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1 Fantástica Aventura en El Museo del Oro Mercedes Medina de Pacheco

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Fantástica Aventura en El Museo del Oro Mercedes Medina de Pacheco

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Fantástica Aventura en el Museo del Oro

Cerré el periódico, tomé el último sorbo de mi café y salí a cumplir la cita programada en el Museo

del Oro para las once y quince minutos de la mañana.

El tráfico estaba suave, llegué a tiempo y entregué el boleto a un atento recepcionista que me invitó a

seguir a la Sala de Exposiciones Transitorias.

Entré al gran salón cuya puerta de metal y de vidrio se cerró detrás de mí, y me di cuenta de que yo

estaba sola en ese recinto. Como por arte de magia, el espacio fue convirtiéndose en un lugar lleno

de misterio: olía a musgo húmedo, se escuchaba una música de viento suave, de algarabía de pájaros,

de correr de agua, de zumbido de insectos y de caer de hojas secas sobre el tapete vegetal del piso.

En medio de esta selva, las vitrinas de cristal de la exposición estaban envueltas en una penumbra que

hacía más brillantes los objetos de oro que relucían dentro de ellas.

De repente, en ese mundo mágico, yo misma me sentí extraña: comencé a achicarme hasta quedar

detenida en el aire como si fuera un insecto volador… Entonces resolví entregarme a vivir lo que el

anuncio leído esa mañana en el periódico, me había prometido: una “Fantástica Aventura en el Museo

del Oro”.

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A los pocos minutos de estar deliciosamente suspendida en el aire, escuché a mi derecha un sonido

que me atemorizó pero, al mirar hacia la vitrina de donde salía el amenazante rugido, vi que era una

máscara, una máscara de jaguar bellamente repujada en lámina de oro, con boca felina, ojos rasgados

y con la representación de una orla de serpientes coronando su cabeza.

Quedé estupefacta y en seguida escuché una resonante voz que decía:    

“Esta  es  una  pieza  de  Estilo  Calima,  es  llamada  la  “Máscara  de  Inzá”  porque  fue  

encontrada  en  una  tumba  precolombina  en  ese  Municipio  del  Cauca.  Los   indios  

paeces  de  la  región  tienen  esta  creencia  sobre  el  origen  de  su  pueblo:    

‘En   el   comienzo   de   los   tiempos   un   jaguar   que   había   sido   indio   pijao   raptó   una   niña   paez   con   quien  

engendró  al  Niño  Trueno,  antepasado  de  los  paeces’  ”.    

Qué  interesante  mito  –pensé-­‐  de  un  pueblo  que  se  siente  descendiente  del   jaguar,  como  algunos  otros  pueblos  

de  la  América  Precolombina  que  dejaron  plasmada  en  piedra,  en  arcilla  o  en  oro  la  boca  felina  de  su  antepasado  

mítico.  

 

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Continué   extasiada   atravesando   el  misterioso   espacio   y     poco   a   poco   empecé   a   escuchar,   entre  

murmullo  de  agua,    algo  que  parecían  ser   los  chasquidos  de  algún  animal:  me  detuve  y  vi  tras   los    

cristales  de  una    urna,   la   figura  de  un  dorado  caimancillo.  Al  parecer,  por   la  pequeña  argolla  que  

mostraba,     había   sido   un   colgante   de   pectoral;   su   armonioso   cuerpo   tenía   sobre   la   espalda   un  

encrespado   tejido   de   hilo   de   oro     fundido,   que   imitaba   la  

cresta  del  saurio.  

-­‐Quién   eres   tú,   le   pregunté.     Y   entre   chasquidos   escuché  

claramente  su  respuesta:  

-­‐“Soy     animal   del   agua   y  de   la   tierra,   vivo   a   la   orilla   de   las  

ciénagas   y   de   los   ríos.   Los   agricultores   que     habitaban   la  

hoya  media  del  río  Cauca,  como  otros  muchos  pueblos  precolombinos,  creían  que  mi  imagen  atraía  

mágicamente   la  humedad  necesaria  para  fertilizar   la  tierra  y  dar  vida  a  sus  cosechas.    Por  eso   los  

orfebres  de  aquella  región,  creadores  del  Estilo  Quimbaya,  me  fundieron  en  oro”.        

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Ávida de conocer otros animales en esta selva, seguí volando por entre la semi-penumbra; al cabo de

unos minutos escuché fuertes golpes en las paredes de una gran caja de cristal: comprendí que los

seres que allí se movían querían llamar mi atención y me dirigí a ellos.

Eran unos relucientes murciélagos recortados con trazos muy sencillos en láminas de oro: volaban a

ciegas, locamente, y al hacerlo se tropezaban los unos contra los otros.  

-“Sólo podemos ver en la oscuridad, -escuché que decían- por eso amamos la

noche, la noche llena de magia… somos símbolo del misterio… Para representarlo

nos elaboraron en Estilo Tolima quienes trabajaron el oro en la región del Tolima

y Huila.

Los antiguos orfebres del territorio colombiano –continúo explicando una clara voz-

plasmaron en oro los seres de la naturaleza, a veces con complicados adornos, a

veces con trazos sencillos, estilizados, como los murciélagos que estás viendo”.

Observé largo rato las estilizadas narigueras y pensé en los chamanes que debieron utilizarlas

colgadas del tabique nasal y cubriendo su boca, quizás para que a través del oro su palabra saliera

purificada.

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Proseguí mi vuelo. Más adelante escuché el graznido de un ave que me llevó a detenerme frente a

otra vitrina; allí lucía esplendorosa fundida en oro, una cabeza de águila coronada con hermosa cresta

de plumas formada por áureos hilos entorchados. La observé

cuidadosamente.

-¿Qué simbolizabas tú para la gente que te creó? -pregunté al águila-.

-“Soy el símbolo de las alturas aireadas que se contraponen a los suelos

inundados e inútiles para la agricultura.. Entre los pueblos que vivieron en los

valles del bajo Cauca, del Atrato y del Sinú, quien dirigía la comunidad llevaba

como remate de su bastón de mando mi figura, que también significaba poder,

ya que soy el ave que vuela por encima de todas las demás. Los orfebres de

aquellas regiones, creadores del Estilo Sinú, me fundieron en oro”.

-¡Qué extraño, -pensé-: los antiguos romanos llevaban también en sus estandartes la figura del Águila

como símbolo del imperio; los Hapsburgos de Austria y de España tomaron también al águila como su

insignia y la trajeron a la América Colonial en sus sellos y escudos; el de Bogotá aún ostenta su figura.

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Al continuar mi travesía escuché otro singular sonido: parecía como si estuvieran reventando miles de

burbujas de aire entre el agua. Quise indagar de qué se trataba y vi que dentro de un recinto de cristal

se agitaban algunos curiosos animales. Mirándolos detenidamente me di cuenta que eran seres

fantásticos, simbiosis de dos especies diferentes, como fueron en las mitologías antiguas las sirenas y

los centauros. Los que ahora yo estaba viendo tenían cuerpo de pez

y alas de ave.  

-“Nos concibió la imaginación fabulosa de los orfebres del Estilo Sinú, al igual que el águila que acabas de ver, reinamos en el aire y

en el agua, pero algunos ingenuos visitantes del Museo al vernos,

dicen que somos la representación de ovnis venidos de otros

mundos.”

Pensé con tristeza que frecuentemente se suele atribuir a los “extraterrestres” todo cuanto no creemos

que nuestros pueblos precolombinos de América hayan podido realizar y esto se debe al

desconocimiento y menosprecio que existe sobre ellos.

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Espantó mi tristeza un alegre crua… crua… que me puso en alerta: multitud de ranitas de oro

croaban dentro de su palacio de cristal; yo que siempre he sentido gran cariño por las ranas,

traspasé presurosa la urna para verlas más de cerca: fundidas en oro macizo, con una hermosa

trenza sobre la espalda, sentadas todas en la misma posición, eran las cuentas de un collar.

-“Crua... crua... -gritaban en coro-. Somos el símbolo de la abundancia y de la riqueza porque

vivimos donde hay humedad, y donde hay humedad hay fertilidad, y donde hay fertilidad crecen las

cosechas y se recogen opulentos frutos”.  

-Y continuaron: “Nos crearon todos los pueblos orfebres de lo que hoy es Colombia; pero los de la

bella región de la Sierra Nevada de Santa Marta nos fundieron en su estilo, el Estilo Tairona.”. La

sabia voz que tantas cosas explicaba allí, siguió dándome sus interpretaciones:

“La sensibilidad e imaginación con que los Tairona plasmaron la forma de los animales se debió al

amor que sentían por ellos y por la naturaleza en general. Nadie como estas gentes cuidó el medio

ambiente: construían sus casas y sus templos en los claros del bosque respetando los árboles y

sabían proteger de la erosión las terrazas de cultivo adosando a su contorno lajas de piedra que servían de contrafuerte”.

Y nosotros creemos que la ecología se creó hace apenas unas décadas…-pensé.

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Me sorprendió luego el sonido de inquietos aleteos dentro de otro recinto de cristal: muchas mariposas

doradas parecían querer escapar afanosamente del lugar en donde se encontraban:

estaban fundidas en fino oro y sus alas lucían generosamente adornadas. Eran

narigueras en forma de mariposas.

-¿Por qué intentan ustedes salir de su palacio? -les pregunté-

-“Porque simbolizamos el espíritu del hombre que encerrado en

su cuerpo quiere volar hacia el infinito -respondieron a una sola voz;- nosotras ya

hemos salido del capullo que tejió el gusano, para volar libremente por los aires.

Fuimos narigueras de los chamanes del pueblo Tairona y fundidas en su estilo, el

Estilo Tairona”.

Quedé largo rato como anonadada ante estas reflexiones.

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Minutos después miré hacia el lugar de donde salían unos finos, muy

finos silbidos y vi allí, en una vitrina, cómo danzaban en misteriosas

contorsiones, al son de las notas de una flauta dulce, dos serpientes de

oro.  

-Qué extrañas –pensé.

-“Fuimos símbolo -dijeron- de la Madre Bachué y de su hijo Lavaque, la pareja primigenia que engendró

a los indios Muiscas del Altiplano Cundi-Boyacense; ellos salieron de la Laguna de Iguaque como una

mujer y un niño; cuando éste creció los dos se unieron y poblaron el territorio; después se sumergieron

de nuevo entre la lagua en forma de serpientes; por eso nosotras, reptiles sagrados, fuimos para los

muiscas símbolos de sus primeros padres y objeto de veneración. Los orfebres de sus tierras nos

fundieron en su estilo: el Estilo Muisca.”

¡Hermoso mito de origen –reflexioné- y qué coherente con la geografía de las lagunas de la región del

Altiplano!

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Seguí recorriendo maravillada la penumbrosa selva, cuando escuché a mi derecha una algarabía de

animales y volé hacia la urna de donde salían agudos chillidos.  

Allí había monos de larga cola. Decoraban muchas orejeras

recortadas sobre lámina de oro fino; atravesé como un rayo la vitrina y

me sostuve en el aire frente a los simios.

-“Somos del sur montañoso del país -explicó uno de ellos-. Los

orfebres de la región nos fabricaron a su estilo, el Estilo Nariño, dibujándonos primero en láminas y recortándonos después; nuestra

imagen, reflejo de energía desbordante, les recordaba la fuerza vital y

animal que tenemos los monos; y decían que la comunicábamos mágicamente a quien llevara nuestra

efigie consigo; con ella decoraban también sus copas de cerámica”.

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Yo no quería salir del encantamiento en que estaba sumergida pero de pronto

se sintió el potente resoplido de un caracol de oro precolombino:… Truu truu

truu……

Ofuscada por el atronador sonido volví a mi tamaño natural, la luz se

encendió, la puerta de vidrio y de metal se abrió y salí de la sala. Me sentía

verdaderamente estupecfacta pero llena de satisfacción por haber vivido la

maravillosa aventura que un aviso del periódico me había prometido:

“Fantástica Aventura en el Museo del Oro”.

-¿Para qué los curadores de esta exposición transitoria del Museo han

querido presentar a los visitantes esa serie de “Animales Mágicos”? –me

preguntaba yo-.

Estuve reflexionando en esto mientras plácidamente conducía hasta mi casa. Muchas imágenes son símbolos, pensé. Y

los símbolos, de alguna manera pueden producir efectos en quien los conoce. Si, por ejemplo, nos encontramos fuera

del país y de pronto, inesperadamente, vemos nuestra bandera ondeando sobre un mástil, el corazón puede llegar a

palpitarnos fuertemente y tal vez hasta salgan algunas lágrimas de nuestros ojos.

Las imágenes de oro elaboradas por nuestros orfebres precolombinos también fueron símbolos que debieron producir

efectos sobre las gentes de esas culturas. Pero lo más importante es que hoy esas imágenes siguen siendo para

nosotros símbolos que tienen el poder de evocar cómo fue la vida y la mentalidad de los pueblos que las crearon.

Mercedes Medina de Pacheco