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Carlos Ramírez (Oaxaca, 1951), periodista y escritor, licenciado en periodismo, maestro en ciencia

política, director del Diario Digital Indicador Político y El Mollete Literario. Autor de la columna

Indicador Político desde 1990, investigador universitario. Sus últimos libros son Obama, La

Comuna de Oaxaca y El regreso del PRI (y de Carlos Salinas de Gortari).

Archivo Carlos Ramírez © Grupo de Editores del Estado de México

© Centro de estudios Políticos y de Seguridad Nacional, S.C.

© Indicador Político

Una edición del Centro de Estudios Políticos y de Seguridad Nacional, S.C., presidente y

director general: Mtro. Carlos Ramírez.

Derechos Reservados, México, 2018.

http://indicadorpolitico.mx

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La máscara de John Le Carré

Carlos Ramírez

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ÍndiceLa literatura que surgió del frio ...................................................................... 6

I .................................................................................................................. 6

II ................................................................................................................. 9

III .............................................................................................................. 13

Hasta aquí el texto de mi conferencia. ........................................................ 15

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El oficio de Kafka

Cuadernillo de Carlos Ramírez

La máscara de John Le Carré (Febrero 28, 2016)

Hace unas pocas semanas, por alguna razón, quizás acomodando libros, me

pregunté qué había ocurrido con el escritor inglés John Le Carré; a lo mejor por la nueva versión cinematográfica de su novela El Topo o por la película sobre su novela

El hombre más buscado. El caso es que busqué en internet y no encontré nada… por el momento. Ayer me tope con una nota que anunciaba la aparición, en

septiembre de 2016, de su libro de memorias Volar en círculos o The pigeon tunnel (el túnel de la paloma, en traducción literal). En la sección Kindle de Amazon vendieron por adelantado la obra que circuló el 10 de septiembre de ese año. El

libro sobre sí mismo cumplirá sus cincuenta y cinco años como escritor, a partir de su primera novela publicada en 1961: Llamada para el muerto.

Le Carré fue de mis primeras lecturas que extendieron mi seguimiento de la novela policiaca. Como siempre, no le entré de manera cronológica sino por interés.

Como primer acercamiento tuve El Topo, allá a finales de los años setenta, no demasiado lejos de su aparición en 1974. Hasta entonces había agotado mi interés

por la literatura de espionaje de las colecciones de best sellers, más en busca de películas que como aportación literaria. Recuerdo de entonces, por ejemplo, las de

Irving Wallace, bien escritas pero sin tramas literarias complejas. Así, Le Carré fue mi primera lectura seria de literatura de espionaje y luego, por recomendación de

Federico Campbell, busqué los antecedentes del género en Eric Ambler y su La máscara de Dimitrios de 1939.

En febrero de 1982 llegué a sentirme experto en el tema y por invitación de mi amigo el poeta Marco Antonio Campos –entonces en el proyecto Punto de Partida

de la UNAM– di una conferencia sobre la literatura de espionaje en la ENEP Acatlán.

El texto fue el siguiente:

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Laliteraturaquesurgiódelfrio

I

Cuando Anastasio Somoza gobernaba todavía Nicaragua, mi revista me envió a una

misión secreta: viajar a Costa Rica, lograr ciertos contactos, viajar a Managua y entrevistar a dirigentes del Frente Sandinista de Liberación Nacional. El viaje resulto

bien, todo cuanto planeábamos se logró. Y en Managua, que se encontraba en plena guerra civil y Somoza caería un año después. Los contactos me encontraron en la

noche, a través del cristal de un restaurante de hamburguesas. Después de varios rodeos por esa ciudad oscura y semidestruida por un terremoto, me taparon los ojos

con vendas y lentes oscuros y me llevaron a las afueras de la ciudad. Terminada la

entrevista, retorné al hotel. Tuve que pasar dos días en tensión y temor hasta que salí de Managua. Escondí las cintas grabadas y los papeles y manifiestos políticos de

los guerrilleros entre mi equipaje y en el jardín del hotel. Al salir de Managua en uno de los aviones cuya empresa era propiedad de Somoza, un suspiro de consuelo se

disolvió en un vaso de whisky. Años más tarde viaje a Libia a entrevistar a personajes del gobierno. Libia

estaba, entonces en una guerra abierta contra Estados Unidos pues la VI Flota norteamericana había derribado dos aviones libios en aguas mediterráneas

propiedad del país árabe. Llegar y salir de Libia fue fácil, aunque lo difícil lo constituyó ese ambiente de guerra y de sospechas mutuas que había en Trípoli:

ambiente pesado, lleno de premoniciones. En el hotel, situado en la bahía mercante y militar, se escuchaba todo el día y toda la noche la salida y retorno de aviones de

combate; desde la terraza de las azoteas se alcanzaba a ver todas las mañanas las llegadas y salidas de submarinos militares. En las calles, el visitante era mirado con

recelo y había más desconfianza hacia aquellos turistas que portaban cámaras fotográficas. Se necesitaba un permiso especial para imprimir placas, con la

prohibición absoluta de fotografiar complejos militares. Al salir de Trípoli, ya en

territorio europeo, los desconocidos que sabían que uno había estado varias

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semanas en Libia lo miraban con desconfianza, como a un espía o un agente libio.

Al fin y al cabo hasta el hermano de un presidente de Estados Unidos había servido como agente libio en la misma Casa Blanca, a cambio de cientos de miles de dólares.

Estas estampas ilustran dos hechos que, a mi juicio, conforman ese género literario conocido como novela de espionaje: primero, una situación internacional

caracterizada por hechos de guerra, que pueden se fríos, tibios o calientes, además de un choque de carácter ideológico entre dos sistemas diferentes. Segunda, la

sensación que da el hecho de que, en el fondo, todos somos espías, todos tenemos una cierta carga de emoción por la aventura que nos hacen sentir, a veces, los

cosquilleos del espionaje. En ambos casos, el estado de ánimo del lector y el contexto de unas relaciones internacionales en tensión, precisan el ámbito de acción

de una temática literaria que no se reduce solamente a la presencia de un secreto

que descubrir y transmitir al enemigo, sino que se extiende en un verdadero juego de apreciaciones y especulaciones político-militares. El juego se complementa con

una esencia: recobrar y recrear, a través de la literatura, una realidad específica. El espionaje es tan viejo como la literatura, así como la realidad tiene la misma

edad que la creación literaria. Aunque es difícil precisar el origen del espionaje y por tanto el género literario específico, puede señalarse que el espionaje nació con la

Humanidad. Nada más fácil que indicar que con el mundo nacieron tres personajes, puntos de partida de la realidad que vivimos y origen de la sociedad: un progresista,

un reaccionario y un espía. Antes Mata Hari, James Bond y los adustos topos ingleses, hubo espías que –con seguridad– propiciaron cambios en la historia del

mundo. Si Xavier Domingo1 habla de la muerte de Abel en manos de Caín como un hecho policiaco, plagado de celos y de conflictos entre terratenientes, ¿no podría ser

cierto que Caín mato a Abel para conseguir ciertos secretos que servirían a otras tribus? El hecho de que Abel fue el bueno de la familia y que los padres de ambos

hayan sido fundadores de una dinastía –Adán y Eva– constituía hechos y secretos que mucho valían.

1 El dossier Caín, por Xavier Domingo, revista Gimlet No.9, noviembre de 1981, Barcelona, España.

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No puede ocultarse que la novela de espionaje surgió como una expresión

concreta de la realidad, tal vez más que ningún otro género literario. Hablar de espionaje nos remite inmediatamente a un esquema preciso: dos fuerzas en choque,

un secreto que interesa a cualquiera de las dos partes o a las dos partes por igual, una lucha, a veces sorda y a veces abierta, por conseguirlo. Si en un principio las

guerras fueron por cuestiones de honor, de expansionismo y de pulsación de fuerzas, hoy el belicismo tiene un tufo a ideologías, a sistemas. En ambos casos, el

espía resultó ser una pieza imprescindible en el coctel. En rigor, el espionaje como oficio surgió al mismo tiempo que las guerras. Una forma de ganar una guerra es,

siempre, adelantarse al enemigo y conocer sus planes; una forma de saber qué tiene y que piensa el enemigo es infiltrársele en sus tropas y conseguir información

secreta, pero de tal manera que los planes no cambien. Hay hechos históricos en

los que el espionaje resolvió problemas fundamentales. Recientemente, el periodista francés Jean Jacques Servan-Schreiber2 reveló que el Presidente Roosevelt conoció

anticipadamente –vía espías– el ataque japonés a Pearl Harbor, pero no hizo nada para impedirlo pues es ataque sería la justificación para que Estados Unidos entrara

de lleno en la Segunda Guerra Mundial y el propio Roosevelt rompiera su promesa en el sentido de que los hijos de América no irán a Europa.

Ha habido casos similares. Tal vez la Segunda Guerra Mundial marcó el reciclaje del oficio de espía. Si en la Primera Guerra surgieron espías importantes

que Graham Greene recopila en un libro fundamental para el espía3, la Segunda Guerra fue más importante porque el espionaje asumió un rango hasta de ministerio:

la CIA nació como una Oficina de Servicios Estratégicos (OSS en inglés), el Circus o M-16 de Inglaterra pasó a formar parte del organismo responsable de la política

exterior británica, los alemanes fundaron su servicio de inteligencia, los judíos vieron la necesidad de crear sus oficinas de espionaje, Francia actuó con el OAS en Argelia

y así sucesivamente. Al final, el espionaje llegó a ser parte fundamental del delicado

2 El desafío mundial, Jean Jacques Servan-Schriber, editorial Plaza Janés, 1980. 3 El libro de cabecera del espía, de Graham Greene y Hugh Greene, editorial Sur, Buenos

Aires, Argentina, Colección Índice, 1973.

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mecanismo de relojería que es la diplomacia. Y si Claussewits dijo que la política era

la continuación de la guerra por otros medios, el espionaje fue –y es– la expresión de la guerra por otros medios, nuevos y sofisticados. Desde entonces, la política

exterior se conforma, además de la política y del arsenal militar, con el espionaje. No es gratuito –por ejemplo– que ésta sea diseñada con el auxilio y la presencia

imprescindible de la Agencia Central de Inteligencia, cuyas solas siglas son, hoy día, el sinónimo más cercano al de espía: CIA.

II

La literatura no está hecha de arquetipos sino de realidades concretas que se recrean en la invención de la escritura. Por eso el mundo del espionaje es, por esencia, el

ámbito de la literatura. Al parejo de las relaciones internacionales en constante

tensión y en la magnitud de la inserción del espionaje en el sofisticado mundo de la diplomacia, la literatura fue conformando y modelando su propio género como una

expresión concreta de la realidad. Hay momentos, sin embargo, que realidad y ficción extravían sus fronteras. Tengo para mí, por ejemplo, que los dos mejores

libros de literatura de espionaje son los siguientes: Mis años en la Casa Blanca, de Henry Kissinger y La verdadera guerra de Richard Nixon. En ambos textos confluyen

las características de la novela de espionaje: secretos, choques internacionales, intervenciones extranjeras, lenguaje cifrado, esquemas específicos y temas

recurrentes. Aquí cabe una aclaración: el sólo auge del espionaje no trae consigo un boom

de la literatura de espionaje. La correspondencia no es mecánica sino, valga el término, dialéctica. Existe, como evidencia, la explosión de la novela bestseller que

reduce las características de la literatura de espionaje a un coctel burdo, elemental. Como toda la literatura, la de espionaje debe asumir, antes que nada, lo fundamental

de la creación artística: la invención de una realidad; es decir: la autonomía del texto de la realidad circundante, la ruptura de esa dependencia insolente que convierte a

las novelas y cuentos en insignificantes actas de la sesión anterior, presentadas al lector para su aprobación. Una novela de espionaje no se convierte en literatura por

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sola cita de conceptos como espía, CIA, KGB, secretos de Estado, entre otros. Si la

literatura es la reinterpretación estética de la realidad, la novela de espionaje es la presentación de un mundo autónomo del real, ya sea como desenvolvimiento del

existente o extensión del conocido, pero con ese toque mágico –llamémosle de algún modo– que el verdadero escritor debe dar a sus obras para que los conceptos

elementales del coctel del espionaje se conviertan en válidos por si mismos. La diferencia entre la literatura y la escritura de consignación es la misma que existe

entre la creación y las citas citables. Por eso es tan escasa la verdadera literatura de espionaje. Hay, en este

contexto, ciertas situaciones que conviene destacar. Entre ellas, una nota interesante: así como el carácter anglosajón y la violencia de la sociedad

norteamericana pudo engendrar y desarrollar con maestría la novela negra –como

en ningún otro país–, la novela de espionaje presenta sus mejores cartas en la flema inglesa. Dashiell Hammet, Raymond Chandler y Horace McCoy tienen su

correspondencia –por citar a los más importantes– Eric Ambler, John Le Carré, Graham Greene e Ian Fleming. La diferencia es cuestión de flema y realidad: la

novela negra responde a un contexto de violencia social, decadencia, lucha sorda por sobrevivir; la novela de espionaje actual se ubica en el contexto de un combate

ideológico sordo, frío, calculador, entre dos fuerzas políticas nacionales. Tal vez Estados Unidos esté más cerca de la ruptura social; Gran Bretaña, antiguo imperio

capitalista, parte fundamental del sistema de libre empresa, está a tres horas de la fuerza aérea de los países socialistas del Pacto de Varsovia.

De los cuatro escritores ingleses citados, tres de ellos hacen suficiente hincapié en este hecho. El cuarto, Eric Ambler, prefiere transitar oblicuamente por

estos parámetros, tocándolos apenas a vuelapluma. En sus dos mejores obras –La máscara de Dimitrios y No sigas mandando rosas–, Ambler (Londres, 1909) asume

el espionaje en un contexto de guerra militar –la primera– y guerra industrial –la segunda– para desarrollar con brillantez las características de la novela de espionaje:

la tensión, las claves, la complicidad e ingenuidad del lector. Ambler incursionó el

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tema con una novela que al final resultó frustrada: Doctor Frigo, cuyo argumento se

le escabulló por las ramas de la fácil denuncia de las dictaduras latinoamericanas. El repaso será incompleto. John Le Carré (David Cornwell, Poole, 1931),

profesor de literatura barroca, comprendió desde su verdadero nombre y desde su puesto en el servicio diplomático inglés las situaciones del mundo de las guerras

caliente, fría y tibia y abandonó su puesto de primer secretario cuando la fama le llegó con El espía que surgió del frío (1964). Desde su primera novela de espionaje

Llamada para el muerto (1961), Le Carré encontró una veta que ha ido explotando con madurez y oficio la mayoría de las veces, aunque en otras la fama y el tema

fácil le distraiga de sus posibilidades. Sin duda, sus mejores novelas son El espía que surgió del frío y El Topo (1974, con el título original en inglés de Candelero, sastre, soldado y espía), donde el escritor inglés crea un mundo paralelo al real, autónomo,

peo muy cercano al lector abrumado por la propaganda advertidora del avance del comunismo. Creador del personaje que encarna, en sí mismo, todo el mundo del

espionaje, Le Carré ha inventado al espía real, a un espía de carne y hueso. George Smiley, ratón del espionaje, de vientre prominente, cegatón, enamorado de su

esposa Ana y consciente de la ninfomanía de ella. Smiley ha llegado a ser tan autónomo de su autor y el mundo de Smiley ha llegado a ser tan real, que en la

revista española Cambio 164 se publicó una sensacional entrevista de Xavier Domingo con Smiley, no el personaje actuado como nunca por el actor inglés Alec

Guiness, sino con el espía Smiley de las novelas de Le Carré. A Le Carré hay que analizarlo mucho: por ejemplo, su trilogía de Smiley: El topo, El honorable colegial (1978) y La gente de Smiley (1980) refleja los complejos problemas de un escritor que pretende copiarse así mismo, al tiempo que refleja esa característica de la

novela de espionaje: responder a un contexto internacional preciso. Le Carré exhibe en su novela la decadencia de Inglaterra, el avance de Estados Unidos, la

preeminencia de la CIA en el mundo del espionaje, la distensión soviética y el peligro

4 Cambio 16, No. 514, 5 de octubre de 1981, Madrid, España.

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chino, al tiempo que en esas tres novelas repasa el enfrentamiento de los dos espías

más inteligentes y hábiles de la literatura: el inglés Smiley y el soviético Karla. Graham Greene (Berkhamsted, 1904) es un caso especial. Escritor del drama

humano de la vida difícil de vivir –al margen del existencialismo sartreano–, incursionó en la temática de espionaje por divertimiento. Entre obra y obra, Greene

se divertía narrando aventuras de espías. Pero eso no fue al principio y fueron divertimentos en comparación con El Americano impasible, (1955) El poder y la gloria (1940), Caminos sin ley (1938), entre otras. Entre sus divertimentos destacan

Nuestro hombre en La Habana (1959), El agente confidencial (1939). Pero Greene no pudo sostener los divertimentos. Sí en Nuestro hombre en la Habana se rio hasta

el cansancio con Mr. Wormold y su invención de una estación de espionaje en la capital cubana, inventando espías, cargos, informes, mapas y la famosísima “red del

caribe”, Greene decidió asumir finalmente la seriedad. El factor humano (1978) fue su reinicio en la literatura de espionaje, con un poco de reflexión filosófica que

posteriormente proyectaría con fuerza en la novela El doctor Fisher de Ginebra (1989). Para reiterar su confianza en lo que hacía, Greene publicó en 1973 un collage

de notas, recortes, investigaciones, recuerdos y reescrituras, todas bajo el título de El libro de cabecera del espía, auxiliado por Hugh Greene. Si el desapego inicial de

Greene hizo que pocos tomaran en serio su colección de espionaje, la relectura de sus divertimentos son una doble seriedad: literatura y realidad se dan la mano para

ofrecer a los lectores un mundo tan conocido como al mismo tiempo tan subrepticio.

Ian Fleming (Londres, 1908) fue conocido por la invención de un personaje cinematográfico: James Bond, cuya única encarnación válida ha sido Sean Connery.

De oficio espía, Fleming uso 007 –con permiso para matar– en el combate de siniestros personajes al servicio del comunismo internacional –Estados Unidos tenía

ya su Capitán América–. Sobre todo del soviético. La evolución cinematográfica de James Bond, fuera del control de Fleming, se desvió por la aventura, la conversión

del sorprendente inglés en el Superman de Occidente: fue la ideologización del 007. Sin embargo, Fleming tuvo su lugar en la literatura de espionaje, que nada tiene

que ver con Connery o con el ácido e infumable Roger Moore.

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III

La literatura de espionaje es eso y más. Es La cabeza de la hidra (1979), de Carlos

Fuentes. Es, también, El complot mongol (1969), de Rafael Bernal. México aporta, pues, su granito de arena. Hace meses, el mismo Carlos Fuentes desarrolló el

argumento de una novela medio de espionaje y medio de política internacional: cómo influyó México en la sucesión presidencial de 1980 en Estados Unidos. De éste

y de muchos otros modos, la novela de espionaje tiene posibilidades amplias, inscritas en la búsqueda de la expresión literaria de una realidad específica. Si el

ascenso de Reagan al poder representó un coqueteo de la realidad con los escritores de oportunidad, la literatura de espionaje atraviesa por una etapa de revisión y

búsqueda. El propio Le Carré ha declarado que Smiley ha pasado definitivamente a

gozar de una jubilación bien ganada, a pulso, después de que Circus lo mandó sacar de la tranquilidad del retiro para que descubriera a topos soviéticos incrustados en

los altos mandos del espionaje inglés. No obstante, el género sigue siendo generoso y enigmático. Dos hechos pueden ayudar a comprobarlo: por un lado, la forma en

que la literatura de espionaje ha influido –cosa ciertamente difícil– en la realidad del espionaje. En una operación mimética, el mundo real del espionaje comienza a

absorber lenguaje, conductas, situaciones y posibilidades de la literatura de espionaje: los informes y personajes dela CIA, de la KGB, del servicio israelí, del

espionaje libio y de otros países destilan un tufo a novelas de espionaje. Por otro lado, la realidad ofrece oportunidades reales a la ficción. En

septiembre de 1981, la revista Cambio 16 publicó un sensacional informe sobre los topos de verdad5: las historias de cuatro ingleses que espiaron durante la Segunda

Guerra Mundial y años después para los servicios de espionaje soviéticos. Guy Burggess, Mac Lean, Kim Philby y Anthony Blunt –este último con título de Sir–

fueron espías de la Unión Soviética en Inglaterra. El escándalo fue mayor cuando se supo que Sir Anthony Blunt, criticó de arte de la Reina Isabel II y del Palacio de

5 Cambio 16, No. 511, 14 de septiembre de 1981, Madrid, España.

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Buckingham, era también espía de la KGB. Philby, con la cobertura de corresponsal

del legendario periódico Times, de Londres, fue condecorado por el generalísimo Francisco Franco en 1938, por servicios y simpatías hacia el caudillo por la Gracia de

Dios; Philby era, entonces, espía de la URSS. El informe narra cómo la guerra de espías sacudió y continúa afectando la flema inglesa.

El tema de espionaje es infinito. La literatura es, por tanto, amplia en posibilidades. Hay dos hechos que ayudarán siempre: la complicidad del lector que

siempre anhelará correr alguna aventura de espías y la novedosa división social del mundo contemporáneo: toda sociedad tendrá siempre un progresista, un

reaccionario y un espía. Finalmente: creo que toda conferencia sobre temas y géneros de la literatura

queda incompleta si no hay buenos tips. En el caso de la literatura mexicana de

espionaje, Carlos Fuentes ha abierto una veta muy interesante: el petróleo mexicano, objetivo estratégico de potencias militares e industriales. Otro tip:

Fernando del Paso, en un artículo escrito en la revista Proceso, apunta apenas el descubrimiento de una red de espionaje enorme, tal vez de más importancia que las

legendarias OSS, CIA, KGB o la Orquesta Roja. Dice Del Paso que “en una entrevista por televisión, un exministro de la premier Margaret Thatcher reconoció la enorme

influencia política de la Iglesia Católica y señaló que el Vaticano constituye una fuente muy valiosa de información, gracias a su vastísima red de ‘inteligencia’, de la

cual todo sacerdote y todo católico ferviente, o casi todos, son o pueden ser agentes”6. No será, ni con mucho, la bonhomía del rechoncho Padre Brown,

personaje surgido del misticismo de Chesterton y de su complejo de culpa católico; podría ser, en todo caso, el descubrimiento de una vasta red de espionaje que tiene

en la literatura el campo de expresión más amplio. ¿Quién agarra el toro por los cuernos?

6 Proceso, No. 274, 1 de febrero de 1982, México.

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Hastaaquíeltextodemiconferencia.

El caso fue que en realidad mi autor preferido siempre ha sido Le Carré. Luego del

ciclo de George Smiley –Llamada para el muerto, más policiaca que de espionaje y aún sin Karla, el jefe de contraespionaje de Moscú, y las tres con este personaje: El Topo, El honorable colegial y La gente de Smiley– regresé a su primera novela de espionaje, una verdadera obra maestra: El espía que regresó del frío, de 1963,

donde por cierto tiene una fugaz aparición Smiley aunque sin ser protagónico. Con Smiley me ocurrió lo que a muchos: la figura literaria llega a tener tanta autonomía

que se vuelve valorativa por sí misma. Le Carré fue muy minucioso en dar datos de la personalidad, sus pasiones, sus fijaciones, que uno como lector le otorga

autonomía relativa respecto del autor. Pero donde las cosas llegaron a su punto

culminante fue en la serie de la televisión inglesa Tinker, tailor, soldier, spy, de 1979 –nombre original de El Topo– de seis episodios, donde el rol de Smiley lo desarrolló

sir Alec Guinnes para quedarse con la imagen literaria del personaje; el remake estadunidense del 2011 con Gary Oldman en el personaje de Smiley no estuvo a la

altura por ese defecto del cine de Hollywood de buscar el efecto, en tanto que la serie inglesa de la BBC cuidó el clima a veces anticlimático del mundo del espionaje.

El tema de Smiley me cautivó al grado de que estoy trabajando en una novela sobre el clima de espionaje en México en 1984-1985 que involucra a la CIA, el KGB

y el Stasi de Alemania comunista; el DF mexicano fue, en esos años, una especie del Berlín de la guerra fría. El personaje central es José Antonio Zorrilla Pérez,

director de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), involucrado en la protección oficial al narcotráfico y encarcelado por el asesinato del columnista Manuel Buendía.

Mi tesis es que Zorrilla fue a la cárcel no por el crimen del periodista sino porque traicionó a la CIA –la DFS era la subestación satélite de la CIA en el DF– y se echó

a los brazos del KGB y el Stasi. Inclusive, en 1984 y 1985 publiqué en el periódico El Día dos notas amplias para ese contexto: la operación del Consejo de Seguridad

Nacional de la Casa Blanca y un reportaje del The New York Times que acusó a

Zorrilla de vender secretos a los soviéticos. En esos años la CIA en México estaba

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desatada, sin controles, y bajo el mando directo del embajador John Gavin. El

periodista Bob Woodward le dedica un capítulo a México en su libro Las guerras secretas de la CIA. En mi novela le dedicó un capítulo –publicado hasta ahora como

relato autónomo– a Smiley en México, a donde llegó literariamente para indagar si efectivamente Zorrilla era un topo soviético. A ese grado ha llegado mi admiración

por Le Carré. La producción literaria de Le Carré gira en torno al espionaje en el contexto

de la guerra fría EE.UU.-URSS en el periodo del Muro de Berlín: 1961-1989. Como diplomático inglés en el área de servicios de inteligencia en el exterior de 1960 a

1964 le tocó vivir de cerca ese ambiente de tensiones a la orilla de la guerra termonuclear. Le Carré tiene un nombre verdadero que es David Cornwell y lo

cambió a John Le Carré seguramente por compromisos de confidencialidad como

diplomático. Este es uno de los temas personales de Le Carré que espero que aclare en sus memorias, porque a lo largo de su vida literaria ha desdeñado su papel como

diplomático de inteligencia acreditando misiones sin importancia. Sus novelas de la guerra fría terminaron con La casa Rusia en 1989, dejando

ver ya algunos indicios del clima de la perestroika de Gorbachov. A partir de entonces ha hecho esfuerzos literarios notables para mantener el ambiente del espionaje,

aunque ya sin esas contradicciones de arañar la tercera guerra mundial; su temática ha tenido que ver con guerras financieras, la explotación de Africa por las compañías

farmacéuticas, aunque todos sus personajes salieron de los servicios de inteligencia y espionaje. En 1996 Le Carré le rindió un homenaje a Graham Greene con la novela

El sastre de Panamá que es una reescritura de la novela Nuestro hombre en La Habana, de Greene. Pero si Greene es a veces denso por darle más peso moral a

sus personajes, Le Carré quiso construir personajes cómicos pero sin éxito. En El jardinero fiel explora más bien los sentimientos flemáticos de un diplomático inglés

con una activista con la que se casa y revela el mundo conflictivo de las farmacéuticas. El problema aquí ha sido que esas novelas han carecido del

deslumbramiento de las anteriores y las películas han opacado el trabajo literario al

explotar las anécdotas, sin duda porque ya no se entiende el espionaje sin guerra

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fría. La segunda propuesta de Tinker, tailor, soldier, spy en producción de Hollywood

no logró reactivar el interés literario en Le Carré; aunque hay tiradas de decenas de miles de ejemplares, el tema de espionaje ha pasado a segundo o tercer tema de

interés. De sus novelas posteriores a la guerra fría me encantó El hombre más

buscado; aunque la anécdota tiene como trasfondo la guerra en el medio oriente y sobre todo el terrorismo, en realidad se trata de una operación de inteligencia y sus

juegos secretos que le sientan bien al autor. Fuera del tema EE.UU.-URSS en 1983 le entró el asunto del terrorismo en el medio oriente con La chica del tambor, también una operación de inteligencia. En El hombre más buscado se narra la historia de un checheno que llega clandestino a Berlín y el agente de espionaje de

Le Carré lo usa para desarticular una estructura terrorista árabe que usaba

fundaciones caritativas para recoger dinero. Los personajes de Le Carré son espías abrumados por la burocracia y las

reglas, con el prototipo de Smiley como el agente minucioso, observador, analítico, frío como inglés clásico, con una vida personal inexistente o quebrada –su esposa le

es infiel sin límite–, interesado por la poesía antigua. El diplomático fiel que le gustaba sembrar flores, el pícaro que inventaba revoluciones para succionar fondos

secretos o el inexpresivo de El hombre más buscado que logra cuajar una operación de contrainteligencia muy exitosa pero termina siendo víctima de su ingenuidad y la

disputa entre servicios de inteligencia. En sus novelas Le Carré tiene una imagen negativa y desdeñosa de la CIA. Y tampoco es generoso con algunos de los

burócratas del servicio de inteligencia de Gran Bretaña. El esquema analítico de Le Carré no varía el enfoque ideológico de la guerra

fría: el comunismo y el socialismo son una amenaza contra la libertad. Parte del supuesto de que Occidente tiene la razón moral y la URSS encarna todos los males.

El contrapunto entre Karla, el jefe contraespionaje del KGB, respecto de Control, el jefe del espionaje británico, mantiene la confrontación maldad-bondad, el modelo

amigo-enemigo de Carl Schmitt. En El Topo Smiley descubre al espía infiltrado en el

espionaje inglés. Esta parte de las novelas de Le Carré tienen como punto de

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referencia el caso real de los espías ingleses que eran topos de la Unión Soviética,

sobre todo Kim Philby, el egresado de Cambridge, reclutado por el MI6 de Gran Bretaña, colocado en las guerras posteriores a la segunda como corresponsal y luego

empujado para escalar posiciones hasta llegar a ser el representante del espionaje ingles en los EE.UU. en camino a convertirse en el jefe máximo del espionaje inglés.

Cuando se descubrieron los primeros indicios de que había un topo en el espionaje occidental Philby huyó a la Unión Soviética como parte del grupo conocido como Los cinco de Cambridge e inclusive tuvieron su película. Lo malo fue que Philby contaminó al espionaje occidental y a él le acreditan el principio de la caída de James

Jesús Angleton –de madre mexicana, por cierto–, el temible jefe de operaciones clandestinas de la CIA que se dedicó en los sesenta y setenta a derrocar gobiernos;

Angleton, paradójicamente, era el enlace de la CIA con Philby y se dedicó a olisquear

por todas partes para descubrir topos soviéticos en la CIA cuando cuando menos un par de veces a la semana cenaba con Philby, el topo mayor del KGB en el espionaje

occidental. Philby y las revelaciones del periodista Seymour M. Hersh sobre las guerras sucias de la CIA condujeron a la caída de Angleton. Esta historia la cuenta

Robert Littell en su monumental historia novela de la CIA titulada The Company, realizada en tres partes para televisión.

En sus novelas hay, eso sí, un tono crítico de Le Carré pero no al espionaje sino a algunos de los excesos, pero sus personajes definen la necesidad de la

recopilación de información secreta. Aquí es donde encaja la formación de Le Carré como David Cornwell como oficial de inteligencia en la diplomacia inglesa. La

dominante personalidad de Smiley ofrece el perfil de un espía bueno, institucional, respetuoso de la ley, aunque decidido a violarla cuando sea necesario. Las críticas

de Le Carré al sistema político comunista –sin libertad, opresor, criminal– contrasta con las críticas más ligeras de Le Carré a los excesos del capitalismo.

La lucha Smiley-Karla es la confrontación del bien contra el mal; Karla carece de algún rasgo positivo, aunque quizá, en descargo, pueda tomar el hecho de que

tiene una hija que mantiene en secreto –oh sorpresa– en un colegio inglés. La lucha

Smiley-Karla que comenzó en El Topo se dirime en La gente de Smiley. En El Topo

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Le Carré cuenta cómo Smiley y Karla se encontraron en un tercer país cuando ambos

eran agentes de campo del espionaje de sus respectivas naciones: Karla había sido detenido en un aeropuerto, Smiley lo interrogó y le ofreció pasarse a Occidente pero

se encontró con una piedra soviética, imperturbable. Contó Smiley que al dejarlo en libertad, Karla se quedó con un encendedor de Smiley que le había regalado “con

amor” su infiel esposa Ann, y que Karla lo conservó hasta el final de sus días. Smiley es muy critico del comunismo soviético y tolerante con el capitalismo,

cuando a veces los excesos eran iguales en los dos sistemas. En todo caso, Le Carré logra personajes muy bien formados literariamente hablando: el librero Scott Blair

de La Casa Rusia, Charlie de La chica del tambor, Günther Bachmann de El hombre más buscado, el pícaro Andrew Osnard de El sastre de Panamá, Justin y Tessa

Quayle en El jardinero infiel, entre otros. El trasfondo del conflicto ideológico era

muy claro en las novelas 1964-1989, pero luego se perdió con la desaparición de la Unión Soviética; en el fondo, el KGB, el Comité de Seguridad del Estado soviético,

también tuvo vida propia como la CIA, y menos el MI6 –Military Intelligence Six, servicio de espionaje externo de Gran Bretaña–. En este sentido, los agentes de

espionaje aparecían como caballeros medievales de un rey que era una institución. Inevitable cruzar a Le Carré y Smiley con Ian Fleming y James Bond; los dos,

ciertamente, son ingleses y forman parte de la estructura de poder del reino. Smiley era del servicio de espionaje y Bond del servicio secreto de su Majestad. En las

novelas de Fleming aparace un Bond menos paródico y superficial que el llevado a la pantalla en las películas hasta antes de Daniel Craig. Fleming tuvo una vida corta

con 007 (falleció en 1964 y su primera novela Casino Royale la publicó en 1953). La primera película de Bond fue en 1963, una versión paródica de Casino Royale con

David Niven. Todas las novelas de Le Carré –con excepción de El sastre de Panamá– son serias y hasta trágicas. Los caminos de Le Carré y Fleming nunca se cruzaron.

En todo caso, el marco histórico de las novelas de Le Carré fue la guerra fría 1961-1989. Para entender el ánimo de Le Carré hay que reconocer que el escenario

territorial es diferente en América que en Europa: Berlín está localizado a 90

kilómetros de la frontera Polaca donde estaban estacionadas las tropas y tanques

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del Pacto de Varsovia, menos de los 360 kilómetros de La Habana a Miami. Por

tanto, la amenaza de una tercera guerra mundial era más viable que los juegos geopolíticos. A ello se agrega el hecho de que los servicios de inteligencia

prosoviéticos eran más activos y eficaces que los de los países europeos, a excepción del MI6 inglés y sus relaciones orgánicas con la CIA. Peor aún, Berlín estaba partido

entre la posición estadunidense-alemana y la soviética-alemana comunista; es decir, se podía cruzar caminando el famoso puente berlinés de Glienicke que unía a Berlín

con Potsdam y que era usado para intercambiar espías, por ejemplo el escenario de El espía que regresó del frío. La cercanía caminando entre la frontera ideológica de

la guerra fría obligó a Occidente a construir un sistema de espionaje para observar al enemigo. De ahí el interés del inglés Le Carré en sus novelas de espionaje desde

el punto de vista ideológico de Occidente. En todo caso, Le Carré fue muy crítico de

las luchas burocráticas en los servicios de inteligencia ingleses. Pero al final de cuentas, es bastante obvio el punto de vista inglés de las guerras de espionaje, sin

reflexionar literariamente en el hecho de que los soviéticos y sus satélites de Europa del Este se movían con los mismos resortes ideológicos y nacionales para defender

su modelo comunista. A pesar de la frialdad en la construcción de personajes y situaciones, Le Carré

no puede resolver este conflicto político en la línea de una literatura eminentemente ideológica. Si se puede o no, es cuestión del autor. En su novela El fantasma de Harlot el novelista Norman Mailer escribe lo que quiso ser la gran novela de la CIA a través de dos personajes, mentor y alumno, que construyen la CIA desde dentro

y sus principales aventuras en el exterior; el estilo literario de Mailer –más fogoso y dinámico que la flema de Le Carré– le permite ciertas licencias críticas, aunque en

otras partes no puede dejar de simpatizar con el papel estabilizador de la CIA en zonas calientes que hacen peligrar el american way of life. En ambos casos hay una

toma de posición o un punto de vista formal respecto a la realidad narrada. Quizá como ejercicio se debería ensayar la novela de dos personajes del espionaje

internacional de los sesenta y setenta: Kim Philby y su “traición” a Occidente aunque

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explicada como lealtad a sus ideas y James Jesús Angleton y su intolerancia

irracional. Por lo pronto, la aparición –no muy pronto pero ya con fecha fija– de las

memorias de Le Carré va a ayudar a explicar y a entender un autor que comenzó a publicar a los treinta años de edad y que a los ochenta y cinco entregará algunos de

las partes desconocida de su vida y desde luego se esperaría algunas explicaciones de sus novelas, temáticas y personajes. Como autor, Le Carré ha estado siempre

alejado de la parafernalia de personajes de la literatura, tiene poca vida social-literaria y pasa más tiempo en su casa a pocos kilómetros del Land's End del suroeste

de Inglaterra, “el fin del mundo, en un lugar llamado Tregiffian, que quiere decir algo así como ‘un refugio junto al mar’”, dice El País. Se niega a aceptar premios y

sólo aparece con contadas entrevistas en los escenarios de la publicación de sus

novelas. Eventualmente escribe artículos en diarios criticando los abusos de poder de los imperios, pero sin mantener ningún ritmo de compromiso real.

Inclasificable en su pensamiento, los personajes de Le Carré asumen enfoques morales sobre problemas ideológicos. Smiley, por ejemplo, ve al imperio

inglés –aun cuando tenía colonias– como una necesidad de la historia o cuando menos los asume como realmente existentes sin cuestionar a las monarquías

imperiales y coloniales. Como autor, Le Carré construye personajes con autonomía relativa del autor pero sin darles la independencia total; de haber sido así, Smiley se

hubiera derrumbado antes de desaparecer del escenario literario porque su debilidad de carácter, las traiciones de esposa y amigos y el desdén de su oficina –Circus– lo

hubieran sacado de circulación; quizás en este enfoque haya influido la forma en que sir Alec Guinness le dio figura física a un personaje literario y la manera en que

condicionó la personalidad del espía: regordete desgarbado, flemático, anticlimático; en la película El espía que regresó del frío el actor Rupert Davies mostró a un Smiley

gordo, de bigote, vulgar, sin personalidad, de relleno. Al final de las historias, Smiley logra salvar al imperio del oso soviético. Esta

frase de resumen puede ser considerada incluso como arbitraria y superficial,

ideológica y malintencionada, pero siempre muy ajustada a la imagen literaria y

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cinematográfica que reflejan los personajes sobresalientes de la ficción. En este

contexto, entonces, se esperaría que Le Carré pudiera si bien no explicar –los personajes literarios se deben defender solos– los perfiles ideológicos de Smiley y

algunos de los agentes de sus novelas, sí cuando menos aportar una explicación del creador de esos prototipos al momento de construir personajes. O cuando menos

aportar más elementos informativos de su vida en los tiempos de la redacción de sus novelas, para que los especialistas puedan llegar a algunas conclusiones.

Le Carré debe contar muchas cosas en sus memorias, aunque podría adelantarse que no habrá grandes revelaciones, al menos a partir de lo que se

conoce de su vida privada como escritor porque ha tenido una vida tranquila y sin sobresaltos. Y lo que se conoce de sus tiempos de trabajo en el área de inteligencia

dice que tampoco participó en conflictos serios. Si acaso, seria interesante que

contara a fondo si realmente tuvo incidentes de espionaje o su tarea en la diplomacia secreta de Gran Bretaña se redujo sólo a informes de inteligencia. El título de las

memorias no parece adelantar nada –volar en círculos o la paloma del túnel– quizá den alguna pista de su contenido: la vida de un escritor basada más en su

imaginación –y, claro, investigación de lugares y sucesos– y por la forma de mantener fuera de foco su vida privada tampoco auguran grandes revelaciones.

De todos modos, algo aportará, Y que quede, como servicio biográfico, la monumental investigación de Adam Sisman: John Le Carré. The biography, en la

que indaga muchos de los secretos de la vida de Le Carré y desde luego explora los personajes literarios y sus referentes reales.

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Esta es una edición del Centro de Estudios Políticos y Seguridad Nacional, S.C.

D.R. México, 2018.

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