claraboya y sus amigos

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Una aventura poéca renovadora Y SUS AMIGOS

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Portada y primeras páginas del libro "CLARABOYA Y SUS AMIGOS. Una aventura poética renovadora"

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Una aventura poética renovadora

Y SUS AMIGOS

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Edita: EOLAS EdicionesDirección editorial: Héctor EscobarCoordinación: Ángel FierroDiseño y maquetación: Amando CasadoFotografía de portada: Manuel Martín©Textos: sus autores©Dibujos, pinturas, fotografías y partitura: sus autoresImprenta: Gráficas Celarayn I.S.B.N.: 978-84-15603-30-6Deposito Legal: LE-1-2014

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Di-ríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70/ 93 272 04 47)

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Portada núm. 1 de Claraboya. (Higinio del Valle. 1963)

50 ANIVERSARIO (1963 / 2013)

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MEMORIA DE AGUSTÍN DELGADO MEMORIA DE AGUSTÍN DELGADO MEMORIA DE AGUSTÍN DELGADO MEMORIA DE AGUSTÍN DELGADO MEMORIA DE

Agustín Delgado. (Foto: Manuel Martín. 1966)

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MEMORIA DE AGUSTÍN DELGADO MEMORIA DE AGUSTÍN DELGADO MEMORIA DE AGUSTÍN DELGADO MEMORIA DE AGUSTÍN DELGADO MEMORIA DE

Le llamaban Claraboya

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LIMINAR *

La revista Claraboya fue antes que nada fruto de una relación de amistad. El medio de expresión de unos jóvenes de la oscura provincia de la postguerra con inquietudes literarias y artísticas, que antepusieron siempre ese valor de la amistad a cualquier otra consideración y que se han mantenido hasta el presente con el mismo espíritu. José Antonio Llamas, Luis Mateo Díez, Ángel Fierro, Agustín Delgado, en tanto que poetas; José Antonio –Antón– Díez, Higinio del Valle, Javier Carvajal en tanto que artistas plásticos, constituyeron el núcleo de Claraboya.

La revista, en su devenir, tuvo la fortuna, a pesar de su minúscula presencia pública, de que fuera creando hacia ella una corriente de simpatía, que hizo que fuera enriqueciéndose con la participación de numerosos amigos, que contribuyeron a que la aventura fuese posible y los números aparecieran con cierta periodicidad.

Existió, desde sus comienzos, una sintonía que se fue ampliando en un abanico de complicidades y, en este sentido, la revista fue una caja de resonancia de otras actitudes paralelas, de opciones y frustraciones, ilusiones y amarguras, en un ámbito generacional menos preciso que desordenado. Claraboya, en sus limitaciones y pre-cariedades, fue una suerte de espejo que desbordó lo meramente lírico, no una revista literaria al uso, acaso sí un testimonio de desasosiego vital y mirada contradictoria al tiempo en que existió.

Pero Claraboya fue también una revista de aprendizaje literario, de aprendizaje poético de una serie de jóve-nes a los que un día les dio por hacerla. Un órgano de expresión de unos aprendices de escritores que estaban en sus inicios, invadidos de perplejidad y dudas y pletóricos en su escritura de voluntarismo.

Como otras revistas poéticas, estaba hecha con radicalidad y sus autores se involucraban mucho en ella. Tenía ese aire juvenil muy de los años sesenta, que estaba en consonancia, –Luis Mateo y Agustín Delgado eran estu-diantes universitarios en ese tiempo– con el que existía en el mundo universitario, en el mundo estudiantil de esos momentos, porque eso era lo que se estaba viviendo y se filtraba y la poesía que se intentaba escribir era una poesía fundamentalmente matizada por la realidad que se vivía. Ello podía armonizarse perfectamente con otro tipo de canto más puro y lírico, pero siempre había una voluntad, no ya de compromiso al estilo sartriano de aquellos años, sino de algo inmediato, de filtrar la realidad que se estaba viviendo.

Era un componente vital absolutamente compartido, de lucidez amarga, con una mirada negativa hacia lo que se vive, con un sentido esperanzado de la existencia que tienes y de la vida que prevés, no en la conciencia personal e individual y no en el camino intimista, sino en una especie de voz compaginada con ese país en el que estás viviendo. Y ello desde la impronta de una formación humanística que, trufada de crisis irresueltas de adolescencia, vitales y también religiosas, conducía al estado de espíritu de una angustiosa búsqueda existencial, mucho más cerca de Albert Camus que de Sartre.

También estaba el mundo de la ciudad de provincias, el pulso de la ciudad esquiva, la corte provinciana, al margen, bullendo en su pequeña burguesa mezquindad y abocando a esa juventud soñadora, como escribió José

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Antonio Llamas, “a montar la vida a pelo, al bies, a aplicarse a perseguir la quimera presentida en la imaginación calenturienta, como mujer implacable, como el frío, intransigente como la juventud, sedienta como un abismo, y cuya ternura supera toda otra imaginable”.

Con similar acento Luis Mateo Díez, rememorando las innumerables tardes del Barrio Húmedo, ubicó en la lumbre de las tabernas ese soñar: “Allí se recrea ese modesto ímpetu de la imaginación que recobra su voluntad inspiradora, que te hace pensar que no todo es irremediable, inútil y abyecto, que alrededor de la amistad y el vino un poema es, al menos, un aliento subterráneo, una raya de tiza que traza su huella en la pared. Hasta arder en esa lumbre, hasta llegar, contagiados por la inocencia del vino, a esos vigorosos territorios de furtivas emocio-nes donde se puede remar con la libertad del sueño, donde nada te sujeta ni te amordaza, ni la ciudad es el frío sarcófago que guarda tus cenizas, ni el país ese desierto que rastrean con rencor las alimañas”.

Se ha de subrayar, pues, esa apuesta concreta de la revista por la libertad, esa búsqueda de caminos nuevos, de algo que sirviera para respirar, ese talante incluso extraliterario de revulsivo, de testimonio radical de los años sesenta, el esfuerzo universalista, la ambición de conectarse con el mundo, la presencia habitual de textos de poetas extranjeros.

Más que el órgano de expresión de una u otra opción poética, de opciones formalistas o continuistas, la revista refleja el despertar poético, individualmente y como grupo, de esa realidad de provincias estancada, la voluntad de liberarse de esa asfixia. Es lo más importante, lo que más motiva a sus creadores, y por eso es una revista con editoriales y textos teóricos nutridos y reflexiones abiertamente ideológicas. Análisis también sobre el parentesco de la poesía con las otras artes, como el cine.

Desde los parámetros en que hoy se manifiesta el mundo cultural es difícil entender aquella ilusión que fue Claraboya, su marginalidad. Como con seguridad lo fueron también otras aventuras semejantes en otros lugares del país. Porque Claraboya fue un hecho cultural bastante al margen, sobre todo en la propia ciudad de León, pero también fuera, en el seno de la vida cultural española. Ni la cultura oficial, por razones obvias, ni la cultura de oposición “oficial”, en parte por la inhibición y timidez de sus autores, establecieron contacto con ella. ¿Llegó Blas de Otero a conocer la revista? Seguramente no. De la llamada generación del 50, solo se publicó en ella un poema de Claudio Rodríguez, el hermosísimo “Ajeno”. Y ninguno de los cuatro poetas, por ejemplo, conocieron a Vicente Aleixandre.

Claraboya nació en la ciudad de León, en septiembre de 1963 y desapareció en febrero de 1968. Estructurada como labor de equipo y dedicada íntegramente a la poesía, se propuso desde sus orígenes como portavoz de la generación entonces más joven y como vehículo que apoyaba las nuevas concepciones sobre la lírica.

La relación de los cuatro poetas de Claraboya con D. Antonio G. de Lama data de antes de publicarse la revis-ta. Ángel Fierro y José Antonio Llamas fueron sus alumnos de historia de la filosofía, que sentían por él, en tanto que profesor socrático de enorme bondad y vasta sabiduría, una profunda admiración. Agustín Delgado y Luis Mateo Díez iban a leer los veranos a la Biblioteca Azcárate, que él regentaba; un lugar vacío y muy agradable, muy fresco en agosto. Muchas tardes, al salir de la biblioteca, le acompañaban en el paseo de ida y vuelta hasta Papalaguinda. En ese tiempo su mirada hacia el mundo cultural era distante, parecía que había entrado en una especie de desencanto. No tuvo ningún interés en darles a conocer, probablemente a causa de su natural mo-

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destia, sus críticas de poesía de Espadaña ni la propia revista, que no leyeron sino años más tarde. Ambos profe-saban hacia la figura de D. Antonio un profundo afecto y veneración hacia su figura intelectual, sin ocultárseles la diferente visión de la realidad que los separaba. A través de él conocieron al poeta Antonio Pereira, que desde el inicio alentó a Claraboya con su generosa proximidad.

El primer domicilio de la revista estuvo en la Plaza del Mercado, número 5. Domicilio también de su director durante los dos primeros números, Bernardino M. Hernando. Aquel cuarto acogedor del piso de su hermana, cuyo balcón daba a la fuente de los Cupidos de la medieval Plaza del Grano; despacho atestado de libros alegres y de bibliotecas mundanales y teologales. Innumerables tardes se consumieron allí, propiciando la botadura de Claraboya, estimulada por Bernardino con gran denuedo y sabia camaradería. Allí se inició la amistad del escritor Jesús Torbado con los poetas de Claraboya.

En lo tocante a la ejecución fáctica de la revista, los cuatro poetas del grupo eran los que menos voluntad mostraban en hacerla. Pero gozaron de grandes amigos alrededor, que cada uno por su cuenta asumió esa tarea. La disciplina inglesa del administrador Enrique Vázquez (no estudiante de periodismo todavía) secundado por Publio Lorenzana, y por supuesto, el regente de la Imprenta Provincial de la Diputación, Gabriel Martínez, que espoleaba la desidia solicitando con vehemencia los originales de cada nuevo número, cuidándolos artesanal-mente, puede decirse que fueron los materializadores en el arranque de Claraboya. Y en todo lo tocante a la vertiente artística, fue responsabilidad de los pintores, que proyectaron en ella todo su saber, ilustrándola con gran fuerza lírica y sobriedad.

En el número 1 de la revista puede leerse en recuadro “Agradecimiento a la Excma. Diputación Provincial de León, por haber puesto a disposición de Claraboya sus talleres tipográficos”. Tal fue el acuerdo con la Institución: ella facilitaría la impresión en sus talleres y Claraboya se haría cargo de todos los demás gastos. La tirada era de trescientos ejemplares.

Acerca del segundo y definitivo domicilio de la revista, escribió Luis Mateo “me cae a mí especialmente a mano porque estaba en mi propia casa. Es el que figuró como domicilio de la revista, en Burgo Nuevo, 5. Allí mi madre nos había cedido, ante el peligro de una invasión más contaminadora, una habitación a modo de leonera en la que, una vez que tomamos posesión, prohibimos terminantemente cualquier tipo de incursión no contro-lada para limpiar y desarreglar el caótico orden establecido. La leonera albergó, en los cinco años que duró la revista, un destartalado arsenal de correspondencia, intercambios, libros, insólitos mensajes líricos, casi siempre hispanoamericanos, algunos anónimos y el escueto utillaje de la más despendolada e impresentable adminis-tración”.

Frente a la situación de la poesía del momento, en que se había creado un clima falso, de gran superficialidad, una oposición entre una tendencia más social y otra más garcilasista de cartón piedra, Claraboya incidió en la defensa de una poesía que fuera expresión de radicalidad humana. El prefacio del número 1 asumía la figura de Blas de Otero, “el Blas de Otero de siempre, ronco, seco, humano hasta los huesos” y cerraba con un compro-miso: “Aquí únicamente intentamos recoger todo aquello que sea sincero, que tenga a lo menos una brizna de humanidad”.

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Eutimio Martino ofreció una elucubración filosófico-literaria sobre el ser de la poesía a lo largo de cuatro nú-meros, del 2 al 5, bajo el título general de “Situación de la poesía”. Partía del hecho cierto del carácter inefable de este arte verbal y buscaba dar alcance al misterio poético trazando un vasto círculo en torno de la poesía misma y estrechándolo más y más, a sabiendas de que jamás se llegaría hasta ella, la de siempre en veda. Y ello desde su porfiado libar en los versos de los poetas mayores, clásicos y occidentales, en sus lenguas originales, y en los de la mejor tradición castellana. Martino bajó también a la polémica y, para sortear los dos escollos mayores de la poesía del momento según él: el hermetismo enigmático y el arte vacío del formalismo, proponía una orien-tación de salida: en el medio, como clave, está el hombre y la poesía del hombre, su más hondo ser y conocer. Propuesta de radicalidad humanista en sintonía con la propuesta teórica de esa primera etapa de Claraboya, que cubre los años 1963-64.

Pero muy pronto, a partir del número 5, Claraboya se fija en los poetas entonces aún poco conocidos de la generación del cincuenta como su referente mayor y quiere situar a esa generación en el centro de atención del lector. La poesía crítica de Valente o de Gil de Biedma, escritura desde la reflexión y el conocimiento, les parecía más cercana en su objetividad, más en línea de modernidad europea, superadora de fórmulas castizas y de la oquedad del marasmo retórico.

No hay que olvidar que tenía lugar justo entonces el movimiento estudiantil del curso 64-65 en Madrid. (Agustín Delgado era estudiante en la Complutense, Antón Díez e Higinio del Valle en Bellas Artes, Enrique Váz-quez en la Escuela de Periodismo). Incrementando la toma de conciencia del grupo acerca de la realidad opreso-ra de la dictadura, Claraboya se interesó en la conexión de la poesía española con la poesía de fuera de España y resaltó la preeminencia de la obra de Luis Cernuda.

Mención aparte merece la amistad que entablaron con Antonio Gamoneda, poeta resistente des-de su lucidez en la ciudad franquista y su conocimiento de las corrientes poéticas de fuera más opera-tivas en la conciencia y sensibilidad de ese tiempo. Su colaboración en esta segunda etapa, a lo lar-go de los años 1965-66, tuvo valor emblemático, tanto con la publicación de poemas propios, como con traducciones de Nazim Hikmet, de cantos negro-americanos y con escritos tal que el comentario sobre el primer libro de poemas de Brecht traducido en España. A través de Gamoneda, tuvo Claraboya la colaboración poética de Gaspar Moisés Gómez.

En el número 12, último del formato vertical de Claraboya, se tomó por primera vez la decisión de encargar a alguien exterior a la revista la recopilación del material poético a publicar. En este caso concreto, el número doce fue elaborado por José Batlló (Martín Vilumara) que recogió poemas que a él le habían llegado desde su condición de editor en Barcelona de la colección El Bardo. Poetas que, como Pedro Gimferrer, José Miguel Ullán o Manuel Vázquez Montalbán, pronto tuvieron relevancia. La generación de la década de los cincuenta se ensamblaba pro-gresivamente con la más joven, que aceptaba en principio los métodos de aquella.

En la última fase de Claraboya, que recorre los años 1967-68, partiendo de la buena acogida del número pre-parado por Batlló, se decidió primar los números monográficos. Los anteriores misceláneos no atraían ya el interés de los poetas responsables de la revista, y, además, al no ser especialmente duchos en las relaciones literarias ni menos estar vocacionados a dedicar su tiempo a ello, aparte de la diáspora en que se encontraban (Ángel Fierro y

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José A. Llamas en Barcelona, Agustín Delgado en Málaga y Luis Mateo Díez en Oviedo) consideraron que lo mejor era encontrar expertos en últimos movimientos y escuelas poéticas y ofrecerles la revista. La decisión fue acertada.

Se publicó una antología de poesía Beat norteamericana, que coordinó Marcos Ricardo Barnatán y que daba a conocer en España por vez primera fragmentos de los derramados textos de Allen Ginsberg, del terrible salmo “Aullido” o el poema acusatorio “América”. Además diversos poemas de Lawrence Ferlinghetti, de Gregory Cor-so, fragmentos de Jack Kerouac...

Se publicó el legendario número doble de poesía gallega, a cargo del profesor de la Universidad de Barcelona Basilio Losada. Losada, traductor después de grandes novelistas de lengua portuguesa, disponía en su biblioteca de toda la poesía contemporánea en gallego, por lo que hubo de seleccionar con riesgo entre todo ello el ramo de textos para la antología. Las traducciones, espléndidas, también fueron autoría suya. Claraboya dio a conocer fuera de Galicia la poesía que se estaba escribiendo en ese momento, e incluso en aquel tiempo de silencio fue de utilidad dentro de Galicia, donde obtuvo agradecido reconocimiento.

El número último de la revista, obra del recordado poeta cubano Julio E. Miranda, se dedicó precisamente a la poesía joven de ese país. Sobre la misma base de números monográficos, se ofreció una antología de poemas de los cuatro de Claraboya, una muestra de algunos poetas muy jóvenes y el número dedicado a José Antonio Llamas.

Ese cambio de orientación vino acompañado de un cambio de presentación de Claraboya, adoptándose para ella un nuevo formato apaisado y mayor atrevimiento icónico. Las portadas lucieron las viñetas del calendario románico de la basílica de San Isidoro, reinterpretadas por la mano dibujante de Antón Díez; en el último número Higinio del Valle dio a la portada un sesgo de grafía lúdica. Se enriqueció la revista con las fotografías artísticas de Manuel Martín. Contó asimismo con la colaboración asidua del pintor Manuel Jular, cuyos dibujos adornaron los poemas gallegos y cuyas sucesivas grecas aligeraron la monotonía de la letra impresa. Claraboya tuvo la amistad de otros pintores leoneses, de Luis G. Zurdo, de Petra Hernández, de Modesto Llamas Gil, de Alejandro Vargas.

No es exagerado tampoco afirmar que esos números últimos fueron posibles al asumir hacerse cargo de la administración del caos quien más a mano lo tenía, Miguel Díez Rodríguez. Mucho tiempo más tarde escribió el ya alto ejecutivo Ángel Fierro “nunca logré saber dónde se editaba la revista, quiénes eran sus suscriptores (ex-cepto la Biblioteca del Congreso americano o la universidad de Yale) ni cuál era el milagro financiero que andaba detrás de sus 19 números”.

Otro de los ámbitos de la revista que se fue potenciando como se puede ver en algunos números, fue la sec-ción de crítica, a la que se denominó “Obra abierta”, con estudios críticos extensos de libros recientes (Espriu, Pere Quart, José Ángel Valente, Brines) y alguna crítica más incisiva de poemarios de jóvenes. Hubo una atención a la poesía peninsular no castellana. En este menester el seudónimo de José Ángel Lubina ocultaba la identidad de Agustín Delgado.

Como es de sobra sabido, y se ha contado innumerables veces, el cierre de la revista fue consecuencia de la visita girada a León por el entonces Ministro de Información y Turismo Manuel Fraga Iribarne para participar en la Semana Internacional de la Trucha. En su visita al Presidente de la Diputación, llevaba Fraga en la mano, pro

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fusamente subrayado, el número 18 de Claraboya, monográfico dedicado a José Antonio Llamas. ¿Le había sido expresamente enviado desde León? ¿Por quién?

Con los impulsivos modales que caracterizaban en aquel entonces al Ministro franquista, reprochó al Presi-dente de la Diputación el hecho de que en la imprenta de la institución se tirara una revista que contenía poe-mas que atacaban al régimen. Se fijó especialmente en el titulado “No amanece”, que él interpretaba era una contestación al “España empieza a amanecer” del Cara al sol. Evidenciaba, sin duda, aquel poema una vivencia existencial colectiva, generacional; traducía la falta de esperanza en el futuro y la ausencia de solidaridad que aquejaba al país, echando mano de una serie de imágenes muy hermosas. A Fraga le debió parecer excesiva-mente desesperanzado y su actuación fue un poco el llavín con el que se cerró la revista. El Presidente de la Diputación puso en conocimiento de los poetas responsables lo sucedido y les hizo ver que la revista no podría seguir en esa misma dirección. Ante ello, se decidió no seguir su publicación.

Así como en 1963, cuando el país estaba aún inmerso en la dicotomía poesía social – poesía intimista, los tex-tos teóricos de los primeros números denunciaron la insuficiencia de este planteo, y así como apostaron después por la generación de los cincuenta como nuevo referente creador y renovador, así también dieron en sus páginas cabida sin restricción a la generación de poetas más jóvenes.

Coincidió el final de Claraboya con la llegada de nuevos modelos expresivos derivados de las prácticas neoca-pitalistas y la influencia creciente que sobre la literatura ejercía la cultura de la imagen.

Su desaparición cortó el desarrollo del proyecto de nuevos números monográficos, algunos ya programados: poesía del Este; poesía alemana (Enzensberger y el grupo 47); poesía italiana actual; poesía concreta.

La estela de Claraboya siguió propiciando relaciones de amistad, singularmente el encuentro con los es-critores Juan Pedro Aparicio y José María Merino. Tanto el “Parnasillo provincial de poetas apócrifos” como la creación del personaje de Sabino Ordás fueron tempranos frutos literarios de esa amistad, incesantemente celebrada desde entonces.

*Texto de presentación de la edición facsímil de Claraboya. (Visor, 2005)

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COLABORACIONES

Claraboya. Portada segunda época

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(Adolfo Alonso Ares). 2001

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ADOLFO ALONSO ARES

Encontré en sus caminos la memoria

El presagio del eco es mi presagio y es que vivió en sus páginas la imagen de aquella poesía que aun dibuja los nuevos universos. Desde viejos inviernos que aderezan la pasión de los hombres, nació esa soledad que consistía en leer y entender otros espacios. Claraboya fue, en mi caso, referencia fundamental. Encontré en sus caminos la memoria de todo un universo y así pude entender las emociones que habitan en la infancia. Reconocí los sueños de esos sueños que anotan el sigilo los hombres y convoqué a los hombres que legaron la herencia de los pueblos.

Ahora, rememorando aquello, cincuenta años después, celebramos la efeméride que sitúa el color sobre el tapete de nuestra fantasía. Quiero vivir en versos infinitos y asirme con la nada que licua ese rito que habita con la nada, la que nunca entendí como vacío, porque llenó los mundos que he guardado para nombrar mis cosas, sincerarme, en la lengua que enmarca los matices que urdieron la verdad. Era el cántaro lleno, siempre lleno, que custodiaba al hombre que entendía las nuevas condiciones, en la escena, porque forjó en el trazo y la palabra.

A lo largo de todos estos años he tenido la fortuna encontrarme con aquellos autores, de conocer sus obras y acompañar con ellos los senderos de nuestra, tan variada, geografía. Dejo para el aliento sus versiones: matices desangrados en contiendas que ya no sé nombrar en lo que escribo.

Junto a muchas otras revistas literarias de aquel tiempo, se deshilaba el mundo, se fundía, con todo ese mila-gro que amparaba la soledad que escuchan los poetas, las páginas en blanco… Era la voz silente que filtra nuestro origen, la que siempre emociona, porque sangra.

Desde el ámbito en que hoy se manifiesta toda aquella raíz que es un legado, regreso a los orígenes. Me escondo en el silencio y así, nuestra semblanza no se funde, no deja que eclosionen los matices que siempre pertenecen al pasado.

En alguno de los ejemplares de la revista Claraboya encontré esas licencias que buscaba y acercándome a ellas, crecí, viví en su cuenco, en el otoño glaciar de José Antonio Llamas, en los pájaros rebeldes de Ángel Fierro o en la esquina brumosa de Luis Mateo Diez. Recorro en solitario cuanto siento, para que la leyenda en que pal-pito, sea siempre la duda que anhelamos.

La revista Claraboya sigue siendo, después de cincuenta años de existencia, referencia fundamental para hacer el paisaje que recorre ese febril anhelo. Y yo con él, camino en la aspereza, en la turbia adicción de los caminos que hurgan en el pasado que me nombra.

Los tapices del tiempo resucitan cuando recuerdo aquello y continúo andando en la parcela que abrió nuevos espacios a la vida.

En esta reflexión hay más silencio, para que la distancia deposite una nueva versión de aquel legado.

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(Higinio del Valle)

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FRANCISCO ÁLVAREZ VELASCO

“La palabra es un jarro de fresas…”

En El silencio (1965), desde Frankfurt, Agustín Delgado parece añorar su lugar de nacimiento –Rioseco de Tapia– y el río Luna: «Recordé mi país, / Los ríos, la claridad / De las truchas, la infancia / De la alegría.» Es casi seguro que no fuera así, porque poca memoria podía tener él de un lugar del que le llevaron a los dos años para llegar a otra ribera, la del Curueño. Pero dejémoslo en plural –“los ríos”–, que en los años 40 tenían más claridad y mejores truchas.

Por pueblos aledaños y próximos a Rioseco se repite un juego infantil verbal de pareados ripiosos. “¿Sabes una cosa? ¿Qué cosa? Que debajo de Rioseco está Espinosa”. Luis Miguel Rabanal, el poeta de Riello, me cuenta que no hace mucho se lo recordó a Agustín. Y debajo de Espinosa está Villarroquel. Antes de llegar a este pueblo, cuando el cauce del Luna se acercaba a la carretera, se encontraba “El Muro”, linde de un piélago de agua oscura, amedrentadora y de hondos remolinos, que se hizo más siniestro por los republicanos de aquella ribera y de las cercanas que allí cayeron fusilados.

Debajo de Villarroquel, otro pueblo de nombre áspero, Secarejo, donde da nombre al Órbigo la mestura de las aguas escasas y calientes del Omaña y las frías y más caudalosas del río por el que venimos bajando. Siguiendo por la orilla izquierda, Cimanes del Tejar y Villanueva. Aquí cruzamos el río por el puente de hierro y el de hormigón para llegar adonde quería, acompañado por Agustín Delgado: a Carrizo de la Ribera, un último domingo del mes de julio de 1964, poco después de que el Caudillo por la gracia divina viniera a León a celebrar sus 25 años de paz con ocasión del VI Congreso Eucarístico Nacional. En las tardes dominicales de entonces en muchos pueblos algunos tramos de carretera se convertían en tontódromos peatonales, calles mayores, ordoños segundos… Así ocurría en Carrizo, con un ir y venir incesante de mozos y mozas desde el Puente de Hierro, donde podíamos hacer un alto para contemplar “la claridad de las truchas”, hasta las altas tapias del monasterio cister-ciense de las monjas. En una de las vueltas, al pasar Agustín y yo ante el cuartel de la Guardia Civil, salieron un tanto alarmados el cabo y un número: “Identificación. A ver, el carnet…. ¿De Rioseco de Tapia…?” El cabo sabía de mí y de mis barbas, pero nada de las de aquel otro estudiante. Agustín tuvo que explicarle las circunstancias de su llegada al mundo unos kilómetros aguas arriba. Así que, al día siguiente, cuando querían “quebrar albores” (Agustín diría “Gallo degollado / A la vera del albor.”) emparejado con el número, el cabo del cuartel de la guar-dia civil, que por entonces seguía siendo caminera, se llegó a Cimanes para advertirle al alcalde: “Vigíleme a ese barbas, a ver si habla bien de Fidel Castro en la cantina”.

Agustín, que era de corazón generoso y leal para con los amigos, había llegado aquel domingo a cumplir conmigo la primera de las obras de misericordia, que es la de visitar a los enfermos. En esta ocasión se trataba de un convaleciente tras una operación in extremis. Casi a punto de cólico miserere, me la habían hecho en la clínica San Francisco en la noche del 10 de julio. Y a visitar al amigo enfermo llegó Agustín en cuanto se enteró y

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se quedó toda la noche a velar mi duermevela febril acompañando a mi padre. En la habitación de la clínica, por un comisario que había llegado a visitar a un familiar, nos enteramos del encierro preventivo de muchos rojos de León ante la llegada de Franco al día siguiente. La noticia fue más que suficiente para que mi padre abriera su particular filandón de memorias de la guerra: el reclutamiento que hizo la FAI en Mataluenga y otros pueblos del ayuntamiento de Rioseco, la defensa de Oviedo, la caída del frente de Asturias, la supervivencia en el maquis; las escapadas bajando por los cordales de la trashumancia, escondiéndose entre robletas y centenos de Cam-posagrado, Rioseco, Villarroquel y Azadón, hasta llegar a las majadas de Cimanes a encontrarse con mi madre, que tenía que burlar el somatén falangista… ¡Y los compañeros llevados al Muro! Y el que pudo salvarse saliendo malherido del piélago. (…”El disparo o vocerío entre las aguas”, Nueve rayas de tiza).

Qué lejanas ya y, sin embargo, cuán agarradas a la memoria las palabras del padre y la palabra del amigo:

“La palabra es un jarro de fresas.Muerdes y sale sangre”.

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(Juan Carlos Mestre)

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JESÚS ÁLVAREZ COUREL

Abierto por defunción

En este septiembre se cumplirán 50 años de la aparición de la revista Claraboya, donde los escritores leoneses Luis Mateo Díez, Ángel Fierro, Agustín Delgado y José Antonio Llamas propiciaron una forma nueva de hacer poesía con la dosis justa de floritura estética y buenas rimas de compromiso y crítica con su tiempo de silencio. En aquel primer número, se preguntaban los poetas si los versos servían para que el ser humano se evadiese de los crímenes cometidos o para abrir camino en el corazón de un sistema injusto, dudando incluso que la poesía no fuera una “aberración” en sí misma.

En la presentación no alardeaban de país, ya que la historia que se vivía entonces, más que real era apócrifa y además sin gracia. La poesía, por extensión, también era inventada, falsa. Como ideal citaban unos versos de Goethe, glorificados por el filósofo Ortega, que decían: “Yo soy del linaje de aquellos, que del oscuro van hacia lo claro”. Que sin ir tan lejos y sin ser menos listo por ser gallego, Celso Emilio Ferreiro recitaba, con su retranca particular, aconsejando a los jóvenes poetas a investigar la verdad de su tiempo y encontrar allí su poesía. La intención de este grupo poético fue la de recoger en sus versos claridad y capacidad para vivir los aconteceres del prójimo.

Claraboya duraría un lustro, hasta febrero de 1968. Un total de 19 números donde tendrían eco, desde versos de Sartre hasta la poesía cubana de vanguardia; todo a un precio de 20 pesetas ejemplar y editado en la imprenta de la Diputación provincial. No son duraderas las publicaciones de poesía en España, ni siquiera a bajo precio. Algo similar le sucedió a la revista Alba, del villafranquino Ramón González-Alegre, cuya vida se extinguió poco tiempo antes, en 1956, tras 8 años de sufrida existencia. La poesía estará siempre abierta por defunción, “nutrida de las cenizas de todos los deseos”, que escribiría Julián Riesco en el primer número.

Lo definió con certeza Agustín Delgado, cuando juzgaba estéril al poeta “para la hora en la que vive, porque la gente no le sigue, avanza muy por detrás de él”. La eficacia de los poetas la reciben los que nacen cuando él muere, no sus coetáneos, concluía mirando al cielo por la pequeña claraboya donde se elevan los pensamientos, mientras repetía que el poeta tenía que ser siempre humano, “con melancolía y a machamartillo”.

En la página de internet de la Fundación saber.es, están digitalizados todos los números de esta histórica re-vista, donde pueden poner las manos sobre los poemas allí escritos para apreciar, como diría Agustín Delgado, si están calientes o fríos después de 50 años... Había que hacer algo.

Publicado en Diario de León, miércoles 4 de septiembre de 2013

(Juan Carlos Mestre)

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(Antón)

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JUAN PEDRO APARICIO

La Gran Claraboya

Más de tres veces he callado cuando se afirmaba que había pertenecido al grupo Claraboya. Contrariamente a lo que hizo el apóstol antes de que cantara el gallo, yo nunca he negado a Claraboya aun a riesgo de pasar por impostor. A pesar de no haberla conocido ni de haber tenido un solo ejemplar de ella en mis manosmientras se publicaba, Claraboya es un excelente referente para mejor comprender algunos aspectos de lo que ha sido mi transitar por el quehacer literario.

Algo similar, creo yo, le ha ocurrido a José María Merino, como con alguna frecuencia hemos comentado entre nosotros. Siempre nos pareció que en el puchero literario español, elaborado de ordinario entre Madrid y Barcelona, nosotros padecíamos de una cierta orfandad, porque León tenía una condición de provincia remo-ta, más en el concepto que en la distancia, algo que empezamos a comprender por entonces precisamente en Madrid, cuando éramos estudiantes y compartíamos habitación. Estudiábamos menos de lo conveniente pero leíamos y hablábamos –acaso debo decir fabulábamos– mucho, muchísimo. Imaginamos incluso la quimera de una escuela leonesa de cine y de literatura, y lo hacíamos con una fuerte carga irónica, como una burla hacia nosotros mismos, pero también con un cierto convencimiento. Creíamos que había algo en nuestra tierra que iba más allá de ese puro sentir provinciano entre iluso y poco avisado que es tan común a los territorios distantes del poder, no sólo del poder político.

Por eso, conocer a Luís Mateo fue importante. Como si las bolas de billar regresaran de las troneras para presentarse otra vez sobre el tapete una vez acabada la partida, así Luis Mateo nos trajo la presencia entera de Claraboya, una aventura literaria desde León, tan insólita como atrevida y abierta. Todo el mundo conoce hoy el nombre de sus fundadores y mantenedores: Agustín Delgado, José Antonio Llamas, Ángel Fierro y Luís Mateo Díez. Tenía unas raíces muy concretas y un entorno propicio que hoy nos es muy familiar, nombres que han quedado en nuestro parnaso para siempre Nora, Gamoneda, Pereira, Eutimio Martino, maestro de la lengua…Y también Bernardino Hernando o Moisés Gómez.

No duró mucho la aventura, a despecho de la ayuda que le prestó siempre Florentino Agustín Diez, aquel hombre culto y comprensivo, desde su responsabilidad en la diputación leonesa. Pero duró lo suficiente como para haber dejado una huella indeleble en la memoria literaria de nuestro tiempo. Algunos años después de su desaparición todavía su posicionamiento ante determinadas actitudes provocaba el desdén airado de algunos poetas cultivadores de un sedicente cosmopolitismo vacuo, al amparo de los muchos decibelios de las ramblas catalanas desde donde tradicionalmente se ha venido queriendo acuñar lo que es y no es literatura en español. Sabino Ordás, el maestro de Ardón, que tan generoso ha sido con Mateo, con Merino y conmigo, no dudó en salir de su refugio a orillas del Esla para echar un sugestivo cuarto a espadas en apoyo de Claraboya.

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De modo que nuestro sueño juvenil, ese que Merino y yo compartíamos en las noches de narraciones pelicu-leras y evocaciones de la horda –algo así como los bárbaros del poema de Kavafis–, ya era realidad, ya estaba allí y en papel impreso. Sus artífices, los creadores de Claraboya, Mateo, Fierro, Llamas y Delgado, sin que nosotros hubiéramos escrito una sola línea en la revista, nos aceptaron como parte de ella. Era como la trama en la que se entrecruzaban los hilos que afirmaban nuestra amistad.

Por eso, como dije, nunca negué a Claraboya. Creo que incluso antes de conocer a Luís Mateo, el periodista Pacho Reyero, que había pasado del Diario de León a jefe de redacción del Informaciones de Madrid, uno de los periódicos más influyentes del momento, cuando ocasionalmente me mencionaba en sus páginas para dar algu-na pequeña noticia, finalista en un concurso de cuentos o cosas así, siempre se refería a mí como “componente del grupo Claraboya”. Y lo mismo ocurría con Merino.

Vistas las cosas ahora, pienso que Pacho Reyero sabía mucho más que nosotros. Y sabía que, sin haber perte-necido a Claraboya, Merino y yo éramos de Claraboya. Y es bonito pensar que se pueden enmendar así ciertas omisiones o fatalidades ajenas a la voluntad del hombre. Porque nosotros sí hubiéramos escrito en Claraboya, porque nosotros sí hubiéramos colaborado con sus fundadores y lo hubiéramos hecho probablemente con ese entusiasmo y esa noble ingenuidad que derrocharon, los mismos que compartíamos Merino y yo en nuestras noches de vigilia y fábula. Un entusiasmo y una noble ingenuidad que, con la revista ya desaparecida, fuimos capaces de compartir retrospectivamente, en una amistad que ha superado las pruebas del tiempo y esas otras tan malignas que la dedicación literaria esconde.

Cincuenta años y parece que fue ayer. Sólo una pena nos aflige: la súbita, inesperada desaparición de Agustín Delgado quien tanto hiciera por la cohesión del grupo y la coherencia de Claraboya. Descanse en paz.

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(Olga Llamas)

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LUIS ARTIGUE

Sobrevivir a todavía: 50 años de la Revista Claraboya

Tomamos una copa en la Plaza del Grano –al deslizar las suelas de los zapatos por las piedras nos parecen un cuerpo– y la noche se enciende.

La ginebra en tus ojos abre surcos de niebla.Yo te hablo entonces de poesía leonesa; de la luz límpida que entra por las claraboyas y hace saber a los cie-

gos que los colores vibran. Yo te hablo de poesía y la transcribo en tu piel diciéndote así sin decirlo que la palabra poética es la piedad y

el consuelo más fiable que conozco…Pero la verdad sin ambages es que nunca en toda mi leída vida he visto, ni mucho menos he tenido en las

manos, ningún ejemplar de Claraboya, revista de poesía y pensamiento, río fluido de admoniciones líricas cuyo afluente robustamente social fue Espadaña. Y en eso creo parecerme a toda mi olvidadiza generación –teníamos que haber cursado un bachillerato poético pero no lo hicimos porque todo lo probamos y aprobamos en el Ba-rrio Húmedo, en sus callejas intestinales, de bar en bar–… Es lo que tiene mi patética generación tan amiga del estricto ahora y del llamado Complejo de Adán...

Sin embargo, como escribió Ortega y Gasset con proverbial agudeza, “empezar de cero no sólo es inconve-niente sino que además es imposible”.

De hecho dos revistas importantes en lo creativo, no así en su repercusión apenas provincial, actualmente se publican en León: Azul Eléctrico, Revista de Cultura Subterránea, y The Children´s Book of American Birds, revista de pretencioso nombre promovida por el Club Cultural Leteo y no sería justo decir que, como aparentan, ningu-na de las dos tiene nada que ver con Claraboya.

¿Eres poeta y de León?Yo no tengo la culpa: es que me dibujaron así…Lo sepan o no sus fundadores ambas revistas, ambos grupos, se alejan de la raíz para estar más cerca de ella

como hacen los perdurables, magnéticos e irrevocables novelistas leoneses que viven en Madrid.Y es que, a mi juicio, Claraboya, más que la revista de cuatro hombres brillantes que parecen no haber sido

niños nunca en la vida sino que nacieron ya con barba y erudición, es ahora el santo y seña de la fundación de un espíritu letraherido y bohemio y lírico que pervive y perdurará en esta ciudad de provincias provinciana y surrealista, cuando no esperpéntica, la cual no cabe duda de que está repleta en su cotidianidad, sus rincones y sus gentes de metáforas de alta resolución.

El pionero espíritu de Claraboya para nosotros fue la necesaria certificación de que había algo valioso, casi épico, en perder el tiempo con la poesía (Luisito, ¿tú que quieres ser de mayor? Yo quiero ser poeta. ¡Poeta lo queremos ser todos. So vago). De hecho en la penumbra de la provincianidad de esta ciudad nuestra, en la cual el frío ahuyenta a los exhibicionistas, esta ciudad tan gris que alienta necesarias ensoñaciones, nosotros mirá-

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bamos de reojo la vida inteligente y aparte de los poetas de Claraboya, su vida de hombres de provecho de las letras impresas, y sentíamos y no decíamos que queríamos hacer literariamente otra cosa muy distinta a la de ellos pero que fuera casi igual.

Por eso no nos atrevemos a decir, y mucho menos a poner por escrito, que los cuatro “claraboyos” con su poesía arraigada y despegada de exotismos minimalistas y de venecianismos están en nuestra galería de maes-tros imprescindibles no reconocidos.

Así nos va.Así nos viene…Ahora que nadie me escucha y es de noche casi siempre digo GRACIAS.

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(Amancio González)

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ROGELIO BLANCO

CLARABOYA. La luz penetra e irradia

Tras la Guerra Civil las manifestaciones culturales españolas sufren una grave detención. Gran número de in-telectuales y creadores son perseguidos. El silencio o el exilio eran la cara solución ante las visibles amenazas. Sólo los allegados y adeptos al nuevo régimen dictatorial pudieron canalizar sus creaciones. A los que decidieron “quedarse”, y a pesar de su distanciamiento del nuevo orden, bien soportaron la perenne sospecha bien idearon maneras de esquivar el control. Sean los “quedados” o los “idos”, se sostuvieron en ámbitos amenazantes y con frecuencia aterrados (sin-tierra).

En este contexto nacen varias revistas culturales y receptoras de inquietudes literarias. Un soporte que pe-riódicamente, su regularidad dependía de las manos que lo sostenían, se ofrecía a suscriptores e interesados. Se trata de una modalidad de difusión cultural que ya adquirió madurez en el siglo XIX y que se confirmó en las primeras décadas del XX.

Durante los primeros años de la posguerra el elenco de este tipo de publicaciones era escaso y controlado por los veedores del nuevo orden. Las publicaciones periódicas, así como las monográficas, estaban sujetas a la censura. Y dentro de las revistas, en la modalidad destinada a acoger las producciones literario-poéticas desta-caban las cabeceras Garcilaso, Escorial y Vértice entre otras, más las aportaciones, si bien en amplio campo de intereses, de la vinculada al diario ABC, Blanco y Negro; pero no todos los creadores se sentían cómodos en las interlíneas de estas cabeceras “oficiales”. De ahí que, ya en la década de los cuarenta, surgieran algunas publica-ciones que sobrevivieron entre las manos de atlantes entusiastas y empeñados en ser acicate en el erial cultural hispano. Gran número de estas publicaciones se ofrecían con un programa renovador de buenas intenciones; pronto fenecían, al carecer de apoyos materiales o por incapacidad para soportar los embates del control esta-blecido, tras no pocos y bien intencionados ejemplares editados.

Madrid y Barcelona concentraban, como es frecuente en el sector editorial, el mayor número de cabeceras. Ciertamente lo llamativo, máxime si se analiza desde la distancia temporal y las circunstancias, es la fortaleza y la calidad lograda por dos revistas,–Espadaña y Claraboya–, surgidas en una provincia señera, pero secundaria, León. De la calidad y oportunidad de ambas refieren numerosos estudios y reiteradas referencias, pues han sido objeto de atención en tesis doctorales (véanse: Fany Rubio: Las revistas poéticas españolas y Juan José Lanz Ri-vera: Introducción al estudio de la Generación poética española de 1968, por ejemplo), artículos, etc.

En el otoño de 1963 nace Claraboya. Su precedente leonés era Espadaña, que ya había dejado de editarse. Bernardino M. Hernando figura como su primer director, si bien ya a partir del tercer número la tarea la asume un “Consejo de Redacción” integrado por Agustín Delgado, Luís Mateo Díez, Ángel Fierro y José Antonio Llamas con responsabilidad colegiada. La revista cuenta con una “Dirección artística” conformada por Javier Carvajal, José Antonio Díez e Higinio del Valle. De la “Administración” se hace cargo Publio Lorenzana y Enrique Vázquez,

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y de la “Edición”, Gabriel Martínez Hernando. Las tareas de impresión y taller se acometen desde la Imprenta de la Diputación Provincial leonesa.

Detrás del aparato de créditos y responsabilidades se intuye una voluntad de futuro, de pervivencia; pero la publicación, como suele suceder con harta frecuencia en este tipo, sólo alcanzó la juventud, no logró la madurez cronológica. Vivió diecinueve números bajo dos formatos, diferentes diseños de portadas y subtítulos, si bien predominó el de “revista de poesía, teoría poética y crítica”; se trata de un subtítulo ambicioso pero lógico, si se cuenta con la juventud y fogosidad de los impulsores. Un colectivo de universitarios leoneses unidos por la amistad y aupados por la necesidad de lograr luz que penetre en habitáculo oscuro e irradie hacia un infinito impreciso funda Claraboya. Los iniciadores que giran en torno a la publicación reciben, se nutren y muestran los propósitos de aventura, de ruptura, de alerta. No se dejan atrapar ni convencer por las dos propuestas o corrientes poéticas vigentes: la poesía social y la intimista. La aventura es la de no ejercitarse en el va-y-vén de una u otra modalidad, y más bien se trata de una “inquietud colectiva”, en “ámbito provinciano....con sistemas cerrados”; de este modo se manifiesta unos de los fundadores en el primer número, –Agustín Delgado– y bajo el pseudónimo “José Ángel Lubina”.

En el editorial del primer número, los “claraboyos”, –así se les denominará con frecuencia, muestran su inquietud:”¿Qué poesía hace falta hoy? ¿Qué poesía no hace falta?”. Preguntas retóricas, inquietantes y de-nunciadoras de disconformidad frente a la poesía vigente. Entre balbuceos y tanteos estos intrépidos logran una irregular presencia bimensual hasta 1968 que les es cerrada la publicación, no obstante los “claraboyos” consiguen editar una Antología colectiva en la editorial catalana próxima en intereses culturales y afinidades, El Bardo. Resistentes a fenecer, aún, en 1975, Agustín Delgado, Luís Mateo Díez y José María Merino publican una antología satírica: Parnasillo provincial de poetas apócrifos. En 1988 aparece la segunda edición del Parnasillo en la madrileña editorial Endymion. La nueva edición es facsímil y se incorpora un prólogo que firma “Ovidio Linares Campillo”, también apócrifo. El prologuista cuestiona los porqués de la nueva edición, si bien los justifica tras la supuesta tesis doctoral “Epistemología de las líricas provinciales y autonómicas” que edita la Fundación Onofre Mendaña. En el original el autor situaba la residencia de tal entidad en San Martín de la Falamosa. En esta ocasión, y dada mi proximidad al sello editor, hube de corregirle con interesado empeño al autor para situarle la ubicación exacta de la entidad en otro pueblo leonés, concretamente en Morriondo de Cepeda. Y así consta, ad aeternum, en el citado prólogo.

No se puede negar que, hasta la celebración de esta efeméride (50 aniversario), la actividad del grupo funda-cional de la revista ceje de seguir en su actividad creadora desde los diversos géneros literarios; pero volviendo al texto del artículo y tras el excursus a mi escasa colaboración, se puede afirmar que los impulsores de Claraboya sintieron respeto por la revista precedente, Espadaña; pero “no era nuestra propia voz, –afirma José Antonio Lla-mas–, lo hicieron maravillosamente pero nuestra voz tenía que ser diferente”. Luego no sólo había una distancia generacional, sino de intereses, de pulso creador. La proximidad la concedía el territorio y, sobre todo, el rizoma que cruza los siglos y concede la tradición y el elan leonés invisible, latente y real. Victoriano Crémer, González de Lama y Eugenio de Nora, los patres maiores, son respetados, pero éstos, a su vez, se ofrecen distantes al nuevo empeño. Quizá entre ellos, si bien poeta pero más narrador, el más constante y presente sea Antonio Pereira, quien presidió el único premio poético convocado.

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No obstante, a Espadaña y a Claraboya sí les vincula una apuesta común, un propósito: “humanizar la poesía”. “La finalidad de la revista es clara: renovar la poesía española, humanizarla, darle fuerza, arrancársela al mons-truo de la belleza, que poco a poco la consumía”, declara Agustín Delgado, bajo la iterada firma pseudónima, en el número trece. Afirmación próxima en su teleología a otra de Victoriano Crémer.

Esta voluntad de ambas publicaciones leonesas las coloca en plena vigencia, en atractivo de estudio y en la consideración, por parte de las dos, de superar y de no atender a “los gustos oficialistas” imperantes, al modelo poético dominante en el territorio peninsular en el que numerosos creadores, en aquel momento, se supedita-ban silenciosamente a la moda ordenada; es decir, los “claraboyos” se desviaban de las pautas oficialistas. Caro pagarían esta lejanía; si bien la intencionalidad era más renovadora, más alternativa y proponente que “enfren-tista o genuflexa” a las complacencias vigentes.

Las voces de Cernuda, Celan; Hikmet, etc, próximas geográficamente o lejanas, mas todas cercanas al com-promiso de vivir, a lo que acontece, a lo cercano se expresan en las manos maduras de estos jóvenes leoneses al igual que César Vallejo o Blas de Otero. El colectivo, los “claraboyos”, lejos del fanatismo, que como afirmara Diderot de éste a la barbarie sólo hay un paso, cantan lo que se vive (Agustín Delgado) como constante del ser humano. Esta, quizá, sea su universalidad y carácter perenne. Y esta extensión la comparten con El Bardo de José Batlló de Barcelona. Una línea que se intensifica con la llegada de Llamas y Fierro a la ciudad catalana y que se amplía en La Trinchera y Camp de l´arpa.

Si bien fue breve la vida de las dos publicaciones leonesas, ambas abundaron en legado e intensidad. Son ejemplo y demostración del vigor creativo habido en la provincia y prolongado hasta la actualidad con atisbos de no fenecer a medio plazo. Todo lo sucedido posteriormente, la pléyade de creadores presentes en todos los géneros literarios, es el resultado de estos prolegómenos. El conjunto ha conformado un espacio en el que se citan nombres que han logrado una trayectoria literaria contrastada, con una obra que disfrutamos de continuo. Nada sucede por casualidad. Para rendirse al genio de Picasso hubieron de existir Velázquez y Goya. Para alcanzar el actual punto de fortaleza creativa leonesa es preciso reconocer los antecedentes, en este caso el de la revista Claraboya. Es preciso identificar el rizoma del lirio, el creativo, que aun permaneciendo soterrado horada im-pertinente y contumaz sin dejarse arrostrar ante órdenes o modas, sencillamente presenciándose, ser adsum.

Y 1963-2013, medio siglo del natalicio de Claraboya, debe ser una efeméride de reconocimiento a una revista renovadora y a unos creadores leoneses (mas alguno ya “ido” con Caronte) que concitaron impulsos creadores, idearon un espacio receptor y emisor de luz, una “claraboya” radiante y con historia alargada, de presente con-tinuo.

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Serie Pensar la Luz. (Foto: Amando Casado. 2013)

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CARMEN BUSMAYOR

Octubre

Que nadie me pregunte de dónde vengo.Vengo de la turbiedad y su látigo oscuro sobre la mordaza de los cercanos.Del pánico convertido en inacabable grito hacia adentro vengoen esta pequeña inmensa hora.

Que nadie me pregunte de dónde vengo.Vengo de donde nadie ha podido llorarsobre la belleza abrupta de una fosa común y otra y otra.Con el salvoconducto de la noche en secretoy una venda estremecida que me sujeta el corazónante el olor a ceniza o espanto.La crueldad de las balas es más que una sombra en mi pecho.En la impunidad, decididamente sordo, se zambulle el poder.

Que nadie, nadie me pregunte de dónde vengo.De donde no se olvida nuncaporque la luz tiene el mismo origen para todosy la amanecida hace tiempo que ha dejado de ser dulce cantoen las cunetasvengo.

Que nadie, nadie me pregunte de dónde vengo.La claridad que atraviesa las alas de lo huido, apacible,ha encontrado su sitio en esta pequeña inmensa hora.Octubre, con su vena dócil, cumple.Este cementeriohabla.

Leído el 12 de oct. de 2013, en la inauguración de la Capilla Laica del cementerio de Puente Castro. León

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“Nubes negras” (Castorina. 2013)

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CASTORINA

Soñar que estás soñando...hasta dormir que sueñas.

¡El hombre es sueños y canto!

Soñar no se doblega al golpeyunque, tenaza, fuego,salta la chispa iluminandolo dura que es la vida.

Y... vuelves a soñar...

que estás soñando.

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