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ISBN 978-84-236-9609-3

racias a los americanos, por fi n, racias a los americanos, por fi n, aquel año iba a haber una amnistía aquel año iba a haber una amnistía

muy grande para los presos políticos y, muy grande para los presos políticos y, a lo mejor, mi padre podía salir libre de la a lo mejor, mi padre podía salir libre de la prisión y volver a casa. Además, el periódico había prisión y volver a casa. Además, el periódico había anunciado que iba a atracar en el puerto anunciado que iba a atracar en el puerto de Málaga, por primera vez, un trasatlántico de Málaga, por primera vez, un trasatlántico americano, el King of the Sea, uno de los barcos americano, el King of the Sea, uno de los barcos más grandes del mundo. Eso nos tenía muy intrigados. más grandes del mundo. Eso nos tenía muy intrigados. Por supuesto, mi hermano y yo seguíamos Por supuesto, mi hermano y yo seguíamos acudiendo después del asqueroso colegio a la playa acudiendo después del asqueroso colegio a la playa para que Salvador, el pescador, nos contara historias para que Salvador, el pescador, nos contara historias de cuando era joven y se había embarcado de de cuando era joven y se había embarcado de marinero de cubierta en innumerables buques con marinero de cubierta en innumerables buques con los que había estado en los siete mares.los que había estado en los siete mares.

© Juan Madrid, 2010

© EDEBÉ, 2010Paseo de San Juan Bosco, 6208017 Barcelonawww.edebe.com

Diseño de cubierta: Francesc Sala

Primera edición, septiembre 2010

ISBN 978-84-236-9609-3Depósito Legal: B. 11913-2010Impreso en EspañaPrinted in Spain

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transfor-mación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titula-res, salvo excepción prevista por la Ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográfi cos - www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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Colección RECUERDOS DE PIRATAS

edebé

Juan Madrid

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A mis sobrinos Daniel y Laura

y a mi sobrina nieta Ainara Fajardo.

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Aquel año fue muy especial para nosotros por muchas razones. La más importante de todas fue que se decía que, gracias a los americanos, iba a haber una amnistía muy grande para los presos políticos y que, por eso, a lo mejor, mi padre podía salir libre de la prisión del Puerto de Santa María, en Cádiz, y volver a casa. Además, el periódico había anunciado que iba a atracar en el puerto de Málaga, por primera vez, un trasatlántico ameri-cano, el King of the Sea, uno de los barcos más grandes del mundo.

El navío era de pasajeros y en el periódico decían que era «un viaje de buena voluntad del gobierno americano».

Lo de los americanos, mi hermano y yo no lo en-tendíamos muy bien, aunque mi madre nos lo había explicado varias veces. Nos había dicho que los americanos habían reconocido el régimen del general Franco y habían hecho pactos con él. Los

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americanos pondrían cuarteles en España —ellos lo llamaban «bases»—, que eran puertos como el de Rota en Cádiz y aeropuertos como el de Morón en Zaragoza y Torrejón en Madrid.

En Málaga no iban a poner ninguna base de ésas y mi hermano y yo lo sentimos mucho, porque teníamos ganas de ver los tanques y los aviones de propulsión a chorro de los americanos, que iban a la velocidad del sonido, y a los soldados con casco de acero y fusiles ametralladores de verdad.

Lo de los americanos, y la amnistía, también tenía que ver con unos quesos de bola y leche en polvo que distribuían los de Auxilio Social y que decían que eran regalo de los americanos. A noso-tros el queso no nos gustaba; sabía a plástico y a sueño. Quiero decir con eso que sabía a nada, que era el sabor que sientes cuando sueñas que co-mes algo muy rico, como pollo frito o mantequilla-mantequilla, pero que no sientes nada porque no es de verdad; es un sueño.

En cambio, lo de la leche en polvo estaba muy bien. Se podía hacer leche espesa, y no la aguada

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que vendía en la tienda de la esquina el señor Roque, del que mi madre decía que era «un bandi-do, un ladrón y cosas peores», porque engañaba en el peso y le echaba agua a la leche y grasa al aceite. Mi madre nunca iba a esa tienda, iba a otras que estaban más lejos, pero a veces nos mandaba a hacerle recados y a preguntarle si alguien la ha-bía llamado por teléfono, porque tenía el único te-léfono que había en las cercanías.

Otra cosa bastante importante que nos ocurrió en aquel tiempo fue que los vecinos del piso de abajo se mudaron y vinieron a vivir dos familias de toreros que se llamaban «los hermanos Trebu-jena, los sin par banderilleros», que eran un poco tripones, pero que pertenecían a la cuadrilla del fa-moso matador de toros Pepe el Valiente. Aparte de los dos banderilleros había una vieja vestida de ne-gro y una hija ya mayor, como de unos dieciséis años o por ahí, que cantaba muy bien boleros cuan-do recogía la ropa en el patio, y que se llamaba Isa-belita. Todos ellos vivían juntos en un piso igual que el nuestro, que era bien pequeño. Nosotros nos

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preguntábamos cómo podría dormir tanta gente en tan pocas habitaciones.

Pero aquel año pasaron más cosas. Nos entera-mos de que mi hermano y yo no estábamos bau-tizados y que teníamos que hacerlo para exami-narnos de ingreso, o sea que en aquel tiempo para estudiar tenías que ser cristiano o, más bien, católi-co apostólico y romano. También nos enteramos de que nuestra madre trabajaba de asistenta. Mientras nosotros íbamos al asqueroso colegio, ella limpiaba casas de ricos. Y todo eso lo descubrimos mi herma-no y yo una tarde en que don Miguel, el director del asqueroso colegio, fue a visitar a mi madre.

Fue antes de cenar. Ellos estaban en la cocina hablando y mi hermano y yo leyendo en nuestro cuarto. Nos poníamos a leer muy deprisa porque ése era el mejor momento, antes de que viniera nuestra madre a decirnos que ya estaba bien de hacer el vago, que nos laváramos las manos y fué ramos a ayudar a poner los platos y esas cosas. Aquella noche yo estaba leyendo otra vez La isla del tesoro, de R. L. Stevenson, un escritor que a

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mí me gustaba mucho, y mi hermano, El Tigre de Mompracem, de Emilio Salgari, otro escritor que nos volvía locos.

Nos los sabíamos de memoria. En realidad to-dos los libros que caían en nuestras manos nos los aprendíamos de pe a pa, aunque tengo que acla-rar que en aquellos tiempos nunca tuvimos más de dos libros al mismo tiempo. Ésa era toda nuestra biblioteca.

Para conseguir libros mi hermano y yo creamos un club, el de Los Buscadores de Tesoros, que con-sistía en buscar alambre de hierro o de cobre, cas-cos de botellas, trapos y cartones, o sea tesoros, en el río Guadalmedina, el río de Málaga, que pasaba muy cerca de nuestra casa. Todos esos tesoros va-lían bastante en las traperías, y con el dinero cam-biábamos nuestros libros usados en el almacén del señor Matías. Luego, cuando los habíamos leído, los cambiábamos por otros.

El asunto era de la siguiente manera. Conseguía-mos una peseta después de, por ejemplo, treinta o cuarenta días rebuscando en las basuras. Con la pe-

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seta y uno de nuestros libros íbamos al almacén del señor Matías, conseguíamos otro y lo leíamos hasta que casi nos lo sabíamos de memoria. Después vol-vía a actuar el club de Los Buscadores de Tesoros.

Tengo que confesar que una vez intentamos reco-ger colillas, como hacían otros chicos del barrio, y preparar picadura para liar. Eso sí que se vendía bien. Había que desmenuzar el tabaco, lavarlo y lue-go secarlo al sol. Pero nuestra madre se dio cuenta enseguida por el pestazo que soltaban las colillas y nos sacudió una paliza memorable con la zapatilla.

Decidimos dejar el tabaco fuera de nuestros ne-gocios.

Justo en el momento en que comienza esta his-toria, después de un largo mes de rebusca en el río, habíamos conseguido una peseta, diez céntimos a diez céntimos. Y lo mejor de todo fue que no era una peseta normal —una «rubia», se decía—, sino un billete, no una moneda. Estaba nuevecito y crujía al tocarlo. Tenía la efigie de don Miguel de Cervantes Saavedra, el autor de Don Quijote de la Mancha, y yo lo miraba y re miraba sin cansarme.

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¡Era el primer billete que mi hermano y yo te-níamos! ¡Podíamos cambiar una novela y conse-guir otra!

Pero para decidir si cambiábamos La isla del tesoro o El Tigre de Mompracem necesitábamos arduas deliberaciones. Ya habíamos ido antes a lo del señor Matías muchas veces y habíamos se-leccionado dos libros. Uno era Cinco semanas en globo, de Julio Verne, y el otro, Lord Jim, de un tal Joseph Conrad. Los dos parecían maravillosos.

Pero había que elegir uno.Mientras tanto, leíamos los dos libros que tenía-

mos una y otra vez, volviendo a repasarlos, sobre todo los capítulos que más nos gustaban. Nunca nos cansábamos. Leyendo esas novelas aprendía-mos muchas cosas, más que en cualquier asqueroso colegio. Por ejemplo, con La isla del tesoro sabía-mos cómo era la vida en un pueblo costero inglés al finalizar el siglo XVIII, qué se comía o bebía y cómo eran las relaciones humanas y sociales de entonces, y las comparábamos con las nuestras de Málaga. Aprendíamos, también, sobre los barcos, los mares,

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las tempestades..., un montón de cosas. ¿Y qué de-cir de El Tigre de Mompracem? Ahí era nada, leer a Emilio Salgari era como estar en Malasia y en Extremo Oriente. Aprendíamos cómo eran países lejanos, cómo vivían sus gentes, la fauna, la flora, las casas que construían y todas sus costumbres. ¿Se podía comparar eso con lo poco que nos ense-ñaban en el asqueroso colegio?

No, no se podía comparar.Mi hermano y yo seguíamos acudiendo después

del colegio a la playa para que Salvador, el pesca-dor, nos contara historias de cuando era joven y se había embarcado de marinero de cubierta en innu-merables buques con los que había estado en los siete mares. Salvador era bastante viejo —como de unos sesenta años o por ahí—, muy delgado, mo-reno, con el rostro afilado y lleno de arrugas, con una pierna de palo. Tenía un perro, Rayo, que no podía ladrar.

Nunca nos contó dónde, o cuándo, o de qué ma-nera, perdió la pierna, de modo que eso era un mis-terio para nosotros.

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Pero lo más interesante de todo era que una vez nos dijo que había sido corsario y nos aclaró que una cosa era ser pirata y otra, muy distinta, dedi-carse al «corso», que venía a ser lo mismo que pira-ta, pero con licencia legal.

Siempre le pedíamos que nos contara esa his-toria de piratería, pero él nos contaba otras, hasta que una vez decidió contárnosla. Fue una tarde que acudimos a la playa con nuestro amigo Sebastián, Sebas, un compañero del asqueroso colegio.

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