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HidalgoNueva vida del héroe

Gobierno del estado de México

E D I T O R

Gustavo G. velázquez

HidalgoNueva vida del héroe

COLECCIÓN MAYORH i s t o r i a y s o c i e d a d

2 0 0 7

Primera edición: 1960

Segunda edición: 2006

Primera reimpresión 2007

dr © Gobierno del estado de México

Palacio de Gobierno

Lerdo poniente, 300,

Toluca, Estado de México, C. P. 50000

www.edomex.gob.mx/consejoeditorial

[email protected]

ISBN 968-484-655-X (colección)

ISBN 978-970-826-003-9

Autorización del Comité Editorial de la Administración

Pública Estatal No. CE: 205/1/214/07

© Gustavo G. velázquez / Hidalgo / Nueva vida del héroe

Impreso en México

Enrique Peña NietoGobernador Constitucional

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra –incluyendo las características técnicas, diseño de interiores y portada– por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía, el tratamiento informático y la grabación, sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México. Si usted desea hacer una reproducción parcial de esta obra sin fines de lucro, favor de contactar al Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.

Consejo Editorial: Humberto Benítez Treviño, María Guadalupe

Monter Flores, Luis Videgaray Caso, Agustín

Gasca Pliego, David López Gutiérrez.

Comité Técnico: Alfonso Sánchez Arteche, José Martínez

Pichardo, Augusto Isla Estrada.

Secretario Técnico: José Alejandro Vargas Castro.

MHH i d a l g o

Grabado de Leopoldo Méndez,

realizado para la primera edición.

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Bienvenida esta bioGrafía de Miguel Hidalgo que se reedita en el año 2007, en el marco de la conmemoración que realiza el Gobierno del Estado de México con motivo del Bicentenario del inicio de la Guerra de Independencia nacional. En efecto, se trata de una reimpresión de la obra que apareció por primera vez en 1960, año del sesquicentena-rio del inicio de la Independencia: Hidalgo, nueva vida del héroe de Gustavo G. Velázquez. El libro se solicita y ya no se consigue; de ahí la conveniencia de su reimpresión.

El título ya es una declaración del propósito que alentó a Gustavo G. Velázquez para que se lanzase a esta empresa compitiendo con otra, la biografía Hidalgo. La vida del héroe, de Luis Castillo Ledón, la más celebrada por aquel entonces. Gustavo G. Velázquez tuvo la intención de hacer algo distinto, por ello presenta su obra como una “nueva vida del héroe”. Nos parece que efectivamente hay novedad; pero no tanto en los datos cuanto en algunos aspectos del enfoque.

En cuanto a datos, el autor aprovecha los textos clásicos de Bustaman-te, Alamán, etc., y las ricas colecciones documentales de Hernández y Dávalos, de Genaro García, así como otras, y desde luego varias de las biografías anteriores, como la de José María de la Fuente y la ya mencionada de Castillo Ledón. No tuvo a la vista, por haber salido a luz el mismo año de 1960, el texto de los Procesos inquisitorial y militar seguidos a D. Miguel Hidalgo y Costilla, publicado por Antonio Pompa y Pompa, ni algunas de las obras que por haberse editado en provincia no suelen darse a conocer de manera suficiente, como los documentos publicados en Morelia por Enrique Arreguín. Pero en cambio, Gustavo G. Velázquez precisa varios puntos de la vida del prócer gracias a infor-mación que a pesar de publicada era poco conocida, como la relativa

P R E S E N T A C I Ó N

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al paso de Hidalgo por Toluca o a los orígenes de la familia de Cristóbal Hidalgo en Tejupilco.

El enfoque o punto de vista que adopta Gustavo G. Velázquez presenta aspectos novedosos y aspectos reiterativos. De estos últimos cabe seña-lar la constante reivindicación de la conducta de Hidalgo frente a Lucas Alamán y cuantos han subrayado la desorganización y los aspectos des-tructivos de la primera insurgencia. Nuestro autor muestra el mérito de Hidalgo no sólo de haberse lanzado a la lucha el primero, sino de haber marcado el carácter de plena independencia y las dimensiones sociales del movimiento, como las medidas de carácter agrario y la manumisión de los esclavos. Aparte, nuestro autor vuelve con amplitud la mirada a las diferencias entre Allende e Hidalgo.

A lo largo de la obra, el enfoque hasta cierto punto novedoso consiste en la utilización de amplios marcos históricos, filosóficos y sociológicos de interpretación, tanto del movimiento de Independencia como de la vida de Hidalgo. Conforme a la formación, inclinaciones y relaciones de que disponía el profesor Velázquez, se sirve de H. Adams, Rafael Alta-mira, T. S. Ashton, Y. M. Bocharov, P. Foner, Ernest Cassirer, A. Efimov, Engels, Marx, J. Dewey, Hegel, León XIII, Voltaire, Tomás de Aquino, Lenin, Chao Chi Liou, Vicente Lombardo Toledano, A. Maurras, J. M. Ots Capdequí, Stalin, etcétera.

De tal manera, a la luz de todos estos elementos interpretativos el resultado es efectivamente una nueva vida de Hidalgo y de la lucha insurgente, cuyo sentido histórico se ubica en esos amplios marcos, que van del marxismo al nacionalismo liberal, del humanismo cristiano al determinismo histórico.

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No se abandonan puntos esenciales de la historia oficial de México, pero se adaptan a necesidades y conveniencias del momento histórico en que se escribió la obra, al filo de los años sesenta.

El estimado profesor Gustavo G. Velázquez nació en Valle de Bravo en 1910 y falleció en Toluca en 1995. Fue abogado por la Escuela Libre de Derecho y maestro en historia por la UNAM. Periodista infatiga-ble durante sesenta años, entregó el último artículo dos días antes de morir. Escribió una docena de libros de historia relativos al Estado de México. Maestro de muchas generaciones en la ciudad de México y en Toluca, sobre todo en la Universidad Autónoma del Estado de México. Fue militante político, particularmente en el Partido Popular Socialis-ta. En este sentido, el profesor Velázquez representa al ciudadano y profesionista comprometido, al político ampliamente culto, erudito, enciclopédico y humanista. Su obra acerca de Hidalgo es una buena muestra de ello y del estado en que se hallaba la historiografía en

México. Que sea un tributo de reconocimiento esta reedición.

carlos Herrejón Peredo

Jamás debe escribirse sino lo que se ama.ernesto renán. Recuerdos de infancia y de juventud.

Si tú ves la cara de tu país, verás en él

tu propio rostro: pero si no pones

nada de tu alma en esa visión,

no lograrás ver nada.nietzscHe. Der Wanderer und sein Shatten.

C A P Í T U L O I

El mundo en que nació el héroe

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La Mayor Parte de los historiadores y biógrafos de Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo Costilla y Gallaga se detienen en relatar, con verdadera minucia y aún utilizando suposiciones que a veces son no sólo obvias sino inútiles, los detalles de la infancia del héroe y de su nacimiento. Una historia de esta naturaleza se convierte en un relato intrascendente que ni esclarece ni arroja luz sobre los caminos que el pueblo mexicano ha recorrido bajo la guía de sus hombres señeros.

Parte de esa trama intrascendente se refleja en el esfuerzo por revivir o amplificar la disputa sobre el lugar en que nació el hijo de don Cristóbal Hidalgo Costilla, dividiéndose, así, en dos “corrien-tes” de sabios enfermos de infantilismo: los que declaran que nació en Corralejo y los que proclaman que nació en San Vicente del Ca-ño, lugares ambos de la jurisdicción de Pénjamo, del actual estado de Guanajuato.1

Nacido el día 8 de mayo y bautizado ocho días después, el 16 de mayo de 1753, en la capilla de Cuitzeo de los Naranjos, hoy Abasolo,2 por el bachiller Agustín de Salazar, como español, hijo de Cristóbal Hidalgo Costilla y de doña Ana María Gallaga, españoles, cónyuges y vecinos de Corralejo, doscientos siete años después Miguel Hidalgo sigue despertando las más encontradas pasiones, lo que hace decir a un político y sociólogo de nuestros tiempos, a propósito del héroe: “Nunca se insulta a los muertos. Se les insulta en tanto que los muer-tos viven; sólo se insulta a los que viven, a los que alientan, a los que luchan, a los que crean”.

1 El autor de este ensayo considera resuelto definitivamente el problema y probado que Miguel Hidalgo nació en Corralejo.2 Se dice que Cuitzec en el idioma de los indios huachichiles que lo habitaron significa “lugar donde hay zorrillos”. Perteneció el lugar al hijo de Caltzontzin, rey de Michoacán, don Tomás Quesuchihua.

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Gustavo G. velázquez

Empero, si hay menguados, indignos del nombre de mexicanos que insultan a Hidalgo, el pueblo lo ama y en el rincón más humilde de la patria mexicana, desde hace más de un siglo, su memoria re-presenta algo tan grande, que necesariamente nos veremos obligados a separarnos de los caminos trillados, de los pleitos intrascendentes, de las suposiciones baladíes, para tratar de establecer las razones que han hecho inmortal la figura del Padre de la Patria.

El empeño para ubicar al héroe en su infancia, necesariamente ha de llevarnos a considerar, siquiera sea con apreciaciones esquemáti-cas, las condiciones en que vivía la población de la Nueva España y aún las condiciones de la gente a la que perteneció el niño Hidalgo.

Podría decirse que carece de importancia examinar el medio en que nació y la estructura de la sociedad donde creció y se hizo hom-bre; pero el desprecio para el examen de factores como los que enun-ciamos impediría el conocimiento exacto de lo que vale el hombre y el pueblo que lo forjó.

Tiene importancia que Hidalgo haya nacido entre labradores, en-tre gente que no era servil; pero que, dedicada a las faenas del cam-po, cuidaba las tierras y las trabajaba, parte en propiedad y parte para el ausentista señor de ellas, porque tal hecho lo haría percibir la estructura del virreinato de la Nueva España, donde años más tar-de, tan gran papel desempeñaría. Nacer en la Intendencia de Gua-najuato, en la región donde las minas permitían a sus propietarios los mayores lujos, mientras el español criollo dedicado a las faenas agrícolas, a pesar de la rudeza de las labores, iba vegetando, en me-dio de la miseria de los indios, que si en teoría eran libres, la libertad sólo les era útil para ir a morir en los socavones de las minas o como bestias enfermas, cuando inútiles no podían más extraer el metal ni entrar en los tiros de las minas.

A pesar de ser muy conocido el tríptico del poeta colonial Fran-cisco de Terrazas, por constituir un gran documento sociológico que pinta, como nosotros no podríamos hacerlo, las contradicciones socia-les del Virreinato, no resistimos la tentación de reproducirlo como la mejor descripción que a mano pudiéramos hallar.

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

1

Minas sin plata, sin verdad mineros,Mercaderes por ella codiciosos,Caballeros de serlo deseosos,Con mucha presunción, bodegoneros,

Mujeres que se venden por dineros.Dejando a los mejores más quejosos;Calles, casas, caballos muy hermosos,Muchos amigos, pocos verdaderos.

Negros que no obedecen sus señores,Señores que no mandan en su casa,Jugando sus mujeres noche y día:

Colgados del virrey mil pretensores,Tianguez, almoneda, behetría,Aquesto en suma, en esta ciudad pasa.

2

Niños soldados, mozos capitanes,Sargentos que en su vida han visto guerraGenerales en cosas de la tierra.Almirantes con damas muy galanes:

Alféreces de bravos ademanes,Nueva milicia que la antigua encierra,Hablar extraño, parecer que aterra,Turcos zapados, crespos alemanes.

El favor manda y el privado crece,Muere el soldado desangrado en FlandesY el pobre humilde en confusión se halla

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Gustavo G. velázquez

Seco el hidalgo, el labrador florece,Y en este tiempo de trabajos grandes,Se oye, se mira, se contempla y calla.

3

Viene de España por la mar salobreA nuestro mexicano domicilioUn hombre tosco y sin ningún auxilio,De salud falto y de dinero pobre.

Y luego que caudal y ánimo cobre,Le aplican en su bárbaro concilioOtros como él, de César y VirgilioLas dos coronas de laurel y robre.

Y el otro, que agujetas y alfileresVendía por las calles ya es un CondeEn calidad, y en cantidad un Fúcar;

Y abomina después el lugar dondeAdquirió estimación, gusto y haberes¡Y tiraba la jábega en San Lucar!3

Los labradores no eran, sin embargo, los señores feudales. Por el contrario, si florecían era porque trabajaban tierras ajenas, de la igle-sia o de los encomenderos o sus descendientes, o ranchos y estancias proporcionalmente no extensos, que solían cultivar personalmente o con la ayuda de su familia. La mayor parte de estos labradores se ufanaban de ser españoles americanos, es decir descendientes, a ve-ces remotos, de españoles peninsulares. Bien fueran administradores, bien arrendatarios, bien propietarios rurales medianos, la tierra los arraigaba porque la hacían fructificar y producir con sus fatigas y

3 Menéndez y Pelayo, Antología de poetas hispano americanos, t. I, Madrid, 1893, p. XXXIX.

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

con sus desvelos, o con las fatigas y con los desvelos de los peones, que eran sus compañeros en el paisaje y en las prolongadas jornadas campesinas.

Por su origen, Miguel Hidalgo Costilla y Gallaga, el segundo hijo del primer matrimonio de don Cristóbal, pertenece a la gente que ocupa una posición intermedia: no forma parte de las clases privilegiadas del virreinato, pero tampoco sufre las pobrezas, vejaciones y amarguras de las clases bajas envilecidas por la explotación. No es “gachupín”, pe-ro tampoco nace entre los criollos ricos o entre los indios o las castas humilladas. Conoce, sin sufrirlos siendo niño, los dolores de los indios y sabe y conoce las historias de todos los peones y siervos de la hacienda de Corralejo que, pretendiendo huir de la tierra, ingrata para ellos, caían en los obrajes o en los socavones de las minas, donde servían de míseros barreteros, tenateros, desaguadores o “caballitos”.

Mas si tiene importancia saber que Miguel Hidalgo nació y pasó los primeros años de su vida entre labradores, no la tiene menos conocer la ubicación de éstos en el régimen colonial de Virreinato de la Nueva España y las principales características sociales predominantes.

Desde el punto de vista social y político un monarca extranjero, es decir, un dictador de fuera, ordenaba la vida de la Nueva España. La monarquía extranjera, la dictadura ejercida desde la metrópoli, se apoyaba en el sistema del monopolio del comercio y de la tierra, que desde los días inmediatos a la conquista española había sido entrega-da a unos cuantos, por más que la absoluta mayoría de la población dependiera de la agricultura para vivir. El monopolio de la tierra era compartido por los descendientes de los primitivos conquistadores y pobladores con la Iglesia católica, que día a día se adueñaba de la agricultura mediante la imposición de gravámenes a su favor, como las “capellanías”, las hipotecas y los legados in articulo mortis, que algunos invocan como argumento para la defensa de los llama-dos “bienes de manos muertas”.

Dentro del régimen de dictadura monárquica y de monopolio me-draban las clases medias, integradas por los funcionarios civiles o eclesiásticos de categoría inferior, los labradores, administradores de

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Gustavo G. velázquez

las grandes haciendas, arrendatarios de ellas o medianos propietarios rurales. Abajo de todos, en el campo, los indios mansos del altiplano, convertidos en siervos de la tierra, en peones famélicos, teóricamente libres, pero acusados de ser indolentes y haraganes.

En las ciudades y centros poblados descollaban funcionarios como los alcaldes mayores, corregidores o subdelegados, verdaderos ladrones y opresores del pueblo pobre; los comerciantes tramposos, los servido-res de la Iglesia y los dueños de obrajes de toda índole que se embobaban y llenaban de envidia ante el lujo de los altos dignatarios del gobierno y de la Iglesia o ante el derroche ostentoso de los mineros en prosperidad o de los maestros artesanos protegidos por la organización gremial.

La tiranía del rey de España se exacerbaba, porque había siempre una constante contraposición entre las órdenes, muchas de ellas humanita-rias y liberales, y el cumplimiento de las mismas, pues jamás se llevaban a cabo, sobre todo cuando se trataba de disposiciones que favorecieran a la población nativa o a las clases bajas. La tiranía se ejercía por me-dio de diversos órganos llamados tribunales: la Inquisición, el consulado, las alcaldías mayores y los provisoratos de las mitras. En todas partes la corrupción era el hecho característico, así como una despiadada per-secución para cuanto significaba o pudiera significar perjuicio para los intereses de la monarquía y las instituciones en que ésta se apoyaba.

Seguramente que estos hechos no fueron percibidos en su claridad y en su intensidad por el niño Miguel Hidalgo; pero es evidente que la vida de los suyos estuvo, aún sin saberlo, condicionada por tales circunstancias. No por apartado del mundo que estuviera Corralejo, podría escapar de las condiciones sociales que envolvían a la Nueva España hacia la segunda mitad del siglo XVIII, cuando casi había que-dado totalmente formada desde el punto de vista territorial.

Se ha dicho que el padre del niño Miguel Hidalgo hizo varios viajes por los pueblos cercanos a Pénjamo y que en uno de ellos, cuando me-nos, sus dos primeros hijos, José Joaquín y Miguel, lo acompañaron al pueblo de Coeneo, de donde era cura su pariente político don Manuel Villaseñor, y que al regreso de ese viaje, el año de 1756, es decir, tres años después de nacido Miguel, doña Ana María dio a luz a su tercer

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

hijo, al que bautizaron con el nombre de Mariano. Se sabe que don Cristóbal hizo un viaje a Dolores en 1759 para visitar a los parientes de su esposa, el cura José Antonio, María Rita, María Bernarda, María Josefa y María Francisca, todos de apellido Gallaga. El 15 de abril de 1762, cuando Miguel, nuestro héroe, cumplía nueve años, nació Ma-nuel, el quinto de sus hermanos. La madre, doña Ana María Gallaga y Mandarte, muere en esta misma fecha, quedando huérfanos Miguel y sus hermanos. La tía María Rita cuida de los sobrinos hasta que a me-diados de 1765 José Joaquín y Miguel Hidalgo se encaminan a Vallado-lid, donde ingresan a la primera clase en el Colegio de San Francisco Javier, dirigido por la orden religiosa de los padres jesuitas.

C A P Í T U L O I I

La enseñanza de los jesuitas

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Luis castillo ledón, el biógrafo más connotado de Hidalgo, afirma que al cumplir los doce años “como sus estudios de primeras letras hechos en su mismo hogar estaban concluidos, su padre resuelve enviarlo a él y a su hermano mayor José Joaquín, a Valladolid, para que juntos cur-saran los estudios superiores en el Colegio de los Padres Jesuitas de aquella ciudad”.

Sería superficial suponer que en poco más de un año y medio en que los hermanos José Joaquín y Miguel estuvieron en el Colegio de San Javier de Valladolid adquirieron los conocimientos de que la Orden Re-ligiosa fundada por San Ignacio de Loyola era depositaria y portadora en la Nueva España; pero quizá la expulsión de los miembros de la orden ejecutada con tanta violencia y extraordinario aparato el día 25 de junio de 1767 influyó mucho en el despertar moral y científico de nuestro héroe. Muy seguramente, al correr del tiempo, Miguel Hidalgo se preguntaría, ex-trañado, la razón de aquella expulsión y seguramente la interpretaría como una medida arbitraria y despótica del régimen colonial.

Sin que sea necesario entretenernos en recordar las graves acu-saciones que en Europa se hacían a los jesuitas, porque indudable-mente no tienen aplicación en México, es fácil suponer que el rey Carlos III se sentiría no sólo envidioso de la gran riqueza que habían acumulado los colegios e instituciones de los jesuitas, sino que, en sus obras y en sus discursos, en su amor a lo nativo de América y de Nueva España, concretamente, era fácil advertir el peligro, pues constituían el gérmen y la base teórica de las masas criollas de indios y castas que hacían falta para que emprendieran, como lo hicieron años más tarde, el movimiento de la independencia nacional.

Don Justo Sierra supone que los consejeros del rey, por regalistas o por poco afectos a la religión, inficionados ya de la filosofía “negati-vista y destructora de la Europa intelectual que tenía por foco la En-

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ciclopedia”, iniciaron los ataques a la Iglesia, uno de cuyos órganos, según las palabras del mencionado autor, “la Compañía de Jesús”, había acrecido tanto sus riquezas que aún haciendo a un lado las exageraciones era tal su poder sobre inmensos grupos sociales, tan profundo, que pareció a los políticos un suicidio del Estado tolerar tamaña fuerza dentro de su seno”. Todo es posible y fácil de admitir, la Compañía de Jesús en la Nueva España era la principal propie-taria rural con sus 126 haciendas, las más extensas de todo el país. Pero además, era imposible olvidar que desde el año de 1642, con audacia y con imprudencia, los jesuitas habían envuelto al ilustre obispo de Puebla, don Juan de Palafox y Mendoza en un pleito para eludir el pago de los diezmos.

El historiador Genaro García, hablando de la Compañía de Jesús declara que “era peligrosa y temible por su espíritu inteligente, doble y frío; su voluntad perseverante e inquebrantable; su ilustración am-plia y sólida; el inmenso número de adeptos que contaba en el mun-do entero y sus riquezas incalculables”.

Con espíritu lleno de envidia por el bien ajeno el dean y cabildo de Puebla de los Ángeles, en memorial de 1646 tratan de presentar a la Compañía de Jesús en Nueva España, como una organización religiosa corrompida más que otras; poseedora de grandes y numero-sas haciendas, de trapiches, molinos, obrajes, almacenes, tiendas y otras granjerías “a pesar de que la apartaban de sus deberes religio-sos y la desacreditaban en grado sumo”.

No obstante lo anterior y otros muchos ataques que constituían calumnias, la expulsión de los jesuitas ejecutada en la fecha ya in-dicada, causó verdadero estupor, angustia e indignación, según las palabras de don Justo Sierra:

Los mexicanos ilustrados eran en su mayoría, ha dicho este escritor, discípulos o admiradores de los Jesuítas; los Padres de la Compañía al mismo tiempo que formaban las clases en que la nueva personalidad tomaba conciencia de sí misma, la mantenía adicta a España. El lazo moral de unión entre la metrópoli y la Colonia era el Clero, y para los que discurrían y opinaban eran los Jesuitas.

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

El autor de este ensayo no regatea la importancia que la Compañía de Jesús tiene en el despertar y en el avivamiento del espíritu nacional, que en la segunda mitad del siglo XVIII, se perfilaba ya con nitidez. “Han tramontado ya definitivamente –según la expresión de Carlos Mariátegui– los tiempos de apriorismo anticlerical, en que la crítica “li-brepensadora” se contentaba con una estéril y sumaria ejecución de todos los dogmas e iglesias, a favor del dogma y la iglesia de un libre pensamiento ortodoxamente ateo, laico y racionalista. El concepto de religión ha crecido en extensión y profundidad. No reduce ya la religión a una iglesia y un rito. Y reconoce a las instituciones y sentimientos religiosos una significación muy diversa de la que ingenuamente le atribuían con radicalismo incandescente, gentes que indentificaban religiosidad y “oscurantismo”.

Las luchas de todas las instituciones, clases y fracciones de clases sociales de la Colonia por la defensa de sus intereses, bien negándose a pagar el diezmo, bien reclamando derechos, forman parte de la in-tensa vida social que el hombre y la humanidad en su conjunto crean. La rebeldía de los jesuitas a pagar los diezmos y su expulsión posterior, como la defensa de fray Bartolomé de las Casas de los derechos de los indios; la conducta de don Vasco de Quiroga y la pasión y la acti-vidad de los misioneros, lo mismo que el trabajo de los labradores y de los mineros, forman parte imprescindible –e indivisible– del régimen colonial, donde nacen los hombres que, espontáneamente al princi-pio y con plena conciencia después, construyen una nación, es decir una comunidad estable, formada históricamente y surgida sobre la base de la comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y psicológica común, manifestada esta última en la comunidad de peculiaridades específicas de la cultura nacional.

En toda Nueva España a pesar de las afirmaciones posteriores hechas por los historiadores jacobinos, no había enseñanza mejor ni maestros más apreciados que los jesuitas. Tal vez por eso Cristóbal Hidalgo se empeñó en que sus hijos estudiaran, en el Colegio de San Javier de la Compañía de Jesús de Valladolid, gramática latina, en cuyo estudio Miguel fue alumno tan sobresaliente que mereció sustentar

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1 Supone el señor Castillo Ledón que Hidalgo vivió en la casa de su tío, el padre Vicente Gallaga y Villaseñor, hijo de Mateo Gallaga y Mandarte y de Águeda Villaseñor, natural de Corralejo, donde nació el 2 de agosto de 1741.2 El documento que el doctor De la Fuente conoció en poder del señor Ramón Santín, vecino de Tejupilco, está fechado en Corralejo el 6 de diciembre de 1767 y en él, Hidalgo le dice a su tía, María Costilla, “que su padre ha dispuesto que entre al Colegio de San Nicolás Obispo, de Valladolid, que le mande su cama de granadillo, porque es la que quiere llevar al Colegio”.

su primera oposición pública. El año de 1766 Miguel Hidalgo estu-dió retórica con el padre José Antonio Borda, presentando la segunda prueba con ocho oraciones de Cicerón, tres libros de Virgilio y el texto de retórica del padre Pomes.

Los estudios de Miguel fueron interrumpidos, como ya se ha dicho, por la expulsión de los hombres más destacados en la enseñanza y en los conocimientos científicos importantes de aquel siglo.

Por haberse clausurado el Colegio de San Francisco Javier de Va-lladolid, donde ya se había distinguido Miguel, como se prueba con la oposición de gramática y la presentación de la segunda prueba de re-tórica, abandonó la casa y protección de su tío, el padre Gallaga, para refugiarse nuevamente en el Rancho de Corralejo.1

El doctor José María de la Fuente, el más estimable biógrafo de Hi-dalgo, dio a conocer el fragmento de una carta en que Miguel le pide a su tía doña María Costilla residente en Tejupilco, municipio actual del dis-trito de Temascaltepec, en el Estado de México, “la cama de granadillo en que solía dormir”, porque iba a ingresar al Colegio de San Nicolás de Valladolid.2 Por dicho documento se supone que el adolescente Miguel estuvo alguna vez, precisamente después de la expulsión de los jesuitas, en el pueblo de donde era originario su padre.

El historiador Castillo Ledón ha llevado las cosas al extremo inven-tando dos hechos: uno, que Hidalgo vivió todo el resto del año de 1767 en Tejupilco; el otro que en los cortos tres meses que ahí viviría en la casa de su tía, aprendió el idioma otomí. El primero de los hechos es posible; pero el segundo es falso, porque jamás los indios de Tejupilco hablaron el idioma otomí. Por el contrario, consta por la Relación del Arzobispado de México hecha en 1570 y publicada por don Joaquín García Pimentel, que en aquella región se hablaba solamente el mexicano y el matlatzinca; pero ya en el siglo XVIII solamente se hablaba mexicano y español.

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

Consta, empero, que los antepasados de Miguel Hidalgo y de su padre don Cristóbal Hidalgo, nacieron en Tejupilco, alcaldía mayor de Temas-caltepec. Más aún, dos de los primeros insurgentes que hubo en aquella región, a uno de los cuales fusiló Rayón en Zitácuaro, eran parientes cer-canos de don Miguel, al grado de que fueron calificados de “nepotes del cura”. Nos referimos a don Mariano y a don Tomás Ortiz, nietos de José Ortiz del Espinal, natural de Sultepec, Estado de México, y de Josefa (Hi-dalgo) Costilla, tía carnal de Miguel y natural de Tejupilco.3

El pueblecito mencionado se halla al suroeste de Toluca, capital del Estado de México, en las últimas estribaciones del Nevado. Para llegar a él, si Miguel Hidalgo lo visitó, debió haber pasado por Zitácuaro, de donde se encaminaría a Tuzantla y a Susumpuato, del actual estado de Michoacán, para internarse más tarde en tierras de la entonces provin-cia de México, por caminos trazados en la parte menos montañosa. No pudo haber hecho de Zitácuaro a Tejupilco, menos de tres jorna-das “bien andadas”, como acostumbraban decir los arrieros.

Nos detendremos por ahora en este punto, para esperar que Miguel reanude sus estudios en Valladolid, la ciudad que sería, por muchos años, su principal escenario.

3 En su documento que hicieron publicar el año de 1869 los vecinos de Sultepec hablaba de que en dicha población nacieron don Mariano y don Tomás Ortiz, sobrinos del cura Hidalgo, que los comisionó, muy al principio de la revolución de Independencia para extenderla en el sur. Según Alamán, don Juan Bautista de la Torre, capitán del regimiento de Tres Villas daba a don Tomás Ortiz el título de “nepote del Cura Hidalgo”. En 1811 incursionaba por Amanalco y Temascaltepec y se hizo notable, según se dice, por su rapacidad. Morelos se quejaba de él amargamente en oficio del 4 de septiembre de 1811. El último día del año de 1811 Rayón ordenó su fusilamiento, acto que fue muy censurado, pues se atribuyó al deseo de éste, para quedarse con el mando de la Junta de Zitácuaro. Contestando la acusación que Mariano Ortiz le hizo, Rayón declaró que la sentencia por los delitos de conspiración y sedición había sido dictada por Liceaga. Hubo otro Mariano Ortiz distinto al sobrino de Hidalgo,español peninsular, que murió en Izúcar, combatiendo contra los insurgentes. Tanto Tomás como Mariano Ortiz y otros dos hermanos, entre ellos el dieguino fray Manuel, fueron nietos de José Ortiz del Espinal, marido de Josefa Costilla, hermana carnal de don Cristóbal Hidalgo. Estimamos que el Dr. de la Fuente, tan acucioso, sufre al respecto una confusión, pues si fueron hijos de José Ortiz y de Josefa Costilla, como lo afirma, serían primos y no sobrinos de Hidalgo. La palabra “Nepote” debe connotar que eran hijos de un primo hermano, es decir sobrinos segundos de don Miguel Hidalgo.

C A P Í T U L O I I I

Iglesia o mar o casa real

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¡Cuán orGullosos nos hemos mostrado de las enseñanzas que se im-partían en las escuelas superiores de la Nueva España! Hemos dicho que nuestra Universidad Real y Pontificia ya existía cuando en muchos otros países, como en los Estados Unidos de Norteamérica imperaba la barbarie; pero pocos, muy pocos, han tenido el atrevimiento de ex-presar que aquella enseñanza, escolástica y vana, era de muy escaso valer para domar las fuerzas sociales y naturales, haciendo a los hom-bres, según el testimonio de un político y sociólogo de aquellos tiem-pos, “vanos, orgullosos y disputadores sobre lo que no entienden”. “En los colegios se enseñaba la latinidad –dice Zavala– de la edad media, los cánones, y se enseñaba la teología escolástica y polémica, con la que los jóvenes se llenaban las cabezas con las disputas eternas e ininteligi-bles de la gracia, de la ciencia media, de las procesiones de la trinidad, de la premoción física, y demás sutilezas de escuela…”. “La filosofía era un tejido de disparates sobre materia prima, formas silogísticas y otras abstracciones sacadas de la filosofía aristotélica mal comentada por los árabes”.

La descripción que hace Lorenzo de Zavala de la enseñanza supe-rior de aquellos tiempos, de la que fue víctima en su adolescencia, con-trasta con lo que sucedía en Inglaterra, por ejemplo. Las universidades de Glasgow y Edimburgo investigaban las ciencias y sus aplicaciones prácticas.

Muchos jóvenes, dice el historiador Ashton, que frecuentaron las aulas del distinguido profesor de química Joseph Clack, en Glasgow primero, y después en Edimburgo, recibieron un entrenamiento mental y expe-rimental que luego pudo fácilmente aplicarse a fines industriales. Las academias establecidas en Bristol, Manchester, Northampton y Daven-try, tenían programas que si contenían materiales tales como teología, retórica y antigüedades hebreas, comprendían también matemáticas, historia, geografía, francés y contabilidad.

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Era natural que España no tuviera interés en promover la enseñanza de ciencias exactas y útiles al progreso. Sus clases dirigentes vivían bien y con lujos extraordinarios, sin trabajar, pues sus colonias y, particular-mente, Nueva España, daban toda la plata y todo el oro necesarios para adquirir cuanto el mundo de aquel siglo pudiera ofrecer por extraordi-nario que el objeto fuera.1 Montesquieu describe el plácido vivir de los grandes señores de España, amos de México, diciendo que

probablemente ni una sultana en el serrallo estaría tan orgullosa de su belleza, como lo está cualquier viejo monstruo de su imaginaria blancura de color aceituna, sentado, con los brazos cruzados en el umbral de su casa en cualquier pueblucho mexicano. Un personaje de tanta impor-tancia, de tal perfección, ni por todo el tesoro del mundo se pondría a trabajar, y jamás se decidiría a poner en riesgo el honor, la dignidad de su piel blanca, ocupándose con el bajo y fastidioso trabajo manual.

Para un régimen donde el personaje dominante era tal como el que describe Montesquieu muy útil era propagar una teoría en la cual la so-ciedad fuera, a imagen de Dios, eterna y en la que los de arriba siempre estarían en predominio sobre la plebe y las otras clases del pueblo. Útil sería también declarar y proclamar que los funcionarios del gobierno, eclesiásticos y civiles eran vicarios del Creador, del que hizo el univer-so sacándolo de la nada; útil sería predicar, además, su misión y afirmar que la vida terrenal es un tránsito; que allá en la otra vida, después de la muerte, el pobre recibiría el precio de tantas y tantas penas, hambres y desnudeces sufridas. Aquí en la tierra, era necesario conformarse y sufrir como Cristo sufrió, con paciencia y resignación.

Todo lo que sirviera para ganar el cielo se consideraba una ense-ñanza útil y digna del sostenimiento por el Estado colonial en Nueva España; cuanto sirviera para procurar que el hombre se sintiera dueño de sí mismo y el principal ser de la creación, debería ser perseguido y aplastado como la mala yerba. ¿Para qué preocuparse por perfeccionar

1 Thorstein Veblen, estudiando la composición social del feudalismo, ha podido elaborar una “Teoría de la Clase Ociosa”.

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las cosas de la tierra, si en ella los hombres estaban de paso y su ver-dadera patria estaba en el cielo?

La religión y la teología, eran, por lo tanto, lo que más se enseñaba. Por otra parte, era común oír en los labios de los hombres adultos: “abeja y oveja y parte en la iglesia, desea a su hijo la vieja”. O, de otra manera, se indicaban los caminos mejores de la juventud, los que más proporcionaban bienestar: “iglesia o mar o casa real”.2

Don Cristóbal Hidalgo, padre amoroso indudablemente, labra-dor en cuyo cuerpo las tormentas y fríos más de una vez habrán cala-do, no obstante que los peones trabajarían las tierras, soñaría para sus hijos el mejor camino. La iglesia salvaría el alma y además daría de comer, aunque no convirtiera en ricos a sus herederos. Clérigo era entonces lo mejor para los jóvenes de medianos recursos que así, dedicados a la Iglesia, salvarían el cuerpo de la miseria y el alma de las penas del infierno.

Nadie ponía en duda en los tiempos coloniales la afirmación aris-totélica sobre la dualidad del ser humano: alma y cuerpo informaban la vida individual y la vida del hombre en general. El alma tendería hacia Dios y buscaría el retorno a su patria celestial; pero el cuerpo, la materia, sería la rémora para impedir el vuelo hacia Dios. El demo-nio actuaba siempre espiando la hora de la debilidad e Hidalgo, según cuentan sus biógrafos, cayó más de una vez en las garras del pecado, impotente ante las tentaciones de la carne y del demonio. Las caídas fueron no en la edad temprana de la adolescencia; pero sí en la plena juventud, cuando la savia vital corre por las venas y grita provocando ciertas crisis morales de que hablan los místicos y de las que no esca-pan los que pierden la vocación sacerdotal.

El 18 de octubre de 1767 Miguel y su hermano José Joaquín ingresaron al Colegio de San Nicolás, famoso en todo el Virreinato, cuya estructura interna, reformada en 1763, lo hacía semejante al Colegio de Milán, fundado por San Carlos Borromeo. Tres años des-

2 La biografía escrita por el señor Macías sobre el padre Francisco Javier Clavijero recuerda estas expresiones.

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pués los hermanos Hidalgo terminaban los estudios necesarios para recibir el grado de bachilleres en arte. Ordinariamente tales estudios se hacían en cinco años; pero en el caso de los hermanos Hidalgo se hizo una excepción pues los sinodales de la Universidad Real y Pon-tificia de México, ante quienes acudieron para obtener el grado, se conformaron con una constancia que acreditara que habían hecho el curso de retórica en el Colegio de los Jesuitas. La constancia fue fir-mada por Juan Fernández Malagón y Calvillo, por Juan Nepomuceno Romero Martínez y por Manuel Vargas el 8 de marzo de 1770. Cuando Miguel contaba diecisiete años recibió el grado de bachiller en artes. Al día siguiente, 31 de marzo, su hermano José Joaquín se examinó en la Universidad Real y Pontificia para obtener el mismo grado, lo que quiere decir que retornaron a Valladolid en pleno abril. ¡Que otros echen a volar la fantasía sobre lo que hicieron los jovenzuelos en cuya frente no aparecía ninguna señal de predestinación!3

“De vuelta a Valladolid y apenas pasadas las vacaciones de Se-mana Santa –dice Castillo Ledón–, Miguel y José Joaquín prosiguieron sus estudios”.

Gracias a los tres años en que Miguel Hidalgo se dedicó al estudio de la teología, existen algunas anécdotas que desde muy temprano ca-racterizaron al héroe. Se recuerda que sus compañeros lo apodaban el zorro, tanto por su habilidad para las disputas escolares, cuanto por ser tan taimado y burlón que mal encumbría el vigor de una naturaleza quizá poco eclesiástica o cuando menos nada ascética.

Tal vez Hidalgo se dolía de vivir en el perpetuo combate que los místi-cos libran contra la naturaleza. Quizá las narraciones de los dos casos de moral lo excitarían más o tal vez el rumor de la calle lo impulsaba a seguir las aventuras de otros muchachos estudiantes que no tomaban muy a pecho las exigencias clericales. Una noche saltó por la ventana de la ca-pilla del colegio y, libre, anduvo por esas calles de Valladolid, respirando

3 Como es fácil notar hay una evidente contradicción entre el dato que aquí proporcionamos, tomándolo de Castillo Ledón, y la fecha de la carta que el doctor De la Fuente conoció. Esta carta está fechada en Corralejo el 6 de diciembre de 1767, y anuncia que entrará próximamente al colegio. Los cursos en San Nicolás se iniciaban en octubre. Dejamos la cuestión tal como se encuentra.

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a pulmón pleno y soñando en una libertad física de la que nunca podría disfrutar como deseara a causa de las ataduras de la vida clerical.

Cumplía los veinte años. Había estudiado las Súmulas y las materias propias de un teólogo. Estaba preparado para solicitar, como lo había hecho tres años antes, un grado académico más en la Universidad Real y Pontificia de México. Acompañado nuevamente de su hermano Joaquín se presentó a la universidad el 24 de mayo de 1773, siendo aprobado. Así culmina su carrera universitaria nada despreciable para aquellos tiempos, obteniendo el grado de bachiller en sagrada teología.4

Ahora se convierte en un escolar muy distinguido. Desempeña den-tro de su colegio todos los cargos escolares honrosos que existían. Su-ple al propio vicerrector y recibe el cargo de cuidar a los alumnos desde la planta alta del edificio en que funciona el colegio, que es el mismo en que se encuentra la actual Universidad de San Nicolás de Hidalgo. Cuando llega la hora oportuna, después de haber vivido en el colegio como estudiante distinguido, supliendo a varios maestros y destacándose en cuantas oportunidades se presentaban, Miguel Hidal-go recibe las primeras órdenes sacerdotales. El 22 de abril de 1774 el obispo don Luis Fernando de Hoyos y Mier le confiere la tonsura y las cuatro Órdenes Menores. El subdiaconado lo recibió el 11 de marzo de 1775. En cuanto a la orden del diaconado ninguno de sus biógrafos ha podido precisar dónde lo recibió; pero se sabe que lo solicitó el 13 de noviembre de 1776 y se le expidió certificación de que no había impedi-mento para que obtuviera las órdenes respectivas el 4 de diciembre del mismo año. Había cumplido entonces 23 años.

4 No fue sino hasta abril de 1799 que se establecieron dos cátedras de jurisprudencia.

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Maduración intelectual

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A los 25 años de edad, el 19 de septiembre de 1778, Miguel Hidalgo “recibió la potestad de celebrar la Eucaristía y de absolver los pecados, concedida por el obispo de la Rocha en el propio Valladolid”,1 podría decirse que así ingresaba a la vida plena, que lo llevó por el camino del cadalso y de la muerte a la gloria inmortal de convertirse en guión para los hombres nacidos en la Nueva España que anhelaban un mundo nuevo para todos los hijos de esta tierra.

Todos los historiadores cuentan los éxitos de colegio obtenidos por el futuro caudillo de México y se habla con exaltación de sus grandes cualidades como estudiante que lo convirtieron prontamente, desde an-tes de ser sacerdote, en maestro del Colegio de San Nicolás, del cual había sido siempre alumno inteligente, aunque de genio vivaz y disputa-dor. ¿Qué de extraño tiene que haya sido, como lo afirman cuantos lo conocieron, un intelectual al estilo de entonces, un poco afecto a los ergotismos, si hasta los más ilustres de sus contemporáneos –como el jesuita José Rafael Campoy– adolecieron, cuando menos en parte de su vida, de esos defectos?2

Sin embargo, lo mismo que muchos de los que se distinguieron en la vida científica de su época, principalmente los clérigos, Hidalgo aban-donó el camino de las frases hechas y de los silogismos inertes, empren-diendo reformas a la enseñanza y audaces innovaciones, naturales en quien desea y lucha por el progreso. Buen ejemplo de su maduración intelectual y de sus audacias de hombre de progreso se encuentran en

1 Castillo Ledón, Hidalgo, la vida del héroe, t. I, México, 1948, p. 31.2 Las obras del padre Campoy se han perdido, pero los datos biográficos más importantes se encuentran en la obra del padre Maneiro: Johannis Aloysii Maneirii Veracrucencis. De Vitis Aliquot Mexicanorum aliorumque Qui sive virtute, sive literis Mexici imprimis floruerunt. Pars Prima, Secunda, Tertia, Bononiea. Ex Typografhia Laelii a Vulpe, 1791, Superiorum Permisa (1792).

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su trabajo escolar Disertación sobre el verdadero método de estudiar teología. Trabajo en el cual, sin mucho empeño, se encuentran verda-deras audacias de que son tanto más notables cuanto que la vida de los teólogos está siempre pendiente de un hilo por la intransigencia y celo del Tribunal de la Inquisición, que parecía dormir; pero que estaba presto cada día a aplastar el progreso y a perseguir los atrevimientos de los intelectuales, particularmente aquellos que tocaban el poder omnímodo de la autoridad del Estado y de la Iglesia, brazo éste el más fuerte del sistema colonial y de la monarquía española.3

En la disertación de Hidalgo se propone, con timideces y reservas que de ninguna manera aminoran la audacia y la valentía del autor, la sustitución de las enseñanzas del teólogo Gonet, por escolásticas e inútiles, por una ciencia que “nos muestre qué es Dios en sí, explican-do su naturaleza y sus atributos y lo que es en cuanto a nosotros, ex-plicando todo lo que se hizo para nuestro respecto y para conducirnos a la bienaventuranza”. Hidalgo afirma que para adquirir la teología, la ciencia que trata de Dios, no hay otro medio, “sin ocurrir a la Escritura Sagrada y a la tradición”. Afirma que la teología positiva es indispensa-ble, “porque ella es la que da noticia de la Escritura y de la tradición donde se hallan comprendidas todas las verdades de nuestra Religión… y de todas las ciencias que se siguieren para la perfecta inteligencia, como son la Historia, la Cronología, la Geografía y la Crítica”.4

Se engañaría quien no viera en las opiniones de aquel hombre que apenas salía de la juventud, un afán de empujar a los estudian-tes y clérigos de su tierra hacia el estudio profundo, amplio y enci-clopédico, que en su tiempo se comenzó a presentar como urgente también en Nueva España, pues era una exigencia inaplazable para los intelectuales de su época. Más aún, la exigencia de aplicarse en el estu-dio de las Sagradas Escrituras, de la tradición y de las ciencias, era una vieja demanda de los erasmistas, que no por haber sido muy combati-da en Nueva España se había perdido. Hidalgo forma parte de aquellos

3 Veáse el prólogo a la obra Humanistas del siglo XVIII, escrito por el padre Gabriel Méndez Plancarte, quien abunda en estas ideas.4 El doctor De la Fuente transcribe, en apéndice de su obra, que todo el texto ha sido comentado posteriormente por el ya desaparecido Gabriel Méndez Plancarte. Véase Ábside, t. IV, núm. 9, septiembre de 1940.

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hombres influidos por el progreso del Renacimiento italiano, si bien el Renacimiento español se convirtió en lo que ha sido llamado Contra-rreforma. No debemos engañarnos por cuanto a que el erasmismo español5 que se siente después de varios siglos, en las afirmaciones de la disertación de Hidalgo, no exprese un punto de vista de la edad moderna que se había iniciado en Italia desde el siglo XV, pues en la historia, particularmente en la de España, no es raro que el pueblo y sus hombres más representativos, en el momento en que se disponen a dar un gran paso hacia adelante, hayan caído bajo el poder de las ilusiones del pasado.

El erasmismo de Miguel Hidalgo expresado en la urgencia de tomar en consideración la teología positiva y desechar la escolástica inútil, no es extraño, pues se sabe de cierto, que, además de haber estudiado el idioma otomí, que por la falta de práctica iba olvidando, era un gran estudiante de hebreo. El conocimiento directo de la Biblia en hebreo y en griego produjo ese movimiento tan extraño de los teólogos, erasmistas, semiheterodoxos y semisantos que caracteriza el renacimiento español.

La vida de Hidalgo en el Colegio de San Nicolás constituye la prepa-ración gloriosa para su acción posterior en el movimiento de indepen-dencia nacional que él acaudilló por derecho propio y con gran lucidez, pues fue en ella el arquetipo más importante del intelectual que es, al mismo tiempo, un hombre de acción.

Por otra parte, muy grande debe haber sido el recuerdo que en Va-lladolid dejó la estancia, no muy prolongada, del jesuita Francisco Ja-vier Clavijero, quien a los 20 años de edad se dedicó en el Colegio de Puebla al estudio formal de la filosofía moderna e hizo familiares los escritos de Regis, Duhamel, Purchor, Descartes, Gassendi, Newton y Leibnitz, guiado por las noticias de Fontanelle. Consta, por el testimo-nio del doctor Rivera, que Clavijero, en los colegios de Valladolid y Gua-dalajara, se arrojó a desmontar la intrincada maleza del peripatetismo, dictando a sus discípulos una filosofía escolástica más racional. ¿Podría

5 Marcel Bataillon, el más autorizado para definir la esencia del erasmismo, dice “que es una corriente de piedad reflexiva (con todos los riesgos que esto entrañaba para la ortodoxia), pero de piedad, no de libre pensamiento racionalista al estilo del siglo XVIII”.

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alguien negar que en 1778 se había acallado el eco de las enseñanzas de Clavijero cuando muchos de los maestros de Hidalgo y de sus con-temporáneos habían sido discípulos del jesuita?6

Abad y Queipo, amigo de Hidalgo (años más tarde lo veremos), nos ha dejado un testimonio inapreciable de la vida estudiosa del héroe en su etapa inmediatamente posterior a su ordenación sacerdotal, di-ciendo: “Lo entusiasmaba, y no sé si pueda causarle desorientación en sus creencias escolásticas la exégesis racional de Spinoza. Asimismo lo hace pensar durante noches la conciliación de la razón y la revelación planteada por Maimónides”.7

No se ha estudiado aún la influencia que en la mística española tu-vieron los judíos que obligados por la persecución ocultaban sus sen-timientos religiosos; pero es indudable que la lucha contra los santos y las exterioridades religiosas; la lucha por darle importancia a la “teología positiva”, derivada de los Libros Sagrados, vino de la influencia que los judíos sin proponérselo aportaron a la mística española. De aquí que “los iluminados”, “los alumbrados”, “los molinosistas” y otros místicos, quienes pretendían entregarse a Dios sin límite y sin intermediarios, no sólo sin santos sino también sin esperar penas o recompensas, hayan sido vistos por la Inquisición como un peligro contra el Estado monár-quico, cuyo brazo más fuerte era el monopolio de la Iglesia, cuyos san-tos corrían peligro con las enseñanzas erasmistas. Federico Engels, el sabio compañero del padre del socialismo científico, ha descubierto un hecho que explica, a nuestro entender muy ampliamente, no sólo el celo del gobierno español para perseguir a los herejes, sino también el desarrollo posterior de la actividad de muchos de los sacerdotes y teó-logos, entre quienes debe contarse a Hidalgo. “Es evidente, dice aquel autor, que todo ataque general contra el feudalismo debía primero diri-girse contra la Iglesia y que todas las doctrinas revolucionarias, sociales

6 En el Catalogus Personarum et Officiarum Provinciae Mexicanae Societatis Jesú in Indiis, 1764, reproducido en la Biografía mexicana del siglo XVIII, de la que es autor el doctor Nicolás León, consta que el padre Clavijero fue maestro en 1763 en Valladolid, donde enseñaba Física, y el padre Borda, tercer y cuarto maestro de Hidalgo, enseñaba tercero y cuarto de gramática, mientras el padre Pedro Arenas era profesor del primer y segundo cursos. 7 En el número correspondiente al mes de diciembre de la revista Tribuna israelita, cita una carta de Abad y Queipo, que no mencionan los biógrafos de Hidalgo, el profesor Castillo da a conocer los datos anteriores y otros, con los que se pretende impresionar al lector haciendo aparecer a Hidalgo como simpatizante del perseguido pueblo judío.

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y políticas, debían ser, en primer lugar, herejías teológicas. Para poder tocar el orden social existente había que despojarlo de su aureola”.

Hidalgo sin proponérselo, de una manera espontánea, con el tesón de sus estudios y la audacia de sus reformas progresistas en la enseñan-za de la teología, estaba forjando, igual que otros de sus contemporá-neos, el arma con la cual se lanzaría al ataque contra el orden social que imperaba en Nueva España, monárquico y colonial, de privilegio para los gachupines y de opresión para la mayor parte del pueblo, para el monopolio del comercio de la tierra y aún de la conciencia.

Triunfos y glorias escolares en el Colegio de San Nicolás; estudios acuciosos y constantes lo llevaron a merecer del canónigo Pérez Calama el epíteto de “hormiga trabajadora”. Con ingenuidad y sencillez no despo-jada de grandeza de alma, el canónigo Calama decía en carta a Hidalgo:

A imitación de las hormigas que son muy estreñidas de vientre y cin-tura, estoy dispuesto a restringir todo gasto, y aún a comer poco, siempre que ésto pueda conducir Vmd. y otros jóvenes ingeniosos sean theólogos consumados, sin ollín alguno de la theología espinosa y enmarañada que con tan sólidos fundamentos impugna Vmd. a quien deseo felicidad.8

Nos hemos arrebatado de entusiasmo considerando la maduración intelectual de Hidalgo; pero ella aparecería como una pura posición in-trascendente, si el héroe no hubiera estado dotado de aquello que en su no muy lejana juventud todos anotan: su vivacidad de ingenio. Por esta cualidad ha de entenderse la emoción ante el mundo que lo rodeaba que, indudablemente, lo sumiría en reflexiones amplias y hondas, so-bre todo cuando el hambre y el tabardillo asolaban las regiones donde vivía y donde estaban los afectos más caros de su infancia.9

8 Hidalgo, en la disertación elogiada por el canónigo Calama, cita frecuentemente a Serry. Este autor, cuyo nombre completo es Iacobus Hyacincthus, tiene colocadas en el Index Librorum Prohibitorum las obras siguientes: Exercitaciones, historicae, criticae, polemicae de Cristo Ejusque Virgine Matre. Decreto del Santo Oficio del 11 de marzo de 1722; De romano pontífice in ferendo de fide moriibus que judicio falli et fallere nescio. Prohibida en 1733; Preservativo contra la crítica d’alcuni falsi zelanti. Prohibido desde el 14 de enero de 1733. 9 El año de 1785 hubo trastornos climatéricos que produjeron la pérdida de las cosechas en toda Nueva España. El año del hambre fue el siguiente, que se agravó por el tabardillo o tifo exantemático. El obispo de Michoacán fray Antonio de San Miguel realizó obras sociales dignas de estudio para aliviar la situación del pueblo.

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El magisterio de Hidalgo

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APreMiados Por la índole de este trabajo, nos apartaremos de los detalles biográficos recientemente muy aumentados por las investigaciones eruditas llevadas a cabo por diversos autores. Repetiremos lo que es sabido por todos: Hidalgo ocupó, sucesivamente, los puestos más dis-tinguidos dentro del magisterio del Colegio de San Nicolás. El doctor Julián Bonavit ha hecho un resumen que, por compendioso, hemos creído útil reproducir a fin de referirnos a otros hechos determinantes en la vida de Hidalgo y en la causa de la independencia nacional, de la que fue, sin duda, el caudillo más esclarecido.

Fue, como ya se ha dicho, bachiller en Artes y en Teología, sin que obtuviera ningún otro grado universitario.1 Antes de 1779, sin haberse ordenado sacerdote, había sido ya catedrático de mínimos y menores. En 1781 fue maestro de filosofía, presidiendo por estos días 17 actos, argumentando en muchos otros en el Seminario Tridentino, recien-temente fundado. En 1785 era catedrático de teología escolástica. En 1787 fue vicerrector y catedrático propio de teología escolástica; tam-bién en ese año desempeñó el puesto de secretario del colegio y, ade-más, por el certificado que extendió el doctor José Antonio Ortiz, se sabe que enseñó la cátedra de moral.

La carrera de maestro de Miguel Hidalgo concluyó en 1792, por haber sido nombrado cura de Colima. Al rendir cuentas se hace con-tar que fue tesorero del colegio 5 años un día, contados desde el pri-mero de febrero de 1787 hasta el 2 del mismo mes del año de 1792. Al separarse fue, según los datos del doctor Bonavit, a quien hemos querido seguir en esta parte, además de tesorero, rector y catedrático de prima de teología.

1 Durante el proceso que se le instruyó en Chihuahua, Hidalgo expresó que no se había doctorado, primero por haber muerto su padre cuando tenía decidido hacerlo, y después, porque no lo consideró necesario para los menesteres intelectuales y sacerdotales a que se había dedicado.

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En su carrera de maestro y colegial de San Nicolás había presidido dos actos mayores, uno de las prelecciones de Serry y otro de cuatro volúmenes de Graveson.2 Tradujo la epístola del doctor Máximo, San Je-rónimo, a Nepociano; fue sinodal examinador de confesores y ordenados, opositor de varios cursos y autor de la famosa Disertación sobre el verda­dero método de enseñar la teología.

Durante 26 años permaneció bajo el techo del colegio de San Nicolás el primer caudillo de la Independencia; su juventud y casi toda la edad madura allí la pasó; en ese plantel se educó y en él dio de beber la cien-cia a millares de estudiantes; con razón y mucha justicia hoy añade ese legendario colegio a su antiguo nombre de San Nicolás el de ese insigne doctor nicolaíta. Tal concluye el doctor Bonavit.

Si tales fueron presentados, en forma esquemática, los pasos de Hidalgo dentro del colegio, sería un error considerar que su brillante inteligencia no lo impulsara a examinar en sus largas reflexiones los acon-tecimientos que rodeaban en esos últimos años la vida colonial. Muchas cosas habían sucedido desde la mitad del siglo en que nació. Se diría que su nacimiento había coincidido con cierta grandiosa inquietud en Nueva España a la que, como si se tratara de una bestia feroz, pretendía enjaularse y encadenarse con todos los aparatos de represión de que dis-ponía la monarquía española sin que nada lograra. Las medidas torpes y vacilantes del gobierno virreinal y los actos que para subsistir e impedir el desquiciamiento de la misma monarquía se veía obligado a realizar, acercaban el desencadenamiento de las nuevas fuerzas sociales que iban naciendo y fortificándose lentamente en todas las colonias de España.

En el siglo XVIII España, que había sido el imperio más grande de la historia y en cuyos dominios no se ponía el sol, había pasado a ser un estado de segundo orden. El predominio comercial se lo disputaban Francia e Inglaterra; pero en 1789, en vísperas de la gran Revolución, esta última tenía el papel dirigente en el terreno de las conquistas

2 El afán de modernizar la enseñanza de la filosofía era muy notorio en Nueva España y el obispo de Michoacán, doctor Luis Fernando de Hoyos y Mier, se hizo notable por la protección que dispensó al padre Benito Díaz de Gamarra, que en 1774 publicó sus Elementos de Filosofía Moderna. El doctor Juan Ignacio de la Rocha, obispo de Michoacán desde 1776 a 1782, fue en cambio adversario de Gamarra, si bien la enemistad no obedecía a cuestiones filosóficas. Hidalgo necesariamente conocía las opiniones del obispo Hoyos y la fama del padre Gamarra.

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coloniales, y su hegemonía comercial y la superioridad en el mar no tenía rival.

En 1715 España había concedido a Inglaterra el derecho de intro-ducir en la América española esclavos negros y cierta cantidad de mercancías industriales; los mercaderes ingleses aprovechaban este derecho para aumentar más el comercio por el contrabando, de tal manera que el comercio inglés ilegal en la América española era tan importante como el que se verificaba legalmente con la metrópoli. Carlos III permitió durante diez años, de 1778 a 1788, el comercio legal con todas las colonias de América desde todos los puertos espa-ñoles, lo que aumentó el comercio; pero también el contrabando de mercancías con los países extranjeros.

Como el comercio se hacía de contrabando, las ideas moder-nas nacidas principalmente en Inglaterra y en Francia, producto del crecimiento de la clase burguesa, penetraban también de contraban-do. Los libros de los sabios franceses e ingleses eran introducidos fur-tivamente y la Inquisición no se daba abasto para perseguir a quienes poseían libros condenados como contrarios a la religión o “corruptores” de las buenas costumbres. Se decía que los mejores libros eran aquellos que se encontraban en los expurgatorios de la Inquisición y los anatemas y excomuniones no sólo eran insuficientes para recoger esos libros de “buen gusto”, sino que la intelectualidad encontraba necesario conocer el mal para poderlo combatir mejor, aunque, deslumbrada por el progreso, se que-daba y se adhería a lo que se consideraba malo y perverso. Por eso decía el Comisario de la Inquisición de Valladolid en 1790, como lo atestigua la señorita Marchand, “ahí muchos sujetos de éstos, que pecan de curiosos y entienden francés, los cuales tienen copia de obras modernas, que a cada paso salen a luz empeñándose mucho en su lectura y aún en comunicar las especies peregrinas que vierten estos libros”.

Hidalgo fue durante todo su magisterio uno de esos “curiosos” que en-tendían francés, con “copia de las obras modernas”. ¿Quién puede dudar que leyó a Voltaire, si sus obras estaban al alcance de las manos guardadas en la biblioteca del colegio? Además estaba en condiciones de entender muchas otras obras de las que subrepticiamente circulaban con amplitud

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entre los intelectuales en las dos últimas décadas del siglo XVIII. Castillo Ledón afirma que conocía el latín, el italiano, el francés y entre las len-guas indígenas el otomí, el tarasco y el mexicano. El documento mencio-nado por el profesor Jorge Castillo añade que conocía el hebreo y tenía en su poder las obras de Baruch Spinoza y las de Maimónides.

Sin embargo estamos seguros que nunca dejó de ser creyente y de-voto de la religión católica en la que había nacido. Era simplemente un sacerdote católico liberal, hecho ya por sí mismo extraordinario, en aquel medio ruin y oscuro de la provincia, donde las ansias del pueblo por su mejoramiento eran la única luz que alumbraba la tiniebla.

Por otra parte es indudable que el historiador John Tate Lainng, a quien cita don Julio Jiménez Rueda, tiene razón cuando afirma que:

los pensadores de verdadera importancia, para explicar la revolución de in-dependencia, no fueron los doctrinarios franceses, sino filósofos como Santo Tomás, Descartes, Newton, Condillac, Gassendi y Malebranche, porque sin éstos los hispanoamericanos no hubieran entendido a Raynal, Condorcet, Rousseau, Voltaire, Diderot, B. Franklin y Thomas Payne.

Cuando Hidalgo hablaba de dar importancia a la teología positiva, tal vez, o muy seguramente, quería decir que era necesario examinar con atención, entre otras, las doctrinas de Santo Tomás de Aquino.3 Pongamos un ejemplo que nos permitirá entender mejor el magisterio vital de nuestro héroe.

Indudablemente que en su cátedra de teología moral tropezaría con el problema de la llamada Ley Natural, que tiene, según la doctrina de los moralistas, algunos principios prácticos de los cuales nacen otros princi-pios llamados próximos, según las tres inclinaciones naturales que tiene el hombre. La primera inclinación natural es la conservación de la vida, que Santo Tomás define como una cosa sustancial diciendo: quaelibet susbtan­tia apetit conservationem sui esse secundum suam naturam. La segunda inclinación natural es la conservación de la especie o el comercio del ma-cho y de la hembra: Comixtio maris et feminae. Esta inclinación es común a los hombres y a los animales. Hoc natura omnia animali docuit.

3 Las citas que se han hecho sobre las opiniones de Santo Tomás de Aquino se han tomado de la Teología Moral de que es autor fray José M. Morán, t. I, Madrid, 1899, p. 77.

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Estos principios prácticos, que necesariamente Hidalgo tenía que ense-ñar en su cátedra de teología moral, que por prolijos que sean hemos creí-do conveniente recordar, para proyectar con menos indecisión la figura del héroe, se completaban con otros principios teológicos como aquel que declara, según la doctrina de Santo Tomás, “que el hombre se inclina ad bunum secundum naturam rationis, quae est sibipropia. En cuanto se es hombre se tiene inclinación natural a conocer la verdad acerca de Dios; para que viva en sociedad, para que evite la ignorancia; que no ofenda a otros… y todas las otras cosas parecidas que a este punto se refieren”.

De la misma manera debe haber enseñado cuál era el origen de la autoridad, según las enseñanzas del propio Santo Tomás de Aqui-no que en su tratado Contra Gentes, declara que todos los hombres son iguales, de manera que quod tibi non vis alteri ne feceris; quod tibi vis fieri alteri feceris. No tiene importancia que actualmen-te ciertos teólogos traten de impugnar a Rousseau, diciendo que el Pacto Social, está contra lo que afirma Santo Tomás, pues uno y otro tienen coincidencias que en el siglo XVIII aparecerían más notables. Una de las más importantes es que el hombre necesita de otros natu-ralmente. La sociedad nace, de acuerdo con las opiniones del doctor Angélico, de que el homo indiget mutis, quae per unum solum parari non posunt.

Los filósofos de la Ilustración que forjaron la mentalidad y dieron conciencia moderna a los intelectuales progresistas contemporáneos de Hidalgo, entraban en disputa con los escolásticos solamente cuan-do éstos pretendían aherrojar al hombre, obligándolo a someter los datos que su razón y de su libre discurso a la autoridad irrestricta del dogma, el cual, por otra parte, se reflejaba en la contradicción hiriente de la realidad. Los de arriba no percibían nada de cuanto sucedía en la vida diaria del hombre, ni consideraban importante su experiencia y su actividad individual. Lo que importaba era el pen-samiento de los que, en la jerarquía medieval y por cualquier razón representaban a la divinidad: el Papa, el rey, los obispos y, en grado descendente, quienes tenían a su cargo las funciones autoritarias derivadas de lo alto.

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Éste fue el conflicto en que se encontró Hidalgo durante su vida de maestro en San Nicolás y ésta es la razón de sus actos posteriores. Pre-tendió ajustar el mundo a lo que, de acuerdo con sus largas meditacio-nes y enseñanzas, debía ser. Era el Quijote luchando fervorosamente por transformar el mundo y hacerlo a su imagen y semejanza; era el esfuerzo continuado de hacer un sólo hombre del Quijote y Sancho; era, en fin, el afán de los revolucionarios, que luchan por suprimir las con-tradicciones sociales y por ajustar el mundo de las ideas a la realidad.

¿Por qué han de juzgar mal a Hidalgo los mismos que se dicen par-tidarios de Santo Tomás, por el hecho de que siendo sacerdote católico no pudo matar y tal vez no quiso matar lo que de hombre tenía, renun-ciando al amor de las mujeres que el propio doctor Angélico considera como inclinación natural para la conservación de la especie? Comix­tiomaris et feminae. ¿Por qué ha de considerarse condenable que haya tenido el valor de convertirse en revolucionario, si esto es lo único que constituye mérito para el intelectual auténtico? Quien no lucha por la realización de sus ideales, quien no pone su vida íntegra al servicio de lo que considera justo y racional, es un simple charlatán sin mérito, burócrata en muchos casos, aunque recite miles y miles de textos en cualquier idioma o en muchos idiomas.

Éste es el magisterio fundamental de Hidalgo; la ciencia que aprendió en su colegio y el ejercicio que hizo de sus conocimientos durante los prolongados años de cátedra en San Nicolás de Valla-dolid, que nada serían sin la acción elevada y la lucha por hacerlos realidad. El magisterio de Hidalgo se finca en que fue un intelectual y al mismo tiempo un combatiente por sus ideales. Es el primero y el más esclarecido de los revolucionarios de México, porque es el más cabal de los intelectuales de nuestra naciente nacionalidad.

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Cura de aldea

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El obisPado de MicHoacán era en el siglo XVIII, cuando Hidalgo se vio precisado a abandonar para siempre sus cátedras y su rectoría en el Colegio de San Nicolás, uno de los más extensos de la Nueva España.

Está tirado de oriente a poniente, por lo largo, y por lo ancho de sur a norte. Tiene de largo, en los términos que posee quieta y pacíficamente, algo más de doscientas cincuenta leguas, computando las que hay desde la Villa de Colima y pueblo de Caxistlán, que son su término por el poniente, hasta las misiones de Tula, Maumabe y Valle del Maíz, que son por la provincia del Río Verde el término que por el oriente se reconoce sin disputa.

En los términos del obispado se hablaban los idiomas indígenas siguientes: tarasco, mexicano, principalmente en las “provincias del mar del sur”; “otomite” en chichimeca; “pirinta que es de la nación ma-tlaltinga (sic) que se avecindó con el reino de Michoacán”; cuitlateca que se usó antiguamente, “ya hoy no se habla” y el mazahua, “afín y semejante al otomí”, aunque se puede decir que la lengua dominante del país es la castellana, pues sólo en pueblos muy remotos y negados al comercio no se oye. “El obispado tenía siete ciudades, que son Valla-dolid, Pátzcuaro, Tzinzuntzan, Celaya, Salvatierra, San Luis Potosí y Guanajuato; once villas que son San Miguel el Grande, San Felipe, Zitá-cuaro, Salamanca, León, Zamora, Charo, Pizándaro, Colima y Nombre de Jesús en Río Verde”. Comprendía 22 alcaldías mayores y tenía 122 curatos y otros tantos juzgados eclesiásticos.

Como las naciones que habitaron el reino de Michoacán eran tan cultas en su antigüedad y como se sometieron voluntariamente al yugo de nuestros católicos monarcas, no tuvo lugar el furor de las ar-mas de asolar las antiguas poblaciones y la piedad de los reyes de Espa-ña le dio nuevas mercedes para otras, de modo que se puede estimar

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sin temeridad, que este obispado es el más poblado y floreciente de toda América, pues en un solo curato de él, que es San Miguel el Grande, se empadronaron más de dieciocho mil feligreses, en el de Guanajua-to más de cuarenta mil, quedando muchos sin empadronarse. Ya se ve que estos también se deben a la fertilidad y abundancia del país, donde se cogen el maíz y el trigo con que se abastecen otras provincias, entrando en ellas la de México. Se cogen frutas con variedad inexpli-cable y en estos últimos años se ha cultivado la utilísima del añil. La plata y el oro se dan con abortos de la naturaleza, pues el más rico mi-neral de esta América, que es Guanajuato, está en este obispado, y florecen todas las artes y fábricas mecánicas a fuerza de la industria del señor don Vasco de Quiroga… Debióse finalmente al particular cuidado que se puso al tiempo de la conquista de este reino y poco después en plantar familias nobles en los lugares que iban fundando, especialmente después de la cédula que se llamó de Las Congregaciones, en virtud de la cual se fundaron aquí Silao, Irapuato y otras1

Tal panorama de ventura, tan eufóricamente descrito por el anó-nimo autor de la Breve Descripción del Obispado de Michoacán, fue el escenario donde transcurrieron los últimos 20 años de la vida de Miguel Hidalgo y Costilla, en contra del cual se levantarían impoten-tes, en cierta forma todos los tribunales del Virreinato, pues a su hora y aún después de una aparente victoria sobre el hombre, se hundie-ron definitivamente.

Recorriendo los curatos rurales, desde Santa Clara de los Cobres hasta Colima, desde Cuitzeo hasta Dolores, desde Zitácuaro hasta San Luis Potosí, Hidalgo pudo darse cuenta de que el país era en sí mis-mo una grande y trágica paradoja. Riqueza interior, supuestamente sin límite, de las minas; abundancia en las cosechas, principalmente en las regiones hermosas y fértiles del Bajío; pero hambre en todos los jacales de los indios. Ya antes le había tocado presenciar cómo morían de necesidad y por la escasez de alimentos miles y miles de indios, cu-ya dolencia se agravaba con las epidemias y el tabardillo, periódico en Nueva España.

1 Boletín del Archivo Nacional, t. XI, núm. 1, p. 128.

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

Por esos caminos a veces áridos y a veces cruzando entre maizales y trigales bien granados anduvo el cura Hidalgo muchos años. Cierta-mente que sus ingresos en la rectoría y en la tesorería del Colegio de San Nicolás, sus cátedras y su ministerio en el cual contó con la sim-patía de sus superiores, los obispos de la Rocha, fray Antonio de San Miguel y el mismo Abad y Queipo, le habían permitido convertirse en mediano agricultor, sueño que jamás pudo realizar su padre don Cris-tóbal, quien murió fiel a sus amos el 31 de agosto de 1790.

¿Qué clase de cura era Miguel Hidalgo y Costilla? ¿Cómo iba a entrar en la administración de las parroquias el maestro de San Nicolás, después de haber permanecido en la ciudad episcopal de Michoacán por más de 27 años? ¿Cuáles fueron las causas por las que sin razón aparente un día lo quitaron del amor de sus libros y sus cátedras para enviarlo a correr campo, como a cualquier cura de misa y olla? ¿Fue acaso su enamoramiento de una mujer, doña Manuela Ramos Pichardo, con la que tuvo dos hijos, Agustina y Lino Mariano, lo que determinó para cortar el escándalo que abandonara Valladolid y marchara a la lejana Villa de Colima? ¿Fueron razo-nes de carácter político puesto que constituían una amenaza la vida científica y las opiniones del disputador sacerdote, que no se tenía la lengua, ni se cuidaba mucho del Tribunal de Santa Inquisición? ¿Era acaso su condición de criollo prominente en el colegio el motivo de su separación?

No debe haber sido una sola la causa –y tal vez ni siquiera se tuvo en cuenta su amorosa unión con la joven Manuela– la que originó su salida del colegio, pues entonces los clérigos en una muy grande proporción no daban mucha importancia al cumplimiento del voto de castidad. Más aún el clero, regular y secular, había vivido en una constante dualidad que expresaba en sí misma la existencia de una crisis de los dogmas religiosos y morales.

Los regulares, que habían hecho voto de pobreza, tenían riquezas personales o vivían una vida de zánganos, ignorantes y sucios los más bajos. Los clérigos seculares tenían haciendas, riquezas y mancebas, sin que se les diera un ardite de que sus hijos ayudaran a misa y sin que tal

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hecho fuera escandaloso. Los procesos por incontinencia, por utilizar el confesionario para pecar carnalmente, solicitante in confesione, abun-dan y son mucho muy numerosos desde los primeros días del régimen colonial hasta que finalizó. Muchos frailes y clérigos seculares cometían crímenes como los que comete ahora cualquier rufían y dirimían sus dis-putas, frecuentemente a puñaladas. Hasta hubo varios que se suicidaron, sin que nosotros hayamos tenido interés en averiguar las causas.

En todas partes, en todos los conventos y en todos los colegios la lucha de criollos contra gachupines era notoria, principalmente entre los eclesiásticos. Esto era notable en el Colegio de San Nicolás, pues el doctor Bonavit nos ha conservado el verso satírico de don Antonio Ma-ría Uraga Gutiérrez, estudiante nicolaíta de filosofía en 1796, que dice:

Madre, de estudiar no trato,Soy criollo y no he de aprender.Más bien voy a pretenderA España un gachupinato.

Es presumible que Hidalgo haya sido víctima de la lucha de inte-reses entre los criollos nacionalistas y los gachupines lógicamente partidarios de la subordinación a la metrópoli. Así lo vemos ir a Colima, lleno de amargura, e instalarse el 10 de marzo de 1792 en su curato. Castillo Ledón ha recogido una tradición que expresaría su esperanza de cambiar las cosas, tal vez entonces no muy oculta.

Se cuenta que el anciano Pablo, que le vendía cobre para una cam-pana que pensaba construir, le preguntó un día:

—¿Para qué quieres eso, tata cura?—Para hacer una campana grande que se oirá en todo el mundo.

Ocho meses duró Hidalgo en Colima. Vino a Valladolid el 26 de no-viembre de 1792, para no regresar, obsequiando al ayuntamiento, antes de abandonar el curato, la casa que había comprado para que en ella se instalara una Escuela de Primeras Letras. El obispo fray Antonio de San

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

Miguel lo llama para avisarle que el virrey le ha nombrado cura propio, vicario foráneo y juez eclesiástico de San Felipe el Grande, parroquia que recibe de fray Diego de Bear el 24 de enero de 1793.2

Los biógrafos de Hidalgo tienen mucho cuidado en relatar las parti-cularidades con que este cura ejerce su ministerio, que en San Felipe comienzan a tener sus más brillantes expresiones. Forma una orquesta para el servicio de la iglesia y recreo de sus feligreses poniendo al frente de ella a su pariente, el futuro insurgente José Santos Villa.3

Es un cura moderno y nada gazmoño. No oculta su amor a los goces sencillos de la vida.

Lo terrible para quienes lo juzgaron posteriormente, como don Lucas Alamán, consiste en que Hidalgo, “traduciendo el francés, cosa bastante rara en aquel tiempo, en especial entre los eclesiásticos, se aficionó a la lectura de obras de artes y ciencias”. Su afición a la literatura france-sa, cosa común en todo el reino español, como lo atestigua Montolíu, lo llevó a formar un pequeño grupo de actores que solían representar obras que deben haber causado honda impresión en la mentalidad no sólo de quienes tomaban parte en la representación, sino en todo el auditorio.4 Entre ellas se destacan el Tartufo de Molière, obra en la cual muchos deben haber visto una crítica no muy velada contra los curas y cléri-gos hipócritas que ocultaban o intentaban ocultar los instintos sexuales naturales en el hombre; pero que el celibato eclesiástico pretendía reprimir. Si en Francia las obras de Molière produjeron reacciones hostiles entre las clases dirigentes, en San Felipe el Grande, el año del Señor de 1792, aquello debe haber dejado huellas perdurables. Hidalgo trabajaba y hacía madurar la conciencia de sus futuros compañeros de

2 Hidalgo, antes de que fuera separado del Colegio de San Nicolás, había hecho oposición para obtener los beneficios de las sacristías mayores de Tzintzuntzan y de Apasco, que no llegó a ocupar. Concursó también para obtener la sacristía mayor de Santa Clara de los Cobres, que se le concedió con la ayuda de fray Antonio de San Miguel en 1788. Sobre lo que fueron las sacristías mayores baste decir que eran beneficios que no obligaban a los propietarios al ejercicio de cura y únicamente auxiliar, sin depender directamente del párroco. Era una “canongía”, para usar una palabra que dé idea aproximada. Puede suponerse que Hidalgo alguna vez iría a Santa Clara de los Cobres, pues su hermano José Joaquín fue cura de esta población. 3 Aquí es donde Hidalgo encompadró con el español peninsular de apellido Ambia, cuya hija anduvo vestida de hombre acompañando a Hidalgo, quien pretendía ayudarla a salvar a su padre. Alamán conocía el problema de la “Fernandita”; pero dejó correr la malicia de la gente para ayudar a enlodar la memoria del héroe.4 El informe del comisario del Santo Oficio, sobre la posesión de libros heréticos, puede ayudarnos a esclarecer las causas de la separación de Hidalgo, pues es indudable que él era uno de los que leían libros prohibidos.

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armas, quizá sin intuir la intensidad de su labor política que hoy podría ser ejemplo para quienes anhelan transformar la nación mexicana y llevarla a las cimas del progreso.

La tertulia diaria en la parroquia era un centro de propaganda e Hidalgo dirigía la conversación, de manera inocente en apariencia, hacia los grandes acontecimientos mundiales que necesariamente madurarían el sentimiento nacional para la insurrección. El mus y la malilla, el baile al son de la orquesta y la aparente distracción, eran el medio que el cura Hidalgo utilizaba para dotar de conciencia política a sus amigos y feligreses, futuros soldados de la patria mexicana.

Quienes anteponen al deber patriótico otros intereses sectarios, han condenado a Hidalgo porque siendo cura era patriota y porque siendo teólogo enseñaba una nueva ciencia: la política. Ya se ve que para él las disputas de campanario no eran importantes; ni siquiera se preocupa-ba de adular a sus superiores para que lo mejoraran y lo proveyeran de un canonicato, tratando en cambio de elevar a un plano jamás visto en México, la mentalidad de sus futuros correligionarios. De ahí ese charlar y explicar los caminos de la gran Revolución Francesa y de la indepen-dencia de los Estados Unidos de Norteamérica, que más de una vez deben haber servido de pretexto para las veladas parroquiales.

Francia chiquita se decía a la tertulia del cura de San Felipe que, con la sencillez y la chanza sin distingos para nadie, en medio de los días de campo y bailes campestres, enseñaba al pueblo y a sus más cercanos amigos a entender los problemas del mundo, al cual, necesariamente, por el desarrollo material, la Nueva España estaba unida sin disputa.5

5 Manuel de Montolíu, Literatura Castellana, 2a. edición, Cervantes, Barcelona, 1930.

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REl crisol de la persecución

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Muy Pocas veces se ha dado el caso en la historia de que el reformador y el hombre de progreso no haya sido perseguido, encarcelado, tortu-rado o privado de la vida. Es don Quijote de la Mancha, quien ha dicta-do el mandamiento que han de guardar todos los espíritus superiores, a quienes las generaciones posteriores elevan templos, monumentos y columnas para perpetuar su memoria. “¡Por la libertad se puede y debe aventurar la vida!”

La paz de Valladolid arrebatada a Hidalgo era el principio del ca-mino que lo llevaría a cumplir el destino de los hombres superiores. La persecución, crisol de los héroes y de los patriotas, se había ini-ciado porque así se templan quienes no han de quebrarse ni doblarse en la adversidad.

No es aquí donde podríamos traer al recuerdo las persecuciones que han sufrido todos los hombres superiores en cualquier orden en el cur-so de su vida; pero nos bastará decir que Hidalgo no fue la excepción y quienes lo negaron o le niegan la categoría de hombre superior, deben meditar bien sobre su destino. La señal pedida para comprobar la calidad del héroe se encuentra en Hidalgo: en 1791 comenzó su persecución. Otros como él, menos afortunados o con diversa contextura habían sido perseguidos en años anteriores por el brazo terrible de la Inquisición, que consideraba herejía cuanto debilitara el poder del monarca, uno de cuyos brazos más potentes era la Iglesia. Con el pretexto de perseguir la herejía en realidad se perseguía a los enemigos del sistema colonial feudal, que ya no podría salvarse de los golpes dados no por las ideas sino por las nuevas condiciones materiales, planteadas por el desarrollo prodigioso de la industria en las naciones extranjeras.

Entre los perseguidos y precursores, compañeros y conocidos de Hidalgo, casi sus vecinos, el tribunal de la Santa Inquisición ya tenía a Juan Antonio Montenegro, denunciado en los últimos meses de 1793,

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por desear como muchos la independencia nacional y declarar “que la religión es una pura política de que se han valido los hombres para sujetar a los pueblos”. Se encontraban, también, Ponciano Bustamante y Andrés Sánchez de Tagle y en el curso de 1794 la Inquisición procesó a Juan José Pastor Morales, a fray Juan Ramírez de Arellano, guardián del convento de Texcoco, al bachiller Antonio Pérez Alamillo, cura de Otumba, ambos pueblos del actual Estado de México; al terrateniente don Manuel Esteban de Enderica, por desear la independencia nacional y por ser “afrancesado”. “Otros muchos ‘afrancesados’ fueron aprehendi-dos y encarcelados por el terrible tribunal, porque seguían con entusias-mo los acontecimientos de la Gran Revolución Francesa y por poseer y leer las obras de Voltaire, de Mirabeau, Montesquieu, Raynal, Pope, Mar-montel, Locke, La Bruyere, Rousseau y la Enciclopedia. Fray Gerundio de Campazas, obra del jesuita P. Isla, era también uno de los libros que se encontraban prohibidos, porque zahería las petulancias de los orado-res sagrados, ampulosos, vanos y serviles”.1

El 16 de septiembre de 1849, como un homenaje a Hidalgo, el perió-dico El Universal, órgano del Partido Conservador de entonces, negaba que Hidalgo hubiera tenido el propósito de lograr la independencia de México; replicando al Partido Conservador la Junta Cívica, integrada por Juan N. Almonte, A. Cerecero, Mariano Domínguez y José Ma. Fran-co, explicaba que el héroe no fue el único porque la aspiración a la inde-pendencia de México, era un sentimiento general principalmente entre las clases cultas. Con razón Castillo Ledón ha podido decir: “no podía, pues, considerarse al cura Hidalgo como el único de revolucionaria ma-nera de pensar, si bien de tiempo atrás era de ideas y procedimientos de aquella índole y que nadie lo igualaría en hechos tan francamente definidos, como los que desarrollaba en su curato de San Felipe”.

El cabildo de Valladolid, más por las actividades políticas de Hidalgo que por otras razones, inició una serie de maniobras cuyo propósito era

1 Los procesos de la Inquisición en la segunda mitad del siglo XVIII, como lo ha demostrado Monelisa Lina Pérez Marchand –Dos etapas ideológicas del siglo XVIII en México–, se ocupan principalmente de perseguir “a los espíritus fuertes, que bajo el nombre de filósofos modernos y con la realidad de ateos, de deistas, de materialistas, de impíos, de libertinos atacan la religión y estado en nuestro siglo”.

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el de advertir y molestar al cura de San Felipe con la vigilancia llegán-dose a inventar en forma que parecía mal intencionada, que Hidalgo tenía en la tesorería del Colegio de San Nicolás, cinco años después de haberse separado, un déficit aproximado de diez mil pesos.

Quién sabe por qué causa los enemigos de la independencia de México no se atrevieron en su tiempo a revivir toda esa maraña de intrigas urdidas para destruir la moral del cura Hidalgo; pero lo cierto es que el 17 de junio de 1799 los jueces hacedores le ordenaron comparecer ante la Haceduría y Tribunal del Diezmo y que el 12 de julio, por conducto del padre Bear, vicario de Hidalgo, volvieron a reconvenirlo para que se presentara.

Su amigo el licenciado Manuel Abad y Queipo, juez de Testamentos y Capellanías, también como una extraña coincidencia, inicia un proce-dimiento para cobrarle cierto adeudo y lo amenaza de embargo, que se ejecutaría en sus haciendas de Jaripeo, Santa Rosa y San Nicolás de la Jurisdicción de Irimbo. Necios seríamos si no viéramos en esas manio-bras –que podríamos calificar de “jesuitas” por taimadas e hipócritas– el propósito de acallar aquella actividad prodigiosa y peligrosa que des-plegaba en su parroquia. Tal vez si se hubiera tratado de cualquier otro clérigo o de otro particular sin el prestigio de que gozaba Hidalgo, desde entonces el Tribunal de la Inquisición lo hubiera encarcelado.

Pero la persecución realizada con maña hubiera provocado un dis-turbio anticipadamente, pues Hidalgo, fuera de sus actividades polí-ticas, era un sacerdote cumplido. Bien pudo invocar en uno de los manifiestos que lanzó cuando era ya el caudillo del pueblo, el testimo-nio de sus feligreses de San Felipe y de Dolores, a quienes “continua-mente explicaba las terribles penas que sufren los condenados en el infierno a quienes procuraba inspirar horror a los vicios, y amor a la virtud, para que no quedaran envueltos en la desgraciada suerte de los que mueren en pecado”.

Lograron su propósito los autores de las maniobras y persecuciones hipócritas contra Hidalgo. El 14 de enero de 1800 entregó el curato de San Felipe al presbítero José María Olvera y se retiró a su Hacienda de Jaripeo para dedicarse, mientras la persecución pasaba, a las faenas del campo en las que de niño había tomado parte al lado de su padre.

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La Inquisición y sus comisarios rondan junto a Hidalgo, quien, por otra parte, suele salir al encuentro del peligro con sus imprudencias. Parecía ignorar lo que pasaba en la capital del Virreinato y en otras ciudades, pues en la Semana Santa de ese año habla en tono atrevido de problemas religiosos y teológicos que pudieran llamarse intocables, ante frailes y clérigos gazmoños. En Taximaroa, se encontró con los frailes Joaquín Huesca, Manuel Estrada y con el presbítero Juan An-tonio Romero, vicario de Irimbo, así como con el padre José Martín García Carrasquedo, su antiguo vicario y entonces sacristán mayor de Zitácuaro. Ante ellos en tono de chanza y con el brillo de un maestro en teología, según dice Castillo Ledón, produjo varias afirmaciones con-sideradas heréticas. Declara, según dijeron los testigos, que Dios no castigaba en este mundo con penas temporales y que el gobierno de la Iglesia estaba manejado por hombres ignorantes, “de los cuales uno había canonizado a Gregorio VII tan nocivo que acaso estaría en el in-fierno”. Al día siguiente, volviendo a provocar discusión y preguntado si el judío guatemalteco Rafael Crisanto Gil Rodríguez se habría conver-tido, Hidalgo manifestó, “habrá sido de boca, porque ningún judío que piense con juicio se puede convertir”.

Para no hacer prolijos los detalles que pueden consultarse fácilmente sólo mencionaremos que en aquella misma ocasión, según dijeron, hizo gala de sus conocimientos en hebreo y agregó que el acto carnal no era pecado sino una función natural; que la eucaristía no se conoció en los términos que hoy la enseña la Iglesia, sino hasta mediados del siglo III y otras afirmaciones que bien pudieron llevarlo al quemadero si las hubiera pronunciado o se sospechara haberlas dicho unos cuantos años antes.

Bien avanzado abril vuelve a su hacienda de Jaripeo, va a Querétaro y a Zitácuaro en ocupaciones que no son importantes; pero el 16 de julio de ese año (1800) el fraile Huesca se presenta ante el comisario de la Inquisición en Valladolid a denunciarlo y agrega que lo oyó decir que Santa Teresa era una ilusa, porque como se azotaba y ayunaba mucho y no dormía, veía visiones y a esto le llamaban revelaciones. La denuncia corre sus primeros trámites y tal vez, como opina Castillo Ledón, a pe-sar del secreto forzoso que bajo pena de excomunión debía guardarse,

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2 Para salvarse del cumplimiento de la cédula que manda recoger los capitales impuestos sobre capellanías y obras pías, Hidalgo recurre a la “chicana”, por eso concede una renta vitalicia de 200 pesos anuales a fray Vicente Villalpando, maniobra que tiene por objeto asegurar la propiedad de sus haciendas de Jaripeo.

algo supo Hidalgo, por lo que regresó violentamente el mes de agosto a su parroquia de San Felipe, dejando las faenas agrícolas de su hacienda a cargo del padre García Carrasquedo, su invariable amigo.

Por esta vez parece que nada sucederá y la vida de su parroquia transcurre tranquilamente con las interrupciones de sus breves via-jes a Querétaro y a San Luis Potosí, que no tenemos tiempo de rese-ñar. En enero de 1801 se encontraba en San Felipe después de haber retornado de San Luis Potosí, donde conoció personalmente a Calleja; pero la persecución vuelve a iniciarse solapada con marrullerías y tai-madamente, como si el cabildo de Valladolid quisiera tenerlo siempre bajo una constante amenaza.

Se le molesta ahora para cobrarle lo que adeuda al juzgado de Testa-mentos y Capellanías; pero el pleito se arregla meses después.2

La influencia y autoridad de que gozaba Hidalgo también le alla-naban la solución al proceso que la Inquisición inició, el que, por otra parte, permite conocer que gozaba la fama de “fino teólogo”, como en sus mejores años de colegio. Seguramente que su autoridad era tal que no obstante las graves denuncias y algunas inculpaciones de vida licenciosa que se le hacen se desecha la acusación del fraile Estrada, al que se cali-fica de mentiroso e indigno de crédito.

Mientras tanto Hidalgo había tenido dos niñas, Micaela y Josefa, ha-bidas en sus relaciones sexuales con la señorita Josefa Quintana, que interpretaba los papeles principales en las comedias que se representa-ban durante las tertulias del curato de San Felipe.

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RLa parroquia de Dolores

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CoMo todos los HoMbres, tenía Hidalgo en estos días de su vida dos caminos: abandonar y guardar en silencio sus actividades y opinio-nes para dedicarse burocráticamente a las ocupaciones propias de su profesión o ministerio, minimizando así su vida y su conducta o, de otra manera, con valor y sin temor, arriesgando que algún día fuera encarcelado y privado de los bienes de fortuna que había reunido, continuar sus actividades políticas y de verdadero agitador, destina-das, fundamentalmente, a debilitar el poderío del régimen colonial, uno de cuyos brazos era la Iglesia, institución a la que él pertenecía, pero que en teoría estaba destinada a fines muy distintos a los que el gobierno del rey la designaba.

El 19 de septiembre de 1802 muere su hermano José Joaquín, que había sido su compañero inseparable en los días escolares, arreglando con tal motivo su traslado a la parroquia de Dolores, donde lo encon-traremos en los días turbulentos del movimiento de independencia nacional que él acaudilló.

El cura se halla en un cruce de caminos. Callar y obedecer con-vertido en cura rutinario como el de cualquier poblacho de la Nueva España le habría permitido ser olvidado por el cabildo y por sus ene-migos, que deben haber sido los dignatarios eclesiásticos “gachupi-nes”, aunque entre ellos tuviera amigos como el obispo fray Antonio de San Miguel y el licenciado Manuel Abad y Queipo. Continuar su vida de propagandista y educador político de sus feligreses, utilizando métodos nuevos, era el otro camino que podría seguir, aunque éste lo conduciría inevitablemente a la cárcel, al destierro o a la muerte.

Los tiempos no eran muy favorables. Las persecuciones contra los enemigos del régimen colonial, que no habían pasado a la acción revolu-cionaria y popular, llenaban de temor a los funcionarios del Virreinato. Una conspiración como la encabezada por el encargado de cuidar el

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mercado del Volador en la ciudad de México, Pedro Portilla, fue pruden-temente silenciada, para no aumentar la enemistad creciente e inconte-nible de los criollos contra los “gachupines”.1

Opta entonces Hidalgo por un camino intermedio, que mientras se presenta la ocasión, lo haría menos vulnerable a los ataques de sus ad-versarios, que no deben mirarse como enemigos personales, sino como opuestos a lo que, sin proponérselo, representaba ya el cura: las ideas de independencia nacional y de libertad para los hijos del Virreinato de la Nueva España.

En Dolores el cura (que jamás habría podido olvidar la labor de don Vasco de Quiroga, la cual le sería tanto más familiar cuanto que una de las obras levantadas por aquel hombre insigne: el Hospital de Santa Fe, en la Intendencia de México, subsistía cuando Hidalgo era rector del Colegio de San Nicolás) inicia una actividad no acostumbra-da, pero que más tarde se considerará como tarea fundamental de los sacerdotes y curas católicos. Hidalgo es el precursor, en cierto modo, del catolicismo social en México, que difiere de la caridad cristiana de San Vicente Ferrer y de San Vicente de Paul; pero que la Iglesia católi-ca adopta, posteriormente, como tarea urgente de Acción Católica. El papa León XIII en su encíclica Graves de Comuni del 18 de enero de 1901, hace justicia a la actividad iniciada por el cura de Dolores, cuan-do señala el camino de las obras sociales a los católicos. Pío XI, en su encíclica Firmissiman Constantiam, se refiere a las llamadas

obras sociales… en cuanto son medio para ganar a la muchedumbre, pues muchas veces no se llega a las almas sino a través del alivio de las miserias corporales y de las necesidades del orden económico por lo Nos mismo, dice el Papa, así como nuestro Predecesor de santa memoria León XIII, las hemos recomendado.

Hidalgo se dedica plenamente a desarrollar la acción social católica, según hemos dicho, después de haber ido a Valladolid para tratar la con-

1 La palabra gachupín la usamos aquí en el mismo sentido que los criollos y el pueblo de Nueva España la usaron. No tiene la connotación genérica de designar a los españoles, ni menos a los que actualmente viven en México, cualquiera que sea la opinión política que sustenten.

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

clusión del pleito eterno que se le seguía por las cuentas de la tesorería del colegio y de haber sufrido la pena de la muerte de su gran protector y amigo, el ilustre obispo fray Antonio de San Miguel, sin perder el con-tacto con cuantos aspiran, subrepticiamente, a obtener la independen-cia de Nueva España.

Regala la casa que heredara de su hermano José Joaquín al ayun-tamiento del pueblo, porque esta corporación carece de un local ade-cuado; establece la alfarería de que todo el mundo habla y enseña a los indígenas los rudimentos de esta industria artesanal; planta 80 moreras en el terreno que ha comprado a la orilla del río y las riega con la noria que construye para tal fin, tomando el agua del propio río; más tarde inicia la cría de los gusanos de seda, y manda traer de La Habana colmenares para propagar la apicultura y también planta y propaga millares de vides en las huertas del pueblo.

Por las noches, dice Castillo Ledón, reúne a sus obreros en su hogar y les da lecciones orales sobre todas aquellas industrias, a fin de que después y bajo su dirección las lleven a la práctica. De esta manera el adelanto no tarda en ser visible. De la elaboración de simples cacharros de barro para cocinar y de ladrillos, llega a fabricarse en la alfarería, loza talaverana de bellos coloridos y decorados; la curtiduría y talabartería producen desde pieles bien beneficiadas hasta artefactos de cuero de los más primorosos; de la carpintería salen buenos muebles; la herrería, en ensayos de fundición, acuña monedas de cobre que sirven para facilitar el cambio; en el telar se tejen telas de lana de óptima clase y telas de seda de las que Hidalgo pudo vestir una sotana y magníficas túnicas sus hermanas; el rendimiento de la cera en los colmenares basta para la elaboración de las velas que se consumen en el culto divino y en el gasto doméstico de la población; de los viñedos en fin, se obtiene rica uva de la que se logra elaborar delicioso vino.

Si la producción artesanal que Hidalgo promueve en su parroquia careciera de fines sociales no merecería mayor atención. Sin embar-go, da a crédito artículos producidos en los talleres a los arrieros y comerciantes pobres, a los “huacaleros”, que los llevan a vender muy lejos, especialmente en las ferias clásicas de los pueblos del Bajío.

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Al proponerse ensanchar aquellos negocios encuentra una experien-cia más, que lo confirma en sus opiniones adversas al régimen colonial: el virrey niega protección a la obra de Hidalgo, quien sin embargo no se desalienta, porque esperaría la negativa como un acto lógico del monopo-lio que el gobierno ejerce sobre las colonias.

No prospera el cultivo de la vid y del olivo por la prohibición existente y, en cuanto a la protección para las otras industrias, el rey la concede, pero el virrey no la despacha.

Era tan importante, desde el punto de vista social, la obra de Hidalgo en su parroquia de Dolores, que se hace famoso en todo el Virreinato y muchos hablan de la nueva forma de sacerdocio y ministerio que el cura ha introducido. Alamán afirma que existió la suposición de que la con-ducta arbitraria del virrey, negando la protección solicitada, determinó su resolución para la independencia. Debe haber sido un factor, utilizado ante el pueblo para que objetivamente comprobara lo injusto del régimen vi-rreinal; pero es indudable que las causas de la conducta de Hidalgo fueron complejas y maduraron lentamente, en la medida que el pueblo elevaba su conciencia política y la percepción de sus necesidades materiales.

¡Quién sabe qué espíritu malvado metió en la cabeza de los dirigentes eclesiásticos la necesidad de condenar al cura Hidalgo, siguiendo el camino que iniciaron los hombres servidores del régimen español, cuya religiosi-dad era, solamente, un instrumento político, para mantener al pueblo en la sumisión! ¿Por qué no se tomó su labor parroquial como un modelo y por qué hoy mismo, cuando la iglesia pretende salir al paso al desarrollo material del mundo, no se invoca el ejemplo de tan esclarecido sacerdote? La actividad parroquial de Hidalgo tal vez pudiera compararse con la que muchos años después desplegaron algunos curas de aldea en Francia, y, seguramente que los tratadistas de la Acción Católica, si abandonaran su mentalidad colonial y vieran que el régimen del Virreinato no sólo era un estorbo sino una injusticia, Hidalgo no recibiría tantas injurias como recibe de quienes se dicen afectos y defensores de la iglesia católica.2

2 En ciertos círculos de personas que pertenecen a la religión católica se exaltan las virtudes de hombres como Iturbide, Miramón y Maximiliano para condenar a Hidalgo y a Juárez. En Toluca existía un centro de A.C.J.M. que llevaba el nombre de “Miguel Miramón”. Un joven de esa ciudad, prominente dirigente de Acción Católica, publicó recientemente un folleto en el cual, con el pretexto de defender a Iturbide, repite las consabidas acusaciones contra don Miguel Hidalgo y Costilla.

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

El presbítero doctor Pedro Velázquez H., autor de un libro que ha sido calificado por la prensa nacional de “punzante” sobre la miseria de México, confiesa que “en verdad, si nuestro pueblo, los trabaja-dores sobre todo, se alejan de la Iglesia…”; pero que no lo hacen espontáneamente sino por obra de los líderes anticristianos. Más que por obra de los líderes anticristianos, bastante bien conocidos en su gran mayoría, lo que aleja a los hombres de mentalidad nacional y patriótica de la Iglesia es el uso que de su autoridad y de sus prin-cipios hacen los que a sí mismos se dicen “católicos” e hijos fieles de la Iglesia. Más que los líderes anticristianos –quienes empujaron a Hidalgo y a otros de nuestros patricios a aparecer ante el pueblo como contrarios a la religión a la que pertenecieron y en la que, co-mo en el caso de nuestro héroe, vivieron y murieron–, son ellos los culpables de que los hombres liberales hayan caído en los extremos justiciables del jacobinismo.

Los tiempos son propicios para hacer un examen de nuestra histo-ria superando las limitaciones que la ciencia tenía en el siglo pasado. La independencia nacional, como otros movimientos sociales de Méxi-co, no tuvo propósitos religiosos ni fue determinado por pugnas ideoló-gicas. Es verdad que todo movimiento social tiene una ideología; pero ella no es otra cosa sino la interpretación de las causas que engendran el movimiento.

En los días de Hidalgo, el régimen de opresión colonial, quienes uti-lizaban la autoridad del clero sobre el pueblo para conservar la situación de privilegio de las clases feudales dominantes, eran los antipatriotas.3 Los colonialistas y las clases opulentas del Virreinato que, dando una li-mosna, pretendían que el clero amasara la rebeldía de las masas plebeyas. Son los “conservadores”, los “gachupines” y los mozos del predominio extranjero sobre México, los que utilizan a la iglesia como instrumen-to de sus intereses, por eso cuando esta institución se identificó con el retraso feudal, con la anemia de la agricultura latifundista y con la opresión sobre la gran mayoría del pueblo, los hombres que luchaban

3 Es oportuno recordar que los “realistas” se daban a sí mismos el nombre de patriotas, mientras llamaban traidores a la patria a los “insurgentes”.

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por los intereses materiales de las grandes masas populares tenían que aparecer como adversarios de la religión, cuando no eran sino adver-sarios del sistema social injusto.

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Una estrategia y una táctica

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La seGunda edad de la historia del sacerdocio católico colonial se carac-teriza por la vida plácida y tranquila en los magníficos conventos, por las prebendas y capellanías de monjas, por el florecimiento económico de los curatos, por el predominio político y las fiestas ostentosas, lle-nas de viandas y vino para después de las misas de tres ministros y, su consecuencia lógica, por el abuso y la relajación de las costumbres. No fue así en la primera época de la Conquista y de la primera población. España nos envió, dice Mariátegui, misioneros en quienes estaba vivo aún el fuego místico y el ímpetu militar de los cruzados.

En la segunda época del clero de Nueva España –según el duque de Linares, citado por Alamán–, el culto era ostentoso y “la piedad de los habitantes era ferviente y ellos proveían con largueza a la sustentación de los ministros del altar”.1 Por eso el sacerdocio era equiparado a la burocracia y al comercio por las gentes sencillas del Virreinato, en cuyos labios corría el refrán que antes mencionamos: iglesia o mar o casa real.

La insatisfacción de la gran mayoría del pueblo se excitaba con las predicaciones de bienaventuranza celestial, que se desearía más y con mayor ahínco en la medida que los ensueños procedieran de un corazón lleno de infinita amargura por la carencia de vestido, de comida y de descanso. La religión era un excitante para las multitudes del Virreina-to y aún los indios y castas que, por la despiadada explotación, habían perdido todo interés vital, encontraban hermosos y excitantes los actos de culto, en que había luces, perfumados aromas, copal, calor de apoyo, música celestial y descanso físico. La gran masa, india principalmente, debe haber soñado con un cielo parecido a la gran nave de una iglesia.

1 José Vasconcelos dice que el ingreso que proporcionaba el curato de Dolores era de mil pesos mensuales. El administrador de la mina La Valenciana ganaba $200.00 semanales. El administrador y minero de San Juan Bautista de Rayas ganaba $100.00 semanales. Los peones y los tenateros “ganaban lo que pueden hacer a seis reales o a un peso diario”. Como es sabido los peones de las haciendas nunca ganaron más de un real diario.

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Muchos sacerdotes educados en los estudios de la teología, lectores de obras místicas como las de San Juan de la Cruz, fray Luis de Granada, Santa Teresa de Jesús, Nieremberg y otros, condenados a veces por la In-quisición, también excitarían sus ánimos. El peligro de caer en las here-jías “iluministas”, “molinosistas” o “erasmistas” era constante; pero con esas lecturas avivaban su alma para emprender fervorosamente obras y actividades superiores a las limitaciones del puro interés personal. La lucha por la independencia, que abrió un nuevo camino y prometió una nueva aurora a los mejores espíritus, descubrió que donde había religio-sidad, es decir misticismo y encendida pasión por un ideal superior al plácido burocratismo, era en algunos criollos, mestizos e indios, entre los cuales la revolución nacional reclutó algunos de sus más audaces precursores y soldados.

Tal vez éste sea el hecho característico de los hombres que más tarde abandonaron sus ocupaciones para tomar otras tan antitéticas y disímbolas a primera vista, que no parecen tener ningún punto de contacto. El soldado sacerdote, el sacerdote rebelde y revolucionario, no era sino el heredero fiel del cruzado y del místico de la Edad Media. Hidalgo y muchos de sus compañeros eran la destrucción de la antino-mia que Miguel de Cervantes hallaba en el mundo de su época, en la que se pretendía que el hombre bueno y de calidad superior, el hidalgo pobre, luchara por la realización de quimeras y ensueños absurdos tan irrealizables que hacían reír a Sancho. Los héroes como Hidalgo su-peran la contradicción planteada en el Quijote porque luchan por las cosas que parecen propias de Sancho, materiales y tangibles, con el ardor ideal del caballero de La Mancha. Tal vez la definición de un hé-roe cívico como Miguel Hidalgo se encuentre en que toda su vida, toda su sangre, todo su ser, toda su inteligencia, todo su desinterés y toda su pasión estuvieron destinados para construir ya no un mundo en las nubes y una dicha en lugar imaginario, sino un mundo de alegría y de bienaventuranza para las criaturas perseguidas sobre la propia tierra que pisamos.

Pero volvamos a nuestro héroe, que en Dolores no vivía burocrá-ticamente su vida de párroco, sino que continuaba por rumbos nue-

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

vos, creando condiciones adecuadas para que al estallar la tormenta barriera el podrido régimen de la Colonia, que burlonamente se llama-ba “gachupinato”. ¿Qué podrían proponerse todos aquellos que como Miguel Hidalgo deseaban y luchaban para que se produjera en Nueva España un movimiento nacional que condujera al establecimiento de un régimen independiente para los mexicanos y que suprimiera la de-pendencia de la metrópoli española?

¿Con qué sectores de la población, con qué clases podrían contar aquellos en cuyas cabezas bullía, como una flama que los quemaba, el anhelo de terminar con la subordinación de la Nueva España a la metrópoli? ¿Qué métodos, qué formas podrían seguirse para alcanzar aquel ensueño, aquel ideal y aquella vaga aspiración a la independencia, cuyo nombre horrorizaría a los espíritus educados en la opresión y en la tiranía?

Desde que Hidalgo era estudiante, precisamente en los momentos en que se ordenaba de sacerdote en el norte de la Nueva España, se habían producido los acontecimientos más extraordinarios que en el siglo XVIII podían acaecer. El 9 de julio de 1778, un mes antes de que Hidalgo se ordenara de sacerdote y dos años después de procla-mación de independencia hecha por los Estados Unidos de Nortea-mérica, se suscribían los artículos de la Confederación y Perpetua Unión de los Estados de Nueva Hampshire, Massachusetts…2 que in-tegrarían los Estados Unidos de América. Más tarde estos estados se daban a sí mismos (por su propia decisión y la de sus pobladores, sin intervención de ningún ser extraterrenal, sin papa y sin rey) una constitución que simbólicamente, por primera vez en todos los siglos de la humanidad, daba al pueblo el tratamiento que en Europa estaba destinado a las grandezas. “Nos el pueblo de los Estados Unidos… formamos y sancionamos esta Constitución”.3

2 Los estados que firmaron la Constitución de los Estados Unidos de América fueron Hampshire, Massachusetts, Connecticut, Nueva York, Nueva Jersey, Pennsylvania, Delaware, Maryland, Virginia, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Georgia.3 Como Pereira lo ha hecho notar, no se debe pensar que en la palabra pueblo los fundadores de la democracia incluían a las clases bajas o, como decía Washington, “al populacho tumultuante de las grandes ciudades”, que “siempre es temible”. Alamán, Zavala, Mora, Allende, Iturbide e tutti quanti de ayer y de ahora censuraban a Hidalgo porque amaba al populacho al contrario de Washington.

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Un escritor norteamericano ha dicho:

Cuando el mundo civilizado se enteró de la noticia, aquel esfuerzo de unos hombres para construir al borde de un vasto continente despobla-do una república democrática que no existía todavía en ningún lugar de la tierra despertó el entusiasmo de los republicanos de toda Europa. Los americanos practicaban lo que era pura teoría para los europeos.

Un escalofrío de asombro debe haber estremecido al pueblo francés de cuyo seno irradiaban desde muchos años antes las teorías que pre-tendían romper la estructura feudal de Europa, pues no habían soñado siquiera que aquellos ensueños locos de todos los filósofos llamados “de la Ilustración” pudieran algún día, en alguna parte de la tierra, conver-tirse en realidad.

España, por las rivalidades de la Guerra de Sucesión, ayudó a los colonos ingleses insurrectos y así entraron en contacto los españoles con un movimiento nuevo que iniciaba realmente la era moderna de la historia. Sin proponérselo, aunque con los graves augurios de algunos de sus políticos destacados, España ayudó a cavar el sepulcro de su pro-pio dominio colonial.

Para quienes pudieran acusar a Hidalgo y a sus correligionarios de “afrancesados” o de portadores del virus de las ideas exóticas, que inte-rrumpieron, como dice el novel historiador Sánchez Navarro, la paz que por 300 años reinó en el Virreinato, se podría decir que los revoluciona-rios nacionalistas de América, de Nueva España y de todo el continente americano, fueron el principal auxiliar para que Europa desarrollara el comercio, la industria, las finanzas y el bienestar que en el siglo XIX dis-frutaron los pueblos de Inglaterra y Francia principalmente. Es Hidalgo, como fueron Washington, Bolívar y los otros libertadores de América, por la causa a la que sirvió, un hombre a quien no sólo su nación sino el mundo entero le es deudor porque puso su esfuerzo al servicio del pro-greso y de un nivel de vida superior, que pronto alcanzaron los países de Europa, por la apertura de nuevos mercados para sus manufacturas y por haber logrado acceso a las materias primas de que carecían.

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

4 “Yo me inclino a creer, dice Humboldt, que la Nueva España tenía entonces cerca de siete millones de habitantes. El número de indios en 1803 se calculaba en 3 676 281; las castas o razas mixtas 1 338 706. Los españoles europeos y los españoles criollos se calculaban juntos en apenas 1 097 928. El clero secular se calculaba en 4 229 personas y el regular en 3 112 más 2 099 monjas”.

Pocos años después de la independencia de los Estados Unidos de América, estalla en Francia la gran Revolución que quita el poder a las clases feudales y abre el paso a las clases industriales y al pequeño cam-pesino al que le permite ciertas libertades.

Las dos revoluciones, la de Norteamérica por la independencia na-cional y la de Francia por los derechos de las clases antifeudales y democráticas, fructifican en Nueva España y dan aliento a los teóricos que así encuentran una táctica y una estrategia, para usar términos militares, que los llevarán a realizar los vagos anhelos y las confusas aspiraciones que habían alimentado desde muchos años antes.

Nueva España estaba dividida grotescamente en su interior; esta división oficialmente se expresaba en una arbitraria y discriminatoria clasificación etnológica que no es necesario repetir. El hecho cierto es que los indios y las castas, como Humboldt lo atestigua, constituían la parte más importante de la población. Menos importancia numérica tenían los criollos, que no eran una clase social propiamente sino que agrupaban a hombres de muy diversas condiciones económicas. Los “gachupines”, en diversos grados de prosperidad dentro del régimen colonial, eran de todas maneras el sector minoritario y privilegiado. En los momentos anteriores a la proclamación de la independencia los intelectuales nacionalistas, ligados al pueblo, se encontraban en abun-dancia entre los clérigos regulares y seculares y entre los militares.4

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REn los preludios de la Independencia

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1 Puesto que hemos venido utilizando las palabras “clase social”, trataremos de explicar en qué sentido la usamos. Como es sabido la Revolución Francesa no hablaba de clases sociales, sino de individuos, y no proclamaba la libertad de las mismas clases, sino la libertad individual. Esto era oportuno porque se trataba de romper el monopolio gubernamental y de obtener igual trato e iguales oportunidades legales para todos los hombres. Para lograr este propósito se partía de la idea de que la sociedad está integrada por individuos que por el hecho de ser hombres tienen, por naturaleza, iguales posibilidades frente al mundo, frente a la vida y frente al Estado. Hoy todo el mundo admite que la sociedad no es un agregado de individuos, sino que está compuesta de agrupamientos económicos involuntarios, que entre sí tienen conflictos. Aquella parte de la sociedad que tiene los mismos intereses económicos, bien sea, propietaria o bien carezca de propiedad constituye una clase social.

Iban Madurando las condiciones sociales de Nueva España para que se produjera una insurrección y casi de una manera natural se iban for-jando los caudillos que de un momento a otro encabezarían un movi-miento que, a pesar de la paz aparente del Virreinato, caminaba en las entrañas ocultas de la nación como esos veneros silenciosos de aguas vivas que corren en la entraña de la tierra.

Hidalgo se había hecho querer de los indios en su vida parroquial, y le fue fácil lograrlo porque guardaba desde niño un gran amor, que se acrecentó hasta trocarse en un sentido caritativo como el que animó a los primeros misioneros. No sería temerario suponer que no una, sino muchas veces releería, con fruición llena de ternura, las Preven­ciones del arzobispo Lorenzana y, particularmente, aquellas emotivas palabras en que recomienda a los curas caridad para los indios: “ame mucho a los indios, dice, y tolere con paciencia sus impertinencias, considerando que su tilma nos cubre, su dolor nos mantiene y con su trabajo nos edifican iglesias y casas para vivir”.

España, mientras tanto, cuando las clases ilustradas del nuevo mundo1 sentían la urgencia de librarse del yugo de la metrópoli, se había debilita-do. La guerra con Inglaterra la había dejado exhausta; pero ahora, cuando Hidalgo tenía cuatro años de ser cura de Dolores, una nueva desgracia se abatía sobre ella: Napoleón Bonaparte, con ardides que no necesitamos reseñar aquí, comprometió a España en una guerra contra Portugal.

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Don Justo Sierra, describiendo estos hechos que tanta importancia tuvieron para la conducta posterior del Padre de la Patria, ha dicho:

creyendo que España consistía en una corte profundamente corrompida, en la familia real, en que las desavenencias entre el favorito Godoy y el príncipe de Asturias habían tomado las proporciones de una rebelión; en la ignorancia del pueblo, que la Inquisición había disputado a las ideas reformistas; en la miseria pública, que era espantosa; en la banca-rrota perenne del erario, que aumentaba de año en año por las centenas de millones en deficiente, dispuso de ella a su arbitrio.

España sin embargo no era eso y el pueblo entró en acción y contes-tó en Madrid con la insurrección del 2 de mayo, cuyos motivos ciertos fueron la defensa de la dignidad de la nación española, vejada y piso-teada por Napoleón Bonaparte, vejaciones y humillaciones a las que se prestaron todos los Grandes de España, que por boca del Duque del Infantado, el amigo más íntimo de Fenando VII, dijeron: “Señor, los grandes de España fueron siempre conocidos por su lealtad hacia sus soberanos y V. M. hallará en ellos la misma fidelidad y afección”.2

Se encontraba en los hechos que acaecían en España la chis-pa que los habitantes del Virreinato esperaban. Pronto entrarían en acción Hidalgo y los otros caudillos nacionales a fin de destruir para siempre el dominio español, retrasado y cerril ejercido sobre todos los pueblos de la América española.

Omitiremos, por razones obvias, los detalles bien conocidos de la representación que hizo el ayuntamiento de la ciudad de México al vi-rrey Iturrigaray, para que, desconociendo las renuncias arrancadas por la violencia a la familia real, se declarara que recibía la soberanía del rey en los tribunales superiores y en los cuerpos que llevaban la voz públi-ca, “quienes la conservarían para devolverla al legítimo sucesor cuando se hallase libre de la fuerza extranjera y apto para ejercerla”.

Por importante que consideremos el proyecto de fray Melchor de Ta-lamantes para convocar a una reunión de la que nacería la independen-

2 Marx, La revolución española, p. 91.

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

cia, con la esperanza en el corazón de Iturrigaray de ser declarado primer rey de la nueva nación, dejaremos de reseñarlo. Como faltaba el elemento popular en todas las maniobras a cuyo frente estaba voluntaria o involun-tariamente el propio virrey, cualesquiera que hayan sido las intenciones de quienes promovían la reunión de una junta de todas las autoridades de la capital del Virreinato de Nueva España, estaban destinadas a fra-casar como fracasaron. Alamán cuenta que en la junta que tuvieron el ayuntamiento de México, la audiencia y el virrey, se notaban tres corrien-tes políticas que provenían de los diversos intereses de quienes tomaban parte en ella. Los españoles europeos, “gachupines” representados por la audiencia, se inclinaban a reconocer como autoridad suprema para todo el reino español a la Junta de Sevilla; los criollos representados por el ayuntamiento ponían tales condiciones que era imposible reconocer a ninguna de las juntas o gobierno de la metrópoli, mientras no saliesen del poder de Napoleón los príncipes de la rama de España, cosa que era muy poco probable. Iturrigaray buscaba asegurarse el mando total del Virreinato con el título de lugarteniente del reino. Los europeos supusie-ron a Iturrigaray en acuerdo con los miembros del ayuntamiento y desde entonces no pensaron sino asegurar la obediencia de la Nueva España a cualquier gobierno que existiese en la metrópoli y que gobernara en nombre de Fernando VII.3

Necesariamente Hidalgo estaba enterado de todos los alborotos que había en la capital de la república, pues hasta Guanajuato trascendieron por la conducta del intendente Riaño, amigo íntimo de nuestro héroe, que suspendió la publicación del acta de la junta de las autoridades de la capital de la república, por el mal efecto que pudiera producir. En Pue-bla los indios, desde que supieron que no había rey, según el conde de la Cadena, se habían negado a pagar el tributo y si se publicaba el acta de la junta podrían aumentarse las inquietudes de los indígenas. Una anar-quía total invadió la Nueva España, pues todos los cuerpos que repre-sentaban a la autoridad española entraron en conflicto, aumentándose la confusión cuando el Tribunal de la Inquisición declaró por edicto del

3 Alamán, Op. cit., t. I, p. 162.

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27 de agosto de 1808 “heréticas y condenadas por la Iglesia, las especies que se iban difundiendo y que se habían manifestado en la junta sobre soberanía del pueblo”. Los acontecimientos que siguieron después del mes de agosto de 1808 en la capital del Virreinato infundieron temor a los españoles europeos representados por la audiencia respecto a que Iturrigaray, con o sin la complicidad del ayuntamiento, se declarara in-dependiente de la metrópoli, aprovechando la confusión que reinaba, por lo que decidieron dar el golpe de mano que concluyó con la prisión del virrey y la exaltación del anciano don Pedro Garibay.

Otra vez, a pesar de que el tribunal de la Inquisición consideraba una herejía que se hablara de la soberanía del pueblo, la proclama publicada el 16 de septiembre de 1808 decía que “el pueblo se había apoderado de la persona del señor virrey”. Los licenciados Azcárate y Verdad fueron llevados a la cárcel. Fray Melchor de Talamantes, que recomendaba no se diera parte al pueblo en todas las maniobras que se efectuaran para convocar a una junta de representantes del Virreinato, a fin de evitar los excesos de la Revolución Francesa, también fue encarcelado.

Nos hemos detenido en señalar los detalles abultados de esta épo-ca que no fue muy prolongada, porque contienen datos que todos los historiadores consideran como la base de los acontecimientos que cul-minaron en el pueblo de Dolores. En el plan del ayuntamiento y del virrey se excluía a los indios, al populacho y a la plebe y, como afirma el propio don Lucas Alamán,

no falta quien piense que si la Independencia se hubiera hecho por Iturrigaray o por el Congreso que él había convocado hubiera podido consolidarse mejor y se hubieran evitado todos los males que se han se-guido, porque entonces se habría efectuado por toda la gente respetable reunida, teniendo al frente al mismo que ejercía autoridad suprema, y antes que las Cortes de Cádiz hubieran esparcido con la Constitución del año de 1812 la semilla de la anarquía que ha producido tan copiosa y funesta cosecha.

El destino de las clases aristocráticas no revolucionarias es el de no poder detener con sus vacilaciones el avance del pueblo que a la

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

manera de un río o de un torrente desbordado marcha destruyendo cuanto le estorba.

Dos años después de los acontecimientos en que las clases altas del Virreinato de Nueva España pretendieron obtener la independencia por medios “asépticos”, el pueblo habló desde la parroquia de Dolores si-guiendo la voz de un hombre que, formado por el estudio, a pesar de ser ya anciano no rehuyó las dificultades que sin duda representaría ponerse al frente de las amplias masas de indios de castas y de criollos de mediana fortuna o sin ella. ¡La tormenta había llegado!

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El grito de la Independencia

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1 Carlos Marx, La revolución española, s. p.

Puede decirse ya, sin escándalo de nadie, que las clases gobernantes de España habían demostrado ante el pueblo de las colonias que no mere-cían ni podían tener ningún poder. Los grandes del reino descendieron tan bajo que jamás como en la guerra de independencia española, pro-longada desde 1808 a 1814, se había tenido una prueba tan palpable de cuán indignos eran de gobernar al pueblo español, que tantas veces de-mostró una gran personalidad y un celo muy elevado por sus libertades nacionales. Cuando el 27 de octubre, dice Carlos Marx, el venal favorito de Carlos IV y bien amado de la reina, don Manuel Godoy, príncipe de la Paz, firmaba en Fontainebleau un pacto con Bonaparte para el repar-to de Portugal y para la ocupación de España por las tropas francesas; el pueblo de Madrid, irritado, se levantó contra el grotesco personaje, dando como resultado la abdicación de Carlos IV y el advenimiento de Fernando VII.1

Siempre que el pueblo español comenzaba sus acciones valiosas lo hacía con revueltas; pero jamás hubo levantamientos que hicieran cambiar la faz de la nación. Tal hecho se debió, al menos en los días de la lucha contra Napoleón, a la desunión de todas las facciones que se unían transitoriamente sólo cuando toda la patria estaba en peligro. Por otra parte en la guerra contra Napoleón la minoría revoluciona-ria menos inconsecuente, para excitar el patriotismo del pueblo, no reparó en apelar a los prejuicios nacionales de la antigua fe popular, táctica que tenía que ser funesta e impediría siempre la regeneración política y social de España. ¿Con qué derecho España podría gobernar a los mexicanos si eran incapaces sus clases dirigentes de sostener el impulso revolucionario del pueblo peninsular y si, hasta las mino-

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2 Fácil es advertir que Hidalgo, cuando empuñaba los símbolos religiosos e invocaba el nombre de Fernando VII, no cedía un ápice en las reivindicaciones populares. Lo contrario hacían los nacionalistas españoles. En nombre de la fe antigua y de los prejuicios nacionales sacrificaban los intereses del pueblo.3 Las memorias de Aaron Burr (en las pp. 381-382) hablan de la participación que el clero de México debería tomar en el movimiento que éste acaudillaría contra España. El obispo de Nueva Orleans y la superiora de las monjas ursulinas de la misma ciudad eran los intermediarios, según Daniel Clark. Walter Flavius Mc Caleb en The Aaron Burr Conspiracy (p. 64) reproduce un informe de cierto intendente Morales, en el cual se dice que en el complot había muchos eclesiásticos comprometidos.4 En el curso de la obra hemos hablado de las condiciones de miseria en que el pueblo vivía. Actualmente esto es notorio por las investigaciones que se han hecho; pero nos bastaría el estudio del memorial que en 1799 redactó el obispo efecto de Michoacán, doctor Abad y Queipo, para que apareciera patente el envilecimiento en que se encontraban los indios y los grandes sufrimientos que soportaban a causa de un régimen dentro del cual, como una paradoja, legalmente eran “privilegiados”.

rías progresistas más consecuentes no sabían conducirlo llevándolo, en cambio, a perder su ímpetu bajo los intereses de los conservado-res que se cubrían con los prejuicios y sentimientos populares a fin de evitar que las acciones revolucionarias llegaran hasta el fin?2

Nada había que a los hombres cultos y nacionalistas de la Nueva España los persuadiera de que era conveniente tener un jefe español, así se tratara de Fernando VII, transitoriamente aclamado por la plebe y por quienes deseaban impedir la independencia de las colonias. La indiferencia con que Hidalgo y los que se insurreccionaron en 1810 vie-ron los acontecimientos relativos a Iturrigaray tenía su origen en el me-nosprecio para la persona de Fernando VII cuyo nombre, al principio, invocarían únicamente para cubrir las apariencias ante las capas atra-sadas y el populacho. En cambio Miguel Hidalgo sí se mostraba preo-cupado de los informes que venían no sólo sobre España, sino sobre otros lugares como La Guayra en Venezuela; sobre los propósitos del aventurero conde D’Alvimar y sobre la intención de los Estados Unidos de Norteamérica manifestada a través de Aarón Burr, cuyas actividades es fácil suponer que le eran conocidas.3

Ya se acercaba la hora de tomar una decisión, porque hasta las capas más envilecidas del Virreinato4 estaban al tanto de lo que pasaba en Es-paña como lo hemos dicho en el capítulo anterior al hablar de la actitud de los indios de Puebla. Si antes habló Hidalgo con Abad y Queipo sobre el futuro del país y de la América, entre 1808 y 1810 trabó amistad con el gallardo oficial Ignacio Allende, al que animaban sentimientos seme-jantes a los suyos, si bien en el curso de los días de la guerra de Indepen-dencia Allende se mostró más limitado y menos consecuente.

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Hidalgo, por su constante actividad política, no por sus faltas al vo-to de castidad,5 estuvo siempre bajo la vigilancia de la Inquisición aun-que no tuviera, como otros, la desgracia de que sobre él cayeran antes de 1810 aquellos golpes brutales que solían destruir a los hombres. El 22 de julio de 1807 fue acusado de verter en Taximaroa especies heré-ticas y escandalosas, según lo había declarado fray Manuel Estrada, de quien hicimos mención; pero ahora es el espía de la Inquisición, el presbítero Manuel Castil Blanco quien acusa. El 4 de mayo de 1808, doña Manuela Herrera, casada, de 41 años de edad, acusa a Hidalgo de haber vivido con ella en amasiato, a pesar de lo cual se dice que es una mujer “de buena nota, que frecuenta los santos sacramentos”. Añade la acusadora que Hidalgo, entre otras cosas, había negado la di-vinidad de Jesucristo y que no había infierno ni diablos “invitándola a un comercio de lo más asqueroso”. Fray Diego Miguel Bringas lo acusa de poseer libros cuya lectura está prohibida; pero seguramente todas las acusaciones son inventos o exageraciones, particularmente en lo que se refiere a sus proposiciones heréticas, porque la Inquisición no obstante los deseos que tiene de atraparlo no encuentra base para proceder en su contra.

Tal vez la vigilancia que sobre Hidalgo ejercía la Inquisición le impidió tomar parte personalmente en la conspiración tramada en Valladolid por don José María de Michelena, el capitán José García Obeso, fray Vicente de Santa María, el cura de Huango don Manuel Ruiz de Chávez, el propio administrador de la hacienda de Jaripeo, don Luis G. Correa, y otros muchos,6 conspiración en la que Allen-de, entonces en Villa de San Miguel, al capitán Abasolo en Dolores y otros tenían una parte muy importante. Según se dijo el golpe para la insurrección estaba preparado para el 21 de diciembre de 1809. Un año antes había conocido Hidalgo personalmente al capitán Allende, de cuyo entusiasmo por la independencia nacional ya hemos hablado.

5 Sólo incidentalmente se menciona una de sus faltas; pero la testigo Manuela Herrera más parece una mujer ligera y mentirosa que una verdadera “amiga” del cura. Nadie le daba importancia a que fuera padre de varios hijos. 6 Los conspiradores, aparte de los mencionados, eran los militares Manuel Nuñíz, Ruperto Mier y el subdelegado de Pátzcuaro.

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7 Como es sabido, y lo decimos para que se recuerde, el corregidor Domínguez era partidario de la independencia.

No hace falta ponderar la actividad que desplegó el cura Hidalgo en todo el Bajío para reclutar adictos a la causa de la independencia y no es necesario decir que la situación era más propicia que nunca. El inte-ligente Abad y Queipo, recién nombrado obispo electo de Valladolid, el 30 de mayo de 1810, se dirigía a la regencia de España haciéndole una representación, que es el documento más notable procedente de un español europeo sobre las condiciones sociales del Virreinato. “Nues-tras posesiones de América y especialmente esta Nueva España están muy dispuestas a una insurrección general, si la sabiduría de V. M. no lo previene”. Así dice el electo de Valladolid.

Abad y Queipo confiesa que el odio contra los españoles europeos es general no sólo entre los españoles americanos, sino también entre los indios y las castas, que se “hallan en estado abyecto y miserable, sin costumbres ni moral”, aunque constituyen las ocho décimas partes de la población. Finalmente, para evitar prolijidades, que por otra parte se pueden fácilmente encontrar en las autorizadas biografías del Padre de la Patria, utilizaremos el resumen que hace Lorenzo de Zavala de los acontecimientos de estos días.

El cura del pueblo de Dolores D. Miguel Hidalgo y Costilla, concibió la vasta y atrevida empresa de ponerse a la cabeza de una revolución cuyas consecuencias él mismo no podía conocer. Había invitado a va-rias personas y estaba de acuerdo con el Coronel (sic) y otros pocos hombres de importancia, era imposible que pudiese ocultarse (sic) una trama de tanta trascendencia a la vigilancia del gobierno.

El corregidor7 de Querétaro, don José Domínguez, tuvo órdenes de la audiencia para proceder inmediatamente a la aprehensión de los referidos y formarles causa. Mientras el corregidor extendía sus órde-nes, practicaba diligencias, aparentemente minuciosas, su esposa, do-ña Josefa Ortiz de Domínguez, como se sabe, dio aviso a Hidalgo del descubrimiento de aquella conspiración que, por otra parte, había sido preparada con gran actividad y gran copia de comprometidos y conju-rados. Se dio el grito de Independencia la noche del 15 de septiembre,

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8 El relato lo hemos tomado de la obra del doctor De la Fuente que utiliza el documento original del general García, testigo presencial.

como afirma Zavala o, como se cree generalmente, en la madrugada del 16 de septiembre de 1810.

Como todo gran acontecimiento histórico, aquel acto sencillo y gran-dioso en su proyección (que ha sido llamado el Grito de Dolores) tuvo tes-tigos de mínima significación en la escala social de entonces. Un cochero, Mateo Ochoa, y el artesano Pedro Sotelo fueron los encargados de llamar a las personas comprometidas que a mano estuvieran “y poco después se encontraban reunidos en el despacho de Hidalgo, éste, su hermano don Mariano, Santos Villa, José Ramón Herrera, José Gabriel Gutiérrez, su vi-cario, Pbro. don Mariano Balleza, Allende y Aldama”. Cuando los asis-tentes se enteraron de la situación pretendían todos proponer el mejor partido para salir de aquel grave embarazo. Hidalgo interrumpió la dis-cusión exclamando con energía:

Señores no nos queda otro remedio que ir a coger gachupines: vamos Balleza: en este momento, sin perder tiempo, me vas a aprehender al eclesiástico gachupín [se refería a don Francisco Bustamante, sacristán mayor]. Tú Maria-no, a los comerciantes europeos. Aldama a lo mismo. Santos Villa a la misma comisión. Todos a la cárcel sin tocarles sus intereses.

A quien le hacía ver que el golpe activaría las providencias del gobierno y nada había prevenido Hidalgo replicó: “así discurren los niños, que nunca miden las circunstancias de una situación, ni cal-culan que las pequeñeces insignificantes teniendo tacto para unirlas forman un todo vigoroso y respetable”. Repitió en voz alta, “contra los gachupines, mañana todo eso sobra. Al negocio; sin perder momento. El miedo a la faltriquera”.8

Vivo el relato anterior y lleno de enseñanzas para quienes en la vida de la patria, y en la lucha diaria por hacer de nuestra nación un empo-rio de dicha, se acobardan porque carecen de fe en el pueblo y pierden la cabeza, sin saber unir las cosas pequeñas, con las cuales se forman, como ha dicho Hidalgo, un todo vigoroso.

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Asombra la confianza que tenía en el pueblo y la fe en las fuerzas de que disponía, aparentemente pequeñas y es ahí donde se mide la gran estatura del Padre de la Patria. “Mañana todo nos sobra”.

Zavala, con emoción, ha dicho:

Cuando el cura Hidalgo proclamó en septiembre de 1810 una revolución, el pueblo mexicano ignoraba enteramente el objeto y tendencias de este movimiento tumultuario. Viva la América y viva la Virgen de Guadalupe, fue el grito dado en el pueblo de Dolores y diez mil indios mal armados y medio desnudos, agrupados alrededor de sus corifeos, obraban por un sen-timiento desconocido y corrían a destruir a sus opresores

¡Tenía razón el padre Hidalgo, pronto sobraría todo!El pequeño grupo, casi simbólico, en la madrugada del 16 de septiem-

bre de 1810 asistía con cierta incredulidad y asombro a la trans-formación no sólo de la vida del párroco, aparentemente alegre y despreocupado, sino a la transformación de su propia vida. Allí esta-ba representada toda la nación mexicana, estaban los artesanos, los militares, los clérigos, los labradores y los indios; había dos serenos, cinco músicos, tres capellanes, cuatro correos, un herrero y 31 sol-dados de la compañía de Mariano Abasolo que en la madrugada se presentaron para formar el pie veterano de aquellos extraños revolu-cionarios más parecidos a una turba de ilusos; pero a los que pronto se incorporarían las grandes masas de la población pobre y desvalida de todo el Virreinato.9

Así nació el movimiento más importante de la América Latina, que no merece el reproche que Zavala, pedante y superficial, le hace. Cier-tamente la batalla de Guanajuato, que muy pronto daría a Hidalgo con sus huestes, no se puede comparar con la de Lexington; pero nadie debe engañarse porque en apariencia sólo proclamara la religión y los derechos de Fernando VII. Es mentira que estos dos principios fueran el contenido de la revolución de Independencia, como se pretende hacer

9 El padre Cuevas, al que tendremos ocasión de referirnos en nota posterior y oportuna, defiende al cura Hidalgo de la acusación que se le ha hecho por los católicos de ser el padre del liberalismo impío y masónico (Historia de la Iglesia en México, t. V, p. 60).

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creer por los jacobinos del siglo pasado para denostar a los caudillos mexicanos y presentarlos como muy inferiores a los caudillos de Nor-teamérica: Washington, Franklin, Jefferson, Montgomery y otros.

La revolución de Independencia en México, ha dicho un sociólogo actual, proclamó los mismos principios que la revolución democrática y burguesa de Europa; pero fue más avanzada que ella, porque estableció los principios de justicia social que no se postularon en Europa y que fueron ignorados totalmente en América Latina. En México (también en las llamadas guerras religiosas ha dicho Engels, en el siglo XVI) no

se trataba sobre todo de intereses materiales y de clase muy positi-vos y estas guerras fueron luchas de clases lo mismo que más tarde los conflictos interiores de Inglaterra y Francia. El hecho de que estas luchas de clase se realizaran bajo el signo religioso, que los intereses, necesidades y reivindicaciones de las diferentes clases se escondieran bajo la manta religiosa, no cambia en nada sus fundamentos y se explica fácilmente teniendo en cuenta las circunstancias de la época.

Si partimos del hecho de que una nación es una comunidad estable e históricamente formada de idioma, de territorio, de vida económica y de hábitos psicológicos reflejados en la comunidad de cultura, tendre-mos que un aglutinante importante era el factor religioso. Las grandes masas de peones, siervos e indios en estado de semibarbarie, pero en agonía constante por el hambre y la miseria, apenas empezaban a percibir que el mundo había crecido y que este crecimiento y despertar se presentaba como un progreso cuando ya no tenían que obedecer a muchos amos sino a uno solo. De esta manera el grito de religión y los vivas a Fernando VII eran una concesión a las grandes masas atrasadas y plebeyas que, por otra parte, ansiaban un mejoramiento que Hidalgo precisó en el curso de la lucha, pero que había anunciado en sus pre-venciones Abad y Queipo, que serían indudablemente motivo de las íntimas reflexiones de Hidalgo. La tierra para los indios, la supresión de los tributos y de toda esa extracción que a ellos se les exija.

En el relato que nos ha conservado la historia del operario Pedro Sotelo, huérfano criado en el curato de Dolores, se precisa que el

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pensamiento del caudillo de la independencia era: “Libertad del yugo extranjero; libertad de palabra y reivindicación de los frutos de nuestro suelo”. “Pero para todo esto es necesario que nos unamos to-dos y nos aprestemos con toda voluntad”.

Desde la primera hora se supo de los labios de Hidalgo cuáles eran los fines de aquella lucha que se inició en Dolores la madrugada del 16 de septiembre y cuáles la estrategia y la táctica a seguir. Unión de to-dos para conquistar la libertad y la independencia. Por eso “ir a coger gachupines” y “muerte al mal gobierno” eran expresiones accesibles al pueblo que contenían todo el programa social al que habían aspirado los habitantes de la Nueva España. No era una guerra de religión, que ja-más estuvo en peligro, sino una guerra por la independencia, la tierra, el buen gobierno y la libertad.

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RDel pueblo de Dolores a Guanajuato

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1 Como hemos repetido frecuentemente el concepto de nación e independencia, es bueno declarar que tal cosa responde a un hecho: los nativos de la Nueva España anhelaban la liquidación de aquella fragmentación en que vivía la población del Virreinato, por las trabas del comercio, que les impedían vestir y alimentarse con menos estrechez. El deseo generalizado de tener tierra en aquellos que se dedicaban a la agricultura y de contar con un mercado donde adquirieran lo que necesitaban para vivir produjo la unión espontánea de todos los que se sumaron al movimiento de los insurgentes, que se ocultó en el ropaje de los clérigos, comerciantes e intelectuales radicales. La aspiración de tener una nación independiente era el deseo inmediato en unos de tener tierra, en otros de poder comprar y vender y en los demás de poder disponer del aparato burocrático en su favor. La tarea de formar una nación independiente y de consolidar la independencia caracterizan las luchas de los mexicanos.

Había sonado, Por fin, la hora de que un pueblo y una nación se pusie-ran en marcha. La llama se extendió, como Hidalgo lo había previsto, por todo el país, demostrando así que a pesar de la opresión de varios siglos se había desarrollado un pueblo y que ahora reclamaba sus dere-chos a figurar en el concierto de las naciones independientes.1

Ahora se sumarían a la lucha todos los pueblos de indios que por siglos, sin perder un solo instante la fe, iban y venían ante la audien-cia a reclamar sus tierras iniciando pleitos que duraban años y años, en los cuales siempre o casi siempre eran vencidos por los españoles europeos y también por los criollos. Se juntarían a la lucha los ran-cheros seguidos de sus sirvientes, los clérigos postergados y los letra-dos ofendidos por el privilegio de los funcionarios del Virreinato que llegaban por la mar salobre, faltos de salud y pobres de dinero como había dicho, muchos años antes, el poeta novohispano Francisco de Terrazas. Se unirían los militares que compartían las ideas liberales de fraternidad, libertad e igualdad traídas, subrepticiamente, por las logias masónicas; se unirían también las mujeres que anhelaban la libertad para los seres amados, hijos, esposos o padres. El campo se habría de despejar; de una parte quedarían los defensores de los privi-legios y de la opresión colonial, y de la otra, los patriotas verdaderos. La lucha sería por cuestiones terrenales y no por problemas religiosos puesto que de uno y otro bando, del lado de los gachupines y criollos

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agachupinados como del lado de los insurgentes, todos o la gran ma-yoría eran católicos.

El movimiento que, proyectado originalmente para octubre o di-ciembre de 1810, hubo de estallar, por haber sido descubiertos los promotores, el 16 de septiembre, tenía una gran diferencia con aquel otro encabezado por Azcárate, Verdad y Talamantes. La diferencia consistía en que Hidalgo, el caudillo y principal motor, no tenía sino que buscaba el apoyo de las masas populares, en su mayor parte indí-genas sin tierra o peones de los ranchos y haciendas.

Conviene fijar algunas cuestiones que nos ayudarán a comprender la importancia de la conducta del párroco de Dolores, que a partir de aquel momento recibió como jamás se había escuchado en ninguna parte del mundo un mar de maldiciones, anatemas e insultos tan pro-caces que deberían causar vergüenza a quienes hoy pretenden contra-poner a la gloriosa figura de Hidalgo la vida de Agustín de Iturbide.

En primer lugar Hidalgo no se levantaba como un hereje, adversa-rio de la Iglesia católica, que pretendiera imponer un dogma nuevo o destruir el existente. Quería, como lo expresó durante su vida y en sus escritos, el establecimiento de una nación independiente de España, porque esto no sólo era justo sino necesario, no desde un punto de vista doctrinario, sino desde el punto de vista de las tareas materiales que al hombre se le planteaban con el desarrollo del capitalismo en Inglaterra, en Francia y en Norteamérica principalmente. Durante si-glos, España, a causa de la gran cantidad de oro y plata que recibía de sus colonias, principalmente de México, se había estancado y subsistía con un régimen de burocracia feudal, tiránico, fincado, en cuanto a la metrópoli en el dominio señorial de las tierras de la misma península y en la explotación de las masas indias del Nuevo Continente a las que pretendía contentar y satisfacer con leyes que jamás se cumplieron. Un investigador norteamericano ha dicho con razón que las Leyes de Indias eran el más sangriento sofisma del sistema virreinal. Benjamín Franklin, describiendo el atraso de España, en forma breve, decía: “las Indias no enriquecieron a España porque sus salidas eran mayores que sus ingresos”.

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El lujo de los nobles y grandes del reino, la ostentación de los altos dignatarios del clero y de la burocracia se compraban con el oro y la plata de Nueva España y de las otras colonias. Nunca la riqueza espa-ñola se empleó en el desarrollo industrial de la península o de sus co-lonias, que permanecieron estancadas y retrasadas mientras los países vecinos progresaban.

Un fraile, de nombre fray Diego Miguel Bringas, en sermón pronun-ciado el 13 de junio de 1812 en Toluca, tratando de ocultar el sol con un dedo y negar las causas que hicieron inevitable la revolución de In-dependencia decía:

sabía Hidalgo, Allende y todos los demás primeros jefes de la insurrec-ción, que la España tenía un derecho inconcuso en las Américas; que las conquistó, que las ha conservado, que las ha ennoblecido con las artes y las ciencias, que las ha felicitado (sic) con la introducción de la religión católica, en toda su pureza, que las ha gobernado casi trescien-tos años, con las leyes más sabias y justas, que las ha elevado al último grado de felicidad y el honor, declarándolas parte integrante de la mo-narquía, y que, finalmente escogiendo entre sus hijos los más idóneos trataba, como lo ha verificado, de partir con ellos la autoridad suprema del gobierno.

Los dislates que se decían desde todos los púlpitos por orden del virrey en contra de Miguel Hidalgo y sus compañeros están resumidos en el sermón del padre Bringas, que hemos venido citando y que en-tre otras afirmaciones dijo: “que para conquistar este país y despojar de él a los gentiles tenían unas razones muy semejantes, cuando no idénticas, con las que el Supremo dueño del Universo despojó a los ca-naneos, a los jebuseos, amorreos y demás paganos a la Palestina, de la tierra prometida, para darla por herencia a un pueblo escogido”. Bajo esta sarta de necedades repetidas por ciertos malos mexicanos todavía en los últimos años, se pretendía inculpar a Hidalgo y a quie-nes el 16 de septiembre de 1810 iniciaron la revolución de Indepen-dencia, de estar en contra de Dios, que era el que había escogido al pueblo español para que despojara a los mexicanos de sus tierras.

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Los hombres de religión que pretenden defender sus intereses te-rrenales se hacen culpables de que el pueblo se levante airado contra el clero y sus aliados, pues utilizan sentimientos, teóricamente extra terrenales y divinos para despojar y oprimir. De aquí nació el necio afán de hacer aparecer a Hidalgo, al proclamar la independencia, co-mo adversario de Dios y de la religión, como hereje relapso digno de la horca y del cadalso.2

Hidalgo contestaba a quienes se parapetaban detrás de la religión para mantener a América sometida, sin libertad y en desdicha, empu-ñando como estandarte de sus luchas los símbolos religiosos tradicio-nales. Por eso toma en Atotonilco la imagen de la Virgen de Guadalupe y marcha a su antigua parroquia de San Felipe donde explica al guardián del convento de San Francisco que había puesto en entredicho a las iglesias: “No debe haber el más mínimo recelo porque la causa que de-fendemos es la de la religión y por ella hemos de derramar hasta la última gota de sangre”.3 Más tarde, contestando el edicto que la Inquisición de México lanzó el 13 de octubre de 1810, pide al pueblo que abra los ojos diciendo:

Americanos, no os dejéis seducir de nuestros enemigos: ellos no son católi-cos sino por política: su Dios es el dinero y las conminaciones sólo tienen por objeto la opresión. ¿Creéis acaso que no puede ser verdadero católico el que no esté sujeto al déspota español? ¿De dónde ha venido este nuevo dogma, este nuevo artículo de fe? ¿Creéis que al atravesar inmensos mares, exponerse al hambre, a la desnudez, a los peligros de la vida, inseparables de la navegación, lo han emprendido por venir haceros felices? […] El móvil de todas esas fatigas no es sino su sórdida avaricia: ellos no han venido sino por despojarnos de nuestros bienes, por quitarnos nuestras tierras, por tenernos siempre avasallados bajo sus pies.

Hidalgo declaraba así los verdaderos fines y propósitos del movimien-to revolucionario que había iniciado y seguía con la amorosa compañía

2 Es interesante que el padre Mariano Cuevas, quien escribió su historia de la Iglesia en México y la publicó con la aprobación de los altos dignatarios eclesiásticos, sustente la opinión de que los predicadores contra Hidalgo y contra el movimiento nunca representaron el sentimiento oficial de la Iglesia. 3 Castillo Ledón, Op. cit., t. II, p. 25.

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del pueblo, estableciendo lo que ha debido ser en nuestra historia la única diferencia y división: los patriotas y los antipatriotas. Por esta causa concluía con una visión política que sigue siendo necesaria para el éxito de nuestra vida nacional: “Unámonos, pues, todos los que hemos nacido en este dichoso suelo; veamos desde hoy como ex-tranjeros y enemigos de nuestras prerrogativas a todos los que no son americanos”. Pudo haber dicho (si los tiempos fueran los actuales): “Unámonos y veamos como extranjeros a todos los que anteponen sus intereses personales a los altos deberes de la prosperidad y de la dicha de la patria mexicana”.

Iba caminando Hidalgo por los mismos pueblos que tantas veces lo vieron pasar en son pacífico, como cura de aldea; pero ahora iba seguido por una turba compuesta, principalmente, por rancheros e indios desarma-dos. El 18 de septiembre de 1810 llegó a Celaya, donde se dio el espectá-culo grotesco que después se repitió en varias ocasiones para vergüenza del clero católico. Los frailes españoles, gachupines, del convento del Carmen, vestidos de charros montados a caballo, armados de sables y pistolas y con un crucifijo en la mano, recorrían en vano las barriadas exhortando al pueblo a la defensa; pero la población tenía tomado el partido de la independencia nacional y no se engañaba con aquellas comedias. El jueves 20 de septiembre entraron las fuerzas insurgentes a Celaya en cuya cabeza iba, portando el estandarte de la Virgen de Guadalupe, Hidalgo, al que rodeaban Allende, Aldama, Abasolo y otros jefes detrás de los cuales marchaba la música del regimiento de la reina, con 100 dragones a las órdenes de un oficial que portaba el estandarte de Fernando VII.

De Celaya, Hidalgo escribió a su antiguo amigo, el intendente Riaño, que se encontraba en Guanajuato; en la carta le explicaba que él a la cabeza de cuatro mil hombres que lo habían proclamado capitán general, siguiendo su voluntad, luchaba por la independencia y decía: “deseamos ser independientes de España y gobernarnos por nosotros mismos”.

No nos hemos propuesto reseñar cada una de las acciones que du-rante estos meses se produjeron, pero será conveniente recordar que

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Hidalgo, a pesar de contar con 57 años de edad y de que su aspecto no era el de un hombre de gran vigor físico, desplegó una prodigiosa acti-vidad en todos los órdenes, preocupándose de que las tropas tuvieran sueldo, para lo que echaba mano de los fondos que pertenecían a las cajas reales, sin que nunca tocara los bienes de las iglesias.

El 23 de septiembre, después de haber recibido verbalmente la con-testación del intendente Riaño, Hidalgo dio la orden de avanzar sobre Guanajuato, pasando antes por Salamanca y recibiendo en todo el ca-mino la adhesión tumultuosa de miles y miles de labradores, indios mestizos y criollos, vestidos cada uno como lo acostumbraba. Entre los que se adhirieron desde el primer momento se encontraban algunos que fueron después connotados insurgentes, como Albino García, el padre Garcilita, Andrés Delgado apodado el Giro, don José Antonio Torres (apodado el Amo) y otros muchos.4 La tradición cuenta que en este camino expidió nombramientos para que revolucionara en el sur de la Intendencia de México a sus sobrinos Mariano y Tomás Ortiz, nietos de su tía carnal Josefa Costilla, vecinos de Sultepec, en el actual Estado de México.

El 25 de septiembre el ejército insurgente llegó a Irapuato, en don-de permaneció hasta el 27, extendiendo nombramientos a quienes lo deseaban o a quienes Hidalgo consideraba aptos, permitiendo que las turbas insurgentes saquearan las tiendas de los gachupines. De ahí se encaminó Hidalgo a Silao, preparándose para el ataque a Guanajuato en donde Riaño, con muchas apuraciones, se aprestaba también a la defen-sa, atemorizado por la gran cantidad de simpatizadores con que contaba el movimiento y porque conocía la inteligencia del cura de Dolores.

Los defectos que escritores e historiadores del pasado encuentran en la revolución que acaudilló Hidalgo fueron señalados por don Lucas Alamán desde hace muchos años y pocos son los defectos que se han añadido después. Pueden resumirse brevemente: “La participación de

4 En Irapuato se le presentó el ranchero don José Antonio Torres, verdadero representante de ese sector del pueblo mexicano que tan grandes servicios prestó en todas las guerras de México. Se dice que Hidalgo, aunque censuraba su proceder, extendió nombramiento a Torres para que revolucionara en Jalisco, donde fue muy estimado y donde lo ahorcaron en 1812 los realistas.

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la plebe impedía que hubiera orden en aquello que no podía considerar-se ejército y que era la imagen viva de los bajos fondos del régimen colo-nial. Hidalgo no era militar sino político y en lugar de darle importancia a Ignacio Allende, como director de aquel movimiento, guardaba más consideración a las aspiraciones de la plebe y de los rancheros”. Se da el caso de que precisamente lo que consideran defectos del movimiento de Independencia los enemigos de Hidalgo constituyen sus virtudes y singularizaron en América Latina la personalidad del padre de la patria y el perfil del movimiento que los mexicanos llevaron a cabo en 1810.

Hidalgo, que conocía no sólo la debilidad e inconsistencia de la masas de indios y de siervos de las haciendas, sino también la calidad humana de los hombres, como el amo Torres, dio desde los primeros días muestras de su gran calidad política en contra del parecer de sus censores. Tal vez con ese aire chancero y burlón, con esa socarronería que de joven lo caracterizó hasta hacer famoso en el colegio su apodo, miraría cómo, en el camino para Guanajuato, mañosamente los cape-llanes que llevaba preguntaban a la multitud en forma plebiscitaria a quién querían seguir: “¿Al rey Fernando VII o María Santísima de Guadalupe?”, respondiendo, como era natural, que preferían a la ima-gen sagrada llamada “patrona de los mexicanos”.

Los defectos de la guerra de Independencia que en México se había iniciado provenían no de Hidalgo sino del carácter mismo de la lucha; de las metas que deberían alcanzarse y de la calidad humana de quienes tomaban parte en la revolución. Era un movimiento por la indepen-dencia de México, por eso la unidad de los mexicanos era la táctica; pero también era una revolución democrática, popular, es decir de todo el pueblo integrado por la gran variedad de clases y fracciones de clases que vivían en el fondo de la sociedad colonial: indios libres, casi en estado de semibarbarie, apenas en el primer grado de la vida agrícola, viviendo en rancherías dispersas; indios de pueblos congrega-dos en donde había un principio de vida urbana; siervos, peones de las haciendas, indios caciques.5 Con recuerdos permanentes de la situación

5 Muchos indios caciques que tiranizaban a sus conciudadanos expresaron su adhesión al rey de España y le juraron fidelidad, condenando el movimiento de los insurgentes.

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de poder de sus antepasados; labradores, es decir pequeños y medianos agricultores, propietarios o simples arrendatarios; militares de los no muy antiguos regimientos de la Nueva España, adversarios de los gachupines, pero con ideas aristocráticas; clérigos regulares y secula-res, pero que no formaban parte de la capa privilegiada y por último, artesanos de las más variadas ocupaciones.

Nadie debe tomar como buenas las ilusiones que pudieran haberse hecho algunos de los ideólogos de la independencia o adversarios de ella. Conviene por el contrario ir a la realidad de lo que aquel movi-miento significó: lucha de clases nacionalistas y patrióticas contra la dominación del extranjero y por la independencia nacional, que era obstaculizada por las clases privilegiadas a las que en México se dio el nombre genérico de gachupines.

Hidalgo sí entendió y explicó el carácter de la revolución que acau-dillaba. Por haberlo entendido estuvo siempre dispuesto a sacrificar los “goces de una vida suave y tranquila” que pudo haber disfrutado con desentenderse de las ansias del pueblo.

El 28 de septiembre, como a la una de la tarde, la avanzada de los insurgentes (compuesta por indios provistos de lanzas, hondas, flechas y garrotes) comenzó a entrar en Guanajuato por la calzada de nuestra señora de Guadalupe. Ahí se dio el primer combate sangriento de la independencia, y se vio que el arma de la violencia cuando la usa es in-contenible. Por primera vez desde los días en que cayó Cuauhtémoc en la Nueva España, el pueblo contestaba la diaria violencia de la guerra, que horrorizó a los mojigatos y defensores del Virreinato y a sus servi-dores, imputando a Hidalgo y a los insurgentes crímenes que a veces eran solamente respuestas a la opresión de las clases privilegiadas y an-tinacionales que por largos años en nombre de la religión, del rey y del derecho natural habían dejado exhaustos los recursos de México.6

6 El Boletín del Archivo General de la Nación, núm. 1, t. III, enero-febrero de 1931, aporta algunos datos muy valiosos diciendo: “los europeos en Nueva España no se dedican materialmente a las labores del campo y dejan esta ocupación en manos de los perezosos indios, contentándose con dirigir y mandar las operaciones y proveerlos de utensilios e instrumentos aún más imperfectos que los que usan en España”.

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RDe Valladolid a Toluca

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1 Cuando hablamos de conciencia social y de conciencia política no queremos decir que la independencia fue el resultado de las ideas de los enciclopedistas o de otros. Mucho menos concedemos validez a las opiniones del Abate Mably (1709 - 1785), quien supone que se puede organizar la vida social y aun modificar las costumbres con sermones o con la propaganda de cierto tipo de ideas. Por conciencia social y por conciencia política entendemos aquí la conciencia de la necesidad absoluta de un determinado fenómeno, que acrecienta siempre la energía del hombre que simpatiza con ese mismo fenómeno y que se considera a sí mismo una de las fuerzas que originan dicho fenómeno.

Se Ha eloGiado el talento Militar de Washington porque hizo de los la-bradores de las colonias de Inglaterra, acostumbrados a vivir en la li-bertad y en la anarquía de los pioneros, soldados capaces de vencer al ejército británico. Se ha censurado, en cambio, a Hidalgo porque care-ció del talento y de los conocimientos militares de Allende. Se ha dicho que si éste hubiera tenido desde el principio la autoridad que gozaba el cura Hidalgo en las turbas insurgentes otros habrían sido los resultados de la lucha y México se habría independizado sin la prolongada agonía y sin los pronunciamientos que abundaron en los años posteriores.

La verdad es que ningún pueblo puede proponerse metas que no sean accesibles, pues los hombres, a excepción de los mentecatos, ja-más se proponen alcanzar sino lo que está dentro de sus posibilidades. El problema de las masas populares del Virreinato era un problema de conciencia social, de conciencia política y de teoría política,1 po-dríamos decir, para usar los términos en que hoy se plantean las cues-tiones de gobierno y de organización del pueblo. Las grandes masas de hombres de Nueva España habían vivido bajo la dependencia de una nación extranjera con un sistema tiránico, derivado de las condi-ciones materiales en que se encontraba España. No sabían conscien-temente qué era lo que buscaban, aunque el instinto les hacía desear un cambio. Era un movimiento espontáneo e instintivo; en tales condiciones un caudillo, un jefe y dirigente a la altura de las tareas históricas, debería procurar, antes que nada para que lo inestable se

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consolidara, dotar de conciencia y de teoría a quienes repudiaban la autoridad virreinal y la existencia de un mal gobierno. De la manera anterior los mexicanos insurgentes instintivamente pusieron al frente de ellos a un intelectual, pero arraigado en la entraña del pueblo, sin que consideraran importante o fundamental la organización militar. Es indispensable examinar que en las luchas sociales el pueblo siempre se muestra lleno de acierto, desechando lo adjetivo, y encaminándose, por instinto, a lo sustancial, aunque no sepan las masas populares ex-plicar las razones de su proceder.

Tres siglos de educación en el servilismo y en la independencia del extranjero; tres siglos de oír en la iglesia, en la universidad, en el hogar y en la plaza pública que el amor al rey de España era una obligación natural de todos los hombres de la Colonia y que habían nacido para obedecer y callar, podrían borrarse con una o con varias victorias mili-tares, ni siquiera se podrían destruir contando solamente con un ejér-cito bien organizado. No entonces sino después se planteó el problema de la liberación de México como un problema militar y a veces como un problema de policía y de “orden prusiano”. Hidalgo con modestia, con tino, con sencillez, pero con firmeza, defendió el predominio de los ele-mentos democráticos y populares, tolerando como lo había aprendido desde joven, las impertinencias e inconsecuencias de los indios en bien de la victoria nacional. Si las opiniones de Allende hubieran servido de base para la conducción de la lucha de los insurgentes aun teniendo éxi-to militar y aun derrotadas formalmente las fuerzas “realistas”, el apa-rato de opresión colonial habría continuado y se habría mantenido al país en la miseria. Si después de muchos años la nación mexicana vivió en perpetua guerra civil, fue porque el camino de Hidalgo, el camino de atender al pueblo con todas sus inconsecuencias, el camino de apren-der del pueblo se abandonó, dejando subsistente en lo fundamental la estructura material en que se apoyaban las clases antipatrióticas del Virreinato. Hubo al consumarse la independencia un simple “quítate tú para ponerme yo”. Esto no era lo que Hidalgo había soñado.

A pesar de todo el padre Hidalgo educó a todos los que en años pos-teriores lucharon, bajo las balas y las calumnias de los enemigos de la

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2 Manifiesto que don Miguel Hidalgo y Costilla, generalísimo de las armas americanas y electo por la mayor parte de los pueblos del reino para defender sus derechos y los de sus conciudadanos, dirigió al pueblo (México, 1849).3 Abad y Queipo había opinado varios años atrás que era conveniente una ley agraria diciendo: “Lo quinto, una Ley Agraria semejante a la de Asturias y Galicia, en que por medio de locaciones y conducciones de veinte o treinta años, en que no se adeude en real derecho de alcabala, se permita al pueblo la apertura de tierras incultas de los grandes propietarios, a justa tasación en casos de desavenencia, con la condición de cercarlas y las demás que parezcan convenientes para conservar ileso el derecho de propiedad”.4 El padre Cuevas, jesuita historiador, tiene apreciaciones despectivas para la conducta que el arzobispo Lizana siguió en los días de la guerra de Independencia.

nación, por la independencia y por el buen gobierno democrático. Bien es cierto que no presenció el éxito de la empresa en que empeñó todo cuanto tenía, pero es su impulso y la semilla que sembró lo que debe seguirse cultivando si deseamos alcanzar tarde o temprano, el fruto de la felicidad nacional que ya anunció el padre Hidalgo cuando se proponía crear un gobierno que “dicte leyes suaves, benéficas y acomo-dadas a las circunstancias de cada pueblo”, donde haya hombres que gobiernen con la dulzura de los padres y que “nos tratarán como a sus hermanos, desterrarán la pobreza, moderando la devastación del reino, y la extracción de su dinero, fomentarán las artes, se avivará la indus-tria”. “Haremos, soñó Hidalgo, uso libre para entonces de las riquísimas producciones de nuestros feraces países y a la vuelta de pocos años dis-frutarán sus habitantes de todas las delicias que el Soberano Autor de la naturaleza ha derramado sobre este vasto Continente”.2

Después de la victoria que los insurgentes obtuvieron en Guanajua-to se difundió el bando del virrey Venegas en que se ofrecían 10 000 pesos por las cabezas de los primeros caudillos de la insurrección. Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Valladolid y antiguo amigo de Hidalgo, no obs-tante tener ideas progresistas, publicó, el 24 de septiembre de 1810, un edicto en que calificaba al cura y a sus compañeros de perturbadores de la paz pública, seductores del pueblo, sacrílegos, perjuros y excomulgados.3 El 30 de septiembre y el 8 de octubre el mismo obispo electo de Michoa-cán amplió su edicto e hizo saber que Hidalgo era, nada menos, partidario de restituir la tierra a los indios. El arzobispo de México, ante las dudas que suscitaba la autoridad del edicto de Abad y Queipo, lo confirmó y declaró obligatoria su obediencia para los fieles cristianos, haciéndolo extensivo al territorio del propio arzobispado de México.4 La gaceta del 23 de octubre publicó, además, una carta pastoral del arzobispo Lizana y

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5 El jesuita mencionado, a quien no se puede acusar de defensor de los liberales, se refiere con ironía a la mescolanza que hicieron los “aúlicos de sotana”; son sus palabras condenando a Hidalgo y a otros caudillos como herejes.

Beaumont, “combatiendo los principios” en que Hidalgo pretendía fundar la justicia de la revolución y mandó que se leyera y fijara en las iglesias. Don Manuel Ignacio Campillo, obispo de Puebla en pastoral del 30 de septiembre, 15 días después de que estalló en Dolores la insurrec-ción, lanzó una pastoral en la que afirmaba que los insurgentes seguían “los detestables principios de los franceses”, que habían “profanado las iglesias y manchado sus manos con la sangre de los inocentes”.

El virrey ordenó que en todos los púlpitos, en el confesionario y aun en las conversaciones de la sociedad se inspirara a todos los ha-bitantes de este reino el amor recíproco y la justa adhesión a la sagrada causa de la patria.

Todas las órdenes religiosas movilizaron a sus miembros para crear un clima político contrario a la independencia, tales como los frailes del convento de San Fernando en México, la congregación de San Pedro, los frailes dieguinos de Pachuca y otras muchas. El Santo Tribunal de la Inquisición, que teóricamente carecía de poder, desde 1808, reanudó el 28 de septiembre la persecución que siempre había sostenido contra Hidalgo y el 20 de septiembre los calificadores del Santo Oficio, fray Luis Carrasco y fray Domingo Barrera, presentaron un parecer en que se acusaba al padre Hidalgo de “sectario de la libertad francesa, hombre libertino, sedicioso, cismático, hereje formal, judaizante, luterano, cal-vinista y muy sospechoso de ateista y materialista”.5

Miles y miles de papeles se publicaron pretendiendo combatir “las ideas” de los insurgentes. Aparte de las necedades y verdaderas pueri-lidades que muchos contenían, ninguno abordaba los problemas de la insurrección de manera material y objetiva. Entonces se inició la costumbre que las clases dominantes de México adoptaron posterior-mente para combatir a los liberales y progresistas a quienes se apli-can epítetos diversos y lanzan injurias y calumnias. Algunos panfletistas, entre ellos el obispo Casasaús, que firmaba bajo el seudónimo de un “doctor mexicano” y el fraile Diego Miguel Bringas, entre otros, lanzó

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a Hidalgo los insultos que no deseamos dejar fuera del texto, para que alguna vez figuren en la antología de la injuria. Los más importantes insultos son los siguientes: Napoleón de América, monstruo de seduc-ción, apóstata, traidor, ex cura, ex hombre, generalísimo de salteadores y asesinos, ex sacerdote, ex americano, Quijote de nuevo cuño, face-dor de tuertos, fiel discípulo e imitador infame de Napoleón, infame, frenético delirante, desnaturalizado hombre, impío, enemigo de Dios y de los hombres, monstruo de extraña ferocidad, reo de alta traición, enemigo de su patria, de su rey y de su religión, mal sacerdote, etc. Se le acusa además de pretender entregar a cualquier nación extranjera que se lo quisiera apropiar al pueblo mexicano y de pretender introdu-cir en estos católicos dominios las herejías y la desenfrenada libertad de creencias.6 Don Francisco Severo Maldonado, después de haberse pasado a los realistas, siendo ya director del periódico El Telégrafo, de Guadalajara, añadió los insultos siguientes contra Hidalgo: el apóstata más rapaz y sanguinario, sardenápalo sin honor, infame y degenerado, hidra rabiosa, bandido, más valiera que en la cuna te hubiera ahogado tu madre, vejancón, sanquituerto.

A pesar de tantas injurias de verduleras, según las califica benig-namente don Carlos María de Bustamante, Hidalgo arrastró tras de sí al pueblo, dice Alamán.7 Con la fuerza de la muchedumbre sin orden militar, predominando los indios que iban cargando a sus hijos llevan-do carneros y cuartos de res, marchó Hidalgo hacia Valladolid pasando por Acámbaro, Zinapécuaro o Indaparapeo, donde hizo un alto aquella muchedumbre mientras se arreglaba la toma de la ciudad principal de la intendencia de Michoacán, a la que entró entre las 11 y las 12 de la mañana del día 17 de octubre de 1810. Fácil es imaginar que Hidalgo, el antiguo catedrático de San Nicolás, se mostraría ufano de lucir el triunfo de sus ideales ante aquellos que lo habían perseguido por más de diez años. Por eso se irritó de que el cabildo de la catedral, donde

6 El doctor Francisco Severo Maldonado, que ha merecido calificativos muy diversos por su conducta, después de que Hidalgo abandonó Guadalajara, con la ayuda de Calleja, publicó un periódico llamado El Telégrafo, de donde se toman los insultos.7 Alamán, Op. cit., t. I, p. 370.

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estaban sus rivales, gachupines en su mayor parte, no le hiciera nin-guna recepción.

La multitud que le seguía, aumentada con la fácil victoria sobre Va-lladolid, hizo concebir a todos los jefes de la insurrección la posibilidad de marchar sobre la capital de la república eludiendo encontrarse con las tropas de Calleja, que habían comenzado a reunirse para atacar a los insurgentes. Cuanto antes se tomara la ciudad de México tanto más pronto el pueblo alcanzaría la independencia y la felicidad anhelada.

El 20 de octubre de 1810, como a las diez de la mañana Hidalgo seguido de los dragones y algunos soldados, se adelantó para seguir de Valladolid por el camino de Charo. En Indaparapeo se verificó la entrevista tan conocida con aquel otro insigne demócrata y valioso capitán del movimiento, don José María Morelos y Pavón, de quien no tendremos tiempo de ocuparnos.

Hidalgo mostró, en los escasos meses que anduvo al frente de la insurrección, un raro conocimiento de los hombres y una modestia muy grande en su conducta a pesar de ciertas pequeñas actitudes que pudieran hacerlo aparecer como arrogante, tales como la de permitir que se le llamara generalísimo y más tarde alteza serenísima y usar aquel uniforme que describe el conde de la Cadena. Pagaba tributo al candor de las masas populares que si lo hubieran llamado sencilla-mente padre Hidalgo o tata cura y lo hubieran visto vestido como al común de las gentes, lo habrían menospreciado. En esto, como en el uso del nombre de Fernando VII, Hidalgo se mostraba consecuente ce-diendo en lo pequeño para ser inflexible en la defensa de los intereses de la nación que en esas batallas y en esos caminos se iba formando. De Zinapécuaro, donde pernoctó, se encaminó a Tarandacuao y de ahí a Maravatío, donde recibió la adhesión valiosa del licenciado Ignacio López Rayón, vecino de Tlalpujahua que, como el propio don Miguel Hidalgo, abandonó sus ocupaciones y comodidades personales para luchar por los intereses supremos de la patria.

En Maravatío una audaz partida de realistas estuvo a punto de dar muerte a los jefes de la revolución. De ahí las tropas insurgentes mar-charon para las haciendas de Pateo y Tepetongo, entrando más tarde al

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8 Este pueblo es la cabecera municipal y pertenece actualmente al distrito de Ixtlahuaca, Estado de México. En él nacieron entre otros el arzobispo Posada y el poeta don Fernando Orozco y Berra.

territorio de la intendencia de México por tierras de la hacienda de la Jordana en San Felipe del Obraje (hoy del Progreso),8 donde se detuvo y mandó ofrecer la banda de teniente general a Iturbide. Ahí recibió noticias de que Calleja avanzaba para atacarlo, las que le fueron trans-mitidas por los conductores de los cañones fundidos en Guanajuato ba-jo la dirección del joven Ávalos.

El valle de Toluca se consideraba extendido hasta las llanuras que rodean San Felipe del Progreso, a través de las cuales corría el viejo camino colonial para las minas de Angangueo y Tlalpujahua. Es una región pobre donde los indios mazahuas eran siervos de las hacien-das comarcanas. Viven todavía estos indios en caseríos dispersos; pero siendo mansos y humildes reaccionan con violencia siempre que unidos pueden rechazar el ataque o castigar al que los maltrata. Su idioma es extraño y singular; pero forma parte de la familia lingüística otomiana.

Ixtlahuaca, a donde pertenecía San Felipe del Obraje, formaba parte de la alcaldía mayor de Metepec, junto a Toluca, y era el pueblo más importante de la comarca. Tanto San Felipe del Obraje como Ixtlahuaca eran la residencia habitual de labradores criollos de diversas posesiones económicas. El día 27 de octubre de 1810 Hidalgo entró a Ixtlahuaca, donde fue recibido con pompa extraordinaria por el cura del lugar y por los principales vecinos y ahí, según dicen algunos documentos, se produjo un molesto incidente cuando el cura de Jocotitlán, don José Ignacio Muñiz, le mostró el edicto de la Inquisición. De todas maneras Hidalgo anunció que el día 21 de noviembre estaría en México.

El 28 de octubre fue domingo. Las tropas insurgentes, después de oír misa, comenzaron a salir para Toluca (distante de Ixtlahuaca nue-ve leguas por el viejo camino colonial).

Toluca era entonces una ciudad de 8 000 ó 10 000 habitantes, y estaba gobernada directamente por un corregidor, pues era una de las ciudades que pertenecían al marquesado del valle. Entre los labrado-res que en ella residían hubo muchos partidarios de los insurgentes,

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aunque nunca se produjo ninguna conspiración. Se recibió a Hidalgo con pompa y después de que entró a la iglesia del convento de San Francisco, donde el padre fray Pedro Orcillés le dio la bienvenida, fue invitado a descansar en la casa que se encuentra en la esquina actual de las calles de Isabel la Católica y* Lerdo, entonces de Esquipules y de la Tenería. Hidalgo no estuvo sino unas tres horas en Toluca, aceptando que se le sirviera un chocolate en la casa del señor José Mariano de Olaes, dueño de la casa citada y donde lo atendieron do-ña Lorenza Orozco, esposa del mismo Olaes, y sus hijas, Pomposa y Luisa, que también atendieron a los acompañantes. Algunas casas de Toluca, entre ellas aquella en que se hospedó Hidalgo, adornaron sus fachadas. Mientras merendaba en uno de los balcones de la casa del señor Olaes se expuso una imagen de la Virgen de Guadalupe, que en 1910 fue donada al Instituto Científico y Literario del Estado de México por el doctor Carlos Chaix.9

* En 1960 la hoy calle de Bravo se llamaba Isabel la Católica (n.dd.e)9 Boletín del Instituto Científico y Literario Porfirio Díaz, t. IX, núm. 6, Toluca, 1910.

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REl Monte de las Cruces y regreso al Bajío

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1 Cuantos han escrito sobre la marcha de Hidalgo hasta el Monte de las Cruces, incluyendo al señor Castillo Ledón, han dicho que durmió el 28 de octubre en Toluca. El doctor Chaix, a quien hemos citado, con absoluta seguridad y conocimiento el testimonio de los propietarios de la casa, manifestó que sólo estuvo en ella por tres horas, y durmió en Santiago Tianguistenco en una casa que conserva, como recuerdo, un busto del cura Hidalgo.

Tal vez Por teMor a un ataque de Trujillo, Hidalgo se encaminó de Toluca a Santiago Tianguistenco, del actual municipio de Tenango del Valle, pasando por Metepec y siguiendo el viejo camino que de este lugar conducía a aquella villa. Muy tarde debe haber llegado a Santiago la noche del domingo; pero se publicaron relatos diciendo que entró durante el día. El lunes y todo el martes permaneció en este pueblo, a donde acudirían millares de indios de la región aprovechando el tian-guis que se verifica el martes de cada semana. En ese lugar el Padre de la Patria recibió la adhesión de los pueblos de Techuchulco, Texcalya-cac, Calimaya y otros, pues desde muchos años antes litigaban contra los descendientes del conde del valle de Santiago de Calimaya.1

Si hoy mismo se les dijera que un caudillo conduce un ejército de 83 000 hombres, como se dice que llevaba Hidalgo en los momentos en que se dio la batalla del Monte de las Cruces, nos causaría espanto una cifra tan elevada. Lamentablemente los indios del valle de Tolu-ca, que eran los más numerosos, acudieron de los pueblos unos por confirmar la novedad de que se hablaba y otros para entrar al saqueo de las casas de los gachupines, a las haciendas y a los comercios en las poblaciones, de donde se llevaban hasta las vigas para sus pueblos. El saqueo ha sido en las rebeliones campesinas de todos los países la forma natural de proceder. Los que seguían a Hidalgo sabían que se trataba de un “padrecito” que iba a quitar el poder a los gachupines, que llevaba a la Virgen de Guadalupe como estandarte, y sobre todo que devolvería las tierras a los pueblos despojados que las litigaban hacía más de dos siglos.

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Don Lucas Alamán, tratando de hacer befa de la gente que seguía al cura Hidalgo, relata que un tal Centeno, cuando se le preguntó cuáles eran las miras que lo guiaban en la revolución en que andaba metido contestó, con la sinceridad de un hombre de campo, que todos sus intentos se reducían “a ir a Méjico a poner en su trono al Sr. Cura y con el premio que éste le diese por sus servicios, volverse a trabajar en el campo”.

Millares de los que se incorporarían procedentes de los pueblos cercanos a Toluca, como se dice de los de Cacalomacán, irían por el contagio de los otros y aun simplemente por ver lo que pasaba. No obstante un gran número de mestizos y criollos, rancheros y propie-tarios rurales medianos e incluso pobres del valle de Toluca, se jun-taron a Hidalgo conscientes de lo que éste representaba. Entre ellos bueno será recordar a Joaquín Canseco, a Tomás Vargas, a Vicente González y a los sacerdotes Pedro Orcillés y José de Lugo y Luna, todos vecinos de Toluca, algunos de los cuales perdieron la vida en la guerra a la que habían entrado.

Hidalgo no intervino en la disposición de la batalla, cuya direc-ción estuvo a cargo de Ignacio Allende y de Mariano Jiménez, quie-nes aprovecharon únicamente a aquellos hombres que consideraron capaces de guardar un orden relativo y a los que iban a caballo. Los indios permanecieron apartados del combate (es mentira lo que afir-mó la gaceta del gobierno de esa fecha, que decía que trataron de impedir el disparo de los cañones con sus sombreros). Los indios, desde las alturas y al margen del lugar en que se libraba la acción, lanzaban piedras con sus hondas y daban grandes gritos contra los “gachupines”. Naturalmente que deben haber sentido un gran deseo de vengar los sufrimientos y vejaciones, y esperarían robar sin peli-gro cuando la batalla hubiera terminado. Historiadores como Alamán tratan de censurar la conducta de los indios y de quienes los acepta-ban, pues él, como otros muchos, despreciaba a la gran mayoría de la población de Nueva España sin que este desprecio impidiera exigir-les que con sus brazos cultivaran las tierras y trabajaran en las minas y en los obrajes. Por eso don Ignacio Ramírez, “El Nigromante”, cuyo

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padre estuvo con Hidalgo en esos lances, pudo decir en verso lleno de ironía:

En indio ser, mi vanidad se funda,porque el indio mantuvo en su miseriaa los vasallos de Isabel Segunda.

Esta era la revolución de todo el pueblo, y parte de ese pueblo, la más numerosa, eran las masas de indígenas, que todavía hoy esperan y tienen fe en que aparecerá el caudillo que sustituya a Hidalgo. Cuando lo han entrevisto en sus ojos, siempre melancólicos, extraviados, rudos y amenazantes cuando se embriagan, vuelve a brillar la esperanza de tener alguna vez la dicha que ya no se atreven a soñar.

La batalla con los incidentes que los historiadores han guardado y repetido se decidió en favor de los insurgentes, por lo cual la ciudad de México se aprestó a sufrir los horrores que causarían indudablemente los revolucionarios.

No es necesario que nadie se empeñe en presentar a Hidalgo como un caudillo militar, igual que lo fuera José de San Martín en Sudamérica. Hidalgo era un intelectual, un político demócrata y no padecía el com-plejo napoleónico que tanto daño hizo en América Latina y en México. Se sentía más un padre de los indios, a los que solía llamar sus “hijos”, que un imponente jefe militar. Lo anterior ha de servirnos para evitar las repeticiones de todos los reproches que suelen hacerse a Hidalgo. ¿Debió haber atacado la ciudad de México arriesgando perder todo lo que iba ganando, contando con la fuerza de aquella chusma tumultuaria y desalmada o hizo bien en retroceder con la esperanza de volver más tarde en mejores condiciones?

Se reprocha a Hidalgo no haber aprovechado el pánico que cundió en las tropas de Trujillo y en la capital del Virreinato; pero quizá no se considere que como lo tenían todos los jefes militares y el propio Hi-dalgo, las turbas de indios y la plebe causarían tanto daño, que quienes hasta entonces permanecían indecisos se hubieran puesto francamente en contra de los patriotas insurgentes. Cuando se pretende juzgar con un

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criterio militar sin medir las consecuencias políticas que hubiera tenido la entrada a la ciudad de México, no cabe duda de que Hidalgo hizo bien en no arriesgar lo ganado hasta entonces, pues no se hubieran evitado con la captura de la capital, ni la guerra civil prolongada ni los desórde-nes, y tal vez hubiera desertado, en el caso de que los realistas resistie-ran, la mayor parte de los que seguían la bandera de la insurrección.

Hidalgo sabía que alguna vez regresarían los insurgentes victorio-sos en la conciencia de toda la nación, porque estaba seguro de que el pueblo se fortalecería (aunque alegó posteriormente razones de orden militar para fundar la retirada que hizo desde las goteras de la ciudad de México). Carecía de elementos de guerra que en México no había y muchos indígenas habían regresado a sus hogares después de la batalla del Monte de las Cruces. Lo que convenía era, como Castillo Ledón lo ha narrado, la insurrección, levantar esta provincia y la otra, y propagar el fuego en toda la Nueva España; después nadie lo apagaría. Así se hizo y jamás pudieron vencer al pueblo mexicano ni los extranjeros, ni los militares, ni ninguno de los hombres antipatriotas.

En la conducta de Hidalgo, y en su lucha sostenida sin desalentarse porque se perdían batallas, se encuentra la razón del drama histórico de México, cuyos objetivos fueron siempre sencillos y claros a pesar de los falsos intelectuales: independencia, libertad, tierra y buen gobierno, avivamiento de la industria y felicidad para el pueblo. En los tiempos modernos podrían encontrarse algunos sucesos y decisiones parecidas a las que Hidalgo adoptó que justificaran la resolución tomada. Una vic-toria militar no sería en esos instantes una victoria del pueblo entero, cuyas capas más atrasadas apenas iban despertando y por consiguiente ningún régimen de justicia social nacería fuerte. Si se quería llevar a su meta el movimiento de independencia y se deseaba un cambio radical, habría que darle la razón a Hidalgo pues sólo la lucha revolucionaria haría evidentes los anhelos populares.

Hidalgo llegó hasta Cuajimalpa y algunas partidas de insurgentes incursionaron por los pueblos de San Ángel, San Agustín de las Cuevas y Coyoacán. De Cuajimalpa Hidalgo ya no regresó a Toluca, como lo afirma el señor Castillo Ledón, siguió en cambio por la montaña un

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2 En Timilpan, municipio de Jilotepec, México, hay una roca de la que mana un venero de aguas limpias, que los campesinos conservaron por su propia decisión, pues se dice que ahí descansó el padre Hidalgo. Actualmente el lugar es accesible en automóvil pues se halla en la vera del camino que va de Toluca a Jilotepec. 3 Es el mismo documento que antes hemos mencionado.

camino que lo llevara a Villa del Carbón, ahí a San Bartolo de donde siguió a Niginí, a Timilpan y Aculco.2 El 7 de noviembre de 1810 tuvo lugar la derrota de Aculco donde los insurgentes perdieron mucho dinero, cañones y provisiones. Hidalgo se separó de Allende en ese lugar, y por caminos montañosos y ocultos llegó a la hacienda de San Martín, cercana a Celaya, el 9 de septiembre. Desde ahí envió una nota a Allende anunciándole que iba a Maravatío y a Acámbaro, a la que contestó Allende aconsejándole fuera a Valladolid mientras él se dirigía a Guanajuato.

El 11 de noviembre llegó Hidalgo a Valladolid, de donde salió para Guadalajara el 17, habiendo hecho antes publicar un papel con el nombre de Manifiesto que el Sr. Don Miguel Hidalgo y Costilla, Ge­neralísimo de las armas americanas y electo por la mayor parte de los pueblos del reino para defender sus derechos y los de sus conciudadanos, hace al pueblo. Este documento es la contestación a las imputaciones que tanto Abad y Queipo como la Inquisición le hacían de negar la existencia del infierno, de ser luterano y otros delitos a los que antes nos referimos.3

Por orden de Hidalgo, don José María de Anzorena publicó un decre-to suprimiendo la esclavitud; pero lo más grave fueron las ejecuciones de gachupines, en el Cerro del Molcajete, que tan censuradas han sido. Después de la marcha del ejército que servía a Hidalgo, la noche del 17 de noviembre se produjeron otras ejecuciones en el mismo lugar, como las que habían ejecutado los indios en los días anteriores. Castillo Ledón refiriéndose a estos asesinatos dice que no puede menos de condenarse; pero que, si se tiene en cuenta por una parte la crueldad que estaban desplegando los jefes realistas, y por la otra, que de oponerse Hidalgo hu-biera perdido su prestigio sobre las masas que tantas vejaciones habían recibido y recibían de los españoles, se comprende que estas circunstan-cias atenúan cuando menos su culpabilidad.

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Habría sido bastante recordar que la guerra en cuanto se desata no tiene otras normas que las que dicta la necesidad de triunfar. No se pueden aplicar leyes a lo que en sí mismo representa un orden revo-lucionario. En abstracto ni se puede condenar ni se puede absolver a Hidalgo y a quienes matan durante la guerra. Más aún un movimiento, con todas sus derivaciones, es, en su conjunto, justo o injusto. El ene-migo es implacable; pero todavía más cuando es poderoso porque entonces no perdona y arrasa. El débil es menos cruel y sólo aban-dona su servilismo y obediencia cuando la desesperación se desborda. Los asesinatos que los indios cometieron y los excesos que la guerra de independencia presenció, provenientes de las capas más vejadas del Virreinato, tienen su origen en el deseo violento de que no resu-citaran más quienes les habían arrebatado hasta las ganas de vivir.4 Hidalgo pudo, teóricamente, despreciar a las grandes multitudes que lo amaban y a las que él mismo había aprendido a tener cariño, no obstante que éstas eran impertinentes. Pero si quería triunfar con el pueblo que lo seguía necesariamente tenía que condescender hasta en las impertinencias crueles.

Más tarde, cuando hablemos del degüello de españoles en el puen-te Grande de Guadalajara, volveremos a ocuparnos de este aspecto. Por ahora asistiremos con Hidalgo a su entrada a la capital de la Nueva Galicia, donde tuvo lugar un hecho extraordinario y único en los mo-vimientos que por esos años se verificaban en América: la supresión de la esclavitud. Nos referimos al decreto que se hizo famoso porque ordenaba (y quien no cumpliera tendría pena de muerte) que se pusiera en libertad a los esclavos.

4 Unos disculpan a Hidalgo, otros lo condenan. Zamacois dice que los asesinatos eran tanto más crueles cuanto que se ejecutaban en personas inocentes. Nosotros solamente decimos que fueron inevitables y si tratamos de explicar la situación es para obtener alguna enseñanza. El padre Luciano Navarrete y el indio Tata Ignacio, verdugos de los gachupines, tienen también una razón de ser como todo lo que acontece en la historia humana, que no es un proceso en que ha de condenarse o absolverse, sino analizarse para encontrar el mejor camino en el porvenir.

C A P Í T U L O X V

RLa supresión de la esclavitud y la reforma agraria

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1 Esta cifra la dan algunos; Pérez Verdía afirma, tomando el dato de Bustamante, que sólo eran 300 jinetes y 240 infantes.

Salió HidalGo de valladolid con un ejército compuesto de 7 000 hom-bres, pero desorganizado y sin instrucción. Ni los realistas ni los insurgen-tes, hasta ese momento, podían exigir instrucción militar para quienes se incorporaban a la lucha. En la batalla lo determinante era el instinto de defensa y el deseo vigoroso y espontáneo de la urgencia de un cam-bio en la vida de México. Los elementos más aglutinantes y más firmes de las tropas multitudinarias de los insurgentes tenían que ser algunos hombres de mayor conciencia patriótica, que a sus intereses particu-lares antepusieran los altos propósitos de hacer de México una nación independiente. El propio Calleja, cuando comenzó a formar el ejército que tantas derrotas militares infligió a los insurgentes, se vio precisado a anteponer a las preocupaciones de carácter militar la calidad políti-ca de los que se le presentaban. Alamán atestigua que el criterio con el que formó su ejército el más famoso jefe realista, consistía en saber si podía contar con su fidelidad y esto era lo esencial.1

En esos días de apremio no era, como hemos dicho, lo esencial el conocimiento y la organización militar; lo fundamental también para los insurgentes era la fidelidad a la causa que se proponían. Por eso Allende no podía haber prevalecido sobre Hidalgo a menos que éste abandonara el empeño de seguir contando con la adhesión de las gran-des multitudes de indios miserables y embrutecidos por la excesiva explotación y el hambre en que vivieron, de un modo permanente, durante los 300 años de paz colonial. Hidalgo percibió que el problema militar era muy importante; pero que pasaba a segundo término ante la urgencia de adoptar medidas sociales que harían de cada uno de los que le seguían un militante capaz de discurrir por sí mismo todos

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2 Alamán, Op. cit., t. I, p. 320.3 Pérez Verdía, en su Historia particular del estado de Jalisco (t. III, Guadalajara, 1910), ha seguido en el relato anterior los documentos que publicó el señor Hernández y Dávalos en el tomo III, p. 203, y los que proporciona Bustamante en su Cuadro histórico, t. I, p. 119.

los medios que existieran para vencer al enemigo. Don Carlos María de Bustamante deja escapar una frase que a muchos de los insurgentes los animaría a continuar y a considerar las razones que Hidalgo tenía para no desilusionarse por las derrotas militares. “Ambos –se refiere a Allende y a Hidalgo– podían decir en estas circunstancias lo que Pedro el Grande de los suecos… ¡Ah, ellos nos enseñaban a vencerlos!”.2

El “amo” Torres, a quien Hidalgo había comisionado para que revo-lucionara por el rumbo de Guadalajara, sin ninguna instrucción militar anterior y, gracias a su propia inteligencia, había ido acrecentando sus fuerzas y aprendiendo prácticamente a vencer al enemigo.

Un ejemplo de los métodos militares que aquellos hombres salidos del pueblo iban aplicando para vencer a sus enemigos se encuentra en la ba-talla que don Antonio Torres dio el 4 de noviembre de 1810, al frente de 3 000 hombres armados con piedras. El historiador Pérez Verdía describe así el combate de La Barca: “El astuto insurgente hizo proveer de abun-dantes piedras a sus dos mil infantes [otros dicen que tres mil]; los colocó en el centro poniendo su caballería armada de lanzas, espadas y soguillas, en las extremidades, formando una doble hilera extensísima”. En seguida, bajando Torres del caballo, describió con su sable en el suelo las líneas que habrían de seguir para formar un semicírculo que se fuese estrechando para envolver a los realistas luego que él hiciese cierta señal que les advir-tió sería revolotear un lienzo blanco”.3 Al primer disparo se vino sobre la tropa de realistas de Villaseñor aquella masa humana perfectamente com-pacta, a paso velocísimo, arrojándole tal lluvia de piedras que casi todos los fusiles quedaron abollados e inservibles. Los rancheros de a caballo, continúa Pérez Verdía, en aquel terreno tan plano que les permitía obrar con toda velocidad, en un momento dado cerraron el semicírculo y pu-sieron en fuga completa a los realistas que apenas pudieron disparar tres cañonazos. Así fue la victoria del “amo” Torres, en quien Hidalgo había confiado a pesar de quienes le reprochaban el nombramiento.

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4 Op. cit., t. II, p. 88. 5 Como más adelante se verá, México no podría marchar hacia el progreso, como nación capitalista, sin reforma agraria. Inglaterra comenzó su desarrollo con la reforma agraria.

El pánico invadió a los defensores de Guadalajara, ciudad a la que entró sin resistencia el 10 de noviembre de 1810 José Antonio Torres, quien desplegó en ella una ponderación y ecuanimidad tan grandes que impresionaron favorablemente a los vecinos, pues provenían de un rús-tico. Este modo de obrar le ganó muchas simpatías hasta de los propios enemigos de la independencia.4

Hidalgo no se había equivocado al destinarlo para una empresa que parecía superior a la capacidad y cultura del ranchero Torres.

Ufano y triunfante, Hidalgo entró el 26 de noviembre a Guadalaja-ra, que sería el escenario de acontecimientos que dieron al movimiento de los insurgentes mexicanos una categoría de que carecieron las revo-luciones de independencia en las otras naciones de Latinoamérica.

No es necesario que se vuelvan a repetir aquí todos los hechos de la grandiosa recepción que el pueblo de Guadalajara hizo al caudillo de nuestra independencia; pero puede decirse que aquí comenzó a asumir el carácter de verdadero jefe del movimiento, pues aumentaron las ocu-paciones burocráticas en tal volumen que él mismo consideró necesario repartir el abrumador trabajo.

Para el efecto nombró al licenciado José María Chico, ministro de Gracia y Justicia, y a don Ignacio López Rayón, secretario de Gobierno. Sus atenciones no le impidieron pensar en la importancia de fijar las verdaderas metas del movimiento del cual era caudillo.

El día 29 de septiembre hizo Hidalgo publicar, por primera vez en la historia del mundo, una medida que era deseada, anhelada y soñada por las tres cuartas partes de la población de México cuando menos: entregar la tierra a los naturales para su cultivo.5

En Guadalajara tuvo Hidalgo la posibilidad de comenzar a poner en plan de ejecución los propósitos que lo habían llevado de simple cu-ra de aldea a caudillo del más importante movimiento de independen-cia contra la metrópoli española. “Aunque las disposiciones de guerra fuesen el objeto principal de Hidalgo, no desatendió otras medidas

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6 Respecto a la supresión de la esclavitud puede decirse que Hidalgo estaba a la altura de Jefferson, quien desde 1784 había presentado un proyecto para suprimirla. Pero solamente tres estados de la confederación votaron por ese proyecto. La ordenanza del noroeste de 1787, en los Estados Unidos, prohibía la esclavitud en los territorios situados al norte del río Ohio; pero se permitía en el suroeste.

que pudieran ganarle el afecto del pueblo”, dice Alamán. Declaró la libertad de los esclavos sin indemnización para los dueños a quienes se impuso la pena de muerte si no cumplían lo ordenado dentro de diez días.6 “Que cese en lo sucesivo la contribución de tributos respec-to de las castas que lo pagaban y toda esa acción que a los indios se les exigía”. “Que en todos los negocios judiciales, documentos, escrituras y actuaciones se haga uso del papel común quedando abolido el del se-llado”. Ordenó también la supresión de los estancos de la pólvora y el tabaco, permitiendo la libre fabricación de la primera y el libre cultivo y venta del segundo.

El primero de diciembre se publicó un decreto condenando los desórdenes de quienes se incorporaban al movimiento sólo para robar y causar trastornos o para la satisfacción simple de venganzas o agra-vios personales.

Prohibió que se tomara de propia autoridad cabalgaduras, efectos, forrajes sin ocurrir a los jueces respectivos del lugar, porque decía que sus intencio-nes eran ‘llevar adelante la justa causa que sostengo’ y que consistía ‘en la comodidad, descanso y tranquilidad de la nación’, de sus ‘amados america-

nos’. Tampoco autorizaba el saqueo de las fincas de los europeos.

Como todos los hombres, Alamán y otros historiadores dan im-portancia a los hechos secundarios acaecidos en Guadalajara, pero restan importancia a las disposiciones y medidas que Hidalgo dictaba para los fines de la independencia nacional. Se hizo escándalo, por ejemplo, sobre el problema de aquella mujer que vestida de hom-bre acompañó al cura Hidalgo desde Valladolid hasta Guadalajara, suponiéndola otra amante del caudillo; a pesar de que Alamán sabía la identidad de la “Fernandita” y aunque pudo averiguar que en los días en que escribió era una honorable dama tapatía, con mala fe deja

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correr un río de sospechas.7 Se censura al caudillo porque permitió se le llamara “Alteza Serenísima”, pero muy poco se dice de las dos importantes medidas adoptadas por Hidalgo que aquí hemos mencio-nado, respecto a la supresión de la esclavitud que hizo tan notable al movimiento de independencia (puede decirse que era una medida para despejar el campo y dejar aclarado el horizonte). Debían quedar precisados los términos de la lucha y nítido el perfil de los conten-dientes. De un lado las clases privilegiadas antinacionales y antipa-trióticas cualesquiera que fueran los símbolos con que se cobijaran, y del otro las clases progresistas patrióticas y oprimidas en lucha contra todo lo que significara opresión, no importando el símbolo que usaran ni las palabras con que se expresaran los caudillos.

Si bien los esclavos negros, que legalmente eran los únicos que exis-tían en Nueva España, no estaban en condiciones tan graves como las que sufrían los indios, ni tomaron participación importante en la lucha por la independencia, convenía muy bien que el movimiento insurgente naciera sin la mancha de la más mínima opresión. Si habría de existir una nueva patria y una nueva nación en el concierto de los otros países de la tierra, Hidalgo quería que México pudiera presentarse como la tierra de la libertad y de la justicia. En realidad fue en México en donde se habló en forma concreta de los derechos del hombre, comenzando por dar a los indios tierra para que la cultivaran y a los esclavos libertad. ¿Pues cómo, si la agricultura era la base fundamental de la población, había de progresar sin tener la mayor parte de los agricultores dónde sembrar el maíz y el frijol que necesitaban para su miseria? Otras serían las tareas posteriores; pero en aquellos instantes dar libertad a los esclavos y tierra a los indios era la condición indispensable para crear una potente y nueva nación. México no podría progresar sin dar tierra a los indígenas, ni ellos podrían luchar en abstracto por un país en el cual fueran extranjeros, porque nada les pertenecía. Esta medida era tan sabia como que sin la

7 Es de presumirse que en los días del proceso de Hidalgo, bien se sabía la identidad de la joven misteriosa que lo acompañó. Era María Luisa Gamba, de Colima, hija del español Luis Gamba, compadre de Hidalgo. Acompañada de su madre, doña María Pérez de Sudaire, pidió a Hidalgo en Valladolid que salvara la vida del señor Gamba. Ignorante Hidalgo de que éste había sido degollado ofreció que lo daría libre en cualquier pueblo donde lo encontraran; pero pidió que la joven lo acompañara para que identificara al prisionero y se disfrazara de hombre para no infundir sospechas. Para más información consúltese el trabajo del señor Puga y Acal que citamos en la bibliografía.

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reforma agraria ningún país ha podido desarrollar su mercado interior y consecuentemente su industria; por eso dice el historiador Francisco Franklin, hablando del desarrollo de los Estados Unidos:

ninguna otra gran nación capitalista se creó sobre la base de la nacionali-zación de las tierras. La ausencia de formas feudales de propiedad y la presencia de tierras públicas, facilitó enormemente el desarrollo del capitalismo. La posesión legítima de la tierra por el pueblo, representa-do en el Congreso, significaba que el pueblo tenía derecho a través de sus representantes electos de pasar leyes para disponer de esa tierra y de admi-nistrarla como lo creyera conveniente.

El mismo historiador agrega: “La creación del dominio público so-bre las tierras dio a los pequeños productores, ansiosos de colonizar aquel territorio, un interés nacional que no habrían tenido si la tierra hubiera quedado bajo el control de los Estados separados”.

La conducta de Hidalgo puede compararse muy ventajosamente con la de Bolívar. Éste era el representante típico de los terratenientes separatistas criollos que se distinguían entre los otros por su cultura internacional, siendo muy superior a Iturbide que también fue crio-llo, terrateniente y separatista. Sin embargo Bolívar, como Iturbide, desconfiaba del pueblo y de las masas populares a las que deseaba utilizar para la elevación política de los terratenientes criollos y para su provecho personal.

Hidalgo recibía los homenajes –principalmente los eclesiásticos– con modestia, y el tratamiento de “Alteza Serenísima” no le causaba mucho entusiasmo y lo tomaba como una simple medida de política para atraer al populacho. El tratamiento le venía tan mal como el uniforme que le habían puesto, pero que lo singularizaba ante los ojos de las masas indí-genas. Nadie puede decir que Hidalgo tuviera puesto su corazón en esas pequeñeces; amaba en cambio al pueblo con un amor un tanto paternal. De ahí el tratamiento fino y emotivo que daba a las turbas en contraste con la conducta de Allende. Cuando éste repartía sablazos Hidalgo lanza-ba monedas exclamando: “cojan hijos”. De ahí la condescendencia con actos que más tarde le fueron imputados en forma muy grave.

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Organizar el gobierno en lo que fuera posible fue la tarea de Hidalgo en Guadalajara, mientras se podría convocar el congreso que había pro-yectado, en el que estarían representados todos los pueblos de la Nueva España. Olvidando estos propósitos del caudillo, muchos se han reído de sus providencias, porque, como eran sencillas, censuran que no diera a conocer un plan burocrático de administración gubernamental; pero ya la concepción de iniciar la vida de la nación, iniciando la formación de un congreso que emitiera leyes era en sí mismo un gran programa.

Era opinión general –dice Alamán refiriéndose a un suceso muy impor-tante– entre los mexicanos al principio de la revolución y lo fue por muchos años después, hasta que tristes desengaños la han hecho variar, que los Estados Unidos de América eran el aliado natural de su país, y que en ellos habían de encontrar el más firme apoyo y el amigo más sin-cero y desinteresado y fue por lo tanto a donde Hidalgo trató de dirigirse desde luego.

En consecuencia nombró a don Pascacio Ortiz de Letona, joven natu-ral de Guatemala, dedicado al estudio de las ciencias naturales, en espe-cial de la botánica, para que fuera a los Estados Unidos a ajustar y arreglar una alianza ofensiva y defensiva, tratados de comercio útil y lucroso para ambas naciones y cuanto más conviniese a la felicidad de ambas.

En México, la gente que durante muchos años sostuviera la idea de que había sido un error, cuando no un crimen o una desventaja nuestra independencia de España, ha censurado constantemente la estimación y el afecto que los liberales y patriotas mexicanos sintieron por el gobier-no y el pueblo de los Estados Unidos de Norteamérica. Conviene por lo tanto precisar algunas cuestiones porque en México hay y hubo patrio-tas esclarecidos que vieron en los Estados Unidos de Norteamérica un peligro constante, y hay patriotas y hombres también esclarecidos que positivamente contribuyeron al desarrollo de nuestra nación, que admiraron a los Estados Unidos como una nación ejemplar, cuyo régimen interior y cuyo progreso material eran deseables para nuestro país.

Además de otros hechos puede fácilmente entenderse que la in-dependencia de los Estados Unidos de Norteamérica, a la que nos re-

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feriremos, preparó el terreno para el desarrollo capitalista del mundo entero y no sólo de su propia nación, aunque todavía en los días de Hidalgo, cuando Jefferson era presidente, no representaba el aspecto tan progresista que tanto entusiasmó a Lorenzo de Zavala y a otros viajeros en 1829.

Había un punto de coincidencia que era lógico que trataran de apro-vechar los insurgentes: el odio mal reprimido que en los Estados Unidos existía contra España, que aunque en apariencia era por cuestiones re-ligiosas, en realidad se debía a la rivalidad de intereses materiales. Los colonos norteamericanos querían las feraces tierras de la frontera y las deseaban con tanto más ardor cuanto que España no las utilizaba y que ningún español europeo, fuera de los misioneros, emprendió tareas de colonización.8

Hamilton y Jefferson, rivales políticos en el interior, coincidían sin embargo cuando se referían a la situación de Nueva España respecto a separarla de la metrópoli; pero mientras el primero pedía a gritos la guerra contra España, el segundo, prudente, era partidario de un arreglo pacífico, porque en esos instantes la guerra contra la nación española cualesquiera que fueran las causas que se invocaran, podrían traer la guerra contra Francia y la alianza de ésta con Inglaterra, en perjuicio de florecimiento de la democracia norteamericana. Por otra parte, con ingenuidad todos nuestros políticos de derecha o de izquierda, conser-vadores o liberales, suponían que la democracia norteamericana, cuyo progreso era imposible negar y no ambicionar, era un régimen compac-to, donde no había elementos de corrupción, ni ambiciones de aventu-reros que pretendieran el dominio y la esclavización de otros pueblos. Esto era una ilusión porque Aaron Burr es el ejemplo de estos últimos, pues soñaba en convertirse en rey de los indios y establecer un régimen tiránico en Nueva España.

Los conservadores mexicanos veían en todo lo anglosajón un peli-gro, y porque se trataba de hombres no católicos condenaban todo lo yanqui. Los liberales, porque se trataba de un régimen democrático que

8 Gustavo G. Velázquez, “Antecedentes de la guerra de Texas”, conferencia pronunciada en la Universidad Obrera de México, febrero de 1947.

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prosperaba a la vista de todos, adoraban y se desvivían por lo norteame-ricano, sin ver que en uno y en otro caso ninguno de los dos extremos era consistente. El desconocimiento sobre la esencia del régimen gu-bernamental de los Estados Unidos de Norteamérica y la falta de análi-sis de las bases sobre las cuales se fundó aquella democracia convertía en suspiros y angustia lo que debería ser inspiración y fuerza para obrar en el interior de nuestro país.

Era imposible que Hidalgo desconociera lo que sucedía en los Esta-dos Unidos, sobre todo si se tiene en cuenta que la causa de la indepen-dencia de los mexicanos contaba con la simpatía de los federalistas de Hamilton y de los republicanos de Jefferson, y que muchos clérigos estuvieron al tanto de las intenciones de Aaron Burr. ¿Qué hubiera su-cedido si Hidalgo y el gran Jefferson, tan clarividente y sabio, hubieran podido establecer una alianza entre dos pueblos, que siendo vecinos no podrán verse con afecto sino en la medida que el poderoso no interfiera los anhelos del débil?

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RAllende contra Hidalgo

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No HeMos escrito este trabajo para justificar a Hidalgo ante sus ene-migos y detractores, porque tal cosa carece de importancia. El aná-lisis intentado tiene como propósito examinar, desde ángulos que no abundan en el estudio de nuestra historia, el papel que desempeñó y las causas que lo llevaron a obrar como obró y actuar como lo hizo, porque entendemos que es útil, en esta hora, examinar el papel que nuestros héroes han jugado en la historia nacional.

Hidalgo es sin disputa uno de los grandes forjadores de la historia, porque fue antes que nada un jefe político. Si nuestro país no hubiera estado en las condiciones materiales en que se encontraba en 1810, bien pudiera haber sido el cura Hidalgo jefe de un partido en la con-cepción moderna de tales instituciones de que aún carecemos. No pudo ser otra cosa sino un caudillo de masas populares y campesinas que iban a la guerra aprendiendo a vencer no sólo militarmente a sus enemigos, sino también aprendiendo el contenido del mundo de su época. ¿Cómo habrían podido enterarse los indios y las masas atra-sadas del pueblo de que la Iglesia era una institución feudal llena de todos los defectos de las otras instituciones humanas del feudalismo, si no era a través de la lucha que aún dentro del clero se libró en-tre curas patriotas insurgentes y curas “gachupines” y de mentalidad servil? ¿Cómo podrían haberse enterado de que no eran herejes los hombres cuando se oponían al poder tiránico del rey, al que jamás habían visto, pero cuyo brazo rudo y cruel sentían a través de la bu-rocracia deshonesta, corrompida y abusiva?

Deliberada o espontáneamente, la marcha de Hidalgo por la par-te mejor poblada y más rica de la Nueva España era una escuela viva contra todo lo que representaba la dominación española. Sin embargo, el primero de los jefes de la guerra de Independencia a quien se le ocurrió la difusión de los ideales que se perseguían fue

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1 El más distinguido escritor de los que han pretendido justificar a Hidalgo por las medidas adoptadas en contra de los gachupines a los que decapitó es don Francisco Bulnes, cuya obra se cita en la bibliografía.

a Hidalgo, por eso con sencillez, en modesto tiraje, que según las declaraciones de ciertos testigos en algún número no fue mayor de 500 ejemplares, se publicó el primer vocero de los insurgentes, El Despertador Americano, a cuyo frente se puso al cura de Mascota, don Francisco Severo Maldonado. Era una obra consciente de polé-mica y de adoctrinamiento.

Alamán ha dicho que a Hidalgo se le subió el éxito a la cabeza; pero tal cosa no aparece por más esfuerzos que hemos hecho para encon-trar pruebas que lo justifiquen. El tratamiento que se le daba jamás le quitó de los labios las expresiones paternales y afectuosas para el pueblo que lo seguía y del cual continuaba siendo el ídolo. Para no perder el afecto de la multitud condescendió con actos que han sido condenados y que nadie ha tratado de justificar aunque muchos se los expliquen. Esos actos fueron, principalmente, el no arremeter a sabla-zos o de otra manera contra la plebe y algunos de sus jefes inmediatos, cuando le pedían que utilizara el terror contra los gachupines.

Quienes han pretendido justificar la conducta de Hidalgo por su “condescendencia criminal”, con los deseos de aquella plebe a la que llama en su declaración final “ejército”, justifican el odio que la gente de pueblo dejaba escapar de sus pechos contra los gachupines, por-que era el símbolo mismo, justa o injustamente, de todos los males que existían en la tierra.1

No puede darse como norma de carácter jurídico ni moral o de otra índole para explicarse los sucesos históricos los hechos del pa-sado o de otras naciones, aplicándolas a la situación concreta de nuestro país, puesto que en determinadas circunstancias los acon-tecimientos son fatales o inevitables. El odio fue el resultado de la injusticia y se produjo en aquellas almas que siempre oyeron decir que la caridad era un deber así como el obrar rectamente; pero que no recibieron en la práctica sino injusticias. El hombre, como lo re-conoce hasta Santo Tomás de Aquino, tiene la tendencia natural a conservar la vida, a conquistar lo que le falta o a conservar lo que

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ha adquirido; de estos sencillos impulsos naturales a los que nadie escapa nacen toda clase de relaciones. En cuanto el hombre salió de la barbarie se vio obligado a conseguir de otros hombres (a cambio de lo que poseía o había adquirido) otras cosas que le hacían falta. Estas relaciones naturales se complicaron y se ampliaron, naciendo el comercio de los productos y su consecuencia natural, el comer-cio de las ideas; de este comercio nacieron la moral, la justicia, las normas jurídicas y aún la concepción de la divinidad. Por esta causa, cuando el mundo se ensanchó –en el siglo del Renacimiento– por el comercio con Oriente, cambió la faz de la tierra. El hombre se puso en pie para luchar como jamás lo había hecho, por su bienestar en la tierra.

El odio a los gachupines era el resultado de las condiciones ma-teriales en que la población vivía en Nueva España. Si hubieran sido los indios seres que vivieran en la abundancia y si esto les hubiera permitido conocer las leyes de la historia o simplemente la teología de aquellos tiempos, quizá hubieran obrado con serenidad y la revo-lución de Independencia se habría efectuado como la deseaban algu-nos de los mismos que siguieron a Hidalgo. ¿Cómo se podría evitar que el populacho utilizara el terror, el escarmiento, como arma para vencer al enemigo, si toda la educación en todos los sectores del pue-blo se fincaba en el castigo para el delincuente como única manera de alcanzar el cielo o de expiar pecados? La sociedad colonial recibía el producto de las prédicas hechas desde el púlpito sobre la venganza de Dios y sobre el castigo que habrían de recibir quienes lo ofendie-ran. De esta manera los elementos más atrasados de la plebe, como el torero Marroquín, ex presidiario, y los elementos más exaltados de la multitud sentirían placer en asemejarse al brazo que ejecutaba la justicia ni más ni menos como los verdugos del Santo Tribunal de la Inquisición. El terror que todas las revoluciones de aquel siglo, prin-cipalmente la francesa, habían usado como escarmiento contra sus enemigos, en México la plebe lo utilizó contra los gachupines sin que éste fuera obstáculo para que entre los “muertos, como dice Alamán, hubiera hombres verdaderamente venerables”.

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No deseamos justificar a Calleja en sus matanzas porque con ellas perseguía los mismos fines que los insurgentes: escarmentar a los ene-migos. Si algún día se produjera una revolución en México para que fuera pacífica sería necesario que el pueblo tuviera una gran organiza-ción y un conocimiento más o menos amplio de las fuerzas que dirigen la historia. Cuando se mantiene la ignorancia en las masas de la nación sobre las causas de la riqueza, de la pobreza y de la injusticia preten-diendo así impedir su despertar, se corre el peligro de que el terror sea utilizado como arma para vencer al enemigo.

La historia ha conservado el recuerdo de la conducta de Allende que con poca cultura militar, y con un conocimiento menos amplio que el de Hidalgo de la ciencia y de los hombres, se fastidiaba de lo que a su juicio eran defectos del cura.

Alarmado por las ejecuciones sin juicio de los gachupines decidió envenenar a Hidalgo para cortar los males que estaba causando, pero en realidad Allende deseaba lo que muchos después de él han deseado: una revolución sin el pueblo; una lucha caballeresca de soldados que asemejara una partida de ajedrez. Tal cosa será siempre imposible en las luchas de los hombres que jamás se moverán como autómatas.

Una revolución es, más que otra forma de lucha, un movimiento impregnado de todos los defectos y de todas las virtudes de quienes toman parte en ella.

Quizá Hidalgo, de haber condescendido con Allende, habría obte-nido una victoria militar y se hubiera consumado la independencia con rapidez; pero se habría parecido a la consumación que tuvimos posteriormente con Iturbide que dejó en pie la estructura feudal del gobierno virreinal, sin satisfacer a las grandes masas populares, con los trastornos consiguientes que tal cosa significó para la nación que vivió largos años de pronunciamiento y desórdenes.

“El abc de la sociología nacional no lo sospechaban los héroes de la Independencia, ni los teóricos de la época”, dice Vasconcelos. Este escritor, también con preocupaciones no científicas, agrega senten-ciosamente: “siempre el que no tiene odia al que tiene”.2 Concepcio-

2 José Vasconcelos, Breve Historia de México, p. 263.

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3 Allende había propuesto que Hidalgo fuera el jefe del movimiento; pero quizá nunca creyó en la popularidad que éste iba a obtener con las consecuencias que este hecho produjo. Allende aspiraba a contar con la adhesión de la “gente de razón”. Los criollos, los mestizos y aún ciertas capas de indios –como los caciques– se proponían para que ingresaran al movimiento; pero no esperaba la adhesión y el despertar de las grandes multitudes hambrientas de las que Hidalgo se convirtió en ídolo. 4 Tomando como buenos los datos que Alamán proporciona podría parecer insensato el cura Hidalgo. El historiador Pérez Verdía (que reproduce al doctor Mora), Bustamante y Zárate proporcionan las siguientes cifras, las cuales son creíbles: “Había dos escuadrones de caballerías, dos compañías de artillería con un total de tres mil cuatrocientos soldados que tenían solamente dos mil fusiles”. Aquellos caudillos daban la preferencia a la artillería y no a la infantería. Tenían 44 cañones remitidos de San Blas por el cura Mercado. Había 5 000 indios que trajo de Colotlán el cura Calvillo, pero éstos estaban armados de flechas y vestidos de taparrabo, como en la Conquista. Pérez Verdía ha demostrado, por otra parte, que no eran 100 000 hombres los insurgentes sino a lo más 35 000.

nes de esta naturaleza distraen la atención del pueblo mexicano de las causas en las que se encuentra la esencia de los problemas a los que se enfrentaron quienes siguieron las banderas de Hidalgo.

Todo diciembre lo pasó Hidalgo en Guadalajara, mientras se ex-tendía por todo el país la insurrección, llegando hasta los puntos más lejanos. Más de 100 000 hombres, según dicen, llegó a reunir Hidalgo; pero lamentablemente carecían de armamentos y los militares muy poco hicieron para disciplinar a las turbas, ocupados como estaban en censurar a Hidalgo y en tratar de privarlo de la gran autoridad de que gozaba sobre las muchedumbres.3

A la mitad del mes de enero se alteró la relativa tranquilidad en que vivían los insurgentes, porque las tropas de Calleja y de Cruz avanzaban sobre Guadalajara.

Por influencia del propio caudillo, después de una deliberación con los jefes militares se decidió a avanzar para atacar a Calleja, tra-tando de impedir que se reunieran sus tropas con las de Cruz. En el Puerto de Urepetiro se libró el combate en el cual vencieron los realistas, aunque los insurgentes lograron en parte el objeto deseado; Cruz no pudo reunirse con Calleja en el puente Grande de Guada-lajara en la fecha señalada. Para impedir definitivamente la reunión de los dos jefes realistas, Hidalgo hizo avanzar sus tropas hasta el Puente de Calderón. Se ha dicho que las tropas insurgentes estaban compuestas de más de 100 000 hombres de las cuales 20 000 venían a caballo, siete regimientos de línea regularmente instruidos y unifor-mados; se contaba con 95 cañones, y con esa fuerza estaban seguros de alcanzar la victoria,4 al grado de que, según cuenta Alamán, se oyó

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decir a Hidalgo: “almorzaremos en Calderón, comeremos en Queréta-ro e iremos a cenar a México”.

Es sabido que Calleja obtuvo una sangrienta victoria sobre los insurgentes por lo que se le concedió más tarde el título de conde de Calderón.

Después de la derrota, regresó Hidalgo a Guadalajara, pero sin tar-danza huyó para Aguascalientes, donde se unió a Iriarte; cuando ambos se dirigían a Zacatecas fueron alcanzados en la hacienda de Pabellón por Allende, Arias, Abasolo y otros jefes que intimaron al generalísimo y lo invitaron a que dejara el mando. Desde aquella fecha siguió con el ejército, pero en calidad decorativa, pues todas las derrotas anteriores y los males se le atribuyeron. El licenciado Ignacio López Rayón, cuyo ta-lento político era, sin disputa, superior al de Allende y que había tenido oportunidad de conocer íntimamente a Hidalgo, propuso que se dejara a éste el mando político y que los militares asumieran la dirección de las tropas. De todas maneras Allende y los otros conjurados se daban cuenta de que sin Hidalgo perderían el apoyo del pueblo al que despre-ciaban injustamente. Este desprecio (por lo que se refiere a los indios) era notoriamente inmerecido, pues habían demostrado una abnegación, una tenacidad y una adhesión a la causa tan grandes que sufrieron con heroicidad las fatigas excesivas y sobrehumanas que fueron necesarias para transportar, como lo hicieron, los enormes cañones que se trajeron desde el Puerto de San Blas hasta el Puente Grande de Guadalajara y las alturas de Calderón.

Desde Pabellón en adelante, Hidalgo ya no sabía siquiera cuáles eran los fines que se perseguían con la marcha hacia el norte de México.

Terminado el mes de enero Hidalgo era casi un prisionero, aunque se le utilizaba para firmar nombramientos burocráticos, soportando con sencillez, por amor a la patria naciente, las fanfarronerías de Allende, que se sentiría en realidad un Napoleón frustrado.

Hidalgo marchaba sin tomar parte en los actos de Allende, y final-mente renunció al cargo que teóricamente aún conservaba. Enfermo y malhumorado pudo al fin decidir que el indulto ofrecido a los jefes de la insurreción se rechazara redactando la contestación al virrey,

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con mucha dignidad. Sin mucha importancia llegó hasta Acatita de Baján para concluir una vida gloriosa, y su muerte nos servirá para las últimas reflexiones que han sido objeto de este ensayo.

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RCamino a la derrota

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Bulnes se Ha ocuPado de la conducta de Allende, con gran amplitud y censura, con razón: su falta de verdadero espíritu militar, a pesar de lo cual arroja sobre Hidalgo la responsabilidad de los desastres sufridos en el Monte de las Cruces y en Calderón; censura que hubiera pretendido sostener una batalla decisiva en Guanajuato, cuando su posición era militarmente indefendible. Una prueba más de su genio militar la dio en esta marcha hacia el norte, cuyos fines precisos, como consta en la historia, Hidalgo siempre ignoró. Es de suponerse, y así se dijo después, que se trataba de buscar contacto y ayuda de los norteamericanos; pero hay quienes sospechan que se trataba de una fuga de los jefes militares, algunos de los cuales (como Abasolo) se hallaban decepcionados de una lucha que era superior a sus fuerzas.

Mientras el licenciado Ignacio López Rayón regresa al sur y Mo-relos se levanta como un genio militar, Allende marcha al norte con tal descuido, llevando mucha impedimenta, y con tan pocas pre-cauciones militares, que el mismo don Francisco Bulnes ha podido observar que cualquiera, sabiendo que aquella partida de hombres conducía 5 000 000 de pesos, se sentiría tentado a iniciar una con-trarrevolución para apoderarse del tesoro.

Terror y desaliento había en aquellos hombres que marchaban bajo el mando de Allende y sólo los chistes y bromas del licenciado Juan Aldama los reanimaba. “Se hacían poesías sobre la marcha”, dice un testigo, “y se observaba el horizonte para suspirar por los parientes lejanos”. Tal era el espíritu que Allende, militar, infundía a la columna que mandaba, a fin de obtener éxito en la lucha que has-ta entonces, por las torpezas de Hidalgo, según se decía, no se había alcanzado. Durante la travesía, el cura Hidalgo conservó su genio chancista, pues fray Gregorio de la Concepción Melero y Piña cuenta que al llegar a un rancho llamado El Álamo, donde se ampararon por

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la lluvia, hizo una broma festiva al hábito del carmelita.1 A pesar de las molestias del viaje y de las inconsecuencias de Allende; quizá convencido de ser el verdadero culpable de las derrotas sufridas por el ejército insurgente marchaba Hidalgo sin protestar. En Matehuala, Allende dejó el mando del ejército a Arias y a Iriarte y se fue a Sal-tillo, ciudad a la que diez días después entró aquella parte de la co-lumna militar en que marchaba el Padre de la Patria. Ahora no se le hicieron ningunos honores, ni ninguna recepción, mientras Allende y Mariano Jiménez eran aclamados. El 14 de marzo de 1811 Hidalgo ya no asistió a la junta en que se decidió continuar la marcha hacia la frontera para hacerse de pertrechos y regresar con ellos al sur.

Finalmente, después de preparativos que omitiremos, Elizondo se apoderó de todos los insurgentes que marchaban al norte; la cap-tura fue preparada con tal minuciosidad que hasta se calculó el nú-mero de lazos que habían de comprarse para amarrar a los que se aprehendieran.

Cuando, seguido por Elizondo, Hidalgo llegó hasta donde estaba el realista don Tomás Flores, a quien acompañaba su hijo Vicente, iba montado en un caballo negro, “caminando con garbo a son de marcha” con el mismo porte que usó en los años mejores de su vida, puesto que había sido siempre hombre conocedor de las faenas del campo y aman-te de las suertes que los jinetes mexicanos realizan sobre el caballo.

Hidalgo pronto cumpliría 58 años; pero aún siendo de estatura me-diana, cargado de espaldas y algo caída la cabeza sobre el pecho, era vigoroso, por más de su calvicie y las canas, así como su lentitud en los movimientos le dieran apariencia de un hombre decrépito, como algu-nos han pretendido presentarlo de buena o de mala fe. Hasta el final de su vida fue un hombre resuelto. Una prueba de su presencia de ánimo la dio en aquel último instante de libertad, pues al ser requerido para que no siguiera adelante llevando armas intentó sacar una de sus pisto-las, cosa que impidió Vicente Flores cogiéndole la mano al tiempo que

1 Durante la travesía, según el testimonio de fray Gregorio de la Concepción, Hidalgo conservó su genio alegre de manera que, cuando la caravana se detuvo en el rancho mencionado, le dijo: “mira qué hermoso estás, pareces borrego cuatezón”, haciendo alusión a la capa blanca y a la gordura del carmelita.

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2 Se repartieron los prisioneros en diversos edificios. El relato que hace de estos acontecimientos el doctor De la Fuente es distinto al que reproduce el señor Castillo Ledón, quien con mejores documentos afirma que el herrero se llamaba Marcos Marchand y su ayudante Pioquinto Rodríguez.

le decía: “si piensa usted hacer armas estará perdido porque la tropa hará fuego y acabará con ustedes”. Es bueno advertir que sólo Hidalgo y los artilleros de la columna pretendieron, por última vez, resistir a los realistas.

La captura de Hidalgo y de sus compañeros, preparada con mucha minuciosidad por Elizondo, se facilitó por la imprevisión militar de Allende que por todo el camino, desde Zacatecas, vino con tanta displicencia y descuido que más parecía conducir una caravana de gentes en tiempo de paz, que una columna militar en un país en guerra. Hubo tanta imprevisión, como han dicho los historiadores, que por no haber enviado una columna que explorara el camino a Baján no se descubrieron los preparativos de Elizondo, quien había fingido en Saltillo cierta condescendencia con los insurgentes, aun-que obedecía las órdenes del intendente Nemesio Salcedo. Carece de importancia para el fin que nos hemos propuesto cada uno de los detalles de la captura que han sido publicados recientemente en el Boletín del Archivo General de la Nación, sólo diremos que el 22 de marzo de 1811 Hidalgo, con todos los capturados, entró a Monclova custodiado por las tropas de Elizondo; fue atendido por la hija de don Diego Montemayor, que le llevó alimentos especialmente prepara-dos. El doctor José María de la Fuente conservó el relato de su “com-padre” Benito Goribar que conoció el herrero don Nicolás Mascorro y Ponce, al que obligaron a ponerle los grilletes a Hidalgo “sintiendo cada martillazo como si se lo dieran en el alma”. Ya remachados los grilletes hubo que llevar a Hidalgo cargado hasta el hospital de Monclova, donde fue encerrado con otros muchos prisioneros.2

Con los grilletes que todos los liberadores han llevado, pero sin per-der su presencia de ánimo, Hidalgo fue llevado, el 26 de marzo (junto con los principales caudillos que habían iniciado en Dolores la lucha de Independencia) a Chihuahua. En total eran 26 los reos conducidos por el teniente coronel Manuel Salcedo, hijo de don Nemesio, gober-

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nador a la sazón de la provincia de Texas, que no fue benigno con ninguno de los prisioneros.

Casi después de un mes de haber salido de Monclova, los prisione-ros, sufriendo hambre, frío y malos tratos de parte de Salcedo, llegaron a Chihuahua el 23 de abril de 1811, ciudad en la que se había hecho circular las prevenciones dictadas por don Nemesio Salcedo para que nadie expresara compasión ni proporcionara el menor consuelo a los cautivos. Don Nemesio Salcedo injurió en sus disposiciones de ma-nera especial al cura Hidalgo, que como ya hemos visto desde 1791, por relevante y tenaz personalidad, comenzó a ser perseguido, sin que las amenazas continuas ora de la Inquisición, ora del juzgado de capellanías o bien del cabildo de la catedral de Valladolid, lograran quebrantar la entereza de alma o desviar la atención de este hombre excelso, que sólo conoció el bienestar en breves periodos de su vida.

Salcedo decía:

De un momento a otro vais a ver en medio de vosotros, como reo, al mismo acaso que temisteis como tirano feroz, rodeado de ladrones y forajidos destrozando vuestros bienes, saqueando y profanando vues-tros templos, atropellando la honestidad de vuestras esposas y de vues-tras hijas, armando al padre contra el hijo, al hijo contra el padre, al marido contra la mujer, a la mujer contra el marido, al vasallo contra el vasallo, rompiendo vínculos sagrados que nos unen a Dios, al rey y a la patria; trastornando, en fin y confundiendo todo el orden social, todo lo divino y lo humano.

Eso era el monstruo Hidalgo, cuya vida, pocos días después, iba a cerrarse y a descender con la misma grandiosidad con que desciende en las extensas llanuras de Chihuahua el atardecer majestuoso de julio.

La muerte, como la persecución, es para los hombres el crisol donde templan sus almas. Ante ellas los débiles huyen y los cobardes se muestran tal como son. Allende descubre en las declaraciones que se le toman algo que hasta esos momentos habían ignorado los insurgentes de to-das las provincias. “Había pretendido envenenar al Cura, desde Gua-dalajara, molesto porque ya no tomaba en consideración el nombre

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

3 En la historia de México frecuentemente han aparecido hombres como Allende. Esperan la ayuda del extranjero y sueñan con ella; pero desprecian el valor del propio pueblo mexicano. La política “bonapartista” de exportar la revolución, además de ser ineficaz, como lo demostró el caso de España, es el recurso de ciertas capas de la población que deseando un cambio no están dispuestas a luchar para lograrlo y esperan que de fuera venga el remedio.

de Fernando VII y por otros males que deseaba cortar”. Declara sus ambiciones y que se aprovechó de una junta para que se le depusiese el mando, recayendo en el declarante por acuerdo unánime de los mis-mos oficiales. Se empequeñece diciendo que firmó las credenciales de Ortiz de Letona, pero que lo hizo sin haberlas leído,

sino que el licenciado Rayón le dio de palabra un resumen de su conteni-do, y notó que no convenía con los principios de su empresa, lo que hizo presente a Rayón y éste le contestó que así convenía que fuese, porque los Estados Unidos tenían jurado auxiliar a todos los pueblos que intentasen su independencia, con lo que se resolvió a prestar su firma 3.

Agrega este militar, a quien tanto preocupaban los errores del Pa-dre de la Patria, que “reconoce que Hidalgo y los demás que firmaron dichos documentos especialmente Rayón abusaron de su buena fe”. ¡Pobre Hidalgo! Solamente la plebe nunca se intimidaba ni negaba su nombre ante los pelotones de ejecución de los realistas. Las horcas que se levantaron en cada árbol, principalmente en el valle de Toluca y en el Bajío, no oyeron jamás que los humildes indios mártires lloraran o se desdijeran del amor a la patria mexicana, que con el cura Hidalgo a la cabeza ellos estaban ayudando a construir.

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RMuerte del héroe

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1 El padre Cuevas ha probado que un sacerdote católico bien puede, en determinadas circunstancias, tomar parte en una revolución cuando se trate de defender los intereses de la patria. Entonces no es ilícito empuñar las armas. Absuelve a Hidalgo del cargo que le hacen los que él llama “aúlicos de sotana”.2 Hidalgo manifestó que el número de ejecutados en Guadalajara era como de 350. Alamán dice que 1 000. Bustamante más de 700. El ingenuo señor Zárate en México a través de los siglos, manifiesta: “Pero el mayor o menor número de víctimas no cambia la enormidad del atentado, ni desvanece siquiera en el segundo caso la mancha de sangre que cayó en esas noches nefandas sobre la bandera de la patria. Fue buena, noble y santa la causa de la Independencia y no necesitaba para su victoria crímenes que no podemos disimular y defender”. ¡El candor de nuestros liberales del pasado nos obliga a recordar, a falta de otra cosa mejor, una precisa definición de Hegel: lo que es racional es real y lo que es real es necesario! La historia no es una lucha entre el bien y el mal, ni entre los buenos y los malos. ¡Es otra cosa muy diferente!

El 7 de Mayo se inició la causa de Hidalgo, quien fue llamado ante don Miguel Abella, juez comisionado, para que declarara. Hidalgo, como to-dos lo reconocen, se condujo como convenía al hombre más digno de entre los que iniciaron el movimiento de Independencia. Se portó co-mo un verdadero jefe. “A nadie culpó de sus actos, dice Castillo Ledón, a nadie delató”. Confirmó que su pensamiento había sido lograr la inde-pendencia de la nación porque lo consideraba útil y benéfico.

Expresó que había sido muy fácil propagar el movimiento porque todos los pueblos le seguían “y así no tuvieron más que enviar comisio-nados por todas partes, los cuales hacían prosélitos a millares por donde quiera que iban”.

Afirmó haber dado libertad a los presos, aún a los acusados de críme-nes atroces, y haber autorizado el saqueo de los bienes de los españoles, sin que hubiera tiempo de atender a escrúpulos de conciencia.1 Con-fesó ser el jefe de la revolución y haber levantado ejércitos, fabricado armas, cañones, acuñado monedas, nombrado jefes y oficiales, dirigido manifiestos a la nación y enviado a los Estados Unidos a Ortiz de Letona como agente diplomático, y valientemente expresó que las ejecuciones de Valladolid y Guadalajara no habían tenido otro motivo que su con-descendencia con los deseos de los indios y de la canalla.2 Defendió el derecho que tuvo para convertirse en juez del rey y de las ventajas que

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3 Las minucias que relatan los autores sobre los últimos instantes de Hidalgo son bien conocidas; por eso las omitimos.

ofrecería la independencia; pero negó haber utilizado el púlpito o con-fesionario para propagar sus ideas políticas. Por respeto al ministerio sacerdotal de que estaba investido, manifestó no haber vuelto a decir misa ni a ejercer ninguno de los actos del sacerdocio por considerarse inhábil. Negó haber tenido contacto con Bonaparte y por consiguiente no haber sido nunca agente de ninguna potencia extranjera, como fre-cuentemente se ha dicho después de los revolucionarios mexicanos.

Se ha dicho que Hidalgo se retractó de toda su conducta anterior condenando su participación en la lucha de Independencia. El padre Cuevas, al que suponemos investido de autoridad en cierto sector de la opinión pública que juzga mal los actos de Hidalgo, ha dicho:

El peor enemigo del Cura Hidalgo serían las propias retractaciones que se dice haber hecho estando en capilla ¿quién ha visto el original de esas retractaciones? Estamos todavía en el terreno de las copias y en las co-pias caben muchas interpelaciones. El documento consta de dos partes, o mejor dicho, versa de dos materias: los pecados y ofensas de Dios N. S. que Hidalgo había emitido durante toda su vida, y en este sentido sí creemos que su arrepentimiento fue sincero y que murió como buen ca-tólico, apostólico, romano, con derecho a una cruz sobre su tumba y a un asiento en el cielo… Pero que la pieza documental, tal como aparece esa obra de Hidalgo, en la parte que se refiere a la Independencia, no creemos que sea aceptable ni por el estilo, que no era el suyo y diferente de la primera parte, ni por las circunstancias extrínsecas que en aque-llos momentos le rodearon.3

Por otra parte el canónigo doctor José de San Martín, contemporáneo de Hidalgo y muy al tanto de lo que se había hecho para hacer verosímil la supuesta retractación de Hidalgo, asienta estas palabras: “Estas retractacio-nes hechas en artículo de muerte han sido uno de los embustes de los ga-chupines para dar crédito a su partido. Han fingido muchas veces y puesto en boca de nuestros héroes declamaciones y protestas de arrepentimiento, que jamás han sido capaces de concebir”. “La que se atribuye a Hidalgo se sabe cuál es la oficina en que se forjó”. “El comandante Salcedo hizo que se

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

imprimiera a nombre de su compadre el magistral de Durango, don José de Iturribarría, como testigo ocular, cuando este canónigo Iturribarría estaba a cuarenta leguas del lugar en que murió nuestro primer Jefe”.4

No obstante lo anterior, se hizo aparecer en aquel entonces que el 18 de mayo de 1811 Hidalgo firmaba un manifiesto, ratificado después según se decía, ante la presencia del canónigo lectoral de Durango y del bachiller Mariano Urrutia, pidiendo a los insurgentes volvieran a la obediencia del rey. ¡Cuántas veces los descendientes de los realistas, en años posteriores, han vuelto a recurrir a la falsificación de docu-mentos para enlodar la memoria de los patriotas!

Hidalgo demostró, antes de morir, ser un católico ferviente y un sacerdote culto, pues el alegato que envió a la Inquisición rechazando los cargos de apostasía y de herejía que se le hicieron, comprueban que estaba muy enterado de la teología, de las doctrinas bíblicas, del derecho canónico y de la historia eclesiástica. No era un cura ignorante, como lo afirmaron después sus detractores. Negó haber despreciado los grados universitarios; pero manifestó haber dicho “que si en México se hicieran los actos literarios como en la Sorbona, por lo menos habrían menos doctores”.

Hidalgo, como reiteradamente lo hemos repetido y como se despren-de de su propia actuación, nunca dejó de ser católico ni hubo necesidad de que se apartara de su religión; pero demostró que no hay incompa-tibilidad en ser un consecuente defensor del pueblo, un revolucionario y un creyente sincero, pues no negaba sus intenciones respecto a la independencia de la nación. Afirmó y probó haber entendido la diferen-cia de su doble carácter enseñando con el ejemplo la separación de la Iglesia de los problemas políticos por eso manifestó “no haber predicado jamás error alguno contra la fe, ni faltado en cosa alguna a esta virtud”. En los últimos tiempos el padre don Mariano Cuevas, de la Compañía de Jesús, ha demostrado la falta de justificación con que obró el Tribunal de la Santa Inquisición que así se hizo reo de haber condenado a un hombre religioso por el único delito de pretender, con toda su sangre y con toda su vida, la dicha y la felicidad de los mexicanos.

4 Juan Hernández y Dávalos, Colección de documentos, t. IV, núm. 531, p. 403.

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De acuerdo con lo que disponía la Ley de Partidas número 10, título 23, de la recopilación de Castilla, se sugería que arrastraran a Hidalgo, “lo ahorcaran y que se le hiciera todo lo que a un traidor al rey se debería hacer”. El feroz Nemesio Salcedo sugería piadosamente: “en cuanto al género de muerte a que se le haya de destinar… estoy convencido de que la más afrentosa que pudiera escojitarse, aún no satisfaría competentemente la venganza pública: que él es delincuente atrocísimo, que asombran sus enormes maldades; y que es difícil que nazca monstruo igual a él”. El licenciado Bracho pedía se le hiciera cuartos atándolo a potros para que, despedazado su cuerpo, expiara los crímenes cometidos.5

Para que se cumplieran los deseos cristianos del católico Nemesio Salcedo, el 29 de julio de 1811, Hidalgo se arrodillaba ante el canónigo doctor Valentín Fernández de Durango para ser degradado y para que se le quitara la dignidad sacerdotal, de acuerdo con el conmovedor ritual de la Iglesia. Se dice que Morelos lloró cuando le raían las manos y la coronilla a fin de quitarle la potestad que con las órdenes sacer-dotales le habían conferido; Hidalgo en cambio, permaneció sereno. Tal vez pensaba como Galileo: a pesar de todo se mueve. A pesar de tanta befa y de tanta humillación la patria estaba en pie y lograría la libertad y la independencia por la que había dado aquel cura humilde y excelso todo cuanto tenía.

Sólo quienes hayan entrevisto cuánto amaba la vida, con todos sus atributos, podrán comprender cuán grande era el heroísmo de aquel hombre que ahora podría marchar al paredón y recibir las balas que harían inmortales su recuerdo y su memoria.

Cuando alguno describe la muerte de Hidalgo o cuando se repiten todos los detalles que la rodearon, necesariamente se anublan los ojos considerando que aquel hombre anciano, alegre, vivaz, estudioso y ena-morado de la vida, entregaba todo cuanto tenía en aras de la dicha y feli-cidad futura de los mexicanos.

Hidalgo salió al patíbulo, dicen los historiadores, con paso firme, con la misma entereza que demostró cuando estaba en capilla, y como

5 Op. cit., t. II, p. 88.

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no tuvo noticia de que se había dado orden de que no se le tirara a la cabeza, temiendo padecer mucho al tiempo de salir, poniéndose la mano sobre el corazón, les dijo a los soldados: “Aquí hijitos, mi ma-no os servirá de blanco”.

“Parecía que no se le llevaba al fin de su vida”, dice el teniente Ar-mendáriz que mandó el pelotón de ejecución, admirando la entereza con que hablaba.

A las siete de la mañana del martes 30 de julio de 1811, en medio del mayor silencio, sólo turbado por el rozar de los pies de los soldados del pelotón de ejecución, fue llevado Hidalgo, el padre de nuestra patria mexicana, al banquillo en que habría de sentarse para esperar las balas sobre su cuerpo.

Sobre el muro derecho del hospital en donde había estado preso recar-gó su espalda, sentado en el banquillo al que fue atado con dos portafusiles y con una venda en los ojos contra el palo, teniendo el crucifijo en ambas manos y la cara al frente de la tropa “que distaba de dos pasos a tres de fondo y a cuatro de frente”, con arreglo a lo que previno el teniente Armen-dáriz, cuyo relato seguimos.

Se le hizo fuego. Tres de las balas de la primera descarga le dieron en el vientre y una en el brazo que le quebró, el dolor lo hizo torcerse un poco el cuerpo por lo que se le safó la venda de la cabeza y nos clavó aquellos hermosos ojos que tenía. Se hizo descargar la segunda fila, que le dio toda en el vientre, estando prevenidos que le apuntasen en el corazón: poco extremo hizo, si se le rodaron dos lágrimas muy gruesas; aún se mantenía sin siquiera desmerecer en nada aquella hermosa vista por lo que le hizo fuego la tercera fila, que volvió a errar no sacando más fruto que haberle hecho pedazos el vientre y la espalda, quizá sería porque los soldados temblaban como unos azogados; en este caso tan apretado y lastimoso, hice que dos soldados le dispararan poniendo la boca de los cañones sobre el corazón, y fue con lo que consiguió el fin.

Pero los ojos verdes del padre Hidalgo, del Padre de la Patria, no se ha-bían cerrado a la noche de México. Avizoraban el porvenir y su hermoso rostro iba a alumbrar muchas noches oscuras de los mexicanos, princi-palmente de los siervos de la tierra y de los indios a quienes ha envuelto

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su voz amorosa y dulce en la tibia palabra de sus “hijos”, de sus “amados americanos”, de sus “hijitos”.

Aún los huesos descarnados del padre Hidalgo, cortada la cabeza de su tronco, parece que repiten una voz, una esperanza, una profecía que otro hombre iluminado de otro pueblo distante al nuestro repitió en el cadalso: “He vivido por la alegría; por la alegría he ido al combate. Por la alegría muero. ¡Que no asocie, jamás mi nombre a la tristeza!”.6

¡Padre Hidalgo: en la sonrisa de los indios, cuando florezca; en las voces de los niños cuando digan tu nombre; en el esfuerzo de la nación que lucha por hacerse hogar magnífico de cuantos en ella hemos vivido, sufrido y esperado; en los sueños gloriosos de los muchachos y mucha-chas de México; en el ruido de las máquinas que edificarán algún día la dicha y en el silencioso germinar de las semillas, que han de dar a tus hijos pan y dicha, estará tu nombre que no puede perderse, porque tú eres el ejemplo de quienes luchan por la vida, por la dicha, por el pan y por la independencia de tus hijos los mexicanos!

6 Reportaje al pie de la horca. Julius Fucick.(Periodista Checo fusilado por los nazis en Praga en 1943).

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Reflexiones finales

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1 Humboldt expresa que de la cantidad de 45 500 000 pesos, 27 500 000 iban a dar a Asia por el comercio con Levante, por el Cabo de Buena Esperanza y por Kamchatka y Toblosk. Solamente 18 000 000 de oro y plata de América quedaban en Europa. De esta cantidad deberían descontarse el oro y la plata que se perdían en las refundiciones y en la extraordinaria subdivisión de la joyería, así como la que se empleaba en vajilla, galones y dorados. Necker creyó haber calculado antes de 1789 en 4 000 000 de pesos lo que se empleaba anualmente en plata labrada, galones y tejidos bordados fabricados en Francia. En contraste con lo anterior las minas de Europa y Siberia sólo producían cerca de 4 000 000 de pesos anualmente.

El oro y la Plata que encontraron los españoles en América (en lugar de las especies que buscaban), los cuales fueron su fuerza principal por varios siglos, acabaron, por fin, de corroer las entrañas del régimen feu-dal europeo al sustituir las relaciones naturales por las relaciones del dinero. El oro, símbolo del nacimiento de la burguesía mercantil, pro-vocó un cambio tan asombroso que Shakespeare pudo decir:

Comenzó el reino del dinero contante

Un puñado de oro bastaría,

Para hacer que lo negro fuera blanco

Bello lo horrible, lo perverso justo

Noble lo infame; alto lo bajo.

Lo cobarde valiente, lo caduco joven…

Sí, este enclavo amarillo… del leproso

Hace amable el blancor…

tiMón de atenas

España, que extraía anualmente de las minas de América cuaren-ta y cinco millones quinientos mil pesos, no pudo ni supo conservar esa riqueza. El lujo de sus clases privilegiadas (nobleza y alto clero) se sostenía principalmente con el derroche de inmensas cantidades del oro y la plata extraídos de las minas.1 No tenía España necesidad de promover el progreso de sus industrias artesanales, pues contaba

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con el oro suficiente para comprar cuanto le hacía falta. Inglaterra, sin colonias donde proveerse de metales preciosos, desarrolló un comer-cio de los paños de lana. La demanda de estos paños obligó a los te-rratenientes a extender las praderas a costa de las tierras dedicadas al cultivo de productos alimenticios, apareciendo así las “cercas” que perjudicaban a los labradores pobres, para quienes el antiguo sistema de campo abierto era una cosa indispensable. La necesidad de criar ovejas para producir lana, indispensable para la manufactura de paños, llevó a los lores a obtener del parlamento una reforma agraria que sirvió para despojar a los campesinos de las mejores tierras, dándoles en cam-bio tierras malas e impropias para la cría de ovejas.

Al mismo tiempo la afluencia del dinero en las ciudades aumentó la demanda de productos agrícolas y los lores pudieron ocupar a los antiguos campesinos individuales, despojados de las tierras, en calidad de peones. El campesinado se dirigió a las ciudades para convertirse en mano de obra barata para la naciente industria. La aglomeración de campesinos sin tierra en las ciudades inglesas aumentó a su vez el mercado interior de las manufacturas, lo que permitió un aumento de producción y una capitalización mayor pues el dinero adquirido se que-daba dentro de la propia Inglaterra. El ascenso industrial inglés vino porque fue posible disponer de un buen mercado interior y por tener abundante mano de obra. Sin embargo, como la demanda era mayor que la producción de la industria artesanal y el comercio (principal-mente de telas, pues proporcionaba buenas utilidades), pronto el inglés Kay inventó la lanzadera volante para aumentar el rendimiento de los telares. Los inventos en la industria textil y el avance en la técnica de la producción barata de artículos manufacturados (lo que agregado al hecho de disponer de una flota mercante numerosa) la convirtió en la nación proveedora de mercancías. De esta manera pudo acumular oro y plata que, a causa del monopolio que España tenía establecido en las colonias, era necesario adquirir por el comercio de contrabando, no sin que éste se convirtiera con mucha frecuencia en piratería.

El crecimiento de otras naciones europeas como Holanda y Fran-cia produjo efectos desastrosos en el poderío español que al finalizar

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

el siglo XVI, en 1588, entró en franca decadencia por la derrota de la Armada Invencible.

Al progresar Inglaterra y otros países, por el comercio y el desarro-llo industrial, aparecieron en el mundo ciertas ideas que provenían de las clases que se iban haciendo poderosas, que ya no eran los señores feudales, sino burgueses. Así nació el libro de Juan Bautista Say, La ri­queza de las naciones, que defiende, entre otras ideas, el libre cambio y la supresión de los monopolios que ahogaban o limitaban la expansión comercial de Inglaterra.

En Francia aparecieron también los más brillantes ideólogos de la nueva clase social llamada burguesía, reclamando un acercamiento con Inglaterra y la adopción de medidas de orden político que hicieran parecido el gobierno de Francia al de Inglaterra. Montesquieu, en El espíritu de las leyes, pensaba que la libertad política era conveniente; pero que únicamente podría lograrse cuando el poder del monarca se restringiera tal como se había hecho en Inglaterra, después de la caída de Jacobo II y bajo el reino de Guillermo de Orange. Montesquieu pro-pugnaba la separación de los poderes en legislativo, ejecutivo y judicial. Voltaire, otro ideólogo de la clase social nueva, como Montesquieu, no era partidario de que las clases inferiores fueran tomadas en cuenta pa-ra gobernar, porque siempre la masa se muestra burda y torpe, “bueyes que no tienen necesidad del yugo, de gañán y de qué comer”.

Juan Jacobo Rosseau predicaba la igualdad original de los hombres y se mostraba partidario de las masas populares. Dos sacerdotes, el padre Moulier y el padre Morelly, se muestran partidarios de la igual-dad de los hombres que deben poseer en común todos los bienes y las riquezas de las tierras. Todos los habitantes de la ciudad o de la parro-quia deben formar una sola familia, deben vivir juntos usufructuando los mismos víveres, tener buenos vestidos, habitación, todo conve-nientemente igual. Morelly proponía la desaparición de la propiedad privada y el sostenimiento de modo equitativo y que el trabajo de los ciudadanos sea socialmente útil. La Enciclopedia de las ciencias, ar­tes y oficios, a la cabeza de la cual se pusieron Diderot, D’Alembert, Holbach, Helvetius y otros, se propuso popularizar las nuevas ideas.

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Junto con las ideas científicas de la enciclopedia difundió críticas a los defectos del régimen feudal.

De la misma manera que se hacía el comercio con España, celosa y encerrada en su fortaleza insular y cuidando a sus colonias como a vírgenes que los malvados quisieran violar, así también se hacía el con-trabando, de ideas y de cultura. Miles de libros venían a Nueva España de contrabando como antes ya dijimos; pero aún sin eso, la reflexión y los conocimientos de los sabios de la antigüedad como Aristóteles, Hei-necio, Grocio y Pufendorff llevaban a los intelectuales a meditaciones importantes sobre el origen de la autoridad, como las que conocemos del padre Francisco Javier Alegre de la compañía de Jesús y otros que escribieron sobre este tema.

Signo de los tiempos nuevos y del crecimiento económico del mundo fueron la aparición de la República Democrática de los Estados Unidos de Norteamérica y la Revolución Francesa, que provocaron en la inte-lectualidad, principalmente en la que había estudiado teología, una gran inquietud por el examen de los viejos principios que comenzaban a reci-bir embates muy graves. La inquietud por averiguar la esencia del mal, como se dijo, los llevaba a entrar en discusión de los principios supues-tamente eternos de la religión. Esta discusión era el germen de la crítica de lo terrenal. “La crítica del cielo se trocó en la crítica de la tierra y la crítica de la religión en la crítica del derecho y la crítica de la teología en la crítica de la política”. Este fue el camino de don Miguel Hidalgo.

Se ha dicho que el resentimiento personal, el odio, movió a los in-surgentes a rebelarse contra el poder del monarca español, pero lo que acontece es que se toma el efecto por la causa. Tal sucede al insigne don Francisco Bulnes cuando señala el odio de los de abajo contra los de arriba como el motor de nuestros principales hechos históricos. Es que el hombre aspira a tener lo que le falta o a conservar lo que tiene; en la lucha por sus ideales encuentra obstáculos de toda índole y el afán para que desaparezcan lo llena de energía y desesperación, y aun de odio cuando tiene gran urgencia de satisfacer sus aspiraciones. El odio en las masas de campesinos indígenas, mestizos y criollos que siguieron a Hidalgo, era el efecto; pero no la causa de su lucha.

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Hidalgo • Nueva vida del héroe

El lujo de las clases privilegiadas del Virreinato era, por otra parte, un estímulo en los de abajo para desear lo que les hacía falta y luchar por ello, ya que siendo todos hijos del mismo Dios, sólo por nacer en la península unos lo tenían todo. El privilegio de la minoría exacerbaba las aspiraciones que todo ser humano tiene para vestir, comer y des-cansar. La lucha por la independencia nacional era un medio para lograr la satisfacción de todos los que por una u otra causa están insatisfechos. Los insatisfechos, siendo la mayoría, para obtener el disfrute común de las riquezas de su territorio deberían unirse y asociarse a fin de vencer a los privilegiados, que siendo la minoría, necesitaban recurrir al engaño y utilizar la religión como instrumento de dominación política. Por eso Hidalgo decía: son católicos por política; pero su dios es el dinero.

El resentimiento nacional nació de la agudización de las contradiccio-nes sociales dentro del régimen feudal y colonial; de la insatisfacción y de la generalización de la tiranía sobre la mayoría de los que vivían en el territorio común de Nueva España, que se iba formando como una comunidad peculiar, rompió las ataduras. En el camino que el pue-blo recorría se encontró con dos clases de hombres: aquellos a quienes nada importaba la comunidad social naciente y otros en quienes este sentimiento era exaltado. Estos fueron, particularmente los intelec-tuales, casi todos miembros del clero mediano y pobre. Hidalgo fue el más esclarecido de los hombres de Nueva España, cuyo sentimiento nacional lo llevó a promover, con otros, la primera radical transforma-ción que hubo en nuestro país. Sin embargo, conociendo a Voltaire lo superaba en el amor a las masas inferiores sin las cuales no quiso andar ni un solo tramo del camino que recorrió.

Fue, pues, Hidalgo hijo de su tiempo; pero también del tiempo que habrá de venir. En su amor al pueblo, a las clases inferiores, tuvo mu-chos antepasados; no sólo en el mundo sino a una Nueva España. Ellos fueron Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga, fray Margil de Jesús y algunos misioneros; con su vida y su muerte demostró que la Iglesia en México era una institución que como tal estaba al servicio de los privilegiados del Virreinato y de la monarquía española, pues de otra manera los organismos superiores de ella no lo hubieran condenado y

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perseguido, sino apoyado y elevado. Él descorrió el velo de la realidad y enseñó que había en la Iglesia intereses terrenales, puesto que muchos de sus hombres, con el pretexto de defender a Dios y de servir a la religión, servían a los opresores.

Siendo la religión una interpretación del mundo material, hubo quienes pretendieron usar el poder religioso para el bien del pueblo mexicano y otros que lo usaron para defender el privilegio y mantener el atraso y la miseria de la gran mayoría. Hidalgo utilizó su carácter sacerdotal para mejor servir al pueblo. Podría decirse que fue, como pocos, por encima de las condenaciones, injurias y anatemas que se lanzaron, plenamente sacerdote.

Alamán, conservador, “industrial con mentalidad feudal”, como lo ha llamado alguno de sus biógrafos, se identifica con el doctor José María Luis Mora y con Lorenzo de Zavala en su menosprecio aristocrático para Hidalgo. Hoy sobreviven enemigos del Padre de la Patria con las características de aquellos historiadores y sociólogos mexicanos. Hidalgo sigue levantando tormentas. Las levantará más en la medida que nuestro país luche y se esfuerce por consolidar su independencia y por convertirse en una nación moderna.

La bandera de Hidalgo, independencia nacional y buen gobierno, si-gue siendo una bandera actual para los mexicanos. El método, la táctica para conquistar ambas cosas, es el mismo aconsejado por el padre Hi-dalgo: unión de todos los mexicanos, sin que ninguno utilice la religión como arma política para mantener el atraso del país.

B I B L I O G R A F Í A

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Í N D I C E

R

P R E S E N TA C I Ó N

9

C A P Í T U L O I

El mundo en que nació el héroe13

C A P Í T U L O I I

La enseñanza de los jesuitas21

C A P Í T U L O I I I

Iglesia o mar o casa real29

C A P Í T U L O I V

Maduración intelectual37

C A P Í T U L O V

El magisterio de Hidalgo45

C A P Í T U L O V I

Cura de aldea53

C A P Í T U L O V I I

El crisol de la persecución61

C A P Í T U L O V I I I

La parroquia de Dolores69

C A P Í T U L O I X

Una estrategia y una táctica77

C A P Í T U L O X

En los preludios de la Independencia85

C A P Í T U L O X I

El grito de la Independencia91

C A P Í T U L O X I I

Del pueblo de Dolores a Guanajuato101

C A P Í T U L O X I I I

De Valladolid a Toluca111

C A P Í T U L O X I V

El Monte de las Cruces y regreso al Bajío121

C A P Í T U L O X V

La supresión de la esclavitud y la reforma agraria129

C A P Í T U L O X V I

Allende contra Hidalgo139

C A P Í T U L O X V I I

Camino a la derrota147

C A P Í T U L O X V I I I

Muerte del héroe155

C A P Í T U L O X I X

Reflexiones finales163

B I B L I O G R A F Í A

171

Hidalgo . Nueva vida del héroe, de Gus-

tavo G. Velázquez, se terminó de impri-

mir en el mes de noviembre de 2007.

La edición consta de tres mil ejem-

plares y estuvo al cuidado de María

del Carmen Rivero Quinto, Ernesto

Jiménez Hernández y Nora Cecilia

Pérez Ramírez. Concepto editorial:

Erika Lucero Estrada y Hugo Ortíz.

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