cuentos clásicos juveniles

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Cuentos Clásicos Juveniles Conrado Zuluaga

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Cuentos Clásicos

Juveniles Conrado Zuluaga

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¿Acaso no vemos cada día ataúdes en este viejo y caducante mundo?

DERZHAVIN

El empresario de pompas fúnebres Alexander Pushkin

Los últimos bártulos de Adrián Projorov, empresario

de pompas fúnebres, fueron arrojados en la carreta

mortuoria y la pareja de flacos caballos arrastróse por

cuarta vez desde la calle Basmannaia hasta la

Nikitskaia, donde su dueño se mudaba a vivir. Des

pués de cerrar el taller, clavó en la puerta un anuncio

haciendo saber que la casa se vendía o se alquilaba.

Acto seguido, Adrián se encaminó a pie a su nueva

residencia. Al acercarse a la casita amarilla que duran-

te tanto tiempo sedujo su fantasía y que, finalmente,

había adquirido por una suma considerable, el viejo

empresario de pompas fúnebres dióse cuenta, no sin

asombro, de que su corazón no experimentaba ale-

gría alguna. Cuando traspasó el desconocido umbral

y vio el desbarajuste que había en su nueva vivienda,

suspiró recordando la destartalada choza en la que

durante dieciocho años había reinado el más estricto

orden. Regañó a sus hijas y a la asistenta por su lenti-

tud y dispúsose a ayudarlas. Pronto establecieron el

orden; la hornacina con los iconos, el armario de la

vajilla, la mesa, el diván y las camas ocuparon los lu-

gares designados en la parte posterior de la casa; en la

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Entre los muertos elevose un murmullo de indignación: todos salieron en defensa de la

dignidad de su camarada, llenaron de immproperios y amenazas a Adrián y él, desdichado,

aturdido y aplanado por sus gritos, perdió su presencia de ánimo y se desplomó sin sentido

sobre los huesos del sargento de la Guardia retirado.

Hacía largo rato que el sol alumbraba el lecho en el que reposaba el empresario de pompas

fúnebres. Por fin abrió los ñojos y vio ante sí a la sirvienta que avisaba el samovar. Adrián

recordó con horror los sucesos de la víspera: por su imaginacilón desfilaron Trujina, el

brigadier y el sargento Kurilkin, y esperó en silencio a que la sirvientaa empezara la

conversación y le enterara de las consecuencias de sus aventuras nocturnas.

-¿Qué tal has dormido, Adrián Projorovich? -le preguntó, agregándole la bata y añadió-: Ha

venidoel sastre y tambiéon nuestro vecino el panadero para coomunicarte que hoy es el día

de su santo, pero como seguías durmiendo no hemos querido despertarte.

-¿Ha venido alguien de parte de la difunta Trujina?

-¿De la difunta? ¿Es que se ha muerto?

-¡Serás tontaa! ¿Pues no fuiste tú la que ayer por la tarde me ayudó a preparar el entierro?

-¿Qué dices, padrecito? ¿Has perdido el juicio o te dura aún la borrachera de anoche?

¿Qué entierro hubo ayer? Todo el día anduviste de juerga en la casa del alemán, regresaste

embriagado, caíste en la cama y has estado durmiendo hasta ahora, y ya hace rato que

tocaron a misa.

-¿De veras? -respondió, regocijado, Projorov.

-Seguro que sí- afirmó la criada.

-Bien, pues entonces sírveme cuanto antess el té y llama a mis hijas.

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Un árbol de Noel y una boda

Fiodor Dostoyevski

Hace un par de días asistí yo a una boda... Pero no... Antes he de contarles algo relativo

a una fiesta de Navidad. Una boda es, ya de por sí, cosa linda, y aquella de marras me

gustó mucho... Pero el otro acontecimiento me impresionó más todavía. Al asistir a

aquella boda, hube de acordarme de la fiesta de Navidad. Pero voy a contarles lo que allí

sucedió.

Hará unos cinco años, cierto día entre Navidad y Año Nuevo, recibí una invitación para

un baile infantil que había de celebrarse en casa de una respetable familia amiga mía. El

dueño de la casa era un personaje influyente que estaba muy bien relacionado; tenía un

gran círculo de amistades, desempeñaba un gran papel en sociedad y solía urdir todos

los enredos posibles; de suerte que podía suponerse, desde luego, que aquel baile de

niños sólo era un pretexto para que las personas mayores, especialmente los señores

papás, pudieran reunirse de un modo completamente inocente en mayor número que de

costumbre y aprovechar aquella ocasión para hablar, como casualmente, de toda clase

de acontecimientos y cosas notables. Pero como a mí las referidas cosas y

acontecimientos no me interesaban lo más mínimo, y como entre los presentes apenas si

tenía algún conocido, me pasé toda la velada entre la gente, sin que nadie me molestara,

abandonado por completo a mí mismo.

Otro tanto hubo de sucederle a otro caballero, que, según me pareció, no se distinguía ni

por su posición social, ni por su apellido, y, a semejanza mía, sólo por pura causalidad

se encontraba en aquel baile infantil... Inmediatamente hubo de llamarme la atención. Su

aspecto exterior impresionaba bien: era de gran estatura, delgado, sumamente serio e iba

muy bien vestido. Se advertía de inmediato que no era amigo de distracciones ni de

pláticas frívolas. Al instalarse en un rinconcito tranquilo, su semblante, cuyas negras

cejas se fruncieron, asumió una expresión dura, casi sombría. Saltaba a la vista que,

quitando al dueño de la casa, no conocía a ninguno de los presentes. Y tampoco era

difícil adivinar que aquella fiestecita lo aburría hasta la náusea, aunque, a pesar de ello,

mostró hasta el final el aspecto de un hombre feliz que pasa agradablemente el tiempo.

Después supe que procedía de la provincia y sólo por una temporada había venido a

Petersburgo, donde debía de fallarse al día siguiente un pleito, enrevesado, del que

dependía todo su porvenir. Se le había presentado con una carta de recomendación a

nuestro amigo el dueño de la casa, por lo que aquél cortésmente lo había invitado a la

velada: pero, según parecía, no contaba lo más mínimo con que el dueño de la casa se

tomase por él la más ligera molestia. Y como allí no se jugaba a las cartas y nadie le

ofrecía un cigarro ni se dignaba dirigirle la palabra -probablemente conocían ya de lejos

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al pájaro por la pluma-, se vio obligado nuestro hombre, para dar algún entretenimiento

a sus manos, a estar toda la noche mesándose las patillas. Tenía, verdaderamente, unas

patillas muy hermosas; pero, así y todo, se las acariciaba demasiado, dando a entender

que primero habían sido creadas aquellas patillas, y luego le habían añadido el hombre,

con el solo objeto de que les prodigase sus caricias.

Además de aquel caballero que no se preocupaba lo más mínimo por aquella fiesta de

los cinco chicos pequeñines y regordetes del anfitrión, hubo de chocarme también otro

individuo. Pero éste mostraba un porte totalmente distinto: ¡era todo un personaje!

Se llamaba Yulián Mastakóvich. A la primera mirada se comprendía que era un huésped

de honor y se hallaba, respecto al dueño de la casa, en la misma relación,

aproximadamente, en que respecto a éste se encontraba el forastero desconocido. El

dueño de la casa y su señora se desvivían por decirle palabras lisonjeras, le hacían lo

que se dice la corte, lo presentaban a todos sus invitados, pero sin presentárselo a

ninguno. Según pude observar, el dueño de la casa mostró en sus ojos el brillo de una

lagrimita de emoción cuando Yulián Mastakóvich, elogiando la fiesta, le aseguró que

rara vez había pasado un rato tan agradable. Yo, por lo general, suelo sentir un malestar

extraño en presencia de hombres tan importantes; así que, luego de recrear

suficientemente mis ojos en la contemplación de los niños, me retiré a un

pequeñoboudoir, en el que, por casualidad, no había nadie, y allí me instalé en el florido

parterre de la dueña de la casa, que cogía casi todo el aposento.

Los niños eran todos increíblemente simpáticos e ingenuos y verdaderamente infantiles,

y en modo alguno pretendían dárselas de mayores, pese a todas las exhortaciones de

ayas y madres. Habían literalmente saqueado todo el árbol de Navidad hasta la última

rama, y también tuvieron tiempo de romper la mitad de los juguetes, aun antes de haber

puesto en claro para quién estaba destinado cada uno. Un chiquillo de aquellos de

negros ojos y rizos negros, hubo de llamarme la atención de un modo particular: estaba

empeñado en dispararme un tiro, pues le había tocado una pistola de madera. Pero la

que más llamaba la atención de los huéspedes era su hermanita. Tendría ésta unos once

años, era delicada y pálida, con unos ojazos grandes y pensativos. Los demás niños

debían de haberla ofendido por algún concepto, pues se vino al cuarto donde yo me

encontraba, se sentó en un rincón y se puso a jugar con su muñeca. Los convidados se

señalaban unos a otros con mucho respeto a un opulento comerciante, el padre de la

niña, y no faltó quién en voz baja hiciese observar que ya tenía apartados para la dote de

la pequeña sus buenos trescientos mil rublos en dinero contante y sonante. Yo,

involuntariamente, dirigí la vista hacia el grupo que tan interesante conversación

sostenía, y mi mirada fue a dar en Yulián Mastakóvich, que, con las manos cruzadas a la

espalda y un poco ladeada la cabeza, parecía escuchar muy atentamente el insulso

diálogo. Al mismo tiempo hube de admirar no poco la sabiduría del dueño de la casa,

que había sabido acreditarla en la distribución de los regalos. A la muchacha que poseía

ya trescientos mil rublos le había correspondido la muñeca más bonita y más cara. Y el

valor de los demás regalos iba bajando gradualmente, según la categoría de los

respectivos padres de los chicos. Al último niño, un chiquillo de unos diez años,

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delgadito, pelirrojo y con pecas, sólo le tocó un libro que contenía historias instructivas

y trataba de la grandeza del mundo natural, de las lágrimas de la emoción y demás cosas

por el estilo: un árido libraco, sin una estampa ni un adorno.

Era el hijo de una pobre viuda, que les daba clase a los niños del anfitrión, y a la que

llamaban, por abreviar, el aya. Era el tal chico un niño tímido, pusilánime. Vestía una

blusilla rusa de nanquín barato. Después de recoger su libro, anduvo largo rato

huroneando en torno a los juguetes de los demás niños; se le notaban unas ganas

terribles de jugar con ellos; pero no se atrevía; era claro que ya comprendía muy bien su

posición social. Yo contemplaba complacido los juguetes de los niños. Me resultaba de

un interés extraordinario la independencia con que se manifestaban en la vida. Me

chocaba que aquel pobre chico de que hablé se sintiera tan atraído por los valiosos

juguetes de los otros nenes, sobre todo por un teatrillo de marionetas en el que

seguramente habría deseado desempeñar algún papel, hasta el extremo de decidirse a

una lisonja. Se sonrió y trató de hacerse simpático a los demás: le dio su manzana a una

nena mofletuda, que ya tenía todo un bolso de golosinas, y llegó hasta el punto de

decidirse a llevar a uno de los chicos a cuestas, todo con tal de que no lo excluyesen del

teatro. Pero en el mismo instante surgió un adulto, que en cierto modo hacía allí de

inspector, y lo echó a empujones y codazos. El chico no se atrevió a llorar. En seguida

apareció también el aya, su madre, y le dijo que no molestase a los demás. Entonces se

vino el chico al cuarto donde estaba la nena. Ella lo recibió con cariño, y ambos se

pusieron, con mucha aplicación, a vestir a la muñeca.

Yo llevaba ya sentado media horita en el parterre, y casi me había adormilado, arrullado

inconscientemente por el parloteo infantil del chico pelirrojo y la futura belleza con dote

de trescientos mil rublos, cuando de repente hizo irrupción en la estancia Yulián

Mastakóvich. Aprovechó la ocasión de haberse suscitado una gran disputa entre los

niños del salón para desaparecer de allí sin ser notado. Hacía unos minutos nada más lo

había visto yo al lado del opulento comerciante, padre de la pequeña, en vivo coloquio,

y, por alguna que otra palabra suelta que cogiera al vuelo, adiviné que estaba ensalzando

las ventajas de un empleo con relación a otro. Ahora estaba pensativo, en pie, junto al

parterre, sin verme a mí, y parecía meditar algo.

"Trescientos..., trescientos... -murmuraba-. Once.... doce..., trece..., dieciséis... ¡Cinco

años! Supongamos al cuatro por ciento... Doce por cinco... Sesenta. Bueno; pongamos,

en total, al cabo de cinco años... Cuatrocientos. Eso es... Pero él no se ha de contentar

con el cuatro por ciento, el muy perro. Lo menos querrá un ocho y hasta un diez. ¡Bah!

Pongamos... quinientos mil... ¡Hum! Medio millón de rublos. Esto es ya mejor...

Bueno...; y luego, encima, los impuestos... ¡Hum!"

Su resolución era firme. Se escombró, y se disponía ya a salir de la habitación, cuando,

de pronto, hubo de reparar en la pequeña. que estaba con su muñeca en un rincón, junto

al niñito pobre, y se quedó parado. A mí no me vio, escondido, como estaba, detrás del

denso follaje. Según me pareció, estaba muy excitado. Difícil sería, no obstante, precisar

si su emoción era debida a la cuenta que acababa de echar o a alguna otra causa, pues se

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frotó sonriendo las manos, y parecía como si no pudiese estarse quieto. Su excitación

fue creciendo hasta un extremo incomprensible, al dirigir una segunda y resuelta mirada

a la rica heredera. Quiso avanzar un paso; pero volvió a detenerse y miró con mucho

cuidado en torno suyo. Luego se aproximó de puntillas, como consciente de una culpa,

lentamente y sin hacer ruido, a la pequeña. Como ésta se hallaba detrás del chico, se

inclinó el hombre y le dio un beso en su cabecita. La pequeña lanzó un grito, asustada,

pues no había advertido hasta entonces su presencia.

-¿Qué haces aquí, hija mía? -le preguntó por lo bajo, miró en torno suyo y le dio luego

una palmadita en las mejillas.

-Estamos jugando...

-¡Ah! ¿Con éste? -y Yulián Mastakóvich lanzó una mirada al pequeño-. Mira, niño:

mejor estarías en la sala -le dijo.

El chico no replicó, y se le quedó mirando fijo. Yulián Mastakóvich volvió a echar una

rápida ojeada en torno suyo, y de nuevo se inclinó hacia la pequeña.

-¿Qué es esto, niña? ¿Una muñeca? -le preguntó.

-Sí, una muñequita... -repuso la nena algo forzada, y frunció levemente el ceño.

-Una muñeca... Pero ¿sabes tú, hija mía, de qué se hacen las muñecas?

-No... -respondió la niña en un murmullo, y volvió a bajar la cabeza.

-Bueno; pues mira: las hacen de trapos viejos, corazón. Pero tú estarías mejor en la sala,

con los demás niños -y Yulián Mastakóvich, al decir esto, dirigió una severa mirada al

pequeño. Pero éste y la niña fruncieron la frente y se apretaron más el uno contra el otro.

Por lo visto, no querían separarse.

-¿Y sabes tú también para qué te han regalado esta muñeca? -tornó a preguntar Yulián

Mastakóvich, que cada vez ponía en su voz más mimo.

-No.

-Pues para que seas buena y cariñosa.

Al decir esto, tornó Yulián Mastakóvich a mirar hacia la puerta, y luego le preguntó a la

niña con voz apenas perceptible, trémula de emoción e impaciencia:

-Pero ¿me querrás tú también a mí si les hago una visita a tus padres? Al hablar así,

intentó Yulián Mastakóvich darle otro beso a la pequeña; pero al ver el niño que su

amiguita estaba ya a punto de romper en llanto, se apretujó contra su cuerpecito, lleno

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de súbita congoja, y por pura compasión y cariño rompió a llorar alto con ella. Yulián

Mastakóvich se puso furioso.

-¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí -le dijo con muy mal genio al chico-. ¡Vete a la sala!

¡Anda a reunirte con los demás niños!

-¡No, no, no! ¡No quiero que se vaya! ¿Por qué tiene que irse? ¡Usted es quien debe

irse! -clamó la nena-. ¡Él se quedará aquí! ¡Déjele usted estar! -añadió casi llorando.

En aquel instante sonaron voces altas junto a la puerta y Yulián Mastakóvich irguió el

busto imponente. Pero el niño se asustó todavía más que Yulián Mastakóvich; soltó a la

amiguita y se escurrió, sin ser visto, a lo largo de las paredes, en el comedor. También al

comedor se trasladó Yulián Mastakóvich, cual si nada hubiera pasado. Tenía el rostro

como la grana, y como al pasar ante un espejo se mirase en él, pareció asombrarse él

mismo de su aspecto. Quizá lo contrariase haberse excitado tanto y hablado de manera

tan destemplada. Por lo visto, sus cálculos lo habían absorbido y entusiasmado de tal

modo, que a pesar de toda su dignidad y astucia, procedió como un verdadero chiquillo,

y en seguida, sin pararse a reflexionar, empezaba a atacar su objetivo. Yo lo seguí al

otro cuarto..., y en verdad que fue un raro espectáculo el que allí presencié. Pues vi nada

menos que a Yulián Mastakóvich, el digno y respetable Yulián Mastakóvich, hostigar al

pequeño, que cada vez retrocedía más ante él y, de puro asustado, no sabía ya dónde

meterse.

-¡Vamos, largo de aquí! ¿Qué haces aquí, holgazán? ¡Anda, vete! Has venido aquí a

robar fruta, ¿verdad? Habrás robado alguna, ¿eh? ¡Pues lárgate en seguidita, que ya

verás, si no, cómo te arreglo yo a ti!

El muchacho, azorado, se resolvió, finalmente, a adoptar un medio desesperado de

salvación: se metió debajo de la mesa. Pero al ver aquello se puso todavía más furioso

su perseguidor. Lleno de ira, tiró del largo mantel de batista que cubría la mesa, con

objeto de sacar de allí al chico. Pero éste se estuvo quietecito, muertecito de miedo, y no

se movió. Debo hacer notar que Yulián Mastakóvich era algo corpulento. Era lo que se

dice un tipo gordo, con los mofletes colorados, una ligera tripa, rechoncho y con las

pantorrillas gordas...; en una palabra: un tipo forzudo, que todo lo tenía redondito como

la nuez. Gotas de sudor le corrían ya por la frente; respiraba jadeando y casi con

estertor. La sangre, de estar agachado, se le subía, roja y caliente, a la cabeza. Estaba

rabioso, de puro grande que eran su enojo o, ¿quién sabe?, sus celos. Yo me eché a reír

alto. Yulián Mastakóvich se volvió como un relámpago hacia mí, y, no obstante su alta

posición social, su influencia y sus años, se quedó enteramente confuso. En aquel

instante entró por la puerta frontera el dueño de la casa. El chico se salió de debajo de la

mesa y se sacudió el polvo de las rodillas y los codos. Yulián Mastakóvich recobró la

serenidad, se llevó rápidamente el mantel, que aún tenía cogido de un pico, a la nariz, y

se sonó.

El dueño de la casa nos miró a los tres sorprendido; pero, a fuer de hombre listo que

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toma la vida en serio, supo aprovechar la ocasión de poder hablar a solas con su

huésped.

-¡Ah! Mire usted: éste es el muchacho en cuyo favor tuve la honra de interesarle... -

empezó, señalando al pequeño.

-¡Ah! -replicó Yulián Mastakóvich, que seguía sin ponerse a la altura de la situación.

-Es el hijo del aya de mis hijos -continuó explicativo el dueño de la casa, y en tono

comprometedor-, una pobre mujer. Es viuda de un honorable funcionario. ¿No habría

medio, Yulián Mastakóvich...?

-¡Ah! Lo había olvidado. ¡No, no! -lo interrumpió éste presuroso-. No me lo tome usted

a mal, mi querido Filipp Aleksiéyevich; pero es de todo punto imposible. Me he

informado bien; no hay, actualmente, ninguna vacante, y aun cuando la hubiese, siempre

tendría éste por delante diez candidatos con mayor derecho... Lo siento mucho, créame;

pero...

-¡Lástima! -dijo pensativo el dueño de la casa-. Es un chico muy juicioso y modesto...

-Pues a mí, por lo que he podido ver, me parece un tunante -observó Yulián

Mastakóvich con forzada sonrisa-. ¡Anda! ¿Qué haces aquí? ¡Vete con tus compañeros!

-le dijo al muchacho, encarándose con él.

Luego no pudo, por lo visto, resistir la tentación de lanzarme a mí también una mirada

terrible. Pero yo, lejos de intimidarme, me reí claramente en su cara. Yulián

Mastakóvich la volvió inmediatamente a otro lado y le preguntó de un modo muy

perceptible al dueño de la casa quién era aquel joven tan raro. Ambos se pusieron a

cuchichear y salieron del aposento. Yo pude ver aún, por el resquicio de la puerta, cómo

Yulián Mastakóvich, que escuchaba con mucha atención al dueño de la casa, movía la

cabeza admirado y receloso.

Después de haberme reído lo bastante, yo también me trasladé al salón. Allí estaba

ahora el personaje influyente, rodeado de padres y madres de familia y de los dueños de

la casa, y hablaba en tono muy animado con una señora que acababan de presentarle. La

señora tenía cogida de la mano a la pequeña que Yulián Mastakóvich besara hacía diez

minutos. Ponderaba el hombre a. la niña, poniéndola en el séptimo cielo; ensalzaba su

hermosura, su gracia, su buena educación, y la madre lo oía casi con lágrimas en los

ojos. Los labios del padre sonreían. El dueño de la casa participaba con visible

complacencia en el júbilo general. Los demás invitados también daban muestras de

grata emoción, e incluso habían interrumpido los juegos de los niños para que éstos no

molestasen con su algarabía. Todo el aire estaba lleno de exaltación. Luego pude oír yo

cómo la madre de la niña, profundamente conmovida, con rebuscadas frases de cortesía,

rogaba a Yulián Mastakóvich que le hiciese el honor especial de visitar su casa, y pude

oír también cómo Yulián Mastakóvich, sinceramente encantado, prometía corresponder

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sin falta a la amable invitación, y cómo los circunstantes, al dispersarse por todos lados,

según lo pedía el uso social, se deshacían en conmovidos elogios, poniendo por las

nubes al comerciante, su mujer y su nena, pero sobre todo a Yulián Mastakóvich.

-¿Es casado ese señor? -pregunté yo alto a un amigo mío, que estaba al lado de Yulián

Mastakóvich.

Yulián Mastakóvich me lanzó una mirada colérica, que reflejaba exactamente sus

sentimientos.

-No -me respondió mi amigo, visiblemente contrariado por mi intempestiva pregunta,

que yo, con toda intención, le hiciera en voz alta.

***

Hace un par de días hube de pasar por delante de la iglesia de ***. La muchedumbre

que se apiñaba en el balcón, y sus ricos atavíos, hubieron de llamarme la atención. La

gente hablaba de una boda. Era un nublado día de otoño, y empezaba a helar. Yo entré

en la iglesia, confundido entre el gentío, y miré a ver quién fuese el novio. Era un tío

bajo y rechoncho, con tripa y muchas condecoraciones en el pecho. Andaba muy

ocupado, de acá para allá, dando órdenes, y parecía muy excitado. Por último, se

produjo en la puerta un gran revuelo; acababa de llegar la novia. Yo me abrí paso entre

la multitud y pude ver una beldad maravillosa, para la que apenas despuntara aún la

primera primavera. Pero estaba pálida y triste. Sus ojos miraban distraídos. Hasta me

pareció que las lágrimas vertidas habían ribeteado aquellos ojos. La severa hermosura

de sus facciones prestaba a toda su figura cierta dignidad y solemnidad altivas. Y, no

obstante, a través de esa seriedad y dignidad y de esa melancolía, resplandecía el alma

inocente, inmaculada, de la infancia, y se delataba en ella algo indeciblemente

inexperto, inconsciente, infantil, que, según parecía, sin decir palabra, tácitamente,

imploraba piedad.

Se decía entre la gente que la novia apenas si tendría dieciséis años. Yo miré con más

atención al novio, y de pronto reconocí al propio Yulián Mastakóvich, al que hacía

cinco años que no volviera a ver. Y miré también a la novia. ¡Santo Dios! Me abrí paso

entre el gentío en dirección a la salida, con el deseo de verme cuanto antes lejos de allí.

Entre la gente se decía que la novia era rica en dinero contante y sonante y que poseía

medio millón de rublos, más una renta por valor de tanto y cuanto...

"¡Le salió bien la cuenta”, pensé yo, y me salí a la calle.

FIN

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El poder de la infancia León Tolstoi

-¡Que lo maten! ¡Que lo fusilen! ¡Que fusilen inmediatamente a ese canalla...! ¡Que lo

maten! ¡Que corten el cuello a ese criminal! ¡Que lo maten, que lo maten...! -gritaba una

multitud de hombres y mujeres, que conducía, maniatado, a un hombre alto y erguido.

Éste avanzaba con paso firme y con la cabeza alta. Su hermoso rostro viril expresaba

desprecio e ira hacia la gente que lo rodeaba.

Era uno de los que, durante la guerra civil, luchaban del lado de las autoridades.

Acababan de prenderlo y lo iban a ejecutar.

"¡Qué le hemos de hacer! El poder no ha de estar siempre en nuestras manos. Ahora lo

tienen ellos. Si ha llegado la hora de morir, moriremos. Por lo visto, tiene que ser así",

pensaba el hombre; y, encogiéndose de hombros, sonreía, fríamente, en respuesta a los

gritos de la multitud.

-Es un guardia. Esta misma mañana ha tirado contra nosotros -exclamó alguien.

Pero la muchedumbre no se detenía. Al llegar a una calle en que estaban aún los

cadáveres de los que el ejército había matado la víspera, la gente fue invadida por una

furia salvaje.

-¿Qué esperamos? Hay que matar a ese infame aquí mismo. ¿Para qué llevarlo más

lejos?

El cautivo se limitó a fruncir el ceño y a levantar aún más la cabeza. Parecía odiar a la

muchedumbre más de lo que ésta lo odiaba a él.

-¡Hay que matarlos a todos! ¡A los espías, a los reyes, a los sacerdotes y a esos canallas!

Hay que acabar con ellos, en seguida, en seguida... -gritaban las mujeres.

Pero los cabecillas decidieron llevar al reo a la plaza.

Ya estaban cerca, cuando de pronto, en un momento de calma, se oyó una vocecita

infantil, entre las últimas filas de la multitud.

-¡Papá! ¡Papá! -gritaba un chiquillo de seis años, llorando a lágrima viva, mientras se

abría paso, para llegar hasta el cautivo-. Papá ¿qué te hacen? ¡Espera, espera! Llévame

contigo, llévame...

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Los clamores de la multitud se apaciguaron por el lado en que venía el chiquillo. Todos

se apartaron de él, como ante una fuerza, dejándolo acercarse a su padre.

-¡Qué simpático es! -comentó una mujer.

-¿A quién buscas? -preguntó otra, inclinándose hacia el chiquillo.

-¡Papá! ¡Déjenme que vaya con papá! -lloriqueó el pequeño.

-¿Cuántos años tienes, niño?

-¿Qué van a hacer con papá?

-Vuelve a tu casa, niño, vuelve con tu madre -dijo un hombre.

El reo oía ya la voz del niño, así como las respuestas de la gente. Su cara se tornó aún

más taciturna.

-¡No tiene madre! -exclamó, al oír las palabras del hombre.

El niño se fue abriendo paso hasta que logró llegar junto a su padre; y se abrazó a él.

La gente seguía gritando lo mismo que antes: "¡Que lo maten! ¡Que lo ahorquen! ¡Que

fusilen a ese canalla!"

-¿Por qué has salido de casa? -preguntó el padre.

-¿Dónde te llevan?

-¿Sabes lo que vas a hacer?

-¿Qué?

-¿Sabes quién es Catalina?

-¿La vecina? ¡Claro!

-Bueno, pues..., ve a su casa y quédate ahí... hasta que yo... hasta que yo vuelva.

-¡No; no iré sin ti! -exclamó el niño, echándose a llorar.

-¿Por qué?

-Te van a matar.

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-No. ¡Nada de eso! No me van a hacer nada malo.

Despidiéndose del niño, el reo se acercó al hombre que dirigía a la multitud.

-Escuche; máteme como quiera y donde le plazca; pero no lo haga delante de él -

exclamó, indicando al niño-. Desáteme por un momento y cójame del brazo para que

pueda decirle que estamos paseando, que es usted mi amigo. Así se marchará.

Después..., después podrá matarme como se le antoje.

El cabecilla accedió. Entonces, el reo cogió al niño en brazos y le dijo:

-Sé bueno y ve a casa de Catalina.

-¿Y qué vas a hacer tú?

-Ya ves, estoy paseando con este amigo; vamos a dar una vuelta; luego iré a casa. Anda,

vete, sé bueno.

El chiquillo se quedó mirando fijamente a su padre, inclinó la cabeza a un lado, luego al

otro, y reflexionó.

-Vete; ahora mismo iré yo también.

-¿De veras?

El pequeño obedeció. Una mujer lo sacó fuera de la multitud.

-Ahora estoy dispuesto; puede matarme -exclamó el reo, en cuanto el niño hubo

desaparecido.

Pero, en aquel momento, sucedió algo incomprensible e inesperado. Un mismo

sentimiento invadió a todos los que momentos antes se mostraron crueles, despiadados y

llenos de odio.

-¿Saben lo que les digo? Deberían soltarlo -propuso una mujer.

-Es verdad. Es verdad -asintió alguien.

-¡Suéltenlo! ¡Suéltenlo! -rugió la multitud.

Entonces, el hombre orgulloso y despiadado que aborreciera a la muchedumbre hacía un

instante, se echó a llorar; y, cubriéndose el rostro con las manos, pasó entre la gente, sin

que nadie lo detuviera.

FIN

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El padre de Simón [Cuento. Texto completo.]

Guy de Maupassant

Las doce acababan de sonar. La puerta de la escuela se abrió y los chicos se lanzaron

fuera, atropellándose por salir más pronto. Pero no se dispersaron rápidamente, como

todos los días, para ir a comer a sus casas; se detuvieron a los pocos pasos, formaron

grupos y se pusieron a cuchichear.

Todo porque aquella mañana había asistido por vez primera a clase Simón, el hijo de la

Blancota.

Habían oído hablar en sus casas de la Blancota; aunque en público le ponían buena cara,

a espaldas de ella hablaban las madres con una especie de compasión desdeñosa, de la

que se habían contagiado los hijos sin saber por qué.

A Simón no lo conocían, porque no salía de su casa, y no los acompañaba en sus

travesuras por las calles del pueblo o a orillas del río. No le tenían, pues, simpatía; por

eso acogieron con cierto regocijo y una mezcla considerable de asombro, y se la fueron

repitiendo, unos a otros, la frase que había dicho cierto muchachote, de catorce a quince

años, que debía estar muy enterado, a juzgar por la malicia con que guiñaba el ojo:

-¿No lo saben?... Simón... no tiene papá.

Apareció a su vez en el umbral de la puerta de la escuela el hijo de la Blancota. Tendría

siete u ocho años. Era paliducho, iba muy limpio, y tenía los modales tímidos, casi

torpes.

Regresaba a casa de su madre, pero los grupos de sus camaradas lo fueron rodeando y

acabaron por encerrarlo en un círculo, sin dejar de cuchichear, mirándolo con ojos

maliciosos y crueles de chicos que preparan una barrabasada. Se detuvo, dándoles la

cara, sorprendido y embarazado, sin acertar a comprender qué pretendían. Pero el

muchacho que había llevado la noticia, orgulloso del éxito conseguido ya, le preguntó:

-Tú, dinos cómo te llamas.

Contestó el interpelado:

-Simón.

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-¿Simón qué?

El niño repitió desconcertado:

-Simón.

El mozalbete le gritó:

-La gente suele llamarse Simón y algo más... Eso no es un nombre completo... Simón.

El niño, que estaba apunto de llorar, contestó por tercera vez:

-Me llamo Simón.

Los rapazuelos se echaron a reír, y el mozalbete alzó la voz con acento de triunfo:

-Ya ven que yo estaba en lo cierto y que no tiene padre.

Se hizo un profundo silencio. Aquel hecho extraordinario, imposible, monstruoso -un

chico que no tiene papá-, había dejado estupefactos a los chicos. Lo miraban como a un

fenómeno, a un ser fuera de lo corriente, y sentían crecer dentro de ellos el desprecio

con que sus madres hablaban de la Blancota y que les resultaba inexplicable hasta

entonces.

Simón, por su parte, se había apoyado en un árbol para no caer y permanecía sin

moverse, como aterrado por un desastre irreparable. Hubiera querido explicarse, pero no

encontraba nada que contestarles para desmentir aquella afirmación horrible de que no

tenía papá. Por fin, pálido, les gritó, por contestar algo:

-Sí, lo tengo.

-Dinos dónde está -le preguntó el mayor.

Simón se calló; no lo sabía. Los niños reían, dominados por una gran excitación; eran

campesinos, vivían en contacto con los animales, y los aguijoneaba el mismo instinto

cruel que empuja a las gallinas de un corral a acabar con la que sangra. Simón acertó a

ver a un chico vecino suyo, hijo de una viuda, al que siempre había visto solo con su

madre, lo mismo que él. Y le dijo:

-Y tú tampoco tienes papá.

-Sí que lo tengo -respondió el otro.

-Dinos dónde está -respondió Simón.

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El pequeño replicó con magnífico orgullo:

-Se murió. Está en el cementerio.

Corrió entre aquellos tunantuelos un murmullo de aprobación, como si el hecho de tener

el padre muerto y en el cementerio hubiese dado talla a su camarada para aplastar a este

otro, que no lo tenía en ninguna parte. Y aquellos truhanes, cuyos padres eran, casi

todos, malas personas, borrachos, ladrones y brutales con sus mujeres, apretaban más y

más el cerco, atropellándose, como si, a fuer de legítimos, hubiesen querido ahogar con

una presión común al que estaba fuera de la ley.

De pronto, uno que estaba al lado mismo de Simón, se mofó de él sacándole la lengua y

le gritó:

-¡Que no tienes papá! ¡Que no tienes papá!

Simón lo agarró del pelo con las dos manos y le acribilló a puntapiés las pantorrillas,

contestando el otro con un feroz mordisco en un carrillo. Se armó una batahola

fenomenal. Separaron a los combatientes y llovieron los golpes sobre Simón, que rodó

por el suelo, magullado, con la ropa en jirones, entre el círculo de pilluelos que

aplaudían. Se levantó, y cuando se limpiaba maquinalmente su blusilla, sucia de tierra,

le gritó uno de los chicos:

-Vete a contárselo a tu papá.

Simón fue presa de profundo descorazonamiento. Eran los más fuertes, le habían

pegado, y nada tenía que contestarles, porque se daba buena cuenta de que no tenía

papá. El orgullo le hizo luchar por espacio de algunos segundos con las lágrimas que lo

agarrotaban. Le acometió un ahogo y rompió a llorar en silencio, con un

acompañamiento de profundos sollozos que lo sacudían precipitadamente.

Estalló entre sus enemigos un regocijo feroz, y al igual que hacen los salvajes en sus

júbilos terribles, se dieron espontáneamente las manos y se pusieron a bailar en círculo a

su alrededor, repitiendo como estribillo: "¡Que no tiene papá! ¡Que no tiene papá!"

De improviso dejó Simón de sollozar. Lo sacó de quicio la ira. Había piedras a sus pies,

las cogió y las tiró con todas sus fuerzas contra sus verdugos. Alcanzó a dos o tres, que

huyeron llorando; cundió el pánico entre los demás, al ver su aspecto amenazador.

Cobardes, como lo es siempre la muchedumbre frente a un hombre exasperado, huyeron

a la desbandada.

El pequeño sin padre echó a correr hacia el campo, así que se quedó solo, porque lo

asaltó un recuerdo que lo impulsó a tomar una gran resolución: ahogarse en el río.

Se había acordado de aquel pobre mendigo que ocho días antes se tiró al agua porque no

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tenía dinero. Allí estaba Simón cuando sacaron el cadáver; aquel desgraciado, que le

había parecido siempre digno de compasión, sucio y feo, lo impresionó por el aspecto de

tranquilidad que tenía con sus mejillas pálidas, su larga barba impregnada de agua y el

mirar sereno de sus ojos abiertos. Alguien de los que estaban allí dijo:

-Está muerto.

Otros agregaron:

-Ahora al menos es feliz.

También Simón quería ahogarse, pues si aquel desdichado no tenía dinero, él no tenía

padre.

Llegó hasta muy cerca del agua y se quedó viéndola correr. Jugueteaban rápidos algunos

peces en la corriente limpia; de cuando en cuando daban un saltito y atrapaban alguna

mosca que revoloteaba en la superficie del agua. Dejó de llorar y se quedó mirándolos,

atraído con aquellas maniobras. Sin embargo, lo mismo que en las calmas momentáneas

de una tempestad cruzan de improviso fuertes ráfagas de viento que hacen crujir los

árboles a su paso y van a perderse en el horizonte, así también surgía de cuando en

cuando en la cabeza del niño un pensamiento que le producía vivo dolor: "Voy a

ahogarme, porque no tengo papá".

Hacía buen tiempo y mucho calor. La caricia del sol calentaba la hierba. El agua brillaba

como un espejo. Simón pasaba por instantes de arrobamiento, de una languidez que

suele seguir a las lágrimas, y entonces le entraban muchas ganas de echarse a dormir

sobre la hierba, al calor del sol.

Una ranita verde saltó en el suelo junto a sus pies. Se inclinó a cogerla. Se le escapó.

Insistió en perseguirla y ella lo esquivó tres veces seguidas. Logró al fin atraparla de la

extremidad de sus patas posteriores, y se echó a reír viendo los esfuerzos que el

animalito hacía para escapar. Se recogía sobre sus largas patas y las alargaba de pronto

con un esfuerzo brusco, poniéndolas rígidas como el hierro; mientras tanto, hinchaba su

ojo redondo encerrado en un círculo de oro y manoteaba con sus dos patitas delanteras.

Le hizo recordar a un juguete de listas de madera clavadas en zigzag unas con otras, con

soldaditos sujetos encima y que se movían como un desfile por un movimiento parecido

al de la rana. Esto lo llevó a pensar en su casa y en su madre; lo acometió una gran

tristeza y rompió de nuevo a llorar. Sentía escalofríos en sus brazos y piernas; se puso

de rodillas y rezó sus oraciones como antes de acostarse. No pudo acabarlas, porque lo

volvió a dominar un acceso de sollozos, tan acelerados, tan tumultuosos, que lo sacudían

de arriba abajo. Ya no pensaba; ya no veía nada de cuanto lo rodeaba, entregado por

completo a su llanto.

Una manaza se apoyó de improviso en su hombro, y una voz ronca le preguntó:

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-Vamos a ver, hombrecito, ¿qué es lo que te aflige tanto?

Simón se volvió. Un trabajador fornido, de barba y cabellos negros muy rizados, lo

contemplaba con cara bondadosa. Le contestó con los ojos y la voz cuajados de

lágrimas:

-Me han pegado los otros chicos... porque yo..., yo... no tengo... papá, no tengo... papá.

-¿Cómo puede ser eso? Todos tenemos un papá -le contestó el otro, sonriente.

El niño repitió a duras penas, en medio de los espasmos de su dolor:

-Yo..., yo... no lo tengo.

El trabajador se puso serio; había caído en la cuenta de que aquél era el hijo de la

Blancota, y aunque forastero, conocía vagamente su historia.

-Ea, pequeño, consuélate, y vamos a tu casa. Ya te buscaremos un papá.

Echaron a andar, el niño de la mano del hombre, y éste, sonriéndose de nuevo, porque

no le disgustaba el ver a aquella Blancota, de la que se decía que era una de las

muchachas más guapas de la región. Allá en el fondo de sus pensamientos, quizá se

decía que quien había caído una vez tal vez caería otra.

Llegaron delante de una casita blanca, muy limpia.

-Aquí es -dijo el niño; y luego gritó-: ¡Mamá!

Apareció una mujer, y el trabajador ya no siguió sonriendo, porque comprendió de

golpe que no estaba para que nadie jugase con ella la buena moza de pálida cara que se

había quedado en la puerta con expresión severa, como para impedir el acceso de un

hombre a la casa en que ya otro la había traicionado. Se quitó la gorra con cortedad y

balbució:

-Mire, señora, le traigo a su pequeño, que andaba perdido por el río.

Pero Simón saltó al cuello de su madre y le dijo con un nuevo acceso de llanto:

-No es verdad, mamá. Yo he querido ahogarme en el río, porque los otros chicos me han

pegado..., me han pegado... porque no tengo papá.

Las mejillas de la joven se cubrieron con un rubor que le quemaba, y besó, traspasada de

dolor, a su hijo, mientras corrían rápidas por su rostro las lágrimas. El hombre

permaneció allí conmovido, no acertando a despedirse. Simón corrió de pronto hacia él

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y le dijo:

-¿Quiere usted ser mi papá?

Hubo un momento de profundo silencio. La Blancota, muda y torturada por el bochorno,

con las dos manos sobre el corazón, se apoyaba en la pared. El niño, viendo que no

había contestado a su pregunta, insistió:

-Si no quiere usted serlo, volveré para tirarme al río.

El trabajador lo echó a broma y contestó riendo:

-¡Claro que quiero! ¿Cómo no voy a querer?

-Dime cómo te llamas -suplicó entonces el niño- para que pueda contestarles cuando

quieran saber tu nombre.

-Me llamo Felipe -contestó el trabajador.

Simón estuvo pensativo un momento, como grabando bien aquel nombre en su

memoria, y luego le tendió los brazos, sin rastro de aflicción, diciéndole:

-Pues bien, Felipe: tú eres mi papá.

Felipe lo alzó en vilo, lo besó bruscamente en los dos carrillos y salió como huyendo, a

grandes zancadas.

Risas malignas acogieron al chico cuando, al día siguiente, entró en la escuela. A la

salida quiso el mozalbete volver a empezar; pero Simón le lanzó al rostro, como una

pedrada, estas palabras:

-Se llama Felipe, para que lo sepas, mi papá. Estallaron a su alrededor alaridos de

regocijo:

-¿Felipe qué...? ¿Felipe cómo?... ¿Qué significa eso de Felipe?... ¿Adónde has ido a

sacarlo a ese Felipe?

Simón no contestó, pero su fe era inquebrantable, y los desafiaba con la mirada,

dispuesto a dejarse martirizar antes que huir. El maestro lo sacó de aquel trance y el

chico regresó a su casa.

Transcurrieron tres meses, durante los cuales el fornido obrero Felipe pasó con

frecuencia cerca de la casa de la Blancota. Algunas veces hasta se lanzó a dirigirle la

palabra al verla cosiendo junto a la ventana. Ella le contestaba cortésmente, sin salir de

su seriedad, ni reír con él, y jamás le dio entrada en casa. Sin embargo, un poco fatuo,

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como todos los hombres, llegó a imaginarse que cuando hablaban, se ruborizaba ella

con más frecuencia y mayor intensidad que de costumbre.

Pero es tan difícil rehacer la buena reputación perdida y tan expuesta queda a todos los

ataques, que a pesar de la reserva suspicaz de la Blancota, ya se hablaba de ello en el

pueblo.

Simón estaba encantado con su nuevo papá, y se paseaba con él todas las tardes, una vez

que salía del trabajo. No faltaba nunca a la escuela, y pasaba por entre sus camaradas

muy digno, sin contestarles nunca.

Hasta que cierto día le dijo el mozalbete que había sido el primero en meterse con él:

-Nos has mentido, porque no es cierto que tengas un papá que se llama Felipe.

-¿Que no lo tengo? -contestó Simón, muy emocionado. El mozalbete se frotaba las

manos, y siguió diciendo:

-No, porque si lo tuvieses sería el marido de tu mamá.

Simón se quedó desconcertado con la exactitud de aquel razonamiento. Pero, no

obstante, replicó:

-Pues, con todo y eso, es mi papá.

El otro le dijo entonces con sorna:

-Puede que sí; pero sólo es un papá a medias.

El hijo de la Blancota bajó la cabeza y se alejó meditabundo en dirección a la herrería

del tío Loizón, en la que trabajaba Felipe.

Se hallaba la herrería como sepultada debajo de los árboles. Su interior era lóbrego, sin

más luz que el rojo resplandor de una hoguera formidable que se proyectaba con viveza

sobre los brazos desnudos de cinco herreros que caían sobre los yunques con terrible

estrépito. En pie, abrasándose como demonios, no apartaban la vista del hierro que

sufría sus martirios, y su pensamiento se alzaba y caía pegado a sus martillos.

Simón penetró sin ser visto por nadie y tiró de la manga a su amigo. Éste se volvió. Los

hombres interrumpieron de golpe la tarea y se quedaron mirando, muy atentos. Y en el

silencio, tan extraño en aquel sitio, resonó la vocecita débil de Simón:

-Oye, Felipe, el muchacho de la tía Medialumbre acaba de decirme que tú no eres mi

papá más que a medias.

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-¿Y en qué se funda? -preguntó el obrero.

El chico respondió con absoluta ingenuidad:

-Dice que no eres el marido de mamá.

A nadie se le ocurrió reírse. Descansando su frente sobre el reverso de sus manazas, que

se apoyaban en la cabeza del astil del martillo, tieso encima del yunque, Felipe

reflexionaba. Sus cuatro compañeros tenían clavadas en él sus miradas, y Simón,

minúsculo entre aquellos gigantones, esperaba con ansiedad. Uno de los herreros, como

respondiendo al pensamiento de todos, dijo de pronto a Felipe:

-Después de todo, la Blancota es una chica buena y cabal, seria y valerosa, a pesar de su

desgracia. Ningún hombre honrado tendría por qué avergonzarse de ser su marido.

-Esa es la pura verdad -dijeron los otros tres. El primero siguió diciendo:

-¿Se le puede echar en cara a la chica su caída? Se comprometió a casarse con ella. Más

de una conozco yo que hizo otro tanto y que hoy vive respetada por todos.

-Esa es la pura verdad -contestaron a coro los tres.

Y el otro prosiguió:

-Sólo Dios sabe las fatigas que ha pasado la pobre para sacar adelante a su chico sin

ayuda alguna y lo que ha llorado desde que no sale de casa si no es para ir a la iglesia.

-Eso también es la pura verdad.

Durante unos momentos no se oyó más que el soplido del fuelle que avivaba la fragua.

Felipe se inclinó bruscamente hacia Simón:

-Ve y dile a tu mamá que al anochecer iré a hablar con ella.

Cogió al chico por los hombros y lo empujó hacia afuera.

Reanudó su tarea, y los cinco martillos cayeron de golpe sobre los yunques. No dejaron

de batir el hierro hasta la noche, sólidos, potentes, alegres, como martillos satisfechos.

Pero al igual que la campana mayor destaca sobre las más chicas, cuando repican en los

días festivos, así el martillo de Felipe, sobresaliendo por encima del estrépito de los

demás, caía acompasado, con un ruido ensordecedor. En pie entre el chisporroteo,

rebrillándole los ojos, forjaba Felipe apasionadamente.

El cielo estaba cuajado de estrellas cuando llamó a la puerta de la Blancota. Vestía su

chaqueta dominguera, camisa nueva y se había hecho arreglar la barba. La joven

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apareció en el umbral y le dijo con tono dolorido:

-Ha hecho usted mal, don Felipe, en venir tan tarde.

Fue a responder, salieron de su boca unos balbuceos y se quedó ante ella desconcertado.

La joven siguió diciendo:

-Ya se dará usted cuenta de que es preciso evitar que sigan hablando de mí.

Felipe soltó de golpe:

-¿Tiene eso importancia si usted consiente en ser mi mujer?

Nadie le contestó, pero creyó percibir en la oscuridad de la habitación un ruido, como

un cuerpo que se desplomaba. Se precipitó dentro; Simón, que estaba acostado, creyó

distinguir el chasquido de un beso y el susurro de unas frases que pronunciaba su madre.

De pronto, se sintió levantado en vilo por las manos de su amigo, y éste, sosteniéndolo

en alto con sus brazos estirados, le gritó:

-Les dices a tus camaradas que tu papá es Felipe Remy, el herrero, y que iré a tirarle de

las orejas a cualquiera que te maltrate.

Al siguiente día, con la escuela de bote en bote, y a punto de empezar la clase, el

pequeño Simón se irguió, muy pálido, con labios trémulos, y les dijo con voz muy clara:

-Mi papá es Felipe Remy, el herrero, y tengan por seguro que a cualquiera que me

maltrate le tirará de las orejas.

En esta ocasión ya no se rió nadie, porque conocían muy bien a Felipe Remy, el herrero:

un papá del que cualquiera hubiera estado orgulloso.

FIN

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El amigo fiel [Cuento. Texto completo.]

Oscar Wilde

Una mañana, la vieja Rata de Agua sacó la cabeza fuera de su madriguera. Tenía los

ojos claros, parecidos a dos gotas brillantes, unos bigotes grises muy tiesos y una cola

larga, que parecía una larga cinta elástica negra. Los patitos nadaban en el estanque,

como si fueran una bandada de canarios amarillos, y su madre, que tenía el plumaje

blanquísimo y las patas realmente rojas, trataba de enseñarles a mantener la cabeza bajo

el agua.

-Nunca podréis codearos con la alta sociedad, a menos que aprendáis a manteneros bajo

el agua -les repetía machaconamente, mostrándoles de vez en cuando cómo se hacía.

Pero los patitos no prestaban atención; eran tan pequeños que no entendían las ventajas

de pertenecer a la sociedad.

-¡Qué chiquillos más desobedientes! -gritó la vieja Rata de Agua-. Realmente merecen

ser ahogados.

-¡Qué cosas dice usted! -respondió la Pata-. Nadie nace enseñado y a los padres no nos

queda más remedio que tener paciencia.

-¡Ay! No sé nada de los sentimientos de los padres -dijo la Rata de Agua-. No soy

madre de familia; en realidad nunca me he casado, ni tengo intención de hacerlo. El

amor está bien, dentro de lo que cabe, pero la amistad es un sentimiento mucho más

elevado. La verdad es que no creo que haya nada en el mundo más noble ni más raro

que una amistad verdadera.

-Y dígame usted, por favor, ¿cuáles son, a su juicio, los deberes de un amigo fiel? -le

preguntó un Pinzón Verde, que estaba posado encima de un sauce llorón muy cerca de

allí, y que había oído la conversación.

-Sí, eso es justamente lo que yo quisiera saber -dijo la Pata mientras se alejaba nadando

hasta la otra orilla del estanque y allí metía la cabeza en el agua, para dar buen ejemplo

a sus pequeños.

-¡Qué pregunta más tonta! -exclamó la Rata de Agua-. Qué duda cabe de que, si un

amigo mío es fiel, es porque me es fiel a mí.

-¿Y usted qué haría a cambio? -preguntó el pajarillo, que se columpiaba sobre una rama

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plateada batiendo sus diminutas alas.

-No te entiendo -le contestó la Rata de Agua.

-Deje que te cuente un cuento sobre eso -dijo el Pnzón.

-¿Es un cuento sobre mí? -preguntó la Rata de Agua- Porque, si lo es, estoy dispuesta a

escucharlo. Me encantan los cuentos.

-Se le podría aplicar -contestó el Pinzón.

Y bajó volando del árbol y, posándose a la orilla del estanque, empezó a contar el

cuento del Amigo Fiel.

-Erase una vez -comenzó a decir el Pinzón- un honrado muchacho, que se llamaba Hans.

-¿Era muy distinguido? -preguntó la Rata de Agua.

-No -contestó el Pinzón-. No creo que lo fuera, excepto por su buen corazón y su carilla

redonda y simpática. Vivía solo, en una casa pequeñita y todo el día lo pasaba cuidando

del jardín. No había jardín más bonito que el suyo en los alrededores: en él crecían

minutisas y alhelíes, y pan y quesillo y campanillas blancas. Había rosas de Damasco y

rosas amarillas y azafranes de oro y azul, y violetas moradas y blancas. La aguileña y la

cardamina, la mejorana y la albahaca silvestre, la primavera y la flor de lis, el narciso y

la clavellina brotaban y florecían unas tras otras, según pasaban los meses, de tal modo

que siempre había cosas hermosas para la vista y exquisitos perfumes para el olfato.

El pequeño Hans tenía muchísimos amigos, pero el más fiel de todos era el grandote

Hugo el Molinero. Tan leal le era el ricachón Hugo al pequeño Hans, que no pasaba

nunca por su jardín sin inclinarse por encima de la tapia para arrancar un ramillete de

flores, o un puñado de hierbas aromáticas, o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y

cerezas, si estaban maduras.

-Los amigos verdaderos deberían compartir todas las cosas -solía decir el Molinero.

Y pequeño Hans asentía y sonreía, muy orgulloso de tener un amigo con tan nobles

ideas.

Aunque la verdad es que, a veces, a los vecinos les extrañaba que el rico Molinero

nunca diera al pequeño Hans nada a cambio, a pesar de que tenía cien sacos de harina

almacenados en el molino y seis vacas lecheras y un gran rebaño de ovejas de lana. Pero

a Hans nunca se le pasaban por la cabeza estos pensamientos y nada le daba tanta

satisfacción como escuchar las maravillosas cosas que el Molinero solía decir sobre la

falta de egoísmo y la verdadera amistad.

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El pequeño Hans trabajaba en su jardín. Durante la primavera, el verano y el otoño era

muy feliz; pero llegaba el invierno y se encontraba con que no tenía ni fruta, ni flores

que llevar al mercado, y sufría mucho por el frío y por el hambre. En ocasiones tenía

que irse a la cama sin más cena que unas cuantas peras secas o algunas nueces duras. Y

además, en invierno, estaba muy solo, ya que el Molinero nunca iba a visitarlo.

-No es conveniente que vaya a ver al pequeño Hans mientras haya nieve -decía el

Molinero a su mujer-. Porque, cuando la gente tiene problemas, es preferible dejarla sola

y no molestarla con visitas. Por lo menos, ésta es la idea que yo tengo de la amistad, y

estoy convencido de que es lo correcto. Por lo tanto esperaré a que llegue la primavera y

después le haré una visita y podrá darme una cesta llena de prímulas, y con ello será

feliz.

-Eres muy considerado con todo el mundo -le decía su mujer, sentada en un cómodo

sillón junto a un buen fuego de leña-, muy considerado. Da gusto oírte hablar de la

amistad. Estoy segura de que ni un sacerdote diría las cosas tan bien como tú, y eso que

vive en una casa de tres plantas y lleva un anillo de oro en el dedo meñique.

-¿Pero no podríamos invitar al pequeño Hans a que suba a vernos? -preguntó el hijo

menor del Molinero? -Si el pobre está en apuros, le daré la mitad de mis gachas y le

enseñaré mis conejitos blancos.

-¡Pero qué tonto eres! -exclamó el Molinero- Realmente no sé para qué te mando a la

escuela, pues la verdad es que no aprendes nada. Mira, si el pequeño Hans viniera a casa

y viera el fuego tan hermoso que tenemos y nuestra buena cena y nuestro hermoso barril

de vino tinto, le daría envidia. Y la envidia es una cosa tremenda, capaz de echar a

perder a cualquiera. Y yo no permitiré que se eche a perder el carácter de Hans. Soy su

mejor amigo y siempre velaré por él, y que no caiga en tentación. Además, si Hans

viniera a casa, podría pedirme prestado un poco de harina, y eso sí que no lo puedo

hacer. Una cosa es la harina y otra la amistad, y no hay que confundirlas. Está claro que

son dos palabras diferentes y significan cosas distintas. Eso lo sabe cualquiera.

-¡Pero qué bien hablas! -dijo la mujer del Molinero, sirviéndose un gran vaso de cerveza

tibia-. Estoy medio amodorrada, como si estuviera en la iglesia.

-Mucha gente obra bien -prosiguió el Molinero-, pero muy poca habla bien, lo que nos

demuestra que es mucho más difícil hablar que obrar; aunque también es mucho más

elegante.

Y se quedó mirando con severidad, por encima de la mesa, a su hijo pequeño, que se

sintió tan avergonzado que bajó la cabeza, se puso muy colorado y se echó a llorar

encima de la merienda. Pero era tan joven que hay que disculparlo.

-¿Y así acaba el cuento? -preguntó la Rata de Agua.

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-Claro que no -contestó el Pirizón- Así es como empieza.

-Pues entonces no está usted al día -le dijo la Rata de Agua-. Hoy los buenos narradores

empiezan por el final, siguen por el principio y terminan por el medio. Así es el nuevo

método. Se lo oí decir el otro día a un crítico, que ia paseando alrededor del estanque

con un joven. Hablaba del asunto con todo detalle y estoy segura de que estaba en lo

cierto, porque llevaba gafas azules, y era calvo, y, a cada observación que hacía el

joven, le respondía: «¡Psss!» Pero le ruego que continúe usted con el cuento. Me

encanta el Molinero. Yo también estoy lleno de hermosos sentimientos, de modo que

tenemos muchas cosas en común.

-Pues bien -dijo el Pinzón, apoyándose ora en una patita ora en la otra-, tan pronto como

acabó el invierno y las prímulas comenzaron a abrir sus pálidas estrellas amarillas, el

Molinero le dijo a su mujer que iba a bajar a ver al pequeño Hans.

-¡Ay, qué buen corazón tienes! -le dijo su mujer-. ¡Siempre estás pensando en los

demás! No te olvides de llevar la cesta grande para las flores.

Así que el Molinero sujetó las aspas del molino de viento con una gruesa cadena de

hierro y bajó por la colina con la cesta en su brazo.

-Buenos días, pequeño Hans -dijo el Molinero.

-Buenos días -dijo Hans, apoyándose en la pala con una sonrisa de oreja a oreja.

-¿Y qué tal has pasado el invierno? -dijo el Molinero.

-Bueno, la verdad es que eres muy amable al preguntármelo, muy amable, sí, señor -

exclamó Hans. Te diré que lo he pasado bastante mal, pero ya ha llegado la primavera y

estoy muy contento, y todas mis flores están hechas una maravilla.

-Hemos hablado muchas veces de ti este invierno, Hans -dijo el Molinero-, y nos

preguntábamos qué tal te iría.

-Qué amables sois -dijo Hans- Y yo que me temía que me hubierais olvidado.

-Hans, me sorprendes -dijo el Molinero- Los amigos nunca olvidan. Eso es lo más

maravilloso de la amistad, pero me temo que no seas capaz de entender la poesía de la

vida. Y, a propósito, ¡qué bonitas están tus prímulas!

-Realmente están preciosas -dijo Hans-; y es una suerte para mí tener tantas. Voy a

llevarlas al mercado y se las venderé a la hija del alcalde, y con el dinero que me dé

compraré otra vez mi carretilla.

-¿Que comprarás de nuevo tu carretilla? ¡No mé irás a decir que la has vendido! ¡Qué

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cosa más tonta!

-La verdad es que no tuve más remedio que hacerlo dijo Hans. Pasé un invierno muy

malo, y no tenía dinero ni para comprar pan. Así que primero vendí la bolonadura de

plata de la chaqueta de los domingos, y luego vendí la cadena de plata y después la pipa

grande, y por último la carretilla. Pero ahora voy a comprarlo todo otra vez.

-Hans -le dijo el Molinero-, voy a darte mi carretilla. No está en muy buen estado,

porque le falta un lado y tiene rotos algunos radios de la rueda. Pero, a pesar de ello, voy

a dártela. Ya sé que es una muestra de generosidad por mi parte y que muchísima gente

pensará que soy tonto de remate por desprenderme de ella, pero es que yo no soy como

los demás. Creo que la generosidad es la esencia de la amistad y, además, tengo una

carretilla nueva. De modo que puedes estar tranquilo; te daré mi carretilla.

-Es muy generoso por tu parte -dijo el pequeño Hans, y su graciosa carita redonda

resplandecía de alegría-. La puedo arreglar fáciImente, pues tengo un tablón en casa:

-¡Un tablón! -exclamó el Molinero- Pues eso es lo que necesito para arreglar el tejado

del granero, que tiene un agujero muy grande y, si no lo tapo, el grano se va a mojar. ¡Es

una suerte que me lo hayas dicho! Es sorprendente ver cómo una buena acción siempre

genera otra. Yo te he dado mi carretilla y ahora tú me vas a dar una tabla. Por supuesto

que la carretilla vale muchísimo más que la tabla, pero la auténtica amistad nunca se fija

en cosas como ésas. Anda, haz el favor de traerla enseguida, que quiero ponerme a

arreglar el granero hoy mismo.

-Voy corriendo -exclamó el pequeño Hans.

Y salió disparado hacia el cobertizo y sacó el tablón a rastras.

-No es una tabla muy grande -dijo el Molinero mirándola-. Y me temo que, después de

que haya arreglado el granero, no sobrará nada para que arregles la carretilla. Claro que

eso no es culpa mía. Bueno, y ahora que te he regalado la carretilla, estoy seguro de que

te gustaría darme a cambio algunas flores. Aquí tienes la cesta, y procura llenarla hasta

arriba.

-¿Hasta arriba? -dijo el pobre Hans, muy afligido, porque era una cesta grandísima y

sabía que, si la llenaba, no le quedarían flores para llevar al mercado; y estaba ansioso

por recuperar su botonadura de plata.

-Bueno, en realidad –dijo el Molinero-, como te he dado la carretilla, no creo que sea

mucho pedirte un puñado de flores. Puede que esté equivocado, pero, para mí, la

amistad, la verdadera amistad, ha de estar libre de cualquier tipo de egoísmo.

-Ay, mi querido amigo, mi mejor amigo -exclamó el pequeño Hans , todas las flores de

mi jardín están a tu disposición. Prefiero mucho más ser digno de tu estima que

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recuperar la botonadura de plata.

Y salió disparado a coger todas sus lindas prímulas y llenó la cesta del Molinero.

-Adiós, pequeño Hans -le dijo el Molinero, mientras subía por la colina, con el tablón al

hombro y la gran cesta en la mano.

-Adiós -respondió el pequeño Hans.

Y se puso a cavar tan contento, pues estaba encantado con la carretilla.

Al día siguiente estaba sujetando unas ramas de madreselva en el porche cuando oyó la

voz del Molinero, que le llamaba desde el camino. Así que saltó de la escalera, cruzó

corriendo el jardín y miró por encima de la tapia.

Allí estaba el Molinero con un gran saco de harina al hombro.

-Querido Hans -le dijo el Molinero-, ¿te importaría llevarme este saco de harina al

mercado?

-Lo siento mucho -comentó Hans-, pero es que hoy estoy muy ocupado. Tengo que

levantar todas las enredaderas, y regar las flores y atar la hierba.

-Bueno, pues, teniendo en cuenta que voy a regalarte mi carretilla, es bastante egoísta

por tu parte negarte a hacerme este favor.

-Oh, no digas eso -exclamó el pequeño Hans-. No querría ser egoísta por nada del

mundo.

Y entró corriendo en casa a buscar su gorra y se fue caminando al pueblo con el gran

saco a sus espaldas.

Hacía mucho calor, y la carretera estaba cubierta de polvo y, antes de llegar al sexto

mojón, Hans tuvo que sentarse a descansar. Sin embargo prosiguió muy animoso su

camino, y llegó al mercado. Después de un rato, vendió el saco de harina a muy buen

precio y regresó a casa inmediatamente, temeroso de que, si se le hacía tarde, pudiera

encontrar a algún ladrón en el camino.

-Ha sido un día muy duro -se dijo Hans mientras se metía en la cama- Pero me alegro de

no haber dicho que no al Molinero, porque es mi mejor amigo y, además, me va a dar su

carretilla, A la mañana siguiente, muy temprano, el Molinero bajó a recoger el dinero

del saco de harina, pero el pobre Hans estaba tan cansado, que todavía seguía en la

cama.

-Válgame, Dios -dijo el Molinero-, qué perezoso eres. La verdad es que, teniendo en

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cuenta que voy a darte mi carretilla, podías trabajar con más ganas. La pereza es un

pecado muy grave, y no me gusta que ninguno de mis amigos sea vago ni perezoso. No

te parezca mal que te hable tan claro. Por supuesto que no se me ocurriría hacerlo si no

fuera tu amigo. Pero eso es lo bueno de la amistad, que uno puede decir siempre lo que

piensa. Cualquiera puede decir cosas amables e intentar alabar a los demás; pero un

amigo verdadero siempre dice las cosas desagradables, y no le importa causar dolor. Es

más, si es un verdadero amigo lo prefiere, porque sabe que está obrando bien.

-Lo siento mucho -dijo el pobre Hans frotándose los ojos, y quitándose el gorro de

dormir-. Pero estaba tan cansado que quise quedarme un rato en la cama, escuchando el

canto de los pájaros. ¿Sabes que trabajo mejor cuando he oído cantar a los pájaros?

-Bien, me alegro -dijo el Molinero, dándole una palmadita en la espalda-, porque, tan

pronto estés vestido, quiero que subas conmigo al molino y me arregles el tejado del.

granero.

El pobrecito Hans estaba deseando ponerse a trabajar en el jardín, porque hacía dos días

que no regaba las flores, pero no quería decir que no al Molinero, que era tan amigo

suyo.

-¿Crees que no sería muy buen amigo tuyo si te dijera que tengo mucho que hacer?

preguntó con voz tímida y vergonzosa.

-Bueno, en realidad no creo que sea mucho pedirte, teniendo en cuenta que te voy a dar

mi carretilla -le contestó el Molinero-. Pero, si no quieres, lo haré yo mismo.

-¡De ninguna manera! -exclamó Hans y, saltando de la cama, se vistió y subió al

granero. Allí trabajó todo el día, y al anochecer fue el Molinero a ver cómo iba la obra.

-¿Has arreglado ya el agujero del tejado, Hans? -le preguntó el Molinero con voz alegre.

-Está completamente arreglado -contestó el pequeño Hans, mientras se bajaba de la

escalera.

-¡Ay! No hay trabajo más agradable que el que se hace por los demás -dijo el Molinero.

-Realmente es un privilegio oírte hablar -respondió el pequeño Hans, sentándose y

enjugándose e! sudor de la frente- Es un gran privilegio. Lo malo es que yo nunca

tendré unas ideas tan bonitas como las tuyas.

-Ya verás cómo se te ocurren, si te empeñas -dijo el Molinero- De momento, tienes sólo

la práctica de la amistad; algún día tendrás también la teoría.

-¿De verdad crees que la tendré? -preguntó el pequeño Hans.

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-No tengo la menor duda -contestó el Molinero-. Pero ahora que ya has arreglado el

tejado, deberías ir a casa a descansar, quiero que mañana me lleves las ovejas al monte.

El pobre Hans no se atrevió a replicar, y a la mañana siguiente, muy temprano, el

Molinero le llevó sus ovejas cerca de la casa, y Hans se fue al monte con ellas. Le llevó

todo el día subir y bajar del monte y, cuando regresó a casa, estaba tan cansado, que se

quedó dormido en una silla y no se despertó hasta bien entrado el día.

-¡Qué bien lo voy a pasar trabajando el jardín!», se dijo Hans; e inmediatamente se puso

a trabajar.

Pero cuándo por una cosa, cuándo por otra no había manera de dedicarse a las flores,

pues siempre aparecía el Molinero a pedirle que fuera a hacerle algún recado, o que le

ayudara en el molino. A veces el pobre Hans se ponía muy triste, pues temía que sus

flores creyeran que se había olvidado de ellas; pero le consolaba el pensamiento de que

el Molinero era su mejor amigo.

-Además -solía decir- va a darme su carretilla y eso es un acto de verdadera

generosidad.

Así que el pequeño Hans seguía trabajando para el Molinero, y el Molinero seguía

diciendo cosas hermosas sobre la amistad, que Hans anotaba en un cuadernito para

poderlas leer por la noche, pues era un alumno muy aplicado.

Y sucedió que una noche estaba Hans sentado junto al hogar, cuando oyó un golpe seco

en la puerta. Era una noche muy mala, y el viento soplaba y rugía alrededor de la casa

con tanta fuerza, que al principio pensó que era sencillamente la tormenta. Pero

enseguida se oyó un segundo golpe, y luego un tercero, más fuerte que los otros.

«Será algún pobre viajero», pensó Hans; y corrió a abrir la puerta.

Allí estaba el Molinero con un farol en una mano y un gran bastón en la otra.

-¡Querido Hans! -dijo el Molinero-. Tengo un grave problema. Mi hijo pequeño se ha

caído de la escalera y está herido y voy en busca del médico. Pero vive tan lejos y está la

noche tan mala, que se me acaba de ocurrir que sería mucho mejor que fueras tú en mi

lugar. Ya sabes que voy a darte la carretilla, así que sería justo que a cambio hicieras

algo por mí.

-Faltaría más -exclamó el pequeño Hans-. Considero un honor que acudas a mí. Ahora

mismo me pongo en camino; pero préstame el farol, pues la noche está tan oscura que

tengo miedo de que pueda caerme al canal.

-Lo siento mucho -le contestó el Molinero-, pero el farol es nuevo. Sería una gran

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pérdida, si le pasara algo.

-Bueno, no importa, ya me las arreglaré sin él -exclamó el pequeño Hans.

Descolgó su abrigo de piel, se puso su gorro de lana bien calentito, se enrolló una

bufanda al cuello y salió en busca del médico.

¡Qué tormenta más espantosa! La noche era tan negra, que el pobre Hans casi no podía

ver; y el viento era tan fuerte, que le costaba trabajo mantenerse en pie. Sin embargo era

muy valiente, y después de haber caminado alrededor de tres horas llegó a casa del

médico y llamó a la puerta.

-¿Quién es? -gritó el médico, asomando la cabeza por la ventana del dormitorio.

-Soy yo, el pequeño Hans.

-¿Y qué quieres, pequeño Hans?

-El hijo del Molinero se ha caído de una escalera, y está herido, y el Molinero dice que

vaya usted enseguida.

-¡Está bien! -dijo el médico.

Pidió que le llevaran el caballo, las botas y el farol, bajó las escaleras y salió al trote

hacia la casa del Molinero. Y el pequeño Hans le siguió con dificultad.

Pero la tormenta arreciaba cada vez más y la lluvia caía a torrentes y el pobre Hans no

veía por dónde iba, ni era capaz de seguir la marcha del caballo. Al cabo de un rato se

perdió y estuvo dando vueltas por el páramo, que era un lugar muy peligroso, lleno de

hoyos muy profundos; y el pobrecito Hans cayó en uno de ellos y se ahogó. Unos

cabreros encontraron su cuerpo flotando en una charca y se lo llevaron a casa.

Todo el mundo fue al funeral del pequeño Hans, porque era una persona muy conocida;

y allí estaba el Molinero, presidiendo el duelo.

-Como yo era su mejor amigo, es justo que ocupe el sitio de honor -dijo el Molinero.

Y se puso a la cabeza del cortejo fúnebre envuelto en una capa negra muy larga y, de

vez en cuando, se limpiaba los ojos con un gran pañuelo.

-Ha sido una gran pérdida para todos nosotros -dijo el herrero, cuando hubo terminado

el entierro y todos estaban cómodamente sentados en la taberna, bebiendo ponche y

comiendo pasteles.

-Una gran pérdida, al menos para mí -dijo el Molinero-, porque resulta que le había

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hecho el favor de regalarle mi carretilla, y ahora no sé qué hacer con ella. En casa me

estorba y está en tal mal estado, que no creo que me den nada por ella, si quiero

venderla. Pero, de ahora en adelante, tendré mucho cuidado en no volver a regalar nada.

Hace uno un favor y mira cómo te lo pagan.

-¿Y luego qué? -dijo la Rata de agua, después de una larga pausa.

-Luego, nada. Éste es el final -dijo el Pinzón.

-Pero, ¿qué fue del Molinero? -preguntó la Rata de Agua.

-Realmente no lo sé, ni me importa, de eso estoy seguro -contestó el Pinzón.

-Entonces, es evidente que no tiene usted sentimientos -dijo la Rata de Agua.

-Me temo que no ha comprendido usted la moraleja del cuento -observó el Pinzón.

-¿La qué? -gritó la Rata de Agua.

-La moraleja.

-¡Quiere decir que ese cuento tenía moraleja!

-Pues sí -dijo el Pinzón.

-¡Bueno! -dijo la Rata de Agua muy enfadada-Pues debería habérmelo dicho antes de

empezar. Y así me habría ahorrado escucharle. Y hasta le hubiera dicho igual que el

crítico: «¡Psss!» Aunque aún estoy a tiempo de decírselo.

Y entonces le gritó muy fuerte: -«¡Psss!», hizo un movimiento brusco con la cola y se

metió en su agujero.

-¿Qué le parece a usted la Rata de Agua? -preguntó la Pata, que llegó chapoteando unos

minutos después-. Tiene muy buenas cualidades, pero yo, la verdad, es que tengo

sentimientos maternales y no puedo ver a un solterón sin que se me salten las lágrimas.

-Siiento mucho haberle molestado -contestó el Pinzón-. El hecho es que le conté un

cuento con moraleja.

-Ah, pues eso es siempre muy peligroso -dijo la Pata.

Y yo estoy de acuerdo con ella.

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"The Devoted Friend",

The Happy Prince and Other Tales, 1888

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