos confun-den con el ángel de la muerte. Y todo por culpa de uncapricho: probar la resistencia de la planta, superar lasprevisiones, sorprender al Ministerio.

Hacía apenas unas horas Diátlov había orde-nado desconectar el sistema de enfriamiento. Simplerutina. A los pocos segundos el reactor se había sumi-do en un sueño perezoso. ¿Quién iba a sospechar quefingía? Su respiración se volvió más lenta y su pulsoapenas perceptible: menos de treinta megavatios. Alfinal cerró los ojos. Temiendo un coma irreversible,Diátlov perdió la cordura.

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Hay que aumentar de nuevo la potencia.Los operadores replegaron el carburo de ba-

rio que servía como moderador y la bestia recuperósus funciones. Sus signos se estabilizaron. Volvió arespirar. Los técnicos festejaron sin saber que aque-llas barras eran el último escudo capaz de proteger-los: el manual fijaba en quince el mínimo aceptabley ahora sólo quedaban ocho de ellas. ¡Qué tontería!Aquel desliz habría de costar miles de bajas en lasfilas de los hombres. Los latidos del monstruo notardaron en alcanzar los seiscientos megavatios y enun santiamén tuvo fuerzas suficientes para destro-zar los muros de su celda. Sus rugidos cimbrabanlos abetos de Prípiat como si mil lobos aullasen alunísono. La arena crepitaba y el acero se cubría depústulas. El núcleo del reactor número cuatro roza-ba el ardor de las estrellas —el magma se derra-maba por su belfos— pero Diátlov se empeñó enflotar sobre el vacío.

Sigamos adelante con la prueba. La bestia no tuvo piedad de él ni de los suyos.

Atacó a sus guardianes y devoró sus vísceras; luego,cada vez más iracunda, inició su peregrinaje a travésde las galerías de la planta, esparciendo su furia a tra-vés de los ductos de ventilación. Desoyendo las indi-caciones superiores, Vladímir Kriachuk, operador detreinta y cinco años, pulsó la tecla AZ-5 a fin de de-tener todo el proceso. Doscientas barras de carburode bario se precipitaron sobre el cuerpo de la intrusa,en vano. En lugar de sucumbir, ésta revirtió la ofen-siva y se tornó aún más peligrosa.

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¡Está fuera de control!Olexandr Akímov, jefe del equipo, no mentía:

el monstruo había vencido. A Yuri Ivánov le arrancólos ojos y a Leonid Gordesian le fracturó el cráneocomo una cáscara de almendra. Dos estallidos señala-ron su victoria. El reactor número cuatro había deja-do de existir.

La planta era uno de los orgullos de la patria.En secreto, a lo largo de meses fatigosos, un ejército detrabajadores supervisado por cientos de funcionariosdel Ministerio y distintos cuerpos de seguridad sehabía encargado de construir los reactores, los despa-chos oficiales y las salas de control; la red de tuberías,los transformadores eléctricos, los distribuidores deagua, las líneas telefónicas; las casas de los trabajadores,las escuelas para sus hijos, los centros comunitarios; laestación de bomberos y las sedes locales del partido ydel servicio secreto. Una ciudad en miniatura, ejemplode orden y progreso, que podía valerse por sí misma;un sistema perfecto levantado en un lugar que ni si-quiera aparecía en los mapas —auténtica utopía—,prueba del vigor del comunismo.

Sitiado en mitad de los escombros, Diátlov or-denó encender el enfriamiento de emergencia (susmanos temblaban como espigas). Creía que, como eneras ancestrales, el agua derrotaría al fuego.

Camarada, las bombas están fuera de servicio.Era la voz de Borís Stoliarchuk. Diátlov recor-

dó que el día anterior él mismo había ordenado des-conectarlas. ¿Cuál es el nivel de radiación? Los ins-

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trumentos sólo alcanzan a marcar un milirem, y hacehoras que lo hemos sobrepasado.

Era cien veces la norma permitida. Diátlovfrunció el ceño y entrevió un cortejo de cadáveres.

Víktor Pétrovich Briujánov, director de lacentral, tenía el sueño pegajoso. Todas las noches serevolvía de un lado a otro de la cama sin llegar a des-pertarse: su conciencia era mullida como un almoha-dón de plumas. Cuando sonó el teléfono soñaba conuna ambulancia de juguete y sólo al tercer pitido selevantó y descolgó el auricular, pero no escuchó anadie al otro lado de la línea. Por fin surgió la voz deDiátlov, tartamuda, justificando sus errores. ¿Cómoexplicar que había abierto las puertas del infierno?

Briujánov se abotonó la camisa. Pensó: nopuede ser tan grave. Y: tiene que haber un modo dearreglarlo. Al salir de casa perdió todo optimismo.Las columnas de humo, altas como rascacielos, ame-nazaban con caerle encima y el viento le arañaba lospulmones. Recorrió los tres kilómetros desde Prípiathasta la planta pensando que habitaba una pesadilla;sólo el calor, ese calor que a la postre habría de ma-tarlo, le impedía extraviarse del camino.

Diátlov lo esperaba en el puesto de mandocon el rostro cubierto de hollín y de vergüenza. Ole-xandr Akímov y Borís Stoliarchuk, sus asistentes, learrebataron la palabra: en su opinión, la catástrofe erairreversible.

Confirmados los estragos, Briujánov se preci-pitó hacia el teléfono y marcó el número del Ministe-

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rio, después llamó al Comité Regional y al ComitéCentral del partido. Balbució una y otra vez las mis-mas frases, los mismos saludos de rigor, las mismasdisculpas, las mismas súplicas: necesitamos ayuda, haocurrido algo terrible en Chernóbil.

Mientras el combustible nuclear se consu-mía, los burócratas del Ministerio se limitaban a re-petirse la noticia unos a otros. Briujánov se dirigió asus subalternos y, sin creer en sus palabras, les exigiócalma, fortaleza y fe en el destino socialista. Alguienen Moscú, ciudad de anchas calles, sabría cómo dia-blos frenar el desperfecto. (En el otro extremo de laplanta, en la sala de turbinas, media docena de em-pleados luchaba contra el fuego. Protegidos con ma-llas y cascos inservibles, defendían los depósitos degasolina para mantenerlos a salvo de las llamas. Losdedos se les caían a pedazos.) Briujánov se mordíalos labios: su ciudad se hundía. Por alguna razón seacordó de una tonada de su infancia y se puso a ta-rarearla. Indeciso, aguardó varias horas antes de au-torizar el desalojo; cuando los relojes marcaron lastres de la tarde y la radiación ya se había infiltradoen las células de sus subalternos, al fin dio la ins-trucción de abandonar el edificio. A su lado sólo re-sistieron Diátlov, Akímov y Stoliarchuk, resignadosa que sus madres recogiesen sus medallas de héroesde la URSS.

Desde Prípiat la planta parecía envuelta en unfestejo. Un haz azul surgía de su centro como un más-til. Sólo hacían falta las banderas encarnadas, los salu-dos militares, las hoces y martillos.

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Muy lejos de allí, en una apacible estación me-teorológica en Suecia, un grupo de científicos confir-maba las lecturas de los medidores. No había duda, laradiación que invadía los bosques escandinavos noprocedía de sus reactores. Una desgracia debía haber-se consumado tras el telón de acero.

Aquel día Paisi Kaisárov, de largos cabellos,supo que conocería la guerra. Se escapó de las sábanassin hacer ruido para no perturbar a su mujer: prontosería el padre de una niña. Hasta entonces el trabajole había parecido lento y aburrido; sus compañeros sealegraban cada vez que extinguían una fogata. Peroahora el enemigo los tomaba por sorpresa. ¿Qué po-día esperarse si la propia central de bomberos de Prí-piat había sido arrasada por el fuego?

Al cabo de unas horas los once miembros de suescuadra se batían cuerpo a cuerpo con las llamaradasen las inmediaciones de la planta. Para entonces el reac-tor número cuatro era un espejismo y en su lugar sóloquedaba un escorzo de cielo encapotado. ¡Tendrían quepelear hasta la muerte para defender el reactor númerotres! Condenados de antemano a la derrota, Kaisárov ylos suyos dispararon sus cañones contra la bestia, peroni toda el agua de los mares hubiese podido apaciguar-la. Cada vez que las flamas se apagaban, una astilla degrafito bastaba para reanimar su furia. Los bomberosbebían el humo y sus venas se hinchaban como serpien-tes. Todos se desplomaron en el campo de batalla.

Los refuerzos de las repúblicas vecinas tardaronen concentrarse en las zonas aledañas, incapaces de co-

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municarse entre sí como si una maldición hubieseembrujado sus aparatos de radio. Dos regimientos dezapadores ucranianos se asentaron en los alrededoresde Prípiat. ¡Quién iba a imaginarlos peleando contrael viento cuando habían sido entrenados para comba-tir en las trincheras! Sus comandantes fijaban los pla-nes de ataque, evaluaban los mapas y calculaban laspérdidas. Las refriegas se sucedieron a lo largo de la tar-de —las escuadras vencidas por manos invisibles— has-ta que el incendio al fin pareció quedar bajo control.

Matvréi Plátov, oficial del Séptimo Ejércitodel Aire, sobrevolaba los alrededores de la planta sinsaber quién era el enemigo; pese a su insistencia, elcomandante había rehusado a revelarle su misión.Plátov palpaba las nubes y no se hacía más preguntas,fascinado por las llanuras ucranianas —ese océanoamarillo—, sin imaginar la plaga que se esparcía so-bre ellas. Esta vez su misión no consistiría en espiar alos aviones de la OTAN o en amedrentar a los japo-neses o a los chinos —su nave cargaba arena sufi-ciente para construir una empalizada—, sino en de-rrotar unos flujos impalpables. Matvréi Ivánovich,experto relojero, dejó caer una tormenta de guijarrossobre la piel incandescente de la bestia. Cientos depilotos deslizaron sus cazas por el aire con idénticamisión.

En su improvisado cuartel a tres kilómetros dedistancia, el coronel Liubomir Mimka dibujaba unaestrella cada vez que la carga de uno de los mil pilotosque participaban en la maniobra daba en el blanco.

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El 27 de abril a media tarde, Mimka le comunicó alresponsable del Gobierno el éxito total de la ofensiva.La radiación había disminuido a niveles tolerables. Perola algarabía no duró demasiado: un mensajero anun-ció la mala nueva: el monstruo ha sido acorralado, perovive. Y herido es aún más peligroso.

El reactor número cuatro era un volcán ador-mecido: todos sabían que en su vientre aún se almace-naban ciento noventa toneladas de uranio-235, sufi-cientes para generar un big bang en miniatura.

La radio transmitía soflamas semejantes a lasque Stalin lanzaba contra Hitler: ancianos, niños ymujeres debían movilizarse en defensa de la patria.Mientras, la fuerza aérea proseguía los bombardeos,añadiendo bórax y plomo en sus descargas. Tras ba-rrer sus objetivos, los pilotos volvían a sus bases paraser desinfectados. A diferencia de los aldeanos, al me-nos ellos disponían de una tintura de yodo que ate-nuaba los efectos de la radiación.

Prípiat se convirtió en un hospital de campa-ña. Los cadáveres se apilaban en bolsas de plástico—relucientes mortajas comunistas— y los heridosaguardaban en silencio, privados de noticias, los he-licópteros que habrían de conducirlos a Leningradoy a Moscú, ciudades de anchas calles. La mayoríatenía el estómago corroído, el pecho en carne viva yllagas en las manos. Ninguno sobreviviría más deunas semanas. En Poláskaye, a ciento cincuenta kiló-metros de allí, a las madres y a las viudas ni siquierase les permitía ver los rostros de sus hijos y sus espo-

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sos; los militares encerraban los cadáveres en ataúdesde zinc y los sepultaban en secreto.

La rutina se instaló en Prípiat y su comarca.Sus habitantes se levantaban antes del alba, se enfun-daban en trajes de asbesto y, después de desayunarpan y leche —el único alimento que soportaban susestómagos—, cumplían su jornada de trabajo. Sus fa-milias, expulsadas a los arrabales de Kiev y otras ciu-dades, se distraían llenando crucigramas o mirandopor televisión funciones de ballet en blanco y negro.

En Moscú, los hombres del partido acallabanlos rumores. Ha ocurrido una fuga sin consecuen-cias, repetían a los medios internacionales, no hayrazón para la alarma. Incluso el vigoroso secretariogeneral cruzó los brazos cuando una periodista aus-tríaca se atrevió a interrogarlo sobre el número demuertos.

El 9 de mayo de 1986, trece días después de lafuga, el monstruo parecía liquidado. ¡Un triunfo másdel comunismo! Los hombres del partido ordenaroncolmar los almacenes con botellas de vodka y vinogeorgiano para que pilotos, bomberos y liquidadorespudiesen adormecer un poco sus conciencias. Lascopas estallaban en el aire entre hurras y vivas de-menciales para ocultar la ausencia de los caídos.¡Salud, camaradas!, brindó Borís Chénina, jefe de laComisión del Gobierno encargada de resolver la ca-tástrofe.

De pronto nada había pasado. En las inmedia-ciones de Prípiat los pájaros volvían a deslizarse por el

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cielo y los montes presumían sus arbustos y sus árbo-les mientras un sol rojo apaciguaba la angustia de losciervos. De no ser por las ruinas humeantes del reac-tor número cuatro —y la misteriosa ausencia de vo-ces y de cantos—, uno hubiese podido imaginar elparaíso.

El 14 de mayo al mediodía el secretario gene-ral volvió a comparecer ante la prensa: la situaciónestá bajo control, no hay nada que temer. Y luego,empleando el mismo lenguaje de verdugos y trai-dores, atribuyó los rumores de una tragedia a las os-curas fuerzas del capitalismo. Pero la victoria era unailusión; aunque la bestia había sido encadenada, suveneno se esparcía por la Tierra. El viento y la lluviatransportaban sus humores rumbo a Europa y el Pa-cífico, sus heces se sedimentaban en los lagos y su se-men se filtraba por los mantos freáticos. El monstruono tenía prisa, tramaba su venganza con paciencia:cada recién nacido sin piernas o sin páncreas, cadaoveja estéril y cada vaca moribunda, cada pulmónoxidado, cada tumor maligno y cada cerebro carco-mido celebrarían su revancha. Su maldición se pro-longaría por los siglos de los siglos. Al final, la ex-plosión dejaría trescientas mil hectáreas de terrenoputrefacto, setenta pueblos vaciados por la fuerza,ciento veinte mil personas expulsadas de sus casas yun número incalculable de hombres, mujeres y niñoscontaminados.

Mijaíl Mijáilovich Speranski, de intensos ojosgrises, acababa de incorporarse a la Armada. Impedido

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para las matemáticas y la ortografía, propenso a hosti-gar a sus hermanos, celebró su reclutamiento: teníadiecisiete años y sólo le importaban el dinero y las mu-jeres (quienes lo consideraban bello y malvado comoun ángel). Cuando un sargento le propuso sumarse alas labores especiales que se llevaban a cabo en Ucraniay Bielorrusia con la promesa de muchos rublos sema-nales, abandonó a la joven de anchos pómulos conquien compartía la cama y partió en busca de aventura.

Movilizado en oscuros trenes militares, al cabode tres días alcanzó su objetivo, un improvisado cam-pamento en la planicie ucraniana. Centenares de vo-luntarios soñaban ya con largas horas de combate.Un sargento alto y escuálido le daba las indicacionesa su escuadra. A las cinco de la madrugada un camióndel Ejército los condujo a él y a cuatro de sus compa-ñeros a un paraje a siete kilómetros de Prípiat. Laluna refulgía entre los árboles. Sus órdenes eran con-tundentes: debían matar a todos los animales de lazona y desbrozar la tierra —sí, toda la tierra— paralibrarla de la peste. Más que militares debían conver-tirse en matarifes. No sin razón los campesinos de lazona los habían apodado liquidadores.

A Speranski casi le escurrieron las lágrimas alabatir su primer ciervo, una hembra de pocos mesesde nacida, pero al cabo de unas semanas, cuando surifle ya había sido vaciado sin descanso, apenas se fija-ba en sus víctimas. Los cadáveres de ovejas, vacas, ga-tos, cabras, gallinas, patos y lebreles tapizaban la en-senada antes de ser rociados con gasolina e inmoladoscomo herejes. Los liquidadores debían arrasar todo lo

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que el monstruo no había devorado. En un radio dediez kilómetros las ciudades y pueblos fueron demo-lidos, los troncos talados, la fauna diezmada, la hier-ba removida. La única forma de asegurar la supervi-vencia de la raza humana era convirtiendo las llanurasen desiertos. Mijaíl Mijáilovich acometió su tareacon la misma inercia empleada por los verdugos queajusticiaron a sus abuelos en los campos del Kolymá.Después de contribuir con tanta fe a la masacre, aSperanski la vida dejó de parecerle atractiva. Tras ladisolución de la Unión Soviética sería ejecutado porun robo a mano armada.

Piotr Ivánovich Kagánov, oriundo de una al-dea de Bielorrusia, recibió el encargo de remover losescombros abandonados en el techo del reactor nú-mero tres. Enfundado en su rudimentario traje deastronauta, fue alzado por un helicóptero de com-bate y abandonado en aquella ciénaga tapizada conbolas de grafito incandescente (cada una debía depesar diez o doce kilos). Su tarea consistiría en arran-car el mayor número posible, pues al cabo de unossegundos las botas reventaban y la piel se resquebra-jaba como arcilla. El Ejército había intentado eje-cutar la maniobra con la ayuda de pequeños autó-matas japoneses, pero sus circuitos se fundieron deinmediato.

Piotr Ivánovich se armó de valor y se dejó caersobre el techo como un niño que se desliza por un to-bogán. Pese a sus precauciones —había colocado lá-minas de plomo en sus calcetines—, las plantas de los

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pies le ardían como si caminase sobre brasas. Sualiento se apagaba y, atrapado en el interior del casco,apenas distinguía el contorno de sus manos. Consu-mió su tiempo antes de mover una sola bola de grafi-to. El helicóptero accionó el cable que lo ataba y Ka-gánov subió al cielo, derrotado y medio muerto. Porfortuna cientos de conscriptos hacían fila para reem-plazarlo.

Después de semanas de quebrarse la cabeza, lossabios moscovitas al fin imaginaron cómo frenar el de-sastre. Un equipo de ingenieros dibujó los planos a lolargo de cuatro noches con sus días antes de someter elproyecto a las instancias superiores. Arquitectos, físi-cos, geógrafos y otros peritos bendijeron la estrategia:la única forma de vencer a la bestia sería sepultándola.Diseñado a toda prisa, el edificio se parecería a unacaja de zapatos. Las dificultades para levantarlo no erandesdeñables, pues tendría que ser armado a la distancia—la radiación hacía imposible aproximarse—, con laayuda de andamios, grúas y otros artefactos. Tres fá-bricas se dedicaron a modelar enormes planchas de ce-mento de ochenta metros de alto y treinta centímetrosde ancho. Bulldozers, grúas y tractores arribaron a Prí-piat provenientes de todos los rincones de la patria, altiempo que más de veintidós mil liquidadores se ha-cían cargo de las maniobras de ensamblaje. Así dio ini-cio una nueva etapa de la guerra: para cumplir las pro-mesas del secretario general y del partido, la fortalezadebía quedar concluida en sólo unas semanas.

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Valeri Lágasov había entregado su vida a losátomos. De niño se había enamorado de aquellos uni-versos diminutos y durante años no hizo otra cosasino dibujar modelos a escala. Convertido en miem-bro del Instituto Kurchátov, había alabado sin tre-gua las virtudes de la energía atómica y convenció asus jefes de construir más y más plantas nucleares.En vez de utilizarla para el mal, como los aliados enHiroshima y Nagasaki —repetía—, la URSS tenía laobligación de iluminar cientos de ciudades. Graciasa su tesón, decenas de reactores aparecieron en losmapas.

Al enterarse de lo ocurrido en Chernóbil, Lá-gasov concedió una entrevista a Pravda: aceptó la se-riedad de los daños pero también se mostró conven-cido de que la industria soviética saldría engrandecidade la catástrofe. Justo un año después de la explosión,el 27 de abril de 1987, el científico redactó un docu-mento titulado «Mi deber es hablar», donde contra-decía estas declaraciones. Se había equivocado: la in-dustria nuclear no sólo era un peligro para la URSS,sino para el planeta en su conjunto. Luego de firmar-lo, Lágasov se voló la tapa de los sesos.

La Comisión gubernamental ordenó una rápi-da investigación de los hechos. Tras acumular cientosde pruebas, un grupo especial del KGB arrestó a Vík-tor Briujánov, director de la central; Nicolái Fomín,director adjunto e ingeniero en jefe; Anatoli Diátlov,ingeniero en jefe adjunto; Borís Rogoikín, respon-sable de la guardia nocturna; Olexandr Kovalenko,

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responsable del segundo y el tercer reactor; y YuriLauchkín, inspector de Gosatomnadzor, la empresaresponsable de la explotación de las plantas ucrania-nas. Los seis fueron procesados en secreto, acusados deno recabar la autorización de Moscú para realizar laspruebas que desencadenaron el desastre, de no tomarlas medidas necesarias para frenarlo y de demorarse enprevenir a los cuerpos de rescate. Los antiguos directi-vos ofrecieron su testimonio, pero los jueces ni siquie-ra necesitaron escucharlos. Briujánov, Fomín y Diá-tlov fueron condenados a diez años de cárcel, Rogoikína cinco, Kovalenko a tres y Lauchkín a dos. Para loshombres del partido ellos eran los únicos culpables.

A la teniente Mavra Kuzmínishna, experta endemoliciones, le parecía que los escombros del reac-tor número cuatro, circundados por las grúas, teníanla forma de una tarántula. Sus altísimas patas se ple-gaban sobre su boca, proporcionándole bórax comoúnico alimento. Escaladora aficionada y miembro delequipo de halterofilia del Octavo Ejército de Tierra,había llegado a Prípiat para supervisar la labor de losobreros. Cerca de la planta se erigía poco a poco la gi-gantesca muralla: más de cien mil metros cúbicos decemento. El proyecto avanzaba conforme a lo planea-do. Pronto nadie se acordaría de los muertos, la explo-sión sería olvidada y familias provenientes de Siberiao el Cáucaso repoblarían los alrededores de Prípiat.Mavra Kuzmínishna pensó que, si el mundo fueseotro, a ella también le gustaría mudarse a la comar-ca. Los bloques prefabricados se acumulaban como

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piezas de mecano; las grúas los elevaban por los aires—péndulos de sesenta toneladas— y los depositabansobre los restos del reactor número cuatro. La tenien-te Kuzmínishna pensó en un templo antiguo. Las fo-tografías tomadas por los satélites mostraban una ima-gen muy distinta: un sarcófago de ochenta metros dealto. El legado final del comunismo.

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Jorge Volpi(México, 1968) es licenciado en derecho y maestroen letras mexicanas por la UNAM y doctor enfilología hispánica por la Universidad de Salamanca.Es autor de las novelas A pesar del oscuro silencio,Días de ira, La paz de los sepulcros, El temperamentomelancólico, Sanar tu piel amarga y El juego delApocalipsis, de los ensayos La imaginación y el poder.Una historia intelectual de 1968 y La guerra y laspalabras. Una historia del alzamiento zapatista y delvolumen colectivo Crack. Instrucciones de uso. En1999 obtuvo el Premio Biblioteca Breve por sunovela En busca de Klingsor, de la cual se hanpublicado ediciones en veintiún idiomas. Recibió elPremio Nacional de Cuento de México en 1999, allado de Alejandro Estivill, Ignacio Padilla y EloyUrroz, y en el 2000 el Deux Océans-GrinzaneCavour. En 2004 publicó la novela El fin de lalocura y en 2006, junto con Denise Dresser, elensayo satírico México: lo que todo ciudadanoquisiera (no) saber de su patria. Ha sido profesor enlas universidades de Emory, Cornell y Las Américasde Puebla. Fue becario de la Fundación John S.Guggenheim y actualmente es miembro del SistemaNacional de Creadores de México.

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© 2006, Jorge Volpi© De esta edición: Santillana Ediciones Generales, S. L., 2006© Cubierta: Corbis

Printed in Spain - Impreso en EspañaDep. Legal: M-27.689-2006Impreso en Talleres Gráficos Unigraf S.L., Móstoles,España, en el mes de junio de 2006.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutivade delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. Código Penal).

A la ventael 13 de

septiembre