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Detrás de la máscara del reconocimiento

Detrás de la máscara del reconocimiento Defendiendo el territorio y la autonomía indígena en Cxab Wala Kiwe (Jambaló, Colombia)

© Editorial Universidad del Cauca, 2012© Joris J. van de Sandt© Del prólogo Baç Ukwe Kiwe: los autores

Título original:Sandt, Joris J. van de (2007)Behind the mask of recognitionDefending autonomy and comunal resource management in indigenous resguardos, ColombiaPhD Thesis, University of AmsterdamGildeprint Drukkerijen, Enschede

Primera edición en castellanoMayo de 2012Editorial Universidad del CaucaCasa Mosquera Calle 3 No. 5-14Popayán, Colombia

Diseño de cubiertas Ruud van Dorst

Fotografía cubierta delantera Adelina Cuetia cosechando fríjol en una finca de la vereda Loma Redonda (zona baja). Joris van de Sandt

Fotografía cubierta trasera Enrique Pechucue en la lectura del libro realizada por Jairo Tocancipá Falla, vereda Guayope (zona alta)

Diseño y diagramación Éder Jesús MuñozCarlos Andrés Ocampo

Edición y corrección de estilo Pablo Hernando ClavijoElvira Alejandra Quintero Hincapié

Traducción Jairo Tocancipá-Falla, antropólogoGrupo de Estudios Sociales Comparativos – GESCUniversidad del Cauca

Editor General de Publicaciones Axel Rojas

La investigación fue realizada con el apoyo financiero de Incentive Action Legal Research (NWO/SARO) y Nether-lands Foundation for the Advancement of Tropical Research (NWO/WOTRO)

La traducción y difusión de esta publicación contó con el auspicio de la Embajada del Reino de los Países Bajos y del Fondo de Pluralismo Jurídico de la Universidad de Ámsterdam

La impresión de esta publicación contó con el apoyo de la Vicerrectoría de Investigaciones de la Universidad del Cauca

ISBN: 978-958-732-104-3

Impreso en Taller Editorial Universidad del Cauca Impreso en Popayán, Cauca, Colombia. Printed in Colombia

A todos los pobladores de Jambaló

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Contenido

Lista de imágenes .......................................................................................................................Acrónimos ......................................................................................................................................Agradecimientos .........................................................................................................................Nota del traductor ......................................................................................................................Prólogo a la edición en castellano .......................................................................................Baç Ukwe Kiwe - Prólogo desde el territorio nasa de Jambaló ...............................

1. Introducción .............................................................................................................................Resurgencia indígena, políticas de reconocimiento y multiculturalismo

neoliberal .......................................................................................................................El nuevo despertar de los indígenas .......................................................

Organizaciones indígenas en los años noventa y signos de

reconocimiento ..........................................................................................

Activismo bajo el neoliberalismo ...........................................................

Autonomía indígena ...................................................................................................

Preceptos normativos sobre la autodeterminación y la autonomía ...

Sistemas latinoamericanos de autonomía constitucional para

pueblos indígenas ......................................................................................

La autonomía como proceso histórico ...................................................

Territorialidad indígena y manejo comunal de recursos naturales ...............

Metodología ..................................................................................................................

Estructura del libro .....................................................................................................

2. Territorialidad páez a través del tiempo y el espacio ...........................................El cacicazgo precolombino y la invasión española .............................................

El surgimiento de nuevos caciques y los resguardos paeces .............................

La demarcación de Jambaló y las luchas jurídicas coloniales .........................

Independencia y legislación indígena temprana .................................................

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Guerras civiles y surgimiento de los caciques sin cacicazgos ..........................

Quina, resguardos y tierras públicas ......................................................................

Ley 89 de 1890 ..............................................................................................................

Manuel Quintín Lame y “La Quintinada” ...........................................................

El Cauca indígena después de La Quintinada .....................................................

3. La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló .....La Reforma Agraria y la lucha indígena por la tierra .......................................

Los títulos de Juan Tama y la recuperación de Zumbico .................................

El despertar de la conciencia en las haciendas de terraje .................................

Resistencia indígena y la intervención del Incora ..............................................

La fundación del CRIC y el Acta de Bogotá ........................................................

La recuperación del cabildo y las negociaciones desalentadoras ....................

Contactos con la ANUC y consolidación del CRIC ...........................................

Primeras ocupaciones de tierras en la zona media .............................................

Represión en Loma Redonda – Primeras recuperaciones exitosas ................

Las empresas comunitarias del Incora vs. la organización económica

comunitaria ...................................................................................................................

La crisis interna del CRIC y el Encuentro de Barondillo .................................

Relaciones con Guambía y la promulgación del Derecho Mayor ...................

El Estatuto de Seguridad Nacional y la Marcha de Gobernadores ................

La culminación de la lucha de la tierra en Loma Gorda y Alta Cruz ...........

La visita del presidente Belisario Betancur y el reconocimiento final ..........

4. El manejo comunal de recursos en Jambaló ............................................................Manejo comunal de recursos en la zona alta ......................................................

Historia de la apropiación y uso de la tierra .........................................

Paisaje de retazos de parcelas individuales familiares .......................

La organización social y la vereda .........................................................

Sistema de tenencia comunal de la tierra y otros recursos .................

Derechos de usufructo sobre la tierra ...............................

Limitaciones y alcances de los derechos de usufructo ...

Adquisición de los derechos de usufructo .........................

Herencia de los derechos de usufructo ..............................

La administración económica bajo nuevas realidades: la escasez de

tierra .............................................................................................................

Manejo comunal de recursos en la zona media – La empresa comunitaria

de Chimicueto ..............................................................................................................

Historia de la apropiación y uso de la tierra .........................................

Actividades de uso de la tierra y manejo de recursos en Chimicueto

Agricultura de subsistencia .................................................

Agricultura comercial ...........................................................

Agricultura en tierras parceladas individualmente ..............................

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Contradicciones internas en las empresas comunitarias ....................

Distribución desigual de la tierra ......................................

Problemas de organización: formas antagónicas de

producción , y objetivos y criterios poco claros ..............

Competencia entre la autoridad del cabildo y la autoridad de la

empresa .......................................................................................................

Manejo comunal de recursos en la zona baja, con particular referencia a

Loma Redonda y El Porvenir ...................................................................................

Historia de la apropiación y uso de la tierra .........................................

Reestructuración y saneamiento de la zona baja .................................

Las fincas del cabildo ...............................................................................

Funcionamiento y lógica ......................................................

Uso de la tierra en las fincas del cabildo ..........................

Conversión de títulos ................................................................................

Minifundio extremo ..................................................................................

5. Gobierno nasa y economía comunitaria indígena ..................................................“¿Cuál es la economía que queremos?” – Crisis interna ...................................

La herencia del padre Álvaro Ulcué y el Proyecto Global ................................

Primeros proyectos productivos y llegada de los cultivos ilícitos ....................

Participación en los ingresos corrientes de la Nación y conquista de la

alcaldía ...........................................................................................................................

Consecuencias de la expansión de los cultivos de amapola y coca – Una

nueva perspectiva sobre los cultivos ilícitos ..........................................................

El estudio socioeconómico y el intento de reordenamiento territorial

interno ............................................................................................................................

Análisis de los proyectos asociativos pasados y la reforma administrativa ...

El proyecto de huerta familiar (tul) y visiones de una economía indígena ...

Dos visiones sobre ‘lo comunitario’ ........................................................................

6. Enfrentando los problemas originados en ‘el mundo de abajo’ .......................Consulta popular contra el libre comercio – un estilo indígena de

democracia directa ......................................................................................................

Nuevas ocupaciones de tierras en el norte del Cauca ........................................

7. Consideraciones finales .......................................................................................................Recapitulación .............................................................................................................

La tierra, los recursos y la lucha por la autonomía nasa ..................................

Continuidad y cambio en los sistemas de autonomía, y luchas indígenas ...

Anexos ............................................................................................................................

Referencias ....................................................................................................................

Sobre el autor ...............................................................................................................................

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Figuras Figura 1. Diagrama de una empresa comunitaria (EC) ...................

Fotos Foto 1. Manuel Quintín Lame ........................................................... Foto 2. “Armas” nasa (palos) para defenderse de los “pájaros” ... Foto 3. Familia nasa en labores agrícolas ....................................... Foto 4. Posesión del cabildo y del alcalde de Jambaló ..................... Foto 5. Hacienda Japio, Caloto. Manifestantes frente a policías .. Foto 6. Páramo de Moras, Jambaló, Monte Redondo .......................

Mapas Mapa 1. Territorio páez (nasa) en el departamento del Cauca, Colombia ............................................................................... Mapa 2.1a. Cacicazgos indígenas, 1540 .......................................... Mapa 2.1b. Cacicazgos paeces, 1710 ................................................ Mapa 2.2. Cacicazgo de Pitayó, 1720 .............................................. Mapa 3. Zonas del resguardo de Jambaló ....................................... Mapa 4. Resguardo de Jambaló, detallado .....................................

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Lista de imágenes

Acrónimos

ACIN Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del CaucaAICO Asociación de Autoridades Indígenas de Colombia (inicial-

mente MAISO)ANUC Asociación Nacional de Usuarios Campesinos

ASI Alianza Social IndígenaATLC Área de Tratado de Libre Comercio

Atpdea Ley de Preferencias Arancelarias Andinas y de Erradicación de Drogas (siglas en inglés de Andean Trade Promotion and Drug Eradication Act.)

Cecidic Centro para la Educación, Capacitación e Investigación para el Desarrollo Integrado Comunitario

CIAN Centro Indígena de Investigación AgroambientalCNU Cátedra Nasa Unesco

CRAC Comité Regional Agropecuario del CaucaCMI Consejo Mundial de Iglesias

CRIC Consejo Regional Indígena del CaucaDAI División de Asuntos Indígenas, Ministerio de Gobierno

DANE Departamento Administrativo Nacional de EstadísticaDNP Departamento Nacional de Planeación

EC Empresa ComunitariaEcofondo Consorcio de ONG ambientales de Colombia

ELN Ejército de Liberación NacionalFanal Federación Agraria Nacional

FARC Fuerzas Armadas Revolucionarias de ColombiaFedecafé Federación de Caficultores de ColombiaFedegán Federación de Ganaderos

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Fresagro Frente Social Agrario, organización independiente campesina/sindical

FMI Fondo Monetario InternacionalFRI Fondo Rotatorio Indígena

IGAC Instituto Geográfico Agustín CodazziIncoder Instituto Colombiano para el Desarrollo Rural

Incora Instituto Colombiano de Reforma Agraria (ahora Incoder: Instituto Colombiano para el Desarrollo Rural)

JAC Junta de Acción ComunalM-19 Movimiento 19 de Abril

Maiso Movimiento de Autoridades Indígenas del Suroccidente (ahora AICO)

MAQL Movimiento Armado Quintín LameOIT Organización Internacional del Trabajo

ONIC Organización Nacional Indígena de ColombiaPlante Plan Nacional de Desarrollo AlternativoPMA Programa Mundial de Alimentos, de las Naciones UnidasPNR Plan Nacional de Rehabilitación

PNUD Programa de las Naciones Unidas para el DesarrolloProdein Programa Nacional para el Desarrollo de las Comunidades

IndígenasSENA Servicio Nacional de Aprendizaje

TLC Tratado de Libre ComercioUAF Unidades Agrícolas Familiares

UAMF Unidades Agrícolas Multi-FamiliaresUmata Unidad Municipal de Asistencia Técnica Agropecuaria

UTC Unión de Trabajadores de Colombia

Agradecimientos

Mis agradecimientos al pueblo y a las comunidades del territorio de Jambaló (departamento del Cauca), muchos en verdad para ser mencionados uno a uno, por su amabilidad y confianza depositadas en este trabajo con sus experiencias y vivencias, como también por su sentido del humor, acercamiento y entusiasmo. Espero sinceramente que los resultados del trabajo contribuyan en alguna manera a su lucha permanente por la defensa de sus derechos. En particular, agradezco a los cabildos de Marcos Cuetia (2000), Eliseo Ipia (2001), Jairo Perdomo (2003) y Andrés Betancur (2005) por su apertura y paciencia en responder a diversos asuntos problemáticos y por atender temas relacionados con mi seguridad. Igualmente, agradezco a Jesús Piñacué por presentarme a los nasa en Jambaló. Especial mención para José Miguel Cuetia, Luis Alberto Passú, Crispulo Fernández, Rafael Cuetia y Florilba Tróchez, a quienes pude acompañar en sus trabajos y quienes me abrieron muchas puertas. También deseo agradecer a Decio Paguanquiza, Germán Ochoa y Esther Sánchez por su amistad incondicional y cálida hospitalidad.

De la Universidad de Amsterdam, Facultad de Derecho, quisiera agradecer a mi mentor André Hoekema, a mis colegas y al personal del departamento de Teoría General del Derecho y, en particular, a Barbara Oomen de la Sección Pluralismo Jurídico. También de gran valor fueron las conversaciones y discusiones llevadas a cabo con mis colegas en otras instituciones y redes, tales como el Grupo de Investigación en Latinoamérica, la Red de Antropología Ambiental, y el Grupo de Investigación Doctoral en Sociología y Antropología del Derecho.

Agradezco igualmente a Wim Wessels por su valiosa gestión ante la Embajada Real de los Países Bajos en Bogotá, y a los funcionarios de la  embajada que

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directa e indirectamente colaboraron en la gestión y materialización de esta iniciativa editorial.

Agradezco finalmente a Ruud van Dorst por su habilidad y dedicación en la ela-boración de mapas e ilustraciones; Jairo Tocancipá-Falla por su amistad y el tremendo esfuerzo realizado en la traducción; y Pablo Hernando Clavijo por su trabajo de edición diligente y escrupuloso para alcanzar la versión final del texto.

Joris J. van de Sandt

Nota del traductor

Cuando se me pidió traducir el trabajo de Joris, mi primera acción instintiva fue revisar su contenido tratando de percibir la forma, la intencionalidad y su enfoque sobre el tema. El tejido del trabajo sobre la legislación indígena, la autonomía, la defensa y el manejo comunal de recursos en los nasa de Jambaló me causó una gran curiosidad no solo porque el estilo de descripción y análisis distaba mucho de algunos estudios culturales, pretendidamente críticos del “orden occidental” pero empalagados en densas capas de retórica y malabarismos intelectualistas que confunden antes que aclaran, sino también porque el texto presentaba algunas consideraciones sobre la historia, la memoria y la lucha indígena en la actualidad, desde las voces de sus actores y del investigador mismo.

La lectura me fue mostrando que en buena medida el análisis histórico y de cambio que confluía en la situación actual, y que posteriormente dejaba de ser coyuntu-ral, ameritaba una prueba con los actores que hacían parte del tejido en el trabajo. Les propuse entonces al autor y a Jorge Salazar, encargado del área editorial de la Universidad en aquel entonces, desarrollar una actividad que superara el ejercicio de una simple traducción: la propuesta era leer, reflexionar y discutir el libro ya traducido con los mismos nasa. Esta tarea fue aceptada con beneplácito, a pesar de que se vio afectado el compromiso de contar con el libro en un tiempo estable-cido. En una visita realizada por Joris a Colombia en julio de 2009, aprovecha-mos para presentar la propuesta a los nasa de Jambaló, quienes vieron con mucho interés la iniciativa y, sobre todo, destacaron la necesidad de contar con el libro como parte del compromiso adquirido por Joris como antropólogo durante la fase inicial de la investigación. A partir de lo anterior se fijó una agenda y se estableció un grupo de lectura y discusión sobre el libro, que empezó ese trabajo a finales de julio de ese año. Esa revisión duró casi cuatro meses, tiempo durante el cual,

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con excepción de la Introducción, fueron leídos, discutidos y complementados los capítulos 2 a 7, además de un prólogo sobre el libro, elaborado con ellos. Un aspecto central en el trabajo con los nasa fue la revisión del texto, tanto desde el punto de vista de la forma como del contenido. Aunque se corría el riesgo de modificar lo planteado originalmente por el autor, se verificó con Joris que el sentido inicial no cambiara. En otros casos, los capítulos se complementaron con ‘notas del grupo revisor del texto’, las cuales podrán ser identificadas por el lector en los pies de página cuando haya lugar a este tipo de aclaraciones. En lo lingüístico, se destacó la carga histórica de las expresiones que en períodos par-ticulares adquirieron un valor específico, y que en la traducción ameritaban una explicación. A las palabras que les fueron endilgadas a la lucha indígena durante los años setenta, como ‘comunistas’, ‘militantes’, ‘empresas comunitarias’ y ‘lo comunal’, se les ha dedicado explicación y claridad. La expresión ‘comunistas’, por ejemplo, fue empleada en esos años por la Iglesia y los terratenientes para descalificar las luchas indígenas. Otro tanto ocurrió con la expresión “militantes”, asociada a una postura ideológica vinculada con grupos armados, la cual en las discusiones con el grupo de lectura fue rechazada reiteradamente: “Nosotros no militamos con la subversión, ni con lo militar”. Las ‘empresas comunitarias’, a su turno, mostraron en las décadas de los años setenta y ochenta (tal como lo señala el trabajo de Joris) un período de asimilación; posteriormente dejaron ver una etapa de reflexión crítica sobre el valor y sentido de la economía propia: ahora no se habla de ‘empresas comunitarias’ sino de ‘trabajos comunitarios’. Al traducir ‘lo comunal’, igualmente, fue necesario revisar la expresión en ‘lo comunitario’ puesto que ‘lo comunal’ tenía una carga ideológica muy cercana al Estado debido a la propagación de las juntas de acción comunal (JAC) desde la década de los años sesenta. No así, por ejemplo con respecto a lo comunal en cuanto a manejo de los recursos, posición que fue argumentada y defendida por Joris.

En cuanto al lenguaje nasa, a diferencia de la versión del libro en inglés, algunas expresiones en nasa yuwe como ‘cuesnmi’ (minga) fueron corregidas y cambia-das por pi’txçxa mjïnxi; otras, como limpia, roza y quema, también sufrieron ajus-tes y modificaciones. Algo quedó claro aquí y es que más allá del territorio nasa de Jambaló existen variaciones lingüísticas del nasa yuwe que son importantes de tener en cuenta y que al respecto los ajustes son necesarios pues son aproximacio-nes sobre tipos de diferenciación lingüística zonal.

La finalización de la lectura del libro con el grupo se hizo en Jambaló a finales de 2009. Allí, durante la elaboración del prólogo, se decantaron los principales aspectos de la discusión: la importancia del libro para el Proyecto Global nasa, que es una herencia cultural y política que dejara el padre Alvaro Ulcué Chocué,

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asesinado en el período de la recuperación; el análisis de ciertas temáticas plan-teadas en el libro y que contribuyen en la futura formación de líderes; y el valor de “sistematizar” y organizar la experiencia, para que no quede como una simple anécdota sino como un fundamento de la lucha misma.

Por último, y como queda claro en este tipo particular de producción intelectual, el trabajo de traducir no es una tarea solitaria. A Joris, le agradezco su paciencia en la espera de que la misma sea compensada. A Jorge Salazar y Axel Rojas por apo-yar la iniciativa; y a los diseñadores Carlos Andrés Ocampo y Éder Jesús Muñoz por su dedicación y esfuerzo. Mis agradecimientos igualmente a Pablo Hernando Clavijo, por su llegada oportuna; a Elvira Alejandra Quintero; a Ximena Varela, por su dedicación a la transcripción de las versiones al castellano; a Paola Acosta por su apoyo desinteresado; a Nuria Cristina Ortegón Quijano, por su paciencia y apoyo en la preparación de los materiales; a Tulio Rojas y Adonías Perdomo por su atención con los problemas linguísticos en nasa yuwe; y finalmente, a los líderes y comuneros nasa que acompañaron el arduo proceso de escuchar por lar-gas horas mi voz en la lectura de los capítulos, por su confianza y apertura para comprender temas de su propia historia y lucha. Tal como lo dijimos en algún momento, esperamos que la lectura y discusión del libro por las nuevas generacio-nes pueda ayudar a fortalecer su lucha por la sobrevivencia y valor de la cultura nasa, como lo han venido haciendo por muchos años.

Jairo Elicio Tocancipá Falla

Nota del traductor

Prólogo a la edición en castellano

Me complace presentar la traducción de mi trabajo en castellano, originalmente publicado en inglés en 2007, sobre las luchas por la autonomía del pueblo indí-gena nasa, que habita al suroccidente de Colombia. El libro es el resultado de años de dedicación y esfuerzo para superar numerosas dificultades financieras, logísticas y lingüísticas. Dado el tiempo transcurrido desde la edición original en inglés, no es raro que varios aspectos importantes hayan tenido que modificarse en la presente edición en castellano.

En primer lugar, durante nuestro trabajo intenso y colaborativo con el traductor Jairo Tocancipá-Falla, y el editor Pablo Hernando Clavijo, identificamos varios errores y ambigüedades en el texto, que fueron eliminados, reelaborados o expli-cados en esta edición. En mi criterio, este esfuerzo ha resultado en un texto consi-derablemente mejorado en términos de comprensión y lectura. En segundo lugar, comparado con el original, se han agregado varias partes y pies de página, que se refieren a temas que no habían sido resueltos o concluidos en el momento de la redacción final del texto en inglés. Finalmente, y sin duda más importante, la traducción hizo posible la lectura y análisis del primer borrador del libro con un grupo de mayores y líderes –elegidos por la comunidad misma– que en el pasado y en años recientes han tenido un papel destacado en las luchas por el territorio y la autonomía. Las sesiones de lectura fueron realizadas desde finales de 2009 hasta comienzos de 2010 en varias localidades del norte del Cauca, y, en parti-cular, en el resguardo de Jambaló. El ejercicio vital de lectura y reinterpretación histórica de los eventos, llevada a cabo por los líderes, ha sido tan valioso que se ha incluido en un conjunto de comentarios que van en pie de página, indicados como ‘Nota del grupo revisor del texto’. Es de anotar que algunas de estas inter-pretaciones difieren de mi análisis, mientras otras coinciden respecto a los hechos y eventos descritos.

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De esta manera, puede afirmarse que el libro que usted tiene en sus manos es el resultado de un esfuerzo comprometido y combinado de muchas personas que han creído en la importancia de registrar y documentar la historia social y política de la lucha indígena como estrategia pedagógica y política para las nuevas generacio-nes, que tienen el desafío de defender sus derechos al territorio y a la autonomía.

Joris J. van de Sandt

Baç Ukwe Kiwe

Prólogo desde el territorio nasa de Jambaló

El libro sobre la comunidad nasa de Jambaló escrito por el antropólogo Joris van de Sandt es el resultado de un trabajo de investigación sobre la lucha que histó-ricamente hemos librado en nuestro territorio. Este trabajo fue realizado entre los años 2000 (septiembre) y 2005 (diciembre). La lectura del libro ha permitido pensarnos a nosotros mismos y en relación con la historia que hemos vivido como nasa en los últimos años; esta lectura también ha posibilitado identificar algunos temas que son importantes para continuar con esta lucha, y sobre todo, tener la oportunidad de escribir unas líneas desde nuestra posición como indígenas, para que el texto termine de cumplir a cabalidad con una función de enseñanza y divulgación de nuestra historia, no solo para personas ajenas a la cultura nasa sino también para nuestros jóvenes y nuevas generaciones, que tienen el reto de defen-der nuestro territorio y preservar nuestros principios y Plan de Vida.

El primer tema se refiere a la historia del pueblo nasa en Jambaló. A través de la lectura nos dimos cuenta de temas de nuestra historia que habían quedado guar-dados en la memoria y de otros que todavía siguen vivos en nuestro diario vivir. En el primer caso pudimos conocer la historia de la quina –que fue explotada principalmente en la segunda mitad del siglo XIX en nuestro territorio– y cómo nuestros antepasados la conocieron bajo el dominio de los españoles, y que fue trabajada hasta agotarla. Aquí reconocemos que acabamos con una planta y que no supimos cómo conservarla por fuera de un sistema comercial que dominaba en su momento. La quina nos recuerda mucho el problema actual que tenemos con las plantaciones de coca que se destinan a fines comerciales y que afectan el tra-bajo comunitario. Decimos entonces que con la quina y la coca se está repitiendo la historia. Es necesario “mirar el pasado para conocer el presente y el futuro”,

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es decir, aprender de la historia. Esta mirada hacia el pasado nos ayuda a revisar cómo hemos hecho las cosas en la práctica y qué queda todavía por hacer y reha-cer a la luz de la experiencia vivida. De esta manera, si pensamos en un futuro tenemos que ir pensando en cómo trabajar con los jóvenes y las organizaciones juveniles. Tenemos que trabajar coordinadamente y debatir sobre temas y proce-sos que necesitamos revisar y corregir. Así aparecen tareas para discutir, como la parte reglamentaria del trabajo comunitario en el resguardo, las elecciones y los procesos de trabajo con las familias, la autonomía y la manera como estamos dialogando con nosotros mismos y con aquellos que vienen a trabajar en nuestro territorio. A través del texto también se reivindica la presencia de nuestros líde-res y mayores que han defendido la cultura nasa a través de la historia. Ese orden viene desde La Gaitana, sigue con Juan Tama, Manuel Quintín Lame, pasa por los luchadores que cayeron en el proceso de recuperación de la Madre Tierra en los años setenta, y llega hasta los luchadores actuales que han caído en los pro-cesos de resistencia indígena frente a los actores armados, el Estado mismo y los partidos políticos tradicionales (liberal y conservador) que antes dominaban en el territorio de Jambaló (ver Anexos). Al revisar esta historia hemos notado que existen momentos destacados, que tienen sus propias raíces pero que se extien-den a lo largo del tiempo. En ellos la historia oral que cuentan nuestros mayores se encuentra con el trabajo de archivo. De esta manera se corroboran momen-tos importantes de la historia nasa. Así, mientras en los años setenta, durante la recuperación de la Madre Tierra, la lucha se dio contra los terratenientes, en la actualidad esta lucha se ha convertido, de un lado, en una lucha contra el Estado y los grupos armados legales e ilegales en cuanto al reconocimiento y respeto de la autonomía, y del otro lado, frente a las multinacionales y otras empresas que se acercan a través de tratados de libre comercio (caso TLC Colombia-Estados Unidos, aprobado en octubre de 2011). Estas diferencias presentan retos variados y nos obligan a pensar en nuevas y distintas estrategias. En muchas formas vemos que el Estado ha tomado el rostro del terrateniente y que si bien la Constitución de 1991 supone la garantía de nuestros derechos como pueblos indígenas, en varias situaciones nos ha tocado luchar para hacer valer los mismos. Si bien es cierto que internacionalmente existen declaraciones, normas y leyes que reconocen la autonomía y los derechos indígenas (declaraciones de las Naciones Unidas, el Convenio 169 de la OIT sobre los Derechos de Pueblos Indígenas y Tribales, etc.), todavía creemos que falta mucho terreno por avanzar para que, en la práctica, el Estado reconozca efectivamente nuestros derechos.

Un segundo tema es que la historia que leímos también nos enseñó que, además del Estado, existía la Iglesia en su tarea de dominación y aprovechamiento. Esta también se preocupó por colonizar no solo la mente de los comuneros sino tam-bién el territorio, a través de la parroquia y de imágenes como la de San Isidro,

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que para el período de cosecha era colocado cerca de la iglesia para recoger de los comuneros los diezmos o las contribuciones, muchas veces en productos y en especie, aun cuando se estuviera “en necesidad”. En muchas ocasiones se notó la alianza entre la Iglesia y los terratenientes mismos, quienes siempre buscaron el aprovechamiento de los comuneros en el arreglo de terrenos aledaños a la iglesia y en otros trabajos que se necesitaran. Así, muchos comuneros y comunidades locales terminaron siendo “mandaderos” del cura. Aunque este tema no fue tra-bajado en el libro, en algunos pasajes sí inspiró un pensamiento que recordaba el papel que tuvo la Iglesia en alianza con los terratenientes. Por ejemplo, recorda-mos cómo un cura desde el púlpito nos juzgaba como “comunistas robatierras”, expresiones que nos ayudaron a comprender más sobre este tipo de alianzas. Pero estos recuerdos también nos hicieron ver cómo, después, en los años ochenta, nuevos curas llegaron con una mayor conciencia y, con otros líderes nasa, como el padre Álvaro Ulcué, nos dejaron una nueva manera de ver las cosas y de corregir la forma como la Iglesia nos venía tratando. En la actualidad, y especialmente a partir de 1998, la resolución de autonomía reconoció hasta este año –y hasta cuando las autoridades lo consideren– aquellas Iglesias que ya venían trabajando desde hacía mucho tiempo. La aceptación de estas Iglesias ya establecidas, y la no aceptación de nuevas, posibilitó un trabajo mancomunado con el cabildo, sobre el proceso participativo en Jambaló y también sobre la base de respetar y aceptar las actividades que cada uno viene realizando.

El recorrido histórico que el libro presenta también nos hace pensar en la ame-naza que se viene dando en nuestro territorio en cuanto a la expansión de econo-mías ilícitas, como las de la coca y la amapola, que desde la última mitad del siglo XX se vienen cultivando con fines comerciales. Recientemente (2012) la situación se ha agravado con el asesinato de un líder de la guardia indígena y otro de la comisión jurídica; además del cobro de ‘un impuesto’ que se viene aplicando a los diferentes actores de la cadena productiva de la coca (jornaleros, cosechado-res, procesadores y comercializadores) por parte de los grupos armados ilegales. Si bien la Ley 89 de 1890 faculta a cada familia indígena para que disponga de 50 matas de coca con fines medicinales, la presencia de agentes extraños en las comunidades, que aprovecharon la planta para cultivarla y procesarla en mayo-res cantidades por sus beneficios económicos, estimuló su producción entre los comuneros y generó problemas delicados en el territorio, tales como alcoholismo, desnutrición, deserción escolar, dependencia alimentaria, etc. Todavía algunos comuneros ven problemático que el cabildo tenga injerencia en el negocio de los ilícitos, pero creemos que es necesario despertar más conciencia sobre las impli-caciones que tiene el utilizar el territorio y la Madre Tierra para estos propósitos, que ofenden el sentido de la vida misma a través de la violencia que se genera. Vimos claramente cómo la historia se puede repetir si el cabildo y las autoridades

Baç Ukwe Kiwe — Prólogo desde el territorio nasa de Jambaló

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no toman medidas a fondo frente a este problema. Igualmente, y más impor-tante, fue notar cómo estos cultivos afectan directamente a la autonomía alimen-taria misma de la familia y del resguardo. Mayores ingresos y dedicación de más áreas para la producción de cultivos ilícitos significan menos tierra para producir comida. Además, y tal como lo presenta el trabajo de nuestro amigo Joris, está el problema del aumento de la población y la poca disponibilidad de tierra para tra-bajar. En muchos casos, las familias disponen de un área apreciable de tierra pero la calidad de los suelos no permite algún tipo de aprovechamiento agropecuario. En algunas zonas, los comuneros han tenido que salir y abandonar a sus familias temporalmente, en búsqueda de mejores oportunidades económicas. Todas estas condiciones que presenta el libro nos invitan a pensar en nuevas alternativas para afrontar el problema de crecimiento de la población y la escasez de tierra. Es necesario entonces hacer un llamado al gobierno central sobre este tema tan deli-cado, algo que ya se discutió con el presidente Uribe, pero con una información poco realista de lo que verdaderamente ocurre en los territorios de resguardo.

El tema de la explotación minera, tanto de minerales como de metales y de recur-sos, aparece aquí igualmente como un problema que habría que pensarse en todas sus implicaciones para otras ramas de la economía, del ambiente y de la vida misma en el resguardo. Las minas que están por descubrirse o aquellas que están en proceso de explotación pueden generar en los comuneros un espíritu ambi-cioso que entraría a afectar a la cultura nasa en sus valores sociales y culturales. Es necesario desarrollar más ‘mingas de pensamiento’ al respecto y anticipar los posibles efectos, en caso de que compañías mineras pretendan ingresar en nuestro territorio. De otra parte está el problema legislativo, por el que el Estado solo reconoce derechos del uso de la tierra en la superficie pero en el subsuelo se reserva el derecho de la nación, algo que seguramente quedará a disponibilidad de intereses de multinacionales.

En resumen, este libro se presenta como “la historia de vida del pueblo nasa de Jambaló en su lucha frente a los actores externos”. Las ocupaciones de las multina-cionales, tal como aconteció con la industria agraria en la zona plana en el pasado, nos advierten sobre la necesidad de continuar en la liberación de la Madre Tierra. Así, frente a los actores externos, las condiciones actuales nos muestran igualmente que la historia continúa con nuevas y viejas formas de lucha frente a las nuevas amenazas de explotación que presenta el Estado, las multinacionales y otras com-pañías, que buscan aprovechar los recursos en nuestro territorio (Smurfit Cartón de Colombia, Anglo Gold Ashanti –AGA–, etc.). Sin embargo, nuestra historia de lucha pervive para ser retomada en el presente y hacia el futuro, buscando cada vez más respeto del Estado y las multinacionales frente a nuestros valores y cultura.

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En este camino hemos recibido el apoyo de instituciones y de muchos compañeros, colombianos y no colombianos, que a través de sus trabajos hacen aportes impor-tantes para comprendernos a nosotros mismos. Agradecemos a la Embajada del Reino de los Países Bajos y a la Vicerrectoría de Investigaciones de la Universidad del Cauca por el apoyo en la publicación de este libro. La investigación realizada con Joris también tuvo en cuenta trabajos previos de investigadores colaborado-res, como Víctor Daniel Bonilla, José María Rojas, María Teresa Findji y Joanne Rappaport, además de otros trabajos locales, como la Cátedra Nasa Unesco. Deseamos que este trabajo colaborativo se mantenga. En otros casos, muchos llegan con proyectos e iniciativas y “nos ponen a correr”, a hacer las cosas sin siquiera analizarlas. Quisiéramos que esto cambiara en el futuro y que a manera de mandato los promotores de estas iniciativas tengan en cuenta a las autoridades y a los comuneros respecto a compartir las reflexiones, pensamientos e iniciativas frente a sus resultados y con relación a nuestros Planes de Vida.

Este libro, que fue escrito inicialmente en un idioma que no es nuestro –en inglés–, no alcanzó un proceso de revisión. Solo esta versión en castellano cuenta con nuestro aval y valoración en sus planteamientos de los hechos y en las inter-pretaciones presentadas por Joris. Muchas de las observaciones y anotaciones hechas por él fueron corregidas y complementadas, pero otras, en la gran mayo-ría, fueron dejadas tal como él las interpretó. Consideramos que sus apreciaciones e interpretaciones fueron acertadas y por su esfuerzo en este trabajo, el pueblo nasa de Jambaló está agradecido. Se trata de una historia que fue y es vivida por el pueblo de Jambaló y que surgió de nuestra propia memoria y conocimiento, pero que también se completó con los conocimientos y experiencias recolectadas por el investigador mismo. Este libro cumple un papel importante en cuanto a la iniciativa del Proyecto Global, ya que se encuentra en la misma dirección y posi-bilita su examen como un insumo más en el proyecto de continuar con la memoria y la lucha del pueblo nasa. Su lectura e interpretación por aquellos lectores que conocen poco de la cultura nasa en Jambaló les ayudará a comprender nuestra historia de lucha. Su lectura, interpretación y puesta en acción de las enseñanzas que dejaron nuestros mayores les permitirá a las nuevas generaciones continuar en el sendero de la lucha indígena por la defensa y autonomía de nuestros territorios y de nuestra propia cultura.

Jambaló, 6 de noviembre de 2009

Juan Carlos Betancur Exalcalde mayor suplente cabildo de Jambaló (2008)Celio Campo Comunero de la vereda de Bateas, Jambaló

Ermelinda Campo Cabildante de la vereda Loma Pueblito, Jambaló

Baç Ukwe Kiwe — Prólogo desde el territorio nasa de Jambaló

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Isaías Campo Guardia de la vereda El Picacho, JambalóMarcos Cuetia Consejero CRIC, Resguardo de JambalóRafael Cuetia Exconsejero Zona Norte, Resguardo de Jambaló

(2007-2008)Julio César Casso Comunero de la vereda de Guayope, Jambaló

Tiberio Cuetia Guardia Indígena de JambalóGersaín Cuetia Exgobernador del cabildo de Jambaló (1997)

Silvio Dagua Consejero ACIN, Resguardo de JambalóGraciela Dagua Guardia de la vereda de Loma Gorda, Jambaló

Leonardo Escue Cabildante de la vereda de Vitoyó, JambalóTaurino Fernández Comunero participante

Fermín Gembuel Coordinador de la Guardia Indígena de JambalóJosé Benito Güejia Presidente de la Junta de Acción Comunal de

Altamira-Bateas, JambalóEmilio Güejia Coordinador de Mayores de los cinco pueblos Sa t

Tama KiweEvaristo Ipia Comunero participante

Eliseo Ipia Coordinador del Programa Administración y Gestión de la Universidad Autónoma Indígena Intercultural (UAIIN)

Luis Arnulfo Martínez Coordinador de sistematización del Proyecto GlobalDavid Medina Fiscal del cabildo indígena de JambalóSaulo Mestizo Alcalde mayor suplente del cabildo de Jambaló

Marcelino Pilcué Exgobernador cabildo de Jambaló (1975 y 1982)Albeiro Quiguanás Gobernador del cabildo de JambalóMarino Quiguanás Coordinador de la Cátedra Nasa Unesco, Jambaló

Manuela Quiguanás Comunera participante de la vereda de Guayope, Jambaló

Rosa Elena Quiguanás Comunera participante de la vereda de Zumbico, Jambaló

Laurentino Rivera Exgobernador cabildo de Jambaló (1983)José Enrique Pechucue Cabildante de la vereda El Voladero, Jambaló

Primitivo Toconás Miembro del Consejo de Mayores del CRICMarino Tróchez Comunero participante de la vereda La Marquesa,

JambalóAmalia Ulcué Comunera participante

Belisario Yatacué Alcalde mayor del cabildo de Jambaló

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Áreas en gris oscuro: municipios situados sobre ambas vertientes de la Cordi-llera Central, constituidos parcial o totalmente por resguardos nasa (páez) de origen colonial (títulos reales españoles obtenidos entre 1667 y 1708); los mu-nicipios de Belalcázar e Inzá (vertiente oriental) constituyen la zona denominada Tierradentro, considerada el corazón de la tierra nasa. Aunque los nasa ocupan en Silvia la mayor parte del territorio municipal, son fácilmente superados en número por sus vecinos misak (guambianos). Áreas en gris medio: municipios constituidos en gran parte por resguardos nasa (coloniales); a pesar de que los nasa de Morales viven muy distantes de Tierradentro, sus resguardos ya habían sido establecidos en el período colonial tardío. Áreas en gris claro: municipios que tienen uno o varios pequeños resguardos nasa, la mayoría de los cuales fueron constituidos recientemente, con excep-ción de los ubicados en Totoró. Otras áreas: se pueden encontrar otras comunidades nasa (migrantes) más aisladas, a veces en resguardos recién creados, en algunos de los municipios del occidente de Cauca, Huila y Tolima, y en el área del ‘piedemonte amazónico’ de Caquetá y Putumayo. Fuente: Muñoz y Soscué 2000 • Ilustración/reproducción: R. van Dorst

Mapa 1Territorio páez (nasa) en el

departamento del Cauca, Colombia

1. Introducción

Resurgencia indígena, políticas de reconocimiento y multiculturalismo neoliberal

El nuevo despertar de los indígenasDesde comienzos de los años setenta, América Latina ha sido testigo de un nota-ble resurgimiento de la conciencia étnica y, en consecuencia, de un gran activismo de los pueblos indígenas, o, como algunos lo han denominado, de una “militancia político-cultural indígena” (Hale 1997:11). Después de una larga historia de con-tacto con la sociedad que las rodeaba, las comunidades indígenas de los Andes y América Central se rebelaron contra las políticas indigenistas de los gobier-nos, orientadas a “modernizar” a los pueblos indígenas “subdesarrollados” de las áreas rurales, y a integrarlos en la sociedad dominante mediante el sistema educativo, el desarrollo agrario rural y el acceso al mercado (Stavenhagen 1992; 1994). Ya en la década de los años sesenta algunas comunidades indígenas habían empezado a organizarse de manera aislada y fragmentada utilizando redes orga-nizacionales preexistentes (locales), pero a comienzos de los años setenta se dio el surgimiento de las primeras federaciones indígenas regionales que reclamaron el reconocimiento del derecho de los pueblos indígenas a la tierra –tanto de la que estaba todavía bajo su control como de esa otra que les había sido expropiada a través de los siglos–, así como el derecho a la educación bilingüe y al desarro-llo basado en la identidad cultural indígena. El Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), creado en 1971 en Colombia; el movimiento Tupaj Katari (1972) en Bolivia; y Ecuarunari (1973) en Ecuador (el nombre completo de esta última organización, Ecuarunapac Riccharimui, significa ‘el despertar de los indígenas ecuatorianos’) (Zamosc 1994) son algunos de los primeros ejemplos de estas nue-vas organizaciones indígenas (Bonfíl 1981; Van Cott 1994).

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El resurgimiento del activismo indígena en los Andes, que estuvo relacionado con los programas de reforma agraria que desde los años cincuenta hasta los años setenta1 habían roto viejas relaciones clientelistas en el área rural, generó más movilidad entre las áreas rurales y urbanas, y ofreció a las comunidades indíge-nas, usualmente en el seno de organizaciones campesinas y sindicatos, un nicho institucional para nuevas formas de organización (Albó 2002; Pallares 2002; Yashar 1998; Zamosc 1994). Paradójicamente, el desarrollo de las organizaciones indígenas fue también estimulado en alto grado por los programas integracio-nistas de educación, que habían conducido al surgimiento de una generación de intelectuales indígenas que formularon el nuevo y atractivo discurso del ‘indige-nismo’ (Assies 2000; Varese 1996). Simultáneamente, grupos indígenas de las tierras bajas tropicales, particularmente de la región de la Amazonia, que hasta el momento habían vivido en un relativo aislamiento de la sociedad nacional, empezaron a rebelarse contra la colonización agraria estimulada por el gobierno y contra la expansión de actividades económicas extractivas (madera, petróleo y minería) (ver p. ej. Davis 1977). Con el apoyo de antropólogos, abogados y misio-neros comprometidos, estas comunidades iniciaron sus propias organizaciones indígenas en las décadas de los años setenta y los ochenta, con el objetivo inicial de alcanzar “la titulación de los territorios indígenas” (Davis y Wali 1993; Ramos 1982; Smith 1994)2.

La lucha de las comunidades u organizaciones indígenas encontró mucha sim-patía y apoyo tanto nacional como internacional. Esta lucha estuvo inspirada, primero que todo, en los cambios que ocurrieron en la Iglesia Católica, la cual, a comienzos de los años sesenta había expresado una “opción preferencial por los pobres”, con el subsecuente surgimiento de la Teología de la Liberación. Jesuitas, misioneros Maryknoll3 y salesianos ayudaron a los grupos indígenas a organi-zarse y les suministraron apoyo financiero (Langer 2003).

En 1971, el Consejo Mundial de Iglesias (CMI) auspició el Simposio de Barbados, en el cual un grupo de antropólogos, en su mayoría latinoamericanos, se declaró

1 En la región andina: Bolivia en 1953, Colombia en 1961, Ecuador en 1964 y 1973, y Perú en 1968.2 La Federación de Centros Shuar en Ecuador, creada alrededor de 1964 con el apoyo de la Misión Salesiana, fue pionera entre las organizaciones indígenas de las tierras bajas (Bonfil 1981; Salazar 1977).3 Nota del traductor: Los Maryknoll son una sociedad misionera católica creada en 1911 por los obispos de los Estados Unidos, con el objetivo de enviar predicadores a regiones de todo el mundo para contribuir a aliviar los problemas de la pobreza. En 2008, alrededor de 475 curas Maryknoll estaban trabajando en varios países, principalmente en África, Asia y América Latina (ver http://society.maryknoll.org/index.php. Consultado el 30 de agosto de 2008).

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a favor de una “antropología activista” al servicio de la “liberación de los indios” (Bartolomé et al. 1971; Varese 1997). Otros antropólogos en Europa y América colaboraron con las organizaciones comprometidas con los indígenas (p. ej., Iwgia y Cultural Survival) las cuales denunciaban eficazmente los abusos contra los pueblos indígenas y tuvieron un rol clave en la promoción de encuentros entre líderes indígenas (Wright 1988). La Conferencia Internacional sobre la Discriminación contra las Poblaciones Indígenas, organizada por las Naciones Unidas en 1977 y que condujo al establecimiento del Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas sobre las Poblaciones Indígenas (WGIP, por sus siglas en inglés) en 1982, también desempeñó un papel importante en el desarrollo de un movimiento internacional de los derechos indígenas, y en la consolidación de las redes entre líderes indígenas y organizaciones no gubernamentales (Van Cott 1994)4.

En la década de los años ochenta, alentado por los nuevos desarrollos macropo-líticos y económicos, el número de organizaciones indígenas aumentó rápida-mente y siguió creciendo. Una apertura política general (léase democratización y, en algunos países, caída de regímenes autoritarios) les permitió a las orga-nizaciones indígenas una mayor libertad para organizarse. Mientras tanto, una crisis económica obligó a varios gobiernos latinoamericanos a clausurar los pro-gramas de desarrollo rural ya establecidos, cambio que constituyó una amenaza a la viabilidad de la autonomía local en el caso de las comunidades andinas, que no tuvieron más acceso a los fondos del Estado (créditos especiales y subsi-dios para campesinos) (Yashar 1998). Además, un debilitamiento de las organiza-ciones campesinas y un cuestionamiento de las ideologías de clase izquierdistas tradicionales provocaron procesos de autoorganización indígenas más explícitos alrededor de su propia etnicidad, pues adoptaron una política de ‘pueblo’ (Assies 2000; ver también Rappaport 2003), lo cual constituyó una condición destacada, que fue caracterizada por Pallares (2002:14-15) como un “cambio de campesi-nismo a indigenismo”. En el Amazonas y en otras tierras bajas, la explotación de los recursos naturales –estimulada por las exigencias que se les hacía a los gobier-nos nacionales para el pago de la deuda– causó una amenaza permanente a la seguridad del sustento de las comunidades indígenas. Enfrentadas a la situación,

4 En los años setenta, algunos líderes indígenas, con ayuda de sus colaboradores, convocaron a varios encuentros nacionales e internacionales para “definir y afinar la nueva ideología y práctica del movimiento indígena” (Wright 1988:375). Además de organizar varias reuniones nacionales –Silvia, Colombia (1973); Pátzcuaro, México (1975); La Paz, Bolivia (1975); Conocoto, Ecuador (1977)–, también celebraron algunas conferencias internacionales importantes, entre las cuales cabe mencionar la conferencia de Port Alberni en 1975 (Canadá), que creó el Consejo Mundial de Pueblos Indígenas; la Primera Conferencia Internacional Indígena de Centroamérica, de 1977 (Panamá); y también en 1977 el Segundo Simposio de Barbados (para las conclusiones de estas conferencias ver Bonfil 1981; Colombres 1977).

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las organizaciones regionales amazónicas se vieron forzadas a vincularse con el movimiento ambiental trasnacional, vínculo que, a su turno, condujo a que las comunidades indígenas adoptaran un “discurso verde” que en su lucha por la autonomía aparece todavía problemático (Brysk 1994).

Organizaciones indígenas en los años noventa y signos de reconocimiento

A comienzos de los años noventa, diversos países latinoamericanos, particular-mente de la región andina, enfrentaban una aguda crisis de legitimidad y gober-nabilidad causada por largos años de opresión/exclusión política de ciertos grupos sociales, y por corrupción y violencia exacerbadas. Las movilizaciones de estas organizaciones sociales, que demandaban inclusión y participación en la toma de decisiones en sus respectivos países, convencieron a las élites políticas de iniciar una radical reforma constitucional participativa. Las bien establecidas organiza-ciones indígenas5, que habían empezado a formular sus demandas en términos de la llamada “ciudadanía étnica” (De la Peña 1999:23) –un espacio jurídicamente sancionado y protegido dentro del Estado, en el cual los grupos étnicos pueden mantener su identidad cultural y organización social diferenciada6–, usaron esta apertura política y lograron ejercer una influencia significativa, en términos parti-cipativos, sobre el proceso de reforma constitucional; en algunos casos (Colombia y Ecuador) participaron en ese proceso. En muy pocos años, diversos países7 –primero Colombia, en 1991– promulgaron nuevas constituciones que caracteri-zaron la sociedad nacional como pluricultural y multiétnica y, hasta cierto grado,

5 En 1992, los pueblos indígenas de América Latina organizaron una masiva contra-demos-tración a los ‘500 años del descubrimiento’ (500 años de la llegada de los europeos a América) denominada en cambio por los pueblos indígenas ‘500 años de resistencia’. La demostración, que tuvo lugar en Quito, Ecuador, fue pacífica y bien organizada; en ella participaron diez mil indíge-nas de grupos de diversos países de Sur y Centroamérica, y su realización fue considerada por los observadores como un signo de madurez del movimiento indígena internacional. Los preparativos se realizaron en diversos países entre 1987 y 1992; el evento fue también considerado como un estímulo para la internacionalización de los movimientos indígenas (Díaz-Polanco y Uggen 1992).6 En el trabajo de los científicos políticos latinoamericanos, la ‘ciudadanía étnica’ es a me-nudo equiparada con ‘ciudadanía diferenciada’ o, aun más, con ‘ciudadanía colectiva’, una forma de ciudadanía que vincula a los individuos con el Estado a través de comunidades (Van Cott 2000a:46). Se trata de una noción que es contrastada con la ‘ciudadanía neoliberal’, una forma de ciudadanía que vincula a los individuos con el Estado a través del mercado (Álvarez, Dagni-no y Escobar 1998, Dagnino 2003:219). Con respecto a los pueblos indígenas, comúnmente se argumenta que, debido a su posición históricamente marginada, sus miembros pueden ejercer su ciudadanía sólo bajo un sistema jurídico pluralista que reconozca no solamente derechos iguales sino también derechos colectivos diferenciados, es decir, como ciudadanos de un país y también como ciudadanos especiales (ver p. ej.: Carlsen 2002:7).7 En los países andinos: Colombia 1991, Perú 1993, Bolivia 1994, Ecuador 1998, y Venezuela 1999.

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reconocieron los derechos colectivos sobre la tierra, las lenguas indígenas ofi-ciales, el derecho consuetudinario indígena y las autoridades tradicionales8. Los nuevos textos constitucionales estuvieron, al menos parcialmente, inspirados en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, de 1989, que brindó una clara guía internacional para la autonomía indígena o ‘autodeterminación interna’9. Este ins-trumento jurídico internacional fue ratificado por estos países poco antes o poco después de las reformas constitucionales, y se le dio estatus de legislación nacio-nal (Assies 2000; Van Cott 2000a)10. El reconocimiento explícito de la diversidad cultural constituyó una ruptura radical con el ideal político del Estado-nación homogéneo y ofreció, a las comunidades étnicamente distintas y antes margi-nadas, esperanzas de “un nuevo pacto social con una relación diferente entre los pueblos indígenas y el Estado” (Sieder 2002a:4)11.

Años más tarde, esta esperanza se ha visto opacada por los gobiernos de turno, que se han mostrado lentos y reticentes en la aplicación de esos derechos constitu-cionales, lo cual demuestra que sigue existiendo una gran distancia entre la teoría (la ley) y la práctica (la realidad). Tal como lo han mostrado recientes investiga-ciones, esta situación puede, en gran medida, explicarse por la relación contradic-toria y difícil entre el reconocimiento de los derechos indígenas y otros procesos de reforma del Estado que han acompañado su implementación (ver Assies, Van der Haar y Hoekema 2000; Sieder 2002b). Aunque el reconocimiento de la diver-sidad cultural es en parte resultado de luchas de vieja data, los pueblos indígenas no fueron los únicos factores políticos que condujeron a la reforma del Estado. Bajo la presión del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM), el proceso constitucional fue también empleado para introducir políticas sociales y económicas neoliberales. La promoción de la descentralización –parte del paquete de políticas neoliberales– pareció satisfacer las demandas de los pue-blos indígenas en cuanto a una mayor participación y autogobierno. En la prác-tica, sin embargo, el reconocimiento de la autoridad tradicional a menudo solo se permite en los niveles administrativos más bajos, mientras a nivel nacional, los

8 En Colombia y Ecuador, las nuevas constituciones también concedieron derechos colecti-vos específicos, incluso territorialidad, a las comunidades negras, también denominadas ‘afro’.9 En derecho internacional se hace una distinción entre ‘autodeterminación externa’, que involucra la secesión e independencia, y ‘autodeterminación interna’, la cual está restringida al derecho de autonomía o autogobierno dentro de las fronteras del Estado y bajo la soberanía del mismo (Santos 2002:321).10 La mayoría de países latinoamericanos (un total de 13) ha ratificado el Convenio 169 de la OIT; las excepciones destacadas (pero no las únicas) son Panamá y Nicaragua.11 Nota del traductor: En lo sucesivo, se entiende que las citas de autores en inglés han sido traducidas para la edición en castellano.

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pueblos indígenas siguen siendo excluidos de una participación significativa en la toma de decisiones sobre las políticas públicas que los afectan directamente (Van Cott 2000a). Al mismo tiempo, el reconocimiento de las autoridades indígenas también implicó la posibilidad de intromisión del Estado y de su ideología en los espacios que las comunidades indígenas se habían reservado para ellas como resultado de una historia de resistencia (Padilla 1996; Vasco 2002). Mientras tanto, la liberalización económica, la privatización y la cancelación de los pro-gramas de inversión social en el área rural dejaron a las comunidades indígenas y a sus frágiles economías expuestas y vulnerables en extremo a las presiones e influencias perturbadoras del libre mercado y la economía global. Para empeorar las cosas, en algunos países –de manera más notoria en Colombia–, la población indígena continúa atrapada en el fuego cruzado producido por las nuevas formas de violencia, como resultado del tráfico de drogas y la guerra civil prolongada entre militares, guerrilla y paramilitares (Jackson 2002).

Activismo bajo el neoliberalismoCada vez más frustrados con los límites inherentes al ‘multiculturalismo neoli-beral’ promovido por el Estado (Hale 2004), a comienzos del siglo XXI las orga-nizaciones indígenas empezaron a reconsiderar en qué términos estaban librando sus luchas, y desarrollaron nuevas estrategias de resistencia y de fomento de una mayor autonomía. En varios países, las organizaciones indígenas formaron sus propios partidos políticos –p. ej., MAS en Bolivia, Pachakutik en Ecuador, AICO y ASI en Colombia– y aumentaron constantemente su representación en los gobier-nos nacionales, provinciales y locales, lo cual indica una clara “tendencia a la participación electoral directa de los movimientos indígenas” (Sieder 2005:305). En este proceso democrático, el reconocimiento constitucional y el Convenio 169 de la OIT siguen siendo referentes importantes de los partidos indígenas en la formulación de sus propuestas, para avanzar en el cumplimiento de los derechos indígenas (Van Cott 2005). Al mismo tiempo, las organizaciones indígenas, que ven al modelo neoliberal como su “némesis” (Carlsen 2002), han intentado cada vez conseguir más apalancamientos para sus agendas políticas mediante la movi-lización de sus bases (comunidades), con el fin de protestar contra las políticas económicas (las que ellos perciben como destructivas), contra las nuevas formas de exclusión y contra la violencia. En estas movilizaciones o ‘levantamientos’, los líderes indígenas plantean imaginarios políticos novedosos acerca de una socie-dad más democrática, y con éxito variable tratan de hacer alianzas con otros acto-res sociales (trabajadores, campesinos y organizaciones populares urbanas) y con un movimiento de justicia global más amplio (Postero y Zamosc 2004; Santos y Rodríguez-Garavito 2005; Speed y Sierra 2005).

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El resurgimiento del activismo indígena en relación con el ‘reconocimiento de la diferencia étnica’ ha probado ser un tópico de investigación académico fructífero para politólogos y antropólogos (Sieder 2005:301), en el cual se pueden identificar dos grandes tendencias. Por una parte, los estudios de los antropólogos y académi-cos especializados en los ‘nuevos movimientos sociales’, tanto indígenas como no indígenas, tienden a enfocarse en el desarrollo de los movimientos indígenas y a observar cómo se desarrollan dialécticamente las demandas de las organizaciones y comunidades indígenas en respuesta a “diferentes clases de Estados y políticas estatales” (Sieder 2005:301), en particular, a las políticas económicas neolibera-les. Los estudios basados en esta tendencia subrayan la diversidad de movimien-tos indígenas en la región y se centran en “la movilización étnica, el liderazgo indígena y las políticas de identidad”. Estos estudios dejan de lado polaridades convencionales simplistas como ‘lo moderno vs. lo tradicional’ y ‘lo auténtico vs. lo no auténtico’, y muestran que las identidades indígenas no son “ni completa-mente modernas ni tradicionales”, debido a un proceso continuo de reformulación cultural (Jackson y Warren 2005:558). La otra tendencia, adoptada principal-mente por politólogos, juristas y antropólogos del derecho, se enfoca en las impli-caciones políticas y jurídicas y en los desafíos que representa el reconocimiento de los derechos indígenas colectivos para los modelos existentes de ciudadanía y las estructuras institucionales de los Estados, que ahora buscan institucionalizar formas de pluralismo político y jurídico oficial (ver p. ej.: Hoekema 1999; Merry 1992, 1988). Las conclusiones de estos estudios señalan la persistencia de formas institucionales políticas inadecuadas, que son consideradas necesarias entre el Estado y las poblaciones indígenas –aquí el interés se centra en la definición y el alcance de “la autoridad tradicional” y “la jurisdicción indígena” (Sánchez 2004; Van Cott 2000b)–, en las redefiniciones de las formas de representación política y en la organización territorial (ver Stavenhagen 2002; Yrigoyen 2000).

Lo que ambas tendencias de investigación tienen en común es su enfoque, prin-cipalmente centrado en actores y procesos nacionales. Por ello mismo corren el riesgo de no prestar atención a los procesos organizativos que ocurren en las comunidades indígenas locales. Los pocos estudios o etnografías que se enfocan en los procesos locales en el contexto del reconocimiento de los derechos indí-genas (ver p. ej.: Korovkin 2001; Perreault 2003; Gow 2005) exploran y respon-den a preguntas relacionadas con las maneras en que las comunidades indígenas –que son la base de un movimiento más amplio– han sido capaces de aprove-char las “oportunidades de transformación” para reorganizar sus formas actuales de gobierno indígena, y cómo las siempre cambiantes instituciones comunales configuran a su vez las nociones de identidad y suministran las bases para nue-vas movilizaciones indígenas. La presente investigación –un estudio de caso sobre el pueblo nasa (páez), que habita en un territorio indígena autónomo en el

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suroccidente de Colombia– continúa en la misma trayectoria que iniciaron estas investigaciones y aspira a ser una contribución para una mejor comprensión de los problemas planteados.

Autonomía indígena

Preceptos normativos sobre la autodeterminación y la autonomíaDesde el resurgimiento indígena de los años setenta, las organizaciones y comu-nidades han insistido siempre en su derecho a la ‘autodeterminación’, en el sentido de que (así lo señalan ellos) están, o estarán, en capacidad de tomar sus propias decisiones y definir su futuro (Tennant 1994:42). En la Declaración de Barbados (Bartolomé et al. 1971) dicha demanda fue expresada así: “[Es] el derecho a ser y a seguir siendo ellas mismas, a vivir según sus costumbres y a desarrollar su propia cultura”12. De acuerdo con la legislación internacional, los indígenas tienen este derecho colectivo de autodeterminación debido a que “son comunidades distintas, con culturas, instituciones políticas y derechos a la tierra fundamentados históri-camente” (Anaya 1996:46). Puesto que los pueblos indígenas son descendientes de los habitantes originales de una región antes de la colonización [europea], ellos reclaman la autodeterminación como un derecho que les es inherente por ser pue-blos originarios. Esta precedencia histórica es una característica que los distingue claramente de otras minorías étnicas (Loukacheva 2005; Sousa 2002).

Los gobiernos latinoamericanos y los de otras naciones siguen dudando mucho en reconocer formalmente la autodeterminación de los pueblos indígenas, dado que en la legislación internacional este derecho sugiere separación e independencia y, en consecuencia, constituye una amenaza a la soberanía e integridad territorial del Estado-nación. Sin embargo, los movimientos indígenas niegan tener tales aspiraciones y reiteradamente han señalado que solo buscan la autodeterminación interna, es decir, ejercer la autodeterminación dentro del Estado-nación en el que viven (Stavenhagen 1992:436-437).

Por razones diplomáticas, y para darle a la noción abstracta de autodeterminación una interpretación más práctica, los reclamos de las comunidades indígenas han empezado a centrarse de manera gradual en el políticamente menos sensible con-cepto de ‘autonomía’; es decir, la capacidad (y derecho) de las comunidades polí-ticas localizadas en el interior de un Estado mayor, de regular sus propios asuntos;

12 En los acuerdos internacionales, el derecho a la autodeterminación de pueblos y naciones se expresa como “el derecho [para establecer] libremente su condición política y provee[r] asimismo su desarrollo económico, social y cultural” (cfr. Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales [adoptado en 1966]).

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en otras palabras, de poner en ejecución su propia legislación para los asuntos internos y locales. Para los pueblos indígenas de América Latina, la solicitud de autonomía siempre ha estado vinculada intrínsecamente a demandas territoriales. Ya que tienen una relación espiritual con sus tierras tradicionales y una dependen-cia económica de sus recursos y de su entorno natural, los derechos territoriales son una condición imprescindible para la sobrevivencia de las culturas indígenas. Por tanto, el control del grupo sobre su territorio ancestral, entendido como “espa-cio jurisdiccional” (Zúñiga 1998:145), es esencial para la autonomía indígena. En el contexto latinoamericano, la autonomía indígena es entendida generalmente como “una forma jurídica que permite a los pueblos indígenas gobernarse a sí mismos, dentro de un territorio definido y con ciertas limitantes, de acuerdo con sus propias costumbres políticas y jurídicas” (Assies 1994:46).

En años recientes, en debates entre expertos jurídicos y movimientos indígenas se han establecido varias características operacionales esenciales para la autonomía territorial indígena13. Para que un sistema autónomo tenga un significado real en términos de autodeterminación, debe mostrar una clara competencia legislativa, es decir, que los pueblos indígenas puedan desarrollar libremente sus instituciones de autogobierno autónomo, según sus necesidades y su propia visión. Además, las comunidades indígenas autogobernadas necesitan tener la oportunidad de admi-nistrar sus propias finanzas, como también los fondos que el Estado le asigna al territorio y/o al pueblo que lo habita (es decir, deben tener autonomía fiscal). Las comunidades indígenas también deben estar proporcionalmente representadas en una estructura política más amplia, es decir, no solo en su propia unidad territo-rial, sino también en los diferentes órganos de poder del gobierno nacional; final-mente, deben estar protegidas y a salvo de cualquier forma de discriminación en dichos órganos (Bennagen 1992 en Assies 1994; ver también Loukacheva 2005).

La autonomía territorial, como régimen14 normativo basado en las demandas de los movimientos indígenas, es un sistema (marco institucional) en el cual las comunidades indígenas pueden ejercer su derecho a la autodeterminación. Como

13 Estos criterios aparecen como propuestas en las conclusiones y recomendaciones sobre la autonomía y el autogobierno indígena adoptado por el Encuentro de Expertos de las Naciones Unidas en Nuuk, Groenlandia, en 1991, como parte de las deliberaciones para escribir un borra-dor de la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas. Las recomendaciones no son de obligatorio cumplimiento pero representan elementos importantes de autonomía indígena ( Loukacheva 2005:14).14 Nota del traductor: en el texto se emplea el término ‘régimen’ asociado a un conjunto de normativas y al modelo de hacienda que se desarrolló en el Cauca. En las discusiones con los nasa, al referirse a la normativa indígena evitaron esta expresión por las connotaciones que lo vinculan al llamado ‘régimen hacendatario’.

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señala Díaz Polanco (1997:98): “La autonomía sintetiza y articula políticamente el conjunto de demandas logradas por los grupos étnicos [tierra, educación bilingüe, etc.]; por lo tanto puede decirse que la autonomía es la demanda fundamental”.

De acuerdo con las organizaciones indígenas, un sistema de autonomía político-territorial llenaría sus aspiraciones porque tiene un doble efecto: al tiempo que los capacitaría “para controlar el desarrollo de sus culturas distintas, incluyendo el uso de la tierra y los recursos naturales”, también garantizaría –después de muchos años de aislamiento y exclusión– su “compromiso participativo efectivo en estructuras sociales y políticas más amplias” (Anaya 1996:110-112)15. En gene-ral, las demandas de autonomía de los pueblos indígenas no deben ser interpre-tadas como un rechazo o desaprobación a las sociedades que las rodean; por el contrario, un número cada vez mayor de pueblos indígenas ha expresado el deseo de comprometerse más que antes con, e integrarse a, la sociedad nacional, aunque en sus propios términos, mutuamente acordados.

Sistemas latinoamericanos de autonomía constitucional para pueblos indígenas

Aunque en algunos países se ha logrado, hasta cierto punto, espacio jurídico para las solicitudes de autogobierno de los pueblos indígenas, al lograr el reco-nocimiento, en la legislación ordinaria, de las tierras indígenas y las autoridades tradicionales, hasta ahora solo cinco países latinoamericanos han incluido un sis-tema especial de autonomía en sus constituciones: Panamá, Nicaragua, Colombia, Ecuador y Venezuela. Los regímenes constitucionales son generalmente estruc-turas más duraderas y, en comparación con gran parte de la legislación ordinaria, permiten mayor amplitud para la autonomía; sin embargo, la interpretación y el alcance de estos sistemas constitucionales varían enormemente de un país a otro (Assies 2005; Hoekema 1999).

En algunos países, como Colombia (1991) y Panamá (1972), el autogobierno se les ha concedido a comunidades étnicas específicas en territorios ancestrales delimi-tados (resguardos y comarcas, respectivamente). En estos territorios autónomos, algunos antiguos o coloniales, y otros recién creados, operan las instituciones de gobierno indígena y solamente los miembros de las comunidades indígenas pue-den tomar parte en el gobierno local. En Nicaragua (1987), en cambio, aunque se reconoce un cierto número de derechos indígenas, el sistema de autonomía para la región de la costa atlántica ha sido definido más en términos geográficos que étnicos. El autogobierno se ejerce allí según modelos preestablecidos, en los

15 Anaya (1996:112) lo denomina “el doble empuje” de los sistemas normativos de la autono-mía/autogobierno indígena.

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cuales ninguno de los diferentes grupos étnicos –indígenas o no indígenas– tiene derechos preferenciales, sin importar que las fronteras de las regiones autónomas hayan sido definidas de tal manera que los grupos indígenas ocupen la mayoría de ellas; además, las facultades de las autoridades comunitarias indígenas todavía no han sido jurídicamente establecidas (Ortega 2003:27). A su turno, en Ecuador (1998), la Constitución les asigna a las autoridades indígenas una gama amplia de funciones autónomas que deben realizarse en las ‘circunscripciones territoriales’ étnicas (indígenas y afroecuatorianas). Sin embargo, estas provisiones constitu-cionales no han sido hasta ahora convertidas en legislación ejecutiva (Van Cott 2002). Lo mismo ocurre con las estipulaciones sobre autonomía en la Constitución de Venezuela (1999), que habla del autogobierno en ‘hábitats’ indígenas.

Con respecto a los derechos territoriales, la situación en Colombia y Panamá es tal que la definición de las varias jurisdicciones indígenas coincide totalmente con las áreas indígenas formalmente reconocidas (resguardos y comarcas), que han sido definidas como propiedades inalienables colectivas. En los dos países, estos territorios cubren una parte significativa del territorio nacional (27,8% y 22,7%, respectivamente) (Grünberg 2002; Sánchez y Arango 2002). Los derechos sobre la tierra son mucho menos protegidos en Nicaragua, donde el gobierno central se ha reservado los poderes de decisión sobre los recursos naturales en las regiones autónomas (Grünberg 2002; Ortega 2003). Solo en 2002 se promulgó una ley para el reconocimiento de los derechos indígenas a la tierra, y hasta 2004 sola-mente el 5% de las solicitudes para definir las tierras comunitarias había sido resuelto (Roldán 2004:12). Antes de aprobar su nueva Constitución, Ecuador ya había reconocido jurídicamente una extensión significativa de tierras indígenas; sin embargo, a menudo los titulares de estas tierras no son comunidades étnicas legalmente definidas como tales, sino individuos u otros entes colectivos, como cooperativas, centros y comunas. Hasta el momento no es claro en qué grado las jurisdicciones indígenas (circunscripciones territoriales) vayan a coincidir con estas tierras legalizadas. En Venezuela la situación es similar, pero el gobierno está discutiendo una ley que propone procedimientos para el establecimiento y regularización de las tierras y hábitats indígenas (Roldán 2004).

Respecto a los otros dos aspectos funcionales de los sistemas de autonomía – representación proporcional en el gobierno nacional y autonomía fiscal– encon-tramos que los pueblos indígenas de Panamá, Colombia y Venezuela, además de un derecho activo al voto, han conservado la representación política en el Senado o el Parlamento (5, 2 y 3 curules, respectivamente). En 2011, solo el Estado colom-biano ofrecía un procedimiento para la autonomía fiscal indígena, en el sentido de que, como parte de un programa para la descentralización democrática, los resguardos pueden disponer de una cierta cuota de los recursos de transferencias

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del Estado para cumplir las funciones públicas y los programas de desarrollo, de acuerdo con sus usos y costumbres. Si comparamos los procedimientos operativos actuales para la autonomía territorial en cada país, se podría afirmar que actual-mente Colombia todavía sigue contando “con el reconocimiento más seguro y coherente de los derechos [relativos] a la autonomía” que existan en América Latina (Van Cott 2002:68).

La autonomía como proceso históricoLa reciente y actual discusión acerca de los “sistemas con autonomía indígena territorial y administrativa” (Van Cott 2002:275) tiende a minimizar la natura-leza histórica de los movimientos indígenas de América Latina y sus peticiones de reconocimiento de autonomía. De hecho, las poblaciones indígenas solicitaron autonomía territorial y cultural mucho antes del surgimiento del movimiento indí-gena de los años setenta (Korovkin 2001:41). En la mayoría de los casos, a estas demandas históricas se les puede rastrear su proceso, que se había iniciado ya en la época colonial española, incluso en épocas tan remotas como la segunda mitad del siglo XVI (Nader 1989). En un intento por ponerle freno al poder creciente de los colonizadores y por aumentar su control sobre las poblaciones indígenas, la Corona española inició –con las Nuevas Leyes de 1542– la implementación de una política dirigida al aislamiento de poblaciones indígenas dispersas en los Andes y América Central, respecto a las poblaciones mestizas y españolas, para lo cual les concedió algún nivel de autogobierno en tierras colectivas demarca-das, que recibieron el nombre de repúblicas de indios. A cambio de una garantía sobre la tierra y de la protección contra la explotación incontrolada por los colo-nizadores españoles, las comunidades, gobernadas por funcionarios indígenas (a menudo caciques o curacas que habían sobrevivido y cuyo mando era transmi-tido por herencia) y supervisadas por funcionarios reales y de la Iglesia, fueron forzadas a pagar impuestos a la Corona española y a suministrar periódicamente mano de obra a las autoridades coloniales y a los propietarios de haciendas y minas. Aunque este tipo de comunidad indígena creada por España subordinó a las poblaciones indígenas a la economía y a la estructura de poder colonial, también les ofreció un cierto margen para la autodeterminación de sus asuntos internos. Esta política fue implementada en todo el imperio español, aunque las ‘comunidades de poblados semiautónomos’ fueran conocidas en diferentes sitios con diversos nombres (comuna, resguardo, ayllu-reducción), y terminaran mar-cadas por su desarrollo histórico específico (ver p. ej. Wolf 1959; González 1979; Murra 1984a).

A diferencia de muchos indígenas de las tierras bajas, que lograron evitar el con-trol del sistema colonial por varios siglos, los indígenas de las tierras altas fueron forzados todo el tiempo a defender su limitada autonomía con uñas y dientes, ya

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que el sistema de comunidad indígena siempre estuvo bajo amenaza. Los docu-mentos históricos muestran que durante los siglos XVII y XVIII, los líderes indí-genas instauraron muchos pleitos en las cortes coloniales contra la violación de derechos ya concedidos y contra el abuso de poder de funcionarios locales y pro-pietarios de haciendas y minas (ver Colmenares 1979; Rasnake 1988).

A finales del siglo XVIII, algunas comunidades indígenas se levantaron en masa contra el gobierno colonial, entre otras cosas debido a la implantación de un régimen de impuestos mucho más rígido introducido por la dinastía borbó-nica (Reformas Borbónicas). El ejemplo mejor conocido de estas revueltas es el liderado por Tupac Amarú y Tomás Catari (o Katari) en el Alto Perú (Bolivia) alrededor de 1780, aunque las revueltas también se dieron en otras partes de los Andes y en México (ver Farris 1984; Coatsworth 1988). Después de la indepen-dencia respecto a la Corona española, ocurrida a comienzos del siglo XIX, los nuevos gobiernos republicanos quisieron abolir las tierras comunales, pues estas eran vistas como una traba al desarrollo capitalista de los Estados recién forma-dos. Aunque algunas comunidades indígenas, en particular aquellas localizadas en las áreas más remotas, fueron capaces de evitar temporalmente la aplicación de la legislación nacional que promovía la disolución de las tierras comunales, mediante la formación de alianzas con gamonales locales (este fue el caso de los nasa en Colombia; Rappaport 1982; 1990a), muchas otras comunidades perdieron gran parte de sus territorios por la proliferación de haciendas comerciales (Murra 1984b:33). Sin embargo, la tenaz resistencia indígena a la división o expropiación de sus tierras comunitarias –para la que, muy a menudo, apelaron a los títulos coloniales y a la invocación de la ley– condujo a finales del siglo XIX y comien-zos del siglo XX, a un cambio de actitud entre varios gobiernos paternalistas, que decidieron proteger las tierras indígenas que aún quedaban y reconocerlas legal pero provisionalmente como una fase de transición hacia la privatización de la propiedad (ver Murra 1984b; Rivera 1987; Ibarra 1993). No obstante, muchas de estas nuevas legislaciones dejaron de reconocer la existencia de la autoridad tradicional y el hecho de que las comunidades formaran parte de sistemas de gobierno indígena más amplios. Esta situación provocó que muchas poblaciones indígenas resultaran fragmentadas en pequeñas comunidades aisladas, con poder y autonomía reducidos. No obstante, las autoridades tradicionales a menudo siguieron teniendo influencia local significativa, incluso en comunidades que ya no disponían de tierras comunales (ver Murra 1984a; Platt 1987; Rasnake 1988). Esta situación de comunidades indígenas dispersas permaneció inalterada hasta cuando comenzaron las reformas agrarias y ocurrió el resurgimiento de los movi-mientos indígenas en las décadas de los años sesenta y setenta.

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Aunque todavía muestran muchas de las características esenciales de las ‘repú-blicas de indios’, las comunidades indígenas de los Andes y América Central son fundamentalmente diferentes –social, política, económica y culturalmente – de las sociedades de las cuales surgieron. En la actualidad es comúnmente recono-cido que, lejos de ser grupos aislados socialmente, estas comunidades siempre han estado “profundamente insertadas en una sociedad más amplia”, y que sus identidades y formas organizativas actuales son en buena parte el resultado de sus largas luchas históricas (dialécticas) con las instituciones socioeconómicas hege-mónicas tanto del Estado colonial como del republicano (ver Field 1994a:239). En esta lucha encontramos signos de resistencia pero también de adaptaciones. Recientes estudios etnográficos e históricos han mostrado que, con el fin de resis-tir a la confiscación del territorio y a la amenaza a su autonomía, algunos líderes indígenas han tratado a través de los siglos de influir en las políticas del Estado, utilizando en su mayor parte las instituciones y doctrinas mismas de sus opreso-res, y en algunas ocasiones movilizándose para la oposición armada. Tarde o tem-prano, sin embargo, las comunidades han sido forzadas a ceder a las demandas y presiones impuestas por la sociedad dominante y no han tenido otra opción que aceptar las nuevas condiciones de subordinación. Esta no ha sido una aceptación pasiva sino, más bien, un desarrollo de procesos sutiles y complejos de adaptación creativa y apropiación cultural, en el que las instituciones y estructuras sociales impuestas han sido complementadas y “resignificadas” con costumbres y tradi-ciones locales. Al hacerlo, las comunidades indígenas han creado gradualmente nuevas formas culturales que han servido para guiar sus pensamientos y accio-nes posteriores (Rasnake 1988; Rappaport 1990ª; Hale 1994)16. Inspirados por la teoría clásica de la ‘construcción de fronteras étnicas’ de Barth (1969), algu-nos académicos han llamado ‘reorganización étnica’ a estos procesos adaptativos que han surgido como consecuencia de la resistencia y concesión (Nagel y Snipp 1993)17, mientras que otros más los describen como “mecanismos de resistencia étnica” (Murra 1984b:32). Cualquiera que sea el término, es claro que esta diná-mica permanente de revitalización y apropiación cultural es la que ha facilitado a los pueblos indígenas una sobrevivencia cultural y los ha capacitado para mante-ner un cierto grado de autonomía.

Al menos en términos formales, la situación de los pueblos indígenas latinoa-mericanos ha cambiado significativamente con la promulgación, en la década

16 Estas modificaciones de formas de colonialismo impuestas han sido denominadas “resis-tencia encubierta” (Urban y Sherzer 1991:3) o “resistencia interna” (Varese 1996:63).17 De acuerdo con Nagel y Smith (1993:203), “la reorganización étnica” ocurre cuando un grupo étnico -o pueblo indígena- “emprende una reorganización de su estructura social, redefine su frontera o presenta algunos cambios en respuesta a las presiones o demandas impuestas por la cultura dominante”.

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de los años noventa, de nuevas constituciones por los Estados latinoamericanos. Teniendo en cuenta que antes del reconocimiento de la diversidad cultural, los grupos indígenas tenían una autonomía histórica que el Estado buscaba reducir, e insistía en su propia soberanía, hoy en cambio los Estados y los pueblos indí-genas reconocen cada uno el derecho del otro a existir autónomamente dentro de límites territoriales definidos. Sin embargo, puesto que la aplicación de los nuevos derechos indígenas todavía es un proceso con problemas significativos, y consi-derando que las dinámicas de reorganización étnica arriba mencionadas son un proceso continuo, cabría preguntarse en qué medida las comunidades indígenas usan el nuevo marco jurídico de reconocimiento para defender su autonomía y cómo las dinámicas de sus actuales luchas difieren de patrones previos de resis-tencia y adaptación.

Territorialidad indígena y manejo comunal de recursos naturales

Particularmente en Latinoamérica, las luchas históricas de los pueblos indígenas por la autonomía se han enfocado hacia los reclamos sobre la tierra y el territo-rio, es decir, al derecho garantizado de una comunidad a un territorio ancestral delimitado y al control exclusivo sobre los recursos contenidos en él. No obstante, al lado de esta lucha y de manera menos visible, las comunidades indígenas han peleado siempre también por el reconocimiento y preservación de sus sistemas particulares de tenencia de tierra y recursos (Tennant 1994; Anaya 1996; Zúñiga 1998). Estos sistemas están constituidos por las instituciones sociales complejas que establecen los “medios por los cuales los individuos y las comunidades logran el legítimo acceso y uso de los recursos naturales” o, en otras palabras, defi-nen “quiénes poseen los recursos, quiénes pueden utilizarlos o extraerlos, quiénes pueden excluir a otros de tener acceso a ellos y quiénes se benefician de su explo-tación” (WRI 2005:56). Dichas instituciones de tenencia y manejo de recursos ocupan un lugar central en el orden social y normativo que gobierna la vida coti-diana y las prácticas de las comunidades indígenas (von Benda-Beckmann 1995). Esas instituciones determinan no solamente las relaciones de los pueblos con la tierra y los recursos naturales, sino también las relaciones entre individuos, fami-lias y grupos en una comunidad, así como entre la comunidad y el Estado y otros actores externos. Por lo tanto, los cambios en las instituciones que administran y disponen de los recursos tienen implicaciones para todo el tejido social de las comunidades (WRI 2005). Las instituciones de tenencia de tierra y manejo comunal de recursos de las comu-nidades indígenas y de otras comunidades locales son a menudo clasificadas como comunales. El término ‘comunal’ “describe la naturaleza local de tales sistemas tanto con respecto a la extensión geográfica de su aplicación, como a sus fuentes

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de legitimidad” (Bruce 1999:11; ver también Lynch 1992). Ya que existen muchos y muy variados regímenes de tenencia comunal en el mundo, su definición uni-versal puede darse solo en términos muy generales. Como sistema de propiedad sui géneris, la tenencia comunal de recursos difiere notablemente del concepto occidental dominante de propiedad privada individual. Lo característico, en cual-quier caso, es que se trata de sistemas fundamentados en la propiedad con base en la comunidad, que incluyen un conjunto de derechos individuales y colecti-vos sobre la tierra, los árboles, el agua y otros recursos naturales importantes. Mientras los derechos al uso económico y a la explotación de recursos se les asig-nan (por lo general durante largos períodos) a individuos o unidades domésticas, a menudo en forma de derechos de usufructo heredables, los derechos sobre el con-trol sociopolítico y el manejo de estos recursos –incluidos los derechos de venta y traspaso– permanecen siempre en la comunidad en su conjunto, representada por las autoridades que ella designa. Debido a que los privilegios individuales de los miembros de la comunidad están generalmente sujetos a los intereses de la colectividad, las instituciones de manejo comunal de recursos cumplen una fun-ción muy importante para mantener la cohesión y continuidad del grupo social. Además, puesto que estas instituciones –así como las prácticas de las cuales han surgido– se derivan típicamente de relaciones continuas de mucho tiempo entre las comunidades, la tierra y los demás recursos que las sostienen, son también un factor de gran importancia en la configuración de su identidad (Lynch y Talbott 1995; Bruce 1999; von Benda-Beckmann y von Benda-Beckmann 1999). En la literatura académica, “los extensos y espinosos debates acerca de la natu-raleza de […] los sistemas de tenencia comunal” (Bruce 1999:11) se caracterizan por una gran confusión conceptual acerca de la distinción entre lo ‘comunal’, lo ‘común’ y lo ‘colectivo’. Como sistema de tenencia, a la propiedad comunal se le equipara a menudo con “propiedad común” o con “modalidades de tenencia de propiedad común”, o con los recursos incluidos en dicho sistema, tales como pasturas o tierras de pastoreo y de bosques. Esta literatura habla de esos recursos como “comunes” o, más técnicamente, como “recursos de fondo común”. En tér-minos generales se trata de “recursos utilizados simultánea o consecutivamente por los miembros de un grupo, un colectivo o una comunidad” (Bruce 1998:5). Estos sistemas de propiedad común, sin embargo, a menudo constituyen solo un subconjunto de un sistema de propiedad comunal más complejo, que también incluye la tierra en la cual rigen los derechos individuales (derechos de usufructo) (Bruce 1998, 1999; Lynch 1992). Por consiguiente algunos académicos (Bruce, Fortman y Nhira 1993) han propuesto representar el sistema de propiedad comu-nal como la sumatoria de diferentes formas de tenencia o de “paisajes de tenen-cia” con diferentes “nichos de tenencia”, que coinciden con “áreas de tierra [y de recursos], con usos diferentes, con diferentes formas de tenencia [es decir, reglas

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de acceso y uso] que se aplican a aquellas áreas [y recursos]” (Bruce 1999:12). La propiedad comunal también es a menudo confundida con ‘propiedad colec-tiva’. Sin embargo, la propiedad colectiva solo se refiere en este contexto a los títulos colectivos de tierra de una comunidad –la relación de propiedad externa de una comunidad en relación con el mundo exterior– y esa confusión tiende a oscurecer las modalidades de tenencia altamente diferenciadas que existen en el territorio de la comunidad, tanto respecto a los individuos como a los grupos. Por lo tanto, cuando se analice la propiedad comunal, es siempre conveniente especi-ficar con cuidado qué tipos específicos de derechos y relaciones de propiedad se “esconden” detrás del rótulo de ‘lo comunal’ (von Benda-Beckmann y von Benda-Beckmann 2006). En América Latina y en otras partes del mundo, las formas indígenas de manejo comunal de recursos han cambiado tanto en el pasado lejano como en tiempos recientes. Aparte de estar influidas por factores contextuales de naturaleza eco-lógica, demográfica y económica, tales como cambios ambientales, crecimiento poblacional, innovaciones tecnológicas y presiones de mercado, las cambiantes instituciones de manejo de recursos también deben ser consideradas como “el resultado contingente y temporal de la interacción dinámica entre actores [inter-nos y externos] socialmente diferenciados” (Leach, Mearns y Scoones 1999:230). Especialmente en las comunidades indígenas de las tierras altas –y poco a poco también en las de las tierras bajas–, las modalidades institucionales locales de manejo comunal de recursos han sido particularmente impactadas por las polí-ticas del Estado hacia las tierras colectivas indígenas y hacia los sistemas de manejo de recursos. Estas políticas fueron diseñadas sobre nociones mal conce-bidas acerca del funcionamiento de la propiedad comunal y además estuvieron fuertemente influidas por convicciones ideológicas acerca de la propiedad y el desarrollo. Durante gran parte de los siglos XIX y XX, los Estados percibieron a las propiedades colectivas de tierras indígenas y a las instituciones de manejo comunal como signos de atraso y de ineficiencia económica y, en consecuencia, como un obstáculo a los mecanismos de mercado y al progreso económico capi-talista. Solo recientemente las instituciones indígenas de manejo comunal han ganado algún respeto, en vista de su reconocida utilidad en el manejo sustentable de recursos y en la conservación de la biodiversidad (von Benda-Beckmann, von Benda-Beckmann y Wiber 2006).

El manejo comunal indígena también ha cambiado como consecuencia de la res-puesta de las comunidades ante las intervenciones del Estado, como parte de sus luchas por la autonomía, es decir, en los procesos de resistencia, adaptación y reorganización étnica. Y tal como en el caso de las fluctuantes políticas del Estado sobre las tierras, las recientes deliberaciones y reorganizaciones indígenas

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acerca de sus propias formas de manejo comunal de recursos a menudo se han caracterizado y configurado también debido a ideales culturales y concepciones ideológicas. Así, cuando se les compara con instituciones relacionadas con la pro-piedad individual, las comunidades indígenas a menudo interpretan las formas de manejo comunal como superiores, debido a que estas enfatizan los valores de generosidad, cooperación y reciprocidad. En particular, desde el resurgimiento indígena en la década de los años setenta, las comunidades indígenas se acogen a sus instituciones comunales de gobierno y de manejo de recursos como “la fuente de tradiciones positivas, base para la identidad y barrera para la anomia” (Chamoux y Contreras 1996:29-30). Algunas investigaciones anteriores han mos-trado, sin embargo, que dicha “exaltación del comunalismo”, en la que los aspec-tos colectivos del manejo de recursos son a menudo exagerados, quizá fortalezcan los lazos de solidaridad dentro del grupo, pero también con frecuencia sirven para enmascarar desigualdades internas en beneficio de sectores privilegiados de la comunidad (Chamoux y Contreras 1996:13; ver también Agrawal 1999; Leach et al. 1999). Sea cual fuere el caso, para las comunidades indígenas, junto con la noción altamente simbólica de ‘territorio’, la tenencia comunal de tierras continúa siendo un referente ideológico básico de ‘lo comunitario’, y la permanencia de instituciones de manejo comunal se explica, al menos y en cierto grado, por las políticas de identidad indígena (Briones 1996).

Las instituciones de manejo comunal de recursos cumplen un rol muy importante en los intentos de las comunidades indígenas por mejorar las condiciones de vida de sus miembros. Las variadas redes sociales, formas de cooperación y normas de reciprocidad que constituyen estas instituciones representan el capital social/cultural sobre el cual las comunidades pueden basar sus esfuerzos para concep-tualizar y materializar formas de desarrollo autónomo y autodefinido (Loomis 2000). Las concepciones indígenas contemporáneas de modernidad –que pueden ser consideradas cada vez más anticapitalistas (Sousa 2002)– hasta cierto punto y a lo largo del tiempo han tomado su forma actual debido a las experiencias negati-vas respecto al saqueo progresivo de sus tierras y recursos, y a otros procesos que han causado daños a sus economías y medios de subsistencia (Anaya 1996). Tal como las comunidades indígenas presentan en su discurso el manejo comunal de recursos como opuesto al manejo de recursos basado en las nociones de propie-dad privada individual, asimismo ellas utilizan los valores culturales y principios incorporados en sus instituciones de carácter comunal como una fuente impor-tante de inspiración para su definición de un desarrollo alternativo “basado en el lugar”, que les permite emanciparse de modelos hegemónicos de desarrollo con pretensiones universalistas (Blaser 2004:8; ver también Rajagopal 2003).

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Este trabajo pretende contribuir a una mejor comprensión de las instituciones y prácticas de manejo comunal de recursos en las comunidades indígenas andinas de Colombia, no tanto desde una perspectiva de la ecología política o la economía institucional, sino desde la perspectiva de las luchas por la autonomía indígena. En primer lugar, se estudiarán las formas en que las instituciones y prácticas indí-genas de manejo comunal de recursos han sido configuradas en las interacciones históricas entre las comunidades indígenas, el Estado y la sociedad mayor. En segundo lugar, se analizará cómo, en los ámbitos del manejo de recursos natura-les, la economía y el desarrollo, el nuevo marco jurídico de reconocimiento –entre otros factores– a la vez posibilita y limita la actuación de las comunidades en sus intentos de reorganizarse étnicamente en su territorio, y en la búsqueda de un desarrollo cultural y económico autónomo.

Metodología

La persistencia de instituciones indígenas de gobierno (en este caso, de manejo comunal de recursos) en el interior de las estructuras sociales, políticas y econó-micas de la sociedad y el Estado colombiano muestra una situación de pluralismo jurídico, es decir, la coexistencia simultánea de uno o más órdenes jurídicos en el mismo campo social. En las décadas pasadas, el pluralismo jurídico ha sido el principal tema de investigación de la antropología jurídica. Los primeros antro-pólogos que trabajaron en este campo, a menudo en un ámbito colonial, se intere-saron en el derecho, las normas y las regulaciones en las sociedades “primitivas”. Puesto que trabajaban desde una perspectiva estructural y funcionalista, estos antropólogos estudiaron el funcionamiento de las sociedades o pobladores locales como fenómenos aislados (ver Nader 1965). Sin embargo, desde la década de los años setenta, los antropólogos jurídicos fueron comprendiendo progresivamente que el derecho local18, así como otros dominios de la vida social, no pueden ser entendidos por fuera de su contexto más amplio, y empezaron a enfocarse en la manera cómo las estructuras sociojurídicas están configuradas y mediadas con otras a través de agenciamiento humano; en relación con otras; es decir, en “las relaciones dialécticas, mutuamente constitutivas entre el Derecho estatal y otros órdenes normativos” (Merry 1988:880).

18 La ‘ley’, o sistema legal, en un sentido antropológico jurídico, puede definirse como “la totalidad de fenómenos jurídicos generados y mantenidos en una unidad social dada” (von Benda -Beckmann 1997:8). Esta definición se vuelve menos abstracta cuando se formula de manera que incluya las estructuras sociales (instituciones) que generan e implementan las reglas. Hoekema (1999:269) nos brinda una definición de derecho que sirve muy bien al propósito de este estudio: se trata de “las normas de la vida social en una comunidad particular, que son aplicadas, cambia-das, mantenidas y sancionadas por funcionarios que tienen la posición institucional para llevar a cabo esta tarea”.

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Uno de los primeros académicos que se ocupó en investigar las dinámicas y meca-nismos de tales interacciones dialécticas fue Henry (1985). Mientras trabajaba sobre el concepto de ‘campos sociales semiautónomos’, desarrollado previamente por Moore (1973; 1978), Henry analizó las relaciones complejas y ambiguas entre la legalidad de las cooperativas de pequeña escala, por un lado, y las leyes del Estado y la sociedad capitalista, por el otro. El enfoque y las conclusiones desa-rrolladas en el estudio de Henry son interesantes en el contexto de este trabajo porque –como se verá más adelante– una dialéctica similar se manifiesta en las interacciones entre la tenencia de tierra comunal y el Derecho del Estado en las comunidades indígenas colombianas.

Casi por el mismo tiempo, Starr y Collier (1987) escribieron un artículo titulado “Estudios históricos de cambio jurídico” (Historical studies of legal change), en el cual discutieron las actas de una conferencia durante la cual los participantes habían concluido que los arreglos normativos propios de campos sociales semi-autónomos (formas de derecho no estatal, subalterno) son el resultado de luchas y negociaciones continuas, y a menudo altamente desiguales, en relación con estruc-turas políticas más amplias19. En su artículo sobre la disciplina de la antropolo-gía jurídica, Merry (1988) argumentó que este campo de investigación –órdenes jurídicos mutuamente constitutivos– debería ser el interés central de los estudios socio jurídicos contemporáneos. Los conocimientos proporcionados en las obras de la antropología jurídica que fueron inspirados por este llamado (p. ej., Nader 1990; Merry 2000; Oomen 2005) son tomados como guía en este estudio sobre las continuas luchas por la autonomía de los pueblos indígenas de Colombia.

El reconocimiento de la autonomía indígena en Colombia en 1991 condujo a una situación de “multiculturalismo constitucional” (Van Cott 2000a:257). Política y jurídicamente esto implicó un cambio fundamental en la relación entre el Estado y sus ciudadanos. Dicho reconocimiento va más allá de las formas previas de reconocimiento jurídico limitado. La discusión anterior ha demostrado que la sociedad dominante y las sociedades indígenas son mutuamente constitutivas, que siguen patrones y mecanismos específicos de interacción, y que tanto el Derecho del Estado como el Derecho Indígena desempeñan un rol importante en estos procesos. Esto hace que las siguientes preguntas sean pertinentes: ¿cómo influye la nueva situación en las dinámicas de cambio social en las comunidades indígenas?, ¿cómo estas dinámicas difieren de las anteriores? y ¿cómo, a su vez,

19 Las memorias de esta conferencia, celebrada en agosto de 1985 en el Lago Como-Bellagio, Italia, dieron origen a un libro reconocido: History and power in the study of law: New directions in legal anthropology, de Starr y Collier (1989).

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los cambios en la organización social de las comunidades indígenas reconocidas podrían tener influencia sobre el Estado y la sociedad colombianos?

El cambio institucional es mejor estudiado desde una “perspectiva de investi-gación historizada” (Jackson y Warren 2005:550); es decir, que para apreciar el significado de los procesos históricos y los hechos se requiere primero entender la situación actual en un territorio indígena particular. En este orden de ideas, el trabajo de campo de este estudio fue realizado en la comunidad nasa (páez) de Jambaló, en el departamento del Cauca, en el suroccidente de Colombia, una comunidad con reputación de fuerte compromiso con la lucha indígena por la autonomía, y caracterizada por una historia de interacción prolongada e intensa con la sociedad dominante. Jambaló es un territorio indígena con gobierno propio (que en Colombia es llamado resguardo) y abarca otras pequeñas comunidades (veredas)20 que juntas comprenden 12 mil habitantes y un área de territorio de un poco menos de 250 km2. Jambaló está situado en el centro de unos 40 resguardos nasa ubicados a ambos lados de la Cordillera Central (nororiente del departa-mento del Cauca), que constituyen en conjunto el territorio histórico de la nación nasa, o Nasa Kiwe21. Estos resguardos mantienen fuertes lazos solidarios y parti-cipan en varias asociaciones locales y regionales nasa.

Para este estudio se hizo un amplio trabajo de campo en la comunidad local, reali-zado intermitentemente entre los años 2000 y 2005. Se emplearon varios métodos cualitativos de investigación, que comprendieron conversaciones en profundidad con líderes indígenas, participación en asambleas comunitarias (o generales) de resguardo, y encuentros con representantes del cabildo. Para evitar prejuicios de liderazgo se realizaron también entrevistas, en varias veredas del resguardo, con miembros de la comunidad (hombres y mujeres) que ocupaban diferentes posi-ciones en el tejido social. Se obtuvo información adicional de actores externos que estaban de una u otra manera vinculados con el gobierno comunitario de Jambaló (funcionarios regionales, representantes de ONG y organizaciones de

20 Aunque la acepción más común de la palabra ‘vereda’ es la de sendero, en Colombia se usa para designar una sección administrativa de un municipio o una comunidad agrupada. Debido al significado único que tiene el término en ese país, la palabra se ha mantenido intacta en el texto.21 Del total de la población de Colombia, el 1,5% y el 2% (aproximadamente 800.000 perso-nas dependiendo del conteo; ver Sánchez y Arango 2002) es indígena (un porcentaje relativamente bajo comparado con otros países latinoamericanos). Esta población está formada por 82 pueblos diferentes (cada uno con su propia lengua), de los cuales los nasa son el segundo grupo más grande (aproximadamente 140.000 personas). En el departamento del Cauca (15% de población indígena) existen más de 60 resguardos nasa entre pequeños y grandes; Jambaló es uno de los mayores. Exis-ten también diversos resguardos nasa en los departamentos vecinos de Huila y Putumayo, como consecuencia de la migración desde el territorio original nasa.

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la Iglesia, senadores indígenas del Congreso Nacional y colegas investigadores). Estos actores aportaron no solo una perspectiva externa interesante acerca de las interacciones entre las comunidades indígenas y la sociedad mayor, sino que proporcionaron información valiosa, por ejemplo documentos históricos, mapas, contratos e información estadística (cuantitativa). Finalmente, un factor determi-nante en la recolección de datos fue el proyecto autoetnográfico “Recuperación de la memoria”, que consiste en transcripciones literales de entrevistas en grupo con ancianos de la comunidad, realizadas por líderes indígenas de las nuevas genera-ciones, bajo los auspicios de la asociación nasa ACIN en el período comprendido entre 1999 y 2002.

De todos los pueblos indígenas de Colombia, los nasa se encuentran entre los más extensamente estudiados en el pasado por los antropólogos. En la segunda mitad del siglo XX, las investigaciones estuvieron principalmente centradas en Tierradentro, territorio de origen de los nasa, y realizadas entre otros por Bernal (1955, 1968), Sevilla-Casas (1976, 1986) y Rappaport (1982, 1990a). En 1985 apa-reció una etnografía de Findji y Rojas sobre los nasa en Jambaló, estructurada como una historia de la territorialidad nasa y un análisis cuantitativo de la eco-nomía indígena. Después, Findji (1992, 1993) publicó sus experiencias de investi-gación-acción durante la lucha por la tierra en Jambaló y otras comunidades nasa (y guambiana) sobre la vertiente occidental de la Cordillera Central (décadas de los años setenta y ochenta). Antes de la presente investigación, desde 1985 no se había realizado en Jambaló trabajo de campo intensivo. Aunque en el transcurso de los años se había recolectado mucho material sobre los nasa, nunca se había llevado a cabo una investigación con una perspectiva desde la antropología del derecho, enfocada específicamente en la lucha indígena, el manejo comunal de los recursos y los cambios en el gobierno comunitario, como resultado de las interac-ciones entre las comunidades nasa y el mundo exterior.

Estructura del libro

Este trabajo se encuentra dividido en siete capítulos e incluye un prólogo de líderes nasa. La introducción describe cómo la situación de los pueblos indí-genas de Colombia es parte de la lucha histórica por la autonomía indígena en América Latina, y ofrece las principales orientaciones teórico-metodológicas que la enmarcan. El capítulo 2 muestra cómo durante el periodo comprendido entre 1540 y 1940 se gestaron las características sociales, culturales y políticas que configuran a la sociedad nasa en la actualidad. El capítulo 3 es una descripción detallada de la lucha por la tierra y la recuperación del territorio indígena sobre la vertiente occidental de la Cordillera Central, y abarca desde el período de la Reforma Agraria de la década de los años sesenta hasta la reafirmación final del

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territorio de Jambaló a finales de los años ochenta. El capítulo 4 se enfoca en las instituciones y prácticas asociadas con el manejo comunal de los recursos en tres comunidades características de Jambaló durante el período posterior al proceso de recuperación de tierras. El capítulo 5 hace un recuento histórico de la bús-queda, por el cabildo de Jambaló y sus comunidades, de un desarrollo basado en la identidad, dentro del nuevo marco jurídico de reconocimiento constitucional de Colombia. El capítulo 6 presenta una descripción reciente de la participación de Jambaló en las movilizaciones políticas indígenas, de frente a la sociedad y al Estado colombianos, en un intento por salvaguardar su proceso de desarrollo de las amenazas percibidas del exterior. Finalmente, el capitulo 7 presenta una reca-pitulación de las conclusiones principales del libro.

Introducción

Foto 1Manuel Quintín Lame (en el centro) es arrestado después de ser capturado, en 1915, junto con algunos de sus captores y dos seguidores.Fuente: www.lecturaalsur.com

2. Territorialidad páez a través del tiempo y el espacio

El cacicazgo precolombino y la invasión española

El territorio actual del grupo étnico páez1 está situado en los valles altos de la Cordillera Central, entre la parte alta del río Cauca por el occidente, y el río Magdalena por el oriente. En la primera mitad del siglo XVI, la parte oriental de estas tierras rocosas y frías fue una región de refugio para diversos grupos indí-genas, que a la llegada de los conquistadores españoles habían escapado desde su entorno anterior en el valle del Magdalena. Entre estos grupos se encontraban los paeces, los guanacas, los pijaos y los yalcones. De acuerdo con los primeros registros de los cronistas españoles, estos tres grupos no relacionados lingüísti-camente eran agricultores de yuca y maíz, que en su mayor parte habitaban en viviendas aisladas dispersas en todo el territorio que compartían (Findji & Rojas 1985). Esta sociedad multiétnica estaba organizada en varias unidades políticas regionales –los cacicazgos–, que estaban vagamente definidos en términos de sus límites territoriales. En aquel tiempo la región parece haber sido controlada por tres cacicazgos paeces, comandados por los caciques supremos Páez (norte), Suyn (medio) y Abirama (sur) (Aguado 1956 [1575] en Rappaport 1990a) y un cacicazgo guanaca cuyo jefe era Anabeima, situado al sur de los tres primeros (Rappaport

1 ‘Páez’ y ‘nasa’ son los dos nombres por los cuales se conoce este grupo étnico. En años re-cientes este pueblo ha tendido a preferir la denominación ‘nasa’, que es tomada de su propia lengua, mientras que el nombre ‘páez’ fue en efecto asignado a ellos por los españoles en el tiempo de la Conquista. Para los propósitos de este estudio, ‘páez’ es empleado en los capítulos iniciales ya que éste era el nombre de uso común en ese tiempo, en tanto que a partir del capítulo 5 se empieza a usar ‘nasa’.Nota del traductor: otros grupos igualmente han seguido esta tendencia. En años recientes, el término misak, por ejemplo, ha venido ganando mayor aceptación en varias comunidades frente al uso de la expresión ‘guambiano’. Agradezco al colega Tulio Rojas Curieux por esta observación.

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1982) (ver mapa 2.1a, página 52). En un solo cacicazgo habitaban miembros de grupos étnicos diferentes, divididos en unidades políticas más pequeñas. Con este sistema político difuso y descentralizado, los caciques regionales tenían poderes limitados; no hay indicio de que ellos controlaran las tierras o recogieran tributos de sus súbditos; solo durante los períodos de guerra su autoridad se institucionali-zaba. Los caciques de los niveles inferiores seguían operando en tiempos de paz, pero sus súbditos tenían libertad para desplazarse por el territorio, por lo cual debían ofrecer su lealtad política a otros caciques (Rappaport 1990a).

Para los españoles, este territorio indígena, al que le dieron el nombre de Tierradentro, era de gran importancia estratégica dado que constituía un paso natural en la ruta entre la Real Audiencia de Quito y la de Santa Fe (Bogotá). Sin embargo, ni los paeces ni sus aliados –particularmente los pijaos (ver Valencia 1991)– se sometieron fácilmente al régimen colonial. Cuando se realizó la inva-sión española a Tierradentro, llevada a cabo principalmente desde la gobernación de Popayán en 1538, los paeces ofrecieron una resistencia agresiva y tenaz, que en 1542 condujo finalmente a la derrota de Sebastián de Belalcázar, fundador de Popayán y de Quito (Findji y Rojas 1985, González 1977, Roldán, Castaño y Londoño 1975). En 1562, el capitán Domingo Lozano logró fundar la población de San Vicente de Páez en el interior de Tierradentro. En 1571, sin embargo, el asentamiento fue atacado por una gran coalición de fuerzas páez, y ni las tropas de refuerzo enviadas desde Popayán, ni los esfuerzos de paz del jefe guambiano Diego Calambar, aliado de los españoles2, pudieron salvar al poblado de la des-trucción. Acerca de esta derrota, un cronista español escribió: “Quedaron los pae-ces con su honra / libres de vasallaje y servidumbre / y en plena libertad sin que consientan / extraño morador en su provincia” (Juan de Castellanos 1944 [1589] en González, 1977:41).

Al final, los españoles se vieron forzados a retirarse del territorio páez. Además, los asentamientos españoles que existían en los bordes de ese territorio tampoco eran seguros. En 1577, grupos de indígenas guerreros acabaron con La Mina de La Plata, un pueblo minero en cuya vecindad habían estado asentados sus ante-cesores precolombinos; y en 1591, al occidente de Tierradentro, lo hicieron con la población de Nueva Segovia de Caloto (González 1977, Roldán, Castaño y

2 En la época de la Conquista, los guambianos vivían en la meseta de Popayán, que queda al occidente de Tierradentro. A comienzos del siglo XVI, ellos ya se habían rendido ante los espa-ñoles y [sus territorios] empezaron a formar parte de los dominios de Sebastián de Belalcázar. A cambio de mantener el control sobre sus tierras y la autoridad política sobre la vertiente occidental de la Cordillera Central, en un área llamada la provincia de Guambía, los guambianos se convirtie-ron en aliados activos de los españoles en sus guerras contra los paeces (ver también Aguado 1956 [1575], Rappaport 1990a).

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Londoño 1975). Así, para fines de la segunda mitad del siglo XVI, los paeces ya habían podido defender exitosamente su autonomía de la invasión española (Findji y Rojas 1985, Rappaport 1990a).

En este momento, ocurrió una migración páez desde la vertiente oriental hacia la occidental de la cordillera. En los registros de la Popayán colonial de 1586, se alude a un grupo grande de indígenas paeces, posiblemente refugiados de guerra de la batalla de San Vicente, que en años anteriores habían caído presos a manos de las fuerzas españolas en Guambía. En ese año, el corregidor3 Hernando Arias de Saavedra ordenó la reubicación de estos indígenas en el valle del río Jambaló, cuyas tierras habían sido ocupadas recientemente por el jefe guambiano Diego Calambar. De manera simultánea, otras facciones paeces –indígenas rebeldes o refugiados– fueron colonizando la parte alta del río Palo, al norte del actual Jambaló (ver Sendoya 1975 en Findji y Rojas 1985, González 1977). Se supone que no todas las migraciones hacia la vertiente occidental fueron causadas por la guerra en Tierradentro, pues, hasta cierto punto, también fueron producto de las divisiones usuales en las comunidades y de un deseo de expansión territorial (Findji y Rojas 1985, Rappaport 1990a)4.

En 1605 el capitán Juan de Borja fue designado presidente de la Real Audiencia de la Nueva Granada en Santa Fe. Como persona con amplia experiencia en ope-raciones militares –en 1608 tendría éxito en la pacificación del Alto Magdalena, una campaña en la cual los pijaos fueron casi exterminados (Valencia 1991)–, su intervención dio como resultado para los paeces la pérdida de sus más impor-tantes aliados en su guerra incansable contra los invasores españoles5. En 1612, los españoles fundaron la gobernación de Neiva en el valle del Magdalena, como dependencia auxiliar de la Real Audiencia de Santa Fe. Desde allí –y no desde Popayán– empezó una segunda fase en la dominación de los paeces, ya no sola-mente por medios militares, sino a través de actividades misioneras. En 1613, los jesuitas establecieron un puesto de misión en Guanacas mientras los franciscanos se asentaron en Topa, ambos en territorio guanaca. En 1623, los paeces trabaron

3 En el imperio colonial español un corregidor de naturales (magistrado colonial, recolector de impuestos) era un funcionario provincial con cierta autoridad administrativa y jurisdiccional sobre la población indígena.4 Quizá existieron razones ecológicas para la migración: puesto que los períodos [de sequía y de lluvia] se dan en épocas diferentes en las dos vertientes de la cordillera, una migración al occidente les permitió a los paeces disponer de más temporadas para el cultivo, lo que a su vez les dejó más control sobre los recursos y una seguridad alimentaria mayor (Rappaport 1990a).5 Bonilla (1979) sostiene que en esta fase de guerra generalizada, los paeces, desesperados al igual que los pijaos (Valencia 1991), empezaron a utilizar tácticas de ‘tierra arrasada’ para expulsar a los españoles de su territorio.

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batalla por última vez contra los españoles, y fueron vencidos en Itaibe, en el valle del río Maná, un lugar no lejano del primer pueblo de La Plata. Desde entonces la influencia española en Tierradentro se incrementó rápidamente. Cuando en 1628 los guanacas estuvieron bajo control de los misioneros, la ruta entre Popayán y Neiva por el sur de Tierradentro finalmente pudo abrirse. En 1650, los jesuitas proclamaron oficialmente a Tierradentro como parte de la colonia (Findji y Rojas 1985, González 1977).

El surgimiento de nuevos caciques y los resguardos paeces

Después de la derrota militar de los paeces, los españoles lograron controlar a las comunidades indígenas mediante la institución de la encomienda, una concesión del rey otorgada a las familias de los conquistadores como reconocimiento a sus contribuciones en servicio de la Corona. La encomienda dio a sus beneficiarios ‘encomenderos’ el derecho a recaudar tributos y a solicitar los servicios de las poblaciones indígenas de un cierto territorio, a cambio de su protección y de su conversión a la cristiandad. Al menos formalmente, la encomienda no confirió derechos de propiedad sobre las tierras que ocupaba la comunidad local (Findji y Rojas 1985, Rappaport 1982). La imposición de la encomienda en territorio páez, que empezó en 1640, coincidió aproximadamente con el surgimiento de una economía minera en Popayán y con la expansión del sistema de la hacienda en toda la región (Colmenares 1979). Posteriormente, ciertos encomenderos locales –especialmente Cristóbal de Mosquera y Figueroa– trasladaron grandes grupos de paeces a localidades distantes, cercanas a Popayán, donde fueron forzados a trabajar en las haciendas que producían alimentos para los mineros6; al mismo tiempo, los misioneros estaban tratando de atraer a las comunidades indígenas dispersas hacia nuevos poblados recién fundados (reducciones) para que fuera más fácil disponer de su mano de obra y recolectar sus tributos. En este período, aunque muchos indígenas paeces continuaron escondiéndose en las montañas para resistir a los españoles, también se fundaron diversos poblados paeces sobre la vertiente occidental de la cordillera, entre ellos Jambaló, Pitayó, Quichaya y Toribío-Tacueyó. De acuerdo con los registros de impuestos de ese período, algu-nas de estas migraciones se realizaron con sus caciques7.

6 A menudo estos caciques eran hijos de los caciques de Tierradentro. Incapaces de con-solidar su poder en forma local, se desplazaron hacia las vertientes occidentales de la cordillera (Rappaport 1990a).7 Bien entrado el siglo XVIII, aparecieron nuevos resguardos de comunidades migrantes paeces en la vertiente occidental de la cordillera y en tierras al oriente de Tierradentro (en la vecina gobernación de Neiva, hoy Departamento del Huila) (Castillo-Cárdenas 1987, Rappaport 1990a).

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A pesar de su expansión territorial, para fines del siglo XVII los paeces habían sufrido pérdidas considerables de población debido a las epidemias, la desinte-gración familiar y los abusos de los encomenderos. La consecuencia fue la frag-mentación de la nación páez, y, por consiguiente, un deterioro de la identidad indígena y de la autoridad política. No obstante, en este contexto de crisis general un nuevo tipo de líder político surgió en escena. Así, aunque la imposición de la encomienda había debilitado la autonomía de la población indígena, hasta cierto punto la institución también había fortalecido la autoridad de los caciques, que llegaron a ser intermediarios activos en la recolección del tributo para la Corona. Con el tiempo, algunos de estos caciques utilizaron sus nuevos poderes para con-solidar su mando forjando fuertes unidades políticas a partir de varios cacicazgos menores. En un esfuerzo por darle respaldo jurídico a un cierto grado de auto-nomía territorial sobre las tierras incluidas en sus cacicazgos, estos jefes adopta-ron el sistema de resguardo, una institución inicialmente empleada en el área de Santa Fe (Bogotá) en la segunda mitad del siglo XVI. Tuvieron éxito debido a que fueron capaces de explotar la creciente oposición que existía entonces entre los encomenderos y la Corona, relacionada con las prácticas de movilización forzada de mano de obra indígena hacia Popayán y de la apropiación ilegal de las tierras de los indígenas (Findji y Rojas 1985, Rappaport 1990a).

En 1667, los caciques de la familia Gueyomuse, que tenían mando sobre varias comunidades alrededor de Togoima, al sur de Tierradentro, entraron en conflicto con colonos españoles que habían invadido sus tierras. Con la ayuda de los misio-neros, instauraron procesos judiciales en una corte española local con el fin de tener sus territorios colectivos reconocidos y demarcados, confrontación en la cual finalmente triunfaron. De esta manera el pueblo páez pudo consolidar su dominio sobre las tierras de Togoima, Santa Rosa, Avirama, Calderas, Cuetando, Itaibe, Yaquivá y Pisimbalá, en un cacicazgo mayor que fue legalizado mediante título de resguardo (cédula real o decreto real), el primero entre los paeces. Para fines del siglo XVII y comienzos del XVIII, las comunidades indígenas del otro lado de la cordillera también empezaron a expresar el deseo de obtener el reco-nocimiento jurídico de sus tierras. En aquel momento, don Jacinto Muscay, caci-que de Pitayó, había logrado la unificación de Pitayó, Jambaló, Quichaya, Pueblo Nuevo y Caldono (Findji y Rojas 1985). Aunque en ese momento estas tierras no estaban en la mira de los colonos españoles, en 1696 el cacique Muscay elaboró una petición para la demarcación de este cacicazgo, para lo cual acudió directa-mente a las autoridades coloniales de la Real Audiencia de Quito:

Es verdad que nadie nos intranquiliza ni perturba nuestros derechos, pero es mi deber asegurar mis pueblos y que en mi fallecimiento o muerte no quieran intrusos quitarnos nuestros terrenos […]. Por esto

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ocurro por la seguridad de terrenos de los mencionados pueblos […] (ACC/P 1881 [1696] citado en Rappaport 1990a:65).

En 1700, la Corona resolvió favorablemente la petición de Jacinto Muscay, y a su sucesor, Don Juan Tama de las Estrellas y Calambás, se le permitió presentarse personalmente en Quito para recibir el título del resguardo. En el mismo año, Manuel de Quilo y Sicos, que tenía el mando en el cacicazgo de Tacueyó, pidió la delimitación de su territorio de Tacueyó, Toribío y San Francisco (Bonilla 1979; Findji y Rojas 1985). Su solicitud, que también fue concedida, había sido presen-tada de la siguiente manera:

Hasta esta época no se reconoce otro dueño de las tierras de mi mando que a nosotros los caciques, cada uno hasta donde le toca su dominio y como no conocemos mas dueños de los terrenos que a su Majestad, a él ocurro por lo que corresponde, principalmente a mí, pues quiero asegurar a mis sucesores, con tales títulos suficientes y que no seamos perturbados de nuestros derechos y propiedad […]. Yo creo que sólo Vuesa Magestad (sic) tenga el derecho de ceder tierras a los indivi-duos blancos, esto sin perjuicio de los indios tributarios porque a más tenemos derecho y preferencia, porque como dependemos y somos le-gítimos americanos y no somos vecinos de otros lugares extraños […] (Título de Tacueyó en Sendoya s.f., citado en Rappaport 1990a: 46).

Cuando en 1708 se le reconoció adicionalmente a Juan Tama el título del res-guardo de Vitoncó, que agrupó a las comunidades de Vitoncó, Lame, Chinas, Suin y Mosoco, el proceso de formación de los resguardos paeces en ambos lados de la cordillera quedó completo, al menos para ese momento8 (Findji y Rojas 1985, ver también González 1977, Rappaport 1990a) (ver mapa 2.1b, página 52).

Al presentarse como miembros del imperio colonial español y pedir al mismo tiempo el reconocimiento de sus derechos como primeros americanos, los nue-vos caciques pudieron adquirir derechos territoriales firmes sobre las tierras que ellos sentían como suyas, bien fuera como resultado de la ocupación precolom-bina o del proceso de colonización posterior a la Conquista. Así, a comienzos del siglo XVIII, toda la nación páez quedó subdividida en cuatro grandes unidades políticas bajo el liderazgo de tres caciques (Bonilla 1979). En su relación con la

8 A fines del siglo XVIII, nuevos resguardos formados por comunidades paeces migran-tes surgieron en la vertiente occidental de la Cordillera Central y en las tierras al oriente de Tierradentro (en la vecina gobernación de Neiva, hoy departamento del Huila) (Rappaport 1990; comparar con Castillo Cárdenas 1987).

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administración española, estos cuatro cacicazgos estaban legitimados mediante los títulos de la tierra que formaba los resguardos. En cambio, dentro de sus comu-nidades, los nuevos caciques cimentaron su autoridad construyendo sus gobiernos en parte sobre modelos ya conocidos que venían de los cacicazgos precolombi-nos. En el resguardo, a los nuevos caciques se les concedió el derecho a distribuir su territorio a las diferentes comunidades (parcialidades) bajo su autoridad. Así, establecieron una jerarquía de caciques en la cual a cada comunidad le fue asig-nado un cacique (de nivel más bajo) con autoridad local e interna únicamente. Y mientras a los caciques principales se les permitía exigir tributo y trabajo de las personas a su cargo, también se les exigía representar sus intereses ante la sociedad mayor. Los cacicazgos, incluidos los de menor rango, eran hereditarios, aunque parece que los paeces no siguieron una línea única de sucesión durante la Colonia (Rappaport 1990a)9.

La demarcación de Jambaló y las luchas jurídicas coloniales

Poco después del retorno de Juan Tama de su viaje a Quito, sus súbditos de Ambaló y Pitayó solicitaron la subdivisión de las tierras de varias comunidades, incluidas las del cacicazgo mayor de Pitayó (ver mapa 2.2, página 53). Esto ocu-rrió en 1702 cuando Tama, en compañía de los caciques de las dos comunidades, así como de Don Manuel de Quilo y Sicos –cacique de Tacueyó–, empezaron a trazar, mediante un recorrido a pie, las fronteras de la comunidad, tal como se había hecho respecto a la definición de las fronteras externas del cacicazgo, que precedió a la aprobación de los títulos de resguardo por la Real Audiencia. El documento oficial de esta demarcación muestra que los límites de la comunidad quedaron solamente definidos de manera general por medio de referencias como picos, valles, filos y quebradas10. En esta descripción también se aprecia que, para ese momento, las tierras de Jambaló y Pitayó todavía no estaban afectadas por los

9 Para cuando los caciques paeces lograron consolidar exitosamente sus territorios bajo el sistema de resguardo, las diferencias étnico-lingüísticas entre los diversos grupos étnicos que vi-vían en sus territorios un siglo antes –paeces, pijaos y guanacas principalmente– parecían estar desapareciendo. De acuerdo con Bonilla (1979:339-340), hacia 1700 los paeces estaban pasando por un “proceso de unificación (étnica)”, que los convertía en “una nación en formación”. El caci-que Don Juan Tama parece haber alentado activamente este proceso al prescribir, en un testamento que dictó poco antes de su muerte, una norma de endogamia étnica (Findji y Rojas 1985; ver tam-bién Pachón 1987).10 De acuerdo con Colmenares (1979), esta fue una práctica común en el período colonial (provincia de Popayán), incluso en aquellos casos en que se trataba de tierras concedidas por la Corona a las familias de los conquistadores. Aunque la región tuvo una economía agrícola y la tierra fue, aparte de las minas, el factor productivo más importante, durante el siglo XVI y XVII las propiedades eran tan extensas que los propietarios preferían definir sus fronteras de manera no muy concreta, utilizando características del terreno más que marcas artificiales de tierra o cercas.

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colonos españoles, con excepción de algunas cuya propiedad detentaba la Iglesia Católica (NC/S 1914 [1702] en Findji y Rojas 1985). Cuando se terminó la demar-cación, se llamó a miembros de las comunidades interesadas para convalidar su posesión por medio de la realización de una ceremonia colonial española:

Hallándose todos juntos y conformes tomé de la mano al gobernador Luís Dagua, Inocencio […] Y los puse y a todos dije (sic) si se halla-ban en pacífica posesión y esparciendo agua hice arrancar ramas y re-volcaron en señal de posesión (NC/S 1914 [1702] citado en Rappaport 1990a: 77).11

Formalmente, el reconocimiento de los cacicazgos paeces por la corona espa-ñola significó la terminación de la encomienda en territorio indígena. Aunque de hecho este pareció haber sido el caso de Tierradentro, donde los encomenderos se retiraron de las tierras de Vitoncó y Togoima en las primeras décadas del siglo XVIII (González 1977), en la vertiente occidental de la cordillera esto no fue así. Aquí, por razones desconocidas, la institución se mantuvo en todo el resguardo durante muchas más décadas (Findji y Rojas 1985)12. Por ejemplo, de acuerdo con documentos coloniales, Jambaló perteneció en 1720 a la encomienda de Don Antonio Beltrán de Caicedo y formó parte del distrito de Caloto13; en ese año, el pequeño pueblo de San Isidro de Jambaló estaba compuesto por 39 familias tri-butarias que vivían en compañía de un sacerdote que pertenecía a la doctrina14 de Guambía (Roldán, Castaño y Londoño 1975). En los reportes de los visitadores15 que viajaron por la región en ese período, aparece que curas y encomenderos, que con frecuencia eran parientes, todavía continuaban explotando la mano de obra indígena, a pesar de que tales prácticas eran prohibidas en las leyes coloniales (Colmenares 1979). Tal vez esto explique la baja cifra de población registrada para Jambaló, pues aunque un número limitado de familias se había asentado de manera no muy estable alrededor de la iglesia del pueblo, la mayor parte de

11 Se puede consultar a Kloosterman (1997) para una descripción muy similar de este ritual

entre los indígenas pastos (sur de Colombia). De acuerdo con este autor, el ritual llamado ‘la pose-sión’ se originó en el derecho consuetudinario ibérico, donde también era llamado ‘fueros’, y fue implantado en toda América Latina. Después, varios pueblos indígenas incorporaron el ritual a sus propias culturas aunque de manera modificada.12 Esto podría tener su explicación en la proximidad relativa de estas comunidades a las minas de Caloto y Chocó, y en el valor económico de la mano de obra que estas encomiendas representaban.13 La encomienda había llegado a manos de la familia Caicedo no por concesión real, sino por venta. En 1690, el padre de don Antonio, don José Beltrán de Caicedo, había comprado la encomien-da por 1100 patacones (monedas de oro) a Cristóbal de Mosquera, su cuñado (Colmenares 1979).14 Una doctrina era una comunidad eclesial de indios recién convertidos, pero sin el estatus de parroquia.15 Un visitador era un funcionario colonial que reportaba a la Real Audiencia de Bogotá y Quito.

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paeces probablemente persistía en su estilo de vida de trasegar en lo profundo de los bosques y las montañas, con el fin de escapar de las obligaciones tributarias y de la dominación española (Findji y Rojas 1985).

Cuando Beltrán de Caicedo murió en 1746, su encomienda fue oficialmente liqui-dada y los paeces de Jambaló pasaron a tributar directamente al rey (Roldán, Castaño y Londoño, 1975)16. Esta nueva situación fue sentida como una espina en la piel por parientes y herederos del encomendero fallecido, que empezaron a oponerse con tenacidad a la imposición de la ley de resguardo, o ‘Ley de Don Juan Tama’, como era llamada en algunas fuentes contemporáneas (Castillo y Orozco 1877 [1755] en González 1977:94). En la práctica, para los paeces de Jambaló y Pitayó esto implicó el comienzo de una larga y pesada lucha en defensa de sus tierras. En 1747, Don Manuel del Pino y Jurado, corregidor de Caloto, hizo un primer intento por apoderarse de las tierras del resguardo de Jambaló, para lo cual respaldó sus acciones con certificados falsos que sugerían que le había comprado las tierras al encomendero poco antes de que aquel muriera. Cuando los paeces se resistieron, dio la orden de demoler y prender fuego al pueblo de Jambaló y soli-citó al arzobispo de Popayán que trasladara los indios a Caloto. Su plan nunca fue llevado a cabo pues los indígenas ya se habían refugiado en las montañas, donde permanecerían por un lapso de tres años. Solo después de la intervención del pro-tector de indios17, que forzó a los hombres de Pino y Jurado a respetar los dere-chos territoriales de la población indígena, los paeces se sintieron seguros para retornar a sus tierras (Findji y Rojas 1985; Roldán, Castaño y Londoño 1975).

No obstante, los paeces no pudieron seguir viviendo con tranquilidad en los años venideros. Un documento oficial de 1754 describe cómo el cura de Jambaló diri-gió una queja contra José de Carvajal, propietario de una hacienda cercana, que, amenazándolos con látigo y prisión, forzaba a los indígenas a pagarle arriendo, por medio de trabajo en su hacienda, al tiempo que reclamaba la propiedad de parte de las tierras indígenas. La disputa duró muchos años, hasta que un regidor de tierras, Don Juan Manuel Lambarry, resolvió en 1767 el juicio a favor de los habitantes de Jambaló, a quienes reconoció como los ocupantes legales de las tierras, y los convocó para una demarcación suplementaria de fronteras entre la hacienda y el resguardo. En ese mismo año, Lambarry también emitió un vere-dicto en apoyo de los reclamos de los paeces de Pitayó, que, al igual que sus

16 Formalmente, esto implicaba que los indígenas ya no estaban obligados a suministrarles mano de obra a su antiguo encomendero. En la práctica, sin embargo, los propietarios de haciendas todavía a menudo mantenían sus derechos sobre sus antiguos indígenas.17 Un protector de indios era un funcionario colonial que representaba los intereses de las co-munidades indígenas que estaban en conflicto con los colonos españoles, a menudo sobre asuntos de tierras.

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vecinos de Jambaló, varios años antes fueron amenazados con la pérdida de sus tierras por el ambicioso Manuel del Pino y Jurado (Findji y Rojas 1985; Roldán, Castaño y Londoño 1975).

Parece que durante los treinta años que siguieron, los paeces de Jambaló y Pitayó pudieron disfrutar de la posesión de sus tierras en relativa tranquilidad. Sin embargo, en 1799 los indígenas se vieron forzados de nuevo a defender su territo-rio contra los intrusos españoles. En ese momento, una pequeña banda de grandes terratenientes –entre los cuales se encontraba Miguel del Pino y Jurado, hijo del corregidor de Caloto, y José Zúñiga, primo del cura de Jambaló– presentaron reclamo sobre porciones considerables de tierra y sobre una mina de sal que, de acuerdo con los paeces, pertenecían a la comunidad de Pitayó. En este caso, los procedimientos jurídicos se iniciaron bajo el liderazgo de Don José Calambar, en su calidad de cacique principal de Pitayó. En 1800, él escribió una argumen-tada comunicación dirigida al protector de indios de Caloto, en la cual solicitaba urgentemente el desalojo de los intrusos del territorio de Pitayó, y por lo tanto se refería en varios puntos a los títulos de Don Juan Tama respecto al resguardo, así como a la delimitación suplementaria de fronteras realizada en 1767, cuya docu-mentación completa había desaparecido para entonces, misteriosamente, de los archivos coloniales de Popayán. El caso, que hizo todo el recorrido hasta la Real Audiencia de Santa Fe (Bogotá), se concluyó en 1804, con firma y juicio final a favor de los paeces de Pitayó y Jambaló (Findji y Rojas 1985, Roldán, Castaño y Londoño 1975)18.

Independencia y legislación indígena temprana

La constante denegación de los derechos territoriales indígenas por los admi-nistradores coloniales regionales –herederos de los encomenderos, propietarios de las minas y nuevos propietarios de haciendas– durante todo el siglo XVIII fue probablemente una de las principales razones para que los paeces partici-paran activamente en las guerras de independencia a comienzos del siglo XIX (1811–1819) (Findji y Rojas 1985). Puesto que vieron la lucha como un medio para deshacerse del sistema de tributo colonial y de defender su territorio, los paeces se unieron a las fuerzas proindependentistas, aportando unidades militares inde-pendientes bajo el mando de sus líderes. Sus mayores contribuciones las hicieron

18 Colmenares (1979) escribe que hasta finales del siglo XVIII los protectores de indios –como funcionarios de control españoles, siempre opuestos a las élites que detentaban el gobierno local– lucharon en innumerables casos legales contra el abuso generalizado de los propietarios de tierras y a favor de los indígenas en los resguardos, para lo cual tuvieron que valerse de muchos precedentes legislativos, desde ordenanzas recientes hasta disposiciones que databan del siglo XVI.

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en las batallas de Inzá (Tierradentro), Río Palo (norte de Jambaló) y Alto Palacé (cerca a Popayán). Uno de los nombres más conocidos de este momento es el de Agustín Calambar, cacique de Pitayó y descendiente directo de Juan Tama, que llegó a ser un comandante militar muy poderoso y finalmente héroe nacional (Bonilla 1979, Jimeno 1985, Rappaport 1982, 1990a).

Después de la independencia (reconocida por España en 1821 pero proclamada por Simón Bolívar en 1819), el nuevo gobierno decepcionó rápidamente las espe-ranzas de los paeces. Aunque sus obligaciones tributarias terminaron, fueron reemplazadas casi de inmediato por otro impuesto llamado ‘contribuciones per-sonales’. En 1821 se dieron los primeros pasos para desarrollar una serie de leyes que promovieran el reemplazo de las tierras comunitarias de resguardo por pro-piedad privada, política que fue justificada por una ideología liberal de derechos iguales y de plena ciudadanía para los indios (Rappaport 1990a). Con el fin de facilitar este proceso, los cacicazgos se abolieron oficialmente. En 1825, una soli-citud oficial de un líder guambiano para ser designado en el cargo de cacique fue rechazada sobre la base de que el gobierno ya no reconocía la existencia de líderes hereditarios en las comunidades indígenas. En este intento por destruir la autori-dad indígena autónoma, los caciques empezaron a ser reemplazados por concejos elegidos o cabildos, que servirían como intermediarios entre las comunidades indígenas individuales y las autoridades de gobierno (Findji y Rojas 1985).

Sin embargo, en el sur de Colombia, esta política de los primeros años de la República hacia los indígenas tuvo solamente efectos limitados. Aunque en las áreas más pobladas algunos resguardos fueron efectivamente liquidados, muchas comunidades indígenas, entre ellas la de los paeces, se resistieron tenazmente a la división de sus tierras comunitarias. Después de algún tiempo, los hacendados también empezaron a oponerse a la legislación nacional, principalmente porque consideraban la institución [del resguardo] como una fuente de fuerza de trabajo barata para sus propiedades cercanas. En 1842, el gobierno de Bogotá suspendió el desmantelamiento de resguardos (Safford 1991, Triana 1985).

En 1849, los políticos liberales tomaron el mando del gobierno nacional. Influidos por ideas federalistas, los liberales transformaron a Colombia en una federación de estados autónomos, el más grande de los cuales era el Estado Soberano del Cauca. Dado que el gobierno liberal directamente representaba los intereses de los comerciantes y exportadores de productos agrícolas, se lanzó de nuevo una campaña para abolir los resguardos y abrir las tierras de los indígenas a la explo-tación comercial (Bergquist 1978, Triana 1985). Para este tiempo, sin embargo, la implementación, en las regiones, de la legislación en contra de los resguar-dos se vio limitada por las ideas federalistas mismas que los liberales estaban

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invocando. Las élites locales del Cauca no se mostraron inclinadas a seguir la política nacional indígena en vista de sus intereses económicos, y debido a que necesitaban apoyo indígena para sus actividades políticas. Por esos motivos, a finales de la década de los 1850, los legisladores locales de Popayán empeza-ron efectivamente a bloquear las leyes nacionales de liquidación de los resguar-dos, que cambiaron por una legislación caucana protectora de los resguardos (cfr. Rappaport 1982) –un buen ejemplo es la Ley 90 de 1859, descrita como “posible-mente la ley proteccionista más sincera y flexible de la historia del país” (Roldán, Castaño y Londoño 1975:40).

Guerras civiles y surgimiento de los caciques sin cacicazgos

A lo largo de todo el siglo XIX, Colombia se caracterizó por una situación polí-tica altamente inestable. Desde la Independencia hasta comienzos del siglo XX, el país experimentó no menos de ocho guerras civiles entre los partidos Conservador y Liberal –y entre los mismos partidarios– que peleaban por la orientación que debía tener el Estado. En diversas ocasiones los paeces tomaron partido en estas guerras, en particular cuando percibieron que esas luchas podían servirles para sus propios fines. Tal fue el caso de la guerra de 1859 a 1862, cuando fuerzas independientes de paeces, de unos mil combatientes, se unieron al ejército liberal federalista del general Tomás Cipriano de Mosquera en varias operaciones mili-tares contra las tropas del gobierno conservador. Se considera, por lo común, que Mosquera pudo ganarse a los indígenas para su causa, debido a que él abogaba por la desamortización de los bienes de la Iglesia y por la reducción de la influencia misionera en las comunidades indígenas. Cuando Mosquera obtuvo la victoria sobre [las fuerzas del] gobierno nacional en 1861, eso fue exactamente lo que sucedió: muchos curas y misioneros fueron expulsados del territorio páez (Triana 1985). Además, en reconocimiento a su participación en sus campañas militares, Mosquera restituyó a las comunidades de Jambaló y Pitayó las tierras que les habían sido robadas por el político conservador Julio Arboleda19, su principal oponente en la guerra de 1851 (Roldán, Castaño y Londoño 1975). Este proceso fue formalizado por decreto gubernamental en 1863.

Considerando: […] (3) Que los indígenas de Pitayó y Jambaló nunca reconocieron al señor Julio Arboleda como propietario de las tierras que dicho señor compró a los señores Mariano Tejada y Raimundo Angulo, porque los expresados indígenas tampoco reconocieron en

19 Estas tierras comprendían las minas de sal de Asnenga y sus alrededores, que los indígenas de Jambaló y Pitayó consideraban como parte de su territorio –un caso que los indios habían estado litigando por años– (Bonilla 1979).

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estos el derecho de esas tierras, sosteniendo siempre el que creen te-ner a ellas; (4) Que cualesquiera que sea el origen sobre la propiedad de esas tierras, debiendo responder Julio Arboleda y la Nación por los muchos males que ha causado, y habiendo servido con tanta constan-cia y provecho a la causa federal los indígenas de Pitayó y Jambaló que han disputado de antemano la propiedad de las tierras de que se trata. / Decreta: (Art. 1) Exprópianse por cuenta de la Nación las tierras ubicadas entre Pitayó y Jambaló y que el señor Julio Arboleda compró a los señores Mariano Tejada y Raimundo Angulo; […] (Art. 3) Los agraciados por este decreto y la primera generación que les suceda no podrán enajenar, ceder ni traspasar sus derechos, para que subsistan de su trabajo con independencia (Decreto 30 de 1863, “el cual concede ciertas tierras a los indios de Pitayó y Jambaló”) (Citado en Roldán, Castaño y Londoño 1975:38).

Para los paeces, los conflictos políticos colombianos del siglo XIX formaron el contexto para que surgiera un nuevo tipo de autoridad política. Así, aunque el título de cacique no existía según las leyes republicanas, numerosas fuentes de esa época indican que, en muchas comunidades indígenas, los vínculos con los caciques coloniales continuaron determinando la elección de los miembros del cabildo. A través de su participación en las guerras civiles, algunos de estos líderes indígenas lograron adquirir considerable poder político y pudieron tener autoridad sobre un territorio que se extendió más allá de las fronteras de su comu-nidad local; por ejemplo, a lo largo de la segunda mitad del siglo, los caciques paeces de la familia Guainás, de Tierradentro, también ejercieron influencia sobre los cabildos de Jambaló y Toribío. De esta forma, estos caciques autoproclamados reprodujeron los patrones sociales de los cacicazgos extensos del periodo colonial (Bonilla 1979; Rappaport 1990a).

Sin embargo, se ha sostenido que las guerras civiles generaron más daños que fortalezas en la unidad política de los paeces. Así, mientras que los caciques colo-niales se relacionaron favorablemente con sus pares en un proceso de unificación sociopolítica, los autoproclamados caciques del siglo XIX resultaron formando parte de una jerarquía militar no indígena y poco a poco terminaron orientándose hacia intereses políticos foráneos. Esto generó un proceso de pérdida de sus tra-diciones políticas, lo que facilitó las acciones de las clases dominantes, que ten-dieron a aislar a las comunidades indígenas una respecto a la otra (Bonilla 1979). Adicionalmente, las alianzas de partido, bien fueran con liberales o conservado-res, provocaron finalmente que las tierras de sus resguardos quedaran expuestas a usurpaciones por terratenientes del bando rival (Rappaport 1982). En la Guerra de los Mil Días, que duró desde 1899 hasta 1902 y que condujo a la separación e

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independencia de Panamá, los paeces estuvieron algunas veces enfrentados unos contra otros, dado que los guerreros indígenas habían hecho alianzas con cada uno de los ejércitos en conflicto. Así, por ejemplo, a veces el gobierno utilizó fuerzas paeces de la vertiente occidental de la cordillera para luchar contra los ejércitos rebeldes de los paeces liberales de Tierradentro (Findji y Rojas 1985; ver también Triana 1985).

Quina, resguardos y tierras públicas

Durante las primeras décadas de gobierno republicano, Colombia desarrolló una economía basada primordialmente en la exportación de productos agríco-las y materias primas hacia Europa y Norteamérica. En la década de los años 1850 surgió la demanda internacional de quina, que era utilizada como medica-mento contra la malaria en las colonias europeas de África y Asia. En Colombia, este producto, que se extraía de la corteza de los árboles de la familia Cinchona (Cinchonae sp.), se encontró en grandes cantidades en los bosques del sur de la Cordillera Central. Así, en la última mitad del siglo XIX y en medio de guerras civiles, el Cauca vio surgir una economía extractiva de corta duración pero inten-siva, que se centró particularmente en los bosques de quina de Guambía, Pitayó y Jambaló (Findji y Rojas 1985; Rappaport 1990a).

En los comienzos, la quina fue cosechada principalmente por indígenas indepen-dientes, que la vendían a los comerciantes en la cercana población de Silvia (antes Guambía), y que en aquellos días se convirtió en un mercado regional importante. Después de negociar un pago por adelantado con un comerciante, el recolector de quina o cascarillero, como se le llamaba, salía hacia lo profundo de la mon-taña, donde duraba días o incluso semanas buscando árboles, derribando los más adecuados, y luego preparando y secando la corteza. Los precios se fijaban úni-camente cuando la corteza había llegado a su destino. Aunque la asociación entre el cascarillero y el comerciante de quina parece haberse caracterizado por la des-confianza mutua, no existe evidencia de que la extracción de quina implicara el desarrollo de una relación de endeudamiento de los indígenas; por el contrario, los cascarilleros ganaban buen dinero con el mercadeo de la corteza y se les pagaba varias veces más que a los trabajadores agrícolas asalariados (Saffray 1984 [1869] citado en Rappaport 1990a).

El proceso de cosecha y venta de la quina tuvo una influencia significativa sobre la organización de la comunidad páez. Dado que el producto se extraía durante todo el año, grandes grupos de individuos se separaban de sus comunidades por perío-dos largos, lo que generó una reducción de las actividades regulares de agricultura

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en las tierras de resguardo20; además, en sus relaciones con los mercaderes, los cascarilleros se pasaron por alto la autoridad de los líderes comunitarios, y esto finalmente minó la legitimidad del cabildo y debilitó la posición de la comunidad en sus relaciones con los forasteros no indígenas (Rappaport 1990a).

Hacia 1860, particularmente después de la promulgación de la superindividualista Constitución liberal de 1863 (Roldán, Castaño y Londoño 1975), el boom de la industria de la quina en el norte del Cauca empezó a afectar el estatus jurídico del resguardo, como se pudo ver en la Ley 90 de 1859. Intentando incrementar su control sobre la extracción de quina, los empresarios y los terratenientes cercanos empezaron a solicitar en arriendo los bosques de quina21. Estas personas alegaban que esos bosques se hallaban situados en tierras públicas del Estado, o baldíos, a pesar de que en realidad formaran parte de resguardos vecinos. Las disputas sobre los baldíos con los cabildos indígenas generaron una discusión nacional respecto al carácter inalienable de las tierras indígenas22. En una ocasión, el pro-blema fue planteado así:

[E]s necesario que sepa el Gobierno, que es muy raro el resguardo que descansa en títulos escritos23; y que más bien la posesión de hecho es la que da una extensión indefinida a las imaginadas propiedades de los indígenas en las altas regiones de la Cordillera. Sería conveniente, y a la vez justo, exigir a los pequeños cabildos de indígenas la pre-sentación de sus títulos de propiedad, para deslindar sus resguardos de los baldíos. En caso de no poderse presentar tales títulos, recono-cerles la posesión de hecho, pero sin garantizarles propiedad alguna en los bosques de quina y demás sustancias preciosas, propias para la exportación (Diario Oficial, 13 de diciembre de 1879, citado en Rappaport 1990a:101).

Entre 1865 y 1880, este continuo debate provocó en el Cauca la emisión continua de leyes y políticas contradictorias, unas veces dirigidas a declarar algunas partes

20 Los europeos que viajaron por la región en aquella época observaron que cuando los casca-rilleros paeces estaban en sus comunidades, gastaban la mayor parte del tiempo jugando y bebien-do con sus amigos; esto ocurrió también con los indígenas que participaron en las guerras civiles (Cross 1879 citado en Rappaport 1990).21 El arriendo resultaba mejor que la propiedad; los bosques pronto perdieron su interés eco-nómico porque se cortó la mayoría o la totalidad de los árboles de cinchona.22 En una de estas disputas participaron las comunidades de Pitayó y Jambaló, que impidieron con éxito que los agentes del antes mencionado Julio Arboleda extrajeran ilegalmente quina de sus tierras de resguardo (El Tiempo, 4 de mayo de 1958, citado en Findji y Rojas 1985).23 La Ley 89 de 1890 permitió que los cabildos pudieran renovar sus títulos mediante el regis-tro ante notarios locales. Aparentemente, pocos cabildos habían cumplido con este requisito.

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no cultivadas de los resguardos como tierras baldías, y en otras –como conse-cuencia de la persistente resistencia indígena–, orientadas a proteger las tierras indígenas de la usurpación por los forasteros (Roldán, Castaño y Londoño 1975).

Sin embargo, y a pesar de todo el alboroto, a finales de 1860 la producción de quina sobre la vertiente occidental de la cordillera empezó a declinar. Dado que los árboles nunca fueron replantados, los bosques alrededor de Pitayó y Jambaló pronto se agotaron como recurso valioso y quedaron devastados. En la década de los años 1870, la frontera de la quina se desplazó al oriente, hacia Tierradentro, Huila y Tolima (Rappaport 1990a). Alrededor de 1885, el boom de la quina llegó a su fin tan abruptamente como se había iniciado, cuando la demanda internacional fue satisfecha por la quina de bajo precio recogida en plantaciones de Asia, que, irónicamente, habían sido constituidas con las semillas de árboles colombianos (Bergquist 1978).

Ley 89 de 1890

A finales de la década de los 1870, una crisis prolongada en la economía de expor-tación y las fuertes divisiones dentro del Partido Liberal condujeron a una zozo-bra política y social creciente. En la guerra civil de 1885, que concluyó con la derrota de los liberales (radicales), los conservadores en alianza con los liberales independientes (moderados) lograron hacerse al poder e iniciaron un programa de reformas políticas profundas, que en la historia colombiana es conocido como La Regeneración. La nueva Constitución de 1886 abandonó definitivamente el federalismo y reconfiguró el país como un Estado unitario con un gobierno fuer-temente centralizado. Este cambio político se expresó además en reformas eco-nómicas antiliberales y en un completo restablecimiento de la alianza entre la Iglesia y el Estado, que fue consagrada mediante el Concordato de 1887 (Safford y Palacios 2002). La Regeneración también implicó un cambio muy grande en la política indígena, que encontró su expresión jurídica en la Ley 89 de 1890, “por la cual se determina la manera como deben gobernarse los salvajes que vayan redu-ciéndose a la vida civilizada” (Castillo-Cárdenas 1987:161).

La Ley 89 –que durante más de un siglo constituyó la pieza central de la legisla-ción indígena en Colombia (Rappaport 1994)– fue básicamente una reedición de la anterior legislación del Estado Soberano del Cauca, en especial de la Ley 90 de 1859, de la cual se retomó la mayor parte de sus artículos (Roldán 1975). Aunque la Ley 89 dejaba ver el espíritu paternalista del Concordato al enfatizar la tarea civi-lizadora de la Iglesia Católica hacia los indígenas –que fueron clasificados en ella como menores de edad (Triana 1985)– y que en últimas apuntaba hacia su inte-gración cultural en la sociedad dominante (Rappaport 1994), también se mostraba

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fundamentalmente proteccionista (Roldán 1990)24: la división y reparto (privatiza-ción) de los resguardos quedaron pospuestos 50 años25; mientras tanto, la integri-dad territorial de los bienes colectivos del resguardo quedó protegida por ser estos declarados “inalienables, imprescriptibles e inembargables” (Triana 1985:249)26.

Asimismo, la Ley 89 estableció una clara base jurídica para el resguardo, como institución social que ya operaba en la práctica. Al excluir a los habitantes del res-guardo de la aplicación de la legislación general de la República (Art. 1), y al suje-tarlos a una legislación especial, la nueva ley les definió la organización interna del resguardo, sus objetivos y su relación con las autoridades nacionales y regio-nales (no indígenas) (Castillo-Cárdenas 1987). La autoridad de cada resguardo quedó investida en un pequeño cabildo que debía ser elegido anualmente por los miembros del resguardo (comuneros) (Art. 3). A este cabildo se le asignó una serie de funciones cívicas y judiciales, como el castigo de pequeños delitos (faltas contra la moral), la realización de un censo anual de la población, y el registro (protocolización) de los títulos de las tierras de resguardo ante un notario público (Arts. 5, 7.1 y 7.2). Su función principal, sin embargo, fue la adjudicación de los derechos de usufructo sobre las tierras para los comuneros (familias), así como la supervisión de todos los asuntos relacionados con la tenencia de la tierra, incluida la mediación en las disputas sobre ese tema (Art. 7.3 y ss.). Debido a que los indí-genas estaban clasificados como menores de edad (salvajes o “semi-civilizados”), todas estas funciones fueron puestas bajo tutela del Estado, representado por las autoridades no indígenas del municipio en el que estaba localizado el resguardo (Arts. 10 y 11). Anticipándose a la final privatización y venta de las tierras del res-guardo, que debía ocurrir en 50 años, la Ley 89 también dedicó un capítulo entero (Capítulo V) al reparto de esas tierras, y dejó delineado el proceso por medio del cual se disolvería el resguardo (Rappaport 1990a).

Hasta donde se conoce, no se puede afirmar si las normas plasmadas en la Ley 89 y relacionadas con la administración de la tierra reflejaban los patrones culturales

24 De acuerdo con Rappaport (1994:26), la intención primaria de la Ley 89 era “salvaguardar el resguardo como apoyo institucional durante el período de transición en el cual los indígenas colombianos se integrarían a la sociedad dominante”. Con alguna ironía, Kloosterman (1997:51), citando a Sánchez (1994:5), observa que en la visión del legislador, “las formas políticas coloniales de los resguardos –el cabildo y la propiedad comunal de la tierra– primero necesitaron ser recono-cidas para hacerlas desaparecer”.25 En cierto sentido, la Ley 89 nació también por necesidad, puesto que a lo largo del siglo XIX los gobiernos no tuvieron ni los recursos ni el personal para efectivamente privatizar los res-guardos (Safford 1991).26 Eso significa que las personas no indígenas no pueden tener acceso a las tierras comuni-tarias indígenas por venta o arrendamiento (artículo 7.7), o por la presentación de reclamos de excepción por posesión de hecho de partes de territorio del resguardo (Triana 1985).

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y las costumbres locales que imperaban en las comunidades indígenas andinas de ese tiempo. Sin embargo, éste bien podría ser el caso, considerando el hecho de que sobre la vertiente occidental de la Cordillera Central los cabildos ya habían estado asentados durante algún tiempo, hacia finales del siglo XIX parecen haber experimentado marcados crecimientos de población (de acuerdo con el censo ofi-cial, la población de Jambaló, por ejemplo, se incrementó en el período 1855-1905 de 1.900 a 2.900 habitantes) (Roldán, Castaño y Londoño 1975), lo que habría producido un sistema de tenencia más estricto frente a la creciente escasez de tie-rra. Además, los informes de las autoridades gubernamentales en aquellos años no registran resistencia indígena contra la aplicación de la ley. Independientemente de esta cuestión, sin embargo, puede decirse que desde su formulación hasta el presente, la Ley 89 ha conferido cierto campo de definición jurídica y administra-tiva al sistema consuetudinario indígena de tenencia de la tierra (Rappaport 1994).

Diversos autores (Findji y Rojas 1985; Rappaport 1982, 1990a) han anotado que la Ley 89 –así como su predecesora, la Ley 90 de 1859– también sirvieron al propósito de los administradores de fragmentar la unidad política de las comu-nidades indígenas, particularmente de los paeces; unidad que hasta cierto punto se había mantenido desde el período colonial. A lo largo de buena parte del siglo XIX todavía quedaban cuatro grandes resguardos paeces formados por diversas comunidades más pequeñas (parcialidades), unificadas bajo la autoridad de uno o más caciques autoproclamados. Sin embargo, la Ley 89 negó la integración polí-tica de los paeces en esas unidades territoriales más grandes, pues al designar a los pequeños cabildos (o sea a las autoridades menores de las parcialidades) como máximas autoridades, hicieron claramente desaparecer, desde el punto de vista jurídico, a los caciques. Cuando a comienzos del siglo XX, los cabildos tuvieron las fronteras de sus comunidades registradas ante notario público, los grandes resguardos paeces de antaño habían quedado oficialmente divididos en pequeños resguardos, que existen hasta el presente.

Sea como fuera, al mismo tiempo la ley salvaguardó el resguardo como territorio semiautónomo, con gobierno propio, y dentro del cual el asentamiento no indí-gena estaba restringido. También, y por primera vez, formalmente se reconoció la costumbre indígena como fuente de derecho (Rappaport 1982; Triana 1985).

Manuel Quintín Lame y “La Quintinada”

A comienzos del siglo XX, diversos acontecimientos nacionales nuevamente ejercieron presión sobre los resguardos. Durante el período de la Regeneración (1886-1896), el inmenso y antiguo Estado del Cauca fue dividido en varias uni-dades administrativas (departamentos) más pequeñas, resultado de lo cual las

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élites gobernantes de Popayán perdieron mucho de su prestigio y recursos, entre ellos las minas de oro del Chocó, las tierras fértiles y las haciendas de ganado de Nariño y el Valle del Cauca27. Empezó entonces un proceso de ruralización, en el cual las familias ricas consolidaron sus propiedades alrededor de Popayán a expensas de las comunidades indígenas (Findji y Rojas 1985)28. La expansión de la economía del café y la construcción de ferrocarriles durante el gobierno del presidente Rafael Reyes (1904-1909) (Bergquist 1978; Castillo-Cárdenas 1987) estimularon aún más el avance de la frontera agrícola y provocaron una afluen-cia considerable de colonos, que entraron a los resguardos localizados sobre la vertiente occidental de la Cordillera Central. Estos recién llegados encontraron apoyo en la Ley 55 de 1905, que abría a las autoridades locales la posibilidad de declarar las partes sin cultivar de los resguardos como áreas de colonización. En la mayoría de los casos, viejos y nuevos propietarios de tierras incorporaron a las familias indígenas locales dentro de sus propiedades/haciendas, donde los explo-tarían bajo la institución del llamado terraje (Castillo-Cárdenas 1987; Findji y Rojas 1985; Rappaport 1990a; Sevilla-Casas 1976)29.

Fue en este contexto donde, alrededor de 1910, surgió un movimiento de pro-testa indígena contra el represivo sistema de la hacienda y contra la disolución de los resguardos. La figura central de este movimiento fue Manuel Quintín Lame (1883-1967). Quintín Lame fue el nieto de un inmigrante páez del resguardo de Lame en Tierradentro. A finales del siglo XIX, su padre había empezado a trabajar como terrajero (arrendatario de tierra) en la hacienda de San Isidro, en Polindara, cerca a Popayán. Quintín estaba todavía joven, cuando su padre logró liberarse “por sí mismo” del terrateniente patrón al comprar con su propio dinero un pedazo de tierra en el vecino municipio de Totoró (Castillo-Cárdenas 1971; 1987). Allí creció Quintín Lame, fuera de la jurisdicción del cabildo tradicional y muy cercano a la sociedad mestiza dominante. De acuerdo con sus propias palabras, él fue reclutado por las fuerzas del gobierno para luchar en la Guerra

27 Después de la división del Gran Cauca en los departamentos de Chocó, Valle del Cauca, Cauca, Nariño, Putumayo y Amazonas, Popayán pasó de ser una orgullosa y rica capital reco-lectora de impuestos a convertirse en una modesta ciudad de provincia, tributaria de Bogotá y subsidiaria de Cali, ciudad industrial de enorme crecimiento. Popayán quedó con una representa-ción política en el gobierno nacional, que hacía ver ridículo su poder político de otras épocas (cfr. Sevilla-Casas 1976).28 En la primera década del siglo XX, varios resguardos alrededor de Popayán fueron disuel-tos, y sus tierras, incorporadas en algunas de las enormes haciendas de propiedad de miembros de las élites gobernantes, como los Mosquera, Valencia, Angulo, Arboleda y Muñoz (Castillo--Cárdenas 1987).29 La institución del terraje ha sido descrita como una versión moderna y precapitalista del ‘censo’ o la ‘mita’, que era el sistema de tributos y de servicios personales (trabajo obligatorio) de la encomienda colonial (Sevilla-Casas 1976).

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de los Mil Días (1899-1902) y enviado al sur, a la frontera con Ecuador (Nariño), y más tarde a Panamá (entonces todavía parte de Colombia), para participar en diversas actividades militares (Lame y Castillo-Cárdenas 1971). Cuando regresó al Cauca, Manuel Quintín Lame era un hombre educado y recorrido, que intentó reintegrarse a la sociedad local, se casó y se asentó como terrajero. Sin embargo, pronto se desilusionó y se rebeló contra las condiciones opresivas bajo las cuales debían vivir y trabajar los terrajeros. Empezó a surgir su voz contra “la domina-ción blanco-mestiza” y rápidamente se convirtió en “un rebelde nativo que llegó a ser el catalizador del resentimiento indio” (Castillo-Cárdenas 1987:31-32,167, notas 14 y 17). En 1910, Lame fue elegido por los cabildos indígenas de varias comunidades, entre ellas Jambaló, como –de acuerdo con su propio testimonio– su cacique general y representante ante el gobierno (entrevista con El Espectador, 12 de julio de 1924, citada en Castillo-Cárdenas 1987:ix)30. Poco antes de su elec-ción había iniciado los preparativos para una gran campaña organizativa, particu-larmente en territorio páez, con el fin de agitar y movilizar a la población indígena por la defensa de sus tierras comunitarias, y levantarse en contra del “desprecio generalizado que caracterizaba a las actitudes blanco-mestizas hacia los indios” (ver también Bonilla 1979; Castillo-Cárdenas 1987). Mientras viajaba por las comunidades afectadas, organizaba encuentros, a los que llamó mingas adoctri-nadoras para referirse a la costumbre andina de la fiesta de trabajo comunitario, durante los cuales él les recordaba a los cabildos y a los terrajeros los derechos preferenciales de los indios como primeros americanos que eran, y los asistía en la preparación de los documentos jurídicos para protestar contra las injusti-cias cometidas contra ellos por los terratenientes (Jimeno 1985; Rappaport 1982). Pasado algún tiempo, Lame elaboró un programa con varias propuestas centrales de lucha: 1. Defensa del resguardo y oposición combativa contra todas las leyes orientadas a la división y partición del mismo; 2. Consolidación del cabildo como centro de la autoridad y base de la organización política; 3. Recuperación de tie-rras usurpadas por los terratenientes y rechazo de los títulos que no se basaran en decretos reales31; 4. Liberación de los terrajeros de pagar el terraje y otros tribu-tos personales; 5. Reafirmación de los valores culturales indígenas y rechazo a la

30 Otras comunidades fueron Pitayó, Toribio, Puracé, Poblazón, Cajibío y Pandiguando, todas en la vertiente occidental de la Cordillera Central. No existe un registro independiente de esta elección, pero Lame desempeñó ese papel desde esa fecha (Castillo-Cárdenas 1987). De acuerdo con Rappaport (1990), Lame nunca se refirió a él mismo como cacique, pero sí se vio a sí mismo como tal (ver también Jimeno 1985).31 La expresión ‘decretos reales’ (cédulas reales) se refiere a los títulos coloniales correspon-dientes a los cacicazgos-resguardos obtenidos por el jefe Don Juan Tama y sus homólogos de la época. De esta forma, Lame enfatizó en las raíces coloniales del movimiento, con lo cual soslayaba implícitamente la legislación indígena republicana (Ley 89).

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discriminación racial y cultural de los indígenas colombianos (Castillo-Cárdenas 1987; Rappaport 1990a).

Como era una figura carismática y casi mesiánica, Lame ganó pronto muchos adeptos, primero sobre la vertiente occidental de la cordillera, donde la presión por la tierra era mucho mayor, pero más tarde también en Tierradentro, donde la Iglesia participaba activamente en atraer a colonos no indígenas. El éxito de la campaña de Lame, que fue conocida como “La Quintinada”, produjo temor y consternación entre los miembros de la población blanca y mestiza, que lo acusa-ron de indio rebelde y de una variedad de delitos que iban desde rehusarse al pago de terraje hasta intimidación a los hacendados y a sus administradores-mayordo-mos32. Hacia 1911, el gobernador del Cauca ya había autorizado a los terratenien-tes para organizar ejércitos privados con el fin de protegerse de los seguidores de Lame. En 1914, Lame viajó a Bogotá para defender su caso ante el Congreso, sos-tener entrevistas con varios ministros, y buscar títulos coloniales en los archivos nacionales. Hacia fines del mismo año, Lame retornó al Cauca, y visitó en su ruta varias comunidades indígenas de los departamentos vecinos del Tolima y Huila. Poco a poco, el líder indígena se convirtió en la pesadilla de autoridades civiles, hacendados e Iglesia, que presionaron a las autoridades regionales con el fin de lograr su captura. Acusado de instigar una guerra racial, Lame fue aprehendido en marzo de 1915 y detenido en prisión por un año entero. Sin embargo, poco después de su liberación retomó su labor de agitación con un fervor renovado y un prestigio mucho mayor entre sus seguidores. Para ese momento, sin embargo, los curas católicos ya habían podido asegurar la colaboración de Pío Collo, otro pres-tigioso líder indígena que no apoyaba el movimiento lamista. El 12 de noviembre de 1916, las brigadas de defensa de Collo se encontraron accidentalmente en Inzá (capital de Tierradentro) con Lame y un grupo de seguidores y abrieron fuego sobre ellos: siete fueron asesinados y otros más resultaron heridos. En los repor-tes oficiales el incidente fue informado tendenciosamente como “la ocupación lamista de Inzá”, para presionar al gobierno central a enviar tropas a la región y de una vez por todas acabar con la “insubordinación”33. A diferencia de muchos

32 Otras acusaciones incluyeron el robo de ganado, rehusarse a pagar el impuesto de sacrificio, la recolección de cuotas para el movimiento lamista, y la destilación clandestina de licor. Aunque las amenazas a los propietarios de hacienda son mencionadas por diversas fuentes, todas las acu-saciones fueron probablemente exageradas (Castillo-Cárdenas 1987).33 Parece existir alguna controversia sobre si el movimiento de Lame fue de naturaleza ar-mada o enteramente pacífico (político). Los lamistas sobrevivientes, en las últimas entrevistas concedidas, insistentemente mencionaron el uso, por Lame, de símbolos y tácticas militares Castillo-Cárdenas (1987:34); en una entrevista con uno de los sobrinos de Lame, habla de una confrontación “sangrienta” entre tropas y seguidores de Lame en la capilla de la hacienda de San Isidro durante la Semana Santa de 1915. Jimeno (1985) afirma que durante las confrontaciones en Inzá (1916), un propietario de hacienda fue asesinado. Las acusaciones de uso de la violencia por

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líderes del movimiento, Lame logró escapar de la zona militarizada y por algún tiempo continuó sus acciones en el otro lado de la cordillera. Finalmente, el 9 de mayo de 1917, fue traicionado y capturado por fuerzas de la policía. Después de un largo juicio, en el cual Lame dirigió su propia defensa, fue declarado culpable de robo, insurrección y asalto personal, y sentenciado a cuatro años de prisión; cuando se produjo su liberación en 1922, fue expulsado del departamento del Cauca (Castillo-Cárdenas 1987; Jimeno 1985).

Derrotado por las maniobras de sus poderosos enemigos, Lame encontró refugio entre los indígenas de Ortega en el sur del Tolima, donde retomó sus labores de organización, esta vez, sin embargo, de una manera más participativa y diplomá-tica, con los cabildos indígenas34. En este período escribió un manuscrito de 118 páginas (que terminó en 1939), en el que recapituló algunas de sus experiencias durante tres décadas de lucha por los derechos indígenas territoriales. En el pri-mer capítulo escribió:

Debo demostrar con franqueza al pueblo indígena colombiano que hoy están sus deberes y derechos, como también sus dominios, mor-didos, y engangrenada la mordedura por la serpiente de la ignoran-cia y la ineptitud o analfabetismo; pero el indígena que interprete el pensamiento de los seis capítulos de esta obra se levantará con la facilidad más exacta para hacerle frente al “Coloso de Colombia” y reconquistar sus dominios [...] (Lame 1971 [1939]; citado en Castillo-Cárdenas 1987:112).

Se ha argumentado que la relativamente fácil derrota del movimiento lamista fue el resultado de la falta de experiencia de Lame con la realidad cotidiana de la organización política en los resguardos. Al pasar por alto la autoridad del cabildo, Lame asumió todo el liderazgo del movimiento y quedó actuando así como los “caciques sin cacicazgo” del siglo XIX (Bonilla 1979:352; Rappaport 1982:286). Como Castillo-Cárdenas (1987:36-37) ha anotado, la derrota podría también haber sido causada por las líneas de acción contradictorias que Lame propuso en su programa, con lo cual evidenció su “doble conciencia” de indio aculturado. Por ejemplo, por una parte, Lame incitó a sus seguidores a resistir la injusticia y a reclamar sus derechos ante una sociedad pervertida (Popayán); pero por otra,

los lamistas deben, sin embargo, ser consideradas en el contexto de un clima general de histeria que permeaba los reportes oficiales de aquellos tiempos (ver Jimeno 1985).34 Aparentemente, más que en su campaña del Cauca, los esfuerzos de organización de Lame en las comunidades indígenas de Chaparral y Ortega, en el Tolima, entre 1922 y 1939, estuvieron dirigidos a la revitalización de la institución del resguardo y a la reconstitución de la autoridad tra-dicional del cabildo indígena, pero esta vez con base en la Ley 89 de 1890 (Castillo-Cárdenas 1987).

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insistió en la necesidad de recurrir a procedimientos jurídicos en el marco que ofrecía la sociedad nacional, lo cual produjo luchas jurídicas que fueron neutrali-zadas con efectividad por quienes detentaban la autoridad.

El Cauca indígena después de La Quintinada

Después de que Manuel Quintín Lame dejara el Cauca en 1922, los paeces quedaron sin un líder fuerte. Al tiempo que el régimen de la hacienda de terraje se consolidaba en zonas del territorio páez, el gobierno promulgaba nuevas leyes (p. ej., la Ley 19 de 1927) que aceleraron el asentamiento no indígena en las tierras “baldías”. La influencia de los sacerdotes católicos y las alcaldías municipales en el Cauca indígena creció constantemente en este período, en detrimento de la autoridad del cabildo. Las crisis económicas (por ejemplo la de 1929) provocaron una nueva ola de colonización en el territorio indígena (zonas norte y media de Jambaló), expansión que fue facilitada por la construcción de la carretera Caloto-La Mina-Toribío, en 1936. A su vez, la década de los años treinta vio un florecimiento temporal de organizaciones sindicales y campesinas en Colombia. Influido por la Revolución Mexicana, en 1930 fue fundado el Partido Comunista (antes Partido Socialista Revolucionario, fundado en 1925), en el cual José Gonzalo Sánchez, que había sido la mano derecha de Manuel Quintín Lame, fue escogido como primer secretario. Con la aprobación del presidente Alfonso López Pumarejo, de tendencia liberal de izquierda (1934-1938), los comunistas estimularon la formación de ligas campesinas. Aunque estas ligas llegaron a tener una fuerte representación en algunas comunidades indígenas, como sucedió en Jambaló, reclamando tierras y mejores condiciones de trabajo, no llegaron a convertirse en la plataforma de un nuevo movimiento indígena debido a que estuvieron fundamentalmente interesadas en la situación de los terrajeros y tomaron muy poco en cuenta las concepciones indígenas de territorialidad y su histórica ideología de resistencia. En los años cuarenta, las luchas sociales de los treinta abrieron el camino en toda la nación a las crecientes rivalidades políticas. El asesinato del candidato liberal Jorge Eliécer Gaitán en 1948 causó una ola de violencia en el área rural, entre los liberales y los conservadores, y marcó el comienzo de un período conocido como La Violencia. Las ligas campesinas indígenas no tuvieron la suficiente fuerza para resistir la convulsión social y hacia el final de este período ya habían desaparecido (Findji y Rojas 1985; Gilhodes 1970; Rappaport 1990a).

Territorialidad páez a través del tiempo y el espacio

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Mapa 2.1a.Cacicazgos indígenas, 1540

Cacicazgos indígenas en Tierradentro en el tiempo de la invasión española

(caciques: Páez, Suyn, Abirama, Anabeiba); al occidente (vertiente

occidental de la Cordillera Central), el cacicazgo de Don Diego Calambar

(guambiano).

Mapa 2.1bCacicazgos paeces, 1710

Cacicazgos (resguardos) nasa (páez) en las vertientes oriental y occidental

de la Cordillera Central (Pitayó, Tacue-yó, Vitoncó, Togoima), Don Juan Tama de las Estrellas y Calambar consiguió que se le expidieran los títulos de los

cacicazgos tanto de Pitayó (1702) como de Vitoncó (1708).

Fuente: Rappaport, 1990aIlustración/reproducción: A.C. van Litsenburg y R. van Dorst

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Mapa 2.2Cacicazgo de Pitayó, 1720

Mapa aproximado de las fronteras del cacicazgo-resguardo de Pitayó, basado en la descripción de la demar-cación (hitos) en el ‘Título de cinco comunidades’ de 1702, realizada hacia el final de la vida de Don Juan Tama. Pitayó incluía las ‘parcialidades’ (divisiones que más tarde fueron constituidas en resguardos) de: Pitayó, Jambaló, Quichaya, Pueblo Nuevo y Caldono.

Fuente: dibujo de Tulio Rojas Curieux, en Findji y Rojas, 1985.Ilustración/reproducción: A.C. van Litsenburg y R. van Dorst

Foto 2Jambaló, vereda Guayope, noviembre de 1978. Demostración de las ‘armas’ (palos de madera) con las que los paeces confrontaron a los ‘pájaros’ (asesinos) contratados por los hacendados, el día en que dos de sus compañeros fueron asesinados durante una ocupación pacífica de tierras. Fotografía: Víctor Daniel Bonilla.

3. La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

La Reforma Agraria y la lucha indígena por la tierra

A finales del período de La Violencia (1948-1957), la autonomía política de los paeces había alcanzado el nivel más bajo de todos los tiempos. Amplias áreas del territorio indígena habían caído en manos de propietarios no indígenas, dueños de haciendas, que explotaban a los pobladores locales indígenas como mano de obra barata. Las diversas comunidades de resguardo –que alguna vez fueran parte de una unidad política más articulada, el resguardo-cacicazgo– habían quedado ais-ladas y sin perspectivas, al tiempo que la autoridad del cabildo estaba debilitada severamente y sujeta al poder de los jefes políticos locales y de la Iglesia Católica. Sin embargo, en la década siguiente, la de los años sesenta, surgió un movimiento que invirtió esa tendencia. Las comunidades, una vez más, empezaron a movili-zarse para reclamar –o, como dicen los indígenas, recuperar– los territorios per-didos y su autonomía. Algún tiempo después, lograron reconstruir la autoridad del cabildo y forjaron relaciones duraderas con las comunidades vecinas (Findji 1992). Así, puede plantearse que en los años sesenta, y por primera vez desde el periodo de la Independencia a comienzos del siglo XIX, los paeces lograron fortalecer su autonomía. El gran cambio que ocurrió puede apreciarse solamente cuando se le mira en el contexto de varias modificaciones estructurales importan-tes que tuvieron lugar en Colombia en esa coyuntura.

En 1958, después de casi diez años de guerra civil de facto, el primer gobierno liberal del Frente Nacional (un pacto bipartidista entre los liberales y los conser-vadores, por el cual se obligaban a alternarse en la Presidencia cada cuatro años y a compartir todas las posiciones de poder del Estado en condiciones de igualdad

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por un período total de dieciséis años –desde 1958 hasta 1974– lanzó un pro-grama, Acción Comunal (AC, creado por la Ley 19 de 1958), para la promoción del desarrollo económico y social en las comunidades locales, diseñado para rein-corporar al campesinado en la vida nacional y restablecer el control del Estado en el área rural devastada por la violencia (Bagley 1989; ver también Safford y Palacios 2002; y Zamosc 1986). Respecto a las comunidades indígenas, la política tenía un componente que se expresó en la Ley 81 de 1958, relativo a “la promo-ción de la agricultura y la ganadería en comunidades indígenas”, el cual preveía programas oficiales para el mejoramiento de las condiciones de vida de los “indí-genas marginados”, mediante el incremento de los niveles de producción y la promoción de las formas de organización modernas (“civilizadas”); por ejemplo, las cooperativas de producción y los comités de autoayuda o juntas. En 1960, por el Decreto 1634, se creó la División de Asuntos Indígenas (DAI), organismo ads-crito al Ministerio de Agricultura (Jimeno y Triana 1985). Esta nueva legislación indígena implicó un cambio significativo en las relaciones de los indígenas con el Estado, pues el propósito de la política indigenista pasó de una burda asimilación a su variante más sofisticada, la integración; es decir, mientras en el período ante-rior el programa de gobierno hacia las comunidades indígenas andinas se había orientado casi exclusivamente a alentar y legitimar la expropiación territorial y la dominación cultural y religiosa, la nueva política buscó la integración de esas comunidades en la economía de mercado, mediada por la intervención activa del gobierno en los asuntos internos del resguardo (Jimeno y Triana 1985; Roldán 1990). Este acontecimiento coincidió con la difusión en toda la nación del papel del ‘Estado desarrollista’ (Yashar 1998: 32).

En 1961, bajo el influjo de la Alianza para el Progreso, auspiciada por los Estados Unidos1, los programas de gobierno para el desarrollo rural se incorporaron y ampliaron hasta convertirse en una política mucho más amplia de reforma agraria. La Ley 135 de 1961 –la Ley de Reforma Social Agraria– buscaba repartir las tierras ociosas de las haciendas y estimular la producción agrícola nacional (Colchester et al. 2001). Esta reforma debería ser realizada por el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora), que empezó a funcionar en 1963. Durante la administración conservadora de Guillermo León Valencia (1962 -1966), las reformas marcharon inicialmente a paso muy lento (Bagley 1989),

1 La Alianza para el Progreso fue un programa de ayuda estadounidense para América Latina, que empezó en 1961 durante la presidencia de John F. Kennedy, y que fue creado princi-palmente para contrarrestar la influencia de las políticas revolucionarias que surgieron luego de la Revolución Cubana, en 1959. La carta de la Alianza, formulada en una conferencia interamericana en Punta del Este, Uruguay, en agosto de 1961, hizo entre otras cosas un llamado a una mayor equidad en la distribución del ingreso, a la reforma agraria, y al planeamiento social y económico (Lowenthal 1991).

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pero al mismo tiempo las organizaciones campesinas locales y regionales (ligas y sindicatos) empezaron a multiplicarse (Zamosc 1986). En las comunidades páez y guambiana, del norte y oriente del Cauca, los viejos “lamistas” y los antiguos miembros de las ligas campesinas de las décadas de los años treinta y cuarenta alentaron a una nueva generación de líderes de la comunidad para que se educaran en estas organizaciones (Rappaport 1990a). En 1966, el presidente liberal reformista Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) auspició la creación de una organización campesina nacional (la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos, ANUC) como contrapeso a los tradicionales grupos de terratenientes y para acelerar el ritmo de redistribución de la tierra. Sin embargo, cuando la administración del presidente conservador Misael Pastrana Borrero (1970-1974) abandonó definitivamente el programa de reforma agraria redistributiva y empezó a reafirmar el control del Estado sobre la ANUC, grandes grupos del campesinado organizado empezaron a luchar y en el período 1970-1971 protagonizaron una serie de manifestaciones masivas y de invasiones de tierra en varios departamentos en todo el país, demandando la expropiación de la tierra ocupada (Bagley 1989; Zamosc 1986). Aunque las comunidades indígenas del Cauca no participaron en estas ocupaciones de tierra, el movimiento campesino de la década de los años setenta cumplió un papel importante en el surgimiento, en 1971, del Consejo Regional Indígena del Cauca, CRIC; además, la participación indígena en la “reforma desde abajo” influyó ampliamente en la dirección y desarrollo de la lucha por la tierra y el territorio entre los paeces y las comunidades indígenas vecinas (guambianos, coconucos).

Fueron diversas las respuestas de los paeces ante la política integracionista y ante los programas de reforma agraria del Estado, tal como se establecían en la Ley 81 de 1958, en la Ley 135 de 1961 y en la legislación posterior. En unos casos, estas intervenciones fueron parcialmente aceptadas debido a que les permitieron acceder a los recursos del Estado (infraestructura económica y servicios sociales); además, su reconocimiento como “campesinos indígenas” les daba por lo menos alguna expresión política ante el Estado. Sin embargo, los programas también provocaron resistencia, debido a que fueron implementados sin mucha considera-ción por la identidad y las instituciones de las comunidades indígenas (particular-mente la tenencia comunal de la tierra), ni por las peticiones de reconocimiento del territorio indígena y de su autonomía. Esta tensión entre la aceptación parcial y la resistencia dio lugar a un proceso intenso de negociación cultural y refor-mulación (tanto entre las comunidades y el Estado, como dentro de las comuni-dades mismas) que al final condujo a la reorganización étnica de largo alcance de recomposición institucional social y económica de las comunidades de res-guardo. En este capítulo se describen los acontecimientos y consecuencias de las luchas indígenas por la tierra, en las décadas de los años setenta y ochenta, en el

La lucha por la recuperación del territorio y la autonomía en Jambaló

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resguardo páez de Jambaló, que desempeñó un papel destacado en esas luchas. Esta historia es precedida por un breve recuento de los antecedentes inmediatos (período 1945-1970), que resume los recuerdos de uno de los primeros luchadores indígenas por la tierra en Jambaló, Don Venancio Tombé2.

Los títulos de Juan Tama y la recuperación de Zumbico

En 1945, el año en el cual Don Venancio Tombé fue designado capitán, Zumbico era controlado por el Hospital de San José, un punto de avanzada de la arquidióce-sis católica de Popayán3. El hospital no prestaba servicios al pueblo páez, pues sola-mente atendía a algunos de los propietarios vecinos no indígenas, ni tampoco usaba productivamente la tierra agrícola vecina. Sin embargo, el hospital les cobraba un arriendo anual a los productores indígenas locales por dejarlos cultivar. Era tarea del capitán recoger este arriendo de cada familia y llevarlo luego a Popayán.

Aunque algunos jambalueños quizá recuerden épocas diferentes, la presencia de la Iglesia había sido una constante a lo largo de la historia de Zumbico. Antes de que fundaran el hospital, alrededor de 1905, el lugar era conocido como la hacienda de Zumbico. Durante la guerra de independencia (1811-1819), esta hacienda, ya administrada por la Iglesia, había servido como depósito de provisiones para las tropas del Libertador Simón Bolívar (Findji y Rojas 1985); algunas décadas des-pués funcionó brevemente como centro para la extracción de quina (Findji y Rojas 1985). Durante la rebelión de Manuel Quintín Lame –la Quintinada (años 1910)– y más tarde, con las ligas “comunistas”4 campesinas (años treinta), el pueblo páez se había rebelado contra la invasión de sus tierras por los colonos mestizos. Hacia mediados de los años cuarenta, sin embargo, la resistencia indígena había sido disminuida exitosamente mediante el esfuerzo concertado de funcionarios del gobierno local y la Iglesia (Findji y Rojas 1985; Rappaport 1990a). Mientras la Iglesia había logrado retener sus propiedades, en el área del norte de Zumbico

2 Estoy muy agradecido con la documentación encontrada en el programa Cátedra Nasa Unesco (CNU) porque la mayoría de citas textuales y mucha de la información incluida en la siguiente historia social fueron tomadas de esta documentación. Se trató de una iniciativa de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (nasa/páez), la cual tenía como objetivo cartografiar la historia contemporánea de la organización comunitaria y la lucha por la autonomía (el subtítulo oficial del proyecto, tal como se indicaba en los folletos, era “hacer memoria con sentimiento” [“Nasa us kayat i sa” en nasa yuwe]) sobre la base de las grabaciones de historias de vida (CNU 2000; 2001a; 2001b; 2001c; 2002a; 2002b).3 La historia de Venancio Tombé en la lucha por la tierra en Zumbico está basada en gran parte en una entrevista realizada en 2000 por el programa Cátedra Nasa Unesco.4 Nota del grupo revisor del texto: Este término era empleado por las élites y los jerarcas de la Iglesia para descalificar las acciones de los indígenas. Sin embargo, el sentido de ‘comunista’ no era entendido de esta forma a nivel local.

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el régimen de hacienda, que incluía las formas serviles de terraje5, se había con-solidado como medio de dominación territorial (Findji y Rojas 1985). En estas áreas subyugadas, el cabildo había perdido su influencia completamente, y, con el tiempo, en otras partes “libres” del resguardo esta autoridad en gran medida había llegado a estar subordinada al poder de los sacerdotes católicos y los políticos locales (ver mapa 3, página 116).

Por consiguiente, el resguardo quedó dividido social, política y económicamente. Mientras la tierra en la zona sur, la zona alta del resguardo –más o menos al sur de la quebrada de Portachuelo, (ver mapa 4, página 181)– era todavía admi-nistrada por el cabildo, la organización territorial en las zonas media y baja, al norte de Zumbico, estaba sujeta a las severas reglas de los propietarios de las llamadas haciendas de terraje. En este contexto, Zumbico parece haber quedado en una zona intermedia. De acuerdo con los mayores de la comunidad, la Iglesia no supervisaba el uso de la tierra y, mientras pagaran sus arriendos, las familias podían ocupar tanta tierra como necesitaran. Aunque el capitán era un líder local, la persona que ocupaba este puesto parece que no vigilaba la distribución de la tierra entre las familias locales. Así, Zumbico era dirigido como un asentamiento libre y estaba fuera de la autoridad del cabildo6.

Antes de que Venancio fuera elegido capitán de la comunidad de Zumbico, los mayores lo habían enviado a Totoró para recibir dos años de capacitación profe-sional. En este período, él recibió influencia de la ideología del Partido Comunista (fundado en 1930), que a través de sus líderes regionales hacía campaña para ter-minar con la explotación de los terrajeros indígenas por los propietarios no indí-genas, dueños de las haciendas. Además, durante algún tiempo, Venancio estuvo acompañando al líder comunista José Gonzalo Sánchez, primer secretario y mano derecha de Manuel Quintín Lame. Como él mismo decía, Sánchez lo orientó en su conciencia histórica al presentarle una copia del legendario documento “Título de las cinco comunidades”, de 1702, del cacique páez Juan Tama, un documento que ahora él fue capaz de interpretar por sí mismo7. Así, por primera vez, Venancio aprendió la verdad acerca de la presencia de la Iglesia en su comunidad:

5 Arriendo de la tierra, a menudo pagado en trabajo o en especie.6 Esto no quiere decir que la situación real en algunas de las partes más aisladas de las zonas de influencia del cabildo fuera muy diferente de la situación en Zumbico. A mediados del siglo XX no existía aún escasez de tierra en esas zonas y las historias de algunos viejos jambalueños dan la impresión de que los cabildos relativamente débiles del período entre 1930 y 1950 ejercían poca supervisión efectiva sobre el uso de la tierra.7 Venancio mezcla los nombres de dos títulos coloniales de tierras. El “Título de Juan Tama al gran cacicazgo de Pitayó” se conoce como el “Título de las parcialidades de Pitayó, Quichaya, Caldono, Pueblo Nuevo y Jambaló” (ACC/P 1881 [1700]). Este título de tierra es mejor conocido

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[L]o hice [Juan Tama] constar con la confesión del administrador [Lorenzo Balcázar] del terreno emprestado, que hizo en presencia de los señores testigos y todos mis indios, lo cual fue preguntado por mí, de quién eran las tierras que ocupaban; respondió que, en virtud de haber oído a su patrón, eran emprestados por quince (15) años, a mí el cacique, como dueño que era de ellos, para que redituasen para formar con su producto [de un molino] un vínculo para un santo del convento de Santo Domingo de Popayán (NC/S 1914 [1702])8.

Venancio no dejó de notar las claras directrices que Juan Tama les dio “a sus indios de Jambaló”:

[S]i yo falleciese, [mis indios de Jambaló] las reclamarán y agregarán a sus terrenos, sin permitir que de ahí pase adelante; y si quien que estos arrendatarios subarrienden a otro, se opondrán fuertemente, y en todo caso despojarán tomando su terreno como propietario […] las tierras que he dado en posesión las defenderán con los documentos que en defensa de dichas tierras se les otorgaba, pelearán hasta qui-tarlas en limpio (NC/S 1914 [1702]).

De esta manera, para Venancio fue claro que el Hospital San José no era el pro-pietario legal de Zumbico –como siempre se había sostenido– puesto que basaba esa propiedad en un arrendamiento hace mucho extinguido, y, por lo tanto, el arriendo que cobraba el hospital por el uso de la tierra no tenía bases jurídicas. Cuando Venancio regresó de Totoró para asumir su tarea como capitán, estaba firmemente decidido a luchar por la restauración del resguardo en Zumbico: “Yo buscaba que el Hospital devolviera el terreno de Zumbico al poder del Resguardo de Jambaló. [Con el título de Juan Tama] me valí ante el Hospital y los terrate-nientes” (Venancio Tombé, CNU 2000: 4).

Esta resultó ser una tarea muy difícil. Decididos a eliminar cualquier forma de resis-tencia indígena, varios de los terratenientes vecinos empezaron inmediatamente

como el “Título de las cinco comunidades”. Más tarde se obtuvo otro título sobre la base de la demarcación de la parcialidad (comunidad territorial) de Jambaló, que en ese momento todavía formaba parte del cacicazgo más grande. Este título es oficialmente conocido como “Título de las tierras de Jambaló” (NC/S 1914 [1702]-b). Sánchez probablemente le dio a Venancio copia de este último.8 Es incierto a quién se refería Lorenzo Balcázar como su benefactor. Muy probablemente éste era Alonso Valencia, el administrador del convento en Popayán. Sin embargo, es también po-sible que –como Venancio nos cuenta – el antiguo cacique o gobernador de Jambaló, Luis Dagua, hubiera concedido en arriendo la tierra a la Iglesia.

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una campaña de intimidación. A su vez, la Iglesia reaccionó casi con indiferen-cia y persistió en su tesis de ser la propietaria legal de la tierra, aunque no apor-tara prueba alguna de ello. Cuando Venancio insistió, el Hospital propuso que los habitantes de Zumbico le compraran la tierra. Ellos no aceptaron, probablemente debido a que no tenían los medios para hacerlo, pero también debido a que la comunidad estaba todavía sola en su lucha. Decepcionado, Venancio disminuyó su ardor político durante un tiempo. Fue entonces cuando los indígenas que vivían en las tierras en disputa (las haciendas de los terratenientes) quedaban aislados del contacto regular con las partes “libres” del resguardo, el cabildo de Jambaló, que era un instrumento de los intereses políticos locales, no demostró simpatizar con la comunidad rebelde. Venancio dice al respecto:

Cuando luchamos nosotros y teníamos el movimiento político, al ca-bildo no le gustaba. En ese tiempo, el cabildo de Jambaló no sacaba trabajo en nada en el resguardo. Ellos eran solamente perseguidores de mujeres madres solteras. Los cabildos anteriores eran analfabetas y no conocían las leyes (Venancio Tombé, CNU 2000: 12).

Poco después, el proceso incipiente de organización política en Zumbico se vio interrumpido por el surgimiento de las agresiones en el sector rural durante el período de La Violencia (1948-1958), lo cual ocurrió en Jambaló a comienzos del gobierno conservador de Laureano Gómez (1950-1953). Sobre la vertiente occidental de la cordillera, los paeces, predominantemente liberales y en algunos casos con historia de pertenencia a las ligas campesinas, fueron señalados como potenciales subversivos y fuertemente perseguidos por la policía (Rappaport 1990a). En Jambaló, los propietarios de haciendas de la vecina población de La Mina, empezaron a contratar asesinos a sueldo (“pájaros”) para matar líderes indígenas (Findji y Rojas 1985)9. Muchos paeces se refugiaron en las montañas y no salieron de ellas en muchos años. En 1956, el alcalde conservador de Jambaló denunció a Venancio como guerrillero comunista; como resultado, Venancio permaneció 16 meses en una prisión de Cali junto con varios líderes indígenas de las comunidades vecinas.

A pesar de todo, después de terminada La Violencia, el movimiento indígena revivió. Un evento importante en este sentido fue la llegada de trabajadores extensionistas evangélicos a Jambaló. En Zumbico, donde las enseñanzas de los

9 La violencia política no estuvo solamente dirigida contra las poblaciones indígenas. En respuesta a las acciones de los conservadores, en 1956 un grupo guerrillero del Tolima atacó el asentamiento mestizo de La Mina. Más de 30 personas fueron asesinadas en el incidente, después del cual el poblado permaneció abandonado por 3 años.

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evangélicos ya venían abriéndose camino desde la década de los treinta –para los paeces posiblemente constituyó un acto de resistencia contra la Iglesia Católica (Findji y Rojas 1985; ver también Rappaport 1984)– estas personas ya habían empezado a alentar a las organizaciones comunitarias. Cuando Venancio les contó a los evangélicos lo que les había pasado, ellos le aconsejaron qué hacer para recu-perar ese terreno: “¡Ustedes vayan a Bogotá! Como este terreno ha sido resguardo ¿por qué van a estar pagando arrendamiento a quien no es el dueño? Y además ¡esto es resguardo indígena de Jambaló!” (Venancio Tombé, CNU 2000:6).

Así sucedió. En 1960, Venancio viajó a la capital y visitó al ministro de Agricultura para averiguar por alguna posibilidad de recuperar la tierra de Zumbico10. Allí, la recién creada División de Asuntos Indígenas demostró ser un organismo que simpatizaba con las solicitudes de la delegación indígena:

El Doctor era indigenista y me dio la idea de organizar una cooperati-va. Pero yo no sabía qué era cooperativa, para qué beneficio. Entonces explicó: Ustedes, para poder recuperar ese terreno, tienen que fundar una cooperativa, porque por medio de cooperativas el gobierno ayu-dará, él atenderá mucho. El Gobierno no ayuda a quitar terrenos al Hospital, porque el Hospital es beneficencia, sindicatura del mismo Gobierno. Entonces el Gobierno no puede quitarles; sería como quitar pan y darle a otro. Pero sí puede ayudar a dar los papeles para fundar su cooperativa. (Venancio Tombé, CNU 2000: 6)

La promoción de cooperativas agrícolas en resguardos indígenas formó parte de una política de gobierno mucho más amplia, dirigida a acabar con el obso-leto régimen de la hacienda –también conocido como “complejo latifundio-minifundio”11–, con el fin de “democratizar la propiedad de la tierra” y luchar contra la pobreza como fuente de violencia política (Jimeno y Triana 1985: 71). La Ley 81 de 1958 (artículo 3) consideraba que las cooperativas eran una buena forma de integrar a las comunidades indígenas “marginales y atrasadas” a la economía

10 Aunque Venancio no menciona el año exacto en el cual viajó a Bogotá, es posible calcular la fecha sobre la base de su historia. Con el Decreto 1634 de 1960, la Sección de Asuntos Indígenas –creada por Ley 81 de 1958– fue transferida del Ministerio de Agricultura al Ministerio de Gobier-no con el nuevo nombre de División de Asuntos Indígenas. Más tarde, Venancio también menciona a 1960 como el año en el cual su movimiento político experimentó un avance importante.11 En América Latina el término ‘complejo latifundio – minifundio” se emplea para indicar aquel sistema de producción agraria en el cual extensas propiedades para producción de cultivos a gran escala o para ganadería son complementados por comunidades de indígenas o campesinos, que constituyen una reserva de mano de obra barata para el propietario; las haciendas de terrate-nientes en los resguardos de Colombia son un buen ejemplo de este sistema.

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de mercado, sin tener que privatizar inmediatamente las tierras colectivas de res-guardo12. Se pensaba que de esta manera los indígenas podrían convertirse en agricultores “eficientes”, al tiempo que sus comunidades retendrían –como capital social– su carácter típicamente comunitario (Jimeno y Triana 1985; Roldán 1990).

Los eventos se sucedieron rápidamente después de que Venancio volviera de Bogotá. Se iniciaron los procedimientos oficiales para el establecimiento de la cooperativa y las 35 familias de Zumbico recibieron asistencia de la DAI y del Ministerio de Gobierno para establecer una nueva organización comunitaria. A Venancio y a muchas otras personas seleccionadas para dirigir la cooperativa, se les brindó la posibilidad de seguir cursos de entrenamiento profesional en Popayán. En 1963 se designó y comenzó a desarrollar actividades la junta direc-tiva, y en 1964 la organización recibió su personería jurídica. Es decir, desde el punto de vista legal, la cooperativa era un hecho. Sin embargo, puesto que la DAI había sido renuente a cuestionar la presencia de la Iglesia en Zumbico, todavía no había solución al problema de los derechos de propiedad de la tierra. En otras palabras, la verdadera recuperación del territorio indígena –el reconocimiento por la Iglesia de la propiedad de la comunidad representada por el Cabildo– era toda-vía un problema mayor, e incluso en ese momento, la comunidad era obligada a pagar arriendo por el uso de la tierra.

Mientras tanto, la cooperativa quedó organizada según el modelo propagado por el DAI de los kibbutz de Israel, aunque no sin una mezcla del ‘modelo de pro-greso’ dominante: la tierra de la cooperativa fue repartida con el esquema de par-celas individuales familiares (Findji y Rojas 1985; compárese con Vasco 2002c)13. Puesto que los indígenas de ese momento asumían que en últimas tendrían que comprar la tierra, la junta directiva decidió –probablemente con el consejo de ase-sores externos– que a cada familia le sería asignada entonces tanta tierra como quisiera y estuviera en capacidad de pagar. Esta decisión tuvo consecuencias pro-fundas sobre la distribución de la tierra entre los miembros de la cooperativa. Mientras que la cantidad de tierra que una familia podía poner en uso a través de

12 La Ley 81 de 1958, que se refería a la promoción de la agricultura y la ganadería en res-guardos indígenas, marcó el final de más de 40 años de una política de gobierno dirigida a la ex-propiación de los territorios indígenas y, finalmente, a la disolución de los resguardos (esta última había sido programada para 1941 y luego para 1951, pero nunca fue ejecutada) y el comienzo de una política de integración indígena por medio de incentivos económicos (Jimeno y Triana 1985).13 Un kibbutz es “una organización […] que está integrada por una sociedad colectiva de miembros organizados sobre la base de una propiedad general de posesiones. Sus objetivos son el autotrabajo, la igualdad de la cooperación en todas las áreas de producción, consumo y educación” (definición legal tomada del Cooperative Societies Register).

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la agricultura de quema y roza (rocería)14 quedaba determinada cada año por la cantidad de trabajo que era capaz de movilizar –bien fuera de la propia familia o por medio del intercambio de trabajo (puutx pu’çxni, un sistema de trabajo recí-proco compartido entre familias)–; de allí en adelante quedaron “las tierras parce-ladas en forma permanente en superficies desiguales que se empezaron a cercar, interrumpiendo así las posibilidades de las rocerías” (Findji y Rojas 1985: 107). En cualquier caso, frente a esta decisión no se presentó una oposición abierta.

Al año siguiente, Venancio representó a Zumbico en un Encuentro Nacional Campesino en Bogotá. Con la presencia de más de 300 delegados de organizacio-nes campesinas, Venancio recibió información acerca de la reforma agraria, que cinco años antes había sido anunciada con la Ley 135 de 1961. En esta ocasión, se dio cuenta de que la legislación que se discutía tocaba específicamente, en diver-sos apartados, a la situación de las comunidades indígenas. En la Ley 81 de 1958, artículo 54.6, por ejemplo, se preveía “dotar de tierras y mejoras a las comuni-dades indígenas o recuperar tierras de resguardos ocupados por colonos que no pertenezcan a la respectiva parcialidad” (ver también Roldán 1990: 129). Este descubrimiento fortaleció a Venancio y a los otros miembros del comité ejecutivo en su determinación de restaurar la jurisdicción del cabildo en Zumbico, como también en otras partes ocupadas del resguardo. Primero, sin embargo, era crucial convencer al cabildo de la importancia de la lucha por la tierra. Hasta entonces, el cabildo había buscado con cuidado mantenerse distante de todos los esfuerzos de organización, principalmente porque los políticos locales habían empezado a desinformar a la gente. He aquí la situación narrada por Venancio mismo:

Al inicio el mismo cabildo estaba dudando, que la cooperativa para qué era. Porque muchos en ese tiempo no entendían, decían que la cooperativa era un mandato de un comunista. Pero mentira, eso era sin distingo político. Una cooperativa es una organización indígena que no tiene excepciones de personas, ni color político, ni raza, ni color. (Venancio Tombé, CNU 2000: 6-7)

En búsqueda de otros aliados, Zumbico estableció relaciones con los indígenas guambianos de Las Delicias (Guambía). A comienzos de la década de los años sesenta, este grupo de exterrajeros había tenido éxito en el establecimiento de una cooperativa agrícola, en las tierras compradas, con un préstamo de la Caja Agraria, a sus anteriores propietarios. Siguiendo su ejemplo, Venancio y sus compañeros

14 La ‘rocería’ es un término derivado del verbo ‘rozar’, el cual significa ‘desyerbar’ o ‘lim-piar’. En el Cauca, el término es comúnmente utilizado para denotar el comienzo de la temporada de siembra, cuando se quita el rastrojo y la tierra se prepara para el cultivo.

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decidieron hacer un nuevo intento de adquirir la tierra en Zumbico. Ellos dejaron de pagar el arriendo a la Iglesia y solicitaron la asesoría jurídica del Incora para determinar el valor de los terrenos. Durante el proceso, sin embargo, los expertos de esta entidad descubrieron que el Hospital en realidad no tenía título legal, tal como Venancio había dicho desde el comienzo. Así, en 1969 – después de más de 250 años–, al fin la Iglesia se vio forzada a dejar la tierra en manos de la comunidad indígena local.

El despertar de la conciencia en las haciendas de terraje

Al tiempo que el naciente movimiento indígena de Don Venancio Tombé procla-maba sus primeras victorias, las comunidades del norte de Zumbico (zonas media y baja, alrededor de los poblados de La Mina y Loma Redonda) vivían todavía bajo el régimen sofocante de la hacienda de terraje (ver mapa 3, página 116).

La mayoría de las haciendas habían sido fundadas entre 1920 y 1940 por colonos mestizos originarios de Caloto o Silvia, que, a través de relaciones de deuda y títu-los de propiedad falsos, se habían apropiado de las tierras más fértiles en los valles y las partes planas (Findji y Rojas 1985)15. Con el fin de mantener una disponibi-lidad de mano de obra de los indígenas para su hacienda, los terratenientes permi-tían a cada familia limpiar una pequeña parcela (encierro) para su subsistencia y habitación. A cambio, obligaban a los miembros de la familia a pagar un arriendo llamado terraje, bien sea trabajando en sus fincas por varios días a la semana y/o reservándole parte de sus cosechas (Gilhodes 1970; Sevilla-Casas 1976).

Para las comunidades locales, la vida en las haciendas de terraje implicaba quedar sometidos a un sistema estricto, y a menudo cruel, de obligaciones y restricciones impuestas por el terrateniente. A los indígenas solo les era permitido vivir y traba-jar dentro de los confines de la hacienda16. El terrateniente señalaba las áreas que ellos podían despejar para su uso familiar, decidía si ellos podían o no mantener animales, y determinaba el número de días de trabajo que debían cumplir colecti-vamente para satisfacer sus obligaciones (Findji y Rojas 1985)17.

15 Nota del grupo revisor del texto: Los terratenientes también emplearon sistemas de endeu-damiento a través de la instalación de cantinas y tiendas, donde el terrajero reclamaba la ‘remesa’ o víveres, y a cambio debía pagar con trabajo o con parte de la cosecha.16 Nota del grupo revisor del texto: En la implementación del sistema de terraje se aceptaba el trabajo de niños de 12 años, pero se duplicaba su labor (dos días) por el equivalente al trabajo de un adulto (un día). A su turno, las madres con niños no se aceptaban porque, tal como el terrateniente decía, “las mujeres perdían tiempo amamantando al niño”. 17 En las áreas indígenas, el valor de una hacienda estaba en parte determinado por el número

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Cuando los terratenientes residían en pueblos cercanos la mayor parte del año (era el caso de las haciendas de Chimicueto, El Tablón y El Picacho), designaban un supervisor (mayordomo o capataz) para manejar y controlar el cumplimiento del arriendo de la tierra (CNU 2001c). Esta persona no indígena a su vez comandaba uno o más hombres indígenas (líderes indígenas, capitanes y cabo18, para dirigir y guiar los equipos de trabajo). Los líderes o capitanes cumplían un rol importante en mostrar “un buen ejemplo” para el grupo (Muelas y Urdaneta 2005); a su vez, como “jefe” entre los terrajeros, el capitán era el intermediario entre el terrate-niente y/o el supervisor y la comunidad indígena local. En otros casos (por ejem-plo, Loma Gorda y Buenavista), en los que el terrateniente residía en la hacienda, a menudo trabajaba junto con sus indígenas, algunas veces incluso empleando instituciones nativas tales como la minga (fiesta de trabajo comunal) para realizar trabajo extra fuera de los días designados para el terraje, sin que eso implicara perder el control sobre los asuntos de la hacienda (Findji y Rojas 1985).

Junto a la explotación económica y la humillación, el sistema de hacienda de terraje significaba una seria limitación de la libertad de los terrajeros. En todo momento, ellos debían estar a disposición del terrateniente; inclusive en algunas ocasiones eran obligados a pedir permiso para salir de la hacienda19. Sin embargo, a pesar de ese aislamiento social, las comunidades de las haciendas mantuvieron muchas costumbres y prácticas típicamente indígenas (por ejemplo, las técnicas agrícolas, las formas de trabajo comunitario, las relaciones de parentesco y la lengua) (Findji 1993). De todos modos, el régimen de hacienda terrateniente tam-bién implicó una marcada desintegración sociopolítica del territorio del resguardo inicial (el de antes de 1920), y la gente claramente distinguía entre comuneros (miembros de la comunidad –habitantes de las tierras “libres” remanentes– y terrajeros (arrendatarios), que no eran considerados ya como parte de la comuni-dad del resguardo; el cabildo no tenía autoridad sobre las haciendas y los terraje-ros no tenían representación en el cabildo (Muelas y Urdaneta 2005)20.

de familias indígenas que vivían en la propiedad, y hay testimonios de venta de haciendas en las cuales los indígenas eran incluidos en el negocio de la propiedad (Findji y Rojas 1985).18 Nota del grupo revisor del texto: Entre el capitán y los comuneros existía el cabo, quien se encargaba de ejecutar las actividades ordenadas y coordinadas por el capitán. A veces, cuando éste se ausentaba, el cabo hacía las veces de capitán. Igualmente, cuando el cabo se ausentaba, al capitán le correspondía coordinar el trabajo con los comuneros. 19 Nota del grupo revisor del texto: En los casos en que al terrajero se le permitía sembrar café, en el período de cosecha (especialmente cuando el grano se caía), éste debía atender primero las plantaciones del terrateniente antes que las de él mismo. 20 De acuerdo con Findji (1993), y Muelas y Urdaneta (2005), existía una segregación mar-cada, y parcialmente internalizada, entre miembros de la comunidad y terrajeros, pues a los ojos de los indígenas los primeros constituían un sector social con un estatus ligeramente superior, lo

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En los años sesenta, las condiciones de vida de los indígenas en las haciendas se deterioraron. En algunos lugares hubo una expansión creciente de haciendas de ganadería; es decir, se amplió la tierra dedicada a pasturas de ganado, y esto pre-sionó a las familias en arrendamiento a “apretarse” en la poca tierra disponible, situación que fue exacerbada por el crecimiento poblacional entre los terrajeros; así, hubo cada vez menos tierra disponible para trabajar las parcelas de subsisten-cia. Además, los propietarios de hacienda les “transmitieron” a sus terrajeros la caída de precios del café en los mercados (alrededor de 1965, ver Bagley 1989); debido a esta caída, familias enteras fueron forzadas por sus patrones a trabajar más días y por más horas en los cultivos de café –en algunos casos el número de días de arriendo y de trabajo llegó a duplicarse (CNU 2001c). La postura cada vez más rígida de los terratenientes hizo crecer la tensión en las relaciones socia-les en las haciendas. Esto también llenó a los terrajeros de un creciente sentido de humillación:

La situación antes de la recuperación de la tierra era que las co-munidades estábamos esclavos por los terratenientes. Se vio mucho sufrimiento de la gente dentro del resguardo en los pagos de terra-je. Desde ahí se miró una forma de explotación (Marcelino Pilcué, CNU 2001a: 2).

Desesperados, los dirigentes y líderes de las comunidades de diversas haciendas y veredas21 empezaron a reunirse con mayor frecuencia y a encontrarse –a menudo en forma secreta o bajo pretextos– para discutir los problemas y ver soluciones posibles para mejorar sus condiciones de vida. Algunos de ellos se atrevieron a apelar con buenas razones a su patrón y trataron de obtener concesiones de él: les pidieron más tierra o una reducción del número de días de trabajo (CNU 2001b). Sin embargo, no tuvieron mucho éxito. Otros, particularmente un grupo de terrajeros más luchadores de las veredas de la zona media del resguardo (Loma Gorda, Bateas, El Maco), pensaron que era mejor asesorarse de otros indígenas. Decidieron entonces aproximarse a los líderes de la cooperativa de Zumbico, cuyo éxito no les había pasado desapercibido. De ahí en adelante, los líderes de esta cooperativa decidieron establecer un grupo, cuyo fin era informar a la población indígena de las diversas haciendas acerca de la historia jurídica del resguardo (títulos coloniales de Juan Tama) y de sus experiencias con la reforma agraria.

cual puede ser descubierto por el uso peyorativo del término español ‘indios’ cuando se referían a los terrajeros.21 Aunque vereda significa, en sentido estricto, un sendero, en Colombia el término se emplea generalmente para indicar una pequeña área administrativa de un municipio, o para referirse al grupo comunitario que ocupa ese territorio. Con este significado particular se usará esta palabra en el texto.

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La gente se reunía y miraba la explotación que hacía el terratenien-te contra los mismos compañeros y comienza la gente a organizar, a reunirse, a relacionarse con diferentes veredas […] Los compa-ñeros líderes que yo recuerdo eran: Don Luciano Tombé, Luciano Quiguanás, Marcelino Pilcué, Belarmino Pilcué [todos de Zumbico]; de la parte baja era Mario Escué y otros. Eran los que ayudaban a pensar, a orientar a las comunidades, y así […] la gente fue tomando una visión muy personal […] analizando con los demás que las tierras son nuestras, son de las comunidades (Jaime Dagua, CNU 2001b: 7).

Alentados por los líderes de la cooperativa de Zumbico, los terrajeros más intere-sados empezaron a mirar más allá de las fronteras de su situación local y se pusie-ron en contacto con las comunidades de resguardo vecinas y con organizaciones campesinas como Fanal (del oriente del Cauca) y Fresagro (del norte del Cauca)22. Esto permitió que los campesinos indígenas tomaran parte o asistieran a cursos específicos y a programas de entrenamiento especial, durante los cuales se dieron cuenta de qué era la reforma agraria y cuáles eran las relaciones políticas locales (Gros 1991a). Hoy, muchos de los terrajeros iniciales describen este período como “un despertar de la conciencia” y a menudo lo expresan así: “Habían personas de afuera [los campesinos, los obreros] que nos dieron esa orientación [diciendo]: ‘¿Cómo van a seguir pagando terraje, cómo van a estar al servicio de otra gente, si ustedes son auténticos, autónomos?’” (CNU 2001c: 3).

Por estas razones, a finales de los años sesenta, en las haciendas de los terrate-nientes de Jambaló había un creciente potencial para luchar por la tierra en contra del sistema de hacienda.

Resistencia indígena y la intervención del Incora

Mientras tanto, la tensa situación de las haciendas ya había explotado en varias comunidades indígenas vecinas; allí, los indígenas terrajeros habían confrontado

22 Fanal (Federación Nacional Agraria) es una organización rural de trabajo creada por la Iglesia Católica en 1959 y patrocinada por la Unión de Trabajadores de Colombia, que a su vez estaba vinculada al Partido Conservador (Bagley 1989, ver también Medhurst 1984). En el Cauca, quien más apoyaba a Fanal era el carismático Monseñor Gustavo Vivas, que, después de la confe-rencia de obispos de Latinoamérica en Medellín (1968), quedó influenciado por la recién adoptada doctrina social de la Iglesia, también llamada ‘Opción preferencial por los pobres’. Entre las pri-meras experiencias de esta organización con comunidades indígenas estaba la cooperativa agrícola guambiana de Las Delicias (CNU 2001c). Fresagro (Frente Social Agrario) es una organización independiente de campesinos fundada por Gustavo Mejía a comienzos de los años sesenta, poco después de la revolución socialista de Cuba, y que tenía su sede en Corinto, Cauca (Gros 1991a).

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abiertamente a sus terratenientes al tomarse sin permiso partes de las haciendas (particularmente en Toribío, Silvia-Guambía y en algunas comunidades cercanas a Popayán)23. El surgimiento repentino de estos conflictos relacionados con la tierra –o “invasiones de tierra”, como los propietarios de haciendas preferían des-cribir la situación– indujo a las autoridades regionales y al DAI a alentar al Incora a proponer una solución al problema. Los líderes políticos de Popayán explotaron la situación para señalar en el Senado que el gobierno nacional había, hasta ese momento, prestado poca o ninguna atención a la situación rural en el Cauca, a pesar de saber que se había expedido hacía poco la Ley 81 de 1958 (respecto al desarrollo de las comunidades indígenas) y la Ley 135 de 1961 sobre Reforma Agraria (Jimeno y Triana 1985). Inicialmente el Incora había intervenido solo ocasionalmente en territorios indígenas, invitado por otras entidades (como había sido el caso de Zumbico), pero alrededor de 1968 y debido a esta presión política, el Instituto empezó a prestar mayor atención a la situación en las comunidades indígenas (Jimeno y Triana 1985).

En un comienzo, el Incora consideró simplemente que los conflictos de tierra en comunidades indígenas eran consecuencia de las arcaicas relaciones de propiedad en las haciendas de los terratenientes y en los resguardos. Su solución consistió en “transformar con mayor profundidad y efectividad las antiguas relaciones de eco-nomía natural y de servidumbre en relaciones comerciales capitalistas” (Jimeno y Triana 1985: 98). El Decreto 2117 de 1969 permitió al Incora aliviar las tensiones en áreas con una acentuada situación de minifundio, a través de la compra nego-ciada de tierras vecinas a los terratenientes, y de la asignación de esas tierras, a través de un préstamo, a campesinos indígenas. En consecuencia, a estos últimos se les brindó la oportunidad de beneficiarse de créditos privados y de asistencia técnica (“tecnificación agropecuaria”)24. Este programa de reestructuración de la tenencia de la tierra en comunidades indígenas, también conocido como Proyecto Cauca, permitió la rápida parcelación de los territorios indígenas colectivos que aún quedaban. El enfoque del Incora fue casi incondicionalmente apoyado por la

23 Esto puede explicarse por el hecho de que estas comunidades están situadas cerca de cen-tros urbanos (Toribío cerca a Caloto; Guambía cerca a Silvia y Popayán), y, en esas áreas, los lí-deres comunitarios de los años sesenta generalmente habían hecho contacto más rápidamente con organizaciones sociales progresistas que los paeces de Jambaló.24 Este enfoque se parecía mucho más al creado para minifundistas no indígenas. Un año an-tes, la Ley 1 de 1968 había inaugurado el programa Arepas, diseñado para distribuir tierra a terraje-ros y aparceros (Bagley 1989). No fue casualidad que esta legislación fuera puesta en vigencia poco después de la publicación de un estudio realizado por el Centro de Tenencia de Tierra (Universidad de Wisconsin) y el Centro Interamericano de Reforma Agraria (financiado por la Organización de Estados Americanos), que en sus conclusiones recomendaban que “a los minifundios que dependan de grandes latifundios […] se les podría ayudar a que lograran el estatus de propiedad a través de programas de parcelación respaldados con supervisión y crédito” (Adams y Schulman 1968).

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DAI, la cual también veía al resguardo como una forma de organización econó-mica obsoleta (Jimeno y Triana 1985). Sin embargo, en vista del contexto cultural específico de los beneficiarios del programa, la DAI urgió al Instituto a ser parti-cularmente cuidadoso con el programa de parcelación en territorios indígenas. La DAI aconsejó al Incora lo siguiente:

Se debe asegurar primero un reemplazo especialmente adecuado a la defensa de la tierra que hacía el resguardo paternalista. Incora debe dotar a la zona indígena de un nuevo tipo de tenencia de la tierra que a la vez proteja y expanda la producción y estimule el ingreso y el consumo (Memorando de la División de Asuntos Indígenas del Ministerio de Gobierno al Jefe de la División de Adjudicaciones del Incora 1968, citado en Jimeno y Triana 1985: 114).

A pesar de la particular (o quizá deberíamos decir desubicada) sensibilidad cul-tural del DAI, el Incora propuso aplicar también a las comunidades indígenas la modalidad de Unidades Agrícolas Familiares (UAF), que se había usado en algu-nas partes en contextos de reforma agraria (Zamosc 1986). Esta forma transicio-nal de tenencia daba a cada familia campesina una parcela de tierra, que era de su entera propiedad desde el punto de vista jurídico y económico, pero al mismo tiempo restringía esa propiedad, en el sentido de que la tierra debía permanecer inalienable durante 15 años después de la asignación (es decir, esta no podía ser vendida ni arrendada); se trataba de una medida precautelar para prevenir una pérdida temprana de la tierra debido al peonaje asociado con la deuda (Decreto 2117 de 1969, artículo 12)25. De esta forma, se pensaba, los indígenas estarían en capacidad de integrarse exitosamente en la economía de mercado “seguros en el conocimiento de tener un pedazo de tierra que les asegurara la permanencia por largo tiempo” (Jimeno y Triana 1985: 74)26.

Sin embargo, en muchas comunidades indígenas el programa condujo a discor-dias internas entre quienes apoyaban y quienes se oponían a la parcelación de los resguardos; en otras partes, los intentos del Incora de imponer la titulación indivi-dual dieron como resultado el surgimiento de una fuerte resistencia, por ejemplo en las haciendas de El Credo (resguardo de Tacueyó, municipio de Toribío) y El

25 En otras palabras, el Incora y la DAI temían que los indígenas, que no tenían experiencia preliminar con propiedad individual privada, quedaran en riesgo de perder sus propiedades ante sus antiguos patrones a través de las viejas relaciones clientelistas de deuda por servidumbre. 26 Esta forma de tenencia no era en realidad nada nuevo, puesto que la legislación anterior res-pecto a parcelación de los resguardos también proponía un período de inalienabilidad de 15 años (ver p. ej., Ley 19 de 1927, artículo 34; en Roldán, Castaño y Londoño 1975); para la definición legal de la unidad agrícola familiar, ver Vargas (1985: 89).

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Chimán (resguardo de Guambía, municipio de Silvia). En estas comunidades, páez y guambiana respectivamente, grupos de indígenas terrajeros se las habían arreglado, después de años de rebelión, para convencer a sus patrones de solicitar al Incora que les comprara sus haciendas; pero cuando la institución les propuso darles a los indígenas la tierra en parcelas con títulos individuales (UAF), éstos se rehusaron categóricamente. Los indígenas decían que ellos querían que la tierra les fuera asignada colectivamente, pero el Incora no quiso al comienzo compro-meterse en el asunto (ver también CNU 2002c, CRIC 1981).

La fundación del CRIC y el Acta de Bogotá

A pesar del rechazo del Incora, las comunidades de terrajeros de El Credo y El Chimán se tomaron las haciendas de sus antiguos terratenientes –que las habían abandonado después de que el Incora se las comprara– y decidieron continuar su lucha solos. Mientras los terrajeros de El Credo recibieron apoyo sólido del cabildo de Tacueyó, las familias en El Chimán fueron apoyadas por los guam-bianos de la cooperativa de Las Delicias (CRIC 1981). En un intento conjunto de alentar el movimiento, cada vez mayor, de recuperación de tierras en Guambía y en las comunidades vecinas, los guambianos de El Chimán y Las Delicias, en colaboración con Fanal, establecieron el Sindicato del Oriente Caucano en 1970. Poco después, los paeces de Zumbico (Jambaló) también estuvieron buscando establecer una organización semejante, aunque no pudieron materializarla. La razón era que como se basaban en el modelo de reforma agraria, ese tipo de orga-nización no correspondía a las expectativas de sus miembros; además, debido a haberse constituido como sindicato campesino, no era adecuado a la realidad de la comunidad de resguardo y fue incapaz de convencer a los cabildos de que ser-viría para apoyar la lucha por la tierra (Bonilla 1979; Gros 1991 a)27.

También en 1970, un grupo de luchadores indígenas de El Cedro entró en con-tacto con la sede de la organización campesina Fresagro, en Corinto, donde rela-taron sus experiencias y problemas en relación con la lucha por la tierra. El líder de esta organización, Gustavo Mejía, había desarrollado un especial interés por la situación de los indígenas, después de haber sido huésped de varias comunidades páez –que incluían Toribío, Jambaló y Mosoco– entre 1969 y 1970. Él también

27 De todos los cabildos de la vertiente occidental de la Cordillera Central, el de Guambía fue el que estuvo durante más largo tiempo bajo el influjo de los jefes políticos locales (no indígenas) y de la Iglesia Católica. Tal como había ocurrido antes en otros resguardos, el cabildo de Guambía estuvo en manos de una pequeña élite de familias indígenas que se dejaban sobornar con pequeños favores (privilegios). Sólo fue a partir de 1980, cuando fue gobernador Segundo Tunubalá, cuando Guambía entraría a colaborar con el movimiento de recuperación de tierras indígenas, aunque lo haría con su propia organización (Maiso).

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había estudiado cuidadosamente la Ley 89 de 1890, que era la legislación espe-cial vigente relacionada con los resguardos (CNU 2001a). Mejía sugirió que los indígenas organizaran un encuentro con terrajeros y con residentes de resguardos de comunidades vecinas, que les permitiría discutir el problema de la apropia-ción ilegal de las tierras indígenas. Una razón importante para esta discusión fue la publicación de un estudio comisionado por el Ministerio de Gobierno28, sobre el conflicto de la tierra en las parcialidades (resguardos) en el municipio de Tobibío (Toribío, Tacueyó y San Francisco). Este documento llegaba a las siguientes conclusiones:

En estas parcialidades, sus integrantes viven malamente como terraz-gueros de sus propios invasores […] Económicamente el indígena se encuentra en posición más que desventajosa […] Recibe un trata-miento de persona incapaz y sin ninguna audacia productiva, todo lo cual ha influido para que en la actualidad exista una gran tirantez entre los grupos [terrajeros y terratenientes] debido más que todo a la propiedad y tenencia de la tierra (Díaz Aristizábal 1970, citado en Perafán 1995: 48).

Con apoyo financiero y logístico de Fresagro y de algunos funcionarios progre-sistas del Incora, el 24 de febrero de 1971 los exterrajeros de El Credo orga-nizaron el Primer Encuentro Regional Indígena en Toribío en colaboración con líderes indígenas del antes llamado Sindicato del Oriente Caucano (Las Delicias, El Chimán en Zumbico). En este evento, al cual asistieron más de 2 mil indígenas –y muchos terrajeros y delegados de varios cabildos, principalmente de comu-nidades de la vertiente occidental de la Cordillera Central29– el pueblo discutió públicamente, y por primera vez desde La Quintinada (1910-1917), los derechos indígenas (discusión que se diferencia claramente de aquella otra, también vigente en aquel momento, acerca de los derechos de los campesinos en relación con la reforma agraria). Allí se formularon dos demandas importantes: 1) “el no pago de terraje”, y 2) “la expropiación de las haciendas que han sido de los resguar-dos y [que] se entreguen tituladas en forma gratuita a las familias indígenas” (CRIC 1981: 10). Estas demandas tenían su fundamento legal en la Ley 89 de

28 Esta investigación fue realizada por la Dirección General de Integración y Desarrollo de la Comunidad (Digidec), una nueva dependencia creada en 1968 por la administración Lleras Restre-po al fusionar la División de Acción Comunitaria (DAC) y la División de Asuntos Indígenas (DAI) (ver Bagley 1989, entre otros). 29 Las delegaciones más grandes vinieron de los resguardos de Toribío, Tacueyó, San Fran-cisco, Jambaló, Pitayó, Quichaya, Quizgó, Guambía, Paniquitá y Totoró (Gros 1991a). Después del Tercer Encuentro, realizado en julio de 1973 en Silvia, algunos cabildos de Tierradentro también se unieron al CRIC.

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1890. Adicionalmente, las delegaciones de varias comunidades indígenas acor-daron apoyarse unas a otras en la lucha por la tierra. En el momento de concluir el Encuentro se acordó establecer una organización realmente indígena e inde-pendiente, que por un lado apoyara a las diversas comunidades de resguardo en su organización, y por el otro, hiciera visible su lucha al mundo exterior. A esta federación indígena multiétnica se le dio el nombre de Consejo Regional Indígena del Cauca, CRIC (CNU 2001c; CRIC 1981; Gros 1991 a).

La formación del CRIC puso en alerta a los propietarios de las haciendas, que inmediatamente tomaron acciones contra la organización: alentaron a las autori-dades locales para declarar un estado de emergencia y arrestar al cabildo entero de Toribío, como también a Gustavo Mejía, quien, como presidente de Fresagro, fue coorganizador del evento. Debido a estas medidas represivas, la organiza-ción indígena no pudo desarrollarse en los primeros meses de vida (CRIC 1981). Sin embargo, las comunidades indígenas se sintieron fortalecidas en su lucha y muchos terrajeros respondieron al llamado de abstenerse de pagar el arriendo, particularmente en Toribío y Jambaló. Fue sorprendente que, por primera vez, los indígenas se defendieran ellos mismos de los terratenientes utilizando la legisla-ción indígena existente, es decir, la Ley 89 de 1890:

En ese tiempo siempre se hablaba de la Ley 89: era la que se podía acoger para pelear […] [La gente decía:] “Tenemos una ley. Entonces, ¿por qué vamos a andar regalando más trabajo?” […] En la parte de la vereda El Maco la terrateniente era una [mujer] muy bravísima […] Algunos de miedo andaban escondidos trabajando. Más sin embargo, de parte mía no me daba miedo. Ella nos demandó aquí en la oficina. En ese tiempo había inspección de policía y demandaba, que por qué razón no pagaban terraje. Yo le decía: “Porque nosotros tenemos una ley”. Preguntó: “¿Y cuál ley?” – “La Ley 89, esa nos favorece” – “¿Y esa ley, quién la mandó?” – “Esa la mandó el mismo Gobierno y la ha organizado”. Ella decía: “¡Esta ley de mierda, que manda el go-bierno; a mí que no me venga a mandar el gobierno con las leyes!”. Entonces decimos: “Pero nosotros por el momento no vamos a seguir pagando terraje”. De una vez le avisamos (Fulgencio Tróchez, CNU 2001b:20).30

30 Con respecto a la abolición del arriendo de la tierra (terraje), el CRIC y las comunidades pudieron también haber apelado a la Convención 107 de la OIT de 1957, “relativa a la protección e integración de las poblaciones indígenas y de otras poblaciones tribales y semitribales”, que había sido ratificada por Colombia en 1969 y que en su artículo 9 declaraba “[prohibida], so pena de san-ciones legales, la prestación obligatoria de servicios personales de cualquier índole, remunerados o no, impuesta a los miembros de las poblaciones en cuestión”.

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Aparte de rehusarse a pagar más arriendo (terraje), algunas familias de aquellas haciendas donde la escasez de tierra entre los indígenas había alcanzado nive-les críticos espontáneamente empezaban a limpiar tierras sin cultivar las de la hacienda, sin permiso previo del propietario. Esto puso aún más tensa la ya car-gada atmósfera (Roldán 1990).

A pesar de la creciente represión a la resistencia indígena, las comunidades lucha-doras se las arreglaron para organizar el Segundo Encuentro, seis meses después del realizado en Toribío, esta vez en la hacienda La Susana, en Tacueyó, el 6 de septiembre de 1971. Este encuentro, considerado el momento de formación defi-nitiva del CRIC, eligió un nuevo comité ejecutivo y un consejo (junta directiva) que tenía dos representantes de cada comunidad indígena que se hubiera unido a la organización. El encuentro también adoptó un programa de siete puntos que revivió muchas de las demandas iniciales del movimiento lamista: 1) recuperar las tierras de los resguardos; 2) ampliar los resguardos; 3) fortalecer los cabildos; 4) no pagar terrajes; 5) hacer conocer las leyes sobre indígenas y exigir su justa aplicación; 6) defender la historia, la lengua y las costumbres indígenas; 7) for-mar profesores indígenas para educar de acuerdo con la situación de los indíge-nas, en su respectiva lengua (CRIC 1981; ver también Gros 1991 a). Finalmente, los líderes del evento tomaron la estratégica decisión de establecer lazos con la ANUC (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos), una organización cam-pesina nacional independiente fundada en 1970, que por ese entonces apoyaba abiertamente la lucha de los campesinos por que se hiciera una revisión acelerada de las relaciones de propiedad en el área rural colombiana (Bagley 1989)31. En los meses siguientes al Encuentro de Tacueyó, el CRIC empezó a desarrollar una intensa campaña dirigida a hacer circular su programa entre las comunidades indígenas. También empezó a presionar a las entidades oficiales urgiéndolas a asu-mir su responsabilidad, en vista de la crítica situación (CRIC 1981). Por esta época hubo también un cambio importante en el enfoque de algunas entidades públicas respecto a las comunidades indígenas, que aunque no se dio en la DAI, sí sucedió en el Incora 32. Con la zona norte del Cauca militarizada, con cientos de indígenas

31 En el año de la fundación del CRIC (1971), los agricultores de diversas áreas rurales de Colombia –especialmente de los departamentos de la Costa Atlántica (Cesar, Córdoba, Sucre)– empezaron a realizar ocupaciones de tierras para presionar al gobierno buscando que acelerara la reforma agraria redistributiva propuesta por la administración Lleras Restrepo (1966–1970). Aparte de la ANUC, esta lucha por la tierra estuvo también apoyada por varios grupos de izquierda formados por estudiantes, trabajadores e intelectuales, que se agruparon en organizaciones como el Bloque Social y el Movimiento Obrero Independiente (Bagley 1989). Hacia 1973, estos simpa-tizantes no indígenas también resultarían ser una base importante de apoyo para las comunidades indígenas luchadoras del Cauca.32 La DAI, que intentaba obsesivamente ejercer el control sobre las comunidades indígenas, sentía amenazada su posición no solamente por el CRIC sino también cada vez más por el Incora,

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terrajeros apresados, y con unas autoridades locales que no reconocían la legiti-midad y las decisiones de los cabildos luchadores, el Incora empezó a actuar de manera gradual como mediador en los conflictos por la tierra. La situación tam-bién forzó a esta entidad a abandonar su política de abolición de los resguardos; de hecho, empezó a llevar a cabo estudios para confirmar la existencia de los mismos (Jimeno y Triana 1985). Adicionalmente, Carlos Pinzón, fiscal agrario en Popayán, publicó un informe revelador en 1972 acerca de la situación de las comu-nidades indígenas en el norte del Cauca. El informe menciona numerosos casos de conductas arbitrarias y abusivas de los propietarios de las haciendas y de las auto-ridades locales en contra de los indígenas. En marzo de 1972, y debido en parte a este documento, el CRIC envió una gran delegación de autoridades indígenas a Bogotá para reunirse con representantes del Ministerio de Gobierno, el Ministerio de Agricultura, el Incora y el gobernador del Cauca. Durante este encuentro, el gobierno reconoció que, de acuerdo con la Ley 89 de 1890, en varios resguardos paeces habían ocurrido grandes e ilegales apropiaciones de tierra. El gobierno prometió buscar soluciones a los problemas más urgentes causados por esta situa-ción (CRIC 1981; ver también Sánchez y Arango 2002). La declaración final de este encuentro, también conocida como el Acta de Bogotá, decía lo siguiente:

Que como quiera que las tierras pretendidas por la inmensa mayoría de los comuneros de los resguardos Toribío, Jambaló y Pitayó han sido y son de propiedad de las respectivas parcialidades y, además, son nulas las distintas transacciones que hayan podido efectuarse en relación con las mismas, no parece legalmente procedente ni prácticamente conveniente la iniciación de juicios reivindicatorios, seguramente de duración imprevisible, si además –como se anotó– la situación exige soluciones rápidas y eficaces. Por consiguiente se concluye que es competencia y responsabilidad de los respectivos cabildos y de los resguardos afectados la reestructuración33 de las tie-rras dentro del ámbito de lo que tradicionalmente ha sido pertenencia de las parcialidades (Acta de Bogotá, 23-III-72; citado en Findji y Rojas 1985: anotación 110).

Aunque la acción inmediata del gobierno no se materializó, el Acta de Bogotá – que puede interpretarse como un primer paso hacia el reconocimiento oficial

el cual, con los programas de reforma agraria para comunidades indígenas que iniciara en 1970, opacó completamente a la DAI (Jimeno y Triana 1985). 33 Este término es tomado de la política del Incora sobre las comunidades indígenas de la épo-ca, en seguimiento del Decreto 2117 de 1969, del llamado programa para “la reestructuración de la tenencia de la tierra en resguardos”, también conocido como Proyecto Cauca (Jimeno y Triana 1985).

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del CRIC– por primera vez destacó la autoridad y responsabilidad de los cabildos en la reestructuración de la tenencia de la tierra en los resguardos, incluyendo aquellas áreas donde los colonos no indígenas se habían asentado en décadas previas. Las comunidades indígenas vieron este hecho como una legitimación importante para continuar en su lucha por la tierra (CRIC 1981).

La recuperación del cabildo y las negociaciones desalentadoras

Ahora que el gobierno había reconocido los reclamos por la tierra que hacían los indígenas terrajeros en las partes usurpadas de los resguardos, era importante ganar el apoyo de los cabildos. Algunos cabildos del CRIC habían estado apo-yando sin reservas la lucha por la tierra, pero en muchos resguardos esto no había ocurrido todavía. Hasta cierto punto, esta era también la situación en Jambaló, donde muchos habitantes del resguardo continuaban teniendo reservas respecto a la “revuelta” de los terrajeros. Aquí el cabildo, a pesar de su vinculación con el CRIC, estaba todavía muy fuertemente influido por la Iglesia y por los políticos locales. Adicionalmente, los cabildantes (miembros del cabildo) que apoyaban una ampliación de la autoridad del cabildo en las zonas norte y media del res-guardo, no tenían mucha claridad de cómo lograrlo.

Después de que la delegación del CRIC regresara de Bogotá, algunos líde-res indígenas de Zumbico y de veredas de las haciendas vecinas (Loma Gorda, Barondillo, Bateas, El Maco) empezaron a realizar un esfuerzo concertado para influir en el cabildo, informando a los miembros acerca de los últimos aconteci-mientos y haciéndolos más conscientes de los documentos jurídicos más impor-tantes (títulos coloniales de tierras de Juan Tama, Ley 89 de 1890 y Ley 135 de 1961). “Para recuperar las tierras, el cabildo no sabía por dónde entrar. Entonces nosotros allá decíamos que éramos líderes. Nos reuníamos para poder llamar, dirigir, explicar [sobre las leyes] al cabildo” (Venancio Tombé, CNU 2000: 12).

Mientras tanto, los terrajeros y los socios de la cooperativa se empezaron también a dirigir a la población del resguardo. A pesar de que muchas personas, con fre-cuencia los más viejos, condenaban su causa (inicialmente llamaron a los lucha-dores por la tierra “invasores” e “incoristas”, derivado del término Incora [CNU 2002a: 3])– los terrajeros y los demás luchadores también se las arreglaron para ganarse el apoyo de un gran grupo de simpatizantes. A finales de 1972, comu-neros aliados impulsaron su candidato propio para las elecciones de cabildo en 1973. Esta persona, Lisandro Campo, era miembro de la comunidad de la parte “libre” del resguardo (vereda de Loma Pueblito) pero al mismo tiempo era terra-jero de la hacienda El Maco. Por consiguiente, él se identificaba fuertemente con la lucha de las comunidades de terrajeros. Cuando los habitantes del resguardo lo

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eligieron por mayoría abrumadora como gobernador del cabildo, él mismo pro-clamó al cabildo de Jambaló como cabildo luchador (CNU 2002b; ver también Findji 1992; Vasco 2002c).

El próximo paso fue encontrar una forma adecuada para avanzar en la efectiva restitución de las haciendas. Pronto los luchadores por la tierra y el nuevo cabildo alcanzaron un acuerdo y decidieron adoptar un enfoque basado en el modelo/principio cultural de Juan Tama, el legendario cacique páez (Findji y Rojas 1985; ver también Rappaport 1985). Anticipando que vendrían las restituciones de tie-rra –prometidas por el Incora en el Acta de Bogotá–, el cabildo visitó una por una a las comunidades luchadoras de terrajeros; después de recorrer a pie todos los límites de la hacienda, el cabildo leía solemnemente a viva voz el título colonial de Juan Tama a la comunidad local, con lo cual le asignaba simbólicamente el territorio a toda la comunidad de terrajeros. A estas asignaciones las llamaron “adjudicaciones globales” (es decir, colectivas).

No se trataba de definir unidades de producción (como lo es la par-cela familiar de la llamada ‘adjudicación individual’), se trataba de reafirmar el derecho indígena sobre el territorio disputado por los terratenientes de la hacienda de terraje. Ese derecho pertenece a una parcialidad, a una comunidad, no a un individuo. El problema de la definición de la unidad de producción más adecuada no se planteaba todavía (Findji y Rojas 1985: 111).

Sin embargo, pronto surgió un problema. La Ley 89 de 1890 establecía que las adjudicaciones de tierras hechas por el cabildo –bien fueran a individuos o a colectividades– tenían que ser avaladas por las autoridades locales en la per-sona del alcalde (Ley 89 de 1890, artículo 7.4)34. Cuando el cabildo de Lisandro Campo envió la adjudicación global, que incluía las tierras de la hacienda del terrateniente, al alcalde Ramiro Fernández (1972-1974), éste se rehusó a fir-marla sobre la base de que, según él, la tierra en cuestión pertenecía legalmente a los propietarios de la hacienda, y por lo tanto no era parte del resguardo (CNU 2002a). Aunque las autoridades locales habían mostrado una actitud poco con-descendiente hacia el cabildo, el incidente al parecer los alarmó, como se ve claro en una carta enviada por el alcalde al Congreso en Bogotá, en la cual éste men-ciona la actitud decidida del cabildo:

34 Más tarde regulado además por el Decreto 74 de 1898 (Art. 79) y el Decreto 162 de 1920 (artículos 11-12).

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Desde hace más de un año se vienen registrando invasiones a pro-piedades privadas, afectando así a sus propietarios […] El cabildo de indígenas de la parcialidad de este municipio manifiesta que ellos tienen títulos de propiedad, títulos que según ellos abarcan todo el territorio municipal y por esta razón los campesinos están atropellan-do en forma continua las propiedades de quienes poseen sus títulos, presentándose a diario problemas de invasión (Ramiro Fernández, Oficio No. 819 al Senado de la República, 13-XI-73; citado en Roldán, Castaño y Londoño 1975: 63-64).

A pesar de habérsele negado la jurisdicción del cabildo para las zonas media y baja del resguardo, el cabildo continuó llevando a cabo adjudicaciones globales, a las comunidades, en las haciendas de los terratenientes. En un esfuerzo reno-vado por presionar a las autoridades locales y urgirlas a reconocer su autoridad en estos territorios, el cabildo decidió por primera vez, a finales de 1973, permi-tir a los terrajeros de las haciendas de los terratenientes tomar también parte en las elecciones de cabildo en 1974. Esta elección fue ganada por Isidro Dagua, de Loma Pueblito, que llegó a ser el nuevo gobernador. Sin embargo, una vez más, el alcalde se opuso a la voluntad de las comunidades indígenas. Autorizado por la Ley 89 de 1890, artículo 3, declaró nula la elección con el mismo argumento que había utilizado previamente, es decir, que las comunidades de terrajeros no eran parte del resguardo. Entonces convocó a una nueva elección (obviamente arreglada) que fue ganada por un candidato, Isaías Cuetia (de la vereda Paletón), a quien personalmente él había nominado y que se convirtió en el nuevo gober-nador. Esta situación condujo al primer conflicto abierto entre el cabildo y las autoridades locales:

Yo venía participando calladamente, así como haciendo bulto; en la comunidad no más venía participando y esa vez se me abrió la lengua pa’ decirle a Ramiro [que] si él había posesionado el Gobernador, eso era para el casco urbano, no para la comunidad de las veredas, por-que “Nosotros elegimos para las comunidades a Isidro, e Isidro es el Gobernador de la comunidad”, le dije. De allí pues Ramiro reaccionó: “Sí, lo que pasa es que ustedes andan nombrando gobernadores así a su amaño, para andar comiendo vacas robadas en las asambleas”. A eso yo le respondí otra vez: “Claro, ustedes también están nombrando a su amaño, pa’ mantenerlo a mando de ustedes y no a las comunida-des” (Emiliano Güejia35, CNU, 2002a:4).

35 Nota del traductor: En el original figura como Emiliano Güejia. Sin embargo, en la lectura del texto con el grupo revisor, él mismo señaló que su nombre era Emilio. En lo sucesivo, se con-

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Con el fin de romper esta situación de indefinición, el cabildo apeló a las directi-vas de la DAI en Popayán, las cuales enviaron una misión investigadora a Jambaló para conocer del asunto. El director de la DAI, Marcos Aurelio Paz, confirmó al final que los indígenas estaban en lo correcto: ambas elecciones fueron declaradas nulas debido a “irregularidades” y a la comunidad se le dio permiso para realizar una nueva elección con la participación de los terrajeros. Cuando Isidro Dagua fue elegido nuevamente gobernador –en marzo de 1974, tres meses después de la primera elección– el alcalde se vio finalmente forzado a reconocer la autoridad del cabildo (Emiliano Güejia, CNU 2002a).

Ya firme, gracias al apoyo de la DAI y al Acta de Bogotá, el cabildo se atrevió ahora, y con la intervención del Incora, a visitar a los propietarios de hacienda y solicitarles el traspaso o entrega de sus propiedades a las comunidades indígenas. En la mayoría de los casos estas solicitudes cayeron en oídos sordos, bien sea porque los propietarios de hacienda rechazaron las propuestas del cabildo o por-que reaccionaron con furia y echaron a los indígenas de sus propiedades. Otros fueron más asequibles, por ejemplo, el propietario de la hacienda La Floresta, en Barondillo:

Le hablé [a Emilio Salazar] de la Reforma Agraria, de qué es un res-guardo. Colaboré haciéndole conocer y él se comprometió. Dijo: “Yo les vendo, pero si ustedes tienen plata y me pagan mano a mano”. Entonces yo dije: “Nosotros somos pobres y el Gobierno organizó un programa de Reforma Agraria, Incora, y queremos trabajar con ese programa. El Incora le paga a usted y después la comunidad entra a pagar al Incora”. Así hicimos y él dijo “Bueno” (Luciano Quiguanás, CNU 2001a: 8).

Mientras tanto, el Incora había cambiado su política de adjudicación de tierras individuales (parcelación) de resguardos (Unidades Agrícolas Familiares, UAF), en parte debido a la resistencia indígena, y la había reemplazado por un esquema dirigido a promover el desarrollo de formas asociativas de producción. Esta nueva política, según la cual la tierra era colectivamente asignada a las llamadas empre-sas comunitarias (EC) –también llamadas Unidades Agrícolas Multi-Familiares (UAMF) (Londoño et al. 1975)– había sido empleada desde 1970 para asuntos de reforma agraria en comunidades campesinas en otras partes del país. Debido a su “carácter distintivamente comunitario”, también parecía una alternativa ade-cuada para vincular a las comunidades indígenas en la modernización del área

serva el nombre tal como aparece en el documento citado en el CNU. Por fuera de la referencia se empleará Emilio.

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rural (Jimeno y Triana 1985; Zamosc 1986). Este nuevo modelo de asignación de tierras fue empleado por primera vez en territorios indígenas en Silvia, Totoró y Toribío entre 1971 y 1973 (CRIC 1981; Salomón Suscué, Incora, comentario personal, 20 de enero de 2001). En estos lugares, el Incora seleccionó un grupo de familias para que fueran miembros de una EC –por lo general sin consultar al cabildo– y les concedió, mediante negociación una propiedad privada conjunta de tierra recuperada. A cambio, estos exterrajeros debían firmar un contrato que incluía un reglamento (estatuto) de organización interna en el que se establecía que las tierras de las EC permanecerían indivisibles por un número determinado de años, que los integrantes de la EC asignarían las parcelas individuales para la producción de subsistencia, y que el ingreso en dinero habría de proceder princi-palmente de la producción comercial colectivamente asumida por sus miembros. Se esperaba que los exterrajeros utilizaran estas ganancias para pagar al final el precio de compra de la tierra financiado por el Estado (Incora). La EC podría en ese momento ser legalizada retrospectivamente por medio de un título de tierra colectivo (Zamosc 1986)36.

En 1974, después de extensas y agrias negociaciones, el cabildo de Jambaló pudo convencer a dos propietarios para que vendieran sus tierras: la hacienda La Floresta (460 hectáreas), propiedad de Emilio Salazar, situada en Barondillo-Loma Gorda, y la hacienda El Epiro (290 hectáreas), parte de la propiedad de Alfonso Medina, en la vereda del mismo nombre (El Epiro). Después de que el Incora hubiera comprado la tierra y los títulos retornaran al Estado37, el programa de EC podría empezar. El cabildo traspasó la autoridad sobre estas haciendas a las comunidades locales mediante una adjudicación global, que en ambos casos comprendía entre 5 y 10 familias solamente. Ambos grupos de exterrajeros acep-taron las condiciones del Incora y se organizaron en EC dedicadas a la ganadería extensiva, para lo cual utilizaron un préstamo adicional (Findji y Rojas 1985). Ellos continuarían así básicamente con el mismo esquema de producción agrope-cuaria de sus antiguos patrones.

Sin embargo, hacia fines de 1974, aparte de estas dos restituciones de tierras negociadas exitosamente, el cabildo no había logrado adelantar mucho en las

36 El marco legal (forzoso) para las empresas comunitarias fue planteado en el Decreto 2073 de 1973 (parte del gran paquete de contrarreforma acordado en el Pacto de Chicoral). El Pacto de Chicoral fue el resultado del acuerdo entre el gobierno, representantes de los partidos tradicionales (Conservador y Liberal) y el sector privado (federaciones de grandes propietarios) en la ciudad del mismo nombre en el departamento del Tolima (Zamosc 1986). Para la definición legal exacta de la empresa comunitaria (tomada de la Ley 4 de 1973), ver Vargas (1985: 90).37 Esto significa que las tierras y sus mejoras eran adquiridas por el Estado a través del Fondo Agrario Nacional.

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negociaciones de otros territorios “ocupados” de la parte inferior (zonas media y baja), que comprendían más de 20 haciendas, cada una con una extensión entre 100 y 1.000 hectáreas. Algunos propietarios mantuvieron a los indígenas en vilo al hacerles falsas promesas; otros rehusaron ceder y rechazaron categóricamente todas las propuestas de negociación. Muchos de estos últimos montaron un con-traataque a fondo contra la reforma agraria y utilizaron toda su influencia política y económica (corrupción) para mantener sus propiedades. El Incora, por su parte, carecía de la fuerza jurídica para forzar a estas personas a vender sus tierras. Esta entidad justificó su actitud ante las comunidades indígenas con el argumento de que muchas de las tierras que los indígenas deseaban recuperar eran inadecuadas para la producción agraria (comercial) (Jimeno y Triana 1985; ver también CNU 2001c). Cada vez más frustrado por el lento ritmo de las recuperaciones, pero determinado a continuar la lucha por una restauración completa del resguardo, el cabildo de Marcelino Pilcué (de Zumbico) llegó finalmente a la conclusión, en 1975, de que la recuperación a través de la ley (vía jurídica) estaba llegando a un punto sin salida (CNU 2002b). En ese momento se decidió, en acuerdo con las comunidades de terrajeros luchadores de las zonas media y baja del resguardo, continuar la lucha actuando bajo su propia autoridad (sin esperar más la legitima-ción del Estado): decidieron empezar a organizar y llevar a cabo “invasiones”38 colectivas de tierra.

Entonces finalmente las comunidades analizaron que en algunos ca-sos ya no hubo una negociación legal por parte de la Reforma Agraria como es el Incora. Los propietarios no aceptaban vender. Entonces la comunidad tomó la decisión de luchar por sí misma, porque por ley no había posibilidad. Y desde ahí, la comunidad ha venido tomando la recuperación definitiva, de entrar a picar potreros (Marcelino Pil-cué, CNU 2001a: 14).

Contactos con la ANUC y consolidación del CRIC

La decisión tomada por los paeces en Jambaló de utilizar las ocupaciones de tie-rra como una nueva estrategia en la lucha por la tierra, así como el momento en que se tomó la decisión, no pueden explicarse solamente por la situación local, sino que deben ser consideradas a la luz de varios acontecimientos cruciales en el contexto más amplio de la lucha por la tierra en territorios indígenas del Cauca

38 Nota del grupo revisor del texto: El término ‘invasión’ era empleado en ese tiempo para descalificar la recuperación de tierras. Sin embargo, este mismo término evidenciaba justamente la apropiación de las tierras por parte de los terratenientes, acción que en la historia local todavía era desconocida por muchos.

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y fuera de este departamento. En particular: 1) la creciente vinculación del CRIC con la lucha de los campesinos, dirigida en otras partes por la ANUC; 2) la con-solidación del CRIC como un movimiento social indígena; y 3) la polarización de la lucha por la tierra en varias comunidades indígenas vecinas.

Las filas de campesinos que en agosto de 1972 dejaron Popayán, Silvia y norte del Cauca para tomar parte en la gran marcha de protesta campesina hasta Bogotá, organizados por el ala radical de la ANUC (Sincelejo), estaban integradas en gran parte por los miembros de las comunidades indígenas luchadoras (CRIC 1981; ver también Zamosc 1986). Estos campesinos indígenas estaban protestando, junto con decenas de miles de campesinos de todas partes del país, contra el abandono de la reforma agraria redistributiva por el gobierno conservador de Misael Pastrana (1970-1974). El gobierno había tomado esta decisión en 1971, cuando campesinos de diversos lugares del país habían empezado a llevar a cabo ocupaciones de tierra a gran escala en un intento por acelerar el lento proceso de expropiación de la tierra y su redistribución (Zamosc 1986). Aunque los indígenas del Cauca quizá pudieran haber sabido de estos acontecimientos desde hace algún tiempo, para muchos indígenas participantes en la marcha de protesta era la primera vez que personalmente se encontraban con grupos de campesinos de departamentos donde estaban ocurriendo estas ocupaciones de tierra, experiencias estas que llevaron de vuelta a sus comunidades después de la marcha. Después de este encuentro, el CRIC y la ANUC decidieron fortalecer su apoyo mutuo; así fue como a las organizaciones indígenas se les creó su propio departamento dentro de la estructura de las organizaciones campesinas, la Secretaría Indígena (Corry 1976, Gros 1991a).

Al año siguiente, el 15 de julio de 1973, las comunidades indígenas del Cauca organizaron su propia marcha de protesta con ocasión del Tercer Congreso del CRIC, que se realizó en Silvia. A pesar de la oposición y el acoso de las autori-dades locales durante los preparativos (el evento inicialmente se realizaría en el resguardo de Huila en Tierradentro, pero instigados por los propietarios locales, el alcalde y el prefecto apostólico de Belalcázar habrían bloqueado su realiza-ción), ese día más de 4 mil indígenas de más de 15 resguardos diferentes públi-camente se levantaron por sus derechos legítimos como habitantes originales de América. El evento recibió una amplia cobertura nacional de los medios y a él asistieron muchos campesinos mestizos simpatizantes, así como estudiantes e intelectuales. Fue sorprendente que la muy exitosa campaña para detener el pago de arriendo de las tierras de los resguardos hubiera hecho ahora que la lucha por la tierra se convirtiera en el tema central de las conversaciones (Colombres 1977, CRIC 1973).

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Desde [que] el CRIC aprobó en la primera asamblea no pagar terrajes, ya muchas comunidades se han quitado esta esclavitud de encima y otras se la están quitando. Pero la lucha de los terrajeros, como la de los comuneros, peones y parceleros, no puede quedarse allí. Debe continuar para conseguir tierra, trabajo y formas de vivir mejor [...] Esta lucha no es sólo de medio millón de campesinos indígenas, sino de todos los campesinos explotados de Colombia (CRIC 1973 en Bonfil 1981:293,295)39.

Comparado con muchas otras comunidades indígenas, el cabildo de Jambaló había decidido desde muy tempranas épocas adoptar una estrategia comprome-tida en la lucha por la tierra. Sin embargo, no fue la primera comunidad en el Cauca que se había enfocado hacia las ocupaciones de tierra. Como ya se dijo, habitantes indígenas impacientes de ciertas haciendas de terratenientes y de comunidades con una aguda escasez de tierra habían ocupado terrenos previa-mente, con o sin la aprobación explícita, o el apoyo activo, de sus cabildos. El ejemplo de las comunidades de El Credo y El Chimán fue seguido entre 1971 y 1973 por los indígenas en las haciendas La Concordia y San Antonio, en Paniquitá (municipio de Totoró), Cobaló, en Coconuco (Puracé) y La Aurora, en Munchique (Santander de Quilichao) (Antonil 1978, CRIC 1981, Gros 1991a). Entre 1971 y 1972, los terrajeros de las veredas de Vitoyó (en la zona baja) y Bateas (en la zona media), de Jambaló, habían empezado espontáneamente (es decir, sin previa coordinación) a trabajar ilegalmente la tierra de sus patrones (CNU, 2001a, b). Los propietarios de las haciendas reaccionaron a las invasiones como siempre lo habían hecho ante los indígenas rebeldes: condenaron estas acciones como vio-laciones de los derechos de propiedad y del orden público y consiguieron que la policía y las fuerzas de seguridad intervinieran. Sin embargo, cuando se dieron cuenta de la determinación de las comunidades indígenas, que persistentemente continuaban refiriéndose a la Ley 89 de 1890 –con unos resultados cada vez más exitosos, por ejemplo en Coconuco (ver CRIC 1981)– algunos terratenientes del

39 La solidaridad con las luchas campesinas de otras partes del país fue expresada no sola-mente por los indígenas del Cauca, sino por diversos representantes de otros grupos indígenas que habían sido invitados para la ocasión –tales como los arahuacos, u’wa, kamtsá, inga y los indígenas de los departamentos del Tolima (Coyaima - Natagaima), Nariño (Cumbal) y Caldas (Riosucio - Supía); por lo tanto la asamblea fue al mismo tiempo el Primer Encuentro Popular de Indígenas Colombianos (Colombres 1977; Corry 1976). Tres meses más tarde, en octubre de 1973, los mismos grupos indígenas se encontraron de nuevo en Medellín (Universidad de Antioquia), donde participaron en la Semana de la Solidaridad con las Luchas Indígenas, organizada por in-telectuales de izquierda en colaboración con asociaciones campesinas y sindicatos de Antioquia (CRIC 1978, 1993; Findji 1992). Los contactos y apoyo que el CRIC obtuvo con estas campañas de información probarían ser muy útiles para las comunidades paeces luchadoras –como Jambaló– en 1974 y los años siguientes.

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norte y el oriente del Cauca recurrieron a la retaliación armada, medida con la que ellos ya estaban familiarizados. El 1º. de marzo de 1974, Gustavo Mejía, el líder campesino que había sido uno de los organizadores del CRIC (Antonil 1978; ver también CRIC 1981), fue dramáticamente asesinado en Corinto (norte del Cauca). A pesar de esta advertencia, diversas comunidades indígenas de Toribío y Corinto parecieron considerar este crimen como una motivación para empezar una nueva serie de ocupaciones de tierra (Zamosc 1986).

Primeras ocupaciones de tierras en la zona media

A partir de la información disponible (entrevistas y fuentes secundarias), no es posible deducir con certeza cuál de las comunidades de terrajeros de Jambaló fue de hecho la primera en llevar a cabo una ocupación coordinada de tierras, o cuándo ocurrió. Sin embargo, de acuerdo con esa información, al parecer Guayope (parte media sobre el flanco izquierdo del río) constituyó la primera ocupación coordinada por las autoridades indígenas y sus comunidades. Le siguieron Bateas, El Maco, Buena Vista (de la zona media), Loma Gorda (zona alta) y Vitoyó (zona baja). Estas ocupaciones más coordinadas empezaron a darse entre 1975 y 1976 (CNU 2001b; 2002a)40.

Previamente a la ocupación de tierras, la situación en estas comunidades había sido la siguiente. Como ya se describió, hacia 1973 o 1974 el cabildo había traspa-sado formalmente la autoridad de las haciendas que iban a ser recuperadas a las familias de terrajeros locales, a través de una adjudicación global que era inscrita en el Registro de Adjudicaciones. Para la época en que comenzaron las ocupa-ciones de tierras, el nuevo alcalde liberal de Jambaló, Hernando de Téllez (1975 -1977), había ratificado estas adjudicaciones, a pesar de las objeciones hechas por los terratenientes. Su predecesor, Ramiro Fernández (conservador) se había rehu-sado a ratificarlas hasta el final mismo de su período (CNU 2002b). Las comu-nidades de terrajeros, por su parte, habían enviado una carta escrita a mano al Incora y a los propietarios, en la cual declaraban que necesitaban con urgencia la tierra. Ellos decían allí que, de hecho, por ley, la tierra era suya (Ley 89 de 1890) (ver Corry 1976; Zamosc 1986). Después de las recuperaciones negociadas de Barondillo y El Epiro, las peticio-nes de las otras comunidades habían sido ignoradas por largo tiempo. Todo indi-caba que se había llegado a un punto muerto en las negociaciones entre el Incora y los propietarios41. En ese momento, los líderes indígenas habían contactado a

40 Información complementada por el grupo revisor del texto, octubre de 2009. 41 Este bien podría haber sido el caso, puesto que, aparte de la influencia política de los propie-

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algunos funcionarios de campo del Incora, que habían simpatizado abiertamente con las luchas de las comunidades indígenas desde 1972, cuando los indígenas realizaron los primeros conteos de su población (censo indígena del Cauca) junto con el CRIC (Findji 1993). De acuerdo con algunos entrevistados, estos funciona-rios habrían aconsejado a las comunidades de terrajeros (probablemente porque sabían de la lucha por la tierra en curso en otras partes en Colombia) no esperar más tiempo una decisión de expropiación o un cambio en la actitud de los terra-tenientes, sino retomar la iniciativa poniendo a los terratenientes bajo presión: “Avisamos al Incora […] En ese momento el funcionario era un medio apaisado de apellido Londoño; el otro era Yepes; vinieron los dos a asesorar […] Nos decían que teníamos que presionar al rico”42 (Lisandro Menzucue, CNU 2001b:24).

Básicamente, estos funcionarios del Incora habían alentado a los terrajeros a ocu-par las haciendas con el fin de reiniciar los diálogos entre los propietarios y la insti-tución43. El mensaje fue claro: poco tiempo después, las comunidades de terrajeros antes mencionadas empezaron a invadir las haciendas de sus antiguos patrones.

En esencia, las ocupaciones de tierra por los indígenas significaron que los terra-jeros empezaran de nuevo a “ejercer su derecho sobre sus tierras ancestrales usur-padas, trabajándolas en época de rocería, siguiendo la tradición; lo hacían como acostumbraban pagar el terraje: en comunidad, pero ahora el producto del trabajo ya no iba a ser para el terrateniente” (Findji 1993: 56). Las ocupaciones de tierra en Jambaló en 1975 y los años posteriores fueron cuidadosamente planeadas, en contraste con las primeras invasiones espontáneas (en Bateas y Vitoyó) que por lo general se realizaron sin ninguna coordinación previa (CNU 2001a, 2002a; ver también Pinzón 1972). Además, ahora contaban con el apoyo activo y moral del cabildo, el cual entre 1974 y 1978 fue liderado ininterrumpidamente por goberna-dores de Zumbico. Sin embargo, la responsabilidad por la iniciativa y por la orga-nización de procesos similares recaía fundamentalmente en la comunidad local, es decir, en ese grupo de 15 a 30 familias que compartían el mismo objetivo,

tarios renuentes, la legislación aprobada bajo la política agraria contrarreformista de la adminis-tración de Misael Pastrana (Leyes 4 y 5 de 1973) había hecho más estrictos los criterios del Incora para definir las tierras que eran susceptibles de ser expropiadas y redistribuidas, y había reducido mucho el presupuesto para pagar a los propietarios potencialmente afectados. En el Cauca, tal como en otras partes, estas medidas habían causado prácticamente un estancamiento de las accio-nes redistributivas del Instituto (Zamosc 1986).42 Probablemente el funcionario del Incora al que se refieren era Édgar Londoño, uno de los autores del estudio legal y socioeconómico de 1975 sobre Jambaló, que había pedido una “solu-ción inmediata a la angustiosa situación de minifundio que afecta a los indígenas” (Roldán et al. 1975:1).43 Zamosc (1986:70), en su descripción de las ocupaciones de tierra organizadas por la ANUC en 1971 y 1972, también menciona la “complicidad” de funcionarios del Incora.

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vinculadas en algunos casos por lazos de parentesco, y que trabajaban y vivían en la misma hacienda.

Una ocupación de tierra usualmente empezaba cuando las familias de terrajeros, dirigidas por uno o varios líderes locales, establecían un comité de lucha que se encargaba de tomar cuidadosamente todas las medidas requeridas para llevar a cabo la efectiva ocupación de la tierra (CNU 2001b). Previamente sondeada la actitud de otros miembros de la comunidad, se organizaban reuniones secretas durante los cuales se discutían asuntos como la fecha de la ocupación, la coor-dinación de las actividades y qué parte de la hacienda se recuperaría44. Durante estas reuniones, las comunidades de terrajeros de Jambaló, al comienzo inexper-tas, a menudo recibieron apoyo y asesoría, a través de sus contactos con el CRIC, de líderes indígenas de los resguardos donde las ocupaciones de tierra ya se esta-ban realizando hace algún tiempo.

En vista de que algunos ya tenían la recuperación, vinieron otros líderes como por ejemplo Domingo Rivera, quien dirigía por los lados de La Aurora [resguardo Munchique]. Entonces se comunicaron con los demás líderes y así entraron por tres veces a Guayope (Taurino Güejia, CNU 2001b:10).

Por lo general, la fecha que escogían como la adecuada para una ocupación de tierra era la de un día en el que definitivamente el propietario de la hacienda y su mayordomo estuvieran ausentes, de modo que las familias de terrajeros pudieran tener más tiempo antes de que la ocupación se notara. Mientras tanto, ellos se ase-guraban de que hubiera suficientes semillas y plantas para sembrarlas en la nueva tierra. También trataban, a menudo en colaboración con el cabildo, de movilizar a sus contactos de otras veredas y resguardos vecinos para que les ayudaran en la ocupación. En la víspera de la ocupación de la tierra, la comunidad luchadora organizaba una minga (fiesta de trabajo comunal) en la cual los miembros de las comunidades asistentes eran recibidos con alimentos y el acostumbrado guarapo45 (CNU 2001c). Después de un corto sueño, todos se encontrarían al amanecer del día siguiente en el lugar acordado. Mientras hombres y mujeres trataban de limpiar y plantar tanta tierra como fuera posible en un tiempo breve, un grupo de personas permanecería en guardia para advertirles si los propietarios llega-ran a venir. Cuando este último descubría un grupo de recuperadores de tierra,

44 Nota del grupo revisor del texto: Estas reuniones de coordinación eran realizadas de ma-nera estratégica y con líderes de confianza no relacionados con los terratenientes. 45 Nota del grupo revisor del texto: Bebida alcohólica de fabricación casera, casi siempre elaborada a partir de miel de caña de azúcar.

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usualmente y de manera inmediata pediría auxilio a la policía (de La Mina) o a una patrulla del ejército. Una vez la policía o el ejército estuvieran en camino, los ocupantes ayudarían a las personas de otras veredas a escapar por rutas previstas anticipadamente, ya que en el momento de la confrontación, le correspondía a la comunidad local –“aquellos que tenían el derecho”– enfrentar la situación (Findji 1993). La policía y el ejército actuaban generalmente de forma muy severa contra las ocupaciones de tierra: los indígenas eran perseguidos por tierra de manera muy agresiva; los hombres a quienes se creyera haber sido los líderes de la ini-ciativa eran arrestados y llevados a prisión, un método legitimado por la política nacional de represión contra el movimiento campesino (Zamosc 1986). Los hom-bres y mujeres restantes, por su parte, oponían resistencia pacífica, aceptando su expulsión entre discusiones acaloradas acerca de la legislación indígena y los títulos coloniales sobre la tierra de Juan Tama (Zamosc 1986; ver también Findji y Rojas 1985). Después de que la policía los expulsara y el propietario de la tierra hubiera destruido las nuevas plantaciones, los indígenas adoptaban una actitud pasiva por un período no definido. Sin embargo, este no era el final de la historia: las comunidades luchadoras tarde o temprano se reagruparían y reorganizarían, si era necesario con nuevos líderes, y llevarían a cabo una nueva ocupación de la tie-rra. Así, las primeras ocupaciones en la parte media de Jambaló fueron apenas el comienzo de una larga secuencia de desalojos y reocupaciones (Zamosc 1986)46.

46 La forma como se realizaron las ocupaciones de tierra en Jambaló, tan fragmentariamente descritas en las entrevistas de 2001 del CNU, tiene fuertes parecidos con la organización de las invasiones de tierra realizadas por las comunidades campesinas bajo la coordinación de la ANUC-Sincelejo en 1971 y años posteriores (ampliamente descritas en Zamosc 1986). Esto evidencia la fuerte influencia de esa organización campesina sobre el CRIC durante los primeros años de la lucha indígena por la tierra. Tácticas muy similares usaron otras comunidades de la vertiente occidental de la Cordillera Central, como atestigua una descripción de Arquímedes Vitonás, líder de la comunidad de Toribío: “Esto es un largo proceso. Primero están las reuniones de la comu-nidad. Esto ocurre entre una y cuatro de la mañana, ya que ellas están prohibidas durante el día. Son secretas hasta donde es posible. Puesto que para las autoridades y propietarios en aquellos días tener una máquina de escribir era peor que tener un arma, no quedaba nada escrito. Durante los encuentros, 200 a 500 trabajadores se vinculaban a través de acuerdos acerca de las decisiones que se tomarían. El próximo paso era la ocupación en sí, la cual se hace al amanecer, y en ella las personas se toman el territorio simplemente empezando a trabajar la tierra. Sin embargo, ya se habían establecido rutas de escape y se habían definido las personas que iban a estar de guardia. Así, cuando llegan la policía y el ejército, como siempre lo hacen, corremos y nos escondemos. La policía permanece por 3 ó 4 días y se va, y en ese momento la gente vuelve. Después de ha-cerlo por meses, o tal vez años, durante los cuales hay asesinatos, intentos de señalamiento a los líderes, etc., el propietario ve que tiene que negociar”. (Entrevista para la Campaña de Solidaridad Canadá-Colombia, 20 de septiembre de 2002, publicada en: www.zmag.org– “Direct democracy in Colombia”, consultada en marzo de 2004).

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Represión en Loma Redonda – Primeras recuperaciones exitosas

Como reacción a las continuas ocupaciones de tierra, los hacendados endurecie-ron su posición hacia la población indígena y buscaron cada vez más una confron-tación abierta con el movimiento de recuperación de tierras. En su propósito de aplastar a la organización indígena y volver a la situación anterior, los hacenda-dos utilizaron toda su influencia política para asegurar un apoyo continuo de las autoridades públicas. Después de que los senadores caucanos Víctor Mosquera Chaux (liberal) y Mario S. Vivas (conservador) describieran unánimemente al CRIC como “una amenaza a la propiedad, y al imperio de la ley y el orden” (Antonil 1978: 259), la policía y el ejército fueron autorizados bajo un decreto especial (Decreto 1533) para actuar libremente contra quienes ocuparan tierras. Al tiempo que muchos líderes indígenas locales y regionales empezaron a ser arrestados arbitrariamente y sujetos a abusos y a malos tratos, sus comunidades fueron amenazadas con toda clase de restricciones e intimidaciones, tales como la prohibición de reuniones, el control sobre el movimiento de personas, y unos desalojos más severos (Gros 1991a). A la sombra de la represión oficial, algunos propietarios de hacienda incluso contrataron grupos de sicarios para reprimir a los indígenas impunemente, ayudados por un sistema judicial que estaba entera-mente de su lado (Findji 1993; Gros 1991a). Con el fin de coordinar sus accio-nes contra las comunidades, los terratenientes establecieron el Comité Regional Agropecuario del Cauca (CRAC) en 1975. Esta organización, apoyada por las autoridades religiosas, el Ministerio de Gobierno y la Sociedad de Agricultores de Colombia –(SAC)– fue responsable del aumento de la violencia en las comu-nidades indígenas en los años siguientes (Gros 1991a). Como resultado, muchas personas fueron asesinadas en Jambaló y en otras partes: el 10 de diciembre de 1976, tres terrajeros luchadores fueron muertos a tiros en Buenavista (Antonil 1978; CNU, 2002c) y muchos más ataques se sucederían en los años siguientes47.

Sin embargo, la resistencia contra las ocupaciones de tierra no solamente venía de fuera de las comunidades indígenas; también provenía de su interior. Aunque los líderes –a menudo los de mayor edad– que tendían a aceptar las relaciones de poder existentes habían sido reemplazados en una etapa temprana por nuevos líde-res más devotos a la lucha por las tierras (CNU 2001c, 2002a), las comunidades luchadoras y los cabildos no lograron ganar el apoyo total de la población indígena.

47 Entre 1976 y 1978, nueve luchadores por la tierra fueron muertos a bala, unas veces por “pájaros” y otras por los terratenientes mismos; en Buenavista (1976) cayeron Belarmino Ipia, Luciano Ramos y Antonio Yule (Nota del grupo de revisión del texto: asesinados por el mismo te-rrateniente Ramón Penagos); en Carrizal (1976), Daniel Conda y María Tránsito Ipia; en Guayope (1978), Lisandro y Marco Tulio Casso; y de nuevo en Carrizal (1978), Marcelino y Félix Conda (CNU 2001a).

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Fue común que algunos miembros de la comunidad que disfrutaban de privilegios especiales de los propietarios y/o mantenían con estos relaciones de parentesco (compadrazgo)48 se mantuvieran opuestos al movimiento de recuperación de tie-rra. Algunos de estos opositores (“contrarios”) pusieron a las comunidades en una posición difícil, ya que actuaban como “los ojos y oídos” de los hacendados.

Los sapos eran el mismo capitán de trabajo […] Todo el sobrante de carne con la que hacían minga, aprovechaban ellos; por eso decían que el patrón era muy bueno. “¿Por que le están robando la tierra de mi patrón? Él no niega nada”. Salían con ese cuento. [Los] contrarios sobre todo eran personas que trabajaban con el terrateniente […] Eran los que informaban quiénes eran los que se reunían y se movían, para que el terrateniente los acusara ante las autoridades y los aprisionara (Lisandro Menzucue y Jaime Dagua 2001b: 14, 17).

Por consiguiente, estos opositores que colaboraban activamente con los terrate-nientes fueron parcialmente responsables por la escalada de represión contra las organizaciones indígenas (ver por ejemplo CNU 2001c)49.

A pesar de la represión, las comunidades indígenas continuaron las ocupaciones de tierra sin interrupción. Sin embargo, debido a la oposición desde distintos fren-tes, los luchadores por la tierra se vieron forzados a inventar estrategias cada vez más innovadoras para poder resistir al enemigo y continuar las ocupaciones de tierra exitosamente. Con el fin de burlar las prohibiciones que se aplicaban a los viajeros, los indígenas utilizaron una gran red de caminos y atajos dentro y entre las veredas para evitar los retenes militares (y a los grupos de asesinos a sueldo) (CNU 2001b, c). Adicionalmente, los líderes comunitarios importantes nunca via-jaban solos por el resguardo; siempre iban acompañados por alguien que los pre-cedía y que actuaba como avanzada de reconocimiento y señuelo (CNU 2001c). Cada vez más, las reuniones para preparar una ocupación de tierra tuvieron lugar en el máximo secreto. Éstas se realizaban al abrigo del monte o eran organizadas bajo falsas motivaciones. Es de resaltar aquí cómo algunas comunidades indíge-nas utilizaron instituciones impuestas del Estado ya existentes, como las Juntas de Acción Comunal (JAC), en la lucha por la tierra. Estos comités de autoayuda fue-ron parte de un programa –resultado de la Ley 81 de 1958– dirigido a promover

48 El compadrazgo es un sistema en el cual los adultos contraen un parentesco ficticio o espi-ritual a través del apoyo ritual de un niño u objeto.49 Hubo también contrarios pasivos, como los grupos de protestantes (terrajeros evangéli-cos), quienes por convicciones religiosas se mantuvieron al margen respecto a las luchas por la tierra, y también personas que simplemente sintieron temor de vincularse a las ocupaciones de tierras (CNU 2001b,c).

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la participación social en el desarrollo local y acercar a las comunidades rura-les aisladas al gobierno (es decir, a los partidos políticos tradicionales) (Bagley 1989). A pesar de que en la década de los años setenta las JAC fueron la principal fuente de financiación para poder realizar obras públicas (construcción de escue-las, hospitales, caminos, etc.), en las comunidades indígenas esta iniciativa fue criticada desde un primer momento por el CRIC como un intento del gobierno por desconocer a los cabildos, al crear autoridades paralelas, y por dividir inter-namente a las comunidades a través del clientelismo y de los partidos políticos tradicionales (CNU 2001c; ver también Jimeno y Triana 1985). Durante la lucha por la tierra, sin embargo, las JAC de la parte media de Jambaló fueron cooptadas por el movimiento de recuperación de tierras e inteligentemente utilizadas como fachada para sus actividades políticas clandestinas50.

Entonces nosotros teníamos que tener estrategias. Nosotros para po-dernos reunir, por medio de la Junta Comunal se pedía una aseso-ría, no para recuperar la tierra, sino con el pretexto de que “nosotros no sabemos inyectar a algunos compañeros que están enfermos” o “habemos algunos que no sabemos leer ni firmar”. Entonces en la primera alfabetización, por medio del estudio, los profesores saca-ban un ratico para reunirnos, pero muy secretamente […] (Lisandro Menzucue, CNU 2001b: 13).

En el transcurso de la lucha, las comunidades habían establecido un sistema de alerta sofisticado y un servicio de inteligencia, que incluían un lenguaje secreto y contraseñas. Los jóvenes luchadores por la tierra y los niños fueron empleados como avanzadas y como correos (CNU 2001c). Algunas veces a los “contrarios” (opositores) se les indujo a beber trago con el fin de descubrir los planes de los terratenientes (CNU 2001a). En la medida de lo posible, las comunidades trataban de vincular en las ocupaciones a muchos de los luchadores por la tierra simpati-zantes de otras veredas, con el fin de incrementar la presión sobre los propietarios de las haciendas (CNU 2001c). Durante las expulsiones o confrontaciones con los grupos de policía que ejecutaban la ley, las mujeres establecían escudos humanos para proteger a los hombres que estaban limpiando las tierras (CNU 2001b, c). Cuando los líderes indígenas eran enviados a prisión o tratados de manera injusta, la gente apelaba a los colaboradores no indígenas del movimiento indígena para solicitarles asistencia jurídica. Éstos, conocidos como los solidarios –liderados en Jambaló por Víctor Daniel Bonilla y su esposa María Teresa Findji, ambos de la Universidad del Valle–51, a menudo también desempeñaron un importante

50 Esto sucedió por lo menos en Chimicueto y Carrizal (CNU 2001b,c).51 Víctor Daniel Bonilla es el autor del controvertido libro: Siervos de Dios y amos de indios:

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rol de apoyo en la configuración de nuevas tácticas de lucha por la tierra (CNU 2001b; 2002c).

[Había] los ‘solidarios’ que apoyaron a esta recuperación; apoyaron no tanto en lo práctico sino apoyaban a nivel teórico, en la defensoría de los indígenas en la lucha. El papel de los solidarios era que de todos los problemas que había en la comunidad, ayudaban a publicar a nivel nacional y a nivel internacional […] Cuando había algunos compañeros que estaban [en] la cárcel, hacer algunas vueltas en los juzgados o con abogados a buscar la forma de que los soltaran […] Aportaban algunas ideas, qué podríamos hacer en cuanto a la lucha que había (Jaime Dagua, CNU 2001b: 8).

En todos los casos, los indígenas utilizaban la medicina tradicional de los curanderos (médicos tradicionales, o the’walas), que protegían a los luchadores por la tierra contra las calamidades y amenazas con ‘refrescamientos’ del cuerpo consistentes en baños con agua y hier-bas (CNU 2001b,c).

El médico tradicional fue el eje principal, que en ningún momento podíamos descuidar […] Nos estaban persiguiendo e investigando. Entonces uno tenía que estar consultando constantemente, refrescan-do (Taurino Güejia, CNU 2001b: 16).

A medida que el conflicto con los terratenientes se incrementaba, los indígenas empezaron a utilizar otros métodos de acción directa para perturbar el funcio-namiento de las haciendas, en adición a las ocupaciones de tierras. Por ejemplo, rompían las cercas de los potreros para permitir que el ganado escapara (CNU 2001c; Zamosc 1986), o cosechaban el café sin permiso (CNU 2001c). Estas acciones –a las que se referían los indígenas con la expresión “aburrir al patrón”– fueron llevadas a cabo con la esperanza de que su continuo acoso al final forzaría al propietario a iniciar negociaciones con el Incora para la venta de la tierra.

el Estado y la misión capuchina en el Putumayo (Bogotá: Stella), publicado en 1969. Presenta un recuento histórico en el que denuncia la explotación por la Iglesia de los indígenas del valle de Sibundoy. Él también fue uno de los autores de la declaración de Barbados (Bartolomé et al. 1971). María Teresa Findji se vinculó con los paeces a mediados de los años setenta mientras realizaba una investigación sociológica acerca de la situación socioeconómica de las comunidades indígenas del Cauca (Elementos para el estudio de los resguardos indígenas del Cauca. Bogotá: DANE). Am-bos, Bonilla y Findji (1986), han sido promotores activos de la llamada ‘antropología de acción’.

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En los casos extremos, algunas comunidades fueron más lejos y decidieron qui-tarles de hecho las propiedades a los terratenientes. Esto pasó, por ejemplo, en Guayope, en la batalla por la hacienda La Platina. Después de que el propietario, Isidoro Cifuentes, hubiera ordenado a sus asesinos a sueldo que dieran muerte a dos de los luchadores por la tierra el 31 de agosto de 1978 (CNU 2001b)52, la comunidad local, en consulta con el cabildo y los simpatizantes de los luchado-res por la tierra de Corinto, derribaron la casa de su antiguo patrón –que estaba ausente en ese momento–. El relato de un testigo, registrado por María Teresa Findji, muestra muy claramente cómo se llevó a cabo esta operación:

Las comunidades sabían que ellos estaban ejerciendo un derecho. Ellos reconocieron aun que otros derechos existentes debían ser respetados, y que ellos en verdad los respetarían […] El desalojo de los ocupantes [es decir, de la familia Cifuentes] fue cuidadosamente organizado. Los miembros de la comunidad vinieron y desmantela-ron la casa, teja por teja, ventana por ventana, puerta por puerta. Lo amontonaron todo en una sola pila y nada fue destruido. Finalmente a los ocupantes se les dijo: “Tomen con ustedes lo que trajeron pero la tierra es nuestra” (Findji 1992: 118 - 119).

De acuerdo con Luciano Quiguanás, el entonces gobernador, esta iniciativa de la comunidad de Guayope forzó al testarudo propietario a ceder su tierra, lo cual hizo de esta la primera recuperación exitosa en Jambaló (CNU 2001b).

Aunque las comunidades indígenas de la zona media de Jambaló habían obte-nido su primera gran victoria, en otras partes del resguardo la lucha por la tierra avanzaba con mucha dificultad. Este fue particularmente el caso en la vereda y corregimiento de Loma Redonda, el centro de la zona baja. Dado que esta era una de las veredas con historia más larga de propietarios de tierra no indígenas, en la década de los años setenta el área alrededor de este pequeño asentamiento estaba principalmente habitada por mestizos –sus apellidos indígenas revelaban su ascendencia–, que poseían propiedades de tamaño medio (con escrituras) y que fundamentalmente se identificaban a sí mismos como finqueros (campesinos propietarios). Estos campesinos eran, tal como los escasos grandes terratenientes locales, muy leales al Partido Conservador, lo cual era bien diferente del predo-minio de población liberal de las zonas alta y media. A través del clientelismo político, de las relaciones de compadrazgo y de los matrimonios mixtos (interét-nicos), este grupo ya había consolidado su posición social y asegurado el apoyo de

52 Las víctimas de este asesinato brutal fueron los hermanos Lisandro y Marco Tulio Casso (CNU 2001b).

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grandes grupos de terrajeros indígenas. Como resultado, muchas familias indíge-nas de esta y otras veredas vecinas (El Porvenir y La Esperanza) tenían poca afi-nidad con el discurso revolucionario del movimiento de recuperación de tierras y con el cabildo, cuya autoridad difícilmente reconocían, si es que acaso lo hacían. La situación empeoró porque los propietarios aquí adoptaron acciones particular-mente fuertes contra los indígenas que tuvieron el coraje de rebelarse contra ellos.

En Loma Redonda también se estaba comenzando a pelear por tie-rra, pero eran poquitos. El que más encabezaba era el finado Mario Ul. Como en Loma Redonda eran bastantes los ‘pájaros’, fue rápido que lo mataron. El otro era Elías, que apoyaba mucho. Al ver que también lo iban a matar, entonces él salió y se fue […] En Pedregal (El Porvenir), faltó nombrar al finado Misael Passú [que también fue asesinado] Los que quedaron no pudieron hacer más nada. Tuvieron que quedarse quietos, porque los amenazaron. No continuaron con la pelea; eran muy poquitos (Arturo Zapata, CNU 2001b: 54).

Esta situación puso a la comunidad de Vitoyó –la única vereda de la zona baja donde la ideología de la lucha por la tierra había echado raíces desde una etapa muy temprana– en una posición muy difícil, ya que se había convertido en un enclave revolucionario en un área reaccionaria, separada geográficamente de las otras comunidades luchadoras de Jambaló. A pesar del continuo apoyo del CRIC y de los luchadores por la tierra de los resguardos vecinos (San Francisco y Toribío), la población de esta vereda sufrió más que otras la represión debido a las circunstancias ya mencionadas. Esta violencia, combinada con agudas diferencias ideológicas, creó unos años más tarde una situación explosiva en la zona baja, que se intensificaría aún más con la llegada de las guerrillas (M-19 y FARC)53, años después.

53 Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército Popular, conocidas como las FARC, son el grupo guerrillero revolucionario más grande y antiguo de Colombia, establecido entre 1964 y 1966 como el ala militar del Partido Comunista Colombiano. Este grupo está pre-sente en el 35 al 40% del territorio colombiano, principalmente en las selvas del suroriente y en las llanuras del pie de la Cordillera de los Andes. Las FARC se autoproclaman como una orga-nización político-militar marxista-leninista de inspiración bolivariana, que afirma representar a los campesinos pobres en contra de las clases ricas de Colombia, y que se opone a la influencia estadounidense en este país, a la privatización de los recursos naturales, a las corporaciones multi-nacionales y a la violencia paramilitar. Esta organización se financia principalmente a través de la extorsión, el secuestro y la participación en el tráfico ilegal de drogas. El Movimiento 19 de Abril, o M-19, tuvo sus orígenes en las elecciones presidenciales (denunciadas como fraudulentas) del 19 de abril de 1970. La ideología del M-19 era una mezcla de populismo y socialismo revolucionario nacionalista. A finales de la década de los años ochenta, el M-19 entregó sus armas, recibió indulto y se convirtió en un partido político (la Alianza Democrática M-19, o ADM-19).

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Las empresas comunitarias del Incoravs. la organización económica comunitaria

Después de la expulsión exitosa de los propietarios no indígenas de diversas veredas –la primera en 1978 en Guayope, rápidamente seguida por sus veredas vecinas, Bateas y El Maco– la entrega oficial de las haciendas recuperadas a las comunidades y la organización económica de estas tierras se convirtieron en asuntos importantes (CNU 2002c). Al final, el Incora había mediado en el conflicto por la tierra y la había comprado a los propietarios y ahora trataba de convencer a los luchadores por la tierra de que constituyeran empresas comunita-rias (EC), como ya se había hecho en las recuperaciones negociadas (El Epiro y Barondillo). Esta era una propuesta obvia, puesto que era el modo más común (y el más rápido), en el marco jurídico existente, de traspasar el control de la tierra a la comunidad en su conjunto (Zamosc 1986)54. Las comunidades indígenas, sin embargo, rechazaron la propuesta debido a que su experiencia con las EC hasta ese momento les había enseñado que “el sentido del Incora de lo comunitario no coincidía con el sentido comunitario de las comunidades” (Findji 1992; ver tam-bién Gros 1991a). Esta no era solo la experiencia de las comunidades de Jambaló. Ya a comienzos de julio de 1976, el CRIC había organizado un evento espe-cial en Coconuco, durante el cual representantes de las diferentes comunidades habían investigado el asunto de la organización económica indígena (Colombres 1977). El evento reveló que en muchas comunidades estaba surgiendo una crítica al modelo de EC del Incora55.

El primer punto de discordia se refería al hecho de que al aceptar el modelo de EC, las comunidades indígenas se verían forzadas a pagar la tierra. Es decir, cuando se constituía una empresa comunitaria del Incora, se obligaba a las familias par-ticipantes a establecer reglamentos internos que incluían un esquema de repago de la deuda, usualmente con 15 años de término para cumplir con esta obligación (Corry 1976; Zamosc 1986). Muchos cabildos y comunidades de terrajeros se habían opuesto a este requisito durante las primeras recuperaciones negociadas, pero desde que empezaron las ocupaciones de tierra, las comunidades habían

54 La única alternativa que se ofrecía era la adjudicación individual, a la cual casi todas las comunidades de resguardo se oponían fervientemente (ver arriba). Aunque técnicamente también existía la posibilidad de establecer una cooperativa agrícola, tal como las que el Incora había promovido al comienzo, particularmente en los años sesenta (Findji 1993; ver también Vargas 1985), a finales de los años setenta esta política se había prácticamente desechado –al menos en las comunidades indígenas– para dar paso a la constitución de empresas comunitarias.55 El encuentro sobre organización económica fue convocado a solicitud de las comunidades luchadoras, como consecuencia de las críticas expresadas previamente durante el Cuarto Congreso del CRIC en Tóez (Tierradentro), en agosto de 1975 (CRIC 1981).

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empezado a ver el conflicto con sus anteriores patrones como una lucha no sola-mente por la tierra, sino también por la restauración de sus derechos al territorio ancestral (Findji, 1992)56. Debido a que la presencia de propietarios no indígenas ahora era en general considerada como ilegítima, ellos no querían seguir pagando por el usufructo de la tierra, mucho menos después de haber pagado terraje a los propietarios no indígenas por muchos años:

Nosotros no estábamos de acuerdo con el Incora, porque habíamos venido recuperando en varias veredas y las comunidades, desde los abuelos, desde antiguamente, esa tierra ya estaban pagando y noso-tros no teníamos que pagar ni un peso al terrateniente; solamente te-nían que desocupar. Eso era la idea de nosotros. Por eso no estábamos de acuerdo con el Incora (Emiliano Güejia, CNU 2002a: 10).

Un segundo punto de crítica a la política de EC tenía que ver con la injerencia de largo alcance del Incora en la planeación y manejo de las actividades econó-micas (Colombres 1977; CRIC 1976, 1981). Con el fin de estimular el proceso de capitalización de las EC, el Incora había ordenado a los indígenas aceptar crédi-tos que debían ser utilizados para financiar proyectos productivos comerciales convencionales, por lo general ganadería extensiva. Sin embargo los resultados económicos de la mayoría de EC habían sido decepcionantes y esto creó proble-mas financieros. Este también fue el caso en Jambaló (Findji y Rojas 1985). La culpa estaba, por un lado, en el hecho de que las familias involucradas conocían solamente de agricultura de subsistencia y carecían de un conocimiento básico sobre producción orientada al mercado. Por otro lado, el fracaso también se debió a un insuficiente apoyo institucional a las empresas comunitarias por el Incora (capacitación y asistencia técnica), a causa de limitaciones presupuestales (CRIC 1981), un problema que fue sentido igualmente por comunidades campesinas en otras partes de Colombia (Zamosc 1986)57. Después de varios años, una porción significativa de las ganancias provenientes de los esfuerzos que habían hecho los miembros (socios) se perdió debido a las deudas e intereses pagados al Incora58,

56 Como otros han anotado (Vasco 2002b), esta posición muestra una diferencia fundamen-tal entre la lucha por la tierra de los indígenas y la de los campesinos: mientras los campesinos luchaban por la tierra, los indígenas luchaban por su tierra (en virtud de su derecho principal o precedente como primeros americanos). 57 El restringido presupuesto para las transferencias de recursos a las EC fue resultado directo del cambio en la política agraria (medidas de contrarreforma) decidido en el Pacto de Chicoral entre las federaciones de propietarios y el gobierno (Zamosc 1986) (ver pie de página 36).58 No conozco la magnitud de estos pagos de deuda, por lo menos no en el caso de las EC de Barondillo y El Epiro en Jambaló. Sin embargo, si tomamos como ejemplo la EC de El Chimán (Guambía) —establecida a comienzos de 1971 sobre 680 hectáreas de tierras negociadas con el propietario Aurelio Mosquera (Perafán et al. 2000)— éstos podrían haber sido altos. El Incora

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compromiso éste que muchos indígenas veían como una nueva forma de terraje (Findji 1993). Además, la orientación que se impuso hacia actividades agrícolas comerciales, exacerbadas por el endeudamiento, significó que muchas EC fue-ran incapaces de ser autosuficientes en cuanto a seguridad alimentaria, y mucho menos que pudieran brindar apoyo económico a las comunidades que todavía estaban luchando por la tierra.

Cuando el Incora vino a entregar las fincas, ellos hicieron una pro-puesta de prestar platas y ver si estas fincas recuperadas podían avan-zar en el desarrollo de las mismas comunidades. Entonces se oía que no debería ser, que eso era como tener un segundo patrón […] Tenían que devolver la plata con interés y era muy caro. Entonces se planteó que no se podía devolver la plata con esos intereses, porque el indí-gena no estaba capacitado. La gente no sabía manejar plata (Luciano Quiguanás, CNU 2001a: 33).

La crítica de las comunidades indígenas al programa de empresas comunitarias del Incora se vio reflejada en la política del CRIC sobre organización económica comunitaria, tal como esta se formuló entre 1975 y 1978.

En agosto de 1975, con muchas comunidades (incluida Jambaló) todavía comple-tamente centradas en la lucha por la tierra, por primera vez el CRIC subrayó, en su Cuarto Congreso, celebrado en Tóez (Tierradentro), la necesidad de organización económica para el fortalecimiento de las comunidades indígenas y la reconstruc-ción económica de los territorios recuperados. En su búsqueda de formas adecua-das de organización productiva, el CRIC estuvo inicialmente inclinado a adoptar el modelo EC, pero con varios ajustes.

El cabildo sí debe impulsar organizaciones económicas en cada res-guardo, pero en la medida de lo posible independientemente del go-bierno. Se recomienda […] formar empresas comunitarias autónomas […] Las tierras recuperadas no deben dividirse. Pueden sin embargo trabajarse en formas mixtas. Pequeñas parcelas de pancoger y el resto de lo recuperado trabajarlo en forma comunitaria. Esto con el fin de

había comprado estas tierras a un precio de 370 mil pesos colombianos (para ese entonces equi-valentes a alrededor de US$ 16.000), después de lo cual el Instituto las revendió a los indígenas con un crédito a 15 años. En julio de 1974 los guambianos habían pagado apenas 20 mil pesos colombianos (Corry 1976). ¡Hay que destacar que en este ejemplo no se han considerado las deudas relacionadas con los préstamos adicionales para proyectos comerciales!

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ir modificando, paso a paso, la forma individualista de producción e irnos familiarizando con la producción colectiva (CRIC 1981: 34, 36).

Hubo diversas razones por las cuales el CRIC pensó que era deseable introducir formas de producción colectiva en territorios recuperados, a pesar de que, tradi-cionalmente, los paeces nunca habían trabajado de modo colectivo. Primero que todo, existían motivos estratégicos. Aun después de una recuperación exitosa de la tierra, las comunidades locales se veían enfrentadas a menudo con intentos de retaliación de sus antiguos terratenientes. Hubo también intentos de propietarios de haciendas vecinas de asesinar a líderes importantes, y por ello era inteligente unificar grupos de familias en asociaciones como las EC; de esta forma sería más difícil para los sicarios ubicar a miembros de la comunidad. Además, había sur-gido el hecho de que las primeras empresas comunitarias indígenas habían ser-vido como una especie de refugios seguros donde otras comunidades luchadoras podían resguardarse y discutir tranquilamente la preparación de nuevas ocupacio-nes de tierra. De esta manera, las EC desempeñaron un rol importante en el apoyo logístico de la lucha por la tierra. En segundo lugar hubo razones económicas. El CRIC aparentemente creyó en las supuestas ventajas productivas de las EC invo-cadas por el Incora y otras instituciones agrarias. Por lo general, se asumía que el sistema de producción cooperativa a gran escala brindaría un modo más eficiente (“racional”) del uso de la mano de obra y otros recursos, como también acceso mucho más fácil a créditos y servicios, y que esto conduciría a un aumento más rápido de la producción respecto a las formas tradicionales individuales del uso de la tierra (Zamosc 1986). Estas ventajas parecieron adecuarse a las comunida-des, en particular en los territorios recuperados, debido a que su producción había llegado a un virtual estancamiento durante los años de lucha activa, y a que ellos tenían que enfrentar una escasez de mano de obra (muchos hombres estaban toda-vía en prisión) (José Domingo Caldón y Luis Alfredo Muelas, Comité Ejecutivo del CRIC, comentario personal, 18 de enero de 2001).

Inicialmente, el CRIC no tenía criterios claros para orientarse respecto al pago de la tierra por las EC que estaban en proceso de constitución. Por ejemplo, en respuesta a la exigencia de pago que les hacía el Incora, la organización indígena había declarado: “en tierras recuperadas solamente pagamos las mejoras de la tierra” (CRIC 1981: 36); esto en la práctica significaba que las comunidades ten-drían que pagar los cultivos perennes, las cercas, los establos y las casas de las fincas, cuyo valor a menudo excedía el precio de la tierra. Sin embargo, el CRIC sí se preocupó desde un principio por el control que ejercía el Incora sobre las EC: la organización les advirtió a sus miembros que los funcionarios de las institu-ciones gubernamentales (Incora) “muy pocas veces […] representan el auténtico interés de las comunidades” y que a menudo “trabajan para restringir la lucha del

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campesino” (CRIC 1981: 34,39). Cuando tuvieron que tomar decisiones acerca del funcionamiento de las EC, esto los alentó a actuar autónomamente frente al Incora. El CRIC no desaprobaba los préstamos ofrecidos por este organismo, pero declaró que estos no eran “ni suficientes ni apropiados” (CRIC 1981: 40).

De cualquier modo, en medio del fragor de la lucha por la tierra, en 1975 el CRIC parecía estar más interesado en “liberar” a las comunidades indígenas de las rela-ciones de dependencia cotidianas locales respecto a los propietarios no indígenas y a otros actores económicos (intermediarios, comerciantes, etc.), que en la inde-pendencia institucional respecto al Incora. Por ejemplo, el CRIC estimuló a las comunidades para que asumieran una amplia colaboración económica entre las distintas EC, y complementariamente desarrollaran una infraestructura econó-mica autónoma en forma de una red de tiendas comunitarias. Esta red fue dise-ñada para operar como una cooperativa de mercadeo y suministro, responsable, por un lado, de la recolección y venta de los productos (principalmente cultivos para venta externa) de las EC y, por otro, de la compra directa de los bienes indus-triales (alimentos y herramientas), que se acostumbraba adquirir en los almace-nes de dueños no indígenas. Las ventajas de escala alcanzadas permitirían a las comunidades obtener un máximo de beneficio cuando mercadearan sus produc-tos. Al mismo tiempo les permitiría superar el sistema de distribución al detal de los propietarios de almacenes no indígenas. Además, las tiendas comunitarias también estarían en capacidad de realizar un papel en el intercambio de produc-tos (alimentos) entre las comunidades (Antonil 1978; CRIC 1981; Gros 1991a,b).

En la misma línea de esta política de “recuperación económica”, el CRIC también alentó a las comunidades a continuar el uso de instituciones locales (tradiciona-les) de trabajo comunal dentro de las EC, por ejemplo la minga (pi’txçxa mjïnxi), fiesta de trabajo comunal ordenada por un grupo amplio de parentesco; o la ‘mano prestada’ (puutx pu’çxni), sistema de trabajo recíproco compartido entre familias. La continuación de estas prácticas no solamente expresaría el carácter específico de las comunidades (contrastándolas con los métodos de producción individual de los grandes propietarios), sino que contribuiría a un reforzamiento de los lazos dentro y entre las EC de las diferentes comunidades (veredas), algo que era consi-derado favorable para impulsar el desarrollo de la lucha por la tierra (CRIC 1981).

En otras palabras, el CRIC propuso una economía que debería consolidarse localmente (en los territorios recuperados) mediante la apropiación y adecuación cuidadosa de modelos externos de organización. Al mismo tiempo, buscaría satis-facer “el ideal de un resguardo comunitario” (Antonil 1978: 268).

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Luego de 1975, el CRIC se opuso cada vez con más firmeza al Incora y a su pro-grama de Empresas Comunitarias, recogiendo la crítica de unas comunidades cada vez más frustradas, hecho que fue expresado en los seminarios regionales de 1976 y 1977 (CRIC 1981). Durante el V Congreso, en Coconuco en marzo de 1978, el CRIC presentó nuevas directrices respecto a la constitución de las EC en resguardos indígenas. En esta ocasión, la variante indígena de las EC y las tiendas comunitarias cooperativas fueron descritas fundamentalmente como un instru-mento de lucha. Asimismo, el marco jurídico oficial de las EC fue explícitamente rechazado; ese programa era descrito ahora, en palabras cargadas ideológica-mente, como un “instrumento demagógico” dirigido a desmovilizar a las comu-nidades indígenas y sujetarlas al “sistema capitalista” (CRIC 1981: 117-118)59. La organización regional rechazó toda injerencia impuesta sobre las EC indígenas, particularmente las referentes a los reglamentos internos; de ahora en adelante, las comunidades redactarían ellas mismas los estatutos de acuerdo con las cir-cunstancias y las necesidades específicas de la comunidad local. La exigencia de pagos por la tierra recuperada fue también rechazada de tajo al declararse que “la aceptación de las escrituras sería desconocer el título del resguardo” (CRIC 1981:129). Con respecto a los créditos, se les recomendó a las comunidades “no meterse con créditos demasiado grandes que no se esté en capacidad de controlar” y se les aconsejó “buscar el crédito entre las mismas organizaciones económicas de la lucha y no con las entidades oficiales” (CRIC 1981: 110).

Al final, el CRIC definió una fórmula para una EC indígena autónoma, que estaba basada en el modelo tecnocrático del Incora, pero que, al mismo tiempo, era cla-ramente diferente, en especial en virtud de su definido papel revolucionario en la lucha por la tierra que estaban librando.

Las empresas comunitarias son las formas asociativas que consti-tuimos para organizar nuestro trabajo productivo; los socios de las empresas comunitarias son principalmente compañeros que han par-ticipado directamente en la lucha de recuperación de la tierra. Su ob-

59 “Las organizaciones de producción comunitaria y mercadeo comunitario para el sector rural (cooperativas y empresas comunitarias) son impulsadas por el Estado a fines de la década de los años sesenta como parte del proyecto de Reforma Agraria con el cual la burguesía pretende impulsar la modernización capitalista del campo colombiano. […] Su financiamiento depende del Estado: los recursos económicos, la técnica, la administración, la orientación, etc., son dictados por las entidades oficiales encargadas de estos programas. Los campesinos asociados sólo cuentan como receptores de planes que se les imponen. A pesar de la demagogia que cada gobierno hace con estas organizaciones, su resultado a favor del campesinado pobre ha sido verdaderamente in-significante y los campesinos han terminado nuevamente frustrados y pagando las consecuencias de planes extraños a su propia realidad, de la ineficacia de las instituciones oficiales y de la inepti-tud de muchos funcionarios que se convierten en sus nuevos patrones” (CRIC 1981:117-118).

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jetivo general es el de fortalecer económica y organizativamente a las comunidades, y […] dar orientación política de lucha a los miem-bros. Deben trabajar en estrecho contacto con el cabildo, autoridad máxima del resguardo, y siempre mantienen su autonomía frente a las entidades oficiales [en otras palabras, Incora]. Las empresas pres-tarán solidaridad a otros compañeros en lucha (Basado en extractos tomados de CRIC 1981: 119-130).

En Jambaló, las recomendaciones políticas del CRIC fueron implementadas fiel-mente por las comunidades luchadoras, con la aprobación del cabildo. En 1978, el gobernador Luciano Quiguanás organizó el primer encuentro en Zumbico sobre la organización económica de las tierras recuperadas. En esta ocasión, las fami-lias presentes (luchadores por la tierra) nombraron juntas directivas para las “EC del cabildo” todavía en formación (CNU 2002a), las cuales estuvieron solamente abiertas a aquellos miembros de la comunidad que hubieran tomado parte activa en la lucha por la tierra (a los contrarios se les impidió definitivamente vincularse a la organización). Poco tiempo después del encuentro, se establecieron las pri-meras EC autónomas.

Mientras los miembros de las familias retuvieron sus derechos a sus encierros iniciales y les fue permitido extenderlos de acuerdo a las posibilidades de limpia y quema en las tierras remanentes sin culti-var de la vereda, las tierras más fértiles de la hacienda inicial fueron mantenidas intactas como una pieza indivisible singular de tierra que era explotada colectivamente con uno o dos días de trabajo bajo la supervisión de la junta directiva (Findji y Rojas 1985: 113).

A través de la nueva red de tiendas comunitarias, las EC participaron en el inter-cambio de bienes con las otras organizaciones comunitarias (las otras EC, la parte “libre” del resguardo, y las comunidades luchadoras) y mantuvieron relaciones con actores económicos del mundo exterior (Findji 1993).

Aunque buena parte de lo decidido por las comunidades era defendible en tér-minos de autonomía indígena, su actitud totalmente adversa al Incora también representaba claras desventajas. Aunque el rechazo a pagar por la tierra era legí-timo sobre la base de la Ley 89, el gobierno no estaba preparado para garantizar la propiedad de la comunidad en otra forma; esto significó que el traspaso legal, al cabildo, de la tierra recuperada –es decir, como una parte reconocida del res-guardo– quedó en suspenso. En estas circunstancias, el problema no era que el Incora estuviera sobrecargando a las comunidades con proyectos de desarrollo culturalmente inapropiados, sino más bien que ese organismo les negaba el acceso

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a créditos y asistencia técnica, privilegios que solamente podían reclamar si ellos poseían títulos sobre la tierra (CRIC 1981)60.

Sin embargo, el CRIC fue consciente del hecho de que el chantaje económico constante del Incora hacia las comunidades, que aspiraban a la prosperidad eco-nómica, a largo plazo afectaría la convicción política de sus miembros. Aunque la organización no tenía una solución inmediata a este problema, declaró:

Es importante recalcar que el hecho de explotar una tierra, aunque en forma comunitaria, dentro de condiciones capitalistas, crea una serie de contradicciones internas que si no hay una clara organización y educación política acaban con la organización en forma disimulada […] De modo que, en general, a lo máximo que podemos aspirar fren-te a nuestras organizaciones económicas es a mantener la lucha entre las dos líneas [desarrollo revolucionario vs. consolidación económica] haciendo un esfuerzo permanente por que no se acaben estas empre-sas ni sean absorbidas por el sistema capitalista (CRIC 1981: 131-132).

La crisis interna del CRIC y el Encuentro de Barondillo En los primeros meses de 1978 empezaron a surgir algunas diferencias dentro del CRIC. Los líderes de varias comunidades luchadoras –incluida la de Jambaló– sentían que el comité ejecutivo de la organización había desarrollado un estilo de liderazgo burocrático y que había empezado a disminuir su interés hacia las iniciativas y puntos de vista de los cabildos –aun cuando la junta directiva, el con-sejo de representantes de los cabildos, fuera formalmente la máxima autoridad de la organización (Vasco 2002b). Habían surgido objeciones, además, contra la orientación ideológica desarrollada, en colaboración, por el comité ejecutivo junto con sus consejeros políticos de tendencia izquierdista. En Coconuco, durante el V Congreso, a las comunidades se les había presentado una plataforma política en la cual las luchas indígenas se interpretaban esencialmente como “una lucha entre campesinos indígenas y terratenientes” y, como tal, eran parte de la “amplia lucha de clases entre el pueblo oprimido y explotado, contra la burguesía y su capitalismo imperialista” (CRIC 1981: 66-67). Esta interpretación de la situación encontró resistencia en los líderes comunitarios críticos, que recibían influencia de los antropólogos no indígenas, externos, solidarios, que querían usar la especifici-dad cultural de las comunidades indígenas como la base y punto de arranque para

60 El CRIC analizó la situación: “El problema principal no es que el Incora haya planificado en contra de la voluntad de los socios sino la carencia misma del crédito” (CRIC 1981:127).

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el fortalecimiento de la organización (Vasco 2002b)61. Sin embargo, en lugar de asumir la crítica seriamente, el comité ejecutivo desestimó esta postura diciendo que era inadecuadamente tradicionalista (indigenista) y que constituía un intento por crear discordia interna en sus filas (CRIC 1981). Este enfrentamiento hizo que diversas comunidades se distanciaran de la organización regional y que empeza-ran a coordinar las recuperaciones de tierra por sí solas.

Aquí mucha gente nos ha tildado que en el CRIC nos hemos dividido. Pero lo que nosotros hicimos fue una independización; hemos queda-do un poco aislados. No era por división […] Hubo ciertos problemas. En el comité ejecutivo del CRIC empezaron a desconocer al compa-ñero Víctor Daniel Bonilla [uno de los solidarios]; se pusieron en con-tra de él y desde luego vino a trabajar por acá con las comunidades de nosotros (Marcelino Pilcué, CNU 2001a: 29).

El debilitamiento de la organización indígena coincidió con un incremento en las actividades de diversos grupos guerrilleros en el país, el M-19 en particular. A fina-les de los años setenta, este grupo extendió sus operaciones al área rural del norte del Cauca y empezó a disputar el poder militar, sobre los territorios indígenas, con las FARC (ver también CNU 2002b, Safford y Palacios 2002). El incremento de la amenaza revolucionaria indujo al recién elegido presidente liberal Julio César Turbay Ayala (1978-1982) a dictar el Estatuto de Seguridad Nacional, que con-cedía a los militares más poder para combatir a las guerrillas. Sin embargo, este estatuto –que había ampliado significativamente la definición jurídica de ‘pertur-bación del orden público’, ‘rebelión’, y ‘asociación ilegal’– fue también empleado para suprimir muchas, si no todas, las organizaciones sociales del país. Esto se hizo calificando sistemáticamente sus actividades como subversivas o aun acusán-dolas de tener vínculos activos con las guerrillas (Bagley 1989; Zamosc 1986). El CRIC, que se había perfilado explícitamente como anticapitalista en su programa político, también cayó en esta trampa. Cuando el 2 de enero de 1979, el M-19 asaltó el depósito de armamento del Cantón Norte en Bogotá, y logró robar más de 5.000 armas, la organización indígena fue acusada de recibir algunas de ellas. El comité ejecutivo en pleno fue rápidamente arrestado –y torturado en prisión– y la oficina principal en Popayán fue cerrada por tiempo indefinido; se declaró el estado de sitio en el norte del Cauca y Tierradentro y, bajo el Estatuto de Seguridad Nacional, el área fue puesta bajo mando militar62. Los terratenientes de la región

61 Aunque por lo general el CRIC en sus actas de asamblea y sus documentos ignoró los des-acuerdos, algunos indicios en cuanto a las contradicciones ideológicas que estaban surgiendo se pueden encontrar en las memorias del V Congreso (CRIC 1981).62 Bagley (1989) muestra que el ataque frontal del gobierno al CRIC llegó a ser de hecho una

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(unidos en el CRAC) aprovecharon estas nuevas circunstancias para intensificar aún más la persecución al movimiento de recuperación de tierras. Con el apoyo de la policía, el ejército y los servicios de inteligencia (DAS y F2), empezaron a cercar a los líderes indígenas importantes, muchos de los cuales fueron arresta-dos. A la sombra de la represión oficial, los “pájaros” o asesinos a sueldo también estuvieron más activos: en un breve período muchas personas fueron asesinadas (ver también Bagley 1989; CNU 2002b; CRIC 1981). En esta difícil situación, las comunidades vieron significativamente reducidas las posibilidades de organi-zarse. Una total sensación de desaliento entre los luchadores por la tierra condujo a una suspensión de todas las ocupaciones de tierra (Vasco 2002b).

No fue sino hasta la segunda mitad de 1979 cuando la situación se desbloqueó; la comunidad de Jambaló, liderada por el gobernador Bautista Guejía, tomó la ini-ciativa de organizar una manifestación pública contra la represión de las organi-zaciones indígenas y sus líderes. Este encuentro, realizado en Barondillo (una de las veredas de Jambaló), se convirtió en la primera movilización indígena a gran escala desde que el Estatuto de Seguridad Nacional fuera promulgado (septiembre de 1978). En presencia de autoridades locales, de periodistas y de algunos de los colaboradores o simpatizantes externos no indígenas que habían ayudado a lograr que el encuentro fuera posible, más de 400 indígenas de diversas comunidades (que incluían Corinto, San Francisco, Tierradentro y El Chimán) exclamaron a una sola voz: “El CRIC no ha muerto; el CRIC somos las comunidades organiza-das en lucha” (Emiliano Güejia, CNU 2002a: 5; Vasco 2002b), opinión que era tanto una declaración de apoyo a la organización regional como una repetición de la crítica previamente planteada en contra del comité ejecutivo. Ellos también gritaron: “Las armas de los indígenas son la pala y el barretón”, una expresión con la cual los participantes se distanciaban de las acusaciones de complicidad con las guerrillas (CNU 2002b:6). Después del encuentro de Barondillo, el movimiento de recuperación de tierras empezó cautelosamente a reagruparse desde las bases. En febrero de 1980 se organizó un segundo encuentro en Jambaló, esta vez para conmemorar la recuperación exitosa de Guayope (1978), pero también para con-memorar la muerte de los hermanos Casso, que habían sido asesinados durante los conflictos con los terratenientes. En esta ocasión estuvieron presentes delega-ciones de nada menos que de doce resguardos, incluido el cabildo de Guambía, el cual realizó su primera visita a la comunidad de Jambaló (CNU 2002a; Vasco

profecía autocumplida. La acusación de complicidad con las guerrillas y los eventos subsiguientes condujeron a algunos indígenas activistas a creer que dentro de la estructura política existente era imposible solucionar las injusticias, lo cual motivó a varios de los miembros más radicales del CRIC a crear la organización guerrillera Quintín Lame. Sin embargo, este pequeño grupo armado, que desarrolló nexos con el M-19, permaneció prácticamente inactivo hasta 1984.

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2002b). El evento marcó el comienzo de un aumento notable de las relaciones entre los paeces de Jambaló y los guambianos de Silvia (Guambía). Los asistentes se declararon a favor de un compromiso renovado para apoyarse mutuamente en el fortalecimiento de los cabildos y la organización comunitaria; así, en el cierre del encuentro el eslogan “Viva la autoridad indígena” fue coreado por primera vez (Findji 1993: 58). Poco tiempo después, empezaron a ocurrir de nuevo las ocupa-ciones de tierra en Jambaló y en los resguardos paeces vecinos; un poco más tarde la lucha por la tierra empezó también en Guambía.

Relaciones con Guambía y la promulgación del Derecho Mayor

Hasta 1979, Guambía no había participado en el movimiento de recuperación de tierras. Aunque los guambianos de Las Delicias y El Chimán formaron parte de las primeras comunidades de terrajeros luchadores y habían estado en la cuna de la organización indígena regional (el CRIC), la recuperación de estas dos hacien-das (1963 y 1971 respectivamente) había sido prácticamente un fracaso, los guam-bianos habían tenido que pagar la tierra y no habían podido obtener el apoyo ni del cabildo ni de los habitantes del resguardo, y esto había provocado un temprano estancamiento de la lucha por la tierra en Guambía; esta fue la conclusión de los primeros luchadores, que se reunieron en Las Delicias en 1978 para evaluar sus experiencias. Con el fin de revivir la lucha por la tierra, ellos iban a tener que unirse con la comunidad en general y asegurarse el apoyo del cabildo63. Más o menos por este tiempo se descubrieron los títulos coloniales de la tierra del Gran Chimán. Estos mostraban que la tierra de muchas haciendas que bordeaban Guambía les perteneció antes a los guambianos. Este descubrimiento convenció a muchos miembros de la comunidad acerca de la justicia y la necesidad de la lucha por la tierra. En 1979, Javier Morales fue elegido gobernador y ahora Guambía por fin tenía un cabildo luchador (como en Jambaló seis años atrás). Morales acordó convertir el problema de la tierra en Guambía en asunto de discusión y permi-tió que los miembros de la comunidad apoyaran las ocupaciones de tierra que estaban ocurriendo en resguardos vecinos (Vasco 2002c). Empleando los viejos lazos de amistad que los unían con Jambaló (Zumbico), los guambianos fueron a Barondillo y Guayope en 1979 y 1980; allí encontraron inspiración para revivir su propia lucha. Después de numerosos encuentros y discusiones internas, el gober-nador Segundo Tunubalá decidió en 1980 organizar la Primera Asamblea del Pueblo Guambiano, con el objetivo simbólico de unir a todos los guambianos bajo una única autoridad y, a un nivel más práctico, ganar un amplio apoyo social para la recuperación que se avecinaba en las partes ocupadas del resguardo. En este

63 Las conclusiones de este encuentro fueron registradas en el folleto: “Las Delicias: 15 años de experiencia”, Despertar Guambiano No. 1, 1978.

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evento, que tuvo lugar en junio y al cual asistieron representantes de 32 diferentes comunidades de resguardo y más de mil invitados solidarios y colaboradores64 de sindicatos, universidades y organizaciones sociales, las autoridades guambianas presentaron al mundo exterior un manifiesto –El Manifiesto Guambiano– en el cual plantearon varias ideas para legitimar su posición en la lucha por la tierra (Vasco 2002b). El centro de esta declaración fue el concepto de Derecho Mayor, una idea jurídica fundada en el hecho de que los indígenas son los habitantes originales de América y tienen, intrínsecamente, derecho a su propia autoridad y territorio –en lengua guambiana esto se expresa con la palabra mayelé, la cual traduce ‘tierra comunal autogobernada’ (Vasco 2002b)– y el derecho a seguir existiendo como comunidad distinta dentro de la sociedad colombiana.

¡Mayelé, mayelé, mayelé! El mundo fue creado para todos pero a no-sotros nos quitan de la Tierra. Por eso nos hemos puesto a recordar y a pensar que en todo el tiempo, desde siempre, los indígenas hemos vivido en estas tierras y muchas más [...] Esta es la verdad, la más grande verdad, porque ninguno en el mundo puede negar que este continente fue ocupado, habitado, trabajado antes que nadie por nues-tros antepasados, luego por nuestros padres y hoy por nosotros mis-mos. De ahí, de esta verdad mayor, nace nuestro Derecho Mayor. Por eso, ahora que hemos abierto los ojos, estamos en este pensamiento de lucha: que todo trozo de tierra americana donde vivamos y trabaje-mos los nativos indígenas nos pertenece: porque es nuestro territorio, porque es nuestra patria. Esto es nuestro derecho mayor por encima de todos nuestros enemigos, por encima de sus escrituras, por enci-ma de sus leyes, por encima de sus armas, por encima de su poder. Por derecho mayor, por derecho de ser primeros, por derecho de ser auténticos americanos. En esta gran verdad nace todito nuestro dere-cho, todita nuestra fuerza. Por eso debemos recordarla, transmitirla y defenderla [...] recuperar nuestra tierra, pero tierra común con cabildo indígena. Porque tenemos derecho a organizar en forma distinta, a dirigirnos nosotros mismos, a tener el mando sobre nuestra tierra. Porque el cabildo es la máxima autoridad, estamos organizando por medio del cabildo con nuestra propia idea (Extracto del “Manifiesto Guambiano”, Guambía, 1980, en Roldán 1990: 803-804).65

64 Rappaport (2005) y Laurent (2005), al describir la génesis de las organizaciones políticas indígenas colombianas, hacen una clara distinción entre solidarios y colaboradores. Los últimos son personas no indígenas que trabajan dentro del CRIC (como miembros de la organización); los primeros son personas no indígenas simpatizantes y partidarios de las luchas indígenas, pero que en su mayoría trabajan desde fuera.65 Un tiempo después, los solidarios que estuvieron presentes en la Asamblea difundieron

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Además del Derecho Mayor, los guambianos también introdujeron, por primera vez, la palabra ‘pueblo’ en relación con la protección de sus derechos, una forma de identificarse a sí mismos, que estuvo destacada aún más por la presentación de una bandera guambiana especialmente creada para esta ocasión, ejemplo que fue pronto seguido por los paeces y por otros pueblos. De esta forma, los guam-bianos definitivamente renunciaron a identificarse como campesinos (como una clase social), como abogaba el CRIC (1981), y priorizaron en cambio su identi-dad indígena. A pesar de que este punto de vista estaba centrado en lo étnico, al mismo tiempo la organización de los guambianos, que se basa en las nociones indígenas de reciprocidad, planteaba la siguiente idea en el título del Manifiesto: “De nosotros y para ustedes también” (Ibe namuyguen y ñimmereay gucha). Esta forma de expresarse era una manifestación de esperanza para la sociedad mayor, manifestación basada en la solidaridad y el respeto mutuo por los derechos de cada uno (Findji 1992).

Poco después de la Asamblea, cientos de guambianos empezaron la ocupación de Las Mercedes, una hacienda de cría de ganado de raza, de propiedad de Ernesto González Caicedo, senador de la República. La familia del propietario y las auto-ridades locales opusieron gran resistencia. Sin embargo, gracias a la perseveran-cia de los guambianos, apoyados en diversas ocasiones por los paeces de Jambaló y los indígenas pastos de Cumbal (Nariño), y con el apoyo moral de colaboradores externos de varias ciudades colombianas66, al final se las arreglaron para forzar al propietario a retirar su ganado; esto significaba que la hacienda ahora efectiva-mente pertenecía a ellos. El 20 de julio de 1981 se organizó una ceremonia festiva para rebautizar como Santiago la vereda de la hacienda, nombre que tenía relación con un antiguo luchador por la tierra. Los gobernadores de Jambaló y Cumbal fueron designados ‘padrinos’ de esta recuperación (Findji 1992; Vasco 2002b,c).

Las tardías pero oportunas iniciativas de los guambianos, así como las ideas en las cuales las fundamentaron, dieron al movimiento de recuperación de tierras en el suroccidente de Colombia (particularmente en Cauca y Nariño) un nuevo impulso y señalaron el comienzo de nuevas ocupaciones de tierra en Jambaló (Barondillo-La Cruz y Loma Gorda), Guambía (hacienda El Tranal) y en otros resguardos paeces (incluido Munchique).

ampliamente el Manifiesto Guambiano, el cual fue publicado como folleto con el título “Para pro-clamar nuestro derecho”, Despertar Guambiano No. 2, 1980.66 Durante la recuperación de Las Mercedes, el movimiento solidario organizó un encuentro público en Popayán para entregar al cabildo un documento titulado “Reconocimiento al derecho del pueblo guambiano”, que fue firmado por 300 organizaciones y personas de toda Colombia (Findji 1992; Vasco 2002b).

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El Estatuto de Seguridad Nacional y la Marcha de Gobernadores

Las continuas ocupaciones de tierra por las comunidades indígenas estaban haciendo pasar cada vez más vergüenzas al gobierno de Turbay Ayala, que buscó entonces contener la agitación en el campo y reducir las actividades de las organi-zaciones sociales opositoras. Puesto que los indígenas defendían exitosamente sus acciones con la Ley 89 de 1890, el gobierno comenzó a pensar en un contraataque jurídico. En 1979, el presidente anunció su plan de “desempolvar” una vieja pro-puesta (enviada en 1973 por la organización misionera Ascoin)67 dirigida a refor-mar la legislación indígena. En consecuencia, Turbay pidió al Congreso poderes extraordinarios para preparar un Estatuto Indígena que estuviera de acuerdo con el Estatuto de Seguridad Nacional. Unos meses más tarde se presentó un pro-yecto de ley que proponía entregar al gobierno más control sobre las comunidades indígenas –por ejemplo, dándole a la DAI el poder de decidir sobre la existencia jurídica de comunidades y de verificar sus relaciones con terceras personas68– y que creaba la posibilidad, en asuntos de tierras, de legitimar de hecho las ocupa-ciones de partes de los resguardos por propietarios no indígenas. Diversos repre-sentantes y organizaciones indígenas, así como numerosos movimientos sociales de apoyo no indígenas, inmediatamente interpretaron el proyecto de ley como un ataque contra el deseo de las comunidades indígenas de recuperar la tierra de los resguardos e incrementar su autonomía. La oposición se las arregló para que reti-raran el proyecto después de señalar que las comunidades interesadas no habían sido consultadas acerca del mismo. Pero el gobierno insistió, y en mayo de 1980 se presentó un nuevo proyecto de ley que argumentaba que la Ley 89 había llegado a ser inútilmente obsoleta, y en el que la representatividad de las organizaciones indígenas era cuestionada abiertamente. Al mismo tiempo, el gobierno lanzó una campaña de información para asegurarse el apoyo de las comunidades indígenas (Gros 1991a; Jimeno y Triana 1985).

Sin embargo, los esfuerzos hechos por el gobierno para presionar y sacar ade-lante sus planes sobre las comunidades indígenas tuvieron el efecto opuesto, pues se convirtieron en un catalizador para el movimiento indígena, que endu-reció su oposición y se movilizó en todo el país, en un intento por detener el avance del proyecto (Gros 1991a). Para resistir, las organizaciones y comunida-des indígenas utilizaron dos estrategias diferentes: el CRIC y las organizaciones

67 En 1976, Cornelio Reyes, por entonces ministro de Gobierno, también había presentado en el Congreso una propuesta para reformar la legislación indígena existente (Jimeno y Triana 1985).68 Como expresara Gros (1991a: 224), este constituyó un intento del Estado de reservarse para sí el poder de decidir “quién es indígena y quién no” y determinar “quién puede representar [a las comunidades indígenas] y con qué clase de personas y organizaciones pueden ellas entrar en contacto”.

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indígenas relacionadas organizaron un Encuentro Indígena Nacional, que tuvo lugar en Lomas de Ilarco (en el vecino departamento del Tolima) en octubre de 1980, para exigirle respeto al gobierno por los derechos de las comunidades indígenas –en términos de autonomía y territorio–, como estaba establecido en la legislación nacional existente, en particular en la Ley 89 de 1890. Las comunidades indígenas que se habían separado del CRIC (que habían consti-tuido una organización rival independiente que más tarde se conocería como Maiso –Movimiento de Autoridades Indígenas del Suroccidente– y más tarde AICO, Autoridades Indígenas de Colombia [ver también pie de página 27 de este mismo capítulo]), fueron un paso más adelante en su crítica y rechazaron el proyecto del gobierno, contrastando la legislación nacional con su propia con-cepción jurídica, basados en el Derecho Mayor que habían hecho público los guambianos a comienzos de junio. Para este fin, las comunidades de Guambía, Jambaló, Novirao y Jebalá, seguidas por los indígenas pastos de Cumbal (Nariño) y los kamtsá de Sibundoy (Putumayo) decidieron organizar la Marcha de Gobernadores, desde Cumbal, en la frontera con Ecuador, hasta Bogotá. Durante esta marcha de tres semanas, en la cual se vio a los indígenas pasar por muchas ciudades y poblados rurales, ellos explicaron el concepto de Derecho Mayor a las organizaciones sociales y autoridades, y pidieron al pueblo colom-biano solidaridad con su lucha (Vasco 2002b).

Con esa marcha nosotros fuimos haciendo entender a los obreros y a la clase popular, que nosotros veníamos por un derecho y nosotros hablamos del Derecho Mayor. Nosotros hablamos de una ley que no fuera parecida a la que hacía el Estado, sino que nosotros hacíamos ver que nosotros éramos primero que los blancos. Y así lo hicimos y hasta en el Senado de la República entramos […] discutiendo eso (Emiliano Güejia, CNU 2002a: 6-7).

Aunque las autoridades indígenas solamente lograron algo de atención de la comi-sión del Congreso en Bogotá, en cambio pudieron posicionar a sus comunidades con una mayor visibilidad e incrementaron el apoyo social para la causa indígena. De esta forma, la marcha contribuyó parcialmente al congelamiento temporal (sin fecha definida) del proyecto de Estatuto Indígena. A su retorno a sus respectivas comunidades, la marcha fue evaluada positivamente. Los participantes decidieron establecer un grupo de acción, los Gobernadores en Marcha, que poco después adoptaría el nombre de Autoridades Indígenas del Suroccidente, AISO (Findji 1992), hoy Autoridades Indígenas de Colombia (AICO).

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La culminación de la lucha de la tierra en Loma Gorda y Alta Cruz

En Loma Gorda y Barondillo, las comunidades locales tuvieron que librar una fiera batalla contra Julián López y Saulo Medina, los propietarios de dos fincas de ganadería extensiva: La Bártola y Alta Cruz (juntas comprendian aproxima-damente 450 hectáreas). Las primeras ocupaciones de tierra, en 1978 y 1979, no habían perdurado aquí, principalmente debido a que los grupos de terrajeros y de miembros de las veredas vecinas eran muy pequeños para resistir las persecu-ciones de los terratenientes. Por ello, en 1980 el gobernador Aparicio Quiguanás decidió dar a esta recuperación un nuevo impulso. Utilizando los nuevos contactos con Guambía, el cabildo pudo reforzar a la comunidad local con unos mil guam-bianos; así, juntando esfuerzos, de nuevo pudieron convertir una gran porción de pastizales en tierra arable. Sin embargo, de nuevo los propietarios se rehusaron a cambiar de opinión: inmediatamente después de la acción de los indígenas en Barondillo, Saulo Medina soltó sus 400 cabezas de ganado sobre las áreas recién sembradas para destruir las nuevas plantaciones. Aún más, los mayordomos de Julián López en Loma Gorda asesinaron a uno de los luchadores por la tierra (CNU 2001a; 2002a).

Después de este revés, el gobernador indígena Emilio Güejia decidió en 1981 tomar medidas más drásticas. Tras la exitosa recuperación en Guayope, el cabildo decidió finalmente, en consulta con la comunidad local, retirar los bienes del pro-pietario, en otras palabras, sacar el ganado de la hacienda. Se escogió una fecha especial para la acción, que se llevaría a cabo por primera vez en Barondillo: el 20 de julio, día de la independencia nacional. Ese día, el propietario y sus mayordo-mos no estarían en la hacienda. La comunidad local también se aseguró del apoyo de un grupo de luchadores simpatizantes del resguardo vecino de San Francisco. El día señalado, 300 indígenas decididos –incluyendo el cabildo– llevaron el hato completo de ganado desde Alta Cruz hacia abajo, al valle opuesto, para dejar personalmente los animales en la finca de Saulo Medina (CNU, 2001a; 2002a). Cuando ellos fueron llamados a cuentas, el grupo utilizó las mismas tácticas que ellos y los guambianos habían usado durante la recuperación de Las Mercedes: todos los luchadores se agruparon firmemente alrededor del cabildo defendién-dolo como comunidad.

Cuando nosotros íbamos abajo con el ganado, nos encontramos con el terrateniente, el hijo del terrateniente, con unos policías, que venían preguntando, que dónde estaba el gobernador, que ellos venían a arre-glar por las buenas. Y la gente, como no entregaba al gobernador, sino que la defensa era que todos éramos gobernadores. El hijo del terrate-

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niente preguntaba a mí mismo que quién era el gobernador y yo decía que no, que el gobernador éramos todos. Él decía que de todas formas él venía a arreglar con la comunidad por las buenas. Pero nosotros no hicimos caso, sino que seguimos pa’ delante a encerrar el ganado en San Francisco y de para arriba bloqueamos toda la carretera (la llena-mos de piedras y de palos) (Emiliano Güejia, CNU 2002: 7).

Al día siguiente los indígenas hicieron lo mismo con el ganado de Julián López, que llevaron arriado por el camino desde La Bártola hasta La Mina (CNU, 2001a, 2002a). Pero los propietarios rehusaron ceder: mientras los indígenas continuaban exitosamente bloqueando los caminos de acceso a las haciendas de la parte alta, los propietarios decidieron demandar al cabildo dirigido por Emilio Güejia. Aunque la policía de Jambaló fue incapaz, una y otra vez, de arrestar al cabildo, debido a la intervención masiva de las comunidades indígenas, el gobernador Emilio Güejia recibió una citación de un juez de Santander de Quilichao dos meses después de la toma de las haciendas. Sin embargo, para este momento las acciones de la comu-nidad de Jambaló ya habían captado la atención del Incora y de los colaboradores externos no indígenas, que acudieron en ayuda de los indígenas.

En Santander, allí me sirvió de abogado un ‘solidario’ que se llamaba Alonso Muñoz, de Popayán. Él fue y me sirvió de abogado y yo le dije: “Yo fui a presentarme, y que el delito nuestro era que estábamos recuperando lo que era nuestro”. Y en esa forma no pudieron hacer nada. Dejaron eso quieto. Al fin quedé libre otra vez y seguimos tra-bajando (Emiliano Güejia, CNU 2002a: 8).

Sorprendentemente, a las comunidades indígenas se les reconoció finalmente su derecho y ambos propietarios se vieron forzados a vender sus propiedades de Jambaló al Incora. Así, al final de 1981 se logró dar un gran impulso a las recu-peraciones en Loma Gorda y Barondillo. Este positivo desenlace elevó significati-vamente el prestigio del cabildo y la autoconciencia de la comunidad, y alentó las recuperaciones en curso en otras veredas, que incluían Chimicueto, El Tablón, El Picacho y Vitoyó (CNU 2001b, 2002b).

No obstante, la deseada y laboriosa recuperación tuvo un precio. La presencia de las guerrillas (FARC y M-19) y el Estatuto de Seguridad Nacional, el cual estaba todavía en vigencia, sirvieron de justificación para que los terratenientes conti-nuaran con la persecución de los indígenas luchadores por la tierra. En los años 1981 y 1982, al menos seis líderes indígenas fueron asesinados por bandas de “pájaros” (en Vitoyó, Loma Gorda y El Tablón) –crímenes que el sistema de jus-ticia colombiano dejó impunes, –y muchos otros luchadores fueron detenidos en

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prisiones en Popayán, Santander de Quilichao y Cali (CNU 2001a,b)69. Las comu-nidades también sufrieron mucho debido a las difíciles condiciones y al trastorno de la producción agrícola como consecuencia de las ocupaciones de la tierra. Un estudio sobre la situación socioeconómica, realizado entre 1981 y 1982 por dos solidarios de la Universidad del Valle (Cali), María Teresa Findji y Víctor Daniel Bonilla, en colaboración con el cabildo, reveló que muchos hogares no estuvieron en capacidad de reproducirse ni económica ni biológicamente debido a la situa-ción de miseria y pobreza, y por lo tanto los investigadores concluyeron que la situación en Jambaló fue extremadamente crítica (CNU 2002a,b; Findji y Rojas 1985; Vasco 1988)70.

La visita del presidente Belisario Betancur y el reconocimiento final

A mediados de 1982, la política en Colombia finalmente dio un giro a favor de las comunidades indígenas luchadoras. En las elecciones presidenciales de julio, Belisario Betancur, candidato presidencial conservador reformista, ganó por un margen estrecho al candidato liberal y expresidente Alfonso López Michelsen. En respuesta a la fallida política de seguridad de su predecesor Turbay Ayala, cuyo objetivo de derrotar a las guerrillas por medios militares había conducido sola-mente a un aumento de la violencia política, el nuevo presidente había prometido a sus votantes abolir el Estatuto de Seguridad Nacional y buscar un acuerdo de paz negociado con varios grupos armados. Betancur había prometido, además, un programa para realizar reformas políticas y socioeconómicas moderadas, que se orientaba a incrementar la participación social en el proceso político (Bagley 1989). Los líderes indígenas afiliados a AISO decidieron aprovechar esta apertura política para plantear como temas de discusión de la política nacional la represión y los problemas urgentes de las comunidades indígenas. Por lo tanto, invitaron al presidente a asistir al cierre del Tercer Encuentro de Autoridades Indígenas, en Silvia, en noviembre de ese año. La aceptación de Betancur a esta invitación y el encuentro que le siguió marcaron, en más de un aspecto, un punto destacado en la historia del movimiento indígena en Colombia.

La idea era de hablar del Derecho Mayor y del fortalecimiento de nuestra autonomía como autoridad […] Tuvimos esas formas del re-

69 En este período hubo también víctimas entre los “pájaros” (en Chimicueto, por ejemplo) y entre los terratenientes (cuatro miembros de la familia Penagos en Buenavista), probablemente a manos de las guerrillas, que tenían la intención de ganar para su causa a los indígenas, o po-siblemente a manos de indígenas vengativos (cinco años antes tres líderes indígenas habían sido asesinados en Buenavista por su antiguo patrón) (CNU 2001a).70 En 1982, la tasa de mortalidad infantil registrada para Jambaló fue de 300 por cada mil nacidos vivos, mientras el promedio de esperanza de vida era solamente de 32 años (Vasco 1988).

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conocimiento de nuestro derecho […] Se decía el Derecho Mayor, porque éramos nativos de nuestro territorio y por eso era que tenía-mos que fortalecer nuestra autonomía […] Venían las ideas de que nos relacionemos “de autoridad a autoridad y de gobierno a gobierno”, o sea como actualmente decimos “dialoguemos” […] Así se logró esa idea de entrevistarse con el presidente Belisario Betancur, directa-mente entre diferentes gobernadores de los resguardos de diferentes municipios y el presidente. Se le hizo una invitación aquí en el Cauca, y él aceptó [así] reconociendo todas esas marchas, reconociendo todas esas consignas que nuestras comunidades tenían (Marcelino Pilcué, CNU 2002a: 27-28).

El jueves 11 de noviembre de 1982, el helicóptero del presidente aterrizó direc-tamente en la recuperada hacienda Santiago (antes llamada Las Mercedes) en el resguardo de Guambía (Silvia), donde fue recibido por un selecto grupo de gober-nadores indígenas, sin la presencia de representantes de ningún gobierno local o regional, que no habían sido invitados al evento, signo este que fue rápidamente interpretado por colaboradores y oponentes como una legitimación de la lucha indígena por la tierra (Findji 1992). Durante este encuentro personal, y protegido por la guardia cívica indígena y no por el ejército, Betancur proclamó un discurso cuidadosamente preparado ante una multitud de más de mil indígenas, en el cual reconoció la injusticia que les habían infligido a ellos sus predecesores, y anun-ció su decisión de cancelar definitivamente el proyecto de Estatuto Indígena. En respuesta al llamado hecho por los líderes indígenas para que empezaran a tratar-los en relaciones “de autoridad a autoridad” (horizontales), el presidente formal-mente reconoció a los cabildos como interlocutores legítimos, una decisión que fue simbólicamente respaldada por su puesto en la mesa, al quedar situado entre los gobernadores de Guambía (Avelino Dagua) y Jambaló (Marcelino Pilcué). El presidente Betancur llamó la atención sobre la necesidad de interlocución y par-ticipación para desarrollar una nueva política respecto a la situación socioeconó-mica de las comunidades indígenas.71 Al respecto, señaló:

71 “Al considerar los pueblos indígenas como interlocutores válidos, capaces y responsables de su propio devenir, la política del Estado se orienta entonces a reforzar la legitimidad legal y la participación decisoria de las autoridades indígenas, garantizar sus derechos específicos como minorías étnicas y crear un contexto de apoyo y cooperación fructífera en todos los aspectos que atañen a la vida de estas comunidades, a fin de permitirles un etnodesarrollo autogestionado y au-tosostenido” (Belisario Betancur durante el Tercer Encuentro de Autoridades Indígenas, en Silvia, Cauca, 11 de noviembre de 1982; citado en Roldán 1990: 758). Es de notar que las autoridades in-dígenas no son reconocidas como representantes de ‘pueblos indígenas’ o ‘naciones’, como AISO había estado proponiendo, sino como representantes de ‘minorías étnicas’ (Findji 1993).

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Cerca de 100 años después [de la Ley 89 de 1890], no es posible man-tener sin acción y sin vigencia real el orden jurídico que fue concebi-do para reconocer la autonomía de las autoridades y la organización de los cabildos. Y sé en fin, señores gobernadores, señores miembros de las comunidades indígenas, sé en fin, que el problema esencial es el de las tierras. Pues bien: el Estado tomará las medidas tendientes a que ellas regresen, dentro de la ley, a los legítimos dueños, me-diante la intervención de las oficinas del Estado a cuyo cargo y bajo cuya responsabilidad queda el cumplimiento de esta tarea (Belisario Betancur durante el Tercer Encuentro de Autoridades Indígenas en Silvia, Cauca, 11 de noviembre de 1982; citado en Gros 1991c: 263).

El cambio anunciado en la política indígena representó desde luego una completa rehabilitación de los derechos de las comunidades indígenas con respecto al terri-torio y a la autonomía, como había sido establecido en la Ley 89 de 1890, o, como Roldán (1990: vi) señaló,

[L]a aceptación por la Nación colombiana del derecho de las comu-nidades indígenas a poseer y habitar un territorio y, en aplicación de este derecho, la facultad a reclamar y conseguir que el Estado les garantice la plena propiedad de los espacios que han ocupado por tradición y la devolución de los que han perdido y requieren para el mantenimiento y el ejercicio plenos de su vida familiar y comunita-ria; la capacidad de las comunidades indígenas para darse sus propias formas de gobierno y para disfrutar de un alto grado de autonomía en la definición de sus propios modelos internos de organización econó-mica y administrativa.

Para los representantes de las comunidades indígenas presentes, el tenor de este mensaje se percibió claramente:

Él en ese momento reconoció de que sigan sosteniendo la legisla-ción indígena [El presidente dijo:] “Si la tienen empolvada, desempól-venla, sacúdanla” y eso nos reconoció desde allí, desde la venida de Belisario Betancur (Marcelino Pilcué, CNU 2002a: 28).

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Fuente: Muñoz y Soscué, 2000, Jambaló y Jambaló 2001 Ilustración y reproducción: A. C. van Litsenburg y R. van Dorst

Mapa 3Zonas del resguardo de Jambaló.

El resguardo de Jambaló, indicando la zona alta (sur), Zumbico, las zonas media y baja (norte), con sus respec-

tivos poblados: Jambaló, La Mina y Loma Redonda.

Foto 3Jambaló, vereda Ipicueto (zona alta), enero de 2001. Una familia páez realiza tareas agrícolas en su parcela familiar en las estribaciones de la Cuchilla de Solapa. Fotografía: Joris van de Sandt.

4. El manejo comunal de recursos en Jambaló

En el capítulo previo se describieron las formas como los paeces de Jambaló defendieron su territorio, en las décadas de los años setenta y ochenta, frente al mundo exterior, y cómo, de acuerdo con las circunstancias, utilizaron tanto méto-dos de acción directa como la ley del Estado. En este capítulo se describirán las formas como los paeces regulan y organizan el uso y manejo del ambiente natural y los recursos en su territorio. Como diversos autores han señalado, el uso de la tierra y los recursos naturales por una comunidad indígena, así como su organiza-ción, pueden también ser considerados como defensa del territorio en una de sus formas más elementales, porque los derechos territoriales se afirman, en últimas, a través del uso concreto y continuo de los recursos contenidos en él (Rappaport 1982; Sanabria 2001).

La descripción del uso y manejo de los recursos por los paeces se centra en las diversas instituciones comunales que influyen a diferentes niveles –individuo, grupo, comunidad y resguardo– en la determinación de “quién tiene acceso a, y control sobre qué recursos, y arbitra sobre recursos en disputa” (Leach et al. 1999: 226). Además de las prácticas (regularizadas) de manejo de los recursos, por necesidad esa descripción también se centra en las normas/reglas locales indí-genas (es decir, aquellas que tienen su base jurídica en la comunidad, indepen-dientemente de si estas tienen también una base jurídica en las leyes del Estado) que han surgido como producto de estas prácticas y serán un punto de referencia para la reproducción y renovación de estas instituciones de manejo. Al respecto, se le concederá particular atención a los cambios provocados en las prácticas/ins-tituciones de manejo de recursos en el período comprendido entre 1985 y 2000 como respuesta a diversos factores internos/externos.

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En su etnografía de Jambaló de 1985, Territorio y economía en la sociedad páez, Findji y Rojas incluyeron una breve sección (9 páginas) titulada “Tenencia de la tierra en 1982”, que brindaba una descripción concisa, de las prácticas y los tipos de tenencia de la tierra existentes en el territorio al final del período la lucha por la tierra (pp. 109-118). Estos autores registraron una gran variedad de tipos de tenencia, algunos de los cuales eran antiguos y otros habían sido adoptados recientemente: adjudicación individual (usufructo), adjudicación global (empresa comunitaria), propiedad privada, terraje y arrendamiento. Los dos últimos tipos de tenencia se hallaban principalmente en la zona del norte de Jambaló, todavía clasi-ficada como ‘tierra ajena’, es decir, todavía no reintegrada al territorio. El recuento que sigue empieza donde Findji y Rojas lo dejaron, y describe el manejo comu-nal de recursos en cada una de las tres zonas en las cuales los paeces de Jambaló actualmente dividen su territorio; cada una de las tres zonas tiene un carácter par-ticular en términos de ecología/clima/topografía e historia sociocultural reciente.

Manejo comunal de recursos en la zona alta

La zona alta de Jambaló es el área localizada a ambos lados del valle de la parte alta del río Jambaló (2.100 msnm), principalmente escarpada, con terreno des-igual, de pendientes fuertes, y surcada por varias corrientes de agua que se originan, las del flanco oriental en el pantanoso e inhóspito Páramo de Moras (3.800 msnm), y las del flanco occidental en la cadena montañosa conocida como Cuchilla de Solapa (3.000 msnm).

La parte alta del resguardo comprendía originalmente nueve veredas (es decir, las subdivisiones del resguardo junto con sus comunidades): Campo Alegre, Loma Pueblito, La Laguna, Loma Gorda, Zumbico y Monte Redondo, sobre el flanco oriental; y Paletón, Solapa e Ipicueto sobre el flanco occidental; las otras vere-das (La Odisea, Nueva Jerusalén y Pitalito) son divisiones posteriores de las que acabamos de mencionar. En total, estas nueve veredas comprenden aproximada-mente una tercera parte del territorio del resguardo, un área que alberga alrededor de 4.150 personas (datos de 2001). Este dato no incluye a los habitantes del pueblo de Jambaló –en su mayoría no indígenas–, situado en el centro de la zona alta y en el que viven aproximadamente 900 personas; este es el asentamiento más grande del resguardo y el centro administrativo tanto del cabildo como del municipio (ver mapa 4, página 183).

En este territorio agreste, los miembros de las familias predominantes –Cuetia, Güejia, Ipia, Tombé y Dagua– por lo general habitan y cultivan franjas de terrenos planos o en pendiente. Además de una mezcla de cultivos de subsistencia típicos de esta altitud, como cultivo productivo siembran principalmente fique, fibra que

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se emplea en la producción de materiales de empaque y que venden en el mercado regional, en centros cercanos como Silvia, 25 km al sur, a donde llegan por una carretera sin pavimentar.

Historia de la apropiación y uso de la tierraLa zona alta de Jambaló es la sección habitada más antigua del resguardo. Cuando en el último cuarto del siglo XVI un grupo de familias, que comprendía unos 700 a 800 individuos, bajo el liderazgo de su cacique cruzaron el Páramo de Moras, que sirve como punto de paso entre Tierradentro y la vertiente occidental de la Cordillera Central, se asentaron en Llano de Calambás, que es una zona plana situada cerca del río que hoy lleva el mismo nombre (Sendoya n. d., en Findji y Rojas 1985). En el siglo siguiente, estas familias ampliaron el área que habitaban, desde el asentamiento indígena (‘pueblo de indios’ o ‘reducción’) de Jambaló (un primer censo poblacional de 1720 registró 178 habitantes, de los cuales 39 paga-ban tributo [Findji y Rojas 1985]) hacia el terreno relativamente abierto y uni-forme que constituye hoy la vereda de La Laguna: su paisaje agrícola actual revela labranza intensa y prolongada. Por tanto, las veredas del sur sobre la vertiente oriental del río Jambaló –Campo Alegre, Loma Pueblito y La Laguna– pueden considerarse como la parte más antigua del resguardo. En el otro lado del río y frente a este asentamiento, la ribera izquierda (Solapa y Guayope), que estaba bajo control español y constituida por guaycos (encierros pequeños rodeados por tie-rras en rastrojo), otros paeces habitaban en viviendas dispersas y escondidas en la entonces abundante vegetación de las faldas de la Cuchilla de Solapa. La densidad de población relativamente baja y las relaciones de parentesco en las veredas de Paletón, Solapa e Ipicueto dan pie para asumir que esta área podría haber corres-pondido a la parte del territorio ocupada por familias que durante los tiempos de la Colonia evadieron los censos de población, con lo cual escaparon a las obliga-ciones del tributo y al adoctrinamiento de los misioneros (Findji y Rojas 1985).

El patrón de asentamiento que acabamos de describir parece haberse mantenido más o menos igual durante los siguientes 200 años (a pesar de las guerras del siglo XIX, tanto las de independencia como las civiles que azotaron la región, solamente se registró un muy bajo incremento de población durante este período [Roldán 1975]), aunque sí ocurrió algún cambio durante el boom de la quina entre 1850 y 1880 (Cuervo 1956 [1893]). Principalmente debido a que estas tierras agrestes y frías eran en su mayor parte inadecuadas para la agricultura comercial, los habitantes de las veredas de la zona alta de Jambaló pudieron permanecer libres de usurpaciones de tierra por propietarios no indígenas y por la Iglesia. Así, la zona más alta se ha mantenido siempre como resguardo, incluyendo su sistema de tenencia de la tierra, el cual fue parcialmente reglamentado en la Ley 89 de 1890 (todavía vigente). Como la tierra está definida como propiedad colectiva

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inalienable, o sea, “propiedad poseída y defendida por la comunidad local” (cfr. Schlager y Ostrom 1992: 249), el cabildo elegido anualmente adjudica los dere-chos de usufructo a las familias individuales (esos derechos no pueden ser ven-didos, hipotecados ni apropiados), al tiempo que mantiene algún control sobre la tierra, principalmente respecto a su adjudicación; adicionalmente, el cabildo tiene responsabilidad en la mediación de las disputas de tierra1. Este sistema comu-nal no se extiende a las tierras inmediatas a la población de Jambaló, que, como cabecera municipal, fue declarada área de colonización para pobladores mestizos y blancos a comienzos del siglo XX (Ley 55 de 1905) y se rige por el derecho de propiedad privada individual.

Al oriente de estas, que son las veredas más antiguas, está el frío y ventoso Monte Redondo, que incluye las planicies pantanosas del Páramo de Moras (el lugar donde, según el mito, los jefes coloniales de los paeces nacieron y desaparecie-ron al final de sus vidas), lugar que por largo tiempo permaneció deshabitado. Las familias de las veredas abajo de este páramo ocasionalmente limpiaban los campos para la agricultura, con el fin de sacar ventaja de la complementariedad vertical de microclimas (la altitud del territorio de Jambaló oscila entre 1.600 y 3.800 msnm y comprende tres niveles ecológicos). En la década de los treinta, la parte más habitable de esta gran área –llamada La María– fue colonizada por un pequeño grupo de indígenas guambianos, quienes como terrajeros habían sido expulsados de la hacienda El Chimán, en Silvia (Guambía). Buscando refugio en Jambaló, el cabildo de entonces les permitió asentarse permanentemente en el resguardo páez mediante la compra de los derechos de usufructo (Findji y Rojas 1985). Desde entonces, los guambianos de Monte Redondo, aunque forman un grupo claramente diferenciado (actualmente forman del 3% al 5% de la población del resguardo), se integraron en el contexto de la comunidad.

Paisaje de retazos de parcelas individuales familiares En 1890, año en que fue promulgada la Ley 89, la tierra sobre la vertiente occiden-tal de la Cordillera Central era todavía abundante. En aquellos días, todo el res-guardo estaba poblado por aproximadamente 500 familias paeces (Roldán 1975), que habitaban en grupos de viviendas dispersas sobre tramos de terrenos planos o irregulares. Cada una de estas veredas estaba separada de las otras por alguna barrera natural, por ejemplo el cauce de una quebrada o unas colinas altas. Entre las viviendas, que comprendían también los campos agrícolas y las tierras en ras-trojo de diversas épocas, aún existían tierras desocupadas donde la gente podía recolectar leña o poner a pastar el ganado, y donde se podían asentar nuevas

1 Hasta 1991, las funciones de este cabildo estuvieron bajo la supervisión del gobierno muni-cipal no indígena (blanco).

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familias (Cuervo 1956 [1893]). En el momento de esta investigación y de acuerdo con los últimos censos (Jambaló y Jambaló 2001a), solo en la zona alta están viviendo más de 600 familias. Todos están sufriendo las consecuencias de esta explosión demográfica que ha ocurrido especialmente desde los años ochenta. La escasez de tierra es más y más aguda dado que las tierras arables en la zona ya han sido distribuidas; con cada nueva generación el área de cultivo para las familias se ve reducida.

A pesar del aumento de la población, los comuneros de la zona alta han persistido en su modo disperso de asentamiento, analizado por diversos autores como una de las características culturales de mayor persistencia entre los paeces (Bernal 1968; Ortiz 1973; Rappaport 1982, 1990)2. Pocas familias viven permanentemente en asentamientos nucleados (en la zona alta, correspondería al pueblo de Jambaló, centro administrativo del municipio); en vez de eso, prefieren vivir en parcelas separadas en las tierras montañosas escarpadas.

Parado en lo más alto de la montaña uno puede ver los techos es-parcidos en las estribaciones, filos y hondonadas de las montañas como pequeños puntos esparcidos. Están conectados solamente por una red de caminos estrechos, a menudo intransitables, excepto a pie (Ortiz 1973: 50).

Aunque ahora la mayoría de las veredas está conectada por un camino polvo-riento que en la mayor parte del año es transitable en carro, todavía la principal consideración para ubicar el sitio de una vivienda parece estar relacionada con la cercanía a la tierra de la familia y la proximidad a las fuentes de agua (Ortiz 1973). Para los habitantes del resguardo, el pueblo de Jambaló –cuyos habitantes son en su mayoría blancos o mestizos– es un lugar de encuentro donde la gente se reúne cuando va al mercado o asiste a las fiestas o reuniones de la comunidad.

El patrón disperso de asentamiento tiene una importancia especial en la apropia-ción y uso de la tierra y en las formas de explotación agrícola (Bernal 1968). En la zona alta de Jambaló, el núcleo familiar forma el centro de la actividad agrí-cola. Los hogares usan la mayor parte de su tierra para cultivos de subsistencia, principalmente maíz, fríjol y tubérculos. Esta tierra es cultivada por medio de la técnica de rocería (tala y quema). Una parcela de roza (é, tsavi-é) generalmente no produce más que dos cosechas consecutivas. Por lo tanto, cada año una familia

2 Los intentos gubernamentales por concentrar a los nativos en núcleos de asentamiento, tanto en el período colonial como en el republicano, y realizados por autoridades civiles y eclesiás-ticas fallaron siempre (Bernal 1968).

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quema y planta solamente parte de su tierra, por lo general no más de una o dos hectáreas; el resto es mantenido como rastrojo (yu´uk), como reserva para cultivo futuro. Junto a las áreas de rastrojo y de cultivo, la mayor parte de los hogares tiene una parcela donde siembra cultivos permanentes, como fique (sisal) y, en un grado menor, café y caña de azúcar. Estos cultivos son cosechados anualmente y son destinados en buena parte al mercado local y regional. Tradicionalmente, los paeces también mantienen una huerta (yac tul) donde cultivan una amplia variedad de vegetales y plantas medicinales, entre las cuales se encuentra la coca. Igualmente, por lo general las familias no tienen toda su tierra en un solo sitio, sino repartida en diversas parcelas de la vereda, aunque en su mayoría no muy lejos de su lugar de habitación. Por lo tanto las verdes montañas de la zona alta se ven como “una colcha de retazos de parcelas cultivadas, tierras en rastrojo y zonas recién quemadas” (Rappaport 1982: 49).

La organización social y la veredaPara describir y analizar adecuadamente las formas como los paeces de la zona alta de Jambaló han organizado y regulado el uso cotidiano de la tierra y las actividades de manejo de sus recursos, se necesita comprender las instituciones sociales y las organizaciones comunitarias que toman parte en este manejo (cfr. Contreras 1996).

Hasta una época reciente, los antropólogos (Ortiz 1973; Rappaport 1982; Pachón 1987) sostenían que el hogar, que usualmente consistía en el núcleo familiar, era la única unidad social y económica significativa en la sociedad páez. En general, Pachón describió las relaciones sociales de los paeces restringidas al grupo doméstico:

Los contactos con personas diferentes son escasos; los patrones dis-persos de asentamiento, las distancias entre las diferentes viviendas y el mal estado de los caminos que las conectan no facilitan una vida social activa. Por lo tanto, las visitas a los miembros de la familia o amigos son muy raras: solamente durante las mingas, los días acia-gos, y los días de hambrunas y de abundancia, como también, obvia-mente, durante las fiestas ocasionales (Pachón 1987:228).

De esta manera, se ha descrito a los paeces caracterizándolos por el llamado ‘individualismo del hogar’ (Ventura 1996) y se afirma que no cuentan con grupos organizados más allá del núcleo familiar, excepto por la autoridad central que controla la tierra, el cabildo (cfr. Ortiz 1973).

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Sin embargo, describir el resguardo de los paeces como una comunidad de núcleos familiares y de individuos es una representación simplista de su organización socioeconómica. Como se vio en la descripción anterior de la lucha por la tie-rra (cap. 3), entre la familia y el cabildo existe una unidad social secundaria con capacidad de acción. Esta es la “comunidad de vereda” o, como la llamó Perafán (1995: 101), “unidad residencial de vecinos”. La cohesión de este grupo –que al menos a veces actúa como colectividad– está parcialmente basada en el paren-tesco. Las nuevas parejas generalmente construyen su casa sobre la tierra adya-cente a la habitada por la familia del esposo, en tierra cedida por su padre. Por lo tanto, cada vereda es habitada por una o diversas familias patrilineales y patrilo-cales, aunque no existe una correspondencia completa entre grupos de parentesco y comunidad local (comparar con Pachón 1987). A pesar de que carece de un claro liderazgo, la vereda en la zona alta ha estado tradicionalmente vinculada a la reso-lución de conflictos y disputas menores entre sus miembros, independientemente del cabildo (Perafán 1995). No existe evidencia histórica para sugerir que en estas partes la vereda haya tenido alguna vez un papel significativo en el manejo de recursos, por ejemplo con respecto al manejo de las tierras de pastoreo o al orden en que las tierras en rastrojo deberían ser intervenidas (ver por ejemplo Contreras 1996). Las actividades económicas y formas de trabajo comunal han girado en torno a las instituciones de la minga (pi’txçxa mjïnxi) –una fiesta de trabajo orga-nizada para realizar tareas agrícolas específicas (limpieza, desyerbe, cosecha)– y de la mano prestada (puutx pu’çxni); es decir, el intercambio recíproco de trabajo. Estos colectivos de trabajo temporales no fueron iniciados por la vereda, sino por hogares individuales y se basaron en lazos ya existentes como las redes de parentesco y amistad. Las mingas en particular a menudo comprendían alianzas matrimoniales entre familias de diferentes veredas, con lo cual se ampliaba la solidaridad de la comunidad mayor (Ortiz 1973; Perafán 1995; cfr. Field 1996).

Esta situación contrastaba con lo que ocurría en las zonas baja y media, donde las fronteras de la vereda a menudo coincidían con la jurisdicción de la hacienda de terraje, y donde la comunidad local fue obligada a replegarse sobre sí misma y convertirse en una unidad más cohesionada socialmente como resultado de sus obligaciones de trabajo colectivo (terraje). Aunque en estas zonas también se man-tenían vivas las instituciones de la minga y de la mano prestada, el propietario de hacienda además designaba un capitán3, escogido entre la comunidad local,

3 Al igual que otras comunidades paeces (Ortiz 1975; Rappaport 1982), la zona alta también tenía un capitán, pero esta persona cumplía una función diferente de la del capitán de la hacienda del terrateniente. Puesto que heredaba su título y era confirmado en su puesto por el cura de la pa-rroquia, cumplía un papel de consejero del cabildo y era responsable de coordinar los proyectos de la comunidad al nivel de resguardo. En Jambaló, el puesto de capitán desapareció, tal como ocurrió

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(en algunos casos, por ejemplo en Zumbico, a la comunidad se le permitió elegir a esta persona), que usualmente se mantenía en el cargo durante largo tiempo y era responsable de supervisar la distribución de los ‘encierros’ de las familias y la coordinación de la fuerza colectiva de trabajo en las fincas del terrateniente (Findji 1993)4.

En la zona alta, la vereda –como unidad social– solamente comenzó a desempe-ñar un rol en el manejo comunal de recursos después de la introducción de dos nuevas instituciones comunitarias a finales de los años setenta: la junta de acción comunal (JAC) y la tienda comunitaria. Tomando a la vereda como la unidad básica de organización social, las JAC fueron creadas por el gobierno colom-biano como comités de autoayuda responsables de la promoción del desarrollo económico local. Inicialmente, la ejecución por las JAC de pequeños proyectos de obras públicas (escuelas, caminos, etc.), así como la distribución de fondos de cofinanciación, estuvieron bajo la supervisión de políticos locales (no indígenas). Con el tiempo, sin embargo, las JAC se las arreglaron para alcanzar una mayor autonomía y fueron exitosamente cooptadas por el cabildo e incorporadas como parte integral de su gobierno indígena. Hoy, las JAC indígenas (o ‘indigenizadas’) son frecuentemente movilizadas, tanto en la zona alta como en las zonas media y baja, para realizar una amplia variedad de trabajos comunitarios en sus respecti-vas veredas. A su turno, la tienda comunitaria surgió en el curso de la lucha por la tierra como resultado de los esfuerzos del CRIC por promover el desarrollo de una infraestructura económica autónoma. También organizada a nivel vere-dal y con un consejo rotativo, las tiendas fueron diseñadas para funcionar como cooperativas de abastecimiento y comercialización, responsables, por un lado, de la recolección y comercialización de los cultivos producidos por las familias, y por otro, de la compra y venta, a gran escala, de alimentos y productos básicos, con lo cual se evitaba el monopolio comercial de los tenderos y terratenientes no indígenas. Adicionalmente, las tiendas comunitarias a menudo también cumplen una función financiera, pues, en tiempos de necesidad, suministran préstamos de emergencia y raciones de alimentos a miembros de la comunidad.

con el cargo de capitán de la hacienda, cuando el cabildo asumió más autoridad en el transcurso de la lucha por la tierra.4 Las dinámicas sociales particulares de la vereda en aquellas partes de los resguardos paeces ocupadas por terratenientes no indígenas, particularmente en la vertiente occidental de la Cordillera Central, han sido poco estudiadas. Los antropólogos han preferido centrarse en las comunidades más tradicionales o socialmente intactas del corazón del territorio páez, Tierradentro. La excepción es Findji (1977, 1985 [y Rojas], 1993), que, como antropóloga activista adquirió un conocimiento profundo de estas comunidades de terrajeros en las décadas de los años setenta y ochenta.

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En la sección La administración económica bajo nuevas realidades: la escasez de tierra se tratará con más detalle el rol de estas “modernas” instituciones pae-ces en la administración económica comunitaria. Sin embargo, primero es nece-sario dar una descripción del sistema de reglas y prácticas de tenencia comunal en la zona alta, puesto que ellas determinan las actividades de uso y el manejo de las tierras y los recursos, en otras palabras, “el mantenimiento territorial páez” (Rappaport 1985: 29).

Sistema de tenencia comunal de la tierra y otros recursosEn cualquier descripción de la tenencia de la tierra se debe estar consciente del hecho de que uno camina por una delgada línea que separa, por un lado, el des-cribir un sistema de normas y, por el otro, un conjunto de prácticas existentes, los cuales no siempre ni necesariamente se corresponden. Es común asumir que la Ley 89 de 1890 y el Decreto 74 de 1898 sean consideradas, en esencia, una codificación de las prácticas de tenencia existentes en la época en los resguardos andinos del sur de Colombia (Rappaport 1982, 1990a, 1994). No se puede afirmar con certeza hasta qué punto la tenencia de la tierra de los paeces –como conjunto de prácticas– a lo largo de todo el siglo XX haya correspondido a la Ley 89, algu-nas de cuyas partes eran completamente nuevas para ellos, particularmente las disposiciones sobre registro y herencia de la tierra. Ortiz (1973: 41), por ejemplo, anotó con respecto a los paeces de Tierradentro, a finales de los años sesenta, que los cabildos eran en general descuidados en llevar a cabo sus obligaciones legales, particularmente con respecto a “mantener todos los documentos relacio-nados con la adjudicación de las tierras”. Este podía también haber sido el caso de Jambaló, donde la autoridad y la efectividad del cabildo fueron relativamente débiles durante el período entre 1930 y 19705. Sin embargo, desde que apareció la lucha por la tierra y la consiguiente recuperación de la autoridad del cabildo (la cual fue además fortalecida por la Constitución de 1991), ha habido una notable reactivación de la Ley 89, y las prácticas de tenencia de la tierra han tendido cada vez más a converger con la normatividad pertinente, en tanto esta no haya sido superada por las nuevas realidades de escasez de tierra. La siguiente descripción presentará la tenencia de la tierra entre los paeces en su carácter de práctica hasta donde se justifique hacerlo, y se referirá a la Ley 89 y a otra legislación cuando sea oportuno.

5 Nota del grupo revisor del texto: Esta debilidad se explica en buena medida por la fuerza y poder que tuvieron los políticos, los terratenientes y la Iglesia, para controlar y reducir el despertar del movimiento indígena, y en particular el territorio, que era reducido. Así, la designación de las autoridades indígenas y las JAC estuvo manejada y controlada por los políticos locales de turno, mientras que la Iglesia se encargaba de inducir a creer a los comuneros que tomarse las tierras era “pecado”.

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Derechos de usufructo sobre la tierraCada miembro adulto de la comunidad (comunero) tiene derecho a cultivar una parcela que lo mantenga a él y a su familia6. Con el fin de reclamar una determi-nada parcela, todo lo que un miembro de la comunidad tiene que hacer es empezar a cultivarla y luego informar de sus intenciones al cabildo7. Una vez este último ha aprobado la solicitud y ha registrado los derechos, el miembro de la comuni-dad puede utilizar la parcela durante tanto tiempo como él (o ella) lo necesite. Sin embargo, una vez que la tierra deje de ser cultivada, los derechos expiran y regresan a la comunidad. Los derechos de usufructo así adquiridos son exclusivos y, puesto que los padres los pueden pasar a sus hijos, son también permanentes, aunque condicionados al requerimiento de cultivar la parcela, a menos que esta se encuentre en la etapa de ‘descanso’ (monte, yu´uk) del ciclo agrícola. En otras palabras, la tenencia comunal de la tierra se individualiza por las familias que la cultivan, pero la relación entre la comunidad y la tierra siempre se mantiene.

Aunque las familias tienen derechos de usufructo sobre la tierra, las cosechas son consideradas propiedad de la persona que las ha sembrado. Por lo tanto, las familias son autónomas de protegerlas construyendo defensas en piedra o con un encierro provisional. Aunque el derecho de usufructo no expira durante el período de rastrojo, el uso de los recursos sobre y dentro del terreno durante este período no es exclusivo de quien tiene el derecho de usufructo (ni de su familia). Por ello, a los miembros de otras familias se les permite recolectar troncos que hayan caído, desviar aguas y usar materiales del suelo para actividades de construcción8. En el pasado, cuando había más tierra disponible y los períodos de rastrojo eran todavía prolongados, la gente aprovechaba las tierras de rastrojo para pastorear sus reses y ovejas y las de sus vecinos, que vagaban libremente por el área. En las décadas pasadas, estas prácticas de uso comunal de las zonas de rastrojo han caído en desuso en muchas partes de la zona alta, puesto que la disponibilidad de tierra es ahora muy baja, lo que ha causado un incremento de disputas entre familias vecinas. Hoy en día, estas mantienen en sus corrales el poco ganado que poseen, o en algunos casos en un potrero cercado, usualmente de tamaño muy pequeño.

Los derechos de pastura y recolección indican que la pretensión individual de un miembro de la comunidad sobre la tierra se debilita durante los períodos de ras-trojo. Por esa razón, el usuario tiene que mantenerse expresando su intención de

6 Ley 89 de 1890, artículos 7.4 y 20; Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículos 25.4 y 76; Decreto 50 de 1937 (Cauca), artículo 6.7 Un principio que se conoce generalmente como ‘derecho de primera ocupación’.8 En principio, otras personas podrían también cazar o pescar allí; sin embargo, debido al agotamiento de la reserva de animales silvestres y peces en el resguardo, en las últimas décadas estas actividades han disminuido significativamente en importancia.

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continuar con el derecho de usufructo, lo cual sucede cada vez que él (o ella) lim-pia una parcela, la cultiva y cosecha su producido (Rappaport 1982). Cuando una parcela se ha dejado de utilizar por un largo período (es decir, la tierra se ha que-dado ociosa) y aparentemente ha sido abandonada, el cabildo tiene la autoridad para reasignarla a otra familia9. En general esto sucede después de un abandono de más de 10 años10; sin embargo, estas reasignaciones siempre tienen en cuenta las circunstancias personales del usuario inicial.

Limitaciones y alcances de los derechos de usufructoComo acabamos de ver, los derechos de usufructo sobre la tierra están restringi-dos por la tenencia latente (o residual) de aquella por el cabildo –que se manifiesta cada vez que se reasigna una parcela ociosa– y por los derechos de recolección y pastura de otros miembros de la comunidad durante los períodos de rastrojo. Los derechos de usufructo también están restringidos por otros factores, todos rela-cionados con la enajenación de los derechos de tierra (transferencia sincrónica). Dado que el resguardo está definido como la propiedad inalienable e imprescrip-tible de una comunidad indígena en su conjunto, las familias no pueden vender, arrendar o hipotecar la tierra a personas de fuera de la comunidad11, porque esto amenazaría la integridad del territorio. La violación de esta regla explica parcial-mente, de acuerdo con los jambalueños, cómo al comienzo del siglo XX amplias partes del resguardo en las zonas media y baja terminaron en manos de colonos no indígenas. En cambio, desde el resurgimiento del movimiento indígena en los años setenta, esta regla ha sido cumplida muy estrictamente y no ha habido más violaciones. En las relaciones internas entre los miembros de la comunidad, exis-ten restricciones similares de los derechos de usufructo. Las razones detrás de estas restricciones son valores culturales que rechazan la especulación de precios

9 Nota del grupo revisor del texto: Este caso ocurre cuando el núcleo familiar y su descen-dencia abandonan el territorio del resguardo. 10 Este criterio fue primero incluido como una norma legal regional en el Decreto 357 de 1920 (Cauca), artículo 2 (ver también Decreto 162 de 1920 [Cauca], artículo 5), que fue más tarde aprobado para toda la nación por el Decreto 2117 de 1969, artículo 11.11 Ley 89 de 1890, artículos 7.7 y 40; Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículos 25.7, 80 y 104; Decreto 50 de 1937 (Cauca), artículos 1.3, 10 y 11; y Decreto 2001 de 1988. Existe una excepción a la restricción general sobre la negociación de tierras de resguardo: el artículo 7.6 de la Ley 89 estipula que el cabildo puede arrendar partes no cultivadas del resguardo por períodos de hasta tres años a personas externas, permitiéndoles cosechar madera u otros recursos naturales del terri-torio indígena. Hasta donde conozco, en las décadas pasadas Jambaló no ha entrado en ese tipo de contratos. Esto sí ha ocurrido, en cambio, en resguardos vecinos como Toribío, donde entre 1975 y 1980 la compañía papelera Cartón de Colombia tuvo concesiones para cosechar árboles (Perafán 1995), y en algunos resguardos de Tierradentro (Togoima y Calderas), donde hasta hace poco se recogía la cera del laurel (Ceroxylon andícola) (Rappaport 1982).

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y la acumulación de riquezas en relación con la tierra, ya que estos chocan con el orden socioeconómico de los paeces (ver también Perafán 1995).

Sin embargo, existen algunas excepciones a estas restricciones. La venta de los derechos de usufructo entre los miembros de la comunidad está permitida bajo ciertas condiciones. Cuando un miembro decide separarse definitivamente de la comunidad, por ejemplo en el caso de migración (permanente) a la ciudad12, sus derechos a la tierra pueden ser asumidos por un miembro interesado de su familia o por un vecino, pero solo cuando esto sea aprobado y supervisado por el cabildo y que para el efecto siempre tendrá en cuenta las circunstancias personales del interesado. A pesar de que en Jambaló se dice mucho que la tierra no tiene precio, las personas usan la palabra ‘compraventa’, y el cabildo incluso tiene establecido un precio de la tierra para tales transacciones13. Sin embargo, normalmente la suma que el comprador paga al final no excede, o escasamente supera, el valor de los cultivos que están todavía sin cosechar, y es más un signo de reconocimiento de los derechos del primer usuario. Este tipo de venta de los derechos de usufructo ocurre entre vecinos (colindantes) o hermanos, o a veces cuando un hombre sin tierra compra para él en la vereda de su esposa. En el pasado, cuando el cabildo disfrutaba de menos autoridad que hoy, a menudo la venta de los derechos de usufructo tenía lugar sin su conocimiento. En esos casos, sucedía que los precios subían excesivamente, lo cual chocaba con los valores culturales arriba mencio-nados. Además, estos acuerdos ilegales a menudo han dado lugar a conflictos entre las familias de las partes involucradas en la venta. Teóricamente, el cabildo tiene derecho a interponerse en la venta ilegal de la tierra y declarar nulas esas transacciones14. En la práctica, esto también significaría que el cabildo podría vetar al comprador en cuestión el acceso a futuras adjudicaciones. Sin embargo, en vista de que el cabildo ha ganado significativamente autoridad en los últimos años, por lo menos en la zona alta, esta forma de violación de la norma parece estar desapareciendo.

Aun cuando a los miembros de la comunidad no les es permitido arrendarse la tierra entre ellos, es posible adquirir derechos temporales limitados sobre la tierra

12 En casos excepcionales, el cabildo obliga a un miembro a abandonar el territorio perma-nentemente, por ejemplo cuando, como resultado de un juicio relacionado con asesinato, el cabil-do lo sentencia al destierro del territorio colectivo, castigo que equivale a la pena de muerte entre los paeces. 13 En el año 2000, este precio era aproximadamente 700 mil pesos colombianos por hectá-rea, que en ese momento equivalían a 375 euros. Las familias miembros y el cabildo deben usar también este precio establecido, cuando se quieran compensar en dinero las partes de herencia desiguales entre hijos e hijas.14 Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículo 104; Decreto 50 de 1937 (Cauca), artículo 3.

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de otros. Así, los miembros de la comunidad que no tienen tierra suficiente, o que no tienen tierra situada a una altitud tal que les permita cultivar determinadas pro-ductos agrícolas, pueden obtener permiso de un amigo o compadre para cultivar alguna parte de su parcela que él no esté utilizando durante el período de cultivo. Aunque este acuerdo es, en principio, renovable, no puede repetirse por mucho tiempo ya que esto provocaría la pérdida de los derechos de usufructo del presta-dor en beneficio del prestamista; después de todo, ¡el primero no podría sostener que necesita la tierra para su sustento! Este uso, catalogado como ‘préstamo’ por los paeces, no implica pagos en dinero. Sin embargo, existe una obligación implí-cita de quien pide prestado frente al prestador, a quien se le da parte de su cosecha como signo de reconocimiento de sus derechos (reciprocidad). Aun cuando por lo general se aceptan arreglos similares, los acuerdos de préstamo deben hacerse en presencia del cabildo, con el fin de evitar posibles conflictos entre las partes; se desconoce hasta qué punto esta sea una práctica común. Debido a la creciente escasez de tierra en la zona alta, la práctica de los préstamos de tierra ha perdido importancia en los últimos años.

Caso 4.1. Don Rafael Cuetia (Paletón)

Don Rafael Cuetia tiene 45 años y vive en Paletón. Está casado, tiene 6 hijos (4 varones y 2 mujeres). Don Rafael tiene 16 hectáreas de tierra distribuidas en tres parcelas. Las dos parcelas más pequeñas están localizadas en la parte fría de la vereda (2.400 msnm) y la otra parcela está situada en clima templado en las riberas del río Jambaló, vereda de La Mina, a 1.600 msnm. Su padre le dio a él una parcela (en la zona alta); él consiguió comprar otra en la parte media cuando empezó a organizarse con su familia (alrededor de 1974) y construyó su casa en la zona baja. Don Rafael afirma que compró la parcela no cultivada con la aprobación del cabildo. Sin embargo, unos pocos años después, él vendió los derechos de esta parcela a una familia local guambiana. Rafael dice que sus tres her-manos heredaron más o menos la misma cantidad de tierra que él, debido a que su padre tenía 40 hectáreas de tierra, aunque no toda era buena, pues algunas partes eran muy empinadas o rocosas. Su padre tenía esa cantidad de tierra porque era muy trabajador. En el pasado, había más tierra disponible y los períodos de rastrojo eran más largos –entre 7 y 10 años y ahora son solo de 4 ó 5 años. Otras personas de Paletón también tienen parcelas fuera de su vereda, por ejemplo en Solapa, así como hay personas de Solapa que tienen parcelas en Paletón.

Hoy en día, Don Rafael trabaja su tierra junto con sus hijos (“en global”) ya que ellos viven en la casa y no tienen otros compromisos (ninguno está casado). Solamente su hijo mayor ha tomado alguna tierra para su propio uso. A pesar de esto, en el último año (2000) y debido a que los dos hijos mayores estaban trabajando para el cabildo, su familia realizó la quema y la siembra en solo una hectárea de tierra; a su vez, el tercer hijo estudiaba y

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el cuarto estaba muy pequeño para ayudar. En los años anteriores, él había trabajado una cantidad mucho mayor de tierra. Cuando podía, organizaba una minga, tal como su padre acostumbraba a hacer. De esa manera estaba en capacidad de cultivar entre 2 y 3 hectá-reas de tierra al mismo tiempo. En años difíciles, como ahora, Don Rafael le presta parte de la tierra a un compadre, a cambio de lo cual recibe, como pago, uno o dos bultos de maíz en la cosecha. Actualmente cultiva maíz y pequeñas cantidades de café en la parte templa-da, y maíz, frijol y arracacha en la parte fría. También tiene fique pero no lo ha cosechado durante años debido a los bajos precios que le pagan. A pesar de que su tierra tiene alta productividad, Don Rafael no vende mucho de lo producido al mercado debido a que los precios son muy bajos y también a la crisis económica. No es claro si él, como muchos en la zona alta, cultiva amapola para compensar la reciente caída de ingresos de su familia.

Adquisición de los derechos de usufructo Formalmente, los jambalueños de la zona alta solamente pueden adquirir dere-chos de usufructo mediante las adjudicaciones hechas por el cabildo, ya sea que la tierra sea cultivada por primera vez o que sea traspasada del usuario original a sus herederos. Como regla general, la tierra únicamente puede ser asignada a una persona adulta, generalmente casada15 y miembro de la comunidad donde él (o ella) reside. Uno llega a ser miembro del resguardo por nacimiento y residencia, y los paeces se aferran estrictamente a este principio. Las únicas excepciones ocu-rren cuando alguien es adoptado por la comunidad y/o a través del matrimonio16. Además, la membresía debe estar “activa” antes de que sea reconocida (Ortiz 1973). Esto significa que se espera que la persona tome parte activa en la vida de la comunidad, es decir, que participe en las actividades comunitarias organizadas en los tiempos establecidos por el cabildo (reuniones y trabajo comunitario) (cfr. Hernández de Alba 1946).

Un comunero reclama una parcela de tierra, antes que nada, cuando empieza a limpiarla y luego a cultivarla; este es el principio básico que se aplica para la

15 De acuerdo con el Decreto 50 de 1937 (Cauca), artículo 6, ‘adulto’ significa casado y mayor de 18 años o, en el caso de una persona soltera, mayor de 21 años. La legislación anterior –Ley 89 de 1890, artículo 20, y Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículo 75– definía este criterio de manera diferente, esto es, cualquier persona casada o mayor de 18 años.16 El Decreto 162 de 1920 (Cauca), artículo 3, estipula que “una mujer indígena que contrae matrimonio con un hombre no indígena o con un hombre indígena de otra comunidad territorial [literalmente parcialidad, es decir, resguardo] mantiene las prerrogativas y derechos de los que ella disfrutó en su comunidad de nacimiento antes del matrimonio”. En la práctica esto significa que su padre está legalmente autorizado a dar a esa hija una parte de su tierra cuando ella se case con un hombre no indígena de fuera del resguardo. Esta situación, sin embargo, ocurre muy raramente, dada la norma cultural ampliamente observada –presuntamente establecida por el cacique Don Juan Tama– de la endogamia étnica (Pachón 1987) y la tendencia de los paeces a casarse dentro de su mismo resguardo.

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adquisición de derechos de usufructo (Rappaport 1982, 1985)17. Una vez que este comunero ha expresado así su intención a los otros, él tiene que invitar al cabildo, por escrito, a ver la parcela que él ha limpiado18. Generalmente el cabildo debe responder a tal solicitud dentro de los diez días siguientes19. Cuando un cabildante en funciones visita la parcela, este caminará primero a lo largo de los límites de la misma, acompañado por el solicitante y los propietarios vecinos, tal como lo hiciera en el pasado el cacique Juan Tama para determinar las fronteras del res-guardo (ver capítulo 2). En Jambaló, a este procedimiento se le llama inspección ocular. Posteriormente el usuario interesado necesita exponer los argumentos para su reclamo de tierra y demostrar su habilidad para utilizarla productiva-mente. Si se le concede el permiso para aprovecharla, el cabildo estará jurídica-mente obligado a registrar la parcela asignada20. En el momento de hacerlo, se registran los límites de la parcela y los nombres de los propietarios vecinos en el registro de adjudicación. El nuevo usuario de la tierra recibirá una copia firmada de este registro, llamado ‘acta de adjudicación’21. El hecho de que la tierra esté registrada bajo el nombre del jefe de familia no implica que él pueda excluir a su esposa y a sus hijos de utilizar la tierra22. La Ley 89 de 1890 establece que la adju-dicación concedida por el cabildo necesita ser autorizada por las autoridades loca-les municipales23. Aunque es dudoso que el cabildo, bajo la nueva Constitución de 1991, esté todavía legalmente cobijado por esta forma de supervisión del Estado24, los jambalueños se sienten muy ligados a la vieja legislación y todavía tienen sus adjudicaciones estampadas con un sello de las autoridades locales, aun cuando la

17 Al respecto, Rappaport (1985: 33) sostiene que “la forma más concreta para reclamar una parcela es cultivándola, y la forma más tangible para conservar la posesión es continuar la co-secha de sus frutos”. De acuerdo con esta autora, este principio básico de apropiación territorial está englobado en la palabra para ‘trabajo agrícola’ en lengua nasa yuwe, majin, que se refiere a “trabajo que está constantemente enfocado en un lugar determinado”. En otras palabras, majin se refiere a trabajo “en términos de territorio: el espacio en que se trabaja y que por tanto está apro-piado y reapropiado como propio” (Rappaport 1982:52). En nasa yuwe no existe palabra general para ‘trabajo’; otras formas de trabajo, como cuidar ganado, tejer o comerciar, están definidas en su propio contexto. 18 Decreto 162 de 1920 (Cauca), artículo 6.19 Decreto 162 de 1920 (Cauca), artículo 7.20 Ley 89 de 1890, artículos 7.3 y 19; Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículos 25.3 y 59. 21 Decreto 162 de 1920 (Cauca), artículo 8-9.22 Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículo 78.23 Ley 89 de 1890, artículo 7.4; Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículos 25.4 y 79; Decreto 162 de 1920 (Cauca), artículos 11-12; comparar con Decreto 127 de 1911 (Nariño), artículo 2.24 De hecho, esto parece estar en contradicción con las prohibiciones constitucionales con referencia a la autonomía territorial indígena (Constitución Política de 1991, artículos 287 al 288) y con la Ley 21 de 1991, la cual ratifica la Convención 169 de 1989 de la OIT. Aun así, la versión en borrador para la Carta Legislativa del CRIC (1997) –que no ha sido publicada todavía– menciona de nuevo esta obligación supuestamente legal.

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gente afirma que esto es una mera formalidad25. Después de la visita de inspec-ción, todo el procedimiento de adjudicación debe ser completado en pocos días26. En la práctica, al solicitante a menudo se le entrega esta acta mucho después de recibido el permiso para cultivar la tierra.

Hoy en día, hay muy pocos casos de asignaciones de tierra de parcelas de tierra virgen, como ocurría en el pasado. Ahora, los derechos de usufructo asignados por el cabildo a miembros de la comunidad tienen que ver principalmente con parcelas que ya han sido individualizadas, es decir, tierras que están siendo pasa-das de usuarios anteriores a sus descendientes directos. En cierto sentido, esto es lo que ha ocurrido durante largo tiempo, porque solamente cuando se podía pro-bar que una parcela, adquirida por traspaso de padres a hijos, era insuficiente para sostener a la familia, al cabildo le estaba permitido asignar tierra de la reserva comunal27. La única manera de que un hogar pudiera obtener tierras adiciona-les era obteniendo una asignación de tierras ociosas durante largo tiempo, o de aquella que ha sido puesta a la venta (redistribución) por las familias que ya no la necesitan. Sin embargo, debido a que la escasez de tierra ha aumentado, estas posibilidades se están reduciendo también.

Herencia de los derechos de usufructoComo se señaló anteriormente, los derechos de usufructo sobre la tierra entre los paeces pueden ser transferidos de una generación a otra (transferencia diacró-nica), bien sea durante la vida de los padres (pre mortem) o después de que ambos padres hayan fallecido (post mortem). Este no es un traspaso directo y de nuevo implica la actuación del cabildo. Formalmente, los derechos de usufructo primero retornan a la comunidad, después de lo cual el cabildo readjudica estos derechos asignándolos a los hijos del usuario original28. Los páez llaman “dejar en heren-cia” a esta forma de traspaso.

Con el fin de obtener una porción de tierra heredada, deben cumplirse ciertas con-diciones. Primera, el hijo en cuestión ha de estar en el resguardo en el momento

25 Legalmente, las posibilidades de que las autoridades municipales revoquen las adjudicacio-nes del cabildo son extremadamente limitadas.26 Decreto 162 de 1920 (Cauca), artículo 11.27 El cabildo está legalmente obligado a reservar parte del territorio de resguardo para futuras adjudicaciones (ver Ley 89 de 1890, artículos 7.4 y 7.5; Decreto 74 de 1898 [Cauca], artículos 25.4 y 25.5). En el pasado, aproximadamente en 1920, la Asamblea Departamental del Cauca por primera vez notó que en algunos resguardos tal reserva ya no existía (es decir, todas las tierras estaban ocupadas), observación que fue hecha de nuevo en 1937 (Decreto 50, artículo 4).28 Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículo 93.

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en que se distribuyan los derechos29. Esto significa que los miembros jóvenes de la comunidad que laboran como trabajadores asalariados temporales fuera del resguardo han de retornar cuando la tierra de sus padres esté disponible para ellos. Si no lo hacen así, entonces pierden el derecho a reclamar su porción de herencia. Segunda, se espera que ellos reactiven su participación en la comunidad después de su retorno; esto significa que no pueden dejar la comunidad inmedia-tamente después de que se les haya hecho el traspaso de la tierra. Tercera, en el momento de la distribución, los hijos no deben disponer de suficiente tierra para sostener a su propia familia30. En la mayoría de los casos, este último requisito se cumple debido a que es muy difícil que los hogares jóvenes empiecen a cultivar tierra que nunca haya sido asignada a otras familias previamente, a menos que se trate de tierra que sea reasignada después de una larga ausencia del propietario (poseedor de derechos de usufructo). En Jambaló, donde la escasez de tierra ha llegado a ser un problema muy sentido, esta condición tiene dos consecuencias. De un lado, significa que la tierra que esté en posesión del último en morir de los padres, tras su muerte puede ser solamente asignada a los hijos que no hayan reci-bido antes una porción de herencia. De otro lado, usualmente significa que a las mujeres –dado que los dominios de la familia rara vez son suficientes para todos los hijos– se les niega su parte en la herencia, bien sea debido a que su esposo ya tiene suficientes derechos de usufructo sobre la tierra o debido a que se asume que el futuro esposo la obtendrá a su debido tiempo.

Aunque la Ley 89 de 1890 (al igual que los decretos regulatorios) no descarta la herencia para las mujeres31, hasta hace poco tiempo la estructura de herencia de los paeces era solamente patrilineal, es decir, de padre a hijos varones. En Jambaló esto cambió en los años setenta, cuando el cabildo decidió reinterpretar las hasta entonces aceptadas reglas relacionadas con la herencia de la tierra. Esta revisión fue impulsada por el proceso de lucha por la tierra (entonces en curso), en el cual los paeces y los guambianos utilizaron esta ley para justificar sus reclamos ante el mundo exterior. Un exgobernador indígena de Jambaló recuerda cómo

[L]a gente acostumbraba a decir que las mujeres no tenían derechos cuando había distribución de tierra, pero, de acuerdo con la ley, cada uno tiene derechos iguales, sean hombres o mujeres […] Esta ley ha-

29 Decreto 162 de 1920 (Cauca), artículo 5.30 Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículo 92.31 El texto de la ley no declara explícitamente que las mujeres puedan heredar, pero tampoco dice que no lo puedan hacer. Perafán (1995: 50 n8) afirma que la Ley 89 de 1890 y, más tarde, la legislación indígena adoptan “una norma napoleónica de herencia”. El único texto que hace ex-plícita tal igualdad legal entre hombres y mujeres es el Decreto 162 de 1920 (Cauca), aunque no específicamente en relación con la herencia.

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bía desaparecido, lo que quería decir que la gente no la conocía. Pero la ley empezó a funcionar de nuevo en 1971 cuando la organización [CRIC] se estableció. Entonces la ley fue redescubierta y desempol-vada y las personas empezaron a aplicarla en las comunidades. (Ra-fael Cuetia, entrevista, 19 de noviembre de 2000).

Desde entonces, la herencia cognaticia (no unilineal), es decir, del padre a los hijos y/o las hijas, ocurre ocasionalmente. En Jambaló, por ejemplo, difícilmente sucede que el esposo y la esposa aporten ambos una dote igual; generalmente, una mujer solamente hereda la tierra si ella es única hija o si no tiene hermanos varo-nes, o cuando ella se casa con un hombre con poca o ninguna tierra. Lo que ocu-rre con más frecuencia es que los padres expresen el estatus jurídico de igualdad de hombres y mujeres con la práctica común de compensar a las mujeres dándoles a ellas animales o dinero.

Los derechos de sucesión/herencia del usufructo, sean estos pre mortem o pos mortem, usualmente siguen un conjunto establecido de reglas. En una familia promedio (padres con más de un hijo), el cabildo autoriza una herencia por pri-mera vez cuando el hijo mayor alcanza la adultez y necesita alguna tierra de su padre, con el fin de establecer un hogar independiente. Antes de llamar al cabildo para formalizar la transferencia de la tierra a través de adjudicación, el padre y los hijos normalmente sostienen una larga conversación familiar en la cual tratan, con gran detalle, sobre la distribución del dominio familiar. La tierra que, por el momento, no pasará a los hijos ha de tener un tamaño suficiente para las heren-cias futuras de los hijos que sean todavía menores en ese momento32. El padre también se reserva un pequeño pedazo de tierra para él mismo y para su esposa. Esto se necesita para poder sostenerse a sí mismo. En principio, todos los hijos tienen iguales derechos de herencia33 –aunque igualdad en la herencia no necesa-riamente significa igualdad en el tamaño de las porciones heredadas–, sino más bien igual potencial de productividad de la tierra (cfr. Ortiz 1973). Sin embargo, algunas circunstancias personales y familiares pueden conducir a quebrantar esta regla. Aunque el padre tiene la palabra final en la distribución, los hijos que no

32 Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículo 90. En el texto original, ‘suficiente’ era entendido indudablemente como “suficiente para las necesidades de subsistencia de la familia”, puesto que el artículo prosigue diciendo: “en el evento que la tierra del padre esté siendo insuficiente [para todos los hijos que aún son niños], las adjudicaciones para los hijos que primero se casen o alcancen la adultez se hará a partir de la tierra de reserva (colectiva) de la comunidad”. Debido a la escasez de tierra, esta última estipulación ya no se aplica en el caso de Jambaló y, como resultado, ‘lo suficien-te’ ahora puede ser tomado solamente para significar “lo mismo [en valor económico] que les fue concedido al primer hijo varón y a los demás”. 33 Ley 89 de 1890, artículo 7.4; Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículo 25.4.

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estén de acuerdo con su decisión pueden protestar ante el cabildo. Se desconoce qué tanto de esto ocurre en la realidad; sin embargo, es cierto que el cabildo en Jambaló hoy en día tiene suficiente autoridad efectiva para intervenir activamente cuando sea necesario. En la formalización final de la herencia, es decir, en la adjudicación de la porción de herencia, el cabildo sigue el procedimiento tal como se describió en la sección anterior.

Caso 4.2. Alejandro Cuetia (Solapa)

Alejandro Cuetia tiene 31 años, nació y creció en Solapa. Tiene un hermano mayor, un hermano menor y tres hermanas. Alejandro tiene ocho hectáreas de tierra. Heredó cuatro de ellas de su padre, y “compró” las otras cuatro a un hombre de la vereda vecina de Ipicueto. Este último, llamado Antonio, había adquirido los derechos de tierra a través de su esposa, una nativa de Solapa que había heredado la tierra de su padre. Debido a que del matrimonio no quedaron hijos, Antonio no pudo cultivar las porciones de herencia en ambas veredas. Cuando ellos encontraron a Alejandro deseoso de hacerse dueño de la tierra en Solapa, decidieron someter el caso al cabildo. Dado que Alejandro demostró que necesitaba la tierra a futuro (él tiene tres hijos) y debido a que la política del cabildo en estos casos es circunscribir la propiedad de la tierra de los miembros de la comunidad pre-feriblemente a su propia vereda, la transacción fue finalmente aprobada. Aunque Alejandro no mencionó la cifra exacta que pagó por la tierra, enfatizó en que fue una suma pequeña, ya que estuvo estrictamente relacionada con el precio de lo producido (mejoras). Alejandro vive en Solapa con sus dos hermanos, pero no tienen la misma cantidad de tierra. Cuando se discutió la herencia en la familia, en la forma tradicional, alrededor de la tulpa (el fo-gón), el padre de Alejandro decidió darle a su hijo mayor una porción de herencia mucho menor que la de Alejandro. La razón: “Puesto que es un hombre joven a menudo se la pasa ‘dando vueltas’ por Caloto y no siempre ha estado aquí, cerca de la familia, en tiempos de necesidad”. El hijo mayor recibió tres hectáreas. Su hermano era todavía menor de edad en ese momento y siguió cultivando con su padre las dos hectáreas que quedaban. Aunque su padre ya murió, la tierra todavía debía ser oficialmente asignada por el cabildo a este hijo menor, quien recientemente compró la mitad de una hectárea de tierra de una mujer llamada Carmen. Esta tierra limita con su propia parcela. Carmen se casó en Bateas pero heredó en Solapa. Ella no vendió toda su tierra al hermano de Alejandro. Año de por medio, ella, su esposo y su hijo vienen a Bateas a cultivar la tierra que les queda. De acuerdo con Alejandro, no todas las mujeres heredan la tierra. “Aunque hombres y mujeres tienen, según la ley, el mismo derecho en cuanto a la herencia, en la práctica los hombres tienen una probabilidad mucho mayor de recibir tierra; ellos tienen prioridad”. Si una familia no tiene mucha tierra pero tiene muchos hijos, las mujeres no reciben nada si sus esposos poseen suficiente tierra. En tales casos, las mujeres dejan la casa de sus padres con dinero o animales; así se pueden ir de la casa paterna.

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Cuando un hombre casado muere, su viuda recibe en usufructo aquella tierra que no haya sido cedida como herencia antes de su muerte. Ella continuará cultivando esta tierra con la ayuda de sus hijos varones (o niños) que todavía vivan en la casa del padre, hasta que ellos sean lo suficientemente mayores para reclamar su propia porción de herencia34. Las mujeres jóvenes que pierden a sus esposos a menudo se vuelven a casar. En tales casos, la tierra del esposo anterior es puesta en manos del segundo esposo, quien puede cultivarla mientras los hijos del primer matrimo-nio de su esposa –los herederos designados de la tierra– sean menores. Cuando ambos padres fallecen, la tierra que haya estado en posesión del padre o la madre que haya vivido más tiempo, es asignada a los hijos varones (o niños pequeños), si existen, que estuvieron bajo protección de sus padres. Si estos niños son muy pequeños, su tierra será dejada para que sus hermanos mayores la manejen hasta que los pequeños sean independientes. Si todos los hijos llegan a quedar huér-fanos a una edad muy temprana –un caso raro, por cierto– esta tarea la cumple entonces otro pariente cercano, por ejemplo, el abuelo paterno o un tío.

Existen reglas especiales para personas solteras y sin hijos. Refiriéndose a los pae-ces de Tierradentro (en el resguardo de San Andrés de Pisimbalá), Ortiz afirma (1973: 129) que “un hombre puede traspasar la tierra a sus hijos y a través de ellos a sus nietos, pero nunca a sus hermanos, ni a los hijos de sus hermanos (sobri-nos) ni a los hijos de los hermanos de su padre (primos)”. En otras palabras, la herencia solo podría ocurrir entre parientes en una línea de descendencia directa, nunca indirecta (parientes colaterales). En el caso de una pareja casada sin hijos, esto significaría –como está establecido en la ley pertinente (Decreto 74 de 1898, Cauca, artículo 94)– que los derechos de usufructo del solicitante legitimo (des-pués de la muerte del último sobreviviente de la pareja) siempre retornan a la comunidad, para después ser adjudicados por el cabildo a otra familia.

Sin embargo esta conclusión no corresponde a las reglas de herencia tal como han sido aplicadas en Jambaló y en otros resguardos paeces sobre la vertiente occi-dental de la Cordillera, por ejemplo Toribío (véase Perafán 1995). Aquí la regla es que si un hombre permanece sin casarse o sin hijos, su tierra puede ser entregada a los descendientes de sus hermanos o de sus primos (es decir, primos en segundo grado), con la condición de que ellos todavía no hayan recibido suficiente tierra de sus propios padres. Por tanto, la herencia entre parientes colaterales sí ocurre en Jambaló, aunque esto sucede en muy pequeña escala. Finalmente, existe otra posibilidad de transferencia diacrónica de los derechos de usufructo de hombres solteros y hogares sin hijos. Si un amigo o miembro de la familia hubiera cuidado

34 Decreto 74 de 1898 (Cauca), artículos 89-90. De hecho, la viuda administra los derechos de su esposo fallecido hasta que sus hijos tengan la suficiente edad para que se les pueda hacer el traspaso.

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al fallecido en los últimos años de su vida, el cabildo podría adjudicarle la tierra a esa persona35.

Caso 4.3. María Luisa Dagua (La Laguna)

María Luisa Dagua nació en La Laguna. Tiene 32 años y es la mayor de 3 hermanos y 4 her-manas. Hace 4 años enviudó y quedó con cinco hijos. Su esposo venía de una familia pobre de fuera de la vereda (él no heredó tierra). En La Laguna él pudo comprar una plaza36; esto, junto con la casa, fue todo lo que le dejó a María Luisa. Los padres de María Luisa algunas veces le ayudan con los hijos, aun cuando esto no es fácil porque ellos viven muy lejos, subiendo la montaña. Su padre tiene 5 hectáreas en total, una hectárea en la vereda y cuatro en Monte Redondo. Su abuelo paterno vivió en Monte Redondo debido a que en ese tiempo había más tierra disponible allí. Sin embargo, él mantuvo sus derechos en la vereda debido a que el clima de Monte Redondo es muy frío para cultivar maíz y arracacha. También por esta razón su padre heredó parte de ambas propiedades. Hoy, él trabaja esta tierra (“en global”) con sus tres hijos, aunque ninguno de ellos ha recibido sus propias par-celas todavía. Algunas veces María Luisa trabaja con ellos, pero también acepta el trabajo que le ofrecen otras personas. Ella piensa que la situación en La Laguna es difícil, porque toda la tierra disponible ha estado cultivada por largo tiempo, y las personas trabajan las mismas parcelas, un año sí y el otro no. Debido a esto, el suelo llega a “cansarse” y la producción baja. Ella, sin embargo, se muestra renuente frente al cultivo de amapola: “La gente la cultiva por aquí, pero yo no quiero tener nada que ver con ese asunto. Eso les da mal ejemplo a mis hijos. La gente dice que no es bueno y que los jóvenes solamente la cultivan por ganar ‘plata fácil’ (consumo)”.

La administración económica bajo nuevas realidades:la escasez de tierra

Como hemos visto claramente en las descripciones anteriores, la creciente escasez de tierra en Jambaló –tal como en otros resguardos paeces sobre la vertiente occidental de la Cordillera Central (y desde hace algunas décadas también en Tierradentro; ver Ortiz 1973; Rappaport 1982)– ha tenido un impacto enorme en la administración de los recursos naturales del área. Puesto que toda la tierra arable está dividida entre miembros de las comunidades, casi nadie tiene la posibilidad de expandir sus propiedades familiares. La adquisición de derechos de usufructo sobre la tierra a través de su primera ocupación ha llegado a ser algo puramente teórico: no hay muchas posibilidades de adquirir (comprar) derechos de usufructo y la colonización de las tierras altas de páramo (3.000 a 3.400 msnm)

35 Decreto 74 de 1898, Cauca, artículo 94, addenda.36 La ‘plaza’ es una vieja medida hispanoamericana de 80m x 80m (una plaza es entonces igual a 0,64 hectáreas).

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está culturalmente prohibida37. Debido al crecimiento poblacional, la cantidad de tierras que los jóvenes adultos heredan de sus padres, es decir, aquella que es asignada a ellos por el cabildo, es inevitablemente menor en cada generación.

Con respecto a las prácticas de tenencia de la tierra, y si se compara la actual situa-ción con la pasada, la escasez de tierra ha provocado el incremento en la “compra-venta” (transferencia sincrónica) de los derechos de usufructo entre los miembros de la comunidad. Actualmente, los “intereses contingentes” de los miembros de la comunidad en las propiedades de tierra de los demás están incrementándose (cfr. Moore 1973: 736). Para el año 2005, las familias jóvenes y ambiciosas les hacían seguimiento constante a otros vecinos sin hijos o a las familias que posiblemente quisieran “vender” parte de sus derechos de usufructo sobre la tierra (es decir, someterlos al cabildo para su reasignación). Puesto que el cabildo concede gran importancia a limitar la fragmentación de la tenencia tanto como sea posible, con el fin de prevenir conflictos de linderos sobre la tierra, en estos casos las familias colindantes, sean estas de parientes o no, de la misma vereda, tienen la primera opción. Al mismo tiempo, como ya se indicó, la práctica de arrendar (derechos a la tierra) ha disminuido.

Además, el cabildo ha empezado hace poco a conceder una creciente importan-cia al proceso laborioso de registro de las asignaciones, bien sea que estas hayan sido hechas por transferencia diacrónica o sincrónica. El motivo es el aumento del número de conflictos relacionados con la tierra, causados por la escasez de la misma y su inevitable desintegración (las familias raras veces tienen toda su tie-rra en una misma localidad). A pesar de los períodos de rastrojo más cortos, los casos de “toma de tierras” y la manipulación de los límites ocurren con frecuencia entre vecinos de diferentes familias extendidas (o grupos de parentesco) y entre parientes cercanos. Para poder resolver estos conflictos rápidamente antes de que se vuelvan graves, la Comisión de Tierras del cabildo utiliza el acta de adjudica-ción para reconciliar a las partes en conflicto, mientras verifica los límites de las parcelas (entrevista a Críspulo Fernández, 13 de noviembre de 2000). El cabildo a menudo recurre a inspecciones de límites similares para finalizar los casos pen-dientes de registro que datan de antes de los años ochenta, cuando no se prestaba atención suficiente al respecto.

37 De acuerdo con los paeces, el páramo es un espacio sagrado (ver también Perafán 1995). El cultivo de estas tierras es también prohibido por la ley. En general, en Colombia –como también en los resguardos indígenas– la tierra a altitudes superiores a los 3.000 metros es considerada como “área protegida” (Ley 373 de 1997, artículo 16, con antecedentes en la legislación previa). Como autoridades públicas legalmente reconocidas, desde 1991 los cabildos han sido responsables del cumplimiento de esta ley en los resguardos indígenas.

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Dado que la ocupación de la tierra en Jambaló –así como en otros resguardos paeces (ver Perafán 1995)– en gran medida “ha estado quieta”, es decir, la mayor parte de los derechos de usufructo sobre la tierra han estado en manos de la misma línea de descendientes durante por lo menos dos generaciones, algunos autores han argumentado que los paeces han empezado a considerar cada vez más sus asignaciones de tierras como propiedades personales (propiedad indivi-dual), un hecho que explicaría la actual incidencia de compraventa de derechos de usufructo sobre la tierra (Rappaport 1982). Sin embargo, es cuestionable si esta observación es válida para el caso de la zona alta de Jambaló. Desde los años setenta, los derechos a la tierra han sido vendidos únicamente a miembros de la comunidad, nunca a foráneos. Aunque este no fue siempre el caso en el pasado, hoy el cabildo, la máxima autoridad de la comunidad, toma parte en casi todas las transferencias diacrónicas o sincrónicas de derechos de usufructo. Además, la mayor parte de las familias son conscientes y respetuosas de las directrices del cabildo respecto a los recursos naturales valiosos que se encuentran en sus domi-nios, tales como la prohibición de talar árboles y arbustos cerca de los manantia-les o en pendientes empinadas. A pesar del alto nivel de individualización de los recursos naturales en la zona alta, el carácter comunal del sistema de propiedad de los paeces todavía está intacto.

Simultáneamente con la individualización de los recursos naturales, ha habido una disminución en las prácticas de trabajo comunal tradicionales, situación que también es notable en otros lugares del territorio páez (por ejemplo en Toribío y Tierradentro). Rappaport (1982) supone que el papel de estas instituciones indí-genas se rompió debido al surgimiento de las JAC impuestas por el gobierno. Sin embargo, es más probable que la desaparición de la minga y de la ‘mano prestada’ esté más directamente vinculada con la escasez de tierra. Después de todo, orga-nizar una minga no vale la pena –y particularmente no retribuye el costo– cuando la familia es incapaz de ampliar con ella su área de cultivo. El intercambio recí-proco de trabajo (mano prestada) a su vez parece estar desapareciendo de la zona alta debido a que la escasez de tierra se ha incrementado, especialmente entre familias jóvenes, y también debido a la reciente participación de muchos hogares en cultivos ilícitos destinados a la producción con fines comerciales (amapola y coca) que generan un alto ingreso en un tiempo corto en una parcela relativamente pequeña. Aunque los miembros de las familias sin tierra ya no pueden tomar parte en el intercambio recíproco de trabajo (debido a que no tienen tierras), las familias con tierra, aun en los casos en que no tengan mucha, hoy en día ganan suficiente dinero para emplear a los que no tienen tierra como jornaleros en sus fincas.

Con el aumento de la escasez de tierra causado por el crecimiento de la pobla-ción y sin la posibilidad de expandir el resguardo, debido a que Jambaló está

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completamente rodeado por otros resguardos, existen solamente dos formas de resolver una situación cada vez más difícil en cuanto a seguridad de sustento: o bien los hogares intensifican su uso de la tierra –legal o ilegalmente (cultivos ilíci-tos)–, o bien las familias se dedican a actividades productivas no relacionadas con la tierra. Al respecto, el cabildo y las instituciones modernas tales como las JAC y las tiendas comunitarias tienen un papel importante. Mientras que los cultivos ilí-citos (los cuales no requieren grandes inversiones) pueden ser considerados por las familias como “una forma conveniente”, aunque ilegal, de intensificación del uso de la tierra, el establecimiento de nuevas actividades productivas no relacionadas con la tierra usualmente requiere de grandes sumas de dinero (como también de asistencia técnica). Ya que los hogares no tienen acceso a las facilidades de crédito debido a que las instituciones financieras generalmente no aceptan sus derechos de usufructo sobre la tierra como garantía para los préstamos, estas iniciativas son principalmente iniciadas a nivel veredal. A diferencia de las familias individuales, las JAC, que tienen personería jurídica, pueden obtener crédito y con garantía del cabildo realizan contratos con organizaciones privadas o del gobierno. Entre 1995 y 2005 el cabildo ha animado a las comunidades de las veredas a experimentar con microempresas tales como panaderías, proyectos de artesanía y fincas dedi-cadas a la piscicultura (trucha). Estos proyectos han sido parcialmente financiados con fondos obtenidos por el cabildo, en su calidad de entidad pública especial (Decreto 2001 de 1988) con un estatus comparable al del municipio, a partir de las transferencias de la nación que se realizan desde 1991 a los municipios y res-guardos indígenas. Existen también tiendas comunitarias que tienen personería jurídica y están enfocadas hacia actividades productivas. Un ejemplo de ellas es la tienda comunitaria en La Odisea, que empezó con la creación de un huerto para cultivo de frutas (entrevista a Arcadio Ulcué, 12 de diciembre de 2000).

Hasta el momento, pocas microempresas han tenido éxtio. Esto puede atribuirse a la falta de experiencia, pero también a la carencia de interés de los miembros de la comunidad, que todavía a menudo parecen apostarles más a los beneficios del cultivo individual de amapola y coca (Van de Sandt 2003). Cualquiera que sea el motivo, las dos nuevas instituciones –JAC y tienda comunitaria– mantienen vivos, en un nuevo contexto, el trabajo comunal y el manejo económico, con lo cual redefi-nen y recrean la comunidad; estas instituciones, junto a las iniciativas individuales, en el futuro podrían desempeñar un papel importante en el desarrollo comunitario.

Manejo comunal de recursos en la zona media– La empresa comunitaria de Chimicueto

La zona media es la parte del valle de Jambaló situada entre las estribaciones de la Cuchilla de Solapa y el Filo de la Cruz-Ullucos (ambos a 2.600 msnm). Esta parte

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del resguardo incluye no menos de diez comunidades de veredas que comparten muchas características respecto a la historia reciente de propiedad no indígena y a la actual presencia de formas de tenencia mixta, colectiva e individual. El poblado de La Mina (1.600 msnm) es históricamente el punto de referencia para las comu-nidades de esta zona (ver mapa 4, página 183). En los párrafos siguientes se toma-rán la vereda de Chimicueto y su empresa comunitaria como un ejemplo típico de tenencia de la tierra y manejo de recursos en la zona media. Posteriormente, la situación en Chimicueto es analizada y comparada, en términos generales, con las de otras partes (empresas comunitarias) de la zona media.

La vereda de Chimicueto recibe su nombre del pequeño arroyo que marca su límite sur; con un área cercana a las 1.100 hectáreas y una población de 550 habitantes (en 2001), es una de las veredas más grandes del resguardo. La mayor parte de las familias locales –con apellidos típicos como Tróchez, Dizú o Menzucué– viven en los terrenos de pendientes suaves entre los 2.000 y 2.200 msnm, pero las áreas más fértiles y cultivadas semipermanentemente están situadas en las zonas de menor altitud a lo largo del valle de Chimicueto y de la carretera no pavimentada que conecta Jambaló con Santander de Quilichao (distancia: 71 km aproximada-mente). La zona alta montañosa de tierra fría todavía se encuentra principalmente cubierta con bosque andino y, como tal, todavía permanece deshabitada.

Historia de la apropiación y uso de la tierraComo en todas las comunidades de la zona media de Jambaló, la organización social y las relaciones de tenencia en Chimicueto son el resultado de un proceso histórico particular, especialmente marcado por, en primer lugar, la consolidación de las haciendas de terraje en la primera mitad del siglo XX y, en segundo lugar, por la lucha por la tierra de las décadas de los años setenta y ochenta.

A comienzos de los años setenta, las tierras en Chimicueto estaban en manos de Rafael Penagos, propietario de hacienda, el mayor de los hijos de Apolinar Penagos, quien se había establecido en Jambaló en la primera mitad del siglo XX. Chimicueto, sin embargo, tiene una historia mucho más antigua de propiedad no indígena, que puede ser rastreada en el pasado hasta Julio Arboleda (1817-1862), famoso poeta soldado del siglo XIX y político conservador. Este miembro de la élite de Popayán adquirió derechos en Jambaló en 1857 cuando él, en compañía de otro terrateniente aristócrata llamado Francisco José Chaux, compraron la propiedad de María Ignacia Fernández de Navia, una mujer que, de acuerdo con la escritura de venta, había comprado la tierra “en remate público” en 1844 (Roldán, Castaño y Londoño 1975)38. La historia de la ocupación de Chimicueto

38 No hay escrituras más antiguas. Findji y Rojas (1985) sostienen que la titulación de la seño-

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deja ver que la vereda es la localidad con presencia más antigua de propietarios no indígenas en Jambaló (con excepción de Vitoyó y Zumbico, que en parte fueron posesiones de la Iglesia). Si se hace un examen minucioso, se verifica además la ilegalidad de los traspasos de estas tierras ya desde finales del siglo XIX, porque debe recordarse que, en 1863, el federalista general Tomás Cipriano de Mosquera, quien con ayuda de los paeces de Jambaló y Pitayó derrotó al gobierno nacional en la guerra de 1859-1862, les devolvió las tierras de Julio Arboleda –su adversario de todos los tiempos– a estas comunidades (Decreto 30 de 1863)39. A pesar de esta orden presidencial, el compañero de Julio Arboleda, Francisco José Chaux, se las arregló para mantener su presencia en Jambaló y participó en la extracción de quina de los bosques de Zumbico (Findji y Rojas 1985). Fue solamente después del boom de la quina cuando la familia de Chaux dejó Jambaló. En 1911, Primitivo Chaux vendió sus posesiones en Chimicueto a diversos miembros de la familia Navia, quienes fueron los primeros en explotar comercialmente estas tierras y en introducir el café y la ganadería. Cuando en 1950 Eliseo Navia le ofreció en venta su propiedad a Rafael Penagos, muy probablemente debido a los ataques que ocurrieron en el campo durante la época de La Violencia (1948-1958), en Chimicueto, tal como en otras partes de Jambaló, el régimen de hacienda de terraje ya estaba bien establecido.

Cuando el movimiento de recuperación de tierras echó raíces en Jambaló, los terrajeros de Chimicueto (o agregados, como se les llamaba, nombre este que refleja el hecho de que los propietarios de hacienda los consideraban parte inte-gral de la propiedad y es una expresión vívida de su condición de semiesclavos) ya habían estado trabajando para los terratenientes no indígenas durante por lo menos tres generaciones. Rafael Penagos en particular ejerció un régimen severo de explotación sobre sus terrajeros, incluso a los ojos de otros propietarios de hacienda (CNU 2001a). A finales de los años cincuenta, Penagos estuvo activo en la expansión de sus plantaciones de café y haciendas ganaderas y, cuando reclamó la posesión sobre toda la vereda, exigía tres días de terraje por mes a cambio de permitirle a cada terrajero trabajar una pequeña parcela de subsistencia (‘encie-rro’) en la poca tierra que quedaba alrededor de sus fincas. A las familias locales no se les permitía ampliar libremente sus parcelas, y por lo tanto era imposi-ble continuar utilizando las técnicas tradicionales de cultivo de quema y roza, o mantener animales. Así, en Chimicueto, la revuelta de los terrajeros contra su

ra Fernández de Navia se remonta a la época colonial, y que está basada en certificados falsos que sugieren que la compra de la tierra la hizo la señora al encomendero original de Jambaló, lo cual es técnicamente imposible puesto que la encomienda no entrañaba derechos de propiedad sobre las tierras indígenas.39 Además, el Decreto 30 de 1863 también reconoce explícitamente los reclamos históricos de propiedad ancestral de Jambaló y Pitayó sobre estas tierras (Roldán 1975).

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terrateniente estuvo motivada no solo por el sentimiento de ser explotados, sino también por el deseo de trabajar de nuevo su tierra en “el estilo páez” (cfr. Findji 1992: 116 n13), por roza y quema.

Teníamos que recuperar [la tierra], para ver si se descansaba un poco, porque el terrateniente no dejaba descansar. Todo lo que trabajába-mos solamente era para él; el rico era así (Lisandro Menzucué, CNU 2001b: 26).

Tal como ocurrió en otras veredas antes de ellos, entre 1972 y 1973 la comunidad de terrajeros de Chimicueto dejó de pagar terraje a la hacienda; varias familias, además, empezaron a rebelarse limpiando nuevas tierras sin el consentimiento de su dueño. Penagos inmediatamente reaccionó emprendiendo acciones jurídi-cas contra “los invasores de tierra” y prohibió la organización de reuniones. Para evadir la restricción de asambleas, los luchadores por la tierra solicitaron la crea-ción de una JAC en su vereda, la cual fue autorizada por el alcalde de Jambaló en 1975 (a pesar de la oposición del terrateniente). Un poco más tarde en ese mismo año, los líderes de Chimicueto le pidieron a Marcelino Pilcué, gobernador del cabildo, que le concediera a la comunidad local una adjudicación global sobre las tierras incluidas en la hacienda de Penagos (en otras palabras, que hiciera una adjudicación simbólica del área a todos los terrajeros en conjunto) y que invitara al terrateniente a hacer el traspaso de su propiedad a la comunidad indígena a tra-vés del Incora. Cuando Penagos y su abogado adoptaron la táctica de dilatar las negociaciones de la tierra, dos funcionarios del Incora simpatizantes de las luchas indígenas les dijeron a las familias que tenían que presionar a su terrateniente. Esto fue lo que ellos hicieron en dos ocasiones: junto con los luchadores de tierra de diversas veredas, en 1979 y 1980 decidieron, sin que se lo pidieran, cosechar el café de las extensas plantaciones del terrateniente. Sin embargo, Penagos fue inflexible y se vengó apresando personas y contratando asesinos para aterrorizar a la comunidad local. Al año siguiente (1981), los exterrajeros se reagruparon y amenazaron con llevarse el ganado de Penagos. Esta vez, el terrateniente salió precipitadamente con su ganado, e incluso dejó su casa con las llaves en la puerta, decisión que posiblemente fue también motivada por el surgimiento de la activi-dad guerrillera en Jambaló (CNU 2001b; ver capítulo 3)40.

Después de la exitosa recuperación de facto de Chimicueto, la comunidad indí-gena, que comprendía alrededor de 20 familias, tomó posesión de las tierras de su

40 Por esta época, en la vereda de Buenavista, en la margen opuesta del río Jambaló, la gue-rrilla del M-19, supuestamente en ayuda de las luchas indígenas, asesinó a varios terratenientes no indígenas, algunos de los cuales eran parientes de Rafael Penagos (CNU 2002a).

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antiguo patrón y de las mejoras adjuntas. Debido al fracaso de las negociaciones entre Rafael Penagos y el Incora por diferencias en relación con el precio de la tierra y sus propiedades, la tierra fue finalmente adquirida de manera forzosa por orden judicial. Penagos recibió indemnizaciones totalizadas casi en 10 millones de pesos (los exterrajeros de Chimicueto recuerdan que él había comprado la tie-rra, en 1951, por 70 mil pesos colombianos)41.

Tal como se había convenido previamente en 1978 entre las comunidades y el cabildo, los luchadores por la tierra en Chimicueto decidieron mantener como una sola unidad las fincas de Rafael Penagos –que incluían una gran área de pastos y una plantación de café con miles de plantas y formar con ellas una nueva empresa comunitaria (mixta). La empresa comunitaria fue considerada sobre todo un sím-bolo de unidad y un motor para la causa indígena. Adicionalmente, esta empresa le permitiría a la comunidad mejorar sus condiciones de vida. “La visión nuestra era trabajar dentro de esa comunidad en la tierra recuperada, que hiciéramos una producción y beneficiar a toda la comunidad” (Taurino Güejia, CNU 2001b: 27).

La empresa comunitaria de Chimicueto fue establecida cuando el CRIC, así como los cabildos luchadores, incluido el de Jambaló, ya habían rechazado explí-citamente las condiciones del modelo de empresas comunitarias del Incora, que implicaban la injerencia obligatoria externa a través de los estatutos (normas internas) y el pago por la tierra. El CRIC estuvo aconsejando a las comunidades que escogieran el modelo de empresa comunitaria autónomo desarrollado por el cabildo y/o la vereda (ver Findji y Rojas 1985; Findji 1993), que se adaptaba mejor a las circunstancias locales. En Jambaló, las empresas comunitarias se basaban en acuerdos verbales entre el cabildo y las comunidades respectivas (veredas) sin estatutos ni reglamentos escritos. El manejo de los asuntos cotidianos, particular-mente la organización de las tareas colectivas, sería responsabilidad de una junta directiva independiente que estaba aún por designar. El rechazo de la relación con el Incora significó que Chimicueto, tal como otras empresas comunitarias autóno-mas, no podría obtener personería jurídica (como Zumbico lo tenía), y como tal, les estaba negado el acceso a créditos agrícolas, además de que no podrían nego-ciar contratos con terceras partes. Este problema, sin embargo, fue parcialmente resuelto por los poderes de la JAC, que había sido establecida previamente y que sí tenía personería jurídica.

41 Al comparar estos precios de la tierra, los comuneros por supuesto no estaban tomando en cuenta la inflación; aun así, la diferencia considerable entre el precio de compra inicial y el precio final pagado dio lugar a un sentimiento de desprecio y rechazo por los indígenas.

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Después de la constitución de la empresa comunitaria, sus miembros, bajo el lide-razgo de su junta directiva, empezaron a trabajar juntos las fincas colectivas, uno o dos días a la semana específicamente dispuestos para este propósito (los llama-dos días de trabajo comunitario semanal), “aparente reminiscencia de los tiem-pos del terraje” (Findji 1993: 65). Este trabajo comunitario era motivado por una lógica distinta a la del retorno del capital invertido; además de ser una actividad productiva, era también un “rito de comunión […] la ratificación de la pertenencia a la comunidad garante de los derechos de cada uno” (Findji 1993: 65). Las fami-lias también mantuvieron sus derechos sobre las parcelas familiares individuales, que inicialmente fueron utilizadas en su mayoría para poder subsistir. Ellos tra-bajaron estas parcelas individualmente o a través de viejas instituciones como la minga (pi’txçxa mjïnxi) y la mano prestada (puutx pu’çxni). Tal como en otras veredas de Jambaló, en Chimicueto se estableció una tienda comunitaria. Y tal como en otras partes del resguardo, su objetivo era funcionar como una coopera-tiva de comercialización y abastecimiento, responsable de la recolección y mer-cadeo de los excedentes producidos individualmente y de la compra centralizada de bienes industrializados (alimentos procesados, herramientas y otros productos básicos). La figura 1 (página 182) es un diagrama de la empresa comunitaria de Chimicueto y muestra la relación entre sus partes.

Actividades de uso de la tierra y manejo de recursos en ChimicuetoAgricultura de subsistencia

En los años que siguieron a las recuperaciones, los líderes del cabildo empezaron a reflexionar sobre el futuro de sus comunidades, en particular sobre el asunto de cómo elevar el nivel de suministro de alimentos, que había bajado mucho durante las recuperaciones, hasta que alcanzara de nuevo el nivel normal (a este proceso se le llamó ‘reconstrucción económica y social’).

Como reacción a la crisis económica local causada por una aguda caída en el precio del cultivo comercial del fique –cultivo que había sido activamente estimu-lado por el gobierno y el sector privado durante las décadas de los años sesenta y setenta–, y, en consecuencia, se había expandido enormemente entre las comu-nidades indígenas del norte del Cauca, los líderes de dentro y fuera del cabildo empezaron a preocuparse por la pérdida de la autonomía económica y las formas culturales propias de producción.

Después de un largo debate sobre el tema y de un análisis histórico, y asistidos por una pareja de antropólogos solidarios no indígenas de la Universidad del Valle (María Teresa Findji y Víctor Daniel Bonilla), el cabildo de 1981, cuyo goberna-dor era Emilio Güejia, decidió establecer una campaña para la seguridad alimen-taria y la introducción de principios económicos y formas de trabajo consideradas

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tradicionales, tales como grupos de trabajo comunitario y formas de intercam-bio como el trueque intercomunitario (para beneficiarse de la complementariedad vertical de los microclimas).

Veníamos pensando cómo trabajábamos la tierra y cómo hacíamos una economía […] Nosotros nos pusimos a pensar que todo lo en-trábamos de afuera, sabiendo que la tierra produce aquí […] No so-lamente estaba pensando en el fique, sino en la “reconstrucción eco-nómica y social”; no solamente depender de un solo cultivo, sino de cultivos de comer para seguir fortaleciendo las veredas y las comuni-dades (Emiliano Güejia, CNU, 2002a: 9-10).

Desde ese mismo tiempo nosotros decíamos: “Esas recuperaciones tienen que producir” [...] Ya con todas las veredas se citaban a todas las veredas y se trabajaba [...] Entonces todo eso nos dio para entender que esa era la economía que estábamos buscando: no tanto como para vivir con plata sino tener la comida (Laurentino Rivera, CNU 2002a: 35).

Para empresas comunitarias como la de Chimicueto, esta orientación significó que partes de la tierra colectiva (tierras de pastoreo) empezaron a emplearse para la producción colectiva de cultivos tales como maíz, frijol, yuca, arracacha y caña. Estos productos fueron intercambiados por otros, como trigo de las veredas de otros microclimas (complementariedad vertical) (CNU 2002a, b). Además de la producción de cultivos tradicionales, la idea era también diversificar la pro-ducción de alimentos e introducir nuevos cultivos. Los antropólogos solidarios establecieron programas de intercambio para los líderes de la comunidad, para que ellos pudieran encontrarse con personas de resguardos indígenas de Nariño (indígenas pastos, de Cumbal) y aprender cómo establecer nuevos cultivos. De esta manera, las personas de Chimicueto empezaron a experimentar con el cultivo de papa (CNU 2002a). La responsabilidad por la organización y coordinación del sistema de trueque intercomunitario de cultivos recayó en la junta directiva de la empresa comunitaria y en el comité de la tienda comunitaria. Inicialmente, el vehículo comunitario de Zumbico (chiva, un bus multicolor abierto, para el trans-porte de personas y de productos) –comprado con un préstamo en 1978– sirvió como medio local de transporte.

Sin embargo, luego de transcurridos algunos años, el trueque intercomunitario de cultivos se detuvo de manera un poco abrupta. Esto fue en parte causado por las críticas de otros líderes comunitarios, que defendían los intereses de los cul-tivadores de fique (muchos de los cuales estaban seriamente endeudados). Estos líderes calificaban la política que habían llevado a cabo los cabildos entre 1981

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y 1983 como tradicionalista y abogaban por un desarrollo más moderno de la comunidad. Este grupo proponía empezar a enfocarse más sobre nuevos proyec-tos agrícolas comerciales con el fin de permanecer conectados con la economía regional (no indígena).

Nos trataron así, “porque queríamos volver al taparrabo […]”. En esa época decían que nosotros no estábamos de acuerdo con el crédito que daba el gobierno al Incora y ellos iban a recibir el crédito, porque necesitaban plata para trabajar […] El error que ellos le veían al ca-bildo era que el cabildo no apoyaba el comité de fiqueros ni al Incora (Emiliano Güejia, CNU 2002a: 10)42.

Además, de 1986 en adelante, la importancia de la producción de alimentos de subsistencia local disminuyó como resultado del Plan Nacional de Rehabilitación (PNR), un programa del gobierno para intervenir las áreas afectadas por el con-flicto armado. En colaboración con el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de las Naciones Unidas, el PNR (1986-1990) hizo uso de los llamados proyectos de “Alimentos por trabajo” en las comunidades indígenas, con los cuales los habitan-tes del resguardo recibieron raciones de alimento a cambio de su contribución en trabajo para auspiciar proyectos de desarrollo, principalmente en mejoramiento de infraestructura (caminos, puentes, etc.) (Presidencia de la República 1990). Aunque Jambaló necesitaba apoyo en ese momento, este tipo de proyectos también afectó la producción de alimentos para la subsistencia local y cambió los patrones tradicionales de consumo, con lo cual creó más dependencia (CNU 2002a).

Agricultura comercialCafé. En la segunda mitad de los años ochenta, después de que los líderes “modernistas” empezaran a controlar los cabildos más tradicionales, y debido parcialmente a la disponibilidad de alimentos suministrados por el PNR y el PMA, la atención empezó a cambiar de producción de subsistencia “para vivir” a formas de producción agraria comercial “para echar adelante” (CNU 2002a: 49, Marcelino Pilcué).

La comunidad de Chimicueto empezó entonces a dedicar su atención al cultivo del café. Hubo un interés renovado en las viejas y menospreciadas plantaciones de café de Rafael Penagos, las cuales se acostumbraba cosechar pero que no habían

42 Nota del grupo revisor del texto: Debe aclararse que no se estaba en desacuerdo con los productores de fique sino que se planteaba pensar más en otros cultivos y no quedarse en un mo-nocultivo. Además, hay que anotar que en las discusiones de ese entonces influyó mucho la política del momento.

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sido mantenidas adecuadamente después de la partida del antiguo patrón. Los miembros de la comunidad empezaron a trasladar la producción de alimentos hacia sus parcelas familiares, y a emplear los días de trabajo comunitario cada vez más para limpiar el follaje y podar los árboles que daban sombra. A pesar de estos cuidados, el rendimiento por hectárea de la cosecha de café fue relativamente bajo debido a que se estaba cultivando de forma poco tecnificada, sin el uso de herbicidas químicos; además, las plantaciones de café eran relativamente viejas (20 años). Inicialmente, la cosecha fue vendida a intermediarios en Santander de Quilichao (Jambaló y Jambaló 1995).

Los ingresos de las plantaciones de café fueron empleados para varios propósi-tos. Una parte fue utilizada para pagar los trabajos de reparación y renovación de infraestructura comunitaria, que incluían herramientas, cercas, fincas y mate-riales para la construcción. Algunos recursos fueron aprovechados para avanzar en capacitación técnica especializada para la juventud prometedora. Igualmente, algún dinero se necesitaba para comprar alimentos para la preparación de la comida en los días de trabajo comunitario. El dinero que quedaba era distribuido equitativamente entre las familias individuales. A finales de los años ochenta, la comunidad realizó una colecta de dinero entre sus familias y/o sus miembros para comprar su propio vehículo (‘chiva’) (CNU 2001b), un símbolo de prestigio para la comunidad de Chimicueto (ver Findji 1993). Además del transporte de personas, el vehículo era principalmente usado para llevar productos agrícolas desde las fin-cas y para traer a la comunidad bienes industrializados de la ciudad, es decir, las provisiones de la tienda comunitaria. El vehículo de la comunidad también des-empeñó un papel importante en el transporte de productos y bienes comerciales a, y desde, las veredas vecinas.

A finales de los años ochenta y comienzos de los años noventa, a través de la JAC (la cual tenía personería jurídica), la comunidad de Chimicueto negoció un con-trato con la Federación Nacional de Cafeteros (Fedecafe). La Federación estaba desarrollando un programa de extensión rural que invertía en trabajos comunita-rios pequeños y en la renovación y modernización de plantaciones de café (entre-vista, Edith Tróchez, Loma Gruesa, 22 de noviembre de 2000). La producción de café fue ampliada y se elevó significativamente, de 45 arrobas (562,5 kilos) por hectárea a 60 arrobas por hectárea (750 kilos) (cfr. Findji 1977; Jambaló y Jambaló 1995; Ortiz 1973). A mediados de los años noventa, la empresa comuni-taria de Chimicueto, con sus plantaciones de café de alrededor de 10.000 plantas, se había convertido en uno de los productores de café más grandes de Jambaló. La comunidad tuvo ingresos sustanciales a partir de esta plantación (Entrevista, Bautista Dizú, Chimicueto, 17 de septiembre de 2003).

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Ganadería. A mediados de los años ochenta, después de la recuperación de tierras, Chimicueto tenía más de 100 hectáreas de tierra para pastos, pero ni la junta directiva de la empresa comunitaria ni sus miembros poseían los medios financieros suficientes para empezar a ensayar con ganadería comercial. Como en general la gente les tenía aversión a los grandes riesgos financieros que conlle-vaban los préstamos concedidos por las instituciones del gobierno, como la Caja Agraria o Finagro, con tasas de interés del 20 al 30% anual (Jambaló y Jambaló 1995), la comunidad de Chimicueto, como muchas otras empresas comunitarias del norte del Cauca, pensó que era una buena idea “pedir prestado” ganado a los propietarios (no indígenas) expulsados del territorio indígena y que se habían asentado cerca de Santander de Quilichao. En este tipo de alianzas, los propieta-rios de ganado podrían tomar en arriendo los potreros de la empresa comunita-ria por un período determinado. En contraprestación, a la empresa se le daba la oportunidad de “ganar beneficios” con el ganado prestado, mediante la venta de la leche y el uso para reproducción. Al final del período de arriendo (usualmente dos años), el ganado era cuidadosamente pesado y evaluado. El propietario exi-gía que se le devolviera el mismo número de animales (de la misma edad y peso) y una cuota de los beneficios, usualmente la mitad de los animales levantados. Sin embargo, las comunidades pronto comprendieron que estas alianzas difícil-mente les darían alguna ventaja, ya que ellos tenían que asumir todos los costos de producción (cercas, vacunas, medicina) y responder por los riesgos del negocio (enfermedades y pérdidas). Este tipo de alianza fue conocido como ‘pedir ganado prestado’ o con más elocuencia se le decía ‘terraje ganadero’, y el cabildo empezó a aconsejar a las empresas comunitarias no asumir este tipo de acuerdos:

[Así] el anterior terrateniente aún conserva su poder económico sobre las comunidades indígenas y sobre la tierra supuestamente recupera-da, con la diferencia que ahora le sale a menor costo ya que no paga trabajadores […] pero sí continúa detentando la ganancia del trabajo y de la tierra (Jambaló y Jambaló 1995: 10).

Con el fin de combatir esta nueva forma de explotación, el CRIC utilizó sus propios medios para establecer, a finales de los años ochenta, el Fondo Rotatorio Indígena (FRI), para fortalecer las empresas comunitarias (CRIC 1993). Estos fondos estuvieron disponibles gracias a un acuerdo entre el CRIC, la Federación de Ganaderos (Fedegan), y los programas de desarrollo regional del gobierno, tales como el PNR (1984-1994) (Entrevista, CRIC, 18 de enero de 2001). Los recursos de este fondo fueron más que todo empleados para financiar tratos similares de préstamo de ganado, pero en condiciones más favorables: si una empresa comunitaria pedía en préstamo 10 vacas para leche y cría, recibirían 11 vacas después de un período de tres años; si los animales eran empleados para la

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producción de carne, ellos deberían devolver el precio de compra de los animales engordados más el 45% de su valor en el mercado. Los ingresos del Fondo fueron empleados para promover la actividad ganadera en otras empresas comunitarias (CRIC 1993). El problema de esta alternativa a “pedir ganado prestado” consistió en que el fondo de crédito rotatorio del CRIC tuvo tan poca financiación que solamente podía invertir en un número muy limitado de empresas comunitarias al mismo tiempo. Por consiguiente, Chimicueto nunca tuvo la oportunidad de utilizar el FRI y su empresa comunitaria fue incapaz de constituir, en los años ochenta, hatos ganaderos lo suficientemente grandes; tenían que hacerlo con los pocos animales de que disponían las familias socias de la empresa comunitaria.

En 1993, Chimicueto fue seleccionado para que tomara parte en el Programa de Producción en Comunidades Indígenas (PPCI)43, el cual fue financiado con fondos para el desarrollo de Canadá, y estaba dirigido a promover la agricultura y la ganadería en el norte del Cauca, con el fin de combatir los cultivos ilícitos (cfr. DNP-UDT 1996). A la empresa comunitaria se le ofreció un ‘crédito asocia-tivo’, para ganadería, de tres millones de pesos, que consistían en el suministro de medios de producción, en especie, y 60 cabezas de ganado; también se tuvo en cuenta la infraestructura requerida. Ayudados por un extensionista agrícola que capacitó a los miembros de la empresa comunitaria en la administración de empresas ganaderas (Proyecto Global [número 27] 199344), la comunidad, para comienzos de 1995, ya había podido pagar una cuarta parte del préstamo (Jambaló y Jambaló 1995). A pesar de esto, la comunidad fue incapaz de ampliar su hato en los años siguientes; peor aún, el número de cabezas disminuyó (Entrevista, Bautista Dizú, 17 de septiembre de 2003).

Agricultura en tierras parceladas individualmenteMientras la comunidad de Chimicueto empezaba a ensayar con formas de agri-cultura colectivas, las familias también continuaban invirtiendo una cantidad considerable de esfuerzo en la producción individual en sus parcelas familiares, aunque con la diferencia de que, después de la recuperación, por primera vez desde hace mucho ellos podían libremente ampliar sus parcelas, lo que les posi-bilitó recuperar la fertilidad del suelo a través de la práctica del rastrojo (Findji 1993). La ocupación de partes de la antigua hacienda que no habían sido nunca cultivadas todavía fue espontánea (es decir, no reglamentada) y sin intervención del cabildo (es decir, no registrada) y constituyó de hecho una ocupación de tie-rras. Sin embargo, todos sabían de la ubicación y los linderos de las parcelas

43 Proyecto de Fomento a la Producción Agropecuaria y Desarrollo Cooperativo para las Comunidades Indígenas del Nororiente del Cauca (ver Londoño 2002).44 Esta serie de folletos no estuvo disponible ampliamente pero sí está en posesión del autor.

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familiares, también debido a que, aparte del trabajo comunitario en las fincas, las familias estaban en contacto cercano a través de la minga (pi’txçxa mjïnxi) y del intercambio recíproco de trabajo (puutx pu’çxni) entre familias.

Aunque esta producción individual estaba principalmente destinada a la subsisten-cia, las familias pronto empezaron a producir de nuevo excedentes periódicos en sus parcelas ampliadas. En el pasado, los escasos excedentes eran vendidos a inter-mediarios no indígenas, que les pagaban precios injustos. Después de la recupe-ración, estos excedentes se comercializaron a través de la tienda comunitaria, que ofrecía acopio centralizado de la producción y la venta directa a centros comercia-les, como Santander de Quilichao. La tienda también obtenía productos a través de trueques con otras veredas, utilizando el esquema de mercadeo interno promovido por el cabildo. Sin embargo, después de unos años, este rol de la tienda comunita-ria (el acopio y la comercialización) empezó a perder importancia en Chimicueto y en otras veredas. Principalmente debido a la insatisfacción por el pobre manejo organizacional y financiero de las tiendas, los productores individuales de nuevo empezaron a llevar ellos mismos sus excedentes de cultivo a los mercados en La Mina y Jambaló, a pesar de la pérdida de las posibles ventajas de escala. Pronto el rol de la tienda comunitaria quedó relegado a la compra y suministro de alimentos procesados y de otros productos básicos (Jambaló y Jambaló 1995).

Tal como había sucedido en las fincas colectivas (EC), hubo también un cambio parcial, en la segunda mitad de los años ochenta, en la producción de las parcelas familiares: de los cultivos de subsistencia a los cultivos comerciales. En la parte “libre” del resguardo y en las partes recién recuperadas, este cambio ya había comenzado con la adopción generalizada (en los años sesenta), del cultivo del fique, promovido en las comunidades indígenas por agencias externas, tanto del Estado como privadas, y con la introducción de la ganadería en la cooperativa de Zumbico y en las EC establecidas por el Incora en Barondillo y Loma Gorda (en los años setenta). En la zona media, donde el régimen de hacienda de terraje y la lucha por la tierra habían dificultado el desarrollo de la economía doméstica, este proceso solo empezó propiamente en los años ochenta, estimulado por la influencia ejercida por los proyectos comerciales en las empresas comunitarias y por el programa de ayuda de alimentos ya mencionado del PNR/PMA, el cual suministró a las comunidades toda clase de productos y alimentos no tradicionales. Muchas familias en Chimicueto empezaron a plantar semilleros de café, que crecían silvestres en las plantaciones de la empresa comunitaria, para crear sus propios cafetales. La producción orientada al mercado en las parcelas individuales contribuyó al avance de la monetarización general de la economía indígena y, consecuentemente, al declive de la importancia de las formas de trabajo comunal. “Se había empezado a difundir la práctica de pagar en dinero [los jornales] donde

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antes [el trabajo] se intercambiaba de otra manera o simplemente se brindaba” (Findji 1993: 62).

No obstante, a comienzos de los años noventa y como resultado del crecimiento natural de la población y de la inmigración –debido al retorno, inmediatamente después de la recuperación de la tierra, de los miembros de la comunidad que habían residido fuera del resguardo, presumiblemente para evitar sus obligacio-nes de terraje–, Chimicueto, tal como otras zonas recuperadas, empezó a enfren-tar de nuevo la escasez de tierra. Como todas las tierras por fuera de las fincas colectivas ya estaban siendo cultivadas, las parcelas familiares de nuevo empe-zaron a disminuir de tamaño debido a los procesos de herencia. Esta situación condujo a una nueva forma de tenencia, la parcela familiar indivisa, la cual hasta la fecha es todavía común en las áreas recuperadas de la zona media. Una familia extensa, compuesta por padres e hijos, decide crear una parcela familiar indivisa con el fin de prevenir la desintegración de su propiedad. Ellos deciden no pasar la tierra a la próxima generación en partes de herencia, sino mantenerla y trabajarla juntos. Los miembros de estas familias afirman que, a largo plazo, es la única manera en que ellos pueden seguir trabajando la tierra, utilizando el sistema de roza y quema (entrevista Bautista Dizú y Andrés Pilcué, 17 de septiembre de 2003). Posiblemente los miembros de la familia sacan provecho de la amplia dis-ponibilidad de fuerza de trabajo, que les permite organizar el trabajo en la tierra más eficientemente –sin tener que organizar una costosa minga– y así aumentar su producción. Otra explicación es que esta es una forma de prevenir los conflic-tos de herencia intrafamiliares.

El empezar a cultivar en forma de parcela familiar indivisa no es una solución, sin embargo, para todas aquellas familias que no cuentan con tierra. En los últimos años, un número creciente de hogares jóvenes está en peligro de quedar sin tierra, y algunas familias ya han decidido dejar de trabajar en las empresas comunitarias de Chimicueto y buscar un futuro incierto fuera del resguardo (CNU 2002a).

Caso 4.4. Griseldino Dizú (Chimicueto)

Griseldino Dizú es un hombre joven con su hogar constituido (25 años, esposa, dos hijos). Él y sus parientes (19 personas, divididas en 5 hogares) administran juntos dos hectáreas de tierra contigua en las zonas de clima medio de Chimicueto (entre 2.000 y 2.200 msnm). En los tiempos de la hacienda de terraje (antes de 1975), el terrateniente le había per-mitido al abuelo de Griseldino –un hombre muy trabajador– reclamar aproximadamente 8 hectáreas de tierra incluyendo rastrojos. Después del proceso de recuperación de la tierra (1982), el abuelo y sus dos únicos hijos continuaron trabajando juntos su anterior encierro. El padre de Griseldino y su tío, eran padres, entre ambos, de cuatro hijos. Los dos hombres

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lograron convencer a sus hijos, que viven en casas aparte en la misma vecindad, de conti-nuar su estrategia de trabajar conjuntamente su tierra familiar. Todos lograron, a través de los años, ampliar en 4 hectáreas adicionales su terreno. De acuerdo con Griseldino, ellos cultivan la tierra “al estilo viejo”, lo cual significa que nunca utilizan toda su tierra a la vez sino que alternadamente queman parte de esta, usualmente una o dos plazas por hogar, y dejan el resto en rastrojo. Aunque una pequeña cantidad de la tierra está afectada por ero-sión (en áreas pendientes), la mayor parte es adecuada para la agricultura y está cultivada con maíz, frijol, yuca y arracacha. Muchas de estas casas están rodeadas por huertas (yac tul) sembradas con una variedad de hortalizas y plantas medicinales.

Contradicciones internas en las empresas comunitariasEn muchos aspectos, la historia y la situación actual de la empresa comunitaria mixta de Chimicueto es semejante a las de otras empresas comunitarias de vere-das vecinas. Por lo tanto, el siguiente análisis se plantea en términos generales y corresponde a la situación de tenencia en la zona media en general.

Desde finales de los años ochenta viene creciendo la insatisfacción en Jambaló, entre los comuneros y el cabildo, por los pobres resultados económicos de las empresas comunitarias y por la falta de solidaridad en el interior de estas institu-ciones. La insatisfacción se nota en la (auto)crítica de los miembros de la empresa comunitaria, en la burla de los comuneros de fuera de la zona media, y en las numerosas declaraciones públicas y documentos internos emitidos por el cabildo. En particular, en tiempos de escasez de tierra –fenómeno que rápidamente se incrementa en todas partes del resguardo–, el uso de la tierra colectiva en las empresas comunitarias se viene considerando cada vez más como algo decadente: sería mejor distribuir la tierra entre los miembros de la comunidad. Diversos par-ticipantes en una reunión de cabildo en octubre de 2000 cuestionaron pública-mente si se justificaba mantener las empresas comunitarias en su forma actual.

Para entender la insatisfacción con la forma como funcionan las empresas comu-nitarias, es necesario ubicar estas instituciones en el contexto amplio de la situa-ción socioeconómica en la zona media. Particularmente, se deben considerar estas empresas a la luz de la gran desigualdad existente en las comunidades pae-ces (Findji 1993; cfr. Gros 1991a), a la relación antagónica entre las formas colec-tivas e individuales de producción –que operan una junto a la otra– (Londoño et al. 1975) y, finalmente, a la vaguedad de los criterios establecidos para la organi-zación comunitaria desde su creación.

Distribución desigual de la tierraUna de las causas del bajo rendimiento económico (y social) de las empresas comunitarias –como es también el caso de Chimicueto– puede encontrarse en las

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relaciones de propiedad y en las “relaciones sociales de producción” de las tierras individualmente distribuidas, que, en estas “empresas comunitarias de explota-ción mixta” (Londoño et al. 1975: 32 y ss.) están indisolublemente atadas a las fincas colectivas. Con respecto a estas tierras repartidas individualmente, un viejo luchador por la tierra admitió que:

En la vereda de nosotros, Chimicueto, tenemos mal distribuida la tierra. Algunos tienen más tierra y otros menos. Para nuestro futuro va a hacer falta cuando ya crezcan los niños (Lisandro Menzucué, CNU 2001b: 33).

La desigualdad en la propiedad de la tierra, que siempre ha existido en las comu-nidades paeces, pero que solo recientemente (en un contexto de escasez de tie-rra) se ha vuelto problemática (y particularmente en la empresa comunitaria), tiene sus orígenes, en su forma actual, en la antigua organización territorial de la hacienda de terraje y en el proceso siguiente de ocupación durante el período de transición inmediatamente posterior a la recuperación de la tierra.

En tiempos anteriores, el terrateniente dependió siempre de un número selecto de terrajeros, por lo general sus mejores trabajadores, para coordinar el trabajo colectivo (terraje) en sus fincas. En compensación por sus esfuerzos, las familias de estos hombres y, con frecuencia, también las de otros trabajadores, recibieron permiso para limpiar más terrenos baldíos que otras familias. Además, algunas veces, el terrateniente incluso vendió estas tierras a los terrajeros, con documentos supuestamente oficiales45 (ver Findji y Rojas 1985).

Sin entrar a establecer ahora si estas personas finalmente se unieron o no a la lucha por la tierra, lo cierto es que después de la recuperación de la tierra ellos permanecieron firmes en su postura de mantener sus posesiones. Los otros miem-bros de la comunidad generalmente respetaron estos reclamos, aunque solo fuera para evitar los conflictos internos y la desunión. En los casos en que estas fami-lias se hubieran mantenido indiferentes al movimiento de recuperación de tierras, generalmente a ellos solo se les excluyó de la participación en las empresas comu-nitarias. Así, los encierros iniciales de las familias quedaron intactos después de la recuperación de tierras. Tras la recuperación de las haciendas, surgieron nuevas oportunidades para ocupar tierra, ya que las principales reservas de terrenos bal-díos y de bosques, que el terrateniente había guardado previamente para sus acti-vidades futuras, ahora carecían de propietario. Como las empresas comunitarias

45 “Supuestamente”, porque estos documentos no fueron registrados oficialmente ni ante el notario ni en la oficina de registro, y por tanto, en la mayor parte de los casos, eran títulos falsos.

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estaban preocupadas principalmente por la organización comunitaria, no tuvieron una visión clara sobre la colonización inminente de estas tierras no cultivadas. En consecuencia, las familias más emprendedoras, las primeras en aventurarse en estas áreas, pudieron reclamar más tierra que las otras. El cabildo, que había creado la nueva modalidad de adjudicación global delegando su autoridad en materia de adjudicación de la tierra a la comunidad local (en otras palabras, en la junta directiva recién constituida), en aquel momento no hizo correcciones ni intervino de alguna otra forma en las prácticas no reguladas de distribución de tierra en las áreas recuperadas. De acuerdo con algunas personas, los cabildos luchadores del pasado estaban preocupados por la lucha por la tierra otra parte del resguardo y no previeron las consecuencias a largo plazo de esta política de no interferencia. Otras personas, sin embargo, sugieren que estos individuos cabil-dantes se abstuvieron de intervenir por intereses personales, ya que muchos cabil-dos de aquellos años estaban integrados por líderes que eran originarios de la zona media del resguardo.

Resumiendo, podemos decir que, puesto que no se hizo una revisión de la distri-bución de las tierras repartidas individualmente –los anteriores encierros de las haciendas recuperadas–, asunto que se evitó principalmente para impedir que aumentara la división interna de la comunidad (Gros 1991a), las relaciones socia-les de producción existentes al comienzo (es decir, las viejas desigualdades y las correspondientes relaciones de poder entre familias) se reprodujeron en gran medida en la nueva organización económica (Londoño et al. 1975).

Hoy, con toda la tierra en producción alrededor de las fincas colectivas, la distri-bución desigual de la tierra da lugar al incremento de protestas sociales. Aunque las parcelas individuales de todas las familias han visto reducido su tamaño debido al crecimiento natural de la población, existen todavía familias que poseen mucha más tierra que otras. Las familias pobres en tierra han llegado a un punto –tal como sus contrapartes de las zonas alta y baja– en el que no están en capa-cidad de dejar a sus hijos una parcela de herencia lo suficientemente amplia para su subsistencia. Dado que estas familias solamente pueden depender en parte de la producción de alimentos de las fincas colectivas –ahora que el cultivo de estas en su mayor parte ha sido reemplazado por producción orientada al mercado–, las familias jóvenes a menudo continúan trabajando en las parcelas de sus padres, que llegaron a convertirse en parcelas familiares indivisas. Además, puesto que los páez generalmente son muy inclinados a tener su propia parcela, las fami-lias pobres en tierra a menudo hacen un llamamiento a familias ricas en tierra para una concesión temporal porque muchas familias arrendatarias con el tiempo desarrollan un reclamo permanente sobre las parcelas arrendadas. Por esa razón, algunas familias con parcelas en rastrojo de tamaño superior al promedio, se

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rehúsan, en principio, a permitir que las familias pobres en tierra tengan acceso a sus terrenos, actitud calificada generalmente como egoísta.

Algunas personas son muy egoístas. Mientras muchas familias tienen solamente pequeñas parcelas, otras tienen hasta 20 o 30 hectáreas. Estas personas son generalmente trabajadoras, pero ahora ellos dejan la tierra en rastrojo, y todavía se oponen a que otras personas traba-jen. Todavía así las otras familias respetan (Feliciano Medina, 12 de diciembre de 2000).

Las envidias entre las familias, causadas por la desigualdad, conducen por lo general a disputas por los límites de las parcelas y a acusaciones de invasión, que ocasionalmente se ven acompañadas con brotes de violencia; este fenómeno tiene su origen, en parte también, en el hecho nada despreciable de que, desde la recupe-ración, las diferentes juntas directivas nunca mantuvieron un registro de la tierra (es decir, actas registradas de adjudicación), algo que el cabildo de la zona alta ha venido haciendo durante años (y más todavía cuando lo exige la Ley 89 de 1890).

A pesar de la tensión creciente, el tema de la inequitativa distribución de las tie-rras individuales –es decir, el tema de la redistribución interna– hasta ahora nunca ha sido puesto en la agenda de la asamblea anual de las empresas comunitarias (EC) en la que se elige la nueva junta directiva. Personas externas bien informa-das, en su mayoría excabildantes de las zonas alta y baja, sostienen que esto se debe a que en muchas empresas comunitarias las familias con más tierra y que se benefician de una continuación del statu quo, son también las mismas cuyos miembros disfrutan de mayor prestigio e influencia en la junta directiva46.

En las empresas comunitarias existen siempre personas que mandan más que otras. Ellas [las empresas comunitarias] trabajan con su pro-pio criterio. Por lo tanto, los más tranquilos se quedan con muy poco o nada, mientras están otros que tienen que trabajar más duro (Entre-vistas, Críspulo Fernández, 19 de septiembre de 2003; Luis Alberto Passú, 12 de diciembre de 2000).

La actual situación de inequidad, empeorada por la creciente escasez de tie-rra, afecta el principio de solidaridad en el que se basa el funcionamiento de las

46 Londoño et al. (1975:101,132), con respecto a esa clase de liderazgo, declaran que: “Se ve el influjo pernicioso de estos dirigentes con poder social y económico en […] En las reuniones oficiales la participación se puede aparentar: (‘Todos tienen derecho a hablar’), pero en la realidad sólo unos cuantos intervienen y dirigen la reunión”.

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empresas comunitarias47. Esto se refleja en la tendencia reciente hacia una parti-cipación cada vez menor de los socios en los días de trabajo comunitario. En un intento por preservar la cohesión social de la comunidad, las juntas directivas de algunas empresas comunitarias, incluyendo la de Chimicueto, han decidido, des-pués de consultar a sus comunidades, poner a disposición algunas tierras colecti-vas de pastoreo para que algunas familias jóvenes puedan tomar posesión de una pequeña parcela familiar (que mide, en promedio, solo 40 x 40 m.). Las personas son conscientes, sin embargo, de que este procedimiento no es una solución de largo plazo al problema de la desigualdad; además, muchos miembros desde el comienzo (en particular los luchadores por la tierra) se han opuesto con firmeza a esta decisión.

Problemas de organización: formas antagónicas de producción / objetivos y criterios poco claros

Aparte del asunto de la solidaridad y la desigualdad, los miembros de la comuni-dad a menudo también atribuyen la baja producción de las empresas comunitarias, particularmente la de las fincas colectivas, a su falta de experiencia en el manejo de empresas comerciales y al hecho de que los socios de las EC del cabildo no reci-bieron capacitación adecuada, ni apoyo externo, técnico y financiero, del Incora.

Nos ha dado beneficios [fincas colectivas] a nivel de cada comunidad […] Aunque no ha sido una producción muy favorable a que esto dé una salida económica a las comunidades […] No se recibe más bene-ficio de la tierra porque nos faltan recursos económicos. Para sacar una producción en cantidad se necesitan los recursos económicos […] Nosotros mismos no sabemos utilizar la tierra; falta mucha técnica ( Jaime Dagua, CNU 2001b: 28; Lisandro Menzucué, CNU 2001b: 30).

Es cierto que las EC autónomas no tenían inicialmente acceso a créditos ni a asistencia técnica, debido a que se rehusaban a pagar la tierra recuperada y por tanto no se les concedía la personería jurídica, condición que exigía el Incora para tener derecho a crédito y apoyo (véase CRIC 1981). Sin embargo, el apoyo de esta institución no hubiera sido garantía de éxito económico, como puede verse en el ejemplo de las empresas comunitarias de Barondillo y Lomagorda, que tuvieron problemas de reembolso de pagos de los créditos y que están aún peor que muchas empresas comunitarias autónomas (como la de Chimicueto). Los programas

47 Comparar con Londoño et al. (1975: 146), que sostienen que: “la medida en que esta diversidad [en la composición del grupo comunitario, en cuanto a poder social y económico] sea superada, determinará el grado de unidad real del grupo”. Estos autores raramente usan la palabra ‘solidaridad’.

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posteriores dirigidos a apoyar la ‘capitalización’ de las empresas comunitarias –la mayor parte de ellos iniciados por la propia organización regional (CRIC) y otras instituciones privadas (Fedecafe, PPCI)48– estaban por lo general subfinanciados y eran de corto plazo (Van de Sandt 2003). El problema de la baja producción de las fincas colectivas parece por lo tanto radicar en problemas estructurales de la organización general interna de las empresas comunitarias.

Las empresas comunitarias en áreas indígenas fueron establecidas como empre-sas de explotación mixta, en las cuales, después de la recuperación, la produc-ción individual en parcelas familiares (los antiguos ‘encierros’) coexistió con la producción colectiva en las fincas (las antiguas haciendas de los terratenientes). Desde el comienzo ha existido un cierto antagonismo de intereses entre estas dos formas de producción. Una evaluación inicial llevada a cabo por un grupo de agrónomos independientes en 1975 acerca de estas empresas comunitarias mix-tas, empresas que también se establecieron en otras partes de Colombia como parte de la Reforma Agraria (1968-1972), reveló que:

Tanto los exarrendatarios como los exaparceros que, mediante el programa de reforma, continúan controlando una economía familiar privada, muestran intereses que vienen a contradecirse a largo plazo. Por una parte, sus intereses están en la percepción de los llamados ‘adelantos’ o la ‘subsistencia’ provenientes del trabajo en la parte co-lectiva. Por otra, les interesa desarrollar al máximo su economía fa-miliar privada (Londoño et al. 1975: 37).

En una evaluación interna sobre el pobre funcionamiento de las tiendas comuni-tarias, el cabildo llegó a una conclusión similar en 1995:

Los socios no participan de estas reuniones ni de los compromisos; existe una falta de voluntad e interés por las ocupaciones de carácter doméstico; aquí, como en otras actividades comunitarias, se presenta una tensión entre lo que hemos llamado economía doméstica y eco-nomía comunitaria (Jambaló y Jambaló 1995: 12).

Este contraste sería menos problemático si hubiera una clara distinción entre la producción de subsistencia en las parcelas individuales y la producción

48 Los gobiernos de finales de los años ochenta sólo ofrecieron a las comunidades apoyo (económico) según los programas de asistencia antes mencionados del Plan Mundial de Alimentos (PMA), en el marco del Plan Nacional de Rehabilitación (PNR).

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orientada al mercado en las fincas colectivas49, pero las consecuencias se ven claramente cuando las familias en sus parcelas individuales empiezan a trabajar en cultivos comerciales además de cultivos de subsistencia, como ha sido el caso en Chimicueto desde mediados de los años ochenta. En estas circunstancias, “el carácter parasitario” de las parcelas familiares pasa inexorablemente a un primer plano (Londoño et al. 1975:38): las familias empiezan a preferir invertir su trabajo y activos en la economía doméstica, y a emplear las instalaciones e ingresos que suministra la producción colectiva. Mientras tanto, ellos dejan cada vez más la responsabilidad del desarrollo de las instituciones comunitarias en manos de las personas designadas para esta tarea por la comunidad (la junta directiva, los mayordomos y el administrador de la tienda). En otras palabras, existe una tendencia hacia una maximización de la economía doméstica (individual) a expensas de la economía comunitaria50.

La tendencia a la individualización, o la carencia de “apropiación colectiva de las empresas comunitarias”, tal como el cabildo describe este fenómeno (Jambaló y Jambaló 1995:7), está además alimentada por el hecho de que las empresas comunitarias operan sin una clara estructura interna, una consecuencia del hecho de que las directrices generales (acuerdos verbales) para la organización comuni-taria, formuladas durante la lucha por la tierra, no han sido detalladas en etapas posteriores. No existen, por ejemplo, criterios claros para el uso de los beneficios conseguidos por las empresas comunitarias (p. ej., porcentaje de (re) inversión en la producción colectiva) o para el control sobre el manejo financiero de las fin-cas colectivas y la tienda comunitaria. Tampoco los objetivos de las EC han sido claramente definidos. Con el tiempo, el objetivo inicial –la unidad de lucha y el apoyo logístico a la lucha por la tierra– parece haber quedado subordinado a la búsqueda de una producción de tipo más profesional y particularmente, más alta.

Los mayores en ese tiempo pensaban, tenían una idea de recuperar la tierra, pero en sí no se había pensado en cómo hacerla producir en un futuro. Por eso es que en estos momentos las comunidades no mejo-

49 Como sucedía, generalmente, en la hacienda de terraje, excepto que en esos días los bene-ficios obtenidos en las fincas favorecían solamente al propietario.50 Londoño et al. (1975:38) hacen un análisis similar: “Por un lado, la economía campesina privada recibe las ventajas de la parte colectiva y se nutre de ella: generalmente los gastos de ad-ministración y manejo agroeconómico de la empresa los absorbe la parte colectiva. De otro lado, el crecimiento de la parte colectiva y de la parte individual que en teoría debería ser simultáneo, en la práctica demuestra una relación inversa entre el crecimiento colectivo y el privado; es decir a mayor crecimiento de la parte privada, menor es el crecimiento de la parte colectiva o viceversa.En otras palabras, mientras que antes la hacienda de terraje garroneó el trabajo a los terrajeros, hoy las familias garronean las ganancias de las fincas colectivas”.

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ramos. Pero es porque en las ideas anteriores había la visión de cómo recuperar […] pero no se pensaba en cómo había que hacerla producir para que esto diera utilidad (Jaime Dagua, CNU 2001b: 33).

La organización inadecuada está en parte causada por la carencia de mecanismos efectivos para evaluar el liderazgo y el rendimiento de las fincas colectivas. En la asamblea anual de la EC, que a menudo se lleva a cabo de manera más bien ritual (ver Findji 1993), la junta directiva saliente informa a los miembros presentes acerca de los resultados que han alcanzado, pero con frecuencia no les pide explí-citamente su opinión51. Debido a los anteriores factores ya mencionados, no existe continuidad en la política agroeconómica y hay una disminución de la confianza, entre sus miembros, en el funcionamiento de la empresa comunitaria.

Por ejemplo, hace un año rindieron un buen informe, que “la empresa vamos bien”, pero eligieron otra directiva y el informe, “que vamos mal, que hubo pérdidas”. Entonces uno se desanima en ese proyecto de vida (sic), no sé, yo pienso así (Ángel Quitumbo, CNU 2002a: 135).

Cuando se escuchan las críticas acerca del funcionamiento de las EC, uno tiene la impresión de que muchos, y principalmente los jóvenes, miembros de la comu-nidad desean cambiar los objetivos y criterios de las empresas (en otras palabras, profesionalizarlas). Estas familias parecen estar particularmente frustradas y des-alentadas por la carencia de sentido de propiedad individual en las fincas colecti-vas. De esta manera, ellos muestran la actual tendencia a disminuir el apego a la vieja ideología comunitaria que sustentó la puesta en funcionamiento de las EC, pero que está cada vez más desconectada de la realidade actual en las comuni-dades. Al mismo tiempo, la reestructuración de las empresas comunitarias está siendo obstaculizada por una vieja generación de exluchadores por la tierra, que obstinadamente se aferran a la idea original de la empresa comunitaria como “fruto de la lucha por la tierra” y que ellos consideran sacrosanta.

Competencia entre la autoridad del cabildo y la autoridad de la empresa

A pesar de la creciente insatisfacción en la comunidad con el funcionamiento de las EC, el cabildo no tiene planes de abandonar esta institución ni la ideología comunitaria que la sustenta. Pareciera como si el cabildo sintiera alguna clase de responsabilidad histórica por, o lealtad a, las EC y considerara todavía a las

51 Nota del grupo revisor del texto: Hay que destacar que si bien el desempeño de la junta directiva de la empresa puede arrojar resultados negativos, en otros casos de juntas directivas su-cesivas, el efecto fue contrario y se generaron resultados positivos en muchos aspectos.

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empresas de explotación mixta (individual y colectiva) como una forma posible y deseable de promover el desarrollo de la comunidad local. Esto significa que, con-trario al anterior análisis, el cabildo no percibe antagonismo entre la producción individual y la colectiva.

El cabildo es, sin embargo, plenamente consciente de la inestabilidad que existe en la organización de las empresas. Esta es la razón de por qué desea incrementar su influencia sobre las EC introduciendo frenos y contrapesos externos. Primero, quiere estimular un liderazgo responsable y transparente respecto al manejo eco-nómico, principalmente suministrando capacitación y cursos específicos a los miembros jóvenes y a los facilitadores. En segundo lugar, quiere urgir a las juntas directivas para que inicien los registros de las parcelas de las familias y/o miem-bros, con el fin de prevenir desacuerdos internos –conflictos de tierra en parti-cular– y así impedir la disminución del sentido de comunidad. En este segundo propósito, el cabildo también quiere incluir en la agenda la distribución desigual y el prolongado tiempo en rastrojo de las tierras.

Al asumir este rumbo, el cabildo se arriesga a encontrarse con la resistencia de las juntas directivas y de los miembros/familias influyentes de las EC, que reaccionan a la defensiva o están abiertamente en desacuerdo con los planes del cabildo, los cuales se les considera como una injerencia externa en sus asuntos internos. Las juntas consideran que la administración de la tierra dentro de las EC es su prerrogativa, y la sustentan en los antiguos acuerdos (adjudicaciones globales) realizados antes de la recuperación de la tierra. Los cabildos nuevos (los posteriores a 1995), de integrantes más jóvenes, rechazan estos argumen-tos y creen que todas las EC deberán funcionar de acuerdo con los parámetros del CRIC; a saber, en colaboración cercana y con la supervisión del cabildo, la máxima autoridad en la comunidad del resguardo. Un excabildante explicaba la situación así:

¿Ha notado la diferencia en la manera como la gente de las áreas recu-peradas hablan acerca de la tierra? ¡Ellos prácticamente se consideran los propietarios! […] En general, ellos aceptan la autoridad del cabil-do; colaboran cuando el cabildo les ayuda con proyectos productivos o con salud, pero la tierra […] ¡éste es un tema más complicado! (Luis Alberto Passú, 6 de diciembre de 2000).

La resistencia de las EC a los planes del cabildo está avivada por el temor y la incomprensión persistentes respecto a las posibles consecuencias de aquellos pla-nes, en particular en cuanto a la distribución local de la tierra. El cabildo es plena-mente consciente de la sensibilidad de las familias locales respecto a las tierras de

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la EC, por las cuales ellos tanto pelearon durante su lucha. Las entrevistas revelan que, por lo menos para el momento en que se realizó la investigación, el cabildo estaba solamente interesado en el registro de la tierra y su posible redistribución, que en una etapa posterior tendría que darse internamente, entre los habitantes de cada EC/vereda. Sin embargo, un comentario que a menudo se escucha en las EC es que: “La gente dice que no hay necesidad de la interferencia del cabildo, y que ellos son capaces de resolver sus propios problemas” (Feliciano Medina, 12 de diciembre de 2000).

Manejo comunal de recursos en la zona baja,con particular referencia a Loma Redonda y El Porvenir

La zona baja es el área situada en ambos flancos de la parte baja del filo de Loma Redonda (2.200 m.), que desciende, en su parte oriental, hacia el valle de Jambaló (1.400 m.), y en la occidental, hacia uno de sus mayores tributarios, el río Valles Hondos (1.600 m.). El terreno tiene un relieve variado, suavemente ondulado en las veredas de El Carrizal, Voladero, La Palma y Loma Redonda, y con pendiente fuerte en las veredas de Vitoyó, Valles Hondos, La Esperanza y Loma Gruesa (ver mapa 4, página 183).

Esta parte del resguardo es reconocida por su historia de mestizaje y por la recu-peración muy reciente de su identidad cultural indígena. Las relaciones de tenen-cia de la tierra han estado marcadas por un proceso relativamente reciente de colonización no indígena y por la posterior, dolorosa y desigual recuperación indí-gena. Los siguientes apartes describen la situación actual de tenencia en la zona baja, pero prestan particular atención al área conflictiva alrededor de las veredas colindantes de Loma Redonda y El Porvenir.

Loma Redonda comprende el área entre los pequeños arroyos de El Chavío (norte) y El Corral (sur) y es una de las veredas más densamente pobladas de Jambaló (alrededor de 800 habitantes en 2001). Con su estatus administrativo de corregimiento52, puede ser considerada como el centro de la zona baja. Aunque el área –ocupada inicialmente por las familias indígenas Passú, Ul y Conda– ha sido siempre considerada como parte de Jambaló, sus habitantes igualmente han estado todo el tiempo orientados a mantener fuertes vínculos con los centros mes-tizos cercanos: Caloto, Toribío y, más recientemente, Santander de Quilichao.

52 Nota del traductor: ‘Corregimiento’ es un tipo de subdivisión municipal. Con antecedentes en la idea de ‘corregidores de indios’.

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Historia de la apropiación y uso de la tierraAunque la zona baja tiene una historia que la distingue de las zonas alta y media, es considerada tradicionalmente como parte del área de influencia del cabildo de Jambaló. La referencia colonial más antigua para el área data de 163853. La comu-nidad local estaba bajo el mando del cacique Diego, de Jambaló. En esa época, Jambaló no era un resguardo sino una parcialidad, mantenida en encomienda (bajo concesión real, ver capítulo 2) por doña Ana Tovar, quien fundó aquí una capellanía. En los días de Juan Tama, fundador del resguardo de Jambaló (1702), la zona baja era conocida como el país de Vitoyó. Para esta época, no hay indi-cios de propiedad privada no indígena54. Poco se sabe de esta área en el período de 1700 a 1850, excepto por el hecho de que la administración política del Cauca emitió un número de contratos temporales de minería en el curso del siglo XIX (Findji y Rojas 1985). La población indígena se vio confrontada por primera vez con la colonización de agricultores no indígenas a finales del siglo XIX y comien-zos del XX, cuando miembros de las familias Navia (1886), Cifuentes (alrededor de 1905) y Sandoval (1911) se asentaron en la zona (Roldán 1975)55. De acuerdo con los habitantes indígenas mayores, estas familias se asentaron en el área con pocas posesiones. Establecieron pequeñas empresas, a menudo molinos o tiendas, y luego rápidamente se apropiaron de la tierra de las familias indígenas vecinas al hacerlas caer en relaciones de dependencia (a través de créditos e hipotecas). Las familias indígenas de entonces se convirtieron así en sus terrajeros (Findji y Rojas 1985). Después de algunas décadas, a la población local le parecía como si los propietarios no indígenas, que tenían sus tierras registradas y se presentaban como “propietarios”, siempre hubieran “estado allí” (CNU 2001b: 36; entrevista, Andrés Betancur, 11 de enero de 2001)56. Justo antes y durante el período de La Violencia

53 Archivo Central del Cauca, Popayán (Sign. 1479) [1638] en Roldán et al. (1975).54 El texto del título de las tierras de Jambaló sin embargo, se refiere a la existencia de minas en la vecindad de Vitoyó y en la parcialidad vecina de San Francisco (NC/S 1914 [1702]).55 La colonización de los resguardos paeces a comienzos del siglo XX ocurrió como resultado de la Ley 55 de 1905, que autorizó a los municipios (antes llamados provincias) a declarar ciertas partes del territorio indígena como áreas de colonización. En 1905, Jambaló (tal como los otros resguardos paeces de Munchique, Pueblo Nuevo, Pioyá, Caldono y La Aguada) era parte de la provincia de Santander de Quilichao (Pitayó pertenecía a la provincia de Silvia), y es por lo tanto probable que la colonización de las zonas baja y media de Jambaló se iniciara desde allí (Roldán et al.1975; Findji y Rojas 1985).56 Los Navia tenían propiedades en la zona baja, en Loma Redonda y Valles Hondos, que datan de 1886. En 1911, la familia Navia también adquirió una cantidad considerable de tierra en Chimicueto (zona media) y hasta 1923 también tuvo posesiones en Buenavista (zona media). La familia Cifuentes adquirió tierra por primera vez en Voladero alrededor de 1905. Por procesos de herencia y venta, su propiedad pasó a manos de la familia Sandoval, pero en 1925 los Cifuentes compraron estas posesiones nuevamente. Los Cifuentes extendieron sus propiedades familiares a Trapiche (zona media) y a Vitoyó, y en 1951 compraron tierras de los Sandoval en Guayope (zona media). Los Sandoval ampliaron sus posesiones a Voladero (1911-1925), a Guayope y, poco des-

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(1948-1958), la zona baja fue testigo de un nuevo flujo de colonos; el área de propie-dad privada no indígena se amplió o pasó a nuevas manos. Entre 1940 y 1950, los Navia, intimidados por la violencia creciente, vendieron todas sus propiedades en Loma Redonda y Valles Hondos a Arcadio Gómez y Luciano Mestizo, dos recién llegados al área (Roldán et al. 1975). Otros colonos llegaron como trabajadores pero pudieron conseguir tierra casándose con alguna hija de una de las familias establecidas; Octavio Galvis, por ejemplo, se casó con Raquel Sandoval en Vitoyó (CNU 2001b). Aprovechándose del desasosiego causado por La Violencia, el espa-ñol Arturo Silva se las ingenió para expandir su propiedad en el municipio de Caloto hacia la Esperanza y Loma Gruesa, que son las veredas de Jambaló situadas más al norte (CNU 2001a, b). Los Cifuentes fueron la única de las familias anti-guas que mantuvo propiedades de importancia en Voladero y Vitoyó.

Hacia finales de los años cincuenta, el corregimiento de Loma Redonda y las áreas vecinas formaban una comunidad local muy compacta, a pesar de la usual discriminación entre blancos e indígenas. El trabajo de la tierra, a menudo orga-nizado por medio de mingas, era frecuentemente interrumpido por celebraciones religiosas anuales, como el Día del Santo Patrón o la Procesión de la Virgen, y por rituales indígenas, como la celebración del sacrificio de los Chigüingos (CNU 2001b)57. Los propietarios no indígenas consolidaron las relaciones clientelistas con sus terrajeros a través de lazos de compadrazgo58, que les ayudaban a asegu-rarse el apoyo de la población local para el Partido Conservador. En este período, la zona baja no era realmente considerada parte del resguardo, a pesar del hecho de que la mayoría de la población era de ascendencia indígena. La influencia del cabildo de Jambaló –tradicionalmente liberal– era limitada en esta área (Findji y Rojas 1985). Esta situación puede también atribuirse al surgimiento, por esa misma época, de una clase propietaria indígena local y al posterior proceso de mestizaje. En los años cuarenta, algunos propietarios blancos (p. ej., los mestizos Navia y Luciano Mestizo) habían vendido pequeñas partes de sus propiedades a sus compadres más cercanos o, en algunos casos, a familias indígenas vincula-das por matrimonio, entre otros a Antonio Conda y Pacífico Passú (Roldán et. al.

pués, a Vitoyó. Todas las escrituras originales se basan en certificados falsos o irregulares (Roldán et.al. 1975), y lo son mucho más puesto que contravienen la Ley 89 de 1890, que establece que las tierras de resguardo son imprescriptibles (Dindicué 1983).57 Como todas las localidades en Colombia, Loma Redonda tenía su propio Santo Patrón, cuya fiesta era celebrada durante varios días con procesiones, juegos, comida, música y baile; a su turno los Chigüingos era una fiesta indígena de la siembra, que se realizaba en diciembre, en la que las familias ponían alimentos sobre un altar para aplacar los espíritus de sus ancestros fallecidos. No se sigue realizando ninguna de estas fiestas, por lo menos en Jambaló (CNU 2001b).58 El compadrazgo es un sistema en el cual los adultos contraen relaciones de parentesco espiritual o imaginario a través del padrinazgo de un niño u objeto.

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1975; CNU 2001b). Y como estos a su turno vendieron parte de estas propiedades a otras familias o las traspasaron a sus hijos, alrededor de 1960 había surgido un pequeño grupo de propietarios indígenas. Las familias de este grupo pronto empezaron a verse a sí mismas como finqueros y ya no como indígenas nativos (Findji y Rojas 1985). Esta situación incentivó a los terrajeros a desarrollar tam-bién una cierta inclinación hacia la propiedad privada.

Por esta época, en Vitoyó, que era una comunidad tesonera con vagos recuerdos de los tiempos del resguardo, las familias indígenas empezaron a rebelarse contra sus terratenientes (CNU 2001a); y lo hicieron cada vez más, después de la asam-blea de fundación del CRIC en Toribío el 24 de febrero de 1971. Cuando el cabildo luchador de Isidoro Dagua bajó desde Jambaló en 1974 para hacer a las familias locales –Escué, Secué, y Zapata– conscientes de sus derechos (los títulos colonia-les de Juan Tama y la Ley 89), ellos ya habían dejado de pagar terraje hacía algún tiempo (CNU 2001b). Sin embargo, en Loma Redonda, los campesinos indígenas propietarios de tierra rechazaron la política de recuperación de tierras del cabildo.

Pensábamos que el cabildo estaba quitando las tierras. Fue invadien-do las tierras; esta era la política del cabildo. Tenía mala imagen, porque no era una política civilizada, ni con un diálogo civilizado, sino que ordenaban a recuperar las tierras a los ricos (Edelmiro Ul, CNU 2001b: 76).

Los grandes propietarios blancos de Loma Redonda tomaron acciones despia-dadas contra aquellos terrajeros que se habían sentido atraídos por el discurso del movimiento de recuperación de tierras y el cabildo. En los primeros días de la lucha por la tierra, asesinos contratados por los terratenientes mataron a dos terrajeros luchadores. Muchos indígenas terrajeros y trabajadores jornaleros de veredas vecinas se desalentaron por esta represión y se resignaron a la situación existente (CNU 2001b).

Cuando comenzaron aquí a recuperar, la gente de La Esperanza es-taba en contra […] Decían que “dejaran quieta la tierra de los pa-trones”, que “el patrón era como un papá” […] Dijeron que éramos unos pendejos, que éramos comunistas y que estábamos robando esa tierra, porque nos iban a llevar y nos iban a botar lejos (Elvira Escué y Romalda Zapata, CNU 2001b: 45, 47).

Debido a que los luchadores por la tierra de la zona baja estaban en una situa-ción muy precaria, rodeados por las veredas que permanecían en contra de la recuperación de la tierra –Loma Redonda y La Esperanza–, el cabildo había

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decidido delegar su autoridad en Vitoyó a líderes especialmente designados, los gobernadores suplentes, que estuvieron a cargo de liderar localmente la lucha por la tierra. Aislados de las comunidades luchadoras de las zonas alta y media, ellos recibieron apoyo directo del CRIC y de las comunidades de Toribío (CNU 2001b).

A pesar de la fuerte represión, el pueblo de Vitoyó –tanto hombres como mujeres– no renunció a su lucha. Sin embargo, debido a su minoría numérica, se arriesga-ron y salieron mal librados: en un corto tiempo seis personas fueron asesinadas (CNU 2001a)59. En ese momento, las guerrillas del M-19 y Quintín Lame, este último un grupo de autodefensa indígena establecido en 1979, vinieron al rescate de los luchadores de tierra. Ellos les suministraron armas y les enseñaron cómo defenderse de los “pájaros” (CNU 2001b). La intensificación de la confrontación en la zona baja hizo que algunos propietarios decidieran empacar sus maletas, pero solamente después de recuperar su capital al subastar su tierra entre la pobla-ción indígena (CNU 2001b).

Cuando comenzaron a recuperar seriamente, a traer gente de otra parte también, entonces fue cuando en La Esperanza comenzó el te-rrateniente a parcelar, o sea, a vender parcela a cada cual, donde más alcanzara. Unos que tenían plata siempre lograron negociar, pero los que no tenían tuvieron que quedarse estrechos, porque no tenían cómo pagar el terreno que daba el terrateniente. Muchas familias quedaron sin tierra en esa parte, porque entraron gentes de otros resguardos a comprar, la mayoría gente de Toribio [...] hasta de Loma Redonda (Apolinar Fernández, CNU 2001b: 46).

La venta de la tierra en La Esperanza y Loma Gruesa por Arturo Silva fue un gran retroceso para el movimiento de recuperación en la zona baja. Después de todo, significó que muchas familias indígenas, al convertirse ahora en propietarias, ya no podrían tenerse en cuenta para la lucha por la tierra; en cambio en otras veredas la confrontación continuó sin descanso. En 1981 hubo un cambio en la situación después de que las guerrillas llevaran a cabo ataques a terratenientes en Loma Redonda y Toribío. Poco después, los propietarios de Vitoyó –Isidoro Cifuentes y Octavio Galvis– decidieron dejar sus propiedades y buscar seguridad escapándose a la ciudad de Santander de Quilichao. Aunque los exterrajeros de Vitoyó toma-ron posesión de las haciendas y establecieron empresas comunitarias en ellas, el movimiento de recuperación de tierra fue incapaz de desalojar a los propietarios de Loma Redonda y Voladero –Arcadio Gómez y Jorge Cifuentes– del resguardo.

59 José Gonzalo Escué, Julio Escué, Germán Escué, Marco Tulio Escué, Vicente Dagua y Lisandro Passú (CNU 2001 a, b).

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A comienzos de los años ochenta, la violencia creciente en la zona baja también amenazó con llevar el conflicto armado al interior de la población indígena, dado que estaba dividida internamente; los grupos guerrilleros (Quintín Lame, M-19) amenazaron también a los pequeños propietarios indígenas. Solo a través de la intervención del padre Riascos, de la Misión Católica en Toribío –quien en 1988 organizó diálogos de reconciliación en Loma Redonda entre los luchadores por la tierra y los propietarios restantes (campesinos indígenas con tierra y mestizos)– la paz retornó a la zona baja (CNU 2001b).

Reestructuración y saneamiento de la zona bajaLa interrelación entre la lucha por la tierra en la zona baja de Jambaló y el con-flicto armado en el norte del Cauca condujo a una situación nada esperanzadora. Debido al auge de la violencia en uno y otro bando (de un lado, los luchadores por la tierra ayudados por la guerrilla; y del otro, los propietarios y sus asesinos a sueldo), se había vuelto imposible para los terrajeros continuar con las recupe-raciones y culminarlas con éxito. No obstante, después de las promesas hechas por el presidente Betancur en 1983 durante su visita a Guambía (Silvia) –una restauración completa de los resguardos coloniales– y de la legislación que le siguió (Decreto 2001 de 1988)60, el cabildo vio su posición fortalecida conside-rablemente. El entendimiento cordial entre los cabildos luchadores y el Estado, sin embargo, también señaló el final de las ocupaciones de tierras61 y, para ese momento, la única opción que quedó fue la negociación. Para el cabildo esto sig-nificó que, de nuevo, tal como había sucedido antes del comienzo de las ocupa-ciones de tierras, tendría que atravesar un proceso largo y complicado, conocido como la reestructuración y saneamiento de los resguardos indígenas62.

A comienzos de los años noventa, después de haber recuperado su autoridad en la zona baja, el cabildo, fortalecido en su autoridad por la nueva Constitución Política de 1991 y asistido por el Incora, trató cautelosamente de hacer avances para resolver la situación con los propietarios no indígenas que se habían quedado. Con esta estrategia, en 1993 logró alcanzar un acuerdo con los herederos de Arcadio Gómez, respecto a la restitución de la hacienda Loma Redonda (localizada en la vereda del mismo nombre) y la compensación correspondiente. Durante una

60 Decreto 2001 de 1988 (28 de septiembre): “[…] relativo a la constitución de resguardos indígenas en el territorio nacional”.61 Aunque no en Jambaló, las ocupaciones de tierra todavía ocurrieron esporádicamente en el norte del Cauca después de mediados de los años ochenta, por ejemplo en Caloto en 1991 (Jimeno et al. 1998).62 En la literatura sobre titulación de tierras en comunidades indígenas, se han usado como sinónimos del término ‘saneamiento’ los de regularización (Colchester et al. 2001), clarificación de títulos (Plant y Hvalkof 2001) o retitulación (Urioste 2003).

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visita de campo de funcionarios del Incora, se midió el terreno (108 hectáreas). Dos años más tarde, el 20 de diciembre de 1995, la tierra –incluido el valor de los registros de los títulos o escrituras– fue comprada por el Incora por 48 millones de pesos colombianos, suministrados por el Fondo Nacional Agrario (FNA). El 22 de agosto de 1996, la propiedad fue oficialmente entregada al cabildo. Sin embargo, este traspaso real y jurídico de la hacienda no marcó el final del proceso de reestructuración y saneamiento del resguardo. Aunque el cabildo ya había asumido el control de la tierra dentro de la hacienda, los derechos de propiedad todavía seguían formalmente en manos del Fondo Nacional Agrario. Eso significaba que el área no había sido legalizada todavía como parte del resguardo. Por lo tanto, el próximo paso era retitular la tierra a nombre del resguardo. De acuerdo con los procedimientos establecidos en la legislación vigente –el Decreto 2164 de 199563–, la retitulación podría realizarse solamente después de un estudio jurídico y socioeconómico actualizado (artículo 4). Esta actualización permitiría establecer la necesidad de la ampliación y legalización del resguardo. En Jambaló, así como en los resguardos vecinos, la actualización se vio retrasada durante largo tiempo debido a la carencia de fondos y de personal del Incora (Jimeno et al. 1998). Con el fin de acelerar el proceso, este organismo y la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN, creada de conformidad con la Ley 1088 de 1993) acordaron en octubre de 2000 realizar el estudio juntos; la ACIN asumió la responsabilidad de llevar a cabo un censo, y el Incora se encargó del estudio socioeconómico y jurídico para la legalización de los predios y de la referenciación geográfica (Muñoz y Soscué 2000). Finalmente, el 20 de febrero de 2001, Loma Redonda –junto con otras haciendas restantes de las zonas media y baja (882 hectáreas en total)– fue oficialmente reinscrita como parte del título del resguardo de Jambaló (Incora 2001)64.

Las fincas del cabildo Funcionamiento y lógica

Cuando en 1996 se entregó el control de la hacienda de Loma Redonda a la comu-nidad de Jambaló, el cabildo había cambiado la política que él había seguido

63 Decreto 2164 de 1995, “[…] relacionado con la dotación y titulación de tierras de las co-munidades indígenas para la constitución, la reestructuración, ampliación y saneamiento de los resguardos indígenas”.64 Secretaría Jurídica del Incora, Resolución 010 de 20 de febrero de 2001. La retitulación de las haciendas en la zona media y en Vitoyó, todas recuperadas entre 1978 y 1982, fue realizada siguiendo un procedimiento similar al estipulado en el Decreto 2001 de 1988. Estas tierras fueron legalizadas en conjunto en 1992, con un total de 4.809 hectáreas (Oficina Jurídica del Incora, Resolución 068 del 22 de octubre de 1992). El costo total de estos procedimientos de retitulación fue respectivamente de 97,2 (en 1992) y 200,5 millones de pesos colombianos (en 2001) (ver tam-bién Mejía 1991).

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durante las recuperaciones previas en la zona media. Así aunque a los exterra-jeros se les permitió retener un cierto derecho sobre sus parcelas familiares, la finca –la parte de la hacienda que había sido explotada comercialmente por el terrateniente– ahora quedó bajo control directo del cabildo, que no estableció una empresa comunitaria como había pasado antes en la zona media. El cabildo pudo tomar esta decisión, dado que la recuperación del área, o mejor dicho, su sanea-miento, había sido principalmente producto del trabajo de la autoridad indígena y no de la comunidad local. Con respecto a las parcelas familiares, el cabildo les concedió solamente un nivel limitado de control. En vez de una adjudicación familiar –como es costumbre en la zona alta– a ellos se les dio una constancia (prueba escrita de ocupación), que es un derecho de usufructo temporal (es decir, no puede ser traspasado a los hijos), con lo cual el cabildo se reservaba para sí el derecho de revisar la adjudicación de las parcelas familiares. El enfoque del cabildo respecto a la adjudicación de derechos en las haciendas recién negociadas puede tener explicación, en parte, en el aumento de las críticas que hubo por este tiempo por este tiempo, acerca del funcionamiento de las empresas comunitarias en la zona media en relación con la distribución desigual de la tierra y el poder en la toma de decisiones en estas antiguas haciendas. Esta crítica fue evidente cuando le pedimos a los gobernadores jóvenes del cabildo que reflexionaran sobre el rumbo que habían tomado las cosas en el pasado respecto a las recuperaciones; en otras palabras, sobre el procedimiento de adjudicación global y la posterior creación de una empresa comunitaria.

Considero esto un error, pero un error cometido por los gobernadores anteriores. Ahí se explica actualmente la política del cabildo de no entregar las tierras de las haciendas directamente a la gente. Hoy, las fincas son dadas al cabildo y ellas permanecen a nombre del cabildo, no de la gente que vive allí. De esta manera es mucho más fácil hacer reorganizaciones. Es mucho más fácil porque entonces el cabildo tie-ne, solo, la responsabilidad de decidir. Ellos no pueden luchar contra esto, tendrían que esperar hasta que el cabildo decida a quién adjudi-carle (Entrevista, Rafael Cuetia, 15 de diciembre de 2000).

De acuerdo con personas muy bien informadas, hay una cuestión de poder que también subyace en la actual política del cabildo: en un área donde la autoridad del cabildo es relativamente débil (desde un punto de vista histórico), las tierras de las fincas recientemente recu-peradas (saneadas) simbolizan la autoridad del cabildo. ‘Usted debe saber que el poder del cacicazgo –poder unilateral– siempre ha existi-do entre los páez. ¡Un cabildo que desea ejercer poder necesita marcar su tierra!’ (Entrevista, Andrés Betancur, 16 de septiembre de 2003).

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Después de completarse gradualmente el proceso de reestructuración y sanea-miento en la zona baja, por primera vez en varias décadas el cabildo podía dis-poner de nuevo de una reserva de tierras colectivas (áreas comunes), lo cual era una condición descrita en la Ley 89 de 1890 (artículo 20), cuando el cabildo toda-vía disponía de “tierras para el beneficio común de la parcialidad” (ver también Hernández de Alba 1946: 932; Rappaport 1982)65.

Uso de la tierra en las fincas del cabildoEn tiempos de creciente escasez de tierra (debido al crecimiento demográfico), el cabildo ya no puede justificar el dejar ociosas las reservas de tierras en las fincas saneadas. Por lo tanto, en los años pasados estas reservas han sido aprovechadas para trabajar de maneras diversas.

En algunas de estas tierras, como en Loma Redonda y El Uvo (en La Mina, zona media), se han usado, parcial o totalmente, para establecer las granjas demostrati-vas, que son las fincas-modelo administradas por el resguardo. En estas granjas se usan nuevos sistemas integrados de producción orgánica de cultivos, así como sis-temas tradicionales de asociación de cultivos, que en muchas partes del resguardo han caído en desuso. A grupos colectivos de trabajo seleccionados –generalmente formados por individuos con poca tierra o interesados– se les permite experimen-tar con variadas prácticas agronómicas, esencialmente rotaciones y asociaciones de un gran número de plantas y animales. Aparte del papel educativo, el objetivo de las granjas demostrativas es que finalmente contribuyan a la reintroducción y distribución de variedades nuevas y tradicionales –semillas y plantas–, así como también a la cría de animales (vacunos, cerdos y curíes) para familias interesadas de otras partes del resguardo.

Existen también tierras manejadas por el cabildo en las que el antiguo propietario dejó reservas de valiosos cultivos comerciales, por ejemplo las plantaciones de café en El Uvo (zona media). Después del abandono de estas plantaciones, el cabildo ha retomado su explotación con la ayuda de jornaleros que provienen de familias sin tierra. El cabildo también pone a trabajar con bastante frecuencia a personas que hayan sido sentenciadas por el sistema judicial indígena a un número de días

65 Hernández de Alba (1946: 932), citando una fuente de 1935, registró la existencia de “un tratado llamado ‘común del monte’, donde todos tenían derecho a recolectar leña y pastorear gana-do”. A su vez, Rappaport (1982: 47) escribe: “en el pasado el cabildo mantenía tierras no ocupadas y también había tierras de pastoreo común en cada resguardo. Hoy, con el incremento de la pobla-ción, la mayoría de los resguardos no pueden darse el lujo de mantener tierras colectivas, aunque existen pasturas establecidas aparte para el uso del cabildo […] y en muchos resguardos existen parcelas especiales que se labran colectivamente, y cuyos frutos son vendidos con el fin de obtener fondos para proyectos comunitarios”.

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de servicio comunitario, por razón de alguna ofensa cometida. Los beneficios producidos por estas fincas son generalmente empleados para el bienestar de la comunidad en general, por ejemplo, para pagar los gastos inesperados del cabildo y sus diversos comités o para la financiación de actividades especiales, como el festival anual de tres días llamado Sakhelu, un ritual comunitario de intercambio de semillas que involucra la participación, y consecuentemente el alojamiento y la alimentación, de comuneros de varios resguardos (Entrevista, Rafael Cuetia, 18 de septiembre de 2003)66.

En El Trapiche, en los límites de las zonas alta y media, el cabildo se ha reapro-piado de una hacienda –la finca Loma Pelada de la familia Cifuentes– que pre-viamente había sido utilizada para ganadería extensiva pero que había caído casi completamente en desuso en el momento de la entrega. En este caso, el cabildo explícitamente decidió no usar las tierras de nuevo, sino que las convirtió en una reserva natural, para ser empleada, entre otras cosas, como santuario para ceremo-nias de los the walas (rituales chamánicos). Finalmente, hay algunas haciendas de la zona baja donde el proceso de saneamiento no ha sido formalmente concluido y para las cuales el cabildo todavía no tiene un plan claro, por ejemplo, la propiedad de La Fría, de Jorge Cifuentes, en los límites entre Loma Redonda y Voladero.

En las áreas donde está situada la mayor parte de las fincas del cabildo, en par-ticular en el triángulo formado por Loma Redonda, El Porvenir y Voladero, las comunidades y las familias vecinas tienden a evaluar de manera extremadamente crítica al cabildo y su política de uso de la tierra. En privado, y públicamente en asambleas generales, la gente hace conjeturas abiertamente acerca de la distribu-ción y adjudicación definitiva de estas reservas. En vista de la creciente escasez de tierra, en años recientes ha habido un clamor cada vez mayor para que se sub-dividan las fincas. El rechazo del cabildo a aprobar esta medida ha desatado en algunos comuneros de Loma Redonda comentarios cínicos y escandalosos:

Lo que pasa es que casi la tierra no la están trabajando. Ha habido fincas que las ha comprado el Incora y están por ahí abandonadas. Es como la finca de aquí que era del señor Arcadio Gómez. Esa finca está toda abandonada. En ese tiempo, cuando él estaba, los potreros eran limpios, tenía cultivo de fríjol, yuca, café. Ahora, vaya vea, eso está muy abandonado y como dicen, que el indio no sabe administrar. Recupera las tierras, pero no las tiene como las tenía el terratenien-te. Están abandonadas; por allá sólo hay caballos en esos rastrojos.

66 Revista Semana, 22 de marzo de 2004. “Grupo del suroccidente ejerce soberanía” (Nixon Yatacué).

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Ya los potreros desaparecieron. Entonces, no hay una administración (Edelmiro Ul, CNU 2001b: 81-82).

El cabildo ha estado tratando de evitar la discusión acerca del futuro de las haciendas saneadas en las zonas baja y media. Durante las reuniones públicas, continuamente sugiere que los planes para estas áreas no estarán finalizados antes de que el cabildo haya concluido su propio estudio socioeconómico de las zonas baja y media, lo que permitiría identificar cuáles son las familias más necesitadas de tierra y que cumplen los requisitos para una adjudicación formal en algunas de las fincas.

Conversión de títulos El exitoso proceso de saneamiento y retitulación de las últimas haciendas de pro-pietarios no indígenas no trajo una solución al problema de la propiedad privada individual entre las familias indígenas minifundistas, lo cual es consecuencia del proceso histórico de colonización y de la recuperación (desigual) de tierras en la zona baja. De acuerdo con el Incora y el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC), en el año 2000 había todavía cientos de pequeños propietarios indígenas en Jambaló, que poseían en conjunto aproximadamente 2.149 hectáreas. Sin duda alguna, la gran mayoría de estas tierras privadas está en manos de familias de Loma Redonda, Valles Hondos, La Esperanza, y Loma Gruesa en la zona baja.

Estos propietarios indígenas, la mayor parte de ellos exterrajeros o trabajadores agrícolas, adquirieron estas tierras con escrituras de propiedad cuando acordaron con el propietario original comprarle una parte de su hacienda, y después regis-traron sus escrituras ante el notario y la oficina de registro de tierras (catastro) en Santander de Quilichao. Desde el punto de vista de los terratenientes, estas ventas de tierra constituyeron una estrategia para recuperar su capital en vista del sur-gimiento del movimiento de recuperación que se veía venir67; para los terrajeros, esta era una manera de evitar una confrontación (potencialmente) violenta con los terratenientes (Findji y Rojas 1985).

Así, aunque, de hecho, la tierra ya había llegado de nuevo a manos de las comu-nidades indígenas, la práctica de compra y venta afirmó la continuación de una situación contradictoria. La Ley 89 de 1890, vigente hasta hoy, establece que las tierras incluidas en los títulos de resguardo, y que forman así parte de la propiedad

67 Los propietarios de hacienda salieron muy bien librados de la situación debido a que el dinero que ellos obtuvieron por la venta de la tierra a las familias locales era varias veces mayor que la cantidad con la cual ellos hubieran sido compensados por el Incora, en caso de que hubiera ocurrido una ocupación de tierras.

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colectiva de la comunidad indígena, “no pueden ser vendidas, hipotecadas o toma-das”; es decir, ellas son “inalienables, imprescriptibles e inembargables” (Roldán 2000: 52; Constitución Política de 1991, artículo 63)68. Sin embargo, después de la venta de la tierra a las familias indígenas, una situación de doble titulación –condición jurídica que ya había existido bajo la anterior situación de propiedad (dominio) no indígena– persistió debido a que nuevamente se hicieron escrituras respecto a tierras colectivas que ya estaban incluidas en los títulos coloniales de Jambaló, los cuales habían sido jurídicamente renovados en 1914. El que esta situación haya surgido –aun cuando la validez del título renovado del resguardo había sido validada por las autoridades del Estado en 1975 (Roldán et al. 1975)69– se puede explicar por la probabilidad de que la oficina de registro (catastro), así como otras instituciones nacionales, sólo desde finales de los años ochenta fueron conscientes del reconocimiento oficial del territorio indígena y estaban más incli-nadas a reconocer los derechos individuales de los finqueros y pequeños propie-tarios (indígenas y mestizos) que el derecho primordial de la comunidad páez a su territorio colectivo.

La situación de doble titulación es un asunto problemático para el cabildo en varios aspectos. La propiedad individual interfiere con la posibilidad del cabildo de ejercer su mando. Aunque en el territorio indígena el cabildo es, formalmente, la máxima autoridad, no tiene control efectivo sobre las tierras de los propietarios (finqueros indígenas). Dado que las tierras de doble titulación son todavía tratadas como propiedad privada individual por el Estado y las entidades privadas, pueden ser vendidas a personas ajenas que no sepan de la situación, o perderse en manos de los bancos cuando se emplean como garantía para una hipoteca, lo cual cons-tituye una amenaza para la integridad del resguardo. Además, aunque la mayor parte de los propietarios indígenas son minifundistas (menos de 5 hectáreas), existen varias familias con propiedades de tierra más grandes (hasta 30 hectáreas) que al parecer no tienen la capacidad de ponerla toda a producir y dejan parte de esta descansando en rastrojo por períodos prolongados. En tiempos de escasez de tierra, esta situación conduce a envidias y resentimientos de las familias que tienen poca tierra; además, al mismo tiempo, en tanto que la tierra es mantenida en propiedad individual, el cabildo es incapaz de redistribuir estas tierras de ras-trojo a otras familias –un derecho que el cabildo ha ejercido y ejerce en áreas bajo tenencia comunal de apropiación comunitaria–. Igualmente, en un sentido más general, la propiedad individual es un obstáculo para la política de unificación y

68 “[…] Las tierras comunitarias de grupos étnicos [y] las tierras de resguardo […] son ina-lienables, imprescriptibles e inembargables”. Ver también el artículo 95 del Decreto 74 de 1898 (Decreto Ejecutivo de Ley 89 de 1890 para el Departamento del Cauca).69 Incora [Secretaría Jurídica], Resolución 035 del 28 de mayo de 1975.

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reconstrucción cultural planteada por el cabildo; ella ejerce una presión en contra de sus esfuerzos por aumentar la participación comunitaria y promover los usos y costumbres paeces, de los cuales el manejo comunal de recursos comunitarios forma una parte esencial.

Tal vez aún más importante es el hecho de que la propiedad privada individual plantea un problema fiscal para el cabildo y para el municipio (con este último la autoridad indígena ha cooperado muchísimo en años recientes). La explicación es la siguiente: según la Ley 44 de 1990, de tributos sobre la propiedad raíz, los pro-pietarios de tierras están obligados a pagar anualmente un impuesto predial sobre ellas. Los fondos así recolectados son acumulados por el municipio y destinados a pequeñas obras públicas y proyectos de desarrollo para beneficio de la población local. Históricamente, sin embargo, las tierras de resguardo han estado exentas de impuestos70. Por lo tanto la ley compensa a los municipios con población indígena por la cantidad de fondos que ellos no pueden recolectar por impuesto a la tierra (artículo 24). No obstante, esta medida no se aplica en el caso de los pequeños propietarios indígenas: aunque sus tierras forman parte del gran título del res-guardo, también están registradas en la oficina de catastro y, por lo tanto, perma-necen sujetas a impuestos. Desde que el cabildo ha vuelto a reclamar la zona baja de Jambaló como parte del resguardo, el problema ahora radica en el hecho de que muchos propietarios indígenas –principalmente minifundistas– han estado asumiendo erróneamente que ellos, como otros habitantes del resguardo, pueden abstenerse de pagar el impuesto sobre la tierra. Lo cierto es que durante años ellos no han pagado y han acumulado una deuda que es a menudo considerable; por consiguiente, en estos años, el municipio ha perdido cientos de millones de pesos en impuestos que podrían haber sido empleados en financiar el desarrollo local.

Sobra decir que es de interés tanto para el cabildo como para el municipio resol-ver el problema de los propietarios indígenas en Jambaló tan pronto como sea posible. Sin embargo, aunque el problema en últimas se originó desde fuera (fue creado por la legislación del Estado previa a la Constitución de 1991), el Incora considera el asunto como un problema interno y se rehúsa a ofrecer asistencia. Por lo tanto queda totalmente en manos de los indígenas y las autoridades muni-cipales convencer a las familias indígenas de que conviertan voluntariamente sus escrituras públicas en adjudicaciones del cabildo. Para hacerlo, las familias pri-mero deben anular sus escrituras en la oficina de registro y transferir los títulos al cabildo, su legítimo titular, mediante un contrato de restitución (escritura pública

70 La Resolución del 15 de octubre de 1828 (Simón Bolívar), artículo 15 (todavía en vigor), señala que “estarán libres de pagar derechos parroquiales y de toda otra contribución nacional de cualquiera clase que sea”.

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de dotación). A continuación, el cabildo puede empezar el procedimiento de lega-lización para tener la tierra reconocida como parte del resguardo, de manera simi-lar al caso de las haciendas de los propietarios de tierra no indígena. Mientras espera el procedimiento, el cabildo adjudica los derechos de usufructo a las fami-lias sobre su anterior propiedad individual. Solamente cuando esta sea retitulada como tierra del resguardo, el municipio recibirá la compensación por los impues-tos prediales “perdidos”.

En el año 2000, el cabildo empezó una nueva campaña, con apoyo del municipio, para convencer a los, con frecuencia, desconfiados propietarios indígenas indivi-duales de ceder sus títulos de propiedad. Durante reuniones de información espe-cialmente organizadas, se señaló que el derecho de usufructo –tal como lo hace la propiedad privada– ofrece garantía en la tenencia, que los propietarios estarán exentos de pagar impuestos después de haber concluido el traspaso, y que el muni-cipio invertirá las compensaciones incrementadas de impuestos en mejores insta-laciones públicas. Los esfuerzos del cabildo fueron parcialmente exitosos. Muchas familias –particularmente pequeños propietarios en deuda– quisieron convertir sus títulos de propiedad en derechos de usufructo. Sin embargo, las familias solo pueden obtener formalmente el documento de restitución una vez ellas hayan cum-plido con sus deudas con la oficina de registro de tierras del municipio. Muchos titulares fueron incapaces de pagar sus deudas, que a menudo suman varios millo-nes de pesos, en un solo contado. Como una forma de arreglo, el municipio y la oficina de registro acordaron que el primero asumiría parte de las deudas y se establecería un esquema de pago flexible para las familias en cuestión. De esta forma, en los últimos años diversas familias de La Esperanza, Loma Gruesa y Voladero finalmente han podido reincorporar sus tierras legalmente al resguardo.

No obstante, el cabildo está experimentando problemas con un pequeño grupo de indígenas finqueros, principalmente en los alrededores de Loma Redonda. Estas son familias con propiedades de tierra considerables, entre 20 y 30 hectáreas, que siempre han cumplido con sus obligaciones de impuestos sobre la tierra. Muchas de estas familias permanecen hostiles a la política del cabildo y el municipio. Están temerosos de “comunalizar” su tierra debido a que temen que el cabildo les quite una parte de ella, y también porque desean mantener en el futuro su acceso al crédito comercial (es decir, utilizar su escritura como garantía para préstamos). Aunque muchos cabildantes creen que un cambio de actitud de los propietarios indígenas obstinados es un asunto que solo requiere de paciencia, en ciertos cír-culos del cabildo existe un creciente sentimiento opuesto y, así, cada vez más personas están sugiriendo revocar los derechos de estas familias a ser miembros del resguardo.

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Caso 4.5. Sara Mestizo/Paulino Ul, Mariano Martínez/María Gilma Mestizo, Adelaida Martínez/Mario Tulio Passú (Loma Redonda-El Porvenir)

Sara Mestizo (56 años) está casada con Paulino Ul (edad desconocida). Juntos tienen una finca en Loma Redonda, en los límites con El Voladero y El Porvenir. Cuando se les preguntó si se veían ellos (como otros propietarios locales) como indígenas, ellos replicaron que no lo sabían: “Sea que seamos blancos o indígenas, nacimos aquí”. Hasta los años setenta, ellos laboraron como trabajadores asalariados y no tenían tierra. Ellos dicen que personas desconocidas asesinaron al primer dueño de su actual propiedad de tierra en 1972. Su viuda fue dejada a sus propios medios, pero no se sintió segura y dejó Loma Redonda. Ella vendió la finca a crédito (pago por cuotas) a Paulino Ul. En 1975, él legalizó su tierra en Santander de Quilichao ante el notario; siempre ha pagado su impuesto predial. La finca comprende básicamente dos partes; una gran porción de tierra (20 hectáreas) en la parte alta (hacia el filo de Loma Redonda) y una parcela más pequeña (5 hectáreas) en la parte baja de Jambaló (hacia el valle). La finca de la parte alta, donde ellos viven, es menos im-portante desde el punto de vista económico. Aquí ellos cultivan yuca, maíz y plátano en un lote de pancoger (para subsistencia), y también tienen tierra de pastoreo para seis vacas y un caballo; hay más de diez hectáreas en rastrojo. En la parte baja de la finca ellos cultivan principalmente café. Cuando se les preguntó acerca de su posición como propietarios de tierra dentro de una comunidad indígena, Sara respondió evasivamente: “Mi esposo ha pagado su tierra y no desea entregarla al cabildo porque luego él perderá acceso al crédito […] Ésa es una buena decisión, ¿no es cierto?”. Varias veces en el pasado, Paulino ha tomado préstamos con el Banco Cafetero en Santander de Quilichao. Él tiene invertido su dinero principalmente en café.

Mariano Martínez (45 años) y María Gilma Mestizo (40 años) nacieron y se criaron en Loma Redonda. Tienen dos hijos. Ellos afirman que tienen 8 hectáreas de tierra y que tienen una escritura oficial. María heredó 4 hectáreas y Mariano compró otras 4 con las utilidades de la cosecha de café –en realidad él se las compró a su hermano, con quien hizo un trueque de tierra en Santander de Quilichao–. Mientras tanto, sus dos hijos han recibido cada uno (en herencia) dos hectáreas para cultivar, pero ellos no tienen escritura pública todavía, y así, Mariano todavía tiene 4 hectáreas de tierra con las cuales se sostiene. Cuando se le preguntó al final de la entrevista cuáles eran sus planes respecto a la conversión de su escritura a una adjudicación del cabildo, se contradice: dice que la tierra ya está a nombre de su esposa y que no tiene nada que decir al respecto.

Adelaida Martínez (43 años) y Mario Tulio Passú (52 años) han vivido toda su vida en Loma Redonda y no tienen hijos. Adelaida heredó 6 plazas (3,8 hectáreas) de tierra con escritura pública, mientras que Mario no heredó ninguna tierra de sus padres, por razones que son poco claras. A pesar de las dificultades, Adelaida y Mario siempre habían pagado cumpli-damente su impuesto predial anual a la oficina de registro de tierras en Jambaló hasta

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1999. En ese año ellos no pudieron continuar pagando los 140 mil pesos colombianos de impuesto y decidieron ceder su escritura al cabildo.

Minifundio extremoUna de las características más impactantes de la zona baja es su alto crecimiento demográfico y densidad poblacional (un ejemplo extremo es La Esperanza, una pequeña vereda con una población tan grande como la de Zumbico, en la zona alta, pero con una superficie que es menos de la cuarta parte). Este hecho, combinado con la distribución desigual de tierra que se originó alrededor de 1980 cuando propietarios de tierra no indígenas la vendieron a algunos indígenas, causa hoy, más que en las otras zonas, una aguda escasez de tierra. La zona baja de Jambaló tiene la mayor cantidad de familias sin tierra o con posesiones extremadamente pequeñas, fenómeno conocido como ‘minifundio extremo’ (predios menores de 5 hectáreas) y ‘microfundio’ (menores de una hectárea). Como si fuera poco, las condiciones del suelo no son muy buenas para la agricultura: en las faldas de las montañas y en las partes pendientes que van hacia los arroyos y hacia las zonas de drenaje, el suelo es empinado, y en algunos lugares rocoso debido a la erosión. Además, en los meses más cálidos, los cultivadores en estas áreas han de sopor-tar períodos de escasez de agua, debido a la deforestación de las fuentes (ojos) de agua (Jambaló y Jambaló 2001a). Aunque algunas familias todavía cultivan maíz, plátano y yuca –los cultivos típicos de la zona baja– en sus pequeñas parcelas de subsistencia (lotes de pancoger), en los últimos años otros hogares han adoptado casi por completo los cultivos comerciales, principalmente café; en consecuencia existe una progresiva dependencia respecto a los alimentos traídos de fuera. Con el fin de sostenerse, las familias sin tierra se ven forzadas a buscar trabajo asala-riado en las ciudades (Santander de Quilichao y Cali) o con las familias propieta-rias de tierra en otras partes del resguardo. La difícil situación económica explica parcialmente el surgimiento del cultivo de coca con fines comerciales en grandes partes de la zona baja. En principio, el cabildo rechaza la siembra de cultivos ilícitos pero no está en posición de ejercer su autoridad para prohibirla, debido a que no tiene los medios, por el momento, de ofrecer una alternativa económica. Aunque la producción de coca entre la población de la zona baja, que se siente decepcionada con el cabildo porque éste no ha planteado proyectos alternativos para generar ingresos, produce un bajo grado de participación comunitaria a nivel de resguardo, en el nivel local ha llevado a que surjan de nuevo las formas tradi-cionales comunitarias de cooperación en el trabajo71.

71 Nota del grupo revisor del texto: Hay que anotar que en el año 2000 se estableció la Resolu-ción de Autonomía de Jambaló, aprobada por el Congreso Indígena del Norte del Cauca, mediante la cual se enfatizaba que el incremento de los cultivos ilícitos fue “consecuencia de la política del gobierno y por el incumplimiento de los acuerdos pactados frente a los cultivos ilícitos en Jambaló

El manejo comunal de recursos en Jambaló

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Caso 4.6. Apolinar Zapata (La Esperanza)

Apolinar Zapata (33 años) nació y fue criado en La Esperanza. Junto con su familia, él tra-baja tres hectáreas de tierra, en un terreno un poco inclinado y rocoso. Todos se mantienen con lo que les produce un pequeño cafetal y con la producción de coca. De acuerdo con Apolinar, en los últimos años se ha avanzado con este cultivo debido a la creciente esca-sez de tierra y “porque la coca es casi el único cultivo que prospera en estas montañas”. Inicialmente él producía de manera individual, pero recientemente estableció un grupo de trabajo con otros cultivadores de coca. Este colectivo está conformado por 15 personas que trabajan en las parcelas de coca de cada uno, en turnos, gracias a lo cual han alcan-zado un nivel más alto de eficiencia, particularmente cuando hay que desyerbar, cada dos semanas, y cosechar, cada tres meses; gracias a este trabajo colectivo han logrado una mayor producción. Se hace mucho dinero con la coca (en promedio, para 2005, de 600 a 800 dólares mensuales por familia), mucho más que con cultivos regulares como el café. Sin embargo, él cree que el ingreso no es gastado de una forma inteligente. Las personas emplean el dinero principalmente en vestidos nuevos, “que ellos empiezan a utilizar como ropa de trabajo después de ponérselos apenas 3 ó 4 veces”, en alimentos para el hogar, –debido a que los cultivadores de coca dependen casi enteramente del alimento producido fuera del resguardo–, y en aguardiente (alcohol). Algunos gastan su dinero en vehículos, lo cual sería una buena inversión, de acuerdo con Apolinar: “en tanto no sea para ponerse apenas a dar vueltas”. En general, los cultivadores de coca no ahorran ningún dinero. Sin embargo, existen voces en La Esperanza que piden establecer un fondo, en el cual cada cultivador de coca aporte cierta cantidad de dinero cada tres meses. De esa forma, dice Apolinar, sería posible pagar los gastos de salud o incluso ahorrar dinero para comprar una pequeña finca en las tierras planas del norte, fuera del resguardo (es decir, colonizar nuevas tierras). Él es consciente de que cultivar coca es realmente una bonanza “que tarde o temprano llegará a su fin”.

en 1992”. Esta situación se trató de solventar con el programa de Familias Guardabosques (el cual no fue aceptado por las comunidades) y el programa Plante, el cual estimó unos recursos que no fueron suficientes para llevar a cabo la sustitución: para los 85 cabildos indígenas existentes en el momento (1994) se destinaron 750 millones, lo que correspondería, para cada uno, a $8.823.529, cifra irrisoria que explica en buena medida cómo, cuando esto se escribe (2012), este tipo de culti-vo comercial continúa en producción en la zona baja y media.

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Mapa 4 Resguardo de Jambaló, detallado

Fuente: Muñoz y Soscué 2000 Jambaló, 2000 Ilustración/reproducción: A.C Van Litsenburg y R. Van Dorst

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1.a. Contribuciones en trabajo de los miembros (socios) de la empresa comunitaria, durante los días de trabajo comunitario semanal (minga); trabajo de los miembros de la junta directiva.1.b. Porción de utilidades de las familias, en las ganancias de la empresa comunitaria, bien sea en dinero o en especie (principalmente derivadas de las ventas de café); becas para estudio de miembros de familias seleccionadas (fondo comunitario); donaciones de alimentos (disminución de la pobreza) para las familias menos privilegiadas.1.c. Producción de la empresa comunitaria, que se vende en La Mina (leche, carne) y en Santander de Quilichao (café).1.d. Ingresos obtenidos por la venta de la producción de la empresa comunitaria y medios de producción comprados.2.a. Trabajo del presidente y dignatarios de la Junta de Acción Comunal (JAC); contribución en trabajo ocasional de los afiliados.2.b. Fondos complementarios obtenidos a través de contratos negociados con entidades públicas y privadas (p. ej.: municipio, ONG, Comité Departamental de Cafeteros) para el financiamiento de proyectos de inversión rural (escuela, atención en salud, renovación de cultivos de café).

3.a. Excedentes de producción de las parcelas familiares, destinados a otras comunidades locales (con microclimas diferentes).3.b. Cuotas de excedentes de producción adquiridos en otras comunidades locales, que corresponden a las familias.3.c. Venta colectiva o trueque del excedente acumulado de producción familiar.3.d. Ingresos o productos obtenidos por la venta colectiva o trueque de los excedentes de producción familiar acumulados de otras comunidades.4.a. Venta individual de los excedentes de producción familiar.4.b. Ingresos obtenidos por la venta individual de excedentes de producción familiar.5.a. Gastos familiares para alimentos procesados y productos básicos; pago de cuotas de préstamos.5.b. Compras familiares de alimentos procesados y productos básicos; préstamos de emergencia.5.c. Gasto total de la tienda comunitaria en alimentos procesados y productos básicos (capital de trabajo de la tienda).5.d. Compra total de la tienda comunitaria en alimentos procesados y productos básicos (obtenidos en los almacenes de Santander de Quilichao).

Figura 1 Diagrama de una em-

presa comunitaria (EC)

Representación esquemática de la

empresa comunitaria de explotación mixta en Chimicueto, en donde se muestran las relaciones

entre sus partes.

Ilustración:Joris Van de Sandt

Adaptación del diseño: Jesús Muñoz

Foto 4Plaza de Jambaló, enero de 2001. Ceremonia de posesión del cabildo y del alcalde del muni-cipio. El gobernador Marcos Cuetia (cabildo indígena) lee el juramento por el cual el gobierno municipal se compromete a ser leal a la comunidad indígena de Jambaló. Fotografía: Joris van de Sandt.

5. Gobierno nasa y economía comunitaria indígena

La reflexión sobre el estado en que les entregaron estas haciendas apenas comienza […] Reinventar tecnologías de producción y ma-nejo de recursos propios. Repensar los usos del suelo, redefinir su ocupación, redistribuir: tal es la nueva tarea de las comunidades y de sus cabildos […] Las nuevas generaciones se encuentran frente a un reto: reinventar la manera de pensar en grande y para largo [Implica] reordenamiento interno general y no solo microplaneación de fincas. Todo un complejo trabajo queda por hacer (Findji 1993: 67).

Para los nasa, economía es dar un uso respetuoso a la tierra y man-tener la armonía con la naturaleza. Por generaciones hemos vivido, dependemos de la tierra, ella nos da el alimento y ha hecho que como cultura no desaparezcamos, con su espíritu nos protege y nos res-guarda celosamente de los extraños que llegan a nuestro territorio. Por eso la consideramos como nuestra madre. Como pueblo, antes fuimos nómadas recolectores, después agricultores, y con el proceso amargo de la recuperación de tierras, las comunidades empezamos a recrear nuestras propias formas y estructuras para la producción, sin marginar la economía de sobrevivencia. Aún conservamos unas formas y estructuras propias para la subsistencia y para la resistencia misma cultural ante el modelo económico capitalista […] Este patri-monio, junto con las prácticas tradicionales y los valores culturales, nos dan la posibilidad de continuar el proceso de reconstrucción de una economía propia, comunitaria, solidaria, más justa y en armonía con la madre tierra […] Por eso nuestros esfuerzos en el tema econó-mico están orientados hacia la consolidación de una economía propia,

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que a partir de las formas tradicionales acoja nuevas formas acordes al plan de vida (ACIN 2002 [2003]: 29).

“¿Cuál es la economía que queremos?” – Crisis interna

A comienzos de los años ochenta, el movimiento indígena del norte del Cauca, después de la lucha por la tierra –ya en gran medida exitosa–, se vio forzado a dejar de trabajar en su misión inicial de restauración del territorio ancestral y a enfocarse en “el desarrollo como un medio para perfilar su autonomía económica” (Gow y Rappaport 2002: 65). Este iba a ser uno de los desafíos más complicados que tendrían que enfrentar las comunidades, y se explica en gran medida por el hecho de que en el curso del siglo XX la economía de autosuficiencia tradicional de los nasa se había vuelto muy dependiente de la economía del mundo exterior.

En Jambaló, esta dependencia empezó con la introducción del café y la caña de azúcar, un cambio directamente relacionado con la expansión de la propiedad pri-vada no indígena –las haciendas de terraje– en territorio indígena. A esto le siguió un aumento del cultivo comercial del fique, planta sembrada tradicionalmente por los nasa, pero que fue activamente promovida por el gobierno y las empresas pri-vadas en las décadas de los años sesenta y setenta (Iriarte 1977, Pachón 1987)1; como resultado, el fique se convirtió en la principal fuente de ingresos en varios resguardos nasa de la vertiente occidental de la Cordillera, incluido el de Jambaló (Findji 1977)2. En particular, la expansión del cultivo del fique condujo a una transformación drástica del sistema tradicional nasa en lo relativo a la economía y la agricultura. A menudo, las mejores parcelas se reservaron para el fique, a expensas de los cultivos tradicionales de alimentos, y poco a poco se empezaron a comprar más alimentos fuera de la comunidad. Adicionalmente, los bancos agra-rios convencieron a los nasa al ofrecerles préstamos blandos (con la perspectiva de que iban a prosperar), para comprar fertilizantes y maquinaria con el fin de procesar la fibra (Findji y Rojas 1985; Pancho 2003). Sin embargo, a finales de los años setenta –en el punto más álgido de la lucha por la tierra– la prosperidad eco-nómica de las comunidades indígenas declinó abruptamente debido a la llegada

1 Específicamente, estas instituciones fueron: el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora), la Caja Agraria (banco agrario del Estado), la Federación de Cafeteros, la Compañía de Empaques de Medellín, y la Empresa de Empaques del Cauca (Iriarte 1977).2 Entre los nasa, este fue particularmente el caso en Pueblo Nuevo, Caldono, La Aguada, Jambaló, Quichaya, Jevalá y Novirao –sobre la vertiente occidental– y Vitoncó –en Tierradentro– (Findji 1977). A finales de los años setenta y en las partes del norte y oriente del Cauca, áreas predominantemente indígenas, habitadas por los pueblos nasa, guambiano y coconuco, entre 16 y 20 mil familias dependían en buena medida del cultivo de fique para su subsistencia –100 mil personas habían plantado 9 mil hectáreas de este cultivo– (Iriarte 1977).

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de productos que competían con el fique, tales como el yute y las fibras sintéticas, que condujeron a una caída significativa en la demanda de fique y de su precio en el mercado (Iriarte 1977). De repente, muchas familias nasa descubrieron que su economía se había convertido en excesivamente dependiente de los caprichos del mercado. Con más urgencia que nunca, la crisis del fique planteó la pregunta sobre la orientación económica que se estaba pensando para el resguardo: “¿Cuál es la economía que queremos?” (Ulcué et al. 1980 en Gow 2005: 84). Cada vez fue más claro que había dos visiones conflictivas muy relacionadas con las dife-rentes tendencias políticas indígenas que existían en las comunidades de Jambaló (CRIC por un lado y Maiso/Aico por otro; ver capítulo 3).

Desilusionados con la economía de mercado, un grupo de líderes encabezado por los gobernadores de cabildo Emilio Güejia (1981) y Laurentino Rivera (1983) concibieron una economía muy independiente de las influencias y fuerzas del mercado. Para este fin, centraron su atención sobre todo en incrementar la pro-ducción de alimentos –la cual había sido muy afectada durante la lucha por la tierra y había conducido a la pobreza y malnutrición en muchas comunidades–, y en asegurar su distribución a través de una amplia variedad de formas de trabajo comunitario consideradas tradicionales, así como de mecanismos de reciprocidad y redistribución coordinados por el cabildo. Las ideas de estos líderes indígenas tradicionales, que se habían apartado del CRIC a finales de los años setenta, fue-ron apoyadas por un solidario (antropólogo activista y colaborador no indígena), Víctor Daniel Bonilla, que participaba en la nueva organización indígena AICO y que había ayudado a los nasa de Jambaló durante un proceso de reflexión crítica sobre sus problemas económicos (Bonilla y Findji 1986; CNU 2002a; Laurent 2005; Vasco 2002d). La orientación económica implementada por estos líderes fue, por tanto, parte de una política amplia de creciente recuperación de autono-mía liderada por un cabildo fuertemente centralizado (cfr. Findji 1993).

No obstante, este rechazo radical de la economía de mercado, que implicaba al mismo tiempo un retorno a una economía de autosuficiencia, no era fácil de alcanzar para todos debido a que la subsistencia de algunas comunidades (y fami-lias), más que la de otras, dependía principalmente de los cultivos comerciales. Estas familias, muchas de las cuales tenían grandes deudas con entidades exter-nas (bancos), deseaban fortalecer la producción de cultivos comerciales en sus parcelas familiares, o al menos mantenerla, y cada vez más consideraban que el cabildo no les prestaba atención a sus intereses. Este grupo estaba representado por varios líderes que se sentían más cercanos al CRIC –entidad que en su polí-tica económica no había abandonado la promoción de las actividades orientadas al mercado (es decir, había tomado una posición menos radical que Maiso y sus afiliados) y había apoyado cada vez más los intereses de las familias cultivadoras

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de fique (CNU 2002a). En 1983, estos líderes “modernistas” lanzaron una cam-paña para desacreditar el cabildo de Laurentino Rivera, afiliado a la AICO, y finalmente establecieron un cabildo paralelo (CNU 2002a; Findji 1992).

La pugna entre las facciones rivales en Jambaló –modernista-legalista (CRIC) versus radical-tradicionalista (AICO)– se polarizó cada vez más debido al incre-mento de la actividad de grupos armados en el norte del Cauca (además de las FARC operaban el M-19, el Comando Ricardo Franco y el Movimiento Armado Quintín Lame [MAQL], este último llamado así en honor del líder indígena prota-gonista de la revuelta de 1910; ver capítulo 2)3 –y provocó el asesinato a finales de 1983, por uno de los grupos armados, del exgobernador Bautista Güejia (afiliado a la AICO) y de su hijo (CNU 2001a; Findji 1992). De esta forma, la crisis del fique en Jambaló dio origen a una crisis significativa de autoridad, que paralizaría la organización comunitaria por años.

La herencia del padre Álvaro Ulcué y el Proyecto Global

Hacia finales de los años ochenta, un pequeño grupo de jóvenes líderes comuni-tarios, que habían crecido en la lucha por la tierra con esperanzas de encontrar la solidaridad y el progreso, se sentía cada vez más frustrado por la persistente divi-sión de la comunidad, que obstaculizaba el mejoramiento de los niveles de vida de los habitantes del resguardo. Este grupo era apoyado por un grupo de mayores, que por mucho tiempo se había preocupado por la pérdida de la lengua y de las prácticas culturales y, como consecuencia, de la identidad cultural, cuya preser-vación requiere un fuerte sentido de comunidad. Por esa razón se empezó por establecer una nueva organización comunitaria que pudiera resolver la ruptura en el interior de la comunidad y que llevara a un desarrollo integrado y participativo.

La nueva organización recogió el ejemplo de los trabajos del padre Álvaro Ulcué, cura nasa de Pueblo Nuevo, que había trabajado en la parroquia de Toribío y desempeñado un papel importante en el movimiento indígena del norte del Cauca, hasta cuando fue asesinado por orden de grandes terratenientes locales en 1984 (Beltrán y Mejía 1989). El padre Ulcué había tratado de unificar las tres comunidades del resguardo de Toribío, que se habían dividido ideológicamente

3 Un sector minoritario de los nasa estaba participando, a finales de los años setenta, en el MAQL, que era considerado como el brazo armado del CRIC y operaba principal-mente como un movimiento de autodefensa contra el ejército, las milicias derechistas de los terratenientes, y los grupos guerrilleros FARC y Comando Ricardo Franco. Sin embargo, el MAQL fue también responsable de robo armado y del asesinato de oponentes políticos indígenas (Findji 1992 Podur y Santos 2004).

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debido a su apoyo a diferentes partidos políticos establecidos (Toribío estaba influenciado por el Partido Conservador, Tacueyó había apoyado al Partido Liberal y San Francisco era comunista (CNU 2002c [Toribío]; Rodríguez et  al. 2005)), mediante la reafirmación de su identidad étnica y el estímulo para que participaran más en las actividades de sus cabildos. Sus ideas estaban inspiradas en la Teología de la Liberación4 y mezclaban valores cristianos con su conocimiento de la cultura nasa (Rappaport 2005). En su enfoque, el padre Ulcué siguió el ejemplo de Manuel Quintín Lame, quien a comienzos del siglo XX había organizado encuentros –las llamadas mingas adoctrinadoras– para movilizar a los nasa contra la expropiación de su territorio (Rappaport 2005,1990a; ver también capítulo 2); Ulcué volvió a utilizar esta institución para capacitar líderes indígenas y alentar a la comunidad a pensar acerca de sus problemas actuales y sus posibles soluciones (cfr. Field 1994b, 1996). Exactamente antes de su muerte, el padre Ulcué logró poner en marcha, con ayuda de los promotores comunitarios que había capacitado, un programa orgánico de evangelización que tenía como objetivo alcanzar la “promoción integral de la comunidad páez de Toribío, Tacueyó y San Francisco, mediante la realización de los programas: evangelización, educación bilingüe, salud, vivienda, tecnificación agrícola y trabajo comunitario” (Roattino 1986 en Rodríguez et al. 2005: 76). Este programa fue más tarde rebautizado como Proyecto Nasa.

Después del asesinato de Ulcué, el proyecto fue abandonado en las comunida-des de Toribío por un tiempo considerable debido a la desestabilización socio-política causada por un estallido de la violencia entre el Estado y la guerrilla en el norte del Cauca. No obstante, alrededor de 1986-1987 fue reiniciado por un grupo de misioneros pertenecientes a una orden religiosa italiana, los curas de la Consolata, y por algunos trabajadores pastorales de Cenprodes (Centro Nacional de Proyectos de Desarrollo Social) liderados por Rubén Darío Espinosa. Tanto Espinosa como el padre Mauro Riascos habían sido persuadidos por los líde-res de la comunidad de Jambaló, que habían participado en los encuentros del Proyecto Nasa en Toribío, para establecer un programa similar en la comunidad de Jambaló (Bonanomi en CNU 2002c). Así, en 1987 se comenzó con la organi-zación de encuentros y talleres para líderes indígenas interesados en la situación

4 La Teología de la Liberación es una forma de teología radical cristiana desarrollada durante la II Conferencia General Episcopal Latinoamericana en Medellín, Colombia (1968), que apoyó mayores esfuerzos directos para mejorar las condiciones de los pobres a través de una doctrina so-cial llamada ‘opción preferencial por los pobres’: “En los años 1970 el método central pastoral [de la Teología de la Liberación] era llamado ‘ver, juzgar y actuar’. Esto significaba que los laicos eran alentados a observar primero su situación, luego decidir si esta situación era correcta o incorrecta a la luz de lo que Dios deseaba para el hombre y, finalmente, sobre las bases de este juicio, a tomar acciones para cambiar esta realidad” (Siebers 1996: 86).

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y problemas del resguardo; esta nueva organización de desarrollo comunitario de Jambaló fue pronto rebautizada como Proyecto Global, designación que expre-saba el interés primordial del proyecto en la comunidad del resguardo de Jambaló como un todo global, independientemente de las convicciones religiosas o polí-ticas de los participantes (Entrevista, Rafael Cuetia, 22 de octubre de 2000). Las primeras reuniones del Proyecto Global fueron pequeñas y se centraron princi-palmente en la promoción de la salud y la educación de adultos (alfabetización y capacitación vocacional) para líderes. Al principio, el proyecto encontró resis-tencia en varias veredas vinculadas al Partido Conservador, en las zonas baja y media (las comunidades de las zonas alta y media tenían más vinculación con el Partido Liberal). Sin embargo, con ayuda de promotores que visitaron cada una de las diferentes veredas en el resguardo y estimularon a los individuos a unirse al proyecto, el número de participantes creció rápidamente (CNU 2002a).

En marzo de 1988 tuvo lugar el primer encuentro comunitario amplio del res-guardo en el poblado de La Mina –una localidad simbólica debido a que, durante las luchas por la tierra, fue allí donde las relaciones entre indios (exterrajeros) y mestizos (contrarios) fueron particularmente tensas–. Asistieron al encuentro, además de los recién nombrados alguaciles (representantes del cabildo en las veredas), los comuneros interesados de todas partes del resguardo. Durante este encuentro, que duró varios días y fue presidido por el cabildo de Ángel Quitumbo y apoyado por Rubén Darío Espinosa, de Cenprodes, se les solicitó a los partici-pantes hacer un balance de los problemas y posibles soluciones a través de dibujos y discusiones, comparando la situación adversa (mala cara) con la situación favo-rable (buena cara) en el resguardo5. Con el fin de permitir que cada uno expresara su punto de vista, participaron por primera vez también mujeres y jóvenes, ade-más de un gran número de mayores y líderes, principalmente hombres, y los par-ticipantes fueron distribuidos en varias comisiones que, después de la discusión, informaban a la asamblea plenaria. En los primeros lugares de la lista de los pro-blemas informados estaban asuntos tales como política de partidos (politiquería), desunión, desnutrición, carencia de habilidades, falta de recursos económicos, y la crisis en las empresas comunitarias (EC). Los puntos evaluados positivamente fueron: contar con un cabildo autónomo, disponer de la tierra recuperada, y el interés de los miembros de la comunidad en capacitarse. Los participantes trata-ron luego de establecer prioridades para empezar a cambiar la ‘mala cara’, lo cual sacó a relucir dos temas importantes y acuciantes –aparentemente opuestos– que

5 De hecho, esta aproximación de ‘modulación de grupo’ tiene mucha similitud con el méto-do de ‘mapas históricos parlantes’ que Víctor Daniel Bonilla había empleado con los cabildos nasa de Jambaló entre 1981 y 1982 (Bonilla y Findji 1986); esta similitud también fue observada por algunos líderes mayores de la comunidad (CNU 2002a).

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aparecían una y otra vez: de un lado, la modernización de la producción agraria y, del otro, la reintroducción de la medicina, la cultura, la lengua, las costumbres y las prácticas tradicionales (Proyecto Global [número 4, 1988]).

Esta referencia a la medicina tradicional y a los usos y costumbres muestra que la historia local compartida constituye un punto importante de orientación al esco-ger la dirección del desarrollo comunitario. Al relacionar el pasado con los pro-blemas cotidianos del presente, las personas pueden encontrar respuestas a las preguntas acerca de una visión futura deseada. Al desarrollar tal visión o, como los nasa también a menudo lo llaman, ‘sueño’, ellos destacan explícitamente su relación con las que perciben como sus características culturales, ‘lo propio’, una reconstrucción autoconsciente de prácticas culturales (Rappaport 2005)6.

Pienso que dentro de esto en los Proyectos Globales de Vida viene la visión hacia un futuro [...] Se está preparando el camino, se está mirando más allá o se está soñando lo que se va a hacer con el trans-currir del tiempo. En eso me parece que es importante ir analizando más despacio, haciendo las cosas despacio, tratando de rescatar algo propio, algo de la cultura; en este caso rescatar sobre todo los valores, porque yo creo que de allí depende que los planes de vida tengan un cumplimiento (Dora Córdoba CNU 2002a: 90).

Con el fin de llegar a los cambios deseados, la comunidad está dispuesta a apro-piar, de manera cuidadosa, el conocimiento occidental y las técnicas, en la medida en que se espera que estas fortalezcan a las organizaciones indígenas e institucio-nes comunitarias. Si la comunidad tiene éxito, estos elementos externos de cono-cimiento serán transformados en el proceso y, con el tiempo, llegarán a formar parte de vivencias propias de la comunidad indígena.

Es muy importante lo que se hace ahora: recoger historia [...] pero también que añada lo nuevo [...] La historia es el pasado, lo que hicie-ron los otros. En el presente tenemos que mirar cómo fue el trabajo que hicieron los mayores, hasta dónde llegaron ellos, qué lograron avanzar, qué les faltó, y de eso que les faltó nos corresponde hoy en el

6 Al definir ‘lo propio’, Rappaport (2005: 142) contrasta este concepto con el de ‘vivencias’, es decir, “la experiencia vivida a diario de manera inconsciente” (en comunidades de base). El primer concepto es “un constructo más autoconsciente, en el sentido de que abstrae del último [‘vi-vencias’] una constelación de prácticas generadas a través de la investigación y la reflexión. Estas prácticas están puestas en primer plano como algo emblemático de la ‘cultura nasa’ y constituyen un conjunto de atributos culturales dignos de ser usados como símbolos políticos o como vehículos para una revitalización cultural”.

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presente ver cómo lo mejoramos, cómo hacemos que avance hacia el futuro (Marcos Yule, CNU 2002c [Toribío]: 22).

Esta metodología –tal como fue explicada por uno de los fundadores del Proyecto Nasa y designada como ‘planeación intercultural’ por algunos líderes indígenas y activistas (Rappaport 2005)7– es la lógica que orienta la práctica de los pro-yectos de desarrollo comunitario nasa, los cuales están, finalmente, dirigidos a alcanzar un estado de armonía y equilibrio –que es la condición última deseada (Espinosa 2000)– para así lograr una mayor autonomía cultural, política y econó-mica (ACIN y Codacop 2003; Gow 2005).

En Jambaló, el encuentro en La Mina se convirtió en el modelo para las reuniones sucesivas bimestrales del Proyecto Global, que se organizarían cada vez en una vereda diferente con el fin de promover una amplia participación, y las cuales invariablemente convocaban entre 400 y 500 miembros de la comunidad, inclu-yendo a los representantes de todas las instituciones comunitarias8, que estuvie-ron así participando activamente en la realización de un objetivo/campo de acción común: la elaboración de un plan a largo plazo para el desarrollo alternativo, que estuviese firmemente basado en su propia historia local compartida y en los usos y costumbres indígenas –lo que posteriormente se denominó una cosmovisión o Ley de Origen9. Con esto la comunidad de Jambaló, tal como la comunidad de

7 Es una forma de planeación alrededor de una estrategia de revitalización cultural “que in-volucra la recuperación del conocimiento local y su combinación con técnicas occidentales” (Gow y Rappaport 2002: 68), o que “se esfuerza en fortalecer lo propio […] a través de apropiaciones críticas de teoría y metodología de la sociedad dominante” (Rappaport [n. d.], perfil del capítulo para Rappaport 2005). 8 Por lo general, equipos de profesores de centros de educación y promotores de salud, gru-pos de catequistas laicos (‘delegados de la palabra’), mayores y médicos tradicionales (the walas); juntas directivas de los proyectos sociales y económicos, JAC, tiendas comunitarias, empresas comunitarias y de la cooperativa de Zumbico; el cabildo, y dependiendo de la coyuntura política, algunos funcionarios de la alcaldía municipal.9 A los líderes indígenas que trabajan en las comunidades a menudo se les dificulta expre-sarse adecuadamente con respecto al concepto de cosmovisión. Joanne Rappaport (2005), en co-laboración con activistas e intelectuales indígenas nasa, ha definido ‘cosmovisión’ como “visión del mundo, una aproximación a la experiencia diaria, que ubica a los seres humanos dentro de un cosmos más amplio habitado por otros tipos de seres, y que fomenta un interés por una armonía y equilibrio cósmico” (p. 147). Como el término es casi siempre utilizado como parte de un dis-curso indígena politizado, ella (Rappaport) lo considera “una categoría conceptual moderna que incorpora conductas espirituales y seculares, ordenamientos míticos y experiencias históricas que se incorporan dentro de un todo políticamente eficaz” (p. 191). Puesto que es un concepto car-gado políticamente, cosmovisión –a nivel general– “presenta una crítica a la modernidad como carente de espiritualidad e indiferente ante el equilibrio del universo” (p. 192). Debido a que la cosmovisión está constantemente expuesta a otras visiones más dominantes del mundo, “éste no es un sistema de creencias herméticamente sellado, sino un habitus fluido […] que es al mismo

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Toribío, continuaba un modelo de desarrollo lanzado por el CRIC en las décadas de los años setenta y ochenta, que se oponía explícitamente al modelo de desa-rrollo capitalista y que por lo tanto podía ser considerado, en cierto sentido, una forma de ‘contradesarrollo’ (Arce y Long 2000; Gow 1997, 2005), o un “desa-rrollo desde la localidad”, opuesto al desarrollo con “pretensiones universalis-tas” (Blaser 2004: 8). Después de algún tiempo, la comunidad de Jambaló, tal como otras comunidades indígenas del Cauca, también empezó a referirse a su plan de desarrollo comunitario como Plan de Vida (CRIC 1997)10, un concepto que puede ser descrito como “un plan de desarrollo alternativo [que está] embe-bido en la historia local, las visiones del mundo y el futuro, que son distintos de aquellos proyectos promovidos y estructurados por el Estado y los mercados” (Blaser 2004: 1). Aunque los métodos y los procedimientos de los encuentros del Proyecto Global nunca fueron convertidos a normas escritas (estatutos), las deliberaciones y conclusiones de cada sesión fueron siempre registradas detalla-damente y publicadas en una larga serie de boletines (Proyecto Global [número 4] 1988; [número 27] 1993; [número 64] 2000), que vendrían a constituir, con el tiempo, una clase de “metanarrativa de planeación indígena” (cfr. Roe 1994 en Gow y Rappaport 2002: 68).

tiempo individual y comunitario, aprendido y apropiado, investigado y conscientemente utilizado, un concepto central de la contramodernidad indígena” (p. 193). El concepto de Ley de Origen es a menudo empleado como equivalente a cosmovisión, aunque el primero transmite mejor la natura-leza histórica de la visión indígena (nasa) del mundo. Quizá su significado fue muy bien expresado durante el Congreso de los Pueblos Indígenas de Colombia, celebrado en Cota, Cundinamarca, el 30 de noviembre de 2001, como “los principios culturales milenarios que señalan y orientan los conceptos que tenemos sobre desarrollo, territorio, paz y convivencia” (ONIC 2001). Desde enton-ces, la noción también ha aparecido en declaraciones públicas de las autoridades indígenas nasa y de la organización zonal del norte del Cauca (ACIN), por ejemplo, del cabildo de Huellas-Caloto (7 de septiembre de 2002) y de la ACIN (19 de febrero de 2004). Esta definición corresponde en gran medida a la explicación que una asesora del cabildo de Jambaló (Adriana Aguilar, colaboradora no indígena pero simpatizante de la causa nasa, que trabaja “desde adentro”) una vez me ofreció: “La Ley de Origen es el núcleo de la identidad de un pueblo indígena, el parámetro, el mandato, lo más esencial. Es una especie de guía para todo, que las personas, como pueblo, están adoptando, una instrucción de cómo uno debería vivir […] Esta es la memoria colectiva del pueblo, su perspectiva sobre el mundo social y sus entornos naturales y espirituales, su mitología, su cosmovisión […] He ahí por qué La Ley de Origen debería impregnar al proyecto comunitario de la comunidad. Si este no es el caso, el pueblo estaría desorientado por la cultura dominante y estaría perdiendo su identidad y autonomía como pueblo” (Comunicación personal, diciembre de 2000).10 Durante el Décimo Congreso del CRIC, la organización aconsejó a sus comunidades miembro hablar de Planes de Vida en lugar de proyectos de desarrollo (CRIC 1997). El término ‘Plan de Vida’ también parece haber sido adoptado por comunidades indígenas y activistas de base de otros lugares, tales como los Yshiro en Paraguay, y los James Bay Cree en Canadá (ver por ejemplo Blaser, Feit y McRae 2004).

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Primeros proyectos productivos y llegada de los cultivos ilícitos

Con el fin de alcanzar la ambiciosa meta del Proyecto Global y para mantener a la comunidad comprometida con este, la prioridad fue dar a la economía local un nuevo impulso –principalmente en razón de la crisis económica en el resguardo– y dar a las familias una perspectiva de mejoramiento real de sus condiciones de vida. Sin embargo, tal como en las comunidades vecinas, las familias y comu-nidades de Jambaló carecían de los medios financieros que se requerían para invertir en los implementos y servicios necesarios con el fin de que se produjera la reorientación y modernización deseadas de la producción agraria, y en particular de la porción orientada al mercado.

Para las familias, la única posibilidad de acceder al capital era adquirir un prés-tamo. Aunque los habitantes del resguardo no podían utilizar los derechos de usufructo sobre la tierra –la cual es parte de la propiedad colectiva inaliena-ble de la comunidad– como garantía para los préstamos, tenían la posibilidad de recurrir a la llamada prenda agraria, un acuerdo con la Caja Agraria, un banco del Estado que aceptaba parte de la cosecha o el ganado como garantía (tal como estaba dispuesto en el Decreto 2476 de 1953), previa remisión del acta de adjudicación concedida a cada una de ellas por el cabildo. Sin embargo, la mayor parte de las familias estaba renuente a adoptar esa opción, en particular después de su experiencia negativa con este sistema durante la crisis del fique, pues muchas tenían grandes deudas todavía. Además, las familias asentadas en el territorio recuperado (zonas baja y media) no tenían adjudicaciones oficiales emitidas por el cabildo para su parcela familiar, debido a que, como subgrupo de la comunidad (exterrajeros), ya estaban incluidos en una adjudicación global (ver capítulos 3 y 4) y esto los excluía de la prenda agraria. Aparte de estas con-sideraciones individuales y de circunstancias específicas (en Jambaló), el CRIC, a finales de los años ochenta, se había opuesto fuertemente a la adquisición de préstamos individuales, debido a que consideraba que esto no estaba de acuerdo con la cultura indígena, la cual –se presumía– estaba basada en una organización económica comunitaria (Roque Roldán, comentario personal, febrero de 2001; ver también capítulo 3).

Así, las familias del resguardo estaban dependiendo del apoyo financiero cana-lizado a través del cabildo. Durante los primeros años del Proyecto Global, un gran reto de las autoridades indígenas fue la búsqueda de nuevos benefactores. Al comienzo, esto seguramente no fue una tarea fácil, ya que la mayoría de institu-ciones nacionales de desarrollo rural se había retirado del norte del Cauca durante el tiempo de la lucha por la tierra y la agitación política que le siguió. La pri-mera inyección financiera en el Proyecto Global vino de la Misión Católica (curas

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católicos de la Consolata) de Jambaló y Toribío, que había logrado, haciendo uso de sus contactos personales en Italia y Europa, asegurar fondos de desarrollo para implementar varios proyectos comunitarios iniciales. El cabildo invirtió los fondos, entre otras cosas, en educación para adultos y proyectos de empodera-miento de mujeres, en un proyecto productivo de cultivo de maíz (que incluía la construcción de un molino), en un proyecto de artesanías y en otro para estable-cer un taller de carpintería (CNU 2002a). Las comunidades de Jambaló también recibieron algún apoyo del CRIC, el cual manejó fondos suministrados por agen-cias de desarrollo gubernamentales y no gubernamentales europeas y canadien-ses –entre ellas Canadian International Development Agency (CIDA), Misereor, Cebemo, Terre des Hommes– en un Fondo Rotatorio Indígena de crédito –FRI– con el cual se apoyaron proyectos en comunidades indígenas, dirigidos princi-palmente a establecer ganadería en empresas comunitarias, orientación esta que fue parcialmente el resultado de un contrato entre el CRIC y la Regional Cauca de la Federación de Ganaderos (Fedegan) (José Domingo Caldón y Luis Alfredo Muelas, CRIC, miembros del Comité Ejecutivo, comentario personal, enero de 2001; ver también capítulo 4).11 Dado que los fondos obtenidos del sector privado fueron muy limitados, los cabildos de Jambaló y de otros resguardos nasa se com-prometieron decididamente a convencer al Estado de que cumpliera las promesas que este había hecho en el pasado y de que invirtiera por lo menos una parte del muy limitado presupuesto nacional destinado al desarrollo rural, en la reconstruc-ción económica y social de las comunidades indígenas (Rodríguez et al. 2005). A finales de los años ochenta, los cabildos tuvieron éxito en esta labor, debido en parte a la mediación del CRIC y la ONIC (Organización Nacional Indígena de Colombia). Esto significó que el Estado pudo retornar, después de varios años de ausencia, al norte del Cauca.

El gran programa bandera del gobierno en ese tiempo, el Plan Nacional de Rehabilitación (PNR), tenía una estrategia de intervención dirigida a pacificar áreas aisladas (abandonadas por las instituciones del gobierno), golpeadas por la pobreza y la violencia (en otras palabras, a quitarles los posibles apoyos a los grupos revolucionarios), mediante la creación de condiciones de desarrollo rural favorable (Gros 1991a; Machado 2003; Vargas del Valle 2003). Como parte de este programa, se había establecido una unidad especial para implementar la política nacional indígena, el llamado Programa Nacional para el Desarrollo

11 Ver Laurent (2005) para una descripción detallada del acuerdo CRIC-Fedegan. A comien-zos de los años ochenta, este acuerdo causó controversia considerable entre las dos organizaciones regionales indígenas –CRIC y AISO (AICO)–, que básicamente tenía que ver con sus posiciones políticas diferentes y con los desacuerdos sobre las relaciones entre comunidades indígenas y sus anteriores terratenientes.

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de las Comunidades Indígenas (Prodein), con apoyo internacional del Programa Mundial de Alimentos (PMA) y del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Esta política fue formulada en 1984 por el gobierno del pre-sidente Belisario Betancur (1982-1986) y se centraba en el

fortalecimiento étnico, la consolidación de los nexos territoriales co-munitarios y la adopción libre y participativa de alternativas moder-nas de subsistencia, que permitieran a las comunidades mejorar sus sistemas productivos y la calidad de vida, de modo que preserven y renueven creativamente su identidad cultural y sus formas tradiciona-les de organización (DNP 1984 en Gros 1991a: 279).12

El Prodein se inició gradualmente durante el período presidencial de Virgilio Barco (1986-1990) y tuvo un doble enfoque. La primera línea de acción con-sistió en la implementación del llamado programa Alimentos por Trabajo, por el cual los comuneros participantes recibían raciones de comida del Programa Mundial de Alimentos como pago por su participación voluntaria en proyectos de desarrollo patrocinados, para la instalación de servicios públicos y trabajos de infraestructura (caminos, acueductos, electrificación, etc.). En el fondo, la idea era que esta provisión extra de alimentos liberara parcialmente a las familias de las actividades de subsistencia y les brindara más tiempo para trabajar y fortalecer sus proyectos comunitarios –en Jambaló, el Proyecto Global–, tanto en términos económico-productivos como socioinstitucionales (Presidencia de la República 1990). El programa Alimentos por Trabajo era complementado por una segunda línea de acción del PNR, que se centraba, a través de un programa de pequeñas donaciones del PNUD, en la promoción de “proyectos demostrativos generadores de ingresos” y de “pequeños proyectos productivos dirigidos a grupos asociati-vos” (bien fuera a través –o no– de créditos asociativos), que comprendían pro-yectos para reforestación, microirrigación, ganadería y piscicultura (CNU 2002a; Presidencia de la República 1990).

12 Prodein, un programa que fue planteado en un documento de política especial –el Conpes 2082– contenía la primera política indígena elaborada con la participación de organizaciones in-dígenas (Gros 1991a) y puede ser considerado como la traducción, en términos de política pública, de las promesas que el presidente Betancur había hecho a las comunidades indígenas del Cauca durante su visita, en 1983, a la hacienda de Las Mercedes, recuperada en Guambía (Silvia), y de la decisión del Consejo de Estado, en noviembre de ese mismo año, de reconocer a los cabildos indígenas como “entidades de carácter público especial” (Findji 1992: 124; ver capítulo 3). La primera política de gobierno específicamente dirigida a la población indígena está contenida en el Conpes 1726 de 1980. Antes de 1980, para los fines de las políticas agrarias, a los agricultores y comunidades indígenas se les denominaba “campesinos”.

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Los proyectos productivos establecidos en los primeros años del Proyecto Global mostraron poca cohesión y casi todos fueron de corta duración. Al respecto existen varias explicaciones, entre otras las siguientes: algunos proyectos –por ejemplo los de ganadería– habían sido realmente propuestos por organizaciones externas (incluido el CRIC) y no conocían ni las necesidades ni la experiencia de los miembros de las comunidades vinculadas; por otra parte, los proyectos a menudo empezaron con un capital muy limitado y tuvieron que enfrentar una carencia de asistencia técnica, o no correspondieron a la situación del mercado; además, los programas que financiaron los proyectos fueron de naturaleza tempo-ral (el PNR mismo fue liquidado en 1994) y no fue posible continuarlos de manera independiente sin ingresos financieros externos (CNU 2002a). Sin embargo, junto con varios proyectos socioculturales y de educación, constituyeron una primera experiencia de aprendizaje en el manejo autónomo de proyectos de desarrollo, aun cuando algunos investigadores creen que ellos condujeron a una dependen-cia de la ayuda (asistencialismo) y a una ‘cultura de proyectos’ (Cortés 1996; y comentario personal, octubre de 2003) entre los habitantes de los resguardos nasa. Adicionalmente, los efectos secundarios del programa Alimentos por Trabajo fueron quizá más perjudiciales, en el sentido de que la distribución de las racio-nes de alimentos –que contenían, entre otras cosas, arroz, fríjol y pescado enla-tado (Presidencia de la República 1990)– provocó que muchas familias perdieran gradualmente su interés en cultivar los alimentos tradicionales y desarrollaran nuevos hábitos alimentarios, lo cual, a su vez, condujo a una mayor dependencia alimentaria (José Domingo Caldón y Luis Alfredo Muelas, CRIC, miembros del Comité Ejecutivo, comentario personal, enero de 2001)13. Una consecuencia adi-cional fue la desaparición de mecanismos tradicionales redistributivos, como la contribución voluntaria con alimentos a las mingas (fiestas de trabajo comunal) y a otros encuentros comunitarios (CNU 2002a).

Caso 5.1 La nueva Constitución y el optimismo temporal

Los nasa de Jambaló dieron sus primeros pasos hacia un desarrollo integrado y cultu-ralmente apropiado en una época en la que Colombia estaba experimentando cambios jurídicos y políticos extraordinarios, que permitían abrigar esperanzas para la paz y un mejor futuro para todos los colombianos. A finales de los años ochenta, en medio de una guerra feroz entre los carteles de la droga y el Estado, y con una violencia que se desarro-llaba principalmente en áreas urbanas, el grupo guerrillero M-19 entró a negociaciones de

13 A comienzos de los años noventa, en Jambaló, 4.068 habitantes del resguardo participaron en el proyecto Alimentos por Trabajo, del Programa Mundial de Alimentos, y recibieron más de 50 mil raciones de alimento valoradas en 66 millones de pesos colombianos (Presidencia de la República 1990).

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paz con el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990). La posterior y rápida desmovilización y la reintegración de este grupo a una vida política legal (1989) habían servido como ejemplo para otros grupos guerrilleros, principalmente el PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores), el EPL (Ejército Popular de Liberación) y el Movimiento Armado Quintín Lame (MAQL) (Laurent 2005). En el Cauca rural, la desmovilización del M-19 y del Quin-tín Lame (en 1991) había permitido la distensión parcial del conflicto armado y había reducido temporalmente, hasta cierto punto, el número de confrontaciones y de víctimas (Reyes et al. 1992). En 1990, el recién elegido presidente César Gaviria Trujillo convocó a una Asamblea Nacional Constituyente (ANC) para elaborar una nueva Constitución. Dos delegados indígenas adquirieron una influencia considerable en el proceso constitucional, lograron un reconocimiento sin precedentes de los derechos colectivos específicos de los pueblos indígenas y, en menor grado, de los derechos colectivos de las comunidades ne-gras (afrocolombianas) (Van Cott 2000a). La nueva Constitución –proclamada el 4 de julio de 1991– contribuyó a ampliar el proceso de descentralización ya en curso en Colombia, pero dejó totalmente de lado cualquier pregunta acerca de grandes reformas económicas o agrarias. Adicionalmente, las FARC, el ELN (Ejército de Liberación Nacional) y los grupos paramilitares no participaron en este proyecto (Reyes et al. 1992). La euforia inicial y las expectativas demasiado altas y carentes de realismo acerca de la Constitución pronto se desvanecieron como resultado del “retorno a niveles pre-ANC del narcoterrorismo y de la violencia guerrillera, del aumento de la pobreza y el desempleo, resultado de las políticas neoliberales del gobierno de Gaviria [1990-1994], además de una recesión que se prolon-gó hasta 1999” (Van Cott 2000a: 91). Los nasa en el norte del Cauca despertaron de su sueño cuando 20 comuneros fueron masacrados a manos de paramilitares narcotrafican-tes14 durante la recuperación de la hacienda de El Nilo, en Caloto, el 16 de diciembre de 1991 (Jimeno, Correa y Vásquez 1998; Reyes et al. 1992).

Al tiempo que la mayor parte de proyectos colectivos (asociativos) que se hicieron al amparo del Proyecto Global no tuvieron éxito en dar a las comunidades una fuente viable de ingresos alternativos para reemplazar la pérdida de entradas por los cultivos de fique y de café (cultivo este último cuyos precios habían empezado a caer a finales de los años ochenta), un número creciente de familias empezó a participar más activamente en una economía paralela de cultivos ilícitos. En par-celas familiares de las zonas alta y media, la gente empezó a cultivar, junto con los cultivos tradicionales y a pequeña escala, amapola (la materia prima para la heroína, una planta muy lucrativa introducida en las comunidades indígenas por las mafias de la droga de Cali entre 1987 y 1989 (Perafán 1999). Al mismo tiempo, la zona baja vio un surgimiento del cultivo de coca, que estaba siendo sembrada en

14 Nota del grupo revisor del texto: Más de veinte años después (2012) se demostró que la responsable fue la Policía Nacional, en complicidad con algunos hacendados, y que el plan fue maquinado en la hacienda misma La Emperatriz.

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cantidades mayores de las que podrían justificarse para usos tradicionales (como planta medicinal) (CNU 2002a). Este acontecimiento, con consecuencias de largo alcance para la economía local, y desde entonces, para el Proyecto Global, dejó ver que “al menos alguna participación en formas ilícitas de desarrollo agrícola traía más ganancias, y distribuidas más ampliamente, que cualquier forma de desarrollo comunitario” (Field 1996: 116). Este hecho significó la participación indígena en una economía de fuerzas anti-Estado (el narcotráfico y la guerrilla), que conduciría gradualmente a un debilitamiento de la autoridad del cabildo.

Participación en los ingresos corrientes de la Nación y conquista de la alcaldía

Las perspectivas de desarrollo de los nasa en Jambaló cambiaron drásticamente después de la promulgación de la Ley 60 de 1993 –derogada posteriormente por la Ley 715 de 2001– y de su Decreto Reglamentario 1386 de 1994–, los cuales brin-daban un nivel relativamente alto de autonomía fiscal a los municipios y resguar-dos indígenas por mandato de la nueva Constitución (artículo 357)15. De hecho, esta ley inauguró una importante y nueva etapa en el proceso de descentralización democrática que había empezado con la introducción de la elección pública de alcaldes municipales en 1988 (Ley 78 de 1986)16. La Ley 60 abrió el camino para un incremento considerable en las transferencias anuales de ingresos corrientes de la Nación a los gobiernos regionales, y para un aumento de las responsabilidades y poder en la toma de decisiones por los municipios, con el fin de “cerrar la bre-cha entre ciudadanos y la administración pública” (Fiszbein 1997). La legislación también tuvo en cuenta el rol de las autoridades tradicionales de los resguardos indígenas –los cabildos–, los cuales, desde 1988 (Ley 30), fueron oficialmente reconocidos como entidades públicas de carácter especial. El artículo 25 les con-firió a los resguardos un estatus comparable al de los municipios; esto implicó que en adelante las autoridades indígenas tendrían derecho a cuotas de recursos de transferencias para satisfacer las necesidades básicas de sus comunidades, de acuerdo con sus usos y costumbres.

La ley estipula que el monto de recursos que se puede entregar a los resguardos está determinado por la población de la comunidad indígena (cifra de población multiplicada por la transferencia de recursos per cápita); ese monto es traspasado

15 A esta ley se le llama comúnmente ‘Ley de Transferencia de Recursos’. 16 La Ley 78 de 1986 les quitó el poder que tenían los gobernadores departamentales para designar a los alcaldes (los gobernadores departamentales continuaron siendo designados por el gobierno nacional hasta la adopción de la Constitución de 1991). La primera elección popular de alcaldes tuvo lugar en 1988.

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independientemente de (en otras palabras, es complementario de) los fondos transferidos a los municipios donde está situado el resguardo (Ley 60, artículo 25)17. Sin embargo, aunque se dice que los recursos transferidos a los resguardos son de su propiedad (Decreto 1386, artículo 1), los cabildos y sus comunidades no son completamente autónomos en la administración de estos recursos, pues, en primer lugar, se dispuso que los alcaldes fueran los receptores intermediarios de las transferencias a los resguardos. Para poder acceder a ellos, las autoridades indígenas, al igual que los gobiernos municipales, tienen que seguir un proceso institucionalizado de planeación (definido en términos generales por la Ley 152 de 1994). La ley deja cierto margen para desarrollar métodos de planeación cul-turalmente distintos –de acuerdo con las tradiciones y usos y costumbres indí-genas– y, a diferencia de los municipios, los cabildos no están obligados a hacer planes de desarrollo a largo plazo. Ellos, sin embargo, están obligados a elaborar, en consulta con sus comunidades respectivas, planes para actividades específicas o proyectos (perfiles de proyectos de inversión) en cinco áreas prioritarias (sec-tores) de inversión social: educación, salud, vivienda, servicios de agua potable y saneamiento básico, y libre inversión (definida por el cabildo; incluye, entre otras cosas, desarrollo agrario –Ley 60, artículo 21–). Sin embargo, mientras los municipios son obligados por la ley a repartir su presupuesto para estos sectores de acuerdo con porcentajes fijos (Ley 60, artículo 22), las comunidades indígenas son libres de hacerlo a su entera discreción, dependiendo de sus prioridades y prácticas culturales (Decreto 1386, artículo 5.2). Posteriormente, los cabildos tie-nen que establecer un acuerdo escrito con las autoridades municipales detallando cómo se invertirán los fondos, aunque esto último tiene un carácter estrictamente de consulta, no decisorio ni de dirección. Finalmente, al administrar estos fondos públicos, los cabildos están obligados a rendir cuentas no solo a sus comunidades sino también, tal como lo hacen sus contrapartes municipales, a las agencias de control fiscal del gobierno nacional (DNP-UDT 1997; Raúl Arango, comentario personal, febrero de 2001).

La ‘participación indígena en los ingresos corrientes de la Nación’, tal como fue denominada oficialmente, y que entró en vigencia en 1994, significó para el cabildo y las comunidades de Jambaló que no tendrían ya que depender sola-mente de benefactores externos para financiar su Plan de Vida, dado que, desde ese momento, ellos tendrían una cantidad más o menos constante de recursos financieros a su disposición, que podrían manejar e invertir como lo consideraran oportuno. Las transferencias de ingresos corrientes de la Nación incrementaron

17 En este sentido, algunas veces se dice que las comunidades indígenas se benefician doble-mente del proceso de descentralización fiscal en Colombia (Raúl Arango, comunicación personal, febrero de 2001).

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la legitimidad de los cabildos y le dieron nuevo impulso al proceso de planea-ción del desarrollo en el contexto del Proyecto Global. Mediante la organización frecuente de asambleas comunitarias en diferentes partes del territorio colectivo, los líderes de la comunidad convencieron a un número cada vez mayor de per-sonas de que participaran activamente en la expresión de sus reivindicaciones, en la toma de decisiones y en la implementación de proyectos. En lo referente a los proyectos productivos, mantuvieron el modelo de proyectos asociativos y de creación de microempresas impulsado por el CRIC (Espinosa 2000; ver también Gow 2005). El objetivo de estos proyectos era generar producción de alta calidad tanto para el mercado interno como para el externo, y crear empleo para que las familias que tenían muy poca tierra pudieran mantenerse. En varias veredas, los cabildos reunieron grupos de 10 a 20 personas interesadas en las microempresas, para empezar a experimentar con actividades tan diversas como cría de cerdos, pequeños proyectos pecuarios (gallinas, cuyes), cultivo de trucha (piscicultura), producción a pequeña escala de lácteos y panadería. Al respecto, recibieron la asistencia técnica de expertos y consejeros contratados por el cabildo (Jambaló y Jambaló 1995).

A pesar de los nuevos desafíos técnicos y administrativo-institucionales, esta metodología participativa contribuyó al establecimiento de un liderazgo transpa-rente y a un proceso general de construcción de capacidades entre los miembros de la comunidad (Fiszbein 1997; Pancho 2003). Al mismo tiempo, este modelo abierto de administración indígena evidenció un agudo contraste con el estilo cerrado y vertical de administración del aparato municipal, mantenido férrea-mente en manos de los partidos políticos tradicionales. Las autoridades munici-pales –encabezadas por un alcalde designado por su respectivo partido, y que no era miembro de la comunidad local– consideraron que la preparación e imple-mentación del Plan de Desarrollo Municipal de cuatro años era una tarea para funcionarios municipales y para expertos, para el cual la población local no era consultada o lo era escasamente. Como resultado, los proyectos de inversión social del municipio usualmente no se vincularon con los propuestos en el Proyecto Global. Además, una cantidad desproporcionada de los presupuestos municipales se invirtió en proyectos dirigidos a población no indígena en Jambaló, La Mina y Loma Redonda, a pesar de que el Decreto 1386 (artículo 8) claramente establece que las transferencias de ingresos corrientes a los resguardos no exoneran a los municipios de su obligación de invertir también en las áreas rurales indígenas. Adicionalmente, las comunidades estaban divididas en virtud de su lealtad a los partidos Liberal o Conservador, y esta se aseguraba mediante prácticas cliente-listas (politiquería), principalmente a través de las JAC (cfr. Beltrán 2003; CNU 2002a; Pancho 2003; Rodríguez et al. 2005).

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Insatisfechos con el viejo modelo político bipartidista (liberal/conservador), los líderes indígenas educados de Jambaló y de otras comunidades del Cauca (p. ej., Toribío y Guambía) habían empezado, a comienzos de los años noventa, a esta-blecer un proyecto político alternativo, el llamado Movimiento Cívico, para incre-mentar su influencia sobre la administración municipal mediante la participación en las elecciones municipales. Utilizando este esquema, la comunidad ya había logrado obtener representación política en el Concejo Municipal y en la Asamblea Departamental en Popayán (Laurent 2005). En la época previa a las elecciones municipales de octubre de 1994 (las elecciones para el período 1995-1997), la organización comunitaria indígena de Jambaló forjó una alianza con mestizos progresistas y escogieron su propio candidato a la alcaldía, Marden Betancur (de la zona baja), quien fue respaldado por la Alianza Social Indígena (ASI), un par-tido político nacional surgido del grupo de autodefensa indígena Quintín Lame, desmovilizado en 1991 (Avirama y Márquez 1994; Laurent 2005). Betancur ganó las elecciones y esto significó de hecho la toma, por el Movimiento Cívico, del aparato de gobierno municipal. Inicialmente, esta toma de poder por la organi-zación indígena se encontró con una fuerte resistencia de los seguidores de los partidos políticos tradicionales –que incluían algunos líderes indígenas rivales– y terminó con el asesinato de Betancur el 19 de agosto de 199618. Sin embargo, este retroceso fortaleció a la comunidad del resguardo en su convicción política y desde entonces la alcaldía del municipio de Jambaló siempre ha permanecido en manos del Movimiento Cívico19.

La incorporación del municipio en la organización indígena de Jambaló puede, en retrospectiva, ser vista como un intento de sujetar el municipio a las prácticas culturales (normatividad) del Plan de Vida (Proyecto Global) de las comunidades indígenas o, tal como fue expresado por un líder comunitario:

Teniendo en cuenta que la gente al ser elegida debe aceptar criterios, la gente no va a andar suelta; no por ser alcalde o gobernador puede hacer lo que le da la gana; no, sino que siempre la comunidad es la que elige, pero también vigila y exige (María Eugenia Toconás, CNU 2002a: 91).

18 Para una completa descripción de los hechos que rodearon el asesinato, así como de las implicaciones legales del caso (tanto el autor intelectual “indígena” del asesinato como los ejecutores –el ELN– fueron acusados y condenados con base en la jurisdicción indígena), ver Rappaport (2005), Sánchez (1998) y Van Cott (2000a).19 En los años noventa, diversas comunidades indígenas se hicieron a alcaldías a través de movimientos cívicos, pero en Colombia esto fue, y lo es todavía, más una excepción que una regla.

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Aparentemente los indígenas de Jambaló habían tenido éxito en esta labor, en el sentido de que la planeación, la implementación y evaluación del Plan de Desarrollo Municipal pasarían desde entonces por las asambleas comunitarias, que ahora además tenían control sobre un presupuesto mayor de transferencia de ingresos corrientes del previamente adjudicado al cabildo. Sin embargo, algu-nos académicos e investigadores ven el éxito de las comunidades indígenas como una victoria pírrica (Gow 2005, 1997; Rappaport 2003; Rodríguez et al. 2005): pronto, los líderes indígenas –tanto en el cabildo como en el gobierno municipal, y en las comunidades a través del Proyecto Global– empezaron a invertir cada vez más tiempo en preparar y evaluar el Plan de Desarrollo en lugar de ejecutar el Plan de Vida, de acuerdo con las reglas y procedimientos del Estado, proceso que en un sentido puede considerarse como sujetarse a “algo impuesto desde fuera, que trata, principalmente, de las necesidades del resguardo a corto plazo en cate-gorías predeterminadas” (Gow 2005: 68). Al mismo tiempo, la discusión sobre una visión futura de largo plazo sobre un desarrollo comunitario culturalmente apropiado, arraigado en la cosmovisión de los nasa, estuvo a punto de quedar fuera de la agenda.

Caso 5.2. El Conpes 2773

Además de la legislación sobre la autonomía fiscal, el gobierno del presidente Ernesto Samper (1994-1998) lanzó en 1995 un programa especial de asistencia y fortalecimiento étnico para los pueblos indígenas de Colombia, como parte del Plan Nacional de Desarrollo 1995-1998, que fue presentado en un documento del Consejo Nacional de Política Económica y Social (Conpes 2773). Este programa, que fue básicamente la continuación de una línea de política indígena que se había iniciado en los años ochenta (Prodein), estableció que, durante cuatro años, el 2% del presupuesto nacional para inversión social y ambiental habría de ser asignado a la población indígena (aunque incluyó –mezclados en esta cifra– los recursos adjudicados por transferencias de la Nación y por medidas de reforma agraria dirigidas a las comunidades de resguardo). Entre otras cosas, se preveían recursos para cofinanciación de proyectos que permitieran incrementar los niveles de producción agrícola en comunidades indígenas por medio de un Fondo de Desarrollo Rural Indígena (DRI/FDR), y se señalaba la necesidad de ofrecer sistemas alternativos de crédito para permitir a los productores indígenas la sustitución de cultivos ilícitos. Además, el documento de política aseguraba la participación indígena en actividades dirigidas a la explotación, manejo y conservación de recursos naturales en territorios indígenas, y prometía capacitación en administración pública para las autoridades indígenas (Arango y Sánchez 1998; Jimeno y Ministerio del Interior 1995). Aunque ambicioso en sus términos, de acuerdo con los expertos el programa Conpes no produjo ningún resultado tangible ya que nunca fue más allá de enunciar intenciones vagas e incoherentes, y no tuvo una clara definición de responsabilidades de los varios ministerios participantes (Cortés Lombana 1996; Roldán 1997). La administración

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de Andrés Pastrana (1998-2002) no continuó ni evaluó el Conpes 2773 y fue el último programa de su clase que trató específicamente de implementar los derechos económicos de los pueblos indígenas. Cada vez más concentrado en la constante crisis económica y en el aumento de la violencia guerrillera, el Estado había cancelado muchos de los programas de inversión social y contra la pobreza. Con excepción de su escasa participación en los programas de sustitución de cultivos ilícitos (Plante), las comunidades indígenas deben depender hoy exclusivamente de las transferencias de ingresos corrientes de la Nación, las cuales deben complementar con recursos adicionales de financiación.

Consecuencias de la expansión de los cultivos de amapola y coca– Una nueva perspectiva sobre los cultivos ilícitos

Limitado por las restricciones legales existentes para invertir las transferencias de ingresos corrientes, y debido a la presión del municipio para que cofinanciara obras públicas, el cabildo no pudo aprovechar los recursos de las transferencias para el fortalecimiento de la economía agrícola local. En Jambaló, durante los primeros años posteriores a la toma de poder por el Movimiento Cívico, los recur-sos de las transferencias –ahora tanto del cabildo como del municipio– fueron invertidos principalmente en proyectos de vivienda, construcción de redes eléc-tricas y trabajos de construcción de caminos y acueductos. Muy pocos dineros se invirtieron en proyectos económicos (agrícolas) (CNU 2002b)20. En consecuencia, las perspectivas para este sector no mejoraron notablemente. Mientras tanto, el tamaño y la extensión de los cultivos ilícitos crecieron a ritmo constante.

Como se indicó anteriormente, la principal razón de que los nasa en Jambaló se hayan dedicado a la siembra de cultivos ilícitos fue la búsqueda de otras fuentes de ingreso que les permitieran compensar las pérdidas causadas por la caída en los precios de sus cultivos legales tradicionales, fique y café principalmente. Dados los ingresos excepcionalmente altos obtenidos por área cultivada, la amapola y la coca son cultivos perfectamente adecuados para este propósito. De acuerdo con los cultivadores de amapola, cada planta produce cerca de 5 gramos de látex cada tres o cuatro meses. A finales de los años noventa, este látex producía entre tres y cinco mil pesos colombianos por gramo. En Jambaló el látex era vendido, tal como la coca, a intermediarios de Silvia o Santander. Un metro cuadrado de tierra puede mantener alrededor de 10 plantas de amapola, cuyo valor oscila entre

20 Las prioridades de desarrollo de Jambaló parecen coincidir con las de otras comunidades indígenas en Colombia. Laurent (2005: 344) describe el siguiente cuadro: en 1994-1995, las comu-nidades invirtieron en educación, en promedio, el 25,3% de los recursos obtenidos por transferen-cias; el 21% en agua potable y saneamiento básico; el 16,6% en salud; y solamente el 5% y 2,6% en desarrollo agrícola (principalmente en la adquisición de tierras) y protección del ambiente, respectivamente; el resto se dedicó a otros sectores de inversión.

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15 y 20 mil pesos. Una ventaja adicional es que la amapola, a diferencia de los cultivos tradicionales, no está atada a un calendario agrícola estricto y por lo tanto puede sembrarse durante todo el año. En consecuencia, el cultivo, inicialmente sembrado a pequeña escala, encaja fácilmente dentro de las actividades agríco-las normales. Debido a estas características y a que no exige técnicas especiales –fertilizantes ni fungicidas–, la amapola fue una fuente alternativa de ingresos al alcance de todos, incluso de las personas con pequeñas parcelas. En este último aspecto, la introducción del cultivo, tal como el de la coca en otras partes, contri-buyó a “relajar las tensiones propias de la estrechez espacial territorial” (Gómez y Ruiz 1997; ver también Perafán 1999).

En los primeros años posteriores a su surgimiento, las autoridades indígenas adoptaron una postura permisiva frente a los cultivos ilícitos. Debido a la caren-cia de un consenso claro sobre el nuevo fenómeno y quizá también debido a que los cabildantes mismos participaban a menudo en el cultivo, la práctica fue tole-rada en tanto las familias hicieran un “uso racional” del mismo; esto es, si lo usa-ban como un factor de seguridad en tiempos de crisis económica. Este enfoque, sin embargo, puso a los cabildos –como autoridades públicas reconocidas– en una situación difícil debido a que el gobierno estaba haciendo campaña activa en contra de los cultivos ilícitos y las autoridades indígenas no deseaban aparecer ante el mundo exterior como cómplices de las organizaciones de narcotraficantes (Gómez y Ruiz 1997). Por estas razones, el CRIC, en representación de los cabil-dos de Jambaló y de otras comunidades, firmó un acuerdo con representantes del gobierno nacional en mayo de 1992, por el cual las autoridades indígenas se declararon dispuestas a cooperar voluntariamente en el programa de erradicación manual de los cultivos ilícitos en los territorios de resguardo, en compensación por el apoyo técnico y financiero que el gobierno les brindaría a través de proyec-tos productivos alternativos (Consejero Presidencial para la Seguridad Nacional et al. 1992). Este acuerdo de erradicación de amapola fue firmado en Jambaló y desde entonces es conocido como el Acuerdo de Jambaló21. Aunque el área desti-nada a la producción de cultivos ilícitos pareció disminuir en los años siguientes al Acuerdo, el esfuerzo de erradicación no se mantuvo, primordialmente debido a la carencia de compromiso del gobierno. En ausencia de alternativas viables, la política de erradicación de cultivos ilícitos resultó insostenible para los miembros de la comunidad y la actitud del cabildo fue nuevamente de indiferencia.

21 Avirama y Márquez (1994) señalan que el Acuerdo de Jambaló fue el primero que se logró con el gobierno colombiano y sirvió para legitimar al CRIC como interlocutor legal de los pueblos indígenas del Departamento (ver también Van Cott 2000a).

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No obstante, esta actitud cambió cuando los efectos negativos de los cultivos ilí-citos se hicieron cada vez más notorios. Hacia finales de los años noventa, la producción de cultivos ilícitos se había convertido en un fenómeno generalizado. Las familias establecieron los cultivos no solamente por necesidad económica, sino también para obtener ganancias, es decir, “con la visión de satisfacer sus expectativas de consumo, históricamente insatisfechas” (Gómez y Ruiz 1997: 87). La amapola y la coca habían empezado a desplazar a los cultivos de alimentos (Jambaló 1998) y esto condujo a un incremento en la dependencia alimentaria, un proceso que ya había empezado con la llegada del fique. En 2001, el cabildo estimó que entre el 70 y el 80% de los alimentos era traído de fuera del resguardo, mientras que antes la gente lo producía (Jambaló y Jambaló 2001). El dinero fácil también fue responsable del avance de la monetarización de la economía indígena y de la forma diferente como se apreciaban las formas de trabajo comunitario (Field 1996; Gómez y Ruiz 1997). La producción de cultivos ilícitos es, general-mente, una actividad individual, y la gran cantidad de tiempo que las personas le dedican tiene un costo sobre la participación en actividades colectivas (el proceso comunitario), incluyendo los proyectos asociativos, comportamiento que va en contra de los valores culturales de los nasa (Perafán 1995). El medio ambiente también tuvo que pagar un costo por la producción de los cultivos ilícitos. Debido a las circunstancias climáticas favorables para el cultivo de la amapola y a la cre-ciente escasez de tierra, el uso de tierras vírgenes para la producción fue aumen-tando, lo que causó daños ecológicos a las fuentes de agua y a los bosques del páramo, áreas que son culturalmente catalogadas como sagradas y consideradas como protegidas en la legislación nacional (Ley 373 de 1997).

Caso 5.3. Bloqueo de la Vía Panamericana y el Decreto 982 de 1999

En la medida en que la situación se hacía precaria en las comunidades indígenas, era común que la organización regional indígena (CRIC) se reuniera frecuentemente, tal como aconteció en un congreso especial entre el 30 de mayo y el 5 de junio de 1999 en el res-guardo de La María, municipio de Piendamó. Mientras miles de indígenas bloqueaban la Vía Panamericana entre Cali y Popayán, la organización emitía una resolución que declaró un “estado de emergencia económico, cultural y social de las comunidades indígenas del Cauca”. Con esta estrategia, que ellos habían empleado antes, esperaban presionar al go-bierno y forzarlo a respetar, después de años de negligencia, los acuerdos establecidos con las comunidades indígenas, incluido el Acuerdo de Jambaló. Los puntos críticos de estos acuerdos se referían a la adquisición de tierras para la ampliación de los resguardos (es decir, a la observancia de la legislación agraria, particularmente el Decreto 2164 de 1995) y al desarrollo de mecanismos especiales de crédito y proyectos productivos alternativos para las comunidades indígenas. De acuerdo con los líderes indígenas, los acuerdos pre-vios sobre estos temas se habían cumplido solo mínimamente, pues apenas 11 de los 22

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proyectos propuestos (a nivel departamental) habían sido aprobados, pero hasta ese mo-mento solamente tres habían sido puestos en funcionamiento22. En el quinto día, el minis-tro del Interior asistió al congreso indígena; reconoció que la atención a las comunidades indígenas había sido insuficiente y firmó una declaración de intención en la cual el gobierno expresaba tener la voluntad política para desarrollar, con “celeridad y diligencia”, políticas específicas y para hacer las asignaciones presupuestales con el fin de mejorar la situación de las comunidades indígenas en términos de territorialidad, medio ambiente, derechos humanos, economía y seguridad alimentaria. El 10 de junio de 1999, estas promesas adquirieron forma jurídica con la promulgación del Decreto 982. Sin embargo, cuatro años más tarde, el Defensor del Pueblo, designado como veedor de los nuevos acuerdos, reportó que “los beneficios prometidos por el Decreto 982 no se ven reflejados en su cumplimiento en la práctica” y expresó su preocupación por que “las entidades públicas, en un Estado social de derecho, repudien su propia normatividad y no cumplan con las políticas y funcio-nes para las cuales han sido designadas” (Defensoría 2003).

Para la comunidad del resguardo de Jambaló, la producción de cultivos ilícitos se había convertido en una amenaza no solamente para la economía y territorialidad comunitaria indígenas, sino también para las autoridades indígenas. Durante los primeros años de la producción de cultivos ilícitos, la cosecha de estos cultivos era comprada por narcotraficantes para ser procesada fuera del resguardo, pero a finales de los años noventa los narcotraficantes instalaron laboratorios de pro-ducción de droga en diversas comunidades, principalmente en la zona baja. Como resultado, se dio una escalada en los índices de alcoholismo, criminalidad juvenil y violencia, que hicieron cada vez más difícil que el cabildo influyera sobre la vida social en el territorio. Esta situación también hizo que las relaciones entre el cabildo y el gobierno se pusieran tensas de nuevo. Después de muchos años de políticas inestables, a comienzos del milenio el gobierno lanzó una nueva cam-paña antidroga con la ayuda de Estados Unidos (Jambaló 2001b).

Hacia finales de los años noventa, el cabildo comprendió que necesitaba adoptar un enfoque diferente y, a pesar de la difusión de los cultivos ilícitos, la iniciativa que tomó fue apoyada por grandes sectores de la comunidad. La política per-misiva inicial fue gradualmente reemplazada por una diseñada para reducir al menos la producción de cultivos ilícitos. Antes de centrarse en su comunidad, el cabildo decidió primero desmantelar los laboratorios de producción de cocaína que habían sido establecidos en el resguardo. Cuando todos los intentos de diá-logo con los propietarios (no indígenas) de los laboratorios fallaron, el cabildo

22 Con base en los documentos disponibles (CRIC 1999; Decreto 982 de 1999; De-fensoría del Pueblo 2003), es difícil apreciar la naturaleza y enfoque de los proyectos productivos alternativos propuestos.

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buscó apoyo dentro de las comunidades para desbaratar por la fuerza estas insta-laciones –usando una lógica que se parecía mucho a la empleada en el tiempo de la recuperación de las haciendas de terraje–. En julio de 2000, el cabildo organizó una gran minga para restaurar la armonía y el equilibrio del territorio. Más de 2 mil miembros de las comunidades indígenas y 600 guardias indígenas (guardias cívicos no armados) –veinte hombres por cada vereda– fueron a los laboratorios y sacaron todos los equipos y químicos del resguardo; más tarde, ese mismo día, el Ejército Nacional los destruyó. Gracias a la presencia de observadores de la ACIN (Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca)23, del CRIC y de la Defensoría del Pueblo, los narcotraficantes apenas sí hicieron resistencia durante la movilización (cabildo de Jambaló, Resolución Nº. 008, 20 de julio de 2000; Tamayo en Miami Herald, 21 de agosto de 2001). El desmantelamiento de los laboratorios para procesar droga, acción que en cierta manera fortaleció la posición de la autoridad indígena con respecto al tema de los cultivos ilícitos, fue también empleado por el cabildo para mostrarle al gobierno cuál era la posición de los indígenas respecto al problema de las drogas:

Conscientes de que es un problema social a nivel nacional y mundial, hemos aclarado nuestra situación que vivimos frente a este flagelo afirmando que las comunidades indígenas no somos narcotraficantes, sino que hay algunos comuneros que cultivan plantas alucinógenas o ilícitas para mitigar el hambre; [declaramos] el abandono que nos tiene el gobierno al incumplimiento de los acuerdos y convenios rea-lizados para la sustitución de estos cultivos, y [decimos] no a la fu-migación, como plantea la política del gobierno que atenta contra la Madre Tierra (Jambaló 2000: 1).

Sin embargo, el desmantelamiento exitoso de los laboratorios en los territorios indígenas fue un asunto simple en comparación con la lucha contra los cultivos de coca y amapola dentro de las comunidades. Para mantener la unidad de la

23 Cuando se fundó el CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca) o poco después, los diversos resguardos miembro fueron agrupados en varias zonas, por razones logísticas y organi-zacionales: Centro, Norte, Oriente, Nororiente, Tierradentro, Macizo, Pacífico, todas escogidas de acuerdo con la subdivisión geográfica del Cauca y no de los grupos étnicos (estas zonas podrían así incluir resguardos de diferentes etnias). Después de la promulgación de la Constitución de 1991, el Decreto 1088 de 1993 permitió a esas zonas formar asociaciones de cabildos zonales con per-sonería jurídica, las cuales asumieron algunos de los roles del CRIC. Así fue como la ACIN, que coincidencialmente agrupaba únicamente resguardos nasa, adquirió personería jurídica en 1994. De esta manera, el CRIC quedó de hecho descentralizado. Probablemente, esto sucedió en contra de los deseos del CRIC mismo, que tenía una “ideología panindigenista”, que enfatizaba la identi-dad indígena común más allá de las divisiones étnicas, mientras muchos resguardos y asociaciones deseaban poner más énfasis en la etnicidad.

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comunidad y la cohesión social, el cabildo se vio obligado a adoptar un trata-miento diplomático dirigido principalmente a ganarse el apoyo de los comuneros. La precaria posición del cabildo respecto al tema se hizo evidente ese mismo año, un poco después, cuando este visitó la comunidad de La Esperanza (zona baja). En esta ocasión la autoridad indígena se atrevió a abordar el tema de la necesi-dad de reducir los cultivos de coca –que existían en esta comunidad a una escala relativamente grande y con cultivos a la vista– en un lenguaje que, aunque usaba giros verbales, fue claro para cada uno de los asistentes. Durante esta visita, la comunidad local no se expresó abiertamente en contra del cabildo, pero el hecho de que a la siguiente asamblea comunitaria del Proyecto Global, realizada algunas semanas después, no asistieran los representantes de La Esperanza dio una clara señal al cabildo y a las otras comunidades. Este incidente hizo ver, sobre todo, que no era suficiente la mera conciencia y que el cabildo solamente sería capaz de con-seguir un cambio a través de soluciones enfocadas en pensar y actuar en térmi-nos de buscar nuevas posibilidades para la financiación de proyectos productivos alternativos. Con el fin de obtener los recursos requeridos para dichos proyectos, era necesario primero encontrar fuentes de financiación adicionales.

El estudio socioeconómico y el intento de reordenamiento territorial interno

Un buen punto de partida para alcanzar este objetivo –buscar nuevas fuentes de financiación– fue la actualización del censo de población del resguardo (establecer este dato era una de las tareas oficiales del cabildo en la Ley 89 de 1890, artículo 7, num. 1). Unos años antes, el cabildo y el gobierno municipal se habían dado cuenta de que el cálculo de las transferencias de ingresos corrientes asignadas al res-guardo y al municipio estaba basado en un censo poblacional desactualizado, del año 1985. Mientras el cabildo estimaba que en 2000 el resguardo tenía más de 10 mil habitantes24, el Departamento Nacional de Planeación (DNP), responsable del cálculo de las transferencias, con base en datos suministrados por el Departamento Nacional de Estadística (DANE) empleaba una cifra de población de solo 5.138 habitantes. En general las cifras de población pueden ser ajustadas por el DNP y

24 Un censo de población realizado por la oficina municipal en 1993 había registrado 9.812 habitantes (Jambaló y Jambaló 1995). No es claro por qué este censo de población no fue empleado por el DNP para calcular la participación del resguardo en las transferencias de ingresos fiscales. Es posible que esto se debiera a que no se diferenció entre población indígena y no indígena. Esta distinción es especialmente importante ya que la mayoría de las personas en Jambaló que hoy en día se identifican como indígenas, en censos anteriores no lo habían hecho. En el censo de población de 1985, por ejemplo, el 48% del total de la población del municipio se identificó como mestiza; la mayoría de estas personas vivían en las aculturadas zonas baja y media del resguardo (Findji y Rojas 1985).

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el DANE, siempre y cuando los censos hayan sido llevados a cabo por entidades del Estado (por ejemplo, el Incora); por razones técnico-burocráticas, sin embargo, este conteo de la población toma al menos dos años (Raúl Arango, comentario personal, 19 de febrero de 2001). En Jambaló, esta actualización, solicitada reitera-damente por el cabildo, había sido retrasada un tiempo debido a la carencia de fon-dos y de personal en el Incora. No obstante, entre septiembre y octubre de 2000, este instituto estuvo listo para entrar en acción como parte del estudio socioeconó-mico –legalmente requerido para la reestructuración de los resguardos indígenas– que tenía que realizarse en ese momento como parte del proceso de legalización (saneamiento) de las últimas haciendas de terraje de la zona baja (ver capítulo 4)25. Así fue como al final se estableció que la población del resguardo había crecido significativamente: Jambaló, incluyendo la cabecera municipal, tenía oficialmente en 2000 una población de 11.368 habitantes26, más de dos veces la cifra registrada en el censo de 1985 (Muñoz y Soscué 2000). Este resultado –y en particular su certificación por el DANE– conduciría en años posteriores a un incremento signi-ficativo en el presupuesto, tanto para el cabildo como para el gobierno municipal. En 2003, el primer año en que se empleó esta cifra de población por el DNP para calcular la participación del resguardo en las transferencias de ingresos corrientes, el cabildo y el municipio recibieron 1.037 y 4.072 millones de pesos colombianos respectivamente, en comparación con alrededor de 550 y 2.400 millones en 2000 (Conpes 2000; Marino Tombé, entrevista, 18 de septiembre de 2003).

El estudio socioeconómico, jurídico y de tenencia de la tierra del Incora fue rea-lizado por investigadores locales orientados por el cabildo, y tenía la intención de establecer las necesidades de tierra de la comunidad y las medidas que se necesitaba adoptar (reestructuración y/o ampliación del resguardo). El estudio no solo proporcionó al cabildo un censo, sino que produjo muchos otros datos úti-les que se podían utilizar para hacer un balance de la situación económica en el resguardo, para preparar sus políticas, y para elaborar los proyectos y progra-mas concretos que se consideraran necesarios. Con el fin de obtener una idea de la extensión y la influencia de la producción de cultivos ilícitos en relación con la producción económica legal, el cabildo también había dado instrucciones a su equipo de investigadores para que hicieran un balance, independientemente del Incora, de la cantidad de hectáreas de cultivos ilícitos de cada familia. Esta encuesta fue ejecutada en estricto anonimato con el fin de no comprometer a los

25 El estudio en Jambaló formó parte de un estudio socioeconómico más completo realizado por el Incora, en el cual también se llevaron a cabo actualizaciones de censos poblacionales en los tres resguardos de Toribío (Toribío, San Francisco y Tacueyó).26 Estas 11.368 personas estaban distribuidas en 2.570 familias, con un tamaño promedio por hogar de 4,42 miembros (Muñoz y Soscué 2000).

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encuestados y de asegurar que sus respuestas fueran lo más honestas posible. Los resultados del estudio, presentados por el cabildo a la comunidad durante una sesión del Proyecto Global en diciembre de 2000, no fueron sorprendentes y ayu-daron a poner las cosas en su lugar.

De acuerdo con las estadísticas del Incora, el resguardo de Jambaló tiene una superficie total promedio de 24.176 hectáreas (241,8 km2). Sin embargo, de ellas, 11.459 hectáreas (47,4%) deben ser declaradas como área protegida, bien sea por-que se encuentran por encima de los 3 mil metros o porque tienen una pendiente de más del 50%; así, 12.717 hectáreas (52,6%) quedan disponibles para propósitos agrícolas. En el momento de la encuesta, 3.873 hectáreas (30,5% del total de esta área cultivable) estaban siendo utilizadas para la agricultura; esto significaba que el resto (69,5%) era utilizado bien sea como tierra de pastoreo o estaba en barbe-cho. Casi la mitad (47,8%) de la superficie total cultivada era empleada para culti-vos comerciales, particularmente café y fique; el resto (52,2%) era utilizado para cultivo de productos alimenticios, principalmente maíz (Soscué 2000), y básica-mente para autosostenimiento. Otras 271 hectáreas estaban siendo utilizadas para huertas tradicionales (yac tul). Este escenario fue posteriormente cotejado con los resultados de la encuesta encubierta del cabildo acerca de los cultivos ilícitos, que fue presentada por zonas. En la zona alta solamente se cultivaba la amapola pero, como se puso de manifiesto, se hacía en grandes cantidades y a gran escala: 426 personas participaban en el cultivo de este producto, que cubría 179 hectáreas en la zona. En la zona media se cultivaba una cantidad de cultivos ilícitos significati-vamente menor que la de las zonas alta y baja: un total de 221 personas cultivaban un área de apenas 10,4 hectáreas con uno o ambos cultivos ilícitos. Esto se debía quizá al hecho de que en grandes porciones de esta zona el clima es desfavorable tanto para la amapola como para la coca, y quizá también al tabú que existe sobre esta práctica en las áreas recuperadas. Los mayores que tomaron parte en la recu-peración decían: “No arriesgamos nuestras vidas recuperando estas tierras para producir cultivos ilícitos”. En la zona baja, un número significativo de habitantes participaba en la producción generalizada e intensiva de coca: 567 personas culti-vaban el producto en un total de 92,1 hectáreas. A partir de estas informaciones se podía concluir que 1.214 personas del resguardo participaban en cultivos ilícitos (10,7% de la población) en una superficie total cultivada de 302,5 hectáreas (7,8% del área agrícola cultivable) (Jambaló, 2001a). Esto puede parecer poco, pero sig-nificaba que en casi cada familia en el resguardo, al menos una persona tomaba parte en la producción de cultivos ilícitos. La magnitud del problema se hizo aún más evidente cuando se tomó en cuenta la importancia económica de los cultivos ilícitos. El cabildo estimó que la cantidad de dinero percibido por cultivos ilícitos era más del doble del valor total de la cosecha de café del resguardo: alrededor de

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5 mil millones de pesos, en comparación con solo 2 mil millones (para esa época, 2,4 y 1 millones de dólares estadounidenses respectivamente) (Jambaló, 2001b).

Adicionalmente, el estudio socioeconómico también produjo una clara visión del problema de escasez de tierra y de su desigual distribución. De acuerdo con los cálculos del Incora, la tierra arable en 2000 –en promedio 5 hectáreas por familia– era suficiente para que la comunidad garantizara al menos un mejora-miento a corto plazo de sus condiciones de vida27. Sin embargo, los resultados de la encuesta también mostraron que la comunidad de Jambaló era relativamente joven: 53,5% de la población tenía menos de 20 años28. Con un crecimiento pre-visto de la población de más del 2% anual29, este escenario económico optimista y promisorio resultaba ser de muy corta duración. La disponibilidad promedio de tierra también proporcionó una imagen distorsionada: debido al desequilibrio en la distribución de tierra (lo cual era en parte un legado de las recuperaciones de tierra de los años ochenta), existía escasez de tierra entre las familias en 2000; esta situación era relativa en el caso de un número de familias que ya no podían practicar el sistema de roza y quema (rocería), pero era absoluta en el caso de un número creciente de familias jóvenes que apenas sí tenían alguna tierra. Al mismo tiempo, había veredas en el resguardo, particularmente en las zonas baja y media, donde existían familias que tenían más tierra de la que podían cultivar, parte de la cual era dejada en barbecho por largo tiempo. Esta combinación de escasez de tierra con desequilibrio en su distribución estaba generando tensiones internas en la comunidad. Además, esta situación era muy importante en las dis-cusiones acerca del futuro de la economía del resguardo y las posibles estrategias para detener la producción de cultivos ilícitos. La creciente escasez de tierra, que ya había comenzado a surgir en algunas partes del resguardo a comienzos de los años noventa, era, después de todo, una de las razones –además de la carencia de acceso al crédito (ver sección Primeros proyectos productivos y llegada de los cultivos ilícitos)– de la adopción tan fácil, por los comuneros, de los cultivos ilíci-tos (Gómez y Ruiz 1997; ver también Perafán 1999)30. Una política diseñada para

27 En la condición que se encontró en 2000, el Incora estimó que una familia promedio en Jambaló, que trabajara 5 hectáreas de tierra con los métodos de producción y cultivos usuales (no se tomaron en cuenta los cultivos ilícitos) sería capaz de producir el doble del valor de un salario mínimo (Muñoz y Soscué 2000).28 En el rango de 0-9 años: 3.206 personas (28,2%) y en el rango de 10-19 años: 2.875 personas (25,3%) (Muñoz y Soscué 2000).29 Basándose en los dos censos más recientes disponibles (9.812 en 1993 y 11.368 en 2000, respectivamente), la tasa de crecimiento de la población se calculó en 2,1%. 30 Aunque Perafán (1999) destaca el papel que tuvo la ausencia de crédito, también señala la escasez de tierra, especialmente en el caso del apretujado resguardo de Guambía, como un factor que favoreció la adopción de los cultivos ilícitos; además menciona la expansión del resguardo como una de las posibles medidas para reducir ese tipo de cultivos.

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reducir los cultivos ilícitos también tendría que centrarse en una reducción del número de personas que tenían poca o ninguna tierra. Al reconocer este hecho, un grupo de líderes jóvenes y entusiastas del cabildo (del año 2000) comenzó a examinar qué posibilidades había de realizar una redistribución limitada de tierra en el resguardo. Así, durante una sesión del Proyecto Global a finales de ese año, empezaron a discutir el tema:

Es un tema delicado, debido a que la tierra es nuestra Madre, y lo que tenga que ver con nuestra Madre nos afecta […] pero si no en-frentamos este problema ahora, más tarde nos enfrentaremos con un problema mucho más grande: pelearemos entre nosotros mismos, y podría suceder que las familias con poca tierra o sin tierra decidan invadir las tierras de las empresas comunitarias, de las fincas del ca-bildo o aquellas de los pequeños latifundistas indígenas, situación que ya ha ocurrido en otros resguardos [se refiere a Guambía (ver Perafán 1999)] (Marcos Cuetia, gobernador, durante la sesión de Proyecto Global, 24 de octubre de 2000).

Después de que el gobernador del cabildo hiciera una exposición del problema, se les solicitó a los asistentes que se dividieran en tres grupos –de diferentes zonas y veredas entremezcladas– y que analizaran las siguientes tres preguntas: 1) ¿Qué inquietudes tenemos frente a la tenencia de tierras? 2) ¿Es necesario hacer un reordenamiento interno? y 3) Si es así, ¿cómo lo hacemos? A la primera pregunta en particular se le concedió mayor atención y aunque un número de participan-tes se mantuvo absolutamente silencioso, otros aprovecharon la oportunidad para hablar libremente y expresar una serie de frustraciones profundamente sentidas. Inevitablemente, surgieron también preguntas de una naturaleza más filosófica: ¿hasta qué punto una comunidad indígena debería ser igualitaria? y ¿cuál es la diferencia entre los términos equidad e igualdad?

¿Vamos a tener igualdad o no? Ese es realmente el problema. Tenemos que tomar una decisión en lugar de continuar en estas discusiones. Tenemos que decir: “tantas hectáreas para tal número de familias”. ¡Vamos al grano! […]Desde la recuperación de la tierra (EC) existen personas que tienen un pedazo de tierra aquí y otro allá, y ellos no les permiten a otras personas trabajar. ¡Eso es un problema! (Comunero durante la sesión de Proyecto Global, 24 de octubre de 2000).

Debido al tema del reordenamiento territorial, los ánimos en Jambaló se caldea-ron durante algún tiempo y no solo durante los encuentros comunitarios. No obs-

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tante, algunas personas de visión realista afirmaban que su implementación nunca tendría un efecto contundente.

La redistribución nunca nos resolverá el problema. Una o dos fami-lias podrán tener 10 hectáreas pero la mayor parte de la tierra no es productiva y solamente sirve de potrero para animales […] además, si hay veredas donde algunas personas tienen más tierra que otras, luego esa tierra será para las otras familias en esa misma comuni-dad. […] Veo solamente una solución y es conseguir más tierra en otro municipio; podría ser que algún día tengamos la oportunidad de expandir el resguardo (Comunero en Loma Gruesa, de la zona baja, entrevista, 22 de noviembre de 2000).

Aunque mucha gente se había convencido de la necesidad de una redistribución interna de la tierra, las preguntas sobre cuándo, cómo y en que medida se haría siguieron siendo temas de controversia. Con el transcurso del tiempo, el escenario de oportunidades se cerró al sobrevenir una nueva situación política a raíz de la elección del presidente Álvaro Uribe en mayo de 2002 y la reacción de la guerrilla de las FARC, que puso el conflicto armado de nuevo a las puertas de los territorios de las comunidades indígenas. En estas circunstancias, la redistribución y el reor-denamiento territorial pasaron a un segundo plano. Definitivamente, un problema reemplazaría así a otro problema.

La redistribución interna entre los nasa es producir una guerra. Trae-ría un desequilibrio que va totalmente en contra de la unidad y se convertiría en una de las peores amenazas, más aún con un hecho que divide y absorbe a la gente, como es el conflicto armado (Andrés Betancur, líder comunitario, entrevista, 16 de septiembre de 2003).

Sin embargo, el cabildo no descarta que, en un futuro cercano, pueda llevarse a cabo una redistribución de la tierra, de menor alcance, en algunos casos “deli-cados” (pequeños finqueros o latifundistas indígenas con relativa abundancia de tierra) en las zonas media (las EC) y alta –aplicando el viejo instrumento de la parcelación, de conformidad con la Ley 89 de 1890 (artículo 7, num. 5; ver tam-bién capítulo 4). Este enfoque diferente en parte también fue resultado de la com-prensión de que un cierto nivel de desigualdad en la tenencia de la tierra siempre había formado parte de la comunidad nasa (Findji 1993; Findji y Rojas 1985; Gros 1991 [1981]; Andrés Betancur, entrevista, 16 de septiembre de 2003). Además, los líderes de la comunidad comprendieron que una reforma interna no ofrecería una solución permanente a la escasez de tierra y que sería mejor concentrarse en las negociaciones con el gobierno acerca de la adjudicación de tierras fuera de

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los límites de los resguardos nasa actuales e, igualmente importante, estimular la economía comunitaria indígena.

Análisis de los proyectos asociativos pasados y la reforma administrativa

Antes de que los líderes nasa pudieran darse a las tareas de la negociación con el gobierno y la reactivación económica, primero fue necesario, sin embargo, revisar y evaluar las experiencias y resultados de los diversos proyectos productivos desa-rrollados autónomamente por la comunidad indígena y financiados con recursos de transferencias desde mediados de los años noventa. Las recientes evaluaciones de estos proyectos –muchos de los cuales estuvieron orientados a grupos asocia-tivos o microempresariales, que en términos de su funcionamiento no distaron mucho de los desarrollados y financiados por instituciones externas a comienzos de los años noventa– mostraron dolorosamente que los resultados habían quedado muy rezagados respecto a los objetivos y expectativas, en términos de producción, ofertas laborales y rentabilidad (ver Gow 2005). Un análisis exhaustivo de estas evaluaciones, incluido en los Planes de Desarrollo de 1998 y 2001, y las discu-siones con personas que habían participado en los proyectos y con miembros del comité económico del cabildo, revelaban claramente varias explicaciones que se repetían acerca de estos decepcionantes resultados (por no decir fracasos).

La principal excusa que aducían los comuneros que participaron en los proyectos fue la de que, en las microempresas asociativas, los miembros de los comités de administración carecían de habilidades y experiencia administrativa (o no había la voluntad para desarrollar estas habilidades)31.

El problema es que nosotros no teníamos suficiente personal cuali-ficado que supiera cómo administrar, cómo crear trabajo que genere utilidades. No existe visión. Esto es en parte por la cultura que tene-mos como indios, no tenemos ambición para el estudio. Esto causa problemas en el desarrollo de las comunidades. En mi caso, yo so-lamente tengo una licenciatura. Mi sueño es mantener mis estudios y continuar trabajando la tierra al mismo tiempo. Pero una persona

31 Este problema es subrayado una y otra vez en documentos del cabildo y de la organización zonal (ACIN), por ejemplo en el Plan de Desarrollo de Jambaló de 1998 (pp. 13-14): “[Existe] una carencia de profesionales en la comunidad en el campo de la producción agrícola y el medio ambiente, y falta una buena experiencia y capacidad en la administración y la contabilidad en la comunidad en general”.

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educada no es suficiente. Esto es una debilidad cultural que nosotros los indios tenemos (Bautista Dizú, entrevista, enero de 2001).

Aunque a finales de los años noventa la organización zonal (ACIN) había esta-blecido dos centros internos de capacitación para el desarrollo integrado32, los promotores comunitarios formados por estos centros no pudieron satisfacer inme-diatamente la gran demanda de prácticas específicas de las comunidades. Además, los currículos de los centros se enfocaban en cursos específicos sobre agricultura orgánica sostenible y no en las habilidades que necesitaban las microempresas, tales como manejo de pequeñas empresas y contabilidad. Debido a esta situación, los proyectos económicos habían continuado dependiendo (¡a un alto costo!) de expertos externos y consultores.

Igualmente, a menudo las comunidades señalaron que, desde el comienzo, las empresas no tuvieron éxito por la cantidad limitada de capital asignado a los pro-yectos productivos. Esto se debía a que las limitadas finanzas de la comunidad tenían que ser distribuidas entre un gran número de sectores –además de econo-mía y medio ambiente, también educación, salud y desarrollo institucional– y al reducido éxito que tuvo el cabildo para negociar fondos adicionales con destino a proyectos a través de acuerdos de cofinanciación con instituciones externas, tanto públicas como privadas. Además, según algunos comuneros, el estilo de manejo financiero del cabildo y del gobierno municipal fue muy conservador (paternalista).

Si van a darle plata a una microempresa, dénsela toda de una vez, y no que el 25% hoy, que el otro 25% el próximo año, porque por eso es que fallan los proyectos. Necesitamos capital suficiente para iniciar. Un ejemplo: uno de los proyectos que estuvimos trabajando aquí fue [uno] en el cual participaron como veinte asociados y que fue el de piscicultura [cultivo de trucha] que se organizó en un plan que hay allí abajo del río [Jambaló]. Los tanques ya habían sido excavados, diez

32 El Cecidic (Centro para la Educación, Capacitación e Investigación para el Desarrollo Integrado Comunitario), creado en 1995 en colaboración con el SENA como un brazo local del Colegio Santos en Toribío, ofrecía cursos prácticos en desarrollo sostenible para 190 estudiantes nasa, en áreas tales como sistemas agroforestales, agricultura orgánica, proyectos pecuarios con especies menores, piscicultura, plantas medicinales, etc. El Centro recibe apoyo financiero de la Unión Europea (UE), la Conferencia Episcopal Italiana (CEI) y el Instituto Colombiano de Bien-estar Familiar (ICBF), entre otros (Universidad del Cauca, boletín del portal). El otro era el CIAN (Centro Indígena de Investigación Agroambiental) de El Nilo, creado en una tierra adquirida en el resguardo de Huellas, Caloto, luego de la reparación por la masacre en El Nilo de 20 luchadores por la tierra a finales de los años noventa. Este centro tiene como objetivo recuperar y promover las tecnologías adecuadas y culturalmente apropiadas para la producción agrícola en la zona baja del valle del río Cauca, en el norte del Cauca (portal de la ACIN).

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de ellos ya estaban listos. Pero el proyecto no avanzó porque hasta ahora no hemos tenido apoyo financiero suficiente del cabildo, o de la alcaldía. Hemos estado trabajando solamente con 2 millones de pesos del Ministerio de Agricultura. Lo que quiero decir ¡es que éstos son muy pocos recursos para trabajar! (Arceliano Medina, miembro de la junta directiva de la cooperativa de Zumbico, entrevista, 7 de diciembre de 2000)33.

Sobre este asunto, sin embargo, el cabildo, completamente consciente de sus pro-blemas presupuestales, retornó esta preocupación a las comunidades, es decir, a los grupos asociativos, que eran los finalmente responsables por la implemen-tación de los proyectos. Así, cuando las familias dedicaban su tiempo a los cul-tivos ilícitos, mostraban insuficiente dedicación a los proyectos comunitarios. Además, una vez iniciados los proyectos, sus ingresos no eran reinvertidos y así las empresas no podían crecer ni expandirse. En 1998, el cabildo ya había anotado al respecto que la comunidad “no atribuye mucha importancia a conceptos tales como rentabilidad, ahorro e inversión” (Jambaló 1998: 14; comparar con Cabildo Indígena de Tacueyó et al. 1999)34. Muchas microempresas una y otra vez soli-citaban inyecciones de capital, lo cual conducía a una relación de dependencia respecto al cabildo (Jambaló 2001). A este respecto, el comité de economía del cabildo señaló claramente que las considerables sumas de dinero ganadas por las familias a partir de la producción de cultivos ilícitos raras veces fueron invertidas en proyectos asociativos productivos (José Miguel Cuetia, entrevista, 27 de octu-bre de 2000).

Sin embargo, el cabildo también reconoció sus errores y admitió que su rol en el manejo de los proyectos económicos –particularmente en la coordinación y asistencia– no había sido el mejor. Desde un primer momento, el cabildo había anotado que los proyectos estuvieron estancados debido a la pobre coordinación entre el cabildo y la Unidad Municipal de Asistencia Técnica Agrícola (Umata) y los consultores técnicos externos contratados. Esto se debía en parte a los comple-jos procesos que el cabildo tenía que cumplir –de acuerdo con el Decreto 1386 de

33 Ya que Zumbico es una cooperativa legalmente constituida, puede negociar inversiones de terceros independientemente del cabildo.34 Al respecto, la situación en Jambaló es muy similar a la de otros resguardos. Durante una evaluación, por ejemplo, del poco exitoso proyecto económico comunitario en Toribío, las difi-cultades observadas oscilaron desde “los problemas predecibles, como la maquinaria defectuosa, la falta de personal cualificado y la carencia de dinero” hasta “referencias a la falta de visión y espíritu empresarial por parte de los miembros, la falta de conciencia por parte de los tres cabildos participantes y oposición por parte de algunas comunidades” (Cabildos indígenas de Tacueyó et al. 1999 en Gow 2005: 85).

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1994– para poder acceder a su cuota de transferencias fiscales (del resguardo), y a la demorada ejecución de los proyectos y la asistencia (Jambaló y Jambaló 1998). Pero, más importante aún, la autoridad indígena a menudo tenía dificultades para llevar a cabo sus tareas y cumplir con sus responsabilidades debido a la creciente presión de trabajo en la administración central del cabildo (Jambaló y Jambaló 1998, 2001a). Con la nueva Constitución de 1991, el cabildo, cuya estructura ape-nas había cambiado desde la Ley 89 de 1890, tenía que lidiar con un aumento constante de variadas exigencias y complejidades surgidas del autogobierno y la descentralización, que parecían tenerlo prácticamente abrumado (Padilla 1995; Findji 1993; Gow 2005).

El análisis de los proyectos económicos estuvo en el programa del Congreso Indígena de los Cabildos del Norte del Cauca (unidos bajo la ACIN), realizado en Jambaló en diciembre de 2002. Su objetivo era identificar y discutir varios “vacíos internos” en la lucha de la comunidad por la autonomía (“la defensa del territorio y el Plan de Vida”) en tiempos de guerra y globalización (es decir, neoliberalismo). Durante la discusión de los problemas en relación con la producción y el medio ambiente, se propuso una serie de soluciones, tanto en términos financieros como administrativos, con el fin de dar un nuevo aliento a la economía comunitaria.

Con respecto a la financiación, se decidió que en el futuro los cabildos incremen-taran el porcentaje de las transferencias fiscales invertido en proyectos producti-vos, “para estimular la producción familiar y comunitaria” (ACIN 2002 [2003]: 30). La ACIN pudo tomar esta decisión ya que los cabildos, a diferencia de los municipios, son libres de invertir las transferencias de acuerdo con sus propias percepciones y necesidades (Decreto 1386 de 1994), pero también debido a que las inversiones conjuntas hechas en el pasado por la alcaldía municipal y el cabildo en infraestructura (caminos, electrificación, agua), educación y salud habían satis-fecho un número de necesidades básicas importantes en las comunidades (Édgar Iván Ramos, entrevista, 22 de septiembre de 2003). También se acordó que, en el futuro, la ACIN, así como individualmente los cabildos, tendrían que concen-trarse más en llegar a, y en manejar, acuerdos de cofinanciación con el gobierno y las instituciones privadas con el fin de complementar las transferencias fiscales (Decreto 1386 de 1994, artículo 5, num. 3).

En vista del número creciente de tareas y responsabilidades del cabildo –y con la perspectiva de mayores presupuestos de transferencias fiscales para el cabildo como resultado de la actualización del censo– se concluyó que era necesario reformar la organización administrativa del resguardo. Esta reestructuración del cabildo significó la constitución de un consejo administrativo propio como parte de la estructura amplia del cabildo –a semejanza del consejo de planeación del

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gobierno municipal– que asumiera las tareas de manejo y administración de las finanzas del resguardo. Esto aliviaría a la administración central del cabildo –en otras palabras, a la estructura original del cabildo, integrada por cinco miembros (que incluían un tesorero)– de estas tareas, y les permitiría invertir más tiempo en sus responsabilidades básicas, es decir, orientar a la comunidad y responder por sus intereses frente al mundo exterior o, como los líderes indígenas lo expresaron, en “defender la posición política […] y el Plan de Vida” (ACIN 2002 [2003]: 22).

Porque usted ve, hay cabildos que han sido absorbidos cuando asu-men la ejecución y administración de los proyectos y acuerdos insti-tucionales, pero con respecto a ejercer una autonomía cultural y en relación con nuestra cosmovisión ha habido mucho descuido […] La idea de reestructurar ha sido propuesta para asegurarnos de que el cabildo, aparte de la administración –el trato con la plata por así de-cirlo– no descuide sus tareas con respecto al fortalecimiento organi-zacional, y el plano social y cultural (Marcos Cuetia, alcalde electo de Jambaló, entrevista, 17 de septiembre de 2003).

Por lo tanto, las autoridades indígenas estarían en capacidad de destinar más tiempo a la preparación de programas y políticas de largo plazo, por ejemplo las relacionadas con la organización de la economía comunitaria, arraigada en la tradición cultural (‘usos y costumbres’) y la cosmovisión de los nasa (cfr. Findji 1993). Los proyectos especiales –en otras palabras, las microempresas– a su turno recibirían más atención del equipo del consejo administrativo en términos de asis-tencia y oportunamente suministrarían el apoyo técnico y administrativo, y esto tendría un efecto en la formación de capacidades de los miembros de la comuni-dad que participaban en los proyectos35.

Caso 5.4. Cambio en la participación indígena en los ingresos corrientes de la Nación (PICN)

Por mera casualidad, la reestructuración del cabildo coincidió con un cambio en la legisla-ción vigente relacionada con la autonomía fiscal indígena (participación en las transferen-cias de ingresos corrientes). En 2001, la Ley 60 de 1993 (y con ella el Decreto Ejecutivo 1386 de 1994) fue reemplazada por una legislación completamente nueva, la Ley 715

35 Esta reestructuración tiene un precedente: la instalación de los coordinadores de progra-ma de los diversos comités o núcleos sectoriales (salud, educación, economía, etc.) que cumplen las funciones de preparación y coordinación en reuniones y deliberaciones. Estas tareas fueron igualmente entregadas por el cabildo a los coordinadores, para aliviarlo de algunas de sus muchas tareas (CNU 2002a).

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de 2001, la cual fue empleada por primera vez en 2002. El cambio tenía que ver con el sistema usado para establecer la cuota total de transferencias destinada a los resguar-dos, como también las reglamentadas para los municipios, respecto a los sectores en los cuales se deberían invertir, por ley, los fondos y su asignación porcentual. Inicialmente, la introducción de la Ley 715 causó mucha confusión y desasosiego en Jambaló y en otras comunidades indígenas. Desconociendo el espíritu de la Constitución, el gobierno había ignorado a la población indígena en el proceso de elaboración de la nueva ley. En realidad, al estudiarla cuidadosamente, se vio que el gobierno estaba imponiendo ahora repentinamente, también a los resguardos, las obligaciones de inversión que tenían los municipios –porcentajes fijos por sectores–. Cuando las organizaciones indígenas se opu-sieron al poder legislativo, esta parte de la nueva legislación fue corregida; ello significó que se mantuvo la anterior situación en el sentido de que los rubros del presupuesto y los porcentajes quedaron con carácter de recomendación y no de obligación para el caso de los resguardos. Vista en conjunto, la nueva norma también trajo una cierta simplificación, comparada con la Ley 60, particularmente en lo relacionado con los procedimientos para la presentación, a los municipios, de los perfiles de proyectos (o propuestas) elaborados por las comunidades indígenas: ahora esta labor se realizaría sobre la base de un año fiscal, cuando anteriormente se hacía para 6 períodos de dos meses cada uno.

El proyecto de huerta familiar (tul) y visiones de una economía indígena

Desde hacía algún tiempo, el cabildo de Jambaló había querido establecer un proyecto para la producción agrícola en el resguardo, con el fin de luchar contra la creciente inseguridad alimentaria y la consecuente desnutrición causadas por el aumento de la producción de cultivos ilícitos. Debido a la intensificación del conflicto armado en la región, que se convirtió en una amenaza para la libertad de desplazamiento de la población y, por lo tanto, para el acceso a productos y ali-mentos de carácter imprescindible que se estaban trayendo de fuera del resguardo, la urgencia del proyecto se volvió cada vez mayor para las autoridades indígenas (Luis Alberto Passú, entrevista, septiembre de 2003). Así, en el transcurso del año 2000, el cabildo de Jambaló lanzó un plan, junto con otras comunidades del norte del Cauca, para el restablecimiento de las huertas familiares (yac tul) que habían tendido a caer en el olvido entre los nasa (Jambaló y Jambaló 2001; Jambaló 2001). Esporádicamente, todavía se podía ver este tipo de huertas en el resguardo, pero en general existían principalmente en los hogares más tradicionales y cuyos miembros eran personas mayores de las zonas alta y media; en cambio, era poco común verlas entre los jóvenes de muchas partes del resguardo. La reintroducción del tul estaba dirigida a proporcionar a las familias una disponibilidad constante de un amplio rango de productos cultivados y de animales para su propio sustento. Además, el plan encajaba bien dentro de la estrategia del cabildo para reintroducir

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elementos culturales distintivos (‘lo propio’) en la economía local36. Sucede que, junto con la práctica de la rocería (agricultura de roza y quema), el tul es general-mente considerado el sistema agrícola tradicional de los nasa. Como ventaja final, el restablecimiento de la huerta familiar también haría una contribución impor-tante a una interacción más sustentable y armoniosa con el medio ambiente: los tul harían innecesario el uso de fertilizantes químicos, al tiempo que la cubierta permanente de vegetación contribuiría a la conservación del agua y del suelo37. En su estudio sobre los agrosistemas tradicionales en Tierradentro, Sanabria (2001: 67) da una clara descripción de este sistema:

La huerta o tul es un espacio permanente de cuidado familiar, culti-vado con varias especies de plantas útiles, generalmente herbáceas y arbustivas, que alrededor de la vivienda pueden conformar un área de entre ½ y 1 hectárea. Se cultiva intensivamente gran variedad de pro-ductos de pancoger tales como frutales, condimenticias, medicinales, ornamentales, principalmente, además de la cría de algunos animales domésticos […] En los huertos tradicionales del pueblo nasa encon-tramos plantas arbustivas, semiarbustivas cultivadas, principalmente frutales38, maderables o de fibra; medicinales, mágico-religiosas y co-mestibles, entre otras plantas útiles. La estructura del huerto o solar de los nasa comprende pequeñas eras en donde se cultivan asociacio-nes de maíz, habas, coles, arvejas y calabazas en los pisos térmicos medios de zonas planas; papas, majuas, ajos y arracacha (Arracacia xanthorrhiza, zanahoria peruana) en los pisos térmicos de zonas al-tas; caña brava o carrizo […] y caña panelera […] en las huertas ri-bereñas o de zonas bajas en pisos térmicos cálidos39 […] Las huertas forman parte de las viviendas y están delimitadas comúnmente por una cerca que, elaborada con tallos de caña brava, maíz o esterilla

36 Para una descripción del tul como proyecto político cultural, véase Rappaport (2005).37 El proyecto tul estaba por lo tanto en concordancia con la recomendación hecha por Perafán (2000: 29) en el contexto de la mitigación de la producción de cultivos ilícitos en los resguardos Nasa: “… buscar el establecimiento de una correspondencia entre, por una parte, el potencial agroecológi-co del suelo y, por la otra, las formas culturales del uso de la tierra en los territorios indígenas”.38 Los árboles frutales comunes son: durazno (Prunus pérsica), manzano (Prunus malus), lulo (Solanum quitoense), mora de Castilla (Rubus glaucus), tomate de árbol (Cyphomandra beta-ceae), maracuyá y papaya. (Perafán 2000). 39 Otros cultivos son: en piso térmico frío, cebolla, majua (Oxalis tuberosa) y ulluco (Ullucus tuberosus); piso templado: rascadera (Xanthosoma sagittifolium), ají, tomate, plátano, mejicano (Cucurbita ficifolia), arracacha y achira (Canna edulis); y en piso cálido: maíz, fríjol, yuca, agua-cate, guayaba y café. Nota del traductor: Aunque el maíz es un producto reseñado aquí sólo en clima cálido, su produc-ción también se obtiene en los pisos térmicos templado y frío.

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(Guadua angustifolia) […] o bien con cercas vivas de plantas como el fique (Furcraea cabuya) [o] también con alambre de púas, evita el ingreso de algunos animales domésticos, como gallinas, perros o caballos, que causan daños a los cultivos […] Si consideramos las especies con sus variedades por cada cultivo, podríamos aproximar a unas 150 el número mayor de especies encontradas por huerto, de las cuales 25 serían cultivadas o semicultivadas. La población total de plantas del huerto se encuentra entre 300 y 350 individuos de plantas útiles […] en diferentes estadios de desarrollo, épocas de siembra y cosecha y para diversas finalidades.

En 2002, el Plan Nacional de Desarrollo Alternativo (Plante) –la cara social de la campaña antidrogas del gobierno– le ofreció al cabildo de Jambaló una opor-tunidad para iniciar la implementación de un programa tul. El Plante trataba de mediar entre el cabildo y USAID-Chemonics, una organización que financiaba la erradicación y sustitución voluntaria de cultivos ilícitos. A través de asambleas comunitarias, el cabildo había contactado a 156 familias de tres veredas diferen-tes, cada una interesada en tomar parte en el proyecto para erradicar, en forma conjunta y voluntaria, 60 hectáreas de coca y amapola a cambio de los materiales necesarios para organizar sus tul. La erradicación manual de los cultivos ilícitos empezó en mayo de 2002 en la vereda Nueva Colonia (zona media) en una minga, a la cual asistieron todas las familias interesadas y que fue encabezada por la JAC local. Las familias empezaron luego a construir sus huertas familiares con la asistencia del cabildo y la Umata. Los tul de 30 por 30 metros fueron sembra-dos con más de 30 especies diferentes, y en ellos también hubo lugar para una variedad de pequeños animales –conejos y gallinas– con una inversión total de 3 millones de pesos colombianos por familia. Inicialmente el proyecto pareció tener éxito: pronto las tres veredas fueron declaradas “libres de cultivos ilícitos” y al año siguiente las familias participantes vieron un mejoramiento significativo en su suministro de alimentos.

Lógicamente, el proyecto tul no estaba diseñado como una iniciativa aislada. Formaba parte de un programa más amplio dirigido al fortalecimiento de la eco-nomía indígena, tal como fue establecido por los cabildos del norte del Cauca agrupados en la ACIN –después de amplias discusiones en sus comunidades res-pectivas– y presentadas al mundo exterior en 2003 en el portal de la ACIN y en una publicación llamada Territorialidad comunitaria. Esta presentación conce-bía un modelo de desarrollo regional basado en la denominada “economía hacia adentro”. Los nasa entienden este concepto como una economía principalmente centrada en la autosuficiencia agrícola y en el uso sustentable de los recursos naturales basado en las necesidades locales, y al cual las tecnologías externas e

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innovaciones, incluidas las actividades orientadas al mercado, están integradas solamente en la medida en que ellas se basen en, y fortalezcan, los conocimientos y prácticas locales. Además, el programa se orientaba a recuperar los valores de solidaridad, en el sentido de que estos deberían estar basados en la dinámica de los intercambios recíprocos y las relaciones de cooperación dentro –y entre– las diversas comunidades de los resguardos (ACIN y Codacop 2003). Este modelo muestra sorprendentes similitudes con otras ideas propuestas para las llamadas ‘economías solidarias’ (p. ej. Colacot 2002; Reintjas 2004), lo que podría expli-carse en parte por la influencia de consultores externos sobre las comunidades y organizaciones indígenas. Por ejemplo, Pedro Cortés, experto independiente, recomendaba en 1996:

La articulación al mercado debe partir, primero, del fortalecimiento de los propios sistemas económicos de los pueblos indígenas, de ma-nera que el mercado no los absorba ni descomponga sus estructuras comunitarias introduciéndoles la lógica de la libre competencia a su interior, sino más bien fortalecer lo comunitario […] para la defensa y participación en el mercado (1996: 3-4).

Un concepto central en el programa de la ACIN es el de soberanía alimentaria. Esta va más allá de la seguridad alimentaria (esta última significa simplemente “tener acceso a una cantidad equilibrada de proteínas, vitaminas y carbohidra-tos”). La primera puede ser interpretada, en términos generales, como

[L]as estrategias económicas que desarrollan determinados grupos humanos y la forma en la que esas sociedades se relacionan con los ecosistemas para obtener los alimentos necesarios para reproducirse; es un sistema productivo orientado a la satisfacción interna de las necesidades básicas de alimentación del grupo social para el grupo social (Prada 2005: 111)40.

40 El concepto de soberanía alimentaria fue originalmente acuñado durante el foro civil para-lelo a la Cumbre Mundial de Alimentación en Roma, que había sido convocada por las Naciones Unidas en 1996. En el foro, ONG internacionales y organizaciones campesinas –por ejemplo Vía Campesina– se mostraron partidarias de una agricultura y una política alimentaria alternativas, como contrapartida al modelo neoliberal, que está centrado en el comercio internacional de ali-mentos (Prada 2005:112). Otra descripción de la soberanía alimentaria –apoyada por “El mundo no está para la venta”, una coalición de ONG internacionales y movimientos sociales y agra-rios– viene de la declaración final del Foro Mundial sobre Soberanía Alimentaria, en La Habana, Cuba, realizado en septiembre de 2001: “La soberanía alimentaria de los pueblos reconoce una agricultura con campesinos, indígenas y comunidades pesqueras, vinculados al territorio, priori-tariamente orientada a la satisfacción de las necesidades de los mercados locales y nacionales; una agricultura que tenga como preocupación central al ser humano; que preserve, valore y fomente

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La ACIN comprendió que con el fin de alcanzar la soberanía alimentaria tendría que volver a estudiar el modelo tradicional de economía vertical que caracteriza a las comunidades andinas de Suramérica (ver Harris 1978; Murra 1984a; Sanabria 2001). Este sistema está basado en el hecho de que las comunidades que habi-tan a una cierta altitud –que tiene un microclima característico (piso térmico/ecológico)– desarrollan una cierta especialización productiva en su manejo de los recursos naturales y de la producción agrícola, que complementa las de las comunidades que viven a una altitud diferente, con agroecosistemas distintos. El sistema se basa en el intercambio de productos agrícolas a través de mecanismos de reciprocidad y redistribución, que son una parte integral de las relaciones de parentesco y de instituciones de trabajo comunal como la mano prestada (puutx pu’çxni) y la minga (Sanabria 2001; Prada 2005). En el ejemplo de Jambaló, que es un resguardo relativamente grande comparado con otros resguardos nasa y que comprende tres niveles ecológicos41, este intercambio vertical de recursos com-plementarios podría, en cierto modo, tener lugar entre los tres pisos térmicos/eco-lógicos de las tres zonas del resguardo y esto hasta cierto punto está ocurriendo así. Esta complementariedad vertical encontraría una expresión aún mejor cuando el intercambio suceda en un área geográfica más amplia, que también comprenda a los otros resguardos del norte del Cauca, algunos de los cuales están situados en el piedemonte andino (p. ej., Corinto y Caloto). En ese caso, podría existir un intercambio entre cuatro o cinco agroecosistemas, que posiblemente incluyan aquellos de las comunidades afrocolombianas de las tierras planas. Los intercam-bios podrían darse en especie (trueque) o por relaciones monetarias (transaccio-nes en dinero) (Prada 2005)42. La ACIN expresó su deseo de empezar a usar esta complementariedad vertical en el documento Territorialidad comunitaria en los siguientes términos:

Para la cultura nasa el territorio es uno solo, es continuo, se necesita de todos los climas para vivir; la cultura está basada en la relación permanente con los lugares altos (el nevado, el páramo, las lagunas, la

la multifuncionalidad de los modos campesinos e indígenas de producción y gestión del territorio rural. Asimismo, la soberanía alimentaria supone el reconocimiento y valoración de las ventajas económicas, sociales, ambientales y culturales, para los países, de la agricultura en pequeña esca-la, de las agriculturas familiares, de las agriculturas campesinas e indígenas” (Declaración de La Habana; ver también Bundell 2002: 13).41 Sanabria (2001) sostiene que con relación a la altitud de su territorio, los nasa de Tierra-dentro diferencian tres grandes niveles ecológicos: “alto” entre 2.500-3.500 metros de altitud; “medio” entre 2.600-2.000 msnm; y “bajo” de 2.000 msnm hacia abajo. El territorio de los nasa en Jambaló va de los 1.600 a los 3.800 metros de altitud, e incluye así la mayor parte de estos niveles ecológicos. 42 En el último caso, el rol del dinero respondería a la lógica de la circulación de productos entre diferentes niveles ecológicos, más que a la lógica del lucro.

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montaña) y con los lugares medios y bajos (piedemonte y valles); ne-cesita alimentos fríos y calientes, plantas medicinales frías y calientes y por eso los nasa necesitan “recorrer el territorio”, “habitar todo”, de ahí la necesidad de un territorio amplio (ACIN y Codacop 2003: 11).

Tales prácticas podrían dar a los nasa del norte del Cauca más control sobre los diferentes pisos ecológicos y así conducir a una relativa soberanía alimentaria y autonomía económica. Esta economía orientada hacia dentro, basada en la com-plementariedad entre microclimas, posiblemente permitiría desempeñar el papel del mercado con respecto al suministro de alimentos de forma suficiente. Una ventaja secundaria es que podría conducir a un retorno a los patrones de alimenta-ción tradicionales: como bien lo saben los líderes indígenas, la identidad cultural de un pueblo también está definida por lo que come (cfr. Douglas e Isherwood 1979; Mintz y Bois 2002; Sánchez 1990).

Aunque la elección de ciertas expresiones podría sugerir algo diferente, una eco-nomía orientada hacia dentro no significa que los nasa estén pensando en estable-cer alguna variante materializada de autarquía indígena (cfr. Gow 2005). Después de todo, esto significaría una total negación de las relaciones económicas actuales y de las aspiraciones de las familias y comunidades. La nueva visión económica también está, por tanto, centrada expresamente en continuar con la venta de los excedentes y cultivos comerciales producidos local y regionalmente, tales como el café orgánico y el fique, en el mercado externo a la comunidad. La organización regional incluso abrió recientemente una cantera de calizas en Toribío, para la cual obtuvo los derechos de explotación (fue declarada ‘zona minera indígena’) y está tratando de explotar este recurso de manera sostenible y rentable a través de un acuerdo con una compañía minera privada43.

También se está llegando al mercado externo con productos como el café, y bienes como mármoles y calizas, por el alto potencial del te-rritorio en recursos mineros. Se aprovechan las ventajas comparativas frente al mercado de afuera, que da el haber logrado con el Estado

43 Aunque los recursos del subsuelo en territorios indígenas no están definidos como de pro-piedad de la comunidad, es decir, siguen siendo propiedad del Estado, el Código Minero (Ley 685 de 2001), que reemplaza al viejo Código Minero (Decreto 2655 de 1988), prevé la constitución de ‘zonas mineras indígenas’ donde las comunidades indígenas tienen un derecho de preferencia condicional respecto a la exploración y explotación de los depósitos minerales (artículos 122 a 128; ver también Sánchez y Arango 2002). Un dato complementario: la legislación nacional relacionada con la explotación del petróleo no contiene estipulaciones específicas respecto a actividades de exploración/explotación en territorios indígenas (ver por ejemplo el caso de los U´wa).

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el derecho al “no pago” de impuestos nacionales en el territorio44, a cambio del trabajo comunitario en las mingas para la producción de bienes públicos (ACIN y Codacop 2003: 17).

Además de la venta de las cosechas agrícolas –en condición de materias pri-mas–, en el futuro cercano las comunidades están también planeando producir cada vez más productos procesados, tales como café tostado en sus propias fábri-cas, así como jugos de frutas hechos de lulo (Solanum quitoense) o de tomate de árbol (Cyphomandra betacea) (ACIN y Codacop 2003; ver también Jambaló 2001). Esto demuestra que los nasa desean combinar su economía comunitaria indígena interna, basada en mecanismos de reciprocidad y solidaridad, con acti-vidades orientadas al mercado; esto es, quieren lograr una economía mixta (Gow 2005). Sin embargo, lo central es que la soberanía alimentaria permanece en la agenda. Una vez los nasa hayan alcanzado una cierta independencia, en términos de suministro de alimentos, también tendrán la posibilidad de explotar el mercado externo en la medida en que el suministro de alimentos para las unidades de pro-ducción familiar no será dependiente de este (cfr. Prada 2005).

Caso 5.5. Empeoramiento de la situación política e incremento de la violencia rural

Los primeros años de la década del siglo XXI vieron una gran intensificación del conflicto armado, ante el cual las comunidades indígenas del Cauca explícitamente se habían de-clarado neutrales (CRIC 1999). Al tiempo que las comunidades de las partes bajas de la cordillera sufrieron, entre 2000 y 2002, un creciente número de secuestros y asesinatos a manos de grupos paramilitares –los cuales defienden los intereses de los terratenientes y de las grandes empresas agroindustriales de las tierras planas del norte del Cauca, y acu-san a los indígenas de complicidad con las guerrillas–, los resguardos de Jambaló y Toribío observaron a comienzos de 2002 el incremento de la presencia de las FARC, grupo que in-tentó convertir esta parte de las altas montañas del sur andino en una fortaleza guerrillera, tan pronto como se dio la ruptura de las negociaciones de paz con el gobierno de Pastrana. Las condiciones empeoraron después de la elección del presidente derechista Álvaro Uribe (mayo de 2002), que adoptó una política militarista para vencer a los revolucionarios, que fueron entonces catalogados como terroristas. Esta declaración de guerra provocó una actitud más agresiva de las FARC, que intensificaron sus ataques sobre objetivos guberna-mentales y militares. Las comunidades nasa se vieron cada vez más atrapadas en el fuego cruzado y sufrieron la parte más dura de la confrontación militar, en términos de daños a las construcciones y a los cultivos, y en general, de afectación de la vida comunitaria (CRIC

44 Como ya se dijo en el texto, los resguardos están exentos de pagar el impuesto predial, según la Ley 44 de 1990 (artículo 24); a los municipios con resguardo se les compensa con trans-ferencias de recursos adicionales.

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2003; Centro de Investigación y Educación Popular [Cinep] varios números). Anticipándose a la escalada de violencia, en 2001 los nasa habían creado la Guardia Indígena (guardia cívica no armada, recientemente rebautizada como kiwe thenza, ‘guardias territoriales’), integrada por voluntarios que tienen la tarea de proteger la seguridad de la comunidad dentro y fuera del territorio indígena. Mientras tanto, las autoridades y organizaciones indígenas hacían campaña para una solución pacífica y negociada del conflicto. En 2004, a la Guardia Indígena de Jambaló le fue concedido el Premio Nacional de la Paz por la mejor iniciativa de paz, un premio que los nasa ya habían recibido en 2000 (León en Semana, 9 de diciembre de 2004).

Dos visiones sobre ‘lo comunitario’

La nueva visión de la economía comunitaria, tal como ha sido expresada en recien-tes documentos públicos (Jambaló 2001; ACIN 2002 [2003]; ACIN y Codacop 2003; Pancho 2003), refleja el deseo de los nasa por hacer que su economía sea más independiente del mundo exterior. Tratan de lograrlo mediante la promoción de la producción agrícola local para alimentar a la gente localmente (‘sobera-nía alimentaria’) y dar una cuidadosa reorientación a las actividades dirigidas al mercado. Los planteamientos sobre estos temas tratan principalmente de asuntos relacionados con la reorganización de los flujos de bienes y de los patrones de distribución. Esta es solamente, sin embargo, una cara del problema, referente a la base material de cualquier economía. La otra cara es la de los temas relacionados con el marco institucional sobre el cual debe basarse la nueva economía nasa, y estos son tratados menos explícitamente. Al leer los documentos, uno queda con la impresión de que estos últimos temas son casi dados por hechos y, en conse-cuencia, parecen desvanecerse en el fondo de las discusiones. Sin embargo, detrás de este aparente consenso se esconde una creciente oposición entre los líderes y las comunidades acerca del futuro de sus organizaciones económicas comu-nitarias. La cuestión central en esta discusión es cómo aquellos valores funda-mentales considerados indígenas, tales como la solidaridad, la reciprocidad y la espiritualidad, pueden y deben encontrar su expresión en las diversas formas de organización que se están proponiendo.

Desde la creación del Proyecto Global (1987), los diferentes cabildos que se han sucedido han seguido una línea política respecto al desarrollo institucional de la economía local, que apunta a concretar el “ideal del resguardo comunitario” (Antonil 1978: 268). Inspirado por el movimiento de reforma agraria de los años setenta, la organización regional CRIC urgió a los nasa y a otras comunidades indígenas a que hicieran una apropiación cuidadosa de las formas cooperativistas de organización, que fueron remodeladas sobre la base de instituciones indíge-

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nas existentes, tales como la minga (pi’txçxa mjïnxi)45, la mano prestada (puutx pu’çxni) y el trueque, instituciones que tradicionalmente han gravitado alrededor del núcleo familiar. Así, el modelo de organización económica que se adoptó buscaba dirigir las actividades orientadas al mercado –es decir, la producción y venta de los cultivos comerciales y los productos procesados– en la medida de lo posible a través de instituciones asociativas como las empresas comunitarias (EC), las microempresas (proyectos) y las tiendas comunitarias; mientras tanto, las actividades de autosuficiencia –esto es, la producción y el intercambio de ali-mentos cultivados– fueron consideradas del dominio productivo de las familias (CRIC 1997; Rodríguez et al. 2005)46. En años recientes, este modelo en general se ha mantenido intacto, aun después del Congreso Indígena de Jambaló en 2002, organizado para identificar, entre otras cosas, los vacíos que pudieran existir en la organización de las comunidades indígenas47. El mantenimiento del modelo se manifiesta por, entre otras cosas, el hecho de que las inversiones hechas por el cabildo están todavía dirigidas principalmente a estimular la producción orien-tada al mercado a través de las empresas asociativas y no a través de las familias, conclusión a la que también había llegado Gow (2005) en otros resguardos. El único proyecto orientado a la familia, el proyecto de reintroducción de la huerta familiar (yac tul), vuelve a confirmar esta impresión, porque busca aumentar la producción de autosuficiencia y no la orientada al mercado. En otras palabras: el modelo de la ACIN para la economía comunitaria tiene todavía –en términos institucionales– muchas reminiscencias del modelo del CRIC para la “reconstruc-ción económica” de mediados de los años ochenta, aunque la nueva formulación emplea términos más culturalmente específicos de la cosmovisión nasa (por ejem-plo tul y economía vertical). Esta adhesión al modelo es sorprendente, teniendo en cuenta el hecho de que en los últimos 20 años el experimento cultural de los nasa con las instituciones asociativas ha sido negativo o por lo menos decepcionante desde el punto de vista productivo (ver también Gow 2005).

Como se dijo anteriormente, el cabildo y muchos comuneros se muestran incli-nados a achacar los desalentadores resultados (el fracaso económico) de las

45 El término ‘minga’ también se utiliza para referirse a trabajos comunitarios (públicos) or-ganizados a veces por la vereda o el cabildo, y que son realizados por una determinada comunidad (p. ej. reparar un puente, limpiar un camino o construir una escuela). Éstos se distinguen de las formas de trabajo comunal, como la minga (pi’txçxa mjïnxi) y la mano prestada (puutx pu’çxni) organizadas por particulares y ejecutadas por grupos de familiares o vecinos nasa. 46 En las conclusiones del X Congreso del CRIC, llevado a cabo en marzo de 1997 en Silvia (CRIC 1997), se insistió de nuevo en ese modelo.47 Las reformas administrativas que se realizaron como resultado del Congreso Indígena de Jambaló en diciembre de 2002 se limitaron en principio a cambios en la estructura organizacional del cabildo (ver sección El estudio socioeconómico y el intento de reordenamiento territorial interno).

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empresas comunitarias y de las microempresas a la falta de capital y apoyo téc-nico, y a la ausencia de planeación, manejo y coordinación de las actividades. Ellos asumen que, al respecto, una reorganización administrativa podría mejorar las cosas. Sin embargo, también se pueden identificar otras causas más de fondo. Un análisis previo de las empresas comunitarias (ver capítulo 4) mostró que la baja producción de las instituciones asociativas fue también resultado de la con-tradicción entre la producción asociativa y la producción individual48. Puesto que las familias integrantes (socios) usualmente no están dispuestas a comprometerse en un cien por ciento con las empresas asociativas y continúan manteniendo las parcelas familiares, en las cuales no solo se cultivan alimentos sino también cul-tivos comerciales (café, fique y últimamente también cultivos ilícitos), quedan atrapadas en un conflicto de intereses en el cual a menudo prefieren invertir su tiempo y trabajo en la producción individual orientada al mercado, a costa de la producción asociativa. La razón por la cual la balanza de intereses se inclina de esa manera en muchas de las familias es –afirman algunos comuneros críticos– porque sienten una falta de control sobre el proceso productivo en las instituciones económicas asociativas (Arceliano Medina, entrevista, 7 de diciembre de 2000; Rafael Cuetia, entrevista, 21 de enero de 2001). Este es el resultado no solo de los problemas administrativos arriba mencionados sino también de una falta de con-senso, a nivel de la comunidad, acerca de los criterios que deberían cumplir las instituciones asociativas. De las microempresas, por ejemplo, se espera que pro-duzcan altos rendimientos, pero también se desea que expresen los valores cul-turales de solidaridad y redistribución al compartir los beneficios generados con toda la comunidad o con sus partes más débiles. Debido a estos criterios ambi-guos, los miembros de las asociaciones no tienen la garantía de que sus esfuerzos sean proporcionalmente retribuidos de acuerdo con el principio del retorno de la inversión personal (en tiempo y trabajo) y esto reduce su compromiso con las empresas. El cabildo, sin embargo, defiende a su vez la función redistributiva por el hecho de que las microempresas se inician con una inversión de recursos de las transferencias fiscales del resguardo, un gesto que –se espera– será correspondido al compartir los beneficios de la empresa49.

48 Desde el comienzo, el CRIC (1981) había reconocido la existencia de esta tensión en su mo-delo de organización económica comunitaria, y ha sido anotada ocasionalmente por el cabildo de Jambaló (Jambaló y Jambaló 1995), pero parece que las autoridades indígenas siempre pensaron que podría ser superada gracias a la convicción política. 49 Parece que los cabildos del norte del Cauca recientemente han reconocido este problema, dado que la organización zonal propone transferir estos “costos de solidaridad” desde las EC hacia la comunidad en general. Para este propósito, los cabildos han decidido gastar, en el futuro cerca-no, algunas de sus transferencias fiscales en la compra del producido agrícola de las EC, para usar este posteriormente en “programas de complementación alimentaria a grupos vulnerables” de la comunidad (ACIN y Codacop 2003: 17). Por consiguiente, a los miembros de las EC se les pagará, como grupo, por su producción, la cual será distribuida en beneficio de las familias con menos

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A pesar de su lealtad a la organización zonal (ACIN), en los últimos años ha surgido en el norte del Cauca un grupo nuevo de líderes que creen que el énfa-sis predominante en las instituciones asociativas empeora realmente la situación económica de las familias, porque, según dicen, son estas las que deben constituir la base de los procesos productivos. En su crítica, expresada durante encuentros recientes acerca del tema, se está empezando a delinear un modelo institucional alternativo. Este modelo, más orientado hacia el negocio, está basado en el reco-nocimiento de que las familias, como unidades básicas de producción entre los nasa, desean producir no solo para ser autosuficientes sino también, individual-mente, para el mercado, y que el cabildo debería apoyarlos en este empeño. En esta perspectiva, el rol de las instituciones asociativas resulta replanteado y orien-tado a funciones específicas. Las empresas comunitarias (fincas) pueden desistir de la producción orientada al mercado en la medida en que esta pueda ser tam-bién provista por las familias; las empresas como tales no serían desmanteladas y continuarían teniendo una ‘función de solidaridad’. Las microempresas deberían enfocarse más en transformar la producción agrícola primaria en productos pro-cesados para el mercado –por ejemplo en una industria tostadora de café– y ser-virían a los productores individuales (en otras palabras, a sus proveedores), pero primero tendrían que ser revisadas cuidadosamente en su estructura y organiza-ción. A las tiendas comunitarias se les podría dar un nuevo ímpetu utilizándolas para la recolección, almacenamiento y comercialización de excedentes y/o la pro-ducción orientada al mercado de las familias –en concordancia con su función original de los años ochenta– pero esta vez dentro de una red más específica y centralizada, coordinada a nivel de resguardo (cabildo) o incluso a nivel regional (organización zonal). Liberadas de esas tareas, las familias podrían concentrarse mejor en la producción agrícola, mientras los cabildos las apoyan en la investiga-ción de mercados y la negociación de contratos con compradores (externos), que incluyan, por ejemplo, cafeterías que compren, en Europa, café orgánico a precios justos (Lucía Vásquez Celis, Ecofondo, comunicación personal, 20 de diciembre de 2005)50. Con el fin de evitar las contradicciones que plantea el realizar inver-siones privadas con fondos públicos –en términos de rentabilidad de la asociación versus reciprocidad hacia la comunidad–, las familias y grupos necesitan recu-perar el acceso a crédito barato. Para este propósito, tendría que establecerse un fondo o banco indígena –una idea que ha sido tema de discusión (y nada más que eso) en Jambaló durante muy largo tiempo (José Miguel Cuetia, comentario per-

recursos. Partiendo del análisis planteado arriba, sin embargo, esta medida difícilmente sería una solución global al problemático funcionamiento de las empresas comunitarias.50 En Jambaló, un grupo de familias productoras de café, por iniciativa propia y con la media-ción de una ONG colombiana, entró a contratar con una casa francesa de comercio justo. Esta ini-ciativa, sin embargo, aún no ha sido recogida por el cabildo para su aplicación en todo el resguardo (Lucía Vásquez Celis, entrevista, 20 de diciembre de 2005).

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sonal, varias ocasiones)–, que generaría su patrimonio a partir de los programas de sustitución de cultivos ilícitos y fondos de cooperación internacional.

Sin embargo, esta visión más pragmática de la economía comunitaria provocó fuertes reacciones entre otro grupo de líderes, que no querían descartar tan fácil-mente las instituciones asociativas existentes en su actual configuración. Estas reacciones, a veces fuertes, pueden ser explicadas en al menos dos formas. Primera, para las personas que ven las cosas de esta manera, las instituciones asociativas no son solo una opción técnica y económica sino también política y cultural. Estos líderes tienen una visión ideológica y politizada de la economía comunitaria, en la cual las empresas comunitarias, las tiendas comunitarias y las microempresas son vistas como símbolos de la resistencia indígena y como ins-trumentos de la lucha por la autonomía (ver CRIC 1981), que ofrecen una alter-nativa a los valores dominantes (capitalistas) del individualismo y el consumismo (ver Gow 2005). Tal como estos líderes indígenas lo conciben, con los años estas instituciones han pasado a estar inextricablemente atadas a los usos y costumbres locales, y por lo tanto se han convertido en pilares de la identidad indígena, y por lo tanto su existencia es prácticamente no negociable (ver Gow y Rappaport 2002). Esto se puede percibir claramente en la justificación del proyecto piscícola Juan Tama en Toribío:

El espíritu que anima el proyecto de piscicultura fortalece nuestra identidad cultural como indígenas, profundizando nuestro sentido co-munitario, solidario, y nuestro proceso de liberación, unidad y orga-nización, como respuesta al sistema dominante e individualista (Junta Directiva 1999 en Gow 2005: 86).

Las personas que tienen este tipo de perspectiva temen que si se estimulan las actividades productivas familiares orientadas al mercado, motivaciones como la maximización de beneficios y la acumulación de riqueza dominarían a la comu-nidad y la alejarían de los principios y valores indígenas fundamentales (como la solidaridad, la espiritualidad y el uso respetuoso de la tierra). Aunque estas convicciones políticas no deberían ser dejadas de lado, existe otra razón, posible-mente más oportunista, de por qué los líderes indígenas desean continuar enfo-cando su política económica, respecto a la producción orientada al mercado, en las estructuras asociativas. A través de los años, estas instituciones siempre han podido contar con apoyo regular de ciertas entidades gubernamentales, ONG y organizaciones de la Iglesia (los curas de la Consolata son un buen ejemplo), y estas han proyectado sus propias concepciones –algunas veces con tintes políti-cos y/o religiosos– acerca del desarrollo comunitario en las comunidades indíge-nas. Sin duda las autoridades indígenas son conscientes del hecho de que estas

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instituciones asociativas representan un capital simbólico en el mundo exterior, que ellas pueden convertir en dinero en forma de apoyo financiero al desarrollo. Si ocurriera una drástica reorientación –hacia lo individual– de la organización económica indígena, ellas podrían quizá perder este apoyo.

El emotivo llamado a sostenerse en la vieja ideología y organización económica comunitaria parece provenir, al menos parcialmente, de sentimientos nostálgi-cos y alarmistas acerca de una comunidad dispersa de familias aisladas, como si los valores culturales de reciprocidad, solidaridad y redistribución pudieran solamente ser garantizados por instituciones asociativas. Sin embargo, si damos una mirada crítica al funcionamiento de la comunidad nasa, podemos ver que estos valores se expresan también en, y por, las relaciones sociales y económicas basadas en el parentesco y la amistad entre las familias; así, aunque estas insti-tuciones centradas en la familia tal vez hayan sido eclipsadas por las institucio-nes económicas politizadas y coordinadas por el cabildo, siguen estando muy vivas. Estos valores se divulgan también en otras instituciones y actos simbólicos, por ejemplo, durante las asambleas del Proyecto Global, en celebraciones rituales como el Sakhelu (intercambio comunitario de semillas), o durante las marchas de protesta organizadas por los cabildos de la organización zonal. Además, el nuevo modelo, más pragmático, de la economía comunitaria no aboga por una completa abolición de las instituciones asociativas sino más bien por una reformulación de sus objetivos y roles específicos en la organización económica general. Quizá las empresas comunitarias pierdan su importancia económica (y su nombre) cuando la producción esté principalmente a cargo de las familias individuales, pero los días de trabajo comunitario semanal en las fincas colectivas podrían continuar desempeñando un papel social importante en el mantenimiento de la cohesión social de la comunidad. En esta organización económica, las familias producto-ras continúan conectadas por el interés conjunto en nuevas microempresas e ins-tituciones cooperativas para el almacenamiento y mercadeo (las antiguas tiendas comunitarias). En este nuevo marco institucional, las familias y las relaciones asociativas no se interfieren las unas a las otras, sino que se complementan.

Con gran anticipación, y como una advertencia, Findji y Rojas (1985), que estaban desarrollando un estudio en Jambaló precisamente cuando los nasa empezaban a experimentar por primera vez con instituciones económicas asociativas, parecían llegar a la misma conclusión:

La unidad doméstica páez ni se opone ni es incompatible con for-mas comunitarias de producción y de comercialización. Por el con-trario, si las formas asociativas pueden expresar la dimensión de la territorialidad, estas no pueden constituir sino un segundo nivel de

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concreción del despliegue de la fuerza de trabajo disponible de las unidades domésticas, lo que […] hemos denominado las ‘fuerzas de socialización’. Plantear como excluyente e incompatible la reproduc-ción de las unidades domésticas productivas con una determinada forma socializada de producción, como si se tratara de dos opciones contrapuestas en el proceso de reconstrucción económica, nos parece que constituiría una notable equivocación (Findji y Rojas 1985:261).

En su trabajo posterior, Findji (1993) también hace énfasis en que el fortaleci-miento de la unidad de la comunidad nasa empieza, desde su punto de vista, con el mejoramiento de la situación de las familias:

Hablando de comunidad y de familias como la unidad de base tradi-cional, volvemos a partir de ella, convencidos de que fue […] el “ca-pital” más valioso de los paeces [...] En la tradición páez cada casa no significa ‘individual’; significa eslabón de una comunidad en la que funcionan la reciprocidad y la solidaridad según normas específicas. Si realmente se pretende poner en juego los recursos culturales de los paeces, importa reforzar cada casa para reforzar la comunidad (Findji 1993: 64).

Aunque en las comunidades no se ha resuelto la oposición respecto a la estructura organizacional deseada de la economía local, lo que se ha logrado hasta la fecha consiste en el hecho importante de que por lo menos se han expresado abierta-mente las dos visiones sobre una economía comunitaria. En los próximos años, el éxito en la aspiración de los nasa de crear una autonomía económica dependerá en gran medida de la creatividad de los líderes comunitarios al emplear (es decir, al fusionar), ambas visiones para alcanzar una adaptación de su organización econó-mica, de manera que esta tenga un amplio apoyo sin poner en riesgo la identidad cultural de las comunidades durante el proceso.

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Foto 5Hacienda de Japio, municipio de Caloto, noviembre de 2005. Un grupo de indígenas nasa se prepara, desarmado, para una confrontación con la policía antimotines durante el proceso de las ocupaciones (“Liberación de la Madre Tierra”) de 2005 en el norte del Cauca. Fuente: France Press Global News Agency, en www.nadir.org

6. Enfrentando los problemas originados en ‘el mundo de abajo’

La lucha de la comunidad de Jambaló por la autonomía en el campo del manejo de los recursos, el desarrollo y la economía va más allá de reorganizaciones internas que pretendan recuperar la organización social (prácticas e instituciones econó-micas), de acuerdo con las tradiciones culturales y la cosmovisión nasa (ver capí-tulos 4 y 5). En años recientes, los líderes indígenas de los resguardos del norte del Cauca han venido comprendiendo cada vez más que es imperativo que sus comunidades también respondan a las condiciones económicas y políticas de la sociedad en general, las cuales tienen grandes consecuencias sobre la situación local. Gran parte de la discusión alrededor de estos temas ha tenido lugar en el ámbito de la ACIN, la asociación zonal de cabildos, que, desde su creación en 1994 (según lo establecido por el Decreto 1088 de 1995), ha cumplido un rol cada vez más destacado en el movimiento indígena del Cauca.

No es tanto que ellos han dejado de cuidar los problemas internos, sino que más bien un sector [de líderes] está absolutamente conven-cido de que mientras los problemas fundamentales, estructurales “en el mundo de abajo” no se aborden, otros problemas [relacionados con la autonomía económica y la administración interna] no podrán ser resueltos efectivamente (Lucía Vásquez Celis, Ecofondo, entrevista, 22 de diciembre de 2005).

Entre 2000 y 2005, los líderes de la ACIN llevaron a cabo esfuerzos exitosos para hacer que sus comunidades participaran en un proceso de diálogo y negociación con el Estado sobre asuntos nacionales que los nasa consideran como amenazas externas a su Plan de Vida comunitario y a su autonomía territorial. La mayor

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parte de las demandas y propuestas alternativas que ellos han planteado están relacionadas con tres problemas principales: encontrar una solución a los efectos destructivos/perturbadores del conflicto armado en la región; contrarrestar los efectos perniciosos de la liberalización de la economía nacional (políticas de libre comercio); y hacer cumplir al gobierno las viejas promesas de medidas especiales de apoyo, como una solución a la crítica situación económica y a la escasez de tie-rra en las comunidades indígenas. Este capítulo está dedicado a describir dos de las más recientes movilizaciones nasa en su enfrentamiento con el Estado.

Consulta popular contra el libre comercio– un estilo indígena de democracia directa

En 2004, en el transcurso de pocas semanas, cuatro comuneros de resguardos fueron asesinados por grupos armados (paramilitares y guerrilla), varios líde-res nasa –entre ellos el alcalde de Toribío– fueron secuestrados por las FARC, y un miembro del Comité Ejecutivo de la ACIN fue arrestado por organismos de seguridad nacional, acusado de corrupción con dineros públicos y rebelión1 (colaboración con la guerrilla) (Actualidad Étnica, 1 de julio, 27 de agosto y 3 de septiembre de 2004; El País, 9 de septiembre de 2004)2. Este agitado período alentó a las comunidades indígenas a organizar una marcha de protesta a gran escala a comienzos de septiembre de 2004. Esta marcha, organizada a lo largo de la Vía Panamericana, desde Santander de Quilichao (en el norte del Cauca) hasta Cali, la capital del vecino departamento del Valle, fue preparada durante meses y bautizada La Gran Minga por la Vida, la Justicia, la Alegría, la Autonomía y la Libertad. El entonces presidente Uribe y los gobernadores de los departamen-tos del Cauca y Valle intentaron desde el comienzo prohibir la marcha, acusando a los indígenas de estar influenciados por un movimiento político y sembrando dudas también sobre la infiltración de grupos armados ilegales. La ONIC3, el

1 Nota del grupo revisor del texto: El arresto de Alcibiades Sescué, como miembro de la ACIN, fue un montaje político pues su inocencia fue demostrada posterior y públicamente ante las autoridades competentes.2 Nota del traductor: En el caso de la ACIN, CRIC y ONIC, las citas en este capítulo son tomadas principalmente de boletines de prensa y periódicos locales y nacionales, con fechas de pu-blicación que se indican en el texto. Estas no son incluidas por lo tanto en las referencias; en ella se incluyen libros, artículos en revistas especializadas, documentos públicos e informes de portales. 3 La ONIC fue fundada en 1982 por iniciativa del CRIC y la función para la que se constituyó fue la de servir como una organización de segundo grado de nivel nacional, que agrupaba a otras organizaciones miembro departamentales. Hasta hace poco, la ONIC tuvo la misma orientación política panindígena del CRIC, pero también fue influida más tarde por las organizaciones regio-nales. La ONIC es una de las dos organizaciones indígenas nacionales (la otra es AICO –Auto-ridades Indígenas de Colombia–), que se originó a partir del Maiso (Movimiento de Autoridades Indígenas del Suroccidente), la organización rival del CRIC que fue dirigida por los guambianos,

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CRIC y la ACIN, organizaciones indígenas nacionales y regionales que habían asegurado al presidente que el tráfico sobre la vía no sería bloqueado, respondie-ron a estas acusaciones y apelaron al derecho constitucional a la protesta (ONIC, 10 de septiembre de 2004; El País/El Tiempo, 10-13 de septiembre de 2004). En la marcha participaron aproximadamente 60.000 personas (además de los nasa y los guambianos, hubo representantes de otros grupos indígenas y de afrocolom-bianos, campesinos, sindicalistas y estudiantes) y se desarrolló sin mayores inci-dentes gracias a la presencia de miles de guardias indígenas. La prensa nacional e internacional –que inicialmente parecía estar interesada en las proporciones del evento y en lo impecable de la organización, más que en los motivos que había tras el mismo– se refirió a ella como una protesta contra la violencia de la guerra y contra la política de ‘seguridad democrática’ de Uribe (El País/El Tiempo, 13-19 de septiembre de 2004). En la declaración final –llamada Mandato Indígena y Popular–, que fue leída a la llegada a Cali, los indígenas, en cambio, se centraron en su inconformidad con la política económica neoliberal del gobierno, a la cual señalaron como la causa de fondo de la situación violenta en Colombia. Al res-pecto, ellos enfocaron su crítica en los planes del gobierno de firmar un Tratado de Libre Comercio (TLC) con los Estados Unidos, algo que describieron como “tal vez el mayor desafío que hayamos tenido que enfrentar en nuestra histo-ria” (ACIN 2004)4. Adicionalmente declararon que, a diferencia de las movili-zaciones anteriores, habían marchado para luchar no solamente por sus propios derechos, sino también por los de aquellos colombianos que habían estado y esta-ban sufriendo por la guerra y la pobreza. Al respecto propusieron construir “en minga”, con otras comunidades, organizaciones y movimientos sociales, alterna-tivas indígenas y populares “para que otro país justo, democrático, respetuoso y en paz sea posible” (ACIN 2004.).

El gobierno del presidente Uribe afirmó que un TLC bilateral entre Colombia y Estados Unidos –como precursor de una futura Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA)– es necesario con el fin de asegurar los privilegios que ya habían sido establecidos en un acta de acuerdo de preferencias arancelarias propiciada por los Estados Unidos (Ley de Preferencias Arancelarias Andinas y de Erradicación de las Drogas, Atpdea). Como muestra de reconocimiento a los esfuerzos hechos por el gobierno colombiano en la lucha contra el tráfico ilegal

junto con algunas comunidades nasa que mantenían una posición crítica frente el CRIC, entre las cuales estuvo incluida Jambaló entre 1979 y 1982, hasta que las divisiones internas condujeron al nombramiento de un cabildo paralelo, tal como se describió en el capítulo 5, sección “¿Cuál es la economía que queremos?”. Crisis interna.4 Después de más de una década de negociaciones, el TLC entre Colombia y Estados Unidos, fue firmado por el presidente estadounidense Barack Obama el viernes 21 de octubre de 2011. Otros tratados con Corea del Sur y Panamá fueron firmados este mismo día.

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de drogas, esta legislación estadounidense, que data de 1991 y que expiró a fines de 2006, ofrecía libre acceso a un gran número de productos colombianos al mercado de Estados Unidos mediante la eliminación de barreras arancelarias5. Se decía que una prolongación indefinida de estos beneficios se veía favorecida porque estas habían contribuido significativamente, en años previos, a las expor-taciones de Colombia y al empleo. Además, una profundización de los acuerdos comerciales entre ambos países a través del TLC se consideraba necesaria para atraer inversión extranjera y asegurar el crecimiento económico a largo plazo (Christman, Heimann y Sweig 2004; www.mincomercio.gov.co). Sin embargo, debido a las experiencias negativas con las reformas económicas en Colombia desde 1990, las comunidades indígenas, así como muchos otros sectores y movi-mientos sociales de la nación (Recalca 2004a,b)6, son extremadamente recelosos respecto a las declaraciones del gobierno. Estos sectores temen que la liberali-zación comercial inclinaría al gobierno a adoptar una política económica que se enfoque exclusivamente en la promoción de industrias manufactureras de gran escala, en agricultura industrializada y en producción ganadera; y que, al mismo tiempo, la eliminación progresiva de barreras comerciales dejaría a los merca-dos locales inundados, aún más que antes, con exportaciones subsidiadas de pro-ductos agrícolas extranjeros de Estados Unidos, con los cuales ni ellos ni otros pequeños agricultores podrían competir7. Las inversiones de grandes compañías multinacionales aumentarían los proyectos económicos de gran escala –los lla-mados megaproyectos– en los sectores aledaños a sus territorios, con el conse-cuente aumento de la presencia de grupos armados8. Por más que el gobierno de Uribe afirmaba lo contrario, las comunidades indígenas fueron igualmente tercas en su convicción de que el TLC rápidamente forzaría al gobierno nacio-

5 Las preferencias comerciales bajo el Atpdea se aplicaron principalmente a productos de los sectores económicos de flores, petróleo, minerales y manufacturas textiles, mientras que la mayoría de productos agrícolas todavía se enfrentan a barreras comerciales (Recalca 2004b).6 Estos temores están basados en experiencias recientes de las comunidades respecto al sur-gimiento de los agronegocios y la agricultura comercial, y la consiguiente llegada de grupos para-militares a territorios vecinos de comunidades afrocolombianas e indígenas. En el norte del Cauca, esto sucedió como resultado de la Ley 218 de 1994, o Ley Páez, que tuvo como objetivo estimular la rehabilitación económica de la región con exención de impuestos, después del devastador te-rremoto y avalancha ocurridos el 6 de junio de 1994, que destruyó 40.000 mil hectáreas de tierra y dejó cientos de familias desplazadas, principalmente indígenas (Defensoría del Pueblo 2003, Desastres y Sociedad 1995). 7 De acuerdo con críticos de la política económica neoliberal del gobierno, como resultado de las importaciones de productos agrícolas desde otros países, entre 1998 y 2002 el área cultivada (frontera agrícola) en Colombia disminuyó en más de un millón de hectáreas (Garay 2002, citado en Recalca 2004b).8 Previo a la aprobación del TLC, en Colombia diversos movimientos sociales y organiza-ciones políticas, como Recalca, Salvación Agropecuaria, y Gran Coalición Democrática, hicieron campaña contra las negociaciones dirigidas por el gobierno respecto al libre comercio.

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nal a establecer nuevas leyes que interferirían con la integridad territorial de las comunidades indígenas, y permitirían a las compañías extranjeras apropiarse de los recursos naturales dentro de las fronteras de sus resguardos a través de privatizaciones, “bioprospección” y derechos de propiedad intelectual (DPI). Al respecto, representantes de las organizaciones indígenas insistieron sobre varios proyectos de ley que estaban circulando en el Congreso en 2004, tales como la Ley de Páramos y la Ley Forestal9. La afirmación de que el TLC tiene un esta-tus de ley internacional y que, por lo tanto, estaría por encima de la Constitución Nacional y de los derechos indígenas consignados en esta también había tomado fuerza entre las comunidades indígenas (Actualidad Étnica, 4 y 24 de febrero de 2005). Esto explica por qué la marcha de protesta en Cali repetidamente expresó el temor de que, a largo plazo, el gobierno podría quitar la palabra ‘inalienables’ de la Constitución (El País, 19 de septiembre de 2004). Pero las comunidades indígenas también rechazaron el TLC como un asunto de principio: los nasa están moralmente indignados por prácticas tales como la modificación genética de semillas y las formas de vida patentadas, y no solamente porque ellas amenazan su soberanía alimentaria –el control de las comunidades sobre el uso de los culti-vos y semillas– sino también porque están en clara contradicción con sus valores y convicciones culturales (cosmovisión). En la perspectiva de las comunidades indígenas, se trata de “un modelo que le pone una etiqueta de precio a cualquier cosa que exista en el medio ambiente y que parece no querer dejar por fuera de la esfera del mercado ni siquiera las áreas más aisladas del mundo” (Carlsen 2002: 10) y que por tanto no respeta la diversidad ni la vida. Por esta razón, cuando los comparan con sus Planes de Vida, organizaciones como ACIN se refieren al TLC y a la política neoliberal de la cual este es un símbolo, como un “Cristóbal Colón disfrazado” y como un “proyecto de muerte” (ACIN, 18 de septiembre de 2004 y 1 de febrero de 2005; Actualidad Étnica, 24 de febrero de 2005).

A mediados de octubre de 2004, apenas tres semanas después de La Gran Minga por la Vida y la Justicia, se organizaron otras grandes movilizaciones contra el TLC en varias ciudades colombianas, por organizaciones campesinas, sindicatos y otros movimientos sociales. La crítica principal de los manifestantes contra el

9 La Ley de Páramos supuestamente proponía cambiar los derechos sobre el control y ma-nejo de los páramos –tierras húmedas andinas ubicadas a una altitud de más de 3.000 metros– de las comunidades indígenas al Estado en razón de las implicaciones que tiene para el “interés vital de la nación” (El País, 16 y 19 de septiembre de 2004). Por su parte, el proyecto de Ley Forestal propuso flexibilizar las normas legales para la explotación comercial de los recursos forestales y traspasar la responsabilidad, en cuanto al control y monitoreo de las explotaciones forestales, a actores privados; este último proyecto fue convertido en ley en diciembre de 2005, a pesar de la fuerte oposición de organizaciones indígenas y ambientales (El País, 15 de diciembre de 2005; Inter Press Services –IPS–, 20 de diciembre de 2005).

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gobierno era la de que en las negociaciones del TLC se estaba excluyendo delibe-radamente la participación del pueblo en el proceso democrático y que la infor-mación difundida por el gobierno acerca del tema estaba dominada por cierta propaganda distorsionada y por “hermetismo” (El País/El Tiempo, 12-13 de octu-bre de 2004). La petición de llevar a cabo un referendo acerca del TLC fue apo-yada por las comunidades indígenas nasa del norte del Cauca, que emitieron una carta en febrero de 2005 en la cual abiertamente preguntaron: “Si el TLC es tan bueno, ¿por qué desinforman a los pueblos y por qué le tienen miedo a una deci-sión popular democrática y consciente?” En esta carta ellas anunciaron que, obe-deciendo el Mandato Popular e Indígena de septiembre de 2004, organizarían una primera consulta sobre el TLC. A esta Consulta Popular Indígena se le calificó como “un acto simbólico a través del ejercicio de la democracia directa, creando un mecanismo [...] en la que la ciudadanía pueda expresar libremente su posición frente a la negociación y firma del TLC”. En su carta, las organizaciones indíge-nas señalaron que “se negocia mucho más que un tratado comercial. Se negocia un reordenamiento territorial, institucional, jurídico, político, económico y cultu-ral que les permita a las corporaciones apropiarse y explotar la riqueza de los paí-ses”, y que, por lo tanto, el TLC impone “una nueva Constitución Trans-Nacional neoliberal” (sic) sobre los “pueblos, comunidades y ciudadanos” lo que amenaza con “subordinar y destruir pueblos y territorios”. La Consulta Popular respecto al TLC “no es un rechazo al Libre Comercio sino […] al tratado propuesto, por su carácter impositivo”, y se origina en la convicción de que también es posi-ble alcanzar “un Libre Comercio Popular y Democrático, definido y planteado desde la defensa de la vida y la diversidad, para la autonomía y soberanía de los pueblos y para su beneficio” (ACIN, 1 de febrero de 2005). Un mes más tarde, el 6 de marzo de 2005, la consulta fue llevada a cabo en seis municipios del noro-riente del Cauca (Toribío, Jambaló, Caldono, Silvia, Páez e Inzá)10. La asistencia al evento, descrita por la ACIN como “fiesta popular”, fue excepcionalmente alta: de un total de 68.000 posibles votantes –entre la población indígena todos aque-llos que sean mayores de 14 años ya son aptos para votar–, más de 50.000 perso-nas respondieron a la pregunta: “¿Está usted de acuerdo con que el gobierno de Colombia firme un Tratado de Libre Comercio (TLC) con el gobierno de Estados Unidos? (Sí o No)”. Bajo la supervisión de observadores nacionales y extranjeros, el 98% de la población votó en contra, y el 2% a favor del TLC. Los represen-tantes del gobierno, que habían dicho de antemano que su actuación no depen-día de los resultados de esta consulta, reaccionaron de forma indiferente ante la votación y calificaron a las poblaciones indígenas y campesinas del Cauca como

10 La mayoría de municipios que participaron en la Consulta Popular e Indígena en el Cauca son gobernados por alcaldes, a menudo indígenas, que son apoyados por movimientos cívicos independientes.

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“ignorantes”, “manipuladas políticamente”, “carentes de información” (Semana, 26 de febrero de 2005; Actualidad Étnica, 10 y 15 de marzo de 2005). Para con-trarrestar la publicidad generada en la prensa por la consulta en el Cauca, un mes más tarde el ministro de Industria, Turismo y Comercio organizó una serie de reuniones informativas –más que consultivas– en ciudades y municipios de otras partes del país. Sin embargo, fue claro que estos “espacios para la participación” no marchaban al ritmo al que avanzaban las negociaciones oficiales del TLC: la primera de estas reuniones tuvo lugar en abril de 2005, cuando el comité de nego-ciación estaba concluyendo ya la novena ronda de conversaciones acerca del TLC y había anunciado que las negociaciones acerca del medio ambiente y la propie-dad intelectual ya se encontraban en una etapa avanzada (Ministerio de Comercio 2005, Peralta 2005).

Nuevas ocupaciones de tierras en el norte del Cauca

En vista de la creciente escasez de tierra en los resguardos indígenas en el norte del Cauca, las comunidades nasa discutían desde hacía ya varios años la posibi-lidad de realizar nuevas ocupaciones en la parte plana del norte del Cauca para forzar al gobierno a usar la legislación de distribución de tierras en beneficio de las comunidades indígenas, tal como lo ordenaba el Decreto 2164 de 199511. A mediados de 2005 pareció que la hora había llegado. Luego de fuertes comba-tes entre las FARC y el ejército colombiano cerca de Toribío, Jambaló (en abril) y Caldono (en julio), la oposición al gobierno del presidente Uribe y a su polí-tica de seguridad democrática había alcanzado dimensiones críticas. Para las comunidades indígenas, estos combates eran claramente una falta de respeto a su autonomía territorial. Sin embargo, la ACIN tomó una actitud cautelosa, por-que no quería dañar la imagen positiva del movimiento indígena en el norte del Cauca. No obstante, el 2 de septiembre de 2005 la organización se vio enfrentada a un hecho cumplido: un grupo de 500 miembros de la comunidad del resguardo Huellas, de Caloto, había tomado la iniciativa de ocupar la hacienda colindante, La Emperatriz (de 300 hectáreas), porque, dijeron, “no cuentan con tierras aptas para cultivar” (El Liberal, 3 de septiembre de 2005). Los líderes de la ACIN se declararon de inmediato solidarios con la comunidad del resguardo Huellas y convocaron a una reunión urgente para decidir cómo justificar ante el mundo exterior esta ocupación (Andrés Betancur, entrevista, 13 de diciembre de 2005).

11 El Decreto 2164 de 1995 reglamenta la Ley 60 de 1994, de Reforma Agraria, en lo referente a las comunidades indígenas (capítulo XIV) y obliga al Estado a ampliar los resguardos constitui-dos cuando las tierras agrícolas fueran insuficientes para su desarrollo económico y cultural o para el cumplimiento de las funciones social y ecológica de la propiedad, o cuando en el resguardo no fuera incluida la totalidad de las tierras que ocupan tradicionalmente o que constituyen su hábitat (Decreto 2164, artículo 12, núm. 12).

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En un comunicado de prensa del 3 de septiembre de 2005, la ACIN informó que las comunidades se habían visto obligadas a realizar esta ocupación de tierra “porque los gobiernos han incumplido reiteradamente los acuerdos firmados con los pueblos indígenas, campesinos y demás pobres de Colombia”. La organización se refirió especialmente al denominado Acuerdo de El Nilo, de 1991, en el cual el gobierno se había comprometido a adquirir, en un término de tres años, 15.663 hectáreas de tierra plana y adjudicarlas a nueve parcialidades de las comunida-des indígenas del norte del Cauca. Esta adquisición formaba parte de una repa-ración integral por el asesinato de 20 indígenas desarmados –hombres, mujeres y niños– que participaron el 16 de diciembre de 1991 en la ocupación pacífica de la hacienda El Nilo, en Caloto (ver capítulo 5, caso 5.1). Según la ACIN, 14 años después de la masacre el gobierno colombiano “apenas ha adjudicado el 50% [de esas hectáreas] pero en zona de ladera y con una erosión severa”. El comunicado de prensa también informaba que la ocupación, a la que denominaron ‘Liberación de la Madre Tierra’, contribuiría a disminuir la sobrecarga a la que eran sometidos los recursos naturales estratégicos de los resguardos, especialmente los bosques y las fuentes de agua. Además, la tierra de la zona plana sería “liberada” de los monocultivos de caña de azúcar, enemigos del medio ambiente, para que vuelva “a ser suelo y hogar colectivo de los pueblos que la cuidan, la respetan y viven con ella” (ACIN 3 y 5 de septiembre de 2005).

Inmediatamente después de la ocupación, las autoridades y los hacendados toma-ron las armas contra esta “invasión ilegal de fincas”. El gobernador del departa-mento del Cauca, Juan José Chaux, emplazó a los indígenas para que terminaran inmediatamente la ocupación, alegando “el derecho a la protección de la propie-dad privada” (El Liberal, 7 de septiembre de 2005). Los nasa se negaron a des-alojar las tierras y exigieron negociaciones con representantes del más alto nivel del gobierno colombiano. Las dos partes empezaron a sustentar posiciones diame-tralmente opuestas. El gobernador Chaux dio la orden de desalojar la hacienda, la cual fue tomada mediante asalto por el ejército y la policía, que debieron enfren-tarse a más de mil ocupantes indígenas. Los indígenas, que no portaban armas, ofrecieron una feroz resistencia y lograron mantener el control sobre el territorio. Para apoyar a sus “hermanos” de la finca La Emperatriz, otro grupo de 1.500 indí-genas de Jambaló y Toribío decidió ocupar al día siguiente una segunda hacienda, denominada El Guayabal (también de unas 300 hectáreas) (El Liberal/El País, 10-11 de septiembre de 2005), pero esta vez el ejército atacó inmediatamente a los invasores utilizando la violencia física, granadas de gas y balas de caucho. Muchas personas, entre ellas mujeres y niños, debieron ser internadas en el hos-pital. La negativa del ejército y la policía a permitir el acceso de personal médico al terreno fue considerada por la ACIN, el CRIC y otras organizaciones observa-

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doras, como una violación de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario (ACIN, 10 de septiembre de 2005).

Bajo presión de los medios y la opinión pública internacionales, las tropas deci-dieron, después de diez días de resistencia indígena, hacer un alto al fuego. Poco después las partes se sentaron a la mesa de negociaciones. Gracias a la presen-cia de un delegado de Naciones Unidas –el juez español Baltasar Garzón–, así como del Defensor del Pueblo y de los representantes de diversas organizaciones eclesiásticas, se firmó un nuevo acuerdo el 13 de septiembre de 2005 entre las comunidades indígenas que habían ocupado las haciendas y el gobierno colom-biano12. A cambio del desalojo de las haciendas La Emperatriz y El Guayabal, el gobierno se comprometía con los indígenas a destinar 20 mil millones de pesos colombianos (6 millones de dólares) para implementar en su totalidad el Acuerdo de El Nilo, de 1991. Esta suma se financiaría con los presupuestos estatales de 2006 y 2007, lo cual implicaba la adquisición de las 7 mil hectáreas de tierra res-tantes, a beneficio de las comunidades indígenas del norte del Cauca. El Incoder (Instituto Colombiano para el Desarrollo Rural), sucesor del Incora, fue el encar-gado de comenzar los estudios de reconocimiento para la adquisición de las tie-rras. (El Liberal/El País, 14 de septiembre de 2005)13. Respecto a este acuerdo, en el portal de internet de la ACIN, algunos mayores (viejos) luchadores manifesta-ron su objeción: “Nunca se ha recuperado la tierra para luego salir de ella y dejarla abandonada por un pedazo de papel que tiene promesas de un gobierno que nunca cumple” (ACIN, 17 de septiembre de 2005).

La historia no terminó allí. El éxito en las ocupaciones de La Emperatriz y El Guayabal por las comunidades de ACIN había servido como campanazo de alerta a otras comunidades indígenas del Cauca. Mientras los sindicatos y las comunidades indígenas de otras regiones de Colombia, como los emberá en Risaralda, realizaban marchas y huelgas para protestar contra las negociaciones del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, algunas comunidades del Cauca decidieron continuar el 12 de octubre –el llamado ‘Día de la Raza’– con la lucha por la tierra y realizar por iniciativa propia ocupaciones de fincas (en los municipios de Silvia, Paletará y Puracé, entre otros). Campesinos pertene-cientes a la Asociación de Productores Agrarios también ocuparon, en Corinto y Miranda, la finca Miraflores para reclamar la atención del gobierno con relación a su situación de atraso. Más de mil indígenas provenientes de Caldono ocuparon

12 El gobierno colombiano fue representado por el ministro del Interior, Sabas Pretelt de la Vega.13 El Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (Incora) que se había creado a comienzos de la década de los años sesenta, fue reestructurado en 2001 a través de la nueva institución conocida como Incoder, creada en 2004, y que sería la ejecutora de la política agropecuaria del Estado colombiano.

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la hacienda Japio (900 hectáreas) en Caloto, ubicada a más de 50 kilómetros al nororiente de su propio territorio, y fueron apoyados en esta toma por seis cabil-dos agrupados en la asociación de cabildos Sáth Tama Kiwe (territorio del cacique Juan Tama, en nasa yuwe) de Caldono. (El Liberal/El País, 12-14 de octubre de 2005; El Tiempo, 18 de octubre de 2005)14. Todos los indígenas participantes en las ocupaciones de fincas justificaron sus acciones con los mismos argumentos. Ellos alegaban “el gran incumplimiento que el Estado colombiano ha dado a los convenios y acuerdos firmados con las organizaciones y autoridades indígenas”, especialmente los incluidos en el Decreto 982 de 1999, en el cual se habían pro-metido la ampliación y la reestructuración de los resguardos (ACIN-CRIC, 24 de octubre de 2005). Los nasa de Caldono que habían ocupado la hacienda Japio, y que se habían sentido ignorados en el acuerdo del 13 de septiembre, dijeron que “la plata que han destinado para las comunidades indígenas diferentes a las com-prometidas en la situación de ‘El Nilo’ es muy poca para la ampliación requerida de sus resguardos” y que ellos se vieron forzados a llevar a cabo acciones directas para “avanzar en mayores reivindicaciones” (Equipo Nizkor [Radio]/Cabildos de Caldono, 12 de octubre de 2005; El Liberal, 16 de octubre de 2005).

Las nuevas ocupaciones pusieron a la ACIN en una situación difícil. Las ocupacio-nes de La Emperatriz y El Guayabal habían exigido un alto precio a los nasa del norte del Cauca, en términos de medios materiales y económicos, y la ACIN no quería poner innecesariamente en juego las ofertas gubernamentales del acuerdo de septiembre. Pero en vista de que el Decreto 982 regía para todas las comunidades indígenas en el Cauca y de que la negligencia en su ejecución había sido utilizada por las otras comunidades para justificar las ocupaciones de las fincas, la ACIN se sintió obligada a declararse solidaria con los nasa de Caldono, así como con los grupos de campesinos de Corinto y Miranda (Andrés Betancur, entrevista, 13 de diciembre de 2005). La ACIN emitió un comunicado de prensa en el que hacía énfasis en ratificar “la urgencia de una reforma agraria negra, indígena y popular para una Madre Tierra libre, que proteja y garantice el bienestar de los pueblos” (ACIN, 14 de octubre de 2005). Ante los últimos acontecimientos ocurridos en el Cauca, el gobierno declaró no aceptar bajo ninguna condición la presión que se ejercía por medio de las nuevas ocupaciones de fincas en el Cauca, y menos con “una negociación que hicieron hace un mes con el gobierno nacional” (El Liberal, 16 de octubre de 2005). Se impartieron de nuevo órdenes a las tropas para iniciar inmediatamente el desalojo de las fincas ocupadas. Los enfrentamientos siguientes

14 Los nasa de Caldono habían decidido ocupar (‘recuperar’) una propiedad en Caloto, con el fin de evitar así una confrontación con propietarios de fincas medianas y con pequeños cam-pesinos de su propio municipio (Álvaro Mejía Arias, asesor jurídico del CRIC, entrevista, 14 de diciembre de 2005).

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entre los ocupantes de las fincas y las unidades especiales de la policía antimotines llevaron a decenas de detenciones y causaron muchos heridos. Mientras algunos grupos se dejaron convencer por el gobierno departamental con promesas de pro-yectos sociales y económicos a cambio de terminar sus acciones de protesta, otros, como los nasa de Japio, continuaron con las ocupaciones.

Mientras tanto, una interesante guerra de palabras se había iniciado en los medios de comunicación. El ministro de Agricultura, Andrés Felipe Arias, había decla-rado en los diarios nacionales: “Los indígenas protestan mucho y son dueños del 30% de las tierras en Colombia” mientras solo “constituyen un 2% de la población del país; […] tienen 3 millones de hectáreas productivas que pudieran explotar para tener una fuente de ingreso, si así lo quisieran” (El País, 18 de octubre de 2005). El ministro del Interior, Sabas Pretelt de la Vega, ahondó más en esa postura: “[Los indígenas], siendo el 11% de la población, tienen en el Cauca más del 70% del territorio […], de manera que hay que tener consideraciones con las negritudes y con los campesinos pobres” (El País, 19 de octubre de 2005). El gobernador del Cauca, Juan José Chaux –hacendado y fuerte opositor a las ocupaciones indíge-nas– intentó desacreditar en los diarios a las comunidades indígenas afirmando que “existe el deseo de maquillar situaciones que están ocurriendo en los resguar-dos y hay pruebas de algunas organizaciones indígenas vinculadas con terrorismo y, desde luego, con el narcotráfico”. El gobernador basaba esta conclusión en los cultivos ilegales en los resguardos. También advirtió que “el tema indígena […] está afectando a campesinos, afrodescendientes, urbanos y rurales” (El Liberal, 19 de octubre de 2005). Las organizaciones indígenas reaccionaron furiosamente ante las afirmaciones de Chaux, que calificaron como “temerarias e irresponsa-bles”, mientras culpaban al gobierno de proceder con “una campaña mediática de desinformación” y de incitar a “un conflicto étnico-territorial entre afros, indí-genas y campesinos” (ACIN, 18 y 27 de octubre de 2005). En lo referente a la supuesta cantidad de tierras de los pueblos indígenas, afirmaron que “tenemos título sobre el 27% (no el 30%) del territorio colombiano, pero la mayoría del terri-torio indígena legalmente reconocido está, el 67%, en la selva amazónica, en la selva del Pacífico […] y en el desierto guajiro”, y no en el Cauca y Nariño, donde la mayor parte de los resguardos “están en tierras no aptas para la agricultura ni la ganadería”. En el Cauca, “los indígenas, campesinos y afrocolombianos solamente tenemos el 14% de la tierra disponible” […] mientras que según censos agrope-cuarios del DANE, la mayor parte de la propiedad de la tierra está concentrada en manos de un pequeño grupo de “grandes terratenientes en el poder”. Sin embargo, los indígenas “tenemos sembrada el 43% del área y producimos el 60% de los ali-mentos” en el departamento (ACIN [CRIC], 18 de octubre del 2005)15.

15 Las cifras mencionadas son a menudo incorrectas o en algunos casos completamente con-

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Esta discusión no careció del todo de efecto. El canal de televisión RCN registró el 18 de octubre una manifestación de 300 afrocolombianos en Caloto, que alegaban su “derecho al trabajo”. Según un vocero de los manifestantes, la ocupación de la hacienda Japio por los indígenas de Caldono les negaba ese derecho. Sin embargo, Francisco Banguero, representante de una red de organizaciones afrocolombia-nas (regional del Proceso de Comunidades Negras de Colombia, PCN), declaró más tarde que “dicha finca no es zona de trabajo de la comunidad afro” y que la supuesta manifestación solo era “un montaje donde participaron unas 30 o 40 personas empujadas por politiqueros” (ACIN, 18 de octubre de 2005). Los perió-dicos publicaron unos días más tarde una noticia sobre una marcha de protesta en Silvia, en la que participaban aproximadamente 600 campesinos “exigiendo […] el respeto por la propiedad privada”; y reclamando a los indígenas por haberse convertido en latifundistas, gritando “que haya una reforma agraria dentro del resguardo, porque allí hay terratenientes”. Aseguraban, además, que estaban “dis-puestos a utilizar los mismos métodos de los indígenas para reclamar tierras para ellos” (El Tiempo, 18 de octubre de 2005). Pero esta manifestación había sido planeada por el alcalde de Silvia y por la SAC (filial regional de la Sociedad de Agricultores de Colombia). La mayoría de organizaciones afrocolombianas y campesinas adoptó una actitud de espera.

En noviembre de 2005, después de más de dos semanas de ocupaciones de fincas, la situación en el Cauca se puso aún más candente. Los enfrentamientos entre indígenas y la policía antimotines se hacían cada vez más violentos. Igualmente, el ejército envió unidades especiales antiguerrilla a las fincas ocupadas, para actuar contra la presencia de miembros de la guerrilla supuestamente activos entre los indígenas, ya que la guerrilla había declarado abiertamente a finales de octubre su apoyo a las ocupaciones indígenas. Un joven indígena fue abaleado por la policía el 10 de noviembre durante el violento desalojo de Japio. El incidente enfureció aún más a los nasa y fortaleció aún más su perseverancia. Otras comu-nidades reiniciaron las ocupaciones de fincas que habían desalojado antes o reali-zaron nuevas ocupaciones (en Piendamó y Morales) (El Tiempo, 10 de noviembre de 2005)16. Mientras que la solución del conflicto se veía cada vez más lejana, en Bogotá algunos senadores indígenas lograron convencer, el 16 de noviembre, al presidente Uribe de que se sentara a la mesa de negociaciones con las organiza-ciones indígenas CRIC y ONIC para discutir la cuestión de la tierra, bajo la con-

trarias a la verdad, especialmente cuando son utilizadas de manera tendenciosa por los represen-tantes del gobierno (Para una visión más objetiva de las estadísticas, ver Van de Sandt 2008). 16 El Liberal, periódico local regional, ofrece una lectura diferente de la motivación de los agricultores en Morales por establecer nuevas ocupaciones de tierras. De acuerdo con este perió-dico, un grupo de pequeños agricultores decidió invadir para prevenir así las ocupaciones de tierra por grupos indígenas (El Liberal, 12 de noviembre de 2005).

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dición de que las comunidades indígenas desalojarían voluntariamente las fincas (El País, 16 de noviembre de 2005). Luego de una larga noche de negociaciones, las partes llegaron a un acuerdo. El gobierno colombiano prometió reservar 20 mil millones de pesos para la implementación del Decreto 982 de 1999, en lo refe-rente a la ampliación de los resguardos. Las fincas ocupadas no estaban a la venta, pero el gobierno evaluaría la posibilidad de adjudicar a las comunidades indíge-nas otros bienes que en el transcurso de los años fueran decomisados por la auto-ridad antidrogas (Dirección Nacional de Estupefacientes) por razones de lavado de activos. Además se aceptó la creación de una comisión nacional, compuesta por representantes de las comunidades indígenas, las organizaciones campesinas y afrocolombianas, el Ministerio del Interior, el Incoder y el gobierno del Cauca, para que dirigiera el proceso de negociación y adquisición de tierras (ONIC, 18 de noviembre de 2005; El Tiempo, 27 de noviembre de 2005).

Los nasa, que habían desistido de la ocupación de Japio en espera del resultado de las negociaciones y que se habían retirado “de los centros de concentración”, celebraban el nuevo acuerdo como una resonante victoria. Pero los acuerdos de septiembre y noviembre (basados respectivamente en el Acuerdo de El Nilo y el Decreto 982) fueron solo el comienzo de un proceso con numerosos desafíos y obstáculos. Con la perspectiva de más de 40 mil millones de pesos asignados para la ampliación de los resguardos, algunos jóvenes y soñadores líderes nasa dejaron volar la imaginación acerca de soluciones concretas para la nueva situa-ción. Líderes de la ACIN, por ejemplo, habían manifestado su sueño de utilizar las futuras adquisiciones de tierras en la parte baja del norte del Cauca para for-mar un cabildo zonal, en el cual grandes grupos de familias pobres, sin tierra, de diferentes resguardos, pudieran construir conjuntamente una nueva vida, posible-mente incluso con grupos de campesinos mestizos y afrodescendientes.

Un cabildo zonal nos permitirá aprender a convivir entre nosotros mismos, y acabar con el esquema de pensar en términos de “yo per-tenezco a este resguardo y usted pertenece a ese resguardo”. ¡No más de eso! Debería llegar a ser un resguardo compartido gobernado por una política que trascienda lo meramente local (Andrés Betancur, go-bernador de Jambaló, entrevista, 13 de diciembre de 2005).

En otras palabras, se proponía un resguardo diseñado como un medio para la integración territorial y social (interétnica) y el fortalecimiento organizativo, con el objetivo final de obtener más autonomía (política). Pero este es un sueño que todavía sigue siendo un tema importante de conversación en los resguardos de la ACIN –y que también plantearía la posibilidad de grandes desacuerdos. Por ejem-plo, ¿cómo se establecería –tanto entre los distintos resguardos de la ACIN como

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dentro de ellos mismos– quién sería el más cualificado para habitar la nuevas tie-rras, es decir, ¿quién tiene las mayores necesidades?; ¿cómo se utilizaría la tierra? Aparte de los temas de naturaleza física, tales como el limitado suministro de agua y la baja fertilidad del suelo después de haber sido fumigado con pesticidas químicos por muchos años, otra vez se planteaba la cuestión ¿cuáles formas de organización económica –individuales o asociativas– serían las más apropiadas?

No obstante, antes de poder enfrentar estas preguntas, las comunidades deben pri-mero tener acceso real a nuevas tierras. El problema ahora es dónde y a qué precio se pueden comprar. Los indígenas quieren comprar terreno en las tierras bajas. Sin embargo, la disponibilidad de tierra es muy limitada allí debido a la oposi-ción de los agroindustriales, como consecuencia de los intereses creados y de la especulación acerca de planes de gobierno para asignar las tierras bajas del Cauca como zona de producción para los biocombustibles basados en la caña de azúcar. Según el CRIC, la Sociedad de Agricultores del Cauca (SAC), respondiendo a este escenario estableció una alianza con los agroindustriales del vecino departamento del Valle para no vender tierras a comunidades indígenas en esa área. Estos mis-mos analistas afirman que si el Incoder no media activamente en la adquisición en las tierras bajas, los indígenas se verán obligados a comprar la tierra restante a los pequeños campesinos en el piedemonte de la Cordillera Central. Esto es algo que la ACIN definitivamente no quiere, porque esta tierra es considerada insufi-cientemente productiva y también porque conduciría a una intensificación de los conflictos sociales entre campesinos, indígenas y afrocolombianos. La situación también podría conducir a un conflicto entre las comunidades indígenas y las FARC, que no tolerarán las ampliaciones de los resguardos en esta área debido a que históricamente ha sido una zona estratégica para la guerrilla. Si fuera posible comprar en las tierras planas, luego quedaría por verse si, considerando los ele-vados y crecientes precios de la tierra, los prometidos 40 mil millones de pesos colombianos (13 millones de dólares aproximadamente) serán suficientes para comprar un área que satisfaga la demanda de las comunidades. Quizá las expec-tativas creadas son muy altas. Si las negociaciones sobre la adquisición de tierras llegan a un punto muerto, entonces las comunidades posiblemente tendrán que llevar a cabo nuevas ocupaciones de tierra, un escenario que, dadas todas estas circunstancias, se vuelve muy factible (Álvaro Mejía Arias, asesor jurídico del CRIC, entrevista, 14 de diciembre de 2005)17.

17 Para obtener información más actualizada acerca de la lucha indígena por la tierra en las tie-rras bajas del norte del Cauca, ver Van de Sandt 2009.

Foto 6Jambaló, Monte Redondo, enero de 2001. Páramo de Moras, zona pantanosa de las altas montañas andinas a una altitud de más de 3.000 m. De acuerdo con el mito, los caciques coloniales de los nasa nacieron allí y también allí desaparecieron al final de su vida. Fotografía: Joris van de Sandt.

7. Consideraciones finales

Recapitulación

En 1991, con la promulgación de una nueva Constitución, Colombia reconoció la autonomía de sus pueblos indígenas. Esta Constitución estuvo en parte relacionada con las condiciones político-económicas del momento, pero el reconocimiento de la diversidad cultural, en particular, fue el resultado de una larga lucha de las comunidades y las organizaciones indígenas por el reconocimiento del derecho a la autodeterminación, es decir, por el derecho a ser diferentes. Este reconoci-miento, adoptado más tarde por otros países latinoamericanos, fue primero enar-bolado como un cambio fundamental en la relación entre los pueblos indígenas (y otras minorías étnicas) y el Estado. Se afirmó que Colombia ha cambiado del ideal político del Estado-nación homogéneo a otro que reconocía sus orígenes multicul-turales, y que ha pasado de un Estado basado en una ideología del ‘centralismo legal’ (Griffiths 1986: 3) a uno basado en el pluralismo político y jurídico. Sin embargo, en los 15 años que siguieron, los cambios estructurales que debían darse entre el Estado y las comunidades indígenas no se materializaron, y la autonomía indígena en las comunidades de resguardo fue alcanzada solo parcialmente; una realización completa no se ha logrado, debido a las políticas contradictorias del gobierno y a los problemas no resueltos que se originaron en años recientes.

El estudio de los procesos históricos muestra que la discrepancia entre el recono-cimiento jurídico de la autonomía de los pueblos indígenas y la cotidiana realidad de su negación no es nada nuevo –especialmente en Colombia donde el desfase entre la ley y su práctica es por lo general muy grande–. El siguiente proverbio latinoamericano es ilustrativo al respecto: “Lo que el Estado escribe con la mano lo borra con el codo”. En otras palabras, no es la primera vez que el Estado colom-biano concede el derecho a la autonomía a las comunidades indígenas y luego lo

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niega o lo ignora, y tampoco es extraño que, frente a esto, las comunidades indíge-nas hayan respondido levantándose para defender su autonomía. La larga historia de la lucha indígena muestra que esto es una constante histórica que ha cambiado significativamente a la organización social indígena, sus tradiciones, sus costum-bres y su identidad. Sin embargo, en estos comienzos del siglo XXI, en un proceso de resistencia y ajuste, y con la consecuente reorganización étnica, los pueblos indígenas han tenido éxito en sobrevivir como grupos distintos y semiautónomos.

Una publicación reciente sobre el reconocimiento constitucional de los derechos indígenas en América Latina señaló la necesidad de “adelantar un estudio sobre las relaciones entre la nueva legislación y las prácticas concretas” (Assies 2000: ix). El autor se refería a las prácticas concretas en relación con la implemen-tación del reconocimiento de la diversidad cultural, en especial la elaboración de políticas públicas y reformas institucionales. En mi opinión, tal como se ha mostrado en este trabajo, es por lo menos importante investigar el significado social del reconocimiento de los derechos indígenas, es decir, los efectos en la vida cotidiana de las comunidades indígenas, particularmente en sus institucio-nes de gobierno indígena. Las etnografías históricas han mostrado que los pue-blos indígenas, tanto de los Andes como de América Central, emplearon en el pasado repetidamente aquellos aspectos de las leyes del Estado que estuvieran a favor de los derechos indígenas como herramienta jurídica para la defensa de su autonomía territorial. Esto hace que surja la pregunta acerca de cómo utilizan las comunidades indígenas la nueva situación jurídica posterior a 1991 en la defensa de su autonomía; cómo este proceso se sostiene en los patrones culturales, las instituciones sociales y los sistemas jurídicos indígenas; y cómo esta dinámica de cambio difiere de los procesos anteriores de reorganización étnica.

Este trabajo indagó sobre estas cuestiones desde el punto de vista de los indígenas nasa (antes llamados paeces) del resguardo de Jambaló en el departamento del Cauca, en el suroccidente de Colombia, uno de los más de cuarenta resguardos (territorios indígenas autogobernados) del pueblo nasa. En atención a la natura-leza del tema y del problema de investigación de este estudio –esencialmente relativo a cambios sociojurídicos a través del tiempo, en particular en relación con el manejo de recursos comunales–, se decidió adoptar una ‘perspectiva de inves-tigación historizada’. El pasado desempeña un rol importante en la vida social de los nasa y, si se examinan etnográficamente las actuales luchas indígenas, debe-mos primero profundizar en la manera como ellos han defendido su autonomía desde el pasado, “puesto que es desde las batallas del pasado [como] los indígenas modelan sus diálogos con el Estado en el presente” (Rappaport 1990b: 18).

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La tierra, los recursos y la lucha por la autonomía nasa

El capítulo 2 ofrece una breve descripción de la emergencia histórica –etnogéne-sis (Hill 1996)– de los nasa como pueblo culturalmente distinto en su resistencia a la dominación colonial y a las estructuras nacionales de poder, y se centra en par-ticular en los diferentes episodios de interacción –a menudo a través de las leyes–, que han producido elementos de identidad cultural (Field 1998).

Así fue entonces como, en 1640 y después de 100 años de guerra, los nasa se vieron forzados a rendirse ante los invasores españoles. En el sistema colonial, los caci-ques encargados de recoger los tributos adquirieron poder político al presentarse a sí mismos como miembros del imperio colonial español a la vez que solicitaban el reconocimiento de sus derechos como primeros americanos. Aprovechándose de las luchas de poder entre la Corona española y los colonizadores, alrededor de 1700 los nasa se acogieron a la vigente ‘Ley de Resguardo’ para adquirir derechos territoriales firmes sobre partes de su territorio ancestral en amplios cacicazgos (con título de resguardo). En sus comunidades, estos caciques usaron sus recién adquiridos poderes para unificar y reorganizar a sus comunidades, y establecie-ron nuevas estructuras de mando político y gobierno comunitario, delegando las funciones de adjudicación y manejo comunal de la tierra y los recursos naturales a líderes locales de menor nivel, los cabildos. Aunque la organización de los res-guardos coloniales nasa era nueva, esta también se basaba parcialmente en mode-los que ya eran familiares desde los tiempos de los cacicazgos prehispánicos.

En los dos siglos que siguieron, los líderes nasa –caciques y cabildos– habrían de defender constantemente su territorio y autonomía contra las poderosas fuerzas sociales de la sociedad dominante, que querían explotar los recursos indígenas de su tierra y su trabajo. En el siglo XVIII, todavía bajo la dominación española, los nasa invocaron, frecuente y exitosamente, la legislación que los protegía, para luchar en cortes coloniales contra los abusos de los administradores y coloniza-dores. A lo largo del siglo XIX, durante los años en que Colombia fue un Estado federalista, mediante alianzas político-militares con los titulares del poder regio-nal los nasa lograron impedir la aplicación de la legislación nacional que proponía disolver las tierras de resguardo indígena. A comienzos del siglo XX, los nasa se movilizaron de nuevo para resistir la expansión capitalista que estaba invadiendo su territorio, proceso este que, a pesar de la legislación protectora en vigor (Ley 89 de 1890), estuvo apoyado por las contradictorias leyes según las cuales las partes no cultivadas de los resguardos podían ser declaradas como áreas de colonización.

Además de emplear elementos de la legislación como herramientas en sus luchas contra el Estado y la sociedad dominante, la salvaguarda de la autonomía del pueblo

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nasa también ha dependido del grado en que los líderes indígenas han podido man-tener la unidad en sus comunidades. Esto queda bien ilustrado con la lucha de Manuel Quintín Lame. Este carismático líder indígena de comienzos del siglo XX empleó exitosamente, y durante largo tiempo, imágenes de autonomía histórica y adaptaciones modernas de instituciones tradicionales –tales como las mingas adoc-trinadoras (una variación de la minga comunitaria)– para elevar la conciencia indí-gena entre los nasa y agrupar a sus comunidades alrededor de una causa común.

En el curso de dos siglos y medio de lucha contra el Estado y la sociedad domi-nante, la práctica de invocar el Derecho del Estado a favor de la autonomía indí-gena, a fin de legitimar sus movilizaciones hacia el mundo exterior y aumentar la conciencia (crear unidad) dentro de sus propias comunidades, se ha convertido en un elemento importante en el repertorio cultural de los nasa para la defensa de su territorio y autonomía. En el proceso, esto ha conducido gradual pero inexora-blemente a la aceptación, por los nasa, de la clasificación jurídica de la identidad indígena como fue definida por el Estado. En el siglo XX, las instituciones del cabildo y el resguardo se convirtieron en una parte indisoluble de la estructura social y la identidad étnica del pueblo nasa.

El capítulo 3 cuenta la historia del resurgimiento indígena y la lucha por la tierra entre los nasa, desde cuando comenzó a finales del período de La Violencia (1948-1958), momento en el cual la autonomía política nasa había perdido su significado, las comunidades estaban socialmente aisladas y la autoridad del cabildo era débil. La década de los años sesenta vio surgir un movimiento que invirtió esa direc-ción, para lo cual buscó la recuperación del territorio y la autonomía, proceso en el cual la comunidad de Jambaló desempeñó un papel importante.

En su creciente resistencia contra el régimen represivo de la hacienda de terraje, las comunidades indígenas empezaron a reclamar las tierras perdidas recurriendo a los títulos coloniales, los cuales estaban respaldados por la aún vigente legisla-ción protectora del resguardo, la Ley 89 de 1890. Además acudieron a la Ley de Reforma Agraria, la 135 de 1961, la cual apoyó sus reclamos sobre la tierra. Esta legislación marcó un cambio significativo en las relaciones entre los indígenas y el Estado, en el que el enfoque de la política estatal respecto a las comunidades indí-genas cambió de la cruda asimilación a su variante más sofisticada, la integración. Sin embargo, la injerencia del Estado en los asuntos internos del resguardo conti-nuó firme: la reforma agraria propuesta le fue asignada para su implementación al Instituto Colombiano de Reforma Agraria –Incora–, pero sin tomar en cuenta las características culturales distintas de las comunidades indígenas.

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Aunque asumió una forma novedosa de organización, la lucha por la tierra emprendida enseguida por las comunidades unidas en el CRIC –la primera fede-ración panindígena en Colombia, establecida en 1971– en muchos sentidos puede ser considerada una continuación, por otros medios legales, de la lucha de Manuel Quintín Lame. Cuando los procedimientos jurídicos no produjeron el resultado esperado, las comunidades sublevadas de Jambaló, antes divididas sociopolítica-mente pero desde entonces unidas bajo la autoridad de un cabildo único, luchador, decidieron hacer valer sus reclamos actuando bajo su propia autoridad y ya no esperando su legitimación por el Estado, con métodos coordinados centralmente: las ocupaciones de tierras no violentas. La reacción del mundo exterior ante las acciones de las comunidades fue ambigua: mientras las agencias de seguridad locales criminalizaron sus acciones para proteger el “derecho” a la propiedad pri-vada, el Incora y la Dirección de Asuntos Indígenas (DAI) se pusieron cada vez más del lado de los nasa.

La lucha por la tierra en Jambaló dio lugar a un doble proceso de negociación jurídica y política, tanto entre el Estado y las comunidades, como al interior de las comunidades mismas. De un lado, las comunidades empezaron a oponerse al pago por la restitución de las tierras recuperadas, así como a las condiciones impuestas por el Incora para la organización económica de las antiguas haciendas. De otro lado, el programa de reforma agraria llevó también a un intenso proceso de reflexión crítica acerca de las instituciones de organización productiva supues-tamente tradicionales, y sobre su posible combinación con los modelos institucio-nales ofrecidos por el Estado, particularmente las empresas comunitarias (EC). Al final, este proceso de experimentación cultural –que mostraba el comienzo de la articulación de una ideología comunitaria, explícitamente anticapitalista– pro-vocó la introducción de varias nuevas instituciones indígenas (“indigenizadas”) de manejo comunal de los recursos, que durante muchos años determinarían la organización económica en grandes partes del resguardo.

La combinación de la lucha jurídica, las ocupaciones de tierra y las campañas públicas, apoyada por sectores particulares de la población colombiana y por indi-viduos simpatizantes no indígenas, finalmente condujo a comienzos de los años ochenta a un logro sin precedentes, al convencer al Estado de reconsiderar positi-vamente la legislación proteccionista y de reafirmar la autoridad tradicional y la autonomía indígena. Esto significó de hecho la completa restauración de la Ley 89 de 1890 por el Estado colombiano, con la única diferencia de que el cabildo ya no fue considerado como una institución atrasada, sino como un representante legítimo de las comunidades indígenas en pie de igualdad con el gobierno.

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El capítulo 4 describe la continuidad y el cambio en las prácticas de tenencia y manejo comunal de recursos (naturales y otros) en las zonas alta, media y baja del resguardo de Jambaló durante el período posterior al proceso de recupera-ción de tierras.

La primera parte del capítulo presenta la ubicación, la historia y la organización social de la zona alta, que es la región donde, a través de los años, el sistema tra-dicional de tenencia de tierra de los nasa se ha sostenido en gran medida. Esta descripción muestra el escenario mediante el cual se puede entender mejor la más dinámica situación de las otras dos zonas.

En la zona alta, la adopción de la Ley 89 de 1890 como herramienta para la lucha por la tierra –a la cual algunos líderes indígenas de esa época se referían como “la Biblia”– también (al igual que en otras partes de Jambaló) dio lugar a una recon-sideración de las prácticas tradicionales de manejo comunal, particularmente en relación con la herencia cognaticia y con el registro por el cabildo de las adjudica-ciones de tierra a las familias (usufructo heredado); este fue un signo de creciente convergencia entre el derecho estatal y las prácticas indígenas. Aunque parezca irónico, dado el carácter opositor de las comunidades indígenas, esto también puede ser interpretado como un ejemplo de la apropiación cultural del derecho estatal y su “indigenización” por los nasa.

Ha habido otros cambios notables. La reducción de las reservas de tierra comunal en las últimas tres décadas ha limitado la posibilidad de contar con nuevas tierras para la producción. Este hecho ha conducido a una reducción del tamaño prome-dio de las parcelas familiares recibidas en herencia, y a la desaparición gradual de las prácticas de pastoreo común y períodos de barbecho. En consecuencia, existe una notoria “individualización” de la tierra, –es decir, una situación generalizada en la cual el usufructo de la tierra ha estado en manos de la misma línea de des-cendientes directos durante al menos dos generaciones. Esto podría explicar el aumento en la “compraventa” de derechos de usufructo de la tierra entre familias, si bien generalmente ella suele tener la supervisión del cabildo.

A pesar del proceso de individualización de recursos (y del uso de la tierra) en la zona alta, las formas nasa de manejo de recursos naturales (y otros) han con-servado su carácter netamente comunal, como consecuencia de la constante par-ticipación del cabildo en la adjudicación de las tierras (porciones de herencia) y en la resolución de las disputas por la tierra, así como en la conservación de los recursos naturales ecológicamente importantes.

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La importancia cada vez menor de los colectivos de trabajo temporales, tales como la minga iniciada por familia (pi’txçxa mjïnxi) y la mano prestada (puutx pu’çxni) –lo cual es otra consecuencia de la escasez de tierra y de una reorientación de la economía local–, ha sido compensada, desde finales de los años ochenta, por insti-tuciones económicas recién creadas, como las JAC y las microempresas iniciadas por el cabildo (los proyectos de desarrollo ‘autónomos’), que hoy en día aseguran el mantenimiento del tejido social de la comunidad dentro y entre las veredas.

La segunda parte del capítulo trata sobre las experiencias obtenidas en un período de veinte años (1985-2005) por una comunidad típica de la zona media, Chimicueto, que se caracteriza por contar con instituciones comunitarias de pro-ducción culturalmente apropiadas y/o recientemente creadas.

Después de amplias consultas entre el cabildo, el CRIC y la vereda, se estable-ció una empresa comunitaria de explotación mixta, institución que en el con-texto altamente politizado de la época fue vista como un símbolo de unidad y un vehículo para la causa indígena. Aunque las familias de los socios mantuvieron sus anteriores explotaciones familiares de subsistencia (parcelas de pancoger), se decidió cultivar colectivamente las tierras del antiguo patrón a través de turnos de trabajo comunitario semanal. Este sistema tenía reminiscencias de la obligación del terraje que antes se pagaba al terrateniente, solo que esta vez la comunidad era la beneficiaria. Después de años de experimentación con principios económicos y formas de trabajo supuestamente tradicionales, tales como mingas comunitarias y trueques interveredales, la comunidad empezó a participar cada vez más en actividades colectivas orientadas al mercado, tales como el cultivo del café y la ganadería, con el fin de permanecer conectados con la economía regional. El pro-grama Alimentos por Trabajo, auspiciado por el Estado para las zonas afectadas por la guerra, reforzó este cambio de producir para la subsistencia a producir para el mercado. A comienzos de los años noventa, la escasez de tierra condujo a una nueva forma de tenencia en las zonas repartidas individualmente de las EC: la parcela familiar indivisa. Esta tenía como objetivo prevenir una mayor desinte-gración de la parcela familiar y hasta la fecha sigue siendo relativamente común en las áreas recuperadas de la zona media. Este cambio implica que una familia por lo general decide no pasar la tierra a la próxima generación en porciones de herencia, sino mantenerla para trabajarla conjuntamente.

Con el tiempo, las familias también empezaron a producir para el mercado en sus propias parcelas familiares, con lo cual crearon un cierto antagonismo, dentro de las empresas comunitarias, entre la producción individual y la colectiva. Este anta-gonismo explica en parte el decepcionante desempeño económico de la empresa comunitaria. El funcionamiento de esta institución está además afectado por las

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antiguas contradicciones sociales que ya existían en las haciendas de terraje, que no fueron resueltas pero sí trasladadas a la nueva situación. Estas contradicciones –en particular la distribución desigual de las tierras repartidas individualmente y la participación desigual en el manejo de la empresa– desafían los valores cultu-rales de solidaridad y reciprocidad sobre los cuales está fundada esta institución.

El poder del cabildo para intervenir en esta situación está obstaculizado por el procedimiento que él usó para la adjudicación global en las recuperaciones, mediante el cual delegó en las juntas directivas de las empresas comunitarias el control sobre asuntos relacionados con la administración de la tierra. Hoy en día esta situación causa problemas graves, especialmente respecto a la redistribución de las tierras en barbecho y al registro de las reducidas parcelas familiares dentro de la EC. A su vez, estos hechos amenazan con promover conflictos de tierra al interior de las comunidades y entre familias.

La tercera parte del capítulo analiza el manejo comunal en la zona baja de Jambaló. Esta es un área con agudos contrastes sociales que se originan en la colonización por no indígenas, en la emergencia de una clase terrateniente local indígena y en las filiaciones políticas en conflicto en las comunidades locales. A finales de los años cincuenta, la zona baja no era realmente considerada como parte del resguardo, a pesar de que la mayoría de la población era de ascendencia indígena. Comparadas con las zonas alta y media, la revaloración de la identidad cultural indígena y la consecuente lucha por la restauración de la autoridad indígena y el manejo comu-nal de recursos empezaron relativamente tarde, a finales de los años ochenta.

Mientras que la recuperación de la tierra se logró rápidamente en algunas vere-das (por ejemplo Vitoyó), en otras se desató una dura lucha. Los terratenientes y los propietarios (finqueros) indígenas alrededor de Loma Redonda se resistieron fuertemente al cabildo y a las comunidades luchadoras. Los grupos guerrilleros intervinieron en este conflicto, lo cual condujo en los años ochenta a una violenta situación que terminó prematuramente la recuperación de territorios indígenas en la zona baja. Solo después de la pacificación del área, gracias a la intervención de la misión católica y a la reafirmación de la autoridad indígena por el Estado colom-biano, tal como quedó establecido en el Decreto 2001 de 1988, pudo el cabildo reanudar su política de recuperación de autoridad indígena y del territorio, esta vez siguiendo una estrategia de diálogo y negociación. En primer lugar, el cabildo se concentró en las propiedades no indígenas que aún quedaban. Para retitular (sanear) estas tierras como resguardo indígena, el cabildo dependió de la nueva legislación de reforma agraria, la Ley 160 de 1994. Este proceso formal implicó una colabo-ración renovada e intensa entre el cabildo y el Incora. Después de completar poco a poco el proceso de reestructuración y retitulación de varias haciendas de la zona

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baja, por primera vez en décadas el cabildo pudo de nuevo disponer de reservas de tierra comunal, situación esta que se describía en la Ley 89 de 1890 cuando el cabildo todavía poseía tierras para el beneficio común de los habitantes del res-guardo. Tras aprender la lección a partir de las problemáticas experiencias con las empresas comunitarias, el cabildo decidió mantener un control centralizado sobre las haciendas recuperadas alrededor de Loma Redonda, y decidió emplearlas, en ese momento, para fines comunitarios, educativos, sociales y ecológicos, decisión que no dejó de estar cuestionada por las comunidades vecinas.

El proceso doloroso y desigual de recuperación en la zona baja ha conducido a una situación interna muy diversa de formas de tenencia de tierra indígenas y no indígenas, que incluyen la ocupación de hecho (no registrada por el cabildo), la adjudicación global (de las empresas comunitarias), la prueba escrita de ocupa-ción por familias de exterrajeros (constancia) y, todavía muy abundante, la pro-piedad individual registrada. Esta última forma en particular, que surgió como resultado de las negociaciones de tierra entre familias indígenas y no indígenas, antes y durante la lucha por la tierra, hoy en día ha probado ser problemática. La ‘doble titulación’ de la tierra –privada y comunal– constituye una amenaza a la integridad del territorio colectivo y a la cohesión social de la comunidad. Además conduce a la pérdida de compensaciones por impuesto predial para el munici-pio, con el cual el cabildo recientemente ha cooperado de manera estrecha en el ámbito del desarrollo comunitario. La conversión de los títulos de estas tierras implica de nuevo un engorroso proceso de trámites legales, a lo que se suma una resistencia obstinada de un pequeño grupo de finqueros indígenas.

La zona baja también se destaca por su aguda y reciente escasez de tierra, que en algunas partes ha llevado a un extremo microfundio. Esta situación en gran medida explica la fácil adopción y la generalizada expansión de cultivos de coca entre las familias pobres en tierra. A su vez, esto da lugar a una tensa relación entre, por un lado, un cabildo que desaprueba y, por el otro, las familias involu-cradas en la producción de cultivos ilícitos, lo que provoca su bajo nivel de parti-cipación comunitaria en el resguardo. A nivel local, sin embargo, ha conducido a nuevas manifestaciones de las formas tradicionales de trabajo colectivo.

El capítulo 5 trata de la búsqueda, por los nasa de Jambaló, de su visión propia, distinta, de un desarrollo comunitario culturalmente apropiado. Este proceso está descrito usando como telón de fondo los recientes acontecimientos políticos y económicos que tuvieron lugar en la sociedad mayor desde el reconocimiento constitucional de la autonomía indígena en 1991.

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La integración creciente de los nasa en la economía de mercado regional durante el siglo XX, junto con una crisis de la economía local a fines de los años setenta, a la que le siguió la división en el interior de la comunidad respecto a la dirección del desarrollo económico (si debería ser de subsistencia u orientado al mercado), hizo más apremiante que nunca que se llegara a una respuesta concertada sobre el tema a finales de los años ochenta. Inspirada en el trabajo de Álvaro Ulcué, un sacerdote católico de origen nasa, y en elementos de la Teología de la Liberación, la comunidad, guiada por una nueva generación de líderes comunitarios, empezó un proceso de construcción de un proyecto de desarrollo alternativo, llamado Plan de Vida. En este proceso de participación, los nasa desarrollaron un método para evaluar y apropiar, de manera crítica, elementos y técnicas del conocimiento occidental, para luego combinarlos con prácticas, principios y valores culturales indígenas. La memoria nasa de la historia compartida localmente desempeña un papel importante en este proceso, ya que constituye un punto de orientación para elegir la dirección deseada del desarrollo comunitario.

Sin embargo, por la carencia de acceso al crédito y a los servicios financieros, las oportunidades para fortalecer la economía local estuvieron inicialmente limi-tadas. Los pequeños proyectos financiados por las ONG europeas fueron gene-ralmente de corta duración y carecieron de cohesión interna, al tiempo que el programa Alimentos por Trabajo, del PNR/PMA, tendió a perturbar la produc-ción local de alimentos y condujo a un incremento de la dependencia alimentaria. Los primeros proyectos comunitarios no fueron capaces de suministrarles a las comunidades (familias) un ingreso alternativo viable que reemplazara la pérdida de entradas por las cosechas de fique y café, cultivos comerciales cuyos precios se habían ido a pique. A la sombra de la economía comunitaria promovida por el cabildo, un número creciente de familias empezó por lo tanto a participar cada vez más en la producción individual de cultivos ilícitos –amapola y coca–. Este hecho condujo a una participación comunitaria cada vez menor; además, la parti-cipación de los indígenas en la economía de las fuerzas anti-Estado (narcotráfico y guerrilla) constituyó una nueva amenaza a la autonomía indígena, lo que en principio debilitó la autoridad del cabildo. Sin embargo, un reposicionamiento de este frente a los cultivos ilícitos en años posteriores produjo un cabildo rela-tivamente fortalecido frente a la problemática, principalmente hacia el exterior (gobierno y medios), aunque no se puede desconocer la constante afectación que este fenómeno sigue teniendo internamente sobre la autoridad indígena y la cul-tura nasa en general.

Después de 1991, las perspectivas para el desarrollo comunitario cambiaron con-siderablemente con la promulgación de la Ley de Transferencias (Ley 60 de 1993) y sus decretos regulatorios, que, por mandato de la Constitución, implementaron

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la autonomía fiscal para las comunidades indígenas (resguardos). Las transferen-cias de ingresos fiscales distribuidos anualmente a los resguardos incrementaron la base de poder y la legitimidad del cabildo y dieron un nuevo impulso al pro-ceso de planeación del desarrollo en el contexto del Plan de Vida comunitario. Las características de participación y de desarrollo de capacidades del modelo de manejo autónomo de estos fondos estatales contrastaron agudamente con el manejo vertical y excluyente de los ingresos fiscales por el municipio, contraste que, en 1995, indujo a la comunidad indígena de Jambaló a participar activamente en la política municipal y a hacerse al control de la alcaldía a través de eleccio-nes populares1. Aunque esta conquista aumentó considerablemente el presupuesto de la organización indígena para el desarrollo comunitario, el gasto de una gran parte de estos fondos está limitado por las reglas del Estado, y esto amenaza con minar la visión nasa de un desarrollo culturalmente apropiado.

En un contexto de creciente escasez de tierras, de floreciente producción de cultivos ilícitos en todas las partes del resguardo, y de ambiguos resultados de los proyectos productivos asociativos y de las microempresas promovidos por el cabildo, la comunidad de Jambaló emprendió en el año 2000 un proceso de autoanálisis crítico en materia de tenencia de tierra y economía. Una propuesta para llevar a cabo una reforma agraria interna con el objetivo de hacer frente a las desigualdades en la distribución de tierras no pudo desarrollarse debido a que coincidió, en la misma época, con un recrudecimiento de la violencia política en el norte del Cauca. En vista de las inesperadas consecuencias culturales de los cultivos ilícitos, el cabildo reemplazó su permisiva posición inicial por la de una política de erradicación voluntaria, y empezó a buscar activamente fuentes adi-cionales de financiación para proyectos productivos alternativos. Para aliviar la creciente carga del cabildo, se decidió llevar a cabo una reforma administrativa de su estructura, orientada a mejorar la capacidad de planeación en proyectos comunitarios. Por este tiempo, el cabildo se las arregló para asegurar financiación externa con destino a un primer proyecto de sustitución de cultivos ilícitos en el resguardo, a saber, la reintroducción de las huertas caseras (yac tul), diseñadas para promover la soberanía alimentaria y la conservación de los recursos natura-les, así como la reintroducción de elementos culturales distintivos (‘lo propio’) en la economía local.

1 Nota del grupo revisor del texto: El asesinato del primer alcalde indígena del Movimiento Cívico, Marden Arnulfo Betancur, marcó un momento histórico, puesto que a partir de la inves-tigación y juzgamiento de los implicados por la autoridad indígena, se legitimó la jurisdicción indígena ante la Corte y se generó un antecedente jurídico para otros pueblos indígenas en el país, con lo cual se fortalecieron la autonomía y la jurisdicción especial indígenas.

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En los últimos años, Jambaló y otras comunidades nasa, unidas bajo el manto de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (ACIN), han elaborado un programa enfocado a la revitalización de una “economía propia”, principalmente orientada hacia dentro. Este programa combina una reorientación cuidadosa de las actividades dirigidas al mercado con una reactivación de mecanismos tradiciona-les de intercambio de productos agrícolas entre comunidades que habitan el gran territorio nasa, para lo cual hace uso de la complementariedad vertical de micro-climas. Aunque existe un acuerdo general sobre la dirección propuesta de la econo-mía, las posiciones difieren respecto a la base institucional sobre la cual se debería basar dicho plan económico. Dos puntos de vista han surgido al respecto: por un lado, los simpatizantes del viejo modelo desean continuar haciendo énfasis en la estricta división entre producción individual de subsistencia y producción asocia-tiva comercial, mientras que, por otro lado, quienes proponen un modelo más prag-mático le prestan más atención a la posición de los hogares en ambas formas de producción (tanto de subsistencia como comercial) y subrayan la función solidaria de instituciones económicas como las empresas comunitarias. Hoy se continúan discutiendo activamente ambas visiones por los nasa, respecto a cómo lo comuni-tario debería expresarse en la estructura organizacional de la economía local.

El capítulo 6 da cuenta de la reciente participación de la comunidad de Jambaló en las movilizaciones políticas indígenas dirigidas contra las políticas del Estado colombiano, que los nasa y otras comunidades sienten como amenazas para su proyecto de desarrollo comunitario.

La frustración por la renuencia del gobierno a comprometerse con la crítica situa-ción económica en las comunidades indígenas del Cauca ya estaba creciendo desde hace algún tiempo, pero las movilizaciones de los últimos años han sido desencadenadas por los impactos locales negativos de la estrategia represiva con-trainsurgente y la agenda neoliberal antidemocrática del presidente Álvaro Uribe (2002-2010).

Durante una gran marcha de protesta hacia Cali, en la cual, junto a los indígenas (nasa, guambianos y otros, que fueron los iniciadores de la marcha y que aporta-ron el mayor número de participantes), tomaron parte trabajadores, campesinos y organizaciones populares urbanas, en septiembre de 2004 la asociación nasa ACIN y otras organizaciones indígenas del suroccidente de Colombia declararon pública-mente su oposición a la política económica neoliberal del gobierno, que ellos con-sideran como la principal causa subyacente de la violencia política (guerra civil) en Colombia. En particular, criticaron la firma prevista del Tratado de Libre Comercio (TLC) entre Colombia y Estados Unidos, y que –temen– perjudicará su soberanía alimentaria, incrementará los niveles de violencia y amenazará la integridad del

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marco constitucional sobre el cual está basada su autonomía. En reacción a la nega-tiva del gobierno a someter sus planes a una revisión ciudadana vigorosa, los nasa y los guambianos organizaron en el Cauca, en marzo de 2005, un referendo sobre el tema en seis municipios predominantemente indígenas. Por una mayoría abruma-dora, el voto popular rechazó la firma prevista del TLC, con lo cual desafiaron así explícitamente la legitimidad de la política macroeconómica del gobierno.

En septiembre de 2005, comunidades impacientes por la necesidad de tierra en el norte del Cauca procedieron de nuevo a llevar a cabo ocupaciones no violentas de tierra fuera de los límites de sus resguardos, con lo cual forzaron a la ACIN y al CRIC a tomar una posición contra el Estado. Las organizaciones indígenas justificaron esas ocupaciones al señalar la negligencia del gobierno en la ejecución de lo ordenado por la legislación posconstitucional en relación con la ampliación de los resguardos, como también su incumplimiento de los acuerdos previos res-pecto a la implementación de los derechos económicos indígenas en el Cauca. Igualmente, enmarcaron sus reclamos de tierra en la oposición a las prácticas des-tructivas del medio ambiente en las cercanas plantaciones de caña de azúcar (de ahí que denominaran sus acciones ‘Liberación de la Madre Tierra’). Las duras acciones represivas de las autoridades regionales hicieron que brotara una tor-menta de argumentos, en la prensa local y nacional, acerca de las causas indígenas. En parte debido al lobby realizado por los senadores indígenas y al continuo apoyo de los aliados internacionales, las comunidades indígenas obtuvieron grandes con-cesiones del gobierno, lo que posibilitó un nuevo impulso a las discusiones en curso sobre la organización económica en el interior de los resguardos indígenas.

Ambas movilizaciones muestran que las comunidades indígenas nasa en Colombia hoy en día están muy conscientes de que asegurar un reconocimiento efectivo de sus derechos colectivos y a la vez lograr una mayor justicia social en Colombia implica ir más allá de la “autonomía localizada” (Sieder, 2002: 8). Estas movilizaciones son un signo de un mayor compromiso indígena con, y una actitud firme encaminada hacia, los procesos legislativos y políticos nacionales, y una muestra de su apropiación y resignificación de las nociones de ciudadanía y solidaridad en su búsqueda de visiones políticas contrahegemónicas de una democracia pluriétnica multicultural.

Continuidad y cambio en los sistemas de autonomía, y luchas indígenas

En Colombia, la adopción de la Constitución de 1991 hasta ahora no ha producido una transformación estructural de la relación entre pueblos indígenas, Estado y sociedad no indígena. El régimen político prevalente básicamente ha mantenido

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sus desequilibrios y su carácter excluyente, y en relación con los pueblos indíge-nas del país no ha suministrado las condiciones materiales ni la base institucional para que sus comunidades logren un desarrollo económico y cultural autónomo y autodeterminado. Esta situación ha inducido a algunos observadores a clasificar a Colombia como una “democracia de fachada” (Warren y Jackson 2002: 4) y a considerar el actual reconocimiento como un mero retoque cosmético del sis-tema constitucional. Esta investigación, sin embargo, muestra una situación más compleja, que conduce a la pregunta de hasta qué punto la Constitución de 1991 ha marcado una diferencia respecto a la situación de los pueblos indígenas en Colombia. Esta cuestión tiene dimensiones jurídicas, institucionales y empíricas, que serán más desarrolladas más adelante.

Antes de la Constitución de 1991, a las comunidades indígenas se les había con-cedido autonomía, tal como fue estipulado en la Ley 89 de 1890; sin embargo, esa autonomía solamente era reconocida en la legislación ordinaria (leyes y decretos), y por lo tanto era débil si se le comparaba con la autonomía reconocida constitu-cionalmente, que es mucho más poderosa. Además, la autonomía estaba –antes de 1991– basada en unos fundamentos ideológicos negativos; así, la autonomía de las comunidades indígenas era solamente reconocida en tanto ellas no estuvieran preparadas para integrarse a la civilización. La idea subyacente era que los indíge-nas necesitaban ser colectivamente protegidos de sus propias acciones y de las de la sociedad dominante. Por esa razón, en la Ley 89 de 1890 los indígenas estaban definidos como menores de edad. En todo momento el gobierno se reservó para sí el derecho –en supuesto beneficio de estas comunidades– de intervenir en el orden local. Por consiguiente puede argumentarse que, antes de 1991, el recono-cimiento conllevaba una relación paternalista y una forma residual de autonomía, es decir, una autonomía como rezago de tiempos pasados (la Colonia), que sería mantenida temporalmente para una categoría de personas que estaba a punto de desaparecer.

En contraste, en el período posconstitucional, la autonomía concedida a las comu-nidades indígenas es mucho menos restringida. El reconocimiento es el resultado de una evaluación positiva –al menos en el discurso– de una diversidad cultural/étnica (tal como está garantizada en el artículo 7 de la Constitución de 1991) y está basada, al menos implícitamente, en la capacidad que, se presume, poseen las comunidades indígenas para determinar su propio futuro. El reconocimiento implica ahora la asignación de una amplia competencia legislativa –un “espacio normativo y administrativo” grande (Jackson y Warren 2005: 554)– para las auto-ridades indígenas. Los límites de esta jurisdicción indígena están más o menos bien demarcados, en parte gracias a los esfuerzos de la Corte Constitucional, la cual ha aclarado numerosas ambigüedades del texto constitucional. De esta

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forma, las comunidades indígenas están hoy bien protegidas, por lo menos en el papel, de indebidas intervenciones externas.

En un segundo nivel, debemos preguntarnos si el actual reconocimiento marca alguna diferencia en términos de su importancia social en las comunidades indí-genas, es decir, en los efectos que este reconocimiento tiene sobre su organiza-ción social. Dado que la situación social de estas comunidades es infinitamente más complicada que su situación jurídica, la respuesta a tal cuestión queda en gran medida indeterminada. De un lado, el reconocimiento de la autonomía en sí mismo no soluciona muchos de los problemas que experimentan las comu-nidades indígenas. A menudo estos problemas se originan en las luchas ante-riores por la autonomía, entre las comunidades y el Estado, durante el período preconstitucional. Las leyes y políticas previas del Estado, y sus resultados en el proceso de tales luchas, han tenido un impacto profundo sobre la organiza-ción social de las comunidades indígenas. Estas intervenciones externas tienen muchos efectos posteriores debido a que “las [leyes] previas, una vez revocadas, dejan, sin embargo, su sello sobre las relaciones sociales que acostumbraban a regular” (Sousa 1987: 228). En muchos casos, los problemas de organización y las contradicciones sociales generadas por estas intervenciones todavía no han sido resueltas. Sin embargo, no todos los problemas vigentes están relacionados con intervenciones, en el pasado, del Estado o de agentes externos. Estos también han sido causados en gran parte por nuevos acontecimientos (posteriores a 1991) sociales, económicos y políticos, ocurridos tanto en el mundo exterior como en el interior de las comunidades indígenas, que plantean nuevos desafíos a las orga-nizaciones y pueblos indígenas y que demandan una formulación de soluciones. Tales acontecimientos incluyen el crecimiento poblacional y la escasez de tierra, la crisis económica, la dependencia de los mercados –tanto legales como ilegales– y la constante amenaza de la violencia política.

Por otra parte, la importancia social debería ser entendida con relación a las opor-tunidades que el reconocimiento genera para las comunidades. El marco jurídico actual para la autonomía se ha ampliado considerablemente y ofrece herramien-tas jurídicas potencialmente significativas para la resolución de problemas tanto organizacionales como de otros tipos concretos. La medida en que este poten-cial se materialice dependerá del grado en el cual estas nuevas oportunidades sean aprovechadas y apropiadas por las comunidades indígenas. Por ejemplo, esta investigación ha mostrado cómo en Jambaló la afirmación y extensión de los poderes jurisdiccional, legislativo y administrativo de las autoridades indígenas han consolidado la autoridad del cabildo y le han dado nuevo impulso a un pro-ceso de organización participativa de la comunidad. Asimismo, se ha mostrado que los derechos escritos en la Constitución y en las leyes, que en parte no se

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han materializado, son utilizados por Jambaló y otras comunidades nasa como referentes para hacer propuestas y reclamos al Estado. Por supuesto, este proceso dual de reorganización étnica también conlleva desventajas potenciales, como la fragmentación interna de las comunidades y organizaciones indígenas –como resultado de los nuevos incentivos económicos y las oportunidades políticas–, y la intromisión del Estado y su ideología en los asuntos internos de las comunida-des. Igualmente es claro que las actuales luchas por la autonomía en Colombia continúan ocurriendo bajo unas relaciones de poder altamente asimétricas entre pueblos indígenas y Estado. Comoquiera que sea, el caso de Jambaló y de otras comunidades del norte del Cauca ha mostrado diversos ejemplos de promisorios efectos ‘culturalmente productivos’ o ‘constitutivos’ de los derechos y la legisla-ción indígenas (Merry 1995: 14).

Esta investigación ha descrito y analizado los cambios históricos de la organización social de las comunidades indígenas en el campo del manejo comunal de recursos. También ha observado cómo estos cambios se han configurado en la interacción entre estas comunidades y el mundo exterior. Este trabajo ha mostrado en varios casos concretos cómo las instituciones y prácticas de manejo comunal de recursos están reguladas por valores y principios indígenas, o, para decirlo en otros térmi-nos, por “un cuerpo de estándares y normas en cierta medida compartidos pero que son al tiempo (y a menudo) contradictorios internamente” (Tamanaha 2000: 314). Además, puesto que considera el ordenamiento normativo subyacente de la organización social de las comunidades indígenas como una forma de derecho, este estudio se enmarca dentro del campo de la antropología jurídica.

Desde la década de los años setenta, la antropología jurídica ha estado desarro-llando un interés por la manera como los órdenes sociales y normativos locales o indígenas se configuran a través de (sus) interacciones con las configuraciones sociales/normativas mayores en las cuales están situados. En el campo de investi-gación del pluralismo jurídico –el estudio de la coexistencia de más de un orden jurídico o normativo–, este fenómeno ha sido descrito como “la dialéctica de los órdenes jurídicos mutuamente constitutivos” (ver Henry 1985; Merry 1988, 1992). En las tres últimas décadas se ha producido una avalancha de estudios que han examinado los cambios en las prácticas e instituciones sociales de comunidades locales como “campos sociales semiautónomos” (Moore 1973) en las interaccio-nes con la sociedad que las rodea. La mayoría de estos estudios tenían que ver con la forma como se procesaban las disputas, e investigaban cómo las personas (individuos) de una determinada localidad que estaban involucradas en alguna disputa orientaban sus acciones hacia el derecho, tanto indígena como del Estado. Estos estudios analizaban luego cómo el derecho del Estado influía en el orden jurídico local. Por el contrario, el presente estudio toma como punto de partida

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los conflictos entre comunidades y la sociedad dominante/Estado e indaga más bien cómo estos conflictos son traídos de regreso a las comunidades, donde con-ducen a procesos de negociación cultural, que a su vez provocan cambios en las formas locales de gobierno indígena (local). Este enfoque, en combinación con la metodología histórica adoptada, condujo a comprender que, por lo menos en lo que se refiere a los nasa, existe una cierta lógica cultural de oposición en sus inte-racciones dialécticas con la sociedad dominante y su orden jurídico. Enseguida presentaremos, a manera de conclusión, cuatro aspectos que caracterizan esta cultura de oposición.

En primer lugar, esta cultura de oposición se encuentra arraigada en una historia de resistencia contra estructuras de dominación impuestas desde el mundo exte-rior. Esta historia se extiende muy atrás en el tiempo, aunque es recordada con mucho detalle gracias a la lucha por la tierra. Los capítulos precedentes demostra-ron que recordar el pasado heroico y reflexionar críticamente sobre él constituyen guías importantes en la búsqueda de lo propio (es decir, lo que es característico de un pueblo). El modo como los nasa entienden la historia y los procesos históricos es crucial, pues ellos los ven como la totalidad de experiencias de sus ancestros, que, en forma semejante a un río (hablando metafóricamente), dirige e impulsa sus acciones para encontrar soluciones a sus problemas y avanzar en sus demandas. Estas soluciones son, sin embargo, adaptadas a las condiciones del momento, y en ellas los elementos de la sociedad dominante son apropiados críticamente, al combinarlos con los valores culturales, principios y normas de organización social –imaginados o reales–. En el pasado, los caciques estuvieron a cargo de configurar estas adaptaciones, pero desde la lucha por la tierra estas han sido moldeadas prin-cipalmente por la comunidad aunque estructuradas y/o agenciadas por el cabildo.

En segundo lugar, esta cultura de oposición se manifiesta claramente en el campo del manejo comunal de recursos, en el que la intervención del mundo exterior se ha sentido muy profundamente en el pasado reciente, y ha provocado fuertes reac-ciones. Esto no significa, sin embargo, que la lógica de oposición no haya estado presente también en otros patrones de organización social. En la esfera de lo polí-tico, por ejemplo, los indígenas se sienten orgullosos de que la forma de tomar decisiones se haga principalmente por consenso, un proceso que ellos oponen a la toma de decisiones por mayoría, a la que ellos asocian con la sociedad dominante. Otro ejemplo es el énfasis que hace la jurisprudencia indígena en la armonía y la reconciliación, que son vistas como antitéticas al castigo que se ejerce en el mundo exterior. La cultura de oposición, por lo tanto, permea la mayoría, si no todos, los aspectos de la vida indígena.

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En tercer lugar, una revisión de los capítulos previos muestra claramente que la lógica de oposición no es totalmente coherente. La integridad del orden jurídico indígena depende en parte de su reconocimiento por el derecho del Estado. Por lo tanto, comunidades indígenas como los nasa apelan a elementos del derecho del Estado para salvaguardar su autonomía. Así, en el pasado ellos acogieron los títulos coloniales de tierras y la legislación protectora republicana. En la situa-ción actual, aunque los nasa están adoptando de nuevo una actitud cada vez más adversa hacia el gobierno, tienen poca oposición contra los elementos jurídicos favorables, tales como la Constitución, las leyes de menor jerarquía que les dan ciertos privilegios a las comunidades indígenas, o la representación política en el Senado. En el proceso de apropiación de los elementos del derecho del Estado, a menudo estos se han convertido en parte indisoluble del orden jurídico nasa.

Finalmente, la cultura de oposición no está exenta de lucha interna. En su bús-queda de la autonomía, el cabildo depende de la construcción del consenso entre sus miembros (hay que recordar que la autonomía indígena en su dimensión pro-cesal “resulta de la organización material y simbólica de un espacio sobre el cual el grupo indígena tiene control y capacidad de imponer su propia normatividad” [Zúñiga 1998: 11]). Sin embargo, esto no quiere decir que todos los comuneros siempre están de acuerdo con las soluciones ‘oposicionales’ del cabildo; de ahí que ciertos grupos e individuos de estas comunidades estén influidos por modelos y valores culturales originados en la sociedad dominante y tengan intereses que van en contra del proyecto comunitario del cabildo. Esta tensión es justamente la principal fuerza que dinamiza las luchas y negociaciones dentro de la comunidad en el continuo proceso de reformulación jurídica y cultural; esto explica, desde un punto de vista histórico, la autonomía continuamente variable que estas comuni-dades establecen en relación con el mundo exterior.

Anexos

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No Nombres y apellidos Vereda Año1 Ángel Mestizo Voladero 1975

2 Belarmino Ipia Buena Vista 1976

3 Luciano Ramos Buena Vista 1976

4 Antonio Yule Buena Vista 1976

5 Misael Pazu El Porvenir 1976

6 Alonso Dagua El Picacho 1976

7 José Gonzalo Secue Vitoyó 1977

8 Remigio Rivera El Picacho 1977

9 Julio Escué Vitoyó 1978

10 Marco Tulio Escué Vitoyó 1978

11 José Ernesto Rivera El Picacho 1978

12 Lisandro Caso Guayope 1978

13 Marco Tulio Caso Guayope 1978

14 María Tránsito Ipia Chuscal 1979

15 Feliz Conda Chuscal 1979

16 Mario Ul El Porvenir 1980

17 Julio Quiguanás Loma Gorda 1980

18 Juan Tombé Zumbico 1981

19 Daniel Conda Chuscal 1982

20 Marcelino Conda Chuscal 1982

21 Vicente Dagua Vitoyó 1983

22 Reinel Pilcué Loma Gorda 1983

23 Germán Escué Vitoyó 1988

24 Marden Arnulfo Betancur Voladero 1996

Anexo No. 1Luchadores caídos desde el proceso de recuperación de tierra, resguardo de Jambaló (1976-1996)

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Anexo No. 2Luchadores caídos en la defensa del territorio del pueblo nasa de Jambaló

Anexos

No Nombres y apellidos Vereda Año1 Celestino Rivera Zumbico, La Cruz 2009

2 Marino Mestizo Tóez, Caloto - Investigación 100% 2009

3 Edison Mosquera Trapiche 2009

4 Omar Mestizo El Palo 2010

5 Eduardo Fernández Guayope 2010

6 Freddy Mestizo Timba, Cauca 2010

7 Amado Ul Santander 2010

8 Luis Herney Yule El Naya 2010

9 Yovani Freddy Pechené Villa Nueva. Investigación 70% 2011

10 Luis Carlos MestizoDe la vereda El Voladero, asesinado en

Santander. Investigación 20%2011

11 Reinaldo Méndez El Carrizal 2011

12 Darío TaquinasLa Mina. Está en proceso de

investigación 2011

13 Alfredo Ríos y Freddy Poto Alto La Cruz. Investigación completa 2011

14 Milciades Tróchez El Palo 2012

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Joris van de Sandt es antropólogo, especializado en antropología jurídica, en particular en auto-nomía indígena y el manejo de recursos naturales, principalmente en América Latina. Después de obtener su doctorado en la Universidad de Amsterdam (2007) con una investigación sobre las luchas por la autonomía en el manejo comunal de los recursos en resguardos indígenas en Colombia, ha estado investigando sobre las respuestas locales de comunidades rurales a proyectos agroindustriales y extractivos en Guatemala y Colombia. Desde el 2005, ha realizado consultorías y evaluaciones para varias organizaciones de desarrollo nacional e internacional en áreas relacionadas con su especiali-dad, entre otros para el Ministerio de Relaciones Exteriores de los Países Bajos, Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (sede Holanda), FIDA, Cordaid, Hivos y IKV Pax Christi. Con la Universidad de Amsterdam (Holanda) y la Universidad de Wageningen (Holanda), ha estado involu-crado en proyectos de investigación cientifica sobre el tema de conflictos sobre recursos naturales y gobernanza minera, en colaboración con varios institutos y ONG locales de investigación, respectiva-mente en Colombia, Guatemala y la República Democrática del Congo. Sus más recientes publicacio-nes, entre otras, son:

Sandt, J. van de (2012, en proceso). “Actividades mineras en zonas indígenas y tribales en Colombia y la consulta previa”. Utrecht, IKV Pax Christi. Sandt, J. van de (2012, en proceso). “Indigenous resistance against mining and the implementa-“Indigenous resistance against mining and the implementa-tion of the right to Free, Prior and Informed Consent: a Guatemalan paradox?” (ponencia presentada en el Jubilee Congress of the Commission on Legal Pluralism, Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 8-10 de septiembre de 2011). Sandt, J. van de (2010). “Estrategias legales para ocuparse de las consecuencias negativas de proyectos extractivos en Latinoamérica”. La Haya, Cordaid y DKA. Sandt, J. van de (2009). “Conflictos mineros y pueblos indígenas en Guatemala”. La Haya, Cordaid y Universidad de Amsterdam. Sandt, J. van de (2007). “Behind the mask of recognition: defending autonomy and communal resource management in indigenous resguardos, Colombia”. PhD thesis, University of Amsterdam.

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