arte bruto, diamantes locos en prisión - un laboratorio terapéutico en el df

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EMEEQUIS | 11 DE AGOSTO DE 2014 46 UN LABORATORIO TERAPÉUTICO ARTE BRUTO DIAMANTES LOCOS EN UNA PRISIÓN PSIQUIÁTRICA

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La experiencia que vive Ricardo Caballero es peculiar. Dos veces a la semana ingresa a un universo alterno: el habitado por enfermos siquiátricos que permanecen en prisión y se han apropiado de las herramientas del arte contemporáneo que él les ha acercado.

DIAMANTES LOCOS EN UNA PRISIÓN PSIQUIÁTRICA

Por Carlos aCuña• @esecarloFotograFías: Eduardo Loza

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Este egresado de Artes Plásticas no alardea, pero su taller dentro de esta singular cárcel del sur del DF es desde hace más de una década un

laboratorio terapéutico único, un ejemplo de humanismo y dignidad.A través del arte, enfermos mentales como Frutus, Sammy o Cony

reflexionan sobre su padecimiento y su reclusión. El experimento ha trascendido a las clases. No hay día en que, sin que se lo propongan, los

alumnos de Ricardo hagan del proceso artístico la llave que les ayuda a abrir, recorrer y dominar los complejos laberintos de su mente.

La esquizofrenia es un bicho escandaloso, hi-peractivo. Frutus lo sabe.

Sentado en la biblioteca, abstraído de todo lo que lo rodea, se inclina sobre un grueso libro de economía. Sus ojos tristes, pequeños

y tristes, repasan las hojas una a una. Lee y su mano de-recha no deja de garrapatear sobre el pliego de cartulina blanca. Lee y escribe.

Sólo él, que este día cumple tres años, dos meses y 14 días en prisión, comprende el enigma extendido sobre la cartulina. Eso es irrelevante. Lo que él quiere es que el mundo entienda qué significa estar enjaulado en su propia mente.

–Mi nombre es Frutus –dice con la respiración agitada. Enseguida su dedo índice señala el papel sobre la mesa, la uña morada raspa la superficie blanca–: éste es el Fru-test-Neuro, señor, con él estudio lo que ocurre en mi cere-bro, en el mío.

Siempre es así. Su voz es como un grifo que, una vez abierto, no se cierra. Hablar con Frutus es escuchar un largo monólogo sobre el homúsculo–motor y el homús-culo–sensorial, sobre la médula espinal y la epistemología. Las palabras brotan en torrente aunque su boca tropieza, da tumbos, como si le costara seguir el paso a sus pensa-mientos. Entre sus cejas, dos arrugas verticales se acen-túan cuando intenta describir la forma en que opera su mente. Dice que el sujeto es capaz de concebirse a sí mis-mo como un objeto, que estudiar la economía es estudiar la historia del hombre, que en su pensamiento hay inter-ferencias: voces que le hablan todo el tiempo. Frutus ha-bla de cualquier tema aunque, en realidad, habla sólo del Frutest-Neuro, ese papel que no deja de señalar con su dedo índice.

Todos los días, sin excepción, Frutus toma una nueva cartulina y se pierde en un nuevo laberinto de papel y tin-ta. Hay allí palabras sueltas y oraciones escritas siempre en mayúsculas, con lápiz y pluma negra, alternadamente; diagramas dispersos, como pequeñas telarañas; fotogra-fías recortadas del periódico. Asomarse al Frutest-Neuro es no entender nada y, sin embargo, preguntarse de dón-de viene ese minucioso orden, la lógica férrea que estruc-tura ese caos.

Quienes lo han visto, sobre todo psicólogos y autorida-des de esta pequeña cárcel, afirman que el Frutest-Neuro es una maravilla lingüística, donde las palabras funcionan de maneras insólitas. Algunos consideran que es un tes-timonio fiel de la locura. No falta quien lo califique de disparate puro. Pero hay otros, no más de un par de per-sonas tal vez, que afirman que el Frutest–Neuro es, además y sobre todo, una obra de arte: un diamante en bruto de la creatividad humana.

Entonces hay que asomarse de nuevo allí, al enigma que este esquizofrénico de ojos tristes teje día a día. En medio de esa maraña de palabras y diagramas, justo en el lugar donde se posa ahora su dedo índice, hay un espa-cio de 22 por 33 centímetros completamente en blanco.

Allí, dice Frutus con una sonrisa tierna, se concentra todo, absolutamente todo.

* * *Hace algunos años ésta solía ser la sección femenil

del Reclusorio Sur. Una cárcel pequeña, discreta ante la inmensidad de la mole penitenciaria. Hoy,

los internos soportan el tedio asoleándose en el patio, dando vueltas en círculos con la vista perdida o jugando fútbol. Un extraño aroma invade todos los rincones, como si el aire se viciara incluso en los sitios abiertos. Es un olor único; huele a medicamentos procesados por el cuerpo; el hedor no molesta, pero envuelve; lo impregna todo.

Al fondo del dormitorio dos, se encuentran las escale-ras que conducen al Centro Escolar. Para entrar al salón Frida Kahlo, hay que subir y doblar a la derecha. Allí, un hombre delgadísimo que no porta uniforme acomoda mesas y sillas. Él es Ricardo Caballero, dos anteojos re-dondos debajo de una maraña de cabello espeso.

A su alrededor, una docena de presos se concentra en actividades escrupulosas. Al fondo, Fuji, un hombre re-traído con trastorno límite de la personalidad da la espal-da a los visitantes y se dedica a dibujar, escama por esca-ma, enormes dragones con una pluma bic. Más allá está Turcio, un esquizofrénico que no deja de hacer perfectas figuras de origami. O Tomás, que ahora trabaja en algunos bodegones que piensa regalar el día de las madres.

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Sobre una mesa, Caballero extiende varias pilas de pa-peles y bastidores. Sobresalen un par de retratos, un hom-bre y una mujer, hechos exclusivamente de cabellos. Sin ojos, nariz ni boca, los retratos son sólo melena, cejas, barbas sobre dos rostros ausentes.

–Estas piezas las hizo Fidel, un chavo que acaba de sa-lir libre –dice Caballero.

Dos veces por semana, este hombre entra y sale del Centro Varonil de Rehabilitación Psicosocial (Cevarep-si), el nombre oficial de esta pequeña cárcel, en donde se aísla a la mayoría de los enfermos mentales del siste-ma penitenciario del Distrito Federal. Paranoicos, esqui-zofrénicos, autistas a quienes Caballero ofrece clases de artes plásticas.

Y sus alumnos hacen cosas así: retratos de puro pelo. –¿Ves esto? –pregunta y señala un pequeño triángulo

peludo en la frente de uno de los rostros–. Fidel decía que era para darle personalidad.

* * *Esa cara. Los ojos esquivos sobre los brutos pómu-

los. Qué difícil resulta dibujar esa cara. El delgado bigotillo, la barbilla en punta. Tomás trata, trata,

pero el hombre cuyo rostro intenta dibujar no se aquieta y así cómo. En el papel, los filos del cráneo se resisten a cobrar forma.

Lo llaman El Tepalcate o algo parecido. Cuando Tomás cayó preso, él ya estaba aquí. Entonces, como ahora, su vida se limitaba a vociferar absurdos. A todos los voy a matar, cabrones, a todos, gritaba a veces y corría por los pasillos de la cárcel disparando una metralleta imaginaria: ratata–cata–catá.

Como todos, Tomás se acostumbró a su presencia. Dejó de ser extraño verlo dar cientos de maromas y volteretas; o escucharlo pelear con los otros internos. Aprendió a ignorarlo, como se aprende a ignorar casi todo aquí aden-tro.

Tomás piensa en eso mientras redondea las mejillas ásperas de El Tepalcate. La monotonía reina en cualquier cárcel, pero en una prisión para enfermos mentales es lo peor. Los locos, tantos locos juntos y aislados, deben de afectar la lógica en que se suman las horas. Aquí el tiem-po es una cosa quieta, congelada.

A cambio de un par de cigarrillos, El Tepalcate aceptó quedarse quieto para ser retratado. Es inútil. Empujado por el efecto de las pastillas, su cuerpo no cesa de temblar. Su delirio de persecución, además, lo sobresalta cada cin-co segundos. Son hombres disfrazados de mujer, balbucea ahora. Trafican con órganos y niños. Están en la frontera pero vienen a matarnos. Lo mismo de siempre, piensa Tomás mientras se esmera en capturar las arrugas de la frente.

El retrato está casi terminado. Línea a línea, la cara de El Tepalcate se revela por fin. Son como los DJ’s, son mu-jeres pero son DJ’s, lo escucha decir Tomás y, por el volu-men de su voz, presiente que está a punto de salir corrien-do, abandonado a los delirios y a la hiperquinesia. Pero no. No se levanta; algo inaudito sucede: El Tepalcate calla.

Tomás separa el lápiz del papel y las miradas de ambos, modelo y dibujante, se cruzan.

–Soñé que iba en una Hummer... o en una Suburban dorada –le dice y es como si esa voz perteneciera a otra persona. Tomás no la reconoce. Por sus vértebras trepa un escalofrío. Sin saber por qué, siente que el tiempo, ese tiempo petrificado de la cárcel, se hace pedazos.

En alguna celda, alguien enciende un radio. Suena La Z.

* * *Del cuaderno azul de Tomás. 10 de enero del 2010.

El año empezó extraño. Lo importante es lo suce-dido a finales del año pasado (...) El 10 de diciembre

se corbateó El Miyagui. Era martes. (...) Ese día había cum-plido 61 años. Bonito regalo de cumpleaños. Imaginen la pregunta: “¿Qué quieres hacer en tu cumple?” “No sé, algo de comer hijita, o unos zapatos nuevos. (...) Pero mejor no gastes, se me ocurrió una idea. ¿Qué te parece un bonito suicidio? Puedes traerme un lindo ataud con flores”. “Me parece increíble, papá”.

* * *Once años, ocho meses, 21 días. Once años, ocho

meses, 22 días. Once años, ocho meses, 23 días. Aquí el tiempo pasa así, a cuenta gotas. No hay

recluso, ni siquiera entre los más afectados, que no con-ciba al tiempo como un número que crece lentamente.

A Ricardo Caballero esa manera de medir los días le intrigó desde que ingresó a una cárcel. Apenas egresaba de su licenciatura en la Escuela Nacional de Artes Plás-ticas. Tenía 26 o 27 años cuando se enteró que se re-querían voluntarios para impartir clases de pintura, música y teatro a los interno–pacientes de una cárcel psiquiátrica, en un programa patrocinado por Conacul-ta. No lo pensó. Una curiosidad cercana al morbo lo obligó a viajar desde Lindavista hasta Xochimilco, a las puertas del Cevarepsi.

Nada le dijeron las rejas y los muros altos. Fueron los presos los que le despertaron interés genuino. “Nunca había visto a tanta gente detenida en un lugar, observan-do pasar los minutos –escribió años después, en un texto para el catálogo Habitar el tiempo, coordinado por la Fun-dación Jumex, que patrocina ahora sus actividades–. Eso era, precisamente, lo que las autoridades penitenciarias querían de mí: que los atendiera con clases de arte para que los internos ocuparan el tiempo”.

Ocupar el tiempo. A Ricardo Caballero todavía le molesta esa idea. Desde el siglo XIX, psicólogos y psi-quiatras aseguran que el trabajo, por sí mismo, es capaz de curar y reformar a los individuos. Pero gastar el tiem-po en actividades productivas no implica encontrarle un sentido al encierro. Tanto en la cárcel, como en los manicomios, cualquier aspecto de la vida es vigilado y controlado por un sistema burocrático. En el Cevarepsi, por ejemplo, se pasa lista al menos cinco veces al día, con una puntualidad rigurosa y las horas, los días, están

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FruTuSPosa, con orgullo, con su creación: el Frutest-Neuro.

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gobernados por una rutina inamovible. El tiempo aquí no fluye: es administrado.

Y tal vez eso sea lo único que puede aportar el arte a los enfermos. Negados por la psiquiatría, limitada a medicar y controlar la enfermedad; negados por la justicia, que los confina durante décadas, a veces por crímenes inocuos; negados también por su propia familia, quienes los aban-donan a su suerte, los enfermos mentales pueden encon-trar en el ejercicio creativo un mínimo significado a su trastorno y a su largo tiempo de reclusión.

Ricardo Caballero lo entiende así. Quizás por eso haya decidido contagiarse de esa extraña manía. Aunque de manera intermitente, él también cuenta los días desde que ingresó, por primera vez, a este lugar: 11 años, ocho meses, 24 días. Con ello, intenta acercarse a la percepción que los internos tienen del tiempo, el tiempo estancado y sucio del encierro forzado. Su cuenta, al contrario de ellos, no tiene un final definido. Con ella, más bien, atesora la fascinación diaria que le despierta el Cevarepsi y sus ha-bitantes. De aquellos tiempos, cuando se intentó ocupar a los internos en clases de teatro y de música, él es el úni-co maestro que persiste, el único que vio, y aún ve, algo especial en este sitio: 11 años, ocho meses, 25 días.

* * *A primera vista, Sammy no muestra padecimien-

to alguno. Lo detuvieron hace tres años por in-tentar robar una moto en la colonia Doctores:

quería venderla para comprar crack. Dice que fingió su locura para que lo trajeran aquí y poder rehabilitarse, en lugar de permanecer en el Reclusorio Norte, en don-de la droga circula sin pudor.

–A mí me gusta el erotismo. También me encanta el porno, ¿por qué no? – sus primeras palabras son así, vo-luptuosas, ligeramente arrogantes al mostrar su trabajo. En hojas tamaño carta, Sammy ha trazado cientos de rostros y cuerpos de mujeres, senos sugeridos entre humo, a veces un pene a punto de penetrar un cuerpo. Un lápiz o una pluma le bastan para crear imágenes de un realismo que, en ocasiones, apabulla.

–¿Sólo dibujas mujeres?–No. También hago hombres. ¿Por qué no? Pero las

mujeres son una fas-ci-na-ción. No sé si lo que hago sea hiperrealismo. Quisiera acercarme a eso, claro. Pero a veces los detalles fallan. ¿Ves estas manos? Están despro-porcionadas. ¿Lo notas?

A quienes fingen demencia para llegar al Cevarepsi se les conoce como simuladores. Exenta de las típicas prác-ticas de corrupción y violencia, esta cárcel resulta relati-vamente amable. Aquí el dinero, por ejemplo, es casi inexistente: la moneda de cambio es el café, los cigarros. Esa aparente paz atrae a no pocos reos que intentan esca-par de la hostilidad de otros encierros.

Pero ningún loco se asume como loco. Decir que estás cuerdo, es el primer síntoma de locura. Aunque Sammy no presente síntomas de alguna enfermedad mental, los ojos vítreos, la quijada tensa, los gestos lo traicionan. Sammy sufre un raro trastorno bipolar, tal vez provocado

por el consumo de drogas. Y la actitud que hoy presume con gestos teatrales, según los especialistas psiquiátricos, no es sino parte de una crisis eufórica. Lo saben también sus compañeros que lo han visto pasar del entusiasmo extremo a la melancolía más profunda.

Por ahora, el abatimiento está lejos y Sammy aprieta la quijada. Su sonrisa inquieta y perturba.

–En realidad, dibujo desde los 13 años. Pero no sabía nada de anatomía. En los tres años, cinco meses y 20 días que llevo aquí, he depurado mi técnica gracias a Ricardo Caballero. Además, fue él quien me animó a extenderme a otros materiales. ¿Ya viste mi camiseta? –Sammy se le-vanta y exhibe unas redondas nalgas de mujer, bordadas sobre la camiseta de su uniforme. Sus tenis también han sido intervenidos: zurcidos a la tela, hay retazos de uni-formes, de diferentes tonos de marrón.

Mientras atraviesa el salón como si fuera una pasarela de modas, Caballero explica el avance de Sammy en tér-minos plásticos. De ser un alumno obsesionado con la pornografía, hoy sabe distinguir perfectamente la sutile-za del erotismo. Desde hace tiempo, Sammy se empeña en acercar ambos conceptos, en averiguar hasta dónde pueden estirarse esos límites. Como si quisiera conciliar también dos polos opuestos de sí mismo.

* * *Del cuaderno azul de Tomás. Hoja fechada el 20

de junio de 2014.Sammy. 31 años.

–¿Tienes familia?–Sí tengo. Mi familia es toda la humanidad. No sé por

qué me tocó este camino tan hermoso. La vida es bella.–¿Cuál es tu peor recuerdo de la calle?–Ninguno, todo fue genial. Si no recordara mi pasado no

sería quien soy hoy. ¡Soy Dios, en carne de puerco!–¿Hasta qué grado estudiaste?–Realmente sólo acabé la secundaria.–¿Por qué?–Porque hasta ese grado dio mi capacidad. Yo quería

echar desmadre. Estaba decepcionado de la vida porque mi papá era borracho y drogadicto. Yo deseaba que se mu-riera y cuando se murió, dije: gracias Dios mío. (...) La ver-dad sufrí mucho. Por eso he estado llorando tanto en mi encierro. Desde el 21 de abril, he llorado de verdad porque extraño a mi padre.

Sammy se va a pasar lista. En el patio del auditorio está la Mamá Gorila, Amezquita, Flamenco y otro güey dando vueltas, caminando una y otra vez. Flamenco se acerca a preguntarme qué es un trastorno mental. ¿Tú qué le respon-derías?

Me voy a pasar lista.

* * *Tomás repite las causas que lo trajeron aquí. Todo

fue culpa, dice, de un desastre amoroso, de una pelea con sus tíos –a su padre no lo conoció, su

madre fue asesinada–, de su insomnio crónico, del áci-

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do que se había metido horas atrás, de los hongos que había probado semanas antes, de la coca, de la metan-fetamina tal vez.

Sobre todo fue culpa del tráfico. Fanático de los Pors-che, de los Lamborghini, de los arrancones y de las 24 horas de Le Mans, tenía que ser un auto el responsable de que Tomás cayera preso.

El salón Frida Kahlo es un aula amplia y avejentada, en cuyas paredes se leen las siguientes pintas: “Los locos abren caminos que luego los sabios recorren”, “Cuando todo el mundo está loco, ser cuerdo es una locura”, “Tiem-po, cómplice sarcástico del hurto de mi vida”.

Hoy, Tomás entra al salón con un bastidor enorme en donde ha pintado una mujer desnuda a una escala casi real. En el lienzo hay pequeñas figuras incomprensibles que contrastan con el realismo del cuerpo. Hace unas semanas, abandonó durante un día entero esta pieza en uno de los patios. A la mañana siguiente se sorprendió de que el bastidor siguiera intacto. Estamos en una cárcel, pensó, ahora resulta que todos son muy respetuosos. Des-de entonces se dedicó a pedir a los internos que “intervi-nieran” su pintura. Todavía nadie se ha atrevido a hacer-lo sobre el cuerpo; en cambio, la mujer está rodeada ya de pequeñas figuras, garabatos infantiles que flotan sobre el cuadro.

Tomás recuerda bien el auto que se robó. Un Seat Ibiza, 2008, rojo. Lo recuerda y sonríe, como si confesara una travesura. Lo cuenta a toda velocidad, como si quisiera aprovechar la oportunidad de charlar con alguien distin-to. Estaba enfadado, había peleado de nuevo con sus tíos, quienes no toleraban sus adicciones, sus ausencias, sus desmadres. Detectó el carro a lo lejos, y vio que su dueña acomodaba un paquete con la puerta abierta. Le arrebató las llaves. Arrancó. Notó que lo perseguían y pisó el ace-lerador. Todavía logró salir a Periférico. Ahí, la bronca fue el tráfico, carajo. Se quiso meter entre dos carros. Valió madres, se lamenta todavía; chocó a menos de una cuadra de la PGR de Cuemanco.

Tenía 20 años. Quería estudiar diseño industrial, pasar la vida diseñando autos. Por un expediente clínico ante-rior, Tomás fue declarado inimputable, término que ex-cluye de responsabilidad penal a personas con algún trastorno mental. Aunque en un principio fue catalogado como esquizofrénico, hoy su diagnóstico es trastorno mental por abuso de sustancias. Llegó al Cevarepsi hace seis años; aún le restan otros ocho y algunos días ya no soporta el encierro.

–¿Qué es lo peor que has vivido en la cárcel, Tomás?–Estuve casi un año en el módulo de castigo, junto al

dormitorio seis, donde para ver la luz del sol tienes que asomarte a una rendija en una ventana. Me llevaron allí porque me encontraron marihuana. Mucha. Imagínate un año en un lugar así. Pierdes la noción del tiempo. Ahora tengo 26 años. Aquí las cosas son cíclicas. Las mismas personas todos los días, todas repitiendo las mismas obsesiones. No se puede hablar con casi nadie. Aunque no estés loco, la convivencia, el hastío, te enlo-quecen. También he vivido momentos chingones aquí. Y eso duele más. Los mejores años de mi vida van a

estar contaminados de este lugar. El taller de Ricardo me ayuda a soportar todo eso, incluso para convivir con la gente de aquí adentro.

En el área de talleres está la mesa de trabajo de Tomás. Es uno de los pocos lugares donde el gris y el caqui convi-ven con otros tonos. Decenas de pinturas de automóviles cuelgan de las paredes: Lamborghinis que corren en mitad de la noche, chicas modelando en el cofre de algún Pors-che, el tablero de un auto deportivo, collages de las mejo-res carreras de Le Mans.

Debajo de una pila de revistas y de varios carteles de museos y de agencias automotrices, Tomás encuentra varios retratos hechos a lápiz sobre una cartulina vieja. Se concentra en uno de ellos, en el rostro de aquel tipo de bigotillo y barbilla en punta. Arriba del dibujo, con una caligrafía veloz, puede leerse: Soñé que andaba en una Hummer o en una Suburban Dorada.

–¿Qué haces cuando pasa algo así? –pregunta Tomás mirando el retrato–. ¿Cuándo un esquizofrénico-para-noico te comparte uno de sus momentos lúcidos? ¿Qué haces?

Desde ese día, Tomás se dedicó a tomar notas de sus compañeros dementes. Hace unos meses comenzó a en-trevistarlos, uno a uno, y a registrar sus alucinaciones en una pequeña libreta azul. La libreta estaba casi llena cuan-do, hace apenas unas semanas, le fue confiscada. Logró rescatar unas cuantas páginas.

* * *Son las 10 de la noche. Este viernes Ricardo Caba-

llero no está en la cárcel, sino en un bar del Centro Histórico, a unas cuantas cuadras de su casa. Su

interacción con la locura no termina en el Cevarepsi. To-dos los días mira de frente a la locura en su estado salvaje. No son pocos los alumnos a los que, una vez que recupe-raron su libertad, reencuentra en estas calles, mendigan-do o delirando en voz alta, sin el control de los medica-mentos ni de las autoridades penitenciarias.

–La locura, real, salvaje, cruda y sonriente, está en la calle. Está se ve cuando encuentras a Hugo Blanco en el 7even Eleven de Luis Moya, cuando te topas con El Ladrillo en la calle de López o a Cuéllar en la Alameda. Ese es el lugar y tiempo de la demencia. Es algo horrible. Toleramos la locura cuando no nos estorba. Pero cuan-do algún loco agrede a alguien o roba algo, entonces se le aísla porque afecta nuestra productividad. De lo con-trario, los locos son invisibles, ni siquiera reparamos en ellos.

Caballero hojea un pequeño catálogo fotográfico. Se trata del libro Autorretratos de David Nebreda, un esqui-zofrénico que logró licenciarse en Bellas Artes. Dejó de medicarse hace décadas y ahora vive recluido en su propio taller y ha renunciado a casi cualquier contacto con el mundo. Cada año, Nebreda produce una sola fotografía, un autorretrato. Si se miran con frialdad, sus piezas son formalmente perfectas, composiciones clásicas que pue-den complacer a cualquier teórico y crítico de arte; su contenido es el que provoca vértigo. Sometido a autofla-

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SaMMY De la obsesión por la pornografía al sutil erotismo. Un hombre fascinado con las mujeres.

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rICardo CaBaLLEroSu trato con los alumnos está marcado por el humanismo y la dignidad.

gelaciones, utilizando sangre y excremento para cubrir su cuerpo, sus autorretratos causan escozor incluso entre las galerías más arriesgadas.

Los ejemplos de artistas con trastornos mentales abun-dan. Caballero piensa en Jean Dubuffet, el amigo de André Bretón que dedicó gran parte de su vida a visitar cárceles y hospitales psiquiátricos para estudiar el arte nacido en estos lugares. Los casos eran tantos que Dubuffet fundó su propia colección a la que enmarcó bajo el concepto Art Brut. Piezas deslumbrantes firmadas por autistas, esqui-zofrénicos, psicóticos, alejadas de todos los parámetros académicos.

–O el caso de Henry Darger, el conserje de un hospital en Chicago –dice Caballero después de otra cerveza–. Darger escapó de un hospital psiquiátrico a los 16 años y desde entonces vivió aislado del mundo. Cuando murió, en 1973, encontraron en su departamento un archivo muy extenso. Cientos de ilustraciones, hojas mecanogra-

fiadas, cómics y panfletos que giraban en torno a una obra titulada In the Realms of the Unreal: The History of the Vivian Girls que jamás dio a conocer al mundo y que, de tan ex-traño, se volvió de culto.

Hoy, las obras de Henry Dargel son de las más cotizadas dentro del llamado arte marginal o art–outsider. En el 2002, el American Folk Art Museum inauguró el Centro de Estudios Henry Darger.

La lista no para. De Richard Dadd, el esquizofrénico que mató a su padre en una crisis psicótica –pintaba es-cenas fantásticas llenas de duendes y hadas de un rea-lismo inquietante– a Daniel Johnston, el músico con síndrome bipolar inmortalizado en la cinta The Devil and Daniel Johnston. O el mexicano Martín Ramírez, otro de los esquizofrénicos más cotizados en Estados Unidos. O el escritor Philip K. Dick, quien, a una avan-zada edad, se entregó a una serie de delirios científico-religiosos de corte esquizofrénico.

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Tal como las vanguardias abre-varon del arte africano y oriental, no son pocos los creadores que toman como modelo el arte hecho por poblaciones psicóticas. La ra-zón es simple: para ellos dibujar es una pulsión producida por su en-fermedad, muy alejada del con-cepto del arte y sus reglas. Se acer-can, sin saberlo, a una pureza extraña y súbita.

–Existe un mito muy divulgado. La gente dice que todo loco es un artista o que, para ser artista, hace falta estar loco. No saben lo que dicen. La enfermedad no es un divertimento. Puedes estar loco y no dibujar nada ni tener un proce-so creativo. El artista que tiene un trastorno mental es artista pese a su locura, no gracias a ella.

* * *La esquizofrenia es un bicho

escandaloso que anida en la cabeza y que nunca calla.

Cuando alguien le pregunta, Fru-tus sugiere que el bicho despertó cuando cayó preso en EU, hace más de 20 años. Para evitar una larga condena, firmó un docu-mento en donde aseguró que era menor de edad. Aún no entiende por qué esa mentira, ese docu-mento, despertó a las voces.

Las voces. Todo esquizofrénico las ha escuchado. Una Torre de Babel adentro del cerebro, una multitud que no sabe comportar-se ni guardar silencio. Hay que

imaginar el pensamiento de Frutus, perdido en ese escán-dalo de ideas contradictorias para entender el origen del Frutest-Neuro. En esta cartulina, dividida en nueve rec-tángulos, Frutus dice distribuir esa lluvia de información que cae día y noche sobre él. Es una manera de entender-se a sí mismo, un esfuerzo sobrehumano de la razón por entender la sinrazón que la circunda.

–Le soy sincero: yo no me considero loco. Pero me cues-ta darme a entender. A veces me llegan tres emisiones a mi cabeza, al mismo tiempo, desde distintos puntos. El Frutest-Neuro es la esquematización de esa división, de esa escisión de mis ideas. Con él me ayudo a distinguir cuál es el verdadero pensamiento, el mío.

Caballero ha estudiado estos mapas mentales durante años. Cientos de veces ha visto a Frutus construir el Fru-test-Neuro, conoce las decenas de códigos internos que lo rigen y la meticulosidad con la que su autor lo confeccio-na cada jornada. Sabe, por ejemplo, que cada uno de los

nueve cuadros del Frutest representa una parte específica del cerebro, según lo ha imaginado Frutus. Pero aún hay cosas que no comprende.

–¿Por qué el cuadro del centro siempre está vacío, Fru-tus? –le pregunta ahora.

–El centro es la realidad del sujeto –suelta Frutus des-pués de un ataque de verborrea en donde se mezclan to-dos los temas, la antropología, la sociología, la geografía–. Allí tendría que vaciar todos los actos que realizo como sujeto: levantarme, lavarme los dientes, vestirme. Anotar cada una de mis ideas. Todo. Y eso es imposible: escribir lo que ocurre en la cabeza de cualquiera, todo lo que per-cibe en un solo minuto, llevaría muchos años.

La fascinación de Caballero por los esquemas de Frutus se debe a un interés plástico. Que un diagrama sirva a una persona esquizofrénica para organizar su mente, el mun-do y cualquier circunstancia ajena le parece un portento. En el fondo, eso es lo que hace cualquier artista: reordenar el mundo y sus reglas.

No puede dejar de relacionar el caso de Frutus con el de Daniel Paul Schreber, esquizofrénico que llegó a ser presidente de la Corte de Apelaciones de Dresde a finales del siglo XIX. La enfermedad de Schreber se desarrolló de manera tardía, lo cual permitió que su lenguaje y su lógica alcanzaran madurez antes de que las voces desper-taran. Gracias a eso Schreber logró poner por escrito sus delirios en un libro titulado Memorias de un enfermo de nervios, uno de los testimonios más desgarradores en tor-no a la paranoia y a la esquizofrenia. Allí, con una lucidez extraída del pozo más hondo de la locura, Schreber cons-truyó una cosmovisión particular y apocalíptica alrededor de sus delirios con la que logró convencer a las autoridades sanitarias de su sensatez.

El texto fue estudiado por Jung y Freud para analizar la naturaleza de la paranoia. Para escritores como Walter Benjamin, el testimonio de Schreber fue contundente; también para Elías Canetti, quien, después de leerlo, es-cribió: “Puede que la tendencia más extrema de la enfer-medad sea la de aferrarse completamente al mundo por medio de las palabras, como si el lenguaje fuera un puño y el mundo estuviera encerrado en él”.

–El trabajo de Frutus es muy similar –dice Caballero–. Más allá de su valor plástico, los Frutest-Neuro son muy valiosos. Allí está documentada la manera en que la es-quizofrenia incide en el pensamiento. Si existiera un psi-cólogo curioso, brillante y ambicioso, los Frutest-Neuro serían oro puro.

* * *En esta cárcel existe un dicho que todos repiten

constantemente: estamos locos, no pendejos. A Tomás siempre le ha parecido curioso que la gen-

te confunda la locura con el retraso mental. Como cada quincena, algunos internos han sido convocados por el director del centro a una “tertulia literaria”. El tema de hoy: La Metamorfosis de Franz Kafka.

Tomás no deja de tomar nota de todo lo que escucha a su alrededor. Arellano, el hombre corpulento sentado

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detrás de él, un narcisista y declarante compulsivo, ha-bla ahora sobre las influencias del naturalismo de Zolá en la obra de Kafka y cita un verso de Baudelaire para ejemplificar el “simbolismo conflictivo”.

Las tertulias son así. Charlas moderadas por el director y un par de psicólogas que suelen durar más de una hora y media. Por momentos, los comentarios adquieren tin-tes tan intelectuales que el salón de juntas parece sede de algún congreso universitario, en donde lo mismo se discute a Nietzche que a Marcel Proust. A las tertulias acuden sólo los internos más problemáticos, aquellos que tienen conciencia de su enfermedad, de su encierro y que consideran injustas sus circunstancias. Nuevamente: el arte como un ejercicio para buscar respuestas.

Sammy admite que no leyó la novela; hoy, su actitud es la de un niño amable e inocente, completamente opuesta a la de hace unas semanas. Frutus no dice nada, pela los ojos, y se limita a hacer rechinar su silla: ric, ric, ric.

Yo encuentro en Kafka una relación con Sören Kier-kegard, dice Cony, un esquizofrénico de 52 años, con estudios de filosofía en la UNAM: “Kierkegard hablaba de la angustia. Toda enfermedad mental empieza en la angustia, pero sólo en la angustia el hombre puede en-contrar su espíritu”.

Para Tomás las cosas son más simples. Leer La Meta-morfosis lo deprimió. La situación de Gregorio Samsa, rechazado por su hermana y sus padres, le recordó su propia condición. “Acabo de eliminar a mis tíos de la lista de visitas. Ellos podían sacarme de aquí fácilmen-te. Pero querían que me portara bien, que dejara de drogarme, que me olvidara de los autos, que me casara y fuera gente bien. Que cambiara. Preferí quedarme solo”.

–Me interesa lo que dice Tomás –interviene Arratia, un hombre con doctorado en Ciencias Políticas en al-guna universidad de Chicago–. De alguna manera, o de varias, nuestro delito o delitos, o el simple hecho de estar aquí, nos hace monstruos. Estar en una cárcel, catalogados como enfermos mentales, nos hace distin-tos: la gente nos mira de otra forma. El planteamiento de Kafka es que no hay opciones para gente como no-sotros. La opresión de Samsa es idéntica a la nuestra; pero tal vez nosotros todavía podamos hacer modifica-ciones en nuestra vida que nos convengan, dentro del encierro.

–Ustedes dicen que les hace falta libertad –interviene Cony con una sonrisa enorme que brilla sobre su rostro moreno–. Yo les pregunto, ¿qué harían si estuvieran en su casa? ¿Ver la tele? ¿Trabajar? La verdad es que aquí no pagamos renta, no pagamos luz. La angustia nace de la desesperación. Desesperarse es no aceptarse ni tener compasión por uno mismo. Si evitan la desesperación, encontrarán la paz: la libertad no está allá afuera.–¿Será entonces que el autor a través de esta transfor-

mación a un insecto, encuentra la liberación? –pregunta una de las psicólogas presentes–. ¿Cuál creen que sea la moraleja de este cuento?

–Ay, señora –responde Arratia, indignado–. No hay li-beración. No hay ninguna moraleja en La Metamorfosis.

Si usted le plantea eso a Kafka, él se levantaría de su tum-ba y la agredería.

* * *Cony dice que él es un niño. Cony dice que él es

Krishna, que él es Shiva, que él es Jesucristo, que él es Dios. Cony dice todo eso pero hace mucho

que no lo hace en voz alta. No quiero que me tiren de a loco, advierte: no le debe explicaciones a nadie.

–Tendrías que estudiar mucho, mucho, para no subes-timar lo que te cuento –dice con esa sonrisa enorme, casi luminosa–. Mejor no hablemos de esas cosas. Hablemos de pintura para esparcirnos un poco. ¿Te parece?

Cony conoció a Ricardo Caballero desde que éste llegó por primera vez a la cárcel, hace más de 11 años. Es su alumno más antiguo. Sus pinturas parecen hechas, sí, por un niño pequeño. Figuras casi siempre bidimensionales, de colores vivos, con las que ilustra pequeños cuentos teológicos, parábolas, enseñanzas bíblicas. El paisaje que ahora tiene en las manos, por ejemplo, ilustra un sol azul oscuro sobre un cielo blanco que, como una botella, baja hacia la tierra en donde hay dos pavorreales, dos cisnes, un tiburón y un árbol. Después pregunta: ¿Ves este sol sobre el cielo blanco? Con él quise dar a entender que el sol es una especie de pila eléctrica, muy grande. Esa pila tiene su polo positivo y su polo negativo. El polo negativo es la Tierra. Y en la corriente magnética que existe entre ambos se crea una corriente eléctrica. Porque de la luz, de la electricidad, viene todo.

Durante ocho años, Cony estudió filosofía en Ciudad Universitaria. A mitad de la carrera, detonó la esquizofre-nia: alucinaciones auditivas, miedo a la muerte, intentos de suicidio. Comenzó a detectar errores en su conducta. Intentaba bañarse dentro de un vaso de agua, por ejemplo. Comenzó a asistir a templos hinduistas para hacer yoga y encontrar serenidad; aunque la meditación trascenden-tal no sanó su enfermedad, asegura que le permitió com-prenderla. Cuando comenzaron los ataques de pánico llegó a creer que sus hermanas eran vampiros. Y en una crisis psicótica, hace 15 años y dos meses, Cony mató a su padre porque pensó que era el mismo diablo.

–Yo siempre supe que mi problema no tenía solución. ¿Cómo va a tener solución algo que tiene que ver con la electricidad en el cerebro? Mi problema es la serotonina, la oxitocina y todos los químicos que permiten comuni-carse a los aparatos neurotransmisores. La esquizofrenia es eso: una mala comunicación entre las neuronas. Los medicamentos sirven para reactivar esos químicos que producen la electricidad en el cerebro. Si yo no tengo esos medicamentos, no funciono. Soy un hombre sin electri-cidad. Un hombre sin pilas. ¿Me entiendes?

En el Cevarepsi la palabra crisis es sinónimo de alarma y de tristeza. Escucharla significa que la enfermedad ha secuestrado de nuevo la mente de algún interno. Cony es el mejor ajedrecista del Cevarepsi. Cada que Cony pierde una partida, sus compañeros saben que una crisis se apro-xima. Y sus crisis han sido tantas últimamente que ha preferido dejar de jugar. Ya no le gustan los juegos de competencia; crean conflictos, dice, lo alejan de Dios, del

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amor. Y aunque Dios es su refugio, hay veces que incluso allí se siente solo, arrojado a un mundo sin explicaciones ni piedad.

Foucault definía a la crisis psicótica como el momento en que se manifiesta la verdadera naturaleza de la enfer-medad. Las instituciones mentales no eran sino lugares construidos para apoyar y sostener esa verdad y así poder estudiarla, muchas veces en perjuicio de los enfermos. De alguna forma, las pinturas de Cony le permiten atisbar en sus delirios, expresar la naturaleza de su enfermedad y de su mitología personal. Decir todo eso que no se atre-ve a decir en voz alta para no ser calificado como loco. Con ellas, puede esquivar las crisis por un rato y aligerar el insoportable peso de la culpa.

Todas sus pinturas son simétricas. Si no son simétri-cas, no son perfectas y, por lo tanto, dice, están lejos de la divinidad. Ahora, Cony muestra la ilustración en la que trabaja. A diferencia de las otras, ésta parece más cuidadosa en los detalles. Se trata de un retrato del dios Krishna, minucioso, simétrico.

–Hace tiempo, en un libro verde sobre hinduismo, leí que el 3 de diciembre del 66 se esperaba el nacimiento de Krishna. Cuando yo leí eso cerré el libro; no quise saber más. Yo nací ese día. Sentí miedo. Es mucha responsabi-lidad ser Dios. Ahora lo pienso. ¿Hay diferencia entre una cárcel y un monasterio? ¿Qué te parece este dibujo? A

veces pienso que dibujo todavía como un niño. Es que sigo siendo un niño. Todos deberíamos serlo. Krishna era un niño, él no sabía que era un Dios. A mí me gusta decir que los elefantes no se suben a las palmeras porque le tienen miedo al Coco, ¿me entiendes?

Y Cony ríe. Su carcajada, en muchos sentidos, es un milagro.

* * *Del cuaderno de Tomás. Hoja fechada el 24 de junio

de 2014.El Fuguitas. 47 años.

–¿Cuál es tu peor recuerdo de la calle?–Las víboras. Hay unas víboras, por ejemplo, así de tu es-

tatura. Están entre la gente.–¿Dónde has visto esas víboras?–Así, donde quieras hay…–¿Qué es lo peor que has vivido en el encierro?–Que te hagan hacer las cosas a la fuerza. Bañarte, por

ejemplo (...). El sol no deja de dar vueltas, ¿ve? Así nos tienen estos cuates. No nos dejan descansar. Quieren que uno se le-vante y de vueltas todos los días, así como el sol.

–¿Por qué crees que existe la cárcel?–Es una forma de vivir sin los perros. Es como una protec-

ción. Un perro hace bailar a los más grandotes. Los mueve.

rETraToSTomás ha mostrado un talento inusual para realizar retratos de sus compañeros.

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Los espanta. Ó’i. ¿Si lo oyes? Está ladrando. Yo conozco a las lagartijas, se te suben. Una vez me cayó una en las patas.

* * *En uno de los cinco retenes que Ricardo Caballero

debe atravesar para entrar al Cevarepsi, alguien ha grafiteado con tinta negra dos de los nombres con

los se refieren a esta cárcel: Cevalocos, Chiflarepsi. A Ca-ballero le hace gracia ese sentido del humor, irónico y cariñoso al mismo tiempo. Prefiere esa franqueza antes que la visión lastimera de la locura y de los presos.

No pocas veces se ha cuestionado su propio trabajo dentro de la cárcel psiquiátrica. Durante años ha visto a antropólogos, periodistas y artistas que llegan a la prisión con la intención de crear talleres, realizar investigaciones, escribir artículos. Es fácil regodearse en la sordidez de un centro de reclusión psiquiátrico y en la extravagancia de sus habitantes. Es fácil encontrar historias, escenas, per-sonajes para justificar casi cualquier cosa. Concluidos sus proyectos, todos se van. Los internos se quedan aquí, en-cerrados en su locura, en este tiempo aplastante.

–Es una forma muy baja de explotación –dice Caba-llero–. Nada de eso le sirve al interno para trascender esta masa penitenciaria ni sus trastornos mentales. Por eso me parece tonto que el arte sea visto como una mera actividad ocupacional. El quehacer artístico debe ayu-darlos a reflexionar o a entender su condición, si no a superarla. Que ellos puedan, además, comerciar con sus piezas, ganar premios, me parece fundamental. Que tengan voz. Que logren el crédito que tal vez se les negó en toda su vida.

En 2007, Conaculta dejó de pagar los honorarios de Caballero. Desde entonces, la Fundación Jumex de Arte Contemporáneo asumió el patrocinio y difusión de las actividades. Enfocados sobre todo en la educación en comunidades –grupos escolares, familias, adolescentes en situaciones críticas o personas con capacidades dife-rentes–, la intención de la Fundación Jumex es estimular el pensamiento a través del arte contemporáneo.

–Dos veces me han ofrecido una plaza dentro del siste-ma penitenciario. Dos veces la he rechazado –dice Caba-llero–. No me interesa ser parte del sistema carcelario. Yo no puedo juzgarlos, ni por sus crímenes, ni por su enfer-medad. Mi taller funciona justo porque se ubica en una zona intermedia entre los alumnos y las instituciones. Yo soy su amigo; algunas veces, incluso soy su cómplice.

* * *Hoy es miércoles y apenas llega al salón de clases,

Caballero abre su mochila y extrae bolsas llenas de rafias, fibras sintéticas de diversos colores.

–Mira, éstas son para ti –dice y le extiende los paquetes a Frutus.

–¡Ay, carajo! Lo que necesitaba –exclama Frutus mien-tras las toma entre sus manos.

De sus bolsillos saca un puñado de porta-encendedores fabricados con rafias que Frutus vende durante los días

de visita. En cada uno, entre el entramado de fibras, pue-den leerse palabras como Moral, Ética, Lógica, Delirio.

–Un hombre me hace el favor de vender esto en el ex-terior. Lo hace para que yo tenga algo de qué vivir aquí adentro. Con el dinero compro jabón, rastrillos, pasta de dientes. Fue Ricardo el que me sugirió que los hiciera si-guiendo las reglas del Frutest-Neuro.

Frutus llegó al Cevarepsi hace cuatro años, acusado de abuso sexual. “Le toqué las nachas a una muchacha”, pre-cisa. En EU trabajó como peón de la construcción. Tam-bién fue bolero, vendió chicles, mendigó. Siempre destinó una parte de su dinero para comprar cartulinas y realizar el Frutest-Neuro. No hay día en que no construya uno nue-vo, de manera compulsiva, como si de ello dependiera su vida. En 2010, cuando Frutus entró al Cevarepsi, ganó el primer lugar en el Concurso Nacional de Arte Penitencia-rio David Alfaro Siqueiros. El Frutest con el que participó estaba hecho sobre una cartulina extraída de la basura.

En la cartulina del día de hoy pueden leerse los mismos códigos de siempre, palabras aisladas, ideas sueltas im-posibles de comprender sin conocer el contexto. En uno de los cuadros inferiores, se lee una especie de diálogo.

“Coyotín. Carbono. Hidrógeno. Nitrógeno. Ser. Yo. Pepe el Toro. ¿Por qué el ser humano siendo tan imper-fecto cree en un Dios perfecto? Hijo de Frutus. Dios es el espíritu del movimiento. Pepe el Toro. ¿Por qué razón no creer? Ofelia. El conocimiento se desliza a través del mo-vimiento. José. El hombre se conoce a través del hombre”.

–El Frutest también me sirve para resolver preguntas –dice en un otro ataque de verborrea. Señala la cartulina en la que trabaja hoy–. Este Frutest, por ejemplo. He esta-do leyendo toda la semana cosas sobre filosofía alemana. Allí encontré una pregunta: ¿Por qué siendo el ser humano tan imperfecto cree en un Dios perfecto? Es una pregunta imposible. Pensé toda la semana en ella. Los filósofos plantean muchas preguntas, pero no me parecen sabias sus respuestas. En este Frutest yo quise responder esa pregunta.

–¿Llegaste a alguna conclusión?–Claro que llegué a una conclusión y no con la filosofía,

fíjese, sino con el Frutest-Neuro. Examinándome a mí mis-mo, a mi cabeza –y mientras habla, Frutus señala, uno a uno, los códigos mentales plasmados en su esquema; con mucho esfuerzo intenta explicar la maquinaria insólita de su pensamiento–; los filósofos alemanes se preguntan “¿Qué es el hombre?” desde el antropocentrismo. Pero el hombre no es el centro del universo, es sólo el centro de atención del sujeto. Entonces, ¿por qué el ser humano, tan imperfecto, cree en un Dios perfecto? Y ahí está la respuesta, mire: lo que sucede es que el hombre, cuando se encuen-tra en el vacío, experimenta su verdadera realidad.

–¿Y qué es el vacío para ti, Frutus?–El vacío es Dios, por supuesto. Porque Dios es todo,

¿si me entiende? Pero el vacío también es la enfermedad. El trastorno mental.

El vacío es Dios, responde Frutus. El vacío es la enfer-medad mental. La locura. Y cuando dice eso Frutus seña-la el cuadro del centro de su mapa mental. El centro de su enigma. Ese cuadro donde nunca escribe nada.