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EL CUENTO EN SAN MARCOS SIGLO XX : PRIMERA SELECCIÓN Carlos Eduardo Zavaleta ; Sandro Chiri Jaime Obra sumistrada por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos del Perú

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EL CUENTO EN SAN MARCOS

SIGLO XX : PRIMERA SELECCIÓN

Carlos Eduardo Zavaleta ; Sandro Chiri Jaime

Obra sumistrada por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos del Perú

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Indice

1 Prólogo 1 Clemente Palma Una Historia Vulgar (1904) 1 Enrique López Albujar Dedicatoria a Cuentos Andinos (1920) Cómo habla la coca (1920) 1 José Antonio Román El cuaderno azul (1916) 1 Carlos E. B. Ledgard Don Quijote (1899) 1 Ventura García Calderón A la criollita (1924) 1 Abraham Valdelomar Yerba Santa (1904) 1 César Vallejo Más allá de la vida y de la muerte (1923) 1 Francisco Vegas Seminario Taita Dios nos señala el camino (1946) 1 Emilio Romero El pututo (1934) 1 José Diez Canseco Jijuna (1930) 1 Fernando Romero

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El abrazo (1924) 1 Estuardo Núñez El malecón (1928) Puntos (1928) 1 José María Arguedas La agonía del Rasu-Ñiti (1961) 1 Porfirio Meneses Casicha (1946) 1 Sara María Larrabure Peligro (1957) 1 Armando Robles Godoy En la selva no hay estrellas (1971) 1 Glauco Machado Locura 1 Sebastián Salazar Bondy Volver al pasado (1954) 1 Eleodoro Vargas Vicuña Esa vez del huaico (1953) 1 Carlos Thorne El viaje (1955) 1 José Durand Ensalmo del café (1958) 1 Manuel Mejía Valera Una vez por todas (1960) 1 Luis León Herrera Animal fantástico indomesticable (1986) 1 José Bonilla Amado La sequía (1957) 1 Wáshington Delgado La muerte del doctor Octavio Aguilar (1979) 1 Juan Gonzalo Rose La captura (1952)

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1 Carlos Eduardo Zavaleta Juana la campa te vengará (1969) 1 Antonio Gálvez Ronceros El animal está en casa (1979) 1 Tulio Carrasco Látigo (1955) 1 Edgardo Rivera Martínez Ángel de Ocongate (1979) 1 Mario Vargas Llosa El abuelo (1959) 1 Índice de autores 1 Índice cronológico de títulos

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Prólogo Hemos recibido el grato encargo de ordenar una antología de cuentos (mayormente breves) de autores que, en diversas épocas del siglo XX, hayan estudiado o ejercido la docencia en San Marcos. No hay ni habrá otra condición; y por ello esperamos que éste sea sólo el primer tomo. Hacer una historia del cuento peruano en San Marcos es casi coincidir con la del país; aquí, en sus aulas viejas o nuevas, se forjan los llamados "fundadores" del cuento nacional, entre ellos Carlos E. B. Ledgard, Abraham Valdelomar, o José Antonio Román. Los estudios previos de Alberto Escobar y Ricardo González Vigil nos han sevido de principales guías, aunque sin opacar otros esfuerzos y otras antologías. En cuanto a la evolución del género, lo más natural nos parece seguir las escuelas literarias. Así, los primeros textos del siglo pasado brotaron del innegable influjo modernista; sin embargo, a veces en un mismo autor, por ejemplo en Valdelomar, las tendencias románticas, regionalistas y modernista se mezclan. Entre otros, como en Clemente Palma, el modernismo, el decadentismo y la variedad de cultismo le quitaron espontaneidad en la prosa. En cambio, Román escogió con mucho tino sus influjos y sólo le preocupaba escribir bien, aunque quizá "escribir bien", como decía Cortázar, nos aleja del medio donde vivimos. Luego viene otro grueso filón, el de los indigenistas. El tiempo ha termiando por seleccionar a los mejores, y ha premiado a López Albújar no sólo como iniciador de esa tendencia, sino como gran novelista del mestizaje, del mulato, del cholo, de cualquier clase de criollo peruano, y en ese camino lo han acompañado Alegría, Arguedas y Diez Canseco. Cuando los narradores de los 50 empezaron a escribir desplazaron muy rápidamente a los "costumbristas". Así de fuertes son los vientos de la historia y de las modas artísticas. Entre ellos esrán los principales "experimentadores". Dentro de la variadísima profusión de narradores que surgen en 1945, la escuela realista aparece como adalid, pero por poco tiempo; luego, hay toda clase de cruzamientos, de "esperimentos" literarios de verdad, en cuyos extremos quedan lo real y lo fantástico, pero ya nada es puro o nítido. En el segundo volumen veremos aún más clara esa rica ambigüedad. Dicho esto, ¿ cómo ordenar los cuentos ? ¿ Sólo seguir cronológicamente la sucesión de las escuelas y las fechas de nacimiento de los autores ? Y en vez, ¿ cuál cuento

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poner primero, a fin de destacar la evolución del género, el cambio más o menos visible o el posible influjo de ese texto en otros posteriores ? La finalidad de este libro no es demostrar que, en siglo XX, hemos tenido en San Marcos escelentes cuentistas. Eso lo sabe todo el país. Nos importa más señalar aquella evolución del género, quiénes fueron los auténticos pioneros, quiénes los que culminaron mejor las diversa tendencias, y cómo fue la alternancia de gustos y modas. Por ello, ordenar los cuentos por fechas de nacimiento de autores nos parece una costumbre fácil, quizá pedagógica, pero tambíen improductiva. Mejor sería efectuar una segunda lectura, basada en las fechas de publicación (o redacción) de los textos, a fin de seguir realmente el curso del cuento peruano. Para facilitar esa segunda aleccionadora lectura, hemos consignado las fechas de publicación, al final de cada texto, a fin de gozar no sólo de los pioneros, de los que abren los caminos, sino asimismo de los que culminan algunas tendencias. Por otro lado, a veces hemos preferido publicar el primer texto de un autor famoso, para que se vean los humildes comienzos y se contrasten luego con las obras ya logradas, las que conocemos todos. Por lo demás, éste es sólo el primer volumen de la antología que les ofrecemos. Lima, 12 de mayo 2001 450 años de la fundación de San Marcos Carlos Eduardo Zavaleta Sandro Chiri Jaime

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Una historia vulgar Clemente Palma ( 1872 - 1946 ) Un joven médico francés me refirió una historia trágica de amor, que se quedó vivamente grabada en mi memoria y que hoy refiero casi en los mismos términos en que la escuché: Hela aquí: Ernesto Rousselet era un muchacho que intimó conmigo en virtud de no sé qué misteriosas afinidades. Era lorenés y de una familia protestante. Fui el único amigo a quien amó y con quien tuvo verdadera intimidad. Era, sin embargo, de una educación, de un carácter y de un modo de pensar muy distintos a los míos; más aún, completamente opuestos. Ernesto era un puritano: por nada del mundo dejaba de ir los viernes a los oficios y los domingos a oír la lectura de la Biblia en una capilla luterana. A veces le acompañaba yo, y, a pesar de mi espíritu burlón, no podía menos de respetar la honradota fe de mi buen amigo. Ernesto era serio, incapaz de una deslealtad, y su alma noble de niño grande, se transparentaba en todos sus actos y brillaba en la mirada de sus grandes ojos azules, en sus francos apretones de mano, y en la dulzura y firmeza de su voz. Nada de esto quiere decir que Ernesto fuera bisoño y meticuloso, ni que se asustara con las truhanadas propias de los mozos, ni que fuera un mal compañero de diversiones. Cierto es que a muchas asistía sólo por complacerme. Uno de los grandes placeres de Ernesto era hacer conmigo excursiones en bicicleta, de la que era rabioso aficionado. Por más que me esforcé en convencer a Ernesto de que el hombre era ingénitamente perverso y de que la mujer, cuan-do no era mala por instinto, lo era por dilettantismo, no lo con-seguí. El buen Ernesto no creía en el mal; decía que los hombres y las mujeres eran inmejorables, y que la maldad se re-velaba en ellos como una forma pasajera, como una condi-ción fugaz, como una crisis efímera, debida a una organización social deficiente; como una ráfaga que pasaba por el alma humana sin dejar huellas; la maldad era, según él, un estado anormal como la borrachera o la enfermedad. Nada más curioso que las discusiones que teníamos, ya en mi cuarto, ya en el suyo; él, queriendo empapar mi alma en su condescendiente optimismo; yo, tratando de atraerle a mi humorismo, o mejor dicho, a mi pesimismo complaciente también. La

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conclusión era que nos convencíamos de la ine- ficacia de los esfuerzos de nuestra dialéctica, y que encima de nuestras divergencias brillaba más que nunca la luz pura de nuestra amistad. Jamás se permitió Ernesto el lujo de tener una querida. Pensaba que ello era vincular demasiado a una mujer con nosotros por medio de lazos inicuos, y una vez dentro del laberinto impuro, ya no había más puerta de salida que la infamia del abandono. No se cansaba de censurarme que yo tuviera una amiga. —Eres un loco —me decía,— en amar así con tanta prodigalidad. Llegarás a viejo con el alma brumosa y el cerebro y los nervios agotados; llegarás a viejo sin conocer amor puro, el verdadero amor con sus delectaciones espirituales, más duraderas, más hondas y más nobles que el amor epidérmico de que hablaba Chamfort. Conocer mucho a la mujer en ese aspecto es aprender a despreciarla. —Conocer el alma de la mujer —le respondía yo,— es despreciarla más aún. Pero ¿crees tú, Ernesto, que una amiga es sólo un animal de lujo, una muñeca con la que se simula el amor? He ahí tu error. Quizá lo que menos huella hace en un hombre, es lo que tú consideras como principal fin de este género de relaciones. El verdadero goce es el mero convencimiento de la posesión absoluta de una mujer; es saber que somos amados y deseados; es sentir, mientras estudiamos (Ernesto y yo éramos entonces estudiantes de medicina), el pasito menudo de una mujer joven y hermosa, que voltejea en torno de nuestra mesa de trabajo; es la satisfacción que sentiría un cazador de raza al dormitar con las manos meti-das dentro de las lanas de su perro; es un placer psíquico, aquel de sentir, en medio de una disertación sobre un cistosarcoma o una mielitis, que unos brazos sedosos enla-zan nuestro cuello, y una boca, sabia en amor, nos besa en los labios; es reñir y hasta injuriar a una mujer o sufrir sus genialidades y sus nervios, y satisfacer sus caprichos y exigencias; y más que todo eso, es tener la conciencia de que todo ello lo soportamos porque nos da la gana, y en cualquier momento que se nos antoje podemos poner a esa mujer de patitas en la calle. Todo esto y mucho más es el goce que nos proporciona la querida, y que tú no conoces, Ernesto. Crees que esto es el amor incompleto y deformado, porque no tiene la inefable ternura, la fe, el respeto mutuo, el cariño espiritual… Convengo en algo de lo que me dices, por más que esos elementos inmateriales del amor a la amada, no sean com-pletamente ajenos al amor por la querida. Pero a mi vez te pregunto yo: ¿ese cariño que tú preconizas es completo, careciendo de aquello que censuras? Indudablemente que no. Y entre dos amores incompletos, prefiero aquel en que lo que falta es el ensueño a aquel en que lo que falta es la realidad. —Es que casándote después de haber amado con el corazón, obtienes el complemento perfecto, salvándote de las in-famias de la inmoralidad y de los inconvenientes del vicio. —Te agradezco, Ernesto, el buen deseo, pero pienso no seguirlo en mucho tiempo. Opto por mi sistema, que tiene los goces del amor y carece de los horrores de la vinculación le-gal. A pesar de la intimidad que nos unía, jamás había querido Ernesto explayarse conmigo sobre sus relaciones con unas muchachas que vivían en la misma casa que él, en la calle Marbeuf. Probablemente temía que yo formulara algún juicio torcido o arriesgara alguna broma subida que le habría hecho sufrir. Una noche, un amigo le hizo al respecto no sé que alusión, y Ernesto se ruborizó como una niña.

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Estaba yo una tarde escribiendo a mi familia, mientras que mi arpista, una buena muchacha que me hacía compañía, ensayaba en la alcoba un trozo difícil de Tristán e Isolda, cuando entró Ernesto pálido y convulso. Me echó los brazos al cuello y se puso a llorar. Nunca he oído sollozosos más angustiosos y que expresaran un dolor más agudo. —¿Qué es eso, Ernesto, amigo mío?.. ¿Qué tienes? ¿Cartas de Lorena?.. ¿Alguna mala noticia sobre tus padres? —le pregunté consternado. —No, no… Hizo un poderoso esfuerzo para tranquilizarse y, cuando lo consiguió, me refirió en voz baja que a ratos se enronquecía, el motivo de su desesperación. Hacía siete años que era amigo íntimo de dos muchachas llamadas Margot y Suzón Gerault, muchachas muy dignas que vivían con cierta comodidad, debido a una renta de 8,000 francos anuales que producía un inmueble rústico que tenía su padre. Este era un buen señor que, desde que cegó, no quiso salir a la calle, y la vida sedentaria le había hecho engordar hasta la obesidad. Sus hijas le adoraban, y su esposa era una señora muy pequeñita y activa. Ernesto había ido a vivir al piso superior y todas las mañanas, al dirigirse al Liceo primero, y a la Facultad después, veía a las niñas alegres y cariñosas mirando al pobre enfermo. Al poco tiempo ya era amigo de la familia Gerault y pronto intimó. Posteriormente, iba Er- nesto todas las noches a leerle el periódico al papá ciego. Cada vez quedaba Ernesto más hechizado de la sencillez de esa familia, de la sincera cordialidad con que le trataban y de la ingenuidad e inocencia de Margot y Suzón. Ernesto no tenía hermanos y se encontró con que París le ofrecía un hogar, donde halló afectos que no tuvo en su fría Lorena. Margot y Suzón le consultaban todo; a veces salían con él a hacer compras, y algunos domingos iban con él y varias amigas a jugar el cricket a una pradera en Neuilly. Margot era seria; Suzón alegre y bulliciosa, una locuela, un ángel lleno de diablura. Margot era una rubia reflexiva de carácter enérgi- co; tenía unos ojos verdes, misteriosos, de mirada dura que siempre parecían investigar la intención recóndita de cada frase escuchada. Como Margot tenía un criterio frío y sereno, la consultaban sus padres para todo: era en realidad el ama de la casa. Suzón, no tan rubia, tenía dos años menos, y era alocada y precipitada en todo: tenía encantadoras vehemencias que le iluminaban la cara y le hacían brillar los ojos de cervatilla. A cada momento Suzón estaba haciendo jugarretas a Ernesto, y nada había más delicioso que sus carcajadas cristalinas. Una noche, Ernesto se sintió enfermo; pero como estaba tan acostumbrado a ir al departamento de la familia Gerault a leer el periódico al anciano ciego, fue también esta vez. Estaba pálido y febril, pero procuraba ocultar su malestar. Margot le observaba atentamente y le dijo en voz baja a su hermana: —Mira, Suzón, Ernesto está enfermo y, sin embargo, ha venido a leerle el periódico a papá… Suzón se levantó, corrió donde estaba Ernesto, y dándole un sonoro beso en la frente le dijo con adorable vehemencia: —¡Qué bueno eres, Ernesto!.. El pobre mozo desde este momento se sintió realmente enfermo, o, mejor dicho, comprendió que su dolencia física era insignificante al lado de la dolencia moral que desde hacía tiempo le aquejaba sin que ello hubiera notado: el amor; estaba enamorado, no de Margot, cuyo carácter tenía más afini-dades con el suyo, sino de Suzón, la

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vivaracha y revoltosa. Aquello de la fraternidad que la unía con las hermanas Gerault, era una superchería que su pasión había inventado solapadamente para penetrar de un modo artero en su corazón, con el objeto de prevenir los reproches que le hubiera hecho su honradez. Sí, él amaba a Suzón, no como a hermana, sino como a amante, la adoraba como novia, la deseaba como mujer… En los cinco días que duró su enfermedad, y en los que tuvo que guardar cama, la señora y las señoritas Gerault le cuidaron con cariño y asiduidad. Cuando se levantó, ya Suzón y él se habían confesado mutuamente su amor; él, con el respeto y tímida ternura de su alma honrada; ella, con la vehemen- cia de su carácter, con el fogoso apasionamiento con que lo hacía todo. Suzón adoraba los niños; dos o tres chicuelos que vivían en uno de los pisos de la casa, la llevaban confites al regreso de la escuela, y Suzón les correspondía con sonoros besos en las mejillas, y llevándoles a su cuarto a jugar. Suzón y Ernesto eran novios; se casarían cuando él se re-cibiera de médico. Por aquella época llegó a París una tía de Suzón que venía de una ciudad de Auvernia. Era una señora que hablaba un patois incomprensible. Se alojó en casa de los Gerault con sus tres hijos: una niña de doce años, un mozalbete de quince y otro de trece. Estos huéspedes fueron una contrariedad para Ernesto, pues los tres muchachos no estaban sino adheridos a las faldas de su prima Suzón, cuyo carácter jovial y travieso les encantaba, y por tanto dejaban a los novios muy pocas ocasiones de hablar de su amor y de sus proyectos. Los tres muchachos eran algo pervertidos para su edad, pues, apenas veían que Suzón y Ernesto conversaban en voz baja, se hacían guiños maliciosos, por lo que éste les profesaba muy cordial antipatía. Una noche, mientras Ernesto leía el periódico al ciego, oyó que las señoras y las niñas concertaban una visita al Louvre y al Luxemburgo; la provinciana quería conocer algunas de las maravillas de París para embobar allá, en su caserío de un rincón de Auvernia, al cura, al alcalde y al boticario. Ernesto oyó con gran gusto que su novia se quedaría con el ciego. A las dos de la tarde del día siguiente bajó Ernesto para charlar un rato con Suzón. Ya habían salido la provinciana con la señora Gerault, Margot y la primita, y probablemente los dos muchachos. Ernesto entró a la sala: allí estaba el cie-go dormitando en un diván. Ernesto no quiso despertarle y penetró en las habitaciones interiores. Llegó a la habitación de Suzón; supuso que ella estaría también recostada dormitando. Pensó volver más tarde en consideración a su sueño; pero ¡bah!, Suzón preferiría conversar. Empujó la puerta y entró… ¡Ojalá se hubiera caído muerto en el umbral! Regre-só, pasó nuevamente cerca del ciego que dormía, bajó las escaleras y salió a la calle como si nada hubiera pasado. Sentía, sin embargo, que algo le hervía sordamente dentro de su ser, sentía como si algo se le hubiera muerto y podrido en un segundo. ¡Oh puerilidades de la imaginación que evoca asociaciones a veces ridículas hasta en las situaciones más amargas! Ernesto recordaba persistentemente una ocasión en la que fue al gabinete de un dentista para que le hicieran una pequeña operación en la mandíbula inferior, en donde se le había producido una exóstosis en la raíz de un diente. El cirujano le inyectó una buena dosis de cocaína que le anestesió completamente la región enferma. Ernesto sabía que el bis-turí y la sierra le destrozaban los huesos y los músculos y, sin embargo, no sentía dolor alguno. Ese mismo fenómeno, pero en el orden moral, se realizaba en él. Sabía que todas sus ilusiones las había

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destrozado esa mujer, y no sentía el dolor. Y mientras Ernesto iba a la calle Marbeuf, a mi casa, pensaba en banalidades, deteniéndose en las tiendas, observando a los ciclistas y atendiendo a los incidentes mil que se realizan en las calles, y que en otra ocasión le encontraban distraído. Al llegar a la puerta de mi casa, sintió como una bofetada en medio del corazón, y su alma, en una espantosa reacción de dolor, se dio cuenta completa del cataclismo de su amor. Después de haber sollozado un rato en mis brazos y de ha-berse repuesto, me contó lo que acabo de referir. Su rostro pálido y noble tenía la expresión de una infinita tristeza. Durante tres días durmió Ernesto en mi casa, y obligué a mi arpista a que no viniera por algún tiempo. Ernesto tenía horror a su cuartito del tercer piso de la calle Marbeuf. Una noche me decía: —¿Quién le leerá el periódico al pobre viejo?.. Pero no, no quiero ir, porque siento que la amo y que la perdonaría a pe-sar de todo; bastaría que la viera para que este maldito amor me hiciera ver como cosa inocente la infamia que ha cometi-do. Me volvería sutil para perdonar. Ella me diría con ese aire de ingenua pasión: “Te amo, Ernesto, y lo que tanto te ha hecho sufrir fue una calumnia de tus sentidos”. Y yo pensaría que realmente soy un calumniador. No, no quiero verla más. ¡Pobre Ernesto! No hay mayor infortunio que amar a una mujer a quien se desprecia. Una noche no fue a dormir a casa. Pensé que mi buen amigo había optado por creer que el alma de su novia continuaba inmaculada, a pesar de lo que había sucedido, y que al fin había regresado a leerle el perió-dico al ciego. —La cree un cisne, cuyas alas blancas y oleosas ni se mojan ni se manchan en el fango. ¡Bah! ¡Debilidades humanas! Probablemente mañana escribiré a Ivette que ya puede regresar. —Mas no había sido así. Ernesto, antes que transigir con su amor, había optado por el medio más tonto, es cierto, pero el más sencillo y eficaz para extinguirlo: ma-tarse. Se encerró una noche en una casa de huéspedes, tapó las rendijas de las puertas y ventanas, puso bastante carbón en la estufa e interrumpió el tiro de la chimenea. No le bastó eso, porque estaba resuelto a poner fin a su pasión y tomó una buena dosis de láudano y atropina; tampoco le satisfizo: quería morir del modo más dulce posible: colgó de la cabecera de la cama un embudo con algodones empapados en cloroformo; puso su aparato de modo que cada 15 ó 20 segundos caye-ra una gruesa gota en un lienzo que ató sobre sus narices; la absorción del líquido mortífero fue continua durante el sueño de Ernesto, ese sueño que era la primera página de la muerte… ¡Pobre Ernesto! ¡Qué uso tan triste hizo de la terapéutica estudiada en la facultad; qué aplicación tan extraña a la cu-ración de las dolencias del alma, su optimismo tan brutalmente herido, la honrada rectitud de su corazón, su idealis-mo sentimental le mataron más que la lujuria hipócrita de su novia. Le enterramos en Montparnasse. Seis años más tarde, supe que Suzón se había casado con un oficial francés, que fue después a San Petersburgo de agregado militar en la embajada. Un día que me engañó una mujer, se me agrió el espíritu y sin más razón que el deseo de vengarme en el sexo, escribí al esposo de Suzón una pequeña esquela en que decía lo siguiente: “M. LUOIS HERBART. San Petersburgo. “Soy un antiguo conocido de usted y de su estimable esposa, y, en previsión de posibles desavenencias conyugales, me permito dedicarle un aforismo que,

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probablemente, no se le ocurrió a Claude Larcher al escribir su Fisiología del amor moderno. Helo aquí: “Los pilluelos son menos inofensivos de lo que parecen”. No consienta usted que madame Herbart acaricie más chicuelos que los propios. Madame Herbart sabe por qué doy a usted este consejo, que me lo inspiran los manes de mi infortunado amigo Ernesto Rousselet. Créame afec-tísimo servidor de usted y de su esposa”. (1904)

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Dedicatoria a Cuentos Andinos Enrique López Albújar ( 1872 - 1966 ) A MIS HIJOS Hijos míos: Estos cuentos fueron escritos en horas de dolor. Un grito de rebeldía de mi conciencia puso mi corazón entre el engranaje de la disciplina judicial y durante noventa días tuve que soportar el suplicio de la trituración y el asqueroso gesto de malicia con que las gentes ven siempre a los que yerran o caen. ¿Mi culpa? Una prevaricación. En la alternativa de condenar por una falta (¿por qué delito?) que todos los hombres honrados cometen diariamente, sin perder por ello la estimación pública, y la de absolver, para tranquilizar mi conciencia, no vacilé en apartarme voluntariamente del camino que me indicaba la ley. Pre-ferí ser hombre a ser juez. Preferí desdoblarme para dejar a un lado al juez y hacer que el hombre con sólo un poco de humanismo salvara los fueros del ideal. Y aunque el sentido común —ese escudero importuno de los que llevamos un pedazo de Quijote en el alma— me declamó por varios días sobre los riesgos que iba a correr en la aventura judicial, opté por taparme los oídos y seguir los impulsos del corazón. Tal vez os parezca extraño mañana, cuando os deis cuenta de mi aventura, que un juez tenga corazón. Parece que la ley, mejor dicho, nuestra ley, no permite esta clase de entrañas en los encargados de aplicarla. Y es que la ley tiene encima otra ley, más fuerte y más inexorable que ella: la rutina, y ésta, un fiscal, un inquisidor, pronto a entregarla a los esbirros de la transgresión: el precedente. ¿Hice bien? Don Quijote diría que sí. Panza diría que no. Vosotros no podéis decir nada todavía; la edad os incapacita para apreciar el valor de mi actitud. Posiblemente cuando llegue ese día, cuando vuestra razón, llena de ese sentido práctico que en la vida lleva fácilmente al triunfo de todas las aspiraciones, se detenga un instante a meditar sobre las bellas locuras de vuestro padre, os estremeceréis al ver cómo una rebeldía suya estuvo a punto de truncar su porvenir y de echaros a perder el pan que oscuramente ganaba para vosotros. Si llegárais a pensar así lo sentiría profundamente; lo sentiría aunque estuviese muerto, porque así acreditaríais que entre vosotros y yo no

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había existido más vínculo que el del nombre, y que lo más íntimo de mi ser, aquello que lleva en sí todo lo que eleva o rebaja, todo lo que nos hace fuertes ante las tentaciones de la vida, todo lo que nos hace sentirnos realmente hombres, la personalidad, no había sido trasmitida por mi sangre a vuestra sangre. Entonces pensaréis como todos, seréis como todos, en un país donde, precisamente, hay que pensar distinto de los demás y gritar las propias ideas para que los sordos del espíritu las escuchen por más rudas o extrañas que sean. Sobre este punto podría escribiros un libro; quizá sí debí escribirlo en los amargos días de la suspensión; pero me pareció mejor hacer destilar un poco de miel a mi corazón en vez de acíbar; entregarme a las gratas y ennoblecedoras fruiciones del Arte y no a los arrebatos de la pasión y del desengaño. Por eso he venido en hablar en este libro de los hombres y de las cosas, en cuyo medio vivo realizando obra de amor y de bien. Verdad es que he puesto en él mucho de sombrío y de trágico, pero es que el medio en que todo aquello se mueve es así, hijos míos, y yo no he querido sólo inventar, sino volcar en sus páginas cierta faz de la vida de una raza, que si hoy parece ser nuestra vergüenza, ayer fue nuestra gloria y mañana tal vez sea nuestra salvación. Y por eso os dedico este libro. Ved en él sólo lo que debéis ver: un esfuerzo de serenidad en medio del sufrimiento. No lo toméis como una lección de experiencia para en las horas de vuestras grandes dudas, de vuestros torturantes conflictos, al recordar la causa que lo originó, os apresuréis a echaros por el fácil camino de la rutina y del acomodo. No; que os sirva para ser irreductibles en el bien, para que cuando el caso lo exija, sepáis tirar el porvenir, por más valioso que sea, a las plantas de vuestra conciencia y de vuestros principios, porque —oídlo bien— el ideal es lo único que dignifica la vida, y los principios, lo único que salva a los pueblos. Vuestro padre. (1920) ENRIQUE

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Como habla la coca Enrique López Albújar ( 1872 - 1966 ) Me había dado a la coca. No sé si al peor o al mejor de los vicios. Ni sé tampoco si por atavismo o curiosidad, o por esa condición fatal de nuestra naturaleza de tener siempre algo de qué dolerse o avergonzarse. Y, mirándolo bien, un vicio, inútil para mí; vicio de idiota, de rumiante, en que la boca del chacchador acaba por semejarse a la espumosa y buzónica del sapo, y en que el hombre parece recobrar su ancestral parentesco con la bestia. Durante el día la labor del papel sellado me absorbía por completo la voluntad. Todo eran decretos, autos y sentencias. Vivía sumergido en un mar de considerandos legales; filtrando el espíritu de la ley en la retorta del pensamiento; dándole pellizcos, con escrupulosidad de asceta, a los resobados y elásticos artículos de los códigos, para tapar con ellos el hueco de una débil razón; acallando la voz de los hondos y humanos sentimientos; poniendo debajo de la letra inexorable de la ley todo el humano espíritu de justicia de que me sentía capaz, aunque temeroso del dogal disciplinario, y secando, por otra parte, la fuente de mis inspiraciones con la esponja de la rutina judicial. Bajo el peso de este fardo de responsabilidades, el vicio, como el murciélago, sólo se desprendía de las grietas de mi voluntad y echábase a volar a la hora del crepúsculo. Era entonces cuando a la esclavitud razonable sucedía la esclavitud envilecedora. Comenzaba por sentir sed de algo, una sed ficticia, angustiosa. Daba veinte vueltas por las habitaciones, sin objeto, como las que da el perro antes de acostarse. Tomaba un periódico y lo dejaba inmediatamente. Me levantaba y me sentaba en seguida. Y el reloj, con su palpitar isócrono, parecía decirme: chac… chac… chac… chac… chac…chac… Y la boca comenzaba a hacérseme agua. Un día intenté rebelarme. ¿Para qué es uno hombre sino para rebelarse? “Hoy no habrá coca —me dije—. Basta ya de esta porquería que me corrompe el aliento y deja en mi alma pasividades de indio”. Y poniéndome el sombrero salí y me eché a andar por esas lóbregas calles como un noctámbulo. Pero el vicio, que en las cosas del hombre sabe más que el hombre, al verme salir, hipócrita, socarrón, sonrió de esa fuga. ¿Y qué creen ustedes que hizo? Pues no me

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cerró el paso; no imploró el auxilio del deseo para que viniese a ayudarle a convencerme de la necesidad de no romper con la ley respetable del hábito; no me despertó el recuerdo de las sensaciones experimentadas al lento chacchar de una cosa fresca y jugosa; ni siquiera me agitó el señuelo de una catipa evocadora del porvenir, en las que tantas veces había pensado. “Anda, —pareció decirme—, anda, que ya volverás más sometido que nunca”. Y comencé a andar, desorientado, rozándome indiferente con los hombres y las cosas, devorando cuadras y cuadras, saltando acequias, desafiando el furioso tartamudeo de los perros, lleno de rabia sorda contra mí mismo y procurando edificar, sobre la base de una rebeldía, el baluarte de una resolución inquebrantable. Y, cuando más libre parecía sentirme de la horrible sugestión, una fuerza venida de no sé donde, imperiosa, irresistible, me hizo volver sobre mis pasos, al mismo tiempo que una voz tenue, musitante, comenzó a vaciar sobre la fragua de mis protestas, un chorro inagotable de razonamientos, interrogándose y respondiéndoselo todo. —¿Has caminado mucho? ¿Te sientes fatigado? ¿Sí? ¿No hay nada como una chaccha para la fatiga; nada. La coca hace recobrar las fuerzas exhaustas, devuelve en un instante lo que el trabajo se ha robado en un día. Di la verdad, ¿no quisieras hacer una chacchita, una ligera chacchita?.. Parece que mi pregunta no te ha disgustado. Pero para eso es indispensable sentarse, y en la calle esto no sería posible. El cargo y el traje te lo impiden. Si estuvieras de poncho… ¿Qué? ¿No quieres volver a tu casa todavía? ¡Una tontería! Porque para lo que hay que ver lo tienes ya visto, y lo que no has visto es porque no lo debes ver. Vamos, cede un poco. La intransigencia es una camisa que debe mudarse lo menos dos veces por semana, para evitar el riesgo de que huela mal. No hay cosa que haga fracasar más en la vida que la intransigencia. Y si no, fíjate en todos nuestros grandes políticos triunfadores. Cuando han ido por el riel de la intransigencia, descarrilamiento seguro. Cuando han ido por la carretera de las condescendencias y de las claudicaciones, han llegado. Y en la vida lo primero es llegar. No te empecines, regrésate. A no ser que prefieras una chaccha sobre andando. Porque lo que es coca no te ha de faltar. Busca, busca. ¿Estás buscando en el bolsillo de la izquierda? En ése no; en el de la derecha. ¿Ves? Son dos hojitas que escaparon de la chaccha devoradora de anoche. Dos, nada más que dos. ¿Cómo?.. ¿Vas a botarlas? ¡Qué crimen! Un rasgo de soberbia, de cobardía, que no sienta bien en un hombre fuerte como tú. ¿Tanto le temes a ese par de hojitas que tienes en la mano? ¡Ni que fueras fumador de opio! Mira, el opio es fiebre, delirio, ictericia, envilecimiento. El opio tiene la voracidad del vampiro y la malignidad de la tarántula. Carne que cae entre sus garras la aprieta, la tortura, la succiona, la estruja, la exprime, la diseca, la aniquila… Es un alquimista falaz, que, envuelto en la púrpura de su prestigio oriental, va por el mundo escanciando en la imaginación de los tristes, de los adoloridos, de los derrotados, de los descontentos, de los insaciables, de los neuróticos, un poco de felicidad por gotas. Pero felicidad de ilusión, de ensueño, de nube, que pasa dejando sobre la placa sensible del goce fugaz el negativo del dolor. La coca no es así. Tú lo sabes. La coca no es opio, no es tabaco, no es café, no es éter, no es morfina, no es hachisch, no es vino, no es licor… Y, sin embargo, es todo esto junto. Estimula, abstrae, alegra, entristece, embriaga, ilusiona, alucina, impasibiliza… Pero, sobre todos aquellos cortesanos del vicio, tiene la sinceridad de no disfrazarse, tiene la virtud de su fortaleza y la gloria de no ser vicio. ¿Qué sí lo es?

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Bueno, quiero que lo sea. Pero será, en todo caso, un vicio nacional, un vicio del que deberías enorgullecerte. ¿No eres peruano? Hay que ser patriota hasta en el vicio. No sólo las virtudes salvan a los pueblos sino también los vicios. Por eso todos los grandes pueblos tienen su vicios. Los ingleses tienen el suyo: el whisky. Una estupidez destilada de un tubérculo. ¿Y los franceses? También tienen su vicio: el ajenjo. Fíjate: el ajenjo, que en la paz le ha hecho a Francia más estragos que Napoleón en la guerra. ¿Y los rusos? Tienen el vodka; y los japoneses, tienen el sake; y los mejicanos el pulque. Y los yanquis ginjoismo, que también es un vicio. Hasta los alemanes no escapan a esta ley universal. Son tan viciosos como los ingleses y los franceses juntos. ¿Qué sería de Alemania sin cerveza? Pregúntale a la cebada y al lúpulo y ellos te contarán la historia de Alemania. La cerveza es la madre de sus teorías enrevesadas y acres, como arenque ahumado, y de su militarismo férreo, militarismo frío, rudo, mastodónico, geófago, que ve la gloria a través de las usinas y de los cascos guerreros. Sí. Según lo que se come y lo que se bebe es lo que se hace y se piensa. El pensamiento es hijo del estómago. Por eso nuestro indio es lento, impasible, impenetrable, triste, huraño, fatalista, desconfiado, sórdido, implacable, vengativo y cruel. ¿Cruel he dicho? Sí; cruel sobre todo. Y la crueldad es una fruición, una sed de goce, una reminiscencia trágica de la selva. Y muchas de esas cualidades se las debe a la coca. La coca es superior al trigo, a la cebada, a la papa, a la avena, a la uva, a la carne… Todas estas cosas, desde que el mundo existe, viven engañando el hambre del hombre. ¿Qué cosa es un pan, o un tasajo, o un bock de cerveza, o una copa de vino ante un hombre triste, ante una boca hambrienta? La bebida engendra tristezas pensativas de elefante o alegrías ruidosas de mono. Y el pan no es más que el símbolo de la esclavitud. Un puñado de coca es más que todo eso. Es la simplicidad del goce al alcance de la mano; una simplicidad sin manipulación, ni adulteraciones, ni fraudes. En la ciudad el vino deja de ser vino y el pan deja de ser pan. Y para que el pobre consiga comer realmente pan y beber realmente vino, es necesario que primero sacrifique en la capilla siniestra de la fábrica un poco de alegría, de inteligencia, de sudor, de músculo, de salud… La coca no exige estos sacrificios. La coca da y no quita. ¿Te ríes? Ya sé por qué. Porque has oído decir a nuestros sabios de biblioteca que la coca es el peor enemigo de la célula cerebral, del fluido nervioso. ¿La han probado ellos como la has probado tú?.. Te pones serio. ¿Crees tú que la coca usada hasta el vicio sea un problema digno de nuestros pedagogos? Tal vez así lo piensen los fisiólogos. Tal vez así lo crean los médicos. Pero tú bien puedes reírte de los médicos, de los químicos y de los fisiólogos… Y es que la coca no es vicio sino virtud. La coca es la hostia del campo. No hay día en que el indio no comulgue con ella. ¡Y con qué religiosidad abre su huallqui, y con qué unción va sacando la coca a puñaditos, escogiéndola lentamente, prolijamente, para en seguida hacer con ella su santa comunión! Y para augurar también. La coca habla por medio del sabor. Cuando dulce, buen éxito, triunfo, felicidad, alegría… Cuando amarga, peligros, desdichas, calamidades, pérdidas, muerte… No sonrías. Es que tú nunca has querido consultarla. Te has burlado de su poder evocador. Te has limitado a mascarla por diletantismo. No bebes, no fumas, no te etero-manizas, ni te quedas estático, como cerdo ahíto, bajo las sugestiones diabólicas del opio. Tenías hasta hace poco el orgullo de tu temperancia; de que tu inspiración fuese obra de tu carne, de tu espíritu, de ti mismo. Pero aquello no era propio de un artista. El arte y el vicio son hermanos. Hermandad eterna, satánica. Lazo de dolor… Nudo de pecado. Los imbéciles no tienen

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vicios; tienen apetitos, manías, costumbres. ¿Una herejía? ¡Una verdad!.. El vicio es para el cuerpo lo que el es-tiércol para las plantas. Tenías por esto que tener un vicio: tu vicio. Como todos. Poe lo tuvo; Baudelaire lo tuvo… Y Cervantes también: tuvo el vicio de las armas, el más tonto de los vicios. ¡Bah!, debes estar contento de tener tú también tu vicio. Ahora, si dudas de la virtud pronosticadora de la coca, nada más fácil: vuélvete a tu casa y consúltala. Pruébala aunque sea una vez, una sola vez. Una vez es ninguna, como dice el adagio. Mira, llegas a tu casa, entras al despacho, te encierras con cualquier pretexto, para no alarmar a tu mujer, finges que trabajas y luego del cajón que ya tú sabes, levemente, furtivamente, como quien condesciende con la debilidad de un camarada viejo y simpático, sacas un aptay, no un purash, como el indio glotón, nada más que un aptay de eso; y en seguida te repantigas, y, después de prometerte que será la última vez que vas a hacerlo, la última —hasta podrías jurarlo para dejar a salvo tu conciencia de hombre fuerte— comienzas a masticar unas cuantas hojitas. No por vicio, por supuesto. Puedes prescindir del vicio en esta vez. Lo harás por observación. Tú eres el observador y hay que observar in corpore sane los efectos de la hoja alcalina. Y, sobre todo, consultarla, es decir, hacer una catipa. ¿Qué perderías con ello?.. Si te irá bien en el viaje que piensas hacer a la montaña… Si tu próximo vástago será varón o hembra… Si estás en la judicatura firme, tan firme que un empujón político no te podrá tumbar. (Porque en este país, como tú sabes, ni los jueces están libres de las zancadillas políticas). O si estás en peligro de que los señores de la Corte te cojan cualquier día de las orejas y te apliquen una azotaína disciplinaria. Y al hacer tu catipa debes hacerla con fe, con toda la fe india de que tu alma mestiza es capaz. Te ruego que no sonrías. Tú crees que la palabra es solamente un don del bípedo humano, o que sólo con sonidos articulados se habla. También hablan las cosas. Las piedras hablan. Las montañas hablan. Las plantas hablan. Y los vientos, y los ríos y las nubes… ¿Por qué la coca —esa hada bendita— no ha de hablar también? ¿No has visto al indio bajo las chozas, tras de las tapias, en los caminos, junto a los templos, dentro de las cárceles, sentado impasiblemente, con el huallqui sobre las piernas, en quietud de fakir, masticando y masticando horas enteras, mientras la vida gira y zumba en torno suyo, cual siniestro enjambre? ¿Qué crees tú que está haciendo entonces? Está orando, está haciendo su derroche de fe en el altar de su alma. Está haciendo de sacerdote y de creyente a la vez. Está confortando su cuerpo y elevando su alma bajo el imperio invencible del hábito. La coca viene a ser entonces como el rito de una religión, como la plegaria de un alma sencilla, que busca en la simplicidad de las cosas la necesidad de una satisfacción espiritual. Y así como el hombre civilizado tiende a la complicación, al refinamiento por medio de la ciencia, el indio tiende a la simplicidad, a la sencillez, por medio de la chaccha. El hombre civilizado tiene la superstición complicada de los oráculos, de los esoterismos orientales; el indio, la superstición del cocaísmo, a la que somete todo y todo lo pospone. Una chaccha es un goce; una catipa, una oración. En la chaccha el indio es una bestia que rumia; en la catipa, un alma que cree. Prescinde tú de la chaccha, si quieres, pero catipa de cuando en cuando, y así serás hombre de fe. La fe es la sal de la vida. Por eso el indio cree y espera. Por eso el indio soporta todas las rudezas y amarguras de la labor montañesa, todos los rigores de las marchas accidentadas y zigzagueantes, bajo el peso del fardo abrumador, todas las exacciones que inventa contra él la

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rapacidad del blanco y del mestizo. Posiblemente la coca es la que hace que el indio se parezca al asno; pero es la que hace también que ese asno humano labore en silencio nuestras minas; cultive resignado nuestras montañas antropófagas; transporte la carga por allí por donde la máquina y las bestias no han podido pasar todavía; que sea el más noble y durable motor del progreso andino. Un asno así es merecedor de pasar a la categoría de hombre y de participar de todas las ventajas de la ciudadanía. Y todo, por obra de la coca. Sí, a pesar de tu incrédula sonrisa. ¿Qué te crees tú? Si hubiera un gobierno que prescribiera el uso de la coca en las oficinas públicas, no habrían allí despotismos de lacayo, ni tratamientos de sabandija. Porque la coca —ya te lo he dicho— comienza primero por crear sensaciones y después, por matarlas. Y donde no hay sensaciones los nervios están demás. Y tú sabes también que los nervios son el mayor enemigo del hombre. ¡Cuántos cambios ha sufrido la historia por culpa de los nervios! La fatiga, el hambre, el horror, el dolor, el miedo, la nostalgia, son los heraldos de la derrota. Y la derrota es un producto de la sensibilidad. ¡Ah!, si se le pudiera castrar al hombre la sensibilidad —la sensibilidad moral siquiera— la fórmula de la vida sería una simple fórmula algebraica. Y quién sabe si con el álgebra el hombre viviría mejor que con la ética. ¿Has meditado alguna vez sobre la quietud bracmánica? Ser y no ser en un momento dado es su ideal: ser por la forma, no ser por la sensibilidad. Lo que, según la vieja sabiduría indostánica, es la perfección, el desprendimiento del karma, la liberación del ego. ¡La liberación! ¿Has oído! Y la coca es un inapreciable medio de abstracción, de liberación. Es lo que hace el indio: nirvanizarse cuatro o seis veces al día. Verdad es que en estas nirvanizaciones no entra para nada el propósito moral, ningún deseo de perfeccionamiento. Él sabe, por propia experiencia, que la vida es dolor, angustia, necesidad, esfuerzo, desgaste, y también deseos y apetitos; y como la satisfacción o neutralización de todo esto exige una serie de actos volitivos, más o menos penosos, una contribución intelectual, más o menos enérgica, un ensayo continuo de experiencias y rectificaciones, el indio, que ama el yugo de la rutina, que odia la esclavitud de la comodidad, prefiere, a todos los goces del mundo, esquivos, fugaces y traidores, la realidad de una chaccha humilde, pero al alcance de su mano. El indio, sin saberlo, es schopenhauerista. Schopenhauer y el indio tienen un punto de contacto: el pesimismo, con esta diferencia: que el pesimismo del filósofo es teoría y vanidad, y el pesimismo del indio, experiencia y desdén. Si para el uno la vida es un mal, para el otro no es mal ni bien, es una triste realidad, y tiene la profunda sabiduría de tomarla como es. ¿De dónde ha sacado esta filosofía el indio? ¿No lo sabes tú, doctor de la ley? ¿No lo sabes tú, repartidor de justicia por libras, buceador de conciencias pecadoras, sicólogo del crimen, químico jubilado del amor, héroe anónimo de las batallas nauseabundas del papel sellado? ¡Parece mentira! ¿Pues de dónde había de sacarla sino del huallqui…? Del huallqui, arca sagrada de su felicidad. ¿Y hay nada más cómodo, más perfecto, que sentarse en cualquier parte, sacar a puñados la filosofía y luego, con simples movimientos de mandíbula, extraer de ella un poco de atarxia, de suprema quietud? ¡Ah!, si Schopenhauer hubiera conocido la coca habría dicho cosas más ciertas sobre la voluntad del mundo. Y si Hindenburg hubiera catipado después del triunfo de los Lagos Manzurianos, la coca le habría dicho que detrás de las estepas de la Rusia estaba la inexpugnable Verdún y la insalvable barrera del Marne.

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Sí, mi querido repartidor de justicia por libras; la coca habla. La coca revela verdades insospechadas, venidas de mundos desconocidos. Es la Casandra de una raza vencida y doliente; es una biblia verde de millares de hojas, en cada una de las cuales duerme un salmo de paz. La coca, vuelvo a repetirlo, es virtud, no es vicio, como no es vicio la copa de vino que diariamente consume el sacerdote de la misa. Y catipar es celebrar, es ponerse el hombre en comunión con el misterio de la vida. La coca es la ofrenda más preciada del jirca, ese dios fatídico y caprichoso, que en las noches sale a platicar en las cumbres andinas y a distribuir el bien y el mal entre los hombres. La coca es para el indio el sello de todos sus pactos, el auto sacramental de todas sus fiestas, el manjar de todas sus bodas, el consuelo de todos sus duelos y tristezas, la salve de todas sus alegrías, el incienso de todas sus supersticiones, el tributo de todos sus fetichismos, el remedio de todas sus enfermedades, la hostia de todos sus cultos… Después de haberme oído todo esto, ¿no querrías hacer una catipa? ¿Estás seguro de tu porvenir? ¿No querrías saber algo de tu porvenir? ¿Te molesta mi invitación? ¡Ingrato!.. Ya estás cerca de tu casa. Apura un poco más el paso. Así… así. Has subido a trancos las escaleras. Buena señal. Ya estás en el despacho. Siéntate. ¿Para qué te descubres? La catipa puede hacerse encasquetado. Es un rito absolutamente plebeyo. El respeto es convencionalismo. ¿Qué cosa ha crujido? ¡Ah!, es el cajón que ya tú sabes. ¡Y cómo cruje también lo que hay adentro! Parece que se rebela contra los codiciosos garfios de tu diestra. La coca es así; cuando se entrega parece que huye. Como la mujer… como la sombra… como la dicha… Pero no importa que cruja. Ya la has cogido. ¿Quisieras ahora catipar? ¿Sí? ¡Muy bien! Pero pon fe, mucha fe. Escoge aquella de pintas blancas; es la más alcalina y la que mejor dice la verdad del misterio. ¿La sientes dulce? No. No te sabe a nada todavía. Sólo vas sintiendo un poco de torpor en la lengua; es la anestesia, hada de la quietud y del silencio, que comienza a inyectar en tu carne la insensibilidad. ¡Cuidado con que llegues a sentirla amarga! ¡Cuidado! ¿Qué? ¿Te has estremecido? ¿Sientes en la punta de la lengua una sensación? ¿Te está pareciendo amarga? ¿No te equivocas? Es que le has preguntado algo. ¿Qué le has preguntado?.. Callas, la escupes. ¿Te ha dado asco? No. Es que la has sentido amarga, muy amarga. ¡Perdóname! Yo habría querido que la sintieras dulce, pero muy dulce. Cuarentiocho horas después, a la caída de una tarde, llena de electricidad y melancolía, vi un rostro, bastante conocido, aparecer entre la penumbra de mi despacho. ¿Un telegrama? Me asaltó un presentimiento. No sé por qué los telegramas me azoran, me disgustan, me irritan. Ni cuando los espero, los recibo bien. No son como las cartas, que sugieren tantas cosas, aun cuando nada digan. Las cartas son amigos cariñosos, expansivos, discretos. Los telegramas me parecen gendarmes que vinieran por mí. Abrí el que me traía en ese instante el mozo y casi de un golpe leí esta lacónica y ruda noticia: “Suprema suspendido usted ayer por tres meses motivo sentencia juicio Roca–Pérez. Pida reposición”. ¡Un hachazo brutal, el más brutal de los que había recibido en mi vida!

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El cuaderno azul José Antonio Róman ( 1873 - 1920 ) Una espléndida noche de luna, vagando por las calles de la ciudad, hallé en la acera un cuaderno de tafilete azul con abrazaderas de níquel. Una vez que estuve en mi estancia, lo leí atentamente: eran tristes confidencias de un alma que sufrió mucho, gemidos arrancados por la desesperación y vaciados en aquellas páginas cuajadas de una letra menuda, muy delgada y de rasgos complicadísimos, reveladores de una fina neurosis. No sé si tengo derecho para entregar a la curiosidad de los lectores esta tierna memoria; pero son tan sugerentes esos párrafos vibrantes de extraño subjetivismo y llenos de dulce melancolía, esos estados de alma descritos sencillamente y en un estilo abandonado, que no puedo resistir a la tentación de publicarla, alterando las fechas, ocultando los nombres propios y reduciendo a unas cuantas páginas todo aquel memorial íntimo. Marzo 18 ¡Cómo caen con triste lentitud los copos de la nieve, interminables y tembladores! Una infinita melancolía se desprende insensiblemente de tantas cosas blancas: la campiña, las casas y los lejanos montes. Esta blancura desesperante que por todas partes me rodea, oprime angustiosamente mi corazón: tengo frío y pena. Y en las noches, al cubrirme con las abrigadoras frazadas de mi lecho, dominada por invencible miedo, silbos inauditos del viento, horrísonos estampidos de la tormenta, pueblan mi imaginación de espantosas pesadillas que me despiertan presa de convulsivos sollozos. Por las mañanas al contemplar en el espejo la horrible palidez que en mi rostro dejan los terrores nocturnos, reviven en mí raras ideas de desolación y muerte: creo en una horrible desgracia que amenaza a mi hogar y a cada instante, a medida que transcurren las horas y mi marido no regresa pronto, presiento no sé qué desdicha. Y si repentinamente unos brazos me enlazan por el talle, mientras unos labios ansiosos sofocan el grito de espanto que iba a lanzar, un calofrío de terror recorre mis miembros y mi cuerpo laxo, casi desfalleciente se dejar llevar sin oponer resistencia.

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Entonces, mi marido, sentándose a mi lado en el sofá y acariciando entre sus manos las mías, exclama burlonamente: “ya están los nervios en danza, pequeña mía; ya empieza la nieve a enfermarte”. Y en efecto, la nieve me mata silenciosa y lentamente, así como se abate sobre los campos. Me siento poseída fuertemente por la nevada incesable y abrumadora; yo no quisiera morir entre esta nieve. ¡Cómo tendría frío bajo mi cruz de hierro allá en un blanco rincón del cementerio! Y las tétricas visiones, que rondan la cabecera de mi cama durante las noches glaciales, parecen sonreírse irónicamente de mis dolores, y agitándose extravagantes extienden sus flotantes velos, como si quisiesen formarme un inmenso sudario. ¡Dios mío!, qué triste es morir entre estas grises brumas y bajo la nieve que cae pausada y sin ruido, así como la tierra sobre el ataúd. Marzo 25 Al cabo de algunos días abandoné el lecho, y al abrir las ventanas de mi aposento el blanco reflejo de la nieve hiere mi vista. Entonces, no he podido contenerme y un llanto profundo y desolador ha brotado de mi pecho. Esto me consume. Pienso, por vía de contraste, en mi ciudad natal, alegre, siempre cálida, y en cuyo cielo de un hermoso azul sereno luce brillante el sol; yo desearía ahora un poco de luz y calor; eso bastaría para alejar de mi espíritu esta perdurable niebla. En estas horas de desencanto acuden consoladores a mi mente felices recuerdos de mi infancia pasada en Lima, toda iluminada, exhalando alegría, y veo dibujarse su aspecto de ciudad antigua y extraña, mostrando sus vetustas casas llenas de venerables leyendas y sus templos polvorientos y alborotadores con sus cascadas campanas. En una inolvidable noche buena, entre el estallido de los cohetes y el rebullicio de la gente, en los portales resplandecientes de luz eléctrica, conocí al que es hoy mi esposo. ¿Cómo no sentirme impresionada con aquel rostro de nobles facciones, con aquellos ojos grandes, profundos y soñadores? Y mucho tiempo, antes de cerrar los párpados, tuve ante mis ojos la grata visión de sus rubios y sedosos bigotes. Poco después éramos novios; y más tarde, en una clara y estrellada noche de verano, unimos nuestros destinos ante el altar de la Iglesia de la Recoleta. Numerosa concurrencia, efusivos apretones de mano, abrazos prolongados y cariñosos de amiguitas íntimas, carreras estruendosas de los carruajes que hacían temblar los vidrios de las ventanas y detenerse, sorprendidos, a los pacíficos burgueses, todo aquello pasa ahora en confusión por mi rubia cabecita. Pero, ¡cuán lejanos están esos cuadros de felicidad! Nunca podré olvidarme del viaje en ferrocarril, que hicimos meses después; mi marido, un joven ingeniero, había obtenido un ventajoso empleo en una mina cerca del pueblo de Yauli. Partimos muy de mañana entre una menuda llovizna que humedecía las aceras y ráfagas de viento helado; el tren nos llevaba velozmente haciendo deslizarse, como sombras de ensueño, el río rumoroso, las blancas haciendas y los silbadores cañaverales. Sólo un recuerdo conservo fijo y tenaz, imborrable a pesar de mis presentes dolores: el cementerio muy basto sombreado por el ramaje de los cipreses y geométricamente dividido en cuarteles que mostraban huecos oscuros y amenazadores; allí dormía mi padre su postrer sueño; no le conocí bien; pero mi madre dice que me quiso mucho.

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Siento pasos. Es mi marido que llega, y como siempre contento, ensordeciéndome con su voz timbrada y robusta. Le escucho cantar su romanza favorita: La donna é mobile. Me hacen horrible daño esas notas de júbilo, me parece percibir en su canción no sé qué incógnita ironía. ¿Sería capaz de burlarse de mis sufrimientos? ¡Bah!, como todos los hombres, no es más que un simple egoísta. Se aproxima a mi estancia, ocultaré mi cuaderno... Mayo 12 Hoy a la hora del almuerzo una crisis de nervios me sacudió profundamente. La provocó mi marido. Estábamos frente a frente; por la abierta ventana del comedor entraba la regocijadora luz del mediodía, que hacía espejear a las copas y ponía fantásticas aureolas en torno de los platos. De la pulida hoja de un cuchillo, partía un vivo fulgor que yendo a iluminar su cara acentuaba con distinción sus vigorosas facciones. Comía con voraz apetito; sus mandíbulas se dislocaban entregadas a la masticación y en sus ojos brillaba un grosero bie-nestar. En aquel momento se apoderó de mí un intenso odio, y comprendí al hombre en todo lo que tiene de más abyecto y repugnante. Después de beber el vino, limpiándose las extremidades de su bigote, me envió una afectuosa sonrisa que sublevó mi asco, y con infinito pesar, poseído mi espíritu por una desoladora tristeza, pensé en la multitud de veces que esos labios sanguíneos, gruesos, relucientes por la grasa de los aliemntos, habían saciado en los míos su sed de placer. Me detestaba a mí misma por haber sido la esclava sumisa a sus menores caprichos e instintivamente me miré las manos, figurándome descubrir en ellas las máculas dejadas por su contacto. ¡Cómo me mortificaba el recordar que el mismo espasmo, que la misma convulsión erótica había hecho vibrar nuestros organismos! Alrededor de la mesa había un aire de combate, un espíritu de discordia, que sellando nuestros labios tornaba penosa nuestra situación. Y el ruido de su tenedor al chocar con el cuchillo, el argentino rumor de las botellas al ser removidas por sus manos, despertaban en mí una sorda ira; por el lento chisporroteo de los encendidos cirios. Y presa del desvarío creí que en medio de mi alcoba, dibujada sobre el suelo de su rígida silueta, tapado con un blanco sudario, yacía un cadáver. ¿Era él?, ¿era yo? No pude distinguir bien, pero un calofrío de muerte recorrió mis nervios e hizo erizarse a mis cabellos... Mayo 30 Algo nuevo que no sean lamentaciones de un alma enferma, tengo hoy que escribir. Hay huésped en la casa. Llegó anoche cuando concluíamos de comer y acababa yo de recogerme. Solamente esta mañana nos hemos conocido; su aspecto es simpático y su rostro, afable. Ha sido antiguo condiscípulo de mi esposo. Al recorrer estos lugares se le había ocurrido la idea de hacer una visita al viejo amigo, cumpliendo al mismo tiempo un encargo que para mí recibió de mi familia. Me entregó varias cartas y un pequeño obsequio debido a la inagotable ternura maternal. Todo esto lo dijo sonriéndose y acariciando sus finos bigotes de un intenso color negro, que resaltaba en la blancura clorótica de su cara.

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Le di las más efusivas gracias, y deseosa de leer los caros renglones escritos por la temblona mano de mi madre, me retiré discretamente, dejándole entregado a una amena charla con mi marido. ¡Luego, saboreé aquellas amadas frases con esa ansia febril con la que el calenturiento bebe la pócima refrescadora. ¡Ah!, bien necesitaba yo aquel dulce lenitivo, de la horrenda tempestad moral que había conmovido mi alma. También había cartas de mis hermanas y una de ellas, Clarita, mi predilecta, con quien jugaba a las muñecas a pesar de mis años, me enviaba sus primeros garrapatos gruesos, borrosos, pintándome con sus palabras mal escritas un enternecedor cariño filial. Muchas veces entre caricaturescos borrones de tinta, veíase repetida la frase “mamita mía”; luego con esa encantadora volubilidad de la niñez, sin omitir los menores detalles de sus aventurillas, me lo contaba todo. Y pensé en mi buena madre con su aire dulce y tranquilo, lanzando aquí una expresión afectuosa, allá una suave reprensión al vigilar las labores domésticas, siempre atareada y risueña. Veía a mis hermanas crecer en belleza y virtudes, prontas a transformarse en amantes esposas, ingenuamente confiadas en los goces conyugales. Enseguida, contemplaba la catástrofe subitánea e inevitable. Entonces, sintiendo una horrible amargura, odiando la vida tan llena de iniquidades, queriendo arrebatar a la desgracia algunas cuantas víctimas, formé el firme propósito de que esta ligera narración de mis desdichas, como las confidencias de una amada amiga, fuese después de mi muerte a las manos de mis hermanas. Fui a almorzar. Una claridad radiante que hacía vibrar los dorados átomos de polvo bañaba el comedor en una oleada de alegría. Sobre el deslumbrador mármol del aparador, deslizándose entre los vasos, un rayo de sol se deshacía en espesos haces de mágicos colores. El ambiente tibio y luminoso y la dicha que brillaba en todos los rostros, me dieron la ilusión de que aún podía ser dichosa. Junio 16 ¡Qué extraños sentimientos me han turbado estos días! Y aun ahora mismo, rodeada de no sé qué misteriosa niebla que me impide ver claro, con suma dificultad puedo dar una mirada retrospectiva a los sucesos acaecidos. Me ha causado horror la contradictoria complejidad del corazón humano. Nunca puede saberse cuál será la última pasión que conmoverá las fibras de esa entraña. ¡Qué desengaño tan doloroso he experimentado! Y yo que había escrito que no volvería a recuperar la fe perdida, que me consideraba con íntimo orgullo libre ya de nuevos amores, he estado a punto de claudicar. Deben existir en el ser humano nervios indomables que le incitan impetuosamente en presencia de las suciedades de la vida; yo he sentido algo así como un repentino mareo, como una especie de rápida atracción. ¡Iba a caer con él! Con un cualquiera a quien apenas conozco. Me han dicho que es un espíritu culto, un literato que viaja por la cordillera recogiendo impresiones de esta vida agreste y dura. Su aspecto físico es en verdad seductor; pero su alma, ¿quién podría descifrar el enigma que encierra? Y él es muy insinuante; tiene en sus negros ojos y en su voz de un timbre armonioso, con inflexiones casi femeninas, un encanto singular.

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Fuimos amigos íntimos. Casi todas las tardes, envueltos en esa difusa semioscuridad de los postreros instantes crepusculares, admirando los dorados lampos que se prendían afanosamente en los lustrosos marcos de las pinturas, colgadas en la pared, y en la pantalla de la gran lámpara del salón, atenuando nuestras voces como si temiésemos interrumpir no sé qué religiosa abstracción, nos confiábamos nuestros mutuos pesares. Con acento fatigado, expresando una infinita y desgarradora melancolía, poniendo vibraciones de alma en cada frase, narrábame él todas sus amorosas angustias, toda su penosa existencia envenenada insensiblemente por un inexorable hastío que había hecho palidecer su cara y puesto en sus pupilas un trémulo fulgor de fuego fatuo, que atraía a la mente tristes recuerdos de inmensas desdichas. Y ardientes pasiones jamás comprendidas por la frivolidad de algunas mujeres, tempestuosas crisis morales de aquellas que matan o enloquecen, heroicas abnegaciones ante el puro culto del ideal, en una palabra, todos sus ensueños y esperanzas pasaron delante de mis ojos, rebosantes de vida. ¿Qué rara emoción destruyó la serenidad de mi espíritu y me hizo fijar en él una mirada tierna y compasiva? Vi un hermano en ese desventurado. Y lentamente, a medida que transcurría el tiempo y nuestra intimidad era más dulce y expansiva y coincidíamos mejor en sentimientos e ideas, fue naciendo en mí un vago afecto hacia ese corazón que creía gemelo del mío. Ansiosa de felices días, esperando una mágica resurrección en mi sentimentalismo, me aferré desesperadamente a esa idea redentora; porque yo estaba en la misma situación horrible del náufrago a quien amenazan de cerca las rugientes olas y que, sin embargo, no resignándose a morir, aún espera vislumbrar en la brumosa lejanía la vela de salvación. Y era que a mí me horrorizaba ese desencantador nihil que a manera de un broche maldito iba a cerrar mi vida; yo aún quería creer en algo. Estaba mi alma bastante prevenida contra el amor y sus vulgares satisfacciones para volver a caer en él, así es que este suave afecto, aumentando más cada día, llegó a convertirse en una dulce y casta amistad amorosa. Quizá esta frase no baste para definir con la debida exactitud mi nuevo y extraño sentimiento; pero la brevedad de este memorial me impide entrar en largos análisis psicológicos. Tuve para con él todos los exquisitos cuidados y encantadoras delicadezas que reclama el amigo cruelmente herido por incurable dolencia, siempre realzados por mis más puras y sugerentes sonrisas, por mis más espirituales miradas engendradoras de místicas fantasías. Estas relaciones galantemente platónicas, libres de los remordimientos de la torturadora falta, me infundieron una especie de embriaguez intelectual en que mi corazón, descubriendo en sí mismo desconocidas virtudes, se conmovía y gozaba con las inefables emociones del amor exento de los transportes indignos y de las fealdades de la pasión. Junio 28 Terriblemente excitada, reprimiendo a duras penas mi ira, escribo nerviosa estos renglones. Esta misma noche ha terminado mi ensueño; la grosería de los instintos humanos me ha despertado bruscamente. Recuerdo que, poseída por una súbita fantasía, le propuse dar un paseo a orillas de la laguna Morococha, que desde nuestras ventanas veíamos resplandecer con bizarro colorido. Por entre los agudos y altísimos picachos de los Andes, con majestuosa

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lentitud, ascendía la luna pálidamente argentada. En el azul sombrío del cielo, como soberbias rosas de luz, magníficas, centelleaban las constelaciones. Y al vagar en torno de la laguna, idéntica exclamación de asombro brotó de nuestros labios: aquellas aguas oleosas, estancadas, casi sin movimiento, se dividían en zonas irregulares decoradas con raros colores. Cerca de nosotros, muy suave, se extendía un dulce color rosa que hacía pensar en adorables países de ilusión; luego, un ligero matiz azul claro esparcía un leve resplandor de oro al ser herido por los rayos de la luna; y por último, formando horizonte, un verde tenue, casi diáfano, traía esperanzas a nuestras doloridas almas. ¡En qué pensábamos? Había en mis ademanes un encantador abandono y apoyada en su robusto brazo seguía con maternal ternura la dirección de su mirada entristecida y soñadora. Repentinamente, volviéndose hacia mí empezó a hablar con insólito ardor, cogiendo con pasión una de mis manos, mientras sus pupilas desprendían raros fulgores que me daban miedo. Y la serenidad luminosa de aquella noche, el ambiente puro y refrescador y sobre todo su timbrada voz con dejos de cansancio y melancolía influyeron sobre mis nervios, predisponiéndome a la piedad. Me pareció demasiado cruel destrozar su última ilusión. Podía amarme cuando quisiese si ello bastaba para curar su alma enferma; por lo que hacía a mí, era ya ineficaz el remedio. ¿Qué motivó en él ese impulso irreflexivo, brutal? ¿Qué demonio de sensualidad trocó al respetuoso amante en la bestia espoleada ciegamente por el deseo? Sólo recuerdo, así como en un sueño, una brusca presión en mi brazo, un beso cálido y trastornador en mis labios, que encendiendo en mí una inmensa cólera hizo que mis manos golpeasen rudamente su rostro; mientras que, olvidándome de mí misma, le injurié con encarnizamiento. Un doble odio me dominaba: hacia mí por haber creído en afecciones puras y elevadas, y hacia él por su indigna farsa de honradez y de virtud. Después, me encontré sola, en pie en la orilla, entregada a melancólicas reflexiones, mientras a lo lejos, perdiéndose lentamente en la bruma, se retiraba él pensativo. Junio 29 Anoche mismo partió, pretextando un asunto urgentísimo. Huye a ocultar su vergüenza y remordimiento. ¿Pudo imaginarse sinceramente que nuestras castas relaciones iban a terminar en el adulterio banal y repugnante? Esa sola idea me da asco y subleva mis nervios. A pesar de todo, una honda melancolía lacera mi alma: he fracasado lamentablemente en mi última prueba. Ahora, ya puede el desencanto tender sobre mí su negro velo, ya pueden las desesperanzas, los amargos tedios que hacen insoportable la existencia cuando está desprovista de alguna ilusión, empujarme con suavidad hacia la muerte. Estoy cansada y enferma; ya no me resta ideal alguno, así es que ya puedo buscar el consolador reposo de postrer sueño... Así concluía bruscamente ese memorial; pero excitada mi curiosidad, deseoso de saber el fin de aquella lama tan llena de complejos sentimientos, procuré recoger datos. Averigüé que había muerto después de algunos meses después de su último desengaño, víctima de una singular enfermedad que los médicos dijeron ser una especie de anemia neurasténica. Yo me imaginaba el doloroso desenlace y tanto más inevitable cuanto que ella llevaba en el corazón una herida mortal. Y se dejaba morir en medio de la imperturbable

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blancura de la nieve; con fúnebre gozo se sentía agonizar, encerrándose en un orgulloso mutismo, demasiado altiva para proferir la menor queja. En esta heroica resolución había un no sé qué de sublime y de extravagante. Y en horrible día de invierno la llevaron en un sencillo ataúd al humilde cementerio de Yauli. Hubo muy pocos amigos y mucha nieve. Y en la recién abierta fosa que aguardaba sus despojos mortales, revueltos con las primeras paladas de tierra húmeda, cayeron temblosos e invasores los copos de la nevasca lenta e incesable. (1916)

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Don Quijote Carlos E. B. Ledgard ( 1877 - 1953 ) Era el único estudiante español que había en la vieja e histórica Universidad de Heidelberg. Era alto, flaco, de pelo negro e hirsuto y andar poco elegante. Se llamaba Diego Javier Hernández y Pelayo, pero sus compañeros, ya por su aspecto físico, ya por su carácter, o por ambas cosas a la vez, llamá-bamosle Don Quijote. ¡Pobre Don Quijote! Tenía unas tan peculiares ideas sobre el honor, que todos nosotros, educados en el positivismo del sistema sajón, lo teníamos por loco, o poco menos. Era el paladín de los débiles: por defender a cualquier desconocido era capaz de arrostrar hasta el ridículo de una paliza. El escaso dinero que recibía para sus gastos estaba siempre a la disposición de sus amigos, ¡y cómo abusábamos de él! Y luego sus amores. Estaba perdidamente enamorado de Graetchen, la blonda hija del propietario de la cervecería del “León de Oro”, el rendez vous de los estudiantes, y, aunque en las estudiantiles murmuraciones se contaban historietas nada halagüeñas para la pureza de la muchacha, éstas no habían llegado a oídos de Don Quijote, que la tenía por un dechado de virtudes y la rendía el más respetuoso y apasionado culto. Nunca se había atrevido a declararle su pasión. Nunca se le había ocurrido hacerle la más ligera broma, como lo hacían sus otros compañeros, bromas que lo herían en lo más íntimo. No: su amor era casto, ideal, la adoraba de lejos, en silencio, y se avergonzaba ante la idea de que ella pudiera adivinar su pasión. Encontraba que no era digno de ella, y soñaba con el día, aún lejano, en que recibiría la anhelada borla de doctor para ir a ofrecérsela humildemente y pedirle su mano. Y si ella era tan bondadosa que le concediera su amor, se irían a España a trabajar para reconstituir su hacienda, para en seguida vivir, tranquilos y dichosos, en el viejo solar de sus antepasados, allá en el fondo de Castilla, donde hay gente que sabe comprender el honor y la hidalguía… Fue una tarde, después que salimos de clase… Estábamos en la vieja brauerei, fumando nuestras pipas y bebiendo cerveza, cuando Müller, el estudiante obeso y coloradote, el más perezoso de todos, lanzó una broma hiriente, brutal, respecto a Graetchen.

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La había visto, decía, tarde de la noche en amorosas pláticas con Fritz, el borracho consuetudinario, en la ventana de la taberna, mientras su padre dormía. A todos nos extrañó semejante especie, pues, aunque sabíamos que Graetchen era algo ligera, no podíamos creer que tuviera relaciones con Fritz, el individuo más despreciable de Heidelberg. Don Quijote, que por primera vez oía hablar de su amada, se levantó de su asiento y, pálido de indignación, pero con la tranquilidad de las personas resueltas, dijo: —Señor Müller, habéis ofendido cobardemente a una mujer indefensa: sois un canalla! Y se retiró de la reunión. En la noche, algo más tranquilo, pero siempre resuelto, fue a buscarme a mi alojamiento y me rogó encarecidamente para que en compañía de Karl Stehr fuera a retar a Müller a un desafío. En vano traté de disuadirlo, de hacerle ver que todo era una broma de Müller. —No acepto explicaciones —me dijo— debemos batirnos a muerte. Por supuesto que Müller se rió muchísimo cuando, esa misma noche, le di cuenta de la visita de Don Quijote. Nombró sus padrinos, y entre todos convinimos en que el duelo sería a pistola, cargando las armas con balas de algodón para que no se hicieran daño. ¡Cómo celebrábamos de antemano la magnífica broma que le íbamos a hacer a Don Quijote! Al día siguiente, rivales, padrinos, un viejo doctor amigo nuestro, cuya presencia habíamos solicitado de antemano, y buen número de estudiantes nos hallábamos en el lugar señalado para el lance. Müller afectaba una gran seriedad, pero de vez en cuando nos hacía señas con el rabillo del ojo. Don Quijote estaba evidentemente emocionado, pero trataba de dominarse. Me entregó una carta para su madre, en España, y otra carta y un anillo para Graetchen, y me estrechó silenciosamente la mano. Confieso que en ese instante sentí un hondo remordimiento por la broma que le estábamos haciendo. Medimos gravemente el terreno, cargamos las armas como estaba convenido y colocamos a los combatientes. Uno… dos… tres… ¡…! Don Quijote vaciló sobre sus piernas y cayó de espaldas. Todos creímos que era una farsa de él —¡si eran balas de algodón!— y nos acercamos riendo estrepitosamente. Estaba lívido y no respiraba. El doctor se acercó también, le tomó el pulso, lo auscultó, le levantó los párpados, y, moviendo gravemente su cabeza blanca, nos dijo: —¡Está muerto! Un ataque al corazón… La impresión del lance… —¿Y ella? Ella se escapó al día siguiente con Fritz, el borrachín, y no pude entregarle la carta. ¡Pobre Don Quijote!

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A la criollita Ventura García Calderón ( 1886 - 1959 ) “A la criollita, no más”, aseguraba sonriendo aquel poeta limeño desterrado voluntariamente en un rincón de la sierra cuando llegamos al despacho de El Alba Roja. El Alba Roja era su diario, una hoja mal impresa en papel de estraza, que fue, con todo, el mejor periódico y el órgano de los liberales de la comarca. Manuel Junqueira explicaba que se podían contar éstos con los dedos: el boticario, el jefe del Correo, el dueño del único bazar, que lo era también de un bar contiguo. El mismo día de mi llegada a Huaraz bebí doce aperitivos con los doce liberales notorios. En contra suya estaban los poderes constituidos: el gobernador, el juez de paz y el cura, sobre todo, un soberbio cura serrano que tenía tantos hijos como haciendas y gobernaba por el doble terror del infierno, en la otra vida, y de una cuchillada de sus acólitos, en ésta. “A la criollita, no más”, explicaba el poeta. Todo había sido criollo, su periodismo y su matrimonio con esta lánguida morena de ojos inmensos que no decía palabra. Primero Manuel la vio los domingos, cuando, vestida con anchas y sonoras faldas de percal, venía a misa y a feria: ambas cosas ocurren a las once del día. Era una de esas mozas sentimentales y candorosas que en el fondo de una hacienda peruana viven en espera del novio venido de lejos. Su infancia había sido monótona y gris, como la sierra. Una trasquila de carneros o una doma de potros fueron sus únicas fiestas. Trepaba el chalán al lomo nuevo que no había recibido montura, clavaba sus espuelas nazarenas y por una hora divertía a los hacendados con la prueba tremenda: el potro rezumante que no puede correr porque lleva atada una pata, que camina a saltos bajo el implacable rebenque, rodando al suelo, sudoroso y rendido hasta aceptar, en fin, con la boca blanca de espuma, el pacto humano del bozal y las riendas. Durante un mes se comentaba el lance. En tal vida agreste, la llegada de un poeta limeño de melenas rubias que ostentaba por las calles una corbata roja y fundaba un diario impío debía inquietar exquisitamente a todas las mozas de los contornos. Junqueira vio a Inés de lejos, se cruzaron apenas las miradas como en todos los idilios de mi pueblo romántico; pero estaba ya seguro de

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ser querido y fue a pedirla sin ambages en un lindo caballo de paso. Aquello fue también netamente criollo. Al salón colonial, lleno de filigranas de plata y abanicos dorados, fueron saliendo gentes de luto: los padres, los hermanos de Inés, en vanguardia silenciosa y taimada, sin mirar de frente ni responder sino con evasivas serranas. “Más tarde, señor; podía ser, señor; ya verían, señor.” Pero la moza no volvió a misa y Junqueira comprendió por los chismes locales la imposibilidad del matrimonio con un hereje de Lima que leía los libros de González Prada. Cuando yo llegué a Huaraz, la lucha había sido ya larga, la lucha de la juventud liberal con la vejez conservadora. Junqueira, a fuer de poeta, agravó las cosas y nunca fueron más furibundos sus artículos. La novia, entretanto, lloraba en un cuarto de la hacienda, jurando que iba a meterse monja. En aquellos días, por obra y gracia de un misionero descalzo, advirtieron las gentes, y fue milagro patente, que dos lágrimas resbalaban de los ojos del santo Cristo de la iglesia mayor. Entonces Junqueira publicó el relato de un viajero inglés que viera en Lima, en tiempos coloniales, un Cristo de la Inquisición que abría y cerraba los ojos frente al reo, para turbarlo. Un familiar oculto tras de la efigie hacía girar los santos párpados como los de una muñeca. Esto era sólo verdad histórica, pero durante una mañana entera la procesión de desagravio circuló por las calles de Huaraz. Comenzaba el poeta a ser una gloria local. Su prestigio romántico favorecía sus andanzas. Una tarde, disfrazado de pastor de llamas, pintado el rostro de ocre, fue conduciendo su rebaño hasta la casa de la hacienda, en donde nadie, sino la novia, sospechó el ardid. El idilio comenzaba así, románticamente. Él iba cada semana a tocar la quena en las cercanías de la hacienda e Inés acudía como una Sulamita criolla, desfalleciente de amor, resignada a aceptar la suerte de todas las novias de la comarca que tienen padres severos. Una noche vino a caballo, un caballo que tenía amarrados a los cascos jirones de poncho para que su paso fuera silencioso. Se la robó llevándola en las ancas, sólo vestida con su camisa de dormir. Aquello fue un escándalo, habitual si puede decirse, el rapto de cada día que no ofende la moral ni el honor de las mujeres si ello acaba después, como tantas veces, en un matrimonio fastuoso, con el perdón de lo pasado. Sólo que Junqueira no aceptaba las leyes de la Iglesia y habló de un matrimonio civil, que es una ofensa pública al Señor. El domingo, después de misa, el cura hizo quemar los números de El Alba Roja, que estaban pervirtiendo a la provincia con sus doctrinas ateas y diabólicas. El poeta de Lima comenzó a ser entonces el enemigo del pueblo. Yo estaba allí cuando le quemaron en efigie: un muñeco de estopa vestido de levita, que vimos arder desde los balcones de El Alba Roja, mientras Junqueira se reía, ufano de su revólver, azotándose las botas con el chicotillo de junco. En el salón su pobre compañera suplicaba: —¡Que no te vean, Manuel! Son capaces de una atrocidad. Tú no los conoces. —No tengas miedo, hijita. ¡Vénganme a mí con muñecos de estopa! Al día siguiente vimos desfilar por la plaza a la familia de Inés, a caballo, vestida de negro. Iban a casa del cura. Se persignaron al cruzar por la plaza como delante del cementerio nocturno donde hay almas en pena que salen suspirando. El poeta publicó un artículo vengador sobre aquel desfile, y cuando me marché del pueblo para seguir buscando minas de plata, Junqueira me acompañó hasta las afueras: —A la criollita, no más, compañero. Ya verá cómo los voy a domar con este látigo.

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* * * Pocos días después, a las dos de la mañana, un grupo de enmascarados destrozó las puertas de El Alba Roja, que era la casa del poeta, y con doce tiros en la cabeza le dejaron por muerto, mientras amarraban en la silla de amazona a su esposa, que gemía desgarradoramente. “A la criollita, no más.” No puedo recordar la frase sin estremecerme. El liberalismo de la provincia quedó muerto con la cabeza acribillada, e Inés ha de ser ahora una de esas mujeres prematuramente viejas, vestidas de luto riguroso, que vienen en las tardes de trisagio y novena a gimotear a los pies de aquel Cristo que tiene llagas moradas en las palmas y llora de verdad como los hombres. (1924)

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Yerba Santa Abraham Valdelomar ( 1888 - 1919 ) I Oye, Manuel —le preguntamos un día—, ¿dónde está tu papá..? —En Lima… —Y tú ¿por qué no estás con él? Enrojeció, inclinó la cabeza morena y echóse a sollozar dolorosamente. Corrimos donde mi madre: —Mamá, Manuel está llorando… —¿Por qué? —Estábamos en el jardín. Jesús le preguntó por su papá y se ha echado a llorar… Mi madre nos dijo que no debíamos preguntarle nada sino quererlo mucho porque Manuel “era un niño muy desgraciado”. Desde entonces cuando alguno de mis hermanos le molestaba, nosotros le decíamos en secreto: —Oye; no le molestes. Dice mamá que debemos quererlo mucho porque Manuel es un niño “muy desgraciado”… Y seguíamos haciendo surcos en el jardín. II Se crió a nuestro lado como un hermano mayor. Le queríamos porque nos hacía buquecitos, gallos de papel, balsas con los viejos maderos que arrojaba el mar, y hondas de cáñamo. Por las tardes íbamos juntos a pescar y a la caída del sol volvíamos con las cestas de las cuales pendían por las agallas rojas, las plateadas mojarrillas, las chitas de vientres blancos, y a veces ciertos peces raros, deformes y babosos. Los domingos, todos cuatro hermanos, íbamos con Manuel a cazar con hondas de jebe, en el bosquecillo de toñuces y pájarobobos que se extendía tras de la factoría calaminada, en aquel camino sombreado y fresco, abovedado y sinuoso que conducía al abrevadero, donde al atardecer iban a saciarse las yuntas de los campesinos, los jumentos lanudos de los pescadores y los transidos caballos de los caminantes. En las espesas copas de los sauces que bordeaban el remanso se detenían bandadas de aves confiadas, que se espiojaban al sol; cantaban alegremente, extrañas del todo a la

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acechanza de la honda cuyo proyectil las sorprendía en plena felicidad. Heridas intentaban volar, pero al fin, desplomábanse y caían a tierra redondas, inanimadas, perpendiculares y graves como frutos maduros. Volvimos a casa, al atardecer, cuando el sol hundía enorme y rojo en el horizonte, con algunas tórtolas, algunos gorriones y una que otra ave marina que por curiosidad se aventuraba hasta aquellas arboledas tranquilas, bajo cuyas frondas acechaba la muerte. III Manuel era bueno como el pan de semana santa. Ensortijado cabello, amplia frente de marfil, dulce mirar en los ojos morenos de pupilas húmedas y sombreadas bajo las pródigas cejas. Sobre sus labios carnosos apuntaba una sombra difuminada y azul. Perenne sonrisa, al par alegre y melancólica, vagaba entre sus párpados y las comisuras de sus labios bien dibujados. Una melancolía fresca, jovial, sin amargura, pensativa y dulce, envolvía todo su cuerpo esbelto y magro, flexible y de gratos movimientos. Gustaba del mar, del campo, de las noches de luna azules y consteladas, y de los cuentos de las abuelas. Alborozado en la alegría, mudo en el dolor, pródigo en sus dineros, en sus afectos tierno, fuerte en su voluntad, terrible en su cólera, definitivo en sus resoluciones, y en su porte y decir leal y franco. IV Una tarde llegó Manuel a casa muy preocupado. Así llegó el segundo y lo mismo fue el tercero día. Nadie pudo conocer el motivo de su tristeza. Por la noche, fuimos al muelle a ver la luna sobre el mar. En un carrito conducido por los sirvientes, llegamos a la explanada sobre la cual eleva el faro su ojo ciclópeo y amarillo, cuyas miradas se quebraban en las aguas agitadas y sollozantes. Mientras conversaban las personas mayores, Manuel descendió por la escala del embarcadero y sobre el último descanso se puso a cantar con la guitarra. En la paz de la noche, bajo la luna clara, en el frescor marino, la música tenía notas extrañas que yo recuerdo medrosamente. Manuel cantaba un yaraví que se deshacía en la brisa y se mezclaba al rumor de las olas. Yo he guardado un trozo de esa inolvidable canción, toda mi vida, en la memoria: En su ventana moría el sol y abajo, lento, cantaba el mar; y ella reía llena de amor rubia de oro crepuscular… No volvió nunca mi pobre amor yo desde lejos la vi pasar; todas las tardes moría el sol y su ventana no se abrió más... ¡y su ventana no se abrió más! Los versos eran de Manuel. Enmudecieron todos. Y aquella noche oí desde mi cuarto sus sollozos de angustia.

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V Manuel estaba muy enfermo y mi padre quiso mandarlo a Ica, a casa de la señora Eufemia, su madre. El tren salía a las ocho. Mis hermanos se levantaron temprano y en la casa había la agitación confusa de un día de viaje. Una criada arreglaba la maleta de Manuel mientras se servía el desayuno. Ponía mi madre carne fría en las hogazas y humeaba el té en las jícaras. Terminado el desayuno, durante el cual Manuel no habló una palabra, mi padre le dijo: —Todo está listo. ¡Anda, Manuel, hijo mío, despídete! El criado había marchado ya con las liadas ropas. Manuel se puso de pie, acercóse a mi madre y al abrazarla echó a llorar. Apenas se le oían palabras inconexas. Se despidió de todos y salió rodeado de nosotros. A poco el convoy se perdía, sobre los rieles, en las curvas brillantes, hacia el desierto amarillo y radiante, camino de Ica. VI Llegó el lunes de “Semana Santa” y nosotros, según la vieja costumbre, fuimos llevados a Ica por mi madre. Nos alojamos en casa de “la abuelita”. El tren había llegado de noche y después de cenar nos acostamos. Jamás olvidaré el amanecer de aquel “lunes santo”. Al abrir los ojos, en el estrecho cuarto, vi, iluminando la extensión, sobre una vieja puerta cerrada, por cuyas rendijas la luz de la mañana entraba a chorros, una ventana de barrotes de madera tallados, entre los cuales jugueteaba el extendido brazo de una vid alegre, fresca e inquieta. Un vocerío de gorriones poblaba el jardín cercano, y vibraban las voces familiares, y el mugir de las vacas y el sonar de baldes y cacharros… —¡Niño, niño, vamos a tomar la leche cruda..! Y uno traía uvas “pintas”; y otro en el regazo, mangos, y otro rosquitas mantecadas. ¡Qué olor de monturas, de menes teres de trabajo! ¡Qué ropas tan buenas las de aquella cama tibia y amorosa! ¡Qué mañana tan hermosa donde todo era tan bueno, dulce y tranquilo! Vestidos de prisa, salimos todos. El cuarto daba a una enramada cubierta de parrales, entre cuyas hojas pendían maduros los racimos ubérrimos. Los sarmientos acariciaban los muros con sus retorcidos tentáculos. Al fondo, ya en el corral, un floripondio con sus invertidas ánforas, perfumaba; y junto al pozo de enladrillado broquel, sobre el guano oliente y blando, atada por una pata, la vaca, enorme y panzuda, de grandes ubres henchidas, se dejaba ordeñar tranquila. El blanco chorro caía al compás de la mano experta de un mocetón en un balde de zinc produciendo un ruido característico y levantando espuma. Y un vapor de cosa caliente, de leche pura, que tenía algo de la vida aún cálida, salía del balde y acariciaba la ubre, como una nube de incienso. Me ofrecieron un jarro, harto de espuma. ¡Oh, el exquisito beber la dulce leche con calor de madre, con sabor de cosa sublime! Después mi abuela nos llevó al jardín, al pequeño jardín obra de sus manos sarmentosas. Sobre restos de botellas que antes sirvieran para guardar el agua y las lejías y los ponches de agraz de navidad, ella había puesto tierra nueva e improvisado macetas. Tenía allí violetas, la flor más rara en la aldea; ñorbos, que sobre el enrejado de cañas nacían, crecían y morían; raquíticos y elegantes chirimoyos de perfumadas hojas; aristocráticos mangos, de finos tallos infantiles y transparentes, y paltos verdes que conservaban aún la roja enorme semilla, pegada al tronco incipiente; y agua de lavanda y romero florecido y balsámico; y albahacas verdes, coposas y enanas; y, ya liberado del tiesto, en plena tierra, en un

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rincón del jardín, un jazminillo de la India… Tantas cosas, tan bellas que están muertas como la buena abuelita y como el pobre Manuel y como mis ilusiones de esos días y como estas mañanas de sol, que yo no he vuelto a ver nunca y como todo lo que es bello, y juvenil; y que pasa, y que no vuelve más… VII Recuerdo vagamente, como se recuerda un sueño, el día de “Jueves Santo”. Era el día del Señor de Luren, el patrón de mi pueblo. Durante muchas semanas antes, empezaban a llegar a Ica las ofrendas de todos los pueblos comarcanos; de los hacendados espléndidos de ése y de otros valles. Los ricos hombres de Cañete solían llevar, en persona, haciendo luengas ca-minatas, el presente de sus corazones agradecidos al Señor. Caballeros en potros briosos, brillantes, ricamente aperados, llegaban los señores dueños de grandes haciendas; y desfilaban por las calles montados en caballos “de paso” de grácil an-dar femenino: larga y peinada crin, vibrantes ijares, ceñida cincha, negro y lustroso pellón, riendas lujosas de plata; e iban con sendos sombreros de ala curva y extensa; y ponchos de finos pliegues y pañuelo al cuello con anillo de oro, y espuelas alegres y de argentino sonar; y cabriolaban las caballerías levantando nubes de polvo con gran asombro y desconcierto de la bulliciosa chiquillería, mientras los fieles enlutados, cruzaban la caldeada acera, llevando flores, o zahumadores de filigrana, o cirios gruesos y decorados o ramos grandes de albahaca. Sonaban a muerto las campanas, chirriaban a ratos las matracas, y oíase el singular sonsonete de los vendedores que ayuntados, de dos en dos, cargaban balaes tejidos con ca-rrizo, forrados en pellejo de cabritillo, y anunciaban su apetitosa mercancía en tono musical: —¡Pan de dulce, pan de dulce! ¡A la regala! ¡Pan de dulce! Y lo balaes rebosaban con los bizcochos, que los había de todo tamaño; y ora llevaban dibujos los de a diez reales; y ora eran bañados con azúcar los de a cuartillo; y aquestos tenían almendras y esotros llevaban canelones y todos eran manjar imprescindible en el duelo aldeano de la Cristiandad. Ayunaba aquel día la gente del pueblo. Encerrábamos a los chiquillos en los jardines o corralones y a todos se nos decía: —¡Hoy no se ríe, ni se canta, ni se juega, ni se habla fuerte, porque se ha muerto el Señor! Por la tarde las gentes con sus mejores trajes de luto, dirigiéndose a la Iglesia de Luren, donde estaba el Cristo que la víspera, con grandes ceremonias, habían bajado de su altar, en presencia de miles de peregrinos y gentes de lugar que llevaban grandes cantidades de algodón en rama, esponjoso y blanco, limpiaban con sus madejas el llagado cuerpo del Rabí, y guardábanlas luego como panacea para todas las enfermedades. Ora servía para el “mal de ojos”, ora para quitar el demonio del cuerpo de los poseídos, ora para recuperar un potro robado, ora, en fin, para curar las mil y una dolencias a que está sometido nuestro frágil natural. La iglesia del Señor de Luren era pequeña como albergue de pobre, pero blanca, tranquila y soleada. Un techón abovedado y bajo, una sola nave, unas pocas ringleras de banquillos para los orantes; una vetusta, de granito, pila; sobre las columnas, y a la altura del techo, la fila de cuadros con los “pasos” del Calvario, viejos cromos con sendos marcos antiguos; pobres y desmantelados altares provistos en toda hora de

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margaritas y albahacas, entre las cuales agonizaban las amarillentas lenguas de los cirios, y aquí y acullá, en dispersión y desorden, todo linaje de “reclinatorio” con sus respaldares de totora, y, en la madera rústica de sauce, las iniciales de sus poseedoras. Pegada a la iglesia como si en ella se cobijara, estaba la casa del señor cura. Grandes salas destartaladas por cuyos techos, los huecos y rendijones, dejaban pasar a chorros la alegría de los rayos del sol, alborotados y jocundos cual colegiales. Un aroma de albahacas y de zahumerio aleteaba en el pequeño templo. Aquel día los fieles iban todos a llorar la muerte del Redentor y había de verse el rostro apenado, manso, dulce, triste, hermoso, radiante de ternura de aquel Cristo generoso a quien jamás se demandara favor que fuese defraudada la petición. El día de la procesión, las gentes más distinguidas del lugar la presidían. A las nueve de la noche, con extraordinaria pompa salía el cortejo de la Iglesia, en cuya plaza y alrededores esperaba el pueblo, para acompañarlo. Salían las andas, con sus santos y santas; pomposos sus trajes de oro y plata relumbraban a las luces amarillas de los cirios. Las señoritas iban delante, rodeando a “la cruz alta”; hacía calle el pueblo en dos hileras; cada persona llevaba en la mano un cirio encendido, en cuyo cuello se ataba una especie de abanico, para protegerle del viento. Grandes ramos de albahacas olorosas y flores de toda clase, traídas muchas de ellas desde comarcas lejanas, eran arrojadas al paso del Señor de Luren, que pasaba en hombros de gentes creyentes y distinguidas, envuelto en las nubes aromáticas de sahumerio que hacían en sus sahumadores de plata las niñitas y las damas que iban delante; las luces, el sahumerio, el perfume suave y exquisito de las albahacas, el singular olor de los cirios que ardían, la marcha cadenciosa y lamentable de la música, que desde la capital era enviada especialmente y el contrito silencio de las gentes, daban a ese desfile religioso, admirable, amado y único, un aspecto imponente y majestuoso. VIII Faltaban pocos días para que mi madre nos llevase, de vuelta, a Pisco. Nosotros deseábamos quedarnos. Ica era nuestra tierra, allí habíamos nacido, allí teníamos parientes y amigos, chacras donde pasear, haciendas lejanas a donde había de irse a caballo. Por fin allí estaba “San Miguel”, la antigua hacienda de nuestro abuelo, que aunque nosotros jamás poseímos, nos era amada, como un cofre antiguo, en el cual hubiera puesto sus manos alguna anciana querida. Consiguieron, de mamá, mis hermanos, que aceptara la invitación de ir a conocer una hacienda de gentes amigas, ya que al ir, pasaríamos por “San Miguel”, la antigua hacienda de los abuelos, hoy en extrañas manos. A los ruegos, accedió mi madre; y dos días antes de volver a Pisco, en una mañana muy fresca y alegre, salimos a caballo para la excursión. Tomamos, por el lado de San Juan de Dios, pasando por la Iglesia y el Hospital, y llegamos hasta la “Acequia grande” dejando a la izquierda “Saraja” y la Hacienda “Palazuelos”, y nos internamos en el valle. Caminamos largo, y por fin, llegamos a un callejón, entre sombrado y pedregoso, que terminaba en una acequia de cal y canto, destruida y salida de lecho. Mamá nos dijo: —Aquí es “San Miguel”, ésa es la antigua casa de la Hacienda y eso que está al frente, era el galpón donde se guardaba a los negros esclavos. Bajamos, recibiónos tío José de la Rosa, poseedor de ella, aquel buen viejo, gastador y alegre, casado con tía

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Joaquina, de los Fernández Prada, viejita dulce y más buena que el pan blanco y que muchos años después se murió de tristeza. Todavía paréceme oír al tío José de la Rosa, decirme: —Mira, muchacho, esta es la casa de tu abuelo, mi padre, don Diego y de mamá María, tu abuela. Aquí pasaron su vida los pobrecitos, aquí crecimos todos los hermanos, aquí pasó su niñez y su juventud tu padre, aquí vivió Gertrudis, mi pobre hermana ciega, la preferida… Llevóme a otro salón donde se conservaba todavía algo de aquellos tiempos, en la pintura de las paredes, en los muebles casi todos apolillados, en las grandes mesas de centro, en las cómodas de fina madera. “Este era el comedor”, me dijo luego, enseñándome un cuarto. “Aquí estaba la despensa, donde se guardan todavía los plátanos, las pasas y los higos secos, las sandías, los melones y los zapallos”. Volvimos al corredor. Desde cuyo [ventanillo], que estaba sobre un pequeño montículo, se veía todo el campo. Por allí un cerco verde, en el cual columbrábase el gañán, guiando la pareja de bueyes que araba la tierra; por otro lado dos o tres peones cerraban una compuerta; venía camino abajo, en su burro, una india, envuelta en su pañolón a cuadros; y, por todas partes, bajo el caliente sol, laboraban las sencillas gentes, cantando, solos, bajo el cielo, mientras que en mí se filtraba una indecible tristeza que a cada recuerdo de los parientes, crecía. Hablóse de mi abuelo, aquel viejo caballeresco y añoso: don Diego, respetado y querido por todo el mundo; de la buena abuela María, a quien los peones y colonos solamente decían Doña Maco, y salían a relucir hechos y nombres de Muñoces y Fajardos, y Antoñetes y Quintanas, Elías y Quevedos, Olacheas y Lujanes; y se contaban cosas del tiempo del Virrey, y de los Libertadores y de los abuelos y de los tiempos idos. Ya por la tarde, bajado un poco el sol, tomamos nuevamente las bestias, para ir a la Hacienda cuyo nombre ahora no recuerdo, que tantos años dello hace; y no me recuerdo tampoco qué camino hicimos para llegar. Sólo está fija en mi memoria la visión de esa rara hacienda.. Era fresca y fecunda la tierra; crecían en los cercos, en medio de los maizales, campanillas moradas y azules y blancas; y la tierra siempre estaba húmeda. Y había árboles muy altos, muy altos; de cuyos pendían, arracimadas, esféricas, las amarillas peras. Fue necesario salir del rancho y de la Hacienda y caminar a pie un gran trecho; caminamos, y por fin alguien dijo: —¡Escuchen, es el ruido de las peras! Sentíase un rumor caricioso y lejano, como si fuera rumor de olas. Efectivamente, llegamos a un lugar amplio, lleno de sembríos, en donde enormes y gruesos crecían los perales. A pocos metros extendíase ya el arenal estéril e infecundo, y de él venían a ratos ráfagas de viento que hacían sonar con ruido extraño las hojas de los perales, que siendo como de papel, al rozarse con el viento, hacen ruido seco, especial e inquietante. Penden, entre las hojas, las peras en grandes racimos, que el aire mueve y hace vibrar. Manuel, que seguía silencioso, preguntó: —¿Y este desierto dónde termina? —¡En el mar! —le respondieron. No dijo más el muchacho, y como fue necesario volver a la Hacienda, cogidas las peras, volvimos todos. En la noche, después del suculento yantar, salimos al corredor y

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entonces, en las tinieblas, en la oscuridad del campo, donde sólo se oía el ladrar lejano de algún perro, el silbido de los arrieros que pasaban camino abajo, y el perenne violín de los grillos, todos le suplicaron a Manuel que cantase. Cogió él la vihuela y bajo la luz del farol de kerosene, amarillenta y menguada, cantó su yaraví: En tu ventana moría el sol, y abajo, lento, cantaba el mar; y ella reía llena de amor, rubia del oro crepuscular… ¡rubia del oro crepuscular! ¡Ah, la tristeza infinita de su voz! ¡Cómo iba entrando en el espíritu toda la melancolía de ese muchacho, al son de la guitarra y en las tinieblas de la noche; bajo la cual extendíase el campo, oscuro, siniestro; donde, de vez en cuando, parpadeaba una lucecilla amarillenta! ¿Qué cosa extraña tienen los que van a morirse? Parece que los acompañara algo misterioso; algo que se ve en sus ojos, que los torna más dulces y más buenos; que los hace sonreír, piadosamente, por todos los que se van a quedar! Ma-nuel siguió cantando y terminó por fin su canción: No volvió nunca mi pobre amor jamás su mano volví a besar; todas las tardes moría el sol y su ventana no se abrió más… ¡Y su ventana no se abrió más! Cesó de cantar y pidió su caballo. Nosotros debíamos quedarnos en la Hacienda hasta el día siguiente, y él insistió tanto que se le dejó partir. Tomó su caballo, cabalgó ágilmente, cruzóse el poncho, dio un sonoro pencazo en las pródigas ancas, y se perdió en el camino cubierto de sombras, penetró en el cerrado misterio tenebroso. Sintióse unos instantes el galope sordo e isócrono del potro pujante, y luego, en el silencio campesino, en la noche profunda, en el espacio mudo, un búho, con sus ojos fosforescentes y redondos, pasó por el comedor, como si viniera de muy lejos; aleteó torpemente y, antes de perderse de nuevo gritó con un grito pavoroso: —¡Crac! ¡Crac! ¡Crac!… Yo me quedé dormido en el regazo tibio de mi buena madre. IX Al día siguiente volvimos a la ciudad, llegamos a las seis de la tarde. Dejamos los caballos y notó mi madre que ninguno de los parientes sonreía siquiera y si lo hacía era venciendo un gesto sombrío. —¿Qué ha pasado? —preguntaba mi madre— Algo ha pasado que ustedes no me quieren decir. — ¡Nada, nada ha pasado! A poco salió una de mis tías con los ojos enrojecidos. Sobresaltados interrogaban todos y nadie se atrevía a decir la verdad. Salí yo a buscar a mis primos, los muchachos; y me dijeron todos con una crueldad infantil:

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—¡Manuel se ha matado! Solté a llorar y fui en busca de mi madre. Manuel se había matado, la víspera, después de volver de la Hacienda. Por la noche fueron a verle mis hermanos, a nosotros no nos permitieron siquiera saber los detalles de su muerte. Pero al día siguiente fuimos a dejarlo en el Cementerio. ¡Ah, pobre amigo nuestro! En el Cementerio no querían dar permiso para enterrarlo. ¡Cuántas cosas hicieron para que la piedad cristiana abriera las puertas de la última morada a aquel infeliz que había muerto de dolor, y que había sido tan bueno en la vida! Muy temprano, salió de Ica un pequeño convoy y en él pusieron el cajón de nuestro querido muerto, subimos nosotros y el tren se puso en marcha. Un cuarto de hora después se detenía frente al Cementerio; llegamos a él; iba cargado por uno de mis hermanos y tres parientes, y nosotros, con el sombrero en la mano, seguimos el triste cortejo. En la puerta, formada con dos pilastras, Adán y Eva, en sus estatuas rotas, miraban impasibles. Entramos en el enarenado cementerio, un hombrecillo sucio, con un badilejo en una mano y una caja de cemento en otra, nos precedía. No hubo sacerdote, para el pobre Manuel. Metieron la caja negra en el nicho, cubrióla indiferente el sepulturero y pusieron en la pared húmeda, su nombre y la fecha. Mis hermanos hicieron una cruz de caña y la colocaron al pie del nicho, y terminó todo. Volvimos por los cuarteles, llenos de arena del cementerio, sin decir palabra, llorando los del cortejo, que eran jóvenes casi todos, atravesamos el arenal para tomar el tren, que ya volvía sin Manuel, a quien nunca más volveríamos a ver en el Mundo. Al día siguiente llegamos a Pisco y por mucho tiempo, la tristeza tendió sus alas sobre nuestra casa. Quien llegue a Pisco, y vea el faro del muelle, quien lo vea de noche, alumbrando pobremente con su luz, guía de barcos perdidos y de botes desorientados y de náufragos, cuya luz se quiebra en las aguas, recuerde a ese espíritu triste, de melancolía infinita, de aldeano amor, poeta de sus dolores íntimos; recuerde a Manuel, perdónele, y trate de oír, en el murmullo de las aguas que se debaten bajo el muelle en las tinieblas de la noche, aquel sencillo verso del amigo sepulto: En su ventana moría el sol y abajo, lento, cantaba el mar; y ella reía llena de amor rubia del oro crepuscular… No volvió nunca mi pobre amor yo desde lejos la vi pasar; todas las tardes moría el sol y su ventana no se abrió más… ¡y su ventana no se abrió más!

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Más allá de la vida y de la muerte César Vallejo ( 1892 - 1938 ) Jarales estadizos de julio. Viento amarrado a cada peciolo, manco del mucho grano que en él gravita. Lujuria muerta sobre lomas onfalóideas de la sierra estival. Espera. No ha de ser. Otra vez cantemos. ¡Oh qué dulce sueño! Por allí mi caballo avanzaba. A los once años de ausencia, acercábame por fin aquel día a Santiago, mi aldea natal. El pobre irracional avanzaba, y yo, desde lo más entero de mi ser hasta mis dedos trabajados, pasando quizá por las mismas riendas asidas, por las orejas atentas del cuadrúpedo y volviendo por el golpeteo de los cascos que fingían danzar en el mismo sitio, en misterioso escarceo tanteador de la ruta y lo desconocido, lloraba por mi madre que, muerta dos años antes, ya no habría de aguardar ahora el retorno del hijo descarriado y andariego. La comarca entera, el tiempo bueno, el color de cosechas de la tarde limón, todo comenzaba a agitarme en nostálgicos éxtasis filiales. Casi podían ajárseme los labios para hozar el pezón eviterno, siempre lácteo de la madre; sí, siempre lácteo, hasta más allá de la muerte. Con ella había pasado seguramente por allí de niño. Sí. En efecto. Pero no. No fue conmigo que ella viajó por esos campos. Yo era entonces muy pequeño. Fue con mi padre. ¡Cuántos años haría de ello! Ufff… También fue en julio, cerca de la fiesta de Santiago. Padre y madre iban en sus cabalgaduras; él, adelante. El camino real. De repente, mi padre que acababa de esquivar un choque con repentino maguey de un meandro: —¡Señora!.. ¡Cuidado!.. Y mi madre ya no tuvo tiempo, y fue lanzada ¡ay! del arzón a las piedras del sendero. Tornáronla en camilla al pueblo. Yo lloraba mucho por mi madre, y no me decían qué la había pasado. Sanó. La noche del alba de la fiesta, ella estaba ya alegre y reía. No estaba ya en cama, y todo era muy bonito. Yo tampoco lloraba ya por mi madre. Pero ahora lloraba más, recordándola así, enferma, postrada, cuando me quería más y me hacía más cariño y también me daba más bizcochos de bajo de sus almohadones y del cajón del velador. Ahora lloraba más, acercándome a Santiago, donde ya sólo la

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hallaría muerta, sepulta bajo las mostazas maduras y rumorosas de un pobre cementerio. Mi madre había fallecido hacía, a la sazón, dos años. La primera noticia de su muerte recibíla en Lima, donde supe también que papá y mis hermanos habían emprendido viaje a una hacienda lejana, de propiedad de un tío nuestro, a efecto de atenuar en lo posible el dolor por tan horrible pérdida. El fundo se hallaba en remotísima región de la montaña, al otro lado del río Marañón. De Santiago pasaría yo hacia allá, devorando inacabables senderos de escarpadas punas y de selvas ardientes y desconocidas. Mi animal resopló de pronto. Cabillo molido vino en abundancia sobre ligero vientecillo, cegándome casi. Una parva de cebada, Y después, Santiago, en su escabrosa meseta, con sus tejados retintos al sol ya horizontal. Y todavía, hacia el lado de oriente, sobre la linde de un promontorio amarillo brasil, se veía el panteón, retallado a esa hora por la sexta tintura del ocaso. A la aldea llegué con la noche. Doblé la última esquina, y, al entrar a la calle en que estaba mi casa, alcancé a ver a una persona sentada en el poyo de la puerta. Estaba sola. Muy sola. Tanto, que, ahogando el duelo místico de mi alma, me dio miedo. También sería por la paz casi inerte con que, engomada por la media fuerza de la penumbra, adosábase su silueta al encalado paramento del muro. Particular revuelo de nervios secó mis lagrimales. Avancé. Saltó del poyo mi hermano mayor, Ángel, y recibióme entre sus brazos. Pocos días hacía que había venido de la hacienda, por causa de negocios. Aquella noche, luego de una mesa frugal, hicimos vela hasta el alba. Visité las habitaciones, corredores y cuadras de la casa. Ángel, aun cuando hacía visibles esfuerzos para desviar este afán mío por recorrer el amado y viejo caserón, parecía también gustar de semejante suplicio de quien va por los dominios alucinantes del pasado más puro e irremediable de la vida. Por sus pocos días de tránsito en Santiago, Ángel habitaba ahora solo en casa, donde, según él, todo estaba tal como quedara a la muerte de mamá. Referíame también cómo fueron los días de salud que precedieron a la mortal dolencia y cómo su agonía. —¡Ah, esta despensa, donde le pedía pan a mamá, llori-queando de engaños!— Y abrí una pequeña puerta de sencillos paneles desvencijados. Como en todas las rústicas construcciones de la sierra peruana, en las que a cada puerta únese casi siempre un poyo, cabe el umbral de la que acababa yo de franquear, hallábase recostado uno, el mismo inmemorial de mi niñez, sin duda, rellenado y revocado incontables veces. Abierta la humilde portezuela, en él nos sentamos, y en él también pusimos la linterna ojitriste que portábamos. La lumbre de ésta fue a golpear de lleno el rostro de Ángel, que extenuábase de momento en momento, conforme trascurría la noche, hasta parecerme a veces casi trasparente. Al advertirle así, le acaricié y colmé de ósculos sus barbadas y severas mejillas, que se empaparon de lágrimas. Una centella, de ésas que vienen de lejos, ya sin trueno, en época de verano en la sierra, le vació las entrañas a la noche. Volví restregándome los párpados a Ángel. Y ni él, ni la linterna, ni el poyo, ni nada estaba allí. Tampoco oí ya nada. Sentíme como ausente de todos los sentidos y reducido tan sólo a pensamiento. Sentíme como en una tumba.

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Después, volví a ver a mi hermano, la linterna, el poyo. Pero creí notar el semblante de mi hermano, como restable-cido de su aflicción y flaqueza anteriores. Tal vez, esto era error de visión de mi parte, ya que tal cambio repentino no se puede ni siquiera concebir. Le dije: —Me parece verla todavía, no sabiendo la pobrecita qué hacer para la dádiva, y arguyéndome: —¡Ya te cogí, mentiroso! Quieres decir que lloras, cuando estás riendo a escondidas. ¡Y me besaba a mí más que a todos ustedes, como que yo era el último también! Al término de la velada de dolor, Ángel parecióme de nuevo muy quebrantado, y, como antes de la centella, asombrosamente descarnado. Sin duda, pues, había yo sufrido una desviación en la vista, motivada por el golpetazo de luz del meteoro, al encontrar antes en su fisonomía un alivio que, naturalmente, no podía haber ocurrido. Aún no asomaba la aurora del día siguiente, cuando monté y partí para la hacienda, despidiéndome de Ángel, que quedaba todavía unos días más, por los asuntos que habían motivado su viaje a Santiago. Finada la primera jornada del camino, acontecióme algo inaudito. En la posada hallábame reclinado en un poyo descansando, y he aquí que una anciana del bohío, de pronto, mirándome asustada, preguntóme lastimera: —¿Qué le ha pasado, señor, en la cara? ¡Parece que la tiene usted ensangrentada! Salté del asiento. Al espejo advertíme, en efecto, el rostro encharcado de pequeñas manchas de sangre reseca. Tuve un calofrío. ¿Sangre? ¿De dónde? Yo había juntado el rostro al de Ángel que lloraba… Pero… No. No. ¿De dónde era esa sangre? Comprenderáse el terror que anudaron en mi pecho mil presentimientos. Nada es comparable con aquella sacudida de mi corazón. Hoy mismo, en el cuarto solitario donde escribo, está la sangre aquella y mi cara en ella untada y la vieja del tambo y la jornada y mi hermano que llora y mi madre muerta. ¡Oh noche de pesadilla, en esa inolvidable choza, en que la imagen de mi madre muerta alternó, entre forcejeos de extraños hilos, sin punta, que se rompían luego de sólo ser vistos, con la de Ángel, que lloraba! Seguí ruta. Tras de una semana de trote por la cordillera y por tierras calientes de montaña y luego de atravesar el Marañón, una mañana entré en parajes de la hacienda. El nublado espacio reverberaba a saltos, con lontanos truenos y solanas fugaces. Desmonté junto al bramadero del portón de la casa que da al camino. Llamé. Algunos perros ladraron en la calma apacible y triste de la fuliginosa montaña. Una voz llamaba y contenía desde adentro a los mastines, entre el alerta gárrulo de las aves domésticas alborotadas. Esta voz pareció ser olfateada extrañamente por el fatigado y tembloroso solípedo, que estornudó repetidas veces, enristró casi horizontalmente las orejas hacia adelante, y, encabri-tándose, probó a quitarme los frenos de la mano. Al desplegarse, con medroso restallido, las gigantescas hojas del portón, aquella misma voz vino a pararse en mis propios veintiséis años totales y me dejó de punta a la Eternidad. Las puertas hicié- ronse a ambos lados. ¡Meditad brevemente sobre este suceso increíble, rompedor de las leyes de la vida y de la muerte, superador de toda posibilidad! ¡Mi madre apareció a recibirme! —¡Hijo mío! —exclamó estupefacta—. ¿Qué es lo que veo, Señor de los Cielos?

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¡Mi madre! Mi madre en alma y cuerpo. ¡Viva! Y con tanta vida, que sentí ante su presencia, asomar por las ventillas de mi nariz, dos desolados granizos de decrepitud, que luego fueron a caer y pesar en mi corazón, hasta curvarme senilmente, como si, a fuerza de un fantástico trueque de destinos, acabase mi madre de nacer y yo viniese, en cambio desde tiempos tan viejos, que me daban una emoción paternal respecto de ella. Sí. Mi madre estaba allí. Vestida de negro unánime. Viva. Ya no muerta. ¿Era posbile? No. No era posible. No era mi madre esa señora. No podía serlo. —¡Hijo de mi alma!— rompió a llorar mi madre y corrió a estrecharme contra su seno, con ese frenesí y ese llanto de dicha con que siempre me amparó en todas mis llegadas y mis despedidas. El estupor me puso como piedra. La vi echarme sus brazos adorados al cuello, besarme ávidamente y sollozar sus mimos y sus caricias, que ya nunca volverán a llover en mis entrañas. Tomóme luego bruscamente el impasible rostro a dos manos, y miróme así, cara a cara, acabándome a preguntas. Por fin, enfoqué todas las dispersadas luces de mi espíritu, e hice entonces comparecer a esa maternidad ante mi corazón, dándola un grito mudo y de dos filos en toda su presencia. ¡Oh el primer quejido del hijo, al ser arrancando del vientre de la madre, con el que parece indicarla que ahí va vivo por el mundo y darla, al mismo tiempo, una guía y una señal para reconocerse entrambos por los siglos de los siglos! Y gemí ante mi madre: —¡Nunca! ¡Nunca! Mi madre murió hace tiempo. No puede ser… Ella incorporóse espantada ante mis palabras y como dudando de si yo era yo. Volvió a estrecharme entre sus brazos, y ambos seguimos llorando llanto que jamás lloró ni llorará ser vivo alguno. Y aquí las manchas de sangre que advirtiera en mi rostro, en el bohío pasaron por mi mente como signos de otro mundo. —¡Hijo de mi corazón! ¡Ven a mis brazos! Pero ¿qué?.. ¿No ves que soy tu madre? ¡Mírame! ¡Mírame bien! ¡Pálpame, hijo mío! ¿Acaso no lo crees? Contempléla otra vez. Palpé su adorable cabecita enca-necida. Y nada. Yo no creía nada. —Sí, te veo —respondí— te palpo. Pero no creo. No puede suceder tanto imposible. ¡Y me reí con todas mis fuerzas! Originalmente publicada en 1923. [Versión corregida en el “Manuscrito Couffon”, 1994]

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El pututo Emilio Romero ( Puno,1899 - 1993 ) El sol parecía incendiar la pampa. Una vaporación lenta y voluptuosa se desprendía de las charcas hechas por la lluvia donde un centenar de ranas decíanse su estribillo desgarrador y átono. Sobre la moya de un verde exorbitante y abundoso, rumoreaba un rebaño de ovejas blancas como el rebaño de nubes que vagaba en el cielo. Lejos, indiferente y hermosa, una imilla como una figurilla de barro cocido, decoraba el paisaje. Tenía el chullo de lana sobre la cabeza y cayendo en dos alas espesas sobre la espalda. Su viejo chaquetín estaba deshilachado a la altura de sus senos tan erectos, tan durillos, tan morenos, tan increíbles. Luego una faldilla carmesí y la huaraca liada en la cintura. Dando una vuelta sobre los talones se habría visto el horizonte cercado de inmensos cerros policromados. Allá había un grupo de casuchas blanquecinas, edificadas sobre las peñas como Nacimientos. En otro, los quinuales maduros eran una pincelada bruno-rojiza, los cebadales amarilleaban con reflejos de oro. Y más lejos, el fecundo papal que crecía verdoso en los negros surcos de la Tierra, floreaba jovialmente bajo un sol maravilloso. De repente el silencio solemne de la pampa fue escarnecido con un relincho agudo y prolongado. Y por el camino que culebreaba en los pajonales, aparecieron galopando cuatro jinetes. El señor traía un enorme poncho de vicuña y guarapón de hilo. Por tras él estaban en unos caballejos castaños, lanosos y trotones, tres indios con las piernas cubiertas de gruesas ccarabotas. La imilla entonces atendió al rebaño y desliando la huaraca la hizo silbar dándola cien vueltas en círculo con el brazo en alto. Las ovejas se inquietaron. Llegados que fueron, el señor desmontó y los indios también. —A ver el recuento… Al rugido del señor uno de los indios, el más andrajoso, ordenó a la imilla conducir el rebaño a un cercado próximo. Todos caminaban en silencio y en la cara del indio andrajoso que era llamado Domingo, había un desganador gesto de tristeza. La imilla parecía no comprender nada. Comenzaron el recuento. Las maltonas, los anejos, las madres, las urhuas, salían por un estrecho hueco del cercado, oprimiéndose unas a

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otras, saltando y estrechándose con angustia hasta balar de dolor. Los indios los arreaban dentro del cerco, hacia el hueco, y los otros por fuera con el ojo vivo sobre el portín contaban los ganados que al ver otra vez la pampa inmensa brincaban gozosos… —¿Qué has hecho de tres anejos, Domingo? —Tata, se han muerto… —¡Han muerto! Esta es la respuesta de siempre, ¡indios ladrones! ¡Ya no hay paciencia, caray! A ver mándate cambiar hoy mismo, indio canalla… —Tatay… —A ver Pascual, toma este cargo desde hoy… Domingo guardó silencio un momento y después con el acento aún más lleno de amargura, llamó: —¡Imilla!.. ¡Imilla!.. La imilla que se había alejado otra vez con el rebaño, al oír la llamada de su padre acudió corriendo. —Jaku… —Tata. —¡Vamos, te digo!.. La imilla bajó la cabeza, mientras tanto, el señor partía con los demás al galope. Cuando la imilla vio a Pascuala tirar piedras al rebaño para llevárselo a su cabaña, sintió que el sol tan quemante le achicharraba el corazón. Preguntó tristemente: —Tata, ¿nos han quitado el rebaño?.. El indio no respondió, pero tenía en sus labios una maldición. Después dijo: No haz de llorar imilla. No se llora al Sol… Y corrieron por la pampa. Caminaron en el día y de repente llegó la noche. Estaban al pie de un inmenso cerro peñascoso. Subieron oteando la atmósfera como pumas furiosos. Cuando llegaron a un lugar elevado, Domingo sacó debajo del poncho un cuerno de vaca con la punta cortada y dijo: —Imilla, ahora puedes llorar… Pero el pututo con ese ¡hu!, ¡húúú!, tan amargo, tan lúgubre, tan vengativo, lloró desesperadamente en la noche, y la imilla también lloró…

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Jijuna José Diez Canseco ( 1904 - 1949 ) Tambo de La Buena Mano. Llantenes chiquitos festonan los zócalos de paja y barro que emanan úricos miasmas de chicheros. Tambo de La Buena Mano. Damajuanas señoronas de preñados vientres y delgadas botellas empolvadas. Anaqueles medio desnudos, y, entre un marco de madera negra, un buque que naufraga en un mar tempestuoso. Encima de un ventano, el escudo del Perú con banderas flamígeras. Vuela una sombra gigante de mariposas nocturnas. En el tambo se alza un vaho lento de humazos imposibles, y los ojos del propietario —Antonio Lang—, se entreabren cuando alza el vuelo un tanto enérgico y peruano: —Jijuna... Alrededor de una vasta mesa florecen ponchos bajo el candil de querosén. La noche se ha derramado, lo mismo que la chicha de Huarmey, por las arenas todavía calientes del sol costeño. Lejos, zumba el mar. Fuera del tambo relinchan caballos próceres. Pero alto, enhiesto, levantisco, camorrista, un zaino se sacude el relente resonando el apero: —Jijuna... La voz no tiene una inflexión colérica. Modula cacha zafia y crudelísima. De rato en rato, los gruesos vasos resuenan sobre el tablero de la mesa en brindis mudos. Las candelas de los cigarros agudizan las aristas del bronce cholo de los rostros. El chino Lang destapa la cuarta botella de chicha. Unas moscas rebullen sobre los restos de la cena. Por aquellos lares andaba don Santos. Era, don Santos, el dueño del zaino pleitista. Zaino de paso llano y anca redonda, para asentar a la que quiera arrunzarse con uno. Resuena el apero del potranco, con tintines de plata. Allí, en la noche, las hebillas de las riendas, los cantos de los estribos, relucen como los ojos húmedos del Cura. Cura, así se llama el potro, por irreverencia de don Santos y porque se lo hurtara al señor párroco de Casma. Y todavía tenía, el muy indino, la insolencia de pasear por la plaza del puerto a lomos del cuerpo del delito. Cholo bandolero de esas tierras, sin más ley que su pistola, sin más amigo que su potro. A él cantaba, en las lentas peregrinaciones de los arenales, las más mimosas coplas querendonas. Para su Cura eran las rudas caricias de

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sus manos asesinas y sus consejos de baquiano sabihondo porque por las patas del potro salvara muchas veces de tanto gendarme sinvergüenza. Se lo están contando: —Jijuna... Pues, sí, era cierto. Fue después del almuerzo que el sub-prefecto le ofreciera a don Ramón Santisteban, hacendado de muchas tierras de sembrío y pastos. Don Ramón había desenfundado la pistola y roto unas botellas. —Menos mal q’estaban vacidas... Y después, contaba el chismoso, don Ramón había prometido: —¡Cómo quisiera encontrármelo! ¡En la frente le meto su jazmín, mi subprefecto! ¿Ha visto cómo tiro? ¡Y yo no teng’un pelo! ¡Lo adelanto! Palabra, Autoridá... Era en aquel tambo la charla chismosa. El amigo, compañero de barrabasadas, le confiaba a don Santos estas cosas. ¿Don Santos? Sí, hombre, sí; Santos Rivas, ése del incendio de Molino Grande; ése de la muerte de don Eustaquio Santisteban, el hermano de don Ramón; ese de las quinientas cabezas de ganado de la hacienda de Paso Grande; ése de la mujer del doctor Jiménez, después de la fiesta del 28; ése del tren a Recuay; ése del duelo con don Miguel Páucar y del festejo con tanta y tanta botella de pisco; ése de... ¿quién se va a acordar de todos esos líos? El mozo escuchaba en silencio. Con el rebozo del poncho se cubría apenas el rostro duro y sólo los ojos sonreían. De rato en rato, pitaba su “amarillo” y modulaba la sonrisa: —Jijuna... Cuando Cosme terminó el relato, apenas si sonrió Rivas: —Ya l’encontraré algún día... Y solitos... En cuantito salga’e viaje, me avisas, ¿quieres? —Yaqu’ermano... Y como se hacía tarde se despidieron. El chino retiró las botellas y vasos apuntando el precio. Los hombres se confundieron con la noche. De pronto, una voz seca: —¿Cura? El potro respondió en su lengua. Montó don Santos, y ambos amigos, hombre y bruto, se metieron en las sombras. II En el parral, un chirote silbaba largo. El viento palomilleaba entre los álamos altos, correteando sobre las vides que desparramaban su verdor más allá de las bardas desiguales. Se mecían los pámpanos como una marejadita de la rada de Huarmey. Estaba alegre la madrugada, pero ya cansaba esta cuesta que Santos Rivas hacía sobre el Cura, acortando la distancia; tres leguas en hora y cuarto... Guapo el Cura para arrancar arriba. Arriba... Arriba esperaba la china Griselda Santisteban. Y, claro, el Cura apresuraba el paso trepando por el valle hacia el casal de la hacienda donde la china vivía. ¿Estaría fuera? A lo mejor arrancó también para la sierra acompañando al cholo bruto de su padre. Don Ramón no gustaba de estos líos y por ello ofreciera “su jazmín” para don Santos. Ese hombre fue quien tendió a su hermano y ahora le enamoraba a la hija. ¡Barajo y baso q’era sinvergüenza el mozo! Pero mejor estaba así, llevándose a su chinita para la sierra

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porque él ya estaba viejo.Santos, en cambio, era más joven y por muy trejo que uno juera, el otro tenía más vista y la mano más pronta. Santos comenzó a silbar con impaciencia. El Cura apresuró el paso hasta llegar a la ranchería de la hacienda que, a esa hora, se alumbraba a querosén. La ranchería —paredes rojizas, estrellas mugrientas de los faroles en las esquinas, tambos con bullas a la sordina y un eco de guitarra— aparecía medio dormida. Lejos, pero bien lejos, dos quenas cantaban tristezas peruanas. Y el chirote bandido seguía el silbo largo, saltando entre el follaje que apenas susurraba como quitasueños de 28 de julio. La noche todavía estaba enterita. Ni estrellas ni luna. El río ladraba lejos. Los cerros devolvían los foscos insultos de perros panfletarios. Una lechuza comenzó a despedirse de la noche con el estribillo consabido, y don Santos se santiguó bajo el poncho, por si acaso. ¿Estaría Griselda? ¡Claro que estaba! Allí, en el caserón suntuoso, la lumbre de su cuarto avisaba tranquila su presencia. —Amos, Cura, amor juerte... Pasó el portalón tuerto y arrumbó a la casa. Al pie del ventanuco largó un silbo mochuelo. La otra contestó asomada: —Chino... —Vine pa’despedirme, vidita... Como te vas pa la sierra... —Yo, no. Mi’apá que se va pa Huacho... —¿A Huacho? ¿Cuándo? —Mañana, en la mañanita... —Yo también, mi vida... Me llev’una repunta’eganao... Doscientas cabecitas y un torazo grande... ¡Ja, ja! Pa regresar pronto vidita... ¿No bajas? —No puedo. Mi’apá me pilla si abajo... —Sonsa... —Endeveras... Mira que l’otra noche casisito nos pesca... Y v’a a ser un lío si nos encuentra juntos... Rivas palanganeó una sonrisa: —¿Endeveras? ¿Lío? ¿Endeveras que tu’apá mi’ase lío? La china hizo una guaragua de ternura: —Mira, Santos, con mi’apá no vas a ser guapo, ¿no?.. —Sonsa... ¿Guapo? Con naides soy yo guapo, vidita... Un instante se retiró la moza del ventano. Murió la luz. El Cura se sintió libre del jinete que fue hasta el portalón. Chirrió el postigo y, destocándose el pajizo, el tarambana se perdió en la sombra casera. Y, hembra y mozo, se dieron los “buenos días” con las húmedas bocas temblorosas. Parece que el sinvergüenza salió como dos horas después. El Cura se repuso con la gramilla del patio. El cielo se despejó un poco y comenzó el día por encima del Huascarán lejano. Al despedirse acanelaron las voces con criolla sandunga: —Ta’ pronto, Chino... —Ta’ pronto, vidita...

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III ¡Cholo fresco! A don Eustaquio Santisteban lo tendió de un tiro cuando la feria de Huayanca, y ahora venía a enamorar a la sobrina, a la hija del hermano. Pero quién sabe por qué encono consigo mismo, Rivas se sentía casi buena persona a la vera de la moza que le alocaba con la ternura de sus ojos rasgados, con el aroma de sus trenzas, con sus manitas adornadas con piochas de plata y turquesas del norte. ¿Cómo fue que fue? ¡Sabe Dios! Acaso las cosas comenzaron por los tonderos bailados una tarde, sin conocerse, después de la procesión del Sábado de Gloria. La chicha hizo el resto, inspirando a Santos Rivas el floreo picante que la otra no rehuyó sino que, muy por el contrario, agradeció con la mejor de sus sonrisas. Y ya por la noche, cuando la guitarra comenzó con los tristes esos: Papel de seda tuviera Plumita de oro comprara Palomitay... ya la muchacha enrojecía de tal guisa, que la señora Cárdenas atortoló la papada mantecona: —Pichoncita... Y pichoncita mansa fue para el gavilán arrogante que puso pavor en todo el valle del Santa, por las tierras lindas de Ancash, con sólo el tino de su pistola y la perspicacia de su ojo infalible. Pichoncita mansa, sí, pichoncita serrana, más dulce que todas las hembras, con ese mimo del arrullo, del abandonado querer que no resiste, de los silencios pequeños que en estas hembras peruanas son la joya más preciada, porque callan y miran. Y allá por los valles, cuando la luna apunta por la cordillera inmensa, cuando la calandria chola comienza el variado trino, ese silencio y esos ojos enloquecen hasta a los limeños mastuerzos. Y el mejor de los dúos —brisa y ave—encuentra vida en las pupilas humildes de las chinas mimosas del Perú. Lastima no más que tuviera que irse. Porque claro que se iba. ¿No aprovechar el viaje del padre, de ese don Ramón que se había atrevido a ofrecerle jazmines?.. No, se iba tras él, a Huacho, para hacerle ver que tiritos no se meten, así no más, a los hombres. Se iba para decirle que, hombre a hombre, muy gallo tenía que ser el tipo que le pisara el poncho. Cosme también se lo había avisado al regreso: —Mañana, en la mañanita, don Ramón sale a las tres pa Huacho... —Gracias hermano, pero ya lo sabía. —Y tú, ¿te vas? Rivas no respondió. Encendió un «amarillo» y murmuró apenas: —Jijuna... IV De trecho en trecho, los postes del telégrafo. Recién se les adivina en el medio claror de la madrugada. Las lomaditas ya estaban peladas, con unas cuantas matas de grama que crecen porque sí. Las arenas comenzaban a invadirlo todo, aventadas por los vientos primeros del otoño, y de rato en rato, fulguraba una salina perdida. Igual y rítmico, el cuádruple paso trotón de unos caballos. Las siluetas se perfilaban envueltas

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en los ponchos, como unas carpitas que los pajizos remataban. Eran don Ramón Santisteban y su paje. Los hombres marchaban en silencio, atisbando la lejanía, porque los encuentros feos son frecuentes en esta tierra. Andaban. En Huacho tendría que feriar ganado y volverse unos días después con el cinturón bien gordo de billetes. Eso sí, pedirían campaña al cuartel del cuerpo rural, porque setecientas libras no se las pueden alzar así como así. Don Ramón apresuraba el paso. Una vaga desazón, esa cosa indefinible que se siente en los desiertos peruanos cuando se les atraviesa de noche; ese cantar de las paca-pacas que, por muy templado que uno sea, siempre molesta; ese zumbar del viento que no tiene barreras y que se desgarra en los tunales o en los hilos del telégrafo, todo eso fastidia. Y, más todavía, cuando se ha soltado la lengua a propósito de Santos Rivas, la cosa se empeora, porque el tipo ése no entra en vainas. ¡Culpa de la chicha, por los clavos! Porque él, claro está, no iba a entenderse con ese hombre. El se habría vengado haciéndole pegar cuatro garrotazos por los peones de su hacienda, y el cuerpo habría ido a parar a cualquier acequia que le cubriese de lodo. Después... ¡cualquier cosa! A él, ricachón y con esos peones, ¿quién le iba a decir un cristo? Entonces, ¿por qué habló? Esos tragos demás, caramba, esos tragos... Iban en silencio. Los pajes saben que siempre que un viajero habla tiene miedo. Por muy baquiano que uno sea, si habla en el desierto, es porque siente que algo se descompone. Algo que no se sabe qué es, pero que se siente. Miedo a esa tremenda soledad, al despeche de la bestia, a quedar desmontado por culpa del maldito calor que raja los cascos de las mulas más bravas, de los potros más recios, si se tiene a mano un poto de aceite. Las anchas rodajas de las espuelas tintineaban en los estribos de cajón. El pellón sampedrano daba calor ya, y, bajo el poncho, las manos se agarrotaban, una sobre las riendas, otra sobre la cacha fría de la pistola que, poco a poco, iba tomando el calor de esa mano. ¡Qué vaina! ¿Cuántas horas faltarían? Ya aclaraban las tintas de la noche con lindos colores cholos. Morado, rojo, verde, oro purito, como un poncho que tendieran desde la Cordillera Blanca, cuya nieve fulguraba extrañamente. Y de pronto, uno, dos, tres, cuatro cóndores pasaron zumbando su vuelo destemplado. Ya era día. Dentro de una horita se vendría el sol íntegro, y eso consuela. Pero antes que el sol se vino un eco raro: —¿Qué jué? —No sé, taita. ¡De fijo que era el bandido! ¿Quién, si no, iba a galopar sobre sus huellas a las cuatro de la mañana? Y él no podía volver la cara —¡eso nunca!— para mirar quién le seguía: —Mira, a ver... El paje endureció los ojos bajo el faldón del pajizo. Medio cerró un ojo y sentenció después: —Don Santitos, patrón... —¿Por aónde? —Por cinco hondas, lo muy menos, patrón... ¿Diez cuadras? No importaba. Todavía podía apresurar el paso hasta la Cruz de Yerbateros y eso era ya distinto. Pero el galope proseguía igual, reventando la cincha de la bestia, clavadas de fijo las roncadoras en la panza del bruto: —¡Qué modo de reventar bestias!.. ¿Y ahora?

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—Cuatro hondas, taita... —¡Ah, barajo y paso! ¡Que venga, sí que venga! ¡Que sepa ese canalla quién es don Ramón Santisteban! ¡Lo adelantaba, por diosito que lo adelantaba! —¿Y ahora? —Tres, no más, tres... El galope se adelgazó un poco. Seguro era un respiro para el caballo. Pero el paso llano apresurado no interrumpía su son igual. Ya no galopaba, pero siempre le iba a alcanzar. —Pica un poco. —Mejor corremos, patrón, mejor... Las dos bestias torcieron los hocicos con las riendas tensas. Ahora, alta ya la mañana, la figura del jinete se hacía nítida. Venía en el Cura, con su clásico poncho amarillo y rojo. El jipijapa tenía alta la falda, delantera por el viento que empujaba para el norte, descubriendo el rostro duro y burlón de don Santitos. El potro levantaba las arenas con el rotundo paso farolero. Venía con la cabeza alta, sacudiendo las crines, cubriendo el pecho de su amo que se inclinaba sobre la cruz evitando el aire. —¿Y ahora? —Cerquita, no más... Don Ramón no titubeó: bajo el poncho desenfundó la pistola y la tiró a la arena. Santos Rivas no atacaba a un hombre desarmado. Pero el mozo, al pasar, advirtió el pavón de la Colt reluciendo de negro sobre la arena de oro. Sin desmontar, apoyado en el estribo, recogió del suelo el arma y de un golpe se puso a la vera del hacendado: —Mira, pues, don Ramón, se le cayó el canario. Y con la diestra desnuda, fiera diestra de bandido, alcanzó al señorón el arma inútil. Y con el inmenso desprecio de los guapos, volvió grupas y arrumbó al norte. Se fue solo, solito, como los trejos, sin volver la cara como cuando pasa una mujer bagre, sin temer un tiro atrasado, ondeando el poncho como una bandera de valentía; no había de castigar en un cobarde la insolencia. Regresó aflojando el paso del Cura, que meneaba la cabeza jugando con las riendas. Allá volvió, hacia el valle de sus hazañas, en donde le esperaba el mismo zandunguero de su china, el respeto de los guapos, la admiración del mujerío. Se fue así, alto y rotundo, sonriendo bajo el rebozo del poncho terciado sobre los hombros fuertes: —Jijuna...

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El abrazo Fernando Romero ( Lima, 1905 ) “¡Lo que brillan las metralladoooras!”, se dice Panaifo mirando la lancha que se aguanta, sobre la máquina, contra la corriente del Ucayali. “Si me descubren el contrabando, me friegan…” La embarcación está tan cerca de la isleta que la voz del Comandante le llega claramente. —¿De dónde vienes? —De mi chacra, señor, quiá un día de surcada de la boca del Pishqui’sta. —¿A dónde vas? ¿Cómo le va a decir que a Iquitos, a hacer el negocio con el sargento de playa Asunción Curica, gran contrabandista de animales y tabaco, y su compadre? —Aquicito no más, señor, a cuatro vueltas aguas abaajo. —¿Qué llevas en la balsa? —Eso que ves, señor: mis naranjas, mis plátanos y el paaiche. —Cuidado con las tortugas, no más. Ya sabes que estamos en época de desove y que está prohibido voltearlas. —¡Cómo vuá voltiarlas, señor! Yo soy hombre honráu, señor. Yo siempre obedezco la Capitanííía… La lancha continúa su viaje de surcada. “Otra vez los engañé…”, se dice, sonriendo. Hace años que, mediando junio, Panalfo construye una balsa fuerte, carga en ella los productos de su puesto, deja la chacra al cuidado de los perros y, acompañándose de su mujer y de su hijo, baja el río. No importa la duración del viaje. Descansa en todas las playas ardientes que el agua deja libres en las vaciantes, y en ellas caza un promedio de cuarenta tortugas —charapas, taricayas, cupisos— que conduce a Iquitos, bien escondidas bajo hojas de palma sobre las cuales va la mercancía inocente. —Samuel: ya’stá tu comiiida —le grita la María. Va hacia la balsa, amarrada a una estaca que ha clavado en la playa. La mujer le alcanza unos plátanos que ha sacado de la huillpa, y un pate con chicha de yuca.

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—Me dio meido de que bajasen y registrasen bajo la barbacoooa… Pero tú bien que los lamistiaaaste… —¡Qué vana registrar, hom…! De que les pagan su plata sin hacer nada, ociosos no más sooon… ¿De qué quieren quiuno viiiva?… “No voltees charapas…” “Nuhagas cigarros con el tabaco…” “Nuhagas aguardiente…” Diz que leyes son… ¿Leyes?: pa’ friegar no más al cristiano… Disputao nomás quemhicieran a mí, ya verías cómo quitaba tuas las leyes paquel pobre viva como pueda… —Y áhura ¡lo quecuesta tooodo!… ¿Cuánto costará, pues, las tejitas que vuá comprar en Iquitos pa’ la guagua y pa’ mí? Panaifo opta por no contestar. “Ya comenzó a hablar de las telitas”… Se tiende en la arena, mientras ella lava en el río. La tarde está serena. Las últimas nubes blancas se reflejan en el agua como grandes edificios de mármol. El sol se va, enrojeciéndolo todo y cerrando el conmutador del cielo: Venus y Sirio se encienden. Después se oculta tras un estrato que se besa con las copas de los árboles, derramándose en encarnado. La oscuridad termina tragándose a un cúmulo vagabundo que se ha disfrazado de rosa para ocultarse. —Ya cerró la noche, ya. —Ya cerró, ya… Va ser buena pa la virazión. Oscura ha de ser porque sólo faltan tres días pal creciente. Ya creo ques hora, ya. Tú ponte en este lao. No salgas hasta quete avise. Las tortugas han comenzado a subir a la playa. Abren en ella los huecos en que van a depositar sus huevos para que el calor del padre sol se encargue de convertirlos en seres vivos. Panalfo las va contando. Ahora hay diez sobre la arena. —¡Ya María! Desde lados opuestos, ambos se precipitan hacia la playa para cortar el camino a los animales. No obstante los mordiscos que reciben, marido y mujer los van volteando panza arriba y los dejan agitando con desesperación las patas. —Una, dos, tres, cuatro, cinco… —Mese fue una. ¡Lo que me mordió fueerte! Las depositan en la balsa, siempre panza arriba, bien cubiertas con hojas de palma. * * * Con sus gandes cabezas triangulares, los lagartos van contra la corriente mientras la balsa se deja arrastrar por ella. Panaifo, en la proa, escruta la oscuridad del río para evitar choques contra las palizadas y troncos a la deriva. De rato en rato llama a la mujer, y ella se ase al largo remo para ayudarlo como sólo lo saben hacer las mujeres loretanas. Acaban de doblar la vuelta de Machi-Tipishca y embocan ya la travesía de Altimira cuando María le grita, de la popa. —Samuel: que ruido de lancha viene me pareceeeee. Deja el remo y se pone a observar. Oye el hipar característico de una embarcación a vapor. Después, sus ojos, habituados a la oscuridad, distinguen en la negrura de la noche. —¡Ah, pucha!… Es la que buscaba contrabando… Apaga la huillpa…. No dejes que el guagua llore.

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Aunque está en medio del canal que obligadamente tiene que navegar la lancha, sólo atina a hacerse invisible escondiéndose, con la mujer y el niño, bajo el pamacari. La embarcación avanza a toda máquina. Ahora Panaifo escucha el golpe de la proa contra el agua y la voz de un timonel que está sondando. —Braza escasa… Cinco pies… Cinco largos… La lancha sólo se da cuenta de que hay algo delante cuando está demasiado cerca. —¡Up! ¡Up! ¡Balsa a proa! ¡Tumba! ¡Tumba rápido! No pueden evitar la colisión. Revientan las lianas que unen los palos de la balsa unos a otros, y caen al agua sus tripulantes, los plátanos y las charapas, mientras la masa humeante pasa rauda alborotando el río con sus hélices. El choque ha tirado a Panalfo contra el horcón de los remos, haciéndole una herida en el costado. Se aguanta en el agua, escrutando el río en busca de la mujer y el niño. Pero no ve nada. Piensa que han sido arrastrados por la corriente, y se deja llevar aguas abajo, hasta que distingue una forma que va hacia la orilla. —¡Espera, María! Allá voy… Reúne las poca fuerzas que le quedan y nada hacia allá. En la oscuridad oye el respirar agitado de su mujer. Llega por fin a su lado y la abraza. Siente en su piel el contacto con un cuerpo duro y frío. Una dentellada le cercena las piernas y se hunde, abrazado al lagarto, mientras el agua se tiñe de sangre. Novelas de la selva (1935)

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El malecón Estuardo Núñez ( Lima, 1908 ) El malecón se me presentó de improviso. Estaba tendido, dormitaba. Porque él sólo se sobresalta cuando el policía, de hora en hora, en la noche, hace la ronda. Siempre se me han quejado los malecones de ser interrumpidos en su sueño. Los enamorados son demasiado leves, silenciosos y no los molestan. Se hacen, efectivamente, imperceptibles para el malecón, pero no para las malas lenguas del barrio. Además, los malecones son una invitación al suicidio. Es una invitación muy clandestina que hacen, burlando al policía. Y cuando uno no quiere quitarse la vida puede suicidar su propia pena, su tristeza y su soledad. Cuando no se tiene nada que matar no se va al malecón. Los enamorados, quieran o no, van a matar su amor. El que no está enamorado es el único que todavía no lo ha muerto. * * * Una noche el malecón desapareció. El policía en su ronda constató el hecho y, gravemente, lo apuntó en su parte: “A la ronda de tres de la madrugada, el malecón equis ha desaparecido. Mis investigaciones al respecto, fueron infructuosas.” A la mañana siguiente, las gentes alborotadas del barrio atrajeron a todo el balneario. En el lugar que antes ocupara el malecón se habían diseminado las casas vecinas. Los propietarios medían sus áreas y constataban notables aumentos. Se sobaban las manos de contento. Los hombres hacían muecas de escepticismo. Las viejas se santiguaban y decían que eran cosas del diablo. Y así se habló mucho y se comentó. Pasó una semana, pasó un mes, un año. Pero el asunto no se olvidó. Y cuando llegaba un forastero, los lugareños lo llevaban de la mano y le enseñaban. —Vea usted el malecón. El forastero miraba a un lado y a otro, o, incluso, al cielo y se quedaba como abobado. Si no sabía castellano, sacaba su vocabulario y buscaba otra significación para la palabra. Entonces le explicaban la historia del malecón desaparecido. El

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forastero si era inglés, la apuntaba en su cartera. Si era alemán, se reía creyéndola un chiste. * * * Un día a alguien se le ocurrió decir que la Foundation había hecho desaparecer el malecón en una noche y que en su área había diseminado las casas vecinas. Y todos, desde entonces, repiten así la historia, porque nadie cree en el poder de lo sobrenatural. Los únicos que creen en el malecón desa- parecido son los enamorados que no tienen ya donde matar su amor.

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Puntos Estuardo Núñez ( Lima, 1908 ) El novelista tomaba aire a bocanadas sentado en una banca pública. Tenía entre ceja y ceja un lunar negro con muchos pelos y dos personajes de su presunta próxima novela. Pero el aire no le daba más pensamientos. Y bien que los necesitaba: la única diferencia entre ambos personajes era su sexo distinto. Después, nada. De pronto en la lejanía, cerca del mar, apareció un punto negro que él interpretó como quiso. Poco a poco se perfiló un pajarraco negro. Principió a volar amenazantemente a su alrededor, con la insistencia de un zancudo. Apreció el peligro y se encerró herméticamente en su departamento, no sin que el pajarraco hubiera querido intro- ducirse. A la mañana siguiente apenas traspuesto el umbral de su puerta lo vio de nuevo aparecer. Mas ahora, cuando menos lo esperaba, arrojó un rollo de papel y desapareció. La curiosidad sobrecogió al novelista, lo alcanzó y por una punta coligió que fuera un manuscrito. Cortó rápidamente las amarras y se dispuso a leerlo. Efectivamente, era un manuscrito pero que tenía muchos metros de largo. Era, indudablemente, una gran novela. Pero no acabó de desenvolverlo. Antes de llegar al extremo, saltó del papel un pájaro plomizo de gran pico y destrozó la cabeza del novelista. Así los pájaros se vengaron de la imputación calumniosa que los malos novelistas les hacen de arrojarles manuscritos de las novelas y cuentos más ruines. * * * La casa de las penas tenía la eterna maldición de estar desocupada. Y siempre la desdicha de conocer apenas a sus inquilinos. (Inquilinos estables —muy buena paga— que para la casa no pasaban de ser forasteros de hotel, que vienen para partir y que no han acabado de dormir una noche cuando ya están arreglando las maletas para partir temprano).

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La prisa de estos inquilinos no era la de alcanzar el tren, sino la de que las penas los alcanzaran. Dejaban todo antes que dormir una noche más. Y la casa de nuevo quedaba desocupada. Un inquilino llegó un día. Traía pocos muebles, pero, dentro de lo poco, un gran reloj alto, de pedestal, que daba unas horas muy graves. El forastero tenía su delirio en oírlo dar las horas con la buena fe y la ilusión con que se oye una ortofónica. —Tan… Tan… Tan… Después el gran péndulo se encargaba de contar los minutos de la melancolía de su dueño, de haberse quedado solo en el mundo, sin un pariente. Solo con su reloj. El reloj comprendía su situación: era regalón. A veces negligía un poco en su labor: se hacía esperar unos minutos para dar la hora, seguro de no tener reconvención. Otras, activaba su cometido y sorprendía a su dueño con sus campanadas adelantadas. Eran medios para no hacerse tedioso. El forastero se hospedó con su reloj en la casa de las penas. Le advirtieron y no hizo caso. Pero antes de que amaneciese el día siguiente escapaba despavorido del pueblo. Lo había abandonado todo, incluso su reloj. Y nadie se alarmó en el pueblo. * * * Un temblor, que el profesor Bendani se había olvidado de predecir, sacudió al pueblo esa mañana. Y destruyó, entre otras, la casas de las penas. Todo quedó en escombros. En medio de todo, los habitantes se felicitaron: desaparecía la casa de las penas. No tardaron en pasar cerca de ella las cuadrillas de salvamento que venían al pueblo. Y se detuvieron creyendo que habría algún sepultado entre los escombros. Pero no procedieron a la labor. El corazón de la casa todavía palpitaba: —Tic-tac… tic-tac… Y todos vinieron a escuchar el tic-tac. Y todos comentaban, pero nadie se atrevía a levantar los escombros. De pronto, la campana del reloj principió a dar la hora. Fueron doce campanadas más graves y más sonoras que nunca y que estremecieron los escombros. Cuando sonó la última campanada, los moradores del pueblo y la cuadrilla de auxilio se encontraban, en su huida, a cinco kilómetros de la casa de las penas. * * * Hay Bancos que están perpetuamente visibles al público. De noche encienden todas sus luces y sus empleados dicen que para ahuyentar a los ladrones. ¡Cuánta luz gastan los Bancos! Muchos quiebran por pagar su consumo enorme. Y pobrecitos los que están sin luz. Los trasnochadores ebrios que regresan tarde a sus casas, se asustan de los Bancos encendidos a esa hora. Creen que es la casa y que dentro espera la esposa encolerizada.

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Era tarde para la gente del pueblo que se acuesta muy temprano. La Agencia del Banco, como siempre, tenía encendidas todas sus luces. Pasó un transeúnte y las luces como siempre lo atrajeron a mirar adentro. Pero no vio luz solamente. Había también unos hombres que daban vueltas como autómatas. —Ladrones!!!! Y la gente se agolpó a las puertas y a las ventanas de reja y con vidrios. Veían robar. Primera vez que lo veían con tranquilidad y con maestría. Era un espectáculo magnífico, una demostración pública de robo sin temor a la sanción social. La policía los reconoció: no eran ladrones profesionales. Antecedentes ninguno. Y cuando les preguntaron qué pretendían dentro de la oficina, contestaron: —Robar luz… (1928)

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La agonía del Rasu-Ñiti José María Arguedas ( 1911 - 1969 ) Estaba tendido en el suelo, sobre una cama de pellejos. Un cuero de vaca colgaba de uno de los maderos del techo. Por la única ventana que tenía la habitación, cerca del mojinete, entraba la luz grande del sol; daba contra el cuero y su sombra caía a un lado de la cama del bailarín. La otra sombra, la del resto de la habitación, era uniforme. No podía afirmarse que fuera oscuridad; era posible distinguir las ollas, los sacos de papas, los copos de lana; los cuyes, cuando salían algo espantados de sus huecos y exploraban en el silencio. La habitación era ancha para ser vivienda de un indio. Tenía una troje. Un altillo que ocupaba no todo el espacio de la pieza, sino un ángulo. Una escalera de palo de lambras servía para subir a la troje. La luz del sol alumbraba fuerte. Podía verse cómo varias hormigas negras subían sobre la corteza del lambras que aún exhalaba perfume. —El corazón está listo. El mundo avisa. Estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ “Rasu-Ñiti”1 . Se levantó y pudo llegar hasta la petaca de cuero en que guardaba su traje de dansak’ y sus tijeras de acero. Se puso el guante en la mano derecha y empezó a tocar las tijeras. Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron. La mujer del bailarín y sus dos hijas que desgranaban maíz en el corredor, dudaron. — Madre ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña? —preguntó la mayor. —¡Es tu padre! —dijo la mujer. Porque las tijeras sonaron más vivamente, en golpes menudos. Corrieron las tres mujeres a la puerta de la habitación. “Rasu-Ñiti” se estaba vistiendo. Sí. Se estaba poniendo la chaqueta ornada de espejos. — ¡Esposo! ¿Te despides? — preguntó la mujer, respetuosamente, desde el umbral. Las dos hijas lo contemplaron temblorosas.

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—El corazón avisa, mujer. Llamen al “Lurucha” y a don Pascual. ¡Qué vayan ellas! Corrieron las dos muchachas. La mujer se acercó al marido. —Bueno. ¡Wamani2 está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho. Agárrame el cuerpo. Voy a ponerme el pantalón. ¿Adónde está el sol? Ya habrá pasado mucho el centro del cielo. —Ha pasado. Está entrando aquí. ¡Ahí está! Sobre el fuego del sol, en el piso de la habitación, caminaban unas moscas negras. —Tardará aún la chiririnka3 que viene un poco antes de la muerte. Cuando llegue aquí no vamos a oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando. Se puso el pantalón de terciopelo, apoyándose en la escalera y en los hombros de su mujer. Se calzó las zapatillas. Se puso el tapabala y la montera. El tapabala estaba adornado con hilos de oro. Sobre las inmensas faldas de la montera, entre cintas labradas, brillaban espejos en forma de estrella. Hacia atrás, sobre la espalda del bailarín, caía desde el sombrero una rama de cintas de varios colores. La mujer se inclinó ante el dansak’. Le abrazó los pies. ¡Estaba ya vestido con todas sus insignias! Un pañuelo blanco le cubría parte de la frente. La seda azul de su chaqueta, los espejos, la tela roja del pantalón, ardían bajo el angosto rayo de sol que fulguraba en la sombra del tugurio que era la casa del indio Pedro Huancayre, el gran dansak’ “Rasu-Ñiti”, cuya presencia se esperaba, casi se temía, y era luz de las fiestas de centenares de pueblos. —¿Estás viendo al Wamani sobre mi cabeza? —preguntó el bailarín a su mujer. Ella levantó la cabeza. —Está —dijo—. Está tranquilo. —¿De qué color es? —Gris. La mancha blanca de su espalda está ardiendo. —Así es. Voy a despedirme. ¡Anda tú a bajar los tipis de maíz del corredor! ¡Anda! La mujer obedeció. En el corredor de los maderos del techo, colgaban racimos de maíz de colores. Ni la nieve, ni la tierra blanca de los caminos, ni la arena del río, ni el vuelo feliz de las parvadas de palomas en las cosechas, ni el corazón de un becerro que juega, tenían la apariencia, la lozanía, la gloria de esos racimos. La mujer los fue bajando, rápida pero ceremo-nialmente. Se oía ya, no tan lejos, el tumulto de la gente que venía a la casa del bailarín. Llegaron las dos muchachas. Una de ellas había tropezado en el campo y le salía sangre de un dedo del pie. Despejaron el corredor. Fueron a ver después al padre. Ya tenía el pañuelo rojo en la mano izquierda. Su rostro enmarcado por el pañuelo blanco, casi salido del cuerpo, resaltaba, porque todo el traje de color y luces y la gran montera lo rodeaban, se diluían para alumbrarlo; su rostro cetrino, no pálido, cetrino duro, casi no tenía expresión. Sólo sus ojos aparecían hundidos como en un mundo, entre los colores del traje y la rigidez de los músculos. —¿Ves al Wamani en la cabeza de tu padre? —preguntó la mujer a la mayor de sus hijas. Las tres lo contemplaron, quietas. —No —dijo la mayor.

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—No tienes fuerza aún para verlo. Está tranquilo, oyendo todos los cielos; sentado sobre la cabeza de tu padre. La muerte le hace oir todo. Lo que tú has padecido; lo que has bailado; lo que más vas a sufrir. —¿Oye el galope del caballo del patrón? —Sí oye —contestó el bailarín, a pesar de que la muchacha había pronunciado las palabras en voz bajísima—. ¡Sí oye! También lo que las patas de ese caballo han matado. La porquería que ha salpicado sobre ti. Oye también el crecimiento de nuestro dios que va a tragar los ojos de ese caballo. Del patrón no. ¡Sin el caballo él es sólo excremento de borrego! Empezó a tocar las tijeras de acero. Bajo la sombra de la habitación la fina voz del acero era profunda. —El Wamani me avisa. ¡Ya vienen! —dijo. —¿Oyes, hija? Las tijeras no son manejadas por los dedos de tu padre. El Wamani las hace chocar. Tu padre sólo está obedeciendo. Son hojas de acero sueltas. Las engarza el dansak’ por los ojos, en sus dedos y las hace chocar. Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del “espíritu” que protege al dansak’. Bailan solos o en competencia. Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón, mientras él baila o levanta y lanza barretas con los dientes, se atraviesa las carnes con leznas o camina en el aire por una cuerda tendida desde la cima de un árbol a la torre del pueblo. Yo vi al gran padre “Untu”, trajeado de negro y rojo, cubierto de espejos, danzar sobre una soga movediza en el cielo, tocando sus tijeras. El canto del acero se oía más fuerte que la voz del violín y del arpa que tocaban a mi lado, junto a mí. Fue en la madrugada. El padre “Untu” aparecía negro bajo la luz incierta y tierna; su figura se mecía contra la sombra de la gran montaña. La voz de sus tijeras nos rendía, iba del cielo al mundo, a los ojos y al latido de los millares de indios y mestizos que lo veíamos avanzar desde el inmenso eucalipto de la torre. Su viaje duró acaso un siglo. Llegó a la ventana de la torre cuando el sol encendía la cal y el sillar blanco con que estaban hechos los arcos. Danzó un instante junto a las campanas. Bajó luego. Desde dentro de la torre se oía el canto de sus tijeras; el bailarín iría buscando a tientas las gradas en el lóbrego túnel. Ya no volverá a cantar el mundo en esa forma, todo constreñido, fulgurando en dos hojas de acero. Las palomas y otros pájaros que dormían en el gran eucalipto, recuerdo que cantaron mientras el padre “Untu” se balanceaba en el aire. Cantaron pequeñitos, jubilosamente, pero junto a la voz del acero y a la figura del dansak’ sus gorjeos eran como una filigrana apenas perceptible, como cuando el hombre reina y el bello universo solamente, parece, lo orna, le da el jugo vivo a su señor. El genio de un dansak’ depende de quién vive en él: ¿el “espíritu” de una montaña (Wamani); de un precipicio cuyo silencio es transparente; de una cueva de la que salen toros de oro y “condenados” en andas de fuego? O la cascada de un río que se precipita de todo lo alto de una cordillera; o quizás sólo un pájaro, o un insecto volador que conoce el sentido de abismos, árboles, hormigas y el secreto de lo nocturno; alguno de esos pájaros “malditos” o “extraños”, el hakakllo, el chusek, o el San Jorge, negro insecto de alas rojas que devora tarántulas.

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“Rasu-Ñiti” era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su “espíritu”: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando. Llegó “Lurucha”, el arpista del dansak’, tocando; le seguía don Pascual, el violinista. Pero el “Lurucha” comandaba siempre el dúo. Con su uña de acero hacía estallar las cuerdas de alambre y las de tripa, o las hacía gemir sangre en los pasos tristes que tienen también las danzas. Tras de los músicos marchaba un joven: “Atok’ sayku”4, el discípulo de “Rasu-Ñiti”. También se había vestido. Pero no tocaba las tijeras; caminaba con la cabeza gacha. ¿Un dansak’ que llora? Sí, pero lloraba para adentro. Todos lo notaban. “Rasu-Ñiti” vivía en un caserío de no más de veinte familias. Los pueblos grandes estaban a pocas leguas. Tras de los músicos venía un pequeño grupo de gente. —¿Ves “Lurucha” al Wamani?— preguntó el dansak’ desde la habitación. —Sí, lo veo. Es cierto. Es tu hora. —¡“Atok’ sayku”! ¿Lo ves? El muchacho se paró en el umbral y contempló la cabeza del dansak’. —Aletea no más. No lo veo bien, padre. —¿Aletea? —Sí, maestro. —Está bien. “Atok’ sayku” joven. — Ya siento el cuchillo en el corazón. ¡Toca! —le dijo al arpista. “Lurucha” tocó el jaykuy (entrada) y cambió enseguida al sisi nina (fuego hormiga), otro paso de la danza. “Rasu-Ñiti” bailó, tambaleándose un poco. El pequeño público entró en la habitación. Los músicos y el discípulo se cuadraron contra el rayo de sol. “Rasu-Ñiti” ocupó el suelo donde la franja de sol era más baja. Le quemaban las piernas. Bailó sin hervor, casi tranquilo, el jaykuy; en el “sisi nina” sus pies se avivaron. —¡El Wamani está aleteando grande; está aleteando! —dijo “Atok’ sayku”, mirando la cabeza del bailarín. Danzaba ya con brío. La sombra del cuarto empezó a hen-chirse como de una cargazón de viento; el dansak’ renacía. Pero su cara, enmarcada por el pañuelo blanco, estaba más rígida, dura; sin embargo, con la mano izquierda agitaba el pañuelo rojo, como si fuera un trozo de carne que luchara. Su montera se mecía con todos sus espejos; en nada se percibía mejor el ritmo de la danza. “Lurucha” había pegado el rostro al arco del arpa. ¿De dónde bajaba o brotaba esa música? No era sólo de las cuerdas y de la madera. —¡Ya! ¡Estoy llegando! ¡Estoy por llegar! —dijo con voz fuerte el bailarín, pero la última sílaba salió como traposa, como de la boca de un loro. Se le paralizó una pierna —¡Está el Wamani! ¡Tranquilo! —exclamó la mujer del dansak’ porque sintió que su hija menor temblaba. El arpista cambió la danza al tono de Waqtay (la lucha). “Rasu-Ñiti” hizo sonar más alto las tijeras. Las elevó en dirección del rayo de sol que se iba alzando. Quedó clavado en el sitio; pero con el rostro aún más rígido y los ojos más hundidos, pudo dar una vuelta sobre su pierna viva. Entonces sus ojos dejaron de ser indiferentes; porque antes

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miraba como en abstracto, sin precisar a nadie. Ahora se fijaron en su hija mayor, casi con júbilo. —El dios está creciendo. ¡Matará al caballo! —dijo. Le faltaba ya saliva. Su lengua se movía como revolcándose en polvo. —¡“Lurucha”! ¡Patrón! ¡Hijo! El Wamani me dice que eres de maíz blanco. De mi pecho sale tu tonada. De mi cabeza. Y cayó al suelo. Sentado. No dejó de tocar las tijeras. La otra pierna se le había paralizado. Con la mano izquierda sacudía el pañuelo rojo, como un pendón de chichería en los meses de viento. “Lurucha”, que no parecía mirar al bailarín, empezó el yawar mayu (río de sangre), paso final que en todas las danzas de indios existe. El pequeño público permaneció quieto. No se oían ruidos en el corral ni en los campos más lejanos. ¿Las gallinas y los cuyes sabían lo que pasaba, lo que significaba esa despedida? La hija mayor del bailarín salió al corredor, despacio. Trajo en sus brazos uno de los grandes racimos de mazorcas de maíz de colores. Lo depositó en el suelo. Un cuy se atrevió también a salir de su hueco. Era macho, de pelo encrespado; con sus ojos rojísimos revisó un instante a los hombres y saltó a otro hueco. Silbó antes de entrar. “Rasu-Ñiti” vio a la pequeña bestia. ¿Por qué tomó más impulso para seguir el ritmo lento, como el arrastrarse de un gran río turbio, del yawar mayu éste que tocaban “Lurucha” y don Pascual? “Lurucha” aquietó el endiablado ritmo de este paso de la danza. Era el yawar mayu, pero lento, hondísimo; sí, con la figura de esos ríos inmensos, cargados con las primeras lluvias; ríos, de las proximidades de la selva que marchan también lentos, bajo el sol pesado en que resaltan todos los polvos y lodos, los animales muertos y árboles que arrastran, indeteniblemente. Y estos ríos van entre montañas bajas, oscuras de árboles. No como los ríos de la sierra que se lanzan a saltos, entre la gran luz; ningún bosque los mancha y las rocas de los abismos les dan silencio. “Rasu-Ñiti” seguía con la cabeza y las tijeras este ritmo denso. Pero el brazo con que batía el pañuelo empezó a doblarse; murió. Cayó sin control, hasta tocar la tierra. Entonces “Rasu-Ñiti” se echó de espaldas. —¡El Wamani aletea sobre su frente! —dijo “Atok’ sayku”. —Ya nadie más que él lo mira —dijo entre sí la esposa—. Yo ya no lo veo. “Lurucha” avivó el ritmo del yawar mayu. Parecía que tocaban campanas graves. El arpista no se esmeraba en recorrer con su uña de metal las cuerdas de alambre; tocaba las más extensas y gruesas. Las cuerdas de tripa. Pudo oírse entonces el canto del violín más claramente. A la hija menor le atacó el ansia de cantar algo. Estaba agitada, pero como los demás, en actitud solemne. Quiso cantar porque vio que los dedos de su padre que aún tocaban las tijeras iban agotándose, que iban también a helarse. Y el rayo de sol se había retirado casi hasta el techo. El padre tocaba las tijeras revolcándolas un poco en la sombra fuerte que había en el suelo. “Atok’ sayku” se separó un pequeñísimo espacio, de los músicos. La esposa del bailarín se adelantó un medio paso de la fila que formaba con sus hijas. Los otros indios

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estaban mudos; permanecieron más rígidos. ¿Qué iba a suceder luego? No les habían ordenado que salieran afuera. —¡El Wamani está ya sobre el corazón! —exclamó “Atok’ sayku”, mirando. “Rasu-Ñiti” dejó caer las tijeras. Pero siguió moviendo la cabeza y los ojos. El arpista cambió de ritmo, tocó el illapa vivon (el borde del rayo). Todo en las cuerdas de alambre, a ritmo de cascada. El violín no lo pudo seguir. Don Pascual adoptó la misma actitud rígida del pequeño público, con el arco y el violín colgándole de las manos. “Rasu-Ñiti” movió los ojos; la córnea, la parte blanca, parecía ser la más viva, la más lúcida. No causaba espanto. La hija menor seguía atacada por el ansia de cantar, como solía hacerlo junto al río grande, entre el olor de flores de retama que crecen a ambas orillas. Pero ahora el ansia que sentía por cantar, aunque igual en violencia, era de otro sentido. ¡Pero igual en violencia! Duró largo, mucho tiempo, el “illapa vivon”. “Lurucha” cambiaba la melodía a cada instante, pero no el ritmo. Y ahora sí miraba al maestro. La danzante llama que brotaba de las cuerdas de alambre de su arpa, seguía como sombra el movimiento cada vez más extraviado de los ojos del dansak’; pero lo seguía. Es que “Lurucha” estaba hecho de maíz blanco, según el mensaje del Wamani. El ojo del bailarín moribundo, el arpa y las manos del músico funcionaban juntos; esa música hizo detenerse a las hormigas negras que ahora marchaban de perfil al sol, en la ventana. El mundo a veces guarda un silencio cuyo sentido sólo alguien percibe. Esta vez era por el arpa del maestro que había acompañado al gran dansak’ toda la vida, en cien pueblos, bajo miles de piedras y de toldos. “Rasu-Ñiti” cerró los ojos. Grande se veía su cuerpo. La montera le alumbraba con sus espejos. “Atok’ sayku” salió junto al cadáver. Se elevó ahí mismo, danzando; tocó las tijeras que brillaban. Sus pies volaban. Todos estaban mirando. “Lurucha” tocó el lucero kanchi (alumbrar de la estrella), del wallpa wak’ay (canto del gallo) con que empezaban las competencias de los dansak’, a la media noche. —¡El Wamani aquí! ¡En mi cabeza! ¡En mi pecho, aleteando! —dijo el nuevo dansak’. Nadie se movió. Era él, el padre “Rasu-Ñiti”, renacido, con tendones de bestia tierna y el fuego del Wamani, su corriente de siglos aleteando. “Lurucha” inventó los ritmos más intrincados, los más solemnes y vivos. “Atok’ sayku” los seguía, se elevaban sus piernas, sus brazos, su pañuelo, sus espejos, su montera, todo en su sitio. Y nadie volaba como ese joven dansak’; dansak’ nacido. —¡Está bien! —dijo “Lurucha”—. ¡Está bien! Wamani contento. Ahistá en tu cabeza, el blanco de su espalda como el sol del medio día en el nevado, brillando. —¡No lo veo! —dijo la esposa del bailarín. —Enterraremos mañana al oscurecer al padre “Rasu-Ñiti”. —No muerto. ¡Ajajayllas! —exclamó la hija menor—. No muerto. ¡Él mismo! ¡Bailando! “Lurucha” miró profundamente a la muchacha. Se le acercó, casi tambaleándose, como si hubiera tomado una gran cantidad de cañazo. —¡Cóndor necesita paloma! ¡Paloma, pues, necesita cóndor! ¡Dansak’ no muere! — le dijo.

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—Por dansak’ el ojo de nadie llora. Wamani es Wamani. (1961) _______________________________________________________________________________________________ 1 Dansak: bailarín. Rasu-Ñiti: que aplasta nieve. 2 Dios montaña que se presenta en figura de cóndor. 3 Mosca azul. 4 Que cansa al zorro.

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Casicha Porfirio Meneses ( 1915 ) La campiña de Huanta ya muestra por marzo sus choclos maduros. Los maizales, por donde vaya la vista, se encuentran meciendo los infinitos penachos al vaivén de los vientos. Cuando han pasado los chaparrones propios de febrero, cada tallo presenta de dos a cuatro choclos de rubia cabellera, que sólo esperan el acomodarse en la gran olla de barro para hacer la felicidad de los cholos huantinos. Este es tiempo de cuidado para los dueños de chacras. Primero, porque los cercos y tapiales son apenas simbólicos, y los caminillos van hilvanando todas las propiedades; y segundo, porque hay huantinos tan antojadizos… El choclito de chacra ajena es siempre agradable para los que tienen maizal inmaduro, o para los que no tienen chacra. Y, desde luego, para todos los mataperros, sean mozos o mozas. Por eso ahora el viejo Eulalio Janampa, del pago de Pucarajay, está preocupado. Es el buen padre de familia que cavila por el pan del hogar. Tiene mujer y tres hijos que alimentar y, cosas del tiempo cada vez más malo, ya no siempre da bien la albañilería en Huanta. Porque tayta Eulalio es albañil y encuentra que todo va peor ahora tal vez si, como él piensa, porque hay tanto forastero hambriento que todo lo está echando a perder. Hombre añoso, experimentado, tiene ideas ásperas sobre las cosas. Compró el año pasado una chacrita en Huallhuayoj, y sembró en ella lo que hoy es un maizal hermoso. Han graneado admirablemente las mazorcas y pocos vecinos pueden ufanarse tanto como él ahora, ante las perspectivas de una buena cosecha. Sólo que aquellos mismos vecinos, han tomado buena nota de la hermosura del maizal del viejo Eulalio, para proceder en cuanto el sol se anide. Eulalio conoce estas intenciones, y piensa que dará codillo a esos lagartos cuidando su chacra. Hubiera querido sin duda realizar ya la siega y parar los haces para el oreo, pero es que no puede darse tiempo por estas semanas pues está cumpliendo con una contrata urgente, a la que debe todas sus horas. De otro lado, no todas las plantas están igualmente maduras, en punto de corte, y hay que esperar un tanto hasta que los granos doren.

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Ha construido ya la chuglla —chocita minúscula elevada sobre cuatro puntales—, y desde allí cuidarán su mujer o sus hijos. Ha establecido un turno, claro está. Si no va él, va Casimiro, el hijo mayor, y a veces doña Nativa con los dos más pequeños. El bueno del viejo es hombre de pocas pulgas tratándose del sustento de sus hijos: cuando vigila se acompaña de un nudoso palo y hay que temerlo. Pero menos pulgas aguanta la mama Nativa. Porque echa al diario un geniazo… Cuando va ella a cuidar, llevando a Ipicha y Ruficha, la gente de las chacras cercanas no duerme. En la profundidad de la noche se percibe el ruido de piedras que caen desgajando las hojas del maizal y la voz de la mujer que de rato en rato dice: —¡Qué hacendo ay, ladrunazo! T’estoy viendo ¿acaso qui nó? Si no te vas te rompo tu crisma. ¡Supaypa-huahua! Generalmente no hay nadie, y es el movimiento de las hojas con el empuje del viento lo que provoca en doña Nativa éstas y otras expresiones de variado calibre. Porque nadie se atreve a cosechar pedradas en lugar de maíz tierno, desde que, según las trazas, mama Nativa no es mujer muy sentimental. Pero ocurre a veces, en las noches lóbregas, que a señora tan animosa quiere invadirla el temor. ¿Quién no conoce el miedo? Entonces ella azuza a sus chicos, éstos al perrito y entre todos componen una orquesta infernal que mantiene despiertos a los vecinos en media legua a la redonda. Hasta que se les pasa el miedo o se cansan, y se duermen tan profundamente que ni un castillo de cohetes podría despertarlos. Casimiro es mocito que merece atención especial. Cuando sus padres están de mal humor, lo llaman Casemiro, a secas; y si están cariñosos le dicen Casicha. Es un muchacho que ya tiene sus inquietudes. Posee su poquito de primaria, y aunque no ata bien dos palabras en castellano, en quechua es una tarabilla. Sabe que dos y dos son cuatro, y sabe también que en el cinema del pueblo se ven cosas bonitas, porque ya ha ido varias veces a repantigarse en la pulguienta cazuelita. De aquí que experimenta cierta desazón al tener que marchar la mayoría de las noches para el cuidado de la chacra. Por él, bien se las pasaría sin choclos. Aunque es verdad que no piensa lo mismo cuando a la hora del yantar los ve humeando en su mate. Pero con gusto o sin él, va siempre por los senderos, a veces enlodados o malolientes, a cumplir con su tarea mientras de sus labios se deshila un huaino en agradable silbo. En una noche de puras sombras, instalado como en abandono dentro de la chuglla dejaba vagar sus pensamientos, sus ideas, sobre todos los motivos de su preferencia. Pensaba en cuánto de agradable iba conociendo su vida. Y meciéndose en sus recuerdos, no llevaba cuenta del susurrante silencio de los innúmeros follajes del contorno; ni prestaba atención al chi–chi–chi–chi de los huajankichus, ni al vanidoso croar de los sapitos. No trasponía el umbral de sus oídos el tu-cuh lejano de algún búho agestado, ni el canto horario de los pichiusas. Mientras tanto, vivían en el ambiente la suavidad del aire tibio, el estar tranquilo de los árboles linderos y la oscuridad adherida a todas las cosas. Pero algo hubo por fin que desvió el pensar de Casicha. Era un ruido sospechoso allá por un extremo de la chacra. Aguzó el oído y percibió un quebrar de cañas de choclo, un rozarse áspero y continuado de hojas. No había dudas: alguien robaba. De primer momento se incorporó y quiso arrojar piedras en dirección del ruido. Pero luego sintió curiosidad por localizar y conocer a quien lo producía. Salió cuidadosamente de la

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chuglla, y procurando la mayor levedad en sus pasos fue encaminándose hasta el extremo donde se hallaba el intruso. Se llegó primero al cerco y bordeando la chacra iba sorteando el manazo silente de algunas pencas agresivas, y el quebrarse sin penas de las ramitas bajo sus pies. Poco a poco se fue acercando al ruido extraño hasta poder precisar la silueta del causante: era una mujer que se movía por entre las plantas, quebrando los choclos de su tallo con la mayor destreza. Casicha pudo verla llenar rápidamente su falda e ir a vaciarla sobre una manta extendida por allí cerca. Oculto al pie del cerco, el mozo atisbó las cercanías a que podía su vista alcanzar, y convencido de que no había nadie más, se trazó rápidamente un plan. Con el sigilo de siempre acortó aún más la distancia entre él y la desconocida, y de pronto dio cuatro saltos hasta ella y la cogió abrazándola por la espalda. —¡Qué tala, no? Conque tú habías sido… ¿Qué tú haces aquí? ¡Ladrona! —¡No, niñucha, taytito! ¡Soltamé! —exclamó asustada, aunque sin grito, la mujer—. Te lo pagaré. Cuéntalo tus choclos… —Oiga, así namás quieres acabar. Aura vas a ver tú. Qué tala Margarita, su hija de siño Juélis. Robándome, ¿no? Tenes que yer conmigo hasta donde la guardia. ¡Vamos! Quiso forcejear la muchacha pero Casimiro la tenía bien cogida y cerró aún más los brazos. —¿Pero así tan miselabre vas a ser tú? —dijo ella. ¿Por estito, por estos cuatro choclos me vas a llevar al puesto? ¡Tatao! ¡Soltamé! —Pechuga, ah? Todavía mi robas y te voy soltar tranquelito. Vamos… —¡Pero soltamé, te pagaré pues! Cuánto plata ya va a ser… Y procuraba deshacerse de las tenazas del mozo. Antes que gritar hablaba atenuadamente, pero con nerviosidad, agitación. Le aterraba pensar que los vecinos pudieran enterarse del hecho. Por su parte, Casicha estaba dispuesto a hacer respetar su propiedad. Sobre todo porque había reconocido en la muchacha a la jugosa y deseable hija del siñó Félix Champa. Por ello, tácticamente, siguió en su aparatoso afán de amedrentarla con la idea del puesto policial. Hablando de ella decíale: —Toma. Por qué tú mi robas. Vamos. —Pero aistá pues, lo dejo todito —se resistía ella, ya sin valor. Mañana tempranito te daré tu plata de lo que lo hey partido de su huero. ¿Acaso no te voy a pagar? Déjame, pues. —No me da mi gana —repuso el cholo, pero en seguida agregó: Bueno, te voy perdonar, pero… Había considerado la alarma como suficiente para sus fines. Al pero condicional sucedió un nuevo giro en la orientación de sus fuerzas. Por algo era que no había dejado por un instante de aprisionar a la hermosa ladronzuela. Fue entonces que ésta convirtió su miedo en indignación: —¡Ah! ¿Y tu lisura? Conque, ¿no? ¡No quiero! Voy llamar a mi papá, verás. ¡Pa…! —Zonza pues no seas, niñacha. Callaté… Ella tenía un gesto airado que se imponía sobre la penumbra, y había sacado de quién sabe dónde unas fuerzas endiabladas. Hacían tensión todos sus músculos. Pero el mozo tenía energías persuasivas y muy pronto la convenció de que había una culpa que purgar. La Margarita, pues, le pagó a Casicha todos los choclos cogidos y por coger, ante un jurado de sombras.

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Cobrada la deuda, satisfecho el mozo, empezó solícitamente a quebrar más choclos para la manta de la muchacha. Mientras tanto, parada a un lado, podía verse la silueta de ella destacando un aire de altivez y de enojo notablemente encendido. El cholillo advertía: —Otro vez que no te vay’encontrar mi papá porque no te lo escapas del puesto. Ni mi mamá tampoco porque lo rompería tu cabeza. A la vista cuando yo venga voy estar silbándome, entonces… —Si pues, —cortó socarrona la chola— por tus tan lindos choclos voy estar viniendo a faltarme. ¡Plaga! —No te molestas niña. Pasau mañana también voy cuidar aquí… —¡Jajay! ¡Eso cuando…! —rió ella, y cogiendo su atado echó a correr perdiéndose pronto en la oscuridad. Casicha es ahora el más empeñado en cuidar la chacra. Va hasta cuando no le toca, dando así gran alivio a sus padres. —Pobre mi huarma, — dice el tayta Eulalio —cómo se preocupa por nuestras cosas. En tanto, el maizal presenta en las noches, como siempre, su perfume de huacatay, el chillido de sus grillos, el canto bronco de sus búhos. Y, como siempre también, bajo cielorrasos de piedra —como en diminutos proscenios— dan su canto los sapitos. De día, la luz lo viste todo con los verdes. El maizal está hermoso. Sólo el viejo Eulalio no se explica cómo, habiendo buena vigilancia, disminuyen tanto los choclos.

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Peligro Sara María Larrabure ( 1921 - 1962 ) A toda carrera salí hacia el campo. Había un lugar donde no me encontraría, era un escondrijo que me había tardado largo tiempo hallarlo. Quedaba en una huerta, o lo que quedaba de lo que antes fuera una huerta. Nadie se ocupaba ahora de hacer crecer en ella plantas verdes, pegadas a la tierra, alineadas correctamente; sólo algunas matas de fresas ocupaban un minúsculo rincón del gran terreno. En el resto las hierbas espurias, los matorrales salvajes, habíanla cubierto casi en su totalidad. En partes existían claros en los que erguía algún árbol y, para llegar a estos, yo tenía que arrastrarme por entre el matorral, siguiendo un túnel sombrío pero perfecto; una obra de ingeniería hecha tal vez por un conejo o una vizcacha. El túnel no seguía una línea derecha, se retorcía sinuosamente hasta que llegaba al claro, cuyo centro era el árbol. Luego había que buscarlo nuevamente, ya que la entrada se hallaba disimulada; pero yo la distinguía porque la cubrían matas sospechosas. No lo había recorrido todavía en toda su extensión, sino sólo una parte, y ésta me había costado una paciente labor de días, quizás meses. Mis excursiones eran sigilosas, secretas, y cuando volvía de ellas me costaban reprimendas pues mi aspecto era desastroso: arañazos en la cara, brazos, piernas y el traje desgarrado. Pero no importaba, me había obstinado en recorrerlo y descubrir su secreto, tal vez conduciría a un país encantado donde no hubiese castigos ni exigencias. Lo que yo más temía era algún encuentro con algo monstruoso que podía ser desde una serpiente hasta el dragón guardián de ese otro mundo misterioso. Mi carrera se detuvo ante el matorral. Si entraba a rastras en el túnel mi traje nuevo se rasgaría, pero podía con cuidado remangarlo en la cintura y meterlo en el calzón asegurándolo con el elástico; la parte del corpiño se ensuciaría, pero podía sacudirlo más tarde. De todos modos tal vez no volvería más, me quedaría en ese nuevo mundo al que, sin lugar a dudas, debía conducir el túnel. Tenía que ser un mundo bueno, en el que todos me querrían y sería bienvenida. La entrada del túnel se me aparecía tentadora, era además “mi túnel”, yo lo había descubierto y ya lo quería, era un túnel bueno. El problema eran los zapatos, eran los más nuevos que tenía: Me descalcé,

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introduje la falda en el calzón y me escabullí en el matorral de plantas parduscas y verde sucio. El piso estaba cubierto de pastos suaves que defendían imperfectamente de la humedad del suelo. Un olor dulce, de vegetación corrompiéndose, invadía la estrecha bóveda que había sido agrandada por mis anteriores incursiones. Me sentía enorme para la angosta galería y avanzaba cautelosamente, mirando, deteniéndome, investigando dónde ponía las manos y las rodillas. Un silencio completo me rodeaba. El tener las piernas pegadas al suelo me daba la impresión de estar más segura. No importaba que estuviera la hierba húmeda; para mí la humedad era parte de mí misma, de todo lo que me rodeaba, fuera y dentro de mí. El primer tramo era fácil. No tuve sino que levantar mis planas rodillas y depositarlas quedamente. Mis pobres rodillas ardían de tanto haber sido sobadas; habían sido demasiado castigadas. Nada importaba ya, el país estaba cerca. El túnel viraba a la derecha, un corto paso, luego una hendidura en el terreno, quizá una brecha, un corto salto y al otro lado. Entonces venía la parte más difícil, era muy angosta y tendía más y más a estrecharse. El traje se había deslizado hasta toparme las rodillas. Me detuve para volverlo a colocar dentro del calzón. Era pavoroso fijarse en otra cosa que no fuese mi derredor, y odié el traje, odié el calzón, odiaba todo lo que me obstaculizara en mi designio. Ir hacia la aventura, no importaba qué fuera. Tratar, tratar, tratar. ¡Qué túnel!, casi no valía la pena. Aquí tantas ramas. Una me hirió en el brazo desgarrándome parte de la manga. La pobre manga soportaba ahora la sangre. Pero peor el traje desgarrado: no se podía reemplazar. Así se decía allá, acá nadie preguntaba. Esto es lo real: mi túnel y nadie más. Las hierbas se hacían más tupidas, el pasaje más angosto, las plantas, yo creo, se cerraban. Lo importante era estar alerta. Alerta con los ojos, los oídos, el tacto. El peligro se podía esconder debajo del lecho de hojas húmedas sobre las que yo gateaba, o detrás del espeso matorral que se extendía a ambos lados del pasaje y arriba. Mis movimientos eran cautos, me detenía a cada avance escudriñando delante mío. Lo desagradable era mirar atrás, pues entonces tenía que volver la cabeza y perder de vista lo que me esperaba delante. De pronto me hallé contemplando hojas verdes y a través de ellas un claro. En éste, al centro, crecía un árbol de tronco angosto, algo retorcido. Desde mi posición no podía distinguir la copa del árbol. Un temblor nervioso me paralizó: algo se había movido, algo subrepticio que se arrastraba y luego silencio. Agucé mis oídos esperando más que ver, oir de donde venía. La sangre se deslizaba como un hilillo desde la manga desgarrada, cerca del hombro, por el brazo hasta mi mano derecha, plana contra el suelo y rojo azulácea por la posición y la inmovilidad. De nuevo repitióse el ruido. Esta vez sin temor ni interrupciones aunque diferente del primero que había escuchado. Era monótono, como si alguien rastrillara golpeando levemente en la tierra. ¿Alguien trabajaba un jardín en un sitio tan abandonado? Me froté la mano sucia contra el traje antes de separar las ramas frescas. El roce sonó como un vendaval en la quietud del lugar y a éste le respondió un violento, furioso rasqueteo seguido por un batir de alas que se alejaron en el espacio. Nada más sino silencio nuevamente.

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Al retirar las ramas tuve delante de mí una visión perfecta del espacio abierto que rodeaba al árbol. No era muy grande, lo suficiente para que una persona le diera vuelta cómodamente, y el matorral se retiraba haciéndole cerco. La luz del día hería la vista si se paraba una y miraba al cielo. Di un brinco y emergí del matorral. Tenía que enfrentarme con lo que allí había y de pie lo podría hacer mejor que en mi torpe postura a rastras. Junto al árbol, a unos tres metros míos, yacía un bulto alargado, unos insectos pequeñísimos en gran número, le zumbaban encima; era lo único que se movía. Un animal muerto, ¿qué otra cosa podía ser? Yo nunca había visto nada muerto pero lo había oído contar. Siempre tenían los ojos abiertos como desorbitados y la lengua colgando, el cuerpo tieso como un mármol y no oían, no veían, ni tenían miedo (los que miraban al muerto sí tenían miedo), así se quedaban para siempre, muy tiesos e inmóviles. Me acerqué. Ahí en el suelo no había nada tieso, sólo un cuerpo tan chato y flaco que parecía papel. En un extremo de éste, en donde arrancaba el largo rabo, se podía ver los intestinos que se estremecían. La cabeza yacía tendida de lado con las dos grandes orejas muy juntas pero el único ojo no está abierto, era un hueco, y la lengua no pendía del hocico pues éste estaba cerrado. Lo único tieso eran los bigotes largos, tersos y brillantes, que partían de la abertura diminuta pegada a la línea fina y corta —en forma de v de vaca— que formaba el hociquito. Era una vizcacha muerta. Por primera vez veía yo a la vizcacha y la encontraba muerta. Muerta cruelmente sabe Dios por quién. ¿Es que este mundo también sería cruel? Quizás en torno mío se agazapaba el que había matado a la vizcacha de tiernos bigotitos y la había dejado así abierta. Ahora tenía que hallar la otra entrada del túnel. Hasta donde había llegado conocía el recorrido, lo que venía era la verdadera aventura, llena de peligros pero tal vez algo bueno me esperaría al final. ¿Y el animal que había matado a la vizcacha?, ¿sería una serpiente o algún monstruo?, ¿y si me mataba a mi también? No, a mi no me mataría porque yo no podía morir, yo había nacido para la vida y ésta todavía no había venido; viene cuando uno llega a hacer algo y yo no había hecho nada todavía. Recogí un palo seco y duro del suelo y me sentí con coraje nuevo para proseguir mi expedición. ¿El traje?, ¿el mundo de allá?, qué importaban. Nunca más regresaría. Quizás me esperaba lo que debía hacer, quizás ya estaba creciendo y pronto, antes de lo que yo creía, llegaría a ser muy grande. Me enderecé cuanto pude e inspeccioné el tupido matorral. Allá, a mi derecha, las ramas crecían menos fuertes. Apenas ocultaban a los largos tallos que se cimbraban detrás formando la hendidura del túnel. Las separé y comprobé no haberme equivocado, salvo que el pasaje era mucho más estrecho y bajo. Lo mismo había pasado con el que yo acababa de recorrer y con mi cuerpo lo había agrandado. Era como una puerta pequeñita, una puerta abierta hacia un pasaje sin nadie, nadie sino yo. Y también era trabajoso retirar la vegetación que lo cubría. La parte alta se hacía compacta al espesarse; los pastos silvestres habían ido cediendo a medida que crecían, doblándose, enredándose. Encima y por entre ellos, las innumerables trepadoras, sin control ni in-tención, formaban una maleza tupida, pero no imposible de abrir.

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Una y otra vez mi mano derecha empujó lo verde y mi izquierda palpó. Era bien oscuro allí dentro, y tan solo que provocaba ser siempre un habitante de esas regiones. Tan solitario, tan libre, que sin duda debía conducir a alguna parte. Comencé a ascender. Mis manos ya no palpaban grama húmeda sino piedras que las hicieron sangrar. Tenía que estar próxima al final de mi aventura. ¡Estaba tan fatigada! Las piedras rodaban a medida que yo trepaba ¿por qué se siente tanto sueño cuando estamos por llegar? Ya el traje estaba muy roto de modo que sería mejor que lo usara para limpiarme. Me senté. La oscuridad se volvía densa y yo estaba muy sucia. A mi lado observé una especie de lecho en el que se ensanchaba el pasaje. Un descanso de seguro preparado para los expedicionarios. Dudé si echarme pues resultaba bastante pequeño para mí. Me arrimé hasta el fondo. Sí, encogiéndome entraría, por lo demás era mi habitual posición para dormir; solamente las piernas sobresalían. Estas gentes debieron ser sumamente pequeñas o esperarían visitantes más chicos que yo. En último caso yo las convencería, les diría que no les iba a hacer daño hablándoles que no era feo que fuese yo tan grande, insistiría que... bueno que... yo quería ir adonde ellos. ¿Y si eran malos? Si no fueran malos no hubiesen matado a la vizcacha. ¿De dónde venía ese ruido? La luz apenas se colaba por entre las ramas. El ruido se repitió como un rastreo sobre la tierra. Mi mano palpó una cosa ovalada, ligera, y la apreté. Sentí un líquido pegajoso que me empapó los dedos. Claro que era un huevo, ¡como si yo no conociera lo que es un huevo! Vaya, era un amigo, una gallina seguramente. La verdad es que si estaba rodeada por una gallina entonces no había aventura. Se repetía lo de siempre: me había metido en la casa ajena y pronto me cogerían. A correr, pero ¿adónde?, ¿de regreso? No, eso no, nunca más. Seguiría adelante. Yo les explicaría; si se explica a los extraños siempre comprenden. Me incorporé y seguí trepando. Otra vez el ruido rastreador de la gallina. Ojalá no se diera cuenta de su huevo. Las ga- llinas son estúpidas y miedosas. Quizás era la misma que había batido sus alas cuando salí al claro en el que encontré a la vizcacha muerta. Pero eso quedaba muy lejos. El túnel iba volviéndose tan angosto que tuve que echarme boca abajo pues las ramas eran tan fuertes que ya no podía separarlas. Ahora estaba segura de que ese mundo albergaba a gentes sumamente pequeñas. Ojalá me pudieran ver en mi totalidad. Es cierto que si me daban la vuelta me podrían ver hasta los pies. Mis pies, mis pies sangraban. La culpa la tenían las piedras. Otra vez la gallina. Son asustadizas y persistentes. ¿Por qué no iba donde sus huevos a sentarse a hacer pollos? ¿Y si era su único huevo el que yo había roto? Siendo uno sólo no tenía por qué molestarse tanto. Aunque un huevo debe ser muy importante para una gallina. Mañana pondrá otro y se olvidará. Las gentes se llevan sus huevos y las gallinas no se molestan. Esta vez el ruido viene muy cerca mío. Ninguna gallina camina así. Además las gallinas hacen “clú clú’’. Esto no es gallina. Esto es otra cosa. Al frente mío se extendía el túnel tan estrecho y tan bajo que mi cabeza apenas podía pasar por él, pero yo sé que por donde pasa la cabeza pasa el resto del cuerpo; ya lo había experimentado muchas veces. La dificultad era el no poder moverme con rapidez. Las uñas mochas no ayudaban, ¿para qué me comería las uñas? Felizmente no podía

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ser un monstruo. Los monstruos son enormes y lanzan fuego por los ojos y por la boca, y no había nada chamuscado en ese túnel. Esta vez lo sentí. Vino después del ruido. Sobre mi pierna izquierda. Pasó cuando la tenía quieta porque trataba de ver enfrente mío en medio de la casi completa oscuridad. Se deslizó con un toque leve un cuerpo resbaloso y se fue. No podía ser una culebra. Las culebras no existen sino en la imaginación, cuando no se puede dormir y se les ve enroscarse. No se había enroscado, luego no había nada que temer. Seguí adelante. Tenía que estar cerca. Me arrastré sin descanso mientras la noche se hundía en la maleza. La oscuridad no hizo que me perdiera. No tenía sino que seguir el mismo camino y las hierbas se habían ido separando más y más hasta dejarme pasar en cuclillas. Aquello que se había deslizado por mi pierna se había ido. Dicen que los animales salvajes le temen al hombre. Lo que fuera, no era “mi monstruo”, era algún animal curioso. Estaba tan cansada que la cara me dolía, lo mismo que las rodillas, las manos, las piernas. El monstruo se encontró con la gallina y la pulverizó con su aliento de fuego. Yo quise decirle que la gallina estaba allí porque, por un descuido mío, se le había roto un huevo, pero él me miró con ojos inyectados y extendió una de sus patas que tenía uñas de garra y me alisó el cabello desgreñado. Tenía brazo de hombre y garras de fiera, sin embargo su caricia era tan dulce que yo le dejé hacer sin protestar. Levanté la cabeza. No vi sino sus ojos idiotas e insensibles de reptil, más arriba de mi cabeza, a pocos centímetros de mi frente. Permanecí hipnotizada con la cabeza ligeramente levantada sobre la tierra donde yacía tendida. Mis manos, ¿dónde estaban mis manos? Ahora no las sentía, las había perdido. Los ojos sin pestañas no parpadeaban; en la penumbra permanecían suspendidos sin contornos. El silencio me había encajonado: los gritos de las lechuzas y el viento barriendo los campos me llegaban sordamente. Un aliento fétido cayó sobre mi cara. Eso jadeaba. Sus pupilas hacia arriba dejaban una distancia protuberante y blanca en la parte baja del globo del ojo. No parecían verme y sin embargo yo sabía que me observaban. Las pupilas desaparecieron, pero ahí estaban esperando sin moverse. El aliento fétido se hizo menos soportable. Mis músculos comenzaron a existir, tuve conciencia de mi mano izquierda debajo de mi cuerpo, la derecha crispada sobre la tierra, arañándola, pidiéndole ayuda. Fue un movimiento instintivo y brutal. Los ojos volvieron a emerger de la penumbra cuando el puñado de tierra se escapó de mi mano cayendo certero sobre ellos. Un bulto enorme me aplastó, buscándome, estrujándome mientras me debatía tratando de escurrirme. Sus miembros buscaban mis miembros tratando de definirme. El aliento fétido mareaba, me pedía que me abandonase. Hallé una piedra y golpié, golpié donde encontraba resistencia hasta que oí el jadeo aminorarse. Seguí golpeando contra algo duro, seguí aun cuando el líquido tibio se deslizó por mis manos, seguí golpeando hasta que no oí ya nada más sino los nítidos chillidos de las lechuzas triunfantes, apaciguando al viento. Retrocedí. Me encontré de nuevo en el espacio donde se alzaba el árbol ahora transparente contra la luna en el cielo. El bulto de la vizcacha era apenas una sombra

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junto al tronco. En una mano todavía sostenía la piedra, la otra estaba cerrada guardando un secreto áspero. La luz fría y blanca me mostró unas manos húmedas con manchas de tierra mojada. Levanté mi mano izquierda y la abrí: en el hueco de la palma un pedazo de piel sanguinolenta se sostenía pertinaz a unos mechones lacios y negros que se incrustaban entre mis uñas rotas, violentamente criminales.

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En la selva no hay estrellas Armando Robles Godoy ( 1923 ) Ya el indio había levantado su machete cuando la bala le atravesó la barbilla y le destapó el cráneo. El hombre se sacudió el cadáver de encima con un mo-vimiento de repulsión, se puso en pie, reemplazó en el revólver la bala disparada y revisó la mochila. Carajo, la brújula se había roto en la lucha. La arrojó, se ajustó la mochila sobre los hombros, recogió su machete y pasó sobre el indio muerto como si fuera un tronco caído. El río Huallaga sólo quedaba a un día de distancia en la dirección correcta; pero la dirección correcta es un misterio en la selva y el hombre sabía que le sería imposible avanzar en línea recta. Su única probabilidad de salvación estaba en llegar a una corriente de agua; por pequeña que ésta fuera lo conduciría a otra mayor, y finalmente al río. Avanzaba muy lentamente, macheteando constantemente la maleza, arrastrándose bajo enmarañamientos espinosos, saltando con dificultad sobre grandes troncos podridos. Todo eso constituía nada más que una dificultad física, penosa de vencer, pero dominada de antemano; en cambio la pérdida de la brújula le había devuelto a la selva su máscara inmutable de por aquí no y por aquí tampoco. La mochila pesaba mucho. Dos horas de camino y pesaba el doble. Dos horas más y otra vez, el doble. Desde que partió del caserío no terminaba este absurdo aumento del peso y se preguntaba si lo resistiría o si de pronto caería aplastado. Pero el peso no lo aplastaba. Al contrario, lo empujaba y le aseguraba una reserva de energía para el momento en que la suya comenzara a esfumarse. Por ahora le bastaba con la fuerza puramente biológica de sus piernas. Llevaba sobre las espaldas, entre otras cosas más importantes por el momento, treinta kilos de oro en polvo. A medio día se detuvo a descansar y comer. De la mochila sacó un trozo grande de carne de venado salada y un plátano verde sancochado. Cortó un trozo de la carne y se lo comió junto con el plátano. Tenía comida para dos días. Se echó en el suelo. No tenía agua, pero el futuro estaba en su poder, y esa noche llovería. Necesitaba agua para beberla y para caminar por ella. Pensó en el indio muerto. La solución no

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estaba en olvidarlo. El no era una máquina que ejecutaba actos programados; él vivía, y cada latido, grande o pequeño, era él. Se estaba, pues, mirando en el cráneo destrozado por la bala. Había sido una vida joven y hermosa. El indio era un hombre contento de vivir y orgulloso de sí mismo. La vieja le había enseñado a leer y a ser astuto con los hombres civilizados; aprendió a comprenderlos, es decir, a engañarlos y a despreciarlos. Era el director económico de aquella extraña y pequeña comunidad; efectuaba todas las compras y ventas con la seguridad implacable de un hijo de puta. Maldita la vieja, no había culturizado al indio, lo había civilizado. Ahora estaba muerto. La combustión de la pólvora fue más rápida que su brazo. Los dos rodaron por el suelo como gatos furiosos, el hombre tratando de sacar el revólver de su funda y el indio tratando de soltar su brazo derecho para espantar a machetazos la vida del otro y la muerte que se le vino con dos cabezazos certeros en la nariz y la mano que aflojó un segundo y salió el revólver y la bala y los sesos por el aire, todo al mismo tiempo. Y quien había tenido la culpa de todo había sido la misma vieja, que se empeñó en hacerlo acompañar hasta el río por su hombre de más confianza, y en la mañana del segundo día la mochila se abrió un poco y el indio vio el polvo robado y los dos al mismo tiempo, durante un segundo largo como una sombra, comprendieron que no eran libres, que la vida los había arreado hasta meterlos en ese callejón estrecho de dos salidas inevitables y ahora mismo sin más tarde ni perdóname, ahora, en un segundo, y se abrazaron atraídos por la muerte, sin querer matar ni morir, y uno mató y el otro murió, y ahora el hombre estaba fuera del callejón, libre hasta la próxima tranquera, y luego hasta la próxima, y así, de encrucijada en encrucijada, sin poder escaparse del arriero, hasta el último rincón acorralado. Pero no habría rincón acorralado esta vez. La mochila abriría todas las puertas. Gracias a la vieja. Extraña. Sola por dentro y por fuera. ¿Para qué juntaría todo ese oro? Quizá al comienzo tuvo una finalidad rica y precisa que el tiempo y la selva borraron. Abrió los ojos con un pequeño salto. Había dormido. Debía descansar, pero no perder el tiempo. Se levantó, aseguró el complicado correaje de la mochila y continuó su camino. Hasta dentro de tres días no saldrían a perseguirlo, siempre que antes no descubrieran el robo. Pero era imposible que lo descubrieran. Sólo cuando el indio no volviera... Y por último, si la persecución comenzaba antes todo podía irse a la misma mierda. Refrenó la exasperación. Si pudiera dejar de pensar para que sus otras inteligencias le desenredaran su ruta. Ahora debía confiar en la fuerza de sus brazos y sus piernas, y en el oído aguzado para descifrar de entre esa maraña de ruidos el hilito de agua que lo estaba esperando. A las seis de la tarde terminó la jornada. No había hallado agua y tenía mucha sed. Comenzó a preparar un refugio para pasar la noche. Buscó dos árboles delgados que estuvieran separados unos tres metros y ató en los troncos las sogas de una hamaca muy liviana que llevaba en la mochila. Luego pensó en la lluvia. La deseaba y por eso decidió protegerse de ella. Desenvolvió su poncho impermeable y lo ató por tres puntas a los árboles formando un techo triangular sobre la hamaca. No tenía hambre. Mejor. En cambio la sed ya se estaba haciendo insoportable. Esa noche debía llover. Se acomodó en la hamaca. La selva ya estaba completamente oscura. Tengo sed. La mujer saltó de la cama y sin ponerse nada encima anduvo a tientas hasta la cocina. Al poco rato volvió con un vaso de agua y mientras él bebía se metió entre las sábanas y pegó su cuerpo desnudo contra el de él, buscándolo. Siempre

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estaba lista, renovada, abierta a sus manos, a sus ojos, a lo que decía y no decía. Terminó de beber y se puso a examinarla. Era hermosa, morena, de piernas largas y senos duros y pesados. Amaba con dulzura que de pronto, inesperadamente, desembocaba en un torrente furioso lleno de gritos y asombro y alegría y ven ven más no me dejes ahora. Después, entraba en un remanso luminoso como el torrente, pero lleno de paz; y siempre se adivinaba en el fondo una palpitación sostenida, presente, nunca te cansas, nunca. Le besó ligeramente los labios, que estaban húmedos y tibios, como siempre. Ella sonrió sin abrir los ojos y se quedó saboreando el beso. Por la ventana abierta entró una bocanada de frío de la playa y los dos se estremecieron. Ella se acurrucó más cerca del hombre todavía, y él la abrazó con fuerza, pero sin ganas, quédate quieta, no me quieras. Qué espantoso era el amor. Inútil. Pero no. Inútil para ella, pero de un valor incalculable para sus planes y si me quieres tanto harás lo que te pido lo que te ordeno lo que es tan importante para mí para nosotros. Pero ella se resistía y lo seguía mirando con las chispitas de amor en el fondo de los ojos casi ahogados por la pena que la inundaba toda cuando él le pedía que lo hiciera por él que no tenía nada que ése era el verdadero sentido del amor y no la posesión egoísta ni la entrega absoluta. Y entró otra bocanada de frío, de modo que volvieron a temblar y el hombre recogió las frazadas y los dos se quedaron cubiertos, apretados, inmóviles, entrando poco a poco en calor y escuchando el rumor incansable del mar. Era un rumor inmenso. Brotaba de todas partes. Aplastaba toda grandeza. Parecía crecer y crecer de modo interminable. Estaba lloviendo. Sacó la cabeza por una esquina del rancho y le cayó en la cara un chorro fresco. Abrió la boca y bebió a grandes tragos, sin respirar; descansó un momento y volvió a beber. Luego se acomodó en la hamaca y se quedó dormido. Todo amaneció empapado. La lluvia había cesado mucho antes y el poncho estaba hundido en el centro por el peso del agua acumulada. Comió un plátano y mordisqueó un poco de carne; tenía hambre, pero no estaba hambriento. Como no tenía dónde llevar agua bebió toda la que pudo y después sacudió el poncho. Seguiría lloviendo. El primer machetazo para abrirse paso le dolió como si lo hubiera recibido en la espalda; el segundo, le dolió un poco menos; y el tercero, menos aún. Al cabo de diez minutos ya los músculos se le habían calentado y los machetazos caían solamente sobre los arbustos y los dejaban muertos o mal heridos; pero la gran vida de la selva continuaba imperturbable y monótona. Estaba muy oscuro y por todas partes brillaban las grandes hojas mojadas. A veces, cuando el hombre sacudía un follaje alto, le caía una lluvia breve, fría y desagradable. Los sapos y los grillos acentuaban el silencio, y cada cierto tiempo el hombre se detenía y escuchaba con esfuerzo; era posible pasar a veinte metros de un gran río navegable sin percibirlo; y él no quería tanto; con un poquito de agua corriente le bastaba. La caminata era larga y desagradable porque la estrecha quebrada se calentaba con rapidez apenas se asomaba el sol; además, no había camino y era preciso sortear rocas y hendiduras, y todo de prisa, porque si se retrasaba encontraba ya una larga hilera de chicos y mujeres que esperaban su turno para llenar sus baldes en el único caño de agua que había para toda la barriada. Los hombres nunca iban por agua. Él sabía que en algún momento, en forma natural, dejaría de ir por agua y ésa sería la señal de que

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ya era hombre. Por ahora debía resignarse a llenar sus dos baldes todas las mañanas y a volver a su casucha a todo lo que le daban los brazos y las piernas, porque encima de todo estaba la jodienda de la escuela a la que no se podía llegar tarde. Aprendió a leer con rapidez y a partir de ese momento comprendió que la escuela ya no le servía para nada más. Todo lo que le pudiera enseñar la maestra emputecida e hipócrita era una sarta de mentiras que sonaban como bofetadas o escupitazos al ser dichas con seriedad de hay que educarse en ese rincón seco, de cerros pelados, de pan frío de ayer, de fealdad triste y sin remedio. La barriada quedaba a veinte kilómetros de Lima, pero Lima era sólo una palabra mágica para él, como la meta de los cuentos que le contaron una vez. Nunca había ido. Sabía que la primera vez sería la última, ya que jamás volvería a aquel rincón de mierda y miseria donde se sobrevivía con mentiras de pueblo fuerte sostén de la sociedad y clase trabajadora y productiva. Un día la barriada recibió la visita de un ministro. Llegó rodeado por un séquito de autoridades locales, ayudantes, periodistas y fotógrafos, todos disfrazados deportivamente, en mangas de camisa y pantalón de corduroy. Después de caminar un poco por entre las covachas sin esperanza el ministro pronunció un discurso, y luego se largaron sin mirar para atrás. Pero el discurso se le quedó pegado a la memoria como un mensaje secreto que sólo él había descifrado. Pueblo cojudo. Allá en Lima está la vida. Este es un rincón encantado del que no pueden escapar porque sólo nosotros conocemos la fórmula del encantamiento y por nada del mundo se las diremos ni permitiremos que se libren de estos cuatro cerros. Deben quedarse aquí, quietecitos y jodidos, para que nosotros seamos felices allá, donde nunca entrarán, y él había comprendido que la única forma de escapar de allí era solo. Sin la palabra mágica, sólo una persona anónima tenía la probabilidad de entrar en el castillo y pasar inadvertida hasta haber adquirido la ciudadanía de la fuerza. Y desde entonces, cuando iba por agua todas las mañanas, se escuchaba a sí mismo para ver si ya era hombre y podía arrojar los baldes y seguir su camino. Pero por ahora su meta era el agua. Sin embargo llegó el mediodía y no la había encontrado aún. Lo mismo que el día anterior, se quitó la mochila de encima y comió un trozo de carne y el penúltimo plátano. Luego se echó en el suelo y apoyó la cabeza en la mochila. Ésta había disminuido algo en peso y volumen, pero la sucia esencia amarilla descansaba en el fondo y allí continuaría hasta el fin. Miró los pequeños espacios azules sobre los altos árboles. Por ahora no llovería. Parecían cielos independientes. Muy pocos conocían el oro, y de estos pocos, la mayoría sólo en función de ceremonias menores. Pero el dios se mantenía oculto en sus tabernáculos de acero y se comunicaba con los hombres a través de sacerdotes de níquel, de cobre o de papel. Los hombres habían olvidado los motivos para vivir, o nunca los habían encontrado, o tal vez no existían. Pero si en un ataque de lucidez aceptaban la ausencia absoluta de motivos, sólo les quedaba la salida de la muerte más inmediata posi-ble. Y antes que eso, cualquier cosa. Y lo más sencillo era inventar motivos. A eso se reducía la evolución de la huma-nidad. Y el invento más generalizado y perdurable había sido el dinero como evangelio y religión del dios amarillo. Era un dios aparentemente generoso y puto que se dejaba poseer y controlar por todos, pero en realidad los hacía bailar una danza perpetua en pos de los sucedáneos, con ceremonias de homenaje y exorcismos de ciencias económicas. Él también había bailado esa danza, y ahora mismo la continuaba bailando. Pero lo sabía. Por eso no se preocupaba por las cabriolas de la ceremonia, a

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pesar de que había sido muy larga y en ella el dios le había exigido sacrificios terribles para estar seguro de que era digno de él. Por fin se había apoderado de una minúscula partícula legítima del dios. Era sólo una reliquia, pero bastaba. Cuando el viejo cauchero le contó aquella historia de la vieja encerrada en la selva, en un pequeño caserío de indios y con una gran cantidad de oro acumulada en largos años de trabajo, no la creyó; pero el cauchero no tenía ningún interés en engañarlo, y nada se perdía con probar. De acuerdo a los detalles que le proporcionó el viejo, elaboró un plan minucioso y perfecto. Todo dependía, naturalmente, de que existiera el oro. Le fue relativamente fácil hallar el caserío. Desde el río, y con la ayuda de la brújula, siguió el rumbo que le indicó el cauchero y a los dos días llegó al arroyo; lo siguió aguas arriba durante medio día más y de golpe se encontró entre las chozas del caserío. Nadie salió a recibirlo. Los chiquillos que jugaban en el suelo escaparon a toda carrera apenas lo vieron, y algunas mujeres se asomaron por los huecos de las chozas redondas, lo miraron sin decir nada, y desaparecieron. El hombre buscó un sitio con sombra y se sentó a esperar. Media hora más tarde se puso en pie, repitió el esfuerzo rutinario de colocarse la mochila sobre la espalda, y se volvió a lanzar contra la selva. No ocurrió nada en toda la tarde. Los cielos independientes se habían nublado y era seguro que volvería a llover por la noche; esto lo tranquilizó porque ya estaba sediento de nuevo. Se sentía cansado, pero normalmente fuerte. El dolor de los hombros era ya algo habitual. De pronto apareció la vieja. Era muy vieja. No demostró nada cuando se encontró con el hombre, ni contestó a su saludo, ni hizo nada; se quedó parada, mirándolo con fijeza. Pero algo le dijo al hombre que no lo estaba rechazando. Se presentó como un buscador de oro y le confesó que sabía todo acerca de la fortuna que ella tenía acumulada. Se quedó en el caserío una semana. Con monosílabos, la vieja le dijo que creía que le sería muy difícil encontrar algún lavadero en la región, ya que sus indios exploraban continuamente los alrededores. Era una manera impasible de advertirle que todo el oro de por ahí era de ella. Pero no le pidió que se marchase; tampoco le dio ninguna explicación acerca de ella misma, ni de por qué vivía allí juntando esa fortuna. A veces, por la noche, la mujer se quedaba sentada junto al fuego y escuchaba las historias que le contaba el hombre, pero no decía nada; y de pronto, en algún momento, se levantaba y se iba a dormir. El oro estaba en la choza de la vieja, almacenado en botellas de cerveza alineadas en un estante rústico, sin tapar y cubiertas de polvo. Nadie las vigilaba ni les prestaba atención. Un día le preguntó a la vieja cómo era tan descuidada y ella, para su sorpresa, se lo explicó: “Nadie viene por aquí. Usted es el segundo en muchos años. Pero si alguien robara algo, usted ya ha visto que a cada rato yo entro en mi choza. Nunca está vacía más de una hora, y una hora de ventaja en la selva no es nada para mis indios. Antes que el ladrón se diera cuenta estaría tumbado con una flecha en la espalda”. Y quizá la flecha no era necesaria y bastaba la selva. Se siguió arrastrando lentamente, pero sin detenerse más que un par de segundos cada veinte o treinta metros para escuchar el agua. Recién mañana se darán cuenta, en algún momento, de que el indio no vuelve y entonces todas las sospechas se amontonarán sobre las botellas, que estaban íntegramente cubiertas de polvo. La cuestión era sacar el oro sin tocarlas para no dejar huellas que serían visibles hasta para un ciego. Introdujo por el

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cuello una varita de acero muy delgada y la hundió todo lo que pudo en el polvo de oro; luego ladeó la botella y la sostuvo por debajo con una mano. Y así, sujetándola con la varita por un extremo y con una mano por el otro, la sacó del estante. Debía ser paciente y cuidadoso. La catástrofe comenzaría en el momento en que se descuidara y comenzara a huir. No estaba huyendo. Nadie lo estaba persiguiendo. El indio había muerto. La vieja estaba lejos. El río quedaba cerca. Ninguna exasperación. Ningún apuro. Lentamente siguió ladeando la botella hasta que el oro comenzó a caer en la bolsita. Cuando la bolsita estuvo llena enderezó la botella y con el mismo cuidado la colocó en el estante, exactamente sobre la huella redonda que había formado. Sin impaciencias, con naturalidad, pero al mismo tiempo con prudencia. Si se enredaba con algún espino se desenredaba con tranquilidad, sin cólera contra la selva, que estaba agazapada, esperando el momento propicio para comenzar a asestarle sus golpes. Volvió a llenar la botella con arena que llevaba en otra bolsita casi hasta la boca, pero la última pulgada del cuello no, aquí echó un poquito de oro, por las dudas. Y las dudas lo salvaron, ya que al despedirse de la vieja ésta le obsequió unas cuantas escamas doradas que vertió de una de las botellas sobre una hoja. Felizmente la generosidad de la mujer era muy limitada, y desgraciadamente su fuerza para cargar también era limitada, como la de las llamas; no se atrevió a meter en su mochila más de diez bolsitas, que eran unos treinta kilos de oro y que quedaron allí, mezcladas con otras bolsitas llenas de muestras que había recogido en su camino y que había tenido buen cuidado de mostrar a la vieja. Y todo como si no estuviera pasando nada, como una rutina tediosa: entraba en la choza de la vieja cuando ésta acababa de salir y, sin tomar ninguna precaución, llenaba una bolsita que se metía en el bolsillo; luego, más tarde, la colocaba en su mochila que dejaba abierta, a la vista de cualquiera. A las seis se detuvo y amarró su hamaca con el poncho encima. Era esencial que mantuviera una línea de conducta normal para que la selva no se diera cuenta de que estaba perdido. No hizo caso del hambre y sólo se comió un plátano, el último. Se echó en la hamaca y se quedó dormido instantáneamente. Esa noche volvió la mujer, le pidió perdón y se metió en la cama. Hicieron el amor con el resultado de siempre y se quedaron estrechamente abrazados; y así, muy juntos, él habló y habló tratando de convencerla de que lo que le pedía no tenía nada de malo, que el ricachón era un buen hombre, convenientemente cojudo, y que su plan era perfecto, y que el toque de gracia era que el cojudo quería casarse con ella y ella debía hacerlo, por él, nada más que por él, por ellos, y después de casados las cosas se desarrollarían como estaba previsto hasta echarle las manos a una buena parte de la fortuna del cojudo ahora convertido en marido; después, el divorcio y quedaban libres y ricos. Pero ella lloró como nunca la había visto llorar, con una desolación más definitiva que la tristeza, y se quedó fría y sin fuerzas, y cuando él insistió e insistió ella le dijo que estaba encinta de tres meses, entonces él le explicó que abortar a los tres meses era la cosa más fácil del mundo y en ese momento a ella se le quebró algo por dentro y se fue, y la encontraron dos días después muerta al pie del acantilado de Magdalena del Mar. Se despertó cuando paró de llover. Todavía estaba oscuro. El cielo se limpió de nubes en pocos minutos. Por una esqui-na del poncho trató de ver las estrellas, pero los árboles tejían su propio cielo apretado y no logró ver ninguna, a pesar de que se quedó mirando hasta que comenzó la claridad del amanecer. Ese día principiaba la fuga.

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Mientras aumentaba la luz devoró la mitad de la carne que le quedaba. Luego, con los dientes apretados, se colocó la mochila en la espalda. El dolor lo asaltó como un latigazo y pareció extenderse hasta la misma mochila. Pero se sentía fuerte. Siguió avanzando por la selva del mismo modo que lo había hecho hasta entonces, a pesar de que una urgencia sorda comenzó a apretarse en su estómago como una bola de pánico. Hoy comenzaba la fuga; pero tal vez la persecución no; quizá esperarían al indio hasta la noche y entonces ya sería muy tarde y no podrían salir tras él hasta la mañana siguiente. Pero ¿necesitaban luz los indios? No hizo más preguntas. Era evidente que el cholo no iba a darle muchas respuestas, y además a él no le interesaban las aparentes razones del melodrama de zarzuela que era la politiquería nacional. Todo no era más que un baño de mierda envuelto en bellos discursos y amor a la patria cuando debajo latía la única vida de todos esos títeres de salón que jugaban a salvemos al país mientras aumentaban sus cuentas bancarias y se terminaba la construcción de sus residencias de medio pelo en las Casuarinas o en la Rinconada. Querían eliminar al indio alcalde de una comunidad de la sierra central, y que el crimen pareciera obra de los extremistas de izquierda. Se pusieron de acuerdo en el precio y en que el pago sería por adelantado. El hombre recibió el dinero y se quedó mirando al cholo mientras se alejaba por la pampa desierta. ¿Quién sería? Le importaba un carajo, lo mismo que la identidad del indio al que iba a matar y la razón de todo, así como las consecuencias. Lo único importante era llegar al río; de ahí en adelante lo podían perseguir todas las tribus de la selva amazónica con brujos y flechas. Pero, ¿dónde estaba el río de mierda? La selva seguía con su silencio estridente y sus árboles iguales a los de antes y después, y ninguna pauta orientadora, ni siquiera una leve gra-diente del suelo para seguir cuesta abajo. Escogió unas rocas enormes, que formaban un castillo de pesadilla, y se ocultó en lo más alto. Desde ahí veía una gran extensión de pampa en todas direcciones. El camino se tendía de horizonte a horizonte y pasaba bastante cerca de su escondite. Graduó con cuidado la mira en relación con el punto donde le dispararía al comunero y se acomodó lo mejor posible para relajarse y respirar con tranquilidad; cuando las pulsaciones se redujeron a setenta por minuto supo que ya estaba listo y que sólo necesitaría un tiro. Muy poco después, allá lejos, comenzó a precisarse la silueta del indio montado en su mulo. El hombre se tendió boca abajo y apoyó el fusil en el borde de una roca. Después de mirar fijamente al indio que se acercaba, calculó que tardaría veinte minutos en llegar a la muerte. Sonrió. Qué fácil era eliminar la vida; y se suponía que eran necesarios dioses y cataclismos para crearla. Tanto esfuerzo y divinidad para un producto tan frágil y tan sin sentido. Metió las manos enguan-tadas entre las piernas para mantenerlas calientes y elásticas. Al fin y al cabo dios era sólo un fenómeno de perspectiva. Ahora, por ejemplo, podía elevarse por sobre los árboles más altos, y más aún, y desde esa altura vería el diminuto organismo que era él, avanzando lleno de determinación por la selva resignada, avanzando sin avanzar quizá, y por ahí el arroyo que estaba buscando, y más allá el río, y la continuación de la vida, al menos por el momento. Se sacó los guantes y los anteojos oscuros, apoyó la mejilla en la culata del fusil y apuntó. Cuando tuvo al indio en la cruz de la mira oprimió el gatillo con suavidad y el comunero cayó como si él mismo se hubiera arrojado al suelo y quedó inmóvil mientras que el mulo avanzó un poco y luego se detuvo. A grandes saltos el hombre bajó de su observatorio y se acercó al indio caído para rematarlo si era preciso, aunque estaba seguro de que lo había matado. Con el fusil listo llegó hasta el cadáver y le

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levantó el poncho que le había caído sobre la cara. Las hormigas todavía seguían trabajando, pero ya la calavera estaba casi limpia. El indio no era sino un esqueleto. Había descrito un círculo, quizá perfecto, y estaba en el punto de partida. Trabajosamente se desembarazó de la mochila y se sentó con la mirada fija en la calavera. ¿Qué significaba eso? Por toda la mierda del mundo ¿qué significaba eso, carajo? Había descrito un círculo y podía describir muchos otros, siempre que le alcanzara la vida. Inclusive el siguiente podría ser mayor, y así sucesivamente. Pero describir un círculo era tan imposible como seguir una recta. ¿Qué significaba esto? ¿Significaba algo? La risa del indio le daba la bienvenida al clan de los sabios. Quédate allí sentado que nada sacarás con llegar al río, si es que llegas; y es tan dulce la paz horizontal del sueño sin sueños. Estás atrapado desde que comenzaste a latir en el agua oscura de tu madre. Acuéstate conmigo, duerme, cierra los ojos, descansa tu espalda, y así descubrirás la risa desolada, dura y desorbitada que es tuya para siempre sin que nadie pueda quitártela jamás. Pero el hombre se levantó con rapidez y comenzó a cortar palos delgados y rectos de unos dos metros de largo. Cuando tuvo reunido un número que le pareció suficiente para comenzar, se volvió a colocar la mochila en la espalda, clavó en el suelo el primer palo, y se metió en la selva. Treinta pasos más tarde se dio vuelta y clavó el segundo palo, asegurándose de que no había perdido de vista el primero. Luego avanzó otros treinta pasos y clavó el tercer palo, alineado con los dos anteriores; y a continuación el cuarto, y el quinto, y el sexto. El esqueleto del indio le acababa de enseñar que el hombre que perdía contacto con el principio estaba condenado a caminar permanentemente en círculos; la única forma de avanzar en línea recta era conservando una relación directa y sin olvidos con el punto de partida. Lo malo era que el punto de partida tampoco lo olvidaba a él. ¿En qué momento comenzaría la persecución? La vieja le había dicho que una hora de ventaja en la selva no era nada para sus indios; pero él les llevaba cuarentiocho horas de ventaja. ¿Y cuánto era cua- rentiocho veces nada? Maldición. Los indios también tenían que caminar. Y dormir, como él. ¿Duermen los indios? Selva, ¿duermen los indios? Selva, selva, selva. Todo era selva. En el campo, la tierra era campo; aquí, era selva. ¿Serían selva los indios? Él no lo era. Eso lo sabía y lo sentía. La selva no muere de selva. Pero la selva tiene ríos. Siguió clavando pa-los. La cuestión esencial era llegar al río. Esta vez no se detuvo a mediodía. A pesar de que el trabajo de avanzar era mucho más penoso ahora, sabía que estaba avanzando y se sentía tan fuerte como al comienzo. Era extraña esta sensación de libertad cuando lo único que había hecho era atreverse a sa-lir de la quebrada y a caminar con timidez y asombro por el valle, que siempre había visto desde arriba como algo prohibido, aunque nadie le había prohibido que anduviera por ahí. Había escondido los baldes, antes de llenarlos en el caño, y se había lanzado en esta excursión audaz fuera de la seca protección de su quebrada. El valle era pequeño y fresco, sombreado por eucaliptus y casuarinas, y flotaba por todas partes un olor a humo de hojas que le era completamente nuevo. Avanzaba con cuidado, cuando de pronto los acontecimientos comenzaron a precipitarse. Su camisa se enredó en unas espinas grandes, y al tratar de zafarse se le prendió una manga. Exasperado, tiró violentamente y avanzó a grandes trancos, tropezó con una raíz y cayó de bruces. El peso de la mochi-la le oprimió el tórax y se le escapó

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un quejido. Colérico contra sí mismo intentó ponerse en pie, pero el peso de la carga se lo impidió. Entonces decidió quedarse así unos minutos, descansando y tranquilizándose. Lo rodeaba el silencio, pero era un silencio muy diferente del silencio duro de la quebra-da, que a veces hacía doler los oídos. De pronto se detuvo y se quedó escuchando con el cuerpo tenso por la atención. Era un rumor casi inaudible, pero en cierta forma se asemejaba al del agua del caño. Detuvo la respiración y ya no le cupo la menor duda. Se echó de espaldas y desató el correaje de la mochila. Una vez libre de su joroba se levantó y avanzó hacia el rumor. De pronto el pie derecho se le hundió en un agujero lleno de agua, y diez metros más allá se encontró con el nacimiento de un arroyo que afloraba del suelo. Se quedó absorto. Nunca había visto tanta agua. Se acercó hasta la orilla del canal y se echó boca abajo, hundió las manos en el agua y lanzó una carcajada honda y larga. El problema estaba resuelto. Se acababa de liberar de los palos. Le quedaban pocas horas de luz pero tenía que llegar al río ese mismo día. La marcha era mucho más rápida, y a pesar de las curvas del arroyo ya tenía un sentido preciso. Confor- me avanzaba, el caudal de agua crecía, y a las dos horas ya estaba caminando con las rodillas hundidas, pero no se atrevía a salir del arroyo para tratar de andar por terreno seco. A veces una playita de arena le permitía acelerar la marcha, y otras veces la selva se abría un poco y podía salir del agua para caminar por ella un trecho; pero nunca era mucho, y tampoco se atrevía a perder de vista el arroyo. En cierto momento tuvo que cortar un palo grueso que le sirviera de bastón, porque el agua ya le llegaba a la cintura, y entonces el avance se hizo muy lento, y además el arroyo comenzó a describir curvas interminables y amplias. Pero la cosa no tenía remedio, y las curvas y el caudal eran señales de que el río ya no podía estar muy lejos. El caudal tampoco aumentaba y el agua no le subía de la cintura. Avanzaba con cuidado porque no sabía nadar y tenía miedo de hundirse en un hoyo, pero poco a poco se animó a agacharse, y por último se sentó en el fondo con el agua al cuello. Nunca había estado hundido en el agua; ésta siempre había sido escasa y preciosa, como si el mundo se estuviera secando y a cada familia sólo le correspondieran dos baldes al día. Y esta abundancia entonces ¿de quién era? ¿Cómo es que había tanta agua y a él sólo le tocaba una pequeña parte de un balde sucio? Y por lo que ahora sentía su cuerpo pequeño y desnudo era evidente que el agua era buena para el hombre; no la satisfacción a veces desesperada de una necesidad, sino una caricia amplia y fresca que le embellecía la piel y lo ampliaba más allá de sus brazos y piernas. Y entonces tuvo una conciencia distinta de todo lo que lo rodeaba. Los ruidos de la selva seguían temblando por todas partes y la oscuridad de la noche ya era visible, pero todo se había vuelto amable, siempre con un fondo irónico, pero era como si la piedad acabara de nacer y él fuera el centro y el motivo de esa piedad. Poco antes de que la oscuridad se cerrara definitivamente escuchó un ruido fuerte y continuo. Era un río. Quizá pequeño, pero un río. Siguió avanzando. La vegetación era mucho más cerrada, aun sobre el arroyo, y éste describía curvas apretadas que carecían de sentido, ya que el río estaba tan cerca. La poca luz que quedaba se fue debilitando y al fin sólo quedó el débil resplandor del agua. A veces macheteaba su ruta para descubrir que se estaba saliendo del arroyo. Así perdería la noche. Debía arriesgarse. No veía, pero escuchaba. El ruido estaba muy cerca. Salió del agua y avanzó hacia el ruido frenéticamente, macheteando sin cesar... Por momentos quedaba

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abrazado por los arbustos, se sacudía del abrazo y volvía a caer en otro, más estrecho y ardiente; pero el ruido se acercaba, hasta que por una curva próxima del cerro apareció el tren. El niño estaba parado en la vía y saltó rápidamente hacia un costado, de modo que quedó entre los rieles y el pequeño canal de regadío. Nunca había visto un tren. Desde lo alto de la quebrada había escuchado todos los días el largo silbato que se diluía lentamente, y le habían dicho que era el tren; y ahora, de pronto, se encontraba parado entre aquella masa rodante que hacía temblar el suelo, y el agua, que en cantidades inimaginables, corría en la misma dirección. Cuando terminó de pasar aquella cosa tan grande y ruidosa que lo había dejado helado de espanto, un hombre que estaba en el techo del último vagón le hizo adiós con la mano y le gritó algo que él no entendió; pero estaba demasiado asustado para contestar el saludo y dejó que el tren se perdiera de vista valle abajo. ¿Adónde iban el tren y el agua? Echó a correr por la orilla del canal hasta que en una sacudida espasmódica cayó de rodillas en la arena. Allí estaba el río. Una especie de luz fantas- magórica permitía ver la espuma. Era un río de poco caudal y podría caminar por él hasta llegar al Huallaga. Reunió todo su valor y sin detener la carrera saltó en el agua. Se hundió, pero sus pies tocaron fondo y al enderezarse se quedó parado con el agua al pecho. Entonces se tomó de unos arbustos y se echó; quería aprender a flotar. El frescor del agua lo enervó y fue diluyendo poco a poco el dolor y el cansancio. Durante largo rato dejó que el agua le pasara por encima. A veces hundía la cabeza, abría la boca y el agua entraba sin que tuviera que hacer casi ninguna contracción para beberla. Todas las tensiones se esfumaron. La selva estaba vencida. Sintió sueño. ¿Y si durmiera en la arena? Los indios estaban muy lejos. Durante días había luchado sin cuartel contra la selva y contra sí mismo sin encontrar a los aliados del hombre. Ahora, el aire de la noche era tibio. Salió del agua, se tendió en la arena desnudo, y se envolvió con el poncho. Dejó que el descanso recorriera su cuerpo como una mano. Poco a poco la mano se fue haciendo más imperiosa y profunda y el hombre se quedó dormido. Se despertó cuando todavía estaba oscuro. Se vistió, se comió el último trozo de carne y comenzó a bajar por el río. El dolor de los hombros era casi agradable. A ratos caminaba por la arena de cualquiera de las orillas, y a ratos, por el fondo pedregoso, apoyándose en el palo para resistir el empuje de la corriente. Pero ahora avanzaba con mucha más rapidez que antes. A mediodía llegó al Huallaga. Sin perder un segundo se despojó de la mochila y comenzó a caminar por la amplia playa que formaba la confluencia de los dos ríos. En pocos minutos encontró lo que buscaba: un bosquecillo de topas. Derribó cuatro, cortó trozos de tronco de cinco metros de largo y los arrastró hasta el borde del agua. La misma corteza de las topas, cortada en tiras, le sirvió de soga y en dos horas de trabajo tuvo lista una balsa lo suficientemente fuerte para el breve viaje que lo esperaba. Flotaba bien. Alguna vez fue una puerta, pero ahora sólo era un rectángulo de madera podrida, llena de huecos y rajaduras. Pero flotaba bien. Con cuidado se tendió sobre la puerta, se equilibró y se soltó de las ramas. La suave corriente del canal lo comenzó a arrastrar y con la caña que había cortado se fue impulsando hacia el centro del río. Y cuando ya iba a entrar en la correntada, una larga flecha negra se clavó en uno de los palos de la balsa. Inmediatamente la balsa entró en la correntada y el hombre no pudo mirar atrás, ya que se concentró en dirigir el rumbo. Era evidente que la persecución había comenzado

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la víspera, o en cambio los indios volaban. Pero los indios no eran perfectos ni todopoderosos. Ahora, por ejemplo, acababan de cometer un error. El que le disparó el flechazo había fallado, tal vez porque estaba muy lejos, pero había disparado sin estar seguro de dar en el blanco, y eso era un pecado imperdonable. Atento al rumbo de la balsa pensó en el problema que tenía por delante, mejor dicho, por detrás. Huir era imposible; los indios lo alcanzarían. Por otra parte debía continuar por el río; volver a internarse en la selva era un disparate; esconderse y dejarlos pasar, otro. Debía solucionar el problema de un solo golpe, y de inmediato, porque dentro de poco se haría de noche y forzosamente tendría que detenerse. ¿Y qué pasaría de noche? Los indios eran selva, y también serían noche. De pronto supo lo que tenía que hacer. Esperó hasta llegar a un lugar del río que se prestara para su plan: una curva cerrada que arrojara la balsa hacia la orilla. Media hora más tarde llegó al sitio ideal; el río se dividía en dos brazos y por uno de ellos el agua se lanzaba caudalosamente hacia los árboles. Remó vigorosamente y logró atracar en el punto escogido. Ocultó la embarcación algo más abajo y remontó por la orilla hasta el lugar donde el agua golpeaba con más fuerza. Confiaba en que los indios buscarían la máxima rapidez de la corriente, lo que los acercaría a su escondite. Pero felizmente no lo vieron. Eran unos hombres fuertes y oscuros, pero que hablaban despacio y en monosílabos. Pasaron casi encima de él, pero no vieron su balsa oculta entre los arbustos. El niño temblaba. Quizá el castigo era la muerte. Pero los hombres pasaron y continuaron su camino en la misma dirección que el tren y el agua. Todos iban hacia allá. Y entonces los vio aparecer. Venían en una balsa muy pequeña y remaban furiosamente. Eran dos. Confiaba en sus indios la vieja de mierda. Todo sucedió como había previsto. Los indios calcularon pasar muy cerca de la orilla para aprovechar la velocidad. Por lo visto querían alcanzarlo antes de que anocheciera. Lo habían conseguido. Cuando los tuvo a diez metros disparó. Los dos tiros salieron casi en una sola detonación y los indios se desplomaron hacia adelante, pero no cayeron en el agua. Ya sin rumbo, la balsa se lanzó contra la orilla, giró, trató de seguir, y por último se quedó atascada en la vegetación. El hombre no dudó de la eficacia de sus disparos. Apenas cayeron los indios avanzó río arriba por la orilla hasta que tuvo a la vista una recta larga del río, y ahí se quedó, agazapado detrás de un tronco. Pero pasó mucho tiempo y no vinieron más. Entonces se soltó de los arbustos y la corriente del canal lo volvió a llevar blandamente hacia abajo, hacia donde iban todos, y hacia donde él también quería ir para olvidar la quebrada, los baldes, la tristeza seca de los cerros. Era casi de noche cuando se detuvo. Atracó la balsa en una playa de arena blanca y se echó con la cabeza apoyada en una piedra. Se estiró con toda su fuerza y luego relajó la tensión poco a poco hasta que el cuerpo comenzó a disfrutar de la blandura de la arena y de la tibieza del aire. Ya no tenía ningún apuro. Por sobre los árboles del horizonte más alejado, que ya se veían como un perfil negro, el cielo también se iba volviendo negro. El río corría mansamente, casi en silencio. La inmensa fuerza de la selva estaba ahora concentrada en la paz, y era una paz como ninguna otra, que le quitaba importancia y hasta sentido a todo lo demás. En aquel rincón estaba la verdad, y la contemplación extática de la verdad. El hombre deseó, con toda esa paz que se había hecho suya, que nada cambiara, que ninguna fuerza, de afuera o de adentro, lo obligara a alejarse de ahí, que pudiera retener para siempre lo que ahora sabía, que el olvido no volviera a guiar todos sus pasos. Y en ese momento vio que la balsa se acercaba por el

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río. Pero no sintió ningún temor. Era la primera vez que la oscuridad de la noche no se le echaba encima como un peso tenebroso, sino que lo envolvía como un apacible silencio de los ojos. Y en aquel instante de serenidad supo que el agua del canal le había abierto la ruta que le permitiría escaparse para siempre de la esterili- dad irremediable de la quebrada. Giró sobre sí mismo hasta quedar boca abajo sobre la arena y, sin movimientos bruscos, sacó el revólver. No se veía casi nada, pero el bulto aplastado de la balsa seguía acercándose. Tomó puntería y entonces se dio cuenta que era la balsa con los indios muertos. Se puso en pie de un salto y se quedó inmóvil, duro, resistiéndose a la fascinación de terror primitivo y misterio. Era distinta aque-lla noche junto al agua de las noches siempre iguales de la quebrada. El cuerpecito desnudo se estremeció con el frío, pero no se movió mientras dejaba pasar la balsa de los indios muertos, como una escultura olvidada por una raza antigua en medio de la selva para ver pasar el resto de la vida sin hacerle caso. No pudo dormir en toda la noche, a veces debido al hambre, y a veces debido a la nube de zancudos que buscaban tenazmente el menor resquicio en la protección de su poncho para chuparle un poquito de sangre. Y pasaron las horas. Y por fin se durmió pesadamente al alba. Se despertó con el calor del sol. Era un sol alegre que jugaba con las ramas más altas de los árboles y que no se parecía en nada al sol agobiador de la quebrada, que señalaba el comienzo de la rutina sin esperanza de todos los días. La puerta vieja seguía atada a la orilla del canal con la pelotita de sus ropas en el centro. Se sentó en la balsa y siguió corriente abajo. El río era lento, como el tiempo largo de la selva. ¿Qué pensaría de él la selva? ¿Lo estaría viendo? Quizá la selva no se llamaba a sí misma selva, sino que tenía otro nombre extraño y una manera más extraña de decirlo. Pasó todo el día, y cuando ya hacía un buen rato que el sol se había hundido en el horizonte, vio una columna de humo. Estaba demasiado cansado y débil para alegrarse. Además, era lo previsto. Cantó un gallo, ladró un perro. Era una casa. La larga inactividad a que lo había sometido el viaje acumu-ló su impaciencia y sintió un hormigueo de moverse en todo el cuerpo. Comenzó los preparativos para desembarcar. Desató la mochila, se la aseguró en la espalda y tomó la caña para impulsar la balsa hacia la orilla; pero el río era demasiado hondo para tanganear y cambió la caña por el remo. En ese momento una esquina de la balsa tropezó con un tronco semi-hundido y el hombre perdió el equilibrio y cayó en el agua. Se hundió de cabeza. La balsa se alejó lentamente. El hombre no perdió la calma. Cuando tropezó con el fondo se encogió, apoyó los pies y se impulsó hacia arriba. Logró sacar la cabeza, pero volvió a hundirse. Entonces trató de sacarse la mochila, pero inmediatamente comprendió que le sería imposible. Volvió a encogerse y a impulsarse hacia arriba, pero esta vez no logró sacar la cabeza. Ya con desesperación abrió la mochila para que el maldito polvo saliera y él pudiera flotar. Y en ese momento sintió un estallido prolongado y luminoso. El sol se reflejaba en el agua y le golpeaba los ojos. Sentía que estaba flotando en una corriente de luz, y no había nada fuera de esa luz. La puerta vieja se lo seguía llevando hacia donde iban todos, lejos de la quebrada, sin ningún recuerdo que le hiciera apartar la vista del reflejo del sol. El miedo quedaba atrás para siempre. Ahora sí sabía que nada ni nadie podría detenerlo ni obligarlo a volver.

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El cadáver quedó inmóvil en el fondo, sujeto por la mochila y por una rama sumergida que impedía que lo arrastrara la corriente. Así estuvo mucho tiempo. Mientras tanto, poco a poco, el oro iba saliendo de la mochila. Fue un proceso muy lento, pero ininterrumpido. Al final, el cuerpo quedó liberado del peso, se deslizó sobre la rama y siguió río abajo. La mochila ya estaba casi vacía. Los restos del oro que aún quedaban siguieron saliendo, hasta que por último no quedó nada. El cadáver salió a flote y en un recodo, el agua, que formaba un pequeño remolino cerca de la orilla, lo dejó boca arriba sobre la arena. Era de noche. Los ojos abiertos del hombre estaban fijos en las estrellas

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Locura Glauco Machado ( 1924 - 1952 ) Si cierro los ojos me siento, de pronto, horriblemente solo. Un enfermizo sentimiento de infinita debilidad y abandono oprime mi corazón. Y estoy como caído dentro de mí mismo, indefenso, paralizado de terror en medio del templo vacío y misterioso de mi alma. Adivino la presencia, en acecho, de seres que no conozco. Seres que, mientras la conciencia vigila angustiada, fingen ser sombras. Sombras quietas. Seres que se animarán hu-manizándose espantosamente, en cuanto me rinda al sue- ño... Sí, ya lo sé: son mis propios pensamientos, ¡pero qué deformes!.. Seres monstruosos, absurdos, inauditos. Gigantes y enanos, todos contrahechos y feos. Seres con aspecto de asesinos. Prófugos freudianos. Malhechores huidos del fondo subconsciente de mi corazón atormentado. Sombríos, cómicos que en el escenario difluente y fantástico del sueño, reirán broncamente. O llorarán. O gritarán torpes blasfemias, torturándome. ¡Es horrible! ¿Cómo no espantarme ante esta fauna de criaturas espeluznantes y deformes? ¿Cómo dormir en paz, cómo? ¡No debo cerrar los ojos!, me repito obsesionado. ¡No debo cerrarlos! Entonces me revuelco en mi celda, desvelado y trémulo, sin atreverme a mirar los rincones obscuros. El resto de la noche me la paso escuchando, absorto, el rumor de esa pequeña cascada de minutos y segundos que brota, fría y nítidamente, del reloj. ¡Oh, la soledad! ¿Qué espejo se habrá roto dentro de mí? ¿Habéis quebrado con el dedo, una y otra vez, el líquido cristal de una fuente en quietud? Las imágenes (el cielo, las nubes, los árboles) que antes se reflejaban pura y nítidamente en aquella superficie quieta, se deforman por las ondulaciones del agua. Y ofrecen un cuadro que, naturalmente, no es la reproducción exacta de la realidad. Creo que ese es mi caso. La cadavérica mano de la Locura juguetea, caprichosamente, con las aguas de mi pequeña fuente espiritual, agitándolas. Por eso en mi pobre cerebro se deforma, grotescamente reflejada, la imagen de la realidad...

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Ved: ayer permanecí, todo el día, misantrópicamente enjaulado en mi cuarto. No sé por qué misterioso impulso tomé en mis manos la Biblia, dispuesto a calmar mis dementes inquietudes. Dizque la lectura de este profundo libro da paz al espíritu. Y santifica. Y arroja del alma las obscuras nubes que entenebrecen la vida. Y da esperanzas. Y consuela. Nada, pues, más fresco y puro que el agua bendita de esta misteriosa fuente espiritual para aplacar el rigor de mis insanas fiebres. Leí. Medité. Me olvidé del mundo. Y ayuné. No quise recibir comidas, nada. El alimento espiritual fortalece más y da alegrías. Tal dice la Biblia, y así lo hice. Ya en la noche, mi tempestad se había aplacado milagrosamente. Entonces, sentí deseos de salir sin rumbo. Quería contemplar la obra de Dios. Estaba seguro de que la portentosa armonía cósmica me hablaría con su lenguaje de amor ilimi-tado. Salí. Atravesé las calles dormidas. Y llegué a orillas del mar. Allí, el profundo y sereno latido del océano agitó aún más el mundo tumultuoso de mis sueños. Y al compás de la dulce y tranquila sinfonía eternal de lo infinito, me puse a meditar en silencio acerca de Dios... ¡Pero fue al regreso de mi filosófico paseo que el ayuno, la fiebre y los abstrusos pensamientos bíblicos empezaron a dejarme sentir sus nefastas consecuencias, alocándome! Sí. ¿Qué fue si no locura aquel extraño suceso? Atravesaba una plazuela. Y he aquí, sentado al filo de una banca, casi desdibujado entre las sombras, un extraño viejecillo. Estaba encorvado. Y vestía cortos andrajos. Tan cortos y deshilachados, que dejaban expuestas a la fría intemperie de la noche sus canillas flacas y velludas. Me sentí herido de súbita compasión. Aquel anciano vago era, él mismo —con sus barbas sucias, sus carnes arrugadas, y toda la infinita desolación de su mísera figura— era, digo, la vida hecha harapos malolientes, harapos de carne desvelada. Muñeco insomne y desgraciado, de esos que el viento del azar arrastra por entre los muros indiferentes de las ciudades. Brizna de hierba podada, amarillenta ya, ¿qué soplo caprichoso la puso en mi camino aquella noche? «Amaos los unos a los otros»... Me senté a su lado. El hombrecillo me miró entonces, largamente. Recostó su barbilla sobre el extremo superior de grueso bastón que apretaba entre sus flaquísimas y ateridas piernas, y dijo: —¿Te conmueve mi soledad? —Señor: nadie está solo. Dios está con nosotros, siempre. Tratad de estar solo: no lo conseguiréis nunca. El viejo me miró sorprendido. Era como si mi lenguaje le hubiera impresionado vivamente. Pero su perplejidad duró un segundo. Sonrió. Me enseñó sus dientes podridos. Le brillaron los ojos burlonamente, como si acabara de escuchar una graciosa necedad. Y empezó a estremecerse con una risita sofocada, mordaz: —Con que Dios nos acompaña, ¿no? No bien hubo repetido socarronamente mis palabras, su cuerpecillo flacuchento se sacudió nuevamente, pero esta vez en una sarcástica e irrefrenable carcajada. Quedé confuso, aturdido. —¡Oh, perdóname, perdóname! Creo que debo prevenirte: yo soy fósil. Grotesco, ¿verdad? Pero no te preocupes: la verdad siempre es grotesca... Escucha: Es el hombre el que acompaña a Dios. No lo olvides... Yo lo sé todo, amiguito. Todo. Y por

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eso te digo: huye de la soledad. Teme a la soledad. Aquel que llegue a sentirse solo, ¡está perdido! La soledad es un mal espantoso. Flor de locura que se abre silenciosamente... ¿Sabes? Ella es el origen de la desgracia universal. Atiéndeme. Dios enfermó un día de ese extraño mal. Fue la primera víctima. La inmensidad vacía, desolada, infinita, se extendía sin límites. Entonces, Dios era el alma del vacío. Un fantasma cósmico. En toda la Eternidad no se, escuchaba sino el profundo latido de su propio corazón. Era el Gran Solitario. Pero lo interminable de su Ser, lo inmenso de su Eternidad, le produjo, al fin, un creciente y enfermizo aburrimiento. Todo era igual. Todo había sido siempre igual. Igual a sí mismo, uno y otro siglo. Dios volvía los ojos atormentados hacia la Inmensidad: ¡abismos horrendos! ¡Oh, la espantosa soledad en que vivía! ¿Habría de quedarse ignorado para siempre? ¿Qué hacer con su profunda sabiduría? ¿ Nadie habría de presenciar, atónito, el espectáculo aterrador de su magia? ¡Oh, nadie, nadie! ¡Estaba solo! Y esta idea empezó a roerle el corazón, y lo fue trastornando. Un día, casi enloquecido, frenético, pobló de universos su inmensa soledad. La llenó de soles, de nebulosas gigantescas. Todo fue inundado de extrañas presencias. ¡Ya no estaría solo! ¡Ya nooo! De sus maravillosas manos rodaron, llameantes, millones de mundos resplandecientes. Su poderosa voz de loco angustiado, hizo vibrar los espacios interminables. Y de aquella portentosa vibración cósmica brotó la luz... ¡Ya no estaría solo! ¡Ya nooo! ¡Pobre ser esquizofrénico, enfermo de soledad! ¿Ves? La soledad es mal espantoso... ¿Qué haces cuando las piezas de un rompecabezas armonizan ya? Quieres resolver otro acertijo. Y otro. Y otro más. ¿Qué intentas con ello? Distraerte. Olvidar algo. Algo que preocupa la mente, que la martiriza. Alguna idea fija, acaso. Bien. Pero un día, maniático ya, serás un miserable loco absorto en rompecabezas cada vez más absurdos y monstruosos... Dios huía de la soledad. Por eso, cuando creó sus muñecos, se aferró desesperadamente a ellos para que no lo vuelvan a dejar solo. ¡Nunca más solo! Y así empezó —¡ay, empezó!— Y la comedia, hasta hoy... —¿La comedia?, musité desconcertado. —Sí. La abominable comedia universal. ¡Ah, rompecabezas cósmico, cada vez más disparatado, en manos de una miserable criatura maniática e insomne! Absorto en su locura, imaginería portentosa y absurda, no termina nunca de complicar el problema humano, el drama universal. ¡Así consigue permanecer olvidado y ausente de su amarga tragedia! ¿Volver a la soledad? Nunca más... Je, je, je... ¡Infeliz! Pero Dios morirá un día. Morirá un día. Morirá, porque Dios no fue siempre Dios, no. Antes de serlo él mismo se sentía un pobre diablo.., y lo era. ¿Dios de quién podía ser entonces, si nadie ni nada existía? ¿Dios de sí mismo? ¡Ah, se hizo Dios cuando creó! Cuando la creación desaparezca, él morirá también. Sí: morirá. Y me dejará en paz. Y ya no sufriré. Ya no. El extraño viejo terminó su discurso suspirando con profunda aflicción. Guardó silencio profundo. Y se estuvo quieto. Mas, de pronto, se levantó súbitamente. Apuntó al cielo con su grueso bastón. Lo agitó en remolino amenazador, y empezó a lanzar fieros aullidos: —¡Me dejarás en paz, Titiritero Loco! ¡Y ya no sufriré! ¡Ya nooo!.. Guturales sollozos cortaron esta vez sus gritos. El anciano vago hundió la cabeza entre las manos... ¡Lloraba! Lloraba como un niño abandonado. Indudablemente me

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hallaba frente a un pobre loco. ¿Quién sería este infeliz? El viento de la noche agitaba sus andrajos desnudándolo casi... Era una miserable figura ante la cual las Musas —por más que admitan bondadosamente lo «feo artístico»— se habrían detenido espantadas... —¿Quién eres tú, pobre hombre? —pregunto al fin. El demente volvió a mí su congestionado rostro. Me miró profundamente a los ojos... ¡Y sonrió! Luego dijo: A mí también me hirió la soledad. Fue hace muchísimo tiempo. Creo que veinte siglos. Me perdí en un desierto, ¿ sabes?.. Yo era un hombre de clara inteligencia, humilde, tranquilo, bueno. Pero allí en ese desierto, perdí la razón, la paz, todo. ¿En qué extraños pensamientos me encontraba absorto aquel día? ¿Cómo pude extraviar mi camino? ¿Cómo llegué hasta esa espantosa soledad? No lo sé. Pero cuando volví de mi profunda meditación ya estaba perdido, en pleno desierto. Lleno de angustia, caminé días y días, buscando una salida. Todo fue inútil... Después el hambre, la sed, ¡la sed! y la fiebre. Empecé a monologar. Recuerdo se me ocurrían cosas extrañas. Y para defenderme de la soledad, gritaba... ¿Te has atrevido a gritar en un templo vacío? No lo hagas nunca. Es terrible. La voz vuela como murciélago aterrado. A cada aletazo parece que hay ruido aterrador. Pero lo que hace estremecer no es el ruido profano, se quiebra al paso infernal de la voz. Quedarás angustiado. Y arrepentido. Serás como un delincuente consternado tardíamente de su crimen. ¡Ah! es mejor huir entonces. Huir, porque si esperas el regreso de tu voz... ¡ella volverá! ¡Peor para ti! ¿Reconoces tu voz que vuelve de la obscuridad? No. Ya no es tu voz. Es la voz de la soledad. Tu sentencia de muerte, porque ella vendrá a decirte el terrible secreto: ¡No hay nadie en este templo. ¡Estás solo! ¡Solo!.. Todo lo supe aquella vez. Una noche desperté sobresaltado. Un hombre extraño estaba junto a mí. —¿Quieres oro?, me preguntó. Yo tengo riquezas fabulosas... Mi lengua estaba reseca, agrietada. La garganta me ardía. No, no quería oro. ¿Por qué me ofrece oro este hombre? Yo tengo sed... ¿Queréis poder?, volvió a interrogarme el desconocido. —¡Tengo sed!, murmuré débilmente. ¡Sed! Entonces sucedió algo prodigioso. Brotó junto a mí mági-camente, una fuente de agua. ¡Agua fresca, transparente! Enloquecido, me lancé a beber. Pero mis manos se hundieron en la arena caliente. ¡No había agua! La frente se me desplomó como un cielo ya sin Dios, sobre la arena del desierto. Sentí que todo giraba vertiginosamente, y, una congoja infinita quiso romperme, desde adentro, la débil bóveda de mi pecho. Aquella misma noche corrí sin descanso, buscando la salida. Voces extrañas me llamaban ofreciéndome oro y poder. Pero yo rechazaba todo, porque todo era ficción, espejismo, de mi pobre cerebro trastornado. ¡Nooo!, les contestaba. Y mis gritos eran como jauría de perros ladrando a los fantasmas de la noche. ¡No me dejaría tentar más! Si me detenía, no me levantaría nunca ya. Moriría... ¡Debe existir alguna fuente de inagotable agua misteriosa que calme la sed para siempre! ¡Para siempre! Me obsesionaba esta idea. Tengo que encontrar esa fuente, me repetía mil veces. Y así, buscándola, salí del desierto un día. Pero entonces ya no lo

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supe. Tenía delante de mí, para siempre, la visión del desierto infinito, desolado. Y el mundo se convirtió en un gran desierto donde todos están perdidos, sedientos, locos... Salí a los caminos. —¡Venid, venid conmigo en busca de la fuente a los hombres! ¡Yo os aplacaré vuestra sed, aunque ella sea infinita!.. ¡Dejad las riquezas, el oro! ¡Despreciad el poder! Todo ello no es sino miserable espejismo. No os dejéis fascinar. Y seguidme... Me siguieron algunos. Pero todos al fin me abandonaron, me negaron. Y me dejaron solo, otra vez espantosamente solo. ¡Ah, miserables, bellacos... me escupieron. Me llamaron loco. Y terminé clavado en un madero... —¡Cállate!, grité trastornado varias veces. Sentí que me desvanecía. Una oleada de sangre turbó mis sentidos. —¡Cállate!, volví a gritar al viejo. ¡Fuera, monstruo! ¡Apártate, extraña bestia! ¡Que el diablo cargue contigo!.. Fue en esos momentos que alguien me tomó del brazo, fuertemente. —¿Qué hace aquí solo a estas horas de la noche? ¿Por qué grita? Era uno de los dos policías que hacen la ronda nocturna. Pero ambos me tenían sujeto. —¿Solo?, pregunté. ¿Solo? Volví los ojos angustiados... ¡la banca estaba vacía! ¡No había nadie! ¡Oh, la soledad! Flor de locura...

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Volver al pasado Sebastián Salazar Bondy ( 1924 - 1965 ) De pronto, como si obedeciera a la imperiosa voz de una superior voluntad, descendió del tranvía que aquel lunes, como todos los demás días de ese año y el anterior, la llevaba de la Estación Marsano a Colmena Izquierda y de Colmena Izquierda a la Estación Marsano. Una vez en tierra, todo fue sencillo. Se sintió libre, alegre, sin preocupaciones. Cuando pensó en la multa que merecería su ausencia en la oficina —“¡Think!’, rezaba un brillante cartel fijado en una pared de la sala principal—, eliminó todo posible remordimiento prometiéndose preparar una disculpa eficaz sin precisar por el momento cuál. Eso no le importaba inmediatamente. Experimentaba la sensación que debe colmar al fugitivo de un penal, al manumiso. El tranvía partió sofocado, chirriante, entonando la monótona melodía de su infatigable regularidad, y ella, satisfecha, lo oyó recomenzar el viaje. Cruzó la calzada de prisa e ingresó en La Victoria, oprimida por una dicha triunfante. “Será como volver al pasado, como recuperar el tiempo perdido, ver de nuevo mi calle, mi casa, mi habitación”, proclamaba audaz su alma. De lunes a sábado, durante dos años, al ver pasar ante sus ojos el perfil familiar del antiguo barrio, había soñado con aquella reconquista. No obstante los diez años transcurridos desde la precipitada mudanza a Surquillo, cuando su padre sufriera el primer ataque de apoplejía, reconoció en el aire el aroma del ayer, aquel hálito recóndito que la memoria suele retener del tiempo. Cuando hubo llegado a la Plaza de Armas —las tres de la tarde—, abrió la presión de su pecho, relajó sus músculos contraídos y suspiró intensamente. Vadeó la Avenida Iquitos y continuó hacia su calle, de improviso apresurada e inquieta, como si temiera no hallarla si tardaba. Recorrió las cinco cuadras que la separaban de su destino, bastante vehemente y confusa, sin reparar en las galanterías de los hombres, la mayoría muchachones perezosos que iban y venían sin finalidad. Durante esas cinco cuadras recorrió su niñez, de repente interrumpida por el traslado a Surquillo. A la manera de pantallazos sucesivos surgieron las mañanas lluviosas de invierno en que iba al colegio con la chica Suárez, hija de aquellos vecinos rechonchos y felices que comían sopa de “muimuis” y tenían en la sala de su estrecha casa una

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barrica de aceitunas; los gozosos mediodías en los cuales, sentada al extremo de la mesa presidida por su padre, escuchaba la borrosa conversación de los mayores, la que siempre aludía a gentes y a cosas que no conseguía localizar; las tardes vocingleras, cuando jugaba “ampai” con sus hermanos y los amigos de los alrededores, o competía con las niñas de su edad en las carreras de patines, hasta que el crepúsculo abrumaba de sombras el pati-zuelo y el olor de la cena inundaba toda la casa con ráfagas de manteca y tomates; las noches apacibles que traían la dulce modorra y el cansancio de todo un día vivido con interés e inocencia. Aquello, era dentro de su remembranza, voces, canciones, caricias, ecos, amores velados, una suerte de cinematógrafo incoherente y turbador. Sin orden y oscuro, dicho universo se apiñaba ante sus ojos, vertiginoso, cautivante. Cuando desembocó en su calle, se detuvo. Ahí estaba, no idéntica a su recuerdo, pero sí semejante. Le pareció menos amplia, mas comprobó que sus colores eran más vivos y suntuosos, como si los pobladores de la cuadra presumieran de una holgura que estaba lejos de haber sospechado. La calle era tranquila. Uno que otro automóvil y algún ómnibus des- tartalado rompían la calma. Se dio cuenta de que la encomendería de Lam Si, el chino que reventaba cohetes en las fechas importantes, no estaba ya en la esquina y que en su lugar atendía una botica pulcra y hasta se podía haber dicho elegante. Adrede no quiso mirar en forma particular hacia su casa. Avanzó por la acera sombreada en que se hallaba, las pupilas alertas para no perder ni un solo detalle de aquel mundo renaciente. De improviso, se sintió molesta de su serenidad y trató de remover sus recuerdos relacionando una puerta, una ventana, un zaguán, con algún suceso olvidado. Su prima Eufemia fue la primera imagen que le sobrevino a la memoria. El instante en que, por disputarse unos barquillos, ella le había propinado una bofetada, apareció sencillamente, como un flujo fácil. También la historia del perro rabioso que mordió a un transeúnte y fue abaleado por la policía, ascendió de las tinieblas a la claridad. Se consoló pensando que faltaba la principal de las experiencias, la final y absoluta. Al fin llegó a la casa. En realidad, poco había variado ahí en tantos años. Se detuvo en cada trozo de las dos hojas de la pesada puerta de madera y, en una operación premiosa, hizo corresponder la verdad con la fantasía, el sueño con la incontestable certeza que se le revelaba. Y la identificación fue pura como la de un grato despertar. Luego no podría explicar cómo fue que tocó el timbre de la casa, pues estaba empujada a realizar movimientos imprevistos y, casi carentes de intención. Lo cierto es que, no bien había reparado en aquel acto, la puerta se abrió tímidamente y tras el espacio que dejó libre apareció un rostro de mujer pálido, ajado y soñoliento. Más que la de quien franquea el paso, la expresión de aquella cara era la de alguien sorprendido a medianoche en el lecho. Con los ojos sin luz, encapotados bajo los sombríos párpados, la desconocida la observó sin interrogarla, paciente y desmayada. —Disculpe —dijo incómoda la muchacha—, disculpe por la molestia, pero... —y se contuvo, amedrentada sin duda por la aparición. El rostro de la mujer se reanimó lentamente. Sin mover los labios la invitó a continuar. —En esta casa nací, ¿sabe? —prosiguió ella como pudo—; vuelvo después de diez años, y se me ocurrió visitarla.

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La desconocida hizo un ademán que bien podía significar que nada le importaba o, en caso contrario, que no entendía una palabra de todo aquello. La joven insistió en su último esfuerzo: —Aquí nací... —repitió—, ¿me permitiría usted que mirara la casa por dentro? Es una tontería sentimental, un capricho, pero no creo que tenga nada de malo. La mujer cerró los ojos un instante, como recapitulando en la historia, y los abrió enseguida con brío. —Si hay inconveniente —advirtió la chica—, le pido disculpas... Con voz ronca, áspera, uniforme, y acento extranjero, la desconocida dijo decididamente: —A esta hora están durmiendo. —Bien —respondió la intrusa como procurando invalidar la anterior solicitud—, le ruego que me perdone. Antes de que se diera vuelta para retirarse, la otra extendió la mano en actitud de insólita cordialidad. —Mire el patio, si quiere —expresó con cierta dulzura. —¿El patio? La mujer desplegó la puerta totalmente. Lo primero que se le reveló a la visitante fue el hecho de que las locetas amarillas habían sido reemplazadas por un burdo piso de cemento y que habían desaparecido las madreselvas que antes trepaban las paredes y se desbordaban copiosas y floridas hacia la vecindad. —¡No están las madreselvas! —pensó en voz alta. —¿Madreselvas? ¿Había madreselvas aquí? —Ahí —señaló con entusiasmo—; ahí había una mata grande. Y añadió: —¿Cuánto tiempo hace que vive usted acá? La otra meditó unos segundos y, con evidente inseguridad, contestó: —Creo que diez meses... Sólo en ese momento la muchacha reparó en su interlo-cutora. Era una mujer diminuta y desgreñada, de manos duras y secas, cubierta de los hombros a los pies —calzados éstos con zapatillas ordinarias— por una bata floreada y descolorida. Ya no estaba amodorrada. Sus ojillos se hallaban limpios y en ellos, mortecina, brillaba una leve lumbre de ansiosa curiosidad. —¿Siempre es ahí la sala? —preguntó la visitante, más que nada para evitar esa mirada. —Sí, siempre —respondió la mujer—. Ese es el salón. La palabra “salón” fue como un ramalazo. Primero la desconcertó, pero de inmediato despertó dentro de la muchacha una especie de maligna atracción. —¿Sala o salón? —inquirió. —Le dicen salón, yo no sé. —¿Quiénes le dicen salón? —Las chicas, todos... —¿Qué chicas? —Las que trabajan aquí. —¿Trabajan? ¿Qué hacen? De la garganta de la mujer, inesperada, brotó una risa convulsiva. La muchacha experimentó un extraño temor.

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—¿No sabes qué hacen, no? ¿No sabes qué hacen? No te hagas la señorita, mañosa —gritó la mujer. No se le ocurrió nada qué responder. Sintió que la sangre le acudía a la cabeza a borbotones, mientras la otra continuaba hablando, sacudida por acezantes carcajadas: —No te hagas la tonta. ¿Quieres entrar al burdel? ¿Quieres trabajar? Más tarde podrás hablar con la señora. Ahora está durmiendo la siesta. Ven más tarde o espérala. Pasa, pasa, preciosa... —y con vigor la tomó del brazo e intentó arrastrarla hacia el interior. La muchacha se defendió como pudo. Aunque la mujer tenía fuerza y procedía con convicción, pudo desprenderse y ganar la puerta. Corrió ciega hasta la esquina y allí, sin aliento, se apoyó extenuada. El corazón le golpeaba el pecho y no le permitía coordinar el suceso que había vivido dentro del orden lógico e inteligible de todos los días. Estaba agitada y también presa del pánico. ¿Cuánto tiempo estuvo ahí, la espalda contra la pared, víctima del caos y la inconsciencia? Nunca lo pudo precisar. Despacio se fueron aclarando sus ideas e ingresaron en su cauce normal, en tanto que su organismo, como el agua de un estanque que pausada adquiere su nivel, alcanzó el equilibrio. Ya en sí, echó a andar. Al compás de sus pasos, sin apuro, pudo entrever la verdad del hecho del que había sido protagonista. Su barrio, su calle, su casa, su pasado en suma, adquirieron durante aquella huida otra faz. Todo lo bello se había esfumado, como un perfume arrasado por un viento hostil y hediondo. Los personajes y el escenario límpido de antaño habían sido sustituidos por otros inamistosos y opacos. No divisaba ya en su intimidad la amable latitud añorada, y como muerta a traición quedaba en el fondo de su alma la nostalgia que la impulsara a “volver al pasado”. Al llegar al Paseo de la República se percató de que estaba llorando. Sacó de su cartera un pequeño pañuelo y enjugó sus ojos y sus mejillas, temerosa de que alguien advirtiera su dolor. Trató de adoptar una actitud natural y no se le ocurrió otra cosa que extender el brazo para detener un taxi.

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Esa vez del huaico Eleodoro Vargas Vicuña ( 1924 - 1997 ) I Alrededor de don Teófilo Navarro no queda sino contagiador aire entristecido. Su casa, pura pampa quedó después del huaico —agua de mala entraña— que lo tumbó todo. Los vecinos están medio que están nomás. La mitad se les fue tratando de levantar pared con la mirada y la otra mitad para consolarlo: —Con un poco de voluntad, podrá usted levantarse de nuevo. El caso fue así: Todas las veces de susto le decían: —Don Tofe, haga usted construir muro de piedra a su casa, no sea que el huaico... Pero él se reía con suficiencia, y para decir algo por contestar, repetía: —Que venga el huaico. Que me lleve. De resbaladera acabará la pena. Lo decía por decir porque en el pueblo, con penas y todo, siempre somos felices. Después que levantó su casa, en que hubo apurado trajín para terminar, luego de la techa, en que hubo demorado canto de no acabar con música y zapateo para afirmar el suelo, se hizo tranquilidad. Y como él lo dijo desafiador: —Hasta que otro guapo se atreva, pared y techo contra viento y noche que revienten de impotencia. Fabricaba y componía sombreros. A la puerta de su casa, aguja en mano, sombrero en horma, silbido y canto para rellenar hueco de tarde nostalgiosa, lo veíamos cumplir. En el invierno paz, no en el verano. Medio que se quisqui-llaba don Tofe mirando temeroso el agua que crecía hasta engrosar el río. Decía: —¡Esto es costumbre! ¿Habrá por qué temer? Muchas veces la campana madrina de la iglesia, en talan-talanes de peligro, anunciaba desbordera, y don Tofe, creído, corría que corría para ver. Allí estaba intactita la casa a la orilla del cauce. La noche en que sucedió no podía ser, aunque se hubiese roto el brazo el sacristán o hubiera podido más y rompiera las campanas avisando. Era cumpleaños de doña

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Adelaida Suárez. No se podía creer. Y más cuando la fiesta había sido con música y la agasajada era persona que estaba bien con Dios. Don Tofe decía: —Beber, beber, que la vida se ha de acabar. Verlo era un gusto, alegre como estaba, a pesar de que la Grimalda, su mujer, con su tremenda barriga, sentada en un rincón censuraba. Primero fue un rumor creciente que llegó, junto con el grito de Julián Mayta que salía corriendo de la huerta: —¡Está entrando agua!.. ¡Está trayendo piedras!.. Muy pocos lo oyeron. En ese instante entró el agua hasta el patio. No debía ser grave la cosa... El agua avanzaba rápidamente como buscando algo. Entonces sí que reaccionamos, aunque de primera intención no se tomó ninguna iniciativa. En la sala de la derecha, ebrios los músicos, sin darse cuenta, bromeaban todavía. Yo comencé a correr sin saber a dónde. Un golpe fuerte en la sala de la izquierda que da al cauce, comprendiendo el peligro, nos puso con la cara seria. Y cuando ya lampón y pico los hombres se disponían, se inundaron las salas y los cuartos. La cocina con sus viejas era un grito de rezos. El agua furiosa sabía de memoria su trabajo, lo que hacía. En un santiamén todo estuvo inundado sobre la altura de los cimientos. En el momento en que los animales salían al escape, las paredes empezaron a ceder. Las mujeres (doña Eulalia Espinoza principalmente) gritaban, clamaban al cielo. Y los hombres lisureaban dándose coraje. No se podía. Era torrente de fuerza. Las paredes del corral vencidas se cayeron. Don Antonio Ebúsquez era el único de carácter que se dejaba oír: —¡Rompan la puerta falsa que da al cauce para desatorar! Pero la lluvia lo atoraba a él, porque era como río que bajaba. En la tiniebla éramos gente oscurecida, loca, como la entraña de esa noche de rayos y de truenos. Al relámpago, apurado seguía bajando el aluvión. Desde el corral, por el patio, al camino, y luego al río bajaba. De la puerta del zaguán quedaban astillas. Vimos a la Grimalda. Subida sobre un batán lloraba a más no poder. Pensaba en Dios con todos sus dolores. II De agua, de noche, de viento, fue la tumbadera de la casa de don Tofe. Con gritos de parto también, pues la Grimalda, ayudada por Roque Barrera y subida sobre una mesita que a la vez la contenía contra la pared sobre el poyo, comenzó a descuartizarse. Doña Toribia estuvo felizmente, atendiéndola como pudo. Roque a duras penas contenía la mesa y sostenía también a la Grimalda. Doña Toribia, con las manos de agua terrosa, remangándose el brazo, la asistía. Grimalda se animaba casi quebrándole el brazo al Roque con el esfuerzo: —¡Ayude usted! ¡Ayude usted, mamá Tulli! —Sin embargo, fue como una lucha el nacimiento, mientras el agua amenazaba con derribarnos. Luego doña Toribia, serena como siempre, descorchetán-dose el monillo, cobijó a la criatura que ya gritaba, junto a sus lacios senos.

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Otro grito fuerte fue como una protesta, pero con el llanto del niño nos renació el valor. A su mamá hubiera podido también reanimarla; no, ella había fallecido antes de oírlo. Total, todo se apagó. Solamente cuando la pena arreciaba, mirando los cimientos lavados que quedaban, pasó la lluvia. El huaico bajó su correntada o habría bajado antes: oíamos un rumor entre violento y tranquilo. En adelante se comenzó a buscar: —¡Don Macshi!.. ¡Mamá Brígida!.. ¡Lázaro!.. Oía su nombre cada cual y cada cual contestaba animándose. Don Tofe, sin haberse enterado todavía, buscaba a su Grimalda. Media puerta del zaguán, inservible, había ido a parar a la chacra de enfrente. Las sillas y ventanas desparramadas. Dice Demetrio López que un cerdo había varado cerca de Vilca-bamba. Los muros y cimientos quedaron débiles. Algunos baúles amarrados al manzano estaban astillados. Allí quedaba también el batán de don Jacinto Navarro, centenaria piedra donde molieron los abuelos. Lo demás y más fuerte se supo cuando don Tofe llegó hasta nosotros, con su mujer muerta en brazos. Detrás doña Toribia con el recién nacido. Esas dos caras fueron para nosotros un ¡golpe! que nunca habíamos sentido. En el velorio, en casa de don Nicolás Arosemena, no se rió por primera vez los chistes de Roque. En un ángulo de la sala, don Teófilo se quejaba. Parecía que el aire de esa mala noche se le había secado en la cara. Eran como furia vencida las huellas de su rostro. Repetía: —¡Quién lo hubiera dicho...! ¡Quién lo hubiera dicho! En fin, la velada fue de razonar pesimista, con ese café consolador apenas. ¡Cómo se recordó la muerte! ¡Cuántos nombres! Eladio Amaro, Fortunato Rojas, Pedro Tintush. ¡Pero nunca desgraciados! —¡Ah, ya se fueron! Se sintió la muerte a muerte. Adentro, hasta los tuétanos como angustia; afuera, en los miembros ateridos, como temblor desconocido. Ni coca ni aguardiente pudieron esa noche. Desde entonces don Tofe, medio vivo, medio fantasma, allí está. —Zurcidor de sombreros —dicen. Mientras, verdeciendo, retoña el valle de la gente que habla por hablar: —¡Caído, con la cara en el suelo! —¡Zurcidor de sombreros viejos! Pero nadie sabe lo de nadie. De repente, un día...

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El viaje Carlos Thorne ( 1924 ) A las once de la mañana estaba citado con el capitán del Orión y en ese momento eran las nueve pasadas. Tenía tiempo de sobra para ver a su padre y recibir de él su aprobación al viaje. Sin embargo, no sólo era el deseo de contar con esa aprobación lo que lo impulsaba a ver a su padre, sino la esperanza de escuchar una clara voz de aliento que fuera el estímulo necesario para cumplir sin reparos esa decisión suya, cuya importancia y trascendencia no dejaban de amedrentarlo. Gaviria se dirigió entonces, con paso rápido, hacia la Colmena, por una calle estrecha y casi desierta, y cuando llegó a ella, a la untuosa tranquilidad de la otra calle, se sucedió el tumulto de la ancha avenida, que comenzaba a henchirse de voces, de chirridos de tranvías, de súbitas frenadas de automóviles, pero emergiendo aún en la opacidad de la mañana, mustia e invadida de un bullicio y actividad congelados e inertes. Cruzó la calzada con un automatismo del cual no se dio exacta cuenta y después de avanzar dos cuadras, sumido en sus preocupaciones, se detuvo ante una puerta de color ocre, que abrió sin titubear, penetrando en una sala pequeña y limpia, donde un hombre de edad avanzada, montado en un sillón de cuero y vestido con una gruesa bata de lana, leía un diario. —¡Buenos días, papá! —saludó. El anciano volvió el rostro hacia su hijo y exclamó, sin preámbulos —¡Cómo, tú por acá, tan temprano! ¿No has ido a trabajar? Luego dobló el diario y adoptando su cara enjuta, de mejillas flácidas y ojos pequeños, duros, de un matiz acerado, una expresión interrogativa, siguió mirando a su hijo. Gaviria, parado junto a su padre, dudó unos segundos antes de hablar. Sentía una aversión repentina a exponer, sin rodeos, el motivo de su visita. —¡Bueno! He venido a verte para decirte que he resuelto embarcarme en el «Orión», como sobrecargo. Mi empleo en la Compañía lo he abandonado ya y en el buque ganaré lo suficiente para mandarle dinero a Luisa y a mi hijo. Además, los primeros meses podrán ir tirando con la indemnización que he recibido de la Compañía—. No bien terminó de hablar, Gaviria se dejó caer en un sillón y aguardó.

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Su padre no dijo nada de inmediato. Un estupor desvaído aureolaba, imperceptiblemente su frente, en la que dos viejas arrugas se pronunciaban tensas, tenaces, con un repulsivo color violáceo. Pero a su estupor reemplazó una serenidad de ánimo, contenida, nerviosa, que insinuó en sus labios una sonrisa fría, irónica casi. —Así que te embarcas —dije— y dejas todo, tu empleo seguro, donde estabas a punto de labrarte un porvenir, tu mujer, tu hijo, la tranquilidad económica. No te comprendo. De pronto te comportas de un modo insensato y rechazas la oportunidad de triunfar. Desertas de la lucha por éxito ¡cobardemente! ¡Es estúpido! El silencio pareció cobijar estas palabras del anciano. Dentro de la habitación por un instante todo ruido perceptible cesó y una atmósfera de desconcierto, sutil y pegajosa como una lava invisible y ardiente, los envolvió sobrecogiéndolos de una ansiosa espera sin objeto preciso, flotando incierta, uniéndose y fortaleciendo esa atmósfera. Gaviria se pasó la mano por la cabeza. Sentía que un calor intenso la abrasaba y pensó, sin asomo de duda, que el empleo al cual había renunciado no le gustaba ni satisfacía. Hacer números, escribir cartas, recibir órdenes y permanecer durante ocho horas sentado en una oficina, pendiente del precio de ciertos artículos y de su demanda incesante, era una tarea absurda que no podía ni debía importar al mundo ni torcer el verdadero destino de los hombres. —Sé muy bien lo que hago —dijo—. Sobre todo tengo pleno derecho a escoger la vida que me plazca. Durante muchos años no hice otra cosa que cumplir el papel que tú me habías asignado. Jamás, por indiferencia o por desconfianza hacia mí mismo, me rebelé contra ninguna decisión tuya. Sin embargo, comprendo ahora que hice mal y que a mí, sólo a mí, me incumbe destruirme o salvarme. —Esas son palabrerías sin base. En la vida hay que trazarse una línea y llegar hasta el final. Tú no sabes aún lo que deseas. Sueñas como un niño y quieres jugar a la aventura, al desorden, a las grandes pasiones. No quieres confesarte a ti mismo que eres como los demás y que igual que ellos no te queda otra cosa sino ambicionar la seguridad, el bienestar, el dinero y todos los placeres que éste proporciona. De nuevo se interpuso entre ellos la misma pausa de silencio de momentos antes, turbada a veces por algún ruido familiar venido desde la calle, por la respiración excitada del anciano, por el roce de la manga del saco de Gaviria en el brazo del sillón. Sin embargo, ahora era menos inquietante aunque más sórdido. Gaviria se sintió invadido de un intenso desaliento como si careciese de fe en su propio porvenir; experimentaba la necesidad de descubrir algún obstáculo insalvable que lo librase de esa decisión suya de embarcarse que comenzaba a angustiarlo. Tal vez fueran las palabras de su padre las que sembraban en su espíritu una vieja desconfianza y un in- cierto y tumultuoso temor por su porvenir. Era inaudito, de pronto, cuando se creía más fortalecido en su idea de partir, una timidez y vacilación invencibles paralizaban su voluntad y aniquilaban su optimismo, haciéndole parecer inútil su rebelión frente a algo que poseía el engañoso pero plácido sabor de la rutina, de lo conocido y previsto. No en vano gravitaba sobre él todo un pasado gris, en el cual no existió jamás el más mínimo suceso que alterara sus costumbres burguesas; su existencia había tenido un curso recto los años de su juventud, repitiendo celosamente los mismos actos; los eternos paseos de los domingos; las eternas idas a los cines y a los salones de té; las eternas visitas a los amigos y parientes; las eternas sonrisas de falsa amistad; las eternas preguntas sobre el estado del tiempo y la abundancia de la lluvia; las eternas

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charlas acerca del alza del dólar, del precio de las mercaderías, del estado de los negocios, de los partidos de fútbol y de las carreras de caballos; las eternas crepitaciones de su instinto y las cortas, furtivas expansiones de su lujuria. Todo eso pesaba secretamente sobre su alma, enervándolo como el perfume insidioso de una droga. Entonces, con avidez, dijo: —¿Te parece que cometo una locura al embarcarme y dejar todo lo que tengo aquí? Su padre al oír estas palabras se estremeció de satisfacción. Comprendió que estaba a punto de convencer a su hijo. Y escondiendo esa satisfacción en una máscara de imperturbable prudencia, habló ahora en un tono apremiante y dulce. —Si no te gusta el trabajo que actualmente tienes pienso que es sólo un medio para alcanzar una posición. Yo creo que nadie en tu caso lo abandonaría para ir a recorrer el mundo como empleado de un buque, ganando apenas para vivir, sobre todo si tiene uno mujer y un hijo, cuyo porvenir debe interesarle, —y contrayendo la boca continuó—. Sé razonable. Yo quiero verte triunfar. Arregla tu situación en la Compañía y sigue trabajando en ella; allí tienes porvenir. Mi porvenir, pensó Gaviria. ¿Pero cuál es mi porvenir?, se preguntó, con una creciente ira, experimentando el deseo de levantarse de su asiento y huir de la habitación, de la pre-sencia de su padre, de sí mismo, para refugiarse en el bulli- cio de la calle y sepultar entre la multitud anónima su rostro, sus indecisiones, su indolencia y su voluntad de liberación. Y cuando una mosca comenzó a zumbar a su alrededor escuchó el vuelo del insecto con insensato placer, porque le distraía de golpe del análisis de su propia alma. Y con una atención febril buscó a ese pequeño ser que también como él palpitaba de vida, fiel a sus impulsos primarios, sin padecer ninguna confesión de su propia alma, errante por los espacios, portador infatigable de la repugnancia y de invisibles gérmenes destructores. La mosca se posó sobre el marco de una vieja fotografía de su familia y luego reanudó su vuelo, perdiéndose en algún rincón de la pieza. Gaviria entonces trasladó su atención a esa fotografía en la que se veía a sí mismo en medio de sus padres, con un traje de marinero y una sonrisa dotando a su rostro de una alegría sincera. Esa era su infancia. ¡Cuán distinta le pareció de su vida actual! En aquella época lejana sí creía en la belleza del mundo, en una dicha obstinada aguardándole en alguna parte y fácilmente asequible cuando alcanzara la juventud. Pero los años transcurrieron activos y dolorosos, sin secundar ningún anhelo intenso de su alma, ninguna pasión, ningún odio verdadero e innoble, ningún amor frenético y total, ninguna ilusión fecunda, colmándolo en cambio de un implacable desaliento. Y fue la evocación de su infancia lo que lo hizo percibir con mayor nitidez y fuerza la despiadada hostilidad de esa realidad que lo envolvía sin sosiego, pronta siempre a ejercitar oscuras venganzas contra todos y contra él mismo, débil y arrepentido protagonista de un viaje que se deshacía en escombros en ese instante, mientras auscultaba el desembozado fluir de su sangre por sus venas, encogido en el sillón, frente a la mirada curiosa, solícita y ansiosa de su padre, quien extrañado por su silencio, movía ante él las manos en un balbuceo de gestos confusos y amables. —¡Mira, papá! —exclamó Gaviria— creo que estás en lo cierto. Iba a continuar cuando el timbre de la puerta comenzó a sonar con una horrible estridencia, desconcertándolo. Mecánicamente se dirigió a abrir la puerta y se encontró cara a cara con su mujer. Ésta entró sin decir nada, caminando a pasitos cortos dentro de la habitación hasta detenerse delante del padre de Gaviria y decir con una voz seca y dura:

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—¿Sabe Ud. ya la novedad? Miguel se nos va, abandonándonos a todos. Luego volvió sobre sus pasos y enfrentó a Miguel. Su cuerpo al desplazarse tuvo una gracia ausente, una elasticidad frustrada, emergiendo bajo el abrigo de paño, tenso, rígido, como si un incendio vasto e incalculable lo petrificara. —¡Aquí estoy! Miguel —dijo—. no esperabas verme. Pues bien he venido para saber qué piensas hacer con tu vida y con la de tu familia. Habla. Te escucho —concluyó imperiosa. Pero Gaviria se mantuvo tieso y serio, parado a pocos pasos de su mujer. Comprendía que había llegado a una decisión y que para terminar ese diálogo debía manifestarla de una vez. Sin embargo, deseó con una repentina impaciencia ver crecer la exaltación de su mujer hasta los límites intensos de una forma del odio. No sabría explicarse el motivo de esa abyecta apetencia. Sólo tenía una noción vaga de que ante él su mujer estaba representando un drama cuya trivialidad no lograba percibir, pese a su convicción de que esta trivialidad existía ciertamente en esa escena que se desarrollaba ante sus ojos, con un ritmo casi teatral. Su mujer se frotó el pecho con ambas manos, como si un dolor inmenso la devorase por dentro y esos gestos bastasen para calmar su sufrimiento. Luego exclamó con sincero rencor: —Yo sé cual es el verdadero motivo de tu viaje. Hay detrás de él una mujer y lo que tú quieres es abandonarme para irte con ella. —Una mujer —prorrumpió el padre de Gaviria y agregó— ¿Cómo lo sabes? —Me lo dice el corazón —tornó a decir ella. —Eso no es suficiente. Hay que tener pruebas —bramó el padre de Gaviria, con inusitada violencia. Y agregó —Miguel ya no se va. Lo que Ud. dice es estúpido. ¡Estúpido!, repitió su nuera al mismo tiempo que clavó ahora sus ojos en los de Gaviria, con una persistencia dolorosa y absurda, exigiendo muda y codiciosamente con el fulgor cansado de los mismos que aquél expresara de una vez por todas y a viva voz su adhesión a esas ideas que regían la vida y que desde el fondo oscuro y ruin de su conciencia siempre nombró con una reiteración insana y a la vez henchida de cordura: Deber, Virtud, Responsabilidad, Buen Juicio. Pero Gaviria se zafó de esa mirada que pretendía destruir en él, para siempre, todo impulso noble o valeroso que le permitiera rebelarse contra esa conformidad vital en la cual naufragaban quietamente sus pasiones, chapoteando como moluscos en un océano de arena, dura, minúscula y taimada. Su mente estaba vacía y en su intento de concentrarse se miró los pies, examinando con la rapidez de un relámpago sus zapatos. Los vio limpios, como si fueran los símbolos vivientes de un orden apacible, dentro del cual debería irremisiblemente sentirse cómodo y tuvo vergüenza. Después levantó la vista y la posó sobre los rostros rígidos de los seres que más amaba, sintiéndose extraños a ellos, desligado de todo afecto filial o amoroso, de todo cariño entrañable, lamentablemente solo y dueño únicamente de su propia alma, y de su propio y desvalido destino, pero a punto de traicionarlos. Sin embargo, su vieja y antigua vocación de viajar a la vez que no le desembarazaba de su vergüenza, lo empujaba a liberarse de ese cerco de servil sumisión que su padre y su mujer construían y reforzaban incansable y tenazmente en torno suyo. Y tuvo la impresión de que era fácil realizar un acto que le justificara ante sí mismo y sin

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pretenderlo casi, igual que un movimiento inconsciente y automático nos salva a veces del peligro invisible que nos acechaba, comenzó a decir, oyéndose con estupor: —Por fin los comprendo a Uds. Son un par de mezquinos. Sólo poseen ambiciones tan ruines, tan simples que nunca podrán servir para dotar a mi existencia de su verdadero sentido. Y mi existencia quiero padecerla sin trabas ni prejuicios estúpidos; sin destruir en mí los impulsos que me salvan, abominando de toda preocupación por el lucro, pero colmado siempre de pasiones obstinadas que me hagan menos bueno, menos santo pero más humano. Basta de recetas para, ser un buen hijo, un buen marido, por una impalpable garúa, pensó que su viaje no lo conduciría a un escenario nuevo, donde sus actos cobrasen el valor y la belleza que anhelaba para ellos; que nada lo haría escapar a su sórdido destino; que en cualquier parte, que en cualquier ciudad estaría siempre en perpetua lucha contra la hostilidad de los hombres, contra las viejas ideas que organizaban a su capricho esa sociedad a la cual por desgracia pertenecía; que tendría que sufrir en su propia carne el afán de lucro de los otros y de él mismo, para sobrevivir, y ambicionar, también, algún día, la seguridad, el bienestar, el dinero, aunque los odiase con todas las fuerzas secretas de su alma. Él estaba dentro de un engranaje, era una pieza más, aunque se rebelase. Y se dijo que únicamente su decisión de embarcarse tenía sentido, lo hacía más fuerte, un solitario, y lo reconciliaba con su pasado estéril y con el incierto porvenir.

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Ensalmo del café José Durand ( 1925 - 1990 ) Zumban en lo alto solemnes ventiladores, sumando su leve estrépito al tintineo de las cucharillas en las mesas de mármol y a ese tumulto de la charla, que desborda el establecimiento. Con sus sillas de mimbre, espejos desvaídos y el jadear de los mozos sesentones, el lugar pertenece al orden de los cafés eternos. En ese recinto continúan en vigencia los ídolos de antaño, tema de vociferantes debates. Cerca de la entrada un caballero intercambia periódicos con el vecino, sin cruzar palabra. Bastan una mirada y una venia. Un señor gordo estornuda aterrador y aguarda reponerse antes de seguir leyendo. Los mozos, calvos todos sin indulgencia ni excepción, serpentean entre las mesas según lo consienten los pies planos o las plantas callosas. En las tertulias se hallan entronizados el café, la pereza, el tabaco, la solidaridad y la rebeldía. Un joven relamido se hace limpiar los zapatos y sufre grandes sinsabores para ocultar un boquete del calcetín. En los ceniceros van surgiendo modestas geologías: luego crecen fatídicas. Labios maliciosos sonríen, arrecia en marejadas el bullicio. Entran dos estudiantes en trance de resolver capitales asuntos. Usan anteojos y cargan toda una biblioteca, en medio de la cual asoma una revista pornográfica. Buscan mesa. Se muestran pedantes tolerables y charlatanes definitivos. Son lo que se llama dos jóvenes de porvenir. —Aquí en el rincón estaremos más tranquilos. Un español que pontificaba sobre las hazañas futbolísticas de Ricardo Zamora los detuvo desde la mesa contigua: —Ahí no, que ahí se sienta el filósofo. —Y vuelto a su auditorio prosiguió: —Porque Ciriaco y Quincoces se batían como leones dentro del área. ¡Menudos tíos! Y blandía un azucarero, en ponderativo ademán. Nadie osaba discutirle. Su memoria retenía la última minucia ocurrida hasta que acabó la Guerra Civil. Terco en sesión permanente y en perpetuo recuento. Alguien desocupó una mesa y los estudiantes se abalanzaron. —Menos mal —rezongó uno de ellos, alto y huesudo, cuya voz nasal llegaba a las inmediaciones del graznido—. Siempre habrá haraganes que se sientan seres privilegiados.

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—Cuando el único privilegio es la juventud —corroboró el otro, un rubicundo diminuto de cabellos erizados, quien, a diferencia de su compañero, hablaba a media voz. —Es un cliente antiguo —explicó el mozo, trayéndoles dos cafés sin que los hubieran pedido—. Viene a las doce y se sienta allí. Dicen que es muy inteligente. ¡Toma el café a sorbitos! Un vejete que amenizaba el mediodía extrayendo crujidos de su dentadura postiza confirmó: —Ya lo verán, no tarda. Muy callado, pero educadísimo. —¡Diablos! Por lo visto se trata de una reputación muy sólida. ¿No es cierto, Abel? —Y nunca pide fiado —añadió el mozo. —Entonces habrá que canonizarlo —dijo Abel, graznando abiertamente. Cortó la conversación y le mostró un librejo a su amigo—: ¡Agotado! Una pieza fundamental del derecho romano ¿.En cuánto la estimas, Federico? —No sé... Tiene sellos borrados en la última página. —¡Qué tanto! Al cabo están limpiamente eliminados. —¡Ahí viene! —anunció el vejete de la dentadura. Con la dignidad de un diplomático en retiro entró un individuo de buena estatura, cuyo rostro parecía tanto el de un viejo juvenil como el de un joven avejentado. Vestía pulcro, aunque más bien raído. No resultaba presuntuoso, pese a cierta solemnidad. Atravesó el recinto hasta llegar a su lugar, cambiando mínimos saludos. Dio un rodeo para lanzarle desde lejos un ¡hola! al español, quizás por rehuir su euforia. Al sentarse le dirigió una levísima inclinación de cabeza al vejete, quien respondió mostrándole generosamente los dientes postizos. Ya para entonces el mozo, tras heroica caminata, había servido lo de siempre: un café en taza grande y una gaseosa con hielo. Le agradeció, sin perder su expresión reservada. Los dos estudiantes, aunque preocupadísimos con el examen de sus libros, no perdían detalle. —Como ves, el ceremonial se ha cumplido. —¡Y vaya! —confirmó Abel, moderando la voz—. El tipo se toma en serio lo del café. Fíjate. No falla una. Echa el azúcar en un solo movimiento; la disuelve con un par de golpes de cucharilla y ahora tapa la taza con el plato para que no se enfríe. ¡Ah! Es que va a leer. Un ritual perfecto. ¿No es así, camarada? —Así es. ¿Qué leerá? Uno se figura que en cada sorbo de café hay una ablución, un sortilegio. Ya veremos cuando termine de beber. Yo creo que en todo café hay siempre una esperanza. —Y en el fondo de la taza, hasta el destino. —Según los árabes —atajó Federico—. Ahora, míralo. No hay nada que hacer. El hombre tiene su algo. ¡Puta que si tiene impresionada a la concurrencia! Ve cómo lo observa de reojo el español y hasta grita menos. —Si empezamos a venir aquí —dijo Abel— acabará por someternos. — Es el profeta del establecimiento. —¡Palabra! —Y lo es de pura presencia —observó Federico—, no porque busque adeptos. En serio. Para mí hasta fuma como un profeta. Echa el humo con verdadera unción. Todo le resulta místico. Será por la distancia que pone entre sus actos y los demás. —¡Qué grande eres, Federiquito! Está muy bien eso.

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Callan ambos y espían al hombre del rincón, quien prosigue su lectura impertérrito; sostiene el libro con la mano izquierda mientras con la derecha se atusa los bigotes, ligeramente caídos a la manera mongólica. Con los tales bigotes, ojos rasgados, su calma y su silencio, tenía un cierto aire oriental. Nada, ni la curiosidad por cuanto ocurre a su alrededor, ni el bullicio ahora acrecentado por el estruendo callejero, lo aparta de la lectura: sus ojos se prenden de las páginas, una tras otra. Parecía respirar en ellas. Un lustrabotas se le acerca y él lo despide amablemente, sin dirigirle la vista. Los estudiantes cambian una mirada por todo comentario. Sube el calor. Ha entrado un rayo de sol, dorando el polvillo del aire y persiguiendo con rebrillos las calvas de los mozos. Sofocado, el rostro de Federico recorre la gama de los rojos y llega al violáceo. Se le empañan los anteojos y los limpia disimuladamente con el revés de la corbata. —Ya empieza a beber la gaseosa —graznó Abel—, pero sigue sin tomar el café. Estará esperando que se enfríe. —De ningún modo, porque si quisiera que se enfriara no lo hubiera tapado. Será una ceremonia. —Cierto. Federiquito. El hombre quiere esperar y procura mantener el café caliente, aunque a la vez no haga nada por tomarlo pronto. Extrañísimo. —En resumidas cuentas —dogmatizó el pequeño, ahora con los cachetes de un subido escarlata—, lo que pretende es llenar el tiempo y para eso se vale de una taza de café. ¡Un ritual metafísico! —De eso se trata —insistió Abel—. Le es necesario. —Ineludible. —Fatal. Una vez agotada la sinonimia y emocionados por la hondura de sus pensamientos, resuelven estimularse con dos nuevos cafés. —¿Y en qué pensará? —dijo tras un silencio Abel. —¡Quién sabe! —contestó Federico—. Nada permite imaginar su intimidad, lo que ha vivido o dejado de vivir. Me llama la atención esa reserva, esa lejanía. Quizás ha sufrido largo y se lo ha tragado. Creo que esconde una frustración, aunque la lleve con la cabeza alta. —Quizás fue muy escuchado por otros —conjeturó Abel—, y hasta admirado. Por eso será tan digno. —Modesto no parece y guarda distancias como un maestro. Este caballero muestra los rasgos de quienes fueron la eterna promesa. —Sí, Federico, pero el hombre conserva su poder de atracción. Aquí es el amo. Aparece un vendedor de loterías y antes de que lo echen va de mesa en mesa, sin importarle cortar conversaciones ni recibir denuestos. A todo responde con una sonrisa cínica. Ya a punto de irse, le encaja un billete a un turista hambriento de emociones. ¡El millón para mañana! En la mesa de los españoles siguen revisando capítulos de historia futbolística. El personaje del rincón prosigue su lectura; pasan los minutos pero no inicia la etapa del café, probablemente helado. Los estudiantes, interrumpidos por el pregón de loterías, vuelven a concentrarse y reanudan la charla: dos espíritus a punto. —Federiquito, lo confieso: cuando comprendí que estábamos penetrando el secreto de este hombre, me quedé enfermo. ¡Somos dos tipos extraordinarios! —No grites tanto, Abel, que me ruborizas —protestó Federico, quien en rigor ya no podía enrojecer más—. Cálmate. Hasta el español se ha vuelto a mirarnos.

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—No te sulfures, perdona. —Empiezo a ver claro —proclamó con aire maléfico el chiquitín—. El enigma tiene sus vueltas. —En todo caso —opinó Abel— dentro del mismo sentido. —Sí, pero más hondo. Basta un pequeño análisis —replicó al instante Federico, mientras se esforzaba en amansar sus rojizos cabellos—. ¿Ha bebido el primer sorbo? —Hace un instante. —Cuando ya está frío, y sin embargo ha procurado mantenerlo caliente; y no lo creo distracción sino hábito. Primera paradoja. —Ya lo sabíamos —protestó Abel—. Ahora la segunda. —Hay muchas. Por ejemplo, se muestra arisco, incapaz de tener un camarada aquí, y este misántropo busca justamente el lugar más concurrido para estar solo. Solo y acompañado a la vez. O mejor, acompañado desde lejos. ¿No es así? — Tiene, tiene miga el asunto. —Alguien debió ocuparse una vez del arte de estar solo entre una muchedumbre. O a lo mejor soy yo a quien primero se le ocurre —prosiguió victorioso Federico—. Pero este amigo no parece practicar ese arte. Realiza algo natural para su espíritu. Tan simple y tan serio como eso. —Por ahí anda el asunto. —Se aplica una dosis diaria de cosmópolis y puede seguir viviendo. —No está mal. —En resumidas cuentas, este sujeto viene al café porque alimenta un vacío. Alimenta su imaginación y su sensibilidad. Muy ricas probablemente. —Bien, con esta compañía le basta. Pero —insistió Abel— ¿a qué esa manía de conservar el café caliente, para acabar tomándolo frío? —Un enigma. En todo caso se trata de un dato profundo. No se sabe bien por qué, pero se ve que es profundo. —Profundísimo. Callaron, meditativos. De pronto el hombre se levantó, dejando a medio tomar la taza y salió a la calle. En el rostro de Abel se pintó el estupor, en el de Federico la alarma. ¿Cómo interpretar de pronto ese acto de abandono? Todo resultó injustificado cuando reapareció trayendo bajo el brazo los diarios de mediodía. Se sentó nuevamente, bebió un sorbo y desplegó un diario. —Esa es su costumbre —explicó el vejete de la dentadura— y cuando él hace eso, quiere decir que yo me voy. Adiós, amigos. Y desapareció con un andar reumático junto al cual el de los mozos parecería digno de mercurios y pegasos. Abel callaba inquieto y al fin reventó: —No puedo más. Voy a hablarle a este señor. —Será inútil —advirtió Federico. Abel ya estaba de pie, revisando los libros que traía. Escogió uno, lo tomó con cuidado y se acercó al personaje del rincón. Ya junto a él, aguardó a ver cómo reaccionaba. El hombre permaneció inmutable. Abel no se arredró: —Mire, señor, esta Historia de la Independencia en encuadernación de época. Se me ocurre que le interesaría verla. Primera edición, limpísima. Ejemplar perfecto. —Lo siento —rehuyó el otro, sin que su rostro nada trasluciera—. No tengo dinero aquí.

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—Tampoco se vende, la muestro. En todo caso quizás la canjearía, pero tampoco busco eso. Creo un placer examinar este libro. —Perdóneme — recalcitró. Nada le quedó a Abel sino retirarse, murmurando algo como una despedida. —¿Viste? —Cierto. Cortés, pero infranqueable. —Se hizo el intento —dijo Federico—. Yo por mi parte, mientras tú te acercabas, advertí un detalle quizás de importancia. —¿Y es? —Que así como hay relojes de cuerda, de sol o de arena, este individuo usa un reloj de café. Sea consciente o no, ése es el hecho. Una manera de medir el tiempo, tomándolo sorbo a sorbo. —¿Seguro, Federiquito? —No hay sino que ver. Ahora en este momento bebe las últimas gotas. las más dulces, y no tardará en retirarse. —El ritual está consumado —proclamó Abel, recuperando el timbre penetrante de su voz—. Ya se levanta. —Tenía que ser así. Un ritual invariable, como si se lo impusiera la vida misma. Lleva las huellas de su ser. Para otro no tendrán valor, pero son el rastro que deja esa personalidad. Esto no admite dudas. —Estás inspirado, Federico. —Y esas huellas nos dicen que este hombre es reservado y sensible, un tanto bohemio pero enemigo del desorden; hasta su imaginación parece sometida a disciplina. Observa que siempre ejecuta los mismos actos a la misma hora y siempre llenos de sentido. —¿Crees que pudiera haber sido un gran creador? —No forzosamente. —¿Qué ocupación podría atribuírsele? —¿Tienes un billete grande? —preguntó distraídamente Federico, al ver a Abel con la guardia abierta. —Aquí está. —Préstamelo, gracias. Pues bien: puede tratarse, por ejemplo, de un refinado corrector de estilo. De esos que enmien-dan las citas en latín, se saben su Cicerón y su Quintiliano y que a la vez están al día en literatura reciente. Algo así. Y te insisto: algo le veo de escritor fallido. Conozco algunos: leen más y saben más que los de mayor talento. ¿Supiste su nombre? —Ni pensarlo. —Ya lo ves: retraído, oscuro, pero digno, gran lector y hasta con modales que envidiarían los escritores de verdad. No es ningún cualquiera, salta a la vista; tampoco una figura de renombre. Eso, ni darle vueltas. ¿Nos vamos? —Hoy te toca pagar —recordó Abel, levantándose con la mente encandilada por tantas adivinaciones. —Mañana te cumplo, no me cortes. Acabo de entender algo muy serio. Deja la propina y vamos. Abel obedeció mientras se preguntaba en voz alta:

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—¿Y será igual este caballero a otras horas? Federico agitó las manos como absolviéndose de responder y continuó, deteniéndose junto a la puerta: —¿Sabes por qué viene siempre aquí este genio frustrado? —Dilo. —Porque todos, cuando estamos aquí, nos sentimos un poco inmortales. Fíjate bien. Oye a los españoles de la tertulia. Llegan, se sientan y la Guerra Civil continúa. En el mundo perdurable del café, la vida se detiene. Salieron. Dentro, seguían resonando los espantables bramidos del español: —¡Cilaurren, Cilaurren! ¡No ha habido otro! ¡Ese sí que era un jabato!

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Una vez por todas Manuel Mejía Valera ( Lima, 1925 - México, 1992?) La poesía tan sólo es ingenio redimido por la solemnidad. Sulfikar Alí Nacido en la provincia hacía unos veinte años, Gabriel pronto se adaptó al ambiente de Lima. Su rostro exangüe y su figura mezquina llegaron a ser familiares en El Bar Zela y en El Negro Negro. Glosador, más que plagiario, siempre exhibía pensamientos audaces. Unas veces eran de él, otras, nadie sabía el origen, pero siempre eran pensamientos audaces. Su intemperancia verbal, la temprana calvicie, y unos gruesos lentes, que más que ocultaban, sustituían sus ojos azules, le conferían un aire de perpetuo cinismo. Cierta vez, en que pareció vacilar a la segunda copa, un amigo se burló de él en El Negro Negro: —Gabriel se emborracha con muy poco. —Incluso me he emborrachado de ti —replicó airado. En otra ocasión, en que extravió unos poemas, ante la expectación de todos, Gabriel gritó a los policías: —¡Han robado mis poemas! ¡Cierren las fronteras! Por cierto que, desdeñados, los poemas estaban sobre una mesa del café. Irritado por la indiferencia de los demás hacia sus escritos, exclamó: —Cuando veo a los hombres quiero vivir en lugares oscuros: en el vientre de los insectos, en el envés de las hojas, en el cerebro de alguno de mis semejantes. Por excepción se hizo amigo de otro joven poeta, Alberto. —Apenas lo vi me invadió un germen de simpatía: tiene una jovial disposición para ser dominado —explicó Gabriel. Como todos los viernes en la noche, los jóvenes paseaban por el malecón. Alberto inició el diálogo:

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—Mi novia cantaba cuando la conocí; yo estaba bebido y recuerdo que ella se molestó cuando le dije que los mejores momentos de la vida de un hombre están vinculados al licor. ¿No lo crees así? Gabriel no se dignó contestar directamente: —Algunas personas viven para suicidarse y otras en perenne suicidio. Si alguien me preguntara qué canción recuerdo yo diría que ninguna: los hombres que tenemos historia no tenemos anécdotas. En cuanto a emborracharme, me gustaría hacerlo como los peces, con los tumbos del mar. Pasó un tranvía: acompasado, su ruido brotaba de garganta gigantesca. Alberto miró su reloj distraídamente. —¿De qué hablamos ahora? —Podrías recordar otra de tus anécdotas —dijo Gabriel desdeñoso. Los rodeó una atmósfera tensa. De pronto, conciliador, Gabriel apoyó una mano en el hombro de su amigo: tenía un aire de ansiosa cordialidad. “Quiere que hable de sus complejos”, dijo entre dientes Alberto. —Caminemos, Alberto, la noche está zurcida de fantasmas y necesito olvidarme de ellos. Otras veces —invariablemente sucedía lo mismo—, enojado porque no se hablaba de él, Gabriel anunciaba citas con personajes fabulosos, se quejaba de la impuntualidad de ellos, exasperaba a Alberto; se injuriaban; y al final, sumiso y despojado ya de toda mentira, Gabriel lloraba mientras su acompañante se embarcaba en el tranvía de la madrugada. El viernes se concertaban para visitar el mar. Alberto empezó su tarea de amigo catalizador: —Ya sabes que desde hace algún tiempo vengo analizándote. Eres un Eróstrato, pero un Eróstrato depurado y ennoblecido. —Te has equivocado, pero te has equivocado brillante- mente. —Los ojos de Gabriel lanzaron destellos de felicidad: comenzaba a ser tema de conversación. Un principio de tranquilidad, acaso cercano a la plenitud, se apoderaba de su espíritu: —No soy un Eróstrato. Durante toda mi vida me he debatido entre el agua y el fuego. —¿Y por cuál te decidiste? —preguntó Alberto. —En el fondo soy un cobarde, creo que me he decidido por el agua tibia. El mar proyectaba sombras movedizas: lámparas de arrugada luz. Agradable soledad. A lo lejos creyó ver el vaivén de insólitos trozos de hielo: “Un inmenso cuba libre”, murmuró Alberto. —Molesta que el mar esté subordinado a lo femenino. Las marcas, las olas, todo el movimiento del mar depende de las fases de la Luna. —Gabriel pronunció estas palabras con tono sentencioso: su frase sería recordada. —¿Por qué denigrar lo femenino? —Yo he conocido mujeres que se entregan por dinero, por un acto de amor o cumpliendo el deber matrimonial. Pero no sé de ninguna que se haya acostado con un hombre por caridad. Hacerlo sería poseer una cualidad masculina. “Es la fase preliminar, ahora viene la sorpresa”, pensó Alberto mientras reía de buena gana. El aire se alzó con violencia y ambos caminaron bordeando la playa. Gabriel miraba su reloj a cada instante:

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—Me encuentras muy misterioso ¿no? Esta noche unos fabulosos traficantes de drogas me traerán una abundante ración. Si quieres algo compartiré contigo. —Claro que no me opongo a probar cocaína. Pero, ¿todavía crees en paraísos artificiales? —Son los únicos naturales. Somos poetas, y la poesía es una neurosis de lujo, como la droga, como la danza, una amiga, los viajes, el mar. —¿No es una definición poco académica? Se encendió el rostro de Gabriel: —¡Por supuesto que sí! La mía es una de las inculturas más logradas de Latinoamérica. Cómo repugna el paso de oso de los eruditos. ¡Hay que oírlos cuando dicen: “El sol amanece antes que todos, no pretendamos anteceder al sol!” ¡Imbéciles! Ganado por la impaciencia de su amigo, Alberto encendió un cigarrillo y comenzó a contar los minutos crecidos de espera. —Ya debieran estar aquí, Alberto. La última vez que los vi, yo estaba totalmente grifo: en el valle de Josafat, desde un montículo de aire veía las concavidades que dejaba cada resurrección. Y quise volverme gusano. Luego, unas jóvenes aparecieron agitándose en un baile frenético; y al final, desde lejos y al ritmo de la música, sosegadas, partieron en busca de más sueños. —¿Cómo conociste a los traficantes? —No puedes olvidarte de las anécdotas y de las personas. Te gustaría ver a las gentes hasta en el perfil de un cabello. Es notable tu incapacidad para la abstracción. Los conocí cualquier día en una de las torres de la Catedral. Mientras hablaba con ellos veía el panorama de la ciudad. Veía los trajes, las medias y las sábanas tendidas en las azoteas, los papeles sucios que jugaban a ser cometas alzándose de los tarros de basura: ¡Ah!, el alma de Lima está en sus techos. Un coche que rodaba cerca aumentó la expectación al confundirse con el ruido de las olas más lúgubres. Alberto encendió otro cigarrillo: —Tengo tanta o más impaciencia que tú porque lleguen tus amigos. ¿Crees que la cocaína me haga ver aquello que me dijiste? —Eso depende de cada quien. Algunos ven mujeres desnudas, y eso, si realmente están desnudas. Los más pertinaces ven multiplicada a su propia mujer. En fin, la cosa depende de la mediocridad de cada cual. ¡Las cuatro y media de la mañana! Temo que la policía los haya atrapado y no sabes cuánta necesidad tengo de “la blanca”. Falta la droga y el cuerpo se llena de miedo acurrucado. Entonces uno cae del hastío al hastío. Gabriel se quitó los lentes y unas gotas de sudor aparecieron en su cara. “Todos somos feos pero éste abusa”, pensó Alberto. —¿Sabes que tengo un hijo, Alberto? El otro comenzó a sospechar. Como todos los viernes en la playa, ¿una nueva comedia de Gabriel? Alberto tuvo la sensación de final, de hallarse sin próximo peldaño, como los pacientes dados de alta después de una larga enfermedad, cuando creen que sus hábitos antiguos están ahí, diluidos, agazapados y en acecho, en cualquier sitio de la habitación, aunque los sospechen como silencioso zarpazo en el aire. —¿Acaso eres casado? —intencionada, la pregunta debería molestar a Gabriel, precipitar el desenlace.

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—¡Qué torpe eres! El matrimonio no es sino la inteligente alianza de un hombre y una mujer con el propósito de engañar al amante. Y claro, a mí nunca me engañó una mujer; en cambio si muchos maridos no tienen cuernos es por falta de calcio. —¿La casada era ella entonces? —Alberto sostuvo la mirada azul vidriosa de su amigo. —Siempre con tus declaraciones adocenadas. Así pretendes disfrazarte de ingenuo para ocultar tu estupidez. ¡Y estos batracios que no llegan! —¡Esas son frases malas y tuyas! —¡Y acerca de ti! —agregó Gabriel. —¡Ya me irritaste! Lo cierto es que no tienes el hijo y ni siquiera conoces una mujer, y mucho menos has probado cocaína. El malecón estaba desierto, como si el mundo se hubiera ausentado ante la cólera de ellos. Fuera de sí, Alberto continuó: —Yo soy el único que soporta tu hipo de notoriedad. ¡Pero se acabó! Tu vida es el ritornelo de una farsa. Y lo que escribes tampoco tiene valor: yo no confundo literatura con papel escrito. ¡Quédate esperando a tus amigos imaginarios, pensando en tu hijo imaginario, con el compañero imaginario que memorice tus palabras y te ayude a convertir la arena en cocaína! —Perdóname, Alberto. Aunque a veces soy agresivo, te tengo un sólido respeto. No sabes cómo estimo el adarme de sinceridad que me ofreces. Cubierto de lágrimas, el rostro de Gabriel se había transformado hasta parecer hermoso. Sordo a las súplicas, Alberto fue hacia el tranvía. El tranvía de la madrugada. En el trayecto pensaba: “El viernes habrá que volver a visitar el mar”.

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Animal fantástico indomesticable Luis León Herrera ( Chiclayo, 1925 ) Mi primera característica es ser infinito. Mi segunda característica es ser mitad (carezco de la otra mitad). Y mi tercera y cuarta característica es ser pájaro y hombre a la vez. Mi tamaño es bastante regular, a pesar de mi infinitud. Una de mis mayores virtudes es que mi excremento de un día sirve para alimentar a todo un batallón entero durante tres meses nocturnos. Espolvoreado con miel de bisonte nor-teamericano sirve de postre para los coroneles jefes de ese batallón. Si se me aplica trementina mezclada con mentol en una de mis espaldas anteriores esta es capaz de producir rayos de agua. Embriagado puedo tomar la figura de cualquier animal del sexo no opuesto al femenino o de cualquier jefe de estado que es lo mismo. Escribo con letras esotéricas y siempre en minúsculas. Estudié abogacía y mi voluntad es bastante nebulosa. Me carteo a veces con las estrellas. Tengo dos bocas carentes de párpados y móviles en grado extremo Mis manos son semihumanas y recubiertas de piel dorada. Mis ojos son azules fosforescentes y estereofónicos. El otro par mira siempre hacia adentro y hacia arriba. Uno de mis oídos tiene la singular propiedad de entender el chino pero como con una de mis colas me tapo el otro oído jamás puedo traducir lo que oigo. Carezco de cintura. Al nacer me confundí con mi padre y devoré a mi madre. Soy áspero melancólico y lujurioso. Tengo una sola ala con la cual vuelo alrededor de mí mismo. Aterrizo en mi barriga. Tengo cuatro brazos (los cuatro izquierdos) y dos más suplementarios y de una materia análoga al jebe. Como carezco de rostro jamás río pero sí sonrío con una de mis patas de arriba. Me alimento de hojarascas y de gatos vivos. Mi cabeza es casi humana sólo le falta la nariz la boca los ojos y la frente. Mi lenguaje es una mezcla de toses con gárgaras y de suspiros con eructos. Lloro cuando río. Mi hembra es una mezcla de anfibio con arquitecta. Me gusta sembrar vientos, predicar en los desiertos, y uniformarme de subteniente de artillería. Tengo conocimientos rudimentarios de medicina cibernética y de cirugía

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acrobática. Soy fáustico y entiendo algo de reformas agrarias. No sé inglés ni poner inyecciones pero sí chapurreo el provenzal y sé siete palabras en aymara. Mi origen es indudablemente saturnino. Tengo un solo pie y mucha pezuña. Habito en las costas intermedias de Perú. Mi pelo es castaño oscuro y recubierto de escamas. Mi cola es bíblica y tengo hábitos de empresario circense. Vomito a veces palomas narcotizadas y enjauladas de antemano ya. Para reproducirme sólo me basta mirarme en un espejo de aumento doble, comer un huevo de gansa muy menor y perforado con primorosa delicadeza y al que se le hayan introducido previamente orines infantiles los que luego sean cubiertos con una sentencia judicial injusta y después empollado durante tres primaveras consecutivas. Una vez nacido mi hijo lo alimento con agua de lavanda. Esta operación la hago el veintinueve de febrero del año que pasó en una madrugada diurno y húmedo a la vez que amorosamente lo acaricio entre mis codos susurrándole suaves canciones de tumba. Pongo huevos en ingentes cantidades no industriales mas muy pocos llegan a incubarse, y de esos pocos sólo algunos nacen, y de esos nacidos, ninguno sobrevive, y si alguno sobreviviere me lo devoraría... ¡Ay qué terrible desgracia y qué desatinado destino fatal el mío! Como ya lo he dicho anteriormente y lo vuelvo a repetir mi cuerpo es tierno dorado y hueco. Camino para atrás y al revés pues no me importa a donde voy ni de donde vine sino donde estuve aunque jamás estuve en sitio alguno. Antes de expirar rezo el padre nuestro al revés y entremezclado con las campanadas del reloj big ben de Londres. Una vez muerto recito jaculatorias en latín. Cuando orino, eructo y digo sí. ¡Curioso no! Una vez —pero de eso hace muchos años— (y además eso le acontece a cualquiera menos a mí) tenía tanta hambre y tan abstraído estaba que sin darme cuenta me devoré no una de mis patas como el Catoblepas el animal fantástico ese que cuenta Borges, sino que me comí mis dos patas hasta la altura de los muslos, y cuando me di cuenta de ello ay, ya era muy temprano pues faltaba apenas ocho minutos para la hora undécima. Luego me salieron cinco patas y seis manos causa por la cual terminé dando la mano con una de mis patas, con la izquierda del lado derecho. A partir de ese acontecimiento se me creyó marxista. Y lo soy (pero en secreto). Tengo cara de mujer, fea, pintada. No sé hablar. Sólo lo hago al despedirme. Y en inglés. God by, digo. A veces en lugar de decir god by digo o key o chau. También suelo decir aleluya y hosanna. En una época solí decir heil Hitler. Actualmente digo jau. Una vez dije (pero solamente una vez) «misión cumplida». Y no había cumplido ninguna misión. Más características. Cuando canto ladro pero creo que maúllo cuando en realidad grazno. Cuando veo a un hombre de a verdad me muero de risa arrastrándome en estrepitosas carcajadas. He leído íntegramente la Crítica de la Razón Pura de Kant, la Femenología del Espíritu de Hegel, y El Capital de Marx, y no los he entendido. Felizmente. Soy mitad hombre y mitad mujer pero no sé cuál mitad corresponde a cuál. Además soy homosexual pero no por lo «sexual» sino por lo «homo» pero eso es lo de menos. No sé ni multiplicar ni dividir pero sí restar. Una vez le saqué la raíz cuadrada a la mierda.

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Tengo las orejas al revés. Vivo lejos de Broadway y equidistante de Hollywood pero muy cerca del Wall Street. Envejezco en años pero no en edad. Me alimento sólo de buñuelos, pescado crudo, miel, sangre, leche evaporada, y flores. Tengo piernas de mujer, patas de elefante, cara de suegra mala, cintura de avispa, y espalda de oveja vieja. A la hora del crepúsculo se me puede ver andando rítmicamente sobre patines y silbando la última canción de moda y la partida número trece de Juan Sebastián Bach. Ah, me olvidaba, tengo el sexo de bronce y el clítoris en la garganta. Y para terminar, ahora sí que definitivamente, diré que no soy bueno ni malo sino moreno. Hasta pronto. Salud. Atchis. Amén.

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La sequía José Bonilla Amado ( 1927 ) Por las rendijas de la casucha se colaba silenciosa la luz del amanecer. Marcelino la vio iluminar lentamente el suelo cubierto de cuerpos, y la confusa ansiedad que le había impedido dormir durante la noche se llenó ahora de incertidumbre y miedo. Durante un buen rato, recostado sobre los pellejos de carnero que le servían de lecho, trató de ordenar sus pensamientos pero solo consiguió sentirse débil e impotente, como un árbol desgarrado de sus cimientos y arrastrado por las aguas turbulentas del río. Los cuerpos parecían contagiarse el calor. La atmósfera era sofocante: un olor salino y humano saturaba la habitación. A su lado dormía Paulina, su mujer, tumbada sobre la tierra, con los hijos en los brazos. A sus pies, Mariano Kondore roncaba con un bramido fuerte y prolongado que hacía temblar las aletas de su cartilaginosa nariz; su pelo liso y opaco asomaba como un erizo entre las mantas. En el fondo, apoyada sobre unos canastones, la vieja Micaela atisbaba los rincones con sus ojos acuosos. De rato en rato tosía, tapándose la boca; luego parecía sofocarse, alzaba los brazos y los ojos se le ponían blancos. Junto a la puerta, casi cerrándola con su ancho torso que se levanta y baja con ritmo regular, dormita Francisco Toqui. Sus delgadas piernas y su grueso cuerpo recuerdan una zanahoria. La luz parece una mota blanquecina que se filtrara por entre los tablones con que está construida la casucha y corriera por el suelo a saltitos. En la casa vecina, las gallinas cacarean y baten sus alas con fuerza. El perro guardián de la escuela de San Cosme ladra a los primeros transeúntes que apurados caminan por las angostas y tortuosas callejuelas en dirección al mercado. Una sirena de fábrica rompe el silencio, Marcelino presiente a la ciudad inmensa y desconocida a los pies del cerro, sumergida en la tenue oscuridad del amanecer. —Paulina, ¿duermes? —preguntó con voz susurrante. —No —contestó la mujer que levantó la cabeza y con temor inquirió: —¿Vendrá siempre el Liñán? —Sí, vendrá... ¿por qué no habría de venir?.. Él es el único que gana en todo esto —respondió con resignación.

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La mujer se sentó. Era joven, no mayor de treinta años. El cabello negro y brillante le caía sobre la cara morena de pómulos pronunciados y boca carnosa. Los ojos grises tenían una mirada triste y deslucida. Una manta azul le cubría la espalda redonda y ancha como una manzana. Marcelino con la cabeza metida entre las piernas hablaba con voz lenta: —Al menos lo cebarán bien... y le darán zapatos y una pelota de fútbol... Pero, ¡quién puede asegurar!.. El año pasado, Francisco Toqui dijo que la sequía terminaría... y ahora estamos en Lima, fregados... —¡Pchst! —La gente duerme —previno Paulina, que mi-rando a su alrededor, indecisa, añadió: —Sí diéramos a la guagua en lugar de Domingo... Domingo es grandecito...: nos extrañará... El pobrecito parece que se da cuenta... La guagua, en cambio, ni siquiera habla... Nació en año malo... Daremos a la guagua, ¿verdad? Marcelino no supo que decir. La mujer lloraba y sus lágrimas eran como su voz: lentas, desesperadas, sin violencia. —No es bueno abandonar a las crías... Crecen como semillas abandonadas en el camino... pequeñas... tristes... Marcelino se sintió impotente, como aplastado contra el suelo frío del cuartucho. Era la segunda vez que veía llorar a su mujer, y ahora como antes no sabía consolarla. Cuando dejaron el pueblo de Ocuviri, asolado por la sequía, Paulina lloró un largo rato, pero fue un llanto distinto en el que la despedida no contaba sino el deseo pujante de vivir. Emigraban a un lugar distante con la esperanza de conseguir trabajo que les mitigara el hambre y les diera un sitio donde dormir. Ahora ni siquiera esa esperanza les quedaba. Todo había salido mal. En Lima no encontraron trabajo ni casa. Él, Marcelino Luque, había buscado trabajo por todas partes... «—¿Qué sabe hacer?.. ¿Qué ha hecho antes?.. —Trabajé la tierra pero puedo hacer cualquier cosa... Sólo quiero alimentar a mi mujer y a mis hijos... —¡Recomendaciones!.. ¡Papeles de identidad... ¡Ah, indio bruto!, ¡qué vienes a hacer acá, pues!..». Al fin, consiguió trabajar en los mercados, descargando camiones, peleándose con chiquillos por transportar los bultos más grandes... pero se ganaba poco. Hasta que una tarde, en una de las callejuelas aledañas, conoció al Liñán, un cholo avispado que después de invitarle los primeros tragos que bebiera en la ciudad, le propuso, «a título de ayuda», adoptar a su Domingo a cambio de ciento cincuenta soles...». Pensó en Paulina, en el hijo que le había nacido, y no dijo nada... Desde el cerro de San Cosme, donde vivían, la ciudad parecía lejana e inalcanzable... —El dinero que dé el Liñán, ¿alcanzará a pagar el viaje? —preguntó trémula Paulina, que daba de lactar al pequeño. —Sí —contestó Marcelino. Las palabras se arrastraban una tras otra con dificultad. —Alcanzará... Viajaremos en camión... Trabajaremos la tierra... Alguna vez volveremos a buscar al hijo. —A lo mejor nos falta dinero y nos quedamos en Lima... Nadie va a prestarnos la diferencia... todo va a ser inútil... todo va a ser inútil —replicó, atontada. Domingo, sentado sobre unos sacos, vestíase sin apuro, y sonreía de un modo triste y dulzón, sin reproche, como si aceptara con humildad el destino que vagamente presentía. Sólo que, a veces, sus ojos negros y centelleantes adquirían un brillo extraño, como si imploraran algo. Marcelino tomó entonces a su hijo entre los brazos, lo apretó contra su corazón, y lo vio indefenso y débil como se había sentido él toda la vida.

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La tierra seca, dura, como una inmensa costra rojiza se perdía solitaria en la lejanía. Los pocos árboles levantaban sus desnudas ramas al cielo y en los caminos, bajo un sol plomizo, los huesos blancos contaban la historia larga de la sequía. La gente cubierta con sus ponchos multicolores, mustia, callada, oteaba las nubes que como corderos de blanca lana pastaban lentos y se perdían a lo lejos. Todo moría; sólo los hombres se aferraban a la vida. El polvo golpeaba los campos desolados e inertes, chicoteaba los rostros, se metía en las narices y producía un escozor ardiente en las gargantas. Los anímales vagaban desesperados, husmeando bajo las piedras, buscando con las pezuñas agua y raíces; muchos enloquecieron. Los hombres sufrieron el hambre, compartieron el dolor y la esperanza, pero no cedieron. Los pájaros dejaron de cantar, la tierra pelada se agrietó tomo piel de durazno viejo, faltó el agua, pero los hombres siguieron adheridos a la tierra ajena como raíces profundas. Los hombres fueron más fuertes que todo, más fuertes que las bestias, que el hambre, que la sequía. Todo moría; solo los hombres se obstinaban en vivir, mirando los cielos, las mañanas y las tardes. El taita-cura organizó procesiones. El templo permaneció abierto por las noches. Los últimos centavos se fueron con las velas. Los indios de Ocuviri eran pobres; lo vendieron todo, incluso a los hijos pero siguieron esperando. Las nubes permanecieron ajenas al drama de los hombres; a veces pasaban ralas y pequeñas como motas blancas en el firmamento azul... La voz gangosa de la Micaela se oyó en el fondo de la habitación. Era una voz débil y sibilante, interrumpida por la tos: —Los obreros dicen que está lloviendo.., que debemos volver antes que otros ocupen la tierra... ¿Crees que está lloviendo, Marcelino Luque? —¡Por qué no creerles: son los únicos que nos han dado la mano! —respondió con brusquedad. Reflexionó luego un momento y añadió: —Gente que ayer no conocíamos, hoy nos aloja en sus casas y nos da lo que puede... Son gente buena... Dicen cosas bonitas.., dicen que algún día la tierra será nuestra. La respuesta pareció tranquilizar a Micaela que como un ovillo se encaramó sobre los canastones. Sus manos apretaban las huesudas y duras rodillas y las costillas se le dibujaban bajo la camisa. La luz amarillenta se metía a borbotones por las rendijas y por la pequeña puerta que daba a la cocina, en la que Paulina calentaba el agua. Del mercado vecino subía el murmullo de las voces y de los carros. Mariano Kondore, sentado sobre la banca, se restregaba los ojos y se vestía. Era un mocetón pequeño y regordete. Las profundas comisuras que rodeaban los labios daban comicidad a su rostro, que parecía sonreír. Micaela carraspeó y entornando los ojos, con voz que se apagaba por momentos, dijo: —Si hubiera encontrado a mi hermano no sería una carga para nadie... Yo escribía a Elías Champi, Correo Central, Lima..; él me contestaba... Pensé que en el Correo me darían su dirección y me vine con los que dejaron el pueblo... En el Correo nadie conocía a mi hermano... La ciudad era muy grande... —Ya estás refunfuñando, abuela —la reprendió Kondore con voz cariñosa. —No duermes, te pasas la noche hablando y durante el día te quejas de tu suerte y lloriqueas como un perro sarnoso. —Hablaba de mi hermano, de la tierra... Soy vieja, tengo derecho a hablar todo lo que se me antoje... —La tos la ahogaba por momentos y el rostro magro y huesudo se

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ponía morado. El ceniciento pelo caíale sobre la frente y de los vidriosos ojos brotaban lágrimas por el esfuerzo. —Nunca debí dejar el pueblo... No debí seguirlos... Los seres humanos somos como las plantas.., pocas pueden ser trasplantadas... Si vuelvo, ¿qué haré?, ¡vieja, sola, sin fuerzas!.. Quitaré sitio en el camión a los jóvenes.., seré una boca más..; mejor me dejan morir... —Cállese abuela, no diga tonterías —la amonestó secamente Francisco Toqui que en ese instante erguía su robusto cuerpo. Echando luego un vistazo en su contorno, le dijo: —Ayude a Paulina a calentar el agua y arregle después sus cosas que están desparramadas. Micaela balbuceó cosas ininteligibles y sólo dejó de hablar cuando Paulina le ofreció un tazón lleno de líquido caliente, que bebió a grandes sorbos, mirando a la gente de reojo, fatigándose. Marcelino, sentado junto a sus hijos, comía en silencio un trozo de pan. Unos golpes fuertes retumbaron en la puerta. Cuando la abrió Domingo, un hombre joven no mayor de 35 años ingresó a la habitación. Era Lorenzo Quenaya, el dirigente campesino que los guiara en la emigración y que ahora organizaba el viaje de retorno. Su cuerpo grueso y robusto se movía con agilidad y sus ojos de un negro acerado recorrían vivaces el reducido espacio del cuarto. La achatada nariz, los gruesos labios en los que asomaban dientes blanquísimos y la pronunciada afirmación de la quijada, dotaban a su rostro de seguridad y fuerza. Saludó con cariñosa bondad a su gente, que lo recibió con alegría, y acercándose a la anciana la palmoteó cariñosamente. —Amigos —dijo—, traigo una buena noticia. Hoy a las 8 de la mañana, parte un camión para Puno. De nuestra gente viaje Micaela Champi, por disposición del Comité de Ayuda que ha acordado dar preferencia en el regreso a los enfermos... No pudo continuar. Una exclamación de alegría desenfrenada llenó por unos instantes la habitación. Micaela parpadeaba confusa, abría y cerraba la boca y no decía nada. En el severo rostro de la anciana apareció súbitamente una sonrisa: las flacas mejillas se desplazaron hacia las orejas y se cubrieron de arrugas y por la abierta boca asomaron unos dientes verdes y sucios. Paulina, con los ojos inundados por las lágrimas, se replegó hacia su marido. —Pronto volveremos todos. Las cosas se están arreglando. Sólo les pido un poco de paciencia. Hay gente que piensa en nosotros y que quiere ayudarnos. Paulina no pudo más. Las palabras le daban vueltas a la cabeza, la atontaban, le sonaban huecas. Imaginaba a su hijo abandonado en la inmensa soledad de la urbe, y no se resignaba a la idea de perderlo para siempre. Sin poder contenerse, con voz desgarrada, casi gritando, dirigiéndose a Quenaya exclamó: —¡Cuándo nos toca el turno a nosotros!.. ¡Cuándo volvemos a Ocuviri..! La mayoría ha regresado... ¡Por qué nos estás dejando para lo último!.. Pareció arrepentirse luego de lo dicho pues con humildad bajó los ojos y con las manos recogidas en el regazo se arrinconó en una de las esquinas del cuarto. Marcelino visiblemente abochornado se acercó a su mujer y con dulzura murmuró cosas que los otros no entendieron pero que tranquilizaron a Paulina que sonreía entre sus lágrimas. La gente permaneció quieta y tensa por un instante, con los tazones de té caliente entre las manos. Las risas de unos chiquillos que bajaban corriendo las callejuelas de San Cosme, desgarraron la inmovilidad de ese silencio, y de nuevo se oyeron distintos

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los rumores que venían de la ciudad... El pitazo largo y metálico de un tren remeció los tablones y las cañas de la casucha, pero ya nadie le hizo caso. Todos se ocupaban en arreglar el natural desorden producido por el amontonamiento de los cuerpos durante la noche. Se arrimaban los pellejos, las mantas, los ponchos y las esteras; se barría el suelo; se abrían y cerraban maletas; se hacían bultos. La gente caminaba con dificultad tropezando unos con otros. Paulina limpiaba las nalgas de su chiquillo. Marcelino se peinaba frente a un espejo roto; Kondore tocaba la quena. Poco después. Francisco Toqui abrió la puerta de calle y una mañana tibia de verano se metió llena de luz. —Por favor, ¡apurarse! No hay tiempo que perder —repetía Quenaya con insistencia. —Son cerca de las siete de la mañana y no es bueno hacerse esperar. Micaela, ¿qué hace usted?, por favor, ¡apúrese!.. ¡Micaela! —Para qué, si no voy —respondió con voz calma que a todos sorprendió. Sentada sobre los canastones peinaba su cabello en trenzas: —¡Cómo! ¡qué no va! ¡por qué! —No voy porque no quiero, por que no me da la gana... Me encuentro a gusto en Lima... En mi lugar que vaya la Paulina con sus hijos. —Los ojillos le brillaban con fuerza, su voz era decidida. —Abuela, ya estamos de nuevo con las mismas —la reconvinó Mariano Kondore. —¡Micaela! —insistió Quenaya con tono fuerte: —usted viaja hoy a Ocuviri. El clima le hace daño. No hay día que no empeore..; ¡está enferma! ¡Qué caray! Siempre queriendo hacer lo que le viene en gana. —Quenaya —contestó la anciana de modo suave y lento. Las palabras brotaban sin dificultad. Había dulzura en su expresión. —Quenaya —repitió —soy vieja, tengo más experiencia que tú..; sé lo que hago... Yo puedo esperar unos días más... Paulina, Marcelino, son jóvenes... No saben todavía lo que hacen..; están desesperados... Pasan hambre.., temen perder la tierra.., viven atormentados por la idea de volver... Anoche hablaban de entregar a Domingo al Liñán para que lo empleara de doméstico..; les va a pagar 150 soles por el chico... —¡Micaela! —gimió con voz apagada Paulina. Domingo se cobijó en los brazos de su madre y prorrumpió en sollozos. —Vender a un hijo para abonar los pasajes de regreso no está bien —añadió Micaela—. A los hijos se les seca el alma... a las madres se les pudre el corazón. Se hizo un hondo silencio en el que todos permanecieron con las cabezas bajas, como avergonzados. Nadie se atrevía a hablar. ¡Quién iba a recriminarlos si todos, alguna vez, pensaron o hicieron lo mismo! Marcelino, al fin, titubeando, dijo: —Es cierto lo que dice Micaela... Es cierto... Liñán quería que le dejáramos al Domingo... Liñán aseguraba que lo tratarían bien, que le enseñarían a leer y escribir, que se haría un hombre de provecho... Domingo era una boca más y no tenía con qué alimentarlo... Pensaba en él, en nosotros... Era una idea mala de esas que dan vueltas a la cabeza, cuando nada sale bien y todo se nos viene encima... Recién esta madrugada he visto claro... —Por un rato guardó silencio, contristado, más luego, dirigiéndose, a Micaela, con voz segura, añadió: —Vuelve al pueblo. Aprovecha el pasaje que te da el Comité de Ayuda. No te preocupes por nosotros. Yo sabré defender a mi familia. Domingo seguirá a mi lado. Pronto estaremos contigo, en Ocuviri, para cuidarte. No tengo dinero para los pasajes, todavía, pero volveremos al pueblo, volveremos...

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Quenaya miraba consternado a su gente. Abrazó entonces a Marcelino, besó la cenicienta cabeza de Micaela y con voz tranquila, dijo: —Amigos, es hora de ponernos en camino. El camión sale a las 8 de la mañana y no es bueno hacerse esperar. Minutos más tarde, por la angosta callejuela que desde el cerro de San Cosme lleva al mercado, descendían, uno tras otro, los indios de Ocuviri. Delante, echando el peso de su cuerpo enorme sobre la pierna que tocaba el suelo, bamboleándose, caminaba Lorenzo Quenaya con la cabeza levantada, mirando con desafío a la ciudad. Hacía meses que recorría el mismo camino y siempre hallaba algo que lo impresionaba y avivaba sus pensamientos. Lo seguía Marcelino Luque, con una canasta grande de color amarillento sobre el hombro. Iba cubierto con su poncho rojo, y una mirada extraña, llena de ansiedad, fulguraba en sus ojos. Paulina, vestida de azul, con el hijo pequeño a la espalda, andaba con paso alegre, sonriendo a la desconocida gente que a esa hora transitaba por la callejuela. Las trenzas le golpeaban con ritmo regular el pecho, que erguido y fuerte cortaba el aire. Junto a ella, cogido del faldellín, avanzaba tímido el Domingo. El nervudo y ancho cuello de Francisco Toqui se hinchaba bajo la camisa ploma. Andaba casi al trote, sofocado, cargando un bulto envuelto en una tela desteñida y sucia. Cerrando el grupo, venían Micaela y Kondore. Micaela avanzaba envuelta en un mantón de color negro, tan subido sobre la cabeza que apenas si se distinguían los ojos. A ratos, tosía, se detenía sofocada, respiraba con dificultad y continuaba el camino. Kondore, vestido de gris, cantaba con voz límpida un canto triste y lento, en el que las palabras se sucedían claras, sin precipitación. Pronto, el canto dejó de escucharse y los hombres se perdieron entre la muchedumbre del mercado, a lo lejos.

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La muerte del doctor Octavio Aguilar

Wáshington Delgado ( Cuzco, 1927 ) Desde la aurora combaten dos reyes rojos con lanza de oro Por verde bosque y en los purpurinos cerros vibra su ceño. Los versos breves y fugitivos de José María Eguren, en el aire mustio del salón de clase, cobraban dulce sustancia, elástica densidad, iluminados volúmenes que lamentablemente resultaban también fugitivos: después de unos dorados arabescos, de unos espirituales pasos de danza, se retiraban a una oscura soledad y daban paso a informes conceptos anquilosados y sin gracia, versos pentasílabos u octosílabos, rimas asonantes, matices cromáticos, símbolos bisémicos. El doctor Octavio Aguilar carraspeó sordamente, se movió con aire descompuesto en su ancho sillón profesoral, llevó el índice de la mano diestra al caballete de su nariz para ajustarse los anteojos y, luego, continuó trabajosamente la magistral exposición. Su movediza pausa no había contenido la inquietud que siguió creciendo en su interior, sin que bastara tampoco a dominarla el ejercicio augusto de sus deberes, casi sacerdotales, ante la multitud de rostros imberbes que lo contemplaban con ávidos ojos, o volvían hacia él unas orejas igualmente sedientas que no deseaban ni se atrevían a perder palabra alguna de su boca. ¿De dónde venía esta angustia que le oprimía el pecho, que le nublaba los ojos, que le hacía pensar en la muerte? En los cerros de púrpura, detrás de los verdes bosques, los reyes rojos se quedaron inmóviles, suspendieron por un momento su poética lid para contemplar este otro extraño combate de un hombre solitario consigo mismo, ante unos juveniles espectadores que, sentados en duros pupitres de madera, de nada se percataban, al parecer. Hacía un mes que fuera al médico, donde el bueno de Blásquez, a que lo chequeara de pies a cabeza, con el pretexto de un malestar indefinible y de un próximo y aún más indefinible viaje a la alta ciudad del Cuzco. El viejo Blásquez lo

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examinó minuciosamente, después ordenó unos análisis y, por último, el lunes pasado le había dicho: “No tienes nada, maestro admirable, no tienes nada”. Ante tamaña incredulidad científica, tímidamente, como último recurso, le confesó a Blásquez que algunas noches no podía dormir, que oscuros pensamientos lo obsesionaban, que sordas sensaciones le oprimían. Blásquez no dio su brazo a torcer, no perdió su sonrisa, no le hizo caso. “No es nada —dijo— no es nada. Come poco en la noche. No trabajes mucho. Y, en todo caso, toma estas píldoras, una con cada comida”. Y le alargó un frasquito que había sacado de una blanca vitrina colmada de medicamentos. Eran, evidentemente, las píldoras de la despedida. Sólo para eso sirvieron, para abandonar a Blásquez, bañado en su beatífica y profesional sonrisa, junto a su vitrina medicamentosa y con una pared de diplomas detrás. Indefinible y esquivo a los análisis, el malestar creció por encima de píldoras y dietas y se fue definiendo poco a poco, cada vez más amenazadoramente: era una pesada bola que le oprimía el pecho, que le apretaba el corazón, que no lo dejaba respirar, que lo empujaba inexorablemente a un agónico combate personal a muerte, contemplado siniestramente por los dos reyes rojos. Los reyes rojos, sí. Apresuradamente, apartó a un lado el pulcro consultorio del doctor Blásquez, arrojó las píldoras al canasto del olvido, dejó en suspenso la dieta de insípidas legumbres y volvió a entrar en el regio combate eterno, volvió a ver las hoscas figuras enemigas iluminadas por la luz cadmio, volvió a contemplar el brillo de sus lanzas de oro en la oscuridad de la noche. Las palabras fluían de su boca como un río también eterno. En realidad, hay que confesarlo, este río verbal no tenía la tersa eternidad del poema: discurría sobresaltadamente y se detenía inde-cisamente ante cada neologismo más o menos exótico, para trazar sutiles y nebulosos meandros de engañoso rumbo, en cuyo transcurso se mareaba y perdía pie. El mundo se venía abajo, sin remedio, se sentía cada vez peor y estuvo tentado de interrumpir la clase. Pero no, odiaba los gestos dramáticos, sobre todo ahora que sus palabras se deslizaban sobre la melancólica poesía sin tragedia de José María Eguren. Con gran esfuerzo siguió hablando, siguió pronunciando unas palabras que, separándose de él, como globos extraños, flotaban en torno suyo con vida propia e independiente, formaban una fila interminable y se alejaban mansamente, mientras su angustia crecía. La bola de su pecho era una montaña que lo inmovilizaba, el espanto de la muerte paralizaba sus miembros. ¿Cuántas veces había sentido lo mismo? Viejos padecimientos olvidados volvieron a su mente: de niño se despertaba a veces, a la media noche, con un tumulto en el corazón, con la sangre zumbándole en los oídos con unas desesperadas ganas de levantarse y sin poder hacerlo, sin poder hablar ni gritar ni respirar siquiera; eran apenas unos apretados instantes que a él le parecían una eternidad, durante la cual llegaba a sentir el aletazo de la locura o la muerte, y sólo cuando se hallaba en el límite mismo de su infantil resistencia, conseguía incorporarse en el lecho, aspiraba una honda bocanada de aire, se limpiaba el sudor de la frente, esperaba que se aquietara el tropel de latidos encontrados en su agobiado pecho y volvía a dormirse, sin pesadillas ni sobresaltos esta vez, hasta la mañana siguiente. Pasó el tiempo y, a la llegada de la adolescencia, desaparecieron esos asaltos de la muerte, lo dejaron en paz durante muchos años, no turbaron sus estudios universitarios, ni su matrimonio, ni su carrera académica. Y ahora, cuando ya los había olvidado, al parecer definitivamente, volvían a torturarlo y lo hacían impúdicamente, ya no desde un sueño, sino en plena vigilia. Un pesado silencio lo despertó de su angustia, los globos aéreos de su verbo habían desaparecido, hacía muy

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poco seguramente, pues los alumnos permanecían silenciosos y como arrobados, como escuchando todavía las vibraciones postrímeras de su voz y algunos lápices se encabritaban aún sobre las libretas de apuntes, cazando sinuosamente las últimas palabras fugitivas que, sin darse cuenta, había echado a volar por el aire mustio y usado del aula. El retorno de la conciencia agudizó su angustia, no había nada que hacer y resultaba triste comprobarlo: los versos resultaban evidentemente tan inútiles como las píldoras o las dietas. Cuando se hallaba al borde mismo del colapso, pudo ver desesperadamente una delgada mano que se alzaba sobre el enjambre de juveniles cabezas apiñadas y escuchó el castañeteo de unos dedos impacientes y nerviosos. Era el tonto de Zanabria que, como puntillazo final, venía a torturarlo con una de sus necias preguntas de lector infatuado. Insinuó apenas un ademán de asentimiento, que fue suficiente para que Zanabria se levantara de un salto, como elástico felino que se lanza sobre una presa largo tiempo acechada, y empezara una de sus atosigantes preguntas, llenas de circunloquios, citas y digresiones. En ese momento, el corazón del doctor Octavio Aguilar cesó de latir, el peso de su cuerpo creció hasta el infinito, su cabeza cayó sobre el pecho y cerró los párpados para hundirse en una oscuridad increíble. “A fin”, alcanzó a decirse y se dio cuenta de que estaba muerto, lo que no dejaba de ser curioso, sobre todo para él, hombre escéptico y razonador. Resultaba más curioso aún que, en el silencio total que lo envolvía, como para destacarlo, del mismo modo que una mancha de sombra hace destacar y da relieve a la luminosidad de un cuadro, la voz de Zanabria siguiera resonando en sus oídos como un moscón inmortal. La palabra castellana reyes, sin la erre inicial, resultaba eyes, es decir ojos en inglés, y también rojos sin erre era ojos. A partir de estos más o menos ingeniosos juegos de palabras, la voz pedante e inagotable de Zanabria continuaba taladrando la oscuridad sin vida del doctor Octavio Aguilar con unos ojos bilingües. “De nada me vale estar muerto”, pensó desengañadamente el cadáver inerme. Para felicidad suya, al cabo de un rato, menos prolongado que en otras ocasiones, la voz implacable del alumno inquisidor se elevó en una nota aguda y falsa y, con estudiado efectismo, se precipitó en el vacío para callar bruscamente. El silencio, ahora sí, era total y cubría con oscura sábana de muerte el atestado salón de clase. ¿Qué dirían los alumnos? ¿Cundiría el pánico en el aula? Al doctor Octavio Aguilar no le gustaban los gestos ni las posturas dramáticas y, aunque presentía que no lo iba a conseguir, intentó levantar la cabeza, mover los brazos, abrir los ojos, responder al tonto de Zanabria. Para sorpresa suya, su cabeza se irguió aunque dificultosamente y poseída por un ligero y, tal vez, imperceptible temblor, sus manos abandonaron los brazos del sillón, donde estaban aplastados bajo un peso infinito, y se posaron en el tablero del pupitre, sus ojos se abrieron a la luz que habían dado por perdida y su boca dejó volar aladas palabras, algo roncas acaso, pero con orden y sentido. La extraña voz cavernosa que forza-damente salía de sus labios era la suya, no cabía duda. “Sí —dijo—, sí, el artículo del profesor Trant, al que usted se refiere, aunque no ha mencionado al autor, es realmente sugestivo. Sin embargo, como casi todos los trabajos de crítica literaria, no es una demostración matemáticamente exacta. Encierra, sí, un nuevo instrumento de análisis que, acaso aplicado a otros poemas, podría darnos una nueva dimensión de la obra de Eguren”. Sintió que el sudor perlaba su frente, pero el deber estaba cumplido y había evitado el ridículo o el drama. Con alguna dificultad, todavía, recogió sus papeles de la mesa y se levantó del ancho sillón profesoral. Estaré muerto, se dijo, pero no

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permitiré ningún escándalo sobre mi cadáver, tengo que llegar a mi casa. Rodeado de cuerpos juveniles y vivaces, de una muralla de agudas voces entrecruzadas que atravesó sesgadamente, esquivando al azar algunas tímidas preguntas de última hora que, miradas desde la altura de su muerte, le parecían vagas e intrascendentes, abandonó el aula ominosa. Sus pasos, inseguros al comienzo, poco a poco se volvieron firmes y hasta garbosos; su marcha soslayó, hábilmente, los vocingleros grupos de alumnos que salían de otras aulas o se habían detenido en el pasillo a parlotear alegremente. Llegó al fin sin tropiezos, al patio de entrada, feo y tumultuoso. Por la rampa que daba al piso de Educación, nimbada por los resplandores entreverados de su sonrisa y sus anteojos, subía la doctora Garreaud, a la que saludó con elegante reverencia y enrumbó luego su cadáver hacia el salón de profesores para firmar el libro de clases. En la puerta se encontró con un racimo de maduros doctores, saludó cortésmente a cada uno y todos le devolvieron el saludo sin mayor ceremonia. No se han dado cuenta, se dijo, y su alma se sintió dulcemente aliviada. Belarte, gordo, calvo, chismoso y mal hablado, como buen profesor de historia, se solazaba contando chistes sobre el rector, cuya torpeza expresiva era famosa: apenas terminados sus estudios universitarios entró a trabajar a un laboratorio, en una sección cuyo jefe estaba haciendo experimentos con tranquilizantes y lo aprovechó como conejillo de Indias, pero se le fue la mano, desde entonces ha quedado así. Todos rieron malévolamente la chanza. También dicen, continuó Belarte, pero lo que también decían del rector no lo supo nunca el doctor Octavio Aguilar que, disimuladamente, se coló en el salón de profesores, hastiado de los chismes y rencores de un mundo que ya no le pertenecía. Se llegó a la mesa, sentóse en la butaca y, en una hoja del libro de clases, escribió los apuntes acostumbrados de fecha, hora y tema de exposición, estampó decididamente su firma y se la quedó mirando, como si buscara en ella las huellas de su muerte reciente. Era su firma de todos los días, pero continuó absorto en su contemplación, no tanto porque buscara en ella alguna peculiaridad ultramundana, como para descansar cómodamente: una muerte no era en modo alguno algo sencillo y la suya había terminado por fatigarlo. Y eso, pensó, que no ha hecho sino empezar. Sus plácidas meditaciones cadavéricas se vieron repentinamente segadas por la acezante llegada del doctor Bonami, quien le habló en un susurro entrecortado y perentorio: “Fui a buscarte, pero ya habías salido”. Debe estar sin coche —pensó el doctor Octavio Aguilar— y tendré que llevarlo a su casa. “¿Ya firmaste?” —prosiguió Bonami, con su brusquedad acostumbrada— “entonces, vámonos, si no te molesta. Perdona que te apure, pero debo recoger a Elisa”. Salieron del salón y del edificio y se echaron a andar por la vereda rodeada de polvorientos jardines, entre venias y cortesías de alumnos y profesores que pasaban. Por lo visto era ya algo tarde cuando llegaron a la pista donde se estacionaban los autos, pues no quedaban muchos. El doctor Octavio Aguilar buscó el suyo con impaciente mirada y no lo encontró. “¡Diablos! —exclamó dirigiéndose a Bonami— no veo mi coche, ¿qué habrá pasado?”. La risa suave, cálida y amigable de Bonami, lo sorprendió e incomodó más que la desaparición de su automóvil. Entre-cortadamente, entre asomos aún de contenidas carcajadas y por incontenibles manoteos, Peirano se explicó: “Estás perdiendo la memoria sabio, profesor. ¿No recuerdas que ayer dejaste tu carro en el taller y que esta mañana te traje en el mío?”. Frente al auto de su amigo, el doctor se rascó preocu-padamente la cabeza: la muerte empezaba a deteriorarlo.

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¿Adónde lo llevaría todo esto? El motor estaba encendido, la puerta abierta, otros coches partían ruidosamente, opacando las voces de despedida. Sin decir palabra, se sentó junto a Bonami y partieron, también, ruidosamente, abandonando —seguramente para siempre— el lugar donde había ocurrido su muerte. La pista de la Ciudad Universitaria orillaba las facultades de Económicas y Derecho y, después de una curva, las de Química y Ciencias Básicas. El automóvil de Bonami la recorrió rápidamente, atravesó la Avenida Venezuela y enfiló por la Riva Agüero. Bonami, sin apartar la vista del camino, parloteaba volu-blemente. Al parecer la cosa estaba hecha, no había ningún problema, la mayoría de los profesores habían manifestado su acuerdo y el tercio lo estaba decidiendo en este instante. El doctor Aguilar, la mirada perdida en el vacío, el semblante adusto y cerrado, nada escuchaba, de nada se percataba, ni de las noticias intermitentes de Bonami, ni de los insensibles cambios del paisaje urbano: a la mezcolanza de casitas suburbanas, factorías de automóviles, restaurantes criollos y clínicas de medio pelo que predominaban en las zonas de San Miguel y la Magdalena, le sucedieron los barrios más residenciales y reposados de Orrantia y San Isidro, con sus grandes casas rodeadas de jardines. Desembocaron, al fin, en la Avenida Arequipa, último tramo de la ruta entre la Ciudad Universitaria y la morada del difunto y mudo doctor Octavio Aguilar. A esta tranquila hora de almuerzo y descanso, la avenida no se hallaba muy congestionada y Bonami conducía su automóvil a una velocidad inusual, esquivando con hábiles maniobras a uno que otro peatón distraído o audaz, o a algún coche que se detenía para que subiera o bajara un pasajero. “Tengo que recoger a Elisa de su Instituto”, dijo Bonami a guisa de explicación, como disculpándose de su prisa inusitada. Octavio Aguilar, la mirada siempre perdida en el vacío, no parecía darse cuenta de nada y nada contestó. Mudo e inmóvil, permanecía sumido en sombrías meditaciones acerca de su propia muerte. “Me disculparás que no te deje a la puerta de tu casa —volvió a decir Bonami—, estoy apurado, Elisa me espera y se me ha hecho tarde. Total, sólo tendrás que caminar dos cuadras”. El automóvil se detuvo y el doctor Aguilar sintió que sus lúgubres pensamientos, como llevados por la inercia, abandonaban su mente cansada y continuaban su desenfrenada carrera hacia el óvalo de Miraflores. Sin ese peso triste comprendió lo que Bonami había venido diciéndole, le dio las gracias, le dijo que no se preocupara, bajó del vehículo y lo vio partir velozmente hacia el Instituto donde Elisa esperaba dando con el pie en el suelo, furiosa por la tardanza. Sonrió imaginando la escena y le dedicó un pensamiento afectuoso a Bonami quien, a pesar de la impaciencia de Elisa, había esperado que terminara su clase egureniana y se había desviado de su camino para dejarlo a sólo dos cuadras de su casa. En ese momento lo taladró una nueva angustia: ¿Dónde diablos estaba su casa? ¿Debería ir hacia la derecha o hacia la izquierda de la avenida? Es la muerte, pensó con ánimo derrotado. Miró pasmado a un lado y a otro buscando una señal salvadora, una sombra amiga que hallara eco en su memoria. Su memoria era un espacio abierto, opaco y sin sonido. Por la pista pasaban raudos automóviles; por la vereda, casi nadie, salvo un grupito de muchachas que lo envolvió por un instante en un claro río de risas refrescantes. ¿Se estarían riendo de él? El doctor Aguilar, muerto perdido bajo el sol, las vio pasar con desorientado gesto y se dio cuenta de que estaba hecho un pasmarote, parado tontamente en la avenida Arequipa, mirando a un lado y a otro. Decidió caminar adonde fuera. Si continuaba inmóvil, su casa no vendría a buscarlo; si caminaba sin rumbo, era siempre posible que apareciera algún signo

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revelador del paradero de su vivienda, que un muro, un árbol, una ventana despertaran su memoria dormida. Dormida no, muerta. Aunque caminara en vano, resultaba preferible la acción inútil a la inacción ridícula. Ridícula, ridícula y se echó a caminar hacia su derecha, con decidido paso, como hombre a quien esperan la suculenta comida, el descanso reparador y las alegrías familiares después de cumplida la jornada, aunque en verdad nada de esto le importaba y sólo procuraba parecer natural y respetable. Al llegar a la primera esquina, dudó un instante entre torcer a la derecha o a la izquierda, o seguir de frente. Siguió de frente. Sólo tendrás que caminar dos cuadras, había dicho Bonami. Esas dos cuadras, ¿seguirían una línea recta o formarían un ángulo? En todo caso, desandaría el camino hecho y caminando dos cuadras hacia una parte y otra, formaría una red alrededor de la infausta esquina en que lo dejara Bonami: en algún punto de esa red se encontraría su casa, sí, pero ¿llegaría él a reconocerla? He allí el problema. En ese punto de sus sombrías reflexiones, escuchó a sus espaldas una infantil voz conocida: “¡Papá, papá!, ¿a dónde vas?”, volvió la cabeza y vio a su hijo que corría a abrazarlo. Su alma muerta volvió a su cuerpo muerto, abrió en su boca una espléndida sonrisa y lo hizo inclinarse y alzar en vilo al pequeño salvador y estrecharlo fuertemente contra su pecho. “¿Adónde ibas, papá?”, volvió a preguntar el pequeño Federico. Federico, hijo suyo, nacido y criado en la casa paterna. “Iba a comprar cigarrillos”, respondió sin pensar, dominado por el gozo de haber llegado a puerto y aguijoneado por la voz aguda, por la mirada inquisitiva del pequeño Federico, hijo y salvador suyo. “Pero si tú no fumas, papá”. Hablar sin pensar sólo puede ser un privilegio de los vivos, un muerto debe ser más prudente y cuidadoso. “No —dijo el doctor Aguilar, con aire profesoral y explicativo—, no fumo, efectivamente, pero esta tarde vendrán a visitarme unos amigos que sí fuman”. Antes de entrar al cielo de su casa, el doctor Aguilar se dio cuenta de que debía pasar unas pruebas, responder a los enigmas, burlar al gnomo guardián del tesoro escondido. “Pero la bodega no está por este lado, está en Enrique Palacios”, insistió su hijo, muy en su papel de gnomo guardián e impertinente que, felizmente, se transformaría en guía bienhechor si recibía el santo y seña debido, el mágico conjuro exacto. El doctor Octavio Aguilar se propinó una sonora palmada en la frente: “Es verdad, desde la mañana ando un poco distraído”. Y luego, para equilibrar, seguramente, la desventaja en que lo colocaba su mala memoria o porque estaba seguro de haber vencido, al fin, todos los obstáculos que impedían su retorno al hogar, o simplemente, para atenuar el efecto levemente doloroso de la palmada en su propia frente, arrugó el entrecejo y se dirigió a su hijo con fingida severidad: “Y tú, ¿qué haces en la calle?, ¿tu madre te ha dado permiso?”. El pequeño Federico lo miró asombrado: “Pero papá, ¿qué te pasa?, mamá se fue a Trujillo a ver a la abuelita que se puso mal”. Todo se me deshace, pensó el doctor Octavio Aguilar con amargura, mi vida anterior se me escapa irremediablemente, es el negro resultado de la muerte. “Vamos a casa —dijo desanimadamente—, estoy algo fatigado, he trabajado mucho”. Y le dio la mano al chiquillo, porque su memoria seguía dormida. Dormida no, muerta. Lo mejor sería echarse en la cama y que todo terminara de una vez. Dieron unos pocos pasos, el hijo empujó alegremente el entreabierto portoncito del jardín delantero y luego, cuando el padre sacaba las llaves de la puerta de la casa, preguntó todavía: “¿Y los cigarrillos, papa?”. El doctor Aguilar suspiró hondamente, luchar contra la realidad desde el trasmundo de la muerte resultaba una dura faena. Sacó un billete de la cartera, se lo dio a su hijo y musitó apenas: “Anda tú, dos cajetillas de rubios y una de

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negros, y un chocolate para ti con el vuelto”. Antes de que terminara, el pequeño había cogido el billete al vuelo, había partido raudamente, había dejado estirándose a lo largo del salón, como una serpiente amistosa, un sonoro “gracias, papá”, que llegó a los oídos del doctor Aguilar junto con el portazo que era el sello final de su odisea. Realmente fatigado, escogió un sillón donde reposar un momento del alud de tantas emociones encontradas. Cuando lo halló y estaba a punto de sentarse, la voz de Alicia, eficiente ama de casa durante la ausencia de su mujer, viuda parlante y tía política suya, lo detuvo en seco. ¿Las pruebas, los obstáculos, las amenazas no cesarían jamás? Se volvió, desconsoladamente, hacia la gran nariz y los grumosos anteojos que agrandaban increíblemente los profundos ojos pardos de su parienta, rozó con sus resecos labios la blanca tez apergaminada y se sumergió hasta el ahogo en el torrente de su parla femenina: “Te vi desde la ventana de arriba y bajé al instante a disponer tu almuerzo. Ya está servido, vamos al comedor. No, no, es en vano que protestes. Paula no me perdonaría si te dejara enviciarte en la arbitrariedad y en la pereza, con peligro de tu salud. Hay que decir las cosas como son. Después podrás descansar a tus anchas, ahora debes almorzar. Te haré compañía mientras saboreas lo que yo misma te he preparado. Emilia es una buena cocinera, pero en aliñar el pescado le doy ciento y raya”… ¿Qué nave transa- tlántica sería lo suficientemente marinera como para resistir la tormenta de esa parla femenina? Desesperado y desesperanzado, el doctor Octavio Aguilar se refugió en el comedor, con la tormenta detrás, implacable y sonora. Empezó a comer parsimoniosamente, aunque con buen apetito —después de todo eran ya casi las tres de la tarde— y, para sorpresa suya, una onda de placer despertó su aletargado paladar. Especial mente el pescado al vapor, punto fuerte de las habilidades culinarias de Alicia, lo saboreó con verdadera fruición, a pesar de la molesta e indetenible parla de su autora, a la que procuró no hacer caso, pues le estorbaba en sus afanes gustativos, así como en sus tareas literarias le estorbaban muchas veces, y solía no hacerles caso tampoco, los comentarios y explicaciones de poetas y novelistas sobre sus propias obras. Terminó su almuerzo con una compota de higos muy almibarada y un café amargo. Un cigarrillo hubiera sido la culminación perfecta del sabroso almuerzo, pero no era fumador y, por esta razón, su cuerpo muerto se perdió un venenoso placer suplementario. La charla de Alicia seguía entretanto su caudaloso curso: “Ya era hora de que en la Universidad aquilataran tus méritos”. Y para subrayar debidamente esta frase que, sin duda alguna, ella misma juzgaba notable, hizo una pausa y le lanzó una mirada intencionada, cuya intención no alcanzó a desentrañar el difunto y bien alimentado doctor Aguilar. ¿Y Federico?, pensó en cambio, ya debería estar aquí. Como si un pensamiento hubiera sido una mágica llamada, Federico entró por la puerta de la cocina, la cabellera revuelta, los ojos relucientes, rastros de chocolate en las comisuras de los labios. “Aquí están tus cigarrillos, papá”, dijo triunfalmente, y puso sobre la mesa tres cajetillas algo chafadas. La mirada de Alicia se volvió comprensiva, esos cigarrillos venían a confirmar de algún modo secreto sus verbales esperanzas. Cuando iba a reforzarlas con esta aromática ayuda, el doctor Aguilar se levantó de su asiento. “Voy a descansar —dijo—. Hasta luego, Alicia”. Y se alejó después de acariciar distraídamente la despeinada cabeza de su hijo. Ya en la puerta, alcanzó a percibir que el caudaloso río oratorio de Alicia tomaba otro rumbo, más agresivo: “Has estado comiendo chocolate. Estás transpirado y despeinado. Anda a lavarte la cara. ¿De dónde sacaste plata para comprar porquerías?” El doctor Aguilar, al pie de la escalera, se encogió de hombros y

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subió imperturbablemente al segundo piso. Entró primero al baño, pues juzgó conveniente lavarse, peinarse y acicalarse por última vez. El agua fría no lo liberó de su fatiga mental ni de la modorra física propia de una persona que acababa de almorzar. Ya en su cuarto, corrió las cortinas, se quitó los zapatos y se echó en su cama vestido como estaba: ponerse el pijama hubiera sido un trabajo inútil. ¡Ya para qué! Al fin, se dijo, y cerró los ojos. Un sosegado velo de nieblas lo envolvió. Luces, ruidos, pensamientos lo abandonaron y pudo descansar en la profunda, acogedora oscuridad. Lamentablemente, nada hay perfecto ni en la vida ni en la muerte, y la oscuridad que lo envolvía se pobló de ataúdes volantes y mares de ceniza. Su alma navegó por inacabable valle de sombra de muerte. Al fin, se dijo todavía, en esa especie de cadavérico sueño del que no debía despertar. No era el cielo aún, hecho de luz y melodía, según proclamaban los escritores místicos. Tampoco era el infierno de oscuros fuegos torturantes y desesperación. Ni el purgatorio de penitencia y congoja. Era, simplemente, una penumbra desolada, un mar oscuro y quieto en el que, súbitamente, vio flotar su propio rostro ceniciento, sus manos inertes, su cuerpo sin vida: la muerte llegaba como un sutil desdoblamiento, como la pérdida de lo que había considerado, hasta entonces, más propiamente suyo. Sintió que se elevaba blandamente sobre las aguas inmóviles, mientras su rostro, sus manos y su cuerpo, inmóviles y mustios, se veían cada vez más distantes y pequeños. Se perdían sin un gesto, sin una voz de despedida. ¿Quién era el que se alejaba por el aire oscuro, desposeído de rostro, de manos y de cuerpo? Una nueva angustia oprimió su inexistente corazón. Cuando lo dominaba la pesadumbre de haber perdido su cuerpo, que era ya un muñequito minúsculo a la distancia, sonaron dos, tres golpes pausados. No, no era una engañosa ilusión: volvieron a sonar dos, tres veces. “Octavio, Octavio”, escuchó veladamente la voz lejana de Alicia, viuda infatigable, ineludible torturadora suya. “Octavio, ya van a ser las cinco”. Esto era el colmo, nunca podría separarse definitivamente de su cuerpo y alcanzar la anhelada salvación. Se sintió descender precipitadamente hacia donde reposaban su rostro ceniciento, sus manos yertas, su cuerpo inmóvil. Abrió los ojos y su rostro volvió a ser su rostro. La luz, tamizada por las pesadas cortinas, apenas lo hizo parpadear. “Octavio —repitió la voz sin fondo de Alicia—, Octavio, a las cinco te llamará Paula, te lo dije en el almuerzo”. Con palabra salvada de las sombras y más sonora de lo que hubiera imaginado, preguntó “¿Paula?”. Al otro lado de la puerta, la voz de Alicia se arrugó en una casi imperceptible onda de fastidio: “Sí, Paula. Te lo dije mientras almorzabas. Te llamará a las cinco. Y a eso de las seis vendrá la Universidad”. El mundo, desde su normalidad de llamadas telefónicas y minutos contados, no lo dejaría nunca en paz, ni en la vida ni en la muerte. “Ya voy”, contestó perezosamente. “Voy en un instante”, repitió sin moverse de su lecho fúnebre, con los ojos abiertos a la luz recobrada y los oídos a los menudos pasos de Alicia. Cuando se volvieron inaudibles, suspiró y sonrió, casi simultáneamente. En el silencio de su cuarto penumbroso, cobró lucidez y conciencia. Que Paula lo llamara por teléfono, podía entenderlo, aunque no veía claramente como Alicia había llegado a saberlo. Lo que no alcanzaba a comprender en modo alguno era eso de que la Universidad vendría a su casa. ¿Qué demonios habría querido decir Alicia? Estirando el labio inferior sopló hacia arriba para apartar de sus ojos un mechón rebelde y para barrer de su mente esas banales preocupaciones. Se desperezó voluptuosamente y, vencido aún por una dulce lasitud, se levantó despaciosamente, se calzó las blandas pantuflas y avanzó suavemente hacia la ventana para separar las cortinas. La luz ambarina de la tarde en

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derrota invadió la habitación, aventó las sombras de los sueños impíos, se posó blandamente en los cobertores del amplio lecho matrimonial. El doctor Aguilar contempló por la ventana el apacible paisaje urbano de las cinco de la tarde. En el balcón frontero, los sesgados rayos del sol otoñal encendían los claveles encarnados de una docena de macetas. Respiró hondamente, sumergido en el gozo diáfano de la luz dorada. Estiró los brazos por encima de la cabeza y se volvió hacia la habitación, para mirarse en el espejo del tocador de Paula. No, su rostro no era ceniciento. Lucía, más bien, sonrosado y brillante, efecto seguramente de la áurea luz vesperal o de los claveles reventones. Como quiera que fuese, su figura no parecía mal. Su camisa sí, mustia y arrugada, desentonaba en la pulida superficie del espejo. Del cajón de la cómoda sacó un juego de ropa interior y otra camisa alba, planchada, reluciente, olorosa a lavanda. Se dirigió al baño a refrescarse. Rodeado de espejos y mayólicas, a la fría luz de la lámpara fluorescente, sintió su cuerpo caluroso y transpirado. Decidió darse una ducha rápida y se desnudó sin dilaciones. Ni pálido, ni yerto, ni lejano, su cuerpo tembloteaba y se esponjaba mientras se acercaba a la ducha. El doctor Aguilar desdeñó la llave de agua caliente y soltó un chorro frío que le cortó la respiración. ¿La respiración? Sí, la respiración. Por lo visto, las costumbres de la vida, las más humildemente físicas y materiales, son difíciles de olvidar. Pensamientos encontrados amenazaban su mente muerta, felizmente el agua helada los ahogó antes de que crecieran. El difunto doctor Aguilar no tenía cabeza para nada, invadido por el placer natural del agua fresca. Cerró la llave y se secó enérgicamente con una gran toalla. Cuando sintió la piel enjuta, se puso la ropa interior, calzó las pantuflas, hizo aún unas gárgaras apresuradas, se peinó de dos manotazos y volvió a su habitación para terminar de vestirse. Se sentía ligero y fácil como nube estival, fresco como pétalo o hierba silvestre. La sensación de bienestar no fue bastante para que olvidara del todo su dramática situación: buscó en el ropero un discreto terno gris. Después de ponerse el pantalón, se calzó unos finos zapatos de charol y, cuando iba a terminar de vestirse, oyó el lejano timbre del teléfono. Miró el reloj del velador: las cinco en punto. Era Paula, puntual como de costumbre. Revolvió las ropas amontonadas en un sillón hasta encontrar su vieja bata de seda y, al tiempo que se la ponía, marchó hacia la puerta donde casi tropezó con Brígida quien había subido las escaleras de cuatro en cuatro y sólo atinó a tartamudear: “Señor, la señora”. Aguilar, después de un simple ademán de comprensión, bajó las escaleras sosegada- mente. Junto a la mesita del teléfono, de pie y haciéndole visajes significativos, estaba Alicia con el auricular en la oreja: “Sí, hija... sí... de acuerdo, no te preocupes... aquí está Octavio”. Octavio cogió el fono y escuchó la voz distante, minúscula, perdida, de su mujer. “Qué alegría, Octavio... Por fin... lo he sabido por Alicia... Se lo contó Elisa... Elisa Bonani... Mañana regreso... No, mamá ya está bien... Fue un susto, sí... Pero ya pasó... La elección será el jueves, pero... No ya no hay nada que temer... En cambio allá... Hay muchas cosas que hacer... No te preocupes, mañana estaré en casa... Quisiera hablar con Federico”. El doctor Aguilar volvió la cabeza y allí estaba Federico, en puntas de pies, anhelante y bien peinado, obra de Alicia sin duda. Le pasó el fono y escuchó la voz, ahora cercana, aguda y tierna de su hijo: “Aló... Sí, mamá... me he portado bien... tía Alicia está muy contenta... Sí, claro. Chau, mamá... Papá, mamá quiere despedirse”. El doctor Aguilar volvió a escuchar a la distante Paula: “Espérame mañana… Sí... a las doce... No te preocupes... Hasta mañana”. El hilo de voz se había quebrado. Octavio colgó el auricular, se arrellanó en la butaca y abrazó a su hijo: “Mañana tendremos a

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mamá en casa”. Alicia, viuda sin descendencia, miraba como enternecida la escena familiar. Federico alzó confiadamente la cabeza y preguntó con incontenible esperanza: “¿puedo ir a jugar con Paco?”. No bien el padre, benévolo y difunto, dijo que sí, que sí podía, Federico desapareció como un fantasma hábilmente conjurado. “Este niño, —dijo Alicia, con la voz y los ojos húmedos—, no hay quien pueda con él, siempre se sale con la suya. Y tú, Octavio, antes de terminar de arreglarte, ¿deseas un cafecito?”. Las pequeñas satisfacciones de la vida rodeaban engañadoramente al doctor Aguilar, no le permitían llegar al final, eran trampas aviesas que se tendían a su paso para torcer ese destino que había asumido ya, con ánimo viril. Sin dejar traslucir ninguna emoción, el doctor Aguilar sacudió vigorosamente la cabeza: “No, gracias, Alicia. Tengo que hacer unas llamadas”. Alicia lo miró comprensivamente: “Pues yo tengo que hacer allá dentro. Ya sabes. La Universidad. En fin, te dejo”. Y después de estas frases telegráficas, pronunciadas entre sonrisas y resplandores de sus profundos ojos pardos, se marchó con menudos pasos apresurados de mujer hacendosa. El doctor Aguilar se quedó solo en el hall de la casa, al pie de la escalera. Sentíase fresco y ligero después de la violenta ducha helada y de la entrecortada conversación con Paula. Sí, lo mejor sería que ella retornara. Sumergirse totalmente en la muerte con la familia partida, el hijo pequeño y sin madre, era un disparate. No debía precipitarse, no debía ser egoísta. Que llegara Paula para que todo pudiera consumarse dignamente. Su cuerpo, descansado y ligero, se levantó de la butaca para pasear a grandes trancos. Su alma se mecía arriba, en la paz de las horas muertas. Lejos, muy lejos, como desde otro mundo, llegaba a sus oídos el ladrido de un perro, el timbre de una casa, el traqueteo de un automóvil. Alrededor suyo, silencio y soledad de puna. Nada se movía sino su propio cuerpo muerto y el minutero del gran reloj de péndulo. Tan, tan, tan sonaron las campanadas de la media. Nadie las escuchó. El doctor Aguilar, en la casi perfecta paz del tiempo muerto, no se preocupaba de las pequeñas y ridículas medidas cronológicas humanas, aunque suenen acompasadamente en un historiado reloj de pie. Sólo el tiempo puro merece la atención de los hombres que han superado las limitaciones de la vida. Esto, naturalmente, no rezaba con Alicia, mortal y limitada al próximo o remoto mundo de su parentela, porque sin parar mientes en las altas meditaciones de Octavio, apenas llegó de la cocina, toda arrebolada y agitada, exclamó impetuosamente: “¡Octavio, Octavio, en qué estas pensando! ¿No te dije que vendría la gente de la Universidad? Ve arriba, por favor, a terminar de vestirte. Es una ocasión importante: ponte una buena corbata y también el chaleco. No te sonrías, no. Ya no hace calor y por las noches refresca y es más elegante. Apúrate, hombre, ya van a ser las seis”. En ese momento sonó el timbre de la puerta. “¿No te lo decía? —dijo Alicia, triunfalmente—. Son ellos, sube que yo los atenderé, pero no tardes”. El doctor Aguilar, que había soportado a pie firme el imperativo chubasco oratorio de Alicia, no pudo ni quiso replicar nada. Dio media vuelta, simplemente, y se dirigió al segundo piso, a ponerse una buena corbata y el chaleco, como quería Alicia, y la chaqueta naturalmente. Su cuerpo leve y vaporoso, casi inexistente y como ajeno ya, no necesitó la ayuda de su pensamiento reflexivo para realizar esas pequeñas tareas de la apacible vida burguesa: hizo todo lo necesario sin que la conciencia muerta del doctor Aguilar se entrometiera y se dio tiempo, incluso, para una rápida afeitada con la máquina eléctrica. Bien empaquetado y siempre ágil volvió a la primera planta. Desde la escalera empezó a percibir las alegres voces académicas. Estaban Bonami, Belarte, Martínez, las doctoras Garreaud y Pérez Concha,

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y también Rodríguez Sauce, el decano. ¡Caramba!, la cosa era importante, como dijera Alicia. Ya en la puerta distinguió también a varios alumnos, felices de encontrarse en una reunión de maestros. “Aquí está el hombre” dijo con voz cálida, entusiasta, ligeramente engolada, el bueno de Silvera y empezó un alegre palmoteo, prontamente transformado en ovación por las dieciocho o veinte personas que, puestas de pie, le sonreían y aplaudían. Esto hubiera bastado para ruborizar a quien no estuviera muerto, como lo estaba el doctor Aguilar, quien se limitó a plegar los labios en una sonrisa entre sorprendida e irónica y familiar. Apenas cruzó el umbral del salón, rodó materialmente de los brazos de uno a otro de los concurrentes, hasta terminar en los respetuosos y azorados apretones de manos de los alumnos (Olivera, Belmont, Ronconi, Chumbe), quienes, además, lo doctorearon solamente. Se hizo después un silencio y un anillo. Todos habían callado mientras se desplazaban armoniosamente para formar el círculo. Silvera, que había quedado frente a él, tosió profe-soralmente y empezó llenando o queriendo llenar un vacío en la memoria del doctor Aguilar: “Como recuerdas, mi querido Octavio, después de que un numeroso grupo de profesores de-cidió lanzar tu candidatura a las próximas elecciones para Decano y después de conseguir tu asentimiento, lo que dada tu proverbial modestia no fue cosa sencilla, se me encargó la presidencia de una comisión que debía hacer las gestiones necesarias para asegurar la victoria. El encargo ha sido cumplido: más de la mitad de los profesores se han comprome- tido a votar por ti, y en el mismo sentido se ha pronunciado, justamente hoy día, la totalidad del tercio estudiantil. El pró-ximo jueves, mi querido Octavio, serás elegido con un mínimo de ochenta votos y no sería extraño que, ante tu indiscutible popularidad, los otros candidatos en ciernes, Sileri y Bringas, declinen su postulación y, en ese caso, el claustro votaría por ti unánimemente y serías elegido por aclamación. Ade-lantándonos a tan previsibles acontecimientos, no es apresurado que te felicitemos desde ahora todos los aquí presentes”. Nuevos aplausos inundaron el salón, rebotaron en las paredes, hicieron crujir los muebles y abrieron una ancha sonrisa en el apergaminado rostro de Alicia, quien, junto con las dos muchachas de servicio, muy tiesas y orondas en sus albos uniformes recién planchados, pasaban grandes bandejas con tintineantes vasos de whisky o jugos frutales, y varias fuentes provistas de abundantes y variados bocaditos, que el doctor Aguilar no se explicaba de dónde habían salido. Todo tenía un aire de comedia preparada. El silencio, salvo el festivo entrechocar de vasos, volvió a dominar pesadamente el aire del recinto y todos los rostros se volvieron hacia el doctor Aguilar. Evidentemente debía contestar a Silvera. No sentía ningún deseo de hacerlo: su cuerpo libre y fresco, quería más bien salir volando por la ventana abierta del salón y diluirse en los últimos resplandores de la tarde otoñal o en las primeras sombras de la noche naciente. Su espíritu estaba en otra parte, en el vacío perfecto de la nada, en la irresponsabilidad de la muerte. Su memoria no recordaba episodio electoral alguno, ni reu-niones previas, ni asentimientos nimbados de modestia, ni encargos capituleros. ¿Qué le podía importar todo esto? Solamente el silencio le preocupaba. No podía seguir sosteniéndolo, debía dar un grito o arrojarse por la ventana y romper el círculo mágico que lo encadenaba a una respuesta odiosa. Fue entonces cuando sintió un leve codazo familiar e imperativo. Era Alicia que, maternal y oportuna, se había colocado a su lado. Como si ese codazo fuera la gota de agua que colma el vaso, el doctor Aguilar rompió a hablar decididamente. Mientras hablaba sintió lo que había sentido otra vez ese mismo día: que las palabras salían de su boca como objetos

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autónomos, como globos libres que, independientemente de su voluntad y de su conciencia, flotaban blandamente y a su guisa en el aire quieto. Entre su voz y él se había producido una sutil separación. La memoria feliz, el discurso nítido, esas dos características tan justamente alabadas por alumnos y colegas, se le habían quebrado irremediablemente. ¡Qué importaba después de todo! Nadie se daba cuenta y las palabras, ajenas a su voluntad, salían de su boca alegres, aladas, melodiosas y suyas. Suyas, sí, aunque ni su conciencia ni su espíritu les hubieran dado el toque último, el sello personal. Sonaron nuevos aplausos. Silvera y Rodríguez Sauce volvieron a abrazarlo. Tarde de gloria para las letras universitarias. Satisfacción para los maestros universitarios que de la buena guía de Rodríguez Sauce pasaban a la guía inmejorable de Octavio Aguilar. Dicha de los alumnos que empezaban a beber el whisky de la sabiduría. Arrobo de Alicia que, callada, al parecer por primera vez desde los días insondables de su puerperio, se contoneaba entre unos y otros, pasando de las mudas sonrisas de admirativa aprobación por las palabras de los sabios profesores a las órdenes, también mudas, pero fulminantes que dirigía desde sus profundos ojos pardos hacia las dos muchachas de mandil blanco que, afanosas y arreboladas, distribuían bebidas y bocaditos o recogían vasos vacíos y colmados ceniceros. El espíritu del doctor Aguilar se mecía en un cielo inactivo, por encima de las conversaciones académicas, de las áridas cifras del presupuesto administrativo, de las profundas o intencionadas citas de Sartre o Toynbee, de las anécdotas picantes que desparramaba Belarte. A pesar de todo, insidiosamente, le rodeaba el aire muelle de la gloria humana y no podía dejar de respirarlo y aún de gozarse vanamente en su perfume insustancial. Durante años había desperdiciado horas de meditación imaginando ascensos y prebendas. El decanato, meta apetecida de sus banales ensueños, llegaba ahora cuando ya nada significaba para él, cuando estaba muerto. Miró de soslayo a la alegre y gentil concurrencia académica. Contempló, sobre todo a Rodríguez Sauce, tan orondo, tan hueco, tan pomposo. Indudablemente había que estar muerto para triunfar, para ser importante, para llegar a la cima. El doctor Aguilar suspiró casi ruidosamente. No era un suspiro de angustia, pena o desconsuelo. Era un suspiro de satisfacción. Al fin y al cabo, algún fruto debía rendirle la muerte. Levantó el rostro difunto y sonriente: Bonami se despedía calurosamente, lo abrazaba con entusiasmo, le sacudía la mano, lamentaba que Elisa no hubiera podido venir; por otra parte, Paula no estaba tampoco, aunque ya, ya sabía que su regreso era inminente, lo de la madre felizmente no había sido nada, en fin, aún faltaba lo mejor, lo celebrarían todos reunidos. Bonami acabó entrecortadamente su larga despedida y otros concurrentes vinieron a remplazarlo en las salutaciones. Nuevos abrazos, sacudones de manos, felicitaciones señor doctor, recuerdos a Paulina, un guiño picaresco de Belarde. En el salón semiabandonado, entre vasos vacíos, arrugadas servilletas de papel y apagadas colillas en el suelo y en todos los ceniceros, sólo quedaron en pie la infatigable y extraña-damente callada Alicia, las dos muchachas de servicio que iban recogiendo todo lo recogible y él, el doctor Octavio Aguilar, difunto y decano, a quien deberían haber recogido también, si en las buenas casas se atendiera un poco más a la realidad y un poco menos a las apariencias. “Ahora que eres decano, papá, ¿mandas a todos los profesores de la universidad?”. Era, naturalmente, Federico, hijo y salvador suyo, a quien Alicia, viuda memorable y celosa guardiana de las conveniencias sociales, había prohibido terminantemente ingresar al salón mientras estuvieran las visitas, lo que no había entristecido demasiado al astuto rapaz, porque en

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la cocina se desquitó del autoritarismo de la tía mandona, saboreando las primicias de las fuentes gastronómicas destinadas al claustro académico. Satisfecho el estómago y cumplida la obediencia infantil durante un espacio que él mismo juzgó suficiente, el sagaz Federico se deslizó sin ser visto a un penumbroso rincón de la amplia sala, al que no llegaron dichosamente las penetrantes miradas de la tía y desde donde pudo gozar de buena parte de los brindis y salutaciones y de conversaciones no muy apropiadas, al parecer, para su edad, pues sus ojos adquirieron un brillo húmedo y su boca se entreabrió en una sonrisa inacabable. Belarte sobre todo, le parecía persona sin rival ni parangón posible. No bien se hubo marchado el último visitante, Federico se mostró de cuerpo entero en el salón, esquivó los últimos gestos imperativos de Tía Alicia y se acogió confiadamente a la sombra del padre: “Papá, ahora que eres decano, ¿mandas a todos los profesores de la Universidad?”. El doctor Aguilar sonrió beatíficamente y ganado por la tibia inocencia de su hijo, dejó que su espíritu descendiera a tierra: “El decano no manda, hijo, apenas administra y organiza; y eso, no en toda la Universidad, en su Facultad solamente”. Las sutiles distinciones jerárquicas, los niveles administrativos y académicos, eran letra muerta para los ocho años admirables y admirativos de Federico: “Ya lo sé, papá, pero ahora que eres decano, ¿mandas o no mandas a Bonami, a Silvera y a ese tonto de Rodríguez Sauce?”. La tía Alicia no pudo contener su escandalizada indignación: “Niño —le dijo con vocativo para Federico insultante—, ¿qué manera de hablar es ésa?”. Federico se escondió bajo el saco de su padre. “Déjalo, Alicia —dijo sencillamente el doctor Aguilar—, déjalo, los niños deben preguntar y deben también ser un poco irreverentes. En verdad, ese Rodríguez Sauce...”. Alicia no podía permitir que le derrumbaran tan deliciosa tarde, tan espirituales conversaciones y cordiales finezas. “¡Octavio! —rezongó desde la atalaya de su gran nariz— ¡Octavio!, estás mal- criando al niño”. Nuevamente ese “niño” caía como un hiriente proyectil, desde su boca levantada hacia el cielo, a la escondida cabeza de Federico. Antes de que una réplica de Octavio menoscabara su femenina autoridad o disminuyera el valor memorable de las amenas horas pasadas, Alicia agregó: “Además, Federico ya debería haber comido y estar acostado. Y tú también, Octavio, deberías tomar aunque sea un plato de sopa”. El doctor Aguilar, inminente decano, arrugó el entrecejo, ¿comer?, ¿tomar un plato de sopa? ¿De qué le valía estar muerto y a punto de ser decano? Además se había atracado, sin darse cuenta, de bocaditos de jamón y queso y, sin darse cuenta tampoco, mientras su espíritu volaba por los siete cielos clásicos, había bebido con exceso. “No —dijo—, no voy a comer nada ya. En realidad, he abusado de los bocaditos”. Habiéndose excusado tan expeditivamente de ir a la mesa, acompañando a la buena de Alicia y al admirable Federico, recordó los sacrosantos deberes de la cortesía que un muerto podía olvidar, pero jamás un futuro decano y, atinadamente, dijo enseguida: “Entre paréntesis, todo ha estado delicioso, Alicia, te felicito de corazón, has sido muy eficiente y has conducido la reunión con mucha finura. Se lo diré a Paula cuando regrese”. Alicia no cabía en sus glorias, realmente Octavio era un caballero, algo ido por momentos y demasiado consentidor de Federico, pero un caballero sin tacha, no cabía duda: “Gracias, Octavio —dijo melo-samente—. No he hecho mayormente nada. Pero tú y Paula se lo merecen todo”. Había una leve arruga en su voz, una arruga de gozoza emoción que el inminente decano quiso todavía redondear: “Y esta tarde, el lenguado que preparaste era una verdadera obra de arte”. No sólo a su marido muerto hacía años, sino a otro vivo y reciente si lo

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tuviera a mano, habría echado Alicia por la ventana al oír estos encendidos y sucesivos elogios. Se esponjó detrás de su gran nariz e, incluso, acarició la cabeza de Federico que, confiadamente, al escuchar tantas salvas de cortesía, había abandonado el seguro puerto y cobertor de la chaqueta de su padre. Humanizada en su áspera vejez antañona y estéril, Alicia le dijo al pequeño reaparecido: “Acompáñame al comedor, tengo una sorpresa para ti. Y tú, Octavio, ¿no quieres una tacita de café, por lo menos?”. El cortés y repleto Octavio meneó la cabeza: “No, gracias. Por hoy he comido y bebido bastante. Subiré a mi habitación. Ve tú con Federico”. Y dicho esto abandonó el salón, dejando a su hijo al cuidado de la ahora benevolente Alicia. Subió luego, con pasos no muy seguros, al segundo piso. Su cabeza, además de perdida y muerta, no estaba muy firme que digamos, así que decidió acostarse de inmediato. Olvidando todo tipo de fúnebres pensamientos, de vanidosas reflexiones acerca de su trágica muerte o su feliz elevación al decanato, sólo atinó a repetir sus antiguos hábitos nocturnos. Sin las angustias ni fatigas de la tarde, no se lavó ni acicaló antes de irse a la cama, pero se puso el pijama y sólo al momento de apagar la luz, cuando estuvo acostado, pensó: ¿qué pasará mañana? Paula, se dijo antes de cerrar los ojos, que Paula se encargue de todo. Cerró los ojos y, como ya estaba muerto, se durmió sin ahogos ni sobresaltos, sin temer las acometidas de la muerte. Se durmió como un obispo o como un emperador. (1979)

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La captura

Juan Gonzalo Rose ( Tacna, 1928 - Lima, 1983 ) El patrullero se detuvo frente a la puerta de la Escuela Nocturna. Ya en ella se despertaba ese rumor que precede a la hora de salida. Apagó sus faros y esperó. El silencio de la calle, más intenso bajo la luz de las bombillas, cernióse sobre él, descendiendo sobre la barriga de su techo, aquietándose luego. El silencio tomó la forma del auto, se hizo uno con él. La puerta de la escuela se abrió. Un chorro violento de luz, proyectóse en la calzada. La puerta era ancha, pero, como sólo abrían un ala, quedaba estrecha, aunque hubiese quedado estrecha siempre; bandadas de niños, esgrimiendo gritos y ademanes, pugnaban diariamente por cruzarla. Al rollizo «Coco» le hacían «pan con pescado» en el momento de salir. Al principio eso lo enojó, pero después aprendió a dar esos codazos que lo hicieron célebre. Desde entonces se colocaba en el centro del tumulto, disparando sus codos a man-salva. Empero, esa noche, en lo mejor da la batalla, le pusieron una zancadilla tan oportuna que se vino de bruces sobre el piso; sus cuadernos salieron disparados y él cayó. Otra vez se sintió débil, infeliz, y por encima suyo, cual discos moviéndose a gran velocidad, giraban las risas de sus compañeros, cayendo desde lo alto en su derrota. Se formó un círculo en torno de su cuerpo que se arrodilló a dos metros de la puerta. De pronto, un empujón... alguien tropezó con el cuerpo arrodillado, y se vino de bruces. Luego otro y otro... «Coco» reía ahora, diluida su desgracia en la algazara. Cuando se pusieron de pie, un guardia cogió a «Torito» por el codo y comenzó a tirarlo con violencia. Estaban ya en la acera de la calle cuando, pasado el instante de sorpresa, se paró súbitamente, negándose a avanzar. Los niños, con sus ojillos curiosos y relucientes, rodearon a la pareja. —Camina, mocoso— grito el policía. La sangre afluyó a su rostro, extendiendo en su faz un malestar morado. Los niños callaron. Se sentían ajenos a la curiosa escena. «Torito» volvió hacia ellos sus ojos pedigüeños, sus miradas barrieron inútilmente los rostros infantiles, y luego se

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dejó arrastrar hasta el centro de la pista. «Torito» estaba solo con su pequeña vida cogida entre las manos policiales. El guardia respiró satisfecho. Pero en ese instante volvió a detenerse, a luchar otra vez. De su propio abandono sacaba fuerzas, y el abandono fiel le respondía. Loa niños avanzaron; secretamente, sus almas comenzaron a encenderse, a forcejear al lado de su amigo. —Mocoso de m... — Al policía la frase le hizo bien, adormeció su conciencia; por ello repitió—: mocoso de m... —Un murmullo ciego elevóse del alma de los niños, en un racimo de protestas. Un murmullo que crecía y crecía. —¿Por qué se lo llevan?— gritó una voz. Esa interrogación era de todos, y en torno de ella «e apretaron «¿Por qué?.. ¿Por qué?» El alma de los niños era una hoguera al rojo. Después vino el silencio. El policía dejó de tirar a su pequeño adversario. Era ese el momento de su triunfo, de su justificación. Dudó... ¿qué diablos tenía que explicar..? En su boca crecía la respuesta, insoportable, pugnando por salir. Aún dudaba. Pero ese silencio chato esperaba en la calle, esperaba por él, por sus palabras. Y sus palabras salieron instruidas y orgullosas: —Por ladrón. La hoguera silenciosa de los niños crujió. Uno por uno fueron soltando los leños ardientes, en un vencimiento doloroso. Su alma se marchitaba en la calle de esa noche, el alma de los niños se iba empequeñeciendo, derrotada. La multitud de hombrecitos quedó deshecha. Aquello que los unía habíase quebrado. Cada uno quedó solo a su vez, cada uno en su propio abandono. «Torito» sintió que algo lo abandonaba, algo poderoso y puro, y cedió... unos pasos más, y la portezuela del auto abrióse ante sus ojos, silenciosa... El cholito Ismael infló sus pulmones friolentos, recogió todo ese aire vencido que se cernía sobre la escuela nocturna, cuyas luces comenzaban a apagarse, y gritó: —¡Robó porque tenía hambre, pues..! Desde todos los vértices de la sombra, desde todos sus pequeños fracasos, el alma de los niños retornó. La luz, nuevamente, recorría sus cabecitas pensativas, sus corazones tímidos volvieron a encenderse otra vez, y otra vez también, el murmullo alegre de la batalla recomenzada se elevó de sus gargantas hacia el cielo. «Torito» se detuvo, las voces de sus amigos lo fijaron al asfalto con raíces de ternura. Después, felizmente, se tiró al suelo en forma sorpresiva. El policía lo cogió de los cabellos, pero el murmullo tenía, sus palabras ahora... «Tenía hambre, pues!»... «¡Tenía hambre, pues!»... Todos tenían en sus ojos el cuerpo del prisionero, cuerpo escuálido, con una enorme cabeza, donde la regla del profesor se ensañaba. El otro policía descendió del vehículo. Los gritos combativos bajaron de tono, a la expectativa. Parecieron creer por un instante que el otro agente iba a liberar a su compañero, mas, en vez de eso, lo vieron sacar el palo amenazante. Los cabellos de «Torito» se quebraban en los dedos del hombre. Los niños callaron. Su furor sagrado buscaba un arma, a tientas, en la caja mañosa de las palabras hirientes. En el instante en que «Torito» se sentía más fuerte, viose levantado en vilo, cual un fardo epiléptico.

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Llegó el grito a tal punto. Fue una voz primero, luego muchas, después todas: —¡Patrullero! ¡Pa - tru - lle - ro! ¡ P a t r u l l e r o ! La palabra en el coro tenía una extraña fuerza de insulto, de liberación, de la rabieta santa que salía disparada, poderosa. Las luces del auto se encendieron, se cerró bruscamente su puerta. Soñó el motor callado. Luego la bocina, la bocina chocando contra el gentío infantil, contra el bullicio nervioso de la ira. El automóvil pugnaba febrilmente, rodeado de los niños que gritaban. Partió atravesando el bosque de amenazas. A la carrera, los niños lo siguieron todavía, y ese grito de insultos atravesaba la sombra, rebotaba en las paredes silenciosas, salía disparado contra el cielo... ¡Patrullero, Patrullero, Patrullerooo..! Toda la noche parecía haberse colmado de los niños que aullaban. El auto se perdió en lo oscuro, devorado por su propia velocidad. «Coco», con lágrimas en los ojos, seguía gritando con los demás niños, su alma en el alma de ellos, amarrada.

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Juana la campa te vengará

Carlos Eduardo Zavaleta ( Caraz, Ancash, 1928 ) Frente a éste mi último amo, me quedo en pie para no sentir de cerca su casa bonita y llena de ventanales y libros por todas partes, pero él me dice como nunca siéntate, Juana, vamos a hablar como amigos, ya van tres años que trabajas en mi casa; pero yo digo no, muchas gracias, estoy bien así no más. Me dice que olvide a mis otros patronos por malos y perversos. Dice que por ser jóvenes nos hemos llevado bien, siempre que yo haya cumplido con mis obligaciones de cocinera y lavandera. Es la tercera o cuarta vez que me regaña por contestarle mal a su mujer, tan linda que me asusta cuando la veo. Mientras agacho la cabeza me está diciendo quién soy, cómo salí de Oxapampa hasta la cocina de mi primera ama ya muerta, cómo me sentí al dejar el monte y subir a esa casa con ruedas y ronquidos que sólo después supe llamar camión. Me cuenta hasta cómo, sin saberlo, yo estaba resentida de que mis padres me hubieran vendido por un corte de tocuyo de veinte soles. Lo dejo hablar: debe ser cierto lo que dice un maestro de colegio de Media como él. Después de todo, soy apenas una campa sin edad precisa aunque joven, sin una partida de bautismo o nacimiento, sin nadie más en el pueblo con mi forma de cabeza, cara y piernas. Dice que ha investigado bien toda mi vida antes de recibirme en su casa y enseñarme a leer y escribir tan bien como a cualquier señorita. Ahora eres otra, puedes pasar muy bien por mi sobrina —se sonríe—. Y te gusta leer revistas y periódicos más que a mi mujer. ¿Te acuerdas cómo llegaste..? Y sigue y sigue hablando como un loro: que lo haga si cree que va a cambiarme. Pagaron por ti un corte de tocuyo de veinte soles en el mercado de Oxapampa —dice—; a tu lado se vendían plátanos para hacer pan, toda clase de yuca y tapioca, piñas y paltas mejores que las que llevan a Lima y unos monos chicos para comer, son ricos ¿verdad?, especialmente la cabeza que se chupa durante horas. Tú eras otro monito gritón y miedoso, escondido en los andrajos de tu madre. Claro que ella no te ofrecía en voz alta ni decía tu precio, pero los hombres de La Merced o San Ramón ya sabían cómo comprar niñas. Ella les pidió dos cortes de tocuyo o seis tarros de anilina

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alemana, o una lampa nueva, o dos machetes filudos y de buen tamaño, así fueran usados. Pero dos de esos mercachifles, que metían desafiantes las botas en el barro, le dijeron un corte de tocuyo o nada; y empezaron a irse para que tu madre te cargara y los siguiera, rogándoles que te compraran de una vez. No te diste cuenta —sigue diciendo él—. En cosa de un rato ya estabas arriba en el camión de los mercachifles, sentada en la plataforma y mirando al cholito de diez años que se había puesto entre los chanchos y tú, para que no te comieran. Sin duda gritaste mucho viendo que tu madre te dejaba, pero eso pasaría pronto o jamás, como todo en el mundo. Con el camión en movimiento la tierra dio vueltas por primera vez para ti y el monte fue como un solo árbol, cortado en dos por la cicatriz del camino, sobre el que ya caían hojas y ramas para tratar de borrarlo. El cholito no entendió lo que pudiste hablar y tú creíste por un momento que los chanchos, nuevos para ti, conspiraban en su propio lenguaje; subiendo entre muchas vueltas, terminaste por gruñir como ellos y vomitar un embarrado de plátano y yuca que hizo fruncir la cara del chico que se alejó de ti. Cada vez que el vómito te exprimía haciendo crecer de dolor tu cabeza, el camión se paraba, uno de los hombres abría la reja de atrás y los dos con el chico bajaban a un chancho gritón y lo vendían en una puerta, no por un corte de tocuyo sino por plata o billetes. Y otra vez la marcha, el vómito, los fuertes latidos dentro o fuera de la cabeza, y de nuevo un chancho menos que gruñía y pataleaba al despedirse. Y luego te quedaste solita en la plataforma, porque hasta el chico fue vendido en otra puerta (lo creíste así aunque sólo había vuelto a su casa después de trabajar). El camión entró por un camino muy largo lleno de gente y puertas, gente y puertas. En vez de chozas había unos grandes bultos techados para la gente, y por todas partes animales con ruedas como éste, o más pequeños, moviéndose y produciéndote un dolor en los ojos y el estómago. Así conociste La Merced. En la plaza te dejaron como en una jaula para que los curiosos te miraran, una campa, oh una campa del monte, sentadita en la plataforma, envuelta en la manta rota —lo único que te dejó tu madre—, y sin poder hablar, primero porque apenas estabas aprendiendo a hacerlo cuando empezó este viaje, y luego porque la boca de los curiosos era totalmente nueva y rara. Hasta que tus dueños los apartaron, subieron adelante, se movió el gran animal con ruedas y allá seguiste bajo el sol de la tarde por tierras que al fin se veían un poco entre los árboles. Era San Ramón, donde una banda de viejos y viejas se paseaba por la plaza y te descubrió en el camión, hasta que una pareja de ellos pagó el precio y te llevó a su cocina cuadrada y pequeñita, con el suelo lleno de hormigas y cruzado por los viajes de cuyes y conejos; te sentaste quieta como una gallina enferma, mirando el fogón de donde sabías que tarde o temprano vendría la comida. Me río si cree él que sufro con su cuento; me río y me tomo feliz esa primera sopa que me dieron ahí en el suelo. Después, cuando dijeron que mataste a la vieja, los guardias te preguntaron por qué la escogiste a ella y no a tu amo, un tinterillo famoso por sus maldades. Para mí es fácil de explicar: la vieja estuvo más cerca de ti que el otro y te insultó desde el primer día, molesta porque no entendías sus órdenes ni su mímica. Cuando abrió el pesebre con pocos chanchos, sin duda para enseñarte a darles de comer el sango, te fuiste derecho a dormir a ese lado; pero ella, con dos tirones de pelos, te volvió a la cocina para que los cuyes y conejos te enredaran las piernas con sus chillidos y vocecitas. Así comenzaron la muerte de la vieja, sus gritos señalándote el nombre de las cosas mientras ella cogía

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las cosas mismas en alto, metiéndotelas por los ojos; sus empujones en una dirección para que fueras en esa dirección; sus miradas furiosas sobre las ollas para que aprendieras cómo hacía los potajes; los golpes sobre ti y hasta sobre la escoba de ramas, si barrías mal; y los extraños modos de conectar ese demonio llamado plancha, que a veces podía servir para jugar con la ropa y a veces para quemarla tan bonito, haciéndole huecos en forma de plancha, y los huecos tan profundos que podían irse hasta el suelo, a través de la ropa y la mesa. Al principio la vieja fue un solo grito que no paraba, un gusano en tus orejas. Con el tiempo su mirada no sólo fueron sus ojos huecos con otros ojos adentro, sino sus dientes medio quemados, su boca sin labios, su cuerpo deforme, barrigón y jorobado —ah, cómo te ríes ¿no?—, una maldición que te miraba de arriba abajo, día y noche. Y todo mezclado con los nombres raros que le ponía a las cosas y las órdenes absurdas de ir allá cuando te había mandado acá, de cocinar esto cuando te había dicho barre no más, o limpia, o plancha esa camisa del señor. La obedeciste, pero no como ella quería: metiste a la olla otro animal, quemaste una parte de la cocina. Su cara se encendió más que el fogón y te vino a quemar con un leño de la bicharra, y cuando caíste y te hiciste un ovillo en el suelo, el mismo bulto que formaste al llegar, una manchita miserable en la cocina... ¡Qué estará diciendo, habla muy rápido! ¿A qué hora vuelvo a mi cocina? Después dirá que soy demorona. Ella llamó al viejo de su marido y te señaló echando espuma por la boca, hasta que el viejo se animó a probarte con los pies, y como estabas dura, te metió los zapatos en la barriga y las piernas. Esa fue la primera gran paliza, allá por 1945. ¿Me equivoco o no? Si usted lo dice, así debe ser, señor. Te quedó la lección aunque ella no lo soñara ¿verdad? Aprendiste el nombre de las cosas, una gran parte de lo que no debía hacerse, las costumbres del lavado en la acequia del pesebre, de ensuciarte y hacer del cuerpo sólo junto a las matas de chincho para el ají, de comer metiendo las manos en las ollas y consumirte de sueño frente al fogón, pero de pie, y sin doblar las rodillas. Anda, sigue no más. ¿Ya te cansaste? ¿Adónde irás a parar? Crecías y abultabas más cada semana, pero sólo supiste quién eras un domingo que la vieja se tardó en la calle y creíste entrar en su dormitorio, pero te metiste un buen trecho, casi un viaje, dentro del enorme espejo de su ropero: tenías la cabeza en forma de canoa, en tu cara se veían las líneas azules del tatuaje, tus dientes enfermos estaban muy flojos, tus pelos eran una cortina estilo reina Cleopatra, sí, sí, eso me dijo una vez que su mujer me pegó, para pasarme la mano: reina bien fregada y jodida como yo, seguiste mirando tu cara larga como un cuchillo, esos brazos largos de mono, esas piernas arqueadas de enana, al fin, al fin se atreve a insultarme, y aquellos zapatones de soldado que te hacían arrastrar los pies... Entre esos dos sitios, la cocina y el espejo del dormitorio, empezaste a contar los días sin saber todavía los números, así como tampoco sabías ver el reloj, ese aparatito brujo que estando lejos de la cocina tenía que ver con las ollas y con los puños de la vieja que te entraban por las costillas. Hasta que una mañana la cocina se te escapó corriendo y ya no pudiste volverla a su sitio. Se movía y te engañaba por todas partes. Creíste haber parado la olla de agua con agua, pero estaba seca y se partió sobre la candela en momentos de entrar la vieja; después le llegó el turno a la leche, otra agua que sin duda se había metido en la olla con su

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burra o vaca entera, se hinchó hasta arrojar la tapa, chasna y chasna como la misma fiebre de la vieja que ya había empezado a pegarte. ¡Bruta, animal, idiota!, gritó al preguntar qué tenías en la tercera olla. No supiste el nombre pero la abriste: de la carne de varios días que habías guardado para mordisquear solita salieron unos gusanos lindos, blancos y gordos, incapaces de molestar a nadie y mucho más tranquilos que los cuyes de la cocina. La vieja dio un nuevo grito y te echó a la cara esos pobres gusanos cuyos gemidos de dolor creíste oír. Y la carne estaba ahora por el suelo, con lo valiosa que era siempre para ti, y entonces hubo que darle su merecido con lo primero que hallaras, el cuchillo del tamaño de tu brazo manejado sólo para seguir el movimiento de la vieja, la invitación al cuchillo ¿invitación? ¿acaso es un baile? para unir a ambos como querían, junto a la paletilla, dos veces y nada más, porque el viejo, con la misma brujería del reloj, estando lejos descubrió lo que sucedía y llegó a tiempo o destiempo, imposible decirlo. Fue la primera patrona que maté, digo por fin, empezando a sudar. No la mataste de veras, la heriste, dice él. La mató su marido por no querer curarla hasta que la vieja reventó por la hemorragia del pulmón agujereado: el hombre ni siquiera pensó en llamar a un médico. Estaba enamorado de una señorita joven y linda, digo. Sí, sí, claro, y por eso divulgó la noticia de que su mujer estaba enferma de neumonía, de costado como le llaman acá, para decir unos días después que había muerto, y todavía la veló dos noches en ese pueblo donde no se necesita un certificado de defunción para enterrar a nadie. Después de todo le hiciste un gran favor y así el viejo pudo mudarse aquí a Tarma a empezar su nueva vida con la otra mujer. Y en el velorio estaba esa señorita, le cuento yo, pero él ya lo sabía. La que fue después tu ama, dice. Tan suavecita y buena al comienzo que no soñé cómo cambiaría. Se lo juro. Tenía sus planes y por eso empezó a congraciarse contigo: te pasó la mano por los pelos y cada domingo te llevó primero a misa y luego al mercado por las calles llenas de tiendas, las tiendas llenas de telas, las telas llenas de colores, los colores llenos de ojos que te miraban, ¡sigue, sigue, y yo llena de felicidad, sin pensar en ollas ni sopas!, y tú llevando las canastas por en medio de la gente, sin poder igualar el paso tan prosista de tu ama joven. Después de pasar ella, los ojos de los hombres te envolvían mareados como si también fueras alguien digna de admiración o envidia, mientras oías frases claras y fáciles, sin comprenderlas aún. Mameta, mameta, la llamabas: ¿qui cosa is puta? ¿Alguito bueno como pan o ázucar? ¡Jajay, tarmeños, qué risa, igualito a lo que hablaba me está remedando! ¡Calla, cochina!, gritaba ella. ¿Quién te enseñó a decir eso? Esos mochachos pasando ti luan decíu, constestabas tú. ¿A mí?, se sorprendía ella al comienzo, pero después largaba a reírse: A ver, a ver ¿qué has oído que me decían esta vez?, preguntaba. Cololendo. Soltaba la risa y pedía: A ver, dilo de nuevo. Cololendo. Culo lindo, pronunciaba ella despacio, al fruncir la boca como para un beso. Culo lindo: vamos, repite.

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Cololendo. Se apretaba el estómago de la risa, así como tú ahora, ya, ya, basta Juana, cómo nos divertimos ¿no?, y bueno, así fue tomándote confianza, recortándote ella misma el pelo, haciéndote cosquillas y regalándote sus trajes usados, sus zapatos de tacón alto adonde subirse era muy difícil, o llevándote a una casa que se llamaba cine y donde había un enredo de sombras, un hombre que venía a ti con una vela encendida por un pasadizo interminable, y detrás, en puntitas de pie, lo seguía un monstruo con los colmillos afuera, babeando porque ya iba a comérselo, y a tu lado tu patrona y un hombre gritaban cogidos de la mano y todos los niños del cine movían sus sillas chillando menos que tú: al caerse la vela, el monstruo apretó las manos sobre el cuello de todos y la gritería fue tal que debiste cerrar los ojos decidida a no abrirlos más, hasta que del fondo surgió la lindura de un río con sus orillas tejidas de árboles y te quedaste fría, sintiendo que eso eras tú, que de ahí venías, pero que ya era imposible volver, y seguiste mirando con fuerza en los ojos, dispuesta a volar y meterte ahí, aunque el río se fue y te quedaste con sed, sin comprender que tu ama en la oscuridad estaba comiéndose la boca de ese hombre y que se abrazaban hasta hacer crujir las sillas. Esa casa no se llamó para ti como se llamaba la película sino nada más que El río, y varias veces volviste con tu ama y el hombre desconocido, pero jamás viste de nuevo caer la vela ni la mano apretando todos los cuellos, ni el río o sus árboles que habían muerto para siempre, dejándote sola. Se llamaba La venganza de no se quién, de un nombre raro, digo. Una noche, después de lavar las ollas y ensartar el trozo de carne en el alambre a la intemperie, tendiste en el suelo tu cama de pellejos donde no tardarías en morir hasta resucitar mañana bien temprano. Empezaste a cantar no sabías qué, una larga canción que te obligaba a repetir los sonidos y volver sobre ellos varias veces, quizá algo que duraría horas y días. De repente se abre la puerta y entra algo así como el monstruo con la vela encendida; coges el hacha de partir la carne y sin duda diste un grito. Tu viejo patrón estaba ahí con el lamparín de querosene y finalmente te arrolló y te dejó sin hacha, cogiéndote de los pelos: ¿Dónde está mi mujer? ¡Tú lo sabes! ¿Con quién va al cine? ¡Uy, señor, casi me muero!, grito yo también, y empiezo a temblar como si viera otra vez al condenado. El viejo me quería matar, sí, sí, y yo entonces... Al salir ya te había tirado al suelo con un par de puntapiés, te dejó ardiendo y latiendo el cuerpo con tanta fuerza que se te fue el sueño hasta la medianoche, cuando oíste gritar a la señora y nacieron otros ruidos salvajes allá en el dormitorio. Sonriendo, casi feliz de que a ella también la golpeara, te pusiste a dormir. Ya quisiera, don. ¡Cómo se sabe que usted no estuvo ahí! Bueno, como sea, a la mañana siguiente le tocó a la señora entrar en la cocina, transformada su cara preciosa por la tunda del viejo, ¡Tú se lo contaste! ¡Fuiste tú, campa del demonio!, chillaba, y se te fue encima. Por un rato pensaste en recoger el hacha, pero por la poca fuerza de sus manos cerraste la puerta para castigarla de arriba abajo, de atrás adelante, en medio de tantos pelos y ropas, tumbándola sobre tu cama de pellejos mientras lloraba como una criatura. Sabías que el viejo había salido y así nadie podía robarte esa felicidad. Te olvidaste, claro está, de los vecinos que oímos sus gritos de auxilio y rebuscamos por toda la casa para dar con la pobre, que más lloraba

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de susto que de dolor. Así, por fin, te conocí de cerca. Te había visto desde el día que llegaste ahí al lado y siempre te miré con curiosidad, no lo niego. ¿Por mi cabeza fea como un mate, por mis rayas pintadas en la cara, por mis piernas torcidas..? No lo niego, porque eres campa y nada más, sin pensar en hacerte daño. Te veía comprar el pan, recibir la leche en tu olla o acompañar a tu ama a misa o al mercado. Esa vez te di de tomar un calmante y me quedé en la cocina a conversar contigo. ¿Te acuerdas? Los demás vecinos se fueron con el cuento de que eras una salvaje y que, si estuviste casi por matar a tu segunda ama, con toda seguridad que mataste a la primera. Me acuerdo, pero usted me preguntaba tanto y yo tenía que cocinar. Te vi hacer tan bien el locro de zapallo, hervir en su punto las ocas, resbalar tan bien con ceniza el mote de trigo o maíz, salar los jamones, lo más difícil para una cocinera, además de barrer la casa de arriba abajo, que desde ahí me dio la idea de traerte a mi casa. Gracias por defenderme de los guardias, señor, pero usted sabe que tarde o temprano me iré. También he pensado en eso. Quizá te vayas a Lima donde a lo mejor estudias para secretaria o te pones a trabajar en una tienda. No se burle, don, no me engañe. Y tú no me hagas pensar que eres tonta. ¿Por qué no te escapaste luego de la pelea con tu patrona? Otra empleada hubiera pensado que el viejo te mandaría en el acto a la cárcel, cosa que todos los vecinos dábamos por seguro. Habría sido algo normal, ¿no? ¿Por qué volviste? Medio que me río cerrada la boca y mirando a otro lado. ¿Quién se burla de quién? Te diré yo por qué: el viejo no te denunció, aunque los guardias se lo pidieron, por miedo a que contaras cómo murió su primera mujer; y además, iba a premiarte por haberle dado una paliza a esta su segunda mujer que lo engañaba con el hombre del cine. Así, no te pasó nada, y desde entonces (yo te miraba por la ventana de mi casa) te lucías oronda por el patio, pasando el tiempo en peinarte y sacarte las liendres y en hacer primero tus cosas. El viejo debió tomar otra muchacha para la cocina y tú solamente lavarías la ropa, cantando en la acequia junto al pesebre. Fue ahí donde asustaste a una señora Bolaños ¿no? Hoy sí me río de golpe, sin tiempo de taparme los poquitos dientes que me quedan. No vi la escena pero la imagino, dice él. Tú y tu amiga la sirvienta de la señora Bolaños cantaban felices y lavaban la ropa de sus patronas, cuando la vieja Bolaños, esa flaca, ese hueso para perros, llega a la acequia y empieza a regañar a tu amiga porque se demora mucho, porque dejó cortarse la leche del día anterior, porque se agarró dos panes en vez de uno... Entonces le da un segundo para responder, pero, con el susto, a la india se le traba la lengua y sólo se cubre la cara con los brazos, esperando los golpes. Tienes la conciencia sucia y por eso tiemblas, dice ella. ¡Contéstame!, si bien la otra ya olvidó con los nervios de qué se trataba y vuelve a taparse la cara. Te frunces así para que digan que te pego ¿no?, grita después y le va a tirar de las trenzas cuando tú le das un empujón. Si le toca un pelo a mi amiga yo la mato, le dices tranquilamente. O sea que mejor váyase volando. Y te vuelves a la india para calmarla: No te asustes, Juana la Campa te vengará si algo te hacen. Con los ojos que se le salen la señora Bolaños retrocede y grita: ¿Y quién eres tú para defenderla?

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¡Campa salvaje! ¡Con razón matas a tus patronas! ¡Campa salvaje!, pero ya lo dice saltando la pirca del pesebre y corriendo por la calle principal, perseguida por ti. Se me fue la risa: con los puñetes bien cerrados me veo persiguiendo a esa vieja, pero también escapo de los guardias y de este mi nuevo amo que corre detrás: lo estoy oyendo. Menos mal que ese día corrimos y eso fue todo ¿verdad, Juana? Te juro que para mí lo peor fue por la noche, cuando ya había creído que todos en el barrio dormiríamos en paz. Oí unos golpes raros en el suelo de tu casa (todo se oye de una pared a otra en las casas de Tarma) y después no solamente unos gritos de tu ama, sino gritos tuyos, cosa muy extraña, pues siempre he pensado que tú eres más valiente y aguantas más el dolor que cualquier hombre. Me vestí y corrí como un loco. Sin tocar el portón subí a oscuras por el lado del pesebre y entré igualito que un ladrón; en la cocina no estabas ni tampoco en la sala. Me metí corriendo en el dormitorio, como si hubiera mucho sitio para correr, y te hallé, ¿recuerdas? con las manos cubriendo tus ojos, espantada de los hachazos que tu ama joven y bonita, pero convertida en un monstruo, le daba al viejo en la cama, al viejo que ya estaba muerto y que ella seguía despedazando entre manchas de sangre, una lluvia increíble que también me hizo gritar. Y luego te entregó el hacha y te pidió a voces: ¡Dale tú también! ¡Te pagaré, Juana! ¡Dale tú también! ¡Mátalo, por favor! Suerte que usted vio la verdad, digo, temblando y sudando otra vez; el pueblo entero iba a lincharme cuando ella dijo que yo lo había matado. Ya era una costumbre decir que todo lo malo lo hacía yo, Juana la Campa. Parece mentira que hayan pasado varios años de eso, que tú tengas más de veinte y que yo siga enseñando en el mismo colegio, casado y con un hijo. Estamos viejos ¿no, Juana? Yo sí y hasta sin dientes, pero usted nunca, señor, digo. Por usted no pasan los años; se le ve menor que yo. Ya te haré componer esas muelas podridas desde tu niñez, si tú me haces un gran servicio, dice él. Mira que te he defendido de los guardias y te he enseñado a hablar, leer y escribir como a una señorita. ¿Cuál servicio, don? Sé que hace tiempo quieres irte de mi casa aunque no lo digas. Quizá sólo esperes que arregle tus papeles, tu partida de bautismo y lo demás, para luego escaparte a Lima el rato menos pensado. Agacho los ojos pasando la lengua por mis encías duras como callos. No te reprocho nada, pero debo viajar urgente a Lima para asuntos de mi trabajo y no voy a dejar solos a mi mujer y mi hijo, sin nadie que les cocine, lave y planche. Solamente dos meses, Juana; después vuelvo, arreglo tus papeles y te vas adonde te dé la gana. ¿Qué dices? Mejor no se vaya, don. Es que debo ir de todos modos. Pero mejor sería... Tengo que hacerlo. Si es así está bien, señor.

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Se queda asustado del poco rato que le costó convencerme y me mira dos y tres veces, pero al fin me da la mano diciendo que hemos sellado un compromiso y me deja ir después de tenerme una hora parada en su escritorio lleno de ventanales y libros. Estoy cansada al volver a la cocina, pero todavía hay que lavar las ollas, secar los platos y cubiertos uno por uno, quitar la ropa de los cordeles del patio, echarle harta agua al filtro de piedra. Casi me muevo dormida poniendo la mesa con las tazas del desayuno de mañana. Eso sí, trato de abrir bien los ojos al devolver a su sitio los biberones del chiquito, que ya he roto muchos y no quiero más líos con su madre. Por poco llego gateando a mi cama en el suelo: tengo más de veinte años como él dice, y hablo y escribo como una señorita, pero mi cama sigue siendo de inmundos pellejos llenos de pulgas, hormigas y arañas. Me quito el traje regalado por ella y en vano pretendo dormir con el discurso del señor en mis oídos, con el servicio que debo hacerle. Dos meses sin él, y yo sola frente a su mujer bonita y limpia, blanca igual que una sábana, sus pelos negros como la noche, su boca tan feliz cuando lo mira y sus dientes tan bestias cuando me apuntan y odian, mientras sus ojos se queman de veras en la luz. Y a cada rato empu-jándome con sus uñas que rasgan. ¡Cuántas veces no le habré oído reírse de mi cabeza larga como un chiclayo, de mis colmillos de Drácula (así los llama), de mi tatuaje de chuncha! La soporto porque mi marido la está estudiando, les dice ella a sus amigas; sólo por eso. La estudia para escribir una tesis sobre la conducta de los campas. Por mí la botaría mañana mismo y me buscaría una menos salvaje y más limpia. Y sus amigas se ríen sin preguntar, eso no, si alguna vez me han pagado un sueldo que no sea un traje viejo o una propina que me da justo para la cazuela del cine, ahí donde sólo suben los hombres. Quiero dormir, pero también hay que levantarse y resolver esto cuanto antes. No hay tiempo para caerse de sueño. Me visto de nuevo y muy calladita porque mi patrón sabe todo lo que sucede en la casa, día y noche. A él nadie lo engaña. Vestirme en silencio, recoger mi atadito de ropa que por años me ha esperado ahí, bajo el fogón, y escaparme con los zapatos viejos (también regalados por ella) en la mano para no quedarme a solas con su mujer. Me falta muy poco: apenas cruzar medio patio, quitar el pestillo, abrir y juntar el portón y echarme a correr hasta el mercado donde siempre hay camiones para Lima. Pero, ¿no ve?, ya él se dio cuenta. Ha prendido su luz y grita: ¿Eres tú, Juana? Sigo mi camino rogando que todavía tarde en vestirse, pero justo he llegado al Club Social Tarma cuando lo veo corriendo con zapatillas y bata. Me da pena porque va a resfriarse con lo delicadito que es. Corro lo más que puedo, segura de ganar, fuerte como soy, pero él es tan decidido que hace un gran esfuerzo y ya me pisa los talones. Un trecho más arriba está la plaza de armas llena de gente paseando como en las retretas de los domingos. Hasta la medianoche se divierten aquellos ociosos. Es ahí donde mi patrón llama a sus amigos, hombres y mujeres, para formarme un cerco, me da el primer manotón y grita: ¡Atájenla! ¡Qué no se vaya! ¡Yo la he comprado y no puede irse sin mi autorización! Entonces lo miro fijamente, sintiendo que las palabras están de su lado y no me defenderán, y sé que los dos vemos a su mujer muerta en mi cocina y que esta vez no habrá salvación. Por favor, déjeme ir, le pido. ¡De ninguna manera!, dice él.

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Se lo ruego, señor... ¡Nada, nada! Y otra vez sé que él y yo vemos a su mujer muerta a mis pies en la cocina, sin que él me defienda ante los guardias. ¿Por qué no la mata usted solo y me deja en paz?, digo en voz baja. No sé de qué hablas, mujer. Entonces grito: ¿Por qué no la mata usted solo y me deja en paz? ¡Calla, animal!, grita a su vez, más fuerte que yo, para después llamar de nuevo a sus amigos: ¡Vamos, agárrenla entre todos! ¡Cuidado que me muerdas, campa!, dice el primero de ellos, y viene contra mí, cerrando el cerco.

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El animal está en casa Antonio Gálvez Ronceros ( Chincha, 1932 ) El día de la muerte del hacendado Ricardón, ocasionada por la mordedura de un can rabioso, se produjeron hechos muy extraños. Todo empezó por la mañana cuando él dijo: —Yo soy hijo de la perra Manuela. Salí a la vida una tarde en que no había dónde, sobre unos despreciables costales, en un rincón del corral de la casa. Los peones, que bajo la enramada de la casa lo asistían en su lecho de enfermo, creyeron que bromeaba. Pero dudaron cuando el paciente, con voz dramática, prosiguió: —Conmigo, fuimos cinco. Y mi madre empezó a amaman-tarnos con dos hileras de tetas colgantes de su vientre. Las tetas nos sobrepasaban en número; pero, debido a la flacura de algunas, nos vimos en la desagradable necesidad de pelearnos por poseer las más llenitas... “A la semana de nacidos abrimos los ojos. Entonces conocí a mi madre. La pobre era tan flaca, que sentíamos la dureza de sus costillas en la punta de las narices. Al mediodía ella acostumbraba ir al otro lado de la casa y regresaba llenos los ojos con un brillo de amargura. Se detenía frente a nosotros y nos contemplaba lánguidamente, mientras a gritos le reclamábamos las tetas. Terminaba por tirarse de largo sobre los costales a ofrecernos sus pezones cada vez más secos. “Muchas veces la vi roer huesos hormigueantes y triturar con sus dientes flojos pequeños roedores cogidos después de un acecho inagotable en los umbrales de sus escondrijos; y otras, correr por los campos de labranza en busca de lombrices que el arado dejaba entre los terrones. Todo esto me dio la sospecha de que en casa no había comida para mi madre.” Los peones se miraron a la cara: aquello les era tan raro que no lo entendían. Sin embargo, un pequeño pero significativo incidente vino a iluminarlos, aunque con débil resplandor. Cerca del mediodía, mientras Ricardón seguía reposando bajo la enramada de la casa, un gallinazo apareció en lo alto. Dio vueltas alrededor y bajó. Distante, estuvo largo tiempo observando hasta que decidió acercarse. Saltando, saltando, llegó a la

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enramada y se detuvo. Nadie había reparado en él. Y de pronto, como si hubiera pisado un resorte de extremada sensibilidad, dio un gigantesco salto por encima de los peones y cayó sobre Ricardón. En el acto, con un descontrolado movimiento de cuello, le descargó una retahíla de picotazos. Gritó Ricardón y se asustaron los peones. El animal, espantado, se alejó volando con rapidez. Una inconsciente certidumbre llevó a los peones a relacionar los hechos con la mordedura de que había sido víctima Ricardón. Él mismo había contado: “... Como estaba cerca de la casa, me bajé del caballo y me vine despacio jalándolo de su rienda. Y quién iba a pensar que el animal ése me estaba esperando en el desvío del camino, todo escondidito en los matojos del borde. ¡Como si el diablo lo hubiera dispuesto así! No bien doblé, cuando vi salir un bulto de detrás de unas plantas y volar como pájaro con dirección a mi cara. Mi caballo, al ver cosa tan rara, se espantó, salió corriendo de ahí y me dejó solito. Al principio creí que el tal bulto era la carcancha que, dicen, asusta a la gente para matarla de miedo y poder llevarse su alma al Enemigo. Pero luego me di cuenta de que el tal bulto ladraba como perro y sólo quería morder. ¡Ni más ni menos que un perro loco! Entonces me descontrolé. Me iba para un lado, me iba para otro lado, y el animal siempre prendido de mí, muerde que muerde. Me subí a una pared, y el perro se subió; me colgué de la rama de un árbol, y el perro también se colgó. Sólo cuando ya no quedó sitio donde morderme, se le ocurrió hacer polvo sus patas: se perdió en la noche y yo quedé todo despellejado”. Efectivamente, cuando aquella noche Ricardón apareció de improviso en la fiesta de Burrogrande, estaba irreconocible. Al verlo, alguien había gritado: “¡Miren ahí!”. Los peones muy bien lo recordaban: “Tambaleándose como si estuviera borracha, una sombra venía hacia nosotros. No se sabía quién era y sólo cuando estuvo cerca lo pudimos reconocer: era don Ricardón. Salimos a su encuentro y lo rodeamos. Como si se lo hubieran traído pateando todo el largo del camino, estaba revolcado; la ropa le colgaba en hilachitas; y la acostumbrada cara reseca que tenía se le había abierto en surcos, por donde rapidito le corría la sangre como cuando se riega con el agua nueva”. —¿Qué le ha pasado? —le preguntamos. —¡Un perro loco me ha mordido! —respondió colérico. “Dentro de la casa se calmó y pudo contarnos cómo había sido eso”. El incidente del gallinazo avivó el interés por la conducta de Ricardón. Una celosa curiosidad, oculta inútilmente tras un convenio tácito, hizo que nadie abandonase al enfermo, llegado el mediodía. Por su parte, Ricardón siguió con su relato: —Una tarde vino hasta nosotros un hombre; era el dueño de la casa. Cogió a dos de mis hermanitos y los arrojó a las aguas traicioneras de una acequia. ¡Ah, cómo aborrezco a ese hombre! “Mi madre, cada vez más consumida, ya no tenía con qué amamantarnos. A pesar de ello, inocentemente seguíamos succionándole la vida a través de los huequitos de sus pezones. Un día vino despacio, muy despacio, se dejó caer junto a nosotros y no se levantó más. Había muerto. Cuando crecí, supe ya con certeza por qué había sido: murió de hambre. En casa no se comía”. La velada sospecha de los peones iba adquiriendo cierta claridad. Recordaban que la madre de Ricardón había muerto precisamente por todo lo contrario de lo que ahora él afirmaba: en medio de una noche intolerable, un cólico perverso había logrado voltearle

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definitivamente las vísceras, después de asiduos intentos. Esa tarde se había dado un atracón de carne de cerdo y guayabas verdes. Y aquello de que un hijo rebajara de tal modo la muerte de su madre, les pareció abominable. Sintieron profunda lástima por el patrón, y casi poseídos del origen de su comportamiento, se dijeron: “Menos mal que esa noche estuvimos en la fiesta del Burrogrande, si no a estas horas hablaríamos como este desdichado”. Ellos le habían preguntado: “Patrón, ¿usted no va a la fiesta?”. Y él había dicho: “Vayan nomás ustedes. Este domingo tengo que hacer un asunto por arriba”. Y en la fiesta, alguien los previno del perro loco. Alguien que pasó corriendo por el camino. “¡Mucho cuidado que anda suelto un perro loco!”, había gritado. Se acordaban: “Hasta nosotros llegaron sus palabras preñadas de miedo. No se le podía ver porque, desde abajo, hacía rato la nochecita seguía subiendo, sin apurarse, como segura que de todas maneras tenía que subir. El pretexto de la reunión (panzada de frijoles con oreja de cerdo) ya había dado sus frutos: bajo la ramada de la casa algunos dormían tumbados por el vino. Salvo unos cuantos que discutíamos tonta y enredadamente, en la casa del Burrogrande el asunto terminaba. Desde el camino, las palabras de quien las dijo nos parieron todo su miedo. Callamos los habladores y saltaron los más borrachos. —¿Eh? ¿Qué dice? ¿Perro loco? —nos preguntaron. Y había razón para temerle. Un recuerdo lamentable vivía escondidito en nuestros corazones: las correrías del último perro loco habían dejado mucha gente boqueando en los caminos”. Con la fuerza de un rebuzno, Burrogrande preguntó al desconocido: —¿Perro loco dice? —El otro se detuvo. —Sí —contestó—. Se ha loqueado hace como dos horas. —¿Y dónde está? —No se sabe. La última vez lo vieron rastreando el camino de Lomo Largo. —¿Y de quién es? —De don Ricardón. Pero él no sabe nada porque dicen que salió temprano a ver el agua en la Toma del Carrizo y no ha vuelto todavía. —¿Y por qué corres? —Yo tengo que avisar en todos los sitios para que la gente esté alerta. No vaya a ser que alguien resulte mordido. Así que rápido me voy. Tengan cuidado... La noticia había acabado con la fiesta. Sin embargo, nadie había querido marcharse. Aquello de no saber por dónde andaba el animal era peligroso. “De repente en un recodo del camino podíamos darnos de boca con el cuadrúpedo. Más valía entonces esperar hasta que se supiera su paradero”. Cada quien había aguardado con su propio palo, por si asomara el perro por allí. Pero no asomó. “El único que asomó fue don Ricardón, hecho un espantajo. El animal lo había mordido hasta por puro gusto”. —Que en la casa se sufría de hambre —continuó Ricardón—, perfectamente lo entendieron mis hermanos. La abandonaron una noche y se radicaron en la ciudad. Les fue peor. A uno lo atropelló un automóvil y al otro lo envenenaron en el mercado de abasto un fatal domingo por la mañana... Y todo por culpa de ese hombre canalla. ¡Ah, cómo lo odio!

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Sus palabras estaban cargadas ya de rencor y los peones tuvieron que serenarlo. Emplearon en ello riguroso tacto, pues conocían las iras del patrón: con laboriosa ferocidad acostumbraba buscar al causante de ellas para matarlo. Recordaron precisamente que en casa de Burrogrande, luego de detallar la forma como el can rabioso le mordió, había dicho: “... Pero el asunto no se queda de este tamaño. Alguien me las va a pagar. El animal no tiene la culpa, porque si se ha vuelto loco será por algo que le han hecho. Tal vez muchos días amarrado a un horcón, sin comer ni tomar agua. Tal vez. Sea como sea, el único culpable es su dueño y es él quien me las va a pagar...” Y con las venas del cuello faltándoles poquito para reventar, nos preguntó a gritos: —¡Dígame quién es el dueño para agarrarlo a machetazos! —Usted mismo, pues, don Ricardón. El perro es suyo —le dijimos. —¿Mío? —indagó descontrolado. —Sí, suyo. “Hizo una mueca ridícula y se dobló hacia atrás”. Durante el tiempo en que Ricardón había estado hablando, el cielo de ese lado se había ido poblando de gallinazos. De distintas direcciones habían acudido veloces, como a una cita a punto de perderse. Ahora, arremolinándose en un cielo puro de azul, esperaban impacientes. Con los gallinazos arriba, la curiosidad de los peones vino a tornarse medrosa. No dejaron entonces de vigilar a los animales ni de escuchar al patrón. Éste prosiguió con sus cuitas: —Yo mismo cuánto sufrí por su culpa. Toda mi vida le cuidé fielmente la casa y a cambio recibí hambres y puntapiés. Cansado, abrumado, abrigué la esperanza de huir, pero parece que el malvado lo adivinó: fui amarrado a un horcón y abandonado allí sin alimentos ni agua. Con torturante lentitud vinieron días atroces. Una sequedad polvorienta me quemaba las entrañas; mi vientre, hundiéndose más y más, estaba a punto de chocar con el espinazo: y la pelambre, cayéndoseme de raíz, dejaba al descubierto vivos trozos de mi pellejo. Mi cuerpo cobró tan horrible aspecto, que si la Virgen hubiese venido a socorrerme habría tenido que salir espantada de mi presencia. Parecía ya un esqueleto maltrecho. Pero un día amanecí con formidable energía y me lancé por los caminos a querer destrozar a la gente. Malévola energía: había enfermado. Y ahora estoy así. Me he convencido de que jamás volveré a ser el de antes... Y todo por culpa de ese miserable. Cómo quisiera tenerlo en mis manos para hacerle pagar toda mala vida que nos dio a mí y a mi familia —calló por un momento, la barbilla recogida sobre el pecho, la mirada sombría proyectada desde abajo—. De pronto, de un salto se puso de pie en el lecho y gritó: —¡Sé que ese hombre se llama Ricardón! Los peones, alarmados, comprendieron en definitiva la de-gradante metamorfosis operada en la mente del patrón, y sin-tiéronse inundados por oleadas de escalofríos. Por su parte, los gallinazos, seguros de lo que hacían, hallábanse en las ramas de los árboles, de donde acechaban alargando y recogiendo sus cuellos. Ricardón infundía ya terror: como a punto de desprenderse del cuello, trastabillábale la cabeza, empapada; un jadeo irrefrenable poníale en los labios densos espumarajos, y sus ojos escudriñaban con inusitada crueldad. Volvió a gritar: —¡He olvidado la cara de ese Ricardón, pero estoy seguro de que entre ustedes está! ¡Díganme quién es para agarrarlo a dentelladas! —y se arrojó sobre los peones.

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Éstos, aterrados, echaron a correr. Pero Ricardón, como obedeciendo a un extraño impulso, tomó otro rumbo, perdió el equilibrio y, al punto que se hundía en un pozo de agua, lanzó un espantoso alarido. Emergió, íntegro, con violencia: se hundió luego hasta el pecho y comenzó a mover los brazos, en procura del borde. Ganó la orilla y se arrastró hasta quedar tendido bajo la enramada, boca arriba, resoplando. Sorpresivamente, su cuerpo fue atacado por un temblor vertiginoso, que acabó dejándolo quieto y rígido. Había muerto. En el acto los gallinazos enfilaron hacia Ricardón. Pero se estrellaron con los puntapiés de los peones. Sin embargo, tercos, volvieron a la carga. Se entabló entonces una batalla. Desde el suelo, Ricardón miraba impasible la escena con unos ojitos chamuscados. Algunos gallinazos lograban escabullirse por entre las piernas y llegaban a posarse sobre Ricardón; pero rápidamente la fuerza de un pie o una mano los levantaba por los aires. No obstante, la situación era angustiosa para los peones, que sentían perder terreno ante el ardor del enemigo. No se supo de quién vino la idea. El hecho fue que, mientras unos se entendieron con los gallinazos, otros cogieron picos y lampas y con extraordinaria rapidez pusiéronse a cavar un hoyo. Cuando estuvo terminado, metieron dentro a Ricardón, vaciaron la tierra y encima colocaron enormes piedras. De inmediato fugaron despavoridos por entre los matorrales. Evidentemente chasqueados, los gallinazos quedaron mirando, ceñudos, de soslayo, el lado por donde los peones habían desaparecido.

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Lático Tulio Carrasco ( Huancavelica, 1933 ) El patrón está en la capilla... ¿A estas horas?.. Está con su látigo largo y ensebado, envuelto en su poncho de alpaca. Está con sus polainas y su gran sombrero de paja... En la capilla se ve por los rincones a varios operarios de la hacienda, trémulos, silenciosos, serios, quizá porque les está doliendo el cuerpo. Y el patrón ordena en quechua: —¡Traigan a ese sinvergüenza! El caporal y el mayordomo arrastran de los brazos al Raymundo. Y el patrón sigue gritando: —¡Amárrenlo de las dos manos y cuélguenlo del tirante más alto! —Taita, perdóname. No he visto nada... —Indio desgraciado, ¡calla la boca!.. y ustedes ¡rápido!, jalen pronto, sin mirarme. Así, aprieten, ¡ajusten más!.. —Taita, yo no he sido. Taita, ¡taitito, papacito! —A ver, caporal, cuenta veinte latigazos... —¡Güeno, patrón!.. El chicote corta el aire y la carne del Raymundo que cuelga de la viga más alta del oratorio. Los primeros golpes son fuertes, secos, precisos. El castigado los recibe sereno. Aumenta la intensidad de la zurra, y es cuando le arrancan poco a poco fuertes quejidos de dolor y sufrimiento. Luego... —Dime Raymundo, ¿quiénes te ayudaron? —pregunta el amo. —Yo no sé, taita. —Fue la noche del sábado ¿no? —Yo no sé, taita. —Tres fueron los que sacaron, ¿no? —Yo no sé nada, taita. —... Mayordomo, diez chicotazos más!

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El indio en péndulo, colgado de los brazos atados a las espaldas, dibuja dolor en la comisura de sus labios y en sus ojos apretados. Un sudor abundante resume su gran sosa tez, como si por los poros le filtrara la angustia y el castigo. —Mira Raymundo, ustedes encontraron el día de luna llena. —No taita, yo no sé. —¡Más látigo a este indio bruto! —No taita, yo no he sido. —¿Fueron, cinco mil..? —No taita, menos... —¡Mentira!, fue mucho más. —¡Cierto, taita! —Como... ¿ tres mil..? —No sé, taita, yo no he visto. —¿Quién ha visto entonces? —A lo mejor el Mauricha Q’hampillanka. —Traigan al Mauricio, y suelten a este animal. El patrón está furioso y respira fuerte como toro bravo. El pobre Mauricha se aplasta contra la pared, encogiéndose. Lo tiran del poncho hacia los pies del patrón y el patrón lo levanta y le pone un brazo sobre el hombro. —Dime. Mauricha, tú fuiste con Raymundo y otro más. —Yo no he sido taita, no estuve aquel día. —Mientes. Trabajaste para la hacienda, yo mismo te di tu ración de coca. —Yo no vine, taita, estuve lejos. —Te vieron por la noche. —¿Quién, taita? ¡Que me lo diga de frente! —¡Mayordomooo, cuélgalo y dale duro! El mayordomo exuda y el eco de veinte rebencazos restallan en el retablo del altar mayor. Danzan las bujías de las velas como aplaudiendo la escena. —Así, denle fuerte, a este pobre que no estuvo esa noche. —A lo mejor estuve, no recuerdo, taita. —¿Y quiénes te ayudaron a cargar?.. Pesaba mucho ¿no? —Yo no sé taita, no puedo recordar. —¿Estaba en un cajón o una petaca? —Yo no sé, taita, estaba podrido. —¡Tú fuiste! ¡Acabas de confesarlo! —Yo no fui, taita. —Y ¿dónde lo llevaron? —Esa noche no estuve. Me fui al «huaylas». —Cada uno se llevó su parte, ¿no? —Yo no sé, taita, me fui con Palmicha Kurunña. —¡ Ah!.. ¡ con Palmiro! —¡Mayordomo, dónde esta el Palmiro Kurunña? Al Palmicha lo jalan de un rincón. Está verdinegro, hasta plomizo de terror y le tiemblan los labios como a llama enferma. Y la noche, tramando algo, pasta sus incontables sombras; y la noche quiere llorar sin rayos ni truenos. Será lluvia fuerte. El patrón iracundo resopla como el viento que

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acaba de llegar con aguacero bravo. Dicen que la lluvia son lágrimas de ánimas del purgatorio. —¡Amárrenlo, ajusten la soga hasta que se ponga morado! —Dime Palmiro, antes de que se te castigue, fuiste con Raymundo y Mauricio y sacaron el cajón... ¿no es cierto? —No, taita, no los vi. —¿No los viste? —No, taita, no los vi. —¡Látigo con este animal! El tronador ensebado rasga la carne como si fuera tormenta. En el campo y sobre los sembríos llueve, y el agua rueda por todas partes. Los gallos no han saludado la mañana, porque cuando cae lluvia parece que sintieran frío. Amanece sin la estrella grande que se fue oculta por la neblina. El patrón colérico y somnoliento castiga indoblegable. Ahora lo hace él mismo. —Te voy a pegar veinte latigazos más. —No taita, yo no sé. —Quítenle las ropas. —Que no me desnuden, no taita, desnudo ¡no!, confesaré, que no me quiten las ropas. —Di. —Era una petaca con monedas de oro y plata. Raymundo y Mauricha me ayudaron a escarbar. —¿Por qué no confesaron antes? —Digo no más, porque no fuimos nosotros. —»Digo no más»... ¡indios mentirosos y ladrones! ¿Dónde lo han guardado? —No sabemos, taita. —¡Mayordomo, látigo, y calatos! —No taitito, que no nos desnuden aquí en la iglesia y ante tanta gente. Confesaremos patroncito. —¡Por último! ¿Dónde está? Los peones se miran como preguntándose si deben decir la verdad. En lo más recóndito de su secreto saben que ellos son los dueños legítimos y no avisarán de su hallazgo. Pero hay que declarar lo cierto, porque el amo los seguirá flagelando y torturando. Tras larga meditación, responden en coro: —Junto al corral del Palmicha, bajo el quingual, allá en la quebrada de Wiñas. —¡Vamos todos: —ordena con una sonrisa de triunfo el amo. —Vamos, pues... El patrón monta su alazán de paso y los indios en larga comitiva lo siguen callados. Llovizna. El aguacero amengua. Toda la noche rugió el agua y el gran río ha crecido considerablemente. Al fondo se ve que el huayco se ha llevado la huerta y el pomar. Suben a la cumbre junto con el sol. Al otro lado está la quebrada del Wiñas. Y arriba la sorpresa en los ojos de todos. —¡Gran huayco se había levantado por acá! —exclama el guía. —La familia del Palmicha se ha escapado de milagro. —¡Felizmente!, yo no viviría en esa quebrada —parlan los indios.

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—No se ve el quingual, patrón, el barro lo ha tapado hasta la copa, también los corrales. La casa, todito, caray. —Bajemos —ordena el hacendado. —Imposible, taita, podríamos hundirnos, es peligroso. Hay que esperar hasta que se oree. La ciénaga puede tragarse tres caballos uno sobre otro. Hondo está, da miedo. —¿Sí? —contesta el latifundista frotándose la barba crecida por la mala noche— a mí no me engañan, asquerosos, y ¿aquello que brilla junto al corral? —No patrón, no hay nada, cuidado que se puede hundir. Hinca las espuelas en los ijares del bruto que se niega a cruzar el lodazal. Herido, salta largo. Los indios gritan desde la ribera. Jinete y caballo, pese a sus esfuerzos, se enfangan poco a poco en las entrañas de la ciénaga. El animal asfixiado se hunde lentamente y el hombre al verse perdido se para sobre la montura, implorando: —Tírenme algo, una soga. ¡Por Dios, ayúdenme! Sólo está el látigo, húmedo de sangre viscosa, largo... —A ver si alcanza, patrón —aconseja el mayordomo, inclinándose hasta donde le es posible. Le arroja el tronador. Angustiado, el gamonal se coge de la punta con desesperación. Pero debido al esfuerzo, al barro y el sebo se le escurre paulatinamente cayendo de espaldas sobre el cieno, y como si expiara una terrible condena, entre gritos, maldiciones y atoros, desaparece tragado por el fango implacable. Los indios no ríen, ni lloran. Sus caras de tierra estéril tampoco expresan ningún sentimiento. Sólo se miran como preguntándose: ¿será bueno el otro patrón que vendrá? A éste se lo ha llevado, clarito, el diablo. ¡Ni su látigo lo ha podido salvar!

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Ángel de Ocangate

Edgardo Rivera Martínez ( Jauja, 1935 ) Quién soy sino apagada sombra en el atrio de una capilla en ruinas, en medio de una puna inmensa. Por instantes silba el viento, pero después regresa todo a su quietud. Hora incierta, gris, al pie de ese agrietado imafronte. En ella es más ansioso y febril mi soliloquio. Y cuán extraña mi figura —ave, ave negra, que inmóvil reflexiona—. Esclavina de paño y seda sobre los hombros, tan gastada, y, sin embargo, espléndida. Sombrero de abolido plumaje, y jubón camisa de lienzo y blondas. Exornado tahalí. Todo en harapos y tan absurdo. ¿Cómo no habían de asombrarse los que por primera vez me vieron? ¿Cómo no iban a pensar en un danzante que andaba extraviado por la meseta? Decían, en la lengua de sus ayllus: “¿Quién será? ¿De qué baile será el ropaje? ¿Dónde habrá danzado?” Y los que se topaban conmigo me preguntaban: “¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu pueblo?” Y como yo callaba y advertían el raro fulgor de mis pupilas, y mi abstraimiento, mi melancolía, acabaron por considerar que había perdido el juicio y la memoria, quizás por el frenesí de la danza misma en que había participado. Y comentaban: “No recuerda ya ni a su padre ni a su madre, ni la tierra donde vino al mundo. Y nadie tal vez lo busca...” Se santiguaban las ancianas al verme, y las muchachas se lamentaban: “Joven y hermoso es, y tan triste...” Y así, por obra de esa supuesta insania, y de mi gravedad, de mi apariencia, se acrecentó la sensación de extrañeza que mi presencia provocaba. Una sensación tan acusada que por fuerza excluyó toda posibilidad de burla. Hubo incluso pastores que, movidos por un temor mágico, ponían a mi alcance bolsitas de coca, en calidad de ofrenda. Y como nadie me oyó hablar nunca ni articular siquiera un monosílabo, se concluyó que había perdido también el uso de la palabra. Era comprensible tal pensamiento pues sólo a mí mismo me dirijo, en una fluencia razonada que no se traduce ni en el más leve movimiento de mis labios. Sólo a mí, en una continuidad silenciosa ya que una tenaz resistencia interna me impide toda forma de comunicación y todo intento de diálogo. Y así es mejor, sin duda. Sea como fuere esa imagen de forastero enajenado y mudo, que se difundió con gran rapidez, redundó en beneficio de mi libertad, porque no ha habido gobernadores ni varayocs que me detuvieran por deambular como lo hago. Compartían más bien esa

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mezcla de sorpresa, temor y compasión que experimentaban frente a mí sus paisanos. Sobre unos y otros pesaban, además, creencias ancestrales, por cuya virtud mi “locura” adquiría una dignidad casi sobrenatural. ¡Mi demencia! No me ha incomodado, en ningún momento, el rumor que al respecto se expandió, pero de cuando en cuando me asediaba la duda. ¿Y si a pesar de todo era verdad aquello? ¿Si realmente fui danzante y lo olvidé todo? ¿Si alguna vez tuve un nombre, una casa, una familia? Inquieto, me acercaba a los manantiales y me observaba. Tan cetrino mi rostro, y velado siempre por un halo fúnebre. Idéntico siempre a sí mismo, en su adustez, en su hermetismo. Me contemplaba, y tenía la seguridad de que jamás había desvariado, y de que jamás tampoco fui bailante. Certeza puramente intuitiva, pero no por ello menos vigorosa. Mas entonces, si nunca se extravió mi espíritu, ¿cómo entender la taciturna corriente que me absorbe? ¿Cómo explicar mi atavío y la obstinación con que a él me aferro? ¿Por qué esa vaga desazón ante el lago? No, no podía responder a esas preguntas, y era vano asimismo encontrar una justificación para estas manos tan blancas y este hablar que no es de misti ni de campesino. Y más inútil aún tratar de contestar a la interrogación fundamental: ¿quién soy, entonces? Era como si en un punto indeterminable del pasado hubiese surgido de la nada, vestido ya como estoy, y hablándome, angustiándome. Errante ya, e ignorando juventud, amor, infancia. Encerrado en mí mismo y sin acordarme de un comienzo ni avizorar un fin. Iba, pues, por los caminos y los páramos, sin dormir ni un momento ni hacer alto por más de un día. Absorto en mi monólogo, aunque ayudase a un viajero bajo la lluvia, a una mujer con sus hijos, a un pongo moribundo. Concurrí a los pueblos en fiesta y escuché con temerosa esperanza la música de las quenas y los sicuris, y miré una tras otra las cuadrillas, sobre todo las que venían de muy lejos, y en especial de Copacabana, de Oruro, de Zepita, de Combapata. Me conmovían sus interpretaciones, mas no reconocí jamás una cadencia ni hallé un atuendo que se asemejara al mío. Transcurrieron así los meses y los años, y todo habría continuado de esa manera si el azar —¿el azar, realmente?— no me hubiera conducido al tambo de Raurac. No había nadie sino un hombre viejo, que me observó con atención. Me habló de pronto y dijo, en un quechua que me pareció muy antiguo: “Eres el bailante sin memoria. Eres él, y hace mucho tiempo que caminas. Anda a la capilla de la Santa Cruz, en la pampa de Ocongate. ¡Anda y mira!” Tomé nota de su insistencia, y a la mañana siguiente, muy temprano, me puse en marcha. Y así, al cabo de tres jornadas, llegué a este santuario abandonado, del que apenas si quedan la fachada y los pilares. Vine al atrio, y a poco mis ojos se posaron en el friso aquel, entre los arcos. Allí, en la losa quebrada otrora por el rayo, hay cuatro figuras en relieve. Cuatro figuras de danzantes. Visten esclavina, jubón, sombrero de plumas, tahalí, botas. Y no representan devotos ni santos, sino ángeles, como los que aparecen en los cuadros de Pomata y del Cuzco. Son cuatro, mas el último fue alcanzado por la centella y sólo quedan el contorno de su cuerpo y las líneas de las alas y el plumaje. Cuatro ángeles, al pie de esa floración de hojas, arabescos, frutos. ¿Qué baile es el que danzan? ¿Qué música la que siguen? ¿Es un acto de celebración y de alegría? Los contemplo, en el silencio glacial y terrible de este sitio, y me detengo en la silueta vacía del ausente. Cierro después los ojos. Sí, sombra soy, apagada sombra. Y ave, ave negra que no sabrá nunca la razón de su caída. En silencio, siempre, y sin término la soledad, el crepúsculo, el exilio...

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El abuelo Mario Vargas Llosa ( Arequipa, 1936 ) Cada vez que crujía una ramita, o croaba una rana, o vibraban los vidrios de la cocina que estaba al fondo de la huerta, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento improvisado, que era una piedra chata, y espiaba ansiosamente entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía en cambio las luces de la araña, encendida hacía rato, y bajo ellas, sombras movedizas y esbeltas, que se deslizaban de un lado a otro con las cortinas, lentamente. Había sido corto de vista desde joven, de modo que eran inútiles sus esfuerzos por comprobar si ya cenaban, o si aquellas sombras inquietas provenían de los árboles más altos. Regresó a su asiento y esperó. La noche pasada había llovido y la tierra y las flores despedían un agradable olor a humedad. Pero los insectos pululaban, y los manoteos desesperados de don Eulogio en torno del rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus párpados llegaban cada momento lancetas invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril durante el día habían decaído y sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Tenía frío, le molestaba la oscuridad del vasto jardín y lo atormentaba la imagen, persistente, humillante, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, que de pronto lo sorprendía en su escondrijo. “¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don Eulogio?” Y vendrían su hijo y su hija política, convencidos de que estaba loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre los bloques de crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que llegaba a la puerta falsa esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, al recordar haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el pestillo corrido, y que en unos segundos podía escurrirse hacia la calle sin ser visto. “¿Si hubiera venido ya?”, pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos minutos de haber ingresado cautelosamente en su casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció como dormido. Sólo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos, y le golpeó el muslo. Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la

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huerta todavía, porque sus pasos asustados lo habrían despertado, o el pequeño, al distinguir a su abuelo, encogido y dormitando justamente al borde del sendero que debía conducirlo a la cocina, habría gritado. Esta reflexión lo animó. El soplido del viento era menor, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de temblar. Tentando los bolsillos de su saco, encontró el cuerpo duro y cilíndrico de la vela que compró esa tarde en el almacén de la esquina. Regocijado, el viejecito sonrió en la penumbra: rememoraba el gesto de sorpresa de la vendedora. Él permaneció muy serio, taconeando con elegancia, batiendo levemente y en círculo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba bajo sus ojos cirios y velas de sebo de diversos tamaños. “Esta”, dijo él, con un ademán rápido que quería significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora insistió en envolverla, pero don Eulogio se negó y abandonó la tienda con premura. El resto de la tarde estuvo en el Club, encerrado en el pequeño salón de rocambor donde nunca había nadie. Sin embargo, extremando las precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de insólito color escarlata, abrió el maletín que traía consigo, y extrajo el precioso paquete. La tenía envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente la que llevaba puesta la tarde del hallazgo. A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chófer que circulara por las afueras de la ciudad: corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea y rojiza del cielo sería más enigmática en medio del campo. Mientras el automóvil flotaba con suavidad por el asfalto, los ojitos vivaces del anciano, única señal ágil en su rostro fláccido, descolgado en bolsas, iban deslizándose distraídamente sobre el borde del canal paralelo a la carretera, cuando de pronto, casi por intuición, le pareció distinguirla. — “¡Deténgase!”— dijo, pero el chófer no le oyó—. “¡Deténgase! ¡Pare!” Cuando el auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las manos, olvidó la brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura, terca y hostil forma impenetrable, despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era pequeña, y se sintió inclinado a creer que era de un niño. Estaba sucia, polvorienta, y hería su cráneo pelado una abertura del tamaño de una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete, o hundiendo su puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior: entonces, sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga e incisiva lengüeta, imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente imaginando que aquello estaba vivo. Dos días la tuvo oculta en el cajón de la cómoda, abultando el maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro se mantuvo en su habitación, paseando nerviosamente entre los muebles opulentos y lujosos de sus antepasados. Casi no levantaba la cabeza: se diría que examinaba con devoción profunda los complicados dibujos, entre sangrientos y mágicos, del círculo central de la alfombra, pero ni siquiera los veía. Al principio, estuvo indeciso, preocupado: podrían ocurrir imprevistas complicaciones de familia, tal vez se reirían de

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él. Esta idea lo indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de ese instante, el proyecto se apartó sólo una vez de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el palomar oscuro, lleno de agujeros, y recordó que en una época cercana aquella casita de madera con innumerables puertas no estaba vacía, sin vida, sino habitada por animalitos pardos y blancos que picoteaban con insistencia cruzando la madera de surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión entornaban los ojos y los sacudía un débil y brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando el mayordomo vino a anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenía decidido. Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente olvidó haber soñado que una perversa fila de grandes hormigas rojas invadía sorpresivamente el palomar y causaba desasosiego entre los animalitos, mientras él, en su ventana, miraba la escena con un catalejo. Había imaginado que limpiar la calavera sería un acto sencillo y rápido, pero se equivocó. El polvo, lo que había creído que era polvo y tal vez era excremento por su aliento picante, se mantenía soldado a las paredes internas y brillaba como una lámina de metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda blanca de la bufanda se cubría de lamparones grises, sin que disminuyera la capa de suciedad, iba creciendo la excitación de don Eulogio. En un momento, indignado, arrojó la calavera, pero antes de que ésta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba fuera de su asiento, gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso entonces que la limpieza sería posible utilizando alguna sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite y esperó en la puerta al mozo, a quien arrancó con violencia la lata de las manos, sin prestar atención a la mirada inquieta con que aquél intentó recorrer la habitación por sobre su hombro. Lleno de zozobra, empapó la bufanda en aceite y, al comienzo con suavidad, después acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse. Pronto comprobó entusiasmado que el remedio era eficaz: una tenue lluvia de polvo cayó a sus pies durante unos minutos, mientras él ni siquiera notaba que se humedecían sus dedos y el borde de los puños. De pronto, puesto en pie de un brinco, admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia, resplandeciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor sobre la ondulante superficie de los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente; cerró su maletín y salió del Club. El automóvil que ocupó en la puerta lo dejó a la espalda de su casa. Había anochecido. En la fría semioscuridad de la calle se detuvo un momento, temeroso de que la puerta estuviese clausurada. Enervado, estiró su brazo y dio un respingo de felicidad al notar que giraba la manija y la puerta cedía con un corto chirrido. En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las voces, el movimiento, fueron tan imprevistos que su corazón parecía el balón de oxígeno conectado a un moribundo. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza, resbaló de la piedra y se cayó de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en la boca un sabor desagradable de tierra mojada, pero no hizo ningún esfuerzo por incorporarse y continuó allí, medio sepultado en las hierbas, respirando fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo de elevar la mano que conservaba la calavera, de modo que ésta se mantuvo en el aire, a escasos centímetros del suelo, todavía limpia.

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La pérgola estaba a unos cincuenta metros de su escondite, y don Eulogio oía las voces como un delicado murmullo, sin distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco de los grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del comedor, una silueta clara y esbelta y comprendió que era su hijo. Junto a él había otra, más nítida y pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus ojos trató angus-tiosamente, pero en vano, de distinguir al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina de niño, espontánea, integral, que cruzaba el jardín como un animalito. No esperó más: extrajo la vela de su saco, a tientas juntó ramas, terrones y piedre-citas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre la piedra y colocar a ésta, como un obstáculo, en el sendero. Luego, con extrema delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio, colocó encima la calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado, se alegró: la medida era justa; por el orificio del cráneo asomaba el puntito blanco de la vela, como un nardo. No pudo continuar observando. El padre había elevado la voz y aunque sus palabras eran todavía incomprensibles supo que se dirigía al niño. Hubo como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa del padre, cada vez más enérgica; el rumor melodioso de la mujer, los cortos grititos destemplados del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue brevísimo: lo fulminó el nieto, chillando: “Pero conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy.” Con las últimas palabras escuchó pasos precipitados. ¿Venía corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que lo estrangulaba y concluyó su plan. El primer fósforo dio sólo un fugaz hilito azul. El segundo prendió bien. Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aún segundos después de que la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo que veía no era exactamente la imagen que supuso, cuando una llamarada sor-presiva creció entre sus manos con brusco crujido, como de un pisotón en la hojarasca, y entonces quedó la calavera iluminada del todo, echando fuego por las cuencas, por el cráneo, por la nariz y por la boca. “Se ha prendido toda”, exclamó maravillado. Había quedado inmóvil, repitiendo como un disco: “Fue el aceite, fue el aceite”, estupefacto, embrujado, ante la fascinante calavera enrollada por las llamas. Justamente en ese instante escuchó el grito. Un grito salvaje, un alarido de animal recién atravesado por muchísimos venablos. El niño estaba delante de él, con las manos alargadas frente al cuerpo y los dedos crispados. Lívido, estremecido, tenía los ojos y la boca muy abiertos y estaba ahora mudo y rígido pero su garganta, independiente, hacía unos extraños ruidos, roncaba. “Me ha visto, me ha visto”, se decía don Eulogio, con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que no lo había visto, que su nieto no podía ver otra cosa que aquel llameante rostro de huesos. Sus ojos estaban inmovilizados, con un terror profundo y eterno retratado en ellos, firmemente prendidos al fuego. Todo había sido simultáneo: la llamarada, el aullido espantoso, la visión de esa figura de pantalón corto súbitamente poseída de horror. Pensaba, entusiasmado, que los hechos habían sido más perfectos incluso que su plan, cuando sintió cerca voces y pasos que avanzaban y entonces, ya sin cuidarse del ruido, dio media vuelta y a saltos, apartándose del sendero, destrozando con sus pisadas los macizos de crisantemos y rosales que entreveía en la carrera a medida que lo alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el espacio que lo separaba de la puerta. La atravesó junto con el grito de la mujer, estruendoso también, pero menos puro que el de su nieto. No se detuvo, no volvió la

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cabeza. En la calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo notó y siguió caminando despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta, sonriendo satisfecho, respirando mejor y más tranquilo. (1959)

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Índice de autores

Clemente Palma (Lima, 1872 - 1946) Periodista, psicólogo y aficionado a la filosofía, fue en verdad, ideólogo y practicante de cuentos y narraciones modernistas (ver Cuentos malévolos, 1904), bajo el abierto influjo de los “decadentistas” franceses. Favorecido por el apellido de su padre ante una parte de la crítica, tiene un valor propio, inferior al divulgado, y sus últimos libros, Historias malignas (1925), y X Y Z (1934), merecen estudios serios. Junto a los cuentos y a su novela final, la contribución de Clemente Palma a la literatura peruana es asimismo valiosa como director de publicaciones periódicas, como, por ejemplo, de Variedades (1908-1931), órgano que difundió específica- mente textos ahora revalorizados, a la luz del estudio de las escuelas modernista, vanguardista e indigenista. Enrique López Albújar (Chiclayo, 1872–Lima, 1966) Uno de los grandes narradores peruanos de todos los tiempos. Sus famosos Cuentos andinos se entenderán mejor si recordamos el subtítulo del libro: Vida y costumbres indígenas, frase que explica el libro (realista, psicologista y sociológicamente hablando) en un abanico de miradas distintas. La denuncia social predomina sobre el ser humano y su explotación histórica. Matalaché, novela superior a los cuentos, le permite mayor variedad temática, de personajes y aun de costumbres, sin olvidar su puño de defensor del mulato. En todo caso, para no discutir por qué defendió menos al indio que al mulato, mejor es elogiar Matalaché como novela del mestizo peruano y su trágico ambiente de dos mundos. Obra narrativa principal: Cuentos andinos. Vida y costumbres indígenas (1920). Pról. de Ezequiel S. Ayllón. Libro dedicado a sus hijos. Matalaché (1928), “novela retaguardista”. Nuevos cuentos andinos (1937), El hechizo de Tomayquichua (1943), novela. Las caridades de la señora Tordoya (1955), cuentos. José Antonio Román (Iquique, 1873–Barcelona, 1920) Es una figura injustamente olvidada, y por ello es necesario reconocerla y divulgarla cada vez más. Graduarse de doctor en 1895 con una tesis sobre Enrique Ibsen es casi como estar al día con la literatura europea, como lo estaba el juvenil James Joyce, quien también amaba a Ibsen casi por el mismo tiempo. Luego, es autor de cuentos en que la psicología y el estilo se disputan la primacía. Por fin, es uno de los pocos doctorados tres veces en San Marcos, como la historiadora Ella Dunbar Temple. Su destreza técnica y su morosidad para pintar retratos destacan en su única novela Fracaso (1918), que no fue tal, por supuesto. Tres años antes de que Pirandello estrenara, el 10 de agosto de 1921, Seis personajes en busca de autor, ya Román había

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entretejido su historia sobre los posibles enredos entre los autores y sus personajes. Él convierte en personaje a una dama real, a doña Lucrecia, de quien la Lima chismosa se hacía malas lenguas. Al publicar sobre ella, pierde a una amiga y a su pequeño círculo. La fantasía, pues, es un mundo difícil y aun peligroso. Obra narrativa principal: Hoja de mi álbum (1903), cuentos; Almas inquietas (1916), dos novelas cortas y un cuento; Sensaciones de Oriente (1917), apuntes de viaje; y Fracaso (1918), novela. Carlos E. B. Ledgard (Tacna, 1877–Lima,1953) Los trabajos de investigación de los críticos Estuardo Núñez y Ricardo González Vigil lo han señalado como uno de los primeros, cronológica y artísticamente hablando, prosistas de nuestro siglo. Su único tomo de cuentos, conocido hasta ahora, Ensueños (1899) es buena muestra de su elección por el modernismo, cauto y bello a la vez, sin los excesos de otros, además de dosificar el argumento y desarrollar éste con propiedad. Él es en verdad nuestro gran pionero del cuento, junto con Román. Ventura García Calderón (París, 1886–1959) Devoto del estilo modernista, castizo y enjoyado de adjetivos, apareció como súbito crítico literario, a quien la generación de “Colónida” (Federico More, en especial) atacó a fondo. Luego, desde 1914 y 1924, escribió cuentos “peruanistas”, que sin duda le recordaban el país, pero cada vez con mayor vaguedad y menos nitidez, marginándose de la realidad nacional —lo cual no es defecto alguno—, pero sin crear un mundo valioso y propio. Sus principales cuentos se hallan en Dolorosa y desnuda realidad (1914), La venganza del cóndor (1924), Páginas escogidas (1947) y Cuentos peruanos (1952). Abraham Valdelomar (Ica, 1888–Ayacucho, 1919) Mucho se ha dicho y se dirá de las virtudes cuentísticas de este gran literato, casi un autodidacta, pero formado en una variedad de artes, desde el dibujo y la caricatura, desde el periodismo y el humor, hasta la estampa regional, el cuento, la novela corta artística, además de la profundidad de su mente polifacética y genial. Todavía faltan estudios sobre sus aficiones históricas, estilísticas, filosóficas y teatrales. Valde- lomar da para mucho. Obra narrativa principal: La ciudad muerta, novela corta, 1911; La ciudad de los tísicos, novela corta, 1911; El caballero Carmelo, cuentos, 1918; Los hijos del sol, cuentos, 1921; Obras completas, 4 tomos, ed., pról., y notas de Ricardo Silva–Santisteban (Lima: PetroPerú, 2001). Ver además El cuento peruano hasta 1919, 2 tomos, por Ricardo González Vigil (Lima: PetroPerú, 1992).

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César Vallejo (Santiago de Chuco, 1892–París, 1938) Excelente poeta, cada vez mejor comprendido en el ámbito internacional, pero, al mismo tiempo, gran experimentador de la prosa narrativa, desde las estampas quietas y extáticas de Escalas, hasta los cuentos más enigmáticos y osados de la segunda parte de este mismo libro, de 1923. Ahora circulan ediciones revisadas por él, cuya pugna de dos estilos, el retórico y el coloquial, se ha resuelto a favor del segundo, y así el libro ha ganado en soltura y propiedad artística. Tales nuevas ediciones llevan el nombre de “Manuscrito Couffon”, en honor al crítico francés que, en 1994, lanzó la edición corregida en Arequipa. Obra narrativa principal: Escalas (1923), estampas y cuentos; Fabla salvaje (1931), novela corta. Novelas y cuentos completos, ed. Ricardo González Vigil (1998). Narrativa completa, ed. Ricardo Silva–Santisteban (Lima, 1999), que incluye la versión corregida del “Manuscrito Couffon”. Contra el secreto profesional (1973). El arte y la revolución... (Lima: Mosca Azul, 1973). Francisco Vegas Seminario (Piura, 1899-Lima, 1988) En este autor piurano, precoz periodista y maestro de historia universal, se produce una mezcla plausible de escritor regional, que no olvida escenas y temas de su terruño norteño, con su pronta maestría del lenguaje formal y efectivo (su principal maestro fue Ventura García Calderón), así como el desenvolver las fuerzas internas del cuento. De otro lado, fue un dilatado e infatigable novelista, y aquí también, de los primeros temas regionales, pasó a la modernidad de una novela cosmopolita, entre romántica y bélica, como es Hotel Dreesen. Obra narrativa principal: Chicha, sol y sangre (1946), cuentos, prólogo de V.G. Calderón; Entre los algarrobos (1955), cuentos; Taita Yoveraqué (1956), novela; El honorable Ponciano (1957), novela; y Hotel Dreesen (1999), novela. Para una bibliografía completa del autor Cfr. El cuento peruano, 1942–1958, por Ricardo González Vigil (Lima, 1991), pp. 225-226. Emilio Romero (Puno, 1899–Lima, 1993) Muy conocido como geógrafo, economista, experto en carreteras y en descentralización del país, Emilio Romero sintió como pocos el problema indígena. Balseros del Titicaca (1934) sigue siendo un libro pintoresco, pero emotivo, con cuentos sencillos y valiosos. José Diez Canseco (Lima, 1904–1949) Quienes juzgan ligeramente a Diez Canseco como ligado al costumbrismo y a sus repeticiones locales, olvidan el papel protagónico suyo al descubrir nuevos temas urbanos, así como personajes del mundo popular. Si lo llaman “criollo” es porque desconocen la variada extensión de sus cuentos y narraciones, donde él se ha impuesto por su manejo gradual del tema, por el simbolismo del personaje que él pone en relieve,

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y por la armazón narrativa que envuelve y sobrecoge al lector. Es uno de los mejores cuentistas del país, y no le ha importado usar las modas costumbrista, romántica, y aun psicologista y de monólogo interior, para describir por fuera el barrio y la ciudad, y por dentro el alma íntima y variadísima del costeño. Obra narrativa principal: Es muy amplia, pues se inició en 1929, en la revista Amauta. En 1930 aparecieron tres novelas cortas, El Gaviota, El Kilómetro 83, Estampas mulatas, con prólogo de Federico More; Estampas mulatas, en conjunto, volvió a salir en 1938. Hay un tomo II de sus Obras completas, de 1951, con prólogo del autor, y en 1973, ed. y pról. de Tomás G. Escajadillo. Fernando Romero (Lima, 1905) Su vida de marino mercante, y su posterior dedicación a la enseñanza y la fundación de universidades, le permitió a Romero conocer bien el país y escribir, especialmente, sobre la selva, primero unas “novelas” breves, que luego llamó “relatos”, todos vívidos, de lenguaje espontáneo y natural, y que se rinden plenamente a las necesidades del género del cuento: el tema interesante, novedoso, los personajes cambiantes y el desenlace muchas veces inesperado. Obra narrativa: Doce relatos de selva (1958), versión corregida de sus Doce novelas de selva (1934), y Mar y playa (1959), cuentos. Estuardo Núñez (Lima, 1908) El propio maestro Núñez se sentiría extraño en esta colección; pero él, en sus primeros escritos de la revista Amauta, exhibió una especie de “estilo de época”, que recuerda tanto a la novela Bajo las lilas, (1923), de Manuel Beingolea, como a La casa de cartón (1928), de Martín Adán, ambas ambientadas en Barranco. Sin duda, leyendo esas “prosas vanguardistas”, sentimos de algún modo que el gran crítico peruano nació en 1928 como escritor. Obra narrativa: Ver Amauta, Nos. 13 y 14, 1928. José María Arguedas (Andahuaylas, Apurímac, 1911–Lima, 1969) Por más multiforme y polifacético escritor que haya sido, tanto en español como en quechua, hay un sitio especialísimo para el cuentista Arguedas, que, inclusive confirmando virtudes iniciales de observación del país y el hombre andinos, evolucionó con espléndida prontitud hacia el cuento artístico. Empezó en 1934, publicando sus hoy llamados Cuentos olvidados, en que usaba un buen castellano coloquial, pero sólo se dedicaba a revelar costumbres de grupos, de comunidades indígenas, y sólo en uno de ellos (“El vengativo”) hay un personaje “individual”. De ese mundo inocente y amorfo, pasó a su aventura lingüística, lograr nuevas expresiones del quechua dentro del español, y así avanzó de modo firme desde los textos de Agua hasta los consagratorios

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de los años 50 (“Orovilca”) y 60 (“La agonía de Rasu Ñiti”). Su maestría acabó siendo innegable, y su ejemplo, imperecedero. Obra narrativa principal: Cuentos olvidados (1973), con textos de los años 30, ed. y notas de José Luis Rouillón; Amor mundo, y todos los cuentos de José María Arguedas (Lima, Moncloa, 1967), Relatos completos (Madrid, Alianza, 1983). J.M.A. y M. Vargas Llosa, La novela y el problema de la expresión literaria en el Perú (Buenos Aires, 1974). Porfirio Meneses (Huanta, Ayacucho, 1915) Cuando la generación del 50 (a la cual pertenece, pese a su edad) se apartó del costumbrismo y del indigenismo, Meneses continuó ligado sutilmente con la segunda escuela, de la cual siempre ha sido amante, bebiendo de temas, leyendas y cuentos andinos. Ganó en 1947 un importante premio en los Juegos Florales de San Marcos, y desde entonces, si bien de modo esporádico, ha mantenido una carrera sobria y valiosa, concediéndole una gran dignidad a sus contados libros. Por fin, se ha dedicado a traducir al quechua importantísimos poemarios como, por ejemplo, Los heraldos negros. Esta nueva tarea enaltece su sobriedad. Obra narrativa: Cholerías (1946), junto con cuentos de Alfonso Peláez Bazán y de Francisco Izquierdo Ríos; Campos marchitos (1948); El hombrecillo oscuro y otros cuentos (1954); y Sólo un camino tiene el río (1975), con prólogo de Luis Alberto Sánchez. Sara María Larrabure (Lima, 1921–1962) En los mismos Juegos Florales de 1947, esta juvenil autora ganó un premio de ensayo con tema clásico. Fue una novedad que pervivió; se dedicó a apoyar revistas culturales como Centauro (1950–1951); y a traducir esporádicamente a Omar Khayam o a T.S. Eliot. Además, casi en secreto, había publicado una interesante novela Ríoancho (1949), en Barcelona. Con este bagaje, se lanzó con admirable brío al cuento, y ahí están, como valiosas pruebas de su dedicación y esmero, sus tres libros: La escoba en el escotillón (1957), Dos cuentos (1963), y Divertimentos (1966), cuentos, estampas y artículos. Varios críticos han subrayado que, perteneciendo a la clase alta, haya comprendido tan bien, psicológica y socialmente, a sus personajes populares. Otra vena por destacarse es su pasión por la vida interior y riquísima de sus personajes, en especial femeninos. Armando Robles Godoy (Nueva York, 1923) Este autor es muy rico en facetas: es un reconocido director de cine, es asimismo guionista, ahora columnista de diarios, pero sigue siendo un buen cuentista, que animó los años 50 con sus producciones ganadoras de diversos premios literarios. Justamente el cuento que hemos escogido ofrece sus virtudes: penetración psicológica, y un viaje simbólico a través de la selva, ámbito que es todavía poco tratado en la narrativa

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peruana, y que se presta para imágenes literarias y visuales. Su sólida cultura literaria y artística enriquecen sus textos. Obra narrativa: Veinte casas en el cielo (1964), novela; La muralla verde y otras historias (1971), cuentos; y El amor está cansado (1976), novela. Glauco Machado (1924–1952) En su antología de 1956, Alberto Escobar publica un texto de Julio Fernando Machado Cabello, nacido en Salaverry, el cual reproducimos ahora, por la dificultad de obtener otras narraciones, debido a que Glauco Machado publicó sólo en revistas o volúmenes especiales, y en periódicos. El concepto mismo de “Locura” y su desarrollo desenfrenado son un signo de la dedicación de este autor a las honduras psicológicas del ser humano. Sebastián Salazar Bondy (Lima, 1924–1965) Polígrafo, poeta, narrador, dramaturgo, periodista; ningún otro autor habrá crecido en su obra como la de éste luego de su muerte. Primero se le reconoció como dramaturgo, luego como excelente promotor de la cultura nacional, y sólo más tarde se prestó la debida atención sobre su poesía y su obra narrativa. Ahora es uno de los grandes poetas y dramaturgos de las décadas de los 40 a los 60, y por fin, un laborioso y refinado cuentista, quien, lamentablemente, no pudo culminar su novela Alférez Arce, Teniente Arce... Por otro lado, su ejemplo fue mayúsculo en el cultivo de la prosa culta o coloquial, según las circunstancias, ejemplo que difundió a través de su larga trayectoria periodística. Obra narrativa: Náufragos y sobrevivientes (1954), cuentos; Dios en el cafetín (1958?), cuentos; Pobre gente de París (1958), novela; y Alférez Arce, Teniente Arce, Capitán Arce ed. y prol. de Tomás G. Escajadillo (1969). Eleodoro Vargas Vicuña (Acobamba, Tarma, 1924–Lima, 1997) Escritor singularísimo por su parquedad narrativa, pese al profundo conocimiento que tenía del campesino indígena. Nadie como él para sintetizar motivos y exaltaciones emotivas, pero al mismo tiempo cauto, sobrio, a ratos indeciso, otras desbocado. Se le ha llamado con justicia “el poeta del cuento”. Empezó con sus brevísimos textos entre 1950 y 1951, pero su timidez y su ansia de perfección lo llevaron a publicar solamente Nahuin, en 1953, libro que significó una clarinada para toda su generación, pues su ejemplo desencadenaría los libros de Congrains, Salazar Bondy, Zavaleta y Ribeyro. Debido a esa fecha, 1953, en que asimismo Juan Rulfo publicó su primer libro en México, el cual tardó unos meses en llegar a Lima, cualquier influencia de Rulfo sobre Vargas Vicuña sólo puede estudiarse hacia adelante, no hacia atrás. Cuentos suyos como “Taita Cristo” ofrecieron precisamente una vena propia, local y al mismo tiempo universal. Su economía verbal y su precisión de adjetivos iban parejas con su sensibilidad exquisita y su bonhomía.

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Zavaleta sostiene que hay una coincidencia de los miembros de origen rural de la generación del 50 (Meneses, Vargas Vicuña, Sueldo Guevara, Zavaleta, Carrasco) con Rulfo, debido a la similitud del ambiente rural. La niñez de estos escritores transcurrió en aldeas pequeñas, semejantes a las de las sierras mexicanas, pobres, olvidadas y miserables, pues la reacción conjunta y general explica la coincidencia en ambientes, en estados de ánimo, en la apatía y la fatalidad, visibles asimismo en Vargas Vicuña y en los otros citados. Obra narrativa: Nahuin (1953), cuentos; Ñahuín. Narraciones ordinarias 1950–1975 (1978), prólogo de Wáshington Delgado. Carlos Thorne (Lima, 1924) Carlos Thorne, y todavía más, su hermana la poeta Lola, fueron constantes animadores de las actividades culturales del grupo. Los días fáciles (1959), no indican justamente eso, sino la apariencia de las cosas, la envoltura de la verdad. Carlos Thorne, abogado y ensayista, pasó pronto a ocuparse asimismo de temas sociológicos y de crítica literaria. Obra narrativa: Los días fáciles (1959), cuentos; Mañana Mao (1974), cuentos; y ¡Viva la República! (1981), novela. José Durand (Lima, 1925–1990) Su sólido prestigio de historiador no le impidió cultivar la prosa, sobre todo cuando viajó a Europa y México y conoció directamente tanto a escritores como a ensayistas. Por ello, tanto en sus investigaciones históricas como en sus pocos cuentos, Durand se dedicó a encantar al lector con un ritmo y melodía especiales, además de con su infaltable humor. Pocos saben que él gustaba tanto del cuento que transformó el texto Talpa, de uno de sus amigos, Juan Rulfo, en el argumento del ballet La manda, estrenado en México D.F. Obra narrativa: Ocaso de sirenas (1950), textos variados, poéticos y narrativos; y Desvariante (1987), cuentos. Manuel Mejía Valera (Lima, 1925–1992?) Dedicado mayormente al estudio de la historia de las ideas en el Perú, Mejía Valera siempre tuvo ánimos para artículos, ensayos y cuentos donde depuraba su prosa, una y otra vez, de modo incansable, aspirando a una inexistente perfección. Su admiración por Borges fue grande y lo imitó a veces. Pero lo esencial en él (y en la generación de los 50), es su afán por la cultura, que va paralela al pulimento de la prosa. Obra narrativa: La evasión (1954), cuentos; Lienzos de sueño (1959), cuentos; Un cuarto de conversión (1966), cuentos; El testamento del rey Midas (1982), prosa poético-narrativa.

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Luis León Herrera (Chiclayo, 1925) Luis Felipe Angell, “Sofocleto”, y León Herrera son los humoristas que nos faltaban en la mesa de jóvenes serios. Jamás León Herrera se perdía una lectura colectiva o una conferencia. Su humor culto y sutil, en textos breves e incisivos, eran un descanso en el duro trabajo diario. En él se unieron, hasta el día de hoy, la literatura, la psicología y la filosofía. Obra narrativa: Animalia y otros relatos (1986), cuentos, con nota de Luis Jaime Cisneros. José Bonilla Amado (1927) Este autor, junto con “Sofocleto” y con Enrique Congrains Martín, se dedicó al nuevo tema de las barriadas o pueblo jóvenes, en especial al antiguo El Porvenir, donde por los años 50 se reunía por las noches toda clase de gente, incluso los escritores, a probar el caldo de gallina que disolvía los estragos de la bohemia. Y además, Bonilla fue un excelente editor, que publicó la segunda edición de La casa de cartón, en 1958, y los dos tomos de la antología poetica de Alberto Escobar, en 1965. Obra narrativa: La calle de las mesas tendidas (1957), cuentos. Wáshington Delgado (Cusco,1927) Casi consagrado a la poesía y la crítica literaria más exquisitas y profundas a la vez, Delgado, excelente poeta, sólo ha publicado un cuento, el que publicamos, ganador en 1979 del premio Copé de ese año. En tal texto apreciamos su regusto por los temas iridiscentes, que provocan muchos caminos secundarios, y su humor fino y habitual en su charla. Por otra parte, su Historia de la literatura republicana (1980), se aleja de las perspectivas usuales, y propone con valentía y sapiencia, una nueva interpretación estética, guiada por la gradua-lidad de escuelas literarias. Obra narrativa: Cuento “La muerte del doctor Octavio Aguilar”, en Premio Copé de cuentos 1979 (PetroPerú, 1979). Juan Gonzalo Rose (Tacna, 1928–Lima, 1983) Poeta notable y bohemio creativo, Rose escribió muy pocos cuentos, pero lo hizo en nuestra principal revista, Letras Peruanas, y participó en actos amistosos o literarios del grupo, ora en San Marcos, ora en Palermo o el bar Zela. Carlos Eduardo Zavaleta (Caraz, Ancash, 1928) Abandonó los estudios de Medicina en 1948, año en que fue publicada por los Juegos Florales de San Marcos su novela premiada, El cínico. Luego, eligió las letras, y sucesivamente ha ido entregando al lector libros que para él son experimentos —

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muchos de ellos logrados—, que buscan el avance no sólo de la prosa peruana, sino de la estructura narrativa, de la atmósfera dramática, y de la incorporación de grandes temas sociales a la literatura. Su obra es resultado de una profunda reflexión sobre métodos narrativos, estudiados por él en James Joyce, William Faulkner, y en otros egregios autores de los siglos XIX y XX. Obra narrativa principal: Sus primeros once libros de cuentos, entre ellos La batalla, El Cristo Villenas, Vestido de luto, se reunieron en Cuentos completos, 2 tomos (1997), completando un centenar de textos, a los que se han sumado los cuentos de Contraste de figuras (1998) y Abismos sin jardines (1999). Entre sus ocho novelas destacan Los Íngar (1955), Los aprendices (1974), Retratos turbios (1982), Un joven, una sombra (1993), El precio de la aurora (1997) y Pálido, pero sereno (1997). Antonio Gálvez Ronceros (Chincha, 1932) Considerado como uno de los cuentistas peruanos de mayor pericia técnica, el crítico Ricardo González Vigil afirma que Gálvez Ronceros, con Los ermitaños, y más claramente, en Monólogo desde las tinieblas, “efectúa una tarea trascendente: retratar desde adentro el campesino de la costa, con especial intervención de los negros, su lenguaje, su sensibilidad, su picardía, su sabiduría. Plasma uno de los mejores humorismos de nuestras letras. De otro lado, fue uno de los animadores de la importante revista Narración, siendo fecundo su magisterio para los integrantes jóvenes, en especial Gregorio Martínez, Augusto Higa e Hildebrando Pérez Huaranca”. Obra narrativa: Los ermitaños (1963), cuentos; Monólogo desde las tinieblas (1975), cuentos; Historias para reunir a los hombres (1988), cuentos; y Aventuras con el candor (1989), notas y crónicas. Tulio Carrasco (Huancavelica, 1933) Como Congrains y Sueldo Guevara, practicó el neorrealismo y el neoindigenismo esquemático y a la vez poético. Quizá fue siempre un personaje de Chéjov, estatuario, silencioso, observador de la tropa que entraba en Palermo. Obra narrativa: La escalera (1956), cuentos. Edgardo Rivera Martínez (Jauja, 1935) Valioso autor, cada vez más aplaudido en el cuento y la novela a nivel latinoamericano. Es uno de los narradores más exigentes consigo mismo y por ello más conspicuos y maduros. Su larga trayectoria desde sus primeros cuentos, en 1963, señala logros siempre en ascenso, donde el estilo, la forma, la estructura, se encajan plausiblemente en el tema (nacional, regional, o imaginario), y así el lector goza en varios niveles de plenitud. También es un reconocido novelista y traductor. Cultiva asimismo la autobiografía en Casa de Jauja (1985).

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Obra narrativa principal: Sus siete primeros libros de relatos, entre ellos, El unicornio, Azurita, Angel de Ocongate, se reunieron en los Cuentos completos (1999). Su novela más conocida es País de Jauja (1993), además de sus novelas cortas reunidas en Ciudad de fuego (2000); y por otro lado, se dedica asimismo, y metódicamente, a las traducciones de distinguidos viajeros como Wiener, Markham, Marcoy y otros. Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) El precoz surgimiento literario de Vargas Llosa, quien fue testigo algo silencioso de la marcha de los narradores de los 50, se manifestó en su primer cuento, de 1956, que publicamos aquí, y que fue recogido en su primer libro de narraciones breves, Los Jefes (Barcelona, 1959). Luego, abandonó este género y pasó a descollarse como uno de los primeros novelistas peruanos de todos los tiempos. Elegimos “El abuelo” porque acá se halla el punto inicial, todavía inmaduro e indeciso, del cual crecerá un escritor descomunal. Obra narrativa principal: Los jefes (Barcelona, 1959). Entre sus numerosas y aplaudidas novelas destacaron, inicialmente también, La ciudad y los perros (1963), La casa verde (1966), Los cachorros (1967), Conversación en la catedral (1969), y La guerra del fin del mundo (1981). Los éxitos continúan hasta hoy y desbordan el marco de este libro, exclusivamente consagrado a los cuentos. Nota: El segundo volumen de esta antología se dedicará a los autores sanamrquinos de fechas más recientes.

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Índice cronológico de títulos

1899 “Don Quijote”, por Carlos E. B. Ledgard. Tomado de Ensueños. 1903 Hojas de album, cuentos por José Antonio Román. Aquí reproducimos “El cuaderno azul”, texto de 1916, tomado de Almas inquietas. 1904 “Una Historia Vulgar”, por Clemente Palma, tomado de Cuentos malévolos. 1904 “Yerba Santa”, por Abraham Valdelomar, texto redactado ese año. 1920 “Dedicatoria a cuentos andinos” y “Cómo habla la coca”, por Enrique López Albújar, tomado de Cuentos Andinos. 1923 “Más allá de la vida y de la muerte”, por César Vallejo, tomado de Escalas. 1924 “A la criollita”, por Ventura García Calderón, tomado de La venganza del cóndor. 1924 “El abrazo”, por Fernando Romero, tomado de Doce relatos de selva. 1928 “El malecón” y “Puntos”, por Estuardo Núñez, tomados de Amauta Nos. 13 y 15, respectivamente. 1930 “Jijuna” por José Diez Canseco. 1934 “El pututo” por Emilio Romero, tomado de Balseros del Titicaca. 1946 “Taita Dios nos señala el camino”, por Francisco Vegas Seminario, tomado de Chicha, sol y sangre.

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1946 “Casicha”, por Porfirio Meneses, tomado de Cholerías. 1952 “La captura”, de Juan Gonzalo Rose, tomado de Letras peruanas No. 5, febrero 1952. 1953 “Esa vez del huaico”, por Eleodoro Vargas Vicuña, tomado de Nahuín. 1954 “Volver al pasado”, por Sebastián Salazar Bondy, tomado de Náufragos y sobrevivientes. 1955 “El viaje”, por Carlos Thorne, tomado de Letras peruanas, No. 12, agosto 1955. 1955 “Látigo”, por Tulio Carrasco, tomado de la antología Cuentos peruanos, segundo tomo, comp. Círculo de Novelistas Peruanos (léase Enrique Congrains Martín). 1956 “Locura”, por Glauco Machado. A falta del original, citamos la fecha de la Antología de Alberto Escobar, que tampoco señala datos precisos. 1957 “Peligro”, por Sara María Larrabure, tomado de El cuento peruano, antología por Ricardo González Vigil, 1942-1958 (Lima: Copé, 1991). 1957 “La sequía”, por José Bonilla Amado, tomado de Cuentos contemporáneos, por Alberto Escobar. 1958 “Ensalmo del café”, por José Durand, tomado de Desvariante. 1959 “El abuelo”, de Mario Vargas Llosa, tomado de Los Jefes. 1960 “Una vez por todas”, por Manuel Mejía Valera, tomado de Un cuarto de conversión.

Page 181: EL CUENTO EN SAN MARCOS SIGLO XX : PRIMERA SELECCIÓNintranet.comunidadandina.org/documentos/BDA/pe-oc-0003.pdf · Carlos Eduardo Zavaleta ; Sandro Chiri Jaime Obra sumistrada por

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1961 “La agonía del Rasu-Ñiti”, por José María Arguedas, ed. especial de La Rama Florida. 1969 “Juana la campa te vengará”, por Carlos Eduardo Zavaleta, tomado de la revista Visión del Perú. 1971 “En la selva no hay estrellas”, por Armando Robles Godoy, tomado de La muralla verde y otras historias. 1979 “La muerte del doctor Octavio Aguilar”, por Wáshington Delgado, tomado de Cuentos Copé. 1979 “El animal está en casa”, por Antonio Gálvez Ronceros, tomado de la antología de Marco Martos, Entre milenio y milenio, en la víspera. 1979 “El Ángel de Ocongate”, de Edgardo Rivera Martínez, tomado de Cuentos completos (1999). 1986 “Animal fantástico indomesticable”, por Luis León Herrera.