el encuentro cuentos

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En su mayoría, estas narraciones breves revelan el sentir del hombre llanero, en su lucha por la supervivencia en un paisaje saturado de riesgos, pero no excepto de lo mágico, en donde hasta lo imposible, es posible, gracias al don maravilloso de la palabra, y a ese toque picaresco y de humor arraigado arraigado en el corazón del habitante de la llanura. Por eso el coraje, ardentía, gracia y magia late en buena parte de estos relatos, muestra de una idiosincracia, muy particular.Lectores, bienvenidos a un rato con el cuento

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Page 1: El Encuentro Cuentos

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Derechos Reservados:Edmundo Díaz Colmenares

Impresión:Arte y Fotolito ARFO Ltda.Carrera 15 No. 53-86Teléfono 2494992Bogotá, D.C. enero de 1.997

Portada:Bernardo Castillo Sierra

Ilustraciones interiores:Bernardo Castillo SierraCarlos Peroza Garrido

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El autor

Dedica este libro a los veteranos de la narración oral llanera que con su imaginación han llenado la vida de fantasía y nuevos valores, especialmente al poeta y narrador Santiago Tovar (Mano Bona) y a la escritora y generosa amiga Silvia Aponte.

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INDICE

El Encuentro 5

Un Domingo en Reinera 17 El Paso del Caño 21

Ocurrencia Insólita 25

El cazador 28

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El Pescador 30

El Mechón 32

El Amansador 33

El Muerto Vivo 35

Compa Goyo 38

EL ENCUENTRO

En la noche de aquel final de verano empezaron a cuajarse los primeros nubarrones anunciando que en poco tiempo el invierno se vendría encima, pero más que eso una masa negra tapaba la pertinaz luna que a ratos intentaba asomarse.

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Marzo regaba sus vapores sobre el pajonal marchito, inundando de calor el ambiente sabanero. La oscuridad se hacía absorbente y pegajosa, invadiéndolo todo.

El viejo Manuel Segundo Ostos, llanero y conocedor de esos linderos que ha transitado desde siempre, se dirige a marcha forzada en su mula negra, fiel compañera de brega, desde hace muchos años. Ha cogido el camino de su hato el Algarrobo, y aunque las distancias pobladas de soledades amedrentan el espíritu, él como auténtico llanero, dice no temerle a espantos o aparecidos, que suelen salirle en las noches a los solitarios caminantes. Pero esta vez va un poco inquieto, será por el problema que lleva metido entre ceja y ceja.

-!Pija que noche tan fea esta...! Parece mandada a hacer por el mismito mandinga -exclama mientras se lamenta- !Carajo, hay que vé que pá tené argo en la vida si nos toca jodernos y aguantá vaina! Tanto trabajá yo y vea, ahora la maldita Caja Agraria, por esa chichigua que me prestó, ya me quiere quitar hasta lo que no tengo. Y todo por estale poniendo cuidao a la gente. Más bien hubiera seguío como iba... esa vaina con el gobierno no se puede hacé ná. Ahí lo tenemos, me las arrenquintó hasta la patica, como decimos los llaneros, y si no pago en el plazo que me pusieron, me jodí.

Ensimismado en su preocupación, se abandona sobre la montura que avanza a buen paso, raboteando para espantarse las nubes de hambrientos zancudos que fastidian con su música de vuelo. El animal otea Las distancias, luego agacha la cabeza guiándose por el camino, evitando tropezar con las macollas de pasto a lado y lado de la trilla. Lejos, más allá de muchas matas, tal vez al otro lado del Arauca, de entre el confín de la llanura, se levanta un resplandor de lenguas rojas que deben ser las candelas que por ese tiempo suelen pegarle a la sabana los llaneros para renovar los pastos. Todo alrededor de Ostos es negro, como su suerte de momento.

La preocupación continúa taladrando la cabeza del viejo, que por nada se detiene y su imaginación va hilvanando posibilidades de como salir del trance tan difícil en que lo ha puesto la vida. En esto un guaitacamino, levanta su alocado vuelo espantando a la mula que dando saltos y forridos deja el camino queriendo quitárselo de los lomos para correr libremente. Pero el viejo llanero como un chalán experimentado se aferra al animal con las tenazas de sus piernas y, a pesar de su veteranía se ve en apuros para hacer que la mula vuelva a coger el hilo de su trocha.

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La noche avanza por el llano y por el pensamiento de Manuel Segundo se sigue tejiendo su problema y preocupación dentro de esa grandiosidad de silencios y soledades.

!Carajo! -exlama- cuando uno se va de culo no hay barranco que lo ataje! Ni siquiera el compadre Pancho quiso prestarme la plata. Así es la vida; con lo tanto que le he servido a ese malagradecido. Ni el hablador de Luis Méndez sirvió pa un carajo; y eso que había prometido comprarme los últimos mautes que me quedan, con lo tanto que habla el jodío de tener rial y ná... pura paja es lo que es ese bergajo.

Apura la mula, se rasca la cabeza y dice lleno de congoja:

Yo no sé que voy a hacé ahora. Y para completá, por está tratando de conseguí la plata me dejé cogé con la noche y mentan que por estos lados sale el muerto a asustá a la gente. Pero yo no creo en esas vainas de que los difuntos anden buscando a los vivos para darles sus riales que dejaron enterrados; eso es puro cuento. Los muertos, muertos están y no creo que anden apareciéndosele a naiden.

La noche es más espesa. Ya ni titilan los cocuyos que perecieron con las fiebres avasallantes del verano de marzo. Ostos, sus pensamientos y la mula, enfilan por el camino del Paso Real del caño El Picure. El andar de la bestia se hace más menudo, más bien pareciera querer caminar hacia atrás, forrea espantadiza, presintiendo que algo sobrenatural los espera al acercarse al Paso Real. Ahora eriza las crines, mientras salta esquivando el camino. Ostos tercamente la obliga a continuar y le inca las espuelas en los ijares, propinándole fuertes chaparrazos en las ancas, al tiempo que le grita a todo pulmón:

-!Mula hijueputa...! !Echa pa'lante animal resabiao.

Pero algo invisible pareció pasar a su lado. El viejo empezó a sentir temor y refunfuña entre dientes: ¿será que me estoy acochinando?

Más el llano tiene una ley ineludible para el hombre: enfrentar su propio destino, a la naturaleza cruda, y ante todo a ser macho, muy macho para vencer lo que sea.

No obstante su hombría, al viejo Ostos se le fueron desinflando los ánimos a medida que se aproximaba al paso del caño, porque una cosa era ser macho y otra cosa aquello que lo dejó paralizado. Fue la imagen de una silueta larga, larga, que se dibujó con el fusilazo del primer relámpago de la tormenta que comenzaba a desgajarse. En las retinas del viejo quedó fijada

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la larga silueta de un jinete que parecía haber partido desde la misma raíz zizagueante del relámpago para posesionarse en la entrada del paso del caño.

-!Virgen santísima! -exclamó, sintiendo que se le enfriaban los cojones.

Pero reaccionó sacudiendo la cabeza igual que la mula que cabeceaba hacia atrás, retrocediendo por el pánico. El viejo lanzó nombres de santos a su alrededor, como formando dos filas con aquellas divinidades para llenarse de valor, y mientras obligaba a la bestia a entrar en las aguas del caño, dijo con un rugido entre el miedo y el valor:

-!Sea lo que sea, ahí voy, en nombre de Dios y la Virgen!

La oscuridad apreta como un cinturón bruñido. No lejos de allí escucha el tropel de una manada de chiguires que se han espantado con los pasos de la mula. Los animales se lanzan desde el barranco al cauce con estridentes chillidos cortado en dos las profundidades de la noche. Se queda oyendo el chapoteo de la manada en las aguas, hasta que el ruido se pierde en el ancho cuerpo de la corriente.

Entre espuelazos y chaparrazos, el vaquero hace que la mula gane la mitad del cauce con el agua a la coraza ya que en esta época los niveles están mermados. Precisamente allí es cuando Manuel Segundo presiente que alguien se le apareja y aunque no puede distinguir que cosa es, tiene la seguridad que es la silueta del jinete que vio entre la luz del relámpago cuando entraba al paso del caño. La mula de Manuel Segundo aterrorizada por el chapoteo de la otra bestia se empina fuerte en la barranca una vez ha pasado el caudal, y es tanto el apresuramiento del animal que por poco se va de lomo. Al fin consigue salir a tierra firme y ya sobre el camino, con las orejas tensas, las crines paradas, forrea y parece reconocer el camino que va para el hato El Algarrobo. Con los ojos asustadizos escruta la noche. Para el viejo Ostos los minutos son eternos; el cerebro le zumba y aunque lleva revólver como de costumbre, sabe que esta vez el arma poco puede servirle. No obstante, nerviosamente, con la diestra palpa la cacha del treintaiocho largo mientras con la izquierda dirige la rienda haciendo que la bestia emrumbe hacia el hato.

Por un momento el viejo creyó que todo había pasado, que sólo había sido su imaginación creando suspensos hilvanados por las leyendas, pero no fue así, pues una voz cavernosa retoño a su lado con el característico saludo llanero.

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-¿Cómo le va Manuel Segundo?-!Dios mío! -imploró mentalmente-. !Dame fuerzas Virgen Santísima

-dijo buscando pedazos de palabras para responderle al aparecido.

-Y...o bi...en.

Y para demostrar que era el mismo llanero que a nada le temía, respondió al saludo de acuerdo a la costumbre.

-¿Y usted que tal?

-Bien, así como lo ve, por estos lugares como siempre. -respondió el extraño jinete con voz cavernosa pero firme.

Nuevamente el suspenso parece apoltronarse sobre Manuel Segundo y su bestia. Al vaquiano continúa zumbándole el cerebro, pero dentro de aquel zumbido hay algo que resuena y es el timbre de voz del aparecido que aunque deformado le recuerda un personaje lejano.

Las bestias parecen aparearse, pero la mula de Manuel Segundo esquiva a la otra, saliéndose del camino, saltando por entre los terronales y macollas de pasto. A pesar de la oscuridad Ostos presiente que la montura de su extraño acompañante es un caballo enorme, muy bien aperado, con pasos acompasados sobre la trocha que deja escuchar el sonido de los arneses y el chasqueo claro de la mascada del freno. El desconocido chalanea constantemente al animal, haciendo sonar los estribos en un tin...tin fino, de chocar de cobre.

Otra vez retoña la voz, cerca y familiar.

-¿Cómo va su problema?

-¿Cu...ál problema? -responde Ostos a quien se le habían olvidado los apuros con la Caja Agraria.

-Supe que anda endeudado.

-!Hay caramba -musitó el viejo- estoy embroma'o y no sé cómo voy a salí de este chispitero -completó, tratando de serenarse.

Ante estas palabras desconsoladoras, el extraño aparecido, le dijo:

-Mire cámara, yo quiero ayudarlo. Sé que usted viene de donde su compadre Pancho y de donde Luis Mendez; también sé que esos fulanos se

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negaron a hacerle el favor.

-Si señor -afirmó el viejo como entrando en un poco de confianza con el extraño- Sin embargo ellos son mis vecinos y amigos, al menos eso creía porque siempre nos hemos servido en casos de urgencia.

-Pero esta vez le dieron la espalda y todo porque están interesados en que usted se vaya de estos linderos.

Manuel Segundo que antes sólo tenía cabeza para pensar en la deuda, ahora sólo deseaba escapar de esta pesadilla que le cerraba el camino y llegar a su casa cuanto antes. Pero el hombre llanero es así, estoico ante el destino, lo natural y lo sobrenatural. Por eso seguía allí, helado de terror pero sin dejarse vencer y a pesar de todo dándose fuerzas con la charla y fuera aquello lo que fuera, aún se atrevió a preguntarle:

-¿Es usted de los Britos?

-Si compa, yo soy de los Britos.

-!Ah...bueno... -musitó Ostos, corroborando lo que ya se temía.

-Como le decía, vine a ayudalo, pues usted necesita.

-¿Usted me piensa ayudá? -dijo sobreponiéndose Manuel Segundo, como si aquel ofrecimiento volviera más crítica la situación.

La charla entre ambos se interrumpió súbitamente. El viejo algarrobeño tenía las manos heladas como la muerte y con ellas agarraba duro la riendas. Su camisa estaba pegada a la espalda con el sudor que hacía varios minutos le corría a chorro suelto desde la nuca hacia abajo. Los dedos grandes de los pies se afianzaban duro sobre los estribos, mientras con las piernas apretaba como garfios a lado y lado el costillar de su montura. A cada momento apachurraba el sombrero alón sobre su cabeza, que también sudaba copiosamente.

!Dios mio... dame fuerzas! !Virgen Santísima ayúdame y acompáñame! -se decía.

El aparecido chamarreaba su caballo, cuyos cascos retumbaban en el silencio de la noche. Aunque difusa la percepción de Ostos sobre su extraño acompañante, llegó a creer que se trataba de un hombre de gran estatura, cubierto con un sombrero gigante de alas extendidas como las de un ave en vuelo y el sonido de los estribos contra algo metálico daba a entender que

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iba calzado con botas. El silencio seguía perturbador y en la inmensidad de la sabana se oían las pisadas del caballo y la mula, apareadas a unos dos metros y medio de distancia.

-Como le decía, yo lo voy a ayudá a usted. -volvió a decir el extraño a Ostos.

-Bueno, usted dirá. -respondió Manuel Segundo con resignación.

A pesar de la oscuridad y el aguacero que ahora caía copiosamente, sin relámpagos, Manuel Segundo sabía en que lugar se encontraba, después de haber dejado el caño atrás. Por ello respondió al momento cuando el extraño jinete le preguntó:

-¿Conoce la mata que está al lado?

-Claro que la conozco; es la mata de Mango Chiroso -respondió Ostos.

-Mejor así -concedió el otro.

La Mata de Mango Chiroso, estaba situada en medio de un banco de sabana, caracterizada por un mango viejo de tronco grueso y carcomido por los años cuyo ramaje seco se abría hacia el cielo con una súplica de desnudez de hojas. Además la mata contaba con dos gruesos trompillo y tres matapalos señoriando sobre otros arbustos de guayabos regados en contorno. Era costumbre de las ganaderías de por allí, sombrear bajo los árboles, defendiéndose de los soles caniculares, a la vez aprovechando de paso las frutas que generosamente caían con sus vientres repletos de dulzura.

El desconocido volvió a hablar.

-En la pata de ese mango viejo que está en el centro de la mata hay algo para usted.

-!Para mi!

-!Si señor, así como lo oye; para usted!

En estos momentos Manuel Segundo estuvo a punto de perder el conocimiento y desmayarse. Sintió que no aguantaba más y que las fuerzas empezaban a abandonarlo, pero clamó con desesperación a Dios.

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-!Señor, ayúdame, no me dejes solo!

-No tenga miedo que nada le va a pasar. -dijo el desconocido.

Ostos no respondió nada.

-Ponga cuidado a lo que le voy a terminar de decir: esto que le estoy dando es para usted y nadie más. Usted puede sacarlo cuando quiera, pero debe venir solo y debe ser a las doce en punto de la noche. Cuando esto suceda, se le van a aparecer cosas raras, pero eso tiene que ser así por el pacto; pero yo sé que usted es bien macho y no se dejará acochinar por nada. Lo que hay ahí no es mucho, pero le alcanzará para que pague en la Caja Agraria. Eso si, no le vaya a contá a nadie de esto y después que saque ese entierro, es mejor que se vaya a fundar a otra parte ya que a usted no le conviene seguir viviendo por aquí.

-Está bien, co...mo usté man...de, se ha...rá.

Manuel Segundo sentía que le faltaba el aliento y que la respiración le era muy pesada. En esos momentos y aunque casi nunca fumaba de noche, sacó del bolsillo de la camisa la cajetilla de piel roja y colocándose el cigarro entre los labios, pensó en ofrecerle al otro.

-Tranquilo, no se preocupe de mi, yo no necesito fumar. -manifestó el extraño a Ostos.

El viejo llanero temió que al rasgar el cerillo pudiera verle la cara al desconocido. Afortundamente no vio nada, ya que el candelillazo del fósforo en la oscuridad lo encegueció momentáneamente. A lo lejos se escuchó claramente el canto del ñénguere.

Cuando la oscuridad volvió a ser dueña de la llanura, Manuel Segundo se encontró solo; miró en todas direcciones pero no vio a nadie. La mula negra en que iba, adivinó lo que debía hacer; cabeceó inmediatamente hacia el algarrobo y arremetió en violenta carrera. La bestia se tragó las leguas, las untó de sudor, de respiraciones, de tronar de cascos y en poco tiempo estuvo haciendo retumbar sus remos en el paradero del algarrobo. Sólo la palizada del hato pudo detenerla.

Con el tropel de la cabalgadura, los perros algarrobeños salieron latiendo al paradero al encuentro de quien llegaba. La mula cesante paró del todo frente al tranquero. María Antonia que no se había dormido aún esperando a su marido, salió rápidamente al patio acompañada de su hija mayor Carmen Cecilia. Los dos peones que dormían en la caballeriza,

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habían sido despertados ya por el ruido.

-!Ay hija, si es su papá! ¿Qué le pasó mijo? -dijo María Antonia, una vez estaba cerca a Ostos, palizada de por medio.

Manuel Segundo quiso responderle a su mujer, pero no pudo y se desplomó sin conocimiento de encima de la mula. El animal se espantó arrastrando por varios metros el cuerpo inerte del vaquero que seguía aferrado al estribo derecho.

!Muchachos...muchachos, vengan rápido que Manuel Segundo está privado! -gritó asustada la mujer.

Los dos trabajadores que estaban por cuenta del hato en esos momentos llegaron hasta los hechos.

-!Dios mio qué le habrá pasa'o a este hombre -decía María Antonia- mientras ayudada por los dos hombres sacudía al desmayado tratando de reanimarlo. Los hijos de Ostos se habían levantado con la algarabía y las muchachas lloraban.

Entre los dos peones y María Antonia levantaron de piernas y brazos el cuerpo inmóvil. Después de cruzar el tranquero y el broche que conectaba hacia el interior de la casa, fueron a acostarlo en una hamaca.

Manuel Segundo se vio de pronto en lo infinito del llano, en un día azul y limpio. Flotaba entre el ambiente a gran altura. Desde allí contemplaba todo el paisaje de matas, caños, esteros y pajonales verdes como le gustaban a él. A su lado volaban blancas garzas y rojas corocoras con uno que otro garzón guliyú. Los ganados y lotes de caballos pastaban tranquilos allá y un poco lejos en dirección a un pueblo, marchaba un lote de reses que eran arreadas por cinco vaqueros. El se sentía tranquilo, sin hambre, sin sed, sin cansancio, sin preocupaciones. Había olvidado quien era y como había llegado hasta allí, deleitándose en completa paz. La armonía del llano lo hacía partícipe de todo aquello. La temperatura era tibia y agradable.

Una masa blanca y algodonosa lo envolvió de súbito y su mirada se borró, pero seguía sintiéndose bien aunque sus miembros estaban inertes; sus sentidos no le funcionaban y tampoco los necesitaba. Ahora era pensamiento puro. Su memoria se volvió traslúcida y en cosa de nada vio un niño pequeñito en los brazos de una mujer joven y bonita, en una ciudad de edificios y limpias vías asfaltadas. Todo era bello. Bordeando uno de los costados de la urbe se veían tres morros o cerros verdes que le daban

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particularidad a aquella región. Toda esta hermosura estaba lejos y a la vez al alcance de la mano. su pensamiento siguió escrutando el infinito. Ahora llegaba a él un adolescente en cuya cara empezaba a brotar el pimpollo de la barba y cuya labor era pastorear ganados; luego este mismo joven aparecía en escena acostado en aquellos prados limpios sobre una doncella linda y catira de cuerpo, perfumado como una virgen. Después en otro hálito venía huyendo con la misma mujer en ancas de su caballo, incrustándose en el llano y la selva; más adelante el mismo hombre, parece ser el encargado de un hato que se encuentra a orilla de un río de aguas achocolatadas. !Ah... recuerda, esto es en la frontera, en Colombia... en Arauca. Y más allá ve al mismo varón enterrando en un banco de sabana la madera de unos corrales cerca a un algarrobo gacho. Y Por último la misma mujer catira, ajada por el tiempo, al lado de su hombre y varios niños en medio de la sabana, toman posesión de una casa de palma.

La nube en que flota Ostos empieza a mecerse duro, cada vez más fuerte, hasta que se desgarra en mil pedazos y él cae en un vacío infinito.

-!Papa... papito... despierta pronto! !No te vayas a morir -grita angustiosamente Carmen Cecilia, mientras pone paños de agua sobre la frente de Ostos.

Todos tratan de reanimar al desfallecido vaquero.

Coroto -uno de los peones- lo sacude por los cabellos, mientras María Antonia le da palmaditas por las mejillas. Manuel Segundo empieza a despertar lentamente y cabeceando de un lado a otro deja escapar uno que otro quejido.

-!Al fin está despertando! -dice contenta María Antonia.

-!Papá... papá... -lo llaman en coro los hijos alrededor de la hamaca.

-¿Qué le pasó patrón? -pregunta Coroto.

-¿Dónde estoy? ¿Qué se hizo? ¿Qué se hizo? -dice desesperado Ostos, mientras trata de levantarse, agarrándose del borde de la hamaca.

-¿Qué se hizo quién? -interpela María Antonia.

-!El! !él!

-Pero hombre si tu llegaste solo encima de la mula.

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-¿Y él qué se hizo? -repite insistentemente.

-No sabemos de quién estás hablando... tu llegaste solo aquí a la casa -asegura la mujer.

-!No me dejen solo! ! No me dejen solo... les agradezco! !Ay Dios mio... ay Dios mio...! !Ampárame Señor!... !Ampárame Señor! -dice el desfallecido vaquero, al volver en sí.

A pesar del susto y la impresión de lo que le sucediera, Manuel Segundo no cuenta a nadie lo acaecido y los presentes lo acompañan por varias horas al resplandor de la lámpara de kerosén mientras se recupera. Como no ha querido dar explicaciones de nada, Coroto y el otro peón se retiran hacia el patio y hasta se atreven a pensar que el viejo debe estar medio loco o debió haberle pasado algo muy raro, pues ellos que lo conocen saben que él no se asusta de cualquier cosa.

Ha pasado una semana desde que el difunto Juan Brito se le apareciera a Manuel Segundo. Todo hasta entonces ha seguido normalmente, pero para el dueño del Algarrobo no ha sido lo mismo, ya que aquel encuentro lo ha vuelto pensativo y egocéntrico.

-!Carajo...! ¿será posible que eso de los entierros sea cierto? Yo no sé que hacer con esta oferta que me hizo el fina'o Brito... me provoca ir a ver que es la vaina. O más bien largarme para siempre de esta vereda. Ya se me venció la deuda en la Caja Agraria y no demoran en llegar a embargarme; hasta me provoca medírmele a ese muerto otra vez a ver que pasa. Bueno y que tal y no aguante el susto y hasta me muera; lo que la gente dice es que cuando se va a sacá una botija le sale al guaquero un montón de espantos y hay veces hasta el mismo chivato... !uy Dios mio... más bien aléjame de esa tentación! Pero, ¿y la Caja Agraria? Esos carajos no me esperan, y si no les pago pronto, de seguro, me quitan hasta el último animal y ¿entonces que les dejo a los sutes?

En esas cavilaciones estuvo metido en largas noches de insomnio, en eternos días, dejando correr su mirada por la sabana hasta que se decidió con la misma consigna de que las ganas o la necesidades le pueden al miedo.

El lunes santo a las once y media de la noche, ensilló la mula negra, amarró a la parte trasera del fuste una pala y un barretón envueltos en saco de fique. Sin que nadie lo viera, ni siquiera su mujer, después de rezar tres Padre Nuestro seguido, presionado por la situación, se lanzó a aquel encuentro con el destino y con el más allá.

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Esta noche era diferente a la del encuentro con el misterioso jinete; era una noche tranquila, de cielo colmado de estrellas. La luna parecía guiarlo, cuando al punto de las doce Ostos estuvo llegando a la mata de Mango Chiroso. No se había bajado todavía de la mula cuando un pájaro negro de gran tamaño pasó rozándole la cabeza en vertiginoso vuelo, a la vez que lanzaba un graznido aterrador que le hizo congelar la sangre. La mula se encabritó forreando con todas sus fuerzas y Ostos se vio en gran aprieto para controlar al animal enloquecido de pánico, halándola duro del freno hasta saltar y ponerse en pie con el cabestro en mano para atarla a una rama del trompillo. Luego, desamarró de la silla las herramientas y se dirigió hacia la parte baja del Mango Chiroso. Un momento de duda y temor lo frenó al llegar al lugar ya que en esos momentos, allí numerosas brasas al rojo vivo dejaban levantar un fulgurante resplandor que se veía a distancia.

-!Dios mio! ¿Qué es esto? !Dame fuerzas Señor! -se dijo.

Ostos se encomendó al Todopoderoso, repartiendo en su frente y pecho varias cruces y sin dudarlo más dejó caer el primer barretonazo sobre la tierra encendida de brasas que salpicaron como luces de bengala en todas direcciones. Manuel Segundo siguió hoyando rápido. La noche continuaba estrellada y las brasas seguían dando resplandor. El maullido de un gigante gato negro que estaba en las ramas del trompillo, al lanzarse sobre la mula hizo que se espantara y luchara desesperadamente tratando de escapar de allí, lo que consiguió, una vez reventó el cabestro partiendo sabana abierta en violenta carrera. Manuel Segundo con miedo y todo, continuó hoyando ya que estaba decidido a llegar hasta lo último, pasara lo que pasara. Llevaba unos treinta centímetros de profundidad cuando un toro con astas respladencientes y puntudas, echando candela por la boca bufa a pocos metros de él. El hombre siguió adelante pretendiendo ignorar aquello. Al parecer se había acostumbrado a los espantos, pero debió mirar hacia el animal cuando éste lo envistió, rastrillando los cascos en el suelo, produciendo chispas de fuego y se lanzó furioso a cornearlo. Ostos apenas pudo levantar la herramienta en ese momento y haciendo una cruz con la mano sobre la parte del filo se le enfrentó al bicorne. Cuando lo tuvo a escasos pasos le puso la pala por la cabeza, pero el hierro se estrelló contra un chamizo seco en el que se convirtió el furibundo animal.

Después de lo anterior parecía que todas las condiciones del pacto del entierro se habían cumplido. Manuel Segundo siguió hoyando y si hasta el momento el suelo había estado blando, a partir de aquí la greda se puso durísima y casi no le entraba el barretón. El hombre no se detenía. Al llevar sesenta centímetros de profundidad el tiempo cambió de súbito. las

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estrellas se perdieron por completo en el infinito; la calma fue reemplazada por un fuerte ventarrón que hacía mecer los árboles de la mata y un aguacero tumbaraguatos se vino sobre aquellos parajes solitarios en donde un hombre se jugaba el todo por el todo frente a la vida, al destino y al más allá.

Cuando sintió que las fuerzas lo abandonaban, su barretón dio contra algo duro al fondo del hueco; algo como metálico. Las brasas que alumbraban habían sido extinguidas por la lluvia y ahora su trabajo era completamente a oscuras. Entonces decidió meter el largo brazo hasta donde pudo y tanteó con su mano derecha algo liso y combo; el hoyo se había llenado de agua y barro y esto le obstaculizaba su labor pero a la vez había ablandado la tierra. Al tantear la boca y curvatura de la tinaja, haló con todas sus fuerzas hacia arriba, levantándola al fin por los aires. La guaca al desalojar el lugar en donde había estado quieta tantos años, exhaló un vaho a podredumbre.

El viejo algarrobeño se persignó y echando la tinaja en el saco, una vez le hubo quitado un poco del barro que la cubría, con sus aparejos al hombro, ya que la mula lo había dejado a pie, se dispuso a caminar hacia su casa. Una voz cavernosa llegada del más allá le dijo: Gracias por sacarme de pena y no olvide irse de estos lados. Para Ostos no había duda sobre la voz de Juan Brito. Al mirar a su alrededor no vio a nadie; todo estaba consumado.

La tempestad desapareció de repente y volvió a la normalidad el tiempo.

Manuel Segundo pagó la deuda en la Caja Agraria con la venta de las morrocotas y hasta le quedaron algunos pesos. De acuerdo con la voluntad del difunto Brito, vendió sus tierras a orillas del Caño El Picure y con sus ganados y bestias fue a fundarse lejos, a las costas del río Cravo Norte, en donde vive feliz con su mujer y sus hijos.

Arauca, octubre de 1.988

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UN DOMINGO EN REINERA

Es domingo en la mañana. Más allá, o más acá, pero allí en donde el río Arauca se bifurca en dos, formando la fértil región de Reinera -muy cerca del área petrolera de Caño Limón- los colonos de aquellos lugares se han reunido en el pequeño pueblo cabecera, al que sólo se puede llegar navegando sobre las achocolatadas aguas fronterizas.

De lunes a sábado cualquiera de los vecinos que viven en el poblado puede salir desnudo a la única calle, sin el menor riesgo de ser visto. El pueblo por estos días permanece desierto.

Pero hoy es domingo en la mañana y las seis mil almas de la isla y sus

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alrededores están allí congregadas.

En el poblado sólo existen dos camiones viejos desvencijados y llenos de óxido que parecen paquidermos estancados en el tiempo por aquella quietud que existe en Reinera ya que en este lugar no hay a donde ir: hacia el lado de Venezuela, agua; hacia Colombia, Agua. Y por si poco esto, la única calle del poblado por ser época de lluvias se encuentra llena de fango y pasto.

Pero para esta fecha otro panorama se presenta en el pueblo. Ya los mercachifles a lado y lado de la calle han instalado sus mercaderías. Ropas pintorreteadas cuelgan de todas partes. El carnaval del domingo está en todo su apogeo; la bullaranga de las muchas cantinas está que no da más. La gente va y viene saltando charcos, tratando de comprar las provisiones que se llevarán por la tarde para sus fincas y que debe durarles toda la semana. Reinera es una población de campesinos y de comerciantes ocasionales de domingo.

Don Darío Jaramillo, paisa de pura cepa, desde hace algunos años, es la única autoridad civil de la zona. En su calidad de inspector de Policía, le toca atender aquel día los problemas de sus habitantes. Las funciones van desde la de ser jefe de la policía, notario público, escribiente, hasta la de asistente sanitario. Frente a la subestación de policía tiene su oficina; la única oficina que existe en Reinera.

Son las ocho y media y don Darío y su Secretario se encuentran atareados, tratando de atender al numeroso público arremolinado frente a la puerta de su despacho. El espacio de la oficina está ocupado con los dos escritorios: el del jefe y el del secretario; una mesa sin color de puro vieja y usada sobre las que el inspector ha colocado además del código civil y tres libros de relaciones humanas, la mayor parte de sus aparejos de odontología, ya que Jaramillo también es dentista empírico.

La oficina es reducida. Las paredes del frente son de bloque mal frisados y pintados a brocha gorda; las internas fueron construidas con listones de madera bien clavados, impidiendo la existencia de rendijas. El cielo raso del despacho es de machimbre de mala calidad y sin lacar y por la acción eterna del tiempo y la humedad trata ya de desflecarse. Hacia el interior de la vivienda, un zaguán comunica hacia un lado con las dos únicas habitaciones que tiene y que son ocupadas por Jaramillo y Espinel, el secretario. Luego está el espacio que sirve de cocina y en donde casi a la imtemperie han sido colocados los restantes instrumentos de dentista: la fresa de pedal y varias cajas y puentes secando al ambiente; además los frascos con las amalgamas antes de elaborar y un viejo caldero en que se

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hierven los aparejos de trabajo.

Son las nueve, y de aquella oficina ya han salido atendidas muchas personas; pero la cola sigue. Don Darío acaba de tomarle los datos a una pareja que ha traído a un recién nacido a registrarlo. Mientras el inspector pregunta sobre nombres, edad, fecha de nacimiento y estado de relación conyugal, Espinel con un pedazo de vidrio recubierto de una pasta negra trata de tomar las huellas digitales de pies y manos del bebé, que ya cansado de estar allí, se enciende a llorar a todo pulmón.

-!Don Darío, don Darío! -pregunta a toda voz desde la calle una viejita santandereana de voz chillona- ¿ya está lo mio?

-!No mi señora... Ave María! No me ha quedado tiempo todavía. !Pásate después de las once a ver si ya está! -responde detrás del escritorio el inspector.

-Don Darío, ¿cuándo me puede dar la constancia de supervivencia a ver si voy a Arauca?. -pregunta un viejito campesino arrugado como un acordeón a quien le tocó el turno de ser atendido.

-Más tarde se la doy, pues vea como estoy ahora.

-Entonces, ¿espero don Darío?

-Si señor, espere; no se me vaya a ir sin llevarse eso.

-Está bien; más luego vengo.

-!Secre... secre! -dice don Darío Refiriéndose a Espinel-tómele los datos a esta señora. Darío Jaramillo, veterano, de arrugas pronunciadas en las mejillas que le van bajando por el cuello hasta perderse entre la camisa blanca y almidonada; cejas pobladas y motudas semejantes a las del extinto presidente soviético Leonid Brezned, cuerpo flaco pero erguido; pelo liso y peinado hacia atrás, ojos de mirada perdida como la de los ciegos; manos pecosas pero finas y bien cuidadas, se levantó de su silla con la intención de ir un momento al orinal de la casa de enseguida. De pronto su vista se detuvo en uno de los clientes al que identificó de entre el numeroso grupo. -!Paisano, siga adentro! -dijo refiriéndose a un costeño alto de cabellos ensortijados, de unos treinta años que se encontraba de último en la fila.

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-¿Cómo le va don Darío? -saludo el recién llegado, una vez pudo adelantarse a los que esperaban.

-Ya le tengo su trabajo listo; ya se lo mido.

Frente al numeroso público, el viejo inspector sacó de la gaveta de su escritorio una prótesis de cuatro piezas dentales -las superiores- y ahí mismo delante de los presentes, le tomó la cabeza entre sus manos, dirigiéndole la cara hacia la claridad de la calle, indicándole que abriera la boca y colocándole de una vez el trabajo, tratando de calzárselo bien. El costeño cerró y abrió la boca repetidas veces y se tanteó la pieza con sus manos, percatándose, con alguna contrariedad, de que no le había quedado a la medida.

El inspector tomó el trabajo con la mano izquierda, observándolo a la distancia del brazo y con los ojos a medio cerrar, tanteó bien el puente con sus finas manos haciéndole presión con la punta de sus dedos sobre la parte postiza del paladar. Al encontrar el pequeño defecto, procedió de una vez a elaborar en una pequeña taza de porcelana y sobre la misma mesa una pasta rosada, resultado de la combinación de dos líquidos que empezó a batir pacientemente con una pequeña paleta en el fondo del recipiente. Una vez la pasta estuvo a punto y ante la mirada del público, don Darío con sus mismos dedos, untó ésta sobre la parte interior del puente y procedió a colocársela al paciente, dándole a entender que la tuviera quieta hasta que se endureciera y quedara a la moldura del maxilar superior.

Don Darío fue hasta la casa vecina, orinó, se lavó las manos y regresó nuevamente a su despacho. Le hizo los últimos ajustes al trabajo de su cliente y le dijo que volviera el próximo domingo si le quedaba alguna incomodidad en la boca.

El siguiente turno era para un campesino de barba montaraz que tenía su finca al otro extremo de la isla y que necesitaba que Jaramillo le hiciera un memorial, colocándole de una vez su visto bueno, para presentarlo ante la alcaldía de Arauquita e iniciar los trámites de incoración de los terrenos que él consideraba suyos.

Luego siguió una campesina joven que había traído a sus tres niñas para que Don Darío le sacara varias muelas a cada una, ya que las chicas habían sido castigadas por la madre natura con las dolorosas caries que no las dejaban en paz.

Trataba ya de reducirse un poco el público, a eso de las once, cuando llegaron hasta donde Jaramillo dos mujeres pintorreteadas, de escotes

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insinuantes. Una de ellas se adelantó y quiso decirle algo en voz baja al inspector. Este levantó a medias la cara y de una le fue diciendo a la mujer mientras le recibía una especie de libretica en donde se habían venido colocando sellos y firmas.

-Ya sé de que se trata lo de ustedes; pero eso si, les doy permiso solamente por el día de hoy; además tienen que ir a informarle al comandante de los carabineros.

-Si señor inspector, es sólo por el resto del día de hoy pues nosotras pensamos regresar a Arauca esta misma tarde -se atrevió a decir la más lanzada de las dos prostitutas.

Aquel domingo don Darío Jaramillo y su secretario Espinel, tuvieron el despacho abierto hasta las cinco de la tarde. Desde las dos y media en adelante la calle principal se fue quedando sola y sólo se escuchaba la música ruidosa de las cantinas que seguían atendiendo a los borrachos. Como el trabajo menguó para el inspector y su ayudante y ya casi no tenían que hacer, decidieron tomarse una que otra cerveza que les era servida con gran amabilidad por el cantinero de enseguida. Cuando empezó a extenderse sobre el poblado el manto de la noche, inspector y secretario se consumían en la ebriedad, en la mejor cantina, que a su vez servía de carnicería y único restaurante de Reinera.

Arauca, septiembre de 1.988.

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EL PASO DEL CAÑO

De haberlo sabido, quizás Jacinto Quenza no se habría arriesgado a irse hacia la sabana a visitar al compadre Pancho, que por aquellos días mediando mayo y en entradas de aguas estaba en pleno trabajo de llano.

Los caños llaneros, en esta época, además de traicioneros, son peligrosos.

Pero Jacinto Quenza, un llanero vaquiano, estoico y dicharachero, no prestó atención cuando Julia su mujer quiso prevenirlo sobre la necedad de su viaje.

-Hombre, este no es tiempo de visitas, además que necesidad tienes de irte; nada tienes que llevar o traer de donde tu tal compadre -trató de disuadirlo.

Pero estas fueron palabras pronunciadas al viento que ni merecieron un comentario de respuesta del hombre.

Con su maletera al hombro, ya que la peste le había matado el único caballo rucio que constituía su patrimonio, Jacinto Quenza, bien temprano, aquel día enfiló viaje hacia la sabana.

Debía recorrer a pie cuarenta kilómetros que lo separaban del hato la Porfía, a donde pensaba llegar aquella misma tarde, si no había inconvenientes.

La sabana, entonces, constituía un paisaje desolado, habitado más por ganaderías que por humanos.

El caminante hizo un alto en el camino y dejó vagar su mirada sobre el horizonte de la llanura y se sintió reconfortado. Se sentía feliz de vivir allí al considerar que no había en el mundo otra tierra mejor. A lo lejos, una bandada de garzas cruzaba el cielo azul, limpio e infinito.

Por horas y horas Jacinto acompañó su viaje con el canto de los alcaravanes que aquí y allá se levantaban cuando él se aproximaba mandador en mano, dejándolo caer con estrépito sobre las macollas de pasto que encontraba a la vera del camino. Después de haber caminado con ahínco, sin detenerse en charlas con los amigos que encontró a su paso, a las cuatro de la tarde y con buen sol todavía, llegó al caño del Rosario que

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en este momento ofrecía una corriente de nado. Sobre la barranca del caño el vaquiano dejó sonar nuevamente en el aire, con fuerza, el latigazo en la punta de su mandador.

Como comejenes y troncos que se movían lentamente sobre la superficie de las aguas, empezaron a dejar ver parte de la cabeza y corrugados lomos muchas babas y caimanes que iban descubriendo de sus ojos la fina cutícula que les permite ver en las profundidades. A los pocos minutos, Jacinto pudo contar sin dificultad un centenar de saurios que lo esperaban como comida.

Pero Jacinto Quenza, el más avezado de los caminantes de la región, estaba dispuesto a llegar al Hato la Porfía con los claros de aquel mismo día.

-!Carajo, esto no me queda grande! Por algo soy el más veloz de los caminantes llaneros -se dijo en voz alta- mientras agarraba un puñado de barro que arrojó con fuerza sobre la cabeza de los animales que en violento nado cazaron en pleno aire.

Jacinto concibió la idea salvadora.

Si logro entretener su atención hacia la otra orilla, está resuelto el problema. Ya veremos -pensó-.

Se amarró duro a la cintura la maletera en donde iban sus únicos haberes, se enrolló hasta más arriba de la rodilla los pantalones para que no le impidieran el movimiento, puso en acción sus piernas a manera de calentamiento. Y listo para el ataque, en forma rápida, lanzó por los aires hacia la otra orilla un chamizo que fue seguido por la mirada y fauces de los saurios, instante suficiente para que Jacinto Quenza, el más veloz de los caminantes araucanos, en rápida carrera y certeras pisadas sobre las cabezas y lomos de los animales, llegara hasta la otra barranca del caño, sin haber sufrido ni un sólo rasguño de las fieras, que desconcertadas nadaban en diversas direcciones sin entender lo que había pasado.

Al otro lado del caño, Jacinto se aflojó a gusto la maletera, se sacudió las manos, hizo sonar el mandador, echó de mala gana sobre los bichos del agua un escupitajo de chimó, dio media vuelta y siguió su camino en dirección a la Porfía. A las cinco y media de la tarde, con el sol de los venados se aproximaba al paradero del hato, en donde fue recibido primero por varios perros juguetones y luego por el mismo compadre Pancho en persona, que en esos instantes en compañía de los vaqueros del hato desensillaban las

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bestias con las que habían acompañado la faena del día.

_!Hola mi querido compadre Jacinto, siga palante y sea bienvenido a esta, su casa!

-!Compadrito me alegra mucho encontrarlo bien! A la gente buena siempre la acompaña Dios.

Al lado del corral, ensartados entre varios chuzos alrededor de tizones a fuego lento, se terminaban de asar las presas de la becerra que había sido sacrificada para la comida de la tarde.

En algarabía de cuentos, chanzas y refranes, la peonada celebraba la culminación del día, y se aprestaban a iniciar el descanso.

En los siguientes días Jacinto Quenza animaba las conversaciones nocturnas con sus cuentos de camino que lo hacían célebre en todo el llano araucano y que agradaban las horas de descanso de la peonada porfieña, ya que el hombre había ido al hato no en plan de trabajar, sino con la intención de librarse de su mujer que por aquellos días estaba de un genio inaguantable.

Todo lo que comienza tiene también su final y es así como algunos días después como se había ido, es decir a pie, debió regresar el caminante a Arauca.

Con su maletera al hombro a ratos, y otro bajo el brazo, Jacinto Quenza inició el regreso por el fangoso camino que a trechos se perdía bajo esteros cubiertos de boros, sobre los que nadaban numerosos patos silvestres.

Al llegar al Rosario, con contrariedad, Jacinto vio como las aguas habían cubierto completamente el cauce del caño y cerca al paso, apenas se alcanzaban a observar escasos centímetros de barranca.

En medio de la soledad de la sabana, a todo pulmón improvisó un par de coplas haciendo alusión a los rigores del invierno y a la valentía del llanero.

-!Pija, carajo, esta vaina está arrecha! Pero a Jacinto Quenza nada le queda grande, no joñe.

De entre las aguas, como por arte de magia, empezaron a sacar la cabeza numerosos caimanes, quizás los del viaje anterior y como un

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ejército, armados de sus fauces y filosos dientes que brillaban con el sol mañanero, en gestos de bostezos, estaban listos a dar la tarascada apenas el humano se lanzara al agua.

Jacinto Quenza se detuvo un rato a pensar. Más y más cabezas al frente, como troncos viejos detenidos en la corriente, esperaban pacientemente el momento de atacar.

-Si me regreso a la Porfía y cuento lo que he visto, no me van a creer, y al contrario, van a decir que soy un cobarde y mentiroso -se dijo mentalmente.

-Si pretendo atravesar el caño con el truco de entretener los caimanes y pasar sobre ellos rápidamente como lo hice la vez pasada, en menos de nada estos bichos me despedazan hasta el alma -continuó pensando.

Se tocó el cuadril y para suerte allí tenía su cuchillo, como de costumbre.

-!Carajo estoy salva'o! -concluyó en el instante.

Miró hacia atrás, con seguridad, y desenfundando el arma blanca, se dirigió con toda calma hacia un arbusto, y de la parte más gruesa, cortó un trozo de unos cincuenta centímetros de largo, tanteándole el peso para que no le quedara ni tan liviano ni tan pesado.

Como preámbulo a la operación de pase del caño, Jacinto Quenza lanzó hacia la otra orilla, con fuerte impulso, la maletera que contenía todo su equipaje consistente en la hamaca, el mosquitero y una muda de ropa sucia que era el regalo que llevaba a Julia.

Una vez con el tolete a satisfacción, se retiró cincuenta metros de la orilla del caño, tomó abundante aire en los pulmones, se sobó vigorosamente las piernas para que le dieran más fuerza y algo así como los aviones que toman pista, con el trozo de guarataro en la mano derecha y con el impulso que le daban sus energías en veloz carrera se vino contra el caño y en la última pisada, sobre la barranca, lanzó el tolete, con todas sus fuerzas, e inmediatamente se colgó fuertemente de él con ambas manos, lo que le permitió pasar volando en forma serena a un metro de altura sobre las fauces de los caimanes, que apenas tuvieron tiempo de seguirlo con la mirada los doce metros de vuelo de orilla a orilla.

Al otro lado, Jacinto Quenza besó y agradeció al tolete de guarataro, que lanzó luego de comida a los saurios; seguido, levantó su maletera, la

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sacudió y con ella bajo el brazo izquierdo reinició su camino rumbo a Arauca, como si nada hubiese ocurrido. Y en verdad, lo relatado nada de especial tenía para la vida de Jacinto Quenza, un caminante acostumbrado a superar peores dificultades. Arauca, julio de 1.996.

OCURRENCIA INSOLITA

Aquella noche calurosa de marzo no la podrá olvidar Eloy Parales.

Durante la mañana y parte de la tarde, antes de partir hacia su finca, con los amigos bohemios de siempre estuvo entregado a la libación etílica de cantina en cantina, llevando del cabestro a su caballo, hasta que no pudo más, y ya vencido por el sueño se quedó dormido sobre la mesa, en donde ni las chanzas de los acompañantes regándole cerveza fría en la cabeza, o mechoneándolo, lograron despertarlo. Estaba fundido del todo, y no existía ni siquiera para sí mismo, mucho menos para los demás.

De allí lo despertaron los zancudos, ya entrada la noche. Estaba solo y la cabeza le daba vueltas como un remolino. Al principio no pudo percibir la realidad sino por retazos y cuando el cantinero le solicitó cancelarle la cuenta, no pareció entender de que se trataba y menos que fuera con él. Sobre la mesa, vaciadas a media, una veintena de botellas de cerveza y cinco de aguardiente eran el testimonio de los estragos de la jornada etílica.

Al tomar conciencia de sus actos, Eloy volvió a ser Eloy. Recogió su sombrero peloeguama y se lo caló hasta donde le fue posible, se limpió la cara con un pañuelo arrugado, constató la existencia de sus documentos y se esculcó los bolsillos en donde solía guardar el dinero. Para salvación, allí tenía un buen fajo de billetes que le permitiría pagar la cuenta.

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El dolor de cabeza y una resequedad en la garganta lo obligó a pedir una cerveza más que bebió a grandes sorbos. Preguntó al mesero sobre su caballo y le fue informado que estaba amarrado en el árbol del frente como lo había dejado desde su llegada. Con esta información se sintió un poco reconfortado. El sonido de los joropos y las estruendosas rancheras martirizaban su cabeza.

Bebió otra cerveza con rapidez, canceló la cuenta y se montó sobre su rucio que en esos momentos raboteaba con desesperación tratando de librarse del ejército de zancudos que lo acosaban por todos lados.

Sin pensarlo dos veces y habiendo hecho todas las diligencias horas antes de iniciar la bebezón, Eloy Parales hizo cabecear a su montura en dirección a la salida del poblado.

La noche había caído por completo sobre la llanura, pero el vaquero conocía como a la palma de su mano todos los caminos y senderos que lo llevarían a su hato.

Con malestar y todo, en medio de la oscuridad, trochó sin descanso tres horas seguidas, pero el sueño volvió a atacarlo sin piedad cuando iba llegando a la mata de la Ceiba y sentía que por instantes los ojos se le cerraban solitos. -!Que carajo pa qué diablos se apura uno tanto si de todos modos se va a morí! -se dijo- Mejor me quedo en el centro de esta mata y mañana en la mañanita agarró camino para llegar temprano a la casa.

Y diciéndolo fue desensillando allí mismo el caballo, amarrándolo con el cabestro de una de las tantas ramas que le brindaba el oscuro boscaje. Seguido despegó de la silla el rejo utilizándolo como guindadero. A tientas, amarró el rejo a una rama y aseguró uno de los extremos de la hamaca y cuando trató de hacer lo mismo con la otra cabuyera, por casualidad, encontró un cordel suave como un peluche que caía de un árbol y que haló duro hacia abajo comprobando que aguantara su peso. Le pareció curioso que en medio de la mata alguien hubiese dejado precisamente allí el otro guindadero que el requería para colgar su hamaca y echarse a dormir; pero pensó que en el llano la naturaleza daba para todo. Aseguró bien su hamaca a la altura de un metro a fin de evitar que animales rastreros lo despertaran, prensó con cuidado el toldillo para impedir que le entrarán los zancudos a amargarle el resto de noche y después de rezar un Padrenuestro como de costumbre, se dio a la agradable tarea de dormir.

A las doce en punto, Eloy Parales fue despertado violentamente por

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un movimiento que extremeció el bosque y partió en dos la noche. Unos rugidos aterradores parecidos a los de un volcán que empieza a erupcionar hicieron poner en pie de una al vaquero que no lograba entender que pasaba. De un extremo de la hamaca venía el punto de origen del ruido y una llamarada al rojo vivo, con enormes dientes que se acercaban hizo pensar a Eloy que estaba frente a una fiera de aspecto y condiciones descomunales, dispuesta a tragárselo, si él se lo permitía.

Sin pensarlo dos veces, inició la carrera desesperada tratando de salir del monte inmediatamente. Sus veloces piernas se estiraban hasta donde se lo permitían sus energías y movimientos, facultad en la que se jactaba de no tener competidor en todo el llano. En la escapada miraba hacia atrás esperando sacarle ventaja a su perseguidor y con angustia constataba que se le aproximaba cada vez, mostrándole el resplandor de sus fauces. El estruendo en todo el bosque era cosa de sentir ya que el enorme tigre que lo perseguía llevaba arrastrando en su rabo las ramas del árbol de donde colgó su hamaca. La carrera persecutoria para Eloy era más crítica cada instante que pasaba y la distancia que lo separaba de la fiera era menos y aún faltaban varios metros para salir a sabana abierta en donde según las leyes del llano el perseguido podía defenderse mejor.

La distancia se fue acortando a pesar de los esfuerzos y agilidad de Eloy; ya el tigre estaba a escasos cinco metros... a dos... a uno.

Eloy Parales se vio en la inaplazable necesidad de frentear el peligro y girando con la velocidad que sólo tenía él, en el preciso instante en que el animal con tremenda boca abierta lo iba a engullir, metió con rapidez su brazo derecho por el esófago de la bestia hasta llegar a la punta de la cola y con igual agilidad y precisión tiró fuerte hacia afuera volteando completamente al tigre que en el instante quedó con las vísceras, intestinos y el sangrero por fuera.

Desde entonces, Eloy Parales se prometió a sí mismo ser más cuidadoso cuando tenga que quedarse en el bosque y evitar así volver a colgar su hamaca del rabo de una fiera.

Arauca, agosto de 1.996.

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EL CAZADOR

Detrás del mogote el cazador con sigilo seguía todos los movimientos

del venado.

Allá, a cincuenta metros, el animal, desentendido, mordía cuidadosamente los cogollos del pasto tierno y rastrero reventándolo luego, y mascándolo con toda calma. La cornamenta al aire, de vez en cuando lo hacía cabecear. Con la mota de la chucuta cola trataba en vano de no dejarse acercar zancudos que ya empezaban a aparecer en la tarde soleada próxima a morir. Era precisamente la hora del sol de los venados, cuando el cazador contemplaba con hambre al animal.

-Que hermoso ejemplar, que caramera tan grande y puntiaguda; debe tener varios años. Bueno, al menos ya ha vivido bastante; pero ahora debe servirme de alimento. Con lástima y todo debo matarlo. Así es la vida y

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que le vamos a hacer; también a los humanos algún día nos llega el turno.

El cazador acarició la escopeta y luego, con toda precaución metió el cañón por entre un pequeño agujero entre las ramas y el pasto del mogote, utilizando como soporte del arma una horqueta que le permitiera tenerla quieta y así afinar la puntería. Se afianzó en el pecho la culata de la carabina, cerró el ojo derecho y con el izquierdo empezó a calcular la dirección que debía seguir el disparo, teniendo como guía la mira o señal en la punta del cañón. De momento retiró su cara del arma y apreció en forma más real al venado.

-¿Será tirarle al codillo? -se preguntó. Nuevamente se colocó la culata del arma contra el pecho, acercó el dedo índice derecho al gatillo y presionó con toda pasión y calma, concentrando la puntería en la figura del animal que plácidamente, situado en la dirección de donde venía la brisa, seguía arrancando pasto, sin presentir ruido ni olores que delataran peligro.

El cazador haló el gatillo y nada sucedió.

Con rapidez retiró el arma de donde la tenía y acercó a su mirada la boquilla del cañón, tratando de encontrar la dificultad. Y entonces, con sorpresa y susto miró instantáneamente como la bala, en este preciso instante, al rojo vivo venía a mil por entre el tubo, el que dirigió con gran habilidad hacia el venado. En fracción de segundos el cérvido cayó arrollado por el certero disparo a la altura del codillo.

El cazador, con el arma humeante salió del mogote y se acercó a su cacería, que en los estertores de la muerte dejaba escapar un hilillo de sangre por la herida y el hocico.

Arauca, septiembre de 1.996

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EL PESCADOR

En la barranca del caño, Segundo, el veterano pescador esperaba pacientemente que picara el primer pez.

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Después de largo rato de tirar el sedal y ver como la corriente se lo llevaba por entre los guamales que barrían la superficie del cauce con sus ramajes, sintió con alegría el tirón del pez y se puso alerta.

-Debe ser un bicho enorme, porque se va llevando el nailon serenito por entre la corriente -pensó con entusiasmo.

Segundo se acomodó tratando de poner en práctica las técnicas de pescador, pero en menos de nada yacía arrastrado por el pez a increíble velocidad, sumergido en lo más profundo del caño. Al tocar fondo y viendo que su pez lo había pescado a él y lo arrastraba violentamente aguas abajo, trató de afianzar los pies en el fondo de lodo y arena del cauce para contrarrestar la maratón acuática del pez, pero no pudo porque la violencia con que lo remolcaba el animal lo hacía navegar como submarino sin control. Eso si, por ningún motivo estaba dispuesto a soltar el sedal.

-Aquí no las rifamos -se dijo el pescador.

A través del burbujero que iba dejando, pudo verlo en un momento fugaz.

-!Ajá! -pujó con alegría al saber que era un enorme valentón.

El hombre en los asuntos de pesca era invencible y como tal estaba acostumbrado a bregar con peces de gran tamaño a lo largo y ancho de los caños y ríos del cajón Araucano.

Pero el valentón no era ningún pendejo y lo arrastraba sin misericordia estrellándolo con cuanto obstáculo encontraba a lo largo del cauce. De pronto el pescador recordó las destrezas del abuelo, la raíz de sus ancestros.

-A mi no me jode por muy valentón que sea -dijo sacando fuerzas de donde no tenía.

Segundo nadó a toda velocidad tras el pez como si fuera a competir con él ganando alguna ventaja y recobrando en sus manos parte del naylon. En las profundidades del caño, sin pérdida de tiempo, miró en todas direcciones a través de las infinitas burbujas que subían desde el fondo hacia la superficie y nadó con el sedal en las manos hacia la gruesa raíz de guamo, dando varias vueltas sobre ella, amarrando fuertemente. Con la satisfacción que da la seguridad, Segundo nadó hacia arriba saliendo a la superficie, escupiendo un buche de agua y tragándose un kilómetro de viento. Tomó nuevos alientos una vez remontó la barranca y sonrió

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pensando en los esfuerzos del animal para librarse. En voz alta exclamó dejando escapar sus palabras:

-A mí nunca se me ha ido ningún pez y tú no ibas a ser la excepción, penco viejo.

El enorme valentón se debatía en halonazos haciendo estremecer las aguas y el boscaje ribereño a tal magnitud que las chenchenas y pájaros, en intempestiva algarabía y explosión de alas y chillidos, iniciaron un alocado vuelo.

El enorme pez halaba en todas direcciones luchando por sacarse de sus agallas el anzuelo; al fin extenuado, se rindió. Segundo se preparó para el arrastre de su presa: tomó la soga que traía arrebeatada a la cola del caballo, aseguró entre los dientes el cuchillo de caza y se sumergió nuevamente en el agua hasta encontrar la raíz donde dejara atado el sedal, lo cortó con rapidez, lo empató a la soga, volvió a salir del cauce, montó en su caballo con la tranquilidad del caso y silbandito alegremente por su triunfo, palmeó el bruto en sus ancas para comenzar el arrastre hasta su hato.

Gran admiración causó en su familia y la peonada del hato cuando frenó la montura en el paradero ya que nunca se había visto en toda la región un pescado de semejante tamaño y menos llevado arrastrado a cola de caballo.

Un día después, Segundo acostado en su chinchorro, mientras saboreaba una taza de café, miraba con satisfacción las tasajera colmadas de pescado salado.

-Bueno -le dijo a su mujer- aquí hay pescado para el resto del invierno.

Arauca, septiembre de 1.996

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El MECHON

Juan José era el hazmerreír de la vereda con su mechón sin peinar que le caía en forma desordenada, tapándole buena parte de la cara.

-!Córtate esa inmundicia -le decían en chanza los amigos de confianza-.

-Ni puel carajo -respondía jocosamente.

-Ese mechón se te ve muy mal -insistían.

-Este mechón, en donde ustedes lo ven, me ha salvado la vida varias veces.

Juan José, un hombrachón que se jactaba de haber librado varias batallas al lado del guerrillero Guadalupe Salcedo Unda, se quitó el sombrero y exhibiendo su mechón a los compañeros de trabajo de llano, dijo:

-Imagínense compas lo que me pasó la última vez; estando entre el monte me bajé a beber agua al caño de Cabuyare y cuando me eché el primer trago de la que tenía en el sombrero, un ruido me hizo voltear y apenas tuve tiempo de ver un enorme tigre que a toda carrera me venía a tragar.

-¿Y qué hicistes compa Juan? -manifestaron con interés los presentes tratando de darle ánimo a la conversación- No nos irás a decir ahora que el moño se volvió motor y te permitió alzar el vuelo.

-Bueno, no tanto como eso, pero les aseguro que en semejante trance me agarré duro el mechón con ambas manos y templé hacia arriba con todas mis fuerzas, levantándome por los aires lo suficiente, esquivando el ataque de la fiera que velozmente me pasó por debajo y fue a estrellarse contra las raíces de un guamo, en donde quedó destrozado.

La concurrencia celebró con estruendosas carcajadas el relato de Juan José.

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Arauca, octubre de 1.996.

EL AMANSADOR

Sabana abierta, desde el Apure en Venezuela, quien sabe hasta dónde, pasando esteros, cañadas y caños Pedro Julio maldecía tratando de detener el potro castaño que por primera vez montaba.

El jinete lo frenaba con violencia sin ningún resultado, pues aquel potranco salvaje jamás había probado silla en sus lomos y cada vez con más ímpetu corría corcoveando como un demonio y aunque algunas veces le tapó los ojos con sus manos, el castaño avanzaba como el mismo viento, destilando sudor por cada uno de sus poros.

El animal parecía no conocer el cansancio, ya que desde que Pedro Julio se le hizo a los lomos desde las primeras horas de la mañana, no había parado de correr. Ni cuando el río Arauca se le atravesó por delante, sin ningún miramiento saltó a las aguas, nadando tan rápidamente que en un santiamén cruzó los doscientos metros de corriente, subió la barranca colombiana y con el mismo remar desesperado por quitarse de encima al amansador, continuó bebiéndose la brisa y devorando distancias.

-!Carajo este bicho parece que le diera fuerza el mismo diablo! -se dijo en voz alta el amansador-. Pero a mi no me va a jodé este gran carajo; por algo soy uno de los mejores amansadores de estos lares.

De tantos corcoveos y de la larga carrera del cerrero animal, la cincha se había aflojado, pero sus piernas como tenazas se aferraban con los estribos sobre la panza del corajudo potranco. Ya cansado de batallar con la indómita bestia, al pasar frente a Corocoro, decidió jugarse la última carta que le quedaba. Se afianzó duro en los estribos, dirigió el peso de su cuerpo sobre la cabeza de la bestia, agarrándola con ambas manos, al tiempo que hacía acopio de todas sus fuerzas, la haló hacia atrás. De inmediato el castaño se detuvo en medio de un crujir de huesos que parecieron salir saltando en medio de la sabana y del silencio de aquellas soledades.

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El amansador se bajó del animal que quedó rígido mirando hacia Cravo Norte. Contempló la bestia completamente paralizada en sus cuatro patas. Luego dejó ir su mirada hacia los bancos de sabana, sobre el horizonte. Con toda calma, como sin querer, estiró las piernas a satisfacción, apretó la cincha al potro, lo haló duro de la rienda haciéndolo girar de regreso. Lo agarró con ambas manos de las orejas y cuerpo atrás tiró con todas sus energías hacia adelante del animal, hasta escuchar nuevamente el crujido de los huesos al volver a su lugar.

Pedro Julio se le hizo a los lomos del castaño que desde entonces se dejó guiar dócilmente.

A buen paso el amansador dejó que el potranco trochara de regreso a casa.

Allí iban con la sabana por delante, el amansador satisfecho con su logro, y el castaño acongojado por haber perdido su libertad para siempre. Así son las cosas en el llano.

Arauca, octubre de 1.996.

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EL MUERTO VIVO

Las sabanas araucanas, territorio plano de praderas infinitas, esta vez tostadas por los soles abrasadores de marzo, suele verse surcada por caminos y carreteras que entre pajonales y terronales cuarteados, a trechos, se pierden entre los bosques de galería, apareciendo allá adelante, en dirección a los escasos hatos, que comunicados entre sí convergen hacia la población de Arauca.

Unos nubarrones en el cielo presagiaban la proximidad de la entrada de aguas en los llanos. Había sido tan cruel el verano que en estas soledades sólo se escuchaba el canto lastimero de las chicharras entre los chaparrales áridos que aquí y allá aparecían y desaparecían entre el resplandor de los espejismos de la sabana.

Desde la Panchera, siguiendo las curvas de la agreste carretera, Alejandro Silva conducía su viejo camión Ford. Era su costumbre llevar y traer pasajeros y una que otra carga que recogía en los hatos.

Por tradición la carga de Alejandro Silva correspondía a sacos atestados de carne seca y uno que otro lechón veranero que los vaqueros de aquellos lares solían llevar de regalo al dueño de casa en donde se hospedarían en Arauca. Al iniciar el regreso hacia el pueblo, el viejo camionero fue arribado por un único pasajero que al convenir lo del costo del pasaje, acomodó sus talegos en la parte de atrás del camión al lado de

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un envoltorio en plástico de dos metros de largo, aproximadamente.

El viejo camión de Alejandro Silva, avanzaba sobre los huecos levantando una densa polvareda que como la nieve iba cubriendo de blanco el pajonal.

Los nubarrones, cada vez más grises, de súbito, son azotados por un ventarrón y gruesas gotas de agua empiezan a caer ruidosamente sobre la sabana que deja levantar un vaho oloroso a tierra caliente.

La lluvia arrecia y los pastos se inclinan ante la acción de un fuerte viento que pareciera querer despellejar la llanura.

Al frente del hato El Charal Alejandro Silva es abordado por dos pasajeros completamente empapados que esperaban bajo un manirito y que ya no teniendo que más mojarse, se subieron con entusiasmo al camión.

La polvareda en las zanjas de la carretera con el agua formó una masa de barro gris que hacía mecer el camión de lado a lado, a medida que avanzaba.

Los pasajeros dialogan entre la lluvia sobre diferentes asuntos del viaje y las expectativas de llegar a Arauca.

-!Qué chaparrón tan macho éste! -exclama uno de los dos.

-Pareciera que el cielo se hubiese roto para dejar caer tanta agua sobre esta vaina -replica el otro.

-A pesar del agua, creo que llegaremos pronto al pueblo ya que el carro va liviano.

-De verdad que si, sólo vamos los dos y este envoltorio que no debe pesar mucho.

-Y a propósito, ¿qué vaina será esta?

-Sabrá mandinga. Los cambios climatológicos en los llanos son bruscos y el mal tiempo se va repentinamente con la brisa y el astro rey vuelve a dardear la sabana. El calor hace sentir su poder y la madera de la carrocería del viejo camión cruje. Los pasajeros sofocados se mueven de un lado a otro mientras se

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pegan al varal en donde llega más fuerte el golpe de brisa. No obstante el movimiento del vehículo, desde hace algún momento un ruido sordo, como de madera viene desde el envoltorio.

-!Pija esta vaina está rara! ¿Qué joda podrá venir dentro de ese plástico? -pregunta uno al otro.

-Miremos a ver que es -responde su compañero.

-!Parece que se mueve!

-Destapemos a Ver. El más lanzado de los dos, tratando de que el conductor no se percate de sus movimientos a través del espejo retrovisor, con cautela, se acerca y con la punta de sus dedos levanta y corre el plástico, mirando con estupor que se trata de un ataúd, cuya tapa empieza a levantarse lentamente acompasada con los movimientos del vaivén del camión. Los dos pasajeros quedan pasmados por el susto y el corazón parece salírseles cuando ven aparecer al borde de la tapa una mano y luego parte del perfil de un humano que surge del féretro.

Sin saber de donde sacaban fuerzas los dos pasajeros se tiran del camión y por entre la sabana se pierden en violenta carrera.

Sonidos en la parte de atrás hacen que el viejo Alejandro Silva detenga la marcha del camión, se baje y vaya a ver que sucede.

El viejo Silva había olvidado a su primer pasajero del día.

-¿Qué pasó con usted, no lo había vuelto a ver? -le preguntó al viajero que estiraba brazos y piernas como desperezándose.

-Vera patrón, cuando el aguacero se enfureció y no había manera de protegerme, yo envolví la caja en ese plástico, me quite las alpargatas, y me metí, eso si, procurando no empuercarla; usted me sabrá comprender y perdonar.

-¿Y qué pasó con los otros dos pasajeros?

-¿Cuáles otros dos pasajeros?

-Aquí con usted venían dos vaqueros que se montaron en el Hato El Charal.

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-Patrón, no tengo ni la menor idea. Después de echarme un buen sueñito dentro de la caja, me desperté y como sentí que el aguacero había pasado me levanté y no vi a nadie.

Alejandro Silva extrañó a quienes se fueron sin pagarle el pasaje.

Arauca, noviembre de 1.996

COMPA GOYO

Bisojo, Desmirriado, y de caminar medio cojo el compa Goyo era el azote de la propiedad ajena en el pueblo. El ingenio aparentemente ingenuo de sus actuaciones le permitieron ganar fama.

-Que se le perdió el marrano al vecino -decía alguien.

-Compa Goyo debe saber de él -respondía cualquiera, sin más ni más.

Con su mirada perdida, como la de los ciegos, recorría las calles de Arauca y quien no lo conocía se hacía a la idea de uno de los tantos bobos o

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locos de los que deambulan por el mundo. La veracidad del adagio de que las apariencias engañan se concretizaba en la vida de Compa Goyo.

Cierto día caminaba Goyo con una mesa patas arriba sobre su espalda por la avenida principal cuando fue arribado por dos agentes de policía que conociéndolo como lo conocían, en forma acusadora le dijeron:

-¿Qué llevas ahí compa Goyo?

-¿Dónde? -respondió el interpelado, girando a medias ya que la mesa encima le limitaba el movimiento.

-!Cómo que dónde! No te hagas el pendejo que ya te tenemos fichado.

-Yo no llevo nada -insistió Compa Goyo, con una aparente inocencia, reiniciando su caminar.

Los agentes, un poco confundidos con la respuesta que recibieron, se aproximaron más al personaje y uno de ellos le detuvo la marcha agarrándole de una de las patas de la mesa.

-O nos dices de dónde sacaste esta mesa o te vas con nosotros para el comando-.

-¿Cuál mesa? -se atrevió a responder Goyo.

-¿Cómo que cuál mesa? Acaso nos crees ciegos o pendejos: !pues esta mesa que llevas encima!

-!Ah ésta! Yo no sé quien me la colocaría ahí. -dijo despreocupadamente.

Los policía se miraron entre sí con asombro y trataron de objetar algo pero la sorpresa los dejó pasmados. Mientras tanto Compa Goyo caminó un poco más rápido, giró en la siguiente cuadra y se perdió de la vista de los agentes que cuando reaccionaron para capturarlo se había esfumado ya.

Arauca, diciembre de 1.996.

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El Encuentro es el título del tercer libro que publica Edmundo Díaz Colmenares y el primero en el género cuento.

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En su mayoría, estas narraciones breves revelan el sentir del hombre llanero, en su lucha por la supervivencia en un paisaje saturado de riesgos, pero no excepto de lo mágico, en donde hasta lo imposible, es posible, gracias al don maravilloso de la palabra y a ese toque picaresco y de humor arraigado en el corazón del habitante de la llanura. Por eso el coraje, ardentía, gracia y magia late en buena parte de estos relatos, muestra de una idiosincrasia muy particular.

Lectores, bienvenidos a un rato con el cuento.

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