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7 El presente Manual fue publicado original- mente en el año 1979 y, como se expresaba en la Introducción, tuvo como objetivo principal servir de texto auxiliar a los alumnos de la asignatura de Derecho Político. En la segunda edición, año 1988, se in- trodujeron modificaciones fundamentales en la obra, a fin de hacerla más adecuada a sus fines. Agotada la reimpresión de esa edición, el año 1991 los autores prepararon una tercera edición, en la que se efectuaron algunas actualizaciones y correcciones para mantener su vigencia. NOTA A LA CUARTA EDICIÓN En estos últimos años tanto en el ámbito nacional como internacional se han origi- nado importantes transformaciones en el orden jurídico e institucional. De especial relevancia han sido las sus- tanciales modificaciones a nuestro ordena- miento constitucional (Reforma Constitu- cional de 2005). Esta cuarta edición ha sido actualizada con los más recientes cambios. También se ha renovado la Sección Textos Complemen- tarios y las referencias bibliográficas. Los autores

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El presente Manual fue publicado original-mente en el año 1979 y, como se expresaba en la Introducción, tuvo como objetivo principal servir de texto auxiliar a los alumnos de la asignatura de Derecho Político.

En la segunda edición, año 1988, se in-trodujeron modificaciones fundamentales en la obra, a fin de hacerla más adecuada a sus fines.

Agotada la reimpresión de esa edición, el año 1991 los autores prepararon una tercera edición, en la que se efectuaron algunas actualizaciones y correcciones para mantener su vigencia.

NOTA A LA CUARTA EDICIÓN

En estos últimos años tanto en el ámbito nacional como internacional se han origi-nado importantes transformaciones en el orden jurídico e institucional.

De especial relevancia han sido las sus-tanciales modificaciones a nuestro ordena-miento constitucional (Reforma Constitu-cional de 2005).

Esta cuarta edición ha sido actualizada con los más recientes cambios. También se ha renovado la Sección Textos Complemen-tarios y las referencias bibliográficas.

Los autores

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Este Manual ha sido concebido y realizado con un objetivo principal: servir de texto guía a los alumnos que inician sus estudios de Derecho Constitucional.

El propósito indicado implica los siguien-tes condicionamientos: a) su desarrollo debe dirigirse al estudio de las materias formativas indispensables para profundizar posterior-mente en el estudio del Derecho Público; b) su contenido debe tener el nivel que corresponde a un curso propedéutico, y c) las materias deben ser expuestas con la mayor objetividad.

Cabe puntualizar que el contenido de este libro corresponde a lo que dentro de la nomenclatura de los estudios políticos actuales se conoce como Derecho Político; ello explica el título del Manual.

El carácter propedéutico del curso se des-prende del contexto general de los planes de estudio de la carrera de Derecho. Muchas materias que aquí se tratan son profundi-zadas en asignaturas de nivel superior. Por consiguiente, lo que el curso procura es dar a los alumnos una formación conceptual básica.

Con este fin, los autores sólo se han limitado a dar una visión esencial de la

problemática, dejando al criterio de los docentes la profundización de aquellas materias que estimen de mayor relevancia. En todo caso, al final de cada Sección se incluyen como textos complementarios fragmentos de obras consideradas clásicas y de mayor especialización, cuya lectura puede significar para los alumnos el co-mienzo de una profundización en los temas atinentes. Sobre el particular –con criterio realista– se ha escogido, deliberadamen-te, una bibliografía a la cual los alumnos pueden tener fácil acceso dentro de la precariedad de nuestro medio.

La objetividad parece una exigencia mí-nima de toda labor docente, pero en Dere-cho Político cobra singular relevancia. En efecto, todos los temas de esta disciplina son altamente polémicos y marcados de un tinte ideológico. Conscientes de esta dificultad, los autores –con prescindencia de sus personales enfoques– se han limi-tado a describir las principales corrientes que existen sobre cada tópico tratado. Los Anexos incorporan, sin embargo, algunas notas, en las cuales en cierta forma que-da expresada la reflexión personal de los coautores.

INTRODUCCIÓN

“DESPOJADA DE ERUDICIÓN ENGORROSA, LA ENSEÑANZA PUEDE RESULTAR INTERESANTE HASTA PARA EL ALUMNO MENOS CURIOSO”

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1. CONCEPTO DE DERECHO POLÍTICO

Aun cuando la locución Derecho Polí-tico fue utilizada por pensadores franceses del siglo XVIII y por alemanes del siglo XIX, suele admitirse que es típicamente española. Es así como, a mediados del siglo XVI, el teólogo Domingo de Soto utilizó la expresión ius politicum, referida a Aristóte-les, y entendiendo por tal “todo el derecho de la comunidad política” (en De iustitia et iure, III, I, 3). Pero hay más, hoy día el empleo de la locución Derecho Político, para referirse a una rama de los estudios políticos, se encuentra circunscrito a los medios intelectuales de habla hispana.

Originariamente la disciplina se concibe como una rama del Derecho Público centrada en el estudio de las normas constituciona-les, y heredera del ius publicum universale configurado en el siglo XVII y del Droit pu-blic général de que habla Montesquieu. Por consiguiente, en sus inicios, el contenido del Derecho Político correspondía en gran medida a lo que hoy día se estima como pertinente al Derecho Constitucional.

La evolución de la disciplina permitió ampliar su materia y objetivo. Es así como el gran maestro del Derecho español Adolfo Posada, justificando el título de su obra clásica, expresa: “comprendo bajo el general de Derecho Político las dos partes, Teoría del Estado y Derecho Constitucional”.1

Posteriormente otros autores incluyen en el ámbito del estudio del Derecho Político las siguientes materias: Teoría de la Sociedad,

1 ADOLFO POSADA, Tratado de Derecho Político, Edi-torial Librería de Victoriano Suárez, Madrid, 1893, tomo I, p. 9.

Teoría del Estado, Teoría del Gobierno y Teoría de la Constitución.

Pero, al margen de la ampliación de su contenido, la orientación del estudio con-tinuaba presentando un carácter marcada-mente legalista y formalista, indiferente a los datos histórico-sociológicos. Aun cuando ya a fines del siglo pasado en diversas obras se insinúa una reacción contra este exagerado normativismo formalista, el cambio decisivo en la orientación y enfoque de la disciplina se opera en el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Así, los estudiosos de los temas del Dere-cho Político, especialmente de nacionalidad francesa, comienzan a denunciar en sus obras la indigencia que el enfoque exclusivamente jurídico ofrece para la comprensión de las instituciones jurídico-políticas. Por ejemplo, el estudio y análisis de las disposiciones contenidas en el texto constitucional de un determinado Estado, resulta por demás insuficiente para conocer la realidad de ese régimen político: orden político y orden constitucional gene-ralmente no coinciden. ¿Es que acaso manda siempre el que una Constitución dice que manda? ¿Y se manda, por ventura, del modo que los textos constitucionales establecen y para el fin que ellos fijan?

Como anota Jiménez de Parga, “la verdad política de un régimen no se halla necesaria-mente en la ley fundamental del mismo. Para conocer todas las vertientes de un sistema hay que contemplarlo –como ocurre con los grandes sistemas montañosos– desde varios puntos de vista”.2

2 MANUEL JIMÉNEZ DE PARGA, Los Regímenes Polí-ticos Contemporáneos. Editorial Tecnos, Madrid, 1965, p. 31.

ASPECTOS PRELIMINARES

1. Concepto de Derecho Político;2. La enseñanza de Derecho Político en nuestro país.

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Manual de Derecho Político

En las palabras del profesor español se condensa la orientación metodológica del Derecho Político actual. Ello implica que, sin renunciar en forma alguna al estudio de las instituciones en su aspecto jurídico, se amplía la indagación a otros aspectos que contribuyen a configurar su funcio-namiento: tradición, usos, costumbres y, en forma particular, las fuerzas políticas que determinan su pervivencia o su des-trucción.

No se trata, entonces, de infravalorar las normas jurídicas, sino de postular que su estudio vaya aparejado a la consideración de las normas extrajurídicas, que en no poca medida otorgan realidad a la constitución jurídica.

Por consiguiente, “el Derecho Político actual podría definirse como la disciplina que procura conocer el funcionamiento real de las instituciones jurídico-políticas y la aplicabilidad real de las normas constitucionales”.

Desde nuestro punto de vista estimamos que el Derecho Político, para lograr su obje-tivo, no precisa identificarse con la llamada “ciencia política” o con la “sociología po-lítica”. Por el contrario, debe conservar su fisonomía originaria en cuanto su objetivo central se encuentra representado por el estudio de las instituciones en su aspecto jurídico, pero ello no obsta a que reciba los aportes que otras disciplinas afines le proporcionan acerca del objeto de su co-nocimiento.

“La peculiar situación del Derecho Políti-co en el ámbito de la enciclopedia jurídica le confiere ciertas características que justifican su desbordamiento del campo normativo y, consecuentemente, su penetración en los dominios más amplios de la realidad política, pues a pesar de centrar su objeto en la dimensión jurídica de ésta, no pue-den prescindir totalmente de sus aspectos sociológico, ideológico y de poder, so pena de incurrir en deformaciones como las del formalismo que se generalizó durante la primera posguerra, con la proliferación de textos constitucionales racionalmente estructurados, cuya inadaptación debe relacionarse con la serie de revoluciones

autoritarias que, en Europa, se produjeron en cadena”.3

Cierto es que algunos autores rechazan el carácter enciclopédico del Derecho Polí-tico, “pues no se trata de acumular saberes, sino de integrarlos en un sistema coherente consigo mismo, en una síntesis. Una enci-clopedia no es un sistema más que cuando clasifica. La ciencia es algo más que una clasificación de ciencias”.4

Conocimiento enciclopédico o integra-dor, lo cierto es que en la actualidad el De-recho Político ha dejado de ser el estudio del ordenamiento fundamental del Estado, desde una perspectiva positivista y formal, para incursionar en diversos campos me-tajurídicos, que son complemento necesario del ordenamiento constitucional. Junto a la faceta jurídica surge en la disciplina la perspectiva histórica, sociológica, política y estimativa.

En esta forma, es posible distinguir en el Derecho Político una parte general que se encuentra representada por la teoría del régimen de una comunidad política, y una parte especial, dedicada a los diferentes regímenes de las diversas comunidades políticas. Se trata –como dice González Casanova– “de una parte general científica jurídico-polí-tica (teoría) y una parte especial aplicada concreta (práctica). Ambas forman una indisoluble unidad de objeto y método”.5

La concepción del Derecho Político, en los términos que venimos señalando, pone de relieve que lo jurídico entra en contacto con la realidad social a través de la política, esa “gran forja de normas jurídi-cas”, que somete a las instituciones legales a un constante proceso de realización y de mutación. “El Derecho no se basta a sí mismo para satisfacer las necesidades so-ciales, pues si bien es cierto que sin normas no se vive, no lo es menos que las normas deben ser vividas, y la actividad que infunde

3 JORGE XIFRA HERAS, Introducción a la Política, Editorial Credsa, Barcelona, 1965, p. 46.

4 JOSÉ GONZÁLEZ CASANOVA, Comunicación Hu-mana y Comunidad Política, Editorial Tecnos, Madrid, 1968, p. 215.

5 Ob. cit., p. 218.

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Aspectos preliminares

vida al orden jurídico es, precisamente, la política”.6 Ello no supone, por cierto, la subordinación del Derecho a la Política sino que una adecuada comprensión de su existencia relacional. Como bien puntualiza Mario Justo López, “Derecho Político: ni todo el derecho ni sólo política. Política entrelazada con el Derecho”.7

2. LA ENSEÑANZA DEL DERECHO POLÍTICO EN NUESTRO PAÍS

Según los historiadores, aquí en Chile, ni en la Universidad de San Felipe ni en el Convictorio Carolino se impartió enseñanza de Derecho Público. Incluso en los planes de estudio del Instituto Nacional –único plantel donde se dio enseñanza universitaria hasta muy avanzada la República– no se consultaban cursos sobre estas materias.

Sólo en 1829 el español José Joaquín de Mora comienza a dictar en el Liceo de Chile un curso con la denominación de Derecho Constitucional.8

Poco después, Andrés Bello, en el colegio de Santiago, inicia la cátedra de Legisla-ción Universal, que comprendía los funda-mentos teóricos del Derecho Civil, Penal y Constitucional. A partir de 1832, esta misma cátedra sería incluida en los programas del Instituto Nacional.

Por Decreto con Fuerza de Ley de 17 de abril de 1839, se creó la Universidad de Chile y, por Decreto del 28 de junio de 1843, Bulnes y Montt nombraban a los primeros profesores de la Facultad de Leyes y Ciencias Políticas.

Aun cuando en el nombre que se daba a la nueva Facultad se hacía referencia a las Ciencias Políticas, lo cierto es que los

6 JORGE XIFRA HERAS, “El Derecho Político”, “Conocimiento Enciclopédico”. en Revista de Estu-dios Políticos, Madrid, Nº 128, 1963.

7 MARIO JUSTO LÓPEZ, Introducción a los Estudios Políticos, Editorial Kapelusz, Buenos Aires, 1969, tomo I, p. 29.

8 A JOSÉ JOAQUÍN DE MORA le fue conferida la especial gracia de nacionalidad por ley en 1828. Fue el principal redactor de la Constitución promulgada ese mismo año.

estudios políticos presentaban un desarro-llo muy precario y la única asignatura que tenía cierta atinencia con estas discipli-nas era un curso denominado Legislación Universal.

Correspondió a José Victorino Lastarria llenar los vacíos que presentaba el programa del curso y darle una nueva orientación. Empapado en las ideas de derecho público sustentadas por Montesquieu, Bentham y Constant, el joven catedrático las difundió con calor y entusiasmo. Ello ha permitido decir a Bañados Espinosa que corresponde a Lastarria “la gloria de haber creado en Chile la enseñanza del Derecho Constitu-cional y de la política, tal como la concibe la ciencia moderna. La base de su enseñan-za fue doctrinaria. Prefirió la preparación teórica a la práctica, la difusión de las leyes abstractas que presiden a la organización política de las sociedades a la explicación de las leyes positivas nacionales y extranjeras, el análisis de los grandes problemas y de las grandes teorías de la ciencia constitucional al comentario en detalle de los Códigos y de los procedimientos”.9

En 1853 se aprobó un nuevo plan de estudios, que consultaba, en lugar del cur-so de Legislación Universal al cual hemos hecho referencia, la cátedra de Derecho Público y Administrativo.

Desde 1869 ejercerá la cátedra de Dere-cho Constitucional Jorge Huneeus Zegers. Su obra, La Constitución ante el Congreso, fue publicada en su primera edición en 1879. A diferencia de Lastarria, el enfoque de Huneeus se proyecta al derecho positivo, abandonando la referencia a los principios y teorías informantes de la disciplina. Con todo, la obra ha sido considerada como verdadera autoridad en la materia. “La obra de Huneeus fue realmente original y conserva el valor permanente para nuestro

9 JULIO BAÑADOS ESPINOSA, Constituciones de Chile, Editorial R. Miranda, 1889, p. 3.

Las principales obras de Lastarria son las siguien-tes: Elementos de Derecho Público Constitucional, 1846; Historia Constitucional del Medio Siglo, 1853; Consti-tución Política Comentada, 1856; Lecciones de Política Positiva, 1874.

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Manual de Derecho Político

país. En ella las disposiciones importantes de nuestra Constitución encuentran la his-toria de su interpretación y aplicación por el Congreso”.10

Por otra parte, correspondió a Jorge Huneeus impulsar la reforma en los planes de estudio de 1884, la que trajo aparejada la autonomía de las cátedras de Derecho Constitucional y Derecho Administrativo. Es así como por Decreto de 10 de diciembre de 1887, se estableció la separación de las asignaturas con declaración de que Dere-cho Constitucional debería comprender el estudio positivo y comparado.

El profesor Julio Bañados Espinosa, su-cesor de Huneeus en la nueva cátedra, al inaugurar el curso de 1888, formula las siguientes reflexiones acerca del contenido y método de la asignatura: “El curso puede ser o exclusivamente teórico o exclusivamente práctico. En el primer caso se conocería la Ciencia Constitucional y se desconocería la ley positiva que sobre la materia existe en Chile; y, en el segundo, sucedería lo contrario. Creo que el mejor método es el que resulta de combinar la teoría con la práctica.

Para llegar a este fin y para corresponder al propósito que se ha perseguido al separar el estudio del Derecho Constitucional del Administrativo, debo dividir la enseñanza en tres secciones, que pueden darse simul-táneamente: 1º. Ciencia Constitucional; 2º. Estudio positivo de la Constitución de Chile, y 3º. Estudio comparado de la misma con las Constituciones de los principales países”.11

Es en 1902 cuando se opera una reforma substancial en la enseñanza impartida en la Facultad y que tiene como principales promotores a Julio Bañados Espinosa, Ale-jandro Álvarez y, especialmente, Valentín Letelier. “Hasta entonces el Derecho se había enseñado explicando, comentando los textos legales en forma desarmada, en el orden de su articulado y sin atender a la

10 A. SILVA DE LA FUENTE, Cuestiones Constitucio-nales, Editorial Tegualda, Stgo., 1948, p. 41.

11 Ob. citada, p. 18.

teoría general o principios fundamentales que los informan”.12

Refiriéndose a la marcada y exclusiva preferencia por el estudio del perfil jurídico de las instituciones, decía Valentín Letelier: “En la enseñanza del Derecho Público se estudian las instituciones sustantivamente, pero no la manera como se forman y se desarrollan, en armonía con el crecimiento de la sociedad a que corresponden. Así la política, que modela e impulsa al Estado, queda sin explicación suficiente; porque no es en las instituciones mismas donde está la razón de su existencia, sino en el cuerpo social entero, que las hace nece-sarias, que impone su creación y que las vivifica. No se habla en esos cursos ni de los partidos ni de la opinión, ni de las demás fuerzas sociales que dirimen superioridad en los debates públicos y que determinan las resoluciones del gobierno. Empleando una comparación, se trata solamente de la anatomía del cuerpo político, pero no de su fisiología que, incuestionablemente, es lo que importa más conocer. Por causa de esta deficiencia no se comprenden, ni se procura tampoco corregir, muchas con-tradicciones o disconformidades fáciles de observar entre el derecho escrito y las prácticas consuetudinarias, prácticas que constituyen la realidad de la vida pública y que ni los textos ni los profesores exa-minan”.13

En su obra publicada en 1913, el profe-sor Alcibíades Roldán formularía similares reflexiones al enfoque unilateral del ramo: “el estudio del Derecho Constitucional no puede limitarse al de sus instituciones escri-tas. Un estudio verdaderamente completo de este ramo debe considerar, no sólo pues el de sus instituciones, sino el modo como ellas son entendidas y practicadas, es decir, su funcionamiento”.14

12 ANÍBAL BASCUÑÁN VALDÉS, citado por Fernando Campos Harriet: Desarrollo educacional 1810-1960, Editorial Andrés Bello, Stgo., 1960, p. 162.

13 Citado por LUIS GALDAMES en Valentín Letelier y su obra, Editorial Imprenta Universitaria, Stgo., 1937, p. 781.

14 Elementos de Derecho Constitucional, Editorial Barcelona, Stgo., 1913, p. 5.

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Aspectos preliminares

Tiempo después, el recordado maestro Gabriel Amunátegui resulta aún más explícito para postular una nueva comprensión en cuanto al objeto y método de los estudios políticos: “Los cultores del Derecho Político han obedecido, generalmente, a la tendencia de analizar y juzgar las instituciones políti-cas desde un punto de vista estrictamente jurídico, a la luz de las declaraciones de los textos constitucionales. Ese análisis, de incuestionable interés doctrinario, acusa el grave vacío de prescindir de la realización de esos textos, de las realidades prácticas… El análisis de los textos constitucionales y de los regímenes políticos, juzgados a priori, es causa determinante de falacias y espejismos.

El nuevo estudio, por ejemplo, de los textos constitucionales de América Latina nos llevaría a la obligada conclusión de que en todos esos países estaría estructurado un régimen político representativo y demo-

crático. La observación de las realidades determina la necesaria rectificación de ese pensamiento… El estudioso debe penetrar, al margen de los textos constitucionales, en la realidad de la vida de la comunidad; debe posesionarse de todos los elementos que concurren a su formación”.15

En la actualidad, la enseñanza de los estudios políticos en las diversas Escuelas de Derecho del país se encuentra encau-zada de acuerdo con las inquietudes que expresaban los maestros del pasado y que, en gran medida, coinciden y armonizan con las tendencias que universalmente se aceptan en el presente por los cultores de estas disciplinas.

15 Principios Generales de Derecho Constitucional, Edi-torial Jurídica de Chile, Stgo., 1953, pp. 33 y ss.

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1. ACERCA DE LA NATURALEZA SOCIAL DEL HOMBRE

Afirmar que el hombre es constitutiva-mente sociable, no implica emitir un juicio apriorístico. Todas las disciplinas científicas que se han abocado al estudio del tema –historia, sociología, antropología, etnolo-gía– han llegado a una conclusión unívoca: el ser humano existe siempre en relación con otros seres humanos, lo que equivale a una permanente interacción entre ellos. “El hombre no existe, sino que coexiste; no vive, sino que convive”. En otras pala-bras, vivir humanamente es vivir con otros hombres.

Efectivamente, la existencia necesaria de la sociedad está confirmada por todas las observaciones históricas. Desde las edades más remotas, encontramos siempre agru-paciones humanas (que, aunque rudimen-tarias e imperfectas, son grupos) y jamás individuos aislados.16

La sociedad se presenta entonces no como un producto artificial y voluntario de los hombres, sino como el modo específico de vivir del hombre. Por tanto, la inferencia de que el hombre es, naturalmente, un ser social, parece del todo consecuente.

Este aserto, que desde la antigüedad constituye una especie de lugar común y que se considera también el primer su-puesto para toda investigación política y

16 Las formulaciones doctrinarias para describir un estado de naturaleza anterior a la fundación de la sociedad son interpretadas en la actualidad como un experimento lógico-dialéctico, sólo con el fin de aclarar mediante una argumentación en contrario la razón de ser y la necesidad de la sociedad.

jurídica, debe, sin embargo, ponderarse adecuadamente.

Cierto es que el hombre, ante la indigen-cia en que se encuentra para satisfacer por sí mismo sus más elementales necesidades (alimento, vestuario, habitación), precisa necesariamente de la cooperación del grupo social. Cierto es también que el hecho de que el hombre aparezca siempre dándose en sociedad, carecería de sentido si en lo vital humano no existieran fuertes impulsos sociales, si lo social no fuera una dimensión esencial de la naturaleza humana.

El impulso que mueve al hombre a parti-cipar en lo social no es, originariamente, más que su propia autoafirmación en el ser. “El hombre percibe más o menos claramente su dependencia de la sociedad y la necesidad que tiene de ella. El salvaje no se siente en seguridad más que en su medio social; en cuanto sale de él, está expuesto a la muerte o a caer en la esclavitud. En los pueblos civi-lizados, la necesidad pone a disposición de los hombres los instrumentos de desarrollo que les permiten vivir mejor”.17

Pero cabe puntualizar que junto al im-pulso social del hombre –que se traduce particularmente en cooperación con el gru-po– existe también una naturaleza antisocial que se expresa sobre todo en una continua voluntad por invalidar toda limitación, de ampliar su capacidad de poder e influencia. “El hombre vive la exigencia de su nece-sitar de los otros; pero vive igualmente el impulso egocéntrico que le mueve a hacer de los otros simples medios. Aquí, en esta voluntad de fraude, contar para los otros

17 LECLERCQ, JACQUES, El Derecho y la Sociedad, Editorial Herder, Barcelona, 1965, p. 162.

Sección Primera

EL HOMBRE, SER SOCIAL

1. Acerca de la naturaleza social del hombre;2. Concepción mecánica y concepción orgánica de la sociedad;

3. Las sociedades humanas y las sociedades animales;4. Las instituciones como creaciones humanas para satisfacer necesidades sociales.

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Manual de Derecho Político

sin que éstos cuenten para él, está el ger-men de su impulso antisocial. El hombre es social y antisocial a la par. La esencia de este hecho está en la convivencia vital de que lo social es ayuda necesaria y, al mismo tiempo, límite y barrera”.18

Prácticamente toda la temática que se estudia en este curso incide en describir los esfuerzos que el hombre ha desplegado a través de los siglos, creando instituciones que estimulen los impulsos sociales y limiten al mismo tiempo los antisociales.

2. CONCEPCIÓN MECÁNICA Y CONCEPCIÓN ORGÁNICA DE LA SOCIEDAD

Aun cuando el tema corresponde con propiedad a la sociología, resulta pertinente una breve referencia acerca de dos con-cepciones de la naturaleza de la sociedad; “mecanicismo” y “organicismo”.

El examen de las tesis opuestas permite advertir en toda su significación la compleja relación sociedad-individuo, tópico determi-nante en la formulación de regímenes políticos, como se podrá apreciar más adelante.

Para la concepción mecánica o atomista la sociedad es sólo una suma de individuos, un aglomerado de partes que permanecen distintas entre sí. Los individuos son las únicas realidades, los individuos son sus-tancia y, en cambio, los grupos sociales no son más que su función. Todas las especies de grupos humanos carecen, entonces, de realidad por ser únicamente ficciones o abstracciones.

La sociedad no es sujeto de vida propia, como es el hombre, porque no hay vida de la sociedad equivalente a la vida de los individuos. Las únicas realidades humanas sustentantes y las únicas que viven en el sentido genuino de la palabra vivir, son las personas individuales. Cierto es que los hombres reciben una nueva cualidad como miembros de la sociedad, pero ésta no existe sino en ellos y por ellos.

18 FERNÁNDEZ, TORCUATO, La Justificación del Esta-do, Editorial Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1946, p. 86.

Antecedentes de esta concepción se en-cuentran en Sócrates, en los sofistas y en los estoicos. Sin embargo, la mayor explicitud se presenta en los representantes de la Escuela Clásica del Derecho Natural y en los contrac-tualistas Hobbes, Locke y Rousseau.

En contra de este “atomismo”, que concibe la sociedad únicamente como un “mecanismo” compuesto de individuos, se presenta la concepción organicista.

En efecto, para los organicistas, la so-ciedad es una unidad originaria con la que los individuos mantienen la relación de miembros; y, por lo tanto, sólo pueden ser comprendidas partiendo de la naturaleza del todo.

La concepción orgánica suele exponerse con una connotación biológica: la sociedad es un organismo igual al de los animales. La base de la vida social no es psicológica sino biológica. La sociedad, como todo organis-mo, implica la “unión de varias partes que cumplen funciones distintas y que con su acción combinada concurren a mantener la vida del todo”. Algunos autores llevan las identidades a un grado extremo: las institu-ciones de ahorro corresponden al sistema vascular, las redes telegráficas al sistema nervioso, los ciudadanos son las células y los empleos públicos los órganos.

La doctrina orgánica también se pre-senta revistiendo un carácter espiritualista: la sociedad presenta una unidad o perso-nalidad moral, con voluntad propia y que es éticamente la más valiosa. Desde este punto de vista, el grupo social tendría un alma independiente de los individuos, una conciencia colectiva y una voluntad inde-pendiente.

En todo caso, puntualiza Jellinek, “es común a todas las concepciones orgánicas –biológicas y psíquicas– la negación de la doc-trina que considera las formaciones sociales como agregados procedentes exclusivamente de los individuos que las componen, o sea, como sus elementos últimos”.19

El organicismo también reconoce ante-cedentes en la antigüedad: Platón, Aristóte-

19 JELLINEK, GEORG, Teoría General del Estado, Edi-torial Albatros, Buenos Aires, 1954, p. 113.

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Sección Primera: El hombre, ser social

les. En los tiempos modernos con mayor o menor sistematización quedan adscritos al organicismo: Hegel, Comte, Spencer, Schaf-fle, Worms, Lilienfeld, Haeckel y otros.

Por su ponderación, resulta de interés transcribir la apreciación de Giorgio del Vecchio acerca del tema.

“Importa, pues, establecer los límites dentro de los cuales es aceptable la con-cepción orgánica de la sociedad. Las exa-geraciones citadas no deben impedirnos reconocer que entre la sociedad y un orga-nismo existen analogías profundas, las cuales son suficientes para hacernos rechazar la concepción mecánica de la sociedad. Dos son las analogías que más contribuyen a dar preferencia a la concepción orgánica. Ante todo, la sociedad tiene vida independiente de los elementos singulares que la compo-nen: los individuos pasan, se suceden; la sociedad, en cambio, permanece y conserva su forma. La sociedad nace, se desarrolla y muere, de un modo propio, siguiendo una trayectoria propia. Por tanto, la des-cripción de la vida de todos y cada uno de los individuos no supone la descripción de la vida de la sociedad. Además (y ésta es la segunda analogía fundamental), entre los individuos que componen la sociedad existen relaciones necesarias por las cuales todo individuo experimenta el efecto de su pertenencia al todo. Hay una solidaridad y una colaboración a fines comunes, es decir, una ordenación de las diversas actividades en relación con fines que exceden de la vida individual. El trabajo de todo indivi-duo no concierne sólo a sus necesidades propias, sino también a las de un número indefinido de otros individuos; será, en suma, una distribución, una división del trabajo social (como la llama Durkheim), esto es, una ‘organización’ de las tareas y de la vida común.

Al lado de estas semejanzas, que permiten afirmar el carácter orgánico de la sociedad, debemos notar, como ya lo hizo también Spencer, las diferencias entre la sociedad y un organismo en sentido propio, o sea, individual. Estas se reducen esencialmente a dos. La primera, más visible, consiste en que la sociedad no es un todo compacto,

concreto, inescindible; sus partes no tienen un lugar o sitio fijo, como las de los organis-mos, sino que gozan de una cierta movilidad, de una cierta autonomía e independencia crecientes, en razón directa del desarrollo de la sociedad misma. La sociedad es, en suma, un todo discreto, mientras que el or-ganismo es un todo concreto. Por ende, son posibles en la sociedad ciertos fenómenos que no tienen equivalencia en el organismo (por ejemplo, emigración, suicidio, etc.), y que no podrían consiguientemente expli-carse según la sola concepción orgánica, entendida estrictamente.

La otra diferencia es de orden espiritual y de importancia todavía mayor que la pri-mera. En el organismo existe un fin único, a saber: la vida del todo; las partes no tienen valor sino en cuanto concurren a mantener la vida del todo, y no vive sino por ésta. La sociedad, en cambio (aun teniendo fines propios), sirve al bien de los individuos y es una condición necesaria para la vida de éstos. Todo individuo no es solamente un medio, sino que también es un fin en sí, tiene un valor absoluto. Esta diferencia esencial entre la sociedad y el organismo tiene particular importancia para las aplica-ciones jurídicas. No podemos concebir un sistema de Derecho sin la idea del valor de la persona. Siguiendo literalmente la teoría orgánica, deberíamos negar este valor y considerar al individuo como un simple medio. A tal error gravísimo se inclinan precisamente aquellos sociólogos que, sin suficientes reservas críticas, consideran la sociedad como un organismo. Adviértase que también incurrieron en un error tal –bien que a través de otra vía– los grandes clásicos griegos Platón y Aristóteles, a los cuales la idea del carácter orgánico de la sociedad los privó de apreciar adecuada-mente el valor de la persona individual (por lo cual pudieron, por ejemplo, justificar la esclavitud).

Otro defecto de la teoría orgánica con-siste en que puede dar lugar fácilmente a la idea de que la sociedad está fundada sólo sobre un vínculo biológico, o sea, que consiste en una relación simple y homo-génea; mientras que, en realidad, es un

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hecho complejo que abraza dentro de sí muchos y diversos vínculos. No existe, de hecho, sólo la sociedad, sino las sociedades. Observando la realidad social encontramos que los hombres no se agrupan según una sola manera conforme a un solo criterio, sino de modos varios, al tenor de formas y fines diversos”.20

En términos generales y sin que ello im-plique enunciar una regla rígida o absoluta, se reconoce que la concepción mecanicista expresa ideas básicas de individualismo y libertad y se corresponde con los princi-pios de la democracia individual. Por el contrario, el organicismo expresa ideas de sociabilidad y tiende a conjugarse con las tendencias totalitarias.21

Con criterio ecléctico, Bidart Campos anota: “En definitiva, es conveniente evitar las dos posiciones extremas: la del biologismo u organicismo, que equipara la sociedad a un ser vivo y la considera como una fase de la evolución de las sustancias; y la mecani-cista, que la supone formada por el mero arbitrio de los individuos mediante pacto o consentimiento.

De la primera queda, como trasfondo de verdad, que la sociedad es exigencia de la naturaleza del hombre. De la segunda conviene en mantener la noción de que la sociedad no es un ente sustancia, y de que en ella no se anula el libre albedrío de los hombres que la componen”.22

3. LAS SOCIEDADES HUMANAS Y LAS SOCIEDADES ANIMALES

Si bien se puede dar por sentado que el hombre es naturalmente un ser social, no es menos cierto que esa característica no le es exclusiva: algún fenómeno de sociabili-dad se encuentra en el mundo animal en

20 Filosofía del Derecho, Editorial Bosch, Barcelona, pp. 379 y ss.

21 Sobre el particular ver MARIO JUSTO LÓPEZ, Introducción a los Estudios Políticos, Editorial Kapelusz, Buenos Aires, 1969, tomo I, p. 203.

22 G. J. BIDART CAMPOS, Derecho Político, Editorial Aguilar, Madrid, 1967, p. 110.

general y en ciertas especies en un grado de desarrollo notable.

El hecho fue observado ya con pene-tración por Aristóteles en el siglo IV a. de C., por cuanto, junto con reconocer la ca-racterística común entre el hombre y los animales, se preocupó también de marcar las diferencias.

En efecto, para el discípulo de Platón, el hombre dispone de un medio de comu-nicación con sus semejantes del que no ha dotado en cambio la naturaleza a otros anímales: la palabra.

Ningún otro animal es capaz de comu-nicar nociones a sus semejantes; pueden sí comunicar, mediante el grito, sentimientos de alegría, de dolor u otros; pero no ideas. “La palabra, en cambio, está para hacer patente lo provechoso y lo nocivo, lo mis-mo que lo justo y lo injusto. Lo propio del hombre con respecto a los demás animales es que él sólo tiene percepción de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto y de otras cualidades semejantes, y la parti-cipación común de estas percepciones es lo que constituye el nexo fundamental de la polis”.23

Esta posibilidad del hombre, en cuanto a tener conciencia de compartir valores y metas comunes, deviene en el factor cualificador frente a las sociedades ani-males.

“En realidad, existen notabilísimas di-ferencias entre la sociedad humana y los animales, por efecto de la naturaleza psí-quica más elevada del hombre.

El hombre es capaz de ideas raciona-les, abstractas o generales; a esta capacidad corresponde el lenguaje, que sirve para comunicar las ideas y permite instaurar casi un coloquio perpetuo entre las sucesivas generaciones, por lo cual unas transmiten a las otras el resultado de su labor y de sus experimentos. De aquí que se origina la civilización y el progreso. El carácter de la progresividad es cabalmente uno de los elementos más importantes, merced al

23 Política, trad. ANTONIO GÓMEZ, Editorial Universidad Autónoma, México, 1963, Libro I, Sección 1ª.

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Sección Primera: El hombre, ser social

cual la sociedad humana se distingue de los animales”.24

Comentando el célebre libro del belga Maurice Maeterlinck, La vida de las abe-jas, donde se describe con precisión esa compleja y perfecta organización social que es una colmena, el pensador espa-ñol Francisco Ayala se pregunta: ¿en qué sentido puede llamarse vida, como hace Maeterlinck, a la vida de las abejas? Con agudeza él mismo se responde: “Se trata, sin duda, de vida en sentido natural, bio-lógico: pero es ésa una vida sin peripecias, sin sorpresas, rigurosamente regulada de antemano. Las colmenas, como todas las sociedades animales, son estructuras fijas que no evolucionan con el cambio de los tiempos. Así la colmena que estudia Mae-terlinck es esencial y estructuralmente la misma que pudo observar el poeta latino y la misma que dentro de mil o dos mil años los hombres del futuro podrán observar de nuevo”.25

Ahora bien, la falta de capacidad para una reacción que constituya un cambio en la estructura social permite distinguir a las sociedades animales de las sociedades humanas. En efecto, frente a cualquiera modificación de las circunstancias externas que perturbe las normales condiciones de vida de la comunidad animal, la reacción de los individuos que la componen está limitada al intento, en el caso de que ella sea factible, de reproducir, en la medida de lo posible, la anterior y eterna estructura: “Cuando consiente una adaptación sin cam-bio sustancial, es decir, si las circunstancias no son necesariamente destructoras para la comunidad animal, ésta se ajusta al nuevo medio y reproduce con exactitud la misma

24 DEL VECCHIO, ob. cit., p. 164.25 AYALA, FRANCISCO, Introducción a las Ciencias

Sociales, Editorial Aguilar, Madrid, 1955, p. 19.Cabe puntualizar que dentro de las sociedades

animales se operan ciertos cambios que corresponden al desarrollo natural de la especie, y que pueden llegar a constituir en algunas especies verdaderas metamorfosis. Sin embargo, estos cambios naturales son siempre idénticos a sí mismos. Se repiten cícli-camente. En sentido riguroso se trata de un tipo de evolución y no de un cambio.

estructura de siempre; y si no, los animales se reducen a perecer”.26

Contrasta con la pasiva actitud del animal la emprendedora actitud del hombre en contingencias análogas. Frente a los asaltos del mundo exterior, procedan de la natura-leza, procedan de otros grupos humanos, el hombre reacciona inventando recursos técnicos, utensilios y creando, igualmen-te, en el plano de la organización social, instituciones. El hombre readapta la propia estructura dentro de la cual realiza su vida: crea sus propias formas de sociedad.

Las breves consideraciones precedentes conducen a una conclusión: no existe una sociedad humana como existe la sociedad de las abejas o la sociedad de las hormi-gas, sino que se da una gran variedad de sociedades humanas bastante diferentes las unas de las otras, distintas en su estructura y diversas también en el grado de compleji-dad. Es más, la conducta de las sociedades humanas, su evolución futura, no se puede predecir en términos estrictos: se modifica y altera, no sólo de unas a otras, sino tam-bién dentro de la misma sociedad, de un momento para otro.

4. LAS INSTITUCIONES COMO CREACIONES HUMANAS PARA SATISFACER NECESIDADES

SOCIALES

La capacidad transformativa de las so-ciedades humanas hace que la convivencia humana sea una fuente perpetua de crea-ciones. El hombre no repite el espectáculo uniforme de la naturaleza; frente a ella crea un mundo nuevo: el mundo de la cultura. La cultura es el fruto de la convivencia. La cultura es la aportación del hombre al cosmos.

Cada cultura históricamente dada es un ensayo humano de escapar a las leyes im-placables de la naturaleza y constituir un refugio regido por leyes propias, y de ser preciso, contrapuestas a la naturaleza. Por la cultura el hombre domina a la natura-

26 AYALA, ob. cit., p. 20.

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Manual de Derecho Político

leza; por la cultura elabora ideales que se oponen a la naturaleza.

Como dice Maurice Hauriou, el hombre ha creado el ambiente social que no le per-mite evolucionar hacia otras formas. Al crear el ambiente social el hombre ha cortado la línea de la evolución. Así, la civilización humana es irreversible y su historia más es una reacción del hombre contra el medio natural que adaptación. Crea, en efecto, el hombre una sobreestructura de productos artificia-les, límites y restricciones que impiden su evolución ulterior. De ahí que en vez de evolucionar, el hombre progresa, es decir, trata de llevar a su perfección el tipo de hombre concebido racionalmente.27 Estas formas de actuar son específicamente humanas, “no naturales”, “artificiales”, comparadas con la conducta biológico-animal.

Cierto es que el hombre no puede eludir la satisfacción de las necesidades biológicas fundamentales, pero a través del proceso

27 Principios de Derecho Público y Constitucional, Edi-torial Reus, Madrid, 2ª edición, 1927, p. 86.

cultural crea los artefactos, instrumentos técnicos y las instituciones.

Por ejemplo, tan pronto como la satisfac-ción del amor sexual se transforma en una vida en común permanente y el cuidado de los hijos conduce a una vida doméstica permanente, se dan nuevas condiciones, cada una de las cuales es tan necesaria para la autoconservación del grupo como lo es cada fase de un proceso puramente biológico. El matrimonio es, sin duda, una institución social basada en el instinto sexual, pero es a la vez mucho más.28

De suerte que si, en una primera aproxi-mación, definimos a las instituciones como “creaciones del hombre para satisfacer ne-cesidades sociales”, debemos puntualizar que toda institución es una síntesis de fun-ciones y satisface siempre varios objetivos al mismo tiempo.

28 Ver SCHELSKY, HERMUT, Acerca de la estabili-dad de las instituciones en El hombre en la civilización científica u otros ensayos, Editorial Sur, Buenos Aires, 1967, p. 47.

Texto atinente a párrafo 1:

Acerca de la naturaleza social del hombre

LESLIE LIPSONLos grandes problemas de la política

Editorial Limusa, México, 1964, pp. 53 y ss.

CONDICIONES OPUESTAS SOBRE LA NATURALEZA HUMANA

La verdad de que los hombres no pueden basar sus vidas en la pura cooperación o en la pura competencia, y de que los intentos de acer-carse demasiado a cualquiera de los extremos resultan impracticables, se aclarará un poco más mediante algunos juicios contrastados en los campos de la ética, la economía y la biología. Considerar tales extremos es valioso porque ilumina la esfera que queda entre ellos. Una zona templada cobra más interés cuando se

TEXTO COMPLEMENTARIO

han explorado las zonas polar y tropical entre las que se extiende.

a) Ama a tu prójimo como a ti mismo. En el campo de la teoría ética abundan las doctrinas que hacen hincapié en el aspecto cooperativo de las relaciones humanas y prescriben un curso de acción basado en la necesidad que los hombres tienen los unos de los otros. Prueba de ello es el mandato de los Evangelios de “ama a tu prójimo como a ti mismo” o la norma de “no hagas a otro lo que no quisieras que te hicieran a ti mismo”. En la misma vena fueron escritas estas elocuentes palabras de John Donne: “Ningún hombre es una isla, todo para sí mismo; cada hombre es parte del continente, es parte de lo principal; si el mar se lleva un terrón, eso de menos tiene Europa, como si hubiese sido un promonto-rio, como si hubiese sido una heredad de tus amigos o de ti mismo; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la

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Sección Primera: El hombre, ser social

humanidad; y por tanto, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”. Estas expresiones y otras semejantes no describen con apego a la realidad cómo sienten y se portan la mayoría de las personas. Declaran algo acerca del sentimiento y la conducta como podrían ser y a juicio del que habla deberían ser. Lo que quizá sea más significativo de tales doctrinas es la continua distancia que media entre los ideales a menudo repetidos y las persistentes realidades. Sin ser un cínico, cualquiera que haya vivido en la primera mitad del siglo XX habrá de aceptarlo. Indudablemente, la razón de esta distancia es que tales preceptos hacen excesivo hincapié en la cooperación y no toman suficientemente en cuenta la capacidad de odio y de destrucción del hombre.

b) Que los perros se coman a los perros. Opues-tos a la benevolencia universal, e igualmente exagerados en la dirección contraria, son los dogmas del egoísmo universal. En un pasaje de El príncipe, Maquiavelo resumió de la siguiente manera su concepción de la humanidad: “Porque puede decirse de los hombres, en general, que son ingratos, volubles, hipócritas, ansiosos de evitar el peligro y ávidos de ganancia, mientras los beneficios serán enteramente tuyos; te ofre-cerán su sangre, sus bienes, su vida y sus hijos, como he dicho antes, cuando la necesidad sea remota; pero cuando se acerque, se rebelarán”. No tan centrada en el yo fue la caracterización de Hobbes, que considera que “de los actos voluntarios de cada hombre, el objeto es algún bien para sí mismo”.

Inclusive llega a decir que la compasión “surgió de imaginar que una igual calamidad

(u otra) puede caerle a él mismo”, lo que es una flagrante manera de deformar los hechos para salvar una teoría.

Tales opiniones diversas refuerzan la afir-mación de que los agrupamientos humanos no pueden atribuirse solamente a uno de sus aspectos o ser explicados por una sola causa. Por tanto, la sociedad está fundada en una paradoja. Los dos principios que explican, principalmen-te, la formación de grupos son mutuamente antagónicos. Donde uno avanza, el otro retro-cede en la misma medida. Son también, sin embargo, complementarios, y cada uno tiene que mezclarse con su antítesis para salvarse de sus propios excesos. El aceite y el vinagre no se pueden unir; pero se mezclan. Esto no quiere decir que los dos principios tengan igual valor y deban mezclarse en iguales proporciones. De hecho, lo contrario es lo cierto. De los dos, el más importante es la cooperación. La huma-nidad podría existir sin competencia. Pero no podría existir sin cooperación. Inclusive cuando los hombres actúan en competencia, forman grupos en los que cooperan unos con otros a fin de llevar a cabo más eficazmente la compe-tencia contra quienes están fuera del grupo. Así, las exigencias de la competencia llevan a los hombres a la cooperación. Lo contrario, sin embargo, no ocurre. Los hombres no se ven llevados a competir por la necesidad de coope-rar. Por tanto, la cooperación es el principio más importante; y aunque la humanidad deba tomar en cuenta el elemento necesario de la competencia, la mezcla social debería contener una gran cantidad de la primera y una cantidad más pequeña de la segunda.

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5. CONCEPTO DE INSTITUCIÓN

La palabra “institución” deriva del latín “institutio”, que según su etimología significa “fundamento”, “cimiento”, establecimiento primordial de alguna cosa. El vocablo es utilizado con profusión por juristas, soció-logos y cientistas políticos con significados más o menos equivalentes. Desde luego –como ya lo anticipáramos en un párrafo anterior– la palabra “institución” designa todo lo que ha sido inventado por los hom-bres, en oposición a lo que es natural.

Como también se anotaba, estas crea-ciones humanas apuntan en su esencia a dar satisfacciones a necesidades sociales: conservación o perfeccionamiento del grupo.1

Seguidamente, debemos puntualizar que las instituciones son creaciones colectivas. En efecto, escapa de las posibilidades in-dividuales la creación de una institución. Ellas son el resultado de un actuar humano colectivo.

Cierto es que, con frecuencia, se adjudi-ca la paternidad de una institución a una persona determinada (por ej.: el Hogar de Cristo, al Padre Hurtado). Sin embargo, ello tan sólo implica un reconocimiento al autor de la idea fundacional, por cuanto en definitiva, para que la actividad individual se convierta en institución, necesita contar con el respaldo de la idea colectiva. Como bien dice Tagle, “debe haber un grupo de

1 Las necesidades que procuran servir las institu-ciones deben importar siempre valores éticos. Por tal motivo no podrá ser considerada como institución una asociación ilícita (organización para el tráfico de estupefacientes, por ejemplo).

personas que apoye esa obra –que comparta esa idea– y que, además, actúe de confor-midad a ella. Desde el poder se pueden crear entes, pero ellos no se convertirán en instituciones, es decir, no se institucio-nalizarán si no hay respaldo colectivo. Una biblioteca creada por decreto, pero que no tiene sede, o que teniéndola no está abierta al público, o que estándolo no tiene con-currencia, no es, estrictamente hablando, una institución”.2

Otra característica que poseen las institu-ciones está representada por su estabilidad. Las instituciones tienden a proyectarse en el tiempo, a permanecer, y constituyen, por lo mismo, un poderoso factor de estabilidad y continuidad en la organización social. No hay institución de lo fugaz, de lo efímero. En el lenguaje cotidiano se emplea un es-tándar que refleja en forma muy expresiva esta característica: “los hombres pasan, las instituciones quedan”.

Con estos antecedentes podemos comple-mentar la definición de institución, diciendo que son creaciones del obrar humano colectivo que, con carácter de permanencia, procuran sa-tisfacer necesidades sociales éticas.

6. ELEMENTOS DE LAS INSTITUCIONES

En toda institución se distingue el ele-mento estructural o formal y el elemento intelectual o de representación colectiva.

El elemento estructural –también llama-do formal– se encuentra representado por la organización técnica y material: textos

2 TAGLE ACHAVAL, CARLOS, Derecho Constitucional, Editorial Depalma, Buenos Aires, 1977, t. II, p. 23.

Sección Segunda

LAS INSTITUCIONES

5. Concepto de institución.6. Elementos de las instituciones.

7. Instituciones jurídicas e instituciones políticas.8. Las instituciones y el cambio social.

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Manual de Derecho Político

jurídicos que la reglamentan, locales, mue-bles, máquinas, emblemas, papel timbrado, personal, una jerarquía administrativa.

La circunstancia de que en el elemento estructural se conjuguen factores de tan diversa naturaleza contribuye a crear no pocas confusiones.

A veces señalamos un edificio y decimos: “aquello es tal o cual institución”; o bien: “esto es la universidad” o “el hospital”. Sin embar-go, queremos decir que son los edificios que pertenecen a la institución, el local y cuerpo visible de la asociación. Las instituciones son formas organizadas de actividad social, y tienen, por tanto, un aspecto externo, enmarcado en el tiempo y en el espacio.

Para completar la caracterización de la institución se precisa la referencia al elemento intelectual o de representación colectiva que se encuentra expresado en las ideas, creencias, sistemas de valores que sirven de sostén al orden que la institución establece. Toda ins-titución aparece así como una disposición de los elementos que la constituyen, ordenados hacia el fin que tiende a promover.

Corresponde a Maurice Hauriou el mé-rito de haber destacado la relevancia que el elemento intelectual tiene para la ela-boración del concepto de institución. “El alma de la institución es la idea, la idea de la tarea a realizar”. De allí que no pueda sorprender la definición del jurista francés: “la institución es una idea de obra o de em-presa que se realiza y dura jurídicamente en un medio social”.

Para la realización de esta idea se organiza un poder en una serie de órganos. Por otra parte, entre los miembros del grupo social interesado en la realización de la idea se producen manifestaciones de comunión alrededor de esa idea, dirigidas por los ór-ganos del poder y reglamentadas por pro-cedimientos, Para esto se requieren –señala Haubiou– tres factores, por medio de los cuales se asegura la unidad consensual de la operación fundacional: la unidad en el objeto de los consentimientos, la acción de un poder y el lazo de un procedimiento.

El objeto y el poder son anteriores y ex-teriores a los consentimientos y constituyen la garantía de la unidad, así como el pro-

cedimiento, que permite la incorporación de los miembros y su permanencia en la fundación, es garantía de continuidad.3

El caso de los partidos políticos –institu-ciones políticas por antonomasia– permite ejemplarizar en forma muy clara la concu-rrencia de los elementos estructurales e intelectuales dentro de una institución.

En efecto, el elemento estructural aparece representado, en primer lugar, por el grupo humano (miembros o militantes del partido), por los estatutos (reglas que rigen su orga-nización interna), patrimonio (sede social, mobiliario, vehículos, utensilios, etc.).

El elemento intelectual se expresa en la doctrina, declaraciones de principios, programas del partido.

¿Cuál es el elemento más importante? Parece evidente que sin la presencia del factor intelectual el partido no se podría crear, pero no es menos cierto que sin la concurrencia del elemento estructural el partido tampoco tendría destino. Debe, en consecuencia, concluirse que ambos ele-mentos son imprescindibles para la vida de una institución.

7. INSTITUCIONES JURÍDICAS E INSTITUCIONES POLÍTICAS

Tomando como referencia su objeto, pueden distinguirse innumerables tipos de instituciones: religiosas, educacionales, económicas, militares, deportivas, culturales, sociales, etc.

Por su incidencia con nuestra disciplina, sólo nos ocuparemos de las instituciones jurídicas y políticas.

7.1. Instituciones jurídicas

En toda sociedad –con cierto grado cul-tural– los problemas que suscitan la convi-vencia y el conflicto de interés individuales, han de ser resueltos con arreglo a normas.

3 MAURICE HAURIOU, Principios de Derecho Público y Constitucional, Editorial Reus, Madrid, 2ª edición, 1927, pp. 83 y ss.

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Sección Segunda: Las instituciones

Estas normas pueden ser de muy diverso carácter: morales, jurídicas, convencionales, técnicas, etc. Todas ellas son mandatos, y todo mandato implica la estimación que una conducta es pre-posible a otra, y esta estimación, a su vez, implica el acatamiento de un valor reconocido.

Dentro del complejo normativo existente en toda sociedad, lo que viene a cualificar a las normas jurídicas es su “coactividad” (o coercibilidad), lo que significa que la norma, llegado el caso, podrá ser aplicada por la fuerza del poder público. Pero no es necesario que esto ocurra; basta con la posibilidad de que suceda. Y esto distingue suficientemente a la norma jurídica de la moral o de la convencional que no están sancionadas de la misma manera.

Ahora bien, toda institución es, en gran medida, estabilización de formas jurídicas de convivencia. Así lo expresa Sánchez Via-monte, cuando dice que “el material plás-tico y cambiante de que está formado el derecho adapta sus formas a las exigencias de un constante fluir, característico de la vida social a lo largo de la historia. Cuando este material plástico se plasma, es decir, se solidifica o consolida –tal como ocurre con el yeso o el cemento–, sus formas adquieren fijeza definitiva o, por lo menos, durable. En ese momento se configura la institución, que es siempre una estructura”.4

Se suele definir a las instituciones jurídicas como aquellas que tienen existencia en el mundo del derecho, creadas por normas, y los comportamientos adecuados a ellas, que tienden a realizar un principio de justicia.5

Ahora bien, “el fenómeno social es siem-pre un fenómeno normativo e institucio-nal conjuntamente, ya que toda institución implica un ordenamiento y todo ordena-miento jurídico es elemento esencial de toda institución”.6

4 CARLOS SÁNCHEZ VIAMONTE, Las instituciones políticas en la historia universal, Editorial Bibliográfica Argentina, B. Aires, 1958, p. 14.

5 TAGLE, ob. cit., t. II, p. 29.6 CERDA MEDINA, MARIO, “Para un estudio de

las instituciones”, en Rev. de Ciencias Sociales, U. de Valparaíso, junio, 1976, Nº 9, p. 68.

Cabe preguntarse, entonces, si en toda institución existen normas (estatutos), ¿cuál sería el rasgo específico de las instituciones jurídicas en relación con las demás insti-tuciones?

Para descubrir esa diferencia hay que tener en cuenta que en la institución jurí-dica, la norma, además de ser un elemento estructural de la institución, constituye su objeto específico, su realidad misma, es de-cir, lo creador de la institución y lo creado por ella, a la vez.

En cambio, en las otras instituciones, lo normativo pasa a ser lo instrumental, el medio de que una institución exista o sobreviva. En un club deportivo la cosa creada no es el conjunto de las normas que lo rigen; en cambio, en la institución jurídica “familia”, lo creado es precisamente ese conjunto de normas que determinan lo que es una familia. Por. eso, mal será conocida una academia de pintores (institución artística) si estudiamos solamente su estatuto, que en realidad es algo secundario, instrumen-tal, en la vida de esa institución. (Aquí lo que interesa es conocer las exposiciones que ha hecho, el valor de su pinacoteca, el número y el prestigio de sus miembros, etc.). En cambio, quien quiera conocer esas instituciones jurídicas que se llaman “el contrato”, o la “familia”, o “la propiedad”, estudiará las normas jurídicas a ellas referi-das y lo atinente a su comportamiento real (doctrina, jurisprudencia, etc.).

Por otra parte, las instituciones jurídi-cas apuntan a la realización de un valor: la justicia; por lo menos de la justicia, tal como es entendida por determinada co-munidad. Las instituciones jurídicas están puestas al servicio del derecho, a los fines de regular la convivencia humana conforme a un principio que se entiende justo.

Así, “el poder judicial” es una institución jurídica que tiende a que los conflictos in-dividuales sean resueltos por otro ente que no sean las partes”.7

Siempre en relación con las instituciones jurídicas cabe puntualizar que, si bien en

7 TAGLE, ob. cit., pp. 29-30.

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Manual de Derecho Político

muchos casos ellas representan la transfor-mación de costumbres en instituciones (la monogamia fue primero una costumbre antes de transformarse en institución), en otros casos ellas no reflejan y expresan me-ramente la vida social, sino que la modifican profundamente.8

Sobre el particular parece pertinente discurrir en torno a la distinción que for-mula Georges Renard entre institución y contrato. Lo característico del contrato es postular un criterio de igualdad. Sirve a los propósitos meramente subjetivos de dos o más individuos. Por el contrario, el principio de la institución es la idea de autoridad. La organización de una institución implica diferenciación, desigualdad, autoridad y jerarquía. Exige subordinación del propósito individual a las aspiraciones colectivas de la institución. Los derechos subjetivos de los individuos, típicos en el derecho con-tractual, se encuentran ignorados en gran medida por el derecho institucional.

Ello –esclarece Renard– no implica que los miembros de la institución estén en situa-ción de esclavos; quiere decir simplemente que el bien común de la institución tiene que prevalecer sobre los intereses privados y subjetivos de los miembros individuales. Reconoce el discípulo de Hauriou, que los miembros de una institución pierden su li-bertad en cierto grado; pero, enfatiza, ganan en seguridad lo que pierden en libertad.9

Las instituciones jurídicas pueden ser tanto “públicas” como “privadas”; y, como toda institución, presentan la triple signi-ficación: institución-cuerpo; institución-ór-gano e institución-norma. Al respecto la institución del matrimonio sirve de ejemplo clasificador: institución-cuerpo (la pareja de esposos); la institución-órgano (el ma-rido en su rol, por ej., de administrador de la sociedad conyugal) e institución-norma (el conjunto de preceptos que regulan las relaciones entre los esposos).

8 Los legisladores tradicionales HAMMURABI, Moisés, LICURGO, eran hombres convencidos de la importancia de transformar costumbres en instituciones.

9 La théorie de l‘institution. París, 1930, pp. 329 y ss.

7.2. Instituciones políticas

Duverger define las instituciones políticas como “aquellas que se refieren al poder, a su organización, a su evolución, a su ejercicio, a su legitimidad, etc.10 Por su parte, Karl Loewenstein considera que “las instituciones políticas son el aparato a través del cual se ejerce el poder en una sociedad organizada como Estado, y las instituciones son, por lo tanto, todos los elementos componentes de la maquinaria estatal”.11

Como se puede apreciar, aparte de sus diferencias formales, los dos autores coinciden en que lo que cualifica a una ins-titución política es su vinculación directa con el poder central (poder estatal). Como anota Burdeau, la lucha por el poder, cua-lesquiera que sean sus formas, nunca deja de ser una competencia para la conquista del derecho de mandar, es decir, de tomar decisiones que tendrán valor de reglas para la colectividad.

Ello explica la preocupación de los grupos sociales por precisar su estructura. “Puesto que se trata de un combate, tanto la paz como el orden hacen preciso que por lo menos se discipline su desarrollo de forma que la sociedad sufra el menor perjuicio posible. Este es el objeto de las instituciones políticas: normalizar tanto la lucha por el poder cuanto las condiciones de su ejercicio, por medio de lo que podría denominarse una reglamentación del mando”.12

Como ejemplo de instituciones políticas se puede citar: el Estado (“la institución de las instituciones” en la teoría de Hauriou); el Parlamento; el Presidente de la Repú-blica; la Corona; los partidos políticos; la Constitución (institución-norma).

Aparte de su específica vinculación con el poder estatal, las instituciones políticas presentan las características generales men-cionadas para toda institución.

10 Ob. cit., p. 108.11 Teoría de la Constitución. Editorial Ariel, Barce-

lona, 1969, p. 30.12 GEORGES BURDEAU, Método de la Ciencia Política,

Editorial Depalma, Buenos Aires, 1964, p. 438.

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Sección Segunda: Las instituciones

8. LAS INSTITUCIONES Y EL CAMBIO SOCIAL

La estabilidad, es decir, la permanencia en el tiempo, es característica propia de todas las instituciones, se trate de “insti-tución-cuerpo”, de “institución-órgano” o de “institución-norma”. “Las instituciones –dice Huntington– son pautas de conducta reiteradas, estables, apreciadas”, y agrega: “la institucionalización es el proceso por el cual adquieren valor y estabilidad las organi-zaciones y procedimientos”.13 En el mismo sentido, Perlmutter llega a la conclusión de que las instituciones son organizaciones con carácter permanente que comportan valores positivos para la sociedad.14 La an-teriormente transcrita definición de Hau-riou también enfatizaba el aspecto que nos ocupa al evocar la idea de estabilidad, de permanencia.

¿La estabilidad institucional excluye el cambio? La respuesta es obviamente negativa. Las instituciones sociales duran un tiempo más o menos largo, según que respondan mejor o peor a las necesidades del medio social y según que las ideas sobre que repo-san interpreten o no el sistema de valores vigentes en ese medio social. Como expre-sa Hauriou, “Las instituciones responden a necesidades, prestan servicios; cuando cesan de rendirlos, o se han transforma-do las necesidades o se han corrompido las instituciones, haciéndose parasitarias; en este caso, la confianza del público se aparta de ellas lentamente. Si sobreviven algún tiempo, es en virtud de la velocidad adquirida, pero se encuentran en trance de reforma o supresión”.15

En esta contingencia, la duración de las instituciones básicas indispensables no siempre está asegurada en un mundo en proceso de rápida evolución técnica, política

13 SAMUEL HUNTINGTON, El Orden Político en las Sociedades en Cambio, Edit. Paidós, Buenos Aires, 1972, pp. 22-23.

14 HOWARD PERLMUTTER, Hacia una teoría y una práctica de las instituciones sociales, Edit. Fontanella, Barcelona, 1967, p. 18.

15 MAURICE HAURIOU, ob. cit., p. 90.

y económica. Las condiciones del mundo y de la vida, en constante evolución, con-tribuyen a que las instituciones, debido a su rigidez inherente, se hagan insensibles a las necesidades indispensables del hom-bre. A lo largo de los años, la comunidad, la universidad, la industria, el hospital, el sistema jurídico y las estructuras políticas presentan con frecuencia un interés mucho menor por sus pacientes, sus empleados, sus hospitalizados, clientes y por quienes integran la institución. Esto produce como resultado una patología individual y social. En efecto, son pocas las instituciones que en las circunstancias actuales pueden evi-tar la contingencia, cada década o cada generación, de serios problemas de rees-tructuración”.16

Hay dos posibilidades según las cuales un sistema de correlación entre necesidades e instintos humanos y su forma de satisfacción institucional puede llegar a ser inestable: por una parte, cuando una modificación de las necesidades e instintos que subyacen a la institución no va acompañada del cambio de las instituciones o de sus formas; por otra, cuando se modifica una institución y las ne-cesidades y los instintos son los mismos.

“El primer caso parece ser la forma nor-mal de inestabilidad o de decadencia de las instituciones en la medida en que la modificación de las estructuras instintivas por la aparición de necesidades derivadas que tienen su origen en la institución mis-ma es algo que corresponde a su propia esencia, de tal manera que un fracaso en la tarea de creación permanente con la que está enfrentada una institución, sig-nifica la caída natural de la institución; la mera permanencia sin modificación alguna de formas institucionales es, en virtud de las leyes dinámicas de la estabilidad de las instituciones, su decadencia. El segundo caso aparece cuando fuerzas externas o parcialmente internas del sistema social modifican las formas institucionales, de tal manera que las necesidades vivientes que en aquellas habían sido recogidas no

16 PERLMUTTER, ob. cit., p. 22.

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Manual de Derecho Político

pueden ser ya satisfechas; estos fenóme-nos aparecen, sobre todo, en las derrotas bélicas, en las revoluciones o en aquellas destrucciones violentas de instituciones provocadas por fuerzas extrañas a las ins-tituciones mismas”.17

En gran medida, el progreso del hom-bre –su pervivencia y su evolución– de-pende de su capacidad para estructurar y reestructurar sus instituciones básicas, tarea ardua y compleja para cuyo éxito es preciso superar en forma continua no pocos obstáculos.

En efecto, el desequilibrio entre el co-nocimiento científico-técnico utilizable y las instituciones sociales existentes es muy marcado. El cambio científico-técnico tiene un ritmo más rápido, que no coincide con la capacidad asimilativa de una institución: ésta tiende a conservar, a mantener un statuo quo. Vale decir: ocurre un desfase, y la socie-dad entra en crisis. Nuestro conocimiento científico crece más de prisa que nuestra ciencia social.

En lo que atañe a la especie instituciones políticas, el factor estabilidad –inherente a toda institución– adquiere una importancia relevante. Si las instituciones políticas no se proyectaran hacia el futuro, con vocación para subsistir, carecerían de sentido. “No se concibe un Estado sólo para hoy ni un presidente sólo para esta tarde ni una ley sólo para este instante. A ese respecto, la estabilidad institucional –y la propia pa-labra Estado la evoca– es una tendencia característica de todo régimen político y de todo orden jurídico, y no exclusividad de uno de cualquiera de ellos”.18

Pero como acertadamente puntualiza Fe-derico Gil, “debe recordarse también que la estabilidad no puede ser el objetivo per-seguido. La estabilidad de las instituciones políticas no lleva consigo mérito alguno si el precio de esa estabilidad es la libertad o el inmovilismo. Si se logra a expensas del ideal democrático, es siempre ilusoria. En el segun-

17 HERMUT SCHELSKY, ob. cit., El hombre en la civi-lización científica, Editorial Sur, Buenos Aires, 1967, p. 56.

18 MARIO JUSTO LÓPEZ, ob. cit., tomo II, p. 92.

do caso, la estabilidad supone inmovilidad y por lo tanto una sociedad estancada”.19

La estabilidad institucional se expresa en continuidad jurídica. De allí que sea imprescindible distinguir entre estabilidad y continuidad, por una parte, e inmovili-dad y fosilización, por otra. “La estabilidad institucional no excluye el cambio, pero requiere que éste se realice dentro y no contra, ni al margen de los cauces institu-cionales. De este modo, ni el cambio obsta a la continuidad ni la continuidad al cambio. La continuidad jurídica –columna vertebral de la institucionalidad– implica simplemen-te que la creación del orden normativo, y consecuentemente su cambio, se produce de conformidad a las normas jurídicas exis-tentes, de tal modo que la validez de las nuevas se funda en las anteriores”.20

Por otra parte, no se puede olvidar que las instituciones políticas superiores están ínti-mamente vinculadas a la ideología política, a la que sirven y forjan simultáneamente.

El sistema político se realiza dando expre-sión institucional a las ideologías. A través de sus operaciones (técnicas), las instituciones realizan sus perspectivas (mitos).

En ocasiones el vínculo entre la institución y la ideología es tan íntimo que la primera se convierte en el símbolo de la segunda. En sus orígenes, las instituciones son medios que se colocan al servicio de una ideolo-gía. Si ésta cambia, también la institución debe sufrir un proceso de adaptación que la transforma, a veces, radicalmente.21

La inadecuada comprensión de la ne-cesidad de reestructurar las instituciones políticas conforme lo exijan las circunstancias históricas, podría explicar en no poca medida las perturbaciones e inestabilidad política que caracterizan a América Latina.

19 FEDERICO GIL, Instituciones y Desarrollo Político de América Latina, Edit. Intal, Buenos Aires, 1966, p. 6. A nuestro entender, un ejemplo expresivo de sociedad fosilizada sería el esquema propuesto por Platón en La República. En cierta forma el discípulo de Sócrates parece considerar que el cambio es el mal y que el reposo es el bien.

20 MARIO JUSTO LÓPEZ, ob. cit., tomo II, p. 92.21 Sobre la relación instituciones-ideologías, ver

LOEWENSTEIN, ob. cit., pp. 30-31.

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Sección Segunda: Las instituciones

Texto atinente a párrafo 8:

Las instituciones y el cambio social

R. M. MAC-IVERComunidad

Editorial Losada, Buenos Aires, pp. 180 y ss.

LAS INSTITUCIONES Y LA VIDA

Si hemos visto la doble necesidad de las instituciones como medios por los cuales la vida social se fomenta y controla, habremos visto, por tanto, que aquellas no son buenas en sí, sino en tanto que realicen un servicio para la vida. Las instituciones son el mecanismo de la sociedad. Ese es el motivo por el cual una institución puede ser deseable en un momento y perjudicial en otro. No existe, probablemente, una institución cual-quiera, por detestada que sea actualmente, que no fuera beneficiosa en alguna esfera social en algún tiempo. La esclavitud, la guerra, la tiranía, son perjudiciales en un mundo civiliza-do; pero ¿podemos negar que han realizado el bien en los pueblos primitivos? Las instituciones son buenas o perjudiciales según el fin que sirven. No existen para subyugar a los hombres, sino para servirlos, y en cuanto no lo hagan, desaparece su necesidad; y ninguna antigüedad o santidad será suficiente para preservarlas de la condena.

Se ha apuntado ya que la continuidad y per-manencia de las instituciones, contrastadas con

lo efímero de la especie a que sirven, le dan un falso aspecto a nuestra vista, y es el de que existen por sí mismas o por un fin suprapersonal.

Es muy importante que comprendamos la verdadera relación existente entre las instituciones y la vida que las crea. Toda clase de vida común crea sus instituciones apropiadas: la vida religiosa, instituciones eclesiásticas; la vida financiera, ins-tituciones económicas, etc. Cada forma de vida debe vivir por las instituciones, pero nunca para ellas. El desconocimiento de tal postulado conduce a dos extremos igualmente falsos de la teoría. Puede conducir al principio de la regimentación, que da prioridad a las instituciones sobre la vida, o al principio de la anarquía, que al protestar por la elevación de las instituciones a fines, no considera su importancia como medios.

Ahora, como las instituciones son formas objetivas, no cambian en el modo perceptible del proceso inquieto de la vida. Una institución puede permanecer incambiada aparentemente, mientras que la vida que le dio origen haya cambiado totalmente o haya desaparecido. O al contrario: una institución puede ser creada, transformada o destruida en una hora, bajo los impulsos creativos o destructivos de una vida que silenciosamente se ha colocado en pro de nuevas finalidades.

Pero si las instituciones han de servir a la vida con todo su esfuerzo, deben ser transforma-das a medida que cambia ésta o adopte nuevos rumbos.

TEXTO COMPLEMENTARIO

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9. “EL HOMBRE, ANIMAL POLÍTICO”

Destacábamos, en un párrafo inicial, la dimensión social del hombre: “el hombre es sociable por naturaleza”. Los individuos nunca vivieron solos, sino que siempre con-vivieron. No hay estados presociales.

Ahora bien, ¿puede sostenerse con igual, certeza la naturaleza política del hombre? En otros términos, ¿puede vivir en sociedad sin organización política? ¿Existe una etapa prepolítica?

Estas interrogantes, a pesar de ser con-temporáneas a los filósofos de la antigüedad, no tienen en nuestros días una respuesta definitiva, y los planteamientos que en uno y otro sentido se formulan no están exentos de carga ideológica.

Aristóteles es el primer expositor de la politicidad natural del hombre y su célebre sentencia “el hombre es un animal político” (zoon politikon) tiene un alcance y proyección no siempre bien comprendidos.1

A Aristóteles no le faltaban en su idio-ma vocablos suficientes para expresar la sociabilidad del hombre si su propósito sólo hubiere sido ése. Pero, como aparece de manifiesto en su obra, para Aristóteles lo privativo del hombre no es el appetitus societatis, sino que su manera de convivir con sus semejantes en esa forma de asocia-ción tan concreta que fue la polis. Es decir, el hombre no puede vivir en sociedad sin forma de organización política.

Su otra sentencia –tan divulgada como la anterior–, “sólo una bestia o un dios

1 Es frecuente encontrar en las traducciones de la Política la locución animal social en lugar de animal político.

puede vivir fuera de la polis”, también debe entenderse literalmente. No es por falta de sociabilidad que las bestias y los dioses están excluidos de la polis, sino porque las asociaciones vigentes entre las unas y los otros son bien distintas, por los caracteres que respectivamente les atañen, de esta forma de vida tan única que es la polis: organización en que intervienen tanto la razón como la coacción, y que, por lo primero, excluye a los entes inferiores, y por lo segundo, a los que son superiores. Para vivir fuera de la polis es necesario ser menos que un hombre (una bestia) o más que un hombre (un dios). Pero el ámbito natural de la vida del hombre es la polis. Sólo en ella llega a ser el que en principio y potencia es.2

El planteamiento aristotélico ha contado en todas las épocas con entusiastas seguido-res (Polibio, San Agustín, Santo Tomás, los organicistas). En el presente, los estudiosos de la política –al margen de las conclusio-nes de los antropólogos– admiten que el hombre no sólo es sociable, sino político; que la convivencia en que se sustenta su sociabilidad tiene que ser, necesariamente, política. “Porque si los hombres conviven, si los hombres están juntos, necesitan una ordenación, una dirección, un gobierno. Y con esta necesidad aparece el principio político que informa la vida societaria. La convivencia social se politiza, porque de otra

2 En este punto hemos seguido la nota introductora de ANTONIO GÓMEZ ROBLEDO (Política, Universidad Nacional Autónoma de México, 1963). Una versión con mayor proyección a lo social que a lo político se halla en la introducción de Julián Marías, para su traducción al clásico aristotélico (Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1961).

Sección Tercera

LA POLITICIDAD HUMANA

9. “El hombre, animal político”.10. La hipótesis contractualista.

11. El punto de vista antropológico y sociológico.12. Las formas políticas en el devenir histórico.

13. Especies de formas políticas.14. La forma política moderna: el Estado.

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Manual de Derecho Político

manera se disolvería, sería caos, anarquía, desorden; simplificando la noción, diríamos, para hacer plenamente comprensible la idea, que la convivencia social no puede prescindir de una jefatura, de una dirección, de un rectorado. Con ello aparece ya la po-liticidad; al erigir un mando, un gobierno, la convivencia social se torna política; en cuanto ese mando y ese gobierno tienen a su cargo la regencia de los hombres y pro-curan algún yunque, es común a la misma totalidad: fin público”.3

10. LA HIPÓTESIS CONTRACTUALISTA

La posición opuesta a la corriente aris-totélica está representada por la doctrina “contractualista” o del “pacto social”, que tuvo precursores en la antigüedad entre algunos sofistas y estoicos, pero que logra su mejor expresión a partir del siglo XVII en las obras de Hobbes y Locke, para pro-yectarse, más adelante, con Rousseau.4

Al margen de las numerosas diferen-cias entre los autores citados, hay un punto común a todos ellos: describen una etapa prepolítica de la sociedad.

En efecto, mientras la corriente aristotéli-ca sostiene que el nacimiento de la sociedad y la organización política son simultáneos, los contractualistas afirman que habría existido una etapa llamada “estado de naturaleza”, sin politicidad. Sólo posteriormente, por obra de la voluntad y del acuerdo humano, se habría celebrado el “pacto” o “contrato so-cial”, en virtud del cual la convivencia social queda políticamente organizada.

No todos los contractualistas conciben el “estado de naturaleza” en los mismos términos. Para Hobbes, por ejemplo, el es-tado de naturaleza, previo a la constitución de la sociedad política, sería un estado de lucha general, de “guerra de todos contra todos”. Locke, en cambio, no tiene una visión tan pesimista del estado prepolíti-

3 BIDABT CAMPOS, JORGE, Derecho Político, Editorial Aguilar, Buenos Aires, 1967, p. 194.

4 Ver textos complementarios atinentes a párrafo 10 p. 45.

co. El “sentido común”, inherente a todo hombre, contribuye a que éste supere los conflictos de intereses que se originan en la vida social. Finalmente, la visión de Rousseau es francamente optimista: “El hombre es bueno por condición natural y solamente las circunstancias histórico-sociales inade-cuadas a la exigencia de su naturaleza le han viciado”.

La diferente concepción que tienen los contractualistas del “estado naturaleza” explica consecuentemente el carácter que atribuyen al poder político emergido del “pacto social”. Hobbes –el pesimista– postula por un go-bierno autocrático; su doctrina sostiene con energía máxima el principio de la monarquía absoluta. Su pensamiento se sintetiza en la máxima: “Gobierno absoluto o caos”.

Locke –el ecléctico– sostiene que en el “pacto” hay una reserva de derechos para los particulares, de tal modo que solamente se delega en el poder político aquella parte de libertad que es indispensable ceder para salvaguardar el resto. La monarquía consti-tucional constituye su fórmula política.

La concepción idílica de Rousseau cie-rra el cuadro contractualista: del estado de naturaleza se pasa a la sociedad, como si los hombres vivieran en el estado de naturale-za, a la erección de un poder que no es el de un hombre, que se impone a todos los demás con facultades soberanas derivadas del pacto, sino que es el poder de la ley, expresión de la “voluntad general”. ¿Cuál es su expresión política? Para algunos la democracia directa; para otros, el absolu-tismo democrático.

Un enfoque, obviamente diferente, pero que tiene de común con el contractualismo el hecho de concebir una etapa prepolítica, corresponde al marxismo. Así, para Marx y Engels, la organización política sólo emerge cuando la sociedad se escinde en clases.

Expresa Engels que el Estado es un pro-ducto de las sociedades económicamente evolucionadas, en las que la propiedad y los privilegios están distribuidos en forma desigual. Estas sociedades son complejas, divididas en clases. La más elevada de ellas es la clase rectora, y se designa clase superior en virtud de su posición social y política, que

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Sección Tercera: La politicidad humana

se basa en la propiedad y el control de los medios de producción: tierras, fábricas, etc. Aunque no gobiernan directamente sino a través de una institución social específica (el Estado), las clases rectoras conservan su situación superior a todas las demás, y de manera indirecta unifican las diferentes formas de poder bajo su mando.

En consecuencia, para el marxismo el Estado tiene un carácter de instrumento de dominación de una clase por otra, en la sociedad burguesa o capitalista. En la sociedad socialista –etapa de la dictadura del proletariado– el Estado, en cambio, sirve al proletariado, la inmensa mayoría. Final-mente, en la etapa comunista –sociedad sin clases– el Estado se extinguirá y al gobierno de las personas sucederá la administración de las cosas.5

11. EL PUNTO DE VISTA ANTROPOLÓGICO Y SOCIOLÓGICO

Las explicaciones precedentes acerca de la aparición de la organización política tie-nen un marcado basamento lógico, racional e ideológico, pero ¿cuál es la conclusión que otras disciplinas, más empíricas, como la antropología o sociología, dan sobre el particular?6

En lo tocante a las investigaciones an-tropológicas y etnológicas, las conclusio-nes distan de ser concordantes. En efecto, existen dos bandos entre los antropólogos que se dedican al estudio del origen y con-textura del Estado. Por una parte, el de los que piensan que el Estado es el principio organizante de todas las sociedades. Según Eduard Meyer, el Estado es la unidad del

5 El tema se encuentra desarrollado principal-mente en las siguientes obras: FEDERICO ENGELS, El origen de la Familia, la Propiedad Privada y el Estado; Antidühring, del mismo autor, y El Estado y la Revo-lución, de LENIN.

6 Cierto es que FEDERICO ENGELS emplea las investigaciones del antropólogo MORGAN en apo-yo de su teoría del Estado, pero es notorio que su construcción no está exenta de carga ideológica, empleando el vocablo en la acepción que le otorga K. Mannheim.

orden político y militar de la sociedad; sin el Estado no puede mantenerse el orden legal, ya que falla la unidad de voluntad de la sociedad. “El Estado no sólo es con-temporáneo del hombre, sino que corres-ponde al orden animal. Por su origen es más antiguo que el género humano, cuyo desarrollo cabalmente sólo se hace posible en él y por él”.7

Otro investigador más reciente –el des-aparecido etnólogo austríaco Wilhelm Kop-pers– también expuso en forma inequívoca la doctrina de la universalidad del Esta-do y su gran antigüedad.8 Bonald resulta igualmente concluyente: “El Estado es una realidad primitiva, el instrumento gracias al cual toda sociedad asegura su orden”.9

Se ha estimado que estas tesis represen-tan una reacción a una doctrina anterior, según la cual en las sociedades primitivas el sistema de parentesco u orden consan-guíneo de la sociedad ocupaba el lugar del Estado u orden político de la sociedad. Pero aun en el presente esta tendencia tiene sus defensores. Para ellos el Estado no aparece más que en las sociedades complejas a título de instrumento especializado de gobierno. “La etnología nos enseña que las sociedades humanas que se encuentran en los niveles inferiores del desarrollo cultural carecen por completo de una organización política. Por decirlo con palabras de Birket-Smith, la sociedad es tan antigua como el hombre mismo, igual que el habla y la economía. El Estado, en cambio, es más reciente. Existen varios pueblos que viven en una feliz igno-rancia de toda organización estatal”.10

Hasta aquí la visión sinóptica de los antropólogos. ¿Cuál es el enfoque de los sociólogos? En primer lugar, una especie de declaración de principios: “descarta-

7 Citado por LAWRENCE KRADER, La formación del Estado, Editorial Labor, Barcelona, 1972, p. 30. Ver además HERMANN HELLER, Teoría del Estado, Edito-rial Fondo de Cultura Económica, México, 1947, p. 145.

8 Citado por KRADER, ob. cit., p. 31.9 Citado por GEORGES BELANDIER, Antropologia Po-

lítica, Editorial Península, Barcelona, 1969, p. 142.10 LEÓN GRIMBERG, El Origen del Poder Político,

edición mimeografiada, Stgo., 1969.

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Manual de Derecho Político

mos, desde luego, de este estudio todas las ideas a priori que consideran el origen del Estado. Toda hipótesis metafísica relativa al asunto deberá ser excluida, cuidadosa-mente, de la ciencia social, para relegarla a su campo propio, que es la ética como teoría de los fines últimos de la asociación humana”.11

Ahora bien, al parecer los sociólogos, más que indagar sobre “el momento” en que aparece la organización política, pro-yectan su preocupación en orden a precisar las causas del fenómeno. Dos opiniones –a nuestro entender representativas– así parecen demostrarlo.

“Ha sido corriente hablar del origen del Estado. Más exacto sería decir que, en un momento determinado de la histo-ria, y como resultado de diversos factores, surgieron los estados de las comunidades o sociedades. Pero si sus historias son di-ferentes, su fundamento es similar. Los estados se han desarrollado y han persis-tido porque las comunidades requieren organización.

Si se convierten en comunidades orga-nizadas, lo hacen con ciertos propósitos, para la agresión y la defensa, para el man-tenimiento del sistema legal y el orden, para conservar la norma común. Y puesto que una comunidad organizada está mejor equipada para la lucha por la existencia que una comunidad no organizada, el aparato del Estado se hace universal y característico de las civilizaciones superiores”.12

En el mismo sentido, anota Ely Chinoy: “Las diferentes instituciones políticas han aparecido en contextos históricos muy di-versos y por muchas razones: las necesidades de la guerra y las campanas militares, los movimientos migratorios y las conquistas, el crecimiento y diversificación de la población, a medida que los grupos y los individuos dentro de la sociedad consideraron útil centralizar la autoridad, establecer métodos para la solución de las disputas y emplear la

11 ANTONIO CASO, Sociología, Editorial Limusa, México, 1964, p. 319.

12 J. RUMNEY, Spencer, Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1944, p. 130.

fuerza para mantener el respeto de algunas normas sociales”.13

12. LAS FORMAS POLÍTICAS EN ELDEVENIR HISTÓRICO

Las discrepancias entre racionalistas y empiristas acerca del origen simultáneo o sucesivo de la organización política, no impiden captar una verdad que se impone con caracteres de evidencia: el hombre, para poder mantenerse en sociedad, para estar con su prójimo, requiere la organización política. La politicidad de la convivencia humana es una necesidad, y tan necesi-dad que representa un modo de ser del hombre. Tal parece ser el real alcance de la sentencia aristotélica cuando se refería al hombre como zoon politikon.

Aceptar esta premisa no conduce, obvia-mente, a desconocer las diferencias entre las organizaciones políticas que han emergido en el devenir histórico. Identificar, pura y simplemente, la polis griega con el Estado moderno –como suelen hacerlo algunos autores– constituye un grave error. Los tiem-pos son otros, diferentes las condiciones, diversas las cantidades y las calidades.

Ahora bien, ¿cuál o cuáles son los rasgos distintivos de estas organizaciones políti-cas históricas, cualquiera que haya sido el nombre que se les haya dado?

En primer lugar, la sociedad política ha de ser comprendida como un sistema social institucionalizado, esto es, como una institución, lo que supone la convivencia de todos los elementos a que hiciéramos referencia en párrafos anteriores.

La segunda característica de las orga-nizaciones políticas superiores, que viene a representar, al mismo tiempo, su factor realmente cualificador, es la autarquía. Esta superioridad institucional atribuida a 1a sociedad política fue ya enfatizada por Aristóteles cuatro siglos antes de Cristo y se proyecta al presente en forma casi in-variable.

13 ELY CHINOY, La Sociedad, Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1966, p. 209.

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Sección Tercera: La politicidad humana

La autosuficiencia de la organización política engloba todos los órdenes de la vida social, pues la sociedad política puede, en todo momento, asumir la realización de todas aquellas necesidades sociales que se hacen imprescindibles.

Esta idea de autarquía lleva además apa-rejada una serie de implicancias que más adelante pormenorizaremos: supremacía (se considera la expresión superlativa de lo social); autonomía (monopolio legítimo de la fuerza física para el mantenimiento del orden vigente); coherencia (desarrolla una fuerza de cohesión unificadora sobre una pluralidad de agrupaciones menores).

Las organizaciones políticas que en di-versas épocas presentan estos caracteres han recibido diferentes denominaciones: polis, civitas, imperium, estado.

A estos tipos de organización política suele denominárselos con la expresión ge-nérica “formas políticas”, comprensiva de los distintos sistemas políticos superiores que han tenido existencia histórica.14

13. ESPECIES DE FORMAS POLÍTICAS

Las limitaciones propias de un Manual como éste impiden describir con un míni-mum de pulcritud la compleja evolución de las diversas formas políticas a través de la historia. Aquí, por lo tanto, nos limitamos a un rápido esbozo de lo que tradicional-mente se presenta como rasgos distintivos de las formas políticas más relevantes de la cultura occidental.

13.1. La polis griega

En el antiguo Oriente existieron formas políticas de gran envergadura (imperios chino, indio, persa, egipcio antiguo, israelí, etc.), pero sus instituciones poco o nada se vinculan con las que actualmente conocemos. La cultura occidental de hoy proviene de Grecia, Roma y el Cristianismo, y ninguno

14 Ver sobre el particular, MARIO JUSTO LÓPEZ, ob. cit., tomo I, p. 318.

de estos tres fenómenos se habría producido en las realidades políticas orientales.15

El primer antecedente de las sociedades políticas del presente debemos buscarlo en la polis griega, particularmente en la ateniense del siglo V a. de C.

La polis fue la última unidad político-so-cial del antiguo mundo griego. El vocablo designó primeramente la fortaleza construida en lo alto de la montaña o la colina, y se extendió después al conjunto de lo edifica-do al pie de ella. A tal centro de población vinieron a someterse e incorporarse después las aldeas circunvecinas. El vínculo original de quienes construyeron la polis debió de ser tribal, de sangre o parentesco, referido a un héroe ancestral; y, efectivamente, en todas partes quedaron instituciones y usos conformados con ese origen.

Se suele traducir la voz polis, como estado-ciudad, pero ello puede inducir a errores, por cuanto la polis no puede identificarse con las entidades que hoy denominamos estado y ciudad.

La polis no es sólo una ciudad –una parte incorporada a una unidad más grande y superior–, sino al mismo tiempo una unidad política soberana. Pero tampoco coincide con la forma política que hoy denominamos estado, por cuanto, a diferencia de éste, la polis también es unidad religiosa.

Generalmente se mencionan las siguien-tes características de la polis:

– Estrechez de dimensiones. Atenas, en los días de su mayor expansión, llegó a tener una superficie de 2.650 kilómetros cuadra-dos. De ello se derivan una fuerza y una debilidad. La fuerza reside en la intensidad de la vida social y política dentro de cada ciudad; la debilidad, en el desmenuzamien-to y el particularismo de aquellas ciudades demasiado numerosas.

– La polis es humanista. Aun cuando en un principio la polis es un concepto territorial, luego su nombre no evoca simplemente una fortaleza, un territorio y unas casas,

15 Una característica común de las instituciones orientales se encuentra en la identificación total de los poderes políticos con los religiosos.

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sino unos hombres: unos ciudadanos. De ahí que para el griego sólo la vida de la polis responde a la definición del hombre; el mundo bárbaro está compuesto de masas inorgánicas. En cambio, vivir como ciuda-dano es idéntico a civilización. Es por eso que para el griego llega a ser inconcebible un hombre retirado de la vida pública, que no tenga interés por los asuntos públicos. El hombre es una parte inseparable de la polis. El hombre está hecho para la polis y, recíprocamente, la polis para el hombre.

– Naturaleza militar de la polis. Ya hemos mencionado que en un principio la polis es un refugio, una fortaleza que debe su nacimiento a las necesidades de la defensa. No deja de ser significativo sobre este particular que las magistraturas implican en su origen man-dos militares y que la calidad de ciudadano activo se adquiere el día en que se reciben las armas y se presta el juramento.

– Autarquía económica. El desenvolvimiento económico de la polis es tan natural como su desenvolvimiento militar. No solamente ha de estar la colectividad dispuesta para la defensa, sino que ha de cuidar también de alimentarse a sí misma: ha de ser, en la estrechez de su territorio, autárquica, no sólo en el sentido político, sino también en el sentido económico de la palabra.

– La polis es también unidad religiosa. Tres sociedades cohabitan en su seno: la de los vivos, la de los muertos y la de los dioses. Entre ellas encontramos a los seres inter-medios: los héroes y los semidioses.

Prácticamente toda la vida helénica se hallaba penetrada de religión hasta un ex-tremo que resulta difícil imaginar, a menos que exista una profunda compenetración del mundo griego.

Cada uno de los actos de aquella vida, y muy especialmente cada uno de los actos públicos, posee carácter ritual.

– La polis es centro de educación ciudada-na. En la mentalidad griega clásica no hay oposición ni prácticamente una distinción entre el ideal individual y el ideal colecti-vo de la polis, entre el “hombre bueno” y el buen cuidadano. En esa perspectiva, la

educación es esencialmente educación del ciudadano, modelada de acuerdo con los ideales y los fines de la polis.

Para algunos autores entre la polis y el Estado moderno existen diferencias más bien cuantitativas que cualitativas.16

13.2. De la civitas al imperio

La forma política romana no ofrece, en un comienzo, diferencias muy marca-das respecto a la griega. La civitas no es fundamentalmente distinta a la polis. En efecto, la civitas romana también es en sus orígenes una asociación religiosa en la que el ius sacrorum forma parte del ius publicum. Seguidamente, también la civitas es la cosa común del ciudadano; es la res publica. En tercer lugar, igualmente la idea de ciuda-danía está caracterizada por la necesidad de que el individuo tenga participación activa en el gobierno de la civitas; es el ius sufragi y el ius honori.

Un factor diferenciador entre la civi-tas romana y la polis griega es que un solo órgano dentro de la civitas debe tener la autoridad, lo que ellos llamaban el Imperium o Maistas, y este solo órgano es el príncipe. El príncipe toma las riendas de la civitas y se justifica su poder por la lex regia, en virtud de la cual todos los poderes del pueblo han sido transmitidos al príncipe.

Es la primera vez que en el mundo oc-cidental la autoridad política se encuentra concentrada en manos de una persona. Posteriormente toda concentración de poder, toda centralización política que se realice, ha de efectuarse sobre los moldes romanos. Se encuentra aquí la base de la centralización que es la fundamentación del Estado contemporáneo.17

16 En tal sentido, ERNEST BARKER, Greek political theory: Plato and his predecessors, Oxford, Londres, 1952. En sentido contrario, GEORGE SABINE, Historia de las Teorías Políticas, Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1945, p. 15.

17 En este punto hemos seguido a GEORG JELLINEK, Teoría General del Estado, Editorial Albatros, Buenos Aires, 1964, pp. 234 y ss. Además: ANTONIO CARRO MARTÍNEZ, Derecho Político, Editorial Universidad de Madrid, 1959, pp. 47 y ss.

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Sección Tercera: La politicidad humana

Otra diferencia, de no menos importancia, entre las formas políticas que comparamos, reside en la clara distinción que se hace en la civitas entre derecho público y derecho privado.18

Cierto es que en Roma se va a pasar por diversos sistemas: del “régimen mixto”, es-tablecido en la época de la República –cuyo equilibrio y estabilidad son admirados hasta nuestros días–, pasará más tarde a una forma política que desbordó el ámbito territorial de la civitas originaria: el Imperio.19

Roma puso en práctica una idea política típicamente oriental. “Fue el genio jurídico de los ciudadanos romanos –con sus con-ceptos de imperium y provincia, potestas y maistas– el que dio al Imperio la armazón y la estructura de sus instituciones. Pero las ideas sobre las que éste descansaba habían germinado en el Oriente. Toda sociedad permanente tiene que descansar sobre un cuerpo de creencias y sobre la voluntad social que tal cuerpo de creencias origina. Fue en el Oriente donde los hombres habían apren-dido a creer en una sola sociedad universal y en el gobierno de tal sociedad por un rey que era ‘como un dios entre los hombres’ y que, efectivamente, era un verdadero dios; y fue en esto, en el sentimiento de lealtad hacia la persona de tal monarca, e incluso en la ‘adoración’, donde encontró su ex-presión el anhelo social correspondiente. Si imperium era una palabra latina, la idea de un imperio y la idea de un emperador no era de origen latino”.20

Coinciden, en efecto, los historiadores en que las instituciones políticas romanas

18 Al lado del derecho público, al lado de la participación activa del ciudadano en las tareas de gobierno, existe una esfera privada en la que los individuos son soberanos.

19 El imperium es una de las ideas políticas más esenciales en Roma. Es la autoridad soberana de un Estado. Desaparecida la monarquia, el imperium queda, y para entonces a manos de la asamblea po-pular, aunque es ejercido predominantemente por el Senado. Después de la República esta facultad pasa en parte al emperador y tiende a través de los tiempos a identificarse con él.

20 ERNEST BARKER, El concepto de Imperio, en el Legado de Roma, Editorial Pegaso, Madrid, s/f, 3ª edición, p. 61.

son el resultado de situaciones concretas y no de un sistema de filosofía política. Por ejemplo, el hecho concreto que hizo posible la expansión territorial romana y la cimenta-ción del Imperio fue el ejército profesional. Conquistada Italia, Roma se encontró en posesión de un territorio tan considerable que no era ya posible licenciar las tropas y permitirles que volvieran periódicamente a laborar sus campos. La única solución era la creación de una milicia regular. Esta nueva tropa era ajena en gran medida a la cons-titución republicana y prefería seguir a su general, a quien miraba como un caudillo, en vez de las instrucciones de un Senado lejano. Así sucedió que los nuevos hombres influyentes vinieron a ser los generales, en especial aquellos que conquistaban la ciega confianza de sus legiones y que estaban, por ello, en condiciones de desafiar la autori-dad senatorial.21 Surgió así el cesarismo, definido por Barker como “una especie de autocracia, respaldada por un ejército, la cual descansa virtualmente sobre alguna forma de plebiscito, y realmente –por lo menos, mientras tiene éxito– en una base de simpatía popular”.22

Cierto es que la estabilidad y coherencia del Imperio no se mantenían sólo por la coerción; contribuía a ello, por una parte, la eficiente administración; por otra, la divini-zación del emperador, única solución para unificar la abigarrada mezcla de pueblos, razas y lenguas sometidos a Roma.

Generalmente se admite que el Dere-cho Político debe a Roma dos conceptos de gran importancia que tendrán singular relevancia en la formación de los Estados modernos: el concepto de soberanía y el de imperium.

Respecto al primero de los conceptos –el de soberanía– su noción emerge de la relación existente entre la Roma imperial

21 SALVADOR GINER, Historia del Pensamiento Social Editorial Ariel, Barcelona, 1966, p. 73.

22 Así definido, el cesarismo es idéntico al bona-partismo. Pero hay entre ellos una diferencia funda-mental. El bonapartismo mostró un carácter personal y transitorio, como un resplandor de gloria fugitiva; el cesarismo en cambio se convirtió en una institución permanente (BARKER, ob. cit., p. 79).

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y los pueblos conquistados. En efecto, aun cuando éstos gozaban de cierta libertad, la autoridad del poder imperial quedaba de manifiesto de diversas formas: los pueblos administrados no podían hacer la guerra entre vecinos, Roma imponía el arbitraje; debían proporcionar contingentes militares, pagar tributos y otra serie de prestaciones que accedían en beneficio del Imperio.

“El poder de Roma o, más exactamente quizás, el del emperador, se presenta como aquel por encima del cual no existe nada más. La autoridad del emperador aparecía como la instancia última, como la autoridad suprema, y el término del bajo latín superanitas traduce esta cualidad de un poder sobre el que no existe ninguna presión. De ahí hemos extraído nosotros el término soberanía”.23

En cuanto al concepto de imperium –al cual ya nos hemos referido– cabe puntua-lizar que los autores encuentran en él la raíz del poder político moderno.

13.3. La civitas cristiana

Las formas políticas similares a Roma desaparecen en la Edad Media. Los intentos de reconstrucción –uno de Carlomagno y otro de los normandos– sólo tienen ca-rácter episódico. El concepto de unidad política con base territorial permanece generalmente ausente durante este largo período histórico. El concepto de poder político centralizado es reemplazado por el de las poliarquías feudales.

Originariamente el nomadismo de los pueblos germánicos motiva que el único vínculo propiamente político existente fuera el vínculo personal: la fidelidad. Las leyes no eran territoriales, sino estrictamente personales. Cuando se hacen sedentarios los pueblos germanos crean un vínculo in-tensísimo con el territorio sobre el cual se han asentado, pero el régimen político que en esta segunda fase adoptan es extraordi-nariamente descentralizado.

23 ANDRÉ HAURIOU, Derecho Constitucional e Ins-tituciones Políticas, Editorial Ariel, Barcelona, 1971, p. 51.

En la organización política germana no hay un poder centralizado, sino un poder dividido en muchas esferas: Imperio, Papada, señores feudales, corporaciones, ciudades.24

Como anota Carro, “el dualismo prepon-derante se da entre el poder temporal y el poder espiritual. Este último, organizado con las clásicas técnicas romanas, ofrecía una técnica organizativa muy superior a la que ofrecían los pueblos germanos. Por ello le resulta fácil al Papado mantener una preeminencia sobre las endebles or-ganizaciones políticas de los germanos; es así como la ‘civitas Dei’ se impuso sobre la ‘civitas’ diabólica a través de un proceso histórico de sobra conocido.

En la baja Edad Media se aprecia cómo, poco a poco, el poder temporal se va inde-pendizando y va abriéndose camino hacia el Estado del Renacimiento”.25

Otra característica de este período en la que coinciden los historiadores atañe a la escasa o ninguna participación del pueblo en la vida política. “Esto no sólo puede decirse de los territorios alemanes en los que aún no ha llegado a adquirir vida la idea del Estado y sólo existen restos ruinosos de la subordinación del indivi-duo al imperio, sino incluso allí donde los estamentos se sienten nación política, lo cual implica precisamente la exclusión de la mayor parte de los gobernados de la vida pública”.26

No obstante las notables diferencias cua-litativas que se pueden observar entre la forma política de la Edad Media y el Estado moderno, se reconocen ciertos aportes del feudalismo:

– El desarrollo de un poderoso indivi-dualismo de naturaleza aristocrática que, generalizado, aparecerá más tarde como una de las raíces de la libertad.

24 Sobre los factores que originan el feudalismo, ver Historia de las Formas Políticas, de OTTO HINTZE, Editorial Revista de Occidente, Madrid, 1968, pp. 35 y ss.

25 Ob. cit., p. 49.26 JELLINEK, ob. cit., p. 242.

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Sección Tercera: La politicidad humana

– El desarrollo de los lazos de hombre a hombre y la idea de que la sociedad re-posa, en gran parte, sobre el intercambio de servicios.

– La exaltación –con la caballería– de los sentimientos del honor y de la fidelidad, que se traspondrán a continuación en la lealtad frente al príncipe y, más tarde aun, en el civismo moderno.

– Por último, la perspectiva de igualdad entre los hombres, necesaria para equilibrar el sentimiento de la jerarquía social, se en-cuentra en la Edad Media, época de la fe ardiente, en la igualdad ante Dios.27

14. LA FORMA POLÍTICA MODERNA: EL ESTADO

Entre los estudiosos de la Teoría del Es-tado prevalece en la actualidad la opinión de que sólo a partir del Renacimiento se comienza a estructurar la forma de organi-zación política que habría de denominar-se Estado. Fue, precisamente, en una de las Repúblicas italianas del Renacimiento, Florencia, donde vivió Nicolás Maquiave-lo, cuyo libro más divulgado introduce el vocablo “lo Stato’’ para la designación del status político.

En efecto, Maquiavelo comienza El Príncipe: “Todos los Estados, todas las do-minaciones que tuvieron y tienen autoridad sobre los hombres, fueron y son repúblicas o principados”, con lo que da la genérica designación técnica de Estado a toda rele-vante y permanente organización de poder político.28

“Durante el curso de los siglos XVI y XVII la nueva acepción que se le da a la palabra ‘Stato’ y que designa justamente una nueva estructura concreta histórica, es receptada en las lenguas española, francesa, alemana e inglesa. Estado en español, État en francés, Staat en alemán, State en inglés, muestran que la concepción de un poder político monístico, su activa realización y la

27 ANDRÉ HAURIOU, ob. cit., p. 63.28 MAQUIAVELO, El Príncipe, en Obras, Editorial

Vergara, Barcelona, 1961, p. 95.

nominación correspondiente, se expandió dominante por toda Europa”.29

Queda claro, entonces, que a partir del período indicado la palabra Estado pasa a tener un significado “moderno”, ya que sirve para designar una noción también “moderna” de forma política. No se trata entonces –como pretenden algunos auto-res– de hacer depender de la existencia o inexistencia de un vocablo el reconocimiento de la esencia del Estado. Ello implicaría volver al nominalismo, con lo que encerraríamos la realidad en vocablos herméticos.30

¿Qué características tiene esta nueva forma política, esta nueva institucionali-zación de las relaciones? “Lo propio de la edad moderna, en materia política, reside en la instauración de la unidad política, es decir, del Estado propiamente dicho. Simultáneamente se esfuma el dualismo entre el poder espiritual y el poder tem-poral y entre el príncipe y los estamentos del vecino. La ‘forma política’ naciente –el Estado– se diferencia de las anteriores por la naturaleza de sus ‘elementos’. Es a la vez Estado-nación, por su especial composición geodemográfica (territorio y población), y Estado soberano (absolutista), por el carác-ter que reviste el poder”.31

Efectivamente, frente a las poliarquías medievales, en las cuales no se advertía un centro único de poder, una sola auto-ridad suprema, provista del máximo de las facultades de mando y dirección, el Esta-do emerge como instrumento de control político fuertemente centralizado y con la aspiración de constituirse en una uni-dad absoluta, a cerrarse como un núcleo social totalmente autónomo. “El Estado moderno ha nacido como una unidad de asociación, organizada conforme a una constitución, gracias a haber dominado el doble dualismo que forma rey y pueblo

29 ARTURO SAMPAY, La crisis del Derecho Liberal-Bur-gués, Editorial Losada, Buenos Aires, 1942, p. 158.

30 Sobre el particular puede verse la crítica de DE LOS RÍOS, FERNANDO a la posición formalista jurídi-ca de Stammler en ¿Adónde va el Estado?, Editorial Sudamericana, 1951, p. 208.

31 MARIO JUSTO LÓPEZ, ob. cit., tomo I, p. 320.

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y el poder espiritual y temporal. En cada Estado particular, como no podía por me-nos, ha tenido lugar este fenómeno de una manera peculiar, si bien bajo el influjo, en parte, de relaciones políticas universales… La idea de la unidad es la conclusión de una gran evolución histórica. El Estado moderno tiene como punto final lo que para el antiguo era el punto de partida. Como el segundo, atribúyese también a él, y aun en mayor medida, el derecho y el poder para dominar de un modo efectivo todos los aspectos de la vida de la comu-nidad. Es verdad que pone limitaciones de grande importancia a su acción; pero sólo lo son las que él mismo se ha puesto en vista del conocimiento que tiene de su problema. Por el contrario, no reconoce a ninguno de sus miembros un derecho extraestatista que pueda ofrecerle una li-mitación absoluta; si existiere, equivaldría esto a una reaparición de aquel dualismo que fue vencido después de una lucha de siglos”.32

Las causas que van a originar tan fun-damentales cambios en la concepción de la forma política, son por cierto complejas y muy difíciles de cualificar. Sin embargo, es posible decantar algunas de mayor re-levancia.

Desde luego, la influencia de los des-cubrimientos geográficos y los progresos técnicos del Renacimiento. Nuevas condicio-nes técnicas generales imponen un cambio también en la técnica de organización del control social. Algunos descubrimientos que en principio parecen totalmente ajenos a la relación política, resultan, no obstante, de singular incidencia para el nacimiento de la nueva institucionalización de la relación del poder. El descubrimiento de la brújula, por ejemplo, permitió la navegación de altura, cuya consecuencia fue concentrar el poder político, creando formaciones más voluminosas y más fuertes alrededor de los puntos donde el tráfico marítimo se cumplía.33

32 JELLINEK, ob. cit., pp. 242-244.33 FRANCISCO AYALA, ob. cit., pp. 198 y ss.

También opera, en el mismo sentido, la transformación que produce en todos los dispositivos militares el descubrimiento y aplicación de la pólvora y la invención de las armas de fuego. Con la modificación de la técnica guerrera, que se trasmutó en el empleo creciente de cañones y ar-mas manuales de fuego, se hizo necesaria la creación de un ejército permanente y adiestrado debido a lo cual los soldados quedaban económicamente pendientes de sus pagas. “Con esto, el príncipe se libra de la tornadiza fidelidad de sus va-sallos, ganando el Estado el manejo único de las fuerzas armadas, al mismo tiempo que hiere de muerte el preponderante papel político y militar de los caballeros. Lo costoso de la nueva técnica guerrera exigió la creación central de los medios militares, que a su vez apuró una reorga-nización de la hacienda pública. Recién, con esta forma de gobierno financiero, se pudo sustituir al ejército vasallo, de servicio internamente e inseguro, por una organización militar continuada y rígida, cuya dirección está concentrada en el gobierno del Estado”.34

La administración feudal resultaba inade-cuada para atender los requerimientos de una sociedad y de una economía cada vez más complejas. La burocratización del Estado se hace inevitable: “el instrumento más eficaz para lograr la independización de la unidad de poder del Estado fue la jerarquía de autoridades, ordenada de modo regular, según competencias claramente delimitadas y en la que funcionarios especializados, nombrados por el superior y económica-mente dependientes, consagran su actividad de modo continuo y principal a la función pública que les incumbe, cooperando así a la formación consciente de la unidad del poder estatal. Mediante la burocracia se elimina la mediatización feudal del poder del Estado y se hace posible establecer el vínculo de súbdito con carácter general y unitario. Los apoyos burocráticos dan a la moderna construcción del Estado sus netos

34 SAMPAY, ob. cit., p. 158.

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Sección Tercera: La politicidad humana

contornos y condicionan el carácter relati-vamente estático de su estructura”.35

Ejército permanente y burocracia tu-vieron por premisas la regularidad del go-bierno financiero del Estado, que exige un sistema de impuestos reglados y entradas predeterminadas.

Los titulares del poder político en la Edad Media desconocían completamente los presupuestos financieros, pues nunca existió una separación entre el erario y el patrimonio de los príncipes.

La concreción del Estado como eficiente unidad política, militar y económica sólo pudo adquirir realidad cuando se corporizó también como unidad de decisión. En el continente europeo, ello fue obra de la monarquía absoluta.

“Históricamente, el Estado soberano es, ante todo, un Estado autoritario, cuyo poder está basado en un Derecho propio, en contraposición a la teoría de la transmi-

35 HERMANN HELLER, Teoría del Estado, Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 6ª edición, 1908, pp. 147-148.

sión del poder por el pueblo que aparece ya en la Edad Media. La soberanía es ante todo histórica: soberanía del príncipe con tendencia al absolutismo, el cual se asocia fácilmente con la validez exclusiva absoluta del poder estatal, pero que solamente apa-rece en países donde el territorio estatal ha sido creado de nuevo mediante la política monárquica centralizadora”.36

Admitir que los Estados modernos apare-cen en el Renacimiento como monarquías absolutas no implica, por cierto, pensar que éstas surgen de la noche a la mañana, brotando en el vacío, sino que más bien se constituyen por una especie de desarrollo y crecimiento que ha venido verificándose desde siglos atrás en las monarquías medie-vales, cuyas instituciones prefiguran en algún modo lo que será el Estado moderno.37

36 OTTO HINTZE, ob. cit., p. 303.37 Sobre la aparición de las monarquías abso-

lutas modernas, ver OTTO HINTZE, ob. cit., pp. 293 y ss.; AVALA, ob. cit., pp. 201 y ss.; SAMPAY, ob. cit., pp. 162 y ss.

TEXTOS COMPLEMENTARIOS

I. CONCEPCIONES SOBRE EL ORIGEN DE LA SOCIEDAD POLÍTICA

A. HIPÓTESIS NATURALISTA

Textos atinentes a párrafo 9:

ARISTÓTELES.38

PolíticaUniversidad Nacional Autónoma de México,

1963, Libro I, Sec. 1ª

EL HOMBRE, ANIMAL POLÍTICO

El porqué sea el hombre un animal políti-co, más aún que las abejas y todo otro animal

38 (384-322 a. de C.). Filósofo griego, discípulo de Platón y preceptor de Alejandro Magno. Funda-dor del Liceo.

gregario, es evidente. La naturaleza –según hemos dicho– no hace nada en vano; ahora bien, el hombre es entre los animales el único que tiene palabra. La voz es señal de pena y de placer, y por esto se encuentra en los demás animales (cuya naturaleza ha llegado hasta el punto de tener sensaciones de pena y de placer y comunicarlas entre sí). Pero la palabra está para hacer patente lo provechoso y lo nocivo, lo mismo que lo justo y lo injusto, y lo propio del hombre con respecto a los demás animales es que él sólo tiene la percepción de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto y de otras cualidades semejantes, y la participación común en estas percepciones es lo que constituye la familia y la polis.

La polis es asimismo, por naturaleza, ante-rior a la familia y a cada uno de nosotros. El todo, en efecto, es necesariamente anterior a la parte. Destruido el todo corporal, no habrá

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ni pie ni mano a no ser en sentido equívoco, como cuando se habla de una mano de piedra; algo semejante será la mano de un cuerpo en corrupción. Todas las cosas se definen por su obra y su potencia operativa, de modo que cuando éstas no son ya lo que eran, no deben las mismas cosas decirse tales, a no ser que queramos hablar en sentido equívoco. Es pues manifiesto que la polis es por naturaleza anterior al individuo, pues si el individuo no puede de por sí bastarse a sí mismo, deberá estar con el todo político en la misma relación que las otras partes lo están con su respectivo todo. El que sea incapaz de entrar en esta participación común, o que a causa de su propia suficiencia no necesite de ella, no es más parte de la polis, sino que es una bestia o un dios.

En todos los hombres hay pues por natura-leza una tendencia a formar asociaciones de esta especie; y con todo, el primer fundador de ciudades fue causa de los mayores bienes. Pues así como el hombre, cuando llega a su perfec-ción, es el mejor de los animales, asi también es el peor de todos cuando está divorciado de la ley y la justicia,

SANTO TOMÁS DE AQUINO39

Del gobierno de los príncipesEditorial Losada, B. Aires, 1964

EL HOMBRE SOCIAL Y POLÍTICO

Pero es propio del hombre el ser animal social y político, que vive entre la muchedum-bre, más que todos los otros animales: lo cual declaran las necesidades que naturalmente tiene. Porque a ellos la naturaleza les preparó el man-tenimiento, el vestido de sus pelos, la defensa de sus dientes, cuernos y uñas, o a lo menos la velocidad para huir, y el hombre, empero, no recibió de la naturaleza ninguna de estas cosas, mas en su lugar fuele dada la razón, para que mediante ella, con el trabajo de sus manos, lo pudiese buscar todo; a lo cual un hombre solo no basta, porque de por sí no puede pasar la vida suficientemente; y así, decimos, le es natural vivir en compañía de muchos.

Además de esto, los otros animales tienen natural industria para todas las cosas que les son

39 A Santo Tomás de Aquino (12271274) se lo considera el representante más significativo de la escolástica. Fue canonizado en 1323 y proclamado Doctor de la Iglesia por Pío V en 1567.

útiles o nocivas, como la oveja conoce al lobo naturalmente por enemigo; y otros animales, por natural industria, conocen algunas hierbas medicinales y otras cosas necesarias a su vida; mas el hombre, de las que lo son para vivir, sólo tiene conocimiento en común, como quien por la razón puede de los principios universales venir en conocimiento de las cosas que son necesarias para la vida humana. No es, pues, posible que un hombre solo alcance por su razón todas las cosas de esta manera; y así es necesario vivir entre los muchos, para que unos a otros ayuden y se ocupen unos en inventar unas cosas, y otros en otras.

Esto también se prueba evidentísimamente por serles propio a los hombres el hablar, con lo cual pueden explicar sus conceptos totalmente y otros animales declaran sus pasiones sólo en común, como el perro, en ladrar, la ira, y otros por diversos modos. Así que un hombre es más comunicativo para otro, que los animales que andan y viven juntos, como las gallinas, las hor-migas y las abejas; y considerándolo, Salomón, dice en el Eclesiástico: “Mejor es estar dos que uno, porque gozan del socorro de la corres-pondiente compañía”.

Pues siendo natural al hombre el vivir en compañía de muchos, necesario es que haya entre ellos quien rija esta muchedumbre; porque donde hubiese muchos, si cada uno procurase para sí solo lo que estuviese bien, la muche-dumbre se desuniría en diferentes partes, si no hubiese alguno que tratase de lo que pertenece al bien común; así como el cuerpo del hombre y de cualquier animal vendría a deshacerse si no hubiese en él alguna virtud regitiva, que acudiese al bien común de todos los miembros; y así dijo Salomón: “Donde no hay Gobernador, el pueblo se disipará”… Así que en cualquiera muchedumbre conviene que haya quien go-bierne (Libro Primero, Capítulo 1º).

Y además de todo lo dicho, hay otra razón para mostrar que es necesario el vivir los hombres juntos, y es el apetito que tienen de comunicar sus obras a otros, de manera que a este apetito le sería molesto hacer ninguna cosa de virtud sin la compañía de otros hombres. De don-de es que dice Tulio en el libro de la amistad que la naturaleza ninguna cosa solitaria ama; porque según pienso, es cierto lo que oí a los pasados, que solía decir Archita Tarentino: Que si alguno subiese al cielo, y viese la naturaleza del mundo y la hermosura de las estrellas, si fuese sin amigos y compañeros, no le sería suave aquella admiración. Y las mismas riquezas no

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Sección Tercera: La politicidad humana

resplandecen si no se esparcen entre muchos, como dice Boecio. De manera que parece que el hombre tiene necesidad de vivir entre mu-chos, considerando así por la parte del cuerpo sensitiva, como de parte de la naturaleza racio-nal. Por lo cual naturalmente es necesaria la fundación de las ciudades… Y aunque los que primero las fundaron, según dice la Escritura, fueron hombres malos, como Caín, fratricida, y Nembret, opresor de los hombres, el cual edificó a Babilonia, y Asur, que edificó a Níni-ve; con todo eso se movieron a ello por estas comodidades de los hombres encaminándole a la utilidad de su dominio, que para conservarla era necesario que los hombres viviesen juntos (Libro Cuarto, Capítulo 39).

B. HIPÓTESIS CONTRACTUALISTA

Textos atinentes a párrafo 10

THOMAS HOBBES40

Leviathan

DE LA CONDICIÓN NATURAL DEL GÉNERO HUMANO

La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo o más sagaz de entendimien-to que otro, cuando se considera en conjunto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan importante que uno puede reclamar, a base de ella, para sí mismo, un beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él. En efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el mismo peligro que él se encuentra,

En lo que a facultades mentales yo encuentro aún una igualdad más grande entre los hombres que en lo referente a la fuerza… No hay, en efecto y de ordinario, un signo más claro de

40 (1588-1679) Filósofo inglés. Las continuas luchas políticas y religiosas que convulsionaron a Inglaterra durante el siglo XVII como consecuencia de las rivalidades existentes entre el Parlamento y la Corona, llevaron a concebir un sistema de gobierno absoluto. Los fragmentos transcritos han sido tomados de su obra. “LEVIATHAN”, Editorial Universitaria de Puerto Rico, 1968.

distribución igual de una cosa, que el hecho de que cada hombre esté satisfecho con la porción que le corresponde.

De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia conser-vación, y a veces su delectación tan sólo) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro.

Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que pueda, durante el tiempo preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de amenazarle.

Además, los hombres no experimentan pla-cer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. En efecto, cada hombre considera que su compa-ñero debe valorarlo del mismo modo que él se valora a sí mismo. Y en presencia de todos los signos de desprecio o subestimación, procu-ra naturalmente, en la medida en que puede atreverse a ello (lo que entre quienes no reco-nocen ningún poder común que los sujete, es suficiente para hacer que se destruyan uno a otro), arrancar una mayor estimación de sus contendientes, infligiéndoles algún daño, y de los demás por el ejemplo.

Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia: primera, la competencia; segunda, la desconfianza; ter-cera, la gloria.

La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación…

Con todo ello es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra: una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la GUERRA no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el pe-riodo de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente.

Por consiguiente, todo aquello que es con-sustancial a un tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es natural también en el tiempo en que los

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Manual de Derecho Político

hombres viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su propia invención pueden proporcionarles. En toda situación semejante no existe oportunidad para la industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente, no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni uso de artículos que puedan ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni fuerza, ni conocimientos de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve.

Acaso puede pensarse que nunca existió un tiempo o condiciones en que se diera una guerra semejante, y en efecto, yo creo que nunca ocurrió generalmente así, en el mundo entero, pero existen varios lugares donde viven ahora de ese modo. Los pueblos salvajes en varias co-marcas de América, si se exceptúa el régimen de pequeñas familias cuya concordia depende de la concupiscencia natural, carecen de gobierno en absoluto, y viven actualmente en ese estado bestial a que me he referido. De cualquier modo que sea, puede percibirse cuál será el género de vida cuando no exista un poder común que temer, pues el régimen de vida de los hombres que antes vivían bajo un gobierno pacífico, suele degenerar en una guerra civil.

Ahora bien, aunque nunca existió un tiempo en que los hombres particulares se hallaran en una situación de guerra de uno contra otro, en todas las épocas, los reyes y personas reves-tidas con autoridad soberana, celosos de su independencia, se hallan en estado de con-tinua enemistad, en la situación y postura de tos gladiadores, con las armas asestadas y los ojos fijos uno en otro. Es decir, con sus fuer-tes guarniciones y cañones en guardia en las fronteras de sus reinos, con espías entre sus vecinos, todo lo cual implica una actitud de guerra. Pero como a la vez defienden también la industria de sus súbditos, no resulta de esto aquella miseria que acompaña a la libertad de los hombres particulares.

En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia: que nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe; donde no hay ley, no hay justicia. En la guerra, la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales. Justicia e injusticia no son facultades ni del cuerpo ni del espíritu. Si lo fueran, podrán darse en un hombre que estuviera solo en el mundo, lo mis-

mo que se dan sus sensaciones y pasiones. Son aquéllas cualidades que se refieren al hombre en sociedad, no en estado solitario. Es natural también que en dicha condición no existan propiedad ni dominio, ni distinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada uno lo que pueda tomar, y sólo en tanto que pueda conservarlo. Todo ello puede afirmarse de esa miserable condición en que el hombre se encuentra por obra de la simple naturaleza, si bien tiene una cierta posibilidad de superar ese estado, en parte por sus pasiones, en parte por su razón.

Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son el temor a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza de obtenerlas por medio del trabajo. La razón sugiere adecuadas normas de paz, a las cuales pueden llegar los hombres por mutuo consenso (Primera parte. Capítulo XIII).

LA GENERACIÓN DE UN ESTADO

El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos, es con-ferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que con-sentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y autorizaréis todos sus actos de la misma manera. Hecho esto la multitud así unida en una persona se denomina ESTA-DO, en latín CIVITAS. Esta es la generación de aquél gran LEVIATHAN, o más bien hablando con más reverencia, de aquel dios mortal, al

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Sección Tercera: La politicidad humana

cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre particular, el Estado posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz de conformar las voluntades de todos ellos para la paz en su propio país, y para la mutua ayuda contra sus enemigos, en el extranjero.

Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos definir así: una persona de cuyos ac-tos se constituye en autora una gran multitud mediante pactos recíprocos de sus miembros con el fin de que esa persona pueda emplear la fuerza y los medios de todos como lo juzgue conveniente para asegurar la paz y la defensa común. El titular de esta persona se denomina SOBERANO y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que lo rodean es SÚBDITO suyo… (Segunda parte. Del Estado, Capítulo XVII).

JOHN LOCKE41

Ensayo sobre el gobierno civilEditorial Aguilar, Madrid, 1985

EL ORIGEN DEL PODER POLÍTICO

Para comprender bien en qué consiste el poder político y para remontarnos a su verdadera fuente, será forzoso que consideremos cuál es el estado en que se encuentran naturalmente los hombres, a saber: un estado de completa libertad para ordenar sus actos y para disponer de propiedades y de sus personas como mejor les parezca, dentro de los límites de la ley natural, sin necesidad de pedir permiso y sin depender de la voluntad de otra persona.

Es también un estado de igualdad, dentro del que todo poder y toda jurisdicción son re-cíprocos, en el que nadie tiene más que otro, puesto que no hay cosa más evidente que el que seres de la misma especie y de idéntico rango, nacidos para participar sin distinción de todas las ventajas de la naturaleza y para servirse de las mismas facultades, sean también iguales entre ellos, sin subordinación ni sentimiento, a menos que el Señor y Dueño de todos ellos haya colocado, por medio de una clara mani-festación de su voluntad, a uno de ellos por

41 (1632-1704). Filósofo y médico inglés. Partidario del régimen parlamentario. Es considerado el padre del liberalismo político. Los fragmentos transcritos han sido tomados de su obra Ensayo sobre el gobierno civil, Editorial Aguilar, Madrid, 1955.

encima de los demás, y que le haya conferido mediante un nombramiento evidente y claro, el derecho indiscutible al poder y a la soberanía (Capítulo II).

Siendo, según he dicho ya, los hombres li-bres, iguales e independientes por naturaleza, ninguno de ellos puede ser arrancado de esa situación y sometido al poder político de otros sin que medie su propio consentimiento. Este se otorga mediante convenio hecho con otros hombres de juntarse e integrarse en una comu-nidad destinada a permitirles una vida cómo-da, segura y pacífica de unos con otros, en el disfrute tranquilo de sus bienes propios, y una salvaguardia mayor contra cualquiera que no pertenezca a esa comunidad. Esto puede llevarlo a cabo cualquier cantidad de hombres, porque no perjudica a la libertad de los demás, que siguen estando como lo estaban hasta entonces, en la libertad del estado de naturaleza. Una vez que un determinado número ha consentido en constituir una comunidad o gobierno, que-dan desde ese mismo momento conjuntados y forman un solo cuerpo político, dentro del cual la mayoría tiene el derecho de regir y de obligar a todos.

En efecto, una vez que, gracias al consenti-miento de cada individuo, ha constituido cier-to número de hombres una comunidad, han formado, por ese hecho, un cuerpo con dicha comunidad, con poder para actuar como un solo cuerpo, lo que se consigue por la voluntad y la decisión de la mayoría. De otra forma es imposible actuar y formar verdaderamente un solo cuerpo, una sola comunidad, que es a lo que cada individuo ha dado su consentimiento al ingresar en la misma. El cuerpo se mueve hacia donde lo impulsa la fuerza mayor, y esa fuerza es el consentimiento de la mayoría; por esa razón quedan todos obligados por la reso-lución a que llegue la mayoría. Por eso vemos que en las asambleas investidas por las leyes positivas para poder actuar, pero sin que esas leyes positivas hayan establecido un número fijo para que puedan hacerlo, la resolución de la mayoría es aceptada por la resolución de la totalidad de sus miembros, y por la ley natural y de la razón, se da por supuesto que obliga por llevar dentro de sí el poder de la totalidad (Capitulo VIII).

Por consiguiente, debe darse por supuesto que quienes, saliendo del estado de naturaleza se constituyen en comunidad, entregan todo el poder necesario para las finalidades de esa integración en sociedad a la mayoría de aquélla,

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a no ser que, de una manera expresa, acuerden que deba estar en un número de personas su-perior al que forma la simple mayoría. Y se da por supuesto que esto lo realizan por el simple hecho de unirse dentro de una sociedad políti-ca, no requiriéndose otro pacto que ése entre los individuos que se unen o que integran una comunidad. Tenemos, pues, que lo que inicia y realmente constituye una sociedad política cualquiera, no es otra cosa que el consenti-miento de un número cualquiera de hombres libres capaces de formar mayoría para unirse, integrarse dentro de semejante sociedad. Y eso, y solamente eso, es lo que dio o podría dar principio a un gobierno legítimo.

JUAN JACOBO ROUSSEAU42

El contrato socialEditorial Aguilar, Madrid, 1969, Libro I,

capítulo VI

“ORIGEN DEL CONTRATO SOCIAL”

Supongo a los hombres llegados a un pun-to en que los obstáculos que se oponen a su conservación en el estado natural vencen con su resistencia a las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en ese esta-do. Entonces, ese estado primitivo no puede ya subsistir, el género humano perecería si no cambiase su manera de ser.

Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente aunar y dirigir las que existen, no les queda otro me-dio, para subsistir, que formar por agregación una suma de fuerzas que puedan superar la resistencia, ponerlas en juego mediante un solo móvil y hacerlas actuar de consuno.

Esta suma de fuerzas no puede nacer más que del concurso de varios; pero como la fuerza y la libertad de cada hombre son los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo lo com-prometerán sin perjudicarse y sin descuidar las atenciones que se debe a sí mismo? Esta dificultad aplicada a mi tema puede enunciarse en estos términos:

“Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común a la persona y los bienes de cada asociado, y por lo cual, uniéndose cada uno a todos, no

42 (1712-1778). Filósofo y escritor suizo-francés nacido en Ginebra. Se considera que sus doctrinas in-fluyeron en el proceso de la Revolución francesa.

obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes”. Tal es el problema fundamental, cuya solución da el Contrato Social.

Las cláusulas de este contrato están de tal modo determinadas por la naturaleza del acto que la menor modificación las haría vanas y de nulo efecto; de suerte que, aunque no hayan sido acaso nunca formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas, en todas partes tá-citamente admitidas y reconocidas; hasta que violado el pacto social, cada uno vuelve a sus primeros derechos y recupera su libertad na-tural, perdiendo la libertad convencional por la que renunció a aquélla.

Estas cláusulas, bien entendidas, se reducen todas a una sola: la enajenación de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad. Pues, en primer lugar, dándose cada uno todo entero, la condición es igual, para todos, y sien-do igual para todos, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás.

Por otra parte, dándose cada uno sin reser-vas, la unión es todo lo perfecta que puede ser y ningún asociado tiene ya nada que reclamar. Pues si les quedaran algunos derechos a los particulares, como no habría ningún superior común que pudiera fallar entre ellos y el público, siendo cada cual su propio juez, pretendería en seguida serlo en todo, subsistiría el estado de naturaleza y la asociación llegaría a ser ne-cesariamente tiránica o inútil.

En fin, como dándose cada uno a todos no se da a nadie, y como no hay un solo asociado sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que a él se le cede sobre uno mismo, se gana el equivalente de todo lo que se pierde, y más fuerza para conservar lo que se tiene.

De suerte que si se separa del pacto social, lo que no forma parte de su esencia, resultará que se reduce a los términos siguientes: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo.

En el mismo instante, en lugar de la per-sona particular de cada contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y co-lectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que se forma así, por la unión de todas las demás, tomaba en otro tiempo el nombre de Ciudad, y toma ahora el de República o el de cuerpo político,

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Sección Tercera: La politicidad humana

al cual llaman sus miembros Estado cuando es pasivo. Soberano cuando es activo. Poder cuando lo comparan con otros de su misma especie. Por lo que se refiere a los asociados, toman colectivamente el nombre de Pueblo, y se llaman en particular Ciudadanos como par-ticipantes en la autoridad soberana, y Súbditos como sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos suelen confundirse y tomarse uno por otro; basta saber distinguirlos cuando son empleados en su sentido preciso.

C. HIPÓTESIS ANTROPOLÓGICA

Texto atinente a párrafo 11

GEORGE BALANDIERAntropología política

Editorial Península, Barcelona, 1969,pp. 171 y ss.

LA ASOCIACIÓN VOLUNTARIA Y LA DOMINACIÓN

Ciertos antropólogos, antiguos y modernos, se sitúan igualmente entre los que impugnan la universalidad de los fenómenos políticos. Uno de los “fundadores”, W. C. Mac-Leod, enjuicia a unos pueblos que considera –como los Yurok de California– desprovistos de una organización política y viviendo en un estado de anarquía (The Origin and History of Politics, 1931). B. Malinowski admite que los grupos políticos están ausentes “entre los Vedda y los nativos australianos” y B. Redfield subraya que las instituciones políticas pueden faltar totalmente en el caso de las sociedades “más primitivas”. Y el propio Radcliffe-Brown, en su estudio de los Andaman (The Andaman Islanders, 1922), reconoce que esos insulares no disponen de ningún “Gobierno organizado”.

De hecho, la verificación negativa tiene raras veces un valor absoluto; en la mayoría de los casos no expresa sino la ausencia de instituciones políticas comparables a las que rigen el Estado moderno. Dado este implícito etnocentrismo, no puede ser satisfactoria. De ahí los intentos por romper una dicotomía demasiado simplista, oponiendo las sociedades tribales a las socieda-des con un Gobierno claramente constituido y racional. Esas tentativas suelen operar por diferentes vías. Pueden caracterizar el dominio político menos por sus modos de organización que por las funciones cumplidas; en ese caso

se amplía su extensión. Tienden igualmente a localizar un “rellano” a partir del cual lo político se manifiesta nítidamente. L. Mair lo recuerda: “Algunos antropólogos tendrían por seguro que la esfera de lo político empieza allí donde acaba la del parentesco”. O bien la dificultad se aborda de frente, y el conocimiento del hecho político se busca a partir de las sociedades donde es menos aparente, es decir, en las sociedades llamadas “segmentarias”. Así, M. G. Smith dedica un largo artículo a las sociedades de linaje que considera en un triple aspecto: en tanto que sistema con características formales, en tanto que modo de relación distinto del parentesco, y mayormente en tanto que estructura de conte-nido político. Llega a considerar la vida política como un aspecto de toda vida social, no como el producto de unidades o de estructuras espe-cíficas, y a negar la pertinencia de la distinción rígida establecida entre “sociedades con Estado” y “sociedades sin Estado”. Pero también esta interpretación es imputada, entre otros, por D. Easton, en su artículo sobre los problemas de la antropología política: el análisis teórico de Smith es –a juicio suyo– de un nivel tan eleva-do que no permite aprehender mediante qué rasgos los sistemas políticos se parecen, por la mera razón de que descuida el examen de lo que los hace diferenciarse. De modo que la incertidumbre sigue siendo total.

D. HIPÓTESIS MARXISTA

Texto atinente a párrafos 10-11

FEDERICO ENGELS“El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado” en Obras escogidas

de Marx y EngelsEditorial Progreso, Moscú, 1969, pp. 621 y ss.

EL ESTADO Y LAS CLASES SOCIALES

Así, pues, el Estado no es de ningún modo un poder impuesto desde fuera a la sociedad; tampoco es “la realidad de la idea moral”, “ni la imagen y la realidad de la razón”, como afirma Hegel. Es más bien un producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determi-nado; es la confesión de que esa sociedad se ha enredado en una irremediable contradicción consigo misma y está dividida por antagonis-mos irreconciliables, que es impotente para conjurar. Pero a fin de que estos antagonismos, estas clases con intereses económicos en pugna,

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no se devoren a sí mismas y no consuman a la sociedad en una lucha estéril, se hace necesario un poder situado aparentemente por encima de la sociedad y llamado a amortiguar el choque, a mantenerlo en los límites del “orden”. Y ese poder, nacido de la sociedad, pero que se pone por encima de ella y se divorcia de ella más y más es el Estado.

Frente a la antigua organización gentilicia, el Estado se caracteriza en primer lugar por la agrupación de sus súbditos según divisiones territoriales. Las antiguas asociaciones gentili-cias, constituidas y sostenidas por vínculos de sangre, habían llegado a ser, según lo hemos visto, insuficientes en gran parte, porque supo-nían la unión de los asociados con un territorio determinado, lo cual había dejado de suceder desde largo tiempo. El territorio no se había movido, pero los hombres sí. Se tomó como punto de partida la división territorial, y se dejó a los ciudadanos ejercer sus derechos y sus de-beres sociales donde se hubiesen establecido, independientemente de la gens y de la tribu. Esta organización de los súbditos del Estado conforme al territorio es común a todos los Estados. Por eso nos parece natural; pero en anteriores capítulos hemos visto cuán porfiadas y largas luchas fueron menester antes de que en Atenas y en Roma pudiera sustituir a la antigua organización gentilicia.

El segundo rasgo característico es la insti-tución de una fuerza pública, que ya no es el pueblo armado. Esta fuerza pública especial hácese necesaria porque desde la división de la sociedad en clases es ya imposible una orga-nización armada espontánea de la población. Los esclavos también formaban parte de la población; los 90.000 ciudadanos de Atenas sólo constituían una clase privilegiada, frente a los 365.000 esclavos. El ejército popular de la democracia ateniense era una fuerza públi-ca aristocrática contra los esclavos, a quienes mantenía sumisos; mas, para tener a raya a los ciudadanos, se hizo necesaria también una policía, como hemos dicho anteriormente. Esta fuerza pública existe en todo Estado; y no está formada sólo por hombres armados, sino también por aditamentos materiales, las cárceles y las instituciones coercitivas de todo género, que la sociedad gentilicia no conocía. Puede ser muy poco importante o hasta casi nula, en las sociedades donde aún no se han desarrollado los antagonismos de clase y en territorios lejanos, como sucedió en ciertos lugares y épocas en los Estados Unidos de

América, pero se fortalece a medida que los antagonismos de clase se exacerban dentro del Estado y a medida que se hacen más grandes y más poblados los Estados colindantes. Y si no, examínese nuestra Europa actual, donde la lu-cha de las clases y la rivalidad en las conquistas han hecho crecer tanto la fuerza pública, que amenaza con devorar a la sociedad entera y aun al Estado mismo.

Para sostener en pie esa fuerza pública, se necesitan contribuciones por parte de los ciu-dadanos del Estado: los impuestos. La sociedad gentilicia nunca tuvo idea de ellos, pero nosotros los conocemos bastante bien. Con los progresos de la civilización incluso los impuestos llegan a ser pocos; el Estado libra letras sobre el futuro, contrata empréstitos, contrae deudas de Estado. También de esto puede hablarnos, por propia experiencia, la vieja Europa.

Dueños de la fuerza pública y del derecho de recaudar los impuestos, los funcionarios, como órganos de la sociedad, aparecen ahora situados por encima de ésta. El respeto que se tributaba libre y voluntariamente a los órganos de la constitución gentilicia ya no les basta, incluso si pudieran ganarlo; vehículos de un poder que se ha hecho extraño a la sociedad, necesitan hacerse respetar por medio de las leyes de excepción, merced a las cuales gozan de una aureola y de una inviolabilidad particu-lares. El más despreciable polizonte del Estado civilizado tiene más “autoridad” que todos los órganos del poder de la sociedad gentilicia reunidos; pero el príncipe más poderoso, el más grande hombre público o guerrero de la civilización, puede envidiar al más modesto jefe gentil el respeto espontáneo y universal que se le profesaba. El uno se movía dentro de la sociedad; el otro se ve forzado a pretender representar algo que está fuera y por encima de ella.

Como el Estado nació de la necesidad de refrenar los antagonismos de clase, y como, al mismo tiempo, nació en medio del conflicto de esas clases, es, por regla general, el Estado de la clase más poderosa, de la clase econó-micamente dominante, que, con ayuda de él, se convierte también en la clase políticamente dominante, adquiriendo con ello nuevos me-dios para la represión y la explotación de la clase oprimida. Así, el Estado antiguo era, ante todo, el Estado de los esclavistas para tener sometidos a los esclavos; el Estado feudal era el órgano de que se valía la nobleza para tener sujetos a los campesinos siervos, y el moderno

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Sección Tercera: La politicidad humana

Estado representativo es el instrumento de que se sirve el capital para explotar el trabajo asalariado. Sin embargo, por excepción, hay períodos en que las clases en lucha están tan equilibradas que el poder del Estado, como mediador aparente, adquiere cierta indepen-dencia momentánea respecto a una y otra. En este caso se halla la monarquía absoluta de los siglos XVII y XVIII, que mantenía a nivel la balanza entre la nobleza y el estado llano; y en este caso estuvieron el bonapartismo del primer Imperio francés, y sobre todo el del segundo, valiéndose de los proletarios contra la clase media, y de ésta contra aquéllos. La más reciente producción de esta especie, donde opresores y oprimidos aparecen igualmente ridículos, es el nuevo imperio alemán de la nación bismarckiana; aquí se contrapesa a ca-pitalistas y trabajadores unos con otros, y se les extrae el jugo sin distinción en provecho de los junkers prusianos de provincias venidos a menos.

Además, en la mayor parte de los Estados históricos los derechos concedidos a los ciuda-danos se gradúan con arreglo a su fortuna, y con ello se declara expresamente que el Estado es un organismo para proteger a la clase que posee contra la desposeída. Así sucedía ya en Atenas y en Roma, donde la clasificación era por la cuantía de los bienes de fortuna. Lo mismo sucede en el Estado feudal de la Edad Media, donde el poder político se distribuyó según la propiedad territorial. Y así lo observamos en el censo electoral de los Estados representativos modernos.

… Por tanto, el Estado no ha existido eterna-mente. Ha habido sociedades que se las arreglan sin él, que no tuvieron la menor noción del Estado ni de su poder. Al llegar a cierta fase del desarrollo económico, que estaba ligada necesariamente a la división de la sociedad en clases, esta división hizo del Estado una nece-sidad. Ahora nos aproximamos con rapidez a una fase de desarrollo de la producción en que la existencia de estas clases no sólo deja de ser una necesidad, sino que se convierte en un obstáculo directo para la producción. Las clases desaparecerán de un modo tan inevitable como surgieron en su día. Con la desaparición de las clases desaparecerá inevitablemente el Estado. La sociedad, reorganizando de un modo nuevo la producción sobre la “base de una asociación libre de productores iguales, enviará toda la máquina del Estado al lugar que entonces le ha de corresponder: al museo

de antigüedades, junto a la rueca y al hacha de bronce.

II. EL ORIGEN DEL TÉRMINO ESTADO

Texto atinente a párrafo 14: La forma

política moderna: el Estado

ALESSANDRO PASSERIN D’ENTREVESLa noción del estado

Editorial Euramérica, Madrid, 1970,pp. 52-54

LA PALABRA ESTADO

Es legítimo concluir que no hay ninguna exageración en atribuir a Maquiavelo el mérito de haber introducido por primera vez el tér-mino “Estado”, en su acepción moderna, en el léxico político del mundo civilizado; primero, en el italiano, y de modo más lento y no sin re-sistencia en las otras lenguas europeas. En esta paulatina difusión, la palabra “Estado” entra en competencia con otras expresiones utilizadas hasta entonces y que habían sido derivadas del latín. Así, el francés Bodino, que tiene una im-portancia capital en el desarrollo de la moderna teoría del Estado, intitula su obra De la République (1876), y con este término designa al Estado, conservando en él la palabra état, pese a algunas opiniones contrarias a esta tesis, el significado tradicional de condición o situación (état d’une république, l’état de la France). Algo parecido ocurre con los escritores ingleses de ese mismo periodo, los cuales para designar al Estado si de Estado en sentido moderno puede hablarse en la Inglaterra de aquella época utilizan la palabra commonwealth, que etimológicamente reproduce con toda exactitud el término lati-no respublica. Únicamente en Hobbes hallamos (Leviatán, 1651, Introducción) expresamente establecida la identidad civitas = commonwealth = State; después de él, con Pufendorf y con Barbeyrac, traductor de éste, las palabras status = État entran definitivamente en el lenguaje político corriente. Por su parte, Montesquieu (Esprit des Lois, 1748, lib. II) consagraba con su autoridad el uso de la palabra república, ya ini-ciado por Maquiavelo, para designar una forma particular de Estado, el “Estado popular”, como antítesis de la monarquía o principado.

Es significativo el hecho de que en Inglaterra el nombre de república o commonwealth fue el

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Manual de Derecho Político

adoptado oficialmente después de la caída de la monarquía (1649), razón por la cual la pala-bra cayó en profundo descrédito a partir de la Restauración, aunque no tanto que impidiera a Locke (Segundo Tratado sobre el gobierno civil, 1690, 133) seguir utilizándola por no acertar a encontrar como confiesa explícitamente otra mejor para designar la noción de civitas, es decir, de una “comunidad independiente” o Estado. En tiempos ya próximos a nosotros aquella palabra fue adoptada, como es sabido, para designar lo que fue el Imperio británico y hoy es una libre confederación de pueblos, la British Commonwealth of Nations.

En general, los países anglosajones no acogieron la palabra “Estado” con tanta facilidad como los del continente europeo. Las razones de ello son complejas y no po-demos detenernos aquí en el examen de las mismas, que no sería sino un análisis del diverso desarrollo que el concepto (jurídico) de la personalidad del Estado ha tenido en los diferentes países occidentales. Baste recordar que los ingleses, para mencionar al Estado, prefieren con frecuencia recurrir a perífrasis o circunloquios, como cuando identifican –identificación que, por cierto, quedó consagrada por una especial disposi-ción legislativa– el “servicio de la Corona” o “de su Majestad” con el “servicio del Estado”, refiriendo al “gobierno” o a los funcionarios individuales muchas atribuciones y funcio-nes que nosotros solemos referir al Estado. Igualmente incierto es el uso del término “Estado” al otro lado del Atlántico, donde con tal nombre se designan los cincuenta Estados que hoy componen la Federación norteamericana, en tanto que lo que para nosotros sería el Estado “verdadero”, es decir, el Estado federal, recibe el nombre de Federal Government. Pese a todo, es indu-

dable que también en la lengua inglesa la palabra “Estado” –introducida originaria-mente, en tiempo de Isabel I, por directa influencia italiana– tiene hoy plena carta de ciudadanía.

Es preciso ahora, antes de terminar el capítulo, dar respuesta a la pregunta que al principio nos hacíamos, a saber, si es lícito utilizar la palabra “Estado” en locuciones corrientes como “la concepción o la doctrina del Estado”, referidas a la Antigüedad o al Medievo, es decir, a épocas en que tal término era en absoluto ignorado. Desde luego, si con el empleo de la palabra moderna se velaran las diferencias sustanciales que existen entre las estructuras políticas de aquellas épocas y las de la nuestra, hablar de “Estado” para referirnos a la polis griega, a la res romana o a la communitas perfecta medieval, seria condenable como un abuso lingüístico. Pero no hay tal abuso –o, por lo menos, está muy atenuado– cuando el término “Estado” se utiliza como una fórmula abreviada –casi podría decirse estenográfica– para designar lo que hay de común en todas esas experien-cias políticas y en las realidades que en las mismas se reflejan; lo cual no exime, claro está, de la necesidad de examinar diferencias y coincidencias, las cuales –unas y otras– se manifestarán en distinto grado según los diferentes puntos de vista desde los que se acometa el problema del Estado. Es, sobre todo, en el plano jurídico donde, a nuestro juicio, se irá haciendo cada vez más compleja la noción de Estado con el paso de los siglos, y nuevos elementos, como el concepto de soberanía o el de la personalidad del Estado, contribuirán a diferenciar palmariamente el Estado moderno y las experiencias políticas anteriores.

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15. ACERCA DEL CONCEPTO DE ESTADO

Como ya se ha puntualizado, se admite generalmente que el vocablo Estado es la denominación adecuada para designar la forma moderna de organización política. En cierta medida, podría decirse que hoy día ello es un punto poco discutido en doctrina.

Por el contrario, detenta hasta nuestros días un carácter altamente polémico la de-terminación del concepto del Estado.

David Easton proporciona en las líneas siguientes una expresiva síntesis de los frus-trados intentos por encontrar un concepto unívoco de esta forma política: “¿Qué es el Estado? Cierto escritor asegura que ha reunido ciento cuarenta y cinco definiciones distintas. Pocas veces los hombres han estado tan marcadamente en desacuerdo acerca de un vocablo. La confusión y variedad de significados es tan grande que resulta casi increíble que no se haya llegado a algún tipo de uniformidad en los más de dos mil quinientos años en que esta pregunta ha estado siendo discutida. Una persona con-sidera el Estado como la representación del espíritu moral, su expresión concreta; otra como el instrumento de explotación usado por una clase contra las otras. Un autor lo define simplemente como un aspecto de la sociedad, que se distingue de ésta sólo en forma analítica; otro simplemente como un sinónimo de gobierno. Otro más piensa que es una asociación aislada y úni-ca entre un número considerable de otras asociaciones, como la Iglesia, los sindicatos y grupos voluntarios similares. Hay pocas esperanzas de que alguien pueda extraer, de este caos de diferencias, un significado

Sección Cuarta

DEL ESTADO

15. Acerca del concepto de Estado.16. Elementos o condiciones de existencia del Estado.

17. Estado y Derecho.18. Fines del Estado.

respecto al cual la mayoría de los hombres estén de acuerdo en una forma genuina y constante. Cuando ha surgido en algunas ocasiones un consenso general, las pequeñas diferencias generalmente se han amplifi-cado y han formado la base de nuevos e impresionantes desacuerdos”.1

La ciencia desempeña una función propia cuando, al referirse a conceptos tomados del lenguaje diario, los aclara y define de manera tal que dichos conceptos se con-vierten en instrumentos adecuados a la in-vestigación. De ello se sigue que el análisis de un concepto debe basarse siempre en un uso determinado.

Pero ¿qué actitud asumir cuando la misma palabra –como ocurre con el término Esta-do– es empleada en sentidos tan diversos, ya sea, en el lenguaje diario o en las distin-tas disciplinas científicas? Pareciera que lo honesto es reconocer la imposibilidad de que tal concepto pudiera tener sólo una función, inequívocamente definida.

La pregunta ¿qué es el Estado? debe ser formulada independientemente para cada una de las disciplinas científicas –Ciencias del Derecho, Sociología, Ciencia Política, Historia, etc.–, que se refieran al “Estado” desde uno u otro punto de vista.

Es más, dentro de una misma discipli-na –como ocurre en el caso del Derecho Político– puede ser necesario distinguir entre los diversos significados en que la palabra es usada.

Por ser tarea del Derecho Político ave-riguar si los distintos conceptos de Estado utilizados tienen un núcleo común, la in-

1 Política Moderna, Editorial Letras S.A., México, 1968, p. 111.

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Manual de Derecho Político

vestigación debe proyectarse con alcance prácticamente enciclopédico.

Obviamente, empresa de esa naturaleza rebasa los estrechos límites de este texto. De ahí que para ilustrar este tópico tan controvertido hemos optado por desarro-llar primeramente la concepción de Estado ofrecida por el tratadista alemán Georg Jellinek2 en atención a que nos parece la más omnicomprensiva para un curso pro-pedéutico, sin perjuicio de plantear otros enfoques que también presentan interés.

En la concepción de Jellinek se encuen-tran presentes lo político, lo social y lo jurídi-co. Conforme a su metodología es necesario investigar todas las facetas del Estado.

Por una parte, el Estado es una formación social; por otra, institución jurídica. De esta forma la teoría del Estado se descompone en teoría social y en teoría jurídica.

El Estado es en primer término una for-mación histórico-social, a la que luego se suma el derecho.

Ahora bien, desde este punto de vista sociológico, el Estado se presenta como una función de la comunidad y está constituido por relaciones de voluntad de una plurali-dad de hombres y el problema estriba en reducir estas relaciones a una unidad.

Para Jellinek el principio unificador es el fin. Cuando una pluralidad está unida por fines permanentes, aparece como una unidad y queda más impresa en nosotros como una unidad cuanto más numerosos y aparentes sean los fines unificadores.

Sobre la pluralidad de esas unidades, cuyo grado de asociación es más o menos intenso, se alza el Estado, la unidad que posee la mayor plenitud de fines constantes y la organización más perfecta y comprensiva. Es una unidad necesaria que comprende a todas las demás y descansa sobre el terri-torio: unidad de asociación de hombres asentados en un territorio. Lo que distingue a las relaciones de voluntad integradas en la unidad de asociación del Estado es que son relaciones de señorío. El mando es esen-

2 Teoría General del Estado, Editorial Albatros, Bue-nos Aires, 1954, traducción y prólogo por Fernando de los Ríos.

cial al Estado y poder mandar es capacidad de imponer incondicionalmente a otros la voluntad propia. Este poder es originario, no derivado.

Se obtiene de lo expuesto el concepto sociológico del Estado: “Es la unidad de aso-ciación dotada originariamente de poder de dominación, y formada por hombres asentados en un territorio”.3

Pero como ya se ha expresado, el con-cepto sociológico de Estado ha de unirse a su concepto jurídico. El derecho –dice nuestro tratadista– es relación entre personas; y persona es siempre relación de un sujeto con otro y con el orden jurídico. Persona y sujeto jurídico es, por tanto, capacidad de ser titular de derechos, capacidad jurídica.

Ante el derecho, los hombres existen en cuanto personas y la personalidad no viene dada en la naturaleza, sino que ha de ser otorgada por el derecho. El Estado, como el individuo, sólo existe –en el derecho– como sujeto jurídico, y en este sentido está próxi-mo al concepto de la corporación, en el que es posible subsumirlo. El substrato de esto lo forman hombres que constituyen una unidad de asociación cuya voluntad directora está asegurada por los miembros de la asociación masiva.

El concepto de la corporación es un con-cepto puramente jurídico, el cual, como todo concepto de Derecho, no corresponde a nada objetivamente perceptible en el mun-do de los hechos; es una forma de síntesis jurídica para expresar las relaciones de la unidad de la asociación y su enlace con el orden jurídico.

Como concepto de Derecho, el Estado es “la corporación formada por un pueblo, dotada de poder de mando originario y asentada en un territorio determinado; o para aplicar un término muy en uso, la corporación territorial dotada de un poder de mando originario”.4

Como se puede apreciar, existe una evi-dente similitud entre el concepto social y el jurídico, pero la diferencia radica en que mientras el concepto social considera

3 Ob. cit., p. 133.4 Ob. cit., p. 135.

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Sección Cuarta: Del Estado

al Estado como asociación de personas, en la definición jurídica, en vez de hablar de asociación natural, utiliza el término corpo-ración, que es eminentemente jurídico.

15.1. Concepción sociológica de Hermann Heller

Entre los exponentes de la concepción so-ciológica del Estado destaca Hermann Heller, que concibe al Estado como un fenómeno de convivencia, como una realidad estructu-rada de seres humanos que se relacionan en la vida social a través de vínculos naturales y culturales. Toda convivencia social, dice Heller, es siempre ordenada, pero el orden no es suficiente para permitirle al grupo su desarrollo. Es preciso, además, un poder, una jefatura, que convierta la ordenación en organización. “La ley de la organización es la ley básica de formación del Estado”.5 La relativa homogeneidad psicológica, cultural, geográfica, económica e incluso jurídica es importante para el movimiento y con-servación del Estado, pero no es suficiente para engendrar la unidad estatal. “Esta sólo puede concebirse, en última instancia, como resultado de una acción humana consciente, de una formación consciente de unidad como organización”.6

Heller concibe al Estado en su estruc-tura y funciones como fenómeno histórico moderno. Tiene el convencimiento de la absoluta imposibilidad de una teoría gene-ral del Estado universalmente válida para todos los pueblos y tiempos. Circunscribe, en consecuencia, su estudio al Estado tal como se ha formado en la cultura occiden-tal, a partir del Renacimiento.

Define Heller el Estado como “una estruc-tura de dominio duraderamente renovada a través de un obrar común actualizado representativamente, que ordena en última instancia los actos sociales sobre un deter-minado territorio”.7 “Aparece aquí el poder

5 HELLER, HERMANN, Teoría del Estado, Editorial Fon-do de Cultura Económica, México, 1968, p. 248.

6 HELLER, ob. cit., p. 248.7 HELLER, ob. cit.

monopolizado territorialmente, la existencia de un orden jurídico y administrativo orga-nizado como sistema, que descansa sobre disposiciones fundamentales, y la existencia de cuerpo administrativo consagrado a su cumplimiento”.8

“El género próximo del Estado es, pues, la organización, la estructura de efectivi-dad organizada en forma planeada para la unidad de la decisión y la acción. La di-ferencia específica, con respecto a todas las demás organizaciones, es su calidad de dominación territorial soberana. En virtud de la soberanía y la referencia al territorio del poder estatal, todos los elementos de la organización estatal reciben su carácter específico. El Estado es soberano única-mente porque puede dotar a su ordena-ción de una validez peculiar frente a todas las demás ordenaciones sociales, es decir, porque puede actuar sobre los hombres, que con sus actos le dan realidad de muy distinta manera a como lo hacen las otras organizaciones.9

El concepto sociológico concibe al Es-tado como un fenómeno de convivencia organizada constantemente renovada por gobernantes y gobernados (organizadores y organizados).

15.2. Concepción jurídica de Hans Kelsen

La concepción jurídica del Estado, en cambio, como señalamos al referirnos al concepto de Jellinek, visualiza al Estado como un sujeto de Derecho, como una persona jurídica. Aún más, Hans Kelsen, máximo exponente de esta concepción, estima que “la esfera existencial del Es-tado posee validez normativa y no efica-cia causal; que aquella unidad específica que ponemos en el concepto de Estado, no radica en el reino de la realidad na-tural, sino en el de las normas o valores. El Estado es, por naturaleza, un sistema

8 FERNÁNDEZ VÁSQUEZ, EMILIO, Diccionario de De-recho Público, Editorial Astrea, Buenos Aires, 1981, p. 284.

9 HELLER, ob. cit., p. 255.

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de normas o la expresión para designar la unidad de tal sistema. El Estado, como orden, no puede ser más que el orden jurídico o la expresión de su unidad”.10 “Para Kelsen, el Estado es la totalidad del orden jurídico en cuanto constituye un sistema, o sea, una unidad cuyas partes son interdependientes, que descansa en una norma hipotética fundamental”. El Estado no es, en consecuencia, otra cosa que la personificación del orden jurídico que lo constituye y con el cual se identifica. A diferencia de la concepción sociológica, el Estado no existe como organización, a la que posteriormente se data de persona-lidad jurídica, sino que nace juntamente con el orden jurídico que lo constituye, es expresión del conjunto normativo. El Estado se identifica con el Derecho y no es una entidad diferente ubicada tras él.

15.3. Concepción de Georges Burdeau

Desde el punto de vista del poder político, Georges Burdeau define el Estado como “el titular abstracto y permanente del poder, del que los gobernantes sólo son agentes esencialmente pasajeros”.11 El Estado es el soporte del poder, independientemente de las personalidades gobernantes y nace cuando surge la idea de una posible diso-ciación entre el poder y el individuo que lo ejerce. Si el poder deja de incorporarse a la persona del jefe, no puede quedarse sin titular, le hace falta un soporte. Este soporte será el Estado, considerado como sede del poder político. Reducido a su desnudez esencial, el Estado es, pues, un concepto; sólo existe porque es pensado a la vez por los gobernantes que ejercen su poder y por los gobernados, que ven en él la sede del poder y el fundamento de las reglas jurídicas sobre las que se organiza la búsqueda del bien común. El Estado es una explicación,

10 HANS KELSEN, Teoría General del Estado, Editorial Nacional, México, 1965, p. 21.

11 GEORGES BURDEAU, Derecho Constitucional e Instituciones Políticas, Editorial Nacional, Madrid, 1981, p. 23.

una justificación y una utilización del fenó-meno social que es el poder.

Finalmente, desde un punto de vista pedagógico, es útil recordar el concepto de Estado que formula el tratadista francés André Hauriou.12 “El Estado –dice– es una agrupación humana, fijada en un territorio determinado y en la que existe un orden social, político y jurídico orientado hacia el bien común, establecido y mantenido por una autoridad dotada de poderes de coerción’’.

Esta definición, de carácter descriptivo, comprende los tres elementos que usual-mente se atribuyen al Estado moderno: el grupo humano, el territorio y el poder y que estudiaremos a continuación.

16. ELEMENTOS O CONDICIONESDE EXISTENCIA DEL ESTADO

Tradicionalmente se considera que el Estado tiene tres elementos: el grupo huma-no, el territorio y el poder. Algunos autores citan otros elementos: el fin del Estado; su justificación. Hay quienes incluso consi-deran entre sus elementos constitutivos al gobierno y la organización jurídica.

Para otros autores, resulta impropio utilizar el vocablo elementos, por cuanto ello implicaría concebir al Estado exclusi-vamente como una realidad corpórea. Es así como Kelsen comprende esta materia dentro del estudio de la validez del orden jurídico, que tiene vigencia como orden normativo positivo para un pueblo y un territorio determinado. Burdeau prefiere hablar de “las condiciones de existencia del Estado” o “de los supuestos necesarios para su formación”. Heller se refiere “a las condiciones para la unidad estatal”.

En este Manual no es posible profun-dizar el tópico y nos limitamos, por tanto, a plantear el problema de los elementos del Estado en general, ya sea como condi-ciones de existencia o de partes o aspectos

12 ANDRÉ HAURIOU, Derecho Constitucional e Ins-tituciones Políticas, Editorial Ariel, Barcelona, 1971, p. 114.

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que deben tenerse en cuenta para llegar al Estado.

En todo caso, cabe tener presente que todos los autores coinciden en que esta dis-tinción en elementos o condiciones implica una abstracción que sólo se justifica con propósito didáctico. El Estado no debe ser considerado en ningún caso como simple adición aritmética de una pluralidad de com-ponentes. El Estado constituye una unidad, un status que engloba dirigentes y dirigidos y surge de la conexión e interacción mutua entre ellos.

Representa igualmente un error confun-dir al Estado con uno solo de sus elemen-tos o en subrayar la primacía absoluta de cualquiera de los mismos, sea el pueblo, el territorio, el poder o el fin.

16.1. El grupo humano

Un Estado supone un grupo de hom-bres, pueblo o nación, que hacen historia, que luchan por sobrevivir, por mejorar sus condiciones de existencia y que cooperan en la realización de los valores humanos a los que hacen revivir en los momentos más cruentos de las grandes crisis. Es así que el pueblo queda considerado como elemento esencial en la definición del Estado.13

“Por pueblo”, en la acepción que a no-sotros nos interesa, se entiende la multitud de personas que componen un Estado. El Estado, como toda otra forma de sociedad, necesita ante todo cierto número de indivi-duos. La vieja discusión sobre el número de individuos necesarios como mínimo para formar un Estado, carece de valor científico. En algunos autores hallamos consignados criterios numéricos, pero son puramente empíricos e inadmisibles racionalmente. Científicamente sólo podemos decir que es necesario un número de hombres sufi-cientemente grande como para permitir a la multitud una organización completa y una vida autónoma, independiente de los poderes externos; porque el Estado

13 Ver Texto Complementario Nº 1 de esta Sec-ción.

tiene esencialmente el carácter de la au-tarquía, esto es, debe bastarse a sí mismo. Un número restringido de individuos podrá formar una familia o a lo más un “clan” (grupo gentilicio), pero el Estado supone una mayor diferenciación, una distribución orgánica de las funciones que asegure de modo estable y definido el desenvolvimien-to de la vida humana en todas sus formas y garantice la autonomía de la misma. La multitud de hombres que constituyen un Estado es variable, sin que por esto se al-tere su personalidad; el Estado subsiste no obstante el alterarse y el sucederse de las generaciones y el aumento o disminución de sus componentes. Esto comprueba que el Estado no es la simple suma de individuos, sino un ente nuevo”.14

Es habitual que las palabras pueblo y población se usen como sinónimos; sin embargo, tal costumbre es una confusión terminológica. Mario Justo López intenta superar el equívoco en los siguientes tér-minos: “Desde el punto de vista jurídico la distinción entre población y pueblo puede ser hecha con mayor precisión, aunque no siempre ocurre así. En principio, la distinción radica en la diferencia de status jurídico entre los integrantes de uno y otro grupo. Así, la población es un conjunto humano muy abarcador –el conjunto de hombres (incluyendo a las mujeres)–, cada uno de cuyos integrantes es titular de derechos y obligaciones civiles. En cambio el pueblo es un conjunto humano menos abarcador –el conjunto de ciudadanos–, cada uno de cuyos integrantes es titular no sólo de dere-chos y obligaciones civiles, sino también de derechos y obligaciones políticas. En este sentido el pueblo es también sólo una parte de la población y designa al conjunto de seres humanos que tienen un determina-do status jurídico. Sin embargo, aun con este criterio, que permite diferenciar con precisión población y pueblo, este último vocablo suele ser utilizado con un sentido más o menos amplio, según comprenda a ‘todos los ciudadanos’ o solamente a los

14 DEL VECCHIO, GIORGIO, Filosofía del Derecho, Editorial Bosch, Barcelona, 1942, p. 386.

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‘ciudadanos con derecho a voto’. En el úl-timo caso, pueblo es sinónimo de ‘cuerpo electoral’”.15

Admitiendo que el vocablo pueblo indica propiamente la multitud de componentes del Estado, en cuanto que está ligado por el vínculo político, queda por determinar si además del vínculo político, o también sin él, existen otros vínculos naturales de comunidad. En esta línea de investigación desembocamos inevitablemente en el con-cepto de nación.

La idea de nación es relativamente mo-derna. En un sentido amplio comienza a vislumbrarse en el Renacimiento y llega a su plenitud con la Revolución francesa y con las revoluciones de los siglos XIX y XX.

Así, con anterioridad al Renacimiento existía un lazo o vínculo universal, el cris-tiano; y, al lado de éste, existía una serie de lazos particulares que caracterizaban a cada grupo social. Se denominaban lazos de naturaleza, vínculos del vasallaje, de fi-delidad, de servidumbre, de ciudadanía. Pero, en todo caso, no existía este sentido de nacionalidad, que aparece en el Rena-cimiento y sólo con cierta nitidez en paí-ses occidentales de Europa, como España, Francia e Inglaterra.

De todas formas, durante toda la edad moderna las naciones son meros fenómenos culturales, cuyo sentido integrador político descansa exclusivamente en la persona del rey. El rey era el promotor del vínculo uniti-vo entre los pertenecientes a todo el grupo estatal; las fiestas que hoy se denominan nacionales eran las fiestas de la familia real. La bandera nacional era la bandera personal del rey. Es más, en esta época se observan fenómenos totalmente inconcebibles en la actualidad. Por ejemplo, el Príncipe de Condé se pasa a las filas españolas, sin que ello suponga desdoro para su persona. Aun en plena Revolución francesa, se sienta en los escaños de la Constituyente un extranjero, el famoso liberal inglés Tomás Paine.

La Revolución francesa es el fenómeno que le da toda la carga pasional al concepto

15 Introducción a los Estudios Políticos, Editorial Kapelusz, Buenos Aires, tomo I, p. 323.

de nación. Hace aparecer el concepto de nación ligado al de la libertad y progreso. En nombre de la Revolución se hace caer la cabeza de Luis XVI para traspasar lo que hasta entonces era la soberanía real al pueblo, con lo que surge el nombre de soberanía nacional. Se crea en Francia una fiesta na-cional (la del 14 de julio, a diferencia de la fiesta de san Luis, de los Borbones); se crea la bandera nacional tricolor, frente a la blanca bandera real de la flor de lis. Surge el himno nacional, la Marsellesa, que aparece con un carácter enfervorizador de las masas antes desconocido. Todo pretende nacionalizarse a través de la Revolución francesa y, efectivamente, Napoleón es el gran soldado de la nacionalidad; pasea a la nación francesa con las armas en la mano por toda Europa y contagia de nacionalismo a todos los pueblos que atraviesa.

Movimiento basado en un nacionalis-mo épico es la guerra de independencia española.

En Alemania, Fichte pronuncia sus famo-sos catorce discursos a la nación alemana en el invierno de 1807 a 1808, en Berlín, y todos ellos son una declaración pasional, reivindicadora de una nación avasallada, dirigida a todos los alemanes, sin distinción alguna entre prusianos o bávaros, sajones o romanos. Afirma que todo pueblo que tiene una lengua común constituye una nacionalidad fuerte y robusta. Del mismo modo Hegel idealiza al Estado nacional germano, haciendo surgir el concepto de pangermanismo, y proclama la misión su-perior del mundo germano en la Historia Universal.

Este fenómeno que se observa en los principales filósofos de la Alemania de aquel tiempo se ve también reflejado en las esferas del conocimiento. Por ejemplo, Savigny crea un Derecho nacional basado en el espíritu nacional tradicional. Lo que él llama Volkgeist. En el aspecto económico, surge la figura de List, que crea lo que llama la economía nacional. Su libro se denomina Sistema nacional de economía política, y apa-rece en 1841, siendo curioso observar que al mismo tiempo que surge esta economía nacional, surgen también los atisbos de una

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economía socializadora. Alemania tiene su Napoleón, que es el estratega Clausewitz, quien crea el concepto de ejército nacional. El clima general creado por la concurrencia de todos estos elementos va a ser después aprovechado por Bismarck, que consigue una fácil unificación sobre la base de la nacionalidad alemana.

Fenómeno muy parecido es el que se pro-duce en Italia. Con Manzini, Cavour, Garibaldi y el clima resultante del rissorgimento liberal y romántico, se forja rápidamente la unificación de la nación italiana, que se produce en 1860 y definitivamente en 1870.

El movimiento nacionalista aún prosigue durante los primeros tiempos del siglo XX. En el Tratado de Versalles, el nacionalismo consigue el triunfo más esplendoroso; se desgajaron el Imperio austrohúngaro y el turco. Del primero surgen Austria; Hun-gría; Checoslovaquia (nacionalidad no muy bien delimitada, porque tiene parte checa y parte eslovaca, y varias minorías de ale-manes y polacos), hoy constituida en dos Estados independientes: la República Checa y Eslovaquia; y Yugoslavia (que tampoco es una nación, sino un complejo de minorías nacionales: croatas, eslovenos, servios, mace-donios y montenegrinos).16 Actualmente, esta última se ha desgajado en diversos Estados independientes, como son Croacia, Serbia, Montenegro y Bosnia-Herzegovina.

¿Es posible lograr una definición de Na-ción en términos omnicomprensivos? El problema es arduo por cuanto los elementos que la configuran son múltiples.

Renán, en una conferencia que se ha he-cho célebre, y a la que dio por título “¿Qué es una Nación?”, después de desarrollar el tema en una bella disertación literaria, llegó a la conclusión –hoy comúnmente compartida– de que la nación es una for-mación histórica:

“De ello no hay duda. Es incontestable que hay que buscar los elementos consti-tutivos de una nación en la comunidad de tradiciones, de aspiraciones, de necesidades; en el recuerdo de las luchas emprendidas,

16 CARRO MARTÍNEZ, ANTONIO, Derecho Político, Facultad de Derecho, Madrid, 1959, p. 100.

de los triunfos alcanzados y, sobre todo, de las penalidades soportadas por una causa común. Pero todo esto sigue siendo vago e impreciso. Es necesario ir más lejos y penetrar más adentro de la realidad de las cosas. Para determinar las condiciones por las cuales se puede verdaderamente atribuir a una colectividad el carácter de nación yo no veo otros medios que los que nos facultan la sociología y la historia.

Hay, desde luego, un hecho unánimemen-te reconocido por la sociología: la nación es un fenómeno propio de la época moderna, pero no es el producto de una generación espontánea. Este fenómeno era, sin el menor género de duda, desconocido en la Anti-güedad y en la Edad Media; su aparición con un carácter claramente definido, se verifica en la Edad Moderna y en tiempos bien cercanos a nosotros, sobre todo en la fecha de 1789. Pero esta aparición fue larga y lentamente preparada.

Lo que realmente constituye el signo distintivo de una nación, lo que la crea y sostiene, en suma, es el hecho de que to-dos los miembros de la colectividad social establecida en un territorio determinado, desde el más humilde al más poderoso des-de el más ignorante al más sabio, tienen la conciencia más clara y más resuelta de que persiguen conjuntamente la realización de cierto ideal que tiene sus raíces en el terri-torio habitado por ellos y que no podrían lograr si no tuviesen la posesión del territorio mismo. He aquí, pues, el fundamento por excelencia de la unidad nacional.

Esta unidad nacional será tanto más fuerte, la unidad del alma nacional, si así puede decirse, será tanto más indefectible y robusta cuanto las luchas y trabajos para realizar el fin común hayan sido más largos y más duros, cuanto las pruebas sufridas hayan sido más difíciles y prolongadas y cuanto los dolores y pesares experimentados hayan sido más agudos y crueles, porque de una nación, lo mismo que de la humanidad entera, puede decirse que está hecha más de muertos que de vivos”.17

17 LEÓN DUGUIT, Soberanía y Libertad, Editorial Tor, Buenos Aires 1943, pp. 14 y 25.

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En síntesis, para la escuela francesa, la nación es la comunidad integrada por varios elementos (lengua, cultura, raza, religión) que, arrancando de un mismo pasado histórico, se realiza políticamente en el presente y se pretende continuar en el futuro. Son grupos de población unidos por un lazo de parentesco espiritual que desenvuelve el pensamiento de la unidad del grupo mismo.

Algunas doctrinas han dado al origen étnico singular relevancia para constituir el concepto de nación. El ejemplo más ex-presivo lo encontramos en el nacionalso-cialismo, doctrina para la cual los términos raza y nación designan la misma realidad. En efecto, “la nación alemana es la raza germana. Quien no posee los factores ra-ciales germánicos nunca puede llegar a ser de nacionalidad alemana.

Todos los demás elementos son insufi-cientes para la formación de la nacionali-dad. La conciencia y la unidad nacionales son consecuencias de la unidad racial, la cual es el foco de irradiación del cual par-ten todos los demás elementos vitales de la nacionalidad. En otros tiempos, la religión desempeñó una misión similar y todavía hay pueblos cuya nacionalidad está asentada sobre su religión. Pero Hitler consideraba a las Iglesias como definitivamente pasadas a la historia, y su deseo era eliminar el cristia-nismo del suelo alemán. En su lugar debía nacer un nuevo misticismo orientado a dar culto a la raza germana, piedra angular del nuevo sistema.

La cultura ha sido otro elemento impor-tante para ensamblar a los grupos humanos. El racismo no admite tal teoría. Para Hitler la cultura tiene un grave inconveniente: es un factor que adolece de una insuficiente decantación, porque el judío puede reves-tirse con facilidad del barniz cultural del pueblo en el cual vive, y entonces el judío se convertirá en un miembro de tal comunidad nacional. La cultura no es lo más radical del ser humano: no es la cultura la que determina la nacionalidad, sino la nacionalidad la que determina la cultura. Cual es la raza, así es la cultura. Dentro de la cultura nacional, la raza judía va segregando y extendiendo

su propia mentalidad, las ideas destinadas a minar el alma nacional.

Por semejantes razones, la lengua tam-poco puede ser factor constitutivo de la nacionalidad. Como parte importante de la cultura nacional e instrumento de ex-presión y comunicación de la misma, la lengua puede ser un símbolo que exterio-riza el genio y espíritu de un pueblo; pero la lengua por sí sola es insuficiente para definir y determinar la nacionalidad. Con este criterio no se podría determinar la nacionalidad. Con este criterio no se podría determinar al connacional del enemigo, porque el judío adopta la lengua del país donde se halla establecido, pero no por eso deja de ser judío ni pierde su fidelidad a su propia raza.

Finalmente, la raza fue considerada como un factor profundo, sólido y eficaz para realizar y mantener la unidad nacional. Profundo, por tratarse de la raíz misma del ser humano, de la que son simples brotes y ramificaciones todas las demás manifestacio-nes de la vida humana. Sólido, por cuanto se trata de un factor biológico, natural y hereditario que no está a merced de las opiniones ni de las mutaciones sociales. Eficaz, porque el sentimiento racial tiende a superar las demás diferencias existentes en el seno de la nación, las diferencias de clase, riqueza y profesión”.18

Las refutaciones al planteamiento na-cionalsocialista son bien conocidas. Desde luego cabe puntualizar que el concepto de “raza” pertenece al orden de las ciencias naturales, mientras el de “nación” pertenece al orden político. Pero aun desde el punto de vista científico el concepto de raza pura resulta en extremo vulnerable. Las siguientes notas de Del Vecchio son ilustrativas sobre el particular: “La unidad de origen étnico no halla correspondencia en los hechos, porque desde edades harto remotas se han producido complejas mezclas de estirpes. Estas mixturas fueron determinadas por varias causas: conquistas militares, emigra-ciones, comercio, etc.; y puede recordarse,

18 YURRE, GREGORIO DE, Totalitarismo y Egolatría, Editorial Aguilar, Madrid, 1962, pp. 528 y ss.

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además, el fenómeno frecuente, sobre todo en las sociedades primitivas, de la adopción (en virtud de la cual individuos de una estir-pe son incorporados a otra y considerados ficticiamente como de la misma sangre de ésta). No existe pues un linaje puro ni aun allá donde la unión social es muy antigua y cimentada asimismo por el vínculo político. Por ejemplo, no sólo la nación italiana, a causa de las numerosas inmigraciones y dominaciones, sino también la nación inglesa, e igualmente la española y la fran-cesa, unificada en forma de Estado desde muchos siglos, constan, sin embargo, de elementos étnicamente diversos. De modo que siguiendo rigurosamente el concepto de comunidad étnica debiéramos llegar a la conclusión de que no existe en el mundo ninguna nacionalidad.19

El concepto marxista de nación aparece en la siguiente síntesis: “Forma, histórica-mente constituida, de comunidad humana; reemplaza a la nacionalidad. Son propias de la nación, ante todo, la comunidad de condiciones materiales de vida; de territo-rio y de vida económica; la comunidad de idioma, de psicología, así como también de determinados rasgos de carácter nacio-nal que se manifiestan en la peculiaridad nacional de su cultura. Es la forma más amplia de comunidad a que ha dado origen el nacimiento y desarrollo de la formación capitalista. La base económica de la que ha surgido la nación estaba dada por la liquidación de la fragmentación feudal, por la consolidación de los nexos económicos entre las distintas regiones del país, por la unión de los mercados locales en un mer-cado nacional único. La fuerza rectora de las naciones surgidas en ese período era la burguesía, hecho que imprimió por largo tiempo un determinado sello a su perfil político-social y espiritual. A medida que tales naciones burguesas se desarrollan, en su interior se agudizan cada vez más las contradicciones sociales, aparece la oposi-ción entre las clases. La burguesía procura amortiguar esas contradicciones y avivar los

19 Ob. cit., p. 387.

antagonismos entre naciones. Propaga la ideología del nacionalismo y del egoísmo nacional. La discordia y el odio entre las naciones, los conflictos nacionales son una consecuencia inevitable del capitalismo, El proletariado opone al nacionalismo burgués la ideología y la política del internacionalismo proletario. Al liquidar el capitalismo, cambia radicalmente el aspecto de la nación. Las viejas naciones burguesas se convierten en otras nuevas socialistas, cuyo fundamento de clase radica en la alianza entre la clase obrera y el campesinado trabajador. Las naciones socialistas están libres de anta-gonismos de clase. Se transforman, por completo, asimismo, las relaciones entre nación y nación, desaparecen los restos de la antigua desconfianza recíproca, cobra impulso la amistad de los pueblos. A la sociedad comunista desarrollada le será propia una nueva forma de comunidad histórica humana, más amplia que la na-ción, que unirá en una sola familia a toda la humanidad. Tal comunidad, no obstante, se formará tan sólo como resultado de un prolongado desarrollo y se llegará a ella bastante después de que se alcance la plena homogeneidad social”.20

El internacionalismo proletario tuvo en 1914 un momento de prueba crucial: con-trariando todas las instrucciones recibidas, los obreros franceses y alemanes se lanzaron a luchar con denuedo por sus respectivos países. ¿Prevaleció en ellos el sentimiento patriótico sobre la solidaridad de clases? Charles Maurras tiene una respuesta: “La nación está antes que todos los grupos de la nación. La defensa del todo se impone a las partes… En el orden de la realidad están las naciones. Las naciones antes que las clases. Las naciones antes que los ne-gocios”.21

¿Qué relación existe entre Nación y Estado? Se ha sostenido que “el Estado es la Nación políticamente organizada”, o bien “que el Estado es el ordenamiento jurídico de la Na-

20 ROSENTHAL-JUDIN, Diccionario Filosófico, Editorial Pueblos Unidos, Montevideo, 1967, p. 331.

21 Mis Ideas Políticas, Editorial Huemul, Buenos Aires, 1962, p. 267.

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ción”. Estas concepciones, aceptadas por largo tiempo, son en la actualidad objetadas con fundamento. “De hecho, el Estado se funda sólo sobre el vínculo político, el cual puede existir aunque falten otros vínculos sociales. De otra parte, la nación consta de elementos naturales que se pueden también mantener fuera de la unidad política. Sin embargo, des-de otro punto de vista, la teoría en cuestión contiene una parte de verdad, que consiste en que toda nación, aunque no siendo Estado por sí misma, tiende a convertirse en Estado. Efectivamente, la nación representa un con-junto de vínculos naturales, un complejo de identidades y elementos comunes; ahora bien, el vínculo jurídico es la forma más sólida y más perfecta de comunidad y, por ende, es natural que cada nación tenga la tendencia a constituirse en una unidad política, o sea, a darse un ordenamiento jurídico conveniente a sus relaciones de vida, que deben desarro-llarse dentro de su ámbito y apoyarse en él. La nación es, por decirlo así, el fundamento natural del edificio, del cual el Estado debe ser su coronamiento”.22

No obstante, como anote Luigi Sturzo, “la nación no se identifica con el Estado, no sólo porque es una entidad colectiva mucho más compleja, sino también porque histórica y psicológicamente trasciende la forma política en que puede expresarse. Antes de la unificación, Italia era una nación, aun cuando estaba políticamente dividida y parcialmente sometida al extranjero. Ir-landa, oprimida por Inglaterra, y Polonia, dividida en tres, no perdieron tampoco la conciencia de su nacionalidad.

“La nación tiene su dinamismo propio, que afecta tanto al Estado como organismo del poder cuanto al Pueblo como fuente del poder político. Es la caracterización del espíritu de un pueblo, fija su continuidad histórica, da su sello a la educación, crea la posibilidad de residencia en la adversidad y forma las tendencias en todos los campos, pero especialmente en las creaciones de la poesía y el arte”.23

22 DEL VECCHIO, ob. cit., p. 388.23 Fundamentos de la Democracia, Editorial Huma-

nismo, Buenos Aires, 1969, pp. 12 y ss.

16.2. El territorio

El grupo humano requiere un suelo don-de desplazarse, del cual recibir los alimentos vitales, donde edificar su albergue y, en fin, donde enterrar sus muertos. El territorio es para la nación o pueblo lo que el hogar para la familia. Sin una tierra que se sienta propia, que se defienda y cultive, no puede existir un Estado soberano. Este es, pues, el segundo elemento esencial y de definición del Estado: el territorio.

“En tanto que la comunidad política puede concebirse sin la sedentariedad (tri-bus nómadas) y no es incompatible con toda una trabazón de soberanías feudales (Europa Medieval), la forma particular de la misma que constituye el Estado supone necesariamente un territorio estable (conse-cuencia de la sedentariedad) y excluyente de cualquier otra soberanía lateral, y por tanto limitado de un modo preciso por unas fronteras indiscutibles.24

¿Cuál es el espacio geográfico a que se hace referencia al hablar de territorio? Co-múnmente se admite que el territorio del Estado comprende el suelo, el subsuelo, el espacio aéreo, y el espacio marítimo.

Al igual que acontece con la población, no es exigible una determinada extensión de territorio para que un Estado pueda ser considerado tal. “De hecho, ocho Estados: Rusia, Canadá, China, Estados Unidos de América, Brasil, Australia, India y Argen-tina, poseen más de la mitad de las tierras del planeta, mientras los cien Estados más pequeños no alcanzan al 1% de la super-ficie del globo terráqueo”.25

16.2.1. El suelo. Es el territorio firme del Es-tado y está encerrado dentro de líneas que se llaman límites o fronteras. Las fronteras se determinan generalmente en tratados.

El subsuelo. Abarca una figura cónica que va desde el suelo hasta el centro de la Tierra.

24 COSTE, RENÉ, Las Comunidades Políticas, Editorial Herder, Barcelona, 1971, p. 106.

25 VARGAS C., EDMUNDO, Derecho Internacional Público, Editorial Jurídica de Chile, 1ª edición 2007, p. 229.

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Se manifiesta en el derecho regaliano del Estado sobre las sustancias minerales.

16.2.2. El espacio marítimo. La prolongación del territorio del Estado “hacia el mar” ha sido admitida universalmente, ya que siempre se ha distinguido la alta mar del mar adya-cente que baña las costas de un país. Este mar llamado comúnmente “mar territorial” es parte del espacio territorial del Estado.

Actualmente cabe distinguir los si-guientes espacios marítimos, a partir de la costa: “a) Mar territorial; b) Zona contigua; c) Zona económica exclusiva; d) Plataforma continental; y e) Fondos marinos y oceánicos. Considerando que las delimitaciones del territorio marítimo del Estado es un tema más propio del Derecho Internacional Público, sólo esbozaremos algunas definiciones y breves referencias atendidas las vinculaciones de este tema con el Derecho Político.

16.2.2.1. Mar territorial. Cubre una franja de mar adyacente a las costas de un Estado y se extiende hasta la línea exterior o de contorno que lo separa de alta mar. Dicha extensión es fijada por el Derecho Inter-nacional, el cual admite hasta doce millas marinas. Recogiendo lo establecido por el Derecho Internacional, Chile modificó el artículo 593 del Código Civil, mediante la Ley Nº 18.565, de 23 de octubre de 1986, y aumentó el mar territorial a doce millas marinas. Anteriormente, éste comprendía una extensión de tres millas marinas.

En esta zona el Estado ejerce plena so-beranía con la sola limitación de que está obligado a permitir el paso inocente, como consecuencia del principio de libre nave-gación. El paso es inocente mientras no sea perjudicial para la paz, el orden o la seguridad del Estado ribereño y debe ser continuo, o sea, la nave no debe detenerse. Esta soberanía se extiende al espacio aéreo situado sobre el mar territorial, así como al lecho y al subsuelo de ese mar.

Si bien el Derecho Internacional no im-pone una extensión precisa al mar territorial de los Estados, su delimitación no puede quedar entregada por entero al arbitrio

de éstos. Al respecto, la Convención de las Naciones Unidas sobre Derecho del Mar, de 1982, dispone que todo Estado tiene derecho a establecer la anchura de su mar territorial hasta un límite que no exceda de doce millas marinas medidas a partir de las líneas de base determinadas de conformidad con esta Convención.26

16.2.2.2. Zona contigua. Comprende un espacio de alta mar contiguo al mar territorial, donde el Estado ribereño tie-ne competencia para adoptar medidas de fiscalización. Su extensión varía según lo determinado por los diferentes Estados, pero, de acuerdo al artículo 33 inciso 2 de la Convención ya mencionada, no podrá extenderse más allá de 24 millas marinas contadas desde las líneas de base a partir de las cuales se mide la anchura del mar territorial. En la misma ley ya aludida, que modificó el artículo 593 de nuestro Código Civil, se estableció una zona contigua de 24 millas marinas. Esto significa que las primeras 12 millas marinas se sobreponen al mar territorial y las otras 12 constituyen la zona contigua propiamente tal y de esta manera Chile adecuó su legislación a lo establecido en la Convención del Mar de 1982, aumentando sus derechos en el mar al máximo de lo que permite este nuevo acuerdo internacional.

En la zona contigua el Estado puede tomar las medidas de fiscalización necesarias para la prevención y sanción de las infracciones de sus leyes y reglamentos aduaneros, fiscales, de inmigración o sanitarios cometidas en su territorio o en su mar territorial.

16.2.2.3. Zona económica exclusiva. Es el espacio situado más allá del mar territorial y adyacente a éste y donde el Estado ribereño tiene derechos de soberanía para los fines de exploración y explotación, conservación y administración de los recursos naturales, tanto vivos como no vivos, en las aguas supra-yacentes al lecho, en el lecho y el subsuelo “del mar y con respecto a otras actividades

26 Artículo 3º de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, 1982, firmada por Chile, en Montigo Bay, Jamaica.

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con miras a la exploración y explotación económica de la zona, tal como la produc-ción de energía derivada del agua, de las corrientes y de los vientos.27

Este concepto nace para cubrir necesi-dades de tipo económico bajo una noción diferente a la de mar territorial dado que los Estados necesitan ejercer derechos de soberanía sobre sus recursos y riquezas na-turales, y parte importante de estos recursos se encuentran en las aguas, suelo y subsuelo marino. El concepto de zona económica exclusiva comprende sólo el ejercicio de la soberanía sobre los recursos naturales y no la plena soberanía, como la que se ejerce sobre el mar territorial. Se conjuga este concepto con la necesidad de asegurar en esos espacios el principio de la libertad de navegación marítima y aérea.

De acuerdo con la legislación o práctica de la mayoría de los Estados latinoameri-canos, el límite de extensión máximo del mar patrimonial ha sido de 200 millas ma-rinas, comprendiendo dentro de éstas el mar territorial. “Más allá de esa distancia no habría un límite razonable que pudiere justificar el ejercicio de las competencias estatales derivadas de los factores geográficos, geológicos o biológicos que han servido de fundamento a la extensión de dichas com-petencias”.28 La Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar de 1982 establece en el artículo 57 que “la zona económica exclusiva no se extenderá más allá de 200 millas marinas, contadas desde las líneas de base, a partir de las cuales se mide la anchura del mar territorial”.

En Chile, la Declaración oficial del Pre-sidente Gabriel González Videla, del 23 de junio de 1947, sobre Jurisdicción Marítima, establece, por primera vez, la extensión de 200 millas, a pesar de que el nuevo concepto jurídico de mar patrimonial todavía no se

27 Véase La Zona Económica Exclusiva, una pers-pectiva latinoamericana, volumen II, F. Orrego V. y J. Irigin (editores), Edición Patmos, 1982, Instituto de Estudios Internacionales.

28 VARGAS C., EDMUNDO, “América Latina y los Problemas Contemporáneos del Derecho del Mar”, Editorial Andrés Bello, año 1973.

decantaba. Posteriormente, la Declaración sobre Zona Marítima, suscrita el 18 de agosto de 1952, en la Primera Conferencia sobre Conservación y Explotación de las Rique-zas Marítimas del Pacífico Sur reunida en Santiago, los gobiernos de Chile, Ecuador y Perú proclamaron una zona marítima de 200 millas y la jurisdicción y soberanía exclusiva sobre el mar, suelo y subsuelo respectivo. La Ley Nº 18.565, de 23 de octubre de 1986, incorporó al Código Civil el art. 596, que establece una zona económica exclusiva de “200 millas marinas, contadas desde las líneas de base, a partir de las cuales se mide la anchura del mar territorial”.

16.2.2.4. Plataforma continental. A me-diados del siglo XVIII algunos autores se referían a la posibilidad de la soberanía del Estado ribereño sobre el lecho del mar; sin embargo, el concepto jurídico de plataforma continental, como un espacio marítimo diferente, se desarrolló después de la Segunda Guerra Mundial y se divulgó rápidamente.29

La plataforma continental comprende el lecho y el subsuelo de las áreas subma-rinas que se extienden más allá de su mar territorial y a todo lo largo de la prolonga-ción natural de su territorio hasta el borde exterior del margen continental, o bien hasta una distancia de 200 millas marinas, contadas desde las líneas de base, a partir de las cuales se mide la anchura del mar territorial, en los casos en que el borde exterior del margen continental no llegue a esa distancia. En cuanto a la competencia y derechos del Estado ribereño sobre la pla-taforma continental, se le reconoce plena soberanía para los efectos de la exploración y explotación de sus recursos naturales. Estos derechos no afectan al régimen de las aguas suprayacentes ni del espacio aéreo situado sobre dichas aguas. Podemos apreciar que los derechos del Estado ribereño en su plataforma continental tienen un conteni-

29 Véase La Plataforma Continental como Instituto del Derecho del Mar, de JULIO CÉSAR LUPINACCI, Pu-blicación Especial Nº 61 del Instituto de Estudios Internacionales, 1984.

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do similar, de orden económico, referido exclusivamente a los recursos naturales. La Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar de 1982 define este espacio en la Parte VI.

Chile adhiere a lo Suscrito por la Con-vención, y mediante la Ley Nº 18.565, de 1986, ya citada, incorporó el concepto de plataforma continental en el artículo 596 del Código Civil, cuyo segundo inciso establece: “el Estado ejerce derechos de soberanía exclusivos sobre la plataforma continental para los fines de la conser-vación, exploración y explotación de sus recursos naturales”.

16.2.2.5. Fondos marinos y oceánicos. Al discutirse el concepto de plataforma continental se estimó que técnicamente era muy difícil que pudiera explotarse el fondo del mar situado a más de 200 metros de profundidad. Sin embargo, los adelantos científicos han demostrado que es posible la explotación a profundidades superiores. Se ha planteado, entonces, la interrogante de hasta qué profundidad y distancia de las costas corresponden al Estado ribereño derechos soberanos sobre la exploración y explotación de los recursos naturales, sustancias orgánicas y minerales que yacen en el fondo del mar. Los fondos marinos y oceánicos extrajurisdiccionales constituyen un nuevo espacio marítimo no asimilable a las categorías anteriores y susceptible de nueva regulación jurídica.30 La Resolución Nº 2.749 (XXV), aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 28 de enero de 1971, afirmó la existencia de una zona internacional de los fondos, marinos y oceánicos y de su Subsuelo, reconociéndose que sus límites aun estaban por determinarse exactamente. La referida resorción contiene la Declara-ción de Principios que regulan los Fondos Marinos y Oceánicos y su subsuelo fuera de los límites de la jurisdicción nacional.

30 Véase El régimen para exploración y explotación de los recursos minerales de los Fondos Marinos, de FRANCISCO ORREGO V., Publicación Especial Nº 62 del Instituto de Estudios Internacionales, 1984.

En ella se afirma que dicha zona, asi como sus recursos, son patrimonio común de la humanidad. En consecuencia, no puede ser objeto de apropiación por parte de Estado alguno, ni ejercerse sobre ella derechos de soberanía. “La zona debe estar abierta a la utilización exclusivamente para fines pacíficos por todos los Estados” (Principio 5) de la Resolución Nº 2.749), y “la explo-ración de la zona y la explotación de sus recursos se realizarán en beneficio de toda la humanidad” (Principio 7). La Parte XI de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar de 1982 regula este espacio.

16.2.3. El espacio aéreo: Existen diversas doctrinas acerca de la relación entre el Es-tado y la atmósfera aérea correspondiente. Todo Estado –expresa una doctrina– tiene sobre la parte del espacio aéreo que se ex-tiende sobre sus dominios terrestres pleno derecho de soberanía, que debe ejercer ajustándose, por cierto, a la naturaleza y caracteres especiales de ese medio y del mismo derecho de soberanía. El espacio aéreo, expresa otra, es libre, como el es-pacio de alta mar sin que ninguna nación subyacente pueda reclamar derechos en esos dominios. Otra doctrina distingue la zona inferior, que está en contacto inmediato con el suelo, en una extensión variable, en la cual concede al Estado derechos so-beranos; mientras que la superior, que se eleva más allá de esa faja es de uso común para todas las naciones.

La mayoría de las legislaciones ha acep-tado la primera teoría y de ello dan tes-timonio los reglamentos que reculan la aeronavegación.

Desde 1914 rige el principio de la plena soberanía sobre el espacio aéreo que se ex-tiende sobre su territorio terrestre y el mar territorial. Razones de elemental seguridad determinaron durante la Primera Guerra Mundial el establecimiento de este principio y que no se toleraría ninguna limitación, ni siquiera en favor del “paso inocente”. “Desde entonces se ha impuesto la regla consuetudinaria de que las aeronaves de un Estado tienen derecho a sobrevolar la

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alta mar, pero no el territorio ni el mar territorial del otro Estado”.31

La circulación por el espacio aéreo in-terestatal sólo ha resultado posible sobre la base de tratados bilaterales que regulan el transporte aéreo civil. Muchas de las normas que forman parte del Derecho Aéreo han sido adoptadas del derecho marítimo.

En el espacio aéreo se reconocen los siguientes derechos llamados “libertades del aire”: 1) la de sobrevolar el territorio de otro Estado sin hacer escalas; 2) la de hacer escalas para fines no comerciales (re-paraciones, etc.); 3) la de llevar pasajeros, carga y correo desde el propio país de la aeronave a otro país; 4) la de llevar pasa-jeros, carga y correo al país de la aeronave respectiva desde otro país, y 5) la de llevar pasajeros, carga y correo entre dos países que no son los de la aeronave respectiva. Las diversas convenciones internacionales han dado diferente tratamiento a las cinco libertades del aire.32

Entre las principales Convenciones cabe destacar las siguientes:

a) La Convención de París en 1919, que reglamentó la navegación aérea interna-cional, reconociendo la plena soberanía de los Estados sobre el espacio aéreo que está sobre su territorio y sus aguas juris-diccionales.

b) La Convención de Chicago sobre Aviación Civil Internacional de 1944, que reemplazó a la Convención de París. Entre sus principales disposiciones, señala la distin-ción entre aeronaves de Estado, es decir, las utilizadas en servicios militares, de aduanas o de policía y aeronaves civiles, que son las no afectadas a los servicios indicados. La Convención concede derechos solamente a las aeronaves civiles.

Con el objetivo de desarrollar los princi-pios internacionales de la aeronavegación,

31 MICHAEL AKEHURST, Introducción al Derecho In-ternacional, Editorial Alianza Editores, Madrid, 1972, pp 286 y ss.

32 BENADAVA, SANTIAGO, Derecho Internacional Pú-blico, 2ª edición actualizada, Editorial Jurídica de Chile, 1982, p. 244,

la Convención de Chicago estableció en Montreal la Organización de Aviación Civil Internacional (OACI), que es un organismo especializado de las Naciones Unidas.

c) Convención de Tokio sobre crímenes y ciertos otros actos cometidos a bordo de aeronave de 1963, que cobró relevancia por referirse al problema de los secuestros aé-reos. Se echa de menos en esta Convención la existencia de una obligación de proce-sar a los secuestradores. Pero esta laguna quedó subsanada por el Convenio de La Haya de 1970.

d) Convenio de La Haya para la repre-sión del apoderamiento ilícito de aeronaves de 1970. Dispone que los Estados contra-tantes están obligados a establecer penas severas para sancionar el apoderamiento ilícito de aeronaves. e) Convención para la represión de actos ilícitos dirigidos contra la seguridad de la aviación civil, adoptada en la Conferencia de Montreal de 1971. Complementa el Convenio de La Haya, por cuanto tipifica los delitos que deben ser sancionados con penas severas.

16.2.4. El espacio exterior o ultraterrestre. Desde la colocación en órbita del primer satélite artificial en 1957, ha surgido un nuevo espacio que es preciso regular: el espacio exterior. En efecto, los Estados han lanzado satélites que han cruzado el espacio aéreo de innumerables Estados sin que hubiera protestas de parte de alguno de ellos por violación de su espacio aéreo. Resulta evidente que la conducta de los Estados que lanzan satélites, combinada con la aquiescencia de los restantes Estados, ha dado lugar a una nueva regla permisiva de derecho consuetudinario internacional. La aeronave gozaría de un derecho de paso inocente. Pero esta argumentación nos lleva a plantearnos si el espacio aéreo de un Estado se extiende ilimitadamente hacia arriba o si encuentra un límite en el espacio exte-rior o ultraterrestre. Las resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas han afirmado que la soberanía del Estado subyacente no se extiende al espacio exterior. Esto quiere decir que existe un punto en que termina el espacio aéreo y comienza el espacio ultraterrestre. La ubicación precisa

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de ese punto es incierta, pero esto no tiene mayor importancia, porque la altitud mínima de la órbita de los satélites es, al menos, el doble de la máxima altitud a la que pueden volar las aeronaves.

En todo caso, los problemas jurídicos que plantea la exploración del espacio ofrecen una gran multiplicidad, y podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el derecho del espacio es uno de los sectores de mayor crecimiento del Derecho Internacional (Akehurst).

Durante la década de los sesenta, el desa-rrollo de la investigación espacial ha hecho necesaria la formulación de normas explícitas sobre el alcance de la soberanía estatal más allá del espacio aéreo. El 20 de diciembre de 1961 la Asamblea General de las Naciones Unidas recomendó a los Estados la libre ex-ploración y utilización del espacio exterior, que no podría “ser objeto de apropiación nacional” (Resol. 1721/ XVI). En 1963 la Asamblea “declaró solemnemente” que el espacio ultraterrestre y los cuerpos celestes no están sujetos a apropiación nacional me-diante pretensiones de soberanía (Resolución 1802/XVIII, de 13 de diciembre de 1963). Finalmente, el Tratado de 27 de enero de 1967 sobre los “Principios que deben regir las actividades de los Estados en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes”, establece taxativamente que “el espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, no podrá ser objeto de apropiación nacional por reivindicación de soberanía, uso u ocupación, ni de ninguna otra manera”. De este modo, parece quedar bien establecido el principio de limitación de la soberanía vertical hasta el espacio “ultraterrestre”. Por otro lado, no se ha llegado a ninguna definición de lo que se entienda por tal, con lo que se mantiene abierta la discusión sobre la frontera entre el espacio sometido a la soberanía nacional y el no sometido a ella.33

33 VERDROSS, ALFRED, Derecho Internacional Público, 6ª Editorial Aguilar, Madrid, 1980, p. 282. Sobre el tema véase “La Utilización del Espacio Exterior y las Comunicaciones”, M. Teresa Infante y Jeannette Irigoin (editores). Colección Estudios Internacionales del Instituto de Estudios Internacionales, 1984.

Otros acuerdos internacionales suscritos sobre esta materia son el Acuerdo sobre el salvamento y la devolución de astronautas y la restitución de objetos lanzados al espacio ultraterrestre de 22 de abril de 1968, y el Convenio sobre la responsabilidad inter-nacional por daños causados por objetos espaciales, de 29 de marzo de 1972.

De los diversos convenios, acuerdos y recomendaciones se concluye que en el espacio exterior rigen los siguientes prin-cipios básicos: 1. Exploración y utilización del espacio ultraterrestre en interés y pro-vecho de todos los países; 2. Exclusión de la soberanía; 3. Libertad de exploración y utilización, y 4. Desmilitarización en lo relativo a armas nucleares y de destrucción masiva.

16.2.5. Teorías jurídicas en torno del territorio. Se han ideado diversas teorías para explicar el vínculo del Estado con su territorio:

a) El territorio objeto. Esta teoría estima que el territorio es el objeto material del Estado; es el elemento sobre el cual el Estado ejerce su dominium, de manera se-mejante a la acción del propietario sobre un predio.

A este grupo pertenecen los que, en tiem-pos feudales y posteriores, defendieron el derecho patrimonial de los príncipes. Mani-festaciones prácticas de esta teoría pueden considerarse las guerras que se emprendían por el interés particular de las casas reinantes, las divisiones y enajenaciones territoriales efectuadas sin interés ni consulta de los súbditos, sólo por el arbitrio ventajoso de los soberanos.34

Se estima que esta teoría es insostenible, puesto que no cabe dar propiedades sobre el mismo espacio territorial.

Entre las variantes de esta doctrina cabe mencionar la posición de Jellinek, para quien la relación jurídica entre el Estado y su terri-torio tiene el carácter propio del imperium (poder de mando o dominación).

34 Se estima que en esta corriente deben ser in-cluidos los socialistas que, al rechazar la propiedad privada, hacen del territorio nacional y de cuantos bienes encierra, objeto patrimonial del Estado.

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El territorio –dice Jellinek– es el funda-mento espacial para que el Estado pueda desplegar su autoridad sobre todos los hom-bres que viven en él, ya sean ciudadanos propios o de un país extraño. Los manda-mientos de autoridad del Estado deben realizarse dentro de su territorio, bien traten de asegurar la situación de éste, bien de modificarla. Sólo en este sentido se puede hablar del territorio como de un objeto del dominio del Estado. Sin embargo, a menudo se saca de ello una consecuencia falsa: el territorio mismo está sometido al dominio inmediato del Estado; existe, en consecuencia, un derecho real estatista.

Ello es erróneo, agrega Jellinek, pues “jamás puede el Estado directamente, sino por la mediación de sus súbditos, ejercer dominio sobre el territorio… El dominio sobre el territorio no es, desde el punto de vista del Derecho Público, dominium, sino imperium. El imperium significa poder de mando, mas este poder sólo es referible a los hombres; de aquí que una cosa sólo pueda estar sometida al imperium, en tanto el poder del Estado ordene a los hombres obrar de una manera con respecto a ella”.35

b) El territorio sujeto; Esta teoría consi-dera al territorio como elemento esencial de la personalidad del mismo, o sea, ele-mento subjetivo del Estado. Este territorio forma parte del Estado en su calidad de sujeto.

Carré de Malberg sostiene que el terri-torio no es un objeto situado fuera de la persona jurídica del Estado, “sino que es un elemento de su ser y no de su haber, un elemento, pues, de su misma personali-dad, y en este sentido aparece como parte integrante de la persona del Estado, que sin él no podría ni siquiera concebirse… En ausencia de un territorio, el Estado no puede formarse, y la pérdida de su terri-torio supondrá su completa extinción. El territorio es, por tanto, una condición de existencia del Estado”.36

35 Ob. cit., p. 297. 36 Teoría General del Estado, Editorial Fondo de

Cultura Económica, México, 1948, p. 24.

Duguit, representante también de esta teoría, expresa que el Estado, titular de la potencia política, no puede existir sin que haya un territorio exclusivamente afecto a la colectividad que le sirve de soporte: “el Estado, que posee la potencia política, no puede ejercerla sino con la condición de que haya un territorio exclusivamente afecto a su ejercicio”.37

c) El territorio límite de competencia. Esta corriente tuvo en Kelsen a uno de sus prin-cipales expositores: si el Estado produce el Derecho es para que se cumpla dentro de su territorio. El territorio, en consecuencia, es el ámbito espacial de aplicación de las normas y preceptos emanados del Estado. Este carácter completamente normativo se revela advirtiendo que sólo es “territorio” el espacio en que “deben” realizarse ciertos hechos, especialmente los actos coactivos regulados por el orden jurídico; no el es-pacio en el que de hecho se realizan, como se afirma corrientemente, cuando se dice que el territorio es el escenario en el que el Estado actúa su poder.38

16.2.6. Problemas de la alteración territorial: Fundamentalmente existen dos sistemas de adquisición territorial: uno originario y otro derivativo. En la actualidad ya no hay tierras sobre las cuales no se ejerza la titularidad de algún Estado, de suerte que en la práctica sólo opera el sistema derivati-vo, en sus diferentes especies: emancipación (por ejemplo: las colonias americanas); la secesión (desintegración austríaca, 1919); la división (Carlomagno divide su imperio en tres partes); la permuta (entre Brasil y Perú en el tratado de límites de 1851; entre Ingla-terra y Alemania en 1890); la venta (Francia vende Luisiana a los Estados Unidos por 60 millones de francos; Rusia vende Alaska a EE.UU., por 7 millones de dólares); la dona-ción (de Pipino al Papado); y, la conquista, que es el más frecuente y que representa

37 LEÓN DUGUIT, Traité de Droit Constitutionnel, 1927, tomo II, p. 7.

38 HANS KELSEN, Teoría General del Estado, Editorial Nacional, México, 1965, pp. 180 y ss.

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las alteraciones territoriales promovidas por las guerras.

Para la solución de los problemas que plantean estas alteraciones territoriales, co-bran singular relevancia las teorías jurídicas a que hemos aludido.

16.2.7. Geopolítica. La gravitación que el territorio tiene sobre la vida del Estado ha sido percibida y puesta de manifiesto por pensadores de todas las épocas: Platón, Aristóteles, Maquiavelo, Bodin, Montes-quieu, Hegel han reconocido y subrayado la importancia de los factores geográficos respecto de la estructura y de la actuación del Estado.

Burdeau explica en estos términos la influencia del territorio sobre la estructu-ra política: “el establecimiento sobre un territorio hace que el grupo llegue a tomar conciencia de sí mismo. Esta conciencia se refuerza por el hecho de que la configuración del territorio, en cuanto rige el porvenir colectivo, implica adoptar un plan de vida, y es aquí donde el factor geográfico, después de haber suscitado la cohesión social, va a influir también sobre la estructura del orden político, que a la vez la expresa y garantiza. La extensión del territorio, las facilidades más o menos grandes de comunicación que ofrece, su carácter marítimo o continental, la existencia o carencia de barreras natu-rales que dificulten las incursiones de sus vecinos, el género de recursos que ofrece y la forma de vida que trae aparejada, las particularidades de clima con sus repercu-siones sobré las sicologías individuales, son otros tantos supuestos cuya acción se ejerce indudablemente sobre el ordenamiento del poder”.39

A fines del siglo XIX, Malford Mazkinder, Friedrich Ratzel y Rudolf Kjellen, con sus obras colocan las bases para el desarrollo de una disciplina, cuyo objeto consiste en investigar la importancia que tiene la con-figuración del territorio en la suerte de los pueblos. Para designar esta disciplina se co-mienza a emplear la expresión geopolítica.

39 Método de la Ciencia Política, Editorial De-palma, Buenos Aires, 1964, p. 382.

Se suele definir la geopolítica como “ciencia que trata de la dependencia de los hechos políticos con relación al suelo. Se basa sobre los amplios cimientos de la geografía política”. O bien: “la racionali-zación de los esfuerzos emocionales de las naciones, para justificar su aspiración a un espacio adecuado”.

Como recuerda Mario Justo López, en la Alemania hitlerista, la geopolítica alcan-zó gran desarrollo, destacándose entre sus cultores Karl Hanshofer, quien dirigió la Revista de Geopolítica. Relacionada con la geopolítica, se desarrolló en Alemania, en-tre 1933 y 1945, una nueva doctrina, cuyos propagandistas la denominaron del “espacio vital” (Lebensraum) y de acuerdo con la cual se dio ese nombre a aquella superficie te-rrestre que debía ser accesible a un pueblo determinado para asegurar el mantenimiento y desarrollo de su existencia.40

En relación con la importancia desmedi-da que la geopolítica concede a los influjos sobre la vida del Estado, resulta de interés la posición de Heller, en cuanto sostiene que tales influjos sólo se producen mediatamente, es decir, a través del hacer humano; y que la estructura y el proceso político del Estado nunca resultan en unilateral dependencia de leyes naturales invariables, de influjos geopolíticos: en primer lugar, porque el acontecer estatal, aunque condicionado por factores naturales, tiene una legalidad propia, y en segundo término, porque fal-tan, además, leyes geopolíticas generales e invariables. La situación geofísica de una comunidad política es relativamente cons-tante; su situación geopolítica, en cambio, resulta, también desde un punto de vista relativo, rápida y fácilmente mutable.41

16.3. El poder

En los hombres, toda unidad de fines necesita una voluntad. Esta voluntad que

40 Ver MARIO JUSTO LÓPEZ, ob. cit., tomo I, p. 337.

41 Ver Texto Complementario atinente a párrafo 16.2.7 de p. 83, de esta Sección.

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ha de cuidar de los fines comunes de la asociación, que ha de ordenar y ha de di-rigir la ejecución de sus ordenaciones, es precisamente el poder de la asociación. Por esto, toda asociación, por escasa fuerza interna que posea, tiene un poder peculiar que aparece como una unidad distinta de la de sus miembros.42

En su acepción más amplia, la palabra poder equivale a la “facultad de hacer”, “aptitud para ejecutar algo”. Por lo mismo, la voz poder se asocia inevitablemente con la idea de energía, fuerza, pujanza.

Ahora bien, como elemento o condi-ción de existencia del Estado, el poder se nos presenta como “la aptitud, capacidad, energía, fuerza o competencia de que él dispone para cumplir su fin”.43

De ahí que resulta comprensiva la defi-nición del poder que ofrece Burdeau: “una fuerza al servicio de una idea. Una fuerza nacida de la voluntad social preponderan-te, destinada a conducir al grupo hacia un orden social que estima benéfico y, llegado el caso, capaz de imponer a los miembros los comportamientos que esta búsqueda impone”.44 El poder estatal, por tanto, representa el factor permanente de cohesión de la sociedad política.

Como se estudiará más adelante, dentro de la sociedad pueden percibirse infinitas relaciones de poder, pero es sin duda el Estado el recinto del poder por antono-masia.45

16.3.1. Características del poder estatal. ¿Cuáles son las características del poder estatal en la sociedad contemporánea? Aun cuando

42 En el presente párrafo nos ocupamos de estu-diar el poder sólo como elemento o condición de existencia del Estado, reservando para el tomo II de este Manual el análisis de otros aspectos de este tema central de la teoría política.

43 Como se apreciará en el tomo II de este Ma-nual, al estudiar el poder como tema central de la vida política, el poder no es sinónimo de fuerza. Es más, se suele decir que el poder es la fuerza más el consentimiento.

44 Método de la Ciencia Política, Editorial Depalma, Buenos Aires, 1964, p. 188.

45 GRONDONA, MARIANO, Política y Gobierno, Edi-torial Columbia, Buenos Aires, 1969, p. 10.

la terminología que emplean los autores suela diferir, en lo substancial se mencionan las siguientes:

16.3.1.1. Soberanía. En el presente apar-tado, la soberanía es considerada como una característica del poder estatal; en el tomo II de este Manual se desarrollará la pro-blemática de la titularidad de su ejercicio (soberanía popular, nacional y otras).

Toda sociedad está compuesta por un conjunto complejo de relaciones de poder, de relaciones de mando y obediencia. “Una persona es un ‘haz’ de relaciones de po-der; con respecto a algunas personas, será el origen de una relación de mando; con respecto a otras, deberá obedecer. Pero hay un solo centro de poder que genera sólo relaciones de mando y no está sometido a obediencia alguna: el poder supremo o poder del Estado. El Estado es pues el con-junto de relaciones de poder sometidas a un mando supremo. Allí donde haya un mando supremo, habrá un Estado y todo Estado supone la existencia de un mando supremo”.46

Esta característica del poder del Estado, en cuanto implica que no existe otro superior o concurrente con él, se denomina sobera-nía. “La soberanía es el carácter supremo de un poder; supremo, en el sentido de que dicho poder no admite a ningún otro, ni por encima de él, ni en concurrencia con él. Por tanto, cuando se dice que el Estado es soberano, hay que entender por ello que, en la esfera en que su autoridad es llamada a ejercerse, posee una potestad que no depende de ningún otro poder y que no puede ser igualada por ningún otro poder”.47 Desde este punto de vista, la so-beranía es una cualidad del poder.

“El Estado –dice Heller– es una unidad decisoria universal para un territorio deter-minado y, consecuentemente, es soberano; de ahí deriva su peculiaridad. Es posible que dos ejércitos luchen por establecer sus respectivas soberanías sobre un territorio

46 CARRÉ DE MALBERG, ob. cit., p. 26.47 HELLER, HERMANN, La Soberanía, Editorial Uni-

versidad Autónoma, México, 1965, p. 214.

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Sección Cuarta: Del Estado

determinado, en cuyo caso el jurista tendrá que aceptar la existencia de una lucha por la soberanía, que durará hasta la terminación de la guerra. Es en cambio imposible aceptar que sobre un mismo territorio existan dos unidades decisorias supremas; su existencia significaría la destrucción de la unidad del Estado y su consecuencia sería el estallido de la guerra civil”.48

La cualidad del poder del Estado a la que nos venimos refiriendo se denomina común-mente en doctrina soberanía del Estado para diferenciarla de la soberanía en el Estado, que concierne a la cualidad del órgano jerár-quico superior, tema al cual nos referiremos al estudiar la teoría del gobierno.

En síntesis, la “soberanía del Estado” pre-senta como elementos distintivos: a) supremacía en tanto no hay otro grupo humano, entre la población del Estado, de mayor jerarquía, o sea, que el Estado no debe obedecer a nadie ni a nadie rendir cuenta de las propias deci-siones ni de los propios actos; b) dominación, en cuanto el Estado debe ser obedecido por toda la población que habita su territorio. Este doble aspecto negativo, por una parte, y positivo, por la otra, y que se proyecta sobre el interior, suele llamarse soberanía interna; y c) calidad de independencia, en cuanto no hay otro grupo humano –Estado o no– en-tre los grupos extraños a la población del Estado, al que este último deba obedecer o rendir cuentas. Este aspecto –negativo– que se proyecta hacia el exterior es llamado por algunos soberanía externa.49

Luego abordaremos el tópico, pero pa-rece necesario puntualizar desde ya que, aun cuando el poder estatal se presenta como supremo y dominante, él es también limitado, por cuanto en la sociedad contem-poránea aparece inevitablemente vinculado al derecho.

Sobre el particular, cabe tener presente la disposición contenida en el inciso segundo del artículo 5º que fuera incorporado por

48 LÓPEZ, MARIO JUSTO, ob. cit., tomo I, pp. 354; 360 y siguientes.

49 HAURIOU, ANDRÉ, Derecho Constitucional e Ins-tituciones Políticas, Editorial Ariel, Barcelona, 1971, p. 141.

la reforma constitucional del año 1989, que señala: “El ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza hu-mana. Es deber de los órganos del Estado respetar y promover tales derechos, garan-tizados por esta Constitución, así como por los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”.50

16.3.1.2. El poder del Estado es temporal: “Mi reino no es de este mundo”. “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Estos dos textos evangélicos –dice André Hauriou– establecen una demarcación entre el dominio espiritual, que es el gobierno de las almas, realizado con ayuda de los medios espirituales, y el dominio temporal, que es el de los intereses civiles, cuya dirección se asegura con la ayuda de sanciones materiales. Implican igualmente una separación entre la moral y el derecho.51

Poder temporal equivale a poder político, a poder del Estado, a poder civil, en oposi-ción a poder espiritual, que equivale a poder religioso. Lo temporal no debe confundirse con lo material; el poder temporal se ocupa de los negocios y asuntos que conciernen a la vida humana en el “tiempo”, en el mun-do, abarcando muchos aspectos que no son estrictamente materiales (por ej.: la educa-ción, la cultura, etc.); el poder espiritual se ocupa de los asuntos que conciernen a la vida humana en su dimensión espiritual y religiosa, tanto en este mundo como en relación con el fin último del hombre, más allá del tiempo y del mundo, en la vida eterna (Bidart Campos).

Evidentemente la línea de separación entre los dos poderes es difícil precisarla, pero se estima que contribuye a lograr una solución ecuánime al problema la conside-ración de que la decantación no implica

50 Esta disposición constitucional ha sido objeto de diversas interpretaciones y debates doctrinarios, por ejemplo, véase artículo del Prof. Lautaro Ríos Álvarez Jerarquía Normativa de los Tratados Internacio-nales sobre Derechos Humanos en Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo XCIX - Nº 3, y Revista Ius et Praxis, Universidad de Talca, año 2, Nº 2, 1997.

51 HAURIOU, MAURICE, ob. cit., p. 171.

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Manual de Derecho Político

antagonismo, sino colaboración. “La separa-ción de la Iglesia y del Estado no es así sino un equilibrio más armonioso, favorable a la libertad de todos, a la libertad de la Iglesia, a la del Estado, a la de las conciencias”.52

16.3.1.3. Monopolio legítimo de la fuerza física: Con singular explicitud, anota Max Weber: “En el pasado las más diversas aso-ciaciones, comenzando por la asociación familiar, han utilizado la violencia como un medio enteramente normal. Hoy, por el contrario, tendremos que decir que Es-tado es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio, re-clama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. Lo específico de nuestro tiempo es que a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les con-cede el derecho a la violencia física en la medida en que el Estado lo permite. El Estado es la única fuente del ‘derecho’ a la violencia”.53

Sobre el particular cabe tener presente la importancia que para el nacimiento de la forma política contemporánea, Estado, tuvo la concentración, en las manos del monarca, del poder militar: mediante la creación de un ejército permanente de mer-cenarios se independiza el monarca de la adhesión y de la fidelidad feudal, muchas veces insegura.

Actualmente, “en ciertos aspectos, lo esencial del poder público reside en ese monopolio de la coerción material sin la que el Estado mismo no sería sino una forma vacía del sentido. Esto se visualiza cuando un Estado comienza a tolerar en su territorio milicias armadas que tengan la posibilidad de hacer ejecutar por medio de la coerción las órdenes que dan; entonces se puede decir que el Estado está próximo a desaparecer. La Alemania de Weimar dejó así que se disolviera el Estado republicano, al tolerar la existencia de formaciones ar-madas nacionalsocialistas”.54

52 WEBER, MAX, El Político y el Científico, Editorial Alianza Editores, Madrid, 1967, p. 84.

53 HAURIOU, ANDRÉ, ob. cit., p. 143.54 BURDEAU, ob. cit., p. 249.

La Constitución de 1980, en su artículo 101 inciso primero prescribe: “Las Fuer-zas Armadas dependientes del Ministerio encargado de la Defensa Nacional están constituidas única y exclusivamente por el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea…”. A su vez el artículo 103 inciso primero dice: “Ninguna persona, grupo u organización podrá poseer o tener armas u otros elemen-tos similares que señale una ley aprobada con quórum calificado, sin autorización otorgada en conformidad a ésta”.

16.3.1.4. Poder institucionalizado: El Estado es el titular del poder. De él se hace el soporte del poder, y los gobernantes no ejercen más que por delegación las facultades que implica. El poder se divide entonces entre un titular que es el Estado y agentes de ejercicio que son los gobernantes”. En las líneas transcri-tas se encuentra sucintamente planteada la concepción del poder institucionalizado que pretende, según Burdeau, reintroducir el poder en la concepción jurídica del Estado. “No, sin duda, para hacer del Estado un instrumento de fuerza, sino para mostrar lo que es en realidad; la forma más acabada, y a la vez la más humana del poder político; de un poder que jamás es la simple dominación material, sino la energía de una idea del orden social que tiende a hacer prevalecer, y en la cual encuentra, simultáneamente, su fin y su justificación”.55

De hecho, en la sociedad política con-temporánea el poder estatal se ejerce bajo formas jurídicas y la autoridad se vincula a una concepción del derecho. “El orden político se institucionaliza en derecho. El derecho es la institucionalización del orden. La estructura de la comunidad política se formaliza como orden mediante el derecho y la acción organizadora del poder político se realiza también mediante el derecho. El derecho legitima el poder en la medida en que el poder se transforma en una institu-ción jurídica”.56

Todos los autores coinciden en que la institucionalización del poder es un proceso

55 GONZÁLEZ CASANOVA, ob. cit., p. 150.56 BURDEAU, ob. cit., pp. 244 y ss.

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Sección Cuarta: Del Estado

histórico. En cierta forma puede decirse que representa la culminación o corona-ción de un proceso a veces fatigoso y no siempre incruento. Es más, incluso en el presente, hay comunidades con un bajo nivel de desarrollo en este proceso de ins-titucionalización.

Burdeau, cuyo punto de vista pasamos a extractar, distingue dos etapas anteriores al poder institucionalizado o propiamente estatal:

El poder anónimo. En general, los etnó-logos están de acuerdo en reconocer que el anonimato del poder caracteriza a las sociedades completamente primitivas; se encuentra, por así decir, difundido entre todos los individuos. Las representaciones colectivas no separan el fin social de los medios que permitirán alcanzarlo. Cuando estas representaciones se generalizan, se es-tablece una costumbre y, simultáneamente, la conciencia de que debe cumplirse. Así el poder emana del conjunto de creencias, supersticiones o de costumbres que direc-tamente imponen una actitud, sin que sea necesaria la intervención de la autoridad personal del jefe. La obediencia toma la forma de conformismo, que es el verdadero fundamento de la vida común.

“De aquí que no progresan las socieda-des en que reina un poder de ese tipo. Las iniciativas se ven paralizadas por los tabúes. El grupo subsiste. Pero se halla a merced de los peligros interiores o exteriores que no tardarán en provocar su desaparición”.

El poder individualizado. Por eso, cuando la sociedad, bajo la influencia de diversos factores, abandona el estado embrionario, el impulso que la lleva hacia el progreso, hacia un fin más refinado, es también un individuo llamado jefe, dotado de iniciativa y de inteligencia que sabrá salvar el poder de la parálisis del anonimato. No se modifica su esencia fundamental, pero a partir de ese momento toma forma humana.

La fase del poder individualizado corres-ponde a la gran combinación de pueblos sobre cuya base se formaron las sociedades nacionales. No ha concluido, por lo demás, puesto que la vemos continuarse en las socie-dades de África y del Medio Oriente, en que

a pesar de las apariencias que proporciona una copia de las instituciones estatales, es el jefe y en virtud de un título que él mismo se ha otorgado quien orienta el destino del grupo. Es que en efecto el Poder no se individualiza verdaderamente sino a partir del momento en que se intensifica el ritmo vital de la colectividad y en que una volun-tad creadora es capaz de contrabalancear el ascendiente de la costumbre.

Admite Burdeau que el poder individua-lizado no se presenta en todas las partes y en toda época bajo formas rigurosamente idénticas: entre el jefe indio, el cabecilla de una banda durante las invasiones bárbaras y el señor feudal existe una infinita variedad de matices. Sin embargo, todas estas formas de mando tienen un rasgo común; quien ejerce el poder sólo debe su superioridad a las cualidades individuales (el más fuerte, el más rico, el más hábil, el más afortuna-do, etc.). Resulta de ello que en su forma individualizada el poder se confunde con quien lo ejerce. El jefe no es el agente del poder, es el poder. En tales condiciones, las relaciones de autoridad a obediencia no van más allá de las relaciones de hombre a hombre; la jerarquía política es personal, pero no es institucional.

Entre los inconvenientes del poder in-dividualizado, Burdeau anota, en primer lugar, “la reticencia del espíritu humano para concebir el poder como un simple fenómeno de fuerza. Cuando la sensibilidad se hace más exigente, los individuos expe-rimentan una satisfacción cuando pueden decirse que no obedecen al hombre sino a lo que él representa”.

Luego señala el profesor francés la di-ficultad de hacer admitir la coincidencia entre la voluntad del jefe y las exigencias del orden social deseable. “Aparte de que muchos ejemplos de ceguera o de egoísmo de los dirigentes prueban que la preocupación por el bien colectivo no es necesariamente su preocupación exclusiva, existe una des-proporción entre la obra que postula la realización del orden deseado y la duración de la potestad del jefe”.

Junto a estos defectos que sobre todo se advierten en el plano espiritual, el poder

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individualizado presenta otros que afectan al ordenamiento práctico de la vida colectiva. Y en especial no se da ninguna solución al problema de la legitimidad. Se sabe quién manda, pero no quién tiene el derecho de mandar. O, mejor dicho, ese derecho no aparece sino cuando quien lo ejerce ha sabido apropiárselo. Pero la misma forma en que se afirma ese derecho prueba su incertidumbre. Si el jefe debe ante todo imponer su título con las armas en la mano o si se le reconoce ese título en virtud de una cualidad destinada a desaparecer con él. Si la victoria lo consagra, si un fracaso lo elimina definitivamente, es que el derecho de mandar reside en su persona. Así, mañana la suerte puede sonreír a otras personas, puede triunfar una fuerza más grande y el derecho de mandar integrará el botín del vencedor… La incertidumbre de las suce-siones es tanto más intolerable cuanto la unidad del grupo es más perfecta.

Finalmente, el poder individualizado presenta el grave riesgo de la arbitrariedad. “Existe arbitrariedad cuando quien tiene la autoridad se despreocupa del fin de la regla social para perseguir sus fines personales… Si el poder es para él una prerrogativa per-sonal, nada se opone a que lo utilice como mejor le parezca: como propietario del po-der, no se le podría negar la posibilidad de disponer de él a su arbitrio, so pena de incurrir en una contradicción”.57

El advenimiento de la etapa del poder institucionalizado a la cual ya hemos hecho referencia, marca el momento en que se perfila una nítida distinción entre el poder y los gobernantes: “La institucionalización del poder es la operación jurídica por la cual el poder político es transferido de la persona de los gobernantes a una entidad abstracta: el Estado. El efecto jurídico de esta operación es la creación del Estado como soporte del poder, independientemente de los gobernantes:

En esta etapa queda claramente decan-tado que los gobernantes “no son el po-

57 BURDEAU, GEORGES, Traité de Science Politique, Librairie Générale de Droit et de Jurisprudence, París, 1949, tomo II, p. 313.

der, sino que meros agentes del poder”. El poder se objetiva, esto es, se emancipa de las personas concretas que mandan y obedecen y se institucionaliza en la organi-zación del Estado, mediante un conjunto de normas que regulan cómo se accede al poder, como se distribuyen las facultades que comprende, por qué procedimientos se ejerce y con qué límites se actúa.

Como dice Sánchez Agesta, este poder institucionalizado se regula por el derecho (Derecho Constitucional), que determina quién, cómo y con qué límites ha de ser ejercido. El poder adquiere así en el Estado una forma específica de legitimación en cuanto es poder que se ejerce como un derecho, fundado en el derecho positivo existente que atribuye a determinadas agencias de decisión competencias específicas, regula sus proce-dimientos y sus límites. Así es como el poder se independiza de las personas concretas que lo ejercen, esto es, se institucionaliza.

Esta institucionalización hace del poder un elemento jurídico del orden constitu-cional. Es poder organizado mediante nor-mas jurídicas, que regulan la sucesión y la participación en el poder y delimitan su esfera y su orden.58

Debe tenerse presente, sin embargo, que aunque el derecho atribuye y delimita el poder y en cierta medida lo legitima como un “derecho a mandar”, esta instituciona-lización jurídica no agota el tema de la le-gitimación del poder.59

El mismo Burdeau y muy particularmen-te Duverger han distinguido una cuarta etapa en la evolución del poder: la del poder personalizado. Según estos autores, se trataría de una cierta involución, ya que el gobernante recobra un carácter perso-nal sin salirse aparentemente del marco institucional.

El gobernante sabe que es un simple detentador del poder estatal, pero se com-porta en el ejercicio del mismo como si fuera realmente el poder.

58 SÁNCHEZ. AGESTA, LUIS, Principios de Teoría Po-lítica, Editorial Nacional, Madrid, 1979, p. 408.

59 El tema es abordado en el tomo II de este Manual.

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Diversos son los factores que hacen emerger este fenómeno en la sociedad con-temporánea, pero el de mayor gravitación dice relación con una característica de la psicología de las masas: prefieren obedecer al individuo y no a su título. La creencia en las instituciones es propia de una cultura abstracta y legalista.

Sobre el particular cabe tener presente que fueron los partidos fascistas los primeros en desarrollar el culto del líder, considera-do como persona y no como ocupante de un cargo. “Mussolini siempre tiene razón”, solían decir los fascistas. Los nazistas fueron más lejos y forjaron toda una teoría jurídica nueva, la de la Führung (caudillaje), para justificar y explicar la soberanía de Adolfo Hitler. Posteriormente, los partidos comu-nistas acabarían por seguir este ejemplo, por lo menos en el caso de Stalin.

Como anota Duverger, las técnicas mo-dernas de la propaganda permiten conferir al jefe una extraordinaria ubicuidad: su voz penetra en todas partes gracias a la radio y televisión. Su imagen está en todos los edificios públicos, en todas las paredes. El caso límite sería ese dictador, fruto de la imaginación de un novelista, el “Hermano Mayor” de Geor-ge Orwell, cuya voz e imagen acompañan a cada hombre en cada instante de su vida: Big Brother, empero, no es más que una imagen y una voz; en realidad no existe. A la postre, el poder personal divinizado se despersonaliza: el jefe se convierte en una mera efigie, un nombre, un mito, tras la cual otros dan las órdenes. En cierto sentido, el líder se con-vierte a su vez en una institución.60

17. ESTADO Y DERECHO61

Hemos expresado que el poder del Es-tado no se manifiesta en la forma de una

60 Hemos tomado como referencia sobre este punto el ensayo de M. DUVERGER: “La personalización del Poder”, capítulo de su obra Los Partidos Políticos, in-cluido en el volumen: El Gobierno, Estudios Comparados, Alianza Editores, Madrid, 1981, pp. 161 y ss.

61 El concepto de Estado de Derecho se desarro-llará, por razones didácticas, en el tomo II de este Manual.

fuerza física que se nos impone, sino en la forma de un sistema de normas que nos obligan, independientemente de que, en nuestro fuero interno, las aceptemos o re-chacemos.

El Estado mantiene una íntima y compleja relación con el derecho, en términos tales que podría estimarse que existe una acción recíproca de ambos sistemas. Es así como el Estado ejerce una influencia poderosa en la formación y en la aplicación de las reglas jurídicas. A su vez, el derecho limita la actividad del Estado.

Ello explica que siempre que se piensa en el Estado lo asociamos al derecho y lo representamos como algo en el que lo ju-rídico juega decisivo papel. Por otra parte, cuando pensamos en el derecho, hallamos en él implicada la noción de Estado, como instancia objetiva que impone inexorable-mente el cumplimiento o la aplicación del precepto jurídico, como encarnación u órgano de la autarquía o coercitividad. Parece, pues, que sea cual fuere el perfil de cada una de estas nociones, la del Estado y la del derecho, ambas se implican mutua-mente en cierto modo. Con fundamento Recasens Siches anota que “siempre ha sido uno de los problemas más arduos y que mayor discusión han suscitado el de fijar los perfiles de las nociones del Estado y del derecho puestos una en relación con otra, el determinar hasta qué punto llega el área común de estos conceptos y el estructurar exactamente el engarce del uno con el otro. Cuestión que por otra parte involucra el tema de delimitar rigurosamente el ámbito de la ciencia jurídica y sus relaciones con otros estudios vecinos”.62

Entre los temas que surgen de la relación Estado y derecho, se encuentra la antigua disputa entre el positivismo jurídico y la teoría del derecho natural.

Aun cuando el tema excede el ámbito de este libro y su estudio profundizado perte-nece más bien a la filosofía del derecho, no podemos omitir una muy escueta referencia a este polémico tópico, sin otro propósi-

62 BODEMHEIMER, Teoría del Derecho, Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1964, p. 307.

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to que manifestar el carácter altamente vinculatorio que tiene el derecho político con otras disciplinas, no necesariamente empíricas.

Para el positivismo, el derecho es lo que el Estado legisla. Considera, por lo mismo, sólo las reglas positivas que han producido los poderes que en la sociedad crean el de-recho. El orden jurídico es establecido por el Estado y no es lo que es sin la autoridad y poder del Estado. “El positivismo jurídico es una concepción con arreglo a la cual el derecho es producido, en un proceso históri-co, por el poder gobernante en la sociedad. En esta concepción es derecho sólo aquello que ha mandado el poder estatal y todo lo que éste mande es derecho por virtud del hecho mismo que lo manda”.63

Aun cuando entre los expositores del positivismo existen ciertos matices diferen-ciadores es posible señalar ciertas caracterís-ticas fundamentales de la escuela: a) todo orden es derecho por el hecho de existir y b) no hay un valor de justicia trascendente y objetivo que se incorpore a la realidad jurídica positiva.

En el otro extremo tampoco existe una sola escuela del derecho natural. Como anota Luypen, “quienquiera que emplee la expresión ‘derecho natural’ se expone a tener dificultades. ¿Cómo puede utilizarse sensatamente esta expresión sin verse en la obligación de mencionar varios centenares de nombres e igual cantidad de definicio-nes? ¿Tiene sentido hablar del derecho natural?”.64 Con todo, también resulta evidente que desde los estoicos hasta las modernas formulaciones es posible desta-car un núcleo de pensamiento típico en el derecho natural: el derecho es un cuerpo de preceptos, esto es, de normas de justicia o equidad. Y ello porque existe un criterio absoluto, ideal, de lo justo y del derecho, independiente del hecho de su sanción positiva de los hechos. Este derecho es, en consecuencia, plenamente, eternamente válido e independiente de la legislación,

63 BIDART, ob. cit., p. 252.64 LUYPEN, W., Fenomenología del Derecho Natural,

Ed Carlos Lohlé, Buenos Aires, p. 63.

la convención o cualquier otro expediente imaginado por el hombre.

Como es fácil comprender, el conflicto entre el “positivismo” y el “derecho natural” no es una cuestión de nuevo interés doctri-nario. Desde el punto de vista conceptual, esta disputa se desenvuelve en varias etapas: desde una puramente teorética, pasando por otra ético-ideológica, hasta llegar a una etapa práctico-política. Conceptos tan ma-nejados en nuestra disciplina, tales como “derechos fundamentales”, “igualdad ante la ley”, “justicia”, resultan vacíos de conte-nido, acaso ininteligibles, sin referencia a esta controversia y su potencial solución. La intervinculación disciplinaria resulta, por lo tanto, no sólo recomendable, sino que imprescindible.

Otro tema vinculado a la relación Estado y derecho y que también tiene un carácter interdisciplinario es aquel que atañe a la personalidad jurídica del Estado.

La configuración del Estado como per-sona jurídica es relativamente moderna. Desconocida por griegos y romanos, se atribuye a la escuela del derecho natural y de gentes –siglos XVII y XVIII– el mérito de haber sentado las bases de una perso-nalidad jurídica del Estado. Conforme a esta teoría, sobre las personas dominantes como sobre las personas dominadas existe otra persona que comprende al pueblo y al imperante. Ambos forman juntos una personalidad integral con fundamento te-rritorial (colectividad geográfica). Como característica de esta personalidad integral puede señalarse por una parte la existencia de normas jurídicas conforme a las cuales, en lugar del querer y obrar de los indivi-duos, quiere y obra un sujeto de derecho independizado; y, por otra parte, que por virtud de los conceptos de la representación y del mandato, la voluntad se exterioriza por medio de órganos.

En consecuencia, al Estado se le considera dotado de una actividad jurídica propia y susceptible de obligar o de comprometer responsabilidad.

Como anota Hauriou, hay que compren-der bien el sentido de la posición tomada por el derecho positivo. El Estado no queda

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asimilado a un individuo físico y no conviene a la idea de persona pretender que existe un sustrato físico en la personalidad jurídica del Estado. Pero se ha llegado progresivamente a este concepto de personalidad moral y jurídica del Estado, porque es el que mejor explica su comportamiento.

Admiten los autores que no obstante las dificultades de orden teórico para recono-cer personalidad jurídica al Estado, ello es necesario, por diversas causas: a) Porque si el Estado tiene un fin único que cum-plir, un bien común igual para todos los miembros de la sociedad política, es pre-ciso reconocer una personalidad jurídica a toda esta actividad común; b) porque si existe un patrimonio público, es necesa-rio que exista una personalidad en torno del Estado; c) porque la existencia de un interés colectivo en contraposición con los intereses particulares implica la necesidad de la existencia de una personalidad jurí-dica del Estado.

Cabe puntualizar que la consecuencia más inmediata de la personalidad del Estado es su responsabilidad.

18. FINES DEL ESTADO

Determinar si el Estado tiene algún fin, y en el caso de que la respuesta sea afirmativa, precisar en qué consiste tal fin es un pro-blema que ha inquietado a los pensadores de todas las épocas.

El tema es arduo, complejo y al margen del esfuerzo de los especialistas, en absolu-to dilucidado. Para algunos tratadistas, “la cuestión en torno a los fines que deben perseguirse con el instrumento técnico-so-cial Estado, es una cuestión política que cae fuera de los márgenes de la teoría general del mismo” (Kelsen). Para otros, “el fin del Estado es un problema teleológico, que está más allá de las fronteras del derecho” (Carro). “De la misma manera que, en las convenciones privadas de carácter social entre hombres, no existe ningún fin propio común, sino fines particulares varios, según la diversidad de adjuntos, así tampoco se debe inquirir en los diversos Estados un

fin objetivamente determinado y constan-te” (Haler). Para los organicistas el Estado es un fin en sí mismo, pero si se quisiera atribuírsele fines externos, éstos no serían otros que sus propias funciones.

En la barrera opuesta, se parte afirman-do que, “si el Estado existe, sin duda que existe para algún fin. Y siendo el hombre que constituye el Estado un ser inteligente y libre, el conocimiento más o menos exacto y reflexivo de ese fin debe proceder a su acción que, como racional, ha de apoyarse en algún motivo y dirigirse a algún objetivo” (Izaga). “Como toda asociación humana, también el Estado tiene su finalidad nor-mal. Precisamente en la comunidad estatal debe manifestarse con singular claridad la idea teleológica, en forma de una voluntad consciente de sus fines” (Fischbach). En todo caso, dirá Jellinek, “si se prescinde de la idea de fin, no se puede tener una noción perfecta del Estado, ya que se omite una característica que es suficiente por sí misma para diferenciar el Estado de todas, las otras formaciones que pretenden ser sus iguales, cuando no superarlo”.

De todas las consideraciones precedentes pareciera que se puede obtener la siguiente conclusión: el problema del fin del Estado rebasa el campo del derecho, pero ello no significa que el Estado carezca de fin. Es más, resulta aconsejable indagar acerca del fin del Estado para clasificar su concepto.

Con el solo objeto de proporcionar un esquema primario de este difuso tema, nos limitamos a describir la clasificación que distingue entre fin objetivo del Estado y fines subjetivos del Estado.

El fin objetivo del Estado es el propio de todo Estado, esto es, la construcción, conso-lidación y perfeccionamiento de la “comu-nidad política”. Como dice Sampay, “sólo un fin causa el verdadero orden del Estado, así como hay una sola naturaleza humana; todo objetivo que no se encamine hacia él, apoyándose en esta naturaleza del hombre, quita a la multitud ciudadana su trayectoria, la desorbita, y el aparente orden que causa no es tal, sino un deslizamiento hacia el caos”.

Desde esta perspectiva, existe un fin único para el Estado, el mismo para todos los tiem-

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pos, que habrá de permanecer idéntico a sí mismo en todas las formas y que contiene en su unidad a los demás fines. En cierta forma coincide con el fin que Jellinek denomina absoluto, y cuya formulación doctrinaria queda sintetizada en la locución “bien común”.

Los fines subjetivos del Estado son los propios de cada Estado, y constituyen los contenidos muy variables del bien común. En este caso el factor histórico tiene singular gravitación y las diversas doctrinas políticas otorgan el necesario sustento filosófico para su formulación.

La concepción del hombre, del mundo y de la vida que se postula determinará el alcance de los fines del Estado.

A continuación ejemplarizaremos ambos enfoques.

18.1. Fin objetivo del Estado

De acuerdo con la corriente aristotélico-tomista y a menudo, también al margen de ella, se suele afirmar que el fin propio, objetivo y necesario del Estado es el bien común.

Se suele definir el bien común como “el conjunto de condiciones sociales que hacen posible y favorecen en los seres humanos el desarrollo integral de sus personas”.65

Según el padre jesuita Francisco Suárez, el bien común es un status en el cual los hombres viven en un orden de paz y de justicia con bienes suficientes para la con-servación y el desarrollo de la vida material, con la probidad moral necesaria para la preservación de la paz externa, la felicidad del cuerpo político y la conservación con-tinua de la naturaleza humana”.66

En la Encíclica Pacem in Terris, de Juan XXIII, se dice: “Todos los individuos y grupos intermedios tienen el deber de prestar su colaboración personal al bien común… La razón de ser de cuantos gobiernan radica por completo en el bien común. De donde

65 FERNÁNDEZ V., EMILIO, Diccionario de Derecho Político, Editorial Astrea, Buenos Aires, 1981, p. 72.

66 Citado por MARIO JUSTO LÓPEZ, ob. cit., t. I, p. 223.

se deduce claramente que todo gobernante debe buscarlo, respetando la naturaleza del propio bien común y ajustando al mismo tiempo sus normas jurídicas a la situación real de las circunstancias… No se puede permitir de modo alguno que la autoridad civil sirva el interés de unos pocos, por-que está constituida para el bien común de todos. Sin embargo, razones de justicia y de equidad pueden exigir, a veces, que los hombres de gobierno tengan especial cuidado de los ciudadanos más débiles, que puedan hallarse en condiciones de inferio-ridad, para defender sus propios derechos y asegurar sus legítimos intereses”.

La Constitución Política de 1980, en su artículo 1º, incorpora a su texto el concepto de bien común en los siguientes términos: “El Estado está al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común, para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a to-dos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno res-peto a los derechos y garantías que esta Constitución establece” (Cap. I, Bases de la Institucionalidad, inc. 4º, art. 1º).

Como se puede apreciar, todas las defini-ciones transcritas coinciden en señalar que el bien común no es un mero agregado cuan-titativo de bienes individuales. Representa, conceptualmente, un bien supraindividual hacia el cual se orienta ordenadamente el bien individual de cada uno de los miembros de la sociedad. Entre el bien común y el bien particular no hay antagonismos, ambos se complementan. La persona humana es, a la vez, agente y destinatario del bien común.

Otra característica que presentan las de-finiciones anotadas dice relación con los elementos que engloba o comprende el bien común: la paz, la justicia y el bienestar.

La paz implica un orden de convivencia y de cooperación basado en una comuni-dad de creencias fundamentales sobre los problemas de la sociedad, sin perjuicio de las naturales discrepancias acerca de la apli-cación de estos principios. A través de la paz social se logran estabilidad y seguridad para el individuo y la comunidad.

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Pero el orden no basta por sí mismo y debe perseguirse necesariamente la justicia social y, finalmente, el bienestar, a fin de que todos los individuos puedan llevar una vida digna.

18.2. Fines subjetivos del Estado

Todas las doctrinas –aceptando o no la locución “bien común”– admiten que la actividad del Estado debe encaminarse a la búsqueda de lo que es “bueno” o “útil” para la sociedad. ¿A través de qué medios se puede alcanzar lo que se reputa “bueno” para la sociedad? ¿Cuál es el rol que corresponde al Estado en esa tarea? Las respuestas adecuadas las han tratado de dar las doctrinas políticas de ayer y de hoy, sin que hasta la fecha se pueda llegar a un punto pacífico.

En gran medida el criterio que se siga depende de la escala de valores que se adopte, según se postulen como valor supremo la libertad, la igualdad, el orden, el individuo, la sociedad, el Estado u otro valor.

Aun cuando el tema es desarrollado en el tomo II de este Manual, al tratar las Doctri-nas Políticas Contemporáneas adelantamos algunos planteamientos básicos.

1) Para las doctrinas individualistas, la co-lectividad debe estar organizada de modo que permita y asegure el ejercicio de los derechos inherentes a la personalidad hu-mana encarnados en el individuo: la vida, la libertad, la felicidad. En lo material, garantizar la propiedad privada, con sus complementos inseparables, la iniciativa y la empresa privada.

El Estado se limita a supervigilar y ga-rantizar el desenvolvimiento de aquellas relaciones. No debe trabar el libre desen-volvimiento de las llamadas “leyes naturales” de la economía. El Estado es un “gendar-me” cuya actividad debe circunscribirse a mantener el orden y paz social.

El individuo es el instrumento prota-gónico. La sociedad le sirve; el Estado lo protege.

Una manifestación extrema del individua-lismo está representada por “el anarquismo”, que prescinde totalmente del Estado y sólo

admite la actividad colectiva para fines de carácter material, por ejemplo: la producción cooperativa de los artículos de subsistencia.

2) Las doctrinas socialistas constituyen una respuesta contra los excesos del indivi-dualismo liberal y acentúan la primacía de lo social. “Aspiran a una justicia social, con control del orden económico por parte del Estado, y a una sociedad donde las clases sociales cooperen o colaboren mutuamente o directamente no existan”.67

El Estado abandona el rol pasivo que le adjudican las doctrinas individualistas y pasa a cumplir funciones reguladoras del orden, no sólo en lo jurídico, sino en lo social y, principalmente, en lo económi-co. Si es necesario debe competir con el individuo en este campo para mantener el equilibrio colectivo.

La propiedad no sólo otorga derechos a su titular, sino que también le impone deberes. Son precisamente estas doctrinas las que desarrollan el concepto de “función social” de la propiedad.

A diferencia de lo que ocurre en las doc-trinas individualistas, en estas concepcio-nes la sociedad ocupa el primer plano; el individuo y el Estado la sirven cumpliendo funciones coadyuvantes.

3) Finalmente, las concepciones transper-sonalistas, como su nombre lo indica, postu-lan que el hombre sólo puede alcanzar su realización plena en cuanto se subordina a otra realidad superior: el pueblo, la nación, el partido o el propio Estado.

La totalidad de la vida colectiva gira en tor-no al desarrollo de esa entidad superior.

Como dice Bidart, “el hombre queda denigrado y convertido en una herramienta del Estado. No es el Estado para el hombre, sino el hombre para el Estado”.68

67 Como se verá en el tomo II, al tratar las “Doctrinas Políticas Contemporáneas”, dentro del socialismo se distinguen diversos matices y corrientes. Una acerta-da síntesis de las ideologías contemporáneas puede consultarse en WALTER MONTENEGRO, Introducción a las doctrinas político-económicas. Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1973.

68 BIDART CAMPOS, GERMÁN, Lecciones Elementa-les de Política, Editorial Ediar, Buenos Aires, 1984, p. 194.

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1. Texto atinente a párrafo 16.1.El grupo humano

JORGE LARRAÍNEtapas y discursos de la identidad chilena

LOM, Santiago, 2001

Me parece interesante reflexionar acerca de cómo abordar el problema de la identidad chilena. Entre otras cosas, para mucha gente la existencia misma de esta no es tan obvia como parece y, si existiera, tampoco es tan claro como debe entendérsela.

Una de las experiencias interesantes de mi paso por la Feria Internacional del Libro de 2001, donde me pidieron que fuera a firmar copias de mi libro sobre la Identidad chilena69 fue conversar con bastante gente y encontrarme con que mu-chos, al ver mi libro, me decían con una cierta cara de duda, “¿identidad chilena?, ¿de que esta hablando usted? Nosotros los chilenos no tenemos identidad: lo copiamos todo”. Yo les decía: “Eso mismo es un rasgo de nuestra identidad”.

Esto se repitió muchas veces y me hizo ver que muchas personas piensan que no tenemos identidad porque entienden por ella “distinti-vidad”, “creatividad” u “originalidad”.

Desde esa respectiva tienen cierta razón, porque no hemos producido una pintura, una arquitectura, una filosofía o una ciencia social distintiva. Pero no es falta de identidad en el sentido en que yo la entiendo: existe una que, entre otros rasgos, tiende a ser eléctrica, muy abierta a absorber ideas de todos lados.

Para hablar de identidad chilena parto de un contexto teórico, latinoamericano e histórico. El primero me interesa porque, sin definir mas o menos lo que uno entiende por identidad, es bastante difícil hablar de la atingente a Chile.

Lo primero que habría que decir es que una identidad colectiva no es mas que un artefacto cultural que existe como una comunidad ima-ginada en la mente de sus miembros. Nunca debe ontologizarse como si perteneciera a un sujeto individual. Por esto rechazo confundir identidad nacional con carácter nacional. No se puede decir que una nación tiene una estructura psíquica como si fuera una persona individual,

69 Jorge Larraín, Identidad chilena (Santiago: LOM, 2001).

y menos aun que ese carácter sea compartido por todos sus miembros.

El modo de existencia de una identidad nacional no es simple. A veces se piensa que cada nación posee una discernible de manera clara, homogénea y, sobre todo, ampliamen-te compartida por todos sus miembros. Esta creencia está en parte influida por una trans-mutación indebida del carácter más integrado de las identidades personales al plano de las colectivas. Sostengo que la identidad nacional existe de modo más complejo como un proceso de interacción recíproca entre dos momentos clave: las versiones públicas o discursos de iden-tidad, y las prácticas y significados sedimentados en la vida diaria de las personas.

Esto equivale a la distinción que hace Giddens entre la conciencia discursiva, que es la que utili-zan los intelectuales al hacer discursos rigurosos y coherentes sobre la realidad, y la conciencia práctica, que tiene que ver con lo que la gente común sabe y hace sobre esa misma realidad, pero que no puede formular en un discurso riguroso. Con la identidad sucede lo mismo, algunos pueden dar cuenta de ella de manera minuciosamente discursiva, otros simplemente la viven. El hecho de no poder dar cuenta en el discurso de una identidad no significa no poder contribuir a ella en forma práctica.

Lo que planteo es que la identidad de una nación es en el fondo una interacción entre los discursos públicos sobre esa identidad, las prácticas de la gente común. Esta interrelación se explica, por un lado, porque para construir sus discursos identitarios los intelectuales seleccionan rasgos de los modos de vida de la gente que les parecen importantes y representativos. Por otro lado, esas mismas narrativas influyen en las personas a tra-vés de los medios de comunicación, del sistema educativo, de los libros, de la televisión, y buscan reafirmar un sentido particular de identidad. Es como si los intelectuales estuvieran diciéndole a la gente “reconózcase en esto que digo; he selec-cionado de la vida misma de los chilenos algunos rasgos identitarios que son importantes y que usted mismo practica. Créame, esto es lo que es usted, eso es lo que es nuestra nación”. Y esto se enseña y se aprende, de partida en los colegios.

Sin embargo, precisamente porque se trata de una interacción entre el discurso público y los modos de vida de la gente, una dialéctica que no es siempre de perfecta correspondencia,

TEXTOS COMPLEMENTARIOS

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Sección Cuarta: Del Estado

muchas veces las personas no se sienten bien representadas por lo que los discursos les están diciendo. Una nación contiene una enorme diversidad interior; está compuesta de muchos rasgos culturales diversos, de muchas regiones, de mucha gente diversa y de distintos orígenes, por lo tanto, hay muchos que no se reconocen culturalmente en ciertos discursos identitarios. La identidad nacional es algo tremendamente complejo, no se puede reducir a una especie de alma, de estructura de carácter o psiquis compartida por todos.

Por el contrario, se va construyendo, muchas veces en la contradicción entre estos discursos y la manera como la gente vive. Es algo que va cambiando.

Las preguntas por la identidad surgen de preferencia en periodos de crisis, cuando los modos de la vida, las maneras de hacer las cosas, aquello que se da por sentado, es cuestionado o sufre alguna amenaza.

Veamos ahora, en segundo lugar, el contex-to latinoamericano: la identidad chilena está articulada con la identidad latinoamericana y debe estudiarse en ese contexto.

Es un hecho que muchos cientistas sociales, literatos, poetas y ensayistas, tanto chilenos como del resto de América Latina, frecuentemente y con mucha facilidad van de la identidad na-cional a la latinoamericana y viceversa. Esto se verifica al estudiar las versiones de identidad latinoamericana que prevalecen, tales como el hispanismo, el mestizaje, la religiosidad popular, con sus equivalentes chilenos. Por ejemplo, el discurso latinoamericano de carácter hispanista, que destaca la raigambre ibérica de la cultura y los valores latinoamericanos, esta muy bien replicado en Chile por Jaime Eyzaguirre y Osvaldo Lira. Las versiones latinoamericanas de religiosidad popular tienen también representantes chilenos como Pedro Morandé y Cristian Parker.

Una excepción interesante es la ausencia relativa en nuestro país de las versiones indi-genistas de la identidad latinoamericana. En Chile no son tan organizadas ni tan importantes como en México, Venezuela y Perú, donde hay indigenismos muy desarrollados.

En tercer lugar, destaco el contexto históri-co. Mi tesis central es que la identidad chilena se ha ido formando históricamente con tres características fundamentales. Primero, se ha ido construyendo en estrecha relación con el proceso de modernización, distinto del euro-peo, japonés o norteamericano. Existe una tra-yectoria hacia la modernidad específicamente

latinoamericana, que tiene sus etapas de crisis y expansión y que Chile comparte en lo fun-damental. Segundo, las preguntas por nuestra identidad han surgido de preferencia en los periodos de crisis que se han ido alternando con periodos de expansión.

Ha existido una tendencia a presentar la identidad como un fenómeno contrapuesto a, y excluyente de la modernidad. La historia de Chile muestra que en el pensamiento de una mayoría de nuestros ensayistas y cientistas sociales ha existido un permanente contrapunto o contradicción entre identidad y modernidad, como si pudiéramos tener identidad solamente a costa de la modernidad.

En el proceso de modernización chileno podemos diferenciar siete etapas bien definidas de su trayectoria histórica independiente, que se relacionan con la distinción entre periodos de expansión y periodos de crisis:

1. Desde 1541 a 1810: etapa colonial en que la modernidad fue excluida.

2. Desde la Independencia hasta 1900: la edad de la modernidad oligárquica con impor-tante expansión económica.

3. Desde 1900 a 1950: la crisis de la moder-nidad oligárquica y el comienzo de la moder-nización populista. La oligarquía terrateniente empieza a perder su poder político.

4. Desde 1950 a 1970: la expansión de la posgue-rra. Nuevamente una etapa de desarrollo, ahora en el marco de una ideología desarrollista impulsada por la irrupción de las ciencias sociales.

5. Desde 1973 a 1990: crisis de la moderni-dad y dictadura.

6. Desde 1990 hasta 2000: modernización neoliberal y expansión neoliberal y expansión económica.

7. Desde el 2000 en adelante: parece abrirse una nueva etapa de crisis que todavía no pode-mos explorar con claridad.

Siguiendo de manera general la alternancia entre etapas de expansión y etapas de crisis, se produce también una entre la aparición de teorías optimistas de la modernización y el surgimiento de versiones públicas de la identidad nacional. Las teorías favorables a la modernización se manifiestan y son más exitosas en tiempos de desarrollo acelerado y de expansión económica. Por ejemplo, entre 1850 y 1900 prevalece la visión sarmientista, que oponía la civilización europea a la barbarie de lo mestizo o indígena; entre 1950 y 1970, en la expansión de posgue-rra, llegan las teorías norteamericanas de la modernización, las nuevas ciencias sociales y el

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Manual de Derecho Político

desarrollismo que se oponen a la mentalidad conservadora rural, entre 1990 y 2000, durante los años dorados del crecimiento aceleredado se imponen las doctrinas neoliberales del co-mercio libre e integración con el mundo que se opone al estatismo.

Las versiones públicas de identidad, en cam-bio, emergen con mayor fuerza y reciben más aceptación en los periodos de crisis y estanca-miento, cuando bajan los índices de desarrollo y de bienestar, por ejemplo, entre 1900 y 1950, entre 1970 y 1990.

Durante estas siete etapas se han ido confi-gurando diferentes versiones o discursos sobre la identidad chilena. He distinguido seis que me parecen los más importantes sin tratar de ser exhaustivo: discurso militar-racial, empresarial, hispanista, religioso, psicosocial y de la cultura popular. Cada uno de estos tiene, por supuesto, autores importantes que contribuyen a su forma-ción, por ejemplo, Gabriel Salazar y Maximiliano Salinas en la cultura popular; Nicolás Palacios en el discurso militar-racial; Hernán Godoy en el psicosocial; Pedro Morandé, en el que realza la religiosidad popular; Jaime Eyzaguirre, en el hispanista, etc. Pero hay que tener en cuenta que, a nivel social, un discurso no es el mero resultado de uno o dos autores que pueden identificarse con precisión y que deben asumir toda la responsabilidad por sus contenidos. Por el contrario, en sociedad los discursos exitosos se van construyendo con una cierta autonomía sobre la base de muchos aportes distintos y van circulando e interpelando a las personas para convencerlas, para constituirlas en sujetos ad-herentes a su concepción de las cosas.

Todo estos discursos, menos el psicosocial, tienden a acentuar un rasgo que caracterizaría nuestra identidad, sea nuestra capacidad de emprender, nuestro sustrato católico, nuestra herencia hispánica, nuestra capacidad militar. Algunos tienden además a proponer un sujeto histórico portador de la identidad, por ejemplo, el empresario o el pueblo pobre o el ejército, que adquieren así un estatus privilegiado en la construcción de la identidad chilena.

El discurso psicosocial busca establecer la estructura psíquica o de carácter del chileno en el sentido de un número definido de rasgos psicológicos compartidos por todos. Transfiere lo que son rasgos de algunos chilenos, tales como valentía, hospitalidad, flojera, sentido del ridículo, etc., a la estructura de carácter supuestamente compartida por todos. A mi manera de ver, es ilegítimo predicar cada una de estas cualidades o defectos de todos los chilenos.

Aun si toda identidad nacional es un proceso histórico de construcción en cambio permanente e, incluso, si es insostenible la creencia en un carácter nacional inamovible, es legítimo tra-tar de estudiar algunos rasgos históricamente formados de la identidad nacional, tratar de explorar su estado actual, establecer sus carac-terísticas principales y la evolución histórica que ha llevado a ellos. Algunos de estos elementos tienen bastante estabilidad en el tiempo y de alguna manera han figurado con significacio-nes parecidas desde hace mucho. Otros son de más reciente aparición o su sentido ha ido cambiando y siendo reinterpretado en nuevos contextos históricos. Es posible estudiar estos rasgos y tratar de explicarlos, no como elemen-tos raciales –con los cuales nacemos–, no como características que llevamos en la sangre, no como aspectos de una estructura sicológica dada, sino que como elementos que tienen una justi-ficación histórica, que han aparecido debido a causas determinadas y que pueden modificarse, transformarse o aun desaparecer.

Hay que evitar cuidadosamente esencializar estos elementos, inmovilizar lo que es un proceso histórico cambiante y ocultar los desacuerdos y visiones distintas que sobre esa identidad tienen sectores sociales diversos. Estoy consciente de que al seleccionar algunos rasgos yo mismo construyo una versión de identidad, muy selectiva, que no puede pretender universalidad ni ser exhaustiva, pero creo que es legítimo proponerla para su discusión y análisis. La principal diferencia con otras versiones es que no se postula aquí un factor esencial privilegiado alrededor del cual se cons-truye la identidad (por ejemplo, lo indígena, lo empresarial, lo religioso, lo bélico, lo hispánico), sino que se considera una variedad de factores interrelacionados. Por ejemplo, considero el pa-pel que juega la religión en la identidad chilena, pero no la constituyo en el “substrato” único o primordial de esa identidad. Entre ellos menciono los principales: legalismo, religiosidad, fatalismo y solidaridad, tradicionalismo ideológico, racismo oculto, machismo, eclecticismo.70

A modo de ejemplo, es interesante hacer el estudio de cómo surge el legalismo en Chile, a partir de lo que se resume en el dicho “se acata pero no se cumple”. En su base existe una cadena de simulaciones que empieza con los indígenas que se convierten al catolicismo para salvar la vida, sin creer verdaderamente; que toca a los

70 Para profundizar en estos rasgos y otros no mencionados aquí, véase el capítulo 7 de mi libro Identidad chilena.

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Sección Cuarta: Del Estado

funcionarios reales, quienes, profesando obe-diencia, no pueden aplicar las leyes o edictos reales que defienden a los indios porque eso perjudicaría los intereses de los encomenderos; que alcanza aun al rey y a la jerarquía eclesiástica, que en conocimiento de esto, finge no darse cuenta en parte, porque de otro modo bajaría la recaudación de tributos.

Pero en todos estos casos se profesa exter-namente acatar, cumplir en lo formal con el principio de autoridad aunque en la práctica el principio o la norma se está violando. Este es un rasgo bastante estable que encontramos hasta hoy. No lo quiero esencializar, como si fuera parte de nuestra estructura de carácter, pero todavía subsiste en la hipocresía con que se sostienen públicamente ciertos principios que se desconocen en el quehacer cotidiano.

De este modo, cada rasgo debe justificarse por factores políticos, económicos y sociales cambiantes. Por ejemplo, los rasgos de fata-lismo y solidaridad se pueden justificar por la subsistencia de la pobreza en vastas capas de la población. La religiosidad sigue siendo un actor importante pero ha ido perdiendo la centralidad que tenía. Ninguno de los rasgos de la identidad chilena que podrían detectarse es una característica estable de carácter racial o psicológico; son resultados de la historia y pueden por lo tanto cambiar, transformarse o aun desaparecer completamente.

La identidad chilena también tiene los rasgos formales de toda identidad, que son fundamen-talmente tres, que esbozaré. Primero, identida-des culturales más amplias que Chile como país comparte con otros. Por ejemplo, el pertenecer a América Latina, o al mundo subdesarrollado en la posguerra y hoy, a la categoría de país exitoso o emergente en desarrollo. Segundo, elementos materiales que expresan nuestra identidad. Por ejemplo, las peculiaridades de nuestro territorio y geografía, que determinan nuestro sentido de aislamiento o confinamiento. Tercero, nuestros “otros” tanto significativos como de diferencia-ción en función de los cuales hemos construi-do nuestra identidad. Entre los primeros, los significativos, tenemos una sucesión de otros que fueron nuestros países modelos, empezando por España y siguiendo con Francia, Inglaterra, Alemania y Estados Unidos. Entre los otros de diferenciación, en oposición a los cuales se ha construido la identidad chilena, destacan el pueblo mapuche, Bolivia, Perú y Argentina.

En conclusión, la chilenidad nunca ha sido algo estático, una especie de alma permanente,

sino que ha ido modificándose y transformándose en la historia, sin por ello implicar una aliena-cion o traición a un supuesto carácter esencial que nos habría constituido desde siempre. Por esta razón resulta tan difícil establecer con cla-ridad la línea divisoria entre lo propio, como algo que debe mantenerse, y lo ajeno, como algo que aliena. Nada garantiza que aquello que consideramos “propio” sea necesariamente bueno y debamos mantenerlo a toda costa, solo por el hecho de ser “propio”. La identidad no sólo mira al pasado como la reserva privilegiada donde están guardados sus elementos princi-pales, sino que también mira hacia el futuro; y en la construcción de ese futuro no todas las tradiciones históricas valen lo mismo. No todo lo que ha constituido un rasgo de nuestra iden-tidad nacional en el pasado es de por sí bueno y aceptable para el futuro.

Por otro lado, hay que evitar también una reacción de receptividad acrítica que nos haga creer que todo lo que viene de fuera es bueno o mejor. La identidad chilena seguirá constru-yéndose sobre la base de nuestros propios mo-dos de vida que van cambiando, pero tomando también los aportes universalizables de otras culturas para transformarlos y adaptarlos desde la propia, llegando así a nuevas síntesis.

2. Texto atinente a párrafo 16.2.7.:Geopolítica

RUDIGER GRAPENBURGRelaciones entre la política interior y exterior

Editorial Anagrama, Barcelona, 1971, pp. 171 y ss.

LA GEOPOLÍTICA

“La geopolítica es la doctrina que postula que los procesos políticos dependen de la ubi-cación geográfica. Está basada en la geogra-fía, especialmente la geografía política, como doctrina de la organización y estructuración política del espacio”.

Con la doctrina de que la política exterior de un Estado ha de seguir unos factores y unas regularidades objetivas –primariamente geográ-ficas–, la geopolítica constituye en este sentido una continuación y sistematización del “prima-do de la política exterior”. Nació en algunos Estados europeos y en los Estados Unidos de América, precisamente en una época en que el desarrollo de la técnica bélica y de los medios

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Manual de Derecho Político

de transporte y comunicaciones comenzaron a relativizar la importancia política de la situación geográfica, pero en la que simultáneamente se formó la política exterior de carácter imperialista expansivo de las grandes potencias europeas y de los Estados Unidos de América.

La concepción de que la situación geográfi-ca de un país determina tanto su constitución política como su actuación política, ya existió en la antigüedad (por ejemplo, en Estrabón). Luego fue recogida de nuevo por la literatura política de los albores de la burguesía (Bodin), para ser acentuada por Montesquieu casi en un determinismo geográfico de la constitución social y de la política. Por mucho que ayuda-se a superar la concepción teológica medieval de la historia mediante el intento de explicar las condiciones sociales y estatales a partir de causas materiales objetivas, ya sirvió incluso a Montesquieu para justificar la opresión colonial. Este llegó a la siguiente conclusión:

“Debido a su cobardía, los pueblos de los países cálidos se hallan casi siempre sometidos, mientras que los pueblos de los climas más fríos, debido a su valor, se han mantenido libres”.

Desde finales del siglo pasado, tales prin-cipios se han ido estructurando en teorías, las cuales descubren para la política exterior de un Estado unas leyes condicionadas geográfica-mente y que, más que explicar la acción política pasada y actual, quieren determinar y legitimar la acción política futura. Uno de los primeros representantes de este tipo de geopolítica lo fue el almirante norteamericano Alfred Thayer Mahan, quien con su teoría quiso demostrar la necesidad de una potente armada para su país, y que alcanzó gran influencia por sus ideas.

El geógrafo británico Halford Mackinder desarrolló la teoría del “país-eje” de la tierra (Rusia) y de la “isla-mundo” (Europa, Asia, África). Este autor exigía como ley “natural” la influenciación del “país-eje” de la “islamundo” por parte de la Gran Bretaña.

La escuela geopolítica adquirió una especial importancia en Alemania (Ratzel, Kjellen, y en especial Haushofer), debido a que su teoría del “espacio vital ofrecía a los nacionalsocialistas una base para su agresiva política exterior. Porque, según Kjellen, la expansión de Alemania “no es un brutal instinto de conquista, sino un crecimiento natural y necesario para la autoconservación. De esta forma, la política exterior alemana de agresión sólo era expresión de una inevitable ley “natural”. El mismo Haushofer caracterizó la función de su teoría cuando escribió refirién-

dose al ataque que Alemania realizó en 1941 contra la URSS:

“Con la decisión del 22 de junio de 1941, por fin queda al descubierto ante un público más amplio la tarea máxima de la geopolítica, la vivificación del espacio en el viejo mundo, con la casi simultánea necesidad de vencer sus limitaciones continentales: la tarea de configurar Eurasia y Euráfrica en una realidad de valores creadores positivos”.

Un importante elemento estructural de las relaciones internacionales lo constituye la exis-tencia de “intereses naturales” de los Estados, por lo general geográficamente condiciona-dos (como, por ejemplo, el “interés natural” de Francia por tener una frontera oriental “natural” en el Rin, o el “interés natural” de la URSS por poseer puertos desprovistos de hielo y por dominar los Dardanelos). Todo gobierno de cualquier Estado viene obligado a perseguir tales “intereses naturales”, inde-pendientemente de la estructura social, la organización política o la constelación de las fuerzas políticas del interior que pueda tener cada Estado.

Pero, frente a ello, Schwarzenberger ha se-ñalado el carácter histórico de tales intereses “naturales”, que se transforman “según las nece-sidades políticas del momento”. Hallgarten ha demostrado con ayuda de uno de tales “intereses naturales”: el de la ayuda a la segunda poten-cia continental europea por parte de la Gran Bretaña, con el fin de mantener el equilibrio europeo, que no se trataba de la meta política del mantenimiento del equilibrio, sino ante todo de un aseguramiento de la exportación de capital británico hacia Europa.

Las teorías de la existencia de “intereses naturales” se prestan a imputar al enemigo político una tendencia objetiva –completa-mente independiente de sus fines políticos subjetivos– de expansión “natural” (como ocurre hoy frente a Rusia, con su tendencia expansio-nista “natural” hacia Europa, supuestamente constante desde hace siglos). Pero esta teoría ha experimentado una modificación con la aparición del concepto de los “intereses na-cionales”, importante por estar desprovisto de referencias geográficas. Según ella, la política exterior ha de conocer y ponerse al servicio de los “intereses nacionales”, concepto que caracteriza un proceso que permite la transfor-mación de los intereses de grupos particulares de poder político interior, en metas de política exterior de la nación entera. Y con ello oculta

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Sección Cuarta: Del Estado

las relaciones entre la política interior y la exterior, en lugar de esclarecerlas.

Todas estas teorías, por muy diferentes que sean en sus detalles, parte de la existencia de factores “naturales” constantes en la política exterior de todo Estado, con lo cual quieren conferir a ésta unas reglas diferentes a las de

la política interior. Pero Schwarzenberger nos advierte sus peligros:

“Si unas magnitudes relativamente constantes son elevadas a factores estáticos absolutos, o bien si unos programas políticos son ensalzados como leyes naturales, se puede llegar a unas peligrosas conclusiones falsas”.

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Una vez configurado el Estado como forma de organización política con todos sus elementos inherentes, éste puede es-tructurarse de diversas maneras y presentar distintas formas. Según el criterio adoptado, son múltiples las clasificaciones de Estado formuladas por los estudiosos. Sin embargo, antes de señalar el criterio a que adhieren los autores de esta obra, es preciso advertir lo que se entiende por “forma de Estado” para no incurrir en el clásico error de con-fundirla con las “formas de gobierno”.

La forma de Estado atiende fundamen-talmente a la estructura del poder, del cual el Estado es el titular; considera la distribu-ción espacial de la actividad del Estado. La forma de gobierno, en cambió, concierne al ejercicio del poder; considera la distri-bución orgánica de la actividad del Estado. Atiende a la forma como se ejerce el poder y como son designados los gobernantes. Así, solamente, puede explicarse que Estados de estructura semejante estén regidos por formas de gobierno diferentes. Así, EE.UU. y Alemania son Estados federales, con gobier-no presidencial el primero y parlamentario el segundo. Y, a la inversa, dos formas de gobierno semejantes pueden darse en for-mas de Estado diferentes: México y Chile se gobiernan según el régimen presidencial, siendo el primero de estructura federal y unitario el segundo.

Para clasificar los Estados adoptaremos el punto de vista jurídico. Jurídicamente, la forma de Estado deriva de la estructura interna del poder estatal. En efecto, según que el aludido poder tenga un titular único o que él se impute a centros múltiples de potestad, estaremos en presencia de dos formas de Estados diversas que tradicional-

mente se clasifican en simples y compuestas, pero que aquí designaremos directamente como Estado unitario y Estado federal.

De este modo, si el poder estatal se dis-tribuye en varios territorios que lo ejercen en forma autónoma, estaremos frente a una estructura federal. Si, por el contrario, el poder estatal emana de un centro único, el orden será unitario.

Contra la opinión generalizada, y con el afán de rectificar errores metodológicos, no consideraremos dentro de las formas de Estado la Confederación ni las Uniones de Estados. Estimamos que tales formaciones no constituyen, en general, forma de Estado porque no son Estados. En primer lugar, la Confederación carece de una Constitución Política común, no tiene autonomía cons-titucional. Carece de un centro de poder soberano con autoridad sobre los ciudadanos de cada Estado confederado. Carece de un grupo humano unificado, lo mismo que de un territorio común. En suma, la Confede-ración de Estados no reúne las condiciones de existencia o elementos que cualifican a un Estado como tal y mal podría, entonces, ser considerado como una de sus formas. En consecuencia, dicha formación será es-tudiada, junto con las Uniones de Estados, a continuación del Estado federal.1

19. ESTADO UNITARIO

Estado unitario es aquel que no posee más que un solo centro de impulsión po-

1 Véase GALAZ ULLOA, SERGIO, Derecho Constitucional e Instituciones Políticas, Universidad de Concepción, 1960.

Sección Quinta

FORMAS DE ESTADO

19. Estado unitario.20. El Estado federal.

21. Uniones de Estados.22. La Confederación.

23. El Estado y la comunidad internacional.

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Manual de Derecho Político

lítica y gubernamental. Es servido por un titular único, que es el Estado.

La estructura de poder, la organización política es única, en tanto que un solo aparato gubernamental cumple todas las funciones estatales. Los individuos obedecen a una sola y misma autoridad, viven bajo un solo régimen constitucional y son regidos por una legislación común.

El poder estatal se ejerce sobre todo el grupo humano que habita el Estado, se dirige a una colectividad unificada. Las de-cisiones políticas obligan por igual a todos los gobernados.

Además, el Estado unitario se caracteriza porque la organización política abarca todo el territorio estatal y rige para todo su ám-bito sin entrar a considerar las diferencias locales o regionales que pudieren existir. El Estado unitario, por tanto, es aquel en que el poder conserva una unidad en cuanto a su estructura, al elemento humano y al territorio sobre el cual recae.2

Sin embargo, no debe asimilarse esta idea a la de Estado monocrático o totali-tario. La unidad monocrática exige una concentración orgánica del poder en las manos de uno solo o de algunos. El Estado unitario, en cambio, es compatible con un régimen político de división de poderes o distribución de funciones. Es decir, varios órganos pueden concurrir al ejercicio del poder estatal unitario. El totalitarismo, que descarta toda limitación al poder del Esta-do, no depende de una estructura estatal simple o compuesta, pero sí de la extensión dada a su actividad sobre los individuos y la colectividad.

El Estado unitario constituye una forma de Estado que se caracteriza por la centra-lización política, o sea, que la competencia legislativa está reservada a los órganos cen-trales, de tal modo que si existen autoridades locales la descentralización consiguiente sólo alcanza a la ejecución de la actividad estatal. Este tipo de Estado es la forma en que se realiza del modo más perfecto la

2 Ver PRELOT, MARCEL, Institutions Politiques et Droit Constitutionnel, 3ème. édition, Dalloz, París, 1963, pp. 222-226.

idea del Estado, porque en él un pueblo es organizado sobre un único territorio y bajo un solo poder.3

El Estado constituye una organización y un orden para el ser humano que tiende por sí mismo hacia la unidad. El proceso de centralización es un fenómeno natural inherente al Estado, que se manifiesta desde que nace como forma política típica de los tiempos modernos. El poder central surge como un centro de atracción que tiende a absorber a los poderes locales para for-mar una sola unidad de la cual emanen las decisiones políticas. La formación del Estado y la centralización son dos fenóme-nos correlativos.

Hoy día, sin embargo, frente a la com-plejidad de la vida contemporánea, el Es-tado, para proveer mejor a la satisfacción eficiente de los múltiples intereses colectivos, tiende a la descentralización y a traspasar facultades a diversos organismos. El Estado unitario ha ido incorporando los Sistemas de administración local que pueden ir desde una mera desconcentración de funciones hasta una descentralización administrativa o, más aún, de carácter político.

La actividad del Estado, entonces, puede organizarse en forma centralizada o en for-ma descentralizada, según que ésta emane o no de un centro único de decisión.

Centralización y descentralización son dos diferentes manifestaciones de la orga-nización del Estado atendiendo a la forma como éste desarrolla su actividad, y no de-ben entenderse como dos categorías rigu-rosamente limitadas, sino más bien como una serie continua de diferentes grados y opuestos que nunca se dan enteramente puros en la realidad.

19.1. La centralización

“La centralización se produce cuando el poder público se convierte en el centro unificador de todas las funciones y las ejerce en una congestión de la autoridad pública.

3 LÓPEZ, ob. cit., p. 242.

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Sección Quinta: Formas de Estado

El poder político está centralizado cuando la autoridad que rige el Estado monopoliza, junto con el cuidado del bien público en todos los lugares, de todas las materias y en todos los aspectos, el poder de mando y el ejercicio de las funciones que caracterizan a la potestad pública.4

Se configura una sola estructura admi-nistrativa donde los jefes de las divisiones y subdivisiones son agentes que ejecutan y transmiten las decisiones del poder central, tanto las instrucciones generales como las órdenes particulares.

El Estado unitario centralizado constituye una organización piramidal. Las órdenes descienden desde la cúspide (la capital del Estado) a la base (los últimos villorrios). Del mismo modo los recursos humanos, económicos y naturales de los niveles lo-cales y provinciales se remontan desde la base hasta la cúspide. Las colectividades inferiores no poseen órganos propios ni poder de decisión.

Evidentemente, tal grado de centraliza-ción no existe en el mundo contemporáneo, donde las dimensiones del Estado, con sus millones de habitantes y sus múltiples nece-sidades a satisfacer, lo obliga a distribuir sus funciones y su capacidad de decisión. Frente a las inoperancias de la centralización han surgido dos correctivos: la desconcentración y la descentralización.5

19.2. La desconcentración

La desconcentración se caracteriza por-que los agentes del poder central no sólo se limitan a ejecutar las decisiones, sino que disponen de competencia en determinadas materias, quedando, respecto de éstas, al margen de la jerarquía central.

El centro no toma más que una parte de las decisiones. Los agentes locales del poder central tienen competencia para adoptar ciertas decisiones sobre deter-minados asuntos respecto de los cuales

4 BIDART CAMPOS, Derecho Político, Buenos Aires, p. 397.

5 PRELOT, ob. cit., p. 225.

no están sometidos al poder central, en-tendiéndose sí que en cuanto órganos como tal permanecen jerárquicamente subordinados.

En suma, un órgano transfiere faculta-des y atribuciones a otro órgano, pero éste queda sujeto a la dependencia jerárquica de aquél. La desconcentración no crea agentes independientes, sólo desplaza el centro de poder de decisión. Es el traspaso de compe-tencia de un órgano de la administración a otra inferior.

El órgano desconcentrado carece de personalidad jurídica, no actúa por sí mis-mo, sino con la personalidad jurídica del órgano central. Por ejemplo, en Chile, las oficinas del Servicio de Impuestos Internos en las regiones.

Para muchos autores, especialmente franceses, la desconcentración es una va-riante de la centralización, una especie de centralización imperfecta.

19.3. La descentralización

Descentralizar en su acepción más lata implica una separación. “Descentralizar quiere decir separar del centro, conside-rándose como la antítesis de centralizar, o unir en el centro”.6

Existe descentralización cuando, en distinta medida, se admite que el poder público y/o las funciones públicas estén distribuidos y sean ejercidos con mayor o menor independencia por ciertos grupos estructurados en el seno del Estado (co-munas, provincias), o por órganos creados específicamente para tales propósitos.

“La descentralización implica siempre una distribución de la actividad del Estado que se manifiesta sea como distribución del poder –o dicho de otro modo, como diver-sidad de fuentes originarias del derecho positivo– o como distribución de funciones derivadas a través de órganos subordinados. Por lo común se da a la primera el nombre

6 BIDART, ob. cit., p. 397.

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Manual de Derecho Político

de descentralización política y a la segunda el de descentralización administrativa.7

19.3.1. Descentralización administrativa. Con el fin de aumentar la eficiencia de los servicios públicos, incorporar al progreso los recursos locales y ejercer mejor el mando, el Estado distribuye sus funciones y crea órganos para cumplir cometidos específicos. El Estado descentraliza la ejecución de la norma, es decir, realiza una administración “indirecta” de los asuntos, ya que no administra un órgano central sino una persona jurídica creada por él.

Los organismos descentralizados se ca-racterizan porque no están subordinados jerárquicamente a ningún otro órgano admi-nistrativo sino que reciben sus atribuciones directamente de la ley que los crea. Además, están dotados de personalidad jurídica y patrimonio propio en virtud de la ley y son responsables ante el Poder Central. Ejercen funciones del Estado y funciones propias y específicas. Pero, evidentemente, están sujetos al control del poder central, control que se ejerce sobre los órganos y sus actos y que recibe el nombre de “tutela”. Esta se diferencia de la dependencia jerárquica –forma de control propia de los órganos desconcentrados–, porque se ejerce a tra-vés de un órgano contralor. Además, los órganos desconcentrados carecen de per-sonalidad jurídica y de patrimonio propio; consiste, como ya dijimos, en la traslación de funciones de un órgano administrativo a otro. La descentralización, en cambio, origina una persona jurídica dirigida por sus propias autoridades.

La descentralización administrativa pue-de o no tener asiento territorial. Ejemplo de descentralización administrativa con diferenciación territorial lo constituye la actividad que corresponde a una munici-palidad, que en el ordenamiento constitu-cional chileno es definida por el artículo 118 inciso 4 de la Constitución Política. Y ejemplo de descentralización administrativa o de servicios sin base territorial lo cons-

7 LÓPEZ, ob. cit., p. 230.

tituye la actividad que corresponde a un ente encargado de cumplir determinado servicio público, sea en un Estado federal o unitario, como es el caso de la Empresa Nacional de Minería, en nuestro país, que se relaciona con el Gobierno a través del Ministerio de Minería.

Ahora bien, estos organismos descentrali-zados actúan a través del poder del Estado, no se autogobiernan, “no tienen competencia para dictar las normas que rigen su activi-dad”,8 se administran por normas particu-lares, simples medidas de aplicación, pero no por disposiciones normativas originarias. En suma, la descentralización administrativa no afecta la unidad política del Estado sino que se circunscribe a la organización de la administración.

La descentralización administrativa comporta una pluralidad de instituciones secundarias que nacen y dependen de la institución central. Siguiendo a M. Prélot diremos que “la descentralización es pro-piamente un régimen de co-administración, en el cual resulta difícil determinar lo que corresponde a las administraciones descen-tralizadas y centralizadas. La trabazón de los órganos, de los recursos y de las respon-sabilidades es tal que en la mayoría de los casos es difícil reconocer al que dirige. En síntesis, la descentralización, creadora de instituciones, es igualmente limitadora de sus libertades. El poder central se desprende de ciertas funciones y atribuciones, pero puede retomarlas en cualquier momento. Es un régimen más bien complementario que antagónico de la centralización. Le importa la unidad del Estado en sí mismo, a pesar de implicar una atenuación de ella en muchos casos”.9

19.3.2. Descentralización política. Se manifiesta como una distribución del poder público, reconociendo diversas fuentes originarias de derecho positivo. Por lo general, requiere base territorial, es decir, un ámbito espacial propio del ente u órganos, donde ejercerá el poder que le corresponde.

8 LÓPEZ, M. J., ob. cit., tomo II, p. 222.9 PRÉLOT, ob. cit., p. 230.

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Sección Quinta: Formas de Estado

El ente se halla investido de poder, de facultad para generar las normas que han de regir su actividad. El goce de descen-tralización política no es el resultado de una concesión o delegación de poder por parte del Estado, sino que tiene su origen en título propio. El poder emana de los órganos propios del ente.

Además, junto con ser capaz de regirse a sí mismo en forma autónoma, debe revestir carácter público, es decir, estar encargado de gestionar una porción o un aspecto de la cosa pública. La descentralización política surge cuando las instituciones ejercen algu-nas funciones del poder público, estando facultadas para dar órdenes obligatorias como las del Estado, dotadas del mismo valor imperativo y operantes en una jurisdicción territorial delimitada. Ejemplo típico es el caso de la actividad que corresponde a un Estado miembro de un Estado federal.

La descentralización política es un pro-blema que atañe a la unidad política del Estado. El poder político se distribuye en varios territorios que lo ejercen en forma autónoma. Esta forma de descentralización es característica, de los Estados federales.

En el Estado unitario, en cambio, el poder político reconoce una sola fuente originaria, emana de un centro único. “La concentración del poder significa, a la vez, el monopolio reservado a los gobernantes en la emisión de reglas jurídicas (poder normativo) y la centralización en su pro-vecho de medios materiales para asegurar la ejecución (fuerza pública)”.10 Lo que sí puede distribuirse en un Estado unitario es la ejecución de la actividad estatal, a través de las formas –ya explicadas– de desconcentración y descentralización ad-ministrativa. Eventualmente, la descen-tralización política puede presentarse en ciertos Estados unitarios, como en los casos de Italia, España y Bélgica que, atendiendo a ciertos factores locales, han establecido “regiones autónomas” dentro de su terri-torio. Parte de la doctrina los denomina “Estados Regionales”.

10 LÓPEZ, ob. cit., p. 243.

La Constitución italiana contempla, junto a los entes territoriales propios de un Estado unitario, es decir, las provincias y los municipios, a las regiones que son unidades territoriales con autonomía ga-rantizada constitucionalmente, que gozan de facultades legislativas sobre las materias que la Constitución determina. Del mismo modo, en España existen ciertas regiones, como Cataluña y Vasconia, que se caracte-rizan por detentar facultades legislativas y poseer órganos legislativos propios. Asi-mismo, Bélgica presenta fuertes contrastes entre las zonas de Valonia y Flandes, que se diferencian por factores étnicos, lingüísticos y religiosos, de modo tal que puede pre-verse que Bélgica podría derivar de Estado unitario a federal.

19.4. La regionalización

Jurídicamente, la regionalización se considera como una forma de descentra-lización con asiento territorial, que puede ser indistintamente de carácter político o administrativo.

En las últimas décadas el regionalismo ha cobrado especial importancia y se ha convertido en uno de los tópicos actuales de la literatura política. Una serie de fac-tores evidencian que este hecho obedece a la necesidad de crear nuevas estructuras territoriales. Fenómenos tales como la rápida urbanización, los cambios de los medios de comunicación, de transporte y de edu-cación han tornado obsoletos los antiguos límites territoriales de los municipios y de las provincias y propugnado un cambio en las formas territoriales. En ese proceso, la palabra región ha servido como denomi-nación común de estas nuevas estructuras territoriales, sea en el orden supramuni-cipal, supraprovincial o supranacional. Son ejemplos del primer orden las “áreas metropolitanas” con propia organización; del segundo, las comúnmente llamadas “re-giones”, y del tercero, las zonas abarcadas por ciertas organizaciones supraestatales, tales como la Unión Europea.

Son variadísimos los significados de la

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palabra región. Puede entenderse como una unidad geográfica, obra exclusiva de la naturaleza, como también se puede pensar en una unidad socioeconómica caracte-rizada por ciertas actividades e intereses. Pero, además, puede existir como ente ju-rídico-político planificado por el hombre que ha tomado en consideración elemen-tos geográficos, económicos y culturales. En todo caso la regionalización no puede ser producto del arbitrio, es creación de la voluntad humana, pero considerando un complejo de elementos proporcionados por la naturaleza.

Desde el punto de vista jurídico, la re-gión ha sido definida como el “ente público territorial dotado de autonomía legislativa”, y también como la “entidad pública terri-torial dotada de personalidad jurídica no originaria ni soberana; pero esas definicio-nes, si bien son válidas para determinadas Constituciones que han contemplado expre-samente la región, tales como la española de 1931, la de 1978 y la italiana de 1947, no contemplan otros supuestos. Por eso, dada la multiplicidad de posibles manifestacio-nes, parece preferible no ensayar ninguna definición de carácter jurídico y limitarse a tener presente que, en definitiva, en el indicado sentido, la región no es otra cosa que el ente territorial estructurado sobre la base y concordancia con la región geo-gráfica y socioeconómica y cuyo grado de competencia estatal depende de muchas variables.

Por las razones expuestas, no es posible establecer en forma universal la naturaleza jurídica de la región. Si nos atenemos a la institucionalización de ellas a través de la Constitución española y la italiana, cabría sostener que gozan de autonomía y que la potestad legislativa de que son titulares es del mismo carácter que la estatal, siempre, claro está, dentro del marco constitucional nacional.

En Chile se inició en 1974 un proceso de regionalización administrativa con el fin de aprovechar mejor los recursos naturales, la distribución geográfica de la población y la utilización del territorio nacional. Los D.L. Nos 573 y 575 de julio de 1974 modifi-

caron la estructura político-administrativa del país, dividiendo el territorio nacional en 13 regiones –incluida un Área Metro-politana–, éstas en provincias, y éstas, por último, en comunas.

Entre los fundamentos de la regionaliza-ción cabe destacar que principalmente se perseguía: a) “un equilibrio entre el apro-vechamiento de los recursos naturales, la distribución geográfica de la población y la seguridad nacional, de manera que se establecieran las bases para una ocupación más efectiva y racional del territorio na-cional”; b) “una participación real de la población en la definición de su propio destino”; c) “una mejor utilización del te-rritorio y de sus recursos”.

La normativa referente a la regiona-lización fue recogida por el Acta Consti-tucional Nº 2, de 1976, y posteriormente incorporada a la Constitución Política de 1980. Las normas atinentes a esta materia se encuentran establecidas en el artículo 3º de la Constitución y en el Capítulo XIV titulado “Gobierno y Administración In-terior del Estado”. Esta normativa ha sido objeto de varias reformas constitucionales dictadas con posterioridad a la entrada en vigencia de la Carta de 1980.

Actualmente el artículo 3º, modificado por la reforma constitucional de 2005, es-tablece: “El Estado de Chile es unitario. La administración del Estado será funcional y territorialmente descentralizada, o descon-centrada en su caso, de conformidad a la ley. Los órganos del Estado promoverán el fortalecimiento de la regionalización del país y el desarrollo equitativo y solidario entre las regiones, provincias y comunas del territorio nacional”.

Por su parte, el artículo 110 inciso primero del Capítulo XIV dispone: “Para el gobierno y administración interior del Estado, el terri-torio de la República se divide en regiones y éstas en provincias. Para los efectos de la administración local, las provincias se di-vidirán en comunas”. El gobierno de cada región reside en un intendente (art. 111 inciso 1), y en un Consejo Regional (art. 111 inciso 3). La administración local de cada comuna reside en una municipalidad,

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constituida por el alcalde, que es su máxima autoridad y por el Concejo (art. 118).

Cabe señalar que del análisis de nuestro ordenamiento constitucional se concluye que el Gobierno Regional (constituido por el Intendente y el Consejo Regional) y la Municipalidad se ajustan a las carac-terísticas propias de la descentralización administrativa, ya que tienen un ámbito propio de competencia según la ley orgá-nica constitucional respectiva y gozan de personalidad jurídica y patrimonio propios, debiendo observar “como principio bási-co la búsqueda de un desarrollo territo-rial armónico y equitativo” (art. 115). En la actualidad, la mayoría de los Estados son unitarios. Lo son Inglaterra, Francia, Suecia, Noruega, Portugal, Italia, Bélgica, España, entre otros. Los tres últimos ofre-cen, como señalamos precedentemente, la peculiaridad de presentar formas de des-centralización política, lo que los ubica en una situación intermedia, ya que avanzan hacia formas de federalismo. También son unitarios China, Japón, Indonesia, Polonia, Rumania, Bulgaria, Hungría, Albania, así como la mayoría de los Estados de África y Asia y los países latinoamericanos, con excepción de México, Venezuela, Brasil y Argentina.

20. EL ESTADO FEDERAL

20.1. Antecedentes

Diversas razones pueden inducir a una colectividad a adoptar la estructura federal. Considerando ciertos factores geográficos, como su extensión territorial, por ejemplo, un Estado unitario puede decidir federarse, como en el caso de Brasil y México; o bien el orden federal puede ser el resultado de una vinculación jurídico-política de Estados hasta entonces independientes, como es el caso de los Estados Unidos y Suiza. Aparte de razones geopolíticas, existen otras de gran importancia que inducen naturalmente a la unión de ciertas regiones, como es, por ejemplo, la existencia de intereses econó-micos, políticos o estratégico-militares, una

tradición, ascendencia y lengua comunes. De todas maneras, la razón principal para optar a la organización federal es la con-vicción de que, a pesar de la reconocida necesidad de unidad nacional, las tradicio-nes regionales operan contra la fusión de Estados individuales en una organización estatal unitaria, siendo necesario que las diferencias culturales de las diversas en-tidades se mantengan por medio de un orden federal.

Uniones de Estados de tipo federal han existido desde hace siglos. Por ejemplo, en la antigua Grecia funcionaron las ligas bélicas, anfictiónica, helénica y aquea. En Suiza se habla de la “alianza eterna” de sus cantones desde el siglo XIV y XV. En los Países Bajos se formó en 1569 la Unión de Utrecht entre sus siete provincias norteñas. Pero ninguna de estas formaciones consti-tuyó un auténtico Estado federal, en parte por la ausencia de órganos comunes con jurisdicción directa sobre los ciudadanos de los Estados Asociados y en parte por la preponderancia de uno de los miembros. Otras asociaciones estatales, como el Sacro Imperio Romano Germánico, fueron, o bien asociaciones basadas en relaciones de vasallaje o feudales, o bien, en el mejor de los casos, de naturaleza semiconfederal.11

El Estado federal nace con la Constitución norteamericana de 1787, que transformó a los trece estados independientes que com-ponían la Confederación, en trece estados miembros de un Estado federal. Este hecho fue producto de las circunstancias y de la necesidad práctica de conciliar la existencia de una autoridad central con la de varios estados individuales.12

Sin embargo, la denominación de Estado federal comienza a sonar por primera vez en los tiempos de la Confederación Renana y ya en Zacharia von Berg, Kluber, etc., se encuentra usada como término contrapuesto a confederación. Sin embargo, la denomi-nación no penetra en el derecho positivo, donde continúan usándose los términos

11 LOEWENSTEIN, K., Teoría de la Constitución, Edi-torial Ariel, 1970, España, p. 355.

12 Ver texto complementario, atinente a párrafo 20.1 de p. 102.

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federación o confederación como equi-valente al Estado federal. Así acaece, por ejemplo, en el Tratado de París de 1814, en las Constituciones Suizas de 1848 y 1874. Es, pues, en la Literatura alemana donde surge la denominación Estado federal con un contenido preciso y como contraste entre las Confederaciones y las nuevas formas de organización representadas, primero, por los Estados Unidos; más tarde, por Suiza (1846); después por Alemania del Norte y el Reich (1867 y 1871). Pues, como quiera que se estimaba, en general, que en estas organizaciones existía un nuevo sujeto jurí-dico-político independiente de los Estados componentes, se afirmó la idea de que en ambas situaciones tenían que corresponder términos diferentes, y de aquí que se con-trapusiese Staatenbund (Confederación, literalmente: Federación de Estados) a Bundestaat (Estado federal).13

20.2. Concepto de Estado federal

Lo que califica al Estado federal es que su actividad es objeto no sólo de descen-tralización administrativa, sino que además –y esto es lo que lo diferencia del Estado unitario descentralizado– de descentraliza-ción política. En consecuencia, el Estado federal reconoce varias fuentes originarias de poder político. Una, que corresponde al gobierno central, y otras que son propias de los gobiernos regionales. Cada una actúa dentro de su esfera, de modo coordinado pero independiente. La estructura federal tiene el mérito y tal vez el arte de conciliar la pluralidad con la unidad, de lograr la integración de unidades autónomas en una unidad superior.

Los enfoques conceptuales del Estado federal son múltiples y cada autor los for-mula según el o los factores que considere esenciales en su estructura.

Atendiendo a la soberanía, Antonio Carro observa que los Estados miembros pierden

13 GARCÍA-PELAYO, MANUEL, Derecho Constitucio-nal Comparado, Revista de Occidente, Madrid, 1964, p. 216.

sus soberanías peculiares, con lo que dejan de ser verdaderos Estados para convertirse en territorios o provincias del nuevo Estado federal, que pasa a ser el único soberano. Consecuentemente define el Estado federal como “la unión de Estados en torno a una soberanía común a todos ellos”.14

Por su parte, Marcel Prélot, consideran-do que todo Estado nace formalmente de una Constitución, define el Estado federal como aquel donde existe una pluralidad de ordenamientos constitucionales, entre los cuales destaca uno como el principal y al cual están subordinados los demás, sin perjuicio de que se le reconozcan formas de participación a los ordenamientos cons-titucionales menores.15

El Estado federal responde a necesidades prácticas de diversa índole –económica, geográfica, cultural, política– que lo im-pelen a distribuir el poder a través de su territorio. Atendiendo a esta necesidad de descentralización política, García-Pelayo considera que “el Estado federal significa una forma de división del poder político no sólo desde el punto de vista funcional, sino sobre todo desde el punto de vista territorial, y con arreglo a la cual hay un único poder para ciertas materias y una pluralidad de poderes (regionales) para otras”.16

El Estado federal se caracteriza por una específica estructura, en que no sólo se trata de equilibrar el poder central con los poderes regionales, sino de lograr una síntesis dialéctica entre ambos. Se trata de un Estado que debe integrar la unidad con la pluralidad, la centralización y la descen-tralización.

Por una parte, está el deseo de los Esta-dos miembros de usufructuar de las venta-jas de la federación, de ahí su tendencia a mantenerse en ella; por otra, está el deseo de mantener su autonomía como unidad particular.

De este modo, la existencia del Estado federal está determinada por dos momentos contradic-

14 CARRÓ MARTÍNEZ, ANTONIO, Derecho Político, Editorial Universidad de Madrid, 1959, p. 237.

15 PRÉLOT, ob. cit., p. 233.16 CARCÍA-PELAYO, ob. cit., p. 217.

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torios: la cohesión y el particularismo, los cuales dependen de una serie de factores extraconstitucionales de índole natural, económica, social, etc.

En primer término están los factores geo-gráficos, tales como la contigüidad espacial, la cual crea un sentido de copertenencia que puede incluso acentuarse por el progre-so de las comunicaciones. Desde el punto de vista político tiene una importancia de primer orden –al menos en la etapa inicial del Estado federal–, la inseguridad militar y, por consiguiente, la necesidad de defensa común frente a extraños, porque no sólo hace surgir la necesidad de la unión, sino que crea un supuesto de conciencia colec-tiva, ya que el peligro exterior hace superar o relativizar los antagonismos internos. Y este principio no rige solamente para los Estados federales que han surgido mediante la unión de Estados independientes, sino también para aquellos que se han formado mediante un proceso desintegrador de un Estado unitario que, si no llega a sus últimas consecuencias, se debe quizá a supuestos de índole militar, que contribuyen a man-tener todavía una conciencia común por debajo de los antagonismos. Otro factor cohesivo de primer orden está represen-tado por elementos de índole económica, es decir, por un lado por las ventajas eco-nómicas que para los participantes pueden desprenderse de la unión; por otro, por las posibilidades de acoplamiento recíproco de la estructura económica de cada uno de los Estados particulares. Una gran importan-cia cobra también la homogeneidad de la estructura social y de sus modos y formas de vida, ya que sobre la unidad o similitud de esta estructura se basan contenidos co-munes de conciencia colectiva. No se trata de algo absolutamente necesario para la existencia del Estado federal, pero sí de algo que pueda ponerla en peligro, y de lo que es buena prueba la Guerra de Secesión norteamericana. Y, en fin, es fundamental la similitud de instituciones políticas, no sólo porque de otro modo se producirían fricciones entre los regímenes opuestos de los diversos Estados, intervenciones más o menos abiertas de los unos en los asuntos de

los otros, sino también, y ante todo, porque el Estado federal afecta a la existencia po-lítica total del pueblo y su funcionamiento práctico no sería posible sin una homoge-neidad político-institucional que rebasara las particularidades de cada uno de los miembros. De aquí que las constituciones federales se ocupen no sólo de fijar esta ho-mogeneidad, sino también de garantizarla, estableciendo que los Estados miembros han de tener determinada forma de gobierno, de cuya existencia, en caso necesario, se hace responsable la Federación. Una de las razones del fracaso de la Constitución Federal de la India de 1935 fue, sin duda, la heterogeneidad de las instituciones po-líticas albergadas en su seno.

Mas junto a estos factores cohesivos han de operar los factores particularizadores. Como principales y generales podemos enu-merar los siguientes: en primer término, la existencia previa de las partes como unida-des políticas, sea como Estados, sea como colonias. Esta previa existencia puede ser inmediata a la formación del Estado federal cuando éste ha surgido de una unidad de Estados hasta entonces independientes, o puede ser un recuerdo histórico cuando el Estado federal se ha formado por desinte-gración de un Estado unitario. En ciertos casos, es de gran importancia que las partes constituyan naciones en sentido cultural o simplemente comarcas diferenciadas por notas de índole cultural, como la lengua, las costumbres, el Derecho, etc. Motivo fre-cuente de particularismo es la divergencia de intereses económicos frente al resto; la capacidad financiera para hacer frente a sus propias necesidades y la diversa estructura económica de las partes integrantes.

Por consiguiente, el Estado federal reposa sobre una armonización de la tendencia a la unidad y a la diversidad, de modo que la acentuación de los poderes de la Fede-ración sobre los Estados o de éstos a costa de aquélla es función de la relación entre ambas tendencias.17

17 GARCÍA-PELAYO, ob. cit., p. 218.

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20.3. Caracteres fundamentales del orden federal

Cada orden federal puede presentar ciertos rasgos típicos de su evolución his-tórica; sin embargo, la gran mayoría de-tenta inexorablemente ciertos caracteres fundamentales que lo distinguen de otras formas de Estado.18

20.3.1. Poder central y poderes locales. Es precisa la existencia de un poder central con órga-nos propios y, frente a este poder central, la existencia de una serie de poderes locales que actúan en esferas territoriales que sue-len conservar el nombre de Estado, pero que frente al Estado federal se denominan “Estados miembros”. En algunos países es-tos miembros se llaman provincias, como es el caso de Argentina; cantones como en Suiza o territorios (Länder) como en Alemania.

20.3.2. Constitución federal. La federación se organiza sobre la base de una Constitución que es ley suprema, y que juega el papel de norma central, válida para todo el territorio. El acto constituyente del Estado federal es un acto político que integra una unidad conjunta con colectividades particulares; un Estado federal se define, según Kelsen, como un Estado soberano compuesto de varios Estados. No hay tratado ni pacto que dé origen contractual a esa unidad de par-tes, sino una Constitución que se erige en norma primera de validez para fundar la validez de los ordenamientos locales.

La primacía de la Constitución federal no significa negar la atribución de los Estados particulares para darse su propia organiza-ción constitucional y legal, sino solamente subordina estas organizaciones locales a las pautas de la federación. La Constitución federal suele ser de tipo rígido, a fin de evitar modificaciones en perjuicio de los Estados miembros. O también para evitar perjuicios a los Estados que constituyen mi-

18 En la síntesis ofrecida a continuación hemos seguido de cerca las ideas de K. Loewenstein, Bidart y A. Carró.

noría. En todo caso, cada Estado miembro tiene también su Constitución, que no puede oponerse en manera alguna a los principios constitucionales del Estado federal.

20.3.3. Distribución de competencias. Poderes implícitos. La Constitución federal debe fijar taxativamente las atribuciones de la Federa-ción y de los Estados miembros, procurando buscar una coordinación de intereses. Hay una superposición de gobiernos sobre la mis-ma población y el mismo territorio, aunque quepa distinguir las materias específicas de cada uno –salvo las llamadas concurrentes o comunes– y la limitación del poder de los Estados locales al ámbito de su jurisdicción territorial y de sus habitantes.

En la distribución de las competencias yace la clave de la estructura del poder fede-ral. Existe un mínimo irreductible de com-petencias federales que son indispensables para un auténtico orden federal. Afectan a los siguientes campos: los asuntos exteriores, la defensa nacional, el sistema monetario, pesos y medidas, la nacionalidad, comercio y comunicaciones entre los Estados miembros y los medios financieros para llevar a cabo las tareas federales. Este catálogo mínimo de competencias del Estado central, clásico en todas las organizaciones federales anti-guas, ha experimentado –tras experiencias recientes– una ampliación a causa de las tareas estatales exigidas por el Estado en materia de bienestar y otorgamiento de servicios. Ellas no pueden ser realizadas si existen desigualdades territoriales en el ámbito de la organización federal.

En efecto, la Constitución Política de los EE.UU. de Norteamérica señala expre-samente un conjunto de competencias que pertenecen a la Federación de manera ex-clusiva o concurrente (Art. 1º, sección VIII), indicando que los poderes que no se hayan delegado a la Federación corresponden a los respectivos Estados (Enmienda X). Es claro, entonces, que la Federación no puede ejercer otros poderes que aquellos expresamente enumerados por la Constitu-ción. “Sin embargo, el desarrollo constitu-cional de los Estados Unidos no ha seguido una línea tan rígida de interpretación, y

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las competencias y poderes de la Federa-ción se han extendido más allá de lo que indica una rígida interpretación del texto constitucional. Ello ha sido posible gracias a la adopción del principio de los poderes implícitos y resultantes”.19

Así se ha estimado que, ante la imposi-bilidad de establecer una lista exhaustiva de todos los poderes que corresponden a la Federación, el constituyente se limitó a enumerar los objetivos fundamentales, debiendo entenderse que, además, están dentro de la esfera de competencia del Congreso Federal todos los medios que sean apropiados al objeto, que se adapten a él y sean acordes con la letra y el espíritu de la Constitución. Tal es el criterio para determinar si una medida federal cae dentro de los poderes implícitos. “Además, para que una medida tenga tal carácter, no es necesario que derive de manera precisa de un poder delegado concreto, sino que puede tener lugar como resultante de varios poderes o de toda la masa de ellos”.

La doctrina de los poderes implícitos encuentra su origen en la misma Constitu-ción Política norteamericana que, además de señalar expresamente las atribuciones del Congreso Federal, establece que éste podrá “hacer todas las leyes necesarias y convenientes para el uso de estos pode-res y para el de todos aquellos de que, en virtud de esta Constitución, puedan estar investidos el gobierno de los Estados Uni-dos o cualquiera de sus dependencias y empleados” (1, VIII).

Evidentemente, en virtud de la teoría de los poderes implícitos, adoptada también en Argentina, las atribuciones del poder central se han ampliado en enormes dimensiones, no previsibles al momento de la creación de la Constitución y que han permitido al Estado norteamericano enfrentar problemas económicos, sociales y políticos, incluyendo dos guerras mundiales.

20.3.4. La soberanía es indivisible. La Cons-titución no distribuye la soberanía entre

19 Véase GARCÍA-PELAYO, ob. cit., p. 361.

el Estado federal y los Estados miembros; no lo hace porque la soberanía es indivi-sible. Todas las atribuciones de soberanía corresponden al Estado federal. De ahí se deduce el principio general que el Derecho de los Estados miembros en ningún caso puede infringir el Derecho de la federación o Estado federal.

El principio de la distribución del poder es entendido frecuentemente en la teoría constitucional como la existencia de una doble soberanía,20 atribuyendo el poder estatal originario y supremo, esto es, la so-beranía, tanto al Estado central como a los Estados miembros en sus respectivos campos de competencias. Esta concepción es falsa y hasta peligrosa, como quedó mostrado en la crisis constitucional más grave de los Estados Unidos, la Guerra de Secesión, hecha por los rebeldes sudistas bajo la bandera de la soberanía estatal. En realidad, en los Estados federales existe tan sólo la sobera-nía indivisible del Estado central que, en el marco de los límites constitucionales, ha absorbido la soberanía originaria de los Estados miembros. La distribución del poder estatal en una organización federal no puede ser equiparada con un sistema de doble soberanía. Desde el punto de vista de la distribución del poder, la organización federal se propone y consigue proteger los derechos de los Estados miembros –y de una manera tan eficaz como sea compatible con la soberanía del Estado central– contra una usurpación y absorción anticonstitucional por parte del Estado central. Se propone asimismo la protección del Estado central frente a las intromisiones anticonstitucionales de los Estados miembros en los dominios asignados a su exclusiva competencia.

20 Tal es la teoría de la cosoberanía o de la doble soberanía (descrita por García-Pelayo, ob. cit., p. 220), que surge en Norteamérica con las discusiones en torno a la Constitución de 1787. Sostenida por “El Federa-lista”, fue montada con afán político por Hamilton a fin de abrir cauce a la federación norteamericana dentro de la opinión pública. Popularizada en Europa por Tocqueville, construida en Alemania por Weitz y sus discípulos, se convirtió en teoría dominante a mediados del siglo XIX, aproximadamente.

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20.3.5. Sistema bicameral. Todo estado federal suele tener un sistema bicameral. En general, el pueblo queda representado bajo dos modalidades diferentes: una Cá-mara elegida en proporción al número de habitantes –como en los Estados unitarios– y otra Cámara elegida en forma igualitaria por cada uno de los Estados miembros –ex-clusiva de los Estados federales–. Es el caso de los Estados Unidos, con su Cámara de Representantes –representación propor-cional– y el Senado –representación de dos senadores por cada Estado miembro.

20.4. Principios que rigen el Estado federal

No obstante las diferencias que puedan existir entre los Estados miembros, el Estado federal conforma una unidad; y, por encima de los rasgos locales, éste se alza como un grupo humano uniforme que habita un territorio propio y cuyo poder es soberano hacia dentro y hacia fuera, pues su autonomía constitucional es incondicionada, y posee la competencia de las competencias. Además es producto de una Constitución, pues está basado en un acto de soberanía de un pueblo.

El orden federal no es un orden de sim-ple agregación y superposición de Estados. No se trata de sobreponer varios ordena-mientos constitucionales particulares a un ordenamiento colectivo, sino, como ya se expresó en páginas anteriores, de resumir en una nueva unidad dialéctica los diversos aspectos del Estado federal.

En la fusión y compenetración lograda entre la unidad y la pluralidad, entran en juego dos principios o leyes que rigen el Estado federal: el principio de la autonomía y el principio de la participación.

20.4.1. Principio de la autonomía. De acuerdo a esta ley cada Estado miembro federado conserva cierta independencia en la gestión de sus asuntos. Esta autonomía se traduce en la existencia de una Constitución propia libremente establecida por cada Estado y libremente modificable, siempre que no se oponga a los principios establecidos por la Constitución federal.

El ordenamiento constitucional del Estado miembro configura un régimen de gobierno completo, es decir, comporta todos los órga-nos a través de los cuales el poder estatal se manifiesta habitualmente. La autonomía del Estado federal no solo implica la autonomía administrativa, es decir, la ejecución de las normas, sino la competencia legislativa, es decir, la capacidad de darse a sí mismo las normas que regulan su funcionamiento. Además, implica la existencia de tribunales propios para aplicar las reglas.

En consecuencia, y pese a establecerse un orden de prioridad a favor del Estado federal y su Constitución, existen ámbitos locales en los cuales las Constituciones esta-duales pueden regular ciertas materias sin limitación. Los Estados miembros disponen de verdadera autonomía constitucional.

Además, las autoridades que gobiernan un Estado federado emanan de su propio grupo humano y ejercen el poder en forma autónoma, no son meros agentes ni están sometidos a tutela alguna.

Por último, cabe agregar que la Consti-tución política de un Estado miembro es, por lo general, de tipo rígido. Contra lo que sucede en un Estado unitario, donde el poder central puede aumentar o reducir el grado de descentralización territorial, las competencias de un Estado federado no pueden suprimirse ni restringirse sin su consentimiento o intervención.21

20.4.2. Principio de la participación. Con arre-glo a este principio, los Estados federados colaboran en la formación de la decisión que valdrá para toda la Unión. Las rela-ciones a que éste da lugar se manifiestan en la participación de los Estados como personalidades autónomas en la formación de la voluntad federal y en la reforma de la Constitución federal.

La participación de los Estados miembros en la formación de la voluntad federal tiene lugar a través de una Cámara compuesta de representantes de los Estados que recibe diversos nombres, según los países: Senado

21 PRÉLOT, ob. cit., p. 237.

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en los Estados Unidos de Norteamérica; Consejo de Estado en Suiza; el Consejo Fe-deral o Bundesrat en Alemania. La elección de sus miembros puede hacerse con arreglo a los siguientes métodos: a) por el cuerpo electoral de los Estados miembros; b) por determinados órganos constitucionales de los Estados, y c) dejando a la decisión de los Estados miembros el método y el órgano competente para su elección.

Además, los miembros de la Cámara Federal pueden estar en relación de pari-dad o hegemonía, que es la solución más admitida, como acontece en Estados Uni-dos, por ejemplo; o bien atendiendo a la importancia, población, riqueza, tamaño u otros factores, como sucede, por ejemplo, en Alemania.

Finalmente, la participación de los Esta-dos miembros en la reforma constitucional hace que los Estados se integren en el orden constitucional conjunto, interviniendo en la actividad suprema de la vida constitu-cional. Tal participación tiene lugar por alguno o por ambos de estos sistemas; o por el derecho de iniciativa de la Cámara Federal, o por la ratificación de las refor-mas propuestas, sea por Cámara, sea por el pueblo de los Estados, sea por órganos de Estados.

Ahora bien, así como los Estados miem-bros participan de la actividad política fe-deral recíprocamente, el Estado federal no sólo participa sino que limita los ordena-mientos constitucionales locales en varios aspectos.

En primer lugar, la Constitución fede-ral impone a los Estados ciertos principios y formas concretas de existencia política (inspiración democrática o comunista, com-posición y determinación de los diferentes órganos, etc.), que es esencial para lograr una vida política homogénea que contribuya a la unidad del Estado federal.

El derecho federal, como sabemos, tie-ne primacía sobre el de los miembros; en otras palabras, las normas jurídicas esta-blecidas por los Estados pierden validez si están en contradicción con las normas jurídicas establecidas por la federación. El Estado federal se expresa, pues, en un solo

orden jurídico, cuya validez descansa en la Constitución federal.22

En caso de conflictos entre el derecho federal y local decide un órgano federal denominado Tribunal Federal con deter-minadas competencias, según materias y personas, y que decide soberana, judicial e inapelablemente. Resuelve conflictos en-tre los Estados miembros, entre éstos y la Federación y en los asuntos suscitados por la aplicación del derecho federal.

Como puede apreciarse, no obstante el funcionamiento real de los dos principios mencionados, es decir, la autonomía de los Estados miembros y su participación en los asuntos de la Federación, el poder central es poderoso y posee varios instrumentos para someter a los poderes locales. La tensión en-tre la unidad y la pluralidad no se mantiene de modo inmutable, varía constantemente, de donde derivan las distintas estructuras que puede asumir un Estado federal. Ac-tualmente se observa un movimiento de tipo centralizado, hacia la mayor unidad y preponderancia del órgano federal, en desmedro de la autonomía estadual.

20.5. Tipos de Estados federales y tendencia a la centralización

Tras el desarrollo del orden federal en los Estados Unidos de América éste se fue implantando en diversos países del mundo. Así, en América son Estados federales Cana-dá, México, Brasil, Venezuela y Argentina; en Europa, Alemania, Suiza, Austria; en Asia y Oceanía, India, Pakistán y Australia, entre otros. Es interesante recordar que en Chile se aprobó en 1826 una ley que implantaba el régimen federal, experiencia que terminó en un completo fracaso.23

No todos los Estados federales se atienen estrictamente a los caracteres clásicos, y los principios de la autonomía y la participación no juegan de la misma manera. Algunos Estados colocan el centro de gravedad en

22 GARCÍA-PELAYO, ob. cit., p. 238.23 Ver texto complementario, atinente a párrafo

20.5 de p. 107.

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los Estados miembros y confían a éstos la mayor parte de las tareas públicas; otros en cambio robustecen las competencias de la federación y se caracterizan por una orientación centralizadora.

Es posible observar esta última tenden-cia por diversas razones, cuales son ciertas emergencias como la guerra y las depresiones económicas que obligan a la concentración de esfuerzos y a la actuación unitaria para afrontar los problemas; el intervencionismo estatal en determinados servicios que sólo pueden ser prestados eficazmente si se esta-blecen a nivel nacional; la ayuda financiera que en algunas ocasiones presta el Estado a los miembros a través de subvenciones para cumplir ciertos cometidos; los adelan-tos técnicos que, sobre todo en materia de comunicaciones, superan el aislamiento y facilitan la unión del poder Central en las comunidades locales. Además, las cadenas de periódicos y otros medios de comuni-cación masiva permiten la formación de una opinión pública federal; por último, la recaudación de impuestos en favor de la federación es un instrumento que le da enorme poder al órgano federal, favore-ciendo la tendencia centralizadora.

21. UNIONES DE ESTADOS

Comúnmente los Estados se relacionan entre sí y, a través del tiempo, algunos han formado ciertas uniones que sin llegar a constituir un nuevo Estado, conforman un agregado político distinto dentro de la comunidad internacional. Justamente, por no ser realmente Estados, no han sido consideradas como formas de Estado junto al Estado Unitario y Federal.

Hoy día ninguna de estas uniones subsiste; los Estados han buscado otras vías de orga-nización internacional,24 pero por su valor histórico interesa considerar la Unión Perso-nal, la Unión Real, y la Confederación.25

24 Ver texto complementario, atinente a párra-fo 23.1 de p. 108.

25 En este punto hemos seguido de cerca a GAR-CÍA-PELAYO, ob. cit., p. 205.

21.1. La Unión Personal

Existe la Unión Personal cuando dos Estados independientes y separados se en-cuentran unidos por la circunstancia de tener en común un mismo Jefe de Esta-do, generalmente un monarca. Es decir, las Coronas de dos Reinos coinciden en la persona de un mismo titular, pero con-servándose ambas comunidades estatales independientes y distintas. Normalmente la Unión Personal se produce de manera casual, es decir, por aplicación automática de leyes sucesorias de coronas distintas, y no por un acto internacional.

Lo que caracteriza a la Unión Personal es que a pesar de la comunidad del titular las dos Coronas son instituciones distintas, pertenecientes a dos órdenes jurídico-reales completamente independientes. El rey, si bien es la misma persona física, tiene, sin embargo, dos personalidades como soberano; no hay actos jurídicamente comunes.

Tales fueron los casos de Jorge I de Ingla-terra, que siguió siendo príncipe territorial de Hannover; Carlos I de España fue V de Alemania; Felipe II y Felipe III, que a la vez que Reyes de España lo fueron de Portugal.

21.2. La Unión Real

Tal como la Unión Personal, la Unión Real consiste en una comunidad de monarca para dos Coronas que permanecen distintas e independientes. Pero se diferencian en que esta última no corresponde a un hecho casual, sino que descansa sobre un funda-mento jurídico que es el pacto o tratado de índole internacional. Además, por lo general tiene órganos de gestión comunes (Ministros de Asuntos Exteriores, Ejército y Hacienda, normalmente), destinados a hacer efectiva una política exterior común.

La soberanía de cada uno de los Estados no resulta afectada; cada uno mantiene su independencia.

Ejemplos de unión real fueron los de Austria-Hungría que se constituyó en 1865 y desapareció después de la Primera Guerra Mundial; Suecia y Noruega, de 1814 a 1905; Dinamarca e Irlanda, hasta 1940.

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Sección Quinta: Formas de Estado

22. LA CONFEDERACIÓN

22.1. Concepto

La Confederación es una vinculación entre Estados, creada por un pacto interna-cional, con intención de perpetuidad, que da lugar a un poder que se ejerce sobre los Estados miembros y no, de modo inmedia-to, sobre los individuos. La existencia de la Confederación está determinada por la consecución de unos fines comunes y, como éstos están concebidos con carácter perma-nente, requiere órganos también permanen-tes. Objetivo común a toda Confederación ha sido la seguridad exterior e interior, al que se añaden otras finalidades, variables según los casos.

El órgano fundamental de la Confedera-ción es un Congreso o Dieta compuesto de mandatarios designados por los órganos com-petentes de cada Estado participante.

Estos enviados están sujetos a mandato imperativo, es decir, a instrucciones reci-bidas de sus Gobiernos, quienes pueden destituirlos de su investidura. De este modo, el órgano central viene a ser –y así lo de-finía la Confederación Germánica– un Congreso Permanente de Embajadores. Las competencias del Congreso o Dieta son las necesarias para el desarrollo de los fines confederales, pero rigurosamente enumeradas, pudiendo ser modificadas tan sólo por vía de tratado y requirien-do, por consiguiente, la unanimidad. Del mismo modo, las decisiones confederales han de ser tomadas por unanimidad o, al menos, por el asentimiento de dos tercios o tres cuartos de los miembros. No hay normalmente atribución de funciones a determinados órganos, sino que todas pertenecen a la Dieta. Las decisiones de la Confederación no obligan directamente a los individuos sino a los Estados, de manera que para convertirse en derecho válido para los ciudadanos es indispensable su transformación en normas jurídicas par-ticulares de cada Estado miembro.

La Confederación no forma un Esta-do nuevo distinto de los miembros que la componen.

Esto explica que la Confederación sea esencialmente transitoria, desapareciendo una vez alcanzado el objetivo que confe-deró a los Estados; o cuando se deciden a integrarse en una forma más coherente y estable, en un verdadero Estado como es el Estado federal.

Históricamente la Confederación ha mar-cado una etapa en la formación del Estado federal, constituyendo su antesala.

Hoy esta forma de asociación no tiene sino un mero valor histórico. Podemos citar, por vía de ejemplos, las siguientes confe-deraciones:

La Confederación del Rhin. Formada en 1806 con los restos del Sacro Imperio Romano Germánico, que había fundado Otón el Grande en el año 962 y que des-truyó Napoleón en 1805, dejó de existir en 1813.

La Confederación Germánica. Estable-cida por el Congreso de Viena en 1815 y que integraron 39 Estados independientes. La autoridad central radicaba en la Die-ta o Asamblea Diplomática que se reunía en Francfort. Terminó en 1866 después de la guerra de los Estados confederados: Prusia y Austria, siendo reemplazada por la Confederación de Alemania del Norte, para dar nacimiento, en 1871, al Estado federal alemán.

La Confederación Helvética, constituida por 13 cantones. En 1513 fue reconocida como independiente por el Tratado de Westfalia (1648). Bajo la presión del Direc-torio francés en 1798, se intentó transformar esta Confederación bajo la forma unitaria. Finalmente se transforma en Estado federal después de las revisiones constitucionales de 1848 y 1874.

La Confederación de los Estados de Nor-teamérica, que condujo con éxito la guerra de la independencia, y que se transformó en Estado federal con la promulgación de la Carta de Filadelfia en 1787.

La Confederación Perú-Boliviana, orga-nizada en 1836 por Andrés de Santa Cruz, con miras a reconstruir el antiguo Virrei-nato del Perú. Terminó con el triunfo de las armas chilenas en 1839.

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Manual de Derecho Político

22.2. El Estado federal y la Confederación

Entre el Estado federal y la Confedera-ción hay diferencias notorias que pueden sintetizarse así:

– La Confederación se basa en un tra-tado internacional, mientras que el Estado federal se funda en una Constitución, en el sentido jurídico-político de la palabra. De aquí puede concluirse que la Confederación es una entidad jurídica internacional, en tanto que el Estado federal constituye una entidad jurídico-política.

– En la Confederación, cada Estado, como consecuencia de permanecer independiente, forma parte de la comunidad internacional, mientras que el Estado federal forma un solo Estado, y sólo la Federación es sujeto de derecho internacional.

– Esta misma circunstancia determina que la Confederación carezca de imperio sobre sus miembros, puesto que, como se ha visto, los Estados que la integran conservan en plenitud su soberanía. No acontece así en la Federación, en la cual, por el hecho de formarse un solo Estado, es la Federa-ción la soberana, quedando, por lo tanto, los Estados que la integran sometidos a su potestad. Por esto, las decisiones de la Fe-deración obligan a todos los ciudadanos, mientras que las de la Confederación, para ser obligatorias, deben ser ratificadas por los órganos competentes de los Estados que forman la Confederación.

– Por último, los Estados miembros de una Confederación tienen el derecho de anular las decisiones de la Confederación en caso de disconformidad, y el derecho de secesión. Ambos derechos no existen respecto de los miembros de un Estado federal (García-Pelayo).

23. EL ESTADO Y LA COMUNIDAD INTERNACIONAL

El Estado es la forma política que inició su desarrollo durante el Renacimiento, con motivo de las grandes unificaciones nacio-nales, principalmente de Francia, España e Inglaterra, y es la forma política que, desde

entonces, agrupa al hombre contemporá-neo. El Estado es hoy la “sociedad perfecta” a la que se refería Aristóteles, por cuanto da satisfacción a todas las necesidades del hombre.

Sin embargo, los Estados no han perma-necido aislados unos de otros. Sino que se han relacionado permanentemente a través de interacciones pacíficas –y también vio-lentas, como la guerra– concretándose éstas en convenciones y tratados. La comunidad internacional se presenta como un hecho natural e indiscutible. “Desde fines del siglo XVIII los tratados internacionales y, sobre todo, ciertas convenciones que han creado alianzas o uniones administrativas para sa-tisfacer intereses comunes de los Estados, han ido diseñando uniones de Estados en sentido lato, de tal modo que puede decirse –como lo ha hecho Jellinek– que “todos los Estados, unidos por la comunidad del Derecho Internacional, forman una gran comunidad de intercambio”.26

Durante el presente siglo, como conse-cuencia del enorme desarrollo tecnológico de los medios de comunicación de masas, los Estados se han acercado aún más estable-ciendo múltiples relaciones internacionales, de modo tal que se ha ido produciendo una interdependencia recíproca en el logro del bien público de cada Estado. Proble-mas derivados de las comunicaciones, de la contaminación, energéticos sólo pueden tener solución dentro de un marco de co-operación entre los países.

Hoy el Estado aislado difícilmente se basta a sí mismo, ya que en forma inevitable está inmerso en un orden internacional donde no sólo existen otros Estados sino otros sujetos de Derecho Internacional, como son las or-ganizaciones internacionales. La comunidad internacional se ha organizado.

23.1. Las organizaciones internacionales

Hasta la guerra que comenzó en 1914 la comunidad internacional existía sin orga-

26 Véase M. JUSTO LÓPEZ, ob. cit., pp. 362 y ss.

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Sección Quinta: Formas de Estado

nización: “la comunidad internacional no se había corporizado en una organización internacional. Lo que había habido –y ése fue tema de la Teoría General del Estado y del Derecho Internacional Público fueron “Uniones de Estados”. Pero estas últimas tu-vieron siempre carácter parcial, es decir, sólo establecieron vínculos jurídico-políticos entre algunos Estados, por lo común muy pocos.

La comunidad internacional comenzó efectivamente a institucionalizarse con los tratados de paz concertados entre los años 1919 y 1920, entre los Estados que habían resultado vencedores y vencidos en la Pri-mera Guerra Mundial. Entre éstos destacó el Pacto por el que se constituyó la Sociedad de las Naciones. Nacen así las denominadas colectividades interestatales, que deben ser distinguidas de las colectividades estatales de estructura compleja (Uniones de Estados en sentido estricto. Confederación, Esta-do federal, formaciones sui géneris v. gr.: Commonwealth).

La Sociedad de las Naciones fue la prime-ra colectividad interestatal que, con el obje-tivo de mantener la paz, procuró asociar a los distintos Estados nacionales. Fueron sus miembros originarios las potencias aliadas y asociadas –vencedores– y Alemania, Austria, Hungría y Bulgaria –vencidos– y algunos Esta-dos neutrales. Sus órganos principales fueron la Asamblea y el Consejo. Este primer ensayo de colectividad interestatal a nivel mundial no dio resultado. Desde el principio, debido especialmente a la falta de ratificación de los Tratados por parte de Estados Unidos de América, demostró su inoperancia y, por fin, no pudo evitar la Segunda Guerra Mundial, hecho este que selló su suerte.

Tras el fracaso de la Sociedad de las Na-ciones y la derrota de las Potencias del Eje (Alemania, Italia, Japón y sus aliados), en la Segunda Guerra Mundial, surgió una nueva colectividad interestatal, con el carácter de organización gubernamental mundial, que se denominó Naciones Unidas y cuya Carta de creación fue Suscrita en San Fran-cisco el 26 de junio de 1945.27 Consta de

27 LÓPEZ, ob. cit., tomo I, p. 364.

seis órganos principales: 1) el Consejo de Seguridad compuesto por miembros per-manentes (Reino Unido, Francia, Estados Unidos, China y Rusia) y temporales, su funcionamiento es continuo y sus miembros tienen el derecho de veto; 2) la Asamblea General, constituida por todos sus miem-bros en igualdad de condiciones, se reúne periódicamente; 3) la Secretaría que actúa como órgano permanente y de servicio; 4) el Consejo Económico y Social; 5) el Consejo de Administración Fiduciaria; y la Corte Internacional de Justicia.

Algunos organismos especializados de las Naciones Unidas son el Fondo Monetario Internacional (FMI), la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la Orga-nización Internacional del Trabajo (OIT), la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), la Organización Internacional de la Propie-dad Intelectual (OMPI), entre otras.

A nivel regional, existen organizaciones regionales políticas como la Organización de Estados Americanos (OEA) creada en 1948 por la Carta de Bogotá; la Liga Ára-be creada en 1945; la Unión de la Europa Occidental (UEO) constituida en 1949; la Organización de la Unidad Africana (OUA) creada en 1963 y que en 2002 pasó a deno-minarse Unión Africana (UA).

Asimismo, existen organizaciones regio-nales de defensa mutua y seguridad colectiva como, por ejemplo, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) estable-cida en 1949, integrada por Estados Unidos, Canadá, numerosos Estados europeos y, a contar de 2004, por varios Estados de Europa del Este que antes formaban parte del Pacto de Varsovia; la Organización del Tratado del Sudeste Asiático (SEATO) constituida en 1954, entre otras.

La Comunidad Económica Europea de 1957, creada por el Tratado de Roma, es un caso especial de organización internacio-nal regional de integración, con facultades supranacionales, y que ha derivado en lo que hoy se conoce como la Unión Europea. (Ver Texto Complementario, atinente a párrafo 23.1 de p. 109.)

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Manual de Derecho Político

También cumplen una importante ac-tividad internacional algunas instituciones que, sin ser organizaciones internacionales distintas de las Naciones Unidas, han sido creadas por ella para el cumplimiento de objetivos determinados. Tal es el caso, por ejemplo, de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR); de la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD); del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), y del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

23.2. La soberanía y el orden internacional

Hemos señalado en el párrafo pertinente a la soberanía como característica del poder estatal, que está presente un elemento distin-tivo cual es su “calidad de independencia”, en cuanto no hay otro grupo humano, fuera del Estado, al que se le deba obediencia. Este aspecto que se proyecta hacia el exterior es llamado “soberanía externa”.

Los Estados si bien son soberanos en lo interno, en la medida que se autode-terminan sin sujeción a otro poder en lo externo, la soberanía se manifiesta como

“independencia”, es decir, como el dere-cho a determinar su política de acción sin admitir la intervención de otros Estados. Lo que no significa, como señala Bidart Campos,28 que el Estado pueda hacer in-ternacionalmente (o hacia afuera) lo que se le antoje, sino sólo que internamente repele todo otro poder ajeno. Internacio-nalmente se debe decir que el Estado es independiente, porque no está sujeto a otro u otros estados, y porque, además, frente a la organización internacional sólo admite la jurisdicción internacional (concurrente con la suya interna, y a veces exclusiva) cuando la cuestión interesa al bien común internacional y cae en la órbita del derecho internacional público.

Esto nos demuestra que la independen-cia no juega como un principio absoluto ni ilimitado. Ser independiente no es igual a carecer de limitaciones provenientes del bien común internacional y del derecho internacional. Tales limitaciones existen y han de ser respetadas. (Ver Texto Com-plementario, atinente a párrafo 23.2 de p. 109.)

28 Lecciones Elementales de Política. 4ª Ed., EDIAR, Argentina, 1984, p. 309.

TEXTOS COMPLEMENTARIOS

Texto atinente a párrafo 20.1.:

El Estado federal. Antecedentes.

LESLIE LIPSONLos grandes problemas de la política

Editorial Limusa, México, 1964, pp. 330-333

FEDERALISMO NORTEAMERICANO, EL COMIENZO DE UNA INVENCIÓN

Mucho más descentralizado, sin embargo, así en forma como de hecho, es el gobierno de los Estados Unidos. A este respecto, como cuando atendieron a Montesquieu y separaron

las tres ramas, los forjadores de la Constitución manifestaron su preferencia por la dispersión de poderes. Su realización fue la nueva e ingeniosa de una unión federal, que indudablemente ha sido la contribución más característica, duradera e influyente de los Estados Unidos al arte de gobernar. ¿En qué consistió esta novedad? Antes de 1776, las trece colonias estaban por separado, una por una, ligadas a Inglaterra. No estaban conectadas entre sí de ninguna manera. Pero declarar la independencia, librar y ganar una guerra y construir una nueva nación requirió la unión. El primer marco destinado a este fin y propuesto a los estados por el Congreso Con-tinental fue experimental, y su construcción

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Sección Quinta: Formas de Estado

imperfecta. Bajo la égida de los Artículos de la Confederación se organizó un gobierno para los Estados Unidos. Sin embargo, cuando se enfrentó a los urgentes problemas del desarrollo de la postguerra, rápidamente se puso de manifiesto su carencia de poder. El Congreso se parecía menos a una legislatura que a una conferencia de embajadores, que actuaban conforme a las instrucciones de los gobiernos que representa-ban. Sus decisiones más importantes requerían una mayoría de por lo menos nueve estadios; y los Artículos mismos no podían enmendarse sin unanimidad. La autoridad central era débil en su brazo ejecutivo y carecía totalmente de una rama judicial. Para los ingresos y las tropas dependía de lo que los estados quisieran aportar de sus propios recursos.

Sólo unos cuantos años de experiencia con tal sistema se necesitaron para demostrar sus insuficiencias. El Congreso carecía de la autori-dad para soldar a los estados y hacerlos formar una unidad, para mitigar sus rivalidades co-merciales, para establecer una moneda sólida, para combatir las causas de los trastornos inte-riores y para fomentar y proteger los intereses norteamericanos en el exterior. Por tanto, los delegados a la convención de Filadelfia de 1787 fueron enviados por los estados con el objeto de preparar una revisión de la Confederación. Afortunadamente, se sobrepasaron respecto de sus instrucciones y redactaron la Constitución de una Unión federal. Según lo entendía Ha-milton, los Artículos no han logrado satisfacer la necesidad de los Estados Unidos porque las partes predominaban sobre el todo. La principal debilidad que él diagnosticó fue la dependencia en que estaba el gobierno del centro respecto de los gobiernos de los estados, que actuaban como intermediarios entre él y los individuos ciudadanos.29 Fue precisamente este defecto el que corrigió la Constitución, con lo cual inaugu-ró una unión más perfecta. El nuevo gobierno central fue dotado de un Congreso cuyos poderes eran genuinamente legislativos; un ejecutivo, con medios adecuados para hacer cumplir las leyes, y un poder judicial con autoridad para preservar un equilibrio entre el todo y las partes y sostener la supremacía de la Constitución. Los poderes federales comprenden el de fijar impuestos. Sobre todo, el gobierno federal deriva su apoyo y su mandato directamente del pueblo, formado por votantes, y les lleva directamente sus servicios a ellos, como individuos.

29 The Federalist, núm. XV.

Cuando Jorge Washington fue nombrado Presidente de los Estados Unidos, algo más co-menzó junto con él: el principio de un nuevo y más fuerte tipo de unión federal, que no tenía semejante en la historia anterior del mundo y no lo conocía la generación que fue testigo de su nacimiento. Las ligas no eran una novedad ni tampoco las confederaciones. Pero todas ellas, y los Artículos de la Confederación, se asemejaban por el rasgo esencial de que el poder real estaba en las partes, y en que las instituciones del centro constituían un aparato más para la cooperación que para el gobierno. El rasgo que distinguía a una unión federal de las ligas, las confederaciones y los estados uni-tarios era el de que en la unión todo el mundo estaba sujeto a tres niveles de gobierno y era servido por ellos. Esto es así porque todo trozo de tierra de los Estados Unidos continentales queda comprendido bajo tres jurisdicciones, la federal, la estatal y la local.30 Lo que ade-más distingue a una unión federal de las ligas y confederaciones es que en las primeras el derecho y los procedimientos de la Constitución hacen imposible que el gobierno federal anule a los estados miembros o que éstos eliminen al gobierno federal. La razón de esto es que los gobiernos, en los más altos niveles, se derivan directamente del pueblo, y que la Constitución no sólo crea una autoridad nacional, sino que garantiza a los estados su posición permanente dentro de la unión federal. Así, el juez Chase, en una opinión31 expresada después de la guerra civil, describió al sistema norteamericano como “una unión indestructible, compuesta de estados indestructibles”. Con la primera parte de esta frase quería decir que los estados no podían romper la unión o la autoridad federal que la encarna; con la segunda, que el gobierno federal no puede destruir a los estados y sustituirlos por un estado unitario.

Variaciones sobre el tema federal. Una vez que el ejemplo de los Estados Unidos hubo demostrado que una unión federal podía funcionar con éxito, se estableció un precedente que podrían imitar otros países que se encontraban en situación semejante. Así, en 1847, la Confederación Suiza

30 Una excepción es el Distrito de Columbia, que se encuentra exclusivamente bajo la jurisdicción federal. A sus residentes se les niega el derecho a votar en las elecciones federales y no controlan el gobierno de la ciudad de Washington, del que se encarga directamente el Congreso.

31 Texas v. White, 7 Wallas 725 (1868).

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se vio gravemente trastornada por el intento de secesión de siete cantones católicos. La mayoría protestante aplastó a los secesionistas (el Son-derbund) en una guerra civil de corta duración. Al año siguiente, los vencedores redactaron de nuevo su Constitución y crearon una unión federal inspirada de cerca en la de los Estados Unidos. Por vez primera32 desde 1291, cuando la Confederación se formó en virtud de un pacto de defensa mutua entre los cantones de Uri, Schwyz y Unterwalden, los suizos organizaron un auténtico gobierno central, que tiene ahora más de un siglo de duración.

Es interesante ponerse a pensar en si los suizos habrían copiado tan fielmente el mo-delo norteamericano si la guerra civil hubiese estallado ya en los Estados Unidos. Pero una indicación plausible nos la proporciona lo que ocurrió en Canadá a mediados de la década de 1860. Una unión federal canadiense se forjó por la suma de tres poderosas razones. La depresión económica había afectado a las regiones marítimas de Nueva Escocia, Nueva Brunswick y la isla del Príncipe Eduardo, que buscaron su recuperación dentro de un marco político más amplio. Se había comprobado que era imposible formar un gobierno unitario entre los franceses y los ingleses habitantes de las provincias de Quebec y de Ontario. Las relaciones muy frías con los Estados Unidos33 y una determinación de conservar el Oeste para Canadá dieron fuerza al argumento en favor de una autoridad nacional. La unión federal parecía ser la solución obvia, puesto que permitiría la incorporación de la costa del Atlántico con la región del alto San Lorenzo y la separación de Quebec y Ontario, así como la inclusión de los territorios occidentales, cuando estuvieron adecuadamente poblados. Pero la reciente experiencia de la casi disolución de la Unión norteamericana en la guerra civil llevó a los estadistas ingleses y canadienses a la conclusión de que el gobierno central de Canadá debía poseer más poderes que los que le pertenecían al de los Estados Unidos.

32 Una excepción parcial es el estado unitario que Napoleón les impuso a los suizos poco después de que los conquistó. Esto se aceptó, sin embargo, solamente por la presión externa y resultó ser tan impracticable que el propio Napoleón ayudó a los suizos a restaurar su confederación.

33 Esto se debió a que el gobierno inglés no vio con buenos ojos al norte durante la guerra civil y a las intimidaciones de posible expansión de los Estados Unidos por el norte y el noroeste.

Así, mientras que el gobierno federal de los Estados Unidos estaba organizado conforme al principio de que sus poderes estaban dele-gados en él por la Constitución, en tanto que el residuo era conservado por los estados, los canadienses invirtieron la distribución, al de-legar los poderes a las provincias y conservar el resto para el Dominio. En Canadá, además, el gobierno nacional (en efecto, el gabine-te) posee la facultad de vetar la legislación promulgada por una provincia, arma decisiva destinada claramente a robustecer la suprema-cía nacional. Con o sin este último poder, sin embargo, el caso canadiense demostró otro importante descubrimiento, a saber, que era posible fusionar las estructuras instituciona-les norteamericana e inglesa, combinando la unión federal con el sistema de gabinete. La concentración de los poderes o integración, en el central, junto con la dispersión de los poderes o descentralización, en el campo de las relaciones dominio-provinciales, es la so-lución conciliatoria canadiense. Proporciona una solución a este problema, que ha sido factible llevar a la practica también en otras partes, en el Pacífico del Sur lo mismo que en la América del Norte. Así, cuando los estados australianos se federaron para formar su actual Commonwealth en 1900, se imitó el mismo modelo, en el sentido de que las relaciones federal-estatales se inspiraron en las de los Estados Unidos, en tanto que la preferencia inglesa, por una fusión de los poderes legislativo y ejecutivo, se conservó en el gabinete.

La importancia del federalismo como una auténtica invención en materia de estructura gubernamental se manifiesta de manera por demás convincente por la imitación consciente y adopción del mismo en otros lugares. Desde 1945, especialmente, el mundo ha sido testigo de la independencia de antiguas colonias que se han lanzado por el camino del autogobierno, unas tras otras. Varias de éstas han elegido de-liberadamente el tipo federal de constitución, por considerarlo el más adecuado a sus necesi-dades. Ejemplos de ello son la India y Nigeria. De manera semejante, cuando pequeñas zonas, anteriormente dispersas y separadas, tratan de juntarse en una unión más amplia, sin perder su identidad original, el federalismo es el instru-mento perfecto pan alcanzar tal resultado. Viene al caso el ejemplo de la nueva federación de las Antillas inglesas. Así también es de esperarse que otro ejemplo semejante habrá de producirse en la costa occidental de África, acontecimiento ya

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Sección Quinta: Formas de Estado

presagiado en la unión declarada de Ghana con Guinea y la invitación que han hecho a otros para que se sumen.

Texto atinente a párrafo 20.5.:

Tipos de Estados federales y tendencias a la

centralización

ALCIBÍADES ROLDÁNElementos de Derecho Constitucional de Chile

1913, páginas 90-94

AUGE DE LAS DOCTRINAS FEDERALES

Mientras que Freire dirigía la segunda cam-pana de Chiloé, un consejo directorial que había quedado encargado de las funciones ejecuti-vas, bajo la presidencia de José Miguel Infante, impulsó el gobierno del país en ese sentido. Fue dividido, para el efecto, el territorio de la república en ocho provincias, a cada una de las cuales se reconoció el derecho de elegir una asamblea encargada de atender sus intereses particulares. Autorizose también a aquéllas para que nombraran sus gobernadores por elección popular. A fin de establecer de un modo definitivo el nuevo sistema, un congreso aprobó, en 1826, una ley según la cual Chile se constituiría bajo el régimen federal. Acordose, al mismo tiempo, preparar una Constitución que se conformaría con las bases de este régimen y, dentro de tales ideas, se presentaron varios proyectos.

Surgieron entonces dos grandes corrientes políticas. Una de estas corrientes perseguía la implantación de los principios federales, ins-pirándose en el ejemplo de Estados Unidos, ejemplo que había sido seguido por México, Colombia y las Provincias del Río de la Plata. Sus partidarios creían que la autonomía de las provincias, o sea, el derecho de éstas para orga-nizarse y gobernarse a sí mismas, sin perjuicio de mantenerse unidas para los intereses comunes de la nación, constituía el complemento necesario de la obra realizada por nuestra emancipación política. El federalismo desarrollaría las fuerzas vivas de cada una de ellas, a la vez que asentaría las libertades públicas, sofocadas en el gobierno unitario por el poder central. Pensaban, ade-más, que la federación era el medio de poner fin a la hegemonía que ejercía la capital sobre el resto de la república, y que ponía en manos de aquélla la casi totalidad de las entradas de la nación, dejando en un abandono completo a las provincias.

La otra corriente era de los unitarios o partida-rios de mantener un solo gobierno que ejercitara la plenitud de la soberanía. Sostenían estos últi-mos que el federalismo no podía ser establecido de un modo artificial, sino que es el producto de determinados antecedentes históricos, según había ocurrido en Estados Unidos, y que si se procede en otra forma, sobreviene la anarquía, como lo demostraba el espectáculo ofrecido por las demás repúblicas latinoamericanas que lo habían adoptado. Ni por la reducida extensión de su territorio ni por la configuración de éste ni por la homogeneidad de raza, de tradicio-nes, de costumbres, Chile estaría llamado a im-plantar con éxito aquel sistema. Manifestaban, por fin, que algunas de las provincias creadas recientemente iban a carecer de recursos, de modo que les faltarían los elementos necesa-rios para conservar su autonomía, y que, por otra parte, a causa de la escasa preparación política del pueblo, no todas dispondrían del número suficiente de personas aptas para una administración independiente.

Acaso, más que por el influjo de doctrinas que, en general, no eran bien comprendidas, por un sentimiento de oposición a la capital, las provincias acogieron con júbilo el federalismo y procedieron a gobernarse a sí mismas. Cons-tituyeron, al efecto, sus asambleas y se prepa-raron para nombrar sus gobernadores y hasta sus curas, en conformidad a las leyes dictadas por el Congreso.

El ejercicio de facultades a que los pueblos no estaban acostumbrados, produjo una intensa agitación política en todos ellos y trajo muy pronto un desgobierno completo.

El general Freire, que había regresado vic-torioso de su expedición a Chiloé, provincia que desde entonces quedó incorporada a la república, encontrándose en presencia de di-ficultades que imaginó insuperables para él, abandonó el mando supremo. Fue elegido en su reemplazo por el Congreso el Vicealmirante Blanco Encalada, con el título, ya no de Director, sino de Presidente de la República. El mismo Congreso eligió un Vicepresidente, recayendo este cargo en Eyzaguirre (Agustín).

El presidente Blanco renunció al poder al cabo de pocos meses, porque no participaba de las ideas políticas de la mayoría de esa asamblea, y se veía, por otra parte, sin los medios necesarios para gobernar. Pasó a desempeñar la primera magistratura el vicepresidente Eyzaguirre.

La vicepresidencia de este último no trajo ningún alivio a la situación. Las perturbaciones

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Manual de Derecho Político

que ocasionaron en el país las trascendentales reformas antes mencionadas, fueron agravadas considerablemente por los atentados cometidos en el sur de la república contra la vida y las pro-piedades de los ciudadanos, por las partidas de montoneros que pretendían seguir defendiendo la causa del rey.

La debilidad del gobierno estimuló un movimiento militar que felizmente pudo ser dominado. Sofocado este motín, el Congreso creyó necesario poner de nuevo el poder en manos del general Freire, para lo cual lo eli-gió Presidente, nombrando Vicepresidente al general Pinto.

Las contrariedades que experimentó Freire en el gobierno, particularmente a causa de los embarazos que le creaba el Congreso; la anarquía que continuaba desarrollándose por obra del ensayo de federalismo que se llevaba a cabo, y los apuros del erario, que eran mayores cada día, indujeron a este general a renunciar por segunda vez el mando supremo. Entró a ejercer el poder el Vicepresidente Pinto.

El nuevo jefe de Estado no participaba de las ideas federales; era un político de opiniones moderadas y de temperamento conciliador.

Por entonces había empezado a modificarse la opinión del país en lo relativo al importantí-simo problema que lo traía preocupado. Esta modificación era sin duda efecto del espectáculo verdaderamente desconsolador que ofrecía la república. El Congreso, que funcionaba, a la sazón, no pudo menos que sentir la influencia de este cambio de ideas y rechazó el pensa-miento de aprobar una Constitución redactada sobre la base del federalismo. No queriendo, sin embargo, adoptar una resolución definitiva, acordó dirigirse a los pueblos, para que, por medio de sus asambleas, decidieran si optaban por la forma federal o por la unitaria.

En 1828 quedó elegido un nuevo Congre-so, que tenía el carácter de constituyente. Este Congreso, que inició sus sesiones en febrero del año señalado, aprobó una indicación, confor-me a la cual el proyecto de Constitución debía redactarse sobre la base popular, representati-va, republicana, “dando a los pueblos aquellas libertades que demandaba su felicidad y sean compatibles con su actual situación, sin esperar el voto de las asambleas que no lo hubieran emitido”.

Como se ve, la indicación adolecía de vague-dad, pues era cuestión de apreciación discernir cuáles libertades demandaba la felicidad de los pueblos. Dentro de semejante base podían caber

tanto la forma unitaria como la federal. Pero los antecedentes de la discusión, así como el voto de aquellas asambleas que lo habían emitido, demostraban claramente que quedaba eliminada la idea de que debía organizarse el Estado bajo esta última forma, por lo cual, los federales estimaron haber sufrido un serio fracaso.

Según se deja comprender por los documen-tos de la época, la opinión dominante era que el país debía volver al sistema unitario; pero que convenía arbitrar, al mismo tiempo, una forma unitaria que dejase a los pueblos cierto número de atribuciones calculadas para que pudieran velar por sus intereses propios e intervenir en el nom-bramiento de sus funcionarios particulares.

Texto atinente a párrafo 23.1.:

Las organizaciones internacionales

EDMUNDO VARGAS CARREÑOTratado de Derecho Internacional

Editorial Jurídica de Chile, 1ª edición 2007, páginas 309 y 310

LAS ORGANIZACIONES EUROPEAS DE INTEGRACIÓN: LA UNIÓN EUROPEA

El proceso de integración europea comien-za con la creación de la Comunidad Europea del Carbón y Acero (CECA) en 1951, conocida también como el Plan Schuman, por el estadista francés que la impulsó, y de la que formaron parte Francia, Italia, la República Federal de Alemania y los tres Estados del Benelux –Bél-gica, los Países Bajos y Luxemburgo–, que con anterioridad formaban una organización con ese nombre. Esos seis Estados por medio del Tratado de Roma de 1957 establecieron la Comunidad Económica Europea (CEE) y la Comunidad Eu-ropea de Energía Atómica (EURATOM).

Paralelamente a esta Europa de los seis, que llegó a establecer un mercado común entre sus miembros, se sumó la Europa de los Siete –Austria, Dinamarca, Noruega, Portugal, Reino Unido, Suecia y Suiza–, la que mediante el Tratado de Estocolmo de 1960 formó la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA) con el objeto de eliminar entre sí los aranceles aduaneros. Sin embargo, Noruega nunca llegó a ratificar ese tratado y Dinamarca y el Reino Unido en 1973 optaron por ingresar a la CEE, originando un proceso de absorción de la EFTA por parte de la CEE.

En años posteriores Irlanda, Grecia, España, Portugal, Austria, Finlandia y Suecia ingresaran a

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Sección Quinta: Formas de Estado

la CEE estableciéndose así la Europa de los quin-ce, que pasó a ser la experiencia integracionista más avanzada hasta aquel entonces.

En 1993, como resultado del tratado de Maas-tricht suscrito el año anterior, la CEE se transforma en la Unión Europea (UE), ampliándose sus po-deres hasta el punto de llegar a tener una política exterior y defensa común e impulsar una activa cooperación en materia de justicia. A partir de 1999 la mayoría de los países europeos adoptan una moneda común, el euro.

A través de sus órganos principales –el Par-lamento Europeo, el Consejo, la Comisión, el Tribunal de Justicia y el Tribunal de Cuentas–, la Unión Europea ejerce funciones políticas y económicas, algunas de las cuales anteriormente habían sido más propias de un Estado que de una organización internacional.34

La UE es actualmente uno de los actores más importantes de las relaciones internacionales. En mayo de 2004 la UE es la Europa de los Veinticinco, al haber ingresado a ella en esta oportunidad Chipre, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Hungría, Letonia, Lituania, Malta, República Checa y Polonia. En 2007 se incorporan a ella Bulgaria y Rumania con lo cual es ahora la Europa de los Veintisiete. Se está considerando actualmente la incorporación de otros Estados, como Turquía y los que formaban parte de Yugoslavia.

Los veinticinco Estados de la Unión Europea adoptaron en Roma el 29 de octubre de 2004 una Constitución, la que entrará en vigor una vez que sea ratificada por todos esos Estados, para lo cual se contempló que durante el curso de 2005 y los primeros diez meses de 2006 la Cons-titución Europea sería sometida a referéndum o aprobación parlamentaria en cada uno de sus Estados miembros. Aunque en buena parte de los Estados se aprobó la Constitución, el hecho de que en los referéndums efectuados en 2005 en Francia y en Holanda esta fuese rechazada significó un serio tropiezo que obligó a la pos-tergación de este asunto. Sin embargo, en el

34 Sin embargo, no siempre en asuntos funda-mentales de política exterior ha habido una coinci-dencia, como quedó en evidencia cuando se utilizó la fuerza armada en Irak en 2003 sin la autorización del Consejo de Seguridad, habiéndose producido una división entre los cuatro Estados europeos que entonces formaban parte del Consejo de Seguridad. Mientras el Reino Unido y España (que más tarde, con nuevo gobierno cambió de posición ) se unieron a Estados Unidos enviando tropas a Irak, Alemania y Francia se opusieron a esa acción militar no auto-rizada por el Consejo de Seguridad.

curso de 2007 se reiniciaron las negociaciones para solucionar esa crisis, habiéndose acordado que, en vez de una Constitución, se adoptaría un nuevo tratado que enmendaría a los dos tratados constitutivos –el de Roma de 1957 y el de Maastricht de 1992, con sus modificaciones posteriores-, en el cual se dotaría a la Unión Europea “de fundamentos comunes renova-dos”. Este nuevo tratado debería adoptarse en 2009, aunque en lo que concierne al sistema de rotación convenido (55% de los Estados Uni-dos que sumen al menos 65% de la población para ciertas materias calificadas), tal sistema entraría en vigor solo en 2014, con posibilidad de que pueda prorrogarse a 2017.

Texto atinente a párrafo 23.2.:

La soberanía y el orden internacional

MARIO RAMÍREZ NECOCHEALa soberanía en el mundo actual

páginas 23 y ss.

LA SOBERANÍA EXTERNA

En el plano externo la soberanía, como poder absoluto e ilimitado, no corresponde tampoco a la realidad.

Desde luego, es incompatible con la coexis-tencia de los distintos Estados y es contraria al Derecho Internacional, por cuanto este se preocupa, precisamente, de fijar los límites del poder de cada uno de ellos.

Hans Kelsen expresa así esta idea:“Cada Estado puede reclamar como su territorio

solo una parte del espacio, y como su pueblo, solo una parte de la Humanidad... Un examen más cuidadoso mostraría que la existencia del Estado en el tiempo y las materias que han de ser regla-das por su derecho, están también determinadas por un orden normativo... Esta delimitación es la función específica del Derecho Internacional. En efecto, por el Derecho Internacional se deter-minan las esferas de validez territorial y personal, así como la temporal y la material, de los órdenes jurídicos nacionales. Las normas que rigen estas materias son esencial y necesariamente normas de Derecho Internacional”.35

La soberanía exterior del Estado no significa entonces que este sea omnipotente, ni que pueda actuar a su arbitrio en el plano internacional.

35 HANS KELSEN, Principios de Derecho Internacional. El Ateneo, Buenos Aires, 1965, págs. 178-179.

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Manual de Derecho Político

Solo significa que por el hecho de serlo, posee ciertos atributos esenciales como son la independencia, la igualdad soberana y la invio-labilidad territorial.

Estos atributos están plenamente reconocidos en la Carta de las Naciones Unidas, especialmente en sus arts. 1 Nº 2, y 2 Nº 4, que expresan:

“Art. 1.- Los propósitos de las Naciones Uni-das son:

…2.- Fomentar entre las naciones relaciones

de amistad basadas en el respeto al principio de la igualdad y al de la libre determinación de los pueblos, y tomar otras medidas adecuadas para fortalecer la paz universal.

Art. 2.- Para la realización de los propósitos consignados en el art. 1, la Organización y sus Miembros procederán de acuerdo con los si-guientes Principios:

…4.- Los miembros de la Organización, en

sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independen-cia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de las Naciones Unidas”.

La independencia se refiere a que el Estado no esté sometido a ninguna otra autoridad externa, sino solamente al Derecho Internacional.

De acuerdo con el enunciado clásico de An-zilotti, las limitaciones que derivan del derecho internacional común, o de los compromisos que contraiga, no afectan la independencia del Es-tado. Mientras estas limitaciones no produzcan el efecto de colocar al Estado bajo la autoridad legal de otro, continúa siendo independiente, aunque sus obligaciones sean muy amplias o importantes.36

La igualdad significa que los Estados go-zan del mismo estatus jurídico, aunque sean muy distintos en cuanto a su riqueza, poderío y desarrollo.

Pero el mismo estatus jurídico supondría la misma capacidad que tendrían todos los Estados para influir, de igual manera, en la política mun-dial, lo que realmente constituye una fantasía.

La soberanía territorial es la completa autori-dad que tiene el Estado sobre las personas y cosas que se encuentren dentro de sus fronteras.

El atributo de independencia que hemos visto, llevaría a la conclusión que el Estado se

36 SANTIAGO BENADAVA: Derecho Internacional Pú-blico. Editorial Jurídica. Conosur, Santiago, 1997, cita en pág. 94.

obliga solo por aquellas normas que ha aceptado como tales. De aquí deriva el principio clásico del consentimiento, que se considera como un axioma del sistema político internacional.

Este principio opera en los tratados interna-cionales; pero no se ve tan claro respecto de las diversas categorías del Derecho no Convencional que reconoce el Derecho Internacional moder-no, entre las cuales se encuentran el Derecho Constitucional del Sistema Internacional, el Derecho Básico, la Costumbre Internacional propiamente tal, el Jus Cogens y los Principios Generales del Derecho.

El Derecho Constitucional incluye “los con-ceptos de Estado y gobierno, territorio, pobla-ción; la igualdad de los Estados; la autonomía de los Estados y sus implicancias, notablemente el consentimiento del Estado para obligarse; la integridad e inviolabilidad territorial, y la impermeabilidad del Estado como entidad; el principio pacta sunt servanda; el concepto de nacionalidad.

Este Derecho Constitucional del sistema in-ternacional no fue determinado por ningún tratado; mucho de él antecede al concepto de tratado y a cualquier tratado conocido. Es anti-guo, no escrito, establecido, aceptado, aunque haya tenido miles de articulaciones escritas. El moderno sistema interestatal heredó estos principios al nacer. El Derecho Constitucional del sistema estaba allí simultáneamente con cualquier práctica, si no antes”. 37

De acuerdo con lo expuesto por Henkin, el Derecho Constitucional del sistema internacional no está basado ni en la costumbre ni en las con-venciones, sino que fue heredado por los Estados al momento de constituirse como tales.

El Derecho Básico emana de la Ciencia del derecho y contiene reglas que son también anteriores a los Estados. En esta categoría se encuentran los conceptos de persona, de pro-piedad, de contrato, de responsabilidad por los daños causados, de prescripción, etc.

La costumbre propiamente tal requiere de una práctica generalmente aceptada como De-recho. No es necesario que todos los Estados la hayan seguido; basta la aceptación general, especialmente de los Estados que tengan interés en el asunto de que se trate.

El jus cogens está constituido por las normas imperativas del Derecho Internacional.

De acuerdo con el art. 53 de la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados:

37 LOUIS HENKIN, ob. cit., págs. 31-32.

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Sección Quinta: Formas de Estado

“Es nulo todo tratado que, en el momento de su celebración, esté en oposición con una norma imperativa de derecho internacional general”.

Por su parte, el art. 64 de la Convención agrega:

“Si surge una nueva norma imperativa de Derecho Internacional general, todo tratado

existente que esté en oposición con esa norma, se convertirá en nulo y terminará”.

En consecuencia, el principio del consenti-miento, como expresión de la independencia de los Estados, tiene claras limitaciones en el Derecho Internacional moderno, lo que desvirtúa aún más el concepto absoluto de la soberanía exterior.

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30. ELABORACIÓN HISTÓRICA DEL CONCEPTO DE CONSTITUCIÓN

La palabra “constitución” proviene del verbo latino “constituere”, que significa or-denar, formar, integrar, configurar. De ella deriva la locución “constitutio”; arreglo, disposición, organización.

No debe extrañar, entonces, que en el lenguaje corriente el vocablo constitución se emplee para significar el modo de ser y de estar de las cosas en general. En tal sentido se habla de la constitución física de una persona (débil o robusta), de la constitución química de cierta combinación (simple o compleja), etc.

En las disciplinas políticas el vocablo alude a los caracteres de la unidad política (polis, imperium, estado); a su modo de ser y a las normas o reglas que le dan su fisonomía. En síntesis, se comprende por constitución del Estado el conjunto de normas y reglas –escritas o no escritas, codificadas o dispersas– que forman y rigen su oída política.

Es éste el alcance que Aristóteles atribuía a la locución politeía, cuando expresaba que es “el principio según el cual están ordena-das las autoridades públicas”.1

Ahora bien, “como no se concibe nin-guna unidad política, ningún Estado, sin alguna manera de organización en su ser y en su gobierno, se deduce fácilmente que toda unidad política tiene su constitución y que, bajo ese aspecto, todo Estado es constitucional”.2 Gomo dice Bidart, “toda formación política, por precaria que haya sido, ha tenido alguna estructura consti-

1 ARISTÓTELES, Política.2 IZAGA, ob. cit., tomo 2, p. 194.

tucional, y en su medida, alguna constitu-ción como norma básica y como realidad. El constitucionalismo es tan viejo como la humanidad, porque creemos que desde su origen, el hombre actualizó, necesaria-mente, su apetito de vida política; y todas esas organizaciones, aun rudimentarias, han tenido “su” constitución, su orden y su modo de ser.3

En el mismo sentido, anota Carró, “los grupos sociales no pueden vivir sin que sus miembros mantengan un mínimo de rela-ciones; pero desde el momento en que estas relaciones entre las personas que constituyen el grupo se repiten a través del tiempo y con la misma intensidad, estas relaciones dan lugar a la aparición de los órganos e instituciones que también mantienen vin-culaciones entre sí. Todo este entramado de relaciones viene a ser la constitución de ese grupo político. La constitución, pues, es la organización fundamental de las relaciones de poder del Estado.4

Este concepto amplio de constitución, al cual, como ya hemos dicho, los griegos denominaban con el vocablo “politeía”, pasó a Roma con la expresión “Rem publi-can constituere”, o sea, constitución de la “Respública”. En la Edad Media, el término constitución se reserva para el ámbito de la Iglesia: constituciones monacales, consti-tuciones pontificias. En terreno temporal, son otras las expresiones utilizadas: Cartas, Fueros, Leyes fundamentales.

Es evidente que en estas manifestaciones de la idea constitucional se encuentra el propósito de limitar y organizar un poder, en

3 BIDART, ob. cit., p. 599.4 CARRÓ, ob. cit., p. 161.

Sección Séptima

TEORÍA DE LA CONSTITUCIÓN

30. Elaboración histórica del concepto de Constitución.31. Principios del constitucionalismo clásico.

32. Evolución del constitucionalismo.33. Clasificación y tipología de las constituciones.

34. Casos críticos.

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Manual de Derecho Político

principio absoluto e ilimitado del monarca. Se considera a estas leyes fundamentales como el eje de una larga y secular evolución, durante la cual, lenta y gradualmente, iba cambiando el concepto que se tenía de la esencia y titularidad de la soberanía; iba transformándose el contenido y alcance de las mismas leyes fundamentales e iban igualmente variando los trámites y exigen-cias de su formación.

Partíase, a los comienzos, de la idea que la soberanía, aunque fraccionada entre grupos sociales y señores, radicaba, como en su supremo grado y en última instancia, en el Rey. Y fueron los grandes señores (eclesiásticos y seculares) y el Rey quienes, al impulso de las circunstancias y de conve-niencias propias, concedían a los pueblos y ciudades Cartas de fundación, Fueros y privilegios por los que se gobernaban; especies que, en términos modernos, lla-maríamos Cartas otorgadas. Y esas Cartas y Fueros iban adquiriendo cierta estabilidad jurídica e inviolabilidad, garantizados como estaban por el juramento del Príncipe que los concedía, y por la persuasión que se fortificaba en los pueblos mismos, consi-derándolos como propios.

Llegó el tiempo en que no sólo la noble-za y el clero, sino también el estado llano de pueblos y ciudades tomaba asiento en las Cortes y participaba –como el Rey– en la elaboración de las leyes o de todas o de algunas que se refiriesen a asuntos graves de la nación: nuevos impuestos, guerra, juramento de Príncipes, etc.

Con ello, Leyes, Fueros y Cartas for-maban un cuerpo legal de categoría es-pecial, cuerpo que se imponía al respeto de reyes, señores y ciudadanos y en cuya observancia se cifraban la estabilidad de la vida ciudadana y la paz del reino: eran las Leyes fundamentales.

Así nacía la dualidad del Rey y del Rei-no, ligados por una especie de contrato –cuyas condiciones constaban en las leyes fundamentales– que no podía modificarse sin mutuo consentimiento.

A fortalecer esta concepción política contribuía la ideología proveniente de la Edad Media y que iba prevaleciendo en la

mente y escritos de los sabios y se infiltraba en el ambiente social: la soberanía, prove-niente en último término de Dios, radica originariamente en la sociedad, que para su ejercicio puede transmitirla a determinados gobernantes condicionada con determina-das limitaciones que se traducían en una especie de contrato fundamental.

Así se modelaba y perfeccionaba la figura del contrato entre el Rey y el Reino, entre el Rey y los brazos sociales que, reunidos en Cortes, elaboraban las leyes a las que todos debían acatamiento.

No tardaron en aparecer las doctrinas jusnaturalistas, Hobbes, Locke y Rousseau, y al contrato entre el Rey y la sociedad, lo sustituyó el mero contrato social. El Rey se va esfumando, y es la sociedad misma la que entre sus miembros concibe y realiza el contrato. No es que se elimine totalmente al Rey. Pero el Rey es parte, un órgano en el engranaje político social, un funciona-rio, aunque de la más alta categoría. Pero el autor del régimen político, de las leyes fundamentales, de la Constitución, es la sociedad.

La revolución francesa vino a poner el sello a estos principios infundiéndoles, además, el espíritu enciclopedista y laico. Destruida la antigua contextura social y política con la abolición de los gremios, y suprimidos el clero y la nobleza como cuer-pos representativos de la nación, quedaba le tiers État, el Estado llano, como único representante de la sociedad.

Pocos años antes, y al otro lado del Atlán-tico, los nuevos Estados norteamericanos, al constituirse como naciones independientes y al redactar su Constitución, introducen, junto a la organización de los poderes, una tabla de Derechos Humanos como base de su gobierno.

Con esto están ya configurados todos los elementos para formular el concepto y tipo especial de Constitución, característico de la época constitucionalista que, comenzan-do a fines del siglo XVIII, aún perdura en nuestros días.5

5 IZAGA, ob. cit., tomo 2, pp. 196-197.

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Sección Séptima: Teoría de la Constitución

31. PRINCIPIOS DEL CONSTITUCIONALISMO CLÁSICO

El concepto de constitución que va a emerger en la época moderna representa, en cierta forma, una síntesis de la evolución reseñada y da origen al movimiento que se conoce como Constitucionalismo Clási-co. Se trata de un concepto cualificado de constitución, ya que esta calificación no se otorga a cualquier complejo normativo del poder político, sino que sólo a aquel que se configura de acuerdo a ciertas pautas más o menos rígidas.

¿Cuáles son estos principios fundamen-tales que postula el constitucionalismo clá-sico? En forma sucinta se pueden enunciar los siguientes:

1) Supremacía de la Constitución; 2) Derechos fundamentales y sus garantías; 3) Separación de funciones, y 4) Titularidad del poder constituyente en el pueblo o en la nación.

31.1. Supremacía de la Constitución y su tutela

Esto significa que en el orden jurídico establecido por la Constitución, las nor-mas tienen distinto valor y jerarquía: la Constitución misma, las leyes ordinarias, los decretos, etc., de donde nacen una graduación jerárquica y el principio que se denomina “supremacía de la Consti-tución”.

La Constitución establece un orden jurídico-político, de donde brota la au-toridad del Estado dentro del marco que la misma determina; comprende y abarca toda la vida jurídica del Estado. Por ello: “la sola existencia de una Constitución basta para afirmar que el Estado de De-recho, creado por ella, excluye todo el derecho que no nazca de ella, explícita o implícitamente, porque ninguna manifes-tación de voluntad colectiva o personal, de autoridad o de libertad, es apta para crear un derecho que, de una o de otra manera, no tenga origen en la voluntad

constituyente, expresada mediante la Constitución”.6

Como explica Sánchez Agesta, la Cons-titución determina y fundamenta el orden jurídico, unificándolo a través de dos vías. Por la primera establece una serie jerárquica de competencias, instituyendo los órganos a quienes corresponde sancionar el derecho, legislar, reglamentar, administrar y juzgar, pero sin determinar el contenido concre-to de estas diversas formas de actuación del poder; de esta manera, la Constitución funda la unidad del ordenamiento jurídico desde el punto de vista formal, mediante la coordinación y unificación del poder del Estado. La unidad resulta, pues, únicamente de la jerarquía de competencias en que cada órgano inferior queda sujeto y determinado por el órgano que ejerce una competencia de rango superior.

Por la otra vía, la Constitución deter-mina el contenido a través de su fin. La unificación del jurídico, concretada por la primera vía, carece de sentido si no se le da un contenido concreto y material. “A la jerarquía formal se suma una jerarquía material de fines y valores que determinan la definición, interpretación y aplicación del ordenamiento jurídico; esto es, que realizan la unidad estática y dinámica sobre la base de la Constitución”.7

El principio de la supremacía de la Constitución representa uno de los pila-res básicos del constitucionalismo. Ahora bien, ¿cómo obtener que se cumpla en la práctica? ¿Cómo lograr que él no represente sino una mera formulación doctrinaria? Se trata de asegurar que los poderes creados por la Constitución se desenvuelvan dentro de los límites que ésta les ha designado: si una norma es inferior debe conformarse con la superior. “Se persigue que toda ley, en sentido lato, toda regla jurídica gene-ral, sancionada por la autoridad pública y obligatoria para el pueblo, respete el valor

6 SÁNCHEZ VIAMONTE, “Significado del Constitu-cionalismo”, Rev. de Jurisprudencia Argentina, 1956, p. 115.

7 SÁNCHEZ AGESTA, Lecciones de Derecho Político, Granada, 1959, p. 397.

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Manual de Derecho Político

jerárquico que la Constitución establece. En definitiva, se trata de garantizar el orden jurídico constitucionalizado y la supremacía formal y material de la Constitución”.8

En tal sentido, una de las primeras medidas de protección, se encuentra en los propios textos constitucionales, ya que la generalidad de ellos, en forma explícita o implícita, hacen referencia a la superlegalidad y, como corolario, se manifiesta que ninguna norma o precepto legal, decreto o tratado, puede prevalecer frente a las disposiciones expresas de la Constitución.9

Otras formas de protección y garantía del orden constitucional se manifiestan también en el “juramento” o “promesa” de cumplir y hacer cumplir la Constitución, que los ocupantes de los cargos o roles de mando deben prestar al entrar en funcio-nes, con las responsabilidades inherentes a su quebrantamiento.

Con todo, el constitucionalismo concibió mecanismos y técnicas de mayor envergadura con miras a la preservación del principio de la supremacía. Son los que pasamos a desarrollar.

31.1.1. Rigidez constitucional. El principio de la supremacía constitucional queda reforzado y reafirmado cuando se establece que las disposiciones contenidas en la Constitución no pueden ser modificadas ni derogadas en los mismos términos que las leyes ordinarias. Se estima entonces que se está en presencia de una Constitución rígida.

Si la Constitución y sus disposiciones son susceptibles de derogarse o modificarse por el órgano legislativo, valiéndose del procedimiento ordinario, se entiende que la Constitución es flexible.

La filosofía de las constituciones flexibles aparece expresada en la Constitución de la República Jacobina francesa de 1793, que en su artículo 28 dispone el “derecho a revisar, reformar y cambiar la Constitución, puesto

8 LAZZARINI, JOSÉ, “La Supremacía Constitucional”, Bol. de la Universidad de Córdoba, Argentina, 1964, pp. 136 y ss.

9 Ver Constitución 1980, arts. 6, 7, 80, 82.

que una generación no puede someter a su voluntad a la generación futura”.

Inglaterra posee una ordenación cons-titucional propiamente flexible. Sobre la base del “derecho consuetudinario” (com-mon law), que no es escrito, descansa en una pequeña sección escrita llamada “leyes estatutarias” (statute law), y que puede ser reformada en cualquier momento por el Parlamento, sin llenar formalidad comple-mentaria alguna. Por tanto, desde un punto de vista meramente formal, la legalidad constitucional y la ordinaria se encuentran en un mismo nivel.

Los países de la Commonwealth, en cierta medida, se mantienen dentro del esquema de constituciones flexibles. La Constitución de Nueva Zelanda, por ejemplo, declara en su primer artículo: “Será legal que el Parla-mento de Nueva Zelanda, mediante Acta o Actas, altere en cualquier momento todas o algunas de las disposiciones de la Constitu-ción de 1852 (reformada en 1947)”.

Como ya se ha expresado, para el consti-tucionalismo clásico, sólo las constituciones rígidas dan suficiente garantía al principio de la supremacía y son consideradas, por lo mismo, como constituciones propiamente tales.

Cabe puntualizar que la exigencia de la rigidez no implica que las constituciones sean irreformables o pétreas. Este pun-to de vista, sostenido por el racionalismo (una Constitución válida para todo Estado y para todos los tiempos), se encuentra desde hace mucho tiempo superado, ya que es un punto pacífico en doctrina, que las disposiciones del texto constitucional deben adaptarse –como toda institución– a los requerimientos de las necesidades origi-nadas en el seno social donde ella se aplica. El desfase que puede originarse entre el ordenamiento fundamental y la realidad social, puede, sin duda, precipitar un quie-bre constitucional.

A fin de no producir el inmovilismo que origina una Constitución excesivamente rígi-da, ni la inestabilidad a que puede conducir una Constitución extremadamente flexible, se han ideado diversos procedimientos que procuran mantener un adecuado equilibrio

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Sección Séptima: Teoría de la Constitución

en el proceso de reforma o revisión de la Constitución.

Lo anterior no obsta a que algunas cons-tituciones declaren irreformables ciertas disposiciones –denominadas por ello, cláusulas pétreas– en atención a que su contenido tiende a preservar valores que se consideran esenciales para la comunidad. Por ejemplo, la Constitución italiana de 1947 prohíbe cambiar la forma republicana de gobierno; la alemana de 1949, la forma de estado federal. La Constitución francesa de 1958, prohíbe procedimientos reformistas “cuando la integridad del territorio está en peligro” (art. 89).

Los tres sistemas más generalizados son:

1. La revisión se efectúa por el órgano legislativo, pero con sujeción a quórum y formalidades especiales. En los Estados Unidos, por ejemplo, la reforma puede ser efectuada por una convención especialmente elegida o por el Congreso, con mayoría de dos tercios. En la práctica se ha empleado siempre este último procedimiento.

Más de un estudioso de la Constitución norteamericana se ha preguntado si, de haber sido más viable el procedimiento de enmienda, hubiera podido evitarse la Guerra de Secesión. En efecto, de tiempo en tiempo y en los años que precedieron al estallido de esa guerra civil, se intentaron algunas enmiendas a la Constitución que hubieran podido satisfacer al norte y al sur, pero ninguna de estas propuestas obtuvo el suficiente apoyo.

En la Constitución chilena de 1925, el procedimiento de reforma suponía la inter-vención de ambas cámaras por separado; del Congreso Pleno; del Presidente de la República; y, eventualmente, de la ciuda-danía a través de una consulta plebiscitaria convocada por el Ejecutivo.

2. La revisión por una asamblea espe-cialmente elegida para aprobar la reforma. La Constitución chilena de 1828 constituye un ejemplo expresivo de este sistema: su artículo 133 prescribía que en 1836 debería elegirse una gran convención constituyente con el único objeto de estudiar la posible reforma o adición de la Constitución.

3. La intervención del pueblo por la vía del referéndum. En este caso se estima que el cuerpo electoral tiene algo que decir antes de decidir si una enmienda debe o no efectuarse. Este procedimiento se esta-blece, por ejemplo, en las constituciones de Irlanda, Dinamarca, Australia y en la Constitución de cada uno de los cincuenta estados norteamericanos.

Cabe señalar que en algunos ordena-mientos se considera que corresponde al cuerpo electoral la oportunidad de tomar la iniciativa y adelantar propuestas de en-mienda constitucional. Suiza es la patria de este uso llamado “iniciativa popular”. Está en la mano de 50.000 ciudadanos con derecho a voto el iniciar el proceso de en-mienda constitucional, ya sea en forma de términos generales ya en forma de proyecto concreto.

31.1.2. Constitución escrita. La rigidez de la Constitución encuentra su complemento en la forma escrita. Por motivos de seguridad y de claridad se estima que las normas fun-damentales deben estar contenidas en un documento único, orgánico y solemne.

Es preciso enfatizar el carácter de único y orgánico o sistemático que debe presen-tar el texto constitucional. En la historia de todos los pueblos se pueden encontrar ciertos documentos que se refieren a la or-ganización política, sin que por ello puedan comprenderse dentro del esquema pro-pio del constitucionalismo clásico, desde el momento en que carecen de la unidad orgánica indispensable.

La idea de la Constitución escrita codi-ficada es típica de los pensadores del siglo XVIII, ya que, a través de ella, se pretendía plasmar por escrito las limitaciones a que habría de estar sometido el Rey, que hasta entonces había sido absoluto.

A partir de la Constitución norteamerica-na de 1787, el hecho de tener un documento escrito sistematizado se generalizó y la palabra constitución adquiere ese significado.

En nuestros días la gran excepción está representada por Gran Bretaña, que carece de un texto fundamental único y donde las convenciones, costumbres y tradiciones

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Manual de Derecho Político

desempeñan el rol más importante de su organización política.

31.1.3. Control de constitucionalidad de las leyes. Bajo esta locución se engloba a diversos me-canismos ideados a través del tiempo para salvaguardar la supremacía constitucional frente a posibles vulneraciones emanadas por parte del órgano legislativo.

Según la naturaleza del órgano llamado a ejercer la tutela, se distingue entre control político, control jurisdiccional y control mixto.

Control político. En este caso es el órgano legislativo el que tiene a su cargo un verda-dero autocontrol de su actividad normativa. Su fundamento doctrinario radica en que, “siendo las cámaras legislativas la represen-tación más acabada del pueblo, son ellas las que tienen mayor autoridad, por ejercer la función de control”. Adopción de este sistema la encontramos en las constituciones de Bélgica, Holanda, Suecia, Dinamarca. En cierta forma era ése también el sistema que seguía nuestra Constitución de 1833.

También se incluye dentro de este sis-tema el control operado por un órgano político diferente de las asambleas legis-lativas. Se cita como ejemplo el caso de los senados guardianes de la Constitución, durante los dos períodos napoleónicos: Constituciones del año VIII y de 1852. “En realidad, estos cuerpos nunca han contro-lado seriamente la constitucionalidad de las leyes. Pero es cierto que habían sido domesticados por el Gobierno y, que, bajo un régimen de tipo dictatorial, ningún sistema de control de la Constitucionalidad puede dar buenos resultados”, comenta André Hauriou.10

Control jurisdiccional. En principio pa-rece una solución óptima y consecuente entregar a los tribunales y, en particular, a los superiores, el control de la constitucio-nalidad de las leyes, ya que ¿cuál órgano puede ofrecer mayor competencia técnica, independencia e imparcialidad?

10 A. HAURIOU, ob. cit., p. 327.

Pero no faltan los autores que expre-sen reticencias al sistema: se estimula la ambición política de los jueces. Por otra parte, se agrega, los tribunales son eminen-temente conservadores y, por lo general, no están capacitados para comprender los diferentes aspectos de la realidad política. Habitualmente la eficacia de este control se circunscribe al caso de inconstituciona-lidad planteada.

Como se ha enunciado, éste es el sistema adoptado en Estados Unidos y, con diversas variantes, por la mayoría de las constituciones sudamericanas. El artículo 86, inciso 2º de nuestra Constitución de 1925 lo consagra expresamente.

Control mixto. A fin de obviar los incon-venientes de los controles políticos y los jurisdiccionales, en algunos textos constitu-cionales se opta por crear un órgano mixto de control. Se trata de los comúnmente de-nominados “tribunales constitucionales”.

Estos tribunales especiales tienen su ori-gen en 1920 con la Constitución austríaca que creó un tribunal de garantías constitu-cionales. Un tribunal similar aparece en la Constitución checoslovaca del mismo año. La Constitución española de 1931 y la mayor parte de las Constituciones de la postgue-rra consultan tribunales especiales constitu-cionales. Ejemplos: la Constitución italiana de 1947 reconoce la Corte Constitucional compuesta por quince jueces. En Alemania Federal existe, aparte del Tribunal de Ga-rantías Constitucionales de los respectivos “Laender”, el Tribunal de la Federación. En Francia, la Constitución de 1958 consulta el Comité nacional o Consejo constitucional. Los tres miembros son nombrados por el Presidente de la República, tres por la Asam-blea y tres por el Presidente del Senado. En Chile, la Reforma Constitucional de 1970 creó un tribunal constitucional, que también ejercía control preventivo, y la de 1980 lo mantiene, aunque con otra integración y atribuciones.

Atendiendo a la oportunidad en que puede operar el mecanismo de control, se distingue entre control preventivo o a priori y control represivo o a posteriori.

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Sección Séptima: Teoría de la Constitución

El primero se hace presente durante la tramitación de los proyectos legislativos y el segundo actúa cuando el texto legal ya se encuentra en vigencia.

El sistema de nuestro país, que consulta ambas posibilidades, constituye un ejemplo expresivo de la forma en que operan estos controles.

Con anterioridad a la reforma constitu-cional de 2005, el control represivo de la constitucionalidad de las leyes se encontraba radicado en la Corte Suprema y el preventivo en el Tribunal Constitucional.

A partir de la vigencia de la precitada enmienda, ambos controles quedaron ra-dicados en el Tribunal Constitucional.

De acuerdo al Nº 6 del artículo 93 de la Constitución, la Magistratura Constitucional puede declarar la “inaplicabilidad” de un precepto legal para un caso concreto.

En virtud de las facultades que le otorga el Nº 7 del señalado precepto, el Tribunal puede, bajo ciertos supuestos, declarar la “inconstitucionalidad” de un precepto legal, lo que implica su eliminación del ordena-miento jurídico nacional, pero sin efecto retroactivo.11

31.2. Derechos Fundamentales y Garantías Constitucionales

Con frecuencia los autores e incluso los mismos textos positivos de rango constitucio-nal, emplean en forma bastante confusa y li-gera los vocablos “declaraciones”, “derechos” y “garantías”‘. Anotemos, sucintamente, que la significación técnica de estos términos es diferente. Las “declaraciones” representan la proclamación de principios superiores sobre organización y fines del Estado. Los “derechos” son las facultades morales e inviolables que competen al hombre para realizar ciertos actos. Las “garantías” son los medios para proteger estos derechos.

Aun cuando en los textos de las consti-tuciones que inician la era del constitucio-

11 Cuando el control se encarga a un solo órgano se denomina “concentrado”, en oposición al control difuso que corresponde a todos los jueces.

nalismo clásico, no aparecen incorporadas las declaraciones de derechos, posterior-mente, tanto el reconocimiento como la protección de los derechos fundamentales, pasan a formar un capítulo importante de los textos modernos.12 En efecto, se acos-tumbra designar esta sección como parte “dogmática” de la Constitución.13

Si bien los antiguos no desconocieron las declaraciones de derechos, en lo que toca al constitucionalismo clásico, el antecedente inmediato en esta materia, se encuentra representado por la “Declaración de Inde-pendencia” de los Estados Unidos de 1776: “Tenemos como verdades evidentes por sí mismas: que todos los hombres han sido creados iguales; que han sido dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables, entre los cuales están la vida, la libertad y la obtención de la felicidad; que los gobiernos fueron instituidos entre los hombres para asegurar esos derechos, derivándose sus poderes justos del consentimiento de los gobernados; que si cualquier clase de go-bierno se convirtiere en destructor de esos fines, el pueblo tiene derecho a modificarlo o abolirlo e instituir otro nuevo”.

El aporte francés se encuentra represen-tado por la célebre “Declaración de los Dere-chos del Hombre y del Ciudadano” aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente en agosto de 1789; y que proclamó: “Los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre”, expesando: “Artículo 19. Los hombres nacen y quedan libres e iguales

12 Sobre el particular, cabe recordar que la primitiva Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica no hacía referencia a los derechos del ciudadano. Las enmiendas 1 a 10, que fueron añadidas en el año 1791, contienen el catálogo de los derechos fundamentales, el que hoy es parte integral de dicha Constitución.

13 En su Tratado de Derecho Político, publicado en 1925, ADOLFO POSADA distingue entre parte dogmática y parte orgánica de las constituciones. La primera trata de los derechos y garantías fundamentales, como asimismo, de los fines del Estado. La parte orgánica es aquella en que se determina la estructura políti-ca del Estado y las normas de su funcionamiento: naturaleza de los órganos, manera de constituirse y normas generales, a las que se ha de supeditar su actividad.

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en derechos. Las distinciones sociales no pueden fundarse más que en la utilidad común. Artículo 2º. El objeto de toda aso-ciación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Esos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión… Artículo 16. Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada ni determinada la separación de los poderes, carece de constitución”.

Sobre el origen doctrinario de las declara-ciones, se sostienen diversos puntos de vista. Para Esmein, por ejemplo. Son un producto directo de la filosofía del siglo XVIII y del movimiento espiritual que produjo. Son los principales axiomas deducidos por los filósofos y publicistas de una organización política justa y racional, que proclamaron solemnemente los autores de las nuevas constituciones destinadas a aplicarlas.

Jellinek, en cambio, estima que la raíz de las declaraciones es religiosa. Ese fun-damento es el de la libertad religiosa que algunos grupos colonizadores ingleses de Norteamérica (perseguidos por ideas re-ligiosas dentro de la escisión protestante) llevaron consigo en su huida de Europa. Existiría, por lo tanto, un origen protes-tante y calvinista de las Declaraciones de Derechos.

Izaga acepta este punto de vista, pero puntualiza que este origen cristiano es mucho más lejano y profundo: en toda la Edad Media se encuentra la idea de que el individuo tiene derechos innatos e in-destructibles.

Anotemos que para otros autores, al mar-gen de lo que las declaraciones postulen, es el Estado la única fuente de los derechos del hombre. El hombre no tiene más dere-chos que los que el Estado le adjudica, ni ha tenido nunca otros, ni los tendrá, pese a todas las filosofías del Derecho y a todas las bibliotecas del Derecho natural.14

En esta perspectiva, nos parece de inte-rés la posición “dualista” de Peces-Barba, quien reconoce por una parte la existencia

14 Citado por IZAGA, ob. cit., tomo II, p. 232.

de derechos fundamentales que el hombre posee por el hecho de ser hombre, por su propia naturaleza, derechos que le son inherentes y que, lejos de nacer de una concesión de la sociedad política, han de ser por ésta consagrados y garantizados. Sin embargo, agrega, es evidente que mientras una sociedad política no reconoce unos determinados derechos recibiéndolos en su Derecho positivo interno, o adhiriéndose a una convención internacional que los proteja, no se puede hablar de éstos en un sentido estrictamente jurídico, ni se pueden alegar ante los tribunales competentes en caso de infracción.15

El catálogo de los derechos del hombre se ha ido ampliando en el devenir históri-co. Al enunciado de corte marcadamente individualista que caracterizó a las declara-ciones de fines del siglo XVIII (libertades, igualdades, propiedad), se ha sumado en el presente siglo otro conjunto de derechos en que se enfatiza una connotación social, como expresa André Hauriou, en la visión estrictamente liberal e individualista, que es la de la Revolución francesa: las libertades aparecen sobre todo como posibilidades, como virtualidades, como rutas abiertas ante la independencia y la iniciativa de los individuos.

Estas observaciones toman todo su valor cuando se reflexiona al propio tiempo sobre el contenido de la idea de igualdad, tal como fue proclamada a fines del siglo XVIII. Es una igualdad de derecho, es decir, una igual-dad política y jurídica. Pero la igualdad de derecho está ampliamente condicionada por la igualdad de hecho.

Ahora bien, factores económicos, políticos y sociales obligan a profundizar en la idea de igualdad, que va ligada estrechamente a todas las libertades públicas. En esta forma la lista de las libertades se ha completado con derechos que se denominan “derechos sociales” y que tienen un carácter muy di-ferente de las libertades tradicionales. Se trata del derecho al trabajo (antes sólo se mencionaba la “libertad de trabajo”), del

15 PECES-BARBA, GREGORIO, Derechos Fundamentales, Editorial Guadiana, Madrid, 1976, p. 39.

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derecho a la educación gratuita, del derecho a la salud, a la seguridad material, al descan-so, al tiempo libre, a la asistencia en caso de invalidez, etc. En esta nueva perspectiva, los derechos o libertades no constituyen ya para los individuos unos poderes de actuar, sino facultades de reclamar determinadas prestaciones de parte del Estado: instruc-ción, trabajo, asistencia, etc.16

La inclusión de estos derechos en los textos constitucionales origina no pocos problemas para la estabilidad del régimen, por cuanto no siempre el Estado puede dar satisfacción a las prestaciones que ellos im-plican. Por otra parte, a menudo la materia-lización de los derechos sociales representa en cierta medida la necesaria restricción de las libertades clásicas, lo que naturalmente agudiza el conflicto. Aun cuando el tópico será desarrollado al tratar la teoría del ré-gimen político, debemos anticipar que al descrédito del constitucionalismo escrito ha contribuido en no poca medida la abis-mal distancia que existe frecuentemente entre las prescripciones constitucionales en materia de derechos sociales y lo que se cumple en la realidad.17

Al ser incorporadas las declaraciones de derechos a los textos constitucionales, se hizo evidente la necesidad de otorgar a los derechos reconocidos la debida protección a fin de evitar que ellos fueren impunemente vulnerados, ya sea por los gobernantes o por los simples particulares. Las garantías representan por consiguiente los diversos mecanismos jurídicos ideados por los orde-namientos constitucionales para proteger el adecuado ejercicio de los derechos fun-damentales. Lamentablemente, por falta de pulcritud técnica, corrientemente aparecen confundidos en los textos positivos con los derechos a los cuales prestan protección.

Cronológicamente, la garantía más efec-tiva de la libertad personal se halla repre-sentada por el recurso de amparo (hábeas corpus). En términos generales, este recurso

16 Extractado de A. HAURIOU, ob. cit., p. 211.17 Ver en Anexo de este tomo “El Descrédito

del Constitucionalismo Escrito”, por MARIO VER-DUGO M.

procede contra las detenciones o prisiones ilegales o arbitrarias. Su interposición se sujeta a formalidades mínimas y su trami-tación es sumaria atendida la naturaleza del derecho cautelado.

En algunas legislaciones, por ejemplo en el art. 21 de la Constitución de 1980, el amparo tutela la libertad personal, no sólo cuando existe privación de ella, sino que también cuando ella se encuentra ilegal o arbitrariamente amenazada o perturbada. Asimismo, el recurso de protección consa-grado en el artículo 20 otorga eficaz tutela a la mayoría de los derechos reconocidos en el capítulo III.18

Entre otras garantías consultadas casi universalmente por los ordenamientos po-sitivos de rango constitucional, podemos mencionar: juicio legal previo (nadie puede ser penado sin este requisito); irretroactividad de la ley penal (la figura delictiva debe estar contenida en ley anterior al hecho del proce-so); tribunales establecidos por ley (se excluyen las “comisiones especiales”); libertad bajo fianza (derecho que asiste al sujeto a prisión preventiva no condenado); inviolabilidad de la defensa en juicio (comprende la persona y sus derechos); nadie puede ser obligado a declarar contra sí mismo y se prohíbe toda coacción física o psíquica.

Junto a estas garantías fundamentales procesales, hay que mencionar otras que sin revestir este carácter contribuyen también a reforzar la seguridad personal: la invio-labilidad del domicilio y de la correspondencia. Obviamente esta garantía tiene igualmente relación con el reconocimiento del derecho de propiedad en sus diversas formas.

Suelen omitirse, al señalar las garantías que protegen los derechos fundamentales, los recursos y acciones que contemplan los ordenamientos fundamentales, para velar por la constitucionalidad de las leyes. Sin embargo, son ellos instrumentos valiosos para la defensa de los derechos, por cuanto permiten invalidar o declarar inaplicables

18 Lamentablemente, durante los estados de excepción constitucional, el amparo queda muy restringido. Otro tanto ocurre con el recurso de protección.

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aquellos preceptos legales que en alguna forma los vulneren.

Al terminar este esquemático análisis de los derechos fundamentales y sus garantías, parece imprescindible puntualizar que, al margen del antecedente doctrinario que les sirve de fundamento, es un hecho incontes-table que ellos no pueden ser caracterizados como “derechos absolutos”. En efecto, como bien dice Izaga, “ello equivaldría a decir que son ilimitados e incapaces de normas que, de alguna manera, regulen o coacten su ejercicio. Y eso es totalmente falso. Por-que todo lo creado es limitado en su ser, en sus fines, en sus aplicaciones y tendencias. Además, toda actividad que se desarrolla y vive en sociedad ha de ser susceptible de regulación. Porque sin ella no sería posible la actuación simultánea y armónica de los derechos y libertades similares de los demás miembros de la sociedad, entrelazándose en una mutua y común cooperación de todos. Eso no es posible sin que cada uno sacrifique, en el ejercicio de su derecho, aquella parte que sea necesaria para lograr esa armónica y mutua cooperación, como es evidente”.19

En síntesis, aun cuando se considere que los derechos del hombre son inalienables e innatos, ellos son legislables en su ejerci-cio, y deben ser regulados por la ley que, respetándolos en su esencia y garantizán-dolos en su ejercicio normal, acomode su desarrollo práctico a las exigencias de la vida social, variadísima en circunstancias. Nada hay de arbitrario en su regulación, que está dirigida, no por la voluntad libre del legislador, sino por la exigencia natural del derecho y por la realidad social en que debe aplicarse.

31.3. Separación de funciones

Esta exigencia es otro de los postulados del constitucionalismo clásico y, junto a la garantía de los derechos individuales, fue elevada a la categoría de verdadero dogma

19 Ob. cit., tomo 2, p. 244.

político: “toda sociedad en la cual la garan-tía de los derechos no esté asegurada, ni la separación de los poderes determinada, carece de constitución”, expresa el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789.

Sobre el alcance de este principio nos remitimos a lo ya expresado en el párrafo 23 de la Sección Sexta.

31.4. Titularidad del poder constituyente: el pueblo o la nación

El Poder constituyente se define como aquel que tiene capacidad o facultad para esta-blecer o dictar la Constitución.

Ahora bien, existen dos casos principa-les en que procede el establecimiento de una nueva Constitución: Cuando nace un nuevo Estado y cuando cae un régimen político como consecuencia de un quiebre institucional.

En ambos casos se plantea inevitable-mente el problema de determinar la titula-ridad del poder constituyente. Las diversas etapas históricas resultan ilustrativas sobre el particular.

En la Edad Media, la residencia del poder constituyente no aparece decantada. Ni el Rey, ni la Iglesia, ni los señores feudales podían atribuirse en forma prioritaria la titularidad de dicho poder.

La coexistencia de estos diversos facto-res de poder explica el nacimiento de los “pactos o compromisos” entre los estamen-tos del mundo medieval. Sin duda, el más comentado por los autores es el celebrado en 1215, entre los barones y el Rey Juan Sin Tierra de Inglaterra, pacto conocido más tarde con la denominación de Carta Magna.

A partir del Renacimiento, la titularidad del poder constituyente queda radicada en el Rey. Las Constituciones de esta época son la emanación directa de la voluntad del Monarca absoluto. “El Estado soy yo”, llegan a decir aquellos monarcas. Por lo tanto, la Constitución del Estado se identifica con la voluntad del Monarca, y no existe otro poder constituyente que el que se radica en

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su persona. Doctrinariamente, esta posición del poder constituyente fue defendida por Rodino y, más acabadamente, por Hobbes. Cierto es que este poder absoluto, soberano, este poder constituyente, titularizado en el Rey, tuvo algunas limitaciones ultratempo-rales, que se pusieron de manifiesto a través de las guerras de religión; y algunas limi-taciones procedentes del mundo político, como eran las llamadas leyes fundamen-tales, a las que Montesquieu denominaba “cuerpos intermedios”.20

El pueblo como nuevo titular del poder constituyente aparecerá en Inglaterra a fines del siglo XVII y con caracteres aún más nítidos en la Declaración de Virginia de 1776 y en la Constitución norteameri-cana de 1787.

Con la irrupción del constitucionalismo clásico la titularidad del poder constituyente se desplaza al “pueblo o a la nación”. Es así como en 1787 los norteamericanos decla-raron: “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos… disponemos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América”.

En el continente europeo, durante la Revolución francesa, se difunde en las asambleas y en los documentos la teoría del poder constituyente popular.

En la terminología del derecho político, las constituciones que se establecen recono-ciendo la titularidad del pueblo o la nación en el ejercicio del poder constituyente, se designan como “democráticas”.

En Francia la doctrina de la titulari-dad popular del poder constituyente fue formulada por el abate Sieyès (“¿Qué es el tercer Estado?”), a quien corresponde por lo demás haber divulgado la expresión “poder constituyente”. En el período de la Revolución, los documentos consagran explícitamente el principio.

Thomas Paine condensa en estos términos el espíritu de la época: “Una constitución no es el acto de un gobierno, sino de un pueblo que constituye su gobierno, y un gobierno sin una constitución es un poder

20 CARRÓ, ob. cit., p. 175.

sin derecho”.21 Efectivamente, en la época moderna no se concibe ningún poder cons-tituyente que no se encuentre radicado en el pueblo o en la nación.

Por ejemplo, en todos nuestros ordena-mientos constitucionales se hace referencia explícita al pueblo como fuente originaria del poder constituyente. “Mi objeto en la formación de este Proyecto de Constitución provisoria –dice O’Higgins en la proclama de 1818– no ha sido el de presentarla a los pueblos como una ley constitucional, sino como un proyecto que debe ser aprobado o rechazado por la voluntad general. Si la pluralidad de los votos de los chilenos libres lo quisiere, este proyecto se guardará como una Constitución provisoria; y si aquella pluralidad fuere contraria, no tendrá la Constitución valor alguno. Jamás se dirá de Chile que, al formar las bases de su gobierno, rompió los justos límites de la equidad; que puso sus cimientos sobre la injusticia, ni que se procuró constituir sobre los agravios de una mitad de sus habitantes.

Por cuanto la voluntad soberana de la Nación, solemnemente manifestada en el plebiscito verificado el 30 de agosto último, ha acordado…” expresa el texto promulga-torio de la Constitución de 1925.22

La actual Constitución también hace referencias al plebiscito efectuado el 11 de septiembre de 1980, en el cual “La volun-tad soberana nacional mayoritariamente manifestada en un acto libre, secreto e in-formado, se pronunció aprobando la Carta Fundamental que le fuera propuesta”.

Ahora bien, partiendo del supuesto que el poder constituyente reside en el pueblo o en la Nación, ¿cómo se manifiesta o expresa su ejercicio en el momento de establecer una nueva Constitución? Una de las técnicas que tiene mayor aceptación en doctrina es la que propone la función constituyente a una Asamblea o Convención integrada por representantes elegidos por la ciudadanía

21 Los Derechos del Hombre, Editorial Aguilar, Ma-drid, 1963, p. 249.

22 Ver Anexo de este tomo: “Los Principios del Constitucionalismo Clásico en los ordenamientos fundamentales de Chile”.

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especialmente para tal efecto. Este cuerpo colegiado desaparece una vez que cumple su objetivo.

Otra fórmula propuesta consiste en some-ter a consulta popular un proyecto elaborado por el detentador del poder. Para muchos autores, en este caso, quien ejerce realmente el poder constituyente es el gobernante que prepara el texto fundamental.

Recordemos que en la génesis de la que habría de ser nuestra Constitución de 1925 se postuló en un principio por una Asamblea Nacional Constituyente, para optar en defi-nitiva por el procedimiento de la Consulta plebiscitaria, tomando como base el proyecto elaborado por la Comisión Consultiva de-signada por el Presidente Alessandri.23

Por ser el poder constituyente el que establece o dicta la Constitución, se sigue de ello que él debe ser anterior, distinto y superior a los órganos que en el código fundamental se establecen y a los cuales se los faculta generalmente para modificar o reformar la Constitución.

Desde los tiempos de Sieyès se denomina al poder que establece la Constitución “po-der constituyente originario” y a los órganos a los cuales el ordenamiento faculta para efectuar la revisión constitucional se los denomina “poder constituyente derivado o constituido”.

Como ya hemos explicado, para el cons-titucionalismo clásico la supremacía del poder constituyente originario respecto a los poderes constituidos es de la esencia del sistema. Actúan, por lo demás, con di-ferencias de tiempo y de funciones.

Cronológicamente el originario precede a los poderes constituidos, pero una vez que ha elaborado la Constitución desapa-rece del escenario jurídico –aun cuando permanece latente–, para ser substituido por los órganos creados. Desde el punto de vista de las funciones, la diferencia es igualmente clara: el poder constituyente originario no gobierna, sino sólo expide la normatividad fundamental de los órganos constituidos; éstos, por su parte, deben

23 Sobre esta materia, ver Texto Complementario sobre génesis Constitución 1980.

actuar en los términos y límites señalados por la ley emanada del constituyente y sólo podrán modificar la Constitución cumplien-do y ateniéndose al procedimiento previsto por el mismo texto fundamental.

Precisando la diversa naturaleza del poder constituyente originario y derivado, expresa Carro, “el primero es metajurídico y se suele manifestar en momentos de revolución, en momentos en que sobre un caos o un desorden se hace necesario crear un nuevo orden o Constitución política. El poder constituyente originario no trae causa de las normas constitucionales ni de actuación política anterior. El poder constituyente ori-ginario crea ‘ex novo’ el orden político.

El poder constituyente derivativo, en cambio, trae sus causas de las relaciones u orden político existente con anterioridad; se suele manifestar a través de alguno de los procedimientos de reforma constitucional que se regulan dentro de las constitucio-nes. De todas formas el poder constituyente esencial, el poder constituyente tal y como suele ser reconocido por la doctrina, es el poder constituyente originario. Este es el poder constituyente que verdaderamente se contrapone a los poderes constituidos dentro del Estado. El poder constituyente es el que crea el orden bajo el que va a vivir el Estado. Todo ejercicio del poder ulterior va a ser a través de los poderes constituidos por este poder constituyente”.24

¿Tiene límites el ejercicio del poder cons-tituyente? Nuevamente hay que distinguir entre el poder originario y el derivado o constituido. En relación con el primero, la doctrina coincide en que en principio él carece de limitaciones y de actividad. Sin embargo, con mayor análisis se admiten ciertas limitaciones: a) debe reconocer los derechos fundamentales; b) debe admitir límites impuestos por el orden o convivencia internacional, y c) no puede negar su propia titularidad (no podría por ej., traspasarlo a un grupo o a un hombre).

En lo que atañe al poder derivado o cons-tituido, las limitaciones son más netas:

24 Ob. cit., p. 172.

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En primer término, toda reforma de la Constitución debe sujetarse al procedi-miento en ella previsto, única posibilidad de que ella tenga validez. Luego, si el texto constitucional consulta la irreformabilidad de ciertas materias, no es posible la revisión constitucional de ellas (por ejemplo, reem-plazar la forma de gobierno republicano por una monarquía). Una tercera limitación al ejercicio del poder constituyente derivado que puede aparecer muy sutil pero que es de extraordinaria relevancia, concierne al respeto que debe tener al espíritu general de la Constitución. Para pensarlo así debe recordarse que una Constitución representa un todo normativo orgánico que traduce los valores dominantes en la sociedad. Si las reformas no atienden a este factor, se suscita el fenómeno que Burdeau denomina fraude a la Constitución.

Cabe puntualizar, finalmente, que las constituciones, junto con señalar a los ór-ganos capacitados para efectuar su refor-ma, indican el procedimiento a que éstos deben ceñirse. Como viéramos al estudiar el principio de rigidez constitucional, los sistemas ideados son diversos y complejos. En algunos debe elegirse una convención o asamblea para que se aboque a la tarea (caso de la Constitución chilena de 1828); en otras, debe existir una ratificación ciudada-na (p. ej., Suiza); o bien se encomienda la reforma al mismo órgano legislativo, pero exigiendo quórum y procedimientos espe-ciales (ver Cap. XV, arts. 127 y sgtes. de la Constitución de 1980).

32. EVOLUCIÓNDEL CONSTITUCIONALISMO

Las profundas transformaciones origi-nadas en el ámbito político, económico y social, como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, impactarán notoriamente la doctrina constitucional. Ello se advierte claramente en las constituciones del pe-ríodo de postguerra (alemana de Weimar, austríaca, húngara, polaca, checoslovaca, turca, así como las de la URSS y la española de 1931).

32.1. Neoconstitucionalismo

Bajo esta locución se engloban las ten-dencias doctrinarias que se manifiestan en el aludido período histórico, las cuales, más que rectificar en su esencia los principios y técnicas del constitucionalismo clásico, vienen a complementar y a dar adecuación histórica a los mismos. En este orden de ideas cabe hacer mención a los siguientes aportes de esta nueva tendencia:

a) Vigorización del ejecutivo. Varios son los factores que provocan la preeminencia del órgano ejecutivo sobre el legislativo. Destacamos dos de ellos.

En primer lugar la complejidad de los problemas que plantea la sociedad contem-poránea precisa, en la mayoría de los casos, soluciones rápidas e inmediatas. Órganos colegiados y deliberantes, como son los congresos y parlamentos, aparecen poco idóneos para tales efectos.

Por otra parte, la sociedad de masa, típica expresión del mundo contemporáneo, busca líderes carismáticos a los cuales entregar su apoyo emocional. Los ocupantes de los ór-ganos unipersonales, presidentes, primeros ministros, resultan más atractivos que un órgano colegiado, para cumplir ese rol.

La vigorización del ejecutivo, “ejecutivo fuerte”, se expresa principalmente a través de las siguientes manifestaciones: posibili-dad de legislar por la vía de la delegación de facultades (decretos con fuerza de ley, en nuestro país); participación activa en el proceso legislativo (iniciativa exclusiva para presentar proyectos de ley, urgencia para la tramitación de los mismos, derecho a veto, etc.); atribuciones para decretar estados de excepción constitucional, quedando pre-munido de facultades casi omnímodas para restringir y suspender derechos, manejo de las relaciones internacionales, etc.

b) Incorporación de derechos de contenido económico-social. La presión social y el auge de los partidos socialistas en el mundo con-tribuyeron en forma determinante a que en las diversas constituciones promulgadas en este período se incorporaran, junto a los tradicionales derechos de carácter

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individual, los de contenido económico-social (derecho al trabajo, a la educación, derecho a la seguridad social y derecho de propiedad con referencia a su “función social”).25

Generalmente se menciona a la Consti-tución de Weimar (1919) como la primera que incorporó al catálogo de derechos tra-dicionales los de contenido social. Cabe, sin embargo, mencionar que la mexicana de 1917 ya había prestado este reconocimiento en forma explícita.26

c) Ampliación del cuerpo electoral. Aun cuan-do la generalidad de las constituciones de corte clásico consagraban el principio de la soberanía nacional o popular, otorgando a los ciudadanos la participación activa en el proceso político a través del sufragio, en la práctica ello tenía un carácter retórico o nominal, por cuanto los cuerpos electo-rales eran extremadamente restringidos. En efecto, los requisitos habilitantes, por razones de edad, sexo, instrucción y par-ticularmente por capacidad económica, eran excesivos.27

Las constituciones de este período tienden a la ampliación del espectro electoral y el sufragio pierde su carácter censitario prác-ticamente en todos los países del mundo.

d) Reconocimiento legal de los partidos po-líticos. Estas fuerzas políticas nacen y se expresan en un principio como una nece-sidad del sistema democrático representa-tivo y al margen de todo reconocimiento constitucional o legal. La importancia que paulatinamente van adquiriendo y que los

25 Véase sobre esta materia y demás tendencias constitucionales contemporáneas anexo de este tomo de Ana María García Barzelatto.

26 Nuestra Constitución de 1925, en su texto primitivo, significó en tal sentido un débil avance: art. 10 Nº 14.

La Reforma de enero de 1971 (“Estatuto de Garan-tías”) incorporó efectivamente derechos de contenido social a nuestro ordenamiento: art. 10 Nº 16.

27 Aparte del requisito de nacionalidad, se pre-cisaban generalmente 21 ó 25 años de edad, sexo masculino, saber leer y escribir y ser contribuyente en porcentajes variables que establecía la ley. En nuestro país, según Carrasco Albano, en 1878, sólo el 0,5% de la población cumplía con estos requisitos.

convierte en factores inherentes de la de-mocracia, obliga a su reconocimiento en las leyes electorales.

e) Coordinación de poderes. El principio de separación de poderes, no obstante su validez en cuanto a constituir un factor de contención contra los abusos de poder, ori-gina en la práctica problemas para el buen funcionamiento del régimen político.

Las nuevas tendencias constitucionales propician, más que una separación de po-deres, una coordinación de los mismos. En tal sentido la mayoría de los países europeos adopta el tipo de gobierno parlamentario, más acorde con ese propósito que el tipo presidencial.

32.2. Tendencias constitucionales en la actualidad

Nuevamente podemos tomar como referencia para percibir estas manifes-taciones un hecho bélico: la Segunda Guerra Mundial. Obviamente, un fenó-meno de tanta trascendencia histórica necesariamente trastrueca el orden pre-existente en forma manifiesta. El mundo del constitucionalismo es permeable a tales estímulos y ello se deja traslucir en las nuevas constituciones.

Siempre con carácter esquemático, re-señamos los aspectos más relevantes:

a) Atribuciones del Ejecutivo. Continúa en las constituciones la tendencia a vigorizar al Ejecutivo, ampliando incluso sus atri-buciones. Por ejemplo: se incorporan las denominadas “leyes marcos”, destinadas a regular en forma general ciertas materias, entregando al Ejecutivo la tarea de desarro-llarlas en detalle. (Constitución francesa de 1958.) En general, se propende a ampliar la llamada potestad reglamentaria de los ejecutivos.

b) Derechos fundamentales. En esta materia el reconocimiento de los derechos funda-mentales, individuales y sociales no sólo se concreta al marco constitucional interno, sino que se proyecta al ámbito internacional:

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Sección Séptima: Teoría de la Constitución

Declaración Universal de los Derechos Hu-manos de 1948? Declaración americana del mismo año; Convención Europea de 1950; Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Cul-turales de 1969, ambos promulgados en Chile en 1989; y Convención Americana sobre Derechos Humanos “Pacto de San José de Costa Rica” de 1969, promulgado en Chile en 1991.

c) Sufragio universal. Del sufragio general o amplio, de la etapa del neoconstitucionalis-mo, llegamos a la del sufragio universal. En efecto, los requisitos para tener el derecho a elegir y poder participar en el proceso político se reducen al mínimo: 18 años de edad y nacionalidad. Junto con rebajarse la edad, se han eliminado las exigencias de instrucción y se ha reconocido el sufragio femenino.28

d) Reconocimiento constitucional de los parti-dos políticos. Consecuencia del rol creciente que en la vida institucional democrática tienen los partidos políticos, es su recono-cimiento, esta vez no sólo a nivel legal, sino con rango constitucional. Tal ocurre en la Constitución italiana de 1947; alemana de 1949, española de 1978 y otras.29

En algunos países se los reconoce como personas de derecho público y se les acuerda financiamiento fiscal para sus actividades electorales.

e) Relación de poderes. Como se tuvo opor-tunidad de estudiar en la Sección VI, párrafo 29 de este Manual, diversas constituciones modernas (Francia, Austria, Irlanda, Portu-gal, entre otras) han establecido sistemas de gobierno que se apartan de los modelos

28 En nuestro país el sufragio femenino se reco-noce para todos los procesos electorales en el año 1949. Se eliminan los requisitos de instrucción y se rebaja la edad a 18 años en la Reforma Constitucio-nal de 1970.

29 En Chile la Constitución de 1925 reconoce a los partidos en forma incidental en el art. 25, y en forma explícita en el art. 9º, después de la Reforma de enero de 1971. En la Constitución de 1980, ver art. 19, Nº 15.

clásicos –presidencial y parlamentario– para configurar tipos mixtos. Ello, como se ha visto, con el objeto de superar los conflictos entre ejecutivo y legislativo, evitando lo que se califica de “bloqueo entre poderes”.30

f) Nuevos órganos estatales y gubernamenta-les. A los tradicionales órganos legislativo, ejecutivo y judicial, se agregan otros lla-mados a cumplir importantes funciones específicas: Tribunales Constitucionales, Consejos Económicos, Órganos Contralo-res, Financieros, de Defensa y Tribunales Calificadores de Elecciones, etc.

Ello deja de manifiesto que, al margen de lo que pueden sostener las diversas doctrinas políticas, el Estado asume cada día mayores funciones en la vida contemporánea.31

g) Manifestaciones del regionalismo. Final-mente mencionemos, como otra de las ten-dencias del constitucionalismo actual, la presencia del concepto región como nueva unidad territorial. Sobre el particular nos remitimos a las explicaciones contenidas en la Sección V, párrafo 19.4 de este Manual.

33. CLASIFICACIÓN Y TIPOLOGÍA DE LAS CONSTITUCIONES

Descritos los principios que informan la escuela del constitucionalismo clásico, estamos en condiciones de comprender la distinción entre Constitución material y Constitución formal.

Constitución en sentido material es el sistema de normas –escritas o no escritas; codificadas o dispersas– que se refieren a la organización fundamental del Estado. El concepto material de Constitución se define, por consiguiente, por su objeto o materia. El sentido material no hace relación ninguna a

30 Sobre esta materia ver NOGUEIRA, HUMBERTO, Regímenes Políticos Contemporáneos, Editorial Fondo de Cultura Económica, Stgo., 1985, pp. 301 y ss.

31 En nuestro país la Contraloría General de la República fue reconocida con rango constitucional en la Reforma de 1943. El Tribunal Constitucional en la Reforma de 1970. La Constitución de 1980 incorpora al Banco Central y al Consejo de Segu-ridad Nacional.

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la categoría formal del origen del precepto, sino a que el objeto o materia reglado sea de importancia fundamental.

“La Constitución –dice Jellinek– abarca los principios jurídicos que designan los órganos supremos del Estado, los modos de su creación, sus relaciones mutuas, fija el círculo de su acción y, por último, la situación de cada uno de ellos respecto al poder estatal”.32

Crear y estructurar los órganos supremos del poder estatal, dotándolos de competen-cia, es, por lo tanto, el contenido mínimo y esencial de toda Constitución. En tal sentido, todo Estado está constituido de una manera determinada, específica y concreta; tiene una manera de ser, un modo de disposición de sus elementos, una estructura en cuanto todo. La Constitución en sentido material coincide con el concepto genérico o am-plio de Constitución enunciado al iniciar esta Sección.

La Constitución en el sentido formal es el sistema de normas referidas a la estructura del poder estatal, en cuya elaboración y mantenimiento se han observado las forma-lidades que prescribe el constitucionalismo clásico. Se atiende, por consiguiente, a las formas y efectos que reviste la técnica jurídica. “Sabemos que el constitucionalismo moder-no ha codificado generalmente las normas jurídicas fundamentales del Estado, para conferir la inmutabilidad y permanencia; el texto escrito y rígido ha sido equiparado a una superley, a una ley de garantías. La Constitución adquiere, con eso, un carácter emintemente formal; se distingue de la ley ordinaria, no sólo por su objeto ni por el género de las cuestiones que trata, por su forma de elaboración”.33

Planteada en estos términos la distinción, se puede concluir que todo Estado tiene Constitución en sentido material, pero no todos la tienen en sentido formal.

La clasificación puede explicitarse to-mando como referencia las constituciones de Inglaterra y de los Estados Unidos de Norteamérica.

32 JELLINEK, ob. cit., p. 413.33 BIDART, ob. cit., p. 512.

Inglaterra tiene una Constitución ma-terial, porque se rige por leyes y conven-ciones constitucionales que se refieren a la organización fundamental del Estado, como la ley que mutiló atribuciones de la Cámara de los Lores (1911) y la que Meció el sufragio universal (1918), y varias con-venciones constitucionales que dan a su sistema político el carácter de parlamentario. En cambio, no tiene Constitución formal, porque al carecer de un poder constitu-yente no existe diferencia entre esas leyes constitucionales y las ordinarias. Por otra parte, no existe un texto escrito único y de naturaleza orgánica.

La Constitución norteamericana, en cam-bio, presenta los caracteres de Constitución tanto en sentido material como formal. En efecto, la Constitución de 1778-89, con las diez primeras enmiendas, contiene el fondo de la Constitución con su tabla de derechos humanos y la reglamentación de los poderes. El artículo V de la misma Constitución pro-pone los trámites necesarios para su reforma, trámites complejos que no son necesarios para la formación ni modificación de las leyes ordinarias. Consta, además, en un documento escrito, solemnemente promulgada por el pueblo y es la base de todo el ordenamiento jurídico norteamericano.34

Otras clasificaciones que habitualmente aparecen en los textos –y a las cuales nos hemos referido incidentalmente en esta Sección– carecen, a nuestro entender, de relevancia. En efecto, para el constitucio-nalismo la Constitución debe ser necesa-riamente escrita, rígida y establecida por el poder constituyente, cuya titularidad de ejercicio reside en el pueblo o nación. Las constituciones no escritas, flexibles y otor-gadas sólo podrán ser consideradas como tales desde el punto de vista material.

Conserva interés la clasificación que se hace entre constituciones breves o sumarias y constituciones desarrolladas. El problema no es meramente cuantitativo como pare-cen entender algunos autores. No se trata del mayor o menor número de capítulos o

34 El ejemplo se encuentra desarrollado en IZAGA, ob. cit., tomo 2, p. 198.

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artículos que tiene el texto constitucional, sino del aspecto cualitativo, del alcance de las normas. La Constitución breve o sumaria se limita a regular los aspectos esenciales de las instituciones que establece y enco-mienda a la ley ordinaria su reglamentación o complementación. Por el contrario, las constituciones desarrolladas pormenorizan materias propias de ley ordinaria.

Las constituciones chilenas –con la ex-cepción de la de 1823, “moralista” de Ega-ña– han sido breves o sumarias.

La doctrina se inclina preferentemente por la Constitución breve o sumaria.

Estimamos que la clasificación entre Constitución escrita y Constitución real es per-fectamente válida en su contenido, pero resulta equívoca en cuanto a la termino-logía empleada. La alusión a constitucio-nes escritas como uno de los factores de la contraposición, excluye a cierto tipo de normas fundamentales, respecto a las cuales también puede originarse la antinomia que se procura evidenciar.

Por tal motivo, estimamos más escla-recedora la distinción entre Constitución y régimen político. Aun cuando el tema será profundizado en la Sección de los Regímenes Políticos (tomo II), creemos oportuno trazar aquí un esbozo de este planteamiento.

La premisa fundamental de esta clasifica-ción se traduce en el siguiente enunciado: la verdadera configuración política de un pueblo no es siempre lo que aparece en los textos constitucionales. La Constitución tien-de a desfigurarse en su aplicación práctica. “La puesta en marcha de la Constitución produce un cierto orden, el orden consti-tucional, que tal vez se separe un poco –o mucho– de la imagen de orden concebida por los constituyentes, o de la deducida por los exégetas del texto (en el caso de Constitución escrita)”.35

Las causas que pueden provocar este desfase entre lo que dice el texto constitu-cional y la realidad son complejas y, para su adecuada comprensión, es preciso conocer el rol que en la vida estatal desempeñan las

35 JIMÉNEZ DE PARGA, ob. cit., p. 25.

fuerzas políticas. Intertanto, debemos ade-lantar que la vida política se nos presenta como un constante fluir que no puede que-dar paralizado por un texto constitucional. De ahí que surja la idea de régimen como un continuo fluir vital de las situaciones concretas del poder. Se trata, en síntesis, de visualizar el proceso dialéctico que se origina entre vida y organización, devenir y estructura.

Desde esta perspectiva, Jiménez de Parga define la Constitución como “un sistema de normas jurídicas, escritas o no, que pretende regular los aspectos fundamentales de la vida política de un pueblo”.

El régimen político –según, el mismo au-tor– es “la solución que se da de hecho a los problemas políticos de un pueblo”. Como tal solución es efectiva, el régimen puede o no coincidir con el sistema de soluciones establecido por la Constitución. Lamenta-blemente la mayoría de las veces esta coin-cidencia está muy lejos de producirse.36

33.1. Tipología de Manuel García-Pelayo

Una de las tipologías de mayor difusión es la que corresponde a MANUEL GARCÍA-PELAYO, quien toma como referencia el distinto sentido metodológico con que se ha elaborado una constitución, la que, a su vez, es expresión de una posición filosófica en concordancia con una doctrina política.37

a) Concepto racional normativo: concibe la Constitución como un sistema de normas capaz de planificar la vida política. Sólo la razón puede poner orden. La Constitu-ción no sólo es la expresión del orden, es la creadora de ese orden. De esta suerte la realidad política está en la ley que la establece.

Característica del concepto racional normativo de la Constitución es la de ser un documento escrito, establecido de una

36 JIMÉNEZ DE PARGA, ob. cit., pp. 25 y 69.37 La tipología se encuentra desarrollada en De-

recho Constitucional Comparado, Editorial Revista de Occidente, Madrid, 1957, pp. 33 y ss.

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sola vez y para siempre. Sólo el derecho escrito ofrece garantías de racionalidad; sólo él permite un orden objetivo y per-manente.

Históricamente, el contenido de estas fórmulas constitucionales corresponde al auge de la doctrina liberal, tanto en su ex-presión política como económica.

b) Concepto histórico tradicional: surge esta corriente en el siglo XIX, como reacción a la posición anterior. Conforme a ella la Constitución es el resultado de una lenta transformación histórica. En cada comuni-dad concurren especiales circunstancias, no todas dependientes de la voluntad humana ni de la razón. Frente a la indigencia de la norma jurídica, ganan importancia los usos y prácticas políticos. Por eso debe decirse con propiedad la Constitución de un pueblo, no de constitución a secas, como estructura de orden válida para cualquier lugar. Una constitución consuetudinaria tiene mayor vigor que una escrita.

Si bien es correcto vincular esta concep-ción tradicional con la doctrina conservadora, no debe olvidarse –como anota TAGLE– que también existe una corriente historicista con sentido revolucionario, en la cual algunos incluyen al mismo Carlos Marx.38

c) Concepción sociológica: postula que la Constitución es el modo de ser de un pue-blo con todo el complejo de sus riquezas, carácter, cultura, etc. Por consiguiente, no interesa tanto el orden descrito por los textos fundamentales como el orden vivido por cada pueblo.

A la posición racional-normativa la co-rriente sociológica contesta que la Consti-tución es “una forma de ser y no de deber ser”; a la histórico-tradicional, recuerda que la Constitución no es el resultado del pasado, sino que se basa en estructuras del presente.

En síntesis, mientras la concepción racio-nal hace girar el derecho sobre la validez y lo histórico sobre la legitimidad, la sociológica la hace sobre la vigencia.

38 TAGLE A., CARLOS, Derecho Constitucional, Edi-torial Depalma, Buenos Aires, 1976, p. 123.

Adhieren a esta corriente conservadores, como Lorenz von Stein, pero sin duda el mayor vigor dimana del pensamiento de un socialista, Ferdinando Lassalle: “Los problemas constitucionales no son prima-riamente problemas de derecho, sino de poder; la verdadera Constitución de un país sólo reside en los factores reales que en este país rigen”.39

33.2. Tipología de Karl Loewenstein

Karl Loewenstein en su ordenamiento tipológico de las constituciones, otorga singular relevancia al factor eficacia. ¿Se cumple lo ordenado por la Constitución? Al contestar esta interrogante, abre un es-pectro de posibilidades:

a) Constituciones normativas. En este tipo de constituciones existe una efectiva y real coincidencia entre lo que dice el texto es-crito y el orden político-social. Titulares y destinatarios del poder hacen de la Consti-tución una práctica, la viven efectivamente. El ambiente nacional y social es favorable para su realización. La Constitución tiene una eficacia de ciento por ciento. La Cons-titución es un traje a la medida.

Según Loewenstein, este tipo de consti-tuciones se encontraría en los países euro-peos occidentales y en Estados Unidos de Norteamérica.40

b) Constituciones nominales. En este caso el grado de eficacia de la Constitución es relativo. Puede ser jurídicamente válida, pero el proceso político no se adapta del todo a sus normas. El desajuste se origina por falta de desarrollo de la realidad polí-tico-social. La norma vale jurídicamente, pero no tiene existencia histórica; es una pretensión sincera y quizá llegue a configurar

39 “¿Qué es una Constitución?”, Editorial Siglo XX, Buenos Aires, 1957, p. 41.

40 Autores como BUONDELL y JIMÉNEZ DE PARGA, encuentran exagerada la apreciación de Loewens-tein en tal sentido: en ningún país del mundo las constituciones cuentan con una eficacia plena, la-mentablemente.

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Sección Séptima: Teoría de la Constitución

de modo efectivo la realidad sociopolítica. Puede llegar a ser plenamente eficaz. El traje debe colgar durante cierto tiempo en el armario y será usado cuando el cuerpo haya crecido.

Este tipo de constituciones se daría en los países subdesarrollados.

c) Constituciones semánticas. La Consti-tución es plenamente aplicada, pero no es más que una formulación del poder políti-co existente, en beneficio exclusivo de los detentadores del mismo. La Constitución es efectivamente aplicada, pero no cum-ple su verdadero rol de ser un medio para contener el poder estatal. Si no existiera la Constitución, el desarrollo táctico del proceso del poder no sería notablemente diferente. La Constitución es entonces un puro instrumento de camuflaje. En el símil desarrollado, el traje no es en absoluto un traje, sino un disfraz.

¿Dónde encontramos las constituciones semánticas? Loewenstein, en forma prudente, contesta: “no parece tener ningún campo específico. Pueden surgir por doquier”. Sin embargo, señala como “tipo ideal” la Constitución de Cuba proclamada por el dictador Fulgencio Batista en 1952, tras su golpe de Estado. Por otra parte agrega, “la Constitución semántica en la forma de tipo archidemocrático de gobierno de asamblea se ha convertido en práctica corriente dentro del ámbito soviético”.41

Como anota Torcuato Fernández Miran-da, el esquema de Loewenstein representa un realismo metódico que desplaza el método jurídico hacia un planteamiento sociológico del Derecho constitucional.42

34. CASOS CRÍTICOS

El Estado, como cuerpo político, está expuesto, lo mismo que el hombre, a enfren-

41 La tipología y comentarios desarrollados se encuentran en la obra de LOEWENSTEIN Teoría de la Constitución, Editorial Ariel, Madrid, 1968, pp. 216 y ss.

42 En Estado y Constitución, Editorial Espasa-Calpe, Madrid, 1975, p. 81.

tarse con diversas enfermedades. A lo largo de su vida, el Estado sufre contratiempos, vive momentos excepcionales y crisis de diversa índole.

Los ordenamientos fundamentales de los diversos Estados no han estado ajenos a estas situaciones y, en consecuencia, la mayoría de las constituciones prevén al-gunas enfermedades del cuerpo político y prescriben diversos remedios.

En efecto, frente a ciertas anormalidades o alteraciones, y según sea su gravedad, se contemplan ciertos procedimientos, como son los llamados regímenes de emergencia o estados de excepción constitucional.

Estas situaciones de anormalidad, que permiten declarar los estados de emergencia, pueden originarse por factores externos (guerra o invasión), por causas internas (conmoción o graves alteraciones del orden público) o por fenómenos de la naturaleza (sismos, inundaciones, etc.). 43

Declarado el estado de excepción por la autoridad correspondiente y con los requi-sitos que el ordenamiento constitucional señale, la autoridad ejecutiva puede suspen-der o restringir el ejercicio de determina-dos derechos (libertad personal, derecho de reunión, de asociación, de opinión y otros).

En general, los estados de emergencia tienen por finalidad restablecer la norma-lidad y son de duración limitada.

Como podemos apreciar, frente a cada alteración o enfermedad del cuerpo político se contempla una institución como remedio adecuado a la circunstancia.

Sin embargo, suele darse el caso de al-teraciones de mayor gravedad que consti-tuyen verdaderos estados patológicos den-tro del orden político y que, por su misma naturaleza, no pueden estar previstos en la Constitución Política. Esto último resulta evidente, ya que toda Constitución tiende

43 La Constitución de 1980 consulta cuatro estados de excepción constitucional: estado de asamblea, de sitio, de emergencia y de catástrofe. Ver arts. 39 a 45. Durante el periodo de transición la disposición 24 contempla un quinto estado; “peligro de alteración de la paz interna”.

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a asegurar la estabilidad institucional y la continuidad jurídica y, en consecuencia, no puede institucionalizar actos contra las normas jurídicas establecidas o al margen de ellas (golpes de Estado, revoluciones, etc.) y que significan abrir una brecha en el orden jurídico. La revolución no es un acto jurídico susceptible de ser constitucionalizado. Los instrumentos constitucionales no prevén las revoluciones como actos jurídicos lícitos ni los efectos que los hechos de esa clase pueden producir luego. Desde el punto de vista jurídico son consideradas como crisis del derecho o como rupturas de la legalidad. “La Constitución que establece el derecho a ser violada no sería en rigor una Constitución”, dice Schmitt.

Tradicionalmente, el Derecho Político se despreocupaba del estudio de estos ca-sos críticos o estados patológicos. Cuando uno de estos fenómenos se presentaba, el diagnóstico quedaba agotado con la simple certificación de un hecho: se ha producido la ruptura de la continuidad constitucional.

Carré de Malberg, representativo ex-positor de esta tendencia, expresa: “No hay sitio en la ciencia del Derecho Público para un capítulo sobre la teoría jurídica de los golpes de Estado, de las revolu-ciones y de sus efectos”.44 Sin embargo, esta postura en el Derecho Político ha ido cambiando. Con Jean Blondell nos encontramos ante una nueva tendencia para enfrentar estos fenómenos: “Pese a la supremacía de las constituciones, los juristas siempre han reconocido, con un claro concepto de la realidad, que una revolución que consigue triunfar significa el final de la Constitución antes vigente y que los nuevos gobernantes pueden empezar a trabajar en una tabla rasa”.45 Se aceptan las perturbaciones del orden político como una realidad susceptible de estudio y análisis, ya que las más de las veces supone un quiebre constitucional y la generación de un nuevo orden.

44 Ob. cit., p. 947.45 Introducción al Estudio Comparativo de los Gobiernos,

Editorial Rev. de Occid., Madrid, 1973, p. 471.

Son muchas las manifestaciones del he-cho revolucionario. La continuidad jurídi-ca y la estabilidad constitucional pueden verse alteradas por múltiples fenómenos y común es, aun cuando tarea nada fácil, hacer un distingo entre todos ellos, con-ceptualizándolos según las características que asumen.

34.1. Revolución y golpe de Estado

Aunque en estricto rigor no se puede decir que los griegos conocieron el moderno concepto de revolución, es de suma impor-tancia hacer notar cómo ellos distinguieron entre lo que hoy en día denominamos “re-volución” y “golpe de Estado”. “Unas veces los ciudadanos se alzan contra el gobierno –dice Aristóteles en La Política–46 para im-poner un cambio de Constitución, para cambiar la que exista, sea cual fuere, es decir, para trocar la democracia en oligar-quía o la oligarquía en democracia, o ésta en república y en aristocracia o viceversa. Otras veces el alzamiento no va contra la forma de gobierno establecida, sino que se consiente en dejar que subsista, pues lo que quieren los descontentos es gobernar ellos mismos”.

La clasificación aristotélica hizo fortuna y hasta el presente los autores siguen repi-tiendo que existe revolución cuando los insurrectos con su acción pretenden cambiar el orden jurídico-institucional; por el con-trario, se está en presencia de un golpe de Estado cuando el propósito se circunscribe a un simple cambio de gobernantes.

Sobre el particular, estimamos que debe necesariamente hacerse una puntualización. Tanto en el caso de la revolución como en el caso del golpe de Estado, se produce una ruptura del ordenamiento constitucional, ya que los nuevos gobernantes acceden al poder por vía diferente que la señalada en el ordenamiento preexistente. La caducidad de la Constitución, desde un punto de vista jurídico, resulta inevitable.

46 Libro VIII, Cap. I.

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Partiendo del supuesto que el hecho revolucionario se produzca en un Estado regido por una Constitución de corte cons-titucionalista, ella queda abrogada en forma orgánica, sea cual fuere la justificación ética y la legitimidad del movimiento triunfante. La razón de que ello ocurra así, es simple: la respuesta que el ordenamiento fundamen-tal daba a la interrogante ¿quién ejerce el poder? ya no es válida, no corresponde a la realidad. La generación del gobierno ha sido otra, que no se compadece con la fórmula que establecía el ordenamiento normativo –aun cuando cuente con la aprobación tá-cita o expresa de los gobernados–. Y, siendo la Constitución, ante todo “organización fundamental de las relaciones de poder del Estado”, mal podría sobrevivir si ha sido vulnerada, precisamente, en ese aspecto de su esencia –no obstante que ello pueda aparecer impuesto por las circunstancias.

La Constitución escrita no representa un conjunto de disposiciones yuxtapuestas e inorgánicas; implica, por el contrario, una totalidad unitaria y acabada que sólo se hace inteligible en función del todo, por cuanto expresa una determinada idea de derecho y la opción por un régimen político, también típico. Es por eso que su revisión o enmienda sólo puede efectuarse por los canales que ella misma previene.

El hecho revolucionario puede ser mo-ral, si encuadra con las leyes éticas; puede ser legítimo si descansa en la juridicidad; pero no es nunca legal por discordar con el derecho positivo.

Ahora bien, ¿qué sucede cuando el propio gobernante revolucionario atribuye vigencia a la Constitución preexistente? Se trata, por cierto, de un hecho de extraordinaria significación, por cuanto revela la decisión del detentador de hecho para gobernar conforme a derecho. Sin embargo, ello no hace revivir el estatuto fundamental abrogado; solamente el contenido de sus disposiciones puede cobrar eficacia; pero no ha cambiado el fundamento de su vali-dez. La fuerza normativa ya no arranca de una manifestación del poder constituyen-te, sino de la decisión del gobernante. La Constitución formal ha muerto; emerge

la Constitución material: reglas y prácticas para el ejercicio del poder.

Obviamente, ese mismo Estado podrá volver a regularse por una Constitución formal –en los términos del constitucio-nalismo– cuando en su establecimiento se respeten los principios que ya recordára-mos. Cabe reiterar, igualmente, que para que ello ocurra basta un apego nominal a los principios clásicos. Es preciso que el nuevo estatuto sea reflejo del pensamiento y el querer políticos comunes.

Admitido que la consolidación del triun-fo de los insurrectos produce como efecto inmediato la abrogación del ordenamiento constitucional, es posible entrar a distinguir en cuanto a sus efectos mediatos.

Es dentro de este ámbito cuando tiene aplicación la tipología de Aristóteles, pero referida no tan sólo a los aspectos meramen-te jurídicos, sino que principalmente a la configuración global de la sociedad.

Cuando como consecuencia de la acción de los gobernantes “de tacto” se produce una transformación radical y profunda en el ordenamiento jurídico y en las estructuras económico-sociales, estamos en presencia de una revolución. Cuando, por el contra-rio, los cambios sólo se circunscriben a lo político-institucional, sin tocar las estruc-turas económico-sociales, o sólo lo hacen tangencialmente, estamos en presencia de un golpe de Estado.

Se citan como ejemplos clásicos de revolución: la Francesa de 1789; la Rusa (bolchevique) de 1917; la China de 1949; la Cubana de 1959.

En materia de golpes de Estado, Latino-américa ofrece un espectro variado: Bolivia, Venezuela, Argentina, los más destacados. Por el contrario, Chile y Uruguay se pre-sentaban como ejemplos de estabilidad en el siglo XX.

Dentro del tipo golpe de Estado se suele distinguir el pronunciamiento militar de los cuartelazos. Lo que cualifica al pronuncia-miento militar es la acción cohesiva de las Fuerzas Armadas. No se trata de un movi-miento dirigido por una fracción de una de sus ramas, ni de un acto de caudillaje, sino de un movimiento institucional de las

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mismas. Generalmente se invoca como fi-nalidad la defensa de las instituciones y la integridad nacional.47

Los cuartelazos, putsch y otros movimien-tos insurreccionales carecen de esa cobertura institucional y representan sólo fracciones de las Fuerzas Armadas.48

34.2. El derecho de resistencia a la opresión

Los distintos actos que hemos descrito son, por lo general, producto –como lo seña-láramos en su oportunidad– de una reacción de los gobernados en contra de la comisión de ciertos “abusos” o mantenimiento de ciertos “usos” por parte de los gobernantes. Se producen en el cuerpo político ciertas “enfermedades” que no tienen remedio jurídico y por ende se recurre a remedios extrajurídicos (revolución, golpe de Esta-do, etc.). El problema, entonces, consiste en acordar a esos actos la justificación que jurídicamente no tienen; en legitimarlos sobre la base de justificaciones extrajurídi-cas. El derecho de resistencia a la opresión cumple la función de justificar ciertos actos de los gobernados frente a determinadas situaciones que implican arbitrariedad por parte de los gobernantes.

También denominado derecho de rebe-lión, “es el derecho que tiene toda sociedad de hombres dignos y libres para defenderse contra el despotismo e incluso destruir-lo”.49 La concepción de este derecho es de antigua data y su desarrollo ofrece di-versas variantes a lo largo de la historia del pensamiento político y en los diferentes regímenes políticos.

Aun cuando no faltan antecedentes tanto en los griegos –que manifestaban un acentuado aborrecimiento por el go-bierno ilegítimo (“impuro”)– como en la

47 Sobre el particular ver Bando Nº 5 y Decreto Ley Nº 1 de la Junta de Gobierno de Chile, ambos del 11 de septiembre de 1973.

48 Sobre el punto ver MELOTTI, UMBERTO, Revo-lución y Sociedad, Editorial F.C.E., México, 1971.

49 SÁNCHEZ VIAMONTE, CARLOS, El Constituciona-lismo, Editorial Bibliográfica, Buenos Aires, 1957, p. 351.

Patrística, podemos afirmar que las primeras exposiciones orgánicas relativas al derecho de insistencia a la opresión comenzaron a tener lugar a partir del siglo XII con Juan de Salisbury, quien en su obra Polycraticus presenta la primera defensa explícita del tiranicidio que se encuentra en la literatura política medieval. “Quien usurpa la espada merece morir por la espada”.

Un siglo más tarde, Santo Tomás de Aquino en su obra Del régimen de los prínci-pes, repudia el tiranicidio, pero sienta las bases de la resistencia a la opresión, como acto público de todo un pueblo. Justifica la resistencia a la tiranía siempre y cuando quienes resistan se aseguren que su acción será menos nociva para el bien común que el mal o abuso que tratan de eliminar. Pos-teriormente, Marsilio de Padua en su obra Defensor pacis (1324) expone el derecho de resistencia a la opresión enlazándolo con el principio de la soberanía del pueblo.

Al iniciarse la Edad Moderna (siglo XVI) cobran relieve las defensas que de este dere-cho hicieron los teólogos españoles Suárez, en el Tratado de las Leyes, y Mariana, en Del rey y de la institución real.

Sin embargo, el verdadero realce del derecho de resistencia a la opresión tiene lugar con John Locke en su Segundo ensayo sobre el gobierno civil, obra publicada en 1690. No sin razón se ha definido a Locke como el teórico de la revolución inglesa de 1688. En efecto, en el prefacio del Ensayo justifica a los ingleses que, a su juicio, obraron en defensa de sus legítimos derechos, los que les habían sido arrebatados por el usurpador Jacobo II. “Siempre que los legisladores intentan arrebatar o suprimir la propiedad del pueblo o reducir a los miembros de éste a la esclavitud de un poder arbitrario, se colocan en estado de guerra con el pueblo, y éste queda libre dse seguir obedeciéndole, no quedándole entonces a ese pueblo sino el recurso común que Dios otorgó a todos los hombres contra la fuerza y la violencia… Este pueblo tiene derecho a readquirir su libertad primitiva y ante el estableci-miento de un nuevo poder legislativo (el que crea más conveniente) provea a su propia salvaguardia y seguridad, es decir,

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Sección Séptima: Teoría de la Constitución

a la finalidad para cuya consecución están en sociedad”.50

Mucho se ha discutido en doctrina po-lítica si el derecho a la rebelión es o no un derecho a la revolución. Si nos atenemos a lo expresado por John Locke en su obra no podemos más que entenderlo como el derecho que tiene el pueblo a recuperar los derechos que le han sido vulnerados. Cuando el gobernante se excede en sus atribuciones, sobrepasa sus derechos y quebranta la misión que le ha sido confiada, el pueblo tiene el deber de ejercer el derecho de resistencia y liberarse de la opresión a que ha sido some-tido. En consecuencia, este derecho no tiene por finalidad la promoción de una sociedad mejor, no pretende un cambio institucional, sino la recuperación de los antiguos derechos que han sido conculcados; es un derecho contra los gobernantes, pero no contra las instituciones, por lo que –a lo menos en su sentido original– no se identifica con el derecho a la revolución propiamente dicha, aun cuando en ciertas circunstancias puede adquirir tal alcance y trascendencia.

El derecho de resistencia a la opresión no sólo ha existido en la doctrina de los pensado-res, sino que, además, ha habido reiterados intentos de institucionalizarlo. La declaración de los derechos del hombre y el ciudadano lo incluye entre los derechos naturales e im-prescriptibles, juntamente con la libertad, la propiedad y la seguridad (art. 2º).

Sin embargo, su institucionalización, es decir, su reconocimiento por el derecho positivo, ha significado un problema para el constitucionalismo. El Estado de Derecho, producto del constitucionalismo clásico, im-plica la existencia de una serie de técnicas jurídicas (separación de funciones, supre-macía constitucional, elecciones libres, etc.), destinadas a excluir la posibilidad teórica de opresión y, en consecuencia, la necesidad de remedios extrajurídicos. En otras palabras, “en el derecho positivo, dentro de las ma-nos del Estado de Derecho, el derecho de

50 JOHN LOCKE, Segundo ensayo sobre el gobierno civil, Aguilar, Buenos Aires, 1963, Cap. XIX, p. 239. Véase en Anexos de este libro Hobbes y Locke, intérpretes de su época, por ANA MARÍA GARCÍA BARZELATTO.

resistencia a la opresión no tiene razón de existir, porque el constitucionalismo implica la imposibilidad jurídica de la opresión y la posibilidad jurídica de impedir o reparar los abusos”.51 Además, el ejercicio de la rebelión implica el empleo de la fuerza y ésta es, por naturaleza, lo opuesto al Derecho.

Después de la Segunda Guerra Mundial las constituciones dictadas en Europa no consagran este derecho debido a la difi-cultad en encontrar fórmulas adecuadas para su institucionalización; sin embargo, el espíritu de derecho de rebelión emana claramente de cada una de las constituciones del mundo occidental.

34.3. Gobierno de facto

No obstante las situaciones de anorma-lidad constitucional que puede sufrir un Estado (revoluciones, golpes de Estado, etc.), éste debe seguir funcionando. Y esto, en virtud del principio de la “continuidad del Estado”. Un Estado no puede saber de pausas ni interrupciones y exige que en todo momento haya un gobierno rigién-dolo y mandándolo. Siempre debe haber un gobierno que lo dirija, que asegure su funcionamiento para evitar caer en el caos o la anarquía, aun cuando ese gobierno no se haya constituido de acuerdo con las normas jurídicas vigentes.

Por esta razón ha surgido la doctrina del gobierno de facto o de hecho en oposición al gobierno de jure o de derecho. Se caracteriza, porque “el acceso a los cargos o roles de gobierno por parte de los nuevos ocupantes se efectúa contrariando normas jurídicas, o por lo menos, al margen de ellas”.52 Así el gobierno será de facto hasta que se produzca la instauración de un nuevo orden consti-tucional mediante el ejercicio del poder constituyente, y el gobierno se convierte en de jure, ya que estará encuadrado dentro del nuevo ordenamiento jurídico.

Pero no sólo el gobierno instaurado al margen de las normas constitucionales y

51 LÓPEZ, p. 102.52 LÓPEZ, p. 108.

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Manual de Derecho Político

legales constituye gobierno de facto. Exis-ten otros criterios para determinarlo. El profesor Dana Montaño observa “que el hecho apreciable para la determinación del carácter de un gobierno no es solamente el modo como ha llegado al poder. Un go-bierno regularmente constituido, es decir, elegido de acuerdo a la Constitución y a la ley, puede devenir gobierno de hecho, por apartarse de aquélla o de ésta, ora en el ejercicio de sus atribuciones propias, ora por haber sobrevenido un vicio que hace irregular su permanencia en el poder”.53

Podemos determinar, entonces, que es-tamos en presencia de un gobierno de facto cuando el conjunto de órganos y de indivi-duos que dirigen el Estado se apartan de las normas de derecho vigentes, ya sea porque se genera con prescindencia del procedi-miento establecido en la Constitución y en las leyes para la renovación de los titulares de los órganos gubernamentales, y en forma generalmente violenta, o porque en la orga-nización de las instituciones del Estado, un poder vulnera los principios de derecho y, en especial, el de la separación de los poderes y se arroga, además de sus funciones propias, otras facultades que han sido entregadas por la ley a un poder distinto o, por último, cuando al ejercer sus funciones atropella abiertamente los derechos y garantías que la ley concede a sus ciudadanos.

53 Montaño, Dana, Principios de Derecho Público, tomo II, p. 128.

Según este criterio se puede distinguir entre los gobiernos que nacen de facto y aquellos que nacen de jure, pero que devie-nen de facto por actos posteriores.

Todo gobierno de facto pretende legiti-marse, ser aceptado y reconocido no sólo en el plano interno, sino también interna-cionalmente.

Internamente, un gobierno de facto puede legitimarse y, además, convertirse en gobierno de jure al instaurar un nuevo orden consti-tucional o mediante el reconocimiento del ordenamiento jurídico vigente y el encuadra-miento de sus actos a éste. También puede legitimarse por cualquier medio que signifique la expresión de la opinión ciudadana con respecto al régimen de facto y que le permite confirmar en el poder a los gobernantes que han llegado a él por vías extralegales, como el plebiscito, por ejemplo.

En el plano internacional el gobierno de facto busca primordialmente y con verdadero carácter de necesidad el reconocimiento por parte de los demás Estados. Es decir, un pronunciamiento oficial de la comu-nidad internacional, considerando que el gobierno de facto representa legalmente al Estado y que es capaz de obligar en materia internacional. Las estrechas relaciones que mantienen los Estados en materia económi-ca, técnica, comercial y cultural, entre otras, explican la importancia fundamental que el reconocimiento internacional tiene para los gobiernos de facto.

TEXTO COMPLEMENTARIO

Texto atinente a párrafo 32:

Evolución del Constitucionalismo

MARIO BERNASCHINA GONZÁLEZManual de Derecho Constitucional

Editorial Jurídica de Chile, 1958,pp. 137 a 141

APROBACIÓN DE LA CONSTITUCIÓN DE 1925

Convocatoria a una Asamblea Constituyente. El país pedía una Asamblea Constituyente y la

finalidad principal de la Comisión Consultiva era la de “informar al Gobierno sobre todo lo relativo a los procedimientos a que deba ce-ñirse la organización y funcionamiento de la Asamblea Constituyente”.

Sin embargo, el presidente Alessandri tuvo poderosas razones para omitir la convocatoria de un Congreso elegido por el pueblo, princi-palmente por la falta de registros electorales.

Subcomisión de forma. La subcomisión que nos interesa, según lo expresado en la primera

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Sección Séptima: Teoría de la Constitución

reunión de la Gran Comisión, se preocuparía de los preparativos y organización de la Asam-blea Constituyente; tendría por objeto realizar la función para la cual había sido convocada la Comisión Consultiva misma, finalidad que fue desvirtuada más tarde, transformándose en Constituyente.

Nos ha sido imposible encontrar las actas de las sesiones de esta subcomisión, que no se publicaron en el libro llamado “Actas Oficia-les de las sesiones celebradas por la Comisión y subcomisiones encargadas del estudio del Proyecto de Nueva Constitución Política de la República”. No obstante, hemos tratado de reconstituir sus trabajos guiándonos por las versiones de prensa de la época y los relatos de los miembros de ella.

La sesión constitutiva de esta subcomisión se verificó el día 20 de abril, con el nombre de “Comisión de organización y funcionamiento de la Asamblea Nacional Constituyente”. Nosotros la hemos llamado, simplemente, “subcomisión de forma”, por el papel que se le asignó.

A la primera reunión concurrieron todos sus miembros, pero los trabajos de esta sub-comisión no tuvieron importancia, porque no llegó a conclusión concreta alguna. Se discutió si la Constituyente sería elegida sobre una base gremial o por elección popular. El señor Alessandri, que en la sesión preparatoria del 4 de abril de 1925 había abordado estas mismas ideas, deseaba que fuera elegida en forma mixta: “dos tercios de elección popu-lar y el tercio restante con representantes de las actividades de las fuerzas vivas de la nación”.

En la segunda reunión (23 de abril) se siguió discutiendo el mismo punto. La 3ª y última sesión de esta subcomisión se realizó el 1º de mayo de 1925 con muy escasa asistencia, razón que movió al señor Alessandri a no convocarla posteriormente.

Llamamiento a un plebiscito. A pesar de que en varias ocasiones el señor Alessandri había ofreci-do llamar a una Asamblea Constituyente, tenía la idea de hacer aprobar la nueva Constitución por medio de un plebiscito. En conversaciones personales que sostuvimos con él nos manifestó que esta fórmula la estimó más conveniente para impedir que la obra de la subcomisión de reforma, que avanzaba con todo éxito, fuera desvirtuada por una Asamblea.

En la sesión 3ª se acordó someter el proyecto definitivo de la subcomisión a la consulta de un plebiscito nacional.

El 31 de julio de 1925 (Diario Oficial de 3 de agosto) se dictó el Decreto-ley Nº 461, que convocaba a plebiscito. En el considerando 7º se decía: “Que, en homenaje y respeto a la voluntad nacional, y habiéndose manifestado opiniones divergentes en orden al régimen y forma de Gobierno, el Presidente de la Repú-blica considera su deber someter esta diver-gencia al fallo autorizado que dicte la voluntad solemnemente expresada de la mayoría de sus conciudadanos”.

El plebiscito se realizaría el 30 de agosto de 1925 y en él la ciudadanía debía manifestar su preferencia por alguno de los proyectos.

Forma del plebiscito. Los proyectos que se someterían a referéndum eran dos: el de la subcomisión y el voto disidente o voto parla-mentario.

En el artículo 2º de los Decretos-leyes Nos 461 y 462 se especificaba la forma como se emiti-rían los votos. Si se aceptaba el proyecto “cuya aprobación pide el Presidente de la República”, los ciudadanos debían votar por la cédula de color rojo.

Los ciudadanos que deseaban “mantener el régimen parlamentario con la facultad de la Cámara de Diputados para censurar y derribar gabinetes y aplazar el despacho y vigencia de las leyes de Presupuesto y recursos del Esta-do”, emitirían su voto por medio de la cédula color azul. Es interesante fijarse en el carácter tendencioso que se dio a la redacción de este número.

Por último, los ciudadanos que rechazaran todo proyecto o fórmula constitucional, o que desearen otros medios para restablecer la norma-lidad institucional, podrían emitir sus sufragios por medio de la cédula de color blanco. Este era el voto de rechazo.

De conformidad con el Decreto-ley Nº 462 (publicado en el Diario Oficial del día 3 de agosto de 1925), se constituirían Mesas en todo el país, compuestas de tres miembros cada una. En los Títulos IV, V, VI y VII (Arts. 5º a 28) se establecían las modalidades para el nombra-miento del personal de las Mesas receptoras, locales, instalación y funcionamiento de las mis-mas, reglamentándose en detalle cada uno de estos actos. Los Títulos X, XI y XII se referían, respectivamente, a los procedimientos judicia-les, penas y disposiciones generales relativas al referéndum.

El Titulo VIII fijaba el 15 de septiembre como día en que se haría el escrutinio; estarían encargados de esa función los secretarios de

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Manual de Derecho Político

ambas Cámaras y el Subsecretario del Interior (Art. 29).

En el artículo 30 se agregaba que el proyecto que resultara aprobado sería promulgado por el Presidente y, en todo caso, debería publicarse el resultado del plebiscito por bando, en todas las ciudades de la república, por los intendentes y gobernadores.

Resultados del plebiscito. La Junta Central Ra-dical, el Directorio General del Partido Conser-vador y el Partido Liberal Unido resolvieron, en diversas fechas, abstenerse de concurrir al plebiscito.

Los partidos Liberal, Liberal-Democrático y Demócrata acordaron votar por la cédula roja; es decir, por el proyecto de la subcomisión de reforma.

El Partido Comunista fue el único que resol-vió votar por la cédula azul, o sea, por el “voto disidente” o de régimen parlamentario.

De los 296.259 ciudadanos inscritos en todo el país, concurrieron a las urnas solamente 134.421; o sea, menos del 50% de los electores.

Realizado el recuento de votos, y una vez que la comisión designada por el artículo 29 del Decreto-ley Nº 462 emitió su informe, se proclamó el siguiente resultado oficial:

Por el proyecto del Presidente (voto rojo) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127.483Por el proyecto de régimen parlamentario (voto azul) . . . . . . 5.448Por el voto de rechazo (voto blanco). . . . . . . . . . . . . . . . . 1.490

Total . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 134.421

Si al número de ciudadanos inscritos le restamos los sufragios que obtuvo el proyecto del Presiden-te, tenemos 168.776 ciudadanos que no estaban de acuerdo con la Constitución que se daría por aprobada; es decir, casi el 60% de los inscritos.

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24. GOBIERNO, ÓRGANOS Y FUNCIONES

En forma elemental y con carácter pro-visional, podemos definir el gobierno como el ejercicio del poder supremo (estatal). De ahí que habitualmente se exprese, que “el gobierno es la dirección suprema y control de la administración estatal, así como la conducción de la política global del Estado”.1 En este sentido, gobierno es el sustantivo del verbo gobernar. Gobernar es ejercer el poder.

En la sección anterior hemos puntualizado que el poder supremo tiene como soporte y residencia al Estado; pero este poder se ejerce por hombres: “el poder del Estado, para realizarse, necesita de una inteligencia, de una voluntad, de una fuerza humana que lo concreten, que lo hagan efectivo que lo impulsen”.

Ahora bien, las personas o cuerpos que ejercen una parte cualquiera de la potestad estatal (Presidente de la República, asam-bleas legislativas), son por ello mismo los órganos del Estado. “Las personas o asam-bleas que expresan la voluntad nacional o ejercen la potestad pública, jurídicamente no son más que los órganos de esa colecti-vidad unificada, es decir, los órganos de la persona estatal. En derecho estricto y desde el punto de vista de la teoría general del Estado, la naturaleza del órgano estatal es igual en todas partes: el zar de Rusia, en los tiempos de su autocracia, era un órgano en el mismo sentido que la asamblea de

1 JORG KAMMLER, “Funciones de Gobierno”, en Introducción a la Ciencia Política, por WOLFGANG ABEN-DROTH y KURT LENK, Editorial Anagrama, Barcelona, 1971, p. 183.

ciudadanos que deciden por sí mismos en la democracia suiza”.2

Pero es preciso recordar, como expresa Burdeau, que los gobernantes sólo son meros agentes o detentadores del poder estatal. Cabe preguntarse entonces, ¿de dónde ob-tienen quienes ejercen el poder su cualidad de órganos del Estado y en virtud de qué derecho pudieron adquirir dicha cualidad? Desde el punto de vista jurídico la única respuesta atinente es que ellos poseen ese título del orden jurídico establecido en cada Estado. Como se verá más adelante, tal orden jurídico fundamental se encuentra contenido en la Constitución. Por tanto su título procede de la Constitución y en virtud de ésta ejercen su competencia.3

De acuerdo con este punto de vista –pre-dominante en la actualidad– se considera a los gobernantes como órganos del Esta-do. “Quienes normativamente ocupan los cargos o roles desde los cuales mandan e imputan su voluntad al grupo, constituyen la efectivación de los órganos de éste. Esos órganos del Estado constituyen el gobierno en sentido formal o subjetivo, razón por la cual tanto da decir, “órganos del Estado”, como “órganos del Gobierno”.4

El gobierno ejerce funciones, que son las diversas actividades desarrolladas por el Estado en el ejercicio o cumplimiento de sus fines. “Las funciones del Estado –dice Maurice Hauriou–, son las diversas activida-des de la empresa de gobierno, consideradas con arreglo a las directivas que les imprimen

2 CARRÉ DE MALBERG, ob. cit., p. 867.3 Sobre esta materia ver CARRÉ DE MALBERG, ob.

cit., pp. 868 y ss.4 MARIO JUSTO LÓPEZ, ob. cit., p. 276, tomo II.

Sección Sexta

TEORÍA DEL GOBIERNO

24. Gobierno, órganos y funciones.25. De la “división de poderes” a la “separación de funciones”.

26. La función legislativa.27. La función ejecutiva.

28. La función jurisdiccional.29. Tipos de gobierno.

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Manual de Derecho Político

las ideas estatales, por ejemplo, las ideas de interés general, de centralización, etc.5

Se suele confundir la función con el órgano que realiza la función. En efecto, la función justifica al órgano, pero no a la inversa, pues puede haber órganos sin función o que duplican la función realiza-da por otros órganos paralelos. Además, es posible que un mismo órgano realice varias funciones y que una misma función sea realizada por varios órganos. Lo con-veniente, en definitiva, es condicionar el órgano a la función a desarrollar, a fin de que la actuación política resulte lo más efi-caz, lo más productiva y lo menos costosa para el Estado.6

¿Cuál es el número de las funciones es-tatales? Podría contestarse que debe haber tantas funciones como fines deba cumplir el Estado, pero por razones metodológi-cas se agrupan en tres principales: función normativa o legislativa; función ejecutiva, y función jurisdiccional. Para establecer la debida decantación entre ellas, se apli-can diversos criterios: orgánico, formal y material.

a) Según el criterio orgánico, la función se considera según el órgano que la cumple; así, es legislativa toda y cualquiera función cumplida por el parlamento, sin atender a la forma que reviste el acto en que se exterioriza ni al contenido del mismo. b) Desde el punto de vista formal, se clasifican las funciones por la forma que el acto reviste; así, es ley todo acto con forma de tal. c) Según el criterio material, se atiende a la sustancia o contenido del acto, sin reparar en la forma que adopta o en el órgano que lo emite; un acto no es legislativo por tener forma de ley ni por ser cumplido por el parlamento, sino por su esencia 7.

Al iniciar este párrafo, expresábamos que la palabra “gobierno”, en un sentido amplio y genérico, alude al ejercicio del poder dentro del Estado. Sin embargo, aun anticipando conceptos, debemos puntualizar que frente a esta acepción genérica existe

5 Ob. cit., p. 372.6 Ver CARRÓ, ob. cit., p. 255.7 BIDART, ob. cit., p. 234 y CARRÓ, p. 258.

otra más restringida y específica que reserva la voz gobierno sólo para el órgano y función ejecutiva. Así ocurre principalmente en los sistemas parlamentarios donde el gobierno es el Primer Ministro, el Gabinete. Por el contrario en el sistema presidencialista se da la tendencia opuesta: el gobierno in-cluye tanto al órgano ejecutivo como al legislativo8.

25. DE LA “DIVISIÓN DE PODERES” A LA “SEPARACIÓN DE FUNCIONES”

La unidad del poder estatal no implica ni la simplicidad de sus funciones ni la de los órganos que las ejerzan. Al contrario, la actividad estatal, como la misma vida social, es de por sí muy compleja y pueden distin-guirse en ellas manifestaciones definidas. Como anota Orlando, “apenas los Estados comenzaron a salir de la primitiva barbarie, dibujáronse en su estructura constitucio-nal las diversas funciones, diversidad que tenía sus raíces en el principio mismo de la unidad. Y es un error muy extendido en las ideas modernas el señalar la división de funciones como carácter de los gobiernos modernos, cuando no existe tipo histórico de Estado, aun de los primitivos, en el que no aparezca alguna diversidad de órganos y funciones”.9

Sobre el particular resulta siempre útil recordar las reflexiones de Aristóteles: “En toda polis hay tres partes que todo legisla-dor prudente debe, en primer término, ordenar convenientemente. Una vez que se organicen bien estas tres partes, puede

8 Sin embargo hay que tener presente que esta distinción no es tan rígida. Es así como en la Cons-titución de 1980, el Capítulo IV se denomina GO-BIERNO-PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA, y acto seguido, expresa: “El Gobierno y la administración del Estado corresponden al Presidente de la Repú-blica, quien es el Jefe del Estado” (inc. 1º, art. 24). El Capítulo XIII se denomina: GOBIERNO Y ADMI-NISTRACIÓN INTERIOR DEL ESTADO (arts. 99 y sgtes.). Por consiguiente, en el texto constitucional la voz Gobierno se hace sinónimo de Ejecutivo. No sucede lo mismo en leyes especiales. Por ej.: art. 121 del Código Penal.

9 IZAGA, ob. cit., p. 266, t. I.

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Sección Sexta: Teoría del Gobierno

decirse que la polis está bien organizada; y realmente las polis no pueden diferenciarse unas de otras, si no es por la organización diversa de estos tres elementos”.10

Aunque es cierto que la separación de funciones corresponde a la aplicación del principio de división del trabajo, a técnicas organizativas e incluso a criterios de sen-tido común, no es menos efectivo que en determinado momento histórico su consa-gración con rango constitucional obedece a motivaciones fundamentalmente políticas: poner cortapisas al poder de las monarquías absolutas.

Como se ha explicado en la sección cuar-ta, la primera fase del Estado moderno se caracteriza por la soberanía del monarca. La segunda fase se caracterizará por la vigencia del principio de la soberanía popular o na-cional. El poder político emigra desde el Jefe del Estado a la base del Estado, al pueblo; y ese tránsito implica toda la modificación de instituciones y de conceptos. En tal sentido, la difusión y posterior institucionalización del principio de la “división de poderes”, desempeñará un rol preponderante. “La división de poderes, dice Esmein, está des-tinada a ser uno de los artículos del credo de los filósofos del siglo XVIII”.11

Los principales expositores de la doctrina fueron el inglés Locke y el francés Mon-tesquieu, ambos inspirados en la evolución experimentada por las instituciones inglesas a partir de la segunda mitad del siglo XVII. Las líneas que siguen procuran dar una síntesis del pensamiento de ambos autores.

De acuerdo con su concepción del ori-gen del Estado,12 Locke expone en su obra: “Segundo Tratado de Gobierno Civil”, la idea de que un contrato original hace salir a los hombres del estado naturaleza para ingresar a la sociedad civil, donde encuen-tra seguridad. Pero el pacto no entraña renunciar a aquella parte de libertad que Locke considera inalienable.

10 Política, traducción de JULIÁN MARÍAS, Madrid, 1951.

11 Citado por IZAGA, ob. cit., p. 277, tomo I.12 Ver texto complementario, Sección Sexta

Nº 10.

Desde el punto de vista de la organiza-ción, las libertades se garantizan dentro de la teoría del Estado formulada por Locke mediante el sistema de la separación de poderes. Este pensador reconoce la exis-tencia dentro del Estado de varios poderes distintos entre sí y atribuidos a órganos se-parados; cada uno está habilitado y tiene competencia para ejercer el poder en su correspondiente ámbito, pero sin rebasarlo nunca. Por lo común, las teorías políticas están ligadas a los hechos políticos y son sugeridas por la realidad ambiente.

Sin duda, las circunstancias surgidas en Inglaterra y que desembocaron en el Acta de Establecimiento, permitieron a Locke alcanzar su idea de la separación de pode-res. Es efecto, después de oscilarse entre el poder absoluto de la monarquía y la dictadura parlamentaria con la república de Cromwell, y vuelta a la monarquía ab-soluta, se alcanza, por fin, como resultado de esa oscilación, un equilibrio de fuerzas políticas que restablecerá de otra manera la situación medieval, al tener que conci-liarse el poder del Rey con el poder del Parlamento. Esta situación de hecho, este modo de relación entre poderes políticos, fue lo que –sin duda– sugirió la teoría de la división de poderes, dentro de un Estado nacido del pacto, entre un poder ejecutivo y un poder legislativo; aquél dividido, a su vez, en dos ramas: una administrativa y otra judicial, atribuidas ambas en principio al rey, pero ejercidas por vías independientes. Todavía reconoce Locke, aparte de estos dos –en verdad, tres– poderes, otro más, al que llama de prerrogativa y al que atribuye la decisión en los casos de emergencia o excepcionales, lo cual significa reconocer que no obstante todas sus divisiones internas y orgánicas, el Estado constituye una unidad. Análogo sentido tiene el reconocimiento de otro poder, al que Locke llama federa-tivo, aplicando la palabra en su acepción original: el poder de declarar la guerra y hacer la paz; de decidir, en fin, acerca de los amigos y enemigos públicos.

Así pues, a comienzos del siglo XVIII tenemos en Inglaterra la estructura básica de un Estado liberal y, con Locke, una doctrina

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Manual de Derecho Político

política adecuada, destinada a influir en el mundo futuro. Tal influencia se manifies-ta por lo pronto, ya a mediados del siglo XVIII, en Francia, con Montesquieu, cuya obra fundamental es “El espíritu de las leyes”. Lo que hace Montesquieu en su tratado es describir las condiciones políticas de la libertad según como él cree encontrarlas establecidas en la Constitución de Inglaterra, reelaborando las ideas de Locke junto con los elementos de realidad práctica que él pretende hallar en la monarquía inglesa.

El pensamiento de MONTESQUIEU, en su célebre “El espíritu de las leyes”. Cap. VI del Libro XI, se sustenta en la siguiente propo-sición: la libertad descansa principalmente sobre la división de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial, adscritos a órganos se-parados entre sí. En efecto, esta separación orgánica de los poderes constituye la mejor garantía para la esfera de la libertad de los particulares, ya que los poderes rivalizan, se equilibran, se mantienen en un espíritu de emulación que le hace a cada uno de ellos ser celoso guardián de su respectivo ámbito de competencia y, de este modo, queda entre ellos una zona libre para actuacio-nes no reguladas, en las que ninguno está autorizado a interferir, y que precisamente constituye el ámbito de libertad garantizado a los particulares. El poder legislativo po-see plenas facultades para dictar las leyes: sólo a él le compete establecer normas de carácter general, que no otra cosa son, por su esencia, las leyes.

Para MONTESQUIEU, si un mismo órgano estatal ejercía el poder legislativo y el poder ejecutivo, no podía existir libertad, porque este órgano impondría leyes tiránicas para tiránicamente ejecutarlas. “Según sus ideas, la unión de ambos poderes proporcionaría a su titular tal cantidad de poder, que le permitiría actuar arbitrariamente, mien-tras que su separación impediría que el legislador aprobase leyes que impusieran cargas desorbitadas, debido a que no le beneficiarían a él, sino al poder ejecutivo. También la unión del poder judicial con el legislativo era algo condenable. Cuan-do esto ocurría, los jueces se convertían al mismo tiempo en legisladores, y en lugar

de declarar lo que es Derecho vigente, con independencia de su voluntad, crearían el Derecho a su propio arbitrio. Por último, si el poder judicial estuviese en las mismas manos que el poder ejecutivo, los jueces reunirían el poder de juzgar y ejecutar, no pudiendo ser, por ello, neutrales. En consecuencia, los tres poderes debían atri-buirse a tres órganos estatales distintos e independientes entre sí”.13

Como anota Francisco Ayala, “inne-cesario parece subrayar la importancia que tuvo, en orden al desarrollo de las instituciones políticas hacia la fase demo-crático-liberal del Estado, El espíritu de las leyes de Montesquieu. Se escribe esta obra en Francia en plena monarquía absoluta, siendo una de las que más contribuyeron a conformar la ideología operante en la Revolución, a la cual aporta elementos que resultan perfectamente identificables en algunos de los documentos fundamenta-les”.14 Efectivamente, el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de agosto de 1789, expre-sa: “toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada ni la separación de los poderes determinada, carece de constitución”.

Pero poco antes de la célebre Declaración francesa, la Constitución norteamericana de 1788 había consagrado el principio de la separación de poderes: “Artículo 1º. Todos los poderes legislativos aquí concedidos se-rán atribuidos a un congreso de los Estados Unidos, que se compondrá de un Senado y de una Cámara de Representantes. Ar-tículo 2º. El poder ejecutivo será confiado a un Presidente de los Estados Unidos de América. Artículo 3º. El poder judicial de los Estados Unidos será atribuido a un Tribunal Supremo y a Tribunales inferiores…”.

Sin incurrir en exageración, puede decirse que a partir de esa época prácticamente todas las constituciones promulgadas en el mundo hicieron suya la teoría de la separación de los poderes. Es más, el principio, elevado a

13 Sobre el particular ver: E. STEIN, Derecho Político, Editorial Aguilar, Madrid, 1973, p. 28.

14 Ob. cit., p. 232.

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Sección Sexta: Teoría del Gobierno

la categoría de verdadero dogma, conserva aún en nuestros días plena vigencia.15

La amplia difusión y consagración del principio de separación de poderes, no ga-rantiza que ella escape a serias críticas. Para muchos autores la transformación de tres funciones de un solo poder en tres poderes iguales e independientes, no pasa de ser un artilugio político-jurídico contrario a la naturaleza del Estado y atentatorio a su unidad orgánica: tan imposible es la vida de un Estado en que los poderes estén se-parados mecánicamente, como la de un cuerpo humano cuyos miembros se conciban separados y desunidos.

Tal punto de vista de algunos autores contemporáneos se refleja en la siguiente síntesis:

Jellinek afirma que tan pronto se quie-ra trasladar la doctrina de Montesquieu a la realidad, surgen dificultades teóricas y prácticas. Señala, en el primer sentido, que el fundamento de la concepción ju-rídica del Estado está constituido por el reconocimiento de éste como una unidad, de donde se deduce, como consecuencia necesaria, la doctrina de la indivisibilidad del poder del Estado. Por eso, cada órga-no del mismo “representa, dentro de sus límites, el poder del Estado. Es imposible, pues, hablar de una división de poderes. En la variedad de sus órganos no existe, por tanto, sino un solo poder del Estado”. Señala también Jellinek, en cuanto a la práctica, que en ninguna Constitución se aplica estrictamente la doctrina de división de poderes y siempre existe, en definitiva, preeminencia de algún órgano.16

Para Kelsen, la doctrina de Montesquieu incurre en una confusión, puesto que al separar los órganos separa las funciones que lógicamente están subordinadas en las etapas de la creación del derecho, sin desmedro de la unidad de este último. Coin-cide además, parcialmente, en la crítica de Jellinek en cuanto a que el poder es uno e

15 Ver en anexo de este tomo: Los Principios del Constitucionalismo Clásico, por MARIO VERDUGO MA-RINKOVIC.

16 Ob. cit., pp. 459 y ss.

indivisible, ya que expresa 1a validez de un orden jurídico. A esta crítica teórica agrega otra de orden práctico. La doctrina de la división de poderes –dice Kelsen– envuelve un postulado político que es el de asegurar la libertad; pero en realidad no la asegura; no basta que haya separación de órganos para que la libertad esté garantizada.17

Según Karl Loewenstein “lo que en rea-lidad significa la así llamada ‘separación de poderes’ no es, ni más ni menos, que el reconocimiento de que por una parte el Estado tiene que cumplir determinadas funciones –el problema técnico de la división del trabajo– y que, por otra, los destinata-rios del poder salen beneficiados si estas funciones son realizadas por diferentes ór-ganos: la libertad es el ‘telos’ ideológico de la teoría de la separación de los poderes. La separación de poderes no es sino la forma clásica de expresar la necesidad de distribuir y controlar respectivamente el ejercicio del poder político. Lo que por lo general, aun-que erróneamente, se suele designar como la separación de los poderes estatales, es en realidad la distribución de determinadas funciones estatales a diferentes órganos del Estado. El concepto de ‘poderes’, pese a lo profundamente enraizado que está, debe ser entendido en este contexto de una manera meramente figurativa”.18

Tal vez una de las apreciaciones críticas más severas al principio de la separación de poderes, corresponda a Luis Izaga: “Si todo poder es de por sí despótico, lo serán cada uno de los tres poderes en su esfera, en la que son independientes. En vez de un déspota, tendríamos que soportar a tres.

“No se diga que se equilibran por la mutua oposición. ¿Por qué, en vez de oponerse, no se han de sumar para el ejercicio de la tiranía, si así les conviniera? ¿Cómo se consigue la armonía por la oposición, si no existe entre ellos un supremo principio de subordinación orgánica, que, al existir, destruya el principio mismo de la igual-dad e independencia? Por lo tanto, para el peligro indudable de despotismo, se va

17 Ob. cit., pp. 333 y ss.18 Ob. cit., p. 55.

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Manual de Derecho Político

a buscar la solución allí donde no existe, ni puede existir”.19

Al margen de todas las consideraciones precedentes, la doctrina reconoce que la distinción de funciones y la adecuada se-paración de los órganos que las realizan, junto con ser aconsejable desde el punto de vista de la distribución del trabajo, con-tribuye igualmente a alejar el peligro de abuso de poder.

A mayor abundamiento, debe tenerse presente que la principal diferencia entre los regímenes “autocráticos” y los “demo-cráticos” reside en que mientras en los primeros existe concentración del poder, en los segundos existe la distribución de funciones. Por consiguiente, la doctrina de MONTESQUIEU, debidamente compren-dida y aplicada con flexibilidad, mantiene a nuestro entender plena vigencia.

26. LA FUNCIÓN LEGISLATIVA

Comúnmente se define la función le-gislativa por la producción de normas ge-nerales y obligatorias, tendientes a regular la conducta tanto de los ocupantes como de los no ocupantes de los cargos o roles de gobierno; y con respecto a todo tipo de relaciones que se establezcan entre ellos.

Asimismo, es frecuente atribuir a la legis-lación el carácter de producción, creación o establecimiento del derecho, lo que se expresa con la fórmula: “mediante la ley se crea el derecho”. Con la función normativa, el Estado cumple la misión principal de plasmar el Derecho en normas para atenerse a él en su actuación.

Evidentemente, de que esta función se realice bien o mal depende de que las nor-mas se cumplan o no se cumplan, y que el Estado pueda ser o no calificado como de Derecho. “El Estado de Derecho –que es uno de los pocos valores verdaderamente positivos heredados de la Revolución fran-cesa– existe allí donde la función normativa se desarrolla en forma lógica, ordenada y

19 IZAGA, ob. cit., p. 280, tomo I.

consecuente, de manera que provoca el consentimiento espontáneo del cuerpo ciudadano”.20

En doctrina predomina el criterio que lo que caracteriza sustancialmente a la función legislativa es, en esencia, su función de norma innovadora y novedosa; vale decir, que hay función o actividad en sentido sustancial cuando se crea una situación nueva con relación al orden preexistente, o si exis-tiendo, lo modifica.21

Siguiendo a la doctrina alemana, la ma-yoría de los autores modernos distingue entre la ley en sentido formal y la ley en sentido material.

Las leyes formales –se expresa–, son to-dos los actos acordados en forma legislativa por el órgano legislador constituido inde-pendientemente de la naturaleza íntima de éstos. “Toda decisión que emana del órgano que, según la Constitución de un país, tiene el carácter de órgano legislativo” –dice Duguit.

Leyes materiales son todos los actos de “sustancia” legislativa, no importa cuál sea el órgano que lo emita. Desde este punto de vista, es ley todo precepto que lleve en sí el carácter intrínseco de ley, independiente del cuerpo de que procede. Como caracteres intrínsecos se mencionan: la generalidad, el sentido abstracto y la obligatoriedad.

La aplicación de esta distinción al derecho positivo presenta dificultades, por cuanto la generalidad de los textos constitucionales resalta de manera especial el concepto for-mal de ley. “Esto se debe –afirma Carré– a que la Constitución, al colocarse inmediata-mente en el punto de vista de las realidades prácticas, no se preocupa de destacar la definición abstracta de las funciones, sino que toma en consideración principalmente la actividad de los órganos. Por consiguien-te, tiene cierta tendencia a confundir a la función con la actividad del órgano y a tra-tar como ley, por ejemplo, cualquier acto del cuerpo legislativo. La Constitución no construye una teoría funcional, sino un sistema orgánico de los poderes. Por eso las

20 CARRÓ, ob. cit., p. 257.21 BIDART, ob. cit., p. 339.

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funciones del Estado no suelen aparecer, en los textos constitucionales, más que en su aspecto formal”.22

Ello no implica –como el mismo Carré debe admitir– que a veces las constitucio-nes contemplan disposiciones que dan pábulo para aplicar el concepto de ley material. Tal ocurre, por ejemplo, cuando el texto fundamental expresa: “Todos los ciudadanos son iguales ante la ley”. En este caso, dentro del término ley, quedan incluidas, sin duda, todas las normas ju-rídicas del Estado (las de rango constitu-cional, las disposiciones reglamentarias, las ordenanzas municipales, los estatutos de entidades autónomas). Se ha usado, pues, en este caso, la palabra ley en su más amplio sentido material.

Debe reconocerse, no obstante, que al margen de las situaciones equívocas, la generalidad de las constituciones, cuando mencionan la palabra ley, lo hacen en el sentido formal. “Este sería el único crite-rio jurídicamente aceptable en los países de régimen constitucional: llamar ley a la ‘formal’, a la que es dictada por autoridades especiales en ejecución inmediata de la constitución”. Es esta ley la que mantiene una situación de preferencia sobre las de-más normas o decisiones de las autoridades constituidas –incluso las del propio órgano legislativo– que sólo son válidas en la medida en que se derivan de la primera.23

Se agrega que las demás características que se atribuyen a la ley en su acepción estricta, no pasan de ser cualidades idea-les, muy racionales, pero que no coinciden ordinariamente con los ordenamientos po-sitivos.

Otro tanto se expresa respecto a las teo-rías finalistas que cualifican a la ley por sus propósitos de bien común, por su racio-nalidad, por su justicia: sólo constituirían recomendaciones políticas para los gober-nantes, pero nada más, lamentablemente, debería agregarse.

22 Ob. cit., p. 272.23 CÉSAR QUINTERO, Los Decretos con valor de Ley,

Editorial Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1958, p. 55.

De acuerdo con la parte orgánica de las constituciones promulgadas a partir de fines del siglo XVIII, la función legislativa se encuentra radicada en un órgano colegiado que se estima representativo de la voluntad nacional, por cuanto sus miembros son de-signados por elección popular.

Ha predominado, igualmente, en los textos constitucionales, la configuración de un órgano dual: Sistema bicameral.

Los argumentos que se exponen en favor de este sistema son los siguientes: 1) La Cá-mara baja representa el impulso de mejora y de toda reforma progresista. El Senado (Cámara alta) representa la tradición y el equilibrio; 2) Los acuerdos legislativos se toman con más reflexión y competencia al pasar por una doble discusión y examen; 3) En los estados federales, es en el Senado donde se encuentran representados los es-tados miembros, lo que permite concretar el principio de “participación”.24

El hecho de que la función legislativa se encuentre encomendada al órgano legis-lativo no entraña que los demás órganos queden totalmente excluidos de dicha ac-tividad estatal. Por el contrario, la mayoría de los ordenamientos positivos admiten la participación del órgano ejecutivo en el proceso de formación de la ley (iniciati-va, veto) y, en algunos casos, lo elevan a la categoría de colegislador (por ejemplo, la Constitución chilena de 1925 y de 1980). Es más, sea por razones especialmente pre-vistas por el legislador, o por situaciones de hecho, la responsabilidad del ejercicio de la función legislativa queda en cierta forma desplazada al órgano ejecutivo. Ello implica entrar al ámbito legislativo que algunos autores denominan “legislación irregular”, lo que se trasunta en la dictación de los denominados “decretos con fuerza de ley” y “decretos leyes”.

Los decretos con fuerza de ley (se suele llamarlos también ley delegada) suponen

24 Sobre el rol adjudicado a las Cámaras que integran el órgano legislativo, en los diversos orde-namientos constitucionales, puede consultarse la obra de THEO STAMMEM, Los Sistemas Políticos Actuales. Editorial Guadarrama, Madrid, 1969.

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la delegación que el órgano legislativo hace al ejecutivo de la facultad legislativa. Se los define como “una orden escrita expedida por el Ejecutivo, obligatoria y general, so-bre materias propias de una ley, en virtud de una autorización que le ha conferido expresamente el órgano legislativo”.

La institución de la legislación delegada se justifica por razones de conveniencia o nece-sidad prácticas: la naturaleza esencialmente técnica o muy especializada de problemas que no pueden ser abordados por asambleas numerosas; la falta de una adecuada asesoría para los congresales; la urgencia de una so-lución legislativa para casos de excepción, y, muy particularmente, aunque generalmente no reconocido, el hecho político real de la existencia, acción y concierto de los grupos de presión y centros de poder frente a los cuales el Ejecutivo parece estar en mejor posición de diálogo o de resistencia que los cuerpos legislativos.25

La institución –de una u otra manera– ha sido reconocida en los textos constitucionales posteriores a la Primera Guerra Mundial. Es así como se encuentra establecida en las constituciones de Francia, Italia, República Federal de Alemania, Suecia, Colombia, Panamá, Venezuela, Yugoslavia y en muchas Cartas Fundamentales de los nuevos estados africanos. La práctica extraconstitucional chilena fue institucionalizada con la Refor-ma de 1970.26

Los diferentes ordenamientos positivos presentan, generalmente, las siguientes reser-vas en materia de legislación delegada:

a) Dictación expresa de una ley de de-legación o de habilitación para dictar por decreto normas con carácter de ley;

25 Sobre el tema ver: “La delegación de facultades legislativas”, por ENRIQUE EVANS DE LA CUADRA, en Reforma Constitucional de 1970, Editorial Jurídica de Chile, Stgo., 1970, pp. 109 y ss.

26 La Constitución Política de 1980 consulta, en su artículo 61, la posibilidad de que el Presidente de la República solicite autorización al Congreso Nacional para dictar disposiciones con fuerza de ley durante un plazo no superior a un año, sobre materias que correspondan al dominio de la ley.

El mismo precepto se encarga de señalar las ma-terias sobre las cuales no es procedente la delegación y los requisitos y formalidades que deberán cumplir los llamados decretos con fuerza de ley.

b) Fijación de un plazo determinado para el ejercicio de esta función delega-da. La Constitución de 1980 fija un plazo máximo de un año;

c) Señalamiento, en la ley delegatoria, de las materias a las cuales se extiende;

d) Prohibición de que se afecten con el ejercicio de la facultad delegada deter-minados principios, materias, entes o ser-vicios;

e) Control de la adecuación de los de-cretos con fuerza de ley de contenido y extensión de las facultades delegadas, y

f) Exigencia ulterior de una ley de ra-tificación general o de ratificación parcial de los decretos con fuerza de ley, como condición o requisito para mantener su vigencia.

Respecto a los decretos leyes, en primer lugar cabe puntualizar que su origen se encuentra vinculado directamente a los gobiernos llamados de facto, esto es, gobier-nos que asumen el poder al margen de los cauces señalados por el ordenamiento jurídico preestablecido.

Pese a que el tema del gobierno de facto es abordado en este Manual al tratar las crisis constitucionales, debemos señalar aquí las consecuencias que derivan de su dictación para el ordenamiento jurídico.

Desde luego, se los ubica dentro del ám-bito de la legislación irregular, por cuanto suponen la disolución de las cámaras repre-sentativas y la consiguiente radicación de la función legislativa en el gobierno de facto.

El decreto ley presenta, por consiguiente, las características siguientes: es emitido por la autoridad que ha asumido de hecho el poder político en plenitud; ha de referirse a materias que el ordenamiento preexis-tente reservaba a la ley y ha de ser dictado en circunstancias anormales, en las que el órgano legislativo se encuentre disuelto o desconocido.

La doctrina coincide en que la validez de los decretos leyes constituye un problema metajurídico, ya que la circunstancia de que sean acatados y produzcan efectos jurídicos no obsta a que desde la perspectiva de la legalidad preexistente carezcan de asidero: rebasan los moldes constitucionales que

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configuran la competencia de los órganos y que limitan el poder de los gobernantes.

Los decretos leyes tienen la eficacia de las leyes por razones extrajurídicas: es imposible negar al poder, a un poder que lo puede todo, la posibilidad de hacer también leyes, y la actividad del Estado (sea legislativa o ejecutiva) no puede suspenderse por motivo alguno, ni aun a la espera de la normalidad constitucional (estado de necesidad).

En todo caso, como se apreciará al estu-diar el Gobierno de facto, la situación de los decretos leyes podrá consolidarse jurídica-mente en la medida en que el gobierno de hecho se institucionalice jurídicamente.

Tampoco es posible dar una regla ju-rídica absoluta acerca de la validez de los decretos leyes dictados por un gobierno de facto, una vez que se retoma al cauce de la constitucionalidad. Desde luego, la carta constitucional que sucediera a un régimen de facto sí podría establecer normas relativas a la validez de los decretos expedidos por dicho régimen. “En este caso la vigencia de dichos decretos dependería exclusivamente de las disposiciones de la nueva constitución, cualesquiera que éstos fueren”.27

La opinión doctrinal predominante es que, en términos generales, deben seguir rigiendo: así lo recomiendan la estabilidad y seguridad jurídicas.28

27. LA FUNCIÓN EJECUTIVA

La función ejecutiva, dentro del esquema tradicional de separación de poderes, con-siste en la aplicación de las leyes aprobadas por el Legislativo.

27 QUINTERO, ob. cit., p. 97.28 En nuestro país, se han dictado “decretos leyes”

durante tres períodos: septiembre de 1924 a diciem-bre de 1925 (816 decretos leyes); junio de 1932 a septiembre del mismo año (669 decretos leyes) y desde el 11 de septiembre de 1973 al 11 de marzo de 1981 (3.660 decretos leyes). A partir de esta última fecha la Junta de Gobierno califica como leyes su actividad legislativa, por cuanto, al entrar en vigencia la Constitución de 1980, aprobada en el plebiscito de 11 de septiembre de ese año, el Gobierno ha dejado de ser de facto para pasar a ser de iuris.

Ahora bien, la actividad ejecutiva se bi-furca en una de carácter administrativo y en otra de naturaleza política. La función administrativa es la actividad del Estado me-diante la cual éste realiza sus fines dentro del orden jurídico. De esta manera se distingue de la legislación que, sustancialmente, es creación de derecho, y de la jurisdiccional, actividad destinada a mantener el orden jurídico. Por eso se suele decir que la ad-ministración es una función sublegal: no puede alterar ni violar a la ley.

En tal sentido, dice CARRÉ DE MALBERG: “administrar consiste en proveer por actos inmediatos e incesantes a la organización y al funcionamiento de los servicios públicos. Son actos administrativos todos los que no implican para los particulares ninguna mo-dificación a su régimen jurídico, tal cual éste se halla establecido por las leyes vigentes. Esto significa que la función administrativa se halla constitucionalmente obligada, y sólo puede ejercerse bajo el imperio de las leyes que la limitan jurídicamente. Es decir, no crea derecho nuevo”.

Cierto es que el legislador, por muy acu-cioso que sea, no puede prever todas las situaciones que en la práctica se originen en la aplicación de las leyes. Para superar tales emergencias se otorga al administrador cierta libertad de opción. Se trata de las llamadas facultades “discrecionales” –en oposición a las facultades “regladas”–. En todo caso en el uso de las facultades discre-cionales el administrador no debe incurrir en arbitrariedad, y para ello debe atenerse a la finalidad prevista por el legislador –in-terpretación teleológica.29

27.1. La función política

En el ámbito de la función política el Jefe del Ejecutivo (Primer Ministro o Presidente), aun cuando siempre enmarcado dentro del ordenamiento jurídico, tiene mayor libertad de acción. Entre diversas alternativas, sólo a él corresponde decidir y lo que es más,

29 Esta materia se profundiza en los cursos de Derecho Constitucional y Derecho Administrativo.Véase texto atinente a párrafo 27 de p. 137.

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podrá o no tomar dicha resolución. Ejem-plos expresivos de estas facultades políticas son: convocatorias a plebiscito; disolución de la cámara política; declaración de esta-dos de excepción constitucional; ejercicio del derecho de veto; manejo de relaciones internacionales; otorgamiento de indultos particulares; patrocinio de proyectos de ley, etc. A través de estas decisiones se puede apreciar el denominado “tacto político” del gobernante. O como piensan otros, se puede distinguir a un simple administrador de un estadista.

Como dice XIFRA HERAS, “el ejercicio de la función política supone dirigir y con-ducir la comunidad estatal al logro de sus fines esenciales, satisfaciendo sus exigen-cias; equivale a hacer efectivo el principio unitario director de la orientación política, por encima de toda distinción o encasilla-miento de las actividades estatales y englo-bando armónicamente a todas ellas bajo su impulso y dirección”.30 Encasillar los actos políticos en un esquema rígido resulta en la sociedad contemporánea tarea en ex-tremo difícil, tanto más si se Considera la generalizada tendencia constitucional hacia el fenómeno descrito como “vigorización del Ejecutivo”.31

Por consiguiente, frente a las funciones de rutina deben considerarse las políticas, que implican la toma de decisiones ante situaciones nuevas y únicas, no subsumibles en normas o precedentes.

De un modo general, la función ejecutiva tiene por finalidad asegurar el funciona-miento del Estado, dentro del cuadro de las leyes, para la aplicación de los princi-pios contenidos en dichas leyes. Para esto es necesario primero realizar actos jurídi-cos individuales, que apliquen a tal o cual ciudadano, específicamente designado, las disposiciones generales contenidas en una

30 Introducción a la Política, Editorial Credsa, Bar-celona, 1965, p. 161.

31 La Constitución de 1925 y particularmente la de 1980 se caracterizan por la vigorización del Ejecutivo. Entre las atribuciones políticas que el Presidente tiene en la Constitución vigente, se pueden mencionar las de los números 4, 5, 6 y 7 del art. 32.

ley, precisándolas y completándolas; así, se debe nombrar funcionarios, dar autoriza-ciones, celebrar contratos. Es necesario, por otra parte, realizar actos materiales. La función ejecutiva no se limita, pues, a una simple ejecución. Ella importa, en realidad, prerrogativas bastante más amplias, puesto que allí caben todos los actos jurídicos que no tienen un carácter general e impersonal: muchas decisiones de política interior y todos los actos diplomáticos se encuentran en ella.32

En consecuencia, podemos estudiar el gobierno desde los mismos puntos de vista subjetivo y objetivo. Desde el punto de vista objetivo, gobierno sería la actividad política, es decir, aquella actividad de orden supe-rior que concierne a la dirección suprema y general del Estado en su conjunto y en su unidad.

27.2. La función administrativa

La administración tiene, en cambio, por objeto, intereses públicos, singulares, vale decir, intereses particularmente de-terminados y circunscritos que entran en una esfera subordinada: aquella en que se desenvuelve el poder público. Administra-ción, entonces, significa una actividad de un grado inferior a la de gobierno. Dios gobierna el mundo, pero no administra. Gobiernan y administran el Presidente de la República y sus ministros.

En Francia se hizo una tentativa, bajo Napoleón, de separar gobierno y adminis-tración desde el punto de vista objetivo. Napoleón gobernaba con su Consejo de Estado, en cuanto designaba en el seno del Consejo Delegados para los grandes asuntos. En cambio los ministros estaban encargados de los negocios corrientes. Por ello se ha podido llegar a la siguiente distinción: 1º. La función administrativa consiste esencial-mente en realizar los asuntos corrientes de la Nación. 2º. La función gubernativa consiste en solucionar los asuntos excepcionales que

32 MAURICE DÚVERGER, Instituciones Políticas y Derecho Constitucional, Editorial Ariel, Barcelona, 1965.

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interesan a la unidad política y en velar por los grandes intereses nacionales.

Esta distinción, que se basa únicamen-te en la importancia del asunto que debe resolverse, puede resultar insuficiente en muchos casos. La función gubernamental trata de fijar las grandes directivas en la orientación política, en orientar a la nación por un camino determinado. Trazadas estas grandes líneas políticas, deben ponerlas en ejecución para satisfacción de las necesida-des generales.

Podríamos llegar, entonces, al concepto de gobierno desde el punto de vista subjetivo y objetivo, diciendo que debe entenderse por tal la actividad de los órganos supremos del Poder Ejecutivo, es decir, órganos inde-pendientes, no sujetos a los otros órganos administrativos, que tienen por objeto la dirección suprema del Estado, encontrando en él su funcionamiento y su causa jurídica. Es lógico añadir que estos órganos superio-res del Poder Ejecutivo, al mismo tiempo que ejercen funciones de gobierno, pueden ejercer funciones administrativas. De allí que el Presidente de la República ejerza, juntamente con los ministros, la función política de gobierno y también la adminis-trativa, mientras que los demás funcionarios solamente pueden realizar tarea adminis-trativa. En este sentido Ducrocq enseña que cuando en la actividad del Estado se distingue una actividad de gobierno o política de una actividad administrativa, la primera se refiere solamente a la actividad de los órganos del Poder Ejecutivo y con la palabra gobierno se indica la parte más eminente de las funciones atribuidas a esos órganos. La Administración es la acción que se realiza para satisfacer las necesidades del Estado, de acuerdo con las leyes y las directivas del gobierno. El gobierno es, entonces, función de iniciativa: da impulso y dirección a la administración. El gobierno es la cabeza y la administración es el brazo.33

En lo que atañe a la estructura del órgano ejecutivo, los sistemas adoptados por los ordenamientos constitucionales detentan

33 MANUEL MARÍA DIEZ, Derecho Administrativo, Buenos Aires, 1963, tomo I, pp. 111 y ss.

marcadas diferencias; pero es posible, como simple nota indicativa, señalar como pre-dominantes las siguientes características: a) órgano unipersonal (excepcionalmen-te colegiado); y b) duración temporal del mandato.

En el aspecto formal la función ejecutiva es muy variada, pero la categoría formal más elevada de los actos de mando es el decreto, por emanar del órgano ejecutivo supremo (Presidente, Consejo de Ministros). Después hay toda una gama de posibilidades; incluso hay actos simbólicos y a veces se producen hasta por vía de hecho.

Con respecto al decreto, prevalece el mismo concepto formal que en relación a la ley. Es así como se lo define como “un mandamiento de carácter general o a tí-tulo individual dictado por la autoridad administrativa, especialmente por el Jefe de Estado, con las formalidades previstas en el ordenamiento constitucional”.

Jerárquicamente, el decreto se encuentra subordinado a la Constitución y a la ley.34

28. LA FUNCIÓN JURISDICCIONAL

La función jurisdiccional, en su senti-do material, es la parte de la actividad del Estado que consiste en expresar derecho, en pronunciarlo.

Ahora bien, ¿qué debe entenderse por “pronunciar el derecho”? “En el Estado moderno –dice Carré– el derecho es el con-junto de reglas formuladas por las leyes o en virtud de las leyes, que constituyen el orden jurídico del Estado. Pronunciar el derecho no es, pues, crearlo, sino reconocerlo. El acto jurisdiccional consiste, entonces, en buscar y determinar el derecho que resulta de las leyes, a fin de aplicarlo a cada uno de los casos de que se hacen cargo los tribunales.

34 De acuerdo a la normativa de la Constitución de 1980, se distingue entre “decretos de ejecución” y “decretos autónomos”. Estos últimos son aquellos que dicta el Presidente “en todas aquellas materias que no sean propias del dominio legal” (Nº 8º, art. 32). Estas materias son estudiadas en los cursos de Derecho Constitucional y Derecho Administrativo.

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Manual de Derecho Político

El cometido de éstos, por consiguiente, es aplicar las leyes, o sea, asegurar el manteni-miento del orden jurídico, establecido por ellos. Por esto se califica generalmente a los jueces como guardianes de las leyes”.35

Existe la necesidad de pronunciar el de-recho por un órgano especial por diversos motivos:

a) Siempre que haya violación de las leyes. Y no sólo porque toda violación debe ser castigada y restablecido el dere-cho perturbado por los fines que explica el Derecho Penal, sino también porque no se debe proceder a ese castigo ni a ese restablecimiento, sin que proceda un juicio en que oficialmente consten el delito y la culpabilidad del delincuente. Así lo precisa la seguridad personal.

b) Sin que exista violación de derecho, puede sobrevenir un desacuerdo en la ma-nera de apreciarlo entre particulares o entre los particulares y el Estado (por ejemplo: la cláusula de un contrato o testamento; el alcance práctico de una ley).

c) Sin que sobrevenga ninguna de las situaciones anteriores, como preliminar in-dispensable para proceder a su ejercicio. Así, por ejemplo, la existencia de una deuda reco-nocida, pero no pagada, otorga al acreedor sobre los bienes determinados derechos cuya realización, a su vez, implica actos coactivos. Pero, ya sea por el axioma de que no es lícito tomarse la justicia por su mano, ya porque es necesaria la intervención de agentes, debe proceder siempre una oficial declaración del derecho y la autorización; a veces procede el mandato de que se realicen determinados actos. En la ejecución de un testamento, en la toma de posesión y ejercicio de la tutela, la intervención de la autoridad soberana y oficial no sólo se justifica plenamente, con el fin de resolver las disensiones que en la fijación de los nuevos derechos y obligaciones pudieran brotar, sino también por la necesi-dad y conveniencia de prevenirlos.36

Las consideraciones expuestas explican que en este trabajo utilicemos para designar esta función la expresión jurisdiccional y no

35 Ob. cit., p. 635.36 Ver IZAGA, ob. cit., tomo I, p. 615.

judicial, como también suele llamársela. La palabra juzgar evoca la idea de proceso o juicio y tiene tradicionalmente un sentido de arbitraje: el juez es un árbitro para las partes contrarias. La palabra jurisdicción, en cambio, no implica necesariamente la existencia de un proceso, sino que designa simplemente una función que consiste en pronunciar derecho.

Se ha discutido arduamente en doctrina si la función jurisdiccional constituye una actividad estatal independiente de la eje-cutiva. Para numerosos autores –Hauriou, Duguit, Carré de Malberg, entre otros– la función jurisdiccional es un incidente de la ejecución de la ley, y debe, por lo mismo, considerarse como una rama de la función ejecutiva. No faltan, por cierto, en abono a esta argumentación, las invocaciones al difusor del principio de “división de pode-res”, Montesquieu, para quien los jueces son “la boca que proclama las palabras de la ley; seres inanimados”, y de acuerdo con su teoría, una tal administración de la justi-cia que tan sólo aplica las leyes no precisa de una institucionalización formal, puesto que nace directamente. Por lo tanto, no es poder propiamente dicho: “prácticamente no es nada”.37

Para otros autores –Esmein, Meyer, Da-vin, Izaga– no cabe duda de que la función jurisdiccional debe ser considerada como independiente de la ejecutiva y ejercida por un órgano diferente. En primer lugar, esa autonomía es consecuencia natural del principio de la división del trabajo y de la especialidad técnica que la función misma reclama. Pero hay más, como expresa Meyer: “Puesta la vista tan sólo en la justicia, sin acepción de personas ni de intereses, debe dar, o estar en situación de dar, sus fallos con entera libertad, imparcialidad e indepen-dencia. Y esa situación de independencia no la encuentra sino fuera de la esfera en que vive y se mueve la actividad ejecutiva, libre de los halagos y de sus coacciones, de sus influencias políticas y partidistas”.38

37 El espíritu de las leyes, edición citada. Libro XI, Capítulo 6.

38 Citado por IZAGA, ob. cit., tomo I, p. 620.

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Por encima de las controversias doctri-narias, lo cierto es que en la actualidad la autonomía del poder judicial, es decir, su ejercicio por órganos distintos e indepen-dientes de los órganos que ejercen las otras dos funciones, es un verdadero postulado del Derecho Político, disciplina que consi-dera esta independencia como un principio integrador básico del concepto Estado de Derecho. Por lo demás, así lo ha consagrado la mayoría de los textos constitucionales contemporáneos.39

Debemos agregar, como se pormeno-rizará más adelante, que dentro de algu-nos sistemas constitucionales, el órgano jurisdiccional cumple el importantísimo rol de supervigilar la constitucionalidad de las leyes, esto es, salvaguardar el principio de la supremacía constitucional.

Respecto a la organización del órgano jurisdiccional, en los diversos textos cons-titucionales existe cierto consenso de que deben observarse las siguientes prescrip-ciones: Los tribunales de justicia han de estar distribuidos en el ámbito territorial del Estado en número y proporción sufi-cientes para el acceso viable de todos los ciudadanos. Estos tribunales deben ser au-tónomos e independientes en su respecti-va esfera y demarcación territorial. Pero están unificados, no sólo por la unidad de legislación que aplican, sino por la coordi-nada subordinación a otros tribunales de instancias superiores; y, finalmente, a un Tribunal central y supremo, encargado de dar unidad a la jurisprudencia y de velar por la recta administración de justicia.

Generalmente, las legislaciones optan por establecer tribunales unipersonales en primera instancia y colegiados para los de segunda y casación.

Respecto a la designación de los miem-bros de la judicatura, existen tres principales sistemas: a) autogeneración, que, como lo indica su nombre, supone una total au-tonomía del órgano jurisdiccional frente a los otros; b) elección popular (procla-

39 Ver en Anexo de este tomo: “Los Principios del Constitucionalismo Clásico en nuestros ordenamientos fundamentales”, por MARIO VERDUGO MARINKOVIC.

mado por la Revolución francesa y puesto en práctica por diversos estados miembros de los Estados Unidos de Norteamérica); c) nombramiento por el Jefe del Estado o por el Congreso; d) sistemas mixtos que ofrecen como variantes: 1) Designación por el Ejecutivo con el consentimiento del Senado (miembros del Tribunal supremo federal de EE.UU.); 2) por el ejecutivo, a partir de quinas o ternas propuestas por los tribunales superiores (caso de Chile); y 3) designación por un consejo integrado por miembros de los tres órganos del poder Estatal (Francia, Italia).

Como una forma efectiva de reforzar el principio de la independencia del órgano jurisdiccional, las constituciones establecen casi universalmente la inamovilidad judicial. En virtud de ella los miembros de la judi-catura tienen la seguridad de sus cargos, ya que no pueden ser depuestos, suspendidos ni trasladados contra su voluntad, sino por causa plenamente justificada y consultada en la ley con antelación.

La inamovilidad no obsta, por cierto, a que los jueces sean responsables en los casos que se acredite incumplimiento o infrac-ción de leyes, por ignorancia inexcusable, descuido o mala fe. Los sistemas ideados para hacer efectiva esta responsabilidad son diversos, pero todos ellos coinciden en tomar las debidas prevenciones a fin de que el principio básico de la independencia de la judicatura no aparezca vulnerado.

La Declaración Universal de los Dere-chos Humanos en 1948, en su artículo 10, considera como esencial la existencia en todos los países de “un tribunal indepen-diente e imparcial”.

29. TIPOS DE GOBIERNO

Según el grado de vinculación entre ejecutivo y legislativo, pueden distinguir-se: 1) parlamentario; 2) presidencial; 3) directorial (o de Asamblea, según algunos autores).

Antes de exponer sus rasgos, es preciso aclarar que el estudio de las “formas de gobierno” y los “regímenes políticos” se

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Manual de Derecho Político

aborda en el Segundo Tomo de esta obra, ya que por razones de metodología se ha estimado que su comprensión se facilitará una vez que se hayan analizado las fuerzas políticas como partidos políticos; grupos de presión; opinión pública, etc.

Según se interprete el principio de se-paración de funciones con mayor o me-nor rigidez, se van a originar en la práctica constitucional diversos tipos de gobierno. Si la separación funcional –referida especí-ficamente a la ejecutiva y legislativa– tiene una consagración claramente decantada, surge el sistema conocido como presidencial. Si a esta misma relación se le otorga, en el texto constitucional, una mayor flexibilidad, tenemos el tipo parlamentario. Finalmente, si la relación de interdependencia se enfatiza, nos encontramos con el sistema conocido como directorial.

Con una interpretación simplista se po-dría pensar que en el sistema presidencial se produce una preponderancia del ejecutivo, mientras que en el tipo parlamentario la preponderancia se da en favor del Parla-mento. Pero como anota Carró, “con esta concepción no se logra calar en el fondo de lo que una y otra interpretación son, porque lo verdaderamente característico es que en el régimen presidencial se produce o se verifica una interpretación rígida de la separación de poderes (funciones), de tal forma que se consideran los poderes (órganos) como esferas autónomas dentro del Estado, mientras que en la interpreta-ción parlamentaria no se da esa separación rígida, sino que, por el contrario, existe un mecanismo que engarza, conecta y relaciona los poderes (órganos) entre sí”.

Loewenstein, en la misma línea de in-terpretación, caracteriza los tres sistemas enunciados en expresivos términos: en el tipo presidencial existe entre el ejecutivo y legislativo una vinculación de coordina-ción; en el parlamentario la relación es de integración, y en el de asamblea se produ-ce una verdadera confusión de funciones y órganos.40

40 LOEWENSTEIN, ob. cit., pp. 91 y ss.

Reconocen los autores que es muy difícil encontrar en la realidad tipos de gobierno que se ajusten a los esquemas teóricos. Sin embargo, tomando como referencia los modelos más clásicos de cada sistema es posible esbozar una caracterización gené-rica de ellos.

29.1. Tipo de gobierno parlamentario

El ejemplo clásico de parlamentarismo es Inglaterra, donde el sistema se ha ido configurando paulatinamente a partir de la segunda mitad del siglo XVII. Si se quie-ren comprender las instituciones políticas actuales –dice Stammen– “se hará bien en echar una ojeada a la historia de Inglaterra; sólo así se hace comprensible su conjuga-ción en el proceso de gobierno”.41 Cabe puntualizar que el sistema se conforma consuetudinariamente, y en la actualidad ha devenido por sobre todo en un hábito político basado en el “fair play”.

El parlamentarismo se extiende a Fran-cia en el siglo XIX y después se difundirá en todo el continente, para llegar a ser en la actualidad el sistema predominante en Europa.

Las instituciones del gobierno inglés no se basan en ningún documento constitucional unitario, sino que se han ido desarrollando a través de numerosas convenciones consti-tucionales, y la costumbre ha jugado un rol fundamental, especialmente por cuanto ha sido repetida por las fuerzas participantes en el proceso político. Las características del sistema parlamentario han evolucionado a lo largo de 250 a 300 años. A comienzos del siglo XVIII, el Primer Ministro necesitaba la confianza del Parlamento tanto como la del monarca. De 1721 a 1742, el Primer Minis-tro, Sir Robert Walpole, perdió la confianza del Parlamento y decidió dimitir, aunque el rey todavía confiaba en él, con lo que creó un precedente. La teoría y la práctica del sistema parlamentario comenzaron de aquel modo (Ducbacek).

41 Ver ANDRÉ HAURIOU, ob. cit., pp. 241 y ss.

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Sección Sexta: Teoría del Gobierno

29.1.1. Estructura del gobierno parlamenta-rio clásico. Órganos y atribuciones. El órgano ejecutivo del sistema parlamentario es de estructura dualista o bicéfalo, puesto que se compone de: a) el Jefe de Estado (Corona o Presidente) que carece de facultades de-cisorias en el proceso político, pero cumple un rol simbólico moderador como factor de integración nacional; y b) el Jefe de Gobierno, que es el Primer Ministro (Pre-mier, Canciller), quien preside un órgano colegiado, que es el Gabinete. El Jefe de Estado puede ser un monarca de carácter hereditario (Sistema parlamentario monár-quico), como es el caso de Gran Bretaña, los países escandinavos, los Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, España y Japón; o bien puede ser un Presidente de la República (sistema parlamentario republicano), como son los casos de Italia, República Federal de Alemania, Francia y Grecia.

Finalmente, la función legislativa radica en el Parlamento que se compone, en Gran Bretaña, de la Cámara de los Comunes, de generación popular, y la Cámara de los Lores, de carácter hereditario y vitalicio, cuyas atribuciones han sufrido sensibles disminuciones en el presente siglo.

a) La Corona: Gran Bretaña es una monar-quía constitucional parlamentaria, donde la transmisión de la Corona se verifica según las reglas del derecho sucesorio común. Progresivamente le han sido quitados la mayoría de sus poderes, los que pasaron al Parlamento, al Gabinete, a los tribunales de justicia, a las autoridades locales, etc. Hoy sólo le quedan algunos poderes residuales, que se engloban bajo el nombre de “pre-rrogativa real”42 en cuya virtud es posible nombrar funcionarios, conceder la dignidad de “Par” y otros títulos, convocar, prorro-gar y disolver la Cámara de los Comunes, promulgar las leyes, proclamar la guerra y concluir la paz, concertar tratados, etc. Pero aparte de que el Parlamento puede restringir la extensión de la prerrogativa,

42 DUVERGER, MAURICE, Instituciones Políticas y Derecho Constitucional, Editorial Ariel, Barcelona, 5ª edición, 1970, p. 255.

ésta pertenece al Rey sólo nominalmente, ya que en la práctica, su ejercicio corresponde al Gabinete o Primer Ministro; éste es quien adopta realmente las medidas de gobierno y recomienda su ejecución al Rey, quien, en todo caso, tiene el derecho a estar per-manentemente informado de la situación del país por el Primer Ministro.

La Corona representa el espíritu de los ingleses, es el factor de estabilidad, de con-tinuidad en la vida política y su prestigio es inmenso. El monarca es irresponsable políticamente, civil y penalmente. Es un principio del Common Law que el Rey no puede hacer el mal, en consecuencia, no hay acción contra él. A contar de un acuerdo constitucional de 1947 se admite la responsabilidad administrativa del Mo-narca en algunos actos (Jiménez de Parga). “El Monarca está asistido por un ‘Consejo Privado’ compuesto por todos sus conse-jeros. Originariamente su influencia era considerable, pero desde que el Gabinete, que sale de éste, toma la autoridad que le otorga la confianza parlamentaria, su papel ha disminuido. Es, sobre todo, el órgano a través del cual el Gobierno debe hacer pasar algunas de sus decisiones, para rati-ficarlas, especialmente, la convocatoria o disolución de la Cámara y el ejercicio del poder reglamentario”.43

b) El Gabinete: Originariamente, el Ga-binete dependía directamente del Rey. Sin embargo, en el siglo XVIII, con la llegada de la dinastía alemana Hannover al poder –quienes no entendían ni hablaban inglés–, el Gabinete se fue vinculando cada vez más al Parlamento, especialmente a la Cámara Baja, buscando la aprobación de su política. A fines de ese siglo, el Rey sólo podía tener en funciones un Gabinete que contara con la confianza del Parlamento. Asimismo el Primer Ministro, que en un principio era un intermediario entre el Rey y el Gabinete, cobró preponderancia y se convirtió en verdadero Jefe del Gobierno.

Hoy, el Primer Ministro preside el Ga-binete y es la pieza maestra del gobierno

43 BURDEAU, GEORGES, ob. cit., p. 305.

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parlamentario. Su fuerte posición se debe a la circunstancia de que si formalmente es nombrado por el Rey, sin embargo, en realidad es elegido por el pueblo, atendido a que el Rey está obligado a nombrar como Primer Ministro al líder del partido mayori-tario, es decir, aquel que ha triunfado en las elecciones parlamentarias, que se verifican en Gran Bretaña cada cinco años.

El Gabinete tiene como misión fun-damental la dirección política del país. Forma parte de una unidad mayor, que es el Ministerio, es decir, el conjunto de jefes de los departamentos ministeriales de subsecretarios y de otros altos cargos. El Gabinete es un cuerpo restringido forma-do en el seno de aquél. Los ministros son nombrados y destituidos jurídicamente por el Rey, de acuerdo con lo propuesto por el Primer Ministro, que es quien realmente decide la composición del Ministerio. Sus miembros han de pertenecer a la mayoría parlamentaria, estando limitado por una ley el número de pertenecientes a la Cámara de los Comunes (Ministers of the Crown Act. 1937), con lo que indirectamente se aseguran unos puestos a los miembros de la de los Lores (García-Pelayo).

El Gabinete es colectivamente responsa-ble ante la Cámara de los Comunes, lo que significa que el Gabinete en su totalidad o un ministro individual se verán obligados a dimitir cuando su política o gestión no sea aceptada por la Cámara, es decir, cuando pierde la confianza de ésta. En la medida que los partidos políticos con represen-tación en la Cámara sean disciplinados y cohesionados, el Gabinete gozará de mayor estabilidad. El bipartidismo, como vere-mos, favorece la estabilidad del gobierno parlamentario.

El Primer Ministro es el líder del Parla-mento, toda vez que es el jefe del partido mayoritario. Él rinde cuentas al Rey de las deliberaciones del Gabinete, a las que aquél no asiste, desde la época de Jorge I.

Entre sus atribuciones, corresponde al Gabinete fijar las directrices de la política interior y exterior del país, el control de la administración y la determinación de la política financiera. Además, el Gabine-

te dispone de iniciativa legislativa y de la facultad de dictar decretos leyes, lo que le otorga clara preeminencia en el campo legislativo (Hauriou, 397).

La dirección general de la política de gobierno del gabinete debe necesariamente marchar de acuerdo y en armonía con el Parlamento, porque de lo contrario éste puede emitir un voto de censura y obli-garlo a dimitir. Sin embargo, frente a esta situación, el Primer Ministro dispone, como contrapartida, de otro poder, que es la fa-cultad para solicitar al Jefe de Estado que disuelva la Cámara de los Comunes y llame a nuevas elecciones. Esta facultad se puede ejercitar frente a una moción de censura de la Cámara o el rechazo de un voto de confianza.

Asimismo, también procede cuando las circunstancias políticas lo aconsejan, por ejemplo, frente a mayorías parlamentarias inestables o cuando el Gobierno desea co-nocer el parecer de la ciudadanía. En 1982, ante el conflicto de las islas Malvinas, la Primera Ministra, Margaret Thatcher, disol-vió la Cámara y llamó a nuevas elecciones anticipadamente, obteniendo clara mayoría parlamentaria.

c) El Parlamento. El Parlamento se com-pone de dos Cámaras: la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes.

La Cámara de los Lores constituye una supervivencia de las antiguas instituciones inglesas. Su composición es muy variada. La integran, en su gran mayoría, pares hereditarios creados por el Rey, algunos magistrados nombrados en forma vitali-cia y los Lores espiritualmente. Originaria-mente, sus poderes eran iguales a los de la Cámara Baja, sin embargo, éstos han sido notablemente disminuidos mediante las Parliament Acts de 1911 y 1949, careciendo actualmente casi por completo de atribu-ciones políticas. Sin embargo, constituye un importante valor tradicional y se estima que sus planteamientos contribuyen a orientar a la opinión pública.

La Cámara de los Comunes ejerce verda-deramente la función legislativa. Su origen se remonta al siglo XIV, pero su carácter

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Sección Sexta: Teoría del Gobierno

de asamblea democrática data de la ins-tauración del sufragio universal en 1918. Se compone de 650 diputados, elegidos por escrutinio mayoritario uninominal, a una sola vuelta. Mayoritario, porque el candidato que obtiene mayor número de votos es proclamado elegido. Uninominal, porque cada circunscripción electoral elige un solo diputado.

Este sistema electoral ha contribuido a mantener en Gran Bretaña el bipartidismo, que es un factor importante para lograr estabilidad gubernamental en el parlamen-tarismo. El Partido Conservador y el Partido Liberal fueron las fuerzas determinantes durante el siglo pasado. A comienzos del siglo XX surgió el Partido Laborista, que logró marginar al Partido Liberal, con lo que el debate político se centró entre con-servadores y laboristas. Hoy se abre paso nuevamente el Partido Liberal coalicionado con el ala derechista del Partido Laboral, bajo el nombre de alianza liberal-social-demócrata.

El sistema británico de dos partidos y la disciplina partidaria han favorecido el funcionamiento del parlamentarismo en Gran Bretaña. Cada partido vigila a sus elegidos y la lealtad de partido se produce tanto en el Gabinete como en la mayoría de la Cámara de los Comunes.

Por otra parte, el partido de oposición cumple una función reconocida legalmente y dirigida no a derribar al Gobierno para convertirse ella misma en Gobierno, sino que orientada a criticar, a incentivar y a in-formar al cuerpo electoral, que será quien, en definitiva, se pronuncia a través de las elecciones. El jefe del partido opositor per-cibe una remuneración en cuanto “líder de la oposición de Su Majestad” y constituye una posibilidad de gobierno alternativo, que en cualquier momento puede convertirse en poder.

La duración de mandato de los diputados es de 5 años, aunque rara vez completan su período, ya que, por lo general, la Cámara es disuelta anticipadamente.

Además de la función legislativa, la Cá-mara de los Comunes controla al gobierno adoptando o rechazando los proyectos de

ley de iniciativa gubernamental, formulando preguntas e interpelaciones a los ministros y, principalmente, manifestando su desconfianza política a través del voto de censura.

29.1.2. Funcionamiento del sistema parlamen-tario.

– La regla mayor es que el Gabinete no puede gobernar si no cuenta con la confianza del Parlamento, o más precisamente, de la mayoría de aquella Cámara que procede del sufragio universal. Ejemplo: Cámara de los Comunes en el Reino Unido.

– Esta necesidad de la confianza del Ga-binete por medio del voto de la Cámara Popular se acredita por el ejercicio de la responsabilidad política, lo que trae consigo la pérdida del poder.

– Los medios prácticos mediante los cuales se ejerce esta responsabilidad polí-tica son básicamente dos. Por el primero, el Primer Ministro plantea una cuestión de confianza en la aprobación de un proyecto de ley y su rechazo determina la caída del Gabinete. Su aprobación llevará consigo que el proyecto de ley sea sancionado y que, por lo tanto, el Gabinete continúa en funciones. El otro sistema es de iniciativa de los miembros del Parlamento, quienes durante un debate proponen una moción de censura, la que aprobada o rechazada pro-duce los mismos efectos que una cuestión de confianza.

– Sin embargo, el Gabinete dispone de un arma que le permite ejercer sobre el Parlamento una importante presión y que tiene por objeto impedir quedar a menudo en minoría. Esta arma constitucional es el derecho de disolución con respecto a la Cámara base o Cámara Política. Mediante el derecho de disolución se está significando que se somete a la decisión del sufragio universal las censuras parlamentarias y que, por ende, al solicitar la confianza del cuerpo electoral, éste soluciona el conflicto entre el Parla-mento y el Gabinete. Hay que considerar que hoy día el derecho de disolución no es sólo un arma de ejercicio en el derecho parlamentario destinada a solucionar un problema político inmediato provenien-

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te de las relaciones entre ambos poderes, sino que se usa también para solucionar conflictos de poderes, en los cuales se juzga necesario un pronunciamiento popular, aunque el gobierno no se encuentre afectado por censuras o rechazos de cuestiones de confianza. Así, el presidente De Gaulle, en 1968, no obstante contar con mayoría en la Asamblea Nacional, decretó su disolución ante la crítica situación que estaba vivien-do Francia a raíz de los acontecimientos producidos en la Universidad de París en mayo de ese año, que llevaron a una pa-ralización total de la economía francesa y a una grave crisis cambiaria y de divisas. En las elecciones generales convocadas, el Gobierno obtuvo la más alta mayoría de diputados que ha conocido la historia constitucional francesa.

– No obstante que el Jefe del Estado (Presidente de la República o Monarca) es irresponsable políticamente, no lo es, sin embargo, por los delitos que ha cometido o por los actos que ha realizado que atentan contra la seguridad y el honor de la Nación. Existe juicio político en su contra, pudiendo ser juzgado por el Parlamento.

Sin embargo, cabe hacer presente que en Gran Bretaña el ejercicio de la “pre-rrogativa real” es discrecional, es decir, no puede el Rey ser controlado por los tribu-nales de justicia. Este carácter discrecional es la consecuencia del principio: “el Rey no puede obrar mal”, que da lugar a la inmunidad total y absoluta para todos los actos del soberano.44

– El régimen parlamentario funciona con regularidad y en forma eficiente en la medida que existe bipartidismo (fuerzas únicas de oposición y Gobierno). Además requiere un sistema electoral que sea rea-lista y mayoritario; y finalmente, que haya adquirido conciencia de que el gobernar no es un juego político, sino una función de beneficio colectivo.45

44 DUVERGER, ob. cit., pág. 255.45 El ejemplo de Inglaterra resulta muy ilustrativo

en esta materia.

29.1.3. Principales características de otros gobiernos parlamentarios europeos: El sistema de gobierno parlamentario británico es el tipo clásico. Desde el siglo pasado se ha extendido a la mayoría de los países europeos, quienes lo han adoptado con variaciones acordes a su propia realidad política. Nos referiremos someramente a los aspectos más relevantes que se apartan del sistema parlamentario clásico, en los siguientes países: República Federal de Alemania, Italia y Francia.

República Federal Alemania: La Constitu-ción Política de Bonn de 1949 consagra los siguientes órganos de gobierno: a) El Parlamento, que se compone de dos Cáma-ras: el Bundestag (Cámara Federal), que representa al pueblo entero de la federa-ción, y el Bundesrat (Consejo Federal), que representa a los Estados; b) el Presidente de la República o Jefe de Estado, y c) el Canciller Federal.

Las elecciones al Bundestag se realizan cada cuatro años, mediante un escrutinio que, combinando la representación proporcional y el sistema mayoritario, favorece a los grandes partidos. Sólo alcanzan representación los partidos que hubiesen obtenido al menos un 5 de los votos válidamente emitidos. Corres-ponden al Bundestag las funciones del control político; es decir, puede censurar al Gabinete y aceptar o rechazar una moción de confianza solicitada por el Gabinete (Burdeau).

El Bundesrat o Cámara Alta es la Cámara de representación territorial y sus miem-bros son designados por el Gobierno de los Länders en proporción a su número de habitantes, en razón de tres a cinco repre-sentantes, como mínimo y máximo.

El Presidente de la República es el Jefe de Estado, elegido por cinco años, reelegible por una sola vez, por la Asamblea Federal, que se compone de los diputados del Bun-destag y de un número igual de miembros elegidos mediante escrutinio proporcional por los parlamentos de los Länders.

La mayor atribución del Presidente con-siste en la presentación al Bundestag de un candidato al cargo de Canciller; puede, además, oponerse a la disolución del Bun-destag, solicitada por el Canciller federal.

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Sección Sexta: Teoría del Gobierno

El Canciller federal es el Jefe de Gobier-no, elegido al comienzo de cada período legislativo por el Bundestag, a propuesta del Presidente de la República. Si el candidato propuesto no es elegido, el Bundestag puede elegir otro por mayoría absoluta dentro del plazo de 15 días, contados desde la fecha del escrutinio que rechazó al candidato presen-tado por el Presidente de la República.

El Canciller federal tiene un mandato por un período de cuatro años y no está obligado a dimitir, sino cuando la misma Asamblea (Bundestag), después de haber pronunciado un voto de desconfianza, se encuentre en la posibilidad de elegir, al mismo tiempo y por mayoría absoluta, un nuevo Canciller a través del llamado “voto de censura constructivo”, consagrado contitucionalmente en Alema-nia Federal para combatir la inestabilidad ministerial. Junto con derribar al Gobierno, se debe formar una nueva mayoría en torno a un nuevo Canciller para que reemplace al anterior gobierno.

Del mismo modo, frente al rechazo por la Cámara de una moción de confianza so-licitada por el Canciller federal, éste puede solicitar al Presidente federal la disolución del Bundestag, el cual debe resolver dentro de 21 días, a menos que el Bundestag elija un nuevo Canciller por mayoría absoluta.

Italia: La Constitución Política italiana de 1948 establece el sistema parlamentario y se ajusta muy fielmente al tipo clásico.

El Parlamento se compone de la Cámara de Diputados elegida en escrutinio de lista por representación proporcional y el Senado elegido por escrutinio uninominal, pero con una repartición posterior de carácter proporcional de los asientos en la esfera regional cuando ningún candidato alcance el 65% de los votos válidamente emitidos (Biscaretti de Ruffia). En ambas, el mandato tiene una duración de 5 años.

El rasgo distintivo del sistema consiste en que ambas cámaras tienen idénticos poderes. Una y otra pueden plantear la responsabilidad del Gabinete y obligarlo a dimitir. A su vez, ambas pueden ser disueltas por el Jefe de Estado a solicitud del Jefe de Gobierno.

El Jefe de Estado es el Presidente de la República, quien es elegido por un período de 7 años por un colegio compuesto por los miembros de ambas Cámaras del Par-lamento y 3 delegados por región.

El Presidente nombra al Primer Ministro, según las reglas parlamentarias.

Para medir la importancia de la institu-ción presidencial en Italia hay que tener en cuenta la ausencia de cohesión de la mayoría parlamentaria y las divisiones internas de los partidos. En circunstancias difíciles el Presidente es el único poder oficial capaz de ser escuchado por la nación (Burdeau).

Francia: De acuerdo con la Constitución Política de 1958, el régimen francés se carac-teriza por la vigorización de las atribuciones del Jefe de Estado. Con ello, se ha tratado de superar los inconvenientes derivados de la inestabilidad ministerial provocada, entre otras causas, por el multipartidismo que existió en Francia. Esta característica ha llevado a algunos estudiosos a denomi-narlo gobierno semipresidencial.46 Algunas facultades del Jefe de Estado están sujetas a referendo ministerial (las comparte con el Gabinete), como por ejemplo, el nombra-miento y cese de los ministros. Sin embargo, posee importantes facultades propias que lo diferencian de las características propias de este órgano en el parlamentarismo clásico. En efecto, el Jefe de Estado –Presidente de la República– está facultado para: a) disolver la Asamblea Nacional, previa consulta con el Primer Ministro y con los Presidentes de las Cámaras legislativas; b) dirigir las sesiones del Consejo de Ministros; c) nombrar al Pri-mer Ministro en forma discrecional sin que éste dimane necesariamente del Parlamento; d) adoptar medidas excepcionales frente a amenazas graves e inmediatas de las institu-ciones de la República, independencia de la Nación e integridad de su territorio (Art. 16), como por ejemplo, destituir al Primer Ministro, y e) llamar a referéndum.

Entre otras características propias del régimen francés, cabe señalar que el Jefe

46 Véase NOGUEIRA, A., HUMBERTO, El Régimen Semipresidencial, Santiago, 1985.

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de Estado no es designado por un órgano del Estado, sino que es elegido por toda la ciudadanía mediante sufragio universal, circunstancia que lo coloca en posición de superioridad en relación al Primer Ministro. Además, el cargo de Ministro es incompatible con el de parlamentario; en consecuencia, el acceso al gobierno obliga al parlamentario a renunciar a su banco en el Parlamento pasando a ocupar la vacante parlamentaria el suplente respectivo.47

29.2. Tipo de gobierno presidencial

Supone que la misma persona es, a la vez, Jefe de Estado y Jefe de Gobierno; los ministros no son responsables políticamente ante las asambleas. Existe –en teoría– una separación rígida de los poderes constituidos. El Presidente –Jefe de Gobierno– es además elegido por la ciudadanía y responde de su gestión ante él.

Este sistema de gobierno fue estable-cido por primera vez por la Constitución norteamericana de 1787, y sus principales instituciones son las siguientes:

29.2.1. Órgano ejecutivo. El Presidente de la República ejerce la función ejecutiva en su doble calidad de Jefe de Estado y Jefe de Gobierno. Es elegido por cuatro años, reelegible por una sola vez, a través de un proceso electoral autónomo de dos grados y puede, por lo tanto, ser expresión de la mayoría política distinta de la existente en el Congreso Americano.

El Presidente es elegido conjuntamen-te, en la misma fórmula electoral, con el Vicepresidente, quien lo subroga en caso de vacancia y a quien corresponde presidir el Senado.

El Presidente nombra a los Ministros o Secretarios de Estado que son funcionarios de su exclusiva confianza. Constitucional-mente necesita el consentimiento del Se-nado, pero tratándose de colaboradores

47 Véase HAURIOU, ANDRÉ, Derecho Constitucional e Instituciones Políticas, Editorial Ariel, Barcelona, 1971, pp. 542 y ss.

inmediatos, esta asamblea siempre da su consentimiento. Los ministros no tienen acceso a las sesiones del Senado o de la Cámara de Representantes.

El Presidente carece de iniciativa le-gislativa. Sin embargo, puede sugerir que ciertas leyes sean aprobadas por el Congre-so, particularmente en su mensaje anual, que constituye, en el hecho, su programa legislativo para el año en curso. Pero el Congreso puede rechazar este programa legislativo e incluso el presupuesto nacional, y el Presidente no puede impedirlo.

Según la Constitución, el Presidente de los Estados Unidos dispone de numerosos poderes. Posee la potestad reglamentaria, propia de todo Jefe de Estado, es el jefe de la administración federal, conduce la política exterior, es comandante en jefe de las fuer-zas armadas y está facultado para conducir operaciones militares. (Hauriou.)

El Presidente tiene el derecho de veto contra las leyes votadas por el Congreso, y prepara el presupuesto federal que es posteriormente sometido a tramitación legislativa.

El Presidente es irresponsable política-mente ante el Congreso. Sólo responde de sus actos ante la nación que lo ha ele-gido por sufragio universal. En el hecho, el Presidente se apoya en la opinión pú-blica, con la que existe una comunicación casi cotidiana. Sin embargo, el Congreso puede obligarlo a dimitir a través del “im-peachment” o acusación constitucional, que es el procedimiento empleado para hacer efectiva la responsabilidad penal del Presidente por “traición u otros crímenes o delitos graves”.

29.2.2. Órgano legislativo: Radica en un Con-greso compuesto por el Senado y la Cámara de Representantes.

El Senado está compuesto de dos miem-bros por Estado, en un total de 100, elegidos por 6 años y renovables por tercios cada dos años en el momento en que tienen lugar las elecciones a la Cámara de Representantes. (Hauriou).

Ejerce la función legislativa en igualdad de condiciones que la Cámara Baja, salvo

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Sección Sexta: Teoría del Gobierno

el monopolio de la iniciativa en materia de impuestos reservado a la Cámara; se asocia a la función ejecutiva dando su aprobación a algunos nombramientos (ministros de Estado, jueces, embajadores), ratifica los tratados internacionales concluidos por el Presidente; ejerce, además, una función jurisdiccional en la tramitación del “impeachment” tras diligencias acordadas por la Cámara.

La Cámara de Representantes se com-pone de diputados elegidos por 2 años por el pueblo de la Unión en proporción al número de habitantes de cada distrito.

Las atribuciones esenciales del Congreso son de orden legislativo y no puede delegar facultades legislativas al Ejecutivo. Ejerce el poder constituyente en cuanto le está encomendada la redacción del contenido intelectual de las enmiendas. Tiene además poderes de supervisión sobre el funciona-miento de los servicios públicos y los fun-cionarios federales. (Hauriou).

Los partidos que tienen representación en el Congreso norteamericano no son ideológi-cos ni de concreciones programáticas firmes, sino que adquieren importancia durante los períodos eleccionarios. El bipartidismo está claramente influenciado por la acción de los grupos de presión que canalizan su actividad a través de ellos para llegar a los diversos sectores de la opinión pública.

El Congreso no puede forzar ni al Pre-sidente ni a sus Ministros a dimisionar. Por su parte, el Presidente no tiene derecho de disolución sobre el Congreso.

Cada uno de los poderes es independien-te en su organización y funcionamiento. Cada uno posee en su dominio propio la facultad de “estatuir”. Por otra parte, como lo pretendía Montesquieu, cada uno tiene igualmente la facultad de “impedir” en caso necesario al otro Poder. Así, el Presidente de EE.UU. tiene derecho de veto sobre las leyes que se aprueban en el Congreso y para estos efectos procede una nueva delibera-ción del Congreso, que necesitará de una mayoría de dos tercios de sus miembros para insistir en ellas.

Por otros medios, y este derecho perte-nece al Senado, esta corporación aprueba los Tratados, los nombramientos de los

funcionarios más importantes, tiene po-deres presupuestarios (aprobar o rechazar el presupuesto), puede designar comisio-nes investigadoras y asimismo destituir al Presidente de la República mediante el “impeachment” o juicio político.

Es necesario señalar, no obstante, que la separación de los Poderes tan rígida estable-cida por los Constituyentes de 1787, en la realidad está atenuada de dos maneras:

– En primer término, el Presidente de la República va adquiriendo un rol cada vez más preponderante y, en la práctica, obliga al Congreso a que siga sus puntos de vista cuando éstos han sido aprobados por la opinión pública.

– Enseguida, se ha establecido un cierto parlamentarismo de colores. Así los diver-sos Secretarios de Estado toman contacto de tipo oficioso con el Congreso previo a las discusiones legislativas, que resultan así extraordinariamente eficaces.

De otra manera el régimen no habría podido funcionar.

29.2.3. Órgano judicial: Debido a la forma de Estado federal, hay tribunales propios de cada Estado y otros propios del Estado federal.

En la cúspide se encuentra la Corte Su-prema Federal que se compone de nueve jueces inamovibles, nombrados vitalicia-mente por el Presidente de la República con acuerdo del Senado. El Chief-Justice, es decir, el Presidente de la Corte Suprema es el segundo personaje del Estado y tiene preferencia de rango con respecto al vice-presidente. (Hauriou).

El órgano judicial norteamericano desempeña un importante rol político-ju-risdiccional que se concreta en el control del federalismo y en el control jurisdiccional de la constitucionalidad de las leyes. A través del primero se busca que tanto el Estado federal como los estados miembros respe-ten el reparto de competencia establecido por la Constitución de 1787. “Se trata de comprobar si los tribunales de los Estados se preocupan de impedir aquellas leyes de los Estados particulares que estuvieran en contradicción con la Constitución federal” (Hauriou). A través del segundo se trata de

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Manual de Derecho Político

observar la concordancia de la ley ordinaria con la Constitución Política en el ámbito del Estado particular en relación a su propia Constitución como en el marco federal.

29.2.4. Gobierno presidencialista: La “vigoriza-ción del ejecutivo” que, como se estudiará, es una de las características del neoconsti-tucionalismo, ha tenido especial incidencia en el tipo de gobierno presidencial. En efecto, en los países de América latina y África, que adoptaron el modelo de los Estados Unidos de Norteamérica, el rol del ejecutivo ha adquirido tal relevancia que ya no es posible sostener la existencia de un equilibrio de poderes.

Por ejemplo, en estos sistemas el Pre-sidente –a diferencia de lo que ocurre en el modelo presidencial clásico– desarro-lla una actividad legislativa intensa: es un verdadero colegislador que incluso, sobre ciertas materias, tiene iniciativa exclusiva para presentar proyectos.48 Se denomina a estos gobiernos como “presidencialistas”.

29.2.5. Gobierno semipresidencial. Cabe se-ñalar que en las últimas décadas se ha ido perfilando otro tipo de gobierno, cuyas características tampoco corresponden a los modelos clásicos del presidencial ni al parlamentario y que, por el contrario, incor-poran instituciones y mecanismos de ambos. Tal ocurre con los sistemas implementados en las constituciones de Irlanda, Austria, Islandia, Portugal, Finlandia y Francia.

Aun cuando Duverger propone llamar a estos tipos de gobierno “semipresidenciales”, reconoce que en ellos predominan los ele-mentos parlamentarios: ejecutivo dual (jefe de Estado y jefe de gobierno); responsabilidad política del gabinete frente al parlamento; posibilidad de disolver el parlamento por iniciativa del ejecutivo. Como elementos del tipo presidencial se advierten: Presidente de la República elegido por sufragio universal y premunido de amplias facultades; se opo-nen a él el primer ministro y los ministros,

48 La Constitución de 1925, después de las Re-formas de 1943 y 1970, configura un sistema con estas características.

quienes desarrollan actividades guberna-mentales y administrativas con respaldo del parlamento.49

La Constitución de Chile de 1980 en su texto original establecía un sistema que tampoco engarza con los modelos clásicos: un ejecutivo extremadamente vigorizado, con facultades para disolver por una vez la Cámara de Diputados y, en materia de reforma constitucional, otorgaba un veto definitivo al Presidente de la República.50

29.3. Tipo de gobierno directorial

Como anota Jiménez de Parga, este siste-ma se articula con una confusión de poderes en beneficio de la cámara representativa. El gobierno es un nuevo comisionado de la asamblea: ni puede decidir de acuerdo con su propio parecer, ni puede presionar sobre los diputados. Como “comisionado” es nombrado directamente por la cámara todopoderosa.51

Este tipo de gobierno se encuentra es-tablecido en la Constitución Helvética de 1848, revisada en 1874, y sus rasgos generales son los siguientes:

El Consejo Federal, organismo ejecutivo de siete miembros, es elegido cada cuatro años por el Parlamento. El Consejo Federal tiene iniciativa en las leyes junto con las Asambleas; sus miembros tienen acceso a las Cámaras y pueden participar en sus de-bates. Pero si se produce un conflicto entre el Ejecutivo y el Parlamento, el primero no dimisiona ni puede disolver el Parlamento. Simplemente procede a modificar su política para armonizarla con los requerimientos de la mayoría de las Asambleas.

Lo curioso es que el Ejecutivo suizo, jurídi-camente subordinado al Legislativo, tiene una

49 En nuestro medio HUMBERTO NOGUEIRA ha propuesto la denominación “democracia ejecutiva dualista, con correctivo presidencial” (El Régimen Semipresidencial, Stgo., 1985).

50 La reforma constitucional de 1989 suprimió estas facultades del Presidente de la República.

51 MANUEL JIMÉNEZ DE PARGA, Los Regímenes Polí-ticos Contemporáneos, Editorial Tecnos, Madrid, 1965, p. 142.

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Sección Sexta: Teoría del Gobierno

gran estabilidad. Sus miembros son elegidos en forma indefinida y hay casos de Ministros que han conservado sus cargos durante más de 25 años. Las razones de esta estabilidad radican en la idiosincrasia del pueblo suizo y su alto grado de cultura cívica.

Algunos autores ven en el régimen suizo un gobierno de Asamblea, ya “que el Parla-mento elige un comité que debe plegarse a sus directrices y obedecer sus mociones, sin poder utilizar el arma de la disolución, ni siquiera la de la cuestión de confianza o la amenaza de dimisión”.52 Jurídicamente es cierto que el Consejo Federal es sólo un órgano “comisionado” por la Asamblea; sin embargo, las condiciones del régimen de Asamblea no se cumplen, ya que la asamblea federal no está en sesión permanente sino que celebra cortas sesiones anuales, las que no exceden en total de los 2 ó 3 meses. En consecuencia, la Asamblea no tiene medios de controlar de manera constante al órgano ejecutivo que es un órgano único cuya fun-ción es, por esencia, continua y que en Suiza goza de gran estabilidad. Por tanto, si bien el órgano legislativo goza de una preeminencia constitucional y jurídica frente al Ejecutivo, este último goza de una independencia su-ficiente gracias, sobre todo, a su estabilidad frente a una Asamblea de sesiones muy breves. Siguiendo el pensamiento de A. Hauriou, hemos estimado preferible designar al régi-men suizo como gobierno directorial y no como gobierno de Asamblea.

29.4. Tipo de gobierno de la actualFederación Rusa

Tras la disolución de la Unión Soviética en 1991, Rusia –también denominada Fede-ración Rusa– ha ido creando su propio régi-men de gobierno, cuyos rasgos principales se indican brevemente, con la advertencia que todavía existen cambios institucionales no totalmente decantados.

La antigua Constitución de 1977 fue reemplazada por una nueva Carta Funda-mental, aprobada por referéndum el 12

52 HAURIOU, ANDRÉ, ob. cit., p. 491.

de diciembre de 1993, que introdujo una forma de gobierno que se caracteriza por poseer un órgano presidencial con fuertes atribuciones políticas.53

El artículo 1º de la Constitución decla-ra que “la Federación Rusa es un Estado Democrático Federal de Derecho regido por un sistema de gobierno republicano”. Reconoce el principio de separación de poderes y la distinción entre los siguien-tes órganos que detentan el poder esta-tal: Presidente de la Federación Rusa; la Asamblea Federal u órgano legislativo; el Gobierno de la Federación; y el Tribunal de la Federación.

La función ejecutiva corresponde al Pre-sidente de la Federación Rusa, quien es el Jefe de Estado y representa a la Federación en el interior del país y en el ámbito inter-nacional. Es elegido cada cuatro años por sufragio universal directo secreto (art. 81) y reelegible por una sola vez. Consta de nu-merosas e importantes atribuciones entre las que radica su facultad para nombrar al Jefe de Gobierno (o Presidente del Gobierno) previo consentimiento de la Duma (Cámara Baja). Además, el Presidente de la Federación puede disolver la Duma en los casos y según lo establecido por la Constitución Federal, pudiendo convocar a nuevas elecciones. El Presidente del Gobierno (o Primer Minis-tro) es políticamente responsable ante la Cámara Baja y se mantiene en funciones mientras cuente con su confianza.

En atención a las importantes facultades políticas y administrativas que constitucional-mente detenta el Jefe de Estado y las caracte-rísticas del Jefe de Gobierno, puede estimarse que el actual régimen ruso se asemeja a un tipo de gobierno semipresidencial.

El órgano legislativo y representativo es el Parlamento o Asamblea Federal. Consta de dos cámaras: la Cámara Alta o “Consejo de la Federación” y la Cámara Baja o “Duma Estatal” integrada por 450 diputados que se eligen cada 4 años.

La Federación Rusa mantiene una forma estatal de carácter federal. El territorio se

53 Véase Texto Complementario Sección Sexta, atinente a párrafo 29.4 de p. 138.

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divide en 21 repúblicas autónomas, y en otros entes territoriales como son los territorios, las regiones, ciudades federales, regiones autónomas y las comarcas autónomas.54

54 Como antecedente histórico se ha estimado conveniente reproducir una reseña global de los principales aspectos del tipo de gobierno que im-peró en la ex Unión Soviética y en las ex Repúblicas Socialistas, según Biscaretti Di Ruffia:

La Constitución Soviética de 1977, al igual que la de 1936, desconoce el principio de separación de poderes y entrega a un órgano el “Soviet Supremo” la totalidad del poder. Las demás instituciones polí-ticas tienen poder sólo en cuanto éste les haya sido delegado por el Soviet Supremo (art. 2).

El Soviet Supremo equivale al parlamento de los países occidentales y se compone de dos cámaras: el “Soviet de la Unión”, que es elegido directamente por la población en distritos electorales de igual extensión, y el “Soviet de las Nacionalidades”, cuyos miembros son también elegidos en votación directa por la ciudadanía en cada una de las distintas Repú-blicas y otras partes de la Unión. Cada República de la Unión elige 25 representantes en esta rama del Parlamento; cada República autónoma, 11; cada Re-gión autónoma, 5 y cada Territorio autónomo, 1.

Las dos Cámaras poseen las mismas atribuciones y funcionan en forma paralela. En ciertas oportunida-des en pleno como “Soviet Supremo”. Los períodos de sesión son extremadamente breves: sesionan dos veces al año y por lapso de días.

De esta circunstancia se infiere que el poder po-lítico del Soviet Supremo es más bien “nominal” y su rol se traduce en ratificar o convalidar decisiones que en tomarlas.

Con todo, como ya se ha mencionado, las demás instituciones políticas de la Unión Soviética derivan su poder del Soviet Supremo. Es el caso del “Presidium del Soviet Supremo” –Jefatura colectiva o Junta direc-tiva del Estado en la Unión Soviética– compuesto por el Presidente, sus 15 vicepresidentes, 16 miembros simples y un secretario.

Las atribuciones del Presidium son amplias: du-rante el receso del Soviet Supremo –que como ya se ha dicho cubre la mayor parte del año– el Presidium se aboca a los asuntos de ese órgano. Sus facultades legislativas son variadas: decretos con fuerza de ley, leyes interpretativas, etc. (arts. 121 N y 122).

El Poder Ejecutivo corresponde al “Consejo de Ministros de la URSS. Su designación deriva también del Soviet Supremo, órgano ante el cual es responsable y al que debe rendir cuenta de su mandato.

La Constitución de 1993 reconoce el principio de supremacía constitucional y consagra la existencia de un Tribunal Cons-titucional.54

Este órgano colegiado está integrado por el Presidente del Consejo de Ministros de la URSS, los primeros vicepresidentes y vicepresidentes, los ministros de la URSS y los presidentes de los comités estatales de la URSS. (art. 129).

STAMMEN considera que, atendiendo a las fa-cultades políticas y administrativas que tiene este Consejo, debe estimarse que es el organismo estatal más importante –más importante que el Soviet Su-premo y su Presidium.

Pero para muchos estudiosos del régimen soviético, la institución clave del sistema se encuentra contenida en el artículo sexto de la Constitución: “La fuerza dirigente y orientadora de la sociedad soviética y el núcleo del sistema político, de las organizaciones estatales y sociales es el Partido Comunista de la Unión Soviética. El PCUS existe para el pueblo y sirve al pueblo.

“Pertrechado con la doctrina marxista-leninista, el Partido Comunista determina la perspectiva general del desarrollo de la sociedad, la línea de la política interior y exterior de la URSS, dirige la gran actividad creadora del pueblo soviético e imprime un carácter sistemático y científicamente fundamentado a su lucha por el triunfo del comunismo.

Todas las organizaciones del partido actúan en el marco de la Constitución de la URSS”.

El tipo de gobierno implementado por las cons-tituciones de otros Estados socialistas –periodo 1944-45– presenta ciertas similitudes con el modelo de la Unión Soviética en lo tocante a la concentración de poder –renuncia por lo tanto al principio de separación de poderes– y a la exaltación, por lo menos nominal-mente, de un órgano colegiado de elección popular como supremo detentador del poder estatal.

A diferencia de lo que ocurre en la Unión Soviética, en alguno de estos países se reconoce un pluralismo controlado larvado, anotan sus detractores.

Cabe puntualizar que la ex Yugoslavia, a partir de 1948, inicia un alejamiento del modelo soviético, tanto en lo que se refiere a sus instituciones políticas como en lo tocante a su estructura económica y social. El principio de la unidad del poder estatal aparece sensiblemente atenuado.

(Sobre el particular ver BISCARETTI DI RUFFIA, PAOLO, Introducción al Derecho Constitucional Compara-do, Editorial Fondo de Cultura Económica, México, 1975, pp. 239 y ss).

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Sección Sexta: Teoría del Gobierno

Texto atinente a párrafo 27:La función ejecutiva

THEO STAMMENSistemas políticos actuales

Editorial Guadarrama, Madrid, 1977, pp. 139-141

EL SISTEMA DE GOBIERNO ENESTADOS UNIDOS

Si se toma la Constitución de los Estados Unidos, queda uno sorprendido de su brevedad: sólo consta de siete artículos, a los que más tarde les han sido añadidas veintidós “amendments” (disposiciones complementarias). En esos siete artículos se regula lo siguiente: art. 1: el poder legislativo; art. 2: el poder ejecutivo; art. 3; el poder judicial; art. 4: la posición y los derechos de los diferentes Estados de la Federación; art. 5: el procedimiento para modificar o comple-tar la Constitución; art. 6: el tratamiento de anteriores deudas públicas y la validez general de la Constitución; art. 7: la ratificación de la Constitución.

Las “amendments” 1 al 10, que fueron aña-didas a la Constitución el 3 de abril de 1791, contienen la “Bill of Rights”, el catálogo de los derechos fundamentales, que hoy es parte inte-gral de la Constitución. Las restantes “disposi-ciones complementarias” contienen enmiendas constitucionales que se hicieron necesarias en el proceso de la paulatina democratización de la sociedad americana en el transcurso de los siglos XIX y XX.

El sistema de gobierno que traza se basa en una estricta aplicación del principio de separación de poderes (“separation of powers”). Se puede hablar de una construcción triangular, cuyos tres lados o ángulos quedan formados por el Presidente (como Jefe del Ejecutivo), el Con-greso (como Poder Legislativo) y la “Supremo Court” (como la suprema autoridad de la ad-ministración de justicia). Vamos a ocuparnos en primer lugar del Presidente y del Congreso, y a intentar medir su posición en el sistema de la Constitución.

La primera característica manifiesta del sis-tema de gobierno americano es la completa independencia de los dos poderes más importantes entre sí: del Presidente con respecto al Congreso

TEXTOS COMPLEMENTARIOS

y del Congreso con respecto al Presidente. Cada uno de los dos resulta de elecciones propias; ambos tienen así una legitimación directa a través del pueblo. En lo que se refiere a su existencia política, las dos Instituciones están completa-mente separadas entre sí e independientes. El “precepto de incompatibilidad” impide, además, que ulteriormente se establezca una implicación personal entre el gobierno y el Parlamento.

La gran dificultad que, sin lugar a dudas, implica una construcción semejante del proceso de gobierno, basada en la estricta separación de poderes, es cómo se lleva a cabo la cooperación de los diferentes poderes participantes en el proceso político, necesaria para el funcionamiento de un sistema de gobierno. La pregunta de si mediante el aislamiento de los dos poderes no se causará una paralización y bloqueamiento del proceso de gobierno es inevitable precisamente para el que se orienta por el sistema parlamentario de gobierno y sabe que el funcionamiento depende esencialmente aquí de la estrecha y mutua unión de Parlamento y gobierno, de una unión que, por su parte, tiene de nuevo su fundamento en la regulación jurídica o político-constitucional establecida, por la cual el gobierno nace en medio del Parlamento y conserva con él una implicación personal.

Por justificadas que puedan estar estas dudas sobre el funcionamiento del sistema presidencia-lista de gobierno desde el punto de vista teórico, la práctica y la experiencia histórica nos enseñan que este sistema de gobierno funciona ya ahora desde hace casi 200 años, y que durante este largo período no ha necesitado ser mejorado nada en la construcción de la relación entre el gobierno y el Parlamento. ¿Cómo se explica esta evidente contradicción entre las dudas teóricas y la experiencia práctica?

Completando lo dicho tenemos que hacer constar aquí que la “separation of powers” americana, que a nosotros –procedentes del sistema parlamentario de gobierno– nos pare-ce absoluta, no es tan extrema como parece a primera vista. Y es que en algunos pocos puntos entre los poderes decisivos –el Presidente y el Congreso– existen “puntos de contacto”, por los cuales el sistema de la estricta separación de poderes también se convierte, a la vez, en un sistema de coordinación de poderes. Mediante esta coordinación entre gobierno y Parlamento se hace posible la cooperación de las instituciones

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decisivas, necesaria para el funcionamiento de un sistema de gobierno. Mediante este sistema de coordinación, lo que a primera vista parece estricta separación de poderes se convierte en “entrecruzamiento de poderes”, en un sistema de “checks and balances”. Si se acentúa este lado del sistema americano de gobierno, se puede calificar entonces al sistema presidencialista de gobierno como un “sistema de coordinación”, en contraposición al sistema parlamentario de gobierno, que es un “sistema de integración”. Esta coordinación, necesaria para el funcionamiento del sistema presidencialista, se logra coordinando de tal manera los órganos independientes de poder en ciertos “puntos de contacto” exacta-mente determinados, que la actividad estatal correspondiente asignada a cada uno de los órganos de poder en particular sólo pueda alcanzar validez constitucional mediante su cooperación.

Texto atinente a párrafo 29.4:Tipo de Gobierno de la Federación Rusa

MIJAÍL GORBACHOVPerestroika

Emecé Editores, Buenos Aires, 1987,pp. 7 a 12

Al escribir este libro, mi propósito ha sido dirigirme directamente a los pueblos de la URSS, de los Estados Unidos y, en realidad, a los de cada país.

He conocido gobiernos y líderes de muchos Estados y representantes de sus pueblos, pero ahora deseo hablar, sin intermediarios, a los ciudadanos de todo el mundo sobre cosas que, sin excepción, nos conciernen a todos. Creo en el sentido común de todos ellos. Estoy con-vencido de que, como yo, se preocupan por el futuro de nuestro planeta. Esto es lo más importante.

Debemos reunirnos y discutirlo. Debemos abordar los problemas con espíritu de coope-ración más que de animosidad. Me doy per-fectamente cuenta de que no todos estarán de acuerdo conmigo. En realidad, tampoco yo estaría de acuerdo con todo lo que otros dicen sobre diversos temas. Eso hace que el diálogo sea lo más importante. Y este libro es mi contribución a ello.

Este libro no es un tratado científico o un panfleto de propaganda a pesar de que los puntos de vista, las opiniones, conclusiones y aproxima-

ciones analíticas que el lector encontrará están basados, naturalmente, en valores determinados y premisas teóricas. Es más bien una compilación de pensamientos y reflexiones sobre la perestroika; los problemas que enfrentamos, la graduación de cambios involucrados y la complejidad, res-ponsabilidad e inestabilidad de nuestro tiempo. Con toda intención evité cargarlo con hechos, cifras y detalles. Es un libro sobre nuestros pla-nes y sobre los caminos que tomaremos para llevarlos a cabo y –lo repito– una invitación al diálogo. Una gran parte de la obra está dedicada al nuevo pensamiento político y a la fisofía de nuestra política exterior. Si ayuda a fortalecer la confianza internacional, consideraré que ha cumplido ampliamente su cometido.

¿Qué es la perestroika o reestructuración? ¿Por qué la necesitamos? ¿En qué consiste su esencia y sus objetivos? ¿Qué es lo que rechaza y qué es lo que origina? ¿Cómo está encaminándose y cuáles pueden ser sus consecuencias para la Unión Soviética y la comunidad mundial?

Estas son todas legítimas preguntas para las cuales muchas personas buscan respuestas: políticos y hombres de negocios; eruditos y periodistas; profesores y médicos; sacerdotes, escritores y estudiantes; trabajadores y granjeros. Muchos de ellos quieren entender qué es lo que efectivamente sucede en la Unión Soviética, especialmente desde que los periódicos y la televisión de Occidente continúan barridos por oleajes de mala voluntad hacia mi país.

La perestroika es hoy el punto central de la vida intelectual de nuestra sociedad. Eso es natural, porque concierne al futuro de este país. Los cambios que acarrea afectan a todo el pueblo soviético y abordan los problemas más vitales. Cada uno está ansioso por conocer la clase de sociedad en la que nosotros mismos, nuestros hijos y nuestros nietos viviremos.

Otros países socialistas están demostrando un interés natural y activo en la reestructuración soviética. Ellos también están viviendo un periodo difícil, pero muy importante, de indagación sobre su desarrollo, planeando y probando caminos para acelerar el crecimiento económico y social. El éxito de ellos está ampliamente vinculado con nuestra interacción y con nuestros compromisos y preocupaciones comunes.

Por lo tanto, el interés actual en nuestro país es comprensible, en especial si se consi-dera la influencia que tiene en los problemas mundiales.

Teniendo en cuenta lo antedicho, acepté el pedido de editoriales norteamericanas para escri-

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Sección Sexta: Teoría del Gobierno

bir este libro. Queremos que nos comprendan. La Unión Soviética está viviendo realmente un periodo dramático. El Partido Comunista hizo un análisis crítico de la situación que se había desarrollado a mediados de los años ochenta y formuló esta política de perestroika o reestructu-ración; una política de aceleración del progreso social y económico del país y de renovación de todas las esferas de la vida. El pueblo soviético ha comprendido y aceptado esta política. La perestroika ha vivificado al conjunto de la socie-dad. Por cierto, nuestro país es enorme.

Se han acumulado muchos problemas y no va a ser fácil resolverlos, pero los cambios han comenzado y ahora la sociedad no puede echarse atrás.

En Occidente, incluyendo los Estados Uni-dos, hay diferentes interpretaciones sobre la perestroika. Existe la opinión de que fue necesaria por el estado desastroso de la economía sovié-tica y que significa desilusión del socialismo y una crisis de sus ideales y fines últimos. Nada puede estar más lejos de la verdad que esas interpretaciones, cualesquiera sean los motivos que haya detrás de ellas.

Por supuesto que la perestroika ha sido am-pliamente estimulada por nuestro descontento por la manera en que han funcionado las co-sas en nuestro país en los años recientes. Pero en mucha mayor medida fue impulsada por la conciencia de que el potencial del socialismo había sido poco utilizado. Ahora, en los días del 70º aniversario de nuestra Revolución, lo vemos con particular claridad. Tenemos cimientos hechos de sólido material, valiosa experiencia y una perspectiva amplia del mundo, con lo cual podremos perfeccionar nuestra sociedad, con un fin determinado y constante, buscando conseguir aún más grandes utilidades en tér-minos de cantidad y calidad en todas nuestras actividades.

Debo decir, desde el comienzo, que la peres-troika ha demostrado ser más difícil que lo que imaginamos al principio. Tuvimos que reevaluar muchas cosas. Con todo, con cada paso hacia delante, estamos cada vez más y más conven-cidos de que hemos tomado la senda correcta y que estamos haciendo las cosas en la forma adecuada.

Algunas personas dicen que las ambiciosas metas puestas en marcha por la política de la perestroika en nuestro país han impulsado la pro-puesta de paz que hemos hecho recientemente en la arena internacional. Esto es una exagerada simplificación. Es bien sabido que la Unión

Soviética ha trabajado mucho tiempo para la paz y la cooperación y ha adelantado muchas propuestas que, de haber sido aceptadas, ya ha-brían normalizado la situación internacional.

Es cierto que necesitamos condiciones in-ternacionales normales para nuestro progreso interno. Pero queremos un mundo libre de guerras, sin carreras armamentistas, armas nu-cleares y violencia, no solamente porque sea una condición óptima para nuestro desarrollo interno. Este es, objetivamente, un requisito global que proviene de las realidades actuales.

Pero nuestro nuevo pensamiento va más lejos. El mundo vive en una atmósfera, no so-lamente de amenaza nuclear, sino también de importantes problemas sociales no resueltos; y de nuevas cuestiones apremiantes, creadas por el continuo avance científico y tecnológico y por la exacerbación de los problemas mundiales. Hoy la humanidad, enfrenta problemas sin precedentes y su futuro está en juego si no se encuentran soluciones conjuntas. Todos los países son ahora mucho más interdependientes que nunca y la acumulación de armas, en especial los misiles nucleares, hace que el estallido de una guerra mundial, no declarada o accidental, sea cada vez más probable, debido simplemente a una falla técnica o a la falibilidad humana. Y lo sufrirán todos los seres vivientes de la Tierra.

Todos parecen estar de acuerdo en que en esa guerra no habrá ni vencedores ni vencidos. Es que no habrá sobrevivientes. Es una amenaza mortal para todos.

Pese a que la perspectiva de muerte por una guerra nuclear es indudablemente el argumento que causa mayor consternación, la cuestión es aún más amplia. La espiral armamentista, aparejada con las realidades militares y polí-ticas del mundo y las persistentes tradiciones del pensamiento político prenuclear, obstruye la cooperación entre países y pueblos, que es –Oriente y Occidente están de acuerdo– indis-pensable, si las naciones del mundo quieren preservar intacta la naturaleza, asegurar su uso racional y la renovación de sus recursos y, por ende, la conveniente supervivencia de los seres humanos.

Es cierto que el mundo ya no es lo que solía ser y sus nuevos problemas no pueden abordarse sobre las bases de pensamientos formulados en siglos anteriores. ¿Podemos todavía persistir en la opinión de que la guerra es una continuación de la política por otros medios?

En resumen, nosotros, en el liderazgo soviéti-co, llegamos a la conclusión –y lo reiteramos– de

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que se necesita un nuevo pensamiento político. Mas allá de esto, los líderes soviéticos buscan de manera enérgica poder trasladar ese nuevo pensamiento a la acción, fundamentalmente en el campo del desarme. Esto es lo que ha impul-sado las iniciativas que en materia de política exterior hemos presentado con honestidad al mundo.

En cuanto al alcance del nuevo pensamiento histórico, realmente abarca todos los problemas básicos de nuestro tiempo.

Pese a todas las contradicciones del mundo actual, pese a toda la diversidad de los sistemas sociales y políticos existentes y a todas las diferen-tes elecciones hechas por las naciones, en épocas diferentes, este mundo es, sin embargo, una tota-lidad. Somos todos pasajeros a bordo de un barco, la Tierra, y no debemos permitir que naufrague. No habrá una segunda Arca de Noé.

La política debe basarse en realidades. Y hoy, la más formidable realidad mundial son los vastos arsenales militares, tanto convencionales como nucleares, de los Estados Unidos y de la Unión Soviética. Eso otorga una responsabilidad especial a nuestros dos países frente a todo el mundo. Conscientes de este hecho, buscamos genuinamente mejorar las relaciones soviético-norteamericanas, y alcanzar por lo menos el mínimo de entendimiento mutuo necesario para resolver problemas que serán cruciales para el futuro del mundo.

Decimos abiertamente que rechazamos las aspiraciones de hegemonía por parte de los Estados Unidos. No nos gustan ciertos aspectos de la política y la forma de vida norteamericanas. Pero respetamos el derecho del pueblo de los Estados Unidos, tanto como el de cualquier otro país, a vivir de acuerdo con sus propias reglas y leyes, costumbres y gustos. Conocemos y tenemos en cuenta el gran papel representado por los Estados Unidos en el mundo moderno; valora-mos la contribución de los norteamericanos a la civilización, teniendo en cuenta los intereses legítimos de esa Nación y nos damos cuenta de

que sin los Estados Unidos es imposible erradicar la amenaza de una catástrofe nuclear y asegurar una paz duradera. No tenemos ninguna inten-ción malévola hacia el pueblo norteamericano. Estamos listos y deseosos de cooperar en todas las áreas posibles.

Pero queremos cooperar sobre la base de igualdad, mutua comprensión y reciprocidad. Algunas veces nos hemos sentido no solamente desilusionados, sino con serias dudas y riesgos, cuando en los Estados Unidos nuestro país es tratado como un agresor: un “imperio del mal”, y toda clase de increíbles historias y falsedades se han difundido sobre nosotros; se ha mostrado hacia nuestro pueblo desconfianza y hostilidad; se han impuesto toda clase de limitaciones y se han adoptado actitudes simplemente inci-vilizadas hacia nosotros. Esta actitud es de una miopía intolerable.

El tiempo pasa y no debe malgastarse. Te-nemos que actuar. La situación no nos permite esperar el momento ideal: hoy se necesita un diálogo constructivo y de gran amplitud. Es por eso que tratamos de conseguir que haya vinculación entre la televisión de ciudades soviéticas y norteamericanas; entre políticos y figuras publicas soviéticas y norteamericanas; entre ciudadanos comunes soviéticos y norte-americanos. Nuestros medios de comunicación presentan el espectro total de las opiniones de Occidente, incluyendo las más conservadoras de ellas. Nosotros estimulamos los contactos con exponentes de diferentes puntos de vista y distintas convicciones políticas. De esa forma expresamos nuestra comprensión de que estas prácticas ayudan a lograr un mundo recíproca-mente aceptable.

Estamos lejos de considerar nuestra pro-puesta como la única correcta. No tenemos soluciones universales, pero estamos preparados para cooperar sincera y honestamente con los Estados Unidos y otros países en la búsqueda de soluciones para todos los problemas, incluso los más difíciles.