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Las Novelas ejemplares Mirta Aguirre Cuento y novela Contar es dar a conocer hechos verídicos, supuestos o inventados. Se cuenta lo que pasó, lo que se cree o se supone que pasó y lo que nos pasa por la cabeza. En el alba del existir social, cuando los fenómenos naturales o los suscitados por la convivencia colectiva eran para los hombres, en muchas ocasiones, indescifrables acontecimientos a los que sólo podía darse explicaciones poéticas, lo imaginario y lo real se confundían de tal modo que, por algo, en numerosas lenguas el español entre ellas- hablar y fabular fueron en su origen una misma cosa. Mito, leyenda, metáfora y verdad no pueden ser, en los inicios, separadas; hasta el punto de que podría decirse que “en el principio, era el cuento”. Y todo sigue siendo cuento mientras que, poco a poco, van produciéndose los deslindes, hasta hacer que lo que se tiene por cierto y se admite como cosa que de veras ha tenido lugar en este mundo, forme la Historia; y lo que también se tiene por cierto, pero como referido al trasmundo, forme la Religión; y lo que tiende un puente entre mundo y trasmundo, y se tiene por cierto en relación a ambos planos, se desgaje para formar la Epopeya, punto de contacto de hombres y dioses. Cuento, entonces, es lo restante. Y lo restante es ficción. Porque el que algo pase a ser Historia, Religión o Epopeya y no cuento, depende -dependió en los días primitivos y continúa dependiendo ahora- de que se crea o no se crea en su veracidad. En consecuencia, cuando se individualiza como hecho literario, el cuento no es un asunto serio. De donde, acaso, se desprende que, a pesar de haberlo significado todo en un principio y de significar mucho siempre en la tradición oral, demore también mucho en aparecer como presencia escrita; y probablemente explica que los libros de cuentos no fueran oficialmente, durante siglos y siglos, creación original de nadie sino transcripciones recopiladoras de lo que andaba de boca en boca, a veces repetido con las consiguientes variantes locales, en países muy alejados unos de otros. El paso siguiente estuvo representado por adaptaciones, refundiciones y transbordos de viejos temas, a través del prisma particular de este o de aquel autor. El que eso se considerase lícito y estimable ha de haber contribuido a que la idea que hoy tenemos del plagio no fuese la que reinaba inclusive en los días de Goethe; ni, desde luego, en los hispánicos Siglos de Oro, en los que un Calderón no vacilaba en reescribir obras de Lope o un Cervantes no se preocupaba por

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Las Novelas ejemplares Mirta Aguirre

Cuento y novela

Contar es dar a conocer hechos verídicos, supuestos o inventados. Se cuenta lo que pasó, lo que se cree o se supone que pasó y lo que nos pasa por la cabeza.

En el alba del existir social, cuando los fenómenos naturales o los suscitados por la convivencia colectiva eran para los hombres, en muchas ocasiones, indescifrables acontecimientos a los que sólo podía darse explicaciones poéticas, lo imaginario y lo real se confundían de tal modo que, por algo, en numerosas lenguas –el español entre ellas- hablar y fabular fueron en su origen una misma cosa. Mito, leyenda, metáfora y verdad no pueden ser, en los inicios, separadas; hasta el punto de que podría decirse que “en el principio, era el cuento”. Y todo sigue siendo cuento mientras que, poco a poco, van produciéndose los deslindes, hasta hacer que lo que se tiene por cierto y se admite como cosa que de veras ha tenido lugar en este mundo, forme la Historia; y lo que también se tiene por cierto, pero como referido al trasmundo, forme la Religión; y lo que tiende un puente entre mundo y trasmundo, y se tiene por cierto en relación a ambos planos, se desgaje para formar la Epopeya, punto de contacto de hombres y dioses.

Cuento, entonces, es lo restante. Y lo restante es ficción. Porque el que algo pase a ser Historia, Religión o Epopeya y no cuento, depende -dependió en los días primitivos y continúa dependiendo ahora- de que se crea o no se crea en su veracidad.

En consecuencia, cuando se individualiza como hecho literario, el cuento no es un asunto serio. De donde, acaso, se desprende que, a pesar de haberlo significado todo en un principio y de significar mucho siempre en la tradición oral, demore también mucho en aparecer como presencia escrita; y probablemente explica que los libros de cuentos no fueran oficialmente, durante siglos y siglos, creación original de nadie sino transcripciones recopiladoras de lo que andaba de boca en boca, a veces repetido con las consiguientes variantes locales, en países muy alejados unos de otros.

El paso siguiente estuvo representado por adaptaciones, refundiciones y transbordos de viejos temas, a través del prisma particular de este o de aquel autor. El que eso se considerase lícito y estimable ha de haber contribuido a que la idea que hoy tenemos del plagio no fuese la que reinaba inclusive en los días de Goethe; ni, desde luego, en los hispánicos Siglos de Oro, en los que un Calderón no vacilaba en reescribir obras de Lope o un Cervantes no se preocupaba por

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aprovechar a un Franco Sacchetti1. Por ese tiempo hispánico, lo original y lo tradicional, lo histórico y lo

fabulado se entremezclaban de tal modo que los historiadores, según evidencian en alto grado los Cronistas de Indias, vivían perseguidos por la preocupación de que sus obras fueran confundidas -para lo cual, en rigor, a veces sobraban motivos- con los relatos nacidos de la fantasía2, y los autores de las que ahora de-nominamos novelas, gustaban de dar a sus invenciones el nombre de historias: Historia del caballero de Dios que había por nombre Cifar, Historia del famoso caballero Tirante el Blanco, Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos, Historia de los trabajos de Persiles y Sigismunda.

Los que coetáneamente se llamaban cuentos eran, como los inaugurados por el Infante Don Juan Manuel en el siglo XIV, “enxiemplos” dirigidos a que los que “non fuesen muy letrados ni muy sabidores”, derivasen de ellos enseñanzas “que les fuesen aprovechosas de las honras, et de las faciendas, et de sus estados”. Algo como lo que habían sido aquellas fabulas esópicas en las cuales, al decir de Baltasar Gracián3, “hablan las bestias para que entiendan los hombres”. O eran, en España, creaciones de corte italianista al estilo de la colección concentrada en El patrañuelo por Juan de Timoneda.

Miguel de Cervantes, que en el prólogo denomina historia a su gran novela publicada en 1605, edita en 1613 un tomo con una docena de narraciones cortas que bautiza con el nombre de Novelas ejemplares; y estampa en el preludio del libro, en el que espera que Dios le dé paciencia “para llevar bien el mal que han de decir de mí más de cuatro sutiles y almidonados”, la afirmación de que él es el primero que ha novelado en lengua castellana: “Que las muchas novelas que en ella andan impresas, todas son traducidas de lenguas extranjeras, y estas son mías propias, no imitadas ni hurtadas.”

Al hacer esta declaración, Cervantes no puede haber estado pensando en las manifestaciones de la Caballeresca, la Picaresca, la Pastoril o la Sentimental. Él conoce muy bien La Celestina, Lazarillo, el Guzmán, La pícara Justina, la Cárcel de amor o las Dianas, los Amadises, Platires y Esplandianes o La Arcadia de Lope. Es claro que alude a los cuentos o novelas cortas que Boccaccio consagrara en su

1 El tema fáustico, por ejemplo, se reitera desde los días de Alfonso X el Sabio y de Berceo. Lo usó Calderón

en El mágico prodigioso y se repitió en otras ocasiones. Nada de lo cual inhibió a Goethe. Como dice

Menéndez Pidal en «Un aspecto en la elaboración del Quijote»:

El estudio de las fuentes literarias de un autor, que es siempre capital para comprender la cultura

humana como un conjunto de que el poeta forma parte, no ha de servir, cuando se trata de una obra

superior, para ver lo que esta copia y descontarlo de la originalidad; eso sólo puede hacerlo quien no

comprende lo que verdaderamente constituye la invención artística. 2 En su Verdadera historia de la conquista de la Nueva España consigna Bernal Díaz del Castillo: “Bien

tengo entendido que los curiosos lectores se hartarán de ver cada día tantos combates… y no los pongo por capítulo de lo que cada día hacíamos, porque me pareció que era una gran prolijidad, y era cosa para nunca

acabar y parecería a los libros de Amadís o Caballerías.” 3 Baltasar Gracián: El criticón, Primera parte, Crisi IV.

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Decamerón, y que niega originalidad creadora a El patrañuelo y a sus émulos. Novela es para él, a la italiana, una narración breve y -a juzgar por el mencionado Prólogo, aunque después, en los hechos, el contenido del libro lo desmienta en varias ocasiones- una narración ligera, destinada al simple entretenimiento: “Sí; que no siempre se está en los templos, no siempre se ocupan los oratorios, no siempre se asiste a los negocios, por calificados que sean: horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descanse”.

Si para eso se plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas y se cultivan los jardines, bien se puede, para eso, escribir, como dice en la dedicatoria al Conde de Lemos, cambiando ahora la denominación, doce cuentos.

Lo mismo da decir cuento que novela. En la introducción de El patrañuelo, Timoneda considera cuentos a lo que llama rondalles en su lengua valenciana y en la toscana novelas. Y en la apertura del Decamerón, refiriéndose a sus narraciones, Juan Boccaccio habla, indistintamente, de cuentos, historias, historietas y novelas. Según Suárez de Figueroa (El pasajero) las novelas al uso eran “ciertas patrañas o consejas, propias del brasero en tiempo de frío... unas artificiosas mentiras”. Y Lope afirma que, en tiempos anteriores, “llamaban a las novelas cuentos, estos se sabían de memoria y nunca, que yo me acuerde, los vi escritos”.

La indefinición, no sólo del término sino de lo designado por él, se comprueba al ver que en el conjunto boccacciano lo mismo hay relatos bastante largos, del tipo de «La inocencia reconocida», cuyo solo título basta para hacernos husmear el accidentadísimo novelón por entregas que más tarde florecía, que brevísimas anécdotas de una cuartilla como «La justicia es la virtud de los reyes», cuyo encabezamiento señala su moraléjico pretexto. Que la confusión persistiera en el siglo XVII, como en cierto grado evidencian las mismas Ejemplares de Cervantes, no ha de extrañar ya que, a veces, distinguir entre un cuento largo y una novela corta sigue siendo, en la hora actual, un problema insoluble.

Fuese o no Cervantes el primero que novelara en castellano4, es lo cierto que, si bien técnicamente, a juzgar por lo que recoge el tomo, no pudo llegar a establecer la diferencia entre cuento y novela, dio a sus narraciones un equilibrio dimensional superior al de Boccaccio: a cinco de ellas corresponde, de hecho, la misma extensión; tres, un tanto más largas, la poseen equivalente; dos, más breves, la tienen casi idéntica; y otras dos -ya que El casamiento engañoso se enlaza al Coloquio- la muestran muy aproximada. La máxima diferencia entre el relato más corto y el más largo, considerando reunidas las que se acaban de citar, es la que

4 “Un ejemplo de que antes de que aparecieran las Novelas ejemplares ya había habido una novela original en

España, está en la historia del Abencerraje, que incluyó Antonio de Villegas en su Inventario. El Abencerraje entra, desde luego, en ese género –intermediario entre el cuento y lo que los franceses llaman roman y los

italianos romanzo-; es por su asunto a todas luces español y por su plan y estilo un monumento de arte.” (F.

A. de Icaza: Las „Novelas ejemplares‟ y su influencia en el arte)

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existe entre la unidad y su tercio; lo que importa, porque para mostrar el des-balance cuantitativo que puede hallarse en el Decamerón, hay que incidir, igualmente, en la hibridez narrativa de Boccaccio.

En las Ejemplares hay serias diferencias de contenido; pero estas son encasillables en dos y, cuando más, tres orientaciones de concepción. Una la debe Cervantes, sin duda, a la influencia italiana, en tanto que la otra, hacia la que conduce una especie de subgrupo transicional, es suya sin disputa. Esta es la más valiosa del libro y la que permite admitir que si el autor, quizás, no fue el primero en novelar en lengua castellana, sí fue, sin discusión posible, el primero en hacerlo de ese modo. Y acaso no solamente en español. Por lo que no fue demasiado elogio aquel de “nuestro español Boccaccio”, como le llamara Tirso. Lo que más cuenta en las Novelas ejemplares no es lo que Cervantes debe allí al autor del Decamerón.

Esto lo expresa muy bien Francisco A. de Icaza cuando en su Evolución del concepto de la obra de Cervantes, comenta:

Del asunto de El celoso extremeño se me ocurre que sería en otras manos uno de tantos cuentos de Las mil y una noches. El viejo visir; la joven favorita; las esclavas del harén, blancas unas y negras las otras, herradas todas en el rostro; el negro eunuco y las dobles puertas, son factores bastantes para dar interés a la empresa que el seductor ha de realizar. El poder genial de Cervantes, con esos elementos de cuento exótico, crea un pedazo de vida genuinamente española... Cervantes y Boccaccio Hasta el siglo XIV, la literatura italiana, que tanto había de influir en la

hispana, había transcurrido por el cauce de lo teológico y por el de lo histórico-filosófico. “Entre estas dos literaturas -señala Francesco de Sanctis- vagan el cuento y la novela, eco de la caballería, sin proyección ni desarrollo ulteriores, cosa profana y frívola.5” Por ese tiempo surge una recopilación cuentística, llamada el Novellino, cuya brevedad y sequedad narrativas se reflejan en El Sobremesa y Alivio de caminantes, publicado por Juan de Timoneda en la España del siglo XVI. El crecimiento del espíritu burgués, nada dado a los fantaseos inútiles, y el renacentista redescubrimiento de los clásicos, frenan el desenvolvimiento de la cuentística, contra cuya libre expresión conspira, además, el rezago medieval que hace de esta vida sólo un tránsito hacia la celeste y que, por lo tanto, resta toda importancia cuando no condena por pecaminoso a cuanto preste relieves atractivos a lo que a ella se refiere.

La trascendencia del Decamerón se halla, aparte otros valores puramente

5 Francesco de Sanctis: Historia de la literatura italiana.

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estilísticos, en la puñalada que asesta no tan sólo a la corrupción del clero y a la hipocresía social sino a la deshumanización en lo literario.

La teoría filosófica de los universales -conceptos, en suma- había conducido a la creación artística al terreno de las abstracciones, al desdén por los individuos y al culto a las alegorías. Hasta el amor, la más humana de las pasiones, aquella de la que depende la perpetuación de la especie, se separó en lo artístico de sus raíces terrenales para transformarse, con la consiguiente idealización de lo femenino, en un acontecimiento intelectual, destinado a elevarnos de este mundo al otro, y no a encariñarnos con el primero: amor a la platónica en el que la mujer como criatura de carne y hueso significaba poco o nada, mientras lo representaba todo, en cambio, como acicate acrecentador de los más altos valores espirituales.

Giovanni Boccaccio, que dedica su libro a las mujeres, les devuelve escandalosamente en el Decamerón su envoltura carnal, y se zambulle en el pecado con la mayor alegría. Originales o no originales sus narraciones, de ellas se desprende, junto a una risueña consignación de las debilidades humanas, el más alto aprecio por cuanto concierne a este mundo; un mundo que, para él, está abandonado por la mano de Dios y entregado a vaivenes imprevisibles. Lo que hay son individuos a merced de los acontecimientos, y cualquier cosa puede esperarse, tanto de unos como de otros; porque los primeros dependen de los segundos, y los segundos sobrevienen al azar. Son ciegas las fuerzas de la Naturaleza, lo son las de la sociedad, y el hombre es juguete de ambas.

En lógica correspondencia con eso, el cuento boccacciano -el cuento italianista que llegaría a los hispánicos Siglos de Oro- procede acumulando intrigas, sucesos, coincidencias, hechos inesperados, y se considera a sí mismo tanto más completo cuanto mejor puede demostrar lo extraordinario y caprichoso del destino humano.

En las Novelas ejemplares encontramos mucho de esto, como se encuentra en algunas de las intercaladas en el Quijote y como se encontrará luego, desbordadamente, en Persiles. Pero hay hondas diferencias entre Cervantes y Boccaccio, aunque existan entre ambos zonas de contacto. Cervantes es un español del siglo XVII y Boccaccio un italiano del XIV, época en que otro alcalaíno podía escribir en España un Libro de buen amor. Cuando Cervantes toma la pluma, ha habido Reforma, Contrarreforma y Trento; y eso ha creado en las conciencias rectas un nuevo y sincero sentimiento de austeridad. Boccaccio, aunque termine piadosamente su vida, es el caso del diablo metido a fraile, en tanto que Cervantes es un honesto erasmista católico. Si los dos han viajado mucho, Boccaccio lo hizo en sus mocedades como comerciante rico y luego como humanista erudito, mientras que los trasiegos cervantinos por tierras propias y extrañas han sido los de un soldado pobre, un prisionero de infieles y un humilde recaudador de impuestos. Boccaccio escribe para mujeres, y Cervantes se niega a hacerlo “para divertir doncellas”. Gozador de la buena vida,

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Giovanni Bocacccio desprecia el mundo que le rodea y se burla de él, pero con un sentimiento de superioridad al que jamás alcanza, como De Sanctis ha señalado, la idea de que “servir a la patria, ofrendarle el ingenio, los bienes y la vida es un deber tan estricto como proveer al propio sustento”6; y Cervantes -el de Lepanto, el de la «Epístola a Mateo Vázquez», el de El ingenioso hidalgo- es todo lo contrario.

El sentimiento de su responsabilidad de escritor y de ciudadano, que asoma por aquí y por allá hasta en las más italianistas de las Novelas ejemplares, no se lo debe Cervantes a Boccaccio y es lo que lo coloca muy por encima de él. Cervantes sonríe también ante la fragilidad de la virtud humana, pero considera que robustecerla es un deber social. Y sabe ya, como no mucho después de Boc-caccio supo en Italia Maquiavelo, que las fuerzas sociales no son ciegas ni espontáneas, que las organizan y desatan los hombres y que, por consiguiente, estos pueden dominarlas y encaminarlas al bien común. Si Boccaccio cuenta su sociedad como quien cuenta un chiste, Cervantes la reproduce como denuncia.

España e Italia Por otra parte, no fue solamente Boccaccio el novelador italiano que

influyó en Cervantes. Es evidente que conocía a Sacchetti, a Bandello, a Straparola, a Pulci, a Boiardo, a Ariosto, a Caporale y, seguramente, a Berni, a Lasca, a Masuccio, a Folengo, Speroni y muchos otros.

En opinión de Justo de Lara (Cervantes y el ‘Quijote’), las novelettas que más profunda huella han de haber marcado en el autor de las Ejemplares han de haber sido las de Matteo Bandello y las de Cinthio:

Bandello murió en 1561 y era lombardo. Cinthio murió en 1573 y era de Ferrara. El primero fue más obsceno. Si La tía fingida es de Cervantes... como creyó con razones bastante apreciables Andrés Bello7 su espíritu y hasta su lenguaje se inspiran directamente en Bandello. Fue este, además, gran observador de las costumbres italianas, y algo de su método puede observarse en la misma inmortal Gitanilla. Cinthio era más pulcro, aunque indudablemente, menos genial. De ambos tomó Cervantes el género, la novela corta de costumbres, que en nuestra época ha vuelto a renacer con vigor tan extraordinario. Estas influencias italianas, ¿eran, en verdad, tan italianistas? En España en la vida italiana del Renacimiento, Benedetto Croce hace notar

6 Ibid. 7 Bello no lo creía. “El motivo principal de mis dudas –escribió a Pascual de Gayangos- es la palpable diferencia que creo percibir entre el lenguaje i estilo de La tía fingida i las obras de Cervantes que

indudablemente le pertenecen.” Icaza se dedicó, a su vez, a probar que fue tomada de los Ragionamenti del

Aretino.

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que en la Escuela de traductores de Toledo, fundada en el siglo XII, se formaron los italianos Gerardo de Cremona y Miguel Scoto, que llevó a Italia la filosofía de Averroes. “Con la ciencia semítica -subraya Croce- se introdujo en Europa la narración oriental, cuya principal y más divulgada compilación en Occidente fue la Disciplina clericalis, de Pedro Alfonso, judío converso.” “Obra -agrega Croce- que se ha creído no fue ignorada por los escritores del Novellino ni por el autor del Decamerón.”

Disciplina clericalis comprende unos cuarenta cuentos que, según su autor, proceden de “los proverbios de los filósofos y sus ejemplos arábigos”. El libro tuvo traducciones italianas durante los siglos XIII y XIV, y nuevas versiones de historietas contenidas en él se encuentran en autores italianos como Malespini, Bandello y Boccaccio. Incidentalmente, puede decirse que de Disciplina clericalis procede el pintoresco cuento que Sancho hace a su amo, en el capítulo XX de la Primera parte de Don Quijote de la Mancha, sobre Lope Ruiz y la pastora Torralba.

En este caso, al repercutir sobre la española, la cuentística italiana habría devuelto, al menos en parte, lo antes recibido de la propia España.

Hay otro ángulo que debe destacarse, porque no todo fue influencia de Italia sobre España. La de esta sobre Italia fue importante, a su vez, debido a la preponderancia política de la Península Ibérica sobre diversas regiones de la otra, desde los días de la santillanesca Comedieta de Ponza.

Diversos cuentos de Masuccio se ubican en España. Bandello escribe la historia del español Rodrigo de Sevilla y pinta a Cataluña y a Valencia. Si no puede decirse que la literatura española, por aquellos días menos desarrollada que la italiana, influye en esta, sino que hay que reconocer que sucede lo opuesto, sí puede decirse que algo ha de haber significado que la edición de obras españolas fuera tan abundante en la Italia del siglo XVI, que llegó a producir impresores, como Esteban Sabbio en Venecia, especializados en esas publicaciones. La Celestina, traducida en 1505 por Alfonso de Ordóñez, tuvo gran venta en Italia. Cárcel de amor se publicó con éxito en 1514. Y la Diana de Montemayor fue libro muy leído y gustado que ameritó diversas ediciones. Pero, explica Croce:

Todos o casi todos estos libros, desde la lírica de los Cancioneros hasta las novelas caballerescas, de amor y de costumbres, y los tratados morales y de variada erudición eran, salvo raras excepciones, sumamente conocidos, leídos y admirados principalmente en las cortes, en los círculos del gran mundo y entre la gente que conceptuaba la literatura como un pasatiempo; hasta las cortesanas gustaban leer libros españoles, parloteaban el español y escribían notas y cartas en dicha lengua: los literatos propiamente dichos, críticos, poetas y demás, no omitían su juicio severo y a veces hasta desdeñoso respecto de esta literatura8.

8 Benedetto Croce: España en la vida italiana del Renacimiento.

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Varchi opinaba que no había “escritores franceses o españoles que pudieran resistir la comparación frente a Dante, Boccaccio, Petrarca y tantos otros escritores italianos”. Giraldo Cinthio censuraba La Celestina porque, a su juicio, estaba plagada de errores puestos allí “deliberadamente, por atender más a los juegos españoles que a la conveniencia de la fábula”. Y la Picaresca no fue comprendida ni apreciada por la comercial Italia, tal y como, curiosamente, fue Italia, durante mucho tiempo, el país menos admirador del Quijote.

De todos modos la presencia española, aunque en gran parte como motivo crítico y satírico -lo que es muy natural, habiendo sido los españoles invasores de Italia-, se palpa a cada paso, tanto en la cuentística como en el teatro italianos de los siglos XIV a XVII. Primero, por el aludido influjo cultural de la Escuela de traductores de Toledo, que tanto se hizo sentir en toda Europa y a la que tanto debió la cultura occidental de la época; después, por la convivencia militar, cortesana y religiosa que traía consigo el predominio español. Idea de la profun-didad del fenómeno puede dar el hecho de que, si bien el español se enriqueció con cantidad de voces de origen itálico, en el italiano se injertó también un vocabulario de procedencia hispana. Españolas de nacimiento son palabras tales como primor, approvecciarsi, complimenti, mucciaccia, vigliacco, signoria y muchas otras.

Lo que existió entre España e Italia fue, pues, un fructífero intercambio del que España, sin dejar de dar su aporte, extrajo, entre otras cosas que le interesaban, provechosos rendimientos artísticos.

En lo que a Cervantes toca, ha de haberle sido útil, aparte la experiencia de la noveletta, la encarnizada sátira de lo caballeresco -y, por supuesto, de Ariosto- llevada a cabo por Teófilo Folengo en su Orlandino, publicado en 1526; y otras actitudes muy afines con su temperamento.

Ya en las postrimerías del siglo XIV, Franco Sacchetti mostraba desprecio hacia ciertas tendencias seguidoras del espíritu caballeresco francés, que más tarde hubieron de ser reforzadas por la monarquía aragonesa:

Hace un par de años -escribe en su Novella 153- todos pudieron ver cómo obreros manuales, panaderos, y hasta cardadores de lana, así como usureros, cambistas y pícaros, se hicieron conceder la dignidad de caballeros. ¿Para qué necesita la dignidad de caballero un funcionario a quien se nombre rettore en una ciudad de provincias? ¡Más bajo no podías caer, dignidad desdichada! Estos caballeros hacen lo contrario de lo que les manda, en larga lista de deberes, su dignidad. He querido hablar de estas cosas para que los lectores se convenzan de que la caballería ha muerto9. En el Diálogo de la nobleza de Poggio, se encuentra expuesta con mucha

claridad la idea cervantina y humanista de que “no es un hombre más que otro, si no hace más que otro”. De Erasmo parece -de un Erasmo menos

9 Jacobo Burckhardt: La cultura del Renacimiento en Italia.

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intelectualizado y más convencido de la dignidad de las labores corporales productivas- el fragmento de Poggio en el que se dice:

De la verdadera nobleza estamos tanto más alejados cuanto más tiempo hayan sido nuestros antepasados osados malhechores. La práctica de la cetrería no huele más a nobleza de lo que huelen a bálsamo los nidos de las aves mismas10. La agricultura, tal como la practicaban los antiguos, está mucho más cerca de la nobleza que este insensato corretear por bosques y montañas, con lo cual, más que a otra cosa, se asemeja uno a los propios animales...11 Los criterios de Bandello sobre la sobriedad que deben tener en la novela

las descripciones de la naturaleza, corresponden a lo que se muestra en las Ejemplares y aun en el Quijote. Y si en La Galatea, como en toda novela pastoril larga, la naturaleza parece ocupar un lugar muy grande, es innegable que su presencia puede ser considerada como un telón de fondo, del todo convencional, para mover en el proscenio a determinados personajes. Tratamiento que corresponde, a su vez, al que le conceden un Ariosto, un Boiardo, un Sannazaro o cualquier descendiente de la bucólica virgiliana.

A partir de la Vida de Dante que escribió Boccaccio, la biografía y la autobiografía tuvieron un amplio desarrollo en Italia. La moda tuvo auge en España en el siglo XVI. Rivadeneyra hizo la biografía de Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús nos deja su Vida y la Picaresca tuvo lo autobiográfico por punto de partida. Cervantes, a quien dolía su propia vida y que, por otra parte, tenía en alta estima sus primeros treinta y cinco años, compartió la afición autobiográfica. Lo reflejó en el Quijote y lo reflejó en las Ejemplares, de donde probablemente tomó, para insertarla en la Primera parte de su obra mayor, la historia de «El Cautivo», plena de rasgos autobiográficos aunque no sea autobiografía del todo; lo que también puede advertirse en El amante liberal o en El Licenciado Vidriera.

De las doce Novelas, entre las siete que podrían clasificarse como narraciones de intriga, hay cinco -El amante liberal, La española inglesa, Las dos doncellas, La señora Cornelia y La fuerza de la sangre- de muy marcado corte italianista, aunque puedan tener lugar en Toledo y aludir a viejas leyendas españolas; y en las dos restantes, aunque posean ya notables rasgos costumbristas de inconfundible cepa cervantina -La ilustre fregona, La Gitanilla- se conserva todavía mucho eco de acción acumulativa a la italiana.

Cuatro novelas que podrían ficharse como de intención crítico-social -El celoso extremeño, Rinconete y Cortadillo, El casamiento engañoso y el Coloquio de los perros- desechan la técnica constructiva proveniente de la idea boccacciana sobre lo extraordinario y sorprendente que es este disparatado mundo, y sustituyen la

10 “Despedazar los toros y carneros es obra de un villano; al noble corresponde únicamente despedazar al

ciervo.” (Erasmo: Elogio de la locura.) 11 J. Burckhardt: Op. cit., Parte Quinta.

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acumulación de sucesos por la pintura de caracteres y la presentación de problemas y situaciones sociales. Por último El Licenciado Vidriera, la menos anovelada, recoge añejas tradiciones apotégmicas y trae consigo algo peculiar que se ha observado en Cervantes: su especial interés por los desajustes mentales.

El amante liberal Revisando las Ejemplares según el ordenamiento anterior, que no fue el que

les dio Cervantes para entregarlas al público, se encuentra que, como antes dijimos, El amante liberal, considerada por Valbuena Prat, con razón, como la más borrosa del grupo, se vuelve hacia lo autobiográfico introduciendo el motivo del cautiverio del cristiano entre infieles. Localizada en Sicilia y en Chipre, la historia ofrece, abizantinadamente, sorpresivos desembarcos, captura de pobladores que los árabes y turcos efectuaban en las costas católico-mediterráneas, y los acciden-tados caminos por los cuales las víctimas lograban a veces recuperar la libertad.

Está muy bien lograda en ella la imagen del “lindo Cornelio”, ese español “atildado, perfumado y repugnante” del que alguna vez se burlara el Aretino12, que Cervantes nos describe como “mancebo galán, atildado, de blancas manos y rizos cabellos, de voz meliflua y de amorosas palabras y, finalmente, todo hecho de ámbar y de alfeñique, guarnecido de telas y adornado de brocados”. Aunque el protagonista de la novela es Ricardo y no Cornelio, lo cierto es que este, en cuatro trazos, es un tipo diseñado con mucha mayor precisión y vivacidad que aquel. En cuanto a Leonisa, si bien en sí misma es insignificante, sirve al autor de pretexto para plantear, una vez más, algo que asomó primero en La Galatea a través de Gelasia, que se reiteró en Marcela en la Primera parte de El Ingenioso Hidalgo y que se encuentra igualmente en La Gitanilla: la plenitud domínica femenina sobre el propio ser13. Ricardo, que ha entregado a Leonisa en brazos de Cornelio, corta de pronto su discurso para exclamar:

¡Válame Dios, y cómo los apretados trabajos turban los entendimientos!... ¿Qué jurisdicción tengo yo en Leonisa para darla a otro?, ¿o cómo puedo ofrecer lo que está tan lejos de ser mío? Leonisa es suya, y tan suya que a faltarle sus padres, que felices años vivan, ningún opósito tuviera su voluntad... Y Leonisa, para subrayar su derecho a elegir libremente, reitera: “Siempre

fui mía...” Es un detalle en el que vale la pena fijarse. Como vale la pena observar en

el grisáceo discurrir del cuento, que Cervantes no logra animar, a pesar de las

12 Pietro Aretino: Ragionamenti (“Razonamientos”). 13 “Puesto que estos señores legisladores han hallado por sus leyes que soy tuya, y que por tuya me han

entregado, yo he hallado por la ley de mi voluntad, que es la más fuerte de todas, que no quiero serlo…”

(Cervantes: La Gitanilla.)

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tormentas, presuntas muertes y batallas marítimas de las que echa mano, el fragmento en el que el renegado Mahamut describe a sus compatriotas los juicios residenciales que hacen los turcos a sus “virreyes”, y la corrupción -¡tan parecida a la española aludida en otras Ejemplares!- que reina en las esferas gobernantes: “...porque no se dan allí los cargos y oficios por merecimientos sino por dineros: todo se vende y todo se compra: los proveedores de los cargos roban a los proveídos en ellos y los desuellan: de este oficio comprado sale la sustancia para comprar otro que más ganancia promete...”14

Se habla de infieles. Avergüéncese, pues, quien ose pensar mal. Pero quien conoce a Miguel de Cervantes no puede evitarlo. Porque si el Licenciado Vidriera no quería ir a la Corte, era porque tenía vergüenza y no sabía lisonjear; porque Berganza opina que, cuando se cumple con esa que llaman por ahí razón de Estado, “se ha de descumplir con otras razones muchas”; y porque hasta una chiquilla quinceañera como Preciosa, ha oído decir “que de los oficios se ha de sacar dinero para pagar las condenaciones de las residencias y para pretender otros cargos”. Amén de que no ignora que “en algunos palacios más medran los truhanes que los discretos”.

Icaza, en Las Novelas Ejemplares y sus modelos vivos, supone que El amante liberal es “una de las primeras obras que escribió Cervantes”, “porque en ella, fuerza es decirlo, hay sobra de retórica, y no de la buena; apóstrofes hinchados, epítetos altisonantes y figuras retóricas que, con todo el respeto debido, podemos declarar rayanas en lo cómico”.

La española inglesa En La española inglesa el filo crítico-social es menos perceptible. Mas no

falta del todo. Cuando la reina no consiente que Recaredo esté de rodillas ante ella y le otorga la extraordinaria merced de sentarse a su vera, hay un cortesano que dice a otro: “Recaredo no se sienta hoy sobre la silla que le han dado, sino sobre la pimienta que él trajo”.

En paralelo a los latrocinios turquescos, lo que se trae ahora a colación es el corso inglés. Recaredo entrega caballerescamente a su Reina Bess el producto del saqueo de una nave portuguesa proveniente de las Indias Orientales, cuyo cargamento de especias, perlas y diamantes vale más de un millón en oro. Todo lo cual -y uno avizora la sonrisa cervantina al escribirlo- “lo dedicó el Cielo, y yo lo mandé guardar, para Vuestra Majestad”.

14 Sabido es que así sucedía en España. En Cervantes y el „Quijote‟, describe Justo de Lara: “Era Lerma

altanero, vengativo e injusto. Arrancó al rey en donaciones para sí y cuando más necesitado se hallaba el erario, cuarenta y cuatro millones y como si esto no bastara, vendía los destinos públicos… Su jauría de

paniaguados procedió, amparada por él, de modo igual. Don Pedro Franqueza y otros protegidos suyos,

robaron en pocos años muchos millones de ducados…”

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En esta novela, en la que se insiste tanto como demostración de la elegancia de Cervantes para bordear las querellas hispano-británicas, se retrata a los corsarios ingleses; y la soberana a la que se concede tan gentil trato aparente, es una chantajista que conserva como rehén a la amada de uno de sus nobles súbditos, a fin de obligarlo a ejercitar el corso.

La española inglesa, que empieza en Cádiz, sigue por Londres, corretea mares y termina en Sevilla, es enormemente italianista en su argumento. Tomándose el trabajo de ir más despacio, Cervantes habría podido extraer de ella, sin esfuerzo, un novelón de ochocientas páginas. Hay raptos infantiles y, a la hora del “reconocimiento”, un identificador lunar en la oreja; hay aventuras marítimas, envenenamientos, inesperadas intervenciones del villano que aspira a apoderarse de la indefensa protagonista, presunta muerte del galán, asesinatos frustrados, cautiverio en Argel, noviciados monjiles, peregrinaciones a Roma... Cuanto, en suma, Benedetto Croce ha llamado “las recetas italianas”.

No habría estado de más a Cervantes -comenta Icaza- conocer algo de las costumbres palatinas antes de describir la Corte de Inglaterra. La reina de su historia de La Española Inglesa tiene para nosotros el encanto de los reyes de los cuentos infantiles. La buena señora lo mismo espera en los corredores de palacio la “nueva de los navíos” en que envió de corsario a Recaredo, a fin de que hiciera méritos para conquistar a su amada, que receta a esta remedios caseros... Todo como podía haberlo hecho la hermana de Cervantes, Da. Andrea o su mujer, la excelente Sra. Da. Ca-talina Palacios Salazar, si los azares de la suerte, en vez de llevarlas a lo que hoy se llamaría coser para afuera, las hubieran elevado al trono de Inglaterra. Las dos doncellas El recetario italiano mantiene vigencia en Las dos doncellas. Como ha dicho

Valbuena Prat y han visto otros, aquí “aparece la dama disfrazada de hombre, en busca de su amante, que procediendo de la cuentística italiana había entrado en España por la Diana de Montemayor, y que tan buena acogida tuvo en las comedias”.

Lo foráneo es lo de la búsqueda del amante. Porque la dama disfrazada de hombre tenía muy vieja prosapia hispánica:

Pregonadas son las guerras de Francia con Aragón...

Si se acepta, como parece aceptarse, que la novela es anterior a la concepción del Quijote, aparecen en ella llamativos rasgos que hacen olvidar su endeblez de conjunto.

Hay, por lo pronto, el comentado desafío caballeresco -lanzas, adargas, cabalgaduras- entre los padres de Rafael y Marco Antonio; hay la alusión a la

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Eneida; y hay, por encima de todo, el que podría considerarse el primer genuino tipo venteril de Cervantes: ese mesonero cuya estampa es ya de la pluma que nos daría, de modo parecidísimo, a Sancho en ocasiones similares. Junto al alguacil y al caballero que “cenaba y callaba”, se sienta el dueño del mesón “a probar de su mismo vino no menos tragos que el alguacil”:

…y a cada trago que envasaba volvía y derribaba la cabeza sobre el hombro izquierdo, y alababa el vino, que le ponía en las nubes, aunque no se atrevía a dejarle en ellas por que no se le aguase. El cuadro es tal, que uno piensa que ese ventero va a exclamar, como

Sancho: “¡Oh hi de puta, bellaco, y cómo es católico!...”15 Si, por más que se haya querido sugerir otra cosa, en Calvete hay

poquísimo de Sancho, y menos aún de Don Quijote en Don Rafael, las breves líneas del mesonero bebiendo tienen, en cambio, mucho de sanchesco. Y no es este el único rasgo que nos conduce hacia El Ingenioso Hidalgo: si en él hay un Caballero del Verde Gabán, en Las dos doncellas tenemos un “mancebo de lo verde”, como se tendrá luego en Persiles “la gentil dama de lo verde”16, ataviada de pies a cabeza de ese color al que tan adicto muestra ser Cervantes.

El españolísimo tema de la honra y de la venganza por razón de honor, se esboza en Las dos doncellas con una apacible solución muy al modo del autor.

La actitud cervantina ante el asunto no es española. Su inteligencia, su sensibilidad, su experiencia de la vida no armonizaban, como más tarde explicará bien claro, con el desenlace sanguinario. Pero es posible que parte de su repulsión por los honoríficos asesinatos, sean debidos a Italia. Un siglo antes que él, el afrancesado Matteo Bandello había escrito en una de sus novelas:

¡Quisiera Dios que no tuviéramos que oír todos los días que este ha asesinado a su mujer porque sospechaba de infidelidad, que otro ha estrangulado a su hija porque se había desposado secretamente, que un tercero ha hecho matar a su hermana porque no quería casarse a su gusto! Es una gran crueldad que nosotros pretendamos hacer todo lo que se nos ocurra y no concedamos idéntico derecho a las pobres mujeres. En cuanto hacen algo que nos desagrada, recurrimos a la soga, al puñal o al veneno. ¡Qué necedad en los hombres suponer que su honor y el de toda su casa, depende de los apetitos de una hembra!17 Lo que si es más español, tanto en Las dos doncellas como en La fuerza de la

sangre es la relación entre la deshonra y la publicidad. Teodosia cree justo que su hermano la mate; pero le ruega que lo haga en secreto porque, de ese modo, si le quita la vida no le quitará la honra. Y el padre de la desdichada Leocadia advierte “que más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de infamia

15 Don Quijote, II, Cap. XIII. 16 Persiles y Sigismunda, Libro III, Cap. XIX. 17 M. Bandello: Novelle 26, Parte I.

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secreta”. A lo que agrega: “Pues puedes vivir honrada con Dios en público, no te pene de estar deshonrada contigo en secreto”18.

Lo más importante es la observación hecha por Pierre Vilar en un estudio sobre ‘Don Quijote’ y la España de 1600: los fundamentos históricos de un irrealismo, en relación con el episodio de esta novela que se produce al llegar los protagonistas a Barcelona:

En entrando en ella oyeron grandísimo ruido y vieron correr gran tropel de gente con gran alboroto, y preguntando la causa de aquel ruido y movimiento les respondieron que la gente de las galeras que estaban en la playa se habían revuelto y trabado con las de la ciudad. Oyendo lo cual don Rafael quiso ir a ver lo que pasaba, aunque Calvete le dijo que no lo hiciese, por no ser cordura irse a meter en un manifiesto peligro, que él sabía bien cuán mal libraban los que en tales pendencias se metían, que eran ordinarias en aquella ciudad cuando a ellas llegaban galeras. En Las dos doncellas no se explica la razón de la batalla, que termina

teniendo que acogerse los de las galeras a sus naves. Pero no se trata de un gratuito motivo adicional de enredo, sino de una pincelada que recoge un hecho al parecer frecuente y del cual existen constancias históricas: los choques violentos que se producían entre la comercial población catalana del siglo XVII y los famélicos y tumultuosos soldados de las que el Dietari municipal de Barcelona designa, como si se tratara de un país extraño, “galeras de España”. O sea, de Castilla. Choques que recogían antiguos rozamientos entre Castilla y Aragón, y ecos del separatismo regionalista catalán.

Quiere decir que esta italianista novela de Cervantes, si lo es por su construcción estructural, no deja de evidenciar el trasfondo histórico español. Como afirma Pierre Vilar, a Cervantes le gusta insertar sus personajes novelescos en cuadros reales, característicos de la problemática de España y que son, con frecuencia, cuadros de contemporánea vigencia en sus días.

La fuerza de la sangre También recoge el complutense populares tradiciones españolas. En La

fuerza de la sangre, la más breve de todas las Ejemplares, salvo que se considere El casamiento engañoso como unidad independiente, si bien es cierto que no es muy clara la relación entre el crucifijo que sustrae Leocadia y la famosa “leyenda del Cristo de la Vega” que atrajo a Zorrilla, no hay dudas de que se concede al signo de la crucifixión un valor tradicional.

Pese a su convencional tratamiento, la anécdota se basa aquí, de nuevo, en hechos de frecuente reiteración local. No han de haber escaseado en la Toledo de

18 Cervantes: La fuerza de la sangre.

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la época, como no escaseaban en Valladolid o en Madrid -baste recordar los excesos de los hijos del Duque de Lerma o del Duque de Osuna-, caballeros como ese cervantino “a quien la riqueza, la sangre ilustre, la inclinación torcida, la libertad demasiada y las compañías libres le hacían hacer cosas y tener atrevimientos que desdecían de su calidad y le daban renombre de atrevido”.

Vale anotar que, como quien no quiere la cosa, Cervantes incluye entre los factores propiciadores de los desafueros -riqueza, libertad excesiva, torcidas inclinaciones- “la sangre ilustre”, de la que provenía, en definitiva, la impunidad para la comisión de toda clase de delitos. Y vale pensar, asimismo, que, puesto que se ven tantas alusiones a Lope de Vega en la Primera parte del Quijote, podría haber aquí un flechazo contra el Fénix, al reseñarse que “siempre los ricos que dan en liberales hallan quien canonice sus desafueros y califique por buenos sus malos gustos”. Por algo ha de haber dicho el Bachiller Alonso Fernández de Avellaneda, autor de la apócrifa continuación quijotesca, que las novelas de Cervantes eran “más satíricas que ejemplares”.

Fuera de esto, el presunto españolismo de La fuerza de la sangre es muy opaco, por más que se desenvuelva en Toledo. Lo que podría añadirse a lo apuntado es el juicio cervantino -negador del espíritu recogido en Las Partidas- que separa de la opinión ajena la idea del honor, para sustentar, como sustenta el padre de Leocadia, que “la verdadera deshonra está en el pecado y la verdadera honra en la virtud”. Por otra parte, el “no más con acometellos” garantizador de la grandeza de los actos, que es firme creencia quijotesca y, en el fondo, se-nequista, se nos presenta aquí bajo la tesis de que la ofensa a Dios no está sólo en las obras y los dichos sino también en los deseos. Conclusión inevitable, tan pronto la virtud y el pecado se ubican en la propia intimidad del ser y no en la opinión pública.

La señora Cornelia Nada se habría perdido en las Novelas ejemplares si La señora Cornelia hubiera

dejado de aparecer entre ellas. En esta novelita, en la que se vuelve a insistir en el lugar común que sostiene que “las infamias mejor es que se presuman y sospechen que no que se sepan de cierto”, por aquello de que la duda permite que cada uno pueda tener sus valedores, inclinados a una parte o a otra, el melodrama acumulativo lo sería todo, si no existiese un hecho de cierta sustancia histórica: la relación entre italianos y españoles.

Cuando el ama quiere hacer entender a Cornelia su triste situación, lo que le dice es esto: “se podrá echar de ver, señora mía, las calamidades que por mí han pasado, pues con ser quien soy, he venido a ser masara de españoles, a quien ellos llaman ama”.

Y el mismo personaje estalla, cuando se le dice lo que pasa: “¡El señor

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Lorenzo, italiano, y que se fíe de españoles y les pida favor y ayuda! Para mi ojo si tal crea...”

En Italia, los españoles vencían; pero, naturalmente, no convencían. Los italianos se burlaban, por un lado, de las españoladas; despreciaban, por otro, a aquellos pomposos dueños del mundo que padecían una incurable escasez de dineros. A causa de la actuación de Fernando el Católico respecto al reino de Nápoles, los consideraban hipócritas y traicioneros; y los odiaban por el saco de Roma. Consideraban a España, según una frase proverbial en la época, “sana por fuera y podrida por dentro”. El humanista Antonio de Ferraris, llamado Galateo por haber nacido en Galatone, hace de los españoles la más acre descripción:

¿Qué nos enseñaron? Por cierto que no nos enseñaron ni las letras, ni las armas, ni las leyes, ni el arte de la navegación, ni el comercio, ni la pintura, ni la escultura, ni la agricultura, ni alguna otra disciplina civil, sino la usura, el hurto, la piratería, la esclavitud naval, los juegos, la prostitución, el amor de las meretrices, la profesión de sicario, los cantos lúgubres y sin fuerzas, las pitanzas arábigas, la hipocresía, los lechos blandos y delicados, los ungüentos, los perfumes, las ceremonias de la mesa y otras tantas vani-dades dignas, precisamente, de gentes como ellos que, como todos los bárbaros, no son menos libidinosos que crueles...19 No hay que decir que es una andanada sin la menor preocupación

justiciera, ni que tampoco fue así la opinión unánime; pero constituye una muestra de una corriente de antipatía que se transparenta en La señora Cornelia, aunque los caballeros italianos y españoles fraternicen en ella en los más elevados términos de respeto mutuo.

Finalmente, a guisa de curiosidad, puede señalarse que la anécdota amorosa tiene lugar entre Alfonso de Este, duque de Ferrara, y Cornelia Bentibolli, “de la antigua y generosa familia de los Bentibollis que en un tiempo fueron señores de Bolonia”. Aunque nada histórico hay en la novela, Cervantes ha de haber tenido alguna remembranza de las bodas que, en el siglo XV, se efectuaron entre Annibale Bentivoglio y Lucrecia de Este.

Las novelas de intriga En el grupo clasificable como novelas “de intriga”, las cinco vistas son las

más afines al formulario italianista de raíces boccaccianas. En las dos restantes -La Gitanilla y La ilustre fregona- abundan los puntos de coincidencia con las anteriores: son, como ellas, historias de amor, arriban a felices desenlaces, aglomeran casualidades, introducen cuentos secundarios dentro del fundamental, etcétera; mas se separan de las otras en aspectos importantes que las convierten

19 Benedetto Croce: Op. cit., Cap. VI.

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en novedosas usufructuarias de elementos provenientes de la Picaresca que las dotan de una alegre atmósfera que en las otras no existe. El “¡Daca la cola, Asturiano! ¡Asturiano, daca la cola!” de La ilustre fregona nos conduce a un territorio humorístico que está a mil leguas de la retórica artificialidad de El amante liberal, La española inglesa, La fuerza de la sangre, La señora Cornelia y Las dos doncellas. Lo que en algún grado puede repetirse respecto al cuadro gitano en que se enclava la historia de Constanza de Azevedo y Meneses, llamada Preciosa.

Se podría alegar que, como opina Justo de Lara, Cervantes adoptó también de los italianos Cinthio y Bandello la veta costumbrista20. Pero quien tenía a su alcance al pícaro, no tenía por qué ir a buscar a otra parte un costumbrismo que la narrativa española brindaba con un vigor, una lozanía y un filo satírico-social superiores a los de cualquier otra literatura. Pudo la experiencia italiana hacer que Cervantes fijase los ojos en el inagotable filón realista que tenía ante él, y en la posibilidad de aprovecharlo para algo que no fuese la estricta autobiografía de un buscavidas. Pero no es probable que significara más para quien había absorbido, con tanta profundidad, la hondura crítica del erasmismo hispano. Además, si en Cervantes hay renacentismo, hay ya también desilusión barroca. Cosa que, desde luego, no pudo ni necesitó extraer de Bandello ni de Cinthio y que fue en él una ineludible secuela post-erasmista debida a la coyuntura histórica española.

Las fechas ¿De qué etapa cervantina son esas Novelas Ejemplares publicadas en 1613? Por su contenido y sus ramalazos estilísticos, uno fijaría la mayor parte

entre 1585 y 1603; es decir, un poco más allá de La Galatea y un poco más acá de la Primera parte del Quijote. Entre las primeras situaría, por reiteración de ciertos motivos -Gelasia, Leonisa- y por su falta de garra, El amante liberal, en días en los que pudo acaso esbozarse también la historia de Marcela que aparece en el Quijote. Y entre las primeras han de haber estado, igualmente, La fuerza de la sangre -que hace juego con los amores de Dorotea y Don Fernando en El Ingenioso Hidalgo-, así como La señora Cornelia y Las dos doncellas.

La española inglesa, puesto que trata del saqueo de Cádiz, ocurrido en 1596, y presenta a los catorce años a la niña que tenía siete cuando aquel acontecimiento, es posible que date de 1603; aunque Icaza asegura que ha de ser posterior a 1605, porque a partir de esa fecha sobreviene el suavizamiento de las tensiones entre España e Inglaterra. “Durante la guerra -dice- nadie menos que Cervantes, que tenía muy presente la consternación que produjo en Andalucía el saqueo de Cádiz, podría haberse atrevido a hablar de la sabiduría del Conde de

20 “De ambos tomó Cervantes el género, la novela corta de costumbres…” (Justo de Lara: Cervantes y el

„Quijote‟.)

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Essex y de la bondad de la Reina de Inglaterra.” Icaza olvida que la historia estuvo engavetada hasta 1613, por lo que no

podía exponer a su autor a disgustos; y que la textura de la obrita hace difícil suponer que brotó de quien ya había escrito la Primera parte del Quijote.

Por esa Primera parte sabemos que en 1604 ya existía Rinconete y Cortadillo. Si Cervantes había llegado, por esa fecha, a semejantes alturas realistas, no es absurdo imaginar que habría debido efectuar antes el tránsito italianista-picaresco que indican La Gitanilla y La ilustre fregona.

Algunos especialistas sitúan El Licenciado Vidriera, El casamiento engañoso y El coloquio de los perros, entre 1604 y 1606. Por su texto, que prueba ser anterior a la expulsión de los moriscos, no hay dudas de que la última fue escrita antes de 1609.

Lo que no parece muy convincente es que El amante liberal pueda considerarse, aunque concebida años atrás, rehecha entre 1610 y 1612, en plena madurez quijotesca y entremesista de la pluma cervantina. Porque, a decir verdad, no está a la altura.

La Gitanilla y La ilustre fregona La contemporaneidad que se supone entre La Gitanilla y La ilustre fregona,

resulta avalada por una incuestionable mezcla común de elementos italianistas y picarescos21. Sin embargo, por su proximidad al ambiente de Rinconete, uno se inclinaría a situar La Ilustre fregona, digamos, entre 1600 y 1603, y a situar más tarde la versión definitiva de La Gitanilla. Por dos razones: una, un tanto frágil, es la fecha en que se desenvuelve la acción de la novela -años de 1609 y 1610-, lo que puede extraerse de que la protagonista, que roza los quince años, fue robada pequeñita a su familia “a las ocho de la mañana del año de mil y quinientos y noventa y cinco”; y otra, mucho más poderosa, viene representada por la semejanza que existe entre los dos cuentos. No es natural, aunque en él no sea ni mucho menos imposible, que Cervantes ubique la historia de Preciosa en el futuro. Pero, si bien otras historias que se suponen contemporáneas muestran algunas similitudes, es difícil imaginar al autor escribiendo, más o menos al mismo tiempo, dos novelas cuyos protagonistas y cuyos argumentos brindan, aunque en contextos muy diferentes, extraordinarias coincidencias. Es más lógico pensar que, escrita antes La ilustre fregona, Cervantes utilizara sus lineamientos básicos para dar cabida al gran cuadro gitano que habría de servir de “fermosa cobertura” a muy numerosas y sustanciosas alusiones de mayor peso.

Constanza se llama la fregona; y la gitanita se llama Constanza. Las dos son niñas alejadas de sus verdaderas familias y cuidadosamente atendidas,

21 Francisco A. de Icaza: Las „Novelas ejemplares‟ de Cervantes.

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respectivamente, dentro de los respectivos modos de ser, por una posadera y por una gitana que les tienen cariño. Las dos están en los quince años. Las dos saben –cosa rara en los ambientes en los que se educan- leer y escribir. Las dos son muy hermosas y honestas a toda prueba en lo que toca a amores. De las dos se enamoran, con igual intensidad y virtuosos fines, jóvenes caballeros de ilustre procedencia que no vacilan, a causa de ellas, en abandonar su noble condición para convertirse en gitano el uno y el otro en mozo de posada. La oferta de Juan de Cárcamo, que está dispuesto a hacer de Preciosa su igual y señora, y la de Tomás de Avendaño en su carta a Constanza, nos son presentadas en términos casi idénticos. Los dos desenlaces son parecidísimos en su sensacionalismo. En las dos novelas hay sonetos dedicados a las protagonistas, otros versos intercalados, bailes, y choques con la justicia, aunque el matiz de estos sea diferente y corran en La ilustre fregona a cargo de Lope el Asturiano y no del enamorado galán.

El buen humor de La ilustre fregona, además, es más parecido al de Rinconete que el de La Gitanilla. A pesar de la presunta alegría del marco de esta, se diría que el Cervantes de esta novela es más melancólico que el de La ilustre fregona, como si le hubiera pasado más vida por encima. Lo mismo que es más triste el Cervantes de El coloquio de los perros que el de Rinconete y Cortadillo.

En La ilustre fregona, Constanza es una especie de protagonista pasiva, que nos llega por vía de Tomás Pedro. Preciosa, en cambio, es eje directo de lo que sucede; y su carácter es tal, que uno diría que el escritor de las Ejemplares ha fundido en ella dos caracteres de la otra novela: el de la chiquilla perdida y el de Diego Carriazo. Si este tiene una gran afición por la aventura apicarada y se siente a sus anchas en la gaditana “academia de la pesca de los atunes”, Preciosa se halla bien “con ser gitana y pobre”; y aprende de su pseudoabuela, muy a gusto, “todas sus gitanerías, y modos de embelecos, y trazas de hurtar”. A ella, curtida por la experiencia, no le asombra el “tormento de toca” que Andrés Caballero debe estar dispuesto a sufrir si quiere hacerse gitano; a ella le parece que el Teniente habla tan a lo santo que, si se atiene a ello, terminarán cortándole los harapos para reliquias; y cuando su galán aparenta ser diestro en aportar a la comunidad bienes mal habidos, ella se alegra no poco, “viendo a su amante tan lindo y tan despejado ladrón”.

La Constanza de La Gitanilla, pues, es un tipo mucho más complejo que la Constanza de La ilustre fregona. Y aunque Cervantes no lo diga, se puede pensar que ahonda en algo que apenas apunta en el joven Carriazo. Si este es un desgarrado bien nacido, con ribetes picarescos, se nos subraya que en él “vio el mundo un pícaro virtuoso, limpio, bien criado y más que medianamente discreto”. Sólo un juvenil -y varonil- impulso de libertad vagabunda lo arrastra a la vida de la jábega, de la cual no se le adhiere más que la afición a los naipes. Preciosa, en cambio, aunque descubra en su persona “ser nacida de mayores

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prendas que de gitana, porque era en extremo cortés y bien razonada”, es mujer, lo que marca una gran diferencia; y, aunque honesta, es un tanto desenvuelta: por lo menos, hasta el punto alcanzado por la docena de versos finales de “Hermosita, hermosita...”

¿Tiene o no tiene importancia esto? ¿Es puro azar novelístico o se relaciona con la idea de que lo que somos depende, no de las circunstancias en que venimos al mundo sino de aquellas en las que se forma nuestra personalidad? Los gitanos y gitanas parece que solamente nacieron para ser ladrones. Pero, ¿qué sucede con los gitanos? “Nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones, y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo, y la gana de hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte”.

El medio de Preciosa es, por tanto, bien diferente al que forma a la Constanza fregona. Esta, por ejemplo, es tan devota, que la Gallega puede definirla como “una traga-avemarías” y suponer que trae un silencio pegado a las carnes, en tanto que sobre la religiosidad de la gitanita podemos concebir dudas si queremos, ya que la única vez que la vemos en relación con el culto, está bailando ante una imagen22. El tipo de Preciosa es tal que se siente la curiosidad de saber si, a fin de cuentas, pudo pasar a dama -las gitanas no lo son, según se nos aclara- y comportarse cabalmente como dama, pese a su existencia anterior, a sus holgados criterios morales y a su no querer separarse de la que consideraba su abuela.

De la situación de la gitanería en España, trae la novela una buena descripción, más crítica para el resto de la sociedad que para aquella. Si un gitano delinque, ha de estar en algún mal calabozo, porque más que por ladrón o matador, sobre todo por gitano “no le habrán dado mejor estancia”. Los gitanos han de tener dinero siempre, porque no hay recurso más eficaz ante jueces y escribanos. Como sabe la vieja gitana, “no hay defensas que más presto nos amparen y socorran como las armas invencibles del gran Filipo: no hay pasar adelante de sus plus ultra”. Nadie supone que un gitano se defienda, si a cualquier soldado se le ocurre abofetearlo porque sí.

Los gitanos, a quienes todo un conjunto de leyes y pragmáticas que pueden encontrarse en la Nueva Recopilación (tomo II, Libro 8, en especial) han colocado al margen de la sociedad, no pueden adquirir o traspasar bienes muebles o raíces, ni ejercer las profesiones liberales, ni disfrutar del régimen jurídico hecho para la ciudadanía normal. De donde, para ellos, la ley es sólo un enemigo al que hay que burlar, y el castigo no pasa de ser una manifestación del poder del más fuerte.

22 “…pocas o ninguna vez he visto, si mal no me acuerdo, ninguna gitana a pie de altar comulgando…”

(Cervantes: El coloquio de los perros.)

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Así se lo explica a Andrés, el gitano anciano: Todas las cosas de esta vida están sujetas a diversos peligros, y las

acciones del ladrón, al de las galeras, azotes y horca; pero no porque corra un navío tormenta o se anegue, han de dejar los otros de navegar. ¡Bueno sería que porque la guerra come los hombres y los caballos, dejase de haber soldados!... El toque está en no acabar acoceando el aire en la flor de nuestra juventud y a los primeros delitos; que el mosqueo en las espaldas ni el apalear el agua en las galeras, no lo estimamos en un cacao. Hay guerra entre España y la gitanería, y Cervantes lo sabe. Como sabe

que si esta no respeta la ley, es también inútil esperar que los que la dictan impartan la justicia de manera que alcance a un yerno de Corregidor. Como tampoco ignora que “Iglesia, mar o casa real” es tríada cerrada para los gitanos, comprende que por eso los ingenios de estos “van por otro norte que los de las demás gentes”: “...que como el sustentar su vida consiste en ser agudos, astutos y embusteros, despabilan el ingenio a cada paso y no dejan que críe moho en ninguna manera”.

Puesto que no se les proporcionan otros, el diablo y el uso han de ser los preceptores de la gitanería. Falta mucho para que, pese a todas las limitaciones de la Pragmática dictada en 1783 por Carlos III, se declare, siquiera, que los gitanos “no provienen de raíz infecta alguna”, y se ordene que, a los que quieran integrarse al trabajo regular, se les acepte “en cualesquiera oficios o destinos a que se aplicaren, como también en cualesquiera gremios o comunidades, sin que se les ponga o admita, en juicio ni fuera de él, obstáculo ni contradicción con este pretesto”23.

Lo que habitualmente se recoge de La Gitanilla es la secuencia Tarsiana-Preciosa-Esmeralda, con alusiones a algún nombre shakesperiano. Pero esto no es lo que más significa en la novela, aunque el logro del tipo haya sido un acierto. Importa mucho más lo otro señalado, así como las ráfagas costumbristas y folklóricas -iniciación gitana de Andrés Caballero, danzas, costumbres de tribu, fianza prestada al alcalde del pueblo toledano, etcétera- que atraviesan la narración; o las incidentales menciones de la pobreza española en los sectores hidalgos, expuesta con tanta agilidad en la escena de la visita a la casa del Teniente. El escudero que tiene un real de a cuatro empeñado en veintidós maravedís, y el “¡Por Dios, que no tengo blanca!”, del señor Teniente, parecen salidos del Lazarillo o del Buscón.

Esa picaresca es el fondo de La ilustre fregona. Pero, tanto en una novela como en la otra, Cervantes se evidencia como un prerromántico acogedor de lo que ya ha venido haciendo el Romancero: introducirse en el destino ajeno,

23 Dice el Art. 1o de la Pragmática de Carlos III: “Declaro que los que llaman y se dicen gitanos, no lo son por

origen ni por naturaleza, ni provienen de raíz infecta alguna”.

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considerar las cosas desde el punto de vista “del otro bando”; ser capaz de simpatía, en suma24.

La que Cervantes muestra por gitanos y pícaros en estas dos novelas, en nada obedece a una superficialidad de literato atraído por el ropaje pintoresquista del asunto. Es la simpatía de quien, de hecho, se ha visto más de una vez segregado por una sociedad implacable y corrompida a la que se niega el derecho a tirar contra nadie la primera piedra. Diego Carriazo empaña su estirpe entre pobres fingidos, tullidos falsos y oracioneros; pero, ¿qué hace su digno padre, el respetable caballero, cuando va a visitar a una dama noble y de intachable con-ducta? No sólo se le abalanza como una alimaña sino que, para conseguir sus fines, no vacila en utilizar el chantaje social: “Vuesa merced, señora mía, no grite, que las voces que diere serán pregoneras de su deshonra... Ha llovido sueño en todos vuestros criados, y cuando ellos acudan a vuestras voces no podrán más que quitarme la vida, y esto ha de ser en vuestros mismos brazos, y no por mi muerte dejará de quedar en opinión vuestra fama”.

Es lo mismo que ha sucedido en La fuerza de la sangre y que, al parecer, sucedía con frecuencia, sin que eso constituyere desdoro para ningún gentilhombre.

Gitanos y pícaros hurtan; pero los validos, como también señalará Quevedo, se apoderan de millones del erario público. Pícaros y gitanos burlan la ley; pero nadie ignora lo que hacen de ella jueces, inquisidores y grandes capitanes. Y en tanto que gitanos y pícaros lesionan a individuos, los otros arrastran a la miseria y al desastre histórico a una nación entera. .

Esta visión es más evidente en La Gitanilla que en La ilustre fregona. Por lo que es probable, aunque el italianismo asome en las dos, que la última citada corresponda a un Cervantes más joven.

En La ilustre fregona ya se conoce el paño. Se sabe que la moza de la posada no es para cualquiera, sino “joya para un arcipreste o para un conde”. Pero todavía no parece medirse del todo la dimensión del mal. En consecuencia, La ilustre fregona corre más que La Gitanilla por senderos humorísticos. Y más que el punto de partida de los tipos, ofrece los tipos mismos. Así, en los aguadores episodios de Lope el Asturiano o en la alusión a las corruptelas de los señores de la Audiencia frente a la intransigente austeridad del Maestre de Campo Don

24 “El Renacimiento vino a desarrollar una viva curiosidad por todo lo humano en sus tipos más diversos y

exóticos, la valoración del hombre en sí mismo, por cima de las limitaciones medievales de raza, religión o

clase, halló al Romancero preparado en el mismo sentido… Entonces se componen (por castellanos, claro es,

nunca por moros) los primeros romances moriscos, que consisten en mirar la secular reconquista no desde el campo cristiano, como siempre antes, sino desde el campo musulmán, ora para compadecer las desgracias del

vencido, ora para admirar su esfuerzo personal, y hasta para referir sus victorias mismas.” (Menéndez Pidal:

Flor nueva de romances viejos.)

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Francisco Arias Dávila, conde de Puñonrostro, enemigo jurado de jácaros25. Si La ilustre fregona se aproxima en sus enredos argumentísticos a La

Gitanilla, por el costado realista recuerda a Rinconete y Cortadillo. La Argüello y la Gallega evocan un tanto a la Escalanta y a la Gananciosa; y sus sobornadoras intenciones respecto a Lope y a Tomás Pedro, nos conducen hacia las relaciones de la Cariharta con Repolido. A su vez, el ambiente de la fiesta en la posada del Sevillano, recuerda aquella escena en la que Gananciosa rasca una escoba, Escalanta tañe un chapín como un pandero, y Monipodio hace el contrapunto con dos pedazos de plato roto, enlazando seguidillas entre todos. Y no hay que mencionar el siempre citado canto a los pícaros que abre La ilustre fregona, para admitir las coincidencias.

La diferencia está en que lo que en La ilustre fregona es horizonte, es primer plano en Rinconete y Cortadillo, la verdadera novela de pícaros escrita por Miguel de Cervantes. Porque El celoso extremeño usa pícaros, pero no es propósito picaresco; El casamiento engañoso es historia de estafa mutua y El coloquio de los perros26 va mucho más allá de la escueta Picaresca, en tanto que El Licenciado Vidriera no cae dentro de ella.

No puede negarse que tanto en La ilustre fregona como en La Gitanilla, algunos aspectos -intrigas y, en primer término, las exageradas pinturas platonizantes de la belleza femenina- permiten la agrupación entre las novelas italianistas de Cervantes. Pero tampoco puede negarse que otros aspectos de innegable trascendencia las separan de ellas, cosa que las convierte en una especie de puente de transición hacia las novelas de clara índole crítico-social. O, si se prefiere, hacia las novelas en las que el erasmismo cervantino se dibuja con mayor nitidez. Lo que no es lo mismo porque, por ejemplo, Rinconete y Cortadillo, que es quizás la de mayor franqueza erasmiana, no es la de mayor profundidad crítica.

El celoso extremeño Cervantes, que ha tratado pícaros y gitanos, trae los negros a El celoso

extremeño. Cuando Carrizales decide casarse, comienza por comprar un viejo eunuco

negro y seis esclavas, dos de las cuales son negras bozales. Una de ellas, en esos frecuentes olvidos cervantescos, se pierde en el transcurso de la novela. Pero la otra, Guiomar, pese a la brevedad de sus intervenciones, es todo un tipo. Portuguesa y ladina, es de las más resueltas a dar entrada al músico, jure o no

25 No ha faltado quien piense que el Conde de Puñonrostro pudo inspirar parcialmente la figura de Don

Quijote. 26 Ver Joaquín Casalduero: «Sentido y forma de las Novelas ejemplares» y Oldrich Belic: «La estructura del

Coloquio de los perros, de Cervantes». (Boletín de los Departamentos de Lengua y Literaturas Hispánicas y

Periodismo, Universidad de La Habana, no. 2, 1968.)

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jure, ya que sabe muy bien que “aunque más jura, si acá estás, todo olvida”. A Guiomar la utiliza Cervantes para marcar la desventaja que su raza implica, aun entre esclavas. Pero el personaje al que dedica la mayor atención afectuosa, es al viejo negro Luis, tan apasionado por la música que ni muerto de miedo deja de tentar las cuerdas de su guitarra. Con esa afición característica de la gente de su color, cuenta Loaysa cuando, en el primer diálogo que sostiene con él a través de la puerta cerrada, le comunica:

...soy un pobre estropeado de una pierna, que gano mi vida pidiendo por Dios a la buena gente; y juntamente con esto enseño a tañer a algunos morenos y a otra gente pobre, y ya tengo tres negros, esclavos de tres veinticuatros, a quien he enseñado de modo que pueden cantar y tañer en cualquier baile y en cualquier taberna… A Luis, pues, no se le ofrece dinero. Se le soborna aprovechando sus

impulsos artísticos; se le hace creer que tiene tan buena voz, que es “gran lástima que se pierda”; y se le convence de que es muy prometedor con la guitarra en la mano, aunque “no sabía el pobre negro, ni lo supo jamás, hacer un cruzado”. Viejo, cándido, apocado, este Luis es el más conmovedor de los negros que Cervantes asoma por aquí y por allá en sus obras, según hace en El coloquio de los perros, en ese episodio en el que Berganza se deja arrastrar, lamentablemente, por el servilismo canino.

Desde luego, el autor no dedica a los negros la atención que dedica a los gitanos. No es raro que no los viese, todavía, como tampoco se consigue que lleguen a verlos hoy en muchas partes. Pero comprende la bajeza de quienes les conceden la libertad, entregándolos al hambre, cuando por su ancianidad ya no pueden ser útiles. Y en el mismo Coloquio compara a los que presumen de sabios siendo ignorantes, con los que utilizan oropeles y abalorios para abusar de la buena fe de la raza, “como hacen los portugueses con los negros de Guinea”.

Más o menos así procede con Luis el trapacero Loaysa, tipo interesante de pícaro porque viene a ser una especie de Diego Carriazo de cuna menos ilustre, totalmente pervertido por el ambiente que el otro resiste sin mayor deterioro moral.

Se nos cuenta en El celoso extremeño: Hay en Sevilla un género de gente ociosa y holgazana, a quien

comúnmente suelen llamar gente de barrio: estos son los hijos de vecino de cada colación, y de los más ricos de ella; gente baldía, atildada y meliflua, de la cual y de su traje y manera de vivir, de su condición y de las leyes que guardan entre sí, había mucho que decir; pero por buenos respetos se deja. Estos pícaros, pues, son hijos de familias ricas. Y Loaysa es uno de ellos:

hecho que separa raigalmente el suyo del tipo lazaresco, así como del tipo del pícaro hidalgo, arruinado hasta el punto de traer, como el Don Toribio Rodríguez

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Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán que nos entrega Quevedo en El Buscón, las calzas acuchilladas “con entretelas de nalga pura”.

Loaysa es pícaro entero y verdadero, no a medias como Carriazo, porque le nace. No se disfraza de truhán y toma una guitarra para entrarse en casa ajena, como el Silerio de La Galatea, para ayudar a un amigo sinceramente enamorado, sino para seducir a una mujer casada que jamás ha visto. A quien se aproxima, en todo caso, en cuanto a modo de ser, es a Vicente de la Roca, “este bravo, este galán, este músico, este poeta” que engatusa con sus artimañas, en la Primera parte del Quijote, a la tonta Leandra.

Se ha dicho que el personaje procede de la realidad y que corresponde al poeta-matón Alfonso Álvarez de Soria, que terminó ahorcado.

La falta de escrúpulos de Loaysa, la paga el viejo Carrizales, cuya historia establece con la del primero una especie de sugerente motivo circular: a las Indias se va Loaysa cuando, en vez de casarse con él, Leonora ingresa en un convento; y el Carrizales que conocemos anciano y del cual, como ha señalado Pfandl, Cervantes cuida de proporcionarnos los antecedentes juveniles, ha venido de las Indias, a las que se había marchado, ya cerca de la cincuentena, como “remedio a que muchos otros perdidos de aquella ciudad se acogen”. La ciudad es Sevilla, donde Loaysa malbarata su vida y donde, por mal gobierno de la suya, había malbaratado su fortuna Carrizales, antes de decidir “proceder con más recato que hasta allí con las mujeres”.

Las Indias son “iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores...” Es, pues, natural, que el sevillano Loaysa tome ese rumbo. Pero, al tomarlo veinte años antes, ¿no habría sido Carrizales algo como un Loaysa un tanto más cargado de años? Si Carrizales es el más celoso hombre del mundo, siempre fatigado por sospechas y sobresaltado por imaginaciones, eso bien puede venirle de sus experiencias mozas.

Moribundo, Carrizales estima que “no se puede prevenir con diligencia humana el castigo que la voluntad divina quiere dar a los que en ella no ponen del todo en todos sus deseos y esperanzas”. Considera, por eso, que el máximo responsable del desastre que ha tenido lugar, es él mismo:

…que debiera considerar que mal podían estar ni compadecerse en uno los quince años de esta muchacha con los casi ochenta míos. Y o fui el que, como el gusano de seda, me fabriqué la casa donde muriese; y a ti no te culpo, ¡oh niña mal aconsejada!... no te culpo, digo, porque persuasiones de viejas taimadas y requiebros de mozos enamorados fácilmente vencen y triunfan del poco ingenio que los pocos años encierran... Probablemente, tiene por qué saberlo. Y uno piensa en la deliciosa broma

que sería -¿no está implícita en la novela?- el retorno de un Loaysa viejo que cayese en la tentación de casarse con una sevillanita adolescente.

El celoso extremeño, que es un acusado cuadro de costumbres, refleja la

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censura cervantina a los matrimonies demasiado desiguales en edad, expuesta con tanto desenfado en el entremés de El viejo celoso; insiste, como allí, en “lo poco que hay que fiar de llaves, tornos y paredes cuando queda la voluntad libre”; apunta la ojeriza contra las “dueñas de monjil negro y tendido y tocas blancas y luengas”, que desahogará Sancho Panza en la Segunda parte de Don Quijote; y, como en El curioso impertinente -pero esta vez, con toda franqueza, en España- se pronuncia contra los homicidios por razón de honor.

Sabido es que en la primera versión de la novela, el adulterio se consumaba, y que Cervantes eludió, con posterioridad, esa consumación. Hay quienes piensan que fue por propia voluntad y no por exigencia inquisitorial. Como es difícil imaginarse a un Cervantes asaltado a última hora por escrúpulos de esa índole, habría que pensar que, de todos modos, cedió a la presión ambiental. Como sería, acaso, la poca gana de afrontar murmuraciones, lo que le habría hecho dejar fuera de las Ejemplares a La tía fingida, que tantos comentaristas adjudican a su pluma a pesar de los serios reparos de Icaza. En 1612, Miguel de Cervantes tiene ya sesenta y cinco años, vive al centavo y ha sufrido muchos reveses de fortuna. No es de extrañar que quiera ahorrarse disgustos. Por otra parte, la solución que da al asunto es tan absurda que causa risa. Pero si con eso se tapa la boca a “sutiles y almidonados”, ¿por qué no aplicarla?

No hay que olvidar, además, que en La fuerza de la sangre y en otros lugares, se sostiene que tanto significan los deseos como los hechos y las palabras. Nada se pierde, así, de lo esencial de El celoso extremeño, aunque el adulterio no llegue a consumarse. Por consumado lo tiene Carrizales; a consumarlo se inclinaba Leo-nora, que por algo es hallada durmiendo en brazos de Loaysa; y así mirado, hasta se diría que, tal como en definitiva quedó, tiene la historia mayor finura cervantesca.

Rinconete y Cortadillo El celoso extremeño, Rinconete y Cortadillo y El coloquio de los perros, con sus

extremos vallisoletanos, son las tres novelas en las que Cervantes retrata a Sevilla, la más caótica y rufianera de las ciudades españolas de los Siglos de Oro. Si a la imperial Toledo no le faltaba su truchimanesca plaza de Zocodover, si Madrid parecía al Cratilo de El criticón gracianesco “una Londres de pestilencia y una Argel de cautiverios”, Sevilla, punto de partida y retorno de los galeones indianos y de sus codiciosas y desesperadas dotaciones, era la ciudad prostituida, aven-turera, matarife, dilapidadora, proxeneta, mariscárica, bulliciosa, desenfrenada y bravucona, que concentraba lo más hamponesco de España.

Cervantes lo sabía bien porque la había conocido hasta en la cárcel, donde había tenido que convivir con los tipos que recogió para su Rinconete, acaso en los mismos días en los que esbozaba su avellanado y seco hijastro.

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¿Es Rinconete y Cortadillo una verdadera novela picaresca? En El pensamiento de Cervantes, Américo Castro lo niega, estableciendo una distinción entre la Pi-caresca propiamente dicha -Guzmán de Alfarache, digamos- y el cuadro costumbrista arrufianado. Sin duda, desde diversos ángulos, tiene razón. Pero, ¿tiene que obedecer siempre lo apicarado a un estereotipo? ¿Ha de ser siempre trazado sobre pautas de cronológico progreso lineal?

Cervantes, que nunca copia exactamente un género narrativo previo, quiso darnos lo pícaro y no tal o cual tipo de pícaro. Lo suyo fue un resumen y una síntesis maestra de lo que existía en la realidad, en lo que se adelantó, por cierto, a la reseña, presuntamente histórica, hecha por el Dr. García en La desordenada codicia de los bienes ajenos, publicada en 1619.

Puede establecerse una división entre el pícaro pedigüeño y holgazán, y el pícaro activo y agresivo; y distinguir aun, si se quiere, entre picaresca y germanía. Al primer grupo pertenecerían los pordioseros, los fingidos ciegos, los llagados y tullidos, los oracioneros, los falsos peregrinos: los explotadores del ajeno sentimiento de caridad, en suma. Al segundo grupo, el de los pícaros “industriosos”, se asignarían los ladrones, estafadores, jugadores tramposos, viejas celestinescas, etcétera, capaces de truhanerías de todas clases, pero habitualmente alejados de los hechos de sangre; y en la germanía estaría el hampa matonesca propiamente dicha.

Por lo visto, había un preciso ordenamiento jerárquico. En La desordenada codicia de los bienes ajenos, se detalla: “...los primeros son los salteadores, después los estafadores, luego los grumetes, tras dellos los duendes, después los capeadores, a estos siguen los maletas, luego los apóstoles, cigarreros, cortabolsas y mayordomos. Sobre todos estos preside un género de ladrones, llamados entre nosotros liberales, cuyo oficio es encargarse de dar cuchilladas de tantos puntos”.

En lo individual, estas diferencias han de haber existido. Pero es difícil concebir que en la dinámica de las agrupaciones y de los acontecimientos, estos universos estuviesen delimitados por mucho tiempo. Verdad es que el protagonista genuinamente picaresco, si bien puede verter sangre por accidente, no es un apache profesional, mas como vemos en Rinconete y Cortadillo -y esa ha de haber sido la realidad- el simple ratero convive con el que da navajazos por encargo. En este amasijo, según lo vio Cervantes, han de haberse enmarañado de manera inevitable el burdel, la alcahuetería, el garito, la taberna, la ganzúa, el puñal, el naipe marcado y el muerto en la calle. Y no ha de haber sido muy fácil evitar pasar de una cosa a otra.

Cervantes desecha el pícaro tradicional y el característico procedimiento autobiográfico, para presentar en Rinconete y Cortadillo una visión totalizadora del problema.

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Como ha señalado J. Burckhardt27, la literatura humanística puede reclamar para sí la adjudicación del interés por las escenas de la vida real:

En sus aspectos cómicos y satíricos, las literaturas medievales no podían prescindir de la vida corriente. Pero es cosa muy distinta la pintura que hacen de ella, de sus cuadros y escenas, los italianos del Renacimiento, sencillamente porque los cuadros y escenas les interesan en sí mismos, porque son un pedazo del mundo que con su magia los envuelve. Junto a lo cómico tendencioso -y substituyéndolo- que pulula por casas, callejas y villorrios, zahiriendo a burgueses, rústicos y clérigos, se observan aquí los comienzos de la auténtica literatura de género, mucho antes que la pintura de género dé fe de vida. Que luego se combinen ambas con frecuencia, no impide que sean cosas distintas. En la España que aún no arribaba a la primera mitad del siglo XV, las

escenas de la vida interesaban ya por sí mismas al toledano Arcipreste de Talavera. Y por sí mismas interesaron a Miguel de Cervantes, en anticipados bodegones impresionistas, las transitorias estratificaciones sociales. Sin detallismos inútiles, ciñendo la descripción a lo indispensable, sólo con que alguien sea ladrón “para servir a Dios y a las buenas gentes”, o se llame Maniferro por haberle cortado una mano la justicia, o sólo con que sepa que “lo que dice la lengua paga la gorja”, Cervantes nos proporciona todo un panorama con su múltiple galería de tipos. No es un interior estático sino algo que fluye y refluye de la parte al todo y viceversa, en un movimiento constante que en Rinconete y Cortadillo, salvo el proemio de encuentro y mutua identificación de los protagonistas, se concentra en unidad de tiempo y de lugar.

Monipodio es el cruce de todos los caminos. En él confluyen la vieja Pipota, santurrona y corre-ve-y-dile; los espadachines de mirar atravesado; el alguacil cómplice; el chulo; las mozas de vida alegre; el chico recadero; los corchetes “neutrales”; el viejo soplón; los rateros recién iniciados; y, por supuesto, el mozo “vestido, como se suele decir, de barrio”, que contrata cuchilladas en el rostro de su enemigo.

¿Qué hace esa hampa sevillana? “Redomazos, untos de miera, clavazón de sambenitos y cuernos, matracas, espantos, alborotos y cuchilladas fingidas, publicación de nibelos, etcétera.”

Además, palizas, robos y cuchilladas verdaderas. Todo dentro de una ley que nadie quebranta porque hacerlo, como declara Monipodio, puede costar la vida: no hablar en el potro, entregar al patrimonio común el producto de los latrocinios cometidos, y ser devoto... sin confesarse nunca.

Esa devoción hace aflorar en Cervantes el Elogio de la locura. “Muchos de nosotros -explica el mozo que se considera moralmente muy por encima de

27 J. Burckhardt: Op. Cit.

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herejes y renegados- no hurtamos en día viernes, ni tenemos conversación con mujer que se llame María el día del sábado”; la Pipota no deja de poner sus candelas a Nuestra Señora de las Aguas y al Santo Crucifijo de San Agustín; Gananciosa dedica las suyas a San Miguel, San Blas y Santa Lucía; Monipodio dice misas por sus bienhechores y por ánimas de difuntos, y tiene en una sala de su casa, con pila de agua bendita y esportilla de palma para limosnas, una imagen de Nuestra Señora; y Juliana Cariharta –con gran diversión de Rinconete, hijo de buldero- espera que el cielo reciba, en descuento de sus pecados, los veinticuatro reales dados por ella a Repolido y que tanto “trabajo y afán” le había costado ganar en su oficio de ramera.

“Semejantes locuras... -había dicho Desiderio Erasmo en el mismo año de la publicación del Amadís de Garci Ordóñez de Montalvo- son aprobadas no sólo por el público, sino que por los que la religión enseñan.” Las admitían y fomentaban los mismos sacerdotes, “no ignorando todo el beneficio que de ellas pueden sacar”. Erasmo se pregunta: “Qué debo decir de aquellos que engañan gratamente al pueblo con sus pretendidas indulgencias, inventadas por ellos mismos, y que miden como una clepsidra la duración del purgatorio, estimando sin error, y con precisión matemática los siglos, los años, meses, días y horas?”28

A través de rezos y de escapularios se espera todo: salud, riqueza, honores y un puesto en el cielo, al lado de Jesús. Aunque, añade Erasmo: “...cierto que esta última ventaja no la desean sino lo más tarde que se pueda, esto es, cuando, con gran pesar suyo, los dejan los placeres de este mundo, a los que se prenden con todas sus fuerzas; entones y únicamente entonces desean sustituir las voluptuosidades de la tierra por las celestes”.

La actitud no es, por tanto, sólo monipódica. La mantienen por igual caballeros, soldados, jueces o comerciantes a quienes parece que una dádiva para la Iglesia basta “para justificar todas las manchas de su vida: perjurios, orgías, embriagueces; disputas, muertes, mentiras, perfidias y traiciones”.

Lo había dicho Erasmo de Rotterdam en 1508 y en 1613 lo repetía Miguel de Cervantes Saavedra.

El coloquio de los perros En El coloquio de los perros se plantearía, además, otra cosa. En las letras españolas, el Libro de buen amor revela ya el esfuerzo que tiene

que hacer el cristianismo para armonizar la idea de una todopoderosa divinidad con la muy divulgada y acatada ciencia de los “estrelleros”; y, adicionalmente, su esfuerzo por brindar coherencia a lo anterior con el presunto existir de un libre albedrío que hace al hombre responsable de sus actos. El problema de Dios, de la

28 Erasmo de Rotterdam: Elogio de la locura.

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Fortuna y de la aptitud para elegir entre el Bien y el Mal, se concentra aquí, complicado por el problema de la fantasía humana, que puesta en marcha para beneficio de una fe oficial, no siempre se detiene en los términos de esta sino que se desborda en toda clase de invenciones sobrenaturales.

En la España de los Siglos de Oro, como en la medieval, reinaban creencias de toda índole. Así Berganza, canino protagonista autobiográfico, topa no ya con la Iglesia sino con la brujería.

Las creencias de los romanos en augurios y señales, sobreviven en toda Europa. Durante los siglos XV y XVI los pactos con el demonio se tienen por indubitables. Se cree en nigromantes y en hechiceras, como las que el autor de Persiles nos regala en esa obra. Se tiene por cierta la existencia de maleficios, de conjuros, de talismanes, de ensalmos, de fiestas de aquelarre y hasta de dragones como aquellos a quienes decía extirpar las uñas la madre Celestina; y de aguas y ungüentos como los que ella misma preparaba.

En 1676 -El ente dilucidado- había aún libros que trataban, con la mayor gravedad, de la existencia de trasgos y duendes, “que son animales engendrados de la corrupción o de los vapores gruesos”; Fray Benito Feijoo, en su Teatro crítico, habla del Judío Errante, de almas en pena y del famoso “peje Nicolao”, amigo de sirenitas; Calderón cree todavía conveniente y necesario ridiculizar la astrología judiciaria en El astrólogo fingido y atacarla en La vida es sueño, y escribe La dama duende, El galán fantasma y El mágico prodigioso; y el historiador Cabrera de Córdoba creía en la magia.

A su vez, Don Quijote toma tales o cuales hechos por alegóricos mensajes y opina, precavidamente, que “esos que el vulgo suele llamar comúnmente agüeros”, si bien carecen de todo fundamento natural, “del que es discreto han de ser temidos”.

Cervantes escoge El coloquio de los perros para abordar el asunto. En sus correrías, Berganza arriba a Montilla, “villa del famoso y gran cristiano Marqués de Priego”, y se encuentra con la Cañizares, no hechicera pero sí bruja, quien le hace concebir la esperanza de ser hombre convertido en perro y capaz de recuperar su envoltura humana29.

Berganza, quien desde que tuvo fuerzas para roer un hueso ha tenido deseos de hablar, y que una vez, creyendo que poseía habla, había ladrado en casa de un corregidor, al verse dueño de la palabra articulada siente la tentación de darse por hijo de la Montiel, al cabo mujer y no perra aunque hubiese sido bruja “que por diciembre tenía rosas frescas en su jardín y por enero segaba trigo”.

Así, cuenta a su compañero esa historia en la que su “desencanto” -quizás el de ambos- no ha de ser obra propia sino hecho “fundado en acciones ajenas”:

Volverán a su forma verdadera

29 Las Camachas, famosas brujas, fueron castigadas por la Inquisición, en Montilla, alrededor de 1556.

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cuando vieren con presta diligencia derribar los soberbios levantados y alzar a los humildes abatidos por poderosa mano para hacello.

En lo externo, el episodio es un cuadro descriptivo de las supersticiones de la época. Pero, como todo en Cervantes, muestra también otra cara. “Digo, pues -afirma Cipión- que el verdadero sentido es un juego de bolos, donde con presta diligencia derriban los que están en pie y vuelven a alzar a los caídos, y esto por la mano de quien lo puede hacer”. Y, al final de toda la historia, el Licenciado Peralta dice al Alférez Campuzano: “Yo alcanzo el artificio del Coloquio y la invención y basta”.

El artificio en general, y en particular el incidente con la Cañizares, nos conduce a preguntarnos: ¿se habla de perros o de cuantos llevan una vida de perros? Con toda evidencia, se ha traspasado ese grado de la fábula en el que hablan los animales para que entiendan los hombres, para llegar a otro en el que se hace animales de los hombres para poder hablar de ellos. Y una cosa no es lo mismo que la otra. En la primera, los animales se comportan como seres humanos, en tanto que la segunda viene a decir que hay seres humanos reducidos a la existencia animal.

Es razonable atender a las historias, en primer término a través de su protagonista, y en el Coloquio este es Berganza. Pero, en rigor, El coloquio de los perros debe ser leído siguiendo cuidadosamente a Cipión, al par que a su compañero. Es Cipión quien estima, por ejemplo, que Berganza no debe quejarse por haber sido apaleado al pretender hablar en casa del Corregidor, porque:

...nadie se ha de meter donde no le llaman, ni ha de querer usar del oficio que por ningún caso le toca. Y has de considerar que nunca el consejo del pobre, por bueno que sea, fue admitido, ni el pobre humilde ha de tener presunción de aconsejar a los grandes y a los que piensan que lo saben todo. La sabiduría en el pobre está asombrada; que la necesidad y miseria son las sombras y nubes que la escurecen, y si acaso se descubre, la juzgan por tontedad y la tratan con menosprecio. Asimismo es Cipión-Cervantes quien trata de alzarse sobre esa situación,

aferrándose al valor intrínseco en las cosas mismas: “La virtud y el buen entendimiento siempre es una y siempre es uno: desnudo o vestido, solo o acompañado. Bien es verdad que puede padecer acerca de la estimación de las gentes, mas no en la realidad verdadera de lo que merece y vale”.

Los versos de la Cañizares son alegóricos. No quieren decir “lo que a la letra suena sino otra cosa”. Tomarán los perros forma humana, vivirán como humanos los que viven como perros, cuando los que estén en la cumbre se vean hollados y abatidos.

Pero los versos mienten: “...si en esto consistiera volver nosotros a la

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forma que dices, ya la hemos visto y lo vemos a cada paso... muchas veces hemos visto lo que dicen y nos estamos tan perros como antes”.

En el “quítate tú para ponerme yo” de validos y otros poderosos, se ha dado cien veces el juego de bolos. Y siempre el perro prosiguió perro y teniendo suerte de perro. Así que, si por azar se habla, hay que saber que es cosa sobrenatural y jamás vista: un portento de esos que por experiencia se sabe que anuncian “que alguna calamidad grande amenaza a las gentes”; y lo más acon-sejable, para cualquier perro como para el pavorreal, es mirarse los pies y deshacer la rueda.

Por razones muy diferentes es también de mucho interés en el Coloquio el fragmento referido al Matadero, ese lugar que como la calle de la Caza y la Costanilla, el rey no ha podido ganar.

El lector latinoamericano no puede dejar de evocar el vivísimo apunte de José Esteban Echeverría sobre el Buenos Aires mazorquero de cuando el tirano Rosas30. A él podrían pertenecer Nicolás el Romo y las estampas cervantinas:

...ninguna cosa me admiraba más ni me parecía peor que el ver que estos jiferos con la misma facilidad matan a un hombre que a una vaca; por quítame allá esa paja, a dos por tres, meten un cuchillo de cachas amarillas por la barriga de una persona, como si acocotasen un toro. Por maravilla se pasa día sin pendencias y sin heridas, y a veces sin muertos; todos se pican de valientes y aun tienen sus puntas de rufianes... El autor del Quijote no habla de oídas. Cuando, en junio de 1605, él y

mujeres de su familia son implicados por el alcalde de corte Cristóbal de Villarroel en el asesinato del caballero Gaspar de Ezpeleta, Cervantes vive en una posada o casa de vecindad de ínfima categoría, situada en Valladolid frente al Matadero, cerca de las orillas del Esgueva. Lo que añade a este episodio de las Novelas ejemplares un amargo ribete autobiográfico.

Tras abandonar al amo matarife, Berganza se aposenta con pastores, pareciéndole “propio y natural oficio de los perros guardar ganado, que es obra donde se encierra una virtud grande, como es amparar y defender de los poderosos y soberbios los humildes y los que poco pueden”. Allí aprende que, a veces, los pastores son los lobos; y hace la sátira de la novela pastoril.

Las Coplas de Mingo Revulgo dan vueltas por la ocurrencia. Pero Berganza ve menos lejos que los cantarcillos, en los que no se olvida al dueño de la majada. Y acaso por ello, bajando la cabeza, moviendo la cola y limpiando zapatos con la lengua, que es la manera indicada, consigue amo rico.

Aquí es donde se produce la pintura de los comerciantes, y donde Cipión,

30 José Esteban Echeverría (1805-1851), argentino. Sus obras más apreciadas son El matadero y el poema La

cautiva.

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que nos sorprende con una apología jesuita31, cuenta cómo la ambición y la opulencia de los mercaderes resaltan en sus hijos: “...y así los tratan y autorizan como si fuesen hijos de algún príncipe; y algunos hay que les procuran títulos y ponerles en el pecho la marca que tanto distingue la gente principal de la plebeya”.

No sólo por vanidad, claro es. Si el plebeyo enriquecido quiere procurar a su dinastía las exenciones y privilegios de la nobleza, es ese el camino que tiene que seguir32.

En este trozo es en el que Berganza –“si tú fueras persona fueras hipócrita”, le dice Cipión en algún momento- envilecido por la domesticidad, ataca a la esclava negra; así como en el encuentro con la Cañizares, dominado por su terror supersticioso, arrastra a la vieja al aire libre, exponiéndola a la vista pública.

Entre estos dos episodios muestra una cierta ambigüedad el del alguacil y la Colindres. En esta ocasión, si por una parte se combate a los deshonestos guardadores de la ley, por otra se efectúa una no muy leal alianza con el Asistente. Y Cipión -¿en honor de la censura?- hace la loa de los buenos alguaciles y escribanos. Es también en este trozo donde se liga El coloquio con Rinconete y Cortadillo, como si el alguacil dueño de Berganza fuese el mismo que conocimos en amistosos tratos con Monipodio.

El problema entre Dios y el Diablo, entre la omnipotencia divina y la existencia del Mal, que no es una minucia, se trata en El coloquio de los perros por medio del ya mencionado episodio de la bruja Cañizares:

Todo esto lo permite Dios por nuestros pecados, que sin su permisión yo he visto por experiencia que no puede ofender el diablo a una hormiga... los males que llaman de daño vienen de la mano del Altísimo y de su voluntad permitente; y los daños y males que llaman de culpa, vienen y se causan por nosotros mismos. Dios es impecable; de do se infiere que nosotros somos autores del pecado, formándole en la intención, en la palabra y en la obra, permitiéndolo Dios por nuestros pecados, como ya he dicho. Por esta y otras cosas, El coloquio de los perros es la novela cervantina de más

compleja y profunda sustancia, aunque aparezca como sumergida en otra. La otra, desde luego, es El casamiento engañoso, donde se narra la aventura de

un soldado que pretende actuar a la pícara sin condiciones para ello, y que resulta

31 “…yo he oído decir de esa bendita gente que para repúblicos del mundo no los hay tan prudentes en todo él

y para guiadores y adalides del cielo, pocos les llegan.” (Cervantes: El coloquio de los perros.) 32 “Según el fuero de Carlos I, ningún noble podía ser juzgado en lo criminal por tribunales ordinarios… estaban asimismo exentos de sufrir torturas y de estar en prisión juntamente con pecheros. Los individuos

pertenecientes a la alta nobleza recibían el tratamiento de señorías…” (Roberto Vilches Acuña: España de la

Edad de Oro.)

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víctima de una agarduñada Da. Estefanía de Caicedo que podría ser hija de Alonso de Castillo y Solórzano.

En su Bosquejo histórico sobre la novela española, Fernández de Navarrete estima que el protagonista tuvo existencia real y que fue el alférez Don Alonso de Campuzano, a quien Cervantes conoció hacia 1587.

Como ha dicho Oldrich Belic33, El casamiento engañoso, donde se engarza El coloquio, es una novela de marco. Esto limitó su desarrollo y su intensidad; pero no impidió que poseyese el vigor costumbrista y la intencionalidad social que nunca faltan en las más valiosas Ejemplares.

El Licenciado Vidriera Resta, en las Novelas, El Licenciado Vidriera. Se ha hecho notar que tanto en

el Quijote como en otras obras, el autor demuestra que los locos suscitaron notablemente su atención. Hay, en parte, la útil moda de Dama Estulticia para decir verdades. Pero en Cervantes hay que añadir, al gran loco Alonso Quijano, el loco Cardenio, el loco inflador de perros, el loco cordobés del Prólogo de la Segunda parte de El Ingenioso Hidalgo, los chiflados arbitristas, la fingida locura de Isabel Castrucho en Persiles y, desde luego, el Licenciado Vidriera.

El cuento, acaso por su brevedad, es uno de los más famosos de Cervantes. Lo mínimo de su intriga ha dado motivo para que se piense que es sólo un hilo concatenador de frases ingeniosas34. No es, por lo tanto, una novela italianista, aunque debido al largo paseo de Tomás Rueda por la península35 hay mucha Italia en ella. Es posible, por otra parte, que El Licenciado recoja algunos indirectos ecos italianos. A lo que parece, desde el siglo XVI, cuando un español era insultado en Italia, amén de judío y marrano, era obligado llamarle loco. Y una de !as características definidoras del español, según Joviano Pontano (De sermone) era, precisamente, la ocurrencia epigramática: “Los españoles son muy amigos de la burla; si observas a los que pertenecen al pueblo o a la plebe, verás que más que en burlas y donaires sus palabras consisten en mordacidades, amando más la invectiva y los sarcasmos que la risa y el deleite nacido de la alegría que fluye fácil entre los hombres sencillos”36.

Bandello, Vespasiano de Bisticci, Paolo Cortese y otros escritores abundaban en la opinión, que Cervantes corrobora al dotar a su personaje de una saetera lengua dotada de increíble velocidad.

33 Oldrich Belic: Op. cit. 34 “Para mí, digan lo que quieran los inspiradores y los copistas de Navarrete, El licenciado Vidriera no es

sino un pretexto de Cervantes para publicar sus Apotegmas…” (F. A. de Icaza: Las „Novelas ejemplares‟, sus

modelos literarios y sus modelos vivos.) 35 Los viajes de Tomás Rueda por Italia, como los detalles de su vida militar, se consideran material

cervantino autobiográfico. 36 B. Croce: Op. Cit.

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Vidriera, desdeñador del amor en aras del trabajo intelectual, es víctima de un filtro amoroso con el cual una encaprichada dueña sólo consigue trastornarle la razón. Trastorno parcial, parecido al de Don Quijote por referirse a una idea obsesionante, en tanto que el resto de la facultad raciocinadora permanece intacta.

La novela no sería tal si Cervantes no hubiese insertado en ella los recuerdos de su vida de soldado. Vestido de papagayo -rojo, amarillo, verde- Tomás conoce por propia experiencia aquello de “la vida de la galera, dela Dios a quien la quiera”; padece borrascas, tormentas, mareos, y aprende lo que eran “aquellas marítimas casas adonde lo más del tiempo maltratan las chinches, roban los forzados, enfadan los marineros, destruyen los ratones”. Separado después de la tropa, nos cuenta de Italia con el entusiasmo que siempre guardó por ella Cer-vantes y al que rinde aquí tributo.

Como se ha dicho, la gran ironía de la historia asoma en el hecho de que el que podía vivir loco, cuerdo se muere de hambre en una Corte que, al mismo tiempo, sustenta sin regateos “a los truhanes desvergonzados”. Lo que obliga al diplomado por Salamanca que todo lo había sacrificado a la inteligencia, a terminar su vida arma al brazo, en los tercios de Flandes.

Sobre esta novela ha comentado Francisco A. de Icaza: Entre las conjeturas descabelladas de que se hizo eco Navarrete... es

que Cervantes “se propuso en El Licenciado Vidriera ridiculizar la manía o extravagancia del erudito humanista alemán Gaspar Barthio... cuya aplicación vehemente a la lectura llegó a trastornarle la cabeza, viviendo durante diez años persuadido de que era de vidrio, sin querer, por esta aprensión, que nadie se le arrimase”. Por lo visto, ningún biógrafo alemán de Barthio menciona esa dolencia, ni

hay constancia de que aquel visitara España antes del año de publicación de las Ejemplares, lo que hace muy dudosa la hipótesis de Navarrete.

En «El Licenciado Vidriera y sus nombres», Francisco García Lorca (Revista Hispánica Moderna, New York, enero-octubre de 1965), que llama también la atención sobre los tres nombres -Tomás Rodaja, Licenciado Vidriera, Licenciado Rueda- que corresponden a las tres etapas básicas de la novela, ha hecho un breve y acertado paralelo entre la demencia de su protagonista y la de Alonso Quijano:

La locura del Quijote es una locura esencial: nace de la individualidad del personaje, y en ella se extingue. La realidad exterior es vivida por él en sus propios términos, cobra sentido gracias a su voluntad. La realidad es, en este plano, puramente accidental. En el Licenciado, por el contrario, razón y locura no proceden de él sino de sucesos adventicios. Al licenciado lo vuelven loco y lo vuelven cuerdo. Actos individuales o colectivos, puros azares, lo determinan. El encuentro con los dos amos lo

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hace estudiante, el encuentro azaroso con el capitán Valdivia prefigura su último destino, el membrillo lo enloquece y el fraile jerónimo lo restaura. La gente, la fama, lo hace y lo deshace. Nada queda apenas en las manos del personaje. Pese a que se continúe manejando mucho, esta novela es una de las que

más ha sufrido con los años. Muchos decires ingeniosos de Vidriera se escapan hoy, por aludir a hechos y costumbres desconocidos por el lector, cuya clave hay que ir a buscar a raras memorias y crónicas de sucesos locales como la Fastiginia del portugués Tomé Pinheiro da Vega.

Ni por esta novela ni por sus compañeras obtuvo gran cosa el Manco alcalaíno, fuera de su póstuma fama: mil seiscientos reales y dos docenas de tomitos para regalar a unos cuantos amigos.

Pero, a estas horas, hace tiempo que el escritor ha aprendido a soportar adversidades. “No puedo sufrir ni llevar en paciencia -dice Cipión en El coloquio- oír las quejas que dan de la fortuna algunos hombres que la mayor que tuvieron fue tener premios y esperanzas de llegar a ser escuderos. ¡Con qué maldiciones la maldicen! ¡Con cuántos improperios la deshonran! Y no por más de que porque piense el que los oye que de alta, próspera y buena ventura han venido a la desdichada y baja en que los miran.”

Héroe de Lepanto, el viejo pobre de las Ejemplares no caerá en eso: él se llama Miguel de Cervantes Saavedra.

La obra narrativa de Cervantes, La Habana, Instituto Cubano del Libro (Biblioteca Básica de Literatura Española), 1971, pp. 187-260.