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Primera edición: 1987Segunda edición: 1999

Edición: Miriam MartínezDiseño interior y de cubierta: Berardo Rodríguez CadalsoCorrección: Delia M. SolaComposición computarizada: Evelio Almeida Perdomo

Todos los derechos reservados© Sobre la presente edición:

Editorial Letras Cubanas, 2004

ISBN 959-10-0495-8

Instituto Cubano del LibroEditorial Letras CubanasPalacio del Segundo CaboO’Reilly 4, esquina a TacónLa Habana, Cuba

E-mail: [email protected]

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NOTA EDITORIAL

La obra poética, narrativa y ensayística de José LezamaLima (1910-1976), bien conocida entre nosotros, fuedescubierta fuera de Cuba —tardíamente— por edito-res y críticos gracias a la irrupción de una novela queforzaba los límites del género, se reía de gramáticas y depreceptivas, e imponía al fin su verbo inagotable y sumundo poderoso: Paradiso (1966).

Julio Cortázar, que puso de relieve con tanta pa-sión e inteligencia la importancia literaria de Paradisoante lectores miopes, se hubiera visto en un aprieto,sin embargo, en el trance de defender los cuentosde Lezama. El escritor argentino supo demostrarque Paradiso, aunque traspasaba las fronteras de lonovelesco para ser también un «tratado hermético»y una «poética», terminaba reafirmándose como unagran novela.

Respecto a los cuentos, no se trata simplementede diferencias de calidad entre Paradiso y sus herma-

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nos menores. En primer lugar, el osado experimen-tador de Rayuela y de algunos libros multiformes,mixtos, inclasificables, cuando tropezaba con el cuen-to propiamente dicho, se hacía cauteloso y se apegaba aciertas estructuras «clásicas». Usando una metáforaboxística, recordaba que la novela puede ganar porpuntos; pero el cuento tiene que noquear, y las cla-ves del éxito las situaba en lo que llamó la intensidado la tensión. En segundo lugar, los cinco textos queLezama consideró cuentos —incluidos en el presen-te volumen— dinamitan las propuestas de Cortázar,el decálogo de Quiroga, y cuanto modelo pudieraextraerse desde Poe hasta Hemingway, pasando porChejov y Maupassant.

El propio Lezama, refiriéndose en una carta a lapetición de un editor deseoso de publicar sus cuentos,sólo recuerda «Fugados», «Juego de las decapitacio-nes» y «El patio morado», mostrando una significativadespreocupación por el destino de su narrativa corta.Súmese —para complicar las cosas— que anteriormen-te había autorizado la inclusión de un poema en prosade La fijeza en una antología del cuento fantástico.

La presente edición recoge «Fugados», «El patiomorado», «Para un final presto», «Juego de las deca-pitaciones» y «Cangrejos, golondrinas». Se excluyenlos textos que Lezama clasificó de otro modo por elpropio hecho de colocarlos en sus libros de poesía oensayo: los casos, por ejemplo, de «Noche dichosa»,

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«Invocación para desorejarse» y «Cuento de un to-nel», entre otras prosas de La fijeza, o páginas tancuriosas como «La mayor fineza» de Tratados en LaHabana.

Los cuentos recogidos en este libro muestran unacausalidad diferente, donde la vivencia oblicua hace delas suyas, donde en cada párrafo —en cada línea—nos aguarda una sorpresa. Lezama, como el magoWang Lung, protagonista de «El juego de las decapi-taciones», prefirió una vez más que los números desu repertorio juguetearan con lo imposible.

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FUGADOS

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No era un aire desligado, no se nadaba en el aire.Nos olvidábamos del límite de su color, hasta parecerarena indivisible que la respiración trabajosamentedejaba pasar. Llovía, llovía más, y entre lluvia y lluvialograba imponerse un aire mojado, que aislaba, que ha-cía que nos enredásemos en las columnas, o que mirá-semos a los hombres iguales que pasaban a nuestrolado durante muchos días y en muchos cuerpos distin-tos. Hubo una pausa que fue aprovechada por LuisKeeler, para dirigirse a la escuela apresurandoel paso, no obstante se detuvo para contemplar cómo elagua lentísima recorriendo las letras de un escudo queanunciaba una joyería, había recurvado hacia la últimaletra, pareciendo que allí se estancaba, adquiría des-pués una tonalidad verde cansado, se replegaba, gira-ba asustada, sin querer bordear el contorno del escu-do, donde tendría que esperar que la brisa se dirigiese—podía también coger otro rumbo— directamente

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al escudo, cuyas letras desmemoriadas surgían ya conesfuerzo, ante la nivelación impuesta por la brisa y porlas lluvias, y por último la gota después de recorrer lasmurallas y los desiertos desdibujados del escudo salta-ba desapareciendo.

Armando Sotomayor había aprovechado tambiénla pausa colocada entre las lluvias, para dirigirse al co-legio, que ofrecía un aspecto deslustrado, como si lavoz de los profesores hubiera ido formando una cos-tra húmeda que separaba la pared de las miradas. Elrecuerdo de la lluvia y del agua enfermiza que saltabade las casas al suelo azafranado, donde se iba borran-do, como si la suela de los zapatos limpiase las carasinverosímiles grabadas sobre el asfalto blanduzco. Eracomo si una idea se dirigiese recta a adivinar el objetoenfrentado, y al encontrar las paredes, verde, amarillo-escamoso, del colegio, saltase al mar para borrarse a símisma.

Luis y Armando se miraron. Armando observóque al mismo tiempo que ya empezaba a sentir lahumedad del agua evaporándose de su chaqueta azuloscuro, con rayas blancas, desde lejos grises, vio comotambién asomaban con nuevos colores que se secabanlentamente, como después de pensarlo mucho, dejan-do en las paredes mareadas, patas de moscas, carasviejas, casi resquebrajadas. Armando ya no miraba lasparedes húmedas, mareadas, como si la lluvia se hu-biese entretenido en extender sobre las paredes piel

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estirada de gamo, soplado estrellas, trazando unaesfumada cartografía sideral. Los ojos de Arman-do giraron lentamente, los dejó caer sobre Luis quellegaba. Sin saludarlo le dijo: No entremos, en elmalecón las olas están furiosas, quiero verlas.

Luis, más joven, alegre por la primera palabra deArmando, lo saludó primero con alegría disimula-da, después rápidamente respondió: Vamos.

La humedad persistía, se notaba más que en los za-patos húmedos, en el sudor de la cara de Luis. La últi-ma gota se demoraba en el escudo de la joyería, hastaque al fin caía tan rápidamente que la absorción de latierra daba un grito. Luis parecía fijarse en el peligrode la próxima lluvia, en la disculpa que daría en su casasi sus padres descubrían el improvisado paseo. Aun-que cualquier pregunta de Armando fuese demasiadobrusca, no se fijaba en la cara de él, como quien gozala presencia de un espejo empañado o se imagina muyespesa la atmósfera lunar o demora la papilla de puréen la lengua. La emoción de escaparse del colegio te-nía demasiada importancia para dirigir su mirada a lacara de Armando, aunque es casi seguro que la fijaseen sus ojos. Sin embargo, cada palabra de éste erauna mirada, hasta casi pensaríamos que hablaba paraencontrar en los ojos de Luis la colmación de suspalabras, más que necesaria respuesta.

No deberíamos, pensaba, nada más que ir al cole-gio por la mañana, todo lo demás sobra. Es cierto

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que las mañanas casi siempre son húmedas, que ablan-dan las cosas, que inutilizan las palabras. Cuando veovenir a mi tía, oleaginosa blancura y humedad de lamañana, con los ojos pinchados, con la ropa brusca-mente lanzada contra el cuerpo inmóvil, me pareceque la veo llegar montando en una vaca y descen-diendo muy lentamente —como si quitásemos pa-ños sudorosos de una estatua de yeso— del globo dela mañana. La contemplación del café con leche ma-ñanero produce una voluptuosidad dividida, que seconvierte en poca cosa cuando los garzones van pe-netrando en las academias. Un sabor espeso va pene-trando por cada uno de los poros que se resisten, unapaloma muere al chocar con la columna de humo deun cigarro, las aguas algosas van alzando el cadáverde un marinero ciego que deja caer pesadamente lasmanos, ostentando en las narices tatuadas el esfuer-zo por querer sobrevivir en aquellas aguas espesadaspor las salivas y por los papeles mojados.

Habían llegado ya al lugar esperado, las olas entra-ban por la mirada, luego se producía una desespera-da oquedad ocupada rápidamente por las nubes. Elpaisaje estrenaba una apariencia distinta frente al es-tilo o la manera distinta de las miradas. Las olas salta-ban aceradas alrededor de un puño que les prestabaun esqueleto férreo y algoso. Se formaba el públicoque sobra siempre en las ciudades para bostezar enlos incendios, para encender un quinqué en las inun-

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daciones. Luis y Armando habían llegado frente a lasolas un tanto desmemoriados, aquello parecía no sersu finalidad. Momentáneamente había servido, peroles golpeaba un secreto más escurridizo. Las huidasdel colegio son el grito interior de una crisis, de algoque abandonamos, de una piel que ya no nos discul-pa. Habían perdido una tarde de colegio, ahora deja-ban caer las manos, ladeaban un poco la cabeza, to-dos corrían y Luis se dejaba mojar los zapatos sinlevantar la mirada de la próxima ola. Comprendíaque el día era gris, que se habían fugado de la escue-la, que Armando estaba a su lado ocupando un espa-cio maravilloso, doblemente cerrado, espacio rítmi-co, pues de vez en cuando se llevaba la mano a loscabellos como para obligarlos a mantener una postu-ra irreal, movediza. Los cabellos le desobedecían,huían, como si aquél no fuese el sitio indicado parasu sueño, rehusando el dominio de la mano que noreconocían como suya. Luis adivinaba que unas cuan-tas gotas eran poca cosa para sus zapatos. No habíaoído los gritos, los menudos papeles blanquísimosque al huir le tiraban a la ola, que cortés volvía des-pués a olvidar y a recogerlos. La curvatura de las olas,la grosera asimilación de la ola por otra ola producíauna onda de vapores exenta de recuerdos. Como silas nubes se fuesen extendiendo entre ellos y convir-tiesen a los niños fugados en unos archipiélagos hú-medos. Un barco los golpea suavemente y se ve len-

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tamente rechazado por las manecillas de un reloj.Cambiaron de rumbo, la finalidad que los había uni-do se perdía invisiblemente. Se iban a mantener mástensas y secretas las palabras que los enlazaban. Losdos se fueron replegando, ignorándose. Se alejabande las olas creyendo que cansadas de estilizar el lito-ral se perderían en una aventura más compromete-dora. Más que ver las olas las habían adivinado en-trando en la atmósfera acuosa que desalojaban, lesllegaba un ruido lejano, una ola empujaba a la otra,impulsando curvados sonidos que se adelgazabanpara penetrar en la bahía algodonosa de los oídos. Yahabían decidido pasear. La incitación primera se ha-bía convertido en el tedio llevadero del tener quepasear. Armando se fijaba en uno de los dos botonesque se apartaban de la coloración azul con rayas blan-cas del traje de Luis, invariablemente uno le parecíadistinto, después empezaba el nuevo agrado descu-briendo que los dos eran iguales. Ya no esperaba lapróxima ola, sino la cambiante atracción de los boto-nes azulosos, iguales, desiguales, aparecían, se sumer-gían. La ola que se tendía, después la fijeza de uno delos botones, el otro era tan improbable. La miradahumedecida alargaba peces asfaltados. Era como siuna grulla, ave blanda, fuese absorbida por el asfaltoexigente que podía lucir así su nueva marca de grullaasfaltada. Todo tan diluido que no se diría la grullaescudo sobre el asfalto, como aquel que demoraba la

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última gota en el anuncio de la joyería. Luis se estreme-ció, como si hubiese chocado con una nube o como sise hubiese despertado. Se oyó una voz más espesa, me-nos infiltrada de humedad. Se sintió aterrorizado comocuando nos enteramos que el escaro, pescado exquisito,sólo tiene los intestinos comestibles. Luis sentía la hu-medad invisible en su paseo con Armando. Ningún pun-to fijo podía obligarlo, cualquier línea clareadora era tanalargada que moría en el agua electrizada. Verde de lunapalustre, adivinando verdor de juncos enlunados. Habíasurgido Carlos —la obligación con el nombre, la escla-vitud a la línea y al punto—, mayor que Armando, di-ciéndole imperiosamente, era esa la palabra que Luis nodecía, pero que sentía, pero que oía desgarrándole: ¿Nohabíamos quedado en ir al cine? Todavía podemos ir.Armando, secamente, sin mirar a Luis, que ha tomadouna figura insignificante, le dice: Adiós, me voy. Seca-mente, sin la mirada decisiva, sin intentar por última vezdiscriminar el colorido de los botones de su chaquetaazul con rayas blancas. Nuevos pájaros nevados dejancaer sus picos sobre las mandolinas que silabean nume-radas elegías. El sueño se va espesando en el recuerdode aquella última ola que definitivamente se marmolizó.La ola es el monstruo que busca el tazón de alabastrocuando dos manos viajeras deciden desembarcar a lamisma hora.

Siguió con la mirada la curva de los paredones,que parecían inútiles, pues las olas desmemoriadas se

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detenían en un punto prefijado, trazado en el vérticede la ola y de la gaviota. Vio también cómo su brazogiraba, se perdía, hasta que adormecido lentamentese iba curvando, obligado por el girar de las gaviotasque trazaban círculos invisibles, no tan invisibles, puesal querer extender el brazo sentía las picadas de lospeces-arañas, y al alzar los ojos veía a la gaviota es-conderse en un punto geométrico, o entrar como fle-cha albina en un gran globo de cristal soplado. Ya nopodía aislar el recuerdo de los peces-arañas, ni el bra-zo lentamente curvado de la mansa compasión delas gaviotas. No podía aislar en su cajita de níquelcromo los fósforos de las agujas. Ni el libro de laspreguntas de las respuestas madreselvas, de los gru-pos de corales, de las más podridas anémonas. Lasnubes se abrían rápidamente mostrando el castilloque se desangraba. Las nubes destetadas hacían unpoco más rosado el nácar de aquella agonía. Siguien-do las vueltas de las gaviotas aparecían una docenade adolescentes ocultando en las arenas sus flautascremosas, dejando en recuerdo sus orejas enterradas.En el centro de la pecera se ven flotar, diminutos,otra docena de guerreros romanos.

Se sentó en el muro, el agua ya no rebotaba en laspiedras. Se dirigía a los oídos con pasos secretos, re-botando contra el castillo, sin timbre o lebrel quepartiesen aquella humedad, que avivasen la oportu-nidad de aquel secreto oleaje. Vio como la uniformi-

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dad marina se abría en un remolino somnoliento, vis-lumbró un alga verde cansado, gris perla, adivinanzacongelada, secreto que fluye. Llegaba una olita, fa-bricada por los juncos tejidos, guiada tan sólo por elruido que forman los peces al virarse para pellizcarseel cuello; parecía que avisada el alga, ya empezaba aoír su nombre indistinto, iba a incrustarse en la pie-dra. Insatisfecho momento y el alga diferenciada, untanto mareada, volvía a ocupar el mismo sitio. LuisKeeler sintió la fijeza del alga, sintió también su ca-rrera invisible hacia el paredón musgoso. Quedandoasí el alga, como una corona que desciende hasta laraíz del castillo que se desangra sobre el río. El algaclamaba por la monarquía del sueño interminable.Entre los pasos de la codorniz y la raíz del castillo, lafotografía tomada a la sombra del húmedo ruido y ala ligereza, podía garantizar el surgimiento de las al-gas diferenciadas.

Cuando el alga rebotó por última vez contra la pie-dra ablandada, Luis Keeler se fue hundiendo en elsueño. Un sueño blando, rodeado de algas, algodo-nes, de manos que tocan blandamente un saco de are-na y de puntillas. Cartas persas, las codornices de ser-vicios domésticos, las peceras volcadas después delcrimen. En su afán de buscar la última palabra y elnivel del sueño la codorniz tiraba desesperadamentede los labios. En el paraíso el agua corría de nuevoy se fabrica el cielo. La línea del paredón se alargaba, y

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él fue también estirando, adelgazando. Sintió que elpensamiento se le escapaba como había sentido lospasos de la codorniz, para ocupar el centro de aque-lla alga nombrada, diferente, que podía ostentar suorgullo y sus voluntarios paseos. El tacto insatisfe-cho ya no podía prolongarse en la mirada o en aquelúltimo fragmento de sus labios. Espeso sueño comode quien pudiese hablar con la boca llena de agua.Absolutista alga que separaba el cristal de la divaga-ción de los recuerdos y de las nubes.

Traspasó una línea marinera, que había sido traza-da por los juncos antes de convertirse en pájaro-mos-cas. La última se extendió por el cuerpo de LuisKeeler, quedando también adormecida en laarborescencia de sus nervios. Uno de sus ojos, tras-pasando el globo de porcelana, que había sido traídojunto con el taladro de los granates, se fijó en la pun-ta del dedo de un bandolero agilísimo. Triunfó, unaruedecilla recorría la distancia que separaba la mira-da del objeto ceniciento.

Después el otro ojo se fijó en la condecoracióndejada por el carapacho de las aguas quemantes, de laslavas y de los punzones. Puesto ya de pie, todas lasalgas huidas y borrado el límite de los paredones,la noche le empapaba las entrañas, creciendo comoun árbol que sacude la tinta de sus ramas. Hubierasido decoroso dar un grito, pero en aquel momentose vaciaba la jaula de los cines y de la vida clamante

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de las algas había surgido un absoluto sistema de ilu-minación. Dar un grito le hubiera costado partirseun pie o adivinar los últimos cabeceos de las algas ocomo circula la sangre en los granates.

Publicado por primera vez en Grafos,noviembre, 1936.

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EL PATIO MORADO

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El paño morado de una prolongada tristeza colga-ba de los largos patios, de las cámaras abullonadas queformaban el palacio del obispado. En el centro el granpatio cuadrado parecía inundado de amistosas som-bras desde la muerte de Monseñor. Los pasos fríos delos sacerdotes, que parecían contados por una eterni-dad que se divierte, lo atravesaban como el eco baritonalde un sermón fúnebre. Siempre había sido un palaciomelancólico, no como son todos los palacios, sino conla melancolía que nos invade más que nos posee cuan-do contemplamos un surtidor de escarcha. Ahora eraalgo más que un palacio melancólico, una tristeza fuertee invasora pesaba no como una sombra, sino como elcrepúsculo que va quemando sus diminutos címbalos,sus últimas llamas ante la invasión de la lluvia tenaz.

El patio en el centro del palacio, y en el patio, es-quinado, el loro. La humedad era imborrable: el quepor allí pasaba después recordaba aquella frialdad en

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el calambre que ocupaba la punta de un dedo o querociaba un buen fragmento de su espalda. Las pare-des de aquel patio parecían intentar asimilar cada unade las lagartijas que manchaban su epidermis; gigan-tescos sumandos de colas de lagartijas habían deposita-do un blando tegumento parecido al sudor del caba-llo. Todo lo contrario sucedía en las plumas del loro:la humedad picada en uno de sus puntos por la tan-gente del rayo de luz producía un vicioso deslum-bramiento.

La capa blanducha depositada en las paredes ten-dría el mismo espesor que lentas pisadas, en ocasio-nes rapidísimas, había ido depositando sobre el sue-lo. Estas pisadas tenían tanta relación con la apari-ción de ciertos pensamientos, como el desenvolvi-miento de la figura en el tiempo. Si es un paso lento,fraguado laboriosamente, un pensamiento espeso, im-penetrable, le va dictando casi en ondas marmóreassu continuidad inalterable. Cuando el paso se hacemás ligero, el pensamiento se detiene, busca apoyar-se en los objetos. En ocasiones no logra apoyarse,sólo roza al pasar, o los roza tan sólo con la mirada.Las cosas decisivas y concretas —la jarra conheliotropos o el pájaro que conduce al girasol en supico rosado—, tendrían que ser barridas con el tacto.¿Una mirada es insuficiente para congelarlos en sucarrera? No es la mirada enteramente lineal la que losdetiene, logrando sólo producir una invisible malla

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que como el tufo del plomo detiene la oxidación dela sangre. El paso podía ser raudo, o casi inmóvil,pero las baldosas se contentaban con crujir como elmisal que aun apretado levemente suena como la sedacuando el cuchillo la pulimenta sin rasgarla.

—«Las alondras del obispo» —exclamaban losmuchachos cuando penetraban furtivamente en elpatio. Después muy cerca formaban una turbadoraconversación. De pronto, se apartaba lentamente unode los muchachos como si sintiera que lo llamabandel patio del obispado. Era algún encargo: traería aguacon limón, o iría un poco más lejos a comprar hilomorado. Dos o tres de esos ociosos donceles muyraras veces prorrumpían en el patio, pero el eco di-ciéndonos que esa visita no era deseada, se decidía aimponerles la separación. En realidad el patio estabaocupado por tres misterios de indudable atracción:el eco, peligrosa divinidad, el loro y una jaula conte-niendo las alondras del Obispo, situada frente a lasbabilónicas llamas que lanzaba el plumaje del loro.En la tarde, un hombre abundante de las células es-trelladas que forman el tejido adiposo, con su vozcomo la de barítono castrado, abría la portezuelade la jaula. Alguna de las alondras, a las que los años deprisión habían casi cegado, permanecían inalterables,pero las más jóvenes buscaban codiciosas la luz. Lamás reciente de las alondras se apartaba de las queno deseaban salir de la jaula y del grupo más nume-

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roso de las que se reunían para la hora de paseo queles concedía aquel hombre gordo, rojizo, reiterado,que era como la caricatura que las sombras produ-cían al apoyar sus pantuflas en los palios y en las cor-tinas moradas. La alondra marcada con un pequeñolazo amarillo para distinguirla de las demás, saltabapara posarse en los palos cruzados donde se apacen-taba el loro. Era una fiesta veneciana, un paisaje dearrozales en Ceylán, el momento en que el sol se sub-dividía en tal forma que parecía como si los dos ani-males, uno al lado del otro, rodeados por un halo deagua tornasol, soltasen diminutas fuentes, dondela maravilla no fuese el líquido chorro ascensional,sino la ascensión de los peces ocultos en el mismochorro.

Otras veces el peligro era inverso. El loro se intro-ducía momentáneamente en el centro de la jaula delas alondras. Entonces todo el color se ibareconcentrando en un punto que aumentaba hastareventar. A su alrededor cada alondra parecía nadaren su canto, prescindiendo de aquel bulto de tan malgusto que el loro colocaba; colocándose en el centrode todas las alondras.

Esto hacía que el que entraba con precipitaciónen el patio del obispado, dudase, sobre todo cuandoel sol se entretenía en sus cegadores manotazos, de laverdadera situación del loro y de la verídica exten-sión del canto de las alondras.

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Un día de atmósfera tibia el loro se mecía tranqui-lamente, cuando un grupo de muchachos penetró enel patio. El portero observaba con sus ojos de refrac-ción acuosa. Era el intermediario entre la inmovili-dad del palacio y las cosas que pasaban en la esquinao en el café de la otra esquina; primero que nadiesabía cuándo había habido una reyerta en el café «Eltriunfo de Babilonia», o cuándo la policía, esto locomentaba muy secretamente, se había llevado a dosmuchachos que él conocía desde pequeños, por con-sumidores de drogas. No era que fuera un hombrede aventuras, sus maneras lentas y circulares le impe-dían los largos paseos. Conocía su barrio comoChampollion un papiro egipcio. Y en él se revelabatodos los días un maestro silencioso que podría desen-volverse gracias a que nadie sabía dónde estaba es-condido ese enemigo delicioso. Inmóvil gustaba decontemplar cómo los más pequeños muchachos delbarrio no se decidían a prolongar sus juegos, dejan-do en la misma mañana más sobrantes para las pala-bras transparentes, o las más rápidas comprensiones.

Aquel día los muchachos jugaban con un pequeñoanillo de hierro donde habían engastado un pedazode vidrio morado que la tarde anterior había saltadode una ventana, cuando ésta había recibido la visitaintempestiva de una pelota en cuyo interior sonreíauna tripita de pato. Ya el portero estaba acostumbra-do a verlos entrar en el patio, al principio muy

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despaciosos, como si siguiesen con el oído los pasosde una codorniz atravesada en su garganta por la tan-gente del rayo de sol, viéndose al fondo las tubas delórgano del obispado. A esa hora la luz luchando conla humedad lograba una matización violeta, moradomarino, sumando por partes desiguales una figura-ción plástica que le provocaría un sueño glorioso aun primitivo. Aunque el portero permaneció inmó-vil, permanecer inmóvil era su ocupación predilecta—gimnasia difícil a la que únicamente había llegadodespués de haber vigilado durante más de veinte añosel patio del obispado. Se había dado cuenta de quealgo raro se hinchaba ante sus ojos, por lo menos sucara reflejó la extraña sensación que se apoderaría deella el día en que leído el testamento del Obispo otor-gándole un chapín, o aquellas flores de oro, que élsabía que no eran de oro, pero que colocadas en lasparedes de su alcoba vinieron a ser como la pelusillasuave de una mano que nunca le había envuelto enlas pesadillas ni en la más comúnicas venturas.

Le poseía la agradable visión de que los mucha-chos no penetraban en el patio más allá de aquel puntoinvisible pero nunca cambiable en el que de prontoretrocedían y partían hacia la calle. Para su vidaserenísima un pellizco adquiría la dimensión de unglobo de fuego y una jarra que oscilara y cayera comoun volcán que le hacía pensar con espanto sagrado loque se derivaría si él hubiese tenido familia en esa no

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precisada ciudad italiana. Pero no sólo prosiguieronsu marcha, sino que a partir de aquellas columnas deHércules de su prudencia, su marcha adquirió unafinalidad determinada por días de anteriores medita-ciones.

Dos infantes se destacaron del grupo. Dis-pensadme esta descripción rápida e imprecisa. Unode ellos existía tan sólo por sus ojos que parecíanfijarse constantemente en el vértice de su ángulo devisión, pero aunque su haz de rayos visuales—cuya esperada coincidencia le comunica una es-pléndida alegría al trabajo de los ópticos—, conver-gía en el punto apetecido a semejanza de todos loshumanos, los haces en este caso especial estaban tantensos que sufrían la influencia de la oscilación im-puesta por la marcha. De tal manera que como suspasos eran incesantes y violentas las necesidades dela carrera, sus miradas parecían de continuo agitadasy refractadas. Cosa para ser vista pero difícil de co-municar, muy semejante a los temblores que una pe-queña caja de cristal, llena de alfileres y agujas, aunsituada en la última pieza de la casa, siente cuandopasa el tranvía. El otro muchacho existía por su voz,de igual calidad que la perfección de sus años, untanto burlona con la indecisión, con la falta de conti-nuidad de la voz de los adolescentes. Voz que no pa-recía producida por las entrañas, sino por los extra-ños oficios de la fluidez de un río breve y domestica-

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do aunque se sabe de ajena y misteriosa pertenencia.El portero continuaba inmutable con la misma pesa-dez de la nube que mezcla a dosis iguales el barro y elesmalte blanco. Al principio los muchachos lo mira-ron de reojo, ahora lo colocaban en la categoría de laverja pintada de blanco para los bautizos, o de losescaparates toscos donde se guardaban las casullasde los días de ceremonia mayor, una de ellas, de sedablanca combinada en tal forma con hilos plateadosque producía al ser contemplada una sensacióncremosa, enviada por León XIII. Los dos muchachosya no miraban hacia atrás, empezaba una labor don-de la punta de los dedos estaba impulsada por la ra-pidez de las miradas. Junto con el anillo de hierroenarbolaban una finísima tira de lino. Rápidos losdedos apresaban las paticas del loro que estaba en sutrono de mediodía —las dos maderas cruzadas eransuficientes para construirle un albergue señorial—,ostentando una siesta impenetrable, único momentoen el que no miraba la jaula de las alondras, para po-ner allí después de todo un poco de necesaria confu-sión. Mientras uno de los muchachos procuraba esti-rar la fina pata de loro, el otro lograba hacer un lazocon la tira de lino de donde pendía el anillo de hierro.Miraban al portero no para ser impedidos, sino paracomprender qué haría después que ellos se hubieranretirado. Permanecía el portero inmóvil, sin asentirni reaccionar. No se sonreía, pero tampoco se levan-

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taría para sujetar entre sus manos aquella bruñida patade loro y deshacer con una grasosa decisión, toda lalabor breve pero conducida por una graciosa indeci-sión. Unos golpes leves, una mano que convierte enescala las paticas apresadas, cae el anillo de hierro y latira de lino lo retiene. Significaba ese pequeño lazoen la vida del loro una perspectiva ilimitada. La tirade lino del loro se había enroscado en el palo que losostenía, adquiriendo una nueva feria de diversión.Daba un pequeño salto aventurero, y caía en tal for-ma que el anillo de hierro se le introducía en una delas patas, mientras que con un golpe de ala lograbaasirse totalmente de la tira. Era un movimiento vio-lento, no lo podría prolongar mucho tiempo, pero sepodía observar que tenía el loro un regusto enaventurarse, en acometer aquella pequeña travesura.Con ese pequeño riesgo borraba la monotonía de lastardes, pues el sol en constante refracción sobre lasplumas del loro, provocaba breves incendios de co-loreada plenitud, que le impedían quedarse adorme-cido, sin que instantáneamente viese cómo precisosalfileres venían a revolar primero —cartografíaimpresionista—, y a clavarse después —estructurada saetadel Chirico—, con la precisión de un corolario en unatumba de hielo, más que en la carne, en aquel delicio-so abultamiento que rodeaba el globo óptico del loro.Se encogía con movimientos tardos que sólo el calortornaba disculpable, caía sobre la pequeña tira de lino,

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de la misma manera que un anciano cuya adolescen-cia transcurre entre elegante competencia de nata-ción y que ya en la hora de su muerte al apoyarse enla eternidad, le naciera una vejiga natatoria que favo-recía su entrada en un mundo desconocido pero sua-vizado por el recuerdo de sus gestas marinas, de talmodo que su alma no sentía la violencia de la despe-dida de su cuerpo, si no siguiese apoyándose en unpunto intermedio de líquido equilibrio y buscandoun punto final de reposo en la misma y última direc-ción de la ola.

Uno de sus atrevimientos más vistosos, mostradocasi siempre antes de irse volando a la jaula de lasalondras, consistía en dejar repentinamente el toscotrapecio en que se apoyaba, buscando alcanzar elanillo que colgaba de la tira de lino. Cuando lo reali-zaba lo apretaba entre sus dedos y prorrumpía en ungrito mate. A causa de la sacudida nerviosa perdíaaislados grupos de plumas, pero lucía con obstina-ción furiosa el anillo apretado, y despuésdesentumecía, lo soltaba como si sus dedos se hubie-sen rodeado de un fango blanco, y esbozaba, desin-flando sus plumas un gesto de entonada satisfacción.Otras, las menos, no lograba que al cerrar los ojos ysaltar sus dedos apresaran el anillo, cayendo al suelo,marchándose cubriendo la silenciosa ebullición de susplumas de escoriaciones, de adherencias arcillosas,como si de pronto desapareciese en una civilización

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antigua el culto al sol porque unos guerreros enanosy zambos, distrajesen sus noches fabricando unosídolos con el fango sagrado de un río ancestral. Peromanchadas sus plumas, sonando como la palabra deun reloj su risa espesa de delantal con viandas grose-ras, tendría que salvarse en el collarín de carne fatiga-da que rodeaba su ojo, ya que al refractarse con latangente del rayo de sol, avivaba el carbunclo de susplumas, logrando el rebrillo necesario para producirla visión. Su ojo de carne desgastada y venerable, elalba de sus plumas que aún guardaba adheridas gotasde fango, hasta el momento en que las patas se cris-paban, eran su lujo principal. Y de pronto el geniosolar pulverizando, destruyendo momentáneamenteaquella ave sin gracia, transfigurándola, quedando tansólo después de ese deslumbramiento su nariz quecae y sus dedos crispados que han fracasado de nue-vo, que no han encontrado en el abismo el anillo deasidero.

El mismo sol al lanzarse sobre unos rastrojos quecrecen en las paredes del patio, produce un círculodonde predominan paradojalmente los colores de lahumedad, acentuando los islotes violetas, pequeñospinares y florecillas de alambre pascual.

Así continuaba aquel juego y así también todoslos días visitaba el café de la esquina, a una hora es-pecial alejada de las vulgares del desayuno o de lamerienda. El hombre que sin ser leproso se tapaba la

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cara con un periódico; el que realizaba el milagroextraordinario, pero cotidiano y humilde de ingerir ellíquido posando sus labios sobre un cristal; el queintentaba leer el periódico por encima del hombrode su vecino, sacudiendo indolentemente la cenizade su cigarro sobre una consumida taza de café; elque cuenta mentalmente los pasos de un balcón ce-rrado y pregunta la hora con sílabas largas. Todosjuntos en una hora especial convirtiendo el vulgarcafé de la esquina en el barco fantasma o en eltrirreme, que con la proa incendiada, hace más decien años que continúa su travesía.

Atravesaba el patio, la rapidez con que lo hacíaborraba la sensación de deslizarse, lo que recuperabapor el silencio con que ganaba la gran puerta, au-mentándola después cuando ya en la calle no entor-naba los ojos ante la soberbia de la luz. Seguía sudeslizamiento ante la tediosa linealidad de la calleque se insinuaba frente a él, pero no sentía ningúnafán de apoderamiento, de justificación. Llegabahasta el café. Los extraños y divertidos personajesque allí se encontraban no se movían ni estabanansiosos de integrar nuevas combinaciones. Hela-dos, muertos dentro de un témpano, podían pare-cer vikingos, bretones, normandos, que seguían losrasgos en la nieve de una expedición perdida. Elhastío formaba la niebla espesa y metálica y la ceni-za que se fracturaba del cigarro igual podía ser una

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orden de muerte, que una manera brusca de aban-donar aquella piedra del hastío, en un lago de fangoblanco. Entraba el portero en aquella inmóvil fauna,cambiaba unas palabras rápidas con el hombre queservía y penetraba de nuevo en el patio. En ese mo-mento el loro lucía sus ojos blandamente cerradosy dos niños de túnica bermeja penetraban en el pa-tio para ver furtivamente el lenguaje de las maneci-llas del reloj. Extraño personaje que también ocu-paba aquel patio, pero con una solemnidad tan su-perficial que nos gana la mención, pero no la men-ción honorífica que reservamos íntegra para el loroy para el portero, frenético amante de los secretosinútiles.

A veces en sus pasos demasiado ligeros se esboza-ba la sombra de una expiación. Sus vesperales excur-siones al café estaban unidas a un deslumbramiento:a una hora fija esperaba un blando cometa amable.Un suave crujir de sedas y morados rebrillos y por laescalera lateral descendía Monseñor. En ocasiones eldescenso era solitario, pero casi siempre algún acom-pañante obstinado en cuchichear al oído de su Emi-nencia le acompañaba. Al pasar por su lado, él securvaba radicalmente. Monseñor, con una vozsemiapagada, le decía: «Puedes ir.» Esas palabras loimpulsaban, no se ponía en marcha hacia el café conel paso mascullado de las otras ocasiones cuando esapalabra no caía en sus oídos agrandándose como el

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apacible ocio de una flauta. Cuando se acercaba elatardecer, esperaba siempre esa visión. Se repetía concontinuidad esa sensación tibia y perfecta, y enton-ces su intranquilidad se mantenía pensando en losdías desolados y venideros cuando Monseñor pasa-ría por su lado sin decirle la frase que lo colmaba.Dos o tres días en que la para él cegadora visión olvi-daba decir su frase, y el día en que la oía de nuevo leparecía que entraba en un sublimado paraíso regala-do. Pero esa visión llegaba a límites extremos y cu-riosos, cuando coincidía con la entrada del loro en lajaula de las alondras. Llegaba entonces con el «pue-des ir» pegado a la oreja como una tapa sometida alas leyes de la ebullición, al café de la esquina. Esassensaciones superpuestas al principio, y después agi-tadas y confundidas, le producían la agradable atmós-fera de vivir un secreto inexistente, sin principio nifin, rocío o grosera adherencia, bastante a produciren el dormido una locuacidad progresiva y peligrosa,hasta que lentamente vuelve a caer en su clausura deinterminable extensión.

Ya era la tarde y el portero se dirigía de nuevo alcafé de la esquina, que era, como ya dijimos ante-riormente, para un portero guardador del patiomorado de un obispado como convertirse en el tri-pulante último del buque fantasma. «Puedes ir, caféde la esquina, tira de lino, anillo de hierro», se ha-bían convertido en él en ásperas y zumbadoras

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mitologías, en carretas trasladadoras de ciudades.Aislaba siempre la magnificencia de ese «puedes ir»,como un filósofo que subraya el acierto de lospatronímicos homéricos: «el domador de potros, elde la larga nariz, el que ciñe la tierra». Vio como porel extremo de la calle avanzaba una inundación, quelos infantes furtivos que entraban en el patio a verla hora o a colocar en la pata bruñida del loro la tirade lino, se zambullían, saltaban, parecían ir desarro-llando la inundación, prolongándola en fragmentosmenos peligrosos, o ya peinando las aguas que avan-zaban, levantaban cortos remolinos. Abrió la bocaal sentir la extraña descarga que receptaba y se des-plomó. Ágiles y silenciosos los muchachos logra-ron arrastrarlo hasta la gran puerta que protege elpatio morado. En la otra esquina otro grupo se reíalenta y suficientemente. Después por la noche lucíaen las habitaciones inferiores la iluminación que erade ritual. Solamente lograron encontrarle una man-ta ya vieja, que sin haber sido nunca usada parecíahaberse consumido en muchos otoños secretos.

Pero fue otra la suerte de la cotorra. Sus miem-bros se desperezaron, aún más crujieron algunasarticulaciones. Creía que su fuerza para el vuelo sólole duraría lo suficiente para llegar hasta la jaula delas alondras. La inundación avanzaba sin sobresal-tos, ocupando el gran molde que le estaba señalan-do, con la misma tranquilidad con que un artesano

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vierte sin medidas previas la suficiente cantidad debronce en el molde que va adquiriendo la curvaturade un brazo o el torneado de un pie que puede serde una Diana o de una galga rusa. Las nubes eranimpulsadas por un viento que las obligaba a tomarfiguras groseras: un coche, un establo, una barcazade Sorolla. El viento que al llegar al patio del obis-pado se arremolinaba y parecía jugar con losmanteos, convirtiéndolos en la tienda de un circovisto el único día del año que el elefante furiosorompe todos los postes sostenedores, descansandodespués en una inconfundible calma, sin ver siquie-ra los destrozos causados. Una estremecida poten-cia recorría al loro otorgándole un poderoso donde vuelo. Durante tres noches la impulsión no cesa-ba, sin contemplar siquiera que ya sólo volaba so-bre una extensión ocupada por un cono de rocas ysobre un mar apagado donde las olas se sucedían alas olas como los invisibles lamentos de una natura-leza enfriada. El ave sin gracia caía en el momentoen que la envoltura de la ola la recogía suavemente.Todo parecía indicar que aquella sucesión de ele-gantes curvaturas la depositaría en un banco de are-na hasta el final de sus días. El cuerpo de la cotorraun tanto relajado por la violencia frenética de lamarcha impuesta, había perdido sus coloraciones yse había declarado impotente para refractar la es-beltez del rayo de sol. Calzaba de su pata, más mo-

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rada por la falta de circulación que bruñida por elcuidado del portero, la misma tira de lino que soste-nía el mismo anillo de hierro. Recordaba que habíasido un sostén y un inicio de juego cuando saltabapara apresar en sus dedos el anillo, cayéndose, peromostrándolo en otras ocasiones acompañado de ungrito mate, ridículo y aplastado, mientras su ojo seirisaba con todos los cambiantes de una furia tene-brosa. Podía comenzar de nuevo su diversión, sóloque las rocas en torno vendrían a reemplazar la jau-la de las alondras. La experiencia del largo vuelo leacuciaba la temeridad. Sostener tan sólo entre susdedos el anillo de hierro le parecía pequeña proezaal alcance de cualquier Walhalla. La decoración im-ponente exigía la variabilidad respetable, un hechoque a todos convenciese. Dio su salto de siempre,con poca destreza y estirando sus dedos para apri-sionar el objeto en la brevedad de aquel espacio sal-tado, introdujo el cuello en el anillo, y como antesen apretarlo entre sus dedos, quería ahora el garbode su cuello a través de aquel límite de hierro. Susmúsculos, sus definiciones, la brevedad de su cuellotenía que lucir aquella última adquisición. Pensabaque su cuello estaba hecho para el anillo, dada latendencia de sus patas para crisparse. Aquella tra-moya wagneriana hecha con grandes armaduras decartón requería el sacrificio de su cuello para atra-par el anillo caído. Como un rey que se inclina queda-

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ría el anillo en su cuello. No resonó el acostumbra-do grito mate después de cada una de sus proezas.La curva del oleaje fue modificada por la ola siguien-te, conduciendo el cuerpo inservible del ave reta-dora, depositándola en el coro de las rocas. La con-tinuidad indeterminable de la espuma en aquel con-fín frío e inanimado ha venido a reemplazar a lajaula de las alondras que antaño atolondrara el loro,manchando la callada perfección que de noche lu-cía el patio del obispado.

Publicado por primera vez en Espuela de Plata,febrero, 1941.

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PARA UN FINAL PRESTO

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Una muchedumbre gnoseológica se precipitaba des-embocando con un silencio lleno de agudezas, ocupadespués el centro de la plaza pública. Su actitud, de le-jos, presupone gritería, y de cerca, un paso y unos ojosde encapuchados. Eran transparentes jóvenes estoicos,discípulos de Galópanes de Numidia, que aportaban elmás decidido contingente al suicidio colectivo, preconi-zado por la secta. Ese fervor lo había conseguidoGalópanes abriendo las puertas de sus jardines a jóve-nes de quince a veinte años; así logró aportar trescien-tos treinta y tres decididos jóvenes que se iban a precipi-tar en el suicidio colectivo al final de sus lecciones. Lasecta denominada El secuestro del tamboril por la luna men-guante, tenía visibles influencias orientales, y por eso,muchos padres atenienses, que amaban más al eidos queal ideal de vida refinada, si mandaban a sus hijos a esosjardines era para permitirse el áureo dispendio, de quesus hijos, sin viajar, pudiesen hablar de exotismos.

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La primera idea de fundar El secuestro del tamboril,había surgido en Galópanes de Numidia, al observarcómo el rey Kuk Lak, al verse en el trance de ejecutara un grupo de conspiradores, había tenido que arran-carlos de la vida amenazadora que llevaban y lanzar-los con fuerza gomosa en la Moira o en Tártaro, se-gún estuviesen más apegados a la religión que nacíao a la que moría. Al ver Galópanes los crispamientosy gestos desiguales e incorrectos de los jóvenes ajus-ticiados decidió idear nuevos planes de enseñanza.Un jardín de amistosas conversaciones, donde losjóvenes fuesen conspiradores o amigos, pero dondepudiesen irse preparando para entrar en la muerte,cuando se cumpliesen los deseos del Rey. Así una delas frases que había de seguir en la academia: un jo-ven desmelenado, o que pasea perros o tortugas, estan incorrecto o alucinante como el león que en laselva no ruge dos o tres veces al día. Con esos recur-sos los jóvenes iban conversando y preparándose paramorir, mientras el Rey afinaba mejor sus ocios y bus-caba con detenimiento las mejores cabezas.

Habían acudido los trescientos treinta y tres jóvenesestoicos para cerrar el curso con el suicidio colectivo.Existía en el centro de la plaza pública un cuadrado derigurosas llamas, donde los jóvenes se iban lanzandocomo si se zambullesen en una piscina. El fuego actua-ba con silencio y el cuerpo se adelantaba silenciosamen-te. Esa decisión e imposibilidad de traición, ninguno

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de los jóvenes transparentes habían faltado, únicamentepodía haber sido alcanzada por las pandillas disemina-das de estoicos contemporáneos. Aun en el San Mauricioel Greco, lo que se muestra es patente: se espera la muer-te, no se va hacia la muerte, no se prolonga el paseohasta la muerte. Solamente los estoicos contemporá-neos podían mostrar esa calidad; ningún traidor, nin-gún joven vividor y apresurado había corrido para in-dicarle al Rey que los jóvenes que él utilizaba para laguerra iban con pasos cautelosos a hacer sus propiosofrecimientos con su propio cuerpo ante el fuego.

Las lecciones de los últimos estoicos transcurríanvisiblemente en el jardín. Sus cautelas, sus frases len-tas, los mantenía para los curiosos alejados de cual-quier decisión turbulenta. Muy cerca, en sótanos ace-rados, una banda de conservadores chinos, en com-binación con unos falsificadores de diamantes deGlasgow, había fundado la sociedad secreta Elarcoiris ametrallado. En el fondo, ni eran conservado-res chinos ni falsificadores de diamantes. Era esala disculpa para reunirse en el sótano, ya que por lanoche iban a los sitios más concurridos del violín,la droga y el préstamo. Querían apoderarse del Rey,para que el hijo del Jefe, que tenía unas naricesleoninas de leproso, utilizadas, desde luego, comoun atributo más de su temeridad, fuese instalado enel Trono, mientras el Jefe disfrutaría con su queridaun estío en las arenas de Long Beach.

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La policía vigilaba copiosamente a la banda dechinos y falsificadores. Pero sufrirían un error esen-cial que a la postre volaría en innumerables erroresde detalles. De esos errores derivarían un grupoescultórico, una muerte fuera de toda causalidad yla suplantación de un Rey. Era el día escogido porlos estoicos de Galópanes para iniciar los suicidioscolectivos. El frenesí con que habían surgido losgendarmes de la estación, les impedía entrar en sos-pechas al ver los pasos lentos, casi pitagorizados delos estoicos. A las primeras descargas de lagendarmería, los estoicos que iban hacia la hoguerasilenciosamente, prorrumpían en rasgados gritosde alborozo, de tal manera que se mezclaban para lospocos espectadores indiferentes, los agujeros sangui-nolentos que se iban abriendo en los cuadros de losestoicos suicidas y las risas con que éstos respon-dían. Al continuar las detonaciones, las carcajadasse frenetizaron.

El capitán que dirigía el pelotón tuvo una intui-ción desmedida. La situación siguiente a la muertede su tío, poseedor de un inquieto comercio de cerá-mica de Delft, y ya antes de morir serenamente arrui-nado, con quien había vivido desde los cinco años; alocurrir la muerte de su tío, se obligaba a aceptar esaplaza de capitán de gendarmes, brindada por un cua-rentón comandante de húsares a quien había conoci-do en un baile conmemorativo del 14 de Julio. Nues-

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tro futuro capitán de gendarmes había asistido al bailedisfrazado de comandante de húsares, mientras elcomandante de húsares asistía disfrazado de cordele-ro franciscano. Éste fue el motivo de su amistad ini-ciada por unas sonrisas mefistofélicas, continuada porla espera de la plaza demandada, y terminada, comosiempre, por una apoplejía fulminante.

El comandante cuando se embriagaba abría suBagdad de lugares comunes. Uno de los que recor-daba el actual capitán de gendarmes era: que una cargade húsares era la antítesis del suicidio colectivo de los estoicos.Más tarde, al recibir una beca en Yale para estudiar eltaladro en la cultura eritrea en relación con el culto alsol en la cultura totoneca, había aclarado esa fraseque él creía sibilina al brotar mezclada con los eructosde una copa de borgoña seguida por la ringlera inal-canzable de tragos de cerveza. Un insignificante es-tudiante de filosofía de Yale, que presumía que habíafrustrado su vocación, pues él quería ser pastor protes-tante y poseer una cría de pericos cojos del Japón, lereveló en una sola lección el secreto, lo que él habíacreído en su oportunidad un dictado del comandan-te en éxtasis.

La plaza pública ofrecía diagonalmente la presen-cia del museo y de una bodega de vinos siracusanos.El capitán decidió utilizar los servicios de ambos. Así,mientras lentamente iban cesando las detonacionesmandaba contingentes bifurcados. Unos traían del

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museo ánforas y lekytosaribalisco, y otros traían borgoñaespumoso de la bodega. Los estoicos se iban trocandoen cejijuntos, aunque no en malhumorados. El jefe,Galópanes de Numidia, había trazado el plan dondeestaban ya de antemano copadas todas las salidas. Díasantes del vuelco definitivo de los estoicos suicidas enla plaza pública, había hecho traer de la bodega suscolecciones de vinos, con la disculpa de consultaretiquetas y precios para la festividad trascendental.Los había devuelto, alegando otras preferencias y laexcesiva lejanía aun del festival, pero regresaban losfrascos portando los venenos más instantáneos. Losgendarmes que creían transportar en esas ánforas lí-quidos sanguinosos cordiales reconciliaciones con elgermen y el transcurso, se quedaban absortos al ob-servar cómo abrevando los estoicos entraban en laMoira. Los estoicos, con dosificado misterio causalprovocado, morían al reconciliarse con la vida y elvino les abría la puerta de la perfecta ataraxia.

El Rey vigilaba a los conspiradores que no eranconspiradores, pero desconocía a los estoicos deGalópanes. Creía, como al principio creyó el capitán,que la salida era la de los conspiradores falsarios.Desde una ventana conveniente contempló el primerchoque de los gendarmes con los estoicos pero alobservar posteriormente cómo conducían hasta loslabios de los que él presuponía conspiradores, lasánforas vinosas, creyó en la traición de ese pelotón, y

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desesperado, irregular, ocultadizo, corrió a hacer lallamada a otro cuartel donde él creía encontrar fi-delidad.

Ante esa llamada y su noticia, la tropa salió comoel cohete sucesivo que permitiría a Endimión besarla Luna. Pero entre la llamada y la salida a escapehabían sucedido cosas que son de recordación. Enese cuartel, en la manipulación de los nítricos, tra-bajaba un pacifista desesperado. Fundador de lasociedad La blancura comunicada, cuya finalidad erahacer por injertos sucesivos, precioso trabajo delaboratorismo suizo, del tigre, una jirafa, y del águi-la, un sinsonte; asistía furtivamente a las reunionesde los estoicos; en sus paseos digestivos sorprendíaa ratos aquellos diálogos la preparación de la muer-te, y sabía la noche en que los estoicos caerían so-bre la plaza pública. El día anterior se introdujo va-lerosamente en el almacén del cuartel y le quitó acada rifle tornillos de precisión, debilitando en talforma el fulminante que el plomo caía a pocos piesdel tirador, formándose tan sólo el halo detonantede una descarga temeraria.

Al llegar a la plaza la tropa del cuartel y contemplara los gendarmes y a los supuestos conspiradores, al-zando el ánfora de la amistad, lanzaron de inmediatodisparos tras disparos. Los estoicos ya iban cayendopor el veneno deslizado en las ánforas, pero la tropadel cuartel admiraba su puntería, la cegadora furia les

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impedía contemplar que el plomo caía, pobre de im-pulso, en una parábola miserable. Cuando creían quela muerte lanzada con exquisita geometría daba en elpecho de los conspiradores, el azar le comunicaba asus certezas una vacilación disfrazada tras lo alcanza-do, tan distante siempre de los errores preparados porlos maestros de ajedrez que saben distribuir un fraca-so parcial, o el detalle imperfecto de algunos retratosde Goya, el perrillo Watteau que tiene una cabeza detagalo combatiente, hecho maliciosamente para que elconjunto adquiera una deslizada exquisitez.

El Rey formaba un grupo escultórico. Detrás de laventana contemplaba la muerte refinada activísima ylas detonaciones bárbaras eternamente inútiles. Cuan-do llegó a la plaza pública la tropa del cuartel, y viosus detonaciones, corrió a llamar a los otros cuarte-les, anunciándole paz tendida y muy blanca.

El grueso de sus tropas vigilaba las fronteras. ElJefe de la pandilla acariciaba sus parabrisas y vigilabatodo posible gagueo de sus ametralladoras. Al pasarel Jefe por la estación del capitán de gendarmes notóuna ausencia terrible: más tarde al no encontrar re-sistencia por parte de la tropa del cuartel, pensaronque todos esos guerreros equívocos estaban rodean-do al Rey para preparar una defensa real.

Al pasar por la plaza pensaron en el regreso de lastropas fronterizas en abierta pugna con aspirantesconsanguíneos. Ya aquí pensaron que les sería fácil

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apoderarse del Rey, pero extremadamente peligrosoabrir las ventanas del Rey puesto, frente a esa plaza,donde no se sabía cuándo sería el último muerto, ycon quién en definitiva se abrazaría.

La jornada de los conspiradores falsarios era comoun largo brazo que va adentrándose en un oleaje.Pudieron resbalar en Palacio hasta llegar frente a laantecámara. Aquí el Jefe y su hijo, el de las naricesleoninas de leproso, se adelantaron, finos, capciosos,con sus dedos como un instrumental probándose enla yugular regicida.

Un año después, el Jefe, con su querida, se estira ydespereza en las arenas de Long Beach. Contemplala cáscara de toronja que las aguas se llevan, y el pei-ne desdentado, con un mechón pelirrojo, que las aguasquieren traer hasta la arena.

Publicado por primera vez en Literatura.Revista Popular, Núm. 4, febrero, 1944.

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JUEGODE LAS DECAPITACIONES

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Wang Lung era mago y odiaba al Emperador; ama-ba en doblegada distancia a la Emperatriz. Codiciabauna piedra de imanes siberianos, un zorro azul; acari-ciaba también la idea de sentarse en el Trono. Poderasí, por su sangre recostada en la Costumbre, conver-tir sus baratijas, sus bastones y sus palomas hechizadas,en quebradizas varas de nardo y nidos de palomassalvajes, liberando sus ejercicios de los círculosconcéntricos. Recorría las aldeas del norte disfraza-do de agente del apio, trasponía El Amarillo, pene-trando en los puertos. En las posadas mientras éldormía, Cenizas del molino frente al río, vigilaba,jorobadita y huérfana, los baúles. Ponía en sus baú-les, en el piso superior, las maderas olorosas y la pól-vora, madre de las flores voladoras. En el piso secre-to guardaba los candelabros, las cintas de las patas desu paloma favorita y el Tao Te King. Vigilaba con do-ble ceño cuando llegaban a la corte, por el gran nú-

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mero de cortesanos arruinados y por sus hijos másjóvenes que tenían extrañas amistades entre los ban-didos de las cordilleras.

Había llegado a la corte, y después del primer díade recuperarse, entró por la noche en la sala principaldel palacio imperial. Lo esperaban el Emperador ylos altos dignatarios; cuando entró sorprendió risitasceremoniosas. La magia no lo había liberado de quelos altos dignatarios a escondidas, lo vieran con infe-rioridad. Como buen mago era ceremonioso, era len-to; no obstante, al penetrar en la sala, no pudo evitaruna nieve en su memoria, vaciló. Lo que al principiohabía entrado por sus ojos como una cigüeña de seda,ahora, más saboreado, se mostraba en un dibujo deperlas que daba varias vueltas a una casaca, en el de-talle puesto en una manga para hincharla, mejor queen una cadera para ceñirla. Desde los remotos fríoshabían venido señores para contemplar la magia, des-prendiéndose ese sólido cuchicheo que se evaporade los chinos cuando están reunidos. Un poco másalejados del cuadro espeso de los dignatarios se si-tuaba la pareja imperial. El Emperador, inmutable,como si contemplase una ejecución. La Emperatriz,mutable, como si observara una mariposa posada enla gran espada, reposada en un ángulo del salón, de laépoca del Veedor del silencio.

Mago de feria, de asociaciones impetuosas, tuvoel error provinciano de mostrar primero sus innova-

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ciones. Su arte consistía en un gran refinamiento dela técnica manual —pasaba una moneda por todoslos dedos en el tiempo en que un ejecutante recorretodo el teclado—, unido a la música y a la pólvora.En la mañana, en el reparto que había hecho de suaprendizaje secular, hacía los ejercicios de acoplamien-to del músculo y el instante, bien para ocultar unaanilla o para soplar vida súbita a una paloma, a dosfaisanes o a un largo desfile de gansos. Por la tarde,dirigía, escrutaba su orquesta de cinco profesores decuerda y un pífano; vigilaba el pequeño abismo rosade uno de los compases para situar una aventura enla interrupción. Y por la noche, oculto en su másoscura cámara, preparaba sus efectos con la pólvoracolorante, para provocar la gran canasta de perasmulticolores que se rompe en el cielo en lluvia demanecillas, guantes y estrellas.

A pesar de sus innovaciones, su colección de sen-tencias lo emparentaba con el estilo de la magia de lagran época. Acostumbraba decir que la magia con-siste en pasarse una moneda por todos los músculosen el tiempo en que el espectador tiene que hacer ungesto para demostrarnos y demostrarse que no es unaestatua, como un cambio en la posición del brazo,extender un poco más las piernas, o pestañear, mo-ver el cuello. Mientras tal cosa sucede, añadía concrueldad maliciosa, el mago tiene que parecer queestá soplando en un pífano invisible. Invisible él tam-

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bién. En una ocasión desesperada en que un mandarínarruinado le espetó esta dolorosa pregunta: ¿por quéno empleas el arte de la magia en darle vida a losmuertos? Wang Lung, ceremonioso, contestó: por-que puedo sacar de las entrañas de los muertos unapaloma, dos faisanes, una larga hilera de gansos.

Después de sus innovaciones, sabía Wang Lungque aquella masiva solemnidad reunida en el palacioquerría sus vulgaridades, y ya aprestaba su juego decuchillas para decapitar a la doncella que se aburríamientras el público aclamaba. De las doncellas de laEmperatriz se aprestaba la más delgada de todas,cuando un gesto del Emperador demostró que que-ría dar otro curso al final del espectáculo del mago.Indicó con frío ceremonial que quería que esa suerte,para el mago la más plebeya de todas, se ejercitase enel cuello de la Emperatriz. Los espectadores tembla-ron, creyendo que algunas intrigas de la corte habíancoincidido para que decidiese un final en que se mez-clase lo espeluznante con la alegría secreta de los cor-tesanos. So Ling, menuda y agilísima, interpretó rec-tamente el signo y se dirigió hacia Wang Lung, que yaaprestaba los espejos y las cuchillas, los ángulos desombra y las incidencias, igualando el cuello de unarata con el de la Emperatriz. La cuchilla caía y sealzaba, alzando en cada una de esas ausencias el cue-llo aislado, sin gotas de sangre y convertido en unaentelequia. So Ling, menuda y agilísima, se levantó

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después que Wang Lung hubo mostrado su últimavulgar destreza, y volvió a sentarse al lado del Empe-rador.

El Emperador reaccionó ante la más vulgar des-treza que puede realizar un mago ante el ceremonialde la corte, encarcelando a Wang Lung. Con esa de-cisión intentaba demostrar la superioridad de la Au-toridad sobre la Magia, y además preparaba una tram-pa visible: que So Ling visitase de incógnito al magoy preparase la fuga hacia los fríos del norte. En elfondo, el Emperador reaccionaba ante el espectá-culo del mago con otro más vulgar, y no ante lacorte, sino ante el pueblo. Encarcelando al mago, elpueblo creía que el Emperador se jugaba una cartadesesperada, ya que luchaba con fuerzas que él nopodía detener como el rayo negro. Después, al fu-garse el mago con So Ling, el Emperador se mos-traba ante el pueblo en una soledad nostálgica quelo neutralizaba para ser atacado. Y así So Ling, quecomenzó sus visitas al prisionero llevándole panesy almendras, pudo posteriormente allegar un trineoy doce perros voladores para escapar hacia el norte,con tan escasa persecución que pronto pudo el tri-neo sonar sus campanillas.

La aldea a la que se iba acercando adquiría en lanoche una calidad de amarillo con lengüetas súbitasde rojo ladrillo. Los grandes faroles de las casas másricas, al moverse soplados por el viento de otoño,

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parecían pájaros que transportasen en su pico nidosde fuego. Cuando el viento arreciaba y el farol cho-caba con la pared, volvían a parecer pájaros que alvolar se golpeasen el pecho con la medalla de las áni-mas del purgatorio. Al divisar las luces, los fuegosfragmentados, Wang Lung se sintió apuñalado pordeseos disímiles, sucesivos, de diversos tamaños. Lasluces lo tentaban de lejos y se mostraban en innume-rables rostros, en aclamaciones de fuego trastocado.Las llamas levantadas en sitios estratégicos para ahu-yentar a los zorros —y el pequeño centinela rojo la-drillo que se encargaba de avivarlas—, trepaban y sefugaban por su espalda y por sus brazos, producién-dole un desperezarse multiplicado por pinchazos in-cesantes. Hizo un gesto despacioso, detuvo el trineoy saltó para abandonarlo. So Ling semidormida sin-tió cómo él la cubría con las mantas y levantaba elpuño para golpear con el latiguillo a los perros. Saltótambién So Ling y se le prendió del cuello, clavándo-le el gesto como un alfiler largo para que no se leescapase. Pero él, resuelto, la empujó dentro del tri-neo, y ante sus insistencias, levantó la mano comopara golpear aquella mejilla que tanto se brindaba.Un latigazo dado a los perros y se alejaban las cam-panillas, y Wang Lung, ceremonioso, entró en la al-dea, después de sacudir su malhumor.

So Ling dejó que los perros sintiesen lo intermina-ble de ese latigazo, y durante tres días, entrecortados

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por la lejanía del agua y su encuentro, y por el tiempomás lento en que los perros hundían su hocico en elagua para comer peces aún vivos, mezclándose elsonido de su masticación y el de la agonía de los pe-ces. Dormía y se despertaba sobresaltada, para vol-verse a dormir, mientras el trineo sobre su propiaúnica luz nocturna se nutría de una extensión in-finita. Cuando los perros sacudieron sus campa-nillas, So Ling creyó ingenuamente que el can-sancio les doblegaba las patas, sorbiéndole el fríolos tuétanos.

Las manos que sujetaban los perros del trineo sefueron reduciendo a una sola mano de tamaño ma-yor, que acariciaba su cuerpo con la misma lentitudque el agua elabora un coral. Así en noches sucesi-vas, hasta que So Ling, que ya había abierto los ojostotalmente, conoció que había pasado de un pala-cio a una fuga, de una fuga a un campamento. Yque quien la acariciaba, iba creciendo de caricioso abandido y cazador, espectáculo aumentado en lassucesivas caricias hasta convertirse en el pretendienteal Imperio. Le decían El Real, y por una heráldicade peldaños rotos y reconstruidos se considerabaque su sangre era más pura que la de Wen Chiu, yque él era el hijo del cielo, y Wen Chiu un perrosalido del infierno. Hasta Wen Chiu habían llegadodistintas noticias de El Real, considerándolo comoun bandido que sólo atacaba a los campesinos ricos

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que abandonaban sus granjas para pedir en algunapuerta distante algunas semillas de melocotón. Loscortesanos disimulaban, por cautelosa prudencia,que las aspiraciones de El Real fueran hasta el mis-mo trono; sin embargo, como operaba por el nortedel imperio, Wen Chiu lo ignoraba, dejándolo porlas aldeas del norte, como si dejase a un monstruopacer en un tapiz mientras los bucolistas soplabanen sus trompillas. Como era de esperarse, la mujerque rodea a un hombre enclavado entre el bandole-rismo y las pretensiones reales, tenía que ser la aman-te que traiciona a sorbos de té; que va de un campa-mento a otro para vigilar el sueño que se concentraen la tienda de los combatientes. Y colocar en lacesta, que había entrado con unas botellas de vino,una cabeza separada del tronco con tan graciosa lim-pidez que las gotas de sangre parecen cera mezcla-da con cerezas.

Retomemos de nuevo al mago Wang Lung, perdi-do, despreocupado gustoso por las provincias delnorte. Así como en la corte se le pedía siempre alfinalizar, los números de fácil virtuosismo: el de ladecapitación; en esas aldeas se abandonaba a sus máspeligrosos juegos en espiral, abandonando las varia-ciones y las seguridades anteriores, brindadas por elestilo fugado. En lugar de extraer de sus mangas elganso o el pelícano, se adelantaba hacia el proscenio,con la mano izquierda en la cintura, y mientras la

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misma manga se iba agrandando a lo largo de todo elbrazo, hasta adquirir la dimensión propia de la man-ga de campana; iba muy lentamente convocando yvariando la atención de los espectadores, alzando lamano derecha, y apuntando hacia el cielo, señalaba labandada de gaviotas, permanecía en esa posición hastaque se apartaba del grupo una que portaba en el cue-llo una cinta, que venía en vuelo aceitado aintroducirse en la manga. Mientras la gaviota venía aguarecerse en la gruta de su manga, Wang Lung pa-recía cumplir una orden de Diaghilev, contrastaba suseguridad alegre con la expectación tensa, un tantomortificada. Wang Lung, que había mantenido suvocación de mago lo mismo en la corte que en laaldea, pensaba con tristeza, que si ese número hubie-ra sido reemplazado por el ganso que sale de la man-ga impulsado por un disparo cortante y grosero, lamisma expectación del público se hubiese manteni-do en igualdad de frecuencia. Ese pensamiento fu-gazmente lo turbaba, pero él prefería ese gesto deballet, el índice alzado con artesana altivez, y la ga-viota que se apartaba de la bandada y venía a domes-ticarse en su manga.

Así transcurría, hasta que un capitán que en su vi-sita a la capital, había oído el relato del mago y sufuga, decidió asistir a sus juegos, interrogarlo des-pués, y mandarlo a la corte para que decidiesen de susuerte. Cuando estuvo en presencia del Emperador,

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éste permaneció indiferente, ordenando que lo re-cluyeran en prisión militar, pero con el mismo gestode absentismo con que firmaría la sentencia de muertepara el ladrón del caballo favorito de uno de sus fa-voritos.

En el subterráneo se veía obligado a abandonar sutécnica anterior; tenía necesidad de verificar, de mon-tar sus juegos ante la imposibilidad total de espectado-res. ¿Era un deseo demoníaco, o la necesidad de dise-ñar las excepcionales agudezas de sus tensiones, o unsimple juego angélico interesado en sacarle el sombre-ro a los hombres los días de frío, lo que lo guiaba en suvocación de mago? Sin responder, podemos ahoraañadir que se veía obligado a prescindir de su pequeñaorquesta y de su delicioso jardín zoológico, teniendoque sacar de las mismas paredes sus últimas destrezas.Colocaba al borde de la mesa el plato de madera, lopresionaba con el dedo anular con fuerza giratoria hastatenerlo elevado en el centro de la celda. Si sobre elplato, martillaba instantáneamente una impulsión gi-ratoria, sobre el tenedor el índice al golpear con velo-cidad inicial y uniformemente acelerada hacía que fuesea clavarse en el centro del plato. Cuando regresaba elcarcelero, se limitaba con gesto frío y malhumorado, adespegarlo, pues ya el plato de regreso, en la mesa,Wang Lung por divertissement, provocaba que la vueltadel plato hacia la mesa fuese lentísima, incrustándoseleel tenedor como un jinete que despedido de la montu-

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ra por un ciclón se entierra de piernas en la tierra hú-meda. El carcelero tenía la indecisa visión de habervisto, paseándose por el patio, a Wang Lung, con lapuerta de su celda cerrada. Para aliviarlo de esta desa-zón que provoca la presencia de lo extrasensorial, WangLung le anunció la muerte de una hija en las provin-cias del arroz. Al verificarse, días más tarde, esa muer-te, Wang Lung consiguió una de sus más incalculablesdestrezas: desdivinizarse y situarse en una posición deprofecía extremadamente favorable para él. Desde en-tonces el carcelero le traía la misma agua transparente,goteada de limón que tomaba con los soldados deposta.

So Ling iba comprendiendo que ser la amante delpretendiente después de haber sido Emperatriz, erauna posición de un lirismo neblinoso y grosero. Cre-yó que traicionar al pretendiente, después de su fugabanal, era volver de nuevo a la clásica línea de su es-tirpe. Al encontrarse de nuevo frente al Emperador,no se daba cuenta que estaba desinflada, seca y sinarmas. Que se había apartado de la ortodoxia y de laherejía, y que giraba como un reloj inspeccionadopor una gata persa. Al principio le decía a So Ling,que El Real era un bandido, que ella lo conocía a sa-ciedad, que no temiese. Después, cambiaba; ahoraEl Real había consultado con los más pacientes escri-bas eruditos, y le habían informado, con citas espe-ciales y bien pagas del Libro Sagrado, que en su sangre

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pesaban unas gotas de oro, con más multiplicaciónque en las del Emperador. Después, So Ling llorabao adoptaba la posición de quien en su silencio con-traído oculta un secreto. De nada le valió, con másdisplicencia aún que cuando El Mago fue remitido aprisión subterránea, So Ling fue encarcelada y obli-gada para escarnio a llevar al cuello un collar de cuen-tas de madera del tamaño de un ojo de buey diseca-do. A quien se le acercaba para verla parecía una cam-pesina estúpida o una emperatriz enloquecida por elalcohol.

El Real hizo una encaramuza para tantear las de-fensas de la ciudad. Creía que cada una de esas em-bestidas, que le rendían un barrio, representaban unfragmento que ya era suyo, aunque después tenía queretroceder y contar sus pérdidas. Pero ese fragmento,suyo mientras se combatía, llevaba ya la señal de laposible suma total, que se derivaría cuando ya él hu-biese atacado los restantes barrios. Había logrado lle-gar hasta donde empezaban los mercados, y al pasarpor los alrededores pobres donde estaba la prisión,pudo casi inadvertidamente poner en libertad a WangLung. Contrastaba el gesto furioso de El Real, pinta-do aún con los atributos de guerrear, que al entrar enla prisión para dar las libertades, parecía por su furorque luchaba con los soldados para que no lo encar-celaran. Wang Lung mostraba, por el contrario, unacandidez irónica. Los guerreros tuvieron tiempo para

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constatar un asombro: de la manga de Wang Lung seiba desprendiendo una rama hasta alcanzar tres me-tros, surgiéndole retoños rojos. Wang Lung tiró con-tra el cielo la rama y apretó la mano de El Real. Car-gaban con certeza las tropas del Emperador y el pre-tendiente tuvo que retroceder, abandonar el barrioconquistado, llevándose a Wang Lung hacia las pro-vincias del norte.

En el campamento de El Real se tenía por WangLung una veneración delicada. Se le consideraba deuna sustancia especial y no se le exigía la constantedemostración de su poderío. Cuando un campesi-no, por ejemplo, le mostraba un potro fuerte, clási-camente herrado, lo hacía con ingravidez, no temíaque se fuese a romper la relación que existe entre elcaballo, la herradura y la delicadeza con que pelliz-caba los músculos del caballo para que nos miraseartificialmente a la cara con ese metal y esos clavos.Cuando Wang se alejaba, el caballo tenía sus cuatropatas sobre la tierra y el campesino también se ale-jaba. Así lograba con sus poderes convivir, y no verseobligado, al habitar una lejanía, a perder la diariadistribución de sus instintos. Se deslizaba así en unaintercomunicación hialina, se sentía flotar en el pol-villo de la luz, observando desde lejos el fuego detoda palpitación y evitando de cerca la rumiavegetativa del aliento. Gozaba así, por la transpa-rencia con que revertían hacia él, de un inmenso

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campo óptico, semejante a esos cuadros primiti-vos, donde unas tentaciones con cara de escorpiónluchan por enceguecer a un adolescente que no sequiere abismar, percibiéndose allá en el fondo de latela, una felicísima cocinera que al mismo tiempo seaprovecha para ver desde la ventana un espectáculoque la hace reír nerviosamente, asomando de nuevosu cabeza, dispuesta a prolongar su curiosidad has-ta un cansancio que desemboca en la infinitud.

El pretendiente rehizo su ejército y embistió denuevo contra la ciudad. Como la preparación de ladefensa había sido más lenta, el ataque fue súbito.Las vicisitudes del encuentro anterior se perdieron, yla estrategia empleada se había convertido en unaespecie de prueba de tubas de órgano. Se presionabauna pequeña tecla, que rezaba: órgano tempestuoso(tempête), y contestaba una ramazón sonora, o contes-taba a la presión flauta, una vaciedad, y nos conven-cíamos que el órgano estaba desinflado. Así El Realatacó un fragmento, un barrio ya escogido, y todoslos puntos de defensa estaban tan ferozmente obtu-rados que la retirada fue casi inmediata. Pero en esebarrio había una prisión, y allí So Ling pudo, muyasustada, recobrar de nuevo su libertad. El preten-diente la examinó rápidamente, y ya empezaba a ca-minar So Ling con lentitud, cuando fue lanzada so-bre el caballo, enlazada y sacada hacia el campamen-to del que ella había huido.

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El Real preparó en marfil su crueldad. Quería queel mago y So Ling se vieran de improviso en el actoque él había preparado para comunicarle un disfrazbrillante a su derrota. Después del descanso, de laspalmadas, guitarras, juegos de armas y lazos, se hizoun silencio para la acción del mago. De una a otratienda, situadas en los extremos del tinglado, salie-ron Wang Lung y la Emperatriz, se saludaron, rie-ron, se hicieron cortesías con frialdad redondeada.Encuentro que no revelaba una fuga, el odio por elabandono estepario, reminiscencia, deseo, trineo,frialdad o calor bajo las mantas. Cada uno retroce-dió y fueron a sentarse en sus sillas, la de So Lingmás cerca de El Real. La multitud se tragaba su si-lencio y lo devolvía en forma de mosca fría. El pre-tendiente golpeó en un gong. Los caballos fueronsacados más allá del río que formaba el límite delcampamento, para no oír el descarado ruido de suscascos.

El Real hizo una señal de nerviosa ordenanza.Quería que el festival comenzase por el acto de ladecapitación. Wang asintió, y So Ling, con gentile-za, se dirigió a la mesa y se ofreció a la cuchilla. Conuna gravísima limpidez se vio a su cabeza cobraruna momentánea independencia, pero después yasaludaba, y se dirigía de nuevo a ocupar su silla máscerca de El Real. Algunos distraídos que presumíande estar en el secreto, esperaban que el pretendiente

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hubiese dado órdenes secretas a Wang o que éste fin-giese un desmayo para que la cuchilla siguiese hastael final. Pero el mago prefirió su acto puro, su diestroartificio, interrumpiendo, aislando momentáneamen-te, pero sin poner un dedo siquiera en la gran obrade continuidad secreta y ajena. La cortesía ence-rraba sus ejercicios, y la cortesía no era para él otracosa que la igualdad que se deriva del timor Dei.

En la corte el aplauso era un terciopelo mortal.Era siempre un final. Potenciaba tan sólo el silencioposterior. En el campamento de El Real, los aplau-sos, ya rítmicos, eran la introducción al frenesí. Des-pués de haber empezado por ese número tan fasti-dioso para el mago, pudo aunar las destrezas que ha-bía adquirido durante su estancia en la prisión, consu clásica habilidad para hacer pasar sus dedos entrela pólvora y su orquesta invisible. Llegó a marear, seembriagó a sí mismo, y el campamento acuchilladopor las hogueras vigilantes, parecía la gran piel querevienta, el cuero mayor que contiene a una inunda-ción. Sin embargo, los situados en las últimas filas,los vacilantes, oyeron un temblor como de jinetes quese acercaban. Se limitaron a mover sus cabezas y aser los primeros en retirarse a dormir.

Sería entrada la noche, cuando Wang Lung salióde su tienda. Un silencio frío, acompañado por lasasperezas del grillo untado de rocío, se hacía máspesado a medida que adelantaba su curiosidad. Vio a

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So Ling que también salía de su tienda haciéndoleseñas, indicándole que terminaría con su curiosidad.¿Qué pasaba? Con numerosísimo ejército el Empe-rador había salido a darle caza a El Real. Al avisarmuy oportunamente los centinelas de la numerosidadde las huestes que se acercaban, el pretendiente le-vantó el campamento. Aprovechándose del aislamien-to silencioso que quedó como residuo de la gran no-che del mago, y que pesaba muy especialmente sobrela pareja, huyó tendido hacia el norte. Pensó que aldejar abandonados a So Ling y al mago, el furor delEmperador se calmaría. Otro error suyo. Al ver losrestos del campamento abandonado, el Emperadortemió alguna encerrona, y siguió la persecución conmás furia. Lo persiguió hasta llevarlo de nuevo a latierra donde viven los bandidos del norte. Desistió,pensaba que sería más conveniente tener en sus do-minios un bandido más que un pretendiente ajusti-ciado. Inició el regreso cuando la humedad, los arne-ses y el búho mojado estaban dentro de un círculo.

Ya está Wang Lung en la tienda de So Ling, seextiende sobre las pieles. Wang la acaricia con preci-pitación incorrecta, sus gestos se van refinando mien-tras convergen hacia la garganta. So Ling reía con elmismo gozo con que veía avanzar la cuchilla, comoquien se oculta de una oscuridad súbita que le rebanade los espectadores. Una curiosidad desatada gober-naba los dedos del mago que iban apretando ince-

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santemente, mientras So Ling continuaba riendo, cre-yendo que era el juego anterior de los espejos, cuan-do ella aparecía para el reverso, como escindida por lacuchilla, teniendo tan sólo que retener un poco larespiración.

Después Wang Lung manteniendo la misma cu-riosidad que ya comenzaba a congelarlo, fue dete-niendo los golpes rítmicos de su respiración hastaindiferenciarse totalmente, y así decidido invisibleentró en el clarísimo laberinto. Los cadáveres delmago y de So Ling, lucían como si el hálito no sehubiese escapado, sino como si entre esas muertesfluyesen los siglos de un estilo diverso. Asomaba, enuno, la espiral incesante de su curiosidad; en el otro,la sonrisa de una total acomodación, de una confian-za clásica. Al congelarse hicieron visibles sus estilos.

Las tropas del Emperador que regresaban, queda-ban de frente al reverso del tinglado. Ordenó descanso,mientras él se aventuraba por la región donde no habíaespectadores. Penetró en la tienda, y al contemplar loscadáveres, entró de súbito en un especial tipo de locuracantable. Alzados los brazos, pasaba con rostro inva-riable de las canciones infantiles a los cantos guerreros.Salió de la tienda, y manteniendo el mismo canto ligeroy grave, se dirigió al pozo, que es siempre la peli-grosa encrucijada de todo campamento, y se preci-pitó. Penetraba en la oscuridad progresiva con un tonode voz hecho por las divinidades enemigas para aislar

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el pensamiento de la voz, y ésta a su vez de toda exten-sión oscura.

El Real regresaba, perseguía al ejército fiel y aumen-taba sus contingentes. Perdía los pasos del ejército queél buscaba, y eso le hacía pensar que estaban dispues-tos para recibirlo, y no con recepción de la corte. Cuan-do su ejército y el del Emperador se encontraron, pudopercibir que algo de rica expectación transcurría. Alencontrarse, el ejército del Emperador permanecía in-móvil; el de El Real, se adelantó, y con el mismo silen-cio se unieron los dos bandos. La petrificación del ejér-cito del Emperador, se debía a que éste no regresaba,permaneciendo las tropas en parada descanso; así el otroejército pudo sumársele, añadiéndole nuevas divisiones,colores, y armas. El Real, se adelantó más allá del tingla-do, llegó hasta la tienda y percibió indiferente los doscadáveres y sus incomprensibles gestos. Se adelantó másaún y llegó hasta el río que servía de límite natural alcampamento. Notó que el pico de un flamenco pro-gresaba en las entrañas de un cuerpo envuelto en unassedas mordidas por unas insignias que tenían que sercalificadas de únicas. Mantenía las manos alzadas y laboca entreabierta se había congelado en el diseño delcanto. Al sumergirse en el pozo había sido arrastradopor aguas subterráneas hasta el río que iniciaba su des-trucción lenta con pájaros e insectos. Arrastró con lim-pia elegancia el cadáver del Emperador y lo mostróante las tropas. Puso en el mismo trineo al mago, a So

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Ling y al Emperador, y ordenó marcha forzada sobrela ciudad mayor del Imperio.

La ciudad se apretaba en una concentración máxi-ma a la vista de El Real. Los vigías contemplaron launión de los dos ejércitos y los cuerpos que regresa-ban en trineo. A la vista de las murallas, el pretendien-te hizo levantar un tablado inclinado, donde colocólos tres cadáveres sobre ramas y hojas, quedando comoun relieve sobre fondo vegetativo. Algunos curiososque se aventuraban más allá de las murallas podíanalcanzar así ciertas precisiones que trasladaban des-pués a los contemplativos de intramuros. Veían figu-ras que se desplegaban en espirales uniformementeaceleradas. El Emperador, con el agujero dejado porel pico del flamenco debajo de la tetilla izquierda,continuaba con sus brazos alzados, seguía impulsan-do sus romanzas. Los de intramuros pensaban queese canto se debía a que El Real había decapitado a SoLing, cobrándole su traición; que el Emperador dabagracias por la huida de sus enemigos, cuando un ho-róscopo incomprensible se desató y el pico del fla-menco rasgó sus entrañas. El mago quedaba como elcurioso ante el retorno, la huida, el cuello de So Ling;curiosidad pasiva que cuando alcanzaba su perfeccióntenebrosa, podía contener la respiración y contestar alas preguntas que nos envían unos arqueros flagelados.

Después que exhibió los cadáveres durante tres díasen el tablado inclinado, cogió una vara gigante rociada

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con resina olorosa, y le otorgó fuego a las ramas dellecho de los muertos. Cuando el fuego se extinguió, loscuriosos que paseaban fuera de las murallas retrocedie-ron con una confusión delirante. Quedaban marcados conuna complejidad que les prohibía hablar o pasear con tantalujosa calma como hasta que habían contemplado esadestrucción de la plástica de la muerte.

El Real se acostó en el trono cincuenta años. Nin-gún fuego prendido con una vara resinosa señalabaun comienzo o una despedida. Los curiosos que ha-bían visto los cadáveres sobre el tablado, cuando vol-vían a la ciudad, quedaban imposibilitados para lle-var sus paseos más allá de las curiosidades visibles.Buscaban después soluciones domésticas, favorecíanel despacioso crecimiento de sus árboles. Los que nose habían atrevido a ir más allá de las murallas lesquedaba ese interior remolino secreto, dispuestos aaceptar el primer humo llegado como un presagio,como los chirridos insistentes del pájaro que trans-porta una voz.

Cuando los nuevos magos visitaban la corte, se brin-daba el mismo Emperador a que el acto de la decapi-tación fuese elaborado en su propia cabeza. Cuandoregresaba a sentarse en el trono, los cortesanos fingíanun asombro helado y bien pronto recobraban su in-movilidad. Se había hecho demasiado visible el artifi-cio del instante en que su cabeza liberada inciaba unaoscura conquista, que los cortesanos no hacían coinci-

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dente, ni por el ceremonial, con el descenso horrori-zado de los párpados. Los ojos de los cortesanos se-guían la cabeza separada, como si, por el contrario,fijaran con exceso, molieran un insecto en una piezade cerámica.

Consultado por los cortesanos El Claustro Imperialde Lojanes acerca de cómo remediar la espantosa se-quía de espectáculos que seguían a la muerte de ElReal, dictaminó que era necesario hacer las exequiasen la puerta mayor, donde coincidían los pasos de losque se atrevían a ir más allá de las murallas, con losmás prudentes que sólo vigilaban la verticalidad delas mismas murallas. Durante tres días su cadáver semostró envuelto en los cueros y metales de su reale-za; se mostró acompañado de rocío, de sol, y al ter-cer día, al llegar las lluvias, se quedó en una soledadmarmórea, pues los curiosos huían... El martín pesca-dor se obstinaba en pasar su cuerpo a través de unanillo de plata martillada. El halcón, noble dueño desu precipitarse, abría lo circular, hasta trocarlo en cursoy recurso, convirtiéndolo en el espíritu estepario. Elotro halcón, breve, tornasolado, raspaba con furia enun dedo de rotación incesante.

Publicado por primera vez en Orígenes,Primavera, año I, Núm. 1, 1944.

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Eugenio Sofonisco, herrero, dedicaba la mañanadel domingo a las cobranzas del hierro trabajado.Salía de la incesancia áurea de su fragua y entrabacon distraída oblicuidad en la casa de los mayoresdel pueblo. No se podía saber si era griego o hijo degriegos. Sólo alcanzaba su plenitud rodeado por laserenidad incandescente del metal. Guardaba unolvido que le llevaba a ser irregular en los cobros,pero irreductible. Volvía siempre silbando, perovolvía y no se olvidaba. Tenía que ir a la casa delfilólogo que le había encargado un freno para el ca-ballo joven del hijo de su querida, y aunque el ayudade cámara le salía al paso, Sofonisco estaba conven-cido de que el filólogo tenía que hacer por la manode su ayuda de cámara los pagos que engordabanlos días domingos. Para él, cobrar en monedas eramantener la eternidad recíproca que su trabajo ne-cesitaba. Mientras trabajaba el hierro, las chispas lo

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mantenían en el oro instantáneo, en el parpadeo es-telar. Cuando recibía las monedas, le parecía que ledevolvían las mismas chispas congeladas, cortadascomo el pan. Agudo y locuaz, le gustaba aparecercomo lastimero y sollozante. El domingo que fue acasa del filólogo se entró al ruedo, oblicuo como decostumbre, y al atravesar el largo patio que tenía querecorrer antes de tocar la primera puerta, vio en elcentro del patio una montura con la inscripción deilustres garabatos aljamiados. Ilustró la punta de susdedos recorriendo la tibiedad de aquella piel y la frial-dad de los garabatos en argentium de Lisboa. Apoya-do en su distracción avanzaba convencido, cuando lavoz del mayordomo del filólogo llenó el patio, la pla-za y la villa. Insolencia, decía, venir cuando no se lellama, nos repta en el oído con la punta de sus silbi-dos y se pone a manosear la montura que no necesitade su voluptuosidad. Orosmes, soplillo malo. No vie-nes nunca y hoy que se te ocurre, mi señor el filólogofue a desayunar a casa del tío de un meteorólogo delas Bahamas que nos visita, y no está ni tiene por quéestar. Usted viene a cobrar y no a acariciar la plata delas monturas que no son suyas. Empieza por hacerlas cosas mal, y después acaricia su maldad. Un he-rrero con delectación morosa. Te disfrazas de dis-traído amante del argentium, pero en el puño se teve el rollo de los cobros, las papeletas de la anota-ción cuidadosa. Te finges distraído y acaricias, pero

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tu punto final es cerrar el pañuelo con arena aúnmás sucia y con las monedas en que te recuestas yengordas. No te quiero ver más por aquí, te presen-tas en el instante que sólo a ti corresponde, alargasla mano y después te vas. No tienes por qué acari-ciar la plata de ninguna montura. La voz se calló,desaparecieron los carros de ese Ezequiel, ySofonisco saltó de su distracción a una retirada len-ta, disimulada.

El domingo siguiente se levantó con una vehemen-cia indetenible para volver a repetir la cobranza encasa del filólogo. Se sentía avergonzado de los gritosdel mayordomo, vaciló, y le dijo a su mujer la urgen-cia de aquel cobro y el malestar que lo aguantaba encasa. La mujer de Sofonisco se cambió los zapatos,se alisó, mientras adoptaba la dirección de la casa delfilólogo. Se le olvidó acariciar la montura antes deque su mano cayese tres veces en el aldabón.

No le salió al paso el mayordomo, sino la esposadel filólogo. Insignificante y relegada cuando su es-poso estaba en casa, si éste viajaba adquiría una posi-ción rectificadora y durante la ausencia del esposopresumía de modificar y humillar al mayordomo. Lehabía mandado que ayudase a fregar la loza, queabandonase el plumerillo y sus insistentes acudidas ala más lejana insinuación a su presencia, llenada conmimosas vacilaciones. Había visto la humillación dela noble distracción de Sofonisco, anonadado por la

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crueldad y los chillidos del mayordomo. Y ahora que-ría limpiarle el camino, reconciliarse.

A la presentación del deseo de cobranza, contes-tó con muchas zalemas que su esposo continuabalas visitas dominicales al meteorólogo de lasBahamas, ya que tenían mucho que hablar acercade la influencia de la literatura birmana en el siglo IIde la Era Cristiana. Ella no tenía dinero en casa,pero se afanaría por hacer el pago en cualquier for-ma. Sorprendió una indicación lejana. Ah, sígame,le dijo. La traspasó por pasadizos hasta que llegaroncomo a un oasis de frío, estaban en la nevera de lacasa. Le enseñó colgada una buena pierna de res.Es suya, le dijo, se la cambio por el recibo. No ten-go por ahora otra manera de pagarle. Quizás el do-mingo siguiente el mayordomo le entregue unascuantas monedas que le envía mi esposo el filólogo.Pero no, dijo como iluminada, prefiero pagarle yoahora mismo. Es suya, llévesela como quiera, perono la arrastre, requiere un buen hombro. Vaya a bus-car a su esposo. Las puertas quedarán abiertas paraque no se moleste. Dispense, adiós.

Al llegar a su casa el herrero descansó la pierna dela res cerca del baúl, indeciso ante la situación defini-tiva del nuevo monumento que se elevaba en su cá-mara. Tenía unos fluses que nunca usaba, esperandouna solemnidad que nunca lo saludaba, los empape-ló y los llevó hasta una esquina donde fueron desen-

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vueltos en un cromatismo xántico. Izó la pierna y lasituó en el respeto de una elevación que no evitase latajada diaria al alcance de la mano, y salió a airearse,el olor penetrante de la res le había comunicado unarespiración mayor que necesitaba de la frecuencia delos árboles en el aire que él iba a incorporar.

La esposa se desabrochó, esperando el regreso delherrero para hacer cama. Desnuda se acercó a la pier-na de la res, la contempló, acariciándola con los ojosdesde lejos. La pierna trasudó como una gota de san-gre que vino a reventar contra su seno. No reventó;al golpe duro de la gota de sangre en el seno sintiódeseos de oscurecer el cuarto antes de que regresaseel herrero. Sintió miedo de verse el seno y miedo dever al esposo. El sueño, uno al lado del otro, los dis-tanció por dos caminos que terminaban en la mismapuerta de hierro con inscripciones ilegibles. Ciertoque ella era analfabeta; él, había comenzado a leer engriego en su niñez; a contar los dracmas limpiandocalzado en Esmirna y había hecho chispas en los tra-bajos de la forja colada en la villa de Jagüey Grande.Cuando dormía, después que había penetrado consu cuerpo en su esposa, diversificaba su sueño,ocurriéndosele que recibía un mensaje de Lagasch,alcalde de Mesopotamia, comprando todas sus ca-bras. Al terminar el sueño, soñaba que estaba en elprincipio de la noche, en el sitio donde se iniciaba lainscripción de los soplos benévolos.

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Al despertar la esposa tuvo valor para contemplarseel seno. Había brotado una protuberancia carmesí quetrató de ocultar, pero el tamaño posterior la llevó ahablar con Sofonisco de la nueva vergüenza apareci-da en su cuerpo. Él no le dijo lo que tenía que hacer.Se sintió tan indeciso, después consideró la apariciónde algo sagrado, luego respetaba más que nunca a sumujer, pero no la tocaba ya. Todos los vecinos le ha-blaron del negro Tomás, cuyo padre había alcanzadouna edad que los abuelos del pueblo en su niñez ya lorecordaban como viejo. Había curado viruelas, anda-ba con largo cayado de rama de naranjo, cuando setornaban negras, abrazándose con blancas. Allí fue yel negro le habló con sílaba lenta, de imprescindiblerecuerdo: me alegra el herrero y me voy a entreteneren devolverle a su esposa como un metal. Hay quehacer primero túnel y después salida. Yo tengo el acei-te del túnel, no preveo la salida que Dios tiene queayudar. Hay un aceite de nueces de Ipuare, en el Bra-sil, que es caliente y abre brecha e inicia el recorrido.Con esa dinamita aceitada su pelota desaparecerá, nodesaparecer, va hacia dentro, buscando una salida. Selo pone una semana, dejando caer la gota de aceitehirviendo a la misma altura donde cayó la gota desangre. Después, vuelva. Algo tiene que ocurrir. Yano se espera que algo ocurra. Antes, cuando tocabanla puerta, se sentía que podía ser Dios. Ahora se piensaque sea un cobrador y no se abre. Mientras se aplica

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el aceite hirviendo, tiene que tocarla su esposo todoslos días. Ya tiene túnel, ahora espere salida.

Se sentía penetrada, la penetración estaba en tanmínima dosis en su recorrido que no sentía dolor. Eltopo seguido de la comadreja, el oso hormiguero se-guido de una larga cadena la recorrían. Buscaban unasalida, mientras sentía que la protuberancia carmesí seiba replegando en el pozo de su cuerpo. Un día en-contró la salida: por una caries se precipitó la protube-rancia. Desde entonces empezó a temblar, tomar agua—orinar—, tomar agua, se convirtió en el terrible ejer-cicio de sus noches. Estaba convencida que había sa-nado. ¿Acaso no había visto ella misma la protuberan-cia caer en el suelo y desaparecer como una nube quenunca se pudo ver? Tuvo que ir de nuevo a ver alnegro Tomás. Hubo túnel y salida, le dijo, ésta la ganóusted. Yo no podía prever que una caries sería la puer-ta. Ahora le hace falta no el aceite que quema, sino elque rodea la mirada. Yo no podía ver a una caries comouna puerta, pero conozco ese aceite de calentura na-tural que se va apoderando de usted como un gatoconvertido en nube. Vaya a ver al negro Alberto, y él,que ya no baila como diablito, le ofrecerá los coloresde sus recuerdos, las combinaciones que le son nece-sarias para su sueño. Usted fue recorrida por animaleslentos, de cabeceo milenario. Ahora salga, siga con suspasos la lección que le va a dictar su mirada. Tieneque convertir en cuerda floja todo cuanto pise.

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Fue a ver al negro Alberto. Vivía en una casaseñorial de Marianao, la casa solariega de los Mar-queses de Bombato había declinado lentamentehacia el solar. En 1850, los Marqueses daban fies-tas nocturnas, maldiciendo la llegada de la aurora.En 1870, se había convertido en una casona grisde cobrar atribuciones. En 1876, era el estado ciu-dad de un solar de Marianao. Ahora se guardabauna colilla para ser fumada tres horas después, enel blasón de una puerta de caoba. La pila bautis-mal recibía diariamente la materia que hace abo-minables a las pajareras. El negro Alberto estabasentado en una pieza que tenía la destreza de tra-bajo de un sillón de Voltaire con la destreza sim-bólica de un sillón Flaubert. Al verla se levantópara otorgarle las primeras palmatorias.

¿Ya hubo túnel?, le preguntó con una solemnidadjacarandosa. Con una elasticidad madura que guar-daba la enseñanza de sus gestos.

Lo hubo y la caries sirvió de puerta. Pero a pesarde que yo vi, estaba muy despierta, rebotar la bolitacontra el suelo que todos los días abrillanto, no mesiento bien y sufro.

Alberto había sido diablito en su juventud. Cuan-do era adolescente bailaba desnudo, a medida querecorría los años iba aumentando su colección detúnicas. Cuando se retiró, mostraba sus coleccionesa los enviados por el negro Tomás con fines curati-

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vos. Transcurría diseñando los vestidos que ya nopodía ponerse para ninguna fiesta, y su mujer costu-rera copiaba como si en eso consistiese su fidelidad.Algunos se complicaban en laberintos de hilos, sedasy cordones, que rememoraban a Nijinsky entrevistopor Jacques Emile Blanche. Otros se aventuraban enel riesgo sigiloso de dos colores contrastados con unalentitud de trirreme. Los fue entreabriendo en pre-sencia de la esposa de Sofonisco. Las correas concampanillas que ceñían sus brazos y piernas estabaninvariablemente resueltas siguiendo las vetas de oroen el fondo verde oscuro del cobre. Las más retorci-das combinaciones dejaban impávida a la mujer delgriego. Parecía que ya Alberto tocaría el final de sucolección de túnicas y ni él se intranquilizaba ni lavisitante mostraba la serenidad que había ido a resca-tar. Por fin, mostró entre las últimas túnicas, la lilaque mostraba grabada en sus espaldas una paloma.Los collares que ceñían sus brazos y sus piernas yano eran circulares. En la boca de la paloma no seobservaban ramas de trigo o aceitunas, sino muy roja,mostraba su boca en doble rojez. Alberto anotó fría-mente en su memoria: blanco, lila y rojo. Como quienvuelve del sueño aparta los pañuelos que se le tien-den, la esposa del herrero dijo: ya estoy en la orilla.

Fue a pagarle los servicios suntuosos del negroAlberto. Recordó lo horrible que era para ella cobrar,llevar a su casa aquella enorme pierna de res. Pensó

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que pagar era como lanzar una maldición a un rostroque no la había provocado.

No busque, le dijo Alberto, coja el hueso de la pier-na y entiérrelo. Recuérdelo, pero no lo mire. La iro-nía del túnel es la paloma, siempre encuentra salida.Yo creí que había que despertarla, pero su propia san-gre la llevaba a poner la mano en un cuerpo blanco.La paloma blanca y la lengua roja colocan su miradaen lo cotidiano de la mañana.

Sin embargo, le contestó, el negro Tomás me acon-sejaba que Sofonisco me tocara y yo comprendía queél me tenía miedo. Me pasaban cosas extrañas y élhuía. Me abrazaba, pero mostraba en el fondo de susaveriguaciones carnales una indiferencia, como si mehubiese convertido en una imagen desatada de la car-ne. Ahora me recordará con más precisión y podrécaber de nuevo dentro de él sin atemorizarlo. Enton-ces se sacó del seno un hilo que el negro Alberto,siempre avisado, fue tirando, cuando todo el hilo es-taba desconcertado por el suelo, lo cogió y lo lanzóen la saya de su mujer que seguía cosiendo, recorrien-do mansamente sus diseños.

Habían pasado los años que ya mostraba el hijo deSofonisco y el pitagórico siete se mostraba con el rit-mo que golpeaba la pelota contra el suelo. Su frenesílo llevaba a golpear tan rápidamente que parecía queen ocasiones la pelota buscaba su mano como si fue-ra un muro, con la confianza de ser siempre inte-

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rrumpida. Otras veces, después de tropezar con elsuelo la pelota se levantaba como si fuese a trazar laaltura de un fantasma imposible. La madre contem-plaba con una lánguida extrañeza aquel frenesí de suhijo. Crecía, se volvía rojo como cuando el padremartillaba las chispas. Parecía estar ciego en el mo-mento en que le pegaba a la pelota contra el suelo yluego, casi con indiferencia, no recobraba el orgullode la mirada al ver la altura alcanzada. Al alcanzaruna altura increíble para el golpe de su pequeña mano,alcanzó una altura misteriosa que ya más nunca po-dría rebasar. La pelota vaciló, recorrió una canal invi-sible y al fin se quedó dormida en la pantalla de grue-so cartón verde que cubría el bombillo. La madre delnuevo Sofonisco, se movilizó jubilosa para entregar-le a su hijo la alegría del reencuentro. Como si hubie-se resuelto la invención de poblar el aire de peces,fue al patio y cogió la vara que alzaba a la tendederalo más alto posible de las manchas de la tierra. Le dioun golpe muy ligero a la pelota para ver que rodasepor la pantalla. No pudo prever la velocidaddevoradora que adquiriría la pelota, muy superior ala huida de sus piernas. Le cayó en la nuca. El niñoescondió la pelota para que llenase el mismo tiem-po que le estaba dedicado al día siguiente. El he-rrero se fue a dormir, sus músculos estaban muyespesos por su ración diaria de martillazos y ne-cesitaba del aceite flexible del sueño. El niño ne-

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cesitaba esconder algo para dormirse. Ella ocupósu lugar: dormir sin despertar al que estaba a sulado. Soñó que por carecer de piernas, circulizada,se movía pero sin poder definir ningún camino.Con una lentitud secular soñó que le iban brotan-do retoños, después prolongaciones, por último, pier-nas. Cuando iba a precisar que caminaba se encontró laentrada de un túnel. Ya ella sabía, el sueño era de fácilinterpretación llevado por sus recuerdos y se sintió fati-gada al sentirse la más aburrida de las aburridas.

Dejó el sueño en el momento en que entraba en eltúnel, pero al despertar se llevó la mano a la nuca y allíestaba de nuevo la protuberancia carmesí. Ya está ahí,dijo, como quien recibe lo esperado.

Viene como siempre, contestó Sofonisco desper-tándose, a hacer su mal y lo peor es que tenemos quesalir con él. Cualquiera que se quede sin el otro hastael último momento, hasta entrar, es el que no podrárecordar.

Hay que averiguarlo, seguirlo, dijo ella, ya es la se-gunda vez y ahora viene a destruir como quien traba-ja sobre un cuerpo relaxo que no tiene prolongacio-nes para atraer o rechazar. Puerta, túnel, caries, la palo-ma encuentra salida, todo eso está ya desinflado. Y nosé si el negro Tomás, al surgir el nuevo hecho en lamisma persona no se distraerá, fingirá que se pone alacoso para descansar. Yo misma he borrado la posi-bilidad de la sorpresa que mi cuerpo recién lavado

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puede ofrecer. Me veo obligada a recorrer un cami-no donde los deseos están cumplidos.

Sí, dijo Sofonisco, que ya no se rodeaba de un halode chispas, pero eso sucede delante de mí y no puedocontemplar un espectáculo tan terrible cuando estoydormido y siento que te acuestas a mi lado.

Entonces, dijo ella, tengo que buscar tu salud yaunque estoy ya convertida en cristal, tengo que girarpara que tus ojos no se oscurezcan.

De pronto, cuando llega el cangrejo, dijo el herre-ro tiritando, me veo obligado a retroceder y ya nopuedo tocarte. Cuando tú luchas con esas contradic-ciones que te han sido impuestas, me asomo y veoque lo que me transparentaba se borra, que es nece-sario reencontrarlo después de un paréntesis peligro-so. Aunque tú ya no tengas curiosidad, me es necesa-rio comprender una destreza, la forma que tú adquie-res para caer en tu separación de mi cuerpo. Esamonotonía que tú esbozas, esa impertinencia paracomprobar tus deseos, revela un endurecimiento queyo disculpo, pues en los caminos que te van a impo-ner, requieres una gran opacidad, ya que la luz te iríareduciendo, descubriéndote en un momento en queya tú no puedes ser conocida por nadie.

Ah, tú, silabeó la esposa, ahora es cuando surges yya no necesitas tocarme. Cuando surge ese escorpiónsobre mi cuerpo te entretienes con los esfuerzos queyo hago para quitármelo de encima. Cuando veas que

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ya no puedo quitármelo entonces empezará tu madu-rez. Al día siguiente, con la flor del aretillo sobre elseno, fue a ver al negro Tomás.

Atravesó la bahía. El negro la situó entre una es-quina y un farol que se alejaba cinco metros. Precipi-tadamente le dejó el frasco con aceite y el negro sehizo invisible. La esposa del herrero distinguió círcu-los y casas. El semicírculo de la línea de la playa, elcírculo de los carruseles que lanzaban chispas de fós-foro y latigazos, y más arriba las casas en rosa conpuertas anaranjadas y las verjas en crema de mante-cado. Negros vestidos de diablito avanzaban de laplaya a los carruseles y allí se disolvían. Empezabandesenrollándose acostados en el suelo, como si hu-biesen sido abandonados por el oleaje. Se ibandesperezando, ya están de pie y ahora lanzan gritosagudos como pájaros degollados. Después solemni-zan y cuando están al lado de los carruseles las vocesse han hecho duras, unidas como una coral que tieneque ser oída. Los carruseles como si mascasen el lé-gamo de ultratumba cortan sus rostros con cuchilladasque dejan un sesgo de luna embetunada con hollín ycalabaza. La calabaza fue una fruta y ahora es unamáscara y ha cambiado su ropa ante nuestro rostrocomo si la carne se convirtiese en hueso y por unrayo de sol nocturno el esqueleto se rellenase conalmohadas nupciales. Aquellas casas girando parecenescaparse, y golpean nuestro costado. Es lo insacia-

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ble; los diablitos avanzan hasta los carruseles y éstoslos rechazan otra vez y otra hasta la playa. Los solda-dos momificados soportan aquella lava. Uno saca suespada y surge una nalga por encantamiento y pegacomo un tambor. Un negrito de siete años, hijo deAlberto el de las túnicas, vestido de marineroveneciano, empina un papalote para conmemorar lacoincidencia de la espada y la nalga. La esposa, por-tadora del cangrejo, acostumbrada a las chispas delherrero griego, retrocede de la esquina hasta el farol.Cuando los diablos son botados hasta la playa, ellaavanza cautelosamente hasta la esquina. Cuando losdiablitos llegan hasta los bordes del carrusel, ella re-trocede hasta el farol. Sintió pánico y la voz le subíahasta querer romper sus tapas, pero el cangrejo quellevaba en la nuca le servía de tapón. Las grandespresiones concentradas en los coros de los negros sesintieron un poco tristes al ver que nada más podíantrasladarla de la esquina hasta el farol. Y a la limita-ción, a la encerrona de su pánico oponían la altura desus voces en un crescendo de mareas sinfín. Des-pués supo que un poeta checo que asistía para hacercolor local, acostumbrado a los crepúsculos danzadosen el Albaicín, había comenzado a tiritar y a llorar,teniendo un policía que protegerlo con su capota yllevarlo al calabozo para que durmiese sin diablos. Aldía siguiente, las páginas de su cuaderno lucían comopétalos idiotas entre el petróleo y la gelatina de las

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tambochas, devueltas por los pescadores eruditos alas aguas muertas de la bahía.

Y más allá de los carruseles, las casas pobladas hastareventar, con las claraboyas cerradas para evitar quela luz subdivida a los cuerpos. Bailándole a las esqui-nas, a los santos, al fango tirado contra cualquier pa-red, en cada casa apretada se repite la caminata de laplaya hasta el carrusel. De pronto, un cuerpo envuel-to en un trapo anaranjado es lanzado más allá de laspuertas. Los soldados enloquecidos lanzan tiros comocohetes. Pero las casas cerradas, llenas hasta reven-tar, desdeñan el fuego artificial. «Aquí te encontré yaquí te maté.» Y la cuchillada... Ah... La esposa delherrero siente que le clavan la cabeza y retrocede hastael farol. Pasan por encima de ella, como en un asalto,todo el botín de la fiesta. Recibe una claridad, la ma-ñana comienza a acariciarla. Empieza a sentir, a re-cuperar y sorprende que el frasco de aceite del Brasilhierve queriendo reventar. Cree que aún separa a losgrupos, pide permiso y nadie la rodea. La lancha quela devuelve como única tripulante, le permite un sue-ño duro que galopa en el petróleo. Sale de la lanchacon pasos raudos, como si la fuese a tripular de nue-vo. Cuando llega a su casa percibe a su esposo y a suhijo respetuosos de las costumbres de siempre. Y lle-va el aceite hirviendo hasta su nuca. Ya encontró ca-mino, le dice de nuevo el negro Tomás cuando lovisita, y saldrá más allá del túnel. Por la mañana lanza

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de nuevo la protuberancia carmesí. Ahora ha saltadopor el túnel de la cuenca del ojo izquierdo. Pero lazozobra que la continúa es insoportable. El esposoalejado de ella, en una soledad duplicada se lleva decontinuo el índice a los labios. Y aunque está solo ymuy lejos de ella, repite ese gesto, que la vecinería asu vez comenta y repite. Y el hijo, más huraño, antesde entrar en el sueño, se obstaculiza a sí mismo en talforma que la pelota rueda como si fuese agua muertao una cucaracha despreciada cuyo vuelo es seguidocon indiferencia.

¿Qué les pasa a ustedes?, dice después de la sobre-mesa, lanzándole la pelota a su hijo, que la deja co-rrer, importándole nada su desenvolvimiento.

Estás en vacaciones, ahora se dirige al esposo, paraver si tiene mejor suerte, no quieres hacer nada y lasmonturas de hierro van formando por toda la casauna negrura que será imposible limpiar cuando nosmudemos.

Nos mudaremos, le contesta casi por añadidura ylos hierros se quedarán, ya con ellos no se puede ha-cer ni una sola chispa. Me gusta más ver una luciér-naga de noche que arrancarles una chispa a esos hie-rros de día.

Ahora, le decía días más tarde el negro Tomás, nopuedo predecir el combate de la golondrina y la pa-loma. Ni en qué forma le hablarán. Sé que la golon-drina no puede penetrar en la casa y conozco la som-

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bra de la paloma. Sin embargo, una golondrina seobstinará en penetrarla y la paloma le hará daño. Siem-pre que pelean la golondrina y la paloma se hace som-bra mala.

Buscaba la huida de su casa. Con un paquete a sulado, por si tenía que permanecer en los parques a lanoche, mostraba aún sobre su seno la flor del aretillo.En varias ocasiones la flor rodaba, queriendoescapársele, pero su indiferencia aún podía extenderla mano y recuperarla. Su atención fue indicando loscarros de golondrinas que borraban las nubes. Noera su intención, hasta donde su mirada podía exten-derse, poner la mano en el cuello de ninguna de ellas.El verso de Pitágoras, domésticas hirundines ne habeto,que aconseja no llevar las golondrinas a la casa, exis-tía para ella. Observaba sus perfectas escuadras, susinclinaciones incesantes y geométricas. Apenas pudohacer un vertiginoso movimiento con la mano dere-cha para ahuyentar a una golondrina que se apartabade la bandada y había partido como una flecha mar-cada a hundirse en su rostro. Rechazada, volvió uninstante a la estación de partida como para no perderla elasticidad que la lanzaba de nuevo, como el rayose hace visible mientras la nube retrocede. Aterrori-zada asió a la golondrina por el cuello y comenzó aapretarla. Cuando sintió la frialdad de las plumas,asqueada abrió las manos para que se escapase.Entontada, el ave ya no tenía fuerza para alejarse y la

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rondaba a una distancia bobalicona. Le hacía señas ygritos a la golondrina para que huyese, pero ella in-sistía, idiotizada como en las caricias de un borracho.Tuvo que huir volviendo el rostro para asegurar queel ave ya no tenía fuerzas para perseguirla. A la otramañana, como sucede siempre en la vergüenza de laconciencia, repasó aquel sitio donde se había mani-festado el conjuro. Al lado del paquete, la golondrinalucía con sofocada torpeza la última frialdad. Pudooír los comentarios de las esquinas que le indicabanque la golondrina había hecho esfuerzos contrahe-chos para acercarse al paquete. Esa misma nochesoñó, mientras el herrero y su hijo guardaban de ellauna distancia regida por la prudencia: la golondrinaera de cartón mojado; el rocío había traspasado lospapeles del paquete y algodonado los cordeles que locustodiaban. Dentro, un niño gelatinoso, deshuesadoen una herrería que manipulaba con martillos de agua,ofrecía un ombligo con una protuberancia carmesípara que abrevase el pico de caoba de la golondrina.

Después de tanto guerrear había ido volviendo asus paseos del crepúsculo. Tuvo deleite de atar dosrecuerdos, entremezclándolos y separándole despuéssus pinzas irónicas. Creían que la habían dejado sere-na, no la huían, pero ya a su lado nada se le ponía enmarcha para su destino. Creía recordar las cosas quepasaban a su lado con una dureza de arañazo. Aleja-ba tanto el rostro que se le acercaba o la mano que se

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le tendía que los gozaba como una estampa borrosa.Podía reducir el cielo al tamaño de una túnica y lapaloma que le echaba la sombra a la otra inmovilizadacon su lengua de rojez contrastada en la túnica lila.Gozaba de una sombra que enviaba la paloma queno se acerca nunca tanto como la golondrina cuandoestá marcada. La luz la iba precisando cuando ya elherrero y su hijo no sentían el paseo del cangrejo porsu nuca o por el seno que había impulsado con leve-dad acompasada la flor del aretillo. El cangrejo sen-tía que le habían quitado aquel cuerpo que él mordíaduro y que creía suyo. Le habían quitado aquel cuer-po que él necesitaba para lo propio suyo, semejanteal enconado refinamiento de las alfombras cuandoreclaman nuestros pies.

Publicado por primera vez en Orígenes,Primavera, Año III, Núm. 9, 1946.

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CANGREJOS, GOLONDRINAS

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ÍNDICE

Nota editorial / 5Fugados / 9El patio morado / 23Para un final presto / 43Juego de las decapitaciones / 55Cangrejos, golondrinas / 79

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