aprender a tomarse la vida confilosofía

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30 CULTURA 31 Aprender a tomarse la vida con FILOSOFÍA Francesc Casadesús Bordoy Doctor en Filosofía Profesor de la Universitat de les Illes Balears En el mundo caótico y en crisis que vivimos resulta más necesario que nunca recuperar el placer de vivir L a expresión “tomarse la vida con filosofía” se pronuncia la mayoría de las veces como un tópico ante cualquier adversidad que altere el orden esperable de los aconte- cimientos. En efecto, ante los inconvenientes e imprevistos que continuamente nos depara la vida, la expresión “to- marse la vida con filosofía” sugiere la necesidad de afrontar esos contratiempos con parsimonia, de manera sosegada, con cierta distancia y tranquilidad de ánimo. De hecho, si se analiza con atención esta frase y se la des- poja del contexto tópico en que suele formularse, resulta que, de entrada, pone de manifiesto algo que a primera vista podría resultar sorprendente: que de manera tan sencilla y popular, la Filosofía, una de las áreas de cono- cimiento del saber humano considerada más complejas y abstrusas, sea asociada a la vida sosegada por oposición al frenesí de la vida cotidiana. De hecho, a nadie se le ocurriría afirmar, apelando a otras ramas del saber humanístico, que hay que tomarse la vida con “filología” o con “historia”. Esto es así porque, tras la palabra “filosofía” se esconden miles de años de saber que, entre otras cosas y con el transcurrir de los tiempos, tes que acudir al consumo de remedios artificiales como los somníferos o ansiolíticos. De este modo, Marinoff recordaba un aspecto que, desde sus orígenes, ha sido connatural a la filosofía: que la me- jor manera de abordar las contrariedades es adoptar una actitud reflexiva, sin caer en las premuras e impaciencias que, en la mayoría de ocasiones, nos impiden una ponde- ración equilibrada de los acontecimientos, por muy adver- sos y negativos que estos sean. Y es que el signo más característico de nuestros tiempos es la vertiginosa rapidez con que se suceden los hechos, a través de la reflexión y la experiencia, han enseñado a los seres humanos a vivir de la mejor manera posible. Y sin duda, la mayoría de las personas están de acuerdo en que esa mejor manera de vivir, lo que ahora se deno- mina “calidad de vida”, está asociada a la paz, el sosiego y la calma. Por contra, la precipitación, las urgencias y las prisas generan un estado de angustia y ansiedad que en nuestros días se identifica con el estrés, al que se consi- dera uno de los grandes causantes del malestar de la vida moderna. Por este motivo, la filosofía aparece como una tabla de salvación a la que agarrarse en tiempos convulsos, en los que impera la inquietud y el desánimo ante la sensación de que todo se precipita hacia el desastre. De hecho, el recurso a la filosofía como una especie de fármaco anties- trés ya fue defendido en su momento por Lou Marinoff en su best-seller Más Platón y menos Prozac, en el que anima a utilizar la reflexión filosófica como vía para solucionar, o al menos atemperar, los problemas que nos agobian, an- vértigo que nos abruma porque nos sentimos incapaces de comprenderlos y asimilarlos. A esa sensación de im- potencia han contribuido sin duda los avances tecnológi- cos que permiten la comunicación inmediata, on line, de todo lo que, sea relevante o no, acontece en el mundo. Nos bombardean a diario tantas noticias que no alcanza- mos a discernir su interés o importancia. La inmediatez se impone y con ello aumenta la sensación de que estamos desbordados por la avalancha de información que trans- miten sin cesar los medios de comunicación, Internet o la telefonía móvil. Hasta tal punto se ha impuesto esta dictadura de lo inme- diato, que la rapidez en la ejecución de las acciones se considera un factor positivo en la resolución de conflictos cuando, en una sociedad sana y equilibrada, debiera ser lo contrario. De hecho, la etimología del adjetivo “rápido”, formado so- bre la forma latina rapidus, indica la acción propia del ver- bo latino “rapere” del que procede, es decir, “apoderarse Estatua del filosofo griego Platón.

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La expresión “tomarse la vida con filosofía” se pronuncia la mayoría de las veces como un tópico ante cualquier adversidad que altere el orden esperable de los acontecimientos.

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Page 1: Aprender a tomarse la vida confilosofía

3030 CULTURA 31

Aprender a tomarse la vida con filosofía

Francesc Casadesús BordoyDoctor en Filosofía

Profesor de la Universitat de les Illes Balears

En el mundo caótico y en crisis que vivimosresulta más necesario que nunca recuperar el placer de vivir

La expresión “tomarse la vida con filosofía” se pronuncia la mayoría de las veces como un tópico ante cualquier adversidad que altere el orden esperable de los aconte-

cimientos. En efecto, ante los inconvenientes e imprevistos que continuamente nos depara la vida, la expresión “to-marse la vida con filosofía” sugiere la necesidad de afrontar esos contratiempos con parsimonia, de manera sosegada, con cierta distancia y tranquilidad de ánimo.

De hecho, si se analiza con atención esta frase y se la des-poja del contexto tópico en que suele formularse, resulta que, de entrada, pone de manifiesto algo que a primera vista podría resultar sorprendente: que de manera tan sencilla y popular, la Filosofía, una de las áreas de cono-cimiento del saber humano considerada más complejas y abstrusas, sea asociada a la vida sosegada por oposición al frenesí de la vida cotidiana.

De hecho, a nadie se le ocurriría afirmar, apelando a otras ramas del saber humanístico, que hay que tomarse la vida con “filología” o con “historia”. Esto es así porque, tras la palabra “filosofía” se esconden miles de años de saber que, entre otras cosas y con el transcurrir de los tiempos,

tes que acudir al consumo de remedios artificiales como los somníferos o ansiolíticos.

De este modo, Marinoff recordaba un aspecto que, desde sus orígenes, ha sido connatural a la filosofía: que la me-jor manera de abordar las contrariedades es adoptar una actitud reflexiva, sin caer en las premuras e impaciencias que, en la mayoría de ocasiones, nos impiden una ponde-ración equilibrada de los acontecimientos, por muy adver-sos y negativos que estos sean.

Y es que el signo más característico de nuestros tiempos es la vertiginosa rapidez con que se suceden los hechos,

a través de la reflexión y la experiencia, han enseñado a los seres humanos a vivir de la mejor manera posible.

Y sin duda, la mayoría de las personas están de acuerdo en que esa mejor manera de vivir, lo que ahora se deno-mina “calidad de vida”, está asociada a la paz, el sosiego y la calma. Por contra, la precipitación, las urgencias y las prisas generan un estado de angustia y ansiedad que en nuestros días se identifica con el estrés, al que se consi-dera uno de los grandes causantes del malestar de la vida moderna.

Por este motivo, la filosofía aparece como una tabla de salvación a la que agarrarse en tiempos convulsos, en los que impera la inquietud y el desánimo ante la sensación de que todo se precipita hacia el desastre. De hecho, el recurso a la filosofía como una especie de fármaco anties-trés ya fue defendido en su momento por Lou Marinoff en su best-seller Más Platón y menos Prozac, en el que anima a utilizar la reflexión filosófica como vía para solucionar, o al menos atemperar, los problemas que nos agobian, an-

vértigo que nos abruma porque nos sentimos incapaces de comprenderlos y asimilarlos. A esa sensación de im-potencia han contribuido sin duda los avances tecnológi-cos que permiten la comunicación inmediata, on line, de todo lo que, sea relevante o no, acontece en el mundo. Nos bombardean a diario tantas noticias que no alcanza-mos a discernir su interés o importancia. La inmediatez se impone y con ello aumenta la sensación de que estamos desbordados por la avalancha de información que trans-miten sin cesar los medios de comunicación, Internet o la telefonía móvil.

Hasta tal punto se ha impuesto esta dictadura de lo inme-diato, que la rapidez en la ejecución de las acciones se considera un factor positivo en la resolución de conflictos cuando, en una sociedad sana y equilibrada, debiera ser lo contrario.

De hecho, la etimología del adjetivo “rápido”, formado so-bre la forma latina rapidus, indica la acción propia del ver-bo latino “rapere” del que procede, es decir, “apoderarse

Estatua del filosofo griego Platón.

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violentamente de una presa”. Por este motivo la rapidez está emparentada, en origen, a otros vocablos, como la palabra “rapiña”, el saqueo que se ejecuta mediante vio-lencia, al adjetivo “rapaz”, que define el ímpetu con el que atacan las aves de presa, o, en lengua inglesa, el substan-tivo rape, que significa “violación”.

La conclusión es que la rapidez ha sido tradicionalmente asociada a la agresividad y, por este motivo, no ha gozado, hasta nuestra época, de una buena consideración.

Una demostración de que ahora impera la prisa es que en la mayoría de los gobiernos, empresas e instituciones se prioriza la ejecución de los proyectos sin que antes se hayan sopesado sus consecuencias o el contexto en que se aplican. Lo prioritario es hacer cosas, sin más, para presentarlas lo más rápidamente posible a los votantes o accionistas como objetivos realizados. Hacer el máxi-mo número de cosas con celeridad, en el periodo de una legislatura o un mandato, sin pensar en nada más que en el beneficio inmediato que pueda aportar a corto plazo a quien lo ejecuta.

En España, por ejemplo, ha habido desde la transición, en treinta años, siete reformas educativas de la enseñan-za secundaria que han causado un empobrecimiento tan grande que la han puesto a la cola de los países occiden-

tales, sin que nunca se haya planteado cuál es el objetivo último al que estas numerosas reformas se dirigen. El he-cho de que cada cambio de color político en el gobierno comporte un giro en la orientación del sistema educati-vo ha acabado dinamitando la calidad de la enseñanza que se imparte y ha desmoralizado a muchos profesores, obligados a alterar continuamente los planes, programas y metodologías. A esto hay que añadir el elevado coste y el desgaste que supone desmontar un sistema para orga-nizar otro.

Del mismo modo, se han construido aeropuertos en pára-mos abandonados, proliferan los edificios mastodónticos vacíos o inacabados, las autopistas sin vehículos que las transiten, construcciones que han destrozado paisajes idílicos... simplemente porque los responsables del mo-mento se dejaron llevar por una insensata e improductiva vorágine ejecutiva.

Se olvida, sin embargo, con demasiada frecuencia que la ejecución de algo que va a afectar la vida de miles de per-sonas exige una deliberación previa, que sopese los pros y contras de las decisiones antes de llevarlas a cabo. De hecho el verbo “ejecutar”, y sus derivados, procede del verbo latino exsequor que se utilizaba para ordenar que se llevara a cabo aquello que se había decidido tras el proceso de reflexión y discusión correspondiente. Incluso,

cuando se daba la orden de proceder a su ejecución se exigía hacerlo con cautela, como el emperador Augusto que exclamaba a sus subordinados “festina lente”, “apre-suraos lentamente”, una paradójica expresión que, en lengua española, evoca la máxima “despacio que tengo prisa”. Con estas expresiones se pretende advertir que la precipitación no conduce a ningún sitio que no sea... a un precipicio.

En el mundo caótico y en crisis que vivimos resulta más necesario que nunca recuperar el placer de vivir pausada-mente el ritmo del tiempo, desde una dimensión humana que vuelva a retomar la esencia natural de las cosas.

Aristóteles repetía, y fue seguido por Nietzsche en la for-mulación de esta idea, que disponer de tiempo, de otium, es la característica de los hombres libres y que su caren-cia, el negotium, es propio de esclavos. Estar sometido al estrés diario, sin introducir la reflexión y el espíritu crítico en el proceso de toma de decisiones, anula la capacidad de actuar libremente, por la agobiante presión de tener que hacer las cosas por el simple hecho de hacerlas. De-bemos recuperar espacios de tiempo para la reflexión re-posada de lo que estamos haciendo, retomar el ocio acti-vo, y no solo el negocio por el negocio, como el valor más importante en nuestras vidas, sobre todo en una época de crisis en la que todos somos conscientes de que a esta

situación nos han llevado muchas de las decisiones pre-cipitadas e irresponsables que ahora estamos pagando todos los ciudadanos.

Hay que recordar, en definitiva, que lo importante no es hacer cosas, sino hacerlas bien. De la misma manera que lo importante no es vivir, sino vivir bien. Esto exige, como ocurre en la naturaleza, que todo tenga su tiempo, desde la germinación a la maduración, sin que pueda saltarse ningún eslabón del proceso. “La naturaleza no da saltos” afirmaba también Aristóteles para subrayar que en ella todo se produce en el momento oportuno como resultado de su desarrollo pausado y escalonado.

Para conseguirlo, y recuperar el placer de las cosas bien hechas, aunque dé un poco de vergüenza recordarlo, hay que saber contestar las cuatro preguntas elementales que siempre se ha planteado la filosofía: “cómo”, “cuándo”, “por qué” y “para qué”. Y esto solo se conseguirá si, como sostiene la sabiduría popular, conseguimos volver a to-marnos con filosofía las cosas que más nos importan para dedicarles todo el tiempo y atención que necesitan. Quizá así aprendamos definitivamente la lección que ahora, de manera tan dolorosa, estamos pagando: que es mucho mejor no hacer las cosas que hacerlas mal.