el pensamiento prefilosófico
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Óscar BAYARD EL PENSAMIENTO PREFILOSÓFICO
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INTRODUCCIÓN EL PENSAMIENTO PREFILOSÓFICO
Cuando tratamos de encontrar el “pensamiento especulativo” que puedan
contener los documentos antiguos, nos vemos obligados a admitir que, en realidad, hay muy poco en dichos escritos que pueda calificarse como “pensamiento”, en el sentido estricto de la palabra. Sólo en unos cuantos pasajes nos encontramos con la disciplina y coherencia lógica del razonamiento que asociamos generalmente con la acción de pensar. El pensamiento del antiguo Cercano Oriente se nos presenta envuelto en imaginación. Lo hayamos mezclado con la fantasía. Pero los antiguos no aceptarían que se pudiera hacer abstracción alguna a partir de las formas imaginativas concretas que nos han legado.
Debemos recordar que, aun para nosotros, el pensamiento especulativo tiene una
disciplina menos rígida que otras formas de pensar. La especulación —como lo indica la etimología del término— es un modo de aprehensión intuitiva, casi visionario. Lo que no significa, desde luego, que se trate de un vagar irresponsable del entendimiento que ignore la realidad o trate de evadirse de sus problemas. El pensamiento especulativo trasciende la experiencia, pero únicamente porque intenta explicar, unificar y ordenar la experiencia. Alcanza su meta por medio de la hipótesis. Si hacemos uso de la palabra en un sentido original, podemos decir que el pensamiento especulativo intenta ademar el caos de la experiencia, para poner al descubierto las características de una estructura: orden, coherencia y significación.
Por lo tanto, el pensamiento especulativo se distingue de la mera especulación
ociosa por el hecho de que nunca se desprende por entero de la experiencia. Puede “apartarse, en ocasiones”, de los problemas de la experiencia, pero siempre se encuentra conectado con ella, en tanto trata de explicarla.
En la actualidad, el pensamiento especulativo tiene una perspectiva mucho más
limitada que en cualquier otra época anterior. Porque, con la ciencia, poseemos otro instrumento para la interpretación de la experiencia que ha logrado realizaciones maravillosas y mantiene entero su poder de atracción. Bajo ninguna circunstancia permitimos que el pensamiento especulativo se inmiscuya en los sagrados recintos de la ciencia, no debe traspasar nunca el dominio de los hechos verificable, ni tampoco pretender nunca un rango más elevado que el de la formación de hipótesis de trabajo, aun en aquellos campos en que el pensamiento especulativo tiene alguna aplicación.
Entonces, ¿en dónde se encuentra actualmente el dominio del pensamiento
especulativo? Su principal interés se concentra en el hombre —en su naturaleza y sus problemas, en sus valores y su destino—. Pues el hombre no ha logrado hacer de sí mismo un objeto de ciencia. La necesidad de trascender la experiencia caótica y los hechos en conflicto lo lleva a mantener una hipótesis metafísica que pueda esclarecer sus problemas más urgentes. El hombre se obstina en especular sobre su “yo” —aun ahora.
Cuando volvemos la mirada hacia el antiguo Cercano Oriente, tratando de hallar
esfuerzos semejantes, advertimos dos hechos que son correlativos. En primer lugar, encontramos que la especulación tenía posibilidades ilimitadas para su desarrollo; sin tener las restricciones que implica una indagación científica (esto es, metódica) de la verdad. En segundo término, nos damos cuenta de que el dominio de la naturaleza no se distingue del dominio humano.
Los antiguos, al igual que los salvajes modernos, vieron siempre al hombre como
parte de la sociedad y a ésta como inmersa en la naturaleza, dependiendo de las fuerzas
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cósmicas. Para ellos, no había oposición entre la naturaleza y el hombre y, por lo tanto, no existía la necesidad en aprehenderlos siguiendo modos de conocer diferentes. En efecto, tal como se pondrá en claro en el curso de esta obra, los fenómenos naturales eran concebidos, en general, en relación con la experiencia humana, y ésta, a su vez, era referida a los acontecimientos cósmicos. Así, tropezamos con una distinción entre los antiguos y nosotros que es de enorme importancia para nuestra investigación.
La diferencia fundamental entre las actitudes del hombre moderno y las del
antiguo, con respecto al medio que lo rodea, es que para el contemporáneo, que se apoya en la ciencia, el mundo de los fenómenos es, ante todo, un “ello”, algo impersonal; en tanto que para el hombre antiguo y, en general, para el primitivo, es enteramente personal y se le trata de “tú”.
Esta formulación es más profunda que las usuales interpretaciones “animistas” o
“personalistas”. Pone de manifiesto, en efecto, lo inadecuado de esas teorías tan aceptadas corrientemente. Porque la relación entre “yo” y “tú” es enteramente sui generis (de su propio género o especie). Podemos explicar mejor su cualidad única, comparándola con otras dos maneras de conocer: la relación entre sujeto y objeto y el vínculo que se establece cuando “comprendemos” a otro ser viviente.
Desde luego, la correlación “sujeto‐objeto” es la base del conocimiento científico;
en ella descansa su posibilidad. La segunda manera de conocer es el curioso conocimiento directo que obtenemos cuando “comprendemos” un ser que tenemos en frente —su temor, por ejemplo, o su ira—. Por lo demás, ésta es una de las formas de conocimiento que tenemos la honra de compartir con los animales.
Las diferencias que se acusan entre la relación “yo” y “tú” y las otras dos son las
siguientes: cuando determina la identidad de un objeto la persona desempeña un papel activo. En cambio, cuando “comprende” a otra criatura, ya sea a otro hombre o a un animal, es esencialmente pasivo, aun cuando su acción subsecuente pueda no serlo. En este caso, recibe sobre todo una impresión. Por tanto, el tipo de conocimiento es directo, emotivo y desarticulado. El conocimiento científico, por lo contrario, es articulado e indiferente, desde el punto de vista emotivo.
Ahora bien, el conocimiento que “yo” tengo de “ti” transcurre entre un juicio activo
y la acción pasiva de “sobrellevar una impresión”; entre lo intelectual y lo emotivo, lo articulado y lo desarticulado. El “tú” puede ser problemático, pero, a pesar de ello, algo transparente. El “tú” es una presencia viva, cuyas cualidades y facultades pueden ser articuladas en alguna forma —y no como resultado de una indagación activa, sino porque el “tú”, como presencia, se revela a sí mismo.
Hay, además, otra diferencia importante. Un objeto, un “ello” siempre puede
vincularse científicamente con otros objetos y tenerse como parte de un grupo o de una serie. La ciencia insiste en enfocar al “ello” de esta manera; de aquí que la ciencia pueda comprender a los objetos y a los acontecimientos como regidos por leyes universales que permiten predecir su comportamiento bajo circunstancias definidas. Por su parte, el “tú” es único. Tiene el carácter sin precedentes, sin paralelo y, a la vez, imprevisible, de lo individual, cuya presencia sólo se conoce en tanto que se revela por sí misma. Además, el “tú” no es simplemente contemplado o comprendido, sino que es experimentado emocionalmente, en una relación dinámica y recíproca. Así, se justifica el aforismo de Crawley: “El hombre primitivo sólo tiene una manera de pensar, un modo de expresión, haciendo uso de sólo una parte de la oración: el personal.” Lo que no significa (como a menudo se ha pensado) que el hombre primitivo imparta características humanas a un mundo inanimado para explicar los fenómenos naturales, es decir,
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no es de carácter antropomórfico (una forma de personificación, aplicar cualidades humanas a objetos inanimados). Sencillamente, el primitivo no conoce un mundo inanimado. Por esta simple razón no “personifica” los fenómenos inanimados, ni llena un mundo vacío con los espíritus de los muertos como el “animismo” nos ha hecho creer.
Para el primitivo, el mundo no es inanimado ni vacío, sino pleno de vida; y esta vida
posee individualidad en el hombre, en la bestia, en la planta y en todo fenómeno que se presenta —el trueno, el oscurecimiento repentino, una imponente y desconocida claridad en el bosque, la piedra que de repente le hace daño cuando tropieza en una cacería—. Cualquier fenómeno puede surgir ante él, en todo tiempo, no como “ello”, sino como un “tú”. Al enfrentarse a él, el “tú” revela su individualidad, sus cualidades, su voluntad. Al “tú” no se le contempla, separándolo intelectualmente, sino que se le experimenta como vida que se encara a la vida, e implica todas las facultades del hombre en una relación recíproca. A esta experiencia se encuentran subordinados los pensamientos, lo mismo que las acciones y los sentimientos.
_______________ Nos interesa, ahora, particularmente el pensamiento. Es probable que los antiguos
adviertan ciertos problemas intelectuales y se preguntaran por el “por qué” y el “cómo”, el “de dónde” y el “hacia dónde”. Pero, en todo caso, no es de esperar que en los documentos antiguos del Cercano Oriente nos encontremos con especulaciones en la forma acusadamente intelectual a que estamos acostumbrados, ya que ésta presupone un procedimiento estrictamente lógico, aun cuando se intente trascenderlo. Ya hemos visto que en el antiguo Cercano Oriente, lo mismo que en la sociedad primitiva de la actualidad, el pensamiento no opera de manera autónoma. Todo hombre se enfrenta a un “tú” viviente en la naturaleza; y todo hombre —tanto el emotivo, como el intelectual y el imaginativo— expresa esta experiencia. Toda experiencia de un “tú” es individual en alto grado; y el primitivo, en efecto, concibe los acontecimientos como sucesos individuales. La consideración de tales sucesos y su explicación, sólo pueden ser concebidas como una acción y toman necesariamente la forma de un relato. En otras palabras, los antiguos formulan mitos en vez de establecer un análisis o llegar a conclusiones. Nosotros podemos explicar, que ciertos cambios atmosféricos interrumpen la sequía y producen la lluvia. Los babilonios, observando los mismos hechos, los tomaban como muestras de la intervención del gigantesco pájaro Imdugud, que venía en su auxilio. Éste cubría el cielo con las negras nubes de tempestad de sus alas y devoraban al Toro del Cielo, cuyo cálido aliento había abrasado las cosechas.
Al formular un mito de esta naturaleza, los antiguos no trataban de proporcionarse
una diversión. Tampoco buscaban, distintamente y sin motivos ulteriores, una explicación inteligible de los fenómenos naturales. Relataban los acontecimientos con los cuales se hallaban comprometidos a lo largo de toda su existencia. Experimentaban, directamente, un conflicto entre fuerzas; una de estas era hostil a la cosecha del cual dependían, la otra era terrible, pero benéfica: el trueno los libraba en el momento crítico, venciendo y destruyendo completamente la sequía. Tales imágenes se habían hecho ya tradicionales en la época en que las encontramos en el arte y en la literatura; pero, originalmente, deben haber sido consideradas como una revelación vinculada a la experiencia. Se trataba de productos de la imaginación, pero no de meras fantasías. Es fundamental el saber distinguir al verdadero mito de la leyenda, de la saga, de la fábula y del cuento de hadas. Todos ellos pueden conservar elementos míticos. Y también puede ocurrir que una imaginación barroca o frívola elabore los mitos, hasta llegar a hacer de ellos simples cuentos. Pero el verdadero mito no presenta sus imágenes y sus actores imaginarios como un libre juego de fantasías, sino con una autoridad apremiante. Así, perpetúa la revelación que ha obtenido de un “tú” singular.
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Las imágenes del mito no son, por lo tanto, alegóricas en modo alguno. Se trata
nada menos que de un nivel cuidadosamente escogido del pensamiento abstracto. Las imágenes son inseparables del pensamiento. Representan la forma en que la experiencia se hace consciente.
Así, pues, hay que considerar seriamente al mito, puesto que revela una verdad
significativa, aunque no verificable —puede decirse que se trata de una verdad metafísica—. Sólo que el mito no tiene la universalidad ni la lucidez de una aseveración teórica. Es concreto, aun cuando pretenda ser de una validez inatacable. Exige que se le conozca por medio de la fe; y no pretende justificarse ante la crítica.
El aspecto irracional del mito se pone en claro, particularmente, al recordar que los
antiguos no se contentaban simplemente con relatar sus mitos como historias informativas. Los personificaban, reconociéndoles virtudes especiales que podían ser puestas en actividad por la recitación.
Tenemos un ejemplo muy conocido de la personificación del mito en la sagrada
comunión. En Babilonia encontramos otro ejemplo. En cada festival de Año Nuevo, los babilonios representaban el triunfo alcanzado por Marduk sobre las fuerzas del caos, en el primer día de Año Nuevo, cuando se creó el mundo. Durante el festival anual se recitaba la Epopeya de la Creación. Por supuesto, los babilonios no consideraban su relato de la creación como nosotros la teoría de Laplace, por ejemplo; esto es, como una explicación racionalmente satisfactoria de la manera en que el mundo ha venido a ser lo que es. El hombre antiguo no había pensado una respuesta, porque las respuestas le habían sido reveladas en su relación recíproca con la naturaleza. Al quedar resuelto un problema, el hombre compartía esa solución con el “tú” que se le había revelado. Por eso, era prudente proclamar cada año, con motivo del cambio crítico de las estaciones, este conocimiento que se compartía con las potencias naturales, con objeto de comprometerlas una vez más por la fuerza de su verdad.
Podemos resumir el complejo carácter del mito, en las siguientes palabras: el mito
es una forma poética que trasciende la poesía al proclamar una verdad; es también una forma de razonamiento que trasciende la razón, ya que necesita poner en práctica la verdad que proclama; es una forma de acción, de comportamiento ritual, que no encuentra su realización en el acto, sino que debe proclamar y elaborar una forma poética de su verdad.
Ahora se advierte con claridad por qué decíamos, al comenzar esta capítulo, que
una investigación sobre el pensamiento especulativo en el antiguo Cercano Oriente tendría resultados negativos. Falta, siempre, la independencia propia de la investigación intelectual. Y, sin embargo, la especulación puede aparecer dentro del dominio del pensamiento creador de mitos. Hasta el hombre primitivo, inmerso en lo inmediato de sus percepciones, reconoce la existencia de ciertos problemas que trascienden los fenómenos. Advierte el problema del origen y el problema del télos, de la finalidad y el propósito del ser. Reconoce el orden invisible de la justicia, que es mantenido por las costumbres, los usos y las instituciones; y vincula este orden invisible con el orden visible que comprende la sucesión de los días y las noches, de las estaciones y los años, tal como es mantenido por el sol. El hombre primitivo reflexiona, también, acerca de la jerarquía que existe entre las diversas fuerzas que reconoce en la naturaleza. En la Teología Menfita, que será expuesta en el capítulo I, los egipcios reducían la multiplicidad de la divinidad a una verdadera concepción monoteísta, espiritualizando el concepto de creación. No obstante, valían del lenguaje del mito. Las doctrinas que se desprenden de dicho documento pueden ser llamadas “especulativas”, atendiendo a su intención, ya que no a su expresión.
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Para dar un ejemplo, anticipémonos un poco a nuestros colegas y consideremos las diversas respuestas posibles al problema de saber cómo ha llegado a ser el mundo. Algunos primitivos contemporáneos, los Shilluk, que tienen muchos puntos de contacto con los egipcios antiguos, responden de este modo: “En el principio era Ju‐ok, el Gran Creador, quien creó un gran vaca blanca, que surgió del Nilo y recibió el nombre de Deung Adok. La vaca blanca dio nacimiento a un niño, al que amamantó y dio el nombre de Kola”. Podemos decir, basándonos en este relato (y se conocen mucho de este tipo), que el hombre se satisface aparentemente con hallar una forma que relacione el llegar a ser con un acontecimiento imaginado concretamente. No hay aquí el menor vestigio de pensamiento especulativo. En su lugar, se tiene lo inmediato de la visión —que es concreta, incuestionable e incoherente.
Se adelanta un paso más cuando la creación no se imagina de manera puramente
fantástica, sino por analogía con las condiciones humanas. Se concibe la creación como un nacimiento; la forma más simple es postular una primera pareja como progenitora de todo lo existente. Parece que para los egipcios, lo mismo que para los griegos y los maoríes, la primera pareja estaba compuesta por la tierra y el cielo.
El paso siguiente, que conduce ya hacia el pensamiento especulativo, es dado
cuando se concibe la creación como la acción de uno de los progenitores. Puede concebirse como el nacimiento de una Gran Madre o de una diosa, como en Grecia, o de un demonio, como en Babilonia. Hay otra posibilidad: concebir la creación como el acto de un varón. En Egipto, por ejemplo, el dios Atum surgió por sí solo de las aguas primitivas y dio principio a la creación, a partir del caos, engendrando de sí mismo a la primera pareja de dioses.
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En todos estos relatos de la creación, continuamos en el dominio del mito, a pesar de que ya se puede discernir cierto elemento especulativo. Entramos ya en la esfera del pensamiento especulativo —si bien en el pensamiento especulativo que crea mitos— cuando se dice que Atum fue el Creador; que sus primeros hijos fueron Shu y Tefnut, la Tierra y el Cielo; y que éstos, a su vez, dieron nacimiento a los cuatro dioses del ciclo de Osiris, por medio de la cual se vincula la sociedad con las potencias cósmicas (ya que Osiris era, a la vez, el rey muerto y un dios). En este relato de la creación nos encontramos con un sistema cosmológico definido como resultado de la especulación.
El caso de Egipto no es un ejemplo aislado. Aun el propio caos se convierte en tema
de la especulación. Se decía que las aguas primitivas habían sido habitadas por ocho horripilantes criaturas, cuatro ranas y cuatro culebras, machos y hembras, quienes dieron a luz a Atum, el dios‐sol y el creador. Este grupo de ocho seres, este Ogdoad (es el nombre del conjunto de ocho deidades primordiales, también llamadas "las almas de Thot", que constituían una entidad indisoluble y actuaban juntas, según la mitología egipcia), no formaba parte del orden creado sino del caos mismo, como sus nombres lo indican. La primera pareja la constituían Nun y Naunet, el primitivo e informe Océano y la Materia primitiva; la segunda pareja la integraban Huh y Hauhet, lo Indefinido y lo Ilimitado. Después venían Kuk y Kauket, las Tinieblas y la Oscuridad; y, finalmente, Amón y Amaunet, lo Recóndito y lo Secreto —probablemente, el viento—. Porque el viento “de donde quiere sopla, y oyes su sonido; más ni sabes de dónde viene, ni a dónde vaya” (Juan, 3: 8). Aquí hay ya, con seguridad, pensamiento especulativo, sólo que a guisa de mito.
También en Babilonia, encontramos pensamiento especulativo, ya que se concibe
al caos no como un Ogdoad amistoso y coadyudante que engendra al creador, el Sol, sino como
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el enemigo de la vida y del orden. Después de que Ti’ Amat, la Gran Madre, dio vida a innumerables seres, incluyendo entre ellos a los dioses, estos últimos, dirigidos por Marduk, libraron un combate a muerte con ella, hasta vencerla y destruirla. Una vez desaparecida, se creó el universo existente. De este modo, los babilonios colocaron el conflicto y la oposición en la base misma de la existencia.
Así, encontramos en todo el antiguo Cercano Oriente el pensamiento especulativo
bajo la forma de mito. Como hemos visto, la actitud que el hombre primitivo mantiene ante los fenómenos explica la forma creadora de mitos de su pensamiento. Sólo que, para comprender mejor sus características, es necesario considerar la manera más detallada la forma que dicho pensamiento adopta.
LA LÓGICA DEL PENSAMIENTO CREADOR DE MITOS
Hasta ahora hemos procurado mostrar que, para el hombre primitivo, los
pensamientos no son autónomos, sino que están inmersos en la peculiar actitud mostrada hacia el mundo de los fenómenos, actitud que hemos llamado confrontación de la vida. En realidad, nos iremos dando cuenta de que las categorías de que nos servimos para juzgar generalmente no resultan aplicables a las complejas funciones cerebrales y volitivas que constituyen el pensamiento creador de mitos. Con todo, se justifica el empleo del término “lógica” en el encabezado. Los antiguos dieron expresión a su “pensamiento emotivo” (si podemos llamarlo así) en término de causa y efecto; explicando los fenómenos en términos de tiempo, espacio y número. La forma de su razonamiento está mucho más cerca de la nuestra de lo que comúnmente se cree. Estaban en posibilidad de razonar lógicamente; pero con frecuencia, no lo hacían con rigor. Porque las abstracción que implica una actitud puramente intelectual es difícilmente compatible con lo que tenían por el aspecto más significativo de su experiencia de la realidad. Los investigadores que han presentado testimonios de que el hombre primitivo tenía un modo “prelógico” de pensar se refieren, probablemente, a las prácticas mágicas o religiosas; sin darse cuenta d que aplican, así, las categorías kantianas no a un razonamiento puro, sino a actos altamente emotivos.
Si tratamos de definir la estructura del pensamiento creador de mitos y de
compararla con la del pensamiento moderno (esto es, científico), nos encontramos con que sus diferencias se deben más bien a la intención y a la actitud emotiva que a la llamada mentalidad prelógica. Fundamentalmente, la característica del pensamiento moderno es la distinción entre lo subjetivo y lo objetivo. En esta distinción se basa el procedimiento crítico y analítico por medio del cual el pensamiento científico reduce progresivamente los fenómenos individuales a acontecimientos típicos sujeto a leyes universales. De esta manera, crea un abismo cada vez mayor entre la percepción de los fenómenos y las concepciones que nos permiten comprenderlos. Observamos que el sol sale y se oculta, pero pensamos que es la tierra que se mueve alrededor del sol. Vemos los colores, pero los explicamos por diferencias en las longitudes de onda de la luz. Soñamos con un pariente muerto, pero describimos esta visión como un producto de nuestro subconsciente. Aun cuando seamos incapaces, en lo personal, de probar la certeza de estas explicaciones científicas casi increíbles, las aceptamos, porque sabemos que se puede comprobar que poseen un grado de objetividad mayor que el de nuestras impresiones sensibles. En cambio, en la experiencia primitiva no hay lugar para un análisis crítico semejante de las percepciones. El hombre primitivo no puede separarse de la presencia de los fenómenos, porque éstos se le revelan del modo que hemos descrito. De aquí que, para él, carezca de significado la distinción entre el conocimiento subjetivo y el objetivo.
Tampoco advierte el contraste que nosotros establecemos entre la realidad y la
experiencia. Todo lo que es susceptible de afectar su entendimiento o su voluntad queda
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establecido, en consecuencia y sin lugar a dudas, como real. Así, por ejemplo, no hay ninguna razón para que los sueños se consideren menos reales que las impresiones recibidas durante la vigilia. Al contrario, con frecuencia los sueños afectan mucho más que los sucesos monótonos de la vida cotidiana, de tal manera que parecen tener mayor significación, y no menor, que las percepciones comunes. Los babilonios, al igual que los griegos, buscaban la guía de la divinidad pasando la noche en lugares sagrados, para esperar la revelación en sueños. Asimismo, los faraones referían que ciertos sueños los inducían a emprender determinados trabajos. También las alucinaciones son reales. En las crónicas oficiales de Assarhaddon de Asiria nos encontramos con la descripción de monstruos fabulosos —serpientes bicéfalas y aladas criaturas verdes— que habían sido vistas por las agotadas tropas durante las jornadas más penosas de su marcha a través del árido desierto del Sinaí. Recordemos que los griegos vieron surgir el Espíritu de la Llanura de Maratón, en la decisiva batalla contra los persas. En cuanto a monstruos, los egipcios del Imperio Medio, tan horrorizados por el desierto como sus descendientes modernos, describieron dragones, grifos y quimeras, lo mismo que gacelas, zorras y otros animales del desierto.
Justamente porque no hacían distinciones radicales entre los sueños, las
alucinaciones y las visiones comunes, no separaban, de modo riguroso, lo vivo de lo muerto. La supervivencia de los muertos y la continuación de sus relaciones con los hombres eran corrientemente aceptadas, porque los muertos seguían relacionados con la indudable realidad de las zozobras, esperanzas o resentimientos del hombre. Para la mente creadora de mitos, todo lo que ocurre en su mundo tiene la misma realidad.
Los símbolos son tratados de forma semejante. El primitivo hace uso de símbolos
lo mismo que nosotros; pero no puede concebirlos como algo que simboliza dioses o fuerzas y que a la vez está separado de ellos, del mismo modo que no puede concebir una relación establecida mentalmente —por ejemplo, la semejanza— como algo que une los objetos comparados, pero que, al propio tiempo, está separado de ellos. Por tanto, existe un enlace entre el símbolo y lo que este significa, como existe una unión entre dos objetos que son recíprocamente dependientes.
La curiosa forma del pensamiento pars pro toto (tomar, una parte por el todo), “la
parte puede representar al todo”, se puede explicar de un modo semejante; un hombre, un mechón de pelo, o una sombra pueden tomarse por el hombre, debido a que, en cualquier momento, el primitivo cree que el mechón o la sombra están preñados de todo el significado del hombre. Tiene frente a sí un “tú” que muestra la fisionomía de su poseedor.
Ejemplo de este enlace entre el símbolo y la cosa simbolizada es el considerar el
nombre de una persona como parte esencial de ella misma —como si fuera, en cierto modo, idéntico a ella—. Poseemos numerosos restos de vasijas de barro, en los que aparecen inscripciones, hechas por los reyes egipcios del Imperio Medio, de los nombres de las tribus hostiles que habitaban en Palestina, Libia y Nubia; los nombres de sus gobernantes; y los nombres de algunos rebeldes egipcios. Estas vasijas eran solemnemente hechas pedazos en una ceremonia ritual, posiblemente al celebrar los funerales del antecesor del rey; y la finalidad del rito quedaba explícitamente establecida. Se trataba de que todos esos enemigos, que estaban obviamente fuera del alcance del faraón, murieran. Pero si dijéramos que el acto ritual de romper las vasijas era simbólico, incurriríamos en un error. Los egipcios creían que infligían un daño real a sus enemigos cuando destruían sus nombres. Se aprovechaba la ocasión para lanzarles un hechizo funesto de vastos alcances. Después de los nombres de los hombres hostiles, que iban acompañados de la imprecación “debe morir”, se añadían frases como éstas: “todo pensamiento pernicioso”, “todo rumor perniciosa”, “todo sueño pernicioso”, “toda
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intención perniciosa”, “toda lucha perniciosa”, etc. Con hacer mención de esto, en las vasijas que debían ser destruidas, se disminuía su poder real de dañar al rey o de menguar su autoridad.
Para nosotros, existe una diferencia fundamental entre un acto y una
representación ritual o simbólica. Pero esta distinción carecía de sentido para los antiguos. Al describir la erección de un templo, Gudea, un gobernante de Mesopotamia, habla de que moldeó un ladrillo en arcilla, de que purificó el sitio con fuego y de que consagró la plataforma con aceite. Cuando los egipcios decían que Osiris les había dado los elementos de su cultura, o cuando los babilonios afirmaban lo mismo de Oannes, incluían entre los elementos las herramientas y la agricultura, junto con las prácticas rituales. Ambas clases de actividades poseían el mismo grado de realidad. Carecería de sentido preguntarle a un babilonio si creía que el fruto de su cosecha dependía de la habilidad de los cultivadores o de la representación correcta del festival de Año Nuevo. Ambas cosas eran esenciales para obtener el fruto.
Del mismo modo que se le reconocía una existencia real a lo imaginario, los
conceptos podían ser substancializados. Un hombre valeroso o elocuente posee estas cualidades casi en forma de substancias, de las que puede ser despojado o que puede compartir con otros. El concepto de “justicia” o de “equidad” se expresa en Egipto con el término ma’at. La boca del rey es el templo de ma’at. La personificación de ma’at es una diosa; pero, a la vez, se dice que los dioses “viven por ma’at”. Este concepto es representado muy concretamente: en el rito diario, se les ofrecía a los dioses una figura de la diosa, junto con otras ofrendas materiales, comida y bebida, destinadas a su sustento. Aquí nos encontramos con la paradoja del pensamiento creador de mitos. El pensamiento no conoce la materia muerta y se enfrenta a un mundo animado en toda su extensión, es incapaz de abandonar la perspectiva de lo concreto y convierte a sus propios conceptos en realidades existentes per se ("de por si", "por si mismo").
La concepción de la muerte entre los primitivos es un excelente ejemplo de esta
tendencia hacia lo concreto. La muerte no es, como para nosotros, un acontecimiento —el acto o el hecho de morir, según nos informa el diccionario—. Se trata, en cierto modo, de una realidad substancial. Así, en los textos inscritos en las pirámides egipcias, encontramos la siguiente descripción del comienzo de las cosas:
Cuando todavía no existía el cielo, Cuando todavía no existía el hombre, Cuando todavía no nacían los dioses, Cuando todavía no existía la muerte…
El copero Siduri, al compadecerse de Gilgamesh en la Epopeya, usa exactamente los mismos términos:
Gilgamesh, ¿por qué te has extraviado? La vida que buscas nunca podrás hallarla. Porque cuando los dioses crearon al hombre, a la vez le dieron la muerte, y la vida La tuvieron en sus manos
Se advierte, en primer lugar, que la vida se opone a la muerte, destacando, así el hecho de que se considera a la vida como interminable por sí misma. La vida sólo cesa por la intervención de otro fenómeno: la muerte. En segundo lugar, se nota el carácter concreto que se atribuye a la vida cuando se afirma que los dioses la tienen en sus manos. En todo caso, aun
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cuando nos inclinemos a considerar esta frase como una mera figura retórica, es bueno tener presente que tanto a Gilgamesh como, en otro mito, a Adapa, se les ofrece una oportunidad de alcanzar la vida eterna por el simple hecho de comer la substancia de la vida. A Gilgamesh se le muestra el “árbol de la vida”, pero una serpiente se lo arrebata. Al entrar en el cielo se le ofrece a Adapa el pan y el agua de la vida, pero los rehusa, siguiendo el consejo del astuto dios Enki. En ambos casos, la asimilación de una substancia concreta habría dado la inmortalidad.
_______________ Nos aproximamos así a la categoría de causalidad que, en el pensamiento moderno,
tiene tanta importancia como la distinción entre lo subjetivo y lo objetivo. Si, como hemos dicho antes, la ciencia reduce el caos de las percepciones a un orden, dentro del cual los acontecimientos típicos ocurren de acuerdo con leyes universales, el instrumento de que se vale para convertir el caos en orden es, justamente, el postulado de la causalidad. El pensamiento primitivo reconoce naturalmente la relación de causa a efecto, pero le es imposible concebir la causalidad como una operación impersonal, mecánica y sujeta a leyes, como lo hacemos nosotros. Al buscar las verdaderas causas, esto es, las causas que producen siempre los mismos efectos dentro de las mismas condiciones, hemos superado el mundo de las experiencias inmediatas. Debemos recordar que Newton descubrió el concepto de gravitación y las leyes que la rigen, partiendo de tres grupos de fenómenos que se encuentran enteramente desvinculados para el observador que se atiene a su simple percepción: la caída libre de los cuerpos, el movimiento de los planetas y la sucesión de la marea. La mentalidad primitiva, en cambio, no puede practicar una abstracción de esta magnitud partiendo de la realidad perceptible. Es más, no quedaría satisfecha con nuestras ideas. Pues cuando busca una causa, no se pregunta: “¿Cómo?”, sino “¿Quién?” Como el mundo de los fenómenos es un “tú” que se enfrenta el hombre primitivo, éste no espera encontrar una ley impersonal que regule los procesos. Se interroga por la voluntad y la intención que ocasionan el acto. Si los ríos no fluyen, el primitivo no supone que sea la falta de lluvias en las montañas lejanas la que expliquen en forma adecuada tal calamidad. Cuando el río no fluye, es porque se rehusa a fluir. El río, o los dioses, deben estar encolerizados con el pueblo que depende de la inundación. A lo mejor, el río o los dioses tratan de comunicar algo al pueblo. Se necesita, pues, un acto especial. Sabemos que cuando no fluía el Tigris el rey Gudea iba a dormir al templo, para recibir en sueños la clave del significado de la sequía. En Egipto se llevaba un registro de los niveles alcanzados por las avenidas del Nilo desde las primeras épocas de la historia; pero, a pesar de ello, el faraón hacía ofrendas anuales al Nilo, en la época en que debía empezar a crecer. A estas ofrendas, que eran arrojadas al río, se añadía un documento, en el que se establecían, en forma de mandato o de convenio, las obligaciones que el Nilo adquiría en reciprocidad.
Por lo tanto, nuestra concepción de la causalidad no puede satisfacer al hombre
primitivo, debido al carácter impersonal de sus explicaciones y a la generalidad de las mismas. El hombre moderno comprende los fenómenos a partir no de sus peculiaridades, sino de lo que los convierte en manifestaciones de leyes generales. Pero una ley general no puede hacer justicia al carácter individual de cada acontecimiento. Y es precisamente este carácter individual del suceso lo que el hombre primitivo experimenta más intensamente. Podemos explicar la muerte de un hombre por medio de ciertos procesos fisiológicos, pero el hombre primitivo preguntaría: “¿Por qué muere este hombre, así en este momento?” Nosotros solamente podemos decir que, dadas estas condiciones, la muerte tiene que ocurrir indefectiblemente. El primitivo necesita encontrar una causa tan específica e individual como el acontecimiento que debe explicar. No se analiza intelectualmente el suceso; se le experimenta en su complejidad y en su individualidad, que van acompañadas por causas igualmente individuales. La muerte es la
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manifestación de una voluntad. Por lo tanto, el problema va otra vez del “¿Por qué?” al “¿quién?”, no al “¿cómo?”.
Esta explicación de la muerte como manifestación de una voluntad difiere de la
que hemos expuesto hace poco, al decir que se la consideraba casi como substancializada y como una creación especial. Aquí nos encontramos, por primera vez en estos capítulos, con una peculiar multiplicidad de consideraciones, características de la mentalidad creadora de mitos. En la Epopeya de Gilgamesh, la muerte era algo específico y concreto; algo que se ha asignado a la humanidad. Su antídoto, la vida eterna, era también una substancia que se podía asimilar comiendo del árbol de la vida. Ahora nos encontramos con una nueva concepción según la cual la muerte es causada por una voluntad. Las dos interpretaciones no se excluyen mutuamente, pero tampoco están ligada entre sí como sería de desear. Desde luego, el hombre primitivo no aceptaría la validez de nuestras objeciones. Al no aislar los acontecimientos de sus circunstancias concurrentes, no trata de encontrar una explicación única, válida bajo cualesquiera condiciones. La muerte, considerada con cierta abstracción como un estado del ser, se concibe como una substancia inherente a todo cuanto está muerto o va a morir. Pero, considerada desde un punto de vista emotivo, la muerte es el acto de una voluntad hostil.
Encontramos este mismo dualismo en la interpretación de la enfermedad o de la
culpa. Cuando se arroja al desierto a la víctima expiatoria que carga con las culpas de la comunidad, es evidente que las culpas se conciben como algo substancial. Los textos médico primitivos explican que cierta fiebre es causada por una substancia “caliente” que se aloja en el cuerpo humano. El pensamiento creador de mitos substancializa una cualidad, estableciendo algunos de los casos en que se presenta como causa mientras en otros es efecto. Pero el calor que causa la fiebre también puede haber sido “deseado” al hombre por algún hechicero hostil o puede haber entrado en el cuerpo en la forma de un espíritu maligno.
Con frecuencia, los espíritus malignos no son otra cosa que el mal concebido de
modo substancial y dotado de voluntad. Más adelante éstos se llegan a especificar vagamente como “espíritus de los muertos”; pero, a menudo, esta explicación surge como una elaboración espontánea del concepto original, que no es otra cosa que la personificación incipiente del mal. Desde luego, este proceso de personificación puede desarrollarse mucho más, cuando el mal en cuestión se convierte en un foco de interés y estimula la imaginación. Entonces surgen los demonios que poseen una individualidad acusada, como Lamashtu en Babilonia. También los dioses nacen de esta manera.
Todavía podemos adelantar más y decir que los dioses, como personificación de las
fuerzas naturales, satisfacen la necesidad del hombre primitivo por encontrar causas que le expliquen el mundo de los fenómenos. Este aspecto de su origen puede reconocerse todavía algunas veces, en las complejas deidades de épocas posteriores. Existen, por ejemplo, excelentes pruebas de que la gran diosa Isis fue, originalmente, el trono deificado. Sabemos que entre los africanos contemporáneos, relacionados estrechamente con los antiguos egipcios, la entronización del nuevo gobernante constituye el acto central del ritual de la sucesión. El trono es un fetiche dotado del misterioso poder de la majestad. El príncipe que se sienta en él se convierte en rey. De aquí que el trono sea llamado “madre” del rey. El proceso de personificación encuentra en este punto de parida; las emociones comienzan a ser canalizadas y esto, a su vez, llevará a la elaboración de un mito. De esta manera, Isis, “el trono que hace al rey”, se transforma en “la Gran Madre”, dedicada por completo a su hijo Horus y fiel, a través de todos los sufrimientos, a su marido Osiris —Isis es una figura que poseyó un atractivo poderoso para cualquier hombre, aun fuera de Egipto y, después de la decadencia de éste, para todo el Imperio Romano.
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Sin embargo, el proceso de personificación solamente te afecta a la actitud del hombre en una medida limitada. Al igual que Isis, la diosa‐cielo Nut fue considerada como una amorosa diosa‐madre; pero los egipcios del Nuevo Imperio disponían su ascensión al cielo sin tener en cuenta la voluntad o los actos de la diosa. Pintaban una figura de la diosa de tamaño natural, dentro del féretro; el cadáver se colocaba en sus brazos; y así quedaba asegurada la ascensión al cielo del muerto. Pues la semejanza equivalía a compartir lo esencial y la imagen de Nut estaba unida a su prototipo. El muerto, colocado en su féretro, descansaba ya en el cielo.
En los casos en que nosotros no advertimos sino asociaciones mentales, el
pensamiento creador de mitos halla una conexión causal. Cada semejanza, cada contacto en el espacio o en el tiempo, establece un vínculo entre dos objetos o acontecimientos, que hace posible considerar a uno de ellos como la causa de los cambios que se observan en el otro. No hay que olvidar que el pensamiento creador de mitos no necesita explicar un continuo para poder representarlo. Acepta una situación como inicial y otra como final, aunque no se conecten más que por la convicción de que la una surge de la otra. Así, por ejemplo, los antiguos egipcios, lo mismo que los maoríes contemporáneos, explican de la manera siguiente la actual situación del cielo y la tierra. Originalmente, el cielo descansaba sobre la tierra; pero ambos fueron separados y el firmamento fue levantado hasta ocupar su posición actual. En Nueva Zelanda esto fue hecho por su hijo; en Egipto, por el dios del aire, Shu, quien ahora se encuentra entre la tierra y el cielo. El firmamento es representado como una mujer que se inclina sobre la tierra con los brazos extendidos, mientras el dios Shu la sostiene.
Los cambios pueden explicarse de manera muy sencilla como dos estados
diferentes, uno de los cuales proviene del otro, sin insistir en un proceso inteligente —en otras palabras, como una transformación o una metamorfosis—. Nos encontramos una y otra vez, con que este artificio se usa para explicar los cambios, sin que se requiera ninguna otra explicación ulterior. Por medio de un mito se explica que el sol, considerado como primer rey de Egipto, se encuentre después en el cielo. Se relata que el dios‐sol, Ra, llegó a cansarse de la humanidad, de modo que se sentó sobre la diosa‐cielo Nut, convertida en una enorme vaca que asentaba sus cuatro patas sobre la tierra. Desde entonces, el sol ha estado en el firmamento.
La incoherencia encantadora del relato no nos permite tomarlo en serio. Nos
inclinamos siempre a tomar más en serio las explicaciones que los hechos mismos. Pero el hombre primitivo no lo tomaba así. Sabía que el dios‐sol había gobernado a Egipto alguna vez; sabía también que el sol se halla ahora en el cielo. En el primer relato acerca de la relación entre el cielo y la tierra; en el segundo, se explica cómo se fue el sol al cielo y, además, se introduce la conocida imagen del firmamento como vaca. Todo esto le producía una satisfacción al creer que las imágenes y los hechos conocidos formaban un conjunto. Por lo demás, esto es lo que una explicación debe dar (véase lo expuesto en la p. 9).
La imagen de Ra sentado sobre la vaca celeste, además de ser un ejemplo del tipo
no especulativo de explicación causal que satisface a la mentalidad creadora de mitos, es también un ejemplo de la tendencia manifestada por los antiguos, a la que ya nos hemos referido. Como hemos visto, eran capaces de presentar, al mismo tiempo, diversas descripciones de fenómenos idénticos, aun cuando se excluyeran mutuamente. Así, Shu levanta a la diosa‐cielo, Nut, de la tierra. En tanto que, en un segundo relato, Nut se levanta por sí sola, en forma de vaca. Esta representación de la diosa‐cielo es muy común, particularmente cuando se quiere destacar su aspecto de diosa‐madre. Es la madre de Osiris y, por lo tanto, de todos los muertos; pero, a la vez, es también la madre que da nacimiento, cada noche, a las estrellas y, cada mañana, al sol. Al enfocar la procreación, el pensamiento de los antiguos egipcios se expresó por medio de imágenes bovinas. En el mito del sol y el cielo, la imagen de la vaca celeste no aparece en su connotación original; la imagen de Nut como vaca evoca al enorme animal que se
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levanta y eleva al sol hasta el cielo. Cuando la atención se concentra en que Nut da nacimiento al sol, éste es llamado el “becerro de oro” o “el toro”. Desde luego, también se podía considerar al cielo, no tanto en su relación con los cuerpos celestes o con los muertos que allí renacen, sino como un fenómeno cósmico en sí mismo. En este caso, se describía a Nut como descendiente del creador Atum, por intermedio de sus hijos, Shu y Tefnut, el Aire y la Humedad. Más tarde, se unió en matrimonio con la tierra. Cuando se la enfoca de este modo, Nut adquiere una forma humana.
De nuevo nos encontramos con que la concepción de los antiguos con respecto a
un fenómeno difiere conforme al punto de vista. Los investigadores modernos no reprochan a los egipcios sus aparentes inconsecuencias y ponen en duda su capacidad para pensar con claridad. Esta actitud no es más que una conjetura. Cuando se descubren los procesos seguidos por el pensamiento antiguo, su justificación es manifiesta. Porque, después de todo, los valores religiosos no son reducibles a fórmulas racionales. Independientemente de que los fenómenos naturales fueran personificados y convertidos en dioses, el hecho es que el hombre antiguo se enfrentaba a una presencia vida, a un “tú” significativo que, una y otra vez, excedía el dominio de la definición conceptual. En tales casos, nuestro pensamiento y nuestro lenguaje, que son flexibles, califican y modifican ciertos conceptos, tan a fondo como sea necesario para adecuarlos a la carga de expresión y significación que les imponemos. La mentalidad creadora de mitos, inclinada hacia lo concreto, expresaba lo irracional, no a nuestro modo sino admitiendo la validez simultánea de varios tipos de explicación. Los babilonios, por ejemplo, rendían culto al poder generador de la naturaleza, de varias maneras: su manifestación en las lluvias y en las tempestades benéficas era imaginada en la forma de un pájaro con cabeza de león. En el caso de la fertilidad de la tierra se transformaba en una culebra. Pero en las estatuas, en las oraciones y en otros actos de culto se lo representaba como un dios de forma humana. Los egipcios de la época primitiva tenían a Horus, dios del cielo, por deidad principal. Se le representaba como un halcón gigante que cubría la tierra con sus alas extendidas; las nubes rosadas del orto y del ocaso formaban su abigarrado pecho, y el sol y la luna eran sus ojos, sin embargo, también se imaginaban a este dios como un dios‐sol, ya que el sol, como lo más poderoso del firmamento, era considerado naturalmente como una manifestación del dios y el hombre se enfrenta así a la misma presencia divina adorada en el halcón que despliega sus alas sobre la tierra. No hay duda de que el pensamiento creador de mitos reconoce cabalmente la unidad de cada fenómeno, a pesar de concebirlos de maneras tan diferentes; la profusa multiplicidad de sus imágenes hace justicia a la complejidad del fenómeno. Pero el procedimiento seguido por la mentalidad creadora de mitos para expresar un fenómeno, valiéndose de un conjunto de imágenes que corresponden a distintos puntos de vista sin conexión entre sí, nos aleja claramente de nuestro postulado de la causalidad; por medio del cual nos esforzamos por descubrir casusas idénticas para efectos también idénticos dentro del mundo de los fenómenos.
Advertimos en contraste semejante cuando pasamos de la categoría de causalidad
a la de espacio. Del mismo modo que el pensamiento moderno trata de establecer causas como relaciones funcionales abstractas entre los fenómenos, así considera al espacio como un mero sistema de relaciones y funciones. Postulamos al espacio como infinito, continuo y homogéneo —atributos que no revela la simple percepción sensorial—. En cambio, el pensamiento primitivo no puede abstraer el concepto de “espacio” de su experiencia del espacio. Esta experiencia consta de lo que podemos llamar asociaciones calificativas. Los conceptos espaciales del primitivo son orientaciones concretas, que se refieren a lugares que poseen un color emotivo; pudiendo ser familiares o ajenos, hostiles o amistosos. La comunidad sabe de la existencia de ciertos acontecimientos cósmicos, más allá del dominio de la simple experiencia individual, que imparten un significado particular a las regiones del espacio. El día y la noche dan al oriente y al occidente una correlación con la vida y la muerte. El pensamiento especulativo puede
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desenvolverse con facilidad en relación con estas regiones que se hallan fuera de la experiencia directa, como, por ejemplo, los cielos o el mundo de las tinieblas. La astrología, Mesopotamia, se desarrolló como un extenso sistema de correlaciones entres los cuerpos celestes y los sucesos ocurridos en el firmamento y en la tierra. De esta manera, también el pensamiento creador de mitos logra establecer, al igual que el pensamiento moderno, una coordinación en el sistema espacial; sólo que este sistema no es determinado por mediciones objetivas, sino por el reconocimiento emotivo de valores. El grado en que este procedimiento determina la concepción primitiva del espacio quedará aclarado mejor con un ejemplo, al que se volverá a hacer referencia en los capítulos siguientes como un caso en que se muestra claramente el carácter de la especulación entre los antiguos.
En Egipto se decía que el creador había emergido de las aguas del caos y había
formado un montículo de tierra, sobre el cual pudiera asentarse. Esta colina primitiva, con la que se inició la creación, se localizaba tradicionalmente en el templo del sol de Heliópolis, ya que el dios‐sol era considerado comúnmente, en Egipto, como el creador. Pero también el Sanctum Sanctorum de cada templo era igualmente sagrado; cada deidad era —por el simple hecho de ser reconocida como divina— una fuente de poder creador. De aquí que el Sanctum Sanctorum pudiera identificarse siempre con la colina primitiva. Así, se decía del Templo de Filas, erigido en el siglo IV a.C.: “Este [templo] surgió cuando absolutamente nada existía y la tierra se encontraba aún sumida en la oscuridad y las tinieblas”. Lo mismo se afirmaba de otros templos. Los nombres de los grandes santuarios de Menfis, Tebas y Hermontis establecían de modo explícito que cada uno de ellos era la “isla divina emergida primitivamente”, o usaban otras expresiones semejantes. Cada santuario poseía la cualidad esencial de la santidad original; así, al erigir un nuevo templo, se suponía que la santidad potencial del lugar se ponía de manifiesto. La equiparación con la colina primitiva se expresaba también en la arquitectura. Había que subir siempre unos cuantos escalones o una pequeña rampa para pasar del atrio o vestíbulo al Sanctum Sanctorum, el cual se encontraba, de este modo, en un nivel notablemente más alto que el resto del edificio.
Sin embargo, este enlace entre los templos y la colina primitiva no nos proporciona
el significado cabal que los antiguos egipcios atribuían al lugar sagrado. Las tumbas reales también se hacían coincidir con dicha colina. Los muertos., sobre todo si se trataba de un rey, tenían que renacer en el futuro. Ningún sitio era más propicio, ningún lugar prometía mejor ocasión para pasar con éxito la crisis de la muerte que la colina primitiva, el centro de las fuerzas creadoras en donde se había iniciado la vida ordenada del universo. Por ello, la tumba real adoptaba la forma de una pirámide, es decir, la estilización heliopolitana de la colina primitiva.
Para nosotros, esta concepción es enteramente inaceptable. En nuestro espacio
continuo y homogéneo cada lugar queda fijado de una manera inequívoca. Insistiríamos, por lo tanto, en que no puede haber sino un solo sitio en el cual haya surgido realmente la tierra firme de las aguas del caos. Para los egipcios tale objeciones serían meras sutilezas. Puesto que los templos y las tumbas reales eran tan sagrados como la colina primitiva y mostraban formas arquitectónicas semejantes, compartían su esencia. Y sería insensato argumentar que sólo unos de estos monumentos era el que se podía considerar como la colina primitiva con más justificación que los otros.
De modo análogo, consideraban que las aguas del caos, de las cuales había
emergido la vida, estaban en varios lugares, interviniendo algunas veces en la economía del país; sirviendo, otras veces, para completar la imagen del universo de los egipcios. Se suponía que las aguas del caos subsistían en forma de un océano que rodeaba a la tierra, ya que ésta había emergido de ellas y ahora flotaba en su superficie. Por lo mismo, dichas aguas estaban también en el subsuelo. En el cenotafio de Seti I (hijo de Ramsés I), en Abidos, el féretro fue colocado
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sobre una isla con una doble escalera que imitaba el jeroglífico de la colina primitiva; dicha isla estaba rodeada de un canal, por el que corría constantemente agua del subsuelo. Así, el rey fue sepultado, y se suponía que resucitaría en el sitio de la creación. Sin embargo, las aguas del caos, el Nun, eran al propio tiempo las aguas del mundo de las tinieblas, que el sol y los muertos tenían que cruzar. Por otra parte, las aguas primitivas contenían la vida en potencia; y eran por consiguiente, las aguas de la inundación anual del Nilo que renueva y revive la fertilidad de los campos.
Para la mentalidad creadora de mitos, la concepción del tiempo era, como la del
espacio, cualitativa y concreta, y no cuantitativa y abstracta. El pensamiento creador de mitos no comprende el tiempo como una duración uniforme o como una sucesión de momentos indiferentes, desde un punto de vista cualitativo. El concepto del tiempo, tal como se utiliza en nuestra matemática y en nuestra física, es tan extraño al hombre primitivo como el que forma el marco de nuestra historia. El hombre primitivo no abstraía un concepto del tiempo, a partir de la experiencia del tiempo.
Se ha puesto en claro —por ejemplo, Cassirer— que la experiencia del tiempo es
sutil y muy rica aun para los pueblos de cultura rudimentaria. El tiempo es experimentado en la periodicidad y el ritmo de la vida humana, lo mismo que en la vida de la naturaleza. Cada fase en la vida del hombre —infancia, adolescencia, madurez, senectud— es un tiempo que posee cualidades peculiares. La transición de una fase a otra constituye una crisis en la cual el hombre es auxiliado por el enlace con su comunidad, por medio de los ritos apropiados para el nacimiento, la pubertad, el matrimonio y la muerte. Cassirer ha llamado a esta peculiar concepción del tiempo —como sucesión de fases esencialmente diferentes de la vida— el “tiempo biológico”. Desde las épocas remotas se han concebido las manifestaciones del tiempo en la naturaleza, la sucesión de las estaciones y los movimientos de los cuerpos celestes, como signos de un proceso vital que es semejante y está relacionado al de la vida humana. Pero ni aun así se los concibe como procesos “naturales”, en el sentido que nosotros les damos. Cuando hay un cambio, hay una causa; y esta causa, como hemos visto, es una voluntad. Así, por ejemplo, leemos en el Génesis que Dios estableció un pacto con las criaturas vivientes, prometiéndoles que el diluvio no se repetirá; y también que “serán todos los tiempos de la tierra; la sementera y la siega, y el frío y el calor, verano e invierno, y día y noche, no cesarán” (Génesis, 8:22). Tanto el orden del tiempo como el orden de la vida en la naturaleza (que son una y la misma cosa), son garantizados libremente por el Dios del Antiguo Testamento, en la plenitud de su poder; y cuando se les considera en su totalidad, como un orden establecido, son concebidos también, en otra parte, como basados en el orden de la creación, como expresión de la voluntad de Dios.
También puede darse otra explicación que no se refiere a la sucesión de las fases
en su conjunto, sino a la transición real de una fase a otra —o sea, a la sucesión real de las fases—. La duración variable de la noche, el cambiante espectáculo de la aurora y del ocaso y las tormentas equinocciales no sugieren a la mentalidad creadora de mitos un cambio alterno y uniforme entre los “elementos” del tiempo. Más bien, señalan un conflicto, idea que se refuerza por la ansiedad del hombre, ya que éste depende por completo de las vicisitudes del templo y del cambio de las estaciones. Wensinck la denomina “concepción dramática de la naturaleza”. Cada mañana el sol vence a las tinieblas y al caos, como ocurrió el día de la creación y como ocurre, anualmente, el Día de Año Nuevo. Estos tres momentos se entrelazan; el primitivo tiene la sensación de que son esencialmente la misma cosa. Cada aurora, lo mismo que cada Día de Año Nuevo, repite la primera aurora del día de la creación; y, para la mentalidad creadora de mitos, cada repetición se vincula —o es prácticamente idéntica— al acontecimiento original.
Así tenemos, en la categoría del tiempo, un paralelo con el fenómeno advertido en
la categoría del espacio cuando descubrimos que se piensa que ciertos lugares arquetípicos,
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como la colina primitiva, existen en varios sitios, ya que estos sitios comparten con su prototipo algunos de sus aspectos más importantes. Llamamos a este fenómeno enlace en el espacio. En el caso del tiempo, tenemos un ejemplo de enlace en un versículo egipcio que anatematiza a los enemigos del faraón. Hay que recordar que Ra, el dios‐sol, fue el primer gobernante de Egipto y que el faraón era, durante el tiempo de su reinado, una imagen de Ra. El versículo dice de los enemigos del rey: “Serán semejantes a la serpiente Apophis en la mañana del Año Nuevo.” La serpiente Apophis no es otra cosa que la oscuridad hostil que es vencida por el sol todas las noches cuando cruza el mundo de las tinieblas, desde el punto en que se pone en el occidente, hasta el lugar de su salida en el oriente. Pero ¿por qué los enemigos serán semejantes a Apophis en la mañana del Año Nuevo? La razón es ésta; las naciones de la creación, de la aurora cotidiana y del comienzo del nuevo ciclo anual se enlazan y culminan en las festividades del Año Nuevo. Por eso se invoca, esto es, se conjura, al Año Nuevo para hacer más poderoso al anatema.
Ahora bien, esta “concepción dramática de la naturaleza, que ve por dondequiera
una lucha entre lo divino y lo demoníaco, entre las potencias cósmicas y las caóticas” (Wensinck), no deja al hombre en el papel de simple espectador. Se encuentra tan comprometido en ello y su bienestar depende tanto del resultado de esa lucha, que siente la necesidad de participar del lado de las fuerzas benéficas, para contribuir a su triunfo. Por esto, tanto en Egipto como en Babilonia, encontramos que el hombre —esto es, el hombre que vive en sociedad— acompaña los principales cambios de la naturaleza con rituales apropiados. En Egipto y en Babilonia, el Año Nuevo daba ocasión a complicadas ceremonias, en las cuales se representaban los combates sostenidos por los dioses o se fingían batallas.
Debemos tener presente que tales ritos no eran meramente simbólicos; formaban
parte integrante de los acontecimientos cósmicos y constituían la participación del hombre en dichos sucesos. En Babilonia, tres mil años antes de la época helénica, encontramos un festival de Año Nuevo que duraba varios días. En el curso de la celebración se recitaba la historia de la creación y se sostenía un combate ficticio, en el cual el rey representaba al dios victorioso. Sabemos que en Egipto se sostenían batallas fingidas en diversos festivales conectados con la victoria sobre la muerte y el renacimiento o la resurrección: uno de ellos tenía lugar en Abidos, durante la Gran Procesión anual de Osiris; otro en víspera de Año Nuevo, al erigirse la columna del Djed (pilar que simbolizaba la "estabilidad"); otro más se celebraba, por lo menos en tiempo de Herodoto (fue un historiador y geógrafo griego que vivió entre el 484 y el 425 a. C.), en Papremis, en el Delta. Por medio de esto festivales, el hombre participaba en la vida de la naturaleza.
El hombre arreglaba su propia vida o, por lo menos, la vida de la sociedad a que
pertenecían, de tal manera que la armonía con la naturaleza, la coordinación entre las fuerzas naturales y las sociales daba nuevo ímpetu a sus empresas y aumentaba sus probabilidades de obtener éxito. Desde luego, toda la “ciencia” de los prestigios tendía a este objetivo. Pero, asimismo, existen casos definidos que ejemplifican la necesidad del hombre primitivo de actuar al unísono con la naturaleza. Tanto en Egipto como en Babilonia, la coronación del rey se aplazaba hasta el momento en que el inicio de un nuevo ciclo en la naturaleza proporcionaba un punto de partida propicio para el nuevo reinado. En Egipto, la época adecuada podía ser al comenzar el verano, cuando el Nilo comenzaba a crecer, o en el otoño, cuando la inundación retrocedía y los campos fértiles estaban listos para recibir la semilla. En Babilonia, el rey principiaba a reinar el Día de Año Nuevo; igualmente, sólo en esa ocasión se celebraba la inauguración de un nuevo templo.
Esta coordinación deliberada entre los sucesos cósmicos y los acontecimientos
sociales muestra claramente que, para el hombre primitivo, el tiempo no significaba un sistema de referencia abstracto y neutral, sino una sucesión de fases recurrentes, cada una de las cuales
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poseía un valor y un sentido peculiares. De nuevo nos encontramos, como en el caso del espacio, con ciertas “regiones” del tiempo que se apartan de la experiencia directa y que constituyen poderosos estímulos para el pensamiento especulativo. Se trata del pasado remoto y del futuro. Ambos pueden convertirse en normativos y absolutos; ambos caen entonces fuera del transcurso temporal. El pasado absoluto no vuelve, ni tampoco es posible alcanzar gradualmente el futuro absoluto. El “Reino de Dios” puede irrumpir en cualquier momento en nuestro presente. Para los judíos el futuro es normativo. Para los egipcios, en cambio, el pasado era normativo; sin que ningún faraón pudiera esperar el alcanzar otra cosa que llegar a establecer las condiciones, “tal como existían en el comienzo, en tiempo de Ra”.
Sólo que, con esto, tocamos temas que serán tratados en los capítulos siguientes.
Nuestro propósito era, simplemente, el de mostrar cómo pude derivarse la “lógica”, la estructura peculiar, del pensamiento creador de mitos del hecho de que el intelecto no funciona de manera autónoma, ya que nunca puede hacer justicia a la experiencia fundamental del hombre primitivo que consiste en enfrentarse a un “tú” significativo. Por esto, cuando el hombre primitivo se enfrenta a un problema intelectual dentro de las múltiples complejidades de la vida, nunca excluye los factores emotivos; de tal modo que las conclusiones obtenidas no construyen juicios críticos, sino imágenes complejas.
Los dominios a los que dicha imágenes se refieren no pueden separarse con nitidez.
En esta obra nos esforzamos por ocuparnos, sucesivamente, del pensamiento especulativo en lo que se refiere a:
1) La naturaleza de universo, 2) La función del Estado, 3) Los valores de la vida
Con todo esto, el lector deberá entender que nuestro intento de distinguir los
demonios de la metafísica, de la política y de la ética está condenada a ser un artificio conveniente, pero sin significado profundo. Ya que, para el pensamiento creador de mitos, la vida del hombre y la función del Estado, se encuentran encajadas en la naturaleza, y los procesos naturales son afectados por los actos del hombre, del mismo modo que la vida humana depende de su integración armoniosa con la naturaleza. El llegar a experimentar esta unidad con el máximo de intensidad es el mayor bien que podía otorgar la antigua religión oriental. Y el concebir esta integración en la forma de un conjunto de imágenes intuitivas fue el designio del pensamiento especulativo en el antiguo Cercano Oriente.