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No hay mejor regalo para niños y niñas que un cuento para compartir, lleno de historias y de personajes que alimenten su imaginación. Historias en las que cada cual escoge el personaje que quiere ser y la historia que quiere vivir, que nos permiten disfrutar, viajar y vivir aventuras sin movernos de casa.

Los cuentos ayudan a nuestras niñas y niños a familiarizarse con el mundo en el que viven, a interpretarlo. Es por ello que las personas adultas tenemos la respon-sabilidad de darles los referentes necesarios que les ayuden a entender el mundo en el que viven, a vivir libremente, y que les enseñen estrategias para ser felices.

Hace muchos, muchos años… no tiene por qué seguir siendo el principio de un cuento. Podemos crear nuevos comienzos y nuevos finales, un cuento actual. El día de hoy día también puede ser una gran aventura.

El Ayuntamiento de Alcalá la Real convocó por primera vez en el año 2010 el I Certamen de Cuentos por la igualdad, cuentos infantiles que fomenten las relaciones igualitarias entre mujeres y hombres, rompan con los estereotipos sexis-tas, y promuevan el desarrollo integral de las personas.

Estos cuentos que tenéis entre manos, son el fruto del certamen, que esperamos os hagan pasar un rato divertido y aporten un pasito más para conseguir esa igualdad entre hombres y mujeres, niñas y niños que se espera en toda sociedad.

Teresa Hinojosa Afán de Rivera

Concejala del Área de Igualdad del Ayuntamiento de Alcalá la Real.

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Enrique José Hinojosa Baca

Obra ganadora: “LA BALANZA DE LA VIDA”

Enrique José Hinojosa Baca, nacido en Alcalá la Real (Jaén) en 1979. Es-tudió Filología Inglesa en la Universidad de Jaén, y habitualmente traba-ja en la Agencia Tributaria. Obtuvo el XXVII Premio Local Arcipreste de Hita de Poesía con su obra “Tempus Fugit”. Recientemente resultó gana-dor del I Concurso de Microrrelatos de Etnosur, en 2010, con “Insomnio”.

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El Equilibrio de la Vida existe para mantener el orden en todos los desacuerdos que las personas podemos tener cada día. Lo encontraremos buscando la armonía en los lugares donde la justicia se tuerza, o nivelando desventajas entre personas, o también asegurándose

de que la ley mantenga su valor, e intentando que se terminen las malas acciones.Podremos observar el Equilibrio de la Vida en cualquier calle; por ejemplo,

cuando un gato desde lo alto de un árbol se llena de valor y se atreve a bajar de un salto; o cuando un pajarito sale por primera vez de su nido, y echa a volar. Este equilibrio existe para poner a cada uno en su lugar, y equilibrar la vida de todos los seres y todas las personas aportando lo que se necesite en cada situación: un poquito de valor aquí, un poquito de esperanza allí, una pizca de generosidad... A veces, de hecho, ni siquiera podremos verlo actuar, porque se esconde en pequeños agujeritos para que no lo veamos. Pero siempre está ahí.

El Equilibrio de la Vida aparece para que puedan usarlo distintas personas, animales, o hechos e historias. Este gran equilibrio puede mostrarse ante hombres ricos y pobres, ante lobos feroces o asustados, ante historias de perdón o de injusticia. El Equilibrio de la Vida sirve para resolver conflictos y colocar cada cosa en su sitio. Es, en definitiva, el arma perfecta para mantener el orden en el Universo. Pero que nadie se confunda... en realidad no es un arma.

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* * *

La Justicia es como una dama ciega que utiliza una balanza para lograr este equilibrio. Sin embargo, en esta historia que ahora comienza, un joven y su propia hermana discutían para saber cuál de los dos era el mejor ante los ojos de su padre. El padre, triste ante esa discusión, se preguntaba cómo se podría lograr que dos personas se dieran cuenta de que todos somos iguales. Él les querría siempre por igual. Así, el padre de estos dos jóvenes ideó un plan utilizando el Equilibrio de la Vida, representado en esta historia por una antigua balanza. Si sentamos en la balanza que marca el Equilibrio de la Vida a un hombre y a una mujer, podrán mirarse a los ojos, pues ambos estarán sentados a la misma altura.

Esta historia ocurrió en una ciudad pequeña, llamada La Platera, donde niños y niñas de toda la ciudad corrían y jugaban cada tarde en el Barrio de La Alpaca. En ese mismo barrio, en la Calle del Cuarzo, la joyería “Oro de Ley” llevaba unos cincuenta años abierta, ofreciendo siempre a sus clientes la mejor atención. Su dueño, un viejo joyero llamado Damián Azor, había aprendido el oficio de manos de su padre, durante años, hasta que heredó la joyería cuando éste se jubiló. Ahora, muchos años después, era Damián quien había enseñado el oficio a su hija Esperanza, la mayor; y a su hijo menor, Jaime. El viejo joyero les enseñó a los dos por igual: por turnos, encargaba a cada uno una tarea cada día, y les iba enseñando poco a poco. Así, aprendieron a cambiar la correa a un reloj, a arreglar un eslabón roto de una cadenita, y cuando ya eran más mayores, cómo debían actuar para intentar vender un anillo de oro o una pulsera a un cliente, según lo que éste estuviera buscando. También les enseñó a sus dos aprendices que tenían que limpiar el escaparate todos los días, y quitar el polvo

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de cada pulsera, anillo y reloj de las estanterías, pues todo tenía que estar limpísimo y reluciente para los clientes. Les educó lo mejor que pudo.

Así llegó el momento en que Damián tenía que jubilarse, después de más de treinta años trabajando en aquella joyería. Damián, tan orgulloso de sus dos descendientes, esperaba que ambos se hicieran cargo de la joyería familiar en la que él había trabajado durante tanto tiempo. Su deseo era que fueran Jaime y Esperanza quienes le dijeran que querían compartir la joyería y que le pidieran que les dejase la tienda a los dos. Sin embargo, Jaime era muy ambicioso y tenía otros planes; y le dijo a su padre que quería ocuparse de la joyería él solo:

- Padre, yo he trabajado muy duro estos años y te he ayudado mucho. Ahora quiero que me dejes a mí encargarme de todo.

Cuando Esperanza oyó esto, protestó muy enfadada:

- Pero padre, eso no es justo, yo soy la mayor, así que yo lo merezco más, tienes que dejar que yo me ocupe de la joyería.

Discutieron toda la tarde, pero no se ponían de acuerdo. El egoísmo de Jaime y Esperanza crecía cada vez más. Jaime insistía:

- La joyería debe de ser para mí, porque a los hombres se nos dan mejor los negocios.

- ¡Eso es mentira! –contestó Esperanza, furiosa–. ¡Yo sé más que tú! Además, yo he pasado más tiempo en la tienda que tú, así que yo tengo más experiencia.

- Por eso, tú ya has tenido tu oportunidad, ahora me toca a mí –replicó Jaime.

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Damián, que estuvo en silencio todo el rato, y harto de los gritos y la discusión de Esperanza y Jaime, les pidió que se callaran, y les dijo que lo pensaría y que al día siguiente les daría una respuesta con su decisión. Ante el dolor que le supuso el enfrentamiento de sus propios hijos, Damián incluso pensó si debería vender la joyería a cualquier desconocido, para evitar más problemas en su familia. Pero no podía vender la joyería que le dejó su padre y, además, aún tenía esperanzas de que entraran en razón y decidieran trabajar juntos. Damián empezó a pensar qué podría hacer para convencerles; cogió su silla y se sentó a la mesa de trabajo, en el pequeño taller que tenía en la trastienda de la joyería. Allí había pasado sentado muchísimo tiempo, arreglando relojes, diseñando joyas y grabando con letras minúsculas anillos y colgantes. Entonces, se fijó en la balanza que tenía allí para pesar los trocitos de oro y plata con los que hacía los colgantes que él mismo diseñaba y fabricaba a mano, para luego venderlos. Era una balanza dorada, muy antigua, que su padre le regaló al heredar la joyería, con dos platitos sujetados por finas cadenitas de metal, y éstas sujetas por unos largos brazos también metálicos, uno a cada lado. En el pie central, una pesada piedra de mármol sostenía todo el peso de la balanza. Con la balanza ante él, Damián tuvo una idea.

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Al día siguiente, Damián se reunió con Jaime y Esperanza en el taller de la joyería. Les pidió que se sentaran, y puso con cuidado la balanza en el centro de la mesa de trabajo. A continuación, les entregó a cada uno una bolsita con veinte eslabones de oro, de los que él usaba para hacer sus cadenas y colgantes. Los eslabones brillaban mucho, y eran lo suficientemente grandes como para poder cogerlos fácilmente con los dedos. Esperanza y Jaime se miraron extrañados.

- Cada uno de estos eslabones va a representar una razón por la que creéis que merecéis haceros cargo de esta joyería –dijo Damián–. Por cada razón que tengáis, quiero que la digáis y coloquéis un eslabón en uno de los platos de la balanza. Jaime, tú en este de la izquierda; y tú, Espe, en el plato de la derecha. Cuando terminéis, quien más eslabones tenga en su platillo, se quedará con la joyería.

Damián se quedó un instante en silencio, mirándoles. Inmediatamente, Esperanza empezó a pensar en razones por las que ella merecía heredar la joyería; y a su vez, Jaime hizo lo mismo. Entonces, Damián siguió hablando:

- Hijo mío, hija mía, sé que os queréis mucho y os respetáis. Habéis sido muy buenos hermanos y esta decisión no va a ser fácil. Por eso quiero que os miréis, que miréis en vuestros corazones y seáis sinceros: Espe, ahora quiero que me digas una razón por la que Jaime merece heredar la joyería.

Esperanza, sorprendida y sin entenderlo muy bien, quiso protestar, porque pensaba que ella tendría que decir sus propias cualidades, no las de su hermano; pero la firme mirada de su padre hizo que asintiera y contestara casi sin poder pensar:

- Jaime es un joyero excelente –dijo.

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- Muy bien, Espe –contestó Damián–, coloca ahora uno de tus eslabones de oro en el plato de tu hermano –Esperanza puso con cuidado un eslabón en la balanza, que se inclinó hacia el lado de Jaime–. Ahora tú, Jaime, tienes que decirme una razón por la que Espe merece heredar la joyería.

Jaime sonrió y dijo: –Espe también lo es –Sin esperar a que su padre se lo dijera, Jaime puso uno de sus propios eslabones en el plato de su hermana. Inmediatamente, la balanza volvió a equilibrarse.

- Espe, es tu turno –dijo Damián–; dime otra razón, si la hay, y coloca otro de tus eslabones en su plato.

- Jaime sabe negociar muy bien –dijo Espe, antes de poner otro eslabón en la balanza. La balanza volvió a desequilibrarse a favor de su hermano.

- Jaime, ahora tú.

- Espe sabe muy bien qué necesita cada cliente –respondió él.

- Bien... –Damián sonrió– continuad hasta que no quede ninguna buena razón, y seguid poniendo eslabones en los platillos –Ellos siguieron hablando:

- Jaime es muy cuidadoso con las joyas.

- Espe es una diseñadora magnífica.

- Jaime tiene una gran paciencia, y eso es necesario para tratar a algunos clientes que son muy cabezotas... –Los tres sonrieron juntos, antes de que Jaime siguiera hablando.

- La verdad es que Espe llevaría las cuentas de la joyería mejor que yo, siempre

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fui muy buena en Matemáticas.

Después de un rato hablando y poniendo más eslabones en los platillos de la balanza, se dieron cuenta de que sólo les quedaba un eslabón a cada uno, y la balanza seguía equilibrada. Jaime iba a decir algo, pero Esperanza, mirando a su hermano y mostrando una enorme sonrisa, se le adelantó y dijo: –¡Y porque Jaime es muy guapo!

- ¡Tú sí que eres guapa! –contestó Jaime, riéndose. Ambos colocaron al mismo tiempo sus últimos eslabones en los platos de la balanza.

Al decir esto, Esperanza había colocado sus veinte eslabones en el plato de Jaime, y Jaime los suyos en el plato de su hermana. La balanza se mantenía por fin totalmente equilibrada. Damián, satisfecho por lo que había visto, les dijo:

- Muy bien, hijos míos; ahora me gustaría que miréis la balanza, que está en un perfecto equilibrio. ¿Qué creéis que significa eso? No debéis olvidar que la virtud está en el equilibrio. Hay dos lecciones que debéis aprender hoy: La primera lección es que la balanza equilibrada significa que ambos estáis igual de bien preparados, así que estoy seguro de que seréis capaces de llevar con éxito nuestra joyería. Os habéis preparado muy bien, y por eso aún no puedo decidir quién será mi elección.

Aparentemente, la balanza no había sido capaz de decidir quién era la persona idónea para heredar la joyería de la familia, si Jaime o Esperanza. Pero Damián no pensaba así, y siguió hablando:

- Antes de decidirme, tenéis que aprender otra lección. Será lo último que yo pueda enseñaros, porque ya os he enseñado todo lo que sé. Oídme bien, debéis aprenderla por vosotros mismos, yo sólo os puedo dar una pista, es decir,

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mostraros el camino. Ahora esperadme fuera un rato, que tengo que preparar esa pista para vosotros.

Esperanza y Jaime salieron de la trastienda, y esperaron en el mostrador de la joyería. Mientras tanto, Damián se puso sus gafas, cogió sus herramientas más precisas, y empezó a abrir con mucho cuidado todos los eslabones de los dos platos, uniéndolos luego uno a uno hasta formar una fuerte cadena de oro. Cuando la cadena estuvo terminada con todos sus eslabones bien cerrados de nuevo, Damián la extendió, dejándola sobre la mesa; salió del taller y llamó a Jaime y a Esperanza, diciéndoles: –Ya podéis entrar.

Esperanza preguntó, nerviosa: –Pero... ¿has decidido ya? ¡Dinos algo...!

- La Balanza de la Vida ha decidido por nosotros, entrad en el taller y podréis ver qué ha dicho.

Al entrar al taller, vieron la brillante cadena de oro sobre la mesa de trabajo, frente a la balanza.

- ¿Qué significa? –preguntó Jaime.

- Sólo vosotros –respondió Damián– podéis aprender el significado de la balanza y de la cadena. Pensad bien qué queréis hacer ahora. Yo os esperaré fuera.

Esperanza y Jaime se quedaron solos en el taller, mirando fijamente la cadena de oro y la balanza, y pronto comprendieron lo que su padre les quería enseñar. Comprendieron que si los dos unían sus cualidades, juntos formarían un equipo muy bueno, y podrían llevar la joyería de su padre con mucha más eficiencia que por

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separado. Comprendieron también que su padre quería que ambos heredaran la joyería y siguieran la tradición familiar que duraba ya cincuenta años.

Jaime y Esperanza salieron buscando a su padre, que les esperaba impaciente en la tienda. Esperanza tomó la palabra:

- Padre, hemos estado hablando, y ahora comprendemos lo que nos querías decir. Sabemos que nos has enseñado a mi hermano y a mí todo lo necesario en este oficio, y por eso tanto él como yo estamos listos para hacernos cargo de la joyería. También entendemos que si unimos todos esos eslabones que tenemos, que en realidad son nuestras cualidades, juntos podremos formar una larga cadena, que será muy fuerte y muy difícil de romper o separar. Está claro que los dos formamos un gran equipo, así que hemos decidido que queremos ser socios y llevar la joyería juntos.

Damián, orgulloso tras oír las palabras de su hija, quiso dedicarles unas palabras:

- Gracias, hijos míos, eso es justo lo que yo quería, que los dos os situaseis a la misma altura. Así os habéis dado cuenta de que ambos merecéis la joyería por igual; ¡ya veréis que juntos no tendréis límite! Me hace muy feliz que voluntariamente queráis compartir esta hermosa herencia. Ya sabéis que no tenéis que competir entre vosotros.

Así pues, Esperanza y Jaime decidieron juntos que serían socios y compartirían todo el trabajo y el día a día en la joyería. Su padre, con la ayuda de la Balanza de la Vida, les había enseñado una gran lección en dos partes: Primero, con aquella antigua balanza, que tanto Jaime como Espe serían capaces de todo, porque estaban bien preparados; y segundo, con la ayuda de la cadena hecha con los eslabones de

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oro, aprendieron que compartiendo el trabajo podrían dar a su joyería un futuro mejor. La joyería de Damián estaba preparada para afrontar el futuro con garantías.

Unos días después, todos los vecinos del Barrio de la Alpaca podían ver un nuevo cartel en la fachada de la joyería. En uno de los lados de ese cartel había dibujada una gran balanza dorada y, en el otro lado, el nombre de la Joyería. Este nuevo cartel sustituía al viejo cartel que anunciaba la joyería desde hacía muchos años. Desde aquel momento, la joyería tenía también un nuevo nombre. El nuevo cartel decía así:

“Joyería Oro de Ley – Hermanos AzorAbierta desde 1956”.

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Aurora del Pilar Martín Delgado

Accesit: “El té de las princesas”

Aurora del Pilar Martín Delgado, nacida en Loja (Granada). Diplomada en Trabajo Social desarrolla su actividad profesional en Jaén. Ha sido galardonada con el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil “Ciudad de Andujar” 2008, Pre-mio General de Poesía en el XII Certamen Literario convocado por el Área de la Mujer del Excmo. Ayuntamiento de Motril y la Mancomunidad de Municipios de la Costa Tropical de Granada, 2009. Primer Premio en el III Concurso de Cuentos Navideños organizado por el Excmo. Ayuntamiento de Algarinejo (Granada) 2009.

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Un nuevo día amanecía en el País de los Cuentos. Pero aquel no iba a ser un día más en el calendario. Como presagio de la buena noticia el sol brillaba con más fuerza, el cielo lucía más azul, el río aparecía como un espejo de agua cristalina, los trinos de los pájaros eran más dulces

y las florecillas silvestres que cubrían los prados vestían sus pétalos con una gama de tonalidades que las hacían dueñas de una auténtica sinfonía de color, mientras el aire se impregnaba de un aroma embriagador digno del mejor perfume del mundo.

Siguiendo el sendero que nace al otro lado del bosque se llega a una pequeña aldea con casitas de muros blancos y tejados rojos donde un duendecillo que vendía periódicos en una esquina no dejaba de gritar: “¡Extra, extra, noticia de última hora: La Bella Durmiente ha despertado!”. “¡Extra, extra, la princesa despertó!”.

A esa misma hora en palacio, la algarabía y bullicio iniciales habían sido sustituidos por un respetuoso silencio, pues el rey se dirigía a todo el personal que allí trabajaba para comunicarles que aquella misma noche se celebraría una gran fiesta en honor a la princesa. De inmediato el ama de llaves comenzó a dar órdenes y los sirvientes, a modo de laboriosas hormiguitas, se afanaban en realizar todas sus tareas. Había que limpiar las vidrieras y las lámparas de araña, encerar el suelo del salón de baile, desempolvar alfombras, engrasar el puente levadizo, abrillantar la cubertería de plata

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y preparar ricos manjares dignos de los paladares más exquisitos del reino.

Ajena a todo ese trajín, Amelia, que era el verdadero nombre de la princesa, permanecía encerrada en su habitación. Sentía un revoloteo de mariposas en su estómago y unas tremendas ganas de vomitar. Esto le ocurría siempre que estaba preocupada y nerviosa. Pero esos nervios no se debían a la inmediatez de la fiesta. Su origen estaba en la mezcla de incertidumbre y desazón que la consumía desde que había despertado. Tenía que relajarse, pero en el fondo sabía que eso sería imposible, que no se tranquilizaría hasta que se aclararan sus dudas y obtuvieran respuesta las preguntas que se planteaban en su interior.

No podía seguir así y, como respirar un poco de aire fresco siempre viene bien, bajó a los jardines del palacio, paseó entre olmos, abedules, sauces y naranjos. Se dejó seducir por el olor de rosas y jazmines e incluso caminó descalza deseando que el suave cosquilleo del césped bajo sus pies le trajera la serenidad y el sosiego que necesitaba. Pero todo fue inútil, hasta que una ráfaga de mágico viento trajo a su memoria las palabras que, en cierta ocasión y a modo de consejo, pronunció su hada madrina: “Cuando tus esperanzas se hayan quebrado y tengas los nervios de punta llama a tu mejor amiga e invítala a merendar, porque dos personas sentadas ante una tetera y unos pastelitos de chocolate ahuyentan la ansiedad, y sentirás que se deshace la maraña que te envuelve”.

¿Cómo no se me había ocurrido antes? –pensó la princesa–. No podía perder más tiempo, así que corrió hasta el palacio. Subió los peldaños de la escalinata de dos en dos y se dirigió a sus aposentos. Escribió una nota, la introdujo en un sobre con el membrete real y se la entregó al Gato con Botas para que la hiciera llegar a su

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destino. Sin duda, era mucho más rápido y eficaz que el cartero real. Ya sólo había que esperar.

Cuando las manecillas del reloj marcaban las cinco en punto de la tarde, Amelia aguardaba impaciente a su invitada en un saloncito situado en el ala oeste del palacio. Era una estancia cálida y confortable con artesonados en el techo, valiosos tapices en las paredes y mullidas alfombras cubriendo el suelo. De pronto, comenzaron a oírse pasos a través del vestíbulo y la expectación brilló en sus ojos. El rítmico taconeo cada vez era más cercano. Después de unos segundos de silencio la puerta se abrió y como una bocanada de aire entró en la habitación una joven de figura estilizada que vestía pantalón vaquero y camisa blanca de algodón. Esa sencilla indumentaria se completaba con un toque de “glamour” en forma de altos zapatos de tacón y un bolso de piel de cocodrilo haciendo juego.

Por unos instantes, a la princesa aquella chica le pareció una total desconocida; sin embargo, su radiante melena de pelo negro, sus ojos de color verde esmeralda y aquellas mejillas sonrosadas como amapolas eran inconfundibles. Sin duda había llegado Blancanieves, su mejor amiga.

Ambas princesas se fundieron en un sincero y cariñoso abrazo. Los ojos de Amelia se llenaron de lágrimas que se deslizaban rápidamente dejando a su paso un semblante enrojecido y un sinfín de surcos que humedecían toda su cara.

- Tranquila, tranquila, ya estoy aquí –repetía una y otra vez Blancanieves tratando de calmar a su amiga.

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Y efectivamente lo consiguió. Su dulce y serena voz actuó a modo de bálsamo. Las lágrimas cesaron, el rostro de Amelia recuperó su color y su cuerpo se relajó.

Recobrada la compostura ambas princesas se sentaron en un cómodo sofá junto a la chimenea. En una mesita de nogal había un plato con pasteles, una tetera y dos tazas. Su delicioso aroma inundaba toda la habitación.

- Perdona por este numerito, pero es que me he emocionado al verte. Pensaba que no ibas a poder venir, que estarías muy ocupada y yo no te había avisado con la suficiente antelación para que pudieras dejarlo todo organizado –dijo Amelia a su amiga mientras le servía una taza de humeante té.

- ¡No digas tonterías! ¿Cómo no iba a venir? Después de todo el tiempo que has permanecido dormida tenía muchas ganas de verte y charlar contigo. Además, acudir a la llamada de una amiga es una excusa maravillosa para dejar todo lo que se está haciendo.

- Ya, pero... sé que tienes mucho trabajo cuidando tú sola de siete enanitos.

- No digas eso, mientras dormías han cambiado algunas cosas.

- ¿Qué cosas? –preguntó sorprendida Amelia.

- Por ejemplo, ahora ya no organizo mi vida en torno a las necesidades de los demás.- No entiendo nada, ¿qué quieres decir?- Empezaré desde el principio y verás como enseguida lo entiendes. Cuando el soldado que debía matarme me abandonó en el bosque encontré cobijo en la cabaña de los siete enanitos.

Ellos se apiadaron de mí, me ofrecieron su hogar y yo, como no tenía a donde ir, acepté y

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me instalé en su casa. Por eso les estaré eternamente agradecida. Comenzó nuestra convivencia y rápidamente nos cogimos mucho cariño. Durante el día ellos trabajaban en la mina y yo me ocupaba de las tareas domésticas: cocinaba, hacía las camas, iba a la compra, fregaba los platos, barría la casa, limpiaba el polvo, lavaba la ropa... Por la noche, durante la cena, ellos comentaban cómo les había ido el día. Si habían abierto otra galería, si habían encontrado una nueva veta o si tenían compradores para el oro. Yo, en cambio, no tenía nada nuevo que contarles. Para mí todos los días eran iguales. Por más que me esforzaba en realizar todas las tareas, los resultados duraban muy pocas horas. Era como si mi trabajo fuera invisible, porque cada día tenía que volver a cocinar, barrer, planchar, lavar, coser, fregar... y aunque los enanitos eran muy buenos y decían que yo era la reina de la casa empecé a sentirme mal, porque era una reina que sólo se ocupaba de atender las necesidades ajenas. Vivía por y para ellos. Apenas tenía tiempo para mí. Yo aceptaba esa situación con paciencia y abnegación hasta que un día Gruñón comenzó a reprocharme que yo había quemado su camisa favorita al plancharla. Entonces “estallé” y le dije que nada de eso habría ocurrido si él mismo se hubiese planchado la camisa, que tenía dos ojos, dos brazos, dos manos, dos piernas... exactamente igual que yo, y que a partir de ese momento no le volvería a planchar ninguna camisa. Después de esta discusión me encerré en mi habitación y empecé a llorar. Me sentía fatal. Yo no quería quemar la camisa de Gruñón y mucho menos contestarle de la forma que lo hice. Yo había sido educada para ser buena y no para comportarme como una niña caprichosa y rebelde. Por su parte, Gruñón también estaba muy afligido y avergonzado porque había actuado de forma egoísta. Aquella noche apenas cenamos ninguno de los dos. Teníamos una especie de nudo en el estómago que nos impedía probar bocado. Era el sentimiento de culpa que nos martirizaba. Por orgullo estuvimos sin hablarnos un par de días, hasta que nos dimos cuenta de que estábamos sufriendo por una tontería y que los dos

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nos queríamos demasiado como para romper una amistad por culpa de una camisa. Así que nos pedimos perdón mutuamente y asunto resuelto. Pero en el fondo yo sabía que lo ocurrido con Gruñón podía volver a repetirse con otro enanito, así que aquella misma tarde, cuando los enanitos volvieron de la mina, tuve una reunión con ellos. Les dije que estaba cansada de que cada día de mi vida fuera una fotocopia del anterior y que las cosas no podían seguir así. Ellos se ofrecieron a ayudarme en las tareas de la casa, pero yo no acepté.

- ¿Cómo que no aceptaste? –preguntó indignada Amelia.

- No acepté porque la solución no era ayudar. Si lo hubiera hecho era reconocer que las tareas domésticas eran únicamente responsabilidad mía y que no había sido capaz de cumplir con mi obligación de realizarlas adecuadamente. En cambio, ellos actuarían como generosos caballeros que aparecen para solucionar mi incompetencia.

- Entonces... ¿qué hiciste?

- Les dije que no habían utilizado el verbo correcto, que en lugar de ayudar debían pensar en compartir. Su primera reacción fue reír. Entre carcajadas decían que estaba un poco chiflada, que ambas cosas eran lo mismo. Pero al ver el rictus de tensión que se dibujó en mi rostro se dieron cuenta de que hablaba en serio

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y, después de duras negociaciones, hemos llegado a un acuerdo satisfactorio para todos.

- ¿Has conseguido un reparto igualitario de la tareas? –Se interesó Amelia.

- Por supuesto que sí –admitió satisfecha Blancanieves–. Ahora Sabio cocina, Gruñón plancha, Dormilón hace las camas, Mudito friega los platos, Bonachón va a la compra, Mocoso limpia el suelo, Tímido barre la casa y yo quito el polvo de los muebles. Además, cada uno de nosotros se lava su propia ropa. Gracias a esto, ahora dispongo de tiempo para ir al gimnasio, a clases de baile, o puedo quedar con Cenicienta o Rapunzel para ir al cine. Espero que ahora te unas a nuestro grupo.

- ¡Claro que sí! Blancanieves, tenías razón, tu vida ha cambiado mientras yo dormía.

- Pues todavía no te he contado lo mejor.

- Pero... ¿es que hay más?

- Sí, ahora también trabajo fuera de casa.

- Ah, ¿sí? Déjame adivinar, seguro que eres maestra o institutriz como Mary Poppins. Siempre has tenido un don especial para tratar con los niños y las niñas.

- Nada de eso –contestó Blancanieves con su dulce y risueña voz–. Ahora soy minera.

- ¿Minera...? ¡No puede ser! ¡No me lo creo! Una mina, aunque sea una mina de oro, no

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es el sitio más adecuado para una princesa.

- Pues créelo porque es verdad.

- Pero es que una mujer... ¡no puede ser minera! –Añadió incrédula Amelia.

- ¿Por qué no? Hoy una mujer puede ser fontanera, arquitecta, electricista, ebanista, taxista, astronauta, abogada, minera o bombera. Igual que un hombre puede ser modisto, enfermero, cocinero, peluquero, maquillador o modelo. Ya no existen oficios de hombres o de mujeres porque el trabajo no tiene sexo.

- ¿Y los enanitos estuvieron de acuerdo con que trabajases allí?

- En principio pensaban igual que tú, pero les convencí. Les dije que yo tenía dos ojos, dos brazos, dos manos, dos piernas… exactamente igual que ellos y además era más alta con lo que podía llegar fácilmente a los rincones más elevados. Finalmente accedieron y desde que trabajo allí hemos aumentado la producción. Además, he tenido unas ideas maravillosas para ampliar el negocio, las hemos puesto en marcha y ahora nuestra mina es la proveedora oficial de las mejores joyerías del reino. Todo esto me permite tener independencia económica, con lo que eso significa. ¡Tengo mi propio dinero! Puedo administrarlo y gastarlo como quiera, sin dar explicaciones a nadie. Aunque no creas que lo gasto todo en caprichos, ropa o viajes. Nada de eso, estoy ahorrando para comprar un apartamento en la nueva urbanización que al otro lado de la colina están construyendo los Tres Cerditos.

- Te oigo hablar y no te reconozco. Es como si fueras otra persona. ¿Qué ha sido de

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la princesa débil, tierna, delicada e ingenua que yo conocí?

- Se quedó en una cueva.

- ¿En una cueva? ¿Qué quieres decir? –Preguntó Amelia mientras se disponía a probar uno de los ricos pastelitos de chocolate que había preparado el repostero real para la merienda.

- Sí, tal y como lo oyes, en una cueva.

- No comprendo nada.

- Te lo contaré todo y verás como enseguida lo entiendes. Una tarde de primavera el príncipe y yo salimos a dar un paseo. Era una tarde preciosa. El aire olía a pino, melisa, lavanda y romero. Los almendros que hay cerca del arroyo ya habían florecido y el prado aparecía como una inmensa alfombra verde salpicada de amapolas. Disfrutar de aquel paisaje era una delicia para los sentidos. Caminamos un buen rato y cuando nos disponíamos a volver, el azar quiso que encontrásemos unos arbustos llenos de racimos de grosellas. Estaban en su punto justo de maduración, con ese color rojizo que las hace tan sabrosas. Hubiese sido una tontería dejarlas allí así que utilizamos el sombrero del príncipe a modo de cesta y comenzamos a recogerlas. Poco a poco la agradable brisa que soplaba se fue convirtiendo en un molesto viento y el azul del cielo se cubrió de negros nubarrones que

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amenazaban tormenta. Pero nosotros estábamos tan entusiasmados con nuestra labor recolectora que no nos dimos cuenta de nada hasta que comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia. En cuestión de segundos empezó a granizar y salimos corriendo en medio de aquel diluvio. Buscábamos desesperadamente un refugio pero apenas podíamos ver nada a nuestro alrededor. Todo estaba cubierto por una inmensa cortina de lluvia. Nos internamos en el bosque esperando que los árboles más frondosos actuaran a modo de paraguas y nos ofrecieran su protección, pero el viento azotaba con tal fuerza las ramas que muchas empezaron a resquebrajarse y amenazaban con caer justo encima de nuestras cabezas. Andábamos sin rumbo, perdidos, calados hasta los huesos y cada vez más cansados, hasta que un rayo iluminó la entrada de una cueva. Corrimos hasta ella sacando fuerzas de flaqueza, ¡por fin teníamos un lugar donde cobijarnos! Llegamos jadeantes y nos sentamos en el suelo a descansar y recuperar el resuello. Pero eso no fue posible porque una bandada de pequeños murciélagos nos rodeó y comenzó a revolotear a nuestro alrededor. Mi príncipe dio un brinco y empezó a gritar, saltar e incluso llorar. Entre sollozos dijo que le daban miedo los murciélagos, que lo sentía mucho pero que no estaba dispuesto a permanecer ni un minuto más en aquella cueva. Yo le decía que los pobres murciélagos estaban asustados, que nosotros los habíamos despertado de su sueño y que eran totalmente inofensivos, pero él parecía no oírme. Después salió corriendo y me quedé sola en la cueva.

Tenía frío, miedo y hambre. Me tapé la cara con las manos y me eché a llorar. Estuve llorando mucho, muchísimo tiempo, hasta que me di cuenta de que no iba a acudir ningún príncipe valiente a salvarme, que el príncipe había salido huyendo y yo tenía que solucionar sola mis problemas. Estaba oscureciendo y pronto sería de noche. No podía perder más tiempo. Tenía que encender fuego y quitarme

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la ropa mojada para no coger una pulmonía. Por suerte, la fuerza del viento había llevado hasta el interior de la cueva hojas secas y hebras de madera. Hice con ellas un pequeño montoncito y con mucha paciencia empecé a frotar unas piedrecitas de pedernal que encontré en mi improvisado refugio. Después de un buen rato frotando las dichosas piedrecitas comenzaron a saltar las primeras chispas y se encendieron las hebras de madera y las hojas. Salí de la cueva por unos instantes para coger algunas ramas que el viento había arrancado de cuajo, con ellas mantendría vivo el fuego. Después me quité la ropa mojada y me calenté los pies ante las llamas. Estaba agotada y aunque tenía mucha hambre me quedé dormida escuchando el tintineo de la lluvia y los silbidos del viento.

Desperté al amanecer. Con el alba nacía un nuevo día y también una mujer nueva. No sé cómo pudo ocurrir, pero pasar la noche sola, en una cueva, en mitad del bosque, rodeada de peligros mientras del cielo descargaba la más terrible de las tormentas, hizo que cambiara mi forma de entender la vida. Estaba sana y salva, no me había ocurrido nada y me sentí fuerte, valiente, segura de mí misma y capaz de afrontar todos los desafíos que el destino me pusiera por delante. La lluvia había cesado y emprendí el camino de vuelta a casa. En la cueva se quedó la princesa débil, sumisa, solícita, temerosa, cursi y algo ñoña que tú conociste.

- Y ¿has vuelto a saber algo del príncipe? –preguntó Amelia intrigada.

- Claro que sí. A la semana siguiente fue a la casa de los siete enanitos. Se sentía culpable por haberme dejado sola en la cueva. Quería pedirme perdón y estaba muy avergonzado por su comportamiento. Pero lo que más le preocupaba era que ante mis ojos ya no podía aparecer como un príncipe intrépido y valeroso. Ahora yo sabía

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que se asustaba de unos pequeños murciélagos y además le había visto llorar. Estaba tan apesadumbrado y desvalido que acepté sus disculpas. Además, le tranquilicé diciendo que era una tontería eso de que los hombres no lloran. Los hombres tienen sentimientos igual que las mujeres y pueden llorar siempre que les duela el cuerpo, el alma o los persiga una banda de murciélagos.

Pero... ¡basta ya de hablar de mí! Esto más que una charla entre dos amigas parece un monólogo –dijo Blancanieves tratando de reconducir la conversación–. Y ahora ¿me quieres decir qué es lo que te preocupa?, ¿por qué me has llamado con tanta urgencia? Deberías estar preparándote para la fiesta de esta noche.

–Amelia dejó su taza de té sobre el platillo. Su sonrisa parecía ensombrecida y en sus ojos se dibujó una espiral de melancolía. Su cara palideció repentinamente, empezó a sentir un sudor frío, le temblaban las manos y le flaqueaban las piernas. Pero a pesar de todo respiró hondo y con voz quejumbrosa empezó a hablar:

- Querida Blancanieves, he despertado en un mundo completamente distinto al que dejé. He estado tanto tiempo dormida que tengo la sensación de que he perdido el tren. Es como si la brújula que debía guiar mi vida se hubiera extraviado y ahora no sé qué dirección tomar. ¿Qué voy a hacer si ya no gustan los cuentos?, y si no interesan las historias de princesas... ¿a qué me voy a dedicar?, ¿qué va a ser de mí? Por eso desde que desperté vivo en un sinvivir.- No te preocupes, a los niños y a las niñas les encanta que por las noches antes de dormir, su papá o su mamá les lean alguna de nuestras aventuras. Los cuentos ayudan a educar. Además, los personajes que vivimos en el País de los Cuentos tenemos una misión secreta.

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- ¿Cuál es? –preguntó Amelia con los ojos tan abiertos que por unos instantes parecía que se fuesen a salir de sus órbitas.

- Nosotros transmitimos una serie de valores que van a formar la personalidad de los niños y las niñas. Piénsalo un poquito: El Patito Feo es un modelo de superación y tolerancia. Los Tres Cerditos enseñan a compartir y muestran la importancia del trabajo bien hecho. El Soldadito de Plomo es un ejemplo de amor, fortaleza, fuerza de voluntad y tesón. La Tortuga y la Liebre revelan que la constancia y la modestia tienen su fruto. La Cigarra y la Hormiga enseñan que es más rentable el trabajo que ser un holgazán. Así podría llegar hasta el infinito porque todas las historias y fábulas tienen su moraleja. Quédate tranquila y recuerda que tenemos una importante tarea que cumplir, por eso los príncipes, las princesas y todos los personajes de los cuentos somos eternos y existiremos mientras haya niños y niñas dispuestos a viajar a un mundo de fantasía.

Por tu parte lo único que tienes que hacer es adaptarte a los nuevos tiempos como hemos hecho todos los demás. En el siglo XXI no puedes aparecer como una princesa soñadora y romántica que espera un amor incondicional que te rescate de todas tus penurias. Hoy tenemos que ser independientes, luchadoras y emprendedoras como son las mamás, tías y abuelas de las niñas y niños que leen nuestros cuentos.

–Después de estas palabras Blancanieves miró disimuladamente su reloj y se dio cuenta de lo tarde que era.

- Amelia, no le des más vueltas al asunto. No tienes por qué preocuparte. Ahora te vas a preparar y esta noche disfrutarás de la fiesta. Pero recuerda: No te acerques

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a ningún huso, rueca, alfiler, aguja ni a nada que se le parezca. Si te vuelves a pinchar ya sabes lo que puede ocurrir: otros cien años de siesta.

- Lo sé, por eso he pensado ponerme unos guantes y quitármelos sólo para asearme.- ¡Buena idea! –dijo risueña Blancanieves mientras se ponía en pie para despedirse de su amiga–. Ahora he de marcharme, esta noche mi príncipe desteñido me ha invitado a un concierto de Los Músicos de Bremen y no quisiera llegar tarde.

- ¿Tu príncipe desteñido? Pero... ¿no era un príncipe azul? –preguntó Amelia algo desconcertada.

- Sí, tienes razón, lo era hasta que un día se manchó de grasa su bonita chaqueta de terciopelo azul y quiso que se la lavara. Yo en esos momentos estaba muy ocupada y le dije que él tenía dos...

- ¡Sí, ya sé! –interrumpió divertida Amelia–, le dijiste que él tenía dos ojos, dos manos, los brazos, dos piernas... exactamente igual que tú.

- ¡Muy bien! esas fueron mis palabras, de modo que tuvo que “buscarse la vida” y, como en su palacio nadie le había enseñado a “poner una lavadora”, no se le ocurrió otra cosa que echar lejía a la chaquetilla azul. El resto ya te lo puedes imaginar, por eso ahora le llamo mi príncipe desteñido.

–Las dos princesas se echaron a reír y Amelia no pudo resistir la tentación de hacer una última pregunta a su amiga:

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- Pensarás que soy una entrometida, pero me gustaría saber... ¿qué ha sido de tus largos y vaporosos vestidos de seda?, cuando llegaste casi no te reconocí con tu nueva indumentaria.

- Esos vestidos son perfectos para asistir a bodas, fiestas y cenas de gala, pero nada prácticos para la vida diaria. Un pantalón y una camiseta son mucho más cómodos. Ya lo comprobarás y me darás la razón. Si quieres mañana podemos ir de compras, esta temporada hay unas rebajas estupendas.

–Después, salieron del saloncito, atravesaron el vestíbulo, bajaron la escalinata y echaron a andar hacia la puerta del palacio. Allí se despidieron. Amelia vio cómo Blancanieves, mientras atravesaba los jardines, se volvía sonriendo para decirle adiós con la mano. Ella correspondió al saludo y se quedó mirando cómo su amiga se alejaba con la cabeza erguida, caminando lenta y graciosa sobre sus tacones.

Y aquí termina esta historia que es real y no inventadapues me la contaron en Granada.Pero... si quieres saber qué pasó despuéscontinúa leyendo y te lo diré.Aquella noche la fiesta fue una maravillay sus ecos llegaron hasta Sevilla.La princesa a los invitados cautivócon su simpatía y buen corazón.Todos la halagaban

y decían que era una princesa de cuento de hadas.Pero Amelia quería ser algo más

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por eso al día siguiente se puso a pensar.Sabía que algo tenía que hacersi no quería de un príncipe depender.Pero... ¿a qué se podía dedicarsi había estado cien años dormida sin despertar?La princesa caviló y cavilóy por fin una idea se le ocurrió:¡Abriría una tienda de artículos de descanso!donde vendería colchones de pluma de ganso.También tendría almohadas de espuma, de fibra, de lana,cojines para balancines y mantas zamoranas.El negocio creció y crecióy sus colchones se anunciaban en televisión.Si quieres saber qué más ocurrió

pregúntale a tu imaginación.

Fin

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Agradecimientos

A las personas que han formado parte del jurado, por su colaboración desinteresada y su sensibilidad artística y hacia la igualdad:

- Luís SanJuan Monforte. Miembro del Grupo de Patrimonio de Alcalá la Real.

- Enriqueta Vega Alcazar. Representante del movimiento asociativo de mujeres de Alcalá la Real.

- Emilio José García Molina. Director del conservatorio de música Pep Ventura.

- Teresa Afán de Rivera Navas. Representante del mundo literario de Alcalá la Real.

- Rubén Montañés Castillo . Representante de los medios de comunicación de Alcalá la Real.

A todas las personas que han participado con sus obras en el I Certamen de Cuentos por la Igualdad que ha organizado éste Ayuntamiento.

Las ilustraciones originales han sido realizadas por María Serrano Canovaca.

www.alcalalareal.es

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