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APROXIMACIÓN A LA ÉTICA

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APROXIMACIÓN A LA ÉTICA

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APROXIMACIÓN A LA ÉTICA

Rodrigo Jesús Ocampo Giraldo

Dirección de Investigaciones y Desarrollo TecnológicoGrupo de Investigación Entornos e Identidades

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Aproximación a la ética

APROXIMACIÓN A LA ÉTICA

© Rodrigo Jesús Ocampo Giraldo© 2012 Universidad Autónoma de Occidente

ISBN 978-958-8713-29-8Primera edición, noviembre de 2012

Rodrigo Jesús Ocampo GiraldoGrupo de Investigación Entornos e Identidades

Gestión EditorialPrograma EditorialDirección de Investigaciones y Desarrollo Tecnológico

Jefe Programa EditorialJorge Enrique Salazar Ferro

Coordinación Programa EditorialClaudia Lorena González González

Corrección de estiloSandra Villegas Marulanda

Diseño y diagramaciónNatalia Herrera Valderrama

ImpresiónCarvajalBogotá – Colombia

Universidad Autónoma de OccidenteKm. 2 vía a Jamundí – Conmutador: 3188000 A.A. 2790Cali, Valle del Cauca – Colombiawww.uao.edu.co

El contenido de esta publicación no compromete el pensamiento de la institución,es responsabilidad absoluta de su autor.

Este libro no podrá ser reproducido en todo o en parte, por ningún medio impresoo magnético son permiso escrito del titular del Copyright.

Ocampo Giraldo, Rodrigo JesúsAproximación a la ética / Ocampo Giraldo, Rodrigo Jesús.

-- Cali: Universidad Autónoma de Occidente, 2012.319 p. il.Contiene referencias bibliográficas.ISBN: 978-958-8713-29-81. XXXXX. 2. XXXXXX 3. XXXXX. 4. XXXXXXXXX.X - XXXX

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Rodrigo Jesús Ocampo Giraldo

A mis padres, Olga y Jesús

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Rodrigo Jesús Ocampo Giraldo

ÍNDICE

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Introducción

Preámbulo

La idea del bien y el papel de Eros: Sócrates y Platón

Aristóteles: actividad contemplativa, carácter y felicidad

Séneca: la virtud como bien supremo

Voluntad y apetencia en Santo Tomás

Ley natural y poder en Hobbes

Descartes: conocimiento y virtud

Spinoza y la cuestión de la libertad

El sentimiento moral en Hume

La acción por deber en Kant

Kant y la idea de una ética universalista

Hegel: eticidad y libertad

Schopenhauer y la compasión

El utilitarismo de Mill

Scheler: el amor como valor moral

La ética discursiva: Apel y Habermas

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Primera Parte |

Segunda Parte |

Fundamentos y fines de la acción moral

Ética kantiana y poskantiana

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2•

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Aproximación a la ética

Hacia una ética aplicada: algunos contextos y retos

Ética en las organizaciones

Trabajo, empresa y responsabilidad social

Ética, economía y trabajo

Ética cívica, derechos humanos y pluralismo

La educación ética de la juventud

La ética y la construcción del buen carácter

Elementos para un holismo bioético

El pensamiento ético−ecológico

Las éticas ecológicas: entre antropocentrismo y biocentrismo

Los problemas ambientales en un marco ético−político

Ética, derechos ambientales y derechos de los animales

Educación ética ecológica y cultura ambiental

Sentimientos morales y educación para el cuidado de la vida

Bibliografía

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Tercera Parte |

Cuarta Parte |

Ética aplicada, individuo y sociedad

Ética y cuidado de la vida

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INTRODUCCIÓN

Esta obra recoge una serie de reflexiones sobre conceptos y teorías éticas a lo largo del pensamiento filosófico occidental, producto de varios años dedicados al estudio y a la docencia. El propósito es presentar un trabajo que, a manera de guía de estudio, oriente a la comunidad estudiantil interesada en cuestiones éticas, y en autores cuyos planteamientos han moldeado la filosofía moral en el transcurrir de la historia. Por lo tanto, este libro está dirigido a un público no especializado que, desde distintos niveles de formación, espera incursionar en el estudio de algunas concepciones y problemas éticos, tanto clásicos como contemporáneos.

Se asume para tal fin, a modo de introducción, la postura de algunos pensadores frente al problema del actuar humano en términos morales, desde la antigüedad hasta la actualidad. De igual forma, se consideran asuntos relacionados con la ética aplicada y con el pensamiento ético−ecológico. Para facilitar la lectura de este texto, se han organizado los escritos en cuatro apartados temáticos, cada uno de los cuales está compuesto de breves capítulos. En ellos se expone la interpretación o análisis de conceptos, problemas o casos aplicados, que nutren el pensamiento y las teorías sobre el sentido, y propósitos de la reflexión y acción moral.

La primera parte, titulada Fundamentos y fines de la acción moral, se refiere a los conceptos éticos básicos, tales como: bien, virtud, felicidad, placer, libertad, ley natural, sentimiento moral y voluntad,

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abordados por diversos autores, a partir de obras que han influido marcadamente en la tradición moral occidental. Se incluyen así, las reflexiones de algunos filósofos destacados, desde el periodo antiguo hasta la época moderna: Platón, Aristóteles, Séneca, Santo Tomás, Hobbes, Descartes, Spinoza y Hume.

En la segunda parte, Ética kantiana y poskantiana, se estudia la noción de deber en Kant, y su pretensión de fundamentar una ética universalista, desde principios como la buena voluntad. Igualmente, se contempla la tradición moral después de Kant, la cual, en cierta medida, se despliega por influencia o reacción a los planteamientos del filósofo de Königsberg. Por ello, se tocan las propuestas filosóficas de autores como Hegel, Schopenhauer, Mill, Scheler, Apel y Habermas, quienes, ante el deber y el universalismo ético, acentúan otros principios y aspectos de la acción moral, como es el caso de la eticidad, la compasión, la utilidad, el valor moral, y la acción discursiva, respectivamente.

Cabe precisar que se deja de referenciar un buen número de pensadores, quienes, por sus méritos y legado a la filosofía moral, también podrían estar reconocidos aquí. La no mención de estos obedece más a la naturaleza de esta obra, pues al ser introductoria, y como un manual de estudio, sólo pretende motivar a la reflexión ética, mediante el planteamiento de algunos temas y problemas; a la par, invita al lector a seguir profundizando y estudiando a variados autores, que le permitan una visión panorámica del amplio mundo del pensamiento moral. Con tal objeto, en el preámbulo se nombran pensadores no analizados en este estudio, con la esperanza de generar un incentivo para continuar con la incursión en el mundo del pensamiento ético.

La tercera parte, Ética aplicada, individuo y sociedad, se centra a su vez en algunas corrientes del pensamiento moral actual, donde una ética pensada para la praxis en contextos específicos de acción, cobra especial relevancia. De ahí que se aborde el sentido de pensar en una ética aplicada a partir de los retos presentados en el ejercicio

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profesional, en las organizaciones y empresas. Del mismo modo, se observa el desarrollo económico y el fenómeno del consumo frente a las auténticas necesidades humanas. También se estudia el papel de la educación ética de cara a algunos desafíos que asume la juventud en el mundo contemporáneo, y la cuestión del sentido de la reflexión ética, entendida como saber práctico encaminado a orientar la propia existencia, y a desarrollar cierto saber vivir.

La cuarta parte, Ética y cuidado de la vida, está dedicada a examinar enfoques y problemas éticos orientados hacia el sostenimiento y apreciación de la vida misma, lo cual desborda, en cierto sentido, un campo específico dentro de la ética aplicada. En efecto, ellos se desprenden de una serie de responsabilidades individuales y colectivas en relación con los afectados entornos tanto socioculturales como naturales. Por ello, más allá de una bioética centrada en dilemas morales atravesados por las concepciones de dignidad humana, autonomía, derecho a la vida, bienestar, responsabilidad y convicciones morales, entre otros, se propone también una gama de elementos para apuntar hacia un holismo bioético; éste es pensado con base en las interacciones entre la ética ecológica y una educación para el cuidado de la vida, las cuales pretenden superar la dicotomía entre antropocentrismo y biocentrismo. Desde este holismo, se pretende, además, vincular algunos supuestos de los clásicos problemas bioéticos, con propuestas éticas originadas en la ecosofía, la ecología humana, la ecología social, y la denominada ética de la Tierra.

Así, este trabajo de introducción a la ética parte de un ejercicio académico que busca generar inquietudes, y orientar el estudio de cuestiones éticas, desde la consideración de aspectos conceptuales básicos y de la denominada ética aplicada. Esto se logra al indagar sobre la acción moral inherente a la condición humana, lo cual involucra la aproximación a diferentes nociones de vida buena que pretenden dar cuenta del bien a alcanzar, y tratar de comprender el sentido y fines de las actividades humanas, en diversos contextos. En general, el interés por la ética descansa

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aquí, en un propósito que parece alentar la reflexión sobre la acción humana en la historia del pensamiento, como lo es buscar claros referentes filosóficos para conducir la propia existencia hacia su máxima expresividad y realización.

Finalmente, sea esta la oportunidad para agradecer a estudiantes y profesores quienes, de distintas maneras, han estimulado la tarea de indagar en las concepciones y problemas éticos aquí abordados, así como la elaboración de algunos de los textos que constituyen esta obra. Cabe también extender mi gratitud a colegas y directivos de la Universidad Autónoma de Occidente, por alentar iniciativas de producción académica, con el objetivo de promover reflexiones y aportar materiales de estudio, que respondan a las necesidades de un público amplio, y sean útiles para acompañar procesos formativos en las instituciones educativas.

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PREÁMBULO

LA TRADICIÓN MORAL OCCIDENTAL

1. LA ÉTICA Y LA MORAL

El término moral viene del latín mores que significa costumbre, morada. Se puede definir como el conjunto de tradiciones y normas, usualmente reconocido y aceptado por determinado grupo de personas. La moral tiene que ver con las costumbres, por cuanto están relacionadas precisamente con ciertos valores y procedimientos admitidos socialmente. La moral de una sociedad está constituida por códigos normativos y hábitos que regulan el proceder de sus miembros, al ser reflejados respectivamente, por las instituciones y la conciencia colectiva de los ciudadanos. Por su lado, la ética suele considerarse un ejercicio filosófico centrado en la reflexión sobre el fenómeno de la moral, pues da razones justificando o no, comportamientos y normas vigentes en una comunidad o cultura. En general, ella se encarga de buscar fundamentar motivaciones, principios y fines, orientadores de la acción.

La ética se entiende como una indagación racional sobre el actuar humano y la normatividad que lo orienta. En otras palabras, la ética se ocupa, especialmente desde la Edad Moderna, de la justificación racional de la acción humana, en contextos de interacción social, atravesados por determinadas normas, valores, costumbres y procederes. Esto no significa que la ética sea asunto de filósofos,

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pues de hecho es un campo de necesario interés para todo individuo, en tanto que se despliega como una actividad reflexiva y práctica, inherente a la condición humana.

Ahora, la tarea de distinguir los conceptos de ética y moral no es tan sencilla. La diferencia antes citada no es de consenso general entre los escritores de estas cuestiones. En parte, esto se debe a que el término griego ethos tiene dos acepciones: la primera suele significarse como costumbre y normas de la morada, del lugar donde se habita. Este término es similar al término latino mores, el cual es traducido también como costumbre. La segunda está relacionada con el carácter y el cuidado de sí, desde un ejercicio reflexivo. Así, la ética puede entenderse etimológicamente en dos sentidos, pero generalmente se asume como reflexión sobre la moral.

Aristóteles, por ejemplo, entendió la ética como un ejercicio reflexivo en el cual se forja el carácter por medio del hábito. Pero también tenía en cuenta que el carácter y los hábitos estaban relacionados o dependían, en cierta forma, de las costumbres y concepciones de bien, propias de la comunidad. Siendo esto así, pensó que algunas costumbres y tradiciones podrían ser suavizadas o refinadas, por medio de una educación basada en la búsqueda constante de un carácter excelente, por parte de los ciudadanos de la polis griega.

Muchos siglos más adelante, Kant va a señalar que la ética puede componerse por dos partes: una racional −la moral−, y otra empírica −la antropología práctica−. La parte racional o moral consistiría en una indagación sobre los fundamentos o principios metafísicos de las costumbres de las personas. La empírica o antropología práctica residiría en apreciar cómo sostener esos principios racionales, desde la vivencia o experiencia humana, generalmente gobernada por impulsos, inclinaciones y apetitos.

Igualmente, es importante mencionar la variación de los términos ética y moral, en el lenguaje cotidiano. En ocasiones se llama a una acción ética en relación con los valores sociales y procederes comúnmente aceptados, y se refiere la moral queriendo señalar un estado de ánimo o una cualidad, característica del individuo que siempre está dispuesto a obrar según normas previamente

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establecidas. En consecuencia, se dice que una persona tiene una alta o baja moralidad. Incluso se suelen usar estos términos sin hacer diferenciación alguna. Estos y otros detalles lingüísticos y explicativos son talvez causa de que algunos autores traten ambos términos indistintamente, o prefieran utilizar uno solo como implicando varios sentidos de interpretación. En cualquier caso, sintetizando de manera esquemática la distinción tradicional entre ética y moral, se puede partir de una referencia inicial para ampliarla con los posteriores análisis, tal como se presenta en el siguiente cuadro comparativo:

1.1. La ética como saber racional normativo

Se puede apreciar que la idea de moral, en muchas ocasiones, se desprende de la cultura judeo−cristiana, la cual le ha imbuido al mundo occidental ideas como el pecado, castigo, temor, bienaventuranza, gracia, redención, entre otras. Desde esta perspectiva, una persona moral sería aquella que se conforma con ciertos preceptos de vida establecidos por un dogma de fe, creencias religiosas o pertenencia a determinada Iglesia o culto. Y una persona ética o con ética sería quien, sin interesar su pertenencia o no a algún credo religioso, trata de conformar su vida según preceptos racionales de conducta, los cuales pretenden garantizar su bienestar y la adecuada convivencia

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social. En este sentido, cuando se busca incursionar en el mundo de la filosofía moral, es importante aprender a superar la intención de sólo centrarse en defender una concepción sobre lo que constituye el bien moral y cómo alcanzarlo. También es recomendable evitar de entrada, ser riguroso con el uso de los términos de ética y moral, pues existe la manera de relacionarlos tanto con justificaciones valorativas de las costumbres como con la orientación hacia un moldeamiento específico del carácter.

Por consiguiente, con fines a una comprensión definida de partida, lo adecuado es tener una distinción inicial clara, pero con la posibilidad de ser replanteada a medida que avanza el estudio de algunas concepciones éticas. Así, se puede decir que en el mundo de lo moral, hay una parte teórica y una parte práctica. La parte práctica hace, precisamente, referencia al conjunto de valores, principios, procedimientos y normas vigentes en una sociedad. De aquí surge la moral normativa o conjunto de códigos morales reguladores del comportamiento de las personas. Se habla de moral normativa porque se alude a costumbres y tradiciones, a valores vigentes que cohesionan al individuo, regulan su existencia y, si se desatienden, pondrían en ciertos aprietos al sujeto frente a la comunidad donde reside. De esta forma, al ir en contra de cierta normatividad, es tachado de inmoral, como por ejemplo, el salir desnudo a la calle, a menos que la costumbre sea no llevar ropa. Todas las personas cumplen con cierta normatividad moral en sus relaciones sociales y, en general, en los miramientos y cuidados que tienen hacia sus semejantes para ser aceptados por ellos.

El aspecto teórico, por su parte, corresponde al conjunto de reflexiones racionales sobre el sentido y fundamento de los valores y normas en vigor, en una sociedad. De esto se desprende que la ética −filosofía moral− se entiende también como un cúmulo de investigaciones, teorías, concepciones y explicaciones, relacionadas con el comportamiento moral, las normas aceptadas de convivencia y la conciencia moral colectiva, para mostrar, entre otras cosas, que es el individuo quien asume, en últimas, una actitud ética o no ante su existir, más allá de presiones sociales o de lo vigente culturalmente.

En este sentido, en filosofía moral no se puede, como en la física, la botánica, la medicina, la química, u otras disciplinas afines, tomar el objeto propio de estudio para trabajarlo y obtener resultados

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inmediatos y palpables. A modo de ilustración, si en química se espera probar cierta teoría referente a la reacción entre sustancias, basta experimentar con ellas en los instrumentos adecuados para confirmar o desestimar dicha teoría. En la ética, entendida como reflexión crítica sobre la moral, es diferente, pues la acción humana desborda el ser propiamente objeto de experimentación, a la hora de considerar, por ejemplo, los auténticos móviles, fines e intereses, que permiten su comprensión.

Tampoco es posible predecir con certeza, en qué medida un individuo evalúa sus propios actos, atendiendo determinados conceptos morales, o hasta dónde el sujeto está dispuesto a asumirlos, para producir un resultado específico que en cuanto a la ética es una vida excelente. Y esto es más complejo cuando se considera que una vida excelente es una noción relativa dependiendo de los intereses y actitudes de cada individuo de la especie humana. Cada quien tiene sus objetivos en la vida, y de acuerdo a eso busca su excelencia u optimización de su ser. Si bien, desde un punto de vista ético, la optimización del propio ser hace referencia al perfeccionamiento de lo humano, son diversas las concepciones de vida buena en torno a las cuales se puede orientar el desarrollo de la excelencia.

De esta manera, lo que se hace desde la ética es tratar de ofrecer herramientas de juicio, análisis y valoración moral, en torno a los fines y propósitos que persigue la existencia humana, y los aspectos que constituyen el quehacer o actividad de las personas, considerando lo que debe y puede hacerse, o las realizaciones que podrían alcanzarse desde su ser moral. En efecto, las cuestiones sobre lo que debe hacerse, y cómo orientar la propia existencia, bajo ciertos ideales o principios, cobran lugar cuando el agente racional reflexiona y trata de practicar lo correcto y bueno, según lo indica el juicio y las íntimas convicciones.

Esto implica, por cierto, una serie de presupuestos acerca de valores tanto objetivos como subjetivos, rectores de la actividad humana; y, consecuentemente, la pregunta por el qué debo hacer y cómo conducir moralmente la propia existencia, deviene en un cuestionarse por la excelencia, el perfeccionamiento del propio ser,

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y lo esencial a tratar de alcanzar en la vida. Tal como lo mostraba Kant, la posibilidad de interrogar sobre el bien moral, revela el carácter ético de la existencia, una dignidad en cada persona, la cual permite ver a todo individuo, con la capacidad de transcender los límites del mecanicismo de naturaleza, el determinismo biológico de la especie, y los mismos condicionamientos sociales.

Ahora, es claro también que la práctica de la vivencia ética no puede ser completamente enseñada, eso depende de las experiencias, temperamento y carácter de cada individuo. Un ejemplo de ello es la aceptación del principio, o para otros, el mandato de no mentir. La cuestión de la mentira implica una serie de conflictos y complejidad en las elecciones a asumir en la vida cotidiana. Desde la reflexión ética sólo se puede esperar fomentar cierta sensibilidad y gusto por valores morales positivos, como la veracidad, la honestidad y la transparencia. Sin embargo, estos valores se ven constantemente probados ante situaciones específicas y particulares que ponen en entredicho la viabilidad de mantener el respeto por la verdad, en todas las circunstancias. Por ello, la ética, como disciplina filosófica, rehúye el dedicarse a dar consejos en torno a una noción de vida buena en particular, o sobre lo que hay o no hay que hacer. Ello significaría, en efecto, un reduccionismo de la reflexión moral a cuestiones de predicación sobre un estilo de vida que se quiere imponer, lo cual va en contravía precisamente del ejercicio de la racionalidad crítica, así como de la aceptación de diversas vías de desarrollo moral del individuo a partir de su propia conciencia, razón y autonomía.

Así, cuando se habla de desarrollo moral y de lo que debería ser, se supone la aceptación de la noción de progreso moral en relación con el cual, ciertas formas de vida serían superiores a otras. Con estas apreciaciones se debe tener cierto cuidado, pues este tipo de interpretaciones podría llevar la idea de una mayor perfección moral por parte de alguna cultura, y su consiguiente menosprecio y subestimación de otras culturas. Por lo tanto, el camino más apropiado para evitar juicios de valor excluyentes es tratar de apreciar y comprender la condición humana, sus potencialidades, facultades y posibilidades, para determinar lo que facilita su plena expresión y realización, en contextos específicos, y ante necesidades

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particulares. En efecto, no es tarea central de la reflexión ética presentar recetas dogmáticas sobre lo correcto e incorrecto, sino más bien, a partir de ella estimular e invitar a cada individuo, a considerar hábitos, motivaciones, propósitos y fines de la acción, con el objeto de evaluar si estos son consecuentes con el despliegue de las capacidades, potencial y bienestar humano.

2. EL PAPEL DE UNA HISTORIA DEL PENSAMIENTO ÉTICO

Antes de pasar a examinar, a grandes rasgos, la historia del pensamiento ético, es necesario preguntarse si la ética es una ciencia. Si se entiende esta última como un tipo de conocimiento sistemático y articulado que aspira a formular y explicar, mediante lenguajes apropiados y rigurosos, las leyes que rigen los fenómenos relativos a un sector particular de la realidad, la respuesta que salta a la vista es: no. Con todo, se describe la ética como un saber riguroso en el sentido de que es un área de estudio e investigación que sin ser una ciencia fáctica, se sirve de las disciplinas consideradas científicas. En este sentido, la ética incorpora métodos de observación, clasificación y discernimiento sobre el fenómeno de lo moral, con el objeto de llegar a fundadas conclusiones sobre los valores y costumbres humanas, a partir de las cuales, según el caso, trata de orientar la modificación y desarrollo del carácter de los individuos, o promover normas de vida más acordes con lo propio de lo humano, o el ideal de excelencia que se considera, con fundamentos, correcto promulgar. Desde esta perspectiva, la ética es un saber normativo que supone una dimensión de la comprensión de la acción humana.

La reflexión ética se enmarca en el campo de un saber humanista al centrarse en un complejo campo de estudio, como lo es la acción racional del individuo, en la cual media no sólo lo teórico, sino principalmente, asuntos prácticos atravesados por el amplio mundo de la vivencia íntima. Por ello, la ética no pretende contar con teorías y métodos de investigación, que respondan invariablemente, al conocimiento de lo correcto y lo incorrecto. Es claro que el físico, el químico, el biólogo, pueden disponer de laboratorios para investigar ciertos fenómenos, y sentar leyes demostrables a partir de determinados experimentos y datos. El trabajo científico hace uso, por ejemplo, de la medición estadística, de la comprobación

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o la falsación, y sus resultados tienden a validarse desde hechos relacionados con el fenómeno estudiado. En la reflexión ética bien se sabe que es imposible conocer a ciencia cierta las intenciones que llevan a una persona a actuar de forma concreta, para así entender si sus motivaciones son puras y desinteresadas, esto es, de valor moral o no, según el enfoque kantiano.

También es imposible medir el grado de odio, amor, tristeza, etc., generado por el sujeto X, para establecer su nivel de autocontrol, y la naturaleza real de sus emociones. Lo mejor que se puede hacer es tratar de comprender la condición humana, sus potencialidades, y precisar racionalmente en qué medida ciertas acciones son preferibles a otras. Dado que la moralidad, a partir del legado kantiano, se identifica con lo propio de la actitud interna del individuo, y que la eticidad, según la distinción hegeliana, está anclada en las instituciones sociales y se define desde la cultura de los pueblos, resulta evidente que el carácter de la ética adquiere significados específicos dependiendo de cada una de las caras de la realidad, individual y social, a la que es llamada, para evaluar el sentido y fines de la acción en general, o acontecimientos particulares, desde determinadas valoraciones morales.

Al llegar a este punto, ciertamente se aprecia la necesidad del diálogo interdisciplinario, por ejemplo entre la ética, la antropología, la sociología y la sicología. El estudio independiente en las diversas ciencias permite la especialización y la profundización a causa de la concentración y sistematización utilizadas, pero en el campo de las Humanidades y las Ciencias Sociales, es especialmente visible el hecho de que cualquier conocimiento está ligado inevitablemente a otro. Si uno de los propósitos de la ética es la valoración de la acción humana con el fin de lograr su realización o excelencia, es importante tener presente los aportes logrados por el estudio de la condición humana en sus aspectos antropológico, sicológico, sociológico, económico, político e histórico.

Con lo anterior de manifiesto, se puede pasar ya a hacer un breve recorrido de la historia del pensamiento moral, con el propósito de precisar un hilo conductor sobre aportes muy generales

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de algunos de los principales autores, quienes han influido en la reflexión occidental con sus sistemas éticos sobre lo que constituye el buen vivir y la realización humana.

2.1. La ética antigua

La ética es una creación occidental en tanto que, como disciplina o cuerpo de conocimiento sistematizado y fundamentado racionalmente, se remonta al legado socrático−platónico y, principalmente, a Aristóteles. En efecto, uno de los problemas que impulsó la reflexión ética, fue el sostenido entre los sofistas y Sócrates y Platón. Para los primeros lo bello y lo justo era producto de las convenciones de la polis. Por su parte, Sócrates y Platón mostraban, en cierta forma, que las costumbres e instituciones de la polis, más que tener su justificación a partir de la aceptación histórica y sus orígenes míticos, dependían de lo que debía ser su adecuación al sentido y propósitos por las que fueron constituidas. Tanto Sócrates como Platón creían en el mundo del alma y en el bien en sí, por lo que el carácter de lo justo y lo bueno, era de naturaleza universal e inmutable, es decir, modelos que debían ser encarnados por los hombres y sus instituciones. Esto, por supuesto, no era acorde con el pensar sofista tendiente al subjetivismo y al relativismo, a la hora de considerar los valores de lo verdadero y lo justo.

Aristóteles sistematizó de manera coherente y racional, en su Ética a Nicómaco, un cuerpo de reflexiones orientadas por la pregunta sobre lo que constituye una buena vida humana, esto es, en qué consiste la excelencia en el hombre. Él desarrolló un sistema de pensamiento ético que ha influido por muchos siglos la reflexión ética occidental, con sus nociones de la felicidad como bien supremo, el cultivo de las virtudes intelectuales y del carácter, y la vida contemplativa y temperante, como fines del hombre libre, entre otros. Es, en general, con Platón y Aristóteles, que se fijan las bases de los dos grandes enfoques teórico−normativos que han inspirado la tradición moral, es decir, el procedimentalismo, de corte formal y universalista, por un lado, y el sustantivismo, de carácter comunitario y contextualista, por el otro.

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Más adelante llegarán los estoicos y los epicúreos. Para los primeros la moral ya no se define solamente en relación con la polis, sino también con el Cosmos y el orden de la naturaleza. Para los estoicos, el bien supremo es vivir conforme a la naturaleza, o de acuerdo con la razón. El hombre no debe dejarse llevar por los afectos interiores ni por los bienes externos, por el contrario, debe practicar el dominio propio, la moderación, y principalmente el cultivo de la virtud, para conquistar su libertad interior. Si bien, la polis, la vida social y política son importantes para el despliegue de la actividad humanamente valiosa, ellas no constituyen directamente la fuente del saber moral, ya que éste dependerá de un logos que encuentra expresión en la capacidad humana de realizar un arte de saber vivir por medio de la sabiduría práctica, producto del ejercicio de la racionalidad, sumada a las experiencias de la vida.

Los epicúreos, por su parte, centran gran parte de su reflexión, en sentido moral, en la cuestión del placer, por ello se denomina a la ética epicureísta como hedonista. Aunque para el hombre el bien es el placer, y lo malo es el dolor, es importante aprender a escoger los placeres duraderos y superiores, pues son los que contribuyen a la paz del alma. Los epicúreos concebían el bien como tranquilidad del ánimo y autosuficiencia, en consecuencia, apostaban por retirarse de la vida social, y sobrellevar una vida de aislamiento, o con un reducido número de amigos. Uno de sus propósitos era el de alcanzar el goce que produce la independencia de los cuidados, temores y ataduras a los que se ve expuesto el común de la gente, lo cual genera infelicidad.

2.2. La ética medieval En el medioevo, los pensadores cristianos hacen constantes

exhortaciones, por medio de las Escrituras, a vivir de tal manera que se logre alcanzar lo realmente importante para el hombre: la salvación de su alma. Dicha salvación está relacionada con el cultivo de virtudes morales inspiradas en el amor a Dios y al prójimo. Vivir bajo los preceptos de Dios sería lo mismo que vivir conforme a las leyes de la naturaleza, las cuales promueven el orden y la mayor perfección posible para todos los seres. Así, gran parte de la filosofía

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moral medieval desarrolla su fundamentación en el concepto de Dios y de la inmortalidad del alma, es decir, es de carácter religiosa, exactamente cristiana, con diferentes matices. Ella se extiende aproximadamente desde el siglo V con una marcada influencia de los padres de la Iglesia, hasta el siglo XV, periodo cuando empieza a declinar la escolástica.

Entre los padres de la Iglesia se destaca san Agustín de Hipona, quien cristianiza de alguna manera las doctrinas de Platón. Según este autor, cuando la voluntad del hombre ordena su conducta de acuerdo con los mandatos y leyes divinas, se obtienen actos buenos. Pero desafortunadamente la naturaleza humana se inclina hacia el mal, y de ahí la necesidad de la Gracia para dirigir la voluntad hacia la virtud y salvación eterna. Para conseguir esta mediación de lo divino, se ha de requerir especialmente de la fe, tal como lo indica la misma inteligencia. A partir de la fe, el hombre puede alcanzar la reforma de su ser, en tanto que ella juega un papel orientador para lograr que la voluntad y acción humana, estén en consonancia con un orden normativo trascendente, el cual es posible vislumbrar por la iluminación divina, y por el desarrollo de las facultades y luz innata, propias del ser humano.

Por su parte, santo Tomás de Aquino es uno de los pensadores que establece una influencia relevante en el periodo escolástico, entre otras cosas, por promover una filosofía que buscaba reconciliar las doctrinas de la Iglesia con el legado aristotélico, señalando, por ejemplo, la concordancia entre la ley natural y la ley divina. Santo Tomás, en ciertos aspectos siguiendo a Aristóteles, mostraba que todo hombre está obligado a descubrir su fin propio: la felicidad, a través de una ley natural, universal y evidente a todos, pero esto sin desatenderse de la religión, pues la felicidad auténtica o bienaventuranza, sólo puede ser otorgada por Dios. El ser humano procede de Dios y su conducta moral debe estar orientada a su unión con Él. La fe, la esperanza y la caridad son virtudes básicas, y deben ser cultivadas para lograr este fin último; ello no contradice los dictados de la razón, ya que ésta es entendida como una luz natural que guía la fe.

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2.3. La ética moderna

Entre los autores más influyentes en el pensamiento de la denominada época moderna están Descartes, Hobbes, Spinoza, Hume, Kant y Hegel. En este periodo también se pueden ubicar filósofos que desarrollan sus reflexiones a lo largo del siglo XIX, como es el caso de Schopenhauer, Mill, Kierkegaard y Marx. El hombre es concebido con un valor propio, ya no sólo como ser espiritual, sino, especialmente, como un agente racional que puede definir, por sí mismo, los principios morales que rigen su existir. Desde otros enfoques, el ser humano es asumido además, como sujeto básicamente corpóreo, sensible, y como un ser de voluntad, deseo, a la par que histórico−social. La naturaleza humana se vislumbra necesariamente compleja y marcadamente contradictoria, ya que su realización no solamente se expresa en la contemplación, sino en la acción para asumir las riendas del propio destino y de la transformación del mundo. El hombre aparece en el centro de la política, la ciencia, el arte y la moral. La ética conserva así, para muchos de los autores de este periodo, el legado renacentista que reacciona a algunos aspectos del pensamiento medieval, adoptando una reflexión antropocéntrica.

En Descartes y Spinoza hay un gran interés por la capacidad que puede tener el hombre para dominar las propias pasiones, ya que éstas son vistas como factores antagónicos al perfeccionamiento de la naturaleza humana, en tanto que contravienen la guía de la razón. Así, Descartes se esfuerza por construir un edificio del conocimiento sobre principios evidentes y sólidos, que permitan el desarrollo de las ciencias y la técnica. La moral definitiva ocupa uno de los frutos últimos de este saber, pero de los más preciados, por constituir un factor orientador del recto vivir, basado en el conocimiento racional y certero de las cosas.

Spinoza, conocedor del pensamiento cartesiano, centra gran parte de su legado racionalista en pensar una ética con proposiciones y axiomas, de manera análoga al método matemático de demostración. Con esto, el filósofo pretende alcanzar cierta comprensión de principios y leyes morales necesarias. Estos, lejos de constituir

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un factor determinista para las acciones humanas, devienen en elementos conducentes a la emancipación del individuo y la sociedad, en tanto son consecuentes con la guía de la razón.

Por el lado de la tradición empirista, se puede mencionar a Hobbes y Hume. Hobbes es conocido principalmente por su obra Leviatán, en cuya primera parte asume no sólo una reflexión de carácter político, sino un pensamiento con implicaciones morales. Desde la perspectiva de este autor, es característico de la condición humana el deseo de alcanzar poder tras poder. Deseo que por resultar desmesurado, requiere más que de las leyes de la naturaleza para ser adecuadamente conducido. De ahí la necesidad del Estado y del poder soberano.

Hume, por su lado, aprecia que el saber también estriba en la capacidad de servir de guía para la vida práctica. En esta dimensión de la praxis humana, resulta claro que es insuficiente el poder de la razón para obligar al individuo a actuar en sentido ético. Para Hume, es el sentimiento moral quien entra a jugar un papel fundamental a la hora de comprender las posibilidades de llevar a cabo acciones correctas, superando tendencias egoístas perjudiciales y afectos desordenados.

Más adelante surgen Kant y Hegel. Con Kant se hace relevante el papel de la autonomía y la libertad humana, las cuales son ejercidas con propiedad, atendiendo al cumplimiento del deber, a partir de máximas de acción de carácter universalizable. Lo auténticamente moral se encuentra en una buena voluntad o intención, en la disposición del agente racional para obrar por deber en atención a la ley moral que subyace en su interior.

En Hegel, la idea del sujeto soberano, activo y libre, se extiende desde su caracterización como parte del espíritu absoluto −todo lo real−, el cual encuentra su razón de ser en la tensión histórica en que se despliega la cultura humana. La actividad moral es una fase del desenvolvimiento histórico del espíritu, un medio por donde éste se manifiesta y realiza. De la moralidad kantiana se pasa entonces al nivel de la eticidad, donde se concretiza socialmente la ley moral que ha de guiar todo ser humano desde sus vínculos comunitarios e instituciones.

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Schopenhauer más adelante va a reaccionar frente al pensamiento moral kantiano, no obstante, reconocerá el valor de su legado filosófico. Así, antepone el sentimiento de la compasión, en lugar del deber, como auténtico móvil que explica la acción moral. Para Schopenhauer, el egoísmo es el factor que priva a las acciones de su contenido moral, el cual depende, en cierta forma, de un darse a sí mismo. Este darse consiste en estar dispuesto a padecer por las necesidades del otro, y en buscar superar el interés por el propio placer, para atender el dolor ajeno. De ahí que la ética no requiere de principios formales de acción ni del rigorismo del deber por el deber, pues se funda en un sentimiento de consideración por el otro, buscando aliviar sus sufrimientos.

Con John Stuart Mill se encuentra igualmente una reacción al formalismo kantiano, ya que para él prima la acción concreta con miras a la utilidad: la mayor felicidad para el mayor número posible de personas. En su obra, El Utilitarismo, más que la recta intencionalidad, lo que cobra importancia son los resultados, el bienestar que se puede desprender de las acciones de las personas. El principio utilitario es heredero de la tradición hedonista, sin embargo, reafirma la relevancia del bien social, en donde la justicia y la equidad ocupan fines deseables, de cara a armonizar el bienestar individual con el colectivo.

En este contexto del siglo XIX, se encuentra también Kierkegaard, inspirador del existencialismo contemporáneo. Este autor centra sus reflexiones en lo que constituye el hombre concreto y su subjetividad. El ser humano gana o pierde autenticidad, en la medida en que su existir se desenvuelve o no, a partir de su esencia y destino. Entonces, vivir en un estadio meramente estético de la vida, en donde el placer y la vanidad del existir son prioritarias, impiden el encuentro consigo mismo, con el yo interior. En el estadio ético, el individuo se adecua a las normas sociales, y sigue los preceptos de la razón que le indican sus deberes, pero esto no cubre la angustia existencial del individuo, en tanto que sigue perdiendo autenticidad y subjetividad. Sólo en el estadio religioso, cuando el hombre tiene el valor de dar el salto por la fe, y en donde se entrega a sí mismo, es que logra su autenticidad y propósito, al establecer una relación personal con Dios.

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Por último, está Marx, quien dirá que el hombre es un ser creador y productor que mediante su trabajo transforma el mundo, y desarrolla condiciones de vida adaptadas a sus necesidades; así, el hombre es un ser histórico, político y económico, que se realiza desde su vida social y relación con el entorno material. La moral cumple una función social negativa cuando se orienta a regular las relaciones y condiciones de existencia de acuerdo con los intereses de la clase dominante, de ahí que sea considerada como un prejuicio burgués. No obstante, la moral puede convertirse también en un factor liberador cuando se despliega como resultado de las fuerzas vivas de la sociedad. En efecto, es con base en la participación consciente de los hombres, que se logra la transformación de un viejo orden social que supera las diferencias y la lucha de clases, con todo lo cual, el ser humano obtiene cierto dominio sobre las condiciones de su existencia.

2.4. La ética contemporánea

Entre los tratadistas morales de los siglos XX y XXI están Scheler, Sartre, Dewey, Fromm, Ayer, Habermas y Apel. Max Scheler considera que la ética adquiere su sentido con base en un mundo de valores morales, aprehendidos por una intuición emotiva de parte del sujeto. En general, los valores son cualidades, esencias independientes del objeto, cuya concreción depende del seguimiento que cada persona realiza en su conciencia vital. Desde esta perspectiva, cobra relevancia una ética del seguimiento de dichos valores, a partir de un acto intencional básico como es el amor espontáneo. Es en la relación entre el objeto y el sujeto, mediada por el valor, que es posible esperar el perfeccionamiento del hombre y la cultura.

Jean Paul Sartre, por su parte, asume un pensamiento existencialista, centrando su reflexión en el hombre entendido como un proyecto construido con el fundamento de la libertad, una mirada, por supuesto, con implicaciones éticas. De este modo, cobra poco sentido la idea de la existencia de valores, principios o normas con objetividad y universalidad, debido a que no hay un soporte último de los valores. Se apuesta con ello, por una ética elaborada desde la subjetividad, desde la realidad existencial del individuo, ya que el hombre es libertad que puede crear valores y normas que guíen su conducta, a la par que desarrolla su capacidad de elección y de reconocer a los otros.

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Cabe considerar de igual manera a John Dewey, quien es uno de los representantes del pragmatismo norteamericano. Esta corriente de pensamiento se centra en usar como criterio de verdad, el fin utilitario y práctico del conocimiento. Desde una perspectiva moral, la noción de bien, lejos de cimentarse en cuestiones metafísicas y formales, está relacionada básicamente con el alcance práctico de logros expresados en forma de bienestar individual y social, en contextos definidos y específicos. Precisamente, el pragmatismo en ética se puede relacionar con una forma de utilitarismo que desplaza la existencia de valores objetivos por la aceptación de principios de acción que cobran importancia moral como referentes con valor de uso.

Erich Fromm a su vez muestra la importancia de tener en cuenta los aportes del psicoanálisis a la hora de comprender al individuo como sujeto ético. En efecto, hace énfasis en el papel del inconsciente y en el poder de las pulsiones e instintos, aspectos claramente estudiados por Freud, como factores que permiten entender de mejor manera, la acción humana y las relaciones del hombre consigo mismo, con los demás y el entorno. De hecho, Fromm se refiere a una ciencia del hombre desde donde es posible pensar una ética humanista, contrapuesta a éticas de corte autoritario y religioso. En su obra Ética y Psicoanálisis, explica, por ejemplo, que lo central es orientar la existencia hacia la construcción de un buen carácter y de una vida productiva. Este tipo de vida es entendida como la expresión de pensamientos, amor y acciones productivas, es decir, las manifestaciones del potencial humano consecuentes con su naturaleza y realización.

Alfred Ayer, por su parte, es representante del positivismo lógico que, en la dimensión del pensamiento ético, se presenta con el enfoque del emotivismo moral, heredado de David Hume, y según el cual los juicios de valor son sólo producto de estados emotivos. Si los términos éticos tienen un significado emotivo, ellos no describen propiamente una realidad ni enuncian hechos. Se está simplemente frente a sentimientos de aprobación o de desaprobación, ellos no son ni verdaderos ni falsos. Siendo esto así, las proposiciones morales carecen de valor científico, son usos del lenguaje que están expuestos, por ello, más al análisis lingüístico que a interpretaciones con pretensiones de contenido verdadero.

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Algunas de estas concepciones contemporáneas del fenómeno de lo moral, han dado lugar a tendencias de reevaluación y deconstrucción del legado moderno; lo cual ha llevado a afianzar lo que se conoce como una reflexión posmoderna, donde prima un criticismo ético a favor de la complejidad, el relativismo y el subjetivismo. En efecto, en el pensamiento ético denominado posmoderno, hay, para algunos autores, la necesidad de un reencuentro con el hedonismo y el goce estético, el valor de la individualidad y lo cotidiano, la reconciliación con la vida y lo narrativo de la existencia, frente a concepciones morales que pretenden ser omniabarcantes o estrictamente racionalistas, y, en general, reduccionistas a la hora de valorar la experiencia moral y sus posibilidades.

Sin pretender caer en estas críticas a la racionalidad moderna, y frente al enfoque emotivista y no cognitivista del fenómeno moral, Habermas y Apel intentan en la actualidad, recuperar la tradición anclada en el papel normativo de la reflexión ética, mediante el papel que juega la racionalidad dialógica y su fundamentación desde el sujeto moral, esto es, una racionalidad y un sujeto que se configuran, en gran medida, a partir de la acción comunicativa y las relaciones cotidianas intersubjetivas. Es con el ejercicio discursivo, con la actividad dialógica, que cabe la posibilidad de construir comunidad moral, en medio de las diversas concepciones de bien, convicciones y creencias que regulan la acción humana, en las complejas y plurales sociedades contemporáneas.

3. SENTIDO DE LA DIVERSIDAD DE LAS TEORÍAS ÉTICAS

En cierta forma, el carácter del ser humano está moldeado por la influencia de la vida social imperante, pero a su vez le es dado cuestionarse sobre las costumbres vigentes y normas que orientan su existencia, en algunos momentos de su vida interior, para esclarecerlas y afianzarlas, o por el contrario, buscar sustituirlas al encontrarlas deficientes para alcanzar ciertos logros de autorrealización. En este último sentido, un primer paso consiste en deshacerse de los prejuicios y tratar, igualmente, de buscar nuevos marcos explicativos y valores que redimensionen las concepciones del bien. Generalmente, los cambios y revoluciones en sentido moral se dan cuando hay crisis de valores, y se hace patente la necesidad de

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reformas que garanticen cierta estabilidad para el mundo subjetivo e intersubjetivo de las personas. Cuando hay una tendencia al cambio en la vida social es porque un suficiente número de individuos encuentran la necesidad de transformar costumbres que respondan de mejor manera a las necesidades de realización personal desde el tejido y la práctica social. Así, los principios y normas vigentes en determinada sociedad entran en crisis y exigen su esclarecimiento o sustitución por otros. Se abona, de esta manera, el terreno para nuevas reflexiones éticas o para el surgimiento de una nueva teoría moral, ya que los valores establecidos se han vuelto problemáticos. Estas nuevas reflexiones éticas, por lo regular, tienen en cuenta las concepciones previas, ya para criticarlas, ya para enriquecerlas y prolongarlas, ya para tomar algunos aportes y abandonar otros.

Pero, por otra parte, los cambios en la vida moral, así como la aparición de nuevas doctrinas éticas, no sólo se explican por un cambio de las estructuras sociales, porque ello reduciría todo valor y norma a un mero relativismo histórico. Si la reflexión ética se desprende de la búsqueda de una fundamentación de las costumbres, no significa que éstas determinen los contenidos de valor en su totalidad, pues a lo largo de la historia del pensamiento ético, se puede rastrear un hilo conductor de principios con un fin común: el progreso y la salud del ser humano. Con excepción de algunas teorías éticas modernas y contemporáneas las cuales niegan un contenido “real”, ya sea relativo o universal, de las valoraciones morales, la mayoría de las concepciones éticas reconoce potencialidades espirituales y volitivas que, según su encausamiento, pueden traer salud y provecho, o enfermedad y decadencia, en el orden mental, emocional y físico de los individuos. Así, no necesariamente se requiere de crisis en las estructuras sociales para plantear nuevas indagaciones en torno a lo moral, ya que la reflexión ética se da en todo tiempo, principalmente por parte de quienes despiertan la necesidad de asumir la responsabilidad de sus actos para orientar éstos a partir de nociones de bien, que por lo general se asocian al bienestar, la salud o el progreso de la humanidad.

Algunas de estas reflexiones, propias de profundos pensadores, se convierten en luces orientadoras para sus contemporáneos e incluso para las generaciones futuras. Cuando estos sistemas

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de pensamiento son suficientemente fuertes como para incidir en un gran número de personas, se posibilita una búsqueda de reorientación en los valores establecidos, y se puede esperar una lucha por nuevos ideales, en la sociedad. Por otra parte, también es claro que no se requiere de cambios negativos radicales en la vida social para necesitar la reflexión ética. La guía de la recta razón y la búsqueda de la excelencia del carácter se aprecian como fenómenos que atañen a diferentes individualidades no del todo dependientes, de la influencia de las costumbres y tradiciones.

Ahora, existen distintas teorías éticas porque hay diferentes formas de comprender y justificar los códigos normativos y las prácticas morales. Esta comprensión y justificación a su vez se basa en distintos modos de concebir el bien; de ahí que hay teorías de acuerdo en aspectos generales, pero con contradicciones en cuestiones particulares al momento de fundamentar la acción en sentido moral. Así, ellas se diferencian según se tenga en cuenta, por ejemplo, el origen de la norma moral, el cual puede ser la conciencia, el código genético, las creencias religiosas, o la interacción social.

Las teorías éticas también se distinguen considerando el modo de determinar el contenido de la acción moral, es decir, si prestan mayor atención a las intenciones, a las consecuencias, al bienestar, a la justicia, o a las circunstancias. Otra perspectiva para analizar las concepciones o sistemas de pensamiento ético es atendiendo el fin de la conducta moral, como el placer, la tranquilidad del ánimo, la utilidad, la felicidad, el deber, entre otros. Igualmente, se consigue estudiar estas teorías acatando los sentidos, significados y usos del lenguaje moral, y los valores que median en la reflexión ética.

Algunos autores, optan por reducir la clasificación de las teorías éticas, dividiéndolas según sean deontológicas o teleológicas. De esta manera, frente a las éticas teleológicas, esto es, aquellas que se desarrollan a partir de la consecución de fines específicos como la felicidad o la utilidad, se contraponen éticas de corte deontológico donde se busca superar la relación medios–fines, para pensar, por ejemplo, en términos de deberes, derechos morales, o la rectitud de la voluntad. Otra forma de clasificarlas es considerarlas como éticas formales o éticas materiales. Las primeras tienen que ver con

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la tradición metafísica platónica, y mantienen cierta continuidad en la fundamentación universalista de la ética moderna kantiana. En tiempos recientes, son desarrolladas desde enfoques como el procedimental normativo, expuesto por la ética discursiva y éticas de corte liberal. Las segundas obedecen a una racionalidad legada por el pensamiento aristotélico, contextual, que en la época moderna influye en los planteamientos de autores como Hegel al sustentar la ética desde un sentido sociohistórico. En la época actual, ellas encuentran su expresión en corrientes centradas en las virtudes, las cuales son presentadas principalmente por éticas de carácter comunitarista.

3.1. El propósito de la reflexión ética y de la acción moral

El propósito de la reflexión ética es, por lo general, de carácter práctico, es decir, orientar la acción humana desde la perspectiva de alcanzar su realización, según la concepción de bien y excelencia que se maneje. Por ello, cobra importancia, en las concepciones éticas, considerar diversos aspectos a la hora de proponer una noción de bien. Algunas teorías se pueden generar del estudio de lo propio del ser humano, de su naturaleza o condición, o de un estilo de vida deseable, frente a formas de comportamiento que afectan el bienestar humano o el pleno desarrollo de sus potencialidades. De igual modo, diversas teorías parten de indagar y tratar de definir lo que constituye la bondad y la maldad en los actos humanos, o de intentar justificar ciertos valores y normas, ante otros. Esto ha producido, en algunos casos, sistemas de pensamiento donde el punto de partida es precisar el leguaje moral, y analizar su alcance, significado y valor, buscando en ocasiones contraponer el lenguaje moral al lenguaje científico.

Cabe señalar en síntesis, que en gran parte de la historia de la filosofía moral, se pretende brindar una orientación al ser humano, que le permita afrontar su vida y moldearla conscientemente, para hacerla fructífera y satisfactoria. Así, por medio de la reflexión ética, se busca estimular un quehacer moral práctico, efectivo, cuya materia prima y obrero es el individuo mismo. El sentido de estas reflexiones sobre la acción humana, sus incentivos, consecuencias y responsabilidades, no se basa en dogmas de conducta o en

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la predicación de normas de vida específicos. Lo esencial en la filosofía moral, en la ética, va más allá de las diversas concepciones que pretenden dar cuenta de parámetros orientadores del comportamiento en sentido moral.

En efecto, lo fundamental es la revolución interior que estas reflexiones logren en la persona, para asumir reflexivamente la propia existencia; esto es, considerando el papel de la voluntad, el discernimiento y experiencias de vida, enfocadas al cultivo de las capacidades intelectuales, morales y espirituales. Todo esto con miras a promover el perfeccionamiento del propio ser y de la sensibilidad en la interacción humana desde el ámbito familiar, laboral y social. Bajo esta perspectiva, a la hora de apreciar el propósito de la acción en sentido moral, resulta claro que para diversos sistemas éticos, éste consiste en obtener la satisfacción y realización interna por el acatamiento a la razón, a la intuición, al deber o a la conciencia moral, lo que a su vez le proporcionará al individuo no sólo una adecuada relación consigo mismo, sino sentido y riqueza a su vida.

4. LA ÉTICA Y LA PREGUNTA POR LA VIDA BUENA

La reflexión ética ha mantenido, como planteamientos centrales, las preguntas: ¿qué constituye una vida buena? y ¿cómo desarrollar un buen carácter, esto es, un carácter moral? Con base en esto, la ética deviene en el arte de saber orientar la propia existencia, de moldear una forma de ser en el mundo y en las relaciones humanas. Es posible resaltar, entonces, algunos conceptos importantes que pueden mostrar de manera más clara el terreno que se está indagando. A la vez ello también brinda herramientas a tener en cuenta para pensar la acción, en cualquier ámbito de la vida diaria.

Desde varias concepciones de la ética, el ser humano es representado como un ser que tiene diferentes capacidades, disposiciones y facultades, que lo distingue de los demás seres de la naturaleza. Estas facultades y disposiciones son atendidas de diversa manera por los filósofos morales, según el enfoque de sus reflexiones. Entre ellas están: la racionalidad, la voluntad, el libre albedrío, el juicio, los sentimientos morales, la conciencia, las afecciones, el lenguaje, la imaginación, el deseo de conocer, entre otras.

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Por consiguiente, cuando por medio de la razón se distingue entre lo correcto y lo incorrecto, entre lo real y lo ilusorio, entre lo saludable y perjudicial, etc., se está discerniendo, con la posibilidad de tomar decisiones y asumir, por ende, la responsabilidad ante éstas. En distintas teorías se parte de la idea de una tendencia del ser humano, a querer escoger aquello que considera bueno, conveniente o beneficioso para él. Así, cuando él juzga y escoge, está realizando un acto voluntario, está haciendo uso de su libertad, lo cual lo convierte en un agente moral.

Con todo, son variadas las concepciones de la condición humana que sustentan una tensión en el hombre, entre el saber y el desear, así como entre el deber y el poder. Al estar la existencia humana condicionada por diversos factores tanto externos, como subjetivos y subconscientes, resulta sensata la idea según la cual existen obstáculos para lograr conducirse por el juicio y la deliberación acerca de lo que se debe o no hacer. Las tradiciones y las costumbres, por ejemplo, conducirían a prejuicios y representaciones sociales que inducen en el sujeto diferentes formas de dependencia a la hora de tomar decisiones. Factores subconscientes y condicionamientos biológicos, de igual manera, limitan un auténtico ejercicio de la libertad. De ahí que la reflexión ética constituya de por sí una dimensión que invita constantemente a indagar sobre la posibilidad de pasar de la heteronomía a la autonomía moral.

En efecto, el ser humano depende mucho del consejo, insinuaciones y presiones de los demás y de la sociedad, hasta tal punto que para adaptarse a grupos concretos o desenvolverse en algunos ámbitos, asume roles y adopta posturas que en la mayoría de los casos eclipsan su autenticidad y espontaneidad. Igualmente, a través de los medios de comunicación, y sin desconocer su gran utilidad e importancia para el hombre contemporáneo, se ofrecen multiplicidad de estereotipos e imágenes que inducen a tomar ciertos estilos de vida, preferencias y sentido de la realidad. Por lo tanto, el uso adecuado de la libertad, implica tratar al máximo de controlar las probables influencias externas, de tal modo que la forma de vida que se adopte y los actos que se realicen, sean una representación de la propia autonomía, de la actividad interna e idiosincrasia particular.

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Pero esto talvez resulta más difícil de lo pensado porque, por lo general, el ser humano tiene cierta aversión a definirse como sujeto responsable, y tiende a sacar a flote todo tipo de razones para exonerarse de toda culpa, o mejor verse libre de señalamientos cuando se busca quien responda por las consecuencias de sus acciones, o cuando se espera rendición de cuentas por actos u omisiones. Y estas excusas pueden ser hasta cierto punto comprensivas, pues son pocos los que se toman en serio el uso de su autonomía, y muchos los que prefieren ser guiados o conducidos por otros, debido a que esto resulta el camino más cómodo, menos difícil a seguir.

A partir de lo anterior, es viable sostener que la pregunta por la vida buena, por el cómo orientar la propia existencia, implica apostar por la autenticidad, la creatividad, el pensamiento reflexivo, de tal manera que la tarea de vivir vaya siempre más allá del simplemente estar y subsistir. Se explica de esta forma, por qué diversas teorías éticas recuperan el reencuentro con la espontaneidad, las intuiciones, la sensibilidad, la introspección y el sentido de la responsabilidad, como disposiciones a desarrollar en el oficio de hacer del propio existir, una obra de arte, esto es, una vida bella, creadora y trascendental.

Ahora, si se puede afirmar que la ética es posible, al aceptar cierto grado de libertad en el ser humano y cierto estado de conciencia moral en relación con la responsabilidad sobre los propios actos u omisiones, cobra sentido también aseverar que la reflexión ética deviene en un medio, en un tipo de saber práctico, conducente a alcanzar la propia perfección. Desde esta perspectiva, sigue cobrando vigencia el cultivo de las virtudes. Para diversos pensadores, la virtud se da cuando, distinguiendo entre el bien y el mal, el agente moral se inclina por un acto voluntario hacia lo que la razón presenta como bueno. Aquí el problema está en determinar qué es lo auténticamente bueno. Si se cree que lo bueno es el placer del cuerpo, o el obtener fortuna, y si esto se busca, incluso sin importar los medios, no habrá allí actividad virtuosa alguna. Por lo tanto, debe darse una serie de condiciones para considerar a una persona virtuosa en sentido moral.

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En la tradición filosófica se suele aceptar que una persona virtuosa es quien está dispuesta de manera habitual a hacer lo que es correcto, justo u honesto, basándose en un sano juicio. La ética viene a ser, desde este punto de vista, una forma de saber que se pregunta por el cómo vivir bien y qué clase de virtudes se requiere cultivar para lograr un estilo de vida auténticamente humano. El papel del reconocimiento de sí, como del reconocimiento del otro, deviene aquí, en una serie de implicaciones para pensar tanto el cuidado de sí mismo, como el valor de desplegar diversas virtudes necesarias en las relaciones humanas, como es el caso de la solidaridad, el diálogo, el respeto y la tolerancia. De hecho, tal como se acepta en la interpretación liberal de la interacción social, reconocer a otros seres humanos como tales, es decir, como personas y no como objetos, constituye una real apuesta por el valor de la dignidad humana. Esto ha llevado a su vez, a considerar la cuestión de la inclusión, pues el reconocimiento del otro implica la articulación de las diferencias y la diversidad cultural, con lo que el entramado sociopolítico se hace más complejo, a la par que exigente a la hora de pensar los mínimos morales y las virtudes ciudadanas que garantizan la convivencia pacífica.

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Finalmente, la pregunta por la acción moral, por la vida buena y las virtudes, es una constante en las diversas concepciones éticas, en las cuales se vislumbra de una forma u otra, que la relación consigo mismo, con los demás y con el entorno, siempre será una cuestión vigente y necesaria. Una vez el ser humano se ve lanzado a la tarea de vivir, le incumbe encontrar los medios adecuados para hacerlo, y, en este sentido, la reflexión moral puede evitar la caída en diversos fracasos y sinsabores de la vida, como resultado de la falta de discernimiento, prudencia, o dominio propio, entre otros, entendidos como capacidades necesarias para promover la autorrealización.

Por eso, algunos autores están de acuerdo en afirmar que quienes asumen la responsabilidad ante la propia vida, y tratan de vivirla del modo más sensato, son dignos por lo menos de las más grandes satisfacciones. Esto implica aceptar que sólo se puede esperar el goce de la realización interna como producto de la convicción de estar haciendo las cosas de la mejor manera posible, en uso de los propios talentos y capacidades; goce que ni calamidades ni infortunio alguno, consiguen quitar del todo. Y este logro relacionado con el saber orientar el desarrollo del propio potencial y su humanidad, perfectamente podría ser una de las tareas de la ética, entendida como ejercicio reflexivo práctico.

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Primera ParteFUNDAMENTOS Y FINES DE

LA ACCIÓN MORAL

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LA IDEA DEL BIEN Y EL PAPEL DE EROS:SÓCRATES Y PLATÓN

En la Grecia del siglo V antes de nuestra era, aparece Sócrates en Atenas. Se le veía en la plaza pública sosteniendo conversaciones con diferentes clases de ciudadanos. También solía propiciar debates con amigos y adversarios en reuniones y encuentros sociales. El objeto de sus indagaciones estaba relacionado con la pregunta por el hombre, por el conocimiento, por el bien y por la organización política, entre otros.

El legado socrático lo recogió su discípulo Platón. Esto sin desconocer que Platón se sirve de la figura de su maestro, para expresar muchos de sus propios interrogantes, pensamientos y convicciones, los cuales van madurando o experimentando cambios en sus diversas obras, sin que ello implique pérdida de coherencia en su sistema filosófico. Así, el aporte del pensamiento platónico se encuentra expresado principalmente en diálogos, donde el principal referente es Sócrates. Las reflexiones contenidas en estos, han marcado una de las grandes corrientes que atraviesa la tradición filosófica occidental, denominada en general, como idealismo.

Este capítulo se centra en retomar algunos elementos de la reflexión platónica, a partir de la pregunta por el bien en su relación con Eros, como se presenta en la obra titulada El Banquete. Básicamente, se ha escogido el discurso pronunciado por Erixímaco, teniendo en cuenta que no sólo interesa la posición socrática y las conclusiones obtenidas por su mediación, sino también, los

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problemas y tipo de indagaciones que suscitan los interlocutores. Todos ellos son puestos en escena con diversos propósitos, por ejemplo, señalar tensiones o hacer contrapesos argumentativos, para evidenciar felizmente la complejidad de la realidad, y por ende recalcar que lo menos esperado, respecto a la indagación racional por el saber vivir, son declaraciones unidireccionales o reduccionistas sobre el bien del alma.

1.1. La idea del bien

Para iniciar, es importante advertir que cuando en Grecia resurge la pregunta por el alma, heredada en cierta forma por el legado de Pitágoras y los pitagóricos, así como por las enseñanzas impartidas en las antiguas escuelas griegas de misterios, tales como las de Eleusis y Delfos, es la filosofía platónica la encargada de llevar más lejos, y de presentar desde una sistemática reflexión racional, lo referente a la naturaleza del conocimiento y del bien moral.

Platón es preciso al describir el fenómeno de lo moral, en relación con las fuerzas apetentes tendientes a regir la acción humana. Se puede afirmar que esta concepción se encuentra en el trasfondo de la filosofía moral platónica, y en general, al menos a partir de la tradición antigua griega, desde la cual es evidente la tensión entre razón y deseo, como realidad promotora de fundar un saber con pretensiones de dirigir normativamente, las múltiples formas de expresar dicha experiencia interna:

El ser moral es esencialmente un ser indigente, apetente, tendencial, “erótico”; con plena conciencia, además, de su indigencia y de su “erotismo” […] Esta es precisamente la raíz subjetiva de la moralidad: el ser moral es el ser necesitado que tiene que colmar él mismo, consciente y libremente, su indigencia siempre renovada; es el ser capaz de aumentar o despilfarrar su propio ser; más aún, el ser que ineludiblemente se hace o se deshace a sí mismo en cada una de sus acciones (Vives, 1970, p. 207).

Desde esta representación de la condición humana, la cuestión por el cómo orientar la existencia, cobra, en cierta forma, un matiz trágico, ya que la tensión determinismo−libertad parece

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resolverse en la primacía del factor tendencial humano, por sobre el elemento volitivo libre y racional. Es con esta perspectiva que surge la necesidad de brindar un arquetipo, un ideal moral, que si bien resulta inalcanzable, permite orientar la existencia de manera esperanzadora, es decir, hacia una emancipación a la que cabe siempre buscar. En otras palabras,

[…] en la ética platónica el modelo es sólo un ejemplar ideal que nunca podrá reproducirse exactamente, pero al que sin embargo hay que tender incesantemente: se trata de un ejemplarismo idealista. Nunca estará en las manos del hombre el alcanzar la perfección absoluta en este mundo: pero en cada momento está en sus manos el acercarse o apartarse de esta perfección (Ibíd., p. 239).

Esto, de hecho, va a marcar una ruptura con aquellas corrientes de pensamiento que ven en la vida comunitaria y en las normas inherentes a la convivencia, el norte orientador para conducir las acciones de cara al desarrollo de virtudes o excelencias. En efecto, ya no será suficiente el entramado políticosocial para garantizar el logro del bien en sentido moral, sino que se ha de requerir un modelo de bien trascendente que al ser apropiado por vía racional, por el individuo, le permita asumir su existencia a partir de fines específicos retándolo a perfeccionar su carácter, aunque ello implique tomar cierta distancia de tradiciones o creencias populares. Con todo, el modelo moral emancipador platónico no se basa en el sujeto aislado, ya que deviene en la vida activa del ciudadano, que, como tal, está directamente relacionado con la polis, entendida como condición de posibilidad para el despliegue del potencial humano.

Sócrates había considerado la ética desde el punto de vista individual: para él el sujeto ético era el individuo con capacidad para dirigir teleológicamente sus acciones. Platón implica directamente al individuo en el complejo político−social, en el cual y por el cual el individuo ha de actuar necesariamente. El bien del hombre es así un bien político−social, y el conocimiento de este bien al menos por parte de algunos, es esencial al buen funcionamiento del cuerpo político−social (Ibíd., p. 249).

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Así, el bien moral se despliega desde tres dimensiones que interactúan: los arquetipos ideales, el entramado sociopolítico, y el compromiso del individuo con la salud de su alma. Es desde esta última dimensión, la del alma individual, donde se articula lo fenomenal de la realidad y lo metafísico del mundo trascendental, y cobra sentido una ética dinámica y en constante construcción. En consecuencia, se puede señalar que:

La concepción del bien moral como “bien técnico” objetivo adquiere una forma particularmente expresiva en la idea del “bien del alma” o “salud del alma”. El alma, en un contexto preparado por una larga elaboración de ideas religiosas de orígenes complejos y diversos, viene a ser como el símbolo o concreción del “yo” superior más íntimo y más verdadero, que está por encima de los apetitos y tendencias inmediatas (Ibíd., p. 311).

Cabe por esto preguntarse: ¿qué es lo que empuja al alma hacia un bien que se le presenta inalcanzable y menos real y poderoso que los propios deseos y apetitos? ¿Por medio de qué incentivos y dinámicas es posible buscar concordar el bien y la salud del individuo, con el bien y la salud del cuerpo social, en relación con las ideas arquetípicas de perfección? Una clave para intentar resolver estos interrogantes, quizá se encuentre en la naturaleza de Eros, que deviene ya no sólo en tendencia irracional, sino también en un querer racional liberador. Quizá una de las mejores ilustraciones del actuar de Eros, la expone Platón en El Banquete, ya no sólo en el decir de Sócrates, sino también, en las palabras del médico Erixímaco.

1.2. La influencia de Eros

Erixímaco en su discurso centra la atención en lo hasta ahora no tenido en cuenta por otros oradores, o sea la universalidad del amor, de Eros. La intervención de Fedro se orientaba a alabar a Eros en un aspecto algo limitado; él mostraba que este dios era grande y admirado entre los hombres y los dioses por causa de su antigüedad, y de gran estima por ser capaz de llevar virtud y felicidad hasta en la muerte. De esta manera, su alabanza giraba en torno al mérito que implicaba sacrificarse por el amado o el amante, pues gracias al mutuo amor, resultaba posible una conducta juiciosa tanto en

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la ciudad como en los combates por fuera de ella. Pausanias, por su parte, aunque muestra en su alabanza ya a dos Eros, también se dirige específicamente hacia la relación entre amantes y amados para alabar propiamente al Eros que se debe. Es así como él considera cómo es bello el amor procedente de Afrodita Urania, tanto por ser el encaminado hacia la adquisición de virtud y felicidad, y a su vez producto de una expresión de virilidad; como por ser este tipo de amor, superior al no tan ideal difundido por la Afrodita Pandemia, el cual es de carácter sensual y se limita a una mera relación entre hombre y mujer con fin a la gratificación sensorial.

Erixímaco vuelve el asunto del amor más complejo y extenso; en su discurso hace un aporte singular que se sale, en cierto sentido, de lo trazado por sus antecesores porque permanece de lado la relación entre amados y amantes, y, aunque también hace referencia a dos Eros, la razón por la cual pasa a ser alabado el amor en general, es por su influencia en todos los seres, sean estos divinos, humanos o naturales, ya que siempre va a incidir en sus relaciones recíprocas, o en los propios organismos de hombres, animales y plantas, o en las artes y ciencias, o en cualquier fenómeno natural.

Este médico decide referirse a algunas de las ciencias y artes de su época tales como la medicina, la música, la adivinatoria, la gimnástica, la educación, la agricultura, la mántica y la astronomía, para estudiar la existencia de dos clases de amor que se extienden a muchas cosas en general. Al tomar con algo de detalle unas cuantas de estas áreas de desempeño humano, Erixímaco hace ver, con razón, cómo giran, de una u otra forma, alrededor del amor. Por ello, se ve que él va a explicarlas de una manera muy especial. La medicina, por ejemplo, es definida como “[...] el conocimiento de las tendencias amorosas del cuerpo con respecto a llenarse y a vaciarse [...]”. Su manera de concebir la música es “[...] la ciencia de las tendencias amorosas relativas a la armonía y el ritmo”. La astronomía es vista como el conocimiento de las “tendencias amorosas [...] en relación con las órbitas de los astros y de las estaciones del año”. El arte de la adivinatoria, por su parte, resulta ser “[...] la comunicación mutua entre los dioses y los hombres [...]”, preside los sacrificios y ceremonias que tienen la finalidad de “[...] la vigilancia y la cura del amor […]”. Finalmente, está la mántica, definida como el arte que tiene como cometido “[...] vigilar y curar a los amantes [...]”, la cual a

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su vez también sirve de base para que haya amistad entre hombres y dioses “[...] por su conocimiento en las tendencias amorosas de los hombres de aquellas que tienden a un fin lícito y piadoso.”

Se tiene así, observando estas definiciones, que son ciencias o artes que buscan vigilar el buen establecimiento del amor, con conocimiento de las “tendencias amorosas” de cada uno de los objetos que estudian o se encargan. Este conocimiento de las tendencias amorosas les permite favorecer el amor de la Afrodita Urania, el cual es de carácter moderado, y repeler o tratar adecuadamente el amor intemperante, causante de estragos, procedente de la Afrodita Pandemia. Todo esto se ve también en la educación, en la gimnástica y en la agricultura.

La educación, aunque no fue definida por Erixímaco, siguiendo la línea general antes vista, también entra en el grupo de artes basadas en el amor, pues, tal como lo muestra el médico de El Banquete, ella está relacionada con la música. Esto es así ya que se sirve de los metros y de las melodías para formar al niño o al adolescente, y de ahí la necesidad de que el educador sea igualmente un buen artista para poder distinguir las dos clases de amor, y hacerlas concordar con miras al bien del hombre en formación.

En cuanto a la gimnástica y a la agricultura, se ve que ellas son simplemente mencionadas por Erixímaco, como también influenciadas y regidas por Eros, pero sin mostrar claramente la razón. En todo caso, a manera de conjetura, es posible apreciar que la gimnástica permite el mantenimiento de un cuerpo saludable; por medio de ella se busca favorecer la tendencia de los constituyentes o elementos del organismo humano hacia el amor temperante, y por eso se dice que ella está muy relacionada con Eros. Y la agricultura, por su parte, se refiere al arte de tratar la tierra y sacarle provecho por medio del cultivo de las semillas plantadas; se busca que éstas se desarrollen y den frutos, o presten cualquier otra utilidad al ser humano. Favorecer entonces aquí, las abundantes dádivas ofrecidas por la Madre Naturaleza, sería prueba de que el amor se manifiesta también en el cultivo de la tierra por el deseo de ella de dar y producir, y porque al hombre le corresponde saber beneficiar este tipo de amor tan necesario para el sostenimiento de todos.

Tampoco se puede dejar de lado el arte culinario. En el discurso de Erixímaco, este arte puede pasar casi desapercibido, pues es tenido en cuenta muy ligeramente, y estrechamente ligado a la

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práctica de la medicina. Pero en él se observa igualmente, como en los otros campos mencionados, los dos tipos de amor. Hay que saber proporcionar debidamente los placeres apetitivos, de tal forma que del placer resultante se obtenga un bien para el cuerpo y no un daño, como sería el caso si se aplicaran desmedidamente. Obrando así, se conserva el buen amor, el amor de Urania, y se controla el amor inmoderado de Pandemia, es decir, se permite la presencia del placer dentro de ciertos límites.

Es claro entonces, por lo visto hasta ahora, que alrededor del amor no sólo giran los variados oficios y ciencias, sino que también gracias a él, en últimas, ha sido posible el nacimiento y desenvolvimiento de estos. Aunque Erixímaco no se expresa específicamente al respecto, sí hace ver este hecho de manera evidente, pues en la medida en que habla de la influencia de los dos Eros, está enseñando el papel que ellos juegan en el desarrollo del quehacer científico o artístico. Así, se aprecia al amor como motivación y mecanismo para componer una canción, dar alivio a un enfermo, y ganar el afecto de los dioses, entre otras cosas. El arte, la ciencia y la religión, quedan así consolidadas por el vínculo del amor, ya que éste las hace posibles, y permite sus respectivas misiones entre los seres humanos.

1.3. La salud del cuerpo y del alma desde la mediación de Eros

Al mostrar esto, la alabanza del médico se va extendiendo, dedicándole la mayor parte a lo relacionado con la práctica de la medicina, por ser la que mejor conoce, y otro tanto al arte musical. En el campo de la medicina, Erixímaco ha encontrado que sólo por medio del amor, como fuerza de atracción y concordia, se puede traer salud al cuerpo que yace enfermo o debilitado precisamente a causa de una relación impropia y, valdría decir, de odio entre sus elementos o constituyentes.

Por ello, ese doble amor que influye a los hombres en sus relaciones, también existe en el cuerpo en sí, y según haya una inclinación de amor inmoderado o de amor moderado entre los elementos internos no afines, así resulta la enfermedad o la salud, respectivamente. Y todo esto es posible, conforme lo deja ver el discurso de este médico, porque hay en los cuerpos, así como en la naturaleza, fuerzas o principios contradictorios, y al no reconciliarse traen a modo de efecto, el estado conocido como enfermedad o debilitamiento, producto de esa desarmonía interior.

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Por esto, un buen médico es quien, haciendo uso de su destreza y conocimiento, sabe diagnosticar sobre estas tendencias contrarias, para así complacer las buenas, y lograr un punto de equilibrio que conduzca al bienestar del cuerpo. De esta manera, se puede decir que debido al amor existen ciencias como la medicina, pues sólo con él se puede hacer concordar los opuestos en el organismo, o sea lo frío con lo caliente, lo seco con lo húmedo, y lo dulce con lo amargo, tal como hacía Asclepio, quien instituyó la medicina, según dice Erixímaco.

En la música, por su parte, también pasa lo mismo, sólo que los contrarios manejados en ella son lo agudo y lo grave, lo rápido y lo lento. Al hacer que se amen o entren en concordia estos extremos, se puede apreciar la armonía y el ritmo, respectivamente, con lo cual se logra algo bello e inspirador para el alma. Erixímaco acentúa, refiriéndose al decir de Heráclito, que no puede haber armonía entre cosas que aún sigan siendo discordantes, pues ésta resulta únicamente cuando se da un acuerdo amoroso entre ellas.

Con relación a lo anteriormente establecido, se puede decir que el discurso de Erixímaco es propio de lo revelado por la gran penetración observadora y el singular discernimiento platónico, por tanto estas cualidades son esenciales, primeramente para considerar y hacer ver que en el desempeño de las artes y oficios, debe presentarse una serie de contraposiciones, que es necesario saber armonizar para crear algo bello y querido; en segundo lugar, para descubrir que es precisamente en la búsqueda de tal equilibrio de contrarios, por medio del amor, donde se generan o desenvuelvan diversas ciencias y disciplinas como las ya vistas. Estos contrarios tienen que ver con los dos Eros, pues sin ellos no sería posible la existencia de relaciones moderadas o inmoderadas; incluso, es por lo que la relación de amor ya se está refiriendo a las tendencias en general, evidenciadas hasta en los mismos componentes físicos de los cuerpos, y a la fuerza que puede armonizar opuestos.

Se puede afirmar entonces, desde este punto de vista, que la forma de concebir Erixímaco el amor, está relacionada con encontrar en él un principio que todo lo abarca, y gracias al cual hay inclinaciones amorosas en la naturaleza, o la posibilidad de amistad entre cosas aun poco afines. Es así, una fuerza que permite los acercamientos

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entre los seres, y, según el objeto deseado, sus consiguientes efectos, a los cuales le corresponde al hombre saber tratar. No entrarían en este grupo −lo que el hombre puede tratar por medio del amor−, los llamados fenómenos naturales, como las estaciones del año, no obstante, estos se rigen intrínsecamente por los dos Eros, y por lo tanto no resulta extraño ver cómo Erixímaco explica que cuando las estaciones poseen el amor moderado en las relaciones recíprocas de lo frío con lo caliente y lo húmedo con lo seco, hay prosperidad y salud en la naturaleza y en el hombre, por la buena relación entre estos contrarios. Pero cuando es el amor desenfrenado el presente en ellas, sólo se obtiene destrucción en los cultivos y epidemias para los hombres. De esta manera, así como se decía que en el cuerpo sano reside un tipo de amor diferente al que habita en el cuerpo enfermo, también se evidencia otra relación: cuando hay guerra entre los elementos de la naturaleza, hay un amor contrario al existente en tiempos calmados. Se tienen, en conclusión, tendencias provechosas y no provechosas: de las primeras se consigue salud y bienestar, y de las segundas, enfermedad y desorden, sin embargo, ambas contienen una expresión de Eros.

1.3.1. La salud del alma y el amor a la sabiduría

Incluso la filosofía no puede quedar descartada como regida por el amor. Resulta necesario preguntarse qué relación hay entre los dos Eros, o entre el amor en general y la filosofía. Se ha visto efectivamente, que el amor debe estar presente en las diversas ciencias y artes, faltaría ver entonces hasta qué punto lo está en la filosofía, entendida como medicina para el alma. Aunque Erixímaco no la menciona en su discurso, es claro que ella se manifiesta como amor a la sabiduría. Cuando se ama hay una atracción, una tendencia hacia el objeto amado, y en efecto, si no hay deseo, no puede haber incentivo para la acción. Así, el amor genera un deseo de atracción, en este caso, una búsqueda por la sabiduría.

Y ¿qué significa la verdadera sabiduría si no llevar a la práctica el conocimiento para conducirse de forma virtuosa y amorosa? Lo anterior implica tener aspiración, no obstante, para que haya un deseo debe surgir de adentro, y no puede venir de adentro si no existe un germen en el alma, que al despertar la impulse hacia lo afín a su naturaleza. Esto se explica en el

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pensamiento platónico, teniendo en cuenta que el alma humana puede tener ideas impresas, a manera de semillas, para lo bueno y verdadero, las cuales, a su tiempo, son las generadoras de ese deseo ardiente por la verdad y la virtud. Y, claro está, ellas no pueden estar en el ser humano si no hay un Ser Superior que participe perfectamente de lo que ellas representan, y las grabe en el alma. Todo esto muestra que si no hay amor no puede haber saber, y de esta forma, Eros está presente en la filosofía.

De igual manera, las dos clases de amor se pueden evidenciar en el quehacer filosófico. Cuando los seres humanos se encaminan por los senderos de la reflexión intelectual, es probable la presencia de muchos obstáculos para tratar de nublar el espíritu, impidiéndole ver claramente la luz. Así, siguiendo a Platón, cuando sus mentes tienden a una búsqueda desordenada, sin guía, generalmente caen en laberintos y redes muy sutiles de donde es difícil salir; este tipo de amor, algo desordenado, conduce a la desesperación, al egocentrismo y a la soberbia. Por otra parte, cuando la mente se encuentra en un estado de tranquilidad, es decir, se entrega suavemente en sus alas a la contemplación, y con un anhelo de sabiduría, no para enorgullecerse sino para hacer el bien, puede andar por senderos seguros de libertad y virtud, por tanto se evita el riesgo de caer en las tenues redes del error. Con esto, el espíritu se ve iluminado, y va llegando por grados a mayores alturas, por medio de su mente espiritualizada, lo cual sería justamente el producto de otro tipo de amor, según el decir de Erixímaco.

También cabe resaltar otros aspectos interesantes pronunciados por Erixímaco, relacionados con la denominada mántica y la siguiente afirmación: “[...] el amor que se manifiesta en el bien unido a la moderación y a la justicia, tanto en nosotros como en los dioses, es el que posee el mayor poder y el que nos proporciona la felicidad completa, de suerte que podamos tener trato los unos con los otros e incluso ser amigos de los dioses [...]”. En estas palabras hay hermosas gemas de sabiduría, pues ellas enseñan, entre otras cosas, la relación estrecha entre el amor, la virtud, y la felicidad. La virtud es producto del amor al bien, y, por consiguiente, del bien obrar, lo cual es considerado por Erixímaco cuando tiene presente a la moderación y a la justicia. Ellas sólo se pueden evidenciar en los actos, ya sean estos de hecho, o de palabra y actitud.

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Este amor manifestado en el bien es, además, el de mayor poder, lo cual permite pensar que también existe un amor que se manifiesta en el mal. Esta idea no parece tan extraña si se toma como base lo dicho por Erixímaco. Hay en efecto, amores desordenados, amores que se reflejan en lo desmedido e inmoderado, atrayendo sólo aflicción. Igualmente, está el amor preponderante en sí mismo, expresado como egoísmo; este es un amor que se manifiesta en el mal por ser excluyente e individualista. Es por ello que la denominada mántica juega aquí un papel importante porque vigila aquellas tendencias a lo indebido, para encaminarlas hacia lo debido, o sea al carácter benévolo, justo y lícito. Y esto, como lo declara Erixímaco, es el promotor de la amistad entre hombres y dioses, amistad que se quebranta cuando, siguiendo las inclinaciones pasionales, se cometen actos de impiedad, lo cual es necesario subsanar por medio de las ceremonias y los sacrificios. Así, sólo del amor bien encaminado se obtiene una verdadera y completa felicidad, porque no sólo hay paz entre los hombres, sino también entre estos y los dioses, quienes van a ser siempre propicios.

Conclusión

Por lo anteriormente considerado, se logra vislumbrar que Platón mantiene el legado socrático que vincula la filosofía con el cuidado y la cura del alma. En el discurso de Erixímaco se aprecia en especial, que subyace una ética de la salud, basada en intentar comprender la manera cómo operan ciertas leyes de la naturaleza, las cuales rigen el orden y el bienestar del hombre y su entorno. Estas leyes están reguladas por fuerzas de atracción y repulsión, esto es, por las relaciones de amor y odio entre los diversos elementos y actores que configuran el entramado de la realidad y la vida. En el ámbito de lo humano, resulta igualmente claro que la búsqueda del bien es entendida como una tendencia innata del alma, que, no obstante, deviene en expresiones de diferente índole, según el tipo de amor predominante y el objeto reconocido como un bien. Con todo, el alma está destinada, por su naturaleza, a reencontrarse con una forma superior de bien, un destino donde el papel del amor ocupe un lugar central, en tanto éste, como fuerza de atracción, constituye la única posibilidad de acercamiento para buscar encarnar aquellos arquetipos de realización concebidos por la razón.

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ARISTÓTELES: ACTIVIDAD CONTEMPLATIVA, CARÁCTER Y FELICIDAD

Aristóteles, filósofo griego y discípulo de Platón, en el siglo III a.C., se plantea diversos problemas relacionados con la organización social, la educación del ciudadano, la forma de orientar el intelecto, la naturaleza del alma, el funcionamiento de los cuerpos físicos, y la manera como se despliegan las actividades orgánicas de animales y plantas, entre otros. Con este amplio interés por el saber, este gran pensador de la antigüedad impulsa el desarrollo de diferentes campos del conocimiento: ética, política, lógica, sicología, biología y física.

En relación con la ética, Aristóteles tiene en cuenta la pregunta por la actividad propia del hombre, es decir, aquella que le permite al ser humano realizarse como tal. Desde esta perspectiva, indaga sobre qué constituye un buen carácter y cuál es el fin de la acción humana. Sus reflexiones le llevan a afirmar en su Ética Nicomaquea, (Libro X, cap. VIII), que la perfecta felicidad depende de la actividad contemplativa en tanto virtud de la parte mejor del hombre: la razón.

En el presente capítulo se analiza la relación entre contemplación y felicidad, y la influencia de la actividad racional en el cultivo de las virtudes del carácter. Básicamente, se espera mostrar cómo en la ética aristotélica, a la par que se le da importancia a la vida contemplativa, se reconoce y valora el papel y sentido de la vida activa, relacionada con los hábitos, la templanza, la amistad, y en general, con la convivencia en la polis. Es a partir de todos

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estos factores, sumados a condiciones de vida que posibilitan el bienestar humano, cuando puede pensarse en lo que constituye la felicidad como fin último al cual todo hombre tiende.

2.1. Felicidad y virtud

Se puede empezar este análisis observando que la acción humana debe ser virtuosa para procurar una auténtica felicidad. Tal felicidad, por apoyarse en una práctica de la virtud constante, se presenta como una satisfacción de naturaleza estable. Ahora, Aristóteles dice en el Libro I, capítulo V, de la Ética a Nicómaco, que “[...] el bien y la felicidad son concebidos por lo común a imagen del género de vida que a cada cual le es propio”, y muestra que hay tres tipos de vida según donde se ubique el bien supremo: voluptuosa, política, y contemplativa. Pero de estos tres tipos de vida uno solo procura el placer adecuado a la naturaleza humana, en tanto es acorde con la actividad propia del hombre, la cual consiste en la contemplación. Por ello, es claro que el bien humano supremo es la felicidad, entendida como un placer particular generado por el alma racional.

La actividad contemplativa se relaciona con las virtudes intelectuales y con el ejercicio de la “recta razón”. Las virtudes intelectuales −arte, ciencia, prudencia, sabiduría, intuición− se relacionan con la actividad contemplativa, debido a que son actividades de la parte racional del alma por medio de las cuales se llega a la verdad. Esta actividad teorética es además conforme a la recta razón. La recta razón, según lo considerado por Aristóteles en el Libro VI, hace referencia a una actividad de la parte superior del alma que contempla aquellos principios que no pueden ser de otra manera; con base en ella se delibera también sobre los medios adecuados para acceder al bien supremo, en cuyo caso se establece como prudencia.

El bien supremo es la felicidad, una actividad conforme a la virtud; pero esta felicidad puede verse de dos formas: primero, la felicidad perfecta es conforme a la virtud de lo que le es propio al hombre, o sea el contemplar. Segundo, una felicidad no tan perfecta que atañe al contento, la cual proporciona la virtud ética o del carácter. Así, habría una felicidad tanto por el carácter del individuo como

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por su inteligencia, siendo el bien supremo la felicidad perfecta relacionada con las virtudes de la inteligencia. Ahora, si el hombre es inteligencia apetitiva (Libro VI, cap. II), puede entonces aproximarse a una completa felicidad cuando se ejercita en la actividad superior que lo distingue de otros seres, a la vez que se preocupa por cultivar también su carácter.

Toda virtud del carácter o ética debe estar precedida de pensamiento, más exactamente de una razón recta que conduzca a una actitud acertada tendiente al medio entre un extremo por exceso y otro por defecto. Se requiere propiamente de prudencia, virtud que no es ajena a quien contempla. En efecto, quien se ejercita en la virtud de la parte superior del alma racional o sabiduría (Libro VI, cap. XII), además de contemplar, obra conforme a lo contemplado, en este caso de acuerdo a las virtudes referentes al carácter excelente. No obstante, es curioso apreciar que, aunque el prudente no necesariamente contempla lo general o los principios universales, ni posee la ciencia y la intuición que forman parte de la sabiduría (Libro VI, cap. VII), cultiva la virtud ética en tanto que se basa en cosas particulares y en una recta razón que atañe a los fines debidos y a los medios apropiados para alcanzarlos (Libro VI, cap. VIII y XI).

Con todo, el prudente no goza de una felicidad tan perfecta como el que además posee la ciencia de lo universal y contempla. En lo concerniente a la vida contemplativa, se aprecia que, como virtud intelectual, no puede desligarse de las virtudes éticas en su manifestación. De ahí que al indicar Aristóteles que la felicidad perfecta se encuentra en una actividad contemplativa, no está negando la necesidad de las virtudes del carácter, sino que las está confirmando como indispensables para el logro de la felicidad, pues no se puede desligar la contemplación del bien, del obrar bien.

En efecto, en el Libro I, capítulos VIII y X, se da a entender que el hombre feliz no sólo es quien, por ejemplo, contempla lo que es conforme a la virtud, sino también quien vive y obra bien. Pero aquí surge una pregunta: ¿en qué medida una indagación teórica, hace efectivamente posible una actividad práctica de excelencia? Según se ha observado, el cultivo de las virtudes de la inteligencia implica

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también el desarrollo de las virtudes del carácter. No obstante, se debe analizar detenidamente por qué, por el hecho de indagar el individuo teóricamente sobre lo correcto, es necesariamente un hombre de carácter recto, indicando esto una relación directa entre razón y práctica. El deseo aquí media, y por eso la importancia de una buena disposición de ánimo. La pregunta, entonces, sería la de si efectivamente el contemplar logra esta disposición, o es necesario tener presente otros factores.

Por una parte, parece ser que no se requieren factores ajenos a quien contempla, porque Aristóteles señala, por ejemplo, en el Libro VII, capítulo X, que el hombre que verdaderamente conoce o contempla, nunca obrará de manera incontinente. Con base en afirmaciones como ésta, es fácil comprender cómo la actividad contemplativa, capacita para el dominio propio, aparte de traer un deleite por sí misma. Pero, por otra parte, es evidente que se necesitan ayudas para mantener una buena disposición de ánimo y una práctica virtuosa, y tales ayudas las prestan los amigos y, en general, la política.

2.2. Condiciones de posibilidad para el desarrollo de las virtudes

En los libros VIII y IX de la Ética a Nicómaco, Aristóteles muestra la importancia de la amistad para estimular una vida virtuosa y de carácter continuo. Además, aunque en una vida intelectual en sí, no es necesario recurrir a factores externos para deleitarse en ella, sí se requieren en la actividad práctica ciertos recursos y circunstancias para desenvolverse apropiadamente (Libro X, cap. VIII). Aun teniendo en cuenta lo examinado anteriormente, si se aprecia al hombre como inteligencia apetitiva, es evidente que el contemplador no gozaría propiamente de una perfecta felicidad, pues no siempre su ejercicio intelectual que resulta placentero por sí mismo, le garantizaría perfecto dominio sobre sus apetitos e impulsos, en tanto que estos también pueden estar condicionados por factores ajenos al intelecto. Los apetitos e impulsos, si bien son regulados hasta cierto punto, por un ejercicio intelectual recto conducente a un carácter excelente, tienen también necesidad de apropiadas condiciones externas, para su correcta y eficaz orientación.

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Ahora, si esto último no se da, y además no se cuenta con una naturaleza individual adecuada o bien dispuesta, el contemplador no podrá evitar conflictos con sus impulsos y la pérdida de autosuficiencia, por lo que entonces no podrá ser perfectamente feliz. Esto es consecuente con la afirmación según la cual “Ni en ética ni en matemáticas […] es el raciocinio el que enseña los principios, sino que la virtud, sea natural, sea adquirida por costumbre, es la que enseña a sentir rectamente el principio. Tal es el temperante, y su contrario el desenfrenado” (Libro VII, cap. VIII).

Una actividad contemplativa conduciría a una “perfecta felicidad”, en el sentido de que produce un contento de ánimo por sí misma y conforme a lo propio del hombre. Pero éste, como inteligencia apetitiva, no puede ser completamente feliz, pues una actividad contemplativa no es suficiente para fortalecer la voluntad, dirigir los apetitos y proveer condiciones adecuadas de desenvolvimiento que lleven a un carácter excelente de hecho. En este aspecto, la actividad contemplativa no podría constituir la perfecta felicidad aunque sea una actividad divina y propia del hombre.

La política suministrará condiciones apropiadas para el fomento de la parte superior del hombre, y también para que de ello se desprenda el bien supremo. Aristóteles, al comienzo del capítulo IX, del Libro X, señala la necesidad de hacer efectivo el saber teórico de las virtudes éticas, debido a que no bastaría con contemplar las cosas que atañen a la práctica, y muestra, por lo tanto, la importancia de acudir a la legislación política. Si bien, hay hombres con disposición natural para cultivar la virtud, y no necesitan de coacción externa, porque “el hombre distinguido y libre se conducirá de modo tal como si él fuese una ley para sí mismo” (Libro IV, cap. VIII), la mayoría de los hombres sí la requieren por carecer de dominio propio o estar poco dispuestos a someterse a una disciplina interna que mejore sus costumbres y carácter.

Pero además, la mera disposición no es suficiente para ser feliz, el contemplador sólo puede desenvolverse prácticamente bajo condiciones de seguridad y paz, las cuales son posibles gracias al orden establecido por las leyes. Cuando Aristóteles acude a la política tiene en cuenta precisamente que:

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Nadie pondrá en duda seguramente que si se tiene presente aquella clasificación de los bienes en tres clases: los externos, los del cuerpo y los del alma, todos ellos deberán poseerlos quienes sean en absoluto felices [...] [aunque] la vida feliz [...] es más bien privilegio de aquellos dotados en grado sobresaliente de carácter e inteligencia, aunque estén moderadamente provistos de bienes exteriores [...] (Política, Libro VII, cap. I).

Así, para llegar a una perfecta felicidad es menester que confluyan en la vida del individuo diversos factores. La educación y el orden, establecidos por la política, jugarán aquí un papel fundamental, y de ahí la importancia de acudir a ella para llevar a hechos el ideal del hombre feliz.

Conclusión

Al considerar lo estudiado, es claro que el cultivo de las virtudes del carácter y de las virtudes intelectuales es una condición sin la cual sería difícil esperar la realización humana y el logro de la felicidad. Los sanos hábitos orientados por el ejercicio de la razón, sumados al interés por construir un carácter basado en la prudencia, fomentan una adecuada disposición del ánimo, necesaria para afianzar diversas virtudes. Así, el desarrollo de la parte racional del alma entendido como actividad contemplativa, para nada es ajeno a un trabajo orientado hacia el dominio propio y la acción, ya que son los hábitos y el buen carácter los que finalmente revelan la orientación del principio racional en el hombre o la ausencia de esta guía. En este sentido, la felicidad está constituida por una serie de ingredientes que se suman al desarrollo de las diversas virtudes, pues en efecto, la comunidad, los amigos y las condiciones de vida y bienestar brindadas por la política, van a constituir factores importantes para el logro del fin último.

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SÉNECA: LA VIRTUD COMO BIEN SUPREMO

En el primer siglo de nuestra era, Lucio Anneo Séneca desarrolla

una serie de reflexiones cuyo principal tópico es el despliegue del arte de vivir, lo cual constituye uno de los últimos logros del pensamiento estoico en Roma. Hay en él, una gran motivación por tratar cuestiones éticas, y por promover una filosofía del cultivo de sí mismo y del dominio sobre las pasiones. Además, en algunas de sus cartas se encuentran diversos preceptos que proclaman la fraternidad universal y el amor al prójimo, muy cercanos a lo expresado por el cristianismo naciente. Para este autor, hay un interés fundamental que consiste en centrar la existencia en mejorarse moralmente como individuo y ciudadano. El filósofo juega por ello un papel central, ya que él es un médico de las almas, de manera análoga a como lo proclamó Sócrates siglos atrás. Dada la riqueza de las reflexiones de Séneca, este capítulo se centra básicamente en lo referente a la felicidad y al cultivo de la virtud, a partir de los primeros diez apartados de su carta Sobre la Felicidad.

3.1. La conquista de una vida feliz y el valor superior de la virtud

Para Séneca es importante dejar la costumbre y la opinión como reguladores de la existencia. Ellos son fuente de desdichas y sinsabores. “[…] Nada nos hace víctimas de mayores desgracias que el atenernos a los rumores, pensando que las mejores cosas son las que han sido acogidas con gran aceptación, el tener por bueno la abundancia de ejemplos y el no vivir de acuerdo con la razón, sino a imitación de los demás” (Séneca, 2006, p. 227).

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De igual manera, los placeres fugaces, las pasiones y la posesión de riquezas, inadecuadamente usadas, son un obstáculo en la búsqueda de la paz interior. El pensamiento de Séneca se recrea en una filosofía que busca servir de orientadora para la vida. Por eso, se preocupa por evaluar aquellos factores que impiden conquistar la felicidad, y las condiciones que permiten mantener a lo largo de la vida un estado de contento y satisfacción interior. La auténtica felicidad, es decir, la felicidad duradera residirá entonces, para él, en la virtud.

La virtud consiste en vivir de acuerdo a la razón. Ella se desarrolla desde el temple del carácter y el desapego de honores, riquezas o poder, de tal manera que no condicionen la existencia humana. Aquí la ataraxia juega un papel importante. Ésta es entendida como una disposición de imperturbabilidad ante las pasiones y vicisitudes de la existencia, que tienden a alterar el ánimo del sabio. También implica autocontrol e impasibilidad: apátheia. Para este autor es claro que, aunque todo ser humano puede vivir una vida virtuosa si en ello pone su anhelo y empeño, son pocos los que realmente están dispuestos a disciplinarse en su cultivo y pagar el precio por el contento interno, esto es, el constante autoexamen y cuidado de sí. En este sentido, Séneca señala:

No me fío de los ojos cuando se trata del hombre, tengo una luz mejor y más segura con la que distinguir lo verdadero de lo falso: que el espíritu encuentre el bien del espíritu. Este, si alguna vez tiene tiempo de respirar y recogerse en sí mismo, cuán atormentado por sí mismo se confesará la verdad y se dirá: Todo lo que hice hasta ahora preferiría que no estuviera hecho […] (Ibíd., p. 228, 229).

Ahora, es claro que el bien del espíritu se encuentra siguiendo la razón antes que la opinión o la costumbre, y éste vivir de acuerdo con la razón, significa a su vez, cultivar la virtud. Ella es el supremo bien moral a despecho de los sinsabores y contingencias de la vida. Este cultivo interior dispone a una vida feliz y al perfeccionamiento del carácter, el cual se logra por medio del dominio propio. Al sujetar las pasiones, en efecto, es posible ese estado descrito como “encontrar el bien del espíritu”, pues se basa en mantener la impasibilidad y la tranquilidad del ánimo.

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Igualmente, se requerirá conocer el logos impreso en la naturaleza. Al reconocer el orden regulador del mundo, sólo resta adecuarse a él. De tal forma que vivir conforme a la naturaleza, no es más que la forma como se expresa propiamente la libertad humana, esto es, adecuarse a la propia razón. En efecto, la libertad consiste en la aceptación del propio destino: las leyes de la naturaleza gobiernan también al ser humano, y la aceptación de éstas permite que el hombre se adecue al orden universal regido por el logos del cosmos. Vivir conforme a la naturaleza es por ello, expresión de auténtica libertad en todo ser racional.

[…] es una vida feliz la que va de acuerdo con la propia naturaleza; esta vida no puede existir más que si, en primer lugar, la mente es cuerda y no pierde jamás la cordura; después, si es decidida y apasionada además de sublime en su sufrimiento, si se adapta a las circunstancias, no está angustiosamente preocupada por su cuerpo y por lo relacionado con él; es más, está pendiente de las otras cosas que constituyen la vida, sin sentir admiración por ninguna, dispuesta a utilizar los bienes de la fortuna, no a esclavizarse a ellos. Te das cuenta de que, aunque no lo añada, el resultado es una serenidad perpetua, la libertad, si nos deshacemos de lo que nos irrita o nos aterroriza (Ibíd., p. 230).

Esta libertad también implicará verse a sí mismo desde una perspectiva cosmopolita. El hombre que pretende ser sabio debe considerarse como un ciudadano del mundo. No se trata sólo de serle leal a la comunidad o a la patria, sino de tomar conciencia de que se es un habitante del mundo, y se comparte con otros seres un estatus de igualdad. Este reconocimiento hace que Séneca proclame un espíritu de solidaridad y fraternidad entre los hombres.

3.2. Virtud y sumo bien

Séneca se distancia de la tradición moral antigua basada en separar los placeres del cuerpo de los placeres del alma, pues, de hecho, considera con precisión al placer, como un fenómeno evanescente inferior a la experiencia de la felicidad, la cual sólo es propia del espíritu. Así, no se trata de afirmar simplemente que el alma experimenta propiamente los placeres, y que estos pueden ser

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puros o impuros, sino que es necesario señalar con exactitud, que todo placer aleja al hombre del sumo bien, en tanto que la naturaleza del placer es la evanescencia, contraria a lo estable y duradero, sólo derivado del cultivo de la virtud. En efecto, los placeres impiden el despliegue de los poderes espirituales, esto es, el sano uso de la razón y la realización de diversas virtudes; de ahí que deban al menos experimentarse con mesura, y preferiblemente no ceder a ellos.

[…] El sumo bien es un espíritu que desprecia el azar, satisfecho con la virtud […] la invencible energía del espíritu, conocedora de todo, serena en su actuación, dotada de gran humanidad y preocupada por los que con ella conviven […] es feliz el hombre que no considera bueno o malo más que un espíritu bueno o malo, cultivador de la honradez, satisfecho con la virtud, al que no enorgullecen ni destrozan los azares, que no conoce mayor bien que el que puede otorgarse a sí mismo, cuyo verdadero placer será el desprecio de los placeres (Ibíd., p. 231).

Con todo, será claro que el cultivo de una vida virtuosa, es decir, una vida que conduce a la imperturbabilidad del ánimo, implica, en algunos momentos, padecer por causa de la resistencia a los placeres, y a favor del sentido del respeto por la ley de la naturaleza que impone la razón. De igual manera, la libertad interior, entendida como obrar según la naturaleza, según el sano juicio, y en consecuencia con el propio espíritu, depende de la emancipación de factores externos que mantienen el ánimo de cada persona, abyecto. En efecto, bajo una condición de esclavitud ante los placeres, el espíritu es incapaz de experimentar una felicidad o contento estable, así como la paz, propias del interés por la virtud y su cultivo.

El día en que esté sometido al placer, también estará sometido al dolor; y estás viendo qué desdichada y perniciosa esclavitud está destinado a sufrir aquél al que poseen alternativamente placeres y dolores; son poderes sin ninguna seguridad ni posibilidad de control: por tanto, hay que lanzarse en busca de la libertad. No la proporciona más que la indiferencia ante la suerte. Entonces surgirá un bien inapreciable: la paz del espíritu colocado en lugar seguro, la altura de miras y el

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inmenso e inconmovible goce que procede del conocimiento de la verdad (una vez eliminados los errores), la afabilidad y la expansión espiritual, cosas en las que se deleita, no porque sean buenas, sino porque han nacido del bien que les es propio (Ibíd., p. 231, 232).

Ahora, el sumo bien, además de estar relacionado con el cultivo de la virtud y la paz interior que de ello se desprende, implicará el conocimiento de la verdad: “[…] es feliz la vida que se asienta sobre principios rectos y firmes de modo inmutable. Pues entonces la mente es pura, libre de todo mal […]” (Ibíd., p. 232). Y más adelante agrega el autor: “[…] es feliz el que es recto en sus criterios; es feliz el que se contenta con lo presente, sea lo que sea, y es amigo de sus cosas; es feliz aquél a quien la razón justifica cualquiera de sus hábitos” (Ibíd., p. 233). De hecho, Séneca introduce en estos apartados, una distinción entre el sano uso del raciocinio y el raciocinio pervertido.

El correcto uso de la razón conlleva a una superación de la esclavitud de los temores, los placeres y las pasiones, ya que conduce a un conocimiento sensato y sabio del mundo, y de la humanidad propia y del otro, con todo lo cual, el espíritu está dispuesto a asumir su propia existencia sin esperar más de lo que en efecto puede o le conviene. Por otro lado, el raciocinio también puede pervertirse y llevar a la desgracia y a la degradación de lo humano, esto es, a descuidarse a sí mismo. Esto conlleva a asemejarse casi que a las bestias por una entrega desordenada hacia aquello que contraviene el orden de la naturaleza. El raciocinio pervertido confunde lo malo con lo bueno, la insensatez con la cordura, y el placer con la felicidad.

El sumo bien es la virtud, una virtud apoyada en la sana razón, que produce un estado de tranquilidad y paz interior incomprensible para el vulgo, lo que constituye la auténtica felicidad. Séneca es enfático al señalar la incompatibilidad entre el sumo bien, esto es, la virtud y el placer. La virtud es una experiencia íntima y sublime, mientras que el placer es efímero y bajo.

El sumo bien es inmortal, no puede abandonar, no se sacia ni arrepiente. En efecto, la mente recta nunca cambia, ni se toma odio a sí misma, ni se altera en nada, siendo como es

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la mejor. En cambio, el placer se extingue en el momento en que más complace; no tiene mucha capacidad, de modo que se colma rápidamente, se convierte en hastío y languidece después del primer impulso (Ibíd., p. 234).

Así, el ideal de una vida superior está anclado en un sentido de rectitud y firme voluntad, donde el placer requiere ser desplazado como factor constituyente para tomar decisiones y orientar la existencia. Esto no implica que el filósofo estoico niegue el placer o la necesidad de experimentarlo, pues de hecho parece ser consciente de que éste es inherente a la condición humana. En efecto, se trata es de mantener la guardia en relación consigo mismo, de tal manera que, aunque la mejor vida, en sentido moral, pueda verse acompañada de cierto placer, éste no sea el orientador o guía de la vida que se debe llevar.

3.3. La libertad y el vivir de acuerdo con la naturaleza

La idea de un sumo bien hace referencia a un estado factible de experimentar por parte del ser humano. Él, se expresa como satisfacción interior, como contento del alma al saberse en armonía con el orden de la naturaleza. Por eso, los conceptos de libertad, razón y naturaleza, son indispensables para pensar la noción de virtud.

Si el cultivo de la virtud representa el sumo bien para el hombre, es claro que ésta sólo sea posible cuando se adecua el actuar a los dictados de la razón. Esta condición representa la auténtica libertad interior, pues de hecho, seguir la recta razón no es más que vivir conforme a la naturaleza. La aceptación de la existencia de unas leyes de la naturaleza, y de lo que constituye la propia naturaleza, permite pensar un orden en el universo que rige tanto a los seres racionales como a los irracionales. En este sentido, Séneca dice:

[…] hay que usar a la naturaleza como guía; la razón la respeta, la consulta. Por eso, es lo mismo vivir feliz que vivir de acuerdo con la naturaleza. Voy a aclarar inmediatamente que es esto: si logramos conservar, con sumo cuidado y sin miedo, las cualidades físicas y las naturales, como si se nos concedieran

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efímera y fugazmente; si no aceptamos ser sus esclavos y no nos poseen las cosas ajenas; si lo que es agradable a nuestro cuerpo y a un tiempo eventual, lo tenemos en la misma consideración que en los campamentos se tiene a las tropas auxiliares y ligeras –destinadas a cumplir órdenes y no a mandar−, conseguiremos que sea útil a la inteligencia (Ibíd., p. 234, 235).

Seguir la razón es vivir de acuerdo con la naturaleza, y este seguir la razón implicará observar y dar a las cosas su justo lugar, comprender las relaciones entre lo que constituye la auténtica humanidad, y lo que debe estar al servicio de ésta, distinguir lo duradero de lo pasajero, y servirse de los sentidos sin ser su esclavo, entre otras. Séneca invita así, a un constante volver sobre sí mismo, de tal manera que la conciencia de la vida no quede siempre sujeta al mundo exterior. Si bien, es al mundo a donde el hombre dirige cada día sus energías, este ir de adentro hacia afuera requerirá también un estar dispuesto a ir de afuera hacia adentro; es decir, volver hacia sí mismo, ya que desde esta tensión se busca la verdad.

Conocer la verdad es lograr la libertad, y ambas a su vez, cobran sentido por el valor supremo de la virtud a la que están estrechamente relacionadas. De ahí que se afirme, “El sumo bien es el rigor inquebrantable del espíritu, la clarividencia, la elevación, la libertad, la paz y la belleza” (Ibíd., p. 237). La virtud se busca por sí misma y el placer puede llegar por añadidura; él no es un fin en tanto que su naturaleza no se encuentra destinada a ser una guía para la acción. Este papel sólo le corresponde a la inteligencia, al espíritu, que tiene por supremo bien ser consecuente consigo mismo, con la propia naturaleza, lo que viene a constituirse en la virtud. Vivir conforme a la naturaleza implicará, en últimas, moderación, una moderación de los apetitos, los lujos, los placeres, lo cual supone, para Séneca, un arte tanto de autoconocerse, como de dominarse a sí mismo.

Conclusión

De acuerdo con lo expuesto, la filosofía moral cobra sentido mientras que sea una reflexión para la vida, para orientar la acción cotidiana. Como filosofía para la vida, las reflexiones morales de

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Séneca invitan a un reencuentro del individuo consigo mismo a partir del reconocimiento de su ser espiritual y su adecuación al orden del cual forma parte. Al logos en el hombre, −manifestado como inteligencia−, le corresponde descubrir aquellas leyes de la naturaleza que le permiten apreciar, entre otras cosas, la ilusión del placer y el peligro que subyace en la tiranía con que los apetitos pueden doblegar el sano ejercicio de la razón y de la libertad. La virtud será por ello el bien supremo, un bien mundano; esto es, aquel que se construye desde la praxis, las relaciones interpersonales y la transformación del mundo. La virtud tiene valor por sí misma, se basa en el conocimiento y comprensión de las leyes que rigen el cosmos y la vida, y es, por lo tanto, condición de posibilidad para el reencuentro del ser humano con sus posibilidades de realización individual y social.

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VOLUNTAD Y APETENCIA EN SANTO TOMÁS

La reflexión sobre las pasiones e inclinaciones humanas ha sido preeminente a lo largo de la historia de la filosofía moral occidental. En el medioevo, siglo XIII, Tomás de Aquino presenta, con la agudeza argumentativa que lo caracteriza, algunas reflexiones en torno a este tópico. En este capítulo, se considerará básicamente la tensión pasión−razón, así como el papel que juega la voluntad en esta relación, la cual tiende a ser de exclusión, a la luz de algunos apartados de la Suma Teológica, tal como fueron compilados en la obra titulada El orden del Ser.

4.1. La libertad de la voluntad

Para Tomás de Aquino, la voluntad tiende al bien, a lo que se presenta como bueno a la razón; por eso es importante distinguir entre el bien real y el bien aparente, pues este último puede conducir al vicio y al pecado. El mal surge como consecuencia del error de la razón, o por ignorancia, o porque conociendo el bien, no se hace. Este último aspecto, el de conocer el bien y no hacerlo, no contradice la afirmación de que la voluntad tiende al bien. Esto lo explica el autor considerando la necesidad de gobernarse a sí mismo, atendiendo tanto una ciencia universal como una ciencia particular, para comprender lo que es el bien a seguir, y la imprescindible tendencia a él. La falta de este conocimiento, y la dificultad en considerar con atención los objetos por la sujeción a las pasiones, son causas para caer en el mal (De Aquino, 2003, p. 301, 302). Así, aunque la voluntad siempre tiende al bien, las pasiones pueden distorsionar esta

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tendencia, al nublar al espíritu humano. “La voluntad es un apetito racional, y todo apetito solamente desea el bien. La razón es que el apetito se identifica con la inclinación de todo ser hacia algo que se le asemeja y le conviene. Más como toda cosa, en cuanto es ente o substancia, es buena, se sigue necesariamente que toda inclinación tiende hacia el bien” (Ibíd., p. 305).

Será, precisamente, esta cuestión de una inclinación al bien, lo que traiga a escena el tema de la libertad. Pensar la libertad implicará verla desde su fundamento: la razón. Santo Tomás reconoce el libre albedrío en el ser humano, y precisa que éste se asienta en el juicio. De hecho, distingue entre el juicio previo natural e instintivo propio de los animales, el cual no es libre, y el juicio previo racional, libre, propio del hombre (Ibíd., p. 307). La tendencia al bien por parte de la voluntad, no se basa por tanto en una especie de determinismo natural, sino en el sentido y propósito racional que tiene el orden universal. Al ser humano, como agente racional, le corresponde tener el privilegio de comprender y adecuarse a este cosmos inteligible, lo cual le lleva a la realización de su ser:

El libre albedrío es causa de su propio movimiento, pues el hombre se mueve a sí mismo a obrar por su libre albedrío. Pero la libertad no requiere necesariamente que el sujeto libre sea la primera causa de sí mismo; como tampoco se requiere, para que una cosa sea causa de otra, el que sea su primera causa. Dios es la causa primera que mueve, tanto a las causas naturales como a las voluntarias. Y de igual manera que al mover a las causas naturales no impide que sus actos sean naturales, así tampoco al mover a las voluntarias impide que sus acciones sean voluntarias; antes bien, hace que lo sean, puesto que obra en cada cosa según su propio modo de ser (Ibíd., p. 308)

El autor es claro al señalar el papel de la Causa Primera en el orden del universo y a la hora de comprender las acciones voluntarias en el ser humano. En efecto, la acción voluntaria puede entenderse como tendencia al bien, en relación con el despliegue de la naturaleza racional humana, y con el lugar del hombre como criatura dentro de un cosmos donde los seres racionales tienen como fin último alcanzar la bienaventuranza.

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En este sentido, el uso del libre albedrío, orientado a la toma de decisiones en lo particular y cotidiano, es un modo de acercarse de una u otra manera a este fin que constituye un bien supremo. Esto a su vez, descansa en la idea según la cual ningún hombre anhela el mal en sí mismo. El deseo y el hecho de realizar actos considerados malos, se explican por diversos factores tales como el error del intelecto, la ignorancia o las pasiones desordenadas, más que en una disposición originaria al mal o voluntad maligna.

4.2. Las pasiones y la voluntad

Las pasiones son vistas como afectos y apetitos que de alguna forma tienden a distorsionar la real naturaleza de los objetos y, por lo tanto, a influir en la voluntad a la hora de impeler a determinadas acciones. Las pasiones surgen a partir de la relación alma−cuerpo, lo cual genera diversas percepciones, movimientos y disposiciones en el ser humano, a partir de objetos y fines variados que se desean o llaman la atención. Así, Tomás de Aquino afirma que:

Es evidente que las disposiciones del sujeto son inmutadas por las pasiones del apetito; así, bajo la influencia de una pasión juzga el hombre conveniente lo que le repugna fuera de esa pasión, como al airado le parece bueno lo que otro sosegado encuentra malo. Y de este modo, por parte del objeto, el apetito sensitivo mueve a la voluntad (Ibíd., p. 299).

La voluntad, entendida como un movimiento propio del apetito racional, como una facultad superior del alma, puede así mismo verse fuertemente influida por el apetito sensitivo, el cual es irracional, de tal forma que la libertad y la capacidad de decisión, quedan muy mitigadas. Con todo, las pasiones no pueden ejercer una influencia directa sobre la voluntad; si este fuera el caso, sería imposible pensar una fuerza volitiva con la posibilidad de obtener el control que por naturaleza le corresponde tener.

Por ello, desde la perspectiva tomista, la influencia de la pasión del apetito sensitivo puede entenderse de modo indirecto sobre la voluntad, ya sea porque la persona deliberadamente presta mayor atención a este apetito sensitivo, o ya porque interviene

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constantemente la imaginación y la estimativa, frente al objeto de la pasión. Respecto a estas dos formas de influencia de las pasiones sobre la voluntad, dirá el autor lo siguiente:

[…] cuando el movimiento del apetito sensitivo se hace más fuerte por una pasión, es necesario que o disminuya o totalmente desaparezca el movimiento propio del apetito racional, que es la voluntad […] vemos que los hombres dominados por una pasión no apartan fácilmente la imaginación de aquellas cosas que tan íntimamente les afectan. Por consiguiente, el juicio de la razón las más veces sigue a la pasión del apetito sensitivo, y también el movimiento de la voluntad, que naturalmente está ordenado a seguir el juicio de la razón (Ibíd., p. 300).

Lo anterior lleva también a considerar la relación entre las pasiones y la razón, puesto que esta última se encuentra estrechamente ligada al movimiento volitivo, y a la par sirve de puente para acercar al ser humano a un auténtico estatus de persona, al contrastarse con el apetito sensitivo, que es la facultad predominante en el reino de las bestias. En general, las pasiones contravienen a la razón, es más, ésta es desplazada cuando aquellas se apoderan del ánimo de la persona. Tomás de Aquino entiende la voluntad como apetito racional, por eso es claro al afirmar que los apetitos pueden contrariar a la voluntad, e incluso inducirla a la acción (Ibíd., p. 304).

4.2.1. La voluntad y el amor

Al llegar a este punto es claro que santo Tomás distingue tres maneras de apetencia: la natural, la sensitiva y la intelectiva o racional, siendo esta última la voluntad, la cual es propia de los hombres (Ibíd., p. 320). Desde esta perspectiva, es que juega un papel importante el amor, pues cada una de las formas de apetecer implica un “principio del movimiento que tiende al fin amado”. Este principio es el amor (Ibíd., p. 320).

En el hombre, el bien es causa del amor como factor que media y posibilita el ejercicio de la libre voluntad hacia el bien absoluto. En efecto, el apetito racional o voluntad requiere un objeto hacia el cual dirigirse, por que el apetito mismo se entiende desde una relación sujeto−objeto. La voluntad humana y su capacidad de decisión es libre, mas no está completamente a la deriva, porque la naturaleza

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mantiene un hilo conductor invisible en todas las acciones humanas, el cual consiste en la persecución de la realización del propio ser. Dicha realización, a su vez, sólo es posible en la unión con Dios, estado de plenitud entendido como el sumo bien o bienaventuranza. Así, santo Tomás es enfático al señalar que la cuestión del libre albedrío va más allá de escoger entre el bien y el mal, ya que de hecho, todo hombre anhela en un último análisis el bien:

El mal nunca es amado sino bajo la razón de bien, esto es, en cuanto bajo algún aspecto es bueno y se le aprehende como bueno en absoluto. Y en este sentido un amor es malo en cuanto tiende a lo que no es en absoluto un verdadero bien. Y así el hombre ama la iniquidad en cuanto por ella alcanza algún bien, como la delectación, el dinero o cosas semejantes (Ibíd., p. 324).

Así, la libre voluntad requiere orientarse a partir no sólo del amor entendido como apetencia al bien, sino en el conocimiento de la cosa que apetece. Santo Tomás comprende muy bien que el amor alcanza su perfección en la aprehensión de la cosa en sí misma, mientras que el conocimiento alcanza su perfección estudiando y buscando comprender las cualidades y partes del objeto que suscita la apetencia racional (Ibíd., p. 325). Esto explica, en parte, la cuestión referente a la orientación de la voluntad en su deseo de alcanzar la bienaventuranza, ya sea por una vía mística, sendero del corazón y la fe, o por una vía intelectual, sendero de la razón y el conocimiento.

Conclusión

Desde santo Tomás, se puede concluir que la tendencia o amor al bien por parte de la voluntad, se entiende por su origen divino, esto es, por su propósito racional, por su coherencia con los fines de una razón universal. En el hombre, esta adecuación de la voluntad al bien implica superar la ignorancia y las apetencias contrarias al bien, con lo cual se logra la bienaventuranza. Dicho estado de bienaventuranza es entendido como la unión con Dios, lo cual constituye el sumo bien, un bien que no es externo al ser humano, sino que se presenta como una experiencia íntima, producto de desplegar la voluntad hacia el fin último. El bien es percibido desde el ejercicio de un sano intelecto basado en el conocimiento de lo universal y lo particular, y a la vez, es aprehendido, incorporado, a partir del despliegue de un querer y amar lo verdadero y lo justo, para obrar en consecuencia.

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LEY NATURAL Y PODER EN HOBBES

Thomas Hobbes es un filósofo inglés del siglo XVII que, si bien se ha dado a conocer por su pensamiento político, brinda una serie de aportes a la reflexión moral por su concepción de la naturaleza humana y por la perspectiva desde la que maneja la noción de leyes de la naturaleza. Para Hobbes, pese a que estas leyes brindan una guía para las acciones del hombre en estado de naturaleza, el fuerte deseo de poder y el egoísmo que caracteriza la condición humana, obligan a pasar a un orden político de constante coacción para garantizar la seguridad y la pacífica convivencia. Por ello, en este capítulo se estudian los alcances de la noción de ley natural en Hobbes, y las implicaciones en su concepción de poder, entendido desde el ejercicio de una autoridad soberana.

Así, la cuestión central a abordar aquí gira en torno a si el poder soberano se encuentra de alguna forma “regulado” por la existencia de la ley natural, lo cual de por sí remite a una concepción moral iusnaturalista, como trasfondo de toda ley positiva. Si la ley natural representa un orden del que no puede desentenderse el Estado y sus leyes, se llega a una cuestión importante para la reflexión moral iusnaturalista, esto es, el hecho de que, no obstante, la razón que debe ser tenida como ley, según Hobbes, es la del soberano, ésta no puede ser arbitraria en tanto que la ley civil y la ley natural inmutable y eterna, se contienen la una a la otra.

5.1. La ley natural

Hobbes define la ley natural como un “[…] precepto o regla general, descubierto mediante la razón, por el cual a un hombre se

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le prohíbe hacer aquello que sea destructivo para su vida, o elimine los medios de conservarla” (1989, p. 110). Por medio de la razón, se encuentra una noción de lo prohibido y lo permitido.

Cuando se descubre aquello que es nocivo para la propia conservación, es posible darle la categoría de prohibido, sobre todo si en cualquier momento la satisfacción de un bien inmediato puede llevar a desatender reglas promotoras de bienestar, y por consiguiente a la enfermedad y la muerte. Esto ocurre en el estado de naturaleza por falta de un poder coercitivo que obliga a respetar siempre las reglas que permiten la autoconservación. Pero lo interesante es recalcar que Hobbes habla de una obligación resultante de tener conciencia de la ley natural, la cual presupone de por sí una noción de justicia e injusticia en las intenciones y en las acciones. Puede haber una justicia o injusticia en la acción aun cuando no exista un poder legislador establecido.

Aunque la noción de justicia e injusticia es relativa y obedece a la ley promulgada por el soberano, en algunos casos se considera la noción de lo justo y lo injusto con referencia al cumplimiento de la ley natural (Ibíd., p. 132). Y esto sólo tiene sentido cuando se reconocen consecuencias naturales adversas para quienes contravienen una ley natural. Ya bajo el amparo estatal, aquellas acciones que no quebrantan una ley escrita, pero transgreden la ley natural o no escrita, pueden ser legítimamente condenadas por el juez. No obstante, si las leyes naturales no resultan efectivas ante algunas pasiones que sólo prevén el bien inmediato, su carácter de inmutables y eternas se mantiene bajo el establecimiento del Estado, el cual garantiza su cumplimiento. Si no fuera factible vislumbrar leyes naturales o “teoremas de la razón”, la creación del Estado sería imposible, pues no existiría un objetivo para conformarlo: el respeto a unas normas de convivencia promotoras de la vida y su disfrute.

Ahora bien, las leyes civiles no pueden ser contrarias a principios como el de la equidad y la justicia, ya que por ese hecho dejarían de ser leyes. Hobbes claramente afirma que “[…] todas las sentencias de los jueces precedentes que han existido, no tienen fuerza suficiente para hacer una ley que sea contraria a la equidad” (Ibíd., p. 224). Y en

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De Cive se indica que aunque las acciones pueden ser clasificadas de justas, injustas, o contrarias a la razón o no, según las circunstancias o la ley civil establecida, “[…] la razón sigue siendo la misma y no cambia la finalidad a la cual tiende, que es la paz y la defensa, ni los medios de lograrla, es decir, esas virtudes del alma […] que no puede anular ninguna costumbre ni ley civil” (1987, p. 220).

Igualmente, el soberano no queda sujeto a las leyes que él mismo hace, en tanto que puede reformarlas según le parezca, pero si la ley natural está contenida en la civil, es irracional que el soberano muestre una conducta en contra de las leyes por él establecidas, máxime si, como lo señala Hobbes, su función también se asume con el ejemplo (1989, p. 267). El soberano debe dar muestras de equidad, de acuerdo con el supuesto de que la ley civil emanada del soberano es siempre equitativa y no contraria a la ley natural (Ibíd., p. 221).

Esto es claro cuando Hobbes muestra, respecto a las instrucciones no escritas por parte del soberano, que “[…] si se trata de un juez, dicho juez debe cuidarse de que su sentencia esté de acuerdo con la razón de su soberano, la cual, como se supone que siempre es equitativa, lo obligará por ley natural […]” (Ibíd., p. 220). La equidad, solidaridad, justicia, etc., son valores que no pueden ser tergiversados de ninguna forma. La razón del soberano es ley, porque garantiza la conservación y la paz, las cuales son principios y fines fundamentales de las leyes naturales.

La ley natural se constituye en fuente de poder del Estado, pues fue con miras al cumplimiento de una ley que se instituyó la soberanía. Además, la autoridad del soberano es tal, no sólo porque sus acciones tienen como autor a los súbditos, sino porque supuestamente su voluntad responde a un fin que lleva a los súbditos a ceder casi todos sus derechos a él. De esta forma, la permanencia del soberano se apoya, en gran medida, en un no ir en contra de una ley inmutable, con la cual sólo es posible lograr paz, seguridad y satisfacción por parte de los súbditos de una manera permanente. El soberano establece unos medios para obtener paz, medios acordes con una racionalidad que pueda ser clara para todos, y así no haya peligro de que el Estado pierda poder.

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5.2. Ley natural, leyes civiles y poder soberano

Autores como Bobbio desplazan la ley natural ante la llegada del poder soberano y las leyes civiles (1991, p. 203, 204) mediante los cuales se va a establecer propiamente, el carácter de lo justo y lo injusto. Pero, si bien es cierto que en diversos pasajes del Leviatán el poder soberano se da a entender como ilimitado y fuente de toda ley, también lo es que en muchos otros se presentan nociones que dan claridad a lo que tal poder representa. Para Hobbes, un poder soberano, es decir, un poder posicionado por encima de las leyes del Estado, y con plena libertad de acción sobre sus súbditos, es indispensable para garantizar la paz y la concordia entre los hombres. De esta forma, si la paz y la concordia sólo se alcanzan siguiendo los preceptos de la razón o ley natural, el soberano debe legislar conforme a esta ley, lo cual talvez explica por qué Hobbes afirma que la ley natural y la ley civil se contienen la una a la otra (1989, p. 216).

El soberano afianza su poder e impide toda disolución de su soberanía en la medida en que posee la capacidad de mantener la conformidad entre sus súbditos, y dicha conformidad está en directa relación con un proceder racional, es decir, en concordancia con la ley natural. Aunque la razón válida es la del soberano, se presupone que tal no va en contra de los intereses de los súbditos o de normas básicas impulsoras de la paz y la vida en común. Así, se puede hablar de unos parámetros de acción inherentes a la función de la soberanía, los cuales hacen referencia a reglas racionales que no pueden ser distorsionadas sin peligro de debilitar el Estado.

Tal como se lee en De Cive “[el soberano] tiene el deber de obedecer, en todo cuanto pueda, a la recta razón, que es la ley natural, moral y divina” (Hobbes, 1987, p. 282). Al ser la función de la soberanía conforme a una ley natural perdurable, se fortalece lejos de limitarse, por cuanto deja de ser arbitraria. Se puede apreciar entonces, que el sistema político hobbesiano no representa una noción netamente positivista de la ley, pues el poder soberano que la establece es permanentemente posible mientras sea acorde con una ley racional natural.

La ley escrita es expresión de la necesidad de establecer un orden de hecho, orden que no se cumple en estado de naturaleza, pero que en todo caso se vislumbra a través de la razón. Aunque el Estado es

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un artificio, en el sentido de que es producto de un convenio entre los hombres, el orden establecido en él por la autoridad suprema no representa propiamente una convención original de ésta, debido a la inmutabilidad que tienen los preceptos de la razón concernientes a la obtención de paz, y así, nunca puede ocurrir, por ejemplo, que la guerra promueva la vida, y la paz la destruya (Hobbes, 1989, p. 132). Cuando la ley escrita falta, la ley natural es reguladora tanto en los dictámenes de los jueces (Ibíd., p. 220) como en las relaciones entre los súbditos. Incluso la relación entre los soberanos está cobijada bajo la ley de las naciones que es la misma ley de naturaleza (Ibíd., p. 281).

Se puede ver, entonces, por lo examinado, que la emanación de leyes por parte del soberano se presenta como un formalismo necesario para que los hombres tengan de hecho una coacción que obligue al respeto de la ley natural. Las leyes civiles representan el aspecto escrito de las leyes naturales aunque traducidas a casos determinados, y de esta forma, teniendo en cuenta que estas últimas son proclamadas como teoremas de la razón, la ley civil sería el producto de traducir de manera específica y particular, para acciones concretas, los teoremas generales a partir de un poder capaz de obligar a hacer cumplir los mandatos de la razón.

En efecto, las leyes establecidas por el soberano, para casos concretos y para garantizar la paz y seguridad de los súbditos, no pueden tener un carácter arbitrario, éstas no son el producto de un impulso caprichoso. De ahí que si bien la ley deriva del poder soberano, tal derivación no goza necesariamente de una independencia de principios de racionalidad inmutables. Cuando se percibe la ley civil como acorde con la ley natural, en tanto que no contraria al objeto de la paz y los medios que a ella llevan, según una racionalidad clara, puede comprenderse por qué expresa un sentido de sujeción por parte de todos los súbditos.

Esta sujeción no la podría garantizar sólo el poder soberano apoyado en su fuerza, ya que si los súbditos evidencian una carencia de principios naturales en las leyes del Estado, tales como la imparcialidad, la equidad, la justicia, etc., que regulen los intereses comunes y conlleven al bien del pueblo, se vería comprometida la

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necesidad de la obediencia. Así, el hilo conductor de la ley natural es indispensable en las funciones del soberano, pues, por todo lo analizado, fortalece su poder.

Conclusión

A partir de lo estudiado, se puede afirmar que, si bien Hobbes desarrolla una teoría política del poder soberano que busca garantizar la paz y la seguridad de los súbditos bajo el amparo de la organización estatal coactiva, existe de hecho un trasfondo teórico moral del cual no logra desprenderse, y esto por el papel que desempeñan las denominadas leyes de la naturaleza, en su concepción. Éstas se mantienen, en cierto modo, como guía de la razón y factor que promueve la cohesión social, aún en el escenario de la organización política, puesto que la posibilidad de contradicción entre la ley positiva y la ley natural sólo lleva a la disolución del orden estatal. En efecto, la racionalidad del soberano no deviene en racionalidad arbitraria, sino en racionalidad mesurada y orientada a fin de garantizar paz y seguridad. Si desde la figura del soberano y del Estado se logra positivizar la ley natural para evitar los peligros de una guerra de todos contra todos, propia del estado de naturaleza hobbesiano, dichos artificios cobran sentido entonces en valores reconocidos, previos al contrato social, como es el caso del respeto por la vida y el reconocimiento de la necesidad de buscar condiciones de posibilidad para el desarrollo de la cultura y el bienestar humano.

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DESCARTES: CONOCIMIENTO Y VIRTUD

Para René Descartes (1596–1650), los avances en el conocimiento de la naturaleza por parte del espíritu humano son importantes, en tanto que le proporcionan al hombre, por medio de las diversas formas en que se pueden aplicar, una vida más placentera y productiva. Así, para este filósofo francés del siglo XVII, el trabajo intelectual en búsqueda de conocimiento tiene por objeto el proporcionar al género humano un sistema completo de filosofía, que conduzca a un gran progreso en la ciencia y, en consecuencia, a una vida grata. Este cuerpo de conocimientos sólidos debe presentar finalmente, el establecimiento de una alta forma de moral. Algunos elementos de lo que constituye la moral cartesiana se encuentran en su Discurso del método, pero específicamente en el tratado sobre Las pasiones del alma, y en ciertas cartas que envió a diversos personajes de la época. Y es en algunas de sus reflexiones en sentido moral, que se observa una tensión básica para este filósofo, como es la desarrollada entre las pasiones y el espíritu, y el papel que juega la virtud como complemento del conocimiento.

6.1. De una moral provisional a una moral definitiva

Es muy significativo el hecho de que Descartes tenga por sentado que ante todo se debe tratar de vivir bien (1988, p. 69), y es esta preocupación fundamental la que le lleva desde el comienzo mismo de la búsqueda de la verdad en forma sistemática, a proveerse de una moral provisional (1951, p. 307), y la que le hace concebir, como el más alto grado de la sabiduría, una moral perfecta basada en un amplio saber de las cosas (1988, p. 69).

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Cuando Descartes inicia su labor de construcción del edificio del conocimiento, establece una serie de reglas que le permite andar seguro por el camino de la verdad, pero a la par con ello, define algunas normas por provisión que le posibilitan tener una vida tranquila, mientras se encuentra siguiendo el camino hacia la obtención de ciencia; y no es para menos, pues tal como lo afirma, no por exponer sus juicios a examen riguroso deben sufrir dilación las acciones de la vida. Así, vivir bien, buscar vivir una buena vida, no es en principio dependiente de una conducción recta de la razón, es decir, de un certero conocer. En efecto, como en todo pensar sensato, es claro que ante todo hay que vivir, prestar atención primera y necesariamente a la vida diaria, antes que a la indagación de las cosas en tanto que se busca lo indudable, pues ello podría paralizar al individuo en el obrar, lo cual sería inviable desde un punto de vista práctico.

No obstante, también es cierto que todo anhelo de seguir lo bueno y correcto debe estar apoyado en un conocer verdadero de las cosas, para así hacer las mejores elecciones en la vida. De ahí que la moral primera tenga un carácter de provisional, o más bien, de lo inmediatamente perceptible por el sentido común, para orientarse en la vida sin mayores problemas, mientras se suspende el juicio y se halla lo seguro, lo que por supuesto repercutirá en el plano de la moral con el establecimiento de principios fiables y saludables para el alma.

Precisamente, lo curioso aquí es que esta moral transitoria parece resistir los avances en el conocimiento en ciertos aspectos. Por ejemplo, de lo que en el Discurso aparece como una serie de reglas provisionales de carácter personal para regirse en la vida diaria (Ibíd., p. 69−74), queda claro, por la correspondencia a Elizabeth, que hay una moral ya confiable que puede seguir todo aquel que quiera vivir virtuosa y felizmente. Estas normas pueden ser resumidas así: servirse del espíritu para saber qué hacer en cada circunstancia de la vida, seguir siempre los dictados de la razón, y no desear los bienes que no se poseen, considerándolos inalcanzables (1967, p. 431, 432).

Con todo, es evidente que la moral inicial debía contrastarse con los avances en la búsqueda de la verdad, y podía estar expuesta, por lo tanto, a una ampliación y perfeccionamiento para llegar a

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una moral más confiable. Esto sólo se logra como resultado de un trabajo metódico, de haber avanzado racionalmente en el camino del conocimiento, atravesando ordenadamente los saberes previos.

6.2. La moral definitiva

Son varios los aspectos bien definidos de la moral que logra mantenerse en el proceso de obtención del conocimiento. En primer lugar, un hecho sentado es la existencia de un bien soberano para el hombre: la búsqueda de obrar siempre correctamente junto con el contento que ello conlleva (Ibíd., p. 471). Esta felicidad es un regocijo interno del espíritu, y una satisfacción que supera al placer producido por el poder y la riqueza, pues le es propio al alma sentir como producto de lo que cree ser una conducta acertada y buena, cierto bienestar interno a despecho de circunstancias externas (Ibíd., p. 431 - 437), lo cual por ende resulta ser una adquisición duradera.

Ahora, para obrar de forma adecuada es fundamental contar con un conocimiento verdadero, por cuanto la sola creencia de estar haciendo lo mejor no garantiza que sea lo más correcto. Aun al no haber motivo de arrepentimiento, si una vez obrado con buena voluntad se descubre que fue inconveniente tal acción, es claro entender cómo la virtud no sólo se da al existir tal voluntad de hacer el bien, sino, igualmente, cuando el juicio permite inclinarla por la acción más certera.

En efecto, este juicio no necesariamente debe resultar infalible para cultivar la virtud, pues se requiere la existencia de la resolución de examinar, en lo posible de las capacidades individuales, las cosas que se presentan al intelecto, para escoger lo que se cree justo y bueno (Ibíd., p. 472). Pero una elevada forma de moral se muestra propiamente cuando, junto a dicha firme resolución de obrar bien, hay un certero conocimiento de las cosas por parte del espíritu perspicaz y preocupado por la verdad (Ibíd., p. 294, 295), y por ende el interés de elegir lo más correctamente posible. De esta manera resulta que el soberano bien consiste tanto en la firme resolución en el bien obrar (Ibíd., p. 471, 472), como en el conocimiento de la verdad a partir de las primeras causas (Ibíd., p. 299), siendo por ello un verdadero sabio aquel en quien convergen estas dos cualidades (Ibíd., p. 294, 295).

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Otro aspecto a examinar dentro del campo de la moral, es lo referente a las pasiones. Para definir lo que es pasión, Descartes indica que en el cerebro se forman diversas impresiones ya sea por causas internas o externas (Ibíd., p. 437). Cuando estas impresiones inducen en el alma pensamientos, o mejor emociones (1971, p. 62), a causa de cierta agitación de los espíritus que provienen del corazón, y ello de una manera independiente de la voluntad, se da lo que se conoce como pasión (1967, p. 437−439).

Estos espíritus que Descartes denomina “animales” son aire muy sutil contenido por los nervios (1971, p. 48), y así, las pasiones que siente el alma son producto de sus movimientos (Ibíd., p. 143). Esto, por supuesto, genera conflicto entre el alma y su voluntad, y el cuerpo y sus espíritus, a través de la excitación, por parte y parte, de la pequeña glándula ubicada en el centro del cerebro (Ibíd., p. 76, 77), la cual constituye el asiento del alma. El trabajo moral consiste precisamente en hacer que el alma se desarrolle o se haga fuerte, controlando debidamente los impulsos que surgen a causa de su estrecha unión con el cuerpo.

6.2.1 Las pasiones

Son múltiples las pasiones originadas por la naturaleza humana, pero las que maneja básica o principalmente son el amor y el odio, la tristeza y la alegría, así como el deseo en general. Que la unión con el cuerpo pueda producir todo tipo de sentimientos o impulsos pasionales, no es el problema; éste existe si el alma se convierte en una esclava de ellos y no consigue dominarlos de manera apropiada.

El alma humana queda sujeta a las pasiones cuando, llevada por aquellas, permanece sin orientación y a la deriva; por el contrario, logra emanciparse cuando, al conocer el bien y el mal mediante juicios sólidos y claros, las controla (Ibíd., p. 78). La voluntad de dominarse a sí mismo es virtud, y ésta se da, tal como se vio, en el momento en que el alma mantiene la resolución de actuar según lo que juzgue correcto y bueno, con base en el claro conocimiento de las cosas. Al cultivarse la virtud, la paz del alma queda salvaguardada a pesar del vaivén de las pasiones, pues la tranquilidad de la conciencia permanece (Ibíd., p. 144, 145).

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El ser humano también puede obtener control sobre sus pasiones, al tratar de disociar los pensamientos y el movimiento de los espíritus animales, a través de la sangre que los acompaña (Ibíd., p. 183). De igual manera, se puede considerar con especial atención y fuerza la conveniencia e inconveniencia de la pasión, por su tendencia a engañar al alma. Esta forma de controlar las pasiones es la acción general para quienes les resulta difícil asumir el primer ejercicio (Ibíd., p. 184, 185). Con todo, no se trata tanto de suprimir las pasiones, puesto que al fin y al cabo son ellas las que le dan riqueza a la vida, sino, más bien, de conducirlas apropiadamente para lograr provecho con ellas (Ibíd., p. 185).

6.3. La virtud y el conocimiento

Según lo considerado, el conocimiento y la virtud deben ir de la mano para obtener la verdadera sabiduría. Al llegar a este punto, es necesario hacer un esbozo del trabajo filosófico de Descartes, para ver en qué medida la obtención de un saber certero se relaciona con la necesidad de vivir una vida virtuosa, donde la razón logra el control sobre las pasiones.

El primer paso que se da para avanzar en la verdad es confesar sinceramente que no se tendrá un conocimiento preciso, a menos que se adopte una actitud crítica frente a éste, por medio de una duda metódica que le permita al espíritu librarse de prejuicios, y poder contemplar las cosas desde un punto de vista seguro y sólido. Pero, antes de empezar esta labor, el espíritu humano debe ejercitarse en la contemplación de verdades claras y simples, así como formar una moral por provisión para la vida. Al trabajar con método, el criterio básico para avanzar con seguridad es lo que se presenta de manera evidente a la mente del investigador.

Aquí es necesario tener en cuenta un interrogante fundamental para el Descartes que empieza a indagar seriamente sobre las cosas, la pregunta sobre ¿de qué es capaz el hombre o qué puede esperar? Este interrogante implica un estudio de la naturaleza humana, del cual queda la concepción del ser humano con una mente finita creada por un ser superior. En ella se han incorporado semillas de

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conocimiento que representan una especie de fuente inagotable de la que puede proveerse quien busca la verdad para avanzar en la obtención de ciencia.

Además, es claro que el hombre tiene otras facultades tanto espirituales como físicas, las cuales debe usar para no omitir ninguna de sus capacidades. La voluntad queda reconocida como una facultad superior ante la cual la mente debe presentar lo claramente percibido, para que, de esta manera, ella elija correctamente. No obstante, también hay asuntos que sobrepasan al entendimiento humano, los cuales forman parte de los designios divinos, cuestión que en últimas no le impide al espíritu vislumbrar interminables posibilidades en el avance del saber.

Retomando el seguimiento del orden metódico establecido, una vez se ha podido dudar de todo lo referente a lo sensorial en busca de lo claro y seguro, el investigador de la verdad se encuentran en el terreno de la metafísica para descubrir su esencia y punto de apoyo: yo soy, yo existo. Ahora le corresponde a este yo pensante que se ha reconocido a sí mismo en su real naturaleza, y que ha apreciado en cierta forma su dependencia de Dios, empezar a redescubrir el mundo, con visión iluminada a través de la intuición y la deducción.

El ego, la substancia pensante, dirige entonces la mirada hacia lo que forma parte de su ser y lo que le rodea, es decir, la verdadera naturaleza de lo otro que existe, y sin lo cual no hubiera podido darse la conciencia de sí mismo. Se comprende de esta forma, con el ejercicio del pensar racional ordenado, que junto con la naturaleza espiritual se encuentran facultades connaturales, tales como la voluntad, la imaginación y la memoria, así como naturalezas de carácter material o extenso, independientes del propio ser.

Hay una materia extensa que logra impresionar el espíritu, y sólo se da por medio de un cuerpo al que se debe estar íntimamente unido. Según lo muestra la razón, lo corpóreo está compuesto de partículas infinitamente divisibles, las cuales tienen diferentes tamaños, formas, posiciones, y movimientos, como producto de las leyes de la naturaleza instauradas por Dios. Los diversos fenómenos del mundo físico son explicados a partir de estos principios, y

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aquí se hace necesario partir a veces de la misma experiencia para encontrar cuál causa en particular permite comprender determinado fenómeno estudiado.

En fin, es del conocimiento de la naturaleza de las cosas corpóreas referentes a los reinos mineral, vegetal y animal, que se obtienen herramientas suficientes para indagar sobre la condición humana en su aspecto físico, y en consecuencia avanzar en el conocimiento y desarrollo de las artes útiles a la vida, tales como la mecánica, la medicina, y la moral, en tanto que ellas hacen la existencia del ser humano más feliz y plena.

Así, el cuerpo de filosofía que desea constituir plenamente Descartes es bosquejado por él mismo en dos etapas. La primera se basa en la preparación para el trabajo filosófico, la cual incluye una moral por provisión, y una lógica entendida como la práctica de reglas simples y claras. El segundo momento es el trabajo filosófico en búsqueda de la sabiduría. Esta etapa incluye la metafísica y la física. Cabe señalar que el proyecto de la física es el más vasto, ya que ésta incluye el conocimiento del universo, de la Tierra, de los minerales, de las plantas, de los animales y del hombre. Con relación a la ciencia del hombre, Descartes consideró que ésta involucraba a su vez, la medicina, la mecánica y la moral definitiva (1967, p. 306, 307).

Conclusión

Según se aprecia, la moral se encuentra al principio y al final del sistema cartesiano. Esto evidencia que, aunque Descartes tiene por supremo ideal la búsqueda y conocimiento de la verdad, basando así su labor en construir un sólido saber en las ciencias, la idea del bien rivaliza, y a veces parece que supera la idea de lo verdadero, en cuanto fin último. Si bien es cierto que en el sabio deben confluir tanto el conocimiento como la virtud propiamente dicha que de aquel se desprende, en un último análisis, aunque el contento o satisfacción de llegar a la verdad es tal por sí mismo, resulta claro que la máxima realización en el saber se encuentra cuando se está detrás de un fin que Descartes señala como el de procurar a la vida humana contento y salud, mediante las ciencias útiles a la existencia, como lo son la mecánica, la medicina y la moral.

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El pensar cartesiano tiene por objeto obtener la sabiduría, pero sería atrevido suponer que persona alguna logre, en su corto tiempo de existencia, alcanzar todo lo que puede conquistar el espíritu humano. En este sentido, se requiere un trabajo que compromete a las generaciones humanas de todos los tiempos. Por ello, se ve como precedente de la sincera labor filosófica, la suprema urgencia de encontrar la verdad para construir un firme edificio del conocimiento que permita unificar la ciencia y la voluntad de los hombres, con el fin de lograr condiciones excelentes de vida para todo ser humano. Y esta excelencia sólo puede ser completa para el individuo cuando logra que su voluntad quede sujeta a una moral firme, esto es, una moral desarrollada a partir de los fundamentos de un sólido conocimiento.

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SPINOZA Y LA CUESTIÓN DE LA LIBERTAD

Baruch Spinoza es un pensador holandés de familia judía, del siglo XVII, cuyas indagaciones filosóficas giraron en torno a la ética, la política, la teología y la pregunta por las posibilidades del conocimiento humano. Junto con Descartes y Leibniz, es considerado uno de los grandes racionalistas de la época moderna. Su reflexión moral se encuentra básicamente un su obra Ética demostrada según el orden geométrico. Uno de los problemas centrales en la ética de Spinoza es la cuestión de la libertad; por ello, en el presente capítulo, se aborda tal concepto desde la tensión con el determinismo de la naturaleza. De igual manera, se estudia el papel que juega el conocimiento y el desarrollo de la virtud en la expresión del potencial humano.

7.1. La noción de libertad

Spinoza llama libre “[…] a aquella cosa que existe en virtud de la sola necesidad de su naturaleza y es determinada por sí sola a obrar [...]” (1980, p. 48). La libertad no se presenta como una capacidad para seguir a voluntad determinado curso de acción, ni se relaciona con la posibilidad de inaugurar algo nuevo u original. Se habla de tal, en tanto que la cosa en sí es determinada por su sola naturaleza, y no es compelida por factores ajenos a ella. La libertad en el ser humano se determina por la potencia para actuar, y no meramente padecer a causa de las afecciones que experimenta. Cuando se ama lo infinito y lo eterno, por ejemplo, el ánimo queda imbuido de

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una alegría capaz de desapegarse gradualmente de la lascivia y el deseo de honor y riqueza. Al contrario, cuando estos últimos son considerados bienes supremos, acarrean tristezas y hasta la muerte (2007a, p. 6−9), y de ahí la necesidad de desarrollar ideas adecuadas sobre las cosas para que el propio ser sea conservado.

Cada individuo, al experimentarse a sí mismo, comprende la posibilidad de una mayor perfección; ciertas afecciones que producen efectos que concibe como dañinos a su naturaleza le permiten vislumbrar un estado mejor que promueve la conservación de su ser. Es inducido, en virtud de la necesidad de su ser, a alcanzar este estado mediante el perfeccionamiento del entendimiento, el cuidado del cuerpo y el cultivo de la virtud. Si bien, el dominio de la razón sobre los afectos no es absoluto, haciendo uso de ella el ser humano se empieza a emancipar de la servidumbre a la que es sometido, en tanto que de la comprensión de ellos resulta cierta disposición para actuar y no meramente padecer. Así, al desalojar cada persona ideas prejuiciosas de la mente, aumenta su potencia para obrar, es decir, es menos afectada por las cosas ajenas a su naturaleza ya que, o comprende su necesidad, o en lo posible puede evitarlas si encuentra que disminuyen su potencia.

Si bien para Spinoza todo en la naturaleza se da según un orden necesario, y el hombre imagina ser libre debido a la ignorancia de las causas (1980, p. 90), no por ello se excluye cierta concepción de la libertad en él. El determinismo de Spinoza no priva de tener una noción de libertad en el ser humano: “En la medida en que el alma entiende todas las cosas como necesarias, tiene un mayor poder sobre los afectos, o sea, padece menos por causa de ellos” (Spinoza, 1980, p. 337). El hombre que hace uso de su razón contempla la naturaleza como es, se concibe como parte de ella, y por eso sobrelleva los acontecimientos que lo afectan con serenidad. Al basarse en un conocimiento adecuado de las cosas se procura también la mayor felicidad, y la felicidad es libertad (Ibíd., p. 359). La vida del hombre libre transcurre sin que éste sea meramente afectado por fuerzas externas. Al cultivarse el entendimiento, las afecciones que acarrean tristeza y debilidad son mitigadas en gran extensión.

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7.1.1. Libertad y virtud

Teniendo en cuenta lo anterior, se puede apreciar que esta forma de concebir la libertad está estrechamente relacionada con la virtud. En efecto, Spinoza dice que “[...] la virtud y el servicio de Dios son ellos mismos la felicidad y la suprema libertad” (Ibíd., p. 164). Cuando se hace uso de la razón se potencia el propio ser, se desarrolla la virtud, se es más libre. La virtud “[...] es la misma esencia o naturaleza del hombre, en cuanto que tiene la potestad de llevar a cabo ciertas cosas que pueden entenderse a través de las solas leyes de su naturaleza” (Ibíd., p. 250). El hombre sabio tiene ideas adecuadas de las cosas, y en la medida en que se conoce a sí mismo ama a Dios, todo lo cual no es más que un estado de felicidad, virtud y libertad.

En Spinoza no puede concebirse la libertad sin pensarse también en el amor a Dios y en la virtud. La virtud como potencia es libertad, ya que implica el paso a una mayor perfección; en cambio, la impotencia o falta de virtud es servidumbre. Esto es claro cuando se afirma que “cuanto más se esfuerza cada cual en buscar su utilidad, esto es, en conservar su ser, y cuanto más lo consigue, tanto más dotado de virtud está; y al contrario, en tanto que descuida la conservación de su utilidad −esto es, de su ser−, en esa medida es impotente” (Ibíd., p. 266). Así, la virtud, al igual que la libertad, se da en la medida en que el ser humano vive según la guía de la razón (Ibíd., p. 281). Ahora, es propio del hombre libre amar a Dios; a través de ese amor intelectual diluye, por ejemplo, sus afecciones concupiscibles. Así, no es extraño que la suprema virtud del alma sea conocer a Dios (Ibíd., p. 271), es decir, comprender la necesidad del orden de la naturaleza, y desarrollar la propia potencia, que es en cierta forma la misma potencia de Dios obrando a través de cada ser.

7.1.2. Libertad y Estado

En este orden de ideas, es interesante observar que Spinoza coloca como fundamento de la virtud y del Estado, el buscar la propia utilidad (Ibíd., p. 265, 269, 314, 319). Lo útil para cada persona es aquello que le permite una mayor libertad. La libertad puede ser pensada como aumento de la propia potencia no sólo por ser menos afectada por

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las modificaciones que las cosas le producen, sino también porque es “ fortalecida” por la unidad con seres de una misma naturaleza. Como la libertad en cada hombre está en relación con el aumento de su potencia de obrar, se necesita de otros seres que por ser afines a la naturaleza racional promueven esta perfección.

Esto se logra propiamente en la medida en que cada uno se guía por la razón. Así, “[...] nada pueden desear los hombres que sea mejor para la conservación de su ser que el concordar todos en todas las cosas, de suerte que las almas de todos formen como una sola alma [...]” (Ibíd., p. 265). Pero, aun cuando no todos se guíen por la razón, “el hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive según leyes que obligan a todos, que en la soledad, donde sólo se obedece a sí mismo” (Ibíd., p. 314). Es más, aprende a hacer mayor uso de la razón interrelacionándose con sus semejantes. El ser humano que se guía por la razón se esfuerza por promover la benéfica convivencia con otros individuos, al cultivar aquello que estimula la concordia, el orden y la equidad.

Ahora, aunque es la búsqueda de la propia utilidad la que lleva a la necesidad de asociarse, en el fondo, los móviles no son egoístas como puede parecer a primera vista, ya que también se aprecia que la propia utilidad no se desliga del beneficio común. Esto es claro, pues la vida en el Estado, en un orden social, tiene sentido en tanto que incrementa la libertad de las personas. Así, una de las preocupaciones de Spinoza es precisamente la de promover una sociedad civil donde los ciudadanos sean dirigidos “[…] no para que

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sean siervos, sino para que hagan libremente lo mejor” (Ibíd., p. 164). El pensar y expresarse libremente es un derecho que el Estado no debe desatender sin peligro de que la paz y la práctica de las buenas costumbres puedan perderse, tal como lo presenta en el prefacio del Tratado Teológico−Político.

Conclusión

Se puede dejar sentado que para Spinoza, el concebir las cosas como determinadas por las leyes eternas de la naturaleza no impide pensar en cierta forma de libertad en el ser humano. En efecto, se concibe una libertad en el hombre que consiste en su capacidad para no ser meramente un esclavo de las modificaciones que le producen las cosas. Esto se logra haciendo uso de la razón, es decir, comprendiendo las causas por las cuales se ve afectado.

Desde esta perspectiva, uso de la razón, libertad, virtud, felicidad y amor intelectual a Dios, se interrelacionan en tanto que en esencia indican el paso hacia una mayor perfección y la conservación del propio ser. Esto trae algunas implicaciones incluso para pensar la política, ya que la conformación del Estado contribuye al alcance de la libertad. Spinoza tiende a pensar el Estado como una comunión de almas que se dirigen a un mismo objetivo: la libertad mediante el cultivo de la propia perfección. Esta perfección se logra tanto en la adecuada relación consigo mismo como en la apropiada interacción con los demás.

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EL SENTIMIENTO MORAL EN HUME

David Hume, filósofo escocés del siglo XVIII, dedica el libro tercero de su Tratado de la naturaleza humana, a considerar lo alusivo a la moral, centrándose en estudiar lo relativo a la virtud y el vicio. Su empirismo representa una crítica al racionalismo metafísico, lo cual deviene en una reflexión moral en donde la razón y las ideas innatas son desplazadas como referentes a la hora de orientar las acciones humanas. En efecto, serán las costumbres, el sentido de utilidad y los sentimientos, factores llamados a incentivar la acción moral, con lo que la sensibilidad entra a jugar un papel protagónico. Este capítulo se detendrá, por ende, en examinar algunos aportes que deja la reflexión de Hume, en relación con el papel del sentimiento a la hora de obrar en sentido moral, según lo explica en la primera parte de este libro.

8.1. La razón y la acción moral

Hume estima que las acciones propias del pensamiento, así como los sentimientos, afecciones y sensaciones, se catalogan en general como percepciones (Hume, 2005, p. 617), las cuales pueden dividirse en impresiones e ideas. Las primeras son percepciones intensas tales como los sentimientos, sensaciones y afecciones. Las ideas, por su parte, son percepciones más débiles de estas impresiones, que permanecen registradas en la imaginación y en la memoria (Ibíd., p. 43, 613).

A partir de esta distinción, Hume se pregunta si es la facultad de la razón, la que propiamente juzga sobre el bien y el mal en sentido moral, y si seguir la razón es el principio básico que permite orientar

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una vida virtuosa y alejada de los vicios (Ibíd., p. 618). La respuesta es negativa, pues el autor considera que la sola razón no cuenta con el suficiente poder para conducir las afecciones y las acciones de los seres humanos, de lo cual se desprende la necesidad de buscar otra facultad para orientarlas desde reglas de moralidad realmente eficaces, esto es, que por su naturaleza y dinamismo interno, puedan influir sobre las voliciones, pasiones y acciones (Ibíd., p. 618, 619).

El filósofo es claro al pensar que la razón no puede producir, por ejemplo, afecciones, puesto que es una facultad inerte, inactiva, y así, concluye que ella no puede ser origen de un principio activo como lo es la conciencia o sentimiento de lo moral. Con todo, el autor no niega que la razón influya de una manera indirecta sobre la conducta, esto es, “excitando una pasión al informarnos de la existencia de algo que resulta un objeto adecuado para aquella, o descubriendo la conexión de causas y efectos, de modo que nos proporcione los medios de ejercer una pasión” (Ibíd., p. 620, 621). Pero igualmente, es claro al señalar que en ocasiones los juicios de la razón son erróneos.

Hume, en especial se pregunta si en realidad la razón mediante juicios morales claros, tiene el poder para mover a la voluntad. Su respuesta es negativa, ya que para este autor “una cosa es conocer la virtud, y otra, conformar la voluntad a ella” (Ibíd., p. 628). Es más, la existencia de la virtud y del vicio es una cuestión que sería imposible descubrir por medio del entendimiento. Los deberes y obligaciones morales no existen de por sí como una realidad o una cuestión de hecho, descubierta por la razón (Ibíd., p. 632).

8.2. El sentimiento moral

En este orden de ideas, Hume llama la atención sobre un factor que va a jugar un papel protagónico a la hora de comprender en qué consiste la moralidad, el sentimiento ya sea de aprobación o de desaprobación: “Nada puede ser más real o tocarnos más de cerca que nuestros propios sentimientos de placer y malestar, y si éstos son favorables a la virtud y desfavorables al vicio, no cabe exigir más a la hora de regular nuestra conducta y comportamiento” (Ibíd., p. 633). Una acción es considerada como viciosa o virtuosa, en tanto

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genere en los seres humanos una serie de movimientos o afectos propios de su constitución, los cuales producen una sensación de repudio o de aceptación.

Dado que el fundamento de lo moral radica en un sentimiento, Hume asume una posición antagónica frente a aquellos sistemas de ética que pretenden basar la moralidad de las acciones en el uso y poder de la razón, así como en los que, incluso sin darse cuenta, confunden el es y el no es, con el debe o no debe. Realmente, el poder del entendimiento contribuye a esclarecer las cualidades y naturaleza de los fenómenos que afectan al hombre, el es. Sin embargo, en cuestiones morales, el sentido de lo debido rebasa una relación directa entre juicio y realidad, ya que involucra pulsiones, deseos y pasiones, afectadas por un movimiento interno de similar índole, y con poder para inclinar al ser humano hacia aquello considerado vicio o virtud, sin que éstas sean realidades en sí mismas.

Puesto que la virtud y el vicio no son descubiertos simplemente por la razón, Hume considera que se requiere prestar atención a las impresiones o sentimientos producidos por las acciones en el hombre. “La moralidad es, pues, más propiamente sentida que juzgada […]“ (Ibíd., p. 635), agrega el autor, aclarando que por lo general este sentimiento resulta muy débil. Con todo, lo evidente es que “[…] la impresión surgida de la virtud es algo agradable, y que la procedente del vicio es desagradable” (Ibíd., p. 635). El rechazo o la aceptación de las acciones están en relación con la generosidad o crueldad que demuestran.

8.2.1. La cuestión del placer y el dolor

De todo lo anterior, resulta coherente la aseveración según la cual son las percepciones ancladas al placer y al dolor, las que suscitan el experimentar impresiones de aceptación o rechazo. Ciertamente, el filósofo señala que:

[…] dado que las impresiones distintivas del bien o el mal morales no consisten sino en un particular dolor o placer, se sigue que, en todas las investigaciones referentes a esas distinciones morales, bastará mostrar los principios que nos

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hacen sentir satisfacción o desagrado al contemplar un determinado carácter, para tener una razón convincente por la que considerar ese carácter como elogiable o censurable (Ibíd., p. 636).

El sentimiento en sí mismo es lo que finalmente determina agrado o desagrado frente a determinadas formas de acción, ya que “no inferimos la virtud de un carácter porque éste resulte agradable; por el contrario, es al sentir que agrada de un modo peculiar cuando sentimos de hecho que es virtuoso” (Ibíd., p. 636, 637). El sentimiento moral es condición fundamental para comprender la naturaleza de la moralidad, es decir, las impresiones de agrado o desagrado frente a determinados actos y comportamientos, las cuales afectan la conciencia.

Los sentimientos morales, para Hume, son explicados de dos maneras: forman parte de la constitución de todo ser humano, por lo que resulta imposible dejar de tenerlos a menos que haya un trastorno en la mente; o están presentes de manera artificial, es decir, como consideraciones necesarias en la vida social y de manera análoga a cómo operan otros principios del mundo para mantener su equilibrio (Ibíd., p. 640, 641). Pero más allá de la cuestión de si ellos son naturales o adquiridos, cabe resaltar su papel como condición de posibilidad para el despliegue de la conciencia moral. Con esto se introduce la importancia de la vivencia estética en el actuar

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humano, por cuanto ésta se liga al desarrollo de la sensibilidad y a la percepción de lo agradable y lo desagradable. Así, el autor llega a la apreciación, según la cual “[…] la virtud se distingue por el placer, y el vicio, por el dolor, que cualquier acción, sentimiento o carácter nos proporciona con sólo verlo y contemplarlo” (Ibíd., p. 642). Por esta vía de análisis queda por lo menos enunciado un estrecho vínculo entre ética y estética.

Conclusión

Las reflexiones de Hume rompen en cierta forma con una tradición moral que depositaba su confianza en el ejercicio de la sola razón como factor por excelencia para regular los impulsos, deseos y pasiones. Estos últimos, al tener un dinamismo propio, y al ser de algún modo ajenos a la naturaleza de las facultades del intelecto, podrán ser orientados por las mismas impresiones, más que por las ideas. Así, cobra relevancia el papel del sentimiento y, de igual manera, el lugar mediador de la cultura y la educación, como factores que determinarán la aprobación o desaprobación de las inclinaciones y actos. El sentido del placer y del dolor, así como de lo benéfico o no benéfico, producto de las afecciones internas y de la sensibilidad que se nutre de la experiencia, ocupan por ello un importante lugar a la hora de explicar las motivaciones, incentivos y acciones en sentido moral.

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Segunda ParteÉTICA KANTIANA Y POSKANTIANA

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LA ACCIÓN POR DEBER EN KANT

Immanuel Kant (1724–1804) es considerado uno de los mayores filósofos de la historia. Él define la moralidad como la recta intención que acoge la ley moral, por lo que ella misma representa sin esperar beneficio alguno o felicidad. Su ética pretende ser válida para todos los seres humanos, entendidos como agentes morales racionales. Proclamó el principio del valor intrínseco de toda persona −dignidad humana−, a la par que defendió la importancia de establecer una federación de estados que legislara en sentido cosmopolita, para lograr una paz estable entre las naciones. Sus reflexiones, ancladas en el llamado periodo de la Ilustración, han influido marcadamente en diversos teóricos de la moral, la política, el derecho, la ciencia y la estética, ya sea para acentuar sus tesis, ampliarlas y darle nuevos giros, o para contradecirlas y elaborar puntos de partida diferentes.

En una de sus obras sobre ética, La fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant coloca en el centro de la acción auténticamente moral el cumplimiento del deber, el cual tiene a su vez como base la buena voluntad. De esta manera, en el presente capítulo se analiza el significado de actuar por deber, así como el lugar que ocupan las nociones de interés e inclinación en la ética kantiana. Esto permitirá comprender hasta qué punto las concepciones de Kant son o no, elementos necesarios de la validez y el quehacer moral. Para facilitar este estudio, se ha dividido este capítulo en tres momentos reflexivos: se parte de analizar la noción de deber para comprender; en un segundo momento, el sentido de la acción por deber frente a los intereses y las inclinaciones. Finalmente, se intenta definir algunas de las implicaciones de la acción por deber.

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9.1. La noción de deber

Con Kant se acude al ámbito racional del quehacer ético para apreciar que la acción moral se basa propiamente en el solo respeto a una ley universal percibida por la razón. La función de esta última es orientar a la voluntad, pero de ella no procede la volición que cumple la ley, ya que tal proviene de la voluntad misma. Así, si la voluntad respeta la ley moral por sí misma, es buena, y su máxima posee contenido moral. La noción de deber contiene a la de voluntad buena porque ésta resulta de la idea de someterse a él, lo que a su vez se apoya en la noción de respeto a una ley que la razón percibe a priori, y que encuentra su expresión en el imperativo categórico.

Actuar por deber es actuar por respeto a la ley moral, un respeto que viene de adentro, y es generado por la razón para impeler a seguir la máxima universal. EI respeto es definido como la determinación inmediata de la voluntad por la ley y la conciencia de esa determinación (Kant, 1996, p. 133). Un deber moral es algo que el hombre mismo se impone a partir de su propia voluntad guiada por la razón, lo cual le da un carácter más que de obligación violenta, de autosujeción responsable, lo que representa un alto sentido de lo ético.

En una acción por deber se tiene en cuenta la intención, una intención que se basa en un seguimiento de la ley simplemente porque es lo justo, lo correcto, es buena. Este respeto a una legislación universal no deriva entonces de los resultados, lo que demuestra una incondicionalidad de la norma moral que tiene por soporte la acción por deber, ya que existe un querer formal válido para todo sujeto racional, en cualquier circunstancia o tiempo.

9.2. La noción de deber frente a intereses, inclinaciones y propósitos

El obrar humano, en general, está motivado por una serie de propósitos e inclinaciones que sirven a manera de incentivos para la acción. De cada acto se derivan unas consecuencias, clasificadas como buenas o malas según parámetros apoyados, por ejemplo, en las nociones de lo productivo, lo placentero, lo bello, etc., o sus contrarios.

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Cuando la acción moral está medida bajo estos parámetros, parece darse lugar a una serie de dificultades, principalmente a causa de la relativización que estas nociones pueden tener. Así, cuando se actúa conforme al deber más que por deber, esto es, con intereses o propósitos de por medio, la máxima ya no posee contenido moral porque su comercio con lo empírico reduciría a la particularidad la noción de lo ético. Tal relativismo queda superado para Kant, con una deontología que tiene su fundamento en el respeto a una ley moral universal, aunque ello pueda implicar la necesidad de quebrantar la inclinación humana a la felicidad.

El fundamento es netamente metafísico, y no depende de fines o resultados, aunque claro está, ello no quiere decir que estos queden excluidos del todo si se considera que el uso del imperativo categórico, como principio de la moralidad, puede separase de su uso para analizar la máxima, y abrigar deberes fácticos (García, 1994, p. 88).

El desplazamiento de la acción con contenido moral, del campo de la experiencia al de lo formal, permite apreciar una idea de lo bueno sin necesidad de hacer referencia a las fluctuantes circunstancias o casos particulares. La voluntad buena se deriva de una observancia de la ley que no atiende la obtención de fines, porque se da a partir de postulados a priori de una razón pura práctica. Así, la inclinación, el propósito, los resultados, el interés etc., no se tienen en cuenta en la noción de moralidad.

Efectivamente, Kant es consecuente en su análisis en torno a lo ético cuando separa éste en una parte racional y en otra empírica, y considera que al trasladarse el precepto observado por la razón, del terreno metafísico al de la acción, sirviéndose de un imperativo, no está destinado a conformarse siempre con la satisfacción de inclinaciones e intereses que una ética basada en lo empírico estimaría válido.

Una ética apoyada en unos móviles de corte utilitarista podrá apreciarse como una moral de reglas prácticas, mas no de contenido moral. Como la cuestión es precisamente determinar la regla que permita distinguir la acción de contenido moral, se llega a un principio universal al encontrar el verdadero fundamento

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en el precepto racional de una voluntad buena, del cual devienen consecuencias, en el terreno de la praxis, que pueden tender a ejercer cierta aridez sobre la norma a seguir en los asuntos humanos, pero sin demeritar su pretensión de servir de sólido pilar contra el decaimiento del sentido de lo ético.

Tal como lo señala Kant, la guía instintiva es la apropiada para el alcance de la felicidad, mas no la razón, que de hecho es la disposición que caracteriza propiamente al hombre. Las inclinaciones humanas hacia fines utilitaristas pueden ser usadas ciertamente, pero ellas no determinan la acción con contenido moral por que ésta se basa, tal como se ha visto, en la intención, en la voluntad, y no en lo que se demuestra o logra empíricamente.

Una inclinación es una tendencia propia de la naturaleza humana a dirigirse hacia un objeto que se le presenta como deseable, puesto que es provechoso para su bienestar o el de otros. Kant muestra entonces, que una ética apoyada en inclinaciones puede traer el asentimiento natural de toda persona, pero ello no legitima que tal apreciación sea el soporte de la acción moral. Esto resulta claro cuando al considerar al ser humano como agente que goza de cierto grado de libertad y autonomía, es responsable de su querer, mas no siempre de las consecuencias externas de todo acto motivado por algún propósito o interés, las cuales no están sujetas a la voluntad interna. Además, cuando la acción moral está impulsada por determinados intereses se pierde la incondicionalidad, por cuanto estos son limitados por el subjetivismo, las tendencias egoístas, y no obedecen a una legislación universal de la razón. Ciertamente, el respeto a tal legislación genera cierta satisfacción, sin embargo, no como resultado de consecuencias, sino por el valor que en sí tiene la voluntad buena.

9.3. Implicaciones de la acción por deber

De la noción de un actuar moral, fundado en el solo respeto a la ley, se pueden derivar algunos cuestionamientos que deben ser considerados para completar la visión sobre el significado de la acción por deber. En ocasiones se argumenta que es imposible

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no tener presente propósito alguno bajo una norma del deber, en tanto que sin éste no habría volición que lleve a la determinación o sujeción requerida. Aquí, sin embargo, se aclararía la existencia de un propósito −autoproducido− que no procede de inclinación empírica alguna, el cual consiste en el puro respeto.

El siguiente aspecto a aclarar es si es posible una acción por solo deber, cuando comúnmente los móviles de la conciencia humana son inescrutables hasta para el individuo mismo. Pero esta inquietud, en todo caso, no condiciona el valor de la norma con contenido moral, pues sería admitir una disposición tan imperfecta en la naturaleza humana, que no se abrigaría esperanza de confiar en una sincera intención por parte del hombre que busca guiarse moralmente con una máxima universal.

Ahora bien, la cuestión de someter el factor subjetivo y de la individualidad, bajo una noción de sujeción a una ley universal y objetiva, resulta interesante si se observa que la labor moral es determinada a partir del sujeto que interacciona en instantes y circunstancias desde los cuales condiciona normas. También si se aprecia que el ser humano parece acercarse más a una máxima de contenido moral cuando la ley que lo rige tiene en cuenta, por ejemplo, el sentimiento amoroso, en vez de ser simplemente autoimpuesta por mero respeto. Se podría considerar así, que la acción por deber resulta contraria a las inclinaciones e intereses legítimos, y en general, independiente de la felicidad, lo que implicaría un rigorismo en la ética kantiana.

Sin embargo, este rigorismo se ve disminuido al hacerse énfasis en el carácter de autolegislación que esta ética representa, así como llamando la atención hacia cuáles aspectos relacionados con los sentimientos cabrían dentro de un nivel ético−antropológico o sicológico, en donde la experiencia muestra que en toda convivencia ellos juegan un papel importante. Sería de considerar en fin, que la validez ética no está sujeta a situaciones, pues la resolución moral es independiente y anterior a los efectos que se puedan presentar, lo cual es posible ver como una apreciación procedimental, mas no necesariamente de ruptura entre los niveles formal y práctico.

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Ahora, si se analiza que el sujeto es dependiente en sus resoluciones de las estructuras de la praxis social en que se constituye (Ibíd., p. 88) y desenvuelve, surge el problema de cómo conciliar un concepto racional de la norma moral que excluye fines e intereses, con una experiencia práctica que en muchos casos repele el precepto categórico. Si se desatiende una inclinación la cual se mezcla con lo empírico, ¿cómo armonizar tal concepción con una ética apreciada desde su nivel práctico?

Al parecer, Kant no atiende suficientemente estos hechos, no obstante, para ello hay una razón válida ya vista: aspectos de la praxis pueden ser tratados prudencialmente sin confundirlos con lo que determina el contenido moral, es decir, la máxima a seguir, pues, de lo contrario, la sujeción al relativismo impediría reglas generales para la diversidad de la acción humana, y si no existen principios mínimos básicos, es difícil garantizar la estabilidad de una comunidad moral. Con todo, para el autor es claro también que la ética en su nivel práctico, es abordada por imperativos hipotéticos los cuales comprenden variedad de fines a procurarse los seres humanos.

Conclusión

Tomando en consideración la acción por deber, el ser humano se convierte, para Kant, en una ley en sí mismo, en tanto que esto presupone atender la ley moral interna y la superación de inclinaciones que determinan externamente a la voluntad, esto es, responden a estímulos ajenos al agente moral. La moralidad de la acción deja de depender de los resultados de las acciones, con el fin de ser evaluada a partir de la intencionalidad de la voluntad que asume el sujeto racional. La rectitud en la intención adquiere un auténtico valor moral, dado que cualquier otro fenómeno e incentivo para la acción puede representar un bien, pero en términos relativos. Se constituye así una ética deontológica con el propósito de sustentar la adopción de un bien moral válido para toda persona, es decir, con pretensión de universalidad.

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KANT Y LA IDEA DE UNA ÉTICA UNIVERSALISTA

El presente capítulo se centra en analizar la propuesta universalista de la ética de Immanuel Kant. En esta dirección, se inicia considerando la posibilidad y significado de una ética con pretensión de universalidad, para evaluar posteriormente algunas de sus implicaciones que conduzcan a pensar las tensiones con el relativismo moral. Lo anterior permite contemplar además, los alcances de este enfoque ético, en relación con el despliegue del uso público de la razón, y ante el reto que presenta críticas desde miradas históricas del desarrollo moral.

10.1. La posibilidad y significado de una ética con pretensiones de universalidad

Para comprender lo que una ética universal significa debe preguntarse si es posible tal ética. Responder a esta pregunta sugiere determinar si en efecto se dan principios universales prácticos de los cuales la racionalidad humana pueda fundamentar las costumbres, y asignarles un valor moral genuino. Para Kant, tales principios existen, dado el carácter universal y categórico de ciertas reglas de la razón. La máxima de la acción moral es percibida por la razón cuando ésta la extiende universalmente, y se percata que no se contradice a sí misma. La disposición de la razón humana permite concebir una ley moral a priori que mantiene salvaguardada la pureza e incondicionalidad del proceder ético, con todo lo cual se asegura una guía confiable hacia un sentido y autenticidad de lo moral.

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En este sentido, cabe considerar el significado de una ética pensada desde esta perspectiva. La universalidad en la ética kantiana hace referencia básicamente a aspectos como el de abarcar a todos los seres racionales, el no estar condicionada por factores temporales, y el legislar con principios, independientemente de algún contexto o espacialidad.

Con relación al primer aspecto, se puede observar que lo ético tiene lugar en un universo de sujetos pensantes que distinguen entre procederes correctos e incorrectos. La formulación de lo correcto frente a lo incorrecto se da a partir de una racionalidad que juzga, discierne y busca elegir conforme a una noción de bien. Si el bien supremo es una voluntad buena, se presenta como propio de un ser racional el querer que su máxima de acción se adapte a un legislación que abarque igualmente a cualquier otro ser racional, para garantizar tal voluntad. Bajo este esquema, lo moral no sólo adquiere sentido porque el vivir del sujeto esté inmerso en el de otros seres a los que afecta y por los que a su vez se ve afectado, sino porque básicamente está vinculado a la noción del deber. En el caso de la existencia de seres racionales que no afectaran a un grupo determinado de seres como los hombres, ellos estarían de igual manera bajo la orientación de una legislación moral universal para regir su querer. Mentir es inmoral para cualquier sujeto o ente provisto de razón, ya que tal actitud aparece impensable como norma que legisle de forma universal.

En segundo lugar, esta ética sería universal en el sentido de atemporal, es decir, no condicionada por el tiempo, se extendería a toda época. Esta idea de una ética válida para toda época se desprende de concebir una racionalidad de la norma moral en términos absolutos. Una percepción de la razón pura práctica no puede variar o estar sujeta por la temporalidad, al basarse en máximas a priori. El reino de los fines, planteado por Kant, al que pertenecerían seres racionales sujetos a una legislación universal, está basado precisamente en principios inmutables de acción moral. Aunque de hecho estos no sean derivados de la razón, sí son comprendidos racionalmente. Incluso la noción de una evolución del carácter moral -a lo largo del tiempo-, no desvanece el valor

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ahistórico de la ley moral; sin embargo, ella permanece como ideal hacia el cual cabe acercarse de manera constante, en busca de perfeccionamiento interior.

Por último, la ética kantiana presenta un sentido universalista, pues no se ve afectada por un contexto particular, y no está sujeta al relativismo en la norma moral a seguir. Se está frente a una concepción formalista de reglamentación de la razón moral, que por ende se ve libre de circunstancias que jueguen un papel de reguladoras de la acción. Precisamente, la universalidad sólo es posible en un campo de apriorismo ético independiente de la experiencia. En un ámbito de fundamentación sólo es posible una universalización de la máxima cuando se separa el imperativo categórico que regula la acción, del contexto, pues, de lo contrario, la exposición a situaciones concretas invalidaría la concepción de una moral invariable.

Así, en relación con la noción de universalidad de la ética kantiana, hay que tener presente que la universalización se da en tres niveles: el de la razón, el de la ley y el de la voluntad. En efecto, se presenta en primer lugar una racionalidad compartida por una diversidad de seres, y, por lo tanto, con un universo común. En el ámbito de lo humano, esta racionalidad supuestamente compartida es la que posibilita pensar en una máxima a priori de la norma ética válida para todo sujeto con juicio moral.

En segundo lugar, a partir de esta racionalidad queda claro que el universo estaría regido por leyes no sólo en el orden natural, sino también en el moral. A estas últimas leyes está sujeta la percepción de lo bueno por parte de todo ser racional, por cuanto hay consciencia de principios incondicionales. La ley moral, como legisladora universal, rige para todo individuo que al autosometerse a ella encuentra una instancia orientadora segura de su querer.

En tercer lugar, la voluntad identificada con la máxima formal se convierte en voluntad universal, esto es, una voluntad que se identifica con un orden moral objetivo. Tal voluntad surge ante la percepción de la razón de una necesidad de autolegislación con base en un universalismo que salvaguarda la norma moral pura. La voluntad

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deviene por ello en recta intencionalidad, una intencionalidad que además, al emanciparse de factores determinantes externos, es auténticamente libre.

10.2. La cuestión del relativismo moral

Se ha visto la razón por la cual puede concebirse una ética universalista a partir de Kant, y lo que esto significa. Lo anterior permite analizar aspectos a favor y en contra de una pretensión de universalidad de su ética.

Inicialmente, se puede considerar que sólo es posible una universalización de manera formal y abstracta, es decir, alejada de un nivel pragmático, por cuanto es imposible máximas de acción fijas universales ante la variedad de situaciones propias de la vivencia concreta. Tal abstraccionismo revela una ruptura en el campo moral entre el imperativo categórico y las máximas individuales de acción sujetas al querer. Esto lleva en diversos casos a una confrontación entre la formulación de un principio objetivo de acción moral, y su aplicación a nivel empírico, a partir de un querer subjetivo motivado por diversas inclinaciones. Desde esta perspectiva, se podría criticar entonces que el universalismo kantiano no envuelve la totalidad de la vivencia ética, debido a que se apoya en un aspecto formal que no logra repercusión en la relatividad y condicionamientos a los que se ve expuesta la noción de lo correcto1, o los fines deseables por cada individuo.

El relativismo al que se ve expuesto el obrar moral no sólo tiene que ver con las circunstancias particulares que puede tener al frente un sujeto, sino también con la determinación del grupo cultural donde éste se ve inmerso. La comprensión de la existencia de realidades distintas en las que se desenvuelven las diversas comunidades

1 Habermas es uno de los autores que hace un esfuerzo por mantener los aportes de una concepción universalista de la norma, vinculada a las vivencias del sujeto como miembro de una comunidad específica. Tal vínculo se logra buscando consensos, por medio de la actividad discursiva que se teje con las personas implicadas. No obstante, el consenso así logrado, excluye un sentido de universalismo necesario para establecer un contenido moral auténtico, tal como lo entendería Kant, en tanto que el contexto de la comunidad ideal de diálogo ha de jugar un papel restrictivo y fenoménico.

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humanas, pondría en cuestionamiento la posibilidad de una ética universalista. No parece existir una racionalidad uniforme entre todos los hombres, sobre todo cuando se consideran grupos cerrados, esto es, sociedades sumergidas en una cosmovisión o creencias muy arraigadas y poco inclinadas a explorar otras valoraciones.

Precisamente la tesis de que “[…] el origen occidental de la ética la haya llevado a configurarse como una disciplina etnocéntrica […]” (Sobrevilla, 1993, p. 60), parece válida bajo estas consideraciones. De aquí se desprende la necesidad de aceptar simplemente el pluralismo, una fragmentación de la vivencia y concepción de lo moral. La idea de una valoración moral con base en un fundamento universal tiene dificultades para evitar ser determinada por un ethos o mediación de la cultura. De hecho, este factor mediático sería el único elemento capaz de promover empatía y consenso racional en una comunidad moral. Así, el papel de las cosmovisiones y el nicho cultural, en relación con la configuración de la racionalidad, pueden dejar en entredicho las posibilidades de elaborar una ética con carácter de universalidad, pues habría que considerar en qué medida sería una propuesta válida para toda cultura.

Según esto, se puede apreciar por qué resulta problemático apartar al individuo de su comunidad, para concebirlo de manera algo forzada, como ciudadano del mundo. Sin embargo, también habría que aclarar que limitarse a tal noción imposibilita un requerido hilo conductor para el análisis y enjuiciamiento del proceder humano. Igualmente, el conformarse con una simple conciliación del individuo con su ámbito social normativo, resultaría para los defensores de la autonomía, un retroceso. En efecto, la autonomía moral de la persona, como sujeto capaz de cuestionarse sobre normas y costumbres de su medio, quedaría invalidada por un ethos imperante, y ante el cual sólo le restaría a dicho sujeto, subordinarse como miembro de tal.

Ahora bien, aunque la subjetividad moral racional entendida como autonomía, puede verse fortalecida por un universalismo, por la capacidad para legislarse independientemente de un ámbito particular, en realidad queda debilitada u oscurecida al ser quebrantada por una legislación objetiva absolutista. La subordinación por

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imposición externa, que se da bajo los lineamientos de la cultura y la sociedad, se convierte en autolegislación bajo la tutela de una ley universal. Puede quedar cierto sinsabor al observar cómo el principio moral se aísla de la subjetividad del individuo, pues éste queda vinculado a un mundo de objetivación racional el cual se desliga o no coincide en muchos casos, con sus tendencias e idiosincrasias.

La validez de la norma ética y de la ley moral queda consecuentemente desplazada de un ámbito de orientación de la inclinación humana, así como de regulación empírica, a uno de simple formulación y fundamentación metafísica. En esto consiste la contraposición criticada entre una razón sustancial y una formal que repercute en cierta tensión subjetiva. Se puede apreciar por ello, en general, cómo resulta, desde este punto de vista, la necesidad de vincular un ethos concreto con una fundamentación moral. Precisamente, Cortina muestra que se critica la modernidad moral por “[…] haber generado un universalismo abstracto, que priva a los individuos de identidad y a las sociedades de cohesión y significados comunes”. Surge así la pregunta “¿cómo pedir a los individuos desde semejante universalismo […] que encaren virtudes cívicas, que sacrifiquen sus deseos en aras del grupo?” (Cortina, 1995, p. 134). El patriotismo y la tradición no son tenidos en cuenta bajo una visión universalista, pero la sospecha queda en la cuestión de si tal fidelidad a una herencia o normatividad que forme parte de la identidad y estructuración del sujeto, deba excluir un sentido de imparcialidad, o sea puesta en peligro en pos de concebir principios morales universales.

10.3. Las críticas desde el historicismo y los incentivos para la acción

Se ha visto que el formalismo moral no sólo pretende extenderse a todo ser racional, sino también a toda época. Por el carácter atemporal de la ética kantiana, no se considera el desarrollo histórico de las concepciones y normas morales a las que todo individuo se ve sujeto en la vida social por medio de las instituciones, leyes y costumbres, tal como lo haría ver por ejemplo Hegel. Desde esta perspectiva, una base sólida para la vivencia moral radicaría en elaborar una fundamentación comprendiendo al ser humano como inmerso en

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una vida social, donde debe hacer frente a conflictos concretos, conflictos que se solucionan a partir de un ethos específico, el cual varía a medida que se da un desenvolvimiento histórico.

Igualmente, una ética universal, por considerar a los seres racionales en su totalidad, se encuentra imposibilitada para centrarse desde una reglamentación en las necesidades particulares de la condición humana. Esta condición requiere incentivos afectivos que a lo mejor una contemplación apriorística no brinda, pues está basada en una razón desligada de los sentimientos y las inclinaciones. Además, cuando se deja de lado un telos, el mandato moral formal puede quedar a la deriva, y ser poco eficaz ante una naturaleza humana que no es toda razón2.

No obstante, es poco lo que se podría recriminar al respecto, ya que si se tiene en cuenta la fluctuación de la emoción, y las tendencias e intereses de los seres humanos, mantener la norma pura y libre de todo empirismo permitiría una orientación por lo menos estable a nivel del juicio, para a partir de allí regular las inclinaciones. El problema se da, en últimas, cuando se aprecia que el incentivo de la norma orientadora se apoya en el respeto a la ley, el cual muchos hombres están dispuestos a aprobar, pero a pocos estimularía lo suficiente como para decidir en situaciones definidas, o para vencer sus inclinaciones, y en otros tantos no repercutiría debido al enfoque en una cosmovisión distinta.

El núcleo del debate de la pretensión universalista de la ética kantiana, básicamente se centra en concebir una contraposición entre abstraccionismo y empirismo. Empíricamente resulta claro que el contexto, las instituciones, así como las costumbres y prejuicios, marcan profundamente el desenvolvimiento de los integrantes de determinada cultura o etnia. Esto da lugar para apreciar un pluralismo y diferenciación que se presenta como incongruente con la idea de una racionalización de la norma moral en términos universales, tanto para la humanidad como para cualquier ser racional. Una idealización del concepto ético, a partir de un contexto

2 MacIntyre dirá que una moral fuera de un contexto teleológico se torna oscura, y queda destinada al fracaso.

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eurocéntrico, puede implicar una serie de prejuicios indetectables bajo tal culturización, y ello disminuiría así, el peso de una posible universalidad de la vivencia ética.

La búsqueda por un fundamento moral que se traslada al terreno puramente formal, y su consecuente desvinculación de una comunidad concreta, parece causar también cierto sinsabor ante la concepción de una ética relativista y práctica, en el sentido de que se presenta más adecuada al quehacer humano, y satisface la inclinación de las personas. Además, factores muy apreciados como la subjetividad y el vínculo cultural serían sólo resguardados en una ética sin metafísica. Pero con todo, se volvería a la cuestión de si acaso no resulta indispensable proteger incluso el sentido de lo ético de todo relativismo, así como reconocer un juicio autónomo, y confiar en la racionalidad como guía segura de lo moral.

Conclusión

En cuanto al relativismo ético, Kant va a distinguir entre un ámbito referente a una idea de universalización de máximas que garanticen un auténtico contenido moral, y otro de aplicación de imperativos relacionados ya con cuestiones pragmáticas o concretas, a resolver con base en una comprensión de las inclinaciones de la naturaleza humana, y a la necesidad de afrontar hechos específicos de forma práctica. No obstante, parece que Kant, en este nivel, no se detiene lo suficiente a examinar lo relativo a la pertenencia del sujeto a un ethos o cultura determinada. Esto restringe el uso de imperativos prácticos a cierta clase de individuos con una forma común de regir sus costumbres, y afecta a la vez una pretensión de universalidad en el campo formal, por cuanto que se partiría de prejuicios tales como la confianza en una racionalidad que parece no ser compartida ante la diversidad de cosmovisiones existentes. Sin embargo, cabe anotar que la preocupación por tener un referente de juicio para la norma moral válida para todo ser racional, resulta justificable ante la necesidad de buscar mínimos de convivencia. La posibilidad de una legislación universal sirve de salvaguardia contra los excesos y prácticas, que ponen en peligro los derechos y dignidad del ser humano, aduciendo, por ejemplo, un sentido diferente de lo permitido o debido, apoyado en una cultura determinada.

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Respecto a la consideración de una autonomía moral, junto con un sentido de pertenencia universal que despreciaría la importancia del sentido de pertenencia comunal, se observa que no necesariamente tales principios conducen a una deteriorización en la relación del sujeto frente a una sociedad y las exigencias normativas que ésta le impone para garantizar un orden. En cuanto ser autónomo, el individuo puede escoger libremente el acatamiento de leyes y costumbres con fines al bien común, aunque valoradas a partir de un juicio moral que las represente como acordes, por lo menos a un sentido de lo humano, universalmente valedero. Una sociedad así concebida no es la mera suma de personas subordinadas a ciertas leyes, sino el producto de voluntades libres que se autolegislan bajo principios válidos para todos, y que no podrán ir, por lo tanto, en detrimento de intereses particulares o comunales.

Finalmente, en relación con la confianza de Kant en la razón, como capaz de guiar en lo moral, se observa que no se puede negar un poder de la idealización y el raciocinio en la regulación de los hábitos y costumbres. Tendencias al vicio son superadas con el cultivo de hábitos opuestos, pero la aprehensión racional de lo conveniente es indispensable y efectiva, cuando se requiere determinación. Así, un sentido de lo moral basado en máximas de universalización acentúa una orientación definida y estable, a la hora de valorar e inclinar la voluntad. Aunque una racionalización abstracta y formal presenta dificultades al momento de trasladarse al terreno de la praxis, en este último sigue imperando una urgencia de racionalidad objetiva, como guía para acertar moralmente en la toma de decisiones. Por consiguiente, sólo hay que diferenciar entre una universalización de la ley moral, como fundamento, y una racionalización de la norma, como empírica3.

3 A este respecto, es interesante la anotación que hace García: “[…] una cosa es la fundamentación del imperativo categórico como principio de la moralidad, para lo cual es necesario hablar de incondicionalidad, de independencia de las circunstancias particulares; y otra muy distinta es el uso del imperativo para el análisis de máximas y la obtención de deberes concretos” (García, 1994, p. 90).

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HEGEL: ETICIDAD Y LIBERTAD

Hegel (1770–1831) es uno de los filósofos más sobresalientes de la época Moderna. En una de sus obras, Principios de la Filosofía del Derecho, se encuentra la ya clásica distinción entre moralidad y eticidad, la cual permite pensar una interpretación normativa para la acción humana en sentido ético y jurídico, que complementa el principio de la autonomía y la ley moral interna, legado por la tradición kantiana, bajo el baluarte de la voluntad libre y la recta intencionalidad. En efecto, el pensamiento hegeliano hace posible comprender el papel fundamental del Estado, las instituciones sociales y las normas de convivencia. Ellas concretizan, desde contextos específicos, los ideales morales, y a su vez permiten entender algunos mecanismos de configuración del entramado moral que se teje en las sociedades liberales actuales. Por ello, en este capítulo se aborda la distinción entre moralidad y eticidad, en relación con la cuestión de la autonomía en sentido político, y el ejercicio de la libertad. Para lograr esto, se tiene presente la forma cómo se articulan los poderes dentro del Estado, y su relación con las libertades civiles, para determinar, en últimas, el valor que le da Hegel a la participación ciudadana, y a lo que denomina la eticidad de los pueblos.

11.1. De la moralidad a la eticidad

El momento racional subjetivo de la voluntad y de su libertad, tal como ya lo había presentado Kant, es considerado por Hegel un escenario necesario pero insuficiente, no final, en el

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desenvolvimiento histórico del espíritu universal, que encuentra su expresión en el ejercicio de la razón de cada individuo, y en su objetivación en el espacio público y de la legalidad. El momento de la moralidad, en donde la persona se presenta como sujeto, es decir, como ser consciente de un deber ser, de una exigencia, a partir de su existencia por sí (Hegel, 1988, p. 171−173), cobra importancia por la articulación que permite, entre el mundo objetivo externo y el mundo universal racional, por medio de la acción. Así, el mundo fenomenal es transformado como resultado de la exteriorización de la voluntad moral subjetiva, desde un deber ser, que implica a su vez, una relación con la voluntad de los demás (Ibíd., p. 177). Esto es posible en la medida en que la voluntad exterior del ser racional está en el interior, con lo que toda acción deviene en acción moral, al estar provista, de este modo, de un propósito (Ibíd., p. 178).

Hegel da especial importancia a la libertad subjetiva, al considerarla el principio fundante de la modernidad, así como el elemento fundamental para el desarrollo de la sociedad civil y de la constitución política. Sin embargo, esta libertad, relacionada con la voluntad y con la conciencia moral, cobra realmente sentido con la eticidad, la cual es posible por la acción, por la exteriorización de la voluntad, de tal modo que pueda superarse el momento abstracto y formal de la mera intencionalidad y querer (Ibíd., p. 188, 189). Con esto, se subordina la intención moral a la justicia de las acciones y a la rectitud y grandeza de las obras. Media en esta dinámica la representación del bien, desde el momento abstracto del deber por el deber mismo. Sólo que aquí, a diferencia de Kant, Hegel entiende el deber como “actuar conforme al derecho y preocuparse por el bienestar, tanto por el propio como por su determinación universal, el bienestar de los demás” (Ibíd., p. 197). Se articula de esta manera, la conciencia moral con la objetivación propia del derecho, el deber y la ley.

En efecto, la idea formal y abstracta del bien, en tanto contenido subjetivo, requiere un factor determinante, un principio de objetividad y sustancialidad concreta, a partir de una relación de identidad. Es con base en estos elementos que se entiende el paso de la moralidad a la eticidad, y lo que representa esta última. Por eso Hegel afirma que:

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La identidad concreta del bien y la voluntad subjetiva, su verdad, es la eticidad […] La unidad del bien subjetivo y del bien objetivo existente en y por sí es la eticidad, en la que se produce la reconciliación de acuerdo con el concepto. Si la moralidad es pues la forma de la voluntad según el lado de la subjetividad, la eticidad no es ya meramente la forma subjetiva y la autodeterminación de la voluntad, sino el tener como contenido su propio concepto, es decir la libertad. Lo jurídico y lo moral no pueden existir por sí y deben tener lo ético como sostén y fundamento” (Ibíd., p. 222, 223).

Vincular el momento de la eticidad con la realidad de la libertad desde la acción, y con lo ético objetivo, esto es, una sustancia concreta que da contenido y supera al bien abstracto, es posible por medio de las instituciones y las leyes (Ibíd., p. 227). No se quiere decir con ello que moralidad y eticidad se contraponen o contradicen, pues es claro que la eticidad implica tanto el momento subjetivo como el objetivo. Pero sí se quiere hacer énfasis en que la racionalidad ética deviene en parte como realidad de la idea del bien, cuando se despliegan los poderes éticos de los individuos y pueblos, es decir, desde la vida que fluye en el entramado social, así que, como más adelante lo dirá el autor, la sustancia ética de un pueblo sólo es tal cuando se objetiva en el Estado y las leyes (Ibíd., p. 423).

Ahora, si las determinaciones éticas constituyen el concepto de la libertad (Ibíd., p. 228), cabe preguntarse si no es contradictorio vincular esta libertad con el papel coaccionante del derecho y el Estado. Esto lleva a entender un aspecto de la libertad que desborda la mera capacidad de elección, es decir, devela su identidad más bien en términos de una autonomía política, o bien, en relación con una comunidad. Por ello, se afirma que “en una comunidad ética es fácil señalar qué debe hacer el hombre, cuáles son los deberes que debe cumplir para ser virtuoso. No tiene que hacer otra cosa que lo que es conocido, señalado y prescrito por las circunstancias” (Ibíd., p. 231). Pero esto es así por los procesos mismos de la comunidad, en donde a mayor cultura, mayor incorporación del momento moral objetivo, el cual permite pensar la virtud ya no como algo de individuos excepcionales, sino como características o manera de ser

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del espíritu universal, en una época y lugar determinados, anclado a la conciencia de los individuos, quienes configuran el pueblo y sus sistemas jurídico−políticos.

Así, la costumbre, entendida como modo de actuar universal de los individuos, representa una segunda naturaleza, y corresponde al espíritu de la libertad (Ibíd., p. 233). Este modo de actuar que configura lo ético, se ve reflejado desde el poder mediador de la familia, la educación, la organización y actividades de la sociedad civil, la ley y el Estado; en consecuencia se constituyen condiciones de posibilidad para el desarrollo moral, basado en el cultivo de virtudes. En lo que sigue, se considerará en especial este último factor, es decir, el papel mediador del Estado.

11.2. La configuración de la eticidad, desde la mediación de los poderes del Estado

En la Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas, Hegel define la libertad política como “[...] una participación formal en los negocios públicos del Estado, de la voluntad y de la laboriosidad de aquellos individuos que tienen por otro lado, como misión capital, los fines particulares y los negocios de la sociedad civil [...]” (Hegel, 1973, apartado 539). Para comprender cómo se logra esta participación, se debe observar que en el Estado hegeliano el pueblo tiene una participación indirecta por medio del Parlamento, el cual se encuentra constituido por una Cámara Alta, integrada por los grandes propietarios o terratenientes, y por una Cámara Baja, compuesta por delegados y diputados representantes de corporaciones, comunas o gremios. Estas Cámaras o Estados constituyen el poder legislativo, si bien Hegel aclara que el término no es el más adecuado porque ellos son en realidad una parte de dicho poder (Ibíd., apartado 544). El poder monárquico y el poder gubernativo o administrativo, conforman elementos de este poder legislativo, entendido como totalidad, además de los estamentos. Así, tenemos una unidad orgánica entre los tres poderes y sus funciones (Hegel, 1988, p. 384, 385).

11.2.1. El poder legislativo

La función de los estamentos consiste en “[...] que las cuestiones generales no sean sólo en sí, sino también por sí, es decir, que la libertad formal subjetiva, la conciencia pública, llegue a la existencia

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como universalidad empírica de las opiniones y pensamientos de la multitud” (Ibíd., p. 386). Los estamentos son los representantes del pueblo como un todo ordenado que puede sustraerse, en gran parte, por medio de gremios. Ellos forman un puente o mediación entre el pueblo y el gobierno, gracias a lo cual el Estado logra adentrarse en la conciencia subjetiva del pueblo (Ibíd., p. 386−389).

Ahora bien, el poder estamentario no puede moverse en la esfera de la particularidad y la contingencia, de ahí que el Estado deba observar las necesidades e intereses del pueblo de manera objetiva y racional (Ibíd., p. 395, 396). Los miembros de la sociedad civil realizan su libertad subjetiva en la opinión pública, y por medio de los estamentos: “El objetivo de la institución representativa estamentaria […] es la de hacer valer para los miembros de la sociedad civil que no participan en el gobierno el momento de la libertad formal, informándoles, deliberando con ellos y tomando decisiones conjuntas sobre asuntos generales” (Ibíd., p. 398). Pero esta libertad se ve restringida por el Estado que determina las verdaderas necesidades e intereses del pueblo. Con los estamentos simplemente se da una mediación para que la multitud informe se refleje de manera definida por los representantes, y participe de las decisiones del gobierno comprendiendo que son las mejores. Así, no se trata de gobernar por coacción o imposición, sino con base en la seguridad y confianza que pueden mantener los ciudadanos respecto a la forma de gobierno.

11.2.2. Los funcionarios

El poder gubernativo está en manos de los funcionarios designados por el monarca, quien viene a ser el poder que decide y da la última palabra sobre los asuntos del Estado. Tal como lo señala Hegel,

Saber lo que se quiere, y más aún, saber lo que quiere la voluntad en y por sí, la razón, es el fruto de un conocimiento profundo que no es justamente asunto del pueblo. La garantía para el bien general y la libertad pública que reside en los estamentos no se encuentra [...] en los conocimientos particulares de los representantes, pues los funcionarios superiores del Estado tienen necesariamente una visión más

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profunda y abarcadora sobre la naturaleza de las instituciones y las necesidades del Estado, así como una mayor idoneidad y un hábito más desarrollado en estos asuntos; pueden por lo tanto hacer el bien sin el concurso de los estamentos, y son ellos también quienes tienen que hacerlos en las asambleas de los estamentos (Ibíd., p. 386, 387).

Según esto, es sobre los funcionarios o poder gubernativo que recae, en últimas, la interpretación de las necesidades e intereses del pueblo siendo el monarca quien tome finalmente las decisiones. Pero los funcionarios no poseen un poder arbitrario: “Las instituciones de la soberanía, desde arriba, y los derechos de las corporaciones, desde abajo, impiden que esta clase adopte la posición aislada de una aristocracia y transforme la cultura y la capacidad en medios arbitrarios y de dominación” (Ibíd., p. 381).

11.3. Estado y participación ciudadana

Al llegar a este punto, es de tener en cuenta que el Estado hegeliano no es autoritario ni totalitarista. En efecto, hay un reconocimiento de la individualidad y la opinión pública. Existen libertades civiles que son garantizadas por las leyes, y deben ser protegidas por el gobierno para asegurar el orden y la estabilidad social; según lo indica Pelczynski,

[...] una parte esencial del “Estado político” es también la opinión pública, esto es, el conjunto de las posiciones y creencias sobre el Estado, sobre su organización, funcionamiento, líneas de actuación y demás, que son mantenidas y expresadas por los súbditos de la autoridad pública. La opinión pública representa lo que Hegel denomina “el momento de la subjetividad” en el “Estado político”, y está garantizada por leyes que permiten la libre conversación, la libertad de prensa y de edición, y la libertad de reunión con propósito de discusión política (1989, p. 263).

Los ciudadanos conocen las bases éticas de la legislación, por medio de los estamentos y la publicidad, para así comprender por qué aceptar ciertas restricciones. Igualmente, gracias a la libertad de prensa y a la opinión pública en general, se cuenta

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con herramientas para expresar posiciones de inconformidad o desaprobación frente al gobierno. No obstante, la libertad de prensa, de publicidad y de discusión, tienen un límite cuando ponen en peligro la estabilidad del Estado.

Puede preguntarse entonces, sobre los alcances de la participación democrática. Es claro que Hegel no promueve una democracia en su concepción del Estado, pues señala que el pueblo no es el más indicado para tomar decisiones. Así, según se lee en la Enciclopedia:

[...] los particulares se elevan de la universalidad externa a la sustancial, y forman un género particular −los estados o clases−, y no es una forma inorgánica de los particulares como tales (en el modo democrático de la elección), sino como momentos orgánicos, como clases, como entran en aquella participación; una fuerza o actividad en el Estado, no debe nunca aparecer en la figura informe e inorgánica, esto es, partiendo del principio de la pluralidad y de la multitud (1973, apartado 544).

Regir los destinos de un Estado por la voz del pueblo resulta peligroso, pues, sin comprenderlo, éste puede ir en contra de sus mismos intereses y bienestar general. La sociedad civil y los ciudadanos no son aptos para intervenir directamente en las decisiones del Estado. Incluso, el establecimiento de la constitución no es producto de discusión y del voto: “Es el espíritu inmanente y la historia –y la historia es solamente la historia del espíritu– aquello de lo cual las constituciones son y han sido hechas” (Ibíd., apartado 540).

Conclusión

Con base en lo expuesto, se puede afirmar que la libertad como autonomía política tiene algunas restricciones en el Estado hegeliano. Hegel no es demócrata porque está convencido que confiar decisiones y la representación de intereses al voto de una multitud ignara, sin formación ética e intelectual, conduce a la autodestrucción de tal. Sin embargo, no por ello desprecia Hegel toda forma de participación ciudadana en las decisiones del gobierno. Tal como se ha visto, los ciudadanos participan por medio de los representantes.

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Además, los poderes del Estado, como unidad orgánica, deben velar constantemente por adoptar medidas que promuevan los intereses y colmen las necesidades y expectativas de los miembros de la sociedad. Como la sociedad civil no siempre es consciente de sus verdaderos intereses y de lo que constituye su bienestar, le corresponde al Estado que tiene la capacidad de penetrar en la conciencia subjetiva del pueblo por medio de funcionarios instruidos y competentes, moldear la opinión pública para garantizar la cohesión y el progreso social. Cuando los ciudadanos son conscientes de los principios éticos, expresados en la regulación de los intereses de comunidad y el actuar de los poderes, se pueden convertir de manera libre y autónoma en individuos comprometidos con el Estado y la sociedad.

En el Estado hegeliano existen condiciones para que se dé la libertad de pensamiento, y se expresen ideales particulares de vida, y de manera autónoma. No es un Estado impositivo o totalitario, la opinión pública, por ejemplo, es respetable, sólo se establecen ciertos límites cuando ésta resulta abiertamente peligrosa para la estabilidad del orden social o la autoridad del Estado, entendida como encarnación del espíritu objetivo; así, la expresión de lo que causa inconformidad en los ciudadanos es posible. Estos, igualmente, pueden sentirse partícipes en la construcción de una mejor sociedad, mediante los estamentos y la opinión pública, y al comprender que los aspectos que benefician la generalidad los involucra a ellos como individuos. Por último, es de observar la posibilidad del ciudadano a aspirar a cargos públicos, pues lo que cuenta es el talento y el conocimiento a la hora de asignarlos.

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SCHOPENHAUER Y LA COMPASIÓN

Arthur Schopenhauer (1788–1860) es otro de los autores que reacciona frente al pensamiento ético kantiano al considerar que sus nociones de deber y de ley moral, son en el fondo, una nueva forma de presentar el Decálogo, los Mandamientos de la Ley de Dios promulgados en el Antiguo Testamento, los que finalmente estarían sustentados desde el incentivo premio−castigo. Justas o no algunas de sus interpretaciones sobre el pensamiento kantiano, lo cierto es que sus escritos generaron, en su época, el aplauso de pocos y quizá el malestar de muchos intelectuales que veían en él un filósofo resentido. Con todo, algunas de las propuestas y formas de concebir los problemas filosóficos de su tiempo son a la par que atrevidas en su ingenio analítico, ricas para promover la reflexión y el debate a la hora de preguntarse, por ejemplo, sobre el fenómeno de lo moral. Con relación a esto último, el presente capítulo se centra en estudiar básicamente el sentimiento de la compasión, como móvil fundamental que explicaría para Schopenhauer, el accionar en sentido moral.

12.1. El egoísmo

En el escrito Sobre el fundamento de la moral, presentado por Schopenhauer a la Real Sociedad Danesa de las Ciencias, en 1840, el filósofo señala, después de criticar los fundamentos de la ética planteados por Kant, que:

[…] en la reflexión sobre nuestras acciones, a veces nos asalta una insatisfacción con nosotros mismos de tipo especial, que tiene la particularidad de no referirse al resultado sino a la

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acción misma y de no basarse, como todas las demás en las que lamentamos la imprudencia de nuestro obrar, en razones egoístas; pues aquí nosotros estamos precisamente insatisfechos de que hemos obrado demasiado egoístamente, hemos considerado demasiado nuestro propio bienestar y demasiado poco el de los demás, o incluso hemos convertido en nuestro fin el dolor de los demás por sí mismo, sin provecho propio (2002, p. 201).

El autor busca un fundamento de la moral a partir de la acción y la experiencia humana misma, esperando superar lo que denomina especulaciones filosóficas, que intentan hallar dicho fundamento en un ámbito de formulación de principios abstractos, que no darían cuenta realmente de cómo operan los individuos en la toma de decisiones, ni de la manera cómo orientan sus acciones cotidianas en sentido moral. En efecto, Schopenhauer considera que a la ética le corresponde interpretar y explicar la conducta moral humana, buscando su fundamento último por un camino empírico que permita identificar un auténtico valor moral en las acciones (Ibíd., p. 220).

Su punto de partida es el reconocimiento del profundo egoísmo como móvil principal que caracteriza la acción en el género humano (Ibíd., p. 221, 222). El egoísmo es considerado por el autor, el mayor móvil antimoral que le corresponde combatir al móvil moral, a través de la virtud de la justicia, y de igual manera, frente a los móviles antimorales de la malevolencia y la hostilidad, habría que anteponer la virtud de la caridad (Ibíd., p. 224). En medio de estas contraposiciones se encontraría la voluntad, la cual es inducida a la acción por el placer o por el dolor. Ahora, como toda acción, cuyo fin es el placer o el dolor del agente, es egoísta; el autor considera que egoísmo y valor moral de una acción se excluyen mutuamente. Todo lo anterior le permite concluir que una acción es de carácter reprobable, o tiene un valor moral, sólo a partir de la relación con los demás (Ibíd., p. 230, 231). Desde esta perspectiva, donde la relación con el otro juega un papel central para comprender el papel de la ética, es que este filósofo busca desarrollar un fundamento de la moral basado en la compasión.

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12.2. La compasión

Schopenhauer considera que el valor moral de la acción humana sólo es posible cuando se supera en cierta extensión el móvil egoísta, lo cual se da propiamente mediante el interés por el otro y sus necesidades, es decir, por considerar el placer y el dolor del otro (Ibíd., p. 232). Por ello, la compasión se convierte en el eje central desde el cual se pueden valorar las auténticas acciones morales en el ser humano. La compasión es entendida como:

[…] la participación totalmente inmediata e independiente de toda otra consideración, ante todo en el sufrimiento de otro y, a través de ello, en la obstaculización o supresión de ese sufrimiento, en la que en último término consiste toda satisfacción y todo bienestar y felicidad. Únicamente esa compasión es la base real de toda justicia libre y de toda caridad auténtica (Ibíd., p. 233).

Al ser la compasión el resorte de toda acción con auténtico valor moral, ella representa el fundamento de una moral que se contrapone al egoísmo excesivo, a través de la justicia, y a la malevolencia, por medio de la caridad. A los móviles fundamentales del egoísmo y la compasión, el filósofo agrega un tercero: la maldad, entendida como querer el dolor ajeno. Y desde esta mirada tripartita, es como se pretenderá explicar el origen de las acciones humanas (Ibíd., p. 234).

12.2.1. La virtud de la justicia

La compasión o humanidad, como factor propio de la conciencia, puede expresarse de una manera negativa o positiva. Es negativa cuando consiste en evitar ofender o causar daño y sufrimiento a otros, esto es, la virtud de la justicia. Y es positiva cuando se manifiesta en forma de ayuda activa y servicio a los demás, es decir, la virtud de la caridad (Ibíd., p. 237).

En relación con la virtud de la justicia, el autor aclara que, si bien el ser humano está inclinado a la injusticia y a la violencia, estas potencias o móviles antimorales dan lugar para que la conciencia se manifieste siempre frente al hecho reprochable de que sus acciones afecten directa o indirectamente a otros, causándoles sufrimiento

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al ser usados de algún modo, como medio para alcanzar los propios fines (Ibíd., p. 238). Introduce así, este pensador, el tema de lo injusto, y dice al respecto lo siguiente: “[…] la injusticia o lo injusto consiste siempre en la ofensa a otro. De ahí que el concepto de lo injusto sea positivo y previo al de lo justo, que es el negativo y sólo indica las acciones que se pueden ejecutar sin ofender a otros, es decir, sin hacer injusticia” (Ibíd., p. 241).

El aspecto moral de la justicia se traduce, de este modo, en que nadie haga injusticia, lo cual a su vez se relaciona con la no ofensa a los demás y el defenderse de las ofensas. Ello da a las nociones de lo justo y lo injusto un origen en el entendimiento mismo, aunque sin desconocer por ello cierta base empírica, en tanto que se aplican en relación con la experiencia (Ibíd., p. 242, 243). De lo anterior, el autor concluye que:

En todas las acciones injustas, la injusticia es la misma según la cualidad, a saber, la ofensa a otro, bien sea en su persona, su libertad, su propiedad o su honor. Pero según la cantidad, puede ser muy diversa […] Lo mismo sucede con la justicia de las acciones. Para explicar esto: por ejemplo, el que, a punto de morir de hambre roba un pan, comete una injusticia. ¡Pero qué pequeña es esa injusticia frente a la de un rico que, del modo que sea, arrebata a un pobre su última propiedad! El rico que paga a sus jornaleros obra justamente. ¡Pero qué pequeña es esa justicia frente a la de un hombre que devuelve voluntariamente al rico la bolsa de oro hallada! (Ibíd., p. 243, 244).

12.2.2. La virtud de la caridad

A diferencia de la virtud de la justicia basada en el no ofender al otro, y por consiguiente, en una dimensión negativa de la acción, la virtud de la caridad se presenta desde una dimensión positiva, pues implica una motivación que impulsa a ayudarle al otro (Ibíd., p. 251). La compasión es origen de la caridad, puesto que aquella consiste en la participación inmediata en el sufrimiento ajeno. La caridad tiene un auténtico valor moral, ya que el motivo de la acción es el placer ajeno, la necesidad ajena, y no el placer propio. En la caridad el fin es objetivo, es decir, el de querer auxiliar al otro (Ibíd., p. 252, 253).

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Este querer ayudar al otro implica, en cierta forma, sentir también su sufrimiento o necesidades, de tal manera que la motivación moral no es una cuestión de una mera representación o reflexión sobre el mal o padecimiento del otro, sino un padecer por el otro, es decir, poder dejar el propio placer para considerar el placer o el no sufrimiento ajeno, así ello me implique ciertos sacrificios o privación. Esto lo expresa bellamente el filósofo en los siguientes términos:

[…] sólo por el hecho de que yo, aunque ese sufrimiento se me dé como algo exterior a través de la mera intuición o la noticia externa, sin embargo lo con-siento, lo siento como mío, pero no en mí, sino en otro…esto supone que yo, en cierta medida, me he identificado con el otro y que, por consiguiente, la barrera entre yo y no-yo se ha suprimido momentáneamente: sólo entonces el asunto del otro, su necesidad, su carencia, su sufrimiento, se convierten inmediatamente en míos: entonces ya no lo veo, tal y como la intuición empírica me lo ofrece, como extraño a mí, indiferente para mí y totalmente distinto de mí, sino que en él com-padezco yo, pese a que su piel no esté conectada con mis nervios. Solamente de ese modo puede su dolor, su necesidad, convertirse en motivo para mí: fuera de eso, sólo pueden hacerlo los míos propios (Ibíd., p. 253, 254).

12.3. La compasión como auténtico móvil moral

Schopenhauer sostiene que la compasión con todos los seres vivos es lo único que puede garantizar la justicia y la caridad en las acciones. Esto se hace extensivo incluso en la relación con los animales, dado que en ellos es posible reconocer capacidades volitivas y de sentir placer y dolor, todo lo cual permite pensar en unos derechos de los animales en donde el trato desconsiderado y cruel está fuera de lugar, pues de hecho no son cosas sino seres (Ibíd., p. 263−267).

El pensador alemán considera además, que el descubrimiento de la compasión no requiere de reflexiones abstractas o de la mediación del pensamiento, en tanto que su conocimiento es intuitivo, y por esa razón, a la mano de todo ser humano (Ibíd., p. 270). De hecho, en su ensayo sobre la moral esta idea persiste, al referirse a la conmiseración

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como “[…] un producto espontáneo, inmediato, inalienable de la naturaleza; resiste todas las pruebas y se manifiesta en todos los tiempos y naciones” (2002b, p. 164). Fundamenta con ello la idea según la cual ni la virtud ni la ética pueden ser enseñadas, teniendo en cuenta que éstas dependen por entero de la manera cómo el móvil de la compasión o conmiseración obre en cada ser humano.

Conclusión

Para Schopenhauer, la ética es una ciencia que le corresponde a cada ser humano cultivar por sí mismo. Esto es así, por que ella no descansa en complejas concepciones sobre el bien como factores que orienten de hecho la acción, sino que depende de principios que subyacen en el corazón humano, de los cuales cada persona puede desprender la norma a seguir, en los diversos casos que le presenta la vida cotidiana. En efecto, esta mirada de la ética no es una mera afirmación hecha en su obra Sobre el fundamento de la moral, sino que es realmente consecuente con su apreciación del móvil auténticamente moral, es decir, la compasión, entendida como superación del egoísmo. Al ser ésta un sentimiento, es una experiencia que puede ser tenida por todos, sin necesitar un elaborado proceso de pensamiento, ya que se descubre y desenvuelve por vía intuitiva.

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EL UTILITARISMO DE MILL

John Stuart Mill, pensador inglés del siglo XIX, es uno de los autores modernos que, con mayor precisión, logró desarrollar y explicar el utilitarismo, entendido como una teoría de la felicidad sobre la que sería posible comprender los móviles de la acción humana en sentido moral. Reconociendo los antecedentes de la doctrina utilitarista, como mínimo desde los tiempos de Epicuro, este autor pretende hacer frente a las erróneas interpretaciones, según él, sobre el principio de utilidad. De igual manera, busca desarrollar una explicación fundamentada de lo que implica asumir este principio como orientador de las acciones. Así, este capítulo se centra en presentar las principales ideas abordadas por este pensador en su obra El Utilitarismo, respetando el hilo conductor reflexivo que sigue en cada uno de los capítulos que lo integran.

13.1. El concepto de utilitarismo

Mill relaciona la doctrina utilitarista con la promoción de la felicidad y la superación del dolor:

El credo que acepta como fundamento de la moral la Utilidad, o el principio de la mayor Felicidad, mantiene que las acciones son correctas en la medida en que tienden a promover la felicidad, incorrectas en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad. Por felicidad se entiende el placer y la ausencia de dolor; por infelicidad el dolor y la falta de placer (2002, p. 49, 50).

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Al vincularse la felicidad con el placer y con la ausencia de dolor, el autor se remite a la tradición hedonista aclarando con esto que, al menos desde Epicuro, el placer no se refiere únicamente a la satisfacción de placeres sensoriales, sino también a los placeres propios de las facultades superiores de los seres humanos, como es el caso de los que se encuentran anclados, por ejemplo, en la imaginación, el intelecto o los sentimientos (Ibíd., p. 51).

Esto lleva a pensar el utilitarismo de Mill, desde su interés por promover una doctrina donde la calidad de los placeres desempeña un rol fundamental a la hora de orientar la acción, más allá de la cantidad o proximidad de los mismos. En efecto, si bien en la tradición hedonista se encuentra una distinción entre placeres superiores y placeres inferiores, y en Bentham se descubren diversas formas de clasificar la utilidad de los placeres, Mill está principalmente interesado en rescatar el valor intrínseco que tienen unos placeres sobre otros, más allá de aquellas consideraciones en las cuales las circunstancias, la apreciación meramente subjetiva y lo cuantitativo, juegan un papel relevante. De ahí que se está con Mill más bien frente a un utilitarismo cualitativo de carácter universalista, pues se inicia de una concepción que vincula la condición moral humana a partir de un fin buscado por todos: la felicidad general, y en donde se supone que el ser humano tiende a privilegiar placeres que estima más deseables y valiosos por su calidad (Ibíd., p. 52, 53).

Con todo, frente a la cuestión de la elección al momento de privilegiar placeres elevados frente a los inferiores, Mill acepta que los primeros suelen posponerse debido a la debilidad del carácter de los individuos, aunque en el fondo se anhela el placer superior. A esto se le suma que en muchos casos la falta de tiempo y de oportunidades ha estropeado el interés por elevadas aspiraciones y por cultivar gustos intelectuales y nobles sentimientos (Ibíd., p. 55, 56).

Así, el utilitarismo, entendido como el principio de la mayor felicidad, es presentado como el fin último que se pretende alcanzar de alguna forma, si bien la debilidad humana y las condiciones mismas de la existencia pueden obstaculizar o impedir que cada persona viva consecuentemente con su sentimiento de dignidad

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o de autorrespeto, el cual vincula la búsqueda de una vida noble y de perfeccionamiento de sí, con el bienestar que ello genera en lo individual y en lo colectivo. Se introduce de esta manera, la importancia que tiene para la doctrina utilitarista, los hábitos de la observación de sí y la reflexión autónoma, como mecanismos para promover una vida noble basada en el discernimiento y la experiencia, que a su vez es valiosa por el bien que permite promover en las relaciones sociales y en el mundo, incluyendo a todos los seres sintientes, con capacidad de experimentar placer y dolor (Ibíd., p. 57, 58).

Se comprende entonces, que dos causas de una vida insatisfactoria son el egoísmo y la falta de cultura intelectual, y por ello se recomienda cultivar el sentimiento de solidaridad y el cultivo de la mente y las propias facultades (Ibíd., p. 61). El utilitarismo de Mill supera así una perspectiva individualista de la búsqueda de la felicidad, ya que ésta se relaciona también, con la búsqueda del bienestar colectivo, aun cuando esto implique ciertos sacrificios y el aplazamiento de la propia felicidad.

La noción de felicidad deja de ser por lo expuesto un exaltado estado emotivo permanente, para fundarse en la suma de diversos ingredientes, en donde, incluso, en medio de las vicisitudes y privaciones que se pueden sufrir en la vida, se espera mantenerla con cierta regularidad. Ella, en efecto, dependerá más de una condición de ánimo que de circunstancias externas (Ibíd., p. 65). Y es más, la felicidad en la que se centra el utilitarismo, es la felicidad que involucra tanto al individuo como a los demás, lo cual es claro cuando se afirma que “[…] la felicidad que constituye el criterio utilitarista de lo que es correcto en una conducta no es la propia felicidad del agente, sino la de todos los afectados” (Ibíd., p. 66).

La búsqueda de un avance en el bien general se convierte para los utilitaristas en un factor fundamental que da sentido a todo sistema de ética, pues profesa el compromiso de todo individuo por construir organizaciones y sociedades cada vez más justas y equitativas, donde se pueda, en lo posible, armonizar los intereses individuales con los colectivos.

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13.2. Utilitarismo y sentimientos

Mill considera que el sentimiento de unidad entre semejantes constituye uno de los fines de la educación. Esto promovería el cumplimiento de la máxima utilitarista en torno a cierto hedonismo universalista que comprende los intereses personales y los ajenos, es decir, la felicidad general como el fin de las acciones. Por consiguiente, el autor se pregunta por los móviles y por el fundamento que permite pensar en la obligación de cada individuo de buscar la felicidad general (Ibíd., p. 82).

Este filósofo argumenta que son los sentimientos subjetivos de cada ser humano, la fuente que, de alguna manera, motiva a la acción moral con cierto carácter de obligatoriedad. Dice además que, aparte de las sanciones externas basadas en las presiones sociales o las creencias religiosas, existen unas sanciones internas que inducen a la acción en sentido moral. La sanción interna del deber, consiste en “[…] un sentimiento en nuestro propio espíritu, un dolor más o menos intenso que acompaña a la violación del deber […]” (Ibíd., p. 83). Este sentimiento de la consideración del placer y el dolor de los demás, el cual no es innato sino adquirido, se presenta como un principio que permite explicar la incorporación de la máxima utilitarista.

Para Mill, los sentimientos morales son adquiridos pero naturales, es decir, no son parte de la naturaleza humana, pero son un producto natural de ella, susceptibles de irse desenvolviendo espontáneamente, y también con posibilidades de un alto desarrollo mediante su cultivo (Ibíd., p. 87). Uno de estos sentimientos es el de asociación, el cual garantiza, junto con otros sentimientos naturales, que el principio de la felicidad general sea reconocido como criterio ético, pues de aquí se desprende, por ejemplo, que nadie pueda ser totalmente indiferente ante los intereses de los demás, en tanto que estos se convierten también en los propios (Ibíd., p. 88, 89).

En este escenario en el que se basa el desarrollo armonioso de la sociedad, el sentimiento de la simpatía posibilita explicar por su parte, el que cada individuo pueda identificar sus propios sentimientos con el bien ajeno, con el bienestar de los demás, así esto

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se dé inicialmente por intereses personales. Lo importante es que el sentimiento de unidad es, para la doctrina utilitarista, la base gracias a la cual, por medio de la educación y las instituciones, se alcanzará un desarrollo social y político en la humanidad en donde las desigualdades e injusticias llegarán a ser cosas del pasado (Ibíd., p. 90, 91).

13.2.1. La felicidad

Mill dice que la felicidad general es deseable en tanto que cada persona desea su propia felicidad (Ibíd., p. 95). Con esta afirmación, más que apoyar un hedonismo egoísta como base del fin utilitarista, el autor está revelando su esperanza en la capacidad de todo individuo de desarrollar cierto grado de conciencia moral, desde donde se concibe el bienestar personal estrechamente relacionado con el bienestar de los demás, hasta tal punto que el buscar el bienestar de los demás, es prestar suma importancia también a la felicidad personal. Y esta felicidad, tanto personal como colectiva, es entendida a su vez, como resultado de diversos factores e ingredientes, de tal manera que, lejos de ser un fin estático y definido, se concibe como una experiencia de realización del potencial humano, en la cual muchos fines deseables forman parte de ese bienestar buscado, y en donde los intereses de los demás y los propios no tienen por qué entrar en contradicciones irreconciliables.

Ahora, el dinero, la fama, el poder, la salud, el arte y la virtud, entre otros, pueden ser vistos como fines en sí, y sin embargo, obedecen a un deseo de felicidad, son factores constituyentes y concretos de lo que representa la felicidad para el individuo. Y entre ellos, el amor a la virtud sobresale al ser especialmente importante para la felicidad, por cuanto es un factor beneficioso para los demás; al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, con el deseo de poder o de fama. Así, Mill insiste en que el cultivo de la virtud es parte de la felicidad, y agrega que quienes desean la virtud por sí misma, lo hacen en relación con el placer que ella proporciona o el dolor que genera el no tenerla (Ibíd., p. 97−100).

El principio de la utilidad y, por ende, el criterio de la moralidad consiste, para el autor, en que la naturaleza humana desea una parte de la felicidad o un medio para la felicidad (Ibíd., p. 101). Por

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ello, entra a jugar un papel importante la cuestión del deseo y su relación con el placer y la voluntad. Una voluntad débil puede ser impulsada a ser virtuosa, por medio de la asociación del placer con la acción correcta, y del dolor con la acción incorrecta. El deseo de placer origina una voluntad fuerte que con el hábito ya no requiere de los incentivos del placer y el dolor para dirigirse hacia lo que es debido y para evitar lo indebido (Ibíd., p. 103, 104).

13.2.2. La justicia

El sentimiento de justicia está relacionado con el sentimiento de simpatía y el impulso de autodefensa. Efectivamente, parte por un lado, de la idea de que se ha causado daño a alguien, y por otro, del deseo de castigar a quien causa daño (Ibíd., p. 118). Así, la idea de justicia implica, por una parte, una regla de conducta orientada al bien de la humanidad, y por otra, supone un sentimiento basado en el deseo de castigar a quienes desatienden esta regla (Ibíd., p. 120, 121). El sentimiento de justicia adopta un componente moral al centrarse en el bien general, obedece a un principio de imparcialidad desde el cual se tiene en cuenta los intereses colectivos. Con precisión, el sentimiento de justicia es definido en los siguientes términos: “[…] es el deseo animal de ahuyentar o vengar un daño o perjuicio hecho a uno mismo o alguien con quien uno simpatiza, que se va agrandando de modo que incluye a todas las personas, a causa de la capacidad humana de simpatía ampliada y la concepción humana de auto-interés inteligente” (Ibíd., p. 122).

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El sentimiento de justicia permite pensar la idea de justicia en relación con la conveniencia social y el utilitarismo. Esto es así, ya que la justicia se refiere a reglas morales que atienden el bienestar humano desde sus condiciones básicas, empezando por considerar derechos que posee todo individuo (Ibíd, p. 131), como es el caso de la alimentación, la seguridad, la libertad, la paz, y el igual trato, todo lo cual contribuye al logro de la felicidad.

Conclusión

Por lo estudiado, resulta claro que, si bien la ética utilitarista está orientada desde una racionalidad del bienestar general, ella asigna un lugar importante a la realización del individuo, a sus derechos, y a la idea, según la cual, la persecución del bien general no implica que se presione a sujeto alguno para que se sacrifique por la mayoría. Será el individuo quien, atendiendo la búsqueda de la propia felicidad, comprenda que ésta no puede ser ajena al principio de la felicidad general. La búsqueda de la realización de los propios talentos, y el cultivo de las propias facultades superiores, contribuyen a la felicidad de cada persona, en tanto que cobran una dimensión social. Las facultades y los talentos desarrollados por cada ser humano, tienen un mayor sentido y obtienen la posibilidad de ser desplegados, en la relación con los demás, es decir, desde un ejercicio que beneficia de manera directa o indirecta a otros, y a la sociedad.

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SCHELER: EL AMOR COMO VALOR MORAL

En su obra, Esencia y formas de la simpatía, Max Scheler (1874–1928) establece una relación entre la vivencia emocional del sujeto y los valores morales que representan las coordenadas de la acción en sentido ético. No pretende con ello fundar una ética de la simpatía, ya que de hecho, tal como lo aclara desde el comienzo de su obra, es un error suponer que sólo de la simpatía pueda derivarse toda conducta valiosa en sentido moral. Sin embargo, se ocupa de este fenómeno en tanto que es una vivencia emocional, la cual, al basarse en experiencias como el amor, brinda claridades en relación con la tendencia hacia valores superiores por parte del ser humano.

14.1. La noción de simpatía

Scheler distingue diversas formas de relación afectiva, y por ello dice que en una persona puede darse un inmediato sentir algo con otro, o simpatizar en algo que le pasa a alguien, o sentir un mero contagio afectivo, o también experimentar una genuina unificación afectiva (1957, p. 29). Este tipo de experiencias internas no logran ser explicadas únicamente a partir de dos fenómenos destinados a entrar en tensión, como lo son la vivencia del centro espiritual de la persona y la conciencia del cuerpo (Ibíd., p. 53, 54). Por lo cual, el filósofo reconoce una tercera dimensión a la que denomina conciencia vital, que consiste en la “[…] atmósfera psíquica del impulso de vida y de muerte, de las pasiones, de las emociones, de las tendencias e impulsos […]” (Ibíd., p. 55). Y con base en esta concepción tripartita

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se pretende comprender algunas dinámicas vitales que explicarían el fenómeno de la simpatía. Por tanto, considera importante prestar especial atención a esta conciencia vital a partir de la cual el ser humano deja correr sus afectos y vida impulsiva, como dimensión intermedia, y que sirve de puente entre las actividades centradas en la individualidad espiritual, y las que se desenvuelven desde el cuerpo.

La genuina simpatía parte de una auténtica experiencia afectiva en donde se genera un acto intencional del sujeto, cuya mediación más elevada la constituye el amor. Por lo tanto, la verdadera simpatía va más allá del solo sentir algo por la suerte de alguien, o de tener un mero contagio afectivo. Los sentimientos genuinos son originariamente intencionales en tanto que no están condicionados por la representación, y son dirigidos a un complejo mundo de valores o no valores, o a un estado afectivo en el prójimo, lo que permite a su vez un sentir comprensivamente (Ibíd., p. 82). Con base en la conciencia vital surge la simpatía en su sentido más alto: el espiritual, el del amor santo; esto posibilita superar el egocentrismo, entendido como la ilusión de asumir el mundo circundante como el mundo mismo. Si el egocentrismo puede devenir en el solipsismo, en el egoísmo y en el autoerotismo (Ibíd., p. 83), será entonces la genuina simpatía, la destinada a convertirse en un factor liberador y sanador, frente a lo ilusorio.

Se tiene así, una relación entre la simpatía, el amor y la unificación afectiva. Si bien, la genuina simpatía es de naturaleza distinta al contagio afectivo y a ciertas formas de unificación afectiva, es claro que ella es la misma en la experiencia de la compasión, como en la de alegrarse del bien ajeno (Ibíd., p. 90, 91). Por tal motivo, Scheler dice que “la simpatía es –siendo indiferente que se trate de congratulación o de compasión– esencialmente un “padecer” (edificado sobre el sentir lo mismo que otro), no un acto espontáneo; es una reacción, no una acción” (Ibíd., p. 94). En vista de ello, ha de requerirse del amor espontáneo en su pura espiritualidad, para que esta simpatía deje de permanecer quieta y pasiva, esto es, sin desplazarse del sí hacia lo íntimo del otro. De aquí la afirmación: “la simpatía “sigue” exclusivamente a la índole y la hondura del amor” (Ibíd., p. 95).

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14.2. Ética del seguimiento y amor espontáneo

Si se necesita que la simpatía siga al amor espontáneo y espiritual, para pasar de una experiencia periférica a una auténticamente profunda y vinculante, resulta claro que se precisa apostar por una ética cuya condición de posibilidad la constituye el “seguimiento”, entendido como un acto intencional. El acto intencional fundamental, o más alto, lo constituye el amor espontáneo y espiritual. Pero, ¿cómo es concebido aquí el amor?

Las concepciones que ven en el amor una relación de identidad entre esencias e individualidades distintas y plurales, son vistas por Scheler, en cierto sentido, como una continuidad del egoísmo, ya que implicarían una afirmación del yo, de ver un “yo” en los otros (Ibíd., p. 96, 97). Por ello, el autor parte de concebir una libertad del amor en donde la individualidad, la independencia de personas distintas, puede devenir en unificación afectiva. Esto es así porque el amor “está dirigido “intencionalmente” de una manera mucho más personal, libre, independiente, espontánea y expresa que la simpatía […]” (Ibíd., p. 99, 100).

Ahora, Scheler reconoce una unidad fenomenológica de la vida que, en cierto modo, hace comprensible este papel fundamental que juega el amor espontáneo y genuino, como incentivo superior para configurar y dar sentido al denominado actuar ético; es decir, un actuar como superación del egoísmo. Esta unidad fenomenológica de la vida, parte de la idea según la cual hay “[…] una relación enteramente nueva que se extiende hasta donde llega lo real de la esencia de la vida: la relación de la vida a la expresión de la vida – una específica relación “simbólica […]” (Ibíd., p. 111). Esta expresión de la vida, en el ámbito humano, da a su vez lugar a una unificación afectiva que conlleva la capacidad de sentir lo mismo que otro. De aquí se desprende la simpatía, que permite explicar un estadio superior de desarrollo, producto de un amor auténtico, el cual es posible llegar a expresar el ser humano desde su individualidad espiritual. En efecto,

Es la simpatía en sus dos formas, del “sentir uno con otro” y del “simpatizar con”, quien trae a nuestra conciencia en el caso particular el “yo ajeno en general” (dado antes ya como

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esfera), y a una conciencia de realidad igual a la realidad de nuestro propio yo. Este igual tener por real (y el juicio que descansa únicamente en ella) es la base del movimiento del espontáneo amor al hombre […] El genuino amor al hombre no distingue entre compatriotas y extranjeros, el malhechor y el bueno, entre valor y no valor raciales, cultura e incultura, tampoco entre bien y mal, etc. A todos los seres humanos abraza, exactamente como la simpatía, sólo porque son seres humanos […]” (Ibíd., p. 130, 131).

Cobra así sentido, una denominada ética del seguimiento a valores finales en donde el desarrollo del ser y la bondad propician la realización emocional del ser humano, esto es, el despliegue de su potencial vital y genuino.

14.3. El fenómeno del amor moral y los valores

Para Scheler, el amor es el principio que dispone al ánimo para tomar conciencia y orientarse en un mundo de valores, de cara a alcanzar la transformación de sí mismo y el encuentro con la propia vocación íntimamente relacionada con el ser para sí y para los demás, desde el despliegue del potencial vital humano basado en el centramiento individual del espíritu. Por tanto afirma que “el amor en general se dirige a objetos del reino entero del valor. Pero no toda especie de valores a través de los cuales se dirige el amor a objetos da al acto un carácter moralmente valioso” (Ibíd., p. 218). Esto es así, ya que “[…] el “ser bueno” moralmente de una persona…se mide por el grado de amor que tiene […]” (Ibíd., p. 219). En efecto, no se trata de desarrollar un amor al bien, pues, de hecho, el amor de por sí lleva el valor “moralmente bueno”. Ésta es una de las razones por las cuales se puede afirmar que se está frente a una ética del reconocer y de sentir los valores, en donde el amor genuino se encargaría de nutrir y guiar constantemente la acción humana.

Por supuesto, esto cobra sentido a partir de una aproximación al fenómeno del amor, en la cual se rompe con interpretaciones patológicas del mismo, basadas por ejemplo, en el temor, la dependencia, la mera afectación o el simpatizar egocéntrico. Más bien, Scheler parece invitar a la experiencia amorosa mística, cristiana, en donde ya no sólo tiene algo que decir la ética según un enfoque filosófico, sino igualmente, la moral teológica. Es en función del vínculo de la racionalidad, con cierta intuición

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trascendental que lleva a la religión, como puede entenderse su principio de la solidaridad de todos los entes morales, el cual se traduce en los siguientes términos: “[…] todos son corresponsables de lo que valen moralmente todos…todos son “co-rreos” de las “culpas” de los demás y todos tienen originalmente parte en los valores morales positivos de todos los demás” (Ibíd., p. 221).

Scheler hace ver que el amor moral es amor de la persona a la persona misma:

[…] el amor moralmente valioso es aquel que no fija sus ojos amorosos en la persona porque ésta tenga tales o cuales cualidades y ejercite tales o cuales actividades, porque tenga éstas o aquellas “dotes”, sea “bella”, tenga virtudes, sino aquel amor que hace entrar estas cualidades, actividades, dotes, en su objeto, porque pertenecen a esta persona individual. Él solo es también amor “absoluto”, por lo mismo que no es dependiente del posible cambio de estas cualidades y actividades (Ibíd., p. 222).

Aclara, con estas afirmaciones, que su concepción del amor auténtico, está lejos de ser interpretado como mera tendencia, ya que se trata de un acto intencional por el cual se asume al otro con su valor intrínseco, desde su centro espiritual, superando así, la mediación del deseo egoísta y la satisfacción del propio interés.

Conclusión

El pensamiento moral de Scheler lleva a pensar una ética dinámica, es decir, donde cobra sentido la experiencia vital humana, a partir de las interacciones que se dan entre el mundo y el sujeto, mediadas por el reconocimiento de diversos valores. La propia perfección y el modelo usado para alcanzar ésta, ocupan un lugar protagónico, pues en realidad toda experiencia auténticamente moral, sólo puede devenir como autorrealización que se despliega en el seguimiento por imitación y ejemplo, de la idea de persona y de bien, quienes a su vez toman cuerpo y sentido, mediante las obras del amor. Es el valor moral del amor, el amor auténtico y espontáneo, el que posibilita el despliegue del centro espiritual humano. Con esto se da significado ético a la relación con el otro y con lo otro, con base en un mundo de valores, los cuales retan a ser redescubiertos cada vez, de acuerdo con la profunda intuición de modelos superiores de realización, en todas las esferas de la acción humana.

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LA ÉTICA DISCURSIVA: APEL Y HABERMAS

En este capítulo se estudia la propuesta de Karl−Otto Apel y Jürgen Habermas, filósofos contemporáneos, en relación con la construcción de una ética discursiva que pretende abrirse espacio en la interacción humana, tanto en el ámbito público y ciudadano como en el escenario de las organizaciones e instituciones, las cuales constituyen factores básicos para el logro de un tejido social incluyente y pluralista. Para ello, este aparte se centra básicamente en dos obras, Conciencia moral y acción comunicativa, de Habermas, y Teoría de la verdad y ética del discurso, de Apel. A su vez, este enfoque de una racionalidad ética de carácter dialógico trae algunas implicaciones para pensar una teoría de los derechos humanos, tal como lo expone, por ejemplo, Adela Cortina. Sobre este particular se hacen algunos comentarios al final del capítulo.

15.1. Posibilidades de una ética del discurso

En el capítulo 3 de su obra Conciencia moral y acción comunicativa, Jürgen Habermas se pregunta por la fundamentación de una ética del discurso, anclada, en cierta forma, a una tradición que se remonta a Kant. Esto le implica examinar algunas posiciones que, desde el intuicionismo moral y, en general, el análisis del lenguaje moral, llevan a posiciones escépticas en relación con la existencia de verdades morales que puedan establecerse con pretensiones de validez.

Frente al decisionismo de Hare, que reduce los contenidos normativos a una elección de principios no susceptibles de justificación, y frente al emotivismo moral que se opone a la posibilidad de postulados éticos cognitivistas, dando privilegio,

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por ejemplo, al sentimiento, Habermas apuesta por la posibilidad de una ética que recupere el papel de la racionalidad y el sentido de los principios morales desde sus posibilidades de justificación y validez. Para llegar a esto, concluye, en relación con su análisis de las éticas no cognitivas, que ellas propician, en últimas, un escepticismo conducente a la renuncia de asumir las cuestiones prácticas o morales, desde la perspectiva de su veracidad.

Las posiciones no cognitivas desvalorizan de un golpe al mundo de las intuiciones morales cotidianas. Desde una perspectiva científica, y en seguimiento de esta doctrina únicamente, puede hablarse sobre moral en un sentido empírico. En este caso, adoptamos una actitud objetivadora y nos limitamos a describir qué funciones cumplen los enunciados y los sentimientos que, desde el punto de vista interno del participante, puedan calificarse como morales. Estas teorías no quieren ni pueden competir con las éticas filosóficas; en todo caso, allanan el camino para las investigaciones empíricas después de que parece estar claro que las cuestiones prácticas no tienen nada que ver con la veracidad y que las investigaciones éticas carecen de objeto en el sentido de una teoría normativa” (Habermas, 1994, p. 74, 75).

El autor asume así, la tarea de buscar fundamentar una ética con pretensiones de validez, desde una lógica de la argumentación moral. Para ello, parte de la acción comunicativa que tiene lugar en el mundo vital con el lenguaje cotidiano. Un primer concepto a definir, bajo este enfoque, es el de comunicación. Habermas llama comunicativas “a las interacciones en las cuales los participantes coordinan de común acuerdo sus planes de acción; el consenso que se consigue en cada caso se mide por el reconocimiento intersubjetivo de las pretensiones de validez” (1994, p. 77). La pretensión de validez sucede por la acción misma del habla con la cual se dan acuerdos recíprocos, ya sea en torno al mundo objetivo, al social o al subjetivo, desde una pretensión de verdad, de rectitud o de veracidad, según el caso (Ibíd., p. 78).

A partir de lo anterior, el autor distingue dos pretensiones de validez realizables por medios discursivos, esto es, la verdad propositiva propia del lenguaje que busca explicar hechos, y la

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corrección normativa propia del lenguaje que busca regular las relaciones intersubjetivas, como es el caso de las normas morales (Ibíd., p. 79). Con relación a estas últimas, Habermas indaga por aquellos procedimientos que permitan una validez normativa donde se produce una dependencia reciproca entre el habla y el mundo social, y en la cual normas de acción, el deber ser y las expectativas de grupos concretos de personas, siempre están mediando (Ibíd., p. 81, 82).

15.1.1. La pretensión de universalidad de una ética del discurso

Uno de los aspectos a considerar, en relación con los procedimientos que posibiliten una validez normativa consensuada, se basa en un principio de la argumentación que le es inherente, como es el caso de la imparcialidad. Esto implica un postulado de universalidad en donde se espera que las acciones del habla tengan en perspectiva lo que es igualmente bueno para todos. En efecto, Habermas afirma que “la introducción del postulado de la universalidad supone el primer paso para la fundamentación de una ética discursiva” (Ibíd., p. 98). Esto hace referencia a una regla formal de argumentación la cual se debe separar del contenido moral de las posturas que entran a ejercer parte de las acciones del habla que pueden tomar lugar, por ejemplo, entre ciudadanos (Ibíd., p. 118). En este orden de ideas, Habermas establece algunas características que permiten comprender el sentido de una ética discursiva, en los siguientes términos:

El principio básico de la ética discursiva toma pie en un procedimiento, esto es, la comprobación discursiva de las pretensiones normativas de validez. A este respecto cabe calificar con razón la ética discursiva de formal. Ésta no ofrece orientación de contenido alguno, sino un procedimiento: el del discurso práctico. Éste es, en realidad, un procedimiento no para la producción de normas justificadas, sino para la comprobación de la validez de las normas propuestas y establecidas con carácter hipotético (Ibíd., p. 128).

La ética discursiva tiene un carácter procedimental y formal que pretende basarse en un ejercicio racional, en donde los intereses de los involucrados en la acción comunicativa tienen la capacidad de

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ser presentados según un principio de universalidad, y por lo tanto, buscan superar la pretensión de imponer una particular visión de vida buena que afecte los intereses de otras personas o colectividades. Con esto, no se está desconociendo el mundo vital del sujeto moral, esto es, sus tradiciones, experiencias, historia o creencias; se quiere más bien, crear condiciones mínimas en las acciones del habla, en la acción comunicativa, de tal manera que las motivaciones heredadas de nociones particulares de vida buena, puedan ser subordinadas a las posibilidades de las reglas del discurso. A partir de esta subordinación, cabe esperar lograr acuerdos que beneficien a todos, sin que ello vaya en contra del mundo subjetivo o del mundo social que constituye la identidad de los individuos o comunidades.

15.2. Ética discursiva y responsabilidad

Teniendo en cuenta lo visto, otro aspecto a considerar, para comprender el sentido de una ética discursiva, será el papel que en ella juega la responsabilidad. Para establecer esta relación, Karl-Otto Apel señala que en esta ética ejerce una función básica el discurso argumentativo para fundamentar las normas, a la vez que contiene “el a priori racional de fundamentación para el principio de la ética” (1995, p. 147).

Una ética basada en el discurso argumentativo va más allá de la tradición moral, ya que hoy en día se trata es de “asumir la responsabilidad solidaria por las consecuencias y subconsecuencias a escala mundial de las actividades colectivas de los hombres –como, por ejemplo, la aplicación industrial de la ciencia y de la técnica− y de organizar esa responsabilidad como praxis colectiva” (Ibíd., p. 148). De igual manera, una ética del discurso posibilita lo que el autor denomina “la fundamentación última del principio ético que debe conducir ya siempre todos los discursos argumentativos, en tanto que discursos prácticos de fundamentación de normas” (Ibíd., p. 150). Así, de lo que se trata es de buscar una fundamentación que en lugar de partir del “yo pienso”, surgiría del “yo argumento” (Ibíd., p. 154).

El “yo argumento” implica un ejercicio intersubjetivo en donde se supone que los participantes en el discurso apuestan a transformar los conflictos inherentes al mundo de la vida, al estar interesados

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en buscar soluciones basándose en una actividad comunicativa con pretensión de validez. Así, el discurso argumentativo no sólo se da desde la perspectiva de una comunidad real de diálogo, sino que implica necesariamente un compromiso serio por querer asumir presupuestos universalmente válidos, es decir, basados en la mirada del desenvolvimiento de la actividad comunicativa, y en la concepción de una comunidad ideal (Ibíd., p. 157).

La comunidad ideal de comunicación está atravesada entonces por los principios de la corresponsabilidad y de la igualdad de derechos de los participantes, los cuales permiten sostener la finalidad de la actividad discursiva, esto es, su capacidad para alcanzar acuerdos en torno a los diversos problemas que requieren solución. Esto presupone a su vez, el desarrollo de una racionalidad discursiva en la comunidad de diálogo desde la que se despliega la capacidad de consensos, en tanto que ella es factor regulador de las normas válidas expuestas por los afectados (Ibíd., p. 158, 159).

15.3. Ética discursiva y derechos humanos

En este orden de ideas, es indispensable ya no sólo preguntarse por las posibilidades de una ética discursiva para pensar escenarios conducentes a la transformación de conflictos, tal como lo menciona Apel, sino, de igual manera, sobre sus alcances para fundamentar racionalmente una teoría de los derechos humanos. Este intento es abordado por autoras como Adela Cortina, quien, al final de su artículo La ética discursiva, bosqueja algunos elementos para apostar por tal fundamentación.

Un primer elemento consiste en apreciar los derechos humanos como “aquellos que se adscriben a todo hombre por el hecho de serlo”, y en entender al hombre como “todo ser dotado –aun cuando fuera virtualmente− de competencia comunicativa, como capacidad de dominio de los universales constitutivos del diálogo” (Cortina, 1989, p. 569). Lo anterior permite entender la acción comunicativa como aquella originada entre interlocutores válidos, es decir, entre toda persona que se puede ver afectada por los resultados de los discursos prácticos. A estos interlocutores les corresponde una serie

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de derechos que están caracterizados por ser universales, absolutos, innegociables, inalienables y de exigencia racional que demanda su positivación (Ibíd., p. 569, 570).

La autora, además desprende de la concepción de persona por la que apuesta, una serie de derechos específicos, condiciones fundamentales para lograr una comunidad de diálogo; estos son: el derecho a la vida, al libre ejercicio en la toma de decisiones, al reconocimiento del estatus como persona, a la participación y defensa argumentativa de las propias posiciones, a la veracidad de los demás interlocutores, a que los propios argumentos incidan en las decisiones que se tomen, y a condiciones materiales y culturales que posibilitan discutir y decidir con igualdad (Ibíd., p. 571).

La ética discursiva trata, en últimas, para la autora, de construir tejido social desde valores ciudadanos propios de las sociedades democráticas, con lo que deviene en una ética del ciudadano. Este enfoque ético contribuye así, a superar la fragmentación social, al optar por la construcción de nuevos contenidos morales sobre la base de una intersubjetividad mediada por la actividad comunicativa.

Conclusión

De acuerdo con lo considerado, se aprecia que la denominada ética discursiva se convierte actualmente, en una apuesta procedimental con la pretensión de alcanzar consensos en medio de diversos conflictos y nociones de bien que permean las complejas sociedades contemporáneas. Será en la consolidación de una comunidad de diálogo, donde los diversos actores sociales involucrados encuentran un escenario para llevar a cabo una actividad argumentativa. Ella parte del reconocimiento del otro, de sus intereses y necesidades, para promover canales de inclusión y el logro de fines particulares que no excluyan los intereses y necesidades de otros, como posibles afectados. La responsabilidad compartida y la promoción de los derechos humanos, juegan por ello un papel importante en las dinámicas que genera la búsqueda de una comunidad ideal de diálogo.

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Tercera ParteÉTICA APLICADA, INDIVIDUO

Y SOCIEDAD

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HACIA UNA ÉTICA APLICADA:ALGUNOS CONTEXTOS Y RETOS

La vida humana se recrea en diversos ámbitos de actividad, tales como la empresa, los gremios profesionales, la familia, la ciudad y las instituciones. En ellos se dan tensiones, conflictos, problemas y retos a la hora de perseguir intereses particulares o de alcanzar objetivos comunes. Ante esto, la reflexión ética puede cumplir con el papel de orientar procesos de toma decisiones en contextos y situaciones definidas, con lo cual adquiere una connotación que va más allá de la fundamentación y justificación de lo moral, en sentido general. Examinar las orientaciones que brinda la reflexión ética para hacer frente a los retos que involucran cuestiones morales en situaciones de la vida como ciudadanos, profesionales o miembros de un núcleo familiar, resulta fundamental al considerar que el ser humano posee una conciencia moral inherente a su condición de ser racional y socioafectivo, y que como tal le resulta ineludible responder de alguna manera por sus actos.

Así, es necesaria una ética aplicada a problemas específicos, por la diversidad de campos de acción donde se desenvuelve cada persona, y porque es posible plantear diferentes enfoques en la reflexión sobre lo correcto y lo incorrecto, lo debido y lo indebido, atendiendo contextos particulares. Se desprende de lo anterior, que los diversos conceptos morales, teorías y principios éticos, pueden usarse para desarrollar, por ejemplo, códigos de ética, o para afrontar conflictos de valores y dilemas, propios de diversos escenarios de la vida. Por esto, ellos devienen articulados desde disciplinas y actividades

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variadas, para configurar distintos énfasis de normatividad reflexiva: ética médica, ética ambiental, ética de los negocios, ética de las organizaciones, ética docente, ética ciudadana, entre otras. En este capítulo se consideran, de forma esquemática, cinco enfoques de la ética que merecen especial atención: ética ciudadana, ética profesional, ética de las organizaciones, educación ética, y ética como arte de vivir.

16.1. La ética cívica

La ética cívica o ciudadana se constituye en uno de los factores a partir del cual es posible crear tejido moral social, en un mundo conformado por individuos y comunidades que predican formas tan diversas de ser en el mundo, y que por ende, requieren tratar de establecer parámetros mínimos de convivencia. Una ética ciudadana pretende ser, precisamente, una moral mínima exigible a toda persona como miembro responsable de una sociedad civil. Esta ética es la conformada por aquellos valores morales que pueden ser requeridos a todo individuo, aunque profese diferentes creencias, costumbres o estilos de vida. En general, es probable entender los valores morales como referentes de vida que regulan la existencia de los seres humanos en forma individual o colectiva. Entre ellos están: la gratitud, la solidaridad y la veracidad. Algunos autores encuentran que los valores morales que permiten constituir una ética mínima son: solidaridad, diálogo, tolerancia, justicia y libertad (Cortina, 1999).

La libertad de expresión y de manifestar un estilo de vida particular, es fundamental para la realización humana. Dentro de una cultura ciudadana, el uso de la libertad implica el ejercicio de una racionalidad prudencial que impida el desbordamiento de intereses egoístas. A partir del compromiso de usar con responsabilidad el margen de libertad y elección, se puede construir con solidez otros valores morales básicos como la tolerancia, el diálogo, la solidaridad y la justicia.

La tolerancia, por su parte, se entiende como un valor moral que hace alusión a una actitud de comprensión, prudencia y adaptabilidad, frente a aquellos estilos de vida y creencias que difieren o chocan con la propia idiosincrasia o sensibilidad. Por

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supuesto, dicha tolerancia no implica aceptar procederes que se consideren abiertamente injustos o nocivos para el bienestar común. Pero sí requiere estar dispuestos a ser flexibles y a ponerse en el lugar del otro, cediendo todo lo posible a una reafirmación exagerada del ego.

Respecto al diálogo, es claro que consolidar la tolerancia como virtud social necesita de una disposición abierta y sincera para escuchar al otro, y la capacidad de expresar el propio punto de vista sin buscar imponerlo. Dialogar es una actividad comunicativa que incluye estar dispuestos a una retroalimentación y búsqueda común de acuerdos en medio del disenso. Aquellas actitudes que cierran toda posibilidad de diálogo desestabilizan la interrelación mutua, y muchas veces llevan al uso de la fuerza y la violencia, como mecanismos para hacer frente a conflictos que no logran ser transformados por la mediación de los argumentos.

Con relación a la solidaridad resulta evidente que con ella se manifiesta el sentido de colaboración y ayuda hacia el otro, y se crean vínculos de unidad en medio de las diferencias culturales o ideológicas. El ejercicio de este valor moral se extiende, según la inclinación del individuo, a expresiones de hospitalidad, compasión, altruismo y benevolencia. De ahí que sea uno de los valores morales por excelencia para crear un tejido ético ciudadano. El espíritu solidario es opuesto a la indiferencia e insensibilidad frente al necesitado o menos afortunado. En este valor encuentra un reconocimiento real de la dignidad e igualdad del género humano.

Por último está la justicia que, al estar basada en el principio de la igual dignidad de los seres humanos, implica buscar la construcción de sociedades democráticas más ordenadas y equitativas. El buen ciudadano es, por lo tanto, el primer interesado en participar en la promoción de empresas y proyectos orientados a brindar igualdad de oportunidades de realización personal, para todos los miembros de la sociedad. Esto precisa pensar en el fortalecimiento de espacios e instituciones en los campos de la educación, la salud, la cultura, el empleo, entre otros, que fomenten el desarrollo material y espiritual humano, es decir, su bienestar. Así, impulsar un auténtico desarrollo involucra trabajar por una sociedad justa y equitativa,

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la cual sólo puede ser promovida por buenos ciudadanos que reconocen la necesidad de apostar por sociedades incluyentes, que brinden igualdad de oportunidades, y que se desplieguen desde el reconocimiento de las diferencias y la reivindicación de la población desatendida y marginada.

De esta manera, el buen ciudadano es un pilar de la comunidad, puesto que trata de incorporar y alentar valores morales mínimos, que favorezcan la confianza entre los individuos, para poder construir convivencia y paz, en medio de las diferencias y de diversos retos socioeconómicos y políticos que afrontan las sociedades actuales. Con todo, para construir el mejor mundo moral posible no sólo basta con promover una cultura moral ciudadana; es necesario dar un paso más, ateniendo al ejercicio de las diferentes actividades humanas, entre ellas, las relacionadas con el mundo de las profesiones, los oficios y las organizaciones, en tanto que a partir de ellas se va configurando, en cierto modo, el desarrollo de los pueblos. En efecto, además de buenos ciudadanos, el mundo contemporáneo requiere de líderes emprendedores y profesionales responsables. Construir tejido moral comunitario exige que las virtudes públicas sean asumidas por un significativo número de ciudadanos, que principalmente basen el despliegue de sus diversas actividades, en los ámbitos de las profesiones, los negocios, las instituciones y las empresas, ya que estos representan un papel protagónico en las transformaciones culturales, políticas y económicas de las sociedades.

16.2. La ética profesional

Con el devenir de las profesiones, durante la época Moderna, surgen diversos retos relacionados con garantizar un ejercicio de la actividad profesional cada vez de mayor calidad y afín con su función social. Estos propósitos son coherentes con el sentido mismo de la profesión, la cual puede ser entendida en los siguientes términos:

[…] una actividad social cooperativa, cuya meta interna consiste en proporcionar a la sociedad un bien específico e indispensable para su supervivencia como sociedad humana, para lo cual se precisa el concurso de la comunidad de profesionales que como tales se identifican ante la sociedad. (Cortina, 2000b, p. 15).

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Este mostrarse del individuo, públicamente, implica constituirse ante la comunidad como un sujeto idóneo que puede dar cuenta de un saber hacer. Por consiguiente, el profesional se desenvuelve como un agente responsable que asume los resultados de sus acciones, en tanto ser autónomo y capacitado, para cumplir con ciertas actividades y funciones. De ellas se espera un bien social, y a la par representan un medio de subsistencia y de desarrollo personal para quien las ejerce. Así, la ética profesional está enmarcada como un conjunto de acuerdos explícitos o implícitos de carácter normativo, que se hacen vigentes y actuales, no sólo desde el ejercicio autónomo del individuo entendido como sujeto moral, sino desde gremios y asociaciones que velan por el adecuado desempeño de la actividad profesional.

Estas formas de coacción moral, tanto internas –racionalidad y conciencia moral−, como externas –normas y presión social−, son en realidad inherentes al despliegue de toda práctica humana. Cuando ésta se expresa como una actividad cooperativa, es establecida socialmente, busca la realización de sus bienes internos, y produce excelencias en los sujetos (Polo, 2003, p. 73). Pero además, es la formación académica, los niveles de especialización logrados, la exposición a distintas formas de regulación social, legal y gremial, así como la cohesión que logra el identificar principios y valores compartidos en un saber hacer, lo que posibilita pensar la práctica en relación con el desempeño profesional y con el establecimiento de unos derroteros éticos específicos.

16.2.1. El papel de los códigos de ética

Términos como cultura ética y códigos de ética profesional, se suelen usar para designar el tejido valorativo moral que regula la acción de las personas en una organización o asociación. No obstante, en algunas ocasiones se prefiere usar los términos cultura moral y códigos de moral profesional, precisamente en atención a esta dimensión normativa del papel que cumplen los códigos. Sin embargo, más allá de estas precisiones conceptuales, lo importante es que, con el objeto de regular el quehacer profesional, es común encontrar diversos códigos de ética, sujetos a las necesidades y retos particulares de los gremios y profesiones.

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Sí, por ejemplo, se estudia un código de ética profesional, tal como el que rige al administrador de empresas, se puede encontrar en el Título I, Artículo 6, que “[...] su actividad no sólo está encaminada a los aspectos técnicos y financieros, sino que deberá cumplir con una función socialmente responsable y respetuosa de la dignidad humana”. Afirmación que de entrada señala un norte normativo para orientar las acciones del administrador, desde una racionalidad que considera que todo fin del ejercicio de la profesión, jamás puede estar por encima de los intereses y bienestar de las personas y comunidades, entendidas como agentes con un estatus moral. Es común encontrar también en los códigos de ética, énfasis en el carácter de servicio a la sociedad, que tiene cada profesión, y en la necesidad de atender, en todo momento, el respeto por la persona y sus intereses.

Por lo general, cada gremio de profesionales maneja códigos de ética apropiados a las necesidades y misión de su labor. De igual forma, en la actualidad cobra importancia la conformación de comités de ética encargados de promover y supervisar el ejercicio profesional, a la par que regulan y sancionan conductas que lo desacrediten. Con todo, es importante tener en cuenta que la ética profesional no se limita al seguimiento de unos códigos establecidos; de ser así, se tendrían profesionales coaccionados externamente hacia lo correcto por temor a las sanciones, y no profesionales con disposición para lo moral, es decir, comprometidos con su labor según la convicción profunda de sus responsabilidades.

16.3. La ética y las organizaciones

Las actividades humanas y el ejercicio profesional, se dan, por lo general, desde organizaciones, es decir, en función de la empresa, la industria, las corporaciones, las instituciones, o las asociaciones, donde se despliega gran parte de acciones que requieren un trabajo mancomunado de diferentes agentes, entre ellos, profesionales en diversos campos del conocimiento. Es necesario, por lo tanto, prestar atención a cuestiones referentes a cómo formar un ambiente laboral ético, con base en estos ámbitos de interacción social, organizados con miras a la consecución de fines específicos.

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Para crear dicho ambiente, es menester considerar diversos factores, tales como los procesos de toma de decisiones, partiendo de una racionalidad ética y no sólo estratégica. En otras palabras, además de ser relevante la cuestión de los fines de la organización, resulta importante prestar igual atención al asunto de los medios, métodos y mecanismos que permitan alcanzarlos. Desde esta perspectiva, es fundamental el papel que juega una ética de la dirección o de la administración, para fomentar el trabajo en equipo, y ejercer un liderazgo sobre la base del reflejo de todos los intereses, necesidades y capacidades del factor humano de la organización. A partir de esta ética administrativa, cabe esperar, de igual manera, una labor orientadora y de acompañamiento, a la hora de potenciar las actividades organizacionales, según la coherencia con sus propios valores y principios, los cuales generan identidad y credibilidad en relación con la función social que desempeñan.

En este orden de ideas, otro aspecto a mencionar en relación con la consolidación de un ambiente laboral ético, teniendo en cuenta el papel del ejercicio profesional en las organizaciones, es lo referente a la responsabilidad social. Esto implica tomarse en serio el estrecho nexo entre las actividades de las organizaciones y el trabajo que realizan los miembros que las conforman, y las repercusiones y consecuencias que crean estas dinámicas, en el entorno socioeconómico y ambiental. Implica también considerar la forma cómo las organizaciones pueden ser reales agentes generadores de desarrollo social sostenible, y medios eficaces para brindar beneficios a trabajadores y sus familias, basándose en la intención de garantizar cada vez, mayor calidad de vida.

Además, dicha responsabilidad está relacionada con la forma cómo el desarrollo de las organizaciones se articula con los intereses y necesidades de los diversos individuos y grupos que pueden afectar o son afectados directa o indirectamente, con las actividades y el desarrollo de la organización, llámense empleados, proveedores, directivos, accionistas, clientes o consumidores, en otras palabras, las partes interesadas internas o externas, lo que suele llamarse stakeholders. Así, bajo la apreciación de una responsabilidad social enfocada al ámbito empresarial y corporativo, se puede afirmar que ésta tiene que ver con al menos cuatro características:

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[…] es una responsabilidad moral o ética, que se concreta en unos deberes u obligaciones en relación con acciones, conductas o políticas que la empresa debe llevar a cabo. – Es social en cuanto que está abierta a la rendición de cuentas ante las personas y las comunidades ante las que se ejerce, pero no como respuesta a exigencias o expectativas sociales. – Se atribuye a la organización, pero también a los que la dirigen y, de algún modo, a todos los que forman parte de ella […] – No es primariamente una obligación legal (aunque puede serlo también); su obligatoriedad se deriva de la ética, no de la ley, y va más allá de lo que manda la ley […] (Argandoña, 2007, p. 6, 7).

Finalmente, resulta indispensable considerar la promoción interna de valores morales mínimos necesarios para la convivencia, los cuales buscan fortalecer el trabajo en equipo, y pretenden promover relaciones humanas basadas en el reconocimiento de la dignidad de cada persona. De acuerdo con este contexto de una cultura organizacional, atravesada por valores morales como el diálogo, la tolerancia y la solidaridad, por mencionar algunos, es que cabe esperar consolidar el clima laboral y los objetivos organizacionales, desde una racionalidad que supera el enfoque de la instrumentalización del individuo, para asumir su papel protagónico, en tanto que el fin del desarrollo corporativo, empresarial o del colectivo institucionalizado, es el reconocimiento y bienestar del ser humano mismo.

16.4. Educación ética y problemas sociales

Una vez considerado lo anterior, es posible pasar a examinar algunos problemas sociales, desde la perspectiva del papel que juega la educación ética. Para empezar, se puede afirmar que el mundo contemporáneo atraviesa diversas crisis de carácter político, económico y social, y que, para generar un nuevo orden de cosas, es preciso que los individuos mismos, quienes conforman la comunidad y la sociedad, empiecen por asumir sus propias responsabilidades en uso pleno de su autonomía y capacidad de discernir. Sólo de esta forma es factible iniciar la generación de un tejido moral social que fomente una cultura del respeto, el trabajo honrado, la disciplina, la autosuperación, el diálogo y la solidaridad. Construir dicho tejido

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es urgente cuando se encuentran experiencias desafortunadas que degradan las sanas costumbres de la juventud, entre las cuales están la drogadicción, el alcoholismo, la prostitución, la violencia y diferentes formas de delincuencia: corrupción, robos, asesinatos. Aquí sólo se considerarán, de manera general, algunas de estas experiencias, a partir de la reflexión moral y del lugar que ocuparía la educación ética ante estos fenómenos.

16.4.1. La drogadicción y alcoholismo

El esfuerzo por construir un carácter moral contribuye de manera enorme a alejar vicios que degeneran la vida humana, al debilitar sus facultades y casi estropearlas completamente. Sin embargo, no todas las personas tienen la fortuna de contar con condiciones sociales y educativas que promuevan su desarrollo moral. Tampoco estas condiciones garantizan la formación de un sujeto con fibra moral. La libre voluntad de cada individuo es tal, que puede inclinarse hacia diversos vicios, a pesar de contar con una cultura familiar y social buena. Este es el caso del consumo de drogas y del consumo inmoderado de bebidas alcohólicas, puesto que causan adicción y vulneran la acción consciente.

En sentido ético, la drogadicción y el alcoholismo impiden el logro de una condición del ánimo, base para cumplir con las diversas responsabilidades morales, las cuales son requeridas por el sano uso de la razón: el dominio propio. Bajo los efectos del alcohol y las drogas es imposible mantener mínimos de moralidad, es decir, atender deberes morales hacia sí mismo y hacia los demás. Se va en contra, diría Kant, del deber moral hacia sí mismo, de procurar la integridad de las facultades, y promover la salud del cuerpo y del alma. También se vuelve difícil sostener los deberes morales hacia los demás, tales como expresar respeto y cordura. Tanto la drogadicción como el alcoholismo son problemáticas sociales, ya que, además de afectar la vida familiar, son expresiones de una cultura social basada en la recurrencia a hábitos de dependencia, entendidos como mecanismos para superar situaciones que resultan dolorosas, o como factores que contribuyen a alcanzar una ilusión de realización, no alcanzable desde el mundo real y rutinario.

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En este orden de ideas, se han señalado diversos valores predominantes en las culturas occidentales, que constituyen de alguna manera factores de riesgo, en tanto que desde las dinámicas mismas de la sociedad pueden inducir al consumo de drogas. Entre los denominados valores de riesgo están: el cortoplacismo, el individualismo, el consumismo, la exterioridad y la competitividad; frente a los cuales es necesario promover valores de empoderamiento por parte de la juventud, basados en crear proyectos de vida a mediano y largo plazo, adoptar formas de consumo responsable, recuperar la vida interior, desarrollar la autoestima, y apostar por sanas formas de sociabilidad, entre otros (Cortina, 2007b, p. 33-38). Con todo, es claro que buscar la superación de los diversos escenarios de riesgo, con base en el quehacer educativo, resulta un gran reto, pues el individuo, ausente de sí mismo, cae fácilmente en las redes de la delincuencia, la intolerancia y la violencia, entendidas como experiencias de vida que retan a un orden social, el cual de por sí puede ser representado por la juventud, como enajenante y hostil. De ahí que el proceso formativo, concebido como un ejercicio para el despliegue de las potencialidades humanas y el desarrollo de un buen carácter, precisa el inicio de la desarticulación de las representaciones y prejuicios del individuo mismo, los cuales tienden a debilitar su amor propio, el cuidado de sí y sus capacidades para promover sana convivencia de acuerdo con la manifestación de sus cualidades socioafectivas.

16.4.2. La violencia

Mucho se puede debatir sobre si el ser humano es o no violento por naturaleza, pero lo importante a tener en cuenta es si la violencia a la que se inclina el hombre es posible de ser mitigada o superada. Comúnmente, las personas son proclives a reaccionar de forma agresiva y violenta cuando consideran que son ofendidas, o cuando aprecian que está en peligro su conservación o la de sus seres queridos. Respecto a esta última causa, es justificable una reacción firme mediada por el uso de la fuerza y encaminada a fin de desviar o evitar una forma de violencia que de manera clara tiene por objetivo causar daño o atentar contra la integridad de alguien. Pero con relación a las ofensas, es factible afirmar que muchas de ellas eventualmente son ficticias, o no justifican el uso de expresiones

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de violencia, para lo cual se requiere promover principalmente las capacidades del discernimiento y del dominio propio, en la educación del futuro ciudadano.

Hay quienes justifican el uso de la violencia a favor de la defensa de “causas sociales”, o como mecanismo para solucionar conflictos que aparentemente no se superarían por la vía del diálogo u otros medios. Sin embargo, sigue siendo difícil justificar la violencia aún en estos casos, por cuanto que esta estrategia para buscar soluciones, puede convertirse en un instrumento de doble filo, trayendo más miseria, injusticia y dolor, de las que se pretendía verse libre.

Quizá la forma de violencia más usual, y sobre la que cabe una mayor atención desde la reflexión moral, es la violencia familiar. La familia, en lugar de afianzarse en el escenario adecuado para la estructuración moral de los miembros que la conforman, tiende en muchos casos a propiciar un nicho generador de violencia e intolerancia. En el mundo actual son comunes los casos de violencia física y sicológica en el ambiente del hogar, muchos de los cuales pueden llegar a volverse hasta imperceptibles para los miembros del núcleo familiar, por la cotidianidad y la costumbre en que devienen. Así, constituye un reto constante para los padres, incorporar su rol protagónico en el desarrollo de una cultura de paz en su vida conyugal y filial, y de esta forma, empezar a crear condiciones necesarias para la formación moral de sus hijos, las cuales parten del buen ejemplo, primordialmente. Por ello, para nada resultan ajenas afirmaciones como la siguiente: “[…] En el caso de los cuidados de los padres hacia sus hijos, la ética y la biología están en armonía hasta cierto punto. Como ocurre con casi todos los deseos, el anhelo de los padres de ver a un hijo bien encaminado en la vida puede llevarse demasiado lejos” (Singer, 1998, p. 119).

En último análisis, el punto de apoyo para una transformación moral de los individuos que configuran las sociedades actuales, no es sólo la espera de soluciones basándose en el perfeccionamiento de leyes y normas externas, sino la reivindicación de una filosofía para la vida, asumida por cada ser humano como agente moral que es, centrada en un redescubrimiento de la ética entendida

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como, en palabras de Savater (1992), un arte de saber vivir, que bien puede ser promovido en función de los procesos de formación tanto familiar como escolar. Es a partir de estos escenarios de educación, que logran promoverse diversas estrategias para hacer frente a variadas formas de violencia desde los mecanismos de la noviolencia activa. Efectivamente, ésta se despliega de filosofías de vida dinámicas y propositivas, y se detiene en reconocer aquellas actitudes y comportamientos que deben transformarse, además de buscar comprender los desacuerdos para valorar conjuntamente su justificación (Ocampo, 2011, p. 207).

Conclusión

Tomando en cuenta lo considerado, cabe señalar que la ética aplicada surge con el desarrollo de las profesiones y los gremios, también junto con los diversos problemas propios del devenir de las sociedades, y de los avances del conocimiento científico y tecnológico. La ética así concebida, esto es, desde escenarios de acción y retos específicos, se despliega atendiendo diferentes necesidades de fundamentación, y un amplio número de casos que requieren ser evaluados a la luz de conceptos, teorías, valores y principios, soportados en una reflexión crítica y racional. En efecto, son variados los conflictos de deberes, los dilemas morales y la jerarquización de valores, que se manifiestan a la hora de asumir responsabilidades, toma de decisiones, procedimientos y fines, enmarcados tanto en el quehacer profesional, como en la actividad de individuos, grupos y organizaciones. Desde esta perspectiva, aquí sólo se ha pretendido presentar de manera muy general, algunos elementos introductorios que permitan pensar sobre el sentido de algunas prácticas, y sobre algunas problemáticas sociales, que retan a una reflexión ética cada vez más especializada, y a su vez flexible al trabajo interdisciplinario, según marcos conceptuales y teóricos que intenten responder a la complejidad de situaciones y vivencias propias del mundo contemporáneo.

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ÉTICA EN LAS ORGANIZACIONES

Pensar las organizaciones desde la reflexión ética constituye en la época actual una necesidad ineludible; de ellas depende el desarrollo económico de las sociedades, y a la par son factores poderosos que influyen en la construcción de una cultura ética ciudadana, y en la realización del potencial humano. Por ello, en el presente capítulo se analiza en qué consiste la cultura ética en las organizaciones, y sus implicaciones para los individuos y las sociedades. Se empieza por indicar, con un breve recorrido histórico, el interés compartido de algunos pensadores por establecer parámetros morales para la orientación de las acciones, para luego mostrar la relación de estas consideraciones con las organizaciones, definiendo de qué se trata una ética en las organizaciones, y cuál podría ser su efecto en los individuos y las sociedades. Posteriormente, se examina la interacción entre ética y organizaciones, desde el ejercicio profesional y la participación ciudadana.

17.1. El punto de vista moral y las organizaciones

Según lo examinado en otros capítulos, a lo largo de la historia del pensamiento filosófico occidental, es fácil encontrar una serie de reflexiones sobre lo que constituye la realización humana. Aunque éstas asumen diversos enfoques y énfasis en cada período histórico, algunas siguen un hilo conductor común basado en el interés por pensar el cultivo de virtudes y principios de acción que conduzcan a la excelencia y el perfeccionamiento del carácter. En otras palabras, surge siempre la idea básica de que la realización

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del potencial humano no se puede desatender del ámbito de lo moral. Esta apreciación, con seguridad, no sorprende a nadie, ya que el hombre es por su condición un ser moral, es decir, que por su misma constitución −libre arbitrio, razón, deseo, voluntad− está destinado a asumir responsabilidad sobre sus actos. De esta manera, básicamente se podrían retomar cuatro grandes enfoques a la hora de pensar los fines y propósitos de la acción racional en sentido moral: el teleológico, el deontológico, el consecuencialista y el dialógico.

El enfoque teleológico viene desde la antigüedad con Aristóteles, quien advierte que la felicidad es el fin último del hombre y depende del cultivo de virtudes del carácter (justicia, amistad, continencia, valor) y de virtudes intelectuales (prudencia, ciencia, sabiduría). Esta concepción requirió prestar seria atención a las condiciones brindadas por la ciudad−Estado griega, especialmente al ámbito político, entendido como terreno en donde se promueve el proyecto de vivir una vida buena. Aunque la subordinación del individuo al Estado ha sido reevaluada por el pensamiento moderno, atendiendo a nuevas condiciones y necesidades del progreso de las sociedades y las personas, la cuestión de los vínculos entre la ética con la política, y la necesidad de cultivar virtudes para la convivencia, siguen siendo importantes a la largo de la tradición filosófica occidental.

En la época moderna, Immanuel Kant va a fundamentar un enfoque deontológico en la reflexión ética, al señalar la capacidad de la razón práctica en el ser humano, para sustentar una serie de deberes hacia sí mismo −buscar la propia perfección− y hacia los demás −tratar de promover la felicidad de la humanidad−. El cumplimiento del deber desarrolla la genuina virtud moral, ya que ésta surge cuando se acata la ley moral descubierta por la razón, a partir de una recta voluntad que acoge el deber por él mismo, y no por inclinaciones egoístas. La conciencia y los sentimientos morales −no patológicos−, son disposiciones que permiten la receptividad del ánimo para acatar el deber moral que obliga a hacer el bien a los demás, y a adquirir moralidad, esto es, recta intención a la hora de obrar.

También durante la modernidad, John Stuart Mill profesa una ética de corte consecuencialista, soportada en la idea de pensar en términos de la maximización del bien, de buscar la mayor

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felicidad para el mayor número de personas posible. La felicidad general, se presenta como indicador para determinar la naturaleza de toda acción que pretenda ser moral. Con estas ideas se trata de desarrollar amplias posibilidades de mayor progreso y beneficio social que repercutiera de alguna forma, en algún tiempo, en todos los individuos. Las virtudes deseables en cada ciudadano estarían orientadas a la consecución de una felicidad superior que incorpora dentro del propio interés, los intereses de los demás. Así, las acciones morales deberían estar basadas primordialmente, en las consecuencias o resultados obtenidos.

En la actualidad, es claro un interés por promover una ética discursiva, como mecanismo para llegar a acuerdos en medio de las complejas relaciones que caracterizan esta época, por la diversidad de nociones de vida buena existentes y las luchas por reconocimiento social, político, cultural y económico de determinados grupos y poblaciones. Este procedimiento comunicativo, fundamentado por autores como Jürgen Habermas, tiene en cuenta los intereses de los afectados en la toma de decisiones, de ahí que las orientaciones para la acción en sentido moral, se despliegan desde una actividad compartida, con base en una construcción dialógica y argumentativa.

Es fácil comprender de acuerdo con este breve y esquemático recorrido por algunas concepciones que han marcado el pensar occidental, que una de las preocupaciones centrales ha sido analizar principios reguladores de las acciones humanas. Esto es importante para promover la propia realización y el éxito en la tarea de la convivencia. Es evidente que el despliegue de las potencialidades de todo ser humano, requiere de la adopción de compromisos y responsabilidades compartidos. A partir de esta preocupación central por lo que representa una vida humana buena, es como se construye tejido moral social. Dicho tejido permite la aproximación al mejor mundo posible, es decir, como diría Kant, a un mundo poblado no sólo por buenos ciudadanos, por individuos que actúan externamente conforme a la legalidad de las acciones, sino principalmente, por buenos hombres, por personas que parten de rectas intenciones, de la moralidad interna. Bajo la doble perspectiva de los mejores resultados y la rectitud de la voluntad, cobra sentido hablar de auténticas acciones morales.

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En efecto, el ideal de una vida moral no se reduce a la expresión de acciones correctas por coacción externa, creencias o costumbres, pues esto sirve de referente, a lo sumo, para pensar la noción de buen ciudadano. Pero un mundo moralmente deseable es aquel poblado no sólo por personas que cultivan virtudes ciudadanas por conveniencia, sino por seres humanos dispuestos a realizar el bien por sí mismo, basados en una recta intención. Una vida ética implica por tanto, el cultivo de la virtud desde la rectitud de propósitos, y el obrar en consecuencia.

En este punto, cabe preguntar qué tiene que ver lo anterior con las organizaciones. Es claro que a la hora de fomentar adecuados procesos para la toma de decisiones y la promoción de un clima organizacional ético, todo colectivo puede partir de un determinado enfoque o punto de vista moral. Efectivamente, es posible asumir el desarrollo en las organizaciones, como agentes morales, en función de una ética de fines o teleológica (Aristóteles), una ética de principios o deontológica (Kant), una ética de las consecuencias y utilitarista (Mill), o una ética dialógica o discursiva (Habermas). De hecho, de una manera u otra, cada uno de estos enfoques se encuentra explícita o implícitamente en la filosofía, misión o políticas internas de una organización, con el objetivo de promover una cultura moral.

También tiene sentido afirmar que las organizaciones funcionan, en varios aspectos, de manera análoga a los individuos. Ellas, al igual que las personas, pueden desarrollar virtudes o vicios. Es probable que se enfermen moralmente y decaigan o desaparezcan, o se mantengan moralmente saludables y alcancen el éxito de forma prolongada. Las organizaciones, al igual que las personas, necesitan trazarse propósitos de existencia para lograr el éxito, lo cual involucra asumir una misión, visión, filosofía y valores particulares y compartidos.

La diferencia consiste en que las organizaciones son medios y no fines en sí mismas, pues se desarrollan y cobran sentido como instrumentos para el alcance de los objetivos específicos que las originaron. Según sus objetivos y utilidad, ellas pueden sostenerse incluso por siglos, aunque tarde o temprano decaen y se extinguen

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al ser sustituidas por organizaciones más eficientes o pertinentes para las necesidades de las personas y de la época. La decadencia en la cultura de una sociedad, consiste básicamente, bajo esta perspectiva, en confundir los medios con los fines, instrumentalizar al ser humano y subordinarlo a intereses de las organizaciones donde se desenvuelve, las cuales, por el contrario, deberían constituir un ámbito al servicio del desarrollo humano. Lograr esto último, requiere que las organizaciones se alejen de vicios morales que las destruyen a corto o largo plazo, como es el caso de la corrupción, la falta de honestidad y de transparencia al momento de ofrecer productos o servicios, y la injusticia salarial hacia los trabajadores, entre otros. Estos valores negativos están enmarcados dentro de una racionalidad estratégica del uso de toda clase de mecanismos, para obtener la mayor riqueza posible.

17.2. La ética en las organizaciones ante la racionalidad estratégica

Hasta hace unas pocas décadas se pensaba que el quehacer de las organizaciones debía basarse en una racionalidad estratégica. La atención a las utilidades o beneficio económico del negocio requerían de cierta astucia o sagacidad incompatible con la reflexión sobre los medios correctos para alcanzarlos, esto es, con una racionalidad ética. Afortunadamente, estas apreciaciones pierden peso cada día. El mismo interés de las organizaciones por mantenerse en medio de la competencia, las obliga por lo menos a preocuparse por cuestiones morales relacionadas con su sentido de responsabilidad social y medioambiental.

Las organizaciones actuales se ven, por lo tanto, obligadas a atender algunos valores éticos, y cultivar ciertas virtudes alrededor de ellos. Así, por ejemplo, tener como marco de referencia el valor ético de la responsabilidad social, implica el constante esfuerzo por supervisar la calidad del producto que se ofrece, sus repercusiones en los consumidores, y las consecuencias medioambientales que se podrían generar. De esta forma, el valor ético de la responsabilidad, se convierte en eje alrededor del cual se construye la virtud de la responsabilidad, como hábito o esfuerzo constante por actuar conforme lo indica el deber de cumplir o encarnar dicho valor.

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Bajo una estructura organizacional, que atiende ciertos valores para desarrollar virtudes, se crea y se va consolidando un clima ético saludable que afecta positivamente a los miembros de cada organización y empresa, a sus familias y a las comunidades donde se ven inmersas. Es evidente reconocer en las organizaciones no sólo la promoción de habilidades intelectuales y técnicas en los empleados para alcanzar sus objetivos, sino también la capacidad para alentar la adopción de actitudes éticas a partir de valores y comportamientos que les urge incorporar en consecuencia con la filosofía de la organización.

De ahí la importancia de atender el clima ético que se respira en las organizaciones. Y como éstas no pueden desatenderse de los valores sociales de la comunidad donde se desenvuelven, dicho clima ético interno debe ser compatible con el clima ético externo de la sociedad, o en su defecto, cuando éste no sea el deseable, compatible con los mínimos morales necesarios para garantizar la sana convivencia.

17.2.1. Factores básicos para la construcción de una ética en las organizaciones

La vida de las personas y el ejercicio profesional se da usualmente en relación con organizaciones. En la empresa, la industria o las instituciones, se requiere un trabajo mancomunado de los profesionales, los tecnólogos y los técnicos, en diversos campos del conocimiento. Es necesario, por lo tanto, prestar atención a cuestiones referentes a cómo formar un ambiente laboral ético. Para crear dicho ambiente es menester considerar los siguientes factores:

a. Promoción interna de valores morales. Así como muchos gremios de profesionales se sirven de códigos de moral, las organizaciones hacen por lo general, uso de códigos éticos internos para promover un clima organizacional moralmente saludable. Estos códigos son consecuentes con la filosofía y misión de la empresa, industria o institución en cuestión. Tienen como base valores morales mínimos que fortalezcan el trabajo organizacional a través de relaciones humanas basadas, por ejemplo, en la honestidad, la veracidad, el diálogo, la solidaridad y el trabajo en equipo, entre otros.

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b. El trabajo en equipo. El valor del trabajo mancomunado ha sido expuesto como pilar en muchas filosofías de la organización. No es para menos, ya que de hecho, debido al amplio número de especializaciones, los profesionales se ven en la necesidad de interactuar constantemente para lograr sus objetivos. El concepto mismo de organización hace referencia a la necesidad de poner a participar ordenadamente los talentos y habilidades de un grupo de personas para alcanzar un propósito colectivo. El trabajo en equipo es el terreno en el que cobra sentido el despliegue de diversos valores morales. En efecto, la solidaridad, el respeto, la honestidad, entre otros, cobran pertinencia y resultan indispensables, a partir de las exigencias de la convivencia y de la relación entre individuos, para alcanzar fines comunes.

c. Una ética de la toma de decisiones. El proceso de la toma de decisiones no sólo debe recaer sobre los directivos de la organización. En realidad, aquellas decisiones que apuntan a mitigar conflictos, solucionar problemas o alcanzar objetivos empresariales, requieren de una participación de todos los involucrados en el desarrollo de la organización. Tener presente a los empleados implica crear condiciones de diálogo y un ambiente que permita acuerdos en beneficio de todos, superando, con ello, modelos basados en un ejercicio vertical de la autoridad.

d. Una ética de la dirección o administrativa. Bajo organigramas unidireccionales, el gerente o coordinador de grupos de trabajo se ve obligado a presentarse bajo un esquema demasiado autoritario, lo cual conduce, en últimas, a una pérdida de motivación y confianza por parte del empleado. Todo profesional puede, en cualquier momento, asumir cargos de jefatura o dirección sin ser necesariamente un egresado en el campo de la administración. Por ello, si ha de existir una preocupación por la inclusión en la búsqueda de fines comunes, todo profesional tiene que constituirse en constante promotor de un ambiente laboral ético, orientando procesos de trabajo en grupo, que no desatiendan las adecuadas relaciones humanas, y una preocupación efectiva por el factor humano de la organización.

e. Una ética de la responsabilidad social. Las organizaciones son pilares del progreso social y económico de las naciones, mueven el mundo influyendo constantemente en la economía y políticas

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de las comunidades y Estados. De ahí la necesidad de que se vean a sí mismas como agentes morales con serias responsabilidades ineludibles. El sentido de responsabilidad social involucra desde el análisis de las consecuencias que puede traer para los consumidores y la población, la elaboración de productos, hasta asumir con seriedad la necesidad de garantizar estabilidad laboral a los trabajadores, y mantener procesos transparentes en la toma de decisiones, para no afectar directa o indirectamente, a familias, sectores o estamentos de la sociedad, relacionados con las actividades de la organización.

f. Una ética de la responsabilidad ecológica. Las organizaciones no pueden desconocer aquellos derechos orientados al cuidado y protección de bienes naturales colectivos, y a la conservación del medio ambiente. El derecho de los pueblos a disponer de sus recursos, el derecho a un medio ambiente sano y equilibrado, el derecho al desarrollo y a la paz, constituyen, para las empresas e industrias, un referente para pensar diversos deberes. En efecto, apostar por un ambiente sano y equilibrado, involucra un llamado a hacer uso racional de los recursos naturales, es decir, a proteger los bosques, la flora y la fauna, en la producción de bienes y servicios. También implica velar por la dimensión cultural, por el patrimonio común de la humanidad, y por mantener un ambiente social y urbano que les permita a los pueblos y a los individuos, realizarse y desarrollar sus potencialidades. La responsabilidad ecológica por parte de las organizaciones, se convierte en un deber moral que exige a los líderes políticos, a los directivos y miembros de empresas e industrias, y a los ciudadanos en general, valorar la naturaleza como un todo interdependiente y viviente del cual forma parte el hombre.

Según todo lo anterior, se puede apreciar que si las organizaciones han de convertirse en factores poderosos en la transformación del mundo y la sociedad, deben mantener la máxima preocupación por orientarse a partir de la reflexión ética. Esta época no es sólo una era de las tecnologías y comunicaciones, sino también de desarrollo organizacional. Son las empresas, las instituciones y las industrias, las que hacen posible que las personas desarrollen sus talentos y potencialidades, y mejoren su calidad de vida. Todo individuo está vinculado, de alguna manera, con las organizaciones, y por lo tanto, es imperativo no desatender el cómo propiciar un ambiente ético

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en ellas, de tal forma que contribuyan con la realización personal de sus miembros y con la función social que les corresponde. Si es claro que las organizaciones son agentes morales, dado que son conformadas y dirigidas por seres racionales, se necesita que ellas sean orientadas en sus funciones internas y externas por parámetros éticos bien definidos.

17.3. Las organizaciones en el marco de la ética profesional

Entre los aspectos internos básicos para promover un clima laboral transparente en las organizaciones, está la ética profesional. Por lo tanto, es importante profundizar un poco más en este elemento clave en el funcionamiento de las empresas actuales, ya que motivar además un ejercicio ético de la profesión en la empresa o institución, es uno de los principales retos y tareas del directivo.

En la actualidad, son muchas las especializaciones en diversos campos del saber. Según las necesidades de las personas y la sociedad, se van consolidando diversos servicios y actividades de los cuales depende el sustento material de quien las ejecuta. Ingenieros, contadores, administradores, economistas, comunicadores sociales, y todos aquellos que cumplen con una labor particular, adquieren un estatus dentro de la sociedad que les exige, en consecuencia, ciertos compromisos, deberes y responsabilidades. Promover un comportamiento ético basado en valores morales, no sólo es esencial para la sana convivencia, sino para un ejercicio profesional eficiente y útil a la comunidad. El desempeño de toda profesión requiere de un alto sentido de responsabilidad social, y de la capacidad de saber atender variadas exigencias morales.

La ética profesional brinda parámetros de acción que fomentan un ejercicio laboral transparente, serio y promotor de la reputación de diversas asociaciones de profesionales o gremios, en campos como: salud, política, ingeniería, educación, administración, medios de comunicación, entre otros. Después de un periodo de largo estudio, generalmente de cuatro a cinco años, en el que el estudiante se ha apropiado de un conocimiento específico y una serie de destrezas y competencias, está capacitado para ejercer una profesión en la sociedad. Ya sea que la persona se desempeñe como profesor, ingeniero,

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economista, médico, arquitecto, o que pertenezca a cualquier gremio que acredite una actividad profesional, está asumiendo una serie de deberes, principios, valores y responsabilidades, ya sean implícitos o explícitos, inherentes al ejercicio de dicha profesión.

Con el objeto de regular el quehacer profesional, es común encontrar códigos de ética profesional. Así, por ejemplo, si se estudia el código de ética profesional para los administradores de empresas, en el Título I, Artículo 6, se puede retomar lo siguiente: “[…] su actividad no sólo está encaminada a los aspectos técnicos y financieros, sino que deberá cumplir con una función socialmente responsable y respetuosa de la dignidad humana”. En los códigos de ética de la profesión, es común encontrar énfasis en el carácter de servicio a la sociedad, y la necesidad de atender en todo momento el respeto a la dignidad humana. Por eso no es extraño que en un código estipulado para administradores se encuentre afirmaciones como las expuestas en los Artículos 9 y 19 del Título I:

Ejercerá la profesión y las actividades que de ella se deriven, con decoro, dignidad e integridad, manteniendo los principios éticos por encima de sus intereses personales y de los de su empresa.

Tomará parte activa en las decisiones y problemáticas de la localidad donde trabaja y de la nación en general, buscando soluciones a las causas cívicas y de servicio comunitario.

Por lo general, cada gremio de profesionales maneja códigos de ética apropiados a las necesidades y misión de su labor. De igual forma, en la actualidad, cobra importancia la conformación de comités de ética encargados de promover y supervisar el ejercicio profesional, a la par que se regulan y sancionan conductas que lo desacrediten. Sin embargo, es importante tener en cuenta que la ética profesional no se limita al seguimiento de unos códigos establecidos. De ser así, se tendrían profesionales coaccionados externamente hacia lo correcto por temor a las sanciones, y no profesionales con disposición para lo moral, es decir, comprometidos con su labor a partir de la convicción profunda de sus responsabilidades.

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La ética profesional hace referencia a aquellos parámetros morales de acción, que regulan la actividad de los diversos gremios de profesionales. Ser profesional involucra un compromiso de responsabilidad moral frente a la labor asignada. En la actualidad, en el caso de empresarios y contadores, parece abonarse el terreno para caer víctima de propuestas que van en contra del actuar ético de un profesional, como es el caso de la corrupción. Es importante, por lo tanto, volver la mirada hacia la reflexión sobre los medios y los fines, sobre la responsabilidad social del profesional, y la conciencia moral que repercute en todo ser humano, de alguna manera. Esto se puede hacer con base en la promoción de una ética en las organizaciones y desde las organizaciones. De este modo se puede consolidar un terreno promotor de la realización humana.

17.4. Las organizaciones en el marco de una ética ciudadana

Un mundo constituido por sociedades que promuevan el pleno desarrollo de las potencialidades humanas, y cierta armonía básica entre los diversos proyectos de realización individual, es posible teniendo en cuenta la incorporación de valores morales esenciales para la sana convivencia. Valores morales fundamentales son, según Cortina (1999): justicia, libertad, solidaridad, tolerancia y diálogo. Le corresponde a las organizaciones incorporar en su quehacer, estos valores, para a su vez influir y fortalecer las aspiraciones de construcción de tejido social. En otras palabras, la idea del mejor mundo posible sólo puede construirse desde un ámbito vinculante o tejido moral social, y esto por ende no se puede lograr sin el concurso de las organizaciones.

La ética ciudadana se constituye en uno de los pilares sobre los cuales es posible crear un tejido social vinculante. El papel de las organizaciones se da aquí en una doble dirección. Por un lado, las empresas, las instituciones, las industrias y, en general, los sectores organizados para generar bienes y servicios, son influidos en sus dinámicas por los prejuicios, valores y normatividad moral que condicionan las relaciones interpersonales de la sociedad donde se inscriben. En efecto, este tejido moral social se vislumbra con el surgimiento de la conciencia ciudadana que lucha por sus derechos,

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y por la construcción de una sociedad que brinde igualdad de oportunidades y bienestar, en el mejor de los casos. Pero bajo otras circunstancias, las organizaciones no pueden pasar por alto tradiciones, costumbres y prejuicios, del contexto en el que operan.

Por otra parte, toda organización, con sus dinamismos internos y externos, con su gestión y proyección social, influyen en la reconstrucción constante del ethos y los proyectos de vida de los miembros de una comunidad o nación. El reto consiste en que en un mundo conformado por individuos y comunidades que predican formas tan diversas de ser en el mundo, es necesario tratar de establecer parámetros de convivencia vinculantes, para promover un trabajo organizacional sólido, eficaz y benéfico para todos, dentro del marco del respeto por las diferencias.

Una ética ciudadana pretende ser precisamente una moral pública local o global, que se pueda exigir a todo sujeto como miembro de una sociedad civil. Así, tal como lo afirman autores como Cortina, dicha ética puede ser el hilo conductor para sentar las bases de una ética en las organizaciones, es decir, una ética capaz de responder a diferentes contextos en los que se desenvuelven éstas. Efectivamente, la ética ciudadana está conformada por aquellos valores morales mínimos que son requeridos a todo ciudadano, aunque profese, como persona perteneciente a determinada cultura o sociedad, diferentes convicciones morales.

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Conclusión

Este capítulo se ha centrado en la ética de las organizaciones porque representa un factor fundamental para la realización personal, el progreso socioeconómico de las naciones y la construcción de tejido social. Examinar las orientaciones que brinda la reflexión ética, para hacer frente a los retos que involucran cuestiones morales, en situaciones de la vida como ciudadanos, profesionales y trabajadores, resulta fundamental al considerar que el ser humano debe responder por sus actos, ya sean individuales o colectivos.

Para construir el mejor mundo moral posible, es esencial promover una cultura ética ciudadana, y atender el ejercicio de la propia profesión u oficio, dentro de las dinámicas del trabajo en equipo y el quehacer organizacional. Además de buenos ciudadanos, el mundo requiere de excelentes profesionales y organizaciones comprometidas socialmente. Construir un tejido moral social precisa que las virtudes públicas asumidas por los buenos ciudadanos y las organizaciones, cobijen naturalmente las diferentes actividades humanas en el ámbito de las profesiones, la familia y los diversos oficios.

El buen ciudadano es un pilar de la sociedad en tanto que trata de incorporar y promover valores morales que fomenten la confianza entre las personas, para poder construir convivencia y paz. Las condiciones para que este buen ciudadano se desenvuelva, dependen en parte, de las organizaciones; y a la inversa, para que las organizaciones surjan atendiendo el valor de la responsabilidad, es necesario contar con buenos ciudadanos.

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TRABAJO, EMPRESA Y RESPONSABILIDAD SOCIAL

Asumir la actividad profesional con base en la reflexión ética, implica preguntarse por la función y misión de la profesión, su finalidad y la relación que guarda con la sociedad civil. Bajo este punto de vista, subyace una cuestión fundamental, el sentido del trabajo y la actividad humana, su propósito y aportes para el individuo y la comunidad. Si se considera estos elementos en el marco del mundo contemporáneo, cabe además preguntarse por las relaciones entre la actividad profesional, el sentido del trabajo y el quehacer empresarial, en el cual media, la mayoría de las veces, una racionalidad estratégica que tiende a excluir la posibilidad de una ética tanto en la empresa, como en los negocios. Por ello, cabe centrarse en estos tópicos, con el propósito de intentar trazar marcos orientadores para la toma de decisiones y la acción, en el contexto de la vida laboral y la responsabilidad social de profesionales y organizaciones.

18.1. Sentido del trabajo y empresa

Autores como Schmidt, distinguen dos enfoques orientados a promover cultura empresarial. El primero de ellos incentiva a los trabajadores en el desarrollo de ciertos comportamientos y actitudes, basándose en un modelo de trabajador ideal, definido por la misma empresa, a partir de sus objetivos, características y filosofía particular. Los talleres, incentivos y la capacitación del personal, son los medios para moldear en los trabajadores, unas cualidades y conductas que imprimen un sello al clima organizacional y sus actividades, con fines sociales o de lucro.

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El segundo enfoque busca impulsar condiciones laborales adecuadas para que cada miembro de la organización logre desarrollar sus propios valores, y afiance una cultura de mínimos morales que permitan una interacción saludable con los demás (Schmidt, 2000, p. 552). Desde esta perspectiva, la cultura empresarial es vista como condición de posibilidad para incentivar el despliegue del potencial moral por medio de la interacción social, de acuerdo con la persecución de fines comunes que conducen al bienestar individual y comunitario.

Pensar una cultura empresarial en la actualidad, requiere precisamente identificar aquellos valores, principios y normas que vinculan a los miembros de una organización, con el fin de evidenciarlas y fomentarlas, de tal manera que sea posible constituir redes de confianza, motivación, estabilidad y trabajo armonioso, las cuales sólo son posibles en un escenario vital humano básico, un ethos incluyente donde todos y cada uno de los sujetos morales, se vean reflejados y reconocidos.

Este reconocimiento de cada uno de los miembros de una organización o empresa, es fundamental para potenciar sus talentos, habilidades y capacidades en el trabajo. En la medida en que se logran afianzar las actividades en un contexto organizacional, a la luz de la realización y desarrollo humano, cabe esperar la construcción de un ethos vinculante atravesado por valores morales, cuyo eje de articulación es la dignidad humana. Desde este enfoque, tiene además, sumo interés, el despliegue de las cualidades sicosociales de los miembros de la comunidad vinculada por nexos laborales. Estas cualidades son inherentes a la condición humana, y son promovidas especialmente por trabajos donde la interacción humana se expresa de forma coordinada con el propósito de lograr fines específicos. Esto es evidente cuando se descubre diversas funciones positivas del trabajo, entre las cuales es importante mencionar las siguientes: “Integra o da significado a la existencia. Fuente de identidad personal. Es un instrumento para el logro de autonomía económica, social, ideológica y moral. Cumple una función socializadora, al transmitir valores, normas, creencias y expectativas sociales. Permite la percepción de utilidad social y de cumplimiento de un deber moral” (Alcover, Martínez, Rodríguez, Domínguez, 2004, p. 272).

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Con todo, se puede objetar que en la mayoría de las sociedades se obstaculiza el desarrollo del potencial humano, ya que tiende a vincularse el trabajo con las necesidades del mercado y el consumo (Bauman, 2008, p. 149). Sería difícil concebir el trabajo como una búsqueda de la excelencia y despliegue de la creatividad de las personas, cuando en realidad éste se convierte en una actividad mecanicista que opera bajo la racionalidad de ofertas y demandas, y con el incentivo de la remuneración para satisfacer tanto necesidades básicas como el deseo de bienes artificiales promovidos por complejas dinámicas de la sociedad consumista.

Lo claro hasta ahora es que en medio de esta tendencia a identificar el trabajo con un mero empleo remunerado, lo cual ha venido ganando terreno desde la Modernidad y la Revolución Industrial, se mantiene a la vista un sentido del trabajo y la actividad humana más amplio, con posibilidades de ser acogido de forma generalizada en el devenir histórico de las instituciones y las sociedades, y en donde el aspecto funcionalista del trabajo es factible de ser superado por el reconocimiento de algunas de sus características. Autores como Scannone asumen al menos dos: la primera consiste en que el trabajo necesita una mediación de sentido, lo cual implica una relación ética con otro. Esto requiere a su vez, reconocer que el trabajo involucra transcendencia hacia el otro, se ve reflejado en la expresión de la obra y el servicio realizado, sin identificarse con estos. La segunda se basa en la comprensión de que el trabajo es autoexpresión y creación humana, y por ello envuelve una actividad de autohumanización y autorrealización (1998, p. 216-218). El ser humano desarrolla su propio ser, y es consecuente con su dignidad y destino moral, gracias al trabajo. Así, se puede concluir con este autor que:

[…] la dignidad del trabajo reside principalmente en su carácter humanizador del hombre y en su aptitud para actualizar su humanidad en un triple sentido: 1) en cuanto el trabajo es póiesis y transforma la naturaleza para cubrir las necesidades del hombre; 2) en cuanto es praxis inmanente de autorrealización creativa del mismo hombre; y 3) en cuanto es praxis trascendente de comunicación gratuita con los otros hombres, de mutuo reconocimiento entre ellos a través de sus obras, y raíz de donación de éstas a los otros tanto en el ámbito de la familia como en el de la sociedad (Ibíd., p. 219).

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Por medio del trabajo se despliega el mundo de lo humano, ya que éste, como actividad, refleja el poder transformador del ser humano en relación con sus condiciones de vida, lo que le diferencia de otras criaturas de la naturaleza. Esto por supuesto, es la base de toda cultura, entendida en sentido amplio, es decir, como el producto de la capacidad humana de crear, elaborar y hacer un mundo a la medida de sus intereses y necesidades. Desde esta óptica, resulta evidente el papel relevante que tiene −en este tiempo− la empresa, entendida como medio organizado para coordinar el trabajo humano con miras a objetivos específicos de productividad y bienestar.

18.2. Ética empresarial y responsabilidad social profesional

Si se considera que las empresas no son entes abstractos, sino que están constituidas por sujetos morales racionales en quienes descansa directamente la toma de decisiones y la gestión de diversos recursos para alcanzar objetivos específicos, tanto en forma individual como grupal, resulta claro que cobra especial significado hablar en términos de la responsabilidad social de profesionales y miembros de las organizaciones en general, a la hora de evaluar sus acciones en sentido ético. En efecto, se puede afirmar que:

La organización puede ser sujeto de derechos y obligaciones de carácter legal, mas no de carácter moral. Es sujeto de daño: como realidad socialmente construida puede verse afectada en su permanencia como realidad, en sus condiciones de posibilidad de ser, de existir; pero no es hacedora de daño, pues no posee intencionalidad como sujeto. Quizá puede hablarse de intencionalidad colectiva. Es receptora pero no dadora, sus efectos no son otros que los efectos de las acciones de las personas que toman las decisiones en su interior. El ser sujeto moral requiere autonomía, independencia de otros seres, y la organización no es algo adicional a los componentes, esto depende de ellos. No es autónoma, hay que hablar entonces de la autonomía de los sujetos que intervienen en ellas (Carvajal, 2009, p. 143).

Sólo el sujeto moral puede ser agente a quien es posible atribuirle deberes y responsabilidades, como ser con capacidad de razonar, discernir causas y efectos, y tomar decisiones basado en el principio

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de su libre voluntad. Esto ha sido especialmente desarrollado por filósofos como Kant, a partir de la denominada época de la Ilustración −siglo XVIII−, y mantiene sus repercusiones en el pensamiento contemporáneo, al sostenerse, incluso desde el propio sentido común, que frente a diversos factores, los cuales influyen o coaccionan la libertad humana, llámense estos cultura, inclinaciones, educación, sociedad, organizaciones, Estado, etc., el sujeto cuenta con cierto grado de autonomía, no está completamente determinado a seguir un solo rumbo de acción. Es desde este núcleo de la acción libre, por lo que el sujeto deviene en agente moral, esto es, responsable de sus acciones, toma de decisiones y omisiones. La obediencia al mandato, a la directriz, a la costumbre, puede excusar mas no justificar por todo acto u omisión, pues al ser ambas acciones, repercuten en otros −el individuo, la comunidad y el medio ambiente−, de tal manera que al demandarse por los responsables de daños y perjuicios, tanto presentes como pasados, más que preguntarse por la empresa, se cuestiona a los individuos o colectivos de personas, en quienes descansa legítimamente toda obligación de dar cuenta, dar la cara.

Esto es especialmente cierto cuando se asumen cargos directivos, y es por ello fundamental dirigir la mirada a la responsabilidad social profesional de los directivos de empresas y de las organizaciones en general. Básicamente, lo que se espera por parte de los profesionales que asumen cargos directivos en las empresas, es lo que diversos autores denominan un liderazgo democrático, el cual es caracterizado por el papel protagónico que tienen los equipos de trabajo, por medio de los cuales se establecen discusiones para la toma de decisiones y los procedimientos a seguir, y en donde el líder motiva, acompaña y orienta rumbos de acción, a partir de objetivos y tareas claras para todos (Cortina, 2000, p. 113). Con base en esto, es posible percibir un sentido de responsabilidad social sobre los miembros de las organizaciones, al reconocer sus potencialidades, intereses y creatividad, todo lo cual promueve la autoestima y autoconfianza de todo trabajador, lo que a su vez fomenta un clima organizacional de sentido de pertenencia, respeto y cálidas relaciones humanas.

Con todo, la responsabilidad social del profesional desborda este mero interés por lograr un adecuado clima laboral, ya que se adopta igual o primordialmente, por los efectos de las actividades de la

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empresa, en el entorno social y ambiental. De aquí que pensar en una nueva cultura empresarial, requiere, por parte del liderazgo de los directivos y trabajadores, tomarse en serio el impacto y beneficio que puede obtener la sociedad, en relación con el quehacer, fines y objetivos de la empresa. Entre las finalidades de la empresa, desde un enfoque consecuente con valores morales y principios éticos de acción, es posible identificar las siguientes:

a) proporcionar un servicio a la comunidad social; b) generar un suficiente valor económico añadido (beneficio); c) proporcionar a sus miembros satisfacción personal y perfeccionamiento humano; d) lograr una capacidad de autocontinuidad o permanencia. La nueva cultura amplía el marco de referencia del estado y el mercado […] e) e introduce la referencia al mundo de la vida cotidiana: tradiciones culturales, autorrealización personal, sociedad civil, sociedad internacional, etc. (Ibíd., p. 114).

Lo anterior permite comprender que así como la responsabilidad social de la empresa no es un punto de llegada, sino que se construye internamente a medida que la organización asume un cambio de concepciones y marcos de referencia sobre su quehacer (Lozano, 1999, p. 112); de igual forma, la responsabilidad social del profesional, es producto de un proceso de madurez moral en relación con el ejercicio de la actividad laboral de cada individuo, en donde sus convicciones, concepciones y metas, se despliegan desde una dimensión axiológica, es decir, cobran relevancia los valores morales al orientar la toma de decisiones y las acciones, de tal manera que éstas no se vean limitadas o restringidas por una racionalidad basada meramente en valores económicos y utilitarios.

18.2.1. Ética en los negocios y responsabilidad social de las organizaciones

Una de las preguntas que surgen al llegar a este punto, es si tiene realmente sentido aplicar principios y valores morales en los negocios que realizan profesionales y empresas. De hecho, suele tenerse en cuenta que las consideraciones éticas tienden a malograr los fines estratégicos de las empresas, así como el éxito

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en los negocios. Sin embargo, es en las mismas organizaciones, sus directivos y miembros, que cobra cada vez más fuerza la realidad de que el logro de objetivos a mediano y largo plazo, así como de estabilidad y progreso en el mundo de las finanzas, los servicios y el comercio, depende en gran medida de asumir con seriedad y sentido de responsabilidad social, parámetros de acción éticos. En otras palabras,

Aunque las compañías con frecuencia se comportan en forma no ética, por lo general, este comportamiento suele no ser una buena estrategia de negocios a largo plazo. Por ejemplo, pregúntese si, como cliente, es más probable que le compre a una empresa que sabe que es honesta y confiable, o a una que se ha ganado la reputación de deshonesta y no confiable. Pregúntese si, como empleado, es más probable que sea leal a una compañía cuyas acciones hacia usted son justas y respetuosas, o a una que habitualmente trata a sus trabajadores de manera injusta y no respetuosa. Es evidente que cuando las compañías compiten entre ellas por clientes y los mejores trabajadores, la que tiene reputación de un comportamiento ético, tiene ventaja sobre la que suele ser no ética (Velásquez, 2006, p. 6).

Asumir una racionalidad ética desde la cultura empresarial implica, entre otras cosas, pensar en términos de medios y de fines. Ciertamente, existen unos objetivos y metas que permiten evaluar los rendimientos y viabilidad de las empresas y negocios, pero ello no incluye que deba buscarse dichos fines usando todo tipo de estrategias y mecanismos. La publicidad engañosa, el maquillaje financiero, la falta de calidad en los productos ofrecidos, así como la instrumentalización y la explotación laboral, y los enfoques meramente mercantilistas de acumulación de capital, son estrategias peligrosas que a mediano o largo plazo, sólo conducen a la ruina de las organizaciones, con sus efectos negativos para los dueños, los directivos, los empleados y la sociedad.

Tanto la ética en la administración como en los negocios, es más que una opción, es una necesidad que permite el logro de estabilidad, credibilidad y respeto, por parte de compañías y empresas. Asumir principios morales de acción en el mundo empresarial y mercantil,

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gana más terreno y significado, por lo que hablar de una ética en los negocios, ha dejado de ser visto como un concepto antagónico o perjudicial cuando se busca éxito y ganancias. Una ética en los negocios puede ser entendida de la siguiente manera: “[…] el estudio de los estándares morales y de cómo se aplican a los sistemas y las organizaciones sociales mediante los cuales las sociedades modernas producen y distribuyen bienes y servicios, y de cómo se aplican a los comportamientos de las personas que trabajan dentro de esas organizaciones” (Ibíd., p. 13).

Si bien, esta noción es muy general, recoge elementos centrales que facilitan pensar una ética en las empresas y los negocios en un mundo globalizado, donde las sociedades de la información y el conocimiento se consolidan gracias a los adelantos científicos y tecnológicos propios de esta época. La idea misma de reconocer unos estándares morales, supone trasladarse al hecho del reconocimiento de unos valores mínimos que posibilitan la orientación de las acciones en sentido ético, en medio de la diversidad de nociones de bien, y de creencias y cosmovisiones, que atraviesan a cada uno de los individuos que interactúan en el complejo mundo laboral y de las organizaciones. Estos valores morales mínimos que garantizan la convivencia y confianza en medio de las diferencias, tienen en su base, la idea de la dignidad humana y, por consiguiente, la razón por la cual ningún ser humano debe ser instrumentalizado, siendo el trabajo para él, un medio para su realización y bienestar.

Para comprender el papel de la ética en los negocios, y su relación con la responsabilidad social de las organizaciones, se puede tomar el siguiente estudio de caso:

Durante 2002, John Allen Muhammad y John Lee Malvo dispararon y mataron a 13 personas en Alabama, Georgia, Louisiana, Maryland, Virginia y Washington, D.C. Usaron rifles de asalto fabricados por Bushmaster Firearms, Inc. Los dos homicidas compraron el rifle en Bull´s Eye Shooter Supply, una tienda de armas en Tacoma, Washington, aun cuando la ley federal prohibía a la tienda vender armas tanto a Muhammad, que tenía un registro de violencia doméstica, como a Malvo, que era menor de edad. Las víctimas sobrevivientes han

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alegado que si bien Muhammad y Malvo fueron directamente responsables de las muertes, tanto Bushmaster Firearms, Inc., como Bull´s Eye Shooter Supply (y sus propietarios) también “debían considerarse responsables”. Las auditorías realizadas por el Bureau of Alcohol, Tobacco and Firearms mostraron que Bull´s Eye tenía armas (238 en un período de tres años) o documentos “perdidos” –incluyendo sus registros de la venta Muhammad-Malvo—y aún así, Bushmaster Firearms siguió vendiéndole armas. Los sobrevivientes alegaron que Bushmaster Firearms tenía la obligación de no crear un riesgo poco razonable de daños previsto con la distribución de sus armas. Ellos argumentan que la compañía falló en la investigación adecuada o en la revisión del registro del manejo de armas de este distribuidor, que falló en supervisar adecuadamente la venta de armas del distribuidor y que falló al no proporcionar capacitación o incentivos para que el distribuidor cumpliera con las leyes de armas. Si Bull´s Eye y Bushmaster hubieran actuado como tenían la obligación de hacerlo, habrían podido prevenir que Muhammad y Malvo obtuvieran el rifle de asalto que necesitaban para matar a sus víctimas, ya que la ley federal había vedado a ambos la compra de armas. Bull´s Eye y Bushmaster ayudaron a provocar las muertes, asegura la esposa de una víctima, y por ello “comparten la responsabilidad de la muerte de mi esposo y de muchos otros” (Ibíd., p. 49).

Resulta claro que asumir responsabilidades, o dejar de hacerlo, conlleva una serie de efectos o consecuencias que en muchas ocasiones son imprevistas. Si bien, dichas responsabilidades pueden ser reconocidas a partir de normas, códigos, protocolos y leyes, es evidente que las acciones u omisiones pasan por cierto grado de sensibilidad ética de cada individuo, que le coacciona o no, a tomarse en serio el uso de su libertad y sentido del deber para asumir dicha normatividad. En síntesis, y para retomar la idea inicial, toda responsabilidad es, en últimas, individual, y toda norma, ley o código, que busca coaccionar externamente, sólo puede ser eficaz en la medida en que existan condiciones de ánimo y actitud por parte del sujeto, para responder a ellos, o para actuar según juicios e intuiciones éticas inherentes al ejercicio de la racionalidad y a los sentimientos morales existentes en toda persona.

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Conclusión

Según lo considerado, la racionalidad ética, lejos de ser antagónica a la racionalidad estratégica propia de los negocios y la cultura empresarial, resulta ser una condición sin la cual es imposible pensar los objetivos −a mediano y largo plazo− de las organizaciones contemporáneas. Esto es así, debido a que los principios, valores y normas morales, son factores indispensables para garantizar no sólo la armonía, sino el adecuado clima laboral, en el orden organizacional interno, como la estabilidad y confianza en el ámbito social o externo, el cual es el depositario de los bienes y servicios ofrecidos por la empresa u organización.

La responsabilidad social profesional deviene por ello en una doble dirección: por un lado, la de reconocer el sentido del trabajo y la actividad humana, de cara a promover una cultura empresarial consecuente con el despliegue del potencial del ser humano; y por otro lado, la de incidir positivamente en la comunidad donde desarrolla sus actividades, a partir de la responsable toma de decisiones y la promoción de políticas de bienestar social.

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ÉTICA, ECONOMÍA Y TRABAJO

Por lo general, tiende a anteponerse el proyecto de configurar tejido moral social desde las instituciones y la educación del ciudadano, con el imperio de una racionalidad económica que, amparada en una cultura capitalista donde el trabajo y el consumo se convierten en fines de la actividad humana, atraviesa todos los escenarios del desarrollo humano. Sin embargo, frente a la manera ortodoxa en que se entiende la economía y el trabajo, surgen nuevos enfoques que permiten vislumbrar las posibilidades de la racionalidad ética, como factor orientador de la acción humana en medio de la cultura del capital y el consumo, la cual parece retar constantemente esta racionalidad.

19.1. Ética del trabajo y revolución industrial

Si tiene sentido hablar de un derecho al bienestar, la actividad de los gobiernos, encaminada a garantizar dicho derecho, implica por supuesto una lucha por la superación de la pobreza. Pero de hecho, la lucha contra la pobreza encierra de por sí, una obligación moral de cada uno de los individuos y sectores que conforman el entramado político−económico de una sociedad. Ser pobre no es una virtud, y si se ha de reconocer en el trabajo, el mecanismo con el cual alcanzar realización, bienestar y prosperidad, queda claro que cobra relevancia la pregunta por la relación trabajo−bienestar, teniendo en cuenta que a la actividad humana le es inherente un beneficio real traducido en el logro de condiciones de vida coherentes con el respeto por la persona.

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Bauman (2008, p. 149) dice, por ejemplo, que las sociedades occidentales contemporáneas frustran el despliegue del potencial humano, al vincular el trabajo con las necesidades del mercado y el consumo, lo cual hace difícil pensar el trabajo entendido como búsqueda de la excelencia, y despliegue de la creatividad de las personas. Si se hace, en efecto, un ejercicio retrospectivo sobre la concepción del trabajo en la antigüedad, y se compara con la forma como empieza a concebirse en la era industrial, es claro que hay una tendencia a instrumentalizar, maximizar y cuantificar la actividad humana y su producción, desplazando el lugar de la persona, y la idea de tomar el trabajo digno y bien realizado como un bien moral, puesto que representa el despliegue de la capacidad humana para reconocerse como ser creador y transformador del mundo.

Tanto en la antigüedad como en el medioevo, y en buena parte del periodo moderno, el artesano, el herrero, el campesino, el escriba, el curtidor, el agricultor y muchos otros trabajadores, tenían un lugar y una función definida, reconocida socialmente, mediante una actividad que los caracterizaba y les permitía cierto grado de autorrealización. Esto era posible en tanto que el sujeto y el objeto se entremezclaban en cierta forma, esto es, el sujeto desplegaba sus habilidades, imaginación y saber hacer, al utilizar un arte creador o transformador del objeto, imbuyendo a éste de un nuevo sentido o utilidad, a cambio de devolverle al actor en su oficio, no sólo un medio de subsistencia, sino principalmente una posibilidad de reconocimiento y expresión de potencialidades. Si bien, muchas de las condiciones laborales eran difíciles, esto era compensado por la satisfacción del trabajador de ver el producto de su actividad prestando una utilidad, una obra singular a la que en la mayoría de los casos podía hacerle cierto seguimiento, y en la que veía a diario el reflejo de su capacidad productiva.

Ahora, es importante reconocer que la revolución industrial ha traído grandes beneficios en relación con el desarrollo económico de las naciones, y por lo tanto condiciones de existencia que logran hacer de la vida una experiencia más llevadera y cómoda. Sin embargo, al empezar a desplazarse, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, el trabajo manual por la producción tecnificada y en serie, se inicia en cierta forma un proceso de pérdida del momento

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singular en que la vida creadora del sujeto se manifiesta, ya que ésta se enajena, se pierde por una relación meramente instrumental con el objeto, relación que se vuelve mecanicista y encadenada a las demandas de un mercado, que al ser un ente abstracto, no logra reconocer al individuo y su potencial, sino conglomerados productivos, que prestan servicios o que simplemente son agentes pasivos y receptivos, llámense por ejemplo: industrias, empleados, fábricas, consumidores, empresas.

Desde estas dinámicas que sumergen al sujeto contemporáneo,

se pierde también el sentido del tiempo libre, del ocio, pues éste pasa a entenderse como una liberación del trabajo, el cual es visto como una especie de pesada carga a asumir para lograr subsistir, y poder atender necesidades personales básicas y responsabilidades adquiridas en el núcleo familiar. La experiencia del ocio se convierte entonces en un momento de escape que se espera diluir en diversos escenarios propios de la cultura del consumo. El individuo, efectivamente, pretende “pasar el tiempo”, y a lo sumo, “perderlo”, ya que éste, entendido como liberación, es visto como el espacio para buscar distracciones, lo cual sigue alejando al ser humano de la posibilidad de estar consigo mismo (Santuc, 1998, p. 345), concentrándolo en consumir su propia existencia en todo tipo de ilusiones y placeres ofrecidos por el mundo mercantil.

Cabe aclarar, no obstante, que la causa del problema no está

propiamente en la actividad industrializada y en el desarrollo de las tecnologías, las cuales pueden minimizar -para bien-, la cantidad de trabajo a realizar por parte del individuo, y permiten nuevas posibilidades de transformación y adaptación del mundo. Una cuestión de fondo aquí consiste sobre todo en la pérdida del sentido humano del trabajo, y del reconocimiento del sujeto como agente creador, en tanto que éste pasa a ser un medio entre miles o millones más, que entran a formar parte del entramado de la racionalidad de la producción y el consumo. Por ello, la cuestión central, en últimas, está en preguntarse: ¿se puede reconciliar una racionalidad económica de la producción y el mercado, con una racionalidad ética del trabajo entendido como fuente de realización y despliegue del potencial creador humano?

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19.2. Mercado y consumismo

Si se acepta la distinción de Bauman entre consumo y consumismo, se puede apreciar que es la cultura del consumismo una de las principales causas que obstaculiza pensar en una ética del trabajo, es decir, una ética entendida como superación del enfoque funcionalista e instrumental de la actividad humana. En efecto, si el consumo es un rasgo y una ocupación del individuo, y el consumismo es un atributo de la sociedad en donde los individuos son alienados en sus capacidades de desear y querer, por conducto de dinámicas externas de producción y mercado, que manipulan las elecciones de estos (Bauman, 2007, p. 47), resulta claro que el trabajo pasa a ser un mecanismo que se incorpora en una sombría lógica de buscar satisfacer necesidades ficticias por medio de bienes igualmente ficticios.

En el caso de las necesidades, lo ficticio se traduce en la invención de pseudonecesidades −necesidades aparentes−, puesto que responden a imaginarios individuales o a representaciones sociales que sobredimensionan el valor de lo requerido para vivir cómodamente, y desplegar el potencial humano. Por su parte, los bienes ficticios se basan en una relación tergiversada de utilidad−bienestar, donde lo accesorio, la moda y la competencia por mostrar “más” o “mejor”, se apoderan del deseo y querer humanos. Las necesidades y bienes ficticios se convierten así, en fenómenos fluctuantes, evanescentes, que contradicen el sentido mismo de las necesidades y el bienestar. La idea de tener ciertas necesidades, en realidad ficticias, crea a su vez más necesidades ficticias, y de ahí la decadencia de las posibilidades de la libre elección, bajo la sombra del círculo vicioso necesidad ficticia−satisfacción ficticia. Los bienes ficticios que responden como satisfactores de estas necesidades, suelen ser por ello también, ilusión y vanidad, pues nunca logran satisfacer el deseo de tener “más” y “mejor”.

19.2.1. Libertad, solidaridad y desarrollo

Es frente a estas condiciones del mercado y el consumismo, que bien cabe preguntarse por la posibilidad de ejercer una auténtica capacidad de elección. Si la toma de decisiones está mediada por un interés egoísta sobre estimulado con las dinámicas de la sociedad

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capitalista, es factible cuestionarse sobre el margen que subsiste para hacer uso de la libertad y autonomía en relación con el estilo de vida, bienes y actividades, que cada sujeto desea alcanzar o realizar. Esta tensión entre libertad de elección y determinismo sociocultural, entre el juego de la autonomía y la heteronomía a la que el sujeto moral contemporáneo está expuesto, conduce al menos a una revisión sobre lo que puede implicar la promoción de políticas de desarrollo desde la base de un homo economicus desligado de un proyecto ético tanto individual como compartido. En su obra Sobre ética y economía, Amartya Sen (1997, p. 25−27) sostiene que el alejamiento entre el enfoque ético y la economía moderna, trae efectos negativos para ambas. Este alejamiento es posible entenderse por el hecho de que cierta forma de racionalidad económica, la meramente técnica, tiende a desconocer el factor ético en su análisis de las tendencias humanas hacia algunos modos de consumo y de logro de bienestar, lo cual caracteriza buena parte de su comportamiento real.

El homo economicus es ante todo, sujeto moral, es decir, agente racional, y a la vez, ser apetente y emocional, cargado de valores y subjetividad, de tal manera que la realización de este sujeto, inmerso en el complejo mundo contemporáneo, requiere de dinámicas que sobrepasan las lógicas del consumismo y del trabajo instrumentalizado, esto es, del trabajo atado a dichas lógicas. El Estado con sus políticas de desarrollo, así como las instituciones con su filosofía y objetivos, juegan aquí un papel importante. En este sentido, Bauman dice lo siguiente:

La función del Estado social en la sociedad de consumidores es, tal como lo era en la sociedad de productores, defender a la sociedad del “daño colateral” que el principio rector de la vida social podría causar si no fuera monitoreado, controlado y restringido. Su propósito es impedir que la sociedad multiplique el número de “víctimas colaterales” del consumismo: los excluidos, los descastados, la infraclase. Su tarea es preservar la solidaridad humana e impedir que desaparezcan los sentimientos de responsabilidad ética (2007, p. 192).

Sin embargo, este optimismo en relación con la función del Estado social, es insuficiente para promover estos sentimientos de responsabilidad ética, que en efecto promuevan la solidaridad

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ciudadana y la recuperación del sentido del trabajo humano sujeto al mercantilismo, la explotación y la exclusión. Las dinámicas de transformación en las instituciones, que inciden en el bienestar y desarrollo de los pueblos, deben provenir igualmente de las bases sociales, de las organizaciones no gubernamentales, de la promoción de economías domésticas donde los valores comunales, las tradiciones familiares y el despliegue de la creatividad de los individuos, recuperen su fuerza.

Desde esta perspectiva de lo local y doméstico, juega un papel fundamental lo que Sen (2000, 233) denomina la agencia de las mujeres, es decir, su rol activo y transformador como agentes que pueden mejorar las condiciones de vida de las sociedades. Pero este logro es mucho más complejo de alcanzar en las sociedades latinoamericanas, en donde si bien la mujer, de unas décadas para acá, ha conseguido cada vez mayor reconocimiento de su liderazgo y capacidades de gobierno, aún quedan muchos espacios permeados por culturas conservadoras tanto institucionales como domésticas, que tienden a excluir o limitar sus competencias y potencial.

Así, aunque son diversos los aportes teóricos que brindan algunas de las obras de los profesores Amartya Sen y Zygmunt Bauman, para pensar el desarrollo, el bienestar y el consumo, el primero desde la economía y la filosofía, y el segundo desde la sociología, los problemas, retos y enfoques interpretativos que tienden a recuperar el sentido de una ética económica, y de una ética del trabajo, respectivamente, pueden quedarse cortos en sus propuestas de estrategias para incentivar el cambio social a partir del empoderamiento ciudadano en el contexto latinoamericano.

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Afortunadamente, surgen de realidades socioeconómicas más cercanas, propuestas como las de promover una economía popular solidaria, o sea, aquella que es jalonada por pequeñas unidades productivas, de servicios, comerciales, así como cooperativas, entidades financieras y organizaciones dirigidas a sectores vulnerables y poco favorecidos. Una economía popular basada en sistemas de ayuda solidaria y apoyo mutuo, organizados con base en necesidades específicas de grupos, familias, barrios, localidades o regiones, representa para las sociedades, una poderosa fuerza con la cual lograr la autosuficiencia y el bienestar de sectores vulnerables, más allá de la dependencia de modelos de desarrollo enajenantes y excluyentes.

Conclusión

Pensar una economía del bienestar y del desarrollo, donde las libertades, la solidaridad y la justicia social se desplieguen de manera coordinada, sigue resultando un reto que, en la realidad de las sociedades latinoamericanas, sólo es plausible desde cambios estructurales y culturales basados en el compromiso de la ciudadanía y la democracia participativa. Si esto implica a su vez una mediación de la labor educativa en la formación de ciudadanía crítica y gestora, queda claro que todavía resta un largo camino por recorrer en la tarea de afianzar una cultura del bienestar, la libertad y el desarrollo, apoyados en el reconocimiento del trabajo, la igualdad, el pluralismo, la solidaridad y la inclusión, es decir, una cultura donde los derechos humanos sean mayormente agenciados y garantizados por todo el entramado social que tiene en su base: la responsabilidad de cada individuo y comunidad.

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ÉTICA CÍVICA, DERECHOS HUMANOSY PLURALISMO

En este capítulo se estudia la relación entre la ética cívica y los derechos humanos, ante el reto del pluralismo. Para empezar, se presentan algunas características de esta ética, y la manera cómo los derechos humanos contribuyen a consolidarla. En un segundo momento, se analizan algunos factores que hacen compleja la búsqueda por afianzar una ética cívica en las sociedades actuales. Básicamente, se considera el reto que constituye la expresión de diversas costumbres, cosmovisiones y formas de vida, a la hora de promover tejido moral social. En este sentido, se hace énfasis en que quizá una de las formas de violencia que más vulnera las posibilidades de constitución de dicho tejido, es aquella de carácter indirecto, que se evidencia, entre otras cosas, en la discriminación cultural, la indiferencia, la exclusión y demás formas simbólicas de falta de reconocimiento hacia individuos y comunidades. Desde esta perspectiva, cobra especial importancia, recuperar valores como el de la tolerancia, el cual es concebido en sus relaciones con algunas formas de libertad, y con el ejercicio de una ciudadanía responsable.

20.1. Ética cívica y derechos humanos

La ética cívica es un modelo normativo en construcción, puesto que está basado en la consideración según la cual, ante la diversidad de nociones de bien, credos religiosos, nichos culturales y cosmovisiones, que se entrecruzan en la interacción de las subjetividades, es necesario apostar por unos mínimos valores que

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faciliten una convivencia aceptablemente ordenada y estable, en medio de las diferencias y conflictos inherentes a dicha condición de pluralidad. Por eso mismo, es un proyecto en constante elaboración y desarrollo, pues su consolidación depende de diferentes factores, entre ellos la educación que se imparta al ciudadano en relación con la comprensión y reconocimiento de las diferencias. Esto a su vez, está directamente relacionado con la promoción del conocimiento y respeto por los derechos humanos, desde diversos agentes e instituciones sociales, esto es, el Estado, la escuela, la familia y las organizaciones, los cuales jalonan y dinamizan la posibilidad de afianzar una cultura política sobre las bases de la sociedad, y una ética mínima común.

Ante la pregunta de si los derechos humanos logran efectivamente convertirse en este hilo conductor y en esta base compartida, que posibilite el desarrollo de una cultura moral y política común, se puede responder de manera afirmativa, aunque haciendo algunas aclaraciones y aceptando, de igual manera, diversos retos y dificultades. La decisión por ellos, como referentes del proyecto de una ética cívica, se fundamenta en su poder vinculante al ser el resultado histórico del desarrollo de la conciencia ética de individuos y sociedades, quienes reconocen un estatus moral para la humanidad basado en su dignidad. Esto involucra la aceptación de mínimos de respeto mutuo y la búsqueda de condiciones sociales, políticas y económicas, que propicien el desarrollo de las potencialidades humanas y el logro de diversos fines consecuentes con este estatus.

Desde una propuesta teórico moral, como la ética discursiva, se puede fundamentar la anterior relación entre la promoción de los derechos humanos y la consolidación de una ética cívica, a partir de la idea de que ambos enfoques son susceptibles de una evolución comprensiva, en la medida en que asumen variados retos, propios de las complejas sociedades actuales, sin perder por ello, algunas bases o pilares que permiten su configuración. En efecto, se puede afirmar de la ética discursiva o dialógica que:

[…] de ella se desprenden conceptos tan valiosos para configurar una moral cívica como el de persona, entendida como ese interlocutor al que hay que escuchar a la hora de

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decidir normas que le afectan, compromiso en la elevación del nivel material y cultural de las personas que han de decidir, libertad de los interlocutores, entendida como autonomía, solidaridad, sin la que un individuo no puede llegar a saber siquiera acerca de sí mismo, aspiración a la igualdad, entendida como simetría en el diálogo, y realización de todos estos valores en una comunidad real en que vivimos, abierta a la comunidad humana universal. (Cortina, 2007, p. 208)

Pero, por otra parte, estos conceptos básicos ubicados en el trasfondo tanto del reconocimiento de los derechos humanos como en la apuesta por una ética cívica que pretende ser vinculante, están expuestos a una serie de matizaciones necesarias para evitar toda aplicación rigorista de los mismos, de cara a la atención requerida por las dinámicas culturales de los contextos y las necesidades e intereses de los sujetos que los encarnan. En otras palabras, más que conceptos, se está frente a valores que, si bien son, en cierto sentido, innegociables como mínimos morales que fundamentan la posibilidad de pensar en unos derechos humanos y en una ética cívica, retan a ser asumidos desde miradas y apreciaciones consecuentes con sus posibilidades de responder a realidades complejas. Entre ellas cabe mencionar la cuestión del pluralismo y el papel del valor moral de la tolerancia.

20.2. Ética cívica y pluralismo

En presencia de la idea de consolidar una cultura mínima compartida a partir de valores morales fundamentales que puedan ser reconocidos por todo ser humano, por ser constitutivos precisamente de esa condición llamada humana, surge el cuestionamiento de la posibilidad real de dicho logro frente a retos como el de impedir que dicha apuesta asuma, desde un segundo plano, la cuestión del reconocimiento del pluralismo y la diversidad cultural. Por ello, cabe precisar que una ética cívica concebida de forma adecuada, parte de asumir las diferencias, los conflictos, y la posibilidad de afianzar tejido moral social, basados en estos factores. De este modo, ella se convierte en un ámbito mediador entre las tensiones propias del antagonismo que suscita, por un lado, la aceptación del relativismo cultural y las diferencias, y, por el otro, las pretensiones

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de asumir un universalismo consecuente con los vínculos que genera el reconocimiento del estatus de lo humano, con sus implicaciones ético−políticas y jurídicas.

Según este papel mediador, la ética cívica está lejos de adoptar de manera rigorista estos dos extremos, y una de las formas de hacer frente tanto a la fragmentación que propicia el relativismo cultural como a la homogeneización generadora del universalismo racionalista, es anteponer la comprensión del pluralismo entendido como el reconocimiento de las diversas dinámicas del mundo individual, cultural y social, las cuales, sin embargo, son susceptibles de desplegar mecanismos, espacios y valores de encuentro.

Así, ante el relativismo cultural, el cual sostiene que los valores, creencias y tradiciones son tales por el significado e importancia proporcionado por el contexto cultural, la ética cívica, desde la apuesta por el pluralismo cultural, precisa que dichos valores y creencias son dinámicos, no estáticos, por cuanto el contexto cultural que los nutre es un producto histórico que deviene y se enriquece de la experiencia y conocimientos, no sólo heredados, sino desarrollados y madurados internamente, de generación en generación.

Por consiguiente, una ética que pretende ser auténticamente vinculante, parte de una construcción conjunta, esto es, de las bases de la sociedad misma, y, por lo tanto, no se impone, si bien se puede servir de referentes normativos que contribuyen a mantener su finalidad de acuerdos mínimos explícitos o implícitos, por las enseñanzas dejadas en los aprendizajes de la historia de los pueblos y el ejercicio tanto de la racionalidad como del sentido común.

Tal es el caso del reconocimiento de valores morales indispensables en el propósito de lograr convivencia e interacción social y cultural, de acuerdo con la búsqueda de bases éticas compartidas y canales mínimos de comprensión, en las actividades del diálogo y la argumentación. De ahí que cobre sentido, tal como se mencionó arriba, la apuesta de una ética cívica fundamentada en la ética del discurso, que, en cierto modo, también asume un legado sobre la base de la ética kantiana, en lo relacionado con la comprensión del valor de la dignidad del sujeto, su autonomía, el valor de la igualdad y de la comunidad moral.

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Por supuesto, en el contexto de las sociedades contemporáneas, ya no sólo se trata de reconocer una igualdad formal y material, sino además, las diferencias y la diversidad. De igual manera, la autonomía es matizada por el papel que, en determinadas comunidades, este ejercicio autónomo del individuo representa, es decir, su relación con el bien colectivo. La comunidad moral a su vez supera una configuración según el ejercicio monológico de la razón, para devenir en construcción dialógica, por lo que el desarrollo de una ética cívica, asume también en cierta forma, la cuestión de los intereses, las necesidades y el bienestar humano, como elementos centrales para lograr ser inclusiva. En efecto, reconocer el pluralismo conduce a apostar por escenarios donde se respeten derechos fundamentales como el derecho a la vida y a la integridad personal, el derecho a la libertad y a la igualdad ante la ley, el derecho a la intimidad y al libre desarrollo de la personalidad. En consecuencia, contribuir a la interacción intercultural desde una ética cívica, implica el compromiso de trabajar por la posibilidad de construir un terreno de interacción entre las diversas cosmovisiones y valores que alimentan cada cultura, de tal manera que se genere un real espacio de encuentro para comprender al otro, y para alcanzar cierta retroalimentación mutua basándose en lo que constituye la humanidad en cada individuo y en su contexto de desarrollo.

[…] se hace patente un espacio común de intersubjetividad en que no se enfrentan identidades como si fueran entidades fijas, sino como realidades históricas siempre abiertas a discusión: conjuntos de creencias, necesidades y deseos que, en último término, se refieren a individuos como actores morales en obligado y permanente diálogo. Los grupos, como los individuos, no son átomos encerrados en sí mismos sino insertos en el mundo en que reflejan y recrean su cultura, por la relación con aquellos con quienes entran en contacto: un mundo que permite patrones públicos aceptados de argumentación racional (Salmerón, 1998, p. 62).

Ahora, es claro que el pluralismo se expresa desde variadas dimensiones, ya que además de ser cultural, puede ser religioso, social y político. Todos estos pluralismos confluyen y se entrecruzan a raíz de la complejidad de los individuos, grupos, pueblos, movimientos o sectores que conforman la sociedad. De ahí la importancia de pensar el pluralismo como un factor inherente a la convivencia misma,

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más que como una doctrina o una mera concepción interpretativa de la realidad humana. Al reconocimiento de la realidad social como pluralista, le es afín la necesaria incorporación de valores democráticos que permitan cierta cohesión de cara a alcanzar propósitos comunes. Entre estos valores se tiene la justicia, la solidaridad, la tolerancia, el diálogo, la libertad y la participación en todo lo que atañe al bien público. En este orden de ideas, cabe considerar con más detalle, el papel y alcances de la tolerancia, y su relación con la libertad, en la construcción de la ética cívica, pues a partir de ellos se articula gran parte de otros valores básicos para la construcción de un tejido moral mínimo, como es el caso del diálogo, la participación democrática y la solidaridad.

20.3. El papel de la tolerancia

La tolerancia es un valor moral que hace alusión a una actitud de comprensión, prudencia y adaptabilidad, frente a aquellos estilos de vida y creencias que difieren o chocan con las propias convicciones y sensibilidad. Por supuesto, dicha tolerancia no implica aceptar procederes que se consideren abiertamente injustos o nocivos para el bienestar personal o común. Pero sí requiere estar dispuestos a ser flexibles y a colocarse en el lugar del otro, cediendo todo lo posible a una reafirmación exagerada del ego, de los prejuicios e impulsos. Por ello, la tolerancia implica desarrollar también el domino propio y la creatividad para promover escenarios en donde todos y cada uno puedan desplegar su personalidad y buscar sus intereses sin afectar de manera negativa a los demás.

La tolerancia está muy relacionada con la capacidad que tiene

el individuo para reconocer la diversidad, e incluso promoverla, ya que de esto depende el desarrollo de las sociedades, es decir, del pleno desenvolvimiento de las potencialidades e idiosincrasia de cada ciudadano. Promover las diferencias no implica alentar la fragmentación social, sino, por el contrario, generar condiciones para consolidar un tejido social pluralista, que permita el trabajo mancomunado atendiendo intereses y fines particulares.

La tolerancia no es acerca de la posibilidad de que coexistan cuerpos de creencias, doctrinas o conductas opuestas entre sí: es acerca de las personas en tanto que detentadoras ellas mismas de una capacidad de imaginar y practicar ideas

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y costumbres, y de proseguir fines y proyectos de vida que pueden ser opuestos. En el núcleo de las razones en favor de la tolerancia hay, desde luego, un principio de igualdad, pero está claro que tal principio no proviene del orden jurídico, y que no sólo desde el punto de vista histórico es previo a las prescripciones de la ley. También queda claro que no se refiere estrictamente a aptitudes cognoscitivas –entendidas como capacidad efectiva de contribuir a la elaboración de un cuerpo determinado de conocimientos−. De lo que realmente se trata es de la dignidad de la persona, definida fundamentalmente por su capacidad para elegir fines y proseguir de un modo racional su propio plan de vida (Salmerón, 1998, p. 31).

A lo largo de la historia humana se han manifestado diversas formas de intolerancia, y a su vez la necesidad de superar actitudes excluyentes que contribuyen a generar conflictos violentos y guerras de distinta naturaleza. Ideologías de carácter racista, fascista, homofóbico y antisemita, así como la exclusión de minorías étnicas y culturales, y las persecuciones a causa de credos religiosos e ideas políticas, entre otros, han caracterizado la pretensión de alcanzar estabilidad, paz y progreso en muchas comunidades y sociedades en el mundo.

Resulta especialmente significativo que se viole la vida e integridad de las personas a causa de las diferencias, o por simples impulsos basados en la incomprensión, la arrogancia o la prepotencia. El cultivo de la tolerancia, como estilo de vida y como virtud pública que va entretejiendo la vida en común, representa un reto para los individuos y sociedades contemporáneas, por cuanto implica apostar por una cultura de la inclusión, la celebración del pluralismo, y, desde luego, el autocontrol y la responsabilidad sobre los propios actos y actitudes. Así, la prudencia, el discernimiento, el dominio propio, son otras tantas de las virtudes afines al desarrollo de la tolerancia, entendida como actitud dinámica y constructiva, indispensable para fomentar adecuadas relaciones humanas.

20.3.1. Tolerancia y libertad

La tolerancia religiosa fue uno de los primeros valores morales promovidos en las sociedades modernas para alcanzar mínimos de reconocimiento de las diferencias, en la interacción social. Pero,

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además de las creencias, la práctica de la tolerancia se extiende a la capacidad de convivir con personas que igualmente profesan diversas filosofías y formas de organización política. En este sentido, la tolerancia está muy relacionada con el respeto hacia la libertad de conciencia. La libertad de conciencia supone aprender a pensar por sí mismo, y, por ende, a orientar la existencia según un estilo de vida particular apoyado en juicios, intereses e ideales específicos. Evitar imponer las propias creencias a los demás, asumir la vida de tal manera que las personas con quienes se comparte el diario vivir, sientan que sus convicciones íntimas son respetadas, contribuye enormemente a construir un tejido social de paz.

La tolerancia entraña reconocer que cada persona es un mundo cargado de valores, experiencias y una historia que lo hace ser lo que es: un individuo. Esto permite ver una segunda manera de relacionar la tolerancia con las libertades fundamentales. Efectivamente, la tolerancia también está muy relacionada con el libre desarrollo de la personalidad. La personalidad de cada sujeto se desarrolla a lo largo de la vida, se configura y afianza a partir de sus experiencias de vida y modo particular de asimilar y asumir éstas. Tolerar, en consecuencia, significa valorar las múltiples posibilidades de ser en el mundo, y la riqueza que ello trae para la comunidad.

También es factible apreciar la tolerancia como condición fundamental para que el derecho a la libertad de expresión se pueda manifestar plenamente. Si convivir en el mundo contemporáneo entraña el reconocimiento de las diferencias, la inclusión y el respeto por el libre desarrollo de la personalidad, es necesario apostar igualmente por condiciones en que las diversas voces y conciencias, puedan expresarse y darse a conocer, con su particular visión del mundo.

Cabe señalar también, que para construir una cultura de paz, el valor moral de la tolerancia no puede confundirse con asumir una actitud pasiva o negativa ante los desbordes e intolerancia de los demás. En este aspecto, bien cabe considerar los criterios para la tolerancia según Sartori (2001): “1. Siempre debemos proporcionar razones de aquello que consideramos intolerable. (La tolerancia prohíbe el dogmatismo) […] 2. Principio de no dañar. No estamos

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obligados a tolerar comportamientos que nos inflingen daño o perjuicio. […] 3. La reciprocidad. Al ser tolerantes con los demás, esperamos ser tolerados por ellos”.

La tolerancia siempre ha de verse en sentido positivo, es decir, como una fuerza dinámica y transformadora, nunca como una actitud pasiva, indiferente ante el daño que puedan causar otros amparados en sus propias creencias o formas de ser. El siguiente cuadro aclara las diferencias entre la tolerancia activa o positiva y la tolerancia pasiva o negativa.

20.3.2. Educación para la tolerancia

Según lo considerado, es evidente que la consolidación de una ética cívica requiere del concurso de diversos factores, entre ellos, la influencia de las instituciones educativas para lograr un cambio de actitudes en las nuevas generaciones. La tolerancia entendida como actitud y parte del carácter, es una virtud que aporta enormemente en la construcción de dicha ética y de una cultura de paz. Ella, efectivamente, implica cultivar cualidades como el dominio propio, la prudencia, el discernimiento y el respeto, lo cual le posibilita ser un factor fundamental para contribuir con la convivencia pacífica y la transformación de diversos conflictos. Así mismo, dentro de los procesos de formación bien puede apostarse por diversos objetivos de aprendizaje relacionados con el afianzamiento de este valor moral,

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entre los cuales es posible mencionar tres: a) desarrollar competencias procedimentales y actitudinales relacionadas con el manejo de la tolerancia activa ante situaciones complejas de convivencia; b) identificar elementos conceptuales que permitan comprender las relaciones de la tolerancia con los deberes y derechos del ciudadano; c) valorar el papel de una actitud tolerante en la construcción de tejido social en medio de las diferencias. Para el logro de estos objetivos se puede contar con diversas metodologías y didácticas. El siguiente esquema muestra una de las maneras de desplegar una labor pedagógica a partir de ejercicios y actividades en el aula:

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Para promover el alcance del logro descrito en el objetivo específico 1, es recomendable iniciar con un trabajo de retrospección (buscar situaciones pasadas) e introspección (evaluar razones y emociones propias), relacionados con casos de tolerancia o intolerancia experimentados. Para alcanzar el objetivo específico 2, se toman noticias, por ejemplo, del periódico, y se analizan en grupo, luego se confrontan con el marco teórico, el cual se expone gradualmente al estudiante haciendo uso de análisis conceptuales y ejemplos. Para llegar al objetivo específico 3, en las dinámicas se sigue trabajando en grupos con cuentos, historias, o narraciones, en donde cada participante expresa una conclusión, que a su vez sirve de preámbulo para realizar nuevas indagaciones, acercarse a estudios de caso, y generar debates y demás actividades de aprendizaje.

Desde las dinámicas generadas con metodologías que requieren la participación activa del estudiante, es posible promover distintas reflexiones relacionadas con el hecho de que en la vida cotidiana el ser humano está expuesto a diversas circunstancias de convivencia, algunas de las cuales le exigen mantener una actitud de consideración, apertura y respeto, hacia las actitudes, costumbres y parecer de otros, así estos disten mucho de las propias representaciones, creencias y gustos. También es importante que cada estudiante aprenda a identificar aquellas situaciones donde se precise estar dispuesto a tolerar a los demás, y esos comportamientos y situaciones que, por el contrario, no se deberían aceptar. Esto último se puede indagar solicitando al estudiante que señale las situaciones de su vida que no está dispuesto a tolerar, y adicionalmente explicar tanto la razón por la cual no lo haría, como su correspondiente forma de asumir dicha situación.

Conclusión

De acuerdo con lo anterior, se puede señalar que una ética cívica se consolida a partir de las complejas interacciones de sujetos y sociedades, con base en la promoción de valores morales mínimos compartidos. Se espera con ello, apostar por ámbitos de diálogo y convivencia, a la par que se asume el reconocimiento de la diversidad cultural y el pluralismo, desde distintos escenarios,

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sin que por ello se tenga que afianzar la fragmentación social. En efecto, ante la necesidad de la inclusión y del aprender a convivir en medio de las diferencias, la ética cívica apunta a la construcción de tejido moral intercultural, basada en la apreciación de los valores y vínculos que une a los seres humanos. Si bien, la declaración de los derechos humanos ha contribuido con el fomento de dicho tejido, también es claro que aún queda todo un camino por recorrer para que dichos derechos cumplan un papel de protección de la dignidad humana, consecuente a su vez con la idea de reconocer y promover el desarrollo de cada sujeto moral, desde la perspectiva de darle relevancia a la consideración de las diferencias histórico−culturales de los pueblos. En este sentido, el valor moral de la tolerancia ocupa un lugar protagónico junto con otros valores, sobre todo por la función que cumple en relación con el despliegue de diversas libertades, que, de manera constante, llaman a la reflexión sobre las posibilidades y límites que implica su ejercicio.

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LA EDUCACIÓN ÉTICA DE LA JUVENTUD

El presente capítulo tiene por objeto analizar ciertos aportes del pensamiento de Aranguren, en torno al sentido de la vida ética para el individuo y, en especial, al modo como se puede orientar eficazmente la formación ética de la juventud. Cabe señalar que muchas de las reflexiones de este autor, en el área pedagógica y didáctica, siguen siendo vigentes por su apertura a campos como la literatura, desde donde la educación ética asume todo un horizonte narrativo para comprender la praxis humana con sus méritos y fragilidades. De igual manera, se destaca la influencia de este autor en varios de los actuales filósofos morales españoles, algunos de los cuales fueron sus estudiantes, y a quienes se debe, en parte, una revitalización intelectual de problemas y cuestiones que apuntan por una recuperación del tejido moral tanto individual como social, lo que en su momento Aranguren caracterizaba como el sostenimiento de una alta moral y la seria preocupación, legada por Aristóteles, de apropiarse con coherencia y constancia, de la construcción de un buen carácter.

21.1. Necesidad y posibilidad de una educación ética en la juventud

Para empezar, es importante retomar las nociones de ética y moral, la primera entendida como una reflexión racional sobre el actuar humano, la cual puede fundamentarse a partir de variadas concepciones del bien; la segunda, comprendida como las normas y costumbres imperantes en una comunidad. La moral de una

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sociedad u organización, puede ser objeto de la reflexión ética, lo que Aranguren llama moral pensada. Y la moral vivida de la comunidad o sociedad, está ya no sólo constituida por las normas y costumbres, sino por disposiciones y actitudes que caracterizan y regulan el proceder de los miembros que la conforman. Desde esta perspectiva, el autor describe la ética de la juventud europea de su época, como:

[...] una moral elemental de las virtudes sencillas, de aplicación a la vida ordinaria... una moralidad sobria, escueta y vivida de una manera “objetiva” −ser como hay que ser−, casi como un “oficio”, sin pretensiones supererogativas de heroísmo o santidad [...] Hombres inspirados por una moral de este tipo no realizarán en general, grandes hazañas [...] la juventud actual no es emocional, y por ende no es que haya sido conmovida por la miseria,.., sino que la ha visto y siente como un “frío” deber la necesidad de combatirla racionalmente (1968, p. 46, 47).

Esta descripción parece no diferenciarse mucho de la situación actual de los jóvenes en las sociedades occidentales contemporáneas. Siendo así las cosas, resulta fundamental encontrar mecanismos para que la juventud aprenda a reorientar su existir hacia modos de vida más comprometidos con su ser, con elevados ideales de transformación individual y colectiva, como producto de experiencias sentidas a partir de convicciones íntimas y profundas. Uno de estos mecanismos de cambio lo constituye la educación. Aranguren deja en algunas de sus obras, ciertas luces orientadoras para encaminar la formación de la juventud hacia lo realmente esencial e importante. Si se entra a considerar una de sus obras, la Ética, se ve cómo expresa su confianza en lo fructífera que puede ser la educación ética durante este periodo:

[...] si bien es verdad que los jóvenes, arrastrados por la pasión, dejan muchas veces de comportarse éticamente, en un cierto sentido la juventud es la edad de la actitud ética [...] en cuanto que es la edad del entusiasmo, de la valentía, del heroísmo de las aspiraciones infinitas, del “querer ser”, de la gallarda no aceptación de compromisos [...] nadie como el joven tiene tan hipertenso sentido de la justicia y de la injusticia, tan acuciante búsqueda de “modelos”, tan fuerte exigencia de perfección (1972, p. 498).

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Si en la época actual muchos jóvenes parecen tender a un estado de frivolidad, superficialidad y mera adaptación a sus circunstancias, se manifiesta una situación extraña, pues lo propio en ellos debe ser una actitud indomable en la persecución de ideales y transformaciones sociales. Cuando, en su Ética, Aranguren hace una caracterización de la juventud, puede pensarse que hace referencia no solamente a lo observado en su época, sino a lo encontrado de forma inherente, como propio de la condición del joven, así ello sea imperceptible a causa de estereotipos en determinados periodos de la historia.

De ahí la necesidad de una formación moral que lleve al adolescente a un descubrimiento de su ser inquieto, ávido de compromisos y acciones heroicas; un ser que ha estado en parte “anestesiado” por la influencia de un mundo de entretenimientos audiovisuales y diversiones; fomentador de éxtasis imaginarios para escapar a ciertas realidades de la vida. Según esto, se precisa empezar, entonces, por presentarle a la juventud modelos de vida buena y situaciones que demuestren cierto heroísmo y un carácter moral a seguir. Estos modelos y situaciones han sido desatendidos por presiones de un mundo algo caótico donde todos están inmersos. Así, se debe tratar de recuperar el sentido de la vida como experiencia moral, intelectual y espiritual que debe tomarse en serio. Para inculcar esto en el estudiante, Aranguren recomienda, como metodología, hacer uso de la literatura:

[...] al buen profesor de ética le es imprescindible un hondo conocimiento de la historia de la moral y de las actitudes morales vivas [...] El recurso a la mejor literatura, a más de poner al discípulo en contacto con las formas reales y vigentes de la vida moral, presta a la enseñanza una fuerza plástica incomparable y, consiguientemente, una captación del interés del alumno (Ibíd., p. 499).

Por medio de las historias de vida, los cuentos y, en general, del lenguaje simbólico y pictórico propio de narraciones, poemas y mitos, se logra transmitir valores, ideales, y ejemplos a seguir, todo lo cual moldea la imaginación y el carácter aún plástico del niño y del adolescente. La educación ética, emparentada así con la literatura y con una estética de la vida, deviene en lo que Sócrates consideraba un arte supremo, el de saber moldear las almas para alimentar en ellas el deseo de virtud y de verdad.

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21.2. La ética como construcción del carácter

Si la juventud requiere en estos momentos de maestros que le señalen lo realmente esencial e importante para la vivencia de la vida, necesariamente una de las primeras verdades que habría de promulgarse es que el ser humano es inherentemente un ser moral, y debe empezar, de esta manera, a aprender a asumir concretamente responsabilidad sobre sus actos. Tal como observa Aranguren, la ética también se ocupa del sentido de la existencia:

[...] no se ocupa simplemente, como suele decirse, de las acciones buenas o malas del hombre, ni aun con el añadido de las costumbres. El sentido de la vida y lo que, a través de la existencia hemos hecho y estamos haciendo de nosotros mismos, y no solo cada uno en sí, sino también de los otros, porque somos corresponsables del ser moral y el destino de los demás; he aquí el tema verdadero, unitario y total de la ética (Ibíd., p. 500).

La obligación de atender y expresar solidaridad a un semejante, hacia sus necesidades e intereses, representa una cuestión moral, considerando básicamente, la inevitable interdependencia y vínculos construidos, en la interacción social. Por lo tanto, de cierta manera, vida ética y experiencia de la vida comunitaria se correlacionan: “En este ir acaeciendo al hilo de la vida, coextensiva a ella, y en este constituir un haber espiritual adquirido a lo largo de ella, la experiencia de la vida se asemeja al éthos, carácter o personalidad moral que, para nosotros, constituye el concepto −y la realidad− central de la ética [...]” (1969, p. 36, 37). Efectivamente, este “hilo de la vida” a partir del cual se construye un carácter, sólo es posible con el tejido configurado desde el reconocimiento del otro, y su inclusión en el proyecto personal de vida buena.

Ahora, la ética puede ser enseñada, en cierta medida, a partir de una pedagogía que estimule al cultivo de virtudes básicas para la vida. Pero con seguridad el mejor maestro resulta ser la vivencia de la vida misma con sus múltiples experiencias. Si se considera que para Aranguren, siguiendo a Aristóteles, el carácter de un hombre puede estar constituido tanto por virtudes como por vicios (1990, p. 293), la labor del educador moral consistirá principalmente en hacerle ver al estudiante las consecuencias de cada uno de ellos,

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mediante la ilustración y el ejemplo, quedando entonces en la experiencia y en la forma como sea asumida por el individuo, el moldeamiento concreto de su ser o personalidad moral. Toda persona cuenta con la posibilidad de actuar, haciendo uso de su voluntad, en tal o cual dirección, con lo que resulta hasta cierto punto constructora directa de su propio carácter y destino. Así, “[...] el éthos solo puede configurarse a través de los actos y los hábitos. Por eso la vía más directa para “lograrse” es la entrega, la acción social, la renunciación, el sacrificio, el “darse”. El éthos no puede perseguirse como el corredor la meta” (Ibíd., p. 294).

Esto último es muy importante porque muestra claramente que la formación ética no es una mera cátedra impartida en el colegio o la universidad, sino que involucra íntimamente al existir humano en todas sus vivencias y esferas de acción. Por eso, es evidente que al hablar de la educación ética de la juventud no debe dejarse de lado el hecho de que a lo sumo se le pueden brindar ciertas bases para orientación en la vida, mas nunca otorgarle un ser que sólo se adquiere al vivir y poner a prueba lo que se es, o puede llegar a realizar. Precisamente, esto está muy relacionado con la vocación. La vocación interna pasa por la vocación externa, pues sólo en la entrega propia al servicio de la comunidad, se puede alcanzar la verdadera perfección (Aranguren, 1972, p. 455, 456).

21.3. El quehacer ético y la experiencia religiosa

Tal como se ha visto, el objeto propio de la ética es la construcción del carácter, el perfeccionamiento interno del ser humano, lo cual a su vez se logra al existir un compromiso con el servicio a la sociedad. Ahora, esta construcción del carácter ha de ser firme y real, debe pasar tarde o temprano por el arrepentimiento y la conversión, pues no hay persona alguna que alguna vez haya malogrado en cierta extensión su vida con actos erróneos. Efectivamente, refiriéndose Aranguren a un triple cerco que asedia la libertad para el bien −los impulsos naturales desordenados, los malos hábitos y la situación en que el hombre se ha envuelto−, señala que “la rotura de este triple cerco acontece por obra del arrepentimiento y la conversión” (Ibíd., p. 463), lo cual lleva, de alguna manera, al ámbito de la religión entendida como instancia a partir de la cual puede imbuirse un espíritu de profundo cambio y búsqueda de la trascendencia.

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La relación del arrepentimiento con la formación ética es clara cuando se observa que “[...] el arrepentimiento profundo... no es arrepentimiento de “actos”, ni tan siquiera de “vida”, sino del “modo de ser” o, dicho con todo rigor, del éthos” (Ibíd., p. 467). Con respecto a la conversión cabe indicar que ésta, si es real, es propiamente religiosa, pues el bien que se busca no se encuentra siempre del todo en esta vida (Ibíd., p. 467). Así, es evidente que el quehacer ético lleva y necesita a la experiencia religiosa, entendida como paso a una esfera de lo trascendente, en donde el sujeto moral se transforma desde su interior y pasa, por lo tanto, a efectuar ciertos compromisos, sacrificios y renunciaciones vitales.

Según Aranguren, la religión puede ser un factor poderoso para transformar a los individuos tanto para bien como para mal, esto es, según las creencias que abracen y la imagen de Dios que adopten: “verdaderamente, la religión que se cree y vive, aquella en la que se cree, madura y muere, conforma al hombre con más fuerza que cualquier otra condición, que ninguna otra influencia. Según como sea nuestro Dios así seremos nosotros. Nada es comparable a esta configuración religiosa del modo personal de ser” (1963, p. 26). Si un compromiso positivo de la propia vida involucra la vocación y el sacrificio (1990, p. 281), es claro que el maestro de ética debe infundir con constancia, y haciendo uso de una “repetición” dinámica vivencial, un espíritu de reverencia y religiosidad en sus alumnos hacia el sentido del existir humano y sus posibilidades de realización.

Conclusión

Por lo examinado, se puede afirmar que Aranguren, siguiendo la tradición aristotélica, enfatiza que el carácter del individuo se va consolidando mediante la experiencia. El ser humano se va

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apropiando de una determinada forma de ser con sus experiencias particulares. Le corresponde así, al proceso formativo, fomentar en el joven estudiante una voluntad lo suficientemente fuerte como para encaminar su libertad de manera adecuada, frente a las tendencias internas expropiadoras de la dignidad, y frente a presiones negativas de la sociedad donde se desenvuelve el individuo. Esto conlleva la competencia del profesor para inculcar un espíritu de compromiso moral en la juventud, por medio de la representación concreta y real de lo que implican tanto las virtudes como los vicios a la hora de alcanzar la realización en la vida.

Por otra parte, promover una educación ética significativa, y de cara a las necesidades de la juventud, está relacionada con considerar diversos aspectos vinculados con el contexto donde se orientan los procesos de enseñanza−aprendizaje. Para Aranguren, es igualmente importante inculcar la necesidad de luchar por una causa, el entregarse al servicio de la comunidad, al trabajo constructivo, como formas de acción que involucran la realización ética de las personas, al ejecutarse sobre todo con responsabilidad y verdadero sentido de justicia, solidaridad y preocupación por el bien común.

Este propósito de alcanzar una personalidad moral que se va constituyendo gradualmente, a partir de la vivencia de la vida, requiere, para el autor, de una final consolidación que se hace posible también con experiencias de carácter espiritual, como camino para acceder a un sentido trascendente de la propia existencia. Esta dimensión de lo trascendente, complementa la imposibilidad de lograr y personalizar, de hecho, la perfección moral en el mundo, a la vez que posibilita hacer frente con esperanza, a las experiencias del dolor, la enfermedad y la muerte, que aquejan a la humanidad.

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LA ÉTICA Y LA CONSTRUCCIÓNDEL BUEN CARÁCTER

Si la ética, entendida en sentido amplio, es un saber normativo racional que pretende orientar las acciones humanas, resulta claro que más allá de los retos específicos que surgen en toda actividad particular, el quehacer moral parte de la base de la toma de decisiones del sujeto en relación con variadas circunstancias, condiciones y escenarios. Una ética aplicada a diversos contextos de acción, requiere volver la mirada una y otra vez, a la pregunta por sí mismo, a la cuestión del desarrollo de la excelencia y la realización, fines a los que contribuye la mediación de la educación, el trabajo y la interacción social. Así, en este capítulo se consideran algunos elementos básicos para pensar en qué consiste la construcción del buen carácter, desde la perspectiva de una ética aplicada al saber vivir.

22.1 La cuestión del saber vivir

Según se ha visto, las cuestiones morales son inherentes a la vida humana misma, porque el ser humano es un agente moral, es decir, un ser con capacidad de tomar decisiones racionalmente y, por ende, responsable de sus actos. Ya sea que la persona se desenvuelva en el entorno familiar, social o laboral, está constantemente frente a deberes y mínimos morales exigibles para promover la sana convivencia y un tejido de bienestar social. Toda responsabilidad descansa en el hecho de que el hombre, a diferencia de otros seres de la naturaleza, posee cierto grado de libertad que le permite

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desenvolverse a voluntad en determinada dirección, y la facultad de razonar sobre lo que hace. Así, la ética, aplicada a diversos ámbitos de acción, implica la preocupación general, por lo que constituye la exigencia de una vida moral ante los demás. Esta vida bien lograda requiere expresar un sentido de excelencia objetivo, sin desconocer por ello, la conciencia e idiosincrasia del individuo. En otras palabras, pensar una ética como arte de vivir, invita al menos a atender básicamente tres factores: el cuidado de sí mismo, el sentido de responsabilidad por el bienestar de los semejantes, y el cuidado y protección del medio ambiente.

El cuidado de sí mismo es una tarea que tiene como punto de apoyo el amor propio. Éste se expresa en la preocupación por la salud del cuerpo y el desarrollo de los talentos y disposiciones morales, intelectuales y espirituales. Por medio de la educación, el arte, la cultura, la religión y la ciencia, se cultivan las facultades y se cumple, como diría Kant, el deber hacia uno mismo de alcanzar la propia perfección. Este interés por conseguir el desarrollo de las propias potencialidades, por cultivar los talentos y capacidades, constituye un imperativo moral, que lejos de estar relacionado con un individualismo excluyente, supone una condición sin la cual es difícil pensar en el sentido de la reflexión ética, por cuanto ésta tiene por objeto orientar las acciones hacia el logro de la realización humana, lo cual implica considerar el despliegue del propio ser.

El anhelo de excelencia y perfección, culminación del arte de vivir ético, es el producto más exquisito del amor propio adecuadamente considerado. Quien no desea ser excelente ni perfecto, quien crea que no se merece tanto o no se atreve a proponerse tanto, es que desde luego no se ama lo suficiente a sí mismo: o tiene una idea de la excelencia y perfección puramente ajena, pervertida, esclavizadora, incompatible con las urgencias inaplazables de su yo (Savater, 1995, p. 41).

Por su parte, el sentido de responsabilidad por el bienestar de los otros, implica el compromiso de atender las obligaciones como trabajadores, ciudadanos y miembros de una familia. Involucra el fomento de adecuadas relaciones sociales, la preocupación por hacer, en lo posible, que la vida de los demás sea una experiencia más agradable y llevadera, y desarrollar un espíritu de servicio

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con una disposición de ánimo solidaria, benévola y respetuosa. En otras palabras, desarrollar una actitud ecuánime, con pensamientos y sentimientos sensibles a las necesidades e intereses de otros, y expresados en el bien que puede lograrse como resultado de las propias acciones y obras asumidas de manera responsable, es uno de los factores que construye un buen carácter. Desde la tradición moral antigua, era común referirse a la máxima según la cual el carácter de un hombre es su destino, con lo que se daba a entender que la preocupación por cultivar un carácter noble y bello, además de beneficiar el ámbito de las relaciones humanas, constituía la posibilidad de hacer de la propia existencia, una obra de arte que tarde o temprano recogería sus frutos.

Por supuesto, el interés por los otros también se amplía a las relaciones con seres que no necesariamente participan de la condición humana. En este sentido, el pensamiento ético contemporáneo pasa a considerar el despliegue del saber vivir, en relación con el compromiso de proteger el medio ambiente, lo cual crea una comprensión de la interdependencia de todas las manifestaciones de la vida, y las estrechas relaciones que se tejen entre el ambiente sociocultural y el ambiente natural. Así, el no maltrato a los animales, la protección de los ecosistemas, el cuidado de los recursos naturales y de la biosfera en general, representan un sentido de conciencia ecológica que hace al ser humano más sensible y dispuesto para lo moral; a la par que implica el reconocimiento del valor y respeto de la vida en todas sus manifestaciones. La pregunta por la buena vida en sentido ético, transciende el ámbito de las relaciones humanas, para pasar a reconocer, la interacción con diversos seres con capacidad de expresar diferentes formas de vida, consciencia y sensibilidad.

22.2. La excelencia del carácter

Una ética, entendida desde el interés por un saber vivir, involucra buscar el dominio propio, desarrollar distintas virtudes, atender la conciencia y los sentimientos morales, promover el discernimiento ético, consolidar valores e ideales morales y, en general, cultivar una adecuada disposición de ánimo, que exprese, por ejemplo, paciencia y perseverancia. La conquista de la realización personal

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no puede desatender la preocupación por la construcción de un buen carácter, un carácter moral, lo cual incluso requiere prestar atención a las emociones:

Cuando hablamos del carácter de una persona, de sus virtudes y vicios, el tener una cierta estructura emocional es relevante para dicha atribución. En algunos casos los rasgos de carácter hacen referencia clara a emociones específicas, como cuando decimos de una persona que es miedosa, orgullosa, compasiva, generosa, etc., en otros casos esta referencia a emociones no es tan directa, pero una descripción adecuada de las virtudes o de los vicios debería incluir ciertas emociones. Así, hablamos de personas que son bondadosas, valientes, comprensivas, vengativas, crueles, etc. (Hansberg, 1996, p. 125).

En la medida en que la voluntad se antepone a deseos egoístas

y pasiones desordenadas, para obrar según los dictados de la conciencia moral, se cultiva la virtud. El hombre o la mujer con virtud, en sentido moral, se esfuerza por cultivar su carácter, corrigiendo vicios y buscando actuar conforme a valores morales a la hora de tomar decisiones. Pero establecer parámetros para una vida buena resulta problemático por el hecho de que existen tantas nociones sobre el saber vivir, como individuos o culturas. Cada persona o comunidad desarrolla virtudes específicas en atención a sus ideales, concepciones de lo bueno, creencias o tradiciones. Sin embargo, el mismo amor propio obliga a tratar de superar la esfera meramente subjetivista de cada parecer moral, para considerar el hecho de que el estilo de vida particular puede afectar directa o indirectamente a los demás.

En este orden de ideas, el tratar de incorporar valores morales como la solidaridad, el altruismo, la benevolencia, entre otros, representa un ejercicio virtuoso porque en muchas ocasiones ello implica superar los propios intereses en beneficio de los demás. Las anteriores afirmaciones pueden parecer idealistas, pero considerar la relación entre querer y poder, conduce a asumir con convicción la posibilidad de realizar una vida ética incluso bajo situaciones adversas. De ahí que el ideal de hombre bueno es superior al del buen ciudadano. Un mundo moralmente deseable

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sería aquel poblado no sólo por seres humanos que cultiven virtudes ciudadanas, sino por personas de recta intención, de corazón puro, que buscan obrar en consecuencia.

Ahora, la construcción de un buen carácter es posible al concebir al sujeto racional, como ser dotado con dos emociones morales: la vergüenza y la culpa.

La vergüenza y la culpa, al igual que el orgullo y la humillación, son emociones de auto-evaluación. La persona que siente vergüenza se siente expuesta a la mirada de otros, se ve a sí misma como un objeto de observación y se juzga desfavorablemente. La culpa, al igual que la vergüenza, implica auto-censura: la persona que se siente culpable podría pensar, por ejemplo, que ha hecho algo prohibido, que ha transgredido una norma, que ha roto un tabú o que ha dejado de hacer algo que considera obligatorio [...] La vergüenza moral, la culpa y el remordimiento, y también la indignación, pueden verse como emociones morales en el sentido de que todas ellas requieren, de parte del sujeto que las tiene, un sentido de los valores morales y una conciencia, más o menos desarrollada, de las distinciones morales, de lo que es correcto o incorrecto, honorable o deshonroso, justo o injusto. La persona que siente remordimiento se ve a sí misma como un agente moral responsable cuyas acciones tienen consecuencias acerca de las cuales debería hacer algo (Ibíd., p. 119−124).

Existe además, una especie de tribunal interno que constantemente se dispone a discernir sobre los propios actos, y a evaluar lo realizado en sentido moral. Aprender a escuchar esta voz íntima, y a cultivar los sentimientos morales, contribuye a la realización de una vida plena, productiva y de excelencia ética. En efecto, la conciencia moral es entendida aquí como la capacidad interna que posee un individuo para atender aquellos principios de acción que la recta razón valida como correctos. En la medida en que el ser humano atiende dichos principios, desarrolla su fibra moral, es decir, su fortaleza anímica a la hora de seguir lo que el deber o el sentido de la responsabilidad, le indican. En este proceso median las emociones y los sentimientos morales, los cuales son condiciones del ánimo que posibilitan aceptar o rechazar ciertas actitudes y actos propios o ajenos, en tanto que afectan, con agrado o desagrado, las percepciones y sensibilidad sobre lo correcto e incorrecto.

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Sólo la virtud, en el sentido griego de excelencia, tiene valor en este mundo, sólo cobra sentido la vida cuando tratamos de vivir con apasionamiento moral la búsqueda de la belleza, de la bondad y del amor que, sin perder su fuerza, se ha robustecido dentro del marco del conocimiento de las cosas y de las personas, desde la sensatez y la sensibilidad. […] Naturalmente pedir que la ética del futuro mire más a la benevolencia, al cuidado amoroso, y al propio amor no supone que olvidemos que como seres humanos totales y no escindidos necesitamos alimentar a un tiempo nuestras necesidades somáticas, psíquicas, culturales y de toda índole. Primero sobrevivir, luego soñar. Pero tal vez sin la esperanza de soñar y de intentar amar la supervivencia carezca de excesivo sentido (Guisán, 2002, p. 323, 324)

La pregunta por el cómo vivir de una manera adecuada, pasa, de esta forma, por el reconocimiento de sí mismo, de las diversas facultades, potencialidades y talentos que configuran el propio ser, los cuales requieren ser desplegados y desarrollados para lograr la plena realización del yo, junto con la satisfacción interna a que esto conduce. Realización y desarrollo de facultades que, por supuesto, se configuran y afianzan, desde la interacción social, el reconocimiento del otro, y las múltiples posibilidades de colocar los propios talentos al servicio de los demás y de la construcción del mejor mundo posible. Tarea que discurre por variados procesos de reconciliación de diversas fuerzas vivas que impulsan el desarrollo de los pueblos y los individuos.

En efecto, en el caso de las sociedades, se trata de la superación de dicotomías entre desarrollo y medio ambiente, ciencia y religión, ética y política, paz y violencia, entre otras. En el ámbito individual, consiste en la reconciliación entre razón y sentimiento, egoísmo y altruismo, pasión y dominio propio, lo cual es bellamente expresado como la búsqueda por el logro de la experiencia íntima cotidiana de “un amor razonable y una racionalidad afable” (Guisán, 2002, p. 325). Superaciones y reconciliaciones que, desde luego, nada tienen que

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ver con la negación de los conflictos inherentes a la vida subjetiva y social de los individuos, los cuales promueven el desarrollo. Ellas, más bien, están relacionadas con la comprensión de las dinámicas antagónicas para aprender a sacarles provecho. Y es desde estos escenarios, que la ética puede seguir diciendo mucho, como ejercicio reflexivo para asumir los diversos retos que plantea la búsqueda de la realización personal y de la convivencia.

Conclusión

Por lo considerado, se puede apreciar que, en últimas, el punto de apoyo para esperar hacer frente a dilemas morales y conflictos de valores, a los que está expuesto el sujeto contemporáneo desde distintos escenarios de acción, es el propio carácter moral. En efecto, este es un factor fundante que explica hasta cierto punto, la manera cómo asume el individuo la toma de decisiones ante retos y normas de acción específicas. Por ello, es fácil comprender la interacción entre las virtudes del carácter y las que se despliegan a partir del ejercicio del sujeto moral entendido como ciudadano, profesional, o como agente con otros roles sociales. El perfeccionamiento del carácter es posible sobre la base de la interacción social y el despliegue de talentos y capacidades en diversas actividades y labores; y a su vez, este quehacer tanto técnico como práctico, requiere, para su optimización, ser asumido en función de un compromiso moral que parte de las convicciones y vocación de cada persona. Así, la vida y acción humana, entendidas como fenómenos mediados por el examen y el cuidado de sí mismo, a los que está obligado todo individuo por la tensión entre el mundo objetivo y el subjetivo, revelan un particular sentido de la existencia: el logro de un carácter cada vez más pleno. Éste se configura con las experiencias brindadas por las actividades tendientes a adaptarse y transformar el mundo, y por aquellas que son propias del ser interno, cargado de voliciones, sentimientos, representaciones y juicios, lo cual imprime una particular forma de ser y de asumir la realidad.

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Cuarta ParteÉTICA Y CUIDADO DE LA VIDA

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ELEMENTOS PARA UN HOLISMO BIOÉTICO

La pregunta por el estatus moral y el respeto de las diversas expresiones de la vida en general y de la vida humana en particular, es centro de interés de la reflexión ética, dado un singular periodo de la historia donde se toma conciencia de lo vulnerable de la vida planetaria y de los riesgos a los que se ve expuesta la especie humana por el desarrollo de la ciencia, la tecnología y la denominada civilización moderna. Las dinámicas de los ecosistemas, los experimentos con humanos y animales, la sobrepoblación y el tratamiento de las enfermedades, por ejemplo, son cuestiones abordadas desde variados enfoques teóricos. Efectivamente, las condiciones de vida digna, el desarrollo sostenible, las prácticas médicas, la investigación biológica, entre otros, son objeto de reflexión y consideración, a partir de estudios de caso en ética profesional, análisis ético−políticos, y ejercicios de fundamentación y justificación moral.

En lo relacionado con la pregunta por la vida humana, su bienestar y condiciones de existencia, es claro que desde al menos la década de los 70, ha cobrado cada vez más fuerza el interés de la reflexión ética por plantear problemas propios de las denominadas ciencias biológicas y de la salud, lo cual ha venido configurando la bioética como campo de conocimiento, que para algunos autores cabe diferenciar de la ecoética, dado que esta última contempla especialmente el cuidado de la vida no humana. Con todo, si se parte de la noción de bioética entendida en sentido amplio, es decir, como

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una ética centrada en el cuidado y protección de la vida, es evidente que cobra sentido hablar de distintas bioéticas, esto es, una bioética médica, una bioética ambiental, una bioética social, entre otras.

23.1. Principios de la bioética

La bioética entendida en sentido estricto, es decir, como una ética que defiende la vida y dignidad humanas ante variadas formas de instrumentalización y amenazas, producto del avance científico, médico y biotecnológico, tiende a basarse en tres principios asumidos por el denominado Informe Belmont, publicado en Estados Unidos en 1978, que busca proteger a los seres humanos involucrados en procesos de investigación biomédica y del comportamiento. Estos principios son: el respeto por las personas y por su autonomía, la beneficencia entendida como el no causarles daño y el esfuerzo por garantizar su bienestar y minimizar riesgos, y el reconocimiento de la justicia, a partir del cual se aprecia la no explotación del ser humano y la relación razonable entre costos y beneficios de la investigación (AA.VV, 1979). Es claro que en el trasfondo de estos principios está la cuestión de la dignidad humana, punto de partida en toda justificación que pretenda defender la seguridad, integridad y no cosificación de las personas.

Con todo, este enfoque si bien es fundamental, puede resultar insuficiente, por un lado, porque la noción de dignidad de la persona resulta muy general para atender casos específicos y especiales, y por otro, al ser estos principios igualmente generales, pueden carecer de una justificación racional que permita esclarecer cuestiones como: ¿por qué aceptar la autonomía como valor fundamental a respetar?, ¿qué implica un trato digno en personas que por diversas razones no son capaces de ejercer autonomía?, ¿de qué es digna una persona? De ahí que haya un intento por redimensionar el significado de la dignidad humana, y su relación con la autonomía, (Cortina, 2007, p. 228−240); a la par que se busca ampliar y complementar los principios de la bioética inicialmente postulados (Atienza, 2002).

Respecto a esto último, los principios de la bioética, propuestos para resolver casos considerados fáciles, son los de autonomía, dignidad, universalidad o igualdad, e información. A estos principios

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básicos se sumarían otros cuatro principios secundarios, es decir, que se desprenden de los básicos, los cuales posibilitan hacer frente a casos específicos o más complejos. Estos principios serían los de paternalismo justificado, utilitarismo restringido, trato diferenciado y secreto (Ibíd., p. 84−87).

Detrás de estos principios existe ciertamente un interés legítimo: cuidar, proteger y velar por el bienestar de las personas involucradas en la investigación con humanos y en el tratamiento de enfermedades de diversa índole. Pero también es claro que estos principios cobran sentido a partir de una relación directa con los afectados. Y puede preguntarse, por lo tanto, qué pasa con aquellos casos en donde se vulnera, de manera indirecta, la salud y la vida humana, por conducto de elementos o factores contaminantes del medio ambiente, los efectos secundarios de productos elaborados con el uso de biotecnologías, y la implementación de políticas públicas que excluyen o transgreden el bienestar de sectores de la población.

Estos son problemas susceptibles de ser abordados por la bioética, en tanto que en el centro de estos se encuentra la vida y salud del ser humano, y sin embargo, los principios antes enunciados se quedan cortos a la hora de servir de referentes para regular la acción y la toma de decisiones. Y, por supuesto, esto no es de extrañar, ya que han sido pensados en relación con las ciencias biológicas, médicas y del comportamiento, en donde es principalmente el individuo el agente involucrado, ya sea como paciente o sujeto de investigación o experimentación. Pero si se ha de concebir igualmente una bioética desde la vida y la salud colectiva, así como a partir de relaciones indirectas entre la actividad tecno−científica, político−económica o bio−industrial, y sus efectos en la población y en personas en particular, surge la necesidad de pensar una serie de principios que permitan comprender los derechos, deberes y responsabilidades con base en otro enfoque. En este sentido, se podrían retomar las palabras de Cely Galindo:

Las conductas personales y sociales, marcadas profundamente por el hábitat natural y construido, conforman un éthos vital, o mundo de la vida, de cuya racionalidad se ocupa la Bioética.

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Dicho éthos es un tejido de valores que está en la base de los procesos sociales y los normalizan, como forma práctica de acción constructora de una cultura. (2001, p. 62)

Entre los principios en función de los cuales se puede denominar un segundo estadio bioético, esto es, el del cuidado de la salud y de la vida desde relaciones amplias entre desarrollo e individuos, es posible considerar los siguientes: 1. Principio de responsabilidad. Toda actividad o acto genera consecuencias directas o indirectas que requieren ser vislumbrados a la luz de sus efectos para sostener la vida humana y sus condiciones de desarrollo. 2. Principio de solidaridad. La exclusión de uno o de algunos a favor del bienestar de una mayoría, es una situación contradictoria. Lo que afecta a uno o a algunos, afecta a todos, dada la interdependencia directa o indirecta de la especie humana, por lo que los intereses y las necesidades de uno o de algunos, en relación con su salud y vida, son también los intereses y las necesidades de todos. 3. Principio del cuidado. La protección y atención amorosa hacia las manifestaciones de la vida y encaminadas al sostenimiento de la salud de los individuos y las sociedades, hacen posible el despliegue del potencial humano y el bienestar de las personas, como agentes morales que, además de la racionalidad, dependen de vínculos afectivos con ellas mismas, con los demás y con el entorno natural y sociocultural.

Ahora bien, existe una tercera dimensión o estadio bioético en donde se pasaría del antroponcentrismo al biocentrismo. En efecto, todos los principios anteriormente formulados se basan en concebir una bioética centrada en la salud y vida del ser humano entendido como individuo o como colectivo de personas organizadas, por ejemplo, a partir de complejas relaciones sociopolíticas y económicas. Desde esta perspectiva, incluso las relaciones con el medio ambiente natural, pasan a justificarse basadas en el bienestar, cuidado y protección de la vida humana. Cabría, por lo tanto, considerar un momento biocéntrico, en el cual las interacciones entre todo lo viviente, la primacía de la vida en sus diversas manifestaciones, el sostenimiento de las condiciones que favorecen el bienestar de cualquier organismo vivo, ocupe un lugar central en sí mismo. Pero esto será objeto de estudio en los siguientes capítulos. Por lo pronto, resulta necesario evaluar los principios antes enunciados, de cara a casos específicos, así como con base a saberes y disciplinas en particular.

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23.1.1. El principio de responsabilidad por la vida

Bajo este principio, cabe afirmar que toda actividad o acto genera consecuencias directas o indirectas que requieren ser vislumbradas a la luz de los efectos para sostener la vida humana y sus condiciones de desarrollo. Independientemente de asumir argumentos éticos, religiosos, políticos o jurídicos, en relación con el valor de la vida, importa sobremanera la cuestión sobre los actos, creencias, ideologías, normas, acuerdos, leyes, etc., que propician y fomentan este valor y sus condiciones de desenvolvimiento.

Se suele señalar la relatividad del respeto por la vida, al no ostentar un lugar inalterable en la experiencia de muchos individuos, sociedades y Estados, los cuales disponen de la vida en momentos de legítima defensa, en condiciones de guerra y frente a crímenes donde es perentorio aplicar la pena de muerte (Calsamiglia, 2002, p. 155, 156). En estos casos, se argumenta, se exime de responsabilidad a individuos, sociedades y Estados, por cuanto se está en presencia de situaciones en donde la vida dejaría de ser el valor supremo a defender. Ella requiere ser subordinada, dadas las circunstancias, a causa de fines considerados superiores, como es el caso de la seguridad, la libertad, la justicia o el bienestar.

Los argumentos relacionados con la relatividad del valor de la vida, suelen ser presentados también, a partir de enfoques utilitaristas con pretensiones de defender la eutanasia con ciertas restricciones. El debate, por supuesto, se da con posiciones éticas universalistas o posturas religiosas que sostienen el valor sagrado de la vida. Pero más allá de esta tensión entre relativismo y universalismo, es posible sostener que los argumentos orientados a justificar la subordinación de la vida en situaciones específicas, lejos de acentuarla como valor condicionado, presentan la idea de exaltarla y promoverla.

Efectivamente, en los ejemplos citados de legítima defensa, guerra y pena de muerte, se está en realidad reconociendo el valor supremo de la vida, aunque desde una perspectiva indirecta y utilitarista. La persona que se ve en cierta forma obligada a quitarle la vida a otro en legítima defensa, tiene como motivación básica el amor por su vida. Las bajas generadas en las guerras se entienden,

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de igual manera, frente al valor supremo que tiene la vida, la cual se despliega plenamente a partir de condiciones de libertad, igualdad, justicia, entre otras, y que, por lo tanto, son objeto de defensa para garantizar el bienestar de la vida para generaciones presentes y futuras. Algo similar se puede decir respecto a la pena de muerte. Disponer de la vida de un individuo se basa en el fondo, en el máximo respeto por el valor de la vida, ya que el condenado es tal, en tanto potencial factor de riesgo para la vida y seguridad del individuo y el cuerpo social. Con esto no se trata de justificar la pena de muerte, simplemente se muestra que los argumentos usados para indicar que la vida no es representada como valor supremo, fundamental o sagrado, por algunas sociedades contemporáneas, revelan, en el fondo, lo contrario. Esto es, dado que la vida y sus condiciones de posibilidad ocupan un lugar central para el individuo y la sociedad, surge en algunas circunstancias cierto asentimiento de garantizar la vida y bienestar de cada uno y de todos, sobre los hombros de la vida y bienestar de otros, ya sea que voluntariamente o por cuestiones de deber lo hagan –caso de la guerra−, o por sentido de autoconservación −legítima defensa−, o como resultado de incurrir en ultrajes a la vida de los demás –pena de muerte−.

23.1.2. El principio de solidaridad para el sostenimiento de la vida

Este principio señala que la exclusión de uno o de algunos a favor del bienestar de una mayoría, es una situación contradictoria. Lo que afecta a uno o algunos, afecta a todos, dada la interdependencia directa o indirecta de la especie humana, por lo que los intereses y las necesidades de uno o de algunos, en relación con su salud y vida, son también los intereses y las necesidades de todos. Este principio complementa al anterior para buscar la superación del enfoque indirecto y utilitarista de la responsabilidad por la vida, enfoque que surge en respuesta al resultado de complejas circunstancias que individuos y pueblos han generado en su devenir histórico.

Ciertamente, se puede afirmar que factores como la falta de amor, de reconocimiento y de solidaridad, pueden explicar la desesperanza, insensibilidad y maldad experimentadas por sujetos y comunidades, lo cual se traduce en una pulsión de destrucción y daño. Esto es, la exclusión, injusticias e instrumentalización de la persona, induce

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a que individuos y colectivos sociales atenten contra la vida, salud, bienestar o integridad de otros, como mecanismo para llamar la atención, responder a la marginación y al maltrato, dar salida a diversos resentimientos, o buscar reivindicaciones, entre otros.

En estos casos jamás se ha subvalorado la vida, es la vida misma no reconocida y aislada la que clama atención, simpatía y solidaridad. Desde estas tensiones donde la exclusión y la indiferencia desplazan la necesidad de reconocimiento e inclusión por parte de cada sujeto moral, se explica en parte un trasfondo de la cultura de la violencia. Por contraste, la configuración de una cultura de la vida, la salud y el bienestar, es llamada a cobrar mayor importancia y sentido, bajo el principio de la solidaridad. Por medio de ella, la suerte del otro deja de estar destinada a la indiferencia, el semejante ya no es sólo un medio para reconocerse a sí mismo, pues pasa a ser un agente moral vital, cuyo destino incide en la salud social y en las posibilidades de desarrollo de una vida que a su vez puede transformar otras vidas. Es con base en esta estrecha interrelación humana, y el consiguiente sentido de solidaridad adoptado para el fomento de la salud y vitalidad de la sociedad, que cabe interpretar afirmaciones como esta:

[…] las culturas expresan sus propios modos de comprender la salud como algo bueno deseable, como bienestar construido mancomunadamente y compartido en procesos dinámicos de consensos. El desarrollo de todas las vitalidades de la biosfera, entendida ésta como un todo embarazado de vida, es una continua “emergencia” que bien pudiéramos llamar salud. Porque no puede existir salud humana sino como resultado diacrónico y sincrónico del desenvolvimiento de las vitalidades psico-biológicas y culturales del individuo y de la comunidad, con sus respectivos niveles de complejidad creciente y de organización, desde donde emergen nuevas cualidades, leyes y propiedades de integración (Cely 2001, p. 163).

La solidaridad para el sostenimiento de la vida significa, en últimas, el compromiso por velar por la salud y bienestar del cuerpo social y el macroorganismo biótico del que todos forman parte, basándose en la atención a los intereses y necesidades de los otros y lo otro, personas y seres no humanos, por cuanto constituyen un todo vital que interactúa directa o indirectamente, y se afectan por ello, desde una mutua interdependencia.

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23.1.3. Principio del cuidado para nutrir la vida

Desde este principio se señala que la protección y atención amorosa hacia las manifestaciones de la vida, y encaminadas al sostenimiento de la salud de los individuos y las sociedades, hacen posible el despliegue del potencial humano y el bienestar de las personas como agentes morales que, además de la racionalidad, dependen de vínculos afectivos con ellos mismos, con los demás y el entorno natural y sociocultural. El principio del cuidado involucra la dimensión sentimental y afectiva requerida para asumir el compromiso por la vida, de acuerdo con la entrega y el vínculo amoroso, ante formas de violencia económica, cultural, ambiental, física y sicológica, que mitigan y obstaculizan el desarrollo del potencial vital y la salud de todos los seres, comunidades y personas. Si la violencia se contrapone a la celebración de la vida, sólo del amor y del cuidado que nutre la vida, puede esperarse la superación del fenómeno de la violencia entendida como enfermedad del cuerpo social y del individuo incapaz de relacionarse adecuadamente con su entorno humano, cultural y natural.

De lo anterior se desprende, además, que el cuidado de la vida es el principio por excelencia que permite pensar en la posibilidad de reconstruir un ethos vital, entendido éste como “sistema simbólico que representa los espacios físicos y psicosociales, externos e internos al ser humano e imprescindibles para su realización existencial, los cuales constituyen el mundo de la vida y dan buena cuenta del sentido de la vida” (Cely, 2009, p. 35). En efecto, el cuidado amoroso y la protección garantizan el encuentro humano saludable, y el desarrollo de una cultura de adecuadas relaciones con el medio ambiente natural y todos los seres que lo configuran, en tanto que apuesta por el desenvolvimiento de la vida frente a aquellos factores que de una forma u otra tienden a obstaculizarlo o a impedirlo.

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En este sentido, cabe también la pregunta por las condiciones de posibilidad para lograr la construcción de este éthos vital, y la incorporación de los diversos principios mencionados, de tal manera que el holismo bioético, como concepción y postura de los individuos ante el reto de promover la vida, cuidarla y sostenerla, sea efectivamente incorporado en la conciencia humana. Seguramente uno de los factores para conseguir este propósito, es la educación, una educación centrada en el cuidado de la vida o bioeducación, que basada epistemológicamente en una filosofía ambiental o ecológica, logre afianzar la formación de personas y ciudadanos con valores positivos encaminados a la protección y respeto de las diversas manifestaciones de la vida.

Conclusión

La bioética entendida en sentido amplio, esto es, como una ética del cuidado de la vida, está atravesada por una serie de principios que pretenden servir de marcos orientadores para hacer frente a casos específicos de toma de decisiones en el campo de la salud y el desarrollo de la investigación tecno−científica, por un lado, y para promover apuestas por la transformación de hábitos personales y culturales que ponen en riesgo el equilibrio planetario, por el otro. En este sentido, si bien la distinción tradicional entre campos como la bioética, la ética ambiental, la gen−ética, la ecología humana, la ética médica, entre otros, resulta importante para permitir el avance de conocimiento, no implica una dispersión de principios rectores en saberes que tienen en común el interés por las condiciones que promueven la manifestación de la vida y su bienestar. Si esto es así, cabría pensar también sobre la base de un holismo ético centrado en la vida, es decir, un holismo bioético.

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EL PENSAMIENTO ÉTICO ECOLÓGICO

En el presente capítulo se estudia el concepto de ética ambiental y el aporte de algunas concepciones filosóficas orientadas hacia la comprensión de problemas y posiciones ambientalistas actuales. Para ello, se centra en considerar algunas cosmovisiones de la relación del ser humano con la naturaleza, partiendo de la base que desde ellas, muchas sociedades y culturas construyen el entramado de diversas relaciones, las cuales pueden favorecer o no un desarrollo en armonía con el entorno, incluyendo la variedad de habitantes del planeta. Esto para apreciar en qué medida es necesario cimentar nuevos marcos reflexivos de acción, para orientar de manera adecuada la actividad de individuos y sociedades, ante los retos ecológicos de esta época. Lo anterior posibilita, a su vez, comprender actitudes y filosofías tendientes a sensibilizar sobre la importancia del pensamiento ecológico en sentido amplio, es decir, como un campo que abarca la interacción humana con todo lo viviente y sus manifestaciones, incluyendo los ambientes socioculturales mismos, creados por el ser humano.

24.1. El sujeto moral y el interés por lo ambiental

Para emprender una aproximación a la noción de ética ecológica es necesario empezar por preguntarse en qué se fundamenta la concepción del ser humano como un sujeto moral que no puede desatenderse de asumir responsabilidades sobre sus actos. Si bien, toda persona es regulada en su obrar por las normas sociales, su educación y herencia genética, existe un margen para la voluntad

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libre. Desde esta perspectiva es que cobra sentido hablar de lo ético y lo no ético, por cuanto se refiere al actuar de un sujeto racional y deseante. De esta forma es posible introducirse en algunos conceptos básicos para la reflexión ética, tales como voluntad libre, moral, responsabilidad y sujeto moral, con el fin de centrarse especialmente en el de ética ambiental, estableciendo algunas relaciones entre ellos.

Tal como se ha indicado, las cuestiones morales son inherentes a la vida humana porque el ser humano es un agente moral, es decir, responsable de sus actos. Ya sea que se desenvuelva en el ámbito familiar, social o laboral, está constantemente frente a deberes o mínimos morales exigibles para promover la sana convivencia y un tejido de bienestar social. Para cumplir estos deberes se requiere desarrollar valores morales, esto es, referentes de vida los cuales regulan la existencia de las personas en forma individual o colectiva: gratitud, solidaridad, compasión, respeto, veracidad, entre otros. Lo anterior permite ir configurando una ética del cuidado y del arte de vivir, pues pensar en ella conduce a atender básicamente factores como el cuidado de sí mismo, el sentido de responsabilidad por el bienestar de los otros y la protección del medio ambiente y los seres no humanos.

El cuidado de sí mismo es una tarea que tiene como punto de apoyo el amor propio. Éste se expresa en la preocupación por la salud del cuerpo y el desarrollo de los talentos y disposiciones morales, intelectuales y espirituales. Por medio de la educación, el arte, la cultura, el trabajo, la religión y el estudio, se cultivan las facultades y se cumple el deber de buscar la propia excelencia o perfección. Desarrollar un ánimo ecuánime, configurado por pensamientos basados en el discernimiento y en sentimientos morales, expresados en rectas acciones y hábitos virtuosos, es un aspecto que desde la antigüedad es reconocido como característico de un noble carácter, y, tal como reza la máxima antigua: el carácter de un hombre es su destino.

El sentido de responsabilidad por el bienestar de los otros implica, por su parte, el compromiso de atender los propios deberes como miembros de una familia, de una comunidad, y como ciudadanos. Involucra el fomento de adecuadas relaciones humanas,

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la preocupación por interactuar de forma apropiada con los demás, desarrollar valores sociales de servicio, solidaridad, con una disposición de ánimo benévola y respetuosa. El reconocimiento del otro y el desarrollo de virtudes cívicas, son elementos que han sido considerados por la tradición moral como deseables y necesarios en la tarea de aprender a convivir.

Por último, la protección del medio ambiente y los seres no humanos constituye un bien deseable e igualmente importante para todo sujeto moral. El no maltrato de los animales, el cuidado de la naturaleza y los recursos naturales, expresan un sentido de conciencia ecológica que hace al ser humano sensible y dispuesto a comprender que la orientación de la vida, desde una reflexión racional, implica estar dispuestos a aceptar un valor moral relevante también para seres no racionales. En general, el paso de la ética a la ética ambiental, basado en el reconocimiento de deberes y responsabilidades del sujeto moral, para con su entorno natural y sociocultural, puede expresarse en los siguientes términos:

[…] debemos recuperar la idea de llevar una vida ética como una alternativa realista y viable al actual predominio del interés personal materialista. Si, a lo largo de la siguiente década, surge una nueva generación con nuevas prioridades, y si esa generación obra bien en todos los sentidos de la expresión –si su cooperación produjese beneficios recíprocos, si hubiera plenitud y gozo en sus vidas−, entonces la actitud ética se extenderá, y el conflicto entre ética e interés personal habrá sido superado, no sólo mediante razonamientos abstractos, sino adoptando la vida ética como un modo práctico de vida, y demostrando que funciona, psicológica, social y ecológicamente (Singer, 1998, p. 276, 277).

El ser humano es un sujeto moral por cuanto es responsable de sus actos: posee la facultad de razonar sobre lo que hace, y tiene cierto grado de libertad que le permite desenvolverse en una dirección u otra en la toma de decisiones, sin estar completamente condicionado por las circunstancias. Se encuentra constantemente ante deberes, compromisos y responsabilidades que se le exigen en tanto que interactúa con otras personas y con un entorno natural y sociocultural del cual depende. Desde esta perspectiva, es necesario

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examinar las herramientas brindadas por la reflexión ética para orientar acciones encaminadas a hacerle frente a los retos propios de la vida en esta época, especialmente en un momento cuando hay mayor sensibilidad sobre lo vulnerable que puede ser el equilibrio ecológico en el planeta.

24.2. La ética y la ética ambiental

Antes de abordar ciertas características del pensamiento ecológico en la actualidad, desde un punto de vista ético, es importante retomar algunos elementos de las nociones de ética y ética aplicada. La ética es la reflexión racional y crítica sobre los fundamentos y el sentido de la acción humana, realizada por sujetos morales, esto es, seres con capacidad de discernimiento y de tomar decisiones. La ética, como disciplina filosófica, desarrolla teorías que buscan explicar o dar cuenta de la rectitud o no de las acciones y decisiones del ser humano. Para ello puede adoptar enfoques culturales o pragmáticos al tener en cuenta las normas y costumbres imperantes en la comunidad o sociedad donde se desenvuelve el individuo, o también puede centrarse en postular principios y valores con un carácter procedimental y formal.

Pero lo esencial es que la ética cobra sentido como saber normativo que brinda una orientación para la acción humana en diversos contextos o campos de actividad: la empresa, la familia, la ciudad, la escuela, el ejercicio profesional. En ellos se dan tensiones y conflictos que constantemente retan a la toma de decisiones con responsabilidad, y en esta dirección, se puede hablar de la importancia de una ética aplicada a situaciones y dilemas específicos. En otras palabras, a causa de la diversidad de ámbitos de acción, es indispensable considerar diferentes enfoques en la reflexión moral: ética médica, ética ambiental, ética de las organizaciones, entre otros. Éstas son éticas aplicadas porque se encargan de estudiar la acción humana desde contextos y problemas morales determinados.

24.2.1. La ética ambiental

El mundo contemporáneo atraviesa diversas crisis de carácter político, ecológico, económico y social. Para generar un nuevo orden de cosas es preciso que los individuos mismos que conforman

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la comunidad o sociedad, empiecen por asumir sus propias responsabilidades en uso pleno de su autonomía y capacidad de discernir. Sólo de esta forma es posible empezar a generar un tejido moral social que fomente una cultura más sensible a lo vulnerable del entorno natural y sociocultural. Por ello, centrarse en la crisis ecológica de este tiempo, precisa hacer referencia a una serie de problemas que atraviesan al menos dos formas de deterioro ambiental:

1. Deterioro del entorno natural local y global, y en las relaciones con seres no humanos, manifiesto por: disminución de la biodiversidad, pérdida de capacidad biológica de los ecosistemas para autosostenerse, sobreexplotación de los suelos, extinción de especies animales y vegetales, agotamiento de los recursos naturales, deforestación, maltrato y explotación de animales, desertización, contaminación de mares, océanos y recursos hídricos, deterioro de la capa de ozono, lluvias ácidas, aumento de cataclismos naturales, cambios climáticos constantes y calentamiento global, entre otros.

2. Deterioro del entorno sociocultural y urbano, reflejado en diversos fenómenos: diferencias entre países desarrollados y en vía de desarrollo, conflictos armados y múltiples formas de violencia en la interacción humana, explosión demográfica, envejecimiento de gran parte de la población en algunos países, incremento de enfermedades, pobreza, migraciones, contaminación auditiva y visual propia de las grandes ciudades, uso inadecuado de residuos sólidos y desechos industriales, explotación laboral y abuso del poder, entre otros.

La reflexión sobre el deterioro del medio ambiente entendido en sentido amplio, el entorno natural y sociocultural, está atravesado por un trasfondo ético, puesto que está directamente relacionado con la pérdida del sentido de la responsabilidad individual y colectiva en las relaciones mutuas y con seres no humanos. De esta manera, para intentar una definición de ética ambiental, es necesario apreciarla desde varias dimensiones de reflexión para comprender su razón de ser basada en la teoría y la acción. Es factible decir inicialmente de la ética ambiental, que es un campo de la ética general aplicado a comprender y fundamentar responsabilidades, deberes y derechos que requieren ser explícitos para guiar la acción humana en su

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relación con el medio natural y artificial, en sentido moral. Por ello, además de centrarse en evaluar el impacto ambiental de la tecnología y la industria en los ecosistemas y la vida humana, es una ética que se puede aplicar a la comprensión de los derechos de los animales, para promover su respeto y solidaridad por parte de los seres humanos, y a la fundamentación de acciones a favor del desarrollo sostenible, de la biodiversidad y del bienestar de todas las especies que habitan el planeta Tierra. En síntesis, la ética ambiental es el estudio reflexivo y crítico de los retos morales y valores normativos que plantean la relación e interacción entre seres humanos y seres no humanos, como partes de un todo complejo, natural e interdependiente. Desde esta perspectiva, el término ética ambiental es usado como sinónimo de ética ecológica o ecoética.

La ética ecológica o ambiental pretende, con sus desarrollos conceptuales y teóricos, orientar las acciones de las personas y las organizaciones, desde los principios de la responsabilidad y el cuidado. Ella puede partir, por ejemplo, del análisis de los retos que plantea el desarrollo urbano para el equilibrio ecológico. Esto para trazar modelos de comprensión del problema, con base en una perspectiva moral, que lleven a asumir compromisos o sustentar políticas de desarrollo sostenible, consecuentes con el bienestar de las especies que probablemente se vean afectadas, incluyendo las repercusiones sobre la vida humana misma.

Así, es posible afirmar con Ferrete (2005, p. 71, 72) que la reflexión ética ecológica es necesaria por al menos cuatro razones: 1. No se puede olvidar el mundo de lo no humano como compromiso moral, se debe reflexionar sobre cómo garantizar las obligaciones de los seres humanos, con respecto a los no humanos y el medio ambiente. 2. Es necesario considerar los deberes para con las generaciones futuras; asumir responsabilidades presentes por seres futuros con los que no se mantiene una relación de reciprocidad. 3. Es imprescindible replantear las relaciones interhumanas, teniendo en cuenta que la crisis ecológica tiene su origen en determinada concepción del ser humano. 4. El problema ambiental sitúa al individuo en una vertiente presente en muchas actividades humanas relacionadas con la búsqueda de una sociedad más justa, pacífica y equitativa, y en donde la ciencia y la tecnología sean consecuentes con los fines de la humanidad.

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La autora también dice que las actuaciones públicas y privadas con repercusión indirecta en el medio ambiente, las cuales deben ser consideradas seriamente desde una ética ambiental o ecológica, son aquellas involucradas con el consumo de luz y agua en el hogar, el reciclaje, la reutilización y reducción de productos, y el silencio o apatía de la sociedad al continuar con viejas costumbres de consumo.

La ética ecológica o ambiental no es una ética aplicada más, porque la actitud ambiental está presente en todas las actividades humanas […] La preocupación fundamental de la ética ecológica no es sólo el medio ambiente, sino y especialmente los seres humanos […]. El medio ambiente es un concepto que implica una realidad compleja que además de cuestiones naturales, biológicas y físicas, contiene consideraciones sociales, culturales y, en definitiva, éticas […] la ética ecológica tiene pretensión universalista, se basa en el principio de la responsabilidad humana hacia su entorno natural, en general, y hacia los seres no humanos en concreto. La ética ecológica como ética aplicada se ocupa de problemas ambientales en sentido amplio: la pobreza, la mejora de la calidad de vida, la paz y la justicia en todo el ecosistema mundial […] (Ferrete, 2005, p. 80, 81).

Ahora bien, en la construcción de una ética ambiental diciente y significativa para todos los habitantes de este planeta, es necesario partir de intereses mínimos compartidos con relación a los verdaderos retos que plantea este siglo, con el fin de mejorar la calidad de vida de todos los pueblos y naciones. Es imprescindible asumir una guía de acción que, sustentada en principios éticos, brinde un norte para trabajar mancomunadamente en la superación de las crisis ambientales y la promoción de un desarrollo sostenible. La Carta de la Tierra puede servir como marco inicial de reflexión, pues es un documento cuya misión es precisamente establecer una base ética para las sociedades contemporáneas, de tal manera que el desarrollo de éstas sea consecuente con el respeto por la naturaleza, la justicia social y económica, y la paz.

24.3. Ecosofías y ética ambiental

Según lo anterior, es importante reflexionar sobre algunas concepciones de la relación del ser humano con la naturaleza, para comprender su impacto en las sociedades que las han acogido.

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Se requiere analizar, a partir de un punto de vista ético, cómo las cosmologías influyen en la forma en que los individuos interactúan con el medio circundante. Esto a su vez permite centrar la atención en identificar las crisis ambientales de este tiempo, sus causas, y los aportes de miradas ecosóficas y la ética ambiental, en la construcción de una cultura local y global más sensible a las diversas expresiones de la vida.

Las concepciones filosóficas y cosmogónicas sobre la relación hombre−naturaleza, cobran fuerza desde mediados del siglo XX, cuando algunos movimientos ambientalistas las adaptan para sustentar muchas de sus luchas y convicciones. Ellas se remontan a épocas antiguas y a diversas culturas, tal como lo revela el legado de pueblos originarios de América, y de las remotas comunidades egipcias y greco−latinas. Si bien, son distintas las concepciones de la dependencia del mundo humano con la naturaleza, sobre la base de un sentido de trascendencia, llama la atención el interés suscitado por estas perspectivas, como corrientes de pensamiento que dentro de los saberes ecológicos actuales, han inspirado, de alguna manera, la necesidad de superar posiciones antropocéntricas, en los mismos movimientos ambientalistas.

Esto es así, por cuanto estas concepciones, que en general pueden catalogarse como ecosóficas, involucran una marcada dimensión espiritual y biocéntrica, a la hora de explicar las interacciones de lo viviente, lo que al mismo tiempo facilita fundamentar posiciones holísticas frente a problemas globales. En consecuencia, desde una racionalidad ecosófica, resulta importante tanto la tarea de adoptar medidas para la protección del medio ambiente, como la misión de promover cambios estructurales y profundos en las culturas antagónicas al pleno despliegue de la vida planetaria. Se trata, por ello, de adoptar nuevas visiones del mundo que, según principios universales basados en el respeto por la vida, impulsen estrategias de desarrollo amigables con el todo vital, del cual el ser humano forma parte.

Ahora, si es claro que a lo largo de la historia del pensamiento humano han surgido diferentes cosmologías, mitos y concepciones que dan cuenta de la relación del hombre con el cosmos y con la

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naturaleza, resulta fundamental detenerse un poco en algunas de ellas, para luego considerar sus aportes al pensamiento ético ecológico actual.

En la cosmovisión andina, por ejemplo, la Pacha es el cosmos y el tiempo que se transforma constantemente por la oposición entre vida y no vida. También está la Pachamama, la Madre Tierra, la cual siempre ha existido, lo mismo que el cosmos, pero la Pachamama no siempre pudo reproducirse. Para manifestar vida tuvo que ser fecundada por el Doble Sol, es decir, el Sol que posibilita el crecimiento y desarrollo del mundo físico, material, con su calor, pero también el Sol espiritual que marca el deseo de perpetuarse en todo lo viviente, y que a la vez representa el sustento inmaterial de lo existente en el cosmos. Este acto de reproducción se realiza cíclicamente cada año durante el mes de septiembre, cuando el rayo fecundador del Doble Sol llega a la Tierra para imprimirle renovada vitalidad a los procesos de generación y desarrollo de las semillas que favorecen la reproducción en plantas, animales y hombres. El Kamaqen o simiente del Doble Sol, es la energía ilimitada de la vida que existe en todo el cosmos, y es usada para fecundar cualquier planeta cuando está en condiciones para procrear.

Desde la cosmovisión andina, el hombre es hijo del cosmos, y es igual a cualquier expresión de la vida. El ser humano es deudor del cosmos, por tal razón debe vivir en armonía con él, cuidar las diversas formas de la realidad, y usar sólo lo necesario para la existencia. Esto último se logra con el trabajo percibido como un diálogo con el entorno, como un acto sagrado inherente a la existencia humana misma, que lo vincula con el cosmos, bajo el principio ético de la reciprocidad. Por medio del trabajo del hombre, la naturaleza es, en cierto modo, transformada para potenciar su belleza y grandeza, entendiendo esta función como un acto de responsabilidad, de cuidado, que no persigue alterar sus grandes manifestaciones.

Es posible afirmar, en general, que para las comunidades originarias de América, el ser humano no puede pretender ser dueño de la naturaleza, ni mucho menos intentar doblegarla para alcanzar fines egoístas. Esto conduciría, tarde o temprano, a la pérdida de un vínculo primigenio y esencial, en tanto que es la relación hombre−

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naturaleza lo que le da sentido a la existencia humana misma. Cuando el hombre se aleja del orden natural, pierde el poder de comunicación para vincularse con otros seres vivos, y corre el grave peligro de autodestruirse (García–Roca 2004, p. 27−35, 59−69).

Esta concepción del universo como un todo orgánico −vivo−, también se encuentra en la concepción maya. Es significativo notar que en esta cultura, el cosmos es representado por un gran árbol −una ceiba−, que conecta a la Tierra, con el mundo suprasensible celeste, y con el inframundo o mundos inferiores. Existe una interacción entre todos los mundos sustentados por una fuerza vital universal que une a los seres humanos, y que, así mismo, los hace susceptibles de afectarse mutuamente. Esta relación de reciprocidad es más evidente en la dimensión terrestre, en las interacciones que se sostienen con los ecosistemas y con las especies que pueblan el planeta. Y es más notorio porque los efectos generados por el uso inadecuado de los recursos naturales, la extinción de especies animales, la industrialización desenfrenada, entre otros, son relativamente inmediatos. Al perder el sentido de la unidad de todos los seres y de la interdependencia, se crean condiciones indeseables en las relaciones con el entorno, alterando las condiciones de vida de las sociedades y el equilibrio ecológico.

La forma del universo según la concepción de los mayas, puede describirse así:

Gráficamente, el universo maya es un cuadrado plano delimitado por un lagarto cuyo cuerpo está cubierto de símbolos planetarios. Dentro de este cuadrado se ubican los tres niveles cósmicos: el cielo, Caan; la tierra, Cab; y el inframundo, Xibalba. Del centro de la tierra nace una gran ceiba, cuyo tronco y ramas sostienen el cielo y cuyas raíces penetran en el inframundo. Cada una de las esquinas del cuadrado representa un punto cardinal, y a cada uno le ha sido asignado un color. Al norte le corresponde el blanco; al sur, el amarillo; al este (el punto más importante para esta civilización), el rojo y al oeste, el negro. Los mayas conciben un quinto punto cardinal, el centro, al que se le asigna el color verde. En cada una de las primeras cuatro

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direcciones, exactamente en los ángulos, habita un Bacab o dios cargador, cuya misión es sostener con las manos en alto una parte del universo. De los bacabes depende que las estrellas, los planetas y demás cuerpos celestes permanezcan eternamente en su sitio4.

Otras cosmovisiones de la relación del ser humano con la naturaleza, se encuentran entre los antiguos pensadores griegos. Para algunos de ellos, el caos representa el estado originario o materia primera, a partir del cual se fue constituyendo todo lo existente, y, el cosmos, en contraposición a éste, es concebido desde la relación entre los diversos elementos; en palabras de Heráclito de Efeso, es como un fuego vivo que se enciende y apaga. El uso del símbolo del fuego subyacente en las diversas manifestaciones de la naturaleza, representa a su vez, la presencia de un logos universal con el cual se entiende este orden, es decir, su inteligibilidad. Es más, para los griegos vinculados a antiguas escuelas de misterios, los planetas son los cuerpos de grandes espíritus o logos planetarios. Corrientes neoplatónicas, y en general, la tradición pitagórica que se extiende por algunas escuelas místicas medievales y del Renacimiento, mantiene esta concepción, la cual puede tener algunas similitudes con la percepción del universo de comunidades originarias de América, en lo referente a la idea del cosmos y la naturaleza, como un todo orgánico e interdependiente, lo cual es expuesto por medio de mitos y símbolos.

Con todo, en el mundo griego también existieron concepciones materialistas de la realidad, miradas negando aspectos trascendentes y representaciones metafísicas de la naturaleza. Una visión reduccionista del mundo se limita a comprenderlo como un conglomerado de partículas físicas o átomos sustentados por el vacío. El pensador griego Demócrito y sus seguidores, explicaban el cosmos de esta manera. Desde esta perspectiva, la Tierra es un cuerpo inerte, y la idea de un alma en las plantas y los animales, no pasa a ser más que una ficción. Aunque se tiene poca información sobre el pensamiento de Demócrito y su teoría de los átomos, es posible rastrear en sus fragmentos una tendencia a concebir el

4 Tomado de: www.mayadiscovery.com/es/historia/default.htm.

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mundo natural en términos cuantitativos más que cualitativos. Este y todos los mundos, se explican a partir de la relación de los átomos y el vacío existente entre ellos.

De todas formas, ya sea que se asuma una visión “idealista” o “materialista” sobre lo que representa la naturaleza y el cosmos, lo importante para construir una ética ecológica o ambiental, radica en el valor que se le dé a la expresión de la vida a través de los distintos organismos, especies y sistemas naturales que constituyen la esencia del planeta Tierra. De igual manera, no sólo se trata de ocuparse del cuidado de la vida, sino de garantizar condiciones apropiadas para sostenerla y permitir el ulterior despliegue de sus potencialidades. En el ámbito humano, esto significa ocuparse de cimentar condiciones de bienestar en armonía con los intereses de especies no humanas. El principio ético de la responsabilidad y el cuidado es, por ello, uno de los pilares básicos para pensar una ecoética significativa, eficaz y con pretensiones de universalidad.

En el periodo moderno se encuentra una concepción de la naturaleza en muchos casos más mecanicista y separada de la realidad humana. Con el surgimiento de la ciencia moderna se intenta interpretar el mundo de acuerdo con modelos físico−matemáticos y métodos científicos donde prima la vía hipotético−deductiva para encontrar las leyes que rigen la naturaleza. Esta es entendida desde la física, y más adelante, por medio de la química y la biología, en donde la observación, la experimentación y el análisis cuantificable, dan cuenta fiable del universo. El entorno natural, básicamente a partir de los siglos XVI y XVII, es visto como algo ajeno, externo al ser humano, que debe ser conquistado y dominado para adaptarlo a las necesidades humanas. Sin embargo, aunque esta mirada ha prevalecido durante muchos siglos, es cierto que diversos hombres de ciencia y pensadores han defendido también en la modernidad, una concepción de la naturaleza menos reduccionista. Por ejemplo, para pensadores como Spinoza, el hombre forma parte de la naturaleza y en cierto modo está determinado por sus leyes.

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Conclusión

A manera de síntesis, se puede señalar que las diversas concepciones sobre la relación del hombre con la naturaleza traen diversos aportes para la reflexión ética, específicamente para la ética ecológica. Uno de estos aportes consiste en apreciar que los problemas ambientales de esta época parten de una racionalidad que concibe la naturaleza como algo independiente de lo humano. Los avances científicos y tecnológicos permiten conquistar y doblegar el entorno natural para adaptarlo a las necesidades, con el fin de obtener materia prima para producir objetos y herramientas que facilitan la vida. Las acciones orientadas desde esta perspectiva, traen como resultado la sobreexplotación de recursos, y con ello la pérdida del equilibrio ecológico.

Salta a la vista, por tanto, la necesidad de recuperar una ética del cuidado y de la responsabilidad, orientada no sólo a las relaciones interpersonales, sino también a la protección y uso adecuado del entorno natural. El entorno natural es como un gran ser viviente, y los seres humanos somos parte de él. Uno de los problemas a la hora de fundamentar una ética ambiental será entonces el del estatus moral que se le debería adjudicar a los distintos seres. ¿Qué tiene mayor valor moral, los intereses económicos de un grupo de personas o la conservación de grandes extensiones de bosques? Es claro que todo daño que se le cause a la naturaleza repercute en el bienestar de la especie humana, por cuanto existe una relación muy estrecha y compleja entre todas las criaturas que habitan el planeta Tierra.

La ética debe centrarse en el cuidado de la vida por el valor que ella tiene en sí misma. No basta con pensar en términos antropocéntricos, es importante recuperar el sentido del valor intrínseco de la expresión de la vida en todas sus manifestaciones: especies animales y especie humana, ecosistemas, plantas, insectos, recursos hídricos, suelos que sustentan lo viviente, y la totalidad de la biosfera.

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LAS ÉTICAS ECOLÓGICAS:ENTRE ANTROPOCENTRISMO Y BIOCENTRISMO

Por lo considerado en el capítulo anterior, es claro que se debe hablar con precisión, de una diversidad de éticas ecológicas con varios enfoques tanto en su fundamentación como en los intereses y fines que persiguen. Así, se examinan básicamente en este apartado, tendencias de carácter antropocéntrico y biocéntrico, y la manera cómo éstas son asumidas basándose en un sentido general de responsabilidad medioambiental. Para llegar a este análisis, se parte de considerar desde una mirada panorámica, algunas crisis ecológicas, y el modo de generar diversas formas de respuesta, basadas en sistemas de pensamiento y para la acción de marcado contenido moral.

25.1. La crisis ambiental y las leyes de la ecología

Las crisis ambientales de la actualidad no sólo están relacionadas con la biosfera, sino también con la sociosfera, es decir, con el entorno natural y el entorno sociocultural. Existe una interdependencia entre ambos, aunque esencialmente es la acción humana la que se ha encargado de contrariar las leyes de la naturaleza, causando con esto, todo tipo de desequilibrios ecológicos. Entre ellos se tiene la contaminación de las aguas, la deforestación, el calentamiento global, la pérdida de biodiversidad y las lluvias ácidas.

En la racionalidad occidental propia de la modernidad, se ha descuidado una conciencia ecológica con la cual construir ciudadanía ambiental y una cultura que sepa interactuar con el

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entorno. De ahí la necesidad de reflexionar a partir de sistemas amplios y complejos de pensamiento, ya que en estos tiempos es necesario asumir una filosofía de vida integracionista, en donde el mundo de lo humano –cultura y civilización− se piense también desde lo ecológico. Los conflictos internos y aflicciones que viven las distintas sociedades humanas, y que se expresan en forma de violencia, pobreza, enfermedades, delincuencia, luchas por el poder, discriminaciones e indiferencia ante las necesidades de los demás, entre otros, pueden tener como una de sus causas, la ausencia de una apreciación ecologista de la existencia humana y su sentido, esto es, la falta de marcos de comprensión que evidencien las múltiples interacciones e interdependencias del microcosmos y el macrocosmos, desde un todo vital.

Las crisis ambientales se presentan, entonces, como una manifestación de las crisis de la civilización contemporánea. Con todo, las sociedades actuales tienen un gran camino por recorrer para alcanzar el mejor mundo posible. Un mundo donde las personas comprenden que los principios éticos, los cuales rigen la convivencia humana, es posible integrarlos desde una relación responsable con diversas especies y manifestaciones de vida en el planeta Tierra. En este orden de ideas, bien se puede empezar por considerar las denominadas cuatro leyes de la ecología, postuladas por Commoner (1979, p. 16-22), y sus aportes para pensar filosofías ambientales, con un amplio horizonte explicativo y normativo de las relaciones entre cultura y naturaleza. Estas son: 1. Cada cosa está conectada con todo lo demás. 2. Cada cosa debe ir a parar a algún lado. 3. La naturaleza es muy sabia. 4. No hay nada gratuito5.

La primera ley revela una estrecha relación entre cada uno de los elementos que constituyen la biosfera. Frente al legado de algunos sistemas de pensamiento, propios de la Modernidad, que separan al ser humano de la naturaleza, resulta evidente una compleja red vital de interacciones entre ecosistemas, sociedades e individuos, por tanto, lo que afecta a unos, afecta a todos. La segunda ley indica una serie de ritmos cíclicos dentro de la economía de la naturaleza,

4 “Everything is conected to everything else […] Everything must go somewhere […] Nature knows best […] There is no such thing as a free lunch”.

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de tal manera que nada se pierda. Esto es, todo producto de la actividad vital de la naturaleza, sea éste materia o energía, está constantemente fluyendo, por consiguiente unos procesos se apoyan en los otros. Cuando se da un desequilibrio en estos ciclos a causa de la acción humana, se generan estados de crisis que, en últimas, ponen en peligro a todos los seres.

La tercera ley de la ecología señala que todos los procesos de la naturaleza, entendidos como resultado de millones de años de adecuaciones y perfeccionamiento, han logrado en todo organismo y su ambiente, mecanismos de adaptación, regeneración, evolución y crecimiento, que siempre están promoviendo el despliegue de diversas manifestaciones de vida, desde un todo ordenado y armonioso. Esta complejidad y desarrollo de los procesos naturales, no pueden ser sustituidos completamente por el ingenio humano, sin caer en serios peligros, a mediano o largo plazo. En la cuarta ley se aprecia que todo lo que la naturaleza brinda, le debe ser devuelto de algún modo, de tal forma que se mantengan las condiciones para sus ulteriores actividades a favor de la vida. Mantener esquemas de desarrollo que consumen los procesos vitales y la energía que la naturaleza requiere para su autoabastecimiento, implica una ruptura en el sistema autogenerativo de la vida, que lleva a la escasez y a situaciones de daño irreversibles.

Algunos principios éticos que deberían regular la relación de los seres humanos con el entorno, requieren tener en cuenta estas llamadas leyes de la ecología. Ellas, en realidad, han estado presentes ya sea como supuestos, principios o intuiciones, en algunas filosofías y cosmovisiones en la historia del pensamiento. Se tiene de nuevo expresado el principio ético de la responsabilidad por el entorno, no sólo por la interdependencia que sostienen todos los seres que conforman la biosfera, sino por el valor intrínseco que poseen individuos, comunidades y ecosistemas, por su complejo desarrollo evolutivo y los millones de años que han requerido para ser lo que son.

Así, para desarrollar una ética ambiental coherente y que inspire un activismo consecuente, se requiere, además de valores morales básicos en los que se debe centrar una educación promotora de conciencia ecológica, comprender las leyes que rigen el equilibrio

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ecológico del mundo. Se necesita una filosofía de la naturaleza inspirada en el conocimiento científico, pero con capacidad de romper con los paradigmas del cientificismo ortodoxo, para dar paso a visiones más amplias de lo que constituye la realidad. También urge una ecosofía integracionista, nuevas miradas que inspiren una ética de la compasión por los animales, del cuidado por los seres que no se pueden defender, de la protección de los recursos naturales necesarios para el hombre de manera directa o indirecta, y, en general, de la reconciliación con el cosmos y la naturaleza.

25.2. Antropocentrismo, biocentrismo y responsabilidad ecológica

Al llegar a este punto, es claro que el pensamiento ético ambiental toma diversas orientaciones según el punto de vista desde donde se fundamenten las responsabilidades humanas, con relación a su entorno y la naturaleza. En este aspecto, es necesario evaluar algunas posiciones que permiten argumentar, en función de la ética, el por qué son moralmente relevantes no solo las personas, sino la biosfera, las especies animales, la flora y los ecosistemas. Así, se requiere estudiar elementos conceptuales que aportan, por ejemplo, una ética de la Tierra y algunos principios éticos inherentes a la ecología profunda, en relación con la cuestión del antropocentrismo y el biocentrismo.

El pensamiento ético ambiental se torna antropocéntrico cuando parte de considerar el beneficio o el perjuicio humano, su felicidad o infelicidad, a la hora de asumir el cuidado o protección del entorno natural y las especies que la habitan. De acuerdo con una ética ambiental antropocéntrica, si bien los ecosistemas, los animales o las plantas, precisan toda la atención posible tanto por su valor moral como por la estrecha interdependencia que guardan todos los elementos de la biosfera, los seres humanos son los moralmente relevantes.

Se debe tener en cuenta que, en sentido estricto, toda ética es en cierta forma antropocéntrica. Es así porque sólo es posible adjudicarle deberes morales al ser humano. En este orden de ideas, la ética ambiental no puede dejar de ser antropocéntrica, ya que es eje central de su reflexión, la responsabilidad del hombre

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hacia su entorno sociocultural y natural. Sin embargo, a la hora de definir el grado de relevancia moral asignado al hombre o a otras criaturas, puede haber diferencias. Y es aquí donde la ética ambiental probablemente tenga ante todo un énfasis en la mirada antropocéntrica o en la biocéntrica.

El antropocentrismo puede ser radical o moderado. Es radical cuando no se reconoce un estatus moral a otros seres diferentes al ser humano, hasta el punto de aceptar la necesidad de sacrificar los intereses de otras especies a favor de los intereses de grupos humanos. Esto, cuando se da conflicto entre intereses, y el impacto, por supuesto, no cause riesgos para el hombre, ni afecte considerablemente a una especie o ecosistema. Desde esta perspectiva, se acepta, hasta cierto punto, la tala de árboles o la domesticación de animales, entre otros. Por su parte, el antropocentrismo se torna moderado, cuando reconoce que de alguna forma, los animales y las plantas, poseen cierto estatus moral, como para aceptar algunas obligaciones que le exigen al hombre, cuidarlos y protegerlos, lo cual también redunda en el bien humano.

Otra manera de argumentar con base en la ética ambiental, es desde miradas biocéntricas. Existe una unidad biológica entre la totalidad de los seres vivos, por tal razón, carece de fundamento pensar que unas especies tienen mayor relevancia moral que otras. Tanto las especies de animales o plantas, como los ecosistemas, o cualquier criatura viviente tomada por separado, tienen derecho a desplegar todas las potencialidades inherentes a su existencia.

Desde una posición biocéntrica, muchos movimientos ecologistas, fundaciones e individuos, fundamentan su acción a favor de los entornos naturales o los animales. Según una ética ambiental biocéntrica, es importante hacer énfasis en los animales, en determinadas especies de flora, o en la vida de seres tomados de manera individual, y que pueden verse afectados con las acciones del ser humano. A partir de este enfoque es posible, de igual manera, asumir un holismo ecológico, entendido como una corriente dentro del pensamiento medioambiental, el cual afirma que son moralmente relevantes no sólo los grandes ecosistemas, sino la biosfera en general.

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Últimamente, se ha introducido al debate entre antropocentrismo y biocentrismo, el denominado sensocentrismo, postura que defiende más que el valor moral de la naturaleza en sí, los derechos de los seres con capacidad para sentir bienestar o sufrimiento, e incluso de desear en alguna forma, pues serían condiciones fundamentales para hablar propiamente de obligaciones morales hacia ellos. Todo ser que siente merece compasión y simpatía, igualmente todo ser con una pulsión de vida y con deseo posee intereses que requieren considerarse con seriedad y responsabilidad. De aquí desprenden posiciones como el veganismo o los movimientos antitaurinos. En efecto, el veganismo es una posición moral basada en asumir una forma de vida que evite de forma directa o indirecta, el sufrimiento, daño o explotación de animales. Esto implica dejar de consumir carnes y de usar productos de cuero. Los veganistas evitan además, cualquier producto derivado de los animales, como los huevos y la lana. En esto se diferencian de los vegetarianos, quienes sí pueden aceptar una dieta de lácteos, miel y huevos, entre otros. De modo similar, uno de los argumentos en el cual se basan los movimientos antitaurinos para fundamentar sus luchas, consiste en que es una obligación moral rechazar la denominada fiesta brava, por cuanto es una actividad que causa dolor y sufrimiento a criaturas indefensas.

Estas corrientes pueden ser ubicadas de acuerdo con una ética ambiental biocéntrica, entendida en sentido amplio, es decir, como una ética que descansa en el principio moral del respeto y cuidado de todos los seres, independientemente que genere ello un impacto positivo o negativo en los seres humanos. Se rompe así con el especifismo, en este caso, con dar prioridad y relevancia moral a la especie humana por sobre las demás especies que pueblan la Tierra. Desde esta mirada se empiezan a construir éticas de corte antiespecista que velan, por ejemplo, por la liberación animal. El antiespecismo consiste en el rechazo a la discriminación que favorece el bienestar o los intereses de unas especies, por los intereses o necesidades de otras. Así, a partir de la reflexión ética, una posición antiespecista asigna relevancia moral al género humano, pero igualmente la reconoce en seres no humanos.

25.2.1. Ética de la Tierra y ética ecológica profunda

La propuesta de una ética de la Tierra surge con Aldo Leopold, en su obra Almanaque del Condado Arenoso, publicado en Estados Unidos

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a mediados del siglo XX. En ella apuesta por buscar una ética más amplia que dé cuenta ya no sólo de las relaciones del individuo con otros individuos o con la sociedad.

Las primeras éticas trataron de las relaciones entre los individuos: las tablas del Decálogo son un ejemplo. Posteriormente se ocuparon también de las relaciones entre el hombre y la sociedad. La regla de oro trata de integrar al individuo en la sociedad; y la democracia, de adaptar la organización social al individuo. Todavía no existe una ética que se ocupe de las relaciones del hombre con la tierra y con los animales y plantas que en ella crecen. La tierra, como las esclavas de Odiseo, es todavía una simple propiedad. La relación con la tierra es aún estrictamente económica, estableciendo privilegios pero no obligaciones (Bellver, 1997, p. 255).

Se parte de la concepción del ser humano como un habitante más del planeta Tierra; un ser con la obligación de respetar la comunidad de seres vivientes de la que forma parte, incluyendo los animales, las plantas, e incluso las aguas y los suelos. De ahí que la Tierra es una comunidad moral conformada por todos los seres que la habitan; comunidad que le corresponde al hombre cuidar y proteger, atendiendo los intereses de todas las especies y ecosistemas. Todo habitante o ser que puebla el planeta, es fundamental para mantener un sistema ecológico dinámico y equilibrado, que debe ser respetado y apreciado por su valor intrínseco. Esta mirada del valor moral de la totalidad de los seres que constituyen la biosfera lleva a un holismo ecológico. Tal como se ha señalado, desde el holismo ecológico son moralmente relevantes los grandes ecosistemas y el conjunto de la biosfera.

En cierto sentido, esta mirada holista es asumida como uno de los rasgos característicos de la denominada ecología profunda, la cual defiende el igualitarismo biótico, entendido como el reconocimiento de la relevancia moral de todos los seres vivos. Se tiene así, una ética centrada en la vida más que en el ser humano, es decir, biocéntrica. Desde esta perspectiva es que se asumen posiciones críticas frente a concepciones de progreso legadas por la Modernidad, las cuales, al basarse en modelos de desarrollo incompatibles con el medio ambiente, resultan contradictorias al llevar en sí, los gérmenes de diversos problemas sociales y económicos.

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Para apreciar cómo el paradigma biocéntrico promulgado desde una ética de la Tierra, ha inspirado diversas concepciones ecológicas, se pueden considerar algunos de los principios de una ética ecológica profunda:

1. El bienestar y la prosperidad de la vida humana y no humana sobre la Tierra tienen valor en sí mismos. […] Estos valores son independientes de la utilidad del mundo no humano para los fines humanos. 2. La riqueza y diversidad de formas de vida contribuyen a la realización de estos valores y también son valores en sí mismos. 3. Los humanos no tienen derecho a reducir esta riqueza y diversidad a menos que sea para satisfacer necesidades vitales (Singer, 2009, p. 281).

Estos principios hacen referencia a toda manifestación de la vida, incluyendo ecosistemas y plantas. Forman parte de una ecología profunda porque consideran la complejidad de la interacción de todos los seres que habitan el planeta, tomados como especies o como sistemas ecológicos. Es propio de la ecología profunda tener en cuenta incluso la biosfera en su conjunto, por el valor que tienen en sí, ella y los seres que la componen. Una ética medioambiental profunda es, por tanto, biocéntrica, puesto que el valor de los entornos naturales y los animales, no depende de los beneficios que puedan representar para los seres humanos.

Los principios de la ética ecológica profunda, también guardan afinidad con las consignas de diversos movimientos feministas medioambientalistas. Muchas de las críticas y luchas del ecofeminismo, se fundamentan en la búsqueda de la superación del paradigma de masculinidad, basado en el privilegio de la racionalidad orientado hacia la conquista de la naturaleza.

[…] el problema ambiental surge porque el pensar humano y la organización social han estado dominados durante toda la modernidad por valores estrictamente masculinos. Ese

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modo masculino de aproximarse a la realidad se caracteriza principalmente por la voluntad de dominio, que se expresa a través de la fragmentación a la que somete a la realidad: entre sujeto y objeto; entre razón y sentimiento; entre individuo y comunidad; entre espíritu y materia; entre valor y hecho. El método de las ciencias será la herramienta utilizada para proceder a esa fragmentación de la realidad que, seguidamente, podrá ser enteramente manipulada a través de las tecnologías (Bellver, 1997, p. 262).

En el trasfondo de los movimientos ecologistas se encuentran arraigadas filosofías y concepciones del mundo, del ser humano y del desarrollo, que invitan a asumir una posición crítica y transformadora frente a dinámicas culturales, prácticas sociales y sistemas de pensamiento, que de sostenerse de manera indefinida, ponen en peligro condiciones de posibilidad para el despliegue del potencial de futuras generaciones humanas y no humanas.

Conclusión

A partir de lo considerado, es posible apreciar que al menos una parte de la tradición moral iniciada desde la modernidad, se encuentra con serias dificultades para responder de manera satisfactoria a los retos y necesidades de un mundo con una gran variedad de crisis ambientales que invitan a asumir una ética con un profundo contenido de responsabilidad ecológica. En efecto, además de las éticas antropocéntricas centradas en comprender la acción moral a partir de las relaciones del individuo consigo mismo y con los demás, se requieren referentes normativos de carácter biocéntrico, que permitan ampliar el compromiso ético, a la diversidad de seres y ecosistemas que constituyen el entramado desde el que se despliega la vida. Si bien, en una ética ecológica también puede existir una fundamentación antropocéntrica, la diferencia con algunas éticas de la modernidad radicará en la preocupación por extender el compromiso moral y el sentido de la acción ética, hacia un horizonte que atienda las necesidades e intereses de seres no humanos.

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LOS PROBLEMAS AMBIENTALES ENUN MARCO ÉTICO−POLÍTICO

En este capítulo se analizan algunas crisis ambientales de esta época, y a la par se considera el marco ético que subyace en el contexto político−jurídico donde se desarrollan muchos de los debates y tensiones sobre sostenibilidad, legalidad y desarrollo. Para ello, se identifican los principios éticos que orientan el accionar de algunos movimientos ecologistas, así como el fundamento ético de agendas medioambientales y acuerdos internacionales. También se estudian, desde un enfoque ético, varios decretos que buscan regular y evitar un impacto negativo de la acción humana sobre especies de plantas y animales, en especial en ciertas regiones de Colombia.

26.1. Ética ecológica y participación ciudadana

Estudiar las crisis ambientales y problemas ecológicos propios de las ciudades, desde la perspectiva de una ética de la responsabilidad social, más exactamente, a partir de la idea del ejercicio de una ciudadanía ecológicamente responsable, implica al menos dos aspectos. El primero consiste en evaluar las relaciones entre lo ético, lo social y lo urbano, a la hora de abordar algunas formas de contaminación ambiental que requieren una decidida participación de la ciudadanía. Esto permite, en segundo lugar, comprender mejor el sentido de apostar por sociedades ecológicas, y a su vez apreciar las posibilidades y limitaciones en el logro de este fin, en un mundo que urge por el compromiso moral de hacer frente

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a problemas ecológicos que les competen a todos, por cuanto está en juego la salud del planeta, la supervivencia del ser humano y el vivir bajo condiciones dignas.

Respecto a la forma de asumir los problemas ambientales desde la participación ciudadana, es claro que como sujeto moral y político, todo individuo tiene la capacidad de desenvolverse en la esfera pública, y de presionar en la toma de decisiones a gobiernos y empresas, de tal manera que su accionar sea coherente con los principios de un desarrollo sustentable, entendido en sentido amplio y profundo. Las sociedades contemporáneas atraviesan diversas crisis ambientales internas, arraigadas en la falta de cultura ecológica ciudadana y en el despliegue de un desarrollo urbano que no logra armonizarse con el entorno natural. La creciente demanda de bienes y productos, la proliferación de industrias, la sobrepoblación, entre otros factores, crean condiciones apropiadas para fomentar un impacto ambiental negativo en mayor o menor escala en las ciudades. Con esto queda en entredicho, la idea de progreso, sostenido por políticas desarrollistas de la modernidad, que desconocieron por muchas décadas la dependencia e interrelación con la naturaleza.

Entre las crisis ambientales en las ciudades se tiene la escasez del agua, la gran dependencia y sobreexplotación de los recursos energéticos, el manejo inadecuado de basuras, escombros y todo tipo de residuos, la contaminación visual y auditiva, la polución y emisión de gases tóxicos, y la invasión de zonas verdes por parte de proyectos urbanísticos. De acuerdo con la reflexión ética ambiental, cabe tomar conciencia de estos problemas, y comprender los principios morales que pueden orientar las acciones del ciudadano, para afrontar estos retos. A continuación se detallan algunos de ellos:

La crisis del agua. El agua no es una mercancía, se necesita tanto como el oxígeno para vivir y mantener la salud del cuerpo. Se calcula que aproximadamente 1500 millones de personas en el mundo no pueden acceder al consumo y uso de este vital recurso, y que 30000 personas mueren cada día por enfermedades debidas a la falta de agua potable y de servicios sanitarios6. El hombre contamina los

6 Datos tomados de: http://agua.ecoportal.net/

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ríos, arroyos y lagunas, sin ninguna consideración sobre los efectos que esto puede traer. A esto se le suma la vertiginosa desaparición de humedales en el mundo −durante el último siglo−, y la disminución del caudal de los ríos a causa de factores climáticos, la deforestación y la desertización de amplias zonas. Ya se están asumiendo las consecuencias por el mal uso de los recursos hídricos, y no es exagerada la apreciación de los ambientalistas sobre las inminentes luchas y conflictos que genera la escasez del precioso líquido.

Por ello, las políticas hidrológicas deben centrarse en cómo gestionar la demanda y la escasez, de tal forma que sea factible sostener un consumo del agua dentro de parámetros racionales y equitativos. Esto implica, por ejemplo, revisar las estrategias de riego para el sector agrícola, regular la proporción de agua que sea legítimo consumir sin afectar el equilibrio de los ecosistemas y de las mismas fuentes hídricas, promover la austeridad en el consumo por parte de empresas e industrias, velar por el adecuado manejo del agua en los hogares para satisfacer necesidades humanas básicas y evitar su uso innecesario o indebido.

Contaminación visual. El sistema nervioso central es constantemente afectado por el estrés visual al que se ve expuesto el hombre en las ciudades. Los grafitis, los afiches, las vallas publicitarias, las luces de neón, entre otros, forman parte del paisaje urbanístico que eclipsa los paisajes naturales, y hasta los mismos astros en el firmamento. Por medio de la mirada es posible orientarse en el mundo, percibir imágenes y recoger información que el cerebro procesa. Así como algunos olores catalogados como desagradables, influyen en la disposición del ánimo de las personas causándoles malestar y náuseas, el cerebro también se ve afectado por toda una gama de panoramas y caos en la información que percibe por medio del sentido de la vista, produciendo con esto situaciones de estrés, mal humor, agresividad o colapso nervioso. La apariencia física de la ciudad juega un papel relevante en la construcción de un ambiente sano y armonioso en donde convivir, o por el contrario, en la creación de condiciones caóticas e insanas. Los estilos arquitectónicos disímiles que afectan la apariencia física de una ciudad, influyen también en el ánimo y condiciones de vida de sus habitantes.

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Contaminación auditiva. A lo anterior se suma el aumento de la contaminación auditiva en el entorno urbano. El desarrollo industrial y tecnológico desde principios del siglo XX, ha incrementado de manera extraordinaria el ruido en las ciudades, en especial con la industria del automóvil, la aviación, la producción de materias primas que soportan el desarrollo de la llamada civilización, y el uso de toda clase de instrumentos y aparatos en labores de construcción. La contaminación auditiva afecta la mente, emociones y salud física, ya que repercute en la estabilidad del sueño y el apetito, y en la capacidad auditiva de las personas. También produce dolores de cabeza y de oído, problemas nerviosos, afecciones respiratorias y digestivas, así como alteraciones en la presión arterial. Cuando el cuerpo humano se expone a un promedio diario de 90 decibelios, es usual sufrir de fatiga auditiva. En los centros de las ciudades y lugares de alto tráfico vehicular, se mantienen promedios de ruido entre 70 y 130 decibelios. No es gratuito, por ello, encontrar altos niveles de estrés y falta de concentración en la gran mayoría de los habitantes de las ciudades actuales.

Contaminación por residuos sólidos. Los residuos urbanos −provenientes de domicilios y vías públicas− se han convertido en parte del paisaje cotidiano en las ciudades. Son diversas las formas de impacto ambiental y de contaminación que generan las basuras en unidades residenciales, barrios, sitios públicos, parques, zonas verdes y lugares de recolección donde se concentran estos residuos. Aunque el reciclaje contribuye a mitigar algunos impactos ambientales negativos, no es suficiente para superar el problema. En muchas sociedades falta consolidar una cultura del reciclaje, un alto porcentaje de familias hace un uso inadecuado de los residuos orgánicos e inorgánicos, y son indiferentes ante campañas informativas tendientes a formar al ciudadano en su papel protagónico a la hora de promover un ambiente saludable. El fertilizante orgánico tiene muchas posibilidades como materia reutilizable para la agricultura o cultivos urbanos, sin embargo, no es usado frecuentemente como alternativa para evitar un cúmulo innecesario de basuras.

A esto se le suma lo relacionado con los desechos industriales y escombros. Los desechos de la construcción, las llantas usadas, los generados en terminales de transportes, los derivados de actividades

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industriales y agrícolas, y los provenientes de servicios de salud, son residuos de manejo especial a los cuales en algunas ocasiones, no se les presta una adecuada atención. Por su parte, existe toda una normatividad ambiental para evitar que los escombros invadan las ciudades, por tal razón hay entidades públicas y privadas de gestión ambiental, encargadas de supervisar y regular el manejo de los escombros, no obstante, hace falta ante todo el despertar de una conciencia ecológica colectiva para mitigar realmente los múltiples factores generadores de contaminación en las urbes.

26.1.1. La sociedad ecológica

Desde una ética de la responsabilidad ecológica, cabe esperar el compromiso y la acción para evitar toda forma de contaminación visual, auditiva y olfativa, la invasión de zonas verdes con basuras y escombros, así como el abuso en el consumo de recursos hídricos y energéticos, con todo lo cual, se vulnera el derecho a vivir en un ambiente sano y equilibrado, y a tener un desarrollo sustentable basado en el uso racional de los recursos naturales.

Es necesario apuntar, por ello, hacia el proyecto compartido de lograr sociedades ecológicas, es decir, comunidades conformadas por individuos con una profunda conciencia ambiental que, orientados por una racionalidad más sensible, una racionalidad armonizada con los sentimientos, asuman la tarea de promover diversas estrategias para superar la aparente contradicción entre cultura y naturaleza. En efecto, se pueden mencionar al menos dos elementos que están en la base de muchas de las crisis ambientales que experimentan las sociedades actuales:

- la creciente capacidad tecnológica que permite evitar y destruir la mayoría de los frenos mediante los que la naturaleza mantiene el funcionamiento de sus ciclos y equilibrios, es decir, se “defendía” de nuestra “civilización”, - y la misma finalidad de dicha civilización, que, por ello, es “agresiva” contra ese medio, para lograr la mejora de las condiciones de vida humana, “liberándola” de lo que, desde cierta óptica, no son más dependencias y servidumbres naturales (Arroyo, Camarero, Vásquez, 1997, p. 52).

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Buscar la superación de estas representaciones de desarrollo y rumbos de acción de la civilización tecnológica, adversos al medio natural, implica tomarse en serio la posibilidad de dirigirse hacia cambios culturales estructurales que, en últimas, dependen de los logros de una generación tras otra. Uno de los ideales encaminados hacia esta transformación, está encarnado en el propósito de apostar por sociedades ecológicas, tales como las describe Bookchin, investigador y activista ecológico estadounidense, quien considera que para lograr un nuevo orden social, se requiere romper con paradigmas de desarrollo y representaciones de jerarquización de la realidad, los cuales son antagónicos con la conquista de cierta integridad entre los sistemas naturales y el mundo sociocultural:

La estabilidad dinámica del todo deriva de un nivel visible de integridad tanto en las comunidades humanas como en los ecosistemas en su cenit. Lo que vincula a estos modos de totalidad e integridad –por muy diferentes que sean en sus especificaciones y en sus cualidades– es la lógica del desarrollo en sí misma. Un bosque en plenitud es un todo integrado, como resultado del mismo proceso de unificación, la misma dialéctica que hace de una determinada forma social un todo integrado. El énfasis sobre las bioregiones como marcos de referencia para determinadas comunidades humanas, provee un elemento en favor de la necesidad de readaptar las técnicas y formas de trabajo según los requerimientos y las posibilidades de cada área ecológica (Bookchin, 1985).

La concepción de apostar por sociedades ecológicas tiene en su base la idea de pensar en ciudades organizadas de manera descentralizada a partir de una especie de confederación de comunidades, adaptadas cada una a sus respectivos ambientes naturales locales. En esta tarea se espera que cumplan con su parte, el desarrollo de tecnologías verdes que permitan un pleno aprovechamiento de diversas fuentes de energía, así como el auge de procesos industriales de menor escala, orientados a satisfacer básicamente necesidades regionales. Así mismo, juega un papel importante en estas nuevas dinámicas socioeconómicas, la implementación de agriculturas orgánicas comunitarias, y el uso extendido del reciclaje, acompañado de la opción por producir bienes cada vez más duraderos, en los cuales se despliegue la creatividad y capacidad artesanal humana.

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A primera vista, el concepto de una sociedad ecológica parece un mero ideal utópico. Sin embargo, cabe esperar una revolución ambiental liderada por las nuevas generaciones, tal como ya se evidencia con la fuerza que están demostrando los movimientos ciudadanos, los partidos verdes y los grupos ecologistas. Es claro que hay un despertar de la conciencia ecológica en un creciente número de personas, y que de alguna forma los ciudadanos se están organizando desde sus vecindarios, a nivel regional, y desde entidades nacionales e internacionales. En este sentido, la ecología social, da un fundamento teórico para pensar por qué es posible y necesario aportar a una revolución ecológica que recobre el valor de lo local y de lo comunitario.

Basándose en este entretejido ciudadano ético−ecologista naciente, se puede prever un cambio gradual hacia el sentido de responsabilidad social ambiental, en individuos, gobiernos y organizaciones. Es posible esperar pasar de la sola racionalidad económica y tecnológica, a una racionalidad globalizada, centrada en el respeto por el entorno natural, sus recursos y las diversas especies que dependen de él, incluyendo, por supuesto, a los seres humanos. El papel de cada comunidad y vecindario será protagónico en esta revolución ambiental, ya que desde cada nicho cultural y localidad, es probable aguardar el desarrollo de estrategias y mecanismos para lograr cada vez, un menor impacto ambiental negativo en las localidades, sin depender completamente de instancias externas o del gobierno municipal.

26.2. Ética y acuerdos ambientalistas

Es importante considerar ahora, lo referente a cómo se están asumiendo los problemas ecológicos, atendiendo algunos supuestos y compromisos morales que están a la base de acuerdos mundiales en torno al medio ambiente. Se trata así, de analizar básicamente los fundamentos éticos involucrados en algunos protocolos y tratados internacionales, para mantener un desarrollo sostenible en el planeta.

La Declaración de Río presentada en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, celebrada en junio de 1992, representó un momento clave para orientar esfuerzos

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mancomunados a favor del desarrollo sostenible y el derecho humano a un ambiente sano. Es procedente analizar, a la luz de la reflexión ética, ciertos principios acordados en esta Declaración:

Si se observa el principio 1, según el cual “los seres humanos constituyen el centro de las preocupaciones relacionadas con el desarrollo sostenible. Tienen derecho a una vida saludable y productiva en armonía con la naturaleza”, es claro notar la mediación implícita del concepto de dignidad humana. Es desde este valor que cobra sentido el construir un mundo y un ambiente en el que el ser humano desarrolle sus capacidades y viva saludablemente respetando el entorno vital, la naturaleza, de la cual forma parte. A partir de una ética ambiental no se trata de asentir a una posición meramente antropocéntrica, pues, de hecho, este principio se complementa con el número 4 que resalta el valor protagónico del medio ambiente, el cual conduce a tener en cuenta un compromiso moral desde un ecologismo moderado: “A fin de alcanzar el desarrollo sostenible, la protección del medio ambiente deberá constituir parte integrante del proceso de desarrollo y no podrá considerarse en forma aislada”.

El papel del Estado para alcanzar un desarrollo sostenible, se encuentra en el principio 7:

Los Estados deberán cooperar con espíritu de solidaridad mundial para conservar, proteger y restablecer la salud y la integridad del ecosistema de la Tierra. En vista de que han contribuido en distinta medida a la degradación del medio ambiente mundial, los Estados tienen responsabilidades comunes pero diferenciadas. Los países desarrollados reconocen la responsabilidad que les cabe en la búsqueda internacional del desarrollo sostenible, en vista de las presiones que sus sociedades ejercen en el medio ambiente mundial y de las tecnologías y los recursos financieros de que disponen.

Este principio resalta el valor de la responsabilidad no sólo como propia de los individuos, sino como inherente a la función y papel del Estado. Un Estado se legitima en la medida en que brinda seguridad a los ciudadanos, y asegura condiciones de desarrollo y bienestar. En este sentido, la protección de los recursos naturales y del medio

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ambiente se convierte en una obligación moral que requiere de organismos e instituciones gubernamentales bien definidas y con claras políticas de control. Esto es evidentemente complementado con el principio 11, según el cual se le asigna un papel relevante al sistema político−jurídico:

Los Estados deberán promulgar leyes eficaces sobre el medio ambiente. Las normas, los objetivos de ordenación y las prioridades ambientales deberían reflejar el contexto ambiental y de desarrollo al que se aplican. Las normas aplicadas por algunos países pueden resultar inadecuadas y representar un costo social y económico injustificado para otros países, en particular los países en desarrollo.

Cabe resaltar, por último, que el rol de la ciudadanía siempre ha sido clave para presionar a las autoridades públicas y gobiernos locales, con el fin de que garanticen condiciones de vida dignas y políticas tendientes a fomentar una cultura ecológica ciudadana. Con relación a esto, los principios 10, 20 y 21 están orientados a hacer un llamado a la participación de todos los miembros de la sociedad, en especial a las mujeres y a los jóvenes, para que asuman un papel protagónico y de liderazgo en defensa de los derechos colectivos a un ambiente sano. También convocan a que toda política estatal reconozca tanto las necesidades presentes como los intereses de las futuras generaciones, de tal manera que se desplieguen diversas formas de responsabilidad individual, social y estatal, para evitar el deterioro de los entornos naturales, asegurar su recuperación y, finalmente, garantizar su permanencia dentro de los ciclos vitales de la misma naturaleza.

Ahora bien, si se atiende el resumen de logros trazados desde que se presentó el Programa 217 en la Cumbre de Río 1992, es incuestionable que hay todo un camino por recorrer. Diez años después de la Cumbre de Río, era claro que se había fracasado en las proyecciones y mecanismos para mantener un desarrollo sostenible que respete el entorno natural y evite diversas formas de contaminación con sus

6 También conocido como Agenda 21. Consiste en un plan de acciones tendiente a promover un desarrollo sostenible a partir principalmente de la gestión de gobiernos locales y Estados pertenecientes a la ONU.

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respectivos efectos. La falta de compromiso y responsabilidad de algunos países desarrollados, para subordinar la riqueza económica y el poder, a favor de intereses colectivos, es uno de los factores que puede explicar este fracaso.

En efecto, en la Cumbre de la Tierra celebrada en Johannesburgo,

África, en el año 2002, fue obvio que más que disertaciones, eran necesarias acciones más eficaces que consiguieran poner en marcha políticas conducentes a la protección del medio ambiente, y que involucraran realmente a todos los Estados, en especial, a aquellos cuyo desarrollo industrial y tecnológico había generado mayor impacto ambiental negativo. Este interés se revela en la Declaración de Johannesburgo sobre el Desarrollo Sostenible, en apartados como el 11: “Reconocemos que la erradicación de la pobreza, la modificación de pautas insostenibles de producción y consumo y la protección y ordenación de la base de recursos naturales para el desarrollo social y económico son objetivos primordiales y requisitos fundamentales de un desarrollo sostenible”.

Por otra parte, respecto al cambio climático, en el protocolo de Kyoto se ve cómo se procura mitigar la emisión de gases que provocan el calentamiento global. Este protocolo fue elaborado en la Convención de las Naciones Unidas sobre el cambio climático, celebrada en 1998. Con todo, si bien es clara una política agresiva tendiente a mitigar el efecto invernadero y el correspondiente calentamiento global, y los daños en la capa de ozono, se requiere un marco jurídico internacional más coactivo y eficaz a la hora de supervisar y hacer respetar los acuerdos. También se precisa mayor voluntad política, teniendo en cuenta sobretodo que el protocolo entró en vigor en 2005, sin la ratificación de países como Estados Unidos, considerado uno de los mayores emisores de gases de efecto invernadero, tales como el metano y el dióxido de carbono, generados, entre otros, por los procesos industriales.

Once años después de Kyoto, en 2009, se da en Copenhague la Cumbre sobre el clima, en donde los Estados Parte reanudan sus compromisos relacionados con la reducción del calentamiento global, a partir de la disminución de gases de efecto invernadero y la protección de los bosques. Sin embargo, se critica la falta de

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compromiso político de los Estados, ya que no hubo una aprobación unánime y queda en entredicho el papel realmente vinculante de la Cumbre. Esto, por supuesto, alentó la reacción de diversos grupos ecologistas, los cuales desempeñan un papel importante en relación con la presión a gobiernos, la movilización social, y la búsqueda de un cambio cultural. En efecto, se necesita la promoción de conciencia ecológica colectiva desde las mismas bases de la ciudadanía, además de esperar lo que logren hacer las naciones.

26.3. Conciencia ética ambiental y movimientos ecologistas

Por lo considerado, resulta claro que se requiere reflexionar también en torno a posturas ético−políticas que sostienen algunos grupos ambientalistas. Son varios los movimientos ecologistas que se han venido fortaleciendo en su labor activista a favor de la recuperación y protección de especies animales, así como en la lucha por la racionalización del uso de los recursos naturales y el respeto por la tierra y los ecosistemas. Los movimientos verdes también centran su atención en mejorar las condiciones de vida en las ciudades, azotadas por diferentes formas de contaminación y por la falta de una cultura social ambientalista. En general, se pueden identificar dos grandes corrientes en los enfoques de las luchas por el cuidado del medio ambiente, la una de tendencia naturalista, y la otra de carácter radical:

[…] en la teoría y la práctica del proteccionismo/ambientalismo encontramos una referencia al “medio ambiente” restringida al medio “natural”, considerándolo −no sin problematización teórica– como sujeto de derechos. Por el contrario, en el discurso ecologista (radical) la conservación y protección del medio natural se postula desde una noción de medio ambiente “global” (natural, técnico, social y cultural), como el medio ambiente propio –en todas esas facetas− del ser humano (Sosa, 1997, p. 295).

Así, cabe mencionar el activismo del feminismo ecologista, las organizaciones ambientalistas no gubernamentales, y los grupos antitaurinos, los cuales si bien trabajan con diferentes enfoques y fundamentos filosóficos, comparten un interés común de defensa por la diversidad de la vida y la necesidad de reorientar las

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relaciones entre el ser humano y la naturaleza. Estos movimientos han cobrado fuerza especialmente desde la década de los 70. Aportan al pensamiento ambiental una nueva perspectiva de ver las crisis ecológicas, a la par que promueven una gran sensibilidad al apostar por profundos cambios sociales en la lucha contra las injusticias, y la conquista del mundo a partir de la mera racionalidad consumista y estratégica. En este sentido, es posible inscribirlos en términos generales, dentro de corrientes ecológicas, ya sean conservadoras o radicales, las cuales representan en común nuevas formas de asumir los retos ambientales del complejo mundo contemporáneo, con claros compromisos de transformación social, autorreflexión e inclusión (Mendoza, 1996, p. 168, 169).

Esto, sumado al trabajo de grupos políticos verdes en Europa y América, permite pensar que los sueños de un mundo mejor, es decir, un mundo donde el ser humano pueda vivir en armonía con la naturaleza, son realizables. En efecto, los grupos y partidos políticos verdes están caracterizados por trazar planes de desarrollo sociocultural y económico, de tendencia ecologista, aunque fundamentados desde diversas ópticas, según el contexto y las necesidades de los países en los que operan. Usualmente, los enfoques políticos ambientales a los que se inscriben estas colectividades, en reacción a los problemas ecológicos, pueden estudiarse desde tres grandes perspectivas:

i) Tecnocráticas-productivistas. Las políticas tecnocráticas han realizado una lectura estrictamente técnica de la crisis ecológica como un conjunto de disfuncionalidades y errores subsanables con los instrumentos y modos del sistema. […] ii) Administrativistas. Son políticas que hacen incidencia en la necesidad de reforzar la intervención del poder político por vía legislativa o administrativa para la resolución de los conflictos ambientales. […] iii) Alternativas. Las políticas ambientales alternativas caracterizan la crisis ecológica como una crisis

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de civilización. No es posible una política ambiental sectorial o complementaria sino que ésta ha de aspirar a un cambio cultural, político y social global (Garrido, 1997, p. 313-315).

De acuerdo con este panorama, quizá resultan especialmente prometedoras aquellas políticas tendientes a lograr el cambio social y político, como condición necesaria para llegar a avances reales y perdurables que permitan superar las crisis ecológicas. Si bien, mediante la legislación ambiental ha sido posible mitigar abusos de industrias nacionales y multinacionales, las cuales soportan la obtención de riqueza en la explotación indiscriminada de los recursos naturales, las políticas que están en el trasfondo de ella, es decir, las de corte tecnocrático y administrativo, resultan insuficientes para hacer frente a los problemas ambientales, pues estos son de carácter estructural, son inherentes a la misma organización, fines y paradigmas de la denominada civilización moderna.

Conclusión

Por lo expuesto, se puede apreciar cómo en la base de la diversidad de políticas ambientales y de movimientos y grupos que despliegan sus actividades con distintas formas de fundamentación ético−política, existe una serie de valores como la solidaridad, la compasión y el civismo, que median a la hora de asumir los problemas ecológicos, los cuales están cobrando cada vez mayor fuerza en la conciencia moral de las nuevas generaciones. Se puede afirmar, en efecto, que el siglo XXI se está caracterizando por el fortalecimiento de un tejido cultural ambientalista mundial, orientado por principios éticos ecológicos, centrados en una amplia comprensión de la interrelación de los seres humanos con su entorno natural y sociocultural. Las luchas de los grupos ecologistas han sabido entretejer la argumentación desde la reflexión filosófica y antropológica, con la movilización social y la búsqueda de alternativas políticas y jurídicas que consoliden, al interior de las naciones y en el ámbito internacional, una variedad de mecanismos de protección ambiental.

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ÉTICA, DERECHOS AMBIENTALES YDERECHOS DE LOS ANIMALES

En este capítulo se estudian los denominados derechos colectivos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, básicamente aquellos que tienen que ver con el medio ambiente. El análisis se ocupa sobre todo en considerar algunos elementos conceptuales en los cuales se basan, con el propósito de pensar sus nexos con la promoción de una ética ecológica global. También se aprecia lo referente al surgimiento de los llamados derechos de los animales y el debate que ellos han propiciado en relación con la fundamentación desde la que pretenden sustentarse. Lo anterior permite comprender mejor algunas de las tendencias que están generando el desarrollo de una conciencia social ecológica. En efecto, todos estos derechos se han constituido en el pie de lucha de diversos movimientos ecologistas y partidos verdes que buscan afianzarlos sobre la base de un escenario tanto político como jurídico. Este apartado se centra, sin embargo, en evaluar el fundamento ético que da sentido a la promulgación de ellos.

27.1. Ética ecológica y derechos colectivos

En ocasiones se clasifica los derechos humanos en derechos de primera generación, los cuales hacen alusión a derechos civiles y políticos; derechos de segunda generación, o derechos sociales, culturales y económicos; y derechos de tercera generación, o derechos colectivos orientados a mejorar el nivel de vida de los

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pueblos, y a difundir el respeto por los bienes comunes, entre ellos, el respeto por el medio ambiente. Esta clasificación puede ser objeto de críticas, en tanto que da pie, por ejemplo, para pensar en cierto orden jerárquico en el reconocimiento e importancia de unos derechos en detrimento de otros. No obstante, sirve al menos de referente inicial para orientar una reflexión ordenada sobre una serie de derechos que involucran el bienestar de todos los pueblos, sin caer, por ello, en una aparente tensión entre derechos individuales y los denominados derechos colectivos. En efecto, respecto al derecho fundamental de los pueblos e individuos a estilos de vida sostenible, se suele afirmar, con razón, lo siguiente:

En este caso la titularidad del derecho se extiende, excepcionalmente, a una colectividad, la cual deviene en sujeto de derecho a condición de ser jurídicamente considerada como una entidad individual. No se trata de un presunto “derecho colectivo”, conferido difusamente a un número indeterminado e indeterminable de personas, sino de un derecho fundamental del cual son titulares no sólo individuos, sino pueblos, en la medida en que estos últimos sean entendidos como unidades etnológicas con identidad de lengua, cultura e historia (Borrero, 1994, p. 28).

Con base en este marco conceptual es posible apreciar implícitos, diversos elementos de responsabilidad individual, social y política, relacionados con la defensa de derechos que competen a todos hacer valer, lo cual a su vez permite examinar estos, a la luz del pensamiento ético ecológico.

27.1.1. Derechos de los pueblos a disponer de sus recursos

Este derecho de todos los pueblos a disponer de sus recursos, requiere del compromiso de Estados y de la sociedad para cuidar y saber usar sus propios bienes naturales sin abusar de ellos. En esta época de globalización económica y apertura a mercados mundiales, es relativamente fácil que empresas e industrias exploten las tierras y sus riquezas, en diversas latitudes del planeta, sin consideración alguna, orientadas principalmente por una racionalidad de producción tendiente a satisfacer las demandas de un sinnúmero de habitantes destinados al consumo y la acumulación de capital.

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Desde esta perspectiva, se hace necesaria la presión de la ciudadanía para hacer respetar sus derechos, teniendo en cuenta la existencia de variados recursos naturales, indispensables para sostener la vida en el planeta, y que precisan especial atención y cuidado, como es el caso de los recursos hídricos. Sobre ellos se ha ejercido un abuso de tal magnitud, que se pone en peligro la supervivencia de comunidades campesinas e indígenas, por cuanto el agua sostiene ecosistemas de los cuales dependen éstas tanto para subsistir como para mantener tradiciones y costumbres. En el caso de las comunidades indígenas, el agua es un bien cultural y no un bien a explotar económicamente, ella es una fuente vital que se encuentra vinculada incluso con el despliegue de convicciones espirituales ancladas al uso sagrado de ciertos territorios. Así, es claro que:

El derecho de los pueblos indígenas y de las comunidades campesinas sobre sus recursos naturales, incluida el agua, se funda en el derecho de propiedad, en el derecho a la protección del medio ambiente, en el derecho a la subsistencia, la protección y preservación de sus formas de vida y cultura y, adicionalmente, en el derecho a la autodeterminación8.

Estos derechos son violados de forma constante, de tal manera que es fácil encontrar en regiones que antes eran ricas en flora y fauna, procesos de desertización causada por la tala indiscriminada de árboles en selvas y bosques. Tal es el caso de comunidades indígenas en la región amazónica, quienes se han visto afectadas principalmente por empresas madereras que reciben el aval de los mismos ministerios encargados de velar por el medio ambiente, y no respetan del todo las normas tendientes a evitar la sobreexplotación de las tierras y los recursos a los que tienen derecho los pueblos ancestrales. A esto se le suma la contaminación de ríos y lagunas por el uso inadecuado de desechos y residuos industriales, sin contar además que, con la falta de una cultura ciudadana que promueva el respeto y uso correcto de ellos, se ha contribuido a la pérdida de riqueza y calidad hídrica en los campos y ciudades.

Desde la ética ambiental, las relaciones con el entorno natural están atravesadas por una serie de responsabilidades individuales y colectivas. Dado que se está hablando de bienes comunes y derechos

8 Tomado de: www.condesan.org/socialagua/derechos.htm

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colectivos, es necesario adoptar una ética del respeto por los recursos naturales tanto por lo que valen por sí mismos, como por la importancia y valor que tienen para el desarrollo de los pueblos y comunidades.

El principio del respeto por los bienes y recursos de los pueblos, conlleva reconocer la autodeterminación de las comunidades y naciones, para satisfacer sus necesidades con las posibilidades brindadas por el medio que les rodea. Explotar y apropiarse de recursos sin considerar las consecuencias que pueda traer para los habitantes de las regiones explotadas, desconoce una ética de principios morales de responsabilidad, que precisamente sustentan los derechos ambientales. En la actividad de las empresas e industrias, se requiere así, una ética ambiental y de la responsabilidad ecológica, para regular el abuso sobre las áreas silvestres y la complejidad de los ecosistemas, usando para ello, modelos sostenibles de desarrollo.

27.1.2. Derecho a un medio ambiente sano y equilibrado

Es un derecho universal, disponer de un ambiente adecuado para el bienestar y la salud humana. Un medio ambiente sano es condición indispensable para el ejercicio de todos los demás derechos, por lo tanto su degradación acelerada, tal como se ha venido experimentando desde hace varias décadas, implicará cada vez mayores esfuerzos y estrategias tanto políticas como jurídicas, con el fin de esperar su recuperación.

El derecho a disfrutar y a vivir en un ambiente sano debe ser considerado como un derecho humano básico, pre-requisito y fundamento para el ejercicio de los restantes derechos humanos, económicos y políticos. […] La protección de este derecho humano comprende aquellos valores que han sido tradicionalmente objeto de tutela jurídica por otros principios o cuerpos normativos: la vida humana como un bien sagrado, la integridad física de la persona y la defensa de la vida y la salud (Borrero, 1994, p. 13, 14).

Buscar un ambiente sano y equilibrado involucra un llamado a hacer un uso racional de los recursos naturales, a proteger los bosques, la flora y la fauna. También supone velar por la dimensión cultural, por el patrimonio común de la humanidad, y por mantener

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un ambiente social y urbano que permita a pueblos e individuos, realizarse y desarrollar sus potencialidades. En este sentido, uno de los conflictos que suele darse cuando se exige el derecho a un ambiente sano, es el que genera, por ejemplo, la contraposición de derechos individuales y de derechos ambientales, basados en el bienestar colectivo. En otras palabras, con base en el derecho al trabajo, y desde la legalidad en el operar de algunas empresas e industrias, se espera hacer omisión de responsabilidades específicas sobre los efectos ecológicos negativos en la generación de productos y servicios.

De acuerdo con la ética ambiental, el derecho a un ambiente sano y equilibrado se convierte en un deber moral que exige a la vez, a líderes políticos, directivos de empresas e industrias, y a ciudadanos en general, valorar la naturaleza como un todo interdependiente y viviente del cual el ser humano forma parte. Desde esta conciencia ecológica cabe esperar mayores compromisos con el cuidado del entorno. Si no, se puede pretender que al menos, la defensa de estos derechos ambientales −que son también derechos de solidaridad por la interdependencia del todo vital−, surja de un móvil con orientación antropocéntrica. Esto es, que la preocupación ecológica tenga relevancia, porque, en últimas, lo que está en juego es la supervivencia del género humano.

27.1.3. Derecho al desarrollo y a la paz

Según la Declaración sobre el derecho al desarrollo, todo pueblo y ser humano tiene derecho a participar del desarrollo político, económico, social y cultural, para garantizar así la plena expresión de sus potencialidades. Especialmente, es indispensable apostar por un desarrollo sustentable que le permita a futuras generaciones garantizar su sostenimiento sin alterar el equilibrio ecológico, o poner en peligro la existencia de las diversas especies de plantas y animales que pueblan el planeta Tierra. Todo desarrollo es legítimo siempre y cuando no impacte o afecte negativamente a otros. Este puede ser un principio ético ambiental para determinar en qué medida son éticas o no, las actividades de individuos, empresas o naciones, tendientes a generar riqueza por medio de la explotación

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de los recursos naturales, principalmente en tiempos donde parecen desfigurarse las concepciones y el sentido de los límites, frente al deseo de poder, producción, acumulación y consumo.

Lejos de registrarse en episodios aislados, la contaminación ambiental y devastación ecológica han devenido en perfiles característicos de nuestro tiempo, inherentes a la lógica económica, a los modelos de producción y estilos de vida hegemónicos. […] fenómenos como la lluvia ácida, la erosión genética, el calentamiento global, la polución generalizada de aguas, la congestión de la vida urbana, el incremento de los estados de alarma orgánica, el desarraigo de pueblos y culturas, los eco-etnocidios, son las consecuencias, en una u otra forma, del sojuzgamiento de la biosfera que la razón instrumental hizo políticamente eficaz para consolidar islas de privilegio e incrementar su poder (Ibíd., p. 45, 46).

También es fundamental para el bienestar humano, que los Estados brinden condiciones para una paz estable, y la superación de toda carrera armamentista que ponga en peligro la estabilidad mundial y el desarrollo de las naciones. La paz, como valor moral, es condición necesaria para construir tejido moral social y una cultura ética ciudadana. Se deben crear, por esto, herramientas político−jurídicas para que los seres humanos crezcan como individuos y como pueblos, y eliminen gradualmente las injusticias y las desigualdades sociales y económicas, las cuales son en parte, la causa de profundos conflictos y múltiples violencias en las sociedades. El llamado a buscar estrategias para asumir estos retos, es claramente expresado en el Numeral 3, Artículo 2, de la Declaración sobre el derecho al desarrollo, cuando se afirma lo siguiente:

Los Estados tienen el derecho y el deber de formular políticas de desarrollo nacional adecuadas con el fin de mejorar constantemente el bienestar de la población entera y de todos los individuos sobre la base de su participación activa, libre y significativa en el desarrollo y en la equitativa distribución de los beneficios resultantes de éste9.

9 Tomado de: www.unhchr.ch/spanish/html/menu3/b/74_sp.htm

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Por un lado, son los individuos y los pueblos, los que deben buscar el desarrollo personal y el de sus comunidades, en consonancia con su dignidad y su valor como cultura, respectivamente. Por el otro, cada Estado tiene la obligación moral de velar por el bienestar de la población y generar condiciones apropiadas para el progreso, sin ser, por ello, antagónico con la conservación de los recursos naturales y el respeto por el entorno. Todos los pueblos tienen derecho a vivir en paz y a no ser afectados por un desarrollo no sustentable, es decir, que va en contra de la armonía con la naturaleza. Estos fines no le son ajenos a la ética ambiental, puesto que ésta también se ocupa de promover una cultura del sano desarrollo, de la adecuada convivencia y del respeto mutuo en medio de las diferencias. En efecto, el concepto de ambiente no sólo se limita al entorno natural, sino además, al entorno sociocultural.

27.2. Ética ecológica y derechos de los animales

Son diversos los pensadores, grupos y movimientos, defensores de los derechos de los animales, que buscan fundamentar sus posiciones y acciones, desde la reflexión ética. En efecto, hasta hace pocas décadas se empezó a generalizar la idea de derechos de los animales, la cual empezó a tomar fuerza desde los años 70, cuando el filósofo australiano Peter Singer publicó su obra Liberación Animal. Este autor hace notar que es hora de reconocer el valor intrínseco de los animales y sus intereses, y que también es necesario aplicar un principio de igualdad en la consideración hacia ellos, atendiendo básicamente sus necesidades y el sufrimiento que pueden padecer; en otras palabras, un principio de buen trato centrado en tener en cuenta su bienestar. Así, es importante dejar de pensar que las otras especies son valiosas o relevantes moralmente, tan solo en la medida en que reportan alguna utilidad o beneficio para los seres humanos. Desde la reflexión ética bien puede tenerse en cuenta la fundamentación de derechos, de deberes morales, y de unos principios básicos, que posibiliten orientar la relación con seres no humanos, con quienes se comparte un lugar común: la Tierra.

En este sentido, en la actualidad cobra cada vez más fuerza una

ética ambiental centrada en la protección de los animales, y con ella se logra entender, por ejemplo, proyectos que luchan por el

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reconocimiento de un estatus moral para los grandes antropoides, similar al que se reconoce en las personas. Cabe resaltar, en efecto, el denominado Proyecto Gran Simio, que busca entre otras cosas, hacer valer una condición de persona en los grandes simios, concretamente los chimpancés, los orangutanes y los gorilas, con lo cual se podría garantizar de forma efectiva, el derecho al no maltrato y a la vida. Uno de los argumentos para promover esta lucha por el reconocimiento de los grandes simios, se basa en el gran parentesco genético que existe entre estas especies y el género humano. A esto se le suma el éxito en trabajos tendientes a establecer canales de comunicación con gorilas, chimpancés y orangutanes, que demuestran en ellos, un gran despliegue de autoconsciencia, imaginación, humor y capacidad para engañar, entre otros.

Ya desde un enfoque más general, algunos de los defensores del principio del respeto a la vida de los animales, asumen todo tipo de posiciones que van desde asumir luchas a partir de movimientos como el antitaurino, hasta adoptar actitudes y hábitos promotores del respeto hacia los animales, como es el caso del vegetarianismo o el evitar, en lo posible, usar productos que impliquen el sufrimiento o la muerte de animales. Lo anterior suele apoyarse al menos en dos puntos de vista: el utilitarista y el de los derechos.

Tomando en consideración el utilitarismo se suele afirmar que los animales son dignos de consideración moral, ya que son seres con capacidad de experimentar placer y dolor, además de ser criaturas con un deseo de seguir viviendo −pulsión de vida−, lo cual constituye su bienestar, en tanto que vivir es condición para desplegar su ser. Así, la pretensión de buscar la felicidad general por parte del ser humano, es extensible a los seres no humanos, en atención incluso, al bien que ellos proveen dentro del orden de la naturaleza. La posición utilitarista se enfrenta, sin embargo, a diversas críticas, algunas de ellas provenientes de perspectivas distintas, en el interior del mismo utilitarismo. Cuando se pretende, por ejemplo, defender el vegetarianismo desde el argumento del compromiso moral de evitar el dolor de los animales, surge el inconveniente de que ello generaría sufrimiento para los acostumbrados a la dieta de carne, por cuanto culturalmente este hábito ha llegado a ser fuente de placer. Adicionalmente, aunque se acepte la posibilidad

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de un cambio respecto a la tradición de usar la carne como alimento primordial, por parte de un buen número de ciudadanos, es difícil pensar que su abstinencia vaya a detener la industria basada en el sacrificio de animales para consumo humano, debido a que ello sólo sería factible si un alto porcentaje de la humanidad asumiera una dieta vegetariana (De Lora, 2002, p. 440).

Desde la óptica de los derechos se da un debate sobre si en efecto

tiene sentido y está sólidamente argumentado reconocer a los animales como sujetos de derechos básicos. Algunos pensadores se inclinan por la idea de que si bien los animales no son agentes morales y, por lo tanto, no pueden ser sujetos de derecho, sí son pacientes morales, de manera análoga a como ocurre con los niños y personas que por diversas razones están imposibilitadas para ejercer autonomía y capacidad de comunicación. Este reconocimiento implicaría, lo mismo que para los humanos, al menos el hecho de que los animales puedan contar con garantías de protección, a la par que con mecanismos jurídicos para velar por que sean tratados dignamente. Con todo, contra el enfoque del reconocimiento de los animales como pacientes morales, se acostumbra señalar que no se trata meramente de hacerlos beneficiarios de ciertos cuidados y mecanismos de protección cuando se requieran. Se asume que la cuestión no consiste en reconocer una serie de deberes indirectos hacia los animales, sino en garantizar y afianzar un sistema político−jurídico, que a la par de garantizar el bienestar de diversas especies, brinde un positivo estatus moral a los animales, el cual permita adjudicarles unos derechos mínimos que restrinjan, en todos los niveles, acciones en contra de sus intereses de supervivencia, y a favor de evitarles sufrimientos innecesarios.

Ahora bien, es claro que el debate no sólo se desarrolla sobre si realmente es posible fundamentar o no derechos para los animales, sino que además, se despliega desde la idea de si tiene sentido pensar en términos de deberes hacia ellos. Para el filósofo de la ilustración, Immanuel Kant, se puede hablar de deberes indirectos del hombre hacia los animales. Es primordial tratar a los seres de otras especies con consideración porque es un deber para con el hombre mismo, cultivar una constante disposición al bien y al buen trato. Según Kant, un ser humano que maltrata a los animales, fácilmente desarrolla una disposición igualmente violenta hacia las personas. Por estas razones

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se debe evitar hacer daño a otras criaturas. Pero, por otro lado, también tiene sentido hablar sobre los deberes directos hacia los animales, pues son seres que se deben cuidar y proteger por su valor intrínseco, por el valor moral de la vida que manifiestan, con sus inherentes capacidades de percibir, experimentar, sentir y desarrollarse. Así, junto con los deberes indirectos promulgados por la doctrina kantiana, es factible presentar argumentos válidos reconociendo deberes directos basados en el respeto a la vida de otras criaturas.

Por supuesto, es claro que uno de los elementos que aparece en forma implícita o explícita, cuando se aborda la cuestión de las obligaciones éticas hacia los animales y el estatus moral de estos, ya sea desde la perspectiva utilitarista, de los derechos, o desde el enfoque de los deberes, tanto directos como indirectos, es la indispensable mediación de los sentimientos morales como factores que permiten aceptar un mínimo de consideración frente al trato con otras especies. Así, muchos autores y poetas en la actualidad, intentan promover esta conciencia ecológica de sensibilidad frente a las necesidades y el bienestar de los animales, más allá de las diferencias filosóficas. Un poema que se puede tomar de ejemplo, como representativo de esta sensibilidad global emergente, es el de la poeta estadounidense Ella Wheeler Wilcox:

Yo soy la voz de los que no hablany por mí hablarán los que son mudos.

Y mi voz resonará en los oídos del mundo hasta el cansancio,hasta que escuche y sepa los errores que cometen

con los débiles que carecen de palabra.

El mismo poder formó al gorriónque al hombre, el rey de la creación.

El Dios del Todo dio una chispa anímicaa todos los seres de pelo o de pluma. Yo soy el guardián de mis hermanos;

yo lucharé sus batallas;y haré la defensa del animal y del ave,

hasta que el mundo haga las cosas como se debe.

El reconocimiento de estos sentimientos obligantes, en lo que respecta al cuidado de las diversas manifestaciones de la vida, puede apreciarse según aspectos que pasan tanto por lo filosófico

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como por lo religioso. En efecto, esta concepción de la unidad de todos los seres, y de reconocer a los animales como “hermanos” que requieren ser cuidados y protegidos, se encuentra incluso en el medioevo, al menos desde el pensamiento de Francisco de Asís. En su hermoso Cántico al hermano Sol, el santo de Asís expresa de forma poética, un sentimiento de veneración, amor y respeto por animales, plantas, recursos naturales, y también por los astros como el Sol y la Luna, gracias a los cuales se sostiene la vida en el planeta. Así, la experiencia mística de la unidad de la vida y, por consiguiente, de la interdependencia de todas las criaturas, se revela en una ampliación de la sensibilidad moral y ecológica, conducente al respeto y al cuidado por todo lo viviente.

27.2.1. La declaración de los derechos de los animales

Lo cierto hasta ahora es que a partir de una ética ecológica, es posible fundamentar derechos de los animales, de manera similar a como cabe reconocer, con base en la reflexión ética en general, unos derechos humanos. Por ello, es importante analizar algunos de los artículos de la declaración universal de los derechos de los animales, para evaluar cómo se pueden sustentar desde la ética, y a cuáles deberes morales obligan.

En el Artículo 1 se encuentra que: “Todos los animales nacen iguales ante la vida y tienen los mismos derechos a la existencia”. El deber moral de respetar la vida de los animales tiene muchas implicaciones. Es ser humano tiene al menos que preguntarse: ¿respetar la vida de los animales es un deber incondicional? ¿Por qué debo valorar la vida de otras especies diferentes a la humana? ¿Es éticamente aceptable sacrificar la vida de los animales a favor de los intereses humanos?

Es común aprobar la muerte de animales a partir de tradiciones y costumbres ancestrales que han hecho de la carne la principal fuente de alimento y sustento para la especie humana. En este sentido, lo mínimo que se puede exigir es que los animales sean sacrificados sin causar en ellos sufrimiento o angustia. Este es precisamente el derecho expresado en el Artículo 9: “Cuando un animal es criado para la alimentación, debe ser nutrido, instalado y transportado, así como sacrificado, sin que ello resulte para él motivo de ansiedad o

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dolor”. El problema radica en que en la mayoría de los mataderos y criaderos no se dan las condiciones apropiadas para garantizar este derecho. De alguna manera, con el consumo de carnes se está propiciando indirectamente el dolor de muchos animales, a la par que se justifica con el argumento de la necesidad de estos para la supervivencia del hombre.

Con todo, muchos ecologistas y filósofos llevan el principio moral de respetar la vida hasta sus últimas consecuencias, y están optando por dietas exentas de carne, sin que por ello sufra deterioro alguno su salud o capacidades físicas y mentales. De acuerdo con una ética ambiental biocéntrica, los animales son también relevantes, y no están destinados necesariamente a ser usados para consumo humano. La Madre Tierra, tal como es concebida por las comunidades originarias de América, tiene una capacidad de autorregulación tal, que podría mantener el equilibrio ecológico y evitar, de cierta forma, la sobrepoblación de unas especies animales en detrimento de otras.

Cabe resaltar especialmente, que el principio de no maltrato a ningún ser vivo, descansa en el valor moral de la compasión, entendida como simpatía y benevolencia hacia todos los seres, sobre todo los que pueden experimentar sentimientos de placer o dolor. Desde esta perspectiva, el Artículo 3 señala que: “a) Ningún animal será sometido a malos tratos ni a actos crueles. b) Si es necesaria la muerte de un animal, ésta debe de ser instantánea, indolora y no generadora de angustia”. Desde una posición ética ecológica coherente, es repudiable causar la muerte de toros en las corridas, promover las peleas de gallos o perros, o usar los animales para todo tipo de espectáculo que represente para ellos algún riesgo, angustia o dolor.

Cada vez son más las voces de protesta que se alzan contra el abuso de los animales. Para las nuevas generaciones es claramente irracional someter a duras cargas y trabajos a caballos, elefantes o bueyes. Estos medios cumplieron con un fin en el pasado, y aunque siguen siendo usados en algunos contextos y regiones, representan sin duda una violación al principio moral de compasión y respeto por la integridad de los animales. De ahí que fácilmente sean aceptados derechos como los expresados en el Artículo 7, según el cual: “Todo animal de trabajo tiene derecho a una limitación razonable del tiempo e intensidad de trabajo, a una alimentación reparadora y al reposo”.

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Los distintos movimientos que apoyan los derechos de los animales, encuentran una recepción cada vez mayor en individuos y sociedades. Un claro ejemplo de esto son los grupos antitaurinos que han propiciado entre los ciudadanos de diversos países, una conciencia moral de rechazo hacia los espectáculos taurinos, exigiendo su abolición, o su gradual desaparición, empezando por apostar por una ética mínima desde la que se propicien corridas sin escenas de sangre, sin trofeos basados en la mutilación de miembros, y sin un final con la muerte del toro.

En resumen, los derechos de los animales pueden descansar en tres factores morales básicos, que contribuyen incluso a servir como principios orientadores a la hora de relacionarnos de manera adecuada con otras especies, ya sea desde toda una cosmovisión ecosófica en sentido amplio, o desde una perspectiva ética ecológica en particular: 1. El principio moral de respetar la vida de todos los animales, con la única excepción de que corra peligro inminente la vida o salud de un ser humano. 2. El sentimiento moral de compasión y solidaridad por los seres indefensos o que necesiten el auxilio del ser humano para garantizar su protección y supervivencia. 3. El deber moral de cuidar, hacerle bien y no maltratar, a toda criatura, ni causarle angustia o dolor alguno, a no ser que sea necesario provisionalmente para su bienestar futuro.

Conclusión

A partir de lo considerado, es posible apreciar un trasfondo filosófico moral a la hora de buscar la fundamentación de los derechos que vinculan a la humanidad, y a las relaciones de ésta con otras especies. Con todo, los derechos ambientales y los denominados derechos de los animales, siguen constituyendo un conjunto de retos para la reflexión ética. Los primeros, por cuanto ponen de manifiesto la complejidad de una serie de tensiones entre libertad individual y bienestar social, entre legítimos fines particulares y necesarios intereses colectivos. Los segundos, por que evidencian algunos límites en relación con la noción de sujeto moral y la necesidad de hacer más amplio el sentido del deber y la responsabilidad ética, desde enfoques que invitan a superar el antropocentrismo.

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EDUCACIÓN ÉTICA ECOLÓGICA YCULTURA AMBIENTAL

La educación ética se convierte en un instrumento por excelencia, para propiciar escenarios que conduzcan al desarrollo de competencias ciudadanas atravesadas por la conciencia ecológica. Promover dicha formación es deseable para todos los miembros de las sociedades actuales, para así construir el mejor mundo posible, esto es, un mundo donde sea un hecho la convivencia armoniosa de todos los seres con sus ecosistemas. Si el equilibrio ecológico del mundo le compete a todos, es necesario vislumbrar algunas estrategias que lleven de la reflexión a una acción ciudadana encaminada a superar las crisis ambientales. Por ello, este capítulo atiende algunos principios éticos que pueden guiar una adecuada educación para la sostenibilidad. De igual manera, indaga sobre algunos retos que le corresponde asumir a la educación ética ambiental, considerando los límites y alcances que logran tener los procesos de enseñanza−aprendizaje dirigidos hacia el desarrollo de sensibilidad ecológica.

28.1. Las trampas del desarrollo

La ética ambiental no se puede pensar sin tomarse en serio los procesos educativos que hacen de dicha ética, un marco orientador para la acción, plenamente entretejido en la cultura ciudadana. Por ello, es pertinente analizar por qué es fundamental una educación centrada en la vida, en qué consiste ella, y en qué medida es posible

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promover una conciencia ecológica en las personas. También surge la necesidad de abordar primordialmente, los principios que sustentan la filosofía y políticas de un desarrollo sostenible, y hasta qué punto estos principios están basados en concepciones posibles de fundamentar acudiendo a la ética ambiental.

Un primer aspecto a tener en cuenta, es que la educación ética ambiental requiere la convergencia de diferentes saberes adscritos no sólo a las humanidades, sino a las ciencias sociales y a las ciencias naturales. Esto es así, ya que los problemas ambientales atraviesan diversas dimensiones propias de la vida y la actividad humana, tales como la salud pública, los ecosistemas, el crecimiento demográfico, las políticas de desarrollo, entre otras. Además, si la educación ética ambiental pretende ser un saber reflexivo que motiva tanto a la acción individual como a la participación colectiva y organizada, necesita, como base, el respaldo de procesos de formación interdisciplinarios y holísticos, con posibilidades de integrarse manteniendo continuidad desde la formación básica, hasta llegar a niveles de educación superior.

Es a partir de un marco formativo integrador, que cabe esperar el cambio cultural necesario para recuperar relaciones armoniosas entre el desarrollo y el medio ambiente, pues en realidad, muchas de las mismas políticas denominadas verdes, al basarse en un concepto eventualmente contradictorio, como es el de desarrollo sostenible, se ven cortas a la hora de propiciar sociedades ecológicas. En efecto, la Comisión Brundtland definió el desarrollo sostenible como “el desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades” (1987). Se trata de una definición muy general que la posteridad se ha encargado de reelaborar y desarrollar desde múltiples enfoques, algunos de los cuales pueden resultar discordantes.

Una de las miradas sobre el desarrollo sostenible afirma que, de hecho, los dos términos son contradictorios, y requieren de una revisión crítica:

[…] la palabra desarrollo porque está cada vez más ligada en el lenguaje común al crecimiento cuantitativo y económico, […] la palabra sostenible porque, pese a tener como objetivo

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la formación de comportamientos que garanticen el futuro individual y del planeta, no alcanza a competir con el mercado en lo que se refiere al presente […] La educación para el desarrollo sostenible se ha preocupado poco del presente –sobre todo de los países más pobres en los que imperan las recetas liberalistas del FMI−, poco del desarrollo humano en términos de calidad, y se ha quedado a menudo en considerar el ambiente como reserva de recursos que no podemos agotar si queremos mantener indefinidamente un desarrollo económico (Sauvé, 99), proponiendo un concepto de sostenibilidad que no pone en discusión las reglas del mercado y que se preocupa sobre todo de que se mantengan las condiciones para que dichas reglas puedan ser aplicadas (Mayer, 2003).

La educación ética ambiental se encargaría, bajo este punto de vista, de generar escenarios para el pensamiento crítico y propositivo, desde los cuales se espera una gradual transformación cultural que permita superar las tensiones y antagonismos entre políticas de desarrollo, entendidas en términos económicos, y estrategias de protección y para el cuidado del medio ambiente. Así, el tipo de racionalidad promovido por una nueva educación ecológica, se ve obligado a sobrepasar los lineamientos del desarrollo sostenible basado en la lógica de proteger los recursos naturales para garantizar una explotación de los mismos a largo plazo, por una racionalidad compleja que se desplaza del antropocentrismo al biocentrismo.

La dicotomía entre medio ambiente y desarrollo también es expresada en los siguientes términos:

[…] los conceptos de desarrollo sostenible y preservación de un ambiente sano no son compatibles ni jurídica, ni técnica, ni ecológicamente hablando, ya que el primero se construyó, para pecado de nuestra generación, frente a nuestra posteridad, sobre la aceptación del daño y la necesidad, entonces, de compensar, de indemnizar, de “comprar” el daño ambiental que las grandes potencias han venido ocasionando, que las grandes empresas han generado […] (Rodríguez, 2006, p. 87)

El interés por un desarrollo sostenible, o sustentable, como prefieren denominarlo algunos, cobra relevancia en una educación ética ambiental, en la medida en que permite comprender que

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el problema de la superación de las actuales crisis ambientales involucra buscar la transformación de la cultura tradicional capitalista misma, por medio de procesos formativos orientados hacia el ejercicio de una ciudadanía crítica y participativa. Ejercicio ciudadano con la posibilidad de presionar eficazmente, en sistemas jurídicos ineficaces, y en políticas de desarrollo económico, centradas en mantener altos índices de consumo y de despliegue industrial, pretendiendo mitigar el impacto ambiental negativo causado, con mecanismos de restitución monetaria de daños.

28.2. Educación ética ambiental y conciencia ecológica

Si hacer frente a las crisis ambientales no sólo es responsabilidad de los Estados, sino principalmente de todo ser racional que puebla la Tierra, resulta necesario fomentar un mayor compromiso moral por esto que le compete a todos los seres humanos: el medio ambiente natural y sociocultural donde se desenvuelven, ya sea como ciudadanos de un Estado o como habitantes del mundo. Desde esta perspectiva, la labor educativa en las instituciones juega un papel protagónico, ya que es la llamada a formar a los miembros de cada comunidad, en diversos valores, principios, conocimientos y estrategias de intervención, que les posibilite asumir su papel de manera seria y responsable, con respecto a un futuro menos incierto.

Es importante, por ello, abordar la cuestión de la educación ambiental, bajo una orientación tendiente específicamente a promover conciencia ecológica y acciones ciudadanas conducentes a incentivar una cultura del cambio de paradigmas, donde el desarrollo de los pueblos es pensado desde políticas de sostenibilidad que no devengan en las ya citadas contradicciones: las que conciben lo sostenible en términos del cuidado de la naturaleza en tanto mera fuente de recursos que garantiza futuros despliegues de productividad, y las que asumen lo sostenible como la posibilidad de mitigar ciertos daños ambientales, con recursos económicos y estrategias sociales empresariales, como mecanismos compensatorios.

Así, se requiere una educación que redimensione la noción misma de desarrollo sostenible, para asumir profundas y positivas implicaciones de marcos representativos, que, en su base, resulten

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de un coherente interés por ponerle límites razonables al despliegue desmesurado de sistemas de producción que, de mantenerse, ponen en peligro el equilibrio de la naturaleza y, por ende, de todo despliegue de la vida misma. Esta educación requiere por ello, de una fundamentación que parte de la ética en general, y de una ética ecológica en particular.

Para empezar a pensar un enfoque educativo en esta dirección, se puede tomar inicialmente el Manual de Educación para el Desarrollo Sostenible, escrito por Mckeown. La autora recalca, al comienzo de su trabajo, la necesidad de tener en cuenta una diferencia primordial entre la educación sobre el desarrollo sostenible, que a partir de un ejercicio intelectual y teórico busca despertar conciencia en las personas, y la educación para el desarrollo sostenible, la cual se concibe como una estrategia pedagógica conducente a fomentar mecanismos para alcanzar la sostenibilidad (Mckeown, 2002, p. 7). Una sostenibilidad, que, por supuesto, debe verse en sentido profundo, es decir, como implicando revoluciones culturales desde varias dimensiones, y ante lo cual la educación constituye uno de los factores centrales para promover el cambio.

Tal como se ha indicado en algunos momentos, la reflexión ética ecológica es un factor orientador para la acción, pues, aunque para todos es palpable la existencia de una serie de crisis ambientales ante las cuales se debe hacer algo, pocos son los que realmente actúan en consecuencia. Por ello, pensar una educación ética ambiental, necesita pasar del discurso teórico sobre la sostenibilidad, a brindar herramientas para que el niño y el adolescente se involucren de manera concreta con estrategias y proyectos, y lideren procesos de transformación, basados en principios y valores morales.

En efecto, más que un compromiso político, se trata de un compromiso ético con el entorno, ya que si bien crisis ambientales, tales como el calentamiento global, requieren medidas políticas y jurídicas eficaces desde el alto gobierno de los países desarrollados, es en la base comunitaria y el sentido de responsabilidad social que se despliega en cada individuo, donde es factible presionar hacia los cambios culturales indispensables para mantener adecuadas relaciones con la naturaleza en múltiples escenarios.

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Así, en lo concerniente a la educación ética ecológica, una de las preguntas que el ser humano debe plantearse para incentivar un ejercicio reflexivo es: ¿qué puedo hacer desde mi vida cotidiana, para evitar formas de contaminación que afectan mi entorno y el bienestar de mis semejantes? Éste, por supuesto, es un llamado a tomarse en serio la responsabilidad individual. Se trata de dejar de depender únicamente de las políticas estatales, las entidades públicas o privadas, y los movimientos ecologistas, en la tarea de pensar y proteger el medio ambiente, y pasar a buscar, como persona y como comunidad barrial, relaciones más armoniosas con la naturaleza y el entorno urbano, basados en actitudes y hábitos responsables requeridos en el mundo de la vida cotidiana.

Quizá los enfoques pedagógicos más eficaces para vincular el ejercicio reflexivo, con hábitos y prácticas para el cuidado y sostenimiento de la vida, sean aquellos donde el papel del profesor se centra en estimular actividades autónomas y colaborativas de aprendizaje, desde un rol de mediador y facilitador. Por ello, se puede afirmar que entre las pedagogías usadas en educación ambiental, resaltan las que producen una constante interacción entre los estudiantes, y en las cuales la función del profesor, si bien es primordial, se despliega de manera indirecta. Esto es, él se encarga de promover el aprendizaje de los participantes en el proceso, tanto a partir de ciertos conocimientos como, principalmente, de la generación de escenarios en donde los mismos estudiantes evalúan sus representaciones y motivaciones. Es así como el papel facilitador del profesor, con la participación de los estudiantes, lleva no sólo a construir conceptos, sino a afianzar nuevas actitudes (Unesco, 1986, p. 134, 135).

En el aspecto actitudinal, resulta relevante, por ejemplo, aprender a apreciar el aporte de diferentes culturas, en relación con filosofías y estilos de vida que mantienen cierta reconciliación entre cultura y entorno natural. La labor educativa ambiental, centrada en éticas de reconocimiento y del cuidado, bien puede articularse con estudios interculturales, con la idea de rescatar los principios y valores de los pueblos y de diversas comunidades ancestrales, como es el caso de las indígenas. Tal como afirma Mckeown (2002, p. 17):

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Las tradiciones indígenas a menudo conllevan los valores y prácticas que incorporan el uso sostenible de los recursos. Aunque regresar a estos estilos de vida no es una opción para los millones de habitantes urbanos, los valores y principios más importantes de estas tradiciones se pueden adaptar a la vida del siglo XXI.

Es necesario apostar por una educación intercultural, de tal forma que el hombre pueda enriquecerse con distintas cosmovisiones y formas de ser en el mundo. Una educación ambiental centrada en el respeto a las diferencias, y que reconozca otras miradas, se torna especialmente significativa, dado que el problema del desarrollo sostenible es global, y resulta un asunto inaplazable para los variados contextos y culturas. Desde una ética ecológica que pretende ser global, es básico trabajar a favor de aquellos valores que pueden ser compartidos en medio de las diferencias. En este sentido, quizá el punto de partida para construir una ética ecológica diciente y significativa para todos los habitantes del planeta, sea el del respeto a la vida.

En efecto, lo que está en juego es la permanencia de la vida tanto del ser humano como de otras especies que de la misma forma habitan el planeta Tierra. La vida es un valor intrínseco, incondicional, que debe ser respetado. Respetar la vida es tener en cuenta que ésta no se encuentra subordinada a fines de crecimiento económico, lo cual queda realmente implícito en el concepto mismo de una sostenibilidad bien entendida. Esto es así, si se comprende que formas de desarrollo urbano, científico o económico, no tienen que ir necesariamente, en contravía de los intereses de las diversas especies, en particular, los de existir y desarrollarse.

Promover una ética centrada en el respeto a la vida, implica ocuparse de aquellas condiciones que hacen posible la manifestación de la vida en el planeta, así como de los escenarios en que la vida puede expresarse de la manera más plena. En el caso del ser humano, se trata de trabajar por apuntar hacia la construcción de una cultura local y mundial, que asegure el despliegue de sus potencialidades, y garantice un entorno y posibilidades de crecimiento, en consonancia con la dignidad humana.

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28.2.1. Educación ambiental y ética del consumo

Para incentivar la participación ciudadana en torno a exigencias y mecanismos conducentes a hacer valer los acuerdos y normas ambientales, y también el derecho a un ambiente sano y al desarrollo, es necesario partir de una labor educativa tendiente a fomentar conciencia ecológica, y el suficiente conocimiento sobre las causas y efectos del deterioro ambiental que se observa en este tiempo. Esto se lleva a cabo fácilmente desde la actividad pedagógica, por medio de esquemas del problema, los cuales se adaptan para ser explicados incluso a niños, tal como se refleja en la siguiente síntesis:

1. El sistema industrial […] se ubica dentro del sistema más grande de la naturaleza. 2. Este mundo natural más grande incluye recursos vivos y renovables, […] y otros recursos que, desde la perspectiva humana, no son renovables, […] 3. Los recursos renovables pueden sostener la vida humana indefinidamente, mientras no los usemos más rápidamente de lo que necesitan para renovarse. 4. Los recursos no renovables sólo pueden agotarse o “extraerse” […] 5. En el proceso de extraer y aprovechar recursos para producir y utilizar bienes, el sistema industrial también genera desperdicios […] Este desperdicio perjudica la manera como la naturaleza renueva los recursos. 6. El sistema industrial también se ubica dentro de un sistema social más grande de comunidades, familias, escuelas y culturas. Así como la superproducción y el desperdicio perjudican los sistemas naturales, también causan ansiedad, inequidad y tensiones en nuestras sociedades (Senge, 2009, p. 24, 25).

Utilizando marcos explicativos como el anterior, se cuenta con una base inicial de análisis que puede impulsar procesos de consulta, profundización y debate, los cuales de variadas maneras conducen necesariamente a cuestiones éticas, esto es, de responsabilidad individual y social. Quizá, uno de los mejores puntos de partida conceptual, se halla en el estudio de las filosofías ecológicas. A partir de ellas, el estudiante es llamado a indagar por el sentido de los movimientos ambientalistas y la importancia que tiene para el ser humano, desarrollar una ética del cuidado y la protección, apoyada en el aprender a vivir y a desplegar cultura, en armonía con el orden y equilibrio de la naturaleza.

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Con esta perspectiva, es claro que mediante la educación ambiental se pueden generar estrategias de aprendizaje para que el estudiante efectúe un juicio crítico y propositivo ante los retos que plantean las diversas crisis ambientales que se están originando, debido a las diferentes formas de contaminación producidas, los hábitos de consumo desmedido, y el inadecuado uso de los recursos naturales, entre otros. Por ello, uno de los énfasis a considerar es el de una educación para el consumo ecológico.

El consumo ecológico, entendido como el consumo que incorpora la preocupación por el efecto medioambiental del producto consumido, encuentra sus orígenes en los inicios de la década de los años setenta, […] Cuando el consumidor reconoce la relación existente entre sus acciones cotidianas y su repercusión en el medio ambiente y cree que puede contribuir a frenar el deterioro del medio natural, surge la conciencia ecológica en el consumo y aparece el consumidor ecológico. Definido por su interés por los problemas ecológicos, que no por sus hábitos de consumo, incorpora la variable ecológica en la elección del producto (Kostka–Gutiérrez, 1997, p. 97).

La era industrial ha venido acompañada por una serie cambios en el estilo de vida de los habitantes del mundo, entre ellos, incentivar múltiples formas de consumo. Éstas, al crecer de manera incontenible tanto por el aumento de la población planetaria como por los incontables bienes y servicios ofrecidos, socavan la posibilidad de procesos lentos y de regeneración de la biosfera, los cuales están como fundamento del sostenimiento y la diversidad de los recursos naturales. De ahí la necesidad de una educación ética ambiental centrada en alentar el consumo ecológico, esto es, un estilo de vida responsable y consciente en relación con lo que se puede adquirir sin propiciar daños ambientales. Se trata, en últimas, de buscar el afianzamiento de una filosofía de proporciones entre lo que se aporta y brinda al entorno natural, y lo que se recibe de la naturaleza, sin ponerla en riesgo.

Conclusión

En estos tiempos existen crisis ambientales que requieren especial atención de los gobiernos y, específicamente, de cada uno de los ciudadanos. Por tal razón, la educación está llamada a jugar un papel

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importante a la hora de promover cultura ambiental y conciencia ecológica en las nuevas generaciones. Una ética del cuidado de la vida sustentada en el desarrollo de sensibilidad ecológica, puede ser motivada desde escenarios de enseñanza−aprendizaje donde se revelen las íntimas relaciones entre seres y ecosistemas que constituyen el planeta.

El estudio de las relaciones vitales entre lo local y lo global, así como la consideración de los factores económicos y políticos, que influyen no sólo negativa, sino positivamente en el equilibrio de los ambientes natural y sociocultural, son ejes centrales de reflexión a partir de los cuales se pretende consolidar una ética de la responsabilidad y el respeto por las distintas manifestaciones de la vida.

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SENTIMIENTOS MORALES Y EDUCACIÓNPARA EL CUIDADO DE LA VIDA

Pensar una educación para el cuidado de la vida implica, entre otras cosas, considerar los sentimientos morales como incentivos básicos para orientar las acciones. Entre estos sentimientos se aprecia en especial, el papel del cuidado amoroso, la simpatía y la compasión, en relación con la protección y sostenimiento de las diversas manifestaciones del entorno vital. En este capítulo se asume así, una clasificación básica de los sentimientos morales, para posteriormente definir su vinculación con una educación ética centrada en el respeto y promoción de la vida, desde una pedagogía afectiva.

29.1. Sentimientos morales

Una educación orientada al cuidado y protección de la vida tiene como fundamento subjetivo la apelación a la sensibilidad ética, la cual se ha definido en otro lugar, como: “[…] la capacidad del ser humano de mantener relaciones intrapersonales, interpersonales y transpersonales, en una esfera afectiva y vitalista, guiadas por intuiciones y sentimientos morales necesarios para asumir el cuidado de sí, la compasión y simpatía por el otro, y la responsabilidad ante el entorno” (Ocampo, 2011, p. 170).

El sentido de responsabilidad y respeto por la vida está anclado, en cierta medida, en las intuiciones y sentimientos, sin embargo, es claro que en diferentes ocasiones, estas facultades resultan

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insuficientes a la hora de despertar una conciencia ecológica del cuidado y la protección que garantice, de hecho, un accionar en consecuencia con este reconocimiento del valor de la vida. Pero el problema no radica en las intuiciones y sentimientos, sino en el grado de desarrollo y despliegue de los mismos, con lo que la educación, como factor dinamizador y promotor de estos, constituye un elemento central para el logro de despertar un accionar y actitudes consecuentes con el amor y el despliegue de la vida.

Así, inicialmente es imprescindible considerar algunos sentimientos morales de atracción y de repulsión para lograr una educación ética centrada en el cuidado de la vida. Los sentimientos morales de atracción son aquellos que permiten una relación de acercamiento, aceptación, encuentro, cuidado y protección en las relaciones intrapersonales, interpersonales y transpersonales. Los sentimientos morales de repulsión son aquellos que generan formas de censura, alejamiento, instrumentalización y destrucción en las relaciones conmigo mismo, con los demás y con el entorno natural.

Entre los sentimientos morales de atracción, se puede distinguir entre una atracción intrínseca y una atracción extrínseca. Entre los primeros están: el amor propio, el autorrespeto y la autoestima, un grupo de sentimientos de aceptación que reconcilian al hombre con él mismo. Se entiende por amor propio un sentimiento de autoconservación, que en sentido moral significa velar por la propia integridad. La autoestima lleva también al cuidado de sí mismo, pero se desprende de apreciar el propio valor, de reconocerse con cierto talante como individuo. El autorrespeto es entendido como el valorarse a sí mismo al contemplar la propia dignidad, el hecho de pertenecer a una comunidad de seres racionales, a la especie humana.

Por otro lado, entre los sentimientos de atracción extrínseca están: la compasión, la benevolencia y la gratitud, los cuales promueven relaciones adecuadas con los demás y el entorno vital y natural. La compasión es entendida como un sentimiento de conmiseración hacia los seres que sufren o padecen, y la necesidad de acompañarlos en su dolor. La benevolencia alude a la simpatía, a desear el bien y mantener una buena voluntad hacia las personas, hacia los que son reconocidos como sus semejantes, o hacia cualquier ser que requiera

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cuidado o simpatía. La gratitud se entiende como un sentimiento de estima y buen deseo hacia los otros o lo otro (naturaleza, planeta), por el beneficio o favor que se ha hecho, de tal manera que se establece también una relación de interés por el bienestar del otro o de lo otro.

Con respecto a los sentimientos morales de repulsión, se pueden tener en cuenta, de igual manera, los de repulsión intrínseca y los de repulsión extrínseca. Por lo general, estos sentimientos están sustentados en una disposición de rechazo, producto de la evaluación de actos, intenciones o actitudes consideradas censurables, ya sea realizadas por uno mismo o por los demás.

Entre los sentimientos de repulsión intrínseca están: la vergüenza, el arrepentimiento y el remordimiento, los cuales permiten autoevaluar los actos desde una objetivación en la que se reconocen los propios errores y el anhelo de dejar de incurrir en ellos. La vergüenza tiene que ver con una turbación del ánimo que surge, por lo general, del hecho de percibir alguna falta cometida, o al cobrar conciencia de una acción deshonrosa propia. El arrepentimiento es un sentimiento de pesar que implica una repulsión hacia sí mismo por haber cometido algo indebido. El remordimiento se expresa principalmente como una inquietud interna que permanece después de ejecutar una acción definida como errónea o desconsiderada.

Por su parte, entre los sentimientos de repulsión extrínseca están: la indignación, la decepción y la desaprobación; estos posibilitan asumir posiciones de rechazo frente a las actitudes y actos de los demás. La indignación es el resentimiento o enfado vehemente contra los actos, procederes intencionales o actitudes de las personas, los cuales afectan a otras personas o seres. La decepción es el pesar por un desengaño causado por alguien de quien se esperaba algo. La desaprobación en sentido moral, se presenta como un sentimiento de rechazo y desacuerdo frente a alguien, por motivos que hieren el sentido de lo correcto, lo justo o lo debido.

Los sentimientos morales en general, se despliegan como un sentimiento de rectitud, en tanto que los fenómenos de atracción y repulsión descansan a su vez en las intuiciones y conciencia de lo correcto y lo incorrecto. La intuición por el respeto y cuidado de la

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vida surge como un dictamen directo de una inteligencia emocional superior que no requiere de fríos y extensos procesos de razonamiento para orientar la acción. Con razón se suele afirmar que la intuición es la voz interna del corazón, que junto con el despliegue de la conciencia y la voluntad moral, son potentes factores para guiar la existencia, brindando un sentido de responsabilidad, cuidado y protección por la vida. En este sentido se puede señalar que:

Lo que mueve al ser humano son los sentimientos, más que las razones, aunque ciertamente la ética fundada en razonamientos es indispensable para contener y atemperar los desbordamientos de las emociones. La razón hace más humana la emoción, pero no la suplanta como móvil de la acción. La ética parte del sentimiento para convertirse en razón. […] El ser ético se piensa, pero sobre todo se siente. La ética ambiental debe pues llegar a transformar en sentimientos profundos sus principios y valores. Los comportamientos deben estar dictados desde la pulsión y la repulsión, más que por una lógica y la razón (Leff, 2002, p. 307, 308).

29.1.1. Sentimientos morales de atracción y cuidado de la vida

Entre los diversos sentimientos morales de atracción se pueden tomar inicialmente el cuidado amoroso, la simpatía y la compasión, como aspectos fundamentales a la hora de pensar una educación para el cuidado de la vida. El cuidado amoroso se origina como una fuerza constructiva a partir de la vivencia afectiva del sujeto, en la que reconoce su interdependencia con otros seres y el vínculo invisible que subyace en la realidad, es decir, el de la unidad de las diversas manifestaciones de la vida. Este reconocimiento da lugar al despliegue de un querer beneficiar, proteger y promover el todo vital interdependiente, así como a cada uno de los individuos y elementos que lo configuran. Esta simpatía propia del comprender que todos los seres están juntos en el mundo como entes frágiles, limitados e interdependientes, deviene en benevolencia y compasión. El sentimiento moral de la compasión se descubre como un padecer, comprender el sufrimiento, acompañar y sentir el dolor de otros seres y sus necesidades. El otro y lo otro, dejan de ser objeto de indiferencia, por lo tanto, sólo cabe propiciar el cuidado y protección que se requiere para el despliegue de todas sus potencialidades y bienestar, y para evitarles un sufrimiento innecesario.

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Esta experiencia mediante las fuerzas morales de atracción extrínseca, es posible, a su vez, por el despliegue de las fuerzas morales de atracción intrínseca. Es inicialmente desde la reconciliación del individuo consigo mismo que cabe esperar el desarrollo de un sentir vinculante con algo que es percibido como externo y ajeno a él. Esto quiere decir que la autoestima, el cuidado de sí y el sentido de autoconservación, por ejemplo, son condiciones de posibilidad para el despliegue de la sana interacción con el entorno vital del cual se forma parte, sobre la base del vínculo íntimo del interés y protección por todo lo viviente.

29.1.2. Sentimientos morales de repulsión y sostenimiento de la vida

Así como los sentimientos de atracción promueven, construyen y cuidan la vida a partir de relaciones adecuadas de carácter personal, interpersonal y transpersonal, los sentimientos de repulsión impiden mantener actitudes y acciones que ponen en peligro las relaciones vitales y equilibradas entre el microcosmos y el macrocosmos, la cultura y la naturaleza, el yo, los otros y lo otro. En efecto, la vergüenza, el arrepentimiento, el remordimiento, vistos como fuerzas de repulsión intrínseca, así como la indignación, la decepción y la desaprobación, entendidas como fuerzas de repulsión extrínsecas, contienen el mal, esto es, reaccionan ante relaciones inapropiadas, que de sostenerse sólo generarían la destrucción, el desequilibrio, la incompletud en las relaciones consigo mismo, los demás y el entorno natural.

Desde esta perspectiva, hablar en términos de pulsión de muerte, podría ser una contradicción, ya que toda pulsión, en últimas, sería de vida. El deseo de muerte, daño o destrucción, es repulsión a la vida, una repulsión que se explicaría talvez como distorsión de la pulsión de vida que es más que deseo, tendencia o apetencia, distorsión generada por esa incompletud y falta de reconciliación con las fuerzas de atracción hacia sí mismo, los demás y el entorno.

29.2. Cuidado de la vida y afectividad

Ser conscientes realmente de algo requiere, además de un ejercicio de comprensión, poder sentir e intuir lo que está bien o mal, orientados por las propias disposiciones morales básicas. Los

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seres humanos cuentan con intuiciones y sentimientos morales los cuales son componentes de la conciencia. Estos configuran parte del mundo subjetivo, y se despliegan desde una pulsión que en el fondo apuesta por el cuidado y sostenimiento de la vida en toda su complejidad, contradicciones, riqueza, interdependencia y posibilidades de desarrollo, tanto en la relación consigo mismo como en las relaciones interpersonales y con el entorno. Si se acepta entonces que las experiencias presentadas a la conciencia de cada cual, van acompañadas, por lo general, del sentimiento de atracción o repulsión, desde cuyas tensiones se desarrolla a su vez un sentimiento de rectitud, queda preguntar por las posibilidades del despliegue de estos sentimientos en sentido moral, con base en procesos de educación orientados por el cuidado de la vida como principio y valor fundamental.

Una educación centrada en el mero desarrollo del juicio moral, desconoce factores subjetivos importantes para producir una inteligencia y voluntad moral, encaminados al desarrollo del amor, el cuidado, sostenimiento y protección de la vida. Entre estos factores subjetivos están: el sentimiento, la conciencia y la intuición, factores que se proyectan desde un mundo interno afectivo, pulsional y altamente inteligente, más allá del ejercicio de la racionalidad. En este sentido, la comprensión de la unidad de la diversidad de la vida, que al mismo tiempo lleva al despliegue afectivo del querer y obrar en consonancia con el equilibrio vital entre el microcosmos y el macrocosmos, requiere procesos pedagógicos donde el centro de atención es la sensibilidad moral ecológica.

Esta sensibilidad no puede basarse en el fomento de meras emociones y deseos caracterizados por la fluctuación, indeterminación e inconstancia, sino en el cultivo de profundos sentimientos cuya naturaleza es más estable y definida, a la vez que sirven de puente entre la razón y la acción. Estos sentimientos, entendidos como fuerzas de atracción y de repulsión, promovidos por la intuición y la conciencia, implican un ejercicio muy refinado de la inteligencia, el cual tiene poca relación con el producto de fríos procesos de racionalización. De ahí que sea a partir de una pedagogía afectiva y de trabajo colaborativo, con especial atención en el afianzamiento de competencias actitudinales y procedimentales desde el ejercicio

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del pensamiento y la sensibilidad, donde cabe esperar escenarios de transformación interior tendientes a fortalecer ciertos sentimientos básicos de reconciliación con la vida.

29.2.1. Ética ecológica y cuidado de la vida

Al llegar a este punto cabe considerar el sentido de una educación ética ecológica en relación con la protección del medio ambiente, sustentado en sentimientos morales básicos para el cuidado de la vida. De manera inicial, se puede afirmar que en el fondo toda ética es una apuesta por la vida.

Toda ética es una ética de la vida. La ética del desarrollo sustentable, más que un “juego de armonización” de éticas y racionalidades implícitas en el discurso del “desarrollo sostenible” (del mercado, del Estado, de la ciudadanía) y de la inclusión del ethos de las diferentes culturas, implica la necesidad de conjugar un conjunto de principios básicos dentro de una ética del bien común y de la sustentabilidad. […] La ética debe ser una ética creativa, capaz de reconstruir pensamientos y sentimientos hacia la vida y la buena vida (Leff, 2002, p. 290).

Cabe precisar que una ética del cuidado de la vida basada en los sentimientos, además de la racionalidad, no es necesariamente una reacción al legado de la Modernidad. Si bien, se suele concebir la ética ecológica como un modo de comprender la relación con un entorno más amplio que el concebido por las éticas modernas, lo cierto es que en el mismo legado moderno se encuentran las bases, o por lo menos, el germen que permite pensar las éticas de corte ecológico.

Esto resulta evidente al recordar que a la par de un legado racionalista en muchas de las éticas de la Modernidad, se encuentran también diversas apuestas éticas apoyadas en el reconocimiento del sentimiento, como principal móvil de la acción moral. Smith, Hume y Schopenhauer, por ejemplo, ven en la dimensión sentimental, las condiciones de posibilidad para el desarrollo moral humano. Y en esta dimensión, se encuentran en parte los fundamentos para superar miradas instrumentales, en las relaciones con la naturaleza, por concepciones de responsabilidad ecológica centradas en el cuidado y la protección.

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Un claro ejemplo de lo anterior se puede apreciar en las éticas ecológicas que admiten un estatus moral en los animales, a partir de la valoración de sus intereses, su capacidad de sufrir y de experimentar sensaciones de placer y desagrado, como seres vivientes. Desde este punto de vista, tal como fue señalado por Schopenhauer, es el sentimiento de compasión, en tanto fundamento de lo moral por la fuerza que brinda para superar el egoísmo, un factor que permite comprender la ética, ya no sólo en relación consigo mismo y con otros seres humanos, sino además, con otros seres de la naturaleza cuyas necesidades generan cierta dependencia de las acciones y omisiones de la especie humana.

[…] una ética arraigada en el terreno de la moralidad actuante no precisa de dispositivos metaéticos para ser efectiva, no precisa ni del cálculo de la utilidad, ni de un sistema de lealtades, ni de la fidelidad a un juramento. Sólo requiere el sentido de compromiso con aquello a lo que se le otorga valor intrínseco, sea por respetársele en su dignidad o por compadecérsele en su desamparo, en su debilidad o en el avasallamiento que sufre. Esos afectos, que son la carga energética de las nociones morales respectivas –la de respeto, la de compasión− son el terreno en que arraiga una ética efectiva (Mora, 2002, p. 37).

En medio de sociedades complejas, plurales, en donde cada sujeto y comunidad despliega su potencial basado en una gran diversidad de nociones de vida buena, se requieren factores vinculantes que posibiliten la construcción de proyectos compartidos de cara a problemas que afectan a todos. Cuando además de las crisis ambientales locales, se ha logrado identificar unas problemáticas globales, es necesario un llamado de carácter planetario, tal como lo evidencia la realización de cumbres, protocolos y acuerdos internacionales, para mitigar, entre otras cosas, los efectos adversos del desarrollo industrial. Pero la responsabilidad moral no es una noción abstracta que se le asigna a los Estados, a los pueblos o a las organizaciones, es un imperativo que cobra sentido respecto a cada uno de los sujetos que la asumen, ya sea desde posiciones de mando y liderazgo, como desde la multiplicidad de roles que adoptan a partir de la base social.

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Así, es pertinente preguntarse por lo característico de las éticas que surgen en respuesta a las necesidades actuales. Por lo pronto, es claro que la esfera del pensamiento y la racionalidad, a la hora de orientar proyectos de vida de carácter particular y colectivo, tiene un efecto separatista. También es cierto que una ética global con base en el ejercicio de la ciudadanía y de unos mínimos morales compartidos, puede resultar insuficiente como factor que motiva y vincula para hacer frente a retos mundiales, en tanto que el estatus de ciudadanía misma precisa la separación entre lo público y lo privado, entre el sujeto y su subjetividad. De ahí que pensar en éticas vinculantes para afrontar retos globales, exige considerar el hecho de que al menos necesitan estar basadas en experiencias que pasan por el reconocimiento de la compasión, el amor, la solidaridad y el cuidado por la vida, entre otros, como elementos que constituyen un ethos regulador de las actividades humanas, bajo el principio de la responsabilidad con todo un entramado vital. Estos factores, al tener como móvil sentimientos morales básicos en cada individuo, complementan y amplían los alcances de las éticas fundadas en el mero ejercicio de la racionalidad, entendido como incentivo para la acción.

Conclusión

Después de considerar el anterior marco conceptual, cabe señalar que los procesos de formación de los sentimientos morales se pueden construir con base en una pedagogía afectiva orientada al desarrollo de la inteligencia emocional y espiritual en el estudiante, lo cual contribuye al despliegue de sus potencialidades desde una sensibilidad holística, en tanto que lo relaciona de manera adecuada consigo mismo, con los demás y el entorno. Esto es así porque la educación afectiva para el cuidado de la vida a partir de los sentimientos morales, encierra un componente de aversión o autocensura, como es el caso de la culpa, la vergüenza y el remordimiento, a la hora de considerar, por ejemplo, la destrucción, el dolor o el sufrimiento causado a otros seres. Pero este enfoque también implica un componente prosocial y transpersonal, de interés afectivo por las necesidades, intereses y promoción de bienestar de los demás y de otros seres vivientes como los animales y ecosistemas.

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