christian metz, trucaje y cine (1971)

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CHRISTIAN METZ – Trucaje y cine Christian Metz (1931-1993) 1. La noción de bandas de imágenes. La parte visual de un film sonoro (o la totalidad de un film mudo) corresponde a lo que se llama la «banda de imágenes». A pesar de este nombre, la banda de imágenes no está formada únicamente por imágenes, sino que comprende también dos elementos de naturaleza diferente: por un lado, todo un corpus de enunciados escritos, como el título de un film, las menciones de los títulos, la palabra «Fin», los carteles del cine mudo, los subtítulos de los films sonoros exhibidos en versión original en el extranjero, las diversas indicaciones del tipo «Veinte años más tarde», etc.; y por otro lo que hace al objeto de este estudio: diversos efectos ópticos obtenidos por manipulaciones apropiadas y cuyo conjunto constituye un material visual no fotográfico. Una «cortina», un «fundido» son cosas visibles pero no imágenes, ni representación de algún objeto; un «flou», un «acelerado» no son fotografías, sino modificaciones pertinentes a las fotografías. El «material visible

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CHRISTIAN METZ – Trucaje y cine

Christian Metz (1931-1993)

1. La noción de bandas de imágenes.

 La parte visual de un film sonoro (o la totalidad de un film mudo)

corresponde a lo que se llama la «banda de imágenes». A pesar de este

nombre, la banda de imágenes no está formada únicamente por imágenes, sino

que comprende también dos elementos de naturaleza diferente: por un lado,

todo un corpus de enunciados escritos, como el título de un film, las

menciones de los títulos, la palabra «Fin», los carteles del cine mudo, los

subtítulos de los films sonoros exhibidos en versión original en el extranjero,

las diversas indicaciones del tipo «Veinte años más tarde», etc.; y por otro lo

que hace al objeto de este estudio: diversos efectos ópticos obtenidos por

manipulaciones apropiadas y cuyo conjunto constituye un

material visual no fotográfico. Una «cortina», un «fundido» son cosas visibles

pero no imágenes, ni representación de algún objeto; un «flou», un

«acelerado» no son fotografías, sino modificaciones pertinentes a las

fotografías. El «material visible de las transiciones», como dice Etienne

Souriau (1), es siempre extra-diegético. Mientras que las imágenes del film

tienen como referencia a objetos, los efectos ópticos tienen como referencia,

de alguna manera, a las imágenes mismas, o al menos a las que son contiguas

en la cadena. El teórico marxista Béla Balázs subrayaba que estos

procedimientos ópticos señalan una intervención directa del cineasta en el

relato (2), mientras que las fotografías (incluso las que están en movimiento,

como las del cine) únicamente expresan el punto de vista del autor a través de

la fabulación de una «historia»: la manera en que ésta se despliega revela -al

mismo tiempo que la oculta-, envuelve en resumidas cuentas, la posición del

autor sobre los acontecimientos presentados; es este efecto de envolvimiento

que se puede presentir en la noción de «puesta en escena», que engloba al

guión técnico, al montaje, a los movimientos de aparatos, etc. Se trata en suma

de un cierto tipo de relación entre la ideología y el contenido manifiesto del

texto fílmico. Con un fundido a negro, por el contrario, esta relación se

desplaza y el cineasta (o de alguna manera la cámara) parece hablar en

nombre propio: «efectos fílmicos absolutos», «expresive technique of the

camera» como resume Béla Balázs (3). Sin embargo, no se debe olvidar que

estos efectos ópticos no son obtenidos en el rodaje; algunos son producidos en

laboratorios. Algunos resultan, pues, de una manipulación de la cámara, a

diferencia de otros que resultan de una manipulación de la banda (4). Es una

primera división posible, en el interior de los «procedimientos especiales».

2. Trucajes y signos sintácticos.

Esta división no es la única. Se puede igualmente distinguir entre las

manipulaciones que desembocan en lo que llamamos (conservaré la palabra

para ir más rápido) marcas sintácticas, que en la primera categoría ubicamos

los «signos de puntuación»; y las que constituyen lostrucajes: inversión de la

banda, acelerado, cámara lenta, exposiciones múltiples en un mismo cuadro

que permiten mostrar sobre la misma imagen dos «ejemplares» del mismo

actor conversando entre sí, etc. La noción de trucaje tal como se ha propuesto

aquí no debe ser confundido con los «trucajes» o los «efectos especiales» de

los que hablan los técnicos de los estudios. Preocupados por los problemas

prácticos de su oficio, los técnicos consideran como efectos especiales todos

los efectos que hay que realizar especialmente, y que requieren, además de las

faenas normales de la filmación, una pequeña técnica particular: están en los

estudios los especialistas del trucaje, su nombre figura a veces en los títulos.

Así definido, la rúbrica de los efectos especiales evidentemente va a formar

para el semiólogo un conjunto de figuras bien heteróclito. Jean Louis Comolli

tiene razón en señalar (5) que las nociones de los técnicos -que tienen a veces

una característica profesional y por así decir corporativa- no pueden ser

consideradas automáticamente como conceptos teóricos: hay que examinar

cada caso.

3. Taxemas y exponentes

En el tema que nos ocupa, la introducción de una tercera pertinencia va

permitir la división de los dominios de los efectos ópticos de modo distinto. Si

consideramos la posición del significante con relación al resto de la cadena

perceptible del film (=criterio distribucional), el fundido a negro va a oponerse

a todos los otros procedimientos. En efecto, éste ocupa un segmento más o

menos largo de la banda de imágenes en sí misma; cuando un cierre en

fundido es seguido de una apertura en fundido, queda un breve instante

durante el cual el rectángulo negro es el único dato visual proporcionado al

espectador: en este caso el efecto óptico es, por lo tanto, un taxema fílmico en

el sentido de Louis Hjelmslev, un segmento indescomponible de la cadena que

monopoliza la pantalla durante un momento. Lo que define todos los

procedimientos especiales, como lo hemos visto, es una suerte de diferencia

con relación a la fotograficidad. Para el fundido a negro, esta diferencia

reside en el hecho en que el mismo film durante un instante no da a ver

ninguna fotografía. Con los otros efectos ópticos, la situación es diferente.

Consideremos el caso de la sobreimpresión o el fundido encadenado:

consisten en superponer dos unidades de percepción que son ambas de

naturaleza fotográfica; ciertamente, su superposición no es en sí misma una

fotografía: es esta característica que aquí define la diferencia. Pero en ningún

momento el espectador podrá ver únicamente el efecto óptico, sino que verá

imágenes afectadas de un efecto especial, como una clase de exponente

semiológico. El procedimiento ya no es un taxema, sino un exponente de uno

o varios taxemas, es suprasegmental. Es decir, se refiere a una imagen que le

es contemporánea, mientras que el fundido a negro se refiere a las imágenes

que le son inmediatamente anteriores o posteriores.

Comparado al fundido a negro, procedimiento-taxema, los procedimiento-

exponentes son bastantes numerosos: iris, cortinas, lentillas especiales, "flou",

inversión de la banda, acelerado, cámara lenta, inserción de "vistas" fijas en

medio de la banda, fundido encadenado, sobreimpresión, sobreexposición,

montaje simultáneo (varias fotos al mismo tiempo, división de la pantalla en

«escenas», pero por yuxtaposición y sin sobreimpresión), etc.: todos los

efectos que suponen (y que afectan) una o varias fotografías. No obstante,

algunos de ellos admiten variantes mediante las cuales se convierten (si se

puede decir) en cuasitaxemas. Por ejemplo el iris (en apertura o en cierre). Si

se considera la parte de la imagen que queda visible hasta el final es un

procedimiento-exponente, siendo aquí el exponente el halo negro que se cierra

sobre lo que se sigue viendo. Pero si se considera este iris invasor que solicita

la mirada por sí mismo, éste se revela como cercano al fundido a negro -que,

además, lo ha reemplazado, a lo largo de la historia del cine, en la mayoría de

sus empleos-, y es hasta cierto punto el iris en tanto que tal que ocupa el

segmento correspondiente del film (o al menos de la banda de imágenes, ya

que este estudio se limita a ello y deja de lado los elementos sonoros).

Podemos aplicar observaciones similares a la cortina, según que se consideren

las dos imágenes como si una de ellas empujara fuera de la pantalla a la otra

(entonces el efecto producido es de un exponente de estas dos imágenes), o

que se considere esta curiosa evicción en sí misma que puede, en última

instancia, convertirse en espectáculo esencial hasta que dura su proceso. Esto

se produce sobre todo en una de las variantes técnicas de la cortina en la que

una banda blanca de cierta amplitud barre la pantalla, empujado por la imagen

que viene y empujando la que se va: efecto empleado por ejemplo en Tom

Jonesde Tony Richardson (Inglaterra, 1963), y que tiende a hacer de la

transición un segmento autónomo, por el hecho de la agresividad perceptiva

del material extradiegético utilizado. Esta impresión se hace aún más fuerte

cuando la banda blanca no se desplaza paralelamente en vertical por el

rectángulo de la pantalla, sino que adopta un itinerario más de fantasía a través

del tejido textual, como por ejemplo una raya que barre circularmente la

pantalla a partir de un punto central (también en Tom Jones, en donde estos

procedimientos corresponden a una voluntad de distanciamiento, y son el

equivalente cinematográfico de una cierta escritura alegre propia de las

novelas del s. XVIII). Por el contrario en Los siete samurais de Akira

Kurosawa (Japón, 1954), y en muchos otros casos, aparece una variante de

cortina sensiblemente diferente: es una especie de ola de sombra que recorre

la pantalla lateralmente, separando (sin ser bien percibida en sí misma) la

imagen que «sale» y la que «entra»: en este caso la cortina es un exponente de

dos imágenes, y por ende nos vuelve traer al caso general. Si los efectos

ópticos son raramente taxemas es porque lo propio del film es entregarnos

imágenes tratadas de tal o de tal manera, y no algo diferente de las imágenes

(ésta es en suma la definición del procedimiento-taxema). Intentaré mostrar,

un poco más adelante, que en el cine clásico el régimen de funcionamiento

que se considera óptimo para los efectos especiales es la que permite

relacionarlos a la vez -por una división de la creencia y una denegación de la

percepción- a la diégesis y a la enunciación. Ahora bien, el procedimiento-

taxema está marcado de entrada como fuera de la diégesis, por lo tanto se

encuentra del lado del discurso en acto. El fundido a negro responde a

exigencias a veces imperiosas de claridad en el relato (que es capaz de

satisfacer en razón su particularidad misma): hay casos en que el cineasta

desea separar netamente una secuencia de la siguiente. Usual por su empleo,

este procedimiento es excepcional por su estatuto; no podríamos compararlos

más que con ciertos títulos (los que están sobre cartones, y no sobre el fondo

de la imagen), con algunos títulos en cierta magnitud y la palabra «Fin» (bajo

la misma reserva): todos los momentos fílmicos en que la banda de imágenes

no nos ofrece ninguna imagen; además, en estos últimos casos se nos ofrece

un texto escrito; en el fundido a negro, no se nos ofrece nada: el rectángulo

negro es menos percibido como tal, sino como un breve instante de vacuidad

fílmica. Su fuerza reside en esta extenuación. Este vacío singular de la

pantalla, en el universo fílmico que normalmente está tan pleno y tupido, nos

lleva a suponer por su situación insólita una separación fuerte entre el antes y

el después, y el fundido a negro es quizá el único signo de «puntuación»

verdadero que el cine tiene a su disposición hasta hoy. Su eficacia reside en

que es irregular (como se dice de una conjugación), y por su eficacia se ha

vuelto habitual. Raro en el sistema, es común en el texto.

4. Trucaje profílmicos y trucaje cinematográficos

Otra distinción importante es la que concierne únicamente a los trucajes y no a

los signos «sintácticos». Con la sola palabra «trucaje» tenemos la costumbre

de designar dos especies de intervenciones que no se sitúan en el mismo punto

del proceso total de la fabricación del film. Los unos, que llamaré trucajes

profílmicos, en el sentido preciso que la filmología da a este adjetivo (6),

consisten en una pequeña maquinación que ha sido previamente integrado a la

acción o a los objetos frente a los cuales se ha plantado la cámara; es antes del

rodaje que algo ha sido«trucado». Éstos son en el fondo «juegos» análogos a

los de los prestidigitadores. Los códigos específicos del cine sólo tienen un

lugar débil, aunque los films recurran a ellos frecuentemente. Para los técnicos

son trucajes de igual estatuto que los otros, ya que deben ser puestas a punto

especialmente como los otros. El recurrir al «doble» es un ejemplo usual; el

doble reemplaza al actor en algunas escenas (acrobacia difíciles o peligrosas,

por ejemplo); el cineasta elige una persona parecida al actor o a la actriz,

maquilladores y vestuaristas hacen el resto, el operador tiene el cuidado de no

filmar más que a cierta distancia y bajo cierto ángulo, etc. Entre los «trucos»

de Georges Méliès, muchos eran profílmicos y no cinematográficos. Méliès

no hacía diferencia, prestidigitador de oficio, consideraba sus trucos

cinematográficos como sucedáneos en forma previsoria de sus juegos de

ilusionista que diversas insuficiencias en la maquinaria de su teatro habían

hecho imposible durante un tiempo (7). En 1896, cuando Méliès inaugura el

«truco de desaparición» en Escamoteo de una dama -se trataba de hecho de

una simple interrupción de la toma en la que la dama se salía del campo-, esta

resolución no estaba a gusto de él: este procedimiento reemplaza a su parecer

la ilusión del teatro que le falta en ese año. Si a partir de 1900 la invención

cinematográfica de Méliès disminuye y se sofoca, es en parte porque su nuevo

estudio comporta un conjunto de aparatos teatrales perfeccionados. Por su

lado Jean Cocteau ha declarado (8) que en varios de sus films, sobre todo

en Orfeo (1950), había preferido maquinaciones más antiguas que los trucajes

de cine: por ejemplo, los reflejos en los cristales son «interpretados» por

dobles. A estos trucos profílmicos se oponen a los del cine que le son

específicos. En la elaboración del film, éstos intervienen en otro momento. Es

decir, pertenecen a la filmación y no a lo filmado. Como lo dije ya, son

producidos, según los casos, durante el rodaje (=trucaje de cámara) o luego

(=trucaje de banda realizado en laboratorio): en todo caso no antes. En otra

parte intenté mostrar (9) que la «especificidad cinematográfica» es un

fenómeno que admite gradaciones: algunas figuras son menos específicas que

otras, sin dejar de serlo. Esta presencia, en el interior mismo del dominio

globalmente específico (que a su vez no es más que una parte del film) de

varios grados de especificidad, se deja también constatar, entre otros, en el

caso de los trucajes cinematográficos (=trucajes no profílmicos). El «flou»,

por ejemplo, se debe a la filmación y no a la acción filmada: por ende es

«específico»; no obstante, el "flou" es una técnica fotográfica que el cine se ha

contentado en retomar; esto no equivale a decir que esté desprovisto de toda

especificidad, ya que una de las características propias a los códigos

cinematográficos es integrar en ellos los códigos fotográficos; sin embargo, el

"flou" es el menos específico del cine -ya que lo comparte con otros muchos

«lenguajes»-, por ejemplo el acelerado que supone una multiplicidad de

fotograma es posible únicamente en el cine y no es compartido con la

fotografía. En suma, lo que hay que comparar con los trucajes profílmicos, es

la gama completa de diferentes trucajes más o menos cinematográficos. En

cuanto a los efectos ópticos que se consideran con valor «sintáctico» y que no

participan en nada del trucaje, constataremos que jamás son profílmicos: la

pantalla negra, el fundido encadenado, el iris, las cortinas, la panorámica, etc.

son todos, en sus diferentes grados, procedimientos cinematográficos que

implican el trabajo de la cámara o la preparación de la banda. Es lógico, ya

que se trata de marcas de enunciación que el cine, a lo largo de su historia, ha

constituido lentamente y cuya finalidad consciente excluía la intervención en

el corazón mismo de la acción filmada: éstas pertenecen al relato y no a la

historia, a la instancia de la narración y no a la instancia narrada. Veremos no

obstante que, a pesar de esta situación de principio, el funcionamiento real del

film los induce a inclinarse, al menos en parte, en provecho de la diégesis.

5. Trucajes imperceptibles, trucajes invisibles, trucajes visibles.

A través de su contenido, la distinción de lo profílmico y de lo

cinematográfico se ubicaba del lado de la fabricación del film; lo que sigue

por el contrario concierne a su lectura. A primera vista, ésta parece aplicarse

únicamente a los trucajes, y no obstante induce, gradualmente, a volver sobre

la distinción entre los trucajes y los procedimientos sintácticos. En el cine

clásico (el cine de la diégesis), un protocolo minucioso y codificado, que

forma parte de la institución cinematográfica, prescribe los diferentes tipos de

relación que el espectador podrá mantener con los trucajes; tocamos aquí una

verdadera regla de la percepción, que está en sí misma ligada -es lo que quiero

mostrar- a la repartición histórica de los géneros cinematográficos. Algunos

trucajes son imperceptibles mientras que otros, por el contrario, están

destinados a aparecer (acelerado, cámara lenta, etc.). Los trucajes

imperceptibles, además, no deben ser confundidos con los trucajes invisibles.

El recurso a los dobles es un trucaje imperceptible; hemos visto las

precauciones que toma el cineasta: si se lleva a buen término, el espectador no

notará que ha habido trucaje; podrá saberlo por haberlo leído en una revista de

cine, pero poco importa, si no lo ha notado, que lo sepa o no (incluso es mejor

que lo sepa como lo veremos más adelante). El trucaje imperceptible es

perfectamente compatible con la convención, propia de la mayoría de los

films actuales, en un grado mínimo de realismo de término medio, es decir,

bajo el régimen de lo que se llama «film realista». Si el actor es más bajo que

la actriz (=films con Charles Boyer e Ingrid Bergman), él lleva puesto zapatos

especiales, o no es fotografiado más que bajos ángulos estudiados; el

film Crin blanco de Albert Lamorisse (Francia, 1952) ha sido rodado con tres

o cuatro caballos diferentes, mientras que nos cuenta la historia realista de un

caballo (y por supuesto de uno sólo), etc. El trucaje invisible es otra cosa. El

espectador no sabría decir cómo ha sido realizado, ni en qué punto exacto del

texto fílmico interviene; es invisible porque no sabemos dónde está, porque no

lo vemos (en tanto que vemos un "flou" o una sobreimpresión); pero es

perceptible, ya que se percibe su presencia, la «sentimos», y, además, este

sentimiento es considerado como indispensable, en el código, para una

apropiada apreciación del film. De este modo los trucajes empleados en los

films, los más logrados sobre «el hombre invisible» son: trucajes muy

convincentes, imposibles de localizar, pero de cuya existencia no hay ninguna

duda y constituye incluso uno de los intereses mayores del film, que cada uno

acordará en encontrar como «bien hecho» en razón de su perfecta calidad

(mientras que una secuencia con dobles sólo está bien hecha si no se sospecha

de su intervención). El espectador habituado al cine, y que conoce la regla del

juego, dispone de este modo de tres regímenes perceptivos que corresponden

respectivamente, en el film, a trucajes imperceptibles, a trucajes visibles y a

trucajes perceptibles pero invisibles. En canto a las marcas de puntuación, no

nos sorprendamos de constatar que también pertenecen todas ellas a la

categoría de los efectos visibles.

6. El trucaje como maquinación confesada.

Así, la teoría indígena del cine (10) reserva ciertos efectos ópticos un lugar

aparte, convirtiéndolos en instrumentos retóricos, en cláusulas de discurso,

escapando de este modo al universo de la maquinación. Pero por el contrario

es esta maquinación la que define el estatuto oficial de los trucajes en la

institución cinematográfica. Curiosamente, resulta de ello que el trucaje

está siempre confesado. Se confiesa en el film mismo si se trata de un trucaje

invisible pero perceptible (y a fortiori de un trucaje visible); y si es un trucaje

imperceptible, se confiesa, por así decir, en los contornos del film, en su

publicidad, en los comentarios, que van a insistir sobre la proeza técnica en

que el trucaje imperceptible debe ser imperceptible. (No nos dejemos engañar

por los casos particulares en donde la publicidad, al menos inmediata, calla

sobre ciertos trucajes imperceptibles cuya revelación perjudicaría la otra

publicidad: por ejemplo la del actor, si su talla es pequeña y que el film la ha

«agrandado» artificialmente; silencio provisorio y puntual que no impide que

el cine, en su publicidad ampliamente definida, insista gustosamente sobre sus

capacidades de maquinación.) Cierta duplicidad se vincula por lo tanto a la

noción misma de trucaje. Hay en ello algo que está siempre oculto (ya que

sólo es trucaje en la medida en que la percepción del espectador es

sorprendida), y simultáneamente se indica siempre algo, ya que es importante

que sean los poderes del cine los que se vean acreditados en esta sorpresa de

los sentidos. El trucaje visible, el trucaje invisible y el trucaje imperceptible

representan tres tipos de solución, tres niveles de equilibrio entre estas dos

exigencias fundamentales.

7. El trucaje como proceso de diegetización.

 Las marcas sintácticas se separan así de los trucajes porque no son, en

principio, maquinaciones. De este modo el término «efectos especiales» (cuya

comprehensión es, además, bastante vago) está en general reservado a los

trucajes y excluye en su mayoría los signos retóricos. No obstante, estos

últimos son efectos especiales en la definición que ha sido dada al comienzo

de este texto: procedimientos ópticos particulares y localizados, que no se

confunden con el desarrollo normal de los fotogramas, efectos visuales pero

que no son fotográficos. Sin duda es por este parentesco tecnológico que los

trucajes y las marcas de enunciación son menos fáciles de distinguir,

concretamente, que como podríamos creer según la bipartición de principio

que nos propone a este propósito la vulgata de los comentarios

cinematográficos. Esta última nos dirá, por ejemplo, que tal «procedimiento»

tiene el valor de una señal sintagmática de separación entre un antes y un

después, mientras que la cámara lenta es un trucaje destinado a crear una

atmósfera onírica. Y es verdad que, en algunos casos, la diferencia es neta

(aunque la cámara lenta, por convencionalización progresiva, pueda

convertirse en signo retórico del pasaje al sueño, lo que vuelve a plantear el

problema...). Pero inclusive dejando esto, y concediendo que la oposición es a

veces bastante clara y dividida, todavía queda la cuestión de que no es ni ha

sido siempre así. Lo que se experimenta hoy como simple figura de discurso

era usualmente, para los primeros espectadores del cinematógrafo, un «truco»

mágico, una pequeña maravilla sorprendente y fútil al mismo tiempo. Es

Méliès, lo sabemos, quien ha elaborado una buena parte de los efectos ópticos

que están aún hoy en uso, pero él los consideraba como «formulitas mágicas»,

«abracadabrantes» (para retomar las observaciones de Georges

Sadoul (11) continuadas por Edgar Morin (12)), más que como figuras de

lenguaje, como lo ha mostrado pertinentemente Jean Mitry (13). Fue necesario

la fuerza del hábito, y la progresiva estabilización de los códigos, para que

algunos trucajes cesen de ser trucajes (es particularmente claro en el caso del

fundido encadenado). Esta incertidumbre de la diacronía se proyecta en parte

sobre el plano sincrónico, dentro del cine actual. Cuando un fundido

encadenado figura entre dos secuencias en la que se quiere señalar la

separación y a su vez un lazo pronunciado -ya que ésta es en suma el

significado de esta «puntuación»- en ese momento es marca de transición

(pero sigue siendo todavía marca evocadora). Si este fundido encadenado,

estirado esta vez con más insistencia, superpone durante un tiempo el rostro

soñador del héroe y la representación del sueño, el indicador retórico, de ahí

en más sensible como tal, no se libera del todo bien de una empresa de trucaje,

y la secuencia guarda un toque maravilloso y mágico. Un paso más hacia

atrás, y será la sobreimpresión prolongada: trucaje que ahora, sin embargo, se

superpone con el principio de una deixis de enunciación, como en el pasaje

de La balada del soldado de Grigori Chukhrai (U.R.S.S., 1959), en que el

joven héroe lleva consigo, en el tren que atraviesa un triste paisaje invernal, el

recuerdo encantado de algunos breves instantes de felicidad. Es comprensible

que los efectos ópticos, frecuentemente, se muestren como oscilante entre el

estatuto de trucaje y de cláusula. No siendo fotografías, éstos no son nunca

«realistas»; permanecen un poco al margen con respecto al resto del film (es

justamente en este aspecto que éstos son procedimientos «especiales»), y esta

separación, sentida de algún modo, es interpretada (según el contexto, el

género del film: fantástico, burlesco, o por el contrario menos marcado por lo

fabuloso, etc.) ya como un salto hacia lo insólito, ya como una indicación

metalingüística que ayuda comprender mejor las imágenes contiguas. En la

secuencia de La balada del soldado, la sobreimpresión del rostro de una

muchacha sobre un paisaje invernal y sobre imágenes ferroviarias no busca de

ninguna manera engañar al espectador: es claro que en la «realidad» (=la de la

diégesis), el soldado hace un viaje en tren; es mentalmente que éste evoca los

rasgos de la muchacha que encontró hace un momento. Se podría decir otro

tanto de la célebre secuencia en forma acelerada de La línea general(o Lo

viejo y lo nuevo) de Einsenstein (U.R.S.S. 1929): la kolkhoziana (14) y el

obrero han logrado por fin sacudir la inercia del establecimiento oficial, y

están a punto de obtener la firma necesaria para la compra de un tractor; los

servicios ministeriales, que habíamos visto hasta el momento como

soñolientos, casi dormidos, de repente van a animarse (gracias al acelerado) a

una febril actividad que desemboca en un santiamén en la preciosa firma: pero

nosotros sabemos bien que se trata de una caricatura (así como de una

convención propia al género burlesco), y que las oficinas del ministerio,

aunque convenientemente solicitados, como lo sugiere el film, no están

considerados que trabajen de ese modo en la realidad diegética. Por el

contrario, los films sobre «el hombre invisible» (que recuerdan muchas veces

un procedimiento especial, el fondo negro con escondites) alcanzan su meta -

cuando lo alcanzan- en la medida en que tenemos la impresión de que el

héroe, no obstante invisible, está en la verdad diegética y que está a punto de

girar lentamente la manija de la puerta: el efecto fallaría si la idea del

procedimiento óptico empleado estuviese netamente presente en nuestro

espíritu, como en los films torpes. Por lo tanto sólo hay trucaje cuando

hay engaño. Podemos convenir el uso de este término en los casos en los que

el espectador atribuye a la diégesis la totalidad de los datos visuales que le

son proporcionados: en los films fantásticos, la impresión de irrealismo no es

convincente más que si el público tiene el sentimiento de asistir, no a una

ilustración plausible de procedimientos que obedece a una lógica no humana,

sino a encadenamientos perturbadores o «imposibles» que se desarrollan a

pesar de todo frente a él sobre el modo de surgimiento acontecimental. En el

caso contrario, el espectador opera entre el material visible en que se

constituye el texto fílmico una suerte de selección espontánea, y sólo relaciona

a una parte de ella a la diégesis. Los servicios del Ministerio de Agricultura

han trabajado más rápido porque se les ha hablado en un tono conveniente:

tenemos aquí el retorno a la diégesis. El film ha querido bromear sobre esta

rapidez inesperada, la ha exagerado irónicamente: tenemos aquí la intensión,

un retorno a la enunciación. En la exacta medida en que se halle mantenida

esta bifurcación perceptiva, lo connotado no puede hacerse pasar como

denotado, es decir, no habría trucaje: el efecto óptico no ha sido confundido

con el juego normal de los fotogramas, lo visual en su totalidad no ha sido

tomado por lo fotográfico, la diegetización no ha sido completa.

8. Trucajes y marcas retóricas (retorno): fluidez de la fronteras.

Es lo que explica que, en numerosos casos, haya y no haya a la vez trucajes.

La segregación perceptiva definida hace un instante no es mantenida en su

rigor, ni abandonada definitivamente. El espectador no es víctima de la

maquinación al punto de ignorar su existencia, pero no es consciente de ello al

punto de que pierda su eficacia. La actitud del espectador, cuya creencia se

divide, responde así a la del cine, por eso decía yo que el film propone sus

trucajes como maquinaciones confesadas. En este juego, la institución

cinematográfica siempre gana, ya que ella gana dos veces: como

representación en la mediada en que es efecto especial, poco sensible como

tal, es atribuida a la diégesis (=debilitamiento de la segregación, caída en la

magia), y por la afirmación de su poder en la medida en que este

procedimiento, bastante marcado como tal, es llevado en provecho del

discurso: es decir, mantiene la segregación y la retórica lúdica, de ahí los

encantos del cine. Ahora se comprende mejor porqué las puntuaciones y otras

transiciones no se distinguen muy bien, muchas veces, de los trucajes. Esto

sucede no sólo porque, en la historia del cine, las reglas sintácticas

comenzaron siendo trucajes, sino también porque éstas tienen en común con

los últimos la tecnología, de ser efectos especiales. Además, los trucajes, en

una de sus vertientes (la enunciación confesada), manifiestan un parentesco

intrínseco con las marcas retóricas y no se han separado en última instancia

más que, en sincronía, por el umbral de un pasaje: de la maquinación

confesada (trucaje), se pasa a la figura puramente sintáctica cuando la

confesión se desambigua suficientemente para que la maquinación no sea sólo

una, y para que el espectador, ante el efecto óptico, no atribuya estas partes a

la diégesis (es el caso de algunos fundidos a negro que se dan claramente para

los límites de los «capítulos»). Se mantiene como verdad, entonces, que es

la ausencia de maquinación que define, frente al trucaje, la pura señal de

transición. Solo que es raro que una señal de transición sea pura, que no esté

acompañada de un principio (¿o de un fin?) de trucaje. En los mejores films

logrados sobre «el hombre invisible», el espectador más ingenuo -a condición

de estar habituado ir al cine- no pierde nunca completamente de vista, en

medio de su apasionante interés por la intriga, que las imágenes han debido

ser obtenidas por alguna técnica especial. Inversamente, en la secuencia de La

línea general, el espectador más crítico y advertido tendrá fugitivamente la

impresión, en medio de las reflexiones que esboza sobre la escritura del

cineasta, que los personajes del film se desplazan «de verdad» tan rápido de

cómo se los ve. Tanto el distanciamiento como la identificación nunca se dan

completamente; es uno de los aspectos de esta «interfusión» de lo real y lo

imaginario que ya había estudiado bien Edgar Morin en El cine o el hombre

imaginario. La sintaxis del film queda pegado a los movimientos de la

afectividad, y el trucaje maravilloso puede en cualquier momento convertirse

en convención en el cine realista. Los films fantásticos más cautivantes, los

burlescos más divertidos nos ofrecen trucajes que permanecen siempre más o

menos percibidos como instrumentos del discurso; incluso es lo que

constituye estos géneros: sólo pueden funcionar como tales porque suscitan en

el público una reacción doble y contradictoria: creencia en la realidad,

maravillosa o cómica, de los acontecimientos presentados, e

interés para la proeza en que el cine se muestra capaz. Estos géneros reposan

sobre un equilibrio frágil, que es susceptible de ser roto en cualquier momento

en un sentido o en otro. Es sin duda una de las razones por las cuales hay tan

pocos buenos films burlescos, y menos aún buenos films fantásticos. La

dimensión retórica, en suma, es sensible en el mismo trucaje, que no

es más que maravilloso. A la inversa, la figura de discurso no es más que

sintáctico, ésta alienta usualmente el proceso de diegetización. Hemos visto

más arriba que enLa balada del soldado se supone que el espectador no

diegetiza el contenido de la sobreimpresión: sabe que la muchacha no está en

el tren y que el soldado se encuentra en él «indefectiblemente», y que el efecto

óptico sirve para introducir convencionalmente imágenes mentales en la

representación de la diégesis. No obstante está claro que esta forma de

introducirlas (de la que no se negará el aspecto convencional) no es en

absoluto el equivalente de un enunciado lingüístico como «El soldado, en el

tren, pensaba en la muchacha». Este último hubiera provocado una

representación de palabras, en el sentido freudiano de la expresión, mientras

que la sobreimpresión se da a ver como una «representación de cosas»; es

más, las dos imágenes, la diegética y la mental, se recargan sin marca formal

de diferenciación y en «soportes» idénticos (=ambos fotográficos); de este

modo lo que es considerado que separa a los ojos de una lógica "despierta" -

oposición de lo «real» con la evocación mental- se encuentra, por la virtud del

procedimiento cinematográfico, sutilmente negado y borroneado en el

momento mismo en que la convención lo indica expresamente: el exponente

narrativo del «pasaje a la interioridad» se desdobla forzosamente de

sugestiones más inquietantes y más profundas: se presenta desde el principio

como una condensación de dos rostros, donde el deseo del soldado encuentra

su realización, éste arrastra consigo siglos de leyendas y cuentos sobre la

telepatía amorosa, la presencia en la ausencia y los ojos del alma. Es en esta

medida que pierde su pureza sintáctica y hace crecer la diégesis. Es el caso de

todos los signos de diégesis, aunque en distintos grados; su eventual pureza es

sólo un caso límite. El otro caso límite, que nos conduce al extremo opuesto

(por ende, del lado de los trucajes), son los efectos imperceptibles, de los que

hablé más arriba (los dobles por ejemplo). Es sin duda el único en que no

tenemos modo de preguntarnos en qué medida la intervención especial ha sido

percibida como diegética: ésta no ha sido percibida en absoluto, y por lo tanto

podemos estar seguros que todo ha sido en provecho de la diegésis. Llegado a

esta instancia, la institución cinematográfica prefiere asegurar su poder antes

que mostrarlo: la maquinación está a su máximo, la confesión en su mínimo.

9. La denegación de la percepción en el cine.

En los casos de mediación (que forman la mayoría de los trucajes y una buena

parte de las marcas «sintácticas»), el doble juego sólo es posible, por el lado

del espectador, por un proceso psíquico algo parecido a la denegación que ha

sido descrita por Freud a propósito de la angustia de la castración y el

nacimiento del fetichismo. A lo que llamamos «espectador» del film, en

efecto -aquél que mira el film-, no solamente es el yo consciente (que además,

como se sabe, es un sujeto «escindido»), sino la persona en su conjunto. El

pensamiento lógico «desdiegetiza» sin cesar los procedimientos

ópticos: sabe que la muchacha de La balada del soldado (el objeto del deseo)

no está presente en el tren. Pero al mismo tiempo un otro pensamiento, más

ligado a los procesos primarios y al principio de placer, no se ve advertido de

lo que sabe el yo, ya que no ha sido notificado (o que ha rechazado la

notificación): éste diegetiza sin interrupción lo que la clara consciencia

gramaticaliza simultáneamente. Hay que decir que este pensamiento tiene un

profundo interés en ello (tras la identificación secundaria con el soldado, que

el film da a ver, que es especular en esto): este otro pensamiento desea que la

muchacha esté en el tren, y el film le permite justamente con la ayuda de esta

sobreimpresión (que «condensa» tan bien), alucinar o soñar esta presencia. De

este modo los poderes de la institución cinematográfica vendrían al encuentro

de los deseos que, en el espectador, no son superficiales o transitorios; el cine,

en este intercambio, se encuentra más fortalecido. La posibilidad misma de

dividir constantemente su creencia tiene mucho valor en la empresa

cinematográfica sobre el espectador: representa para él una formación de

compromiso, altamente beneficiaria, entre un cierto grado de satisfacción

pulsional y un cierto grado del mantenimiento de las defensas, ya que elude la

angustia. Es en buena parte en razón de este orden que se deben los

fenómenos individuales de vínculo en el cine, que resultan de una evolución

ampliamente opaca y sufrida (donde la formación de compromisos tiene algo

de síntoma), o por el contrario de la elaboración lúcida de una economía que

sea la menos perjudicial posible, tras la desidia de los integrismos del super-

yo y la adquisición por el sujeto de una mínima capacidad de soportarse a sí

mismo. Este último caso, que corresponde a las formas menos obtusas de

la cinefilia, explica también la larga empresa de algunas formas del cine

clásico, como los films de género, que manejan el placer de complicidad

difícilmente reemplazable.

10. Del trucaje de cine al cine como trucaje.

Quizá nos sorprenda que las consideraciones de alcance bastante general sean,

de modo gradual, la continuación de un análisis de los trucajes y de los signos

de puntuación, es decir, fenómenos asaz particulares que sólo ocupan una

pequeña porción del tejido textual del film. Pero estos casos particulares, en

realidad, no son particulares más que en la medida en que ponen

particularmente en evidencia dos hechos que no tienen nada de particular y

marcan al cine en su conjunto: el rol de la maquinación confesada en la

institución cinematográfica, y la denegación de la percepción en la economía

espectatorial.

Es importante captar, en efecto, que el cine en su conjunto es, de alguna

manera, un extenso trucaje, y que su posición con relación al conjunto del

texto es muy diferente en el cine y en la fotografía: diferencia que se debe en

última instancia a la constitución del cine sobre varias fotografías, que hace

desfilar los «planos» en el interior del film y los fotogramas en el interior del

plano. El trucaje de una fotografía es una empresa "abrupta" (única y además

fija), porque la representación que ella da de su objeto es considerada

inflexiblemente analógica y saca de ahí su régimen específico de

funcionamiento social. Pero vemos al mismo tiempo lo que le falta de este

modo a la fotografía: en su gran parte, exponentes sintácticos del discurso que

son tan numerosos en el cine. Ciertamente la incidencia angular, la distancia

de la toma, la iluminación, etc. constituyen una interpretación subjetiva del

objeto fotografiado, y la sociedad admite que otros «tratamientos» habrían

sido posibles para el mismo objeto. Pero esta interpretación, como lo ha

mostrado pertinentemente Roland Barthes (15), es sentida culturalmente como

una clara connotación, y de ninguna manera relacionada a la denotación, es

decir, al objeto representado, el equivalente de la diégesis en el caso de la

fotografía fija. Todo sucede como si la regla del juego invitara al espectador

de una fotografía a operar una severa división perceptiva entre las intenciones

del fotógrafo (siempre más o menos observables como tales, y que podrían

tornarse en trucaje) y la representación fotográfica en sí misma, en principio

estrictamente fiel ya que es obtenida por así decir de un solo disparo. El

espectador llega de alguna manera a «reencontrar», bajo el coeficiente de

enunciación en que se opera la sustracción mental, esta «fotografía (incluso

utópica) bruta, frontal y neta» de la que habla Roland Barthes. El sentimiento

común quiere que la denotación no sea construida, y que todo lo construido

sea la connotación. He aquí la dificultad (no técnicamente, sino

psicológicamente, deontológicamente) para trucar una fotografía: el fotógrafo

no tiene elección más que entre una toma «normal» -que, incluso muy

solicitada, no será trucada ya que lo idealmente denotado encontrará el medio

de atravesar indemne todos los efectos que simplemente lo adornan- y, si

quiere verdaderamente engañar a la gente, la mentira caracterizada, la práctica

fraudulenta, como en los «montajes» fotográficos, hábiles collages de dos

tomas diferentes, de la que se sirven los políticos deshonestos para

desacreditar a sus adversarios, que supuestamente el «objetivo» habría

sorprendido en una situación comprometedora. El trucaje fotográfico debe ser

un error descarado o no ser. Le es incómodo intervenir toscamente en el

interior mismo de la acción fotografiada, ya que se considera que la fotografía

remite en bloque a un espectáculo real que reproduciría de manera indivisa, no

dejando de este hecho ninguna falla, ninguna fisura que daría oportunidades a

un hábil trucaje, o a un semi-trucaje. Por el contrario, el cine aprovecha una

gran parte de estos intersticios, siembra allí cada uno de sus pasos. Cada

pasaje de «plano» a «plano» por ejemplo -o de fotograma a fotograma, si

pensamos en el acelerado o en la cámara lenta de débil amplitud- ofrece la

ocasión de deslizar, entre los pavimentos compactos pero disjuntos que

producen los códigos analógicos, las habilidades de un trucaje sutil y

permanente que es conforme a los usos, y que no tiene ninguna necesidad de

ir hasta la mentira para ejercer su eficacia, ya que puede permitirse jugar sobre

la multiplicidad de las fotografías y el encadenamiento de éstas, cuya

existencia es asimismo confesada y moral: la denotación ya no es indivisa, se

da a sí misma para construir (es una de las grandes diferencias semiológicas

entre el cine y la foto), ya no hay obstáculo que se imponga entre lo denotado

y lo connotado: de este modo se pasa suavemente y sin discontinuidad de la

simple intención discursiva (que no obstante el espectador le atribuirá a la

diegésis) a un principio de trucaje en que, sin embargo, este mismo espectador

será parcialmente embaucado. El mismo montaje, que está en la base de todo

el cine, es ya un trucaje perpetuo, sin ser reducido a lo falso en los casos

ordinarios: si varias imágenes sucesivas representan un lugar bajo ángulos

diferentes, el espectador, víctima del «trucaje», percibirá espontáneamente

este lugar como unitario, ya que es justamente su percepción la que

reconstruye la unidad: el trucaje, en este caso, reposa sobre una proyección, y

esta es otro aspecto de la construcción analógica, la construcción de lo

representado: construcción en el film, y también construcción en el espíritu

del espectador. Pero simultáneamente, este último no ignorará que ha visto

varias fotografías: no habrá sido engañado. Hoy estamos tan habituados al

montaje que a nadie se le ocurriría ponerlo entre los trucajes (o entre los

efectos «especiales») ya que es una manipulación tan común y generalizada.

Pero el montaje -que permanece como el prototipo de trucaje en fotografía, un

hecho muy significativo- era mencionado en 1912, en un libro de Ducom

sobre la técnica del cine, como el más elemental de los trucajes. En el cine, en

última instancia, son los recorridos que, según la manera en que se

especifican, fundan la sintaxis más común autorizando los trucajes más

deliberados o más raros. Así se explica que los trucajes imperceptibles sean

los únicos trucajes puros, y que con éstos se pueda asegurar la ilusión para el

espectador, ya que éste no ha notado nada. Desde que abordamos el vasto

dominio de las intervenciones perceptibles, trucaje y lenguaje son sólo dos

polos situados en los extremos de un eje común y continuo, distintos entre sí

por su centro de gravedad pero no por sobre sus fronteras.

***

La cuestión de la diferencia que tratamos hace un instante entre el cine y la

fotografía tiene algo de paradójico. Parecería en efecto, por otros aspectos,

que nuestra cultura acuerda al cine un crédito de realidad muy superior al

concedido a la foto: el cine, que dispone de movimiento, de despliegue

temporal (sin hablar del sonido y de la palabra), ¿no parece «reproducir la

vida» de manera mucho más completa -mucho más «viva», como se dice

usualmente no por azar- que la fotografía? Pero hay que tener cuidado. El

funcionamiento social de estos dos lenguajes no se debe solamente a sus

supuestas relaciones con la «realidad», sino tanto más por su posición

respectiva con relación a la tradición histórica de las artes de la representación

(epopeya, novela clásica, pintura con tema, teatro de intriga, etc.). El cine -por

su abundante índices de realidad que pueden estar al servicio de la ficción-se

ha insertado sin demasiados esfuerzos en esta tradición. Demasiado

desarmada, demasiado «pobre», la fotografía se ha quedado fuera de ésta, y

una parte notable de sus empleos se destacan en este orden que consideramos

como «no artístico»: fotos de identidad, fotos de familia, ilustraciones para

libros técnicos de todo género, fotos de archivo, etc. En esto la imagen social

de la foto se estrecha pesadamente, y acarrea con ella resabios de estado civil

de la que el cine está exento. Cuando la fotografía no dispone de un poder de

realidad suficientemente prestigioso para que le encarguemos tareas,

consideradas más nobles, del imaginario ficcional, a cambio le prestamos

(siempre míticamente), en un movimiento en que puede leerse como un deseo

de inmediación, una especie de integridad feroz (aunque sin brillo) en el

respeto literal de esta misma realidad: es esta reputación de "intratable" es la

que reduce a aquél que truca a un simple falsario. Por el contrario el cine se

beneficia en el espíritu público de esta especie de indulgencia que está a mitad

de camino de la fascinación -como los misóginos con respecto a las mujeres-

y que consentimos de manera general a todas aquellas cosas de las que no

esperamos una honestidad completa, y por ende pueden permitirse cierta

duplicidad sin caer en la infamia. Volvemos a encontrar aquí la cuestión de la

maquinación confesada como dije anteriormente. El cine se ha convertido un

arte de representación, y la cultura ha legitimado, como lo ha hecho en su

momento con la novela o la pintura, sus juegos sobre la ficción de realidad y

la realidad de la ficción: de este modo tiene «facilidades» sociales que le son

propias a los herederos, de las que no dispone la fotografía.

***

Es sólo eso. Las tecnologías, en este problema, también tienen un gran peso.

Las del cine y las de la fotografía son, a decir verdad, bastante vecinas, ya que

la segunda forma parte de la primera y que, más esencialmente, éstas

producen ambos códigos analógicos en donde se elabora la semejanza, y por

ende la impresión de no-códificación. Entre uno y lo otro, la diferencia reside

sobre todo en el grado de complejidad. Esta cuestión es muy importante. La

codificación fotográfica es relativamente simple y compacta: mecánica

robusta que no conoce suaves desarreglos, y que no podríamos falsear más

que por una intervención suficientemente brutal para que se denuncie en ella

una alteración en el curso admitido de las cosas. La mecánica del cine, aunque

sea también de tipo analógico, comporta un número mayor de procedimientos

variados de codificación, enlazados por un complejo entretejido de

conexiones: cada fotograma es una fotografía, pero que no sucede al primero

más que por una mediación de un fondo «negro» cuyo lapso es materia de

decisión (esto ha variado desde la época del mudo hasta ahora); estos

fotogramas son agrupados en paquetes (los «planos») cuya concatenación abre

cada vez una elección (corte franco, efecto óptico, etc.): mecánica de alta

precisión, en el que el poder de la semejanza crece aún más, pero crece

también al mismo tiempo la vulnerabilidad en ligeros desarreglos que no son

otra cosa que la otra cara de numerosos arreglos necesarios. Haría falta

mostrar esta cuestión un poco más ampliamente. Pero sólo tomaré como

prueba de ello una característica relevante a los trucajes cinematográficos: y

es que ninguno de ellos puede trucar completamente lo que es trucado. La

demora sobre la imagen, que altera el movimiento normal, deja intacto a la

fotograficidad. El "flou", que desarregla la acomodación, no modifica la

posición respectiva de los objetos en el espacio. La inversión de la banda

respeta en el orden temporal una suerte de principio de especularidad. Dos

recortes empalmados en el mismo plano dejan subsistir las superficies

fotográficas no trucadas. La cámara lenta, que rompe con la velocidad de

desplazamiento admitida, no altera ni la forma ni la dirección del movimiento,

etc. Tocamos aquí un problema que ha sido muy debatido últimamente, en la

que recientemente Jean Patrick Lebel ha consagrado un libro cuya

argumentación es apremiante y en que ciertos desarrollos me parecen sólidos

y convincentes (16). Sin embargo, estoy en desacuerdo con una de las tesis

centrales de la obra: a mi parecer la técnica no designa una suerte vallado que

estaría fuera del alcance de la historia. Es verdad que la técnica, por el hecho

de su funcionamiento, prueba la verdad científica (no ideológica) de los

principios que están en la base. Pero el cómo de su funcionamiento (=los

arreglos de la máquina), que no se confunde con su porqué, no está de

ninguna manera bajo el control de la ciencia, e implica opciones que no

pueden ser más que de orden socio cultural. Aunque la técnica se mantenga

alejado de la cultura, ciertas tecnologías -por el juego de sus características

técnicas, como he intentado mostrar- se prestan a intervenciones en las que las

determinaciones históricas se dan sin ninguna duda. No es necesario ser

marxista para convencerse de esto mirando alrededor de uno.

Conclusión. El cine, ¿en qué historia?

En el horizonte de todos estos problemas, estamos llevados a interrogarnos

sobre la naturaleza exacta de las relaciones, a la vez real y mal conocido, que

la institución cinematográfica -y no únicamente el cine comercial-mantiene

con la ideología en general. ¿En qué medida esta institución se sostiene en el

deseo de seducir al cliente, en la búsqueda de ganancia, y por ende en el

régimen económico (o en sus supervivencias bajo otros regímenes)? ¿En qué

medida esta institución está ligada al acontecimiento, histórico en sí mismo y

no obstante desfasado con relación a la cronología de los sistemas

económicos, que constituye la emergencia de las artes de representación, y la

simple existencia de una diégesis? Y para terminar ¿En qué medida el cine en

su totalidad no es más que una invención por la que el hombre intenta

responder a los objetivos obstinados que le propone su narcisismo, investido

en formas lúdicas de una estesis perpetua susceptible sin embargo de ser

tomada en la temporalidad de una historia? Ahora bien, ¿ésta sería una tercera

historia?

NOTAS

1) «Les grands caractères de l’univers filmique» contribución a L’univers

filmique (obra colectiva, Flammarion, 1953), p. 11-31.

2) Pasaje citado p. 19.

3) Theory of the Film (Londres, Dennis Dobson, 1952), p. 144.

4) Theory of the Film (op., cit.), p. 143.

5) En «Technique et idéologie» (Cahiers du Cinéma, 1971, ns. 229, 230, 231,

y las siguientes), J. L. Comolli observa pertinentemente que no hay que

reducir a la cámara únicamente todo el conjunto de la tecnología

cinematográfica (n. 229, p. 7-8). Op. Cit. n. 231, p. 47.

6) Es profílmico todo lo que se pone frente a la cámara (e inversamente) para

la toma.

7) Georges Sadoul: «Georges Méliès y la primera elaboración del lenguaje

cinematográfico» Revue internationale de Filmologie, n. 1 junio-agosto 1947,

p. 23-30.

8) Entretiens autour du cinématographe (recopilados por André Fraigueneau),

Paris, Ed. André Bonne, 1951, p. 126 a 138.

9) Cap. X de Langage et cinéma (Paris, 1971).

10) Con este nombre se designa generalmente a una tradición de teorías

internas al cine. Es el resultado de un efecto acumulativo de las observaciones

más pertinentes de las críticas de las películas, el mejor ejemplo sigue siendo

el clásico libro de André Bazin ¿Qué es el cine? (Ver J. Aumont y

otros Estética del cine, Paidós Barcelona 1989.) [N. del T]

11) Op. Cit. p. 26 (nota 7, p. 178).

12) Le cinéma ou l’homme imaginaire (Paris, Ed. de Minuit, 1956) p. 57 a 63.

13) Esthétique et psicologie du cinéma (Paris, Ed. Universitaires), Tomo I

(1963), p. 271 a 279.

14) Viene del ruso kolkhoz que significa granja colectiva. [N. del T] 15)

«Rhétorique de l’image», Communications, 4, 1964, p. 40-51. 16)Cinéma et

idéologie, Paris, 1971, Ed. Sociales.

Christian Metz, Trucaje y cine (1971)

Traducción Domin Choi., Floresta, verano caluroso de 1999.

Domin Choi es estudiante de la carrera de Artes con orientación combinadas de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Actualmente es ayudante de la materia de Teoría y Medios de la Comunicación, dirigida por Oscar Traversa, de la misma carrera. También es ayudante de la materia de Semiótica de los géneros contemporáneos de la carrera de Ciencias de la comunicación.