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1 EL ASILO Por Reynaldo Liévano I Se acercó a mi mecedora con su cara de uva pasa y la emprendió conmigo a los meros cocotazos. ¡Viejo verde! ¡Cochino! ¡Cómo se le ocurre hacer semejante cosa! ¿Hacer qué? respondí, mientras esquivaba los golpes. A estas alturas de la vida, andar de picaflor con la enfermera. ¡Pero deja que tenga enfrente a esa mosca muerta para decirle cuanto son dos más dos! Mujer… esas son puras habladurías ¡No le hagas caso! le dije. ¿Me crees imbécil? ¿Crees que no me he dado cuenta? Todo el asilo se ha enterado de tus andanzas. ¿O es que no te has visto la cara de idiota que pone cuando ella entra? ¡Ve a burlarte de tu abuela!

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EL ASILO

Por Reynaldo Liévano

I

Se acercó a mi mecedora con su cara de uva pasa y la emprendió conmigo a los meros

cocotazos.

—¡Viejo verde! ¡Cochino! ¡Cómo se le ocurre hacer semejante cosa!

—¿Hacer qué? —respondí, mientras esquivaba los golpes.

—A estas alturas de la vida, andar de picaflor con la enfermera. ¡Pero deja que tenga

enfrente a esa mosca muerta para decirle cuanto son dos más dos!

—Mujer… esas son puras habladurías ¡No le hagas caso! —le dije.

—¿Me crees imbécil? ¿Crees que no me he dado cuenta? Todo el asilo se ha enterado

de tus andanzas. ¿O es que no te has visto la cara de idiota que pone cuando ella entra?

¡Ve a burlarte de tu abuela!

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Se marchó dando bastonazos a las mesas que se apilaban en el zaguán para el desayuno.

“Que maña tan maluca esa de estar trayendo a colación la memoria de mi difunta

abuela, pensé. Ella fue una vieja verraca. Levantó a sus catorce hijos solita con una

abnegación encomiable. Todo un batallón de infantería la amó por sus servicios

prestados a la patria. Por la cama de la abuela desfilaron generales de cinco estrellas,

coroneles, sargentos y El Lanza, un famélico soldado que vivía con unos deseos

desesperados de meterle su bulto escondido entre las piernas. Pero ella, arqueando

ligeramente su dorso, y con una palmadita seca de su mano en su redondo trasero, le

decía: “¡Primero me limpias éste antes de enredarme con babosos!”.

Aparte del negocio de aliviar las urgencias amorosas de sus clientes, la vieja, según el

tío Pedro León, era una experta cocinera. ¡Se preparaba unos deliciosos bocadillos de

frutas! (Que yo robaba escurriéndome por entre los resquicios de las ventanas para

luego venderlos en la escuela al menudeo).

Una mañana, a plena luz del amanecer, cuando los gallos empiezan su canturrear, me

descubrió chalequeando sus delicias, y después de corretearme por toda la casa con

zurriago en mano sin mucho éxito, se sentó al pie de un manzano y lloró a moco

tendido. Sentí lastima de la pobre, me acerqué para ofrecerle mis disculpas ¡Pero no!

La condenada vieja me agarró de los pelos, me arrastró a la cocina, calzones abajo, y me

sentó en la paila hirviendo con bocadillo y todo. Pasé cuarenta días con el culo

ampollado, mirándola desde mi cama, con unas ganas enormes de torcerle el pescuezo,

pero me las aguantaba, al fin y al cabo, era ella quien sostenía la casa a punta de

sacrificios. A partir de entonces heredé una particular aversión al bocadillo, y una no

menor, al régimen militar al que era sometido.

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Abuela depositó todas sus esperanzas en mí. Decía: —tú vas a ser un gran hombre

Pachito, no como esa partida de maricas de mis hijos—. Y es que de los catorce hijos

que tuvo, seis se dedicaron a las peleas de gallos, cinco fueron cuatreros, dos repartían

culo en la zona roja del pueblo, y mi pobre madre, que se fugó a la capital en compañía

de un cabo del ejército. Todavía conservo en mi memoria su cabello lacio cayendo

sobre sus hombros, su mejillas doraditas y sus besos con sabor a mandarina al

despedirse de nosotros en el vano de la puerta.

Mi tío Pedro León era cosa aparte. ¡Ah, viejo sinvergüenza! Pese a las recomendaciones

de la vieja que no me juntara con semejante zarigüeya, con el paso de los años nos

volvimos grandes amigos. Un día de camino al río donde solíamos chapucearnos, sacó

de su mochila un bultico envuelto en papel periódico.

—¿Qué es eso, tío?

—Eso… eso mi querido pan de trigo es ni más ni menos la hierba madre, la hierba… la

hierba…

—Ya deje de joder y dígame qué es. —Repliqué ansioso.

Para todo, mi tío se gastaba una parsimonia capaz de exasperar a cualquiera. Al cabo de

un rato, sacó un manojo de moñitos color verde que empezó a triturar entre sus dedos.

—¡Pero no me ha dicho qué es!

—Esto mi querido bocadillo, es la planta de la paz.

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Después de triturar los moñitos en sus dedos, tomó una hojita de papel de arroz, dobló

la hoja a la mitad y vertió sobre ella, “la hierba madre”, aprisionándola y salivándola

para hacer un canuto de cigarrillo.

—¿Y ahora qué?

—Y ahora nada, pingüe ñoño.

Tomó un cerillo, encendió el cigarrillo, y empezó a darle bocanadas hasta que sus ojos

parecían semáforos en rojo. El tiempo para él no pasaba, o por lo menos, no se daba

por enterado. Podía quedarse contemplado el cauce del río por horas escuchando su

murmullo sin pronunciar palabra. Sin embargo, aquel pasatiempo tan íntimo le costaría

la vida años más tarde.

II

Tarde llegó la carta de la capital. Abuela se confinó en su cuarto. No quiso recibir

comida, ni palabras de consuelo. Tan sólo salía al baño envuelta en su cobija de lana.

Todo el mundo sabía lo ocurrido, menos yo, a quien trataban con hipócrita deferencia.

Mi madre se había marchado tres años atrás y desde su partida no habíamos tenido

noticias de ella, salvo esta carta que se guardó con recelo, con doble falleba y cerrojo y

se prohibió tocar el tema de su contenido hasta que yo tuviera la edad suficiente.

Por aquellos días de desventuras familiares, el tío Pedro León dejó de fumar para dar

paso a una alucinante experiencia gastronómica. Cambió su habitual uso de la hierba

por los hongos; se la pasaba de tarde en tarde en medio de los pastizales, con sus botas

pantaneras, golpeteando un viejo tambor, gesticulando una jerigonza comprensible solo

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para él, y encaminándose en pos de las tortas del elixir, como él los calificaba. Cuando

encontraba uno, soltaba un grito sordo y echaba a correr perdiéndose por entre los

yerbajos con su música a otra parte. Una mañana lo vimos danzando bajo una lluvia

torrencial al mejor estilo de un timbalero. Todos le implorábamos que por amor a Dios

se entrara, los truenos lo partirían. Y de un tajo se partió el ritmo de su tambor, al

juntarse sus manos alzadas con un rayo que lo abrazó en una sola llama. No hubo

necesidad de llamar a las quejumbrosas vecinas, ni a los negociantes de ataúdes ¡De tío

Pedro León, no quedaron ni las cenizas! En su lugar, allí, donde fue fulminado,

sembramos un árbol en su honor, ahora refugio de aves migratorias, cuervos, y de

Tobías, el loro de la familia.

III

Después del fallecimiento de mi tío, la abuela tomó una sorpresiva decisión.

—¡Mijo… ya es hora de que te conviertas en todo un varón!

—¿De qué hablas? —le respondí algo extrañado—, pensé que me llevaría donde las

putas como era la tradición familiar.

—Mañana entrarás a engrosar las filas de nuestro glorioso Ejército Nacional. —Dijo la

vieja en un tono severo y cortante.

—¡Pero abuela! —protesté emputado.

—¡Abuela, nada! Mientras vivas bajo este techo se hace lo que yo diga, y punto.

Un lunes en la mañana me vi vestido con traje militar y perfumado hasta el cuello. Al

rato llegó un camión del ejército por los nuevos reclutas. Al mando iba un tipejo

bajito, con un corte de cabello como si le hubieran descargado un hachazo en medio de

la cabeza y unos dientes color marfil que exhibía con orgullo. Todos fuimos embutidos

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como salchichas en el furgón, sin despedidas ni lacrimosos adioses. Al despedirme de la

abuela, vi por vez primera ese brillo en sus ojos, un brillo cargado de esperanzas,

ilusiones de grandeza y un optimismo a prueba de todo. Por fin vería un miembro de su

familia enfilarse por las sendas del honor, el respeto y los santos caminos del Señor. Lo

que no se pudo imaginar la pobre vieja fue que, unos meses después, su nietecito

falsificaría las firmas para los permisos de salida, le rompería el cogote a un sargento

que quiso pasárselas de listo, y se negaría a disparar su fusil en pleno combate. Ahora

soy acusado de alta traición; sometido a toda clase de vejámenes y pasado por una

veintena de calabozos.

No sé cómo me volé de mis captores y llegué a la capital en busca de mi madre, sin un

peso en el bolsillo, con el hambre pegada a las tripas, y con la esperanza de la abuela

hecha añicos. Sin embargo, dadas las circunstancias, dar con su paradero no fue tan

difícil como era de esperarse. Busqué en los distritos militares de la ciudad al cabo del

ejército con quién ella se había marchado. Por fortuna un sargento de cara agria como

el limón aseguró conocerlo y mirándome de soslayo anotó en un sucio papel la

dirección y me la entregó. La dirección me llevó al barrio La Concordia, ubicado a las

faldas del cerro Monserrate, de casas viejas, con sus techos de barro cocido y callejuelas

empedradas.

Al llegar, encontré lo que parecía un inquilinato, (una casa colonial con balcones y

ventanales de madera, con un gigante portón de entrada, corroído y astillado en su parte

inferior). Hice sonar el golpeador que pendía del portón. Por uno de los balcones

asomó la cabeza una mujer, de rostro ajado, voz gruesa, y vistiendo un delantal raído.

—¿Qué se le ofrece? —Al verme se disgustó y cerró la ventana de un golpe. Insistí.

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—Mire señor, los días de limosna ya pasaron. —Dijo.

—Señora se lo ruego, no vengo por limosna ni cosa que se le parezca, solo quiero saber

si se encuentra en esta residencia Matilde Buenaventura; ella es mi madre. —Tan

pronto pronuncié su nombre, la mujer entró en un mutismo momentáneo, cerró

nuevamente la ventana, y se escucharon unos pasos presurosos que se dirigieron

hacía el portón.

—¡Santo Dios! ¿Usted es Pacho, verdad? ¡Pero si es la misma estampa de Matilde!

—dijo consternada. Me invitó a seguir por un corredor de baldosas rojizas y paredes

descascaradas. Luego de pasar el umbral del corredor, entramos a una sala provista de

muebles viejos y un fuerte olor a humedad que envenenaba el aire.

—Siéntese, por favor—me dijo—, mientras le preparo una taza de café…

—Mijo, no entiendo —exclamó mientras yo bebía mi café—, ¿por qué viene a buscar a

su mamita precisamente aquí? ¿Acaso usted no está enterado de todo?

—¿Enterado de qué?

La mujer empezó a sudar. Noté que le temblaba la voz. Toda ella era un manojo de

nervios.

—Mire mi señora, lo que tenga que decir, dígalo ahora…

No pasé mucho tiempo en la casa de La Concordia, solo el estrictamente necesario para

que la mujer me contara al detalle lo sucedido con mamá; luego me lanzó su última

mirada en el marco de la puerta, acompañada de un gesto de manos, y esa carita que

suelen hacer las señoras cuando ven la tristeza asomarse en los rostros ajenos.

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IV

Después de caminar sin rumbo horas y horas, entré en un bar. El lugar era ruidoso,

envuelto en una nube de humo; todos en el interior parecían enloquecidos con el ruido

ensordecedor que salía de los altoparlantes. Una mujer con aire melancólico se acercó a

mi mesa.

—Hola, ¿le disgusta si me siento? —Me dijo con una sonrisa, y luego preguntó.

—¿Cómo se llama?

—Pacho… ¿Y usted?

—María… María Clara, para ser más exactos ¿Se puede saber dónde vive Pacho?

—En ninguna parte.

—¿Le resulta agradable vivir en ninguna parte?

—¿Me toma del pelo?

—Para nada… es que usted no tiene cara de ser de estos lados.

—¿De dónde cree que soy?

—Yo no sé… dígamelo usted.

—De muy lejos.

—¿Y Pacho de muy lejos, qué hace tan lejos de casa?

—¿Por qué le interesa saberlo?

—Simple curiosidad.

—Vengo en busca de mi madre. Hace años que no la veo.

—Entiendo ¿Ya la encontró?

—Más o menos.

—¿Por qué más o menos?

—Se encuentra recluida en una cárcel.

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—¡No me diga! ¿Qué hizo? Si no le molesta decirlo… claro.

—Mató a un cabo del ejército.

—¡Terrible! ¿Y conoce los motivos?

—No sé, pregúnteselo a ella.

—Mmmm… ¡Qué grosero!… seguro la golpearía, es algo muy común, lo sé por

experiencia propia. ¿Tiene tiempo, o anda de afán? —me indagó al tiempo que

levantaba su mano derecha formando una V con sus dedos en señal al mesero de dos

cervezas. Me costaba un trabajo escucharla; el alto volumen de la música hacía casi

imposible sostener una conversación, pero a ella no parecía incomodarle, y continuó

soltando las palabras, como si estuviese hablando con un viejo amigo.

—Una noche un tipo se me acercó —agregó María Clara mientras bebía un sorbo de

cerveza —, primero empezó con sus zalamerías; yo no me hice la difícil, me hallaba sin

un peso, no había comido bien en días y pues nada, el tipo me propuso sus cochinadas y

acepté. Después me planteó que fuéramos a un motel. Enseguida se compró una botella

de aguardiente y cuando estaba hincho de la perra, sin haberle dado motivo alguno, me

molió a los golpes. No bastándole con la golpiza, me metió su verga por el culo, no

ofrecí resistencia. —¡No me mire así, Pacho!—. Luego me exigió chupársela y accedí

gustosa, en esto soy una experta, me he chupado la mitad y media de las vergas que hay

en esta maldita ciudad. La froté en mis manos como batiendo chocolate, la escupí por

tres veces, la metí en mi boca mirándolo fijamente a los ojos, ¡Tenía unos ojos lindos!

¡Azules, azules! Él feliz, no parpadeaba ¡Jadeaba! Entrelacé sus manos con las mías,

—¡Para qué, lo estaba disfrutando!—, a esas alturas de las circunstancias ya me caía

bien el tipo. Permaneció excitado, sonriente, con la mirada pegada al techo; de repente

escuché una voz en mi interior que me decía: ¡Hazlo ya…!

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—¿Hacer qué? —Dije.

—Apretar su verga entre mis dientes y jalar con todas mis fuerzas.

—¿Usted lo hizo?

—¡Pero claro, después de la golpiza que me propinó ese hijueputa, era lo menos que

podía hacer!

—¡Uy! ¡Eso debe doler!

—¡Qué...! ¿Si duele?; el tipo se desplomó en seguida. Quedó tendido en el piso con los

ojos desorbitados y su verga sangrando a borbotones. Me vestí sin afanes, esculqué en

los bolsillos de su ropa: tenía un fajo de billetes, un reloj y una pulsera en plata. Metí

todo en mi bolso, me espolvoreé la nariz y, antes de salir, lo encendí a patadas.

—¡Uy, su merced es como peligrosita! —le dije sonriendo.

—¡No… para nada!

—¿Mujer, le puedo hacer una pregunta?

—Diga, no más.

—¿Se casaría conmigo?

—¿Apenas lo conozco hace cinco minutos y ya me propone matrimonio? ¿Qué le pasa?

¿Está loco?

V

María Clara había nacido en un hogar acomodado de la capital. En un instante

descubrimos que entre nosotros existía una gran afinidad: su padre, un ex coronel de la

policía, mi abuela una ferviente devota del ejercicio de la fuerza. Cursó sus estudios

como toda muchacha del promedio, siempre destacándose por su ironía, su sarcasmo y

su franca manera de hablar. Le encantaba el rock y fumar hierba como al tío Pedro

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León, salvo que había en ella un cierto dejo de nostalgia. A sus dieciséis años, su padre

la echaría de casa por marihuanera.

—Tú no vas a empañar el buen nombre de la familia —le dijo, mientras masticaba

un tabaco y le sacaba sus corotos a plena luz del día.

Quedé prendado a primera vista de sus rojizos cabellos, de sus redondos labios, de esos

melones blanditos que pendían de su pecho, y de su trasero, un par de mesetas para

explorar. Vestía de minifalda, zapatos bajos, una chaqueta color púrpura y cabello corto,

con un mechón que se deslizaba suavemente sobre su frente. —Se me antojaba algo

extravagante— pero ella exhibía su esbelta figura con gracia y picardía. Ganaba

algunos pesos tocando el bajo en aquel bar donde la encontré por primera vez; no lo

hacía mal, aunque su música sonara como estampida de yeguas.

Por aquel tiempo, sostuvimos una estricta relación matemática: yo la protegería de los

vagabundos y ella compartiría las pocas ganancias de cada tocata. Cansados de dormir

en las calles, optamos por construir un refugio en un solitario paraje ubicado en la

falda de la montaña a espaldas del tradicional Parque Nacional, entre pinos, eucaliptos,

vegetación nativa y una hermosa vista que abarcaba el largo y ancho de la ciudad.

Pronto se cansó de verme enfundado en mi vestimenta de pueblerino; se dio a la tarea de

conseguirme ropa, y en un santiamén, obedeciendo a caprichos ajenos a mi voluntad,

me vi vestido como para un carnaval.

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—¿Ve? ¡Ahora si parece todo un hippie! —se burlaba mirándome de reojo. Armó uno

de esos cigarros que solía fumar y me lo pasó.

—¡Tenga, fume, es delicioso!

—Nunca he fumado.

—No sea cobarde, fume.

Aspiré el humo del cigarro, empecé a toser y al rato echamos a reír sin medida.

—¡Ya, ya, deje la joda. Mañana vamos a robar al Fabio —Dice.

—¿Cuál Fabio?

—¡Cual va ser! ¡Pues el malparido de mi papá!

—¿Se enloqueció?

—Para nada… ese bellaco viejo, granuja, lacayo del Estado ¡Lo que es yo, lo dejo

andando en calzoncillos! —me decía mientras se abotonaba su chaqueta y sin más

preámbulos comenzó a escarbar en la fogata. Yo me preguntaba de dónde sacaba ella

esas extrañas palabras que me resultaban lejanas, incomprensibles. Luego entró en un

sueño que duró toda la noche. Pasé las siguientes horas contemplando el paisaje,

pensando en mi vieja, en mis tíos, en la abuela, los bocadillos, el repiqueteo de los

gallos, los baños en el río, mi cama, sobre todo mi cama…

—Párese pobretón, ya es hora —dijo extendiéndome una taza de café, y luego de un

puntapié, continuó —apresúrese—.

Bajamos por la ladera del parque rodeados de una espesa bruma, que teñía el ambiente

de un blanco lechoso, ella cantando, yo detrás como un perrito faldero, ella feliz, yo

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más preocupado que un hijueputa, ella saltando y bailando ¡Yo con unas ganas de

cagar! Llegamos a la carrera séptima, vía preferida por los bogotanos para ir de paseo,

de compras o simplemente entrar a ver una película en las salas de cine. A diestra y

siniestra deteníamos los transeúntes para pedirles monedas, con el pretexto de ser

viajeros en apuros. La gente nos miraba con algo de extrañeza, pero largaban las

monedas al ver la carita dulce y frágil de mi María. Al término de unas cuantas calles,

teníamos lo suficiente para comer algo donde Guadalupe, una anciana de cabello

enmarañado que acomodaba su toldo al respaldo de un edificio en ruinas y vendía

desayunos.

—Yo sé bien donde esconde su dinero. —Me dijo.

—¿Quién?

—¡Quien va ser! ¡Mi papá! ¡Pendejo!

Pensé que había desistido de esa loca idea, pero no ¡Jamás vi unos ojos más luminosos

y mas decididos como en aquella mañana de arepa y chocolate! Pagamos a la mujer y

desanduvimos los pasos por donde habíamos venido rumbo a Chapinero Alto, un

antiguo barrio de la ciudad donde vivían sus padres.

VI

María se sentó en el andén, sus ojos aguados hacían juego con el cielo azul de la

mañana. La noticia la dejó descompuesta. Su padre se había marchado hacía algunos

años, vendido la casa y dejado a guardar sus últimas pertenencias donde una vecina (una

maleta de viajero con ropa sucia, unos libros roídos por las polillas y una carta que su

mamá le había dejado).

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—¡Maldito viejo… ésta casa también era mía, no tenía ningún derecho a venderla! —

dijo.

—¿Pacho… cuánto nos quedó de dinero?

—No sé. ¿Por qué?

—Porque me pienso emborrachar —me dijo, al tiempo que se restregaba los mocos y

las lágrimas con su antebrazo.

—¿No es muy temprano para eso? —dije yo.

—¡Usted se calla!

Ese día no fue la primera ni la única colosal borrachera. Los días siguientes no hicimos

más que beber y beber hasta perder la noción del tiempo, de su vacuidad, de la

fragilidad del cuerpo que se deshace con el uso y el abuso. La gente ya no largaba las

monedas con la generosidad pasmosa de días atrás; ahora miraban con desconfianza

unas caras adustas, unos labios resecos, se daban media vuelta, y nos dejaban con las

manos estiradas, hablando solos en medio de la calle.

Sentados en una butaca del parque de Los Periodistas, con los estómagos rezongando

del hambre, vimos pasar en dos patas nuestro desayuno. Tenía barba de chivo, al

parecer se tomaba juicioso la sopita porque era regordete, llevaba puesto una gabardina

color beige, unos zapatos bien lustrados, y ¡Una cara de güevón! Ella lo detendría con

su sonrisa de niña, mientras yo por la espalda le apretaría el pescuezo y le sacaríamos

hasta el último centavo. Por suerte, el regordete viejo tampoco había desayunado ese

día; o si no la golpiza que habríamos recibido hubiera sido de grandes proporciones.

Luego de golpearnos, llamó a la policía. La gente que se había acercado para observar

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lo que ocurría, prestó de buena gana su concurso para abuchearnos con toda clase de

insultos, después fuimos metidos en la patrulla de la policía, y posteriormente

encarcelados en un socavón maloliente durante setenta y dos horas, sin derecho a

comida ni bebida.

Luego del carcelazo, regresamos al refugio, muertos del hambre y la sed, y con esa

sensación de impotencia ante una aciaga realidad.

—¿María, por qué no lee la carta que le dejó su mamá?

—No me siento con ánimos para eso.

—¿Quiere que la lea yo?

—Bueno.

Tomé la carta y la leí.

Bogotá. DC, Mayo de 19…

María, mi pequeña niña, cómo me duele ver que las cosas hayan terminado de esta

manera, pero ya conoces a tu padre, es un viejo intransigente, espero no lo odies por ser

tan rudo contigo, no es un mal hombre, él cree estar haciendo lo correcto.

Por mi parte te cuento que los médicos no me dan muchas esperanzas, aunque eso no

sea mi mayor preocupación. Lo que realmente me martiriza es no saber dónde te

encuentras, si estás bien, qué haces, dónde pasas los días; mis noches son insoportables

pensando en esas cosas.

Mi niña hermosa, no sé si la fortuna me alcance para aguardar tu regreso, por eso

escribo estas líneas.

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Mi Mari, ve donde don Arturo, el gerente del Banco, tú lo conoces, él sabrá orientarte

en los asuntos legales con el fideicomiso que dejé para ti, te será de ayuda, espero sepas

hacer un buen uso de él. Cuando puedas, llámame; sabes bien donde encontrarme, no

me mantengas en esta zozobra.

Con cariño,

Mamá

—Pachito ¡Mi madre acaba de salvarme la vida! —exclamó en una explosión de alegría,

dando tumbos, saltando, gritando como loca. Verla en ese repentino estado de ánimo me

causó risa. Luego tiró a la fogata, una por una, todas sus pertenencias y también las

mías. Quizá buscaba deshacerse de ese reciente pasado, un pasado atado a una cadena

de sucesos que odió desde el primer momento que puso un pie fuera de casa. El fuego se

alzó vigoroso, con sus centelleos azules, dejando al descubierto los días de desvelo, las

golpizas recibidas, los desengaños y todos los falos que María acarició y masticó para

ahuyentar el hambre. Todo ardió en una clara y fría noche bogotana.

VII

La suma de dinero del fideicomiso no era nada despreciable. Con una parte de él

remodelamos el refugio. Compramos ocho vigas de madera, plástico, puntillas, lazos, y

herramientas. Fueron dos semanas de arduo trabajo, apoyados por los compinches de la

banda donde ella tocaba. La inspiración fueron los tipis (una construcción típica de los

indios americanos, muy práctica por cierto) de forma conoidal, con su punta en lo alto

mirando al cielo, un espacio circular interior lo bastante amplio como para albergar

unas seis personas. Le fabricamos una pequeña puerta en madera, batiente para hacer

más fácil el acceso. Lo amueblamos con una improvisada cama, edredones, una estufa a

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gas de camping, algunos utensilios de cocina, baldes para recoger las aguas lluvias, y,

por supuesto todos los trastos que se van acumulando casi por inercia. No salíamos de

la montaña, y si lo hacíamos era tan solo para ir de compras. Los amigos iban y venían

al tañido de los tambores. Pronto se convirtió en el hogar de paso de poetas, pintores,

músicos, teatreros, saltimbanquis, escritores y todos los marihuaneros de barrio.

Aprendí más literatura, cine y artes en ese breve tiempo que en el resto de mis días.

María se veía feliz, radiante, segura de sí misma, con una presunción que desbordaba

sus apetitos sexuales; no hubo quien no conociera sus delicadas curvilíneas, sus melones

blanditos y su par de mesetas para mí hasta el momento inexploradas. En las noches de

luna llena, recitaba extensos trozos de las obras de William Shakespeare, sus favoritas.

Una tarde de abril, decidimos salir de nuestro cambuche para ver una cinta, Woodstock.

Se trataba de un documental que daba cuenta de un multitudinario encuentro de

juventudes norteamericanas, y que celebró tres días de paz y música en compañía de los

más grandes exponentes del rock de los años sesentas. La proyección la pasarían para

ese día en el teatro Americano. Al llegar, la gente estaba aglomerada haciendo fila

recostada a un costado de las puertas de ingreso hablando alegremente. La capacidad del

lugar no daba abasto para todo ese mundo de peludos venidos de todas partes. Hacía una

tarde lluviosa (en abril llueve casi todos los días). De pronto, escuchamos un golpe seco

y vimos cómo se desplomaron las puertas de entrada al teatro. —Marica, todos se están

colando —me dijo María, pellizcando una de mis nalgas. Luego corrimos en medio de

la estampida que se abría paso a trancazos, pasando por encima de las puertas hacia el

interior de la sala, felices de no pagar un peso. En segundos, nadie quedó en las largas

filas, todos nos hallábamos sentados, dándole fuego a los primeros porros de

marihuana y pasando las botellas de licor de mano en mano. Una voz estentórea, salida

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de los altoparlantes dijo: —La administración se reserva el derecho de no proyectar la

cinta, debido al no pago de la boletería—. Primero hubo un prolongado silencio, nadie

al parecer creía la seriedad del anuncio. Los minutos fueron pasando, los ánimos

exacerbando, rechifla va, rechifla viene, la gente comenzó a desesperarse, y de repente

las botellas de licor empezaron a volar por los aires. La pantalla gigante, blanca, de tela

reluciente, que teníamos al frete, terminó rota a cuchillazos. Gente con la cabeza rajada,

bañada en sangre, aquí y allá. María aferrada a mi brazo. Los gases lacrimógenos,

disparados por la policía llenaron el ambiente de una humareda ácida. Las patrullas

policiales, ubicadas en las calles aledañas al Americano, atentas para capturar a los

drogados. Al salir, todos corríamos sin saber a dónde, asfixiados por los gases,

recibiendo golpe tras golpe. Ella y yo, en un arranque de supervivencia, echamos a

correr por una bocacalle, sin mirar atrás.

—¡Marica, qué susto más hijueputa! — Me dijo.

—¡Si fuera solo el susto! Tengo rota la cabeza y un ojo negro ¿no ve? —Me lanzó una

mirada desde sus ojos claros y soltó una carcajada.

Después de caminar por dos horas, empezamos el ascenso a la montaña, cansados,

magullados, aburridos, pero con la convicción inequívoca de ser esa la vida que

habíamos elegido. Al llegar al refugio, nos sorprendió ver el lugar vacío; los ladrones

se habían llevado todo. María se tomó del cabello, se postró en tierra y no quiso durante

horas pronunciar palabra. Observé de nuevo la ciudad con sus miles de lucecitas que se

perdían en el horizonte. Pensé en mi madre y al pensar en ella, su imagen surgió ante

mis ojos como una epifanía. La vi saliendo de su cuarto, vistiendo su negro camisón de

dormir, caminar por el umbral del corredor de paredes descascaradas, llegar a la sala,

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sentarse en un viejo sillón y comenzar a cepillar sus largos cabellos. Oí cuando se

abrieron las puertas de las otras habitaciones del inquilinato, el murmullo de las

comadres asomando sus cabezas con el rostro pálido, el sonido de una ambulancia que

crepitaba abriéndose paso por entre las calles, los golpes en el portón de entrada, los

pasos presurosos de unos enfermeros por el corredor, luego los mismos pasos saliendo

de la casa, sacando el cuerpo de un cabo del ejército con los pies por delante, con un

balazo entre ceja y ceja.

—¡Pacho! ¿Qué le pasa? ¿Se embobó?

—¿Ah?… ¿qué…? ¡Nada! ¡Nada!

—Venga, baile conmigo.

—No es momento para bailes.

—¡No sea flojo!

—No quiero ¡en serio! la noche está muy fría.

—¡Venga, le digo!

María me tomó de las manos, fijando su mirada en la mía. En mi vida había visto una

mirada más voraz e inagotable. Creo que la mezcla de drogas surtió su efecto en mí,

porque empecé a danzar con libertad. Ella, al ritmo de sus propios pasos, soltó los

botones de su blusa. —Acérquese Pacho, siéntalas; son calienticas—. Luego me dijo

que le besara el cuello; le besé también el lóbulo de su oreja, deslizando mi boca por

sus mejillas rosaditas hasta someter sus redondos labios a los míos. Abrió la bragueta

de mi pantalón e introdujo su mano fría. Tomó mi falo y lo frotó cadenciosamente.

Yo la seguía en todo. Hice pequeños círculos con mis dedos en su ombligo, los deslicé

despacio hasta que se perdieron en el centro de su vello púbico y escuché sus sollozos,

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su respiración ágil como un río. Nos dejamos caer sobre el césped, alcé su falda a la

altura de la entrepierna y de un solo tirón solté sus bragas; por primera vez la penetraba,

temblando de excitación —es calientico allí adentro. —Pensé. —¡Hágalo con calma

Pacho, sin premura! —Sus besos eran acaramelados. Hundí mis narices en sus tetas.

María alzó los ojos, y, al hacerlo, dirigió su mirada hacía la luna, esa luna que se

empinaba detrás de la montaña, coqueta, caprichosa, la misma que otras veces me

guiñara los ojos y dijera: —cuando llegue el momento, Pacho, duro con ella matador—.

María gritó, Pacho gritó, juntos gritamos al unísono, rompiendo el silencio de la noche.

VIII

El último día que pasamos juntos en el refugio fue el de nuestro matrimonio. Decidimos

que ese lugar era mágico para nuestras pretensiones y si nos casábamos allí

obtendríamos su protección.

Los invitados llegaron muy puntuales. Hacía una tarde plena de sol. El verde de la

montaña se vio en segundos matizado por los colores de los atuendos, el sonido de los

tambores y el olor aromatizante de la marihuana que circulaba de boca en boca. María

lucía un traje color magenta, holgado y de mangas largas con encajes; chaleco en cuero,

largos collares de semillas y su rostro cubierto por un velo de seda que le confería un

aire de santidad que jamás creí ver en ella. Por mi parte, vestía de jeans, una camiseta

multicolor que me daba a las rodillas, sandalias y sombrero. Se formó un círculo en

rededor nuestro. En el centro estábamos los dos, tomados de la mano, para

comprometernos en público a pasar una vida juntos. Ella fue la primera en hablar y alzó

su menuda voz para que todos la escucharan con claridad.

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—Mi querido amigo y futuro compañero de luchas. No se haga ilusiones que al casarme

con usted estoy obligada a lavar sus calzoncillos cagados ¡Ni más faltaba! Tampoco

piense que estoy dispuesta a tolerar malos tratos, porque se la rajo de un mordisco. Me

importa un pepino si algún día se le antoja acostarse con amantes, putas, o maricas. Lo

que deseo cuando esté a mi lado es que me haga sentir verdaderamente una mujer, que

sepa entender cuando me hallo en mis días, que me acompañe en los buenos y malos

ratos, que tolere mis arrebatos sin llegar a la hipocresía, y siempre, por encima de todo,

reclamo su franqueza. No quiero su compasión cuando me halle enferma, con

acompañarme al médico es suficiente. Si se cansa de estar a mi lado, no me lo diga, sólo

coja sus cosas y váyase a donde se le de la regalada gana; yo sabré entender. Y si estas

condiciones no le sirven, se puede ir por donde llegó. ¡Ah!, y por último, para

emprender esta nueva manera de relacionarnos, sólo deseo su complicidad.

—Mi querida amiga y ahora compañera de luchas —respondí— No anhelo más caricias

que las suyas. Tampoco pretendo domarla, y dudo mucho que alguien jamás lo logre.

Deseo que su vida y la mía compartan un mismo sendero y pueda permanecer yo, a su

lado, hasta que este cuerpo aguante. ¡Ah!, y por último, solo aspiro a que mi vida no

siga siendo a su lado una lluvia de denuestos.

IX

Durante el tiempo que permaneció mi madre privada de su libertad, jamás dejé de

visitarla, jamás le reproché el haberse marchado, o el haber hecho lo que hizo.

Comprendí de sobra sus motivos.

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Ella pasaba sus horas entre paredes de cal. Desayunaba el mismo pan cada día.

Deambulaba tras sus huellas de un extremo del patio al otro. La única rendija de libertad

que tuvo, era “ese pequeño toldo azul al que los presos llaman cielo”.

Madre ocultaba su tristeza en cada encuentro. Siempre tenía una sonrisa generosa para

mí, yo a cambio le llevaba bocadillos de frutas ¡Le encantaban! Ella mataba el tiempo

trapeando pisos, lavando ropas, sirviendo en la cocina. No soportaba estarse

quieta. Cuando yo llegaba a visitarla, tendía sobre la mesa para mí, un par de medias,

tejidas con sus propias manos.

Al entrar a la cárcel, madre no sabía leer ni escribir, así que aprovechamos muchos días

de visitas para enseñarle. Terminó escribiendo con impecable caligrafía su oración

preferida: “¡Este mundo es una mierda!”

El encierro por más de veintiún años, —por desgracia para mamá—, llevando una vida

precaria y estéril, pareció aumentar su resentimiento y su desgano por vivir.

El día en que ella falleció, las internas del presidio le organizaron una alegre despedida.

Así lo quiso: sin rezos de barro ni hipócritas lisonjas. Los travestis de mis tíos, —una

mezcla de vejez y juventud renovada a punta de sortilegios— llegaron puntuales al

funeral, emperifollados con indumentarias muy femeninas, cabello con alto volumen y

un maquillaje bien marcado. En un abrir y cerrar de ojos se hicieron amigos de las

internas, armaron un improvisado salón de belleza, y fue tal la algarabía que madre

quedó nuevamente olvidada en un solitario rincón de la cárcel. El carro fúnebre partió

del penal rumbo al cementerio pasadas las cinco de la tarde. Mis tíos, María, nuestros

hijos y yo, fuimos enviados en un destartalado autobús. Un cielo encapotado cubría los

cerros de la ciudad. Los truenos que oímos alguna vez en la partida del tío Pedro León,

ahora restallaron para dar su último adiós a Matilde Buenaventura.

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X

¿Madre, tú crees que valió la pena? Mírame, no estás sola. La justicia no está para los

que viven a la orilla del camino. Sé fuerte, ya eres abuela de dos hermosos mellizos, se

llaman Paul y Sofía. No te rindas. Los tíos vendrán a verte. No llores, vuelvo en ocho

días. Tú no tienes culpa alguna. La abuela vivió y murió en su ley, no te aflijas ni te des

golpes de pecho. Vístete de blanco, y deja que los muertos entierren a sus muertos. El

tiempo vuela, pronto saldrás y verás la luz del día con otros ojos. Ponte bonita como en

los años de tu juventud. Cuídate esa tos. No fumes. ¡Mira, estos son Paul y Sofía! Ella

es María, tu nuera. ¿Te has tomado la medicina? Sé juiciosa con eso. ¡No quieras

dejarme otra vez!, ¡No pretenda partir de nuevo, no lo tolero! Del otro lado del río no

hay visitas.

XI

—¡Don Pacho! ¡Don Pacho!

—¿Mmm… qué pasa?

—Se quedó dormido.

—Discúlpeme, es que a esta edad…

—Descuide. ¿Desea que le ayude transcribiendo yo, directamente de su diario, o me

sigue dictando?

—Le sigo dictando.

En el asilo, del otro lado del zaguán, donde se apilan las mesas para el desayuno, dos

mujeres descansando plácidamente en sus poltronas.

—¡María… mija… despierte!

—¿Qué pasa?

—Mira a su vejete del Pacho coqueteando nuevamente con la enfermera.

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—Espera…

La mujer toma sus viejos anteojos y observa la imagen que tiene al frente. Pacho y la

enfermera en una plática bastante entretenida.

—¡Ah!... ¡Viejo condenado! ¡Rata de siete patas! Pero me va oír…

—¡Espera María! ¡Espera a ver que hacen!

—Esperar, ni qué mierda. ¡Pachoooo…!

FIN