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El hombre que plantaba árboles
Por 4º E.S.O. G y E
Con Berta Civera como profesora, en clase de Alternativa
Hace cuarenta años hice un largo viaje, atravesando la antigua región
donde los Alpes franceses penetran en la Provenza. Cuando empecé mi viaje por aquel lugar todo era estéril y sin color.
Tras caminar durante tres días, me encontré en medio de una desolación absoluta. Me había quedado sin agua el día anterior; sobre aquella tierra el viento soplaba con una ferocidad insoportable…Tenía que cambiar mi
campamento. A las cinco horas me pareció vislumbrar un pastor, treinta ovejas estaban sentadas cerca de él sobre la tierra.
Me dio un sorbo de su calabaza-cantimplora y me llevó a su hogar en un pliegue del llano. El hombre hablaba poco, pero sentí que estaba seguro de sí mismo, y confiaba en su seguridad. No vivía en una cabaña, sino en una casita hecha de piedra y el tejado era fuerte y sólido. El viento, al soplar sobre él,
recordaba al sonido de las olas del mar en la playa.
Desde el principio se daba por supuesto que yo pasaría la noche allí, el pueblo más cercano se encontraba a un día y medio de distancia y estaba
habitado por carboneros. Las familias vivían juntas y apretujadas en un clima severo, y no encontraban solución al incesante conflicto de personalidades.
Existía rivalidad en todo; habían epidemias de suicidio y casos frecuentes de locura, a menudo homicida. El pastor fue a buscar un saquito del que…
Vertió una montañita de bellotas sobre la mesa. Empezó a mirarlas una por una, separando las buenas de las malas. Cuando hubo seleccionado cien
bellotas perfectas, descansó y se fue a dormir.
Se sentía una gran paz estando con ese hombre. Yo quería quedarme porque me interesaba y quería conocerle mejor. Él llevó su rebaño a pastar, antes de partir, sumergió su saco de bellotas en un cubo de agua. Andando relajadamente, seguí un camino paralelo al suyo sin que me viera. Él dejo su rebaño a cargo del perro, y vino hacia donde yo me encontraba. Iba en esa
dirección y me invitó a ir con él. Subimos a la cresta de la montaña.
Allí empezó a clavar su varilla de hierro en la tierra, donde introducía una bellota para cubrir después el agujero. Estaba plantando un roble. Plantó las
bellotas con el máximo esmero. Había estado plantando cien árboles al día durante tres años en aquel desierto. Había plantado unos cien mil.
Ese hombre era mayor de cincuenta años, su nombre era ElzeardBouffier, había tenido una granja en el llano, perdió a su único hijo, y luego a
su mujer. Se había retirado en soledad, y opinaba que la tierra estaba muriendo por falta de árboles. Le dije que en treinta años sus robles serían
magníficos. Él me respondió que si conservaba la vida, en treinta años plantaría tantos más, y que los diez mil de ahora no serían más que una gotita de agua en
el mar. Al día siguiente nos separamos.
Un año más tarde empezó la Primera Guerra Mundial, en la que yo estuve enrolado cinco años. Al terminar la guerra tenía un gran deseo de
respirar aire fresco durante un tiempo, únicamente con este motivo tomé de nuevo la carretera hacia la “tierra estéril”. El paisaje no había cambiado. El día anterior había empezado a recordar al pastor que plantaba árboles. No esperaba hallar a Elzeard Bouffier con vida, porque a los veinte años uno
considera a los hombres de más de cincuenta como personas viejas preparándose para morir… Pero no estaba muerto, se le veía más ágil y
despejado.
Ahora tenía cuatro ovejas, pero en cambio cien colmenas. Había continuado plantando árboles, y los de 1.910 ofrecían un espectáculo
impresionante. Al recordar que todo esto había brotado de las manos y del alma de un hombre solo, uno se daba cuenta de que los humanos pueden ser, también
efectivos en términos opuestos a los de la destrucción…
Parecía que la naturaleza había efectuado una serie de cambios y reacciones. Cuando volvimos al pueblo, vimos agua corriendo en los riachuelos
que habían permanecido secos.
El viento también ayudó a esparcir las semillas, al mismo tiempo que apareció el agua, también lo hicieron sauces, juncos, prados, jardines, flores… Los cazadores lo atribuían a un capricho de la naturaleza. Por eso nadie se
entrometió con el trabajo de Elzeard Bouffier. Elzeard trabajó en una soledad tan total que perdió el hábito de hablar, quizá porque no vio la necesidad de
éste.
En 1.933 recibió la visita del guardabosques, en ese momento, pensaba plantar hayas en un lugar a 12 Km., y para evitar idas y venidas, planeó
construir una cabaña en la plantación y, así lo hizo al año siguiente. En 1.935 una delegación se desplazó para examinar el “bosque natural”, así, todo el
bosque se puso bajo protección estatal. Era imposible no dejarse cautivar por la belleza de aquellos árboles.
Un amigo mío se encontraba entre los guardabosques y le expliqué el misterio. La semana siguiente fuimos a ver a Elzeard, y lo encontramos a unos 10 Km. El guardabosques sabía valorar las cosas, pues sabía como mantenerse
en silencio. Compartimos la comida entre los tres y pasamos horas en contemplación silenciosa del paisaje…
Antes de marcharse, mi amigo hizo una sugerencia breve sobre ciertas especies de árboles: “Bouffier sabe de ello mas que yo”, tras caminar un poco añadió: “¡y sabe mucho mas que cualquier persona, pues a descubierto un forma maravillosa de ser feliz!”. Fue gracias a este hombre que la zona y la felicidad
de Bouffier fueron protegidas.
Vi a Elzeard Bouffier por última vez en junio de 1.945, tenía 87 años. Volví a recorrer el camino de la „tierra estéril‟, ahora un autobús unía el valle del Durance y la montaña. No reconocí la zona, hasta que vi el nombre del
pueblo no me convencí de que me hallaba realmente en aquella región.
El autobús me dejo en Vergons. En 1.913 este pueblecito tenía tres habitantes, criaturas que se odiaban una a otra. Todos los alrededores estaban
llenos de ortigas por los restos de las casas abandonadas, su condición era desesperanzadora.
Todo había cambiado, por entonces corría una brisa suave y perfumada, se había construido una fuente que manaba con alegre murmullo y
alguien había plantado un tilo a su lado, ya en plena floración.
Las ruinas y las murallas ya no estaban, ahora había veinticinco habitantes, cuatro de ellos eran jóvenes parejas. Las nuevas casas estaban rodeadas por jardines de flores; todo esto hacia un pueblo ideal para vivir.
Desde este sitio seguí a pie… el espíritu de Elzeard Bouffier permanecía allí. Solo fueron necesarios ocho años. Donde antes había ruinas,
ahora se encontraba granjas; los viejos riachuelos fluían de nuevo y los pueblecitos cercanos se habían revitalizado. Si contábamos la población anterior, más de diez mil personas debían en gran parte su felicidad a
Elzeard Bouffier.
Cuando reflexiono en aquel hombre, me convenzo de que a pesar de toda la humanidad es admirable y me invade un respeto sin límites por aquel señor anciano, un ser que completó una tarea digna de Dios.(Elzeard Bouffier
murió pacíficamente en 1.947 en el hospital de Banon).Jean Giono
Realizado por los alumnos/as del I.E.S Azorín. Año 07-08. 4º E.S.O G/E
Gracias a todos Pilar Yañez
Pablo García
Alejandro Requena
Jose Enrique Busquier
Virginia Vergara
Marcos Quijano
Jose Daniel Ospina
Ramón Reig
Rafa Reig
Antonio Bautista
Lucia Pozo
Alba Guerrero
Abdalage Uldalamin
Cristina Ibarra
Ana Reig
Mª Teresa Aracil
Mª Esperanza Deltell
Laura Beltrán
Ana Mª Castelló
Teresa Poveda