domingo vigésimo tercero del tiempo ordinario

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DOMINGO VIGÉSIMO TERCERO DEL TIEMPO ORDINARIO Hermanos, escuchamos en el evangelio la narración de la curación que Jesús hizo de un sordo que, además, apenas podía hablar. El milagro, enfatiza Marcos, sucedió en un territorio no judío: Tiro, una región extranjera o, según la comprensión judía, una tierra pagana. Casi todos los milagros que se narran en los evangelios tienen un mismo esquema: 1° Se expone la situación del enfermo; 2° Viene petición de curación; 3° El taumaturgo actúa; 4° Se constata la curación; y 5° se cierra el relato con las expresiones de admiración de los testigos. Así sucede, en términos generales, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. El episodio del evangelio de este domingo se ajusta perfectamente a este esquema. Pero, démonos cuenta de una cosa: El encuentro de Jesús con el sordo rebosa la petición inicial que habían hecho quienes lo habían llevado. Ellos querían simplemente que Jesús «le impusiera las manos». Ocurre algo más. Dice el evangelio que Jesús: «aparta al sordo de la multitud» y en este escenario de «cercanía individual» realiza unas acciones simbólicas: «le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua». Hasta allí, cualquiera podría pensar que se trataba de una simple curación mágica, como solían hacer muchos «curanderos populares» en tiempos de Jesús. Pero lo que hace diferente este signo es lo que dice el evangelio que sucedió después: «Mirando al cielo,

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DOMINGO VIGÉSIMO TERCERO DEL TIEMPO ORDINARIO

Hermanos, escuchamos en el evangelio la narración de la curación que Jesús hizo de un sordo que, además, apenas podía hablar. El milagro, enfatiza Marcos, sucedió en un territorio no judío: Tiro, una región extranjera o, según la comprensión judía, una tierra pagana.

Casi todos los milagros que se narran en los evangelios tienen un mismo esquema: 1° Se expone la situación del enfermo; 2° Viene petición de curación; 3° El taumaturgo actúa; 4° Se constata la curación; y 5° se cierra el relato con las expresiones de admiración de los testigos. Así sucede, en términos generales, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. El episodio del evangelio de este domingo se ajusta perfectamente a este esquema.

Pero, démonos cuenta de una cosa: El encuentro de Jesús con el sordo rebosa la petición inicial que habían hecho quienes lo habían llevado. Ellos querían simplemente que Jesús «le impusiera las manos». Ocurre algo más. Dice el evangelio que Jesús: «aparta al sordo de la multitud» y en este escenario de «cercanía individual» realiza unas acciones simbólicas: «le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua». Hasta allí, cualquiera podría pensar que se trataba de una simple curación mágica, como solían hacer muchos «curanderos populares» en tiempos de Jesús. Pero lo que hace diferente este signo es lo que dice el evangelio que sucedió después: «Mirando al cielo, Jesús suspiró y le dijo: “Effetá”, esto es, “ábrete”». No se trata de una curación mágica o supersticiosa, es Dios, el Padre, que, por medio de Jesús, devuelve la audición a este hombre, insisto, no judío, un extranjero. Y el relato al decir que Jesús «suspiró» está evocando, como es costumbre en los evangelistas, el soplo de Dios sobre Adán en el relato de la creación.

Es precisamente en esto último que reside, a mi modo de ver, la centralidad del evangelio que estamos meditando. En realidad, toda esta narración lo que nos está presentando es

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la nueva creación que Jesús realiza con sus manos –gestos como acercar, tocar, abrir, remojar, desatar–, nos ponen de cara a una situación fundamental: «Jesús recrea al ser humano». Y esto, hermanos, es sencillamente la misión concreta de Jesús, lo que vino a realizar en medio de la humanidad: Hacer todas las cosas nuevas por medio de su evangelio. El signo de devolverle la audición al sordo no es otra cosa, decían los Padres, y concretamente san Ambrosio de Milán en De sacramentis, que la síntesis de todo cuanto Jesús vino a hacer en medio de nosotros. La religiosidad judía estaba enrarecida, esto es, se había hecho densa e invivible por el cúmulo de preceptos y rigorismos morales que, concretamente, los dirigentes religiosos habían ido introduciendo. La Ley, dada por Dios, devino en ley de hombres. Y entonces, tal como lo describe el profeta Isaías en la primera lectura, y la mayoría de profetas del Antiguo Testamento, Israel estaba «sordo» y lengua «muda» indicando con ello la cerrazón y la resistencia del pueblo a su Dios. De ahí la insistencia del profeta: «Sordos, escuchad y oíd». Jesús destapó los oídos del Pueblo.

Ahora bien, como se trata, no solo de reconocer que esta Palabra es importante, sino (y sobre todo) útil para nuestra vida concreta es preciso pensar cómo hacer operativo lo que escuchamos. Esto qué tendría que ver con nosotros.

Vive sordo al evangelio de Cristo quien reduce su experiencia de fe al cumplimiento estricto de normas, a prácticas piadosas o rigorismo de índoles moral. No solo es sordo, sino extremadamente parecido a los fariseos y maestros de la ley que, tanto criticó Jesús por su hipocresía: «¡Ay de ustedes, maestros de la ley y fariseos, hipócritas! Les cierran a los demás el reino de los cielos, y ni entran ustedes ni dejan entrar a los que intentan» (Mt 23, 13). No por mucho contacto con lo sagrado alguien puede decirse auténtico cristiano. Jesús no era un legislador religioso, si lo eran los dirigentes religiosos judíos. El único precepto que nos dejó Jesús en el evangelio se resume en el amor en su doble vía: a

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Dios y al prójimo. Porque siempre es incompleta la fe que prescinde de la relación con los demás, pues «si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso». La prueba que mide el talante de autenticidad y falsedad de mi experiencia con Dios nunca será cuantas horas pase en el oratorio, cuantas prácticas o devociones piadosas realice, cuantas películas de santos vea, etc., sino la calidad de relaciones interpersonales que yo establezca. La manera concreta cómo yo trate a quien me rodea. La manera cómo acepte las diferencias y deje a un lado el deseo de imposición de mis propios criterios. Las veces que sea capaz de quitarme las sandalias en el terreno sagrado del otro. En eso se sintetiza todo el evangelio: el amor a Dios, verificado, y vivido en el amor, aunque cueste, a los demás. Incluso a los lejanos: recordemos que el sordo que curó Jesús era de los «lejanos» no judíos, extranjeros. El mérito está entonces en amar también, y a pesar de mí mismo, a los que son radicalmente diferentes a mí y que me incomodan. En el cristianismo auténtico no debe haber más que eso. Lo demás, puede ser muy importante, pero no es esencial. La esencia radica en el amor, real y efectivo, no el puro sentimiento. En últimas, sinceramente quien hace densa y pesada la vivencia de fe somos nosotros, imponiéndonos mutuamente cargas pesadas y adendas innecesarias. Agregándole al cristianismo normas y sobre todo moralismos y normas que juzgan el comportamiento de los demás. Y es así cuando sobreviene la sordera y la incapacidad para hablar.

Hermanos, compartamos ahora la mesa eucarística, alimentémonos de su cuerpo y su sangre, y permitamos que Jesús abra nuestros oídos. Así, nuestra vivencia de la fe será creíble.