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Carolina en el País de las Estaciones Luis Ramoneda Molins

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Carolina en el País de las Estaciones

Luis Ramoneda Molins

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Isla del Mediodía, 15 de noviembre de 19..

Queridos Elena y Juan:

La invitación a vuestra boda, en primavera, me hacolmado de gozo, a pesar de que era una noticia queesperaba desde hace algún tiempo, por el contenido devuestras cartas más recientes.

Han transcurrido casi veinte años después de aque-llos doce inolvidables meses de estancia en casa de laabuela y del tío Daniel en vuestro País de las Estaciones.Comprenderéis, por lo tanto, que esté ansiosa por vol-ver, para estar con vosotros, para acompañar a la abuelay al tío; para recorrer, con mi cuaderno verde, queguardo como un tesoro, tantos parajes que me cautiva-ron…; pero, sobre todo, para charlar apaciblemente de loque quedó apenas esbozado en nuestras cartas.

Durante las últimas semanas, a raíz del anuncio devuestro casamiento, después de darle muchas vueltas y de

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Prólogo

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sopesar pros y contras, me he lanzado a escribir –por lasnoches, al regresar de la biblioteca– mis recuerdos deaquel año compartido con vosotros, porque me haparecido que sería el mejor regalo que podía ofreceros, lamejor prueba de mi amistad y de mi agradecimiento avosotros y a unas tierras tan distintas de las mías, en lasque aprendí mucho. Anoche, conseguí terminar minarración.

Voy tachando con impaciencia en el calendario losdías que faltan para el viaje. Mientras tanto, os remitomis cuartillas y mis besos.

Carolina

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Mi padre era el farero de la Isla del Mediodía;la isla es un retal de tierra zurcido al océano,poblado por los verdores perpetuos de arbo-

ledas tropicales y ribeteado por la arena blanca de susplayas. En la cima del farallón que domina la Isla,estaba nuestra casa, junto al faro.

Desde tiempos remotos, los habitantes de la Isla delMediodía eran pescadores en su mayoría, pero, cuandonací, muchos habían dejado barcas y redes para aten-der a los turistas, que visitaban la Isla en número cre-ciente año tras año. Hoteles, apartamentos y un puertodeportivo transformaron la apacible fisonomía pes-quera del lugar. No obstante, el viejo faro ha permanecidoindiferente a las novedades y sigue alumbrando lasnoches con su linterna infatigable: la misma que acom-pañaba mis sueños infantiles.

Recientemente, algunas cosas han cambiado: mihermano Andrés es el farero desde que papá murió, yyo me trasladé con mamá a una casa de nuestrapequeña capital, cerca del mar, para dirigir la única

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1La Isla del Mediodía

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biblioteca de la isla. Los gemelos están estudiando enuna universidad del continente.

Como ya he dicho, mi padre, como antes mi abuelo,mi bisabuelo y mis tatarabuelos, que reposan en elcementerio blanco de la colina del oeste, era el farero.En cambio, mi madre había nacido lejos, en el País delas Estaciones. Vino a la Isla como ayudante de unoscientíficos que estudiaban la fauna marina de la zona yya no regresó a su tierra, porque se enamoró del jovenfarero y se casaron a los ocho meses de su llegada. Nací unaño después de la boda; y mi hermano Andrés, cuandocumplí dos años.

Vivíamos felices en la Isla del Mediodía. Mi hermano yyo bajábamos todos los días a la escuela, jugábamos conlos demás niños en la playa o en el puerto y, de vez encuando, papá nos llevaba a pescar. A mí, me encantabacontemplar el oleaje desde el faro, cuidar de las gallinasque teníamos en un corral, hacer figuras en la arena yleer los libros que me prestaba la maestra o que meregalaban mis padres.

A veces, mamá nos hablaba del País de las Estacio-nes. Me resultaba incomprensible que no tuviera mar niplayas e imaginaba que sería un lugar sombrío y triste.En el comedor de nuestra casa, había una foto de laabuela María y del tío Daniel, que vivían allá, y sólohabían estado en nuestra Isla cuando mis padres secasaron. El abuelo Tomás había fallecido cuando mimadre era una niña, de tuberculosis, oí decir en casa.En el comedor, había un retrato suyo en tono sepia.De vez en cuando, la abuela y el tío nos escribían, y mihermano y yo les enviábamos algunos dibujos con las

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cartas de nuestra madre. Vivíamos felices en la Isla delMediodía.

Hasta que, una tarde de agosto, pocos días despuésde haber cumplido once años, mi padre me pidió quelo acompañara. Bajamos hacia la caleta que cae debajodel faro, adonde teníamos amarrada la barca. Penséque iríamos a pescar como otras veces, pero, al llegar ala playa, nos sentamos en las rocas, mi padre encendiósu pipa y me dijo:

–Carolina, ya vas siendo mayor... Quiero que sepasque dentro de unos meses vas a tener otro hermano.Esto supondrá mucho trabajo para mamá. ¿Te alegra lanoticia?

–¡Mucho, papá!, ¿cómo se va a llamar?–Todabía no lo hemos pensado.Después de una pausa para avivar el rescoldo de la

pipa, prosiguió: –El médico ha dicho que no conviene que mamá se

fatigue, que tendrá que guardar reposo. Ella y yohemos pensado que te vayas el próximo curso con laabuela y con el tío, para que mamá tenga menos que-haceres y así tu hermanito nazca sano.

Hasta ese instante, nunca había pensado en la oca-sión en que tendría que dejar nuestra Isla. Mi padreañadió, después de permanecer un rato en silencio:

–Será sólo por unos meses. En el pueblo de laabuela, irás al colegio y habrá niñas y niños de tu edadcon los que podrás jugar. Quizá te cueste un poco alprincipio, pero estoy seguro de que te adaptarás ense-guida. En la vida, hija, muchas veces hay que tomardecisiones costosas por el bien de los demás, pero lo

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harás por mamá y por tus hermanos, ¿verdad?–, y medio un par de besos.

Mientras regresábamos al faro, pensé en las palabrasde mi padre y me asaltaron numerosas dudas. Por lanoche, tardé en dormirme, porque consideraba lasnoticias de la tarde... Desde las rendijas de mi ventana,distinguí los rítmicos lametones del faro durantemuchos minutos y me pareció imposible que no exis-tiera el mar en el lejano país de mi madre.

Tenía ante mí una misteriosa página en blanco, ¿conqué trazos se llenaría? Sólo el tiempo respondería a estapregunta que me quitaba el sueño. Hasta muy entrada lanoche, oí el vaivén de las olas en el acantilado, aquelrumor que normalmente me acunaba y me adormecía.

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Los días que siguieron a aquella tarde de agostofueron extraños y difíciles. Mi vida había cam-biado de repente. La perspectiva de separarme de

mis padres, de mis amigas, de nuestra Isla me inquie-taba y a ratos me desasosegaba bastante. Para una niña deonce años, que era la edad que tenía entonces, un añoparece un periodo de tiempo casi eterno. Sentía unpoco de miedo ante tanta novedad, pero no me atrevía acontárselo a nadie. Por un lado, me disgustaba que losmayores decidieran por mí, pero mis padres eran muybuenos, siempre me habían querido y se habían vol-cado conmigo y con mi hermano, ¿merecían acaso quelos desobedeciera? También pensaba a menudo en laspalabras, entonces enigmáticas para mí, sobre la opi-nión del médico e imaginaba que, si me oponía a losplanes de mis padres, mamá se pondría muy enferma,la criatura no nacería bien, y yo sería la culpable.

No hablé con nadie de mis zozobras, ni siquiera conmamá. Más tardé, comprendí que había sido un errorpor mi parte, aunque ella se daba cuenta de que lo

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2Las dudas

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estaba pasando mal, porque, una mañana en que baja-mos las dos desde el faro a la ciudad para realizar unascompras, trató de ayudarme a que me sincerara conella y de darme ánimos hablándome de la abuela, deltío y del País de las Estaciones. Me contó con bastantedetalle que, cuando tenía poco más o menos mi edad,tuvo que dejar el pueblo y trasladarse a un internado deuna ciudad lejana para seguir estudiando. Me dijo quele costó mucho adaptarse a aquel ambiente tan ajeno alde su casa, pero que si no hubiera estudiado y no lohubiera pasado mal como en aquellos años de su infan-cia y juventud, probablemente nunca habría conocidoa papá ni nos hubiera tenido a Andrés y a mí.

Lo cierto es que, al aproximarse la fecha de la par-tida, el agobio aumentaba y no tenía ganas de hacernada. Prefería no salir con mis amigas, para no tenerque explicarles lo que me sucedía y me pasaba muchosratos contemplando el mar desde la magnífica atalayadel faro, como si intentara detener el tiempo. Pero eldía de mi marcha al País de las Estaciones llegó irremedia-blemente…

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Los acontecimientos se sucedieron con rapidez:me despedí de la maestra y de mis compañeras ycompañeros y ayudé a mamá a preparar mi equi-

paje. Aquella tarde de principios de septiembre, baja-mos al puerto. Yo estaba muy inquieta, porque teníaun nudo en la garganta, pero no quería que mi pena senotara. Sin embargo, a pesar de mis esfuerzos, al besara mamá y a mi hermano, no pude contener las lágri-mas, y la despedida fue breve para no empeorar lasituación. Mi padre y yo tomamos el transbordadorque nos llevaría al continente. En el muelle, quedabanmamá y Andrés, que agitaban sus brazos mientras sussiluetas se empequeñecían y se agigantaban los perfiles dela Isla. Al divisar el faro en la cima, sentí un escalofrío,porque me separaba de mi tierra y de los míos por pri-mera vez. Al salir del puerto, sonó la sirena del barco; lamisma sirena que había escuchado tantas veces desdela escuela o desde los muelles, sin alterarme. En cam-bio, qué distinta sonó entonces en mar abierto, ya quesignificaba para mí el comienzo de un futuro lleno de

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3El viaje

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interrogantes. Recuerdo que apreté mi mano en la demi padre en busca de una protección que se estaba des-vaneciendo.

Permanecimos en cubierta contemplando nuestraisla cada vez más lejana y anónima, como un bultitooscuro en el horizonte.

–¡Mira! –grité de repente, mientras señalaba unpunto distante, con el índice de mi mano derecha.

Papá se había dado también cuenta de que nuestrofaro lanzaba sus primeros destellos. Oscurecía y labruma difuminaba la silueta de la Isla, semejante a unsolitario búfalo dormido en una interminable pradera.En aquel instante, sentí mucho miedo y pedí a mipadre que me dejara regresar con él a casa al díasiguiente. Papá trató de convencerme durante un buenrato de que aquella decisión, que a ellos les había cos-tado mucho tomar, era la más conveniente para todos.Después, permanecimos inmóviles hasta que dejaronde verse los destellos del faro.

A la mañana siguiente, atracamos en el continente.El paisaje se parecía al de la Isla del Mediodía, aunquemás amplio, pero me resultaba raro y novedoso, sobretodo cuando llegamos al centro de la ciudad, con tan-tos escaparates, tantas luces, tantos edificios altísimos;con el trajín de vehículos y de transeúntes, y con elruido, que me alejaban aún más de nuestra Isla. Al verpor primera vez un semáforo, pensé en el faro y me pre-gunté por la razón de aquellas luces intermitentes lejos delmar.

Papá me llevó al zoológico de la ciudad. Había ani-males muy extraños y otros que había visto en un libro de

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la escuela. Sentí cierta pena por ellos, tan aherrojados, ypensé que las gaviotas de nuestros acantilados y lostucanes y las cacatúas del palmeral eran mucho másdichosos, e incluso las gallinas y los polluelos y Chitón, elperro que teníamos en casa.

Después de comer, un autobús nos llevó al aero-puerto. Había visto pasar muchos aviones por el cielode la Isla del Mediodía, pero jamás imaginé que fuerantan grandes ni que un día subiría a uno de aquellospajarracos de alas inmóviles. La nueva despedida no fuemucho mejor que la de la tarde anterior, porque, ade-más, señalaba la hora de la verdad, en que me quedaríasola. Como me había sucedido en los últimos días,volví a pensar que la vida, a veces, resultaba muy difícil deentender, aunque los mayores repitieran que había queser fuerte. A pesar de que volví a sentir miedo, no meatreví a pedir de nuevo a mi padre que me llevara con élde vuelta a la Isla.

Papá me dejó al cuidado de una chica, uniformadade azul, que no hacía más que sonreír y que me aseguróque no debía preocuparme por nada, porque se ocupa-ría de mí hasta el encuentro con la abuela en el País delas Estaciones. Para convencerme, me dio un caramelode fresa y dudé de su sonrisa y de sus amables prome-sas, porque aborrezco los caramelos de fresa, pero mipadre ya no estaba y no había nada que hacer. Laalarma aumentó cuando la azafata me ató al asiento,pero me tranquilicé al ver que lo hacían también losdemás viajeros.

El avión despegó; a mis pies, la ciudad parecía dejuguete y pensé que ser pájaro debía de resultar muy

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divertido. La azafata me trajo una cena muy rara,envuelta en celofán como los caramelos, y me dio unalmohadón. Me sentía agotada y no tardé en dor-mirme. Soñé que estaba aún en la Isla del Mediodía.

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