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Revista El Descensor. Textos para leerse de izquierda a derecha y de arriba a abajo. Año 1, número 2. La bicicleta del abuelo.http://sites.google.com/site/revistaeldescensor

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Febrero/2009 La bicicleta del abuelo Página 3

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Contenido

Editorial 4

Como andar en bicicleta 4

El elefante funambulista 4

Remanso de aire 4

A tiro de piedra 5

La bicicleta del abuelo 5

Ágape 7

La bicicleta del abuelo 7

Historias casi verdaderas 8

Vacaciones con los abuelos 8

De paso 9

La milonga 9

Diario de un estafador 10

El cuartito de los demonios 10

El espejo 12

Dakar 12

Poesía desde el otro lado del estercolero 13

Nunca deja de oxidarse 13

El séptimo duende 14

Los calcetines 14

La almadraba 15

El abuelo, la bicicleta y Roxana 15

Lectores opinantes 16

Participan en esta edición 17

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Editorial

Como andar en bicicleta

La redacción

Como es natural, todo en esta vida ha de seguir su propio proceso de aprendizaje y maduración, así como los buenos vinos aprenden de la barrica y maduran en ella, los hombres y mujeres también lo hacemos al tiempo.

En el camino que, con esta publicación, iniciamos hace tan poco vamos encontrando pues las similitudes entre emprender y aprender, entre arrancar un nuevo proyecto y aquello que en la infancia nos llevara al aprendizaje de algo nuevo, como tomar la bicicleta, y animarnos un día a montar el cacharro; sujetarnos firmemente del manubrio; alinear perfectamente la rueda delantera del armatoste; colocar el pie derecho, o el izquierdo ya usted verá, sobre el pedal e impulsarnos nerviosamente una y otra vez, pedaleando alternadamente, ya sea que logremos dominar al corcel de metal o caigamos, para levantarnos a intentarlo una y otra vez hasta lograr tremenda hazaña.

Pero no podemos madurar ni crecer solos, en estos procesos, y sobre todo los que se dan a una cierta edad, es común encontrarnos con esa figura cercana que aunque puede no estar ahí físicamente, sí suele aparecer como una sombra o un manto protector que no sólo nos cuida sino que en ocasiones hasta nos sobreprotege, que nos resulta un remanso de paz en medio de nuestros pequeños dramas infantiles y una fuente inagotable de historias, anécdotas y conocimientos.

Y qué mejor si podemos hacerlo así, bajo la suave mirada complaciente y la cercanía salvadora de la mano del abuelo.

El elefante funambulista

Remanso de aire

Gabriel Bevilaqua

Por más que intenté estirar las piernas tratando de alcanzarlos con la puntita de mis pies, los pedales se me negaron. «Cuando logrés tocarlos, la bicicleta será tuya», me dijo el abuelo, mientras, tomándome de la cintura me desmontaba. Y para evitar que me pusiera triste, tras despeinarme el flequillo, me mandó a hacer un mandado innecesario para que me gastara el vuelto en caramelos.

Al sábado siguiente, como todos los sábados, el abuelo se había ido a jugar a las bochas, con sus amigos del club, en la bici. Al rato, llamaron del hospital. Yo no sabía qué pasaba, pero ahora entiendo que a mi mamá se le había puesto el corazón en un puño. No había querido llevarme, pero la vecina, con la que a veces me quedaba, no se hallaba en su casa. Así que, poco después llegamos al nosocomio. Con las palabras como avispas, mamá indagó en la recepción para que le indicaran dónde tenía que ir. La infinitud de pasillos, recuerdo, demoraban mi mirada; mientras, el brazo férreo que me conducía me jalaba a la voz de «¡apurate!». La noche anterior había visto una película sobre un laberinto y me preguntaba si aquel lugar alojaría algún monstruo. ¿Y si nos perdíamos? No habíamos tenido la precaución de tender ningún hilo; ¿cómo no se dan cuenta de esas cosas los adultos?

Al llegar a la sala, mamá dijo que la esperara afuera. Pero, al hacerla pasar, el doctor dejó la puerta entreabierta. Entonces, lo vi al abuelo sentado en una camilla, llorando. «No se preocupe señora, sólo tiene unos raspones; ha tenido suerte», se atajó el doctor antes de que mamá lo atosigara a preguntas. Cuando al final, ella, se calmó, le dijo al abuelo que la imitara; éste, tras refregarse los ojos, le dijo:

- Es la bice, si vieras cómo quedó.

- Pero eso es lo de menos, papá; ¡qué importa! - dijo mamá.

- Sí que importa, y mucho… se la había prometido a Tomasito… y ahora… no podré cumplirle…

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No supe hasta mucho después qué era lo que tendrían aquellas palabras que me hicieron irrumpir, a la manera de un torbellino, en la habitación para terminar, entre sus brazos, cual un remanso de aire…

A tiro de piedra

La bicicleta del abuelo

Francisco Arriaga

A medias entre los automóviles y los caballos, el abuelo siempre las vio con recelo. Y no porque le disgustaran: era imposible andar en bicicleta sobre los empedrados que cubrían todas las calles del cerro.

En tiempo de lluvias el agua escurre por las calles cuesta abajo, hasta llegar al río. Y en tiempo de calor las piedras son pequeños carbones puntiagudos, listos para herir y quemar a los incautos.

Tres o cuatro veces me confesó cuánto le hubiera gustado montarse en una bicicleta de aquellas, las de antes, esas que tenían una rueda tan alta como un hombre, y otra que apenas si se miraba de tan pequeña que era. Pero en el pueblo ninguna bicicleta había.

Cuando se trataba de sentir cómo el viento golpeaba el rostro, eran dos las opciones: salir a caminar por el campo abierto, grandes terrenos con dueños olvidados, o montarse en un caballo y al trote recorrer los caseríos y ranchos vecinos. Quizá una tercera forma existía, más temeraria, arriesgada, y frecuentemente, impuesta: un viaje en autobús.

El primero que llegó al pueblo contaba con la mitad de asientos, la otra mitad del autobús, al fondo, estaba pensada como pequeño almacén ambulante. Eran los años cuarenta.

Sobre el techo, una reja de hierro forjado permitía trepar también bultos de maíz, valijas, cajas de cartón, baúles y cobijas. Pero allí no terminaba la función: alrededor del vehículo, justo a la altura del primer escalón, una serie de ménsulas metálicas

soldadas a la carrocería se encargaban de sostener sendos tablones donde apenas si cabían los pies. Los rancheros sabían que ir allá afuera era gratis, pero el viaje exigía ir con los pies sobre los tablones y aferrados a la rejilla hierro que coronaba el techo, „como si fueran tasajos‟.

Pensar en los empedrados y los caminos que tenían condiciones más o menos buenas es algo que pocas veces se disfrutaba en los viajes, apenas entrados en las terracerías era forzoso sortear arroyos secos, trampas para ganado, y cuando la lluvia era frecuente y constante los „voluntarios‟ colgados alrededor del vehículo eran quienes tenían la obligación de empujar para salvar el atasco, quedando con manchas de barro cubriéndoles ropa y rostro.

Cuando el viaje tenía como última meta llegar hasta la capital, entonces sí, las bicicletas abundaban. Pero las cosas entonces tenían un panorama sombrío: si de bajar cuestas y calles se trataba era una bendición contar con un artefacto de aquellos. Pero ¡ay de quien necesitara remontar una cuesta cargando algo en la parrilla!

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Esas parrillas podían cargar de todo y con todo: rejas de madera repletas de legumbres, pequeños vitrales con gelatinas, pan o dulces, cajas de madera para encerrar ropa recién lavada y planchada, incluso era posible que una familia completa viajara sobre las dos ruedas: el padre pedaleando mientras llevaba sobre las piernas al hijo más grande, la madre sobre la parrilla a su vez cargando al hijo menor. Quienes estaban por completo acostumbrados a ir y venir en sendas bicicletas añadían no una, sino dos parrillas, permitiendo además de la familia, llevar algo más a cuestas.

Muy pocos podían darse el lujo de tener una bicicleta para pasear, andar por la ciudad de un lado a otro, y quienes tenían bicicleta propia seguro la habían comprado de segunda mano: sólo negocios más o menos grandes compraban bicicletas nuevecitas y recién pintadas.

Aparecieron entonces los primeros lugares para parchar las llantas: esto fue antes de los equipos o „kits‟ con el pegamento, un pedacito de hule y un raspador minúsculo de latón. El servicio era simple: se llegaba, y desmontada la llanta se le sacaba una tripa redonda, negra. Entonces el mecánico miraba, tocaba, volvía a mirar, y con auténtica pose de doctor bien enterado de sus asuntos, diagnosticaba si el parchado de la tripa valía o no la pena.

“Con todos esos menjurjes, ¿tener una bicicleta en el pueblo?

¡Ni loco!”

Además y por si fuera poco, nada más peligroso que agarrarse el pantalón con la cadena, lo menos que se llevaba uno era la pérdida irreparable de la prenda de vestir, seguida de un costalazo que, si bien le iba a uno, se daba en plena terracería y con el polvo cubriéndolo a uno y dejándole listo para pasarse por aceite, igual que un bistec empanizado.

Pero si la suerte no estaba de nuestro lado, tremendo catorrazo iba a dar con las costillas sobre los empedrados, y „dejándonos una cicatriz en la crisma después de visitar al doctor, para que nos remendara como muñecos viejos‟.

Por si todo esto fuera poco, expuestos a la intemperie más que ningún otro elemento, los bastidores metálicos donde iban acomodadas las ruedas de

goma se llenaban de moho a los pocos días de comenzado el temporal. Lija en mano y uno a uno, los alambres se limpiaban poniendo especial énfasis en las juntas con el bastidor, que si se dejaban a la desidia terminaba pudriéndose y soltando el pedazo de alambre, que comenzaba a bailar sin ton ni son con cada vuelta de la rueda.

Todo el mundo les llamaba „rayos‟, y nadie supo nunca el por qué. Los más entendidos decían que era porque al girar parecían relámpagos al reflejar la luz del sol, los más duchos alegaban que era porque significaba „radio‟, algo que tenía su relación con los círculos y algo llamado matemáticas, pero nadie les creía y todo mundo desconfiaba de los sabihondos esos. Además, los únicos radios que eran conocidos por la gente del pueblo eran los de la ferretería, la tienda principal, y la tienda de „géneros‟ donde la población local y bajada de cerros y venida de ranchos que compraba la tela para hacerse su propia ropa escuchaba las últimas noticias, siempre políticas, y a veces un corrido, una polca, o un cha-cha-chá.

Así que nígüas, nada de radios ni de matemáticas: por eso al abuelo no le gustaban las bicicletas. Era un gorro tener una de esas, se cansaba uno mucho, y eran más achacosas que cualquier mujer entrada en años.

Al ver las omnipresentes bicicletas que invadieron después las calles, y de las que toda familia tenía por lo menos una en casa, me miraba de reojo mientras volvía a decir, categóricamente:

‘¿Rayos? ¡Já! Pa’ rayos los que caían en el río, cuando se nos venían las lluvias, y que tronaban bien fuerte, porque ahorita, ¡ya ni eso!’

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Ágape

La bicicleta del abuelo

Francisco Cenamor Llegábamos siempre de noche a aquel pueblo entrañable. Sus habitantes, envueltos en el viento, sonreían. Al entrar en la casa nos esperaba el olor familiar de una sopa caliente. Los besos, los abrazos. Abuela cubría nuestros pequeños cuerpos con sábanas de franela y aquella manta que tanto picaba. Nos asustaba el brillo opaco de la cruz tallada sobre nuestras cabezas, con su Cristo esperando un abrazo. Abuelo nunca aparecía los viernes. El sábado salía el sol en aquel pueblo. Abuelo, sonrosado, con su traje de pana, la boina limpia, oliendo a aquella colonia rocosa, entraba feliz en la cocina. Rompíamos el silencio cómplice de la espera. Gotas de colacao y migas de madalena festejaban por la mesa. Abrazábamos a Abuelo, roble que nos acogía entre sus robustas ramas. Alborozados, nos subía en aquella impoluta bicicleta que siempre recordaré apoyada en la cal de la entrada. Con su impecable color marrón y su alazán de tintes dorados. Nos paseaba por las estrechas calles mientras, risueños, saludábamos a las señora y a los gatos. Aquellos sábados sobre dos ruedas… El domingo, somnolientos, restregándonos con fuerza los ojos, acudíamos a misa de once en la pequeña iglesia del pueblo. Mi hermana y yo, muy juntos, imitábamos el gesto de los mayores cuando recibían en sus bocas la sagrada forma. Por la tarde había que marcharse. Abuela nos cubría de besos y caramelos. Abuelo desaparecía de la casa. Nos esperaba en la carretera y, al pasar, nos saludaba con ternura, sonriente; con su bicicleta apoyada en algún árbol. Un año, tras otro, y otro año. No tardamos en crecer. Tampoco tardó Abuelo en morir. La bicicleta siguió presidiendo la entrada de la casa. Los habitantes del pueblo fueron pareciéndonos, poco a poco, menos felices. Mi hermana dejó de ir al pueblo. Abuela también murió; se abrazó muy fuerte a Abuelo cuando la enterramos. Un día, el brillante alazán quedó borrado por el ocre orín del hierro. Mi padre llevó la bicicleta al vertedero que estaba en la carretera. La dejó apoyada en algún árbol. Al marcharnos la vi, y a Abuelo saludando con su sonrisa de ternura. Nunca quise volver.

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Historias casi verdaderas

Vacaciones con los abuelos

Zumm

Después del 6 de Enero, acostumbrábamos a ir a vacaciones a Derqui, a la quinta de los abuelos. Pasábamos allí todo el verano. Éramos tres, mis dos hermanos mayores y yo, además de otros tres primos. Cuatro varones y dos nenas acostumbrados a vivir en departamentos en la Capital y arrojados a la plena libertad de la que disponíamos en la quinta. ¡Pobres abuelos! Pasaban todo el año suspirando por los nietos y ahora en el verano nos tenían a todos juntos y ¡claro! no nos podían dominar.

Mis hermanos habían llevado sus flamantes bicicletas, regalo de los Reyes y mis primos también. El único que no tenía una bicicleta era yo. Los reyes no me premiaron ese año, porque, según mi madre, andaban cortos de fondos y yo no había sido un niño ejemplar.

Mis hermanos y mis primos paseaban en sus bicicletas por los alrededores e iban todos los días al “Bosque de los escritores” a escondidas, porque los abuelos nos habían prohibido acercarnos allí.

Yo me quedaba en la casa, leyendo a la sombra y charlando con los abuelos o jugando al ajedrez con Fedor, un ruso blanco que ayudaba a mi abuelo con los cultivos de la quinta. Un día en que aburrido, curioseaba en el inmenso galpón lleno de herramientas, fardos de pasto y bolsas de semillas, vi en el altillo del galpón, colgando de un gancho, una vieja bicicleta. Corrí a preguntarle a mi abuelo de quién era esa bicicleta.

- Es mi vieja bicicleta. Ya no funciona, porque es una bicicleta inglesa de la marca Raleigh con cambios en la masa y se trabó y no hay quien la pueda arreglar, ya que las bicicletas ahora tienen cambios con descarrilador de cadena y nadie conoce el sistema de cambios en la masa.

- ¿Me dejás probar si la puedo arreglar, abuelo?

- Te la regalo, si la quieres. Pero dudo que alguien pueda arreglarla.

Mi abuelo se imaginó que el arreglo de la bici me iba a tener ocupado y así no andaría detrás de él o de

Fedor para jugar al ajedrez o para enloquecerlos a preguntas, en muchos casos difíciles de responder.

A pesar de mis diez años, sentía mucha curiosidad por la sexualidad y siempre ponía en aprietos al abuelo o al bueno de Fedor.

Según mi criterio, para arreglar la bici, lo primero que debería hacer era desarmar la masa y desbloquearla. Dos días me demoré en darme por vencido, porque la masa parecía una bola de óxido y no se veían tornillos ni nada que pudiera darme una idea de cómo abrirla.

No sé dónde había escuchado que la Coca-cola hacía milagros con los tornillos y aunque mis

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hermanos se burlaban de mí, durante tres días sacrifiqué el vaso de Coca que me correspondía al almuerzo, para volcarlo en la maldita masa de la bicicleta.

Al tercer día de tenerla en remojo con mis tres vasos de Coca-cola, más una botellita que me había dado mi abuela, a escondidas y luego de restregarla con una bolsa de arpillera, pude vislumbrar la cabeza de un tornillo. Por su ubicación logré encontrar tres más y después fue todo fácil. Antes de lograr abrirla, la masa se destrabó y al mover el pedal funcionaba correctamente. La Coca-cola había penetrado en su interior y había acabado con el óxido. Después una buena engrasada y la bici del abuelo, ahora mía, funcionaba perfectamente. Conseguir el dinero para unas cubiertas nuevas con sus respectivas cámaras fue más difícil. Pero mis padres enterados de mi hazaña mecánica y quizás arrepentidos de no haberme regalado una bici como a mis hermanos, me enviaron el dinero y al fin pude tenerla completa. A instancias de mi abuelita, mi abuelo accedió a pintarla de color verde que era la única pintura que tenían, porque era el color de las puertas, ventanas, portones y todo lo que era de metal en la quinta. Ahora que tenía una buena bicicleta, sólo me faltaba aprender a andar en ella. De eso se encargaron mis primos y mis hermanos.

Creo que fueron las mejores vacaciones de mi vida.

De paso

La milonga

Pablo Matilla

Aunque el abuelo pensara que su guitarra era una bicicleta, yo no me atrevería a decir que estuviera loco. Se sentaba en su sillón y, aunque nada tuviera de rioplatense, pues había nacido en el Tocote, se sentaba y empezaba a tocar una milonga. Todos en casa sabíamos que, como decía la canción, no iba a engrasar los ejes de su carreta. Habíamos dejado de escucharle, ya ni siquiera mi madre le gritaba desde

la cocina para que dejara de tocar, aunque yo, de vez en cuando, para que sintiera que alguien en aquella casa continuaba haciéndole caso, le llamaba abandonao.

Una vez vino mi sobrino de siete años a casa y se puso a hablar con el abuelo. Fue entonces cuando descubrí que la guitarra del abuelo era una bicicleta. Porque el abuelo, risueño y con un cigarro diminuto en el labio, le dijo a mi sobrino que él se montaba en ella y comenzaba a pedalear, y hasta donde le llegaran las fuerzas.

- Es una gran bicicleta, ésta.

Comenzó a cantar mientras el niño no dejaba de mirarlo. Terminó:

- ¿Verdad que es bonito el ruido que hace con los ejes?

Mi sobrino asintió, con la boca ligeramente abierta y el mentón un poco hacia arriba.

- Nunca los voy a engrasar –dijo el abuelo como cantando -. Con ella puedo ir a todas partes: tiene un manillar recio, un sillín cómodo, ruedas casi nuevas. ¿Dónde encontraré una guitarra mejor?

Y mi sobrino se encogió de hombros.

Supongo que aquellas canciones lo transportaban a una Argentina imaginaria, a una pampa eterna y polvorienta lejos de aquella casa donde era ignorado sistemáticamente.

Un día mi abuelo desapareció, como pasa en estos casos, sin dejar ni rastro. Se llevó su bicicleta. Mi madre llenó el Tocote de carteles de “Se busca” con su rostro y una recompensa. Creo que el abuelo se hubiera sentido orgulloso de aquello, de alguna manera desvaída, aquellos carteles le relacionaban con los forajidos.

Cuando a mi madre le preguntaban por él, ella decía que el pobre estaba un poco mal de la cabeza, que ya confundía las cosas y que a saber dónde podía estar. Yo, no sé si contagiado un poco por el espíritu de mi abuelo, quería imaginarlo pedaleando, aunque fuese a través del mar.

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LOS EJES DE MI CARRETA

R. Risso

Atahualpa Yupanqui

Porque no engraso los ejes

me llaman abandonao (bis)

si a mí me gusta que suenen

pa' que los quiero engrasar (bis)

Es demasiado aburrido

seguir y seguir la huella (bis)

andar y andar los caminos

sin nada que me entretenga (bis)

No necesito silencio,

yo no tengo en quien pensar (bis)

Tenía, pero hace tiempo,

ahora ya no tengo más (bis)

Los ejes de mi carreta

nunca los voy a engrasar

Diario de un estafador

El cuartito de los demonios

Jesús H. Olague Alcalá

Se sentaba a fumar en los escalones de entrada a la casa mientras rascaba el suelo con una vara de mezquite que le esperaba todos los días recargada junto a la puerta del zaguán. Si hablaba poco, en ese ritual sagrado lo hacía todavía menos, sólo mascullaba en voz baja y con un tono triste palabras en vasco que no entendíamos, que ni sus hijos podían comprender, y decía que así era mejor, para

no arriesgarnos a que nos alcanzara la mano que aniquila.

El hombre era bajo de estatura, fornido, de complexión un tanto regordeta, cara cuadrada y nariz chata, que tenía por oficio el de carrocero, no un simple juntatablas ni un fundeclavos cualquiera, el mejor fabricante y reparador de ruedas de carrozas y carretas de la región, una combinación entre carpintero y herrero al que recurrían por igual los campesino para que les reparara las ruedas de sus carretas que los caporales de las haciendas cercanas para que les fabricara ruedas nuevas a las calesas en las que salían a pasear por el campo las señoritas bien en una pose de elegante neo-mexicanismo o a las berlinas de las abuelas que en un gesto de tradicionalismo pre-revolucionario se rehusaban a aceptar la modernidad y subirse al Packard para ir a misa los domingos.

Sólo cuando se emborrachaba el abuelo nos llamaba para que nos sentáramos a su lado y nos contaba historias sobre un tal Seguí, recitaba de memoria textos de Bakunin, Proudhon y Malatesta, y se emocionaba como nunca lo habríamos imaginado hablando de luchas de clases y logros sindicales, de anarquía y guerra en las calles, de Durruti y Santillán, de asesinatos, intrigas y emboscadas, historias que giraban siempre alrededor de un adolescente que arriesgaba la vida cada tres de cuatro llevando y trayendo mensajes entre la dirigencia y los cuadros de lucha, que andaba de las oficinas del sindicato a los barrios lodosos en donde se fabricaban explosivos caseros, en donde servían de enlace niños hambrientos y mujeres enjutas que tal vez no tenían idea de los explosivos y pistolas que llevaban los paquetes en las canastas que deberían estar llenas de alimentos.

Nos aseguraba que alguna vez había jugado un papel importante en las luchas por la libertad y la igualdad sociales, y que en la vieja bicicleta que el propio maestro Urales le envió desde Barcelona había arriesgado su vida al pasar por en medio del fuego cruzado entre anarcosindicalistas y guardias del estado represor.

Y luego se encerraba en un cuarto sin ventanas que construyó al fondo del patio y del que sólo él y la abuela tenían llave, un pequeño cuarto al que

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teníamos prohibido acercarnos siquiera porque según decía ella, ahí estaban encerrados unos demonios que atormentaban al abuelo y sólo él podía combatirlos.

Los nietos al principio le veíamos como un héroe, pero fuimos creciendo y dejando de creer en fantasías al tiempo que él envejecía, eran cada vez más frecuentes sus borracheras y sus historias nos parecían más bien capítulos de alguna de esas tiras gringas de héroes invencibles vestidos con trajes ajustados y capas hasta los tobillos, así que nos burlábamos de los cuentos del viejo borracho al que ya no llamábamos abuelito ni abuelo sino con puros apodos que sonaban más bien despectivos.

La abuela nos miraba desde lejos, se ponía triste de que le faltáramos así al abuelo, a don José Antonio Ibarra, respetado por todos por ser el mejor carrocero de toda la región, aunque hubiera tomado dos litros de aguardiente, al viejo que se echaba al lomo a una familia que jamás comprendería las razones de su tristeza, de su silencio y su mirada melancólica y por eso era mejor que ni siquiera se enteraran, que buscaba explicaciones y recuerdos en la tierra con una vara de mezquite a la que le platicaba cosas en euskera.

Un día el abuelo ya no despertó, dijo el doctor que a causa de unas viejas heridas en el pulmón derecho y de esa testarudez suya de fumar aunque supiera que

eso le haría morir más temprano de lo que debería, a lo que el abuelo respondía invariablemente - usté que sabe dotor, si yo ya'stoy medio muerto desde hace muchos años -, mientras volvía a encender la pipa con calma, disfrutando el olor y el sabor del tabaco terregaloso y de mala calidad que le regalaban en la estación de trenes a cambio de que les diera preferencia para arreglar las carretas con las que bajaban la carga de los furgones del ferrocarril.

La tarde siguiente el velorio, las enormes filas de vecinos y conocidos que repetían las mismas frases para expresar sus más sinceros pésames y condolencias, las misas de cuerpo presente y ausente, los mil rosarios y letanías para que descansara su alma en paz, el sepelio y la cristiana sepultura, todo ello acompañado del llanto de una multitud de personas que esta vez no iba por el café con aguardiente sino por el aprecio, sorprendente para nosotros, que se sentía por el abuelo y la simpatía deadeveras por la abuela.

Cuando volvimos a casa la abuela nos llamó al patio a hijos y nietos y nos pidió que nos sentáramos en el suelo del corralón, mientras abría el cuartito de los demonios al que entró ella sola para salir con un par de recortes de algo que parecía un folletín más que un periódico, en euskera, que nos pasó para que viéramos porque no nos pudo traducir por la emoción y el llanto que se le atoraba cada vez que intentaba leer esas palabras en una lengua tan desconocida para nosotros y tan lejana para ella.

Con un nudo en la garganta la abuela nos contó la historia que guardaban esos viejos papeles amarillentos sobre un enfrentamiento en Vitoria, su ciudad natal, entre anarcosindicalistas y guardias civiles que tenían sitiado el edificio de la Central, y de cómo un joven, casi un niño, de nombre Txanton Ibarretxe, hijo de un empleado de ferrocarril al que nunca conoció, y correo del sindicato encargado de mantener la comunicación entre los frentes y que llevando y trayendo mensajes, pertrechos y comida había atravesado el fuego cruzado en innumerables enfrentamientos, y que, según decía uno de esos papeles, había entregado su vida al romper el cerco y entrar al edificio con la canastilla de su vieja bicicleta repleta de comida y municiones para el sostenimiento de la resistencia; nos habló de su joven esposa, casi

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una niña también, a la que habían podido sacarla de Vitoria con un crío en brazos y una pequeña maleta que llevaba en la bicicleta en la que apenas un par de días antes había corrido el marido en busca de la muerte; de cómo el sindicato pudo llevarlos al sur de Francia, en donde supo que habría de encontrarse con el hombre muerto que resucitaba poco a poco.

Hizo una pausa larga para, luego de soltar lentamente un suspiro tan profundo como el mar que nunca volvió a ver, explicó los esfuerzos de los sindicalistas y de ella misma para convencerle de partir a América, y cambiar de nombres y encontrar nuevas ocupaciones, por la seguridad y la vida de la mujer y el crío, por el bien del movimiento, que al fin ya habría tiempo de volver, cuando la justicia social hubiera triunfado y la patria fuera mejor.

Luego la serie de vicisitudes que hubieron de pasar para llegar a México a iniciar una vida nueva, llena de hambre, sacrificios y añoranzas por la tierra, los compañeros y la lucha, nos relató cómo un día, sin darse cuenta, se convirtió en reparador de carretas y luego en carrocero, y mientras la situación económica mejoraba dadas sus buenas artes en el oficio, se iba llenando de satisfacciones al ser acogidos en una tierra inhóspita por gente hospitalaria, por ver nacer y crecer a los siete hijos, y luego los nietos, a los que podía contarles un poco de la historia del hombre que nunca deberían saber que fue, y de esa bicicleta y esos recortes que eran los únicos vínculos con la vida que le hubiera gustado seguir, que eran los únicos que alguna vez le vieron llorar y quebrarse, como un niño, por lo que pudo haber sido y no volvió a ser jamás.

Y después de dejarnos a todos sumidos en el más completo silencio con esta historia tan familiar y desconocida, sin decir una palabra más entró de nuevo a la oscura caseta y regresó empujando una vieja bicicleta oxidada, la recargó en la pared y sin decir más entró con paso cansino en la casa de la que ya no saldría sino hasta reunirse nuevamente con su Txanton.

El espejo

Dakar

Arqui

Poco a poco, mientras se abre paso la luz de la tarde, una suave brisa lo va desalojando. El polvo suspendido en el aire vuelve al maridaje con la tierra del camino. Ahora sí, es posible distinguirla en detalle. A la bicicleta, nos referimos. Caída a un costado, quebrada su columna vertebral, todo parece indicar que sus días de rodar de aquí para allá han terminado.

Pero lo importante, ahora, es otra cosa: un niño ha quedado despatarrado a un costado del sendero. Se lo ve inerme, con una herida en su plexo izquierdo por la que ha comenzado a sangrar copiosamente. Se queja, sus ayes de dolor nos inquietan, nos conmueven. Pero no podemos intervenir, somos los narradores, son las reglas de juego. Hace un momento, el muchacho montaba la bicicleta y se cruzó delante del automóvil, ese automóvil cubierto de marcas y logotipos, que barrenando la casi inexistente ruta vecinal, levantaba olas de tierra ¿O fue su conductor que, perdido el control del vehículo, ocasionó la tragedia? Porque ya no dudamos: somos testigos de una tragedia. Sea como fuere, los dos hombres que saltaron apresurados del coche se han acercado corriendo hasta el chico, gesticulan y gritan, desesperados o enojados por el retraso, vaya uno a saber. Uno de ellos arroja el casco al suelo, el otro se acerca al auto y parece pedir auxilio con un celular.

Retrocedamos en el tiempo y hacia otro lugar, capacidad que afortunadamente nos ha sido concedida. Una hora antes. Unas pocas casas, un almacén, una estación de servicio. Un hombre sentado en un tronco caído, a la sombra de uno de los pocos árboles que desafían al desierto en ese pueblito minúsculo. Y un chico que se despide y parte en su bicicleta, o la de su padre, que tal vez la haya heredado del suyo. En fin, una vieja bicicleta que ha atravesado, quizás, varias generaciones, pero que aún cumple su cometido. ¿Hacia donde va? No a la escuela, seguramente: es época de vacaciones durante los primeros días de enero en esta comarca patagónica. Tal vez debe cumplir con un mandado, o piensa encontrarse con un amigo para cazar alguna

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liebre desprevenida, o, porque no, quiere ver pasar la prometida caravana de autos, camiones y motos. Es una posibilidad, esta última, para nada descartable: hemos visto que hay una vieja tele en el almacén y la transmisión de la partida desde Buenos Aires, hace sólo tres días atrás, ha ocupado buena parte de la programación.

Pero volvamos a la escena inicial. Ya ha llegado gente para socorrer al muchacho, un periodista pelea por ganar la nota del día, algunos personajes van de aquí para allá, intentando minimizar el accidente o pretendiendo acallar alguna voz indignada. Y mientras tanto, autos, camiones, motos, cuatriciclos continúan pasando. Nos aventuramos a decir que con absoluta indiferencia de sus conductores, enfrascados en un mundo que acaba en el parabrisas o en el visor del casco. Una nueva nube de polvo, gigantesca esta vez, anuncia a un helicóptero que se posa donde puede. Médicos y camilla descienden en medio de un remolino de curiosos y voluntarios, cargan al chico, y otra vez a volar. En pocos segundos, el aparato se pierde, es un puntito en el cielo. Pronto nos quedamos solos: vehículos y personas se dispersan y también, más que rápido, son puntitos en el horizonte.

Un sol enrojecido anuncia las últimas horas del atardecer, algunos arbustos ya arrojan sombras lánguidas, un cuis pasa corriendo. El silencio, otra vez el profundo silencio. Nos parece, o es lo que queremos ver, que el desierto arropa a esos caños retorcidos, a esas gomas en llanta a los que nadie ha prestado atención, ya casi sepultados en el terreno

arenoso. Creemos escuchar, y seguramente se trata de una alucinación, en algún golpe de viento, en un susurro de la naturaleza, una suave, cadenciosa canción de cuna. Ya es noche.

Poesía desde el otro lado del estercolero

Nunca deja de oxidarse

Carlampio Fresquet

La cometa, serigrafía y espejo,

se perdió en el cielo

escapando de la mano del niño,

mientras la bicicleta del abuelo

nunca deja de oxidarse;

se alzó lejos y en silencio

como los pasos del primer hombre.

Sus ojos, los ojos del mundo,

vieron paisajes inconexos

en los anillos concéntricos

de todos los poemas trasnochados.

Tras una nube, un pájaro

ofrecía tragos de ciénaga

para secar la sed de los campos.

Bebió y volvió a beber

en la risa de la carroña…

y dando tumbos llegó al mar,

una balsa de titilantes bolsas

de basura, donde el último pez

agarró su cola lazada

cansado de comer celulosa.

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El séptimo duende

Los calcetines

Ana Ma. Gutiérrez

Alfredo se fue una tarde rojiza de esas de septiembre en las que aun no se va del todo el sopor del verano pero que ya es una molestia tener que lidiar con las hojas secas que a la llegada del otoño arremolina el viento. Me dejó.

Lo conocí hace cuatro años ya, una tarde de invierno en la que yo caminaba como si fuera invisible. Después del natural intercambio de miradas, coqueteos y aprobado el trámite de la bebida caliente en el café de la esquina, seguida de la copa en un bar cercano, pasamos al intercambio gratificante de caricias, tequieros mutuos y besos con saliva. Tres meses después se instaló en mi casa sin más equipaje que una maleta llena de calcetines –soy muy friolento espetó-, bruno su pez beta azul –el terapeuta me recomendó tener una mascota apuntó–, y una vieja bicicleta –herencia de mi abuelo dijo ante mi mirada de sorpresa no tanto por la bicicleta, cacharro antiguo pero bien conservado como por los calcetines que cupieron apenas en el espacio que le había hecho para Alfredo en el armario.

Bruno nos ignoraba desde su acuosa burbuja; murió tres semanas después y le organizamos un sepelio breve pero emotivo en el baño de mi casa con los consabidos tres flushes in memoriam. Era la primera de muchas otras pérdidas, aunque no lo puedo negar fueron cuatro años de dudosa felicidad en calcetines blancos de algodón.

Alfredo trabajaba en las instalaciones de la alberca municipal. Nuestras rutinas eran las de cualquier pareja, cada mañana la salida al trabajo taza de café de por medio, cine los viernes, caminatas los domingos. Alfredo es muy quisquilloso y distinto, así que no me extrañó que no me invitara a sus paseos en bicicleta cada primer y tercer lunes de mes. El ritual empezaba desde el domingo cuando iba al patio de atrás con franela, pasta de pulir y fibra de ángel en mano y se dedicaba pacientemente a limpiar y pulir cada una de las partes de la bicicleta, la desarmaba y horas después de paciente trabajo

estaba lista para "salir de paseo". ¿A dónde iba? Quién sabe, duraba cuatro, cinco horas y el paseo se hacía lloviera o tronara. Así cuatro años.

Hasta que lo descubrí con Martha. No era lunes, ni traían calcetines. Era verano y estaban a los besos tomando el sol a la orilla de la alberca. Alfredo chapoteaba el agua con sus pies desnudos. Yo nunca le había visto los pies desnudos. Cierta furia desconocida de apoderó de mi.

De inmediato fui a casa, saqué todos sus calcetines y demás pertenencias de mi armario, incluyendo la vieja pecera de bruno, e hice un molote que lancé al patio con la furia de quien se siente más que engañado, traicionado a la décima potencia. Cuatro años, ¡cuatro! Aguantándole sus manías y sus calcetines, sus estúpidos calcetines entrometiéndose en mi manera personal de lavar la ropa, tienen que quedar blanquísimos me insistía, sus estúpidos calcetines estorbándome en el ropero, ¡vaya! Hasta sus estúpidos calcetines puestos a la hora de la intimidad, sus salidas en bicicleta a solas que yo soportaba sin chistar, sin preguntar, sin cuestionarle una sola de las cosas que dijera, creía en él. Traje al cerrajero y cambié las chapas. Luego me encerré en mi cuarto a llorar y a ahogar todas mis preguntas en un litro de tequila.

Al otro día, la resaca y las lágrimas no se habían llevado la furia de la traición y me preguntaba qué me dolía más, si el hecho de que estuviera engañándome con Martha o el hecho del chapoteo de sus pies desnudos en el agua, de esos pies que en cuatro años yo no había visto. Lo odiaba decididamente. Al asomarme a la ventana vi que el bulto con sus cosas no estaba. Nueve semanas después, yo seguía con el coraje de preguntarme por qué me había engañado y la bicicleta seguía en el patio trasero de mi casa. Entonces decidí escribirle.

Alfredo:

Todavía no entiendo el por qué de tus manías ni el por qué de tus mentiras. Creí que conmigo tenías todo lo que necesitabas y que eso era más que calcetines limpios. El día que te vi con Martha, se me rompió el corazón y dejé de creer en el amor. Creí que no

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necesitaba ninguna explicación pero resulta que al llevarte mi corazón te llevaste mí serenidad personal. No hay un día en que no me pregunte por qué. Mis días no serán igual sin ti.

Regrésame lo que te llevaste.

Adelina

Cerré la carta. La dejé en el buzón de la alberca municipal. Al día siguiente un sobre perfumado estaba en mi buzón. Olía a Alfredo y mi nombre estaba escrito con su letra. Me latía fuerte el corazón. Lo abrí rápidamente. Del interior saqué una carta en papel azul con elegante letra cursiva. Corrí al patio trasero para leerla con calma.

Adelina, Mi amor:

El día que me viste con Martha te seguí a casa con la intención de explicarte. Estuve tocando la puerta pero no me escuchaste. A partir de eso, para mí tampoco ha habido serenidad, he estado pensando y pensando y no entiendo cómo ha podido suceder. Me pides que te regrese lo que me llevé. Sería fabuloso entonces, que me permitieras verte para saber qué es y así de paso me regresas también lo que de mí te quedaste.

Tuyo entero,

Alfredo.

Ya me estaba emocionando con la idea de vernos y recibir la explicación ¡le robe su serenidad con mi comportamiento arrebatado! Alguna tenía que haber. Ya decía yo que cuatro años no se echan así a perder. En esas cavilaciones estaba, cuando al darle vuelta a la página encontré la siguiente lista:

Siete calcetines blancos, todos ellos sin par, tres derechos y cuatro izquierdos, las treinta y seis piedrecitas de la pecera de bruno. Tres franelas

azules, la pasta de pulir y desde luego, la bicicleta del abuelo.

Empecé a respirar entrecortado, a temblar, a sudar helado. Lo último que vi antes de nublárseme la vista y perder el conocimiento fue la vieja bicicleta que caía a mi lado.

La almadraba

El abuelo, la bicicleta y Roxana

Kallan Poe, APLA, para CubaNet.org

http://www.cubanet.org/CNews/y07/jul07/23a8.htm

Roxana es una niña conversadora, para quien los fines de semana son especiales. Su abuelo la lleva a muchos lugares, y la niña disfruta. Dice que cuando sea grande quiere ser una detective al estilo de Susan Fletcher, la homologa de Sherlock Holmes, con quien Roxana se relaciona a través de la televisión.

El abuelo, la bicicleta y Roxana son inseparables, en especial los sábados, cuando recorren el pueblo en busca de "provisiones" para recomenzar otra semana de supervivencia.

Siempre van a la casa del Guajiro. Él reparte la leche que da una de sus tres vacas en litros muy bien envueltos para que Mongui, el panadero de la esquina, no pueda verlos. Roxana tiene ocho años, su derecho a tomar leche terminó hace un ano. Según ella, el Guajiro le ha dicho que deben tener cuidado con Mongui porque es chivato, aunque Roxana no entienda qué tiene que ver el panadero con la vaca que les da la leche.

Se confunde más cuando pasan por casa de Mongui a buscar harina para que la abuela prepare dulces para el consumo familiar y para la venta en el mercado subterráneo, otra de las vías de sustento del cubano.

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Roxi, como también le llaman, relata que a veces visitan algunas placitas, mercaditos o timbiriches. La bicicleta se queja de tantas vueltas, y su abuelo, de los precios de las verduras y las viandas, aunque siempre compra algo, cuando está para el paso. El último punto del recorrido es la cuartería, al fondo el pueblo. Allí recoge el abuelo el mandado más misterioso. La gente baja la voz para hablar y nadie menciona su contenido, ni ella ha podido descubrir que tiene ese paquetico que algunas veces chorrea un agua roja. Otra interrogante a la que tendrá respuesta antes de llegar a ser como Mrs. Fletcher.

El domingo pasado le dijeron que los pequeños príncipes como ella estaban de fiesta, pero para Roxi todos los domingos son importantes porque visita la casa de Dios. En su camino hacia el templo vio a varios niños en el parque central esperando que se iniciara la actividad organizada por el gobierno. En una esquina, disfrazado de payaso, se encontraba su amigo Pedrito, quien no parecía muy contento.

-¡Abue, para un momento, mira a Pedrito! -exclamo la niña.

El abuelo detuvo su bicicleta, y ella, luego de saludar a su amigo le preguntó.

-¿Qué te pasa, Pedrito? Los payasos no pueden estar tristes.

-¿Qué me pasa? Que a mi abuelo le acaban de robar la bicicleta.

Roxana enmudeció. No supo qué decir.

-Vamos, abuelo.

A Pedrito su abuelo también lo paseaba los fines de semana en su vieja bicicleta Niágara. Roxana sabía que su amigo había perdido más que un paseo.

Lectores opinantes

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Participan en esta edición

Gabriel Bevilaqua (Argentina)

Técnico, aunque ya olvidé en qué y lector indisciplinado. Por lo demás siempre me ha gustado - creo que como a todos - escuchar historias. Lo que me ha llevado, ahora, a intentar ser yo - ¡pobre iluso! -, el que logre esbozar alguna trama que atrape vuestra atención. Si lo logro, más que pagado estaré.

¿Qué más puedo decir de mí? Que me interesa el cine, la historia, el arte, la tecnología, etc., ... y el animé.

Lo demás, ya habrá tiempo para develárselo a quién le interese...

Francisco Arriaga (México)

Escritor zacatecano que nació en Aguascalientes y vive en Tamaulipas. Coleccionista de libros, impresos o virtuales, que también le hace a la música, la patrología, la historiografía, y en sus ratos libres escribe para algún periódico zacatecano, pero ya el lector verá qué va descubriendo en sus propias palabras.

Francisco Cenamor (España)

De formación autodidacta, comienza tarde a escribir poesía. En 1999 Talasa Ediciones publica su primer libro, Amando nubes, lo que le posibilita viajar por toda España dando recitales. En 2003 sale su libro Ángeles sin cielo, editado por Ediciones Vitruvio, editorial que publica en 2007 su último libro, Asamblea de palabras. Ha sido incluido también en numerosas antologías y revistas impresas y digitales. Ha organizado y organiza numerosas actividades poéticas. Dirige la revista digital Asamblea de palabras. Es coordinador del Club de Lectura de la Universidad Carlos III de Madrid. Profesionalmente se dedica a la interpretación, apareciendo en televisión, teatro y cine.

Zumm (Chile/Argentina)

Edgardo Castillo, nació en Viña del Mar, hace ya mucho tiempo.

Por motivos que no vienen al caso, vivió muchos años en un generoso país de Europa, donde quedó la mitad de su vida.

Hace 17 años que vive en la Argentina, a la que considera su segunda patria, pero sin olvidar sus raíces. Trata de escribir siempre con humor, para no tener que pensar.

Se declara ateo y considera que la amistad es lo más valioso de la vida.

Ha escrito una gran cantidad de libros entre los que destacan 'Mujeres. Manual de uso y mantenimiento', 'Las aventuras de Mirinda', 'Vida de ladrones y algo más...' y una serie de libros de cuentos, entre otros; disponibles para descarga gratuita en su tienda en Bubok (http://zumm.bubok.com/).

Pablo Matilla Gutiérrez (España)

Nació el año de 1986 en Oviedo (Asturias), aunque desde 2005 vive en Barcelona, donde estudia Filosofía. Escribe principalmente cuentos, por los que ha recibido algún premio literario. Lleva el blog Los ritos de paso, donde publica periódicamente temas relacionados con la literatura.

Jesús Humberto Olague Alcalá (México)

Ingeniero en Sistemas Computacionales, chilango (originario del D.F., México) de nacimiento, zacatecano por herencia, adopción, convicción y querencia; que escribe por afición y pudo ser médico pero siente repulsión hacia las heridas; le gusta casi toda la música, en especial la trova, y casi toda la lectura, principalmente la de escritores latinoamericanos como Taibo II, Ibargüengoitia, Benedetti, entre otros; prefiere las ciudades coloniales a las playas y las corridas de toros a las peleas de gallos; y que tiene el gran problema de que todo lo demás se le olvida si tiene un aparato de TV frente a él, aunque esté apagado. Colabora con un diario local y participa en algunos proyectos colectivos sobre temas tan diversos como su tierra,

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Zacatecas, amigos, música y cuentos, y aunque no tiene experiencia en esto, es el inventor de este invento.

Arqui (Argentina)

Juan Carlos Sánchez, arquitecto, bonaerense, ha logrado arrimar las palabras con los ladrillos. Se dedica, entre otras cosas, a la producción editorial y de contenidos de dos revistas institucionales de arquitectura. Pero es en estos espacios virtuales donde se entrega a su adicción, la ficción en todas sus formas. Le gustan los textos breves, los cuentos, los microrrelatos: la intensidad con recursos escasos, la punta del iceberg, los silencios y los huecos antes que la verborrea y los llenos.

Ahora, espera ser leído y juzgado con benevolencia.

Carlampio Fresquet (España)

Artista Indisciplinar comprometido con el entorno.

Estudiante de Bellas Artes.

Director de DIAL ART 2003 (proyecto de extensión universitaria para la difusión de la obra del alumnado de la Facultad de Bellas Artes de Valencia).

Coordinador Artístico de ALEACIÓN: ANTOLOGÍA ARTÍSTICA. Sor Kampana 1991-2008.

Miembro del grupo artístico interdisciplinar OROMATON (Poesía, música y pintura en vivo).

Su libro „Somos sexo‟ puede ser adquirido o descargado desde su tienda virtual en Lulu (http://stores.lulu.com/kafre09).

Ana M. Gutiérrez (México)

Contadora cuentacuentos bajacaliforniana que reside en Tecate. Se inició temprano en la lectura y tarde -porque se le da bien eso del destiempo, en la escritura de prosa poética principalmente. Aprecia humor negro y opina que es una cualidad especial en las personas. Le encantan los cuentos de finales infelices. Sus favoritos son los escritores latinoamericanos, aunque ha husmeado en uno que otro europeo principalmente en narrativa y novela.

Adicta a la luna y a todo lo que tenga que ver con el desierto.

Publicó alguna vez y aunque se acuerda donde apenas la conocen en su casa. Escribe desde marzo del 2004 en 7DuendeS (www.7duendes.com) y esta es la primera vez en un proyecto colectivo.

Carlos Alberto Olague Alcalá (México)

Soy publicista, director general de una agencia BTL. Nacido en la ciudad de México, pero radico en Zacatecas. Soy candidato a portador de la vela perpetua, aunque la vela perpetua no está muy de acuerdo. También soy monero, y la mayor parte del tiempo no sé qué hago aquí además de ser el responsable del diseño de portada.

Arte fotográfico

Las imágenes utilizadas para ilustrar las secciones, y todos sus derechos son propiedad, tal como se indica a continuación.

Portada, Old bike de Fladson Thiago (fladson.deviantart.com/).

A tiro de piedra, imagen de Autor desconocido, tomada del blog Herederos de Arthur Gordon Pym (josemanuelchapado.blogspot.com/).

Historias casi verdaderas, imagen de Autor desconocido, tomada del blog Rutas x Fraga (rutasxfraga.blogspot.com/)

Diario de un estafador, Flyer de Tim Potter (www.bikes.msu.edu/)

El espejo, 2009 Dakar Robby Gordon de Scotty Jive (www.planetrobby.com/)

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