el miedo - gabriel chevallier

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Título original: La peurGabriel Chevallier, 1930Traducción: José Ramón MonrealDiseño de cubierta: Mangeloso

Editor digital: MangelosoePub base r1.1

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¿Cabe imaginar algo más chuscoque el hecho de que el que unhombre tenga derecho a matarmeporque vive en la otra orilla delrío y su príncipe tiene unadisputa con el mío, aunque yo notenga ninguna con él?

PASCAL

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Extracto del prefacio a laedición de 1951

Este libro, concebido contra la guerra y publicadopor primera vez en 1930, tuvo la mala fortuna deencontrarse una segunda guerra en el camino[1]. En1939, su venta fue libremente suspendida de mutuoacuerdo entre el autor y el editor. Cuando la guerraestá ahí, ya no es el momento de avisar a la gentede que se trata de una siniestra aventura deconsecuencias imprevisibles. Eso habría quehaberlo comprendido antes y actuar enconsecuencia.

En mi juventud —cuando estábamos en elfrente— se enseñaba que la guerra eramoralizadora, purificadora y redentora. Ya hemosvisto qué derivaciones han tenido estas muletillas:mercantis[2], traficantes, estraperlo, delaciones,traiciones, fusilamientos, torturas, hambruna,

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tuberculosis, tifus, terror, sadismo. Y heroísmo, deacuerdo. Pero la pequeña, la excepcionalproporción de heroísmo no compensa lainmensidad del mal. Pocas personas, por otraparte, tienen madera de verdaderos héroes.Tengamos al menos la lealtad de convenir en ello,nosotros que hemos sobrevivido[3].

La gran novedad de este libro, cuyo título eraun desafío, es que en él se decía: tengo miedo. Enlos «libros de guerra» que yo había podido leer sehacía a veces mención del miedo, pero se tratabadel ajeno. El autor era un personaje flemático, tanpendiente de tomar notas que se reía de los obuses.

El autor del presente libro consideró que erauna falta de decencia hablar del miedo de suscamaradas sin hablar del suyo propio. Por esodecidió abordar el miedo en primera persona, antetodo en primera persona. En cuanto a hablar de laguerra sin hablar del miedo, sin ponerlo en unprimer plano, hubiera sido un camelo. No es

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posible vivir en los lugares donde uno puede serdespedazado vivo en cualquier momento sin sentiruna cierta aprensión.

El libro fue acogido con muy distinto talante, yel autor no siempre fue bien tratado. Pero hay quehacer notar dos cosas. Algunos de los que leinjuriaron iban a acabar mal posteriormente, alhaberse equivocado de bando su valentía. Y estamodesta palabra infamante, el miedo, había deverse luego esgrimida por plumas orgullosas.

En cuanto a los combatientes de infantería,éstos habían escrito: «¡Cierto! Esto es lo quenosotros sentíamos y no sabíamos expresar». Suopinión contaba mucho […].

Dos observaciones más. Acabo de releer estaspáginas que no abría desde hacía quince años.Siempre es una sorpresa, para un autor,encontrarse ante un texto de otro tiempo firmado

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por él. Una sorpresa y una prueba. Pues el hombrese enorgullece, al envejecer, de haber aprendidoalguna cosa. Éste es al menos el consuelo que seda a sí mismo.

El tono de El miedo es, en algunas de suspartes, de una extrema insolencia. Es la insolenciade la juventud, y no es posible cambiar nada sinsuprimir la juventud misma. El joven Dartemontpiensa lo que no se piensa oficialmente. Sigueconservando la ingenuidad de creer que se puedepensar en todo. Suelta desagradables verdadescomo puños. Hay que optar entre decir estasverdades o pasarlas por alto. Y la aceptación es amenudo un indicio de decrepitud.

Segunda observación. Hoy no se escribiría yaeste libro exactamente de la misma manera. Pero¿había que retocarlo? Y, en tal caso, ¿en quémedida? Yo sabía que algunos antiguos lectoreshubieran querido que modificase el primer texto,que consideraban como una concesión o una

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capitulación. Por eso, aparte de escasos cambiosde palabras o de epítetos, este texto sigue siendoel de la primera edición. Me he resistido incluso ala tentación de añadirle más arte, pensando que elarte sobreañadido no habría podido más quedebilitarlo, y que no había que volver a exponerloal riesgo que se corrió originalmente.

En fin, sólo me resta añadir lo siguiente.¿Cómo será «utilizado» este libro, con miras a quépropagandas? Me limitaré a responder que existíaal margen de la propaganda, que no fue escritopara servir a ninguna.

G.C.

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La Herida

No soy ningún manso cordero, de ahí que nosea nada.

STENDHAL

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IEl anuncio

El peligro de esas comunidades (los pueblos)basadas en individuos característicos de unamisma especie es la progresiva idiotizaciónpor medio de la herencia, la cual sigue, porotra parte, a la estabilidad como si fuera susombra.

NIETZSCHE

El fuego se incubaba ya en los bajos fondos deEuropa, y la Francia despreocupada, con trajesclaros, sombreros de paja y pantalones de franela,echaba el cierre a sus equipajes para irse devacaciones. El cielo era de un azul sin nubes, deun azul optimista, terriblemente caluroso: no cabíatemer más que una sequía. En el campo o a orillasdel mar haría buen tiempo. Las terrazas de loscafés olían a ajenjo fresco y los zíngaros tocaban

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en ellas La viuda alegre, que hacía furor. Losperiódicos estaban llenos de detalles de un granproceso que tenía en vilo a la opinión pública; setrataba de saber si aquélla a la que algunosllamaban la «Cuajada de Sangre»[4] sería absueltao condenada, si el tonante Labori, su abogado, y elpequeño Borgia en chaqué, carmesí y rabioso, quenos había gobernado durante algún tiempo(salvado, al decir de algunos), su marido, ganaríanla causa. No se veía más allá. Los trenesrebosaban de viajeros y las taquillas de lasestaciones despachaban billetes circulares; dosmeses de vacaciones en perspectiva para la genterica.

Una vez tras otra, en ese cielo tan limpio,zigzaguearon enormes relámpagos: Ultimátum…Ultimátum… Ultimátum… Pero Francia dijo,mirando las nubes aborregadas hacia el Este: «Esallí donde habrá tormenta».

Un trueno en el cielo sereno de la Île-de-

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France. El rayo cae en el Ministerio de AsuntosExteriores.

¡Prioridad! El telégrafo funciona sin cesar, porrazones de Estado. Las oficinas de correostransmiten telegramas cifrados con carácter de«urgente».

En todos los ayuntamientos se pone el anuncio.Los primeros gritos: «¡Hay un anuncio!».La gente en la calle se atropella, se echa a

correr.Los cafés se vacían, y también los almacenes,

los cines, los museos, los bancos, las iglesias, lospisos de soltero, las comisarías se vacían.

Toda Francia está delante del anuncio, y lee:«Libertad, Igualdad, Fraternidad-Movilizacióngeneral».

Toda Francia, alzada de puntillas para ver elanuncio, apretujada, fraternal, chorreante de sudorbajo el sol que la aturde, repite: «Lamovilización», sin entender.

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Una voz entre la multitud, como un petardazo:«¡es la guerra!».

Entonces Francia empieza a arremolinarse, selanza a través de las avenidas demasiadoestrechas, a través de los pueblos, a través de loscampos: la guerra, la guerra, la guerra…

¡Oh! ¡Es allá: la guerra!Los guardias rurales con sus tambores, los

campanarios, los viejos campanarios románicos,los esbeltos campanarios góticos, con suscampanas, anuncian: ¡la guerra!

Los centinelas delante de sus garitas tricolorespresentan armas. Los alcaldes ciñen sus bandas.Los prefectos se ponen sus uniformes. Losgenerales hacen acopio de su genio. Los ministros,muy emocionados, muy preocupados, se ponen deacuerdo. ¡La guerra, lo nunca visto!

Los empleados de banca, los dependientes, losobreros, las modistillas, las mecanógrafas, losporteros mismos no pueden ya aguantar en sus

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sitios. ¡Se cierra! ¡Se cierra! Se cierran lastaquillas, las cajas fuertes, las fábricas, lasoficinas. Se echan los cierres metálicos. ¡Vamos aver!

Los militares adquieren una gran importancia yse sonríen ante las exclamaciones. Los oficiales decarrera se dicen: «Ha sonado la hora. ¡Se acabó elpudrirse en los grados subalternos!».

En las hormigueantes calles, los hombres, lasmujeres, del brazo, inician una gran farándulaensordecedora, sin sentido, porque es la guerra,una farándula que dura una buena parte de la nocheque sigue a ese día extraordinario en el que se hapegado el anuncio en las paredes de losayuntamientos.

La cosa comienza como una fiesta.Los cafés son los únicos que no cierran.Y se sigue notando ese olor a ajenjo fresco,

ese olor del tiempo de paz.Algunas mujeres lloran. ¿Es el presentimiento

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de una desgracia? ¿Son los nervios?

¡La guerra!Todo el mundo se prepara para ella. Todo el

mundo va a ella.¿Qué es la guerra?Nadie sabe nada de ella…La última data de hace más de cuarenta años.

Sus escasos testigos, a los que distingue unamedalla, son unos ancianos que chochean, que losjóvenes rehúyen y que estarían mejor en LosInválidos. Perdimos la guerra del setenta, no porfalta de valor, sino porque Bazaine fue un traidor,piensan los franceses. ¡Ah!, sin Bazaine[5]…

En épocas más recientes, se nos habló dealgunas guerras lejanas. La de los ingleses y de losbóers, por ejemplo. Las conocemos sobre todo através de las caricaturas de Caran d’Ache y losgrabados de los grandes ilustradores. El valiente

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presidente Kruger presentó una decididaresistencia, se le quería, y deseábamos quetriunfase, para jorobar a los ingleses que quemarona Juana de Arco y martirizaron a Napoleón enSanta Elena. A continuación la guerra ruso-japonesa, Port-Arthur. Parece que esos japonesesson famosos soldados; derrotaron a los célebrescosacos, nuestros aliados, que carecían, todo hayque decirlo, de vías férreas. Las guerrascoloniales no nos parecen muy peligrosas. Evocanexpediciones a los confines del desierto, tiendasárabes saqueadas, los caftanes rojos de losespahí[6], moros disparando al aire sus fusilesadamascados y huyendo a espetaperro con suspequeños caballos que levantan la arena dorada.En cuanto a las guerras balcánicas, que resultaronprovidenciales para los reporteros, no nos crearonninguna preocupación. Europeos del centro comoéramos, convencidos de la superioridad de nuestracivilización, consideramos que aquellas regiones

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están pobladas por gente de baja estofa. Susguerras se nos antojan peleas de golfos, en losterrenos inconcretos de la periferia.

Lejos de nosotros pensar en la guerra. Paraimaginárnosla, tenemos que remontarnos a laHistoria, a lo poco que sabemos de ella, lo cualnos tranquiliza. Encontramos en la Historia todo unpasado de guerras brillantes, de victorias, defrases históricas, animado de figuras curiosas ycélebres: Carlos Martel, Carlomagno, San Luisinstalado a la sombra de un roble a su vuelta dePalestina, Juana de Arco que expulsa a losingleses de Francia, ese hipocritón de Luis XI quemete a la gente en la cárcel al tiempo que besa susmedallas, el galante Francisco I: «¡Todo se haperdido, excepto el honor!», Enrique IV, cínico ycampechano: «¡París bien vale una misa!», LuisXIV, majestuoso, prolífico en bastardos, todosnuestros reyes, falderos y patrioteros, nuestroselocuentes revolucionarios, y Bayardo Jean Bart,

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Condé, Turenne, Moreau, Hoche, Masséna…Y por encima de todo, el gran espejismo

napoleónico, en el que el genial corso aparece através del humo de los cañones, de rigurosouniforme, en medio de sus mariscales, de susduques, de sus príncipes, de sus reyes escarlata,todos empenachados.

Es cierto que, tras haber agitado Europa pornuestra turbulencia durante siglos, nos hemosvuelto pacíficos al envejecer. Pero cuando se nosbusca, se nos encuentra… ¡Hay que ir a la guerra,la suerte está echada! ¡No hay miedo, se irá!Seguimos siendo los franceses de siempre, ¿o no?

Los hombres son imbéciles e ignorantes. De ahíles viene su miseria. En lugar de reflexionar, secreen lo que les cuentan, lo que les enseñan.Eligen jefes y amos sin juzgarlos, con un gustofunesto por la esclavitud.

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Los hombres son unos mansos corderos. Es loque hace posible los ejércitos y las guerras.Mueren víctimas de su estúpida docilidad.

Cuando se ha visto la guerra como yo la acabode ver, uno se pregunta: «¿Cómo se puede aceptaruna cosa así? ¿Qué tratado de fronteras, qué honornacional puede legitimar semejante cosa? ¿Cómose puede maquillar de ideal lo que es simplebandidaje, y obligar a admitirlo?».

Se dijo a los alemanes: «¡Adelante con laguerra lozana y alegre! Nach París[7] y Dios seacon nosotros, por una Alemania más grande!». Ylos buenos alemanes pacíficos, que se lo tomantodo en serio, se movilizaron para la conquista, seconvirtieron en bestias feroces.

Se dijo a los franceses: «Nos atacan. Es laguerra del derecho y de la revancha. ¡A Berlín!».Y los franceses pacifistas, los franceses que no setoman nada en serio, interrumpieron susensoñaciones de pequeños rentistas para ir a

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batirse.Y lo mismo ocurrió con los austriacos, los

belgas, los ingleses, los rusos, los turcos y acontinuación los italianos. En una semana, veintemillones de hombres civilizados, ocupados envivir, en amar, en ganar dinero, en labrarse unfuturo, han recibido la consigna de interrumpirlotodo para ir a matar a otros hombres. Y esos veintemillones de individuos han aceptado esta consignaporque se los había convencido de que tal era sudeber.

Veinte millones, todos de buena fe, todos deacuerdo con Dios y con su príncipe… Veintemillones de imbéciles… ¡Como yo!

O mejor dicho, no, yo no creí en ese deber. Yaa los diecinueve años no pensaba que hubiera lamenor grandeza en hundirle un arma en la tripa aun hombre, en alegrarme de su muerte.

Pero fui igualmente.¿Porque hubiese sido difícil actuar de otro

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modo? No es ésta la verdadera razón, y no debopresentarme mejor de lo que soy. Fui en contra demis convicciones, aunque de buen grado; no parabatirme, sino por curiosidad: para ver.

Por mi conducta, me explico la de muchosotros, sobre todo en Francia.

La guerra lo trastornó todo en unas pocashoras, extendió por doquier esa apariencia dedesorden grata a los franceses. Parten sin odio,pero atraídos por una aventura de la que cabeesperar cualquier cosa. Hace muy buen tiempo. Laverdad, esta guerra cae muy oportunamente acomienzos del mes de agosto. Los modestosempleados son sus más encarnizados defensores:en vez de quince días de vacaciones van a tenervarios meses, a costa de Alemania, para visitar elpaís.

El abigarramiento de vestimentas, decostumbres y de clases sociales, una fanfarria declamores, una gran mezcla de bebidas, el impulso

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dado a las iniciativas individuales, una necesidadde romper cosas, de saltarse barreras y de violarlas leyes, hicieron la guerra aceptable alcomienzo. Se confundió con la libertad y seadmitió la disciplina creyendo poder saltársela ala torera.

Por encima de todo reinaba un clima que teníaalgo de verbena, de motín, de catástrofe y detriunfo, un gran trastorno que embriagaba. Se habíacambiado el curso diario de la vida. Los hombresdejaban de ser empleados, funcionarios,asalariados, subordinados, para convertirse enexploradores y en conquistadores. Al menos esoera lo que creían. Soñaban con el Norte como sifuera una especie de América, de pampa, de selvavirgen, con Alemania como si fuera un banquete, ycon provincias devastadas, toneles agujereados,ciudades incendiadas, con el vientre blanco de lasmujeres rubias de Germania, con botinesinmensos, con todo aquello de lo que la vida

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habitualmente les privaba. Todos ponían suconfianza en su destino, no pensaban en la muertemás que para los demás.

En suma, la guerra no se presentaba nada malbajo los auspicios del desorden.

En Berlín, los que han provocado esto aparecíanen los balcones de los palacios, en uniforme degala, en la pose en que conviene que seaninmortalizados los conquistadores famosos.

Los que lanzan sobre nosotros a dos millonesde fanáticos, armados de cañones de tiro rápido,de ametralladoras, de fusiles de repetición, degranadas, de aviones, de química y deelectricidad, resplandecen de orgullo. Los que handado la señal de la masacre sonríen ante su gloriapróxima.

Es el instante en que se debería disparar laprimera cinta de ametralladora —y la única—

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contra ese emperador y sus consejeros, que secreen fuertes y sobrehumanos, árbitros de nuestrosdestinos, y que no son más que unos miserablesimbéciles. Su vanidad de imbéciles pierde almundo.

En París, los que no han sabido evitar eso, y alos que sorprende y sobrepasa, y que comprendenque los discursos ya no bastan, se agitan, seconsultan, aconsejan, preparan a toda prisacomunicados tranquilizadores, y lanzan a lapolicía contra el fantasma de la revolución. Lapolicía, siempre en activo, se lía a puñetazos consus semejantes que no son lo bastante entusiastas.

En Bruselas, en Londres, en Roma, los que sesienten amenazados hacen la suma de todas lasfuerzas presentes, un cálculo de probabilidades, yeligen un bando.

Y millones de hombres, por haber creído loque enseñan los emperadores, los legisladores ylos obispos en sus códigos, manuales y

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catecismos, los historiadores en sus historias, losministros en la tribuna, los profesores en loscolegios y la gente de bien en sus salones,millones de hombres forman rebaños sin cuentoque unos pastores con galones conducen almatadero, al son de la música.

En unos pocos días, la civilización esaniquilada. En unos pocos días, los jefes hanfracasado. Pues su papel, el único importante, erajustamente evitar eso.

Si no sabíamos adonde íbamos, ellos, almenos, hubieran tenido que saber adondeconducían a sus naciones. Un hombre tienederecho a comportarse como un idiota en su propiamanera de actuar, pero no respecto a la de losdemás.

En la tarde del 3 de agosto, en compañía deFontan, un compañero de mi edad, recorro la

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ciudad.En la terraza de un café del centro, una

orquesta ataca La Marsellesa. Todo el mundo laescucha de pie y se descubre. Salvo unhombrecillo esmirriado, modestamente vestido, derostro triste bajo su sombrero de paja, que estásolo en un rincón. Un asistente repara en supresencia, se precipita hacia él, y, con el dorso dela mano, le hace volar el sombrero. El hombrepalidece, se encoge de hombros y responde:«¡Bravo! ¡Valiente ciudadano!». El otro leconmina a levantarse. Él se niega. Se acercan unosviandantes, los rodean. El agresor continúa:«¡Insulta usted al país, y no pienso tolerarlo!». Elhombrecillo, muy blanco ahora, pero obstinado,responde: «Pues a mí me parece que insultanustedes a la razón y yo no digo nada. ¡Soy unhombre libre, y me niego a saludar la guerra!».Una voz exclama: «¡Partidle la boca a estecobarde!». Se producen empujones detrás, se alzan

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bastones, se derriban mesas, se rompen vasos. Laaglomeración, en cuestión de instantes, se vuelveenorme. Los de las últimas filas, que no han vistonada, informan a los recién llegados: «Es un espía.Ha gritado: “¡Viva Alemania!”». La indignaciónsubleva a la multitud, la hace precipitarse haciadelante. Se oyen ruidos de golpes sobre un cuerpo,gritos de odio y de dolor. Al fin acude el cafeterocon su servilleta en un brazo y aparta a la gente. Elhombrecillo, caído de su silla, está tendido entrelos escupitajos y las colillas de los parroquianos.Su rostro tumefacto está irreconocible, con un ojocerrado y negro; un hilillo de sangre corre de sufrente y otro de su boca abierta e hinchada; respiracon dificultad y no puede levantarse. El cafeterollama a dos camareros y les ordena: «¡Lleváoslode aquí!». Le arrastran más lejos por la acera,donde le dejan tirado. Pero uno de los camarerosvuelve, se inclina y le sacude con aireamenazador: «Dime, ¿y de la consumición qué?».

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Como el pobre desgraciado no responde, leregistra, le saca del bolsillo del chaleco un puñadode monedas entre las que elige algunas, poniendo ala multitud por testigo: «¡El muy cerdo se habíalargado sin pagar!». La gente aprueba: «¡Estosindividuos son capaces de todo!». «¡Por suerte lehan desarmado!». «¿Iba armado?». «Haamenazado a la gente con su revólver». «¡Laverdad es que somos demasiado buenos enFrancia!». «¡Los socialistas hacen el caldo gordo aAlemania, no hay que tener piedad con estostipejos!». «Los supuestos pacifistas son unosmajaderos. ¡Esta vez no será como en el setenta!».

Para festejar esta victoria, se pide cantar denuevo La Marsellesa. La gente la escucha mientrasmira al hombrecillo sangrante y manchado, quegimotea débilmente. Observo cerca de mí a unamujer pálida y bonita, que murmura a sucompañero: «Este espectáculo es horrible. Esepobre hombre ha tenido valor…». El otro le

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responde: «Un valor de idiota. Uno no puedeenfrentarse a la opinión pública».

Le digo a Fontan:—Aquí tienes la primera víctima de la guerra

que vemos.—Sí —dice él pensativamente—, ¡hay mucho

entusiasmo!

Soy testigo silencioso del gran frenesí.De un día para otro, los civiles disminuyen, se

mudan en soldados apresuradamente ataviados,que recorren la ciudad para disfrutar de susúltimas horas y hacerse admirar, sin abotonarse yala guerrera desde que hay guerra. Por la tarde, losque han empinado demasiado el codo provocan alos transeúntes, tomándolos por alemanes. Losviandantes ven en ello una buena señal y aplauden.

Por todas partes se oyen marchas de guerra.Los viejos señores sienten nostalgia de su

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juventud, los niños detestan la suya, y las mujeresse lamentan de no ser más que mujeres.

Yo voy a mezclarme con la multitud queabarrota las inmediaciones de los cuarteles, unoscuarteles sórdidos que se han convertido en losacumuladores de la energía nacional. Veo salir deellos a regimientos que parten. La multitud losenvuelve, los estrecha, los adorna con flores y losemborracha. Cada fila arrastra a grupos demujeres en estado de delirio, desmelenadas, quelloran y ríen, y ofrecen su talle y su pecho a loshéroes, así como a la patria, que besan los rostroshúmedos de los rudos hombres en armas y gritansu odio, que las desfigura, contra el enemigo.

Veo desfilar a los jinetes, aristócratas delejército. Los pesados coraceros, cuyo torsodeslumbra al sol, masa irresistible cuando eslanzada a todo galope. Los dragones, parecidoscon sus cascos emplumados, sus lanzas y susoriflamas a justadores de la Edad Media que se

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prepararan para el torneo. Los cazadores quecaracolean y hacen cortesías vestidos con suuniforme azul claro, los cazadores ligeros de lavanguardia, que surgen de un pliegue del terrenopara soltar sablazos a un destacamento u ocuparpor sorpresa un pueblo. La artillería hace temblarlas casas; se dice que los cañones de 75 hacenveinticinco disparos por minuto y dan en el blancoal tercer obús. Se mira con respeto la bocasilenciosa de los pequeños monstruos que en unosdías van a despedazar a divisiones.

Los zuavos y los soldados del ejércitocolonial, atezados, tatuados, feroces, sin doblarsebajo sus enormes mochilas, y que exageran susrictus de individuos sin opinión, obtienen unenorme éxito. La gente piensa que son unosbandidos, que no darán cuartel; inspiran confianza.Y he aquí a los negros, que resultan reconociblesde lejos por los dientes blancos en sus rostrososcuros, los negros pueriles y crueles, que

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decapitan a sus adversarios y les cortan las orejaspara hacerse amuletos con ellas. Este detalleregocija. ¡Buenos negros! Se les da de beber, selos ama, se ama ese olor fuerte, ese olor exótico aExposición que, a su paso, queda flotando en elaire. Ellos se sienten felices, felices de merecer derepente la amistad de los hombres blancos, yporque se figuran la guerra como una bámbula desu país.

Se prohíbe el paso a las estaciones. Susalrededores parecen campamentos, de tanatestados como están de pabellones de armas, detropas que aguardan su turno para subirse a losconvoyes estacionados a lo largo de los andenes.Las estaciones son corazones a los que afluye todala sangre del país, que lanzan a plenas arterias, aplenas vías férreas, hacia el Norte y el Este, dondelos hombres con calzones de un rojo vivo pululancomo glóbulos rojos. Los vagones llevan escritasestas palabras, trazadas con tiza: «Destino:

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Berlín». Los trenes parten hacia la aventura ycubren los campos de clamores, más alegres aúnque belicosos. En todos los pasos a nivel lesresponden gritos y se agitan pañuelos. Se diríantrenes de placer, a tal punto los hombres que vanen ellos son locos e inconscientes.

En toda Europa, desde los confines de Asia,ejércitos, seguros de combatir por una buena causay de vencer, están en camino con la impaciencia demedirse contra el enemigo.

¿Quién tiene miedo? ¡Nadie! Nadie aún…Veinte millones de hombres, que cincuenta

millones de mujeres han cubierto de flores y debesos, se apresuran hacia la gloria, con cancionesnacionales que entonan a pleno pulmón.

Los ánimos están bien drogados. La guerra estáen la buena senda. ¡Los hombres de Estado puedensentirse orgullosos!

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IILa instrucción

Llovía por la mañana cuando fui a presentarme alequipo de reconocimiento, que tenía su sede en elayuntamiento de mi distrito. Previendo que elvestuario sería insuficiente, había cogido unasropas viejas, las más sucias que me quedaban.Afrontaba esta exhibición no sin cierta irritación,pues me parecía vejatorio que un hombre vestidopudiera, con toda tranquilidad, examinarmecompletamente desnudo y emitir un juicio sobre mianatomía, aprovechándose del estado deinferioridad en que me ponía esta situación.Encuentro injusto que en esta circunstancia sepidiera todo a mi cuerpo, que normalmente lasociedad me exigía ocultar, y que las facultadesmentales no fuesen de ninguna ayuda en esteasunto. Consideraba que un juicio sobre tales

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bases condenaba ya al sistema militar. En fin, sinser, en modo alguno, deforme, no estaba seguro deque las proporciones de mi cuerpo fueranperfectas (al no haber sido juzgado éste, y sólo encontadas ocasiones, más que por mujeres, que noeran expertas en la materia), y me habríamolestado que delante de él se hiciera algunamueca burlona.

Yo siempre había esperado, gracias a algúnmedio de última hora, librarme del serviciomilitar, de su disciplina ultrajante, y ese día dediciembre, por el contrario, mi única inquietud eraverme rechazado. En efecto, llevábamos ya variosmeses de guerra, y empezaba a temer que seterminase sin haber tenido ocasión de ir. No veíaen la guerra ni una carrera ni un ideal, sino unespectáculo, del mismo orden que un rally decoches, una semana de la aviación o unacompetición de atletismo en un estadio. Estaballeno de una consciente curiosidad, y, pensando

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que la guerra sería el espectáculo másextraordinario de la época, no quería perdérmelo.

La ceremonia fue de lo más breve, y losmédicos militares mostraron en ella una discrecióndistraída. Su patriotismo consistía en dar el vistobueno a todos los cuerpos, enclenques o no, paraalimentar el frente. Un individuo tenía que clamarsin pudor sus taras para que ellos, con aire desospecha, le examinasen.

Nos hicieron desvestir en una angosta antesala,donde los cuerpos desnudos se tocaban, y no tardóen crearse una atmósfera de baño turco. Luegoentramos, un tanto torpes, en el cuarto oscuro, conlas paredes llenas de clasificadores, dondeestaban los médicos, rodeados de sus asesores, loschupatintas del ayuntamiento. Yo sólo tenía ganasde acortar aquel examen irrisorio. Cuando dijeronmi nombre, me tallaron y luego subí rápidamente ala balanza.

Un médico leyó mi ficha:

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—Jean Dartemont, metro setenta y dos, sesentay siete kilos. ¿Es usted?

—Sí, señor.—Apto para el servicio. El siguiente…Tuve que rebuscar en un amontonamiento de

calcetines, de zapatos y de camisas para reunir misropas. Una vez que estuve vestido, me fuicorriendo a la ciudad, alegre y bastante orgullosoen el fondo de ser apto para hacer de soldado, deno pertenecer a esa categoría de ciudadanosdespreciados que se veía todavía en laretaguardia, en la flor de la edad. Sin sospecharlo,era un poco víctima del estado de ánimo general.Además, la integridad física siempre me habíaparecido uno de los mejores bienes, y veíaconfirmada la mía por la decisión del médicomilitar.

Anuncié la buena nueva a mi familia, que lahizo de inmediato pública con orgullo, lo que levalió un tributo de estima. La anuncié igualmente a

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una muchacha que trataba de soñar conmigo en elfuturo, muy inútilmente, pero yo la desalentaba deun modo excesivamente cariñoso.

Durante una fría tarde de diciembre de 1914, eltren de reclutamiento trajo a la guarnición sucontingente de jóvenes. Nos presentamos en masaen el cuartel. Pero el centinela nos prohibió laentrada y alertó a los suboficiales. Un sargento,luego un ayudante, asustados por nuestro número,corrieron a dar aviso a un comandante, que notardó en llegar, descontento de que se le hubiesemolestado. Inquirió:

—Pero ¿esto qué es?—La quinta del 15 que llega, mi comandante.—¿Y qué quieren que haga yo con ellos a las

seis de la tarde? —declaró jurando aquel jefe.—Podemos marcharnos… —propuso una voz

en la sombra.

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—¡Silencio! —exclamó el sargento.El jefe del acuartelamiento y los furrieles, a

quienes se hizo venir a toda prisa, declararon queno habían previsto nada, al no haber sidoinformados de nuestra llegada, que carecían devíveres, de jergones y de mantas. El comandantereflexionó y tomó una decisión enérgica:

—¡Me importa un carajo! —dijo a los furrieles—. Que estos hombres reciban alimento y esténalojados en dos horas. ¡Apañároslas!

Y se largó. Hubo algunos comentarios pornuestra parte.

—¡Tiene gracia, la verdad, este comandante!—Esto tiene pinta de estar bien organizado.La mayoría decidió seguir de paisano por una

noche más y volver al día siguiente. Nos fuimos ahacer un reconocimiento de la ciudad.

El gran desorden reinante por entonces en los

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cuarteles nos hizo la vida llevadera. Como esnatural, nosotros explotábamos dicho desorden lomejor posible, y no tardamos en adaptarnos a lasastucias propias del oficio de soldado, comofalsos permisos, falsas llamadas y falsasenfermedades. Los suboficiales eran demasiadopocos numerosos para refrenarnos, y, novios de laguerra en un futuro próximo, estábamos totalmentedecididos a pasarlo bien en la guarnición y a notolerar que se nos tratase como a simples reclutas.La ausencia de veteranos, lo cual llevabaaparejado el olvido de las tradiciones cuarteleras,favoreció aún más nuestra insumisión, y notuvimos que sufrir ninguna de las novatadas de lostiempos de paz.

El primer mes de servicio pareció unamascarada. Como los almacenes carecían deprendas militares, simplemente se nos habíandistribuido unos pantalones de traje de faena yunos blusones que no recubrían del todo nuestros

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trajes de paisano. También había falta de gorras yde quepis, y muchos habían conservado su antiguocubrecabeza. Se vio circular a soldados conbombín, y un bromista se hizo célebredescubriéndose con un amplio gesto e inclinándosegraciosamente al paso de los oficiales. Fue coneste traje de etiqueta con el que se nos enseñó lasmuestras exteriores de respeto y los primerosrudimentos de esa disciplina que supone laprincipal fuerza de los ejércitos, a la que nosotrosopusimos una alegre resistencia. Pues nuestrosdisfraces impedían que nos tomásemos nada muyen serio, y, recordando que las circunstancias eranexcepcionales, desarmaban la ira de los jefes. Porotra parte, nuestros instructores eran por lo generalcabos de la quinta anterior, formada en tres meses,que no estaban lo bastante convencidos de laeficacia guerrera de los movimientos queejecutábamos.

Esta instrucción se nos antojaba un simulacro

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inútil, que no podía tener nada en común con lasaventuras que nos aguardaban, aventuras cuyaperspectiva no nos preocupaba, pero que nosotrosreclamábamos por anticipado para emanciparnos.

Se remonta a esta época una prueba que hubierapodido tener repercusión en mi vida y cambiartotalmente mi carrera militar.

Llevábamos diez días de soldados cuando lasuperioridad invitó a los mandos de las unidades adesignar a los hombres aptos para pasar el examende candidatos al curso de alumnos oficiales. Anosotros correspondía hacer valer nuestros títulosante nuestros inmediatos superiores.

Se planteaba la cuestión de saber si yoparticiparía en la guerra como soldado o comooficial. Verdad es que, de conseguir unos galones,me adheriría en cierta medida al ejército, al quedetestaba instintivamente, como a todo cuanto

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limita al individuo y lo absorbe en la multitud, yque ello me ponía en contradicción conmigomismo. Pero ya sentía, fuera cual fuese misituación, que iba a perder mi libertad, y quesiguiendo como soldado tendría que sufrir másduramente la disciplina, intrusión intolerable enmis ideas, que yo consideraba como mis propiosderechos. Encontraba excesivo, en aras de unadiscutible lealtad, subordinarme a unasautoridades subalternas y groseras que mi razónaborrecía, y sentía ganas asimismo de liberarmede los servicios, de determinados trabajos físicospor los que sentía una repugnancia natural. Porúltimo me dije que el papel de oficial, alconferirme a veces la iniciativa y laresponsabilidad, haría mi tarea más útil einteresante. No me imaginaba, por otra parte, deforma clara lo que podía ser un mando en mediodel fuego, pero me creía con la dignidad, el pudoro el orgullo suficientes para asumir las

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obligaciones que ello entrañaba. Me parecía queun valor individual, que yo creía sentirconfusamente, haría las veces de valor militar, eincluso sería superior a él. Pues tenía por el valorestrictamente militar una gran desconfianza. Trashaber debatido así conmigo mismo, me inscribí.

En el examen escrito nos propusieron este temaprofético: «Exponer los orígenes históricos de laguerra actual, prever su desarrollo, su final y susconsecuencias», y nos tuvieron tres horasencerrados para agotar este amplio tema. Pocoversado en Historia, salí del paso con un lirismoimitado de nuestros más grandilocuentes patriotas,infamé a los imperios centrales, exalté nuestrovalor, el de nuestros aliados y concluí con untriunfo no muy lejano que asombraría al mundo ylo salvaría de la barbarie. Este brillante fragmentome valió el ser clasificado cuarto de los cientocincuenta candidatos participantes, justo detrás deun excompañero de colegio, brillante alumno, ya

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admitido en la École Centrale de París. Pensé quela partida estaba ganada.

Pero quedaba el examen oral. Un día de tiempoglacial se nos reunió, con la curiosa indumentariaconsabida, en el Campo de Marte. Tras una largaespera, vimos llegar un automóvil con banderín.Bajó de él un coronel, que avanzó con la varonilseguridad que confiere la certeza de no ser nuncacontradicho. Este oficial superior, de frondosobigote, cejas pobladas, tez tostada de ociosohabitante al aire libre, respiraba energía. Tambiénla buscaba y pensaba encontrarla en la vehemenciade los apostrofes en un campo de maniobras.

Con su mirada habituada a juzgar a loshombres por su manera de alinearse, el lustre delas botas y lo largo que llevaban el pelo, recorriónuestra fila y decidió:

—¡Vamos a comprobar quiénes tienenaptitudes militares!

La prueba comenzó al punto. Se nos exigió que

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hiciéramos maniobrar una sección. Ignorantes detodo, fuimos sumamente torpes. Pero, como sehabía empezado por los primeros, los que habíanestado a punto de suspender en el escrito, tras doshoras de demostraciones, lograron captarfinalmente esa entonación falseada que confierefuerza a un mando. Una vez que se hubo terminado,un oficial alargó al coronel un paquete de copias.

—Mi coronel, aquí tiene las pruebas escritas.—¡Dejemos el papeleo, ya he tomado mi

decisión! —repuso este perspicaz jefe.En efecto, al día siguiente se designó a veinte

candidatos, cuidadosamente elegidos entre losúltimos.

Esta decisión de un coronel tan expertoconocedor de hombres puso fin a mis ambiciones yme relegó al rango de soldado, que decidí, paratomar mis represalias contra la mentecatez, noabandonar ya. Fue entonces cuando se me designóde oficio para formar parte del pelotón de los

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alumnos cabos, en el que se me mantuvo pese amis protestas. En él reencontré felizmente amuchos compañeros de estudios y pasamosalegremente el tiempo al margen de los ejercicios.Ésta camaradería fue el único beneficio que habíade sacar de ello, pues nunca fuimos ascendidos acabos.

He aquí por qué, tras un año de vida militar,sigo siendo soldado. Son muchos los que están enmi caso, los cuales habrían podido hacer más dehaber sido utilizados de mejor modo. No lamentonada, sino que simplemente constato que fue elejército el que, por mediación de un coronelirrebatible, rehusó el ofrecimiento que yo le habíahecho de mi buena voluntad.

Al bucear en mis recuerdos encuentro un hechoque había olvidado y que, en su momento, meirritó. Hoy lo veo de modo distinto y reconsidero

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esta irritación.Llevaba en el regimiento tres semanas cuando

me llamaron a la oficina de la compañía. Encontréa nuestro viejo capitán, bastante paternal porcierto, que me preguntó:

—¿Qué le pasa, amigo, no se siente bien?—Pues sí, mi capitán —dije, asombrado.—¿Sí?, ¿de veras?, ¿está seguro?—¡Absolutamente!—Dígame, ¿qué significa entonces esta carta?Leí:

Distinguido señor comandante:Me permito llamarle la atención sobre mi

nieto, el soldado Jean Dartemont. Este niño, porquien he velado largo tiempo, ha sido siempredébil, y estoy segura de que no podrá soportarlas fatigas de una campaña. Es una pena muygrande, en los tristes días que vivimos, que nose tenga en cuenta la salud de nuestros niños,

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de cuyo entusiasmo e inexperiencia se abusa.No debería mandarse a la guerra más que a losque son fuertes (sic,) y no exponer a los jóvenesdemasiado delicados que, incapaces de resistirlas emociones intensas, no serán en ella deprovecho alguno. Cada uno debe servir a supatria en la medida de sus posibilidades, y minieto, que es instruido, prestaría seguramentemejores servicios en las oficinas. Sé que eseniño no se atreverá a quejarse; por eso, con laautoridad que me dan los años y las desgraciasque he visto a mi alrededor, le escribo, señorcomandante, para que tome las oportunasdisposiciones justificadas por su frágilconstitución…

Yo me encogí de hombros, con humor.—¿Entonces? —preguntó el capitán.—Son las típicas exageraciones de una abuela.

¡Qué voy a ser tan débil!—Así pues, ¿no tiene ninguna queja, nada que

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pedir?—Absolutamente nada, mi capitán.—Está bien. ¡Puede retirarse!Me observó sonriendo mientras me iba. Yo

estaba furioso por esta torpe intervención y porquese hubiera podido creer que había incitado a miabuela a interceder de este modo. Murmuré:«¡Sigue siendo la misma, siempre con miedo atodo!». Pensaba en sus recomendaciones cuandopasaba las vacaciones en su casa, en sus temorescuando disparaba con el pistolete al fondo deljardín, cuando cruzaba el río en barca. Para ir abañarme tenía que esconderme, y escondermetambién para faltar a misa. Me dije: «¿Cuándo medejarán tranquilo?», metiéndola así en el mismosaco que al resto de la familia, cosa que no mepasaba generalmente, pues le estaba agradecidopor su afecto, quizá inquieto, pero dulce yprofundo.

Hoy me avergüenzo de mi ira. Cierto que mi

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abuela, al escribir aquello, no se mostraba enabsoluto espartana y su confesor hubiera podidoincluso reprocharle faltar a la resignacióncristiana. Pero me doy cuenta de que su temor antelos acontecimientos era más humano, estaba máscerca de la verdad que la bonita actitud de esasgentes a las que el valor costaba poco, puesto quelo ejercían en detrimento ajeno. Su corazóndesfalleciente le permitía imaginar lo que seríapara mí, que no lo sospechaba, la guerra, y temíaver correr ese riesgo, ver sufrir en ella a los quequería. Anteponía mi seguridad a toda vanidad yprefería decididamente mi vida a cualquier tipo deconvencionalismo. Y su carta, que mi ignoranciame había hecho considerar ridícula, me pareceahora la mejor razón que la buena anciana me hayadado jamás para quererla.

No existe para mí un estadio intermedio entre el

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placer y el aburrimiento. Ahora bien, no puedohacer bien más que aquello que hago con placer, yno puedo encontrar placer más que en una funciónque me ocupa la mente. De todas, la condiciónmilitar es aquélla en la que menos uso se hace dela mente. Es preciso que sea así para que elejército pueda reclutar sus cuadros yreconstituirlos fácilmente cuando se vendiezmados. Toda la fuerza del ejército reside en elprincipio del firmes, que anula en lossubordinados la facultad de raciocinio. Es unanecesidad comprensible. ¿Qué sería del ejército sia los soldados se les ocurriese preguntar a losgenerales adónde los llevan y se pusieran adiscutir el asunto con ellos? Esta preguntaincomodaría a los generales, pues un jefe no debeverse jamás obligado a responder a un inferior:«¡No lo sé más que tú!».

Ocurre que, tras un año de vida militar, medigo que soy un mal soldado, y lo deploro, como

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deploraba en otro tiempo ser un mal alumno. Nopuedo decididamente plegarme a ninguna regla.¿Soy merecedor por ello de una condenación?¿Acaso el hecho de no haber aceptado losprincipios que me han enseñado es una tara? Creoque en general es un bien y que estos principiosson funestos. Pero viendo a todo el mundo unidocontra mí, seguro de sus convicciones, a veces meentran dudas: tengo mis debilidades comocualquier hijo de vecino y cedo ante la opiniónpública… Temo no ser apto para esta guerra queno pide sino pasividad y aguante. ¿No seríapreferible para mi tranquilidad ser un combatienteconvencido, como los hay? (pero ¿acaso heencontrado nunca alguno?), ¿luchando ferozmentepor su patria y persuadido de que la muerte decada enemigo que mata le hace ganar indulgenciasante su dios? Tengo la desgracia de no poderactuar sino en virtud de un móvil que mi razónapruebe, y mi razón rehúsa cualquier tutela que

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quiera imponérsele. Mis maestros, en otro tiempo,me reprochaban mi independencia; más tarde,comprendí que lo que temían era mi juicio y quemi lógica de adolescente sacaba a relucircuestiones que ellos habían decidido mantener enla sombra. Pero hoy día tales tutelas son másfuertes, y los que las ejercen quizá me harán matar.

En el depósito de reclutas, una vez terminadanuestra instrucción en el pelotón, se nos habíanombrado soldados de primera (losnombramientos de cabos no debían hacerse másque en el frente) y confiado a cada uno unaescuadra[8]. Yo, por mi parte, mandaba aveinticinco hombres. Nunca conseguí interesarmepor ese mando, o sea, comprobar el lustre de lasculatas de fusil, la alineación de los botones, lasimetría de los equipos, acosar a unos hombrespara hacerles sentir su dependencia y mi

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superioridad, imponer a otros lo que, en su lugar,yo habría sufrido. Se requiere una ciertamediocridad para tomarle gusto a tales cosas, y losque, por encima de mí, lo tenían, no tardaron endarse cuenta de que yo no era de los suyos. Sevengaron de ello designándome para la primerasalida hacia el frente. Yo notaba en su actitud unaamenaza que no había de comprender hasta mástarde. En el momento, me reí de esta preferenciafatal y vi en ello una contradicción (que, sinembargo, hubiera tenido que iluminarme) con ladoctrina del ejército: si el honor está en el peligro,¿por qué me mandaban a mí antes que a los quemás lo merecían? Pero yo había decidido ir alfrente. Cuanto antes mejor, ya empezaba a estarharto de ese régimen de retaguardia que volvíainsensiblemente a los rigores del cuartel.

Nuestra partida fue alegre. Nos habíandistribuido equipos nuevos y uniformes azulhorizonte[9] de un modelo nuevo, con los que nos

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volvimos coquetos. Tuvimos cuarenta y ocho horaspara pasearnos por la ciudad y leer en la miradade las mujeres el cariñoso interés que les merecíannuestra juventud y nuestra intrepidez. Eramosbastante fatuos respecto a una y a otra.

Me despedí de una persona que había tenidoconmigo bondades y la indulgencia de una personamayor que yo, conocedora por experiencia de laingratitud de los hombres y de que no hay quepedirles demasiado. Sabiendo que no era en mivida más que un ave de paso, no le había hechoninguna pregunta sobre su pasado (que yo veíabastante turbio) y, en dos meses, no habíaconocido de ella nada más que su nombre de pila,indispensable para el diálogo. Es decir, que mifuerza estaba intacta, destinada a otras metas, yque no se había visto disminuida por los neciosenternecimientos que pueden debilitar un corazónviril. Me separé de esta cómoda mujer condecisión, sin ningún pesar ni intención de volver

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con ella. Creo que habría rehusado dedicarle unasemana, que habría incluso sacrificado la vanidadde sentirme amado a mi deseo de ir a visitar uncampo de batalla, de conocer, por fin, lo quepasaba allí. Yo no seguía viendo más que lopintoresco de la guerra.

Diez meses después de la quinta del 14,partimos para el frente, dando muestras de granaplomo, y la población, un tanto hastiada, no porello dejó de festejarnos muy honradamente porqueapenas si teníamos diecinueve años.

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IIILa zona de los ejércitos

Nuestra llegada al círculo encantado fue unadesilusión. Al descender del tren, en pleno campo,tuvimos que realizar una larga etapa bajo la lluvia,durante la cual nuestros bonitos equipos, nuestrasmochilas completas, nuestros cartuchos y nuestrospertrechos nos pesaron mucho. Al caer la noche,llegamos a una gran mansión bastante noble, cuyaescalinata estaba cubierta de brillantes oficiales.Pero se nos hizo levantar nuestras tiendas en losesponjosos céspedes, a la sombra de los árbolesdel parque chorreantes de agua. Este quehacer,para el que éramos inhábiles, nos llevó mucho ratoy lo terminamos ya a oscuras. Luego, ya mojados,tuvimos que dormir en ese terreno pantanoso.

Al día siguiente, se nos destinó a un batallónde marcha. Tales batallones constituían canteras

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humanas, que el mando desplazaba paralelamentea la línea de fuego para llevarlos a los lugaresamenazados, a fin de que pudiera contarse conrefuerzos inmediatos. Tales batallones podíancompararse asimismo a almacenes del frente,donde se dejaba a los que habían sufrido heridasleves y a los enfermos que salían de los puestos desanidad. Estos heridos, veteranos, eranreconocibles por sus uniformes descoloridos, porsu fingida sumisión y por su aire preocupado. Lossuboficiales tenían más consideración con ellos.

Se me concedió el formar parte de la mismaescuadra que mi compañero Bertrand, con el quehabía seguido al pelotón y que era, como yo,soldado de primera. Pero pronto nos dimos cuentade que este galón no gozaba allí de crédito alguno,que nos condenaba únicamente al ridículo, ydecidimos prescindir de él con un corte decuchillo. No fue sin embargo lo bastante prontocomo para que nuestro cabo no se hubiese dado

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cuenta y no nos tomase ojeriza. Veía sin duda enese galón un principio de ascenso que amenazabasu poder. Nos tuvo en el punto de mira y los dosdesgraciados soldados de primera, inclusodegradados, se convirtieron en el triste objeto desu saña y de sus vejaciones. Debo decir que meconcedió la preferencia a mí. Bertrand era decarácter más bien bonachón y de rostro pocoexpresivo, al ser sus sentimientos menos violentos.Mi rostro, por el contrario, por el asco quereflejaba, era un perpetuo desafío a nuestrosuperior. Sólo cabe definir a ese suboficial, cuyonombre he olvidado, con este término: un bruto. Sufacha no permitía llamarse a engaño al respecto einspiraba repulsión: una cara ancha y roja, uncráneo achatado, una nuca gruesa, un torsopoderoso pero feo, unas piernas delgadas cuyasrodillas se rozaban, abierto de pies, unos puñosmonstruosos, tenía algo de plebeyo en la mirada, yuna voz de carretero borracho. Nos mandaba con

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indignante grosería, y se jactaba permanentementede su coraje. Más tarde pudimos comprobar quecarecía de él.

Siempre es fácil en el ejército perseguir a lagente y cogerla en falta. Personalmente, yo ofrecíael flanco porque, poco entrenado, el cansancio meabrumaba hasta el punto de que descuidaba másque nunca el mantenimiento de mi armamento y losdetalles de mi indumentaria. Sobre todo era unpésimo marchador. Nuestro verdugo se percató deello y no dejó nunca, con ocasión de undesplazamiento, de hacerme cargar con un fardosuplementario. Mandaba colocar en mi mochilauna marmita con la carne de la escuadra. Esospocos kilos en voladizo eran un suplicio. No tardéen tomar la decisión de ir a la cuneta tras elsegundo descanso. Tumbado boca arriba, dejabapartir a la columna y esperaba que pasase uno delos numerosos convoyes que atraviesan lascarreteras. Saltando de un furgón a otro, terminaba

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la etapa cómodamente. En cierta ocasión, mimochila, cayendo de un arcón de artillería al queme había agarrado como una lapa, se deslizó bajolas ruedas. La marmita acabó triturada, y, por lanoche, la escuadra no pudo comer. No se meconfió más la carne.

Abrir letrinas, barrer acantonamientos, rellenarjergones eran ocupaciones que no nos permitían eldescanso. Lo hacíamos con una indolencia risueñay una torpeza nunca desmentida. Nuestro buenhumor se veía sostenido por la idea de que el lugarno brindaba recurso alguno y que lo mismo dabapasar el tiempo juntos, ingeniándonoslas parasabotear un trabajo o eternizarlo, y afectar que ellonos gustaba. Al final, nos apasionó. Cuando sellamaba a los hombres para tareas pesadas,habíamos adquirido la costumbre de declamar elfragmento de Cicerón: «Quid abutere, Catilina,patienta riostra?». Nuestro jefe, la primera vezque oyó estas palabras, oliéndose una rebelión,

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exclamó: «Pero ¿qué coño decís?». A lo que yorespondí, con gran dulzura: «No es tarea mía,cabo, enseñarle latín».

Tanto insistió que al final perdí la paciencia.Vuelvo a ver el lugar. En una planicie desérticacastigada por un sol de justicia de junio, la mitadde nuestra sección estaba haciendo ejercicios a lasórdenes de Catilina (le había quedado el nombre).Sin más razones que su odio, había mandadodescanso a mis camaradas y a mí me hacía realizarsolo los agotadores movimientos de la esgrima ala bayoneta: ¡apunta!, ¡acomete!… La fuerza tieneunos límites que él no tenía en cuenta, y estaprueba era una especie de duelo en el que yo porfuerza había de acabar sucumbiendo. Pues bien,sabía que era muy capaz, cuando yo no pudieramover más los brazos, de provocarme acusándomede insubordinación. Pero lo que más meexasperaba era su asquerosa jeta. Eché a andarsúbitamente hacia él, con mi bayoneta calada, y,

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apuntándola contra su pecho, le dije: «¡Mira quete…!». No sé si le hubiera matado. Él, al ver miexpresión, no lo dudó. Palideció y se calló, y todala semisección, temblando, comprendió que estabavencido.

En ese momento, en el que me comporté comoun irresponsable, me arriesgué a acabar enpresidio. ¡A qué nos lleva el honor! Pero estegesto insensato, que habría podido perderme, pusofin a nuestra persecución. Ese cabo intentó en losucesivo brindarnos su amistad. Le dimos aentender que su odio nos repugnaba menos y que,por otra parte, no le temíamos. Pero ese bruto noshabía estropeado nuestro primer mes en el frente yhecho sentir asco anticipadamente de la nueva vidaque esperábamos.

Durante varias semanas se nos paseó en todas lasdirecciones. Cocinábamos al aire libre y vivíamos

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en tiendas de campaña. Me acuerdo sobre todo dedos marchas. La una, de día, durante la cualtuvimos que soportar un fuerte calor. Nuestrobatallón se disgregó por entero y se dispersó a lolargo de las carreteras en grupos de hombrescojos, y como insolados, que se arrastraban conesfuerzo, esperaban en los campamentos yasaltaban los convoyes para hacerse transportar.Fiel a mi principio, yo había abandonado las filasdesde un comienzo. Sabiendo que no podría irhasta la meta, me decía que era mejor no esperar aestar agotado. Esa etapa, al final, se pareció a unadesbandada.

La segunda marcha duró doce horas y fuedurante la noche. Partimos de improviso. Todo elbatallón estaba somnoliento y marchábamos conlos ojos cerrados, tropezando los unos con losotros. A cada alto, nos dormíamos en los ribazos.Las marchas nocturnas son terribles, porque no esposible fijar la mirada en nada ni tampoco distraer

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la mente, que a su vez distrae al cuerpo delcansancio. Éramos arrojados en todo momento enlos arcenes por unos arcones de artillería quepasaban a gran velocidad, filas de camiones y depesados autobuses de avituallamiento, que notenían la menor consideración con las titubeantescolumnas de infantería. Estos vehículos levantabantolvaneras de un polvillo blanco, que se nospegaba en los rostros sudorosos, volviéndoloscrujientes como esmalte. Eramos una tropa defantasmas y de ancianos, que no sabían más quegritar: «¡El descanso!». Pero unos silbidossiempre nos volvían a poner en pie,desencadenaban nuestro doloroso mecanismo deportadores de fardos, y parecía que avanzásemos,no ya para cubrir una etapa, sino para alcanzar losconfines de esa noche, desplegada sobre la tierrahasta el infinito.

Fuimos sacados de este sopor por unabrasamiento del mundo. Acabábamos de salvar

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una cresta, y el frente, delante de nosotros, rugíacon todas sus bocas de fuego, llameando cualfábrica infernal, cuyos monstruosos crisolestransformasen en lava sangrante la carne de loshombres. Nos estremecimos sólo de pensar que noéramos más que hulla destinada a alimentar aquelhorno, que aquellos soldados luchaban contra latempestad de hierro, el rojo ciclón que incendiabael cielo y sacudía los cimientos de la tierra. Lasexplosiones eran tan densas que no formaban másque un solo resplandor y ruido. Se hubiera dichoque en el horizonte inundado de gasolina habíanechado una cerilla, que algún genio maléficomantenía vivas aquellas diabólicas llamas deponche y se reía en su nube para festejar nuestradestrucción. Y para que nada faltase en aquellafiesta macabra, para que una oposición acentuasemejor su sentido trágico, se veían ascendergraciosos cohetes, como flores de luz, que seabrían en lo alto de aquel infierno para volver a

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caer, moribundos, con una estela de estrella.Estábamos alucinados por aquel espectáculo, cuyoangustioso significado sólo conocían losveteranos. Fue mi primera visión del frentedesencadenado.

Fue al día siguiente cuando, al sentir un picor,metí la mano en mis pantalones, donde algo blancose incrustó debajo de mi uña. Saqué mi primerpiojo, pálido y gordo, cuya vista me hizo esbozaruna mueca de asco. Me fui a esconder detrás de unseto e inspeccioné mis ropas. El insecto teníacompañía, y, en las costuras, descubrí los puntitosblancos de sus huevos. Aunque estaba infestado,tenía que conservar sin embargo esas ropasrepugnantes, aguantar los cosquilleos y laspicaduras de la piojera, a la que mi imaginaciónveía constantemente activa. La inmunda familiadebía prosperar a partir de ahora durante mesessobre mi cuerpo, y mancillar mi vida íntima con supulular. Este descubrimiento me desmoralizó y me

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hizo odiar la soledad, acosado ahora por eljabardillo de los parásitos. Los piojos marcaban lacaída en la ignominia y un hombre no podíaescapar a esta roña de la guerra más que si veíacorrer su sangre. Los héroes eran sórdidos comolos frecuentadores de los albergues nocturnos, ysus acantonamientos, más sucios que dichosalbergues, eran también mortales.

La retaguardia del frente era un hervidero detropas de todas las armas. Como los escasospueblos no podían albergar a tantos soldados,éstos habían levantado por todas partescampamentos primitivos, tiendas, chabolas ybarracas, que animaban el campo con sus humos.Cada arboleda, cada hondonada de barrancodisimulaba una tribu de combatientes, ocupados ensu subsistencia y en su colada. La región estabaprofundamente devastada por los pisoteos, losacarreos y las depredaciones, cubierta de restos yde podredumbre, marcada por esa desolación que

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traen los ejércitos a los territorios en los quepenetran. Sólo el vino sustentaba el ideal. Lastibias barricas de las cantinas derramaban elolvido a los que tenían dinero para hacer llenarsus cantimploras.

Por la mañana, oíamos vibrar el aire, y, en elazul cegador en que el sol disipaba los restos de labruma que anuncia el gran calor, un avión ascendíarevoloteando como una alondra. Lo seguíamoslargo rato con la mirada hasta que la atmósfera lodiluía, o no era ya, en la lejanía, más que unarelumbrante chapa de mica balanceada por elviento. Envidiábamos a aquel hombre que hacía laguerra en un cielo límpido, a ese ángel armado deuna ametralladora.

Delante de nosotros, la línea de las«salchichas»[10] indicaba el frente, el frentetonante del sector de ataque, cuya cólera nosllegaba por medio de sordas bocanadas. A vecesnos cruzábamos por las carreteras con una

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demencial procesión de camiones, llenos desoldados de infantería despavoridos, los unosfrenéticos, aullando como si fueran insultos sualegría de supervivientes, los otros tendidos, conlas piernas colgando, inmóviles como muertos, ytodos manchados de tierra y de sangre. Eran lastropas que acababan de hacerse ilustres en Notre-Dame-de-Lorette, en el Labyrinthe, en Souchez, enla Targette, y sabíamos, por el número decamiones vacíos, lo que les había costado a esosregimientos arrebatarles al enemigo algunas casasen ruinas o algunos trechos de trincheras.

El batallón llegó finalmente a sus cuarteles, a unospocos kilómetros de las líneas, en un pueblo dondese organizó la vida. La carretera que atravesabaese pueblo señoreaba todo el sector de Neuville-Saint-Vaast. Estábamos así apostados en unaencrucijada y éramos testigos de la vida del frente

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por el movimiento de los relevos, de losabastecimientos y de las ambulancias. El continuoembotellamiento de las vías de acceso obligaba alas unidades a permanecer paradas largo tiempoante nuestros ojos. Podíamos examinar de cerca aesos hombres que se habían batido ya, a esoshombres terribles, endurecidos, que regresaban denuevo para atacar. No decían más que groserías,para burlarse de la muerte, pero se los notabaansiosos pese a sus bravatas, al borde de ladesesperación. Eran guiados por oficiales derostro tenso, vestidos sobriamente, que seconfundían con ellos, los tuteaban con frecuencia yreducían las órdenes al mínimo. Esos soldadosformaban grupos pensativos en torno a lospabellones de armas, se peleaban ferozmente conlos suboficiales a los que amenazaban conrepresalias de destino, y aprovechaban la menorfalta de atención para precipitarse hacia los pocoscafetines del lugar. Muchos estaban borrachos, y

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no sólo los soldados. Por la tarde, tomabanlentamente el camino de subida. Se oía disminuirsu algazara, que no tardaba en verse ahogada porlos ruidos del cañoneo, bajo cuyos tiros sedirigían.

Nos acostábamos sobre la paja, en unosbarracones de madera embreada, donde hacía uncalor asfixiante durante el día. Se nos empleabapara trabajos de excavación, para rehacer viejastrincheras, con miras a una nueva ofensiva.Partíamos al crepúsculo, marchábamos largo ratoa través de antiguas posiciones. Llegados alterreno, se nos asignaba nuestra tarea por equiposde un par de hombres, con un pico y una pala. Porlas noches, pasada una cierta hora, se estabatranquilo. Únicamente se oía el crepitar de lasgranadas a lo lejos, breves descargas de fusil, seveía ascender cohetes luminosos, y balas perdidassilbaban como mosquitos. Algunas ráfagas deartillería impactaban delante de nosotros, también

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lejos, y una batería invisible, agazapada en lasombra, ladraba una respuesta. Regresábamos alcampamento al clarear y teníamos la mañana paradescansar.

Nuestros barracones estaban tan infestados depiojos que yo iba a menudo a dormir a un campo,envuelto en mi manta y la lona de la tienda. Lomolesto era la humedad del rocío. Sin duda fueella la causa de esos cólicos que me agotaron y meprivaron largo tiempo de toda tranquilidad. Estaindisposición, en una situación en la que sólo sepedía una participación física, adquiría granimportancia.

Con Bertrand y algunos otros soldadosestábamos agregados a la oficina de la compañía,en calidad de ordenanzas y, si era preciso, desecretarios. Ello no nos rebajaba de servicio, peronos proporcionaba algunas ventajas. Noslibrábamos del ejercicio del mediodía, de losfastidios, y recibíamos nuestros víveres por

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separado para cocinar en una casa particular,añadiendo algún dinero con el que mejorar elrancho normal. Tener que cocinar era, por otraparte, ocasión para frecuentes disputas, debido alas tareas que comportaba, en las que nosotros noponíamos ninguna buena voluntad. He observado amenudo que en el frente el tedio y la miseria de loshombres se transformaban en cólera al menorpretexto, pues, al no saber con quién emprenderla,se vuelven salvajemente los unos contra los otros.El exceso de sufrimiento les llevaba a talesextremos. Y como las preocupaciones materialeseran las únicas en que se pensaba (al estarsuspendida toda vida del espíritu, ya que no habíaallí con qué alimentarla), las más miserablessatisfacciones eran el origen de esas peleas. En laguerra se daba rienda suelta a todos los instintos,sin ningún control, sin más freno que la muerte,que golpeaba ciegamente. Un freno que ya noexistía para algunos a los que sus funciones

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protegían habitualmente del peligro. En aquelpueblo donde residían muchos oficialessuperiores, vi dos ejemplos de lo que digo.

El primero era el coronel de un regimiento deinfantería, que descansaba en un campamentoestablecido a la salida del lugar. Antiguo soldadode la infantería colonial, robusto y sanguíneo, esteoficial sentía pasión por zurrar a los soldados.Procedía de una manera, de la que fui testigo, querevelaba un profundo desequilibrio. Interpelaba aun hombre, le hacía acercarse, le preguntaba consuavidad para ganarse su confianza, con una bonitasonrisa, pero sus ojos brillaban de un modoextraño y sus venas se hinchaban. Y súbitamentelanzaba un gran puñetazo a la cara delsubordinado, acompañado de un torrente deinsultos que le excitaban aún más: «¡Toma,cabrón! ¡Hijo de perra!», y continuaba repartiendosopapos hasta que el otro, recuperado de lasorpresa, se escabullía. Se veía entonces al

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coronel proseguir su paseo, con su andar aempujones de atáxico, su rechinar de mandíbulas,y aire feliz. A menudo un soldado desocupado,parado en la calle, recibía un furioso puntapié enlas posaderas; el coronel pasaba por ahí. No tardóen ocurrir que se hizo el vacío en torno a él y nopudo ya acercarse a nadie. La privación fue tancruel que cambió, se volvió neurasténico. Susúnicos buenos momentos eran cuando caía en susmanos alguien de una unidad próxima o de otraarma, que ignoraba su manía. Pero estas bicocaseran raras. Conoció unos buenos tiempos cuandosu regimiento recibió un refuerzo de cuatrocientoshombres que llegaron al depósito de reclutas.Durante una semana, no hizo más que sacudir einsultar y recuperó el buen humor. Los veteranos,ocultos en los rincones, asistían al apalizamientode los novatos, atónitos de que la guerraconsistiera en que le partiera a uno la cara unoficial superior. Los soldados afirmaban, por otra

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parte, que, salvo por ese defecto, su coronel no eramala persona. Había levantado incluso variasveces castigos graves que hubieran supuesto unconsejo de guerra. Cierto que los culpables habíanacabado con la cara ensangrentada y algunosdientes rotos.

—¡Es asombroso —me dijo Bertrand— quenunca nadie se la haya devuelto!

—Sería demasiado peligroso. Si alguien sedefendiera así se saldría con la suya. Pero nadaimpediría a continuación a su jefe confiarle unamisión con una muerte segura.

Íbamos cada semana a la ducha. El serviciosanitario había pensado, para matar los parásitos,untarnos el cuerpo con cresol. Los enfermeros nosasperjaban con una esponja. Este tratamiento, quenos abrasaba durante una hora, resultaba ineficazpara los piojos, que volvíamos a encontrar sanos ysalvos y llenos de apetito en nuestras ropas, que nose desinfectaban. Estas duchas constituían toda una

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atracción, gracias al «tío Mamón». Habíamosapodado así a un general de división, flaco, sucioy encorvado, de ojos inyectados en sangre, queestaba permanentemente allí. A ese jefe sádicosólo le gustaba ver a los soldados desnudos.Pasaba revista a cada nueva hornada, alineadabajo los chorros, a pasito de anciano, manteniendola mirada a la altura de medio cuerpo. Si algo lellamaba la atención por su tamaño, felicitaba alhombre: «¡Bonito aparato que tienes!». Se lealegraba el rostro del contento y babeaba. Sólo sele encontraba en la ducha y en las letrinas. Sequedaba absorto contemplando las zanjas,sumergía su bastón en ellas, y recibía a loshombres, sorprendidos de encontrarle allí: «Aello, muchachos, no os sintáis incómodos por mí.Cuando el vientre funciona, todo funciona. Sólovengo a ver cómo andáis de moral». Estascostumbres, que hubieran sido inadmisibles enotro sitio que no fuese la guerra, divertían a los

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soldados, poco exigentes en cuanto adistracciones.

Bertrand me decía:—Es terrible pensar que la vida de diez mil

hombres pueda depender de este general. ¿Cómoquieres que ganemos la guerra con semejantesjefes?

Yo le respondía:—No vemos lo que pasa en el bando enemigo.

También ellos tienen sus estúpidos y cometen suserrores. La prueba más patente está en quevinieron para vencer, con todo lo preciso para unavictoria rápida, y han fracasado.

—¿Cómo crees tú que acabará esto?—No lo sé. Los hombres al cargo de la

dirección de la guerra se han visto desbordadospor los acontecimientos. Las fuerzas son todavíatan considerables que se equilibran. Como en eljuego de las damas, en el que hay que comersemuchas fichas antes de verlo claro, aquí habrá aún

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que matar a mucha gente antes de que las cosas seperfilen…

—Se les va arañando poquito a poco ciertaventaja, como decía aquél…

—Nos la arañamos mutuamente. Los generalesde ambos bandos hacen la guerra con los mismosprincipios militares, por lo que por fuerza seanulan. Una guerra se gana con una idea: el caballode Troya, los elefantes de Aníbal, el paso del SanBernardo eran ideas.

—¿Y los taxis de París?—Es también una idea, aunque no militar. ¡Y

sin embargo![11]

—¿Y qué me dices del valor?—El valor es una virtud de subalterno, la

inteligencia es una virtud de jefe. Falta unainteligencia que se eleve por encima de las demás.El genio trastoca los principios, inventa.

—¿Tú crees que Napoleón…?—Napoleón sería fiel a sí mismo. Elaboraría

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su estrategia a partir de los datos de 1914, como laelaboró a partir de los de 1800. Alejandro, César,Napoleón eran pensadores. Hoy no hay más queespecialistas, cuyo espíritu se ve falseado por lasdoctrinas, por una larga deformación profesional.

—Conocen su oficio.—No te creas. ¿Dónde han podido aprenderlo?

Esta guerra ha llegado después de cuarenta añosde paz. Sólo habrían podido formarse en lasgrandes maniobras, que eran inútiles simulacros, ycuyos efectos resultaban incontrolables. Losgenerales eran como titulados al salir de unaescuela: teoría y ninguna práctica. Han venido a laguerra con un material moderno y un sistemamilitar de un siglo atrás. Ahora aprenden,experimentan con nosotros. Los pueblos deEuropa están entregados a estos todopoderosos ypresuntuosos ignorantes.

—Según tú, ¿qué haría falta para ser un granjefe militar?

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—Me pregunto si no haría falta, en primerlugar, no ser militar, para aportar así a lacomprensión de la guerra un espíritu nuevo.Tenemos menos necesidad de un jefe militar quede un líder, lo cual sería mucho más…

—Tal vez aparezca luego…—Tal vez…Nos sentíamos agobiados por el calor, la

suciedad y el hastío.

Pero la impresión más fuerte de este período se ladebo a ese cadáver que no vi, sino que sentí. Unanoche que estábamos ahondando un ramal detrinchera, sin distinguir siquiera el lugar dondecaían nuestros golpes, un pico penetró en la tierracon un ruido blando, como si hubiera reventadoalgo. Acababa de toparse con un vientre, húmedo yputrefacto, que nos lanzó a la cara sus miasmas, enun chorro de gas bruscamente liberado. Un hedor

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invadió la trinchera, nos taponó la bocaimpidiéndonos respirar, nos clavó unas agujasemponzoñadas en el borde de los párpados quenos arrancaron algunas lágrimas. Aquel géiserpestilente sembró el pánico entre los que estabantrabajando, que desertaron a toda prisa de aquelrincón maldito. El cadáver expandió sus ondasatroces, se adueñó de la noche, penetró hasta elfondo de nuestros pulmones con sudescomposición, reinó en el silencio. Unossuboficiales tuvieron que llevarnos de nuevo a lafuerza hacia aquel muerto irritado, sobre el quepaleamos con furia para recubrirlo y calmarlo.Pero nuestros cuerpos habían olfateado el horribley fecundo olor de la podredumbre, que es vida ymuerte, y durante un largo rato ese olor nosprodujo una picazón en las mucosas, hizo secretarnuestras glándulas, despertó en nosotros algunasecreta atracción orgánica de la materia por lamateria, incluso corrompida y próxima a la

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destrucción. Nuestra podredumbre prometida, yquizá próxima, comulgó con esa podredumbreavanzada, en su punto álgido, que domina el almaconsunta y la expulsa.

Esa noche pensé en el destino de aqueldesconocido cuyo descanso acabábamos de turbaren su tumba y que otros seguirían pisoteando.Imaginé a un hombre semejante a mí, es decir,joven, lleno de proyectos y de ambiciones, deamores aún no definidos, recién salido de lainfancia y a punto de acometerlos. La vida, paramí, se parece a una partida que empezamos a losveinte años y cuya victoria se llama éxito: dineropara la mayoría, reputación para algunos, estimapara los menos. Vivir, perdurar, no es nada;realizarse lo es todo. Comparo a aquél que muerejoven a un jugador que acabara de coger sus cartasy al que se le prohibiera jugar. Tal vez para esejugador se trataba de una revancha… Veinte añosde estudios, de subordinación, de deseos y de

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esperanzas, esa suma de sentimientos que llevauno en sí y que constituyen su valía, habíanencontrado en aquel rincón de ramal de trincherasu desenlace. Si tuviera que morir ahora, no diríaque es espantoso o es terrible, sino que es injusto yabsurdo, porque aún no he intentado nada, no hehecho nada más que esperar mi oportunidad y mihora, que acumular energías y tener paciencia. Lavida de mi voluntad y de mis gustos apenas siacaba de empezar: comenzará, puesto que laguerra la ha aplazado. Si sucumbo en ella, nohabré sido más que un ser dependiente eimpersonal. Por tanto, un derrotado.

Descubrí por vez primera una gran extensiónde frente el 15 de agosto de 1915. A algunoskilómetros por delante de nuestro pueblo seencontraba una colina, llamada el monte Saint-Eloi, en los parajes, creo, de la famosa haciendade Berthonval, de donde había partido nuestroataque de la primavera y que no debía de ser ya

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por entonces más que un montón de escombros. Enesta colina se alzaba un monumento, una iglesia,dañada por los obuses y cuyo acceso estabaprohibido por peligroso. Pero yo, curioso por ver,conseguí penetrar en ella con Bertrand y subimos auna de las torres por una escalera de piedra, quese bamboleaba en algunas partes y estaba atestadade cascotes que se habían desprendido de losmuros, agrietados por el bombardeo. Desde loalto, la vista se perdía a lo lejos en la llanura deArtois, sin descubrir nada de la actividad de unabatalla. Algunos copos blancos, que precedían alas detonaciones, nos informaban de que era allídonde tenía lugar la guerra, pero nosotros nopercibíamos rastro alguno de los ejércitosescondidos en la tierra que se observaban y sedestruían lentamente, en esa campiña árida ysilenciosa. Esta extensión tan calma, abrasada porel sol, confundía nuestras previsiones. Veíamosperfectamente las trincheras, pero como

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minúsculos terraplenes, como delgados y tortuososcanales, y nos parecía increíble que esa vulnerablered pudiera presentar una seria resistencia a losasaltos, que uno no la salvara fácilmente paralanzarse adelante. Más tarde pensé que unosgenerales, que no habían hecho labores devigilante ni afrontado una red de alambradas bajolos disparos de unas ametralladoras, podían enefecto ver las trincheras como nosotros las vimosentonces, con ojos de novatos, y hacerse lasmismas ilusiones. Estas ilusiones parecen habersido determinantes en la carnicería e inútilofensiva en la que yo tomé parte.

Poco después, se nos destinó a una unidad decombate.

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IVEl bautismo de fuego

Fuimos a primera línea a comienzos deseptiembre, durante una tarde tranquila y bastantefresca. El sistema de trincheras se extendía en unaprofundidad de ocho a diez kilómetros, perovagamos durante toda la noche, con nuestrasmochilas a la espalda, extraviándose la cabeza dela columna constantemente en las innumerablesbifurcaciones que se abrían ante nuestros guías.Tuvimos que volver varias veces sobre nuestrospasos y esperar a que los batidores hubiesenterminado de explorar aquel laberinto silencioso ydesolado, en el que se perdían a su vez. Detrás denosotros habían desaparecido unas fracciones, porculpa de unos hombres que se habían dejadodistanciar algunos metros, habían perdido de vistaal que les precedía y tomado una dirección

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equivocada. Cada uno de nosotros tenía laresponsabilidad de todos los que le seguían. Lamarcha fue interrumpida por órdenes de «¡alto!» yde «¡media vuelta!» que la hicieron muy fatigosa.

A mí me sostenía la idea de que esa noche erami bautismo de fuego, y sufrí menos que decostumbre por el peso de mi equipo. Poco a pocoalcanzamos la zona activa, la zona de acecho.Reinaba allí esa atmósfera más tibia de los lugaresque están habitados; flotaba el penetrante olor delos cuerpos, una mezcla de fermentaciones ydeyecciones, así como de restos de comidaagriados. Unos ronquidos salían de los paredonesde tierra que rozábamos, y fugitivos rayos de luzindicaban las entradas de algunas cuevas dondedescansaban los durmientes. Por encima denosotros, la maraña aérea se complicaba: redes dehilos, rollizos, pasarelas que nos obligaban a cadamomento a inclinarnos. Aunque las primeras balasperdidas comenzaron a surcar los aires, apenas si

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se distinguían los disparos de fusil. Pasabanobuses, como vuelos de grandes aves, muy alto,para ir a caer en algunas hondonadas dondeestallaban sordamente. Los cohetes iluminabanahora un paisaje inestable, recubrían unanaturaleza hecha jirones con un breve y siniestroclaro de luna. Tras sus explosiones de luz irreal,nuestro regreso a la noche era más profundo yavanzábamos tanteando como una cuerda deciegos. A medida que progresábamos, los caminosse volvían más tortuosos y sentíamos la vida másdensa. Fuimos a parar finalmente a unas ruinas, ytuve la impresión de penetrar en una ciudad muertaque hubiese sido exhumada. Pero moría la noche.Veíamos nuestros rostros pálidos, teñidos deverde por el alba y la fatiga. Nuestra compañíapenetró en un sótano, se instaló en él al resplandorde un farol de gas y se durmió.

Despertado algunas horas después, me acordéde que me encontraba en Neuville-Saint-Vaast, a

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algunos cientos de metros de las primeras líneas.Me dije que esta vez estaba en pleno corazón de laaventura, con mi oportunidad, mis energías y micuriosidad intactas. Enseguida estuve fuera, sinarmas, como un turista. Saludé la limpidez delcielo, que me pareció un feliz presagio, y partí aldescubrimiento, como un paseante, por el ramalcentral, verdadero bulevar de la guerra. Este ramalestaba atestado de soldados atareados a los que yoles traía sin cuidado. El desbarajuste eraasombroso. Había sido transportado a una regióndesconocida, que no se parecía a nada de lo quehubiera podido ver, y este caos, que yo tenía laintención de curiosear, me encantaba, puesto queveía en él el símbolo de la libertad que sin dudame esperaba en esos lugares. De las casas noquedaban más que algunos lienzos de pared yamontonamientos de piedras recubrían los sótanosen los que se refugiaban los soldados; algunassostenían aún unos armazones inclinados,

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perforados, que extendían sus vigas calcinadascomo señales de angustia. Árboles mutiladosestaban fijos en poses de suplicantes. Uno, queconservaba algunas hojas, me hizo pensar en ladesgarradora alegría de un lisiado. Me sentícomplacido de perderme en el dédalo infinito delos ramales, para sentir allí el abandono yaprender a encontrar mi camino, con ese sextosentido propio del guerrero.

Los refugios, de dimensiones y formasvariadas, abiertos en los flancos de la tierra,ofrecían un curioso espectáculo. Pero lo quellamaba sobre todo la atención en esasinstalaciones improvisadas era que los materialesutilizados para su establecimiento eran ya simplesdesechos y restos de serie: viejas maderas, viejasarmas, viejos utensilios de cocina. Loscombatientes, desprovistos de todo,ingeniándoselas, habían llegado a esta industriabárbara. Algunos instrumentos de hierro resultaban

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útiles para cualquier necesidad, y la vida se veíareducida a las condiciones más elementales, comoen las primeras edades del mundo.

Volví a nuestro sótano, para salir de nuevo.Rebuscando fuera de los ramales, descubrí en elsubsuelo de una casa dos cadáveres alemanes muyantiguos. Esos hombres debían de haber sidoheridos por unas granadas y luego quedaronemparedados en la precipitación del combate. Enaquel lugar sin aire no se habían descompuesto,sino sólo resecado, y un obús reciente habíareventado aquella tumba y dispersado susdespojos. Me quedé acompañándolos,removiéndolos con un palo, sin odio ni falta derespeto, sino movido más bien por una especie decompasión fraterna, como para pedirles que merevelaran el secreto de su muerte. Los uniformesaplanados parecían vacíos. La verdad es que deesas osamentas esparcidas no subsistía más quemedia cabeza, una máscara, pero de un horror

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magnífico. Las carnes, en esa máscara, estabandesecadas y verdecidas, tomando los tonososcuros del bronce cuando adquiere la pátina deltiempo. Una órbita roída estaba hueca, y, en susbordes, había chorreado, cual lágrimas, una pastaendurecida que debía de ser la masa cerebral. Erael único defecto que estropeaba el conjunto, perotal vez lo realzaba, como la lepra del desgasterealza las estatuas antiguas cuya piedra haerosionado. Se hubiera dicho que una manocompasiva había cerrado el ojo, y, debajo delpárpado, se adivinaba el pulido contorno y elvolumen de su globo. La boca se había crispado enlos últimos llamamientos de la terrible agonía, conun rictus de los labios que descubría los dientes,gran abertura, para escupir el alma como si fueraun coágulo. Me hubiera gustado llevarme esamáscara que había modelado la muerte, en la quesu genio fatídico había hecho una síntesis de laguerra, para que se sacara un molde que distribuir

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entre las mujeres y los entusiastas. Hice al menosun croquis que conservo en mi cartera, pero noexpresa ese horror sagrado que me inspira elmodelo. Ese cráneo infundía al claroscuro de lasruinas una grandeza de la que no podía separarme,y no me fui hasta que el día que moría envolviócon sus sombras indistintas los reflejos de lafrente, de los pómulos y de los dientes; lotransformó en un asiático riendo burlonamente.

Regresé titubeando, en el crepúsculoatravesado por fogonazos y lanzamientos deobuses, que anunciaban la inquieta lucha de lanoche, cuando los hombres disparan más paratranquilizarse a sí mismos que para causar daño.

En el fondo de nuestro refugio, un veterano medijo:

—Chaval, te equivocas quedándote fuera. ¡Teocurrirá una desgracia!

Pero yo estaba orgulloso de mi hallazgo de latarde y de pensar que con sólo una jornada en el

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frente ya había descubierto algo que la gente de laretaguardia no podía ni imaginarse: esa mascarapatética, esa máscara de un Beethoven al quehubieran ajusticiado.

A la mañana siguiente se nos condujo a primeralínea para trabajar.

Se trataba de abrir unas «zapas rusas» conmiras a la próxima ofensiva, ya inminente. Sellamaba así a unos ramales subterráneos, estrechosy bajos, que arrancaban perpendicularmente denuestra trinchera, para avanzar una veintena demetros en dirección a la línea enemiga, ramalesque no serían destapados hasta el último momento.Un técnico desconocido había imaginado esteprocedimiento que debía permitir a nuestras olasde asalto, progresando a cubierto, surgir cerca delas posiciones alemanas y evitar que se tuvieranque retirar las alambradas, a fin de no provocar la

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alarma. Pero los alemanes contaban con otrosindicios que no podían llamarles a engaño, y elefecto sorpresa no fue el esperado.

Este trabajo era largo y fatigoso. Un solohombre, medio inclinado, avanzaba con el pico, ylos siguientes se pasaban sacos llenos de tierra,que los últimos iban a vaciar en segunda línea,para disimular los desmontes. Se confiaba unazapa a cada compañía, de trecho en trecho,probablemente en todo el frente del ejército deataque. Nos llevó quince días acabarlas, al vernosinterrumpidos por otros trabajos de reparación, dedía y de noche, en todos los puntos del sector.Nuestra función de combatientes se limitaba a unpapel de zapadores que trabajaban bajo el fuego,expuestos y pasivos, términos que definen engeneral la situación de los soldados en esta guerra,pero yo lo ignoraba aún y me sentí decepcionadode que nuestra iniciación comenzase con unosservicios de fatigas.

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El sector estaba bastante tranquilo, tal comosucede a menudo en los períodos que preceden alos grandes combates, y tan sólo turbado por eldesencadenamiento de nuestra artillería, queprocedía a hacer tiros de reglaje y de destrucción.La artillería alemana, que reservaba sin duda sumunición, sólo respondía mediante tiros masivos ycortos sobre los objetivos localizados.

En primera línea no se encontraba más que ahombres enlodados, con una gesticulacióncachazuda de campesinos, llenos de precaucionesy arrogantes. Comían con una gran atención, comosi esta tarea fuese la más importante de todas y suescudilla grasienta y su cantimplora abolladacontuvieran todo el placer posible. Permanecíanhoras seguidas detrás de la aspillera de unparapeto, sin hablar, fumando en pipa yrespondiendo mediante insultos a los estampidosmás próximos.

Yo estaba asombrado de hallarme en el centro

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de la guerra sin descubrirla, pues no podía admitirque consistiera en aquella inmovilidad. Para ver,alzándome sobre un banquillo de tiro, asomé lacabeza por encima del parapeto. A través delenredijo de las alambradas se percibía, a menosde cien metros, un talud parecido al nuestro,silencioso, como abandonado, punteado sinembargo de ojos y de puntos de mira que nosvigilaban. El otro ejército estaba allí, agazapado,conteniendo la respiración para sorprendernos, yamenazándonos con sus métodos, sus artefactos yel convencimiento de su fuerza. Entre estos dostaludes, el suyo y el nuestro, se extendía esa franjade terreno removido que era una tierra de nadie, enel que cualquiera que se alce es un blancoinmediatamente abatido, en el que se pudrencadáveres que sirven de reclamo, adónde sólo searriesgan de noche soldados de patrulla a los quesu inquieto corazón sofoca y a los que aturde elruido de la sangre en sus sienes, ruido que domina

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todos los demás, cuando reptan por la zonasiniestra prohibida por la aprensión y la muerte.

No tuve tiempo de ver con detalle. Meagarraron por las piernas y oí una sorda vozfuriosa:

—Si quieres a toda costa acabar hecho unfiambre, ten un poco de paciencia, pues no te van afaltar ocasiones. Pero no hagas que descubran a tuscompañeros.

Quise replicar, pero las risas burlonas de lossoldados y sus encogimientos de hombros me loimpidieron. Decían:

—¡Para Berlín, chaval, es todo recto, no tienepérdida!

—¡Hay que creer que la nueva quinta havenido para ganar la guerra!

—¡Ah, ya, ya, no tardaremos en ver cómo sedeshinchan estos bichos!

Comprendí que tomaban mi curiosidad por unaafectación de inútil valor y que en esto había que

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ser muy cauto delante de unos hombres que sabíanlo que se traían entre manos. Comprendí que teníaque evitar el ridículo de dar muestras de unatemeridad de ignorante y que lo más sensato eraimitar la prudencia y la resignación de losveteranos. En lo sucesivo me abstuve de observarsi no era por el estrecho boquete de una aspillera,disimulada con unas ralas hierbas grises queimpedían ver más allá de unos pocos metros. Envez de al ejército enemigo, no veía más que aocasionales saltamontes y hormigas, que eran losúnicos en frecuentar la extensión prohibida a loshombres.

Por otra parte, unas balas picaban confrecuencia en los parapetos.

Y nuestro sargento nos enseñaba así lo que erala cordura:

—¡Algún fritz se encargará de llenarte elcerebro de plomo![12]

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Recibimos nuestros primeros obuses.Los días seguían siendo calurosos, nos

instalábamos, por la noche, sobre los escombros,delante de nuestro sótano. Con el torso desnudo,inspeccionábamos nuestra ropa interior para matarlos piojos que se nos comían vivos y que vivíanentre la paja podrida, mezclada con mondaduras,sobre la que dormíamos. Esta caza formaba partede nuestros trabajos prioritarios. Leconsagrábamos una hora de nuestro descanso y unagran atención, de la que dependía nuestro sueño.

Un día, en medio de esta ocupación, estallóuna gruesa granada rompedora justo por encima denuestra compañía, envolviéndonos con su cálidaonda expansiva y unos estridentes silbidos. Lametralla crepitó, sin alcanzarnos, de puro milagro.Aquello me produjo el efecto de un golpe en lanuca y mi cabeza resonó con una dolorosavibración metálica, como si me hubieran perforadola cavidad craneal. Habíamos saltado dentro del

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sótano, por simple reflejo, ya demasiado tarde.Luego recogimos restos de hierro aún candentes, yla manera en que estaban clavados en la tierra medio una idea de la potencia de la granada.

Una noche que estábamos trabajando, en laparte trasera de la primera línea, en la reparaciónde una trinchera destrozada por el bombardeo,fuimos sorprendidos por un tiro de enfilada dedoble artillería: dos baterías a la derecha y dos ala izquierda. Los alemanes, que habían observadola demolición de nuestra posición, suponían no sinacierto que estábamos ocupados en rehacerla. Susráfagas alternaban con una regularidad implacable.Pero ellos disparaban demasiado lejos en ambossentidos, de modo que nosotros corríamos por esatrinchera para escapar unas veces a una descarga,otras a la otra. Cuando oíamos los primerosdisparos, formábamos contra el suelo unvergonzoso montón de cuerpos jadeantes, queaguardaban un respiro en las explosiones para

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soltar el aliento, aflojar la tensión de las entrañasy saltar más lejos. La artillería nos la jugó duranteuna hora y nos obligó a rodar por el barro. Yoestaba furioso por vernos forzados a una posturasemejante, y, varias veces, no «hice los honores» alos obuses. Al final del tiro, un cohete luminosonos mostró, sobre las tablas de una letrina quehabía detrás del ramal, a un sargento que se subíalentamente el calzón. Nos dijo alegremente:

—¡Una más que no tendrán!Su sangre fría nos infundió un mayor dominio

de nosotros mismos.Pero, en el momento de formar, me di cuenta

de que todos los veteranos habían desaparecido yque el cabo no estaba extrañado de ello. Losvolvimos a encontrar más lejos, y en el sótano,donde algunos ya dormían.

También en otra ocasión soportamos un tiromuy violento. Habíamos estado trabajandoimprudentemente toda la tarde en una paralela,

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echando la tierra sobre el parapeto. El sol acababade ponerse; en el campo de batalla reinaba unacalma de Ángelus y esperábamos a la sección derelevo liándonos unos pitillos. Los obusesrompieron ese silencio en un instante. Nosatacaron con tiros repetidos, perfectamentecalculados contra nosotros, que no caían a más decincuenta metros. A veces tan cerca que nosrecubrían de tierra y respirábamos su humo. Loshombres que momentos antes se estaban riendoquedaron convertidos en piezas de cazaacorralada, animales sin dignidad cuyos cuerpossólo se agitaban por instinto. Vi a mis camaradaspálidos, con ojos de endemoniados, empujarse,vacilar y agruparse para no ser heridos solos,sacudidos como peleles por los sobresaltos delmiedo, abrazando el suelo y hundiendo el rostro enél. Las explosiones eran tan continuas que sucálida y acre onda expansiva elevó la temperaturade aquel lugar y nosotros transpirábamos una

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sudoración que se nos helaba encima, pero sinsaber ya si aquel frío no era calor. Nuestrosnervios se crispaban con el escozor que produceun corte y más de uno se creyó herido y sintió,hasta en el corazón, la desgarradura terrible que sucarne imaginaba a fuerza de temerla.

En medio de aquella tormenta me vi sostenidopor mi razón, que, por otra parte, se extraviaba.No sé de dónde había sacado esa teoría de que loscañones de campaña tenían una trayectoria muytensa[13]. Por ello, unos obuses que nos llegaban defrente no podían caer en la trinchera, y sólo setrataba de resistir a su estruendo impresionante.Esta tontería me tranquilizó y sufrí menos que elresto.

Al fin llegó el relevo. Pero el tiro nospersiguió; corrimos y vi que yo era el último de lasección. Pasaron unos obuses muy bajos, porencima de mí, y estallaron justo delante. En elprimer recodo, caí sobre dos hombres tendidos en

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su sangre que ponían, para llamar, esas caras deniños castigados y suplicantes que vemos en laspersonas a las que acaba de golpear la desgracia,y yo pasé por encima de ellos estremeciéndomecon sus gritos espantosos. Como no podía hacernada por ayudarlos, apresuré mi carrera para huirde ellos. Delante de los refugios se repetían susnombres: Michard y Rigot, dos jóvenes de nuestroreemplazo, a los que conocíamos. La guerra habíadejado de ser un juego…

Por la noche nos despertaba frecuentemente unagente de enlace que exclamaba al entrar ennuestro sótano: «¡Alerta! ¡Todo el mundo fuera!».Se encendía el farol de gas, cogíamos nuestrosequipos y nuestros fusiles y subíamos aregañadientes las escaleras, detrás de nuestrocabo. En el exterior éramos sorprendidos por untornado de detonaciones. Llegábamos al ramalcentral donde hervía una multitud de sombrasarmadas, atentas a no mezclarse, que se llamaban y

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se dirigían hacia las posiciones de apoyo. El airefresco nos reanimaba, así como el chasquido delas balas, que venían a millares para impactarcontra los paredones y que nos ensordecían consus golpes secos. Todas las balas perdidas de lafusilería alemana convergían hacia las ruinas, y, sihubiéramos salido de las trincheras, no habríaquedado nadie vivo de todo aquel ejércitosubterráneo que había poblado de repente lanoche. Delante de nosotros, en las líneas, lasgranadas crepitaban como chispas de una máquinaeléctrica. Los gruesos obuses, que ya no se hacíananunciar, estallaban al azar, con una llama roja,nos sacudían con su fétida onda expansiva, nosenvolvían con sus emisiones de metal y de piedras,que, en ocasiones, hacían mella en nuestras filas.Unos prolongados aullidos humanos dominaban, aveces, todos los ruidos, repercutían en nosotroscual olas de horror y nos recordaban, hastahacernos flaquear las piernas, la triste debilidad

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de nuestra carne, en medio de aquel volcán deacero y de fuego. Luego la sacudida furiosa de lasametralladoras desgarraba la voz de losmoribundos, acribillaba la noche, la trinchaba conun trepado de balas y de sonidos. La gente nopodía entenderse más que gritando, distinguirsemás que a la luz boreal de los cohetes, avanzarmás que chafándose en los ramales rebosantes dehombres que esa angustia estrechaba: ¿era unataque? ¿Iban a batirse? Pues aquel sector, en losmeses precedentes, había sido disputado día ynoche a granada y a machete, de una a otrabarricada, de una a otra casa, de una habitación aotra de la misma casa. Ni un metro de terrenoconquistado que no estuviera alfombrado de uncadáver, ni una hectárea que no hubiera costado lavida a un batallón. ¿Acaso se reiniciaba lacarnicería?

Alcanzamos por fin una trinchera, delante delpueblo, fuera de la zona de los obuses, en la que

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reinaba la tranquilidad de un extrarradio. Connuestros fusiles cargados sobre el parapeto, enespera de la orden de emplazarnos y de disparar,mirábamos la línea de batalla avivarse de bruscasllamaradas como un hogar que se reanima. No nospreguntábamos qué sería de nosotros en aquellaoscuridad, cómo podríamos distinguir a unosasaltantes de los nuestros cuando refluyeran, ytratábamos de imaginar movimientos defensivos si,por un casual, se hacían necesarios. Las balasseguían tejiendo su trama silbante, como las mallasde una red aérea que se hubiera tendido sobrenosotros, y agachábamos la cabeza. Poco a poco,sentíamos el frío y bostezábamos. Insensiblemente,la sombra iba recubriendo rincones del horizonte,el cielo se apagaba y las explosiones se volvíanraras. Regresamos.

En una ocasión nuestro cabo me preguntó:—¿No has pasado mucho miedo?—¡Oh! —respondió un veterano—, yo estaba

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detrás de él y puedo decir que no ha parado desilbar.

Era cierto. No me gusta que me despiertenbruscamente, por lo que recibía esas alertas con elmal humor de un hombre al que violentan suscostumbres y que se niega en redondo a interesarsepor un espectáculo que censura. Mis levessilbidos, que habían extrañado al veterano, eranexpresión de mi desprecio por aquella guerra queimpedía a la gente dormir y armaba tanto ruidopara tan escaso resultado. El convencimiento deque mi destino no podía acabar en un campo debatalla no se había visto aún socavado. No mehabía tomado todavía en serio la guerra (pensaba:su guerra) al considerarla absurda en susmanifestaciones, que había previsto muydiferentes. Había allí demasiada mugre,demasiados piojos, demasiadas tareas pesadas ydemasiados excrementos; demasiada destrucción,¿para llegar a qué? Como todo este asunto me

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parecía un tinglado despreciable, le hacía ascos.Mi enojo me fortalecía y me infundía una especiede coraje.

La mañana siguiente a la noche del relevo, unoscamiones nos llevaron a un pueblo desconocidodonde se nos distribuyó entre unas granjas paradormir. Creíamos ir a descansar cuando, enrealidad, se nos llevaba a la retaguardia paravolver a formarnos y asignarnos un puesto en elescalonamiento de las tropas de ataque.

Al cabo de dos días, una etapa nos acercó alfrente, que tronaba sin cesar. En otro pueblo, elcapitán nos leyó una proclama del GQG, el GranCuartel General, que venía a decir, en esencia, queel ejército francés atacaba al ejército alemán endos puntos, Artois y Champaña, con todas susdivisiones disponibles, todos sus cañones, todo sumaterial, y la certeza de llevárselo todo por

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delante. El comandante no temía dar la cifra,verdadera o falsa, de las masas que reclutábamos,tan seguro estaba de que los alemanes seríanincapaces de presentarles cara.

Como los veteranos murmuraban, el capitánagregó que el objetivo del primer día era Douai, aveinticinco kilómetros en las líneas enemigas, quenuestra división se encontraba allí como apoyo dela artillería y para ocupar el terreno conquistado.

La perspectiva de salir de las trincheras y deavanzar en campo raso, a través de las ciudades,de reanudar al fin la guerra tradicional, imperial,que nos habían enseñado, con sus golpes de manofelices, sus botines, su imprevisión, susrecompensas en guapas muchachas, encantó a laquinta del 15. Pero los veteranos nos pusieron carade perro, sarcásticos, y echaron por tierra nuestroentusiasmo.

—¡Ya nos conocemos sus ofensivas con lasarmas bien engrasadas y los objetivos con que

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sueñan en los comedores de oficiales del EstadoMayor!

—¡Ya veréis qué lío de mil demonios es unataque!

—¡Todo eso quiere decir que habrá quebatirse el cobre una vez más!

En el acantonamiento, un veterano probaba concuidado la resistencia de sus correas. Se diocuenta de que yo le observaba y me explicó:

—¿Te extraña, novato, que pruebe con tantocuidado mis correas? No olvides una cosa: tuvejez futura depende de la ligereza con que corras.La agilidad es la primera arma del soldado deinfantería consciente y organizado, cuando lascosas no van del todo como previó el general, loque no es nada raro, sin querer hablar mal de él,que hace lo que puede, o sea, no gran cosa.¿Piensas que los boches[14] son más listos quenosotros? Algo hay de cierto en ello. Pero no espara tanto. ¡Un día los acojonas tú y al siguiente

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eres tú el acojonado! La guerra es cosa del azar,un desorden de mil pares de cojones del que nadieha entendido nunca nada.

Hay veces en que sería mejor ponerse a cantar unacanción que malgastar saliva en discursospatrióticos. Supón tú que te caen encima deimproviso tres o cuatro de esos fritz militaristas yborrachos… (¡No porque tengas pinta de personahonrada va a dejar de pasarte a ti!). Si mientrasllevas a cabo una retirada estratégica, a toda prisa,se te sueltan los botones de los pantalones y éstosse te caen, acabarás frito por los camaradas deBerlín. Yo no digo que no sean unos buenos tipos asu manera, pero no te conviene frecuentarlosdemasiado. Como no hablamos el mismo dialecto,se corre el riesgo de no entenderse si hay prisa…A lo que iba: los cordones de los zapatos, lascorreas, los botones de los pantalones, los

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cinturones, todo lo que sirve para tener biensujetas tus ropas, ¡son pequeñas cosas que no hayque descuidar!

Nos repartieron unos cascos. Este cubrecabezarígido nos disgustó, porque no se podía romper lavisera, adaptarla a tu antojo y darle ese sellopersonal, tipo B a t d’Af[15] con un barboquejotrenzado, que era el súmmum de la elegancia enlos ejércitos. Con el casco puesto, uno nodistinguía ya a primera vista a los tipos liberados.Pero las órdenes eran categóricas, y nos retiraronlos quepis. Muchos conservaron el suyo dentro deun zurrón, en espera de días mejores, para tocarsecon él en la retaguardia y camelarse a las mujeres,a porcachonas de cabaret, cuya sola vista excitabaa un batallón.

El cabo designó luego a los granaderos olimpiadores de trincheras. Yo formé parte deellos. Nos entregó a cada uno un cuchillo decocina con un mango de madera blanco, que, al

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parecer, estaba destinado a las tripas alemanas.

Recibí el mío con repulsión. La misma repulsiónsentí por las granadas. Aplicando a estos objetosmi funesta costumbre de pensar, me decía que unobrero que trabajase a destajo debía fatalmenteequivocarse un día u otro acerca del largo de lamecha que une el cebo con el detonador y que yoiba a ser fatalmente la víctima de su distracción.Era, además, un mal lanzador. No concebía comoarma propia más que el revólver, con el que undiestro tirador tiene su oportunidad, que evitallegar al repugnante cuerpo a cuerpo con unenemigo cuyo olor puede molestar y que en generalcuenta con la ventaja del peso (esos germanos sonmás corpulentos que nosotros) y la barbarie que seles atribuye. Sabía perfectamente que el francéspasa por ser nervioso y rabioso. Pero es unamanera de hablar y no era mi deseo comprobar

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empíricamente lo que había de cierto en ello, niagarrarme por el cuello con el primero que se mepresentase. Tales eran poco más o menos misideas acerca de la lucha hombre a hombre. Nocuadraban en absoluto con los métodos utilizados.De ahí también que la tuviera tomada con laguerra.

Mientras examinaba mi cuchillo, Poirier metiró de la manga:

—¿No me cederías tu lugar como limpiador detrincheras?

El tal Poirier era pequeñajo, colorado, macizoy jactancioso, y yo no le tenía mucho apreciodesde que le había sorprendido con la manometida en mi zurrón de los víveres, muy aligerado.Me había respondido, sin inmutarse: «¡Este sectorestá lleno de ratas!». Llevaba, además, desdehacía algunos días un bonito par de zapatos dedescanso[16], nuevos, que se parecían extrañamentea los míos, que habían desaparecido. Pero su

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proposición me gustó. Le estaba dando mi cuchillocuando se presentó el cabo. Le puse al tanto.

—Poirier querría hacer de granadero en milugar, y justamente yo no sé utilizar las granadas.

—¡No!—¡Pero si Poirier tiene ganas de hacer ese

trabajo y a mí me repugna!—¡Pues bien, Poirier no lo hará y lo harás tú!

Tengo órdenes de que sea así.—¡No faltaría más —dije yo no sin mal humor

—, militar tenía que ser!Sin embargo, nuestro cabo, un parisiense muy

joven, rubio y alegre, era un chaval encantador.Pero tenía serias dificultades a la hora de dirigirnuestra escuadra, una docena de hombres,integrada tanto por novatos indisciplinados eimpresionables como por viejos normandospendencieros y descontentos. Para lograr que nosdecidiéramos a marchar, se colocaba siempre encabeza, pero perdía a veces por el camino a una

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parte de sus hombres. La rapidez en ponerse asalvo caracterizaba a los veteranos, fruto de suexperiencia en las cosas de la guerra. Creo que sehabía recomendado a los subordinados elegircomo granaderos a hombres curtidos. Nuestrojoven jefe confundía el valor militar con lacuriosidad demostrada por mí con ocasión denuestra primera permanencia en las trincheras, yme consideraba más seguro que Poirier, al queconocía bien. Es cierto que éste había de dejarnos,después de tres días de ataque, con la excusa de ira un avituallamiento, y no volvimos a verle elpelo. Más tarde corrió el rumor de que había sidofusilado.

La misma tarde, el 24 de septiembre, volvimosa partir hacia el frente. Llovía.

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VLa barricada

Savary es un hombre muy bueno para unasoperaciones secundarias, pero sin la suficienteexperiencia ni capacidad de previsión paraestar a la cabeza de tan gran maquinaria. Noentiende nada de esta guerra.Estabais a diez leguas de vuestra vanguardia; elgeneral Lasalle, que la manda, estaba a cincoleguas de Burgos, de suerte que era el fin porculpa de un coronel que no sabe lo quepretendemos. ¿Es así, mariscal, como mehabéis visto hacer a mí la guerra?

NAPOLEÓN

Tuve un extraño despertar al día siguiente. Unmonstruo metálico me rozaba, amenazando contriturarme: vi enormes bielas y recibí un chorro devapor. Yo estaba tumbado sobre el balastro de unavía férrea, un tren blindado pasaba junto a mi

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cabeza.Recuerdo que había dejado la columna durante

la marcha nocturna y terminado la etapa subido aun furgón. Al haber llegado después de los otros, ysin saber dónde refugiarme, me había acostadosobre la vía, debajo de un puente que meresguardaba de la lluvia, sin pensar que podíavenir hasta allí una locomotora.

Tras escapar a este peligro, miré a mialrededor. Mi batallón ocupaba unos refugios en eltalud y yo encontré fácilmente a mi escuadra.

El cañoneo había adquirido una amplitudextraordinaria; rugían de todas partes piezasinvisibles y el tren blindado no tardó enaturdirnos. Pasaban aviones muy bajos,revoloteando por debajo de las nubes grises. Las«salchichas», avanzadas varios kilómetros, nosdominaban. Por doquier una gran agitación. Elataque se había desencadenado hacía horas. En lospueblos y caminos camuflados, la caballería,

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disimulada, estaba lista para lanzar un ataque.Salvando el talud, llegué a los bosques dealrededor. Éstos estaban llenos de hombres, enespera de su turno para obedecer las órdenes.Decididamente, éramos muchos. Pero había quedar tiempo a los otros, en el frente, de asestar losprimeros golpes, abrir brechas por las que pudierapenetrar el ejército. Del éxito de nuestroshermanos de armas dependería nuestra propiasuerte.

La jornada transcurrió en una ansiosaexpectativa, sin novedades. Circularon rumores: elataque avanzaba, la artillería había sidoenganchada, para seguir después. Asomó el soldurante unas horas y se veló tristemente. El nosaber nada nos desesperaba y nuestra inmovilidadnos parecía de mal agüero. Sabíamos ya que nonos sería tan fácil llegar a Douai.

Distribuyeron entre nosotros granadas de manodel tipo de mango de raqueta: un cajetín de

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hojalata fijado a un palo de madera, que se cebabatirando de un cordel, y terminado en una anilla decortina. Esta anilla se salía del clavo que laretenía y se balanceaba a libertad: semejanteinvento me aterró y me negué a tocar los dosartefactos que me alargaba el cabo. Decidiósujetarlos él mismo a lo alto de mi mochila, sobrela manta.

Por la tarde volvió a llover. Ahora teníamosdudas acerca del éxito. Finalmente nos lanzamoshacia delante. Tras el monte Saint-Éloi, el campode batalla, invadido por la bruma y las humaredas,descendía delante de nosotros en suave pendiente.Distinguíanse a lo lejos unas llamaradas rojas, y seoía un ruido terrible, punteado por las diabólicasametralladoras. Era allí adonde nos dirigíamos,inquietos y silenciosos. El ver a los heridos nospuso más sombríos todavía. Estaban cubiertos delodo, sin el equipo, como fugitivos, muy pálidos, ynosotros percibíamos en sus miradas ese atisbo de

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locura que era resultado de haber vislumbrado lamuerte. Se retiraban en grupos gemebundos,apoyándose los unos en los otros, y no podíamosapartar la vista de la mancha blanca de losapósitos, con partes sucias de sangre. La sangreseguía goteando de ellos, señalaba su paso. Luegopasaron unas camillas silenciosas, de las quependían unas manos pálidas y crispadas. Cuatroenfermeros transportaban a hombros a un pobredesgraciado que había perdido un brazo, quemostraba los músculos al vivo, deshilachados.Lanzaba unos gritos espantosos, con la cara vueltaal cielo cubierto, como para avergonzar a Dios.

El capitán circuló entre nosotros:—¡Hay que tener agallas, muchachos! Parece

que el casco protege y que ha salvado ya la vida amuchos hombres.

¡Era lo único que se le ocurría decirnos!Entonces nos enteramos de que el ataque vacilabay que en la profundidad de la niebla nos aguardaba

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un duro trabajo.Poco después estallaron unos obuses delante

de la columna. Nos dieron la orden de ocupar losramales. Al saltar dentro, un soldado soltó unronco quejido. Oímos: «¡Se me ha torcido unpie!». A mi lado, alguien observó: «¡Los hay quesaben hacer las cosas en el momento oportuno!».

El avance se volvió muy dificultoso. Elpisotear de miles de hombres había transformadoel suelo en una pasta resbaladiza, en la que uno seatascaba. Cada paso se convirtió en un desgarro.Nos cruzamos también con unidades que volvíanhacia la retaguardia. Estos encuentros eran unsuplicio en los ramales demasiado estrechos paraque dos hombres pasaran de frente. Pues bien,cada uno de nosotros iba cargado de zurrones quele ensanchaban. Las dos columnas se enredaban launa en la otra y, al no poder desprenderse, sechafaban a cada metro. Los hombres, exasperados,se insultaban, hasta se pegaban porque sufrían. Me

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acordé de mis granadas y sentí verdadero terror.Transportaba pegados a mi nuca dos explosivos,cuyo mecanismo de accionamiento bailoteaba en elcabo de un cordel. Bastaría, en medio de estosempujones, con que un cañón de fusil se topara conuna de las malditas anillas para que se produjeseel desastre. Tuve que adoptar una marcha oblicua,que disminuía el riesgo de accidente, y vigilabalos gestos de cada hombre que se debatía contramí. Por más que mi mente, desencadenada,sarcástica, me repitiera sin cesar: «¡Vas a veradonde rodará tu cabeza dentro de poco!».

Llegó la noche. Y con ella, como siempre, nosextraviamos. El frente se había tranquilizado unpoco. Los dos ejércitos hacían el balance de estaprimera jornada, y tomaban sus disposiciones parael día siguiente. Al cabo de dos o tres horas demarcha, nos hicieron parar en un caminoencajonado. Ocupamos unos viejos refugios,descubiertos a tientas. El mío estaba inundado de

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agua. Antes de instalarme en él me había quitadola mochila y arrojado sobre el parapeto las dosgranadas que tanta inquietud me causaban,diciéndome que ya encontraría otros artefactos enla línea de fuego.

Comenzábamos a dormirnos cuando hubo quepartir de nuevo. La noche era muy profunda,rayada, en la lejanía, por cohetes cuyo resplandor,que no llegaba hasta nosotros, iluminaba el cielocon fúnebres halos. Fuimos a parar a una carreteraobstruida por un lío de acarreos. Nos cruzamoscon unos extraños volquetes, llenos de restosendurecidos que se recortaban contra una nube yque reconocimos con un estremecimiento:«¡Fiambres!». Se retiraba así del frente a los de lamañana, las primeras oleadas de la ofensivairresistible que pateaba delante de nosotros.Estaban limpiando el campo de batalla. Un tipejodijo: «¡Menuda organización la de la sección decoches fúnebres!». El cargamento de cada

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volquete suponía el duelo de quince familias.Penetramos en un pueblo en ruinas. Mi sección

se albergó en un sótano. A falta de espacio, nosestábamos sentados, apretados entre nuestrosequipos, de codos sobre las mochilas. Un sargentohabía colgado un farol de gas de la empuñadura deuna bayoneta. La tenue luz daba a nuestros rostrosuna expresión trágica. Un hombre tradujo nuestrosentir:

—¡Este ataque no tiene pinta de avanzar!—¡Dirás más bien —repuso otro— que es

siempre la misma m…!—¡Hermanos, hay que morir! —rió con

sarcasmo un cabo pálido.—¡Cierra el pico! —gruñó la sección.Unos hombres roncaban, con sobresaltos y

gritos, debatiéndose contra pesadillas menosterribles que la realidad. En el exteriorcomenzaban a llegar gruesos obuses. Los oíamoscaer cerca de nosotros, ensañarse con aquel

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pueblo herido, machacarlo, seguir destrozándolo,dispersando los últimos muros, las últimas vigas,rociando de piedras los trabajos de zapa. A vecessu onda expansiva penetraba hasta dondeestábamos nosotros, apagaba el farol de gas y laexplosión lo estremecía todo. En la oscuridad,guardábamos silencio. Un sargento preguntaba:«¿No ha alcanzado a nadie?». «¡No, no, a nadie!»,respondían uno a uno los hombres de las escaleras,recuperados de la sacudida. Volvía a encenderseel farol, su llama amarillenta nos aislaba, atenuabalos ruidos del exterior.

—¡Menuda desgracia que esos idiotas noshagan hacer siempre el alto en plena lluvia deobuses!

—¡No falla nunca!La voz de un hombre que había llegado

corriendo exclamó en las escaleras:—¡Listos todos!—¿Adónde vamos?

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Pero el agente de enlace corría ya más lejos,inclinándose sobre otros sótanos.

—¿Qué hora es? —preguntó uno de lossargentos.

—Las tres…—Esta noche no se duerme.Estábamos equipados, aguardando una calma

momentánea y una orden. Esperamos largo rato.Habíamos dejado nuestras mochilas, nos habíamosvuelto a sentar. Continuaba la lluvia de obuses. Depronto, afuera, como si hubiera golpeado un obússobre nuestra somnolencia, el grito brusco,imperativo:

—¡Adelante!—¡Adelante!, ¡adelante! —repetían los

sargentos—. Despejad la entrada.El farol de gas desapareció. Los hombres se

lanzaron hacia las escaleras, para refluirsúbitamente.

—¡Cuidado! —exclamó el soldado que estaba

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en los primeros escalones.La ráfaga crepitó muy cerca. La entrada se

transformó ante nuestros ojos en un rectángulorojo, cegador. El sótano retembló. Lasrespiraciones jadeaban.

—¡Adelante! ¡Rápido! ¡Rápido!Nos precipitamos afuera cayendo,

agarrándonos, gritando. Se nos arrojó a la nochefría, silbante, a la noche en deflagración, a lanoche llena de obstáculos, de emboscadas, demiembros troceados y de clamores, la noche queescondía lo desconocido y la muerte, mudavagabunda con pupilas de explosiones, quebuscaba a sus presas aterradas. Seresabandonados, malheridos, tendidos en algunaparte, tal vez de nuestro regimiento, aullaban comoperros enfermos. Arcones enloquecidos,abastecedores de la tempestad de fuego, pasaban atodo gas, dando tumbos, aplastándolo todo paraescapar. Nosotros corríamos a más no poder, con

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unas piernas que flaqueaban, por exceso de carga,demasiado cortas, demasiado débiles parasustraernos a las trayectorias instantáneas.Nuestras mochilas, nuestros zurrones, nosoprimían los pulmones, tiraban de nosotros haciaatrás, nos hacían recaer en la zona relumbrante,recalentada bruscamente, del fragor. ¡Y en todomomento ese fusil que se resbala del hombro, armainútil, irrisoria, que se desliza y molesta! ¡Y entodo momento esa bayoneta que es un estorbo!Corríamos, guiándonos por una espalda, con losojos dilatados pero prestos a cerrarse para no verel fuego, a cerrarse sobre el pensamientoencogido, que se niega a su función, que querría nosaber, no comprender, que es un peso muerto parael cuerpo que salta, fustigado por las correascortantes del acero, que huye del latigazo que caerugiendo en sus oídos. Corríamos, el cuerpoinclinado hacia delante, con la inclinaciónadecuada para la caída, que debe ser más rápida

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que el obús. Corríamos como brutos, no ya comosoldados, sino como desertores, en dirección alenemigo, con una sola palabra resonando ennuestro interior: ¡basta!, a través de las casas quese tambaleaban, que se alzaban y desplomaban enmedio de una polvareda sobre sus cimientos.

Una salva, tan directa que nos sorprendió depie, se alzó de la tierra a modo de un volcán, nosasó la cara, nos abrasó los ojos, produjo un corteen nuestra columna, como en la carne misma decada uno de nosotros.

El pánico nos acicateó para mover el culo.Salvamos como tigres los cráteres de obuseshumeantes, cuyos labios estaban heridos,superamos las llamadas de nuestros hermanos,esas llamadas salidas de las entrañas y queconmovían las nuestras, superamos la compasión,el honor, la vergüenza, ahuyentamos de nosotrostodo lo que es sentimiento, todo lo que eleva alhombre, pretenden los moralistas, ¡esos

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impostores que no saben lo que es estar bajo losbombardeos y exaltan el valor! Fuimos cobardes, asabiendas, y sin poder ser más que eso. Regía elcuerpo, mandaba el miedo.

Corrimos más que nunca, con el corazónmachacado por el golpear de la desbandada denuestros órganos, con tal aceleración de la sangreque hacía crepitar ante nuestros ojos destellos decolor púrpura, que nos alucinaba con nuevasexplosiones. Preguntábamos: «¿Y los ramales?¿Dónde están?».

Unas ráfagas nos cercaron de nuevo, nosahogaron de angustia. Luego las dejamos atrás, nosalejamos del pueblo.

Alcanzamos una larga trinchera, medioderruida, una zona en calma por la noche, que nosocultaba de la vigilancia mortal del enemigo. Nosdejamos caer al suelo, totalmente agotados, paraadensar más aún la sombra por encima denosotros, como niños que se esconden. Oíamos

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saltar en pedazos las casas a quinientos metros, sincomprender cómo habíamos podido salvarnos,presos del horror de aquellos bombardeos contralos que no cabía defensa alguna. Dudábamos entreuna inútil rebelión y una resignación de bestiasllevadas al matadero. Nos aferrábamos con todanuestra alma a esa calma momentánea, negándonosa concebir cómo continuaría la aventura, que sóloacababa de empezar. Acudían otros hombres a suvez. Se percibía el ruido de sus pulmones.Esperábamos a que nuestros pechos hubiesenrecuperado su ritmo normal para preguntar,inquirir acerca de cuántos faltaban. Retrasábamosel momento de saberlo, dejábamos que laoscuridad colmara los vacíos de nuestrosefectivos. Todo camarada caído no hacía sinoaumentar las posibilidades de nuestra propiamuerte. Sin embargo, el frío, que nos penetraba através de nuestras ropas empapadas de agua, nossosegó poco a poco. Este nuevo sufrimiento nos

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reanimaba. Volviéndonos hombres de nuevo,pensábamos tristemente en nuestro destino.

Empezó a circular una petición:—Pasadlo al capitán: diez heridos en la

tercera sección, seis en la segunda y unaametralladora inutilizada.

Siguió la orden, siempre la misma:—¡Adelante!Levantamos nuestras mochilas y volvimos a

partir inclinados, más cansados, con menosconfianza. Unos obuses surcaban la noche ynosotros íbamos en dirección a ellos. Nosadentramos bajo este nuevo tiro. Las gruesasgranadas rompedoras, metódicas y precisas,estallaban a cada minuto, a veinte metros porencima del ramal, y dispersaban sobre nosotros sufurioso haz. Nos sumergíamos cada vez en el barroy esperábamos, nerviosos, a que la detonacióndeterminara nuestra suerte. A continuación noslanzábamos hacia delante. Algunos hombres fueron

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alcanzados de nuevo. El batallón desfiló delantede ellos y fue testigo de su dolor. Pero no era másque un lugar de paso. Más lejos volvimos aencontrar la noche tranquila e interminable, quenos reservaba no sabíamos qué objetivos funestos.La fatiga, la lucha que el soldado de infanteríadebe sostener contra su carga que le oprime y leagota nos impedía pensar. Nuestras últimas fuerzasestaban concentradas en los músculos de loshombros y del cuello. ¿Es que no se iban aterminar nunca aquellas trincheras? Temíamos sinembargo que se acabaran. Nos dirigíamos hacia unobjetivo que no nos urgía alcanzar. Cada metrorecorrido, cada esfuerzo arrancado a nuestroagotamiento nos hundía más profundamente en elpeligro, acercaba hacia su final a un gran númerode destinados. ¿Quién caería?

Me ocurrió durante este relevo un incidenteinsignificante, al que las circunstancias dieronimportancia y que me hizo sufrir mucho. Mientras

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atravesábamos, mediante saltos jadeantes, el tirode hostigamiento, mi polaina derecha sedesabrochó, se arrastró por el barro, fue pisoteadapor el que me seguía, me hizo dar un traspié. Nohabía ni que pensar en detenerse, en resistir alempuje de cientos de hombres que huían comolocos de los obuses. Tuve que seguir avanzando,llevando mi polaina en la mano, trabado como sifuera ganado. Al menor silbido, dejaba caer unarodilla en tierra y aprovechaba la explosión paraenrollar la venda precipitadamente. Pero esteplazo era demasiado corto, y experimenté de unmodo cruel que un hombre que no es libre de suspropios movimientos se siente más vulnerable.Esta situación incómoda se prolongó largo rato,hasta que hicimos un alto de verdad.

No teníamos ya la menor noción de la hora, dela duración, ni de la distancia. Marchábamos entodo momento por esos ramales indefinidamenteparecidos, en la noche sin salida, cada vez más

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fría, que nos entumecía. No sentíamos ya nuestroshombros magullados. Ni siquiera teníamos lasuficiente lucidez para imaginar, para temer lo quefuese…

El alba se desprendió finalmente de suencapotamiento de nubes grises y húmedas. Unalba cárdena y silenciosa, que descubría undesierto deslucido y brumoso. Flotaba sobre latierra un extraño olor, primero dulzón,desalentador, en el que no se tardaba en distinguirlas emanaciones más intensas de una podredumbreaún contenida, como una salsa untuosa revela pocoa poco lo fuerte de sus especias.

Yo iba, inclinado sobre el suelo, sincuriosidad, con todas mis facultades absorbidaspor mi mochila, mi fusil y mis cartucheras. Evitabalos charcos de agua y los enrejados de maderaoscilantes, que aumentaban la dificultad de nuestra

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marcha. Bordeábamos unos parapetos,cambiábamos de dirección sin tratar dereconocernos, todos mudos, espaciados un metro,dormitando y arrojándonos los unos sobre losotros a la menor demora del paso. Las trincherasse hacían más anchas, cada vez más devastadas.

De súbito, el soldado que me precedía seacuclilló, gateó para pasar por debajo de unmontón de material de construcción. Yo meacuclillé detrás de él. Cuando se incorporó,descubrí a un hombre pálido como la cera,tumbado de espaldas, que abría una boca sinaliento, unos ojos inexpresivos, un hombre frío,rígido, que debía de haberse deslizado debajo deaquel ilusorio refugio de tablas para morir. Meencontré bruscamente cara a cara con el primercadáver reciente que hubiese visto en mi vida. Mirostro pasó a algunos centímetros del suyo, mimirada se topó con su aterradora mirada vidriosa,mi mano tocó su mano gélida, oscurecida por la

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sangre que se había helado en sus venas. Mepareció que aquel muerto, en ese breve cara a caraque me imponía, me reprochaba su muerte y meamenazaba con su venganza. Esta impresión es unade las más horribles que me haya traído del frente.

Pero ese muerto era como el guardián de unreino de los muertos. Este primer cadáver francésprecedía a cientos de cadáveres franceses. Latrinchera estaba llena de ellos. (Desembocábamosen nuestras antiguas primeras líneas, de dondehabía partido nuestro ataque de la víspera). Unoscadáveres en todas las posturas, que habíansufrido todo tipo de mutilaciones, todo tipo dedesgarraduras y todo tipo de suplicios. Cadáveresenteros, serenos y correctos como santos derelicario; cadáveres intactos, sin rastro de heridas;cadáveres churreteados de sangre, manchados ycomo arrojados a la rebatiña de unas bestiasinmundas; cadáveres calmos, resignados,anodinos; cadáveres aterradores de seres que se

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habían negado a morir, furiosos, derechos,sacando pecho, despavoridos, que reclamabanjusticia y maldecían. Todos torciendo el gesto, consus pupilas apagadas y su tez de ahogados. Ypedazos de cadáveres, jirones de cuerpos y deropas, órganos, miembros desparejados, carneshumanas rojas y violáceas, parecidas a carnepodrida de carnicería, grasas amarillentas y fofas,huesos que dejaban escapar la médula, tripasdesenrolladas, como gusanos repulsivos queaplastamos no sin un temblor. El cuerpo delhombre muerto es algo que produce un ascoinvencible para el que vive, y ese asco es la señalde la completa anulación.

Para escapar a tanto horror, miré hacia lallanura. Horror nuevo, peor: la llanura era azul[17].

La llanura estaba cubierta de los nuestros,ametrallados, echados boca abajo, con las nalgasal aire, indecentes, grotescos, como monigotes,dignos de lástima como hombres, ¡ay! Campos de

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héroes, carga para los volquetes nocturnos…Una voz, en la fila, formuló este pensamiento

que nosotros callábamos: «¿Qué les ha pasado?»,y que tuvo en nosotros un profundo eco: «¿Qué nosva a pasar?».

Ningún signo de vida, ninguna luz, ningúncolor atraía la mirada y distraía la mente. Habíaque seguir la trinchera, buscar en ella loscadáveres, al menos para esquivarlos. Quierohacer constar que no se distinguía ya a los vivosde los muertos. Habíamos encontrado a algunossoldados inmóviles, emplazados en el parapeto,que yo había confundido con unos vigilantes. Vique también estaban muertos y que una ligerainclinación los había mantenido derechos contra eltalud de la trinchera.

De lejos percibí el perfil de un hombrecillobarbudo y calvo, sentado en el banquillo de tiro,que parecía reírse. Era el primer rostro distendido,reconfortante, que nos encontrábamos, y fui hacia

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él con agradecimiento, preguntándome: «¿Quémotivos tiene para reír así?». ¡Se reía de estarmuerto! Tenía la cabeza cortada muy limpiamentepor la mitad. Al adelantarlo, descubrí, en unimpulso de retroceso, que le faltaba la mitad deaquel rostro risueño, el otro perfil[18]. Tenía lacabeza completamente vacía. El cerebro, quehabía rodado de una pieza, estaba justo a su lado—como un producto de casquería—, cerca de sumano, que lo señalaba. Este muerto nos gastabauna broma macabra. De ahí, quizá, su risapóstuma. Esta farsa alcanzó el colmo del horrorcuando uno de nosotros lanzó un grito estranguladoy nos empujó brutalmente para huir.

—¿Qué te pasa?—¡Creo que es… mi hermano!—¡Mírale de cerca, Dios santo!—No me atrevo… —murmuró mientras

desaparecía.Una extensión llana, mortecina y sin ecos se

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desplegaba delante de nosotros en todas lasdirecciones, hasta el horizonte lluvioso,encapotado de nubes bajas. Esta extensión no erasino puro desorden y ciénaga, uniformemente gris,de una desolación abrumadora. Sabíamos que losejércitos, ateridos y sangrantes, se encontraban enalguna parte de aquel valle de cataclismo, peronada hacía sospechar su presencia ni susposiciones respectivas. Se hubiera dicho una tierrayerma, recién desnudada por un diluvio, que sehubiese retirado sembrándola de restos delnaufragio y de cuerpos engullidos, tras haberlarecubierto de un oscuro cieno. El tenebroso cielopesaba sobre nuestras cabezas como una lápida.Todo nos recordaba que estábamos marcados porun destino inexorable.

Acabamos desembocando en una especie deplaza de armas, de amplísimas vías. Este lugardebía de haber sido minado, desbarajustado, yluego reorganizado con gran cantidad de sacos

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terreros. Caminando unos detrás de otros, no noshabíamos mirado desde la víspera, y nosquedamos sorprendidos de reconocernos, de tantocomo habíamos cambiado. Estábamos tan pálidoscomo los cadáveres que nos rodeaban, sucios ycansados, con el estómago atenazado por elhambre y sacudidos por los gélidos temblores dela mañana. Me encontré a Bertrand, que pertenecíaa otra unidad. En su rostro arrugado y envejecidopor las inquietudes de la noche reconocí lasmarcas de mi propia angustia. Verle me hizo tomarconciencia de la imagen que yo mismo presentaba.Dejó caer estas palabras que traducían el pavor yel asombro de la joven quinta:

—¿Es esto la guerra?—¿Qué hacemos aquí? —preguntaban los

hombres.Nadie lo sabía. No había órdenes. Estábamos

abandonados a través de esos terrenos vacíos,poblados de muertos, los unos riendo

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burlonamente y atenazándonos con la amenaza desus ojos glaucos, los otros vueltos del otro lado,indiferentes, que parecían decir: «Nosotros yahemos acabado. ¡Preparaos para morir a vuestravez!».

La luz amarillenta de un amanecer vacilante,como golpeado también él por el horror, iluminabaun campo de batalla inanimado, totalmentesilencioso. Parecía que todo, en torno a nosotros, yhasta el infinito, estuviese muerto, y no nosatrevíamos a hablar más que en voz baja. Parecíaque hubiésemos llegado a un lugar del mundo quetenía algo de fantasmagórico, rebasando todos loslímites de lo real y de la esperanza. La vanguardiay la retaguardia se confundían en una desolaciónsin límites, petrificadas por el mismo barro dearcilla diluida y gris. Estábamos comosuspendidos sobre algún banco de hielointerplanetario, rodeado de nubes de azufre,devastado por truenos repentinos.

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Vagabundeábamos por unos limbos malditos queiban, de un momento a otro, a transformarse eninfierno.

Nuestros cornetines de órdenes que tocaban a lacarga desencadenaron las máquinas de guerra.

Fusilería, granadas, guardianes del espacioalzaron sus mortales barreras, a la altura delvientre de los soldados de Francia.

Las cortinas de fuegos se abatieron sobrenosotros, en ráfagas mezcladas, que percutían yestallaban, de obuses de todo calibre. El cielo, queechaba fuego, nos cayó encima, nos aferró de lanuca, nos sacudió con un balanceo infernal, nosretorció las tripas con cólicos secos yespasmódicos. Nuestro corazón se nos desgarrabade explosiones internas, estremecía las paredes denuestro tórax para salirse. El terror nos provocabaahogos, como una angina de pecho. Y teníamos en

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la lengua, como si fuera una hostia amarga, nuestraalma, que no queríamos vomitar, que nostragábamos con unos impulsos de deglución quenos contraían la garganta.

Los cornetines tocaban a muerto. Sabíamos quepor delante de nosotros, a unos cientos de metros,nuestros hermanos pálidos iban a ofrecerse a lasencarnizadas ametralladoras. Sabíamos que, unavez caídos ellos, luego otros, parecidos anosotros, obsesionados también por la idea devivir, de huir, de no sufrir, llegaría nuestro turno,sin contar más que ellos en el gran número deefectivos sacrificados. Sabíamos que la matanza sellevaba a cabo, que el suelo se cubría de nuevoscadáveres, con gestos de náufragos.

El tiro nos había sorprendido en un punto deconfrontación localizado. Nos deslizamos dentrode una zapa rusa para resguardarnos de lametralla.

El ataque se apaciguó rápidamente. El cañoneo

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disminuyó. Unos gritos llegaron hasta nosotros, losterribles gritos que ya conocíamos…

Permanecimos en aquella zapa tres días y dosnoches.

Viendo que se nos permitía hacerlo, nosorganizamos. En aquel ramal subterráneo de unaveintena de metros estábamos veinte hombres, conla barbilla pegada a las rodillas, que salíamosúnicamente para hacer nuestras necesidades.

Varias veces al día oíamos los siniestroscornetines y padecíamos las cortinas de fuegos. Elmenor obús hubiera perforado la fina capa detierra que nos protegía, pero habíamos apiladonuestras mochilas para protegernos por ese lado.Esta entrada estaba guardada por un muertoenterrado. No sobresalía del suelo más que sucabeza, como si le hubieran enterrado de pie, y sumano, con uno de sus dedos señalando en

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dirección a nosotros, parecía indicar: ¡es allí!Cada vez que salíamos reptando, casi nostropezábamos con esa cabeza fría. Nos recordabalo que nos esperaba en aquel caos.

No recibíamos ningún avituallamiento. Noscomimos nuestros víveres de reserva, y algunoshombres, que iban de noche a rebuscar en lasmochilas de los muertos, trajeron galletas ychocolate. Pero nos devoraba la sed. Yo tenía enmi zurrón una botella de licor de menta. Circulabacon la prohibición de beber de ella. Veinte bocasla succionaban para humedecerse los labios, yvolvía hasta mí. Ésta fue nuestra única bebidadurante esos tres días. Algunos hombres, sinembargo, bebieron agua sacada de los charcos enlos que se bañaban los cadáveres.

También nos las arreglábamos para dormir yevitar los calambres. Cada uno de nosotros hizositio, entre sus piernas abiertas, a su vecino.Estábamos dispuestos como los remeros. Por la

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noche, toda la fila se recostaba hacia atrás y losvientres servían de almohada a las cabezas.

Esta zapa se convirtió en un lugar tibio que nonos atrevíamos a dejar. Nos acunábamos en lailusión de que nos habían olvidado y que ya nollegaría ninguna otra orden a encontrarnos allí.Pero la orden llegó al tercer día. Partimos por lanoche.

La mañana, tras algunos altos y vacilaciones, nossorprendió en unas posiciones alemanas reciénconquistadas. Fuimos a lo largo de unos grandesrefugios, que resonaban de los gritos de losheridos que se habían llevado allí, en espera depoder transportarlos hacia la retaguardia. Su grannúmero retardaba la evacuación, los camilleroseran ya insuficientes.

Finalmente nos dejaron en un ramal, en el queno contábamos con otro recurso que mantenernos

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derechos. Comenzó a caer una fina lluvia y noscaló. El barro recubría nuestros pies y losmantenía tan fuertemente pegados al suelo que,para retirarlos, teníamos que aferrar una denuestras piernas con ambas manos. Noscalentábamos alternativamente cada pierna.Seguíamos sin recibir avituallamiento. Por fortunalos obuses apenas caían en aquel rincón.

Hacia el atardecer pensamos en excavar, connuestras palas de zapador, unas pequeñasentalladuras en el talud, lo justo para meter enellas los riñones e impedir así resbalarnos.Delante de estos nichos, desplegamos las lonas denuestras tiendas, sostenidas mediante unoscartuchos hincados en el suelo. Sentados detrás deestas lonas chorreantes, apretujados de dos en dos,con los pies en el agua y tiritando, conseguimosdormir algunas horas.

Fuimos alertados en plena noche. El grito queme temía resonó: «¡Los granaderos en cabeza!».

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Los alemanes iban a contraatacar. Pero la fusileríase calmó antes de que nosotros hubiésemosllegado a la línea de batalla.

Al día siguiente nos llevaron de nuevo haciadelante.

Nos emplazamos en un ramal de trincheraperpendicular a las líneas enemigas, cerrado poruna barricada de sacos terreros, en el límite denuestro avance.

Estábamos más sucios, más fatigados, máspálidos, más silenciosos que nunca.Comprendíamos que estaba cerca nuestra hora.

Tras lo que acabábamos de ver, no podíasubsistir ninguna ilusión. En cuanto un batallónestaba fuera de combate, se hacía avanzar alsiguiente para atacar, en el mismo terreno cubiertode nuestros heridos y de nuestros muertos, tras unapreparación de artillería insuficiente, que para el

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enemigo era más bien una señal que unadestrucción. La inútil victoria que consistía enganar un elemento de trinchera alemana se pagabacon una matanza de los nuestros. Mirábamos a loshombres de azul tendidos entre las líneas.Sabíamos que su sacrificio había sido inútil y queel nuestro, que le seguiría, lo sería también.Sabíamos que era absurdo y criminal lanzar a unoshombres contra unas alambradas intactas, quecubrían unas máquinas que escupían cientos debalas por minuto. Sabíamos que unasametralladoras invisibles esperaban los blancosque seríamos nosotros, una vez salvado elparapeto, y nos abatirían como a animales de caza.Sólo los asaltantes se mostraban al descubierto, yaquéllos a los que atacábamos, parapetados detrásde sus defensas de tierra, nos impedirían llegarhasta ellos, con tal de que tuvieran un poco desangre fría durante tres minutos.

En cuanto a avanzar en profundidad, toda

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esperanza estaba perdida. Esta ofensiva, que debíallevarnos a veinticinco kilómetros al primeravance, a arrollarlo todo, apenas si había ganadocon gran dificultad algunos cientos de metros enocho días. Era necesario que unos oficialessuperiores justificasen sus funciones ante el paísmediante unas líneas de comunicado que hicieranpresentir la victoria. Nosotros estábamos allí sólopara respaldar esas líneas con nuestra sangre. Nose trataba ya de estrategia, sino de política.

Había una cosa más que nos hacía pensar.Entre todos aquellos muertos que nos rodeaban, nose veía casi alemanes. No había equivalencia debajas: nuestras pírricas ganancias de terreno eranmendaces, puesto que éramos los únicos en morir.Las tropas victoriosas son las que matan más, ynosotros éramos las víctimas. Esto acabó pordesmoralizarnos. Desde hacía tiempo los soldadoshabían perdido todo convencimiento. Ahoraperdían la confianza. Atacantes, digamos

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victoriosos, murmuraban: «Nos hacen morirtontamente».

Yo, testigo de este desorden, de estacarnicería, pensaba: decir tontamente es quedarsecorto. La Revolución guillotinaba a sus generalesincapaces. Era una medida excelente. Unoshombres que han instituido los tribunales deguerra, que son partidarios de una justicia sumaria,no deberían librarse de la sanción que ellosaplican a los demás. Una amenaza semejantecuraría de su orgullo olímpico a esos jodidosmanipuladores, les haría reflexionar sobre símismos. Ninguna dictadura es comparable a lasuya. Niegan todo derecho de control a lasnaciones, a las familias, que, en su ceguera, se hanpuesto en sus manos.

Y a nosotros que vemos que su grandeza es unaimpostura, que su poder es un peligro, si dijéramosla verdad, se nos fusilaría.

Tales eran las ideas que nos asediaban la

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víspera de atacar. Encorvados bajo la lluvia y losobuses, los soldados pálidos reíansarcásticamente:

—¡La moral es buena! ¡Las tropas estánfrescas!

Entramos en un estado agónico.El ataque es seguro. Pero, como es preciso

renunciar a los asaltos frontales que ya no avanzan,se va a progresar por los ramales de trinchera. Mibatallón debe atacar a la granada las barricadasalemanas. Granadero como soy, iré entre losprimeros.

Queda por conocer la hora del ataque. Haciamediodía se nos dice: «Será esta tarde o por lanoche».

Desde las letrinas, que están en una posiciónsobreelevada, se percibe la línea enemiga. Lallanura, que asciende ligeramente, está coronada

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en la lejanía por un bosque destrozado, el bosquede la Locura, que al parecer el mando se proponeocupar. Corre el rumor de que tenemos delante denosotros a la guardia imperial alemana y que nosrecibirá con balas explosivas.

¿Qué hacer hasta la tarde? No cuento enabsoluto con las granadas, que no sé manejar.Desmonto mi fusil, lo limpio con esmero, loengraso y lo envuelvo en un trapo. Comprueboasimismo mi bayoneta. Ignoro cómo se bate uno enun ramal de trinchera, en fila india. Pero al fin y alcabo el fusil es un arma, la única que conozco, ydebo prepararme para defender mi vida. Tampococuento con mi cuchillo.

Sobre todo, no he de pensar… ¿Qué podríaplantearme? ¿Morir? Eso no puedo planteármelo.¿Matar? Es lo desconocido, y no tengo ningunasganas de matar. ¿La gloria? No se gana gloria aquí,hay que estar más en la retaguardia. ¿Avanzar cien,doscientos, trescientos metros en las posiciones

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alemanas? Demasiado he visto que eso nocambiaría nada los acontecimientos. No tengoningún odio, ninguna ambición, ningún móvil. Sinembargo, debo atacar…

Mi única idea: pasar a través de los balazos,de las granadas y de los obuses, escapar a ellos,vencedor o vencido. Por otra parte: ser vencedores vivir. Ésta es también la única idea de todos loshombres que me rodean.

Los veteranos están preocupados y gruñen paratranquilizarse. Se niegan a hacer la guardia, perotodos son voluntarios para irse a la retaguardia, enbusca de avituallamiento.

Ráfagas de obuses y de ametralladoras barrenla llanura. El sol asoma un poco. A lo lejos, oímosde nuevo cornetines de órdenes, disparos de fusil,cortinas de fuegos.

Quisiéramos interrumpir el curso del tiempo.Sin embargo, el crepúsculo invade el campo debatalla, nos separa a unos de otros, nos hace sentir

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un frío penetrante…, el frío de la muerte…Esperamos.No se ve con precisión nada.Me acurruco en un agujero para dormir. ¡Mejor

no saberlo por adelantado!Me acuerdo de que tengo veinte años, la edad

que cantan los poetas…

Vuelvo a ver el día. En la trinchera desierta estiromis piernas anquilosadas. Me dirijo hacia elrefugio de nuestro cabo.

—¿Qué, ya no se ataca?—Se ha aplazado para esta tarde.¡Pues vaya! ¡Tampoco hoy será un día alegre!Es temprano. El frente está en calma. Por el

llano, cubierto de brumas, circulan largos lamentosdesgarradores, se alzan estertores entrecortados yroncos. Son nuestros heridos tendidos entre laslíneas, que llaman: «Venid a buscarme…

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Camaradas, hermanos, amigos… No me dejéis,puedo seguir viviendo…». Se oyen nombres demujeres, alaridos de los que sufren demasiado:«¡Acabad conmigo!», de los que nos insultan:«¡Cobardes!, ¡cobardes!». No podemos hacer nadamás que lamentar su suerte, estremeciéndonos.Reconocemos en estos gritos los gritos quellevamos dentro de nosotros, que saldrán denosotros, acaso esta misma tarde… Parece que losdos ejércitos hayan enmudecido para escuchar, y,en sus trincheras, deben de sonrojarse devergüenza.

Me repliego en mi agujero, me envuelvo lacabeza para no seguir oyendo, para tratar dedormir.

Me despiertan unas horas más tarde. Acabande llegar al fin las vituallas: ragú cuajado en lasmarmitas, vino, café frío, bebidas alcohólicas. Laescuadra se reúne alrededor de nuestro cabo, queprocede a la distribución. Yo como sin apetito y

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soy el primero en terminar. El cabo me pasa unabrazada de periódicos:

—Léanos las noticias.—¡A ver, oigamos las bolas que nos cuentan!

—aprueban los otros, acercándose para no perderripio.

En primer lugar, el comunicado, bastanteconfuso, les hace menear la cabeza.

—¡Estamos apañados si hemos de pasar elinvierno en este asqueroso barrizal!

Luego leo rápidamente las columnas firmadaspor nombres ilustres, académicos, generalesretirados, incluso eclesiásticos, y destaco estasraras, preciosas flores de prosa: «El valoreducativo de la guerra no ha sido puesto nunca enduda por nadie que sea capaz de un poco deobservación…». «Ya era hora de que llegara laguerra para resucitar, en Francia, el sentido delideal y de lo divino». «El brillante papel quedesempeña la poesía es una más de las sorpresas

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de esta guerra y una de sus maravillas».Una interrupción:—¿Qué deben de ganar esos tipos por escribir

estas memeces?Prosiguiendo, obsequio a mi auditorio con lo

siguiente: «¡Oh muertos, qué vivos estáis!». «¡Laalegría reina en las trincheras!». «Puedo seguirosahora en el asalto: puedo comprobar la alegría quese apodera de vosotros en el momento del esfuerzosupremo, éxtasis, transporte del alma, vuelo delespíritu que ya no se pertenece».

Meditan unos instantes. Y Bourgnou, elpequeño Bourgnou, apagado y sumiso, que no abrenunca el pico, juzga a esos escritores famosos ydice con su voz de muchacha:

—¡Ah! ¡Los muy canallas!

Pasado el mediodía, el cabo me tira por un brazo:—Esta tarde vendrás a hacer un servicio.

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Iremos a buscar unos cañizos.—¡Ah!, ¡no, no! Yo ya voy como granadero, no

quiero ir a hacer ningún trabajo.—Chitón, os libraréis del ataque…Esta afirmación me tranquiliza. Paso una

velada bastante buena.Hace rato que ya es de noche cuando partimos.

Somos cinco. He dejado mi fusil y mi mochila enun pequeño módulo de trinchera del que losrecogeré, sin conservar más que un zurrón y miequipo. Marchamos muy rápido por los ramalessombríos, desfondados por los obuses. Nos urgellegar a la retaguardia, donde estaremos acubierto.

Por desgracia, la humedad de estos últimosdías y las galletas enmohecidas me han producidocólicos. Me veo obligado a detenerme variasveces y hacer esperar a los demás, que se quejan,temiendo que nos alcance un tiro de improviso.Para mí, no es fácil, en la oscuridad, encontrar un

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lugar adecuado. En una de ésas, un hombre que sealza bruscamente pretende echarme.

—¡Largo de aquí! Es la letrina delcomandante.

Respondo groseramente a ese fiel servidor queningún comandante del mundo podría hacercuadrarse a mis tripas. Su nariz y unosborborigmos le informan de que no miento.Desaparece.

Encontramos unos cañizos en un depósito dematerial y preparamos nuestra carga. Luego nossentamos en un hueco cubierto, bien apretujadospara conservar así el calor, y nos encendemosunos pitillos.

No tardan en caer no muy lejos unos gruesosobuses que resuenan terriblemente en ese lugardesierto. Nos hundimos lo más profundamenteposible en la sombra y nos convencemos de quenuestro refugio es sólido. Por encima de todo,pensamos en lo que le espera en el frente al

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batallón. Es preferible estar aquí.Por otra parte, cesan los disparos. Se hace el

silencio. No hablamos. Escuchamos los ruidosconfusos del frente, a lo lejos. Dormitamos.Dejamos pasar el tiempo. Tenemos la impresiónde ser unos desertores.

El cabo nos dice: «¡Mal que nos pese hay quevolver!».

Nos ponemos de nuevo en camino. Avanzamosa duras penas con esos cañizos, más largos que unramal de trinchera, que hay que transportaroblicuamente. Nunca, en tiempos normales,habríamos querido hacer este trabajo. Perocreemos que somos afortunados.

Llegamos a nuestras posiciones.Todo el batallón está en la trinchera, con la

bayoneta calada, en el mayor de los silencios.—¿Qué hacéis?—Vamos a atacar.¡De modo que el ataque no se ha producido! El

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cabo dice:—Pasad la voz al capitán de que están aquí los

cañizos.La información pasa de hombre a hombre.

Pienso en mi fusil, en ir a por él…, pero llega unaorden:

—En cabeza los hombres que han hecho eltrabajo. Dejad los cañizos.

¡Es el colmo! ¿Qué quiere decir esto? No hayque discutir. Adelantamos al batallón. Loshombres se apartan para permitirnos el paso, conuna deferencia inhabitual.

Bajo la barricada está nuestro capitán, con elbarboquejo en la barbilla y revólver en mano. Meseñala unas cajas.

—Coge unas granadas.—Mi capitán, ignoro cómo funcionan.Es cierto. Son unas granadas cilíndricas de

hojalata, como no he visto nunca. El responde conrudeza:

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—¡Nada de explicaciones!¡En efecto! Cojo dócilmente cinco o seis

granadas y me las meto en el zurrón. Me señala labarricada.

—¡Salta!Veo una escalera corta. Trepo por ella. Salvo

los sacos terreros y me encuentro al nivel de lallanura, por encima de las trincheras. Unosresplandores me ciegan. Cohetes, obuses. Balasque silban me pasan rozando. Me dejo caer.

Del otro lado de la barricada…Un hombre corre delante de mí. Yo corro

detrás de él.Corriendo, breves reflexiones: «Así que ataco

a la cabeza de un batallón. No tengo más arma quecinco granadas de un modelo desconocido y medirijo hacia la guardia imperial alemana…». Misideas no llegan a más. Echo de menos mi fusil bien

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engrasado.Otros hombres corren detrás de mí. Ni pensar

en detenerse, y no lo pienso. Los cohetes sesuceden y nos iluminan. Veo un fusil apoyado en lapared del ramal y me apodero de él. Un viejo fusilfrancés: cerrojo bloqueado, bayoneta torcida yherrumbrosa. ¡Pero es mejor que nada!

No me imagino del todo el combate, no tengoningún reflejo de soldado. Me digo:

«¡Todo esto es una imbecilidad, una absolutaimbecilidad!». Y corro, corro como si tuviera unaurgencia.

¿Tengo miedo? Mi razón tiene miedo. Pero yono la consulto.

¡Idiota, idiota!Al pie de la segunda barricada, cuatro

energúmenos percuten granadas y las lanzan,aullando para excitarse.

¡Así que somos cinco pedazos de imbécilesque atacamos al ejército alemán con esos cilindros

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de hojalata! ¡Menuda historia!Uno de los furiosos me grita:—¡Pásame unas granadas!Yo pienso: «¡Con mucho gusto!». Le alargo el

contenido de mi zurrón.—¡Otras más!El hombre de detrás me alarga las suyas. Las

paso. Llegan más granadas, de mano en mano.Los cuatro no paran de percutir, de lanzar y de

pegar gritos… ¿Puede esto durar eternamente?

Me he levantado, sordo, cegado por una humareda,traspasado por un dolor agudo. Unas zarpas mearañan, me desgarran. Debo de gritar sin oírme.

Un destello de pensamiento en mi oscuridad:«¡Te han arrancado las piernas!». Para ser unestreno…

Mi cuerpo se incorpora y echa a correr. Laexplosión lo ha activado como a una máquina.

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Detrás de mí gritan: «¡Más rápido!», en un tono deenloquecimiento y de dolor. Sólo entonces me doycuenta de que corro.

Mi razón se recupera ligeramente, se asombra,controla: «¿Sobre qué corres?». Creo correr sobreunos troncos de piernas… Ordena: «¡Mira!». Medetengo en el ramal por el que pasan hombres queno veo. Mi mano, que teme encontrarse con algoespantoso, desciende lentamente a lo largo de mismiembros: los muslos, las pantorrillas, loszapatos. ¡Tengo mis dos zapatos!… Entonces, ¡mispiernas están enteras! Alegría, pero una alegríaincomprensible. Sin embargo, me ha sucedidoalgo, he recibido un tiro…

Mi razón prosigue: «Te has salvado… ¿Tienesderecho a salvarte?». Nueva inquietud. Ya no sé sisufro, ni en qué parte. Ausculto mi cuerpo, lopalpo en la sombra. Encuentro mi mano izquierdaque ya no responde a mi presión, cuyos dedos nopueden apretar. De la muñeca chorrea un líquido

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tibio. «¡Bien! ¡Estoy herido, tengo derecho apartir!».

Esta constatación me calma y me devuelve alpunto la sensación de dolor. Gimoteo débilmente.Estoy sobre todo aturdido y asombrado.

Encuentro la primera barricada, donde hanhecho una brecha para facilitar el paso. El capitánsigue estando allí. Nadie me para. Los soldados demi batallón, cuyas bayonetas relucen, acercan susrostros pálidos y ansiosos para ver a este primerherido. Reconozco a hombres de la quinta del 15,que me dicen:

—¡Qué potra tienes!Se destaca uno: Bertrand. Me retira el equipo y

me pregunta:—¿Es grave?—Y yo qué sé.—¿La cosa marcha?—No he tenido tiempo de darme cuenta.—¡Buena suerte!

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—¡Lo mismo digo, amigo!—Ten la seguridad de que preferiría estar en

tu lugar.Su inquietud, sus palabras me hacen tomar

conciencia de mi suerte.Ahora se trata de ganar la retaguardia, de no

perderme en los ramales, de escapar a losobuses… Repito: «¡Qué potra tienes!».

Poco a poco, me enfrío. Mis piernas se endureceny cojeo del pie derecho, que me duele. Avanzo aduras penas, a través de la red de ramales oscurosy desiertos. Este sector, por el que nos hemosdesplazado sólo de noche, me es desconocido. Hacaído de nuevo la noche sobre él y lo extiendehasta el infinito. No tengo más que un indicio, quees seguir las vías más transitadas, por donde hanpasado más tropas. Me guío por el tipo de suelo yme dedico a dar la espalda a los cohetes que

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indican la vanguardia. Estoy solo y mis fuerzasdisminuyen.

En mi reloj: tres de la noche. Encuentro unfusil roto con el que apoyarme. Estoy cada vez máscansado, pero siento que si me paro, no podrévolver a partir. Tengo la suerte de haber sido elprimero en dejar el lugar de ataque, sin la ayudade los camilleros. Hay que aprovechar estaoportunidad y evitar ser atrapado bajo las cortinasde fuegos. Precisamente la artillería dispara a lolejos, sobre las líneas.

Las cuatro. Sigo ignorando dónde me hallo,adonde iré a parar y aún no me he encontrado connadie. Unos obuses caen en los alrededores. Tomopor un camino encajonado. Oigo pasos, voces, yme cruzo con soldados que hacen labores deavituallamiento. Los hombres me ofrecen de beber,café, licor, me explican la dirección que hay queseguir para ganar el pueblo y el puesto de sanidad,situado en un extremo. Dicen que llegar hasta allí

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me llevará una hora.Una hora para ellos, pero yo tardo mucho más.

En el pueblo, dejo los ramales y tomo por lacarretera, para ganar tiempo. Es uno de esospueblos del Paso de Calais, que se extiende a lolargo. El decorado es siniestro. Y he aquí losobuses a mi derecha, las granadas rompedoras queestallan bajas y los proyectiles que hacen saltarpiedras. Si llegaran hasta mí, no podría nisalvarme ni refugiarme; ando como un lisiado.Ahora tengo miedo de verdad, miedo a que merematen…

Una cruz roja. Desciendo a un sótano. Elmédico militar me venda someramente, se asombradel número de esquirlas que me han impactado,pero me tranquiliza no obstante… Los bajos de micapote están enteramente deshilachados y mispolainas como tijereteadas. No tengo ya fuerzaspara volver a partir. Un enfermero me lleva sobresu espalda hasta el puesto de evacuación próximo.

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Nace el día. Son más de las seis.Delante del puesto de evacuación hay dos

camillas, una de las cuales está ocupada. Metumbo en la otra. Me invade instantáneamente unasensación de bienestar y de seguridad: lo más duroestá hecho, no tengo más que confiar, se ocuparánde mí.

Un joven sacerdote, de cara simpática, seacerca, se inclina y nos pregunta con cordialidadsi deseamos algo. Yo le pido un cigarrillo. Unavez encendido, sonrío, para darle las gracias. Elabre los brazos en un gesto un tanto litúrgico, ydice:

—La abnegación de nuestros soldados esadmirable. ¡Sufren y aún tienen el valor de reír!

Mientras va a buscar algo para beber, el otroherido me musita:

—¡Este páter es un inocente! ¡No comprendeque bromeamos porque nos largamos de aquí!

Nos bajan a un sótano aún vacío que está

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acondicionado, con unos bastidores, para recibirtres filas de camillas superpuestas. Estoyasombrado de encontrarme allí, de miextraordinaria aventura… Pero estoy muy cansadoy no tardo en caer dormido como un tronco.

Algunas horas después, al despertar, el sótanoestá lleno de heridos que gritan. No hay ningunalitera disponible. Sus ocupantes agotan la gama delas entonaciones del dolor y de la desesperación.Algunos presienten la cercanía de la muerte yluchan contra ella ferozmente, con imprecaciones ygestos frenéticos. Otros, por el contrario, dejanescapar su vida en un fino hilillo de fluido, consuspiros ahogados. Otros exhalan quejidos roncos,regulares, mediante los cuales acunan susufrimiento. Otros imploran para que se les alivie;otros para que los ayuden a poner fin a su vida.Otros llaman en su auxilio a seres desconocidospara nosotros. Otros, en pleno delirio, siguenbatiéndose, lanzan gritos de guerra inhumanos.

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Otros nos toman por testigos de su miseria y nosreprochan el no hacer nada por ellos. Algunosinvocan a Dios; otros la emprenden con él, leinsultan, le conminan a intervenir si tanomnipotente es.

A mi izquierda, reconozco al joven subtenienteque mandaba nuestra sección. De su lacia bocasale una queja monótona y débil de niño pequeño.Agoniza. Era un muchacho valiente y todo elmundo le quería.

Hay falta de espacio. En el suelo se hacinanpobres desgraciados, masas lodosas rematadas enun rostro despavorido, marcado por esa atrozsumisión que infunde el dolor. Su mirada es la delos perros que se agachan bajo el látigo. Sostienensus miembros rotos y salmodian el canto lúgubreque asciende de las profundidades de su carne.Uno tiene la mandíbula rota, que pende y que él nose atreve a tocar. El asqueroso orificio de su boca,obstruido por una lengua enorme, es una fuente de

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sangre espesa. Un ciego, encerrado detrás de suvenda, alza la cabeza hacia el cielo, en laesperanza de captar un débil resplandor por eltragaluz de sus órbitas, y vuelve a caer tristementeen la negrura de su celda de castigo. Sondea elvacío a su alrededor tanteando, como si exploraselas paredes viscosas de un calabozo. Un tercero haperdido ambas manos, sus manos de agricultor ode obrero, sus máquinas, su sustento, de las que,para demostrar su independencia, probablementedecía: «Cuando un hombre tiene sus dos manos,encuentra trabajo en todas partes». Ellas le faltanya para sufrir, para satisfacer esa necesidad tannatural, tan habitual, que consiste en llevarlas allugar que duele, que aprietan para calmarlo. Lefaltan para torcerse, crisparse y suplicar. Ya nopodrá tocar nunca más. Pienso que es quizá el másprecioso de los sentidos.

También han traído una piltrafa humana tanmonstruosa que todos, al verla, han retrocedido, y

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que ha asombrado a esos hombres a los que yanada asombra. Yo he cerrado los ojos: he visto yademasiado, quiero poder olvidar más tarde. Esacosa, ese ser, aúlla en un rincón como un demente.Nuestra carne soliviantada nos sugiere que seríageneroso, fraternal, acabar con él.

La artillería alemana corta la carretera; losobuses resuenan sordamente. No se nos puedeevacuar. Fuera, llegan constantemente nuevosheridos que, bajo la lluvia, y para poder entrar,esperan que nos convirtamos en cadáveres. Losenfermeros están desbordados. Van de una litera aotra, a vigilar los estertores. Una vez que esosestertores no son más que balbuceos, indicadoresde que el moribundo está en puertas de la nada, sesaca al hombre que acabará de morir igualmenteen el exterior, y llevan a su sitio a otro herido quetiene posibilidades de vivir. La elección no essiempre, sin duda, afortunada, pero los enfermeroslo hacen lo mejor que pueden, y todo en la guerra

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es una lotería. Se llevan así a nuestro subteniente.Todos los que retiran de aquí están destinados

a acabar fiambres, esos desechos del campo debatalla que ya no despiertan la compasión denadie. Los muertos molestan a los vivos y agotansus fuerzas. En los períodos agitados se los dejaabandonados, hasta que reclaman atención pormedio del olor. A los sepultureros les parece queson verdaderamente un número excesivo y sequejan de este incremento de trabajo que lesusurpa el derecho a dormir. Todo lo que estámuerto es indiferente. Enternecerse sería mostrardebilidad.

Un médico militar pensativo, agotado, y sinmedios sanitarios, circula a través de las filas.Reconforta como puede, con un burdo lenguaje, ymuestra sus galones a los más crédulos paraconvencerles de que saldrán de ésta. Se intuye suagotamiento; huele a alcohol, que emplea parasostenerse. Está tan lleno de salpicaduras de

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sangre que su sonrisa, que quisiera ser dulce yfirme, parece cruel como la de un verdugo.

La mayoría de los heridos llevan el número demi regimiento, pero yo formo parte de él desdehace demasiado poco tiempo para conocerles, ymuchos están irreconocibles. Fragmentos deconversación me permiten saber que el ataque dela barricada fue muy mortífero. Costó la vida amás de ciento cincuenta hombres. Primero seavanzó, luego hubo que retroceder y regresar a losemplazamientos de partida. Los alemanes, queestán menos agotados que nosotros y se aferran alas posiciones de cresta, contraatacaronenérgicamente y aprovecharon que nuestrosflancos no estaban cubiertos. Yo sentía curiosidadpor conocer el resultado de esta acción, en la quehe tomado parte de manera tan extraña. Asimismome gustaría saber qué ha sido de mis camaradas dela quinta del 15 y de los de mi escuadra. Estaescuadra, en la que discutíamos con frecuencia y

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que reunía a individuos tan diferentes, tan pocohechos para comprenderse, era sin embargo unapequeña familia, y me apenaría que les hubieraocurrido una desgracia a alguno de ellos, sobretodo a nuestro joven cabo. Pero estoy muy malsituado, a ras del suelo, y no percibo más que a losheridos tendidos contra el muro. Están demasiadoalejados, demasiado recogidos en sí mismos paraque yo les pregunte. Por otra parte, mi deseo deinformarme es, sin embargo, menor que mi deseode no hacer esfuerzos.

¿Y yo?Siento vergüenza. Siento vergüenza porque

sufro menos que algunos hombres que me rodean yporque ocupo todo un sitio. Siento vergüenza, ytambién, por comparación, estoy, si no orgulloso,no feliz, sí satisfecho de mi destino. El egoísmo,pese a todo, domina a la compasión que me invadeporque el dolor no me absorbe totalmente, como alos pobres desgraciados que están heridos de

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gravedad. Estoy dividido entre estos dossentimientos; la incomodidad de ostentar unariqueza excesiva ante unos pobres miserables y lasuperioridad un tanto insolente de las personas alas que la suerte ha colmado. Mi cuerpo, vueltohacia la esperanza, hacia la vida, da la espalda alos cuerpos maltrechos; el animal, que quierepermanecer intacto, me dice: «¡Alégrate, estássalvado!». Pero mi espíritu sigue siendo aúnsolidario con los pobres hombres de la trinchera,de los que yo formaba parte; los quiero y sientolástima por ellos. Los riesgos que hemos corridojuntos, el miedo que nos ha trastornado, nos hanunido. Todavía no estoy despegado de ellos y susgritos encuentran eco en mí. ¿Acaso es la vista delas mutilaciones que yo habría podido sufrir lo queme conmueve? ¿No es nuestra piedad unameditación sobre nosotros mismos a través de losdemás? No lo sé. Lo que debe disculparme a susojos es que estábamos expuestos a los mismos

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golpes, que lo que les ha tocado a ellos habríapodido tocarme también a mí. Sin embargo,inmóvil bajo mi manta, con los ojos cerrados,disimulo ante ellos mi suerte injusta.

Tengo también mis motivos de inquietud. Si mepongo boca arriba, la herida del tórax me ahoga.Si quiero darme la vuelta, parece que me clavanpuñales en el cuerpo. Podría ser que mi mano, tanpesada en la extremidad de mi brazo, norecuperara nunca su flexibilidad… Si no pensaseque mis camaradas están aún allí detrás de labarricada, con los pies en los charcos de agua,rodeados de cadáveres, y que su vida está en juegoa cada instante, consideraría sin duda que me haocurrido una gran desgracia. De haber sufridosemejante conmoción en otra parte que no fuese laguerra, se me habrían llevado desmayado. Aquí hecaminado más de tres horas para encontrar unpuesto de sanidad. Pero, en suma, mi suerte no estádecidida, no me sentiré tranquilo hasta que toda

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amenaza de amputación haya sido descartada.

Con la tarde, los gritos se redoblan, el delirio seapodera de nosotros. Dentro, la temperatura esmuy elevada, la atmósfera irrespirable, cargadadel insípido olor de la sangre, de las vendassucias, de los excrementos. Estoy débil, la cabezame da vueltas, me parece que este sótano meoprime, desciende sobre mi pecho…

Me entra fiebre, siento escalofríos, me hacealucinar. Levanta delante de mí una barricadafulgurante, una hoguera en la que llamean unoshombres azules y grises, que tienen rostros decadáveres burlones, de mandíbulas sin encías,como la máscara de Neuville-Saint-Vaast. Selanzan a la cabeza granadas que los coronan deexplosiones. Disipada la nube, medio decapitados,sanguinolentos, siguen batiéndose con saña. Unotiene un ojo que le cuelga. Para no perder tiempo,

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saca la lengua y se lo traga. Otro, un alemán alto,tiene saltada la tapa de los sesos; el cuerocabelludo hace de charnela y retiene el hueso quebailotea como una tapadera. Cuando le faltamunición, hunde la mano en su cráneo, se saca lossesos y los arroja a la cara de un francés, al queempuerca con una papilla repugnante. El francés seseca, y, furioso, entreabre su capote. Desenrollasus intestinos y hace con ellos un nudo corredizo.Lanza este lazo al cuello del alemán, le pone unpie sobre el pecho, e, inclinado hacia atrás,suspendido con todo su peso, le estrangula con sustripas. El alemán saca la lengua. El francés se lacorta con un cuchillo y la prende de su capote conun imperdible, como si fuera una condecoración.Luego se presenta una mujer que da el pecho a unniño. Desprende al niño de su pecho y lo coloca enlo alto de la barricada, donde empieza a asarse. Lamujer se retira tristemente, gimoteando: «¡Ah,Dios mío, cómo ha podido pasar esto!». Entonces

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acuden los ordenanzas. Ponen en un plato decampamento al niño asado en su punto, como uncochinillo, y llenan cubos enteros de sangre, quese llevan para la comida del mariscal de campo,que se está tomando un aperitivo a lo lejos,observando el campo de batalla con unos gemelosy bostezando porque tiene hambre. La barricada sedesfonda, y no hay ni vencedores ni vencidos,porque no quedan más que cadáveres.

Heme aquí en primera línea, en un puesto,armado de una ametralladora. De pronto, unamariposa negra, moteada de rojo, revolotea porencima de las alambradas. Tengo la consigna dematar esta mariposa. Pongo el dedo en el gatillo ybusco en el punto de mira. De golpe, comprendouna cosa terrible: esta mariposa no es sino mipropio corazón. Enloquecido, llamo al sargento yse lo explico. Él me responde: «¡Es una orden!¡Mátala o serás fusilado!». Entonces cierro losojos, y gasto cintas, cintas de ametralladora para

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matar mi corazón… La mariposa sigue volando…Se presenta de improviso el general, que monta encólera: «¿Quién me ha endilgado a este zopenco derecluta? ¡Me lo cargo de un tiro!». De unacartuchera de piel humana saca un revólver todode oro. Apunta y mata mi corazón… Yo lloro…Iré a buscar a la pobre mariposa negra, esta noche,arrastrándome…

Y ahora, estoy solo en una camilla, entre lastrincheras. Cae la tarde. Los ejércitos se alejan yme abandonan. Oigo un toque de cornetín, órdenes,veo en una carretera, allá lejos, tropas quepresentan armas. De un automóvil con banderínbaja un coronel. Le reconozco a pesar de ladistancia: es el que me hizo pasar un examen en elCampo de Marte, en el depósito de reclutas… Seagacha, raspa una cerilla y enciende algo cerca delsuelo. Luego vuelve a montar en su coche, quearranca rápido. De nuevo un ruido de armas, denuevo un toque de cornetines. Las secciones

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forman en fila de a cuatro y se alejan a su vez, sinvolverse. Me gustaría llamar, pero algo meobstruye la garganta. Heme aquí solo de nuevo;tengo frío. Pienso en las ratas de las que rebosa elllano y que quizá van a asaltarme. ¿Cómo medefenderé? No me quedan fuerzas y estoy atado ami camilla. Busco alguna ayuda en esa extensiónmonótona y helada… Descubro un pequeñoresplandor, que tomo primero por una luciérnaga.Pero ella viene a mi encuentro, lentamente,ondulando sobre la tierra. La creía a unoskilómetros, y no es sino su pequeñez lo que medaba esa impresión de lejanía. En realidad, estácerca y sigue avanzando. ¿Qué es, pues?¡Súbitamente, todo se revela! Se me erizan loscabellos, sudo de horror. Sí: ese coronel era mienemigo desde que yo le había saludado con lamano izquierda, por distracción. El resplandor esuna llama que corre en el cabo de la mecha que haencendido, de esa mecha que viene desde la

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carretera hasta mí, que me atraviesa la garganta;que me impide llamar. Y mi pecho, mi vientreestán rellenos de chedita[19], lo sé…

El tren sanitario rodaba desde hacía una hora,llevándonos al interior. En el vagón de ganadoacondicionado con unas literas íbamos doceheridos febriles, fatigados de haber esperado yavarios días en una camilla, de puesto de sanidaden puesto de sanidad. Algunos estaban seriamenteheridos y sufrían cruelmente.

Presa de una inspiración repentina, el que teníauna esquirla de obús en la cadera se sobrepuso aldolor y nos anunció una era nueva:

—Eh, compañeros: escuchad, ¡ya no se oye elcañón!

—¡Para nosotros —le respondieron— laguerra se ha acabado!

Hace de eso un mes largo. También yo lo

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creía. Hoy no estoy tan seguro.

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VIEl hospital

Jesucristo reveló al mundo esta verdad: que lapatria no lo es todo y que el hombre está enprimer lugar y por encima del ciudadano.

RENAN

Estoy tendido en una cama de hospital y cubiertode vendajes. De la cabecera de mi cama cuelgauna hoja en la que figura un cuerpo humano, porambas caras. Una decena de puntos, a tinta roja,indican las heridas de este cuerpo: mi cuerpo. Enla muñeca izquierda, en el tórax, en las piernas, enel pie derecho. «Nada en la tripa y en el estómago.¡No está mal!», me había dicho el médico militardel sótano de La Targette, adonde había podidollegar tras el ataque de la barricada. Al lado delcroquis, un diagrama de temperatura. En la parteinferior de la hoja, se lee: «Entrada: 7 de octubre

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de 1915. Operado: 20 de octubre. Salida:…».Deseo que se llene ese blanco lo más tardeposible.

En mi mesilla de noche hay unos libros,cigarrillos, pastillas, objetos de escritorio; en elcajón, mi cartera, cartas, mi cuchillo, mi pluma, miya inútil medalla de identidad, y mi taza dealuminio, que he hallado en un zurrón que no mehabía abandonado. ¡No está mal, en efecto! Meencuentro bien. Así me ahorraré la campaña deinvierno, y seguramente la guerra para entonces sehabrá terminado. Estoy contento: he salvado elpellejo…

La granada me había acribillado de esquirlas.Felizmente, era de hojalata, fragmentada de talmodo por la explosión que esas esquirlas noimpactaron con gran fuerza. Casi todas quedaron aflor de piel, y todavía ahora, después de algunas

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semanas, si me aprieto fuerte esos granos que mesalen en medio del cuerpo, expelen una partículade metal muy aguzada. Deben de quedar otrasmuchas, pues, al cambiar de postura, siento unbrusco pinchazo, como cuando uno se sienta sobreun alfiler. He temido durante largo tiempo queestos pequeños restos me produzcan un abscesomaligno. Pero el apuro de tener que enseñar misnalgas a las enfermeras siempre me ha frenado dehablar de ellos. (Para mí las nalgas están ligadas ala idea de la mujer y me parecen contrarias a lavirilidad. Quizá hay también en esto un vestigio deese prejuicio guerrero, absurdo hoy en día: uncombatiente no debe ser herido en la espalda). Yomismo llevo a cabo mis búsquedas, a tientas,debajo de las mantas. Cuando con el dedo detectoinequívocamente una pequeña dureza, medianteuna contorsión la examino en mi espejo. Luegoemprendo el raspado con una uña o un alfiler. Estome ocupa en los momentos en que estoy cansado

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de leer o de fumar, y mis vecinos lo encuentrannormal, pues también ellos se dedican a menudo atareas parecidas. No tenemos, por otra parte, yanada que esconder de nuestros cuerpos, de susnecesidades, y desviamos la atención de quienesson descubiertos para no incomodarles. No nosmolestamos los unos a los otros más que con elolor, por más discreción que pongamos en ello.

He retirado muchas esquirlas de mis piernas, alo largo de las tibias, con la punta de mi cuchillo.Calculo haber recibido unas cuarenta. Mi cuerpo,sin embargo, sólo presenta once heridas serias,pero no graves. Lo enojoso es que las heridasestán repartidas por todas partes, por lo que hayque envolverme casi por completo, y que, al estaradherido el pus a la gasa y ser las heridassolidarias, al menor movimiento siento en cadauna al despegarse un pequeño desgarrón. Y comohay un ligero retraso de transmisión de una a otra,mi mueca se ve multiplicada por varios pinchazos

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sucesivos. Por ello me muevo lo menos posible.Pero, a fuerza de permanecer siempre tumbado deespaldas, me ha salido una inflamación, y cada díatengo que pasar algunas horas de costado. A veces,consigo sentarme. Es una maniobra que preparodurante un buen rato, para evitar así un dolordemasiado vivo que me haría caer de nuevobruscamente. Tengo, por otra parte, todo el tiempodel mundo. Incluso me levanto un poco, mientrasme hacen la cama.

He «pasado por el quirófano», y no conservoun mal recuerdo. El médico militar de unaambulancia del frente había sondeado mis heridasy retirado a lo vivo —lo que no fue nadaagradable— las principales esquirlas. Me quedabauna en el pie derecho y otra en la muñecaizquierda, que había ido a alojarse, sin mermarlos,entre los tendones que gobiernan los dos dedos delmedio de la mano. Para extraerlas se decidiódormirme. Pues bien, lo único que temía era que

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no lo hicieran, que me trataran aquí como lohabían hecho en el frente. Después de un día dedieta, me trasladaron a eso de las seis a la sala deoperaciones, de una blancura, de una desnudezhirientes, iluminada por una lámpara de arco quehacía relumbrar los aceros de fuegos azules ycortantes. Me desnudaron en medio de aquelblancor, ofrecido, indefenso y tembloroso ante loscrueles instrumentos, como para un suplicio, y consu blusa todos los presentes parecían los verdugosde una fría inquisición. El médico militar me dijo,mientras acercaban ya el tampón: «No temas. Abrela boca y respira hondo». Lo hice con muchogusto, pues no quería ser testigo de las torturas queiban a infligir a mi cuerpo.

La anestesia me produjo la clara impresión dela muerte, y desde entonces pienso que la muerte,el tránsito, no debe de ser un momento tan difícilcomo se cree, si no va acompañada de los dolorespropios de la enfermedad. Es preciso superar la

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angustia, tomar la decisión de anularse. Bajo laacción del cloroformo se deja rápidamente desentir el propio cuerpo; ya no existe. Toda la vidarefluye al cerebro, que es un zumbido. El mío,hasta el momento en que se desvaneció a su vez,no perdió su lucidez. Liberado de toda pesadezcarnal, ya no era más que espíritu, y tuve la nociónfugitiva del espíritu puro, del ángel, pequeña llamadanzarina, llamita de júbilo. Me decía: «¡Temueres!» y «No te mueres en serio», y quizá:«Después de todo…». No ofrecí ningunaresistencia a esta sensación de destruccióncreciente. Luego mi pensamiento, observadordistante, no arrojó ya sobre mí más que unresplandor confuso, vaciló sobre el claroscuro demi ser, y me precipité en la noche, en la muerte,sin tener conciencia de ello.

El primero en resucitar fue mi espíritu. Alpunto sentí en mi brazo un dolor de fuego. Y oíunas voces cuyo ligero sentido captaba, pero como

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en una antesala de mí mismo, pues el sueño pesadome envolvía aún con una apretada trama. Lasvoces decían: «Está dormido. Abajo no se le hapodido despertar». Sólo tenía que entreabrir lospárpados, como los postigos por la mañana, parademostrarles que mi alma viva me habitaba. Era unesfuerzo tan grande que estuve un largo rato antesde decidirme a hacerlo. Por fin miré los rostrosinclinados sobre mí, los vi hacerse más precisos, ycerré los ojos. El cloroformo no me dejaba másque un sabor asqueroso que iba a morir en mislabios, convertidos en insípidas ampollas. Y lafiebre me abrazó con sus brazos ardientes, mesacudió con sus gélidos temblores y me golpeó lassienes con su martilleo.

Desde hace quince días mi temperatura esnormal, y toda inquietud ha desaparecidorelativamente por lo que respecta a lasconsecuencias de mis heridas. Me quedarán sóloalgunas cicatrices, que testimoniarán que he vivido

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la gran aventura de la guerra, y harán decir a lasmujeres más tarde, cuando apaciguadas por lavoluptuosidad, agradecidas y entresoñando, seenternezcan: «¡Cuánto debiste de sufrir, queridomío!», y sus manos delicadas acariciarán, condulces inflexiones, las partes en que antañopenetró el hierro. Al menos, eso supongo…

A mi derecha está acostado el sargento Nègre, deLimoges, que puede rondar los treinta y cincoaños. Una cabecita casi calva, de ojos maliciosos,y perilla. El tipo de suboficial francés de reserva:propenso a la invectiva, aunque no castigador, queasume el poner a cubierto a sus hombres yprotegerlos, incluso en contra de las órdenes si lojuzga necesario, servicial y bromista. También éles consciente de su suerte, pero ha sido másafortunado que yo en cuanto a la duración. Tieneuna perforación en la pantorrilla; aunque la herida

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no reviste gravedad, uno de sus tendones estátocado. Será preciso que reciba un tratamientopara poder andar normalmente. Cuando deja lacama, da saltitos sobre su pierna buena y recorreen camisa de dormir, agarrándose a los barrotes,la fila situada contra las ventanas, que es lanuestra. Se detiene en la cabecera de cada unopara inquirir: «Bien, querido mío, ¿cómo va? Estavez estamos en el hospital. ¡Es preferible a unacruz de guerra, créeme!». A los que sufren, lesdice, señalando con un dedo hacia el norte, tras unmomento de silencio como para escuchar el cañón:«¡No han podido con nosotros! ¡Piensa en losbonitos fiambres bien hinchados, hijo mío, y dagracias al dios de los ejércitos!». Para distraerlesde su dolor, exclama: «¡Venga, ahí dentro, de pie!¡Los voluntarios para la patrulla, con vuestrosnúmeros! ¿Quién se ve con valor para ir a abrirbrecha en las alambradas con una bonita cizalla?… ¡No os empujéis, cada uno a su turno!».

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Un día en que nos reíamos de sus contorsionesa la pata coja, explicó: «La guerra me ha pegadolos calambres. Los cogí al querer alcanzar laGloria. He corrido detrás de ella durante catorcemeses, pero la muy puta se ha ido en pos delgeneral barón de Poculote, que precisamenteestaba organizando su septuagésimo terceradefinitiva ofensiva con tizas de colores, papel decalco y unas máquinas de escribir, en su puesto demando avanzado cuarenta kilómetros hacia elinterior. ¿Y sabes qué respondió él cuando leanunciaron que ello le depararía la Gloria? “¡Nome gusta que me hagan esperar, cojones!”. ¡Hazmecaso, chaval, lo que yo te diga! ¿No sabes cómoson los De Poculote? Pues gente de vieja cepa, derancia nobleza de espada, con pretensiones. Todoscon estrellas en la familia. Ése es un as tomandodecisiones, dando contraórdenes y manejando lacaballería, los soldados del parque deautomovilismo, la artillería, el cuerpo de

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ingenieros, los morteros de trinchera, los aviones,todo el armamento, vaya que sí, y haciendo que secarguen a la infantería de línea a la hora H, encantidades industriales. ¡La infantería de líneaboche, como tiene que ser! Porque el soldadofrancés es indestructible, bien que lo saben enPerpiñán… Primer principio militar: un soldadofrancés vale por dos soldados alemanes. Porquelos alemanes atacan en formación cerrada para noperderse en tierra desconocida e infundirse valor;sólo tienes que soltarles un bombazo dentro, y tecargas a cuantos quieras. Todos los periodistas telo dirán. ¿No es evidente que esos tipos sabenbastante más que tú, gusarapo, carne de cañón,mutilado de chicha y nabo, y que se les puede darcrédito?

»Y, pobre ignorante, voy a enseñarte ademásun montón de cosas buenas. Las sé de boca delpropio De Poculote, que informó en mi presencia aun señor del Parlamento, para que informara a su

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vez a todo el país, que necesita ver claro en esto.»Punto primero: contamos con la bayoneta. La

calas en la punta de un lebel[20], y pones a unsoldado de infantería animado por la furiafrancesa. Enfrente, colocas a los boches. ¿Quépasa, infaliblemente? Pues que los boches salenpitando o se rinden con las manos en alto. ¿Por quécrees que han plantado unas alambradas delante desus líneas? Pues por la bayoneta precisamente,dice De Poculote.

»Punto segundo: nosotros tenemos el chusco.El héroe francés lo alza por encima de la trinchera,y exclama con tono despectivo: “Fritz, ¿quiereszampártelo?”. ¿Qué pasa, infaliblemente? Pues queel fritz deja su pistolón, se despide de suscompañeros y acude a por el chusco, a todaleche[21]. ¿Por qué crees que han plantadoalambradas delante de sus líneas? Pues pornuestros chuscos, con el único fin de que noacudan todos en el momento de la distribución

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dejando a su Kronprinz[22] más solo que la una…¡Apañados estaríamos si todo ese ejército demuertos de hambre viniera a papar con nosotros!“Son unos tragaldabas —afirma De Poculotemientras se toma un borgoña—. Carecen deelevación moral: ¡los tendremos en nuestras manosen cuanto queramos!”.

»Punto tercero: nosotros contamos con el 75mm, capaz de demoler todo de tres disparos. Nohay nada más preciso ni más rápido. ¿Por quécrees que han fabricado ellos los 420? Paracontrarrestar nuestros 75 mm, ni más ni menos.Sólo que con nuestros 75 mm les joderemossiempre. Me parece estar oyendo de nuevo a DePoculote: “Los armamentos caracterizan a unaraza. Ellos han adoptado la artillería pesadaporque son de espíritu pesado, y nosotros laartillería ligera porque somos de espíritu ligero.El espíritu, señor ministro, domina la materia. ¡Yla guerra es el triunfo del espíritu!”. Recuerda bien

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esto, camarada: ¡la guerra es el triunfo delespíritu!».

Cuando empieza con el relato de los altoshechos de armas del general barón de Poculote,Nègre ya no calla. El brillante oficial superior seha convertido en una gran figura, en un símbolo, ysentimos constantemente su presencia entrenosotros. Su firme tradición gobierna nuestra sala;cuando alguna medida nos asombra y nosincomoda, le consultamos sobre el puro dogmamilitar. Así, tras la lectura del comunicado,alguien pregunta:

—Mi general, ¿cómo hay que interpretar «nadaque señalar sobre el conjunto del frente»?

—El verdadero espíritu militar prohíbeinterpretar —responde el general por medio de suportavoz Nègre—. «Nada que señalar» debe seradmitido al pie de la letra por los buenos patriotasy esta sobria fórmula se entiende claramente.

—¿Así que no ha habido ni muertos ni

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heridos?—¡Ni muertos ni heridos! —vocifera el

general, indignado—. ¿Quién es el majadero quese atreve a poner en duda la capacidad de losjefes? ¿Qué parecería una guerra en la que nohubiera ni muertos ni heridos?

—Pero, mi general, ¿qué me dice del ahorro devidas humanas?

—Cállese, subordinado; la guerra no sepropone el ahorro, sino la destrucción de vidashumanas, no lo olvide jamás. Es una misióngenerosa que tiene por fin liberarnos de labarbarie. ¡Rompan filas!

Hay que precisar que, de ordinario, el generalno aparece más que después de que las enfermerasse han ido. Nos encontramos entonces entremilitares, y el barón de Poculote puede expresarsecon toda franqueza, sin temer que sus palabrassean captadas por unos civiles imbéciles, hacia losque siente un profundo desprecio.

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A mi izquierda está Diuré, un pelirrojo pecoso,de cuerpo blanco como la leche, que sufre sinquejarse, con escasos y sordos gemidos.Inflamación en un muslo, como consecuencia deuna herida que se ha infectado. Le han practicadoun largo corte, hurgado hasta el hueso y acribilladode sondas; está lleno de tubos, como una máquina.Con las sábanas levantadas, el olor de ese muslo,parecido al de un mercado en verano, esinsoportable. Sin embargo, él tiene el valor deinclinarse sobre esta fisura de su carnedescompuesta, manchada de verdes supuraciones.Observa cuando le vendan y parece interesarse porlos repugnantes jirones que desprenden de él.Habla poco, no se sabe nada de su vida.

A continuación viene Peignard, el mayoraullador de la sala. Le han deshuesado una partedel pie, y este pie blanco, falto de armazón óseo,tira de la pierna, de la cadera, hincha la ingle yextiende sus ramificaciones dolorosas, a través del

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vientre, hasta el corazón. A veces Peignardpalidece y se ahoga. El peso de una simple sábanasobre su pie le arranca quejas terribles. Cada tardehacia las seis le sube la fiebre. Con la bocaabierta, el labio temblándole, gime débilmente ydeja chorrear un hilillo de saliva sobre su manta.Una hora después comienzan los grandes gritos:huy, huy, huy… ay, ay, ay, gritos como se oyen lasnoches de batalla, esos gritos de hombresabandonados. Al principio nos estremecíamos, lecompadecíamos. Luego, una noche, con la luz baja,alguien dijo, volviéndose pesadamente, con unsuspiro: «¡No deja de j… un compañero así!».Nuestro silencio fue una forma de asentimiento.Algunos más, otros menos, todos sufrimos, lo quenos vuelve egoístas. Cuando tiene sus crisis,Peignard nos crispa los nervios, nos fuerza aparticipar de su dolor y nos entristece. Finalmentele administran una inyección de morfina, que ledeja alelado, y nosotros insistimos para que no se

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espere y se le alivie a los primeros alaridos.A continuación está Mouchetier, que lleva

envuelto en un trozo de tela lo que le queda delantebrazo derecho. Desaparecida su mano, echadaal vertedero un mes atrás, la sigue notando. Hacesde fibras nerviosas se prolongan en el vacío, secrispan y provocan en su cerebro un dolorobsesionante. A menudo Mouchetier hace ademánde frotarse ese fragmento de miembro que le falta;su otra mano parece sostenerlo y apretarlo paradetener las punzadas de dolor. Se acostumbra, sinembargo, lentamente a su nuevo estado. Entrenosotros es un herido como los demás, y noacusará su minusvalía hasta su vuelta a la vidacivil. Pero debe de pensar en ello. A veces mira lamano derecha de sus camaradas con una especiede hipnosis, esas manos rudas, pero ágiles, tancómodas, tan útiles para vivir. Antes de la guerraera empleado de Hacienda. Esta profesión, a laque acaso deberá renunciar, ha despertado en él la

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obsesión por escribir. Colecciona los sobres ytrozos de papel que la gente tira, que él extiende enun canto de la mesa, y sueña delante de loscaracteres bien moldeados y los párrafos.Furtivamente, con su mano izquierda no educadapara ello, trata de reproducirlos a lápiz. Susbolsillos están llenos de hojas emborronadas detorpes signos, como cuadernos de colegial.

Hablamos a menudo de la guerra. Todos losque no están seriamente heridos afirman que ya nodurará mucho. Esperamos menos un desenlacetriunfal que el final, que nos devolverá laseguridad. Y regresar es un programa que noshiela de horror y que rehusamos siquieracontemplar. El porvenir nos ofrece una moratoria,variable según el caso de cada cual, quecomprende: la curación en el hospital, laconvalecencia, el permiso y un período deprácticas en el depósito de reclutas. De cuatro aseis meses para la mayoría. Calculamos que la

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duración de la guerra no puede exceder dichoplazo y que el formidable bloque Francia-Inglaterra-Rusia-Italia-Bélgica-Japón se impondránecesariamente a los imperios centrales,cualquiera que sea el valor que nosotros,combatientes, les reconozcamos a los alemanes. Laofensiva de la primavera se lo llevará todo pordelante. A falta de una gran victoria, elagotamiento de uno de los bandos pondrá fin alasunto, o bien el cansancio general.

Algunos, por el contrario, con Mouchetier a lacabeza, afirman que «puede durar unos años talcomo marchan las cosas, que habrá todavíasorpresas», y aducen en apoyo de su opinión unencarnizamiento que asombra. Testigo el otro díade la discusión, comprendí de repente que todoslos pesimistas eran mutilados. Resulta demasiadocruel para ellos pensar que han perdido unmiembro justo en el último momento, que con unpoco de suerte habrían podido volver indemnes.

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Prefieren creer que la mutilación no sólo les haasegurado la vida, sino que les ahorrará años depadecimiento. He hecho saber mi observación aNègre y a los menos enfermos. Desde entonces,cuando se plantea la cuestión, no somos ya tancategóricos.

Para deshacer el empate, le hemos pedido suparecer al general De Poculote, que harespondido:

—La lucha exalta las fuerzas vivas de lanación, lleva a nuestro país al primer rango de laHumanidad; no debemos desear un fin demasiadorápido. La Francia del siglo XX está en proceso deilustración. Alegrémonos y pongamos su gloriamás alta que la mezquina consideración de la vidao de la muerte de algunos cientos de miles desoldados. ¡Es con su sangre con la que se escribenesas páginas inolvidables, su suerte no es triste enabsoluto!

—¡Habla bien el muy cabrón!

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—¡Así pues, tiene razón Mouchetier, la cosano está a punto de terminar!

Vueltos hacia los mutilados, que siempre estánagrupados, les hemos declarado con un aire deenvidia: «¡Los afortunados sois vosotros!». Elloshan sonreído y olvidado un poco sus pesares. YBardot, gallardo sobre sus muletas, nos harespondido gentilmente:

—Lo mismo os deseo yo cuando volváis alfrente.

—¡Por supuesto —ha salido otro en su apoyo—, es mejor volver lisiado que no volver!

Hace sólo unos días, nuestra sala contaba trescasos inquietantes, de los treinta heridos quesomos. No quedan más que dos, y no por muchotiempo.

El primero tenía una perforación intestinal,sólo podía ser alimentado artificialmente, y suvientre abierto, con los conductos que ya noestaban cerrados, despedía un olor a letrina. Ha

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tenido que padecer y pasar varias veces por lamesa de operaciones. Yo sólo percibía de él, adistancia, un rostro exangüe, de tez macilentacomo el marfil viejo, y paulatinamente ese rostrose ha deslustrado, se ha vuelto polvoriento, gris,como si se hubiesen olvidado de quitarle el polvo,y la barba, extrayendo sus energías del mantillo deuna carne malsana, lo invadía rápidamente,pareciendo ahuyentar la vida, como la yedraimpide el paso de la luz en una fachada.Finalmente le bajaron a la primera planta, a unahabitación reservada para aquéllos que hay quetener bajo una vigilancia constante. Al cabo de dosdías nos enteramos de que había muerto.

El segundo es un ayudante —nos han dicho—que pasa por una crisis de albúmina aguda. Elanálisis revela un porcentaje mortal de necesidad.El hombre está desde hace dos días completamenteciego y se debate débilmente en medio de lanoche. Algo vela aún en él, como la llama de un

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mechero de gas que ha sido bajada, pero suespíritu se ha esfumado. Los médicos no se paranya delante de su cama; la medicina ha agotado susrecursos y deja al organismo el cuidado de obrarun milagro. También van a bajarle. Es probableque pase sin transición del negro de esta agonía alnegro del ataúd. Como nunca ha hablado, no hemospodido establecer ningún vínculo con él, y sudesaparición nos afectará menos que la de uncamarada cuya voz nos era familiar. Se trata de undesconocido cuyo nombre figura en alguna partede las fichas, y nos resulta tan extraño como uncadáver encontrado a la vuelta de la trinchera. Enfin, va a morir de enfermedad y la enfermedad nosinspira escasa compasión.

El último es un pequeño bretón, muy joven,herido en todo un costado del cuerpo, afectado degangrena, del que recortan constantemente dosmiembros: un brazo y una pierna. Se lo disputan ala podredumbre a trozos, de unos quince a veinte

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centímetros cada vez. En dieciocho días ha sufridocinco operaciones. La mitad del tiempo está bajola acción del cloroformo. Aprovechan este estadode sopor para vendarle, escondiéndole lossucesivos acortamientos. Cuando está lúcido, nodeja que se le acerquen, pues sabe que sólo letocan para hacerle sufrir. Es completamenteinculto y habla en una jerga dialectalincomprensible, de la que sólo resultan inteligibleslos groseros insultos que lanza a las enfermeras.También lanza, a determinadas horas, unos gritoshorribles. Pero nadie murmura contra estos gritos,porque la situación del pobre desgraciado esespantosa, y lo seguirá siendo, aunque se cure. Nosasombramos, por el contrario, de que estos gritossean tan escasos y de que su cuerpo resista tanto.

Desde hace cuatro días se encuentra en nuestrasala un herido que trajeron una tarde e instalaron

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en un apartado rincón. Parecía muy abatido y se hamantenido obstinadamente vuelto contra la pared.El primer día, creí observar en las enfermerascierto asombro cuando le hicieron una serie depreguntas, y, en los días siguientes, me fijé que lehablaban en un extraño tono, en el que yo, que lasconozco bien, captaba una precaución compasiva,con un indefinible matiz de superioridad. Por partede todas, miradas furtivas y una atracción decuriosidad. Sin embargo, el hombre no se quejabay comía normalmente.

Hace poco (comienzo a dar algunos pasos), mehe dirigido solapadamente hacia la parte dondeestá él. No me ha oído llegar y nuestras miradas sehan encontrado cuando me hallaba ya muy cerca deél. Le he preguntado:

—Nada muy grave, ¿no, amigo?Él ha dudado, luego ha dicho bruscamente:—¿Yo? ¡Yo ya no soy un hombre!Como no he comprendido, ha levantado su

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manta.—¡Mira!En el bajo vientre he visto la vergonzosa

mutilación.—¡Hubiera preferido cualquier otra cosa!—¿Estás casado?—Desde dos meses antes de la guerra. Con un

pedazo de chavala…Me ha alargado la foto, que ha sacado de

debajo de su almohada, de una bonita morena deojos vivos, de pecho firme. Repetía:

—¡Hubiera preferido cualquier otra cosa!Le he dicho:—No te preocupes. ¡Harás disfrutar de nuevo a

tu mujer!—¿Tú crees?—Claro que sí.Le he contado lo que sabía de los eunucos, del

placer que pueden procurar a las concubinas delos harenes, le he citado casos de ablación

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voluntaria. Él me ha cogido por la manga, y, en eltono en el que se exige un juramento, me ha dicho:

—¿Estás seguro?—Absolutamente seguro. Ya te daré el título

de un libro que trata de estas cuestiones.Él miraba la fotografía.—Yo, en definitiva… Pero es por ella, como

comprenderás…Tras un largo silencio, me ha confiado el

compendio de sus reflexiones:—¡Ay, las mujeres! ¡Es con eso con lo que se

las retiene!No se lo he revelado a nadie, por temor a

herirle. No cabe duda de que todos secompadecerían de él, pero es justamente estacompasión la que sería terrible y ya tendrá tiempode sufrirla. Por el momento, basta con el tonillo(ahora me lo explico) de las enfermeras. Es éste unrasgo, por su parte, que no deja de asombrarme.Hay, entre ellas, varias niñas bien. De buena

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familia, algunas devotas y probablemente vírgenes;sin embargo, son sensibles a eso. Frente a un serincompleto, pierden ese aire de sumisión y detemor, discretísimo, que tienen las mujeres delantedel hombre. Su actitud demasiado libre significa:éste no es peligroso, la peor ofensa que nos puedehacer una mujer. Tiene razón el pobre diablo: esoes esencial con ellas, con todas. Las mojigatas,que lo temen, piensan tanto en ello como lascachondas, que lo necesitan.

A las ocho de la mañana, al llegar, la enfermerajefe viene directa a mi cama:

—Buenos días, Dartemont. ¿Ha pasado usteduna buena noche? —me pregunta con una amablesonrisa de mujer de mundo.

Es pura gracia: ya no estoy en peligro y misnoches son siempre buenas.

A Nègre, a mi derecha, le dice cordialmente:

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—¡Buenos días, Nègre! —con una débilsonrisa, la que queda de la que me ha dirigido amí.

A Diuré, a mi izquierda:—¿Todo bien, Diuré? —en el tono ya de

enfermera jefe.A continuación circula rápidamente entre las

filas, preguntando, no ya por separado, sino porzonas: «¿Todo el mundo está bien?», y repartebreves saludos autoritarios.

Este matiz es importante. Significa que cuentocon el favor de la enfermera jefe, que es, paranosotros los heridos, el equivalente del coronelpara el soldado. Nada he hecho de particular paramerecer este favor salvo el ser yo mismo, sinconcesiones, aceptando todos los riesgos de esasinceridad que, a veces, para estas damas, hadebido de ser chocante. Pero ha dado resultado, ygusto. Hay que decir que las enfermeras meencuentran un mayor encanto que a muchos de mis

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camaradas. Como soy persona más versada en elmundo de las ideas, sufro poco, y estoy lúcido, nome gusta beber ni jugar a las cartas, mantengo conellas largas conversaciones que me permitenaclarar muchas cosas, a mi manera. Procedo a unarevisión de sus valores, que no son los míos. Ellastienen su cabecita llena de buenos propósitos, quehan adornado con un batiburrillo de buenossentimientos encintados, de bustos de azúcar y deseres humanos falsos, como para creer que susmadres las destinan a bogar la vida entera por unlago azul, con la cabeza apoyada en el hombro deun compañero fiel… Empujo las estanterías yrompo algunos jarrones de porcelana de mal gusto.Pero noto que no detestan lo que ellas llamancinismo, paradoja o blasfemia. A las mujeres lesgusta que les violenten el pensamiento, como aalgunas el cuerpo. Al escucharme experimentanuna casta emoción, bastante próxima a la otra, sinque lo sospechen. Someten sus admiraciones a mi

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consideración, no sin una cierta inquietud; sepreparan, con calma, preguntas que anotan y al díasiguiente las hacen de improviso. Yo, a quien ellascuidan, tienen a su merced y fajan cada mañana,tras el aseo y las aplicaciones de tintura de yodo,me divierto por la tarde, una vez liberado de lasservidumbres de mi carne malherida, en recuperarel terreno perdido, en volver a ser, cara a cara conesas mujeres, hombre, y en alardear deinteligencia. Me río de comprobar que un soldadoraso de infantería —que no es más que elordenanza de sus padres— instruye a las hijas deunos oficiales superiores, que ellas lo admitan, ensuma, y amablemente además. Lo que vuelve mássensible este pequeño triunfo es el recuerdo de lagran miseria en la que me encontraba hace sólounas semanas, el poco sitio de que disponía en elfrente, en una compañía, detrás de una aspillera, enesos infinitos terrenos ondulados de Artois, dondeun hombre, con su personalidad, sus ideas, lo

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aprendido del pasado de los viejos, lasposibilidades de futuro de un joven, no era másque una unidad desconocida de los enormesefectivos empleados, diezmados a diario yreconstituidos gracias a otros hombres tanindiferentes como él a los jefes… Un soldado,grano de inagotable materia prima de los camposde batalla, poco más que un cadáver, ya que estádestinado a convertirse en tal por los azares de lagran matanza anónima… Y aquí, en el hospitalmixto n.º 97, el herido Dartemont, al que laenfermera jefe le dijo el otro día, en presencia dealgunas de estas señoritas: «Éste es el centrointelectual de la sala».

Ayer mismo, el último guardador de rebaños,el último destripaterrones, de nervios insensibles,de una resistencia física superior, era más apto queyo para la guerra, constituía con sus reciosmúsculos, su ancho pecho, una frontera más segurapara el país, en los diez metros confiados a su

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custodia. Ayer, hasta el último golfo, con sucuchillo de hoja triangular, su olfato de hiena paralos cadáveres, era un atacante mejor, un enemigomás peligroso para el gigante rubio de enfrente queel anónimo soldado Dartemont, todo un peón debrega a su vez («igual que sus compañeros», y erade justicia), débil en las marchas, débil debajo delos rollizos, no entrenado, despreciado por losfuertes con su tonto bagaje de colegio y defacultades, que les llamaba la atención nada másque porque compartía con ellos su aguardiente yno se peleaba por la comida. Y hoy, hablando condiez mujeres que le sonríen y escuchan, y quedeben de decir, supongo, cuando conversan entresí de sus heridos: «¡Ese muchacho tiene la cabezamuy bien amueblada!».

El tren sanitario que nos traía del frente entró en laestación hacia las nueve de la mañana, al cabo de

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tres horas de un viaje que se hizo penoso por lostraqueteos y la fiebre.

Mientras nos transportaban a través de las víasy de los andenes, unos hombres de paisano nosmiraban con curiosidad y murmuraban: «¡Pobrescríos!». Su compasión me produjo de repente lasensación de que mi herida tenía un sentido,renovado del antiguo: «¡Has derramado tu sangrepor el país, eres un héroe!». Pero yo sabía quéindeciso héroe obligado era, nada más que unavíctima, o el beneficiario, de un disparo que habíarecibido, que ningún gesto de mi brazo habíavengado ese disparo, que ningún enemigo habíamuerto por mi causa. Yo no tendría hazañas quecontar a las madres fanáticas y a los ancianosreunidos en las murallas para festejarnos, a lavuelta de nuestros victoriosos combates. Yo era unhéroe sin despojos enemigos, que se beneficiabadel heroísmo de los héroes homicidas. Tal veztuviese un poco de vergüenza…

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Fue al entrar en un gran vestíbulo cuando lavisión de las enfermeras vestidas de blanco, lasunas jóvenes, alegres y lozanas, las otrasentrecanas y maternales, nos informaron de queéramos unos afortunados. ¡Unas mujeres! ¡Rostros,voces, sonrisas de mujeres a nuestro alrededor!Así que no habíamos ido a parar a un siniestrohospital militar…

Se nos asignó nuestra plaza. A mí me tocó lasala 11, en la tercera planta, bajo la dirección dela señorita Nancey, enfermera jefe. Cada sala tienesu propio personal y su jefe; el hospital cuenta condoce salas y debe de albergar de doscientos atrescientos enfermos.

Herido desde hace seis días, sin haber dejadola dura litera en la que no podía darme la vuelta, lacama en la que me acostaron fue para mí de unainfinita dulzura, y hallarme en un lugar luminoso ylimpio, entre unas sábanas blancas, me producía unextraño asombro. Convencido al fin de

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encontrarme a salvo, relajé las fuerzas que habíacontraído para velar por mí y garantizar miseguridad durante el traslado, entre nuestrosescoltas indiferentes, que se habían vueltoinsensibles a nuestros gritos, precedidos ya pordemasiados otros, y que no podían encontrar eldescanso, la libertad de espíritu, que también ellosnecesitaban, más que abandonándonos a nuestropropio dolor, olvidándonos, dejándonos morir aveces. Cedí a la debilidad que me producía tantacomodidad y cerré los ojos, cuando una jovenenfermera me tomó en sus manos.

No me había lavado desde que habíamosconquistado las trincheras, para los ataques del 25de septiembre. Bajo su envoltura de vendajes,desde los pies hasta los hombros, mi cuerpo estabarecubierto de una mezcla de mugre y de sangreseca, y bajo las gasas corrían aún los piojosblancuzcos, que revientan bajo la uña como ungrano blanco, con una salpicadura inmunda. La

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muchacha me respaldó contra unas almohadas,depositó una palangana sobre mi cama y me aseóel rostro. Me cambió la cara. De la máscarademacrada, marcada por el horror y la fatiga, queme habían impreso veinticinco días de lucha, saliómi verdadero rostro de hombre destinado a vivir,mi rostro de la retaguardia. La enfermera seinteresó por este nuevo rostro al que acababa dequitar el cardenillo, sonrosado pero atontado aún,y me preguntó:

—¿De qué quinta es usted?—De la del 15.—¿A qué se dedicaba antes de la guerra?—Estudiaba.—¡Ah! Yo tenía dos hermanos que estudiaban.También me lavó la mano derecha (la

izquierda la llevaba aún envuelta) sosteniéndolaentre las suyas, como se hace con los niños. Elagua de la palangana estaba negra y fangosa.Arrastraba el barro de Artois, esa arcilla en la que

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nos sumergía la onda expansiva de los obuses, quenos había revestido de pellas de masillaendurecida.

Yo pensaba que había acabado, pero lamuchacha volvió acompañada de una mujercitaseca y vivaracha, que me dijo:

—Le vamos a llevar cerca de las ventanas.—Estoy bien aquí —respondí débilmente, y

sin pensar en nada más que en dormir.—Estará mejor allí, se lo aseguro.Sin esperar, hizo una seña a los porteadores.

Yo le lancé una mirada de pocos amigos, y laencontré desagradable. Sin embargo, fue el primerfavor de la señorita Nancey. Desde entoncesocupo este lugar, el segundo de la fila contra lasventanas que dan al patio de honor, no lejos de lapuerta, un muy buen lugar, he de reconocerlo. Se lodebo a mi estado civil, que la muchacha habíacomunicado enseguida a la enfermera jefe.

Pude dormir.

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A la mañana siguiente.—No se está mal aquí —dice Nègre.—¡Se está pero que muy bien!Descansados, nos interesamos por el lugar y

descubrimos a la gente. El hospital mixto n.º 97era antes de la guerra un internado religioso, elcentro de enseñanza Saint-Gilbert, y la sala 11 estáinstalada en un antiguo dormitorio común. Es unalarguísima estancia, iluminada por diez ventanasde cada lado, con un entrante angular más oscuro,donde las camas están alineadas a dos metros deintervalo. En el centro, unas mesas para la comida;en un rincón, unos armarios empotrados defarmacia, los lavabos. La sala está pintada deamarillo crema, es muy limpia y está adornada deramos de flores en unos jarrones.

—En suma —prosigue Nègre—, seráconfortable para sufrir.

—Yo no sufro. ¿Y tú?

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—Poco.Observamos a las enfermeras, muy atareadas.

(«La morena no está mal». «Y tampoco la alta»).Traban conocimiento con esta hornada de nuevosenfermos, eligen sus cabezas. Se detienen a lospies de cada cama y se interpelan un pocoligeramente:

—Señorita Jeanne, venga a ver a éste. ¿No leparece que tiene un aire juvenil?

El herido, totalmente asilvestrado, febril, queha perdido la costumbre de conversar con mujeres,si es que la tuvo alguna vez, se acurruca en sucama, se sonroja y responde tontamente a esasseñoritas cuyos modales seguros le imponen.

—¡Se diría que juegan con muñecas, estaschavalas!

Son de lo más amables y muestran gransolicitud. No obstante, se les nota un tonillodistante que indica que no pertenecemos al mismoambiente. Cuidarnos constituye para ellas una

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contribución patriótica, es un gesto de humanidadal que condescienden, pero que no anula ladistancia fruto de una educación diferente.Conservan prejuicios de casta y hablarían de otromodo con unos oficiales. Nègre rezonga:

—¡Va a parecer que somos idiotas! ¡No hanpodido con nosotros unos obuses y hay que dejarsetorear por unas mozas de la buena sociedad!

—Tienes razón. Hay que poner orden aquíinmediatamente.

Justo acierta a pasar una enfermera. Le hagouna indicación para que se acerque. Una vez queestá junto a mi cama le digo:

—Señorita, desearía que me consiguiera papelde carta, cigarrillos y un periódico. ¿Puedeencargarse de ello?

—Cómo no, señor. Aquí recibimos L’Echo deParts.

—¡Claro, claro! Pero yo quisiera L’œuvre,señorita. ¿Quiere que le dé dinero?

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—Y yo quiero —dice Nègre— tabaco de pipay una estilográfica.

Ella toma nota, nos asegura que lo tendremostodo a las dos y va a reunirse con sus amigas, untanto asombrada.

Nègre se frota las manos.—¡Bueno, bueno! El general lo decía siempre:

«¡Ofensiva, ofensiva, ofensiva! Adquirirascendiente sobre el adversario y desmoralizarlo.¡Ofensiva y ofensiva! Un graduado en la Escuelade la Guerra, que se conoce el paño, no puedevariar en este punto».

Así es como oigo hablar por primera vez delfamoso general, el barón de Poculote, amigoíntimo del sargento Nègre, hasta el punto dehaberle elegido como confidente. Eso me lleva apreguntarle a mi vecino por su pasado. No saconada en claro: «¿Sabes?, ¡yo me he dedicado a unmontón de cosas!». Luego, al azar de lasconversaciones, descubro que ha viajado al

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extranjero, que ha sido agente de negocios,vendedor de productos varios, vagamentecomerciante. He creído comprender también quehabía recogido apuestas en los cafés, y parece muyinformado acerca del tráfico de estupefacientes ydel golferío… En resumen, un compañeroencantador, lleno de fantasía y de conocimientosinesperados.

Nuestra iniciativa ha sido indicada a otrasenfermeras, que nos observan de lejos a su vez, y,durante los primeros días, excepción hecha paralos cuidados que nos prestan, evitan acercársenos.

Establecimos un verdadero contacto cuando yopedí unos libros. Los aficionados a la lectura notardan en encontrarse. Las preferencias provocanlas ideas, que dan rápidamente la medida de lasopiniones. Sobre mi mesa, pronto tuve a Rabelais,Montesquieu, Voltaire, Diderot, Valles, Stendhal

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naturalmente, Maeterlink, Mirbeau, France,etcétera, todos autores bastante sospechosos paraunas muchachas de la burguesía, y rehusé, porinsulsos y convencionales, a los escritores que lashabían nutrido a ellas.

Una enfermera más sociable trae a otra, y asísucesivamente. Comenzaron las conversaciones,me vi rodeado y acosado con preguntas. Meinterrogaban sobre la guerra:

—¿Qué ha hecho usted en el frente?—Nada digno de mención si lo que desea oír

son hazañas.—¿Se batió?—Sinceramente, lo ignoro. ¿A qué llama usted

batirse?—Estaba usted en las trincheras… ¿Ha matado

a algún alemán?—No, que yo sepa.—En una palabra, ¿no los ha visto delante de

usted?

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—Nunca.—Pero ¡cómo! ¿Estando en primera línea?—Sí, en primera línea, no he visto nunca a un

alemán vivo, armado, delante de mí. Sólo he vistoalemanes muertos: el trabajo estaba ya hecho.Creo que lo prefería así… En todo caso, no puedodecirle cómo me habría comportado delante de unprusiano alto y feroz, y cómo ello habría podidoser beneficioso para el honor nacional… Hayreacciones que no se premeditan, o que sepremeditarían en vano.

—Pero, entonces, ¿qué ha hecho usted en laguerra?

—Estrictamente lo que me han mandado. Metemo que no hay nada muy glorioso en ello y queninguno de los esfuerzos que me impusieronresultara perjudicial para el enemigo. Temo haberusurpado el lugar que ocupo aquí y los cuidadosque me prestan.

—¡Es usted exasperante! Responda. ¡Le

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preguntamos qué hizo usted!—¿Sí?… Pues bien, estuve de marcha día y

noche, sin saber adonde iba. Hice ejercicio, pasérevistas, abrí trincheras, trasladé alambradas,sacos terreros, vigilé en la tronera. Pasé hambresin tener nada que comer, sed sin tener nada quebeber, sueño sin poder dormir, frío sin podercalentarme, y piojos sin poder siempre rascarme…¡Eso es todo!

—¿Todo?—Sí, todo… O mejor dicho, no, no es nada.

Les voy a decir la gran ocupación de la guerra, laúnica que cuenta: HE TENIDO MIEDO.

Debo de haber dicho alguna obscenidad,alguna ordinariez. Pues lanzan un gritito deindignación, y se apartan. Veo la repulsión pintadaen sus rostros. Leo sus pensamientos en lasmiradas que intercambian: «¡Menudo cobarde! ¿Esposible que sea un francés?». La señorita Bergniol(veintiún añitos, el entusiasmo de una hija de

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María propagandista, pero de anchas caderas quela predisponen a la maternidad, e hija de uncoronel) me pregunta en tono insolente:

—¿Es usted miedica, Dartemont?Palabra sumamente desagradable, y aún más

que se la digan a uno a la cara, en público, yprecisamente una muchacha, que encima estáapetecible. Desde que el mundo es mundo, miles ymiles de hombres se han dejado matar por culpade esa palabra pronunciada por mujeres… Pero nose trata de caerles bien a esas señoritas conalgunas bonitas mentiras que impresionen, estilocorresponsal de guerra y relación de hechos dearmas, sino de la verdad, no sólo de la mía, de lanuestra, de la suya, de los pobres tipos que estánaún en el frente. Me tomo un tiempo paraimpregnarme de esa palabra, de su vergüenzasuperada, y aceptarla. Le respondo conparsimonia, mirándola fijamente:

—En efecto, soy miedica, señorita. Pero estoy

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dentro de la media.—¿Pretende decir que los demás también

tenían miedo?—Sí.—Es la primera vez que lo oigo decir y me

cuesta admitirlo: cuando se tiene miedo, se huye.Nègre, a quien nadie ha dado vela en este

entierro, me echa espontáneamente una mano, bajoesta forma sentenciosa:

—¡El hombre que huye conserva sobre el másglorioso cadáver la inestimable ventaja de poderseguir corriendo!

Pero la ayuda resulta desastrosa. Siento almomento que nuestra situación aquí estácomprometida, siento nacer en esas mujeres una deesas iras colectivas, comparables a la de lamultitud de 1914. Intervengo rápidamente:

—Tranquilas, no se huye en la guerra. No sepuede…

—¡Ah!, no se puede… Pero ¿y si se pudiera?

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Me miran. Recorro con la mía esas miradas.—¿Si se pudiera?… ¡Todo el mundo se

largaría!Nègre apostilla al instante:—Todos sin excepción. El francés, el alemán,

el austríaco, el belga, el japonés, el turco, elafricano… Todos… ¿Si se pudiera? Piense en unaofensiva a la inversa, en un Charleroi[23] en todaslas direcciones, en todos los países, en todas laslenguas… ¡Más rápido, en cabeza! ¡Todos, le digoque todos!

La señorita Bergniol, plantada entre nuestrascamas, como un gendarme en una vía pública,quiere impedir el derrotero que toma laconversación. Nos espeta:

—¿Y qué me dice de los oficiales?… ¡Se havisto a generales cargar a la cabeza de su división!

—Sí, eso se dice… Alguna vez lo han hechopara farolear, de cara a la galería, o ignorantes decómo nos fue a nosotros en un primer momento.

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¡Una vez, pero no dos! Cuando se han catado lasmetralletas en campo raso, uno no vuelve aplantarse delante de esas máquinas por simplegusto… Tenga la seguridad de que, si losgenerales formasen parte de las olas de asalto, nose atacaría a la ligera. ¡Pero mira por dónde, esosancianos agresivos han descubierto elescalonamiento en profundidad! ¡Es el máshermoso descubrimiento de los Estados Mayores!

—¡Ah!, ¡es horrible! —dice la señoritaBergniol, pálida y encendida.

Nos da pena, y consideramos que la discusiónno puede prolongarse por más tiempo. Nègre da unvuelco completo a la situación:

—No se deje impresionar, señorita, sonexageraciones. Todos nosotros hemos cumplidovalientemente con nuestro deber. No es tanterrible ahora que comenzamos a tener trincherascubiertas, con todas las comodidades modernas.Aunque falta aún el gas para cocinar, contamos ya

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con el gas para la garganta. Disponemos de aguacorriente todos los días de lluvia, de edredonesconstelados de estrellas por la noche y, cuando nollega el avituallamiento, no importa: ¡uno se comea un boche!

Interpela a la sala:—¿Verdad, compañeros, que nos lo hemos

pasado cojonudamente en la guerra?—¡Nos lo hemos pasado de puta madre!—¡Es algo la mar de divertido!—Eh, Nègre, ¿qué dice de ello De Poculote?—El general me ha dicho: «Sé perfectamente

por qué veo la tristeza en tus ojos, soldado deFrancia… Ánimo, no tardaremos en volver a pegarjuntos unos buenos bayonetazos. ¡Ah, tú querías atu bayoneta, soldado!».

—Sí, a la bayoneta. ¡Viva Rosalie[24]!—¡Viva De Poculote!—«Gracias, hijos míos, gracias. ¡Soldados,

siempre me oiréis detrás de vosotros en las

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batallas, y me veréis siempre delante, con lasbotas lustrosas y los botones doradosabrillantados, a la hora del desfile! ¡Me tendréis avuestro lado en la vida y en la muerte!».

—¡Sí, sí!—«Soldados, cuando os ponga delante de las

ametralladoras, ¿las destruiréis?».—¡Las ametralladoras son un cuento chino!—«Soldados, cuando os ponga delante de los

cañones, ¿haréis que enmudezcan?».—¡Haremos que enmudezcan!—«Soldados, cuando os lance contra la

guardia imperial, ¿la reduciréis?».—¡A albóndigas, a picadillo!—«Soldados, ¿qué se os resistirá?».—¡Nada, general!—«Soldados, soldados, adivino en vosotros la

impaciencia, siento hervir vuestra sangre generosa.Soldados, pronto no podré ya conteneros.Soldados, ¡veo que queréis la ofensiva!».

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—¡Sí, la ofensiva! ¡Adelante, adelante!Un delirio guerrero se apodera de la sala.

Unos ruidos imitan el tableteo de lasametralladoras, los silbidos, la salida y la llegadade los obuses. Fuertes gritos, de odio y de triunfo,evocan el frenesí de un ataque. Los proyectilesvuelan, las mesillas de noche traquetean, y todosse agitan con alegre furor. Las enfermeras seprecipitan para calmar el alboroto e impedir queturbe el descanso de las salas vecinas.

Nègre ha sacado un muslo de debajo de susmantas y mantiene su pierna en el aire. Y su pie,del que ha colgado un quepis, caracoleagraciosamente en el espacio, como un generalvencedor a la cabeza de su ejército.

La señorita Bergniol se inclina, con aire serio, ami lado.

—Dartemont, he estado pensando desde ayer, y

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mucho me temo haberle ofendido…—No se disculpe, señorita. También yo he

reflexionado que no hubiera tenido que hablarle deese modo. Me doy cuenta de que la vanguardia y laretaguardia no pueden entenderse.

—Por otra parte, no pensará usted en serio loque dijo, ¿verdad?

—Lo pienso absolutamente, y son muchos losque piensan como yo.

—Pero existe el sentido del deber, se loenseñaron.

—Me han enseñado muchas cosas, como austed, entre las que me doy cuenta que hay queelegir. La guerra no es más que un monstruosoabsurdo, del que no cabe esperar ni mejora nigrandeza.

—¡Dartemont, la Patria!—¿La Patria? Una palabra más que usted, a

distancia, rodea de un cierto halo de ideal. ¿Quierereflexionar sobre lo que es la patria? Pues ni más

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ni menos que una junta de accionistas, una formade la propiedad, espíritu burgués y vanidad.Piense en el número de individuos que se niegausted a frecuentar en su patria, y verá que losvínculos son muy convencionales… Le aseguroque ninguno de los hombres que he visto caer a mialrededor murió pensando en la patria, con «lasatisfacción del deber cumplido». Y creo que muypocos han ido a la guerra con la idea delsacrificio, como hubieran tenido que hacerlo unosverdaderos patriotas.

—¡Pero lo que dice es desmoralizador!—Lo desmoralizador es la situación en que

nos han puesto a nosotros los soldados. Yo mismo,cuando pensé que iba a morir, afronté la muertecomo una amarga burla, puesto que iba a perder lavida por un error, un error ajeno.

—¡Debió de ser atroz!—¡Oh! Se puede morir sin que le embauquen a

uno. Yo no tenía, en el fondo, tanto miedo a morir:

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una bala en el corazón o en plena frente… Lo quetemía sobre todo era la mutilación y esas agoníasde varios días de las que éramos testigos.

—Pero ¿y la libertad?—Mi libertad sigue conmigo. Está en mi

pensamiento; para mí Shakespeare es una patria yotra es Goethe. Podrá usted cambiarme la etiquetaque llevo en la frente, pero lo que no podrá escambiar mi cerebro. Gracias a mi cerebro escapoa los destinos, a las promiscuidades, a lasobligaciones que toda civilización, todacolectividad, me va a imponer. Yo me hago unapatria con mis afinidades, mis preferencias, misideas, y esto no es posible arrebatármelo, eincluso puedo difundirlo a mi alrededor. Nofrecuento, en la vida, a multitudes, sino aindividuos. Con cincuenta individuos escogidos encada nación, tal vez compondría la sociedad capazde darme las máximas satisfacciones. Mi primerbien soy yo mismo; es preferible exiliarlo que

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perderlo, cambiar algunas costumbres que anularmis facultades humanas. El hombre no tiene másque una patria, que es la Tierra.

—¿No cree, Dartemont, que ese sentimiento demiedo del que hablaba ayer ha contribuido ahacerle perder todo ideal?

—Veo que le ha impresionado este término demiedo. No figura en la Historia de Francia, y nofigurará. Pero estoy seguro de que ahora tendría susitio, como en todas las historias. Me parece queen mí las convicciones podrían dominar al miedo,y no el miedo a las convicciones. No tendríaningún problema en morir, creo, en un arrebato depasión. Pero el miedo no es vergonzoso: es larepulsión de nuestro cuerpo ante aquello para loque no está hecho. Son pocos los que se libran deél. Podemos hablar perfectamente de él porque esuna repulsión que hemos vencido a menudo, pueshemos conseguido disimularla ante los quetenemos a nuestro lado y que la sienten como

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nosotros. Conozco a hombres que han podidocreerme una persona valiente, a los que heocultado mi drama. Pues nuestra preocupación,cuando teníamos el cuerpo pegado al suelo comouna larva, y nuestro espíritu gritaba de angustia,era a veces seguir fingiendo valor, por unaincomprensible contradicción. Lo que nos haagotado tanto ha sido precisamente esa lucha denuestra mente disciplinada contra nuestra carneque se rebela, nuestra carne echada al suelo ygemebunda que había que maltratar para hacerlaincorporarse… El valor consciente, señorita,comienza con el miedo.

Tales son los temas más frecuentes de nuestrasconversaciones. Nos llevan inevitablemente adefinir nuestro concepto de felicidad, lasambiciones, las metas del hombre, las cumbres delpensamiento, y vamos a parar así a lo eterno.Cuestionamos el viejo código de conducta humano,ese código creado para unos espíritus indiferentes,

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para la multitud de espíritus conformistas.Discutimos cada artículo de su moral, que haguiado a la interminable procesión de pequeñasalmas a través de las épocas, las pequeñas almasindistintas que han brillado como luciérnagas enlas tinieblas del mundo y que se han apagado trasuna noche de vida. Hoy damos nuestro débilresplandor, que ni siquiera nos ilumina ya anosotros.

Mediante preguntas, hago caer a misinterlocutoras en las trampas de la lógica,dejándolas confundidas con unos silogismos queechan por tierra sus principios. Ellas se debatencomo moscas en la tela de araña, pero se niegan arendirse al rigor matemático del razonamiento. Serigen con los sentimientos que una larga sucesiónde generaciones, sumisas a los dogmas, hanincorporado a su sustancia, sentimientos queconservan de un linaje de mujeres, madres y amasde casa, vivas en los primeros años pero luego

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doblegadas por las tareas, agostadas por la vidade cada día, que se persignaban en la frente conagua bendita para exorcizar todo pensamiento.

Se sorprenden al comprobar que al deber, talcomo ellas lo conciben, deben oponerse otrosdeberes, que existen ideales sediciosos máselevados que los suyos, de más amplias miras yque serían más provechosos para la Humanidad.

Sin embargo, la señorita Bergniol me hadeclarado:

—Yo no educaré a mis hijos en sus ideas.—Ya lo sé, señorita. Usted, que podría ser

portadora de antorchas a la vez que portadora deseres, no transmitirá a sus hijos más que lavacilante luz que ha recibido, cuya cera chorrea yquema sus dedos. Son estas velas las que hanprendido fuego al mundo en vez de iluminarlo. Sonestos cirios de ciegos los que de nuevo el día demañana harán prender las hogueras en las que seconsumirán los hijos de sus entrañas. Y su dolor

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no será más que ceniza, y, en el momentoculminante de su sacrificio, ellos lo comprenderány la maldecirán. También ustedes serán con susprincipios, si se presenta la ocasión, unas madresinhumanas.

—Entonces, Dartemont, ¿niega usted a loshéroes?

—La gesta del héroe es un paroxismo cuyascausas no conocemos. En el colmo del miedo, seve a hombres convertirse en valientes, de unabravura que asusta porque se sabe que esdesesperada. Los héroes puros escasean tantocomo los genios. Y si, para conseguir un héroe,hay que hacer pedazos a diez mil hombres,prescindamos de los héroes. Pues sepa que lamisión a la que ustedes nos destinan, tal vez seríanustedes incapaces de cumplirla. La impasibilidadante el hecho de morir sólo se demuestra frente ala muerte.

No bien se va la señorita Bergniol, Nègre, que

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ha seguido nuestra conversación, me da suopinión:

—¡Qué amantes más enternecedoras!¡Necesitan un héroe en su cama, un auténticohéroe, bien sucio de sangre, para hacerlas aullarde placer!

—No saben…—No saben nada, de acuerdo. Las mujeres, y

he conocido a muchas, no dejan de ser endefinitiva unas hembras, estúpidas y crueles.Detrás de sus mohines, no son más que unosvientres para parir. ¿Qué habrán hecho durante laguerra? Incitar a los hombres a romperse la jeta. Yel que haya destripado a muchos enemigos recibiráen recompensa el amor de una dulce muchachabienpensante. ¡Ah, dulces putillas!

Mientras él habla, yo miro evolucionar a esasdamas, a la señorita Bergniol, que se desviveactivamente, de una manera metódica, con seriaalegría; se nota que la mueve ese sentimiento del

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deber que ella defiende. A la señorita Heuzé, quees una muchacha alta, no muy bonita, pocodesenvuelta, pero cuyo dibujo de su gran bocarefleja bondad. A la señorita Reignier, que estállena de buena voluntad, torpe, algo pava, ydemasiado gorda ya; dentro de unos años, será«una buena madre gorda» sin maldad. A la señoraBard que, en su indolencia, en el contoneo de susrotundas caderas, deja entrever un deseoinsatisfecho, y su insistente mirada de mujer sinmarido se demora en nuestros cuerpos, creo quecon un poco de codicia. Evito recibir los cuidadosde la señora Sabord, de cabellos grises, que sonlos de una persona maniática, de dedos resecoscuyo tacto resulta desagradable. Las señoritasBarthe y Doré, la una rubia y la otra morena,ambas de mirada afligida, se persiguen, se cogende la cintura y se hacen confidencias al oído queprovocan sus risas agudas, comparables acosquilleos, risas irritantes para los varones. Sus

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fraternales abrazos se parecen demasiado adesperezos voluptuosos. La señorita Odet brinda atodos su triste sonrisa, sus palabras veladas y elardor de sus febriles ojos. Demasiado pálida yflaca, tiene los endebles hombros encorvados porel peso de una vida en sus comienzos, y salta a lavista que le faltarán las fuerzas para llevarlaadelante por mucho tiempo. Le estamosagradecidos por prodigarnos ese corto porvenir,por cuidarnos cuando es a ella a quien habría quecuidar, y no podemos sino que corresponder conuna sonrisa de aliento a la suya, en la que hayrenuncia.

No conozco de todas ellas más que estasapariencias, y eso me basta. No trato de saber elmotivo que las ha traído aquí. Simplemente mecongratulo de que estén, pues adornan nuestra salade flores, de sus variados encantos, de sus gestosflexibles, y porque han perdido esa altivez deburguesas cuando se dirigen a las personas del

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servicio. E incluso me doy el gusto prohibidoconsistente en sorprender en su rostro uninsensible rubor, que ellas esconden dándose lavuelta, o, en sus ojos, fijando bruscamente mimirada en ellos, el indicio de una preocupacióninconfesable y afectuosa, que altera el palpitar desu pecho. Pero me detengo en el umbral de estaturbación, como un hombre galante en la puerta deun tocador.

En fin, me congratulo de que nos hayamoshecho muy buenos amigos, de que estas señoritas(sobre todo son las jóvenes las que muestrancuriosidad) me dediquen una hora diaria. El granruido de la guerra desaparece ante el murmullo, talvez falso, vacuo, pero agradable, de sus voces,que me sumerge de nuevo en la vida de laretaguardia, a la que, a veces, no me pareceposible que haya vuelto definitivamente.

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De vez en cuando se abre sin ruido la puerta denuestra sala y surge, junto a una cama, una sombranegra que deja caer sobre el herido una farfulla depalabras dulzonas. Es el capellán del hospital, elexdirector del centro de estudios Saint-Gilbert.

Aunque, por supuesto, respeto todas lascreencias (y a veces hasta las envidio), nunca dejode asombrarme del andar con pasos quedos dealgunas de estas personas, de su sonrisa, que noshace sentir confianza, personas que, ejerciendo unministerio sagrado y noble, si están convencidos,dan la impresión de reclutar a la gente, de decirle¡pst! a un alma desde el fondo de una sórdidacallejuela. Este capellán es uno de ésos queparecen tantear lo que hay en nosotros de innoblepara ganársenos, uno de ésos ante cuyas miradasmolestas me siento de repente lleno de vicios, y delos que siempre espero que me digan: «Hijo mío,

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confiésame tus pequeñas indecencias…».El padre Ravel se interesó mucho por mí al

comienzo, y supongo que las enfermeras,informadas de mi educación religiosa, merecomendaron a él. A los pocos días de mi llegadame visitaba a diario y me pedía que fuera a verleen cuanto me fuese posible andar. Yo le eludíacomo podía.

Consiguió arrancarme una promesa de un modoque considero desleal. La tarde de mi operación,viéndome debilitado, no más capaz de resistir queun moribundo, insistió largamente, y yo, perdidoaún entre las brumas del cloroformo, respondíafirmativamente. Desde entonces él argüía estapromesa y no dejaba de repetir: «Le espero», conuna reprobación que atribuía a mi mala fe.

Así que la semana pasada le seguí. Me llevó asu habitación y se sentó en la silla que estaba allado del reclinatorio, donde los penitentes searrodillan delante de Cristo. Pero yo conocía ya

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desde hacía tiempo ese dispositivo y esa treta.También yo me arrodillé en el reclinatorio.Recuperado de su asombro, me interrogó,torpemente por otra parte.

—Bien, hijo mío, ¿qué tiene que decirme?—Pues nada, señor capellán.Ahora comprendo que no debía esperar de él

ninguna conversación de tipo elevado, quesimplemente me había atraído hasta allí parasonsacarme, por sorpresa, mis pecados. Debe detratar a todas las almas con una absolución, lomismo que determinados médicos militares tratana todos los enfermos con un purgante. Le dejéhacer. Me recordó mi infancia cristiana, y mepreguntó:

—¿No quiere acercarse a Dios? ¿No tieneninguna culpa de que arrepentirse?

—Yo no tengo ya culpas. La mayor, a los ojosde la Iglesia y de los hombres, es matar a unsemejante. Y hoy la Iglesia me manda matar a mis

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hermanos.—Son los enemigos de la Patria.—Pero son hijos del mismo Dios. Y Dios, ese

padre, preside la lucha fratricida de sus propioshijos, y las victorias de los dos bandos, los TeDeum de los dos ejércitos le resultan gratos porigual. Y precisamente usted le reza para quearruine y aniquile a otros justos. ¿Cómo quiere quelo entienda?

—El mal no viene de Dios, sino de loshombres.

—¿Dios sería, pues, impotente?—Sus designios son inescrutables.—También en el ejército se suele decir: «No

hay que tratar de comprender». Éste es unrazonamiento de cabo.

—Le compadezco, hijo mío, pues escrito está:«El principio de todo pecado es el orgullo: a aquélque le domine el orgullo será reo de maldición, yel orgullo será causa de su ruina».

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—Sí, ya sé: «Beatipauperes spiritu». ¡Peroesto es como una blasfemia, pues nos creó a suimagen y semejanza!

Se ha levantado y me ha abierto la puerta. Nohemos intercambiado ni una palabra más. No hevisto en sus ojos, en lugar de la aflicción quehubiera tenido que provocarle el espectáculo demi extravío, más que una llama de odio, la rabiade un hombre que acaba de sufrir un fracaso queescuece a su orgullo (¡también él!). Me preguntoqué relación puede tener esta rabia con lodivino…

Me habría gustado, sin embargo, que esesacerdote me hubiese dicho algunas palabras deesperanza, que me hubiese dejado entrever unaposibilidad de creer, que me hubiese expuesto sucredo. Pero, ay, los pobres ministros de Diosocultan sus acciones igual que el resto de losmortales. Hay que creer como esas mujerucas, concara de bruja, que murmuran en las iglesias, ante

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las mismas barbas de unos santos de bazar de yesopintado. En cuanto se yergue la razón, anhelante delos cielos del ideal, se topa con el misterio, laeterna evasiva. Te aconsejan los cirios, la limosnaen los cepillos, decenas de rosarios y elembrutecimiento.

Si el Hijo de Dios existe, es en el momento enque nos muestra su corazón, cuando tantoscorazones sangran, ese corazón que tanto amó a loshombres. ¿No ha servido, pues, de nada, y suPadre lo sacrificó inútilmente? El Dios demisericordia infinita no puede ser el de lasllanuras de Artois. El Dios bueno, el Dios justo noha podido autorizar que se lleve a cabo en sunombre semejante escabechina de hombres; nopuede querer que semejante exterminio de cuerposy de espíritus sirva a su gloria.

¿Dios? Bah, bah, el cielo está vacío, vacíocomo un cadáver. En el cielo no hay más que losobuses y todos los artefactos mortíferos de los

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hombres…¡La guerra ha matado también a Dios!Las enfermeras se ausentan desde el mediodía

hasta las dos, después de que nosotros hayamoscomido. A fin de evitar la incomodidad quesentimos de aliviarnos delante de ellas, todoshemos regulado nuestras necesidades corporalesde manera que, salvo un imprevisto, se realicendurante esas horas. El soldado enfermero que lassustituye no hace más que llevar orinales. Los queaguardan su turno miran al techo y fumanactivamente para ahuyentar el olor. Una vez que seha pasado la gran urgencia y no corremos el riesgode coger frío, se abren las ventanas. El solinvernal entra en la sala; dejamos correr su chorrode luz por entre nuestras manos pálidas, nuestrascuidadas manos de gente ociosa, que el sol tiñe deun rosa translúcido.

Al enfermero le han puesto este mote cruel:Caca. Yo sé que este apodo le afecta. Lo sé

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porque conocí a André Charlet antes de la guerra,en la facultad, donde figuraba entre los estudiantesmás aventajados, los que sienten curiosidad ytienen ideas. Publicaba en las jóvenes revistassonetos brillantes, que representaban la vida comoun inmenso campo de conquistas, un bosque divinoy sorprendente, en el que se internan losexploradores de élite y vuelven con frutasmaravillosas, de un sabor desconocido, mujeres deuna rara belleza, y mil objetos bárbaros de unrefinado primitivismo. Con la movilización, fue delos primeros en alistarse, siendo herido degravedad al año siguiente.

Le he encontrado aquí, abatido, sin fuelle, ysucio. Algunos meses de guerra le hanmetamorfoseado así, dándole ese aspecto febril,esa flacura y esa piel amarillenta. Conserva deellos un terror loco que se ve en sus ojos. Para nodejar el hospital ha aceptado este puesto y estastareas repugnantes. Siendo Caca, prolonga su

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estancia de tres meses, en virtud de no sé quédecisión militar que autoriza a los médicosmilitares a tomar temporalmente unos ayudantes.Es probable, por otra parte, que se le destine alejército auxiliar, si no es dado de baja porenfermedad. Pero él prefiere no pasar por unacomisión sino como último recurso, pues teme quesu organismo no esté lo bastante deteriorado paralibrarse de volver a la línea de fuego. Es el únicoque lo teme; nosotros le creemos abocado a lamuerte de los tuberculosos, más infalible que losobuses.

Trato de atraerle, le recuerdo nuestros años deadolescencia, nuestros compañeros, nuestraalegría, nuestras ambiciones de antaño. Pero noconsigo que se interese por ello. Sonríedébilmente y dice:

—¡Eso se acabó!Yo le respondo:—¿Y la poesía, amigo?

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Se encoge de hombros, con un gesto vago: «¡Lapoesía es como la gloria!», y se va porque lellaman. Unos instantes después pasa de nuevo conun orinal humeante, vuelve su rostro alterado porel asco, y ríe sarcástico:

—¡Toma, la poesía!De entre sus recuerdos de guerra, éste es

espantoso:—Fue en el Este, a finales de agosto. Nuestro

batallón ataca a la bayoneta. No puedes hacerteuna idea de la estupidez que eran esos ataques delos comienzos, de la matanza que suponían. Lo quedominó ese período fue sin duda la incuria denuestros mandos, de la que fueron a veces víctimasellos mismos, formados en estos principios: lainfantería, reina de las batallas, y el arma blanca.Esa gente no tenía ni remota idea de los efectos delarmamento moderno, cañones y ametralladoras, yla cantinela de todos los días eran los movimientostácticos napoleónicos: ¡ni el más mínimo cambio

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desde Marengo! A nosotros, que nos veíamosasaltados, en vez de establecernos en posicionessólidas, se nos dispersaba al descubierto por losllanos, vestidos con nuestros uniformes de circo, ynos lanzaban contra bosques, que estaban aquinientos metros. Los boches nos disparabancomo a conejos, y, en el momento del cuerpo acuerpo, se las piraban, después de habernoscausado todo el daño posible. En fin, ese día, trasdejar a la mitad de nuestros efectivos sobre elterreno, se consiguió desalojarlos. Pero a los muyjodidos se les ocurrió una idea diabólica. Comosoplaba un fuerte viento contra nosotros,prendieron fuego a los campos de trigo de los quelos echamos… ¡Allí vi el infierno! Cuatrocientosheridos, tendidos sin poder moverse, atacados yresucitados por el fuego, cuatrocientos heridostransformados en teas vivientes, corriendo con susmiembros fracturados, gesticulando y gritandocomo condenados. Su pelo, al arder de golpe, en

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sentido vertical, les ponía sobre la cabeza unallama de Espíritu Santo, y los cartuchos explotabanen sus cartucheras. Nos quedamos mudos, sinpensar siquiera en ponernos a cubierto, mirando acuatrocientos de los nuestros chisporroteando,retorciéndose y revolcándose en esa hoguerabarrida por las ametralladoras, sin poderacercarnos. A uno le vi levantarse, delante de laola de calor que se le venía encima, y fusilar a susvecinos para ahorrarles esta muerte atroz.Entonces, varios, a punto de ser alcanzados, sepusieron a gritar: «¡Disparad, compañeros, acabadcon nosotros!», y tal vez algunos tuvieron esemonstruoso coraje… ¡E Ypres! Los combatesnocturnos en Ypres. Uno no sabía a quién mataba,ni quién le mataba. El coronel nos había rogado:«Muchachos, sed buenos con los prisioneros, perono hagáis». Los de enfrente tenían sin duda lamisma consigna.

—¡Bah!, lo más duro ha pasado ya, amigo.

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Pronto volveremos a la vida civil, y reanudaremosnuestras ocupaciones como antes.

—Como antes, no. Por lo que a mí se refiere,eso ya no es posible, pues la guerra me hadisminuido. Tú me conociste en la facultad, ysabes que para mis compañeros yo iba a ser unlíder de nuestra generación, que nuestrosprofesores tenían su confianza puesta en mí y queya había llamado la atención de gente importante.Soñaba con una carrera brillante como guía dehombres, al menos en lo espiritual, pero eraporque creía a mi cuerpo capaz de servir a mipensamiento. Pero he visto que mi cuerpo no esmás que un despojo, un pingajo, que deserta y mearrastra… Un tipo que tiembla no puede ser unlíder.

—¡Pero todos nosotros hemos temblado!—Más o menos. También tú has conocido a

Morlaix, ese imbécil que se pasaba la vida en lascervecerías, en compañía de mujeres de mal vivir,

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que ante la sola idea de abrir un libro se poníaenfermo, y por el que sentíamos un profundodesprecio. Pues ahí donde le ves es ya subteniente.En el frente, él me mandaba, tenía más cara queespalda. Para que te hagas una idea: en la época enque las trincheras no eran aún continuas, en unnuevo sector, volvíamos del avituallamiento unanoche de niebla. Era imposible distinguir nada atres metros. Nos perdimos, naturalmente, y ahí nostienes chapoteando en una vaguada, dando vueltascomo si nos hubieran vendado los ojos, connuestro cargamento de víveres a cuestas, que eraun estorbo, sin armas. Va Morlaix y decide:«¡Tiremos todo recto, ya veremos!». Echamos aandar, sin decir nada… Un grito nos dejó depiedra: «Wer da?» [25]. Nos habíamos topado conlos centinelas alemanes. Amigo mío, Morlaixllevaba un zurrón lleno de huevos duros. Sindudarlo, lanzó tres hacia delante. En la oscuridad,los boches, que los oyeron caer, creyeron que eran

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granadas y se largaron. Yo no hubiera tenido esasangre fría…

—Tú tienes otras cualidades. La utilidadmomentánea de un bruto en un campo de batalla noes ninguna prueba contra el espíritu, sino muy alcontrario. Un hombre que crea vale más que unhombre que mata.

—Para mí es inconcebible un hombreincompleto, que se muestre inferior endeterminadas situaciones. En la guerra, he sido unfiasco. No podré olvidarlo.

—Has hecho ni más ni menos lo que losdemás. No te agobies.

—¡Me avergüenzo cuando lo pienso! Me heregodeado en mis propios gemidos, en mislágrimas de hombre débil. Como puedes ver, herenegado de todas las doctrinas de mi juventud,Nietzsche, la fuerza… ¡Ah!, ¡ya!, ¡ya!… Ahorasirvo para vaciar los orinales de las salas y nopasaré de empleado.

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Es un caso curioso de depresión, y creo que laenfermedad tiene mucho que ver en ello.

Le vi hacer una cosa terrible. Fue cuandoDiuré sufría tanto de su muslo. Un día, con laexcusa de aliviarle, Charlet insistió en cambiarleel vendaje. El otro terminó por ceder. Finalizadala operación, vi a Charlet llevar la cubeta a unrincón de los lavabos, sacar de ella una gasa suciay meterla con precaución en una caja de hojalataque se guardó en el bolsillo. Intrigado, le llamémomentos después para preguntarle:

—Dime una cosa, ¿ahora te dedicas a labacteriología?

—¿A qué te refieres?—¿Qué has metido en esa caja hace un rato?Se quedó turbado.—No entiendo.Luego, tras unos instantes de reflexión, añadió:—A ti te lo puedo decir, y estoy seguro de que

no dirás nada. ¿Te acuerdas de Richerand, el de la

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Escuela de Química?—¿Ese pequeñajo de no muy buena pinta?—El mismo. Pues me lo encontré en el frente.

Éramos muy amigos y prometimos prestarnosayuda en cualquier circunstancia. Esta promesanos sostenía un poco. Y él no ha faltado a ella.Estuvo a mi lado cuando fui herido. Fue él quienme hizo unos torniquetes y me llevó al puesto desanidad, en plena cortina de fuegos, con la ayudade un soldado que decidió acompañarle. Allí sepudo cortar totalmente la hemorragia, yprobablemente Richerand me salvó la vida. Leestoy muy agradecido por su abnegación, tanto máscuanto que sabía lo impresionable que era: un sermuy nervioso que sufría enormemente por laguerra… Pues acaba de escribirme (está en elHartmann): «No hacen más que atacar. Sálvame».Lo que quiere decir, puesto que le conozco: estoyal límite de mis fuerzas, he perdido todaesperanza.

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—¿Y qué tiene esto que ver?—Pues que… desde aquí, ¿cómo quieres que

yo le ayude? Busco la manera desde ayer, y eltiempo apremia…

Se inclinó sobre mí y dejó caer:—Voy a enviarle eso…—¿Eso qué?—Pus de absceso. Si se lo inyecta, tiene

posibilidades de ser evacuado.Nos quedamos callados un largo rato.—¿Te das cuenta de lo que vas a hacer? —

dije.—¡No tengo elección! —murmuró al tiempo

que dejaba caer los brazos.Me atreví a exponer este argumento

irrebatible:—Un hombre abandona el frente, otro le

reemplaza. Salvando a Richerand, condenas a undesconocido.

No lo había pensado. Me miró mientras

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reflexionaba.—¡Lo siento! Richerand es mi amigo. ¿Quieres

que se muera sin que yo haya intentado nada? Lecreo muy capaz de todo, en un momento dedepresión; no puedo actuar de otro modo.

Me dejó bruscamente, con una mano en elbolsillo, aferrando la caja.

No se me hubiera ocurrido denunciarle, comotampoco a ninguno de nuestros camaradas. Entrenosotros existe un pacto de solidaridad no escrito:en la trinchera todos deben hacer su trabajo, peroconsideramos que cada uno es muy libre deescapar del frente si puede, que los medios no sonasunto nuestro, y felicitamos a quien lo consigue.¿Acaso podía yo siquiera juzgar a Charlet? Hepensado en esos rostros de condenados que habíavisto a algunos soldados, dominados de repentepor un presentimiento funesto. Un hombre que seve acosado por esa obsesión ya no es capaz deprotegerse, de luchar por su autoconservación;

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avanza hacia la muerte como un sonámbulo…¿Podía yo juzgar a Charlet? Allí de dondevenimos, ya no se juzga. Se sufre. Sufrir esarriesgar la vida; no sufrir es también arriesgarla.¿El gesto de Charlet? Simplemente: es a esto a loque nos conduce nuestra profunda miseria, es aesto a lo que se ven obligados a recurrir loshombres cuando desfallecen. Imposible censurar:demasiado sabemos que el desfallecimiento nosacecha igualmente.

Es difícil calcular la edad de la señorita Nancey.Probablemente, entre treinta y cinco y cuarenta.Rostro seco, labios delgados, mirada sin sueños yvoz cortante, carece de todo cuanto un hombrebusca en una mujer, ningún detalle físico que laidentifique deja huella en la memoria. Al verlanerviosa, ágil y nacida para mandar, uno se dacuenta de que en ninguna época de su vida debe de

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haber tenido ese encanto inseguro, esa actitud deconfesarse que atrae y gana a la mayoría, quenunca ha sentido su corazón abrumado y lanecesidad irracional de entregarlo tímidamente. Esuna de esas mujeres en las que, al no funcionar laválvula del amor, la actividad se canaliza entareas cerebrales, en tareas de hombre. El hospitalproporciona a esta actividad un excelentedesahogo. La señorita Nancey, incansable, prestagrandes servicios en él, dirige a su pequeña tropade enfermeras con decisión, no pierde los nerviosante las heridas y no se enternece ante los gritos.

Por la mañana, guía al médico durante suvisita; un viejo médico civil que es un buenhombre, que firma papeles, supervisa nuestroestado y pide a sus colegas que intervengan en loscasos graves. Mira distraídamente a los enfermosy pregunta:

—¿Cómo va éste, señorita?—Ha mejorado, doctor. Hay que esperar.

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Sin pedir comprobarlo, pasa al siguiente:—Al 12, doctor, lo tenemos controlado.

Continuamos los lavados. Pero el 23 nos tienepreocupados y se queja. Debería verle.

A veces declara:—El 16 ha cicatrizado. Vamos a darle el alta.Ella prepara la ficha, el doctor le da el visto

bueno y el hombre sólo tiene que irse. El períodode recuperación adicional, las preciosas semanassuplementarias que un hombre curado puede pasaraún aquí, en total seguridad, dependen sólo deella. ¡Y ay de aquél que le disguste! Pordisgustarle, a Boutroux (un muslo) le dieron elalta, de un día para otro, y sin embargo la costrade su amplia herida era reciente, estaba blanda ylevantada aún por unas infiltraciones de pus. Elmuy imbécil había vuelto borracho como una cuba,una tarde de salida, y había armado un escándalo.Por grosero, ella lo tenía ya fichado. Por eso, a lamañana siguiente, pese a su curación incompleta,

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tuvo que irse. El jaleo que armó acortó su estanciatres largas semanas: tiempo para que se lo carguena uno veinte veces.

La amenaza de este castigo terrible, la marchaprematura, hace que los que se sentirían tentadosde ceder a sus instintos se queden quietecitos.Sabemos por la prensa que las ofensivas de Artoisy de Champaña han fracasado definitivamente, quelos mortíferos combates del Hartmannswillerkopf,que alimentan los comunicados, no serándecisivos. La guerra no puede tomar un nuevo giroantes de la primavera. Nos interesa ganar tiempo.Ese tiempo salvador, la señorita Nancey podráregalárnoslo o privarnos de él, cosa quecontribuye a su prestigio.

La consigna es, pues, «permanecer pancho».Entre los que más se pueden valer por sí mismos,muchos, para ganarse los favores de la enfermerajefe, emplean los simples medios de que disponen;se transforman en peones de brega y ahorran a las

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señoritas los trabajos más pesados. Algunos van amisa y se jactan de que su asiduidad no estédictada por sus sentimientos. (Naturalmentealgunos asisten por convencimiento y nadie seburla de ellos). Tengo la impresión de quecometen un error, y considero a la señorita Nanceyincapaz de caer en la burda trampa de su falsapiedad y de favorecerles por ello.

Ya lo he dicho: estoy en muy buenos términoscon la señorita Nancey. Mejor dicho, en plancoqueto, en plan coqueto de estima. Ella tieneconmigo unas atenciones especiales, me consultasobre alguna medida que piensa tomar, me pide miparecer sobre los acontecimientos.

Hay también un pequeño hecho. Justo enfrentede mi cama hay un arcón elevado, una especie dearmario empotrado. Cuando la señorita Nanceypasa un momento por mi rincón, se sienta en esearcón, de un salto, dándose la vuelta, con elevidente placer de demostrar su ligereza. Su vivo

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movimiento le levanta la falda hasta muy arriba yme enseña, visto y no visto, un trozo de muslo porencima de la media oscura. (Tiene la piernamusculosa, pero bastante bonita: lo mejor quetiene. Y ella lo sabe, seguro). En una ocasión mimirada cayó por casualidad sobre este muslocuando la señorita Nancey me estaba mirando. Yodesvié la vista, incómodo. Pero he observado quese sentaba siempre con el mismo movimientorevelador, y que acto seguido me miraba fijamentesin la menor incomodidad. Ahora bien, creo quepodría descubrirse menos… En fin, he recibido laconfianza de esta pierna maciza, de piel blanca.Sería descortés por mi parte no seguir mirándola,discretamente, pero con sentimiento. Hacer notarque soy sensible, que aprecio.

Ello, todo sea dicho, con buenas intenciones,qué duda cabe. Me acuerdo de estas palabras deuna persona experta: «Todas las mujeres tienenpretensiones de mujer y hasta a las más virtuosas

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les gusta convencerse de que pueden tentar a unhombre». Sí, la señorita Nancey trata de que seaprecie su virtud. ¿Por qué negarle ese pequeñoplacer, puesto que la mía no está amenazada?

Esta pierna es mi prenda de permanenciaduradera en el hospital. Puedo tranquilamentemirar a las otras barrer.

No podía dejar de ocurrir. Me asombra que lastransformaciones verdaderamente anormales quese habían producido en él no me hubieran hechointuirlo. Por muy agobiado que esté moralmente unjoven, no tarda en llegar un período en que serecupera, y Charlet no hacía sino estar cada vezmás sombrío.

Sus dedos crispados, los tics que alteraban susemblante, su andar a empujones delataban suestado de nerviosismo cuando ha entrado en lasala hace un rato. Pero ha comenzado su servicio

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como de costumbre, aunque sin darme los buenosdías.

Bruscamente, a eso de la una, lo veo aparecerante mí. Tenía un rostro horrible, de un colorterroso, con unas manchas pardas y los ojosrebordeados de rojo. Me ha plantado su brazodelante de la nariz:

—¡Huele, huele!—Y bien…Empujaba su brazo con violencia, he

retrocedido.—¡Ah!, ¿hueles? ¿No notas el olor?Yo permanecía quieto ante su mirada de ojos

relucientes, furiosa, que no podía evitar.Acercando su rostro al mío hasta tocarlo, me hadicho estas palabras increíbles:

—Soy una mierda.—¡Vamos, Charlet, estás loco!—¡Pero huele, hombre!Más aún que su ira, era esa baba que le

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chorreaba de la boca lo que me ha asustado. Porsuerte alguien le ha reclamado:

—¡Pst, Caca!Ha dado un salto y se ha dirigido hacia

Peignard, gesticulando de un modo salvaje:—¡Mi nombre es Mierda, que lo sepas, y no

pienso soportar vuestras groserías!He comprendido que desvariaba y enseguida

he sentido miedo por los heridos más frágiles:Peignard con su pie, Diuré con sus sondas, elpobre desgraciado bretón. He llamado a loshombres que se valen por sí mismos, que hanvenido a rodearle mientras iban en busca de ayuda.En plena crisis, él trataba de escapar y gritaba:

—¡Yo os domino, crápulas! ¡Todos loshombres están sometidos a mí! ¡Yo soy la verdad,el amo del mundo!

Finalmente, han subido tres tipos fornidos delsótano y se lo han llevado.

¡Charlet!

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Ésta es la última imagen que conservo de él enla vida civil. En el 14, una noche de principios deverano, debajo de los castaños de la plaza dondenos reuníamos cada tarde. Delante de nosotros, loscisnes blancos, con su nadar silencioso, hacíantornasolar el agua oscura de los estanques, dondese mecían unas luces que llegaban de una terrazabrillante. La música amortiguada de una orquestanos acunaba con su ritmo. Y Charlet de pie, sinsombrero, delgado y elegante, seguro de sí, ya unpoco echado a perder por unos éxitos precoces,declamaba sus versos. Todavía resuena en misoídos su entonación, y recuerdo este pasaje:

El perfume de los ramos de floresembalsama esta noche el aire, dondeduerme tranquilo, bajo un rayo de luna, sucuerpo muy blanco envuelto en la morenaecharpe de sus cabellos, donde yo susurromis secretos a la imperiosa emperatriz de

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mi corazón.

Y ahora está loco, a los veintidós años. ¡Y sulocura ha adoptado la forma más baja queimaginarse pueda!

Nos revisan los vendajes cada mañana. Mi turnollega por lo general a eso de las nueve. Unaenfermera se adelanta con su instrumentalterapéutico, y una sonrisa de ánimo (no le cuestanada). Me coge, me quita los alfileres, desenrollalas vendas y desprende las gasas pegadas conpequeños tironcitos, que tiran de los labios de lasheridas, que arrastran tras de sí a todo mi cuerpoque se niega a la brusca separación, y me arrancantambién unos grititos que me molesta dejarescapar. Una vez lavadas las llagas conpermanganato, reciben seguidamente unaaplicación de tintura de yodo o de lápiz de nitrato

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de plata. Uno y otro vienen a ser lo mismo y meproducen idéntica sensación agradable que unhierro candente que se hundiera en mi carne, ynunca dejo de asombrarme de no ver salir humo,de no verme molestado por un olor a carnequemada. La multitud de llagas prolongan misuplicio. No han terminado aún el lavado cuandoya varias partes de mi cuerpo, humedecidas deyodo, son como puestas sobre unas parrillas, y meretuerzo igual que un hereje luchando para noabjurar de su fe. Mi fe aquí consiste en mostrarentereza ante el dolor. Se guarda para el final lapeor: la herida del tórax, por debajo del omóplato.Cuando siento la amenaza de la untura, me hago unovillo, con la respiración entrecortada, como sidescendiera en picado un obús. Pero no es másque una mano sonrosada que titubea y de prontoaplasta cruelmente, en la herida de mi espalda, elcopo de algodón que me impregna de su secreciónparda, por lo que parece. Recibo mi lanzada en el

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corazón.Durante una larga hora siento un escozor a

fuego lento.Algunos días, en los que me veo a punto de

flaquear, me rebelo. Camuflo mis gritos conpalabras agresivas. Y no me faltan ganas deabofetear a la serena enfermera: ¡una mujer que mehace sufrir!

Es el mal momento del día; estropea miestancia aquí y empaña mis despertares, a los quesigue poco después. Pero, una vez que han cesadomis dolores, el plazo hasta el próximo vendaje meparece muy lejano. Alcanzo el punto culminante demi paz, que va decreciendo hasta la mañana deldía siguiente.

Ir al hospital, hace apenas un año, era unaexpresión terrible. Sugería, más aún que la delsufrimiento, la idea ignominiosa de la decadencia.Los burgueses no iban al hospital, que estabareservado a los obreros, a las madres solteras y a

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esos desgraciados que habían dilapidado sufortuna, que se lo habían «comido todo», y por esomismo merecían los peores castigos, a losdesclasados, en fin. Y las familias anunciaban alos despilfarradores y a los hijos pródigos:«¡Acabarás en el hospital!», es decir, como unmiserable, solo y en la vergüenza. Y yo mismo,mirando las lúgubres fachadas de los hospitales,sus tristes pasillos, los magros convoyes quesalían de ellos, pensaba confusamente en unasleproserías.

Pues he aquí que el hospital se ha convertidoen una tierra prometida. Para millones de hombresrepresenta la suprema esperanza, y sus miserias ydolores, así como los desconsoladoresespectáculos que presenta, son sin embargo lamáxima felicidad que puede entrever un soldado.Antaño, aquél al que bajaban de la ambulancia seentristecía al franquear ese umbral y se sentíaamenazado. Hoy, el que es llevado en una camilla

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cree recibir del conserje, con su ficha de entrada,una patente de vida. Y si un médico militarsuperior, con poderes divinos, pasara por delantede las camas y propusiera a cada uno de ellosdevolverle sus miembros diciendo: «¡Levántate yanda!», es posible que Peignard, Mouchetier, ytodos los que están hechos una piltrafa, tras haberreflexionado sobre los riesgos que les haría correresta nueva integridad, en los sudores fríos de laaprensión que tortura a las personas sanas yfuertes, responderían: «¡No haga este milagro!».

Por lo que a mí se refiere, yo que he tenido lafortuna de que me tocara el «tiro de suerte», esepremio gordo de los campos de batalla, meencuentro en el hospital como un hombre queestuviese pasando el invierno en el Sur. Una vezque he pagado cada mañana mi deuda desufrimiento (el precio de mi pensión), tengorealmente la sensación de estar de vacaciones, y lapresencia de las lozanas y graciosas enfermeras,

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las atenciones de la señorita Nancey, completan lailusión. ¿Qué otra cosa tengo que hacer aparte decomer, fumar y leer? Cuando me canso de leer, meabandono a ese estado de extrema lasitud queresulta de un reposo excesivo, sigo descansandode ese descanso… Golpeteo mi debilidad como sise tratara de unos cojines, y me arrellanoconfortablemente de espaldas. Disfruto de no tenerya que actuar, de ese derecho, que me dio unagranada, a ser apático. Y no detesto los tembloresde esa ligera fiebre que, a la larga, produce lacama.

Así, débil, con los ojos cerrados, sueño. Perono sueño con el porvenir, muy incierto. Aisladodetrás de mis párpados bajados, oigo resonar en elfondo de mis oídos el gran zumbido de la guerra,como el murmullo del océano en el interior de unacaracola. Pienso a mi pesar en esa sucesión deaventuras sorprendentes que me han conducidohasta aquí y que no dejan aún de asombrarme.

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VIILa convalecencia

Al haber cicatrizado mis heridas, ha llegado elmomento en que he tenido que dejar a lasenfermeras de esta sala 11 del centro de enseñanzaSaint-Gilbert, en la que he pasado los mejores díasde mi vida de soldado. La señorita Nancey me harogado: «Escríbanos. Nos gusta seguir en contactocon nuestros heridos una vez que nos han dejado.Y si tiene la mala suerte de ser herido por segundavez, venga a estar con nosotros». Nègre se halimitado a decirme, con una seriedaddesacostumbrada: «¡Trata de salvar el pellejo!».

Reconocemos el ruido del buzón en la avenida,y al poco una llave gira en la cerradura. Lleganuestro padre para la cena. Le pregunta a mihermana, mientras se limpia los pies en la

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alfombrilla, como de costumbre:—¿Ha llegado tu hermano?Yo avanzo por el pasillo. Me dice:—¡Ah, estás aquí! Recibimos tu carta y te

esperábamos de un día para otro.Nos besamos, un poco ritualmente: un intento

de beso. El debe de preguntarse: ¿le habrácambiado la guerra? Nuestras relaciones han sidosiempre frías. Mi padre esperaba más de mí, y yoesperaba mucho más de él. No me encontraba lobastante dócil a sus consejos, y yo considerabaque el resultado al que él había llegado, con sufamosa experiencia, me daba derecho a serdesconfiado. Tiene sin duda su manera dequererme; pero por desgracia sus manifestaciones,cuando era yo niño, no fueron nunca muyconvincentes, y me quedé con esa vieja impresión.Si se quiere, no nos entendemos. Para que un padrey un hijo se comprendan, colmen ese cuarto desiglo que les separa, es menester que el padre

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ponga mucho de su parte. No fue ése su caso. En1914, prácticamente habíamos reñido. Pero, conocasión de la guerra, extendimos la unión nacionalhasta la familia. Los peligros que yo iba a correrhacía que fuera un asunto de conveniencias. Y, trastrece meses de ausencia y una herida, vuelvo conla mejor de las disposiciones, aunque bastanteescéptico en lo que se refiere a las posibilidadesde nuestro perfecto entendimiento.

Nos sentamos a la mesa, cada uno en suantiguo sitio, y observo que aquí nada hacambiado. Mi padre me pregunta:

—¿Te has recuperado bien?—¡La cosa va bien!—Efectivamente, tienes buen aspecto. Esa vida

te ha hecho desarrollarte.Me mira de reojo, y yo me doy cuenta, por la

manera en que su mano palpa su pan, de que hayalgo que le disgusta. No tardo en ser informado deello:

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—¿Pero cómo te las has arreglado para noconseguir ni un galón?

—Me importan un comino —digo para cortarpor lo sano.

—¡De nuevo con tus ideas!Cuando mi padre alude a lo que él llama mis

ideas, es siempre una mala señal. Pero se mantieneen sus trece y continúa:

—Los hijos de Charpentier, que tienen casi tuedad, son el uno sargento y el otro ayudante, y supadre está orgulloso.

—¡No hay de qué!—¡Oh, naturalmente, tú estás por encima de

eso!… ¡Ah, se puede decir que no te has esforzadonunca en complacer a nadie!

Mi hermana, que teme una disputa en la que nodaríamos el brazo a torcer ni el uno ni el otro,interviene y cambia de tema de conversación. Sepone a charlar, al margen de mí, de la marcha de lacasa, de sus amigos, de invitaciones, de visitas,

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qué sé yo… Tienen las mismas pequeñaspreocupaciones que en 1914; me parece,oyéndoles, que les hubiera dejado el día antes. Sediría que ni sospechan lo que pasa a algunoscientos de kilómetros. ¡Y mi padre pretende que elegoísta soy yo! Lo cual no tiene por otra parteninguna importancia. Estaré aquí unos siete días,de permiso, aunque en situación de alerta. Peroestos seres por los que me bato (¡pues, al fin y alcabo, no es por mí!) me son completamenteextraños.

Ni siquiera sienten curiosidad por la guerra.Mi padre sería incapaz de condescender apreguntarme: ello sería reconocer que un hijopuede saber más que su padre en determinadosaspectos, lo cual le parece inimaginable, por lomucho que choca contra su sentido de la autoridad.

Mi padre me ha dado cita para la tarde. Le

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encuentro a la hora indicada, y camino a su lado,por la calle abarrotada, donde los escaparates, quebrillan de luz eléctrica, animan un decorado depreguerra que había olvidado. En el tiempo quellevo sin verle, ha envejecido un poco, y ahora soyclaramente más alto que él. Hemos llegado a eseestadio en el que el padre, disminuido por losaños, se encoje, y en el que el hijo crece y seasienta. Durante largo tiempo, a mis ojos, él hapertenecido a ese mundo inaccesible de laspersonas mayores, detentadoras de los privilegiosy de todo saber; durante mucho tiempo yo me hesentido bajo su dominio. Hoy tengo una vidapropia que se le escapa. El tiene ciertaconsideración hacia esa personalidad que vedesarrollarse y que mi estatura impone, y yo tengouna especie de indulgencia, bastante indiferente,para con su carácter injusto, desde que me heliberado de él. Al equilibrarse nuestras fuerzas,somos cordiales el uno con el otro. Pero estamos

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más distantes que nunca.Mi padre me lleva a la cervecería donde se

encuentra cada tarde con sus amigos. En la gransala de un establecimiento del centro, tienenreservado un rincón, con la protección del dueño,y pasan allí buena parte de las tardes. Son hombresde unos sesenta años, comerciantes e industriales.Algunos tienen ese aire consternado que dan lamala suerte y la vida en su fase declinante, y otros,por el contrario, exhiben en su semblante esasatisfacción de la gente que ha tenido éxito en losnegocios. Se conocen desde hace veinte o treintaaños. Aquí disfrutan de su tiempo de ocio, lejos detoda preocupación, de los sinsabores domésticos,y viven de un viejo fondo de recuerdos y debromas que exhuman de su juventud. Estánacostumbrados los unos a los otros y respetan susmanías, lo que es una condición esencial parapoder envejecer cómodamente en compañía.

A nuestra llegada, levantan la cabeza. Mi

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padre les dice, dando apretones de manos:—Os presento a mi hijo mayor, que acaba de

llegar del hospital después de haber sido herido.Estos hombres importantes interrumpen su

partida de cartas y me saludan cordialmente:—¡Muy bien! ¡Bravo, muchacho!—¡Nos congratulamos de tu valor!—¡Eh, Dartemont, es un buen mozo!Al no saber ya qué ánimos darme, enmudecen.

La guerra deja de estar de moda, comienza aformar parte de las costumbres. Se ve llegarconstantemente a militares de permiso, se tiene laimpresión de que no les ocurre nunca mal alguno.Por otra parte, yo no soy soldado, y la situación demi padre no es muy floreciente que digamos. ¡Granbondad la de estos señores por haberme dadomuestras de tanto interés!

Reanudan su juego: «¿Quién ha cortado?». Mipadre se mezcla con ellos. Yo me quedo solo enuna esquina de la mesa, enfrente de un viejo señor

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que mastica metódicamente gruyer mientras loriega con cerveza. Me observa largamente eintuyo, en su aire preocupado, que prepara unafrase. Finalmente me pregunta con una sonrisaincitante:

—¿Pasáis buenos momentos en el frente?Yo, sofocado, miro a ese viejo chocho y

macilento. Pero le respondo rápido, suavemente:—¡Oh!, sí, señor…Su rostro se serena. Presiento que va a

exclamar: «¡Ah, estos puñeteros peludos!»[26].Entonces añado:—… Y bien que se divierte uno: ¡todas las

noches enterramos a compañeros nuestros!Su sonrisa da marcha atrás y su cumplido se le

atraganta. Coge precipitadamente su vaso y hundela nariz en él. De la impresión, orienta mal lacerveza, que toma la dirección de sus pulmones.La cosa acaba con unos gorgoteos y un pequeñosurtidor de cachalote que lanza al aire y que se

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precipita sobre su tripa en una cascada de perlasespumosas.

Pregunto con aire aterrado:—¿Se ha atragantado?Es todo él un sacudimiento de ataques internos

y de gruñidos catarrosos. No se ve por encima desu pañuelo más que sus ojos amarillentos, que lelloran. Detrás de mi frente, hipócritamenteentristecido, mi pensamiento inicia una salvaje,vengativa danza india de guerrero que haarrancado una cabellera.

No tardamos en marcharnos. Sé lo que va adecir el hombre del gruyer no bien hayamoscruzado la puerta:

—Pero ¿ese hijo de Dartemont no es unaespecie de rebelde? ¡Este muchacho no me parecede muy buena índole!

—Efectivamente, ¡creo que Dartemont no tienemuchos motivos de satisfacción!

—¡Ni un galón, ni una condecoración, después

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de un año de guerra, es sospechoso!Menearán la cabeza para decir: «¡Cada uno

tiene su cruz!» y pedirán una caña bien fresca paraentonarse. Y uno propondrá: «¿Estáis libres estanoche? Podríamos ir a cenar a algún sitioagradable…». Entre hombres, se permiten algunacana al aire. Y si pasa alguna guapa buscona porlos alrededores, ¡ah, Dios mío!, la invitarán a sumesa: ¡están tan solas las pobres en estos tiempos!Claro que temen un poco el día siguiente de esasjaranas: la gota, los pinchazos en el hígado…¡Pero qué se le va a hacer! Ni caso: ¡todo elmundo sufre hoy en día!

Cual el tiempo tal el tiento, ¿o no?

Dispongo de siete días para pasármelo en grande,ponerme las botas, hacer una reserva para variosmeses. Tal vez éste sea el último placer del quepueda disfrutar, tal vez el último recuerdo que me

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lleve de la vida tendrá que ver con estos sietedías. Así que no perdamos el tiempo, pongámonosa buscar placeres, a descubrir su pista ydisfrutarlos.

Pero ¿qué es el placer? Hagamos la lista de losplaceres posibles. ¿La buena mesa? No, ésta sólopuede acompañar al placer, sazonarlo.¿Espectáculos? Tampoco. Están vacíos y resultanfalsos atendiendo a la realidad que me espera.¿Las alegrías del hogar? Una madre quizá podríaatarme, comprenderme, pero perdí a la mía muyjoven. ¿Amigos? Por supuesto, me gustaría volvera ver a mis amigos, intercambiar impresiones conellos rememorando nuestros antiguos trayectos.Pero mis amigos (tenía tres de verdad) estándispersos por el frente; uno fue herido enChampaña al poco de serlo yo. ¿Los placeres de lavanidad? Parece que eso existe. Pero no sé dóndese disfruta esta clase de placeres. Probablementeen los salones, pero yo no los frecuento y tampoco

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tengo ningún interés en hacerlo.Entonces, ¿los placeres del amor? Es un

término demasiado novelesco. Digamos: unamujer. Conocía a algunas, por diversas razones.Pero eran jóvenes y poco libres. La dificultad esprimero encontrarlas, luego reanimar sussentimientos, que no he mantenido, pues hablabande sentimientos eternos, definitivos, y, con veinteaños, metido en la guerra, no podía firmar un pactosentimental que comprometiera todo mi porvenir.Actué imprudentemente, como sucede a menudocuando se quiere ser de demasiada buena fe. Estasenamoradas posibles deben de haberse buscadootros amores. Un corazón de mujer no puedepermanecer largo tiempo desocupado. Cuanto másjóvenes son los corazones, más exigentes sevuelven, y se creen con derechos. Pues bien, yo noquise prometer nada. Y al no prometer nada,estando además lejos, mucho me temo haberloperdido todo. El amor es una transacción, al menos

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de sentimientos, en los casos más raros: se amapara recibir. Ausente, no podía dar nada. Y ahora,no puedo ofrecer más que siete días de un soldadode infantería, cuya vida está amenazada, cuyacarrera no ha empezado, y cuyo corazón, hay quereconocerlo, no está seguro. ¿Qué mujer loquerría? Para aceptar este regalo convendría almenos que ella me conociera de antes, queconservara una imagen distinta de mí de la que lepropongo con este lamentable uniforme que traigodel hospital.

Queda el placer que se compra, de menorcalidad, pero placer al fin y al cabo si uno sepuede permitir un artículo de lujo.Desgraciadamente, dispongo de muy poco dinerocon el que comprar placer a bajo precio, placer depobre, descorazonador como una comida de figón.Necesitaría siete días de opulencia y no tengo pordelante más que siete días de ahorro.

Me pongo en manos del azar, salgo.

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Me dirijo directamente a los lugares donde, enla preguerra, estaba seguro de encontrarcompañeros, echo un vistazo en los cafés, recorrovarias veces las mismas calles. Todo lo que mehacía ese lugar familiar ha desaparecido, miciudad no me reconoce y me siento aislado en ella.En otro tiempo, con una indumentaria elegida pormí, tenía una cierta seguridad que el uniforme meha hecho perder. Naturalmente, las mujeres sevuelven hacia lo que es brillante y elegante: losoficiales, y esos empleados del Estado Mayor, decentros militares, con trajes de fantasía, queofrecen garantías de duración. ¡No me atreveré aabordar a una mujer! Para los soldados, están lasprostitutas, como todo el mundo sabe…

Doy vueltas por la ciudad, sin nada que hacer,y sin grandes expectativas. Comienzo acomprender que la vida aquí ha tomado un ritmonuevo, del que nosotros estamos excluidos, y queno propicia una de esas aventuras con las que yo

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había soñado. Las mujeres son hermosas, tienen unaire más decidido que en otro tiempo, y no llevangrabada en el rostro la huella de secretas tristezas.¿Dónde están, pues, las enamoradas a las que laguerra ha privado de esperanzas??

Tengo la dirección de una de esas muchachasque frecuentaba en 1914. He decidido ir aapostarme en los alrededores de su casa para verlasalir o entrar. Es algo bastante incierto, pero notengo mejor medio para ponerme en contacto conella.

Ayer por la tarde, que era mi quinto día depermiso, reencontré a Germaine D… ¡Ya era hora!Andaba a lo largo de los escaparates de una calleoscura por donde sé que solía pasar. Un mecherode gas la iluminó súbitamente. Pese a su vestido deun corte nuevo, reconocí su paso o su contoneo,algo que me indicaba con certeza que era ella.

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Observé avanzar su rostro de extraña, pues nosabía que yo estaba allí, un rostro hermético ypensativo, que se iba volviendo más preciso amedida que se me acercaba. Me lancé hacia la luz.Ella se apartó con indignación, luego se ruborizó:me había reconocido a su vez. Sin dirigirmeningún reproche, ni manifestar tampoco excesivasorpresa, simplemente me prometió pasar conmigola tarde de hoy. Tal vez incluso vuelva a verlamañana, pero: «No mucho rato, pues tenemos genteen casa, y no hago lo que quiero».

La he llevado a un apeadero que me habíanindicado. Ha tenido la gentileza de no fijarse enese piso improvisado, de no destacar lo que habíaen él de equívoco y de demasiado anónimo. Hatenido la gentileza, pese a mis negligencias, demostrarse resueltamente complaciente, con eseaire de entrega y de placer (¡al fin!) de las mujeressensuales, que son agradecidas con lo que sienten.Ha tenido la habilidad, mezclando los recuerdos

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con el presente, de restablecer de inmediato entrenosotros una intimidad que no resultase incómoda,una intimidad que abolía un año de separación yque recuperaba con naturalidad el tenor denuestras citas de antes. Ha tenido la generosidadde no malgastar nada de ese tiempo precioso enquejarse por mi silencio. Me ha aceptado tal cual yme ha visto con los ojos de antaño. Es sobre todoeso lo que yo buscaba: un ser para el que no fueseya un soldado. Se ha ido con mis flores prendidasen el abrigo, de las que me ha dicho: «¡Estoy muyorgullosa de mi aderezo!».

Debo a esta encantadora Germaine sincoquetería la mejor alegría de mi permiso: algunashoras de olvido pasadas en su compañía. Enadelante, le escribiré.

Los peores trastornos son impotentes para cambiarel carácter de las personas. Este permiso de siete

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días me ha demostrado que el temperamentointolerante de mi padre no se moderará jamás,cualquiera que sea la naturaleza de misocupaciones. ¿Qué puedo ser hoy, aparte desoldado? ¿Acaso no satisfago así plenamente a laopinión pública, y realzo el lustre de mi familia?

Justo es decir que soy un héroe descontento. Alconsultarme la gente sobre los acontecimientos,tengo la funesta, insociable costumbre deexponerlos tal como me han parecido. Ese gustopor la verdad es incompatible con el hábito de lacortesía. En los ambientes en que me han recibidoy agasajado esperaban de mí que justificase sutranquilidad mediante mi optimismo, que mostraseese desprecio por el enemigo, los peligros y lasfatigas, ese buen humor, ese espíritu de iniciativaque son legendarios y característicos del soldadofrancés, tal como ellos lo ven en los almanaques,coqueto y sonriente bajo la metralla. A la gente dela retaguardia le gusta representarse la guerra

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como una aventura estupenda, adecuada paradistraer a los jóvenes, una aventura que comportaalgunos riesgos, es cierto, pero que se vencompensados por alegrías: la gloria, las aventurasamorosas, la falta de preocupaciones. Esta cómodaconcepción tranquiliza las conciencias, legitimalas ganancias y permite decir además: «Nuestrocorazón sufre», mientras se tiene los pies biencalentitos. De muy rara pasta tendrían que ser sino. En realidad no se sufre más que en carnepropia, y en la carne de la propia carne se sufre yamucho menos, salvo algunas naturalezasparticularmente sensibles.

Me he dado perfecta cuenta de que lo cortéshubiera sido, al invitarme a una excelente comidaen una casa lujosa, hacer sentir cómodo a todo elmundo declarando que nosotros nos dedicábamosa lograr la victoria y que todo en el frentetranscurría muy alegremente. Así me hubiesenservido una segunda copa de coñac, invitado a un

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segundo puro, diciéndome en el tono indulgenteque se tiene con los soldados: «¡Vamos, un peludocomo tú! ¡No te los fumas así en las trincheras, note prives!». Dicho de otro modo: ¡no se te priva denada, como ves!

Pero yo no he contado hazañas de las que losalemanes hubieran pagado todo el pato, he hechoenfriarse las conversaciones más hábiles. Me hecomportado como un individuo maleducado, me hevuelto insoportable, y me ven marchar sinlamentarlo.

Esta tarde, mi padre se ha empeñado enacompañarme a la estación. No tenemos gran cosaque decirnos. Nos paseamos por el andén,esperando el tren, en medio de unas corrientes deaire. Mi padre les tiene pavor, ha alzado el cuellode su sobretodo y le veo impaciente. Le digo:

—Vete, pues. ¡Para qué coger frío por unos

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minutos que no van a cambiar nada!—¡No, no! —responde él bruscamente, con el

aire de un hombre decidido a dar ejemplo, acumplir con su deber hasta sus últimasconsecuencias, cueste lo que cueste.

Intercambiamos algunas palabras sinimportancia, y observo que mira frecuentemente elreloj, sin que lo parezca. Mi marcha no llega enbuen momento. Sé que si mi padre me deja pronto,saltando dentro de un tranvía, podrá ver aún a susamigos en la cervecería: el viernes es su día dereunión. Sin duda piensa en ello. Naturalmente, nopodría aludir a esta reunión sin incomodarle.Aunque nos encontramos el uno al lado del otro,nuestros pensamientos están muy distantes. ¿Unpadre y un hijo? Sí, sin duda. Pero sobre todo: unhombre de la vanguardia y otro de la retaguardia…Todo en la guerra nos separa, la guerra que yoconozco y que él ignora.

Por fin llega el tren, uno de esos trenes

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sórdidos y aullantes de soldados. Aconsejo denuevo a mi padre que se marche, con la excusa deque necesito tiempo para instalarme. El acepta uncompromiso:

—¡Sí, en efecto, estarás mejor con tuscamaradas!

Nos damos un beso. Él se queda todavía unmomento delante de mí, indeciso. Su mano, quetamborilea en el vacío, me indica que se guardaalgo en el corazón. Lo deja caer:

—¡Trata de ganar un galón!—¡Lo intentaré! —respondo conciliador.—Vamos, adiós, hasta pronto, espero… ¡Y no

seas imprudente en el frente! —dice con bastantefrialdad.

Nos volvemos a besar. Me deja dándose lavuelta y se aleja rápidamente. Tal vez paradisimular su emoción…

Antes de meterme por las escaleras del pasosubterráneo me dirige un último gesto de adiós, un

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gesto aéreo, muy vivo: el gesto de un hombrelibre…

Estoy solo en el andén, delante del tren. Estoysolo, con mi zurrón que contiene víveres para dosdías, mi cantimplora, mi manta, mi cartera en elpecho con un poco de dinero, mi reloj en lamuñeca izquierda, mi cuchillo en el bolsilloderecho de mis pantalones, sujeto por unacadenilla, mis tijeras de bolsillo: todo mipatrimonio… No he olvidado nada.

Veo la ciudad, enorme y tranquila, que seduerme; la ciudad poblada de gente que no está enpeligro, de gente feliz y de jóvenes lozanas yelegantes, que no son para los soldados. Distingounas estelas luminosas que señalan el lugar de lasgrandes arterias del centro donde la gente sedivierte como si no pasara nada anómalo.

La locomotora suelta el vapor, oigo unospitidos. Entonces subo precipitadamente al tren, alazar. El vagón me manda al rostro su aliento

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cálido y plebeyo, su aliento de borracho. Salvounos cuerpos, y mi acomodo provoca unosgruñidos. Regreso a la guerra…

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Enchufado

El soldado no tiene la ilusión de ser conocidoy celebrado; muere entre la turba y queda en laoscuridad: es cierto que vivía del mismo modo,pero vivía. Esta oscuridad es una de las causasque explican la falta de valor en los empleosbajos y serviles.

LA BRUYÈRE

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ISectores en calma

—Dieciocho grados —me grita Baboin.—Veinticinco pasos —respondo yo.Anotamos las cifras en una hoja de papel,

luego bordeamos un parapeto. Cuento miszancadas hasta el próximo recodo e hinco mi jalónen el suelo, en el que hay anudado un hilo rojo.Baboin mira a través del visor de cartón sujeto asu brújula y me da el número de grados dederivación respecto al norte; yo le indico ladistancia. Levantamos el plano del sector. Estetrabajo de lo más descansado nos ocupa lasprimeras horas de la tarde, cuando estamos libres,y nuestra intención es hacerlo durar lo másposible.

Baboin, inspector de carreteras en la vidacivil, es el ordenanza del teniente que manda la

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compañía. Es un hombre pequeñajo, barbudo,piernicorto, pacífico y meticuloso, que haaceptado esta especie de domesticidad paraescapar a los inconvenientes de la primera línea.Está en el puesto de mando de su jefe, a cuyo ladoasume poco menos que la tarea de sirvienta:barrer, vaciar las aguas residuales, recalentar lacomida, lavar los platos, ocuparse de la ropablanca y del mantenimiento de la indumentaria. Sealeja raramente del refugio y sale poco a no serque se vea obligado a hacerlo. No tiene otroorgullo que su escritura, fina y lenta, quereproduce con gran exactitud los modelos decaligrafía. Esta escritura indica una sumisiónnatural y una falta de imaginación que secorresponden perfectamente con su carácter: tienepor las consignas un respeto de funcionario. Me haexplicado su punto de vista, que es el de unapersona prudente, aunque yo me siento incapaz deuna prudencia que me haría desempeñar un papel

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como el suyo: «Aquí no se trata de hacerse el listoy sí de volver con vida». Más o menos los mismosplanes que tengo yo, pero sé que los míos puedenverse comprometidos de repente por un cambio dehumor, que una medida ofensiva me haría perderenseguida la paciencia, aunque mi vida se vieraamenazada por ello. Pero no critico los medioselegidos por Baboin. El no parece ver en ellosdesmedro alguno, o pone buen cuidado endisimularlo. Estimo su amistad, que tiene la virtudde ser invariable y se manifiesta por medio deregalos en especie, como café y tabaco, de los quesiempre se provee en abundancia en las cocinas.Me ha tomado aprecio porque le pido consejosprofesionales.

He tenido la suerte, desde mi regreso al frente,de encontrar un empleo, que debo a mi estadocivil, que me había ya valido la atención de lasenfermeras en el hospital. Asimismo se lo debo alestado depauperado de la compañía a la que he

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sido destinado. Nuestro refuerzo ha ido a llenarlos puestos vacantes de un regimiento que venía deVerdún, muy castigado. A fin de reconstituir laestructura de las unidades se ha recurrido a losrecién llegados, guiándose por las indicaciones delas cartillas militares. El teniente, tras mandarmellamar para comprobar si mi cabeza secorrespondía con mi profesión, me ha nombradoagente de enlace.

La función del agente de enlace es muysuperior a la del soldado de escuadra, que es «elúltimo de los oficios». La ambición de todos loshombres es dejar la escuadra. Para ello no hay másque dos medios: un grado o un empleo. Amediados de 1916 es ya demasiado tarde paraempezar una carrera de grado, carrera que sólopodría ser rápida en las unidades de ataque, dondelos cuadros se ven rápidamente diezmados. Entales unidades, los grados subalternos nodisminuyen los peligros y ofrecen escasas

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ventajas. A continuación, somos todos soldadosprovisionales, civiles, y, sea cual sea el grado quese haya alcanzado, estamos decididos a volver anuestras casas, una vez terminada la guerra;esperamos que eso sea bastante pronto. Laambición que podía mover a un sargento de 1800 anosotros nos está vedada: los mariscales noproceden ya de la clase de tropa. Esta guerra nodistingue y no promociona a nadie entre los que searriesgan, no recompensa. Por tales razones, losempleos son generalmente más codiciados que losgrados. Se considera que un cocinero tiene unpuesto mejor que un jefe de batallón, en un grannúmero de casos, y que un comandante decompañía puede envidiar a un secretario delcoronel. A todo aquél que va a una división se leconsidera salvado definitivamente. Cierto quepuede morir, pero accidentalmente, por unafatalidad, como la gente del interior son aplastadoso víctimas de un movimiento sísmico. El problema

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para los soldados radica en alejarse de las líneas,de la aspillera, librarse de las guardias, de lasgranadas, de las balas, de los obuses, ascender enel escalafón hacia la retaguardia. Uno se aleja, serefugia un poco, pasando a ser telefonista,señalero, colombófilo, ciclista, observador,secretario, cocinero, intérprete, camillero,gastador, etcétera. Todos los que desempeñanestos empleos, o chollos, son llamados por loshombres del puesto avanzado unos enchufados. Encuanto se deja la primera línea, se pertenece a lacategoría de los enchufados, cuyas ramificacionesse extienden hasta el Ministerio de la Guerra y elGran Cuartel General. En cuanto se es unenchufado, se teme volver a la escuadra.

Yo soy, pues, en cierta medida, un enchufado.Así, salvo que ocurra algo excepcional, loscombates con granada no serán ya asunto mío. Mecongratulo por ello, pues mi desgraciado comienzodel año pasado me hizo sentir un asco definitivo

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por este tipo de conflictos.Somos cuatro agentes de enlace (uno por

sección), siempre a disposición del comandante dela compañía, ya sea para acompañarle, ya paracomunicar sus órdenes a las primeras líneas y traerinformación. Además, soy secretario y topógrafoocasionalmente. Este suplemento de trabajo me harebajado de los servicios de fatigas.

Cada tarde, hacia las seis, voy al puesto de mandodel jefe de batallón para sacar copia del informeen el cuaderno de la compañía. Ello me suponeveinte minutos de marcha por unos lugaresdesiertos.

Regreso lentamente, más tarde, por un caminoencantador que se llama el ramal de laMalandanza. Este nombre no tiene nada de fatal yle viene de un instrumento agrícola semihundido enla tierra. Al ser un ramal poco profundo, de un

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lado se descubre una gran pradera salpicada deflores silvestres y se respira allí, en el mes dejunio, un fresco olor a campo. El gran aire de lasmontañas agita la hierba, que ondea como miesesen tiempos de paz. En el horizonte, el sol caesobre los sombríos bosques de abetos, como unglobo aerostático en llamas una tarde devacaciones. Del otro lado está el decorado de laguerra apaciguada, pero que puede renacer yasesinar a traición, como a un centinelasorprendido en la bucólica calma del sol poniente,y coronar de fuego nuestras posiciones. Estaamenaza se añade a la majestuosidad delcrepúsculo.

Nosotros ocupamos, en los Vosgos, un sectorde descanso[27] en el que, meses atrás, se luchóferozmente por conquistar unas crestas quepasaron a nuestro dominio. Esta lucha ha dado alterreno un aspecto trágico, con susamontonamientos de cosas despedazadas y el

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misterio de sus refugios hundidos, silenciososcomo necrópolis, húmedos y oscuros comocatacumbas. Sin embargo, los hombres seapaciguan, la vegetación ha reconquistado elsuelo, lo ha recubierto con sus bejucos, sus tallos,sus pistilos y sus colores, ha desarrollado en éluna capa de perfumes que han expulsado el olor acadáver, ha traído de regreso su cortejo deinsectos, de mariposas, de pájaros, de lagartos queretozan por este campo de batalla, ahorabonancible.

A lo largo de los ramales, hierbas inclinadasnos rozan el rostro, y conozco, a mano derecha delsector, a retaguardia de las líneas, un lugar nofrecuentado por nadie, que es una verdaderaprofusión de frondosa vegetación. El vientosusurra allí en el follaje de los altos árbolesintactos y una fuente de agua pura cae alegrementeen cascada sobre las piedras, antes de perderse enlos bosquecillos. Es allí donde paso las horas que

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robo a la guerra.En el valle, una carretera une las trincheras

alemanas y las nuestras, distantes unos trescientosmetros, una bonita carretera rural, bordeada dedelgados plátanos y recubierta de las hojas delúltimo otoño, una carretera prohibida so pena demuerte.

Esta carretera desierta tiene un gran encanto, ysi bien los hombres no se aventuran por ella, síque se pasea su pensamiento. Por la mañana,cuando se levanta la niebla, los agricultores queestán en la aspillera se hacen la ilusión de oír loschasquidos de látigo de los tiros de mulas queparten para el trabajo. Por la tarde, se diría laavenida abandonada de un misterioso castillo yuno se pregunta qué sombras desacostumbradasvan a merodear por allí a la hora del crepúsculo.Lo que hace esta carretera tan sorprendente es queno conduce a ninguna parte, sino a lo irreal, a unoslugares de descanso que ya no existen más que en

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la memoria. Entre los dos ejércitos, este caminoquimérico es una avenida silenciosa para laensoñación.

He descubierto, en un cruce de caminosdevastado, un crucifijo de hierro, corroído por unaherrumbre semejante a la sangre seca. En elpedestal de piedra arañado por las balas, unatorpe mano ha escrito: «A evacuar al interior». Nocreo que haya que ver en ello ninguna blasfemia,ninguna alusión a la divinidad del asunto. Elcombatiente quiso expresar que el crucificadohabía pagado ya su deuda y no tenía nada quehacer en el frente. O tal vez se quiso simbolizarcon ello que, para tener derecho a la evacuación,se tenía que haber sufrido, a ejemplo suyo, entodos los miembros, en cuerpo y alma.

Nuestra primera línea pasa por el pie de lamontaña cuyas dos vertientes dominamos. Lospuestos de mando de la compañía y del batallónestán escalonados en la planicie. Una compañía de

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reserva se halla acantonada detrás del bosque.Dominamos por doquier las trincheras alemanas,que bordean las ruinas del pueblo de Launois.Nuestro sector, muy extenso, está confiado a laguardia de centinelas, espaciados de unoscincuenta a cien metros, que las seccionesdestacan para cubrirse lateralmente. Recibimosmuy pocos proyectiles. Una vez por semana, cuatropiezas alemanas nos mandan una treintena deobuses de tiro graneado. Terminado el reparto,tenemos la certeza de estar tranquilos durante ochodías. Nuestros tiros son más fantasiosos. Desdenuestras segundas líneas, serpenteando en cornisa,veo a veces nuestros disparos de ametralladoradel 75 hacer mella en las escarpas alemanas o daren el campo. Pero, por una y otra parte, hay escasoensañamiento; los artilleros hacen simplesdemostraciones, porque es costumbre en la guerradisparar el cañón. No obstante, hay que evitarrecibir un disparo de mala fortuna: «¡A esos

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idiotas les jodería cargársete en plan de broma!».Y últimamente hemos estado a punto de servíctimas de nuestra coquetería de despreciar esostiros periódicos: un 77 ha estallado en la pared delramal, a tres metros de nuestro grupo.

Por lo que se refiere a la infantería, se guardamucho de turbar un sector tan apacible, tanagradablemente campestre. Las provocaciones novendrán por nuestra parte, si unas órdenes de laretaguardia no nos exigen agresividad. Todo selimita a un fastidioso servicio de guardia, bastanterelajado por el día, más estricto por la noche.Hemos adquirido nuestras costumbres en estesector y sólo pedimos que la cosa siga así.

Cada dos días el ciclista baja a porprovisiones a Saint-Dié. Al siguiente se da lavuelta por los refugios, con unos avíos debuhonero en sus zurrones; reparte cordones, pipas,gafas, peines, jabones, pasta dentífrica, papel decarta, postales, tabaco y toma nota de nuevos

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encargos, como un vendedor escrupuloso.Cada fracción destaca a la cantina a un hombre

cargado con bidones que vuelve, al cabo de treshoras de marcha, con treinta o cuarenta kilos devino en bandolera. Este camarada abnegado esgeneralmente un borracho, y se puede estar segurode que unos tragos generosos le han compensadode su esfuerzo. «¡Aquí se puede resistir!»,declaran los hombres.

Mi servicio me da una gran libertad. Por lamañana, duermo hasta tarde, tras haber estado devela, y apenas acabo de terminar mi aseo, en unafiambrera, cuando llega la sopa. A primeras horasde la tarde me voy con Baboin. Al atardecer, devuelta al batallón, trabajo en el refugio del tenienteestableciendo el plan del sector, utilizandonuestros documentos. Hacia las once, cojo mijalón, un revólver, mi careta, y voy a dar la vuelta

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por las trincheras, para ver si hay alguna novedady recoger los informes de la jornada. Si estallanunas granadas delante de nosotros, o si lasametralladoras disparan (cogen en enfiladaalgunos ramales de acceso), despierto a uncamarada. Si la noche está tranquila —lo másfrecuente—, voy solo. A lo largo de las primeraslíneas respondo a los centinelas, que reconocen mipaso y mi voz en la oscuridad, e intercambioalgunas palabras con ellos. Cuando no tengo prisa,disfruto de la compañía de uno o de otro duranteun momento. De pie en el banquillo, con el bustofuera, contemplamos la noche, escuchamos losruidos. Charlo con los jefes de sección, queaguardan mi paso a una hora fija. Una hora mástarde, despierto a nuestro comandante decompañía, un maestro de escuela, que trata a sushombres con cordialidad y a su entorno con untalante de camaradería: «¡Nada que señalar, miteniente!». «¿Está tranquila la cosa por la tercera

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sección?». «¡Tranquila del todo!». Los días delluvia pongo a calentar un resto de café en lalamparilla de alcohol de Baboin. Deseo buenasnoches al observador, que vigila a diez metros deahí, y vuelvo a nuestro refugio, donde roncan mistres camaradas.

Una noche me despierto sobresaltado, me estánsacudiendo brutalmente. Gruño, con los ojoscerrados. Una voz temblorosa de cólera me dice:

—¡Espabila, por Dios!Es la voz de Beaucierge, el agente de enlace

de la primera sección, un buen chaval, zafio yalegre, que no tiene costumbre de hablar en estetono. Pregunto, molesto:

—¿Te da esto a menudo?—Los boches están en primera línea… Hay

que ir a ver.¿Qué?… Me explico: su voz no tiembla de

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cólera, sino de emoción. Todavía obnubilado porel sueño, me equipo maquinalmente, sin hablar.Fuera, siento el frescor de la noche en las sienes yen los párpados. No se oye ningún ruido decombate. ¿Acaso el enemigo estará ya instaladoentre nosotros?

—¿Dónde están los boches?—No se sabe. Hay que ir a ver.—¿Quién ha dicho que hay que ir a ver?—El teniente.¡Feo asunto! Me acuerdo de la barricada de

Artois. Me meto unas granadas en los bolsillos,aprieto mi barboquejo, amartillo mi pistola, queguardo en la mano… ¿Quién marchará en cabeza?

—Tú conoces mejor los ramales —pretextaBeaucierge.

Detrás de mí, oigo cómo maniobra la culata desu fusil, que sostiene en el extremo del brazo, enplan de tirador.

—¿Qué haces?

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—Pues meter una bala.—¡Ah!, no, amigo. ¡No tengo ningunas ganas

de recibirla en mis nalgas! O bien pasa túdelante…

Prefiere retirar la bala. Yo avanzo lentamente,con el fin de disponer de tiempo para reflexionar:tenemos la opción de elegir entre tres caminospara ganar las primeras líneas. Finalmente,decido:

—Vamos a tomar por el ramal cubierto.Es un ramal subterráneo, encofrado, una

antigua obra alemana que desciende pendienteabajo y desemboca en el refugio del jefe de lasegunda sección. A la menor duda, siemprepodremos dirigir un rayo de luz eléctrica que nosprecisará la situación. Avanzamos sin hacer ruido,inquietos. El silencio de esta noche es más terribleque una lucha a granada, que nos indicaría dóndese halla el peligro. Súbitamente, el ramal cubiertose abre delante de nosotros como una trampa.

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Descendemos algunos escalones, perdemos devista el cielo que nos guiaba, nos hundimos en looscuro. Ponemos una mano plana sobre el muro, envanguardia, posamos nuestros pies uno tras otro,confiándoles el peso del cuerpo sólo cuando estánbien firmes en el suelo. Hay unos cincuenta metrospara llegar hasta el recodo; luego el ramaldesciende todo recto. Necesitamos un tiempoinfinito para recorrer esta distancia. No oímos másque nuestra respiración y nuestro corazón.Beaucierge (¡siempre torpe, el muy bestia!) golpeaalgo con su fusil. El choque nos quita larespiración y nos inmoviliza durante un minuto: dela oscuridad puede surgir el fuego.

Hemos llegado al recodo… Allá al fondo, asesenta metros, brilla una débil luz, y distinguimosun rumor de voces. ¿Qué voces? Con la mano,detengo a mi compañero.

—Vamos a gritar.—¿Y si son los boches?

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—Así lo sabremos. ¿Es que quieres tropezartecon ellos?

A mi llamada, responden:—¿Quién va?—¡Francia!El haz de luz de mi linterna no tarda en

iluminar a un hombre de los nuestros. Uf…Aliviados, corremos hacia él. En el refugio, todosestán alerta.

—Vamos, ¿dónde están los boches?—Se han ido.Se nos informa de que tres alemanes han

saltado dentro de nuestra trinchera y atacado a uncentinela aislado, que, aunque sorprendido, hagritado para dar la alarma. Felizmente, un poco ala derecha, estaba vigilando Chassignole, que noes de los que se asombra fácilmente. Es estemismo Chassignole quien pretende que la humedadha estropeado las granadas y que la mitad noestallan. Tras haberlas percutido, se las lleva al

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oído, para asegurarse de que la mecha arde bien ensu interior: ¡un medio de control como parahacerle volar la cabeza a uno! Si alguien le diceque es una imprudencia, él responde: «¡Se tienencinco segundos, tiempo más que de sobra!». Asípues, ha acudido Chassignole, lanzando susfamosas granadas, su arma favorita. Los asaltantesse han atemorizado, han vuelto precipitadamente alos taludes y se han perdido en la noche.

En un rincón del refugio, vemos al hombre deguardia aún totalmente atontado por un culatazo derevólver que le ha descubierto el cuero cabelludo.Le felicitamos por haber gritado y no habersedejado apresar. Convenimos en que la acciónestaba bien montada, habría podido tener éxito, yque los alemanes habían dado con el punto flacode nuestro dispositivo. Es probable que sussoldados de patrulla llevaran observando desdehace varias noches los movimientos de nuestrosrelevos. Somos, por otra parte, unos imprudentes;

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los centinelas arman ruido y encienden elcigarrillo sin ninguna precaución.

Éste es el único acontecimiento que ha turbadoal sector desde hace un mes. Ahora nuestroshombres patrullan también por delante de laslíneas.

Hemos decidido festejar el 14 de julio. Las tropashan recibido ya de la República un puro, unanaranja y una botella de vino espumoso paracuatro hombres, pero nosotros desearíamos algomejor que estos frugales ágapes. El teniente hapensado organizar, esta noche, fuegos de artificiocon unos cohetes luminosos: ha renunciado a loscohetes de color, por temor a alertar a la artillería.Se ha elegido un emplazamiento bien visible, enuna trinchera abandonada, y los agentes de enlacehan dado aviso a las secciones para que disfrutendel espectáculo y estén listas, por si el enemigo

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reaccionara. En el fondo, se trata menos de unamanifestación patriótica que de romper por unosinstantes la monotonía de nuestra vida.

Un poco antes el teniente abandona su refugio,escoltado por su enlace, su ordenanza, unos cabosfurrieles y unos observadores. Hay doce cohetesdispuestos en semicírculo contra el parapeto. A lasdiez en punto les prendemos fuego. Los cohetessilban, ascienden y encienden en el cielo docebombillas trémulas, que animan una cúpula declaridad macilenta. Algunos cohetes nos respondendesde las líneas. Contemplamos con asombro unpaisaje lunar, totalmente nuevo, y exclamamos,tras haber contado hasta tres: «¡Viva Francia!».Pero nuestros gritos se pierden en el circo demontañas agrupadas en la sombra y no recibenningún eco. Los cohetes mueren, y nuestra alegríaartificial se apaga con ellos. Las trincherasalemanas están mudas, el silencio y la oscuridadvuelven a cubrir la tierra. Nos sentimos

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decepcionados. La fiesta ha terminado…

En este sector nos invade el papeleo. La gente dela retaguardia nos acribilla a notas, y no pasa díasin que la compañía deje de proporcionar albatallón evaluaciones urgentes, relativas a losvíveres de reserva, a los stocks de municiones, ala indumentaria, a los especialistas aptos para tal ocual empleo, a los padres de tantos niños, etcétera,por lo que el enlace está permanentemente endanza por tonterías.

Conozco así a todos los hombres, y todos loshombres me conocen a mí, me preguntan sobre loque ocurre en la retaguardia: el agente de enlacetambién es agente de información. Los propiosjefes de sección, que no pueden dejar la primeralínea, me tienen consideración, y a veces les ayudoen la redacción de sus informes. Pero aprovechosobre todo esas rondas, en las que no se nos mide

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el tiempo, para detenerme en los refugios yescuchar hablar a los hombres. Las unidades,engrosadas con refuerzos sucesivos, se componende soldados venidos de todos los rincones del paísy del frente, tras haber sido ya heridos en sumayoría y haber pertenecido a otros regimientos.Todos tienen recuerdos. Por sus relatos, conozcola guerra en sus diferentes aspectos, pues susconversaciones giran a menudo en torno a ella, queles ha reunido y en la que andan metidos desdehace dos años.

Naturalmente, se habla mucho de Verdún,donde el empleo de la artillería, la acumulación demedios de destrucción, alcanzó una intensidaddesconocida, y todos concuerdan en decir queaquel infierno era una locura. Con la ayuda de susrelatos, a menudo confusos, reconstruyo laepopeya del regimiento en ese terrible sector. Esuna epopeya vergonzosa, a juzgar por losresultados, como harían unos historiadores. Pero

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un soldado juzga con su experiencia del fuego ysabe que el comportamiento de una unidad resultageneralmente de la situación en la que se la hapuesto, al margen de toda consideración relativa alvalor de los combatientes. He aquí lo que hecomprendido.

El regimiento fue situado en el pasado mes deabril delante de Malancourt, en una posicióndestacada, una posición «en el aire», que carecíade enlace en los flancos, y fue mantenido en dichaposición, pese al parecer de los jefes de batallónque habían señalado su escasa solidez, bajo un tirode destrucción agobiante. En el momento de laacción, dos batallones hicieron frente al ataque,pero se vieron cercados, envueltos por unas masassurgidas de la humareda de los obuses, y fueronhechos prisioneros, casi en su totalidad. Sólo unoselementos de apoyo pudieron replegarse a tiempo,entre ellos un capitán ambicioso. Este hábil jefe,que no carecía de sangre fría en la presentación de

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los hechos, pensó que ninguna misión oficialvendría a investigar en el lugar. Su informetransformó nuestra derrota accidental en un relatode defensa a ultranza, contó el sacrificio de milhombres aplastados contra el terreno, enterrándosebajo las ruinas. Esta versión, tan conforme a laenseñanza militar, fue adoptada de entrada por elcoronel, que la transmitió a la divisiónamplificándola aún más. Pues se admite, por unaextraña aberración, que la disminución de losefectivos prueba el valor de quien los manda, envirtud de ese axioma jerárquico de que el valor delos jefes hace el de los soldados, axioma que no esrecíproco. El coronel publicó una proclama en laque exaltaba la belleza del sacrificio y decíasentirse orgulloso de mandar a tan valientestropas. El regimiento iba, pues, a dejar Verdún,cubierto de gloria, cuando un avión alemán tuvo elmal gusto de lanzar sobre nuestras líneas unasoctavillas, en las que el mando enemigo se jactaba

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de su éxito de Malancourt y daba la lista de losprisioneros hechos ese día, o sea, varios cientosde hombres, tanto oficiales como soldados, todosdel regimiento. No cabía duda: el sacrificio nohabía sido consumado. Saber que esos hombres alos que se lloraba aún estaban vivos indignó alcoronel, que publicó un desmentido furibundo ydeshonroso.

Esta rendición de dos batallones sorprendidosarrojó la sospecha sobre un regimiento al que sehabía cometido la equivocación de situar en unasposiciones indefendibles. Como había que buscarresponsables, los Estados Mayores incriminaron alos desaparecidos, que no estaban ya allí parajustificarse. Se recordó que el regimiento era delSur, y se esgrimieron contra él unas viejas yabsurdas quejas que habían circulado al principiode la guerra. Esta desconsideración militar hizoque fuera incluido entre las unidades sospechosas,faltas de solidez en la línea de fuego, lo cual nos

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vale una larga temporada en los Vosgos,desterrados del honor. El coronel, que vepospuesto su ascenso, se queja amargamente deello. Pero los hombres se alegran abiertamente yno sienten ninguna prisa por reconquistar una«cota» que a menudo resulta fatal.

Los sobrevivientes, todos con un duro pasadode peligros y de emociones sobrehumanas a susespaldas, hablan de Verdún con un terror especial.Dicen que a su vuelta estuvieron varios días antesde poder comer normalmente, de tan encogidocomo tenían el estómago, de tanto asco como lehabían tomado a todo. No conservaron de allíningún recuerdo que no fuese de espanto y deextravío. Salvo uno, que les hace sonreírinfaliblemente. Citan una vía pública de la zonasituada en la parte trasera de la línea de combate,donde vieron a tres gendarmes colgados de unárbol por las tropas coloniales que habían pasadopor allí. ¡Éste es el único recuerdo alegre que se

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habían traído de Verdún! Ni siquiera se les ocurrepensar que los gendarmes son gente como ellos. Elodio al gendarme, tan tradicional entre nosotros, sehabía visto acrecido, en la guerra, con eldesprecio —o la envidia— que sienten lossoldados por los no combatientes. Ahora bien, losgendarmes no sólo no se baten, sino que encimaobligan a los demás a hacerlo. Forman, tras laslíneas, una red de cabos de varas que nos arroja denuevo al presidio de la guerra. También se diceque, durante la retirada de 1914, dieron muerte arezagados que ya no tenían fuerzas ni para andar.El suplicio de algunos gendarmes regocija y vengaa los hombres de los trabajos forzados. Así losienten todos, y no he visto a ningún soldadomostrar compasión por los tres ahorcados. Esevidente que esta particular hazaña ha hecho másen pro de la reputación de las tropas colonialesque una brillante acción. ¿Quién sabe si no hizo unfavor al mando haciendo reír al ejército de

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Verdún? Es inmoral, evidentemente. Pero es elmomento oportuno de sacar a colación la tancacareada frase que ha servido para encubrir otrasmuchas inmoralidades: ¡Es la guerra!

Un sargento que acaba de llegar me presentaotra visión de Verdún. Cuenta un hecho de armas:

—Yo era sargento de granaderos. Tomamosposición, una tarde, en el flanco de una pendientehecha polvo. No quedaba ni rastro de alambrada,había cráteres de obuses, y no teníamos idea delemplazamiento de los boches. Apenasestablecidos, el comandante Moricault, un viejovoceras, me manda llamar. Le encuentro en suchabola, con su pipa. Va y me dice, alargándomeun cuartillo de aguardiente: «¡Venga, Simón! Tenecesito. ¡Echa un trago!».

»Despliega su plano. “Tú estás aquí. Allí, allado, está Permezel (otro suboficial). ¡Bien! Allí,¿ves allí? Es una ametralladora boche que nosmolesta. Te pondrás de acuerdo con Permezel.

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Llegarás de frente con tus barbianes, él llegará porla derecha con los suyos. A medianoche, haréisvolar la ametralladora. ¿Entendido?”. “¡Entendido,mi comandante!”.

»¡Como para discutirle al viejo! Voy a ver aPermezel, le explico el golpe, nos combinamos yponemos el reloj a la misma hora. Paraacompañarme elijo a tres elementos con los quetenía la costumbre de trabajar: Rondín, un tipo altoy fortachón, Cartouchier, un minero del Norte, yZigg, un as con el cuchillo. Como armas, granadas,revólveres y navajas. Avanzamos arrastrándonos,saltando de un hoyo a otro, observando alresplandor de los cohetes. Por suerte, el ruido delbombardeo nos ayudaba. Cada vez más lentamente,a medida que nos alejábamos de los nuestros. Estonos lleva una hora. De repente, Zigg me coge porel brazo y me hace una seña. Yo saco la cabezadespacio, y veo dos cascos, quizá a seis metros,dos cabezas de boches. ¡Amigo, mirándonos

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fijamente, sin decir ni pío! Nos volvemos a meteren nuestros agujeros, sin perdernos de vista. ¡Nohabía que vacilar! Digo a los otros, y con un sologesto, ¡arriba! Les saltamos sobre los gabanes.Eran tres boches. Dos se escapan, trincamos altercero. El muy cerdo se debate con su fusil, ruedapor los suelos. Rondin le atrapa, le suelta cinco oseis puntapiés en las costillas para calmarle, yvolvemos rápidamente al refugio del comandante.Allí ven a nuestro fritz, un joven con un equiponuevo, y la cara un poco estropeada por los golpesde Rondin. Moricault le interroga en alemán, él noquiere soltar prenda. El capitán ayudante delcomandante se levanta, le pone el revólver en lasien. Amigo, se puso blanco, y lo dijo todo:estaban detrás de la cresta y tenían que atacar a lascuatro de la mañana. Ello nos salvó. Lasametralladoras no dejaron de pasar cintas y, a lascuatro menos diez, aceleraron los preparativos.

—¿Los boches no atacaron?

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—A las cuatro no, pero sí a las nueve.Nosotros estábamos reventados, medio dormidos.Justo en ese momento Moricault se presenta con subastón, su pipa y dándose postín. Fue él quien diola alarma, y empuñó una ametralladora. ¡No teníael menor canguelo el tío! Los boches hervían aunos sesenta metros, y avanzaban deprisa.

—¿No llegaron?—No era posible. Seis ametralladoras

entraron en acción inmediatamente. ¡Contra lasametralladoras no hay nada que hacer!… ¡Allí síque vi cargarse a un montón, la verdad!

—No tantos como yo —dice el sargento deametralladoras que nos escucha—. Durante lalucha en campo raso, yo estaba en los zuavos. Unavez nos encontrábamos tres ametralladorasemboscadas detrás de unos troncos en la linde delbosque, en una pequeña elevación. Disparamoshacia la izquierda contra unos batallones queaparecieron a cuatrocientos metros. Un golpe por

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sorpresa. Era espantoso. Los boches,enloquecidos, no podían evitar nuestra cortina defuego, los cuerpos se amontonaban unos sobreotros. Nuestros sirvientes temblaban y queríanlargarse. ¡Nos entró miedo a fuerza de matar! …Jamás he visto una carnicería semejante.Teníamos tres Saint-Etienne que escupíanseiscientas balas por minuto, ¡imagínate tú!

—Pero —digo yo al sargento granadero, llenode curiosidad por saber sus impresiones—,cuando visteis a los boches a seis metros en elcráter del obús, ¿cómo os decidisteis a saltarlesencima?

—Bastó, como te he dicho, con el gesto. Bienque sabíamos el desbarajuste que reinaba allí.Mientras los boches se lo pensaban, nosotros nospusimos en movimiento. Es el que tiene más jeta elque acojona al otro, y el más cagado de miedo estájodido. En esos casos no hay que pensar. ¡Laguerra es pura fanfarronada!

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Antes de pasar a Verdún, el regimiento hapermanecido largo tiempo en el sector de F…, tanpeligroso que las unidades se alternaban enprimera línea cada tres días. Los hombres afirmanque durante esos tres días prácticamente no setomaban ningún descanso, debido a la grancantidad de proyectiles de trinchera queaplastaban las posiciones. Los torpedos[28] y losmorteros son proyectiles burlones, que provocanun terrible temblor, debido a su considerable cargade explosivo. No les precede el silbido del obús,que avisa. La única manera de escapar de ellos esdescubrirlos en el cielo, tras el débil golpe dedisparo y calcular, a ojo de buen cubero, el puntoen el que caerán, para ponerse a salvo. Por lanoche es un hostigamiento que hace de esteprocedimiento de combate el más desmoralizadorde todos. Al fin y al cabo, los torpedos exigengrandes esfuerzos de excavación para rehacer las

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trincheras hundidas, y los enterramientos dehombres son frecuentes. Los nervios son sometidosa una dura prueba. A la larga, la depresión vuelvea los combatientes capaces de todo. Los soldadosno esconden que en F… hubo mutilacionesvoluntarias. Muchas de las heridas eran tansospechosas que un terrible médico militar sehacía reservar cadáveres con los queexperimentaba los efectos de los proyectilesdisparados a corta distancia, a fin de reconocer asíesos efectos en los heridos que le traían. Estemédico mandó a algunos hombres ante un consejode guerra por pies congelados. Los mismossoldados que confiesan las mutilaciones estimanesta medida inicua, y consideran que los piescongelados, en el barro helado, eran un accidenteinvoluntario.

La manera más sencilla de conseguir un tiro desuerte era, al principio, poner una mano en unaaspillera localizada por el enemigo. Este recurso

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fue utilizado en diferentes sitios. Pero las heridasde bala en la mano, sobre todo la izquierda,dejaron muy pronto de ser admitidas. Otro medioconsiste en armar una granada y mantener la manodetrás de un parapeto; el antebrazo es arrancado.Parece que algunos hombres recurrieron a esto. Nose puede negar que hace falta un cierto valor y unaterrible desesperación para cometer semejantecobardía. La desesperación, en los sectores máscastigados, puede inspirar las decisiones másabsurdas; me han asegurado que en Verdún unoscombatientes se suicidaron por temor a sufrir unamuerte atroz. Se cuenta en voz baja que también enF… veteranos de los batallones disciplinarios deÁfrica herían a sus camaradas. Pulían pequeñasesquirlas de obús para que parecieran nuevas, lasmetían en un casquillo del que habían retirado labala y lo alojaban en una pierna, en un lugarconvenido de antemano. Cobraban por ello yganaban dinero con esta turbia actividad. Es cierto

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que a veces he oído a soldados desear laamputación de un miembro para escapar del frente.En general, los hombres rudos le temen a lamuerte, pero aceptan el dolor y la mutilación. Losmás sensibles, por el contrario, le temen menos ala muerte que a las formas que adopta aquí, a lasangustias y sufrimientos que la preceden.

Los soldados hablan con naturalidad de estascosas, sin aprobarlas o censurarlas, porque laguerra los ha habituado a encontrar natural lo quees monstruoso. A su modo de ver, la supremainjusticia es que se disponga de su vida sinconsultarles, que se les haya traído aquí conmentiras. Esta injusticia legalizada vuelve caducastodas las morales y consideran que lasconvenciones promulgadas por la gente de laretaguardia, en lo relativo al honor, al valor, a labelleza de una actitud, no pueden concernirles aellos, gente de la vanguardia. La zona de losobuses tiene sus propias leyes, de las que son sus

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únicos jueces. Declaran sin vergüenza: «¡Estamosaquí porque no podemos evitarlo!». Sienten queson la mano de obra de la guerra, y saben que losbeneficios sólo aprovechan al patrón. Losdividendos irán a parar a los generales, a lospolíticos, a los industriales. Los héroes regresaránal arado y al banco de carpintero, pordioseroscomo antes. Este término de héroe les provoca unarisa amarga. Se llaman entre sí buenos hombres,es decir, pobres tipos, ni belicosos ni agresivos,que avanzan, matan, sin saber por qué. Los buenoshombres, es decir, la lamentable, enfangada,gemebunda y sangrante hermandad de losPCDF[29], como ellos se designan tanirónicamente. En fin, carne de cañón. «Aspirante afiambre», como dice Chassignole.

Afrontan el formidable conflicto con unalógica simple. He aquí unas palabras que dan unaidea de ello. Yo había ido a pedir una informacióna un centinela hasta un puesto avanzado. Llovía a

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cántaros. El hombre estaba plantado en el barro ychorreaba. Rezongó:

—¡Esta cerdada no se terminará nunca!—Sí, hombre, esto no puede durar

eternamente.—¡Ah! ¡Dios mío!… ¡Si metieran a Joffre en

mi agujero, y al viejo Hindenburg enfrente, contodos esos tíos con brazalete, no tardaríamos enver acabarse la guerra!

En el fondo, no es un razonamiento tansimplista como pudiera parecer. Está inclusocargado de verdad humana, de esa verdad que lossoldados expresan también de esta manera:«¡Siempre son los mismos a los que se manda a lamuerte!».

La noción del deber varía según el escalafón,la graduación y el peligro. Entre soldados sereduce a una simple solidaridad de hombre ahombre, en el cráter del obús o la trinchera, unasolidaridad que no contempla el conjunto ni el

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final de las operaciones, no se inspira en lo que seha dado en llamar el ideal, sino en las necesidadesdel momento. A este nivel provoca abnegación ylos hombres arriesgan su vida para socorrer a suscamaradas. A medida que se vuelve hacia laretaguardia, la noción del deber se disocia delriesgo. En los más altos grados se vuelvepuramente teórica, puro juego de la inteligencia.Se une a la preocupación por lasresponsabilidades, la reputación y el avance,confunde el éxito personal con el éxito nacional,que se oponen en el combatiente. Se ejerce tantocontra los subordinados como contra el enemigo.Una determinada forma de entender el deber puedeprovocar en los hombres todopoderosos, en losque ninguna sensibilidad atempera las doctrinas,aborrecibles abusos, tanto militares comodisciplinarios. ¿No es una fría decisión a loRobespierre la de ese general N…, que me contóun cabo telefonista sentado delante de su

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estandarte?Acababa de transmitir unas comunicaciones,

con el auricular en los oídos, y le pregunté sobreel funcionamiento de sus aparatos.

—¿Puedes oír?—En una centralita, sí. Sólo tengo que colocar

mis clavijas de una determinada manera.—¿Nunca has captado conversaciones

curiosas, que te hayan permitido hacerte una ideageneral de la guerra?

—Son los individuos más que losacontecimientos los que se desenmascaran alteléfono. Las órdenes importantes, salvo en casode urgencia, se transmiten por escrito… Mira,recuerdo una conversación breve, pero trágica.Ocurrió en el otoño del catorce, cuando yo eratelefonista de división, antes de ser evacuado. Espreciso decir en primer lugar que un soldado fuellevado ante un consejo de guerra. Este soldado sehabía presentado al furriel, para pedirle que le

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cambiara un pantalón, porque el suyo se le habíaroto. Había falta de prendas. El furriel le dio elpantalón de un muerto, que estaba manchado aúnde sangre. Sobresalto del tipo, normal. El furriel ledice: «¡Te lo ordeno!». El otro se niega. Llega unoficial que exige que el furriel exponga el motivo:desobediencia. Consejo de guerra inmediato…Entonces, hago mi llamada. El coronel delregimiento del acusado me pide que le ponga conel general. Se lo paso y escucho maquinalmente:«El coronel X al habla… Mi general, el consejode guerra ha emitido su fallo en el asunto que yasabe, pero necesito consultarle, porque me pareceque había circunstancias atenuantes… El consejode guerra le ha sentenciado a la pena de muerte.¿No le parece que la pena de muerte es algodemasiado duro, que quizá habría que revisar?…».Escucha la respuesta del general: «Sí, en efecto, esduro, es muy duro… (Un silencio, tiempo decontar hasta quince). Entonces la ejecución para

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mañana por la mañana, tome todas lasdisposiciones necesarias». Ni una palabra más.

—¿Le fusilaron?—¡Le fusilaron!Sé muy bien que el general N… no tenía en

cuenta más que el interés del país, elmantenimiento de la disciplina, la fuerza delejército, que actuó en nombre de los más grandesprincipios. Pero si uno piensa que en nombre delos principios más elevados, con igual rigorinhumano, igual seguridad, ese jefe tomarádecisiones militares equivalentes, que conciernena miles de individuos, el que está aquí, el soldado,¡no puede dejar de ponerse a temblar!

Hay en la compañía un hombre de Vauquois, elfamoso sector de minas de la guerra. Cuenta quefue testigo, en 1915, de un ataque con líquidosinflamables que había de permitirnos conquistaresa reñida cresta. Se había hecho venir a losbomberos de París para montar la operación. Se

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instalaron unos depósitos en un barranco, y unascanalizaciones situadas en los ramales alimentabanlas bocas de la manga. Tal vez la empresa hubieratenido éxito sin el empecinamiento del generalS…, que impuso al capitán de bomberos atacar undía en que el viento no era seguro. Todo fue bienal principio. Los alemanes en llamas huíanespantados. Pero un cambio brusco del vientovolvió contra nosotros los líquidos, y nuestrosector ardió en llamas a su vez. La instalación, quehabía costado muchos esfuerzos, se vio destruida,y la cresta no fue conquistada ese día.

Ese mismo hombre, llamado Martin, cuentatambién que su compañía estaba al mando de unjoven teniente, antiguo cadete de la AcademiaGeneral Militar de Saint-Cyr, trepanado, al quefaltaban los dedos de ambas manos, que habíavuelto al frente como voluntario. La madre de esteoficial, que era de familia rica, mandaba cadasemana un gran paquete de víveres para los

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soldados de su hijo. Este comportamientoimpresionó vivamente a Martin, que declara:

—Es innegable. ¡Había, pese a todo, tiposdistinguidos que tenían muchas agallas!

—Seguro —aprueba otro—, hay tiposconvencidos.

—Amigo —dice un tercero—, ésos son lostíos más peligrosos. Sin ellos, no estaríamos aquí.¡También los tienen en Bochia, puedes creerme!

—¡Es muy posible!—¡No es lo mismo! Los oficiales boches son

más cabrones con la buena gente.—¡Eso dicen, pero debe de ser como entre

nosotros, habrá de todo!—Entre nosotros, no es tanto que sean unos

cabrones. ¡Pero, como estén chalados, vamosapañados!

—¿Te acuerdas del comandante que teníamosen tiempos de paz, en Besançon, un viejo queestaba como un cencerro? ¿Cómo se llamaba ese

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idiota? Ah, sí, Giffard. Venía a lavar su ropainterior al cuartel con nosotros. Y, cuando secabreaba con su caballo, le hacía acostar en elcuarto de prevención, no es broma, en el cuarto deprevención. Puedes preguntarle si no a Rochat.¡Menudo tío cerril, ese comandante!

—El más cabrón que yo he conocido era uncapitán que llevaba siempre en el bolsillo unchisme para medir lo largo que llevabas el pelo.¡No podía pasar de esto! En el otro bolsillo teníauna maquinilla de esquilar. Y te daba una pasaditapor en medio de la cabeza, visto y no visto,mientras presentabas armas. Cuando tenías unsendero en medio del cráneo, te veías obligado apasar por el barbero.

—Para mí, el peor de todos, fue el compadreFloconnet, el comandante que teníamos enChampaña. Se pasaba el tiempo cazando palomos.Los peludos iban todos a hacer sus necesidades aun sendero, a la salida del pueblo, y el viejo nunca

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dejaba de merodear por ahí todas las mañanas. Sehabía inventado un sistema curioso. Con su bastónde estoque pinchaba todos los papeles y se losllevaba al ayudante: «¡Tome —decía—, tienedonde escoger y métales cuatro días a cada uno deestos cabrones!». Como los soldados se limpiabancon sobres, ¡estaban todos de color chocolate!Pero bien que se la pegaron. Al final preparabansobres expresamente con la dirección del viejo.

—¿Habéis oído hablar del brigada Tapioca…?Una conversación que toma estos derroteros es

interminable. Cada uno aporta sus anécdotas.También resulta curioso constatar cuántos de estosrecuerdos, que se creería algo superado, salen arelucir en las conversaciones del frente. A lossoldados les gusta recordar su período deinstrucción (que por comparación se convierte en«los buenos tiempos») y el reproche que les hacena sus camaradas de las quintas más jóvenes,voluntarios indisciplinados, es el siguiente:

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«¡Cómo se nota que no has estado en la reservaactiva!». Los recuerdos son, por otra parte, lasmás de las veces groseros. No es que los elijanasí, sino que no tienen otros. La condición militarles ha brindado siempre más trivialidad quenobleza, y se verían en un buen aprieto si tuvieranque elegir un ideal entre el cabo y el ayudante, queson unos opresores, no siempre malos, pero tantomás absurdos cuanto más ignorantes. En lo que alos oficiales se refiere, aparte de los de primeralínea, que comparten en cierta medida suspeligros, siguen siendo como personajes cuyaschifladuras son frecuentes, temibles y de derechodivino.

Todavía en los Vosgos, ocupamos un nuevo sector,más agreste que el anterior, en lo alto de unamontaña cuyas crestas dominamos. En toda estaregión se han disputado los altos, que ofrecen

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puntos de vista amplios, y las montañas cubiertasde abetos muestran placas de alopecia que son elrastro de los bombardeos. Todos los nombres deestas montañas han figurado en el comunicado:Hartmann, Sudel, Linge, Metzeral, La Fontenelle,Reischaker, etcétera. Dominamos el valle deSainte-Marie-aux-Mines.

El estado mayor del batallón y la compañía dereserva están acantonados en contrapendiente, enunos campos a la vera de la carretera que asciendedel valle francés. Las compañías de línea ocupandos sectores próximos, uno en el punto culminantede la montaña, el otro que sigue las curvasdescendentes del terreno y se aleja del ladoalemán. Este segundo sector, el nuestro, es máspeligroso porque la posición carece deprofundidad. Un ataque que avanzase cientocincuenta metros nos arrojaría al barranco al queestamos pegados. Al fondo del barranco seríamosel blanco de los tiros en enfilada de las

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ametralladoras, y no hay ninguna posición derepliegue organizada en la otra pendiente. Porsuerte, el sector está tranquilo. Pero, en caso desorpresa, nuestra situación sería de lo másprecaria.

El terreno ha sido removido cientos de vecespor los torpedos. No subsisten del bosque más quealgunos troncos de árboles, como fuertes postescuya madera ha estallado. Nos hemos instaladomal que bien. Las secciones disponen de algunaszapas en primera línea. Detrás, escasean losrefugios, son poco sólidos y nada confortables. Enlíneas generales, nuestros refugios son siempreinferiores a los de los alemanes. Ello esprobablemente una consecuencia del espíritu deofensiva. Nuestras tropas han considerado siempreque tenían las trincheras provisionalmente y queera inútil hacer grandes trabajos en ellas.

Retomo mis rondas de noche, que resultanemocionantes porque la línea alemana está muy

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cerca de la nuestra: de veinte a treinta metros. Enun determinado lugar, el intervalo es de sólo ochometros. Ésta cercanía impide establecer sólidasdefensas artificiales. Me encuentro, pues, con elespaciamiento de los centinelas, solo en la noche,más cerca de los alemanes que de los franceses.Los centinelas de enfrente me oyen caminar, ypuedo, en todo momento, ser detenido por hombresapostados en el parapeto, que bastaría con quealargaran el brazo para atraparme. Llevo pordelante de mí un revólver amartillado y tengo dosgranadas en los bolsillos. La seguridad que meconfieren estas armas es completamente ilusoria;no me serían de ninguna ayuda contra variosasaltantes, confundidos con la sombra, pudiendocon unos saltos ganar de nuevo sus trincheras yllevárseme, antes de que a los nuestros les dieratiempo de intervenir. Por otra parte, el frente de lacompañía está vigilado por ocho puestos decentinelas dobles, o sea, dieciséis hombres, en una

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extensión de unos quinientos a seiscientos metros.Antes de acudir, deberían primero alertar a suscamaradas, a quienes siempre cuesta ponerse enacción recién despertados.

Durante las noches muy oscuras, en las queavanzo a tientas, sufro a veces bruscas paradascardíacas, cuando cruje alguna cosa que no puedodistinguir. La noche deforma las cosas, lasagranda, les presta un aspecto angustioso oamenazador; el menor soplo de viento las anima devida humana. Los objetos tienen siluetas deenemigos, por todas partes adivino respiracionescontenidas, ojos dilatados que me observan, manoscrispadas en unos gatillos; espero a cada segundola cegadora estría de fuego de un arma. Puedenmatarme por el mero placer de matar. En estesector que conozco sin embargo bien, dudo y mepregunto constantemente si no me he extraviado, atal punto lo que me rodea es sobrecogedor,cambiante, del dominio del sueño. Una distancia

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que recorrí la víspera sin grandes cuidados dura aldía siguiente un tiempo infinito, hasta el extremode que llego a temer que nuestras líneas esténvacías. Pero no estoy allí para tener miedosinfantiles: me acuso de ridículo paratranquilizarme… Al fin, descubro a nuestroscentinelas y me meto en un refugio subterráneo,tibio, en el que parpadea un farol de gas, donderesuenan los ronquidos de los durmientes.Despierto al jefe de sección, que firma mi papel yme entrega los suyos; intercambiamos algunaspalabras, y heme aquí de nuevo delante de latrampa de la muda sombra. Me lanzo a lastinieblas. Hago resonar mi paso, silbo un aire demarcha enfrente de los alemanes, para que estadecisión impresione a un enemigo que pudieraestar emboscado. Me hago anunciar antes de llegaral lugar donde las líneas casi se tocan: lo hagopara causar efecto… Pienso que todo ese ruidodebe de significar para los enemigos que están

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allí, a algunos metros: los que avanzan no tienenmiedo, no sería una buena idea atacarles. Piensoque el ruido me multiplica, hace número…

De vuelta al puesto de mando, el teniente selimita a recibirme, sin parecer sospechar queacabo de librar una terrible lucha con losfantasmas de la noche, con los de mi imaginación,y que, en mi pecho, aún resuena el gong de micorazón… Yo mismo, tras volver, sonrío como siregresara de un paseo. Pero, un día, puedo muybien desaparecer. Cada una de estas rondas es unaaventura sin brillo y debo únicamente a la buenavoluntad de los alemanes el poder volver. Pero noafronto en serio la eventualidad de mi muerte. Enfin, cuando hace una bonita noche, iluminada porel proyector de la luna, centinela vigilante y amiga,esta ronda no deja de tener su encanto, por laladera de las montañas altivas y silenciosas.

En el fondo, esto de aquí no es más que unapequeña guerra, una guerra convencional, regida

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en uno y otro bando por unos acuerdos tácitos, y nohay que tomársela demasiado en serio, nienorgullecerse de ella. Soportamos algunasescasas ráfagas de obuses, disparados desde unacresta dominante, donde los alemanes tienen suspiezas. El ruido de las detonaciones rueda por losvalles, y esta avalancha de sonidos va a repercutiren la lejana pared de una montaña, que la reenvía aotra, hasta que se pulveriza enteramente. Tambiénrecibimos algunas granadas de mano y de fusil, alas que respondemos blandamente, con el deseo deno envenenar las cosas. En unas posiciones tanpróximas, tan estrechas, la actividad se volveríarápidamente muy mortífera. Ahora bien, nosotrosno tomamos nunca la iniciativa de la actividad. Elregimiento hace su trabajo honradamente, pero seguarda del celo como de la peste. ¡Las proezas quelas hagan otros!

Algunos de nuestros aviones nos sobrevuelan aveces. Son de un modelo antiguo, deplorablemente

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lento, apodado «jaula de pollo». Nos inspirancompasión, y tenemos la impresión de que losalemanes deben de reírse al ver esos viejosaparatos, que parecen datar de las primerascompeticiones aéreas.

En suma, este frente está protegido por una redde tropas extremadamente delgada. Esteespaciamiento de las unidades permite laconcentración de las divisiones en los sectoresactivos. Aquí se fían del encabalgamiento y laelevación de las montañas, que dificultarían unaacción de gran envergadura. Nosotros estamosaquí para vigilar esas defensas naturales.

Hacia las cinco de la tarde, una serie de violentasexplosiones estremece el sector, esas explosionesprolongadas, esos desgarros de metal quecaracterizan a los torpedos. ¡Comienza el baile!Inmediatamente, el bombardeo adquiere la

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acelerada cadencia del machaqueo, lasdetonaciones no forman más que un redobledominado, a intervalos regulares, por el estrépitocausado por la caída de grandes proyectiles quehacen vacilar la montaña. Nuestra artillería detrinchera responde al punto. Cogemos nuestrasarmas a toda prisa, huimos al puesto de mando, elestrecho contrafuerte en el que tememos vernoscercados. Hay que pasar a las primeras descargas,antes de que sea demasiado tarde, antes de que elarranque del ramal se vea cortado. Tras nuestrospasos, la sección de reserva, que acaba de treparpor una pendiente para darnos alcance, se empujajadeando, con gritos y entrechocar de armas.Corremos bajo los silbidos, en medio del humoamarillo, rodeados de enormes esquirlas que seabaten como hachas y se hunden a nuestroalrededor. Durante treinta metros, en la trincherahace un calor de estufa. Luego respiramos un airemás fresco, nuestra nuca se ve aliviada del peso

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amenazador de las cuchillas, nuestros ojosreconocen la luz del día. Estamos en el ramal deacceso.

A medida que este ramal se hunde hacia laretaguardia, bordeando el flanco del contrafuerte,la montaña se eleva y nos protege con un recioribazo, donde los árboles son todavía espesos.Ahora somos unos cuarenta hombres agrupados entorno al teniente, a unos trescientos metros denuestras posiciones, en una zona más o menosresguardada. Unos obuses nos buscan, peroestallan por encima de nosotros o caen al fondodel barranco. Haría falta un tiro de mala fortunapara que nos alcanzasen en este ángulo muerto.Sólo tenemos que esperar pacientemente.

Las secciones de línea tienen la consigna dereplegarse lateralmente a los primeros disparos,apretándose contra las compañías vecinas.Nosotros no nos ocupamos de ellas, y sería unainsensatez querer asegurar un enlace en este

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momento. Cada fracción actúa por su cuenta yriesgo, siguiendo las disposiciones decididas deantemano. Dado que estos bombardeos vuelvenindefendible el sector, el mando ha consideradopreferible abandonarlo totalmente, sin perjuicio dereconquistarlo tras la acción mediante uncontraataque. Pero sabemos que se trata de lasimple incursión de un grupo de enemigos, quebuscan hacer prisioneros. Atrapados bajo el fuegoy al encontrar las trincheras desiertas, regresarán alas suyas.

Escuchamos el bombardeo. Las fuertesexplosiones nos sacuden hasta aquí. Unos obusesque pasan demasiado bajos nos obligan aagacharnos. Una nube de humo nos impide ver lasposiciones, y, pese a nuestra relativa seguridad,estamos inquietos.

Al cabo de una hora percibimos claramente unespaciamiento en el fragor. La intensidad del fuegodisminuye, vacila y se debilita rápidamente.

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Nuevas ráfagas. Luego se hace el silencio. Llega elcrepúsculo. La sección de reserva forma en ordende batalla y avanza prudentemente. No encuentra anadie. Ganamos de nuevo el puesto de mandosalvando varios desprendimientos.

Enseguida parten los agentes de enlace pararecoger información, cada uno a su sección. Elsector está irreconocible. Los ramales se hallancortados, he de caminar varias veces por encimade los parapetos. Al acercarme a primera línea,llamo a los míos, para no equivocarme. Llego alrefugio de la extrema derecha de la compañía,cuya entrada da enfrente de los alemanes, ydesciendo por la mala escalera. Encuentro aalgunos hombres con el sargento.

—¿Así que nada grave?—¡Mira! —dice el sargento.En un rincón de la zapa veo, en el suelo, una

forma tendida, un cuerpo como roto. Una piernadebe de haberse desarticulado de la pelvis, pues

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está completamente revirada. Tiene el pantalóndesgarrado y descubre el muslo pálido, casiseccionado, que ni siquiera ha sangrado. La otrapierna también está ligeramente herida.

—¿Quién es?—Sorlin.Sorlin, sí, le conozco: ese joven de la quinta

del 16 que siempre me sonreía al pasar por sulado, durante mis rondas… Me inclinoligeramente. Tiene los ojos cerrados, pero suboca, su boca que llamaba, está abierta y torcida.Este joven rostro que estaba siempre alegre tieneuna expresión de terror. Oigo al sargento, unhombre de cuarenta años:

—¡Un buen chaval, en este estado! ¡Quévergüenza de guerra!

Le pregunto tontamente:—¿No ha habido más desgracias?—¿Acaso te parece poca ésta? —me responde

él con ira.

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Noto a estos hombres consternados, a los quela tristeza vuelve rencorosos. Pienso en lo que hanaguantado hace poco, en sus angustias bajo elbombardeo, cuando yo estaba en el ramal, acubierto…

—Mire, sargento, me parece que esdemasiado, y lo sabe perfectamente. Pero he de ira dar el parte, me esperan. Voy a mandarle a loscamilleros.

Llegan al puesto de mando también los otrosagentes de enlace. Hay dos muertos y cuatroheridos en la sección central. Ninguno en lasección izquierda. En el sector tranquilo es unatarde de guerra, una tarde de duelo. Al dictado delteniente, preparo los informes para el batallón.Fuera, los camilleros preguntan dónde están losheridos. Les guían, en la noche.

Más tarde, hago mi ronda. Por todas partes no hay

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más que montículos de tierra blanda. Todo elmundo está sobre los parapetos y trabaja. Latrinchera, ya casi nivelada, está jalonada por unalínea de zapadores, que han dejado los fusiles a sulado. A veinte metros de nosotros tintinean otraspalas, y se distinguen perfectamente unas sombrasinclinadas en el suelo. Los alemanes trabajan porsu lado, esa parte del frente no es sino una obra.

Tanto por curiosidad como por una bravata,con un sargento adelantamos a los trabajadoresvarios metros. Una sombra alemana se pone atoser con insistencia para indicarnos quetrampeamos, que vamos a rebasar los límites de laneutralidad. También nosotros tosemos paratranquilizar a ese vigilante guardián, y regresamosa donde están los nuestros. Esos enemigos a losque no separa ningún atrincheramiento, a los quebastaría con saltar para sorprender a susadversarios, respetan la tregua. ¿Es eso lealtad?¿No es más bien el mismo deseo, en ambos

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bandos, de no batirse?Alrededor de dos veces por mes, nuestros

sectores son devastados por golpes de mano. Laartillería y los cañones de trinchera, concentrandosus fuegos en un espacio muy reducido, consiguenuna densidad que los vuelve aplastantes. Elconsumo de proyectiles alcanza los varios milesen dos horas. Protegidos por el enloquecimiento,cubiertos por el humo, unos destacamentospenetran en las líneas enemigas con la misión dehacer prisioneros. Con ocasión de nuestro primergolpe de mano, cogimos a cinco alemanes. Luegotodos nuestros intentos han fracasado; es probableque el enemigo haya adoptado nuestro método deevacuación, el único prudente, y que ahorra vidas,pues las unidades que se mantuvieran en lasposiciones serían aniquiladas. Los alemanes nohan capturado jamás a ninguno de los nuestros.

Una tropa, llamada «grupo franco», de unoscincuenta hombres, todos voluntarios y al mando

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de un subteniente, está especializada en estospequeños ataques. Estos hombres viven aparte enel bosque, rebajados de todo tipo de servicio.Descienden con frecuencia a medio camino delvalle, donde hay una posada regentada por tresmujeres, conocida como Las Seis Nalgas. Estaposada resuena con sus disputas, sus peleas conlos artilleros, que acaban a menudo a tiros derevólver o a cuchilladas cuando están borrachos.Se cierra los ojos a sus hazañas, debido a sumisión peligrosa. Se comprende que un buenguerrero debe ser un poco facineroso.

Entre los golpes de mano, el sector dormita.También los primeros torpedos son siempre laseñal de una acción. Se los espera una hora o dosantes de la caída de la noche. Cada vez hayvíctimas entre los vigilantes encargados de indicarla aparición del enemigo.

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Un general de aire marcial, guiado por un agentede enlace del batallón, se presenta, de improviso,en el puesto de mando, declarando: «Vengo avisitar vuestro sector». El teniente responde con unguiño dirigido a mí:

—Bien, mi general, vamos a tomar por laizquierda.

Yo me precipito para informar a la primerasección; el aviso será transmitido luego a lo largode la línea. Cumplida esta misión, espero que mealcancen. De camino, el general pregunta alteniente sobre la actividad de los alemanes, lasposiciones que se descubren por debajo denosotros, el gasto de proyectiles, etcétera.Súbitamente, se para cerca de un centinela y lepregunta:

—Si ataca el boche, ¿tú qué haces, amigo?En un sector como éste, en el que se tiene

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tiempo de respetar escrupulosamente losreglamentos interiores, todos los casos estánprevistos y son objeto de consignas especiales,que no se dejan de repetir a los soldados: hacerdos disparos de fusil, lanzar tres granadas,accionar las bocinas, etcétera.

Pero el hombre se turba, cree ver asombro oseveridad en el rostro de ese inspector imponente.Considera que hay que decidir rápido, pues setrata de un ataque, y responde con desesperadaenergía:

—¡Bien, pues me defiendo como pue…!El teniente está consternado. El general, que es

inteligente, se lo lleva aparte y le consuela:—Es evidente que no son éstos precisamente

los términos del Cuartel General… ¡Aunque sepodría reducir a eso!… ¡Lo esencial es que uno sedefienda como pueda… bien!

Ahora me encuentro en la retaguardia denuestra pequeña columna. Subimos hacia la

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sección de la derecha. Dos detonaciones a lolejos, a la izquierda: dos tiros. ¿Son paranosotros? Tres segundos de espera… Dossilbidos. ¡Claro que son para nosotros! ¡Ran! ¡Ran!Atención a las esquirlas… Reacción automática:son unos 77.

—¡No han dado lejos!—Os traigo la negra —dice el general con una

sonrisa demasiado desapegada para no resultar untanto afectada.

—Estamos ya acostumbrados, mi…¡Otros dos! Gruesos éstos… Nos echamos al

suelo. ¡Rrran! ¡Rrran! Unas bombas 105. Lasshrapnells[30] estallan en torno a nosotros. Dosnubes negras sobre nuestras cabezas.

—Mi general, hay que darse prisa, es el rincónpeligroso…

—¡Haga, haga, teniente!Otros dos 77. Nos apresuramos todo lo

posible, y ya no es cuestión de inspeccionar nada.

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Acabamos de bordear un puesto de centinelas.Se anuncia una ráfaga. Pero tengo tiempo de oíruna voz (¡cómo no, es Chassignole!) que gritadetrás de mí, en la entrada del refugio:

—¡Eh, chavales! ¡La estrella fugaz ha pasado!

Son las dos de la tarde. Estamos en el ramal, cercadel puesto de mando, desocupados. Oímos unadébil detonación delante de nosotros. Apenas si leprestamos atención: caen en todo momento, deaquí y de allá, algunos proyectiles.

Poco después llega un hombre sin aliento,preguntando por los camilleros.

—¿Un herido?—Sí, de una granada de fusil.—¿Le han hecho mucho daño?—Le han volado casi por completo los dos

pies. Estaba en las letrinas, la granada ha dado delleno dentro.

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Era la detonación que hemos oído. Loscamilleros vuelven, depositan la camilla en mediode la trinchera y entran en el refugio para que seles entregue una ficha.

Reconocemos a Petitjean, un chico amable,modesto y servicial. Está muy pálido, pero ni unaqueja. De sus pies, burdamente vendados, se filtrala sangre, que chorrea con una rapidez espantosa.A mi pesar, comparo lo que pierde de ella con lacapacidad de resistencia de su cuerpo, el tiempoque llevará llegar al puesto de sanidad… Somostres a su alrededor, que tememos ser crueles alacercarnos, mostrarle nuestra integridad que élacaba de perder probablemente para siempre, ytambién tememos, si nos damos la vuelta, parecerindiferentes, abandonarle a la soledad de los queestán condenados. Sobre todo es su silencio el quenos incomoda: ¿cómo compadecer a un ser que noapela a nuestra compasión? Sus ojos miranfijamente el cielo y de él reciben un ligero reflejo

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que los matiza de un azul pálido, como unadelicada porcelana. Luego los cierra, se aísla ensu desgracia, que le separa de nosotros. ¿Presienteel desastre que le espera? Su boca se crispa bajoel bigotillo, y tiene las manos entrelazadas sobreel pecho con tanta fuerza que enrojecen y tiemblan.Se lo llevan sin que nosotros nos atrevamos adirigirle la palabra, y el teniente, que ha salido delrefugio para estrecharle la mano, se queda inmóvila nuestro lado y se calla igualmente.

Hace un claro sol de octubre, y disfrutamos dela última tibieza del año antes de ese golpedesgraciado. No nos podemos entregar a ningunaalegría, la guerra sigue estando siempre aquí.

De madrugada, un centinela del fondo del valle essacado de su ensoñación por un ruido de pasos enel ramal. Se vuelve y ve a un alemán delante de él.Su primer impulso es huir. Pero el alemán levanta

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un brazo y dice: «Kamerad!»[31]. Está desarmado,lleva puesta la gorra, un paquete bajo el otrobrazo. El centinela, no recuperado del todo de suemoción y temiéndose una trampa, llama a laescuadra. Rebuscan en los alrededores sindescubrir nada sospechoso: el hombre estádecididamente solo. Se lo llevan al teniente. Peronadie sabe el suficiente alemán como parainterrogar a este curioso prisionero caído delcielo. Es un hombrecillo enclenque, de rostroapagado y sonrisa demasiado fraternal. Suspárpados se mueven con rapidez sobre unos ojillosque rehuyen la mirada, y parece muy satisfecho.Sigue apretando su paquete bajo el brazo. ConBeaucierge, recibimos el encargo de conducirle albatallón. En el ramal, trota entre nosotros. Le hagoalgunas breves preguntas:

—Kriegfertig?—Ja, ja!—Du bist zufrieden?

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—Ja, ja![32]

—Los tenías por corbata, ¿eh, hermano? —dice Beaucierge, dándole una palmada cordial quele hace tambalearse.

—Ja, ja!—¡No tiene pinta de bilioso, este cristiano! —

considera mi camarada.—Ja, ja!—¡Nadie dice nada de ti, berzotas!Nuestra llegada es todo un éxito. Corre el

rumor de que la Novena compañía ha hecho unprisionero. Los soldados se precipitan fuera de losbarracones y hacen calle, a lo largo de la granarteria de ese pueblo ahondado bajo los rollizos.En el batallón, la sorpresa no es menos viva. Seapretujan en la oficina, y los soldados se apiñan enla puerta. Aparece el comandante y manda abuscar al oficial de morteros para que haga deintérprete. El alemán, juzgando que sus asuntostoman un giro positivo, relaja su rígida posición de

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firmes, se prodiga en protestas y reparte su sonrisainternacional. Al oficial que acaba de llegar leexplica su historia con gestos atolondrados, unaespecie de camelo de prestidigitador.

Es un veterano auxiliar al que mandaron alfrente la pasada semana. Al día siguiente de sudestino tuvo lugar nuestro golpe de mano: una denuestras bombas mató a cuatro de los camaradasque tenía al lado, en la entrada de un refugio, ycuenta que los efectos de nuestro bombardeofueron espantosos. Inmediatamente consideró quela guerra no estaba hecha para él y tomó ladecisión de librarse de ella lo antes posible. Noesperaba más que la oportunidad para hacerlo yhabía preparado su huida, como prueba suinseparable paquete, que desata para mostrarnosun par de botas nuevas, unos calcetines, unmaterial muy completo de peluquero (es su oficio),una camisa y un tarro de mermelada. Esta noche,mientras estaba de guardia, ha abandonado su

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puesto, ganado nuestras líneas arrastrándose ysaltado dentro de un espacio vacío de nuestrastrincheras, a riesgo de que le mataran los suyos ylos nuestros. Dice que la guerra es una mala cosa ybusca nuestra aprobación. Tras marcharse losoficiales, nos ocupamos de él. Unos hombrescorren a las cocinas y traen café, pan, carne,queso. La gente mira comer con simpatía aldesertor.

—¡Tiene buen saque el tío!—Gut? —le pregunto yo.—Gut, gut! —responde él con la boca llena.—In Deutschland nicht gut essen?—In Deutschland… Krrr![33]

Hace ademán de apretarse el cinturón.—¡Tiene gracia este boche!Imposible llamar de otro modo que boche a un

alemán. Este término no resulta despectivo en bocade los soldados, simplemente cómodo, breve ydivertido.

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Nosotros aprovechamos nuestra misión, conBeaucierge, para ir a tomar algo a las cocinas.Éstas son el centro de asamblea de las unidades;los soldados-ciudadanos discuten allí de la cosapública y se informan de las novedades que lleganpor medio del avituallamiento. Mientras uncocinero, sórdido y jovial, nos prepara un asado,nosotros escuchamos los comentarios.Naturalmente, se habla del desertor. La opiniónque prevalece es ésta:

—¡Es menos gilí… que nosotros, este tío!Los hombres menean la cabeza. Pero la

deserción es un gran desconocido…

Los relevos tienen lugar siempre por la noche.El batallón vuelve a subir al sector, tras quince

días de descanso que hemos pasado en el pueblode Laveline, en el valle. La ascensión exige variashoras de penosísima marcha, porque la pendiente

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es inclinada y los hombres llevan el cargamentocompleto. La noche profunda, oscurecida todavíamás por los pinos, nos priva de la visión de lacarretera, y zigzagueamos. Pese al frío, sudamos.

Un silbido estridente desgarra la noche comosi fuera un tafetán, el viento de un proyectil nosinclina como a espigas, la amenaza aérea nos poneel corazón en punto muerto. Un fulgor en algunaparte, como un rayo. Resuena un trueno, se pierdeen las barrancas y va a estrellarse en el fondo delvalle. Luego otro, y otros después, impacto trasimpacto. Haces de fuego iluminan troncos deabetos sin ramas. Masas furiosas, irresistibles,como expresos lanzados, caen del cielo, noscercan, nos hacen perder la cabeza. Una tempestadde sonidos nos ensordece. Corremos por lapendiente, que nos rompe las piernas, con un tóraxdemasiado estrecho para los pulmones dilatados,que piden aire por la angosta válvula de lagarganta. Y de continuo esos fallos del corazón,

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esos vértigos, esa fuga de sangre que crea el vacíoen las arterias, tras el aflujo torrencial. Y lasllamas que revientan las retinas translúcidas, através de los párpados cerrados… Huimos, endesorden.

Eso cesa bruscamente. Las unidades mezcladasse dejan caer al suelo para respirar. La noche secierra y nos protege, el silencio nos reconforta.

Entonces, en mi rincón, se oye una voz cargadade una indignación risible, que gime:

—¡Es una vergüenza exponer así a unoshombres de cuarenta años, padres de familia!

—¡Vaya con el veterano que se declara no aptopara acabar cadáver! —se chunguea un parisiensecon su acento de barrio.

—¡Calla la boca, mocoso!—¡Tú ya has fornicado bastante en la vida,

abuelo! Hay que dejar paso a los jóvenes…—¡No sabes lo que dices, chaval! Se trata de

nuestras mujeres…

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—¡Deja tranquila a tu mujer! Estaba hasta lacoronilla de ti, y ya sabrá consolarse ella con losjóvenes. ¡Los viejos son los que deben palmarlaprimero, como todo el mundo sabe!

—La vida de un hombre que ha formado unhogar debe ser salvaguardada. ¿Tú no estáscasado, verdad, barbilampiño? ¡Eres un inútil!

—¿Quieres que te diga lo que eres tú? ¡Unviejo vicioso es lo que eres! Querrías estartetranquilo haciéndole hijos a tu mujer mientras tuscompañeros se dejan aquí la piel… ¡Vaya con elsádico!

—¡Yo sádico! —exclama el otro, estupefacto—. ¡Oíd al golfo éste!

—¡Sí, un perfecto sádico! ¡Por suerte en elmundo hay justicia y por eso eres un cornudo!

—¡Menudo gilipollas! —masculla el viejo.Se le oye levantarse. Pero se topa con unos

cuerpos que le rechazan. El parisiense ahueca elala. Llega su voz de lejos:

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—No te quejes, abuelo. ¡Que eso trae suerte!Este diálogo ha hecho olvidar el recuerdo de

la alerta. Volvemos a ponernos en marcha. Nosenteramos de que hay víctimas en la retaguardia dela columna.

En el campamento, hay contados refugios sólidos yestán todos ocupados por el estado mayor delbatallón y los oficiales. La compañía de reservaestá repartida en dos barracas Adrián[34],acondicionadas con literas individuales. Loshombres pasan allí una parte del día, pues laestancia aquí es considerada un descanso, y sólose ocupan de los servicios de limpieza o delsuministro de municiones.

Ultimamente estábamos agrupados en un rincónlos cuatro agentes de enlace y el ciclista. Cada unose hallaba tumbado en un camastro y fumaba, salvoBeaucierge, que se entregaba a bromas de mal

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gusto para pasar el rato y provocaba al ciclista acombate singular. Éste se lo quitaba de encimaamenazándole con cortarle todo avituallamientopersonal. Más lejos, los soldados jugaban a lascartas mientras bebían, o dormían.

Estalló un fogonazo, a algunos metros, seguidode unos aullidos. Un soldado estaba contemplandoestúpidamente su browning humeante. Siempreocurre lo mismo con las pistolas automáticas. Losque tienen una la llevan cargada y nunca piensan,al querer desmontarlas, en retirar la bala delcañón. Este olvido es causa de accidentes.

Nos dirigimos hacia el herido, que seguíagritando y señalaba su pierna. Mientras se iba enbusca de ayuda, comenzaron a quitarle lospantalones. El imprudente fue puesto a caldo.

Llegó el joven médico auxiliar, se inclinósobre el muslo y dijo entre risas:

—¿Quieres dejar de berrear? ¿Es que no vesque es un chollo?

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El herido se calló al instante y se le iluminó elrostro. El médico militar palpó la pierna:

—¿Te duele? ¿Tampoco aquí?—¡No!—¡Una herida así vale su peso en oro! ¡Y

encima durmiendo! ¡Te vas a tirar tres meses en laretaguardia!

El herido sonrió, todo el mundo sonrió.Terminado el vendaje, llamaron al hombre de lapistola. Su víctima le dio un apretón de manos, selo agradeció y partió en una camilla, recibiendolas felicitaciones del campamento.

Desde entonces, el imprudente se gloría de sutorpeza. Se le oye decir: «¡He sido yo quien hahecho evacuar a Pigeonneau!». E incluso: «El díaque le salvé la vida a Pigeonneau…».

Ha llegado el invierno y se presenta muy riguroso.Primero, un cierzo cortante había barrido la

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falda de las montañas, y habían seguido lasprimeras heladas. Una mañana nos despertamos enmedio de un extraño silencio, pesado y denso, y laluz del día llegaba a nuestros barracones con unresplandor especial. Había nevado durante lanoche y la nieve lo recubría todo. Unía las ramasde los abetos con mantos espesos de forma ojival.Vivimos desde ahora en un frío bosque gótico, enel que humean nuestros iglúes de esquimales.

Después de más de seis meses, he vuelto al frente,cuando nos enteramos de dos noticias importantes,que pueden cambiar mi destino: la compañía va aser destacada a otro batallón y nuestro teniente nosdeja.

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IITreinta grados bajo cero

Un soldado detesta más a su teniente que alteniente del ejército enemigo.

MAURICE BARRES[35]

El nuevo comandante de la compañía es el capitánBovin, muy conocido en el regimiento.

Este capitán desempeñaba desde hace tiempoel cargo de oficial adjunto al coronel, y era temidoen estas funciones, sobre todo por los otrosoficiales y la gente bien colocada. Pues, por lo quese refiere a los hombres de primera línea, notemían ya nada de nadie, en virtud de estaconstatación: «¡No se nos puede poner másadelante!». Me habían pintado al capitán Bovincomo una especie de eminencia gris, que distribuíaa su antojo el favor y la censura: aquí la censura es

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sancionada a menudo con la muerte…Desagradarle era comprometer no sólo el ascenso,sino también la vida, y era fácil desagradarle conla fantasía, con la juventud, y fatalmente con laindependencia. También se le reprochaba, dueñocomo era de distribuir las recompensas, que sehubiera atribuido en varias ocasiones mencionesde honor elogiosas, especialmente en Verdún,donde se había mantenido en la retaguardia con eloficial encargado de las pequeñas operaciones,siendo administrador y pudiendo escapar alpeligro gracias a sus papeles, así como quehubiera abusado de esos papeles contra quienesestaban en peligro.

Pero su favor se acababa de terminar. Hay unnuevo coronel al mando del regimiento; éste haconsiderado que un capitán que aspira a losgalones de mando tiene que haberse fogueado enprimera línea.

El capitán Bovin no está por debajo de su

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reputación ni por su aspecto ni tampoco por lasmedidas que le vemos tomar. Es un hombre deunos cincuenta años, de aventajada estatura, conuna tez de persona enferma del hígado, dientesamarillos, sonrisa cruel de moro y ojos achinados,barbudo, entrecano, de andares lentos y graves, yafecta un aire de hipócrita austeridad. Le creomediocre, enredador, falto de generosidad: unamentalidad de jefe de oficina, combinada con la deun sargento chusquero, con plenos poderes sobreciento cincuenta hombres. Antipático a simplevista y amigo de meter miedo. Amigo, lo que esmucho más grave y siempre una mala señal, de labajeza entre los subordinados. En fin, todos hemosconsiderado que su llegada era una desgracia parala compañía. Enseguida su ordenanza ha parecidoestar espiándonos.

Mis relaciones con un hombre semejante nopodían dejar de ser incómodas y traermeproblemas. Me ha hecho levantar el plano del

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sector, lo que me ha llevado unos diez días, quehan sido un suplicio. Con una temperatura deveinte grados bajo cero, he tenido que patearmelos ramales de trinchera abandonados, con nievehasta las rodillas, plantarme sobre el terreno paratomar las derivaciones y anotar las cifras. Misbotas se helaban sobre mis pies. Terminado elplano, el capitán me ha enviado a primera línea.He ido a parar a la escuadra otra vez.

El sector se halla situado a unos mil metros dealtitud aproximadamente. Nuestra compañía estáen contacto con el otro batallón, en la cima de lamontaña, parte de cuya pendiente ocupamosnosotros. Las posiciones se componen de una solalínea de trincheras, bien protegida por unasalambradas. A lo largo de esta línea, cada cientocincuenta metros, unos cortos ramales llevan ablocaos en saledizo, que son nidos de resistencia.

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Una puerta enrejada aísla cada fortín, de maneraque la guarnición pueda encerrarse en susatrincheramientos, por si fuera tomada por elflanco por elementos enemigos infiltrados entrenosotros. Éste es, por otra parte, un sistema dedefensa frágil, que sólo sirve para un sectortranquilo. Estamos en la linde del bosque. Lacarretera llega casi hasta la trinchera, y, alcomienzo de esta carretera, detrás de nuestrospuestos, están establecidos los refugios del mandode la compañía, furrieles, etcétera, disimuladospor los árboles. En realidad, la retaguardia de laposición, insuficientemente organizada, resultaríaindefendible bajo los bombardeos. Pero nuestroúnico enemigo serio es el frío.

Ocupamos el último puesto de la izquierda dela compañía. Es un refugio estrecho, excavado alnivel de la trinchera y recubierto de varias hilerasde rollizos sobrealzados. Su acondicionamientoincluye una mampara de separación, una estufa de

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hierro colado y un pequeño banco. Aquí vivimoscinco: cuatro soldados y un cabo. Delante de esterefugio están los centinelas, en una especie detarima protegida por unas cestonadas que lleganhasta la parte alta del busto. Por el día, elcentinela permanece en el ramal. La guardiaconstituye nuestro servicio principal, un serviciomuy duro. Del crepúsculo al alba, tenemos quegarantizar catorce horas de guardia, con doblecentinela, es decir, siete horas por equipo. Cadados horas vemos interrumpido nuestro sueño.

La temperatura ha seguido bajando. Por lanoche, oscila entre los veinticinco y los treintagrados bajo cero. Los centinelas mantienen elfuego en el refugio, pero la estufa no tira si no estáconstantemente roja. Así, pasamos sin transiciónde la temperatura interior, veinticinco grados decalor, a la temperatura exterior, parainmovilizarnos en el ramal, al acecho de unenemigo que no puede venir y que no piensa más

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que en calentarse también. Y como, en primeralínea, hemos de dormir vestidos y equipados,soportamos este brusco cambio de cincuentagrados, sin más protección suplementaria que lamanta que tenemos apretada contra nosotros.

Imposible aguantar esta tortura durante doshoras, y la exigüidad de nuestro puesto deobservación nos impide movernos un poco, lo quenos evitaría pelarnos de frío. Entre centinelas, nosrepartimos las guardias de media hora. Cada unovigila y se calienta por turno. Una campanilla,accionada desde el exterior por medio de unalambre, resuena en el refugio para pedir socorro.

Luchamos contra el frío como podemos. Elcierzo nos hostiga, nos acuchilla con sus hojas deacero. Nuestra gorra nos protege las orejas y lafrente, una bufanda nos envuelve la parte inferiordel rostro, no tenemos al descubierto más que losojos que, al tener la córnea helada, registranimágenes movidas, como si estuviéramos bajo el

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agua. Sobre este edificio de trapos se alza nuestrocasco, como un tejado de chapa bamboleante, y,más por encima aún, a veces, la manta que caesobre nuestros hombros, formando una especie degarita. Se nos ha proporcionado unas botas degoma, con babuchas de fieltro. Pero estas botasson malsanas, pues conservan la humedad de latranspiración y propician caídas en la resbaladizanieve. He encontrado otro medio de defensa,menos eficaz pero suficiente, siempre y cuandouno dé saltos en el sitio de vez en cuando.Conservo mis zapatos y meto las piernas dentro deunos sacos terreros, que me ato a la rodilla. Conotros sacos, cuyo fondo he descosido, me heconfeccionado unas musleras. Lo bueno que tieneeste equipo es que presenta una mayor adherenciasobre el hielo; permite correr, y sé que correr esalgo de primera necesidad para un combatiente,que debe contemplar siempre el replegarse rápido.En las manos llevo tres pares de guantes

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superpuestos.Lo largas que se hacen las noches es algo

inimaginable. Los crujidos del hielo producen unruido de cizalla en las alambradas, de las que yano nos preocupamos. Estamos pendientes denosotros, de unas partes de nuestro cuerpo que secuajan como si nuestras arterias transportaranpedazos de hielo. La inmovilidad nos mantiene elcalor traicioneramente, nos envuelve de unapeligrosa guata de inercia, y se requiere unesfuerzo de voluntad para recurrir a losmovimientos, que sacuden el frío, antes dereanimar las llamaradas de nuestra sangre. Vemosaparecer los primeros resplandores del día comouna liberación.

Hacia las siete de la mañana, recibimos café,vino helado que tintinea dentro de las cantimplorasy unos chuscos duros, que sólo se podrían cortarcon un hacha. Ponemos estos chuscos sobre laestufa, donde se ablandan desprendiendo agua.

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Nos abalanzamos con avidez sobre este pan tibio,cuya miga semeja esponja. Y nos bebemos asorbitos un café hirviente que acaba de calentarseen nuestras tazas. Tras una noche de hibernación,de polo, es la vida lo que nos tragamos con estecafé que nos abrasa.

El capitán Bovin no ha tardado en demostrar sucatadura. En esta montaña donde los alemanes nosdejan tranquilos, ha multiplicado las medidas quesólo pueden aumentar nuestros padecimientos, sinutilidad militar alguna.

Aprovechando esta pasividad que latemperatura impone a los combatientes, hatransformado el sector en un cuartel. Nos abrumacon trabajos que no son urgentes, sin tener paranada en cuenta nuestro cansancio y nos priva delpoco tiempo libre que nos dejaría un servicio yamuy sobrecargado de por sí.

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Varias veces por semana, en plena noche,alerta a la compañía. Todos los hombres debenmantenerse en los ramales y esperar su inspección.Nos impone así dos horas de frío suplementarias.Estas alertas no son de ninguna utilidad. Lamayoría de los hombres son ahora viejossoldados, que saben mejor que el mismo capitáncómo defender un puesto avanzado. Por otra parte,tenemos la impresión de que los obuses calmaríanrápido su celo, y esperamos encontrarnos en unsector castigado para demostrarle el aprecio quele tenemos. Los hombres respetan a un jefe cuyaseveridad se ejerce en circunstancias graves y quepaga con su persona, pero desprecianprofundamente al que los acosa sin haberdemostrado su valía.

Durante el día, el capitán ordena trabajos, conla excusa de que no debemos estar desocupados:mantenimiento de los ramales, zanjas que hay queabrir, limpiezas de todo tipo que la nieve no tarda

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en recubrir. También se le ha ocurrido enviardestacamentos a hacer ejercicio, en la retaguardia,vamos, lo nunca visto.

Las necesidades de la calefacción sonsuficientes para tenernos ocupados durante lasprimeras horas de la tarde. Consumimos muchaleña. Cada día hay que cortar un abeto en elbosque y transportarlo troceado hasta el refugio.Allí hay que serrar de nuevo esos trozos y hacerleños, con el hacha, antes de apilarlos en elinterior. Ocupados de continuo, andamos faltos dehoras que dedicar al sueño, pues no podemosdormir mucho rato entre nuestros turnos deguardia.

Nuestro peor enemigo es nuestro capitán. Letememos más que a los soldados de patrullaalemanes, y, por la noche, estamos más atentos alos ruidos de la retaguardia que a los de lavanguardia. Con su tiranía, ha conseguido elestúpido resultado de que desviemos nuestra

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atención de la gente de enfrente para centrarla ennuestro propio campamento. Dos centinelas que seestaban calentando, de acuerdo con sus camaradas,han sido llevados ante un consejo de guerra porabandono de su puesto frente al enemigo, y unossuboficiales han sido degradados por motivosfútiles. De modo que hemos organizado un sistemade aviso para protegernos de nuestro jefe. Encuanto él aparece por alguna parte, su presencia esseñalada por una red de hilos bramante,disimulados entre las alambradas, que unen lospuestos y agitan unas latas de carne vacías.Además, las guarniciones de la ladera riegan cadatarde el ramal, para aumentar así la capa de hieloque hace peligroso el acceso a los blocaos. Somoslos primeros en sufrir esta medida, pero se halogrado el efecto que perseguíamos. Durante unaronda, el capitán se dio un costalazo y tuvo quevolver a su puesto de mando sostenido por susagentes de enlace. Una descarga de fusilería al

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aire, una especie de fantasía, ha festejado estanoticia. Desde entonces el tirano no aparece ya pornuestra zona. Pero se venga no dándonos la menortregua.

Un sordo odio ruge contra este hombre quedebería ayudarnos a soportar nuestras miserias yque en cambio nos hace sufrir más que el propioenemigo. Los soldados se lo cargarían con másganas que a un alemán, y con más razón, piensan.

Vivo como una bestia, una bestia que estáfamélica, y que además se siente fatigada. Nuncame he sentido tan embrutecido, tan vacío depensamientos, y comprendo que la extenuaciónfísica, que no deja a las personas tiempo parareflexionar, que las reduce a preocuparse sólo delas necesidades básicas, sea un medio seguro dedominación. Comprendo que los esclavos sesometan tan fácilmente, pues no les quedan ya

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fuerzas disponibles para la rebelión, imaginaciónpara concebirla y energía para organizaría.Comprendo esa sabiduría de los opresores, queimposibilitan a los que explotan el servirse de sumente, deslomándolos con unas tareas agotadoras.A veces me siento al borde de ese hechizo queproducen la laxitud y la monotonía, al borde de esapasividad animal que lo acepta todo, al borde dela sumisión, que es la anulación del individuo. Loque hay en mí de capacidad de juicio se embota,acepta y capitula. La costumbre, la práctica de ladisciplina prescinden de mi consentimiento y meincorporan al rebaño. Con la inteligencia que sepone firmes, me convierto en un verdaderosoldado de infantería, en el cumplidor de serviciosde fatigas y en parte integrante de los efectivos.Todo el mundo me manda, desde el cabo algeneral, tiene ese derecho, que es total y absolutoy sin apelación, y puede borrarme de la lista de losvivos. En el terreno de las actividades humanas, la

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mía se gasta en abrir letrinas o en llevar troncos deárboles. ¿Podría decirle a un suboficial que mecuesta más que a los demás? Sería inútil, ya quecorrería el riesgo de no ser comprendido, seríaimprudente porque sería utilizado contra mí. Sinduda el capitán Bovin lo intuyó y me puso aquí.(También es el único hombre ante el cual cavo conaire alegre).

Y, en primer lugar, debo mezclarme,identificarme con ésos con quienes comparto lavida, con ésos con quienes me une el pacto delinstinto de conservación. Es menester que meconvierta en un hombre de las cavernas y quecontribuya a la satisfacción de los apetitos de mihorda. Tengo que cavar, serrar, llevar, limpiar,recalentar, dar toda la importancia al cuerpo.¿Cómo explicar a mis camaradas que, en elconflicto que enfrenta al cuerpo con el espíritu,éste ha llevado en mí generalmente las de ganar?El espíritu, que es privilegio, ha sido abolido en

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mí; no hay espíritu en el alineamiento, puesperjudica a la comodidad de la tropa. Todariqueza espiritual es acaparada por los EstadosMayores, que la reparten a modo de obuses sobrela chusma humana.

Pero, por la noche, ante la nieve que brillahasta el infinito bajo un claro de luna refulgente,como una aurora boreal, se me ocurre pensar queallí, solo ante mi bastión de hielo, velo sobre latierra dormida, que me debe parte de su seguridad,que mi pecho es su frontera, y por eso siento unpequeño orgullo dentro del espíritu de laretaguardia. Para matar el tiempo, experimento conmóviles nobles, pruebo con las alegrías del puropatriotismo. Pero me doy cuenta por adelantado deque una ráfaga certera me quitaría las ganas de tanbella actitud.

Es cierto que si un alemán viniera a atacarmeharía lo posible por matarle. Para que no mematara él primero; y luego porque tengo la

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responsabilidad de cuatro hombres que están enlos blocaos, cuya protección está confiada a mí, yporque de no disparar podría exponerles a unpeligro. Estoy ligado a esta escuadra de jornalerosque maltratan mi pereza física. Es una solidaridadde compañeros de cadena.

Pero si, durante el día, tuviera en el punto demira de mi fusil, a ciento cincuenta metros, a unalemán indefenso, que no sospechara que le estoyviendo, muy probablemente no dispararía. Meparece imposible matar así, a sangre fría,cómodamente emplazado, tomándome el tiemponecesario para apuntar, matar con premeditación,sin una reacción automática que decida mi gesto.

Por suerte, como apenas es cuestión de matar,ni siquiera nos tomamos la molestia de disimularla luz de la brasa de nuestro pitillo. Quizá nosarriesgamos a recibir un balazo. Pero hay en esedesafío de fumar al descubierto algo que nos vengade la terrible mordedura del frío.

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Tras volver a ser hombre de trinchera,comprendo esa especie de fatalismo al que seabandonan mis camaradas, en esta guerra sinfantasía, sin cambios, sin paisajes nuevos, estaguerra de centinelas y de zapadores, esta guerra desufrimientos oscuros en medio de la mugre y delbarro, la guerra sin límites ni tregua, en la que nose actúa, en la que uno ni siquiera se defiende, enla que se espera el ciego obús. Comprendo lo querepresentan para el que no ha dejado nunca laaspillera esos dos años pasados, los cientos denoches de guardia, los miles de horas eternas,frente a la sombra. Comprendo que hayanrenunciado a hacerse preguntas. E incluso measombra que este rebaño, en el que estoyconfusamente mezclado, tenga aún tanta resistenciaque oponer a la muerte.

Al recibir el avituallamiento, paso por lo alto de

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la posición, con el cuerpo inclinado, una marmitaen cada brazo, un zurrón terciado. En un ramal, mecruzo con un suboficial. Nos entorpecemos elpaso, yo levanto la cabeza. Oh…

—¡Nègre!—¡Hijo mío!Tras las exclamaciones de alegría, mi viejo

vecino de cama en el hospital me cuenta quetambién él forma parte del regimiento desde hacedos meses, en calidad de sargento observadoradjunto al coronel. Pero estaba provisionalmentedestinado al primer batallón, lo cual explica porqué no me lo había encontrado todavía.

—A propósito, ¿cómo anda nuestro querido DePoculote?

—Muy bien, gracias.—¿Y qué anuncia?—¡Chitón! El general se ha vuelto muy

circunspecto. Pero, dicho sea entre nosotros, creoque planea una gran operación.

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—Entonces, ¿sigue con la ofensiva?—¡Más que nunca! Estamos preparando un

Austerlitz.—¿Y a qué espera?—Al sol. Hay que tener paciencia hasta la

primavera.—¿Y provisionalmente?—Provisionalmente, el general se ocupa del

aumento de la paga de los suboficiales. Cuentamucho con esta medida para el mantenimiento dela moral, partiendo de ese principio que reza queuna fábrica está a pleno rendimiento cuando sepaga bien a los encargados.

—¿Y los obreros?—Son mucho menos interesantes. ¡El barón se

está volviendo un gran político y un pensadorprofundo!

—¿Y tú qué haces?—Yo observo. Ante todo observo los lugares

donde caen los obuses, para no poner allí los pies.

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La prudencia enseña que ayúdate, y te ayudaráDios. Ayúdate quiere decir: búscate un enchufe.Comprenderás que la guerra me interesademasiado vivamente para que no quiera verlahasta el final… Luego, en los períodos detranquilidad, observo con los gemelos lo quehacen los bárbaros.

—Nègre, quisiera hacerte una pregunta que nodeja de atormentarme. ¿Qué piensas del valor?

—¿Todavía andas con eso? Esta cuestión hasido definitivamente resuelta. Los especialistas sehan ocupado de ella en el silencio de susdespachos. Sabe, pues, que el francés es valientepor naturaleza, y en esto es el único. Los técnicoshan demostrado que para llevar al alemán alcombate hay que hacerle absorber éter. Este corajeartificial no es coraje. ¿Y qué es de ti?

—¿Yo? Dicho sea entre nosotros: ¡las pasocanutas!

Le pido a Nègre que me haga designar como

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observador. El promete intentarlo y volver averme.

Después de dos meses de blocaos, nos relevan,cuando disminuye el frío. Dejamos casi con pesaresas cumbres donde nuestra vida ha sido tan dura,pero donde no corríamos peligro alguno. En elvalle nos enteramos de que el capitán Bovin hasido evacuado por enfermedad. Los hombres ríenburlonamente:

—¡Está cagado de venir a un sector donde seva a armar la gorda! Regla general: si ves a uncabrón que presta servicio en la retaguardia,puedes estar seguro de que se acojona ante unrifle.

Un joven teniente de reserva, sonriente ycordial, llamado Larcher, acaba de asumir elmando de la Novena. Regresamos a nuestroantiguo sector y nos encontramos al batallón de

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descanso en un pueblo, al pie de la montaña.El ayudante de batallón, al que conocí siendo

agente de enlace, me hace destinar al estado mayordel mando, en calidad de secretario-topógrafo.Estoy de nuevo salvado de la escuadra, enchufadootra vez.

Volvemos a subir pronto a la línea de batalla.En esta oportunidad me quedo en el campamentodel bosque, en unos refugios confortablesrecubiertos de rollizos. Nuestras ventanas dan a uncalvero en cuyo alto comienzan los ramales queconducen a las posiciones. Mis ocupaciones sonlas propias de un empleado de oficina: transcribirlas órdenes en varios ejemplares, redactar losinformes para el coronel, mantener los planos aldía.

Pasan unas semanas en medio de la calma, tansólo turbada por los golpes de mano habituales.Durante dos horas, la montaña se ve sacudida, lacresta se disgrega bajo la avalancha de torpedos,

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nuestras baterías rugen, resuenan las gargantas yunos largos obuses vienen a estallar en nuestrosparajes. Por la tarde, redactamos los estadillos debajas en hombres y material. Nos enteramos así delos muertos, un poco distraídamente, comosecretarios de ayuntamiento que registran lasdefunciones.

El frío disminuye. El sol recobra fuerza. Lanieve se funde, el bosque se ensombrece, la gentechapotea. Bandadas de pájaros se instalan en lasramas y cantan, brotes verdes asoman de la tierra.La llegada de la primavera nos alegra e inquietasecretamente. La primavera anuncia la reanudaciónde los grandes combates. Presagia nuevashecatombes. Ya no creemos en la guerra de lasvictorias decisivas, y sabemos que las ofensivasson por lo general más mortíferas para losasaltantes que para los defensores. Las ocasionesde muerte siguen siendo nuestra granpreocupación.

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Sin embargo, en primera línea, adonde voy aveces para anotar en el papel un detalle de nuestraorganización, los centinelas están más contentosporque sufren menos. Se mantienen en la entradade las chabolas, bromean, viven en el presente,por temor a enfrentarse al porvenir. Juegan a lascartas o al tángano con unas perrillas. Fumanmucho y no se separan de su cantimplora, suamiga.

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IIIEl chemin des dames

El hombre en el combate es un ser en el que elinstinto de conservación dominamomentáneamente todos los sentimientos. Ladisciplina tiene por fin domeñar este instintomediante un terror mayor.El hombre se las ingenia para poder matar sincorrer el riesgo de caer muerto. Su arrojo es elsentimiento de su fuerza, y ésta no es absoluta;delante del más fuerte, huye sin vergüenza.

TENIENTE CORONEL ARDANT DU PICQ

Estamos en Fismes, ciudad maldita, que tiene elaspecto hostil y triste de los grandes centrosindustriales. Es un núcleo de la industria de laguerra, rodeado de vías férreas, de andenes dellegada, de campamentos de marroquíes, deescuadrillas, un centro en el que convergen losinterminables convoyes, las piezas de artillería,

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las ambulancias, etcétera. Largos rebaños dehombres hacen pensar en unas entradas defábricas, en medio de los que se abren paso losautomóviles de los generales, esos patronos deforjas. Las forjas rugen delante de nosotros, en lascrestas, y sus yunques resuenan, duramentegolpeados por los pesados martillos trituradoresde carne.

Los acantonamientos se encuentran en unestado de suciedad asquerosa, pero no albergan,durante uno o dos días, más que gentes de paso,sacrificadas, por las que no es necesario tener yaconsideración. Simples apriscos de ganado.Estamos en Fismes, la ciudad de la agonía.

Estamos en Fismes, la ciudad de los supremosdesórdenes. Todas las plantas bajas son tiendas decomestibles que desbordan hacia la vía pública.Nunca hemos vistos tales pirámides de apetitososembutidos, de cajas con etiquetas doradas, talselección de vinos, licores, fruta. Pocos objetos:

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aquí no se compra lo que es duradero. Pero portodas partes hay bebidas y comida. Los mercantisnos tratan como a perros y nos anuncian losprecios con aire desafiante. Nunca los hemospagado tan caros y los soldados murmuran. Losvendedores les lanzan una mirada fría, implacable,que significa: ¿de qué servirá vuestro dinero si noregresáis? ¡Es cierto! Una detonación más fuertehace decidirse a los más agarrados; cargan susbrazos de cosas y alargan sus billetes.

¡Bebamos y comamos, pues! Hasta reventar…¡Pues hay que reventar!Paro en la calle a un suboficial de artillería

que conocí de civil. Es un muchacho alto ytranquilo, algo mayor que yo, con una limpiamirada de niño. En otro tiempo nunca le viencolerizado, ni siquiera indignado. No parecehaber cambiado. En un café donde nos hemossentado, me intereso por su vida. Me dice que esobservador destinado a la infantería y que vive en

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las trincheras con los infantes. Le pregunto:—¿Conoces el sector?—¡Demasiado lo conozco! Estuve en los

ataques del 16 de abril.—¿En qué lugar?—Enfrente, delante de Troyon. Me fui para el

frente con las tropas negras, el famoso ejército deMangin[36].

—¿Es cierto que este ejército fue masacrado?—Ya sabes lo que pasa. Cada uno no ve más

que su parcela. Pero en la mía hubo una carnicería.Yo puedo hablar de ello, pues formaba parte delas olas de asalto al lado del coronel J… Delbatallón con el que fuimos, no habían de volvermás que una veintena de hombres.

—¿Cómo explicar nuestro fracaso?—Pues de una manera muy simple: los boches

nos esperaban. ¿Sabes que se preparaba el ataquedesde hacía varios meses, que éste no era ningúnmisterio para nadie?

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—Exacto. En los Vosgos se anunciaba queestábamos montando algo formidable en el Aisne,que Nivelle había decidido hundir el frente con suartillería. En resumen, el ataque masivo, a caradescubierta.

—¡Pues imagínate tú! Los boches tambiéntenían artillería y divisiones. Las trajeron.Mientras nosotros hacíamos carreteras, pistas,depósitos de munición, ellos instalaban torretasblindadas para sus ametralladoras, construíanatrincheramientos, subterráneos y blocaos dehormigón, plantaban nuevas redes. Tuvieron todoel tiempo del mundo para organizar su trampa. Eldía en que nuestras olas se desencadenaron, dieronpalos de ciego. En dos horas, nuestra ofensiva fueparada en seco. En dos horas, teníamos decincuenta mil a cien mil hombres fuera decombate. Nunca se sabrá el número exacto.

—¿Y tú, ahí dentro?—Esperé en primera línea más de una semana

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el día del ataque. Las cuevas y los pueblos de losalrededores, Creutes, Marocaines, Paissy,Pargnan, etcétera, estaban atestados de tropas.Unos bonitos cañones pesados totalmente nuevoshabían venido a tomar posiciones en el barranco, atrescientos metros de las trincheras. Hombres portodas partes, artillería, acarreos, una verdaderaferia, vamos. Los boches dejaban hacer, pero susaviones, que volaban muy bajo, descubríantranquilamente todo aquel movimiento, nuestraspiezas, nuestros depósitos, nuestros puntos deconcentración… El 16 de abril, a las siete de lamañana, saltamos el parapeto. Al comienzo noencontramos ninguna resistencia, las primeraslíneas vacías delante de nosotros. Atravesamos elresto de la planicie y bajamos al barranco alemán.Los boches habían evacuado y se habíanparapetado en sus segundas líneas intactas, en lascrestas siguientes. Dejaron a nuestras olas bajar lapendiente, llegar hasta el fondo. Entonces

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desencadenaron sus cortinas de fuego, artillería yametralladoras. La gran ofensiva de Nivelle serompió allí, a menos de un kilómetro de su puntode partida, sin haber establecido siquiera contactocon el enemigo.

—¿Y cómo os replegasteis vosotros?—Por la noche.—¿Estuvisteis todo el día encajando?—No había manera de hacer otra cosa. Los

que no estaban hechos pedazos se habían echadocuerpo a tierra en los cráteres de los obuses paraescapar a las balas. No había que moverse.Habíamos ido literalmente a meternos justo enmedio de un campo de tiro.

—¿Qué decía el coronel J…?—¡No le llegaba la camisa al cuerpo! Había

enviado varias veces a unos negros hacia laretaguardia para pedir refuerzos, pero no habíavuelto a ver a nadie. Luego oímos ruido degranadas, los boches debían de contraatacar en los

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alrededores. El coronel me preguntó: «¿Conoce elsector?». «Bastante mal, mi coronel». «¡Qué levamos a hacer! Vaya a llevar este sobre algeneral». Pone a mi disposición a un gran negropara acompañarme. Pero había que cruzar esacortina de fuegos infernal. Nos arrastramos desocavón en socavón, reptando, saltando porencima de los cadáveres…

—¿Muchos cadáveres?—¡Alineados, amontonados! No hay más que

una expresión para traducirlo: caminábamos sobrefiambres… Al fin conseguí ganar el llano sin otrocontratiempo que mi equipo seccionado por unabala; pierdo mi revólver, mi careta, misgemelos… En el llano, tomamos por los ramaleshacia el puesto de mando de la división, en unacueva del barranco de Troyon. La cueva estaballena de oficiales, y se insultaban todos, delcanguelo. ¡Aquello no tenía ni pizca de gracia!Alargo mi papel, lo leen y se ponen a insultarme

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también a mí: «En primer lugar, ¿de dónde vienes?¿Dónde estabas?». «Con el coronel J…, migeneral». «¡Eso es mentira! El coronel J… fuehecho prisionero a las nueve de la mañana…».¡Menudos tíos locos! «No, mi general, acabo dedejar al coronel, que teme estar cercado y meenvía a pedir refuerzos». «¿Qué refuerzos? Yo notengo ya hombres…». «Quedan algunosterritoriales»[37], dice otro. «Vamos a ver…».Espero, una hora quizás… Por fin se adelanta uncapitán hacia mí, con aire de sospecha: «¿Estásseguro de encontrar al coronel J…?». «Creo quesí, mi capitán». «Pues, en ese caso, llevarás eldestacamento que espera en la puerta». Fuera, almando de un ayudante, encuentro a unos cuarentaterritoriales, con el rostro descompuesto, cargadosde cajas de granadas. Y los pobres tipos se ponena insultarme: «¡Cerdo artillero, so c…! ¡Podríashaberte callado! ¿Qué quieres que vayamos ahacer nosotros allí? Ése no es nuestro sitio, el de

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unos hombres de nuestra edad…». ¡El follón quese armó! Yo les digo: «Si no queréis venir,quedaos. Pero yo tengo que volver». Su ayudantedecide: «Ve tú por delante. Yo me quedaré detráspara obligarles a ir». Partí bajo el bombardeo, a lacabeza de los cuarenta veteranos, más muertos quevivos, que gemían y se paraban a cada veinticincometros para deliberar. Llegamos por la noche, enel momento de replegarnos.

—¿Dejasteis vuestras bajas sobre el terreno?—Por supuesto. Eramos unos cientos de

sobrevivientes, y había miles de heridos y demuertos.

—¿Y luego qué pasó?—¡Nada, se acabó! Los boches retomaron sus

antiguas posiciones, sin resistencia por nuestraparte. Si hubieran atacado en serio a su vez, noshabrían echado del Chemin des Dames, de eso nocabe ninguna duda. Se limitaron a bombardearnosduro.

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—¡Un verdadero desastre!—Ni que lo digas. Un asunto vergonzoso, una

empresa para arruinar al ejército francés.—¿Fue ese desastre, en tu opinión, el que

provocó los motines?—Sin ninguna duda. Ya conoces la pasividad

de los hombres. Todos están hasta el gorro de laguerra desde hace tiempo, pero van al frente. Paraque las tropas se rebelaran fue preciso que se lasllevara hasta el límite.

—¡Se habló de traidores!—No te puedo decir nada al respecto, te

cuento lo que vi. Han corrido, como siempre,infinidad de rumores contradictorios. Pero yo creoque todo tiene una explicación simple. Cuando sequiso obligarlos a atacar de nuevo, los soldados sesintieron perdidos, lanzados a la carnicería porunos incompetentes que estaban emperrados. Lacarne de cañón se rebeló, porque habíachapoteado ya demasiado en los charcos de sangre

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y no veía otro medio de salvarse. La provocaciónfue de los jefes, de determinados jefes. Piensa quese ha fusilado a una pobre gente que habíasoportado ya años de miseria, y que ni un sologeneral ha sido juzgado. Había que haber buscadoen los Estados Mayores a los responsables de larebelión, que era la consecuencia de la masacre.

—¡Han corrido vagos rumores de que lospolíticos pusieron trabas a la acción militar y deque nosotros habríamos podido triunfar!

—¡No, no y no! Se dirá lo que se quiera, perolo cierto es que la jornada del 16 de abril costóochenta mil hombres al ejército francés. Trassemejante sangría, nadie podía plantearse seguiradelante. ¡Yo vi de demasiado cerca los efectos dela doctrina de esos locos furiosos!

—¡Todo esto no es muy alentador quedigamos!

—¿Sigues creyendo que la guerra es unaocupación en la que la inteligencia tiene mucho

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que ver? Serías el único…—De acuerdo. Sólo que nosotros vamos a

subir al Chemin des Dames…—No dejes que te afecte. Mira, yo he

regresado. ¡Tomémonos otro trago!

En el acantonamiento discuto con dos agentes deenlace sobre cuánto durará el período depreparación que vamos a pasar en primera línea.Llega un ciclista con información muy fresca,espigada un poco por todas partes. Declara:

—No es una cuestión de tiempo, ni de que elataque haya de tener éxito. Para ser relevados espreciso que las unidades sufran al menos elcincuenta por ciento de bajas.

Esta información supone para nosotros unmazazo. ¡La mitad de bajas! Pienso lo siguiente:estamos allí cuatro hombres, de los que ningunotiene más de veinticinco años. Dos deben morir.

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¿Quiénes? A mi pesar, busco en los otros signosde fatalidad, esos indicios que anuncian a los seresmarcados por un destino trágico. Imagino susrostros del color de la cera, pálidos, elijo ennuestro grupo a dos camaradas para hacer de ellosunos cadáveres…

Sin duda, este razonamiento puede ser, enrealidad, falso y acaso podamos regresar loscuatro. Pero, ateniéndose a las cifras, es exacto.

Desde esta conversación, no puedoencontrarme en presencia de un hombre de nuestraunidad sin hacerme esta pregunta: ¿él o yo? Siquiero vivir, es menester que le condeneresueltamente, que mate mentalmente a mi hermanode armas…

Es lo que se llama la guerra de desgaste.

Vamos para allí.El regimiento atraviesa Fismes por última vez,

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con música a la cabeza, a paso cadencioso.Desfile macabro delante de unos civiles que estánya acostumbrados y se quedan allí sólo para ganardinero.

De repente: «¡Presenten… armas! ¡Vista a laderecha!». En la loma hay un general con botas decharol, la mirada intrépida, la mano en el quepis.Algo me llama la atención en aquella mano: tieneel pulgar hacia abajo, el gesto del emperador en laarena antigua…

«¡Ave, compañero! Morituri te salutant».

Nos vamos acercando a los estallidos. A laentrada del pueblo de Euilly hay que cruzar uncanal por un puente de madera, rodeado de ruinasque son el rastro de los bombardeos. Pasamos laEstigia.

A la salida del pueblo, la carretera está llenade embudos, los más recientes de los cuales se

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distinguen por el color de la tierra. Estamos bajola amenaza de un tiro que puede en cuestión desegundos venírsenos encima. No hay más remedioque avanzar rápidamente. Nos cruzamos con unasambulancias Ford, conducidas por americanos;rechinan, hacen ruido de ferralla, parece que vayana volcar. Salen lamentos de ellas. Las bacas,levantadas por los tumbos, descubren unos heridoslívidos, con vendajes manchados de sangre.

Una calma momentánea nos permite alcanzarsin contratiempos el pie de un gran acantilado, unpliegue avanzado del Chemin des Dames. Elcomandante detiene al batallón para orientarse.Pero unos que pasan nos gritan que no nosquedemos allí. Atacamos la ladera, inclinadosbajo nuestras cargas, ayudándonos con las manosen los lugares donde la pista es resbaladiza.

A veinte metros de la cima, encontramos laentrada de unas cuevas inmensas, con capacidadpara varios batallones. Apenas han entrado los

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últimos hombres, el bombardeo se desencadenacon furia por encima y por debajo de nosotros. Yaera hora.

Esperamos en esa cueva de ladrones nuestroturno para subir a las trincheras. Los obuses silbandelante de las salidas, día y noche.

Dos de la mañana.Acodado sobre un tablero, delante de un farol

de gas, velo al fondo del refugio. Hemos hecho elrelevo hace poco. El puesto de mando del batallónestá instalado en una zapa muy larga, una estrechagalería, cortada en dos ángulos rectos, a diezmetros bajo tierra. En esta zapa se albergantambién secciones de reserva. Todo el mundoduerme, menos los vigilantes de las salidas y yo,que estoy separado de ellos por las revueltas, lasescaleras y los bultos de los soldados tumbadospor el suelo, amontonados unos sobre otros,doblados, cubiertos por las sombras, inmóvilescomo muertos. La zapa alberga a un centenar de

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hombres, sobre los que habría que caminar parapasar. Siento sobre mí el peso de estos hombres,de su confianza, que me produce una impresión desoledad. Algunos se debaten en un sueño pesado,tienen sobresaltos nerviosos, lanzan gritos deangustia que me estremecen.

Mi espíritu, que vive débilmente, que velasobre estos espíritus apagados, medita: estamos enel Chemin des Dames. Leo en un plano nombresconocidos: Cerny, Ailles, Craonne, nombresterribles… Estudio nuestra posición. Nuestrasprimeras líneas se encuentran, a lo sumo, a cienmetros por delante de nosotros, y, detrás, notenemos más que cincuenta metros de distanciaantes del barranco, al que los alemanes tratan delanzarnos. En la parte baja de este barranco está lallanura, hasta donde se pierde la vista, una llanuratan removida, tan desolada, que se diría un mar dearena (la he observado al venir a reconocer elpuesto de mando). El enemigo ha desencadenado

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últimamente violentos ataques para asegurarsedefinitivamente la cadena de las planicies, y estosataques han progresado. En el punto que nosotrosdefendemos nos quedan ciento treinta metros deprofundidad para encaramarnos a las crestas.Estamos a merced de una gran acción bien llevada.Aquí, en el fondo del refugio, si la primera líneaafloja, nos veremos impotentes —con cincuentaescalones que subir—, atrapados o asfixiados porlas granadas. La situación no es precisamentealegre…

Las tres… Calma absoluta…Recibo un bastonazo en la cabeza que me hace

vibrar los tímpanos, que provoca esa desazóninterior que conozco demasiado. Un viento brutalme abofetea, apaga el farol de gas y me sume enuna oscuridad de tumba. El machaqueo se abate,perfora sobre nosotros con furia, hace crujir losarmazones de la zapa. Busco unas cerillas, vuelvoa encender el farol, con temblores de alcohólico.

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Arriba es el aplastamiento. El bombardeo alcanzauna intensidad inaudita, adquiere una cadencia deametralladora, regular, como una sordina sobre laque se desatan las explosiones profundas de losgrandes proyectiles, con cohetes retardados, quenos buscan bajo tierra.

Mis camaradas, protegidos por el espeso taludque amortigua los sonidos, siguen sumidos en elsueño, agotados, como soldados que duermen encualquier parte. Yo escucho, espero. Les dejo unpoco más de inconsciencia, soporto solo laangustia. La violencia del tiro anuncia sin duda unataque. ¿Cómo pueden aguantar las secciones delínea?… Habrá que batirse. ¿Batirse? Amartillomi pistola automática.

Una fuerte detonación hace vacilar de nuevo lallama. Luego me llegan unos gritos enloquecidosdesde el fondo de la sombra: «¡El gas! ¡El gas!».Entonces sacudo a los que me rodean: ¡el gas! Nosponemos las caretas. Los hocicos de cerdo nos

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vuelven monstruosos y grotescos. Estamos sobretodo en un estado lamentable, la cabeza dobladasobre el pecho. Ahora, cien hombres, en esa zanja,escuchan cómo se lleva a cabo la destrucciónencima de ellos, en ellos, escuchan las sugestionesdel miedo que destroza los nervios. ¿Será esta vez,dentro de un instante, cuando muramos, como semuere en el frente, desgarrado?

Nos llegan otras voces:—¡Haced correr la voz de que hay una entrada

desfondada!El torpedo ha enterrado a los dos vigilantes.

Comienza el horror…—¿Qué vigilantes?Esperamos sus nombres, como números de una

lotería fúnebre. Es preciso ponerse a trabajarinmediatamente para sacar los cuerpos.

El comandante ocupa un nicho lateral, unapequeña cabina subterránea, que comparte con suordenanza. Se le oye preguntar:

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—¿Qué coño pasa?—No lo sé, mi comandante.—Enviad a los agentes de enlace.Unos hombres retroceden bruscamente, se

ocultan, unos hombres que tiemblan. El ayudantese enfada:

—¡El enlace, vamos, deprisa!Los mismos hombres reaparecen con rostros

de espanto.—Id a las compañías, en pareja.—¡Se nos van a cargar sin falta!—Esperad cerca de la entrada a que esto se

calme un poco —deja caer.Van a apostarse.¡Las ametralladoras!… Las ametralladoras

tabletean. El ruido de las terribles máquinasdomina a todas las demás, produce cortes en elbombardeo… Guardamos silencio, con el corazónen un puño: es ahora cuando empieza la partida…

—¿Han vuelto los agentes de enlace?

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—Aún no, mi comandante.—¡Que manden a otros!—¡Está loco!Dos hombres pálidos se alejan lentamente,

encorvados. El brigada levanta el dedo, aguza eloído:

—¡Se diría que esto afloja!Sí…, en efecto. El bombardeo disminuye. Las

ráfagas suceden al fragor. Pero, en ese sectordesconocido, no podemos sacar ningunaconclusión.

Se oye a alguien precipitarse escaleras abajo.Dos agentes de enlace vuelven, chorreantes desudor, los ojos de mirada vaga. Informan alcomandante:

—Los boches han salido delante de la Novena.Se los ha parado.

—¿Han sufrido mucho daño las compañías?—Bastante, mi comandante. Han caído varios

obuses en la trinchera. Piden a los camilleros.

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—¿Han alcanzado a Larcher?—No, mi comandante. Dice que no corre

peligro por el momento y que, si los bochesvuelven, se les recibirá.

¡Salvados, por esta vez! Llegan los estadillosde bajas: once hombres fuera de combate en laNovena y siete en la Décima.

Hacia las nueve, aprovechando una tregua, elcapitán ayudante mayor del comandante va avisitar el sector. En su ausencia, se reanuda elbombardeo. Le traen herido, al parecer degravedad. El médico militar del batallón viene avendarle, y se lo llevan. La serie de desgraciascontinúa… Nos quedamos con el comandante. Desus medidas dependerá nuestra suerte. Su actituden los sectores tranquilos era más que prudente,hacía sonreír. Es quizá un bien: no noscomprometerá en acciones temerarias.

El bombardeo prosigue, al ralentí.

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Esta segunda noche he tenido que ir alavituallamiento, a la punta del barranco de Troyon,y vuelvo cargado de chuscos dentro de una lona detienda. Un racimo de torpedos nos sorprende justodelante de la entrada del refugio. Al resplandor deun cohete, reconocemos a Frondet, de guardia, quese santigua en el momento de las explosiones,como una vieja durante la tormenta. Alprecipitarse hacia las escaleras, mis camaradasríen. Pienso: «¡Reza, intercede, recupérate comopuedas, pobre abuelo!». Frondet, de treinta y tresaños, es un hombre bien educado que ocupaba enel extranjero un puesto importante en la industria, yha conservado hasta ahora sus buenos modales.Sufre sin quejarse de la promiscuidad que imponela guerra y de la tosquedad de sus compañeros.Pero su compasión, que es conocida, no le salvadel miedo. Determinados días parece un anciano.Y tiene ese rostro surcado de arrugas, esos ojostristes, esa sonrisa desesperada de aquéllos a

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quienes corroe una idea fija. Cuando el miedo sevuelve crónico, hace del individuo una especie demonomaniaco. Los soldados llaman a este estado«la negra». En realidad, es una neurasteniaconsecutiva a un agotamiento nervioso. Muchoshombres, sin saberlo, son unos enfermos, y suestado febril los lleva tanto al rechazo de laobediencia, al abandono del puesto, como atemeridades funestas. Determinados actos de valorno tienen otro origen.

Frondet se aferra a la fe, a la oración, pero hecomprendido a menudo, ante la conmovedorahumildad de su mirada, que no sacaba de ello unconsuelo suficiente. Le compadezco en secreto.

Vivimos desde hace dos días apretados unoscontra otros, en esa zanja en la que el aire estáviciado por los alientos, los sudores resecos, quehuele a agrio y a orina.

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Varias veces al día se desencadenan furiososbombardeos, sin causa aparente. Su amenaza pesasobre nosotros y no nos deja estar nuncatranquilos. Nos tememos siempre un ataque,vernos obligados a salir para sostener una luchadesesperada, oír gritar en alemán en las salidas oestallar granadas en las escaleras. No vemos nada,dependemos absolutamente de las compañías quese baten delante de nosotros.

Los alemanes no se han dejado ver más. Pero,a la menor inquietud, en ese frente donde loscombatientes están nerviosos, en guardia, laslíneas piden la artillería, que escupe al primercohete e inflama al punto una extensa zona. Laalerta se propaga como un reguero de pólvora. Encuestión de minutos, la erupción recubre una partede las mesetas. Nunca reina una calma absoluta,los torpedos no cesan jamás su pesado trabajo, tanfunesto para los nervios, y caen un poco por todaspartes. El número de víctimas aumenta.

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El comandante ni siquiera ha reconocido susector y no sale de su cabina. A excepción delayudante que recibe sus órdenes, nadie le ha visto.Se alivia en una marmita, que el ordenanza va avaciar sobre el parapeto. Le preparan sus comidascon una lámpara de alcohol, y debe de pasar lamayor parte del tiempo tumbado en su litera. Haperdido toda dignidad, ni siquiera salva lasapariencias. Demasiado sabemos lo que nos pasa anosotros para juzgarle con excesiva severidad,pero estamos indignados porque exponeinútilmente a su enlace. Despacha a los correos dedos en dos bajo los obuses y lanza a los equiposuno tras otro, sin dar tiempo a los primeros acumplir su misión. Estos hombres no pueden traerninguna información importante, y los jefes de lasunidades serían los primeros en pedir ayuda si lanecesitaran. Tenemos la impresión de que nuestrocomandante, que no está a la altura de susfunciones, nos haría matar estúpidamente a todos,

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que el miedo le enloquece, sin privarle de losderechos que le conceden sus galones.Consideramos que nuestro batallón no tiene yajefe, lo que acaba por desorientarnos. Felizmente,conocemos el valor, las agallas de los trescomandantes de compañía, que saben enjuiciar unasituación y permanecen de pie, en medio de sushombres, en la trinchera. Los tenientes Larcher, dela Novena, y Marennes, de la Décima, ambos deunos veintiséis años de edad, rivalizan enintrepidez. El primero está siempre en el sitio másexpuesto de su sector. El segundo informa a loscorreos, se sienta sobre el parapeto para observarlas posiciones alemanas. En cuanto al capitánAntonelli, de la Undécima, se pone hecho una furiaen la acción, que le llevaría sin duda a la primeralínea de un contraataque, y, mayor en edad que losotros dos, no querría mostrarse inferior a ellos.Los tres son capaces de dejarse matar antes queentregar su trinchera y animan a sus hombres. Ellos

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suplen la incapacidad del jefe del batallón,reciben sus órdenes con desprecio y se ponen deacuerdo respecto a las medidas que hay que tomar.Nosotros contamos con ellos.

Se ha descubierto, en una zapa de primera línea,los cadáveres de algunos de los hombres delbatallón que nosotros relevamos. Se supone queestos hombres han muerto de asfixia, tras haberinhalado gases.

Tengo en mis manos una pequeña Kodak debolsillo, encontrada encima de uno de ellos. Medan ganas de quedármela porque este aparatopertenecía al subteniente F. V… (me entero así desu muerte), al que conocí un poco en la facultad,donde estudiaba letras. Pero pienso que mi gestosería mal interpretado. Devuelvo la Kodak almontón de los despojos, aunque dudo que llegue alos parientes. Otros tendrán quizá menos

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escrúpulos que yo, sin la excusa del recuerdo.Más tarde, meto el aparato debajo de los otros

objetos. No es que siga despertando mi codicia.Pero me recuerda a su propietario. F.V…inspiraba las más grandes esperanzas, y estamuerte es conmovedora porque ha golpeado, acien metros de aquí, a un ser al que estaba unidoantes de la guerra. La muerte de quienes hemosconocido en la guerra, por triste que sea, no tienela misma significación, las mismas resonancias.

Nuestra artillería pesada procede a unos tirosmetódicos de destrucción, a razón de un obús cadacinco minutos. Impacta demasiado cerca: los 155 ylos 220 caen en nuestras líneas casiinvariablemente. Un sargento es proyectado porlos aires, tenemos heridos. No faltan motivos paracreer que durante los bombardeos recibimos losobuses de los nuestros. Constantemente acuden

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hombres, profiriendo insultos para pedir que sehaga un tiro más largo. Nosotros multiplicamos losmensajes y las señales. No sirve de nada. Unsubteniente viene a nuestro encuentro, indignado:

—¡Es una vergüenza! ¿Dónde están losoficiales de artillería pesada? No hemos visto enningún momento a ninguno, y no podemos hacernada más.

—¡Menuda panda de asquerosos! ¡Temenmancharse las botas! ¡Su cuero no vale más que elnuestro!

Se van, con lágrimas de rabia. El tiro prosigue,regular, estúpido, abrumador. Esta prueba, almenos, debería ahorrárseles a los hombres de latrinchera.

Un dolor extraño me despierta.Estoy acostado, con las piernas encogidas, en

un estrecho refuerzo, bajo una tabla que sostiene

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papeles, mapas, equipos. Estoy acostado en lasombra, olvidado, sobre una pila de sacos terrerosque se encontraban allí.

Tengo esta primera noción, instantánea: elbombardeo ruge con furia. La segunda me vienedel dolor, que se localiza y me espanta. Pero no esnada…, no hay que perder la cabeza…, ya sepasará. Sin embargo, he de rendirme a laevidencia: tengo cólicos. Tendré que salir. ¿Salir?… Arriba, aquello es un infierno. El refugio se vesacudido por el mar de fondo de los grandesproyectiles y cruje, como un navio en la tempestad.El rumor del fuego graneado llega mediantetufaradas… ¡No puedo salir!

Es un drama oscuro, un drama ridículo, en elque tal vez me vaya la vida… Mis entrañasfermentan, se hinchan, ejercen un empuje que va ahacer ceder los músculos. Mi cuerpo metraiciona… ¡Vamos, hay que ir!… ¿Arriba?…Pienso en las letrinas, cerca de la salida donde

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caen los torpedos. Imagino la noche estridente,cegadora, las llamaradas de fuego, los roncossoplos que se perciben una décima de segundoantes de la llama… ¡No puedo, no puedo ir!Vamos, uno no se juega la vida por un simplecólico, se controla. ¡No, sería demasiado necio!

Solo, con las rodillas encogidas, las manosapretadas sobre el vientre, los ojos cerrados,lucho con todas mis fuerzas, sobrehumanamente.Me retuerzo, transpiro y ahogo mis lamentos. Nohe aguantado nada peor en mi vida. Y seprolonga… ¿Aguantaré? Debo, quiero aguantar…

«¡Pero ve, pues!». Me veo volversimplemente, una vez hecha la cosa, volverliberado, intacto y orgulloso, como tras una hazaña(¿acaso no sería una?). Me veo, el rostro tranquilo,la carne apaciguada, pensando: bastaba conatreverse… «¡Pero sabes perfectamente que noirás!». No, no iré…

Este bombardeo no acabará nunca…

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Me debilito. Los anillos musculares sedistienden, las válvulas van a saltar. Misarticulaciones están anudadas por el esfuerzo,como por un acceso de reumatismo. ¡No puedoseguir más aquí!

Me distiendo lentamente, me incorporo,atravieso esta lúgubre cripta, con el cuerpodoblado, aguantando ese vientre de plomo quehace flaquear mis piernas, tanteando las paredes ybuscando un espacio, entre los hombres tumbados,para poner mis pies. Me detengo varias veces,pataleando en el sitio, para resistir a un ataque másviolento.

Tras la parte central, cuando se ha doblado ala derecha, se inicia una larga pendiente que subea la superficie. Aspiro el aire más fresco, peroacre, y los estallidos se tornan más secos. Sedistingue el gluglú de los 210 que van a lo lejos ylas aceleraciones de caída de los que se precipitanen el barranco. Breves ráfagas de ametralladoras.

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Débiles chirridos que deben de ser de granadas. Elariete de los torpedos y sus lentas explosiones deminas en una cantera…

Bruscamente, un fulgor, que parece llegar porun tragaluz, ilumina el refugio e indica la entrada,el final del túnel a quince metros. Luego es una luzextraña de claro de luna, el tiempo de un coheteluminoso. Esta visión me deja parado, en lasombra, y titubeo como un paciente en la puertadel dentista. Me parece que estoy mejor. Sí, estoymejor, he hecho bien en andar… Pero losretortijones se reanudan. Sigo avanzando un poco ychoco, en la noche, con los dos vigilantes, que hanentrado para refugiarse.

—¿Adónde vas?—A las letrinas.—¡No es momento de ir a hacer tus

necesidades! Si no, escucha. En este rincón noparan de darnos.

—Sí…, ¿tú crees?

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Me acuclillo sobre una caja. Los resplandorestan próximos me infunden fuerzas renovadas pararesistir. Los vigilantes prosiguen:

—Puedes estar seguro de que los boches hanlocalizado el lugar en las fotos de la aviación.¡Cómo atacan los cabrones! Es una idiotez dejar ahombres fuera, pues no se ve nada. Hayexplosiones por todas partes, uno no sabe yadónde están las primeras líneas.

Los lanzamientos se vuelven más espaciados,más escasos. Voy a probar suerte.

—Prepárate —me dicen los otros—. ¡Vamos,rápido!

Salgo, desabrochado, inclinado. Encuentro latabla y me agacho, con los ojos cerrados. Todasmis facultades están concentradas en mis oídos,encargados de detectar el peligro, de seleccionarlos sonidos.

Vuuuuuuu… Doy un brinco, con el pantalóncogido con las manos, hasta la entrada. El torpedo

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estalla muy cerca, la ventolera silba por encima demí, las esquirlas se incrustan en la tierra.

—¿No te han alcanzado? —exclaman losvigilantes, inquietos.

—No —digo yo, entrando.—¡Ya te digo yo que te lo corta! ¡Es jodido no

tener tranquilidad ni para eso!He de volver… Espero de nuevo. La noche

pierde su claridad, su sonoridad. El estruendo seespacia, se reparte. Aprovechemos. La segundasentada es más prolongada, ningún proyectil memolesta.

Vuelvo al refugio y me quedo con losvigilantes, agotado, preparándome para sufrir unnuevo ataque del mal burlón. Tengo el cuerpovacío y débil, el fresco de la mañana me hacetiritar. Acabo de sufrir en vano, ridículamente.

Los otros se quejan:—¿Es que van a dejarnos mucho más tiempo

aquí?

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Mucho más tiempo, me temo. Es decir, algunosdías. Pero los días se hacen interminables en estesector de condenados a muerte, a los que sólo elazar puede perdonar la vida.

La furia de la artillería no hace sino ir en aumento.Día y noche, ya no tenemos ningún descansomoral. Día y noche, los picos enloquecidosahondan sobre nosotros, cada vez másprofundamente. Día y noche, los proyectiles seensañan con ese trozo de terreno que debemosdefender. Comprendemos que se prepara unataque, que es necesario un desenlace a toda estafuria. Comprendemos que dos estados mayores hanentablado en estas planicies una lucha que pone enjuego su vanidad y su reputación militar, que deesta conquista dependen el ascenso de uno y ladesgracia del otro, que este ensañamiento, que noes sino desesperación entre los soldados, es

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cálculo ambicioso de algunos generales alemanes,que cada día miden sobre un mapa cuántoscentímetros los separan aún de ese objetivo quetienen el orgullo de alcanzar, que están indignadospor el estancamiento que nosotros les imponemosy lo achacan a la falta de valor de sus tropas.Comprendemos que son necesarios, por uno y otrobando, muertos y más muertos para que el que hatomado la iniciativa de la batalla se espante de lasbajas y cese su empuje. Pero sabemos que hacenfalta verdaderamente muchas víctimas para asustara un general, y el que se obstina delante denosotros no está aún próximo a renunciar.

Las grandes ofensivas del frente, calmadas portodas partes, dejan disponible una enorme cantidadde material que hace muy mortíferas las accioneslocales. Desde Verdún, el bombardeo intensivo dela artillería se ha convertido en el métodocorriente. El menor ataque se ve precedido por unmachaqueo que tiene por finalidad nivelar las

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defensas adversarias, diezmar y aterrorizar a lasguarniciones. Con un buen reglaje de estos tiros,hay hombres que salvan la piel sólo porque esimposible lanzar obuses por todas partes. Los quehan logrado salir con vida están dominados poruna especie de locura.

No conozco efecto moral comparable al queprovoca el bombardeo en el fondo de un refugio.La seguridad se paga allí con una sacudida, undesgaste de los nervios que son terribles. Noconozco nada más deprimente que ese sordomartilleo que le acosa a uno bajo tierra, que lemantiene hundido en una galería maloliente quepuede convertirse en la propia tumba. Para subir ala superficie, se requiere un esfuerzo del que lavoluntad se vuelve incapaz si no se ha superadoesa aprensión desde un principio. Hay que lucharcontra el miedo desde los primeros síntomas, si nose cae presa de su hechizo, y entonces uno estáperdido, se ve arrastrado a una debacle que la

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imaginación precipita con sus espantosasinvenciones. Los centros nerviosos, una veztrastornados, mandan a contratiempo y traicionanincluso el instinto de conservación por medio desus decisiones absurdas. El colmo del horror, quese añade a esta depresión, es que el miedo deja alhombre la facultad de juzgarse. Éste se ve en elgrado extremo de la ignominia y no puedelevantarse, justificarse a sus propios ojos.

Yo estoy en ello…He caído al fondo del abismo de mí mismo, al

fondo de las mazmorras donde se oculta lo mássecreto del alma, y es una cloaca inmunda, unatiniebla viscosa. Esto era yo sin saberlo, esto soy:un tipo que tiene miedo, un miedo insuperable, unmiedo a implorar, que resulta aplastante… Seríapreciso, para que yo saliera, que se me obligara aello a golpes. Pero creo que aceptaría morir aquípara no verme forzado a subir los escalones…Tengo miedo hasta el punto de no aferrarme ya a la

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vida. Por otra parte, me desprecio. Contaba con miautoestima para sostenerme y la he perdido.¿Cómo podría seguir mostrando seguridad,sabiendo lo que sé de mí, querer destacar, brillar,después de lo que he descubierto? Tal vezengañase a los demás, pero sabría perfectamenteque miento y esta comedia me repugna. Pienso enCharlet, que me inspiraba compasión en elhospital. Yo he caído tan bajo como él.

Ya no como, tengo el estómago encogido ytodo me da asco. Sólo tomo café y fumo. Ya no sé,en esta noche perpetua, cómo transcurren los días.Permanezco delante de mi tablero, inclinado sobreunos papeles; escribo, dibujo y velo una parte delas noches para asegurar una permanencia. Unoshombres, a los que prefiero no ver, me empujan alpasar, y unos heridos gritan en el rincón donde selos deposita provisionalmente. Me enfrasco entareas inútiles. Pero no escucho más que losobuses, y mi temblor interior responde al gran

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temblor del Chemin des Dames.Creo que si tuviese la suficiente voluntad para

salir y atravesar la cortina de fuegos, me liberaríade esta obsesión, como una vacuna muy peligrosainmuniza por un tiempo a los que la soportan. Perocarezco de esta voluntad, y si la sintiera en mí, noestaría tan abrumado. Luego habría que volver ahacerlo cada día.

He interrumpido incluso las funciones de micuerpo: ya no siento la necesidad imperiosa de ir alas letrinas. Paso las horas de descanso en mirincón, oculto a las miradas, escuchando los ruidosdel exterior, y recibo en el pecho todos losimpactos del bombardeo. Tengo vergüenza de estabestia enferma, de esta bestia echada en que me heconvertido, pero todos los resortes se han roto.Tengo un miedo abyecto. Es para escupirme a mímismo.

He encontrado una botella vacía debajo de lossacos terreros de mi camastro, un frasco con su

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tapón, y mi cobardía se ha alegrado por ello.Periódicamente, me vuelvo de lado y meo dentrode la botella, a chorritos, para que nadie sorprendami manejo inconfesable. Mi preocupación duranteel día no es otra que vaciar lentamente la orina,hacerla absorber por la tierra, ¡ah, soy un cerdo!

La muerte sería preferible a este degradantesuplicio… Sí, si esto fuera a durar mucho tiempomás, preferiría morir.

Mi espíritu me atormenta:—¡Eres tan cobarde como el comandante!—Pero no soy comandante…—¿Y si lo fueras?—Se impondría el amor propio, creo.—¿Y qué haces con tu amor propio de

soldado?—No lo he comprometido libremente. Y no

siento la obligación de dar ejemplo.

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—¿Y tu dignidad, cabo?—¿A qué vienen todas estas preguntas?—A que la guerra está en estas preguntas, en

este conflicto interior. ¡Cuanto más capaz eres depensar, más debes sufrir!

A la miseria física se suma la miseria moral,que mina al hombre y le disminuye: «Elige entre elenvilecimiento y los obuses».

Hay que sufrir ambos…

CONFIDENCIAL

Documentos adjuntos: una orden deoperaciones y un plan.

Del coronel Bail, comandante del poj R. I.para el jefe de batallón Tranquard, comandantedel tercer batallón del 903.

El jefe de batallón Tranquard tomaráinmediatamente las medidas para atacar. Doscompañías participarán en el ataque. Lacompañía de reserva será concentrada en la

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trinchera de Franconia, lista para reforzar lastropas de asalto.

Objetivo: la trinchera de los Casques, delpunto A al punto B, indicados en el plano.

Hora H: 5.15 horas.Las unidades deberán estar en el sitio a las

4.30 horas. La preparación de la artilleríacomenzará a las 5 horas.

El jefe de batallón Tranquard se adaptará alas medidas detalladas en la orden deoperaciones en lo concerniente a los enlaceslaterales, las señales, el suministro demuniciones, la evacuación de los heridos,etcétera. Pero tomará todas las medidas quepudieran exigirle la naturaleza del terreno ocircunstancias especiales, medidas queconsidere que pueden contribuir al éxito de laoperación.

El jefe de batallón Tranquard mantendrá alcoronel al corriente de los preparativos y le

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confirmará a las 4.30 horas, mediante lasseñales convenidas, que su unidad está listapara entrar en acción.

El coronel comandante del 903 R.I.BAIL

Y de puño y letra del coronel: «Se trata deganar el trozo, la División de Infantería, loconsidera de suma importancia. Cuento para ellocon el tercer batallón».

Son las diez de la noche. Inclinados, leemospor encima del hombro del ayudante el siniestrodocumento que el comandante acaba decomunicarle.

La sentencia de muerte, la sentencia de muertepara muchos… Nos miramos, y nuestras miradasdelatan nuestro desamparo. Nos falta el valor dedecir una palabra. Los agentes de enlace se retiran,encargados de difundir la trágica noticia.

Ésta no tarda en correr a lo largo del

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subterráneo, despierta a los durmientes, anima lasombra de cuchicheos, endereza los cuerpostumbados, que tienen sobresaltos de moribundos.

—¡Atacamos!Luego hay un pesado silencio. Los hombres

vuelven a caer en la inmovilidad, se refugian en laoscuridad para hacer muecas de dolor.

Todos permanecen estupefactos, anonadados,con un nudo de angustia en la garganta: ¡atacamos!Cada uno se aísla con sus presentimientos, sudesesperación, se tranquiliza, fuerza a su carneindignada, rebelada, lucha contra las visionesespantosas, contra los cadáveres… Da comienzola velada fúnebre.

—¡Rápido, las órdenes!Escribo. Escribo lo que me dicta el brigada,

palabras que preparan la matanza de miscamaradas, quizá la mía. Me parece que meconvierto en cómplice de esta decisión. Calco asívarios planos para los comandantes de compañía,

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sobre los que trazo, con lápiz rojo, una raya quedelimita el objetivo. Como un oficial de estadomayor… Pero yo estoy metido en el ajo…

Parten las órdenes. Ya nada ocupa mi mente.Afronto la hora H. También para nosotros lajornada será dura, habrá sin duda que saliradelante.

Se va a atacar: se va a morir. ¿Daría yo mivida por la trinchera de los Casques? ¡No! ¿Y losotros? ¡Tampoco! Y sin embargo decenas dehombres van a entregar su vida, a la fuerza.Cientos de hombres, que tanto desean no batirse,van a atacar.

No tenemos ya ilusiones sobre el combate…Una sola esperanza me sostiene: ¡tal vez no estéobligado a batirme, una esperanza vergonzosa, unaesperanza de hombre!

Consigo dormir un poco.

El ayudante de batallón se reúne con nosotros,y adivinamos en su aire incómodo que se trata de

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algo serio.—¡El enlace también va! —declara

rápidamente.—¿Estás loco? —responde uno de sus

compatriotas, que le tutea.—Lo ha decidido el comandante.—¡Qué cerdo! ¿Y de qué servirá?—¿Vamos todos?—No, una mitad irá con las compañías. La otra

mitad se quedará aquí para llevar las órdenes.¿Cuántos sois?

—Sin incluir los señaleros, los ciclistas y losordenanzas, somos ocho hombres disponibles.

—¿Quién quiere ir con las compañías?Nadie responde. El ayudante nos divide

entonces en dos grupos. Pero en el momento deseñalar, de condenar, siente ocho miradasclavadas sobre él. Baja la cabeza, no puede tomarla decisión.

—¿Queréis que lo echemos a suertes?

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Nada que objetar. Aceptamos. Corta dos trozosde papel, de desigual longitud, y los escondedetrás de su espalda.

—¿Qué decidimos? El corto va a la línea, ellargo se queda aquí. ¿De acuerdo?

—Sí.Presenta a Frondet dos hojas delgadas que

sobresalen de su puño cerrado. Nos fijamos todosen ese puño que encierra nuestros destinos, cuatrovidas. Frondet adelanta la mano, duda…

La explosión de un torpedo, que cae sobre elrefugio, agacha la llama del farol de gas. Nosestremecemos. Frondet retrocede bruscamente:

—¡Saca tú! —me dice.Yo arranco un papel que los de mi grupo miran

estupefactos: es el corto. Al abrir la mano, elbrigada nos lo confirma. Hay un instante penosopara todos.

—¡Bueno, asunto concluido! —digo con unaire tan indiferente como es posible y esa sonrisita

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que quiere decir: ¡a mí ya me da igual!Los afortunados se alejan, por pudor. A fin de

no ser testigos de nuestros pobres esfuerzos porconservar una actitud firme. A fin de evitarnos elespectáculo cruel de su satisfacción.

Mis tres camaradas son Frondet, Ricci yPasquino. Intuyo que están resentidos conmigoporque he sacado el número malo. Fanfarroneo unavez más, tanto con ellos como con el ayudante queobserva el dominio de nosotros mismos:

—Ya veréis como todo irá bien. Hemos salidode otras, ¿no?

Nadie se llama a engaño respecto a esteaplomo, y yo voy a agazaparme en mi rincón parapensar en mí, para desfallecer a mis anchas.

Son las tres de la mañana. No tardaremos enabandonar el refugio. Me ocupo de mi equipo, deponer el máximo de probabilidades de mi lado. Séque la libertad de movimiento es de sumaimportancia. Como estamos en verano, decido

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dejar aquí mi capote y mi segundo zurrón.Caminaré con mi zurrón de los víveres, micantimplora llena de café, mi careta y mi pistola.La pistola es la mejor arma para el combate decerca. La mía contiene siete balas y tengo uncargador de recambio en mi bolsillo izquierdo.Enfrentarse a un alemán no me espantamayormente: es un duelo en el que entran lahabilidad y la astucia. Pero el bombardeo, el tirode la cortina de fuegos, las ametralladoras…

Por si acaso, cogeré unas granadas en latrinchera. No me gustan las granadas. Sinembargo…

¡Pero no es posible que esté ocurriendo algoasí!… ¡Ah! Mi paquete de vendas…

Ahora, a mi alrededor, los hombres se equipanigualmente, con exclamaciones violentas, en unentrechocar de objetos y de armas.

De repente, el comandante, venido de no sesabe dónde, que transforma en una realidad

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inmediata esa obsesión que nos horroriza, pone fina las últimas demoras:

—¡Afuera!Frondet se encuentra mi lado, muy pálido;

tenemos que marchar juntos. La fila nos atrapa ynos arrastra con una irresistible fuerza de multitud.Al subir la escalera, me doy con la pierna derechacontra una caja de granadas. Tengo un momento devacilación, un parón, provocado por el dolor.

—¿Qué, tienes el canguelo? —gruñe una vozdetrás de mí, y me empuja con esa brutalidad frutode la rebelión y que da a los soldados unaapariencia de valor.

Ésta grosería me ofende. Respondo:—¡Cierra el pico, imbécil!La disputa me hace bien, la ira me estimula un

poco.Afuera.La noche que muere sigue iluminada por

cohetes, gélidos resplandores que nos deslumbran

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y nos dejan acto seguido un turbio caos. Nuestraatención se ve ocupada por la marcha, la acción.Es tan fuerte la costumbre, está tan bien organizadala esclavitud, que nos dirigimos en buen orden,dócilmente, al único lugar del mundo donde noquisiéramos ir, con una precipitación maquinal.

Llegamos rápidamente a primera línea. Frondety yo vamos a presentarnos al teniente Larcher, quemanda la novena. Desde el fondo de su refugio,nos responde:

—Quedaos ahí, en la trinchera, con mi enlace.Despunta el día, ilumina tristemente esos

campos silenciosos, deslucidos y devastados,donde todo es destrucción y podredumbre, iluminaa esos hombres lívidos y taciturnos, cubiertos deharapos fangosos y sangrantes, que tiemblan con elfrío de la mañana, con el frío de su alma, esosasaltantes aterrorizados que suplican al tiempopara que se detenga.

Tomamos aguardiente, de un gusto insulso

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como sangre, ardiente en el estómago como unácido. Es un infecto cloroformo para anestesiarnosel espíritu, que sufre el suplicio de la aprensión,esperando el de los cuerpos, la autopsia en vivo,los bisturíes mellados de hierro colado.

4.40 horas. Esos minutos que preceden albombardeo son los últimos de la vida para muchosde nosotros. Nos tememos, al mirarnos, adivinarya las víctimas. En cuestión de instantes, unoshombres estarán desgarrados, tendidos, serán unosfiambres, objetos repulsivos o indiferentes,sembrados en todos los cráteres de obús,pisoteados, cuyos bolsillos se vacían y a quienesse entierra a toda prisa. Sin embargo, queremosvivir…

Uno de mis vecinos nos invita a unos pitillos,insiste para que vaciemos la cajetilla. Queremosrehusar:

—¿Y tú? ¡Guárdatelos!Nos responde obstinadamente, con unos hipos

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de moribundo:—¡Se me cargarán!—¡No seas memo!Cogemos los cigarrillos, que nos fumamos

febrilmente, antes de lo inevitable. Toda retiradanos está cortada.

Algunos torpedos estallan detrás de nosotros.Tabletean unas ametralladoras, pican balas en elparapeto que hemos de salvar.

Tenemos nuestro porvenir delante de nosotros,en ese suelo roturado y estéril por el que vamos acorrer, con el pecho y el vientre ofrecidos…

Esperamos la hora H, que se nos ponga en lacruz, abandonados de Dios, condenados por loshombres.

¡Desertar! Ya no estamos a tiempo…

—¡Estoy herido!Un obús acaba de estallar, a mi derecha. He

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recibido en la cabeza un golpe que me ha dejadoaturdido. He retirado ensangrentada la mano queme había llevado al rostro, y no me atrevo a tomarconciencia de la importancia del desastre. Debode tener un agujero en la mejilla…

Estoy rodeado de silbidos, de estallidos, dehumo. Unos soldados me empujan gritando, con lalocura pintada en los ojos, y veo un reguero desangre. Pero no pienso más que en mí, en midesgracia, la cabeza inclinada hacia delante, lasmanos contra el talud, en la postura de un hombreque vomita. No siento dolor.

Algo se separa de mí y cae a mis pies: unfragmento de carne roja y fofa. ¿Es carne mía? Mimano sube con horror, duda, comienza por elcuello, el maxilar… Aprieto los dientes, sientomoverse los músculos… Nada. Entoncescomprendo: el obús ha despedazado a un hombre yme ha pegado en la mejilla esa cataplasmahumana. Me estremezco de asco. Escupo en mi

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mano y me seco en la guerrera. Escupo en mipañuelo y froto mi rostro viscoso.

Truenan las artillerías, aplastan, destripan,aterran. Todo ruge, estalla y vacila. El azul hadesaparecido. Estamos en el centro de untorbellino monstruoso, lienzos de cielo se abaten ynos recubren de cascotes, hay cometas queentrechocan y se pulverizan con resplandores decortocircuito. Estamos atrapados en un fin delmundo. La tierra es un inmueble en llamas, cuyassalidas están clausuradas. Vamos a asarnos en esteinfierno…

El cuerpo gime, babea y se mancha devergüenza. El pensamiento se humilla, implora alas potencias crueles, las fuerzas demoníacas. Elcerebro despavorido zumba débilmente. Somosgusanos que se retuercen para escapar a la reja.

Toda degradación se ha consumado, ha sidoaceptada. Ser hombre es el colmo del horror.

Que se nos deje huir, deshonrados, viles, pero

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huir, huir… ¿Sigo siendo yo? ¿Soy yo esa gelatina,ese charco humano? ¿Es que estoy vivo?

—¡Atención, vamos a salir!Los hombres, pálidos, privados de razón, se

incorporan un poco, calan su bayoneta al fusil. Lossuboficiales se arrancan recomendaciones de lagarganta, como sollozos.

—¡Frondet!A mi camarada le castañetean los dientes,

innoblemente; ¡es mi viva imagen! El tenienteLarcher está en medio de nosotros, crispado,aferrado a su graduación, a su amor propio. Trepaal banquillo de tiro, reloj en mano, se vuelve:

—Atención, muchachos, vamos para allá…Los segundos supremos, antes del salto en el

vacío, antes de la hoguera.—¡Adelante!La línea ondula, los hombres se izan.

Repetimos el grito: «¡Adelante!» con todasnuestras fuerzas, como una llamada de socorro.

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Nos precipitamos detrás de nuestro grito, en ladesbandada del ataque…

De pie en la llanura.La impresión de estar de repente desnudo, la

impresión de que ya no hay protección.Una inmensidad rugiente, un océano oscuro de

olas de tierra y de fuego, de nubes químicas quesofocan. Por allí en medio, objetos usuales,familiares, un fusil, una escudilla, unascartucheras, una estaca, de una presenciainexplicable en esta zona irreal.

¡Nuestra vida a cara o cruz! Una especie deinconsciencia. El pensamiento deja de funcionar,de comprender. El alma se disocia del cuerpo, loacompaña como un ángel custodio impotente, quellora. El cuerpo parece suspendido de un hilo,como un títere. Contraído, se apresura y tropiezasobre sus blandas piernecitas. Los ojos nodistinguen más que los detalles inmediatos delterreno y la acción de correr absorbe todas las

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facultades.Caen unos hombres, se abren, se dividen, se

esparcen en pedazos. No nos alcanzan lasesquirlas, nos dominan unas tibias ondasexpansivas. Se oyen los impactos de los disparose n los otros, sus gritos estrangulados. Cada unopiensa en su propio pellejo. Corremos, cercados.El miedo actúa ahora como un resorte, duplica losmedios de la bestia, la suelve insensible.

Una ametralladora hace su ruido exasperante ala izquierda. ¿Adónde ir? ¡Adelante! Allí está lasalvación. Atacamos para conquistar un refugio.La máquina humana está desencadenada, sólo sedetendrá si es destruida.

Algunos instantes de locura.A ras del suelo, vemos llamas, fusiles,

hombres. Ver hombres nos hace montar en cólera.Nuestro miedo, en ese instante, se transforma enodio, en deseo de matar.

—¡Los boches! ¡Los boches!

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Llegamos. Los alemanes gesticulan.Abandonan su trinchera y se largan oblicuamentehacia un ramal. Algunos encarnizados siguendisparando. Percibo a uno, amenazador.

—¡Cerdo! ¡Te mataré!Unos saltos de tigre, una flexibilidad, una

precisión de gestos admirables. Salto dentro de latrinchera al lado del alemán, que me planta cara.Levanta un brazo, o los dos, ya no sé, ni con quéintención. Mi cuerpo lanzado embiste, con el cascopor delante, con una fuerza irresistible, contra elvientre del hombre de gris, que cae hacia atrás.Aún sobre su vientre, salto, con los talones juntos,con todo mi peso. Se afloja, cede debajo de mí,como una bestia a la que se aplasta. Sólo entoncespienso en mi revólver…

Delante de mí, un segundo alemán,boquiabierto de miedo, con las manos abiertas a laaltura de los hombros. ¡Bien! Se rinde, dejémosletranquilo. Tal vez no hubiera tenido que hacer

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daño al otro, pero me ha apuntado cuando yo noestaba más que a veinte metros, ¡el muy idiota! ¡Ytodo ha pasado tan rápido!

Miro fijamente al prisionero, calmadasúbitamente mi rabia, sin saber qué hacer. En esemomento, una bayoneta, lanzada violentamentedesde la llanura, le atraviesa la garganta, se hincaen la pared del ramal, dando la culata del fusil enel parapeto. Uno de nuestros hombres sigue alarma. El alemán permanece momentáneamenteparado, con las rodillas flexionadas, la bocaabierta, la lengua colgando, obstruyendo latrinchera. Es espantoso. El que yo he pisoteadolanza unos gruñidos. Le paso por encima, sinmirarle, y me largo más lejos.

Aullando, nuestra ola ha invadido la trinchera.Los peludos son parecidos a fieras enjauladas. Elgrandullón Chassignole grita:

—¡Ahí hay un hombre! ¡Dale a ése!Otro me coge por un brazo, se me lleva y me

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dice con orgullo, mostrándome un cadáver:—¡Mira al mío!Es la reacción. El exceso de angustia nos ha

producido esta alegría feroz. El miedo nos havuelto crueles. Teníamos necesidad de matar paratranquilizarnos y vengarnos. Sin embargo, losalemanes que han escapado a los primeros golpessaldrán de ésta indemnes. No podemos ensañarnoscon estos enemigos desarmados. Nos ocupamos dereunidos. De una zapa, donde pensaban morir,salen una veintena que farfullan: «Kamerad!».Observamos su tez verde, de hombres espantados,y mate, de gente mal nutrida, sus miradas huidizasde animales habituados al maltrato, su excesivasumisión. Los nuestros los empujan un poco, ahorasin maldad, con el asombrado orgullo de losvencedores. Naturalmente, se les cachea. Sentimosun cierto desprecio por esos enemigoslamentables, un desprecio que los protege:

—¡Así son los boches!

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—¡Se la hemos dado con queso!Los peludos se apresuran, se lanzan en busca

de un botín para calmar su sobreexcitación. Nosesperábamos más resistencia y nuestra furia dejade repente de tener objeto.

El teniente Larcher pasa por la trinchera y daórdenes a los sargentos:

—Montad inmediatamente unas aspilleras ypuestos de vigilancia. Hay que estar preparadospara recibir el contraataque.

—¡Que vengan siempre que quieran esos c…!El éxito nos ha infundido seguridad, una gran

fuerza. Sentimos una extraordinaria elasticidad,nacida de nuestro deseo de vivir, y la voluntadferoz de defendernos. La verdad es que, allí, enpleno día, con la sangre bien caliente, no lestememos a otros hombres.

Nuestra artillería zumba terriblemente delantede nosotros para anular las reacciones delenemigo. La artillería alemana no ha reducido su

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tiro y continúa machacando nuestras posiciones departida. Estamos en una zona tranquila.Aprovechamos para organizamos. Nuestro ardordecae poco a poco, nuestro arrojo se disipa comoun sopor de borracho, retorna la inquietud por elfuturo. Los hombres reclaman el relevo, puesto quehan hecho lo que se esperaba de ellos. Confiamosque por la noche se nos retire de aquí. Pero, antesde la noche, pueden pasar muchas cosas.

Las artillerías, cansadas, han cesadopaulatinamente su fuego y el enemigo no se hadejado ver. Aprovechamos la calma momentáneapara conducir a los prisioneros a la retaguardia.Somos cuatro para escoltar a unos cincuenta, queno oponen ninguna resistencia y parecen, por elcontrario, muy satisfechos de ese desenlace, muyurgidos por estar definitivamente a buenresguardo. Ningún ramal enlaza la trinchera

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conquistada con nuestras posiciones. Tenemos quetomar por la llanura, a la vista de los alemanes,pero estamos protegidos por los suyos, sobre losque no dispararán. Esta seguridad nos permitemirar a nuestro alrededor.

Sobre esta tierra aún humeante, algunos de losnuestros, que han cobrado conciencia de larealidad con el dolor, están tendidos y lanzan susquejidos animales. Llaman para que no se les dejemorir solos, en esa llanura que el sol baña ahoracon sus tibios rayos, que fulgen alegremente paralos hombres intactos y felices. Pero no se podrásocorrerlos hasta la noche. Los menos afectados searrastran sobre sus miembros rotos con esa energíade la desesperación que imprimen el horror delcampo de batalla y la falta de auxilio. Uno, en uncráter de obús, acaba de cortar con su cuchillo losúltimos jirones de carne que retienen su pie, que letrababa al agarrarse a las asperezas del terreno.Nos lo llevamos con nosotros. Los que están

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gravemente heridos tienen las manos crispadassobre la desgarradura por la que se les va la vidaen una fuente de sangre, repasan su destino tras susojos cerrados y se debaten en la bruma invasora dela agonía. Otros, por último, están aplastados,calmados, carecen ya de importancia: muertos,simples medallas de identidad que se descolgaráde su muñeca para elaborar unas listas. Tambiénvemos miembros dispersos, un brazo, una pierna,que tienen la inercia de los objetos. Ha rodado unacabeza con una risa sarcástica. Buscamosmaquinalmente un cuerpo para juntarlo a ella ennuestra imaginación.

A veinte metros de nuestra trinchera, hacemosseña a los prisioneros de que levanten a algunosheridos, a los que transportan. Ésos al menos sesalvarán si les queda aún vida bastante. Unosobuses comienzan a estallar de nuevo en nuestrosparajes.

En el puesto de mando reina la agitación, la

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confusión de los momentos serios. Es un ir y venirde agentes de enlace, de camilleros y de oficiales,un intercambio de noticias contradictorias, fataleso brillantes, que tienen su origen en una palabra,que un hombre enloquecido ha lanzado corriendo yque la inquietud general ha desvirtuado yexagerado inmediatamente. La zapa está invadidapor una unidad de refuerzo, destacada de otrobatallón, que el temor a intervenir en la batallavuelve muy ruidosa. Nos abrimos un pasadizoentre este gentío. Nos hacen la pregunta que seformula siempre a quienes vienen de fuera:

—¿Muchos muertos?Llegamos hasta el ayudante, al que entregamos

el informe del teniente Larcher y el estadillo debajas: una cuarta parte de los efectivos.Reconocemos la voz del comandante, que no haabandonado su covacha; telefonea para comunicarnuestro éxito, su éxito. Reencontramos a nuestroscamaradas. Nos informan de la muerte de Ricci, y

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vemos en un rincón a Pasquino, totalmente alelado,al que una conmoción ha enmudecido. Lloranerviosamente, emite por la laringe unos veladossonidos aflautados, con grandes gestos quedescriben su espanto, como un idiota.

Pedimos llevar nosotros mismos a losalemanes hasta el coronel. Nos es concedido. ConFrondet, volvemos a salir rápidamente,arrastrando a Pasquino, que se quedará en elpuesto de sanidad. Tras haber confiado los heridosa los camilleros, tomamos el gran ramal de lacontrapendiente. Llegan unos torpedos sobre laplanicie y unas esquirlas silban por encima denosotros. Los prisioneros se echan cuerpo a tierray se empujan con exclamaciones guturales. Lesobligamos a caminar tranquilamente. No queremosmostrar nuestro miedo delante de ellos, tantomenos cuanto que envidiamos su suerte: ellos hanterminado su guerra y estarán mejor alimentadoscon nosotros de lo que estaban con los suyos. Por

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otra parte, nos sabemos en un ángulo muerto, ypoco vulnerables.

Las ráfagas se multiplican. Obuses 210 batenmetódicamente el barranco y las vías de acceso; elenemigo quiere cortar nuestras comunicaciones.

Por fin llegamos al puesto de mando delcoronel. Hacemos entrar a los prisioneros en lacueva, donde se ven al punto rodeados decuriosos, y nos vamos a avisar a un suboficial desu llegada. Luego nos apresuramos a desaparecer,a fin de que no se nos confíe una misión que nosobligaría a volver a partir inmediatamente bajo elbombardeo, que se intensifica. Nuestra intenciónes ganar tiempo, el mayor tiempo posible.

Damos con el rincón donde acampan losciclistas, los ordenanzas y los cocineros delEstado Mayor. Nos preguntan, nos hacen comer ybeber, nos ofrecen cigarrillos; nos colman deatenciones para ganarse el perdón por la seguridadde la que se benefician. A su lado, nos

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entumecemos. Escuchamos los obuses que hacenun ruido lejano por encima de la gruesa bóvedaque nos protege: volver a subir allí arriba nosespanta horriblemente. Pasan dos horas entrevacilaciones, en espera de una mejoría, y, variasveces, tras llegar cerca de la salida, retrocedemos.La cueva está atestada de hombres como nosotros,que han encontrado aquí un resguardo y retrasan elmomento de exponerse de nuevo. Se les reconocepor su aire inquieto.

Sin embargo expira el plazo más allá del cual notendríamos ninguna excusa. Bruscamente, noslanzamos fuera, hacia delante, corriendo.

—¡Joder, qué pepinazo!El fuego graneado acaba de abatirse sobre la

superficie del suelo, nos acorrala al fondo de lazapa del batallón, hace crujir las junturas delrefugio y lo atraviesa de corrientes de un aire

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cálido que huelen a pólvora. Los faroles de gas seapagan, las voces tiemblan. Luego el bombardeonos impone silencio, lo domina todo, devasta…Los alemanes van probablemente a contraatacar…

Con Frondet, estamos ocultos en un rincónoscuro, lejos del ayudante, confundidos con loshombres de la compañía. Nos escondemos, noqueremos que se nos descubra, y, si oímos que nosllaman, no responderemos. ¡Ya basta! Ya hemoshecho suficiente por hoy. No queremos salir más,atravesar la planicie bajo las cortinas de fuegos,confiar en un nuevo milagro para salvar nuestravida. Nos tapamos los rostros, aparentamosdormir. Pero escuchamos con todas nuestrasfuerzas, con desesperación, con terror, lo quesucede por encima de nosotros, ¡enloquecidos! Ahíarriba es como la carga de una manada deelefantes que pisotean y trituran. Los obuses sonlos dueños. Tenemos miedo, miedo…

«Y así siempre, siempre… ¡No nos

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libraremos!».Un impacto en una salida. Unos heridos dan

alaridos, alaridos…

El ayudante ha tardado demasiado en transmitir lasconsignas. Cuando dejamos el puesto de mandodel batallón, hace bastante rato que las compañíashan sido relevadas; es la hora en que la artilleríase anima.

Felizmente, la claridad de la noche favorecenuestra marcha. Somos unos quince hombres, elenlace al completo, que se apresura lo másposible. Oímos detonaciones en la llanura,nuestras baterías comienzan a zumbar, losalemanes no van a tardar en responder.

El ramal desemboca al fondo de la barranca ytomamos por una carretera que conduce al crucede caminos del Caserón, un rincóndesaconsejable. Las explosiones se multiplican y

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la noche se ve surcada de silbidos suavísimos, quese alejan.

—¡Los 75 no paran!Caminamos silenciosamente. La bruma que se

arrastra por el estrecho valle atenúa los sonidos.Sin embargo, estoy atento a las trayectorias que seperciben en torno a nosotros. No tardo endistinguir unos silbidos sospechosos: llegadas queacaban con el blando ruido de los obuses de gas.Nadie lo sospecha aún, y, si yo lo anunciara, seburlarían de mí. Pero me mantengo en guardia.

—¡Cuerpo a tierra!Nos lanzamos a la cuneta. Unas vagonetas

aéreas descarrilan y dejan caer su cargamento deexplosivos. La barranca resuena, las esquirlasacribillan la noche. Otros convoyes de 150 entranen la estación y vuelcan. El cruce de caminos porel que tenemos que pasar es un volcán. Hay queesperar. Los maullidos de los obuses de gas seinfiltran por los intersticios del fragor.

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Silencio. Unos segundos de silencio, dosminutos de silencio… Nos lanzamos en medio deeste silencio como por una pasarela que está apunto de romperse. A nuestro resuello le cuestaseguirnos, comienza a quedarse atrás, con roncosquejidos.

El cruce de caminos, la granja, el olor apólvora, los cráteres de los obuses recientes yhumeantes…

—¡Todos a la carretera!—¡No nos quedemos aquí!En ese instante, si el jefe de la batería enemiga

ordenara hacer fuego, moriríamos. Corremos porla carretera que discurre detrás de las posiciones yque conduce al canal. Los obuses estallaninsidiosamente a nuestra derecha.

—¡Al campo!Saltamos más abajo. Los 150 llegan al suelo al

mismo tiempo que lo hacemos nosotros, endirección de la granja. Las explosiones son

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seguidas de gritos.—¿Está todo el mundo aquí?—Sí, sí, sí… ¡Un, dos, tres, cuatro, cinco…,

catorce!¡Bien! Los hombres heridos no son de los

nuestros, que los otros se las apañen…—¡Hemos pasado por los pelos!—¡Cuidado!Los dos segundos de angustia, de contracción,

que preceden a la posible muerte. Los rayos nospasan rozando, se dispersan. Contacto: el corazón,la respiración se recobran.

—¡Cuidado!La onda expansiva de los monstruos nos

aplasta contra el suelo, las deflagraciones aspiranel cerebro, nos vacían la cabeza.

—¡Ah, qué m…!—Menuda putada que te hieran por culpa de un

idiota. Hace tiempo que hubieran ten…—¡Cuidado!

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La ráfaga, roja, impacta muy cerca.—Aaaaaah… Me han herido…—¿Quién es?—Gérard —responde una voz.Vuuuuu… Rrrran… Rrrran-Rrrrrran…—¡Otra vez!Rrrrran-rrrran-rrrran… Rrrrrran…—¡Nos van a hacer picadillo, larguémonos,

Dios santo!—¡Sí, sí, larguémonos!—Gérard, ¿puedes andar?—Sí.La loca carrera, la huida, interrumpida por

caídas cuando llegan los obuses. Estamoscercados por las detonaciones, a descubierto en lacarretera. ¡Zas! Una esquirla golpea en un casco…Nada de pensar: correr. Toda la voluntadconcentrada en los pulmones.

Ss-vrrrauf… Un resplandor terrible… ¡Yaestá, esta vez!… ¡Yo, yo!… No tengo nada…

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¡Pero hay seguramente muertos!… Tres segundosde meditación individual. Luego una vozdemudada, desconocida, grita:

—¡Deteneos, deteneos!—¿Hay heridos?—¡Sí, delante de mí!—¿Quién es?—¡No lo sé!—¡Mira, cojones!—¿Quién tiene una linterna?—¡Yo!Ilumino, me adelanto, inundo el suelo.

¡Horrible! Un cuerpo tendido, una cabeza rota,medio vacía, los sesos como una espuma rosa.

—¡Un muerto!—¿No hay heridos?—No.—¡Adelante, adelante!Al límite de las fuerzas físicas. Ya ni nos

echamos al suelo. Las ráfagas nos hostigan como

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latigazos. Corremos, corremos, con las venaspulsándonos, las retinas enrojecidas por elesfuerzo, hasta el agotamiento.

—¡Alto!Nos hemos distanciado del bombardeo.

Tumbados, recuperamos fuerzas.Zzziu-plaf… Zzziu-plaf… Zzziu-zzziu-plaf-

plaf… Los obuses de gas se acercan, y los 150parecen también volver. Nos ponemos de nuevo enmarcha. La carretera desciende ligeramente. Lahondonada está cubierta de una bruma inquietante,que huele mal.

—¡Las caretas!Estas hacen nuestra marcha muy penosa. Un

vaho oscurece los cristales, respiramos conextrema dificultad un aire caliente y enrarecido, ynuestro paso se demora.

Vuuuuuu… Las granadas rompedoras sereanudan, nos encuadran. Nos arrancamos lascaretas y nos largamos respirando la niebla

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envenenada. Pero no es más que un paso. Lacarretera vuelve a ascender y la bruma se disipa.Los obuses se espacian finalmente.

Los más cargados comienzan a rezagarse. Elpeligro se aleja. Nos espaldonamos contra un taludelevado que nos protege de las últimas esquirlas.

—¡Ah, bien decías que sería un jodido relevo!Respondemos con unas risas nerviosas, unas

risas de alienados. A propósito, ¿quién es elmuerto?

—¡Parmentier!¡Parmentier, sí, Parmentier! ¡Pobre tipo!Las risas se reanudan, a nuestro pesar…

De madrugada, desembocamos en un pueblo.Gérard, cuya herida en el hombro no parece grave,nos deja para dirigirse al puesto de sanidad. Luegoel ayudante se aleja, en busca del comandante y delos camilleros. Nos quedamos en el sitio, cerca de

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una fuente.—¡Cómo machacan! —dice Mourier, el agente

de enlace de las ametralladoras—, voy a tratar dedar con uno de transportes.

—¡Una maldita bala es lo que encontrarás!—¡No lo creo!Se va. Apenas ha dado algunos pasos, con las

manos en los bolsillos se cruza con un oficial degendarmería a caballo. No se digna mirarle.

—Eh, ¿es que no se saluda? —exclama eloficial haciendo encabritarse a su cabalgadura.

Oímos a Mourier, furioso, que responde, antesde perderse en una manzana de casas en ruinas:

—¡Allí de donde nosotros venimos no sesaluda más que a los muertos!

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IVEn el aisne

Una vida sin examen no es vida.

SÓCRATES

Hemos pasado un largo mes en desplazamientos.En el estado mayor del batallón disfrutamos

del privilegio de dejar nuestras mochilas en losvehículos del tren de combate. Algunos incluso,entre los que me cuento, han reemplazado su fusilpor una pistola, se han liberado a la vez de labayoneta y de las cartucheras. Aunque esteuniforme no sea reglamentario, nos lo toleran, ynos costaría volver a encontrar nuestrosrespectivos fusiles, misteriosamentedesaparecidos. Probablemente tenemos una partede responsabilidad en dicha desaparición, pero esun punto que nunca se aclarará. Después de años

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de guerra, estamos convencidos de una cosa: elfusil no sirve para nada a gente como nosotros,cuya misión consiste en correr por los ramales detrinchera con la preocupación constante de evitarlos encuentros inopinados con el enemigo. Tiene,por el contrario, inconvenientes serios: el cuidadoque exige su culata y su cañón, su peso, sudeslizamiento del hombro. Algunos también vanarmados de un mosquetón, arma bastante cómodaque se lleva terciada. La manera en que hemosconseguido unas armas de nuestro gusto sigueestando poco clara. En suma, hemos adaptadonuestro armamento «a las necesidades de la guerramoderna», la cual consiste en escapar a losingenios, y nuestra elección es fruto de laexperiencia. Es en estas decisiones en las que sereconoce la tan ponderada iniciativa del soldadofrancés, mediante la cual suple las insuficienciasdel reglamento en lo que a los ejércitos encampaña se refiere.

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Así equipados según nuestra fantasía, con loszurrones al costado, la manta en torno al cuello, ybastón en mano, las marchas se convierten paranosotros en una manera de hacer turismo. Los queestán interesados en el paisaje pueden darse elgusto de descubrir vastos panoramas, un recodo decarretera pintoresco, un lago profundo y de aguascristalinas en la depresión de un valle, pastos deun verde de balaustrada recién pintada, las lindesde abedules que alegran un parque, una viejavivienda con los hierros forjados herrumbrosos,de postigos oscilantes, pero que conserva sunobleza en su decrepitud, como una gran damadecadente. Las mañanas son deliciosas, teñidas deun vapor azul, y, cuando al disiparse la brumadescubre las lejanías, se enrojecen. Unoscampanarios puntiagudos destellan de repente y elgallo, en lo alto, se calienta al sol. Todos estamossorprendidos por el nuevo acantonamiento en elque pasamos la noche, por un pueblo que explorar,

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del que hay que descubrir lo que ofrece en tiendasde comestibles, tabernas, paja, madera y mujeres,si nos quedamos un tiempo. Pero las mujeresescasean y las innumerables codicias de que sonobjeto se perjudican unas a otras. El exceso dedeseos protege su virtud, cuyos afortunadosbeneficiarios son la mayoría de las veces hombresde los servicios de retaguardia que han sentado sureal en el pueblo.

Formamos un pequeño destacamento a lacabeza del batallón, detrás del comandante acaballo, al que preceden unos ciclistas. Lacarretera comienza delante de nosotros, vacía yclara. Al cruzar entre las aglomeraciones somoslos primeros en percatarnos de una bonitamuchacha que aparece en un umbral. Miscamaradas, casi todos meridionales, la saludancon esta exclamación que es preciso acentuar:

Vé, dé viannde![38] que expresa bien a lasclaras que sus aspiraciones no conciernen

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precisamente al alma de la joven.Detrás de nosotros, los hombres de las

compañías sufren bajo el peso de las mochilas, losfusiles ametralladores y las cartucheras llenas.Piden a las canciones de ruta el olvido de sucansancio. El regimiento, tras haber sido reclutadoen Niza, Tolón, Marsella, etcétera, ha conservadosus tradiciones locales, pese a la incorporación denuevos elementos venidos de todos los rinconesdel país. Una tonadilla goza de especial favor.Celebra los encantos de una tal Thérésina,acogedora con la pobre gente. Una copla loa cadaparte de su magnífico cuerpo. Se ha guardado parael final el mejor bocado, que es casi el mismo quelos entendidos aprecian en volatería. Entonces lasvoces se engolan, se multiplican, y la cancióntermina con esta apoteosis:

Bella c… nassa,Quá Thérèsina,

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Bella c… nassa,Per faré l’amoré.Thérèsina, mia bella,Per faré l’amoré.Thérèsina, mia bella,Per fa-ré l’a-mo-ré!

La evocación de la encantadora Thérésina,medio nizarda, medio italiana, nos ha ayudado asalvar muchas pendientes, muchas duras etapas,como si la posesión de esta Venus militar hubieratenido que recompensar nuestros esfuerzos.

Los soldados del Sur son muy expresivos.Durante los altos en el camino, en lasinmediaciones de los acantonamientos, seinterpelan de una fracción a otra y se insultanamigablemente en su dialecto colorista. Oímos:«Oh! Barrachini, commen ti va, lou mióamiqué?». «Ta máre la pétan! Qué fas aqui?».«Lou capitani ma couyonna fan dé pute!». «Vai,

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vai, bravé, bayou-miounacigaréta!». «Québaopitchine qué fas!»[39].

En primera línea de fuego, donde se teme quelos alemanes capten al micrófono nuestrascomunicaciones telefónicas, este dialecto sirve delenguaje cifrado. Recuerdo haber oído a nuestroayudante anunciar así un bombardeo sobre nuestrosector:

—Lou Proussiane nous mondata bi bomba!No lo entiendo todo. Pero me gusta esa lengua

sonora, que recuerda las regiones de sol, suoptimismo y su indolencia, y da a las narracionesun sabor particular. A veces tengo la impresión, enun campamento de barracas, de encontrarmemezclado con unos exóticos pueblos primitivos.Estas gentes sienten en el Norte una impresión deexilio y declaran: «Hemos venido a batirnos porlos otros. El atacado no era nuestro país». Llamansu país a las riberas del Mediterráneo, y no estáninquietos por sus fronteras. Se asombran de que se

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pueda disputar con encarnizamiento unas regionesfrías, cubiertas de nieve y de brumas por espaciode seis meses.

Sin embargo, hacen como los demás ese oficiode soldados al que se nos obliga, simplemente conmás ruido y juramentos. Son unos tipos para losque las relaciones son fáciles.

La división mutilada ha ido a recuperarse por lascarreteras y en los rincones tranquilos. Lossobrevivientes se han traído del Chemin desDames un puñado de anécdotas que embellecen ytransforman poco a poco en hechos de armas.Descartado todo peligro inminente, los mássimples olvidan sus temblores, su desesperación ymuestran un orgullo ingenuo. Los pobres hombresque palidecían bajo los obuses, y volverán apalidecer a la primera acción, forjan la leyenda,preparan a Homero, sin comprender que su

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vanidad, que no tiene más alimento que la guerra,va a sumarse a las tradiciones de heroísmo y debellos combates caballerescos de los que tan amenudo se burlan. Si se les preguntara: «¿Tienesmiedo?», muchos lo negarían. En la retaguardia,vuelven a hablar de coraje, son víctimas de estafutilidad, les gusta asombrar a los civiles con elrelato de los horrores de que han sido testigos,exagerando su sangre fría. Se entregan a la alegríade haber escapado a las matanzas, no quierenpensar que se preparan otras, que esa vida que hansalvado en los últimos combates se veránuevamente comprometida. Viven en el presente,comen y beben. Se engañan con estas palabras:

—¡No hay que preocuparse!Se ha procedido al reparto de las

recompensas, con las injusticias acostumbradas.Hombres como los tenientes Larcher y Marennes,por ejemplo, a quienes el batallón ha debido susolidez, apenas si han sido distinguidos. Cuando

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un batallón se ha comportado ejemplarmente,primero se condecora al jefe, y, si éste no designaentre sus subordinados a los que han hechoméritos, el escalafón superior los ignora. Ahorabien, el comandante Tranquard nos dejó desdenuestro primer descanso, sin despedirse de nadie,ni poner en orden los asuntos de su unidad, «comoun cagueta», decían. Los hombres de la vanguardiase baten sin testigos, sin árbitros que registren susactos de valor, en medio de una gran confusión.Son los únicos que pueden otorgarse la estima. Esesto lo que hace ridículas tantas proclamaciones yvergonzosas tantas distinciones. Conocemos lasreputaciones usurpadas, que gozan de crédito, sinembargo, en la retaguardia. Esta igualdad en loshonores y esta desigualdad en los peligrosdesacreditan las cruces. En cuanto a los galones dereenganche, no tardan en convertirse en atributosridículos, de los que hemos desembarazado hacetiempo nuestras mangas. No tienen ya ningún

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interés más que para la gente que vive en lasciudades de la zona de los ejércitos y que quierehacerse la ilusión cuando está de permiso. Paranosotros, el frente es la trinchera.

Nos hemos paseado por los Vosgos. Hemos vueltoa ver los bosques solemnes y los puertos demontaña silenciosos. Hemos llegado hasta elSchlucht, enfrente de Munster. Al pie del granHohneck, en la cumbre cubierta de nieve que habíaresistido al verano, nos alojamos en unosbarracones apartados. En este aburrido valle, sólonos inquietaban los obuses de las bateríasantiaéreas, que volvían a caer sobre nosotros.Algunos vencedores de las últimas acciones hansido así tontamente heridos.

Tras la ofensiva de Pétain, hemos vuelto alChemin des Dames, conquistado por fin, en laregión de Vauxaillon, a la izquierda del molino de

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Laffaux. Debido a nuestro avance, el sector noestaba aún organizado. Unos senderos llevaban alpuesto de mando del batallón, instalado en unacasita en la ladera de un collado, y el enlace seresguardaba en unas ruinas.

Yo me acostaba, en compañía de Frondet, enun estrecho pasillo donde estábamos cerca de un150 no estallado que había atravesado el muro. Seaccedía a las primeras líneas por una carreterageneral. En la planicie, divisábamos un pueblodisimulado por unos árboles, y las posicionesalemanas estaban diseminadas por el campointacto y fértil.

Como no recibíamos obuses más que en lascocinas, a la hora de la distribución, ocupábamosnuestro tiempo libre en visitar las antiguasposiciones enemigas, puestas patas arriba por unbombardeo que duró varios días. En el Mont desSinges, había gran cantidad de cadáveresalemanes, amoratados, tumefactos, en avanzado

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estado de descomposición. En actitudesgesticulantes y terribles, horrendos, eran presa delos gusanos que les salían por las ventanillas de lanariz, de la boca, a modo de una papilla quehubieran vomitado al morir. Con las órbitas yaroídas, las manos oscuras, muy empequeñecidas,crispadas sobre la tierra, estaban a la espera derecibir sepultura. Pese al olor, los soldados másatrevidos, los más ávidos de ganancias, seguíanrebuscando en ellos, pero en vano. Estosdesgraciados habían sido despojados una primeravez por los vencedores, como lo atestiguaban susguerreras abiertas y sus bolsillos vueltos delrevés; todos los trofeos habían desaparecido. Nohabía, en este pillaje de sus despojos, ningún odio,sino el apetito de botín, tradicional en la guerra,hasta el punto de constituir el verdadero móvil deella, que no es posible satisfacer más que con losmuertos y ello en muy raras ocasiones.

Estos cadáveres nos demostraron al menos que

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el enemigo sufría también considerables bajas, yno habíamos tenido muy a menudo ocasión decomprobarlo. Luego se indicó su presencia alservicio sanitario, y dejamos de ir a ver a esosconquistadores putrefactos, con las faldriquerasvacías.

Henos aquí en otro sector, y parece que, estavez, será por bastante tiempo.

A nuestra derecha se encuentra el pueblecitode Coucy, rematado de un recio castillo deredondas torres. A nuestra izquierda, comienza elejército inglés que defiende el sector de Barisis.El batallón de reserva ocupa una vasta cueva, unacreute[40], cuyas entradas se inician encontrapendiente, en la ladera de una meseta. Anuestros pies, un valle, campos, un bosque, y, en laparte trasera, un canal. Alternamos en línea, entredos sectores que no están devastados, sinorecubiertos de hierbajos.

Los soldados han retomado sus funciones

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monótonas: centinelas y zapadores. Se espaciacada vez más a los hombres, se saca el máximopartido de los efectivos, se multiplican las horasde guardia. Mientras que determinados regimientossólo suben a las trincheras para atacar y no sequedan en ellas, el nuestro únicamente lasabandona para desplazarse. En general, nuestrasbajas son más escasas, pero el trabajo de loshombres es fatigoso. Tras dos semanas en primeralínea, los batallones regresan a la posición dereserva que sirve de descanso. Por la noche, unosdestacamentos parten a hacer servicios de fatigas,pero por el día los hombres se quedan en la cuevacasi desocupados y matan el tiempo jugando a lascartas, cincelando ojivas de obús, durmiendo,cosiendo o escribiendo.

Pasan los días, todos iguales, en medio delaburrimiento. Los obuses siempre causan algunaque otra víctima. Los comunicados no anunciannada destacado y comprendemos que no hay razón

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para el cese de las hostilidades.Por la mañana, el suelo está endurecido, una

delgada capa de hielo recubre los charcos de agua,y las hojas de los árboles, caídas desde hacetiempo, crujen bajo nuestros pasos. Ha llegado elinvierno, es preciso organizarse para pasarlo lomejor posible. «¡Otro invierno más!», dicen loshombres con desesperación. Hacen el balance deesos cuatro años de guerra. Han visto morir amuchos camaradas, han estado a punto de perecerellos mismos varias veces, y sin embargo losAliados no han logrado todavía una gran operaciónque haya hecho vacilar la línea enemiga o liberadouna porción importante del territorio. Loscombates de 1915 no proporcionaron más queventajas locales, a un precio excesivamente alto,sin alcance estratégico. En Verdún, nosdefendimos, la batalla del Somme no condujo anada, y nuestra ofensiva de abril pasado fue unaacción criminal que todo el ejército condenó.

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Seguíamos de lejos la rebelión de nuestroshermanos y nuestros ánimos estaban con ellos: lasinsubordinaciones fueron una protesta humana. Senos pidió demasiado, se ha hecho de nuestrosacrificio un excesivo mal uso. Comprendemosque es la docilidad de las masas, nuestradocilidad, la que hace posible tales horrores…Ignoramos los planes de operaciones, pero somostestigos de las batallas y estamos en condicionesde juzgar.

El porvenir parece sin salida. Todos los díascaen hombres. Cada día el convencimiento denuestra suerte disminuye. Hay aún en las seccionesalgunos veteranos que llevan ahí desde elcomienzo, que apenas si han abandonado el frente.Algunos se creen inmunizados, invulnerables, peroson escasos. La mayoría, por el contrario,consideran que esta suerte que les ha mantenidocon vida terminará por cambiar. Cuantas másveces ha escapado un hombre, más tiene la

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impresión de que su turno está cerca. Cuando creepasado el peligro se ve dominado por un terrorretrospectivo, como el que palidece tras haberestado al borde de un grave accidente. Todostenemos un capital de suerte (así queremoscreerlo), del que a fuerza de usarlo no quedaránada. Sin duda esto no se rige por una ley y tododescansa en un cálculo de probabilidades. Pero,ante la injusticia de la fatalidad, nos aferramos anuestra estrella, nos refugiamos en un optimismoabsurdo, y debemos olvidar que es un sinsentido,so pena de sufrir. Aunque hemos podidocomprobar que no existe la predestinación, notenemos sin embargo más sostén que esta idea.

Todo aquí se concierta para matar. La tierraestá lista para recibirnos, los disparos, prestospara alcanzarnos, los puntos de caída están fijadosen el espacio y en el tiempo, como están fijadaslas trayectorias de nuestro destino que nosconducirá infaliblemente al lugar del encuentro. Y

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sin embargo queremos vivir y nuestra fuerza morales empleada únicamente en acallar la razón.Sabemos perfectamente que la muerte noinmortaliza a un ser en la memoria de los vivos,sino que lisa y llanamente lo suprime.

Las mañanas rosas, los crepúsculossilenciosos, los mediodías cálidos son simplestrampas. La alegría nos es tendida como unaemboscada. Como se siente henchido de plenitudfísica, un hombre asoma la cabeza por encima dela trinchera, y una bala le mata. Un bombardeo devarias horas no causará más que algunas víctimas,y un solo obús, disparado por simple inercia, pordistracción, cae en medio de una sección y laaniquila. Un soldado ha regresado de Verdún,después de días de pesadilla, y, en el ejercicio,una granada estalla en su mano, le arranca elbrazo, le abre el pecho.

El horror de la guerra radica en esta inquietudque nos corroe. Su horror está en la duración, en la

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incesante repetición de los peligros. La guerra esuna amenaza perpetua. «No sabemos ni la hora niel lugar». Pero sí sabemos que el lugar existe yque la hora llegará. Es insensato esperar queescaparemos siempre.

Por eso es terrible pensar en ello. Por eso loshombres más toscos, los más ilógicos son los másfuertes. No me refiero a los jefes: éstosdesempeñan un papel, fieles al compromisocontraído. Ellos tienen satisfacciones de vanidad ymás comodidades (y sin embargo algunosflaquean). ¡Pero los soldados! He observado quelos más valientes son los de imaginación y desensibilidad más romas. Lo cual es explicable. Silos hombres de un puesto avanzado no hubieransido acostumbrados, ya por la vida, a laresignación, a la obediencia pasiva de losmiserables, huirían. Y si los defensores de unpuesto avanzado fueran todos unos nerviosos yunos intelectuales, la guerra dejaría de ser posible

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muy pronto.Los de la vanguardia son unos primos. Lo

sospechan. Pero su impotencia para pensarlargamente, su costumbre de ser multitud y deseguir, los mantiene aquí. El hombre de laaspillera está atrapado entre dos fuerzas. Enfrente,el ejército enemigo. Detrás de él, la cortina defuegos de los gendarmes, el encadenamiento de lasjerarquías y de las ambiciones, sostenidos por elempuje moral del país, que vive con un conceptode la guerra de un siglo atrás y que exclama:«¡Hasta el final!». Del otro lado, la retaguardiaresponde: «Nach París!». Entre estas dos fuerzas,el soldado, tanto francés como alemán, no puedeavanzar ni retroceder. Por eso, ese grito que seeleva a veces de las trincheras alemanas,«Kamerad Franzose!»[41], es probablementesincero. El fritz se siente más próximo al peludoque a su mariscal de campo. Y el peludo se sientemás cerca del fritz, debido a la miseria común, que

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de la gente de Compiégne. Aunque nuestrosuniformes sean distintos, somos todos proletariosdel deber y del honor, mineros que trabajan enunos pozos disputados, pero ante todo mineros,con el mismo salario, y que corren el riesgo de losmismos escapes de grisú.

Sucede que, durante un día tranquilo en el queluce el sol, dos combatientes enemigos, en elmismo lugar, en el mismo instante, asoman lacabeza por encima de la trinchera y se ven, atreinta metros. El soldado de azul y el soldado degris se aseguran prudentemente su mutua lealtad,luego esbozan una sonrisa y se miran no sinasombro, como para preguntarse: «¿Qué c…hacemos aquí?». Es la pregunta que se hacen losdos ejércitos.

En un rincón del sector de los Vosgos, unasección vivía en buenos términos con el enemigo.Cada bando se dedicaba a sus ocupaciones sinesconderse y saludaba cordialmente al bando

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adversario. Todo el mundo tomaba el airelibremente y los proyectiles consistían en chuscosy paquetes de tabaco. Una o dos veces al día, unalemán anunciaba: «Offizier!», para señalar unaronda de sus jefes. Lo que quería decir:«¡Cuidado! Tal vez nos veamos obligados amandaros algunas granadas». Avisaron incluso deun golpe de mano y la información se revelóexacta. Luego la cosa se puso más fea. Laretaguardia ordenó una investigación. Se habló detraición, de consejo de guerra, y unos suboficialesfueron degradados. Parecía que se temiera que lossoldados se pusiesen de acuerdo para poner fin alas hostilidades, en las mismas barbas de losgenerales. Parece que este desenlace habría sidomonstruoso.

No es necesario que el odio se apacigüe. Tales la orden. Pese a todo, el nuestro carece deardor…

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16 de febrero de 1918

… Desde hace veinticuatro horas los bochesse han mostrado muy agresivos. Habíanplaneado imprudentemente raptar a algunos denuestros hombres. Para preparar este nuevogolpe, nos bombardearon intensamente.Primero la pasada noche, cosa que fue unatorpeza, pues nos encabronaron al obligarnos alevantarnos. Han vuelto a empezar esta mañanay han intentado hace un rato una operación queha fracasado. No hemos visto siquiera la puntade su nariz. Delante de nuestras líneascultivamos planteles de alambradas muytupidos. Es probable que esta vegetaciónartificial haya detenido a los merodeadores.Por otra parte, nuestra artillería les hadevuelto sus cortesías con una amabilidad y unagenerosidad muy francesas.

Esta tarde, la gente de enfrente parecía

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haber renunciado a sus malvados propósitos.Deben de empezar a comprender que el caminode París es muy accidentado, y que, paradirigirse a él, hubieran hecho mejor tomando elitinerario de Cook que la vía romana de losconquistadores.

Hay un poco de destrozo. Los demoledoresde catedrales nos han hundido un refugio. Porsuerte, estaba vacío. Añadiremos también esto ala factura.

Anteayer les derribamos un avión.Habíamos seguido las peripecias del combate,que comenzó muy alto y cuyos últimos disparosse intercambiaron a ciento cincuenta metrospor encima de nosotros. Nuestro aparato decaza, revoloteando en torno al biplaza alemán,lo obligó a aterrizar en nuestras líneas,resultando el observador muerto y el pilotoherido. Unos hombres se precipitaron hacia él ynos trajeron al arcángel malo en una camilla.

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El comandante le interrogó sin lograr sacarlegran cosa. Le quitaron las botas para vendarley tenía uno de sus pies desnudo. Observamossobre todo que este pie estaba muy limpio, conlas uñas cortadas con esmero. Nos hizo sentirrespeto por el vencido de alas rotas:pensábamos en nuestros pies negros desoldados de infantería… ¡Imagínate a unafregona comparando sus manos agrietadas conlas manos preciosas de una duquesa!

Cierto que los alemanes habían derribadotambién uno de los nuestros la semana pasada.Pero ellos, cobardemente, lo consiguieron entrecinco. Nuestro monoplaza, deslumbrado por elsol, se había dejado sorprender en las alturasdel cielo por toda una escuadrilla. Primeroentablaron combate para forzar el círculo quelo estrechaba, luego se lanzó por debajo de lasnubes a fin de escapar. La escuadrilla se habíalanzado en su persecución; los seis aviones se

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acercaron a tierra a doscientos por hora.Detrás del Spad, que perdía velocidad, cincobiplazas alemanes se relevaban paraametrallarlo. Nos sobrevolaron a trescientosmetros de altura. Las aves de presa mataron ala libélula. El reluciente avión cayó en picado,como un saltador insensato que se arroja de untrampolín, con los brazos extendidos. Seestrelló contra el suelo detrás de unbosquecillo, a un kilómetro de distancia denosotros. Durante unos segundos, con elcorazón en un puño, nos precipitamos en elvacío con él. Estos combates aéreos tienen algode sobrenatural para nosotros, que somoshombres de tierra con las piernas pesadas,enlodadas.

¿Qué más puedo decirte? Recientemente herealizado un trabajo de carpintería. Se tratabade hacerme un camastro. Empresa difícil dondelas haya porque carecemos de herramientas.

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Recorrí la mitad del sector para encontrar unmal martillo, una sierra mellada, unos trozos detabla y algunos clavos. Sin embargo, estoybastante satisfecho de mi ensamblaje, aunqueéste sea de una solidez relativa. Debo midescanso a mi labor. Que conste que duermomuy bien sobre la tierra o encima de una mesa.Pero no había encontrado una superficie de mitamaño, y cuando menos el armazón es másconfortable para una larga permanencia.

Tenemos buen tiempo, frío aún, unverdadero tiempo de paseo. Cuando se sube a lacresta que nos protege, se descubren colinas,bosques, carreteras en el valle; a lo lejos, lamancha brillante de un estanque, ruinasdentadas, mil cosas. Es bonito. A uno le danganas de bajar allí por el camino en el cualcrece la hierba. Pero el camino está cortado yel valle resulta mortal de necesidad. Los bochesserían capaces de matar a un pacífico paseante

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solitario. Es algo que se da por sabido. Somosviejos guerreros astutos, no se nos cargan tanfácilmente.

Nada sabemos de las operaciones que sepreparan. Comemos confituras y fumamostabaco inglés que los ciclistas les compran anuestros vecinos. Nuestro avituallamiento es lagran preocupación. Actualmente, mi objetivoinmediato son unos pantalones nuevos, quizádos camisas y unos calcetines. Preparo mi golpede mano. Probablemente evitaré al cabo furriele intentaré una maniobra envolvente con elguardalmacén. Cuento con abordar el asuntotras una seria preparación, como unacantimplora de dos litros…

Le escribo a mi hermana. No hay nada decierto, de profundamente verdadero, en todo ello.Es el lado exterior y pintoresco de la guerra el quedescribo, una guerra de aficionados en la que nome veré mezclado. ¿Por qué ese tono de

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aficionado, esa falsa seguridad, que es lo contrariode lo que verdaderamente pensamos? Porque ellosno pueden comprender. Escribimos para laretaguardia una correspondencia llena de mentirasconvenidas, de mentiras que «hacen bien». Lescontamos su guerra, la que les satisfará, y nosguardamos la nuestra secreta. Sabemos quenuestras cartas están destinadas a ser leídas en elcafé, entre padres, que se dicen: «¡Nuestrosvalientes no se lo toman a pecho! ¡Bah! Se llevanla mejor parte. Si nosotros tuviéramos su edad…».A todas las concesiones que hemos consentido yaen la guerra, hay que sumar la de nuestrasinceridad. Al no poder ser estimado nuestrosacrificio en lo que vale, alimentamos la leyenda,entre risas. Yo como los demás, y los demás comoyo…

Una tarde de comienzos de marzo, ya caluroso.

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Mantenemos el sector de la derecha delregimiento. El puesto de mando del batallón estásituado al borde de un barranco en estado salvaje,en cuyo fondo humean nuestras cocinas. Un pocopor encima comienza la meseta donde se hallanestablecidas las líneas, a unos mil metros pordelante aproximadamente. En ese lugar triste ydesnudo, la vista se ve limitada por tres áridaspendientes. Sin embargo, a la izquierda, tenemosuna vista a un valle menos agreste. Por la mañana,los árboles se estremecen allí bajo un vientofresco que sigue la llanura, y la ligera bruma,atravesada por el sol, se matiza de rosa como untul sobre una carne de mujer. Unas colinas de unamesurada altura forman las lejanías, que seorganizan armoniosamente con esa sobriedad y esaemoción que encontramos en los paisajistas delcampo francés.

Todo está en calma, como de costumbre.Esperamos el final de esta jornada parecida a

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otras, en la gran holganza de la guerra,interrumpida por pequeñas necesidadesmateriales. Tenemos un buen refugio, bastanteespacioso y luminoso, sólido, que se prolongabajo tierra. Estamos serenos, seguros delante denuestra cueva.

Bruscamente, en medio de esa calma estallauna artillería desencadenada, con todos susmedios. Pese a lo apartado, acusamos lassacudidas de los torpedos. A las primeras ráfagas,reconocemos la cadencia furiosa de los grandesdías. Inmediatamente, unos obuses silban muybajo. No han dado en la cresta y van a estallarenfrente. El barranco se llena de nubes negras.Gruesas granadas rompedoras se fragmentan yoscurecen el cielo. Imposible llamarse a engaño:es la preparación de un golpe de mano o de unataque, tanto más peligroso cuanto que nuestraposición no comprende, tras los largos ramales deacceso, más que una primera línea en la que las

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guarniciones están muy espaciadas.Estamos serios. No pensamos en la guerra, y es

preciso afrontarla con todos sus riesgos. Van amorir hombres, los hay que quizás hayan yamuerto, y todos nosotros estamos amenazados. Nosequipamos nerviosamente a fin de estar dispuestospara cualquier eventualidad. El alma no es tandócil como el cuerpo, y su turbación se refleja ennuestros rostros.

Nuestro pequeño grupo no está al completo. Enlos sectores tranquilos, nos alejamos de buenagana con diferentes pretextos. Ignoramos dóndeestán los otros.

El jefe de batallón envía a dos agentes deenlace a alertar a las reservas de retaguardia.Parten por el extremo superior del barranco. Otrosdos van a ver al coronel. ¿Será necesario ir haciadelante? Sólo eso importa.

Nuestra artillería entra en acción. He aquí losaullidos de los 75. Las trayectorias se precipitan,

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se persiguen, el aire está lleno de estelas furiosas.El estruendo se amplifica.

El comandante llama al ayudante, que regresaenseguida.

—El enlace de las compañías.Dos hombres toman el ramal que lleva a la

compañía de la derecha. Pero es sobre todo laizquierda la que el bombardeo parece aplastar…No queda más que un solo agente de enlace, y nose envía nunca a un único correo bajo los obuses.El ayudante vacila… En ese momento, vemos a unhombre atravesar el barranco corriendo, trepar lapendiente y no tarda en aparecer, cubierto desudor, jadeando. Es Aillod, de la undécima. Sueltaese suspiro que significa: «¡Salvado!». Pero elayudante le interpela:

—Irás a la Novena con Julien.—¡Pero si somos siempre los mismos! —

responde débilmente, delante de mí.Observo la expresión de su rostro en el que el

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terror sucede a la alegría, y me topo con su miradade perro en espera de los golpes, de hombre al quese designa para la muerte. Esa mirada me causavergüenza. Grito, sin reflexionar, porque esinjusto, en efecto:

—¡Ya voy yo!Veo reanimarse la mirada, darme las gracias.

Veo el asombro del ayudante:—¡Está bien, ve!Yo conozco el sector, puesto que lo he

recorrido para verificar los planos. Salgodisparado y Julien me sigue… Tenemos veinteminutos de marcha, con los rodeos, para llegar alpuesto de mando de la compañía de la izquierda,en el extremo de nuestro frente.

Inmediatamente desembocamos en la planicie,agitada por las sacudidas subterráneas. Losestallidos adquieren una intensidad más brutal,más sonora. Delante de nosotros hay undesencadenamiento de acero, una muralla de humo,

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como si se hubiese prendido fuego a un pozo depetróleo. Nos lanzamos hacia allí, impelidos poresta fuerza, la orden que hemos recibido, tanperfectos prisioneros de la disciplina como silleváramos las manos esposadas.

Me doy cuenta de lo que acabo de hacer: soyun voluntario, he pedido atravesar estaavalancha… ¡Es una locura! Nadie es yavoluntario desde hace mucho tiempo, nadie quiereasumir respecto a sí mismo la responsabilidad delo que sucederá, confiar en el azar, exponerse alamentar el haber sido alcanzado.

Me pasa algo extraño. Tengo un carácter quehace que lleve siempre la lógica al límite, aceptomis actos con todas sus consecuencias, afronto lopeor. Ahora bien, me he comprometido en estaaventura por simple reflejo, sin tomarme tiempo dereflexionar. Pero es demasiado tarde para echarseatrás. Iré a donde he prometido ir.

Entramos en la zona tibia y caótica. Los obuses

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estallan cerca de nosotros, saltan las salpicadurasde metal, las ondas expansivas nos golpean y noshacen trastabillar. Detrás de mí, adivino a ratos elaliento entrecortado de Julien, como el de uncaniche trotando tras el vehículo de su amo. No esun jadeo debido a la rapidez de la marcha, sino aesa opresión causada por la angustia. Sé que esosbombardeos por sorpresa son cortos pero de unagran violencia. Por espacio de una hora esto esVerdún, el Chemin des Dames, lo más implacableque quepa imaginarse. Y henos aquí debajo. Tengoque tomar un partido moral o hundirme en lavergüenza. Siento el miedo que afluye, oigo susgemidos, sé que me va a plantar en el rostro sumáscara lívida, que me hará jadear como una piezade caza que huye delante de la jauría…

La lógica me dicta: ser voluntario es aceptartodos los riesgos de la guerra, aceptar morir…Tengo necesidad de esta aceptación paraproseguir, necesidad de ese acuerdo entre mi

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voluntad y mi acción…—Entonces, ¿aceptas?—Bueno, sí.—¿El sacrificio total?—¡Sí, sí, que esto se acabe!Este muchacho delgado y rubio, blanco de

cuerpo, perfectamente proporcionado (las piernasuna pizca demasiado gruesas, a mi pesar), estemuchacho de veintidós años, que aparentadieciséis, este soldado con cara de colegial, lafrente sin una arruga, de sonrisa burlona, segúndicen (¿cómo no burlarse?), con los ojos quemiran al fondo de los seres (conozco bien mimecanismo, pues lo he analizado bastante), en fin,Jean Dartemont va a morir, esta tarde de marzo de1918, porque un hombre ha dicho: «Siempresomos los mismos los que nos vemos expuestos»,porque en la mirada de ese hombre, con el que nopodría tener ni una conversación de una hora quefuese de su agrado, ha encontrado un brillo

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insostenible, un destello de reproche, enseguidaapagado por la costumbre de someterse…

Con paso largo de ágil infante, Jean Dartemontva en busca de la muerte en esa meseta del Aisne,y no llama en su ayuda ni a la idea del deber ni aDios. En cuanto a Dios, no puede amarlo sin amarlos obuses que recibe de Él, lo que le pareceabsurdo. Si se dirige a Él es confusamente: «Doyel máximo de mí, y ya sabes lo que me cuesta. Sieres justo, juzga. Si no lo eres, ¡no tengo nada queesperar de ti!».

Va a dejarse matar, ese muchacho, porqueconsidera que es inevitable, simplemente por unacuestión de propia estima. Desde que comenzó apensar, ha afrontado la vida solamente con mirasal éxito. No sabía exactamente cuál, salvo que esteéxito debía ser inseparable de un éxito interior,éste sancionado por él. Semejante concepción noadmite arrostrar la muerte firmemente sin tener laintención de morir.

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En este instante la tiene. El espíritu se haadueñado del cuerpo, y el cuerpo ya no rezongapor encaminarse hacia el suplicio.

Leo claramente en mí porqué, desde hace años,me he hecho a menudo estas preguntas. Lasrespuestas estaban listas para el día en que meviera en las últimas. Es el momento de mantenerlos principios que me impuse a mí mismo.

Voy a asistir a mi muerte. Sólo una cosa mechoca: el sentimiento de compasión que la muerteinspira a los vivos. Me dejaré matar en unapequeña acción local, que ni siquiera figurará enel comunicado, tontamente, en un rincón de unramal de trinchera. Se dirá: «¡Dartemont era untipo que quizá habría podido llegar a ser algo,pero no tuvo suerte!». La tierra recubrirá micuerpo y el tiempo borrará mi recuerdo. No sabránlo que pasó dentro de mí en el último momento,que morí voluntariamente, como vencedor de mímismo: el único tipo de victoria que me resultaba

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preciosa. Pero estoy muy acostumbrado a hacercaso omiso de la opinión ajena. ¡Qué importa loque cuenten!

Sólo me resta afrontar el dolor, que temo.Pienso en los dolores más fuertes que hesoportado: neuralgias, tifus, un brazo roto, cuyassensaciones no puedo reencontrar. El dolor no esnada en el tiempo, su duración es corta.Comenzará con el aturdimiento del impacto. Luegola carne lanzará sus alaridos dramáticos. Una hora,dos horas… Si es insoportable, le pondré fin conla pistola que mantengo amartillada en la mano.Pero al menos mi mente tendrá la lucidez de decir:«Me lo esperaba». No se leerá en mi mirada eseespanto horrible que se ve en los que songolpeados por sorpresa, que no lo habían aceptadopreviamente.

Mi espíritu imagina tan intensamente lo que vaa pasar que me siento ya herido al caminar, tengomi vientre abierto, mi pecho hundido, cada golpe

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del que me libro penetra sin embargo en mi carne,saja, desgarra y abrasa. El sacrificio se consuma.El tiro que espero, de un segundo a otro, no podráser peor. No será más que el postrer tiro, el tiro degracia…

—¡Quedémonos aquí! —exclama Julien a miespalda.

Me había olvidado de él. Me doy la vuelta,percibo su rostro descompuesto. Me señala unatrinchera, que corta el ramal tomado en enfiladapor los proyectiles.

—Quedémonos aquí un momento.—Tú quédate si quieres, pero yo sigo. —Digo

no sin cierta crueldad.No tengo ya motivos para refugiarme puesto

que mi decisión está tomada. Pero la menorparada, la menor vacilación, podría hacermeflaquear. Ahora bien, no quiero volver a ponerlotodo en entredicho. Por otra parte, lo que proponeJulien es una estupidez, sugerida por el temor a ir

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más lejos. No estaríamos en absoluto protegidosen una pequeña trinchera desierta donde noconozco un solo refugio.

Reanudo mi marcha, y él me sigue de nuevo sinrechistar. La verdad es que no tengo miedo.Encontramos el ramal cortado; salvo el talud sinprisas, apenas inclinado, cuando me encuentro alnivel de la llanura. Echo maquinalmente un vistazoa la pradera desventrada. Cae un obús a miderecha, mi retina capta el resplandor rojo en elcentro de la bola negra de la deflagración.

Nos acercamos al sector de la compañía. Sigoindemne, pero no abandono mi idea: morir.Ahuyento la esperanza que trata de insinuarse. Conla esperanza de escapar a la muerte renace eldeseo de huir. Mi espíritu de ofrecerme a losestallidos, en espera del golpe que me aniquile,sigue vivo. Repito: ¡que me jodan vivo! Estaexpresión familiar resulta muy apropiada para micaso, pues disminuye la importancia del hecho.

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Vamos a parar a primera línea, tomamos a laizquierda. Los estallidos se confunden, lossilbidos de las dos artillerías, los de los estallidosy los de los obuses se mezclan. Bajo un intensobombardeo, apenas si se distinguen los proyectilesque llegan. Me asombro de que esta furia sedisperse por encima de nosotros sin efecto. Latrinchera está desierta un buen trecho.

Por fin descubrimos a un reducido grupo dehombres apretados contra el parapeto. Un vigilantemira furtivamente la llanura. Nos gritan:

—¡Se han visto boches allí!Es justo allí adonde vamos. ¡Qué se le va a

hacer! Nuestra misión es llegar hasta el teniente,traer información. ¡Continuemos!

Bordeamos algunos parapetos. De pronto, meencuentro en presencia de un revólver de tambor:francés. El teniente, con una escolta, viene a ver loque ha pasado. Le informamos de que sus hombressiguen en sus puestos. Da media vuelta y se nos

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lleva. En unos doscientos metros, la posición se havisto muy afectada por el tiro de sostén destinadoa aislar el punto que el enemigo quería atacar.Pasado este punto, nos alejamos del peligro. Notardamos en llegar al puesto de mando,descendemos al refugio.

—Esperad —dice el teniente— a que estohaya terminado.

¡He vuelto a nacer!

De regreso al batallón, me reciben así:—Pero ¿qué te ha dado?—Dicen que Dartemont quiere ganarse una

mención de honor.¡Pero yo ya la tengo la mención! Me la he

concedido yo mismo, y me importa un carajo la delejército, que sanciona las circunstancias e ignoralas motivaciones.

En la actitud de mis camaradas hay asombro y

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algo parecido a una censura, algo que permitesobreentender: ¡él se conoce los trucos! Sonincapaces de admitir que haya ido gratuitamente.Encuentran mi gesto inconcebible, y le buscan unaexplicación de interés. Si yo le confiara a Aillodque ha sido por él por quien acabo de arriesgar mivida, cuando mi función me protegía, sin duda nodejaría de asombrarle. ¡En la guerra no existen lasmotivaciones sentimentales! Y si les confiara ladecisión que había tomado hace un momento bajolos obuses, si les confiara de dónde vuelvointeriormente, no me creerían. ¿Cuántos hanafrontado la muerte resueltamente? Nada heganado siguiendo el impulso que me ha arrastrado.Pero es por mí por quien he actuado. Estoybastante contento de ese arrebato irreflexivo y dela manera en que he aceptado misresponsabilidades.

Recibimos los estadillos de bajas. Llegan losheridos en las camillas y sus lamentos entristecen

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el crepúsculo. También traen un cadáver alemánque había permanecido enfrente de la compañía yque han descubierto entre las hierbas. Realmentelos alemanes se han acercado hasta nuestras líneas,y ese cadáver es la prueba de nuestra victoria. Nole encuentran encima ningún papel, ningún númerode regimiento. Los enemigos disimulan siempre laidentidad de sus soldados de patrulla a fin de norevelar el emplazamiento de sus divisiones.

De madrugada, voy a tumbarme en mi camastro ala sombra. Reflexiono sobre los acontecimientosde esta velada. Así que, para ser valiente,dispongo de este medio muy simple: aceptar lamuerte. Recuerdo que ya una vez, en Artois,cuando se trataba de desembocar delante de lasametralladoras, me había hecho a esta idea duranteunas horas. Luego cambiaron las órdenes.

Los que caminan, y son la mayoría, diciendo

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«No me pasará nada» son absurdos. Esteconvencimiento a mí no puede sostenerme, pues séperfectamente que los cementerios rebosan degente que había esperado volver, que estabapersuadida de que las balas y los obuses eligen.Todos los muertos se hallaban bajo la protecciónde una providencia personal, que se desentendíade los demás para velar por ellos. Sin lo cual,¿cuántos habrían venido a dejarse matar?

Me siento incapaz de valor si no estoydecidido a dar mi vida. Al margen de estaelección, sólo cabe la huida. Pero esta decisión setoma para un instante, no para semanas y meses. Elesfuerzo moral es demasiado considerable. De ahílo raro del verdadero valor. Por lo generalaceptamos una especie de compromiso cojo entreel destino y el hombre, que no satisface a la razón.

Por el momento he tenido dos veces un valorabsoluto. Será lo más grande que haya hecho en laguerra.

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Luego pienso en la frase de Baboin: «Se tratade no hacerse el listo…», y, si quiero «regresar»,será conveniente no ceder a menudo a semejantesimpulsos…

Corre el rumor de una intensa y próxima ofensivaalemana en un punto que se desconoce. Estaofensiva es una consecuencia de la defección delos rusos, que ha liberado a importantes efectivosenemigos. Se dice que nuestro mando la espera yque ha tomado sus disposiciones.

El ejército ha puesto su confianza en el generalPétain, que se ha preocupado por el soldado. Gozade la reputación de querer ahorrar vidas humanas.Tras las matanzas organizadas por Nivelle yMangin, a los que se llama aquí brutossanguinarios, el ejército necesitaba sertranquilizado. Es notorio que las dos operacionesvictoriosas del nuevo generalísimo, en el Chemin

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des Dames y en Verdún, fueron llevadas con tino,con el material suficiente. Pétain ha comprendidoque se hace una guerra de máquinas bélicas y quelas reservas no son inagotables. Por desgracia, hallegado demasiado tarde.

Basta con la perspectiva de unas grandesbatallas para inquietarnos. Pero el hecho de vernosasaltados no nos asusta más que un ataque cuyainiciativa lleváramos nosotros. Consideramos, porel contrario, que es prudente esperar.Egoístamente, deseamos que el asunto no sedesencadene enfrente de nosotros.

El cielo está despejado. Ahora cada noche oímosunos zumbidos. Las escuadrillas alemanas que vana bombardear París cruzan las líneas por encimade nuestras cabezas. Carecemos de medios paraimpedirles el paso. Pero saludamos a los avionesinvisibles:

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—¡Los patriotas se van a enterar de lo que esbueno!

—Eso les irá bien. ¡Lo que los civilesnecesitan es unas horas de bombardeo en plenosmorros!

—Sólo para ver si entonces exclaman: ¡hastael final!

—Destruir los monumentos es una idiotez.—¡Ah, mira lo que dice éste! Y tu pellejo, ¿no

vale lo mismo que un monumento? ¿No es acasojodido que te saquen las tripas?

—¡Que sepan lo que es los tipos de París!—¡La gracia que les va a hacer si les sueltan

un buen bombazo en el Ministerio de la Guerra!—¡Cállate, derrotista!—¡Mira quién habla, el vendido éste, zángano,

voluntario cagón!—Para empezar —dice Patard, el telefonista

de la artillería—, en la guerra hay que destruir.Así se acabará antes.

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Es su principio, y bien que lo pone en práctica.Todo lo que está intacto, lo estropea; y loestropeado lo acaba de arruinar; y todo lo que noestá guardado, para mí se ha dicho. Lleva losbolsillos hinchados de extraños objetos. Es elmayor mangante que se haya visto jamás, el terrorde las cocinas, de las cantinas y de los almacenes.Su mayor hazaña es haberle birlado el calzón y lasbotas a su general de división. Ello ocurrió en elChemin des Dames. En el fondo de un refugio,Patard confeccionaba gorras de policía de fantasíacon la idea de vendérselas a los hombres de suregimiento. Pero le faltaba un galón paraadornarlas. Para conseguirlo, se ofreció a ir enpleno bombardeo a cambiar a la división unaparato en mal estado. Fue allí abajo dondefisgoneando descubrió el calzón de buen paño finocolgado de un clavo, un calzón rojo, el color quenecesitaba. Como al lado estaban las botas,también las cogió, y subió de nuevo a las

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trincheras. El general armó un pitóte de mildemonios, pero nunca llegó a sospechar que sucalzón hubiera acabado, reducido a finas tiras, enla cabeza de sus artilleros y que lo saludaba cadavez que se cruzaba con sus hombres. Con las botas«aviador», de las que cortó lo que eranpropiamente los zapatos y a las que les cambió elcolor, Patard se hizo unas polainas de las que,cínicamente, se declara encantado: «¡Amigo mío,el general no me ha dado gato por liebre!».

Su paso por Verdún, en compañía de sucompañero Oripot, fue también ocasión de unamemorable proeza. La cuenta así:

—¡Pues bien! Nos llevan a primera línea conel suboficial y toda nuestra impedimenta, por laparte de Vaux. Aunque el suboficial era un gachóvaliente, el sector estaba hecho polvo: no habíamás que hoyos de obús y un bombardeo deartillería que había hecho meterse a todos losgalonistas[42] bajo tierra, hasta donde se perdía la

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vista. «Bueno —le digo al suboficial—, ¿verdadque no vale la pena desenrollar el hilo para quenos lo corten?». «Haz lo que quieras», meresponde él. «Bien —digo yo—, me voy a dar unavuelta con Oripot para ver de encontrar algo quellevarse a la boca». «Pero ¿qué coño quieresencontrar?», me dice. «Siempre se puede encontraralgo en cualquier parte», le contesto. A fuerza dedar vueltas por aquel desierto doy con unacasamata detrás del fuerte de Vaux, que estaballena de manduca como para reventar de unatracón, un depósito de víveres, surtido con todolo mejor que se puede soñar. Pero no había manerade poder entrar allí de extranjis. La puerta estabaguardada por dos territoriales de servicio. «¿Quéquieres tú?», me preguntan. «¡Pues manduca!, ¿quécoño voy a querer?». «¿Llevas el vale?». «No»,les respondo yo. «¡Pues hace falta un vale!». «Pero¿qué vale ni qué porras?». Y me explican cómofunciona la cosa. «¡Está bien —les digo—, voy a

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por el vale!». Volvemos donde el suboficial paracontarle el trapicheo. «¡Pero yo esto no lo puedofirmar!», dice él. (¡Los hay tontos de verdad entrelos tipos instruidos!). «¡Te basta con firmarChuzac!». Era un antiguo oficial del grupo, quehabía pasado a morteros. Volvemos a ver a losterritoriales con un vale de víveres paraveinticinco hombres. ¡Ah, los tíos! ¡Nos tocaroncinco cantimploras de aguardiente, con unoscuantos kilos de chocolate, conservas, alcohol dequemar, de todo, vaya! Nos escondimos en un grancráter de obús, donde pusimos a cocer elchocolate con el aguardiente. En veinticuatro horasdimos buena cuenta de las cinco cantimploras.Entonces volvimos a donde los territoriales conotro vale, luego otro, y otro más, hasta el final.«¿Es que entre vosotros no se producen nuncabajas?», decían los territoriales. «¡Estamos en unbuen rinconcito!», respondía. ¡Ah, los tíospesados!

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—Pero ¿es que no se luchaba en torno avosotros?

—No sabría decirte. Es probable, aunque no vinada. Pasamos tres semanas mamados en el cráterdel obús. Jamamos y trincamos por valor deochocientos francos.

—¿Cómo es eso?—Un mes más tarde el regimiento recibió la

factura. Los territoriales habían hecho llegar losvales a intendencia. Eran víveres reembolsables, alo que parece.

—¿No pasó nada?—Claro que pasó. Hicieron una investigación.

¡Pero vete tú a hacer una investigación en Verdún!No podían suponer que dos elementos se hubieransoplado ochocientos francos en aguardiente y enchocolate en tres semanas. Se puede decir que dos,pues el suboficial no tomaba casi nada.

—¡Nos lo pasamos en grande en Verdún,podéis creerlo! —declara Oripot.

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—Lo más gracioso —apostilla Pacard— esque el hermano de Oripot, que es cura…

—¡Es un chaval honrado! —dice Oripot.—¡No digo que no, pero cursi lo es un rato! Le

escribía a este cerdo: no hay que beber demasiado,piensa en tu familia. Era yo quien leía las cartasporque tú te dormías y te saltabas las líneas… Nohay que beber, decía su hermanito. ¡Pero, caray! Sino mamáramos, ¿de qué serviría hacer la guerra?

Una mañana, al despertar, el frente rugefuriosamente a nuestra izquierda, por la parte deChauny. Reconocemos ese ruido de tormenta, esemartilleo que transmite la tierra, como un cuerpoconductor, y que se propaga en el aire en tristesondas. No lejos, ocurre algo grave.

No tenemos ninguna información. El tronardura toda la jornada y se reanuda al día siguiente.No llegan ni el correo ni los periódicos, lo que es

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una mala señal.Al tercer día oímos decir que la ofensiva

alemana ha hundido el frente inglés. Nosenteramos de que unos cañones disparan sobreParís. La batalla se está convirtiendo en undesastre. Pero unos informadores optimistasafirman que ese retroceso es una trampa tendida alos alemanes para «apalizarlos» en campo raso. Lanoticia vale lo que vale, uno se contentaesperando.

Se extiende una nueva doctrina militar: «Elterreno no tiene ninguna importancia».¡Evidentemente! Sin embargo, estamos muy cercade París para introducir cambios. ¿Y para quéhaber hecho masacrar, entonces, a tantos hombrescon el fin de conquistar un saliente u ocupar unacresta?

Al cuarto día, tenemos a los atrevidos globosde observación enemigos a nuestras espaldas.Vamos a ser rodeados… Es probable que no

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salgamos indemnes de esta situación.Se suspenden los permisos. Llegan órdenes,

exigiendo transportar a la retaguardia el material ylas municiones. Trabajos pesados que se realizandurante dos noches.

A continuación, hay una contraorden. Sevuelven a subir cartuchos y cajas de granadas.Luego, ya no se sabe. Tenemos órdenes deoperaciones, unas concernientes a la resistencia enel sitio, las otras a la evacuación. El mando dudaentre una y otra. Nuestras preferencias se decantanpor las segundas, y nos parece imposible resistir auna fuerte ofensiva con la escasa gente quedefiende las líneas.

Pasamos algunos días sumidos aún en la duda.El sector se anima. Recibimos gruesos obuses, queson manifiestamente tiros de reglaje. ¡Nuestro casoestá claro!

—¡Habrá que restablecer de nuevo esto! —murmuran los hombres de las trincheras.

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—¿Acaso resistiría a un 210? —nospreguntamos pensando en nuestro refugio.

—¡Con un 210 largo, seguro que no!Esta constatación no refuerza precisamente

nuestra moral, y mucho deseamos no tener quebatirnos. Estamos en los primeros días de abril,los alemanes se encuentran cerca de Amiens.

De súbito evacuamos las primeras líneasdurante la noche. Las compañías son llevadas denuevo a las crestas de las segundas posiciones, ynosotros vamos a instalarnos en el puesto demando del batallón a retaguardia, en una espaciosacueva, llena de hombres, cuyas inmediacionesestán atestadas de vehículos cargados de materialy de territoriales hechos unos zorros.

A la mañana siguiente, enfrente de nosotros,resuena el bombardeo cuyos últimos rebotesrecibimos. Los alemanes aplastan nuestrasposiciones vacías. Luego somos informados deque han llegado y avanzan lentamente. Los nuestros

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se repliegan causándoles daño. Durante todo el díala artillería pega y las ametralladoras escupen.Coucy es violentamente bombardeado. Nosotrosno abandonamos el mando, no vemos lo que pasadelante, ignoramos dónde se encuentran nuestrasunidades.

Las compañías aprovechan la noche parasituarnos en unas nuevas posiciones. La batalla sereanuda con el día, muy confusa. Unos obuses caenal azar. Abandonamos la cueva, retrocedemoscampo traviesa, siguiendo unos barrancos.Pasamos parte de la jornada en las laderas de unacolina arbolada. A cada cuarto de hora, un silbidoformidable llena el cielo. Unos 380 se hunden enla blanda tierra del valle, pero ninguno estalla.Más tarde, bordeamos unas crestas y vamos aparar de nuevo a la llanura por las pendientes deun contrafuerte.

Allí nos enteramos de que el batallón estáorganizado delante de nosotros, del otro lado del

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canal, y el enlace recibe la orden de alcanzarlo.Mediante grupos de dos o de tres, tomamos poruna carretera tranquila. De camino, nos cruzamoscon los nuestros, que llevan a un prisionero alemángrandote, tocado con un casco de cuero, que tieneun aire vejado y furioso. Es un aviador al que seha mandado a localizar nuestras secciones volandomuy bajo y al que han abatido a tiros de fusil.

El batallón está escalonado a lo largo de unribazo perpendicular a la carretera. Nos informande que «los boches están ahí, entre la hierba,detrás de la cresta», mostrándonos un campo enpendiente que tapa el horizonte. Deben de vernos ydudar: el combate degeneraría en un cuerpo acuerpo. Nadie dispara y nuestros pequeñosdestacamentos continúan circulando libremente aldescubierto. La cercanía de los enemigos no nosimpresiona, mucho menos que un bombardeo. Secala las bayonetas en los fusiles. Esperamos paradisparar a que se levanten: se verá bien. No son

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sino hombres como nosotros. Pero los alemanes nointentan nada.

Al atardecer, recibimos órdenes dereplegarnos. Volvemos a cruzar el canal que debemarcar el término del avance del enemigo. Nuestromovimiento se lleva a cabo en silencio, sin bajas.Volvemos a ganar las alturas. Pasan corriendounos arcones. En torno a nosotros, abren fuegounos 75. Han llegado tropas a las que incumbe latarea de defender las nuevas posiciones. Laretirada se ha efectuado en buen orden, sindemasiados problemas, sin que hayamos dejadoprisioneros al enemigo. Es cierto que éste haatacado bastante blandamente, contando con suventaja estratégica que nos obligaba a retroceder.

Nos perdemos en la noche, hacia laretaguardia. Nos encaminamos hacia nuevosazares, pero ya llegará el momento de pensar enellos cuando haya que afrontarlos. Por el momento,nuestro papel ha terminado. Esta retirada feliz nos

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produce una impresión de victoria. No tardan ensubir ruidos de la columna. Se oyen cánticos einsultos: hemos salido del apuro, una vez más.

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VEn Champaña

Una marcha de varias horas, bajo una lluviatorrencial, nos conduce al corazón de la Champañapiojosa. Las cortinas del aguacero nos encierranen un lugar de desolación, el horizonte no es másque una arroyada que abruma y diluye el espíritu.Tristes barracas, manchadas por el barro quearrastramos en nuestros pies, hacen pensar en uncampo de prisioneros. Nuestras ropas estáncaladas, nuestros víveres fríos y no tenemos fuego.Pese a todo, la fatiga nos hace recostarnos sobre lapaja húmeda de los compartimentos, pero un vahoasciende de nuestros cuerpos y no podemoscalentarnos. En los alrededores, no hemos visto niun árbol ni una casa. Esta región es inhóspita,hostil, la naturaleza misma nos niega un poco dealegría.

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Permanecemos una semana en las barracasembreadas, cercadas de grandes charcos,desprovistos de todo cuanto podría hacer un pocomás grata nuestra vida.

Una mañana, el capitán que tiene interinamenteel mando nos lleva a reconocer las posiciones deapoyo que hay que ocupar próximamente. Nuestrosector está situado entre Tahure y la Main deMassiges, nombres que nuestra ofensiva de 1915hizo célebres. Está bien equipado y los ramales seextienden muy profundamente, como en otrotiempo en Artois. Por todas partes se ven antiguosemplazamientos de baterías y refugios noocupados, en el flanco de los taludes. El batallónde reserva ocupa la contrapendiente de una cresta,detrás de otra cresta que disimula las cimas dondeestán situadas las trincheras. A nuestra derecha, sedescubre a lo lejos una extensión verdeante quecontrasta con la región desnuda y gris, comosahariana, que tenemos delante de los ojos. Se nos

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dice que es la Argonne.El puesto de mando del batallón, excavado en

forma de foso, recubierto de una buena capa derollizos, iluminado por unas aberturas a ras desuelo, es relativamente confortable. Hoy no vamosmás adelante.

De regreso, hacemos un alto en un pueblo enruinas, a cuatro kilómetros de las primeras líneas,donde el coronel se ha establecido con su estadomayor en unos refugios muy bonitos adosados a lapared de una cantera. Estos refugios son coquetoscomo chalets de montaña y están precedidos deuna galería protegida por unos pasos en zigzaghechos de sacos terreros. La limpieza de susinmediaciones es impresionante.

A través de las ventanas, vemos a lossecretarios, en uniforme de interior, que escriben ydibujan en unas grandes mesas, con el cigarrilloentre los dedos. Unas máquinas de escribir imitanel ruido de las ametralladoras de una forma

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inconveniente y ridícula. Se ve a ordenanzaspresurosos, llevando palanganas, frascos de aguade colonia, y a cocineros con la servilleta albrazo, como maitres de hotel. No nos acercamos aestos privilegiados, estos cortesanos, que guardanlas distancias con nosotros como con unas pobresgentes. Temen que haya entre nosotros cadetes deGascuña[43], susceptibles de hacer una carrerademasiado rápida en el favor de los grandes. Cadahombre defiende su puesto y se huele a un rival encualquier otro. La desgracia presagia la vuelta aprimera línea, la amenaza de muerte. Este mundode empleados conoce los chismes del oficio y lossecretos de los despachos. Su deseo de agradar, dehacerse indispensables les lleva a excesos de celo.Hay aquí cabos que son temibles incluso para unjefe de batallón.

Los oficiales del entorno del coronel (oficialadjunto, de información, del cañón de 37,abanderado, etcétera) van esmeradamente

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afeitados, engominados y perfumados, como genteque dispone de tiempo que dedicar a su aseopersonal. Sobre todo deben mostrarse de buentono, divertidos a la hora de las comidas. No seocupan de la guerra más que en último extremo, y,preferentemente, a distancia.

El coronel aparece a su turno. Es un hombrealto y delgado, de largos bigotes de galo, vestidode caqui, con la gorra sobre la oreja, que sacapecho: muy mosquetero él. (De paisano, con unospantalones claros y polainas blancas, se diría «unviejo marchador»). Se yergue a la vista de unsoldado, le clava una mirada magnética, y lesaluda con un amplio gesto que puede significar:«¡Honor a ti, valiente entre los valientes!» o«¡Únete a mi lustre!». Por desgracia, en elmomento de la refriega, este lustre brilla por suausencia en la retaguardia… No es más que puraapariencia, e ignoro cuál es el valor real delcoronel, al margen de su saludo teatral. Pero yo

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siempre desconfío de la falta de sencillez.El capitán, cuya audiencia ha terminado, se

reúne con nosotros. Dejamos Versalles…

Poco antes de nuestra marcha de primera línea, unnuevo jefe de batallón ha venido a tomar el mandode nuestra unidad. Es nuestro tercer comandantedesde que estoy en los enlaces, sin contar a loscapitanes interinos. Estos cambios nos resultansiempre inquietantes. De la sangre fría de nuestrojefe puede depender nuestra suerte, y de su humor,nuestro bienestar.

El recién llegado tiene pinta de desconfiado.Me ha entregado los planos directores[44]

encontrados en el refugio, diciéndome:«Compruebe todo esto y complételo».

Dos veces al día cojo la careta, el casco, elrevólver, el jalón, el lápiz y mis papeles, y me voysolo de reconocimiento topográfico. Es trabajoso

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identificar el terreno porque los bombardeos lohan nivelado todo, han arrasado todos los puntosde referencia. He de establecer el punto situandoun detalle de las trincheras y a partir de allídeterminar los demás. El sector es muy vasto, elfrente de las tres compañías se extiende alrededorde unos mil doscientos metros, en el flanco de laprimera altura de los montes de Champaña, cuyacima está en poder de los alemanes. Su situacióndominante nos ha obligado a condenar una parte delos ramales que datan de su ocupación y a abrirnuevas vías de comunicación para escapar a suvista y a sus tiros directos de ametralladora. Deresultas de ello hay un encabalgamiento detrincheras que tengo que visitar para orientarme,pues las indicaciones de los planos son bastantefantasiosas. Salvo a menudo las cortinas de sacosterreros, me asomo durante unos segundos al niveldel suelo, y vago por los ramales abandonados einvadidos por la hierba que se hunden. La

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pendiente que hay enfrente de los alemanes estádesierta. Me encuentro en completa soledad a lolargo de cientos de metros y, si fuera herido degravedad, a nadie se le ocurriría venir a buscarmea unos lugares a los que soy el único en ir. Alprincipio recibí balas en varias ocasiones,felizmente disparadas a quinientos metros; mehicieron ver el peligro que suponían estos viejosramales. Sin embargo, vuelvo allí, conprecauciones, tanto por necesidad como porplacer. Me gusta este aislamiento, este silencio,me gusta descubrir antiguos refugios, de paredeshúmedas en las que crecen setas, que tienen elmisterio emocionante de las ruinas. Sé que éstasson patéticas y sueño con el destino de loshombres que han permanecido en estos lugares,muchos de los cuales han perdido la vida. A esteplacer se suma el orgullo de conocer unos rinconessecretos, que se convierten en mi dominio, en esteterreno que un ejército observa y que otro

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defiende.Mi primera preocupación es localizar los

refugios en buen estado. Sucede fatalmente,durante mis rondas, que en la zona donde explororecibo obuses. Corro a cobijarme en el refugiomás próximo. Temo más a los obuses que a lasbalas. Debido a su estúpido ruido y a la manera enque desgarran los cuerpos. Las balas son másdiscretas y actúan más limpiamente.

Visito largo rato las primeras líneas, hasta elpunto de asombrar a los centinelas, que sepreguntan qué manía me hace rondar por estosparajes que ellos aspiran a dejar. El coronelquiere una información completa y exige que elespesor de las alambradas sea especificado en losplanos. Al ser impensable tomar medidas delantede nuestra línea, lo evalúo lo mejor posiblemirando por encima del parapeto. Se trata de unamisión delicada que bien podría costarme, en casode distracción, un balazo en la cabeza.

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Tanta conciencia no me evita reproches. Hacepoco el comandante me dijo, con su brutalidadhabitual, al alargarme un mapa:

—No sabe usted muy bien lo que se hace. Estaescuadra no está aquí.

Consideramos, después de quince días, que elcomandante no es un mal hombre. Pero tiene malosmodos y el temor a la responsabilidad turba sumente. Respondí de mal humor:

—Es usted quien está en un error, micomandante. Claro que la escuadra está ahí y se lodemostraré sobre el terreno cuando usted quiera.

—¿Está usted seguro?—Totalmente, mi comandante.—¡Está bien!Ha debido de verificarlo, pues no me ha vuelto

a hablar de ello y, a partir de entonces, expresa susafirmaciones con menos sequedad.

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Acabamos de tener conocimiento de la ofensivadel Chemin des Dames y de que se ha abierto unanueva brecha en nuestro frente y se amplía deforma constante. Cuentan que los alemanes hanaparecido en Fismes unas horas después dedesencadenar el ataque, que han sorprendido a untesorero general, a aviadores, etcétera. Para losque conocen la región, esta rapidez es abrumadora.Y también lo es el que el enemigo marche sobreFére-en-Tardenois, donde hemos visto campos demuniciones hasta donde alcanza la vista, enormesdepósitos de material de los que va a apoderarse.

Dos fuertes golpes de mano en los sectoresvecinos de derecha e izquierda nos han causadobajas. De forma imprevista, los alemanes noshostigan con obuses. Yo me he visto sorprendidovarias veces por tiros, y, el otro día, estuve en untris de que acabaran conmigo en una hondonada.

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Todo va mal. El final retrocede más que nunca…Pienso, completamente harto:

«¡Estoy hasta la narices! ¡Tengo veintitrésaños, veintitrés años ya! He estrenado eseporvenir que quería que fuera tan pleno, tan rico en1914, y no he conseguido nada. Mis mejores añostranscurren aquí, echo a perder mi juventud enunas ocupaciones estúpidas, en una subordinaciónimbécil, llevo una vida contraria a mis gustos, queno me ofrece meta alguna, y tantas privaciones,tantos fastidios quizá terminen con mi muerte…¡Estoy hasta las narices! Soy el centro del mundo,y cada uno de nosotros lo es también para símismo. Yo no soy responsable de los erroresajenos, no me solidarizo con sus ambiciones, susapetitos, y tengo cosas mejores que hacer quepagar su gloria y su provecho personal con misangre. Que hagan la guerra los que gustan de ella,yo me desentiendo absolutamente. Es un asunto deprofesionales, que se las apañen entre ellos, que

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hagan su oficio. ¡No es el mío! ¿Con qué derechodisponen de mí estos estrategas cuyas funestaselucubraciones he podido juzgar? Recuso sujerarquía, que no es prueba de su valor, recuso laspolíticas que han llevado a esto. No tengo ningunaconfianza en los organizadores de masacres,desprecio incluso sus victorias por haber vistodemasiado de qué están hechas. No es odio lo quesiento, sólo detesto a los mediocres, a los necios,que a menudo se promociona, se convierten entodopoderosos. Mi patrimonio es mi vida. Noposeo bien más preciado que defender. Mi patriaes lo que conseguiré ganar o crear. Yo muerto, meimporta un bledo cómo se vayan a repartir losvivos el mundo, el trazado de las fronteras, susalianzas y sus enemistades. No pido más que viviren paz, lejos de los cuarteles, de los campos debatalla y de los genios militares de todo jaez.Vivir no importa dónde, pero tranquilo, yconvertirme lentamente en lo que debo ser… Mi

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ideal no es matar. Y si he de morir, entiendo quesea libremente, por una idea que me sea querida,en un conflicto en el que yo tenga mi parte deresponsabilidad…».

—¡Dartemont!—¡A sus órdenes, mi comandante!—Vaya a ver inmediatamente en la Undécima

dónde están emplazadas las ametralladoras.—¡A sus órdenes, mi comandante!Estamos de vuelta en el campamento. Nos

tomamos allí un descanso sin diversiones nidistracciones. El sol nos asa en las barracas. Perono podemos permanecer fuera, en esa meseta detierra gredosa y seca, agrietada por el calor, quese diría retirada del horno de un alfarero.

Nuestros ejércitos siguen en retirada. En losperiódicos, que nos llegan de forma irregular,seguimos el avance alemán. Sus progresos nosturban, no porque anuncien la derrota, puesto queno creemos que una derrota definitiva sea posible

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con el concurso de los americanos, sino porquesigan difiriendo aún la decisión durante meses oaños. Las palabras victoria y derrota no tienen yasentido para nosotros. Un cadáver, ya sea deCharleroi o del Marne, no es más que un cadáver.Todos tenemos años de guerra a nuestras espaldas,y heridas, y queremos morir menos que nunca.

Hace acto de presencia una epidemia de gripe,se evacúa a muchos hombres. La he cogido. Latarde del relevo me entró la fiebre, se me aflojaronlas piernas, de golpe, a la salida de los ramales.Por suerte encontré una carreta para que mellevara hasta aquí. Acabo de pasar cuatro días enun camastro, sin comer.

Hoy, al comienzo de la tarde, me encuentro enla oficina con el ayudante. Está sentado en unbanco y fuma, y yo estoy envuelto en una manta.Pensamos en los acontecimientos. Él exclama, consu acento del Sur, las manos en las sienes, mirandoal techo:

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—Qué pastisse![45]

—Hace tiempo que esta historia debería haberterminado si hubiéramos cometido menoserrores…

—¡Y pensar que han rechazado la paz!… ¡Sí,rechazado la paz!… ¡Dios mío!… Sions proprés,vaï![46]

Cruje el pestillo. Aparece un busto en el marcode la puerta. Reconocemos a Frondet, sucio, sinafeitar, con su cara de crucificado y sus ojos demirada febril. Al vernos solos, entra. Tiene un aireextraño, una sonrisa extravagante. Nos mira, nosescruta. Y este hombre bien educado, de una granprobidad, este creyente, nos dice en voz muy bajay con una sonrisa sardónica estas terriblespalabras:

—Ellos están en Cháteau-Thierry… ¡Quizáesto vaya a acabarse!

Esta palabra nos incomoda… Se hace un largosilencio durante el cual cada uno de nosotros se

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interroga, al borde de la traición, acepta o rechazael desenlace entrevisto.

Luego el ayudante se arremanga, se lava lasmanos en el vacío. El gesto de Poncio Pilatos…

—¡Lo que la gente quiere es volver a su casa!

En la noche del 6 de julio, hacemos un alto en elpueblo donde está el coronel. El comandante, queha ido a recibir órdenes, nos anuncia a su vuelta:

—Los boches atacan desde hace tres días entodo el frente de Champaña. La información esfidedigna.

Nos establecemos en las ruinas, que seconvierten en el emplazamiento de las reservas.Hasta la mañana, trabajo con el ayudante en laredacción de varias notas urgentes.

Es probable que la preparación de la artilleríase ponga en marcha durante la noche y que las olasalemanas aparezcan al alba. Es la táctica de las

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grandes operaciones. Ello favorece la sorpresa ydeja una jornada entera para avanzar por terrenodesconocido. A fin de prevenirnos contra ello,cada tarde, a la caída del día, nuestras tropasevacúan las trincheras en una profundidad de unosdos a tres kilómetros, dejando sobre el terrenoalgunos hombres sacrificados, encargados deindicar la proximidad del enemigo lanzandocohetes luminosos. Estas tropas van a ocupar laposición de resistencia en las crestas quedefienden una línea que el enemigo no debe cruzar.Poco antes del amanecer, nuestros batallonesretoman sus emplazamientos habituales y ponen demanifiesto con su actividad que siguen ahí. Importaque el enemigo no se entere de nuestra maniobra.En suma, tomamos contra él las mismasdisposiciones que le hicieron triunfar sobrenosotros en abril del 17, en determinados puntosdel Chemin des Dames. Malgastará su bombardeosobre unas posiciones vacías y vendrá a

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enfrentarse contra unas posiciones intactasguarnecidas de ametralladoras. La batalla selibrará en el terreno elegido por nosotros.

Mientras descansábamos, el sector se haarmado de forma prodigiosa. Al despertar,descubrimos cañones por doquier. Los taludes, loslienzos de pared disimulan unas piezas pesadas,unos 120 y unos 155 largos, unos 270 que mandanunos proyectiles enormes. Hacia la derecha, losobuses han sido simplemente apilados en lostrigales que les hacen de camuflaje natural. Elcampo está lleno de máquinas, de bocas sombríasque amenazan al otro ejército, de municiones detodo tipo. Se dice que los tanques están en laretaguardia y que el general Gourand lo haprevisto todo. Estos preparativos nos inspiranconfianza.

Las baterías de sector hacen unacontrapreparación, que tiene por objetoobstaculizar el agrupamiento enemigo. Entre la

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puesta del sol y las tres de la noche, cada unadispara varios cientos de obuses de iperita[47]. Lasbaterías nuevas enmudecen. Los alemanes debenignorar su presencia hasta el momento de laacción.

Sólo hay actividad en nuestro bando, y denoche. Durante el día, nunca hemos conocido elsector tan en calma. No se oye ni una explosión, niun disparo de fusil, no se ve ni un avión alemán yel enemigo ya no eleva siquiera sus globos deobservación. Reina un pesado silencio hasta elinfinito, bajo el cielo azul. Se distingue claramenteel rumor de la atmósfera estival, hecha de vidasinvisibles, de cantos de insectos, de pequeñosaleteos y del chirrido del calor sobre los cultivos.Pero esta calma es un indicio más. Hemos leído enlos boletines informativos que una calma chichasemejante precedió las ofensivas contra Amiens yCháteau-Thierry.

Yo figuro en la lista de los que dispondrán de

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permiso a la primera salida. Espero el ataque o mipermiso. ¿Cuál llegará antes?

Pasan algunos días. Es el permiso… Dejo atoda prisa a mis camaradas, que me envidian.

El 15 de julio, me dirijo a casa de unos amigos delas afueras. En el tranvía, despliego el periódico.Unos grandes titulares anuncian la ofensivaalemana de Champaña y su derrota. Mi primerpensamiento, instintivo: «¡De buena me helibrado!». Mi segundo pensamiento es para loshombres de mi regimiento, que se baten en estosmomentos, reciben obuses y contraatacan. Estoydemasiado ligado a ellos para olvidarles. ¿En quéestado los encontraré?

Mis amigos, que son industriales, tienen unhijo en vísperas de ser movilizado, lo que creamucha inquietud a la madre. Ella ha decididofacilitar la carrera de su hijo, ganarle apoyos que

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le permitan ser destinado a un arma en la que noesté demasiado expuesto; su elección se hadecantado por servir en el parque móvil. Estamadre previsora, intrigando, ha conseguidoestrechar relaciones con un general adjunto algobernador de la región y atraerle a su casa. Lehabían avisado de que dicho general tenía la maníade escribir obras en verso con algo de tragedia yde revista a la vez. Para acabar de ganárselo,pensó en montar una de sus obras teatrales conocasión de una fiesta de beneficencia dada en prode un pequeño hospital que ella dirige. Es a estafiesta a la que estamos todos invitados.

Me presentan al general. Nos sentimos ambosincómodos. No sabemos cómo conciliar lajerarquía y las relaciones mundanas. Con la gorraen la mano, saludo, sin cuadrarme, con unainclinación. Pero me abstengo de decir:«¡Encantado!…». (Un soldado en uniforme nopuede estar encantado de conocer a un general, ni

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siquiera en un salón). Él me mira:—¡Ja, ja, muy bien! ¡Buenos días, jovenzuelo!No se informa acerca de la guerra; no es asunto

suyo.Trato por primera vez a un general en la vida

privada; observo a éste con atención. Es unhombrecillo barrigudo y encarnado de tez, queanda con las piernas abiertas, como los jinetes.Lleva el antiguo uniforme, guerrera negra y calzónrojo que le cae sobre unos botines con elástico.Tiene una melena abundante, de poeta, la miradamaliciosa, un aire de fauno burlón. En la mesaocupa un puesto a la derecha de la dueña de lacasa, que preside una comida de veinte cubiertos.Habla con brusquedad militar, escoge en los platosy olfatea los brazos de las damas, como paracerciorarse de su estado de lozanía. Su ingeniotiene un tufillo de guarnición; cuenta anécdotasmás libres de lo conveniente en la buena sociedad.Tiene, por otra parte, buen saque y toma borgoña

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con gran intrepidez. Sólo aparta la cabeza de suplato para aspirar a sus vecinas y mirar de reojosu escote. Sus maneras, al tratarse de un hombreque debe proteger al joven Frédéric, el hijo de lacasa, son juzgadas deliciosas. Se celebran susbromas.

Después del café, unos automóviles nos llevanal campo de aviación que está próximo. Una salade espectáculos ha sido transformada en sala defiestas. Se ha preparado un escenario, instaladounos bancos y confiado los papeles a los jóvenesaviadores, que abundan mucho entre la burguesíadel lugar. Están presentes los soldados delcampamento, los heridos del hospital y loslugareños. El general, rodeado de laspersonalidades importantes, se sienta en unabutaca en primera fila, y se alza el telón. Comocabía esperar, la revista celebra las virtudes de laraza y el valor de nuestros combatientes. Elsoldado de infantería, el artillero, el soldado de

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caballería, el ametrallador, el granadero, etcétera,desfilan alternativamente y declaman una coplillaCorneliana con muy guerrera vehemencia. Al finalde cada cuadro, una Francia nimbada de pañostricolores los abraza a todos de corazón. Lossublimes alejandrinos del general, en los quemortero rima con granadero y bárbara insania conGermania, son muy del gusto de los civiles, quepatalean con entusiasmo contenido. Es realmenteuna lástima dejar que se pierda tanta energía;debería armárseles en el acto y llevarles aChampaña…

El general recibe muchas felicitaciones, que élacepta con la modestia del genio. Mi anonimatome dispensa felizmente de dirigirle las mías: loque emana de un jefe escapa al juicio de unsoldado. Por último, le acompañan a su automóvilmilitar. Él se instala en los cojines con cuidado ynos deja repartiendo breves y blandos saludos,como bendiciones obispales.

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La dueña de la casa se apercibe entonces deque el sobre que le ha entregado para su hospitalcontiene una suma irrisoria, una propina de criada.Observan que se ha comportado bastante maldurante la comida y ya veo llegar el momento enque se le tratará de roñoso… Pero la llegada deFrédéric atempera las críticas: ¡el niño no estácolocado aún! Hasta nueva orden, convieneencontrar al general encantador, tan fino, taningenioso…

Compruebo lo útil que es para un joven, enunos tiempos revueltos, tener un padre rico y unamadre activa… Asimismo me digo que, despuésde todo, los generales son menos temibles cuandofirman poesías que órdenes de operaciones. Almenos, el que acaba de irse no asesina nada másque la lengua.

De regreso a mi sector, todo ha vuelto al orden.

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Me explican cómo han pasado las cosas.El 13 de julio por la tarde, un fuerte golpe de

mano por la parte de Tahure nos permitió hacerprisioneros en uniforme de asalto. Por éstos sesupo que el ataque alemán, retardado por nuestrosobuses de gas, tendría lugar a la mañana siguiente.Todos los medios de enlace funcionaroninmediatamente. A las once de la noche, el ejércitode Gouraud estaba alertado, los infantes en suspuestos de combate y los artilleros en sus piezas.En uno y otro bando, varios cientos de miles dehombres angustiados esperaban la ruptura delsilencio.

A medianoche, un inmenso resplandorabrasaba el horizonte. La artillería alemanaempezaba su tiro. No había tocado tierra aún suprimera salva cuando ya el cielo se enrojecía delbando francés. Nuestra artillería daba comienzo alsuyo, con medios de nuevo superiores. Peronuestros disparos tenían por blanco un ejército

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agrupado y los proyectiles enemigos se ensañabancon unas posiciones vacías. Éramos nosotros losque destruíamos, no sólo refugios y unidades, sinotambién la moral de los hombres que habían deatravesar de un momento a otro aquel huracán.

Su ataque tuvo lugar al alba, como estabaprevisto. Nuestra artillería dirigió de nuevo su tirosobre nuestras posiciones abandonadas, luego lofijó delante de la línea de resistencia. Baterías de75 especialmente destinadas a crear una cortina defuegos entraron entonces en acción. Las olassucesivas del ejército alemán, siguiendo loshorarios establecidos, fueron a amontonarse almismo lugar y se vieron allí aplastadas sin podercruzar la zona de fuego. Desde sus nuevasposiciones, nuestra infantería los ametrallaba abuen alcance. Al volverse la situación de losasaltantes insostenible, tuvieron que refluir, siendoalgunos gaseados en unos refugios que nosotroshabíamos iperitado al retirarnos. Durante la

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jornada del 14 de julio, la gran ofensiva alemana(la ofensiva «por la paz») estaba abortada, sinhaber podido dañar seriamente nuestrasposiciones. En los días siguientes nuestras tropasvolvieron a ocupar sus antiguos emplazamientossin encontrar mucha resistencia. Los soldadosresumen así la acción:

—¡Los boches han pinchado en hueso!Apenas se ve rastro de la dura batalla que

acaba de librarse. Las trincheras están yalevantadas de nuevo y los cráteres de obúsrecientes se confunden con los antiguos, en estatierra estéril removida a menudo. Una vez más hanvencido los defensores.

No hay que contabilizar en nuestro grupo nadamás que una víctima: Frondet, muerto desobrecogimiento. Durante el bombardeo, un 210,tras haber atravesado las capas de rollizos, cayóen medio del gran refugio donde se encontraba elenlace del batallón, sin estallar ni aplastar a nadie.

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Pero hubo tres segundos terribles, en presencia delmonstruo que quizá fuera a abrirse y hacer pedazosa los hombres petrificados. El corazón de Frondetfalló.

—Se quedó así…—Con la boca abierta, los ojos como platos,

se habría dicho uno de esos tipos que piden ayudaen el cine.

—Primero creímos que estaba bromeando…¡Pobre Frondet! Sí, bien veo la cara que debía

de poner, la misma cara que pusieron todos, sindarse cuenta…

—Ya sabes que una emoción fuerte…—Después de ese golpe nos quedamos un

cuarto de hora sin poder decir palabra.—Teníamos la impresión de que si se hablaba,

haríamos estallar el explosivo.—¿Tuvo muchas bajas el batallón?—La undécima fue la que las tuvo. Tres jefes

de sección y cuarenta hombres destrozados.

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—¿Y en la novena?—No gran cosa. Tuvieron potra.No se nos releva. Las reservas deben de

comenzar a escasear. Reanudamos nuestrascostumbres.

Una mañana, hago mi ronda por el sector. Meencuentro en el barranco a mi comandante decompañía, el teniente Larcher. Lleno de valor y deascendiente sobre sus hombres, cuyos peligroscomparte, siente cierto desprecio por losenchufados del batallón y no lo disimula. Mepregunta, con un asombro que no es sincero, ya quevoy allí a menudo y él no puede ignorarlo:

—¿Qué haces tú por aquí?—Controlo los planos y visito un poco el

sector.—Yo te lo enseñaré.Me lleva con él. Cincuenta metros más lejos,

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encontramos un emplazamiento de ametralladora.El teniente se sube al banquillo de tiro, yo lo hagoa su lado. Tenemos todo el pecho fuera del ramal.Las líneas enemigas nos rodean y nos dominan.Conozco el lugar, y ya he vivido esta experiencia,pero solo y de manera rápida. Hoy corresponde alteniente establecer su duración. Me señala, entreotros, un terraplén de tierra ocre a trescientos ocuatrocientos metros.

—Los boches están ahí, y ahí, y ahí…Detalla las posiciones con complacencia…

Comprendo: ¡se trata de una lucha de amor propio!Aquí estamos los dos, sin testigos, muy tranquilos,en peligro de muerte. Hago algunas preguntas en untono frío y él me responde. Ni preguntas nirespuestas tienen interés. El piensa: «¡Ah! ¡Tepones a visitar las líneas como un aficionado! ¡Sete van a ir las ganas!». Y yo: «Somos tan capacesde cometer una imprudencia como un pequeñoteniente, por más valiente que éste sea…». ¡Pero

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los boches tienen mucha paciencia esta mañana!Tatatata, ssssss. Las balas silban alrededor de

nosotros. El teniente ha saltado dentro del ramal,me da un tirón de la manga.

—¡Vas a dejar que te maten!Bajo tranquilamente. Estoy asombrado, no de

las balas —eran de prever—, sino de que él hayacejado tan pronto. Me mira al fondo de los ojos.Pensamos al mismo tiempo: «Vaya, vaya…».Estoy seguro de no haber palidecido. Bruscamenteme tiende la mano:

—¡Bien, que tenga un bonito paseo, amigomío!

—Gracias, mi teniente —digo con el tononatural del subordinado.

¡He aquí con qué estupideces nos seguimosdivirtiendo en agosto de 1918! Claro que bien séque si hubiera mandado yo una compañía, mishombres también habrían dicho: «¡Menudoshígados que tiene el teniente Dartemont!». Es

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cierto que quizá me habrían matado hace yatiempo…

Dos golpes de mano han turbado el sector.Un atardecer, a la puesta del sol, delante del

refugio del batallón, liábamos alegrementenuestros petates con miras al relevo que debíaproducirse por la noche. Unos hombres habíanllevado ya unas cajas a la carretera de abajo,adónde llegan los vehículos.

Una ametralladora aérea nos hizo levantar lacabeza. Por encima de las posiciones alemanas,dos aviones se rozaban, se enzarzaban eintercambiaban balas. El cielo acaparó la atencióndel sector. Todos los ojos buscaban, antes dedecantar su preferencia por uno de ellos, cuál delos acróbatas llevaba nuestros colores…

Rrrran, rrran, rrran, rrrran, vrauf, vrauf, vrauf-vrauf… El bombardeo, el temblor de tierra…

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Vuuuuu… Unos 150 caen en picado sobrenosotros. Nos arrojamos escaleras abajo de lazapa, nos precipitamos hasta el fondo… Reina allíese estupor que acompaña siempre a un comienzode ataque. La angustia nos atenaza. La oscurapregunta surge de las profundidades donde dormía:«¿Acaso es la hora?». Nos miramos, mudos.«¿Quién? ¿Quién será alcanzado dentro de uninstante?», las súplicas interiores, la negación:«¡No, no, yo no!». Recibimos fuertes sacudidas.Unos pesados obuses estallan justo frente a laentrada del refugio, el ramal ha sido localizadocon exactitud, el humo acre penetra y nos hacetoser. Ahora bien, estamos a ochocientos metrosde las primeras líneas. Ese tiro en profundidadhace temer una acción importante.

Suena el teléfono. El comandante responde:—Es sobre nosotros, sí, mi coronel… No lo

sabemos aún… Sobre todo hacia la derecha… Sí,mi coronel… Le tendré al corriente.

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¿Es que van a salir unos hombres?… El sordorugido nos desgarra el pecho, los certeros obusesnos agitan con estremecimientos reprimidos.

—¡Enlace!El ayudante rebusca en la sombra. En un rincón

de la zapa, una corta discusión: los correosdefienden su vida: «No me toca ir a mí». «Ni amí». Entonces llega la condena: «Tú y tú». Cuatrohombres parten para las compañías, jadeantesantes de haber corrido. Volvemos los ojos a supaso para esconder nuestra vergonzosa alegría: ladecisión nos amenazaba a todos… Esperan en losúltimos peldaños de las escaleras. Tras una ráfaga,se lanzan afuera, con la cabeza gacha, una reservade aire en los pulmones, como quien se zambulle.

Esperamos su regreso. Hay que contar con unalarga media hora.

Llegan dos correos de la novena, uno de loscuales, despavorido, está herido. El tenienteLarcher informa de que todo el mundo está en sus

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puestos y que el enemigo no se ha dejado verdelante de él.

De nuevo el teléfono. En la retaguardia, elcoronel se impacienta, acosado también él por ladivisión. Los agentes de enlace tiemblan y seesconden. Pero el comandante gruñe: «¡Quevengan a ver ellos mismos si tanta prisa tienen!», ydecide no exponer a más hombres.

Pasamos otros veinte minutos preguntándonossi los alemanes no acabarán llegando hasta aquí…

Luego distinguimos una interrupción en elbombardeo.

—¡Se acabó! —dice el ayudante.Los pechos dejan escapar un hondo suspiro, se

distiende la presión. Algo más tarde, otros correostraen las primeras informaciones. El enemigo hapenetrado en nuestras trincheras, en el frente de laDécima, y se ha llevado a algunos hombres, no sesabe exactamente cuántos. El teniente comunicarálos detalles no bien se aclare la situación.

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En la espera, vamos a ver los daños. Afuera esde noche. El ramal está desfondado, nos hundimosen la tierra removida. El frente está silencioso,llega el fresco. Nos inquietamos de nuevo por elrelevo.

Finalmente llega el informe de la compañía. Esposible reconstruir la evolución del ataque. Elcombate aéreo era simulado, estaba destinado adesviar la atención de los vigilantes. Las tropas deasalto estaban agrupadas en las trincherasabandonadas que se encuentran entre las líneas. Alas primeras descargas, saltaron, saltaron entrenosotros, cercando a una sección de soldadosametralladores y lanzando granadas dentro de unrefugio. El balance se establece así: ochodesaparecidos, tres muertos y siete heridos. Unode los muertos tenía su permiso en la oficina ypartía al día siguiente para casarse.

Por lo que hace a los muertos y heridos, ningúnproblema: se los contabiliza como recuperables y

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bajas. Pero el mando no admite que desaparezcanhombres, no admite la sorpresa ni determinadosriesgos de la guerra. Hay que buscar responsables.Se empapela al oficial de ametralladoras y alcomandante de la compañía, que se vuelven el unocontra el otro. El primero decía: «La infantería noha defendido a mis artilleros». A lo que respondíael otro: «Los artilleros estaban ahí para disparar ycubrir a mis hombres». La verdad era simple: a losalemanes se les había ocurrido algo que ejecutaroncon precisión, sin dar a nuestras escuadras tiempoa organizarse. Al comienzo de una acción siemprese produce un cierto titubeo, del que ellos seaprovecharon. Su éxito era lamentable, peromerecido, y los combatientes, que no sonparciales, estaban de acuerdo en esto. Imposibledar semejante explicación a la gente de laretaguardia. El coronel, criticado por la división,mostró su descontento al jefe de batallón, que sevengó en sus comandantes de compañía. La

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censura, descendiendo de escalón en escalón,terminó por recaer, como siempre, en el soldado.Pero éste ha concluido con filosofía: «¡Lo únicocierto es que los tipos que se han ido con losboches han salvado su vida!». En cambio, los tresmuertos están bien muertos. En una barraca delcampamento, he oído a Chassignole comentar elacontecimiento en términos comedidos, con unacantimplora de vino en la mano:

—Si el coronel es más listo que yo en laaspillera, pues le paso mi fusil. ¡Que se las apañeél con el fritz!

—¡Si no están contentos con nuestro trabajo,no tienen más que darnos de baja del servicio! —dice otro.

—¡A ti te van a dar la baja del servicio condoce balas en la tripa, piojoso! ¡Las vacaciones ylas pensiones son chanchullos para los incapaces!

—¿Por qué no seré yo un incapaz?—Porque no eres nada. ¡Nada! Eres el

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contingente, un simple instrumento, como elmango de una pala. ¡Si sigues vivo es porque losobuses se han desentendido de ti!

Teníamos que tomarnos una revancha. Habíaque llevarla a cabo. El batallón preparó un golpede mano que se produjo quince días después. Laacción nos costó algunos heridos y miles deproyectiles. Pero estaba claro que los alemanesesperaban nuestra respuesta y evacuaron sus líneasa los primeros obuses.

Desde estos últimos tiempos, la divisióncomprende dos regimientos franceses y unregimiento de negros americanos. Nos losencontramos en el lugar de descanso, dondeocupan un campamento vecino al nuestro. Lospeludos confraternizan con estos nuevos hermanosde armas. Los blancos y los negros beben juntos elvino espeso de las cantinas e intercambian piezas

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de equipo. Los americanos son más generosos alser más ricos. Defienden un sector a nuestraizquierda, pero he renunciado a circular por élporque está lleno de peligros. Todas las armasestán cargadas, los revólveres en los bolsillos ylos fusiles contra las paredes de los refugios. Sicae uno, se dispara. Si mata, es un accidenteinevitable en la guerra, de la que ellos tienen unavaga noción. Han venido a Francia como sihubieran ido a las tierras de Alaska o de Canadá,como buscadores de oro o cazadores de pieles.Hacen patrullas ruidosas, locas, delante de suslíneas, que no siempre les favorecen. Lanzangranadas como si fueran petardos de una fiestanacional. Han suspendido de sus alambradas ocolgado de unos piquetes latas de conserva contralas que disparan en todas las direcciones. Laretaguardia está jalonada de balas americanas.

Se cuenta entre nosotros un hecho que habríaocurrido entre ellos. En las cocinas, uno de sus

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sargentos distribuía el café. Los soldados seacercan y alargan su taza (tienen tazas de mediolitro). Uno ha terminado de beber. Vuelve hacia elsargento y pide: «¡Quiero repetir!». «¡No!»,responde el sargento. «¿No?». «¡No!». El hombresaca su revólver y mata fríamente al sargento.Acuden unos suboficiales, prenden al asesino, atanuna cuerda a un árbol y le cuelgan inmediatamente.Los espectadores ríen, se lo pasan en grande…Los peludos disfrutan mucho con esta historia.Consideran que unas personas que tienen en tanpoco la vida ajena serán buenos soldados.Contamos con ellos para poner fin a la guerra.

Transcurren los días. Nuestras victorias sesuceden. El final se acerca, sin duda. Clemenceauy Foch son populares, pero no podemos sentirafecto por ellos: amenazan nuestra vida, seagigantan a medida que decrecen nuestras filas.

Ahora bien, nuestra vida adquiere un valorcada vez mayor desde que entrevemos la

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posibilidad de salvarla. Estamos cada vez menosdispuestos a arriesgarla. Por eso no nos quejamosde permanecer tanto tiempo en las líneas, ya quepor cualquier otra parte se ataca.

La noche se ve turbada por un ruido sordo, unmurmullo de océano, de multitudes en marcha.Viene de la retaguardia, desciende de loshorizontes, se extiende por la llanura, sube hastanosotros como una marea. Algo ocurre en lasombra, algo inmenso, impresionante…

Por la mañana, vemos unos cañones pesadosen el barranco donde están acantonadas las tropasde apoyo. Hordas de artilleros nos expulsan denuestros refugios. Se nos avisa de que en adelantelas carreteras estarán prohibidas, reservadas a losconvoyes y de que la infantería no podrá tomarmás que las pistas.

Este despliegue de fuerzas y estas medidas

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confirman la noticia que ha comenzado a circular:el ejército de Gouraud ataca. Las noches siguientescontinúan los preparativos. Escuchamos, antes dedormirnos, el enorme bordoneo humano. De día,todo se esconde, todo duerme. El número de loscañones va en aumento. En el refugio del batallón,los comentarios siguen su curso:

—Vamos a ser relevados.—¡Es probable! ¡No nos toca a nosotros atacar

después de los cinco meses que nos hemos tiradoen este rincón!

—Son los coloniales los que vienen. Han sidovistos detrás.

Durante dos días esperamos con optimismo alas tropas de asalto. Al tercer día, nos enteramosde que las tropas de asalto somos nosotros… Faltael entusiasmo…

Recibimos cantidad de papeles, de mapas enlos que trabajo sin descanso trazando objetivos,direcciones de marcha. Nos mudamos varias veces

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ante la ola creciente de artilleros. A la cuartanoche nos amontonamos en unas zapas húmedas, yestamos demasiado apretados para tumbarnos. Elpoderío que revela el gruñido de las noches nostranquiliza un poco. Los que vienen de laretaguardia dicen que hay artillería por todaspartes. Los que vienen de la vanguardia cuentanque nuestros 75, recubiertos con un simplecamuflaje de lona pintada, están situados en lallanura entre las primeras y las segundas líneas.

Pensamos que «eso funcionará». Pero tambiénsabemos que eso no puede funcionar sin bajas, quehabrá que salvar el parapeto, palabras que hielanla sangre en las venas.

El batallón formará la segunda ola delregimiento.

La tarde del 24 de septiembre. Empezamos laquinta noche, la última. Hace tres años, un día

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como hoy, yo estaba en vísperas de atacar enArtois.

Subimos a ocupar nuestras posiciones departida, donde hemos de estar antes delbombardeo que comenzará dentro de un rato. Nosmarchamos con una compañía. Los hombres vancompletamente equipados, sin mochila, convíveres para varios días. Tenemos a un capitánayudante mayor adjunto al comandante desde hacevarios días.

Nos amontonamos en una gran zapa del sectorde la izquierda, al borde del barranco que nossepara de las primeras líneas. Somos demasiadonumerosos para la capacidad del refugio y preveoque vamos a pasar una noche más en blanco.Ahora bien, estoy decidido a dormir. Porprecaución, para hacer una provisión de sueño conque tirar un día o dos. Y luego porque es funestopasar una vigilia de armas reflexionando sobre lasperipecias de una batalla en la que nada se puede

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cambiar. Me meto entre los primeros y descubrounas literas en un refuerzo. Ocupo una con uncamarada. Me envuelvo y me duermo.

Me despierto más tarde. La sombra está llenade espaldas, de cuerpos entremezclados. Veo a unhombre acodado que mira pensativamente la llamade un farol de gas. Pregunto:

—¿Qué hora es?—Las dos.—¿Ha comenzado?—Sí, desde las once.Efectivamente, percibo un fragor lejano. Los

obuses no deben de impactar encima de nosotros.—¿A qué hora saldremos?—A las cinco y veinticinco.Quedan aún tres horas de seguridad, de

olvido… Vuelvo a dormirme.Me sacuden brutalmente. Oigo:—¡Vamos! De pie, vamos a atacar…¡A atacar!… ¡Ah!, sí, es cierto, he aquí el

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momento… Una gran agitación me rodea. Losfaroles de gas iluminan unos rostros crispados yduros, que reflejan esa cólera que es una reaccióncontra la debilidad… Circulan preguntas:

—¿Las cosas van bien en la vanguardia?—¿Responden mucho los boches?¡Hay que apresurarse! Salto de mi litera.

Enrollo la manta y la lona de mi tienda, con lamente aún pesada. Mi atención se dirige a miequipo: los dos zurrones, la cantimplora, la careta,los mapas, la pistola… ¿No olvido nada?… ¡Ah!,sí, el jalón, el barboquejo en el mentón… Apenashe terminado cuando gritan:

—¡Adelante!Nos hallamos cerca de una salida. Me pongo

en la fila, sigo a los demás. Estamos ya al pie delas escaleras, subimos, vamos a salir… El instanteimpresionante en el que se renuncia…

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Fuera… Las ondas expansivas, los aullidos delas artillerías desencadenadas… El alba incoloray fría. Bañamos nuestro rostro en ella como en unbarreño de agua helada. Nos estremecemos, la tezverde, la boca pastosa por esa flatulenciaestomacal de los malos despertares. Nosquedamos en el ramal para dar tiempo a lacolumna a organizarse.

Unos restallidos furiosos azotan el espacio,muy bajo, como para decapitarnos; es la crisis delocura de nuestros 75, cuya cortina de fuegos nosprecede. Por encima, la artillería pesada formauna bóveda de ronquidos, de poderosos jadeos.Hay tendida una gran red de trayectorias sobre latierra, y nosotros estamos presos en sus mallas.Por doquier las ondas sonoras entrechocan, serompen, se resuelven en remolinos aéreos… No sedescubre aún la parte donde está el enemigo enesta tempestad metalúrgica que lo sumerge todo.

Sin embargo, unos nítidos disparos indican

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unas llegadas. Pero ningún obús cae en nuestrorincón. Inmóviles, esperamos en puertas de labatalla, toda retirada cortada. Nuestras voces sonmacilentas como nuestros rostros. A fin dedominarme, le digo a mi vecino, con una lentacadencia que quiere afectar indiferencia, pero trashaber preparado mis palabras para dominarlas,como si se tratara de una frase en lenguaextranjera:

—La correa de tu cantimplora estádesabrochada, podrías perderla.

—¡Adelante!Partimos por los ramales, comienza la función.

No tardamos en bajar la pendiente del barranco,inundado de una bruma sospechosa que huele agas. Nos ponemos las caretas, y enseguida nos lasquitamos porque nos ahogamos. Salvamos lacontrapendiente y desembocamos en la meseta.

Henos aquí en las posiciones enemigas. Es talel caos reinante que hemos de abandonar las

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trincheras y avanzar por el llano. Descubrimos unanaturaleza descarnada y repulsiva, limitada a lolejos por un horizonte de humo, un torbellino denubes grises, amarillentas y tonantes. Delante denosotros, a quinientos metros, avanzan unasdelgadas columnas que toman posesión de estaextensión en erupción, que conquistan los flancosde ese planeta desierto, desgarrado y sulfuroso.Entre estas columnas estallan bolas negras decorazón rojo: los obuses del enemigo, bastanteescasos.

Me digo que ese espectáculo tiene grandeza.Es bastante emocionante ver a esos grupos dehombres frágiles, de una irrisoria pequeñez, a esasorugas azules, tan espaciadas, marchar alencuentro de los truenos, sumergirse por unospliegues del terreno y reaparecer en las pendientesde esos valles del infierno. Es emocionante ver aesos pigmeos regular la marcha del cataclismo,dominar a los elementos, cubrirse de un cielo de

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fuego que desbroza y trabaja delante de ellos.Toda grandeza cesa, toda belleza desaparece

de repente. Bordeamos unos cuerpos dispersos,rotos, hombres de azul desplomados en la nadasobre un lecho de entrañas y de sangre. Un heridose retuerce, hace muecas y aúlla. Tiene un brazoarrancado, el torso en carne viva. Le conocemostodos. Es el ordenanza del oficial de información,un coloso que estaba enchufado mejor quenosotros… Desviamos la vista para no ver losreproches que hay en sus ojos, corremos para nooír sus súplicas.

Aquí entramos de verdad en la batalla, con lacarne alerta…

Son las nueve. Luce el sol.Tras varias paradas, hemos llegado al borde

de un valle cuyo fondo sigue enmascarado por unaligera neblina. Por encima de esta neblina emergen

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las pendientes enemigas cuyas trincheras nosamenazan. Hemos avanzado unos dos o treskilómetros por unas posiciones vacías. El enemigose había retirado, cubriéndose únicamente contropas sacrificadas que se han rendido sincombatir. Nos hemos cruzado con un destacamentode prisioneros aturdidos por el martilleo de lanoche.

No tarda en aparecer el regimiento de losnegros, que nos seguían. Se alinean a lo largo de lacresta; su masa se recorta contra el cielo. En lapunta de los fusiles destellan miles de bayonetas.Ríen. Muchos han trocado ya sus armas y suscaretas por piezas de equipo alemanas.

—¡Es una idiotez quedarse aquí, tan a la vista!—observan algunos sensatos.

Nadie les hace caso. Estamos un tantoembriagados por esta victoria. Nuestras bajas sonescasísimas. Confraternizamos con losamericanos.

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Perdemos una larga hora. Asoman unasescuadrillas enemigas. Aviones de caza hacen unagraciosa barrena sobre nosotros, nos señalan a lossuyos sin que nosotros nos preocupemos.

Finalmente los americanos toman un ramal queconduce al valle. Les despedimos alegrementeantes de que desaparezcan, muy confiados.

Seguimos esperando largo rato. La niebla se hadisipado por completo, nuestro bombardeo hacesado. Por primera vez hoy oímos lasametralladoras…

Llega nuestro turno. El batallón se introducepor el ramal que se va ensanchando ligeramente yque las crestas de enfrente toman en enfilada atodo lo largo. Tengo delante de mí a un hombreque me separa del comandante, precedido a su vezpor el capitán ayudante.

El enemigo nos ve. Llegan unos 77 y unos 88 alos parapetos con una precisión y una regularidadterribles. Las ametralladoras los apoyan. Un

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enjambre de balas silba en los oídos, nos acosa…Entonces se produce un embotellamiento. Lacabeza no sigue avanzando. Nos quedamos allí,acuclillados, jadeantes, ofrecidos como blancos alo largo de esta pendiente. Los puntos de caída seestrechan más. Nuestra situación es imposible; sipersiste la obstinación en bajar, dejaremos cientosde hombres sobre el terreno.

Un impacto formidable, muy cerca. Gritos:—¡Al refugio, al refugio, rápido!El comandante, muy pálido, ha dado media

vuelta, nos empuja, pasa y se lanza escaleras abajode un profundo refugio alemán que se encuentra aunos pocos metros. Comprendo suenloquecimiento. El obús ha impactadofrontalmente en el capitán ayudante, le ha estalladoen el pecho, le ha proyectado hecho pedazos en elespacio, sin causar, milagrosamente, ninguna otravíctima. Esta muerte, que ha aterrado alcomandante, nos salva a todos.

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Nos apretujamos en las dos entradas delrefugio. En el momento de entrar, reconozco alsargento Brelan, un instructor, con el que hesimpatizado en ocasiones. Me aparto:

—¡Usted primero, sargento!Este gesto lleva dos segundos, el tiempo

suficiente para recibir una ráfaga de obús o diezbalas… ¿Elegancia, deseo de asombrar? No locreo. Sino simple preocupación de higiene moral,medida de protección contra el pánico. Temo porencima de todo que el miedo se apodere de mí. Espreciso dominarlo mediante alguna tontería.

Durante dos horas, los obuses pesados nosbuscan bajo tierra. Pasamos el resto de la jornadaen este refugio.

Aprovechamos la noche clara para bajar al valle,cuyo fondo es un terreno pantanoso que tienedoscientos metros de largo. Lo cruzamos por una

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estrecha pasarela sobre unos pilotes que losalemanes no han cortado, a fin de conservar paralos suyos un medio de retirada. Algunas gruesasgranadas rompedoras estallan justo encima denosotros.

Nuestras olas sucesivas de la mañana noforman más que una sola línea al pie de un talud decuatro metros, límite de nuestro avance. En lo altode este talud comienza una nueva planicie barridapor las ametralladoras alemanas que llevandisparando desde la noche. Los americanos hanestado parados aquí, con numerosas bajas. Loscadáveres han rodado abismo abajo. Se confundenen la sombra con los vivos dormidos. Tenemosque atacar al rayar el día.

Un poco antes del alba tiene lugar nuestrapreparación. Nuestros obuses golpean muy cercadelante de nosotros. Pero no consiguen demolerlos blocaos cuyas ametralladoras tabletean confuria.

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Luego una batería de 75 dispara corto.Distinguimos claramente las cuatro salidas y loscuatro obuses se nos vienen encima con unarapidez fulminante. Caen a algunos metros. La zonapantanosa nos impide todo retroceso. Sentimos quela muerte nos coge del revés, pasamos un cuarto dehora de absoluto pánico bajo los disparosfratricidas. Enviamos todos nuestros cohetes rojospara pedir el alargamiento del tiro. Este cesa yestamos tan desmoralizados que no atacamos. Porotra parte, las ametralladoras siguen segandovidas.

Se ha hecho de día. Unos obuses pesadosbuscan la pasarela para cortar nuestrascomunicaciones. Hacen brotar surtidores de barro.

A primera hora de la tarde, las ametralladorashan enmudecido. Avanzamos sin combatir. Delantede la entrada de una zapa hay un cadáver alemán,con la sien perforada, tendido: es uno de los quenos ha hecho retrasarnos.

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Progresamos muy lentamente durante algunosdías, con largas paradas que nos imponen unasametralladoras invisibles. El terreno conquistadoestá cubierto de cadáveres de los nuestros. Losamericanos, que no saben ponerse a cubierto nirefugiarse, están muy tocados. Los hemos vistodesplazarse al silbido bajo de los tiros deartillería que llegaban en medio de sus secciones yque proyectaban a los hombres por los aires. Hanatacado a la bayoneta, a pecho descubierto, elpueblo de Sochaux, delante del cual han dejadocientos de víctimas.

En general, la artillería nos causa escaso dañoy los alemanes no tienen más que un pequeñonúmero de piezas que oponernos. Es verdad quehacen un buen uso de ellas y que esperan a haberlocalizado un agrupamiento para disparar. Perosobre todo cubren su retirada con ametralladorasque deben de tener orden de no dejarnos mover delsitio durante un cierto tiempo. En unos terrenos

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accidentados y desnudos, unas ametralladoras biendisimuladas son de una eficacia extraordinaria,que nosotros sufrimos cruelmente. Algunassecciones resueltas detienen batallones. No vemosenemigos. Algunos se rinden en último extremo,los otros se largan por la noche, una vez terminadasu misión. Una vez más se confirma que elatacante, obligado a adoptar formaciones densas,tiene el papel más peligroso. De haber optado porla defensiva en 1914, nos habríamos ahorradoCharleroi y habríamos causado un dañoconsiderable a los ejércitos alemanes.

Después de varios días de esfuerzos, de lluvia yde frío, estamos agrupados en la más alta cima delos montes de Champaña, frente a la llanurainmensa donde comienzan las Ardenas.

Esta tarde brilla el sol. Dos o tres bateríasalemanas nos hostigan, pero felizmente los obuses

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caen detrás de un pequeño ramal que nos protegede las esquirlas.

Esperamos un ligero zumbido, que varápidamente en aumento y adquiere unasorprendente potencia, hasta el punto de dominarincluso los estallidos. Viene del cielo… Al poco,nos sobrevuela una escuadrilla de bombardeo quelleva nuestros colores. Contamos con más dedoscientos aparatos en formación triangular,cubiertos por unos aviones de caza, que sedesplazan a dos mil metros de altura. Su masa,flanqueada por cientos de ametralladoras, produceuna impresión de fuerza irresistible y no se desvíani un ápice cuando la artillería la ataca, sin hacerlepor otra parte un daño visible. La divisióndesaparece en el cielo límpido. Más tarde, nosllegan los ecos de un rosario de explosiones quehacen retemblar la tierra: los aviones aplastan unpueblo, destruyen un punto de agrupamiento.

En el crepúsculo, la artillería está calmada.

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Bajamos las laderas mediante pequeñosdestacamentos. La bruma invade y enmascara laslejanías. No percibimos más que algunas manchasbrillantes: cursos de agua o estanques que reflejanlos últimos resplandores del día. Luego tambiénéstos se difuminan.

He tomado el mando de un grupo de soldadosperdidos, una decena de hombres, dos de ellosagentes de enlace americanos destinados connosotros desde el comienzo de la ofensiva. El unolleva una pala y el otro un pico, y cada uno ungrueso fardo de mantas. Han tirado todas susarmas, al considerarlas inútiles, para conservarlos únicos medios de protección y de comodidad.Tan exacta idea de las necesidades del momentonos llena de admiración.

Pasamos la noche en un embudo de nuestrosobuses de 270, donde cabría toda una sección.

A la mañana siguiente, vemos venir hacianosotros a dos oficiales americanos. El uno nos

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hace unas preguntas, capto fragmentos de frases:—I am… colonel… Have you seen…?[48]

Comprendo que estamos en presencia delcoronel americano que busca a su regimiento,bastón de mando en mano. Le explico mediantesignos que no sé más que él. O mejor dicho, nopuedo decirle lo que sé. A saber, que suregimiento, por inexperiencia, ha perdido las trescuartas partes de sus efectivos en seis días. (¿Esque no ha visto los racimos de hombres colorcaqui diseminados por las planicies, que pasanlentamente de su moreno natural al verde de ladescomposición?). Últimamente, un tanto asqueadode la guerra, cuyos efectos ha podido comprobar,ha tenido que ir a plantar su tienda en unos lugarestranquilos, en la parte de las cocinas y del tren decombate. El coronel, desconsolado, se aleja en ladirección de los disparos de fusil. La idea de estecoronel que ha perdido su regimiento nos distraeel resto de la jornada, que transcurre con absoluta

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tranquilidad, comiendo conservas y fumandocigarrillos. Los obuses caen lejos, a la retaguardia,y no tememos nada de las balas.

Por desgracia, el batallón es reagrupado por latarde. Hay que renunciar a movernos por separado.Durante la noche, retomamos nuestra marcha haciadelante, una marcha incierta, que se ve cortada porpausas interminables. El día nos sorprende en unabonita carretera lisa donde nuestra columna resultaverdaderamente demasiado visible. El batallón seinstala en la cuneta derecha y se camufla conhojarasca y lonas de tienda.

Hacia la una, nos sobrevuela un avión alemán,vira varias veces sobre una de sus alas para mirarlo que sucede abajo. Debe de encontrar la regióntransformada… Se hace fuego de fusil en algunaspartes, pero las balas no nos alcanzan.

La jornada acaba mal. Hacia las cinco, somosinmediatamente apuntados para ser el blanco delos obuses. Una batería de 150 y otra de 88 nos

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enfilan. El tiro está regulado exactamente sobre eleje y la profundidad del batallón.

En el momento en que menos pensábamos en ello,la terrible angustia nos hace un nudo en la gargantay atenaza las entrañas. Somos inmovilizados bajoel bombardeo sistemático. Una vez más, nuestravida está en juego sin que podamos defenderla.Nos hallamos tumbados en la cuneta, replegadospara achicarnos, aplastados como muertos,pegados los unos a los otros, como formando unextraño reptil con nuestros trescientos cuerpostemblorosos, de pechos palpitantes.Experimentamos esa impresión de aplastamientoque producen los obuses, esa impresión deencarnizamiento, de ferocidad, que conocemosperfectamente. Cada uno se siente apuntado porseparado a través de los que le rodean. Cada unose siente solo y se debate con los ojos cerrados en

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sus tinieblas, en el coma del miedo. Cada uno tienela impresión de que le ven, le buscan, y trata deesconderse en los vientres, en las piernas, secubre, se protege con los otros cuerpos que sedistienden y le comunican sus sobresaltos debestias en medio de la tortura. Las visionesrepulsivas que la guerra nos ha impuesto desdehace años nos alucinan y nos dominan.

Los proyectiles nos encuadran. Casi todos vana dar en la carretera y en el campo de la derecha,detrás del seto. Hay heridos a diez metros delantede nosotros, los hay más lejos. Este batallón devencedores se convierte en un batallón desuplicantes, que se humillan delante de la bestia.Pienso que es hoy, 2 de octubre de 1918, cuandoestamos cerca del fin… ¡No tenemos ya, notenemos que morir!

¡Lo estoy!… Sss… El ruido que hace oscilarla cabeza, la vuela y deja aturdido…, el humo nosenvuelve, hace que nos piquen los ojos y las

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ventanillas de la nariz, nos llena el pecho de unamezcla irrespirable. Lloramos y escupimos. Elobús ha caído a dos metros, en la calzada. Bastacon extender los brazos para tocar el borde delhoyo…

Detrás, la explosión de un 150 se ve seguidade gritos. Dicen que el teniente Larcher estáherido: Larcher, que parecía invulnerable, quehabía participado en todos los golpes duros desdehacía dos años. ¡Helo ahí herido tontamente en esacuneta de carretera por un enemigo en retirada quedispone en total de ocho cañones! ¡Es estúpido einjusto! ¡Y si Larcher ha sido alcanzado es quenadie está a salvo de los reveses del destino!

Las ráfagas nos dejan sin aliento, pero ¿quéhace nuestra artillería, Dios santo?… Durante unahora nos prosternamos delante del azar y de lamuerte, hasta que las dos baterías hayan vaciadosus cajones.

Llega la noche. Los camilleros se alejan en el

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crepúsculo, que huele a pólvora, dejando detrás deellos un reguero de lamentos que salen de lasparihuelas. Los últimos equipos transportancamillas silenciosas, más trágicas aún. En una deellas está tendido Chassignole, el granadero.

Petrus Chassignole, quinta del 13, en el frentedesde un principio, ha caído muerto esta tarde, 2de octubre de 1918, tras cincuenta meses demiseria.

Damos vueltas varios días más por esta llanura. Elenlace se planta en un cruce de caminos, en unbosque bombardeado, donde se extravían inclusonuestros obuses de 75.

Un poco adelante, lo que queda de nuestrasunidades se topa con el pueblo de Challerange,donde el enemigo se ha atrincherado fuertemente yparece querer resistir. Los alemanes contraatacanpor sorpresa y hacen prisioneros entre los

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nuestros.El apoyo de nuestra artillería es insuficiente.Ha llovido, las noches son frías. Desde hace

diez días, los hombres se acuestan sobre el suelodesnudo y se baten, casi sin haber dormido nihaber tomado nada caliente. Están fatigados,enfermos; el médico militar evacúa a muchos.Todos pedimos el relevo.

Este llega por fin, después de once días deofensiva, durante los cuales hemos avanzando unosquince kilómetros. Pagamos esta victoria con lamitad de nuestros efectivos. Una compañía delbatallón ya no cuenta más que con veintecombatientes.

Se nos llevan agotados con unos camiones.Pero vivos. Somos de los que quizá regresen delúltimo relevo…

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VI¡Alto el fuego!

Nos hemos desplazado en tren y en camiones.Algunos días después de haber abandonadoChampaña, hemos encontrado las montañas delEste.

Inmediatamente hemos vuelto a las líneas. Lossoldados que acababan de atacar están ya en laaspillera, han resistido ya a un golpe de manoalemán que nos ha recibido. Para el soldado deescuadra, la guerra continúa sin tregua alguna, consus largas horas de guardia y sus peligrosimprevistos. Comprendemos que no habrá mástregua en adelante, que se pedirá a loscombatientes esfuerzos incesantes. Se murmuraque el mando prepara una ofensiva sobre estefrente, para tomar por el flanco a los ejércitosalemanes. Esta vez ya no contamos con tropas de

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asalto venidas de la retaguardia en el últimomomento. Nosotros tomaremos parte en esta nuevaacción, y conocemos el precio de una victoria…

Por encima de Saint-Amarin, conservamos lascrestas del Sudel y del Hartmann, que dominan lallanura del Rin. Pero no he visitado las posiciones.Al ocupar el sector, nuestro batallón estaba dereserva. Y desde hace unos diez días formo partedel servicio de información, de la oficina delcoronel, adonde Nègre, aprovechando una vacanteen el personal, me ha hecho destinar. Tiene planesincluso de hacerme nombrar cabo. Le he dicho queello sería ridículo, después de cinco años de vidamilitar. Él me responde con aire serio:

—Si no tienes una ocupación en la vida civil,siempre podrás emprender una carrera desuboficial. Tus años de campaña cuentan doble.Ya no te faltan más que cinco años para tenerderecho al retiro. ¡Vale la pena que te lo pienses!Van a necesitarse cuadros sólidos para reconstituir

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un ejército de profesionales. ¡Con un poco desuerte, podrías perfectamente conseguir el bastónde ayudante!

—¡Eres muy bueno! Pero tú, amigo, ¿por quéno te reenganchas?

—Tengo cosas mejores que hacer. Ya es horade que me camufle de hombre honrado paraterminar mis días en la prosperidad.

—¿Y cómo piensas conseguirlo?—¡Me volveré patriotero, superpatriota,

comeboches y todo el copón!—Como bien sabes, eso ya no se lleva.—¡Ah, bobo más que bobo! ¿Es que no

comprendes que éste será el único medio derecuperar nuestra pasta?

—¡Venga, venga, Nègre! ¡Vamos a contar partede la verdad a nuestra vuelta!

—¡Eres joven, hijo mío! ¿A quién piensascontarle tú la verdad? ¿A una gente que se haaprovechado de la guerra, que se ha estado

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forrando hasta ahora? ¿Qué quieres que hagan contu verdad? Tú eres víctima, sí, víctima, y eso nointeresa a nadie. ¿Dónde has visto que se tengacompasión de los imbéciles? Métete bien esto enla mollera: en unos pocos años se nos consideraráunos imbéciles. ¡Ya es hora de cambiar detrinchera!

—Con respecto a los que tienen cincuentaaños, puede que estés en lo cierto. Pero lageneración que viene nos hará caso.

—¡Y yo que había puesto mis esperanzas en ti!… La generación que viene, hazme caso, ciegoidealista, dirá: «O quieren asombrarnos ochochean». Demuestras tener la misma pocacabeza que esas madres que creen que susrecomendaciones disuadirán del amor a su hijacasquivana.

—¿Así que eres partidario de una nuevaguerra?

—¡Yo seré partidario de lo que venga!

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—¿Y tú la harías?—Para la próxima vez, tu amigo Nègre estará

tullido, declarado de baja, colocado de antemano.Tendré un comercio o una pequeña fábrica de loque sea, y exclamaré: «¡Vamos, muchachos, hastael final!».

—¿Y eso te parece decente?—¡Has perdido definitivamente estos cinco

años! ¡Joven desgraciado, tiemblo, tiemblo!… ¡Lavida me asusta por ti!

—¿Tú no crees que un hombre puede tenerconvicciones y mantenerlas?

—Las convicciones de los hombres estánbasadas en lo importante que sea su cuentacorriente. To have or not to have , que diríaShakespeare.

—Antes de la guerra, te lo concedo. Pero lascosas habrán cambiado. Es imposible que noresulte una cierta grandeza de unosacontecimientos tan excepcionales.

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—Sólo hay grandeza frente a la muerte. Elhombre que no se ha sondeado hasta el fondo delas entrañas, que no se ha enfrentado a serdespedazado por un obús que se le viene encima,no puede hablar de grandeza.

—Eres injusto con determinados jefes…—¡Perfecto! ¡Enternécete, da las gracias,

esclavo! Sabes muy bien que los jefes hacen unacarrera, lo suyo es una partida de póquer. Sejuegan su reputación. ¡Bonito negocio! Si ganan,son inmortales. Si pierden, se retiran con unabuenas rentas y se pasan el resto de su vidajustificándose en sus memorias. Demasiado fácilser sincero permaneciendo a cubierto.

—¡Cuando menos, ha habido grandes figuras:Guynemer, Driant![49]

—Es evidente que ha habido hombresconvencidos y otros que han cumplidohonestamente con su oficio. ¡Guynemer, sí! Peropiensa que él evolucionaba en pleno cielo, ante un

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maldito público: la tierra. ¡Eso hace que tecomportes como un hombre! ¿Cómo compararlocon el pobre idiota que ha venido del interior desu Pomerania, vociferando Deutschland üheralies[50] a fin de conquistar gloria para Guillermo,y que ha comprendido demasiado tarde? ¿Quétienen en común con el peludo que ha de partirseel pecho en el lodo, sin nobleza, sin testigos nipublicidad? Lo arriesga todo: su piel. ¿Y qué sacade todo ello? El ejercicio y las revistas de armas.Una vez desmovilizado, tendrá que buscarse quienle contrate. Al patrón le parecerá que apesta ytiene malos modales. Voy a hacerte el balance dela guerra: cincuenta grandes hombres en losmanuales de Historia, millones de muertos de losque ya ni se hablará, y mil millonarios quedictarán las leyes. Una vida de soldado viene asuponer en torno a unos cincuenta francos para elbolsillo de un gran industrial de Londres, de París,de Berlín, de Nueva York, de Viena o de cualquier

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otra parte. ¿Vas entendiendo?—¿Qué queda, pues?—¡Nada, exactamente nada! ¿Es que puedes

creer en algo después de lo que has visto? Laestupidez humana es incurable. ¡Razón demás, sí,ríete! ¡A nosotros nos importa todo un comino!Entremos, pues, en el juego, aceptemos las viejasmentiras que alimentan a los hombres. ¡Sí, sí,ríete!

—Y si lo dijéramos…—¿El qué?… ¿Acaso quieres morirte de

hambre más tarde?—Sin tocar a las instituciones, ¿no se puede

decir la verdad sobre la guerra?—Todas las instituciones, hijo mío,

desembocan en la guerra. Ésta es la coronación delorden social, como bien hemos visto. Y como sonlos poderosos los que la decretan y las minoríaslas que la hacen…

—Lo diremos…

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—¡Ah! Pero, hombre, eres demasiado…Vamos a ver si los prusianos no están dispuestos avolver a sus hogares.

Vivo, en compañía de Nègre, en un pequeñorefugio confortable y luminoso, donde hay unabuena estufa. Ocupamos un campamento,disimulado entre los abetos, en la ladera de lamontaña. Mientras mi camarada está de ronda, yobarro y corto leña. Por la noche, sobre una mesade dibujar, preparamos los informes del día ycomparamos los planos del sector con las fotos dela aviación que nos manda la división.

Nuestro tiempo libre lo pasamos en animadasdiscusiones, que me sumen generalmente en laconfusión, a tal punto Nègre se muestra apasionadoy lleva la lógica a sus últimas consecuencias. Sinembargo, tales discusiones no alteran nuestraamistad. Eso es lo principal.

Sentimos llegar el final de la guerra.

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Los telegrafistas han captado unas radios.Sabemos que se trata del armisticio, que losalemanes han solicitado las condiciones de paz alGQG. El desenlace se acerca.

Una mañana, a eso de las seis, nos despierta unobservador.

—Ya está. El armisticio será a las once.—Pero ¿qué dices?—Que el armisticio será a las once. Es oficial.Nègre se levanta, consulta su reloj.—¡Cinco horas más de guerra!Se echa encima su capote, coge su bastón. Le

pregunto:—¿Adónde vas?—Me voy para Saint-Amarin. Deserto, voy a

ponerme a cubierto y os aconsejo que paséis estascinco horas en el fondo de la más profunda zapaque encontréis, sin salir de ella. Regresad alvientre de la Madre Tierra y esperad sualumbramiento. Todavía no somos más que

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embriones, en puertas del mayor parto nunca visto.Dentro de cinco horas, naceremos.

—Pero ¿qué riesgo podemos correr?—¡Todos! Nunca hemos corrido tanto riesgo,

corremos el riesgo de recibir el último obús.Estamos aún a merced de un artillero de malababa, de un bárbaro fanático, de un nacionalistadelirante. ¿No creeréis, por casualidad, que laguerra se ha cargado a todos los imbéciles? Setrata de una raza que no perecerá. ¡Seguramentedebía de haber un imbécil en el arca de Noé, y erael macho más prolífico de esa benditaembarcación de Dios! Escondeos, os digo…¡Adiós! Volveremos a vernos en tiempos de paz.

Se aleja rápidamente, desaparece en la brumade la mañana.

—En el fondo, tiene más razón que un santo —me dice el observador.

—Pues quédate conmigo. Aquí no hay quetemer gran cosa.

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Se tumba en el camastro de Nègre. Ningúnruido de guerra turba la mañana. Encendemos unospitillos. Esperamos.

Las once.Un gran silencio. Un gran asombro.Luego sube un rumor del valle, le responde

otro desde la vanguardia. Es un brotar de gritos enlas naves del bosque. Se diría que la tierra exhalaun largo suspiro. Parece desprenderse de nuestrasespaldas un peso enorme. Nuestros pechos se hanliberado del cilicio de la angustia: estamosdefinitivamente salvados.

Este momento enlaza con 1914. La vida se alzacomo un alba. El porvenir se abre como unaavenida magnífica. Pero una avenida bordeada decipreses y de tumbas. Algo amargo estropeanuestra alegría, y nuestra juventud ha envejecidomucho.

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Durante años, a esta juventud se le señalócomo único objetivo un horizonte coronado deestallidos. Pero sabíamos que este objetivo erainaccesible. La blanda tierra, ahíta de hombres,vivos y muertos, parecía maldita. Los jóvenes, losdel país de Balzac y los del país de Goethe, a losque se obligó a dejar las facultades, los talleres olos campos, estaban provistos de puñales, derevólveres, de bayonetas, y se los lanzaba a unoscontra otros para que se degollaran, mutilaran, ennombre de un ideal del que se nos prometía que laretaguardia haría un buen uso.

A los veinte años estábamos en los tristescampos de batalla de la guerra moderna, donde sefabrica cadáveres en serie, donde al combatientesólo se le pide que sea una unidad del númeroinmenso y anónimo que hace los servicios defatigas y recibe los disparos, una unidad de esamultitud a la que se destruía paciente, tontamente,a razón de una tonelada de acero por libra de

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carne joven.Durante años, perdido ya nuestro valor y sin

que nos animase ninguna otra convicción, se hapretendido hacer de nosotros unos héroes. Peronosotros éramos muy conscientes de que héroequería decir víctima. Durante años se ha exigidode nosotros la gran aceptación que ninguna fuerzamoral es capaz de repetir continuamente, a cadahora. Es verdad que muchos han aceptado sumuerte, una o diez veces, con determinación, paraponer fin a esto. Pero cada vez que veíamos queseguíamos con vida, tras haberla ofrendado comoun don, nos sentíamos más acorralados que antes.

Durante años se nos ha mantenido delante deunos cuerpos desgarrados y putrefactos, ayerfraternales, de los que no podíamos dejar depensar que estaban hechos a imagen de lo quenosotros seríamos mañana. Durante años, jóvenes,sanos, llenos de unas esperanzas demasiadopertinaces que nos atormentaban, se nos mantuvo

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en una especie de agonía, como el velatoriofúnebre, de nuestra juventud. Pues, para nosotros,que seguimos hoy con vida, sobrevivientes, elmomento que precede al dolor y a la muerte, másterrible que el dolor y que la muerte, ya ha duradoaños…

Y la paz acaba de llegar de repente, como unaráfaga. Igual que la suerte a un hombre pobre ydebilitado. La paz: una cama, ropas, nochestranquilas, proyectos que aún no hemos tenidotiempo de hacer… La paz: ese silencio que havuelto a hacerse en las líneas, que llena el cielo,que se extiende sobre toda la tierra, ese gransilencio de entierro… Pienso en los otros, en losde Artois, de los Vosgos, del Aisne, de Champaña,de nuestra edad, cuyos nombres no sabríamos yadecir…

Un soldado, al pasar, me suelta:—¡Qué raro es todo esto!

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Vienen a informar a nuestro coronel de que losalemanes están abandonando sus trincheras yavanzan a nuestro encuentro. El responde: «Dadorden de que no se les deje acercarse. ¡Que lesdisparen!». Tiene un aire furioso. Un secretario meexplica: «Esperaba sus estrellas de general».Nuestra alegría debe de ofenderle.

A continuación decidimos ir también nosotrosa festejar el armisticio a Saint-Amarin.Volveremos por la noche. Consideramos que elservicio de información no tiene ya informacionesque recoger ni que transmitir. Desde las once, yano somos soldados, sino civiles a los que seretiene abusivamente.

Bajamos por los senderos bromeandoalegremente. Vuuuuu… Nos arrojamos al suelo,contra los troncos. Pero, en vez de una explosión,oímos un estallido de risa.

—¡Pero qué idiotas!El que ha imitado el silbido de un obús nos

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responde:—¡No estáis acostumbrados aún a la paz!Es cierto. Tampoco estamos acostumbrados

aún a no tener miedo.

En Saint-Amarin, todo el mundo bebe, se interpelay canta. Las mujeres sonríen, son aclamadas ybesadas.

Sé en qué café encontrar a Nègre, y hacia allínos dirigimos directamente. En efecto, allí está. Seencuentra ya a todas luces un poco achispado. Sesube a la mesa, derriba los vasos, las botellas, y,para darnos la bienvenida, señalando a la multitudde soldados con un amplio gesto, proclama:

—¡El día mil quinientos sesenta y uno de la erahasta-el-final, resucitaron de entre los muertos,cubiertos de piojos y de gloria!

—¡Bien dicho, Nègre!—Soldados, os felicito, habéis alcanzado

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vuestro objetivo: la Huida.—¡Viva la Huida!Nègre se adelanta, nos estrecha contra su

corazón, nos instala en su mesa y llama al dueño:—¡A ver, valiente alsaciano, que se ponga de

beber a los vencedores!Yo exclamo, en medio del jolgorio:—Nègre, ¿qué piensa De Poculote de los

acontecimientos?—¡Ah! ¡Eso es otro cantar! ¿Sabes que le he

visto? A las once en punto, me he hecho anunciaren casa del barón. Hace cinco años que esperabaeste momento. Desde arriba me ha dicho: «¿Quédesea, sargento?». Pero yo le he dicho que setranquilizara: «Mi querido general, vengo ainformarle de que en adelante prescindiremos desus servicios y dejaremos a la Providencia elcuidado de llenar los cementerios. Asimismo leinformamos de que, durante el resto de nuestravida, nos gustaría no oír hablar más ni de usted ni

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de sus apreciados colegas. ¡Queremos que no nosjodan más la Paz, la Paz, la Paz! ¡Rompan filas,general!».

Seis meses más tarde, el regimiento desfila por losbarrios altos de Sarrebruck, donde los peludos hancausado estragos sentimentales. Naturalmente hanexplotado el éxito con sus últimas energías.

En el balcón de una casa baja, una mujerencinta, cuyo aspecto y tez revelan sunacionalidad, sonríe un tanto candorosamente,señala su vientre y nos grita, con amistosoimpudor:

—Bedit Franzose[51].—¿Tú no crees —dice un hombre— que nos

han calentado la cabeza con eso del «odio de lasrazas»?

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GABRIEL CHEVALLIER (Lyon, 1895  -  Cannes,1969), fue un escritor francés que se dio a conoceren todo el mundo con la novela Clochemerle(1934), traducida a más de treinta lenguas yadaptada al cine, teatro y televisión.

Hijo de un notario, empezó los estudios de BellasArtes a los dieciséis años, pero se vio obligado ainterrumpirlos en 1914, cuando fue llamado a filas.Pese a haber sido herido en 1915, en Artois,permaneció en primera línea de combate hasta

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1918. De vuelta a la vida civil ejerció todo tipo deoficios: periodista, diseñador, representante,pequeño industrial.

Su primer libro, Durand voyageur de commerce, sepublicó en 1929. Pero no fue hasta la aparición desu cuarto libro que el nombre de GabrielChevallier estuvo en boca de todos. Clochemerleobtuvo elogios tanto por parte del público comode la crítica. Hasta 1968 escribió más de veintelibros. Recientemente se ha recuperado en lenguaespañola El miedo, su obra maestra y uno de suslibros menos conocidos. Se trata de un testimonioen primera persona de su participación en laPrimera Guerra Mundial, que recibió encendidascríticas en Francia en el momento de supublicación en 1928 siendo acusado deantipatriota. Bernard Pivot, uno de los críticosliterarios franceses de mayor prestigio, consideraque es uno de los mejores libros que existen sobrela Primera Guerra Mundial.

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Notas

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[1] Hablo de ello en otro de mis libros: Le petitgénéral. <<

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[2] [Palabra de connotaciones negativas, utilizadapor los combatientes franceses para designar a losciviles comerciantes que vendían, cerca del frente,bebidas u otros productos a precios abusivos].(Esta nota y las siguientes entre corchetes sondel traductor). <<

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[3] «El valor y la temeridad, como quiera que se lollame, es el destello, el instante sublime, y luego¡zas!, de nuevo las tinieblas como antes».WILLIAM FAULKNER. <<

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[4] [La mujer de Joseph Caillaux (“cuajada”, enfrancés), presidente del Consejo y ministro deFinanzas, asesinó en 1914 al director delperiódico Le Fígaro]. <<

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[5] [Mariscal de Francia, conocido sobre todo porsu fracaso como comandante en jefe del ejércitodel Rin y por haber contribuido a la derrotafrancesa en la guerra franco-prusiana de 1870] <<

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[6] [Soldados de caballería del ejército francés deArgelia]. <<

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[7] “A París” <<

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[8] [Agregación táctica formada teóricamente porquince soldados al mando de un cabo, constituye elgrupo menor de tropa que puede actuar en ordenabierto. Existía un fuerte sentimiento decamaradería entre los integrantes de una mismaescuadra. Como reflejo de este hecho, la novela deHenri Barbusse, El fuego (1916), lleva elsignificativo subtítulo de Diario de unaescuadra]. <<

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[9] [El uniforme de la infantería francesa estabacompuesto de pantalones de color rojo vivo hastala batalla del Mame, en septiembre de 1914,cuando fue evidente que su visibilidad resultabadesastrosa para los soldados. A partir de entoncesse optó por un tono azul conocido como «azulhorizonte»]. <<

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[10] [Nombre dado durante la Gran Guerra a unglobo cautivo y de forma alargada que servía deobservatorio y de protección antiaérea]. <<

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[11] [En la batalla del Marne, que tuvo lugar del 6al 8 de septiembre de 1914, quinientos taxisparisinos transportaron a cuatro mil hombres alfrente, convirtiéndose en el emblema de laresistencia]. <<

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[12] [Fritz era la denominación genérica delsoldado alemán]. <<

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[13] [La que abarca un ángulo inferior a 45.º]. <<

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[14] [En sentido despectivo, “alemán”. Se trata muyprobablemente de una abreviatura del términojergal alboche, “alemán”. Por extensión, Alemaniapuede ser designada como Bochia]. <<

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[15] Los batallones disciplinarios franceses en elNorte de África (Marruecos y Argelia). <<

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[16] El soldado en las trincheras disponía de dostipos de calzado: los borceguíes de marcha y suszapatos de descanso. <<

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[17] Hay aquí un efecto de escorzo. Es evidente queun avión que sobrevolara el campo de batalla nohubiera visto una llanura azul, sino teñida de azul.E igualmente, la expresión «reino de los muertos»que precede podrá parecer excesiva adeterminadas personas frías, que juzgan condesapego. Es preciso entender el estado de ánimode un muchacho que se encuentra súbitamente, trasuna noche de fatiga y de peligros, rodeado decientos de cadáveres, e incluso de miles, si setiene en cuenta los que escapan a su vista. Puesbien, este muchacho está ahí como un actor… Unhombre que asiste de lejos a un bombardeo puedeencontrar el espectáculo curioso, inclusodivertido. Hacedle avanzar un kilómetro, situadledebajo de él, su manera de ver las cosas diferiráde modo extraño. No debe asombrar, pues, si laemoción provocaba determinadas deformaciones,

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pero hay que decir que ninguna exageración,ninguna invención, podría superar en horror a larealidad <<

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[18] Exacto. <<

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[19] [Explosivo compuesto de aceite de ricino ehidrocarburos nitrados. Tomaban su nombre de lavilla de Chedde (Alta Saboya), donde estabasituada la fábrica]. <<

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[20] [Fusil de repetición del equipo de los ejércitosfranceses. Ideado en 1886 y modificado en 1893,su calibre era de 8 mm]. <<

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[21] [Alusión a la mala calidad del pan deracionamiento del ejército alemán debido a supenuria de trigo durante el conflicto]. <<

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[22] [El príncipe heredero Federico Guillermo, hijode Guillermo II]. <<

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[23] [La batalla de Charleroi, del 21 al 23 deagosto de 1914, después de la invasión de Bélgica.Los franceses perdieron Charleroi, que fuedestruida por la artillería pesada]. <<

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[24] [Personificación de la bayoneta que aparece enla canción de Théodore Botrel titulada Rosalie,chanson á la gloire de la terrible baionnette, enboga a comienzos de la guerra]. <<

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[25] [“¿Quién va?”]. <<

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[26] [El término «Peludo» (Poilu), ya documentadoen el siglo XIX (véase Balzac, El médico rural, de1833), se generalizó en la Gran Guerra comodenominación común del soldado francés. Hacíareferencia a distintas cuestiones: la dificultadefectiva, en el invierno de 1914, de afeitarse y elcarácter rudimentario del aseo en el frente; laobligación para todo militar hasta 1917 de llevarbigote como signo de virilidad, valor yexperiencia. Se empleaba también como sinónimode soldado]. <<

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[27] [Se llamaba «descanso» (repos) a la situaciónde las tropas combatientes no destinadas enprimera línea. El término resulta a menudoengañoso, pues el descanso estaba lleno,generalmente, de maniobras y ceremonias(desfiles, actos militares, etcétera) que nopermitían a los combatientes descansar. Elverdadero descanso recibía el nombre de grandrepos]. <<

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[28] [Proyectil de artillería, de un alcance de unosdoscientos a mil metros, de forma alargada yprovisto de una cola y alas. Se usaba sobre todopara la destrucción de obras, refugios ytrincheras]. <<

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[29] [Abreviatura de pauvre couillon/con du front(“pobre gilipollas del frente”), con la que sedesignaba a los soldados de infantería. Fue usadadurante la guerra por los propios combatientes, ydenunciaba implícitamente a los enchufados queconseguían escapar del frente y del peligro. <<

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[30] [Las bolas de plomo o de acero de lasgranadas rompedoras]. <<

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[31] [“Camarada”]. <<

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[32] [«¿Guerra acabada?». «Sí, sí». «¿Estáscontento?». «Sí, sí»]. <<

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[33] [«¿Bueno?». «¡Bueno, bueno!». «¿En Alemaniano comer bien?». «¡En Alemania… hmm!»]. <<

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[34] [Barracas desmontables, de madera, utilizadasun poco por todas partes, incluso en la retaguardia,durante la Gran Guerra]. <<

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[35] Esta cita está tomada de Leurs figures. Setrata, pues, del Barres de ideas avanzadas, lorenésy nacionalista. <<

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[36] [Creada por el coronel Magín, L”Armée Noireestaba formada por soldados negros, maestros delcuerpo a cuerpo y fanáticos de la bayoneta]. <<

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[37] [Fracción del ejército compuesta de soldadosde la segunda reserva, hombres de más de treinta ycuatro años. Estaban destinados a regimientosespecíficos y generalmente a sectores tranquilos ode trabajos en la retaguardia]. <<

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[38] [“¡Eh, mirad que tía buena!”]. <<

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[39] [“¡Oh! Barrachini, ¿cómo te va, amigo?”.“¡Deputa madre! ¿Qué haces tú por aquí?”. “¡El capitánme putea, el muy hijo de perra!”. “¡Vamos,valiente, invítame a un pitillo!”. “¡Qué buen tíoestás hecho!”]. <<

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[40] [En las comarcas del Laonnois y Soissonais, seconocen con el nombre de creutes las grandescavidades excavadas a lo largo de los siglos parala explotación de las canteras calcáreas de la zona.Durante la Gran Guerra, las creutes del Chemin-des-Dames se utilizaron como refugios y, las másgrandes, incluso como acantonamiento para loscombatientes. En el interior se habilitabandormitorios, tablas de mando, enfermerías,capillas, etcétera, y muchas veces se las equipabacon instalaciones eléctricas y telefónicas]. <<

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[41] [“¡Camarada francés!”]. <<

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[42] [En el argot militar, designación de lossuperiores que estaban más preocupados por losgalones y condecoraciones que por la vida de sushombres]. <<

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[43] [En el siglo XVI, las grandes familias deGascuña tenían la costumbre de mandar a sussegundones a servir como voluntarios en Francia.La palabra cadet, que alguna vez significó«gentilhombre que servía como oficial de bajagraduación o soldado», pasó entonces a designar alos segundones]. <<

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[44] [Mapas muy detallados utilizados por laartillería]. <<

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[45] [“¡Qué chapucería!”]. <<

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[46] [“¡Estamos apañados, vamos!”]. <<

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[47] [El gas mostaza, que irrita la piel y lasmucosas]. <<

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[48] [“Soy… coronel… ¿Ha visto usted…?”]. <<

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[49] [Georges Guynemer, un as de la aviaciónfrancesa, herido siete veces y considerado unhéroe de guerra. Otro héroe fue el teniente coronelDriant, que, con dos batallones de cazadores,logró ralentizar la apisonadora alemana enVerdún, muriendo heroicamente en combate]. <<

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[50] [El himno nacional alemán (“Alemania,Alemania sobre todo”)] <<

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[51] [¡Bendito francés!]. <<