(cronicas de la prehistoria 03) el devor - michelle paver

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Annotation

Tras superar una serie deazarosas peripecias, Torak, Renn yLobo por fin han logrado reunirse ydisfrutan de unos días apacibles. Sinembargo, pronto se verán enfrentadosa la peor pesadilla imaginable.Durante una rutinaria partida de caza,los Devoradores de Almassecuestran a Lobo con malévolasintenciones. Para seguir la pista de sufiel amigo, Torak tiene que recurrir asu poder de trasladar su espíritu al

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cuerpo de los animales, aunque eluso de este portentoso don puedeacabar destruyéndolo. Elenfrentamiento final con losDevoradores se librará en el lejano yhelado Norte, donde nuestrosvalientes protagonistas deberánrecurrir a todo su ingenio y coraje enun entorno inhóspito y plagado depeligros indescriptibles.

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Michelle Paver EL DEVORADOR DE

ALMAS Crónicas de la Prehistoria

III

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Sobre la autora

Michelle Paver nació enMalawi, África. Sus padres setrasladaron a Inglaterra cuando ellatenía tres años. Paver estudióBioquímica en la Universidad deOxford y es abogada, profesión queejerció durante trece años, antes dededicarse exclusivamente a laliteratura.

El Devorador de Almas es eltercer libro de las CRÓNICAS DELA PREHISTORIA, que se inician

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con Hermano Lobo y El Clan de laF o c a y relatan las aventuras deTorak y su lucha para vencer a losDevoradores de Almas.

La serie CRÓNICAS DE LAPREHISTORIA surge de la pasiónde Michelle Paver por los animales,la antropología y la historia. Susviajes a Noruega, Laponia, Islandia ylos Cárpatos han sido importantesfuentes de inspiración, así como suencuentro con un gran oso en un valleremoto del sur de California.

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Torak deseó que no fuera un

presagio.Deseó que no fuera más que una

pluma de búho sobre la nieve. Ydecidió ignorarla. Ése fue su primer

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error.Volvió con sigilo sobre las

huellas que llevaba siguiendo desdeel amanecer. Parecían recientes. Sequitó el mitón y las palpó. No habíahielo en el fondo. Sí, sin duda eranrecientes.

Tras volverse hacia Renn, porencima de él en la colina, se dio unosgolpecitos en la manga y levantó elíndice; luego señaló hacia el bosquede hayas: «Un reno. Se dirige haciael sur.»

Renn asintió con la cabeza, sacóuna flecha del carcaj y la colocó en

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el arco. Al igual que Torak, costabadistinguirla con el jubón, las calzasde piel de reno y la cara cubierta deceniza para enmascarar su olor. Aligual que él, estaba hambrienta, puesno probaba bocado desde el pedazode carne seca de jabalí del mediodía.Pero, al contrario que él, no habíavisto la pluma de búho.

«Bueno, pues no se lo digas»,pensó Torak. Ése fue su segundoerror.

Unos pasos por debajo de él,Lobo olisqueaba una zona del terrenodonde el reno había raspado la nieve

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para acceder al liquen. Tenía lasorejas levantadas y el pelajeplateado erizado por la excitación. Sihabía captado la inquietud de Torak,no daba muestras de ello. Olisqueóotra vez y luego alzó el hocico paraolfatear la brisa cargada de aromas,los ojos ambarinos clavados en losde Torak. «Huele mal.»

Torak ladeó la cabeza. «¿Quéquieres decir?», preguntó en lalengua de los lobos.

Lobo meneó los bigotes.«Hocico malo.» Torak se acercópara examinar lo que había

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encontrado y vio una gota de pusamarillo sobre la tierra desnuda.Lobo le estaba diciendo que setrataba de un reno viejo, que tenía losdientes podridos tras muchosinviernos de mascar liquen arenoso.

El muchacho arrugó la nariz enuna leve sonrisa lobuna. «Gracias,hermano de carnada.» Echó unvistazo a Renn y luego se dirigiócolina abajo tan sigilosamente comole permitían las botas de piel decastor, no lo suficiente a juicio deLobo, que movió una oreja en señalde reproche mientras avanzaba por la

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nieve silencioso como el humo.Se internaron con sigilo en un

bosque de árboles dormidos. Roblesnegros y hayas plateadas relucientesde escarcha. Aquí y allá, Torak veíael fulgor carmesí de las bayas deacebo; el verde intenso de un abetoalerta que montaba guardia ante sushermanos adormecidos. El Bosque sehallaba sumido en el silencio. Losríos se habían helado. La mayoría delos pájaros había volado hacia el sur.

«Excepto ese búho», se dijoTorak.

Había sabido que se trataba de

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una pluma de búho en cuanto habíavisto la afelpada parte superior, queamortiguaba el sonido del aleteocuando el búho cazaba. De habersido del gris oscuro de un búho debosque no habría tenido de quépreocuparse; sencillamente se lahabría dado a Renn, que las utilizabapara empendolar sus flechas. Peroesa pluma en concreto tenía franjasnegras y de un pardo rojizo, desombra y llama. Eso revelaba quepertenecía al mayor y más feroz delos búhos: el búho real. Y desdeluego no presagiaba nada bueno.

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Lobo meneó su negro hocico.Torak se puso alerta al instante.

Descubrió al reno a través delos árboles, mordisqueando barbadel monte. Oyó el crujir de suspezuñas y vio su nebuloso aliento.Por suerte se hallaban aún a favordel viento. Se olvidó de la pluma ypensó en carne jugosa y rica grasa detuétano.

A sus espaldas, oyó crujirdébilmente el arco de Renn altensarse. Colocó una flecha en elsuyo y entonces se dio cuenta de queestaba justo en medio. De inmediato

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se dejó caer sobre una rodilla paraque Renn disparara, pues era mejortiradora. En ese momento el animalse situó detrás de un haya. Tendríanque esperar.

Entretanto, Torak se fijó en unabeto rojo, a cinco pasos por debajode él. Sus delgados brazos cargadosde nieve parecían advertirle queretrocediera. Aferrando el arco,clavó la mirada en la presa. Depronto, una ráfaga de viento agitó lashayas, y las hojas del verano anteriorcrujieron como manos secas ymuertas. Torak tragó saliva. Tenía la

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sensación de que el Bosque tratabade decirle algo.

Encima de él, una rama semovió y cayó un montón de nieve.Torak alzó la vista. El corazón le dioun vuelco. Un búho real, de orejascon penacho tan afiladas como puntasde lanza, lo observaba con susenormes ojos naranjas como solesgemelos.

Torak lanzó un alarido y seincorporó de un salto.

Espantado, el reno salióhuyendo y Lobo se lanzó en supersecución. La flecha de Renn pasó

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silbando junto a la capucha de Torak.El búho real desplegó las enormesalas y se alejó con vuelo silencioso.

— Pero ¿qué haces? — exclamóRenn, furiosa— . ¿Por qué te haspuesto de pie de esa manera? ¡Podríahaberte matado!

Torak no contestó. Observaba elbúho real remontar el vuelo en elcielo azul de mediodía. Confuso,recordó que los búhos reales erancazadores nocturnos.

En aquel momento Loboapareció dando brincos entre losárboles y resbaló hasta detenerse

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junto a Torak, sacudiéndose la nievey meneando la cola. No esperabaalcanzar al reno, pero habíadisfrutado con la persecución.

Al captar la inquietud de Torak,se frotó contra él. El muchacho searrodilló y hundió la cara en suprofundo y áspero pescuezo,aspirando su familiar olor a hierbadulce.

— ¿Qué pasa? — inquirióRenn.

Torak levantó la cabeza.— Ha sido ese búho.— ¿Qué búho?

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Torak parpadeó.— Tienes que haberlo visto. El

búho real… ¡Ha pasado tan cercaque podría haberlo tocado!

Para asombro de Renn, elmuchacho corrió colina arriba yencontró la pluma.

— Mira — jadeó,mostrándosela.

Lobo bajó las orejas y gruñó.Renn se llevó una mano a las

plumas de la criatura de su clan.— ¿Qué significa? — preguntó

Torak.— No lo sé, pero es algo

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maligno. Deberíamos volver. Fin-Kedinn sabrá qué hacer…— Observó la pluma— . Déjala ahí.

Cuando la arrojó a la nieve,Torak deseó no haberla tocado con lamano desnuda. Un fino polvo gris lecubría la palma. Se la frotó contra eljubón, pero le quedó un tufillo apodredumbre que le recordó a lososarios de los Cuervos.

Lobo profirió un gruñido ylevantó las orejas.

— ¿Qué ha olido? — preguntóRenn. No hablaba la lengua de loslobos, pero conocía a Lobo.

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Torak puso ceño.— No lo sé. — Lobo tenía la

cola erguida, pero no le daba ningunade las señales de presa que el chicoreconocía.

«Presa extraña», le dijofinalmente, y Torak percibió que elanimal también estabadesconcertado.

Una sensación de peligro seapoderó de Torak, que soltó unaapremiante advertencia: «¡No teacerques!» Pero Lobo ya habíapartido y ascendía por el valle con sutrote incansable.

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— ¡No! — exclamó Torak,trastabillando en pos de él.

— ¿Qué pasa? — gritó Renn— .¿Qué te ha dicho?

— «Presa extraña»— respondió Torak.

Alarmado, observó a Loboalcanzar la cresta y volverse paramirarlos. Su aspecto era magnífico:el grueso pelaje invernal era una ricamezcla de gris, negro y rojo zorruno,y llevaba la espesa cola bien erguidapor la emoción de la caza.«¡Sígueme, hermano de carnada!¡Presa extraña!»

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Entonces desapareció.Lo siguieron tan rápido como

pudieron, pero iban cargados confardos y sacos para dormir. Además,en aquella zona la nieve era profunday tenían que utilizar raquetas, lo quedificultaba su marcha. Cuandollegaron a la cima de la colina, nohabía rastro de Lobo.

— Estará esperándonos — dijoRenn para tranquilizar a Torak.Señaló un grupo de álamostemblones— . En cuanto lleguemosahí, seguro que aparecerá de un salto.

Eso serenó un poco a Torak. De

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hecho, el día anterior Lobo se habíaescondido tras un matorral deenebro, para luego aparecerbrincando y derribarlo sobre unmontón de nieve, gruñendo y jugandoa morderlo mientras su amigo noparaba de reír.

Llegaron a los álamos, peroLobo no apareció.

Torak profirió dos brevesladridos: «¿Dónde estás?» No huborespuesta.

Sin embargo, sus huellas sedistinguían con claridad. Aquél eraun territorio de caza compartido por

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varios clanes y todos utilizabanperros, pero era imposible confundirlas huellas de Lobo con las de unperro. Un perro corre de formairregular, pues sabe que su dueño loalimenta, mientras que un lobo correcon un solo propósito: debeencontrar presas o morirá de hambre.Y aunque Lobo llevaba con Torak yel Clan del Cuervo las últimas sietelunas, su joven amigo nunca le habíadado comida, pues temía mermar conello su destreza como cazador.

La tarde avanzaba y ellosseguían tras el rastro de Lobo: un

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trote largo en línea recta, las patastraseras incidiendo en las huellas delas delanteras. El crujir de lasraquetas y el áspero sonido de susalientos era lo único que resonaba enel Bosque.

— Estamos alejándonos muchohacia el norte — advirtió Renn. Sehallaban más o menos a un día decamino del campamento de losCuervos, que quedaba hacia elsuroeste, junto a Río Ancho.

Torak volvió a ladrar. «¿Dóndeestás?»

De la rama de un árbol cayó un

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montón de nieve sobre su capucha.Después el silencio pareció hacerseaún más profundo que antes.

Torak vio palidecer el brillo deun racimo de bayas de acebo y supoque el día comenzaba a declinar. Elresplandor se desvanecía en el cieloy las sombras avanzaban ahurtadillas desde el sotobosque. Unescalofrío le recorrió el pecho,consciente de que el descenso haciala oscuridad se había iniciado.

Los clanes lo llaman el tiempode los demonios, pues es en invierno,mientras el Gran Uro cabalga en lo

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más alto entre las estrellas, cuandolos demonios huyen del Otro Mundoy revolotean por el Bosqueprovocando confusión y desasosiego.Sólo hace falta uno para causarestragos en un valle entero; y aunquelos hechiceros se mantienen alerta,no pueden atraparlos a todos. Losdemonios son difíciles de ver.Apenas es posible vislumbrarlos ytampoco se sabe con certeza quéaspecto tienen, puesto que cambian(algunos se introducen por la boca delos durmientes para poseer sucuerpo; una vez allí, se agazapan en

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la roja oscuridad para succionarlesel coraje y la confianza, dejando lassemillas de la malicia y el conflicto).

Fue en aquel momento, en eltiempo de los demonios, cuandoTorak supo que los malos augurios sehabían hecho realidad. Lobo no habíaaullado una respuesta porquesencillamente no podía hacerlo. Lehabía ocurrido algo.

Visiones de pesadillaparpadearon en la mente de Torak.¿Y si Lobo había tratado de abatir unuro o un alce por sí solo? No teníamás que veinte lunas. La coz de un

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animal tan imponente como ésospodía matar a un lobo joven eimprudente.

Quizá había caído en unatrampa. Torak le había enseñado aevitarlas, pero tal vez se habíadescuidado. En ese caso estaríaatrapado, incapaz de aullar con ellazo apretándole el cuello.

Los árboles crujieron, liberandomás nieve de sus ramas. Torak sellevó las manos a los labios y aulló:«¿Dónde estás?» No hubo respuesta.

Renn le sonrió para animarlo,pero en sus ojos oscuros Torak vio

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reflejada su propia ansiedad.— El sol está descendiendo

— susurró la muchacha.Torak tragó saliva.— Dentro de un rato saldrá la

luna. Habrá luz suficiente para seguirel rastro.

La chica asintió con expresióndubitativa.

Habían recorrido unos cuantospasos más cuando se desvió hacia unlado.

— ¡Torak! ¡Aquí!

Quienquiera que hubiera

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atrapado a Lobo lo había hecho conla más simple de las trampas. Habíacavado una fosa para luego taparlacon una fina capa de ramas cubiertasde nieve.

Eso no lo habría retenido muchotiempo, pero en la nieve revuelta entorno a la fosa Torak encontró tirasde pellejo sin curtir trenzado.

— Una red — dijo, incrédulo— . Llevaban una red.

— Pero en la fosa no hayestacas — observó Renn— . Debíande quererlo vivo.

«Esto es una pesadilla — pensó

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Torak— . Voy a despertar y Lobosaldrá brincando entre los árboles.»Fue entonces cuando vio la sangre.Una salpicadura increíblemente rojaen la nieve.

— A lo mejor los ha mordido— musitó Renn— . Espero que lohaya hecho. ¡Espero que les hayaarrancado las manos a mordiscos!

Con dedos temblorosos, Torakrecogió un mechón de pelajesanguinolento. Se obligó a interpretarlo que revelaba la nieve.

Lobo se había acercado a latrampa con cautela, pues sus huellas

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indicaban que había cambiado de untrote largo a un paso sereno. Pero sehabía acercado de todas formas.

«Oh, Lobo — se lamentó ensilencio Torak— , ¿por qué no fuistemás precavido?» Se le ocurrióentonces que quizá su amistad conLobo lo había vuelto más confiadocon la gente. Quizá él tenía la culpade lo ocurrido.

Miró fijamente el rastro depisadas que llevaba hacia el norte.Se estaba formando hielo en lashuellas. Los captores de Lobo lellevaban ventaja.

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— ¿Cuántos juegos de huellashay? — preguntó Renn quedándoseatrás, pues Torak era mejorrastreador.

— Dos. Huellas de hombre, ylas más grandes son más profundas.O sea, que ése llevaba a Lobo. Pero¿por qué iban a llevárselo? Nadieosaría hacerle daño. — Una leyestricta de los clanes prohibíainfligir daño a ningún cazador delBosque.

— Torak — llamó Renn,agachándose tras un matorral deenebro— . Se escondieron aquí. Pero

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no consigo ver…— ¡No te muevas!— ¿Qué?— ¡Ahí, junto a tu bota!Renn se quedó inmóvil.— ¿Qué… qué ha podido dejar

algo así?Torak se agachó para

examinarlo.Su padre le había enseñado a

rastrear y creía conocer las huellasde todas las criaturas del Bosque,pero ésas eran las más extrañas quehabía visto nunca. Muy ligeras ypequeñas, como de pájaro, sólo que

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no lo eran. Las traseras parecíanhechas por minúsculas manos decinco garras, mientras que lasdelanteras no eran más que dosagujeros, como si la criaturacaminase sobre muñones.

— Presa extraña — musitóTorak.

Renn lo miró a los ojos.— Carnada. La han utilizado de

carnada.Torak se incorporó.— Se dirigen hacia el norte,

atravesando el valle Palo de Hacha.¿Adónde pueden haber ido desde

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allí?— ¡A cualquier parte!

— exclamó Renn con ademánexasperado— . Pueden dirigirse aleste, hacia el lago Cabeza de Hacha,y continuar hasta las Montañas Altas.O pueden ir al sur, hacia el BosqueProfundo; o al oeste. Sí, a estas horaspueden hallarse a medio camino delMar…

Se acercaban voces.Se apresuraron a ocultarse

detrás de los enebros. Renn preparóel arco y Torak sacó el hacha debasalto del cinturón.

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Fueran quienes fuesen, no semolestaban en avanzar con sigilo.Torak vio a un hombre y una mujer,seguidos por un perro grande quearrastraba un trineo cargado con uncorzo muerto. Un niño de unos ochoveranos avanzaba con entusiasmohundiéndose en la nieve, y tras él ibaun perro más joven con unas alforjasde piel de ciervo sujetas bajo elcuerpo.

El perro joven captó el olor deLobo en Torak, soltó un gañido deterror y corrió hacia el niño, que sedetuvo. Torak distinguió el tatuaje de

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clan entre las cejas: tres finos óvalosnegros, cual ceño permanentementefruncido.

Renn respiró aliviada.— ¡Son del Clan del Sauce! ¡A

lo mejor han visto algo!— ¡No! — Torak la retuvo— .

¡No sabemos si podemos confiar enellos!

Renn se quedó mirándolo.— ¡Torak, son Sauces! ¡Claro

que podemos!Antes de que pudiese detenerla,

Renn echó a correr hacia ellos,llevándose los puños al corazón en

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señal de amistad.La vieron y sonrieron.

Regresaban a su clan en el oeste,explicó la mujer. Las inconfundiblescicatrices en la cara, como cancro enla corteza de un árbol, indicaban queera una superviviente de laenfermedad del verano anterior.

— ¿Os habéis encontrado conalguien? — preguntó Renn— .Estamos buscando a…

— ¿Estamos? — inquirió elhombre.

Torak se incorporó.— Venís del norte. ¿Habéis

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visto a alguien?La mirada del hombre se dirigió

rápidamente al tatuaje de clan deTorak, y arqueó las cejas.

— Últimamente no solemos vergente del Clan del Lobo. — Sedirigió a Renn— . Eres joven paraestar cazando tan lejos de tucampamento.

Renn torció el gesto.— Los dos tenemos trece

veranos. Y contamos con el permisodel líder para…

— ¿Habéis visto a alguien?— insistió Torak.

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— Yo sí — repuso el niño.— ¿A quién? — preguntó Torak

con ansiedad— . ¿De quién setrataba?

El niño retrocedió, asustado porel apremio de la pregunta.

— Iba… iba en busca deTortuga. — Señaló a su perro, quemeneó ligeramente la cola— . Legusta perseguir ardillas, pero sepierde. Entonces los vi. Llevaban unared con algo que se movía mucho.

«O sea que aún está vivo», sedijo Torak. Había apretado tan fuertelos puños que las uñas se le hincaban

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en las palmas.— ¿Qué aspecto tenían?

— intervino Renn.El niño estiró un brazo sobre la

cabeza.— Un hombre enorme. Y otro,

grande también, con las piernas muyarqueadas.

— ¿Y los tatuajes de clan?— preguntó Torak— . ¿Los pellejosde sus criaturas de clan? ¡Lo que sea!

El niño tragó saliva.— Llevaban las capuchas

levantadas. No les vi la cara.Torak se volvió hacia el hombre

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del Clan del Sauce.— ¿Puedes llevarle un mensaje

a Fin-Kedinn?— Sea lo que sea — repuso el

hombre— , deberías decírselo túmismo. El líder de los Cuervos essabio, sabrá qué hacer.

— No hay tiempo — concluyóTorak— . Dile que alguien se hallevado a Lobo. Dile que vamos ensu busca.

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2

La noche trajo consigo una

terrible helada que tiñó de blanco losárboles y volvió quebradiza la capade nieve bajo sus pies.

Transcurrida la mitad de la

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noche, Torak estaba mareado de puroagotamiento. A pesar de ello, seobligó a continuar. El rastro de loscaptores de Lobo era como unaserpiente a la luz de la luna. Hacia elnorte, siempre hacia el norte.

El corazón le dio un vuelcocuando, de pronto, siete hechicerosse alzaron ante él. Sombras delgadasy con cuernos se recortaron en mediodel camino. «Dominaremos elBosque — susurraron con voz másfría que la nieve llevada por elviento— . Todos se echan a temblarante nuestra presencia. Somos los

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Devoradores de Almas…» Una manole tocó el hombro. Torak dio unrespingo.

— ¿Qué ocurre? — preguntóRenn.

Torak parpadeó. Ante sí, sieteabedules relucían de escarcha.

— He tenido un sueño.— ¿Sobre qué? — Renn sabía

algo de sueños, pues a veces lossuyos se hacían realidad.

— No importa — respondióTorak con tono evasivo.

Renn soltó un bufido deincredulidad.

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Reanudaron la marcha condificultad, sus alientos elevándosecomo nubes en el aire helado.

Torak se preguntó si aquelsueño significaba algo. ¿Era posibleque los Devoradores de Almasestuviesen tras la desaparición deLobo?

Pero ¿qué podían querer de él?Además, no se había encontrado

rastro alguno de los Devoradores.Desde la enfermedad del veranoanterior, Fin-Kedinn había habladocon todos los clanes del Bosque yhabía enviado mensajes a los clanes

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del Bosque Profundo, el Mar y lasMontañas. Nada. Los Devoradoresde Almas se habían escondido comoel oso en invierno.

Y sin embargo, Lobo seguía sinaparecer.

Torak se sentía como sicaminase en medio de una ventiscade ignorancia y miedo. Al levantar lacabeza, vio al Gran Uro muy alto enel cielo. Sintió la maldad de su ojofrío y rojo, y tuvo que reprimir unaoleada de pánico. Primero habíaperdido a su padre; ahora, a Lobo.¿Y si nunca más volvía a verlo? ¿Y

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si estaba muerto ya?Se internaron en una zona del

Bosque menos densa. Ante ellosrefulgía un río congelado,entrecruzado de huellas de liebre. Ensus riberas, las umbelas muertas dela cicuta alzaban sus dedospuntiagudos hacia las estrellas.

Una manada de caballos debosque se asustó y se alejó entre unrepiqueteo de cascos en el hielo,para luego volverse y observarlosdesde la distancia. Sus crines estabantiesas como carámbanos y, en susojos iluminados por la luna, Torak

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vislumbró un eco de su propio temor.En su mente vio a Lobo justo

antes de desaparecer, con su aspectomagnífico y orgulloso. Torak loconocía desde que era un lobezno. Lamayor parte del tiempo erasimplemente Lobo: listo, inquisitivoy ferozmente leal. Pero a veces era elguía y mostraba una misteriosaseguridad en sus ojos ambarinos. Y,por supuesto, siempre era unhermano de carnada.

— Lo que no comprendo— dijo Renn, inmiscuyéndose en suspensamientos— es por qué se han

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llevado a Lobo.— Quizá es una trampa. Quizá

me quieren a mí, no a él.— Ya lo había pensado. — La

chica bajó la voz— . Tal vez…quienquiera que se haya llevado aLobo anda tras de ti porque…— titubeó— porque eres un espírituerrante y desea tu poder.

Torak se estremeció. Odiaba serun espíritu errante. Y tambiéndetestaba que Renn se lo hubieserecordado. Le hacía sentir comocuando te arrancan una costra desangre seca.

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— Pero si te querían a ti— insistió ella— , ¿por qué nocapturarte sin más? Dos hombresgrandes y fuertes; no habríamospodido hacer nada contra ellos. Asípues, ¿por qué…?

— ¡No lo sé! ¿Por qué insistes?¿Qué sentido tiene hacerlo?

Renn lo miró fijamente.— ¡No sé por qué se lo han

llevado! — exclamó Torak— . ¡Nome importa que sea una trampa!¡Sólo quiero que Lobo vuelva!

Después de eso, no volvieron a

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hablarse durante un rato. Loscaballos de bosque habían pisoteadoel rastro y lo perdieron durante ciertotiempo, lo que al menos les dio unaexcusa para separarse. Cuando Torakvolvió a encontrarlo, habíacambiado… para peor.

— Han hecho un trineo— anunció— . No tienen perros paratirar de él, pero aun así irán muchomás rápido colina abajo.

Renn echó un vistazo al cielo.— Se está nublando.

Deberíamos preparar un refugio ydescansar un poco.

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— Hazlo tú si quieres; yo voy aseguir.

Renn puso los brazos en jarras.— ¿Tú solo?— Si es preciso, así será.— También es mi amigo.— ¡Lobo no es sólo mi amigo,

es mi hermano de camada! — replicóTorak, y supo que sus palabras lahabían ofendido.

— ¿Y cómo va a ayudarle— dijo ella entre dientes— queandemos dando tumbos por ahí yperdiendo detalles?

Torak la miró ceñudo.

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— ¡Yo no me he perdido nada!— Ah, ¿no? Unos pasos más

atrás, uno de ellos se desvió paraseguir esas huellas de nutria.

— ¿Qué huellas de nutria?— ¿Lo ves? ¡A eso me refería!

¡Estás agotado! ¡Y yo también!Torak supo que ella tenía razón,

pero se resistió a admitirlo.En silencio, encontraron los

restos de un abeto rojo derribado poruna tormenta y cavaron la nieve de subase hasta conseguir un espaciodonde dormir. Dispusieron ramas amodo de techo y utilizaron las

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raquetas como palas para amontonarencima una gruesa capa de nieve.Finalmente llevaron más ramas alinterior y extendieron encima lossacos para dormir. Cuando hubieronacabado, temblaban de agotamiento.

Torak sacó de su bolsa la yescay unas tiras de corteza y prendió unfuego. La única leña que habíaencontrado era de abeto, de modoque humeaba y chisporroteaba. Sinembargo, estaba demasiado exhaustopara que le importara.

Al ver el humo, Renn arrugó lanariz, pero no hizo comentarios. Sacó

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un rollo de salchicha de sangre dealce y la cortó en tres partes, dejó untrozo en el techo del refugio para elguardián del clan y le arrojó el otro aTorak. Guardó el suyo en su bolsa decomida y tomó el hacha y el odre deagua.

— Voy al río. Hay más carne enmi fardo, pero no toques las bayassecas de arrayán.

— ¿Por qué no?— ¡Porque las guardo para

Lobo! — contestó Renn, enfadada.Cuando se hubo ido, Torak se

obligó a comer. Luego salió del

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refugio e hizo una ofrenda.Cortó un mechón de su largo

cabello oscuro y lo ató a una ramadel abeto caído. Se llevó la mano ala piel de la criatura de su clan: elraído pedazo de pelaje de lobocosido al hombro del jubón.

— Bosque — imploró— ,escúchame. Te pido por cada una demis tres almas, por mi alma delnombre, mi alma del clan y mi almadel mundo, que cuides de Lobo y nopermitas que sufra ningún daño.

Sólo cuando hubo acabadoreparó en que había otro rizo de

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cabello rojo oscuro atado a otrarama. Renn había hecho su propiaofrenda.

Torak no pudo evitar sentirseculpable por haberle gritado.

De vuelta en el refugio, se quitólas botas, se metió con dificultad enel saco y permaneció tendidoobservando el fuego, oliendo lahumedad del pellejo de reno y elaroma acre del abeto.

En la distancia ululó un búho,no el ulular familiar de un búho grisdel Bosque sino el más penetrante deun búho real. Torak se estremeció.

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Oyó las pisadas de Renn crujir en lanieve y la llamó.

— Has hecho una ofrenda. Yotambién. — Puesto que Renn nocontestaba, añadió— : Siento habertehablado de esa forma. Es sólo que…Bueno, perdona.

Siguió sin obtener respuesta.La oyó dirigirse hacia el refugio

y luego rodearlo hasta la partetrasera. Torak se incorporó y llamó:

— ¿Renn?Las pisadas se detuvieron.El corazón empezó a latirle con

fuerza. No era Renn. Esforzándose

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por no hacer ruido, salió del sacopara dormir, se puso las botas yagarró el hacha.

Las pisadas se acercaron. Fueraquien fuese, estaba a tan sólo unbrazo de distancia, separado por unendeble muro de abeto. Por uninstante reinó el silencio. Luego,claramente audible en la quietud, lellegó el sonido de una respiraciónburbujeante.

Se le pusieron los pelos depunta. Pensó en las víctimas de laepidemia del verano anterior: la luzasesina en sus ojos, la baba

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formándose en sus gargantas… Ypensó en Renn, sola en el río. Reptóhacia la salida del refugio.

Las nubes tapaban la luna y lanoche era negra. Torak captó unhediondo tufillo a carroña y volvió aoír aquella respiración burbujeante.

— ¿Quién eres? — preguntó ala oscuridad.

La respiración se interrumpió,dando paso a una quietud absoluta; elacechante sosiego de algo queaguarda en la oscuridad.

Torak salió a rastras del refugioy se puso en pie, aferrando el hacha

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con ambas manos. El humo leescocía los ojos, pero por unmomento vislumbró una formaenorme que se fundía con lassombras.

Oyó un grito detrás y se volviópara ver a Renn avanzartambaleándose entre los árboles.

— ¡En el río! — jadeó— .¡Apestaba y era horrible!

— Ha estado aquí — dijo Torak— . Ha llegado muy cerca. Lo heoído.

Espalda contra espalda, miraronfijamente hacia el Bosque. Fuera lo

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que fuese, se había ido, dejando tansólo un hedor a carroña y elespantoso recuerdo de aquellarespiración burbujeante.

Les fue imposible dormir.Echaron troncos al fuego y sesentaron juntos a esperar elamanecer.

— ¿Qué crees que era?— preguntó Renn.

Torak negó con la cabeza.— Sólo sé una cosa: de haber

estado Lobo con nosotros, nunca sehabría acercado tanto.

Miraron fijamente el fuego. Sin

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Lobo, no habían perdido tan sólo unamigo. Habían perdido a quien lesprotegía del peligro.

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No hubo más ruidos aquella

noche, pero por la mañanaencontraron huellas. Eran enormes,parecidas a las humanas pero sindedos. Sin duda no eran como las de

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los hombres que habían capturado aLobo, pero se dirigían al mismositio.

— Ahora son tres — comentóRenn.

Torak no contestó. No lesquedaba otra opción que continuar.

El cielo estaba cargado denieve y en el Bosque todo eransombras. A cada paso temían ver unafigura abalanzarse sobre ellos. ¿Undemonio? ¿Un Devorador de Almas?¿O quizá alguien de la Gente Oculta,con sus espaldas huecas comoárboles podridos?

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Se levantó viento. Torakobservó la nieve amontonarse entrelas huellas y pensó en Lobo. «Sisigue haciendo este viento, el rastrono durará mucho más.»

Renn estiró el cuello para seguirel vuelo de un cuervo.

— Ojalá viésemos lo mismoque él ve.

Torak observó el ave conexpresión pensativa.

Iniciaron el descenso hacia elvalle siguiente a través de unsilencioso bosque de abedules.

— Mira — dijo Torak— . Tu

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nutria ha estado aquí antes quenosotros. — Señaló una hilera dehuellas palmeadas y luego un surcolargo y liso en la nieve. El animalhabía bajado dando brincos la laderapara luego deslizarse sobre la panza;a las nutrias les encantaba.

Renn sonrió y por un instanteimaginaron una nutria felizdeslizándose en la nieve.

Pero la nutria nunca habíallegado al lago helado al final de lacolina. Al socaire de un peñasco, aveinte pasos de la orilla, Torakdescubrió una serie de escamas

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desparramadas y un jirón de pellejo.— La han atrapado — susurró.— ¿Para qué? La nutria es una

cazadora…Torak negó con la cabeza.

Aquello no tenía sentido. De pronto,Renn se puso tensa.

— ¡Escóndete! — musitótirando de Torak hacia detrás delpeñasco.

A través de los árboles, Torakvio que algo se movía en el lago. Unacriatura que resoplaba y sebalanceaba en busca de algo. Eramuy alta, de pellejo greñudo y

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melena larga y apelmazada. Torakolió a carroña y oyó una respiraciónhúmeda y burbujeante. Entonces lacriatura se volvió, mostrando unrostro sucio de un solo ojo y tanáspero como corteza de árbol. Torakahogó un grito.

— ¡No puede ser! — musitóRenn.

Se miraron. ¡El Caminante!Dos estaciones atrás, sus sendas

se habían cruzado con la de aquelhombre terrorífico, viejo y loco.Habían tenido suerte de salir vivosdel encuentro.

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— ¿Qué hace tan lejos de suvalle? — susurró Torak, ocultos trasel peñasco.

— ¿Cómo vamos a pasar sinque nos vea? — siseó Renn.

— Tal vez no lo hagamos.— ¿Qué?— ¿Y si ha visto quién se ha

llevado a Lobo?— ¿Has olvidado — susurró

Renn, furiosa— que casi nos mata?¿Que arrojó mi carcaj al río yamenazó con partirme el arco?— Por sus palabras no quedó claroqué consideraba peor: que los

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amenazase a ellos o a su arco.— Pero no lo hizo, ¿no? Nos

dejó marchar. Además, Renn, cabe laposibilidad de que haya visto algo.

— Oh, claro, simplemente vas apreguntárselo, ¿verdad? Torak, ¡estáloco! ¡Diga lo que diga, no podemoscreerle!

Torak fue a contestar pero entorno a ellos se produjo unaexplosión de nieve.

— ¡Devuélvelo! — bramó elCaminante, blandiendo un cuchillo— . ¡Ella se llevó su fuego! ¡Le hizotrampa! ¡El Caminante quiere que se

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lo devuelva!

— ¡El Caminante les ha hechotrampa a los tramposos! — rugió elhombre, acorralándolos contra elpeñasco— . ¡Ahora tienen quedevolvérselo!

Su melena era una maraña debarba del monte; tenía losesqueléticos miembros tan retorcidoscomo raíces. Bucles de cieno verdele colgaban como lianas de la narizpartida y de la boca desdentada.

Había dejado la capa sobre lanieve para engañarlos y estaba

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desnudo, a excepción de untaparrabos de piel, tieso de tanmugriento, unas fundas de cortezatrenzada para los pies y un ranciojubón hecho con el pellejo de unciervo rojo, que había arrancado alanimal y luego olvidado limpiar. Lacola, las patas y las pezuñas quecolgaban del jubón se mecieron confuerza cuando el Caminante blandióel cuchillo ante sus rostros.

— ¡Ella se lo llevó! — gritó,salpicándoles de cieno— . ¡Loengañó!

— Yo… yo no me he llevado

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nada — balbució Renn, ocultando elarco a la espalda.

— ¿No te acuerdas de nosotros?— intervino Torak— . ¡Nunca terobamos nada!

— ¡Ella sí! — bramó elCaminante— . ¡Ella! — Rápidacomo una anguila, una mano agarró aTorak del pelo y le inclinó la cabezahacia atrás. El muchacho soltó lasarmas, que quedaron desparramadasen la nieve— . La Torcida — bufó elCaminante, llenándolo todo de unhedor insoportable— . ¡Ella tiene laculpa de que Narik se haya perdido!

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— ¡Pero nosotros no hemoshecho nada! — suplicó Renn— .¡Suéltalo!

— ¡Hacha! — espetó elCaminante, clavándole la mirada desu ojo inyectado en sangre— .¡Cuchillo! ¡Flechas! ¡Arco! ¡Todo enla nieve, rápido, rápido!

Renn obedeció.El Caminante oprimió con el

cuchillo la garganta de Torak,dejándolo sin aire.

— ¡Ella le devuelve su fuego ole corta el cuello al niño lobo!— amenazó— . ¡Y lo hará, ya lo creo

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que sí!Ante los ojos de Torak

aparecieron puntitos negros.— Renn… — jadeó— el

pedernal…— ¡Tómalo! — exclamó Renn,

hurgando en la bolsa de la yesca.El viejo atrapó la piedra al

vuelo con destreza y dejó caer alsuelo a Torak.

— ¡El Caminante tiene fuego!— exclamó exultante— . ¡Preciosofuego! ¡Ahora podrá encontrar aNarik!

Ese era el momento oportuno

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para escapar. Ambos lo sabían, peroninguno de los dos se movió.

— La Torcida… — mascullóTorak, frotándose el cuello.

— ¿Quién es? — preguntóRenn.

El viejo se volvió hacia ella yRenn esquivó una pezuña voladora.

— Pero el Caminante está loco— se mofó el anciano— . Así pues,¿quién va a creerle?

Agarrando una de las patas deciervo de su jubón, succionó elpellejo purulento.

— La Torcida… — murmuró

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— . No está sola. Oh, claro que no.Piernas retorcidas y pensamientosrelámpago. — Aguzó la mirada ylanzó un escupitajo que cayó junto aTorak— . Grande como un árbol,aplasta a las criaturas más pequeñas,pues las que se deslizan y correteanson demasiado débiles para oponerresistencia. — Un espasmo de dolorcontrajo sus arruinadas facciones, yañadió en susurros— : Aún es peorla Enmascarada. La más cruel entrelas crueles.

Renn dirigió a Torak una miradallena de terror.

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— Pero el Caminante los sigue— prosiguió el viejo— . ¡Oh, sí, yescucha en el frío!

— ¿Adonde se dirigen?— preguntó Torak— . ¿Sigue Lobocon vida?

— ¡El Caminante no sabe nadade lobos! ¡Van en busca de tierrasdesiertas! ¡Del Lejano Norte! — Sepalpó las costras purulentas delcuello, como tatuajes— . Primerotienes « frío, y luego ya no. Entoncestienes calor, y luego te mueres.

— Su tuerta mirada se posó enTorak y esbozó una amplia sonrisa

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— . ¡Van a abrir la Puerta!Torak tragó saliva.— ¿Qué puerta? ¿Dónde?El viejo soltó un alarido y se

golpeó la frente con los puños.— Pero ¿dónde está Narik? Se

lo han quedado ellos ¡y Narik se haperdido!

Luego se alejó dando tumboshacia el lago.

Torak y Renn intercambiaronmiradas, recogieron sus armas yecharon a correr tras él.

Una vez en el hielo, elCaminante recuperó su raída capa y

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pareció reiniciar la búsquedadesesperada. En aquel momento se lesoltó una de las fundas de los pies yel viento se la llevó. Torak la agarrópara devolvérsela… y retrocedió. Elpie del anciano era un muñónennegrecido y sin dedos.

— ¿Qué te ha pasado?El Caminante se encogió de

hombros.— Lo que pasa siempre que te

quedas sin fuego. Me mordió losdedos, así que me los corté.

— ¿Qué te los mordió?— inquirió Renn.

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— ¡Él! — El anciano golpeó elviento con los puños. De pronto surostro cambió y, por unos instantes,Torak vio al hombre que había sidoantes del accidente que se llevara suojo y su cordura— . El viento nuncadescansa, o dejaría de existir. Poreso está enfadado. Por eso mordiólos dedos del Caminante. — Rió— .¡Puaj, qué mal sabor tenían! ¡Nisiquiera el Caminante pudocomérselos! ¡Tuvo que escupirlos ydejarlos para los zorros!

A Torak se le revolvió elestómago. Renn se llevó las manos a

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la boca.— Así que ahora el Caminante

se cae una y otra vez. Pero siguebuscando a su Narik. — Hundió unnudillo en la cuenca vacía del ojo.

«Narik», pensó Torak. El ratónque había sido el querido compañerodel viejo.

— ¿Se llevaron también aNarik? — preguntó para que siguierahablando.

Apesadumbrado, el Caminantenegó con la cabeza.

— A veces Narik se marcha.Siempre regresa, con un pelaje

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nuevo. Pero esta vez, no.— ¿Con pelaje nuevo?

— inquirió Renn.— ¡Sí, sí! — repuso el

Caminante con irritación— . Delemming, rata de bosque, ratón… Noimporta de qué, ¡sigue siendo elmismo Narik!

— Oh — dijo Renn— . Ya veo.Con pelaje nuevo.

— Sólo que esta vez— prosiguió el Caminante con elgesto torcido por la pena— ¡Narikno ha vuelto! — Avanzó tambaleantepor el hielo, llamando a gritos a su

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criatura.Con cierto pesar, Torak y Renn

se alejaron para dirigirse a losbosques de la otra orilla del lago.

— Estará mejor ahora que tienefuego — comentó Renn.

— No, no lo estará — repusoTorak— . No sin su Narik.

Renn exhaló un suspiro.— Narik está muerto. Es

probable que fuera la cena de algúnbúho.

— Otro Narik, pues.— Encontrará uno. — Renn

trató de sonreír— . Uno con pelaje

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nuevo.— ¿Cómo va a hacerlo? ¿Cómo

va a seguirle el rastro a un ratón sisólo tiene un ojo?

— Venga, será mejor que nosmarchemos.

Torak vaciló. El sol descendíaen el cielo y el rastro desaparecíacon rapidez bajo la nieve agitada porel viento. Sintió pena por elCaminante. Aquel pobre viejoapestoso y furibundo habíaencontrado una chispa de calidez ensu vida: su Narik, su criaturaadoptada. Ahora esa chispa se había

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apagado.Antes de que Renn pudiese

protestar, Torak dejó caer sus cosasy corrió de vuelta al lago. El viejo noalzó la mirada y Torak no le habló.Simplemente bajó la cabeza yempezó a buscar rastros.

No le llevó mucho tiempoencontrar una madriguera delemmings. Descubrió unas huellas decomadreja y las siguió hasta un grupode sauces. Allí se agachó paraescuchar los suaves arañazos que lerevelaron dónde cavaban loslemmings su madriguera.

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Con sus muchos orificios deentrada como hechos con un cuchillo,su refugio invernal le recordó a unatejonera extremadamente pequeña.Escudriñando en la nieve, halló' unagujero bordeado de minúsculasflechas de hielo de alientocongelado. Eso significaba que elocupante estaba en casa.

Marcó el lugar con dos ramitasde sauce cruzadas y corrió en buscadel viejo.

— Caminante — llamó consuavidad.

El anciano se volvió hacia él.

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— Es Narik. Está allí.El Caminante aguzó la mirada.

Luego siguió a Torak hacia el puntoseñalado.

Mientras Torak observaba, elviejo se arrodilló y empezó a retirarla nieve con sumo cuidado; se inclinópara soplar los últimos copos. Allí,hecho un ovillo en su madriguerasobre un pulcro lecho de hierba seca,dormía un lemming más o menos deltamaño de la palma de Torak, unabola suave y cálida de pelaje negro ynaranja.

— Narik — musitó el

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Caminante.El lemming despertó con un

respingo, se incorporó de un brinco ysoltó un siseo amenazador paraasustar al intruso.

El Caminante sonrió y extendiósu mano enorme y mugrienta.

La pequeña criatura erizó elpelaje y volvió a sisear.

El viejo no se movió. Por fin ellemming se sentó y se rascóvigorosamente la oreja con la patatrasera. Luego subió torpe ydócilmente a la palma extendida,donde se hizo un ovillo para volver a

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dormir.En silencio, Torak los dejó y

volvió a la orilla. Allí, Renn letendió las armas y el fardo.

— Eso que has hecho ha estadobien — dijo.

Torak se encogió de hombros ysonrió.

— Al parecer, Narik ha crecidoun poco desde la última vez. Ahoraes un lemming.

Renn se echó a reír.No habían llegado muy lejos

cuando oyeron crujir la nieve y losmurmullos furiosos del Caminante.

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— ¡Oh, no! — exclamó Renn.— ¡Pero si lo he ayudado! — se

quejó Torak.— ¿Dar? — rugió el Caminante.

Con una mano blandía el cuchillo ycon la otra aferraba a Narik contra elpecho— . ¿Creen acaso que puedensimplemente dar y luego marcharse?¿Creen que el Caminante ha olvidadolas viejas costumbres?

— Caminante, lo sentimosmucho, pero… — empezó Torak.

— ¡Un regalo exige algo acambio! ¡Así funcionan las cosas!¡Ahora el Caminante debe dar algo a

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cambio!Torak y Renn se preguntaron

qué vendría a continuación.— Hielo negro — resolló el

hombretón— , osos blancos, sangreroja. ¡Van en busca del ojo de lavíbora!

Torak contuvo el aliento.— ¿Qué significa eso?— Oh, él lo descubrirá

— repuso el Caminante— . Loszorros se lo dirán.

De pronto se inclinó como unárbol partido por el viento y le lanzóa Torak una mirada llena de

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sabiduría, reflejando asimismo tantodolor que le partió las almas.

— Entrar en el ojo — prosiguióel viejo— significa entrar en laoscuridad. Es posible que encuentresel camino de salida, niño lobo; perouna vez que hayas entrado, nuncaserás el mismo de antes. Se quedarácon una parte de ti allá abajo. En lomás oscuro.

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4

La penumbra se cernía con

sigilo sobre el Bosque, pero Lobo nisiquiera se daba cuenta. Estabaatrapado en una penumbra propia,una oscuridad de rabia, dolor y

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miedo.La punta de la cola le dolía

porque se la habían pisado durante lalucha, y además la gran garra fría lehabía mordido la pata delantera. Nopodía moverse, pues estaba atrapadoen un tronco extraño y deslizante, quelos sin cola arrastraban sobre el FríoSuave Brillante. Ni siquieraalcanzaba a lamerse las heridas.Estaba aplastado bajo un pellejo deciervo enredado que pesaba mucho.No se parecía a ninguno que hubiesevisto hasta entonces. Tenía montonesde agujeros, pero por algún motivo

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era más fuerte y resistente que elhueso de la pata de un uro.

Los gruñidos que llevaba dentropugnaban por salir, pero el pellejo sele enredaba en el hocico y le impedíaliberarlos. Sin duda eso era lo peor:no poder gruñir, morder o aullar. Nosoportaba oír a Alto Sin Colallamándole y ser incapaz deresponderle. Casi podía verlo, a él ya la hembra, correr en su busca.Sabía que acudirían. Lo sabía con lamisma claridad con que reconocía supropio olor. Alto Sin Cola era suhermano de carnada, y un lobo jamás

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abandona a su hermano de carnada.Pero ¿sería capaz de encontrarle?Era listo, pero no muy buenosiguiendo rastros, pues al fin y alcabo no era un lobo normal. Oh, sí,olía a lobo (como muchas otrascosas) y hablaba su lenguaje, inclusocuando no alcanzaba los gañidos másaltos. Sus ojos desprendían tonosplateados y poseía el espíritu de unlobo. Pero se movía despacio sobrelas patas traseras y era un desastrecuando se trataba de captar olores.

De pronto, el tronco deslizantese detuvo. Lobo oyó el áspero

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ladrido que era la lengua de los sincola; luego el crujir del Frío SuaveBrillante cuando empezaron a cavarsu guarida.

Tras él, en el tronco, la nutriadespertó y empezó con susquejumbrosos maullidos. Siguiógimoteando sin parar, hasta que Lobodeseó agitarla entre las fauces parahacerla callar.

Oyó acercarse a un sin cola pordetrás. No había suficiente espaciopara volverse y mirar, pero percibióun fuerte olor a pescado. La nutriapor fin dejó de maullar y empezó a

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emitir unos ruidos parecidos acrujidos. Fue un alivio.

Unas zancadas más allá, laBestia Brillante que Muerde Calientecobró vida. Lobo observó a los sincola reunirse alrededor.

Lo tenían desconcertado. Hastaentonces creía conocer a los de suespecie. Al menos conocía a lacarnada con que corría Alto SinCola, la carnada que olía a cuervo.Pero esos de ahí… eran malos.

¿Por qué lo habían atacado? Lossin cola no son enemigos de loslobos. Los enemigos de los lobos son

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osos y linces, que se meten con sigiloen las guaridas para matar a loslobeznos. Los sin cola no actúan así.

Por supuesto, en el pasado sehabía enfrentado a algunos sin colamalvados; a veces, incluso losbuenos gruñían y agitaban las patasdelanteras si se acercaba demasiadoa su carne. Pero ¿atacarlo sin previoaviso? Ningún lobo auténtico haríaalgo así.

Aguzando los oídos, advirtióque la manada de aquellos sin colamalvados seguía agazapada en tornoa la Bestia Brillante. Giró las

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aplastadas orejas para escuchar yolisqueó el aire, tratando dediferenciar sus mezclados olores.

La hembra flaca olía a hojasfrescas pero tenía la lengua negra yafilada de una víbora, y su sonrisatorcida era tan vacía como el cuerpomuerto de un animal picoteado porlos cuervos.

La otra hembra, la grande depatas traseras retorcidas, era lista,pero Lobo tenía la impresión de queno estaba segura de cuál era su sitioen la manada. En el pellejo exteriorllevaba un pedazo de pelaje

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apestoso. Era el pelaje de la extrañapresa que lo había atraído a latrampa.

El último miembro de lamanada era un macho enorme depelaje largo y pálido en la cabeza yen el hocico, con un aliento hediondoque apestaba a sangre de abeto rojo.Era el peor, pues le gustaba hacerdaño. Se había reído al pisotearle lacola y le había cortado laalmohadilla con la gran garra fría.

Fue ese pellejo pálido quien selevantó entonces sobre las patastrasera y se dirigió hacia él.

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Lobo profirió un gruñidoahogado. Pellejo Pálido enseñó losdientes y acercó la garra brillantehacia su hocico.

Lobo se estremeció y el sin colase echó a reír.

Pero ¿qué estaba ocurriendo?¡Tenía el hocico libre! ¡PellejoPálido le había soltado el hocico!

Lobo aprovechó la ocasión yarremetió, pero el pellejo de ciervolo retuvo y no logró girar losuficiente las mandíbulas como pararomperlo a mordiscos.

Entonces acudió otro sin cola,

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la hembra grandota y retorcida delpelaje apestoso.

Pellejo Pálido volvió aamenazar a Lobo, pero PelajeApestoso le gruñó. Pellejo Pálido lamiró fijamente para hacerle saberquién era el líder y luego se alejó,enfadado.

Agazapándose junto a Lobo,Pelaje Apestoso introdujo un pedazode carne de alce a través de unagujero en la extraña piel de ciervo.

Lobo lo ignoró. ¿Acaso esos sincola creían que era estúpido?¿Pensaban que era un perro,

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dispuesto a aceptar carne decualquiera?

Pelaje Apestoso levantó laspatas delanteras y se alejó.

Entonces la hembra de lenguade víbora dejó la Bestia Brillante yse acercó a Lobo. Agazapándosesobre los cuartos traseros, le hablócon suavidad.

Lobo no pudo evitar escucharla.La voz le recordó un poco a la de lahembra que era hermana de carnadade Alto Sin Cola, cuya lengua eraáspera y astuta pero dulce en elfondo. Mientras escuchaba a la

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hembra de lengua viperina, olió queno le tenía miedo, sino más biencuriosidad.

Se encogió cuando la hembratendió una pata delantera hacia él,pero no lo tocó. De pronto, sintióalgo frío en el flanco. Le temblaronlos bigotes. ¡Estaba embadurnándoleel pelaje de sangre de alce!

El aroma era delicioso, hasta elpunto de que logró apartar cualquierotra cosa de su cabeza. Finalmente,tras resistirse, se volvió y empezó alamer.

Sabía que era raro que la

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hembra actuara de aquella forma, yalgo en su voz lo hizo desconfiar,pero no pudo parar. El ansia desangre lo tenía atrapado en sus garrasy ya notaba la fuerza del alcerecorrerle los miembros. Siguiólamiendo.

Lobo se sentía exhausto. Habíaniebla negra en su cabeza y apenaslograba mantener los ojos abiertos.Se sentía como si lo estuvieraaplastando una piedra enorme.

A través de la niebla oyó la risasuave y malévola de la hembra de

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lengua viperina, y supo que le habíatendido una trampa. La sangre dealce que le había dado era mala, yahora se estaba hundiendo en laPenumbra.

La niebla se hizo más densa. Elmiedo lo aferró entre sus fauces. Conel último destello de su mente, Loboenvió un aullido silente a Alto SinCola.

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— ¿Tienes miedo? — preguntó

Torak.— Sí — contestó Renn.— Yo también.Se hallaban en el confín del

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Bosque, literalmente bajo el últimoárbol. Ante ellos se extendía unavasta extensión de tierra blanca yvacía bajo un cielo interminable.Aquí y allá un abeto rojo resistía laacometida del viento, pero ésos eranlos únicos indicios de vida.

Se hallaban tan al norte comohabían llegado nunca los clanes, aexcepción de Fin-Kedinn, que dejoven había viajado hasta internarseen las tierras heladas. En los dosdías transcurridos desde el encuentrocon el Caminante, habían cruzadotres valles y vislumbrado el

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resplandor distante del río de hieloal pie de las Montañas Altas, donde,dos inviernos atrás, acamparan losCuervos y Torak fuera en busca de laMontaña del Espíritu del Mundo.

Se detuvieron, con el viento delnorte azotándoles los rostros, paracontemplar el rastro de los captoresde Lobo: un tajo brutal hecho acuchillo en la nieve.

— No creo que podamos haceresto solos — dijo Renn— .Necesitamos ayuda. Necesitamos aFin-Kedinn.

— No podemos regresar ahora

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— repuso Torak— . No quedatiempo.

Renn enmudeció. Desde suencuentro con el Caminante parecíainusualmente abatida. Torak sepreguntó si ella también había estadopensando en las palabras del viejo:«Piernas retorcidas y pensamientosrelámpago… la Torcida… la grandecomo un árbol.» Todo ellodespertaba ecos en su mente,reminiscencias de Fin-Kedinnhabiéndole de los Devoradores deAlmas. Pero, como era de esperar,no logró reunir el valor suficiente

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para pronunciar en voz alta elnombre de aquellos seres. Trató deconvencerse de que no podía tratarsede ellos. Sin embargo, ¿por qué sehabían llevado a Lobo y no a él?

— Lobo nos necesita — selimitó a decir.

Renn no contestó.De pronto, lo asaltó el temor de

que Renn se volviese y lo dejaracontinuar solo. Fue un temor tanintenso que lo dejó sin aliento.

La observó sacudirse la nievede la frente y cómo le caía en elhombro. Se preparó para lo peor.

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— Tienes razón — admitió ellade pronto— . Vamos. — Sin miraratrás, salió del abrigo de los árboles.

Torak la siguió hacia aquellastierras inhóspitas.

En cuanto abandonaron elBosque, el cielo se cernió sobreellos y el viento del norte los azotócon ráfagas de nieve.

En el Bosque, Torak siemprehabía sido consciente de la presenciadel viento (como era propio de uncazador), pero, más allá de lastormentas, nunca suponía una

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amenaza, pues el poder del Bosquelo mantenía a raya. Pero ahí fueranada lograba contenerlo. Era másfuerte, frío y salvaje: un espíritumalévolo e invisible, que acudía aacosar a esos débiles intrusos.

Los árboles pronto adoptaronformas más pequeñas, hastareducirse a un ocasional arbolillo, unsauce o abedul, no más alto que lasrodillas de un hombre. Y luego nada.Ni rastro de vegetación. Tampococazadores, ni presas. Tan sólo nieve.

Torak se volvió, impresionadoal comprobar que el Bosque se había

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reducido a una línea grisácea en ellejano horizonte.

— Es el confín del mundo— comentó Renn, alzando la voz porencima del viento— . ¿Hasta dóndellega? ¿Y si nos caemos al vacío?

— Si el confín del mundo estáahí delante — repuso Torak— , loscaptores de Lobo caerán primero.

Para su sorpresa, Renn esbozóuna sonrisa sarcástica.

El día siguió avanzando. Lanieve era más firme que en elBosque, de modo que no precisabanraquetas, pero el viento del norte

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formaba duros y bajos remolinos quelos hacían tropezar constantemente.

De repente el viento amainó,soplando con suavidad desde elnordeste.

Al principio, supuso un alivio;luego, Torak se percató de quéestaba ocurriendo realmente. No seveía los pies. Se encontraban en unrío de nieve. Alrededor de suspantorrillas fluían largos yfantasmales arroyos de nieve que,como un manto de humo, cubrían elrastro.

— ¡El viento está cubriendo las

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huellas! — exclamó— . ¡Sabe quelas necesitamos, de modo que lasborra!

Renn se adelantó corriendo paracomprobar si, más adelante, el rastrose distinguía con mayor claridad.Alzó los brazos.

— ¡Nada! ¡Ni siquiera túpodrías encontrarlo!

Mientras corría de vuelta haciaél, a Torak se le encogió el corazónal ver la expresión de su rostro.Sabía qué iba a decirle, pues élmismo había estado pensándolo:

— ¡Torak, tenemos problemas!

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No podemos sobrevivir aquí fuera.Debemos volver.

— Pero aquí vive gente, ¿no?— insistió él— . Los clanes delHielo. Los Narvales, los Perdices delas Nieves, los Zorros Blancos, ¿no?¿No fue eso lo que dijo Fin-Kedinn?

— Ellos saben cómo hacerlo.Nosotros no.

— Pero… tenemos carne seca yleña. Y podemos guiarnos por laEstrella del Norte. Podemoscubrirnos los ojos con cortezatrenzada para evitar el resplandory… y hay presas ahí fuera. Perdices

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blancas, liebres. Fin-Kedinnsobrevivió así, ¿recuerdas?

— ¿Y si se nos acaba la leña?— inquirió Renn.

— Están los sauces de los quehabló, esos que te llegan sólo altobillo, pero aun así…

— ¿Ves algún sauce por aquí?¡Están enterrados en la nieve!

Estaba pálida, y Torak sabíaque, más allá de sus palabras, yacíaun temor más profundo. Los clanescontaban historias sobre el LejanoNorte, sobre ventiscas tan poderosasque se llevaban a los hombres hacia

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el cielo, sobre grandes osos blancosmás altos y feroces que cualquierotro en el Bosque. Aludes que teenterraban vivo. Y Renn conocíabien los aludes. Cuando ella teníasiete veranos, su padre se habíainternado en el río de hielo al estedel lago Cabeza de Hacha. Jamáshabía regresado.

— No podemos hacer esto solos— insistió Renn.

Torak se frotó la cara con lamano.

— Tienes razón. Al menos poresta noche. Deberíamos acampar.

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Renn pareció aliviada.— Ahí hay una colina. Podemos

cavar una cueva en la nieve.Torak asintió con la cabeza.— Y luego haré lo necesario

para encontrar el rastro.— ¿Qué quieres decir?

— preguntó Renn con inquietud.Torak titubeó.— Voy a transformarme en

espíritu errante.Renn se quedó atónita.— Torak, no.— Escúchame. Desde que

vimos aquel cuervo he estado

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pensando en ello. Puedotransformarme en el espíritu de unpájaro, estoy seguro. Si logroelevarme en el cielo y ver hasta grandistancia, ¡distinguiré el rastro!

Renn cruzó los brazos.— Los pájaros pueden volar.

Tú no.— No tendré que hacerlo

— explicó él— . Mis almas estarándentro del cuerpo de un pájaro, porejemplo un cuervo. Veré y sentiré lomismo que vea y sienta ese cuervo,pero seguiré siendo yo.

Renn caminó describiendo un

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círculo y luego lo miró a los ojos.— Saeunn asegura que no estás

preparado. Ella es la hechicera delclan, Torak. Sabe de qué habla.

— Ya lo hice el veranopasado…

— ¡De forma accidental! Y tedolió, ¿recuerdas? ¡Y no pudistecontrolarlo! Torak, tus almas podríanquedar atrapadas dentro y no volvera salir. Entonces, ¿qué pasará con tucuerpo, ahí tendido en la nieve contan sólo el alma del mundo paramantenerlo vivo? — Hablaba a vozen cuello y sus mejillas se habían

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teñido de color— . Morirás, esopasará! ¡Tendré que quedarmesentada en la nieve y verte morir!

Torak no podía discutir con ellaporque todo cuanto había dicho eraverdad.

— Necesito que me ayudes aencontrar un cuervo. Necesito que meayudes a liberar mis almas. ¿Vas aayudarme o no? — preguntó a suamiga.

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— Primero tenemos que atraer

un cuervo — explicó Torak. Esperóque Renn hiciese algún comentario,pero ella fingió ignorarlo mientrascavaba en la nieve para preparar unrefugio— . Vi un nido en el confín

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del Bosque — prosiguió. El hacha deRenn golpeó el suelo blanco e hizosaltar fragmentos de nieve— . Está aun día de distancia. Pero es posibleque lleguen hasta aquí en busca dealimento. Y he traído carnaza.

Renn se detuvo a mediohachazo.

— ¿Qué clase de carnaza?Torak sacó una ardilla del

fardo.— La cacé ayer. Cuando

llenaba los odres de agua.— Lo tenías planeado — lo

acusó Renn.

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Él echó un vistazo a la ardilla.— Bueno, pensé que quizá

podía necesitarla.Ella reanudó su tarea,

golpeando con mayor fuerza queantes.

Torak dejó la ardilla a veintepasos de donde estaría el refugiopara que, una vez que su alma delnombre y su alma del clanabandonaran el cuerpo, no tuviesenque ir muy lejos para introducirse enel cuervo. Bueno, al menos confiabaen que fuera así, aunque no estabaseguro de que funcionara. No sabía

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nada sobre la transformación enespíritu errante. Nadie sabía nada.

Sacó el cuchillo y le abrió elvientre a la ardilla. Retrocedió paraestudiar el efecto.

— Eso no va a funcionar— aseguró Renn.

— Al menos lo intento— replicó él.

Ella se enjugó la frente con eldorso del mitón.

— No; me refiero a que lo estáshaciendo mal. Los cuervos sondemasiado listos para dejarseengañar, y creerán que es una trampa.

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— Oh, sí, claro — convinoTorak.

— Haz que parezca la presa deun lobo. Eso buscarán, una presa.

El asintió y puso manos a laobra.

Olvidando su desaprobación,Renn se decidió a ayudarlo.Utilizaron su espátula de hueso paratrocear el hígado de la ardilla,mezclarlo con nieve y diseminarlopor el suelo para que parecierasangre. Luego Torak cortó una patatrasera y la arrojó a un lado.

— Así parecerá que un lobo se

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alejó trotando para comérsela en paz.Renn estudió la supuesta presa.— Mucho mejor — opinó.Las sombras se estaban

tornando azuladas y el viento sehabía alejado hacia el norte, dejandouna leve brisa que hacía flotar coposde nieve sobre los restos de laardilla.

— Los cuervos habrán volado asus nidos para pasar la noche — dijoTorak— . Si vienen, no lo haránantes del alba.

Renn se estremeció.— No parece posible, pero

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según Fin-Kedinn hay zorros blancosahí fuera, de manera que tendremosque permanecer despiertos paraimpedir que se acerquen a los restos.

— Y tampoco podemosencender un fuego, o los cuervos losabrán.

Renn se mordió el labio.— Sabes que no puedes comer

nada, ¿verdad? Para sumirte entrance, debes ayunar.

Torak lo había olvidado.— ¿Y tú?— Comeré cuando tú no me

veas. Luego prepararé la mezcla para

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liberar tus almas.— ¿Tienes lo necesario?Renn dio unas palmaditas a su

bolsa de medicinas.— Recogí unas cuantas cosas en

el Bosque.Torak esbozó una leve sonrisa y

bromeó, imitando a su amiga:— Lo tenías planeado.Ella no le devolvió la sonrisa.— No sé por qué, pero pensé

que quizá podía necesitarlo.El cielo era cada vez más

oscuro y ya brillaban unas cuantasestrellas.

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— Al alba — musitó Torak.Sin duda sería una noche muy

larga.

Torak se arrebujó en el sacopara dormir y trató de reprimir lostemblores. Llevaba tiritando toda lanoche y estaba harto. Escudriñando através de la estrecha abertura en lacueva de nieve, vio brillar la medialuna. No faltaba mucho para el alba.El cielo estaba claro… y no se veíaun solo cuervo.

En un mitón aferraba una tira decorteza de haya que contenía el

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ungüento de Renn para liberar susalmas: una mezcla de grasa de ciervoy hierbas con la que debíaembadurnarse la cara y las manoscuando ella se lo dijera; en el otro,sujetaba una bolsita de pellejo sincurtir atada con tendón. Lo que Rennllamaba «poción de humo» ardía ensu interior. Le había preguntado enqué consistía, pero ella había dichoque más le valía no saberlo, y Torakno había insistido. Renn tenía talentopara la hechicería, un talento que,por razones que nunca explicaba,trataba de ignorar. Lo cierto era que

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practicarla la ponía de mal humor.A Torak le temblaron las tripas,

y Renn le propinó un codazo. Él secontuvo para no devolvérselo.Estaba tan hambriento que, si noacudía pronto un cuervo, se comeríala ardilla.

Una fina línea escarlata acababade aparecer en el este cuando unaforma negra pasó deslizándose entrelas estrellas.

Una vez más, Renn le dio uncodazo.

— Ya lo he visto — musitóTorak.

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Otra forma más pequeña voló enpos de la primera: la hembra delcuervo. Por fin, ya juntos, trazaroncírculos sobre la presa y luego sealejaron.

Al cabo de un rato, volvieronpara hacer otra pasada, esta vezvolando más bajo. Finalmente, en laquinta pasada volaron tan bajo queTorak oyó con claridad el batir delas alas, un susurro intenso y rítmico.

Los observó volver la cabezade un lado a otro, inspeccionando elterreno. Se alegró de haber enterradosus cosas junto al refugio de nieve,

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que Renn había convertido en unmontículo informe con una aberturaestrecha para la entrada de aire y laobservación. Los cuervos son lasaves más listas que existen, dotadosde unos sentidos agudísimos.

Sobre el confín del mundo sederramaba ya un fuego amarillo, perolos cuervos seguían volando encírculos, inspeccionando la supuestapresa. De pronto, uno de ellos plególas alas y se dejó caer desde el cielo.

Torak se despojó de los dosmitones, preparándose.

En silencio, el cuervo aterrizó

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sobre la nieve. Su aliento formónubecillas mientras observaba elrefugio. Con aquellos ojillos, lasplumas, patas y garras, era como laCórvida Primigenia misma, quedespertara al sol de su letargoinvernal y acabara chamuscada yennegrecida por haberlo molestado.

Ese cuervo, sin embargo, semostraba interesado en la ardilla, ala que se aproximó con cautelosossaltitos.

— ¿Ahora? — musitó Torak.Renn negó con la cabeza.El cuervo probó la ardilla con

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un primer picotazo. Luego dio unbrinco en el aire, aterrizó y levantóel vuelo para alejarse. Estabacomprobando que la ardilla estuviesemuerta. Cuando se aseguraron, amboscuervos descendieron y se acercaronal cuerpo cautelosamente.

— ¡Ahora! — susurró Renn.Torak se embadurnó con la

mezcla. Era verdosa, y su intensoolor acre hizo que le ardieran losojos y le cosquilleara la garganta.Luego abrió la bolsita y sorbió lapoción de humo.

— Trágatela toda — le susurró

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Renn al oído— . ¡Y no tosas!El humo sabía amargo y el

acceso de tos le resultó casiincontrolable. Sintió el aliento deRenn en la mejilla.

— ¡Que el guardián teacompañe en tu vuelo!

Aunque se sentía mareado,Torak observó al enorme cuervopicotear las entrañas heladas. Notóuna aguda punzada en sus propiastripas y, por un instante, lo asaltó unaoleada de pánico. «No, noquiero…», y de pronto estabatironeando de las entrañas de la

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ardilla con su poderoso pico,desgarrando deliciosos jirones decarne congelada.

Se llenó rápidamente el gaznatey luego arrancó un ojo. Gozando desu viscosa suavidad en la lengua,desplegó las alas y de un salto sedejó llevar por el viento, que loelevó hacia lo alto, hacia la luz.

El viento era gélido einsospechadamente intenso, y elcorazón le latió de júbilo cuando lohizo ascender más y más. Le encantósentir el frío bajo las plumas y elolor a hielo en las fosas nasales, la

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risa alocada del viento recorriendosu cuerpo. Fue magnífico comprobarcon qué facilidad ascendía,retorciéndose y girando con el másleve batir de alas; sentir el poderíode sus preciosas alas negras.

Entonces oyó un susurro y depronto tuvo a su lado a la hembra. Alplegar las alas y dejarse caer, sucompañera meneó elegantemente lacola, pidiéndole que la acompañara.Se deslizó tras ella y trabó susgélidas garras en las suyas, y juntosplegaron las alas y surcaron el aire.

Se precipitaron a través del

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frío, en una confusión de plumasnegras y sol escindido, exultantes ensu velocidad mientras el gran mundoblanco corría a su encuentro.

De común acuerdo, soltaron lasgarras y él desplegó las alas y enfilóel viento. Luego de nuevo seencontró ascendiendo, elevándosehacia el sol.

Con sus ojos de cuervo podíaverlo todo. En la lejanía, hacia eleste, la mota minúscula que era unzorro blanco trotaba a través de lanieve; hacia el sur se extendía laoscura franja del Bosque; hacia el

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oeste, los hielos fruncidos del marcongelado. Y hacia el norte,distinguió a dos figuras en la nieve.

Con un graznido, se lanzó en supersecución. Sorprendida, la hembrale devolvió la llamada. Aun así, sealejó de ella y la tierra blanca fluyódebajo de él. Cuando estaba máscerca, descendió en picado y, en uninstante que quedó grabado parasiempre en su mente, absorbió todoslos detalles.

Vio a dos figuras arrastrar conesfuerzo un trineo. Vio a Lobo atadoa él, incapaz de moverse. Cuando se

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esforzaba en captar el más mínimotemblor de una pezuña, el másmínimo movimiento que le revelaraque Lobo seguía vivo, vio al hombrede mayor envergadura detenerse,echarse atrás la pelliza y aflojarse elcuello del jubón para liberar elcalor. Vio asimismo el tatuaje negroazulado en el esternón: el tridentepara atrapar almas. La marca de losDevoradores de Almas.

De su pico de cuervo salió ungraznido horrorizado. «LosDevoradores de Almas. LosDevoradores de Almas se han

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llevado a Lobo.» Ascendió y el sollo cegó. El viento dio un furiosobandazo y lo lanzó por los aires. Suvalentía se quebró como el hielofino.

El viento aulló su triunfo.Un dolor agudo le laceró las

entrañas… y volvió a ser Torak, quese precipitaba desde el cielo.

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Torak despertó en la penumbra

azul de la cueva de nieve con la risaairada del viento resonándole en losoídos.

Renn estaba arrodillada sobre

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él, con aspecto asustado.— ¡Oh, gracias al Espíritu!

¡Llevo toda la mañana tratando dedespertarte!

— ¿Toda la mañana? — musitóTorak. Se sentía como un pedazo depellejo sin curtir que hubiesenaporreado y raspado.

— Es mediodía — dijo Renn— . ¿Qué ha pasado? Estabasrespirando nieve y los ojos te hanrodado hacia el interior de la cabeza.¡Ha sido horrible!

— Me he caído. — Con cadaaliento sentía una punzada de dolor

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en las costillas y cada articulación sequejaba. Pero sus miembros aún leobedecían, lo que indicaba que nohabía huesos rotos— . ¿Tengo…magulladuras?

Renn negó con la cabeza.— Pero las almas también

acaban magulladas.Torak permaneció inmóvil,

mirando fijamente una gota a puntode desprenderse del techo helado.Los Devoradores de Almas se habíanllevado a Lobo.

— ¿Has visto el rastro?— preguntó Renn.

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Torak tragó saliva.— Hacia el norte. Se dirigen

hacia el norte.Ella supo que estaba

ocultándole algo.— En cuanto te has sumido en el

trance — reveló— , el viento se halevantado. Parecía furioso.

— Estaba volando. Se suponeque no debo hacerlo.

La gota aterrizó en la pelliza deRenn y se perdió entre el pelo, comoun alma que cayera a tierra.

— No deberías haberlo hecho— dijo ella.

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Incorporándose dolorosamentesobre un codo, Torak escudriñó através de la rendija. El vientosoplaba con suavidad, pero losdedos fantasmales de nieve habíanvuelto.

— No creo que haya acabadoaún con nosotros — opinó Renn.

Torak volvió a tenderse y searropó hasta la barbilla con el sacopara dormir. Los Devoradores deAlmas se habían llevado a Lobo.

No se atrevía a decírselo aRenn; al menos, todavía no. De

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saberlo, quizá insistiría en volver alBosque en busca de ayuda. O podíadejarlo.

Cerró los ojos.— Pero ¿quiénes son los

Devoradores de Almas? — le habíapreguntado una vez a Fin-Kedinn— .Ni siquiera conozco sus nombres.

— Muy pocos lo saben — habíarespondido Fin-Kedinn— , y no sehabla de ellos.

— ¿Los conoces tú? — le habíapreguntado Torak— . ¿Por qué no melos revelas? ¡Es mi destino lucharcontra ellos!

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— A su debido tiempo — fuecuanto le había dicho el líder de loscuervos.

Torak no acababa decomprender a Fin-Kedinn. El líder lohabía acogido tras la muerte de supadre; mucho tiempo atrás, él y Pahabían sido buenos amigos. Pero raravez hablaba del pasado, y sóloocasionalmente revelaba lo que creíaque Torak necesitaba saber.

De manera que cuanto Toraksabía sobre los Devoradores deAlmas era que habían conspiradopara dominar el Bosque. Luego su

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poder había sido derrotado por ungran fuego y habían tenido queocultarse. Dos de los siete habíanencontrado la muerte desde entonces;por tanto, según las leyes de losclanes, no podían mencionarse susnombres durante los cinco inviernossiguientes. Uno de ellos había sido supropio padre.

En lo más hondo de su pecho,Torak sintió un dolor familiar. SegúnFin-Kedinn le había contado, Pa sehabía unido a ellos para hacer elbien. Eso era a lo que Torak seaferraba. Al tornarse malvados, Pa

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había tratado de dejarlos y se habíanvuelto contra él. Durante treceinviernos había sido un hombreperseguido, que criaba a su hijo almargen de los clanes y jamásmencionaba su pasado. Entonces, dosotoños atrás, los Devoradores deAlmas habían enviado el oso poseídoque lo mató.

Ahora se habían llevado aLobo.

Pero ¿por qué a Lobo y no a él?¿Por qué, por qué?

Se quedó dormido al son de loslamentos del viento.

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Alguien lo agitaba, llamándolo

por su nombre.— ¿Qué? — musitó contra una

bola de pelaje de reno.— ¡Torak, despierta!

— exclamó Renn— . ¡No podemossalir!

Con torpeza, se incorporó parasentarse hasta donde se lo permitió elbajo techo. A su lado, Renn seesforzaba en controlar el pánico. Laestrecha abertura en el refugio habíadesaparecido. En su lugar había unmuro de nieve compacta.

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— He estado cavando— explicó ella— , pero no consigoabrirme paso. Estamos atrapados porla nieve. Debe de haberseamontonado durante la noche.

«Lo ha hecho el viento,enterrándonos vivos mientrasdormíamos.» Sí, sabía que tales eranlos pensamientos de Renn, aunquehabía preferido ocultarlos.

— ¿Dónde está mi hacha?— preguntó Torak.

El rostro de Renn se contrajo.— Fuera, junto con la mía. Allí

donde las dejamos. Con el resto de

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nuestras cosas.Torak lo asimiló en silencio.— Debería haberlas metido

— se lamentó Renn.— No había sitio.— Aun así debería haberles

hecho sitio. Debí pensar en ello.— Estabas cuidando de mí, no

es culpa tuya. Tenemos cuchillos.Cavaremos hasta conseguir salir.

Sacó el cuchillo. Fin-Kedinn lohabía hecho para él el veranoanterior: una hoja fina de tibia dereno, con muescas que presentabanfinísimas incrustaciones de esquirlas

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de sílex. Por supuesto, no eraapropiado para cavar en la nieveendurecida por el viento. Mejor lehabría ido el cuchillo de pizarra azulde Pa, pero Fin-Kedinn habíaadvertido a Torak que lo mantuvieseoculto en el fardo. Lamentó que asífuera.

— Empecemos de una vez— dijo, tratando de parecer sereno.

Fue aterrador cavar un túnel sintener idea de hasta dónde debíanllegar. No había otro sitio dondeechar la nieve que sacaban exceptodetrás de ellos, de manera que no

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importaba cuán duro trabajaran, puesseguían atrapados en el mismoagujero estrecho. Se sentíanpresionados por las paredes frías yhúmedas, sus alientos sonabanestridentes y llenos de nerviosismo.

Tras avanzar más o menos unbrazo de distancia, Torak dejó elcuchillo.

— Esto no funciona.Renn lo miró a los ojos. Los de

ella se veían enormes.— Tienes razón. Con tanta

nieve, la cosa podría seguir hasta…Quizá nunca logremos salir. — Torak

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vio lo mucho que se esforzaba pormantener la calma y sospechó quepensaba en su padre.

— Cavaremos mejor haciaarriba — dijo.

Renn asintió con la cabeza.Fue mucho más duro. Les caían

fragmentos de nieve en los ojos y porel cuello, y sentían los brazosdoloridos. Trabajaban espalda contraespalda, pisoteando la nieve con lasbotas. Torak apretaba con tal fuerzalos dientes que le dolía la mandíbula.

Poco a poco, la nieve encima deellos adoptó un tono azul más cálido.

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— ¡Renn! ¡Mira!Ella ya lo había visto.Martillearon febrilmente con los

mangos de los cuchillos. De pronto,la nieve se quebró como una cascarade huevo y consiguieron salir.

El resplandor era cegador, elfrío les hizo arder los pulmones.Permanecieron en pie con el rostrovuelto hacia arriba, boquiabiertoscomo crías de pájaro; luego sedejaron caer sobre la nieve. Una levebrisa les helaba el cabello empapadoen sudor. El viento había amainado.Torak soltó una risa temblorosa.

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Renn permaneció tendida bocaarriba, con la mirada perdida.

Al incorporarse, Torak vio queel refugio había quedado enterradobajo una colina escarpada que nohabía estado allí la noche anterior.

— Nuestras cosas — dijo— .¿Dónde están nuestras cosas?

Renn se apresuró a ponerse enpie.

Al margen de los cuchillos y lossacos para dormir, todo cuantonecesitaban (arcos, flechas, hachas,comida, leña, odres de agua, pellejospara cocinar) yacía enterrado en

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algún lugar bajo la nieve.Con suma calma, Torak se

sacudió las calzas.— Sabemos dónde está el

refugio. Cavaremos una zanjaalrededor. Tarde o temprano loencontraremos. — Pero sabía tanbien como Renn que si noencontraban las cosas antes de queoscureciera, tal vez no sobreviviríanuna noche más. Ese error podíasuponer la muerte de ambos.

Tras consumir tantas energíascavando hacia arriba, fue un golpeamargo cavar de nuevo hacia abajo,

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y en cuanto empezaron volvió asoplar el viento, arrojándolescegadoras y asfixiantes ráfagas denieve.

Torak empezaba a perder lasesperanzas cuando Renn exclamó:

— ¡Mi arco! ¡He encontrado miarco!

Poco antes de anochecer, lohabían recuperado todo, pero paraentonces estaban exhaustos,empapados en sudor y sedientos.

— Deberíamos cavar un refugio— masculló Renn— y esperar a queamanezca.

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— No podemos hacerlo— repuso Torak, llevado por laimperiosa necesidad de ir en buscade Lobo.

— Ya lo sé — dijo Renn— . Yalo sé.

Después de comer un poco decarne seca y vaciar los odres deagua, se ataron tiras de cortezatrenzada sobre los ojos paraprotegerlos del resplandor(incómodamente conscientes de quedeberían haberlo hecho antes) y sepusieron en marcha, guiándose haciael norte por el sol, que estaba muy

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bajo.A Torak le palpitaban las sienes

y perdía el paso de pura fatiga. Teníala inquietante sensación de queestaban cometiendo un nuevo error,de que no pensaban con lucidez, perose sentía demasiado cansado paraponerle remedio.

Las amplias llanuras dieronpaso a montañas escarpadas y riscosazulados y vertiginosos, cargados denieve llevada por el viento. Enalgunos puntos formaban precariossalientes que se cernían sobre elloscomo olas monstruosas y heladas. Y

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el viento del norte no paraba desoplar. Furioso, vengativo, imposiblede aplacar.

En aquellas circunstancias, sehacía difícil calcular las distancias.No les parecía que hubiesen andadomucho, pero cuando Torak coronóuna colina y volvió la vista atrás,comprobó que el Bosque habíadesaparecido.

De pronto, una violenta ráfagalo golpeó en la espalda y cayórodando hasta el pie de la colina.

Renn se lanzó tras él.— Deberías haber utilizado el

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hacha para frenar la caída— murmuró mientras lo ayudaba alevantarse. Torak llevaba el hachaembutida en el cinturón, por lo queno había tenido tiempo de sacarla.

A partir de entonces, caminaroncon las hachas en la mano.

Poco después de reanudar lamarcha apenas les quedaban fuerzasy suponía un esfuerzo titánico seguiradelante. La sed volvió a golpearlos,pero se habían quedado sin leña parafundir nieve. Sabían que no debíancomer nieve sólida, pero lo hicieronde todas formas, causándoles

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ampollas en la boca y calambres. Elviento seguía soplando, azotándoleslos rostros con minúsculos dardos dehielo, hasta que se les agrietaron lasmejillas y les sangraron los labios.

«No pertenecemos a este sitio— pensó Torak, confuso— . Todoestá mal. Nada es como debería ser.»En una ocasión, oyeron el gorgoteode unas perdices blancas,sorprendentemente cerca, perocuando las buscaron, las aves habíandesaparecido; en otra, Renn vio a unhombre en la distancia, pero cuandollegaron hasta él, resultó ser un

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montón de piedras, con mechones decabello que revoloteaban y pellejoatado a los brazos. ¿Quién lo habríahecho, y por qué?

Los jubones empapados ensudor hacían que el frío los calarahasta los huesos y la nieve les helabalas prendas, volviéndolas pesadas ytiesas. Sentían que la cara les ardía,para luego entumecerse. Las palabrasdel Caminante acudieron a la mentede Torak: «Primero tienes frío, yluego ya no…» ¿Qué venía después?

Renn trataba de alejarlo de suspensamientos tironeándole de la

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manga y señalando el cielo.Torak se tambaleó al ver las

amenazadoras nubes grises que seacercaban desde el norte.

— ¡Una tormenta! — exclamóRenn— . ¡Mantengámonos juntos!

Ya había empezado a sacar unrollo de cuerda de pellejo de sufardo. Se habían enfrentado antes auna tormenta y sabían cuan fácil erasepararse y perderse.

— ¡Tenemos que cavar unrefugio! — vociferó Renn mientrasforcejeaba para atarse un extremo dela cuerda a la muñeca.

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— ¿Dónde? — contestó a gritosTorak, atándose a su vez con torpezasu extremo al cuerpo. El terreno sehabía vuelto plano de nuevo.

— ¡Hacia abajo! — exclamóella— . ¡Cavemos hacia abajo! ¡Unagujero en la nieve! — Dio fuertespatadas en el suelo en busca de nievemás firme… y de pronto ésta sequebró debajo de ella y desapareció.

— ¡Renn! — gritó Torak.La cuerda en su cintura se tensó

y tiró de él hacia delante. Se echóhacia atrás, clavando los talones. Noveía nada, tan sólo un caótico

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remolino blanco, pero sentía el pesode Renn al otro extremo de la cuerda,arrastrándolo.

Forcejeando y resbalando, sedeslizó inexorablemente haciadelante, rodando y cayendo hastadetenerse junto a un montón de nievequebrada.

De pronto, la nieve se izó yapareció Renn.

Ambos se sentaron, atónitospero ilesos. Estirando el cuello,Torak vio que se hallaban en unsaliente. Sin saberlo, habían estadocaminando sobre una frágil

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superficie suspendida en el aire.Para Renn, ésa fue la última

flecha que abate al uro.— ¡No puedo continuar! — se

quejó golpeando la nieve con lospuños.

— ¡Tenemos que cavar unrefugio! — bramó Torak. Sabía queera imposible, pues apenas lequedaban fuerzas para sostener elhacha. Así pues, una última y salvajeoleada de orgullo lo obligó a ponerseen pie y, tambaleante, gritarle alviento— : ¡Muy bien, has ganado!¡Lo siento mucho! ¡Jamás osaré volar

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de nuevo! ¡Lo siento!El viento aulló. Formas

terribles volaron hacia él a través dela nieve; una columna se acercóhacia ellos retorciéndose para luegodisolverse…

De repente, la nieve pareció nodisolverse, sino juntarse: una miríadade copos minúsculos fundiéndosepara crear una criatura distinta acualquiera que hubiese visto nuncaTorak.

Tenía los ojos de mirada fija deun búho y voló hacia él a través de lablancura. Ante ella surgió una

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silenciosa manada de perros.Exhausto, Torak ni siquiera

sintió miedo. «Todo ha terminado— se dijo, anonadado— . Lo siento,Lobo. Siento no haber podidosalvarte.»

Se hincó de rodillas cuando lacriatura de ojos de búho se precipitósobre él.

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La horrible criatura bramó una

orden y los perros patinaron sobre elhielo hasta detenerse. Extrayendo uncuchillo largo y curvo, empezó acavar un agujero en la nieve con

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asombrosa rapidez. Al cabo de unosinstantes, Torak y Renn se vieronagarrados y arrojados al interior.Justo después, una pared de nievebloqueaba la salida.

En contraste con la furia delviento, oyeron con claridad el sonidoáspero de su respiración en lapenumbra. Torak incluso percibió elcrujir del pellejo congelado, y lellegó un olor rancio que le resultabaextrañamente familiar. No veía aRenn, pues la criatura había saltadoentre ambos, pero se sentíademasiado maltrecho para

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inquietarse.Sorprendido, advirtió que ya no

tenía frío, sino calor. «Primero tienesfrío — recordó— , y luego ya no.Entonces tienes calor, y luego temueres.»

Descubrió que la muerte legustaba. Era hermosamente cálida ysuave, como el pelaje de un granreno blanco. Quiso echarse aquelpelaje sobre la cabeza y arrebujarsedebajo…

Alguien lo agitaba. Gimió. Unosojos de búho lo miraban fijamente,arrancándolo de su adorable y cálida

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muerte.Distinguió un collar de pelaje

con una corteza de nieve queenmarcaba un rostro purpúreo defrío. Tenía pequeños fragmentos dehielo en las cejas y en la corta barbanegra. La nariz chata lucía una bandaoscura a modo de tatuaje que Torakno reconoció. Tan sólo deseabavolver a su muerte.

La criatura gruñó y luego sesacó los ojos. Tras éstos, Torak vioque los ojos de búho eran en realidadfinos discos de hueso sobre unacinta, dispuestos a modo de visera.

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Los ojos reales de aquel hombrepermanecían entrecerrados paraprotegerse del resplandor.Rápidamente se arremangó la pelliza,sacó un cuchillo de sílex y se cortóuna vena en el antebrazo grueso ymoreno.

— ¡Bebe! — gritó eldesconocido, oprimiendo la heridacontra los labios de Torak.

Un calor agridulce llenó la bocade Torak. Tosió y luego bebiósangre. La fuerza y la calidez lorecorrieron al instante; una calidezreal, no el calor falso de la

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congelación. Luego le siguió eldolor. Sentía la cara ardiendo, agujascandentes le perforaron lasarticulaciones.

En la penumbra, oyó a Renn.— ¡Déjame en paz! ¡Quiero

dormir!El hombre estaba masticando

algo. Escupió un bulto gris en lamano y se lo embutió a Torak entrelos dientes.

— ¡Come!Era rancio y grasiento, y Torak

reconoció el sabor. Grasa de foca.Sabía de maravilla.

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El hombre le embadurnó la caracon más grasa masticada. Alprincipio le hizo daño, pues tenía lapalma tan áspera como granito, peropoco después el dolor se desvaneciópara convertirse en un latidosoportable.

— ¿Quién eres? — musitóTorak.

— Más tarde — gruñó elhombre— , cuando el viento agote sufuria.

— ¿Cuánto tardará? — inquirióRenn.

— Hasta el próximo despertar,

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o mucho más, ¿quién sabe? ¡Ahorabasta ya de charla!

Torak tiene doce veranos y Palleva muerto casi media luna.

Torak acaba de matar su primercorzo, y para que Lobo esté tranquilomientras lo despelleja, le ha dado loscascos. Pero el lobezno se hacansado de jugar con ellos y seacerca trotando para meter el hocicoen lo que está haciendo Torak.

Éste está lavando los intestinosdel animal en el arroyo. Lobo agarrael otro extremo entre las fauces y tira

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de él. Ambos tiran con fuerza. Lobose agazapa sobre las patas delanterasy mueve la cola. ¡Un juego!

Torak reprime una sonrisa. «No,no es un juego.» Lobo insiste. Torakle dice con firmeza en la lengua delos lobos que lo suelte, y el lobeznoobedece tan deprisa que Torakpierde el equilibrio y cae hacia atrásen el agua. Lobo brinca y de prontoestán los dos chapoteando, entrerisas. Su padre sigue muerto, pero élya no está solo. Ha encontrado unhermano de carnada.

Cuando consigue ponerse en

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pie, el arroyo está congelado. Elinvierno tiene al Bosque en susgarras. Lobo ya es adulto y se alejatrotando entre los árbolesrelucientes, se aleja trotando con Pa.

— ¡Volved! — le grita Torak,pero el viento del norte se lleva suvoz. El viento es tan intenso queapenas logra mantenerse en pie. Peroaun así no tiene poder para tocar aLobo o a Pa. Ni un aliento mueve ellargo cabello negro de Pa; ni unsusurro ondula el pelaje plateado deLobo— . ¡Volved! — repite Torak.

No lo oyen. Impotente, los

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observa alejarse entre los árboles.

Despertó con un respingo. Lasensación de pérdida era tan intensaque le provocaba dolor en el pecho.Tenía las mejillas rígidas delágrimas congeladas.

Estaba arrebujado en el sacopara dormir. Sentía la ropa húmedaen su interior y tenía tanto frío que yani siquiera tiritaba. Incorporándosehasta sentarse, vio que ya no sehallaba en el agujero en la nieve,sino en un refugio abovedado hechode bloques de nieve. En una pequeña

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lámpara de piedra plana ardía lallama baja y anaranjada de un pedazode grasa machacada. Encima pendíauna vejiga de foca para fundir hielo.Por la quietud que reinaba en elexterior, dedujo que la tormentahabía pasado. El hombre extrañotambién había desaparecido.

— He tenido un sueño terrible— musitó Renn a su lado. Tenía lacara llena de costras y ampollas, ynegros manchones bajo los ojos.

— Yo también — repuso él. Ledolía la cara y le costaba hablar— .He soñado que Lobo…

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El hombre extraño entróreptando en el refugio. Era de bajaestatura y fornido, y la pelliza depellejo de foca le hacía parecerloaún más. Al quitarse la capucha,reveló un rostro enmarcado por elcabello corto oscuro y con flequillo.Sus ojos eran ranuras negras llenasde desconfianza.

— Venís del Lejano Sur — dijocon tono acusador.

— ¿Quién eres? — preguntóTorak.

— Inuktiluk. Del Clan del ZorroBlanco. Me han enviado a buscaros.

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— ¿Por qué? — preguntó Renn.El Zorro Blanco negó con la

cabeza.— ¡Miraos! ¡Tenéis la ropa

empapada! ¿Acaso no sabéis que noes la nieve la que mata, sino el estarmojado? Tomad. Quitaos esasprendas y poneos esto. — Les arrojódos hatillos de piel.

Tenían tanto frío que nodiscutieron. Sus miembros estabanagarrotados como palos y les costóuna eternidad desvestirse. Loshatillos contenían sacos para dormirde plateado pelaje de foca, rellenos

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con un saco interior de piel de pájarocon las plumas para adentro. Eran tancalientes que se sintieron mejor casial instante, pero Torak se percatóalarmado de que el Zorro Blancohabía desaparecido llevándose susprendas. Ahora estaban por completoa su merced.

— Nos ha dejado algo decomida — comentó Renn, y olisqueóuna tira de carne de foca congelada.

Todavía en el saco, Torak seacercó a la pared arrastrando lospies y escudriñó el exterior a travésde una rendija.

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Lo que había tomado por eltecho del agujero de nieve en que serefugiaran la noche anterior era enrealidad un gran trineo, ahora en laposición correcta. Los patines eranmandíbulas de ballena; lostravesaños, cornamentas de reno. Unarnés enmarañado desaparecía en unliso montículo blanco, y otros tantosen cinco montículos un poco másallá. Del centro de cada uno seelevaba una fina voluta de vapor.

Inuktiluk silbó y de losmontículos surgieron seis perrosgrandes. Bostezaron y menearon la

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cola al sacudirse la nieve, e Inuktilukles apartó el hocico mientras lesdesenredaba los arneses ycomprobaba que no tuvieran cortesdel hielo en las pezuñas.

Con la uña del pulgar, Renn sequitó un pedacito de carne de foca delos dientes.

— El Caminante dijo que «loszorros» nos ayudarían a encontrar elOjo de la Víbora. Quizá se refería alos Zorros Blancos.

Torak también había pensado enello.

— Pero ¿podemos

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arriesgarnos? — preguntó. Queríaconfiar en Inuktiluk, pero muy a supesar había aprendido que un hombrepuede hacer cosas bondadosas yseguir abrigando un corazónmalvado.

— Tienes razón — repuso Renn— . No le contaremos nada. Almenos hasta saber que podemosconfiar en él.

Inuktiluk estaba volviendo delrevés sus prendas y extendiéndolassobre el trineo. Se congelaron casi alinstante, y les quitó el hielo a golpesde mango de cuchillo. Luego sacó

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pedazos de carne y se los arrojó alos perros.

Cinco de ellos eran adultos,pero el sexto era un cachorro de unascinco lunas. Sus almohadillas aún nose habían endurecido y llevaba botasde pellejo sin curtir; ladró de placercuando Inuktiluk lo puso panza arribapara comprobar que estuviesen biensujetas.

Torak pensó en Lobo, y el sueñovolvió a él para ensombrecerle elespíritu. Se lo explicó a Renn, yañadió:

— Lobo estaba con Pa, y Pa

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está muerto. Así pues, ¿fue el espíritude Pa el que me envió el sueño? ¿Meestaba diciendo que Lobo también hamuerto?

— O quizá — sugirió Renn— no era el espíritu de tu padre el quete hacía soñar, sino el de Lobo.Quizá te estaba pidiendo ayuda.

— Pero debe de saber quevamos en su busca.

Renn parecía descontenta.Torak se preguntaba si era el

momento de contarle lo de losDevoradores de Almas cuandoregresó Inuktiluk.

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— Vestíos — dijo conseveridad.

La ropa estaba más seca, perodesagradablemente fría. No ayudóque Inuktiluk los observara conevidente desaprobación.

— Estáis demasiado flacos.Para sobrevivir en el hielo,¡necesitáis engordar! ¿Ni siquierasabéis eso? ¡En el norte todo consisteen grasa! ¡Focas, osos, gente!— dijo, y luego les preguntó cuáleseran sus nombres.

Intercambiaron miradas. Renn lereveló sus nombres y clanes.

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Inuktiluk pareció sorprenderseal saber que Torak era del Clan delLobo.

— Eso lo empeora aún más— musitó.

— ¿Qué quieres decir?— preguntó Torak.

Inuktiluk frunció el entrecejo.— No hablaremos de eso aquí.— Yo creo que sí deberíamos

hacerlo — replicó Torak— . Nos hassalvado la vida, y te estamosagradecidos por ello. Pero, porfavor, dinos por qué te han enviado abuscarnos.

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El hombre del Zorro Blancotitubeó.

— Os contaré una cosa. Hacetres noches, uno de nuestros ancianosentró en trance para observar losfuegos nocturnos en el cielo, y losespíritus de los muertos le enviaronuna visión: una muchacha con elcabello de sauce rojo, como elEspíritu del Mundo en invierno; y unmuchacho con ojos de lobo. — Hizouna pausa— . El muchacho estaba apunto de causar un gran mal. Por esodebía encontraros. Para impedir quetraigas el mal a las gentes del hielo.

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— Yo no he hecho nada malo— contestó Torak, airado.

Inuktiluk lo ignoró.— ¿Quién eres? ¿Qué haces

aquí, en un sitio al que noperteneces? — Como norespondieron, el hombre enrolló lossacos para dormir e hizo ademán desalir— . Frotaos más grasa en la caray traed la lámpara. Nos vamos.

— ¿Adónde? — preguntaronTorak y Renn al unísono.

— A nuestro campamento.— ¿Por qué? — insistió Renn

— . ¿Qué vais a hacernos?

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Inuktiluk pareció ofendido.— ¡No vamos a haceros ningún

daño, nosotros no actuamos así! Tansólo os daremos cosas másapropiadas para el hielo y osmandaremos a casa.

— No puedes obligarnos aregresar — dijo Torak.

Para su sorpresa, Inuktiluk seechó a reír.

— ¡Por supuesto que puedo!¡Tengo todas vuestras cosas atadas ami trineo!

Después de eso, no les quedóotra opción que seguirlo al exterior.

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El hombre se había puesto ya lavisera de ojos de búho, y les arrojóuna a cada uno. Entonces hizorestallar un flexible látigo de piel deunos veinte pasos de largo, y deinmediato los perros empezaron aaullar y a menear las colas, ansiosospor partir.

— ¿Por qué señala al oeste eltrineo? — preguntó Renn coninquietud.

— Hacia ahí es donde estánuestro campamento — repusoInuktiluk— . En el mar de hielo,donde viven las focas.

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— ¿Al oeste? — exclamó Torak— . ¡Pero si tenemos que ir hacia elnorte!

Inuktiluk se encaró con él.— ¿Hacia el norte? ¿Dos chicos

que nada saben de la vida en elhielo? ¡Estaríais muertos antes deque cayera la noche! ¡Ahora, subid altrineo!

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El viento del norte aullaba en

las montañas blancas y arremetíacontra los encorvados abetos en lasllanuras. Silbaba a través de losconfines septentrionales del Bosque

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y levantaba la nieve en las riberasdel Palo de Hacha, donde el Clan delos Cuervos había acampado. Sinduda el temporal habría despertado aFin-Kedinn, si éste no hubiera estadoya despierto. Desde que los Saucesle dieran el mensaje de Torak,apenas había dormido.

«Alguien se ha llevado a Lobo.Vamos en su busca.» — Precipitarseasí, sin pensar — lamentó el líder delos Cuervos. Con un palo atizaba elfuego que ardía a la entrada de surefugio— . ¿Por qué no regresaría enbusca de ayuda?

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— ¿Por qué no lo haría lachica? — añadió Saeunn con sugraznar de cuervo. Sin parpadear,sostuvo la mirada iracunda del líderde su clan. Era el único miembro delmismo que se atrevía a hacerle frentecuando estaba contrariado.

Permanecieron sentados ensilencio mientras en el exterior elviento hacía cuanto podía pordespertar al Bosque. La hechicera delos Cuervos se tapó las huesudasrodillas con la túnica y tendió lasmanos como pequeñas garras haciael fuego.

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Fin-Kedinn volvió a atizarlo, yun perro, que había estadoconsiderando la posibilidad decolarse en el interior, echó atrás lasorejas y se escabulló en busca deotro refugio.

— No pensé que fuera tanimprudente — admitió Fin-Kedinn— . Mira que dirigirse al LejanoNorte…

— ¿Cómo sabes que lo hahecho? — preguntó Saeunn.

El líder titubeó.— Una partida de caza de los

Perdices de las Nieves los vio en la

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distancia. Me lo han contado estamañana.

Pensativa, Saeunn tocó suamuleto en espiral con una uña tancurva y amarillenta como un cuerno.

— Quieres ir en su busca.Quieres encontrar a la hija de tuhermano y traerla de vuelta.

El líder de los Cuervos se mesóla barba cobriza.

— No puedo poner en peligro laseguridad del clan llevándolo alLejano Norte.

Saeunn lo estudió con la gélidafalta de pasión de alguien que jamás

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ha sentido afecto por criaturaviviente alguna.

— Aun así quieres hacerlo.— Acabo de decir que no puedo

— repuso él. Arrojó a un lado elpalo, conteniendo una mueca. Elviento había despertado su viejaherida en el muslo.

— Entonces acabemos de unavez — dijo Saeunn, moviendo loshombros como un cuervo queencogiera las alas— . La chica hademostrado ser testaruda y rebelde;no puedo hacer más con ella. Encuanto al chico, ha permitido que sus

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sentimientos… se interpongan en elcamino. — Su boca sin labios esbozóuna mueca.

— Tiene trece veranos — lerecordó Fin-Kedinn.

— Tiene un destino — repusola hechicera con frialdad— . Su vidano le pertenece, y no deberíaarriesgarla por un amigo. No locomprende ahora, pero lo hará.Cuando no logre encontrar al lobo,regresará, y entonces podráscastigarlos a ambos.

Fin-Kedinn miró fijamente lasbrasas.

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— Iba a adoptarlo — susurró— . Debería habérselo dicho. Quizátodo habría sido distinto. Quizá… mehabría pedido ayuda.

Saeunn escupió al fuego.— ¿Por qué inquietarse? ¡Deja

que se vaya! ¡Deja que se vaya ybusque a su lobo!

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Lobo está en el otro Ahora al

que acude cuando duerme. Puedecorrer más rápido que el ciervo másrápido y abatir un uro por sí solo; ysin embargo, cuando despierta, está

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tan hambriento que parece no habercazado nada.

En esta ocasión vuelve a ser unlobezno. Tiene frío y está mojado, ysu madre y su padre y sus hermanosde carnada yacen tendidos en elbarro, muy quietos y con No Aliento.Lo ha hecho el Agua Rápida. Hallegado rugiendo mientras Loboexploraba en la pendiente.

Levanta el hocico y aúlla.Al otro lado del Agua Rápida

aparece otro lobo, ¡que viene arescatarlo!

Lobo le da la bienvenida con

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grandes muestras de alegría.Entonces la alegría se convierte enperplejidad. Es un lobo muy extraño.Su olor es el de un macho a mediocrecer, pero también huele a otrascriaturas, camina sobre las patastraseras ¡y no tiene cola! Por si fuerapoco, tiene los ojos claros ybrillantes de un lobo, y algo en suespíritu conecta con el suyo. Haencontrado a un nuevo hermano decamada. Un hermano de carnada quejamás lo abandonará…

Lobo despertó sobresaltado.

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Por desgracia, estaba de vuelta en eltronco deslizante, aplastado bajoaquel odioso pellejo de ciervo,dando brincos sobre el Frío SuaveBrillante.

Ansió volver a aquel otro Ahoraen que de nuevo era un lobezno yAlto Sin Cola lo rescataba.

Le dolía la cabeza y habíavomitado durante el sueño, pero nopodía moverse para limpiarse alametazos. También le dolía laalmohadilla herida, y aún más la colapisoteada.

Pelaje Apestoso vino a traerle

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otro pedazo de carne, que porsupuesto él ignoró. Lo arrastraban sinparar mientras la Luz se ibahundiendo y el Frío Suave Brillantecaía de lo alto.

Al cabo de un rato, Lobo olióque habían entrado en el territorio deuna manada de lobos extraños. Esosignificaba peligro.

El macho de pellejo pálido sealejó a solas, y la esperanza brincóen el corazón de Lobo. Quizá PellejoPálido sería tan estúpido como paraatacar a esos lobos extraños, y ellosse defenderían y lo matarían.

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Mucho después, Pellejo Pálidoregresó, sano y salvo. Esbozaba suterrible sonrisa y llevaba unapequeña Guarida de piel de ciervoque se retorcía y gruñía. Lobopercibió la furia pestilente de unglotón. ¿Un glotón? ¿Qué significabaeso?

No pudo concentrarse muchomás en ello, pues volvía a sentirsecansado y se estaba quedandodormido.

Un gran búho ululó a lo lejos, yLobo despertó. Sin saber por qué, elpelaje se le erizó de miedo. El búho

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calló de repente. Eso fue aún peor.Lobo estaba ahora totalmente

despierto. Mientras dormía habíallegado la Penumbra y el troncodeslizante se había detenido. Los sincola malvados estaban a unos pasosde distancia, agazapados en torno ala Bestia Brillante que MuerdeCaliente. Lobo captó que esperabanalgo, algo malo.

En torno a él, aquella extrañatierra blanca estaba quieta y sinviento. Olió una liebremordisqueando brotes de sauce amuchas zancadas de distancia. Oyó

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los minúsculos arañazos de lemmingsen sus Guaridas y el siseo del FríoSuave Brillante que no dejaba decaer.

Entonces, a través de laPenumbra, oyó acercarse a un sincola. Se le estremecieron las garrasde pura ansiedad. ¿Sería Alto SinCola, que venía a rescatarlo?

Sus esperanzas se vieronrápidamente desvanecidas. No era suhermano de carnada, sino una hembraa la que Lobo no había olido antes.Supo que formaba parte de lamanada, pues vio a los demás

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levantarse sobre las patas traseraspara esperarla. Sintió su miedo anteaquella nueva presencia,deslizándose a través de la blancurasiseante.

Era alta y muy flaca, y el pelajepálido de la cabeza le colgabaalrededor como gusanos. Su voz lerecordó al repiqueteo de huesossecos, y olía a No Aliento.

Los otros la saludaron en vozbaja en la lengua de los sin cola,pero, aunque lo ocultaban, Lobopercibió su temor. Hasta PellejoPálido le tenía miedo. Y Lobo

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también.La hembra se volvió y se dirigió

hacia él.Lobo se encogió. Hasta su

espíritu se acobardaba ante el deella.

Se acercó más. Lobo quisoapartar la mirada, pero no pudohacerlo. Había algo terrible en sucara. Era tan lisa como la piedra ynada en ella se movía, ni siquiera elhocico le temblaba al hablar. Y losojos no eran ojos, sino agujeros.

Lobo gruñó y trató de alejarse,pero el pellejo de ciervo lo sostuvo

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con firmeza.La hembra se inclinó entonces

sobre él y su olor a No Aliento loarrastró hacia una niebla negra desoledad y pérdida.

Lentamente, la hembra le acercóuna pezuña delantera al hocico.Sostenía algo. No vio qué era, perocaptó el olor de un objeto que haestado mucho tiempo en lo másprofundo de la tierra. A través de supiel pálida vislumbró una luz gris, ysupo, con esa extraña certeza que aveces lo invadía, que lo que sosteníamordía tan ferozmente como la

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Bestia Brillante que MuerdeCaliente. Sólo que su mordisco erafrío.

Su gruñido se convirtió engemido de terror. Cerró los ojos ytrató de pensar en Alto Sin Colayendo en su busca a través del FríoSuave Brillante, acudiendo arescatarlo, como hiciera cuandoLobo era un lobezno.

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11

El trineo de Inuktiluk avanzaba

hacia el oeste, llevando a Torak yRenn en la dirección equivocada.Sólo se oía el jadear de los perros,el susurro de los patines sobre la

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superficie helada y el ocasional gritoahogado de Renn cuando se ladeabanpeligrosamente en una pendiente ytenían que inclinarse hacia el otrolado para equilibrar el trineo y novolcar.

— No puedes vigilarnosconstantemente — le dijo Torak aInuktiluk cuando se detuvieron adescansar junto a un amplio lagohelado— . Tarde o temprano,huiremos.

— ¿Adonde iréis? — repusoInuktiluk— . Nunca conseguiréis irhacia el norte, nunca podréis rodear

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el río de hielo.Ambos lo miraron y preguntaron

al unísono:— ¿Qué río de hielo?— Está más o menos a una

noche de aquí. Nadie de los clanesdel Hielo lo ha cruzado y hasobrevivido para contarlo.

Torak apretó los dientes.— Hemos cruzado antes un río

de hielo.Inuktiluk soltó un bufido.— No como éste.— Entonces lo rodearemos

— aseguró Renn.

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Inuktiluk hizo un gesto dedesprecio con las manos. Tras silbaral perro que iba en cabeza, echó aandar por el lago.

— Vamos a cruzarlo a pie— les dijo— . Caminad detrás de mí¡y haced exactamente lo que os diga!

Con el orgullo herido, losiguieron, y no tardaron en verseabsorbidos por la difícil tarea demantenerse simplemente en pie.

— No salgáis del hielo blanco— recomendó Inuktiluk.

— ¿Qué tiene de malo el hielogris? — preguntó Renn, dirigiendo la

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mirada hacia una zona de hielo gris asu derecha.

— Es hielo nuevo. ¡Muypeligroso! Si alguna vez tenéis quecruzarlo, permaneced separados y noparéis de moveros.

Torak y Renn se miraron yaumentaron la distancia entre ambos.

El viento había pulido inclusoel hielo blanco hasta tornarlotraicionero de tan resbaladizo, por loque aminoraron el paso paraarrastrar ansiosamente los pies. Lasbotas de Inuktiluk parecían adherirseal hielo, permitiéndole avanzar a

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grandes zancadas, y las afiladaspezuñas de los perros resultaronideales en aquel terreno. Por suparte, el cachorro se deslizaba comopodía con sus botas de pellejo defoca, trayéndole a Torak dolorososrecuerdos de Lobo. Cuando éste eraun lobezno, siempre tropezaba consus propias pezuñas.

— ¿Es muy profundo el lago?— se interesó Renn.

Inuktiluk se echó a reír.— ¡Qué más da! ¡El frío os

matará antes de que podáis gritarpidiendo ayuda!

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Fue un alivio llegar a la orilla yencaramarse a la nieve sólida.Mientras Inuktiluk comprobaba laspatas de los perros, Torak llevó a unlado a Renn y le susurró:

— A partir de ahora habrá mássitios donde esconderse. ¡Quizápodamos escapar!

— ¿Para ir adonde? — repusoella— . ¿Cómo vamos a rodear el ríode hielo? ¿Cómo vamos a encontrarel Ojo de la Víbora? Afróntalo,Torak, ¡le necesitamos!

El terreno se hizo aún másdifícil, con crestas recortadas y

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pronunciadas pendientes. Paraayudar a los perros, saltaban deltrineo y subían corriendo cuando eracuesta arriba, para volver a subircuando se precipitaban cuesta abajo,mientras Inuktiluk aminoraba lamarcha hundiendo los dientes de unfreno de astas de reno.

El frío minaba sus fuerzas, peroel hombre del Zorro Blanco parecíaincansable. Era obvio que amabaaquella tierra extraña y gélida y, porlo visto, le molestaba que supierantan poco sobre ella. Insistía en quebebieran con frecuencia (incluso sin

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tener sed), y les hacía llevar losodres de agua bajo las pellizas paraimpedir que se congelasen. Tambiénlos obligaba a racionar la cantidadde grasa que consumían o con que seembadurnaban las caras.

— Lo necesitaréis para fundirhielo — explicó— . Recordad quesólo dispondréis de agua mientrastengáis grasa para fundir hielo. — Alver sus expresiones de asombro,exhaló un suspiro y agregó— : Sipretendéis sobrevivir, tenéis quehacer lo mismo que nosotroshacemos. Debéis seguir las

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costumbres de las criaturas del hielo.La perdiz blanca cava su madrigueraen la nieve. Nosotros también. Eleider rellena el nido con sus plumas.Nosotros hacemos lo mismo connuestros sacos para dormir.Comemos la carne cruda, como eloso del hielo. Tomamos prestadas lafuerza y la resistencia del reno y lafoca, haciendo nuestra ropa de suspellejos. Esas son las costumbres delhielo. — Entrecerró los ojos paramirar el cielo— . Y por encima detodo, prestamos atención al viento,que rige nuestras vidas.

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Como si le respondiera, empezóa soplar viento del norte. Toraksintió su gélido contacto en la cara ysupo que no se había aplacado.

Inuktiluk debió de adivinar suspensamientos, porque señaló la orillaopuesta del lago, donde se alzabauno de aquellos hombres de piedra.

— Los levantamos para honraral viento. Tarde o temprano, tendréisque hacer una ofrenda.

Eso preocupó a Torak. En elfondo del fardo llevaba el cuchillode pizarra azul de Pa, y en la bolsitade remedios, el cuerno de medicinas

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de su madre. No podía imaginarsepararse de ninguno de los dos.

Alrededor de mediodía,llegaron a un terreno extraño einquietante, con gigantescos bloquesde hielo que se inclinabanamenazadoramente. De su interior lesllegaban gemidos apagados y ecos decrujidos. Los perros se pusieron entensión e Inuktiluk aferró un amuletode garra de águila que llevaba cosidoa la pelliza.

— Es el hielo de orilla— explicó en voz baja— , donde elhielo de tierra y el hielo de mar se

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disputan el dominio. Tenemos queatravesarlo con rapidez.

Renn estiró el cuello para veruna punta recortada que surgíaimponente sobre ellos.

— Se diría que aquí habitandemonios.

El Zorro Blanco le dedicó unamirada severa.

— Éste es uno de los lugaresdonde los demonios del mar seacercan a la piel de nuestro mundo.Son muy inquietos. Siempre estántratando de salir.

— ¿Lo consiguen? — inquirió

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Torak.— A veces se cuela uno por una

rendija.— En el Bosque pasa lo mismo

— intervino Renn— . Los hechicerosse mantienen alerta, pero siempre seescapan unos cuantos demonios.

Inuktiluk asintió con la cabeza.— Este invierno ha sido peor

que nunca. En el Tiempo Oscuro,cuando el sol estaba muerto, undemonio envió una gran isla de hieloque irrumpió en el interior desde elmar. Aplastó un refugio del Clan dela Morsa, matando a cuantos había

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dentro. Poco después, otro demonioenvió una enfermedad que se llevó alniño de una mujer de mi clan.Entonces su hijo mayor se internó enel hielo. Buscamos, pero nunca loencontramos. — Hizo una pausa— .Por eso debemos enviaros al sur.Porque traéis un gran mal.

— Nosotros no lo hemos traído— repuso Torak.

— Sólo lo seguimos — añadióRenn.

— Explicadme a qué os referís— pidió el Zorro Blanco.

Guardaron silencio. Torak se

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sintió mal, pues Inuktiluk empezaba agustarle.

Continuaron avanzando a travésde las quebradas montañas de hielo.Por fin el hielo de orilla dio paso aotro hielo más plano y arrugado.Sorprendido, Torak vio a Inuktilukcuadrar los hombros e inspirarhondo.

— ¡Ah, hielo de mar! ¡Muchomejor!

Torak no compartió su alivio.El hielo que tenía delante parecíadoblarse. Confuso, lo observóascender y descender suavemente,

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como el pellejo de alguna criaturaenorme.

— Sí — concedió Inuktiluk— ,se curva con el aliento de la MadreMar. Pronto, en la Luna de los RíosRugientes, el deshielo dará comienzoy este lugar se volverá mortífero.

Aparecen grandes grietas(grietas de marea, las llamamosnosotros) bajo tus pies y se te traganentero. Pero por el momento es unbuen sitio para cazar.

— ¿Para cazar qué? — preguntóTorak— . Allá en el lago he vistohuellas de liebre, pero aquí no hay

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nada.Por primera vez, Inuktiluk lo

miró con aprobación.— ¿Así que las has visto? No

esperaba que un chico del Bosquepudiera hacerlo. — Señaló haciaabajo— . Esta presa está debajo delhielo. Hacemos lo mismo que el osodel hielo. Cazamos focas.

Renn se estremeció.— ¿Se comen a la gente los

osos del hielo?— El Gran Vagabundo se come

lo que sea — repuso Inuktiluk,clavando las astas en el hielo para

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amarrar a los perros— . Peroprefiere las focas. Es el mejorcazador que existe. Puede oler unafoca a través de una placa de hielode un brazo de espesor.

— ¿Por qué te has detenido?— dijo Torak.

— Voy a cazar — contestó elZorro Blanco.

— Pero… ¡no puedes hacereso! ¡No podemos pararnos a cazar!

— Bueno, ¿y qué pensáiscomer? — ironizó Inuktiluk— .¡Necesitamos más grasa y carne paralos perros!

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Eso hizo que Torak guardarasilencio, avergonzado; pero, pordentro, ardía de impaciencia. Habíanpasado seis días desde que sellevaran a Lobo.

Inuktiluk soltó el perro que ibaen cabeza, y el animal recorriólentamente el hielo. No tardó enencontrar lo que buscaba.

— El respiradero de una foca— explicó Inuktiluk en voz baja. Eraminúsculo: una topera baja con unorificio en la parte superior apenasmás ancho que el pulgar de unhombre y con muescas en los bordes

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donde la foca había mordisqueadopara abrirlo.

Inuktiluk agarró un pedazo depellejo de reno y lo colocó con laparte peluda sobre el hielo, en ladirección del viento desde elagujero.

— Es para amortiguar el sonidode mis botas, como las almohadillaspeludas del oso del hielo. — Dejóuna pluma de cisne sobre el agujero— . Justo antes de salir a lasuperficie, la foca suelta aire y lapluma se mueve. Es entonces cuandotengo que actuar deprisa. La foca no

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inhala más que unas bocanadas deaire antes de volver a desaparecer.— Les indicó con un ademán que serefugiaran en el trineo— . Tengo quequedarme aquí a esperar, como eloso del hielo, pero con esa ropa quelleváis os congelaríais. Permanecedal abrigo del viento, ¡y no os mováis!El más mínimo temblor espantará alas focas. — Adoptó su posición, depie e inmóvil con el arpón levantado.

Al agazaparse Torak detrás deltrineo, empezó a deshacer los nudosque sujetaban su fardo a los patines.

— ¿Qué haces? — musitó Renn.

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— Me largo de aquí — repusoTorak— . ¿Vienes?

Renn también empezó a desatarsu fardo.

Estaban detrás de Inuktiluk, porlo que pudieron echarse a la espaldalos fardos y sacos para dormir sinque los viera. Pero cuando seincorporaban, el hombre volvió lacabeza. No se movió ni habló. Tansólo los miró.

Torak le devolvió una miradadesafiante, pero tampoco se movió.Aquel hombre se había abierto unavena para salvarlos. Era un cazador,

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como ellos. Y estaban a punto deestropearle la caza.

— No podemos hacer esto— susurró Renn.

— Ya lo sé — convino Torak.Lentamente, se quitaron los

fardos del hombro. Inuktiluk sevolvió de nuevo hacia el agujero.

De pronto, la pluma en elrespiradero se movió ligeramente.

Con la rapidez de una garza alataque, Inuktiluk arremetió con elarpón. La punta se desprendió delastil y quedó firmemente enganchadabajo la piel de la foca. Con una

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mano, Inuktiluk tiró de la cuerdaatada al extremo, mientras con la otrautilizó el astil del arpón paraagrandar el agujero.

Dejando caer los fardos, Toraky Renn se precipitaron en su ayuda.Un tirón tremendo y la foca salió,herida de muerte por el golpe en lacabeza antes de tocar el hielo.

— ¡Gracias! — mascullóInuktiluk.

Lo ayudaron a arrastrar elcuerpo plateado y sangrante lejos delagujero.

Los perros estaban ansiosos por

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alcanzarlos, pero Inuktiluk lossilenció con una palabra. Extrajo lapunta de arpón de la herida y la cerrócon un hueso fino que él llamaba«tapón de heridas», para nodesperdiciar sangre. Luego hizorodar la foca hasta dejarla panzaarriba y le agarró el hocico parametérselo en el agujero.

— Así enviamos sus almas devuelta a la Madre Mar, para quevuelva a nacer. — Quitándose unmitón, acarició la panza pálida ymoteada— . Gracias, amiga mía. Quela Madre Mar te dé un buen cuerpo

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nuevo.— Hacemos lo mismo en el

Bosque — comentó Renn.Inuktiluk sonrió. Rajando la

foca en el punto preciso, deslizó lamano en el interior y sacó el hígado,rojo oscuro y humeante.

A sus espaldas, se oyó unladrido y vieron un pequeño zorroblanco sentado en el hielo. Era másbajo y rollizo que los zorros rojosdel Bosque, y observaba a Inuktilukcon los ojos inquisitivos de uncastaño dorado.

Inuktiluk esbozó una amplia

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sonrisa.— ¡El guardián quiere su parte!

— Le arrojó un pedazo y el zorro loatrapó limpiamente, engulléndolo deun bocado. Inuktiluk les tendió trozosde hígado a Torak y Renn. Era firmey dulce, fácilmente digerible. Elhombre del Zorro Blanco les arrojólos pulmones a los perros, peroTorak advirtió que se limitaban aolisquearlos, como si estuvierandemasiado inquietos para comer.

— Hemos tenido suerte— explicó Inuktiluk con la boca llenade hígado— . A veces espero un día

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entero antes de que aparezca unafoca. — Arqueó una ceja— . Mepregunto si habríais tenido lapaciencia suficiente para esperartanto.

Torak reflexionó unos instantes.— Hay algo que quiero decirte.

— Hizo una pausa. Renn asintió conla cabeza y Torak añadió— : Hemosvenido al norte para encontrar anuestro amigo. Por favor, tienes quedejarnos marchar.

Inuktiluk exhaló un hondosuspiro.

— Sé que vuestras intenciones

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son buenas. Pero tenéis quecomprenderlo, no puedo hacer lo queme pedís.

— ¿Por qué no? — preguntóTorak.

Al otro lado del trineo, losperros gemían y tironeaban de sussogas.

Torak se acercó a ver qué losinquietaba.

— ¿Qué les pasa? — preguntóRenn.

Torak no contestó. Trataba deentender la lengua de los perros.Comparada con la de los lobos, era

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mucho más simple, como una lenguade cachorros.

— Huelen algo — explicó— .Pero el viento sopla racheado, demodo que no están seguros de dóndeestá.

— ¿Qué huelen? — preguntóRenn, tendiendo una mano hacia suarco.

Inuktiluk se quedó atónito.— ¿Puede… entenderlos?Torak no tuvo ocasión de

contestar. Una cresta de hielo se alzóde pronto a su izquierda… y seconvirtió en un enorme oso blanco.

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El oso del hielo levantó la

cabeza sobre el largo cuello yolisqueó el rastro de Torak.

Sin esfuerzo alguno, se irguiósobre las patas traseras. Era más alto

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que un hombre alto de pie sobre loshombros de otro, y cada pezuña erados veces el tamaño de la cabeza deTorak. Un solo zarpazo le habríapartido la columna como una ramitade sauce.

Meneando la cabeza, entrecerrólos duros ojos negros y olisqueó elaire. Vio a Torak de pie y solo sobreel hielo; a Renn e Inuktilukmoviéndose para guarecerse detrásdel trineo. Olió la nievesanguinolenta más allá de ellos y elcuerpo a medio descuartizar de lafoca. Oyó a los perros aullar y

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tironear de las cuerdas en susestúpidas ansias de atacar. Fuepercibiéndolo todo con la soltura y lacalma de una criatura que jamás haconocido el miedo. Tenía el poderdel invierno en los miembros, laferocidad del viento en las zarpas.Era invencible.

La sangre se le agolpó a Toraken los oídos. El trineo estaba a diezpasos delante de él, pero bien podíanhaber sido cien.

En silencio, el oso se dejó caersobre sus cuatro patas y una oleadale recorrió el grueso pelaje de un

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blanco amarillento.— No corras — le aconsejó

Inuktiluk con voz queda— . Caminahacia nosotros. De lado. No le des laespalda.

Por el rabillo del ojo, Torak vioa Renn insertar una flecha en el arcoy a Inuktiluk aferrar un arpón concada mano.

«No corras.»Pero sus piernas le pedían que

echara a correr. Estaba de vuelta enel Bosque, corriendo para alejarsede los restos del refugio en que supadre yacía moribundo, huyendo del

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oso demoníaco. «¡Torak! — legritaba Pa con su último aliento— .¡Corre!»

Recurriendo a la fuerza devoluntad, Torak se obligó a dar unpaso tembloroso hacia el trineo.

El oso del hielo bajó la cabezay clavó en él su mirada. Entonces,con paso perezoso y un tantodesmañado, se situó tranquilamenteentre él y el trineo.

Torak se tambaleó.El oso del hielo no produjo

sonido alguno al plantar cada pata.Simplemente sus garras se posaron

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en el hielo, y ni siquiera emitió unleve susurro al respirar.

Apenas consciente de sus actos,Torak se quitó el mitón y tendió lamano hacia el cuchillo, que noobstante se negó a salir de la funda.Tiró más fuerte, pero no sirvió denada. Se dijo que debería haberseguido el consejo de Inuktiluk yllevarlo bajo la pelliza. La funda decuero se había congelado.

— ¡Torak! — lo llamó Inuktilukquedamente— . ¡Cógelo!

Un arpón atravesó el aire yTorak lo agarró hábilmente. La fina

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punta de hueso le pareció demasiadofrágil.

— ¿Servirá de algo?— preguntó.

— No mucho. Pero al menosmorirás como un hombre.

El oso del hielo exhaló aire conun siseo rasposo y, por un instante, lemostró a Torak unos colmillosamarillos. Con una fría punzada deterror, el muchacho supo que recurriral arpón había sido un error. Aquellacriatura no se dejaría intimidar,aunque quizá podía provocarlo paraque atacara.

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Captó un leve movimiento. Rennse levantaba la visera para apuntar.

— No lo hagas — advirtió— .No harías más que empeorar lascosas.

Renn comprendió que Torakestaba en lo cierto y bajó el arco.Pero dejó la flecha puesta,preparada.

Los perros ladraban y tirabandel arnés. El oso volvió la cabezasobre el largo cuello y gruñó,emitiendo un trueno profundo yreverberante que estremeció el hielo.

Volvió a clavar su mirada en la

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de Torak, y el mundo entero sedesvaneció. Torak no oía a losperros, no veía a Renn o a Inuktiluk,ni siquiera podía parpadear. Nadaexistía aparte de esos ojos: másnegros que el basalto, más intensosque el odio. Al mirarlos fijamentesupo, con absoluta certeza, que parael oso del hielo todas las demáscriaturas eran presas.

Notaba la mano en el astil delarpón resbaladiza de sudor. Suspiernas se negaban a moverse.

La criatura abrió y cerró susenormes fauces y soltó un zarpazo

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terrible contra el hielo. La intensidaddel golpe fue tal, que Torak notómoverse el suelo a sus pies. Noobstante, de alguna forma consiguiómantenerse en pie.

Un oso del Bosque gruñía sólopara amenazar, pero si se disponía acazar, se acercaba en un silencioletal. ¿Actuaría del mismo modoaquel ser surgido del hielo?

No.El oso del hielo se abalanzó

sobre él.Torak vio el hocico negro lleno

de pequeñas cicatrices, la lengua

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larga y de un gris purpúreo. Sintió sualiento ardiente en la mejilla…

Con aterradora agilidad, el osodio un brusco viraje, se irguió yvolvió a golpear el hielo con laszarpas delanteras.

A Torak le fallaron las rodillasy estuvo a punto de caer.

El animal se alejó de él pararodear el trineo y volcarlo de unzarpazo con la misma facilidad quesi se tratara de corteza de abedul.Inuktiluk se arrojó a un lado y Rennsaltó hacia el otro, pero al volcar eltrineo la golpeó en un hombro y la

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muchacha cayó con un alarido. Unbrazo le quedó atrapado bajo elpatín, directamente en el camino deloso.

Torak trató de llamar laatención del oso, blandiendo el arpóny chillando:

— ¡Aquí estoy! ¡Me quieres amí, no a ella! ¡A mí!

Inuktiluk también gritaba yfingía arremeter con su arpón, y uninstante después el oso se volvióhacia él. Torak liberó a Renn y laagarró del brazo, tratando dearrastrarla para apartarla del camino

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del oso. En ese momento uno de losperros se soltó de los tirantes y seabalanzó sobre el oso. Una zarpaenorme lo rechazó para enviarlovolando por los aires, hasta aterrizarcon un espantoso crujido en el hielo.Cuando Torak y Renn se arrojaron alsuelo, el oso saltó sobre ellos, seabalanzó sobre el cuerpo de la foca yle aferró la cabeza entre las fauces.Luego se alejó a toda velocidad,llevándose su presa con la mismafacilidad que si se tratara de unatrucha.

— ¡Los perros! — exclamó

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Renn— . ¡Hay que sujetarlos!Muerto de miedo, el cachorro

estaba escondido debajo del trineo,pero los demás, sujetos sólo por losarneses, habían enloquecido llevadospor la sed de sangre. En aquelmomento tiraron todos al unísonohasta romper sus ataduras paralanzarse en persecución del oso,ignorando las órdenes que lesprofería Inuktiluk. Al pasar junto aéste, los arneses se le enredaron enla bota y, horrorizados, Torak y Rennvieron cómo era arrastrado a travésdel hielo.

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Los perros, fuertes y rápidos,eran demasiado veloces paraalcanzarlos. Torak se llevó lasmanos a los labios y soltó un ladrido:la orden clara y concisa que en lalengua de los lobos significa«¡Alto!».

Su voz restalló como un latigazoy los perros obedecieron deinmediato, encogiéndose con el raboentre las patas.

En la distancia, el oso del hielose desvaneció entre las colinasazuladas.

Los muchachos corrieron hacia

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Inuktiluk, que ya había logradoincorporarse hasta quedar sentado,frotándose la frente.

Se recobró con rapidez.Aferrando en un puño los arneses,sacó el cuchillo y, con el mango, lespropinó a los perros golpes decastigo que los hicieron aullar dedolor. Luego, respirando condificultad, le dio las gracias a Torakasintiendo con la cabeza.

— Somos nosotros quienesdebemos darte las gracias — repusoRenn con voz temblorosa— . Si no lohubieses distraído…

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El Zorro Blanco negó con lacabeza.

— Sólo estamos vivos porqueél nos ha dejado vivir. — Se volvióhacia Torak. La desconfianza habíavuelto a su rostro— . Mis perros…Puedes hablar con ellos. ¿Quiéneres? ¿Qué eres?

Torak se enjugó el sudor dellabio superior.

— Tenemos que continuar. Eseoso podría estar en cualquier parte.

Inuktiluk lo observó unosinstantes. Luego reunió los perrosque quedaban, se echó a la espalda el

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que había muerto y cojeó de vuelta altrineo.

Torak dejó caer el arpón con unchasquido y se inclinó, apoyando lasmanos en las rodillas.

Renn se frotó el hombro.Torak le preguntó si se

encontraba bien.— Me duele un poco — admitió

ella— . Pero al menos no es el brazocon el que tiro del arco. ¿Cómo estástú?

— Bien. Estoy bien. — Luegose dejó caer de rodillas y empezó avomitar.

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El sol poniente arrancaba

destellos dorados del hielo azuloscuro mientras los perros corríanhacia el campamento de los ZorrosBlancos.

Cayó la noche y apareció unaluna fina. Torak no dejaba de mirarel cielo, pero ni una sola vezdistinguió el Árbol Primigenio: losfuegos verdes, vastos y silentes queaparecían en invierno. Deseó verlocomo nunca lo había hecho;necesitaba algún vínculo con elBosque, pero no lo halló.

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Al pasar junto a oscuras ydentadas montañas de hielo, oyeroncrujidos y gemidos distantes.Pensaron en demonios martilleandopara liberarse. Por fin, Torakvislumbró una mota de luzanaranjada. Los perros, cansados,olfatearon que estaban cerca de casay aceleraron.

Cuando se acercaban alcampamento de los Zorros Blancos,Torak vio un gran refugio de nieve,espacioso y achaparrado, y otros tresmás pequeños unidos a él por cortostúneles. Formaban un laberinto de luz

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que resplandecía a través de losbloques. Alrededor de ellos, muchospequeños montículos cobraron vida yse sacudieron la nieve para ladrar suruidosa bienvenida.

Torak bajó con dificultad deltrineo. Renn esbozó una mueca y sefrotó de nuevo el hombro. Estabandemasiado entumecidos por elagotamiento para sentir aprensiónante lo que les esperaba.

Inuktiluk insistió en que sesacudieran cada copo de nieve de laropa y hasta se quitaran el hielo delas cejas antes de atravesar reptando

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el bajo túnel de entrada, que se habíaconstruido formando un codo paraprotegerse del viento. A gatas, aTorak le llegó el hedor amargo delaceite de foca ardiendo y oyó unmurmullo de voces que seinterrumpió bruscamente.

A la luz humeante de laslámparas vio estantes de tiras deballena en las paredes, junto conbotas y mitones colgados a secar;percibió asimismo una brumaresplandeciente de aliento helado yvio un círculo de rostros redondosque relucían de grasa.

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Inuktiluk se apresuró a contar asu clan cómo había encontrado a losintrusos en medio de la tormenta ytodo cuanto había ocurrido desdeentonces. Fue justo, pues relató cómoTorak había evitado que se vieraarrastrado por el hielo, pero la voz letembló al narrar cómo el «chicolobo» había hablado la lengua de losperros.

Los Zorros Blancos escucharonpacientemente, sin hacer preguntas nidejar de observar a Torak y Renncon inquisitivos ojos castaños, nomuy distintos de los de la criatura de

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su clan. No parecían tener un líder,pero había cuatro ancianosagazapados junto a la lámparasituada en una plataforma baja, sobrela que se amontonaban pieles dereno.

— Son ellos — dijo con vozestridente uno de ellos, una mujermenuda de rostro oscuro yapergaminado— . Son los queaparecían en mi visión.

Torak oyó a Renn soltar unbufido. De inmediato se llevó lospuños al pecho en señal de amistad yse inclinó ante la anciana.

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— Inuktiluk nos contó que en tuvisión yo aparecía a punto de causaralgún mal. Pero no lo he hecho. Y nolo haré.

Para su sorpresa, el refugio sellenó de risas, mientras los cuatroancianos esbozaron sonrisasdesdentadas.

— ¿Quién entre nosotros— preguntó la anciana— conoce elmal que vamos a causar o no? — Susonrisa se desvaneció y la tristeza leapareció en su rostro— . Te vi.Estabas a punto de romper las leyesdel clan.

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— Él no haría una cosa así— intervino Renn.

La anciana no pareció molestapor semejante interrupción; tan sóloaguardó para ver si Renn habíaterminado, luego se volvió haciaTorak.

— Los fuegos en el cielo— anunció con voz serena— jamásmienten.

Torak estaba desconcertado.— ¡No lo comprendo! ¿Qué

estaba a punto de hacer?El dolor contrajo el ajado

rostro.

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— Te disponías a atacar con unhacha a un lobo.

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13

— ¿Atacar yo a Lobo?

— exclamó Torak— . ¡Jamás haríaalgo así!

— Yo también lo vi — soltó depronto Renn— . ¡Lo vi en mi sueño!

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No pudo evitar decirlo, aunquede inmediato se arrepintió de ello.

Torak la miraba como si fuerala primera vez que la veía.

— Nunca podría hacerle daño aLobo — aseguró— . No es posible.

La anciana Zorro Blancoextendió las manos.

— Los Muertos no mienten.— Torak abrió la boca paraprotestar, pero la anciana no se lopermitió— : Ahora descansad ycomed algo. Mañana os enviaremoshacia el sur, y el mal pasará.

Renn pensó que Torak se

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resistiría, pero en lugar de elloguardó silencio, con aquella miradaobstinada tan característica quesiempre les traía problemas.

Los Zorros Blancos trajinabande aquí para allá, sacando comida deunos nichos horadados en lasparedes. Ahora que sus mayoreshabían hablado, parecían encantadosde preparar un banquete, como siTorak y Renn fueran visitantesocasionales que hubiesen ido acontar historias. Renn vio a Inuktilukobsequiar a los demás con el relatode cómo el oso del hielo había

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robado su foca, lo que hizo que todoslos que lo escuchaban estallaran enrisas.

— No te preocupes, hermanito— exclamó alguien— , yo me las heapañado para conservar la mía, ¡asíque aún tenemos algo que comer!

— ¿Por qué no me lo contaste?— preguntó Torak. Su rostroreflejaba tensión, pero Renn vio queen realidad estaba profundamenteafectado.

— Iba a hacerlo — explicó— ,pero entonces tú me contaste tu sueñoy…

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— ¿De verdad crees que podríahacerle algún daño a Lobo?

— ¡Por supuesto que no! Peroen mi visión lo hacías. Tenías unhacha. Estabas de pie ante él e ibas aasestarle un golpe. — El sueño lahabía acompañado durante todo eldía. Y no era uno de esos sueñoscorrientes que no siempre significanlo que parecen; era un sueño lleno decolores deslumbrantes, una clase desueño que tenía quizá una vez cadatrece lunas (uno de esos que siemprese hacían realidad).

Alguien le pasó un pedazo de

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carne de foca congelada y, de pronto,descubrió que estaba muerta dehambre. Además de foca, había unadelicada piel de ballena rellena degrasa; bolitas amargas de brotes desauce machacados procedentes de lasmollejas de perdices blancas; y undelicioso puré dulce de grasa de focay moras boreales, sus favoritas. Lacharla y las risas reverberaban en elrefugio. Los Zorros Blancos parecíansaber muy bien cómo olvidar laspreocupaciones y divertirse. Peroresultaba desconcertante tener aTorak sentado a su lado sumido en un

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grave silencio.— Discutir no va a ayudarnos a

encontrar a Lobo — le dijo— . Creoque necesitamos contarles lo del Ojode la Víbora y…

— Pues yo no lo creo — lainterrumpió.

— Pero si lo saben, a lo mejorpueden ayudarnos.

— No quieren ayudarnos.Quieren librarse de nosotros.

— Torak, son buena gente.Torak se ensañó con ella.— ¡Hay buena gente capaz de

sonreír y que está podrida por

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dentro! ¡Lo sé muy bien, lo he visto!Renn lo observó en silencio.— No puedo perderlo otra vez

— añadió él— . Para ti es distinto.Tienes a Fin-Kedinn y al resto de tuclan. Yo sólo tengo a Lobo.

Renn parpadeó.— También me tienes a mí.— No es lo mismo.Renn sintió que la furia se abría

paso en su interior.— ¡A veces me pregunto por

qué me gustas! — espetó.En ese momento, una mujer

corpulenta la llamó para que

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acudiera a probarse una prendanueva, y Renn se alejó sin miraratrás.

Las palabras de Torakresonaron en sus oídos al cruzar untúnel que llevaba a un refugio máspequeño, donde había cuatro mujeressentadas cosiendo. «Para ti esdistinto.» «¡No, no lo es! — quisogritar— . ¿Acaso no comprendes quetú y Lobo sois los primeros amigosque he tenido nunca?»

— Siéntate a mi lado — le dijola mujer, llamada Tanugeak— ytranquilízate.

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Renn se dejó caer sobre unapiel de reno y empezó a arrancarlepelos.

— La ira — añadió suavementeTanugeak— es una forma de locura.Y un desperdicio de energía.

— Pero a veces es necesaria— musitó Renn.

Tanugeak soltó una risita.— ¡Eres igual que tu tío! El

también se enojaba, cuando erajoven.

Renn se incorporó.— ¿Conoces a Fin-Kedinn?— Vino aquí hace muchos

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veranos.— ¿Por qué? ¿Cómo lo

conociste?Tanugeak le dio unas palmaditas

en la mano.— Tendrás que preguntárselo a

él.Renn exhaló un suspiro. Echaba

terriblemente de menos a su tío. Élsabría qué hacer.

— Esas visiones tuyas…— dijo Tanugeak, examinando lamuñeca de Renn— . Pueden serpeligrosas. Deberías llevar marcasde rayo para protegerte. Me

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sorprende que vuestra hechicera nose haya ocupado de eso.

— Quería hacerlo — admitióRenn— , pero no se lo permití.

— Déjame a mí. Yo tambiénsoy hechicera, y creo que vas anecesitarlas. Llevas contigo unmontón de secretos.

Volviéndose hacia una mujersentada aparte de las demás, le pidiósus objetos de tatuar. Entonces, sindarle tiempo a Renn de protestar, leasió el antebrazo para llevárselo alamplio regazo, le tensó la piel yempezó a pinchárselo rápidamente

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con una aguja de hueso, deteniéndosepara mojar una tira de pellejo degaviota en un cuenco de tinte negro yfrotarla sobre las punciones.

Al principio le dolió, peroTanugeak le contó una historia trasotra para mantenerla distraída. La irade Renn no tardó en desvanecerse,dejándole tan sólo la preocupaciónde que Torak pudiese cometer algunaestupidez, como tratar de escapar sinella.

Lo cierto era que se sentía asalvo en aquel lugar. Sobre unaplataforma, tres niños dormían

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acurrucados como cachorros. Sobrela lámpara de grasa de foca se mecíaun bebé embutido en una vejiga defoca rellena de musgo, bien abrigado.Las mujeres charlaban y reían,salpicando el aire de motas dealiento gélido; sólo la que se sentabaal margen, Akoomik, permanecía ensilencio. Al invadirla aquella pazsoñolienta, Renn se sintió cuidada yprotegida como nunca hasta entonces,como si estuvieran arrancándolelentamente el caparazón espinoso quehabía erigido en su interior paraprotegerse.

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Tanugeak empezó con la otramuñeca, mientras las mujeresextendían las nuevas prendas deRenn para acariciarlas con manosmorenas y curtidas por el clima.

Había unas calzas exteriores yuna pelliza de piel de foca relucientey plateada, a la que alguien habíacosido las plumas de la criatura desu clan. Había un cálido jubón y unascalzas interiores de pellejo de eider,con el suave plumón para llevarcontra la piel; mitones interiores depelaje de liebre y otros exterioresmás gruesos; zapatillas de plumón de

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perdiz blanca para llevar sobreesponjosos peúcos de piel de focajoven. Y, para impedir que semojara, unas magníficas botas depellejo de foca sin pelo, con atadurasentrecruzadas de tendón trenzado ysuelas diestramente plisadas.

— Son preciosas — murmuróRenn— , pero no tengo nada quedaros a cambio.

Las mujeres parecieronperplejas y luego rieron.

— ¡No queremos nada acambio! — exclamó una de ellas.

— Vuelve en el Tiempo Oscuro

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— dijo otra— , y te haremos unconjunto de prendas de invierno.¡Éstas sólo son para la primavera!

Akoomik no se unió a las risasmientras guardaba sus agujas en unacajita de hueso. Renn vio unasmarcas minúsculas en la caja, y lepreguntó quién las había hecho.

— Mi bebé — repuso Akoomik— . Cuando le estaban saliendo losdientes.

Renn sonrió.— ¿Ha pasado ya lo peor?— Oh, sí — contestó Akoomik

con un tono que hizo estremecerse a

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Renn— . Es ése de ahí. — Señalóuna repisa tallada en la pared sobrela que había un pequeño hatilloenvuelto en pellejo.

— Lo lamento — dijo Renn, yse sintió asustada. En el Bosque losclanes se llevaban a sus Muertoslejos de los refugios, para que susalmas no inquietaran a los vivos.

— Guardamos a nuestrosMuertos con nosotros hasta laprimavera — explicó Akoomik— ,para salvarlos de los zorros.

— Y para impedir que sesientan excluidos — añadió

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Tanugeak con tono amable— . Lesgusta charlar tanto como a nosotros.Cuando veas una estrella viajar muyrápido, es uno de ellos partiendo avisitar a sus amigos.

A Renn le pareció una ideareconfortante, pero aun así Akoomikse tocó el puente de la nariz paracontener la emoción.

— Los demonios se llevaron sualiento hace una luna. Ahora tambiénse han llevado a mi hijo mayor.

Renn recordó lo que le habíacontado Inuktiluk sobre el muchachoperdido en el hielo.

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— Mi compañero murió a causade las fiebres en la luna de la LargaOscuridad — añadió Akoomik— .Entonces mi madre sintió llegar lamuerte y salió a encontrarse con ella,para que no se alimentara de los másjóvenes. Si mi hijo no regresa, no mequedará nadie. — Sus ojos carecíande brillo, como si la luz en ellos sehubiese apagado. Renn había vistoeso antes, en la gente que tenía elalma enferma.

«Si pierdo a Lobo, no mequedará nadie.» Por fin comprendíalas palabras de Torak. Su madre

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había muerto al nacer él. Más tardehabía perdido a su padre en lasgarras del oso. Jamás había conocidosiquiera al resto de su clan. Así pues,estaba más solo que nadie queconociera. Y aunque ella tambiénhabía perdido seres queridos,comprendió que en el caso de Torak,como en el de Akoomik, el dolor aúnestaba fresco. Si perdía a Lobo…

Una vez más, se preguntó cómoharía acopio de valor paratransmitirle sus sospechas.

— Ya está — anunció

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Tanugeak, haciéndola dar unrespingo.

Renn estudió las pulcras líneasnegras en la parte interior de susmuñecas. La hicieron sentir másfuerte, mejor protegida.

— Gracias — dijo— . Ahoranecesito encontrar a mi amigo.

— Primero, toma esto.— Tanugeak le dio una bolsita hechade piel de pata de cisne, con lospalmípedos dedos incluidos.

— ¿Qué hay dentro? — seinteresó Renn.

— Cosas que puedes necesitar.

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— Tanugeak se acercó para añadiren susurros— : Presta atención. Losancianos vieron algo más en el cieloaquella noche. No estamos segurosde qué significa, pero tengo laimpresión de que tal vez tú lo sepas.— Hizo una pausa— . Era untridente, de esos que usaría unsanador para atrapar las almas de losenfermos. Sólo que ése no parecíabueno.

Los dedos de Renn se tensaroncontra la bolsita.

— Ah, ya veo que temías algoasí. — Le tocó la mano— . Ve.

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Encuentra a tu amigo. Cuando sea elmomento adecuado, revélale lossecretos que guardas.

Cuando Renn volvió al refugioprincipal, los Zorros Blancos sehabían instalado para pasar la noche.La mayoría dormían apiñados,mientras unos cuantos permanecíansentados alisando tendón entre losdientes o flexionando las rígidasbotas para que pudieran calzarse porla mañana. Torak estabaprofundamente dormido en unextremo de la plataforma queutilizaban para descansar.

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Renn se metió en el saco paradormir, preguntándose qué debíahacer. La visión del Zorro Blancohabía confirmado los temores quealbergaba desde hacía días. LosDevoradores de Almas se habíanllevado a Lobo.

Le daba miedo decírselo aTorak. ¿Cuánto tiempo podríasoportarlo?

Inuktiluk la despertó agitándolapor el hombro.

Los demás estaban dormidos,pero a través de una pequeña rendija

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en el refugio vio que la luna estababaja; no tardaría en amanecer. Torakhabía desaparecido.

Se incorporó de golpe.— Te está esperando fuera

— musitó Inuktiluk— . ¡Sígueme!En silencio, se abrieron paso

hasta el refugio más pequeño, dondeRenn se quitó la ropa vieja paraponerse la otra, nueva y extraña.

El aire nocturno cortaba comoun cuchillo, pero no había viento. Lanieve relucía bajo el débilresplandor de la luna moribunda. Lasuperficie se había helado, por lo

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que debían pisar con cautela. Unoscuantos perros se movieron, captaronsu olor y volvieron a tumbarse.

Torak la esperaba. Al igual queRenn, llevaba prendas nuevas;apenas lo reconoció con su pellizaplateada.

— ¡Van a ayudarnos a salir deaquí! — susurró con ojos brillantesde excitación.

— ¿Quiénes? — siseó Renn— .¿Y por qué?

Inuktiluk se había desvanecidoen la penumbra y fue Torak quienrespondió.

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— Se lo conté todo a Inuktiluk.¡Tenías razón, saben lo del Ojo de laVíbora! Y hay una mujer… una talAkoomik o algo así. ¡Ella va adecirnos dónde está!

Renn estaba perpleja.— Pero… creía que no

confiabas en ellos. ¿Qué te ha hechocambiar de opinión?

— Tú. — Torak esbozó una desus raras sonrisas lobunas— . Verás,resulta que a veces sí te escucho.

Inuktiluk les hacía señas, demanera que lo siguieron hacia eloeste hasta llegar a una grieta en el

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hielo. Renn vio el oscuro resplandordel agua y captó el aroma del Mar.

Siguieron la trayectoria delcanal a medida que éste seensanchaba, y entonces Torak leoprimió el brazo a Renn.

— Mira. — Renn jadeó.— ¡Un bote de piel!Era de diez pasos de largo,

sólidamente construido a base depellejo de foca pelado y estiradosobre un armazón de hueso deballena. Habían colocadopulcramente sus fardos dentro, uno encada extremo, y encima del bote

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había dos remos de doble pala.— Este canal conduce a mar

abierto — explicó Inuktiluk— . Unavez lleguéis a él, mantened la tierra ala vista, pero permaneced alejadosde la boca del río de hielo.

— Nos dijiste que nadie lohabía cruzado jamás — le recordóTorak.

El rostro redondo esbozó unagran sonrisa.

— ¡Pero muchos lo han rodeadoremando! — La sonrisa se le borró— . Evitad el hielo negro. Es másdenso que el blanco, y os hundirá en

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unos instantes. Si veis un pedazo enel agua, significa que habéis pasadootros antes que no habréis visto.

Renn se preguntó cómo iban aver hielo negro en un Mar negro.

Torak sopesaba el remo,ansioso por partir.

— ¿Cómo encontraremos el Ojode la Víbora?

Akoomik surgió de las sombrasy empezó a hacer marcas con elcuchillo en la nieve.

— Seguid la Estrella del Nortemás allá del río de hielo — contestó— , más o menos hasta un día

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remando desde aquí. Cuando veáisuna montaña con la forma de trescuervos encaramados a un témpanode hielo, poned rumbo a la bahíahelada que hay debajo, y luego subidpor la cornisa que asciende enespiral por su falda noroeste.

— Pero ¿qué es exactamente?— preguntó Renn— . ¿Cómosabremos que lo hemos encontrado?

Ambos Zorros Blancos seestremecieron e hicieron la señal conla mano para conjurar el mal.

— Lo sabréis — se limitó aresponder Akoomik.

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— Y que el guardián os salve— añadió Inuktiluk— si osaventuráis a entrar. — Los ayudó asubirse al bote de piel.

Torak aferró el remo conconfianza, pero Renn se sintióinsegura. No tenía mucha experienciacon botes.

— ¿Por qué nos ayudáis? — lespreguntó a los Zorros Blancos.

— Los ancianos no os conocencomo yo — repuso Inuktiluk— .Cuando se lo explique, no seenfadarán. Además — añadió— ,aunque no os ayudemos, ¡iréis de

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todas formas!Akoomik examinó el rostro de

Torak.— Tú has perdido a alguien.

Igual que yo. Si encuentras lo quebuscas, quizá yo también lo haré.

Torak reflexionó unos instantes,hurgó en el fardo y luego le puso algoa la mujer entre los mitones.

— Quédatelos.La mujer frunció el entrecejo.— ¿Qué son?— Colmillos de jabalí. Había

olvidado que los tenía, pero sonespeciales. Pertenecieron a un amigo

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mío. Hazle una ofrenda al viento conellos. Por ti y por mí.

Inuktiluk mostró su aprobacióncon un gruñido y Akoomik enseñósus dientes blancos en la primerasonrisa que Renn le había vistoesbozar.

— ¡Gracias! ¡Que el guardiáncorra a tu lado!

— ¡Y al tuyo también!— susurró Renn.

Partieron entonces, hincando losremos en las negras aguas paradirigirse a mar abierto, en busca deLobo.

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Los lobos extraños aullaban a

muchas zancadas de distancia y, alescucharlos, Lobo sintió el mordiscode la soledad.

Oyó que era una manada grande

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y que cada lobo variaba con astuciasus aullidos para que sonaran comosi fueran incluso más numerosos.Lobo conocía ese ardid, lo habíaaprendido cuando corría con lamanada de la Montaña.

En su cabeza vio a los lobosalzar el hocico hacia el Ojo BlancoBrillante. Ansiaba contestar a susaullidos. Pero seguía arrebujado bajoaquel odioso pellejo de ciervo.Aullar no era más que un recuerdo.

Los sin cola llegaron a lo altode un acantilado y el troncodeslizante dio varios bandazos. Lobo

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se obligó a permanecer alerta,preparado para cuando llegara suhermano de carnada. Pero cada vezera más difícil. La sed le arañaba lagarganta y el dolor le mordisqueabala cola. Cuando habían estado en elAgua Grande en aquellos terriblespellejos flotantes, se había mareado.Todavía le dolía la panza.

Las otras criaturas no se sentíanmejor que él. La nutria se habíasumido en un silencio desesperado,aunque Lobo olía que aún no se habíavuelto de No Aliento. El lince y elzorro, a los que Pellejo Pálido había

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atrapado y apretujado en otro troncodeslizante, no habían aullado desdela Luz. Sólo el glotón profería unocasional gruñido furibundo.

La manada extraña acabó susaullidos y en las montañas blancas sehizo el silencio. Lobo sabía queahora sus hermanos estaríanlamiéndose y acariciándose con elhocico unos a otros, preparándosepara la caza. Antes de que él y AltoSin Cola salieran a cazar, siempre selamían y acariciaban y juntaban elhocico, aunque por supuesto tan sóloél meneaba la cola.

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El tronco deslizante giró en elviento y Lobo olió unas montañasque se acercaban. Sintió una oleadade excitación recorrer a los sin colay sospechó que estaban llegando alfinal de su largo trote.

Pelaje Apestoso se acercó paratrotar a su lado y arrojarle un pedazode Frío Suave Brillante a través delpellejo de ciervo. Lobo lo apresóentre las fauces aplastadas y se lozampó. Ya no tenía fuerzas pararechazar lo que le daban.

Más adelante, Pellejo Pálidohablaba con Lengua de Víbora, y lo

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miraron y empezaron a soltar esosgañidos que eran la risa de los sincola. La rabia le mordió la panza. Ensu cabeza, se liberaba del pellejo deciervo y se abalanzaba sobre PellejoPálido para desgarrarle el cuello ydejar manar la sangre…

Pero eso era sólo en su cabeza.Se estaba debilitando. Aunquepudiera liberarse, no tendría fuerzaspara abatir a Pellejo Pálido. Lepreocupaba que, cuando por finllegaran Alto Sin Cola y su hermanade carnada, estuviera demasiadodébil para luchar junto a ellos.

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A medida que la Luz huía, seerigía ante ellos una montaña. Elviento cesó. Lobo olió que habíapocas presas allí, y ningún lobo. Elpelaje se le erizó de miedo.

El tronco deslizante se detuvocon una sacudida.

Allí, contra el flanco de lamontaña, gruñía una Bestia Brillanteque Muerde Caliente, y a su lado, ensilencio y sin moverse, esperabaCara de Piedra.

Se hallaba de pie con laspezuñas delanteras apretadas a loscostados, y Lobo sintió que en una de

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ellas aferraba aquella cosa gris yluminosa que mordía frío. Estabamuy quieta, pero aun así su sombraen el flanco de la montaña dababrincos como alas hechas jirones.

Lobo no la había visto ni olidodesde que se acercara a él a travésde la blancura siseante. Ahora, consólo vislumbrar su rostro terrible, seconvirtió de nuevo en un lobezno quegimoteaba.

En silencio, los otros sin colabajaron de sus troncos deslizantes yse acercaron a ella. Sentían temorpero, al igual que antes, se ocultaban

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su miedo unos a otros.Cara de Piedra habló con su voz

rota y toda la manada se agazapó entorno a la Bestia Brillante queMuerde Caliente, y empezó amecerse adelante y atrás. Adelante yatrás, adelante y atrás. Observarloshizo marearse a Lobo, pero no podíaapartar la mirada. Luego empezarona proferir unos gruñidos bajos yrítmicos que resonaron a través deLobo como los cascos de renosgalopando sobre terreno duro.Siguieron gruñendo y gruñendo, másrápido, más alto, hasta que el

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corazón le latió dolorosamente en elpecho.

Y desde la montaña le llegóentonces un fuerte olor a Penumbra ydemonios que flotó hacia él como unAgua Rápida invisible.

De pronto, Cara de Piedralevantó una pata delantera, aquellaque sostenía la cosa gris que mordíafrío. Y entonces, ante los asombradosojos de Lobo, ¡metió la pezuñaderecha en las fauces de la BestiaBrillante!

Paralizado por el horror,observó a Pelaje Apestoso meter su

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pezuña, y luego a Pellejo Pálido y aLengua de Víbora. Los vio mecerseadelante y atrás, sin dejar de proferiraquellos gruñidos rápidos y pétreos,con las pezuñas hundidas en lasrestallantes fauces de la BestiaBrillante.

Soltaron al unísono un aullidotriunfal, y volvieron a sacar laspezuñas.

¡Lobo no podía creer lo queolía! ¡Sus pezuñas no apestaban acarne mordida por la BestiaBrillante! ¡Su olor era fresco ycrudo! ¿Quiénes eran esos sin cola a

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quienes hasta la Bestia Brillantetemía morder?

El terror se apoderó de Lobo;sintió terror no sólo por él, sinotambién por su hermano de carnada.

Alto Sin Cola y la hembra eranastutos y valientes, y tenían LargasGarras que Vuelan Lejos. Pero siatacaban a esos sin cola extraños ymalvados, los harían pedazos.

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— ¿Qué es eso que hay en el

agua? — susurró Renn.— Una foca — contestó Torak

por encima del hombro.— ¿Estás seguro?

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— No.— Me ha parecido un oso del

hielo.— Si fuera un oso del hielo, a

estas alturas ya lo sabríamos.Pero Renn lo había visto. Una

gran forma blanca deslizándose através de las aguas oscuras bajo elbote de piel.

— Inuktiluk me contó que hayballenas blancas — dijo Torak— .Quizá has visto una de ellas.

Con cierta irritación, Rennadvirtió que Torak no parecíaasustado. Pero era mejor remero y

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estaba demasiado concentrado enencontrar a Lobo para tener miedo.El oleaje alzó el bote y Renn hundióel remo, tratando de no pensar en quéhabría ahí abajo. La Madre Marpodía ahogarlos con sólo mover unaaleta. Entonces se hundirían enaquella negrura sin fondo, la bocaabierta en un grito que no tenía fin; ycuando los peces les hubiesen dejadolos huesos pelados a mordiscos, laGente Oculta los envolvería parasiempre en sus largas cabellerasverdes…

— Cuidado — advirtió Torak

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— , me estás salpicando.— Perdón.A Renn le dolían los brazos y,

pese a la visera de ojos de búho, leretumbaba la cabeza por culpa delresplandor. Habían alcanzado marabierto poco después del alba, yahora se hallaban en un inquietantemundo de aguas verdosas y montañasde hielo azul a la deriva. Hacia eleste se extendía la amplia blancurade la costa; hacia el norte, el vasto yresquebrajado caos del río de hielo.

— Demasiado lentos — musitóTorak y, aumentando el ritmo, guió el

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bote hacia una montaña flotante.— No creo que debamos

acercarnos tanto — opinó Renn.— ¿Por qué no? Nos guarece

del viento.Renn se concentró en su remo.

Al pie verde pálido de la montaña dehielo, tres focas tomaban el sol.Clavó la mirada en ellas y se dijoque no había de qué preocuparse.

No sirvió de nada. Era absurdonegar que estaba preocupada.Además, había empezado apreguntarse adónde los conduciría laimperiosa necesidad de Torak de

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encontrar a Lobo. Y todavía no lehabía contado lo de los Devoradoresde Almas.

Una montaña de hielo de menortamaño pasó de largo deslizándoseen su misterioso viaje. Renn sintió sualiento helado, oyó el batir y elsuccionar del Mar tallar una cavernaen su falda. Parecía un profundoóvalo azul. «Como un ojo», pensó.

— El Ojo de la Víbora — soltóde pronto.

— Yo también he pensado eneso — dijo Torak— . No puede tenernada que ver con una víbora real,

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pues no las hay tan al norte…— E Inuktiluk dijo: «Si os

aventuráis a entrar…»Torak se volvió hacia ella y los

ojos de búho de la visera lo hicieronparecer extraño.

— Creo que sospecho a qué serefería.

— Yo también — dijo Renn.Torak se estremeció.— Ojalá nos equivoquemos.

Odio las cuevas.Siguieron remando en silencio.

Para levantar el ánimo, Renn hurgóen el fardo en busca de comida. Los

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Zorros Blancos los habíanaprovisionado bien. Además demedio pellejo de grasa, encontrócostillar de foca y salchichas desangre congeladas. Cortó dospedazos y le tendió uno a Torak.Tenía un sabor arenoso, y Rennencontró a faltar el toque de bayas deenebro. No obstante, aún echó másde menos a los Zorros Blancos.

— Me siento un poco culpable— dijo.

— ¿Por qué? — preguntó Torakcon la boca llena.

— Nos han dado mucho, y se lo

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hemos devuelto escapándonos.— ¡Iban a mandarnos hacia el

sur!— Pero todas estas cosas…

Cuchillos para la nieve, lámparas,mejores odres de agua, un pedernalnuevo para mí y una preciosa fundapara mi arco. Hay hasta utensiliospara reparar el bote. — Sostuvo enalto una bolsita de aleta de foca.

Torak no la escuchaba. Habíabajado el remo y miraba fijamentealgo.

— ¿Qué ocurre? — inquirióRenn.

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Más allá de ellos, en la montañade hielo, las focas habíandespertado.

— Pero si ya tenemos comidasuficiente — susurró Renn, confusa— . ¡Ahora no podemos pararnos acazar!

Torak la ignoró.De pronto, las focas se

deslizaron desde el hielo hasta elagua. En el mismo instante, Torakhundió el remo y vociferó:

— ¡Gira! ¡Gira!Perpleja, Renn obedeció y se

inclinaron hacia un lado, para salir

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de la estela de la montaña de hielojusto cuando un bramido desgarradorhendía el cielo. De inmediato lamontaña de hielo se inclinó y seprecipitó en el Mar, enviando unmuro de agua arrollador justo dondehabían estado un instante antes.

Jadeando, se mecieron en eloleaje. En lugar de la montaña dehielo había ahora un bullenteremolino blanco.

— ¿Cómo sabías que iba apasar esto? — preguntó Renn.

— No lo sabía — repuso Torak— . Han sido las focas.

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— ¿Cómo sabías que lo sabían?Torak titubeó.— Lo han sentido en los

bigotes. El verano pasado fui unespíritu errante dentro de una foca,¿recuerdas?

Inquieta, Renn se lamió la sal delos labios. Lo había olvidado; oquizá simplemente prefería norecordarlo. Odiaba que se lerecordara cuán diferente era Torak.

Él lo vio escrito en su cara.— Vamos — dijo— . Nos

queda mucho camino por delante.Reemprendieron la marcha,

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pendientes en todo momento demantenerse alejados de las montañasde hielo. Renn era consciente de ladistancia que se había creado entreellos por las cosas que no se habíandicho. Tendría que contárselo pronto.

El viento se levantó de nuevo,azotándoles sin piedad el rostro. Noobstante, la ropa de los ZorrosBlancos resultó excelente, pues Rennapenas lo notó. La piel de focaparaba el viento, pero era más ligeraque la de reno, mientras que lasprendas interiores de plumón deeider la mantenían caliente pero la

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dejaban transpirar, para que el sudorno se helase. El ribete de pelaje deperro en la capucha conservaba elcalor en la cara, y el alientocongelado nunca se quedaba en él; ylos mitones interiores teníanaberturas en las palmas para podersacar los dedos cuando losnecesitaba para tareas delicadascomo abrir bolsas. Además, lasprendas eran bonitas, de una pielplateada que resplandecía bajo elsol. Pero la hacían sentir otrapersona.

Los tatuajes en zigzag en las

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muñecas también la hacían sentirdistinta, y se preguntó por qué motivose los habría hecho Tanugeak. Lehabía parecido que la hechicera delos Zorros Blancos sabía cosas deella que pensaba que estabanreservadas sólo a Saeunn y Fin-Kedinn; cosas que la propia Rennmantenía ocultas en un recónditorincón de su mente.

Pero era el regalo final deTanugeak el que más ladesconcertaba. La bolsita de pata decisne contenía un polvo oscuro queolía a hollín y algas. ¿Qué se suponía

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que debía hacer con eso?— Mira — dijo Torak,

interrumpiendo sus pensamientos.Había estado guiándolos mar

adentro, y Renn vio entonces por qué.Al este se extendía la blancura

cegadora del río de hielo. Cimasrecortadas se alzaban sobre arrecifesvertiginosos hendidos pordescomunales grietas azuladas. Rennoyó retumbar algo en la distancia yvio desprenderse un saliente enorme,que cayó con estrépito al Mar. Nubesde hielo en polvo brotaron de prontohacia el cielo. Una gran ola verde

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rodó hacia ellos e hizo mecerse elbote de piel. «De haber estado máscerca — pensó Renn— , nos habríaaplastado. Como a mi padre.»— Trata de no pensar en eso— susurró Torak.

Renn asió el remo y lo hundióen el agua.

El sol estaba ya bajo y el río dehielo muy por detrás de ellos cuandopor fin vislumbraron la montaña. Sealzaba de aquella tierra blanca y sinvida: tres picos pelados queperforaban el cielo, como cuervosposados en el hielo. Renn jamás

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había visto un lugar tan solitario. Dosinviernos atrás, su clan había viajadohasta el confín más septentrional delas Montañas Altas, y ella se habíasentido como si hubiese llegado alfin del mundo. Ahora se sentía comosi hubiese caído desde él.

Torak tuvo la misma sensación,y liberó una mano del mitón parallevársela a la piel de la criatura desu clan.

Al sur de la falda oeste de lamontaña, encontraron la bahía heladaque Akoomik dibujara en la nieve.Supuso un alivio bajar del bote de

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piel, aunque tenían las piernasagarrotadas. Una vez más, sesintieron agradecidos a los ZorrosBlancos. El bote era fácil detransportar y las ásperas suelas desus botas les impedían resbalar en elhielo.

Ocultando la embarcación alabrigo de una colina de nieve, ledieron la vuelta y la colocaron sobrecuatro ramas bífidas depositadas porel Mar.

— Inuktiluk las llamabapuntales — le explicó Torak a Renn— . También podemos utilizarlas

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para convertir el bote en un refugio.Renn supo que era mejor no

sugerir que lo hicieran en esemomento, pues ya era media tarde ylas sombras se volvían purpúreas.Torak recorría ya el terreno en buscade huellas.

No tardó en encontrarlas: unafranja ancha de nieve revuelta.

— Dos trineos — anunció conceño— . Muy pesados y dirigiéndosehacia la montaña. El rastro esbastante fresco. — Se incorporó— .Vamos.

Renn se estremeció. De pronto

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sintió que los Devoradores de Almasestaban muy cerca.

— Espera — dijo— .Deberíamos pensarlo un momento.

— ¿Por qué? — preguntó él conimpaciencia.

Renn titubeó.— Una de las mujeres Zorro

Blanco me contó algo. Llevo todo eldía tratando de decírtelo.

— ¿Sí?Renn bajó la voz para hablar en

susurros.— Torak… Son los

Devoradores de Almas. Fueron ellos

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quienes se llevaron a Lobo.— Yo… ya lo sé — admitió él.— ¿Qué?Le contó lo que había visto al

transformarse en el espíritu delcuervo.

— Pero… ¿por qué no me lodijiste? — exclamó Renn— . ¡Hacedías que lo sabes!

Torak puso cara de pocosamigos y golpeó la nieve con eltalón.

— Sé que debería haberlohecho, pero no podía arriesgarme.Pensé que podías volver al Bosque.

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— Frunció aún más el entrecejo— .Si te hubieses ido…

De pronto, Renn sintió lástimapor él.

— Llevo días sospechándolo,pero no me he ido. Y tampoco loharé ahora.

Torak la miró a los ojos.— O sea… que continuamos.Renn tragó saliva.— Sí. Continuamos.Observaron el rastro de los

Devoradores de Almas, queserpenteaba montaña arriba.

— ¿Y si es una trampa? — dijo

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Renn.— No me importa — musitó él.— ¿Y si han oído rumores de

ese chico del Clan del Lobo que esun espíritu errante? Si te atrapan, sise hacen con tu poder, pueden poneren peligro el Bosque entero.

— No me importa — repitióTorak— . ¡Tengo que encontrar aLobo!

Renn tuvo una idea.— ¿Y si nos disfrazamos?— ¿Qué?— Eso los despistaría. Y quizá

también era lo que Tanugeak tenía en

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mente. Al menos, me dio lo quenecesitamos.

Torak dio unos pasos y luegovolvió junto a ella.

— ¿Qué hacemos?No les llevó mucho tiempo

cambiar de aspecto. Los tatuajes declan no supusieron un problema, puestenían las mejillas tan laceradas acausa de la tormenta de nieve que lasfinas marcas apenas se distinguían.Renn preparó un tinte negromezclando el polvo de Tanugeak conagua y luego trazó con los dedos unafranja de Zorro Blanco en la nariz de

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Torak. También le cortó el cabello ala altura del hombro y con flequillo.Estaba demasiado flaco para ser unZorro Blanco realmente convincente,pero, con un poco de suerte, la ropalo disimularía.

Ella misma se tiñó el peloaplicándose más tinte, que tambiénutilizó para oscurecerse el rostro.Luego hizo que Torak la convirtieraen una Liebre Alpina, pintándole enla frente una raya en zigzag consangre de tierra de su cuerno demedicinas.

Torak la miró perplejo.

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— Ya no pareces Renn.— Estupendo — repuso ella— .

Y tú ya no pareces Torak.Se miraron, ambos más

inquietos de lo que querían admitir.Después partieron para seguir elrastro de los Devoradores de Almas.Éstos habían subido arrastrando lostrineos por una cornisa queserpenteaba por la falda occidentalde la montaña, tal como dijeraAkoomik. A medida que ascendíanlas sombras se tornaban másprofundas, para pasar del púrpura alcarbón. Se detenían con frecuencia a

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escuchar, pero no se movía ser vivoalguno. Ni águilas que volaran encírculos, ni cuervos que graznaran.

El aire se volvió más frío. Elviento cesó. Sus botas crujían en laquietud inquietante que los rodeaba.

Entonces, con terriblebrusquedad, se toparon con lostrineos, hacinados como si tal cosa aun lado del sendero.

Después de tantos díassiguiendo las pistas más débiles, losimpresionó encontrar aquellasestructuras sólidas de madera ypellejo. Fue como si de pronto los

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Devoradores de Almas tambiénfueran sólidos.

Con la acuciante sensación deque se acercaban al final,escondieron los fardos y los sacospara dormir en la nieve a unos pasosde los trineos. Renn vio cuándoloroso le resultaba a Torak dejaratrás el cuchillo de pizarra azul de supadre.

— Es demasiado peligroso— dijo— . Ellos lo conocían;podrían reconocer el cuchillo.

Decidieron llevarse los odresde agua que les entregaron los Zorros

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Blancos, un poco de comida y suscuchillos. Renn también tomó el arcoy quiso llevarse las hachas, peroTorak temía demasiado la visión delos Zorros Blancos para arriesgarse.

Sobre ellos se alzaba imponentela montaña desolada, teñida decarmesí por los últimos rayos de sol.En su falda se abría un gran agujeronegro. Ante él, como unaadvertencia, se erigía un alto pilargris de piedra.

De las profundidades de lacueva manaba una niebla blanca.Húmedos zarcillos se tendían hacia

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ellos, apestando a miedo y demonios.Sus esperanzas se desvanecieron. Silos Devoradores de Almas habíanmetido a Lobo allí dentro…

Mirando por encima delhombro, Renn vio la forma de lamontaña entera por primera vez. Viocómo surgía de la nieve como lacabeza de una criatura gigantesca.Vio el río de hielo desenroscar sumole sinuosa al este, antes de torcerpara perderse de nuevo en el Mar.

Torak también lo había visto.— Hemos encontrado la Víbora

— musitó.

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— Estamos de pie en ella— susurró Renn.

Se volvieron de nuevo hacia lamontaña, hacia el desafiante agujeronegro hendido por el pilar de piedra.

— Y ahí está el Ojo— concluyó Renn.

Torak se quitó la visera de búhoy la metió en la bolsa de medicinas.

— Están ahí dentro — declaró— . Puedo sentirlo. Y Lobo está conellos.

Renn se mordió el labio.— Debemos pensar.

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— Yo ya he pensado bastante— espetó él.

Asiéndolo del brazo, Renn locondujo tras una roca, fuera de lavista del Ojo.

— No tiene sentido entrar— dijo— , a menos que sepamos concerteza que… que Lobo sigue convida.

Torak no contestó. Entonces,horrorizada, Renn vio que se llevabalas manos a la boca para aullar.

Lo agarró de la muñeca.— ¿Te has vuelto loco? ¡Te

oirán!

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— ¿Y qué si lo hacen? ¡Creeránque soy un lobo!

— ¡Eso no lo sabes! ¡Torak, sonDevoradores de Almas!

— ¿Qué hacemos, pues?— Hay otra manera. — Sacando

una mano del mitón, hurgó en elcuello de su pelliza hasta extraer elpequeño hueso de urogallo que Torakle diera una vez. Sopló en él… y noprodujo sonido alguno, como biensabían que pasaría; pero si Loboestaba vivo, lo oiría.

Nada. Ni un soplo de vientomovió el aire quieto.

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— Inténtalo otra vez — pidióTorak.

Renn así lo hizo. Y otra vez. Yuna más.

Siguió sin pasar nada. Renn nopodía mirar a Torak a los ojos.

Entonces, de lo más profundo dela montaña, les llegó el más débil delos aullidos.

El rostro de Torak se iluminó.— ¡Te lo dije! ¡Te lo dije!El aullido era largo y

tembloroso, y hasta Renn captó elsufrimiento y el dolor que transmitía.Se volvió más y más agudo…

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Y se interrumpió en seco.

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— ¡Lobo! — exclamó Torak,

abalanzándose hacia delante.Renn tiró de él hacia atrás.— ¡Torak, no! ¡Van a oírte!— ¡No me importa, suéltame!

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— La empujó con tanta fuerza queRenn salió despedida.

Aterrizó boca arriba y sequedaron mirando fijamente, ambosimpresionados por la violencia deTorak.

Él le ofreció la mano, peroRenn se puso en pie sin ayuda.

— ¿No lo comprendes?— musitó— . ¡Si entras en esa cueva,bien puedes estar poniéndotedirectamente en sus manos!

— ¡Pero Lobo me necesita!— ¿Y crees que vas a ayudarlo

dejando que te maten? — Lo arrastró

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sendero abajo, fuera de la vista delOjo— . ¡Tenemos que pensar! Estáahí dentro. Eso lo sabemos. Pero sientramos sin más, quién sabe quépuede pasar.

— Ya has oído ese aullido— repuso Torak entre dientes— . Sino entramos ahora, ¡puede morirse!

Renn abrió la boca paraprotestar… y se quedó inmóvil.

Torak también lo había oído. Elcrujir de pisadas subiendo por lacuesta.

Al unísono, se agazaparondetrás de los trineos.

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Los crujidos continuaron. Sinprisas, cada vez más cerca.

En silencio, Torak desenfundóel cuchillo. Detrás de él, Renn sedespojó de los mitones e insertó unaflecha en el arco.

Un hombre fornido aparecióante ellos. Vestía una piel de focamoteada y llevaba un saco de pellejogris al hombro. Tenía la cabezagacha. La capucha le ocultaba lacara. Por lo que veían, ibadesarmado.

Mientras Torak lo observaba, larabia iba invadiéndolo. Una niebla

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roja le veló la vista. Era uno deellos. Ese hombre se había llevado aLobo.

En su mente, vio a Lobo,orgulloso y magnífico, en la crestasobre el Bosque, el pelaje teñido deoro por el sol. Oyó de nuevo aquelaullido desesperado. «¡Hermano decamada! ¡Ayúdame!» Más crujidos.El hombre estaba casi a su altura. Sedetuvo. Miró por encima del hombro,como si se resistiera a seguir. Fuedemasiado para Torak. Sin saberapenas lo que hacía, se abalanzó paradarle un cabezazo al tipo en la panza

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y derribarlo sobre la nieve.Se quedó tendido sin aliento,

pero entonces, con asombrosaagilidad, rodó sobre el costado, learrancó el cuchillo de la mano aTorak de una patada y lo agarró de lacapucha, retorciéndosela hacia atráspara ahogarlo. Torak sintió que unaspiernas fuertes le inmovilizaban losbrazos y le oprimían el pecho hastadejarlo sin aliento. Una punta desílex se le clavó dolorosamente en elcuello.

— Yo que tú no lo haría— amenazó Renn con frialdad, y dio

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un paso adelante con la flechaapuntando al corazón deldesconocido.

Torak sintió aflojarse la presiónen sus costillas. El hombre le soltó lacapucha y apartó el cuchillo.

— Por favor — gimió— , ¡nome hagas daño!

Sin dejar de apuntarle, Renn leacercó su cuchillo a Torak con unabota; luego le dijo al hombre que sepusiera en pie.

— ¡No, no! — gimoteó elcautivo, encogiéndose de miedo a suspies— . ¡No me hagáis contemplar el

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rostro del poder!Torak y Renn intercambiaron

miradas de asombro.El cautivo se arrastró en busca

del saco que había dejado caer en elataque. Torak se sorprendió al verque no era un hombre, sino unmuchacho más o menos de su edad,aunque el doble de robusto. Lucía enla nariz el tatuaje negro de los ZorrosBlancos y su rostro redondo yaterrorizado brillaba de grasa ysudor.

— ¿Dónde está? — preguntóTorak— . ¿Qué habéis hecho con él?

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— ¿Con quién? — farfulló elmuchacho, perplejo al ver el tatuajede Torak— . Tú no eres uno denosotros. ¿Quién eres?

— ¿Qué haces aquí? — leespetó Renn— . ¡No eres ningúnDevorador de Almas!

— ¡Pero lo seré! — repuso elchico con inesperada ferocidad— .¡Me lo han prometido!

— Por última vez — amenazóTorak, avanzando con el cuchillo— ,¿qué le habéis hecho a Lobo?

— ¡Apártate de mí! — exclamóel chico, caminando a trompicones

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hacia atrás como un cangrejo— .Si… si grito, me oirán. ¡Vendrán arescatarme, los cuatro! ¿Es eso loque queréis?

Torak miró fijamente a Renn.¿Cuatro?

— ¡Dejadme en paz! — Elmuchacho se alejaba poco a pococuesta arriba— . ¡Yo elegí esto!¡Nadie puede detenerme!

Parecía tratar de convencerse así mismo. Eso le dio a Torak unaidea.

— ¿Qué llevas en ese saco?— preguntó para que el chico

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siguiera hablando.— Un… un búho — balbució él

— . Lo quieren para el sacrificio.— Pero el búho es un cazador

— le recordó Renn con tonoacusador.

— Al igual que el lobo— añadió Torak— . Y la nutria.¿Qué están haciendo tus señores ahídentro? Dínoslo o…

— ¡No lo sé! — exclamó elchico, ascendiendo un poco más.

Al seguirlo, volvieron a ver elOjo.

— ¿Hablan tus señores

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— preguntó Renn en voz baja— dealguien que es un espíritu errante?¡Dinos la verdad! ¡Si mientes, losabré!

— ¿Un espíritu errante? — Elchico abrió los ojosdesorbitadamente— . ¿Dónde?

— ¿Hablan alguna vez de eso?— insistió Torak.

— ¡No, no, lo juro! — Sudabaabundantemente y apestaba a grasa— . ¡Han venido a hacer unsacrificio! Es todo cuanto sé, ¡lo juropor mis tres almas!

— ¿Y por eso incumples las

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leyes de los clanes al apresarcazadores para sacrificarlos?— inquirió Renn— . ¿Por la vanapromesa de un poder que jamás serátuyo?

Enfundando el cuchillo, Torakdio un paso hacia el chico.

— Tu madre quiere que vuelvas— dijo.

Sus sospechas eran ciertas. Elchico hundió los hombros.

Renn lo miró, perpleja, peroTorak la ignoró. De haber tenido lamás mínima sospecha de lo quepretendía hacer, quizá habría tratado

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de impedírselo.— Vete de aquí — le dijo al

chico— . Vuelve con Akoomikmientras todavía puedas.

El terror y la ambición sedebatieron en el rostro grasiento.

— No puedo — musitó.— Si no vas ahora — insistió

Torak— , será demasiado tarde. Tuclan te marginará. Jamás volverás averlos.

— No puedo — sollozó elmuchacho.

De lo más profundo del Ojo,una voz bramó:

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— ¡Chico! ¿Por qué tardastanto?

— Te lo pondré fácil — gruñóTorak, y arrebatándole el saco de lasmanos, empujó al muchacho senderoabajo— . ¡Venga, vete ya! — Seechó el saco al hombro— . Renn, losiento, pero tengo que hacer esto.

Renn cayó en la cuenta de loque ocurría y se reflejó en su rostro.

— Torak, no… Nuncafuncionará, ¡te matarán!

Él volvió la cabeza y gritó enrespuesta a los Devoradores deAlmas:

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— ¡Ya voy!Entonces se precipitó sendero

arriba y se internó en el Ojo de laVíbora.

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Tras el crepúsculo en la falda

de la montaña, la oscuridad fue comouna pared para Torak.

— Cierra los ojos — dijo unavoz delante de él— . Deja que la

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oscuridad sea tu guía.Torak tuvo el tiempo justo de

bajarse la capucha antes de que unafigura se acercara tambaleante a él,portando una antorcha de brea depino que chisporroteaba.

Por la voz esperó que fuera unhombre, pero cuando alcanzó a verlofugazmente, le sorprendió ver a unamujer.

Era robusta y gruesa, tanterriblemente patizamba que sebalanceaba al caminar. Sus faccionesno guardaban relación con el resto:ojos pequeños y vivaces en un rostro

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de nariz fina y larga; orejaspuntiagudas, que a Torak lerecordaron a un murciélago. Noreconoció su clan; el tatuaje en labarbilla le era desconocido. Lo queatrajo su mirada fue el amuleto dehueso sobre su pecho: el tridentepara atrapar almas.

— Has tardado mucho — dijola Devoradora de Almas— . ¿Lo hasconseguido?

Ocultando el rostro, Toraksostuvo en alto el saco. Dentro, elbúho se movió levemente.

La Devoradora profirió un

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gruñido y luego se volvió para seguirinternándose en la cueva, cojeando.

Al mirar atrás, Torak viodesvanecerse los últimos atisbos deluz. Se colgó el saco al hombro yechó a andar tras ella.

Pese a sus piernas deformes, laDevoradora de Almas avanzabadeprisa. A la luz oscilante de laantorcha, Torak sólo vio imágenes amedida que se internaban más y más:paredes rojas con salientes comofauces abiertas; un túnel tan lúgubre yretorcido como un intestino; marcasamarillas de manos que brillaban

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para luego desvanecerse en lapenumbra. Y constantemente percibíael reverberante gotear del agua.

Mientras avanzaba atrompicones, iba comprendiendo lainsensatez de lo que había hecho.Cuando los Devoradores de Almas levieran la cara, sabrían que no era elchico Zorro Blanco. Quizáreconocerían también algún indiciode su padre en sus facciones. O talvez simplemente ya sabían quién eray todo aquello no era más que unatrampa.

Descendieron más y más. Un

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calor insano emanaba de las rocas yse le adhería a la cara como telaraña.Un olor acre se le coló en lagarganta.

— Respira por la boca— musitó la Devoradora de Almas.

Pa solía darle el mismoconsejo. Era terrible oírlo repetidopor el enemigo.

Sobre él, Torak vio finas capasde piedra rojiza que pendían comopliegues de pellejo sanguinolento.Entre ellos, criaturas invisibles huíande la luz.

Se golpeó la cabeza con una

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roca y cayó, gritando de asco cuandosus dedos se hundieron en una blandanegrura en que bullían gusanosgrises.

Una mano fuerte lo agarró delbrazo y lo puso en pie.

— ¡Cállate! — le espetó laDevoradora— . ¡Vas a asustarlos!— añadió dirigiéndose a laoscuridad— . Tranquilos, mispequeñines. — A modo de respuestales llegaron los chillidos y aleteos demontones de murciélagos— . Elcalor los desvela — musitó acontinuación, y apoyó la palma en la

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pared del túnel e hizo que Torak laimitara. Él retrocedió. La roca emitíael calor persistente de un cuerporecién muerto. Sólo conocía unarazón para algo así. El Otro Mundo— . Sí, el Otro Mundo — dijo laDevoradora de Almas como sihubiese leído sus pensamientos— .¿Por qué, si no, crees que hemosvenido hasta aquí?

Torak no se atrevió a responder,lo que pareció irritarla.

— No dejes que losmurciélagos te vean los ojos— gruñó— . Van hacia lo que brilla.

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El túnel se ensanchababruscamente para formar una cavernalarga y baja del color de la sangreseca. Despedía el olor de unamontaña de excrementos en plenoverano, un hedor que hacía saltar laslágrimas, y Torak sintió náuseas.

Entonces se olvidó del olor. Enlas paredes había huecos máspequeños, algunos tapados con losasde piedra. Del interior de uno deellos le llegó el siseo de un glotón.

El corazón le latió con fuerza.Si había un glotón, quizá tambiénhabía un lobo.

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Profirió un sonido bajo entregruñido y gañido, que Loboreconocería sin duda. «¡Soy yo!»

No hubo respuesta. Ladesilusión le cayó encima como unaola. Si Lobo seguía con vida, noestaba allí.

— ¡Deja de gimotear — ordenóla Devoradora de Almas— yapresúrate! Si te pierdes aquí abajo,jamás volveremos a encontrarte.

Más túneles, hasta que Torak sesintió mareado. Se preguntó si laDevoradora habría elegido apropósito una ruta tortuosa para

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desorientarlo. Tras aquel rostroanguloso, tuvo la impresión de quehabía una mente ágil. «Piernasretorcidas y pensamientosrelámpago.» Tales habían sido laspalabras del Caminante.

Emergieron a una enormecaverna, y Torak se tambaleó. Anteél se alzaba un bosque. Un bosque depiedra.

Umbríos matorrales tendían susramas en busca de un sol que jamásencontrarían. Cascadas de piedra sehallaban congeladas en un inviernoeterno. Mientras Torak seguía la

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antorcha vacilante, un calorenfermizo empezó a perlarle la frentede sudor. Oyó un gotear furtivo, violagos quietos y raíces retorcidas.Distinguió fugazmente figuras depesadilla vestidas de piedra: algunasagazapadas sobre él y otrassemiocultas en el agua. Cuandovolvió a mirar habían desaparecido,pero sintió su presencia: era la GenteOculta de las Rocas.

La Devoradora de Almas locondujo hasta un tronco gigantescode piedra verdosa, que parecíahaberse convertido en tocón

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mediante un acto de violenciainimaginable. Torak advirtió quealgo se movía y supo que estabasiendo observado.

Se le trabó el pie en una raíz,tropezó y cayó. La caverna se llenóde risas.

— ¿Qué pasa, Nef? — preguntóuna voz burlona de mujer— . ¿Noshas traído por fin a tu chicoadoptivo?

El corazón de Torak latió muydeprisa. Se las había apañado paraengañar a una Devoradora de Almas,pero sin duda necesitaría todo su

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ingenio para engañar a los demás.Postrado donde estaba, empezó

a gemir.— ¡No, no me hagáis

contemplar el rostro del poder!— ¡No empieces con eso otra

vez! — bufó Nef— . ¡Ni siquiera seatreve a mirarme a la cara!

Torak sintió un leve destello deesperanza. Si no le habían visto elrostro al joven Zorro Blanco,quizá…

Sintió en la mejilla el contactode un dedo frío, que lo hizoestremecerse.

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— Si no se atreve a mirar a Nef,la hechicera de los Murciélagos— le susurró una mujer al oído— ,¿se atreverá acaso a mirar a Seshru,la hechicera de los Víboras?

La mujer se quitó la capucha, yTorak contempló el rostro másperfecto que había visto jamás.Rasgados ojos de lince de un azulinsondable; una boca de bellezasobrecogedora. El cabello oscuro,peinado hacia atrás desde la frentealta y blanca, revelaba una austeralínea negra de puntas de flechatatuadas, como las manchas de una

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serpiente.Sintiendo fascinación y a la vez

repugnancia, Torak sostuvo aquellamirada sin igual, mientras lahechicera de los Víboras loestudiaba como un cazadorcontempla a su presa.

Sus preciosas faccionesesbozaron una mueca de desprecio,pero nada más. No sabía quién eraTorak.

— Está flaco para ser un ZorroBlanco — dijo— . Nef, medecepcionas. Nos has traído unpequeñajo.

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Sus gélidos dedos se deslizaronbajo el cuello de la pelliza de Torak,y sonrió.

— ¿Qué es esto? ¡Lleva uncuchillo!

— ¿Un cuchillo? — preguntó lahechicera de los Murciélagos.

El cuchillo que le hiciera Fin-Kedinn pendía en su funda de uncordel en torno al cuello. Se quedósin él: la hechicera se lo quitó porencima de la cabeza y se lo arrojó aNef.

— ¡Lleva un cuchillo, nadamenos! — se burló una voz de

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hombre, sonora y profunda. Unafigura enorme surgió de la oscuridady, antes de que Torak pudieraresistirse, lo agarró y le retorció losbrazos tan brutalmente que lo hizochillar.

Más risas, que lo salpicaron delolor penetrante de la sangre de abetorojo.

— ¿Debería estar asustado,Seshru? — se mofó el hombre. Consu voluminosa ropa de pellejo dereno, parecía llenar la caverna— .¿Pretende acaso amenazar alhechicero de los Robles?

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Torak miró fijamente el rostrocurtido como tierra endurecida por elsol. La barba era tan densa querecordaba a un matorral; la melena,una maraña rojiza. Los ojos que seclavaban en los suyos eran de unverde furibundo.

— ¿Pretende amenazarme?— repitió el hechicero de los Roblescon tono de amenazadora dulzura.

Torak se sintió tan indefensocomo un lemming atrapado por unlince.

— ¡Thiazzi, déjalo en paz!— intervino la hechicera de los

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Murciélagos— . ¡Lo necesitamosvivo, no muerto o aterrorizado!

La hechicera de los Víborasarqueó el blanco cuello y se echó areír.

— ¡Pobre Nef! ¡Siempre tanansiosa de mostrarse maternal!

— ¡Qué sabrás tú de lamaternidad! — espetó Nef.

Seshru apretó los preciososlabios.

— Veamos qué nos ha traído,¿de acuerdo? — dijo Thiazzi,arrancando el saco de manos deTorak. Sacó un pequeño y joven

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búho blanco, y lo agitó hasta que losojos del pobre animal parecieronoscurecerse. Desde ese instante,Torak detestó a Thiazzi, el hechicerode los Robles, que se deleitabaatormentando criaturas más débilesque él.

A la hechicera de losMurciélagos tampoco pareciógustarle. Arrastrando los pies, seadelantó para quitarle el búho de untirón al hechicero de los Robles yvolver a meterlo en el saco.

— A éste también lonecesitamos vivo — musitó. Luego

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se volvió hacia Torak, indicó uncuenco de corteza de abedul en elsuelo y le dijo que comiera.

Para su sorpresa, Torak vio queel cuenco contenía una tira de carnede caballo seca y unas cuantasavellanas.

— Adelante — instó Seshru conuna curiosa sonrisa torcida— .Come. Tienes que conservar lasfuerzas. — Su mirada se deslizóhacia Thiazzi, y Torak captó unachispa de diversión entre ambos.

Fingió comer, pero se le habíacerrado la garganta. Le pareció que

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sólo un instante antes había estadoahí fuera en la nieve con Renn. Encambio, ahora se hallaba en lasentrañas de la tierra con losDevoradores de Almas.

Los Devoradores de Almas. Lohabían acosado en sueños. Habíanmatado a su padre. Y por fin ahí lostenía: misteriosos, insondables, y sinembargo más reales de lo que jamáshabría imaginado.

Thiazzi, el hechicero de losRobles, se tumbó despatarrado en lasrocas para masticar sangre de abetorojo, salpicándose la barba de

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migajas doradas. Podría haber sidocualquier cazador del Bosque, de noser porque torturaba por placer.

Seshru, la hechicera de losVíboras, se movió para apoyarsecontra él, esbelta y elegante, la finatúnica de piel de focaresplandeciendo como la luna en unlago. Su sonrisa era tan vacía queTorak se estremeció. Cuando selamió los labios, vislumbró unapequeña lengua negra y puntiaguda.

Nef, la hechicera de losMurciélagos, era la que más lodesconcertaba. Sus recelosos ojillos

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iban constantemente de Thiazzi aSeshru, y parecía en desacuerdo conambos y consigo misma.

En la distancia, se oyó ulular unbúho.

La sonrisa de Seshru vaciló.Thiazzi se quedó inmóvil.Nef murmuró algo y se llevó una

mano a la oscura piel de la criaturade su clan en el hombro.

La llama de la antorcha titiló.Con un sobresalto de terror,

Torak vio a una cuarta Devoradorade Almas sentada en lasprofundidades de la cueva, donde

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antes sólo hubiera sombras.— Mirad — musitó Seshru— ,

ha venido la Enmascarada.— Eostra — dijo Thiazzi con

voz ronca— , la hechicera de losBúhos Reales.

Nef se agarró a un arbolillo depiedra y se puso en pie, levantando aTorak con ella.

«La Enmascarada — se dijoTorak, recordando el dolor en elrostro del Caminante— . La máscruel entre las crueles.» En lapenumbra, Torak distinguió una altamáscara gris. Tras ella miraban sin

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parpadear los ojos desafiantes delmayor de los búhos. Plumas de búhole cubrían la cabeza, de la quesurgían dos puntiagudas orejas.Largos rizos de cabello cenicientopendían en torno a una túnica deplumas. Sólo se le veían las manos.Las uñas eran ganchudas y estabanteñidas de azul, como las de uncadáver. La piel tenía eldesagradable brillo verde pálido dela carne putrefacta.

— Acercadlo — dijo una voztan áspera como un estertor.

Empujaron a Torak y lo hicieron

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caer de rodillas. Captó un hedor adescomposición, parecido al olor delos osarios de los Cuervos. El miedole heló el corazón.

Con espantosa lentitud, lamáscara de búho se inclinó hacia él yTorak sintió que una voluntad feroz ymalévola le sacudía la mente.

Justo cuando ya no podíasoportarlo más, la máscara se apartó.

— Está bien — dijo— .Lleváoslo.

Torak espiró, tembloroso, yreptó de vuelta a la luz. Lasantorchas llamearon.

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Cuando se atrevió a volver amirar, la hechicera de los BúhosReales había desaparecido.

Pero el cambio en la cueva erapalpable. El hechicero de los Roblesy la hechicera Víbora se movían condecisión entre los árboles de piedra,recogiendo cestos y sacos cuyocontenido Torak no veía.

— Vamos, chico — dijo Nef— . Ayúdame a darles comida y aguaa las ofrendas. Luego tú y yo haremosel primer sacrificio.

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El pánico ante la presencia de

Eostra se aferraba todavía a Torakcuando siguió a la hechicera de losMurciélagos a través del bosque depiedra.

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Nef le tendió el saco quecontenía el búho.

— Déjalo ahí — ordenó,indicando una cornisa cerca del altar— y sígueme.

Al dejar el saco, Torak aflojóun poco el cuello para que el búhotuviera más aire. Nef soltó unarisotada amarga.

— Te inquieta hacerle daño aun cazador. Tendrás que hacer cosaspeores si quieres ser un Devoradorde Almas. — Agarrando unaantorcha, echó a andar por losintrincados túneles— . Deberás

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asumir la carga del pecado por elbien de muchos otros. ¿Serás capazde hacerlo, chico?

— Sí — repuso Torak sindemasiada convicción.

— Ya veremos — repuso Nef— . Dime, ¿qué edad tienes?

Torak parpadeó.— Trece veranos.— Trece. — Nef frunció el

entrecejo— . De haber vivido, mihijo tendría catorce.

Por un instante, Torak casisintió lástima por ella.

— Trece veranos — repitió la

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hechicera de los Murciélagos. Conexpresión ausente, hurgó en unabolsita que llevaba en el cinturón ysacó un puñado de moscas muertas.En su hombro, el pelaje de la criaturade su clan se movió, estiró elcuello… y se las zampó.

— Ahí tienes, precioso mío— murmuró Nef. Sorprendió a Torakmirándola y añadió— : Bueno,adelante, deja que te huela.

Torak le ofreció un dedo. Lasorejas arrugadas del murciélagotemblaron, delicadas como hojasnuevas, y Torak sintió la breve

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calidez de una lengua minúsculaprobando su piel. «Presa extraña», sedijo. Imaginó cómo se movería elmurciélago sobre la nieve: hundiendoen ella las garras y dejando con loscodos minúsculas huellas como demuñones. Sintió un nudo en elestómago al pensar en cómo elsiempre curioso Lobo habría corridoa investigar.

— Le gustas — gruñó Nef— .Qué raro. — De pronto volvió aalejarse y Torak tuvo que correr paraalcanzarla.

— ¿Cómo murió tu hijo?

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— preguntó.— De hambre — repuso Nef

— . Las presas huyeron de nuestraparte del Bosque. Debimos de haceralgo que desagradó al Espíritu delMundo. — Puso aún más entrecejo— . Yo también quise morir. Tratéde hacerlo, pero el hechicero de losLobos me salvó.

Ante la mención de su padre,Torak casi cayó de bruces.

— Me salvó la vida — añadióNef con amargura— . Ahora él estámuerto y jamás podrécorresponderle. La gratitud es algo

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terrible.De pronto le agarró las manos a

Torak y se las apretó contra la pareddel túnel, aplastándoselas bajo lassuyas.

— Por eso estamos aquí, chico,para arreglar las cosas con elEspíritu del Mundo. ¡Rápido! ¡Dimequé sientes!

Torak forcejeó, pero las manoslo tenían apresado. Bajo sus palmas,la roca estaba húmeda y caliente. Enlo más hondo sintió retorcerse algo.

— ¡Está viva! — susurró.— Lo que sientes — explicó

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Nef— es la piel que separa nuestromundo del Otro. Hay lugares bajo latierra donde esa piel se ha vueltofina.

Torak pensó en una cueva en laque una vez se había internado.Preguntó si había lugares como éseen el Bosque.

— Hay uno — respondió Nef— . Intentamos entrar, pero elcamino estaba cerrado.

— ¿Por qué lo necesitáis?— preguntó Torak— . ¿Por quéestáis aquí?

Los ojillos de la hechicera

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brillaron.— Ya sabes por qué.Torak se lamió los labios.— Pero… necesito saber más si

voy a ser un Devorador de Almas.Nef se inclinó hacia él,

envolviéndolo en el acre olor amurciélago.

— Primero debemos encontrarla Puerta, el lugar donde la piel esmás fina. Después tenemos que hacerun hechizo para protegernos de loque vendrá entonces. — Su voz seconvirtió en un susurro— . Porúltimo, durante la luna oscura,

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debemos abrir la Puerta.Torak tragó saliva. Una vez más

oyó la voz del Caminante: «¡Van aabrir la Puerta!»

— Pero ¿por qué? — musitó— .¿Por qué vais a…?

— ¡Basta ya de preguntas!— espetó Nef— . ¡Tenemos trabajoque hacer!

Continuaron a toda prisa hastaque, al cabo de un rato, llegaron a lacaverna apestosa en que Torak oyeraal glotón. Vio un arroyo que antes nohabía visto y que formaba un charcoen un hoyo antes de desaparecer por

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una grieta. Junto a él había un baldede corteza de abedul y un saco decorteza trenzada de bacalao seco.

Nef le indicó que agarraraambas cosas y la siguiera.Arrastrando los pies hasta el primerode los huecos, levantó un poco lalosa que lo cerraba. Arrojó alinterior un pedazo de bacalao, sacóun pequeño cuenco de madera deabedul, lo llenó y volvió a meterlodentro.

Torak captó el brillo de unosojos. Una nutria, aquélla cuyodivertido deslizarse rastreara en el

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Bosque. Ahora el lacio y brillantepelaje se veía sucio, y el animal seencogía para alejarse de ellos. Sulástima por Nef desapareció. Si eracapaz de hacer algo así…

La hechicera Murciélago volvióa bajar la losa, dejando una rendijapara que pasara el aire, y cojeó haciael hueco siguiente. Lentamente,fueron recorriendo la caverna. Torakvio un zorro blanco hecho un ovilloen su agotado dormitar; un águila,con el plumaje maltrecho y la miradaamarilla fulminante de rabia; unlince, tan apretujado en su prisión

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que no podía ni darse la vuelta.También oyó los bufidos de furia deun glotón.

Finalmente, en un hoyo profundoy casi sellado por completo por unalosa enorme, distinguió la formaimponente e inconfundible de un osodel hielo.

— A éste sólo le damos agua— dijo Nef, asiendo el balde paraarrojar un poco por la rendija— .Necesitamos que pase hambre, o sepondrá demasiado fuerte.

El oso profirió un gruñidoatronador y se arrojó contra la losa,

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que se mantuvo firme. Ni siquiera lafuerza de un oso del hielo podíamoverla.

— ¿Cómo lo atrapasteis? — seinteresó Torak.

Nef soltó un bufido.— Seshru tiene bastante maña

con las pociones para dormir. Lafuerza de Thiazzi también resulta útil.

Torak se volvió y asimiló eltamaño de la caverna. Empezaba acomprender que los Devoradores deAlmas se proponían mucho más queamenazar a Lobo.

— Cazadores — dijo— . Todos

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son cazadores.— Sí — repuso la hechicera de

los Murciélagos.— ¿Dónde está el lobo?Nef se quedó inmóvil.— ¿Cómo sabes que hay uno?Torak pensó con rapidez.— Lo he oído. Un aullido.Cojeando, la hechicera se

encaminó de vuelta por donde habíanvenido.

— Al lobo lo traeremosmañana, durante la luna oscura;cuando sea el momento.

Con disimulo, Torak miró

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alrededor para ver si quedaba algúnhueco por explorar. Una vez más,Nef pareció leerle el pensamiento.

— No está aquí. Lo mantenemosseparado de los demás.

— ¿Por qué?— Haces muchas preguntas

— repuso mirándolo con suspicacia.— Quiero aprender.El murciélago en el hombro de

Nef se movió, y la hechicera loobservó levantar el vuelo y alejarsehacia la oscuridad.

— Es por Seshru — explicó— .El verano pasado recibió un extraño

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mensaje de nuestro hermano al otrolado del Mar: «El Lobo vive.» Nosabemos qué significa. Por esomantenemos separado al lobo.

Los pensamientos se agolparonen la mente de Torak. ¿Sabrían algo?Quizá no lo suficiente para revelarlesque era un espíritu errante, aun así…

Ante la intensa mirada de Nef,decidió hacer una pregunta cuyarespuesta ya conocía.

— Todas esas criaturas… ¿quévais a hacer con ellas?

— ¿Qué crees tú que vamos ahacer?

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— Matarlas — contestó Torak.La hechicera Murciélago asintió

con la cabeza.— La sangre de los nueve

cazadores es la más espantosa…Será el más poderoso de lossacrificios.

Torak sintió que la sangre lelatía en las sienes. Las paredes de lacueva lo agobiaron.

— Dices que quieres ser uno delos nuestros — prosiguió Nef— .Pues bien, eso empieza ahora mismo.— Levantó la antorcha y Torak vioque lo había conducido al punto de

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partida y se hallaban de nuevo en elbosque de piedra. Estaba desierto.Los otros Devoradores de Almashabían desaparecido. En la repisaque había a su espalda, el búho delsaco permanecía inmóvil, a la esperadel sacrificio.

Torak sintió un nudo en lagarganta.

— Pero… has dicho que seríamañana, durante la luna oscura.

— Para el hechizo completo, sí.Pero primero tenemos que encontrarla Puerta, y para ello tambiéndebemos protegernos. La sangre de

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un búho nos servirá. Y nos ayudará aescuchar lo que yace en lasprofundidades.

Hincando la antorcha en unagrieta, tendió una mano hacia el sacoy sacó al ave. Con una mano lasostuvo boca abajo; con la otra, letendió el mango del cuchillo a Torak.

— Cógelo — ordenó— .Córtale la cabeza.

Torak se quedó mirando albúho, que a su vez también lo miró,paralizado por el miedo.

Nef le dio un golpe en el pechocon el mango del cuchillo.

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— ¿Eres tan débil que vas afallar en la primera prueba?

Una prueba…Torak comprendió entonces que

todo cuanto había hecho la hechicerade los Murciélagos tenía el solopropósito de llegar hasta allí.Pretendía averiguar si era quienaparentaba ser: un joven ZorroBlanco dispuesto a internarse en eltenebroso mundo de los Devoradoresde Almas.

— Pero no es una presa— murmuró— . No vamos acomérnoslo. Y tampoco lo estamos

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cazando. No ha tenido la posibilidadde escapar.

Los ojos de la hechicerabrillaron con terrible certeza.

— A veces — declaró— , losinocentes deben sufrir por el bien demuchos.

«¿El bien? — se preguntó Torak— . ¿Qué tiene esto que ver con elbien?» — Toma el cuchillo— ordenó Nef.

Torak no podía respirar. El aireen sus pulmones ardía y la culpa lovolvía denso.

— ¡Venga! — insistió la

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hechicera— . Somos losDevoradores de Almas, hablamos ennombre del Espíritu del Mundo.¿Estás con nosotros o contranosotros? ¡No hay término medio!

Torak agarró el cuchillo, searrodilló y colocó la mano libresobre el búho. Jamás había tocadonada tan suave como aquel plumaje,tan delicado como los frágiles huesosque daban cobijo al pequeño corazónque latía en el interior.

Si se negaba a hacerlo, Nef lomataría. Entonces los Devoradoresde Almas abrirían la Puerta y

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desatarían quién sabía qué horroressobre el mundo.

Y Lobo moriría.Así pues, respiró hondo, rogó

en silencio al Espíritu del Mundo quelo perdonara y dejó caer el cuchillo.

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— Ya está hecho — anunció la

hechicera de los Murciélagos.— ¿Es eso la sangre?

— preguntó el hechicero Roble.— Por supuesto.

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Sin atreverse apenas a respirar,Renn se arrebujó aún más en suescondite, una fisura oscura tras ungrupo de arbolillos de piedra.¿Dónde estaba Torak? ¿Qué lehabían hecho?

Observó a la Devoradora deAlmas que llevaba una antorchachisporroteante en una mano y uncuerno en la otra. Bajo aquella luzvacilante, su sombra patizamba eraenorme. Sobre su cabeza,revoloteaban miles de murciélagos.

— ¿Dónde está el chico?— preguntó el hechicero de los

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Robles, ocupando su lugar ante elaltar.

— Con las ofrendas— respondió Nef— . Parecía muyimpresionado. Seshru lo estávigilando.

A Renn se le pusieron los pelosde punta.

— Conque está impresionado,¿eh? — se burló el hechicero de losRobles— . Nef, ¡es un cobarde!Espero que eso no afecte al hechizo.

— ¿Por qué iba a hacerlo,Thiazzi? — inquirió la hechiceraMurciélago— . Él vino a nosotros,

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vino a ofrecerse. Será lo bastante útilpara nuestro propósito.

«¿Qué propósito?», se preguntóRenn. Por lo que había oído, eldisfraz de Torak había tenido éxito:no sabían quién era ni que fuera unespíritu errante. Pero ¿por qué lonecesitaban?

Se preguntó asimismo cuántosDevoradores de Almas habría enesas cuevas. Al principio habían sidosiete, y dos de ellos estaban muertos,por lo que debían de quedar cinco;pero el chico Zorro Blanco habíamencionado tan sólo cuatro. ¿Dónde

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estaba el quinto?Entonces se olvidó de eso. La

hechicera de los Murciélagos insertóla antorcha en una grieta, hundió undedo en el cuerno y se embadurnó lafrente con una franja oscura. Le hizolo mismo al hechicero de los Robles.

— La sangre del búho — entonó— , para tener el oído más fino.

— Y para protegernos deaquellos que desatan su cólera en loprofundo — cantó el hechiceroRoble.

Renn ahogó un grito. «La sangredel búho…» O sea, que lo habían

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matado, tal como había dicho elchico Zorro Blanco. Pero ¿por qué?Dar muerte a un cazador hace enojaral Espíritu del Mundo y trae malasuerte al clan.

Al apoyar la mano en unarbolillo, se sobresaltó al sentir uncalor pringoso. Supo al instante dequé se trataba: era el calor del OtroMundo.

«Para protegernos de aquellosque desatan su cólera en loprofundo…» ¿Se refería a demonios?¿Demonios del Otro Mundo?

Ojalá hubiese seguido a Torak

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de inmediato, pero en lugar dehacerlo había deambulado de un ladoa otro en la nieve, furiosa con él yconsigo misma. Para cuando habíatomado una decisión, escondido elarco y reunido el valor suficiente, lacueva se lo había tragado.

Fue entonces cuando había oídolas pisadas de un hombre. Apenashabía tenido tiempo de colarsedentro antes de que surgieraimponente de la oscuridad: grandecomo un uro, con el rostro oculto poruna maraña de cabello y barba. Lehabía visto con claridad el tatuaje

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del Clan del Roble en el dorso de lamano. El olor a sangre de abeto rojopendía en torno a él como niebla enel Bosque.

Sobrecogida, lo habíaobservado empujar con el hombrouna losa de piedra de cinco veces eltamaño de la propia Renn, ydeslizaría contra la boca de la cuevacomo si fuera una pantalla demimbre. Estaban atrapados dentro.No le quedó otra opción que seguirlopor los intrincados túneles, temiendoacercarse demasiado o, peor incluso,quedarse atrás en la oscuridad y

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perderse.Por fin habían llegado a aquel

bosque de piedra. En torno a ellasentía la presencia de figurasfantasmales que observaban, a laespera. Hasta el gotear incesante delagua sonaba furtivo. No obstante, lopeor de todo era el aleteoensordecedor y los chillidos agudosde incontables murciélagos. ¿Sabíanque estaba allí? ¿Se lo dirían a losDevoradores de Almas?

Escudriñando entre dosarbolillos de piedra, observó a lahechicera de los Murciélagos agarrar

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su antorcha y utilizarla para prenderotras en torno al altar. Las llamasrefulgieron, para encogerse depronto, como si rindieran homenaje.Entre los murciélagos se hizo elsilencio. El aire se tornó denso demaldad.

Renn se embutió los nudillos enla boca.

Una tercera Devoradora deAlmas se sentaba ante el altar. En lapenumbra, Renn distinguió una túnicade plumas que parecía surgir de lapiedra misma; la temible miradaanaranjada de un búho real.

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Desde detrás de la máscara,habló una voz gélida:

— Las almas. Dame las almas.La hechicera de los

Murciélagos dejó algo pequeñosobre el altar y la enigmática figurade la túnica se movió para cubrirlo.Renn supuso que aquélla habíaurdido alguna clase de hechizo paraatrapar las almas del búho en susplumas.

— Está bien — dijo laDevoradora enmascarada.

Renn pensó en las almas delbúho, atrapadas, quizá para siempre,

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en las garras de la hechicera de losBúhos Águila. Se preguntó siescaparían algún día para revolotearhacia el cielo, en busca del refugiodel Árbol Primigenio.

El terror le encogió el corazónal ver a la hechicera depositar unobjeto oscuro y curvo en el altar. Erael pedernal del Caminante: la garrade piedra que se encontrara en unacueva del Bosque mucho tiempoatrás.

El hechicero de los Robleshurgó entonces en una bolsa y extrajoun pequeño guijarro negro, tan liso y

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brillante como un ojo.— Éste es el búho — entonó

mientras lo dejaba junto al pedernal— . El primero de los nuevecazadores.

¿Los nueve cazadores?Los dedos de Renn se cerraron

en torno a una fina ramita de piedra.Sintiéndose mareada, observó alhechicero vaciar la bolsa deguijarros sobre el altar.

La hechicera de losMurciélagos eligió uno y lo dejójunto al que representaba al búho.

— Ésta — canturreó— es el

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águila. Para la vista más aguda.— Y para protegernos de

aquellos que desatan su cólera en loprofundo — entonaron los demás.

Colocaron otro guijarro junto alsegundo. Y otro. Y otro más.Mientras escuchaba atentamente, aRenn se le reveló el espantosoalcance del sacrificio inminente.

— Éste es el zorro. Para laastucia…

»Ésta es la nutria. Para ladestreza en el agua…

»Éste es el glotón. Para lafuria…

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»Éste es el oso. Para lafuerza…

»Éste es el lince. Para laagilidad…

»Éste es el lobo…Renn cerró los ojos.— Para la sabiduría…De nuevo se hizo el silencio. El

noveno guijarro esperaba a que lopusieran en su sitio, para completarel anillo de ojos que rodeaba elpedernal.

La hechicera de los BúhosReales extendió una garra paraasirlo.

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— Éste — entonó— es elhombre. Para la crueldad.

El hombre.Renn apretó los dedos sobre la

rama de piedra. Al fin sabía por quélos Devoradores de Almas habíandejado al chico Zorro Blanco unirsea ellos. Y ahora Torak habíaocupado su lugar…

La rama de piedra se partió.Hubo una explosión de murciélagos,una nube de revoloteos y chillidos.

— ¡Ahí hay alguien! — exclamóNef, poniéndose en pie de un salto.

— ¡Es el chico! — bramó

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Thiazzi— . ¡Ha estado escuchando!La luz de las antorchas se

deslizó entre los árboles de piedracuando los Devoradores de Almasempezaron a registrar la cueva.

Renn miró frenética alrededor,en busca de una vía de escape; peroal elegir su escondite se habíaalejado demasiado del túnel. Nopodía volver sin que la vieran.

La luz se acercaba más y más,buscándola. Y cada vez se oía máscerca el retumbar de los pasos delhechicero de los Robles.

Renn hizo lo único que podía

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hacer: trepar.La fisura era tan irregular como

el filo de un hacha, y se despellejólas palmas al tantear en busca deasideros. Levantó la cabeza, sin vernada, y ascendió hacia la oscuridad.

Las pisadas casi la habíanalcanzado.

Sus dedos por fin encontraronuna cornisa. No hubo tiempo depensar. Se encaramó a ella, rogandoque el susurrar de los murciélagosenmascarase el escarbar frenético desus botas.

No era una cornisa, sino un

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túnel… ¡Había encontrado un túnel!Era demasiado bajo para ponerse enpie, pues se dio un golpe en lacabeza. Se puso a gatas y avanzó enla oscuridad.

El túnel doblaba a la derecha;mejor así, pues si podía entrar, la luzno la encontraría. Pero era tanestrecho que apenas consiguió pasar,y el techo era cada vez más bajo:tuvo que arrastrarse sobre el vientree impulsarse con los codos.

Retorciéndose como un lagarto,siguió avanzando. Al torcer el cuellopara mirar atrás, vio la luz amarilla

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parpadear más cerca, casi hastalamerle las botas. No se habíainternado lo suficiente, iban aencontrarla…

Con un tirón tremendo,consiguió impulsarse más allá de lacurva, justo cuando la luz le incidíaen los talones.

Debajo de ella, oyó la ásperarespiración de un hombre. Le llegó elolor penetrante a sangre de abetorojo.

Se mordió con fuerza el labio.Entonces, del otro extremo de la

cueva, le llegó el retumbar de unos

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pies que corrían.— ¡No era el chico! — exclamó

Nef, jadeante— . ¡Ha estado conSeshru todo el tiempo!

— ¿Estás segura? — preguntóel hechicero de los Robles, y su vozsonó increíblemente cerca.

— Deben de haber sido losmurciélagos — concluyó Nef.

— Bueno, pues a partir de ahora— gruñó Thiazzi— , más nos valeestar atentos.

Su voz se fue alejando,llevándose consigo la luz. Volvió areinar la oscuridad.

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Exhausta pero aliviada, Renn sedejó caer sobre el vientre. Durantemucho rato permaneció tendida en laoscuridad, oyendo moverse de aquípara allá a los Devoradores deAlmas, hablando en susurros.

Por fin sus voces sedesvanecieron. Habían abandonadoel bosque de piedra. Los murciélagosrevolotearon y luego también fueronquedando en silencio. Renn esperóaún más, temiendo una trampa.

Cuando estuvo todo lo seguraque podía de que por fin seencontraba sola, empezó a retroceder

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arrastrándose para salir del túnel.La capucha de la pelliza se le

enganchó en el techo y pataleó paraadelantarse y soltarla, pero el túnelera demasiado bajo y no pudomoverse lo suficiente para liberarse.

Desesperada, volvió aintentarlo. Era inútil. Trató deretorcerse de un lado a otro, pero eltúnel era demasiado estrecho y no lesirvió de nada.

Permaneció boca abajo,esforzándose en asimilar lo ocurrido.Tenía los brazos doblados enincómodo ángulo bajo el pecho.

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Sintió contra los puños los latidos desu corazón.

La verdad la asaltóbruscamente.

Estaba atrapada bajo tierra.

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20

Pensó en gritar para pedir

ayuda, pero con eso atraería a losDevoradores de Almas. Pensó enabandonar y quedarse en aquellaapestosa madriguera de comadrejas

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hasta morir de sed. Una muerterápida o una muerte lenta. No habíamás opciones.

Estaba empapada en sudor y lasparedes del túnel le devolvían elolor de su propio miedo. El goteardel agua había cesado, sólo oía surespiración entrecortada y un extrañoe irregular latido que parecía seguirel ritmo de su corazón.

Comprendió que, en efecto, setrataba de su corazón, que resonaba através de la roca al aporrearle lascostillas.

De pronto fue horriblemente

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consciente del peso descomunal de lapiedra que la oprimía, de la absolutaimposibilidad de moverse. La tierrase la había tragado. Sólo debía llevara cabo el más leve movimiento paraaplastarla como a un piojo.

Nadie lo sabría nunca. Nadieencontraría sus huesos y les daríareposo en el osario de los Cuervos.Nadie le haría las Marcas de laMuerte para que sus almas semantuviesen unidas.

La oscuridad se posó en surostro como una segunda piel. Cerrólos ojos y volvió a abrirlos. No

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había diferencia alguna. Con granesfuerzo, sacó la mano de debajo delcuerpo y se la puso ante la nariz. Nose veía los dedos. No existían. Ellamisma no existía.

Apenas había aire para respirar.Inspiró, temblorosa y profundamente,y la roca la presionó con fuerza.

Fue presa del pánico. Arañó,pataleó y gimió, ahogándose en unmar negro de terror. Por fin,exhausta, se derrumbó y hundió laboca en aquella piedra implacablepara contener los sollozos.

En lo más profundo de la tierra

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no existe el tiempo. Ni invierno, niverano. Ni luna, ni sol. Sólo existe laoscuridad. Renn permaneció tendidatanto tiempo que dejó de ser Renn.Inviernos enteros vinieron y pasaron.Ahora formaba parte de la roca.

Oyó reír a los demonios al otrolado. Destellos de luz, ojos rojos quela miraban furiosos, cada vez máscerca. Se estaba muriendo. Sus almasno tardarían en dispersarse y seconvertiría en un demonio, paragritar y farfullar en el calor eternodel Otro Mundo, odiando y deseandotodo cuanto tenía vida.

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Y de pronto distinguió nuevasluces, puntas de aguja verdes quebrillaban y bailaban, espantando alos ojos rojos. Un zumbarensordecedor le llenó los oídos, elzumbar de…

¿Abejas?Despertó de golpe. ¿Abejas?

¿En invierno, en el interior de unacueva en el Lejano Norte?

Los zumbidos se acercaron, ydefinitivamente supo que eran abejas.Aunque no las veía, las sintió rozarlelas mejillas. ¿Quizá se trataba delmensaje del guardián de su clan?

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¿Los espíritus de sus antepasados?¿O tal vez un burdo truco de losdemonios que acechaban al otro ladode la roca?

Pero no parecían tener malasintenciones. Cerrando los ojos,permaneció inmóvil y escuchó elzumbar de las abejas…

Es la Luna del Ascenso delSalmón, los endrinos están en flor yse oye zumbar a las abejas. Renntiene ocho veranos; está cazando conFin-Kedinn, ansiosa por probar elprecioso arco nuevo que ha hecho

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para ella. Se detiene en la ribera delrío para admirar su reluciente curvadorada. Las flores del endrino caenmeciéndose como nieve de verano yse posan en las crines de los caballosde bosque que se hallan en losbajíos.

Cuando logra apartar la miradadel arco, se sorprende al ver queFin-Kedinn ha cruzado el río y hacontinuado sin ella. Desciende a todaprisa la ribera hasta meterse en elagua, y chapotea tras él.

A las yeguas no les gusta que seacerque tanto a sus potrillos. La

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miran amenazadoramente, listas paradarle una coz.

Renn no les tiene miedo, peropara evitarlas se interna en aguasmás profundas y el lodo le succionalas botas. Se ha quedado atascada.

Se deja llevar por el pánico.Desde la muerte de su padre, hatenido pesadillas en las que se veatrapada. ¿Y si los caballos lapisotean? ¿Y si la Gente Oculta delrío tira de ella hacia lasprofundidades?

De pronto el sol quedaemborronado y Fin-Kedinn está de

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pie ante ella. Su rostro es tanimpenetrable como siempre, pero ensus ojos azules hay un destello dealegría.

— Renn — dice con tonotranquilo— , hay una respuesta paraesto. Pero no la encontrarás si nousas la cabeza.

Renn parpadea. Mira haciaabajo. Entonces, temblorosa, saca lospies de las botas.

Riendo, su tío la toma enbrazos. Y ahora también ella ríe, ychilla cuando él la hace describir unvertiginoso descenso en picado para

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recuperar sus botas del lodo. Sindejar de reír, se la sube a hombros yvadea hasta la ribera, y en torno aellos las flores siguen flotando y lasabejas siguen zumbando…

Las abejas seguían zumbando,pero ella ya no las veía porque sehallaba de vuelta en la madriguera dela comadreja. Pensar en Fin-Kedinnera como un rayo de luz en laoscuridad. Sus dedos tocaron elbrazalete de pizarra pulida en suantebrazo. Se lo había hecho élcuando la había enseñado a disparar.

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— Hay una respuesta — musitó— . Usa la cabeza…

Respiró hondo, tratando demantener la calma. Las paredesparecieron presionarla menos queantes.

«¡Claro! — se dijo— . ¡Norespires tan hondo y no ocuparástanto espacio!» Controlar larespiración supuso una pequeñavictoria y la animó muchísimo.Todavía no estaba muerta. Si hubieseuna manera de moverse en aquellugar…

Quizá era posible. ¡Sí! ¿Por qué

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no se le había ocurrido antes?Lenta y dolorosamente, estiró el

brazo derecho hasta extenderlo antesí todo cuanto pudo. Luego echópoco a poco el hombro izquierdohacia atrás. Ahora ocupaba menosespacio, porque no bloqueaba laentrada del túnel sino que estabaladeada.

El paso siguiente sería másduro. Doblando de nuevo el brazoderecho sobre la cabeza, trató deagarrar la pelliza. Falló. Lo intentóotra vez y asió la capucha. Tiró deella. Por suerte no le quedaba

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ajustada; Tanugeak le había contadoque los Zorros Blancos las hacían asíporque las prendas holgadas son máscalientes. Como una serpiente quemudara de piel, Renn se retorció ytironeó hasta quitarse la pelliza porencima de la cabeza.

Luego permaneció inmóvil,jadeante, y las abejas zumbaronatolondradas.

Ahora le tocaba al jubón de pielde pájaro. Tampoco fue sencillo,pues no tenía capucha que agarrar,pero sin la pelliza podía moversecon mucha mayor facilidad.

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El alivio que sintió al conseguirquitarse el jubón fue abrumador.Durante un rato sólo jadeó, sintiendoenfriarse el sudor sobre su piel,palpando las prendas amontonadasante sí. Pero ahora descansaba conun propósito. Con sólo las calzas,abultaba la mitad que antes y podíadeslizarse por el túnel como unaanguila. Podía volver al bosque depiedra y encontrar a Torak y Lobo.

Empezó a retorcerse hacia atrás,pero las calzas se le engancharon enuna piedra puntiaguda. No la detuvomucho rato pero, para su sorpresa, el

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zumbido de las abejas se tornó tanfrenético como el de avispones. ¿Quésignificaba eso? ¿No querían queretrocediera?

Tendiendo la mano hacia laoscuridad que tenía delante, sintióaire fresco en los dedos en carneviva. No se trataba tan sólo del sudoral enfriarse, sino de una corriente deaire frío. Y si estaba frío, debía deproceder del exterior.

Empujándose con los dedos delos pies, avanzó poco a poco a travésdel túnel. Ascendía abruptamente,pero ahora que tenía más espacio

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para escurrirse le resultaba más fácily podía palpar protuberancias en lasrocas a las que agarrarse paraavanzar.

Aun así, titubeó. Si seguía haciadelante, a donde fuera que llevaseese camino, significaría dejar atrás aTorak. No podía hacer tal cosa.Tenía que advertirle que él era elnoveno cazador en el sacrificio.

Y sin embargo, si retrocedía, seencontraría una vez más en lacaverna de los Devoradores deAlmas; e incluso si conseguíaeludirlos y dar con Torak, incluso si

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juntos lograban rescatar a Lobo yabrirse camino por los túneles hastala entrada de la cueva, ¿cómo iban asalir si estaba bloqueada por aquellalosa enorme que sólo Thiazzi eracapaz de mover?

Se mordió el labio,preguntándose qué debía hacer.

Fin-Kedinn solía decir que,cuando las cosas se ponían feas, lopeor que podías hacer era no actuar.«A veces, Renn, tienes que tomar unadecisión. Quizá sea buena, quizá no.Pero es mejor que no hacer nada.»

Renn reflexionó unos instantes.

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Entonces empezó a avanzarserpenteando.

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En el bosque de piedra, los

Devoradores de Almas sepreparaban para encontrar la Puerta.

Nef cojeaba de aquí para allá,hundiendo antorchas en brea y

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colocándolas en su lugar, mientras sumurciélago revoloteaba sobre ella.Thiazzi tenía abultadas las venas delas sienes por el esfuerzo de colocarrocas en un círculo en torno al altar.Seshru les ponía ojos de tripa a tresmáscaras para poder ver en el OtroMundo. De Eostra no había ni rastro.

Torak temía el regreso de lahechicera de los Búhos Águila, y sinembargo también lo necesitaba.Tenía que asegurarse de que loscuatro Devoradores de Almasestuviesen en la caverna antes deescabullirse para buscar a Lobo.

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Hasta entonces, tendría que ser elaprendiz de Devorador de Almas,machacando sangre de tierra sobreuna losa mientras la sangre del búhose le endurecía en la frente.

Después de matarlo, Nef lehabía puesto una mano grandota en elhombro y le había dicho: «Bienhecho. Acabas de dar el primer pasopara convertirte en uno de nosotros.»

«No, no lo he hecho», lerespondió mentalmente Torak.

Pero sabía qué habría dichoRenn: «¿Cuándo acabará esto,Torak? ¿Hasta dónde piensas

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llegar?»Recordó una discusión que

había tenido con Fin-Kedinn, cuandole había rogado al líder de losCuervos que lo dejara partir en buscade los Devoradores de Almas. Envano.

«Tu padre trató de luchar contraellos — había dicho Fin-Kedinn— ¡y lo mataron! ¿Qué te hace pensarque tú serías más fuerte que él?» Enaquel entonces, Torak se habíapuesto furioso ante la negativa dellíder de los Cuervos, pero ahoracomprendía qué significaba. No era

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sólo la maldad de los Devoradoresde Almas lo que Fin-Kedinn temía,sino el hecho de que también yacíaen el interior del propio Torak.

En cierta ocasión, el líder delos Cuervos le había contado lahistoria del primer invierno queexistió jamás. «El Espíritu delMundo libró una batalla terrible conel Gran Uro, el más poderoso de losdemonios. Por fin el Espíritu delMundo consiguió que el demoniocayera ardiendo de los cielos; pero,en su caída, el viento diseminó suscenizas y una minúscula mota fue a

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parar a la médula de cada criaturasobre la tierra. El mal existe en todosnosotros, Torak. Algunos luchancontra él. Otros lo alimentan. Así escomo siempre han sido las cosas.»

Torak pensaba en eso ahora: enla minúscula semilla que llevaba enla médula, a la espera de cobrarvida.

— Tráeme la sangre de tierra— ordenó Seshru, haciéndole dar unrespingo— . Rápido. Ya casi hallegado el momento.

Torak alzó la pesada piedra y lallevó hasta el altar.

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¿Cuándo podría escapar yencontrar a Lobo?

El plan que había urdido erapeligroso; quizá hasta supusiera sumuerte, pero era lo único que se leocurría. Primero tenía que volver altúnel apestoso en que estabanencerradas las «ofrendas», luegodebía acercarse tanto como seatreviera al oso del hielo yentonces…

— Déjala ahí — indicó Seshru.Él obedeció e hizo ademán de

retirarse, pero la fría mano de lahechicera lo agarró de la muñeca.

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— Quédate. Observa y aprende.No le quedó otra opción que

arrodillarse a su lado.Seshru había pintado la máscara

con cal, volviéndola de un blancoresplandeciente. Hundió entonces eldedo índice en una pasta de jugo dealiso y sangre de tierra y pintó derojo la boca. Su dedo describíalentos círculos que mareaban aTorak. Mientras observaba, la caraempezó a cobrar vida. Los labiosescarlata brillaban de saliva, lamelena de hierba muerta creció entresusurros.

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— No la toques — musitó lahechicera de los Víboras.

Torak se echó hacia atrás con ungrito.

Una oleada de risas recorrió alos Devoradores de Almas. Estabanjugando con él, haciendo que sesintiera uno de ellos con algúnoscuro y secreto propósito.

— Quieres saber por quéhacemos esto — dijo Nef,adivinando sus pensamientos.

— ¿Por qué vamos a abrir laPuerta? — murmuró Seshru— . ¿Porqué vamos a dejar salir a los

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demonios?— Para gobernar — respondió

Thiazzi, situándose de pie junto aella— . Para unir a los clanes ygobernarlos.

Torak se lamió los labios.— Pero… los clanes se

gobiernan a sí mismos.— Y así les va… — ironizó

Nef— . ¿Nunca te has preguntado porqué el Espíritu del Mundo es tancaprichoso, tan impredecible? ¿Porqué unas veces nos envía presas yotras no? ¿Por qué hace enfermar ymorir a un niño y a otro lo deja

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vivir? ¡Porque los clanes no vivencomo deberían hacerlo!

— Tienen formas distintas deofrecer sacrificios — explicóThiazzi— , de enviar a sus muertosen el Viaje. Eso desagrada alEspíritu del Mundo.

— No hay un orden en todo ello— concluyó Nef.

Thiazzi se irguió en toda suestatura.

— Nosotros sabemos cómodebe hacerse en realidad. Se lomostraremos.

— Pero, para hacerlo — añadió

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Seshru, clavando en Torak unamirada insondable— , debemos tenerpoder. Los demonios nos lo darán.

Torak trató de apartar lamirada, pero los ojos de Seshru se loimpidieron.

— Nadie puede controlar a losdemonios — dijo él.

La risa de Thiazzi reverberó enla caverna.

— Te equivocas. ¡Ojalásupieras hasta qué punto!

— La ambición traicionó aotros en el pasado — explicó Seshru— . Ése fue su error. Nuestro

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hermano que se ha perdido invocó aun demonio primario y lo encerró enun oso enorme. Por supuesto que nopudo controlarlo. La suya fue unalocura magnífica.

«¿Magnífica?», se preguntóTorak. Esa locura le había costado lavida a su padre.

Cojeando, Nef avanzó hacia él.— Invocaremos a tantos

demonios — declaró— comomurciélagos que oscurecen la luna…

— … tantos como hojas hay enel Bosque — intervino el hechicerode los Robles— . ¡Inundaremos la

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tierra de terror!— Y después… — La

hechicera de los Víboras extendió lasmanos y luego las atrajo hacia sí,como si acaparara un botín invisible— . Después volveremos ainvocarlos y los demonios harán loque nosotros queramos, porquenosotros, y sólo nosotros, poseemoslo que los obliga a someterse anuestra voluntad.

Torak la miró fijamente.— ¿A qué te refieres?La preciosa boca se curvó en

una sonrisa.

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— Ah… Ya lo verás.La mirada de Torak fue de Nef a

Seshru y a Thiazzi. Sus rostrosestaban radiantes de fervor. Mientrasél urdía un plan para rescatar a Lobo,ellos habían estado tramando cómoconseguir el dominio sobre elBosque.

— Devoradores de Almas, nosllaman — recordó Thiazzi. Escupióuna migaja de sangre de abeto rojo.

— Un nombre estúpido— opinó Nef.

— Pero útil — murmuró Seshrucon su sonrisa torcida— , si hace que

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sigan teniéndonos miedo.Torak se incorporó, inseguro.— Yo… debería irme — dijo

— . Debería proteger las ofrendas.— ¿De qué? — preguntó

Thiazzi, bloqueándole el camino— .El Ojo está cerrado. Nada puedeentrar.

— O salir — añadió Seshru.Torak tragó saliva.— Una de ellas puede intentar

escapar.La hechicera de los Víboras le

dirigió una mirada burlona.— Quiere alejarse de nosotros.

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— Ya te dije que era uncobarde — comentó con desprecioThiazzi.

— Toma. — Nef le tendió unpedazo de raíz negra y marchita— .Cómetela.

— ¿Qué es? — preguntó Torak.Seshru se lamió los labios,

enseñando su pequeña lenguapuntiaguda.

— Te sumirá en un trance.— Forma parte de ser un

Devorador de Almas — explicóThiazzi— . Es eso lo que quieres,¿no?

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Los tres lo observaban.Torak agarró la raíz y se la

llevó a la boca. El sabor era dulce,pero con un regusto a podredumbreque le hizo sentir náuseas.

Lo tenían atrapado. Primero elbúho, ahora eso. ¿Dónde acabaría?¿Cómo iba a encontrar nunca a Lobo?

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Había niebla negra en la cabeza

de Lobo y le decía que Alto Sin Colanunca vendría a rescatarlo, jamás.

Le había pasado algo. Habíasido presa de un Agua Rápida o los

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sin cola malvados lo habían atacado.De no ser así, ya estaría allí paraayudarlo.

Mientras se paseaba por laapestosa Guarida, sacudió la cabezapara librarse de la niebla, pero sóloconsiguió darse con el hocico contrauna roca. La Guarida estaba lejos delas demás criaturas y era tan pequeñaque sólo podía dar un paso antes detener que volverse para dar elsiguiente. Paso, giro. Paso, giro.

Ardía en deseos de echar acorrer. En sueños, ascendía colinas ybajaba por valles a grandes

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zancadas; rodaba entre los helechos,moviendo las patas y gruñendo deplacer. A veces saltaba tanto quevolaba en lo Alto y lanzaba unbocado al Ojo Blanco Brillante. Perosiempre, cuando despertaba, sehallaba de vuelta en la apestosaGuarida. Podría haber aullado, dehaber tenido los ánimos para hacerlo.Pero ¿de qué servía hacerlo? Nadielo oiría a excepción de los sin colamalvados y los demonios.

Paso, giro. Paso, giro.El hambre le mordía la panza.

En el Bosque, cuando había pasado

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tiempo sin abatir una presa, elhambre le aguzaba el hocico y losoídos, y le confería una fuerza a suszancadas que lo hacía volar entre losárboles. Pero el hambre que ahorasentía era tan mala que ni siquiera ledolía.

Todos aquellos pasos arriba yabajo habían acabado por marearlo,pero no podía parar, aun cuando acada paso que daba se sintiera másdébil. Su cola estaba mucho peor.Había tratado de lamerla paracurarla, pero ya no le sabía a símismo y no llevaba su olor. Olía

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como la presa de No Aliento que hayacido en el Bosque muchas Luces yPenumbras. Sabía mal. Y detestabaesa maldad. La sentía colarse en sucuerpo y devorarle las fuerzas.

Paso, giro. Paso, giro.Se hallaba en las entrañas de la

tierra, lejos de las demás criaturas.Echaba de menos los lloriqueos de lanutria y la furia del glotón, e inclusolos gruñidos de aquel oso estúpido.Y sin embargo no estaba solo. En susorejas resonaban el griterío de losmurciélagos y el farfullar de losdemonios. Los olía detrás de las

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rocas, oía el arañar de sus garras.Había muchísimos. Era un tormentono ser capaz de atacar, de morder yarrancar y desgarrar, como sesuponía que debía hacer. Él estabahecho para cazar demonios.

Paso, giro. Paso, giro.Eran demonios los que le habían

puesto el mal en la cola, los mismosque le soplaban niebla negra en lacabeza. Por su culpa, habíaempezado a ver y oír cosas que noestaban allí. A veces veía a Alto SinCola agazapado junto a él; en unaocasión había oído el aullido agudo y

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débil que hacía la hembra al ponerseel hueso de urogallo en la boca.

Ahora, bajo los chillidos demurciélago y el arañar de losdemonios, captó un nuevo sonido,uno real. Dos sin cola acercándose,uno pequeño y otro más pesado.

Por un instante la esperanzabrincó en su interior. ¿Serían AltoSin Cola y la hembra?

No. No era su hermano decarnada que venía a rescatarlo. Eranlos sin cola malvados: Lengua deVíbora y Pellejo Pálido.

Como sabía que estaba

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demasiado débil para luchar, Lobose encogió en la Guarida. Oyó queretiraban la tapa y vio que dejaban enel suelo un trozo de corteza. Lamió atoda prisa el agua. Había justo losuficiente para despertar la sed, perono lo bastante para mandarla adormir otra vez.

Y sin embargo… ¿qué era eso?Había otro olor pegado al pellejoexterior de Lengua de Víbora. Unolor limpio y adorado: ¡el olor deAlto Sin Cola!

Su alegría se convirtiórápidamente en horror cuando

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comprendió que eso sólo podíasignificar una cosa. ¡Los sin colamalvados habían apresado a suhermano de carnada!

Creyó enloquecer. Empezó aproferir gañidos y se arrojó contra laGuarida. Levantó el hocico paraaullar, pero unas pezuñas fuertes leagarraron la cabeza. Se retorció ytrató de morder, pero estabademasiado débil y ellos eran muyfuertes. Una vez más le envolvieronel hocico con aquella odiada cortezade árbol.

Una vez más fue incapaz de

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aullar.

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El bosque de piedra estaba

creciendo ante los ojos de Torak.Troncos rocosos brotaban entrecrujidos y esquirlas, ramasquebradizas se extendían con el

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entrecortado temblor de dedos rotos.Cerró los ojos, pero siguió

viéndolo. Se preguntó si ése sería el«ojo interno» del que le habíahablado Renn, el mismo que seutilizaba para la hechicería. Deseódesesperadamente que Rennestuviese con él en ese momento.

Sintió en la boca el sabordulzón y a la vez amargo de la raíznegra. Aunque sólo la habíamasticado un instante para luegoesconderla bajo la lengua, estabatirando con fuerza de sus almas. Sesentía mareado y enfermo, pero más

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alerta que nunca en toda su vida.Observó a los Devoradores de

Almas describir círculos en torno alaltar. Al igual que el bosque depiedra, habían cambiado tanto queapenas los reconocía. La hechicerade los Murciélagos gruñía a travésde un hocico arrugado mientrasdesplegaba las correosas alas paraensombrecer la cueva. El hechiceroRoble se alzaba imponente sobre losárboles de piedra, con la nudosacorteza resquebrajándosele alblandir un par de sonajeros hechoscon dientes y calaveras. La hechicera

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de los Víboras miraba furibunda consus ojos de muertos a través de unasiseante melena de serpientes.

Sólo la hechicera de los BúhosReales seguía igual, como si hubieseechado raíces en la piedra.

Olvidado en las sombras, Torakaguardaba. Había llegado elmomento de escabullirse, de ir enbusca de Lobo. Pero la raíz negra losujetaba con fuerza en una telarañainvisible. No podía moverse.

Los sonidos le llegaban conmayor agudeza que nunca. Oía caercada gota de los árboles pétreos;

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cada chillido de murciélago, cadaparpadeo de las húmedas lenguas delas serpientes. Sabía por qué, lo cualaún era más desesperante. La sangredel búho había aguzado su oído.

Odiándose por no hacer nada,observó a la hechicera de losVíboras dar vueltas y vueltas,moviendo la cabeza llena deserpientes en mareantes círculos. Unaserpiente pasó deslizándose ante lacara de Torak. Vislumbró sus ojosamarillos y partidos en dos, el brillonegro de su lengua.

De pronto la hechicera se

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dirigió al altar y hundió las manos enuna piedra hueca, para volver asacarlas chorreando un líquido rojo.Retorciéndose y balanceándose, sedeslizó hasta el fondo de la caverna yplantó las palmas sobre la roca.

El hechicero Roble y lahechicera Murciélago aullaron,presas del éxtasis.

Torak soltó un grito ahogado.Al apartarse la hechicera

Víbora, las huellas de sus palmasdespedían humo. La mancha rojaestaba devorando la piel entre estemundo y el Otro.

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Al fin comprendía el significadode las huellas amarillas de manosque había visto en su camino hacialas cavernas. Las había hecho alguienque trataba de encontrar la Puerta.

Y entonces, bajo el sisear de lasserpientes y el tintinear de dientescontra huesos, bajo los gemidos de latierra misma, Torak percibió unsonido que le hizo doblar las rodillasy sentir un cosquilleo en la nuca,como si se la recorriera una araña.Un sonido capaz de succionar todaesperanza de la médula y detener elcorazón de puro miedo: un aliento

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áspero, maligno y rasposo.Demonios. Demonios al otro

lado de la roca, deseosos de verselibres.

Horrorizado e incapaz de hacernada, observó a los Devoradores deAlmas retorcerse al son de sufrenético ritual.

¿Qué debía hacer? Tenía queencontrar a Lobo. Tenía que impedirque sumieran al mundo en el terror.

La hechicera de los Víborasaferraba el pedernal del Caminante ydaba golpecitos con él contra la roca,deteniéndose de tanto en cuando para

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escuchar. Aumentó el ritmo delrepiqueteo de sonajeros y el de losgolpes con la garra de piedra negra.

A Torak le dio vueltas lacabeza. Trató de moverse, pero latelaraña invisible lo teníainmovilizado.

Entre los brazos extendidos dela hechicera de los Víboras, la rocaempezó a moverse.

Torak parpadeó. Debía detratarse de un parpadeo de lasantorchas.

No. Ahí estaba otra vez, comosi una mano empujara hacia arriba

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tras una piel muy tensa. Empujabadesde detrás de la roca.

Ya no había confusión posible.Detrás de la roca, en el caos ardientedel Otro Mundo, los demoniosluchaban por pasar al otro lado.Cabezas lisas y ciegas que tensaban yestiraban la piedra, bocas cruelesque se abrían y succionaban, garrassalvajes que arañaban. La pared dela caverna se estaba combando,frágil como la joven hoja de un díade vida. No resistiría mucho tiempoaquellas ansias terribles einsaciables.

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La hechicera de los BúhosÁguila se incorporó y levantó unbrazo, y Torak vio que empuñaba unamaza negra en que había montada unapiedra llameante.

Los Devoradores de Almasinterrumpieron sus danzas.

— El ópalo de fuego— musitaron.

Perplejo y fascinado, Torakcayó de rodillas, y el ópalo de fuegollenó la caverna de luz carmesí. Erael calor abrasador en el corazón dela brasa más ardiente, el clamorescarlata de la sangre fresca sobre la

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nieve, la llamarada de la puesta desol más furibunda y la luz cegadoradel Gran Uro en pleno invierno. Era,en fin, belleza y terror, éxtasis ydolor, aquello que los demoniosdeseaban. Sus aullidos resonaron enla caverna cuando se arrojaroncontra la roca, duplicando en sufrenesí la intensidad de lasarremetidas.

Torak se tambaleó. Se hallabaante el poder secreto de losDevoradores de Almas, capaz dedoblegar a los demonios a su antojo.

— El ópalo de fuego

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— susurraron al unísono mientras lahechicera Búho Real sostenía en altola maza y en torno a ella los árbolesde piedra se agitaban bajo un vientosilencioso.

Mientras Torak observaba, elhechicero Roble y la hechiceraMurciélago hicieron rechinar losdientes hasta escupir una salivanegra. La hechicera Víbora plantó lashumeantes palmas contra la roca,para luego echar atrás la cabeza yproclamar:

— ¡La Puerta ha sido hallada!Retrocedió, tambaleándose, y

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Torak vio que había completado enla roca un gran anillo de huellas y,dentro del mismo, los demoniosestaban a punto de irrumpir en lacaverna.

En ese momento, la hechicerade los Búhos Águila bajó el ópalo defuego y lo escondió entre la túnica, yla luz escarlata se extinguió. La rocatensa y tirante volvió a contraerse.Los aullidos de los demonios seredujeron a jadeos furibundos.

— La Puerta ha sido hallada— siseó la hechicera de los Víboras,y se desplomó en el suelo,

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desmayada.La telaraña invisible que

sujetaba a Torak se quebró. Se pusoen pie de un salto y echó a correr.

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En su loca carrera a través de

los túneles, Torak se raspó losnudillos y las espinillas. Trastabilló,y la antorcha que había arrancado delbosque de piedra dio un violento

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bandazo. Al recuperar el equilibrio,un ala correosa le revoloteó ante lacara. Ahogó un alarido y siguióadelante.

En dos ocasiones le pareció oírpisadas, pero al detenerse no oyóotra cosa que su propio aliento.Dudaba que los Devoradores deAlmas lo siguieran. No lonecesitaban. ¿Adónde iba a ir? ElOjo de la Víbora estaba cerrado.

Desechó tales pensamientos ysiguió corriendo.

Fragmentos de las horriblesvisiones que acababa de presenciar

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parpadeaban ante sus ojos. Vio elhocico de los demoniosarremetiendo, luchando por abrir laPuerta. La espantosa belleza delópalo de fuego.

No podía creer que lo hubiesetenido tanto tiempo bajo su poder.¿Qué clase de hechizo era ése que lohabía hecho olvidarse de Lobo? ¿Eralo mismo que le había sucedido a supadre? Lo había atraído lacuriosidad, la necesidad fatal desaber, hasta que había sidodemasiado tarde.

Demasiado tarde. El terror se

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apoderó de él. Quizá ya erademasiado tarde para Lobo.

Sin dejar de correr, escupió laraíz negra y luego la partió en dos deun mordisco; embutió una mitad en subolsita de medicinas y masticó laotra. El regusto a podrido le provocónáuseas, pero se obligó a tragar. Nohabía tiempo para titubeos. Habíavisto lo que la raíz les había hecho alos Devoradores de Almas. Ahoratenía que funcionar para él.

Con alarmante brusquedadsintió los primeros retortijones.Agarrándose el vientre, entró

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tambaleándose en el túnel de lasofrendas, metió la antorcha en unagrieta y cayó de rodillas. Vomitó,arrojando un montón de bilis negra.Le ardían los ojos, el túnel dabavueltas. Sus almas empezaban aforcejear por separarse.

Todavía vomitando, se arrastróhasta la fosa que contenía al oso delhielo. Le llegó el sonido de unasalmohadillas peludas contra lapiedra.

Los recuerdos acecharon desdela oscuridad y lo arrastraron consigo.Un anochecer azul de otoño en el

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Bosque, su padre se reía de la bromaque él acababa de contar. Entonces,surgiendo de las sombras, el oso…

«¡No! — se dijo— . No piensesen Pa, piensa en Lobo. Encuentra aLobo.» Temblando, se arrastró paraacercarse más y apoyar la frenteardiendo contra la roca, mirando porla rendija entre el suelo y la losa quecubría el foso.

Unos ojos despiadados lofulminaron con la mirada. Un gruñidohizo temblar la roca y su propioánimo. Incluso hambriento ydebilitado, el oso del hielo era

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todopoderoso. Sus almas seríandemasiado fuertes.

Lo acometieron másretortijones. Vomitó…

… y de pronto estaba atrapadoen el hoyo, entrecerrando los ojoscontra el doloroso borrón de luz. Elcalor era insoportable. Encima de élel cuerpo frágil de un muchacho lotentaba con el aroma exasperante dela carne fresca, un olor tan intensoque le dolieron las garras al volversey tratar de caminar.

Oyó el murmullo distante devoces humanas y, por un instante, su

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mente se apartó del olor a sangre yenseñó los dientes. Conocía esasvoces. Pertenecían a los malvadosque se lo habían llevado del hielo.

Al recordar su hogar perdido, lorecorrió un dolor sordo. Le habíanrobado su precioso y frío Mar, dondeduermen las ballenas blancas y nadanlas suculentas focas; el viento lealque nunca dejaba de llevarle el olora sangre al hocico. Le habían robadosu hielo, su hielo interminable, que loocultaba cuando cazaba y lo llevabaa donde quisiera ir, y que era cuantohabía conocido. En cambio, lo

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habían traído a aquel lugar terrible yardiente en que no había hielo; enque el olor a sangre estaba por todaspartes pero nunca a su alcance.

Gruñó al imaginarse agarrandolas cabezas de los malvados paraaplastarlas unas contra otras. Lesdesgarraría las panzas y se daría unfestín con sus entrañas humeantes ysu grasa dulce y caliente. Como elbatir del Mar, el ansia de sangre lorecorría en oleadas, y rugió hastahacer temblar las piedras. ¡Él era eloso del hielo, no le tenía miedo anada! ¡Todo era presa para él!

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En lo más profundo del tuétanodel oso del hielo, las almas de Torakse esforzaban en dominarlo. Elespíritu del oso era el más fuerte conque se había encontrado nunca.Jamás se había sentido tan envueltopor los sentimientos de otra criatura.

Con un gran esfuerzo devoluntad, se impuso y el oso delhielo dejó de desatar su furia contralos malvados para concentrarse en elolor a sangre: en la tentadoratelaraña de rastros de olor quellevaban hacia la oscuridad, comolas marcas en la nieve después de

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arrastrar una morsa.Cerca, desesperantemente

cerca, olió sangre de lince y nutria,de murciélago y muchacho; de glotóny águila. Más allá, olió a lobo.

El rastro era más débil que losdemás y estaba mezclado con algomalo que no comprendía, pero paraun oso capaz de oler una foca através del hielo más grueso, le fuefácil seguirlo.

El rastro llevaba a través de laoscuridad y torcía hacia su pezuña degolpear, para luego volver a subir adonde el aire olía más fresco. Se

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creían muy listos al ocultar al lobo,pero él lo encontraría. Y cuandohubiese liberado y matado a todoslos demás, mataría también al lobo.Lo apresaría entre las fauces y losacudiría hasta que su espina crujieray…

«¡No!», exclamó Torak ensilencio. Por un instante el enormeoso titubeó y, en el tuétano latiente desus huesos, las almas de Toraklucharon por escapar. Ya había olidobastante. Su plan había funcionado.Sabía dónde habían escondido aLobo los Cazadores de Almas.

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Pero las almas del oso erandemasiado fuertes.

No podía salir.

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Renn emergió de la madriguera

de comadreja y cayó de bruces en lanieve.

Tras el calor de las cuevas, elfrío fue como un cuchillo en sus

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pulmones. No le importó. Rodósobre el costado hasta quedar con laespalda desnuda contra la nieve ycontempló una ventisca de estrellas.

De lo alto le llegó el graznidode un cuervo. Musitó unas fervientespalabras de agradecimiento y elguardián de su clan graznó enrespuesta, advirtiéndole que susproblemas aún no habían acabado.

Le castañeteaban los dientes.Perdía calor con rapidez. Poniéndoseen pie, descubrió que no lograbaencontrar la pelliza, el jubón o losmitones, que había lanzado ante sí

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para sacarlos de la madriguera.Tras una búsqueda desesperada,

dio con ellos. Se los puso y sintió elcalor al instante. Bendijo la destrezade las mujeres Zorro Blanco.

Sobre ella las estrellasdespedían una luz trémula, comonubes que recorrieran el cielo. Nohabía rastro del Árbol Primigenio.Tampoco había luna.

¿No había luna? Sin duda eraimposible que ya hubiera llegado laluna oscura.

Estaba equivocada. Con unescalofrío, comprendió que no tenía

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idea de cuánto tiempo habíapermanecido bajo tierra. Mirófijamente la oscura mole de lamontaña. Torak y Lobo estaban enalgún lugar dentro de ella, destinadosa ser sacrificados en la luna oscura,que al parecer ya había llegado.

Tenía que encontrarlos. Teníaque volver a entrar.

A medida que sus ojos seacostumbraban a la luz de lasestrellas, se percató de que noreconocía lo que la rodeaba. Anteella, la madriguera de la comadrejaera un círculo de negrura, pero no

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veía el pilar de piedra o el Ojo de laVíbora; sólo nieve amontonada ysuperficies de roca negra como elcarbón. Por lo que sabía, bien podíahallarse al otro lado de la montaña.

Frenética, avanzó tanteando,tropezó… y cayó contra un montículode nieve acumulada por una ventisca.Un montón de nieve muy duro, conalgo sólido debajo. Se puso derodillas y empezó a cavar.

Un bote de piel. No. Dos botesde piel, ambos de mayor tamaño queel que les proporcionaran a ellos losZorros Blancos, y guardados con sus

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remos, arpones y cuerdas. LosDevoradores de Almas habíanpensado en todo.

Sacando el cuchillo, rajó elvientre de cada bote. Bien, ¡a ver siahora conseguían llegar muy lejos!

De las profundidades de lamontaña surgió un rugido.

Corrió hacia la madriguera decomadreja. Ahí estaba otra vez: elrugido inconfundible de un oso delhielo. Recordó el canturreo asesinode los Devoradores de Almas: «Unoso para la fuerza.»

Los rugidos cesaron. Aguzó el

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oído, pero de la oscuridad le llegótan sólo una cálida ráfaga queapestaba a murciélago. Se imaginó aTorak, solo contra el poder de losDevoradores de Almas. Tenía queencontrarlo.

Pensó con rapidez. En sutrayecto a través de la madriguerahabía ascendido de forma regular.Eso significaba que ahora estaba porencima del nivel de la montaña enque había empezado.

— ¡O sea, que tienes que bajar!— exclamó.

Corrió, hundiéndose en los

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montículos de nieve acumulada, delos que volvía a salir con esfuerzos,pero dirigiéndose siempre haciaabajo.

Con gran brusquedad, rodeó unespolón de hielo y ahí estaban elpilar de piedra y el Ojo de la Víbora.Nunca pensó que se alegraría tantode verlos.

El Ojo estaba cerrado,bloqueado por la losa que habíaempujado el hechicero de los Roblespara taparlo. Pero quizá podríamoverla lo suficiente para colarsedentro.

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Arrimó el hombro a la piedra yempujó. Fue como tratar de mover lamontaña entera.

De la esquina inferior de la losaemergía vapor, allí donde noencajaba del todo en la entrada de lacueva. Trató de meterse por larendija. Sería lo bastante grande paraLobo, pero era unos dedosdemasiado estrecha para ella.

De pie frente al Ojo, la realidadse asentó en ella con el mismo sigiloque si fuera nieve. Sólo quedaba uncamino para volver a entrar. Elmismo por el que había salido.

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— No puedo — musitó, y sualiento se arremolinó de formainquietante en la penumbra.

Corrió de vuelta sendero arribay, jadeante, se detuvo ante lamadriguera de comadreja. Eraminúscula. Una boca pequeña y cruelque esperaba para tragársela.

Echó atrás la cabeza.— ¡No puedo!La luz de la luna le dio de lleno

en la cara.Parpadeó. Se había equivocado.

No era la luna oscura. Todavía no.Allí, cabalgando sobre las nubes,

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brillaba la más fina de las tajadas deplata, el último mordisco que el OsoCeleste no había devorado aún.Todavía le quedaba un día. Y aTorak y Lobo también.

Al alzar la vista hacia aquellaluz pura, constante y blanca, Rennsintió que un nuevo valor se infundíaen ella. La luna era la presa eterna:en eterna huida a través del cielo,eternamente apresada y devorada,pero siempre renacía, siempreiluminaba lealmente el camino acazadores y presas, hasta en lo máscrudo del invierno, cuando el sol

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estaba muerto. Pasara lo que pasase,la luna siempre regresaba. Y lomismo haría ella.

Antes de que pudiese cambiarde opinión, se precipitó senderoabajo hacia los trineos de losDevoradores de Almas, donde ella yTorak habían ocultado sus cosas. Porsuerte no había caído nieve fresca,de modo que dio fácilmente con elfardo.

Primero engulló unos cuantosbocados de grasa, que latranquilizaron un poco. Luego metiómás grasa en su bolsa de comida

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para Lobo y Torak, se ciñó el hachaal cinturón y embutió cuanto lepareció que podía necesitar en labolsa de medicinas. Entonces seapresuró de vuelta a la madriguerade comadrejas.

La respiración le laceródolorosamente el pecho cuando sedespojó de la pelliza y el jubón porencima de la cabeza y los enrollópara hacerlos lo más pequeñosposible. El sudor en su piel secongeló de inmediato, pero lo ignorómientras ataba el hatillo de ropa conla cuerda de un mitón y utilizaba la

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otra para sujetárselo al tobillo, paraarrastrarlo detrás de sí. Se permitióuna última mirada a la luna y musitóuna rápida plegaria deagradecimiento.

El viento quemaba como elhielo, pero el calor impuro de lamadriguera era mucho peor. Cuandoreptó para internarse en la oscuridad,el pánico asomó a su garganta. Se lotragó de nuevo.

«Ya lo has hecho una vez — sedijo— . Puedes hacerlo otra.»Agachó la cabeza y empezó aarrastrarse.

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Nunca supo cuánto tiempo le

llevó recorrer el camino de vuelta alinterior; de vuelta por la cada vezmás angosta madriguera decomadreja, de vuelta a aquellaestrechez final que helaba el corazón,para luego emerger al bosque depiedra, donde, por sorprendente quefuera, no había rastro de losDevoradores de Almas, sólo el leveparpadeo de una antorcha y unsombrío círculo de rojas huellas depalmas en la pared, que la hizomorirse de miedo.

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Algo, quizá el guardián del clandescribiendo círculos muy porencima de ella, la guió a través derecodos y bifurcaciones y repentinaspendientes, hasta que emergió alhedor fétido y la luz vacilante de unaantorcha casi consumida.

Se hallaba en un túnel bajo deparedes del color de la sangre y quese ramificaba en cuevas máspequeñas, tapadas con losas depiedra. De detrás de éstas le llegó elarañar de garras y sospechó que setrataba del lugar donde teníanencerradas las «ofrendas».

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— ¿Torak? — musitó.No hubo respuesta, pero los

arañazos continuaron.— ¿Lobo?Siguió sin oír nada. Tanteando

con las manos, avanzó en lapenumbra.

La antorcha se apagó,sumiéndola en la negrura, y tropezócon algo que yacía en el suelo.

Se quedó quieta, sin aliento,esperando a que sobreviniera eldesastre. Como no fue así, se quitó elmitón para investigar. Su mano palpóla suavidad de la piel de foca. Era un

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cuerpo con una pelliza de pellejo defoca tendido en el suelo.

— ¿Torak? — susurró.Silencio. O estaba dormido o…Temiendo lo que podía

descubrir, se acercó más. Quizáestaba muerto.

La cabeza le dio vueltas. Lasalmas de Torak tal vez abarrotabanla oscuridad: airadas,desconcertadas, incapaces depermanecer juntas sin las Marcas dela Muerte. Su alma del clan bienpodía haberse escindido, dejandotras de sí un demonio. Sin duda una

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idea terrible, la de que su amigopudiera haberse vuelto contra ella.

No. Se negaba a creerlo.Tendiendo la mano, la sostuvo dondele pareció que estaría la cara… ysintió una leve calidez. Aliento.¡Estaba vivo!

Retiró bruscamente la mano.Quizá no era Torak. Quizá era unDevorador de Almas.

Con cautela, le tocó el cabello.Abundante pero corto, con flequillo.Una cara flaca, sin barba; pero concostras, quizá quemaduras de lanieve. Parecía Torak. Pero si se

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equivocaba…Tuvo una idea. Si era Torak, le

encontraría una cicatriz en lapantorrilla izquierda. El veranoanterior se la había desgarrado unjabalí, y se la había cosido bastantemal, para luego olvidarse de quitarlos puntos. Al final, la propia Rennhabía tenido que hacerlo por él yTorak se había impacientado,dándose un buen coscorrón yechándose a reír.

Deslizándole una mano dentrode la bota, le recorrió la piel. Sí.Bajo los dedos notó los lomos

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cálidos y lisos de piel lacerada.Temblando de alivio, lo agarró

por los hombros.— ¡Torak! ¡Despierta!Pesaba mucho y no respondía.— ¡Basta ya! ¡Despierta! — le

susurró al oído.Pero ¿qué le pasaba? ¿Le

habrían dado una poción paradormir?

— ¿Quién anda ahí?— preguntó de pronto una ruda vozde mujer.

Renn se quedó atónita.El leve resplandor de una

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antorcha apareció al final del túnel.— ¿Chico? — llamó la mujer

— . ¿Dónde estás? ¡Contéstame!Horrorizada, Renn tanteó en la

oscuridad en busca de un escondite.Sus dedos dieron con el borde de unalosa que tapaba uno de los huecos,pero era demasiado pesada y nopudo moverla. «Encuentra otro.Rápido.»

Las pisadas se acercaron, la luzde la antorcha se volvió másbrillante.

Por fin encontró una losa quepudo mover, la apartó sin hacer

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ruido, se arrastró al interior y volvióa cerrarla.

Una fina línea de luz apareció através de la rendija que quedaba.Contuvo el aliento.

Volvió la cabeza para apartarlade la luz, por si la sentíanobservando, y fijó la vistaciegamente en la oscuridad.

Desde el fondo de su escondite,unos ojos amarillos la fulminaroncon la mirada.

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En un horrorizado instante, Renn

vislumbró un pico lo bastante afiladopara desgarrar un vientre de ballena,unas garras capaces de llevar unacría de reno hasta un nido situado en

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lo alto de un acantilado.Doblando las piernas, se apretó

contra la roca. El hueco era muypequeño: apenas había espacio paralas dos. Sus armas no le servían denada. Imaginó unas garras rápidascomo el relámpago cortándole entiras la cara y las manos; a losDevoradores de Almascontemplando su carne desgarradapara luego acabar con lo que eláguila había empezado.

— ¡Chico! — llamó laDevoradora de Almas al otro lado dela losa.

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El águila plegó las enormes alasy volvió a mirar a Renn. Se oyó elchasquido de una antorcha alembutirse en una grieta, seguido delagudo chillido de un murciélago.

— ¡Ahí estás! — exclamó lahechicera Murciélago.

Renn dio un respingo.— ¡Chico! ¡Despierta!— Así que lo has encontrado

— dijo otra mujer un poco más lejos.Su voz era suave y musical, como elagua de un arroyo al fluir sobre laspiedras. Le puso a Renn los pelos depunta.

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— No puedo despertarlo— dijo la hechicera de losMurciélagos. Sorprendida, Rennadvirtió que parecía preocupada.

— Ha tomado demasiada raíz— repuso la otra con desdén— .Déjalo. No lo necesitamos hastamañana.

El águila desplegó las alas todolo posible, ahuyentando a Renn paraque retrocediera. ¿Para queretrocediera? ¿Adónde? No teníaadónde ir. Trató de encogerse aúnmás, y al hacerlo aplastó con lapalma un excremento seco de águila.

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Las Devoradoras de Almasguardaron silencio. ¿Lo habríanoído?

— ¿Qué estás haciendo?— preguntó la Devoradora de vozaterciopelada.

— Darle la vuelta — repuso lahechicera Murciélago— . No puedodejarlo dormir boca arriba. Sivomita, se ahogará.

— Oh, Nef, ¿para quépreocuparse? No merece la… — Seinterrumpió.

— ¿Qué ocurre? — inquirióNef.

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— Siento algo — contestó laotra— . Almas. Siento almas, en elaire en torno a nosotras.

Silencio. Una vez más aquelchillido agudo y tenue.

Renn parpadeó. El hedor aexcremento de pájaro le llenó losojos de lágrimas y le hizo moquear lanariz. Trató de no sorberse losmocos.

— Tu murciélago también lassiente — añadió la de voz dulce.

— Tranquilo, pequeño — loconsoló la hechicera Murciélago— .Pero ¿qué almas son ésas? ¿Habrá

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muerto una de las ofrendas?— No lo creo — murmuró la

otra— . Es más bien… No, no meparece que sea una de ellas.

— Aun así, deberíamosecharles un vistazo.

El terror cuajó en Renn comouna capa de hielo.

— Sostén la antorcha — dijo lahechicera de los Murciélagos, y suvoz sonó aún más lejos.

Renn oyó el roce de otra losa aunos pasos de distancia, luego elsiseo feroz de un glotón.

— ¡Bueno, éste desde luego está

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vivo! — ironizó la de voz dulce.La hechicera de los

Murciélagos profirió un gruñidomientras volvía a colocar la losa.Apartó otra piedra, más cerca delescondrijo de Renn, que oyó elchillido de una nutria.

Una por una, las Devoradorasde Almas comprobaban las ofrendas,cada vez más cerca de donde seagazapaba ella. No habíaescapatoria. Si salía corriendo, laverían. Si se quedaba donde estaba,la atraparían como a una comadrejaen una trampa. Tenía que impedir que

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miraran allí dentro. De lo contrario,podía darse por muerta.

Un zorro ladró en el hueco allado del suyo. Casi las tenía encima.«Piensa.»

Sólo había una cosa que hacer.Cerrando los ojos con fuerza,

cruzó los brazos para taparse lacara… y le dio una patada al águila.Ésta atacó con un graznido estridente,y Renn se estremeció cuando lasgarras pasaron a sólo un cabello dedistancia de su piel.

Al otro lado de la losa, lasDevoradoras de Almas se

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detuvieron.El águila se sacudió, furiosa, y

empezó a recomponer con el pico lasmaltrechas plumas.

Renn se encogió, con los brazosaún tapándole la cara, incapaz decreer que siguiera ilesa.

— No tiene sentido preocuparsepor ésta — comentó la hechiceraMurciélago— . Aunque al parecervuelve a tener hambre.

— ¡Oh, déjala ya! — exclamóla otra con impaciencia— . ¡Deja alchico, déjalos a todos! Necesitodescansar, y tú también. ¡Vámonos

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ya!«Sí, marchaos», rogó Renn en

silencio.La hechicera Murciélago

titubeó.— Tienes razón — concluyó al

cabo— . Después de todo, sólotienen que vivir un día más.

Sus pisadas se alejaron por eltúnel.

Renn suspiró aliviada. Con layema de los dedos, siguió lostatuajes en zigzag en sus muñecas yvolvió a ver el rostro redondo yastuto de Tanugeak. «Creo que vas a

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necesitarlos.» Hizo falta algúntiempo, y que el águila volviera aimpacientarse, para que Renn seatreviera a moverse. Se estabafrotando las piernas entumecidascuando oyó que algo se movía al otrolado de la losa.

— Ya puedes salir — susurróTorak.

Torak seguía sin creer que fuerarealmente ella.

— ¿Renn? — musitó.— ¡Gracias al Espíritu, estás

despierto! — Con el cabello teñido

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de negro, su amiga le resultabaextraña. Pero sin duda era Renn, quemostraba sus dientes pequeños ypuntiagudos en una sonrisatemblorosa y le daba torpespalmaditas en el pecho.

— Renn… — repitió Torak. Elmareo se apoderó de él y cerró losojos. Quería contárselo todo: quehabía entrado en el oso del hielocomo un espíritu errante y habíaquedado atrapado, que había oídoaullar a Lobo, aullar dentro de sucabeza, y había logrado liberarse deloso. Pero por encima de todo, quería

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decirle lo increíble y maravillosoque era el hecho de que ella sehubiese abierto camino a través de laoscuridad hasta encontrarlo.

Pero cuando lo intentó, la bilisamarga ascendió en su garganta y tansólo consiguió farfullar:

— Voy… a vomitar.Se puso en cuclillas y vomitó.

Renn se arrodilló junto a él y lesostuvo la cabeza.

Cuando hubo acabado, lo ayudóa ponerse en pie. Al acercarse ambosa la luz de la antorcha, Renn vio surostro por primera vez.

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— Torak, ¿qué te ha pasado?¡Tienes los labios negros! ¡Tienessangre en la frente!

Él se apartó para que no lotocara.

— No lo hagas, está…mancillada.

— ¿Qué ha pasado? — volvió apreguntar Renn.

Torak no consiguió reunir elvalor necesario para contárselo. Enlugar de ello, dijo:

— Sé dónde tienen a Lobo.Vamos.

Pero cuando echó a andar

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tambaleante por el túnel, Renn lodetuvo.

— Espera. Hay algo que tengoque contarte. — Hizo una pausa— .Es sobre los Devoradores de Almas.No van sólo por Lobo. ¡Tambiénquieren sacrificarte a ti!

Entonces le contó una historiasobre el cántico que había oídoentonar en el bosque de piedra.Torak volvió a marearse.

— Es un hechizo que les daráenorme poder y los protegerá de losdemonios.

A Torak se le doblaron las

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rodillas y se apoyó contra la pared.— Los nueve cazadores. Los oí

decirlo, pero no se me ocurrió que…— Frunciendo el entrecejo, arrancóla antorcha de la grieta— . Vamos.No queda mucho tiempo.

Renn pareció perpleja.— Pero… ¿no está Lobo aquí,

con los demás?— No. Te lo contaré por el

camino.Su mente se despejaba con

rapidez. Torak precedió a Renn através de los túneles, tratando derecordar los rastros que había olido

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el oso y deteniéndose a escuchar porsi los perseguían. Le contó lo delmensaje desde el otro lado del Marque había inducido a losDevoradores de Almas a mantenerseparado a Lobo. Le explicó lo quehabía visto en las cuevas, el hallazgode la Puerta, el plan de losDevoradores de Almas para inundarla tierra de terror, el ópalo defuego…

Una vez más, Renn se detuvo.— ¿El ópalo de fuego? ¿Han

encontrado el ópalo de fuego?Torak se la quedó mirando.

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— ¿Sabes algo de eso?— Bueno… sí. Pero no mucho.— ¿Por qué no me lo habías

contado?— Nunca pensé que…

— Titubeó— . Es algo de lo queoyes hablar en las historiaslegendarias si… si creces en el senode un clan.

— Cuéntamelo ahora.Renn se acercó más y Torak

sintió su aliento en la mejilla.— El ópalo de fuego — susurró

— es luz que proviene del ojo delGran Uro. Por eso los demonios se

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sienten atraídos por él.Torak la miró a los ojos y en su

insondable negrura vio dosminúsculas antorchas vacilantes.

— O sea, que quien lo empuña— concluyó él— controla a losdemonios.

Renn asintió con la cabeza.— Siempre y cuando no toque

tierra ni piedra, los demonios estánal servicio de quien lo empuña y hande hacer su voluntad.

Torak recordó el resplandorcarmesí en el bosque de piedra.

— Pero es muy hermoso.

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— El mal puede ser hermoso— sentenció Renn con sorprendentefrialdad— . ¿No lo sabías?

Torak aún trataba de asimilarlo.— ¿Qué antigüedad tiene?

¿Cuándo fue…?— Nadie lo sabe.— Pero ahora lo han encontrado

— murmuró él.Renn se lamió los labios y

preguntó:— ¿Quién lo tiene?— Eostra, la hechicera de los

Búhos Águila, que desapareciódespués del hallazgo de la Puerta.

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Guardaron silencio, escuchandoatentamente el revolotear de losmurciélagos sobre sus cabezas y undistante hilillo de agua,preguntándose qué más albergaría laoscuridad.

— Vamos — dijo Torak,rompiendo el silencio— . Ya casihemos llegado.

— ¿Cómo sabes adónde ir?— inquirió ella, atónita.

Torak titubeó.— Sencillamente lo sé.

Ascendieron penosamente hasta

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llegar a una pequeña cueva fría yhúmeda, donde un sucio arroyomarrón formaba una laguna antes deprecipitarse y desaparecer por unagujero. Junto a la cueva había unbalde de corteza de abedul, con uncesto de corteza trenzada quecontenía unas cuantas tiras debacalao enmohecido. En un rincónencontraron lo que parecía una fosa,cubierta por una robusta valla decañas sujetas con piedras. El corazónde Torak latió con fuerza. Supo, conabsoluta certeza, que Lobo estaba enla fosa.

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Tendiéndole la antorcha a Renn,apartó las piedras y arrojó a un ladola valla.

Lobo se hallaba en un hoyominúsculo y mugriento, apenas mayorque él. Estaba terriblemente flaco:los huesos de sus cuartos traserossobresalían con claridad. Del pelajeapelmazado se elevaba un olor apodredumbre. Estaba tumbado,inmóvil, sobre la panza con la cabezaentre las patas, y por un horribleinstante Torak creyó que habíamuerto.

— ¡Lobo! — musitó.

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La gran cabeza plateada semovió un poco, pero los ojosambarinos carecían de brillo.

— El hocico — susurró Renn— . ¡Mírale el hocico!

Se lo habían atado con un trozode pellejo sin curtir, cruelmenteapretado.

La furia ardió en el pecho deTorak.

— Me ocuparé de esto — dijoentre dientes— . Dame tu cuchillo.

Saltando al interior de la fosa,cortó las ataduras.

— Hermano de carnada — dijo

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con un gruñido tembloroso que fuecasi un gañido— . ¡Soy yo!

La cola de Lobo ni siquiera semovió.

— Torak — dijo Renn,asustada.

— Hermano de carnada— repitió Torak con frenesí.

— ¡Torak! — exclamó Renn— .¡Sal de ahí!

Lobo enseñó los dientes yprofirió un gruñido. Luego seincorporó, tambaleante. Un instanteantes de que se abalanzara sobre él,Torak se aferró del borde de la fosa

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y se impulsó hacia arriba, en tantoque Renn lo agarraba de la pelliza ytiraba con todas sus fuerzas. Salió atoda prisa y los dos volvieron acolocar la valla y las piedras, justocuando Lobo saltaba y se golpeabacon un ruido sordo.

Renn se llevó las manos a laboca.

Torak la miró fijamente,aterrado.

— No me reconoce — dijo.

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Lobo saltó sobre los sin cola

extraños y a medio crecer, pero laGuarida se cerró de golpe y volvió acaer sobre la piedra.

El dolor en su cola no lo dejaba

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descansar. Caminaba en círculos,hasta que las patas traseras letemblaban tanto que tenía quetumbarse. Notaba el pelaje caliente ytenso, y había un persistente zumbidoen sus oídos. La niebla negra hacíaque le doliera la cabeza.

Desde arriba le llegaron losgañidos de los sin cola extraños.Movió las orejas, perplejo. Élconocía esas voces, o al menos esocreía. Pero aunque esos sin cola leresultaban vagamente familiares,olían como no debían. La hembraolía a perro-pez y águila, y el macho,

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que sonaba tan parecido a Alto SinCola, apestaba a los malvados y algran oso blanco. ¿Era Alto Sin Colao no lo era? Lobo no lo sabía. Nopodía desentrañarlo en su cabeza.

Y sin embargo, no hacía mucho,había captado el olor de su hermanode carnada, estaba seguro. Lo habíapercibido en el pellejo exterior de lahembra de lengua de víbora; eincluso cuando le había envuelto elhocico con el odiado pellejo deciervo, había llamado a aullidos a suhermano de carnada, había aulladodentro de su cabeza. Y por un

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momento, lo que duraba el mordiscomás rápido, había oído unarespuesta; y el sonido de los roncos yhermosos aullidos de su hermano decarnada había sido como una ráfagade aliento suave en su pelaje.

Entonces la niebla negra habíavuelto a acecharlo y los hermososaullidos habían dado paso al tediosorugir de un oso. «¡Estoy furioso!— había rugido el oso— . ¡Furioso!¡Furioso!» Como todos los osos, éseno tenía gran conversación, por loque no hacía más que repetir lomismo una y otra vez.

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Un arañazo encima de él. Losojos le escocieron ante la luz.Entonces el pedazo de corteza deabedul se meció ante su hocico yluego se posó. Con desgana, lamió elagua.

Los sin cola extraños lo estabanmirando. Olió su confusión y sumiedo. Ahora el macho a mediocrecer se inclinaba casi al alcance desus mordiscos, soltando suavesgañidos. «¡Hermano de carnada!¡Soy yo!»

Esa voz… qué familiar leresultaba. Era reconfortante para su

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dolorida cabeza, como la sensacióndel barro frío contra unasalmohadillas despellejadas.

Pero quizá ya se hallaba en elotro Ahora, ese al que acudía cuandodormía. Quizá cuando despertaravolvería a estar solo en aquellahedionda Guarida.

O tal vez era otro truco de lossin cola malvados.

De nuevo el macho se inclinabahacia él. Lobo vio el pellejo corto ensu cabeza, mucho más corto que el deAlto Sin Cola. Pero también vio unaquerida cara plana y unos brillantes

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ojos de lobo.Confuso, Lobo olisqueó la pata

sin pelo que se tendía hacia él. Olíaun poco a Alto Sin Cola, pero ¿loera? ¿Debía lamerla? ¿O morder?

Lobo profirió un gruñido deadvertencia y Torak apartó la mano.

— No te reconoce — dijo Renn.Torak apretó los puños.— Pero lo hará. — Miraba

fijamente la sórdida fosa. LosDevoradores de Almas pagarían poreso. No le importaba si le llevaba elresto de su vida, los perseguiría y

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haría que pagaran por lo que lehabían hecho a Lobo.

— ¿De cuánto tiempodisponemos? — preguntó Renn,arrancándolo de vuelta al presente— . ¿Dónde están los Devoradoresde Almas?

Torak negó con la cabeza.— Estamos lo bastante lejos

como para que no nos oigan desde elbosque de piedra; y por lo que dijoSeshru, supongo que estarándescansando. No creo que aparezcanpor aquí hasta… hasta mañana,cuando abran la Puerta. Pero no es

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más que una suposición.Renn asintió con expresión

sombría.— Una cosa es segura. No

llegaremos muy lejos con Lobo eneste estado. Necesita comida ymedicinas. Y rápido.

Abriendo la bolsa de comida,sacó un pedazo de grasa de foca y lodejó caer en la fosa. Lobo seabalanzó sobre él y se lo zampó sinmasticar siquiera.

— Me alegro de que pensarasen traer comida — comentó Torak.

— Aún no he terminado

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— murmuró Renn. Subió el cuencode corteza tirando de la cuerda, lollenó de unas bolitas oscuras quesacó de la bolsa de comida y volvióa bajarlo al hoyo. Lobo meneó elnegro hocico. Se incorporó conesfuerzo y se las comió— . Bayas dearrayán — dijo Renn.

Torak sonrió por primera vezdesde hacía días. Luego su miradavolvió a posarse en Lobo y la sonrisase desvaneció.

— Se pondrá mejor, ¿no es así?Vio esforzarse a Renn en hacer

que su cara esbozase una sonrisa

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alentadora.— Pero… Renn — balbució— ,

no puede estar tan mal.Cogiendo la antorcha, Renn la

sostuvo sobre la fosa.— ¡Mírale la cola!Lobo profirió un gruñido feroz.

«¡No te acerques!»Torak se quedó atónito. La

punta de la cola plateada y densa deLobo estaba apelmazada de sangreseca. Pero no fue eso lo que lohorrorizó, sino la carne viscosa y deun negro verdoso que asomaba aquí yallá. Carne que apestaba a

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podredumbre.— Es la enfermedad que

ennegrece — explicó Renn— . Loestá envenenando. Los gusanos de laenfermedad se lo están comiendo pordentro.

— Pero una vez que losaquemos fuera, a la nieve,mejorará…

— No, Torak, no. Tenemos quedetener esto ahora, o será demasiadotarde.

Torak sabía a qué se refería,pero era incapaz de afrontarlo.

— ¡Tiene que haber algo que

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puedas hacer! ¡Después de todo,conoces la hechicería!

— Si hubiese algo, ¿no creesque ya lo habría hecho? ¡Torak, loestá matando! ¡Y tú lo sabes! — Lomiró a los ojos— . Sólo puedehacerse una cosa. Tenemos quecortársela.

— Sabes que tengo razón— insistió Renn, consciente de queTorak no la escuchaba.

Temerosa, miró por encima delhombro. Hasta entonces no habíahabido rastro de los Devoradores de

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Almas. Se volvió de nuevo haciaTorak e inquirió:

— ¿Confías en mí?— ¿Qué?— ¿Confías en mí?— ¡Por supuesto que sí!— ¡Entonces tienes que saber

que te estoy diciendo la verdad!Ahora ve y díselo a él. Dile a Lobolo que tenemos que hacer para quepueda mejorar.

Torak titubeó. Por fin, muylentamente, descendió a la fosahablando la lengua de los lobos ensusurros.

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Lobo alzó la cabeza y gruñóamenazadoramente. Horrorizada,Renn vio que Torak ignoraba laadvertencia. Se agachó, manteniendolos ojos fijos pero con la miradadulce.

Lobo tenía tiesos los cuartostraseros y las orejas gachas.

De pronto arremetió paramorder el aire a una mano dedistancia del rostro de Torak. Elrechinar de las potentes faucesreverberó en toda la cueva.

Torak acercó aún más la cabezay resopló ante el hocico negro.

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Lobo siguió gruñendo, mirandoa Torak con ojos oscuros yamenazadores.

Torak se echó hacia atrás y seincorporó.

— No lo ha entendido — dijodesesperado.

— ¿Por qué no?— No… no encuentro la forma

de contárselo, de decirle que estohará que se ponga mejor. Porque enla lengua de los lobos no existe elfuturo.

— Oh — repuso Renn.Lentamente, Renn se sacó el

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hacha del cinturón. Desde elprincipio había sabido, con aquellaextraña certeza que la asaltaba aveces, que iba a necesitarla.

— Cógela.Torak no contestó. Miraba

fijamente el hacha.— Sólo le… cortaremos la

punta de la cola. Más o menos lamedida de tu pulgar. — Tragó saliva— . Torak, tienes que hacerlo. Es tuhermano de carnada.

Torak asió el hacha. La sopesóen la mano.

Lobo levantó la cabeza y luego

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se desplomó sobre el costado, con laijada palpitante.

Torak afirmó las piernas y alzóel hacha.

Renn se mareó. Era la visióndel anciano Zorro Blanco.

Despacio, Torak bajó el hacha.— No puedo — musitó, y alzó

la vista hacia ella con los ojoshúmedos— . No puedo.

Tras titubear un instante, Rennse deslizó hasta el interior de la fosa.Había el espacio justo para queestuviera de pie junto a Torak. Lequitó el hacha de la mano.

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Lobo le dirigió una brevemirada y entreabrió la boca paramostrar los temibles dientes.

— Deberíamos atarle el hocico— musitó Renn.

— No — repuso Torak.— ¡Morderá!— ¡No! — contestó Torak,

furioso— . Si le ato el hocico ahora,pensará que no soy mejor que losDevoradores de Almas. Si no lohago, si confío en que no me hagadaño, entonces tal vez, sólo tal vez,él confiará en mí lo suficiente paradejar que lo ayudemos.

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Se miraron mutuamente uninstante. Renn vio la convicción ensu rostro y supo que había tomadouna decisión.

— No dejaré que te muerda— dijo Torak, colocándose entre ellay las fauces de Lobo. Cuando Rennse arrodilló, Lobo levantó la cabezay le olió los dedos a Torak. Luegovolvió a tumbarse.

Con la mano izquierda, Torakacarició el denso pelaje detrás de lasorejas de Lobo, resoplando yprofiriendo gañidos por lo bajo. Sumano derecha pasó con suavidad

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sobre el flanco y luego sobre elcuarto trasero. Cuando llegó a labase de la cola, el hocico de Lobo secontrajo en un gruñido.

La mano de Torak continuó,despacio, para recorrerle la cola.

Lobo gruñó hasta que todo sucuerpo se estremeció.

Torak permaneció inmóvil.Entonces sus dedos se movieron unpoco, deslizándose hasta casi llegara la zona podrida en la punta. Sumano se cerró sobre la cola y lasujetó hacia abajo.

Con inusitada rapidez, Lobo

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movió la cabeza y apresó la otramuñeca de Torak entre las fauces,con los dientes apretados en torno alhueso, marcando la piel pero sinperforarla, listo para aplastar.

Renn contuvo el aliento. Encierta ocasión había visto a Lobopartirle el hueso del muslo a un alce.Podía cercenar la muñeca de Torakcon la misma facilidad con que separtía una ramita.

Lobo clavó la mirada en Torak,esperando a ver qué haría.

El rostro de Torak brillaba desudor cuando miró a Lobo a los ojos.

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— Prepárate — le dijo a Renn.Renn movió los dedos helados

sobre el mango del hacha.En ningún momento Torak

apartó los ojos de los de Lobo.— Hazlo — dijo.

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A Lobo todavía le dolía la cola,

pero era un dolor limpio y la maldadhabía desaparecido.

La niebla negra también sehabía disipado, y con ella sus últimas

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dudas. Aquel macho a medio crecerera realmente Alto Sin Cola. Laniebla negra le había hecho gruñir asu hermano de carnada y apresarle lapata delantera entre las fauces. «Sime haces daño — había dicho Lobocon los ojos— , te muerdo.» Pero lamirada de Alto Sin Cola había sidofirme y sincera; de pronto Lobo habíarecordado aquella ocasión, cuandono era más que un lobezno, en que seestaba ahogando con un hueso depato y Alto Sin Cola le habíaagarrado la panza y había apretado.Lobo se había sentido tan indignado

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que se había retorcido paramorderle, pero Alto Sin Cola habíaseguido apretando hasta que el huesohabía salido disparado del hocico, yél había comprendido. Alto Sin Colasólo había pretendido ayudarle.

Por eso Lobo había dejado a lahermana de carnada cortarle la colacon la gran garra de piedra. Por esono había mordido la pata delanterade su hermano de carnada, porque loestaban ayudando.

Ahora había terminado y lahermana de carnada se apoyabacontra el lateral de la Guarida,

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jadeante, mientras que Alto Sin Colase sentaba con la cabeza entre laspatas, temblando de arriba abajo.

Lobo se acercó a oler elpedacito de cola que yacía sobre lapiedra, el pedazo de cola que habíaformado parte de él y que ahora noera más que un trozo de carne mala,que no merecía la pena comerse.Acarició con el hocico a Alto SinCola debajo de la barbilla, paradecirle que sentía haberlo miradomal, y Alto Sin Cola hizo un extrañoruido como de tragar y enterró elhocico en su pescuezo.

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Después de eso, las cosasmejoraron. La hermana de carnada ledio a Lobo más bayas de arrayán ydeliciosos pedazos de grasa deperro-pez, y Lobo sintió querecuperaba las fuerzas. Alto Sin Colase sentó a su lado, rascándole elflanco, y la hermana de carnadahundió el extremo mordido de sucola en un barro líquido que olía amiel y helechos mojados. Lobo ladejó hacerlo, porque sabía queestaba haciéndolo mejorar.

Puso el hocico entre laspezuñas, cerró los ojos y se

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abandonó a las caricias de suhermano de carnada y al contacto deaquel barro maravillosamente fresco,que daba caza a lo que quedaba de lamaldad.

Lobo se recobró con unarapidez que asombró y complació aRenn. Su pelaje parecía ya másacicalado y brillante, y el hocicohabía dejado de tener aquel aspectoapagado y febril. En la punta de lacola, ahora un pulgar más corta queantes, la herida olía a limpio yfresco. Lobo los había sorprendido

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al dejar que se la cubrieran con unbálsamo hecho a base de saúco yreina de los prados en grasa deballena masticado; hasta le habíapermitido a Renn vendársela concorteza trenzada, haciendo un solointento medio desganado decomérsela. Por su parte, Torak nopodía mirar. Parecía incapaz desoportar ver la herida, como sisintiera el dolor más que el propioLobo.

— Te aseguro que estámejorando — dijo Renn paratranquilizarlo— . Creo que los lobos

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se curan más rápido que nosotros.¿Te acuerdas el verano pasado, en laLuna de los Venados Rugientes,cuando fue en busca de arándanos yse desgarró la oreja? Tres díasdespués ni siquiera tenía cicatriz.

— Lo había olvidado. — Torakse obligó a sonreír— . Y tu bálsamotambién ayuda.

— Cada vez está más fuerte— dijo Renn, cerrando la bolsa demedicinas— . Creo quedeberíamos…

Un murciélago revoloteó en loalto y se detuvieron a escuchar.

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Nada.En tres ocasiones durante el día

(aquel extraño día subterráneo quemás bien parecía la noche), Torakhabía vuelto hasta el bosque depiedra para hacerse con una antorcharecién empapada y comprobar quelos Devoradores de Almas siguierandurmiendo para recuperarse deltrance. Pero no podían contar muchomás tiempo con que así fuera.

— Deberíamos sacarlo de estafosa — sugirió Renn— . Podemoshacer una eslinga con nuestroscinturones e izarlo. Si es que nos

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deja.— Nos dejará. ¿Has dicho que

Thiazzi había bloqueado la entradade la cueva?

— Sí. A lo mejor seríamoscapaces de moverla.

— Tendremos que hacerlo. Esla única salida.

— No, no lo es. — Renn sedecidió a contarle lo de lamadriguera de comadreja.

Normalmente, Torak habríaquerido saber todos los detalles,incluyendo por qué no se lo habíadicho antes, pero en lugar de ello se

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mostró impresionado. Renn sepreguntó si le preocuparía lo mismoque empezaba a preocuparla a ella.

Lo observó hundir la nariz en elpescuezo de Lobo. El animal movióuna oreja e intercambiaron una deesas miradas expresivas que solíanhacer que se sintiera excluida. Enrealidad ya no le importaba, porquesimplemente se alegraba de queTorak tuviera otra vez junto a él a suhermano de carnada.

— La sangre de los nuevecazadores — dijo Torak de pronto— es para protegerlos de los

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demonios cuando abran la Puerta,¿no?

Renn asintió con la cabeza.— Yo también he pensado en

eso. Incluso a los Devoradores deAlmas les resultará muy difícilmantener la Puerta abierta más deunos instantes. Pero será suficiente.

Se imaginaron a los demoniosextendiéndose cual marea negrasobre la nieve, sobre los hielos, endirección al Bosque.

— Y el ópalo de fuego— prosiguió Torak— les dará elcontrol sobre los demonios una vez

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que hayan salido.— Sí.Acarició el costado de Lobo

con la mano y el animal meneólevemente la cola en señal deagradecimiento, teniendo buencuidado de no golpeársela.

— ¿Cómo puede destruirse?— preguntó Torak— . ¿A golpes demazo? ¿Arrojándolo al Mar?

Los dedos de Renn se tensaronsobre la bolsa de medicinas.

— No es tan sencillo. Sólopuedes despojarlo de su podersepultándolo bajo tierra o piedra.

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Y… — Titubeó— . Necesita unavida. Una vida enterrada con él. Delo contrario no puede ser aplacado.

Torak apoyó el mentón en lasrodillas y frunció el entrecejo.

— Cuando le tracé las Marcasde la Muerte a mi padre — relató,sorprendiéndola— , no lo hice muybien. En especial ésta, la del almadel clan. — Se llevó una mano alesternón— . Él tenía una cicatriz. Sela hizo con su propio cuchillo alquitarse el tatuaje de Devorador deAlmas.

Renn tragó saliva.

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— No pude regresar y hacer lascosas por él como era debido. Nopude recoger sus huesos y llevarlos asu lugar de reposo en el osario delClan del Lobo, dondequiera que esté,porque desde entonces, de una formau otra, he estado luchando contra losDevoradores de Almas. — Hizo unapausa— . Lo dejé porque él me pidióque lo hiciera. Sabía que era midestino luchar contra losDevoradores de Almas. No creo queahora pueda volverle la espalda aese destino.

Renn no contestó. Eso era lo

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que se había estado temiendo.Ella ansiaba encontrar la salida

de aquellas cuevas horribles,recuperar el bote de piel y regresarjunto a los Zorros Blancos. EntoncesInuktiluk podría llevarlos en su trineode vuelta al Bosque, y sereencontrarían con Fin-Kedinn y todohabría terminado. Pero sabía que esono iba a suceder.

Torak levantó la cabeza y susojos grises no vacilaron.

— No se trata sólo de salvar aLobo. Sencillamente no puedo salircorriendo y dejar que abran la

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Puerta.— Ya lo sé — repuso Renn.— ¿De veras? — El rostro de

Torak se veía franco y vulnerable— .Eso espero, porque no puedo haceresto yo solo. Y tampoco puedopedirte que me ayudes. Ya has hechomuchísimo.

— ¡Sé tan bien como tú lo quetengo que hacer! — exclamó molesta— . Tenemos que asegurarnos de queLobo quede libre y entonces…— Contuvo el aliento— . Entoncestenemos que impedir que abran laPuerta.

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No sin cierto esfuerzo, se las

apañaron para sacar a Lobo de lafosa, y luego se fueron de allí. Elcamino los condujo al túnel de lasofrendas, donde se alegraron de no

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toparse con los Devoradores deAlmas, aunque habían estado allírecientemente. El hueco que habíaalbergado al lince estaba vacío.

Torak se estaba preguntandoqué significaba eso cuando Loboprofirió un grave y urgente gruñido.

— ¡Escóndete! — musitó, peroRenn conocía lo suficiente la lenguade los lobos para reconocer la señalde advertencia y ya gateaba hacia elhueco que había albergado al lince.Torak tapó la entrada con la losa y,un instante después, el murciélago deNef revoloteó ante su cara.

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— ¿Chico? — llamó Nef desdeel final del túnel— . ¿Dónde estás?

Torak miró a Lobo, cuyos ojosambarinos brillaban a la luz de laantorcha. Si Nef lo veía…

Cuando la hechicera de losMurciélagos cojeó hacia ellos, Lobose volvió y se fundió con laoscuridad. Torak exhaló un suspirode alivio. No debería haber dudadode él. Si no quería ser visto, nadie loveía.

— Aquí estoy — dijo,esforzándose por que su voz sonasefirme.

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— ¿Dónde has estado?— espetó Nef.

Frotándose la cara, Torakintentó parecer adormilado.

— Estaba durmiendo. Esaraíz… Me duele la cabeza.

— ¡Por supuesto que te duele!¡Tienes que ser fuerte para ser unDevorador de Almas!

Con el corazón en vilo, Torakvio que Nef se detuvo justo al otrolado del escondite de Renn y apoyóla mano en la losa.

Torak se apartó poco a poco,confiando en que la hechicera lo

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siguiera. No lo hizo. Apoyando laantorcha contra la pared, Nef se pusoen cuclillas.

— Fuerte — repitió con un hilode voz— , tienes que ser fuerte.— Abrió las manos y se las quedómirando. Estaban teñidas de sangre.

— El lince — dijo Torak— . Lohas matado. El sacrificio ha dadocomienzo.

Con las manos extendidas antesí, Nef apretó los puños.

— ¡Tiene que hacerse! ¡Han desufrir unos pocos por el bien demuchos!

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Torak se lamió los labios. Teníaque librarse de la hechicera de losMurciélagos antes de quedescubriera a Renn. Y sin embargo…

— No tienes por qué hacer esto— dijo casi sin ser consciente.

Nef levantó bruscamente lacabeza.

— El sacrificio… La Puerta.— ¿Qué? — espetó la

hechicera.— ¡Son demonios!— ¡Eso es lo bueno! ¡Los

demonios no distinguen el bien delmal! ¡Podemos manejarlos a nuestro

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antojo! ¿Acaso no lo ves? ¡Es nuestraoportunidad de arreglar las cosas deuna vez! ¡De hacer respetar lavoluntad del Espíritu del Mundo!

— ¿Incumpliendo las leyes delos clanes?

Nef lo miró fijamente. Depronto se incorporó, agarró laantorcha y se la acercó tanto a la caraa Torak, que incluso oyó el crepitarde la brea de pino.

— Eras un cobarde — dijo— ,arrastrándote ante mí todo el tiempoy lloriqueando… Pero ya no lo eres.¿Por qué has ocultado tu verdadera

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naturaleza?Torak no contestó. Nef bajó la

antorcha.— Ah, pero ¿acaso importa ya?

— Una sombra oscura pasó ante laluz y le cayó en el hombro. Alobservarla acariciar el suave pelajedel murciélago, Torak se preguntócómo podía tratar de aquella maneraa la criatura de su clan y sin embargomanchar su espíritu de pecado— . LaApertura de la Puerta está a punto dehacerse realidad — declaró Nef— .Tienes trabajo que hacer. Trae lasofrendas al bosque de piedra.

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— O sea, que… — mascullóTorak, mirándola a los ojos.

— Vamos a matarlas. ¡Vamos amatarlas a todas!

Torak tragó saliva.— ¿Adonde… vas tú?— ¿Yo? — bramó Nef— . Voy

a ocuparme del lobo.

— ¿En qué estabas pensando?— susurró Renn cuando la hechicerase hubo marchado— . ¿A quién se leocurre discutir con un Devorador deAlmas conmigo al lado, esperando aser descubierta?

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— Creía que quizá sería capazde hacerla cambiar de opinión— repuso Torak.

— Torak, es una Devoradora deAlmas.

Renn tenía razón, pero él noquería admitirlo.

— Vamos — dijo de súbito— .Cuando descubra que Lobo no está,dará la voz de alarma. ¡Tenemos queliberar a las ofrendas y salir de aquí!

Rápidamente, aguzando el oídoy temiendo oír pisadas, fueronrecorriendo el túnel y empujandolosas para apartarlas y liberar a los

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cautivos. El zorro y la nutria huyeronen cuanto hubo un hueco lo bastantegrande para colarse. El águila leslanzó una mirada cargada deindignación, desplegó con dificultadlas desaliñadas alas y se alejómajestuosamente para internarse enla oscuridad. El glotón era unrencoroso manojo de furia, y loshabría atacado de no haber surgidoLobo de las sombras para espantarlo.

— ¡Vaya! — jadeó Renn— .¡Eso sí que es gratitud!

— ¿Crees que encontrarán laforma de salir? — preguntó Torak.

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Renn asintió con la cabeza.— Por la rendija entre la piedra

y la entrada de la cueva. Seguro quepasarán.

— ¿Y Lobo?— Es lo bastante grande para

él, pero no para nosotros. Y no creoque debamos contar con poder moveresa losa.

— Quieres decir que…tendremos que volver a lamadriguera de comadreja.

Renn palideció.— Si es que tenemos

oportunidad de hacerlo.

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Guardaron silencio. Aunintentándolo, no habían sido capacesde urdir un plan para detener a losDevoradores de Almas, aparte dedirigirse al bosque de piedra eimprovisar… algo.

Las pezuñas de Lobo resonaronen la roca cuando trotó hacia el finaldel túnel. El sonido cesó de repente.Miraba fijamente la fosa del oso delhielo.

Con un mal presentimiento,Torak se acercó a investigar. Lo quevio le hizo temblar las rodillas.

— Tendremos más

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posibilidades que estos dos— declaró.

— ¿A qué te refieres?— preguntó Renn.

Torak se hizo a un lado.Los Devoradores de Almas

habían sacrificado y despellejado aloso, dejando el cuerpo maloliente ytodavía humeante en la fosa. Lehabían hecho lo mismo al lince, paraluego arrojar su cuerpo sobre el deloso.

Renn tuvo que apoyarse contrala pared de la cueva.

— ¿Cómo han podido hacer

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algo así? Sencillamente los handejado ahí para que se pudran.

«Esto es el mal — se dijo Torak— . Éste es el rostro del mal.» En lamuerte, el oso del hielo se veíapatéticamente pequeño. A Torak sele encogió el corazón.

— Que tus almas encuentren elcamino de vuelta al hielo— murmuró— . Que queden en paz.

— Torak… — Por algúnmotivo, la voz de Renn le pareciómuy distante— . Ha llegado elmomento. Tenemos que irnos.¡Debemos impedir que abran la

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Puerta!

En el bosque de piedra, el ritode la Apertura ya había dadocomienzo.

Agazapado entre las sombras ala entrada de la cueva, Torak sintióque le flaqueaba el ánimo. Lobotemblaba a su lado, mientras queRenn permanecía inmóvil.

Los árboles de piedra estabansalpicados de escarlata. Un humonegro y acre se elevaba del altar,donde los Devoradores de Almashabían hecho una ofrenda de sus

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cabellos. El hechicero de los Roblesy la hechicera de los Víborasmerodeaban por las sombras,pinchando la oscuridad con tridentespara espantar a las almas vengativasde los cazadores asesinados. Ambosestaban irreconocibles con lasmáscaras de ojos muertos y loslabios pintados moteados de espumanegra. Iban desnudos de cintura paraarriba, ataviados tan sólo con unapiel viscosa y brillante.

La hechicera de los Víborasllevaba el pellejo del lince: lacabeza boquiabierta se hallaba sobre

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la de ella y la piel lacia del animal leondeaba en la espalda cuandoblandía el pedernal del Caminante.

El otro hechicero se habíaconvertido en el oso del hielo. Conlas manos embutidas bajo laspezuñas delanteras, zigzagueabaentre los arbolillos de piedra,siseando, rebanando el aire con lasgarras.

Sólo la hechicera de los BúhosÁguila conservaba el aspecto deantes. Estaba clavada a la piedra, decara a la pared en que las huellas depalmas rojas señalaban la Puerta.

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Sus manos cadavéricas cubrían lamaza con el ópalo de fuegoengastado.

Con gran esfuerzo, Torak meneóla cabeza para liberarse del hechizo.Hicieran lo que hiciesen, tenían queactuar con rapidez. En cualquiermomento Nef daría la voz de alarma.

— Las antorchas — le susurró aRenn al oído— . No veo más de tres.Si conseguimos apagarlas, quizá…

Renn no se movió. Parecíaincapaz de apartar la mirada de losDevoradores de Almas.

— ¡Renn! — Torak la sacudió,

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agarrándola del hombro— . ¡Lasantorchas! ¡Tenemos que hacer algo!

Finalmente, Renn reaccionó ymusitó:

— Toma. Agarra mi cuchillo.Yo me quedaré el hacha.

Torak asintió con la cabeza.— La madriguera de

comadrejas. ¿Dónde está?— Ahí, detrás de ese arbolillo

verdoso. Hay una gran grieta por laque tienes que trepar…

— Muy bien. Cuando sea elmomento, deberíamos ser capaces dellegar hasta ella.

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Torak se arrodilló y pegó lacara al hocico de Lobo. El animalmeneó levemente la cola y le lamióla oreja.

— Lobo encontrará otra formade salir — musitó Torak alincorporarse— . Tiene másposibilidades que nosotros.

— ¿Y antes qué hacemos?— preguntó Renn— . ¿Cómo losdetenemos?

Torak miró fijamente a losDevoradores de Almas, quecaminaban en círculos y siseaban.

— Intenta apagar las antorchas

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mientras yo hago que sigan hablando.— ¿Mientras tú haces qué?Pero antes de que pudiese

impedírselo, Torak se habíaincorporado y había salido a la luz.

Con inusitada rapidez, loshechiceros convertidos en lince y osodel hielo se volvieron en redondo ylo observaron con sus ojos carentesde vida.

— El noveno cazador hallegado — anunció el hechicero delos Robles con voz profunda.

— Pero tiene las manos vacías— susurró la hechicera Víbora— .

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Debía traer al águila, el glotón, lanutria, el zorro.

Las garras de la hechicera delos Búhos Águila se tensaron entorno a la cabeza de la maza.

— ¿Por qué nos ha fallado?Torak abrió la boca para hablar,

pero no emitió sonido alguno. ¿Quéestaba haciendo Renn? ¿Por quéseguían ardiendo las antorchas?

Desesperado, trató de pensar enalguna forma de hacerse con el ópalode fuego e impedirles que abrieran laPuerta, una forma de conseguir loimposible.

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Un grito resonó en la caverna yNef entró cojeando.

— ¡El lobo no está! — exclamó— . ¡Ha sido el chico! ¡Sé que hasido él! ¡Ha liberado al lobo! ¡Los haliberado a todos!

Tres cabezas enmascaradas sevolvieron hacia Torak.

— ¿Los ha liberado?— preguntó la hechicera Víbora contono terriblemente dulce.

Torak retrocedió un poco. Deinmediato, Nef le bloqueó el camino.

El hechicero de los Robles seenjugó la espuma negra de los labios

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y entonó:— «El lobo vive.» Ése fue el

mensaje de nuestro hermano al otrolado del Mar. Nos preguntamos quésignificaba.

— Entonces llegó un chico— prosiguió la hechicera de losVíboras— . Un chico que lucía lostatuajes de los Zorros Blancos perono parecía uno de ellos. Yo sentíalmas en el aire en torno a mí. ¿Quésignifica eso?, me pregunté.

La mano de Torak se tensósobre el cuchillo. Las antorchasseguían ardiendo y los Devoradores

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de Almas se le echaban encima.— ¿Quién eres? — inquirió el

hechicero Roble.— ¿Qué eres? — añadió la

hechicera de los Víboras.

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Alto Sin Cola estaba rodeado.

Les plantaba cara con valentía,aferrando la gran garra, pero contratres sin cola ya crecidos, no teníaninguna posibilidad.

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Lobo agachó la cabeza y avanzócon sigilo. Los sin cola malvados nolo oyeron. No sabían que estaba allí.

Moviendo una oreja, percibiólos pasos amortiguados de la hembraa unos saltos de distancia, luego oyóun siseo chispeante y esa parte de laGuarida quedó a oscuras. Tantomejor. Lo estaba ayudando. Loboveía en la oscuridad, pero susenemigos no.

Alto Sin Cola dijo algodesafiante en la lengua de los sincola y Pellejo Pálido, que apestaba aoso, soltó una risotada cruel. Luego

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otra parte de la Guarida quedó aoscuras. Y otra más.

De pronto, Pelaje Apestoso yPellejo Pálido se abalanzaron sobreAlto Sin Cola. No los esquivó lobastante deprisa, pero no importó,pues Lobo era más rápido quecualquiera de ellos. Con un gruñido,saltó sobre Pellejo Pálido, lo tiró alsuelo y le hincó los dientes en unapata delantera. Pellejo Pálido rugió.Se produjo un crujido de huesos.Lobo se alejó de un salto, tragandocarne ensangrentada.

Al echar a correr, las pezuñas le

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resbalaron sobre la piedra y estuvo apunto de caer. Se recobró, algotembloroso, porque su cola reciéncortada no lo ayudaba tanto comoantes a mantener el equilibrio.Tendría que ir con cuidado, pensómientras corría a través de laoscuridad para ayudar a su pobre yciego hermano de carnada, quetrataba de huir de Pelaje Apestoso.

No muy lejos de allí, la hermanade carnada sostenía una ramaresplandeciente con una pezuña,entrecerrando los ojos como hacenlos sin cola cuando no ven nada.

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Entretanto, Lengua de Víbora nohabía perdido el tiempo. Se habíaabierto paso a través de los árbolessilenciosos, más allá de Cara dePiedra, hasta llegar al fondo de laGuarida, donde arañaba con unagarra en la roca, susurrando ygimiendo de tal forma que a Lobo sele erizó el pellejo. Oyó el clamor dedemonios. No sabía qué pretendíahacer la sin cola, pero sí supo quetenía que impedírselo.

¡Pero Alto Sin Cola lonecesitaba! ¡En su ceguera, estabadando tumbos hacia Pelaje Apestoso!

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Lobo titubeó.Tomó una decisión en lo que

dura un mordisco, y se precipitó aayudar a su hermano de carnada paradarle un empujón y apartarlo delcamino de la malvada. Alto Sin Colaresbaló, recuperó el equilibrio y seagarró al pescuezo de su hermano decarnada. Lobo lo llevó a un lugarseguro a través de los árboles.

Pero era demasiado tarde paradetener a Lengua de Víbora. Suslloriqueos se convirtieron en un gritoque le erizó el pelaje cuandoextendió mucho las patas delanteras y

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de pronto una gran boca se abrió enla roca.

Cara de Piedra soltó un aullidotriunfal que perforó las orejas deLobo como hueso astillado. Luegolevantó muy alto la pata delantera. LaGuarida se llenó del duro resplandorgris de la Bestia Brillante queMuerde Frío… y los demoniosempezaron a salir.

Alto Sin Cola soltó el pescuezode Lobo y cayó de rodillas. Lahermana de carnada dejó caer laantorcha y se tapó las orejas con laspezuñas. Tembloroso, Lobo se

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encogió contra Alto Sin Cola cuandosintió la ráfaga de terror de losdemonios en el pelaje.

Sabía que tenía que atacarlos,pues tal era su naturaleza, pero habíademasiados. Resbalaban,escarbaban, abatiéndose unos sobreotros en su famélica búsqueda deaquella fría luz gris. Lobo viocolmillos que goteaban y ojoscrueles y brillantes. Erandemasiados…

Mas de pronto le llegó un olor afuria.

¡La hembra sin cola se había

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sacudido el miedo de encima ygruñía de rabia!

Asombrado, Lobo la observólevantar la rama todavía ardiente yarrojársela a Lengua de Víbora. Ledio de lleno en la espalda, pues lahembra rara vez fallaba cuandotiraba algo, y Lengua de Víbora aullóde rabia. Sus patas delanteras sesepararon de la roca y la gran Bocase cerró de golpe.

Pero incluso en tan poco tiempolos demonios habían salido araudales y ahora el bosque de piedraestaba abarrotado de ellos,

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hacinándose en manadas en torno a laBestia Brillante que Muerde Frío.Cara de Piedra seguía sujetándola enalto, obligándolos a obedecerla. YLobo tuvo la sensación de que niAlto Sin Cola y la hembra, ni élmismo, se atreverían a atacarla, puessabían que la suya era la peor de lasmaldades.

Se equivocaba.El ataque de la hermana de

carnada había provocado a Alto SinCola, que entonces le ladró algo a lahembra y ella le tiró su gran garra, lamisma que había cortado parte de su

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cola.Alto Sin Cola la agarró con una

pata delantera y corrió hacia Cara dePiedra… ¡hacia los demonios!

El terror le tiraba a Lobo de laspezuñas, pero quería demasiado a suhermano de carnada paraabandonarlo ahora. Juntos, corrierona través de la niebla de miedo.Entonces Alto Sin Cola echó atrás lapata y arremetió con la gran garra,pero no contra Cara de Piedra o losdemonios, sino contra un delgadoarbolillo de piedra.

¡Qué astuto era Alto Sin Cola!

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El tronco crujió, se tambaleó y porfin cayó con gran estrépito. Losdemonios gritaron y corretearoncomo hormigas que huyeran de loscascos de un uro, derribando a Carade Piedra. La Bestia Brillante saliódespedida de su pezuña y cayó alsuelo… y su luz fría se vio engullidapor la Oscuridad.

Como si fueran uno, losdemonios aullaron. ¡Eran libres! Depronto se desparramaron por laGuarida como una gran Agua Rápida,y Lobo se ocultó con Alto Sin Colaentre los matorrales de piedra, con el

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corazón palpitante de terror ydesesperación al ver pasarcorreteando a los demonios.

Oía ya a los sin cola malvadospelear entre sí, acusándosemutuamente de la pérdida de laBestia Brillante que Muerde Frío.Sólo Lobo vio a la hermana decarnada tambalearse hacia ella yagarrarla, para esconderla en elpedazo de pellejo de cisne que lecolgaba del cuello.

Entonces asió a Alto Sin Colade la pezuña y lo arrastró bajo eldébil resplandor de la rama hacia

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una Guarida más pequeña situada enlo alto de un flanco de la grande; unaGuarida estrecha como túnel decomadreja, a través de la cual fluíael olor limpio y frío del exterior.

Con una punzada de dolor, Lobocomprendió qué pretendían hacer. Sedisponían a seguir una senda que élno podía tomar. Bajó la cola alobservarlos desprenderse de lospellejos exteriores y prepararse parala partida.

Alto Sin Cola se arrodilló.«¡Vete! — le dijo a Lobo— .¡Encuentra la otra salida! ¡Reúnete

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con nosotros fuera!» Y Lobo meneóla cola para tranquilizarlo, porquecaptó la preocupación de su hermanode carnada y lo mucho que lamentabatener que abandonarlo.

Cuando partieron, Lobo girósobre una pezuña para correr comoel rayo por la Guarida, siguiendo elolor limpio y fresco que llegaba aella desde lo alto.

Torak se hallaba perdido en untúnel interminable, arrastrándose yjadeando. ¿Cómo se las habíaapañado Renn para cruzarlo, no una

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sino tres veces?Ya era de noche para cuando se

dejaron caer exhaustos sobre lanieve. Una noche ventosa de la lunaoscura, con el único resplandor delas estrellas para iluminarles elcamino, y ni rastro de Lobo.

«Al menos todavía no — pensóTorak— . Pero conseguirá salir. Sialguien puede salir de ahí, es Lobo.»

Tras el calor de las cuevas, elfrío se mostraba despiadado y losdientes les castañeteaban demasiadopara hablar, de modo que forcejearonpara desatar los hatillos de ropa y

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ponérsela a toda prisa.— El ópalo de fuego — musitó

Torak al fin— . Lo he visto caer, y hatocado roca. ¡Eso significa que losdemonios están libres!

Renn sólo asintió levemente conla cabeza. Se la veía pálida bajo laluz de las estrellas, y el cabellonegro la hacía parecer otra persona.

— ¿Has visto dónde ha caído?— insistió Torak— . ¿Lo ha recogidoalguno de ellos?

Renn abrió la boca y luego negócon la cabeza.

— Vamos — lo apremió— ,

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¡tenemos que llegar al bote de pielantes de que salgan!

Torak no supo si se refería a losDevoradores de Almas o a losdemonios. No se lo preguntó.

Avanzando a trompicones por lanieve, consiguieron rodear la faldade la montaña hasta el pilar depiedra. El Ojo de la Víbora estabacerrado, pero cuando llegaban a él,Torak vislumbró una forma menuda ypálida deslizarse a través de unarendija y alejarse corriendo. Elcorazón le dio un vuelco. ¡El ZorroBlanco había encontrado la salida!

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Se volvió hacia Renn y la viosonreír. Al menos uno habíaescapado.

A continuación, vieronescabullirse al glotón, por una vezmás concentrado en huir que enmorder a alguien. Luego emergió eláguila, para avanzar torpemente porla nieve antes de desplegar las alas yalzar el vuelo.

— Ve en paz, amiga mía— musitó Renn— . ¡Que tu guardiánvuele contigo!

Luego vino la nutria,deteniéndose un instante para

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dirigirle a Torak una penetrantemirada antes de dirigirse, velozcomo el rayo, montaña abajo. Yfinalmente, cuando Torak empezaba atemer lo peor, salió Lobo.

No le fue fácil colarse por larendija pero, una vez fuera, empezó asacudirse y a brincar con la lenguafuera, con la misma naturalidad quesi huyera de cuevas atestadas dedemonios todas las noches de suvida.

Cuando llegó ante Torak, seirguió sobre las patas traseras, leapoyó las delanteras en los hombros

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y le cubrió la cara de húmedoslametones.

Sin preocuparse lo más mínimode Devoradores de Almas odemonios, Torak le devolvió lossaludos. Luego corrieron los treshacia los trineos y Lobo describiócírculos alrededor de ellos, mientrasrecuperaban a toda prisa los fardos.

Se precipitaron montaña abajo,con Lobo deteniéndose para dejarque lo alcanzaran. Cuando llegaron ala bahía helada, los ayudó aencontrar el bote de piel, enterradobajo una capa de nieve reciente.

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Pero cuando el bote estuvo en elagua, cargado ya con sus cosas, yTorak y Renn hubieron ocupado sussitios en él, Lobo se negó a saltar alinterior.

— ¿No puedes obligarlo?— exclamó Renn.

Abatido, Torak vio la respuestaa esa pregunta en la posición de lasorejas de Lobo y la forma obstinadaen que había abierto las garras.

— No — repuso, y exhaló unsuspiro— . Odia los botes. Y serámejor que vaya por tierra. Nunca loalcanzarán.

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— ¿Estás seguro? — preguntóRenn.

— ¡No! — espetó Torak— .¡Pero es lo que va a hacer! — Porsupuesto que no estaba seguro;incluso en el Bosque, la vida de unlobo solitario era corta, pero ahífuera, en los hielos…

No hubo tiempo paradespedidas. Sus miradas seencontraron fugazmente, pero antesde que Torak pudiese decirle algo,Lobo se volvió y echó a correr, unrayo plateado sobre la nieve.

El sol despuntaba ya por la

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cima de la montaña cuando giraron elbote y partieron hacia el sur,hendiendo el agua con los remos. Porsuerte, el viento soplaba a favor yavanzaron a buen ritmo.

Cuando estuvieron fuera delalcance de las flechas, Torak giró elbote.

— Mira — dijo Renn.El flanco de la montaña seguía

sumido en sombras, pero, contra lanieve grisácea, Torak vio una sombramás oscura descender por la ladera.

— Demonios — dijo.Renn lo miró, y en la penumbra

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sus ojos parecieron más negros queel Mar.

— Hemos fracasado— concluyó ella— . Los demoniosandan sueltos por el mundo.

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Lejos de allí, en el confín

septentrional del Bosque, el sol salíasobre las Montañas Altas. Alrededordel campamento de los Cuervos, losabedules se estremecieron en sueños.

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— Demonios — dijo Saeunn, encuclillas sobre una estera de saucepara leer en las brasas— . Veodemonios que vienen del LejanoNorte. Una marea negra que ahoga atodo aquel que se interpone en sucamino.

Sólo Fin-Kedinn la oyó. La cazahabía sido buena y el resto del clandormía, con las panzas llenas deciervo rojo asado y puré de serbas.Pero el líder de los Cuervos y suhechicera habían permanecido todala noche sentados a la entrada de surefugio, mientras las estrellas

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palidecían y el cielo se tornaba grisy, en torno a ellos, el Bosque dormíabajo el resplandor silencioso de unafuerte nevada.

— ¿No hay duda, pues?— preguntó Fin-Kedinn— . ¿Es obrade los Devoradores de Almas?

Al mirar fijamente el fuego, lasvenas en la calva cabeza de lahechicera palpitaban comominúsculas serpientes.

— El espíritu del fuego nuncamiente.

Una brasa crepitó. La nievetamborileó al caer del abeto rojo

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encima de ellos. Fin-Kedinn alzó lamirada y se quedó muy quieto.

— Hemos llegado demasiado alnorte — opinó Saeunn— . Si nosquedamos aquí, no habrá nada entrenosotros y los demonios.

— ¿Y qué pasa con Renn yTorak? — preguntó Fin-Kedinn, sindejar de mirar el abeto.

— ¿Y qué pasa con el clan?— espetó Saeunn— . ¡Fin-Kedinn,tenemos que ir hacia el sur! Tenemosque dirigirnos hacia el Río Ancho yrefugiarnos en la Roca del Guardián.Allí puedo urdir hechizos para

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protegernos, tender una línea depoder en torno al campamento.

Ante el grave silencio de Fin-Kedinn, la hechicera añadió:

— Éste debe de ser el final deeso en lo que has estado pensando.

El líder arrastró la mirada devuelta a la hechicera.

— ¿Y en qué he estadopensando? — preguntó con talfrialdad que habría hecho palidecer acualquier otro miembro del clan. Porsupuesto, tratándose de Saeunn, suexpresión se mantuvo inalterada.

— No puedes conducirnos al

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Lejano Norte.— Oh, sin duda a ti no te

llevaría, hechicera. Me aseguraría deque te quedaras aquí, en el Bosque.

— ¡No pienso en mí, sino en elclan, como bien sabes!

— Lo mismo hago yo.— Pero…— ¡Basta! — Moviendo la

palma de arriba abajo, cortó en secola conversación— . ¡Cuando yo tediga cómo hacer hechicería, podrásdecirme cómo liderar mi clan!

Una vez más levantó la cabeza,y en esta ocasión no le habló a

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Saeunn, sino a la criatura que loobservaba desde el abeto rojo: elbúho real de orejas emplumadas yferoz mirada naranja que estaba allíposado observando, escuchando.

— No conduciré al clan másallá del Bosque — declaró Fin-Kedinn sin bajar la vista— . Lo juropor mis almas.

El búho real desplegó lasenormes alas y levantó el vuelo haciael norte.

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Torak y Renn remaban a buen

ritmo y, durante un rato, el alivio porhaber escapado de las cuevas leslevantó el ánimo. Era magnífico estarahí fuera y gozar del resplandor del

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hielo, el Mar y el cielo; oír losbreves aullidos tranquilizadores deLobo flotar hasta ellos desde el este(«¡Aquí estoy, aquí estoy!») yaullarle en respuesta.

— ¡Ahora ya nunca podránalcanzarnos! — exclamó Renn.

Le explicó a Torak cómo habíarajado los botes de piel de losDevoradores de Almas, y él se echóa reír. Lobo era libre y se dirigían devuelta al Bosque. Los Devoradoresde Almas y los demonios parecíanestar muy lejos.

Entonces, el día cambió

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súbitamente. Nubes silíceasoscurecieron el sol, la niebla avanzócon sigilo desde el Mar. A Torak ledolía la cabeza de agotamiento, ysentía el remo muy pesado en lasmanos.

— Tenemos que descansar— dijo Renn— . Si no, volcaremos onos estrellaremos contra una montañade hielo.

Torak asintió con la cabeza,demasiado exhausto para hablar.

Precisaron de todas sus fuerzaspara sacar el bote del agua yarrastrarlo a través del hielo hasta

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dejarlo al abrigo de una colinahelada, y luego para levantarlo sobrepuntales que hallaron en la orilla yamontonar nieve sobre él a modo derefugio improvisado.

Mientras trabajaban, Torakrecordó la súbita quietud de lahechicera de los Víboras. «¿Quéeres?», le había preguntado. Habíasentido la presencia de sus almas enel túnel de las ofrendas cuandoregresaban a su cuerpo, quizá inclusohabía sospechado que era un espírituerrante.

Desde muy lejos les llegó el

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profundo ulular de un búho real.Renn se detuvo con los mitones

llenos de nieve. Su rostro reflejabatensión.

— Nos siguen.— Ya lo sé — repuso Torak.El búho ululó de nuevo.Torak observó el cielo, pero no

vio más que niebla. Renn habíaentrado en el refugio y ahora estabasolo en medio del hielo. Los sonidosque percibía eran más audibles de lonormal: el gemido del viento, eldistante estrépito del hielo aldesmoronarse. Le dolía la cabeza y

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le picaban los ojos. Hasta el refugioy la colina le resultabanextrañamente borrosos.

Por el rabillo del ojo, captómovimiento. Se volvió en redondo.

Vio algo pequeño y oscuro, quese movía fugazmente de risco enrisco.

Sintió la boca seca. ¿Undemonio?

Deseó que Lobo estuviese allí,pero no lo habían oído aullar desdemedia tarde.

Desenfundando el cuchillo de supadre, fue a investigar.

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No había nada detrás de lacolina de hielo. Sin embargo, estabaseguro de haber visto algo.

Enfundó de nuevo el cuchillo yreptó para entrar en el refugio. Rennestaba ya acurrucada en el saco paradormir. No le dijo lo que había visto.

Estaban demasiado agotadospara machacar grasa que echar a lalámpara o para obligarse a tragarmás que unos bocados de carne defoca congelada. Renn se durmió alinstante, pero él permaneciódespierto, pensando en la formaoscura que saltaba de un risco a otro.

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Los demonios estaban ahí fuera.Los sentía minarle el ánimo, ahogarleel valor y la esperanza.

«Y es culpa tuya — se dijo— .Has fracasado, y ahora andan sueltos.Todo tu esfuerzo no ha servido denada.»

Despertó sintiéndose agarrotadoy dolorido. Tenía los ojos como sialguien se los hubiese frotado conarena. No se le ocurría ni una solarazón para levantarse. Los demoniosandaban sueltos, sí, pero no teníasentido defenderse.

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Fuera, Renn se movía de aquípara allá en la nieve. ¿Por qué teníaque hacer tanto ruido? Debía desaber que cada crujido de sus botasera otro carámbano que se le hundíaen la cabeza.

Para no tener que salir todavía,comprobó qué quedaba de sus cosas.En su precipitación por huir, habíadejado atrás el hacha y el arco, peroaún llevaba el odre de agua al cuello,la bolsita de la yesca y la de lasmedicinas en el cinturón, y elcuchillo de Pa a salvo en su funda. Elmango estaba curiosamente caliente

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al palparlo. Quizá era un presagio.Tal vez debía preguntárselo a Renn,lo cual no haría más que darle otraoportunidad de alardear sobrecuántas más cosas sabía que él. Sóloel pensar en ello lo llenaba de unafuria nada razonable.

Cuando ya no pudo postergarlomás, salió al exterior.

Durante la noche, el aliento delEspíritu del Mundo se había tragadoel mundo. El hielo, el Mar… se lohabía llevado todo. El viento habíaamainado. Sin él, el frío no era tanpenetrante, pero el retumbar del hielo

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al romperse sonaba próximo.«Eso es cuanto necesitamos

— pensó Torak— . Se acerca eldeshielo.»

— Tienes un aspecto horrible— soltó Renn— . Tus ojos…Deberías haberte puesto la viserapara la nieve.

— Ya lo sé — gruñó Torak.— Entonces ¿por qué no lo has

hecho?Qué crispante era su voz.

Siempre estaba dándole órdenes. Y,por supuesto, ella había llevado lavisera todo el día, porque jamás

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olvidaba nada.En medio de un irritable

silencio, desmontaron el refugio yllevaron el bote de piel hasta laorilla del hielo. Luego volvieron enbusca de sus cosas.

— Menos mal que se meocurrió rajar los botes — alardeóRenn— , o a estas alturas ya noshabrían alcanzado.

— Los botes pueden serreparados — respondió Torakmaliciosamente— . No los habrásretrasado mucho tiempo.

Renn puso los brazos en jarras.

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— Supongo que estaráspensando que podría haberlo hechomejor. Bueno, pues no tuve tiempo,¡porque tenía que ir a rescatarte!

— ¡Tú no me rescataste! — leespetó Torak.

Renn soltó un bufido.Para darle un auténtico motivo

de enojo, Torak le contó que losDevoradores de Almas losperseguían porque se habíaconvertido en espíritu errante ySeshru había sentido la presencia desus almas.

Renn se quedó atónita.

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— ¿Te transformaste en espírituerrante? ¿Y no me lo contaste?

— ¿Y qué? Te lo estoycontando ahora.

Renn guardó silencio.— De todas formas, te

equivocas — dijo al fin— . No nossiguen por eso.

— ¿Ah, no? ¿Qué te hace estartan segura?

— Es por el ópalo de fuego. Melo llevé. Por eso nos siguen.

— ¿Por qué no me lo contaste?— exclamó Torak.

— Te lo estoy contando ahora.

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Antes no tuve tiempo.— ¡Has tenido tiempo de

sobras! — gritó él.— ¡A mí no me grites!

— replicó Renn.Torak negaba con la cabeza.— Así que no sólo nos

persiguen los Devoradores deAlmas, sino también los demonios.

— Lo que sí hice fue encubrirlo— repuso ella a la defensiva— .Tengo hierbas, y lo metí en una bolsade pata de cisne que me dioTanugeak.

Torak hizo un aspaviento.

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— ¡Oh, genial, eso lo resuelvetodo! ¿Cómo has podido ser tanestúpida?

— ¿Y tú qué? ¡Fuiste tú quiense convirtió en espíritu errante!

Su voz resonó en el hielo. Elsilencio que se hizo después fue aúnmás audible. Siguieron mirándosefuriosos durante un momento,respirando agitadamente.

Torak se pasó la mano por lacara, como si acabara de despertar.

— ¿Qué estamos haciendo?— preguntó.

Renn negó con la cabeza para

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despejársela.— Son los demonios. Están

haciendo que nos peleemos.— Titubeó— . Creo que pueden olerel ópalo de fuego, o… sentir supresencia.

Torak asintió con la cabeza.— Debe de ser eso.— No, no, no es una

posibilidad. Me refiero a que sé quepueden hacerlo. — Renn se mordióel labio— . Anoche oí ruidos.

— ¿Qué clase de ruidos?Renn se estremeció.— Permanecía despierta para

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vigilar. Entonces oí a Lobo. Estabaaullando, de esa forma en que lo haceantes de salir de caza. Después ya nooí nada más.

Torak se alejó unos pasos yluego volvió junto a Renn.

— Debemos librarnos de él.— ¿Cómo? Tendríamos que

sepultarlo bajo tierra o piedra, y ahífuera no hay ninguna de las doscosas. ¡Sólo hay hielo!

Se miraron con expresiónsombría.

Renn abrió la boca parahablar… y un crujido ensordecedor

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hendió el aire, al tiempo que una finalínea negra zigzagueaba en el hielo aun palmo de sus botas.

Renn se miró los pies.El hielo de mar dio una

repentina sacudida y ella retrocedió,tambaleándose. La línea negra eraahora un canal de agua tan anchocomo la pala de un remo.

— Una grieta de la marea— dijo Torak, incrédulo.

El tiempo pareció transcurrirmás despacio. Vio que él estaba en elhielo firmemente sujeto a tierra, ellado en que también se hallaban el

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bote y las provisiones, mientras queRenn se encontraba en el otro lado,el que estaba resquebrajándose yseparándose.

— ¡Salta! — exclamó Torak.El témpano de hielo volvió a

sacudirse. Renn afirmó las piernaspara mantener el equilibrio.

— ¡Salta! — repitió Torak.Era tal su impresión, que el

rostro de la muchacha se mostrabainexpresivo.

— No puedo. Es demasiadotarde.

Estaba en lo cierto. La grieta

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tenía ya más de dos pasos de ancho.— ¡Iré a buscar el bote! — dijo

Torak. Corrió por el hielo hacia elbote de piel, dio un traspié y volvió arecuperar el equilibrio. ¿Por qué noveía con claridad? ¿Por qué susmiembros parecían no obedecerle?

Casi había llegado al botecuando éste se meció, ladeándose ydeslizándose con elegancia desde elhielo hasta el Mar. Con un grito,Torak se abalanzó por él, pero lasolas lo arrebataron de su alcance.Aulló de rabia y la Madre Mar lesalpicó agua salada a los ojos,

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riéndose de él.— ¡Torak! — La voz de Renn

sonó amortiguada por la niebla.Se puso en pie y quedó

horrorizado al comprobar cuánto sehabía alejado flotando.

— ¡Torak!Corrió hasta el borde del hielo,

pero no pudo hacer nada, aparte deobservar cómo el Mar se la llevaba yel aliento del Espíritu del Mundo secernía sobre ella.

Luego no quedó más quesilencio.

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El hielo tembló una vez más,

haciendo que Torak volviera en sí derepente. Tenía que apartarse delborde o él sería el siguiente.

La niebla era tan densa que

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apenas veía. ¿O quizá estabaempeorando su visión? En cualquiercaso, incluso aquella luz tan débilparecía clavársele en el cerebrocomo agujas candentes.

Aunque veía borroso, trató deencontrar las cosas que les quedaban.Aparte de lo que llevaba encima,había un cuchillo para la nieve, lossacos para dormir y nada de comida.Creía recordar haber visto a Rennmeter una bolsa de comida en el botede piel, y confió en que estuvieseequivocado, confió en que la llevaseconsigo…

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¿Los sacos para dormir? ¿Lostenía él los dos?

Oh, Renn.Al menos ella tenía su arco,

pero…Se detuvo en seco. Renn llevaba

el ópalo de fuego. Los demoniosirían tras ella.

Al acordarse de cómo le habíagritado, se sintió avergonzado.Llevarse consigo el ópalo de fuegoera lo más valiente que podría haberhecho. Además, había permanecidodespierta toda la noche, vigilando.

— Y tú no has hecho más que

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gritarle — dijo, asqueado.La niebla se arremolinó ante sus

ojos para fundirse en un punzanteborrón rojo. Entrecerró los ojos. Sepuso la mano delante de la cara. Elborrón rojo no cambió. No veíanada.

— Ciego por el resplandor dela nieve — dijo en voz alta, y laniebla le deslizó unos dedos gélidosen la garganta. Jamás se habíasentido tan vulnerable.

Hizo lo único que podía hacer.Se llevó las manos a los labios yaulló.

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Lobo no acudió ni mandó unaullido en respuesta, lo quesignificaba que allí donde estuvierano podía oírle, y conociendo el oídode Lobo, eso suponía que sin duda sehallaba muy lejos.

Torak aulló otra vez. Y otramás.

Silencio. No había viento. Sólolos insidiosos lengüetazos del Mar yun silencio horrible y al acecho.Imaginó formas oscuras saltando derisco en risco. Tuvo la sensación deque no estaba solo.

— Alejaos de mí — les susurró

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a los demonios.Creyó oír risas.— ¡Largaos! — gritó agitando

los brazos.Más risas.Con un sollozo, se dejó caer de

rodillas. Furioso, se enjugó laslágrimas que le llenaron los ojos.

Si Renn estuviera ahí, recurriríaa la bolsa de medicinas. Por algúnmotivo, aquella idea prendió en éluna pequeña chispa de valor.Quitándose los mitones, tanteó enbusca de su propia bolsita, encontróunas hojas de saúco por el olor y las

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masticó. Le picaron terriblementecuando se las aplicó en los ojos,pero se dijo que le estaban haciendobien.

Luego tuvo otra idea. Encontróel cuerno de medicinas de su madre yvertió en la palma un poco de sangrede tierra en polvo.

De pronto, el aire en torno a élse cargó de tensión. Quizá a losdemonios no les gustaba la sangre detierra.

Mezclando el polvo rojo consaliva hasta formar una pasta, trazólo que esperó que fuera la señal de la

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mano en su frente, recordandodemasiado tarde que debería habersequitado primero la sangre del búho.No sabía si eso impediría quefuncionara. Sólo sabía que la señalde la mano servía para procurarprotección, y él necesitaba toda laposible.

Se puso en pie con granesfuerzo y oyó claramente un siseo yel escarbar de unas garras. Tal vezretrocedían ante la marca del poder.

— Alejaos de mí — les dijocon voz temblorosa— . Aún no estoymuerto. Y Renn tampoco.

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Silencio. No sabía si loescuchaban o se burlaban de él.

A gatas, encontró los sacos paradormir y se los ató a la espalda;luego se ciñó el cuchillo de nieve alcinturón. Se obligó a pensar. Seacercaba el deshielo, de modo quetenía que ir tierra adentro. Desde allíiría en busca de Renn.

El día anterior, la corriente y elviento los habían llevado hacia elsur. El témpano de hielo también sedirigía hacia allí.

— Dirígete al sur — dijo en vozalta. Pensó que quizá el témpano

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quedaría varado en hielo firme y ellaencontraría el camino hasta la orilla.

Pero ¿dónde estaba el sur?Dio unos pasos, pero tropezó.

El hielo era muy irregular, con todosaquellos pequeños lomos…

De pronto cayó en la cuenta deque el viento formaba pequeñoslomos en la nieve… al soplar desdeel norte.

— ¡Gracias! — exclamó.También le dio las gracias a Inuktilukpor aconsejarle que hiciera unaofrenda. Al viento debían de haberlegustado aquellos colmillos de jabalí,

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o no estaría ayudándolo en aquelmomento.

Tanteando con los mitones,palpó la forma irregular del suelo.Luego se levantó y cuadró loshombros.

— Todavía no estoy muerto— gritó a los demonios— : ¡Todavíano estoy muerto!

Luego partió hacia el sur.

La marcha era exasperantementelenta. A veces oía un horrible crujidoy el hielo de mar se movía bajo suspies. Tanteaba el camino con el

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cuchillo para la nieve. Aun así, sitopaba con una zona de hielo fino,probablemente sería demasiadotarde.

¿Qué había dicho Inuktiluk? «Elhielo gris es hielo nuevo, muypeligroso… Permaneced en el hieloblanco.» Quizá era un buen consejo,pero desde luego no servía de muchosi uno estaba ciego y el próximo pasopodía llevarlo a una grieta deldeshielo.

Avanzó con esfuerzo. El frío leminaba las fuerzas y empezó asentirse débil de hambre. Necesitaba

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comer, aunque no tenía idea de cómopodría cazar sin arpón, arco, ni vista.

Al cabo de un rato, oyó elsonido de un aleteo cerca de él. Elcielo era una mancha rosácea, y nisiquiera consiguió distinguir unasombra oscura volando hacia él.

Los búhos vuelan en silencio,por lo que no podía tratarse del búhoreal. Aquel aleteo producía un siseointenso y regular que reconoció alinstante.

El cuervo voló más bajo paraobservarlo. Entonces, con ungraznido breve y profundo, se alejó

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volando.Sintió un temblor en el vientre.

El graznido había sonadoamortiguado, como si el cuervollevara comida en el pico. Quizáhabía encontrado algún cuerpo y sealejaba para ocultar su trofeo. Quizávolvía por más.

Poco después, lo oyó regresar.Aguzó el oído. Corrió hacia él.

Justo cuando perdía todaesperanza, oyó ladrar a un zorroblanco y luego los sonoros graznidosde los cuervos ante una presaabatida. ¡Carne! Por el fragor, había

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montones de ellos, de modo quedebía de tratarse de un cuerpogrande. Quizá el de una foca.

Se le atascó un pie en algosólido y cayó. Los cuervos seelevaron en el cielo en un frenéticobatir de alas y el zorro blancoprofirió cortos ladridos que sonaronsospechosamente a risas.

Torak tanteó para saber qué lohabía hecho caer. No era un pliegueen la nieve formado por el viento,sino un liso montículo de hielo dedos veces el tamaño de su cabeza.Confuso, encontró otro un poco más

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allá. Y luego había más, agrupadosen una doble hilera que se torcía.

El corazón empezó a latirle confuerza al comprender que en realidadno eran montículos, sino huellas. Lashuellas de un oso del hielo. Inuktilukle había contado que el peso del osoapretaba la nieve hasta dejarla biendura y luego el viento la diseminabaalrededor, dejando unas huellas depezuña perfectas y elevadas.

En su mente, Torak vio a la focadisfrutar del sol junto a su orificiopara respirar, ajena a la presenciadel oso del hielo que acecha sin que

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el viento le lleve su olor. El oso seacerca sigilosamente, ocultándosetras cada loma y montículo. Espaciente. Sabe esperar. Por fin lafoca se queda adormilada. El oso seprepara para la carga letal… La focaestá muerta antes de saber qué la haatacado.

Los cuervos habían reanudadoruidosamente su banquete, pues alparecer habían decidido que Torakno suponía amenaza alguna.

Pensó que si el gran osoanduviese cerca, no estaríanalimentándose. Ansiaba creer que era

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así. Y a juzgar por el ruido habíamuchísimos cuervos, además delzorro blanco; lo cual debía designificar que el oso había dejadocarne de sobras. Inuktiluk habíadicho que, cuando la caza era buena,los osos del hielo sólo se comían lagrasa y dejaban el resto.

Pero ¿y si volvía a estarhambriento? ¿Y si en ese precisomomento estaba acechándolo?

De pronto, los cuervos alzaronel vuelo. Algo los había asustado.

Torak sintió el pecho a punto deestallar. Hurgando dentro de la

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pelliza, sacó el cuchillo de su padre.Se imaginó al gran oso dándole

caza, posando sus enormes y peludaspezuñas silenciosamente en el hielo.

Se puso en pie. El silencio eraensordecedor. Se preparó y esperó aque la Muerte Blanca viniera por él.

Lobo lo derribó de espaldassobre la nieve y le cubrió la cara delametones.

A Lobo le encantaba sorprendera su hermano de carnada. Noimportaba con cuánta frecuencia lohiciera, Alto Sin Cola nunca sabía

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que venía, y Lobo nunca se cansabade repetirlo: el acecho, el salto, lacaída hasta quedar pezuñas arriba.

En ese momento, jugando amordisquearlo y meneando la cola(su cola recién cortada a la queestaba acostumbrándose conrapidez), se plantó encima de suhermano de carnada. ¡Estaba tancontento que bien podría habersepuesto a aullar! Cualquierpensamiento sobre demonios y sincola malvados y lobos extraños huyóde su cabeza. Tras pasar tanto tiempoaplastado y apretujado, ¡era libre

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para saltar y trotar! ¡Para sentir elFrío Suave Brillante bajo lasalmohadillas y el viento limpio en elpelaje! ¡Para jugar con su hermanode carnada!

Como ocurría con frecuenciacuando Lobo le tendía unaemboscada, Alto Sin Cola se mostróenojado y encantado a la vez. PeroLobo captó que en esa ocasióntambién sentía dolor.

¿Dónde estaba la hermana decarnada? Habían partido juntos en elpellejo flotante. ¿Se habría perdidoen el Agua Grande?

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Y Alto Sin Cola se mostrabaextrañamente patoso. Tras el primersaludo lleno de alegría, habíaarremetido con torpeza contra elhocico de Lobo y tratado de lamerlela oreja. Era muy raro. De prontomovió la pata delantera y le pegó enel hocico. Lobo se sorprendió. Nohabía hecho nada malo.

Agazapándose sobre las patasdelanteras, le pidió a Alto Sin Colaque jugara con él, pero le hizo casoomiso.

Lobo profirió un gañidoofendido y le lanzó a su hermano de

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carnada una mirada inquisitiva. AltoSin Cola miró fijamente, más allá deLobo.

Lobo empezaba a preocuparse.Una mirada como aquélla sólo podíasignificar que Alto Sin Cola estabaextremadamente molesto. Quizá Lobohabía hecho algo equivocado sinsaberlo.

Entonces tuvo una idea.Acercándose a saltos al cuerpo delperro-pez y dispersando a loscuervos, arrancó con los dientes unpedazo de pellejo, corrió de vueltacon él y lo arrojó a los pies de Alto

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Sin Cola para ver su reacción. «¡Ahítienes! ¡Juguemos un poco a que melo lanzas!»

Alto Sin Cola no hizo nada. Nisiquiera pareció saber que el pellejoestaba ahí.

Lobo se acercó a él. Alto SinCola tendió una pata delantera y letocó el hocico con torpeza.

Lobo observó aquella queridacara sin pelo. Los preciosos ojos delobo estaban arrugados y cerrados, ycaía agua de ellos. Con delicadeza,Lobo los olisqueó. No olían comodebían. Probó a lamerlos.

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Su hermano de carnada tragósaliva y le hundió la cara en elpescuezo.

De pronto, Lobo lo comprendió.Pobre Alto Sin Cola. No podía ver.

Para tranquilizarlo, se frotócontra su hombro, cubriéndole elpellejo exterior del reconfortanteolor a Lobo. Luego le dioempujoncitos con la cabeza a lapeluda pezuña delantera de Alto SinCola.

Éste se incorporótambaleándose sobre las patastraseras. Lobo esperó a que estuviera

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preparado y luego anduvo tandespacio como un lobezno reciénnacido.

Cuidaría de Alto Sin Cola. Loconduciría al cuerpo del perro-pez yesperaría pacientemente mientrascomía, porque él seguía siendo ellíder de la manada, así que tenía quecomer primero. Entonces, cuandoLobo también hubiese comido,llevaría a Alto Sin Cola en busca dela hermana de carnada.

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34

En el Bosque, la llegada de la

primavera era bienvenida; en elLejano Norte, siempre temida. AhoraRenn entendía el motivo.

Una montaña de hielo flotó

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hacia ella a través de la niebla, seladeó y cayó con estrépito al Mar,creando una ola que sacudió eltémpano en que ella se acurrucaba.Se tendió y esperó a que losbandazos pasaran.

Más allá, dos enormes losaschocaron entre sí: la mayor avanzósobre la más pequeña, obligándola ahundirse.

«Ésa podría haber sido yo»,pensó Renn. No tenía idea de adondela llevaba el Mar. No veía tierra.Sólo niebla y hielo que se alzabaimponente en letales aguas negras. El

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estruendo del deshielo la rodeabapor doquier. Oía el borbotearincesante del agua al fundirse, elcrujir y rechinar del hielo.

Su témpano era de unos veintepasos de ancho, y ella se hallabaagazapada en el centro, mirandofijamente el borde que la Madre Marroía más y más. El viento gemía y,pese a la visera de los ZorrosBlancos, le lloraban los ojos de frío.En la distancia, pero cada vez máscerca, oía la voz de trueno del río dehielo.

Se preguntó qué haría sin saco

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para dormir cuando llegara la noche.Recordó una historia que le habíacontado Tanugeak sobre cómo suabuela había sobrevivido a unaventisca. «Se quitó los mitones y sesentó sobre ellos, para impedir queel frío le entrara por abajo; luegometió los brazos dentro de la pellizay se encogió con la barbilla en lasrodillas, de forma que si se quedabadormida no cayera.»

Renn tomó ejemplo de la abuelade Tanugeak y se sintió más caliente,aunque estaba segura de que ella nose dormiría. Tenía que montar

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guardia por si la niebla se disipaba yvislumbraba la costa. Tenía quepermanecer alerta por si veía a losDevoradores de Almas en botes depiel. Y también debía estar pendientede los demonios.

El hambre y la sed laatormentaban, pero estaba resuelta ano tocar las provisiones.¡Provisiones! Un bocado de carnecongelada de foca y una vejiga conagua en un cordel en torno al cuello.Trató de no pensar en la bolsa decomida que había metido en el botede piel instantes antes de que todo

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ocurriera, al igual que intentabaolvidarse del demonio.

Estaba en el témpano, podíasentirlo. Sin embargo, tan sólocaptaba fugaces destellos deoscuridad, un repiqueteo de garras.

Se habría acercado de nohaberse borrado el «tatuaje ̂ deLiebre Alpina de la frente para trazarla señal de la mano, recordandoañadir las líneas de poder queemanaban del dedo medio. Habíapensado también en agregar lasMarcas de la Muerte, pero aún no erael momento.

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En la bolsa de pata de cisne, elópalo de fuego palpitaba con ardorfrío contra su esternón. Arrojarlo alMar sería la salida de un cobarde.Quién sabía qué maldades podíacometer allí. Y no había tierra opiedra bajo las que sepultarlo.

Oyó un súbito graznido de ocaen lo alto. Embutiendo los brazos enlas mangas, sacó el arco de su fundade pellejo de foca.

Demasiado tarde. Estaban fuerade su alcance.

— ¡Estúpida! — se increpó— .¡Deberías haber estado preparada!

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¡Siempre debes estar preparada!Se sentó a esperar que

aparecieran más presas. Observóhasta que le dolieron los ojos. Alfinal empezó a dar cabezadas.

El demonio estaba tan cerca quepodía olerlo. Le sacó la lengua parasaborear su aliento, su miradafuribunda la sumió en una ardientellama negra…

Despertó súbitamente con ungrito.

— ¡Apártate de mí! — vociferó.Una bandada de gaviotas

levantó el vuelo desde una montaña

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de hielo cercana. Buscó a tientas elarco, pero las gaviotas habíandesaparecido.

En algún lugar a sus espaldas, eldemonio soltó una risa socarrona.

— Habrá más gaviotas — ledijo Renn, confiando en que fueraasí. Pero no apareció ninguna.

Deslizó la mano sigilosamenteen la bolsa de medicinas. Dentro, ensu menguante provisión de hierbas,yacía el guijarro en que Torak habíapintado su tatuaje del clan el veranoanterior; se preguntó si él sospechabasiquiera que lo conservaba. Y ahí

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estaba también el hueso de urogallopara llamar a Lobo. Ansiabautilizarlo, pero, aun oyéndolo, nopodía llegar nadando tan lejos. Noharía más que ponerlo en peligro.

Sus pensamientos vagaron hastael otoño anterior, cuando Torakhabía tratado de enseñarle a aullar,por si alguna vez perdía el silbato.Renn no había sido capaz demantener una expresión seria y Torakse había enfadado y se había alejado,ofendido; pero cuando ella habíatratado de llamarlo para que volvieracon un aullido, le había sonado tan

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raro que Torak se había echado areír.

Intentó entonces lanzar unaullido tembloroso. No fue lobastante audible para llamar a Lobo,pero por algún motivo logró que sesintiera un poco mejor.

Si aparecían más gaviotas, teníaque estar preparada. Comprobó lasplumas de su mejor flecha de sílex;luego sacó todos los pedazos detendón que tenía en la bolsa decostura, los ató unos a otros ydespués al astil de la flecha.Finalmente engrasó el arco y la

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cuerda frotándolos con la carne defoca, resistiendo la tentación dezampársela toda. Mientras trabajaba,le pareció ver las ásperas manos deFin-Kedinn cubriendo las suyas. Élhabía hecho ese arco para ella, ytenía no sólo la resistencia del tejode que estaba hecho, sino tambiénparte de la fuerza de su tío. Sabía queno la decepcionaría.

Con la flecha dispuesta, selevantó la visera y se dispuso aesperar.

Detrás de ella, el demonioarañó el hielo para distraerla. Renn

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torció el gesto. ¡Que lo intente! Fin-Kedinn la había enseñado aconcentrarse. Cuando cazaba, nadaera capaz de distraerla, como lepasaba a Torak cuando seguía unrastro.

En la distancia, oyó los extrañosgraznidos de unos araos. Veníanhacia ella.

Su mente se llenó de dudas.«Están demasiado lejos y la cuerdano es lo bastante larga. Tienes lasmanos congeladas, no podrásdisparar recto…» Aun así, ignoró aldemonio y se concentró en la presa.

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Volaban bajo, como hacen losaraos, batiendo el aire con suspequeñas alas negras. Renn eligióuno y fijó la vista en él, a la esperade que pasaran las ráfagas de viento.

La flecha voló en línea recta yel ave cayó al Mar. Con un grito dejúbilo, Renn tiró de la cuerda pararecuperarlo.

El disparo sólo le había dado enla cola, y el animal estaba sufriendo.Murmurando su agradecimiento y sualabanza, Renn le deslizó la manobajo el ala y le oprimió el corazónentre los dedos para pararlo. Luego

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cortó las alas y le dio una a la MadreMar y otra al viento, para darles lasgracias por no haberla matadotodavía. Arrojó la cabeza al otroextremo del témpano para el guardiándel clan, y también le dio las graciasal arco frotándolo con un poco de lagrasa.

Finalmente, le rajó el vientre,sacó la pechuga caliente y púrpura yse la llevó a la boca. Sabía grasientay de maravilla. La fuerza del araopasó a ser suya.

Desplumó el cuerpo y se lo atóal cinturón, quedándose con las

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plumas para empendolar. El demoniohabía huido. Renn escupió un trocitode arao y sonrió. Sin duda eldemonio la prefería hambrienta ymiserable que bien alimentada ydesafiante.

Un cuervo descendió en picado,arrebató la cabeza del arao y levantóel vuelo para alejarse. Renn sintióuna oleada de orgullo. Los cuervosson de las pocas aves lo bastanteresistentes como para pasar elinvierno en el Lejano Norte. Estabaorgullosa de ser su descendiente, unmiembro de su clan.

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Quitándose la capucha, se frotóel cabello con nieve para borrar losúltimos restos del tinte negro deTanugeak. Volvía a ser ella misma.Renn, del Clan del Cuervo.

Trataba con tanto afán de ver lacosta que casi le pasó por alto.

En un instante el témpanodescribía un lento giro, y al siguientese oyó un crujido que casi la tiró alMar. Luego el bloque de hielo sedetuvo en seco.

De nuevo en pie, vio que habíaestado mirando en la dirección

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equivocada. Su témpano habíachocado con una compacta masa dehielo flotante. Entonces la niebla seabrió y el río de hielo se alzóimponente sobre ella.

Si conseguía cruzar aquellamasa de hielo, si conseguía llegar alhielo firme de la costa…

Y entonces ¿qué? El río de hielono tenía más que estremecerse y losriscos caerían sobre ella,aplastándola como a un escarabajo.

Ya pensaría en eso después. Porel momento tenía que alcanzar lacosta.

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Tras echarse el arco al hombro,bajó del témpano para subir a lamasa de hielo flotante. Ésta se mecióde forma alarmante y tuvo que saltaral siguiente pedazo, y luego alsiguiente, manteniéndose siempre enhielo blanco y sin detenerse nunca,tal como Inuktiluk le había enseñado.La masa de hielo estaba llena degrietas; un pie en el sitio equivocadoy acabaría en el Mar. Cuandoalcanzó lo que le pareció hielo firmede la costa, estaba empapada ensudor.

Se dobló en dos, demasiado

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aturdida para sentirse a salvo. Leresultaba difícil permanecer erguida,pues sus piernas se mecían aún alritmo del Mar.

Desde el sur, de lo másprofundo del río de hielo, le llegó unintenso martilleo, como gemidosextraños y rechinantes. Se incorporó.

El viento siseaba sobre el hielo.El frío era tan intenso que se lepegaban las pestañas.Inconscientemente, se llevó la manoa las plumas de la criatura de su clan.Aquel sitio le daba mala espina. Elfrío mortífero, las colinas heladas

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como colmillos al pie de losacantilados, tan hundidas en lapenumbra que casi parecían negras.

Con un respingo, advirtió queno eran las sombras lo que las hacíaparecer negras; era imposible, pueslos acantilados daban al oeste y elsol (ya bajo) incidía directamentesobre ellos. Aquellas colinas eranrealmente negras. Y en su centro seabría una sima fantasmal, como unbostezo. Una sima de hielo negro.

Se sintió extrañamente atraídahacia ella.

Trastabillando sobre el hielo de

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la orilla, se dirigió hacia las colinasnegras. Al acercarse, el hielo bajosus botas se tornó negro: hielo negroy quebradizo que crujía a cada paso.

Se inclinó para recoger unfragmento y lo aplastó con el mitón.Se fundió, sin dejar otra cosa quemotas negras. Al mirarse la palma,vio que las motas negras no eranhielo, sino piedra. Piedra de algunamontaña enterrada, absorbida por elpoderío del río de hielo.

Dejó caer la mano a un costadoy el agua le goteó con tristeza delmitón. Ahora entendía por qué el Mar

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la había llevado allí, al oscurovientre del río de hielo. Había hecholo imposible. Había encontrado unaforma de enterrar el ópalo de fuegoen piedra. Pero la única vida quepodía dar era la suya.

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Bajo el mitón, Torak sintió que

Lobo se estaba inquietando.Confiaba desesperadamente en

que el rastro que Lobo habíaencontrado fuera el de Renn, pero no

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podía estar seguro. Gran parte de lalengua de los lobos no consiste en lavoz, sino en gestos: una mirada, unacabeza que se ladea, un levemovimiento de las orejas. La cegueradificultaba sobremanera lacomunicación con Lobo. Y aunqueTorak había empezado a recuperarlalentamente, Lobo era todavía para éluna mancha grisácea..

El viento también se mostrabainquieto, le gemía en los oídos y letironeaba de la pelliza. Unas vocesagudas le llegaban desde ladistancia. ¿Demonios? ¿Espías de los

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Devoradores de Almas? O quizáRenn, que gritaba para pedir ayuda.

Lobo se detuvo tan bruscamenteque Torak casi cayó sobre él. Sintióla tensión en sus paletillas, cómoagachaba la cabeza para husmear elhielo. Se le encogió el corazón. Otragrieta. Habían cruzado ya tres, y lasituación era cada vez más difícil.

Sin más preámbulos, Lobo sesoltó de la mano de Torak y saltó.Torak oyó el susurrar de pezuñas alaterrizar en la nieve, y luego unladrido de ánimo. «¡Ven!»

El muchacho se descolgó del

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hombro los sacos para dormir y laparte del costillar de foca que habíacortado del cuerpo, arrojándoloshacia la sombra que era Lobo. Lotranquilizó oír un ruido sordo enlugar de un chapoteo.

Ahora venía la parte más difícil.No distinguía la grieta; podía ser decualquier tamaño, desde un palmo ados pasos de ancho. Era demasiadoarriesgado arrodillarse y palparlacon los mitones, pues su peso podíaromperla. Tendría que confiar en queLobo, capaz de saltar tres pasos confacilidad, recordase que su hermano

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de carnada no podía hacerlo.Otro ladrido y un gañido

impaciente. «¡Vamos!»Torak respiró hondo… y saltó.Aterrizó sobre hielo sólido,

tambaleándose terriblemente. PeroLobo estaba allí para ayudarlo arecobrar el equilibrio. Torak recogiólas cosas, puso la mano sobre elpescuezo de Lobo y continuaron.

A media tarde, y pese a losimpacientes empujones con el hocicode Lobo, tuvo que descansar.Mientras Lobo corría en ansiososcírculos, él se acurrucó sobre el

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hielo para arrancar carne delcostillar de foca. Su vista seguíamejorando, y ahora logró ver lacarne — en realidad, una mancharoja contra el borrón más rosáceo delhielo— . Tanteó en busca de lavisera de ojos de búho y se la puso.

Para su sorpresa, Lobo gruñópor lo bajo.

Quizá no le gustaban lasviseras.

— ¿Qué ocurre? — musitóTorak, demasiado cansado parahablar la lengua de los lobos.

Otro gruñido; no era hostil, sino

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de inquietud. Tal vez no se trataba dela visera. Quizá le disgustaba queTorak hubiese traído la carne, ya queatraería a cualquier oso del hielo queestuviese a menos de dos días decamino. Pero no tenía elección. Adiferencia de Lobo, no podíazamparse media foca y luego pasarhambre varios días.

Le dio otro apremiante empujóncon el hocico. «¡Vámonos!»

Torak exhaló un suspiro y sepuso en pie con esfuerzo.

El día siguió avanzando y Toraksintió aumentar el frío a medida que

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el sol descendía. De pronto fueincapaz de dar un paso más. Encontróuna colina de hielo y cavó a golpesde hacha un burdo refugio, lo rellenócon uno de los sacos y se metió en elotro.

Lobo también se deslizó alinterior y se tumbó a su lado, pesadoy deliciosamente caliente. Porprimera vez desde hacía días, Torakse sintió a salvo. Acompañando desu hermano, no había demonio,Devorador de Almas u oso del hieloque osara acercarse. Se quedódormido con el levísimo cosquilleo

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de unos bigotes en la cara.Despertó para encontrarse en la

oscuridad… y sin Lobo.Supo que no había dormido

mucho y, cuando salió del refugio,vio un vasto cielo negro reluciente deestrellas.

¡Lo vio! ¡La ceguera de la nievese había disipado!

Permaneció con el rostroalzado, empapándose de la visión deestrellas.

Mientras miraba, una gran lanzade luz verde recorrió como el rayo elcielo. Luego una lluvia de flechas

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brotó hacia lo alto y, de pronto,nuevos rayos de luz verde rompieronla oscuridad: resplandecientes,fundiéndose para reaparecer ensilencio.

Torak sonrió. Al fin. El árbolPrimigenio. Había crecido desde laoscuridad del Inicio para dar vida atodas las cosas: río y roca, cazador ypresa. Regresaba a menudo en lo máscrudo del invierno para iluminar loscorazones y avivar el coraje. Pensóen Pa y se preguntó si habríacompletado el Viaje a la Muerte yencontrado el camino de vuelta a sus

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ramas. Quizá en ese momento loobservaba desde lo alto.

En la distancia, se oyó ulular aun búho real.

A Torak se le pusieron lospelos de punta.

Entonces, mucho más cerca, oyóalgo deslizarse en el hielo.

Agachándose, sacó el cuchillo.— Déjalo caer — dijo Thiazzi.

— ¿Dónde está el ópalo de

fuego?— Yo no lo tengo.Un golpe en la cabeza lo hizo

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salir volando. Al aterrizar, se golpeóel pecho contra el hielo y se quedósin aliento.

— ¿Dónde está? — bramó lahechicera de los Búhos Reales,poniéndolo en pie de un tirón.

— ¡Yo… no lo tengo!El enorme puño volvió a

alzarse, pero Nef le agarró el brazo aThiazzi.

— ¡Lo necesitamos vivo ojamás lo encontraremos!

— ¡Se lo sacaré a golpes!— rugió el hechicero de los Robles.

— ¡Thiazzi! — exclamó Seshru

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— . ¡No conoces tu propia fuerza!¡Lo matarás!

El hechicero de los Roblesmasculló una maldición, pero bajó elpuño y dejó caer a Torak. Éste quedójadeando en el suelo, tratando deasimilar qué estaba ocurriendo.Incomprensiblemente, Lobo habíadesaparecido y ellos debían dehaberse acercado con sigilo en mitadde la noche. A unos pasos dedistancia, vio dos botes de piel sobreel hielo, con parches de pellejo defoca en los cascos. Ni rastro deEostra, pero a diez pasos de

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distancia había un búho real posadoen un carámbano, mirándolo conferoces ojos naranjas.

Al observar las difusas formasde los Devoradores de Almas, captóla discordia entre ellos: hilos detensión se extendían entre los trescomo una telaraña.

«Pues claro — se dijo— . Nocompletaron el sacrificio, de modoque no están protegidos del todocontra los demonios.» Se preguntó sipodría aprovecharse de ello.

— Registradlo — ordenó lahechicera de los Víboras— . Tiene

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que estar en alguna parte.Thiazzi y Nef agarraron a Torak

de la pelliza y se la quitaron porencima de la cabeza; luego lodespojaron del jubón y el resto de laropa, hasta que quedó desnudo ytemblando sobre el hielo.

El hechicero de los Robles sedio el malicioso placer de realizar labúsqueda despacio, agitando mitonesy botas, partiendo en dos el cuchillopara nieve, vaciando el cuerno demedicinas de Torak, de forma que elviento se llevó su preciada sangre detierra.

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— Aquí no está — dijo Nef,sorprendida.

— Lo ha escondido — repusoSeshru, y acercándose aún más,estudió el rostro de Torak. Su lenguapuntiaguda asomó para lamer loslabios— . Esos tatuajes son del Clandel Lobo. «El lobo vive.» ¿Quiéndemonios eres?

— Ya os… lo… he dicho— balbució Torak— . ¡No tengo elópalo de fuego!

Nef se inclinó para recoger elcuchillo de Pa.

— Vístete — le dijo a Torak sin

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mirarlo.Agarrotado por culpa del frío,

Torak se puso la ropa y trató derecuperar lo que quedaba de suscosas. Le habían vaciado la bolsa dela yesca y el cuerno de medicinas desu madre había perdido el tapón,aunque en el fondo de la bolsaencontró el fragmento que quedabade la raíz negra de los Devoradores.La deslizó dentro del mitón y cerró elpuño en torno a ella. No sabía porqué, pero tuvo la impresión de quepodía necesitarla.

Justo a tiempo. Thiazzi le agarró

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las muñecas y se las ató a la espaldacon un pedazo de cuerda de pellejo.Le apretó cruelmente el lazo y Toraksoltó un alarido. El hechicero Roblerió. Nef parpadeó, pero no hizointento alguno de detenerlo.

Torak advirtió que Thiazzillevaba la mano izquierdaprofusamente vendada con piel deciervo manchada de sangre, y que lefaltaban dos dedos. «Estupendo — sedijo, despiadado— . Al menos Loboconsiguió vengarse.» — ¿De dóndehas sacado esto? — preguntó Nef connerviosismo. Permanecía inmóvil,

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mirando fijamente el cuchillo quetenía en la mano. El cuchillo de Pa.

Torak levantó la barbilla.— Era de mi padre — dijo con

orgullo.Entre los Devoradores de

Almas se hizo el silencio. El búhoreal volvió la cabeza y mirófijamente.

— Tu… padre — repuso Nef,horrorizada— . ¿Era… el hechicerode los Lobos?

— Sí — contestó Torak— . Elhombre que te salvó la vida.

— ¡El hombre que nos

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traicionó! — espetó Thiazzi.Torak le lanzó una mirada de

puro odio.— ¡El hombre que descubrió

cómo erais! ¡El hombre al queasesinasteis!

— Su hijo — musitó Nef conceño— . ¿Cómo… te llamas?

— Torak.— Torak — repitió la hechicera

de los Murciélagos. Lo buscó con lamirada, y Torak supo que porprimera vez no lo veía como al«chico», el noveno cazador en elsacrificio, sino como a Torak, el hijo

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del hechicero de los Lobos.— «El lobo vive» — musitó de

nuevo la hechicera de los Víboras, ysus labios se curvaron en su feasonrisa— . De manera que ése es elsignificado. Menuda decepción.

El hechicero de los Robleshabía agotado su paciencia.Apartando a Seshru, agarró a Torakdel cabello y le echó atrás la cabezapara oprimirle el cuello con la hojade un cuchillo.

— ¡Dinos dónde has escondidoel ópalo de fuego o te corto el cuello!

Torak lo miró a los ojos verdes

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y vio que hablaba en serio.— Lo tiene la chica — susurró

— . La espíritu errante.— ¿Qué chica? — preguntó con

sorna Thiazzi.— ¿Un espíritu errante? — dijo

Nef con voz ronca.Torak miró a Seshru.— Ella lo sabe — dijo— . ¡Lo

sabe y no os lo ha dicho!Thiazzi y Nef miraron fijamente

a la hechicera de los Víboras.— ¿Lo sabías? — preguntó

Thiazzi con tono acusador, soltando aTorak con tanta fuerza que cayó de

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rodillas.— Se lo está inventando

— repuso Seshru— . ¿Acaso no loveis? Trata de enemistarnos.

— ¡Estoy diciendo la verdad!— exclamó Torak. Luego se dirigió aNef y Thiazzi— . ¡Sabéis que habíauna chica conmigo, tenéis que habervisto las huellas!

Las habían visto. Lo supo porsus rostros.

Nef se volvió hacia Seshru.— Hubo un momento en las

cuevas en que sentiste la presenciade almas. Pero nunca nos contaste de

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qué se trataba.— Lo sabía — insistió Torak

— . Sintió la presencia del espírituerrante, sintió que las almas errabanlibres entre cuerpos. — Estabaempezando a trazar un plan. Un plandesesperado y mortal, que podíaponerlos a él y a Renn en peligro.Pero no se le ocurría ningún otrocamino. Dijo en voz bien alta— : Lachica es la espíritu errante. Ella tieneel ópalo de fuego.

— Llévanos hasta ella— ordenó Nef.

— ¡Es una treta! — exclamó

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Seshru— . ¡Nos está engañando!— ¿Qué puede hacernos?

— gruñó Thiazzi.— Si me dejáis vivir

— propuso Torak— , os llevaréhasta el ópalo de fuego. Lo juro pormis tres almas.

En silencio, Seshru se deslizóhasta él y acercó su rostro al deTorak. Su aliento le calentó la piel.Sintió que se ahogaba en aquellamirada sin igual.

Lentamente, Seshru se quitó elmitón y alzó la mano.

Torak parpadeó.

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Los labios perfectos securvaron en una sonrisa, los dedosgélidos le borraron la señal de lamano de la frente.

— Ya no necesitarás esto— murmuró. Un largo índice le rozóla mejilla, pero asegurándose de quesintiera el frío de la uña— . Tu padretrató de engañarnos — musitó— , ylo matamos. — Se inclinó aún más yle susurró al oído— : Si me engañas,me aseguraré de que nunca te libresde mí.

Torak tragó saliva.— Os conduciré al ópalo de

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fuego. Lo juro.Nef se embutió el cuchillo de Pa

en el cinturón y miró fijamente aTorak con una expresión extraña ydifícil de interpretar.

— ¿Cómo?— El lobo — reveló Torak,

indicando con la cabeza las huellasde pezuñas que serpenteaban hacia elsur sobre el hielo— . Debemosseguir el rastro del lobo.

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Lobo se sentía como si

estuvieran despedazándolo.Tenía que encontrar a la

hermana de carnada. Tenía quesalvar a Alto Sin Cola de los

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malvados. Y tenía que dar caza a losdemonios para devolverlos a loProfundo. Pero no podía hacerlosolo, necesitaba ayuda. Sólo se leocurría una forma de encontrarla.Sabía que sería la acción mástemeraria que un lobo solitario podíaatreverse a hacer, pero tenía queintentarlo.

Corría a través de la relucientePenumbra. En lo alto, el Ojo BlancoBrillante estaba escondido, pero susmuchos lobeznos arrojaban su luzsobre la tierra.

Mientras corría, Lobo pensó en

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Alto Sin Cola y sintió un nuevomordisco de preocupación.¿Comprendería su hermano decarnada por qué se había ido?¿Esperaría su regreso, o se alejaríadando tumbos hasta caer presa delAgua Grande?

Era terrible pensar en ello, demodo que Lobo intentó perderse enlos sonidos y los olores que le traíael viento: los furtivos arañazos deuna perdiz blanca que ahondaba en sumadriguera para acurrucarse, losgruñidos del Gran Frío Blanco másadelante, el olor intenso y familiar de

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la hermana de carnada.Lobo siguió corriendo, sin

perder el rastro. Sabía que debíaencontrarla antes de pedir ayudacontra los demonios, aunque no sabíapor qué; tan sólo lo sentía en elpelaje, con esa inexplicable certezaque tenía a veces.

Ascendió a zancadas por unalarga cuesta y se detuvo en la cima.Ahí abajo. Estaba durmiendo ahíabajo en la oscuridad.

Un nuevo olor le invadió elhocico, erizándole el pelaje yhaciéndole hormiguear las garras.

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Demonios. El ansia de darles cazafluía caliente en sus miembros. Peroaún no. Y desde luego no él solo.

Girando sobre una pezuña, seprecipitó ladera abajo, por el mismocamino que había venido, y partió enbusca de ayuda.

La Penumbra avanzaba y élcorría incansable sobre el FríoSuave Brillante. Llegó a una tierrarota donde sauces raquíticos hacíanrepiquetear sus hojas secas al viento.Aminoró hasta avanzar al trote.

Las marcas de olor del lobolíder eran frescas, intensas y ricas.

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Eso le indicó a Lobo que los lobosextraños habían abatido una presarecientemente y que la manada noestaba lejos.

Se mantuvo cerca de las marcasde olor, lo que revelaría a los lobosextraños que había entrado en suterritorio a propósito y que estabaallí porque quería. Confiaba en queeso despertara su curiosidad más quesu enfado, pero no sabía si sería así.Ignoraba qué clase de lobos eran o,más importante aún, qué clase delíder tenían. Los lobos protegenferozmente sus territorios y casi

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nunca permiten a un lobo solitarioentrar en él; sólo en raras ocasionesuna manada permitirá a un extrañocorrer con ella, como hiciera Lobocon la manada de la Montaña, y AltoSin Cola con la manada de sin colasque olía a cuervo.

Las marcas de olor eran cadavez más intensas y frecuentes. Ya nofaltaba mucho.

En efecto.Los lobos blancos llegaron

corriendo a través de los sauces auna velocidad que hasta a Lobo lopilló por sorpresa. Formaban una

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manada grande y, como los lobos delBosque, corrían alineados tras lashuellas del líder. Eran ligeramentemás bajos que los lobos del Bosque,aunque más robustos. Lobo pensóque parecían muy fuertes.

Permaneció inmóvil, esperandoque se acercaran. El corazón lepalpitaba en el pecho, pero mantuvoaltas la cabeza y la cola. No debíaparecer asustado.

Se acercaron a él a través delFrío Suave Brillante.

El líder alzó la cabeza con gestoaltivo y la manada se desplegó para

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formar un anillo en torno a Lobo.Se detuvieron en silencio. Sus

pelajes relucían a la luz de loslobeznos del Ojo Blanco Brillante,sus alientos fluían como niebla. Losojos resplandecían con tonosplateados.

Lobo respiró con calma,tratando de fingir tranquilidad.

Muy tenso, el líder caminó hastaél. Tenía las orejas levantadas, lacola bien alta y el pelaje erizado.

Lobo echó las orejas un pocoatrás. Tenía el pelaje erizado, perono tanto como el del líder, y la cola

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estaba ligeramente más baja.Demasiado alta y parecería una faltade respeto por su parte; demasiadobaja, y lo tomarían por débil.

El líder clavó una miradasevera más allá de él, demasiadoorgulloso para mirarlo a los ojos.

Lobo volvió la cabezalevemente a un lado y su mirada sedirigió más abajo y hacia lo lejos.

Sin atreverse apenas a respirar,Lobo no cedió. Vio las cicatrices enel morro del líder y la punta mordidade una oreja. Aquel lobo habíalibrado muchas peleas, y ganado.

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El líder dio un paso más yolisqueó bajo la cola de Lobo; luegola corteza que la vendaba.Retrocedió de pronto, moviendo lasorejas para mostrar su asombro.Acercó el hocico al de Lobo, sinllegar a tocarlo, aspirando su olor.

Lobo inspiró a su vezprofundamente, saboreando elintenso y dulce olor del líder,mientras en torno a ellos los lobosblancos aguardaban en silencio.

El líder levantó una pezuñadelantera… y tocó con ella lapaletilla de Lobo.

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Lobo se puso tenso.El instante siguiente era

decisivo. O bien lo ayudarían… o loharían pedazos.

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Tras una noche espantosa en un

refugio de nieve cavado a toda prisa,Renn se sentó a esperar la llegadadel amanecer. Su último amanecer.No paraba de repetírselo

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mentalmente, para hacerlo real.Sabía que debería haber tenido

la valentía de acabar de una vezdurante la noche, pero no habíapodido hacerlo. Necesitaba ver elsol por última vez. Era una nochetranquila. No se oía más que elviento impaciente y un ocasionalestruendo cuando el río de hielo seagitaba en sueños. Las estrellasnunca le habían parecido tandistantes o frías. Ansiaba oír voces.Gente, zorros, lo que fuera. «Hambrede voces», lo llaman los clanes delnorte: cuando estás solo en el hielo y

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ansias más oír voces que sentir caloro comer carne, sencillamente porqueno quieres morir solo.

No era justo. ¿Por qué tenía queenterrarse ella en el hielo con losdemonios? Quería volver a ver aTorak, y a Fin-Kedinn, y a Lobo.

— Lo que tú quieras no importa— se dijo en voz alta— . Así son lascosas. — Su voz sonó vieja ycascada, como la de Saeunn.

Sobre el río de hielo, aparecióuna franja de carmesí oscuro: unaherida en el cielo.

Observó el carmesí tornarse

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naranja, y luego un amarilloresplandeciente. Basta de excusas.Se puso en pie. Sentía las Marcas dela Muerte tensas sobre la piel. Elópalo de fuego le pesaba en el pecho.Echándose al hombro su fiel arco,inició el camino hacia losacantilados.

Empezó a nevar. Copos blancosque moteaban el hielo negro, unaextraña e inquietante inversión decómo debían ser las cosas. El hieloera irregular. Tenía que abrirsecamino a través de crestas enormes ygrietas sin fondo. Un desliz y se la

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tragaría, sin esperanzas de volver asalir. Y debía internarse más, hastala sima negra justo debajo de losacantilados. Era allí donde learrebataría el hechizo encubridor alópalo de fuego y llamaría a losdemonios. Era allí donde losconduciría a las profundidades, a laoscuridad.

Se oyó un crujido ensordecedory, hacia el sur, parte de la pared delacantilado se desplomó. Grandesnubes de hielo le acribillaron la cara.Nada podía soportar el poder del ríode hielo. Ni siquiera los demonios.

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Se sacudió la pelliza y continuó.Ya era mediodía para cuando se

acercó a la oscuridad amenazante delos acantilados. Bajo la nieve quecaía, se encaramó a una cresta paramirar fijamente el tajo en el vientredel río de hielo.

«Ahí — se dijo— . Ahí quedaráenterrado para siempre.»

Torak llevaba caminando todala noche, siguiendo las huellas deLobo bajo el resplandor de laantorcha de junco de losDevoradores de Almas. Tras él, Nef

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y Thiazzi avanzaban pesadamentecon los botes de piel al hombro;delante iba Seshru, con la antorchaen una mano y la cuerda que lesujetaba a él las muñecas en la otra.En ocasiones, Torak sentía lasiniestra presencia de Eostra, aunquenunca la veía; pero cuando alzaba lavista, ahí estaba la forma oscura deun búho real, trazando círculoscontra las estrellas.

Le dolía el pecho, le pesabanlos pies. Se obligó a continuar. Nadaimportaba, excepto encontrar a Renn.Haciendo rechinar los dientes contra

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el dolor, retorció las muñecas hastaque el pellejo sin curtir le mordió lacarne. Tenía que dejar un rastro desangre. Formaba parte del plan.

Estaba amaneciendo. A la luzcenicienta, la tierra se veíaencorvada y amenazadora. Sintió quelos seguían.

O bien Lobo había vuelto o suplan estaba funcionando… aunquedemasiado pronto.

Seshru tironeó de la cuerda,haciéndolo precipitarse haciadelante.

Fingiendo dar un traspiés, Torak

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cayó de rodillas y se frotó lasmuñecas sanguinolentas en la nieve.

— ¡Arriba! — espetó Seshru,dando un tirón que lo hizo gritar.

— Oídlo lloriquear — se burlóThiazzi— . Como aquel lobo cuandole pisoteé la cola. Gimoteaba comoun lobezno.

«Pagarás por eso — se dijoTorak mientras se ponía en pie,tembloroso— . No sé cómo, peropagarás.»

Se acercaba el mediodía.Empezó a nevar. A través de la

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blancura voladora, Torak distinguióuna colina alargada y baja. Tras ella,oyó el estruendo del río de hielo; ymuy lejos hacia el sur, en el límitemismo de su capacidad de oír, losaullidos de unos lobos.

Seshru había llegado a lo altode la colina. Su rostro era taninexpresivo como una máscara con lavisera de ojos de búho, y la lenguanegra asomó levemente parasaborear el aire. Sonrió.

— Los demonios vienen haciaaquí.

Nef dejó caer el bote de piel y

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ascendió cojeando por la ladera.Cuando se quitó la visera, Torakquedó impresionado al comprobarcómo había envejecido en eltranscurso de una noche.

— Ahí — indicó la hechicerade los Murciélagos— . La chica estáahí abajo, a la sombra de losacantilados.

Renn se detuvo a veinte pasosde la sima, al abrigo de una cornisade hielo negro.

Sacando las manos de losmitones, extrajo la bolsa de pata de

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cisne de la pelliza. Le temblabantanto los dedos que necesitó variosintentos para aflojar el cuello de labolsa, pero al final lo consiguió y elópalo de fuego rodó sobre su palma.Permaneció allí apagado y sin vida,extrañamente más pesado que cuandolo llevara en la bolsa, y tan frío quele quemaba la piel.

«Ahora ya no podrías impediresto — se dijo— . Ni aunquequisieras hacerlo.»

Caían gruesos copos de nieveque le helaban la palma, peroninguno tocó el ópalo de fuego.

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En el corazón de la piedraparpadeó una chispa carmesí, quepronto se convirtió en llama. Unallama pura, firme, hermosa…

Cerrando los ojos, Rennprotegió la llama formando una jaulaen torno a ella con los dedos. Cuandovolvió a mirar, todavía relucía: unaluz carmesí que sangraba a través desu carne.

La nieve se le arremolinaba enel rostro. Bajo las botas, el hielonegro se estremeció. Levantó la manoy sostuvo en alto el ópalo de fuego.

El río de hielo se sumió en el

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silencio, el viento amainó hastaconvertirse en un susurro. Esperabanel siguiente paso.

Al principio fue sólo un rumordistante, un murmullo de ansia y odiotraído por el viento. Pero luegoaumentó hasta convertirse en unclamor estridente que penetró en lamente de Renn y le hizo flaquear elánimo. Los demonios estabanllegando.

Una flecha hizo añicos el hieloa un palmo de su cabeza.

— ¡No te muevas! — exclamóuna voz de hombre.

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Torak apenas la reconoció.El cabello rojo se mecía como

una antorcha en la nieve que searremolinaba, su rostro blancomostraba una belleza severa mientrassostenía el ópalo de fuego. Ya noparecía su amiga, sino más bien elEspíritu del Mundo en invierno: unamujer con desnudas ramas de saucerojo por cabellos, que recorríasolitaria la tierra nevada yaterrorizaba a todo aquel con quiense encontraba.

— ¡No te muevas! — volvió a

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bramar el hechicero de los Robles.— ¡Dispararemos! — advirtió

la hechicera de los Murciélagos.— ¡No puedes escapar!

— añadió la hechicera de losVíboras, insertando otra flecha en suarco.

— ¡Atrás! — exclamó Renn, ydio un paso hacia el borde de lasima, diez pasos por detrás de ella— . Hay grietas en todas partesalrededor de mí. ¡Si disparáis, loperderéis para siempre!

Los Devoradores de Almas sequedaron perplejos. Renn estaba a

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unos treinta pasos de ellos,perfectamente al alcance de susflechas, pero el riesgo era demasiadogrande.

Desesperado, Torak tiró de lacuerda que le sujetaba las muñecas ala espalda, pero no consiguióliberarse. Thiazzi había hundido laestaca bien profunda en el hielo.

Pensando a toda prisa, deslizóuna mano fuera del mitón, abrió elpuño y dejó caer la raíz negra sobreel hielo. Luego se retorció paraalcanzarla con los dientes. Rogó queno fuera demasiado tarde, que su

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plan funcionara contra todopronóstico y que…

Una sombra voló por encima deél.

— ¡Renn! — exclamó— .¡Encima de ti!

Renn ya lo había visto. Cuandoel búho real se precipitó en picadohacia ella con las garras extendidas,blandió el cuchillo y lo enviógritando hacia lo alto.

— ¡Atrás! — les advirtió a losDevoradores de Almas— . ¡Nopodéis detenerme!

— ¡Renn, no lo hagas!

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— suplicó Torak— . ¡No saltes!Entonces ella pareció verlo por

primera vez. Su rostro se contrajo yvolvió a ser Renn.

— ¡Torak! No puedo…Horrorizada, abrió los ojos

desorbitadamente al ver algo detrásde él, y Torak se volvió y vio, através del remolino de blancura, unamarea negra que avanzaba como lasombra de una nube sobre el hielo.

Demonios.Por un instante, Torak no pudo

más que observar la oscuridad queavanzaba hacia él. Después inclinó la

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cabeza, se metió la raíz en la boca ymasticó; sintió náuseas, pero seobligó a tragarla.

— ¡Renn! — exclamó— . ¡Nosaltes!

Renn titubeó. A través de lanieve lo vio arrodillado en el hielonegro, atado a una estaca y con lacapucha echada hacia atrás pararevelar su rostro magullado. LosDevoradores de Almas se hallabande pie a ambos lados de él. No teníala menor posibilidad, y sin embargola esperanza la hizo vacilar. Parecía

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tan seguro de sí mismo…Pero los demonios se acercaban

y los Devoradores de Almas tambiénavanzaban, echándosele encima.

Vio a Torak balancearse… yobservó horrorizada cómo palidecíade pronto, ponía los ojos en blanco ycaía hacia delante sobre la nieve.

«¡Levántate! — le ordenó ensilencio— . Haz algo, lo que sea.¡Sólo hazme saber que sigues vivo!»Torak permaneció inmóvil.

«Todo ha terminado — pensóRenn, incrédula— . Soy la única quequeda.»

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Sus dedos se tensaron sobre elópalo de fuego cuando empezó arecular, acercándose más a la sima.

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La bilis sabía amargo en la boca

de Torak, que yacía tendido en lanieve.

Con sus últimas fuerzas volvióla cabeza y vio a Renn retroceder

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hacia la sima y a los Devoradores deAlmas avanzar hacia ella. Entonceslos demonios pasaron rugiendo porencima de él. Captó sus ansias deposeer el ópalo de fuego y su terrorante los lobos que los perseguían: loslobos blancos del norte y el lobo grisdel Bosque, que les daban caza,incansables sobre la nieve, y queahora cruzaban como rayos el hielo,abatiéndolo todo a su paso.

— Lobo… — masculló Torak,pero sus labios se negaron amoverse. Sentía retortijones en lasentrañas, el mareo le llegaba en

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oleadas.Justo antes de caer en la

oscuridad, vio volverse a lahechicera Víbora, con la boca flojade terror. Allí mismo, en la orilla dela masa de hielo flotante, un enormeoso blanco surgió con una explosióndel Mar.

Tras encaramarse a la masa dehielo, se sacudió el agua del pelaje yavanzó saltando hacia los hechiceros,que temblaban ante él y cuyo terrorapestaba en el viento.

La hechicera de los Víborasvaciló con una flecha en el arco.

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Miró el oso y luego el cuerpo caídode Torak, y su rostro se contrajo defuria.

— ¡El chico! ¡El chico es elespíritu errante!

Con solo blandir una pezuña, eloso la envió por los aires,aterrizando violentamente en el hielo.El animal saltó entonces sobreaquella negrura que crujía,empapándose de los olores que elviento le traía. La rabia delhechicero de los Robles, el terror deRenn… Ante él, la hechicera de losMurciélagos huyó y los demonios se

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separaron como un río. Su rugidollenó el cielo, su bramido salpicóhielo. ¡Era invencible!

Torak sintió la furia del oso delhielo como si fuera suya, sintió lasansias de sangre ahogarlo en unamarea incontenible. Luchó porconquistarlo… Y perdió.

Las ansias de matar lorecorrieron en oleadas, las mismasque había sentido mientras seguía elrastro de sangre sobre la nieve.Destrozaría a sus presas: aquellosseres malvados que osaban invadirsu hielo, la muchacha del cabello

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llameante… Se daría un festín consus corazones calientes y tiernos, ¡losmataría a todos!

A su espalda, el malvado decabello pálido blandió un armainsignificante. Lo apartó de undesdeñoso zarpazo, deleitándose enel angustiado aullido de la presa.

Todos lloriqueaban ycorreteaban. Se preparó para matar,pero de pronto un gran lobo gris seinterpuso entre sus presas y él. Leplantó cara, enseñando los dientes enun gruñido.

El oso bramó su ira. Se levantó

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sobre las patas traseras y golpeó elhielo con las delanteras, volviendo lacabeza y rugiéndole al lobo.

Éste no cedió terreno, no letenía miedo. Sus ojos ambarinosestaban fijos en el oso: firmes eintensos como el mismo sol.Atravesaron la oscuridad de lasalmas del oso y encontraron a Torak,vieron sus almas y lo llamaron. Conuna agónica sacudida, se liberó delas ansias de sangre, reconoció aLobo y volvió a reconocerse a símismo. Torak había doblegado lasalmas del oso del hielo a su antojo.

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Thiazzi todavía se hallaba anteél, de rodillas, con el brazo roto ydesarmado.

Torak vaciló. Tenía a unDevorador de Almas a su merced,podía matarlo con un solo chasquidode sus terribles mandíbulas. Peroahora no era el deseo de sangre deloso lo que lo guiaba, sino el suyopropio. Sería él mismo quienasestara el golpe mortal, con elpoder del mayor de los cazadores asus órdenes. Y deseaba matar. Elhechicero de los Robles habíatorturado a Lobo y tratado de matar a

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Renn, y también le había dado caza asu padre hasta la muerte. ¡Oh, cómodeseaba acabar con él!

Pero los ojos ambarinos deLobo seguían mirándolo, y de prontosupo que si mataba al Devorador enese momento, se volvería como unode ellos.

Con un rugido ensordecedor, seirguió una vez más sobre las patastraseras, alzándose imponente sobreel hechicero de los Robles. Y conotro rugido se dejó caer, paragolpear el hielo de formaensordecedora. ¡No mataría!

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En el instante en que se negó amatar, vio a Renn tambalearse haciala sima, dispuesta a saltar. Vio a lahechicera de los Murciélagos cojeartras ella, arrebatarle el ópalo defuego de la mano y lanzarse desde elborde con tanta fuerza que salióvolando.

Entonces la hechicera se volviócon expresión de amargo triunfo ygritó al cuerpo de Torakdesmadejado en el hielo:

— ¡He saldado mi deuda!¡Díselo a tu padre cuando teencuentres con él! ¡He saldado mi

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deuda!Cayó hacia el abismo, los

demonios profirieron un aullidodesgarrador y se lanzaron tras ella.El río helado gimió y el hielo negrose desmoronó, cerrando la sima parasiempre. Finalmente la luz del ópalode fuego quedó extinguida.

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Torak despertó sobre el hielo,

tendido boca arriba.La cabeza le daba vueltas y se

sentía mareado. No obstante, losúltimos copos de nieve le caían con

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suavidad en la cara y el cielomostraba una claridad que le revelóque los demonios se habían ido.

Renn estaba sentada a su lado,con la cabeza apoyada en lasrodillas. Estaba temblando.

— ¿Te encuentras bien? — lepreguntó él.

La muchacha se incorporó.Estaba muy pálida, y llevaba unaMarca de la Muerte en la frente queno había visto antes.

— Sí — musitó— . ¿Y tú?— Sí — mintió Torak. Cerró

los ojos y las visiones se

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arremolinaron en su cabeza. Lahechicera de los Murciélagos alborde del abismo; el hechicero delos Robles suplicando ante él; élmismo, el oso del hielo, dispuesto amatar…

— Los Devoradores de Almasse han ido — dijo Renn— . Tomaronsus botes de piel y huyeron. Por lomenos eso creo. — Le contó cómo sehabía arrastrado para ponerse asalvo justo antes de que el hielo sedesmoronara, y cómo, cuando lasnubes de nieve se habían disipado, lahechicera de los Víboras y el

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hechicero de los Robles habíandesaparecido. Lo mismo habíaocurrido con la hechicera de losBúhos Reales y los lobos blancos.

Torak abrió los ojos.— ¿Dónde está Lobo?— No ha ido lejos. — Tironeó

del pelo de su mitón— . El me ayudóa encontrarte. Yo no veía por culpade la nieve, y entonces lo oí aullar.Ha sido horrible. Creí que estaballorando tu muerte.

— Lo siento — musitó Torak.— La hechicera de los Víboras

— dijo Renn con voz trémula—

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sabe que eres un espíritu errante.— Sí.— Así pues, ahora lo saben

todos.— Sí.Estremeciéndose, la mirada de

Renn se perdió a lo lejos.— ¿A qué se refería la

hechicera de los Murciélagos aldecir que había saldado su deuda?

Torak le contó que en unaocasión su padre había impedido quela hechicera se quitara la vida.

— Entiendo — repuso Renn, yle puso algo pesado en la mano— .

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Toma. Esto es para ti.Era el cuchillo de pizarra azul

de Pa.— Cuando ella me empujó

— explicó Renn— , debió demetérmelo en el cinturón. No me dicuenta hasta después.

Los dedos de Torak se cerraronsobre el mango.

— No era del todo mala— murmuró— . No hasta la médula.

Incrédula, Renn lo miró yexclamó:

— ¡Era una Devoradora deAlmas!

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— Pero hizo cuanto pudo porreparar el mal que había causado.

Torak pensó en las almas de lahechicera, atrapadas en el hielonegro con los demonios. Pensóasimismo en la menuda sombra negraque había visto elevarse del hombrode Nef justo antes de que saltara.Había mandado alejarse a suadorado murciélago para que nopereciera con ella.

— Eras tú, ¿no es así?— musitó Renn— . Tú eras el osodel hielo. Tu espíritu errante penetróen el oso del hielo.

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Torak la miró a los ojos, perono dijo nada.

— ¡Torak, podrías no habersalido nunca de él! ¡Podrías habertequedado atrapado para siempre!

Él se incorporó sobre un codo,dolorido.

— No podía hacer otra cosa.— Pero…— Fuiste tú la que lo arriesgó

todo, la que estaba dispuesta a dar suvida para que el ópalo de fuegoquedara enterrado. Has sido muyvaliente… No consigo imaginarmehaciendo algo así.

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Renn frunció el entrecejo y searrancó más pelos del mitón. Luegose encogió de hombros.

— Tampoco podía hacer otracosa.

Guardaron silencio. Renn tomóun puñado de nieve y se borró laMarca de la Muerte de la frente.Luego se dedicó a limpiarle lasheridas en las muñecas a Torak.

— ¿Y si no hubiese acudidoningún oso del hielo? — preguntó— .¿Qué habrías hecho entonces?

— Mi espíritu errante habríaentrado en Thiazzi — respondió él

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sin titubear— , o en Seshru. No iba adejarte morir.

Renn parpadeó.— Me has salvado la vida. Si

no hubieses…— Lobo nos ha salvado — la

interrumpió Torak— . Ha dado cazaa los demonios y me ha impedidomatar a Thiazzi. Él nos ha salvado atodos.

Como si lo hubiesen llamado,Lobo apareció corriendo por elhielo, resbaló, recobró el equilibriocon un diestro movimiento de su colaacortada y se deslizó hasta detenerse

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con una lluvia de nieve. Entoncessaltó sobre Torak y le lamió la carade abajo arriba.

Torak deseó hundir la cara en elpescuezo de Lobo y llorar hasta quese le rompiera el corazón, llorar porla hechicera de los Murciélagos, porsí mismo, y, de forma un pococonfusa, también por su padre.

— Toma — dijo Renn,tendiéndole un pedazo de carne defoca.

Torak se sorbió la nariz, agarróla carne y trató de incorporarse hastasentarse, pero el dolor en el pecho le

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hizo esbozar una mueca.— ¿Estás herido?— No, sólo me he caído. Me he

magullado el pecho.— ¿Quieres que le eche un

vistazo?— No — se apresuró a

contestar— . Estoy bien.Renn no pareció satisfecha,

pero volvió a encogerse de hombrosy se alejó para dejarle un pedazo decarne al guardián del clan. Cuandovolvió, le dio otro trozo a Lobo,quedándose el último para sí.

Comieron en silencio,

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observando cómo el sol se hundíapaulatinamente hacia el Mar. Elviento había amainado y el río dehielo estaba dormido. Era una tardetranquila. Torak observó a un cuervosolitario remar a través del inmensocielo blanco, y fue súbitamenteconsciente de lo lejos que estabandel Bosque.

Miró a Renn y vio que ellaestaba pensando en lo mismo.

— No tenemos comida, grasa nibote de piel — dijo la joven— .¿Cómo, en el nombre del Espíritu,vamos a volver a casa?

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Fue así como Fin-Kedinn e

Inuktiluk los encontraron cuandollegaron del sur en sus botes de piel:Torak y Renn acurrucados juntossobre la nieve, y Lobo montandoguardia a su lado.

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Tras el primer instante de

perplejidad, Renn había proferido unsollozo ahogado y se había arrojadoal cuello de su tío. Éste permanecióde pie en el hielo y la abrazó, y Renn

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aspiró su familiar aroma a piel dereno y Bosque.

Le contó a su sobrina que habíatomado prestado un bote de piel delClan del Águila Pescadora, paramantenerse en las aguas navegablesentre las rocas aisladas y la costa,hasta llegar al campamento de susviejos amigos, los Zorros Blancos.

— ¿Y el resto del clan?— preguntó Renn, enjugándose lanariz en la manga.

— De vuelta en el Bosque.— ¿En el Bosque? O sea, que

has…

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— Venido solo. Pensé que túme necesitabas más que ellos.

Renn estaba hecha un ovillo ensu bote de piel, maravillosamentecálido bajo el saco para dormir deinvierno de piel de reno blanca.Torak iba en el bote de Inuktiluk yLobo corría a su altura por el hielo.

Al cabo de un rato, Renn le dijoa Fin-Kedinn, que iba delante en elbote:

— Sigo sin entender a losDevoradores de Almas. Torak diceque pretenden lograr que todos losclanes sean iguales, pero es que ya lo

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son. Todos vivimos según lasmismas leyes.

Fin-Kedinn volvió la cabeza.— ¿De veras? Dime, desde que

estás en el Lejano Norte, ¿qué hascomido para sobrevivir? ¿Foca?

Renn asintió con la cabeza.— ¿Y qué comen las focas?Renn soltó un bufido.— ¡Peces! Son cazadores. No

se me había ocurrido.Fin-Kedinn viró para esquivar

un pedazo de hielo negro.— Los clanes del hielo viven

como lo hace el oso del hielo. Tienen

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que hacerlo o no sobrevivirían.Algunos clanes del Mar actúan de lamisma forma. En el Bosque esdistinto. Eso es lo que losDevoradores de Almas quierencambiar.

Renn escuchaba con airepensativo.

— Le dijeron a Torak quehablaban en nombre del Espíritu delMundo, pero…

— Nadie habla en nombre delEspíritu del Mundo — repuso Fin-Kedinn.

Después de eso guardaron

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silencio.Era un día nublado, y el cielo

estaba cargado de nieve. Lasgaviotas describían círculos en loalto. Un zorro pasó trotando por elhielo, olió a Lobo y huyó. Rennobservó el remo de Fin-Kedinnhender el agua y empezó a entrarlesueño.

Las animosas abejas habíanvuelto. Tendió una mano paratocarlas y rió cuando le rozaron losdedos. Entonces desaparecieron y sequedó sola en una montaña alta, yunos ojos rojos se acercaban a ella

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en la oscuridad…Soltó un grito.— Renn — la llamó Fin-Kedinn

con voz queda— . Despierta.Renn entrecerró los ojos para

protegerlos de la luz.— He tenido un sueño.El líder de los Cuervos

equilibró el bote hundiendo unextremo del remo y luego se volvióen redondo para mirarla.

— Los Devoradores de Almas— susurró— . Has estado cerca deellos, ¿no es así?

Renn contuvo el aliento.

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— Antes no eran más quesombras, pero ahora los he visto.Thiazzi, Eostra, la hechicera de losMurciélagos… Seshru.

Se miraron a los ojos.— Cuando lleguemos al

Bosque, cuéntamelo todo — dijoFin-Kedinn— . Aquí no.

Renn asintió, más tranquila.Todavía no estaba preparada parahablar de lo ocurrido. No queríarememorarlo.

Fin-Kedinn asió el remo ysiguieron adelante.

Inuktiluk guiaba su bote junto al

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de ellos. Torak estaba sentado trasél, y Renn trató de buscarlos con lamirada, pero él no la vio. Con elcabello corto y el flequillo se le veíainquietantemente extraño.

Se había mostrado muyreservado desde la lucha en el hielo.Al principio Renn pensó que sedebía a lo que había presenciado enlas cuevas. Ahora se preguntaba sihabría algo más, algo que aún no lehabía contado.

Poco después, le dijo a Fin-Kedinn:

— Aún no se ha acabado,

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¿verdad?Una vez más, el líder de los

Cuervos se volvió para mirarla.— Nunca se acaba — concluyó.

Lobo estaba tan preocupado

como el propio Alto Sin Cola. Demodo que en ese momento, en lo máshondo de la Penumbra, Lobo decidióacercarse a la gran Guarida blancade los sin cola que olían como zorrosy asegurarse de que su hermano decarnada estuviese a salvo.

Por suerte, se habían llevadolos perros a cazar y pudo colarse en

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la Guarida sin que nadie lodescubriera. Una maraña de olores lellenó el hocico: reno, perro-pez, sincola, zorro, baya de arrayán, y entreellos también el de su hermano decarnada.

Alto Sin Cola dormía hecho unovillo en su pellejo de reno, espaldacontra espalda con la hermana decarnada. Su expresión era ceñuda yse estremecía de vez en cuando.Lobo captó la intensidad de supreocupación. Alto Sin Cola tratabade hacer una elección con respecto aalgo. Estaba asustado, no sabía qué

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hacer. Eso era todo cuanto Loboentendía.

Por el momento, sin embargo, suhermano de carnada parecía a salvocon los otros sin cola, de modo quecentró su atención en los atrayentesaromas que llenaban la Guarida. Lavejiga de un perro-pez le resultóespecialmente interesante, hasta quela mordió y salió un chorro de algolíquido. Entonces encontró una bolacolgante de pellejo y le dio un golpecon la pata. Soltó un gorjeo. Al miraren el interior, Lobo se sorprendió alver una pequeña cría de sin cola

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alzar la vista hacia él. Le lamió lanariz y la cría soltó un gritito dealegría.

Luego olió la carne de perro-pez que colgaba de una rama enmedio de la Guarida. En torno a ella,los sin cola resoplaban en sueños.Estirando el cuello, apresó la carnecon delicadeza entre las fauces y ladescolgó. Estaba a punto demarcharse cuando captó el brillo deunos ojos.

De todos los sin cola, el lobolíder de la manada de cuervos era elmás respetado por él. Sólo ese sin

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cola tenía un sueño tan liviano comoun lobo normal, y se despertaba concualquier susurro. Y en ese momentoestaba despierto.

Lobo echó atrás las orejas ymeneó la cola, confiando en que ellobo líder no hubiese visto la carneentre sus fauces.

Pero sí la había visto. No gruñó.No era necesario. Simplemente cruzólas patas delanteras sobre el pecho yobservó a Lobo. Éste lo entendió,dejó la carne en el suelo y salió de laGuarida.

De nuevo en la Penumbra,

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encontró un lugar en el Frío SuaveBrillante y se hizo un ovillo. Ahoraya sabía que Alto Sin Cola estaba asalvo, al menos por el momento,porque el líder de la manada de loscuervos lo vigilaba.

En un claro en el Bosqueresplandecía la luz del fuego yflotaban en él los embriagadoresaromas del humo de leña y la carneal asarse. La grasa siseaba sobre lasllamas.

— ¡El primer fuego de verdadque hemos tenido en media luna!

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— exclamó Renn.Tras el mortecino resplandor de

las lámparas de grasa de los ZorrosBlancos, era maravilloso podercalentarse ante un fuego de troncoslargos de los Cuervos como eradebido. Un pino entero ardía en elcentro del claro, con las llamasalzándose hasta donde un hombre nopodía llegar saltando, las brasas lobastante ardientes como paraquemarte las cejas si te acercabasdemasiado.

Mucha gente de otros clanes sehabía unido a los Cuervos en las

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riberas del Palo de Hacha, paracelebrar el regreso de los viajerosdel Lejano Norte y la derrota de losdemonios. Todos habían traídocomida. Los Jabalíes habíanaportado una ijada entera de caballode bosque, que habían asado en unhoyo (entre muchas discusiones debuen talante sobre si la leña de abetorojo o la de pino daba mejor sabor).Los Nutrias habían traído deliciosospasteles de arándano rojo y harina dejunco, así como un estofado de saborextraño hecho a base de hongossecos de la ciénaga y patas de rana,

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que no le había gustado a casi nadie,a excepción de a ellos mismos. Porsu parte, los Sauces trajeronmontones de arenque salado y variospellejos llenos de caldo de serbal,famoso por su sabor intenso; y losCuervos aportaron grandes rollos desalchichas de intestino de uro rellenode una deliciosa mezcla de sangre,tuétano y avellanas machacadas.

A medida que avanzaba lavelada, todos acabaron arrebolados ylocuaces. Los perros correteabanllenos de excitación, y los árbolesque quedaban se inclinaban hacia el

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fuego para calentarse las ramas yescuchar las conversaciones.

Torak no había bebido tantocomo los demás, pues no quería quesus almas vagaran. Había hechocuanto había podido por participaren las chanzas y las historias de caza,pero sabía que no era muy buenopara esas cosas. Incluso antes delLejano Norte, no había pertenecidorealmente al clan, y ahora se le hacíamás duro. La gente no dejaba demirarlo y susurrar.

— Dicen que ha pasado díasenteros con los Devoradores de

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Almas — le susurró una niña Jabalí asu madre.

— ¡Chist! — siseó la madre— .¡Va a oírte!

Torak fingió que no lo habíahecho. Estaba sentado en un troncojunto al fuego, observando a Fin-Kedinn cortar tajadas de caballo yponerlas en cuencos; a Renn arrugarla nariz al pescar una pata de rana ensu cuenco, y echársela a hurtadillas aun perro que esperaba. Se sentíadistinto de ellos. No sabían quéocultaba, y él no sabía cómodecírselo.

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Sólo Inuktiluk parecía teneralguna idea de lo que lo atormentaba.Cuando se hallaban juntos en el hielosu última mañana en el Lejano Norte,el cazador del Zorro Blanco se habíavuelto hacia él para decirle: «Tienesbuenos amigos entre los Cuervos. Note precipites en dejarlos cuando estésde vuelta en el Bosque.»

Torak se había sorprendido.¿Cuánto sabía, o sospechaba,Inuktiluk?

El rostro redondo habíaesbozado una sonrisa teñida detristeza.

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«A mí me parece que eres comoel oso negro del hielo, que apareceuna vez cada mil inviernos. Quizánunca encuentres la paz, pero harásamigos por el camino. Y muchastierras se conocerán por tu nombre.— Luego se había llevado ambospuños al pecho para inclinarse yañadir— : Buena caza, Torak. Y quetu guardián corra contigo.» En elclaro, la comida había dado paso alos cánticos y los relatos. De pronto,Torak no pudo soportarlo más.Cuando nadie lo miraba, se escabullóhacia su refugio.

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Tendiéndose en la estera desauce, miró fijamente el fuego queardía a la entrada, preguntándose quédebía hacer.

— ¿Qué te ocurre? — preguntóRenn, y su amigo dio un respingo.

De pie al otro lado del fuego, aTorak le pareció que estaba tanasustada como él mismo.

— No estarás pensando enmarcharte, ¿verdad?

Torak vaciló.— Si lo hiciera, te lo diría

primero.Recogiendo un palo, Renn atizó

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el fuego.— ¿De qué tienes miedo?— ¿Qué quieres decir?— Hay algo, puedo sentirlo.Torak no contestó.— Muy bien — concluyó Renn,

tirando el palo— . Lo adivinaré. Enlas cuevas tenías sangre en la frente.Dijiste que estaba mancillada. ¿Tehicieron formar parte del sacrificio?

Era un buen intento, aunque nohabía acertado. No obstante, decidióseguirle la corriente.

— Sí — dijo— . El búho, elprimero de los nueve cazadores…

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Yo lo maté.Renn palideció.A Torak se le encogió el

corazón. ¿Cómo iba a sentirse si seenteraba del resto?

Pero Renn se recobró conrapidez y comentó, encogiéndose dehombros:

— Bueno, después de todo, yoles pongo plumas de búho a misflechas. Aunque en realidad no matopara conseguirlas, espero a encontraruno muerto o a que alguien me traigauna. — Comprendió que estabahablando demasiado deprisa y se

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mordió el labio— . Podemosarreglarlo, Torak. Hay métodos parapurificarte.

— Renn…— No tienes que marcharte

— se apresuró a añadir— . Eso noresolverá nada. — Como Torak nocontestó, ella insistió— : Al menosespera a hablar con Fin-Kedinn. Juraque no te irás hasta que hayashablado con él.

Torak lo juró, tal era laexpresión franca y esperanzada delrostro de su amiga.

Cuando se hubo marchado,

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apoyó la cabeza en las rodillas. Depronto estaba de vuelta en el hielo,con las manos atadas a la espalda.Seshru le recorría la mejilla con elmaléfico dedo. «Nunca te librarás demí», le susurraba al oído. EntoncesTorak sintió a Thiazzi agarrarlo confuerza de los hombros, sujetándolo, ya Seshru pincharle el pecho con unaaguja de hueso, para luego frotarlocon el tinte negro procedente de loshuesos de cazadores asesinados y lasangre de los Devoradores de Almas.

«Esta marca — musitó lahechicera— será como la punta del

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arpón en la cabeza de la foca. Unsólo tirón y te arrastrará consigo, noimporta con cuánta fuerza teresistas…»

Abriéndose el cuello del jubón,Torak siguió con el dedo la costra ensu esternón. Se preguntó si algún díasería capaz de enseñarles a losCuervos, que confiaban en él, esamarca en su pecho. El tridente paraatrapar almas.

La marca del Devorador deAlmas.

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Fin-Kedinn despertó a Torak

antes del amanecer y le dijo que loayudara a comprobar los sedales depesca. Cuando Torak salió delrefugio, encontró a Renn esperando

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con su tío. Por sus rostros, supo queella le había hablado al líder de losCuervos de su conversación la nocheanterior.

Mientras avanzaban a través delBosque dormido, guardaron silencio.En el valle había una densa niebla,en la ribera del río las ramas de losalisos trazaban una delicada brumapurpúrea. Torak entrevió a Loboserpentear entre los árboles. El únicosonido era el producido por el Palode Hacha, que burbujeaba ruidosobajo el hielo que todavía formabauna corteza en sus riberas.

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Llegaron a la parte llana ycenagosa del valle, donde el río seensanchaba hasta formar lagunas. Eraen aquellas lagunas donde habíantendido las cuerdas de cortezatrenzada, con sedales que descendíanhasta el agua.

La pesca había sido buena, y notardaron en reunir pequeñosmontones de percas y bramas. Fin-Kedinn dio las gracias a los espíritusde las presas y luego insertó unacabeza de pescado en una ramabífida para el guardián del clan.Después encendieron un fuego bajo

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un viejo y castigado roble e iniciaronla tarea de destripar y raspar lasescamas, que dejaba los dedosentumecidos. Una vez limpio,colgaron cada pescado de las agallasen una cuerda tendida en el roble,fuera del alcance de Lobo. Selevantó una brisa.

El roble estaba demasiadodormido para sentirla, pero las hayasexhalaron suspiros y los alisoshicieron tabalear sus pequeñas piñas,charlando incluso en sueños.

Una comadreja con su pelajeblanco de invierno se irguió sobre

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las patas traseras para olisquear elviento. Lobo levantó las orejas y selanzó en su persecución.

Fin-Kedinn lo observó alejarse.Luego se volvió hacia Torak y dijo:

— Una vez te hablé del granfuego que derrotó a los Devoradoresde Almas.

Renn se quedó atónita con unpescado en la mano. Torak se pusotenso.

— Lo recuerdo — dijo concautela.

El cuchillo de cuerno de Fin-Kedinn comenzó a raspar,

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diseminando escamas.— Tu padre lo provocó

— añadió.Torak sintió la boca seca.— El ópalo de fuego — agregó

el líder de los Cuervos— era elcorazón del poder de losDevoradores. Tu padre se loarrebató. Lo hizo pedazos.

Renn dejó el pescado.— ¿Él destruyó el ópalo de

fuego?— Entonces desató el gran

fuego — dijo Fin-Kedinn. Hizo unapausa— . Un Devorador de Almas

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resultó muerto en ese fuego. Muriótratando de alcanzar un pedazo delópalo de fuego.

— El séptimo Devorador deAlmas — musitó Renn— . Mepreguntaba qué habría sido de él.

Torak contempló el rojocorazón de las brasas y pensó en supadre. Su padre, que había iniciadoaquel gran fuego.

— O sea que no huyósimplemente.

— Oh, no era ningún cobarde— explicó el líder de los Cuervos— . Además, era astuto. Hizo que

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pareciera que él y su compañerahabían perecido también en el fuego.Entonces huyeron los dos al BosqueProfundo.

— El Bosque Profundo— repitió Torak. El verano anteriorhabía llegado a sus fronteras.Recordaba las densas sombras bajolos árboles acechantes y reservados— . Deberían haber permanecidoallí. Habrían estado a salvo.

Con su cuchillo, Fin-Kedinnatizó el fuego. Bajo el resplandor,sus facciones parecieron talladas engranito.

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— Deberían haberse quedadocon el pueblo de tu madre, sí.Marcharse fue su perdición. — Miróa Torak— . Pero fueron traicionados.El hermano de tu padre se enteró deque aún vivían. A partir de entonces,les dieron caza. Y tu madre…— Respiró hondo— . Tu madre noquiso poner en peligro a su gente alquedarse. De manera que semarcharon. — Una vez más revolviólas brasas— . Al verano siguiente,naciste tú.

— Y ella murió — intervinoTorak.

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Pero el líder de los Cuervos nocontestó. Contemplaba el pasado,con los brillantes ojos azulesreflejando su dolor.

Torak volvió la cabeza y mirólos abedules que tendían las ramasdesnudas hacia el frío cielo.

Lobo regresó con la patadelantera de una liebre colgándole delas fauces. Chapoteó en los bajíos,lanzó en alto la pata de la liebre y laatrapó en el aire.

— El ópalo de fuego — dijoRenn— . Has dicho que lo hizopedazos.

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Fin-Kedinn alimentó el fuegocon más leña.

— Dime, Renn. Cuando lotuviste en la mano, ¿cómo era degrande?

Torak se movió, irritado. ¿Quéimportaba eso ahora?

— Más o menos del tamaño deun huevo de pato — respondió Renn,y contuvo el aliento— . ¡Sólo era unfragmento!

El líder de los Cuervos asintió.— Aquel del que procedía era

casi del tamaño de tu puño.Se hizo el silencio. Lobo estaba

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tumbado en la ribera, aplastando ensilencio la pata de liebre. Hasta losalisos habían dejado de hablar.

— Así pues, la piedra que cayócon la hechicera de los Murciélagosno era más que un pedazo del ópalo— dijo Torak— . ¿Puede haber más?

— Hay más — afirmó el líder— . Piensa, Torak. Que sepamos,había al menos otro. El Devoradorde Almas del otro lado del Mardebió de tener uno, para crear el osodemoníaco que mató a tu padre.

Torak se esforzó en asimilaraquellas palabras.

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— ¿Cuántos en total?— No lo sé — repuso Fin-

Kedinn.— Tres — musitó Renn— .

Había tres.La miraron fijamente.— Tres ojos rojos en la

oscuridad. Los vi en mi sueño. Unose lo llevó el Mar, el otro, lahechicera de los Murciélagos, y otromás… — Se interrumpió— . ¿Dóndeestá el tercero?

Fin-Kedinn tendió las palmas.— No lo sabemos.Torak levantó la cabeza y

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contempló las ramas retorcidas delos árboles. Muy en lo alto, tanto queno la había visto hasta entonces,había una bola de muérdago.Después de todo, el roble no estabadormido. Ahí, sobre sus cabezas,estaba su pequeño corazón verde,siempre despierto. Se preguntó quésecretos conocía. ¿Sabía algo de él?¿Veía la marca que llevaba en elpecho?

Deslizándose las manos en lapelliza, se tocó la costra. Esa marcaponía en peligro a cuantos lorodeaban, al igual que los tatuajes de

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Renn la protegían a ella. Y en algunaparte del Bosque, o en el LejanoNorte, o más allá del Mar, los tresDevoradores de Almas que quedabanestarían conspirando para encontrarel último fragmento del ópalo defuego, para encontrarlo a él, Torak,el espíritu errante…

— Renn — dijo Fin-Kedinn,sobresaltándola— . Vuelve alcampamento y cuéntale a Seunn lodel ópalo de fuego.

— Pero yo quiero quedarmeaquí — protestó ella.

— Vete. Necesito hablar a solas

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con Torak.Renn exhaló un suspiro y se

puso en pie.De pronto, Torak sintió que era

muy importante que hablara con ellaantes de que se marchara.

— Renn — dijo llevándolaaparte y hablando en susurros paraque Fin-Kedinn no lo oyera— ,necesito que sepas algo.

— ¿Qué? — preguntó ella,enojada.

— Hay cosas que aún no te hecontado. Pero lo haré.

Para su sorpresa, Renn no dio

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muestras de su habitual impaciencia.Jugueteó con la cinta del carcaj yfrunció el entrecejo.

— Oh, bueno — musitó ella— ,todo el mundo tiene secretos. Inclusoyo. — Entonces se le iluminó la cara— . ¿Significa eso que vas aquedarte?

— No lo sé.— Deberías hacerlo. Quédate

con nosotros.— No encajo aquí.Renn soltó un bufido.— ¡Ya lo sé! Pero el caso es

que no encajas en ningún otro sitio,

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¿no es así? — Entonces esbozó susonrisa de dientes puntiagudos, seechó el arco al hombro y se alejóentre los árboles.

Durante un rato después de quelos dejara a solas, ni Torak ni Fin-Kedinn hablaron. El líder de losCuervos le raspó las escamas a ungran brama sobre un palo y lo puso aasar sobre las brasas, mientras Torakpermanecía sentado con expresiónhuraña.

— Come — dijo Fin-Kedinnentonces.

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— No tengo hambre.— Come.Torak comió y, al hacerlo,

descubrió que estaba realmentehambriento. Se había acabado casitodo el pescado cuando se dio cuentade que el líder había comido muypoco.

Era la primera vez que estabana solas desde que Fin-Kedinn losrescatara del hielo. Torak se enjugóla boca en la manga y dijo:

— ¿Estás enfadado conmigo?Fin-Kedinn limpió el cuchillo

en la nieve.

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— ¿Por qué debería estarlo?— Porque fui en busca de Lobo

sin tu permiso.— No necesitas mi permiso.

Eres casi un hombre. — Se detuvo yluego añadió con tono seco— : Serámejor que empieces a actuar comotal.

— ¿Qué se suponía que debíahacer, dejar que los Devoradoressacrificaran a Lobo? — inquirióTorak, ofendido— . ¿Permitirles queinundaran el Bosque de demonios?

— Deberías haber vuelto enbusca de mi ayuda.

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Torak abrió la boca paraprotestar, pero el líder de losCuervos lo silenció con una mirada.

— Sobreviviste por pura suerte,Torak. Y porque el Espíritu delMundo quería que lo hicieras. Perola suerte se acaba. El Espíritu delMundo otorga sus favores en otraparte. Necesitas quedarte con el clan.— Torak siguió guardando silencio,obstinado— . Dime. ¿Qué huellasves en torno a ti?

— ¿Qué?— Ya me has oído.Perplejo, Torak respondió. Le

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indicó la presencia de las huellasprofundas y marcadas de un uro; unascuantas ramitas mordisqueadas porun ciervo rojo; un puñado de huecosapenas visibles, cada uno con unminúsculo montoncito deexcrementos helados al fondo, dondeunos urogallos se habían acurrucadopara hacerse compañía.

Fin-Kedinn asintió con lacabeza.

— Tu padre hizo un buentrabajo contigo. Te enseñó a seguirrastros porque eso te enseña aescuchar, a permanecer atento a lo

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que el Bosque te cuenta. Pero cuandoél era un hombre joven, nuncaescuchaba a nadie. Estabaconvencido de que tenía razón.Seguir rastros, escuchar… ése era eldon de tu madre. — Hizo una pausa— . Quizá al enseñarte a rastrear, tupadre trataba de impedir quecometieras los mismos errores queél.

Torak pensó en ello.— Si te marchas ahora

— prosiguió Fin-Kedinn— , serás túcontra tres hechiceros de enormepoder. No tendrás una sola

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posibilidad.En la ribera, Lobo había

acabado con la pata de liebre ypermanecía en pie, meneando la colaante su alma del nombre en el agua.

Fin-Kedinn lo observó.— Un lobo joven — dijo—

puede ser imprudente. Puede creersecapaz de abatir un alce por sí solo,pero olvida que sólo hace falta unacoz para matarlo. Y sin embargo, sitiene sentido común y aprende aesperar, vivirá para abatir muchosalces. — Se volvió hacia Torak— .No te estoy diciendo que te quedes,

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te lo estoy pidiendo.Torak tragó saliva. Fin-Kedinn

nunca le había pedido nada antes.Inclinándose hacia él, el líder

de los Cuervos habló con inusualsuavidad.

— Algo te preocupa. Dime quées.

Torak pensó en decírselo, perono pudo. Por fin musitó:

— El cuchillo que hiciste paramí… Lo perdí. Lo siento.

Fin-Kedinn leyó la evasiva ensus ojos y exhaló un suspiro.

— Te haré otro — dijo. Con la

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ayuda del cayado, se puso en pie— .Vigila la pesca. Voy a subir a lacolina para comprobar las trampas.Y Torak… Sea cual sea el problema,estarás mejor aquí, con gente quete… Con tus amigos.

Cuando se hubo marchado,Torak permaneció junto al fuego.Sintió el tatuaje de Devorador deAlmas arderle a través de la pelliza.«Nunca te librarás de nosotros…»En los bajíos, Lobo había encontradouna presa fresca: los restosmaltrechos de un corzo que se habíaahogado río arriba y ahora pasaba

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lentamente de largo. Saltó sobre él yse hundió bajo su peso, arrastrándoloconsigo. Emergió de nuevo, se izóhasta la ribera, se sacudió el agua delpelaje y volvió a intentarlo. El corzovolvió a hundirse. Tras el tercerintento, se sentó y gimoteósuavemente. Un cuervo aterrizó sobreel cuerpo del corzo y se rió de él.

«Quizá la hechicera de losVíboras tenía razón», se dijo Torak.Quizá nunca se libraría de ella.

Se sentó más erguido. «Peroella nunca se librará de mí. Ahorasabéis quién soy — les dijo en

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silencio a los Devoradores de Almas— , pero yo también conozco a misenemigos. Sé contra quién estoyluchando. Y no estoy solo. Puedocontarle al líder de los Cuervos loque ocurrió. Se lo contaré. Hoy no,pero lo haré pronto. Puedo confiar enellos. Fin-Kedinn sabrá qué hacer.»La brisa arrancó una ráfaga de nievede las ramas en lo alto y en el mismoinstante salió el sol, convirtiendo loscopos que caían en minúsculastajadas de arco iris.

Lobo subió a grandes zancadasla ribera, trayendo consigo el olor

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fresco del río. Se tocaron loshocicos. Llevado por un impulso,Torak se bajó el cuello de la pellizay le enseñó a Lobo el tatuaje de losDevoradores de Almas. Lobo loolisqueó y le dio un lametón, luegose alejó a resoplar para levantar lasescamas en torno al fuego.

«No le importa», pensó Torak,sorprendido.

Con una nueva sensación deesperanza, miró alrededor. Habíaindicios de la primavera por doquier.Esponjosos amentos plateados quebrotaban en los sauces, el sol

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resplandeciente sobre los afiladosbrotes de las hayas jóvenes quecrecían en la nieve junto a suspadres.

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Nota de la autora

El mundo de Torak es el mundode hace seis mil años, un tiempoposterior a la Edad de Hielo yanterior a la agricultura, cuando elBosque cubría todo el noroeste deEuropa.

La gente de la época de Toraktendría el mismo aspecto que tú oque yo, pero su modo de vida eramuy distinto. No habían descubiertola escritura, los metales o la rueda,pero no los necesitaban. Eran

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magníficos supervivientes. Lo sabíantodo sobre animales, árboles, plantasy piedras del Bosque. Cuandoquerían algo, sabían dóndeencontrarlo o cómo fabricarlo.

Vivían en pequeños clanes ymuchos de ellos se trasladabanconstantemente: unos permanecían enun campamento sólo unos días, comoTorak del Clan del Lobo; otros sequedaban durante una luna entera ouna estación, como los clanes delCuervo o del Sauce; mientras quealgunos permanecían todo el año enel mismo sitio, como el Clan de la

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Foca. Por tanto, algunos clanes sehan movido un poco desde lossucesos de El Clan de la Foca, comoverás en el mapa ligeramentecorregido.

Cuando investigaba para ElDevorador de Almas, pasé un tiempoen un bosque nevado en lasestribaciones de los montesCárpatos, en Rumania. Tuve la suertede ver huellas de lobo, jabalí,ciervo, lince, tejón y otros animales(por suerte para mí, los osos aúnestaban hibernando). Tambiénobservé cuervos ante un animal

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muerto y, gracias a mi guía, aprendí apreparar supuestas presas para atraera esas inteligentísimas aves.

Aprendí mucho sobre los perrosesquimales y los trineos enFinlandia, donde vi a los huskies enacción, y también en Groenlandia,donde incluso tuve ocasión departicipar en varias carrerasexcitantes (con un frío de rigor) através del hielo. Para llegar acomprender la vida de los clanes delHielo, estudié los modos de vidatradicionales de los inuit deGroenlandia y el norte de Canadá:

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sus técnicas de caza, sus viviendasen la nieve y sus magníficas prendasde piel. Fue en Groenlandia dondesentí en mi propia piel el poder delviento y el hielo y, en una memorableexcursión en solitario, el terror dever un oso polar en la distancia.

Para conocer más de cerca a lososos polares acudí a Churchill(Manitoba), en el norte de Canadá,donde los observé descansar y jugar,de día y de noche. Es un privilegioestar cara a cara con un oso polarsalvaje y mirar a los ojos a esacriatura a la que los inuit del

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noroeste de Groenlandia llamanpisugtooq, el Gran Vagabundo. Creoque siempre me perseguirá elrecuerdo de la mirada de aquellosojos oscuros, aterradores y noobstante extrañamente inocentes.

Quiero dar las gracias aChristoph Promberger, del Proyectosobre Grandes Carnívoros de losCárpatos, por compartir conmigoalgunos de sus conocimientos sobrerastrear huellas, lobos y cuervos; a lagente de Churchill por ayudarme aconocer más de cerca a los osos

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polares en estado salvaje; a la gentedel este de Groenlandia por suhospitalidad, franqueza y buenhumor; al Wolf Conservation Trustde Gran Bretaña por algunosmomentos inolvidables con varioslobos maravillosos; y al señorDerrick Coyle, alabardero y maestroencargado de los cuervos de la Torrede Londres, por compartir conmigosu vasto conocimiento de algunoscuervos muy especiales. Comosiempre, quiero dar las gracias a miagente, Peter Cox, por su entusiasmoy apoyo constantes, y a mi

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maravillosa editora, Fiona Kennedy,por su imaginación, compromiso ycomprensión.

Michelle Paver, 2006

Recordó la ofrenda que habíahecho la noche que se llevaron aLobo. Le había pedido al Bosque quevelara por él. El Bosque lo habíaescuchado. Quizá ahora podíapedirle que velara por él mismotambién.

Fin-Kedinn regresó sobre lamedia tarde, llevando consigo tres

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urogallos y una liebre. No miró aTorak, pero éste captó la tensión ensu rostro cuando se dirigió al roble yempezó a desatar los sedales depescado.

Se levantó y acudió a ayudarlo.— Quiero quedarme

— anunció.Los ojos azules de Fin-Kedinn

brillaron y sus labios se curvaron enuna sonrisa.

— Bien — repuso— . Eso estábien. — Entonces apoyó la mano enel hombro de Torak y lo zarandeó unpoco.

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Y juntos partieron de regreso alcampamento.

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Unas palabras sobreLobo

Al principio de Hermano Lobo,

Lobo tenía tres lunas. En Devoradorde Almas ha alcanzado ya veintelunas y el aspecto de un lobo adulto;

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pero no lo es, al menos en lo referidoa la experiencia. Cuando estuvo conla manada de la Montaña del Espíritudel Mundo, aprendió algunas de lastécnicas de caza que necesitará parasobrevivir, aunque todavía tienemucho que aprender.

Y si bien no tardará en sercapaz de engendrar lobeznos, no lohará durante algún tiempo. Muchoslobos tienen al menos tres años antesde formar una familia. Hastaentonces, a menudo se encargan delcuidado de sus hermanos pequeños,por ejemplo mientras el resto de la

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manada sale de caza.Como Lobo tiene el pecho

estrecho y las patas largas y esbeltas,puede abrirse camino por la nieveprofunda con rapidez y facilidad. Susgrandes pezuñas le sirven deraquetas, permitiéndole correr por lanieve endurecida en la que bienpodrían hundirse los cascos de unciervo.

Al ser invierno, su pelaje esmucho más denso de lo que fuera enEl Clan de la Foca y lo hace parecerincluso mayor. Su piel cuenta ahoracon dos capas: el esponjoso pelo

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inferior, que atrapa el aire paraaislarlo del frío; y el largo y ásperopelaje exterior, que lo protege de lalluvia, la nieve y los arañazos dematorrales de enebro. Gracias a estemagnífico pelaje invernal, Lobopuede hacer frente al Lejano Nortesin sentir el frío como Torak y Renn.

Al contrario que ellos, Lobo

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cuenta con una resistencia increíble.Incluso caminando, es el doble derápido que Torak (a me nos queaminore deliberadamente la marchapara dejar que su amigo lo alcance),pero la mayor parte del tiempoprefiere ir al trote: un precioso yfluido paso ligero que puedemantener durante horas. Y, porsupuesto, cuando corre va muchísimomás rápido que Torak.

Algunos sentidos de Lobo sonmucho más sensibles que los deTorak, mientras que otros son más omenos iguales. No sabemos gran

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cosa sobre el sentido del gusto de unlobo, aunque nos consta que sulengua es capaz de percibir lasmismas clases de sabor que nosotros:salado, dulce, amargo y ácido. Sinembargo, desconocemos cómo lesabe a Lobo la carne, el agua o lasangre.

Se cree que la vista de los loboses similar a la nuestra, aunque son

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mejores a la hora de distinguir tonosde gris y ver en la oscuridad.También parecen superiores cuandose trata de captar movimiento, lo cuales muy útil para la caza en elBosque, y se cree que no ven encolor, al menos no tan bien comonosotros. El sentido del oído deLobo es sin duda superior al deTorak. Es capaz de oír sonidosdemasiado agudos para éste, y susgrandes orejas lo ayudan cuando setrata de captar sonidos muy débiles.Eso explica en parte por qué nisiquiera Torak será nunca capaz de

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percibir todas las sutilezas de lalengua de los lobos, o de expresarsetan bien como lo hace un lobo deverdad: porque no puede oír losgañidos y ladridos más agudos, comohace Lobo.

Su sentido del olfato esmuchísimo más agudo que el deTorak. No se sabe con exactitudhasta qué punto, pero a juzgar por elnúmero de pequeños receptores en sulargo hocico, se estima que de mil aun millón de veces mejor.

Como todos los lobos, Lobo secomunica por medio de la lengua de

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los lobos: una combinación desonidos, movimientos y oloressumamente compleja. Torak sabemás al respecto que nosotros, perolos científicos y observadoresespecializados en lobos cada vezaprenden más cosas sobre ella.

Cuando Lobo utiliza su voz, nose limita a aullar. Puede producirtoda clase de sonidos, incluidosladridos, gruñidos, resoplidos,gañidos y rugidos.

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También utiliza el movimiento:desde grandes gestos como el dearremeter con el cuerpo o mover laspezuñas, hasta otros más sutilesmediante los ojos, el hocico, lasorejas, el pelo del lomo, las pezuñas,el cuerpo, la cola y el pelaje. Utilizaasimismo su olor para comunicarse,ya sea diseminándolo o frotándosecontra algo donde quiera dejar su

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marca (o contra Torak), de unamanera que ni su propio hermano decarnada acaba de comprender.

Y, por supuesto, cuando Loboquiere decir algo, puede utilizar nosólo un sonido, un movimiento o unolor, sino una compleja combinaciónde todos ellos, que cambia en funcióndel receptor y de qué humor está. Portanto, si quiere sonreírle a Torak, es

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posible que baje la cabeza y baje lasorejas, arrugue el hocico y menee lacola, en tanto que para hacerlecosquillas pro fiere gañidos, empujacon el hocico y da mordisquitos aTorak en cara y manos. ¡Todo esosólo para decir hola!

Michelle Paver, 2006