el evangelio segun san lucas
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”EL EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS”
Ma. Del Socorro Argenzio
HIJO PRODIGO – (11-13) - Análisis
Llamada "perla de las parábolas", la del hijo pródigo completa la trilogía y en ella culmina el desarrollo de
la idea mediante el paralelismo progresivo.
Si las dos anteriores se enlazan por la mera conjunción, ésta adquiere mayor independencia expresada
por su introducción: Dijo también. Su estructura es más compleja y, al mismo tiempo, considerada en la
composición general, presenta singularidades en el uso del paralelismo. Las tres parábolas pueden
analizarse como tres miembros en gradación creciente, ideológica y formal, de un proceso paralelístico
progresivo. Pero cabe otra descomposición: el conjunto se divide en dos miembros dobles, y cada uno de
ellos presenta un tipo diferente de paralelismo: el primer miembro está formado por la parábola de la oveja y
la de la dracma, análogas en su composición y en su contenido: interrogación, narración, explicación, lo que
constituye un ejemplo de paralelismo sinonímico. El segundo miembro lo está por la del hijo pródigo dividida
en dos partes: la parábola del padre misericordioso y la deshermano de corazón endurecido, que se oponen
en paralelismo antitético. La unión de estos dos miembros por el nexo: "dijo también" y el desarrollo de las
ideas por paráfrasis integran un proceso de paralelismo progresivo. Esquemáticamente podría expresarse
así:
Por otra parte el análisis estructural del segundo miembro nos daría el siguiente esquema:
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CAPITULO XV(paralelismo progresivo)
- Introducción general.(narra San Lucas)
- Enseñanza (narra y explica Jesús)
-1er. Miembro(paralelismo sinonímico)
-2er. Miembro(paralelismo antitético)
- a) oveja perdida
- b) drama perdida
- a) hijo pródigo
(parábola del padre)
- b) hijo pródigo
(parábola del hermano mayor)
HIJO PRÓDIGO
- Introducción .(nexo con lo anterior)
- primera parábola (del hermano mayor)
prólogo
tres episodios
Pedido y repartición de herencia
consecuencias
Arrepentimiento y regreso
HIJO PRÓDIGO
- segunda parábola(del hermano mayor)
prólogo (epílogo de la anterior)
tres episodios
regreso del mayor e informe del criado
reacción del hijo y salida del padre
protesta del hijo
Prólogo de la segunda parábolaepílogo
Respuesta del padreepílogo
La introducción comprende el "dijo también"; el prólogo de la primera parábola hace la presentación de
los personajes; los tres episodios abarcan el pedido y la repartición de la herencia, la partida y sus
consecuencias, el arrepentimiento y el regreso; el epílogo, perdón del padre y festejos. Esta última parte
sirve, a su vez, de prólogo a la segunda parábola cuyos episodios son: regreso del hermano mayor e informe
del criado, reacción del hijo y salida del padre, protesta del joven. La respuesta del padre constituye el
epílogo.
Otros elementos formales interesantes son: el desplazamiento de la importancia, a lo largo del relato, de
uno a otro de los tres personajes; la carencia de aplicación o enseñanza explícita; el manejo de la oposición y
del contraste (mayor-menor, riqueza-miseria, carencia del hijo-abundancia de los jornaleros, amor del padre-
dureza del hermano mayor), el uso de los recursos tales como la alusión, la elipsis, la reticencia, la
sugerencia. Desde el punto de vista literario son notables la fineza de observación y la riqueza psicológica.
Dice el crítico inglés J. C. Robertson: "En excelencia literaria esta pieza de narrativa es insuperable. Nada
más simple, más directo, más vigoroso puede encontrarse entre los famosos pasajes de la Literatura clásica
griega. Es una conmovedora tragedia de reconciliación".
A diferencia de las otras parábolas, presenta varios personajes importantes, la acción es múltiple, se
desarrolla en diversos lugares y abarca cierta cantidad de tiempo, mayor, por supuesto que el exigido por la
anécdota de las anteriores. Es mucho más extensa y añade, en el ejemplo del hermano mayor, una evidente
censura a los fariseos.
Si la parábola es una metáfora extensa y continuada, y la alegoría una sucesión de metáforas cuya
ilación proviene de una idea central, es fácil comprender a quienes afirman que la parábola del hijo pródigo no
es tal sino alegoría. Arguyen que hay sentido figurado y simbolismo no sólo en el conjunto sino en cada uno
de sus elementos, situaciones y personajes.
Dice Rícciotti; "Literalmente hablando, esta parábola no puede ser definida sino como un milagro. Este
relato, que en el campo moral constituye el máximo argumento de esperanza para todo nacido de mujer, en el
campo literario será siempre el máximo argumento de desesperación para todo cultivador de la palabra
humana, como lo han reconocido, desde antiguos tiempos, eruditos de todas las tendencias. Ningún escritor
del mundo ha alcanzado tanta potencia emotiva en un relato tan breve, tan verdadero, tan desprovisto de
cualquier artificio literario. Su sencillez es suma, el dibujo es apenas lineal y sin embargo su eficacia es mayor
que la de otras narraciones justamente celebradas por la sabiduría de su construcción y la limpidez de su
estilo". (Op. cit. yág. 507).
Comentario, — Comienza presentando los personajes principales e indicando su mutua relación. Como
en la narrativa oriental, y siguiendo la tradición bíblica, opone dos hermanos, así Caín y Abel, Esaú y Jacob,
José y sus hermanos. A diferencia de lo sucedido en aquellas historias y por su proceso literario más
evolucionado, va desplazando el interés del oyente de uno a otro, y cambiando su juicio: el mayor aparece al
principio como justo, pues aunque se omite lo que a él atañe, la conducta del menor destaca la suya; recién al
final se advertirá su dureza de corazón, y entonces todas las simpatías se volcarán al pródigo.
El autor dice poco, pero es tan vivo su relato que pone en juego la imaginación y la experiencia de quien
lo escucha, como lo prueban las reconstrucciones y comentarios que abundan en la literatura religiosa y
profana.
Indudablemente, el padre era hombre rico; a ello aluden la herencia cuya repartición se pide, la
presencia de numerosos criados y jornaleros en la casa, el festín, los coros y danzas del banquete.
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De los jóvenes sólo dice que eran dos, y que uno reclamó la parte que le correspondía, casi anticipando
la muerte del padre, en actitud desaprensiva y cruel. Según la Ley hebrea, correspondían dos tercios al
primogénito y uno al menor, pero no era costumbre desmembrar la heredad sino que la posesión en común,
aglutinante familiar, se mantenía como resabio patriarcal.
A la parquedad del narrador responden las glosas de los comentaristas. Papini reconstruye la escena y
da el acabado retrato de los actores, de tal manera que cada actitud aparece prefigurada por un rasgo
psicológico conocido de antemano. Desde el comienzo, muestra la hosquedad rigurosa del mayor y la
irresponsable ligereza del pródigo. Ricciotti dice de éste: "El hijo menor. . . el cerebro lleno de humo, se sentía
sofocado por aquella vida regular y metódica. Los trabajos campestres lo aburrían; el rebaño y el ganado
mayor lo hastiaban con su hedor; la hacienda le parecía cárcel, y los zagales, carceleros siempre dispuestos
a hacer de espías de todas sus acciones ante su padre. Muchos y disolutos amigos que tenía en los
contornos le habían relatado cosas admirables de grandes ciudades lejanas donde había banquetes, danzas,
músicas, fiestas enloquecedoras donde se hallaban a cada paso mujeres perfumadas y agradabilísimos
compañeros, en vez de las hediondas pastoras y los sucios boyeros de su padre. ¡Allí estaba la verdadera
vida! En aquellos sitios lejanos pensaba, triste, en las tardes estivales cuando, tras un día ocioso, yacía
tendido en el prado de la heredad, resignándose a oír cantar los grillos y a reflexionar con melancolía en que
meses y años volaban irremediablemente mientras su juventud se esfumaba en el vacío y en el tedio". (Op.
cit. pág. 508).
Sin embargo, ¡cuánto más rica y sugerente la sobriedad de Jesús! Su callar detalles permite atribuir al
joven otras razones que la mera sensualidad, demasiado destacada por los glosadores; además, en esta
parábola como en las dos anteriores, lo fundamental no «s la actitud del pecador, sino la del personaje que
figura a Jesús o a Dios, y por esto se omite la narración del proceso que llevó a la ruptura y al alejamiento.
Sean cuales fueren el pecado, sus causas y sus consecuencias, la misericordia permanece inalterable.
Esta parquedad puede, no obstante, significar un obstáculo para la interpretación, pues daría como
razón de la conducta del hijo menor el capricho momentáneo. Psicológicamente, nadie cambia bruscamente;
en el terreno moral no hay caídas súbitas sino deslizamientos; el pecado es la culminación de un proceso, no
su iniciación y menos su único acto.
Defectos propios de la edad, del ambiente, de las circunstancias, del temperamento, empujaron al joven
a la decisión que, si tuvo apariencia de repentina, indudablemente se fue incubando durante cierto tiempo,
nutriéndose de rebeldías, de desentendimientos, de aspereza, de insatisfacciones; seguramente lo acuciaban
la soberbia y el egoísmo, raíces de todo pecado. Cada comentarista, según su propia experiencia o fantasía,
supondrá las razones que prefiera; pero habrá una que, como eco del ya mencionado capítulo tercero del
Génesis, será la decisiva: la libertad humana, como lo notara San Juan Crisóstomo, en el siglo IV, quien ve
en esta parábola un magistral estudio sobre el libre albedrío.
Tal vez en una familia común, el joven habría sido amonestado, rogado, amenazado; pero este padre
símbolo no podía sino dejar partir al hijo y desear el retomo. Si todo su amor no fue argumento bastante
convincente, los demás habrían sido inútiles. En el plano religioso, la enseñanza es clara: Dios busca la unión
amorosa y libre del hombre, no la dura esclavitud de la presencia obligada, del acatamiento forzado, de la
adhesión fingida.
El joven parte hacia otro país, donde el placer no provoque el acre juicio de los conocidos ni se vea
turbado por la opinión ajena ni trabado por la conveniencia social. Allí lleva una vida desordenada, en la que
despilfarra pródigamente su caudal, su juventud y sus ilusiones, mientras su escarcela se vacía y se agosta
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su corazón.
Ese país lejano es símbolo del mal trueque: dejó la paz del oasis por el espejismo fugaz, porque, como
acotara San Ambrosio a estos versículos, "¿qué cosa hay más lejana que apartarse de sí mismo?".
El relato, sobriamente, señala tan sólo los elementos que servirán, por contraste, para destacar la
miseria posterior; ni siquiera habla de las rameras de cuya frecuentación dirá luego la dureza del hermano
mayor. Ese detalle, probablemente exacto, que aquí calla el narrador por maestría y por benevolencia hacia
el culpable, saldrá a luz cuando contribuya a señalar la áspera inquina del primogénito.
Se acaba el dinero y con él desaparecen los amigos ganados en el placer. A las circunstancias
particulares se añade la calamidad general: el hambre se enseñorea de aquella tierra y el joven debe realizar
como criado las tareas que desdeñara siendo señor y, colmo de la degradación para el judío, debe cuidar
cerdos, animales impuros según la Ley, y hasta envidiará la bazofia que a éstos sirve de alimento.
Hay correspondencia, por oposición, con el estado que sugieren los primeros versículos. No quiso ser
hijo en casa de su padre y hoy es mercenario, ocupado en vil menester en casa y tierra extrañas. Ayer
rechazó faenas que ahora le impone un amo acaso avaro y exigente. Dejó familia y hogar por el atractivo del
placer, de la amistad y del amor, y ahora está amargamente solo. Job irrisorio, se arrastra por el muladar y la
pocilga, rebuscando las algarrobas que debe disputar a los cerdos, y cubre con harapos un cuerpo que otrora
exigiera el lino más fino, la tela más rica.
Esta situación y el contraste con la anterior tan hondo lo sacuden que cambian su concepto de la vida y
de la felicidad. Comienza el proceso de la conversión.
Dice el Libro de la Sabiduría (IV, 11-12} según la traducción de la Vulgata: "La fascinación de la bagatela
nos oculta los verdaderos bienes; el constante ímpetu de la concupiscencia pervierte el ánimo inocente". Esto
podría considerarse como síntesis de lo acontecido.
La soledad, el hambre, la miseria, símbolos del sufrimiento en general, y del fracaso, son el medio eficaz
para dar- al pródigo la nostalgia del bien perdido. "Entrando en sí mismo. . ." dio el primer paso hacia su
salvación. "Horriblemente desolada está toda la tierra porque no hay quien medite en su corazón" lamenta el
Profeta Jeremías (XII, 11}. El deseo, cuando aún estaba en la casa paterna, y luego el tumulto embriagador
del placer y la libertad desenfrenada no fueron propicios a la meditación; además, no había tiempo para
indagar sobre la verdad, sobre el bien, sobre el amor, mientras se corría tras verdades parciales, tras bienes
efímeros, tras amores falaces.
Para Lagrange, "... su miseria le abre los ojos para ver la triste realidad de su alma. Su primer grito es el
de un, animal que sufre: tengo hambre". La glosa de Ricciotti es más amplia: "Durante las siestas caniculares,
mientras los puercos famélicos y extenuados se echaban a la sombra de un árbol, también el demacrado
porquero se tendía junto a ellos, entre estiércol y polvo. Su pensamiento volaba obstinadamente a las lejanas
tardes estivales en que, tendido en el prado de la heredad, oía cantar los grillos y vagaba mentalmente tras
los sueños del futuro". Pero la realidad ha sido otra: "...él lo percibe junto a sí en los puercos que gruñen;
sobre sí en los fétidos andrajos que lo cubren; dentro de sí en el hambre que le roe las entrañas". (Of. cit, -
pág. 509).
Mucho se discute sí la del hijo pródigo fue verdadera conversión o hábil ardid para recuperar el sitio
abandonado en la casa paterna. Veamos su proceso antes de juzgarlo.
Una conversión según H. Gros: (La valeur documentaire des "Confessions" de Saint Augustin - pág. 46),
supone tres etapas: primero un estado anterior de dispersión y desorden; segundo, un estado intermedio de
crisis; tercero, un estado de orden y unidad en el alma". En esas tres etapas se observan la aversión al
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estado al que se llegó, la introversión que permite examinar causas y consecuencias y de donde nacerá la luz
que llevará al último paso, la conversión propiamente dicha, con la voluntad puesta en juego para orientar la
vida hacia meta diferente.
Aunque pocos y concisos, los versículos de la parábola nos muestran todos esos elementos: el hijo
menor sufre las consecuencias del pecado, del alejamiento; es el paso inicial, generalmente imprescindible,
pues el que todavía goza de los bienes que la culpa le proporciona, puede tener remordimientos si posee
clara conciencia del bien y del mal, pero ¿acaso alguien puede obtener perdón mientras goza los frutos del
delito"? ¿Es arrepentimiento reconocer que se obró mal, si no se renuncia a los beneficios que ese mal
obtuvo?, como nota lúcidamente el Rey Claudio en Hamlet. (Acto III, escena 3).
.En el plano intelectual puro, dicha etapa puede resultar prescindible pero en el plano de la moral
práctica es necesaria. Son necesarios el dolor o el desencanto, es necesaria la aversión a lo que se posee o
el sentimiento de su insuficiencia, para desear otro bien superior o para sentir nostalgia del bien otrora
desdeñado.
El segundo momento es la comparación con el estado anterior o con lo que pudo haber sido; aquí, con la
casa DEL padre, con el trato que recibían los asalariados, con lo que su locura trocara por un espejismo. En
seguida, el análisis de las causas por las que llegó a tal situación; el juzgar y, clave para la valoración de su
conducta, el remontarse del mal material y de la mera conveniencia (... los jornaleros de casa de mi padre...)
el plano moral y religioso: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti ...”.
El paso siguiente es el que marca la realidad de la conversión. Resuelve actuar: "Me levantaré e iré...".
Hay pues, conciencia de pecado, dolor de haberlo cometido y urgencia de reparación.
¿Es arrepentimiento o fraude? ¿Lo mueve un interés bastardo o la rectitud del corazón purificado por el
dolor?
La piedra de toque la encontramos en la humillación que está dispuesto a afrontar, no para lograr un
perdón del que se cree indigno sino para reconocer ante el padre su error y repararlo. ¿Basta el interés para
obligarlo a volver, derrotado y harapiento, a la casa de la que huyera, a la aldea que habría juzgado
severamente su actitud, a los criados y vecinos burlones, a la dureza desdeñosa y cruel del primogénito?
¿Basta el hambre para que se confiese vencido, equivocado y deseoso de trabajos que ayer juzgara viles?
No era la heredad paterna el único lugar, en el ancho mundo, adonde un hombre joven pudiera ganarse la
vida.
Si las primeras razones, el hambre, la miseria, fueron impuras, poco a poco se va elevando a plano más
digno y noble. Sólo el amor, sólo la rectitud y la fidelidad a la verdad hallada pueden vencer a la soberbia y al
egoísmo. El reconocimiento de la culpa, la confesión pueden nacer de fuentes turbias, pero el deseo de
reparación es creatura del amor. El que no está convencido se somete a la ley a pesar suyo, pero no corre a
declararse culpable cuando nadie se lo exige; quien no ama de veras, no siente la urgencia de mostrar al
amado el dolor por la ofensa inferida, la necesidad de actuar de tal manera que el ofendido vea más amor,
amor más humilde y más total y más lúcido ahora, que desamor recibiera por el pecado.
El amor del padre que un día lo dejara libre para escapar a su solicitud, lo esperaba desde entonces en
el fondo de su corazón. Allí lo encontró el pródigo cuando entró dentro de sí.
Por otra parte, para causar la alegría del padre y obtener su perdón, habrían bastado el regreso del hijo y
su arrepentimiento, si éste hubiese sido sincero, aunque no procediese del amor sino de las oscuras aguas
del temor. Distinguen los moralistas dos tipos de arrepentimiento: el más perfecto nace del amor a Dios, el
otro, del temor a las consecuencias del pecado. Ambos pueden obtener el perdón, pero el último, más imper-
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fecto, deberá purificarse posteriormente de la escoria que macula su pureza.
Esta interpretación, con ser la más generalizada, no es, sin embargo, la única. Hay quienes ven como
causa del regreso del prodigo la sola conveniencia; según ellos, no hay arrepentimiento, es decir,
reconocimiento sincero de culpa y dolor de haberla cometido, sino engaño fraudulento y premeditado. A tal
conclusión los lleva la forma, que parece indicar una continuidad lógica e inmediata de las ideas expresadas
taxativamente por las palabras, pero no aceptan las que pueden desprenderse del contexto y que se insinúan
mediante los procedimientos literarios ya mencionados: alusión, sugerencia, reticencia.
De acuerdo a su tesis, el joven habría vuelto porque conoce al padre y sabe que sus palabras, aunque
de fingida humildad y mentido arrepentimiento, hallarán eco en un corazón propicio. El hambre que, según la
otra interpretación, al inducirlo a meditar fue el paso inicial de un proceso de purificación y ennoblecimiento,
es en ésta la única razón de conducta. No habría habido un cambio auténtico en el protagonista: es el mismo
ávido de goces del principio de la parábola, qué los persigue, que los procura a cualquier precio, que no
rechaza ningún medio para lograrlos.
Una pequeña variante a esta posición atenúa la vileza del pródigo: la acogida del padre quiebra la
dureza del hijo y éste, recién entonces, se arrepiente. "Y es ante la vista del asombroso espectáculo del amor
paterno que brota impetuoso el arrepentimiento" —dice Max Shceler ("Esencia y formas de la simpatía", pág.
220), quien señala que no es el arrepentimiento ya sentido por el hijo la base y condición de la amorosa
acogida del padre, sino que aquél es promovido por ésta.
Si bien Scheler tiene razón al afirmar que el perdón y el afecto con que se lo recibe no son originados por
el regreso del hijo, no dependen de él, sino que nacen del amor siempre fiel del padre, no puede afirmar,
basándose en la parábola, que no hubo arrepentimiento hasta el momento del reencuentro. Lo que ha hecho
el regreso es dar la ocasión que deseaba el amor paterno, pero, para poder gozar de ese perdón y de ese
amor, era necesario que el hijo regresara, que volviese al padre. Y lo que está en discusión es la razón de
ese retorno: arrepentimiento, perfecto, purificado por auténtico amor después de doloroso proceso;
arrepentimiento imperfecto, que reconoce la culpa y la rechaza, pero por las consecuencias sufridas más que
por el desamor que significa; o, por último, arrepentimiento falso, que no reconoce culpabilidad, que no
rechaza lo actuado, pero que se finge por conveniencia.
Al argumento deducido de la forma de este fragmento, cabe enfrentar toda la parábola, cuyo análisis,
muestra que la riqueza moral y psicológica nace más bien de un contenido interior que de las pocas palabras,
a las que supera, milagrosamente, según la valoración literaria de Ricciotti. Además, recordemos que si la del
hijo pródigo es parábola y no alegoría, no hay que buscar el sentido de cada elemento, puesto que Jesús no
acostumbra a darlo, sino que apunta a una enseñanza concreta, en este caso la misericordia de Dios, y deja
sin relieve y como en esbozo lo accesorio y circunstancial. Sólo atendiendo a su significación como alegoría,
puede disputarse el valor y la conducta de cada personaje.
Si se adopta esta tesitura, a las pruebas ya aducidas al principio del comentario en favor de la tesis que
reconoce verdadero arrepentimiento, añadimos las que proporciona el análisis conceptual hecho a la luz de la
moral evangélica.
Según ella, uno de los requisitos indispensables para la valoración de un acto, es su libertad; hay otro,
además, ante cuya falta Jesús se muestra inexorable: la rectitud, la sinceridad. Todas sus diatribas contra los
escribas y los fariseos nacen de la duplicidad que encuentra en ellos. Numerosos textos de Mateo, Marcos y
Lucas lo señalan: (Mt. VI, 1-&; VIl, 21-27; XV, 1-20; XVI, 5; XXIII totalmente y los correspondientes de los
otros Sinópticos), así como algunos de Juan. Allí encontramos expresiones de suma dureza contra la
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hipocresía que finge piedad, justicia, celo, generosidad; ella, como la ostentación, encuentra en los bienes
terrenos toda su paga, porque no alcanzará los bienes eternos; tendrá el aplauso de los hombres engañados
pero no el del Padre que la repudia, y que sólo galardona lo hecho con recta intención. Allí se enseña a juzgar
el árbol no por la apariencia sino por los frutos, y a desconfiar del lobo disfrazado con piel de cordero. "No
todo el que me dice "Señor, Señor", entrará en el reino de los cielos...". "Muchos me dirán en aquel día:
Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre lanzamos demonios, y en tu nombre
obramos muchos prodigios?" Y entonces les declararé: Nunca jamás os conocí; apartaos de mi los que obráis
la iniquidad". Particularmente ilustrativo es este último fragmento, porque las iniquidades a las que alude
Jesús son esas obras aparentemente buenas de las que se jactan los condenados, y que él juzga según la
rectitud de intención. A los fariseos dirá: "Farsantes, muy bien profetizó de vosotros Isaías, diciendo: Este
pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; vano es el culto que me rinde, las doctrinas
que enseña no son sino preceptos de hombre". A sus oyentes previene contra la levadura de los escribas y
fariseos; aconseja que se los oiga, pero que no se los imite. "Raza de víboras..., "pagáis diezmo de la
hierbabuena y del eneldo y del comino, y habéis abandonado las cosas más esenciales de la Ley, la justicia,
la misericordia y la fe". "...Oh guías de ciegos, que coláis un mosquito y os tragáis un camello...". "Ay de voso-
tros, escribas y fariseos hipócritas, porque sois semejantes a los sepulcros blanqueados, los cuales por fuera
parecen hermosos a los hombres, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de todo género de
podredumbre. Así también vosotros por fuera os mostráis justos a los hombres y por dentro estáis llenos de
hipocresía y de iniquidad".
Un postrer argumento en favor de la rectitud del pródigo puede deducirse de dos características hebreas:
su claro concepto del pecado y el temor reverencial que les impedía usar vanamente el nombre de Dios. De
esta manera, si el joven dice que ha pecado, esa palabra tenía para él un sentido exacto de violación de la
Ley, y así lo comprenderían los oyentes de Jesús. Si no fuese sincero, todo su proyectado discurso, según el
criterio religioso del pueblo hebreo, sería blasfemia, pecado mucho más grave y de consecuencias más
terribles que el abandona de la casa paterna. Si bien Jesús buscaba mostrar su ilimitada misericordia, es
difícil aceptar que hubiese elegido, como destinatario, a quien añadiera a su hipocresía la impiedad, falta
directa contra Dios, condenada por la Ley con la muerte por lapidación.
Continúa, luego, la parábola: "Y levantándose fue a su padre...". La prontitud de acción dice de la recta
intención: cuando vio claro comenzó a actuar.
La Biblia nos cuenta otros regresos al hogar, siendo el del joven Tobías el que presenta más semejanza,
aunque no por el motivo que lo alejara, sino por el amor con que es esperado y por la alegría que despierta
su presencia (Tob. IX). Pero en el relato de Tobías hay una madre que asciende a la colina todas las tardes
por ver si vuelve el hijo; hay un padre ciego que se consume de impaciencia, y hasta un perro que hace
fiestas al joven amo que regresa. En el joven se manifiestan la alegría del deber cumplido y el gozo por el
trueque de la nostalgia en reencuentro y posesión: hay bellas historias que contar, después de enjugadas las
lágrimas del retomo.
El pródigo viene solo, miserable su aspecto, dolorida su alma: no tiene bellas historias, no tiene la
conciencia tranquila; sabe que pedirá perdón pero ignora lo que le espera; no habrá para él una madre que
atenúe el choque inicial, y sí un hermano de áspera perfección, cuya resistencia acaso intuya. Está el padre...
pero él no sabe las honduras del corazón del padre. Sin embargo, éste lo vio "cuando aún estaba lejos" y
"enterneciéndose corrió a su encuentro, le echó los brazos al cuello y lo besó".
El gesto de sometimiento, apenas esbozado, es contenido por el abrazo; las palabras de humildad, que
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reconocen la culpa y piden el castigo, son cortadas por el beso. El padre "pródigo de amor" no contesta con
palabras sino con la actitud que restituye al viajero la dignidad de hijo con todas sus prerrogativas. En su
prontitud hay el afán de evitarle toda humillación: "Presto, traed el vestido más precioso y ponédselo; ponedle
un anillo en su dedo (atributo del hombre libre) y sandalias en sus pies". Como todo esto pudo ordenarse en
beneficio del propio prestigio, y para que el hijo del señor no desdijera de su padre con su aspecto de
pordiosero, se apresura a destacar los verdaderos motivos: "Traed el novillo cebado, matadle, comamos y
hagamos fiesta, pues este hijo mío estaba muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado".
Las razones son las del amor. Ni un reproche, ni una amonestación. No echa en cara el mal antiguo pero
tampoco lo desconoce; el hijo había muerto, el hijo se había perdido, pero aquello es el pasado; ahora vive,
ha sido hallado. El perdón borra la culpa y sella el amor.
Hasta aquí, la parábola del hijo pródigo se corresponde en sus líneas generales con las otras dos:
pérdida, encuentro, alegría comunicativa. Existen las variaciones propias de la calidad humana de todos los
personajes; así dice San Juan Crisóstomo que se busca a la oveja que no sabe volver, y se espera al hijo.
Entran en juego la inteligencia y el libre albedrío del que se perdió, pero la lección de misericordia es la
misma.
Mas la parábola no termina acá: entra en escena el hijo mayor, cuya conducta, opuesta a la del padre,
contrasta con la de los "ángeles del cielo" que se regocijaban en las anteriores, y forma con ambas el ya
mencionado ejemplo de paralelismo antitético.
Su presentación es natural, realista: llega a la casa después de la dura jornada de labor; lo sorprenden la
luz, los cantos, la música. ¿Cómo presentarse inmediatamente en la sala del festín, si ignora lo que pasa y
está sucio y sudoroso por el trajinar en el campo? Interroga a un criado en cuya respuesta algunos
comentaristas perciben una ironía que aguza la cólera del hermano. Así Lagrange: "...el criado, insensible a
todo sentimiento delicado y casi burlón, no vio más que la francachela...", y añade: "el hermano mayor no
indagó más. No había visto el traje andrajoso y los pies desnudos, ni las carnes flacas, ni el rostro lívido, ni el
andar vacilante, ni las lágrimas. Juzgaba que después de haber malgastado su fortuna con cortesanas,
conservando buen semblante a pesar de sus excesos, su hermano volvía contento y sin rubor, no pensando
sino en abusar de la debilidad de su padre para reincidir en sus faltas. Así se explican, con frecuencia, las
severidades de los justos: ignoran los sufrimientos de los pecadores y si estas torturas han sido aceptadas
como expiación de sus corazones arrepentidos".
Sale el padre a buscarlo, y el diálogo, breve y rico, es una obra maestra de psicología.
Para el lector inadvertido, el hermano mayor tiene razón, es abanderado de una justicia que la bondad
del padre ha conculcado; su corazón frío ve más lejos que el del anciano, y tiene buena memoria. Celoso
defensor de la nuda ley, todo lo juzga tras el prisma del derecho más escueto y rígido. Para él, la caridad, el
amor que sobrepasa la ley es injusticia; tal la posición de los primeros obreros de la viña, en la parábola del
mismo nombre. (Mt. XX, 1-16).
Comienza su protesta con la exaltación de su propia conducta, casi acusando al padre de no haber
merecido su fidelidad. Apegado a la letra y al deber por el deber mismo, no se sintió con libertad de hijo para
usar de los bienes que el padre le acordara al repartir la herencia. Acaso nunca sintió la necesidad de festejar
algo con sus amigos hasta que, envidioso, ve el festín preparado para su- hermano Acaso, demasiado
orgulloso de su propia perfección, si deseo el cabrito que reclama, juzgó humillante pedirlo, aun a quien puso
un día a su disposición las dos terceras partes de la heredad.
Indudablemente, la pregunta que se impone para valorar la actitud del primogénito es cuál fue la razón
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de su fidelidad ahora pregonada, ¿el temor, el interés o el amor. Su protesta niega la última. Si hubiese
amado de verdad al padre, habría comprendido su dolor durante la ausencia del hermano, y compartido su
alegría ante el regreso del pródigo; pues, aunque este fuera indigno, aunque su arrepentimiento fuese fingido
y mentiroso su amor, si su retorno hizo feliz al anciano, solo cabría al hijo amante regocijarse con él,
reservando la sospecha para sí, disimulando la vigilancia, amonestando en privado al hermano.
Su actitud es la del fariseo de la otra parábola (Lc. XVIII, 9-l4). Opone su presunta virtud a la miseria del
publicano; pero ¿cuál es la razón de esa virtud?, ¿la ausencia de tentaciones la soberbia, la conveniencia, la
pusilanimidad que no se atrevió al riesgo de una ruptura, la carencia de imaginación o la sólida convicción y el
amor al bien? Toda la doctrina de Jesús pregona que lo que salva o pierde al hombre no es lo externo y
aparente sino lo interior y auténtico. Por esto se condena el deseo de la mujer ajena como adulterio y la
codicia como robo, aunque no lleguen a las vías de hecho, y es asesino el que tiene ojeriza a su hermano,
según el Sermón del Monte (Mt. VI). Por esto, a través de todo el Evangelio, se ve a Jesús curando,
premiando o amonestando de acuerdo a las disposiciones internas que leía tras las apariencias.
Hay, pues, en su negativa a entrar, un equivocado y mutilado celo por la justicia o un farisaico temor a
contaminarse con la compañía del pecador. Precisamente, lo que dio origen a las parábolas de la
misericordia fue la actitud semejante de los Fariseos ante la conducta de Jesús para con los pecadores. Una
tercera interpretación señala la codicia que teme ver disminuir ahora la herencia común. Comparando esta
posibilidad con el generoso desprendimiento del padre, cabe citar a San Agustín, quien dice: "Así como la
codicia nada posee sin angustia, así la caridad todo lo tiene sin ella". (Cita de Santo Tomás de Aquino en
Catena Áurea).
Para acrecentar su perfección, destaca los defectos de su hermano y lleva su repudio hasta negar los
lazos que lo unen a él: "ése hijo tuyo...". El padre, que muestra igual amor y solicitud a cada uno como si
fuera el único, pasa por alto la defensa de sus derechos, que pudo hacer como lo hará el amo de la viña.
Comprende que el mal del mayor es un corazón reseco, y al mercenario que protesta la paga, responde con
el "hijo mío" y con la mención de los dones del amor, superiores a los de la mera justicia: "Tú siempre estás
conmigo y todos mis bienes son tuyos"; es decir, el que ama de veras prefiere el amado a los beneficios del
amor, su presencia y su amistad a sus dones; el que ama, posee todo, y ninguna, riqueza supera a la libertad
que concede la mutua donación. Para el que ama, el amado basta, y el desamor tiene su castigo en la
soledad y en la ausencia. Por eso está purificado el menor, ha resucitado, ha sido hallado, porque ha
buscado de nuevo la presencia, porque ha intentado reanudar el diálogo que ayer rechazara. San Juan y San
Pablo en el Nuevo Testamento, el Cantar de los Cantares y algunos Salmos en el Antiguo, y los místicos de
todos los tiempos, glosan el "Dios es amor", clave de esta parábola y explicación de la respuesta paterna.
Así termina la parábola, sin ulterior explicación, porque después de las otras dos y complementándolas,
el sentido resulta obvio. Mucho se ha discutido el simbolismo de cada uno de los personajes. La
interpretación de valor inmediato ve en el padre a Jesús, en el pródigo a los publicanos y pecadores, y en el
hijo mayor a los fariseos; también se ve a Dios en el padre. Otra, muy cara a la época patrística, juzgaba que
el hermano primogénito representaba al pueblo judío y el pródigo al gentil, el cual, separado del tronco común
en los más lejanos días de la historia, perdió derecho a la herencia que fue patrimonio de los hijos de
Abraham; Jesús vino a restituirle su calidad de hijo de Dios, quebrando los privilegios del Pueblo Elegido.
Hoy, la interpretación que se considera de más universal validez ve en el padre a Dios, y en los hermanos al
pecador arrepentido y al que practica la letra de la ley, externamente justo, pero que no ha comprendido su
contenido de amor.
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Algunos comentaristas consideran el fragmento relacionado con el primogénito, como aditamento
posterior. Les contesta Ricciotti: "La enseñanza moral de esta segunda parte de la parábola radica toda aquí:
así como el padre es siempre padre, el hermano ha de ser siempre hermano. Es falsa, pues, la conclusión
decretada por unos pocos críticos, para quienes la segunda parte de la parábola, —el episodio del hermano
mayor— sería una añadidura tardía. Por el contrario, la mira general de toda la parábola incluye también la
enseñanza contenida en la segunda parte. En la primera, ha enseñado la misericordia para el pecador
arrepentido, misericordia mostrada por Dios que es su padre; pero esta enseñanza no es nueva, puesto que
ha sido propuesta ya en las parábolas precedentes de la oveja y de la dracma perdida. La segunda parte, en
cambio,.enseña la necesidad de que la misericordia para el pecador arrepentido sea mostrada también por el
hombre, que es su hermano, y precisamente en consecuencia del perdón del padre y relacionándose con ese
perdón. Esta segunda parte constituye, pues, la cúpula y coronación suprema de todo el edificio" (op. cit.,
pág.511).
André Gide, en "El regreso del hijo pródigo", aparte de muchas concesiones a su fantasía que alteran el
contenido de la parábola evangélica, tergiversa las razones y los sentimientos que mueven a los personajes.
Introduce una madre y un tercer hermano; las razones del regreso son el cálculo, el oportunismo y una
nostalgia egoísta que el amor no redime en ningún momento y que, sin embargo, no aparece condenada. El
mayor participa del festín porque es una ocasión extraordinaria de gozar, y tiene la promesa paterna de que
mañana el pródigo será severamente amonestado; además, él está dispuesto, a su vez a reconvenirlo. En el
diálogo con el padre, el hijo pródigo niega el haber regresado por amor y la sinceridad de su arrepentimiento:
da como causas la pereza, la debilidad, la cobardía, la enfermedad, y confiesa que sigue prefiriendo la vida
anterior y "el sabor salvaje de las bellotas". En tres entrevistas, día tras día, enfrenta al padre, al mayor, a la
madre, y en los respectivos diálogos no aparece el amor sino una resignada y a veces conmovedora
debilidad; ha fracasado, y su retomo significa la renuncia a lo que ama pero sin dejar de amarlo. Por último,
en la que mantiene con el hermano pequeño, que alienta sus mismos sueños de otrora, traiciona la promesa
de aconsejarlo bien, hecha a su madre, y después de unas poco convincentes palabras de cordura, se exalta
en el recuerdo de lo ahora perdido y exhorta al jovenzuelo a partir, aunque se niega a acompañarlo. En la
parábola de Gide hay un patético simbolismo, a veces acre y doliente, que el autor no recata: "Dios mío,
como un niño me arrodillo frente a vos, con el rostro surcado de lágrimas. Si rememoro y transcribo vuestra
parábola es porque sé quién es el hijo pródigo, porque en él me veo y porque escucho en mi interior las
palabras que del fondo de su angustia vos le hicisteis gritar: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen
abundancia de pan, y yo aquí padezco de hambre!". En ningún momento aparecen el amor feliz, la paz ni el
gozo.
Hace dieciséis siglos, un hombre que escribiera un libro hoy clásico, para confesarse hijo pródigo vuelto
a la casa paterna, entona un himno diferente. Dice así, Agustín de Hipona: "¡Tarde te amé, Hermosura tan
antigua y tan nueva; tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo de mí mismo estaba fuera. Y
por defuera te buscaba, y en medio de las hermosuras que creaste irrumpía con toda la insolencia de mi
fealdad. Estabas conmigo y yo no estaba contigo. Me mantenían alejado de ti aquellas cosas que si en ti no
fuesen no serían. Pero tú llamaste, gritaste, derrumbaste mi sordera; centellaste, esplandeciste, ahuyentaste
mi ceguedad; derramaste tu fragancia, la inhalé y ya suspiro por ti; gusté y tengo hambre y sed; me tocaste y
encendíme en el deseo de tu faz". (Confesiones, libro X, cap. XXVIV).
Seguramente el pródigo del Evangelio habría podido reconocer, a través de tan bellas palabras, su
transformadora experiencia.
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