cuatro formas de argumentar

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Maliandi, Ricardo (1995) “Sobre los modos de la argumentación”. La Gaceta. Suplemento literario. San Miguel de Tucumán, domingo 1 de octubre de 1995. p.1 “La liebre, el erizo, el tigre y la araña. Sobre los modos de la argumentación”. Como ya lo supo Sócrates, la razón es dialógica (o sea, sólo avanza mediante el diálogo), y, sin embargo, muy a menudo los argumentantes no hacen más que monologar. La presencia del interlocutor no basta para que despunte el diálogo: entre dos que hablan suele haber un mero intercambio de monólogos, y, a la inversa, hay a veces diálogo en soledad, como ocurre cuando se reflexiona oponiendo, a los propios argumentos, todos los contraargumentos posibles. El auténtico diálogo, el diálogo crítico, no es un combate de gladiadores en el que cada uno trata de vencer al oponente, sino una alianza de los dialogantes contra la dificultad que ambos aspiran a despejar. El convencer pesa aquí más que el vencer; se refuta el argumento no se derrota al interlocutor. Un diálogo semejante es, por cierto, excepcional, insólito; aunque, bien mirado, no debiera serlo, ya que su clave, harto sencilla, consiste tan solo en que, de movida, cada uno renuncie sinceramente a tener “la última palabra”. Mientras tanto, asistimos diariamente a diálogos – mejor sería denominarlos seudodiálogos- en los que campean estrategias argumentativas de “defensa” y de “ataque”. Creo que allí hay fundamentalmente, cuatro modos principales de argumentar: dos “defensivos” y dos “ofensivos”. Veámoslos brevemente por separado. 1) Hay quienes dominan técnicas evasivas de argumentación, y, después de sostener lo suyo, escapan escurridizamente a las objeciones. Es el caso del argumentante –liebre, ante el cual es inútil esbozar réplicas, porque cuando se las manifieste, su discurso ya se habrá deslizado velozmente a perspectivas distintas. La liebre zigzaguea, se escabulle y en cualquier momento desaparece por la boca de su madriguera. La frustración del cazador a quien se le escapa la liebre es análoga a la de quien intente

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Argumentación Maliandi

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Page 1: Cuatro formas de argumentar

Maliandi, Ricardo (1995) “Sobre los modos de la argumentación”. La Gaceta. Suplemento literario. San Miguel de Tucumán, domingo 1 de octubre de 1995. p.1

“La liebre, el erizo, el tigre y la araña. Sobre los modos de la argumentación”.

Como ya lo supo Sócrates, la razón es dialógica (o sea, sólo avanza mediante el diálogo), y, sin embargo, muy a menudo los argumentantes no hacen más que monologar. La presencia del interlocutor no basta para que despunte el diálogo: entre dos que hablan suele haber un mero intercambio de monólogos, y, a la inversa, hay a veces diálogo en soledad, como ocurre cuando se reflexiona oponiendo, a los propios argumentos, todos los contraargumentos posibles.

El auténtico diálogo, el diálogo crítico, no es un combate de gladiadores en el que cada uno trata de vencer al oponente, sino una alianza de los dialogantes contra la dificultad que ambos aspiran a despejar. El convencer pesa aquí más que el vencer; se refuta el argumento no se derrota al interlocutor. Un diálogo semejante es, por cierto, excepcional, insólito; aunque, bien mirado, no debiera serlo, ya que su clave, harto sencilla, consiste tan solo en que, de movida, cada uno renuncie sinceramente a tener “la última palabra”.

Mientras tanto, asistimos diariamente a diálogos –mejor sería denominarlos seudodiálogos- en los que campean estrategias argumentativas de “defensa” y de “ataque”. Creo que allí hay fundamentalmente, cuatro modos principales de argumentar:dos “defensivos” y dos “ofensivos”. Veámoslos brevemente por separado.

1) Hay quienes dominan técnicas evasivas de argumentación, y, después de sostener lo suyo, escapan escurridizamente a las objeciones. Es el caso del argumentante –liebre, ante el cual es inútil esbozar réplicas, porque cuando se las manifieste, su discurso ya se habrá deslizado velozmente a perspectivas distintas. La liebre zigzaguea, se escabulle y en cualquier momento desaparece por la boca de su madriguera. La frustración del cazador a quien se le escapa la liebre es análoga a la de quien intente dialogar con el argumentante –liebre (en un caso se interrumpe la caza; en el otro, el diálogo), con la diferencia de que, mientras el cazador apunta a la liebre, el dialogador auténtico no apunta al argumentante, sino a los argumentos.

2) Una manera distinta de defenderse en una discusión es la del argumentante –erizo, inexpugnable tras sus púas argumentativas. El erizo no necesita escaparse porque nadie se le puede acercar. Tampoco necesita atacar: es como el ajedrecista que pone todas las demás piezas defendiendo al rey, o como el director técnico que coloca nueve jugadores en la defensa, o como el señor feudal protegido tras las murallas de su castillo. Las objeciones, en tal caso, rebotan. El oponente puede asediarlo, pero en algún momento acaba por comprender que el asedio no constituye un forma genuina de diálogo. Además, el argumentante –erizo suele tener –y en todo caso obra como si tuviera- tendencias paranoicas: toda objeción o réplica es sentida por él como un ataque personal.

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3) Aparte de aquello tan repetido de que “La mejor defensa es un buen ataque” (aplicable asimismo a ciertas formas del argumentar) hay argumentantes que se lanzan a la ofensiva, no para defenderse, sino porque ven el diálogo una ocasión para menoscabar de algún modo al interlocutor, quien se convierte a sus ojos en una suerte de presa. El ataque es paradigmáticamente feroz en el argumentante –tigre (o león, u oso, o tiranosaurio) seguro de sus fuerzas, devorador implacable y despiadado. El tema de discusión pasa a segundo plano cuando se persigue la aniquilación del oponente. La natural resistencia de éste enardece al tigre; surgen el apasionamiento y la furia, y el “diálogo” deriva entonces en un everything goes, con recursos tales como el sarcasmo, la mofa, la desautorización o el insulto.

4) La modalidad ofensiva, sin embargo, tiene su variante más sutil, y por lo general más efectiva, en el argumentante –araña quien atrapa y literalmente “envuelve” al oponente en su retórica, es decir, en un farragoso compuesto de argumentos lícitos y falacias bien disimuladas, asiduamente matizado con citas y proverbios. La “presa”, o más bien la víctima, suele quedar entonces inmovilizada, desprovista de argumentos, con lo que hace obvio el carácter monológico del supuesto “diálogo”.

La liebre, el erizo, el tigre y la araña llegan con frecuencia a ganar discusiones, pero muy difícilmente promueven un avance de la razón. El diálogo auténtico, crítico, se asemeja más bien a lo que acontece en una pareja de bailarines, donde cada uno dibuja sus propias figuras o aporta sus propias piruetas, pero en el marco de un todo armónico. El interlocutor, el oponente, se comporta –y es admitido- como una especie de partenaire, un imprescindible colaborador en la intrincada, compleja danza de la argumentación.Pero esta metáfora requiere dos aclaraciones: la primera es que la mencionada “armonía” no alude a un acuerdo continuo entre los interlocutores, ya que, por el contrario, el diálogo crítico se sustenta en la discrepancia (si bien presupone la posibilidad de consenso y de hecho apunta a él). Y, en segundo lugar, hay diálogos de alcance limitado, en los cuales los interlocutores no toman en cuenta las opiniones o los intereses de terceros a quienes también afecta el tema sobre el cual se dialoga, como sucede, por ejemplo, en las llamadas “componendas”. El diálogo entre delincuentes que planean un delito es siempre, desde el punto de vista de la interacción social, un monólogo, ya que una de las partes interesadas queda excluida.Aunque la razón, como tal, es dialógica, los seres racionales mostramos a diario una portentosa incapacidad para dialogar de veras. Acaso en cada uno de nosotros se agazapa una liebre, o un erizo, o un tigre, o una araña, o quizá varias de esas dulces criaturas, siempre dispuestas a interferir en nuestros más o menos sinceros propósitos de diálogo.Pero lo que nos hace racionales es nuestra posibilidad, y la de nuestro eventual interlocutor de comportarnos, al argumentar, como bailarines que se necesitan mutuamente, porque cada uno aporta lo suyo, pero lo aclara y lo hace realmente efectivo gracias a la contrastante cooperación del otro.