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CAPÍTULO 2: EL OJO CONSTRUCTOR LA ILUSIÓN DE «ILUSIÓN» (P.W.) En el campo de estudio de la psicología y de la psiquiatría, el término ilusión se refiere a una interpretación distorsionada de la percepción objetiva. Esta definición diferencia alas ilusiones de las alucinaciones, delirios y pseudopercepciones, de objetos objetivamente no existentes, un tema específicamente tratado por Frederick Burwick. Lo que reviste una importancia básica es que ambos conceptos, tanto la ilusión como el delirio, deberían ser insignificantes, a menos que se contrasten con la asunción de uña realidad que existe objetiva e independientemente de un observador o percibiente. Aceptar la existencia de tal realidad es la base del objetivismo. De esta aceptación, numerosas, engañosamente simples y convincentes conclusiones parecen continuar afirmando la existencia de una realidad real; por ejemplo, la meta de la ciencia es el descubrimiento de la forma en que las cosas realmente son, como la búsqueda de la verdad. En el terreno clínico se habla de la adaptación a la realidad de una persona como el baremo para afirmar que goza de salud mental o que está enferma. Las personas normales (y especialmente los psicoterapeutas) ven el mundo como realmente es, mientras que los individuos mental o emocionalmente perturbados poseen una visión distorsionada de la realidad. En una primera instancia nada puede ser más obvio que esta creencia en una realidad objetivamente existente. Pero esto es todo lo que es: una creencia. Podemos señalar algunas consecuencias negativas y hasta inhumanas de esta creencia a la que me refiero. Por ejemplo,

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CAPÍTULO 2: EL OJO CONSTRUCTOR

LA ILUSIÓN DE «ILUSIÓN» (P.W.)

En el campo de estudio de la psicología y de la psiquiatría, el término ilusión se refiere a una interpretación distorsionada de la percepción objetiva. Esta definición diferencia alas ilusiones de las alucinaciones, delirios y pseudopercepciones, de objetos objetivamente no existentes, un tema específicamente tratado por Frederick Burwick.

Lo que reviste una importancia básica es que ambos conceptos, tanto la ilusión como el delirio, deberían ser insignificantes, a menos que se contrasten con la asunción de uña realidad que existe objetiva e independientemente de un observador o percibiente.

Aceptar la existencia de tal realidad es la base del objetivismo. De esta aceptación, numerosas, engañosamente simples y convincentes conclusiones parecen continuar afirmando la existencia de una realidad real; por ejemplo, la meta de la ciencia es el descubrimiento de la forma en que las cosas realmente son, como la búsqueda de la verdad. En el terreno clínico se habla de la adaptación a la realidad de una persona como el baremo para afirmar que goza de salud mental o que está enferma. Las personas normales (y especialmente los psicoterapeutas) ven el mundo como realmente es, mientras que los individuos mental o emocionalmente perturbados poseen una visión distorsionada de la realidad.

En una primera instancia nada puede ser más obvio que esta creencia en una realidad objetivamente existente. Pero esto es todo lo que es: una creencia.

Podemos señalar algunas consecuencias negativas y hasta inhumanas de esta creencia a la que me refiero. Por ejemplo, un evento que se celebra en Francia con gran repercusión como es el aniversario de la Revolución Francesa, es fundamental. Su filosofía de la Ilustración es de una seductora simpleza, que se sintetiza en tres comprensibles suposiciones:

1. El mundo está gobernado por principios no racionales. 2. El espíritu humano es capaz de codiciar estos principios. 3. La voluntad humana es capaz de actuar de acuerdo con estos principios.

Sin embargo, en lugar de conducir a la humanidad a una racionalidad final ocasionó la invención de la guillotina, como un recurso para ahorrar tiempo -verdaderamente racional- para el asesinato de unos 40.000 seres humanos y eventualmente despacharse para la reintroducción, aún, de otra monarquía.

En total oposición al objetivismo, existe otra perspectiva de la realidad (y nuevamente, eso es todo lo que es: otra perspectiva) conforme a que la realidad no está descubierta, sino inventada, construida.

Para los filósofos, esta aseveración es un viejo cuento.

Las primeras referencias del Constructivismo pueden ser encontradas en los fragmentos de los pre-socráticos: proposiciones claras e inequívocas, conforme a que de la realidad real solamente podemos tener una imagen, una interpretación; estos desarrollos se observan luego en los escritos de Kant, Hume, Schopenhauer y otros.

Kant señalaba que todo error consiste en tomar el camino de determinar, dividir o deducir conceptos para las cualidades de las cosas en y de sí mismas.

Por otra parte, Schopenhauer en The Will in Nature (La voluntad en la naturaleza), escribe:

«Este es el sentido de la gran doctrina de Kant, el que la teleología es introducida en la naturaleza a través del intelecto, que así se maraville ante un milagro que se ha creado así mismo, en primer lu gar. Es [...] lo mismo, que si el intelecto se asombrara de encontrar que todos los múltiplos de nueve producen nuevamente nueve, cuando sus cifras son sumadas; o por otro lado, a un número cuyas cifras sumen nueve. Ya se ha preparado así mismo este milagro en el sistema decimal».

Especialmente esta cita eleva más que las cejas, mientras que amenaza a lo que se supone la naturaleza sacrosanta de la verdad matemática. Pero incluso en las transparentes salas del olimpo matemático, la controversia ha sido especialmente furiosa con relación a la pregunta de si las leyes matemáticas están descubiertas o inventadas.

Así es como el matemático Gabriel Stolzemberg resume este dilema:

«Una vez que un matemático ha visto que esta percepción de la corrección evidente de la ley [...] no es más que la lingüística, equivalente a una ilusión óptica, ni esta práctica de las matemáticas, ni su entendimiento, pueden alguna vez ser lo mismo».

Pero los matemáticos no son los únicos descubridores objetivos, infectados por el virus de la relatividad de todo pensamiento científico -los físicos son aún más francos (humanos). En su libro Mind and Matter (1958) (Mente y materia), Schrodinger manifiesta:

«Todo hombre dibuja una imagen del mundo, que es y siempre permanece como una construcción de su mente y no puede probar que tenga existencia alguna».

Heinsenberg sobre el mismo tema señala:

«La realidad de la que podemos hablar nunca es la realidad a priori, sino una realidad conocida, a la cual le damos forma. Tomando en cuenta esta última formulación, puede objetarse que, después de todo, existe un mundo objetivo e independiente de nosotros y de nuestro pensamiento, que funcione o pueda funcionar sin nuestra intervención, que es lo que efectivamente deseamos significar cuando investigamos; esta objeción tan convincente a primera vista, debe advertir que incluso la expresión hay se origina en el lenguaje humano, y no puede revelar algo que no se relacione con nuestra comprensión. Para nosotros hay sólo un mundo en donde la expresión hay tiene significado.»

Heinz Von Foerster es uno de los científicos que insiste con más énfasis en la inseparabilidad del observador con respecto de lo observado, así, va más allá de la advertencia de Heinserberg acerca del efecto de cualquier observación sobre el objeto, en función de que siempre la distinción que se traza de un universo involucra a un percibiente que la ejecuta, con lo cual, es importante conocer la teoría del descriptor.

Y hasta el más radical (en el sentido original de ir a las raíces), el biólogo chileno Francisco Varela, en su Calculus for Self-Reference (1975) (Cálculo por autorreferencia), señala:

«El punto de inicio de este cálculo [...] es el acto de indicación. En este acto primordial, separamos formas que se nos aparecen como el mismísimo mundo. Desde este punto de inicio, afirmamos la su premacía del rol del observador que arrastra distinciones donde lo desee. Así, las distinciones trazadas que generan nuestro mundo revelan precisamente eso: las distinciones que efectuamos, y estas distinciones tienen que ver más con una revelación de donde está parado el observador, que con una constitución intrínseca del mundo que aparece, por este gran mecanismo de separación entre observador y observado, siempre fugaz. Encontrando el mundo que nosotros hacemos, nos olvidamos de todo lo que realizamos para encontrarlo como tal, y cuando lo recordamos, volviendo sobre nuestros pasos a la indicación, encontrarnos poco más que un reflejo de la imagen de nosotros mismos y del mundo. En contraste con lo que es comúnmente asumido, una descripción, cuando se inspecciona cuidadosamente, revela las propiedades del observador. Nosotros, observadores, nos distinguimos precisamente distinguiendo lo que aparentemente no somos, el mundo.»

Los pensadores constructivistas modernos tienen un importante precursor en la persona del filósofo alemán Hans Vaihinger. En 1911, Vaihinger publicó su obra principal, Die Philosophie des Als Ob (Filosofia del como sí), que tuvo un gran impacto en sus contemporáneos, incluyendo Alfred Adler y Sigmund Freud.

En no más de 800 páginas y sobre la base de numerosos ejemplos prácticos, desarrolla la tesis de que trabajamos, siempre e inevitablemente, con suposiciones puramente ficticias, que, sin embargo, pue den conducir a resultados prácticos, después de que la ficción se retira. Uno de sus ejemplos es el juez que usa la ficción de la libre voluntad, en función de llegar a una sentencia:

«La premisa, si el hombre es realmente es libre, no es examinada por el juez. De hecho, esta premisa es actualmente una ficción que sirve para la deducción de la conclusión foral; pues sin la posibilidad de castigar a los hombres, de castigar a los criminales, no habría gobierno posible. La ficción teorética de la libertad ha sido inventada para este propósito práctico.»

Otro de los ejemplos de Vaihinger, al que ya anteriormente hice referencia pero que es apropiado mencionarlo, es el llamado número i, que nace de una ecuación cuyo resultado está en total contradicción con la regla básica de la aritmética, según la cual ningún número positivo, negativo o cero multiplicado por sí mismo puede dar como resultado un número negativo.

Así, mientras que en mi terreno, escribimos y elaboramos libros acerca de cómo evitar las desastrosas consecuencias de las paradojas en la vida humana, fisicos, ingenieros, expertos en computación, etc., han incluido descuidadamente el número ficticio i, en sus cálculos y han llegado de ese modo a resultados prácticos y concretos (el terreno entero de la electrónica moderna, por ejemplo, sería imposible de otra manera).

No tengo claro si Vaihinger conocía la obra de Robert Musil, quien en su última novela Young Torless (El joven Torless), describe a un héroe que se confronta por primera vez con las cualidades sobresalientes del número i, y que comenta a un compañero de estudios:

«Mira, piénsalo de esta forma, en un cálculo comienzas con números ordinarios sólidos, representando medidas de longitud, peso, o de alguna otra cosa que sea lo suficientemente tangible, en cualquier nivel son números reales y al final obtienes números reales. Pero estas dos partes de números reales están conectadas por algo que simplemente no existe. ¿No es eso como un puente, donde los pilotes están sólo al principio y al final, sin ninguno en el medio, y sin embargo uno lo cruza con absoluta tranquilidad como si estuvieran a lo largo? Esa clase de operación me hace sentir un poco mareado, como si condujera parte del

camino, Dios sabe dónde. Pero lo que realmente siento de tan extraordinario, es la fuerza que yace en un problema de este tipo, que te mantiene tan aferrado, que permite que al final llegues con seguridad al otro lado.»

La típica objeción del sentido común a todo esto es: «puede ser, pero existe un mundo real allí afuera, puedo verlo, olerlo, agarrarlo...». A lo cual, el constructivista replica: «hay colores ahí afuera, sólo porque tenemos ojos»; ahí afuera, los fisicos nos enseñan que hay solamente ondas electromagnéticas, y éstas son reales.

Pero entonces, sin duda, uno puede objetarle al fisico que con la misma lógica que existen ondas electromagnéticas ahí afuera, los fisicos han agrupado artilugios que reaccionan a algo allí afuera, a los que llaman ondas electromagnéticas y así en un retroceso infinito. Recordemos la advertencia de Heisenberg: «Existe un mundo...» que pertenece a la lingüística, no al dominio real.

Pero las proposiciones que pertenecen al dominio lingüístico no son meramente de una naturaleza ilusoria, poseen un fascinante potencial de crear una realidad, que durante el proceso de recursión prueban su propia verdad. En el sentido de Karl Popper son «autocerradas e infalsificables».

Por ejemplo, en lo que a mi área compete, se pueden observar diferencias y en parte contradicciones en las escuelas clásicas de psicoterapia. Éstas tienen un supuesto básico en común, a saber: el cambio en el presente solamente puede ser logrado por un análisis del origen y la evolución de la patología del paciente en el pasado.

La creencia en el poder curativo de insight no es más que una teoría improbada e improbable, en la cual se crea una situación en donde únicamente existen dos resultados posibles, y ambos confirman la exactitud de dicho supuesto:

1. Si como resultado del análisis del pasado el paciente mejora, esto demuestra claramente la acertividad de la suposición.

2. Si el paciente no evoluciona, se prueba que la búsqueda de las causas en el pasado no han ido demasiado lejos y profundo en el inconsciente.

Como vemos, el supuesto es reivindicado por ambas posibilidades, tanto en el éxito como en el fracaso de su aplicación práctica. Friedrich Von Spee (1591-1635), el famoso autor de Cautio Criminalis (Sobre los juicios de las brujas), muestra horrorosos ejemplos de realidades creadas por la naturaleza autocerrada en una creencia incuestionable. Spee fue un sacerdote que tuvo fluidos contactos con hombres y mujeres acusados de brujeria, y presenció las más inhumanas escenas de tortura. Escribió su libro con la finalidad de convencer a la corte que con la base de su procedimiento de juicio y reglas de evidencia, nadie jamás

puede ser encontrado inocente. En primer lugar, no había duda en la mentalidad de los jueces de que Dios con su sabiduría y amor protegería al inocente, con lo cual los que no fuesen salvados por él, darían cuenta, por consiguiente, de una prueba evidente de su culpabilidad. Además, una vida considerada sospechosa podía ser honrada o no; si no lo era, ésta era una prueba adicional de culpabilidad, y si lo era, constituía una razón para una sospecha adicional, puesto que es bien sabido que las brujas son capaces de crear la impresión de ser virtuosas y honorables.

Una vez en prisión, los sospechosos podían ser temibles o no. Si eran tildados de temibles, esto en sí mismo era una prueba de culpabilidad; si en cambio, resultaban calmos y confidentes, tal actitud también era sospechosa, ya que es sabido que las brujas más peligrosas son capaces de parecer inocentes y tranquilas.

Éstos solamente son algunos de los aspectos más destacados pero de ningún modo todos. En esta situación, cualquier comportamiento en defensa propia, como las reacciones frente a la tortura, confesiones, tentativas de escape, etc., constituyen una evidencia adicional.

Desdichadamente, las construcciones de realidad, mediante supuestos ilusorios, no están de algún modo limitadas a tan ignorantes períodos de la historia. Son, como Vaihinger demostró tan convincentemente, la esencia de nuestro ser en el mundo, usando una terminología existencialista.

A fines de abril de 1988, la edición local del diario italiano La Nazione comunicó un extraño incidente que tuvo lugar en el Hospital General de la ciudad toscana de Grosetto. Una mujer esquizofrénica aguda fue admitida de urgencia, y debía ser llevada nuevamente a su Nápoles nativo para someterse a un tratamiento psiquiátrico. Cuando los asistentes de la ambulancia fueron a recogerla y preguntaron dónde estaba, les dijeron: «Ella está ahí adentro».

Al entrar en la habitación encontraron a la paciente sentada en su cama, totalmente vestida y con su cartera lista. Cuando le pidieron que se fuera con ellos, comenzó rápidamente a descompensarse, gritó, se resistió violentamente, y sobre todo, mostró los bien conocidos síntomas de despersonalización. Tuvo que ser forzosamente tranquilizada, antes de ser llevada abajo.

Alrededor de dos horas más tarde, mientras la ambulancia llegaba a Roma, fue detenida por un automóvil de la policía y le dijeron al conductor que llevara a la mujer de vuelta a Grosetto. En lugar de la paciente, habían recogido a una mujer que estaba esperando para pagar una consulta de un pariente, quien recientemente había sido sometida a una cirugía menor.

La importancia de este incidente radica en que una vez que se cometió el error, se creó una realidad de este modo, en donde cualquier intento por parte de la rriujer de corregir este error constituye una prueba adicional de su insania. Por supuesto, ella esta despersonalizándose, pretendiendo ser otra persona, etc.

En la primera mitad de la descripción de este incidente, he intentado, en un estilo muy aficionado, recrear en la mente del lector la misma ilusión bajo la cual los asistentes de la ambulancia habían es tado trabajando. Indudablemente no es una ilusión estética, pero sin embargo una ilusión que, hasta su denuncia, parece ser la representación escrita de una realidad específica.

La esencia de tales ilusiones encuentra su expresión más artística en muchas de las tragedias clásicas. En sus contribuciones semanales a este tema, Rolf Brewer ha mostrado como en Edipo Rey y en Otelo profecías autocumplidas (que por definición son de una naturaleza ilusoria) pueden crear realidades rígidas.

En Otelo, a través de las palabras de la mujer de lago, Emilia, Shakespeare, da su definición del autocumplido y autorreferencial modo en que los celosos ven el mundo:

«Ellos nunca son celosos por una causa, Son celosos porque son celosos. Es un monstruo engendrado sobre sí mismos, nacido sobre sí mismos».

Que el mundo real es una construcción y así resulta una ilusión, es hermosamente presentado por Hesse en Steppenwolf (El lobo estepario). Hacia el final de la novela, el protagonista, Harry Haller, se siente como un lobo estepario, como «el animal perdido en un mundo extraño e incomprensible para él, que ya no encuentra su patria, su aire y su alimento». Una tarde de vuelta a su triste habitación, el lobo estepario tiene una vivencia fantástica. En un muro viejo, en una callejuela desierta del casco antiguo de la ciudad, ve de repente letras de colores en movimiento: «Teatro mágico. Entrada no para cualquiera. ¡Sólo para locos!».

Este saludo de otro mundo le lleva a buscar el teatro. Finalmente, después de un baile de máscaras, es llevado por su psicopombo al teatro mágico: «mi teatrito tiene tantas puertas de palcos adentro como quieras, diez, cien o mil, y detrás de cada puerta, exactamente te espera lo que buscas».En uno de estos palcos en los que entra el lobo estepario y de los que cada uno contiene una realidad libremente elegida, se presenta un maestro de ajedrez, quien, en alemán original, es referido como un Aufbankunstler (un artista de la construcción).

Él explica: «La ciencia tiene (...) razón en cuanto es natural que ninguna multiplicidad pueda dominarse sin dirección, sin un cierto orden y agrupamiento. Pero en cambio es errónea, en la medida que crea que sólo es posible un orden único, obligatorio y para toda la vida (...). Este error de la ciencia tiene muchas consecuencias desagradables, y la única ventaja es la de simplificar el trabajo de los pastores y dueños, designados por el Estado, ahorrándoles las labores del pensamiento original. La consecuencia de este error es que muchas personas pasan por normales y, por cierto, como miembros altamente valiosos de la sociedad, quienes están incurablemente locos; y muchos, por otro lado, son mirados como locos y son genios. Por eso es que suplimos la psicología imperfecta de la ciencia, por la concepción que llamamos el arte de componer el alma. Le demostramos a alguien cuya alma ha quedado en pedazos, que puede ordenar de nuevo las piezas de un previo ser en un orden que él desee, y así llegar a una multiplicidad sin fin de movimientos en el juego de la vida. Como el dramaturgo moldea el drama de un puñado de caracteres, así nosotros, de las piezas del ser desintegrado, construimos siempre nuevos grupos con un nuevo interjuego y suspenso, y nuevas situaciones que son eternamente inagotables. ¡Mira!. [...].»

«Él suavemente barrió las piezas en una pila; y meditando, con la habilidad de un artista, armó un nuevo juego de las mismas piezas con algunos otros grupos, relaciones y enredos. El segundo juego te nía una afinidad con el primero, era el mundo construido con el mismo material, pero la clave era diferente, el tiempo cambió, el motivo fue dado de una manera diferente.»

«Y en este estilo, el inteligente arquitecto construyó un juego después del otro, a partir de las figuras, donde cada uno era un poco de mí mismo, y cada juego tenía un parecido distante con cada otro. Cada uno pertenecía reconocidamente al mismo mundo y con desconocimiento de un origen común. Sin embargo, cada uno era enteramente nuevo.»

«Este es el arte de la vida», dijo a la manera de un maestro, «puedes develar el juego de tu vida y otorgarle animación. Puedes complicarlo y enriquecerlo como desees.»

Esencialmente, la misma autosuficiente profecía parece subyacer en la realidad que el señor K, el protagonista de la novela de Kafka, The Trial (El proceso), ha construido para sí mismo.

En su sed por la certeza y seguridad busca constantemente claves, pero todo lo que encuentra no es más que incertidumbre. Y así, hacia el final de la novela, en su conversación con el párroco en la catedral, el último le da la llave que posibilitaría a K dejar la trampa de la ilusión: «La corte no quiere nada de ti. Te

recibe cuando vienes y te despide cuando te vas». En otras palabras, es el mismo K quien ha construido esa ilusión de la corte, la persecución y el juicio inminente.

La última conexión entre la realidad supuesta y la ilusión es el tema básico de otra obra maestra de la literatura, la novela de John Fowles The Magus (El mago).

El mago es un griego rico, Conchis, quien está dejando pasar su tiempo en la imaginaria isla de Phraxos, jugando con lo que llama «juego de Dios». Este juego consiste en crear intrincadas situaciones, que socavan totalmente las construcciones de realidad de los jóvenes que van a Phraxos, desde Gran Bretaña, durante un año a enseñar inglés en la escuela local.

Como Conchis explica a su víctima, Nicolás, él lo llama «juego de Dios», porque Dios no existe y el juego no es juego. En su revisión de la novela, Ernst Von Glasersfeld, uno de los exponentes líderes del Constructivismo Radical, señala lo siguiente:

«Fowles llega al punto máximo de la epistemología constructivista cuando permite a Conchis explicar la idea de la coincidencia. Dos historias dramáticas son contadas a Nicolás, una sobre un coleccionista rico, cuyo castillo en Francia se incendió una noche con todo lo que poseía; la otra sobre un granjero de Norwey, obsesionado, que ha pasado años como un ermitaño, esperando la llegada de Dios. Una noche tiene la visión que ha estado esperando. Conchis agrega que fue la misma noche que el fuego destrozó el castillo.»

«Nicolás pregunta: "No estás sugiriendo... ". Conchis lo interrumpe, "No estoy sugiriendo nada. No hubo conexión entre ambos sucesos. No hay conexión posible. O más bien yo soy la conexión, soy cualquier significado que posea la coincidencia". Esta es una paráfrasis corriente de la revolucionaria idea de Einstein referida a que en el mundo físico no hay simultaneidad sin un observador que la cree.»

En la perspectiva constructivista, entonces, el mundo es creado por el que cree estar observándolo. ¿Pero esto no es simplemente una versión acomodada del nihilismo de la edad antigua? ¿Cómo uno puede negar que existe un mundo ahí afuera, a cuyas condiciones y reglas se debe adaptar como ser viviente?

A estas preguntas del sentido común, el Constructivismo responde: de la realidad real -si existe- sólo podemos conocer lo que no es. Dice Von Glasersfeld, en su introducción al Constructivismo radical:

«Una vez que conocer ya no es más entendido como la búsqueda de una ¡cónica realidad ontológica, pero en cambio sí como una búsqueda de modos apropiados de comportamiento y pensamiento, el problema tradicional desaparece. El

conocimiento puede ser visto ahora, como algo que el organismo construye, en el intento de ordenar tal amorfo flujo de experiencia, estableciendo experiencias repetibles y relaciones confiables entre ellas. Las posibilidades de construir ese orden están determinadas y perpetuamente constreñidas por los pasos precedentes en la construcción. Esto significa que el mundo real se manifiesta exclusivamente, ahí donde nuestras construcciones se derrumban. Pero podemos describir y explicar estos derrumbes sólo con los conceptos que hemos utilizado para construir las estructuras fracasadas; este proceso nunca puede producir un diseño del mundo, que podríamos juzgar como responsable del fracaso».

¿La conclusión?: no hay ilusión, porque hay solamente ilusión.

EL OCASO DE LA OBJETIVIDAD

Alguna vez los técnicos en salud mental nos preguntamos, cuando frente a nuestros ojos se dibujan las tradicionales nosografías psiquiátricas, que describen como fenómeno característico de la psicosis la alteración del juicio de realidad, ¿qué se quiere decir con esto?, ¿a qué se llama realidad?

Las epistemologías tradicionales, en las cuales se involucran las ciencias clásicas, han considerado que la percepción o el acto perceptivo refleja una realidad independiente del observador. La mayoría de las investigaciones científicas se han propuesto descubrir determinados hechos, adjudicando a dicho evento la calificación de objetivo. Pero el término descubrir supone la existencia de una realidad allí afuera, que debe apresarse a través de los sentidos y en ese acto convertirla en patrimonio de nuestro conocimiento.

El ser humano en su desarrollo evolutivo, como parte del proceso de adaptación al medio ambiente, intenta edificar una estructura mental que le permita ordenar esa tendencia a la entropía de su experiencia y, a través de este proceso, irá estableciendo experiencias repetibles y relaciones más o menos confiables, construyendo así un mundo al cual llama realidad.

Surgiendo de la Cibernética de segundo orden, el Constructivismo nace como un modelo teórico del saber y de la adquisición de conocimiento. Su planteamiento radical se basa en que la realidad es una construcción individual que se co-construye (en sentido interaccional) entre el sujeto y el medio. Como escuela de pensamiento, estudia la relación entre el conocimiento y la realidad y dentro de una perspectiva evolutiva se refiere, en su significado más extremo, a que un organismo nunca es capaz de reconocer, describir o remedar la realidad, y sólo puede construir un modelo que se acerque de alguna manera a ella. De esta

manera, el efecto de la comunicación hace que dos o más sujetos, que se relacionan y se acoplan estructuralmente en la coordinación de sus conductas, construyan un mundo conjuntamente. Este acoplamiento da lugar a la vida social, siendo el lenguaje una de sus consecuencias.

El objeto observable se relativiza y la impregnación de significado -inherente al observador- que lo cubre convierte al acto cognoscitivo en subjetivo y autorreferencial.

Cabría cuestionarse acerca de cómo y en qué punto el conocimiento puede estar relacionado con la realidad (en el sentido de dar cuenta fiel de una realidad objetiva), si uno toma consciencia de que ese conocimiento es en sí mismo parte de esa realidad. Esta pregunta desafía a la lógica, puesto que inevitablemente termina por generar paradojas.

Desde el Constructivismo se trata de comprender, cómo se construyen los modelos que tienen de por sí diversas finalidades pragmáticas. Se supone que hay una finalidad pragmática prioritaria en todos, que es la supervivencia.

La diversidad está en las diversas maneras de luchar por ella según las características de movilidad, alimentación, desarrollo sensorial, entorno, etc.

Este modelo, como corriente epistemológica, fue introducido por el psicólogo Jean Piaget, ha sido desarrollado en su forma más radical por Ernst von Glasersfeld (1984, 1987, 1992) y cuenta con algunos investigadores que han llevado este tipo de pensamiento a su campo particular de estudio, como el antropólogo Gregory Bateson, el cibernético Heinz Von Foerster, el neurofisiólogo Mc Culloch, los biólogos Humberto Maturana y Francisco Varela y el lingüista Paul Watzlawick, entre otros.

Pero la preocupación por la relación entre la realidad -el mundo óntico- y el conocimiento de ella ya fue objeto de estudio de los filósofos, como Inmanuel Kant (1781), quien a finales del siglo XVIII, en su Prolegómeno a toda metafísica futura, expone que todos los seres humanos estamos limitados por nuestro aparato perceptivo y que tanto nuestra experiencia como los objetos de la misma son el resultado de nuestra forma individual de experienciar, o sea, están estructurados y determinados por nuestras categorías de espacio y de tiempo y nunca es posible captar la cosa en sí.

En este sentido podríamos utilizar la distinción sartreana del ser en sí -la cosa en sí misma, en su propia esencia- y el ser para sí -la cosa para el que capta, para el que percibe-, ya que desde esta perspectiva, el conocimiento o el acto de conocer supone que existe, en el exterior del ser humano, una realidad absolutamente

externa, con ciertas características particulares e inherentes a la misma. Pero ésta sería imposible de reconocer, puesto que dichas características no resultarían descripciones puras del objeto, sino atribuciones de significado provenientes del sistema de creencias que posea el observador. La descripción del objeto es una descripción del descriptor y no la propiedad de la cosa en sí misma.

La cosa es, como confirmación de su existencia, para el sujeto que la captura en el acto perceptivo, y ese dato o capto que se obtiene en el proceso forma parte no de una característica específica del objeto, sino de la atribución de sentido que el observante delimita y otorga.

La selectividad perceptiva permite la mirada, admitiendo solamente algunas particularidades del objeto que son relevantes para el observador y nada más que para él, o en última instancia para un gru po de personas que comparten una percepción similar por medio de un código común. Esta impronta se tiñe de intencionalidad, y no es ingenua, a través de la constitución de engramas asociados a significaciones, convirtiendo al acto de conocimiento en autorreferencial. Por lo tanto, ¿cómo conocer la cosa en sí?

De pronto el imposible, la incertidumbre inunda la mirada observante, hundiendo en el caos al sujeto, incrementando la inseguridad, ya que eso que presupongo que es, es para mí y no necesariamente es para el otro, sólo existen parámetros y códigos compartidos, de los cuales es factible que emerjan construcciones similares, pero no iguales.

La suposición de que existe una realidad última se anula frente a la posibilidad de conocerla. Por ende, se relativizan los juicios aserradores de verdad, que claudican ante esta perspectiva que propone suprimir las afirmaciones categóricas y terminantes.

Giambattista Vico (1710), considerado el primer genuino constructivista, planteaba que el ser humano solamente puede conocer una cosa que él mismo crea; así sabemos cuáles son sus componentes, su estructura, y cuáles sus características, que no son patrimonio del objeto, sino distinciones que traza el observador.

En el transcurso de su vida, una persona interactúa proporcionando y recibiendo información en forma permanente con su medio, y ya desde su nacimiento, co-construye con otros generando estructuras particulares, a veces compartidas, acerca de la realidad. En esta gesta interactiva, elaborará la constitución de una escala de valores, pautas de intercambio, normas que regularán sus procesos, un sistema de creencias, en síntesis, una historia que delimitará el perímetro de determinados patrones, inherentes a ese sujeto y no a otros. Y este proceso es indefectible: generará la producción de significaciones y atribuciones de sentido

que conformarán la selectividad de sus construcciones, que serán a su vez, expresadas a través del lenguaje, como su base constitutiva y simultáneamente, el lenguaje como el inventor, por así llamarlo, de realidades.

Será el lenguaje, entonces, su entrada al mundo, la creación de un universo de significados que pautarán un estilo, moldearán una interacción y producirán situaciones que construirán una realidad.

«El sujeto, sujeto al lenguaje aseverará su verdad...»

Todo este bagaje es el que se pone en juego en el momento de la observación, resultando tendenciosa y de apariencia ingenua. Pero la constitución de engramas individuales, socioculturales y psicofamiliares, que la revisten, favorecen la creación de un determinado recorte o mapa de lo que llamamos realidad, que nos posibilita ver eso y no otra cosa.

Versa el dicho popular «nada es verdad o es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira»...

LA CONSTRUCCIÓN DE LA PARADOJA OBSERVANTE

El epistemólogo Jean Piaget, en La construcción de la realidad en el niño (1937), señaló, acerca del desarrollo genético de la inteligencia, que en el proceso de constitución de la realidad, el niño no adquiere una representación fiel del mundo externo (realidad objetiva), sino que lo construye, y que esta construcción se realiza a través de acciones de exploración. Es decir, por medio de sus percepciones no se forma primero una imagen del mundo, sino que la va construyendo poco a poco a través de exploraciones parciales.

Entre los tres y seis meses, el niño comienza a coordinar su universo visual y táctil: por ejemplo, puede tomar objetos y llevárselos a la vista, que desaparecerán una vez que los ha dejado. Paulatinamente, estas imágenes de las cosas comienzan a tener cierta permanencia en su mente cuando no están en su campo visual, pero se desvanecerán en corto tiempo, puesto que espera encontrarlas nuevamente en el lugar donde estaban y en un perímetro que delimita, cuando vuelva a observarlas. Esta permanencia está conectada directamente con la acción y no implica todavía la idea de independencia de una actividad orgánica.

«Todo lo que el niño supone es que, si continúa girando la cabeza o bajándola, podrá ver cierta imagen que acaba de desaparecer, que bajando la mano encontrará de nuevo la impresión táctil que poco antes ha experimentado, etc.» (Piaget, 1965).

El universo del niño es, hasta esta etapa, solamente una cantidad de imágenes indiferenciadas que surgen de la nada a la acción y cuando ésta concluye, vuelven a la nada. En la medida que evoluciona, las imágenes persisten más tiempo que antes, puesto que el niño intentará hacer permanecer las acciones durante un lapso más prolongado:

«[...] al extenderlas, o bien redescubre las imágenes desvanecidas, o bien supone que se hallan a su disposición en la misma situación en que comenzó la acción que se desarrolla» (Piaget, 1965).

De esta manera, Piaget demuestra, en principio, que el mundo externo (la realidad), causalidad y tiempo, son el resultado de acciones exploradoras, con lo cual de esta afirmación se infiere que si un niño puede realizar una gama de acciones variadas, entonces es factible que se construyan diferentes realidades.

En su libro Epistemología genética e investigación psicológica (1963), Piaget distingue dos tendencias en el organismo cuando se enfrenta con el ambiente: la asimilación y la acomodación.

La construcción de la realidad se opera sobre la base de la experiencia, mediante mecanismos de organización -ya que todo organismo, desde el unicelular hasta el más complejo, se organiza para mantener su identidad- y de adaptación, que dependerán de los procesos de asimilación y acomodación de lo experimentado.

El niño acomodará sus experiencias, que surgen de las interacciones con el medio ambiente, a esquemas estructurados en su mente para poder asimilarlas, pero dichos esquemas a la vez son el producto de experiencias previas, o sea, la construcción de la realidad se organiza de manera recurrente: el infante asimilará los sucesos externos que atrae para sí y estructurará lo que llamaremos la conformación experiencial de engramas (construcción de mapas), que provocará las posteriores acomodaciones a nuevos estímulos y recreará la selectividad perceptiva, que posibilita nuevas asimilaciones y así recursivamente.

En un supranivel, los procesos de adaptación y organización operan, también recurrentemente, en relación directamente proporcional con los inputs que proporcionan las correlativas acomodaciones y asimilaciones. No obstante, las reglas del pensamiento operativo se desarrollan como resultado de la interacción del organismo con su ambiente, con antelación a que se confirmen, anulen o rectifiquen con los procesos del pensamiento abstracto.

Este proceso llevará a la creación de una simbología, elementos cliché aunados en significancia y significado, constituyendo un nivel de abstracción que se pondrá en juego en los diversos ensayos y errores que el transcurso experiencial supone,

con lo cual el mapa interno será el producto de las diferentes interacciones pasadas, que pautarán, indefectiblemente, las interacciones futuras de manera circular, puesto que el proceso acumulativo de experiencia genera tal nivel de abstracción, que permite realizar analogías y efectuar isomorfismos.

En este pivote recurrente, las estructuras orgánicas y cognitivas evolucionan de una manera similar y los procesos de selección se efectúan por el método de ensayo y error.

Conviene detenernos en este punto del análisis y realizar una convergencia clínica. El método de ensayo y error es un procedimiento heurístico, que le posibilita a un sistema buscar modificaciones conductuales cuando se encuentra en un medio desconocido, para asegurar su adaptación y regularidad. La epistemología se construye gracias a la aplicación de este método.

Esto se observa claramente en las familias migrantes. Por ejemplo, pensemos en un sujeto que emigra hacia un país muy diferente al de su origen; con la finalidad de sobrevivir en el nuevo medio será necesario que busque y experiencie nuevos métodos para arribar a dicho objetivo. Este sujeto lleva consigo un bagaje de submapas, conformados por elementos socioculturales, códigos extra e intrafamiliares, una serie de normativas y pautas que rigen sus condiciones de interaccioner. Estos submapas constituyen un mapa general, que representa su sistema de creencias y la atribución de significados a las cosas, expresados por medio del lenguaje. Desde allí construye su realidad.

Si el objetivo que persigue es lograr establecerse en ese país -que en el comienzo de su estancia le resultará extraño-, será necesario para adaptarse, realizar desestructuraciones que generen la ruptura de sus parámetros significacionales originales.

Recurrentemente, deberá aplicar el mismo método de ensayo y error que efectuó en su país natal, pero este segundo proceso resultará de mayor complejidad, puesto que se trata de alterar y modificar atribuciones de sentido ya instauradas en su cognición. Si bien en el proceso original existen modificaciones de significados, éstos se construyen, elaboran y acumulan cotidiana y permanentemente bajo el mismo esquema sociocultural. Este segundo paso le exigirá tal vez desarticular total o parcialmente significados de construcción de mapas muy básicos en su estructura, y sólo permanecerán en pie aquellos que coinciden con la nueva amalgama social que debe producir, y de este modo son retenidos.

Cuando señalamos la tarea de deconstruir y reestructurar significados, no implica que se anulen las viejas significaciones; éstas no se abandonan, sino que, por el

contrario, quedan ancladas y a su lado se colocan (por señalarlo gráficamente) las nuevas.

Este mecanismo se refleja en el lenguaje, en la distinción de lo metafórico y lo literal (fundamentalmente en la migración a países del mismo idioma), en donde ciertas frases adquieren una significación alternativa; también se observa en las palabras, que en algunos países poseen una doble y hasta triple significación. Por ende, el cambio de contexto-aunque en éste se hable la misma lengua-producirá modificaciones en la significación que tendrá sus implicaciones en la pragmática, construyendo realidades alternativas a las originales constituidas en el lugar de origen.

Ashby describió el proceso investigado por Piaget, permutando los términos ensayo y error por búsqueda y fijación, considerándolos conceptos más adecuados. De esta manera, un sistema, a través

de su complejo conductual, desarrolla su estructura adaptativa que no está preestablecida y en cambio es determinada en gran parte por la casualidad, pero que por medio de la reinterpretación se define como causalidad.

Como hemos señalado en el capitulo anterior, resulta dificil hablar de casualidad desde una perspectiva sistémica. Cada uno de los hechos del universo contribuye al equilibrio del ecosistema. Un hecho casual obedece a la esfera de lo fortuito e imprevisible. Desde un nivel lógico inferior, es factible hablar en estos términos: existen hechos (constituidos en eventos para la persona) fuera del cálculo de posibilidades de aparición, tildados como casuales. Pero en un orden lógico superior, en donde operan mecanismos correctores (negentrópicos), estos hechos se someten a una reinterpretación, encontrando un porqué circular que construye o colabora a la homeodinamia del sistema. Parece ser, entonces, más apropiado hablar de causalidad.

Tal vez se trata de recuperar, desde esta perspectiva, la analogía con la tabla rasa -página en blanco donde se construyen los significados- en la cual el ser humano en su historia, deberá colocar varias fe de erratas...

Desde una óptica cibernética, este método no es ni más ni menos que un circuito de retroalimentación, en donde las rectificaciones -a través de la introducción de información nueva- permiten corregir los ángulos de desviación (los errores) y sólo de esta manera es posible el aprendizaje.

En lo que respecta al conocimiento, entonces, todo nuevo pensamiento deberá adaptarse a un diseño previo de estructuras conceptuales, de tal forma que la abstracción que se realiza no genere una contradicción con lo aprendido (que fue

transformado en modelo conceptual) y si ésta se produce, o se cambia el nuevo pensamiento o bien deberán modificarse las viejas estructuras.

Piaget perfeccionó esta idea hasta llegar a convertirla en una teoría del desarrollo cognitivo, concluyendo que la cognición es una actividad adaptativa.

E. von Glasersfeld señala que solamente es posible entender a Piaget de forma coherente cambiando la concepción de lo que significa conocer y conocimiento, lo que implica pasar de lo representacional a lo adaptativo.

Desde esta visión, no puede concebirse que el conocimiento nos proporciona una imagen «objetiva» del mundo, sino más exactamente, un determinado mapa de lo que podemos hacer en ese ambiente en donde se experiencia. Lo que conocemos entonces es un recorte, una construcción, que se adapta a un modelo conceptual previo, al cual, otras construcciones de posteriores actos cognitivos se adaptarán y lo enriquecerán, y así recursivamente.

En este sentido, es interesante citar la diferencia que plantea Ronald Laing acerca del término dato.

«Aquello que la ciencia empírica denomina datos, para ser más honestos deberíamos llamarlos captos, ya que en un sentido muy real son seleccionados arbitrariamente por la índole de las hipótesis ya formadas» (citado por Spencer Brown, 1973).

Dato significa lo que es dado. Esta definición es coherente con la antigua concepción del conocer, la representacional; por lo tanto, desde esta perspectiva se puede afirmar que el mundo externo ofrece un sinnúmero de datos observables.

Capto se refiere a lo que es captado, y se aplicaría al concepto del conocimiento adaptativo, con lo cual podríamos capturar de ese sinnúmero de datos solamente algunos. Pensar en términos de datos implica pensar utópicamente que nuestro aparato cognitivo tiene la posibilidad de percibir objetivamente y en forma pura (sin atribuciones de significado) los elementos a describir que ofrece el mundo externo. Las estructuras conceptuales solamente le permiten al observador captar algunos de esos datos, de acuerdo con el modelo epistemológico con que se construya, mientras que el resto aparecen como puntos ciegos ante sus ojos.

Para el observador no existirían una cantidad de datos, sino sólo algunos factibles de captarse por calzar con sus estructuras conceptuales.

Y allí está el conocimiento como autorreferencial y constitutivo de una realidad única (la del observador). Esta realidad podrá ampliarse cuando en la interacción, tal vez desde otra perspectiva, otro observador ofrezca su mapa (compuesto por estructuras conceptuales diferentes, que poseen captos diferentes) y en este acto co-constructivo, esa realidad se redefina.

Este mismo esquema de pensamiento nos lleva a relativizar la frase que señala «el mapa no es el territorio», puesto que ¿de acuerdo con qué óptica se realiza dicha afirmación? Para el observador el mapa es, desde su captación, el territorio, es la confirmación de la verdad de una realidad única (la de su propia construcción).

Desde un metanivel más reflexivo, podríamos pensar que existe un territorio compuesto por otros elementos a captar, pero nuestro conocer nos permite obtener tan sólo un mapa de lo que vemos; o desde la confrontación con el acto cognoscitivo de otro observador que tiene la cualidad de captar otras propiedades del objeto observado -o sea de elaborar otras construcciones-, que cotejadas con las nuestras arrojan diferencias de perspectivas, por lo tanto, el mapa no es el territorio. La pregunta sería entonces, ¿cuál es el territorio?, cuestionamiento dificil de responder, pues nunca lo llegaremos a conocer en su totalidad.

Un cuento clásico sufi, Los ciegos y la cuestión del elefante, a través de la versión de Hakim Sanai (1150), ilustra las diferentes construcciones que pueden realizarse acerca de la misma cosa. Se trata de una ciudad en donde todos sus habitantes eran ciegos. Un cierto día acampa en las afueras un rey con su cortejo, que tenía un elefante que usaba para atacar e incrementar el temor de la gente.

La población estaba ansiosa por ver aquel animal, y algunos ciegos se precipitaron hacia él con el fin de describirlo. Como no tenían idea sobre su forma, trataron de reunir información, palpando alguna parte de su cuerpo. Cuando regresaron a la ciudad, cada uno creyó que sabía algo sobre la bestia. Las personas se apiñaron a su alrededor, ansiosos por saber y buscando equivocadamente la verdad en boca de aquéllos; preguntaron, entonces, por la forma y el aspecto del elefante.

«Al hombre que había tocado la oreja le preguntaron sobre la naturaleza del elefante. Él dijo: "Es una cosa grande, rugosa, ancha y gruesa como un felpudo".

Y el que había palpado la trompa dijo: "Yo conozco los hechos reales, es como un tubo recto y hueco, horrible y destructivo".

El que había tocado sus patas dijo: "Es poderoso y firme como un pilar".

Cada uno había palpado una sola parte de las muchas. Cada uno lo había percibido erróneamente. Ninguno conocía la totalidad. [...].» (ldries Shah, 1967).

Tal vez, este sea el punto en cuestión, cómo conocer la totalidad, acción que desde las ciencias de la complejidad resulta utópica. Podríamos preguntarnos si cada uno de los ciegos percibió erróneamente, o sería más acertado reformular la frase, señalando que cada uno construyó una imagen del mundo y para cada uno esa construcción era su verdad.

En el campo de la interacción humana, la disputa por la obtención y reconocimiento de la posesión de la verdad se pone en juego, por ejemplo, en la controversia de dos mapas diferentes; esto quiere decir que cuando dos personas litigan en función de la verdad acerca de algo y poseen opiniones diferentes sobre ese algo, si uno le dice al otro «esto no es así», en realidad le está diciendo «tú tienes una construcción diferente a la mía».

Si la estructura conceptual del observador capta solamente algunos aspectos del objeto observado, su propio mapa, entonces, veda la posibilidad de describir lo que sería la totalidad del objeto, o la cosa concreta en toda su magnitud. Descubrir el territorio, como búsqueda de la verdad y de una realidad última, resulta la acción utópica que postulaban las ciencias clásicas.

«The name is not the thing» (el nombre no es la cosa), sentencia la frase que Paul Watzlawick recrea con el ejemplo del, proverbial esquizofrénico que, apoyándose en lo literal, termina comiéndose la carta del menú del restaurante en lugar de la comida (además de quejarse por su mal sabor), y comienza a sospechar que alguien conspira contra él y desea envenenarlo.

Este mapa es expresado a través del lenguaje, y es este mismo el que muestra la subjetividad y autorreferencialidad en la mirada, por medio de los significados que son atribuidos a la cosa observada. En el plano sintáctico, por medio de las convenciones lingüísticas, en los sustantivos y adjetivos calificativos principalmente, es donde se ponen de manifiesto las expresiones más claras de las atribuciones semánticas individuales a los objetos del mundo externo, por lo tanto el nombre no es la cosa que se nombra. El nombre es el convenio por el cual llamamos a algo de una determinada manera, es el que nos permite, a través de un código lingüístico, comunicarnos e intercambiar, saber acerca de lo que se habla; la atribución de valor se observa más en las adjetivaciones.

La analogía que plantea el término mapa sugiere una representación mental (representación como construcción) de la cosa observada. Si pensamos

literalmente acerca de esta palabra, el mapa de un país no es el país, es una escala convencional que nos permite orientarnos, por ejemplo, cuando estamos en un terreno desconocido. Todos compartimos esa imagen, pero si recorremos el territorio concreto del país, las vivencias de los observadores, a través del experienciar, serán diferentes, cada uno recortará y verá lo que su cognición le permite ver; de ahí la concordancia y divergencia de opiniones acerca de lo observado.

Esto podemos llevarlo al ámbito clínico, cuando observamos a familias o a pacientes individuales, que llegan con su sintomatología o con problemas sostenidos por una construcción determinada (recordemos que un problema es una atribución de sentido sobre una dificultad): para ellos el mapa es el territorio (el problema es su realidad) y así, enquistados en esta visión, auto-perpetúan la patología y el dolor.

Las posibilidades de redefinir o reformular esa realidad permiten ampliar su mapa (sus alternativas de solución). Así, un terapeuta constructivista parte del supuesto de que lo que llamamos realidad proporciona numerosas posibilidades de descripción y, dada la experiencia clínica, posee una gama más prolífica de construcciones que llevan a depositar en el percibiente nuevas captaciones.

MAPA NOMBRE

≠ ≠

TERRITORIO COSA

No obstante, se transita la vida, aseverando que lo que veo es que la realidad que observa es una fiel representación del mundo, y nuestros juicios de valor se acercan a opiniones objetivas acerca de las cosas: para el observador, entonces, el mapa es el territorio.

Piaget señala que no existe ninguna construcción si no hay algún tipo de reflexión. Las reflexiones que práctica el niño sobre sus operaciones con el mundo constituyen la base de la llamada abstracción reflexiva, y es la que produce las conceptualizaciones, que no pueden derivarse en forma directa de la experiencia sensorial.

Los conceptos abstractos u operativos ubicados en un nivel superior a los figurativos, ya que estos ese extraen directamente del material que ofrece la experiencia sensorial. E. von Glasersfeld (1983) señala que la reflexión comienza a ejecutar construcciones a partir de dos herramientas indispensables: la

semejanza y la diferencia. Partiendo del concepto de Spencer Brow (1973) acerca de las distinciones, remarca que toda distinción es producto de una comparación, especificando el tipo de comparación cuyo resultado no es una diferencia sino que podría arrojar una semejanza, con lo cual se llega a la conclusión de que dos cosas son iguales o son la misma cosa.

La posibilidad de describir cosas se en a directamente relacionada con las características que se distinguen en la descripción. Si partimos de la tipificación lógica que realizan Whitehead y Russell (1910), cuyo postulado central señala «los miembros de una clase no son iguales a la clase de los miembros», se puede afirmar que todos los integrantes de una categoría son iguales, teniendo en cuenta que las categorizaciones son conceptos de segundo orden, o sea, atribuciones emergentes del descriptor.

A este tipo de igualdad, Glasersfeld la llama equivalencia, y constituye un punto relevante en la construcción de conceptos, puesto que hace posible elaborar clasificaciones, permitiéndonos crear una imagen intelectual del mundo.

El otro sentido de igualdad que establece el autor introduce la variable de la temporalidad en el acto de conocer, es decir, que no sólo podemos señalar que una cosa es igual a otra porque pertenece a la misma categoría (es igual o equivalente), sino por que además es posible afirmar que es la misma cosa que hemos observado el día anterior; a este fenómeno lo llama identidad individual y es un concepto importante en la construcción del mundo porque introduce la noción de permanencia.

Por lo tanto, la equivalencia y la identidad individual son los resultados de un proceso de abstracción, que permiten establecer comparaciones que ejecutan distinciones del orden de la similitud o igualdad, ya sea porque pertenecen a la misma clase o porque introducen la variable temporal y nos llevan a decir que algo es la misma cosa.

«Pero atribuir a algo una identidad individual no está exento de problemas. Supongamos que yo estuve en esta misma conferencia ayer y, como ahora, tenía un vaso con agua delante de mis ojos. Hoy entro y digo: "iOh, es el mismo vaso, es idéntico al vaso que ayer estaba aquí!" Si alguien me preguntase cómo puedo saber si es idéntico o no, tendría que buscar alguna característica particular que lo distinga de los demás vasos» (E. von Glasersfeld, 1994).

Pero si nos situamos en una posición extremista, resultaría difícil, apoyándonos en estas conceptualizaciones, describir dicho objeto, distinguiéndolo como idéntico y afirmando que es el mismo. El acto de observación nos llevaría a discriminar una serie de características como, por ejemplo, lugar de ubicación, tipo de textura y

conformación, peso, algunas particularidades del diseño, etc.; en fin, serían infinitas las corroboraciones, pero en última instancia, la conclusión que se arroja es incierta, ¿es el mismo objeto?

En principio es factible afirmar que ese objeto es equivalente al de ayer, en el sentido que reúne las características que lo aúnan a un rubro o categoría determinado, permitiéndonos decir que ese objeto es similar al visto con anterioridad.

Esta dificultad conceptual fue resuelta muy tempranamente (entre los 18 meses y 2 años) y Piaget la llamó externalización; o sea, que la posibilidad de afirmar que ese objeto es el mismo que el que hemos observado ayer radica en que a pesar de no haber formado parte de nuestra experiencia sensorial durante el período de no-observación, el objeto ha mantenido algún tipo de continuidad en el tiempo fuera del mundo de nuestra experiencia. Debe haber, entonces, un sitio más allá del campo de la experiencia en el que el objeto pudo ser, mientras nos ocupábamos de experimentar otras cosas.

Von Glasersfeld llama este lugar «protoespacio», lugar que conforma una especie de almacén en donde pueden guardarse las representaciones de las cosas, con el fin de que mantengan su identidad individual en el tiempo en que uno no las experiencia. Cada sujeto posee un topos uranos individual, en donde guarda las diferentes construcciones que le posibilitarán realizar los distingos pertinentes, cuando sus sentidos tomen contacto con el objeto.

Mientras no las experienciamos, el ser de las cosas se mantiene en ese depósito y se extiende hasta que uno vuelve a experimentarlas, con lo cual están disponibles cuando la atención sea dirigida hacia ellas.

«A este paralelismo de dos extensiones -el flujo de la experiencia del sujeto y la permanencia de las identidades individuales extendidas durante intervalos desde su depósito- lo llamo Prototiempo». (E. von Glasersfeld, 1994).

La diferencia entre los conceptos de protoespacio y prototiempo está en que en este último están presentes las nociones de antes y después y en el primero la de mientras y durante. En síntesis, durante el tiempo que experimentamos otras cosas de nuestro mundo, en nuestro almacén quedan momentáneamente fijadas las representaciones de las cosas, hasta que nuestra atención en el acto de conocimiento vuelva a recuperarlas.

La noción de permanencia permite el mantenimiento de la identidad individual y conjuntamente con el flujo de la experiencia, extendidos en un lapso determinado, conforman el prototiempo. El antes y el después es construido, dice el autor, por la

proyección de las experiencias del sujeto sobre las cosas del depósito que no se encuentran en su campo experiencial.

Por lo tanto, el paralelismo entre el flujo de la experiencia y la permanencia de la identidad individual es el que nos posibilita seleccionar cualquier experiencia y realizar abstracciones e inferencias sobre ella, proyectándola a otra secuencia experiencial.

«Para mí, entonces, tal como dijo Prigogine, el tiempo no es una ilusión. Si llamara ilusión a la construcción del tiempo, también tendría que llamar ilusión a todo el mundo que conozco, el mundo en que vivo; y yo no quisiera caracterizarlo de ese modo. Si bien todo mi mundo es una construcción, aún puedo establecer en él una distinción útil entre ilusión y realidad. Pero recuérdese que para mí la realidad remite siempre a la realidad de la experiencia, no a la realidad ontológica de la filosofía tradicional. Si queremos construirnos una realidad racional, el tiempo y el espacio son elementos indispensables, y yo más bien llamaría ilusión a cualquier pretensión de conocer lo que esté más allá del campo de nuestra experiencia» (von Glasersfeld, 1994).

Desear conocer más allá del campo de la experiencia de los sentidos, es partir de la suposición que debe descubrirse una realidad objetiva, una verdad última, como señalamos anteriormente.

Tal vez lo que resulte posible es ampliar la gama de perspectivas con que el observador describe la realidad. La redefinición de ópticas se desarrolla en forma espontánea en las co-construcciones de la vida cotidiana y con objetivos prefijados en el espacio de la consulta psicoterapéutica, pero de ahí a pretender encontrar la realidad, existe un largo camino que implica hablar de otro paradigma.

Por esto, es importante remarcar lo que señala von Glasersfeld acerca de la construcción de realidades; no nos estamos remitiendo a la realidad de la filosofía clásica, sino a la de la experiencia sensorial. Construir realidades alternativas en la psicoterapia constituye el objetivo básico para la resolución de problemas.

En términos de temporalidad, estamos presos de nuestra historia, el pasado no puede cambiarse y menos volverse a vivir; pero sí es factible redefinirlo, encontrando perspectivas nuevas que posibiliten entenderlo de una manera diferente, construyendo una historia diferente.

Un adulto que se queja de su infancia, en donde se vio hiperexigido por un padre que no admitía el mínimo error en sus actividades, podría reformularse connotando positivamente cuánto llegó a crecer, a progresar y todos los proyectos que desarrolló en su vida, impulsado por las presiones del padre, y cuánta energía

ha tenido para lograr cosas con éxito, a pesar de la frustración que implicaba el veredicto del padre.

Entonces, a este padre no lo vamos a cambiar, y al menos las historias relacionales infantiles con sus sufrimientos concomitantes lograrán redefinirle, modificando las percepciones que se tienen acerca de las mismas en el tiempo presente, construyendo una historia alternativa. Inevitablemente, este giro perceptivo permite comenzar a gestar nuevas interacciones, a partir de significados nuevos atribuidos al recuerdo, y son estas mismas interacciones las que refuerzan los nuevos marcos semánticos con que se revisten los vínculos y las situaciones.

Si pensamos las tres instancias temporales de pasado, presente y futuro, de manera recursiva, se desestructura la diacronía lineal clásica. Los tres tiempos tienen una correlación directa y proporcional, en donde se impregnan y superponen significados, influyéndose de manera continua; por lo tanto, no pueden verse como compartimientos estancos, sino bajo el dominio de un dinamismo constante: en el presente, centrípetamente, oscilan el pasado y el futuro; las acciones presentes en la medida que transcurren se convierten en históricas y las próximas inmediatas a realizar son las futuras.

La frase que estamos escribiendo ahora ya se ha transformado en pasada y la próxima es futura, que cuando se escriba será presente, convirtiéndose en pasada una vez terminada.

Si se construyen realidades caóticas en el presente, se acumularán en el pasado, generando un recuerdo caótico; entonces, si constituimos nuestra historia a través de estas significaciones presentes, el futuro no ofrecerá grandes posibilidades de cambio, puesto que es factible desarrollar profecías que se autocumplen.

Son numerosas las personas, por ejemplo, que en su relación de pareja construyen realidades dolorosas. Sienten no estar convencidas de la relación, se muestran inseguras y están rumiando permanente mente acerca del futuro, «¿será éste el hombre con quien forme una familia...?», «¿esta es la mujer que yo deseo...?».

Fijados en el futuro, descuidan absolutamente las interacciones presentes (¿quién puede disfrutar el presente si vive adelantándose?, no puede sentirse el aquí y ahora si uno desvía la atención hacia el fu turo). Este descuido generalmente arroja resultados negativos: si el pasado es el resultado de la sumatoria de presentes, y el presente no se capitaliza en poder aprovechar cada momento intensamente, se labrará una historia deplorable y comienza a percibirse y a contarse desde esta perspectiva.

En la medida que se perpetúe este estilo de interacción, se encontrarán en la historia que se cuenta la pareja los motivos suficientes para generar incertidumbre en el futuro de la relación, con lo cual se incrementará la duda y se continuará pensando «¿qué pasará más adelante...?», descuidando el presente, y así recurrentemente la pareja se enquistará, vedando su posibilidad de crecimiento y confirmando en su realidad de caos que la única solución es la separación.

Como hemos señalado, la historia no es el pasado. El cuento que uno se cuenta acerca de su pasado no es el equivalente fehaciente de lo sucedido (¿quién conocerá la verdadera versión?), son relatos de segundo orden en función de los investimentos semánticos, con los cuales nos aproximamos a las situaciones. Entonces, una adecuada reformulación permuta esas atribuciones de significado, creando un relato alternativo. Si bien el pasado permanece inmutable, al menos se modifica el sentido con que se construye la historia de ese pasado, con lo cual los hechos, personajes, situaciones, etc., son los mismos, pero la mirada sobre ellos es diferente y este cambio, indefectiblemente, tendrá sus implicancias en la pragmática presente, y por ende en la futura.

YO DISTINGO, TÚ DISTINGUES

La reflexión que desarrolla el niño sobre sus operaciones genera los procesos de abstracción, que dan como resultado la constitución de una realidad, que, a su vez, influenciará a las futuras abstracciones que mediatizan, en el experienciar, nuevas construcciones y así recursivamente.

Pero todas las construcciones son elaboradas en el acto de percibir, a partir de distinciones que se ejecutan por medio de la comparación. En este sentido, la acción pilar de la epistemología consiste en crear una diferencia, y en la distinción que se traza, radica la posibilidad de conocer el mundo (obviamente nuestra construcción de él).

En su libro Laws of the form (Las leyes de la forma, 1973), G. Spencer Brown, a través de la lógica y la matemática, enunció que trazar una distinción es la premisa básica de las acciones, descripciones, percepciones, pensamientos, teorías y hasta la misma epistemología, tomando como base que «un universo se genera cuando se separa o aparta un espacio», y por ende, los límites del mismo pueden ser trazados en el perímetro que se desee. Esto producirá-de acuerdo con las distinciones individuales- la construcción de universos diferentes o a veces compartidos. La realidad, por lo tanto, se constituye a partir del establecimiento de «diferentes distingos que marcan la diferencia».

Las teorías pautan la mirada, dirigiendo los recortes que se trazan en la observación y que se llevan a la pragmática, construyendo acciones que se

vuelven a mirar desde esa perspectiva; de ahí, que se elaboren hipótesis, en donde se esbozan lecturas lineales o recurrentes. O sea, el ojo del conocer del observador, en un mismo hecho, podrá trazar una distinción, tanto desde una como desde otra epistemología.

Una situación de la práctica clínica servirá como ejemplo para realizar las dichas distinciones.

Supongamos a un terapeuta, un paciente y una determinada intervención, por ejemplo la paradójica (no obstante, no es relevante el tipo de intervención en este caso); la secuencia de acciones que im pone el punto de vista clásico sería pensar que el terapeuta diagramó, desde su modelo, una intervención determinada -frente a la problemática planteada por su paciente- que consideró más adecuada para inducir al paciente a una crisis, con la finalidad de reformular esa construcción que lo hace sufrir. Esta distinción señala la actitud del terapeuta que influye en el cliente.

A la vez, como plantea B. Keeney (1983), podría estructurarse el proceso inverso de acciones a través de las mismas distinciones, o sea pensar que el paciente se comportó de una determinada manera y con esta intervención (su comportamiento) hacia el terapeuta generó la producción de una técnica, que desenvuelta en el espacio terapéutico, lo induzca a una crisis que lo lleve al cambio, o sea, la actitud del cliente que influye en el terapeuta (la conducta del terapeuta podrá convertirse en un problema si no logra ayudar a su cliente).

Tanto la primera como la segunda secuencia obedecen a una premisa de linealidad.

La epistemología cibernética cambiará esta suposición y bajo los mismos distingos (paciente, terapeuta, problema, intervención) impondrá una pauta de recurrencia en dicha secuencia. De esta manera, el circuito se transforma en interactivo, donde paciente y terapeuta, como en el juego dialéctico, se necesitan recursivamente.

«Cabría concebir la situación terapéutica como organizada de una manera más compleja: en tal caso las conductas del terapeuta y cliente serían intervenciones destinadas a alterar, modificar, transformar o cambiar las conductas del otro, de un modo que resuelva el problema de éste. Dicho de otro modo, no solamente el terapeuta trata a los clientes, sino que al mismo tiempo los clientes tratan al terapeuta» (B. Keeney, 1983).

De esta manera, la situación terapéutica se constituye en un espacio de aprendizaje de doble juego: después de interactuar en cada sesión, ni el terapeuta

ni el paciente son los mismos, ambos han resuel to situaciones en la relación, han pasado por una experiencia de aprendizaje, han ejecutado, entonces, una acción de crecimiento. La epistemología sistémica muestra cómo circularmente se colocan sobre el escenario de la psicoterapia las interacciones que llevan a que un terapeuta realice determinadas intervenciones con un paciente y no con otro; estas intervenciones son pautadas por la interacción y viceversa.

En general los terapeutas aducen, respaldados por su modelo, por medio de justificaciones racionales, intelectuales y de aval diagnóstico, el por qué implementaron ciertas estrategias en un caso determinado. Desde la Cibernética, la razón es más cercana pero más compleja: el terapeuta y el cliente accionan con conductas recursivas, donde se producen efectos por medio de sus intervenciones hacia el otro, provocando ciertos resultados que a la vez tiene sus implicancias en la interacción.

Este entrecruzamiento de conductas producen resolución en ambos; en el cliente el problema por el cual consulta, en el terapeuta el problema de poder resolver el problema de su cliente.

No estamos capacitados para responder el interrogante de «¿quién deberá pagar a quién?», el tema del honorario es complejo y extenso, y no es el objetivo del presente capítulo, pero la pregunta vale...

La dinámica de la psicoterapia, entonces, podría pensarse en términos circulares: en donde las intervenciones terapéuticas pautan una secuencia de interacción, pero a la vez recursivamente, es esta misma secuencia interaccional la que pauta el surgimiento de las intervenciones.

Desde el Constructivismo, sería posible inferir que la razón de que algunos terapeutas se especialicen en el tratamiento de ciertas patologías, no solamente radica en el interés teórico o clínico (aunque

por otra parte la elección de un modelo teórico no es casual), sino porque además la dinámica interactiva, que emerge de la tipología de interacción de estos casos, es coincidente con sus características de personalidad (y cuando nos referimos a los términos características o tipología, es obvio que de éstas surgen determinadas construcciones), que los llevan a intercambiar fluidamente, resultando notablemente eficaces -consecuencia que fortalecerá experiencialmente su efectividad-, tanto para el plano del profesional como para el del paciente.

Podríamos hipotetizar (dentro de los miles de distingos que podemos trazar) que un terapeuta con ciertos rasgos de rigidez en el sentido general de sus

interacciones, por la similitud de códigos, podrá comprender e interactuar fácilmente con la rigidez de su paciente. El problema puede presentarse cuando el cliente posee características de gran plasticidad; la rigidez de uno será el problema del otro y la flexibilidad de uno será el problema para el otro, aunque, no obstante, ambos podrían favorecerse con esta experiencia merced a una realimentación en donde cada uno aprende del otro (ya que los opuestos pueden reformularse como complementarios).

También puede construirse la hipótesis contraria: el problema de rigidez de un paciente en un terapeuta rígido puede ser un obstáculo, ya que se empasta con su misma construcción, terminando sin saber cuál es el problema que tiene que aclarar, si el suyo o el del cliente, si descubriendo el del cliente resuelve el suyo o ¿de quién es el problema? o ¿quién es quién?...

El caso inverso puede suceder cuando los distingos estén trazados por un terapeuta flexible y creativo, frente a un cliente extremadamente rígido, pero aquí la ventaja radica en que la creatividad en psicoterapia supone la posibilidad de amoldarse a situaciones y a un dejarse fluir en las interacciones, generando las estrategias consideradas como las más adecuadas para la problemática (a menos que las construcciones que emergen de la plasticidad del terapeuta sean la barrera para comprender la rigidez de su paciente).

No obstante, es muy dificultoso establecer estas diferenciaciones, porque existe el riesgo de generalizar situaciones tan particulares corno la relación terapeuta-paciente, o tratar de tipificar la comunicación que, como proyecto de investigación, estaría condenado al fracaso. Solamente deseamos mostrar cómo las distinciones que trazan los terapeutas dependen de los constructos personales que se ponen en juego en la dinámica de cada sesión y que podrán variar de acuerdo al cliente con el cual se interaccione: no será el mismo distingo el que establece un terapeuta hijo mayor soltero frente a una familia, que el de una terapeuta madre de familia.

Asimismo, cuando planteamos estas hipótesis, nosotros también estamos trazando distinciones.

Uno de los primeros distingos que elaboró la clínica sistémica con familias fue el de dejar de centralizar la actividad terapéutica en un miembro con conductas sintomáticas, para delimitar el perímetro de las distinciones comprometiendo a toda la familia, cuya primera investigación sobre una teoría de la esquizofrenia arrojó el primer resultado: El doble vínculo.

En síntesis, el paciente acude a la sesión con un problema, el terapeuta a partir de ese momento tiene el reto de resolver el problema de su paciente. Pero a través

de sus intervenciones y las de su paciente pautadas ambas por la interacción que desarrollan y viceversa-, no sólo logra resolver el problema de su paciente, sino su propio problema -el problema de solucionar el problema-. Con lo cual, ambos, en la situación terapéutica, resuelven por medio de la interacción (es más, solamente la simple presencia ya impregna la dinámica) la problemática planteada.

Una hipótesis es una afirmación que conecta entre sí dos o más aseveraciones descriptivas, que son producto de lo que el observador considera la evidencia de la realidad. Pero sabemos que es él, el que traza las distinciones, el que elabora comparaciones y el que describe. La inferencia y deducciones que se realizan sobre estas premisas también son efectuadas desde la individualidad de su sistema de creencias.

El evento que se construye sobre el hecho, que aparece como fenómeno frente a los ojos -la evidencia-, es el resultado de un complejo de abstracciones que seleccionará al estímulo y cegará algunos aspectos (de lo cual no somos conscientes). Como señala von Foerster, «no vemos que no vemos», y si bien la lógica indica que dos negaciones dan como resultado una afirmación, en este caso no sería aplicable, puesto que no quiere decir que podamos ver otros aspectos lela cosa (esto se registra con mucha claridad en algunos fenómenos visuales de la biología).

Si la observación del hecho observable es autorreferencial, cualquier inferencia descriptiva acerca de lo que vemos seguirá esta mis. d a línea de subjetividad. Los conoceres del percibiente están sesgados por su mapa y las propias construcciones que emergen del mismo; uno lee, recuerda y escribe tendenciosamente (como nosotros en este preciso momento). Esto forma parte del bagaje de abstracciones y construcciones que se ponen nuevamente en juego, cuando se aborda la observación de algo nuevo, y que lleva a trazar distingos y descripciones con sus consecuentes interacciones en la pragmática.

Esta nueva mirada es la que acomoda y corrobora la cosa a nuestra construcción teórica y es esta misma la que nos permite inferir distinciones, comparaciones y descripciones acerca de ella.

Por lo tanto, si la observación es autorreferencial, el evento es nuestro producto; mirando nuestra construcción, nos miramos a nosotros mismos. Como señala Spencer Brown (1973):

“El universo debe expandirse para escapar de los telescopios a caes de los cuales, nosotros -que somos el universo- tratamos de pirar ese universo -que somos nosotros.”

Así como en el mundo existen millones de personas diferentes, un mismo hecho -como realidad de primer orden- puede ser descrito o sea construido, desde millones de puntos de vista.

Si una hipótesis es una construcción que surge del sesgo de que nuestro mapa por medio del trazado de distingos particulares y concomitantes descripciones, la hipótesis resulta, entonces, un invento autorreferencial. A su vez, si el investigador trata de mostrar la certeza de su supuesto en el plano práctico experimental, es también su mapa el que guía su ojo observante y el A, e diseña su método, esto quiere decir que el subjetivismo está presente. El resultado del proceso será que se puede comprobar e que se quiere comprobar, o sea: el sujeto en su observación está sujeto a la cosa observada; pero si la cosa es construida "el sujeto, a su vez, recursivamente, está sujeta al sujeto.

Desde esta óptica, cualquier intervención en el ámbito de la psicoterapia será tendenciosa -a pesar que se erige en nombre de la objetividad-, puesto que dependerá, por una parte, de las hipótesis que el terapeuta construya del caso, de acuerdo con su complejo de abstracciones resultante de su estructura conceptual, y éstas contribuirán a crear la realidad del problema o una realidad alternativa. Pero, por otra parte, estas hipótesis nacen de la interacción que se desarrolla, en ese día, esa hora y con ese paciente; por lo tanto, dependerán también de sus estructuras conceptuales, de donde surge el cuento que se cuenta acerca de la realidad de su problema.

Por ejemplo, las preguntas que se realizarán, si bien son producto de una co-construcción, van edificando la corroboración o descarte de un esquema conceptual -que es el resultado del saber adquirido y del mapa del terapeuta en la interacción con el paciente-, cuyas respuestas encajan o no en el mismo.

De acuerdo con su perspectiva (emergente de su mapa), el terapeuta tenderá a fijarse más en alguno de los miembros de la familia, o preguntará o enfocará el diálogo, colocando mayor énfasis en algunos temas; en última instancia, el ciclo vital, el sexo, las situaciones particulares del momento de vida del terapeuta, etc., llevan a un trazado de distinciones que delimita un perímetro de acciones, con los consecuentes, feed-back por parte de los pacientes, en proceso recursivo.

La labor de un equipo sistémico, por medio del espejo unidireccional, permite realizar diferencias en el trazado de distinciones y su correlación en las puntuaciones de secuencia de interacción, y contar, de esta manera, con una gama más variada de descripciones que posibilitarán construir una hipótesis más certera (¿más certera?), o por lo menos el resultado de la confluencia de numerosos puntos de vista, con respecto a lo que sucede. No obstante, las

hipótesis son el producto de la interacción, con lo cual la lectura no es unidireccional: en el contexto terapéutico, terapeutas y clientes co-construyen una realidad, a pesar de las diferentes distinciones epistemológicas que establecen.

Keeney plantea un ejemplo que permitirá entender más claramente el concepto de distinciones y descripciones:

«...es mediante ejemplos tomados del arte culinario y de la música. Observamos aquí que los documentos escritos (las recetas y notas transcriptas en un pentagrama respectivamente) son en realidad una secuencia de órdenes que, en caso de ser obedecidas, dan por resultado una recreación de la experiencia del inventor. Por ejemplo, si nos guiamos por la receta podemos obtener, al final, la experiencia multisensorial propia de tener ante nosotros un soufflé. Spencer Brown hace extensiva esta idea a otros campos, sugiriendo que tanto la matemática como todas las formas de experiencia proceden de similares series de órdenes. Quiere decir con esto que la descripción es secundaria respecto de obedecer una orden, mandato o prescripción de establecer una distinción. La descripción es siempre posterior al acto de demarcación o deslinde efectuado por la persona que describe» (Keeney, 1983).

Esto mismo se observa en los libretos de teatro -aquí adquiere mayor complejidad-, en donde se distinguen no sólo cada uno de los personajes, sino que también se pautan los distintos movimientos y las acciones; además de describirse el contexto, sus características y las de la interacción en general; por eso, cada actor podrá imponer su creatividad y su arte, pero a partir de las distinciones prefijadas.

De la misma manera, sucede con el diagnóstico, es el libreto que ordena el trazado de distinciones en la observación. Socioculturalmente ocurre el mismo fenómeno, las experiencias surgen como consecuencias de pautas, normas, códigos, de libretos determinados, impresos en la cultura misma, o sea, que nuestra epistemología se ve impregnada tempranamente por la obligación de trazar ciertas distinciones.

Así, la incertidumbre cubre la lente de la observación; resulta dificultoso decir, entonces, cuál es la realidad, ya que esta pregunta sugiere referir la existencia de una realidad absoluta; pero ¿quién sería, entonces, el portador de la verdad?

Si el Misticismo y el Racionalismo, por ejemplo, dieron preeminencia a Dios y a la Razón, respectivamente, bajo la óptica de la linealidad de pensamiento esto ofrecía algún tipo de seguridad con pará metros claramente establecidos. La Cibernética de segundo orden impuso la duda, involucrando al observador en lo observado, y anuló la atmósfera aséptica con que se concebía la percepción. El

modelo constructivista, por su parte, planteó la subjetividad y relatividad de los juicios acerca de lo que se observa, por lo tanto, se desestructuró la rigidez del referente corrector de desviaciones, ¿qué nos resta por decir si no existe una verdad única y una realidad universal? Afirma Spencer Brown (1973) que «nuestra comprensión de dicho universo no es el resultado de descubrir su aspecto actual, sino de recordar lo que hicimos originalmente para engendrarlo».

La tarea epistemológica, entonces, radica en descubrir las distinciones primarias que muestran cómo conoce un observador, pero es factible sumergirse en recurrencias de orden superior cuando la pregunta se vuelve autorreferente: «¿cómo llega un epistemólogo a conocer la forma de conocer de un observador? o ¿cómo conoce el epistemólogo?...».

LA LÓGICA DE LOS TIPOS LÓGICOS

La forma de conocer y construir el mundo, pues, se estructura de manera recursiva: es el resultado de un complejo proceso perceptivo que dependerá de abstracciones y de prescripciones (órdenes, pautas) de trazar distingos, que conllevarán a describir y acentuar tales distinciones, que a su vez pautarán secuencias de interacción, que tendrán su efecto sobre las abstracciones que se infieren a través de la acción de experienciar. Esta abstracción que se realiza nuevamente impregna el hecho de establecer distinciones, desenvolviéndose la recurrencia en el acto epistemológico.

El mundo se representa frente a la mirada y, a través de esta construcción, se producirá, en el marco de lo pragmático, el despliegue de algunas acciones. Estas acciones en la interacción nos llevarán a establecer nuevos distingos, por efecto de la experiencia, en otros actos perceptivos, ya que el observador observa trazando distinciones y así recursivamente.

Nuevamente se confirma el imperativo estético: «si quieres ver aprende a actuar».

Las distinciones en el acto perceptivo son el producto del mapa del observador, por lo tanto, la percepción es el resultado de realizar diferentes distingos, con lo cual, lo que se observa puede ser descrito. Este es el primer proceso que lleva a gestar la circularidad en el acto de conocer: las distinciones que se establecen en la observación conllevan descripciones, que consisten en acentuar distinciones acerca de lo observado.

Entonces, realizamos distinciones a fin de poder observar (como acto de conocimiento) y las descripciones tienen como finalidad describir lo distinguido, ratificando las distinciones, estableciendo, así, un circuito sin fin.

«Esta operación recursiva de establecer distinciones en las distinciones vuelve a apuntar al mundo de la Cibernética, donde la acción y la percepción, la descripción y la prescripción, la representación y la construcción, están entrelazadas» (Keeney, 1983).

El hecho de trazar distinciones -sea en la epistemología, teoría, lenguaje, etc.- también implica la discriminación en función de la diferencia de niveles, estratos o jerarquías. Esto se observa cuando, cibernéticamente, hablamos con nuestro lenguaje del lenguaje o comentamos una teoría acerca de las teorías.

Fueron Whitehead y Russell, en 1910, quienes describieron en los tomos de Principhia Mathemática la Teoría de los tipos lógicos, que G. Bateson, a posteriori, utilizó con algunas modificaciones.

Esta teoría surge a partir de las complicaciones que la conformación de paradojas ofrecían a los filósofos, hasta tal punto que se convirtió en una regla de la lógica.

Su postulado central señala: «Los miembros de una clase no son iguales a la clase de los miembros», de esta manera, estableciendo la distinción de niveles lógicos se lograba desestructurar el callejón sin salida que generaban las paradojas.

La confusión que suscita la paradoja radica en la superposición de dichos niveles, provocando, así, una autorreferencia en la construcción de la frase. Se define como una contradicción que resulta de una deducción correcta de premisas coherentes, y se distinguen tres tipos:

• Paradojas lógico-matemáticas (antinomias).

• Definiciones paradójicas (antinomias semánticas).

• Paradojas pragmáticas (instrucciones y predicciones paradójicas).

Estas tres clases corresponden al campo de la teoría de la comunicación, en sus áreas principales: la sintaxis lógica, la semántica y la pragmática; el último tipo surge como resultado de las dos primeras.

El ejemplo que más se ha utilizado para explicarla es el de la sentencia de Epiménides de Creta «Todos los cretenses mienten» (si miente dice la verdad, si

Observación Distinción Descripción Distinción

dice la verdad miente), que como enunciado autorreferencial oscila entre ser un enunciado y un marco de referencia sobre sí mismo en calidad de enunciado. Con la diferenciación de estos niveles lógicos, se evitaba que el discurso fuese autorreferencial, anulando así las construcciones paradójicas.

Para desestructurar esta paradoja, si tomamos en cuenta el postulado de los autores, la delimitación jerárquica llevaría a establecer sobre la afirmación del cretense, entre todas las distinciones posibles, dos: un nivel de rubro que integra una clase y otro nivel del marco de referencia o clase, indistintamente (para evitar la autorreferencia, el observador ha de discriminar qué nivel lógico posee el enunciado).

Un enunciado referido a una clase manifiesta un nivel superior de abstracción, es por lo tanto de un tipo lógico superior, en comparación con un enunciado referido a los elementos de una categoría o su conjunto que competen a un orden lógico inferior.

El hecho de que los enunciados se incluyen en diferentes tipos lógicos, y pueden remitirse tanto a una clase como a cada uno de los rubros que la componen revela el sentido autorrecurrente de los mismos. Cuando un enunciado pertenece a una clase es válido para cualquier integrante de la misma, es decir, la tipificación lógica efectúa una jerarquía de afirmaciones, en las que el tipo lógico inferior es contenido por un tipo lógico de orden superior.

En cambio, su viceversa no corresponde: nunca un enunciado de un tipo lógico inferior puede contener al enunciado de la clase. Esta conceptualización ofrece dificultades cuando el nivel de validez de las afirmaciones emerge de tipos lógicos que se combinan entre sí o cuya discriminación es confusa, o cuando en dos enunciados es difícil diferenciar si se hace referencia a una clase o a sus miembros.

Es el caso del término hombre, que puede tomarse como un integrante de una categoría, o como la categoría en sí misma (de la clase de los seres humanos). Siempre los niveles superiores implican un plano más elevado de abstracción, pero cuando los tipos lógicos se combinan entre sí, el nivel de validez no será distinguible, produciendo entonces la paradoja.

Esto puede evitarse con la paradoja de Epiménides, diferenciando una enunciación concreta y, a la vez, una enunciación sobre todas las enunciaciones, que corresponde a un tipo lógico superior. Por lo tanto, si el enunciado «Todos los cretenses mienten» (o sea yo también) es válido, la afirmación concreta, la oración en sí misma, como tipo lógico inferior, carece de validez. La paradoja es generada

por el hecho de que la clase (el enunciado respecto de todos los enunciados) es un elemento de sí mismo, con lo cual es autorreferente.

Pero si un observador siempre está involucrado en el campo de observación y su mirada impregna al objeto que distingue, todos los enunciados que se postulan acerca de las cosas son autorreferencia les. Cuando emitimos un juicio sobre algo, esta opinión habla de cómo pensamos, cuál es nuestro sistema de creencias y escala de valores; por lo tanto, esta recurrencia en la construcción de la realidad evidencia la autorreferencialidad, pero esto no quiere decir que sea una paradoja, puesto que no necesariamente en la construcción se superponen niveles lógicos.

Bateson, con otra finalidad, utilizó la Teoría de los tipos lógicos como una forma de demarcar distinciones. Así, constituye un instrumento descriptivo que sirve para discriminar las secuencias de las pautas interaccionales.

Una confusión de niveles lógicos bastante frecuente se produce cuando no distinguimos entre los niveles del lenguaje verbal y analógico, según expresa uno de los axiomas de La pragmática de la comunicación humana, generando entrampes comunicacionales. Es allí donde nos encontramos envueltos en situaciones paradojales, respondiendo a un nivel lógico diferente al que nos refiere nuestro interlocutor. Por ejemplo, ella le dice a él, «querido, ¿vamos al cine esta noche?», él hace un gesto frunciendo su boca, bufa, evidenciando un notable disgusto y responde con tono de resignación: «bueno, vamos...». Ella le dice «¡mira, si no tienes ganas no vamos nada, siempre lo mismo!»; por lo cual él se enfurece y la agrede «¿no ves que estás loca?, te digo que sí y ¡escucha lo que me contestas!».

Este diálogo podría ser el comienzo de una clásica escalada simétrica; la pareja responde al nivel lógico de lo paraverbal, mientras que él transita por el canal de lo verbal propiamente dicho; este entrecruzamiento de niveles convierte la conversación en un verdadero diálogo de sordos, donde ambos responden a elementos diferentes de la comunicación: comienzan a levantar el tono de voz como si estuviesen a kilómetros de distancia, y tratan de imponer su construcción al otro -enquistados en su propia construcción-, disputando acerca de quién es el poseedor de la razón.

De la misma manera, la distinción entre el contenido y la relación posibilita destrabar y poder comprender las numerosas oportunidades en que las personas coinciden en puntos de vista, pero sin embargo discrepan. O sea, a un nivel de contenido existe el acuerdo, pero a otro (el relacional) mantienen una conversación áspera, descalificatoria, poblada de agresiones, que provoca tal discordancia en la interacción que no permite registrar el acuerdo en términos de contenido.

Un ejemplo claro es el diagnóstico psicopatológico (que desarrollaremos más adelante). En las nosografias psiquiátricas se establecen diferentes distinciones: los signos y síntomas comprenderían un orden lógico inferior, mientras que la categoría (rótulo psicopatológico) respondería a un orden lógico superior. La confusión surge en la estructuración del diagnóstico. Cuando el profesional traspola ambos niveles, por la aparición de algún signo significativo (miembro de una clase), se rotula categorizando la patología (la clase), en detrimento del resto de los síntomas.

En referencia a la Teoría de los sistemas generales, podríamos distinguir que todos los elementos de un sistema, por ejemplo los subsistemas, competen a un nivel lógico inferior, ya que pueden considerarse como los integrantes de una clase (sistema) que se encontraría en un supranivel; por lo tanto, aquí también realizamos una tipificación lógica. Es obvio que esta clasificación (como trazado de distinciones) es inherente al observador y no es un patrimonio del sistema en sí mismo.

La implementación de los tipos lógicos en el campo de la terapia familiar se desarrolló en una de las primeras investigaciones del grupo de Palo Alto: la teoría del doble vínculo. En las familias con un miembro esquizofrénico se observaba cómo se transmitían mensajes y conductas excluyentes simultáneamente, a niveles lógicos diferentes. Es una comunicación que a un nivel puede expresar un requerimiento manifiesto para que en otro se contradiga o anule.

La dinámica del doble vínculo implica a dos o más personas, una de las cuales es considerada como la víctima. Bateson y su grupo opinaban que a un individuo que haya sido sometido en varias oportunidades a este tipo de interacción le resultará muy difícil permanecer sano, y sostenían también la hipótesis que siempre que se presente una situación de esta clase se producirá un derrumbamiento en la capacidad de cualquier individuo para discriminar niveles lógicos.

Un ejemplo que hace referencia a este tipo de mecanismo es el conocido chiste de la madre judía y las dos corbatas. Una madre regala a su hijo dos corbatas, una azul y otra roja. El primer día, el hijo estrena la azul, se la muestra a la madre-haciendo ostentación del regalo-, que le pregunta «¿cómo querido, no te gustó la corbata roja?». Frente a tal comentario, inmediatamente, para satisfacerla, se coloca la roja; enfrentando a su madre nuevamente, en busca de aprobación, encuentra de nuevo una pregunta «¿pero cómo querido, entonces no te gustó la azul?». La repetición de este manejo comunicacional termina generando una trampa en la cual la única respuesta posible es una conducta incoherente, o sea, el hijo acabará colocándose las dos corbatas al mismo tiempo, siendo un comportamiento de este género rotulado como loco.

Ronald Laing (1960) señala: «Una persona comunica a otra que debe hacer tal cosa y al mismo tiempo, pero a otro nivel, que no debe hacerla o que debe hacer otra incompatible con la primera. Esta situación tiene su remate para la víctima, en la imposición ulterior que le prohíbe salir de la situación o diluirla, haciendo comentarios sobre ella, y de este modo la víctima es colocada en una posición insostenible, en la cual no puede hacer un solo movimiento sin que sobrevenga la catástrofe».

En este punto, es importante que realicemos una pequeña reseña histórica que muestra, por medio del doble vínculo, la aplicación de los tipos lógicos a la comunicación.

Los investigadores de Palo Alto, más allá de clasificar la comunicación en tres niveles (de significado, de tipo lógico y de aprendizaje) y de analizar los comportamientos de animales, e indagar acerca de la hipnosis y las paradojas, se dedicaron a observar las pautas de transacción esquizofrénica.

Entre las hipótesis que plantearon, se preguntaban si estas pautas aparecían a través de la dificultad de diferenciación de tipos lógicos, como en el lenguaje verbal, en la discriminación de lo literal y lo metafórico, puesto que los considerados locos en oportunidades utilizan metáforas concretizándolas, o lo literal se metaforiza.

Según el grupo, una persona con esta problemática podría aprender a aprender, en un contexto donde esta dificultad fuese adaptativa; si se comprendía el contexto, se comprenderían también los neologismos o las nuevas construcciones de sintaxis, etc., por lo tanto, el comportamiento esquizofrénico cobraría sentido.

Si tomamos a la familia como el contexto básico donde se desarrolla el aprendizaje de un ser humano, quiere decir que la familia de un esquizofrénico moldeó esa forma peculiar por vía de los peculiares segmentos de comunicación que se le imponen a un sujeto, y descubrieron que en tanto el paciente designado mejoraba, otro miembro de la familia empeoraba.

Así, desde lo que a posteriori se denominó el modelo sistémico, se observó que la familia necesitaba una persona que encarnara al síntoma. Bateson no sólo encontró pruebas de esta suposición, sino que quedó impresionado por el punto en que la familia fomentaba y aun exigía que el paciente mostrara una conducta irracional. Este mecanismo opuesto al cambio (a la mejoría del paciente identificado), llevó a D. Jackson a acuñar el término homeóstasis familiar.

Por último, investigaron lo que llamaron doble atadura o Double Bind en la comunicación del esquizofrénico. En un artículo llamado Hacia una teoría de la

esquizofrenia (1962), Bateson, Jackson, Haley y Weakland describen cuáles son los ingredientes básicos para su constitución:

1. Dos o más personas. De ellas designamos a una, para los fines de nuestra definición, como la víctima. No suponemos que el doble vínculo sea infligido sólo por la madre, sino que puede ser realizado por la madre sola y por una combinación de madre, padre, y/o hermanos.

2. Experiencia repetida. Suponemos que el doble vínculo es un tema recurrente en la experiencia de la vida de la víctima. Nuestra hipótesis no invoca una sola escena traumática, sino experiencias tan repetidas que la estructura del doble vínculo llega a ser una expectativa habitual.

3. Un mandato negativo primario. Puede tener una de dos formas: a) «No hagas tal cosa, o te castigaré», o b) «Si no haces tal y cual cosa, te castigaré». Aquí elegimos un contexto de aprendizaje basado en la evitación del castigo, antes que un contexto de búsqueda de recompensa. Quizá no exista una razón formal para esta elección. Suponemos que el castigo puede ser el retiro del amor o la expresión de odio o cólera, o -cosa más devastadora- el tipo de abandono que resulta de la expresión de extremo desamparo por parte de los padres.

4. Un mandato secundario que choca con el primero en un plano más abstracto, y puesto en vigor, como el primero, por castigos o señales que ponen en peligro la supervivencia. Este es más difícil de describir que el anterior, por dos razones. Primero, el mandato secundario es comunicado al niño, por lo general, por medios no verbales. Para transmitir este mensaje más abstracto se puede usar la postura, el gesto, el tono de voz, la acción significativa y las inferencias ocultas en el comentario verbal. Segundo, el mandato secundario puede ejercer su impacto sobre cualquier elemento de la prohibición primaria. Por consiguiente, la verbalización del mandato secundario puede incluir una amplia variedad de formas; por ejemplo: «No veas esto como un castigo», «no me veas como el agente del castigo», «no te sometas a mis prohibiciones», «no pienses en lo que no debes hacer», «no pongas en duda mi cariño» -del cual la prohibición primaria es (o no es) un ejemplo-, etc. Resultan posibles otros ejemplos cuando el doble vínculo se inflige, no por un solo individuo, sino por dos. Por ejemplo, un padre puede negar, en un plano más abstracto, los mandatos del otro.

5. Un mandato terciario negativo que prohíbe a la víctima que escape del terreno. En un sentido formal, quizá sea innecesarío establecer este mandato como un elemento separado, pues el reforzamiento en los otros dos planos implica una amenaza para la supervivencia, y si los dobles vínculos son impuestos durante la infancia, la fuga, por supuesto, resulta imposible. Pero parece que en algunos casos la fuga de ese terreno es imposibilitada por ciertos recursos que no son

puramente negativos, por ejemplo, caprichosas promesas de cariño, y cosas por el estilo.

6. Por último, el conjunto de los ingredientes ya no es necesario, cuando la víctima ha aprendido a percibir su universo en pautas de doble vínculo. Casi cualquier parte de una secuencia de doble vínculo puede ser suficiente, entonces, para precipitar el pánico o la cólera. El esquema de mandatos en pugna puede llegar a ser reemplazado por voces alucinatorias.

El grupo de Bateson no sólo observó que esta situación ocurre entre el preesquizofrénico y su madre, sino también que puede aparecer en personas normales. Siempre que un sujeto es atrapado en una situación de doble vínculo, responderá de un modo defensivo y en forma similar a la esquizofrenia.

En otras áreas, algunos autores han subrayado la importancia de los errores de tipificación lógica, demostrando que el humor, la poesía, y la creatividad en general, se caracterizan por la constitución intencional de errores de tipificación, «si pretendiéramos eliminarlos nos quedaríamos con un mundo chato y estancado», señala Keeney (1983).

M. C. Escher tendía, en su estilo, a realizar obras que desafiaran el orden de la lógica visual. Su obra está compuesta por diseños e imágenes que alteran las leyes de la forma, generando paradojas en la observación; principalmente en las litografiar arquitectónicas en donde traspola planos, tanto figura-fondo, anterior-delante, superiorinferior. Holfstadter (1979), acerca de su obra, remarca que cuando suponemos que distinguimos niveles jerárquicos claros nos toman por sorpresa, puesto que violan dicha jerarquía.

En la litografia Manos dibujando, la aparente paradoja y autorreferencia en la cual una mano dibuja a la otra se quiebra cuando se adjunta un nivel lógico superior invisible y externo a la obra; o sea la mano de Escher que las diseña, «somos presa de la ilusión porque olvidamos la existencia de Escher» (Simon y colaboradores, 1984).

El trazado de distinciones perceptivas, la descripción, la tipificación lógica consecuente, y la pauta interaccional que establece la secuencia entre los distintos elementos del sistema que observamos nos remite a que en numerosas ocasiones nuestro universo experiencial se estructura a través de jerarquías. Esta diagramación no implica exclusión de los distintos niveles, al contrario, un nivel superior comprende al inferior, de la misma manera que la muñeca rusa o las cajas chinas, que encierran distintos tamaños en el interior de cada una.

Así la noción de contexto, incorporada por la clínica sistémica, puede suponer un nivel lógico superior; un sistema, subsistemas y sus integrantes podrían ser tomados como niveles lógicos inferiores que se van conteniendo sucesivamente.

Contexto

Sistema

Subsistema

Miembros

Si bien podemos puntuar nuestras distinciones a través de diferentes categorías lógicas, la organización de esta jerarquía no es lineal, sino que está diagramada en forma recursiva, puesto que la relación entre niveles es absolutamente interactiva. La importancia radica en que cada ciclo de recurrencia indica una diferencia y es ésta la que demarca nuevos distingos; con lo cual, nuestras distinciones son siempre trazadas sobre otras distinciones y en estos distintos órdenes recursivos se establece una tipificación lógica diferente.

Clasificar las descripciones

Si pudiéramos discriminar el proceso de la construcción de la realidad, restaría preguntarnos ¿de qué manera y bajo qué patrones, el observador traza distinciones en su acto perceptivo? Bateson, en su obra Espíritu y naturaleza (1979), señala que sus métodos de indagación estuvieron determinados por la alternancia entre lo que llamó la clasificación de la forma y la descripción del proceso.

La clasificación de la forma, corresponde a la categorización que se le atribuye a las acciones simples; es el rótulo que se le adjudica a una acción determinada, que, en la medida en que se obtenga res puesta y que alcance complejidad, cobrará el status de interacción o coreografía. Lo que se efectúa es una abstracción organizadora que categoriza la descripción de una serie de acciones identificándolas bajo un nombre. Por ejemplo, si decimos trabajo, estudio, gimnasia, juego, terapia, estamos aludiendo a rubros de acciones.

Es obvio que muchas acciones pueden compartirse con diversas categorías: la acción de leer puede estar en relación con la categorización estudio o trabajo, pero esto depende del contexto en que se desarrolle la acción, junto con los consecuentes distingos que trace el observador.

Cuando Bateson habla sobre descripción del proceso se refiere a la observación pura de las acciones propiamente dichas, o sea, sin marcos semánticos que la integren a un rubro y sin atribuciones de significado. Corresponde a las acciones simples, aisladas, por así decirlo, como, por ejemplo, gestos, movimientos, tonos de voz, expresiones, palabras, frases, etc..

Cuando una descripción de acciones se organiza secuencialmente por medio de un rubro, estamos en el concepto de clasificación de formas; si se discrimina que un hombre da un paso manteniendo rec ta su pierna, con su cuerpo firme y su cabeza erguida, y en esa misma posición da otro y otro, estamos describiendo una acción; si señalamos que está haciendo una marcha militar, entramos en el terreno de la categorización.

Bateson sintetiza lo expuesto en un esquema, donde los distintos órdenes de recursión van de menor a mayor complejidad, discriminando las acciones simples, las interacciones, hasta llegar al nivel más complejo de las coreografías, desde dos niveles lógicos diferentes: las descripciones puras y las categorizaciones.

En la columna de la descripción de proceso, las acciones se convierten en grupos secuenciales de acciones (interacciones). Estas descripciones de interacción continúan basándose en los sentidos, sin inferencias de atribuciones de significado. Cuando se categorizan dan como resultado las pautas de la relación simétrica o complementaria, por ejemplo: A le dice algo a B, B eleva su tono de voz y frunce el ceño respondiéndole algo; A responde levantando los brazos y gritando. Así estaríamos describiendo un proceso de interacción que podríamos categorizar -si dicha interacción sigue en alza-- como simétrica.

Las categorías de interacción de complementariedad y simetría constituyen para Bateson lo que llamó visión binocular, que siempre se comprende a través de la relación, e implica dar un paso más en la abstracción de la conducta al contexto (si describimos tan sólo comportamientos de uno u otro individuo, quedamos anclados en el plano de la conducta). Para acreditar las categorías de simetría o complementariedad, es necesario observar por lo menos tres secuencias de interacción, ya que con tan sólo dos no es factible acreditar ni una ni otra: es a partir de la tercera acción cuando comienza a delimitarse el tipo de interacción que se genera.

En el plano de una abstracción superior (metacontexto), encontramos una trama más amplia de interacciones llamada descripciones de coreografía, y aquí observamos cómo se pautan las pautas de interacción, que serán a su vez categorizadas.

En general, este es el punto en donde una pareja o familia recurren a terapia; la recurrencia de una determinada interacción, categorizada como simétrica o complementaria (patológicamente), conlleva una descripción coreográfica que puede involucrar violencia, agresión o diversas sintomatologías, cuya categoría coreográfica podría llegar a rotular este proceso como una familia multiproblemática.

Podemos realizar algunas inferencias sobre la construcción de la realidad, tomando como base este análisis epistemológico batesoniano. Hemos calificado la columna de la descripción del proceso como la observación más pura, en relación con que se acercaría más a los datos que nos ofrecen nuestros sentidos, datos meramente descriptivos, o sea, lo que se ve sin impregnación de supuestos racionales.

Parece una acción utópica, principalmente en el plano de la conducta, la descripción pura de acciones sin atribuciones de segundo orden. En la mayoría de las relaciones humanas, inmediatamente frente a una acción determinada, interviene un complejo proceso de abstracciones que lleva a categorizarla.

Esta categorización que realizan las personas sobre las acciones es el soporte para establecer una tipología de interacción. Por ejemplo, frente al gesto de fruncir el ceño de su esposa, el marido podrá categorizarlo como desagrado; esta atribución indefectiblemente remitirá a un tipo de respuesta (simétrica o complementaria) y así recursivamente.

Pero la cosa no queda allí: no solamente la interpretación de las conductas del interlocutor llevan a rotular la interacción, sino también confeccionan catastróficas profecías que se autocumplen, par tiendo de la proyección de significados del receptor sobre las conductas del emisor, y en esos términos pocas veces se suele tener la capacidad de metacomunicar.

La proyección de sentido, desde esta perspectiva, es el resultado de una abstracción que categoriza, en función de una observación subjetiva y autorreferente. Con lo cual, son pocas las oportunidades en que vemos una realidad de primer orden, en donde incluiríamos a todas las descripciones del proceso de las acciones, interacciones y coreografías. Las clasificaciones de forma son construcciones cargadas de atribuciones de significado, patrimonio de una realidad de segundo orden.

En el ámbito clínico, algunos errores epistemológicos se basan en entender como descripciones de proceso a categorizaciones emergentes del sistema de creencias del terapeuta. Por ejemplo, en el orden de la semántica, son frecuentes las oportunidades en que escuchamos en las consultas que el paciente dice estar mal; si no preguntamos qué quiere decir con este término tan abarcativo en significación, el terapeuta categorizará, ecforiando su propia atribución de sentido sobre dicha palabra, que no necesariamente deberá coincidir con lo que significa para el paciente.

Así, en el nivel analógico es más factible realizar la traspolación: los gestos frente a las verbalizaciones que realicen miembros de la familia, o frente a las intervenciones del terapeuta, pueden ser categorizados como rabia, alegría, tristeza, cte., constituyéndose en rubros de acción. que obturan la mirada hacia la descripción propiamente dicha, y que por lo tanto, tendrán sus implicaciones en las intervenciones y en la consecuente interacción.

El paciente tija la vista al piso: ¿está triste, reflexiona, se deprime, se concentra, se aburre, cte.?, son infinitas las categorías factibles de atribuir, pero frente a la

descripción, podría pensarse como más simple preguntar qué nos quiere decir con ese gesto o esa actitud, o sea, metacomunicar.

Lamentablemente, la complejidad de las relaciones humanas en forma rápida se transforma en complicada: los terapeutas clínicos como seres humanos no estamos exentos, siendo pocas las ocasiones en que se confrontan la experiencia sensorial t, las abstracciones gire se realizan de las mismas. Por lo tanto sería recomendable preguntar en vez de .suponer...

La suposición no es ni más ni menos que la construcción que lleva a categorizar las acciones del otro. Es ésta la que confecciona profecías que autodeterminan realidades y que no permiten la confrontación acerca de qué trató de significar el otro con su acción. Paradójícamente, a pesar de que puede resultar simple preguntar sobre dicha acción, al ser humano le suele ser más difícil, apareciendo como automatismo el afianzarse al supuesto, con lo cual se responde al imaginario propio y no a la intencionalidad del interlocutor, complicando, así, la complejidad de las interacciones. Pero de esta construcción cognitiva deviene el desarrollo de una acción en el plano pragmático, y así se constituyen sendos circuitos emparentados con lo caótico.

Pero la comunicación se entorpecerá aún más si se categoriza la actitud del otro en forma lineal, o sea, sin involucrarnos en el sistema y sin preguntarnos ¿qué he hecho yo para que el otro me responda así?, aislando la respuesta de nuestro interlocutor, como si nosotros no estuviésemos en el campo de la interacción. La respuesta que surge entonces será la correspondiente a lo que suponemos que el otro pensó o sintió, por lo tanto, se contestará a la construcción de uno.

Este efecto se observa cuando en las sesiones se utiliza el recurso de las preguntas circulares, explorando y haciendo explícito lo que el paciente piensa que el otro piensa. Por lo general, al cuestionar acerca del plano semántico (las atribuciones de significado), el emocional (las emociones que producen las atribuciones), y el político (las acciones), se está metacomunicando, con lo cual la información nueva que ingresa en el circuito genera diferencias que provocan la posibilidad de inventar realidades alternativas.

Como señalamos, actuar de acuerdo a los supuestos lleva a construir realidades que los confirmen. Por ejemplo, si se supone que el gesto de nuestro interlocutor es de aburrimiento frente a nuestro discurso, se accionará de alguna manera especial para lograr agradarle, tratar que se distraiga, o para despertarle el interés. En ninguna de estas posibilidades existe la espontaneidad en el diálogo, lejos estará de ser una conversación distentida, y cuanto más nos esforcemos para parecer simpáticos y entretenidos, se correrá el riesgo de transformar la situación

en tensa y desagradable. El diálogo se podrá romper de forma vertiginosa, con lo cual se podrá confirmar el supuesto inicial, atribuyendo como causa de la interrupción el aburrimiento del otro.

De la misma manera sucede con las personas que poseen un nivel de baja autoestima. Transitan por su mundo de relaciones, posicionándose asimétricamente por debajo de sus interlocutores, construyendo fantasías autodescalificantes sobre lo que los demás piensan de ellas. Se muestran inseguros y débiles, delimitando un perímetro de acciones que tiene por finalidad la búsqueda de afecto y reconocimiento.

Así, tratan de encontrar afanosamente la valorización en el afuera, cuando en realidad el proceso es inverso: ¿cómo es posible dejar que los otros los confirmen, si ellos mismos se encuentran tan alejados de su propia valoración? Este mecanismo termina por arrojar paradojas en lo pragmático. Cuando se intenta hacer cosas para ser reconocido por el otro, más se ejecutan dichas acciones, más dependiente se torna el sujeto en la relación, por lo tanto, mayor es la inseguridad que aparece en el vínculo, y el rótulo emergente de inseguro o débil no favorece el elevar la autoestima, que era el objetivo inicial.

Durante la primera entrevista con una familia, un terapeuta mientras realizaba el trabajo de joining, jugando con el significado de los nombres de los integrantes de la familia, observó que la hija adolescente, desde los comienzos de la sesión, realizaba un gesto de subir el extremo de su labio hacia arriba y fruncir la nariz.

Supuso que frente al buen clima y las sonrisas del resto de los miembros, por contraposición, el gesto de la joven mostraba desagrado o que algo no le gustaba. Le preguntó acerca de ese rictus, «Ana, ¿qué me dice ese gesto..., estás interesada en lo que se está hablando, o no te gusta algo de lo que se dijo?»; ella respondió con una sonrisa, afirmando que no, que «al contrario, que se estaba enterando de cosas que jamás hubiese imaginado...».

A lo largo de la sesión se dio cuenta de su aventurada intervención: la adolescente tenía un tic nervioso que consistía en morderse el labio superior en su extremo derecho y al mismo tiempo fruncir la nariz...

Entonces, el emergente casi inevitable del supuesto, como construcción de segundo orden, daría lugar a tres tipos de intervenciones en la relación humana:

1. Esta es una forma que desplaza a la categorización que uno establece, para dar lugar a preguntar abiertamente acerca de la descripción de lo que se muestra analógica o verbalmente, «¿qué tratas de expresar con este gesto?».

2. Preguntar sobre la categorización, o sea, sobre el supuesto propiamente dicho, «¿esto que estamos discutiendo te da bronca?». Si bien se pone en juego la suposición, se metacomunica en pregunta, por lo tanto equivale a decir «yo supongo que estás con bronca ¿es así?», para de esta manera poder corroborar o desconfirmar la categorización.

3. La tercera es la caótica; la opción sería directamente actuar como si nuestro supuesto fuese el válido, o sea, se tiene la certeza de que lo que uno piensa que el otro siente es, con lo cual no existe la confrontación del metacomunicar y se opera en la pragmática de acuerdo a la propia atribución.

Remarcamos: preguntar en vez de suponer...

Ya nos hemos referido a Piaget, que claramente específica cómo a través de las acciones de ensayo y error, el niño construye su mundo. En este proceso, las sucesivas abstracciones dan como resultado la internalización de una simbología que se encarna en el lenguaje por medio de imágenes y significados particulares, de los cuales algunos se comparten.

Las distinciones que se trazan posibilitan desarrollar comparaciones que lo llevan a confrontar el mundo con sus sentidos. Entonces, si las abstracciones se contaminan con la experiencia sensorial es imposible, como señala Bateson, que los organismos puedan tener una experiencia directa de su objeto de indagación.

Tanto la descripción del proceso, como las clasificaciones de forma, constituyen un circuito recurrente que da como resultado, que uno dibuja lo que ve y ve lo que dibuja, con lo cual lo que vemos son mapas de mapas.

Nuestras categorizaciones surgen fundamentalmente de nuestros sistemas simbólicos y pautarán las distinciones que se establecen en la observación; por tanto, nuestro mundo experiencial se conforma de acuerdo a una recurrencia que oscila entre las distinciones que se basan en las descripciones de los sentidos y las distinciones que afloran de nuestras estructuras simbólicas.

(...) las descripciones basadas en nuestros sentidos nunca difieren de hecho, de cierto sistema simbólico o manera de trazar distinciones. Análogamente proponemos que los armazones de relaciones simbólicas

no difieren en realidad de los datos sensoriales. Por ejemplo, los nombres de la categoría de acción, como exploración, amor, humor, terapia, juego, son observaciones que un observador traza en sus observaciones de los llamados datos sensoriales de la acción simple» (Keeney, 1983).

Además, el cuadro diseñado por Bateson representaría una jerarquía de órdenes de recursión y los tres niveles no implican superioridad o inferioridad, sino circularidad y recurrencia. Ahora está más claro cómo el autor emplea la tipificación lógica, no aplicándola a un orden de clase, sino a una jerarquía de recursividad.

En conclusión, desde distintos órdenes lógicos y su consecuente jerarquía de recursividad, podríamos pensar que en el aparato cognitivo, el proceso de constitución del mapa recibe la influencia de diferentes niveles o estratos.

En un supranivel, se encuentran los patrones socioculturales que poseen su propia estructura con todas las características inherentes a cada nivel de la misma. Si trazamos distinciones y establecemos diferentes niveles lógicos en este estrato, habitando en Buenos Aires, diremos que somos sudamericanos, que estamos en el sur de Sudamérica, que somos argentinos, porteños, de la Capital Federal, del barrio de Belgrano, del bajo Belgrano, y así sucesivamente. Cada uno de estos niveles posee sus particularidades que impregnan recursivamente con su sistema de creencias al inmediato inferior.

En el estrato siguiente encontramos los patrones de nuestra familia de origen, que a la vez son representantes representativos de lo sociocultural, pero con las singularidades que competen a su estructura: reglas, normas, códigos, mandatos, mitos, etc. Estas particularidades también son compuestas por acuerdos, desacuerdos, convergencias y divergencias de los patrones cognitivos de dos personas, que en un momento de su historia decidieron conformar una pareja y una nueva familia, debiendo amalgamar un nuevo código, siendo cada uno representante total o parcial del código de su familia de origen.

Estos dos niveles arrojan como saldo la construcción de un sistema de creencias, que involucra por decantación selectividad y reformulación una propia escala de valores, una lógica personal, el código particular con sus reglas y normas, etc., que generan significados particulares en la percepción.

Todo este andamiaje conforma la estructura conceptual que llamamos mapa. Y es desde este nivel donde le colocamos nombre a las cosas, inventamos el mundo y construimos realidades.

El mapa es el que posibilita el trazado de distinciones en el acto perceptivo, que conllevan en proceso simultáneo, descripciones que acentúan las distinciones delimitadas. Así, de manera recursiva, este perímetro permite establecer comparaciones por similitud o igualdad y demarcar diferencias.

Una comparación puede efectuarse a través de elementos concretos observables, como por ejemplo, dos personas, una es más alta que otra; aquí el eje de comparación remite a un baremo externo. Pero si observamos solamente a una persona y señalamos que es baja, esto demuestra una medida interna que emana de nuestra estructura conceptual. De la misma manera, decimos que alguien es bueno o malo, en función de nuestro sistema de creencias que marca los límites de uno u otro valor.

Todos estos elementos en el acto de conocer generan la producción de abstracciones que son el pasaporte a la estructuración de hipótesis, que como esquemas conceptuales, una vez elaborados, acentúan la realización de nuevas abstracciones que confirmarán y desconfirmarán, adaptándose a nuestro esquema conceptual previo, y llevan a desenvolver, en el ámbito de lo pragmático, secuencias de interacción a partir de las puntuaciones que delimitan su estructura.

La recursividad vuelve a hacer su aparición: estamos observando lo que nosotros mismos construimos y construimos lo que estamos observando. De allí que cuando nos proponemos conocer nuestro conocer, cuando nos preguntamos acerca de nuestra epistemología, se arroja como resultado nuestro modelo de conocimiento que a la vez es el mismo que nos permite conocer nuestro conocer.

Si conocemos el mundo desde una epistemología circular, es la misma circularidad la que nos permite conocer que conocemos desde la circularidad.

DISTINCIONES Y CATEGORIZACIONES: CONSTRUYENDO REALIDADES DIAGNÓSTICAS

El espectro de distinciones que puede realizar un ser humano puede ser infinito. Un ejemplo representativo en al ámbito de la salud mental son las floridas nosologías psiquiátricas que, en los distintos períodos de la historia de los avances científicos en psiquiatría, se han publicado. En ellas se encuentra, de acuerdo a la época, la evidencia de la investidura sociocultural con que se establecieron los distingos y en la medida en que se avanza nos encontramos con distinciones, distinciones de distinciones, distinciones de distinciones de distinciones, etc. Estas diferenciaciones permiten elaborar clasificaciones, agruparlas en categorías conceptuales, sistemas operativos, estrategias, etc.

En la Antigua Grecia, se clasificaron y distinguieron con artilugios descriptivos tanto la depresión y la melancolía, como la manía, encontrando su origen en lo somático. Se localizaron las causas en los humores del cuerpo, la bilis negra, cte.,

y se desarrollaron formas terapéuticas que constituyeron el trampolín del pensamiento médico tradicional organicista.

Estos conocimientos se destruyeron cuando la hegemonía del poder eclesiástico se constituye en el epicentro de las áreas económicas, culturales, políticas y sociales, observando y también clasificando desde una óptica mística lo que a posteriori la medicina diagnosticó como histerias o psicosis.

Los monjes Spraenger y Kraemer crean el tratado que se consideró el bastión de la inquisición: La tesis del Malleus.

La Iglesia, a través de la Inquisición, categorizó como herejes, brujas o magos, a los que no se sometían a los dogmas y a los perturbados, que siglos más tarde, la psiquiatría llamó enfermos mentales. Fue una época de violencia, en la que los tratamientos, por así llamarlos, se remitían a las más increíbles torturas, desde la reclusión en sótanos y brutales exorcismos, hasta la quema pública.

Este período se caracterizó por las profecías autocumplidoras y dobles vínculos, que entrampaban en callejones sin salida a los rotulados, en donde cualquier reacción era la oportunidad para corroborar la alianza con el mal.

Dicha construcción de realidad, confirmaba denodadamente que el desquiciado era portador del demonio: sus ataques, expresiones, gritos y agresiones eran la verdadera expresión de la revelación demoníaca; su pasividad y sumisión eran consideradas las artimañas del diablo, tratando de engañar a los expertos.

Todo llevaba a comprobar el imaginario inicial.

Estos tiempos duran lo que se extiende el medioevo, hasta que el poder eclesiástico paulatinamente decae y el pensamiento de los griegos recupera su lugar en la figura del médico, apropiándose del estudio de los fenómenos mentales, creándose así, la especialidad de psiquiatría.

Pero, mientras que el clínico se recluye en ostentosas bibliotecas, investigando, los enfermos mentales se asilan en sótanos en las más deplorables condiciones de vida.

Así surge el diagnóstico psiquiátrico. Brillantes y floridas son las descripciones semiológicas, que se construyen por medio de grandes clasificaciones y donde la psiquiatría alemana adquiere su punto cumbre a través de la figura de Kraepelin.

Pero la diversa gama de tratamientos todavía no encuentra la manera de resolver el problema de las enfermedades mentales: los grilletes, anillas, sótanos, duchas de temperatura cambiante, baños de inmersión y asfixia, la famosa silla de Darwin,

el único resultado que obtienen es un paciente marginado en celdas con pajas excretadas, en la más completa reclusión.

A posteriori, la invención de los psicofármacos dio una respuesta parcial a la sintomatología, mientras que los estudios psicoanalíticos buscaron en los traumas infantiles, la etiología del síntoma principal de las diferentes patologías.

Cabría reflexionar acerca de cada una de estas etapas, para poder comprender cómo construye el mundo el observador partícipe de los diversos contextos. Parece claro que la epistemología del percibiente se ve impregnada por la vertiente sociopolítica, económica y cultural dominante, en el período que le toca vivir; a partir de ahí se construye una realidad que tiende a confirmarse en el ámbito de la pragmática, puesto que desde allí se trazan distinciones, se describe, categoriza, analiza y confeccionan los métodos de tratamiento terapéutico.

Desde una visión ecosistémica, como ya mencionamos, la casualidad no existe -cada hecho está ligado en una cadena causal contribuyente a un equilibrio ecológico- y es factible entonces encontrar un porqué circular al auge de ciertas patologías. No es casualidad, por ejemplo, que la represión social de la mujer, principalmente en la esfera sexual, haya tenido su contrapartida en la histeria. Como tampoco es casual que el ritmo maníaco con que se vive en la sociedad actual traiga como emergente la depresión, o los ataques de pánico y fobias, como un intento de freno frente a dicho ritmo, o que las tentativas de sobrevivir en este mundo produzcan cantidad de manejos psicopáticos en las relaciones.

Es posible que esto nos acerque más a una visión social y ecosistémica del panorama de los trastornos mentales.

La historia muestra las posturas más disímiles, desde la psiquiátrica organicista más ortodoxa, cuyo objetivo en si mismo es diagnosticar de acuerdo con los parámetros científicos vigentes, para aplicar la medicación que corresponde, hasta las posiciones contraculturales más acérrimas de los 60, como la Antipsiquiatría, que postulan extremadamente que la enfermedad mental no existe.

Sin situarnos en ninguna de estas posiciones, en términos de epistemología, el acto perceptivo conlleva el trazado de distinciones, y descripciones que las acentúan, evidenciando la comparación; el diagnóstico psiquiátrico o psicológico, por lo tanto, es la orden explícita de demarcación de dicha distinción, que se establece con la finalidad de categorizar síntomas y signos que, aunados, conforman un cuadro nosológico determinado.

Podría pensarse que de un acto descriptivo puede surgir la distinción, un observador recorre la situación y en el acto de describirla, distingue, pero, sin

embargo, el proceso es inverso: un observador primero distingue y luego describe. De acuerdo a nuestra epistemología, trazamos distinciones en la acción de percibir el mundo, las descripciones son en tanto y en cuanto se distinga previamente, produciendo la acentuación de las distinciones establecidas. Se podrán distinguir en una familia un padre, una madre y dos hijos; las descripciones de cada uno de ellos (sus características, sus modalidades, sus adjetivaciones) confirmarán aún más estos distingos, y llevarán a desarrollar, de acuerdo al modelo teórico, las puntuaciones e hipótesis acerca del cuadro.

Los procesos de distinción y descripción, en el plano terapéutico, son en una gran relatividad, ¿cuáles son los datos de la realidad que son captados por el terapeuta para efectuar un diagnóstico? estas captación dependerá, en forma arbitraria, de las clasificaciones y teorizaciones preestablecidas, que llevarán a construir las hipótesis que calzarán con el hecho observable.

Esta acomodación entonces dependerá, recursivamente, de la distinción que trace el observador impregnado por el saber científico (o sea, sus hipótesis preestructuradas) por lo tanto, el hecho se acomoda a la descripción que marca la teoría y a su vez, es la teoría la que da estructura al hecho.

Desde esta perspectiva el diagnostico psiquiátrico o psicológico es la explicitación del trazado de distinciones, es el libreto que indica pautas de demarcación de diferencias y cuáles son los recortes que deben realizarse en la observación del hecho para luego categorizar. Pero es esta misma categorización la que pauta una observación. Con la cual retornamos al punto de inicio.

El profesional posee un marco de referencia teórico, un modelo de conocer que impregna su observación en el seno terapéutico. Por así decirlo, el lado de esta epistemología explicita que deviene del modelo teórico se encuentra su epistemología natural y espontánea construida a lo largo de su experienciar (es más, desde ésta se elige el modelo teórico)

Desde este doble modelo trazar las distinciones que lo llevan a poner énfasis en ciertas partes de hecho observable, con lo cual en esta dinámica puntúa lo que su epistemología le permite ver. De esta manera se construye el hecho observable, se lo describe, se categoriza y se labra una hipótesis del qué, para qué y por qué sucede, avalada por el sostén de su teoría. Volvemos así, en forma recursiva, al comienzo del proceso, de lo que se infiere que uno ve lo que construye y construye lo que ve.

Pero este es un proceso peligroso, porque dichas categorías son, por ejemplo, las clasificaciones de diagnóstico que describen signos y síntomas que se aúnan en un rótulo psicopatológico. Es importante remarcar cómo este saber que moldea el conocer no es implícito, sino que constituye la explicitación de cómo debe construirse, el distinguir y el describir al objeto de estudio y de ahí etiquetar de acuerdo con los parámetros de dicha explicitación.

A través de los cuadros diagnósticos, se trata de ajustar con la teoría, en la mayor medida de lo posible, las características de personalidad de un sujeto, tratándolas de hacer coincidir con el esquema conceptual que describe a la patología. La lupa con que se observan estos rasgos del paciente supone una visión psicopatológica que involucra al ojo del profesional técnico, que confirma y reafirma en la pragmática el subjetivismo de su afirmación diagnóstica, a pesar de que se erige en nombre de la objetividad.

Una clasificación psiquiátrica crea una realidad propia y es determinante de sus propios efectos. David Rosenhan (1977) señala que cuando se ha clasificado a un paciente como esquizofrénico, la expectativa es que siga siendo esquizofrénico. Después de que ha transcurrido un cierto período sin que haya efectuado ningún hecho esperable de acuerdo a su patología, se cree que está en remisión y se efectúa el alta: «Pero la clasificación lo persigue más allá de los muros de la clínica y con la expectativa tácita de que volverá a comportarse como esquizofrénico».

De la misma forma, puede crearse una patología partiendo del rótulo diagnóstico. O sea, si se trata a alguien como si fuese un esquizofrénico, se interaccionará creando respuestas en la persona que confirmen nuestras hipótesis a priori; por lo tanto, cualquier acto, por normal que pudiese ser (aunque es dificultoso que se pueda tener una conducta normal cuando una de las partes interacciona como si uno fuese loco), será interpretado bajo la lente patológica.

Con lo cual, la evaluación diagnóstica, certificada por los técnicos en salud mental, tiene un radio de influencia sobre el paciente y el círculo afectivo más cercano, como vecinos, amigos, parientes,

etc., invadiendo y generando en el grupo y en él mismo, un tránsito que marca el destino y la confirmación del diagnóstico, constituyendo una profecía que se autocumple, para de esta manera, adaptarse a esta construcción de una realidad interpersonal.

Estas rotulaciones, que confeccionan realidades absolutas, no se reducen al ámbito profesional en que se desarrollan, sino que en muchas ocasiones alcanzan una repercusión social: la población utiliza

confusamente ciertos términos que llevan a incrementar la sintomatología que se padece. Es el caso de la depresión.

Son numerosas las oportunidades en que se pone la etiqueta de deprimido, a partir de sensaciones como tristeza, abulia o angustia. La distinción de estas emociones se categoriza como depresión y se inserta en

el lenguaje no como esto v triste o esto v angustiado, sino como estoy deprimido, con toda la connotación caótica que posee este concepto. Pero esta patología, además de los rasgos mencionados, posee otros signos que la conforman, como apatía, abulia, desgano, inapetencia sexual, estrechez del futuro, de los proyectos, de las relaciones sociales, inafectividad, etc., hasta llegar a elementos melancólicos y con tentativas de suicidio, o sea: ¿dónde está la depresión en estos pacientes, si tan sólo aparece un síntoma de los tantos que componen esta categoría? Este es uno de los errores que no solamente involucran a la gente en general, sino a los mismos profesionales.

La confusión entre clase y miembro de la misma parece ser la explicación más clara de acuerdo con la diferencia de niveles lógicos. La categoría -el rótulo diagnóstico- compete a un nivel lógico superior

que los signos y síntomas que lo componen. La equivocación radica en fusionar clase y miembro colocándolo en un mismo nivel, homologando un signo con su categoría, sin tener en cuenta el resto. De aquí se desprenden lujosas descripciones dormitivas que explican el síntoma por su categoría, como si conocer el diagnóstico determinase una evolución en el proceso de curación.

La expresión «estoy deprimido» no sólo compete a la persona, sino al círculo afectivo cercano que reproduce el mismo término, «mi madre está depresiva... o mi esposo sufre de depresión», reforzando así la atribución de sentido y construyendo una realidad coherente con lo atribuido.

En principio, estos marcos semánticos revisten de una significación deplorable al síntoma de la angustia, pero rápidamente se pasa al plano de la pragmática, en donde se desenvuelven interacciones que confirmarán el rótulo colocado. Trátese a una persona triste como deprimida y se construirá la depresión. Este círculo se reconfrmará con las soluciones intentadas fallidas que incrementarán la sintomatología; esta retroalimentación negativa lleva a que inmediatamente se construya el resto de los síntomas que completan el cuadro.

El problema se acrecienta cuando el profesional distingue y categoriza de la misma manera y no sólo construye el problema, sino que pasa a formar parte de los fallidos intentos por solucionarlo.

Por ende, el rótulo diagnóstico es limitativo en la relación, pero este efecto no solamente se remite a la esfera terapéutica, sino también al cartel que el medio social cuelga a uno de sus integrantes. El grupo coloca la etiqueta a uno de sus miembros, ya sea por la estereotipación de alguna conducta o características de personalidad, etc., y el destinatario deberá asumir la función asignada en contrapartida de la demanda. Si éste se toma cierta licencia temporal el entorno se encargará de recordarle el rol asignado y que debe volver a él (además él se encargará de cumplirlo, no permitiendo que los demás varíen la óptica acerca de él).

Por otra parte, es este rótulo el que impide el reconocimiento y conexión con otras partes del sujeto, reduciendo la relación tan sólo a un aspecto; por ejemplo, el que es visto como divertido y bromista en un grupo, está obligado a desarrollar dicha función y no se le permitirá, por así decirlo, que deje de animar las reuniones, es más, un sesgo de tristeza podría ser visto como una gran depresión, a partir de la comparación (y la distinción concomitante) con el humor exaltado que siempre se le atribuye. Esta posición otorga ciertos beneficios, como un lugar de poder, liderazgo, goce narcisista, etc., beneficios que sostienen, aunque sea parcialmente, la función asignada por el grupo.

De este acople complementario -sostenedores (el grupo) y sostenedor (la persona)-, surge la estereotipación de una función, que adquiere rigidez en el sistema, y allí está la trampa: cualquier corrimiento de la función delimitada genera rechazo en el círculo social, o por lo menos no encontrando las respuestas esperadas.

El síndrome de la mujer ambulancia o del bombero voluntario son las características de los grandes ayudadores, que se rodean de un grupo de dependientes, carentes de afecto, necesitados de protección, etc. Esta unidireccionalidad de la ayuda provoca que cualquier movimiento que implique un paso al costado de la función amenace la homeóstasis del sistema, y el medio reclame, por artimañas explícitas (en el mejor de los casos) o implícitas (como artimañas culpógenas, extorsiones, reclamos, etc.), el retorno al rol designado.

No obstante, este corrimiento a veces se acompaña de incoherencias entre lo que se propone y lo que se hace, o sea, si la propuesta es salir de dicha función, ésta debe ser coherente con las acciones. La resistencia que ejerce el sistema a romper esta articulación es poderosa: no es solamente el grupo el que se resiste a abandonar el encasillamiento, sino que es la misma persona la que sigue

perpetuando su mecanismo de acciones, impidiendo el cambio de la dinámica y resistiendo la salida de la trampa que implica el rótulo.

En el plano de la actitud del terapeuta con respecto al diagnóstico, el artículo Acerca de estar sano en un medio enfermo, de David Rosenhan (1977), es un ejemplo claro sobre cómo el diagnóstico impregna la lente del profesional, llevándolo a observar y patologizar el objeto de estudio, destacando que la imagen de las condiciones de vida de un paciente es conformada de acuerdo con el diagnóstico, cuando en realidad el diagnóstico debe ser construido a partir de las características de la vida del sujeto.

En su investigación, realiza una experiencia con 8 pseudopacientes que fueron internados (12 internaciones) en distintas clínicas de Estados Unidos. La mención de escuchar voces fue el único síntoma que se inventó en los datos de la historia de cada uno y sirvió de entrada en la institución.

El grupo de pseudopacientes se caracterizó por la diversidad de ocupaciones de cada uno de los integrantes. Estaba compuesto por una ama de casa, un pediatra, un psiquiatra, tres psicólogos, un estudiante de psicología y un pintor; tres de ellos eran mujeres y los otros cinco hombres. Todos usaron pseudónimos, y aquellos que trabajaban en salud mental, falsearon su profesión, sin alterar en absoluto la historia de sus vidas, consiguiendo ser admitidos por medios subrepticios en doce clínicas diferentes.

El trabajo describe los diagnósticos respectivos y detalla las distintas experiencias de los pseudopacientes en las instituciones psiquiátricas.

Es interesante cómo describe el autor las diversas actitudes con las cuales se encontraron las distintas personas durante la internación: fue notable el convencimiento de los profesionales acerca del diagnóstico de estos pacientes, como se muestra en algunas entrevistas, en donde los informes señalaban actitudes que pueden ser consideradas como normales en el ciclo vital, y que bajo la lupa del diagnosticado, fueron tildadas como patológicas.

Paradójicamente, los que dudaron de que estas personas estuviesen realmente enfermas fueron los mismos pacientes internados, que frente a las notas que transcribían los pseudopacientes del relato de la experiencia, explicitaban su duda, «tú no eres paciente..., debes de ser periodista...».

A pesar de la evidencia de la salud mental de cada uno de los integrantes, ninguno fue descubierto, y las internaciones duraron entre 7 y 52 días con un promedio de 19 días, tiempo suficiente para realizar una correcta evaluación, de lo que se deduce que estos pacientes no fueron observados con especial atención.

El resultado de la experiencia arrojó que 11 de las 12 admisiones respondieron a un diagnóstico de esquizofrenia en remisión salvo uno cuyo diagnóstico fue de esquizofrenia (la calificación de en remisión responde a una formalidad en función del alta); el restante, con síntomas idénticos, fue tildado con un diagnóstico de psicosis maniacodepresiva.

En el ejemplo siguiente, podemos apreciar cómo los elementos preconceptuales diagnósticos impregnan la interpretación de los datos obtenidos en una entrevista:

«Durante su infancia tuvo una relación cercana con su madre, mientras que sus relaciones con el padre eran bastante distantes. Durante su juventud y en años posteriores, su padre se convirtió en amigo entrañable, y la relación con su madre, en cambio, se enfrió. Su relación actual con su esposa era, en general, cercana y cálida. Salvo excepcionales discusiones, los roces eran mínimos. Los niños eran castigados esporádicamente» (Rosenhan, 1977).

Este relato bien puede ser una historia común, que no posee indicios psicopatológicos; no obstante, los datos obtenidos a partir del mismo refirieron a una acomodación en función del diagnóstico y a

un contexto de patología mental. Lo que se transcribe a continuación procede del resumen de la descripción del caso mencionado, que fue redactada después de dar de alta al paciente:

«Este paciente de 39 años (... ) tiene antecedentes amplios de una fuerte ambivalencia en sus relaciones cercanas, desde su niñez. La cálida relación con su madre se enfrió luego, durante su juventud.

Una relación más bien distante con su padre se describe como crecientemente intensa. Falta estabilidad afectiva. Sus intentos por dominar su irritabilidad frente a la esposa y los hijos se ven interrumpidos por arrebatos de ira, y en el caso de los niños, por castigos. Si bien manifiesta tener varios buenos amigos, se siente que también en este sentido subyacen considerables ambivalencias (...)» (Rosenhan, 1977).

Todas estas características fueron articuladas con la finalidad de llegar al diagnóstico de una reacción esquizofrénica.

Seguramente, las ambivalencias descritas no distan de las ambivalencias que posee todo ser humano; cobran significación en tanto y en cuanto son inducidas a entrar en la constelación de la patología. Y si bien es cierto que la relación del pseudopaciente con sus padres fue cambiando con el tiempo, todo vínculo sufre modificaciones, hasta por el mismo ciclo evolutivo. La calificación de ambivalencia

e inestabilidad afectiva -atribuciones del observador- confirmaron el supuesto del diagnóstico.

La construcción tendenciosa a partir de parámetros de visión psicopatológica obstaculiza la posibilidad de realizar una correcta evaluación e interpretación de los rasgos de carácter del paciente.

La utilización incorrecta del diagnóstico implica perder de vista la característica humana del paciente, para entrar en un planteamiento cosificador en donde la identidad del sujeto pasa a ser permutada por el rótulo psicopatológico.

Esta experiencia nos demuestra cómo pueden ser interpretadas bajo la lente psicopatológica, conductas que bajo otro contexto son evaluadas como normales, pero el libreto del diagnóstico obliga al trazado de distinciones que llegan a construir realidades que confirman, así, esas hipótesis a priori.

Tal vez, el problema radique en crear la necesidad de un diagnóstico, y creer que sin él no es posible trabajar terapéuticamente, como si las hipótesis que puedan construirse en el análisis de un caso obligatoriamente deben arrojar como resultado el rótulo. Esto coloca sobre el tapete cuestiones diagnósticas en el ámbito sistémico que de por sí son mucho más complejas de las que se pueden construir en los tratamientos tradicionales, puesto que éstos dirigen su mirada al sujeto individual, mientras que desde la óptica sistémica se observa la dinámica de las interacciones, haciendo más dificil -dada la complejidad de la comunicación- clasificar una tipología.

Así lo señala G. Bateson en su cuadro del análisis epistemológico: en la medida que se asciende en grados de complejidad comunicacional resulta más difícil categorizar. Para una acción .simple, deviene con sencillez el rótulo, pero todavía en términos de interacción, la clasificación de simetría y complementariedad parece satisfacer las definiciones de un diagnóstico interaccionel. La cosa adquiere un tenor de dificultad cuando entramos en la coreografía, en donde son escasas las posibilidades de tipologizar, dada la complejidad e infinitud de signos que provee la comunicación.

También cabría preguntarse ¿para qué?, ¿cuál sería el objetivo de diagnosticar desde esta perspectiva? ¿El rótulo sistémico ayudaría a mejorar los tratamientos? ¿Podría consistir en una guía que orientase al profesional en el diseño de una estrategia?

Algunos autores, como Juan Linares en su libro Identidad y narrativa (1996), han creado un diagnóstico sistémico, investigando a través de las combinaciones de

los grados de parentalidad armoniosa y disarmónica, y los niveles de conyugalidad funcional o disfuncional. Si bien principalmente centra sus estudios en las diferencias de los pacientes depresivos y los distímicos, y los juegos interaccionales en el ámbito de la pareja y la familia, utiliza los haremos de conyugalidad y parentalidad, combinando ambos desarrollos, extendiéndolo a otras patologías, como la psicosis, neurosis o psicopatías.

Por otra parte, Giorgio Nardone, en Paura, Panico, Fobie (Miedo, pánico, fobias, Herder 1997, en esta misma selección), toma la base del DSM 111, describiendo, desde los ataques de pánico, hasta los síndromes obsesivos y fóbicos, pero capitalizando dichas distinciones para estructurar un modelo de trabajo terapéutico específico, bajo el soporte de la línea de Terapia breve del MRI de Palo Alto. O sea, que el cuadro nosológico le proporciona las herramientas para construir un tratamiento paso por paso, con estrategias y técnicas prefijadas.

Como contrapartida, podría señalarse que la explicitación del trazado de una distinción por medio de una nografia pauta la mirada del observador, restringiéndolo a un estrecho mapa, y cercenando la posibilidad de un margen más amplio de perspectiva.

Pero más allá de este punto de vista, posiblemente el problema no se centre en el diagnóstico propiamente dicho, sino en su implementación:

Si el diagnóstico sirve para etiquetar a un paciente y encerrarlo en un manicomio, o señalarlo como el loco de la familia, resulta ser una aplicación dormitiva y estigmatizante.

Si sirve para bajar las ansiedades del profesional, creyendo que conocer el rótulo ya le otorga la solución a la problemática del paciente, también resulta un efecto dormitivo.

Un uso equivocado del diagnóstico consistiría en explicitarle el rótulo al paciente (aunque podría utilizarse como parte de una estrategia), logrando enquistar aún más la sintomatología, y más cuando los pacientes traen su propio rótulo, colgado por otros profesionales, amigos, parientes, etc., llevando como resultado sendas profecías autocumplidoras, construyendo y confirmando el título atribuido, como un paciente obediente.

Posiblemente, la correcta utilización del diagnóstico clínico responde a la condición de:

Orientador para el profesional, en miras al diseño de la estrategia de tratamiento adecuada, para arribar a una rápida y efectiva solución.

El diagnóstico como guía de un proceso y no como encasillamiento, ya que en este sentido, abre caminos y no se encierra en sí mismo.

A la vez, sirve en función de la interconsulta para abreviar las descripciones de una derivación, siempre y cuando el profesional al cual se deriva no se sobreinvolucre en la mirada del derivador y limite su propia construcción en la interacción con el futuro paciente.

Por lo tanto, la finalidad del diagnóstico no debe quedar en la acción de diagnosticar en sí misma, desde este aspecto es limitante y coartador del trazado de distinciones alternativas, convocando a en trampar al profesional y al paciente en un círculo cerrado, del cual resulta difícil escapar.

El diagnóstico como apertura es la vía de entrada para la planificación de un tratamiento terapéutico eficaz, que lleve a destruir el estigma y no a construir una realidad que lo confirme.

LAS DOS REALIDADES (P.W. y M.R.C.)

Inevitablemente la acción de trazar distinciones y las descripciones consecuentes constituirá una secuencia de hechos, cuyas posibilidades de puntuación son infinitas, creando a su vez diferentes realidades.

La circularidad autorreferencial de los juicios que aseveran verdades se pone en juego tanto en la vida cotidiana como en la investigación científica, haciendo necesario el conocimiento de la epistemología del observador:

«...una descripción (del universo) implica a quien lo describe (observador). Aquello que nos sirve ahora es la descripción del descriptor, en otras palabras, tenemos la necesidad de una teoría del observador. Desde el momento que sólo los organismos vivientes pueden calificarse como observadores, parece evidente que esta tarea involucra al biólogo. Pero él mismo es un ser viviente, lo que significa que su teoría, no sólo debe dar cuenta de sí mismo sino describir dicha teoría. Esta es una situación nueva en el discurso científico, porque, de acuerdo con el punto de vista tradicional que separa al observador de la observación, deberá ser evitada cada referencia a este argumento. Esta separación no fue efectuada por excentricidad o locura, sino porque en ciertas circunstancias la inclusión del observador en sus descripciones puede conducir a paradojas, como en la frase "yo soy un mentiroso"» (Heinz Von Foerster, 1974).

Paul Watzlawick (1988), en función de este planteamiento, señala que nuestros órganos de los sentidos nos proporcionan una imagen de la realidad que es

factible comparar con aquella percibida por otras personas, para descubrir sorpresivamente que son idénticas; esta realidad es la que llamamos realidad de primer orden, que bajo la aparente simplicidad de concordancia de perspectivas, la posibilidad de percibirla es producto de procesos neurofisiológicos muy complejos.

Es esta realidad la que nos indica que el cielo es azul, que generalmente la copa de los árboles es verde, que es de noche o es de día, que una silla sirve para sentarse, o un cuchillo para cortar (aunque frente a la falta de herramientas se utilice como destornillador); en principio, todos compartimos estas percepciones, pero frecuentemente no nos detenemos en el interior del dominio de esta realidad, casi inevitablemente le asignamos un determinado valor, le atribuimos un significado.

Por lo tanto, ¿quién será capaz de tener una epistemología tan aséptica que no involucre marcos semánticos?; pero más allá de esta utopía, ¿quién podrá afirmar que lo que ve es absolutamente lo que es?, ¿cómo?, si somos portadores de una historia experiencial que nos lleva a construir significados acerca de las cosas.

Del producto de esta atribución de sentido surge lo que se da en llamar realidad de segundo orden, realidad que siempre es el resultado de un acto constructivo, de la ecforiación del valor de nuestro sistema de creencias. Es la que nos impide, por así decirlo, captar en forma pura sin hacer inferencias de categorizaciones, la que transforma al acto de conocimiento en subjetivo, la que al ser autorreferencial, relativiza y particulariza nuestro producto de la observación.

De esta manera, se provocan los problemas humanos: las atribuciones de significado que le otorgamos a ciertos acontecimientos generan dos niveles de complicación: la dificultad y el problema. El problema podría ser definido como una atribución de significado a una dificultad (que a su vez podría ser una atribución semántica a una situación determinada), que llevaría a bloquear el crecimiento de una persona.

En la vida en general aparecen situaciones que, como realidad de primer orden, pueden producir alteraciones en el libre curso de nuestra evolución. Son estos acontecimientos los que pueden presentarse como dificultades a resolver: por ejemplo, un huracán en Miami es un suceso que se transformará en problema, dificultad o algo sin relevancia, como mera noticia, de acuerdo al punto del planeta donde se resida. Una dificultad es factible de superar, la constitución de la dificultad en problema, con sus consecuentes intentos de solución fallidos, obstaculiza la posibilidad de avance.

Un pequeño experimento revela en forma simple la diferenciación de las dos realidades.

1. Tómese 5 segundos y trate de dibujar una mesa.

2. Ahora imagine cómo es esa mesa y pregúntese para qué sirve. Bien, seguramente el dibujo que realizó responde al tradicional diseño del cuadrado con cuatro patas. Como realidad de primer orden, corresponde al diseño convencional que todos compartimos.

Supongamos que la respuesta a la segunda propuesta fue que «era de cristal, base de hierro y de forma redonda, sirve para estudiar y comer»; esta atribución de significado es lo que llamamos realidad de segundo orden.

Esta formulación de segundo orden está conformada por una serie de significados que corresponden a normas, pautas, escala de valores, creencias internalizadas, etc., que constituyen nuestro mapa, en las sucesivas percepciones del mundo. Por lo tanto, por cada nueva estimulación, a través de referentes externos, la abstracción reflexiva conformará, desconfirmará, o adecuará, determinados clichés, resultantes del acto experiencial, que llevarán a ampliar o conservar el perímetro de nuestra estructura conceptual.

En la conceptualización más extrema, el Constructivismo radical señala que es factible conocer la verdadera realidad, solamente allí, en el momento cuando experienciamos que algo no es como lo suponíamos.

«E1 saber es construido por el organismo viviente para ordenar en la medida de lo posible el flujo de la experiencia, que es de por sí amorfo en experiencias repetibles y en relaciones relativamente organizadas entre sí. La posibilidad de construir tal orden siempre será determinada por los pasos precedentes en la construcción. Esto significa que el mundo real se manifiesta exclusivamente en donde nuestras construcciones fallan. Si todavía podemos cada vez explicar o describir la falla solamente con aquellos conceptos que hemos utilizado para la construcción de la estructura fallida, este proceso no podrá nunca formar una imagen del mundo que podremos hacer responsable de la falla. Una vez que se ha comprendido esto resultará obvio que el Constructivismo radical no puede ser interpretado como reproducción o descripción de una realidad absoluta, pero sí como un modelo de conocimiento posible en seres cognitivos que están en grado de construir, sobre la base de la propia experiencia, un mundo más o menos ordenado» (Glasersfeld, 1988).

Watzlawick (1988), en la introducción a la Realidad inventada, expresa el citado pensamiento a través del siguiente relato: un capitán en una noche oscura y tormentosa debía navegar por un canal que no estaba señalado en su hoja de ruta, sin la ayuda de un faro o de otros soportes de navegación como por ejemplo

una brújula. Las opciones que se presentan son dos: o terminará estrellándose sobre los acantilados o podrá arribar sano y salvo al mar abierto, que se en

cuentra del otro lado del estrecho. Si pierde la nave y la vida, su falla es la comprobación de que la ruta que eligió era la equivocada, o sea podríamos decir que ha descubierto que ese pasaje no era (aunque no tuvo la posibilidad de enterarse).

La otra posibilidad es que supere el estrecho, lo que prueba, simplemente, que ningún punto de su embarcación ha entrado en colisión con alguna parte del estrecho. Esto no nos dice nada acerca de la seguridad de las aguas en que navegaba o cuán cercano estuvo del desastre; él lo atravesó como un ciego. La ruta elegida previamente se adaptó a una topografía desconocida, calzó, pero esto no significa que corresponde, si tomarnos el término corresponder en el sentido que le da von Glasersfeld, o sea que la ruta corresponde a la configuración real del canal. No debería ser difícil imaginar que la forma real del estrecho podría ofrecer una cantidad de pasajes más breves y seguros.

En síntesis, como afirma von Glasersfeld, el error o la equivocación es lo que nos permite conocer la realidad: «donde no es, es».

La idea que remarca el líder del Constructivismo radical es la de encaje o calce (flt) más que de correspondencia (match). Partiendo de la teoría de Darwin, el organismo tiene un comportamiento y una forma física que encaja con el medio que le toca vivir, por lo tanto quien calza con el medio puede sobrevivir al mismo; esta relación de calce con el ambiente, von Glasersfeld la llama viabilidad. En la esfera de la antropología y la biología quedó demostrado que tanto la bipedestación del humano, como el nacimiento del lenguaje, entre otros, fue producto del calce y la posterior adaptación a las imposiciones del medio que se plantearon en los distintos períodos de la historia del mundo.

Trasladado al campo del conocimiento, todo nuevo pensamiento, para ser viable, deberá adaptarse al esquema previo de estructuras conceptuales (como señalamos anteriormente) de tal manera que no provoque contradicciones. La tradicional metáfora que lo ejemplifica es la de la cerradura: sabemos que una llave es la que corresponde a la misma, pero muchos expertos ladrones tienen ganzúas que calzan para poder abrirla.

De esta manera, creemos haber descubierto una realidad real (en términos de objetividad), ya que descubrir implica suponer que existe una realidad última, hasta que eventos externos superan nuestro control, contradicen nuestros parámetros que no son acordes a nuestra visión del mundo y:

«...cuando esto sucede, nuestra construcción de la realidad cae á pedazos y entonces es posible que tengamos que afrontar lo que los psiquiatras llamarían enfermedad mental o emocional, como depresión, ansia, alucinaciones, ideas suicidas, etc.» (Watzlawick, 1989).

Algunas anécdotas pueden ser ejemplos de resultados caóticos que arrojan las construcciones de realidades del observador, que, de acuerdo a su sistema de creencias, se contraponen con la construcción de su interlocutor.

Una psicóloga argentina fue a radicarse al Perú. A las pocas semanas, por medio de las derivaciones de algunos profesionales que conocía con antelación a su viaje, comenzó a recibir algunas consultas. Uno de sus primeros pacientes era una mujer que después de comentar una serie de problemas, hizo alusión a personajes que estaban en su casa. Estos personajes eran gnomos, algunos categorizados como buenos, a los cuales, a veces, les dejaba un trozo de chocolate, y algunos como gnomos malos, que la perturbaban.

De acuerdo a su formación, esta psicóloga comenzó a pensar que estos comentarios eran fabulaciones delirantes que respondían a la esfera de una personalidad psicótica, y se dijo: «¡Justo en mi debut en Lima, empiezo con un caso tan difícil...!».

Después de unas cuantas sesiones en donde se reiteraban en el discurso de la mujer estas figuras, recurrió, con la finalidad de supervisar su caso, a un psiquiatra del lugar que gozaba de gran prestigio y experiencia. A esta altura, estaba segura de su diagnóstico, confiando en su certeza. Deseaba, además, que este profesional medicara al paciente, puesto que era necesario, conjuntamente con el tratamiento psicoterapéutico, adjuntar la medicación, con el objetivo de disminuir los síntomas de la psicosis.

Quedó realmente perpleja cuando su supervisor peruano esbozó una sonrisa acerca de su preocupación, comentándole que los gnomos eran una creencia popular que la mayoría de la población sostenía.

Ella, como portavoz de una cultura en donde no se involucran este tipo de mitos, rotulaba como patológica (categorizaba, o sea, una atribución de segundo orden) una conducta que para dicho medio era absolutamente normal. Evidentemente, de no haber sido responsable en su trabajo, no recurriendo al apoyo de una supervisión, la psicoterapia podría haber tomado una dirección catastrófica, donde cada palabra de la paciente hubiese resultado un indicio que confirmara su construcción diagnóstica.

Cuentan viejos enfermeros del norte de Italia que en una ocasión llegó a su centro de salud mental un paciente que no tenía antecedentes en el mundo de la psiquiatría. Estaba muy ansioso y alterado, diciendo que hacía varios días que no podía dormir. Frente a la pregunta del equipo médico acerca de qué era lo que le provocaba semejante insomnio, él respondió, «el elefante no me deja dormir, urla toda la noche..., lo veo desde mi ventana, la cierro a pesar del calor, pero el sonido es muy fuerte...».

Esta descripción, conjuntamente con su aspecto desesperado y tenso, fueron la prueba irrebatible de los síntomas de delirio psicótico. Después de una larga charla, se le aplicó una inyección con un antipsicótico y se le recetó una medicación del mismo género por vía oral. No fue considerado de tal gravedad como para dejarlo temporalmente internado, así que regresó a su casa.

A los tres días volvió más perturbado aún, se mostraba hiperansioso y torpe, su discurso presentaba signos de gran aceleración y reiteraba que ya no podía tolerar más al elefante, que el rumor que emitía se le había convertido en una obsesión y que lo seguía a todas partes de la casa. Nuevamente el grupo ratificó su diagnóstico, le aplicó una inyección más potente que la anterior, y lo dejó internado durante un par de días, en los que el paciente reposó tranquilo, durmiendo toda la noche, sin mostrar signos de ofuscación.

Regresó a su casa con una evidente mejoría, descansado, relajado y en actitud muy agradecida. En días posteriores fue visitado por un enfermero y un médico del equipo. En este primer encuentro, los profesionales lo encontraron nuevamente con su sintomatología fumando desaforadamente, realizando movimientos bruscos y rápidos, y soltando palabrotas hacia el elefante, por lo que comentaron: «Sus rasgos psicóticos se están cronificando, se deberá cambiar la medicación».

Uno de ellos decidió tomar la estrategia inversa a la que el equipo había utilizado, y en lugar de contrariarle señalando que ésa no era la realidad y que era todo producto de su imaginación, le preguntó muy interesado dónde estaba el elefante que lo fastidiaba tanto. El paciente lo tomó de la mano y lo llevó aceleradamente hacia el otro extremo de la casa, donde se encontraba su dormitorio, se acercó a la ventana, la abrió y el médico observó un gran parque que era el fondo de la casa vecina, para ver que además de variadas especies vegetales, pájaros exóticos y otros animales, había un elefante pequeño que paseaba orondo de extremo a extremo del terreno, y urlaba por cierto.

El vecino era un excéntrico apasionado por la fauna y la flora, y coleccionaba raras especies de ambas. El elefante lo había adquirido poco tiempo atrás y se encontraba en fase de adaptación, de allí que llorase, toda la noche.

El médico quedó petrificado frente a tal descubrimiento.

Es indudable que el ojo constructor partía de un supuesto psicopatológico y sus consecuentes atribuciones, en el cual cualquier signo que mostrase el paciente, como la aceleración, perturbación, ansiedad, etc., se constituía en los callejones sin salida que entrampaban tanto al equipo médico como a la persona, confeccionando profecías autocumplidoras.

Desde esta óptica, ya no puede afirmarse el dicho popular que dice: «En el país de los ciegos el tuerto es rey», puesto que es leído desde una construcción que valida un patrón en el cual se valoriza la vista, mostrando el sistema de creencias de la persona que la expresa, y polarizando qué considera normal y qué minusválido, desde su propio mapa.

Pero, ¿quién dijo que los ciegos responderían al mismo tipo de baremo?: en las creencias y valores de un país de ciegos, la visión tal vez no cobre relevancia, y si lo normal se confecciona a través de lo estadístico, si la mayoría son no videntes, la ceguera sería normal; por lo tanto, ¿por qué el tuerto sería rey, si estaría dentro del grupo de los anormales?

Entonces, ahora, la formulación correcta sería: «En el país de los ciegos tal vez el tuerto sea considerado loco».

Un ejemplo similar es descrito en la literatura sufí, Cuando las aguas fueron cambiadas, cuyo supuesto autor es Dhun-Nun (860): en cierta ocasión un maestro dirigió una advertencia al género huma no: «[...] todas las aguas del mundo que no hayan sido especialmente guardadas, desaparecerán. Ellas serán renovadas con diferente agua, la que enloquecerá a los hombres».

Solamente un hombre escuchó la advertencia y almacenó el agua. Cuando los ríos, torrentes y pozos se secaron, el hombre bebió de su agua guardada, hasta que las aguas comenzaron a correr nuevamente. Se entremezcló con otros y descubrió que hablaban de manera diferente, además de haber perdido la memoria.

«Cuando trató de hablarles, se dio cuenta que ellos pensaban que él estaba loco, mostrando hostilidad o compasión, en lugar de comprensión. Al principio no bebió del agua renovada, sino que regresó a su refugio para procurarse su provisión de todos los días. Pero, finalmente, tomó la decisión de beber la nueva agua porque no pudo soportar la tristeza de su aislamiento, comportándose y pensando de una manera diferente del resto del mundo. Bebió de la nueva agua y se volvió como los demás. Entonces olvidó completamente todo lo referente al agua especial que

tenía almacenada, y sus semejantes comenzaron a mirarle como a un loco que había sido milagrosamente restituido a la cordura» (ldries Shah, 1967).

Decir que vivimos en un mundo de realidades de primer orden es guarecerse en la seguridad utópica de la objetividad. Entender que investimos los hechos de atribuciones propias, navegando en la incertidumbre y lo subjetivo resulta más atrevido, pero convoca al respeto por las particularidades de nuestro propio mapa así como al de nuestro interlocutor.

LENGUAJE Y MUNDOS INVENTADOS

Cuando hacemos referencia a las atribuciones de sentido y a las formaciones de significado que constituyen la realidad de segundo orden, es viable pensar a través de qué instrumento logramos manifestar dicha realidad, y es allí donde entramos en el terreno del lenguaje.

Ferdinand de Saussure refiere que el signo lingüístico no une una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica. Este último término puede resultar un poco reduccionista, puesto que al lado de la representación de los sonidos está el de su articulación, o sea la Cuando hacemos referencia a las atribuciones de sentido y a las formaciones de significado que constituyen la realidad de segundo orden, es viable pensar a través de qué instrumento logramos mani festar dicha realidad, y es allí donde entramos en el terreno del lenguaje.

Ferdinand de Saussure refiere que el signo lingüístico no une una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica. Este último término puede resultar un poco reduccionista, puesto que al lado de la representación de los sonidos está el de su articulación, o sea la imagen muscular del acto fonatorio; la imagen acústica es la representación natural de la palabra, al margen de toda realización por el habla.

«...no es el sonido material, cosa puramente fisica, sino la psíquica de ese sonido, la representación que de él nos da el testimonio de nuestros sentidos; esa representación es sensorial, y si se nos ocurre llamarla material es sólo en este sentido y por oposición al otro término de la asociación, el concepto, generalmente más abstracto» (F. Saussure, 1985).

El autor señala que el carácter físico de las imágenes acústicas aparece claramente cuando observamos nuestro lenguaje: sin utilizar nuestro aparato de fonación, o nuestra lengua, cuerdas vocales, o la bios, podemos contamos una historia, cantar una canción o recitarnos un poema, mentalmente, o sea que más allá de la palabra hablada, existe una imagen interior del discurso, la palabra sería el dispositivo que acciona la representación mental.

El signo lingüístico, entonces, es una entidad psíquica conformada por dos estructuras que están íntimamente relacionadas desde la circularidad, puesto que son indispensables una para la otra.

Pero la definición de signo, en general, no relaciona la combinación de ambas estructuras, sino que en su uso corriente remite a la imagen acústica sola, como por ejemplo la palabra mesa, y se pasa por alto que si mesa es considerado un signo lingüístico, es porque lleva en sí mismo el concepto mesa.

«La ambigüedad desaparecería si se designara a las tres nociones mediante nombres que se impliquen recíprocamente al tiempo que se oponen. Nosotros proponemos conservar la palabra signo para designar la totalidad, y reemplazar concepto e imagen acústica, respectivamente, por significado y significante; estos últimos términos tienen la ventaja de señalar la oposición que les separa, bien entre sí, bien de la totalidad de que forman parte. En cuanto a signo, si nos contentamos con este término es porque, al no sugerirnos la lengua usual ningún otro, no sabemos por cuál reemplazarlo» (F. Saussure, 1985).

Por lo tanto, el significante sería la resonancia interior de la articulación de la palabra que inmediatamente contacta con el significado, que es el concepto o representación mental con que el convenio lingüístico de un idioma determinado, lo asocia; recursivamente, una parte no funciona sin la otra.

Ahora bien, desde esta perspectiva de análisis nos referimos a los engramas cliché de un acuerdo sociocultural, estamos hablando acerca de una realidad de primer orden, ¿qué hay entonces, sobre las significaciones particulares y las atribuciones de sentido con que el observador reviste cada término?

Así entramos en el mundo de la semántica: cada signo lingüístico (conformado por un significante y significado) conlleva, en otro nivel lógico, una significación que es patrimonio de la persona que lo expresa. Puede inducir, entonces, a una confusión el uso del término significado, puesto que en la acepción de Saussure es tomado como el engrama asociado con la resonancia acústica, mientras que en esta perspectiva, es una atribución de sentido que compete al plano de la semántica; el esquema sería el siguiente:

Cuando nos introducimos en el mundo de la semántica, ya nos estamos refiriendo a una realidad de segundo orden, con lo cual podemos afirmar que, si bien el código lingüístico (la convención de una realidad de primer orden) nos proporciona la posibilidad de comunicarnos y entendernos en términos de sintaxis, la diferencia se produce en el ámbito de la significación (realidad de segundo orden), puesto que allí es donde impera el universo de sentido que forma parte de la singularidad de la persona.

Por lo tanto, entendimiento no es homólogo a comprensión. Podemos entender lo que el otro nos dice porque hablamos su mismo lenguaje, pero no siempre comprendemos la significación de qué nos quiere decir, puesto que comienzan a tallar las atribuciones individuales.

Esto sucede en forma clara, con términos muy amplios como por ejemplo, estoy bien o estoy mal; ¿qué se quiere decir con esto?, porque estar bien o mal para mí no implica la misma condición de bienestar o malestar para el otro. El conocimiento de nuestro interlocutor posibilita la entrada en su universo de creencias para poder reconocer qué nos está tratando de decir.

Retomando el ejercicio del dibujo frente al término mesa, en principio, poseemos un determinado diseño mental que alude a su forma (imagen acústica y concepto). El segundo punto expresa el marco semántico, el significado con que el término está impregnado. Ambas estructuras son inseparables, puesto que todas las palabras están investidas por una significación que está determinada por el sujeto, en tanto receptor o emisor. De ahí el juego de las dos realidades: significante y significado correspondería a una realidad de primer orden, la realidad de la convención lingüística, y la significación, a la de segundo orden, la de los marcos semánticos individuales. No obstante, por esta inseparabilidad frente a la irrupción de la palabra, en este caso mesa y su representación mental tabla con cuatro patas, se ve investida por el sentido particular asignado; esta atribución semántica va superpuesta con la imagen mental que nos resulta familiar, cercana (engrama), que es la efectora de significación. Isomórficamente esto sucede en el acto de conocimiento, en la observación será muy difícil recrear la realidad de primer orden en forma aséptica, sin imprimirle las significaciones que nuestras construcciones de sentido le atribuyen, transformándola en realidad subjetiva. Así, una realidad se construye y es el sujeto quien queda atrapado en esa imagen, encerrado en sus propios significados, de los cuales el lenguaje es una de sus manifestaciones.

H. von Foerster plantea dos cuestiones con respecto al lenguaje, una confusión que lleva a suponer que el lenguaje es denotativo. O sea, siguiendo con el ejemplo anterior, se dice mesa para denotar el objeto mesa.

Pero fueron objeto de estudio de muchos psicolingüistas las propiedades connotativas del lenguaje: cuando se nombra un objeto, no se refiere ni indica un objeto determinado, sino que se evoca en cada uno de nosotros el concepto, tomando en cuenta que compartimos el mismo código sociocultural.

Como señalamos en párrafos anteriores, el estímulo del término evoca las imágenes y significaciones, patrimonios únicos del sujeto, o sea compartimos

únicamente la concordancia de la realidad de primer orden y eventualmente ciertas significaciones (como conceptos de segundo orden).

El mismo autor (1994) describe un ejemplo de Margared Mead que narra una anécdota divertida, ilustrando en forma clara este punto:

«[ ...] en el curso de una de sus investigaciones sobre el lenguaje de una población aborigen, trató de aprender este lenguaje a través de un procedimiento denotativo. Señalaba un objeto y pedía que le pronunciaran el nombre; luego otro objeto y así sucesivamente; pero en todos los casos recibió la misma respuesta: Chemombo. Todo era Chemombo. Pensó para sí: ¡Por Dios, qué lenguaje terriblemente aburrido!, ¡todo lo designan con la misma palabra! Finalmente, después de un tiempo, logró averiguar el significado de Chemombo, que quería decir... ¡señalar con el dedo! Como se ve, hay notables dificultades aun en la mera utilización del lenguaje denotativo.»

La otra cuestión, a la que se refiere H. von Foerster, es la posibilidad de sustantivar, o sea, la transformación de un verbo en sustantivo, aludiendo que muchas de las dificultades para la comprensión se deben a que constantemente tratamos como objetos lo que en realidad son procesos. La sustantivación, con frecuencia, suele colocarse en los análisis y genera confusión, puesto que resulta difícil captar la esencia de un proceso cuando es tomado como cosa.

Por otra parte, una distinción importante es la que diferencia lenguaje y comunicación. Esta última se refiere a una noción más amplia, en donde entra una vasta gama interactiva, que va desde la comunicación entre los seres humanos hasta la de los animales.

El lenguaje sería un modo específico de la interacción, que posee, siguiendo a von Foerster, dos aspectos: el funcional -como intercambio social- y otro que tiene que ver con el lenguaje propiamente dicho (que tratamos al comienzo), que es el campo de estudio de los lingüistas, basado en sintaxis, semántica, gramática, etc.

Un rasgo característico del lenguaje, como sistema de comunicación, es la posibilidad de hacer referencia a sí mismo; en el lenguaje es donde uno puede referirse al lenguaje.

«Existe la palabra lenguaje y la palabra palabra, ésas son nociones de segundo orden, aparecen en el momento en que se incluye en el proceso reflexivo el propio proceso, allí tenemos una nueva lógica no aristotélica porque en la lógica aristotélica uno siempre está afuera. Pero cuando se usa una lógica de segundo orden, nos incluimos» (Von Foerster, 1993).

Llevado al plano de la terapia tradicional, el lenguaje utilizado responde a la categoría de indicativo, o sea, el lenguaje de la descripción, interpretación y explicación; es el lenguaje de la causalidad lineal utilizado en la ciencia clásica.

Watzlawick (1992) señala que, casi entre líneas, Spencer Brown, en su libro Las leyes de la forma, define el concepto de lenguaje imperativo:

«Puede ser provechoso en esta fase comprobar que la forma primaria de la comunicación matemática no es la descripción sino la imposición. En este sentido se puede establecer una comparación con las artes prácticas, como la cocina, en la que el gusto de un dulce, aunque indescriptible con palabras, puede ser comunicado al lector en forma de un conjunto de instrucciones, que se denomina receta. La música es una forma artística similar: el compositor no intenta ni tan siquiera describir el conjunto de sonidos que tiene en su mente y menos aún el conjunto de sentimientos por su medio imaginados, sino que describe un conjunto de órdenes, que si el lector los pone en práctica, pueden conducir al lector mismo a la reproducción de la experiencia original del compositor» (Watzlawick, 1992).

Este ejemplo aclara y cierra cuando hemos hecho referencia, desde otra perspectiva de análisis, a las órdenes (lenguaje imperativo) que pautan distinciones. Spencer Brown discrimina este tipo de lenguaje en el ámbito de la ciencia, o sea, de la misma manera los pasos del método científico son órdenes que pautan la secuencia de un proceso. Su utilización, en la clínica sistémica del modelo de Palo Alto, se desarrolla principalmente en las prescripciones de comportamiento, en donde se lleva a estructurar una acción alternativa a la serie de acciones que sostienen el problema, logrando un efecto que desde el lenguaje indicativo difícilmente se hubiese concretado.

Dicho modelo hereda esta clase de lenguaje de la labor hipnoterapéutica de Milton Erickson, que como hábil maestro del cambio, utilizaba una técnica que le resultaba infalible: «hablar el lenguaje del cliente». A través de esta estrategia, no sólo copiaba los tonos de voz, expresiones y muletillas verbales, sino también todo lo que responde al lenguaje analógico: gestos, actitudes, posturas, etc., penetrando así en el almacén de creencias del paciente, obteniendo los efectos de cambio buscados.

Erickson se caracterizó por el nivel de sutileza y precisión en los términos. Uno de sus ejemplos más difundidos es el tratamiento de un hombre negro con problemas de violencia. Trabajó pocas sesiones y en una, en particular, introdujo el término african violet (la flor violeta africana) como permutación del término african Violence (violencia africana); esta superposición, a partir de la similitud de las palabras, conjuntamente con la habilidad de su retórica, lograba hipnóticamente

cambiar los significados, permutando violencia y agresión por algo bello y pasivo como una flor.

En hipnoterapia, el terapeuta, aprendiendo a hablar el lenguaje del paciente, aprende su construcción de la realidad, no resulta un simple calcado de formas, sino la compresión del mapa del cual emergen sus atribuciones. De esta manera, impartirá sugestiones y prescripciones, minimizando las resistencias y generando la efectividad del cambio.

Se confirma, entonces, el imperativo estético que promulga H. von Foerster: «si quieres ver aprende a obrar».

«Estoy convencido que el lenguaje imperativo adquirirá un papel central en el ámbito de la estructura de las técnicas modernas. Naturalmente, siempre ha ocupado este lugar de relieve en la hipnoterapia. De hecho, ¿qué es una sugestión hipnótica, sino un imperativo a comportarse como si algo hubiera adquirido realidad por el hecho de haber ejecutado la orden? Pero esto equivale a decir que los imperativos pueden literalmente construir realidades y que, igual que acontecimientos causales, pueden tener este efecto no sólo sobre las vidas humanas, sino también sobre cuanto se refiere a la evolución cósmica o biológica» (Watzlawick, 1992).

De acuerdo con esta óptica, lenguaje v realidad están íntimamente relacionados, y si bien el modelo de las ciencias clásicas suele sostener que el primero es la representación del mundo, o sea el lenguaje como representacional, las ciencias modernas sugieren lo contrario. el mundo es la imagen del lenguaje, la realidad es una consecuencia de éste.

Por lo tanto, si pensamos que la realidad se inventa por medio de las atribuciones de sentido que nos permiten observar trazando distinciones, describiendo, realizando abstracciones y elaborando hipó tesis, el acto de conocimiento se transforma en autorreferencial y subjetivo, y es entonces el lenguaje el que crea el mundo.

Nuestra carga de representaciones, nuestro reservorio del sistema de creencias, escala de valores, normas, etc., impregnan nuestro lenguaje de los marcos semánticos de acuerdo con nuestra visión del mundo. Éstos son los que propician, en el acto de conocimiento, el recortar la observación y expresar lo visto ya sea a través de descripciones, comparaciones, etc. Entonces si uno ve lo que quiere ver, si uno es el que inventa o el que crea la realidad, el lenguaje es la vía de dicha construcción.

Esto se observa en los diálogos humanos: cómo, simplemente, la comunicación puede tomar giros insospechados, tornando las relaciones en conflictivas, aumentando o reduciendo la complejidad y transformándola en complicación, construyendo por vía del lenguaje, realidades diferentes, acuerdos, desacuerdos, etc. Puntuando una secuencia de hechos de una forma distinta, se genera el retorno al equilibrio, construyendo a su vez una nueva realidad. Es entonces el mundo la imagen del lenguaje...

En cambio, si pensamos que debemos descubrir la realidad, suponiendo que existe una realidad real que debemos desvelar, el lenguaje se reduce tan sólo a una mera representación del mundo.