antropologia pedagogica - hans scheuerl

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La cuestión " antropológica es fundamental en todos los tiempos para la pedagogía. En la actualidad, la respuesta a esta cuestión es más apremiante y ur- gente que nunca. El áutor analiza los cambios que ha experimentado laj «imagen del hombre» en el pensamiento pedagógico desde la antigüedad hasta nuestros días. El interés se centra tanto en las per- sonalidades seleccionadas — Platón, san Agustín, Co- menius. Rousseau, Nietzsche, Portmann, etc. — como en las perspectivas1,de la antropología normativa y empírica inherentes a las teorías y corrientes peda- gógicas de cada época. El autor trata de iluminar el contexto social e histórico al que hacen refe- rencia las diferentes posiciones, y a través de la his- toria de los problemas nos' aproxima a la discusión e investigación actuales. La obra se distingue por su claridad y aporta interesantes materiáles histó- ricos. . Hans Scheuerl es profesor en la universidad de Ham- burgo y forma parte del consejo de redacción de la «Zeitschrift für Pádagogik». ' A-*-

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Antropologia Pedagogica

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Page 1: Antropologia Pedagogica - HANS SCHEUERL

La cuestión " antropológica es fundamental en todos los tiempos para la pedagogía. En la actualidad, la respuesta a esta cuestión es más apremiante y ur­gente que nunca. El áutor analiza los cambios que ha experimentado laj «imagen del hombre» en el pensamiento pedagógico desde la antigüedad hasta nuestros días. El interés se centra tanto en las per­sonalidades seleccionadas — Platón, san Agustín, Co- menius. Rousseau, Nietzsche, Portmann, etc. — como en las perspectivas1, de la antropología normativa y empírica inherentes a las teorías y corrientes peda­gógicas de cada época. El autor trata de iluminar el contexto social e histórico al que hacen refe­rencia las diferentes posiciones, y a través de la his­toria de los problemas nos' aproxima a la discusión e investigación actuales. La obra se distingue por su claridad y aporta interesantes materiáles histó­ricos. .

Hans Scheuerl es profesor en la universidad de Ham- burgo y forma parte del consejo de redacción de la «Zeitschrift für Pádagogik». ' A-*-

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Biblioteca dePEDAGOGÍA

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BIBLIOTECA DE PEDAGOGÍA25

ANTROPOLOGÍA PEDAGÓGICA

Por HANS SCHEUERL

BARCELONA

EDITORIAL HERDER

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HANS SCHEUERL

ANTROPOLOGÍAPEDAGÓGICA

Introducción histórica

BARCELONA

EDITORIAL HERDER1985

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Venlrtfl caM dla/u de Víctor I W . itírrica , de la o b ra de IIa«« Soifu fh l , P&lagngisclie Anthropologie,

Verlag W. Kohlhammcr, S lu ttg a r t 1982

© 1982 Vcrlag IF. Kohlhammcr, Sluttgart © ¡985 Editorial Hcrdcr S .A ., Barcelona

ISBN 84-254-1434-2

E.S PROPIEDAD D epósito i.e g a t : B. 31.394-1984 P rinted «n Spa in

Grafesa Ñ apóles, 249 08013 B arcelona

Page 6: Antropologia Pedagogica - HANS SCHEUERL

ÍNDICE

In tr o d u c c ió n .............................................................................................. 7

1. El t e m a ............................................................................................... 9J.l. ¿Que significa «antropología»?.................................................. 91.2. ¿Qué significa «antropología pedagógica»?............................. 131.3. ¿Qué clase de introducción tratamos do presentar? . . . 21

2. Puntos de partida antiguos para una imagen pedagógica delhombre: P la tó n ....................................................................... 27

2.1. La tradición de la «paideia» griega................................... 282.2. La tradición presocrática y sofística ................................... 322.3. La doble perspectiva de P la tó n .......................................... 422.4. Transición.................................................................................... 62

3. Autoexpericncia cristiana: A g u s t í n ............................................... 673.1. La historicidad como nueva perspectiva antropológica . . 683.2. La autobiografía como ejemplo antropológico . . . . 703.3. Cuestiones antropológicas b á s ic a s ................................... 773.4. Transición. .. 84

4. En los umbrales de la conciencia m o d ern a .................................. 954.1. Los nuevos motivos de la antropología renacentista . . 964.2. La visión del hombro en J.A. C o m e n iu s ..........................1044.3. Variaciones del concepto de naturaleza................................. 118

5. El «siglo pedagógico» ........................................................................ 1295.1. Jean Jacques R ou sseau ............................................................. 1325.2. Johann Heinrich P esta lozzi...................................................... 1495.3. Una ojeada a la «época clásica»: Kant y Herder . . . 167

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índice

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6. Aproximaciones al presente: paralelismos y contrastes . . J796.1. Fricdrích N ic tz sc h c ................................................................................. 1 H36.2. Adolf P orlm ann ......................................................................................... j%6.3. P a n o rá m ica ................................................................................................203

B ib l io g r a f ía .............................................................................................. 213Indico de n o m b r e s ................................................................................229

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INTRODUCCIÓN

Esta monografía es la cristalización de las ideas que me han acompañado durante un cuarto de siglo en todas las eta­pas de mi actividad docente, ideas de las que no he vuelto a separarme. Las conferencias y seminarios celebrados en las universidades de Hamburgo, Erlangen, Francfort del Meno, en algunas escuelas superiores de pedagogía y en la escuela su­perior del ejército de Hamburgo con títulos tales como cam­bios de la imagen del hombre o contribuciones históricas a la antropología pedagógica ocuparon una posición distinta en la discusión pedagógica de los últimos decenios: al principio se movieron en torno a la «imagen del hombre» en todas las disciplinas, épocas y sectores de la vida, impulsados por el viento favorable de una tradición pedagógica alemana basada en gran parte en la historia y en las ciencias del espíritu, así como por un interés típico de los años 50, casi de moda en aquella época. A continuación alcanzaron una primera fase crítica de revisión y confirmación cuando en los años 60 el llamado «giro realista» de la pedagogía alemana, relacionado con las ciencias empíricas y sociales, relegó el interés históri­co a un segundo término tras las discusiones metodológicas y científico-teóricas, por una parte, y tras las actuales cuestio­nes pormenorizadas acerca de lo factible y planificable por la técnica de la investigación en el campo de Ja formación, por la otra. Además de las muchas disciplinas empíricas especiales que revistieron gran importancia en aquella época para la ac-

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introducción

tividad docente pedagógica, la antropología histórica y filosó­fica se convirtió para muchos en punto de orientación cues­tionable. Poco después, el giro propiciado por la «crítica de la ideología» en los tardíos años 60 volvió a despertar con mayor fuerza todavía el interés histórico, especialmente el his- tórico-social, lo que conllevó al mismo tiempo una critica cen­trada intensamente en la antropología. Si se comparan las co­rrientes científicas con las coyunturas económicas, mis refle­xiones guardaron una relación más bien «cíclica» y otras veces marcadamente «anticíclica» con la situación teórica de la épo­ca. Por ello, con respecto a la cuestión en sí se imponía la necesidad de un cambio múltiple de perspectivas que obligó a comprobar, rechazar, completar y enriquecer muchos pun­tos de vista, y exigió al mismo tiempo la incorporación a un proceso inacabable de ampliaciones y relativizaciones.

Puesto que, sin embargo, como sigo pensando todavía, la cuestión antropológica es fundamental en todas las épocas para la comprensión pedagógica, el interés por las imágenes que el hombre se forma y se ha formado acerca de sí mismo no podrá «concluir» jamás ni «quedar superado» en la educa­ción y en la pedagogía. A ello se debe, por una parte, mi in­sistencia en la continuidad por encima de todos los cambios de corrientes y tendencias y, al mismo tiempo, por la otra, mi deseo de subrayar el carácter fundamentalmente abierto y en- sayístico de estas disertaciones.

Hans ScheuerlHamburgo, otoño de 1981

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1 EL TEMA

1.1. ¿Que significa «antropología»?

Antropología significa doctrina acerca del hombre. Esta pa- labra aparece ya en la antigüedad. En su significado actual se fue imponiendo paulatinamente desde el siglo xvi (Landmann, 1962, p. 360; Froese - Kampcr, 1971, p. 67). Desde el princi­pio difieren las opiniones respecto a la manera de estructurar metódica y materialmente la doctrina acerca del hombre, dada la ambigüedad de su objeto.

Ya Otto Casmann, rector de Stade, cuya Psychologia an- íhropologica, de 1596, se considera como uno de los inicios de la antropología científica, en su intento de esbozar una doc­trina humanae naturae, una doctrina acerca de la naturaleza humana, se enfrenta con la doble naturaleza espiritual y cor­poral del hombre (Landmann, 1962, p. 360s). ¿Cómo podemos llegar a conocer científicamente esta doble naturaleza? Median­te el estudio del cuerpo humano y de sus funciones, por una parte; mediante la reflexión sobre la relación que une el cuer­po y el alma, la mente y la voluntad, el cerebro y la actividad de la razón, por la otra. Por tanto, desde sus comienzos, la antropología es a la vez investigación «empírica» atenta a lo individual e interpretación «especulativa» y filosófica ele las hipótesis ontológicas básicas y de las experiencias introspecti­vas. Se puede impulsar esta ciencia o bien como un conjunto de disciplinas especiales acotables, así como también en cuan-

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El tema

lo cuestión básica acerca de Ja estructura «verdadera» del ser humano que trasciende Jas disciplinas particulares.

Con un énfasis algo distinto vuelve a aparecer este doble carácter fundamental en Kant: para él el conocimiento «lisio- lógico» y «pragmático» del hombre se contraponen como dos formas de expresión en cuya relación mutua consiste el verda­dero problema: expresiones o enunciados acerca de «lo que la naturaleza hace del hombre», o acerca de «lo que él en cuanto ser que actúa libremente hace, o puede y debe hacer de sí mismo» (Kant 1798, Obras vi, 399). La antropología científica y la filosófica se han desarrollado desde entonces con relativa independencia como dos esferas de investigación y de enseñanza cuya relación mutua no se ha explicado inequívo­camente. La antropología en cuanto disciplina zoológica par­cial que se ocupa de las peculiaridades anatómicas, biologico- hereditarias o etológicas de la especie homo sapiens y de su historia específica, en cuanto ciencia especial tiene ante su vista desde el principio un campo de estudio muy distinto de los aná­lisis cxislenciales filosóficos que tratan de interpretar «lo que es el hombre» (Dilthey, 1888, p. 10), por ejemplo, en su relación con el tiempo, con la historia, o en su corporalidad, en su ca­pacidad de hablar, en sus sentimientos y en sus experiencias límites en situaciones de enfermedad, de crisis, o con respecto a la muerte. Y, sin embargo, nadie podrá negar que las dos clases tan diferentes de cuestiones no sólo tienen múltiples con­tactos sino que se condicionan mutuamente, que como mínimo cada una de ellas abarca elementos de la otra.

El mero intento de descubrir características específicas por las que el hombre se distingue de todos los demás seres vivien­tes conocidos por nosotros tropieza casi necesariamente con el problema filosófico de cómo se ha de concebir la «posición pe­culiar del hombre» basada en hechos anatómicos, y su «aper­tura al mundo» (correspondiente al peso de su cerebro, a su mano prensil, a la posición de sus ojos, a su caminar erguido y a otros datos biológicos similares): ¿como mera «diferencia es­pecífica» del conjunto de facultades biológicas, y por tanto como una de las millones de variantes de la evolución en el reino de los organismos o como una «novedad» singular

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¿Qué significa «antropología»?

(N. Hartmann, 1930) frente a todas las demás naturalezas que deben determinarse y describirse en su heterogeneidad radical (por ejemplo, como «mente» frente a «instinto», «cultura» frente a «naturaleza», «historia» frente a «evolución»)? Pola­rizaciones e intentos de mediación en esta cuestión intervienen durante decenios en los debates que han animado las reflexio­nes y publicaciones antropológicas durante el segundo tercio de nuestro siglo y que están representados en el ámbito del idio­ma alemán por nombres como Max Schcler, Hchnuth Plcssncr, Nicolai Hartmann, Martin Bubcr, Theodor Litt, Erich Roth- ackcr, Arnold Gehlen, Adolf Portmann, Otto Friedrich Boll- now y muchos otros.

Sin embargo, mientras los estudiosos se hallaban ocupados en recoger la cosecha y realizar el inventario del conjunto de investigaciones biológicas, sociológicas y culturales, médicas y filosóficas, que se vieron favorecidas a consecuencia de la gran discusión antropológica (véase especialmente la obra colectiva en siete volúmenes Nene Anthropologie de Gadamcr - Vogler, 1972-1975), en conjunto se ha ido apoderando de ios espíritus el escepticismo y la reserva frente a todos los modelos genera­les de interpretación antropológica. La «crítica de ¡a antropo­logía» se va imponiendo en todos Jos ambientes (Kamper, 1973; Lepcnies, 1977).

Si se toma en serio materialmente el «carácter no fijado» del hombre (Nietzsche) y metódicamente el «principio de la cuestión pendiente» (Plessner, 1931, p. 40; Bollnow, 1974, p. 17ss), será necesario conceder al hombre cierto grado de variabilidad histórica y biográfica que prohíbe la formulación de «defini­ciones esenciales» generalizables. De esta forma sólo nos que­daría una antropología reducida a principios más o menos for­males cuya función científica podría seguir teniendo todavía un sentido legítimo en la crítica de «imágenes del hombre» esta­blecidas y absolutizadas sin la reflexión necesaria (Sonnemann, 1969; Dickopp, 1973). Pero no podrían aventurarse en abso­luto o sólo de manera puntual y expuestos a toda contradicción enunciados sustanciales acerca de lo que constituye de forma general el hombre y su humanidad.

La discusión más reciente ha llegado aproximadamente a

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El tenia

este punto. En tal caso no debemos olvidar que podrán encon­trarse enunciados e interpretaciones fundamentales de tipo an­tropológico incluso allí donde se soslaya con cierto escepticismo razonable la etiqueta de «antropológico»: en la teoría del des­arrollo cognitivo de Piaget. así como en la doctrina de la con­ducta de Konrad Lorenz; en las teorías psicoanalíticas recien­tes acerca de la identidad y de la personalidad (Erikson, Fromm, etc.), como también en las teorías de la socialización y en la reciente sociología de la familia (por ejemplo, en Claessens); en el «interaccionismo simbólico» (partiendo de G.H. Mead) como en la investigación de la adquisición del lenguaje (Chomsky) o en la «teoría de la apropiación» de Leontjew, en un reciente concepto marxista de la interpretación de los problemas del desarrollo psíquico, ... en todas estas corrientes aparecen ob­viamente conceptos y contribuciones a una doctrina del hom­bre. Sería un error pensar que al desaparecer la palabra «an­tropología» de las designaciones temáticas de las investigaciones científicas- y filosóficas habrían quedado reducidas al silencio de las actas las diferentes posiciones antropológicas, tensiones y controversias. Éstas continúan revelando su presencia tal vez incluso con más fuerza cuanto menos abiertamente aparecen como objeto de discusión.'Pues lo que el hombre es, lo que hace, sus cualidades, dependeu obviamente de manera funda­mental de su autointerpretación (Landmann, 1955, p. 7s): ya sea que él mismo se interprete como «poseído» por demonios o pulsiones, como un ser «controlado desde fuera» por meca­nismos psicológicos o sociales o como una persona autorrespon- sable, como materia o como sujeto activo, como un «mono desnudo» provisto de una inteligencia técnica o como imagen de Dios, su interpretación tiene cventualmcnte consecuencias que llegan hasta su conducta cotidiana, por ejemplo, frente a un semejante, frente a un socio comercial, frente a un adver­sario político o a un subordinado, frente a un discípulo, o frente a un niño (véase Gehlen, 1940, p. 1; Lassahn, 1977, p. 46-57).

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Dentro del amplio marco de los problemas antropológicos se puede considerar como antropología pedagógica en un pri­mer intento de aproximación el estudio especialmente elabora-.^ do sobre el hecho de que el hombre empieza su vida como niño y que en cuanto ser extremadamente capaz de aprender y ne­cesitado de formación depende por largo tiempo de ayudas pe­dagógicas. Empieza su existencia terrena como lactante desam­parado y en su correspondiente entorno social y cultural, por un camino que no sólo es más largo sino también estructurado de manera distinta a la de cualquier animal conocido por nos­otros, debe alcanzar una forma madura que no está suficiente­mente establecida ni en cuanto a sus contenidos y capacidades ni mediante normas orgánicas previas ni por medio de los ins­tintos. Cuantos cuidados y asistencias, estímulos y ayudas así como elementos previos normativos y cstructuradores (desde el lenguaje hasta la organización doméstica y extradoméstica del día y del espacio, desde las ideas de la moral y de la dis­ciplina hasta las costumbres y el gusto) que los padres, educa­dores, maestros y formadores ofrecen y exigen al niño todavía impotente y al mismo tiempo capaz de aprender, todo aquello que las instituciones establecen o autorizan como límite y mar­gen de acción constituye en conjunto una esfera de influencia pedagógica que envuelve como una segunda naturaleza al hom­bre «natural». Ésta puede ser «de una sola pieza» o fragmen­tada, carente de unidad y hasta contradictoria; en todo caso, no es «natural» sino determinada social c históricamente. Sin embargo, por mucho que varíen sus formas y contenidos his­tóricos, y por poco que logremos escapar al sofisma de que nuestras ideas pedagógicas actuales y presentes, tal como se elaboraron desde el siglo xvm, predominantemente en la Europa central y occidental, constituyen un acerbo natural para otras épocas y culturas (véase Ariés, 1975; De Mause, 1977; Elias, 1976; Shorter, 1977), este campo de influencia social y norma­tiva para el desarrollo y maduración de todo ser humano debe considerarse como un hecho antropológico. Y el interés de la

1.2. ¿Qué significa «antropología pedagógica»?

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EL tema

antropología pedagógica se dirige tanto hacia los elementos co­munes como a las diferencias características de las correspon­dientes normas previas y expectativas culturales y sociales que acompañan al desarrollo y al proceso de la formación.

Esto primer intento de descripción nos muestra ya que la antropología pedagógica en cuanto rama especial del estudio an­tropológico comparte todas las tensiones y ambigüedades que caracterizan el estudio del hombre: la antropología pedagógica puedo iniciarse también desde diferentes perspectivas y con métodos distintos. En ella reaparecen las tensiones existentes entre Ja antropología filosófica y la de las ciencias particulares. Asimismo la antropología pedagógica viene a situarse en el límite en el que nos hemos de preguntar si la multiplicidad histórica de las situaciones no nos impide pronunciar defini­ciones antropológicas (por ejemplo, acerca «del niño», de «la educación» o de «la persona madura y adulta») relativizando do antemano todas las imágenes del hombre. La bibliografía que se ha desarrollado respecto a este grupo de temas, sobre todo en los primeros decenios de la posguerra antes de que también aquí quedara relegada a un segundo término la «an­tropología» (en cuanto a la palabra, no en cuanto al objeto), está llena de hipótesis contradictorias. No es fácil ordenarlas porque existen muchas interferencias y además fluctúan las ter­minologías. Con cierta simplificación cabe distinguir tal vez los tres tipos siguientes de estudio pedagógico-antropológico:

1. Un tipo integrador.2. Un tipo analiticoexistencial que parte de fenómenos in­

dividuales.3. Un tipo de estudia orientado a las imágenes del hom­

bre que se encuentran detrás de la pedagogía correspondiente.

1. El tipo integrador. Es un desiderátum en pedagogía reunir los resultados de investigaciones individuales de diferente procedencia y comprobar su posible contribución a la solución de problemas pedagógicos: hemos de conocer desde el punto de vista pedagógico los hallazgos obtenidos en el campo de la psicología, la sociología, la historia, la etnografía y el estudio comparado de las culturas, la medicina (tanto de la psiquiatría

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como de la pediatría), las ciencias de la conducta, y la teoría del aprendizaje y del lenguaje, observándolos en su desarrollo ulterior, recogiéndolos, coordinándolos y valorándolos. Muchos de ellos ofrecen obviamente una perspectiva posiblemente em­pobrecida para la comprensión pedagógica teniendo en cuenta el interés y las hipótesis que han presidido su investigación; se basan en abstracciones y exclusiones que el pedagogo no puede aceptar de esa forma, por lo que al ser transferidas al contexto lógico de las acciones e interpretaciones es preciso obrar con precaución ante estas generalizaciones obtenidas por reducción.

La integración exigida tampoco puede ser unilateral. En efecto, también la educación es un campo experimental que debe proporcionar ideas y contribuciones propias e inmediatas

' a la comprensión del hombre, que no pueden adquirirse en nin-' guna otra parte.

Ya en los años 50 señaló Langeveld (1956; 1959) la reduc­ción metodológica de las perspectivas de muchas investigacio­nes psicológicas así como la necesidad de integrarlas en un ho­rizonte antropológico más amplio. La antropología pedagógica no puede limitarse a admitir despreocupadamente los resulta­dos de las ciencias afines, sino que debe realizar una labor dev interpretación; debe examinar, diferenciar e integrar. En reali­dad, no deberíamos engañarnos respecto a la distancia que se­para la exigencia y su cumplimiento: a pesar de algunos aná­lisis brillantes — por ejemplo acerca de Das Ding in der Welt des Rindes (La cosa en el mundo del niño), Langeveld, 1956, p. 91-105, o acerca de Die Schulé ais Weg des Rindes (La es­cuela como salida del niño), Langeveld, 1963 — y a pesar de algunas reflexiones sistemáticas acerca de las relaciones exis­tentes entre psicología, pedagogía y antropología (por ejemplo, en Derbolav, 1959), en lo esencial todo ha quedado reducido a estudios puntuales o programáticos.

Cuando al comienzo de los años 60 Andreas Flitncr, impul­sado por su interés antropológico, pidió a representantes de las diferentes ciencias del hombre (entre las que figuran la biolo­gía, la medicina, la psicología, la sociología, la filosofía y la teología) que expusieran sus opiniones y perspectivas, primero en una serie de conferencias pronunciadas en Tubinga y más

¿Qué significa «antropología pedagógica»?

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lil tema

larde en un volumen colectivo, a fin de poner en marcha el diálogo concreto, requerido en este .caso con carácter interdis- ciplinario, incluso entonces su estudio global no pretendía pro­porcionar ninguna doctrina pedagógica completa acerca del hombre, sino que, como lo dice el título programático de su libro,«se limitó a señalar «los caminos que conducen a la antropología pedagógica» (A. Flitner, 1963). La parte final de su obra constituye un compendio que agrupa las tareas, los modelos y los fenómenos ejemplares que constituyen las con­tribuciones especiales y los problemas específicos de la peda­gogía dentro del diálogo antropológico y que requieren la in­tegración en una doctrina pedagógica acerca del hombre (o.c., p. 218-263). De esta forma se presentaba el horizonte antropo­lógico de las contribuciones correspondientes a las ciencias particulares, incluida la pedagógica. Sin embargo, los horizontes son fenómenos de perspectiva; cambian de posición según el emplazamiento del que los contempla. Y, aunque nos encon­tremos «en el camino», debemos saber que un horizonte no se puede alcanzar jamás por ningún camino. Por tanto, ¿queda reducida la antropología pedagógica a un correctivo necesario frente a las reducciones de las ciencias particulares?

Con arreglo a la idea básica de una «ciencia integradora procesadora de datos» Heinrich Roth trató de agrupar en los años 1966 y 1971, incluso en el aspecto material, las múltiples contribuciones de las ciencias del hombre para formar una «antropología pedagógica» haciendo posible la valoración c in­terpretación pedagógica de las mismas en la doble tensión en­tre «flexibilidad y determinación» (así, por ejemplo, el subtítulo del volumen I, 1966) y entre «desarrollo y educación» (sub­título del volumen II, 1971). El foco de su interés, que él mismo había destacado ya años antes en la conferencia pronunciada en Gotinga con el título programático de «el giro realista en la investigación pedagógica» (Roth, 1962), se centró sobre la exploración del amplio espectro de hallazgos empíricos proce­dentes sobre todo de la psicología y de las ciencias sociales. Pero, puesto que éstos no pueden ofrecer en cuanto tales in­formaciones acerca del «destino» humano ni sobre decisiones pedagógicas relacionadas con los fines, tropezó necesariamente

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con Ja dificultad de saber enfrentarse con la doble naturaleza del hombre. Tuvo que recurrir a interpretaciones filosóficas y hermenéuticas que no se pueden obtener a partir de una mera elaboración e integración de datos, empíricos, buscando asi­mismo un consenso mínimo respecto a cuestiones relacionadas con el fin y el sentido. Su obra es ante todo el último intento da un estudio amplio y global de nuestros conocimientos acerca del hombre en estado de desarrollo y de aprendizaje que recibe ayuda y estímulos pedagógicos para adquirir su madurez; in­tento que tuvo que quedar en estado fragmentario v programá­tico en muchas cuestiones, porque, dada la abundancia de in­formación constantemente creciente en todos los aspectos, supe­rada ya en su época necesariamente las fuerzas de un autor particular (véase Bollnow, 1967). Desde entonces ya no se han vuelto a producir otros intentos de esta naturaleza dentro del campo de la antropología pedagógica. Y nos encontramos en una fase de exposiciones secundarias y de recapitulaciones pro­pias de libros de texto.

2. El tipo basado en el análisis de la existencia. Otto Frie- drich Bollnow y algunos de sus discípulos han tratado de sacar provecho para la pedagogía de las cuestiones y procedimientos desarrollados en la antropología filosófica. Dándose cuenta del carácter perspectivista y fragmentario de todo el conocimiento humano de sí mismo, se renuncia a la creación de provectos globales sistemáticos o de modelos cerrados. En lugar de ello, la reflexión se aplica a manifestaciones particulares extraordi­narias de la vida humana: fenómenos tales como la vacilación, la irreflexión, la vergüenza, el temor, el miedo, el juego, el ejercicio, la vivencia del tiempo y del espacio, la seguridad, la atmósfera pedagógica etc. dicen en todo caso por sí mismos algo acerca del hombre y de las «condiciones humanas». Des­de las perspectivas cambiantes de tales experiencias e intuicio­nes cabe preguntarse: «¿Cómo se ha de entender en conjunto la naturaleza del hombre a fin de poder comprender como un elemento necesario y racional este fenómeno especial que se da en ella?» (Bollnow, 1975, p. 117; casi literalmente como Bollnow, 1941, p. 4). El procedimiento es básicamente fenome- nológico. Se halla contenido en las hipótesis integradoras seña-

¿Qué signilica «antropología pedagógica»?

17Scheuerf, A n tropo log ía

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U teína

latías anteriormente (sobre todo de Langeveld y de A. Flitner) de forma que resulta indisolublemente asociada a ellas. Han adquirido especial resonancia los análisis de las llamadas «for­mas inestables» del proceso educativo realizados por Bollnow, que descubren el carácter relativo de la imagen de un proceso de formación continuamente creciente que enriquece orgánica­mente en todos los aspectos sus experiencias de aprendizaje de manera parecida a los anillos anuales: existe sin duda tal continuidad. Pero es igualmente cierto que existen avances y rupturas, crisis y recaídas, sacudidas, encuentros o fallos impre­visibles en el devenir humano. También estos últimos, precisa­mente ellos, expresan algo fundamental acerca del hombre. Por otra parte, intervenciones aparentemente tan ancestrales como los llamamientos, las exhortaciones, las palabras dirigidas a la conciencia adquieren en tales contextos un nuevo peso y re­miten a «ideas de una pedagogía de la exhortación» capaces de renovarse y que requieren cambio (Bollnow, 1975, p. 118; 1959; 1965; 1968; 1978; Loch, 1958; 1969).

La renuncia de este tipo de búsqueda pedagógico-antropo- lógica a las definiciones sistemáticas puede apoyarse en la idea de Dilthey según la cual deberíamos concebir al hombre como un ser tan plenamente histórico que no posee ninguna «esencia» natural, y del que sólo se conocerá lo que es «a lo largo de los milenios y nunca hasta que se haya pronunciado la última palabra» en el transcurso de su historia (Dilthey, 1888, p. 10). En este contexto son también interesantes los estudios de Gott- fried Brauer sobre la categoría antropológica central de la «apertura al mundo» (Brauer, 1978), y los de Werncr Loch acerca de la relación existente entre «curso de la vida y edu­cación» (Loch 1979; véase también Maurer, 1981).

Esta forma de búsqueda pedagógico-antropológica no in­corporará a la pedagogía ninguna nueva disciplina parcial de contenidos especiales que se sumarían, por ejemplo, a la peda­gogía histórica, sistemática, comparativa o escolar y social, sino que considerará «el conjunto de la pedagogía» desde perspec­tivas filosoficoantropológicas. Por ello se la ha designado tam­bién en algunas ocasiones de manera abreviada como «peda­gogía antropológica» (Bollnow, 1975, p. 119; Loch, 1963).

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3. I-a cuestión acerca de la imagen del hombre. En un tercer sentido se puede entender también por antropología pe­dagógica la cuestión sobre las «imágenes del hombre» que constituyen la base de las ideas pedagógicas de las diferentes épocas y pueblos, de los movimientos y escuelas o de los peda­gogos particulares. Estas ideas directrices pueden consignarse por escrito en textos o permanecer implícitas, siendo posible reconstruirlas y descubrirlas a partir de ciertos síntomas en el trasloado de una pedagogía. En todo caso requieren ser in­terpretadas. En tal situación se parte de la hipótesis básica formulada con frecuencia desde los tiempos de Dilthey según la cual toda pedagogía medianamente consecuente — ya se trate de una praxis coherente o de una teoría argumentativa— lleva inherente, explícita o implícitamente, una idea del hombre, una imagen de lo que es el hombre y de lo que éste puede y debe ser. Y esta idea no? se considera como un elemento meramente accidental, sino como constitutivo de la correspondiente peda­gogía. Desde la publicación de Padagogi.se/ie Men.se/ienkunde (1938) de Hermán Nohl que, partiendo de una interpretación de la imagen platónica del hombre contenida en el libro nove­no de la República (desde 588a hasta 592b) ha elaborado cate­gorías para describir y analizar la estructura de la persona humana así como medidas formadoras del carácter y sociope- dagógicas y criterios de enjuiciamiento, hasta la tesis de Hein- rich Roth según la cual se podría demostrar «que todos los sistemas pedagógicos o hipótesis sistemáticas contienen una antropología pedagógica o tienden a ella» (Roth, 1966, prefa­cio, párrafo segundo), se ha considerado siempre y se ha sub­rayado con frecuencia esta idea en la pedagogía de las últimas generaciones. Otto Fricdrich Bollnow ha vuelto a insistir re­cientemente: «Toda pedagogía se basa en una determinada antropología, (Sus)... conceptos fundamentales no tienen por qué ser conscientes en todos los casos» (Bollnow, 1979, p. 16). Como postulado, esta tesis se encuentra en todos los proyectos e hipótesis mencionados hasta ahora de las antropologías pe­dagógicas; y se repite unánimemente en numerosas colecciones de textos, así como en los libros de texto y en los manuales.

Pero, si se busca información y orientación acerca de las

¿Qué significa «antropología pedagógica»?

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Jbl tema

modalidades peculiares de estas imágenes del hombre, acerca , de sus coincidencias o contraposiciones, acerca de sus condi­

ciones y transformaciones históricas, entramos bien pronto en tierra de nadie: en la exposición de los grandes sistemas, las historias de la pedagogía se refieren constantemente a la dimen­sión antropológica, pero apenas o en casos excepcionales y sólo desde perspectivas especiales (véase, por ejemplo, Elzer, 1956 y 1965-67) estudian un contexto histórico general desde este punto de vista. Los grandes análisis de la visión del mun­do de las épocas que van desde el renacimiento y la reforma realizados por Dilthey (Ges. Schr. vols. II y VIII) han tenido su continuación en el campo de la historia de la filosofía: el discípulo de Dilthey, Bernhard Groethuysen ha analizado en su Antropología filosófica (1931) con interpretaciones muy ma­tizadas las variaciones de las imágenes del hombre desde la antigüedad griega hasta los comienzos de la era moderna.

I Y Michael Landmann, con su obra de síntesis De homine: Der Mensch im Spiegel seines Gedankens (1962) ha examinado y

1 expuesto sobre una base más amplia todavía un material re- ¡; ciente que se extiende desde las manifestaciones de importan-

cia antropológica de los órficos y trágicos de la antigüedad ij griega, pasando por la historia de la filosofía, de la teología

y de las ciencias, hasta los grandes críticos del siglo xix (Feuer- bach, Marx, Kierkegaard, Nietzsche), con una bibliografía di-

| vidida por temas que abarca casi 1500 títulos. Sin embargo, las cuestiones de la antropología pedagógica sólo constituyen en ella un área parcial secundaria y subordinada que se basa en

¡ una selección bibliográfica totalmente casual de 17 títulos (o.c., p. 608s) y que en la larga serie de hipótesis históricas sólo está

. representada por dos «educadores» (W.v. Humboldt y J.H. l Pestalozzi) y un «pedagogo» (Christian Ludwig Funk, por lo t . demás totalmente desconocido en nuestra disciplina). Aparte

de esto, se tocan esporádicamente algunas veces temas pedagó­gicos, por ejemplo, en Platón, Kant, Herder, Goethe y Schiller, así como en el caso del psicólogo Johann Nikolaus Teteus, cuya

. posición es muy próxima a la de los filántropos.Este carácter fragmentario y casual de nuestros conocimien­

tos acerca de las antropologías explícitas o implícitas en la his- í

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Nuestra introdúcción

loria de las ideas pedagógicas no deja de sorprendemos, ya que la tesis mencionada anteriormente acerca de las imágenes del hombre necesariamente inherentes a toda pedagogía partió de la idea de que estos conocimientos orientadores de los pe­dagogos sobre lo que es el hombre nos proporcionaban «la clave que pone de manifiesto la unidad interna de sus pensa­mientos pedagógicos y a partir de la cual resulta comprensi­ble cada uno de sus conceptos fundamentales con sus caracte­rísticas especiales. La historia de la pedagogía adquiere su in­terés más profundo a partir de la perspectiva antropológica» (Bollnow, 1975, p. 116). Es sabido que Dilthey y sus discípu­los inmediatos pedagogos, sobre todo Max Frischqiscn-Kohler (1921) y Rudolf Lehmann (1908ss), así como más tarde Eduard Sprangcr y Hermán Nohl, Wilhelm Flitner y Otto Friedrich Bollnow incluyeron de múltiples maneras en sus conferencias y estudios particulares la hipótesis «basada en la visión del mun­do» (y, por tanto, casi siempre asimismo la hipótesis «basada en el análisis de la imagen del hombre»). Sin embargo, la expo­sición literaria global está todavía sin realizar. ¿Tal vez cons­tituye una tarea demasiado gigantesca?

1.3. ¿Qué clase de introducción tratamos de presentar?

Cabría desarrollar una introducción histórica a cada una de las tres orientaciones pedagógico-antropológicas. Sin embargo, tales orientaciones datan de épocas distintas: tanto la elabo­ración integradora de datos como también la reflexión previa sobre las condiiiom humaines basada en la fenomenología y en el análisis de la existencia han «creado escuela» desde hace pocos decenios y deberíamos tratar de descubrir en todo caso su prehistoria correspondiente: cabe registrar exigencias y pro­yectos programáticos de integración de la experiencia y de la especulación en la historia de la formación de teorías pedagó­gicas, por ejemplo, desde el Versuch einer Pádagogik (Ensayo de una pedagogía; 1780, cap. 26) de Trapp; la elaboración inte­gradora de una «filosofía práctica» que señala los objetivos de la pedagogía, y de una «psicología» (en sentido plenamente

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El tema

antropológico) ampliabie sobre la base de las ciencias experi­mentales, que muestra los caminos que. ha de recorrer aquélla, se ha convertido desde la Allgemeine Pádagogik (Pedagogía ge­neral, 1806) de Herbart en el desiderátum consciente de una especulación pedagógica que opera con «conceptos propios». Por su parte, la vuelta a los «fenómenos mismos», a la des­cripción de la relación educativa y de las manifestaciones fun­damentales en pedagogía (tales como el juego, la intuición, el interés, la memoria, la práctica, la motivación, etc.) tiene su Jhistoria propia desde el tratado académico de Dilthcy Über die Móglichkeit ciner allgemeingültigen püdagogischen Wissenschaft (Sobre la posibilidad de una ciencia pedagógica umversalmente válida, 1888) y desde las repercusiones de la fenomenología sobre la generación de pedagogos de la época (por ejemplo, so­bre A. Fischer, 1914). Se podrían trazar detalladamente estas líneas. Incluso, como hemos visto, la cuestión acerca de las «imágenes del hombre» es reciente y se remonta básicamente a Dilthey. En este caso cabría esbozar asimismo una introduc­ción histórica relativamente breve.

Sin embargo, el objeto de este tercer tipo de enfoque data de tiempos más remotos. Es tan antiguo como la consideración y reflexión pedagógicas, si es cierta la hipótesis de que toda pedagogía implica una imagen del hombre que la estructura de antemano. De forma más clara que las consideraciones especu­lativas todavía recientes acerca de las imágenes del hombre. las mismas imágenes participan del «espíritu» cambiante de cada época. Y de manera más clara que en el caso de las demás hipótesis la elaboración coherente de esta materia ha quedado reducida hasta ahora a simple desiderátum. Por ello nuestra exposición va a seguir esta tercera orientación antropológica.

Nos vamos a preguntar cuál ha sido la historia de nuestro actual horizonte de la comprensión antropológica. Trataremos de recordar comparativamente las diferentes y cambiantes re­presentaciones acerca de los hombres tal como se han desarro­llado en contextos pedagógicos. ¿En virtud de qué contrastes y alternativas hemos ido accediendo a nuestras ideas acerca dei hombre en el transcurso de la historia? «Accediendo» no en el sentido de una fe en el progreso unidimensional, sino en la

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Nuestra introducción

dimensión temporal de Una historia en la que involuciones, avances y retrocesos, destrucción y olvido no constituyen nada insólito. Nuestra pregunta clave debe ser ésta: ¿Qué imagen del hombre se han forjado las grandes figuras y pensadores de la pedagogía (o, si no fueron «grandes», los representantes típi­cos de las ideas de su tiempo y de su grupo), tanto respecto a su destino, ai sentido de su vida, a sus funciones y objetivos como también respecto a la realidad de sus capacidades y pe­ligros, obstáculos y defectos, posibilidades y límites?

En efecto, la expresión «imagen del hombre» es obviamen­te equívoca: puede significar «imagen directriz», «ideal», nor­ma y finalidad; o puede referirse al conjunto de los conocimien­tos humanos de una época, de un autor, al estado (literario, científico filosófico) de las respectivas opiniones antropológi­cas. Se puede entender asimismo como la representación intui­tivamente anticipada del objetivo de la «vida verdadera y bue­na» o como la quintaesencia de intuiciones analiticocstrucluralcs precisamente de lo «demasiado humano». Ambos elementos, las imágenes directrices y los análisis estructurales, no sólo se entrecruzaron con frecuencia en Ja discusión antropológica de los años 50, por lo que sus representantes acusaron de vague­dad a una generación más joven de científicos (por ejemplo, Brezinka, 1975, p. 157; 1978, p. 72), sino que no se han podido separar con precisión en la prolongada historia de las ideas, opiniones y mentalidades antropológicas. Esto guarda relación con la cosa misma.

Ya la imagen bíblica del hombre, tal como aparece en in­numerables perícopas, historias, proverbios y parábolas del An­tiguo y Nuevo Testamentos, contiene desde el principio ambos aspectos: «Dios creó al hombre a su imagen, a la imagen de Dios lo creó» (Génesis 1, 27). En esta confrontación de la ¡mago Dei y la imago hominis aparece la imagen del hombre tal como Dios ve a éste: Dios lo ve «propiamente» según su destino. Pero pocos capítulos más tarde, en el relato del pa­raíso y del pecado original se dice también cómo ve Dios al hombre en su realidad, apartado de su destino, en medio de la osadía y del fracaso. Vocación y ruina, ambas cosas en una imagen. Si nos remontamos a la historia, tenemos pocos moti-

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El tema

vos para sentirnos satisfechos con las «imágenes ideales» del hombre o por ilusiones de un «mundo sano». Si miramos con atención descubriremos también, por lo menos como un gran interrogante, el otro aspecto. Precisamente la naturaleza mixta y doble del hombre, la altura en la que sitúa, por ejemplo, la imagen bíblica nuestro destino, y el sentido realista y escanda- lizador con el que esta imagen descubre nuestra corrupción nos puede prevenir tal vez contra deformaciones ideológicas de imá­genes superficiales y unilaterales excesivamente miopes y opti­mistas así como contra las demasiado negativas y pesimistas.

Por ello en todos los ejemplos históricos hay que distinguir generalmente entre los enunciados de sentido antropológico (acer­ca de objetivos, destinos, ideales, imágenes directrices) y las in­tuiciones «empíricas» de aspectos favorables y desfavorables de la naturaleza humana («antropología real», como la llama H. Roth; véase también la confrontación de «antropologías in­terpretativas y reales» de Scarbath, 1970). Sólo el recorrido a través de la historia misma nos mostrará cuál es el alcance de esta primera distinción, así como hasta qué punto se imponen otras diferenciaciones o incluso correcciones.

Aquí no podemos efectuar un recorrido de esta clase ni de manera completa ni tan detallado con respecto a todas las épo­cas. La único que podemos hacer aquí es presentar algunos ejemplos seleccionados que ilustran aspectos representativos de posibles interpretaciones del ser humano y que pueden servir de puntos cruciales dinámicos y activos de nuestra historia. Además, deberían contener también una referencia a la pro­blemática antropológica actual. Pero tal referencia es a su vez algo equívoca: los elementos actualizables de los autores anti­guos (por ejemplo, de Platón, Agustín) deben tener primacía sobre la mera filología de anticuario. Pero ¿quién sabe inequí­vocamente de antemano lo que es «actual» y lo que mera­mente tiene interés para lor «anticuarios»? En un tema remoto puede ser actual precisamente lo extraño, lo que se presenta como desafiante a nuestras propias realidades obvias. Nadie puede saber lo que un día puede adquirir actualidad de una historia extinguida hace ya largo tiempo. La confrontación de nuestra conciencia posiblemente limitada con otras mentalida-

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Nuestra introducción

des totalmente distintas sólo podrá servirnos de enseñanza en el proceso de la apropiación crítica.

Quien pretendiera reconstruir la continuidad de la cuestión antropológica en la historia pedagógica y cultural de Europa debería presentar una obra que correspondiera en cuanto a su volumen y grado de diferenciación por lo menos a la análoga elaboración filosófico-histórica del De hornine de Landmann (1962). Aquí no podemos pretender nada parecido. Ni siquieraen puntos aislados vamos a tratar de descubrir y recopilar nuc- )vas fuentes ni tampoco de contribuir a la investigación histórica (por ejemplo, al estudio de Platón, Comenius o Pestalozzi), )sino exclusivamente de actualizar lo ya conocido, pero ame­nazado por el olvido, dentro de nuestro planteamiento antro- )pológico especial. El autor se da cuenta del carácter fragmen­tario, de las muchas deficiencias histórico-filológicas, así como )del carácter cuestionable e imperfecto de su selección. Sólo nos queda la esperanza de que precisamente estos flancos que han ^quedado al descubierto, las lagunas y los cantos quebrados asícomo las indicaciones de algunos lectores puedan movernos a plantear ulteriores cuestiones así como la revisión de ciertos ^puntos.

La ciencia no crea imágenes del hombre, sino que las des- cubre. Y trata de elaborarlas v aclararlas. Pero sólo podrá ha­cerlo si consiente en penetrar en el «círculo hcrmenculico» del )intercambio entre prespectivas y mentalidades próximas y re­motas, entendidas y todavía no comprendidas, sabiendo perfec- 1lamente que lo que se considera como «próximo» y «compren­dido», o como «obvio», permanece en la historia vinculado 1a su emplazamiento, modificándose un poco con cada paso.Tras una época de decenio y medio de relativo olvido histórico )de sí misma, en la reciente pedagogía alemana (en todo caso por parte de los estudiantes y en una gran parte de las recien­tes hornadas de científicos) ha podido llegar el momento de jvolver a'intervenir en la actualización y confrontación con pa­sadas imágenes del hombre y comprobar si y en qué medida )se han desplazado entre tanto los horizontes.

Tenemos que hacer frente todavía conscientemente a una )objeción antes de entrar en la consideración histórica: Helmuth

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El tema

Plessner, en un artículo de la enciclopedia RGG (1957, colum­na 411), haciendo referencia a Groclhuysen (1931) y Landmann (1955), se opone al uso de la expresión «antropología avant la leltre», es decir, a la proyección retrospectiva posiblemente equí­voca de una expresión moderna sobre autores y épocas que no pudieron haberla conocido ni tampoco sus asociaciones. Ésta es al mismo tiempo una advertencia para no dejarse en­gañar por similitudes externas de las palabras. Debemos saber de antemano que nuestra «antropología pedagógica» a lo largo de amplios períodos de la historia no puede considerarse equi­valente a las disciplinas y problemas homónimos modernos que se encuentran todavía hoy en parte en la etapa de mero pro­yecto y programa, sino que se trata de «criptoantropologías» (Landmann, 1955, p. 11; 1962, XI y XVI; véase asimismo la crítica de Cerner respecto a este punto 1974a, 4ss), que no se encuentran perfectamente formuladas y disponibles para cual­quiera, sino que primeramente deben elaborarse a partir de distintos conjuntos de textos y materias. Al subrayar ciertos puntos, abandonar algunos otros, y contemplar otros bajo una luz nueva partiendo de la propia situación problemática actual, se observa que esta labor constituye una operación altamente arriesgada. Sin embargo hay que aventurarse. El tema lo merece.

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2. PUNTOS DE PARTIDA ANTIGUOS PARA UNA IMAGEN PEDAGÓGICA DEL HOMBRE: PLATÓN

Uno de los primeros grandes documentos de la historia de las ideas pedagógicas cuya antropología inmanente estudiare­mos es la obra filosófica global de Platón. Con excepción de algunas obras primitivas desaparecidas se ha conservado casi en su totalidad. En ella la filosofía, la política y la pedagogía no están separadas formando esferas especiales, sino que cons­tituyen tres aspectos de un mismo e idéntico proceso de ideas. La reflexión — por ejemplo, sobre la naturaleza de la virtud, sobre el saber y el poder, el Estado o el hombre— es al mismo tiempo que filosofía actividad pedagógica (es decir, está orien­tada a la dirección, mejoramiento y conversión del alma), así como, en sentido inverso, la política y la pedagogía son también a la vez filo-sóficas por la manera como se conciben (es decir, en cuanto aman la sabiduría, la buscan y no la poseen todavía perfectamente). Debemos prescindir de los límites de la ciencia moderna y tratar de determinar el desarrollo del pensamiento platónico en su conjunto, si queremos descubrir los componen­tes pedagógicos y antropológicos del mismo. Pero es imposible llevar a cabo esta tarea sin recordar por lo menos básicamente los trasfondos sobre los que se destaca el pensamiento platónico.

Platón (427-347 antes de Cristo) está inmerso al mismo tiem­po en dos tradiciones que lo determinan, que él acepta y ela­bora, y que guardan entre sí una relación de tensión mutua. Por su nacimiento Platón pertenece a la aristocracia ática (véase Mittelstrass, 1981, p. 38s) y por ello está ligado a la cultura

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Punios de partida antiguos: Platón

aristocrática griega que Werner Jaeger describió como Paideia (1934-47). Al mismo tiempo, como discípulo de Sócrates, está vinculado a la tradición de los sofistas, escuela filosófica de la que se separó con espíritu crítico, pero cuyas doctrinas pre­supone y conserva precisamente en este alejamiento del sis­tema. Todavía hoy algunos sofistas se presentan a nuestra vista como la figura sugestiva que Platón nos ha descrito en los diálogos de Sócrates. Y, aun cuando la crítica de las fuentes filológicas ha corregido muchas ideas, aun cuando la historia de la filosofía ha desplazado el centro de gravedad de algunas interpretaciones, aun cuando en especial los inventarios de la historia de la antropología han certificado la reincidencia de Platón en algunas ideas del sofismo (así, por ejemplo, Land- mann, 1962, p. 33 y 69), el filósofo sigue siendo desde el punto de vista de la historia efectiva el centro irradiador de la orien­tación ulterior de Europa y del Occidente. Esto es un hecho. Por ello resulta tanto más importante no mezclar los elemen­tos discernibles que componen la unidad llena de tensiones atribuida a su nombre, sino esclarecer cada uno de ellos en su identidad propia, antes de poder preguntarnos por la unidad o ambigüedad de la imagen platónica del hombre.

2.1. La tradición de la «paideia» griega

La forma de vida de la aristocracia ática, tal como nos la describen detalladamente Werner Jaeger (1934-47) y Henri Irénée Marrou (1948, citado según la edición alemana de 1977), es pedagógica por sí misma. Los poetas y sus figuras de héroes son al mismo tiempo los educadores de este pueblo. No había necesidad de una clase especial de pedagogos. Exis­ten sin duda maestros de la enseñanza y prototipos de todas las posibilidades, artes y virtudes posibles. Pero el pedagogo, el que vigila al joven noble y lo conduce hasta sus maestros (por ejemplo, al maestro de danza o de la guerra) casi siempre es un simple esclavo, que, por ser un siervo, no goza de la misma categoría que su pupilo. El proceso propiamente dicho de edu­cación se realiza en la convivencia, y consiste en la apropiación

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JLa tradición de la «paideia» griega

de tina forma de vida que rodea al adulto desde los primeros momentos, encarnada en las figuras de héroes de la vida real y de las narraciones poéticas.

Los arisloi y el demos, es decir, la nobleza y el pueblo com­puesto por las personas libres, se distinguen en cuanto respon­sables de los asuntos públicos, la polis, de la masa popular inferior y privada de derechos. Lo que se llama «democracia» entre los griegos de la época primitiva e incluso de la clásica no puede compararse con el concepto moderno de esta forma de Estado. Tanto la organización social ática como la espar­tana se basaban en la esclavitud (Finley, 1981), a la que no cabe concebir como ajena a la vida antigua. Pero no podemos proyectar, sin previa reflexión, sobre la antigüedad los matices obviamente negativos y moralmente vergonzantes que esta pa­labra evoca a los oídos modernos. La actitud de los antiguos para con los esclavos se distinguía al menos en la Grecia clá­sica (Gigon, 1976, p. 584), como por otra parte también pos­teriormente entre los pueblos árabes, por una marcada benig­nidad y un cuidado patriarcal hacia ellos. Hubo esclavos que en su calidad de domésticos pertenecieron durante toda su vida a las familias de las personas libres. Hubo notables artistas y filósofos que pertenecieron a esta condición. Platón mismo de­bió haber sido vendido como esclavo en .Sicilia y rescatado por sus amigos después de haber caído en desgracia del rey Dio­nisio i, relato que los investigadores más recientes atribuyen a la leyenda (véase Mittclstrass, 1981, p. 39). No fue sino en el Imperio Romano donde las diferencias adquirieron perfiles más marcados. En las revueltas y en las guerras de esclavos que tuvieron lugar hacia el final de la República Romana se fue abriendo paso paulatinamente la idea de una liberación general de los esclavos, pero sin que esto significara la posibilidad de transformar duraderamente el sistema. Tácito relata (Anuales, 14) el ajusticiamiento ejemplar de 400 esclavos por razones de Estado. No fue sino más tarde, a raíz del movimiento moderno de la ilustración (especialmente debido a las crueldades come­tidas con los esclavos negros), cuando empezó a cobrar cuerpo la idea de que la esclavitud y los derechos humanos eran in­compatibles. Aunque algunos sofistas empezaron a exponer

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ciertas ideas revolucionarias en materia social, entre las que destacaba la igualdad de la naturaleza humana extensible asi­mismo a los bárbaros y a los esclavos (véase Landmann, 1962, p. 30), las teorías de Platón se hallan lejos en conjunto de tales ideas revolucionarias de igualdad, incluso en el caso de que tales pensamientos se hubieran incorporado algunas veces a modo de experimento al horizonte verbal de sus diálogos.

La paideia con la que Platón estaba familiarizado por su procedencia estaba ligada exclusivamente a las capas altas, a las que corresponde sobre todo nuestra imagen idealizada del «país de los griegos» que «buscamos con el alma» (Goethe, Ifigenia 1,1). Dentro de esta imagen se incluye el que un hom­bre libre, apartado de todos los asuntos y cargas «triviales», dispone de suficiente tiempo libre para disfrutar con la pleni­tud de sus fuerzas entre sus iguales de una vida agradable, y, al mismo tiempo, moderada, equilibrada y noble y realizar así un ideal humano «superior». En este caso, por humano, que viene a ser aquí medida o criterio, no se entiende todavía el ideal de la individualidad, sino el hombre como un «tipo» de­terminado, como miembro de su polis, como una forma mar­cada por la comunión con otros espíritus parecidos. Domina la moral. La ley es quien gobierna. Sólo existen formas rudimen­tarias de la esfera «privada» y apenas se la busca. Puesto que al principio las ciudades-Estado eran pequeñas y se recorrían fácilmente, puesto que todo hombre libre conocía a los demás de su polis, podemos imaginar fácilmente que incluso entre los miembros de esta clase se originó algo parecido a lo que más tarde se conoce con el nombre de estrechez de miras y pro­vincianismo, teniendo en cuenta los vecindarios medievales y modernos; un sistema de estricto control mutuo y de vigilancia moral en el que todo indicio de inconformismo encuentra inme­diatamente resistencia y sanciones, aspecto que, al igual que la esclavitud, puede servir para despertar nuestra decepción hacia la imagen ideal de los griegos. Sócrates tuvo que pasar por esto en el proceso entablado contra él por injuriar a los dioses y seducir a los jóvenes. Sin embargo, no dudó jamás del carác­ter legal de este predominio de la comunidad, de la moral y de la ley y bebió el veneno que la ley le impuso como castigo.

Puntos de partida antiguos: Platón

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Tampoco Platón, testigo de esta tragedia que constituyó un acontecimiento fundamental en su vida, quedó desconcertado

■ por ello; proyectó un Estado ideal ligado a las ideas conserva­doras de la cultura noble, a la ascética de la obediencia a las leyes y a la estricta vigilancia mutua y autocontrol: lo único importante era la práctica de la virtud y la obediencia. Con la utopía de su República esbozó una ¿pedagogía política^ tan de­cisiva que apenas ha podido ser superada en toda la'historia posterior; Rousseau y los defensores de la revolución francesa, Fichte y Marx o los forjadores e impugnadores de los sistemas políticos y pedagógicos «totalitarios» de nuestro propio siglo no han podido avanzar más en lo que se refiere a la homoge­neidad requerida por los sistemas de valores determinantes de la política y de la pedagogía. Platón se anticipó incluso al «maquiavelismo» moderno en el sentido de que los hombres que se muestran resistentes a la convicción racional, deben ser gobernados precisamente mediante el engaño y las «mentiras refinadas» (véase a este respecto también Popper, 1957). Evi­dentemente, no podemos olvidar la diferencia fundamental que existe entre las distintas épocas: los políticos modernos tienen a la vista grandes estructuras políticas y formas de organiza­ción anónimas que abarcan gigantescas masas humanas y en las que conviven toda una serie de sistemas de valores contra­puestos que sólo pueden «coordinarse» por la fuerza. J- o que acostumbramos actualmente a considerar dividido en Estado, Iglesia, economía, vida social, ciencia, arte, derecho, etc., exis­tía en la polis griega formando una unidad indivisa: la comu­nidad de las personas libres en la polis era tradicionalmcnte a ¡a vez una comunión política y cultual, económica y urbana. Toda la vida física, emocional y cultural se desarrollaba en su horizonte. Allí donde la asociación económica y la colecti­vidad teatral así como la comunidad política, religiosa y cven- tualmente bélica constituían una «totalidad» con un grado de intensidad que difícilmente podemos imaginar actualmente, no existía todavía el «problema del pluralismo» que crea tantas dificultades para la coordinación moderna en cada caso. El ho­rizonte cultural se identificaba casi con el de la polis. En todo caso había un círculo interior y otro exterior: la polis misma

La tradición de Ja «paideia» griega

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y la totalidad de los helenos. Más allá de este ámbito empie­zan los territorios de los bárbaros, que para la conciencia nor­mal de la época no figuraban entre los hombres propiamente dichos, en todo caso no entre las personas cultas o civilizadas.

Sólo partiendo de esta coherencia del horizonte cultural y moral se puede comprender asimismo la reivindicación peda­gógica global de la comunidad: la educación como el «cultivo» del cuerpo y del alma para alcanzar el tipo del guerrero osado, valiente, ligado a las costumbres, obediente para con los dioses, al mismo tiempo bien formado y entrenado en las formas so­ciales, cuyo cuerpo ha sido fortalecido y al mismo tiempo agi­lizado y suavizado por la danza y el ritmo. Un tipo de hombre cuya ley suprema es la nobleza de la virtud, la arete. Un hom­bre «hermoso y bueno» tanto externa como internamente (7ca­los kai agathos).

El procedimiento pedagógico para lograr este prototipo in­cluye ejercicios gimnásticos y musicales como elementos carac­terísticos: la danza, el canto y los juegos; más tarde, la arte­sanía de las armas, las competiciones, los ejercicios de fortale­cimiento, además del conocimiento de la poesía popular y de los mitos tradicionales. La iniciación al culto, la observancia de las costumbres comunes, la moderación, el autodominio, la conciencia recta forman parte de esta paideia que es al mismo tiempo prototipo, medio de su realización y método de disci­plina. Pueden consultarse en Jaeger (1934-47), Marrou (1948; 1977) o en Lichtenstein (1970) detalles acerca de los rasgos individuales y de los cambios experimentados en las diferentes épocas y regiones, por ejemplo, entre la época primitiva ho­mérica y la clásica, entre Esparta y Atenas.

2.2. La tradición presocrática y sofística

Platón no sólo fue un aristócrata ático, sino también discí­pulo de Sócrates, aquel «Apolo en forma de Sileno», que pro­vocaba el escándalo de todos al poner en duda las tradiciones c irrumpir contra lo que se consideraba cierto y seguro desde tiempos remotos. Como discípulo suyo, Platón no sólo fue tes­tigo de su actividad filosófica y de su conducta, sino que a la

Puntos de partida antiguos: Platón

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edad de 28 años asistió al proceso que se entabló contra él, a su condenación y a su muerte. Este acontecimiento debió haberle afectado e impresionado de una forma que supera toda descripción. En todo caso nos encontramos ante una identifi­cación entre alumno y maestro que dificultará la separación posterior de los elementos platónicos y socráticos de la obra y ocupará durante generaciones a un sector especial dedicado a la investigación de Platón. Aquí no podemos abordar esta cuestión. Para la conciencia general de la cultura y de la his­toria europeas Sócrates y Platón constituyen a lo largo de los milenios como una constelación doble en el firmamento filosó­fico. Por ello, bastará para nuestro propósito atenernos a la figura literaria del «Sócrates platónico» sin tener en cuenta la cuestión de si ésta corresponde de verdad y en qué medida al Sócrates histórico, quien no dejó personalmente ningún escri­to para la posteridad.

Este Sócrates platónico que entabla discusiones en las pla­zas y en las calles de Atenas con discípulos y conciudadanos — interrogando y escuchando, dudando y replicando, some­tiendo a prueba argumentos, sacando conclusiones, pasando de meras opiniones a ideas evidentes—, provoca en todas par­tes un interés «ilustrador»: Mediante el desenmascaramiento pondrá de manifiesto los prejuicios, la pereza mental, la rutina, la fatuidad que distinguen la mera opinión del saber razonado. Tendrá que enfrentarse con la inercia del pensamiento que se oculta en vulgares estereotipias, así como con sofismas reves­tidos de insinuantes figuras retóricas y con tergiversaciones pscu- dológicas que entre sus adversarios fueron proclamadas sobre todo por los sofistas (véase Derbolav, 1972). Podemos decir simplificando que el Sócrates de los diálogos de Platón es al mismo tiempo alumno y adversario polémico, crítico y purifi- cador de la tradición filosófica transmitida a través de los so­fistas. Sin embargo, si queremos hacer justicia a la importancia y al significado de los sofistas para la historia cultural de épocas posteriores debemos corregir algunas deformaciones que contiene la imagen que los diálogos de Platón trazan en rela­ción con este grupo (véase Lichtenstein, 1970. p. 47ss; Classen, 1976).

La tradición presocrática y sofística

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I'uiilus de partida antiguos: i 'lalon

Sócrates tiene ya ante sus ojos una imagen desfigurada de los sofistas. Sus opiniones se derivan de una actitud hostil. Trata de descubrir los rasgos negativos, en cierto modo absurdos, de una especie de filosofía de moda que en aquella época resultaba especialmente atractiva en muchas partes. La retórica habili­dosa y flexible y la dialéctica de los maestros ambulantes que sabían embaucar a sus interlocutores desprevenidos al presen­tar como relativos, gracias a sus argucias lógicas, valores y opi­niones tenidos por evidentes tuvo sin duda al comienzo un se­rio sentido epistemológico y pedagógico, aun cuando, debido en gran parte a Sócrates, la palabra sofista pudo haberse con­vertido en un improperio que no significó otra cosa sino suti­leza, crgotismo limitado, lógica de argumentos aparentes y de conclusiones falsas. Sin embargo, debemos a esta corriente de pensamiento descubrimientos que debieron haberse hecho an­tes de quedar reducidos a su propia caricatura. Teniendo en cuenta el rigor y la coherencia de la educación tradicional des­crita y de su pretensión de totalidad no les resultó fácil a los pensadores y maestros de la Grecia primitiva apartarse y afir­marse frente a ideas y criterios de valor colectivos que, funda­dos sobre mitos, se consideraban como verdades evidentes e incuestionables.

Fue aquí, en el mundo griego y concretamente entre los presocráticos (de los que los sofistas forman un grupo tardío; véase Graeser, 1981), donde se realizó por primera vez en la historia de la humanidad lo que el filólogo clásico de Hambur- go Bruno Snell ha denominado «el descubrimiento del espíri­tu» (1947): el descubrimiento de las posibilidades de la mente humana de reflexionar sobre sí misma, de enfrentarse a distan­cia a las tradiciones aceptadas incuestionablemente, de exami­narlas, de criticarlas y de buscar el último fundamento de una convicción no en la autoridad de la tradición sino sólo en la lógica y en la consecuencia del pensamiento mismo; es decir: en la razón humana como facultad fundamentalmente congé- nita en todo ser humano para percibir lo verdadero y lo cierto, lo bueno y lo justo.

La sofística (en sentido literal, en cuanto sophistike tekhne, el arte de descubrir la sabiduría) era un arte clarificador, pri-

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mariamente metódico, para conseguir ideas y conocimiento tan­to de tipo técnico y racional como práctico y moral. Sólo éstos pudieron proporcionar la supuesta posesión de la sabiduría de la que cabe jactarse y con la que se puede comerciar, y de la que Sócrates se apartó decididamente al contraponer a aquélla su concepto de la filosofía como virtud del ignorante que bus­ca todavía la verdad. Esto no obsta para que atribuyamos a la corriente sofística el primer paso dentro de este movimiento histórico de la ilustración en Europa. Fue ella la que creó las condiciones previas que continuaron siendo fundamentales para la posterior teoría platónica de las ideas. w

Esta ilustración, este descubrimiento y comprobación vaci­lante de Jas leyes inherentes a la mente humana no se realizó obviamente de una manera súbita. Se inició gradualmente en­tre los pensadores griegos más remotos que llegaron en su mayor parte de las regiones más alejadas del mundo helénico, de las islas del Egeo, de Asia Menor, de Sicilia, de la Italia meridional; concretamente de Mileto (Tales y Anaximandro), de Ja isla de Samos (Pitágoras), de Éfeso (Heraclito), de Elea (Parménides y Zenón), de Agrigento de Sicilia (Empédocles), de Clazomene (Anaxágoras), de Abdera (Demócrito), etc. No hay por qué detenerse aquí en la descripción del origen, vida, obra y repercusiones de estos «prcsocráticos», ya que todos esos datos se hallan consignados en cualquier historia de Ja filo­sofía y en los manuales correspondientes (véase Graeser, 1981). Lo único importante en nuestro caso es la característica común de que todos estos pensadores conquistaron para su reflexión, dedicada a la búsqueda de razones y a la demostración, un margen de libertad frente al Estado, al culto y a las tradiciones, que en su calidad de maestros itinerantes reunieron discípulos en torno suyo para los cuales y con cuya ayuda crearon junto a las tradiciones locales y transmitidas desde antiguo una tra­dición nueva propia de reflexión fundamental y desvinculada de toda referencia geográfica. Crean escuelas. Se distancian de toda polis particular, ya que en cuanto maestros itinerantes no están ligados a sus muros y enseñan un primer relativismo de las tradiciones míticas. Con ello entran obviamente en tensión con las correspondientes tradiciones locales, se hacen sospe-

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chosos de seducir a los jóvenes y de corromper las costum­bres. Pero se convierten al mismo tiejnpo en fundadores de nuevas colectividades suprarregionales dedicadas a fomentar el pensamiento y a filosofar sobre el mundo.

Desde el punto de vista del contenido — ésta es una segun­da característica común — están empeñados en traducir la ima­gen mítica del mundo, tal como ha sido forjada por Homero y Hesíodo y que ha determinado el sentido de la vida y la edu­cación del mundo griego, al lenguaje de una cosmología y de una ontología conceptuales capaces de demostrar sus afirma­ciones; estos filósofos preguntan por los principios estructura­les del mundo, por los elementos, por las esferas del cielo y de la tierra, por el devenir y el perecer o por el ser inmutable de todo ente. En este proceso desembocan en diferentes opi­niones que llegan incluso a excluirse mutuamente. Pero lo que los une a todos ellos es Ja búsqueda de relaciones causales in­teligibles para la razón. Para esta investigación basada en la «filosofía natural» el hombre es un ente (o un ser que nace y perece) entre los demás, en cierto modo un componente neutro del cosmos. Aun cuando no pueda considerarse como suficien­temente grande el grado de distanciamiento respecto de sí mis­mo implicado en esta actitud, no hay en tal pensamiento ini­cial espacio suficiente para una investigación antropológica es­pecial.

La situación cambia cuando aparecen en escena los sofistas. Estos filósofos confieren por primera vez un «giro antropoló­gico» específico a su pensamiento en la provincia central de Ática a partir de mediados del siglo v (Landmann, 1955, p. 40; 1962, p. 29) al preguntar por la posición del hombre, por las normas de su conducta y por su origen, así como por cues­tiones epistemológicas, éticas, filosóficas, culturales y pedagó­gicas. En este punto Sócrates, al que se designa como el pri­mer ético puro de entre los filósofos griegos, guarda una re­lación inmediata con los sofistas a pesar de las duras disputas que sostiene con ellos. Coincide con ellos en cuanto al método que aplica en su investigación, al reducir a pedazos y desba­ratar las verdades aparentes o sofismas sin retroceder ante las aporías. Coincide asimismo con ellos en lo que al contenido

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de su filosofía se refiere, al desviar su pensamiento de las «es­feras exteriores» del cosmos para dirigirlo a las «regiones pro­fundas e íntimas» de la vida humana misma, a la cultura, la ética y el derecho (Jaegcr I, 31959, p. 208) y someter las tra­diciones a una investigación de carácter epistemológico y ético.

En este punto, la autorreflexión de los sofistas produce en primer lugar un relativismo filosófico y cultural que tiene un aspecto positivo y otro negativo; en sus orígenes todos los pue­blos creen que sus sistemas culturales han sido dados por la naturaleza o son un don divino. Nuestro modo de vivir es co­rrecto y algo que se da por sentado. En la actualidad encon­tramos todavía este «etnocentrismo» allí donde en confronta­ciones nacionales, filosóficas, religiosas y políticas se condena al adversario correspondiente, donde la tolerancia para con los extraños se considera como pérdida o debilitamiento de la pro­pia autocerteza, ya sea que no se haya hallado todavía ésta, ya sea que exista el peligro de que se pierda. Sabemos que hay un mecanismo análogo de autoprotección en el niño que sale por primera vez del seno de su familia y dice a sus contrin­cantes en el juego: «¡Esto se hace así!» Esta actitud promete y proporciona un sentimiento elemental de seguridad: todos lo hacen así, por tanto es lo correcto. Tal vez no se pueden escalar cimas superiores de independencia y diferenciación men­tales, si falta esta seguridad básica en lo que es obvio y natural.

Por ello, debió resultar verdaderamente grave y decisivo el descubrimiento de los sofistas de que las costumbres y el de­recho, los sistemas y las instituciones de la propia cultura no habían sido dadas physei sino thesei: no eran producto de la naturaleza sino creación humana (Landmann 1955, p. 41; Lich- tenstein 1970, p. 64). Este pensamiento era algo inaudito hasta entonces, tanto frente a las ideas míticas como frente a las teo­rías cosmológicas. Se podrían sacar dos conclusiones opuestas: Si la ética y el derecho no tienen un origen natural o divino sino que se deben a la decisión humana, una consecuencia de esto puede ser el relativismo de los valores: todo es pura con­vención, pudo haber sido de otra manera, no hay por qué to­marlo en serio ni como algo absolutamente sagrado. O también cabía esta otra actitud: este relativismo es sin duda un peligro

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posible, pero hemos de aceptarlo como precio por el que el ( hombre descubre sus grandes posibilidades, no agotadas toda­

vía, de configurar por sí mismo sus formas de vida, de crear ( por sí mismo tradiciones, de controlar su vida, de poder guiarla

y dominarla. Ya no está «poseído» por dioses, semidioses o ( demonios, sino que es sujeto de sus acciones y de sus obras,

descubriéndose como persona y como conciencia personal ' (W. FJitner, 1967, p. 24). No es Prometeo, el semidiós, el que

nos trae el fuego o las artes del cultivo y de la arquitectura, ' sino que, como se dice en la Aníígona de Sófocles, «hay mu­

chos seres poderosos, pero nada hay más poderoso que el hom­bre». Él es el único de entre todos los vivientes que gracias a su mente ha inventado la caza y el cultivo de los campos, ha sabido domesticar animales, ha creado la navegación, las casas, las armas y las herramientas, y sobre todo el lenguaje, las artes y la sabiduría. «Él mismo es Prometeo» (Landmann, 1955, p. 42). Ésta es su libertad y a la vez su carga. Pues ya no está libre de todos los lazos, sino que se debe a la cultura y como individuo está atado por los vínculos de una nueva dependen­cia respecto de su cultura correspondiente. Ahora bien, para seguir razonando con Landmann (o.c., p. 42; 1962, p. 37s), se pueden reconocer como norma las obras, las creaciones y dis­posiciones de la cultura o tratar de destruirlas como meras creaciones para descubrir tras ellas una «verdadera naturaleza». Pero, cuando esta búsqueda concluye en el desengaño, no queda ya nada sagrado o válido, todo es arbitrariedad. Que cada uno elija dónde situarse. Por cada afirmación se puede aducir otra de sentido contrario. El derecho está allí donde se encuentra la fuerza; pertenece a aquel que dispone de una retórica refinada o de la inteligencia más flexible. En este caso se trata de la caricatura del sistema sofista que Sócrates tiene a la vista. Pero ésta no es más que una de las posibles consecuencias que pue­den sacarse del descubrimiento antropológico. La ética de Só-

1 crates y la teoría de las ideas de Platón, la retórica y la doctri­na de la cultura de Isócrates, la teoría del conocimiento y la

' filosofía práctica de Aristóteles, así como la praxis filosófica de los estoicos son otras consecuencias posibles que presuponen el descubrimiento de la mente, de la capacidad creativa humana

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y de la personalidad por parte de los primitivos pensadores griegos.

El carácter ambiguo de los principios sofistas se puede con­cretar perfectamente en dos ejemplos a los que se refiere la in­terpretación de la antropología sofística realizada por Land­mann: La famosa frase relativa al «hombre medida de todas las cosas» — anthropos metron panton— del sofista Protágo- ras (Platón, Teeteto, 152a) podría interpretarse como puro es­cepticismo y relativismo. Pero, aunque se entienda tal afirma­ción con Marrou (1977, p. 113) de manera meramente prag­mática como advertencia contra las especulaciones inútiles de los cosmólogos, contiene como idea positiva un motivo funda­mental de la crítica moderna del conocimiento: la referencia a que nuestro mundo de valores y de representaciones depende del tipo y contenido de nuestra mente. Si no interpretamos el aforismo mencionado desde una perspectiva cosmológica (como un antropomorfismo ilimitado) sino desde el punto de vista epistemológico, en ese caso significa que las ideas, las acciones y las costumbres de los hombres son claras y buenas en la misma medida en que lo son también estos últimos; que lo verdadero y lo bueno sólo existen para los hombres buenos y abiertos a la verdad, con lo que la educación adquiere una va­loración completamente nueva. Tampoco tiene por qué ser mero agnosticismo el principio básico de la retórica sofista de que por lo menos puede haber dos teorías contrapuestas acerca de todo. Es una idea tanto epistemológica como psicológica el descubrimiento de que una cualidad sensible tal como, por ejemplo, la dulzura del vino es sólo un pros ti, un «ser dulce para alguien», o sea, que sólo existe en relación con los sujetos y sus facultades sensoriales. El vino nos parece dulce, porque nuestra lengua reacciona así ante él. Lo que no sabemos es cómo es en sí. El mismo vino puede parecer dulce al sano y amargo al enfermo (Landmann, 1955, p. 44 y 45).

Muchas de las figuras del pensamiento y de la argumenta­ción de los sofistas deben haber contenido desde el principio una intención pedagógica. No se debe al azar que tales figuras, consideradas como «sofismas», se hayan conservado hasta en los manuales medievales en forma de ejercicios prácticos para

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agudizar el sentido lógico y retórico; piénsese en el relato de Aquiles y la tortuga, que organizan, una apuesta. Puesto que Aquiles es mucho más rápido, a la tortuga se le concede un estadio de ventaja (aproximadamente 170-190 metros). Pero, para cuando el primero haya recorrido la distancia concedida como ventaja, su rival se habrá adelantado veinte pasos más; cuando aquél haya llegado a este punto, la otra habrá avanza­do dos pasos más y así hasta el infinito, de manera que Aqui­les no podrá alcanzar jamás a la tortuga, en todo caso mien­tras no se adivine la relación existente entre la simultánea dis­minución infinita de las distancias de ventaja y la reducción infinita de los períodos de tiempo, es decir, la estructura funda­mental del cálculo infinitesimal (desarrollada primeramente por Leibniz). O imaginemos la frase: «Todos los cretenses son men­tirosos.» Esta afirmación procede de un cretense. Por tanto, miente. Por consiguiente, sus palabras no son verdaderas. Con­secuentemente no ha mentido, con lo que nuevamente él .... etc. Tales construcciones artificiales impresionaron durante cier­to tiempo, proporcionando muchos secuaces a los sofistas an­tes de caer en descrédito. La dialéctica y la retórica creadas aquí juntamente con el arte de la gramática figuran entre los elementos fundamentales de la enkyklios paideia, de los ejer­cicios mentales básicos y generales de todas las tradiciones aca­démicas europeas posteriores. Se debió a los sofistas, es decir, a sus ideas pedagógicas y a la «propaganda educativa», el que en el siglo v antes de Cristo fuera adquiriendo paulatinamente carta de naturaleza el hecho de que jóvenes aristócratas enta­blaran durante cierto tiempo relaciones personales de discípu­los con maestros itinerantes de cuya retórica y dialéctica, ofre­cidas al principio a cambio de dinero, esperaban obtener ven­tajas e incluso las bases imprescindibles para sus futuras fun­ciones de dirigentes ya fuera en la política o en la administra­ción doméstica y de los bienes (Marrou, 1977, p. 105ss; Lich- tenstein, 1970, 47ss).

Se ha discutido algunas veces la categoría filosófica de los sofistas. Marrou (o.c., p. 110) la considera rotundamente «irre­levante». Sin embargo, aparte sus éxitos en la formación retó­rica y dialéctica, los sofistas formularon explícitamente por pri-

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mera vez una serie de conocimientos antropológicos en sentido estricto. Encontramos en ellos ideas fundamentales que se han conservado hasta ahora; en el diálogo platónico que toma el nombre de estos filósofos, Protágoras establece la tesis de que la capacidad del hombre para la cultura se basa ya en su cons­titución corporal. Envuelto en ropaje mítico se dice que el hombre posee las artes de Hefesto y de Atenas, o sea, las fa­cultades técnicas y morales como compensación necesaria de su impotencia física. Puesto que por su naturaleza no tiene ór­ganos apropiados para huir o para atacar, ni cuenta con una protección capilar, ni con colores de camuflaje, ni con colmillos, cuernos o garras, y, como, por otra parte, sus órganos sensoria­les no tienen tanta agudeza como los de la mayor parte de los animales, los dioses le habrían concedido el fuego y los muros, las almas y las herramientas, los poderes culturales y la razón, porque de lo contrario no habría podido sobrevivir (Pla­tón, Prot., 320css). Ésta es en principio la tesis de Arnold Gehlen (1940) acerca del hombre como «ser deficiente» que para compensar sus deficiencias ha desarrollado la mente y la cultura, el mundo de las instituciones y sobre todo el lenguaje. E incluso hallamos ya básicamente entre los sofistas la moderna concepción antitética que, remitiéndose a Herder, ha criticado las limitaciones naturalistas de Gehlen, por ejemplo, desde la perspectiva de Adolf Portmann (1956): Landmann cita a Dió- genes de Apolonia que enumeró ya las más importantes de las características biológicas peculiares que son imprescindibles to­davía para la antropología científica actual cuando se trata de la definición de homo sapiens (véase, por ejemplo, Sclrwidetz- ky, 1959); tomadas en conjunto, tales características no propor­cionarían un ser imperfecto sino un resultado especial capaz de sobrevivir en virtud de su estructura natural: con su caminar erguido que a la vez permite dirigir la mirada hacia arriba, con su mano que no está especializada como arma y por ello está capacitada para tantas cosas, con su lengua que no sólo puede saborear sino también hablar, el hombre posee precisamente el conjunto de facultades que le predestinan como un ser cultu­ral (Landmann, 1962, p. 46 y 53-64).

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J •‘unios de partida antiguos: Platón

2.3. La doble perspectiva de Platón

Ahora bien, al asociar Platón ambas tradiciones del espíritu griego primitivo, la aristocrática y la filosófica, la mítica y la ilustrada, no sólo externamente sino unificándolas notoriamen­te en su persona hasta formar una nueva identidad, se crea un margen de tensión dentro de su pensamiento del que, a lo largo de dos milenios y medio, alumnos y discípulos, intérpretes y críticos han podido destacar rasgos característicos extremada­mente distintos: por una parte aparece un distintivo claramen­te conservador, que subraya el carácter venerable de las anti­guas tradiciones, y para el que difícilmente se podrá encontrar, por ejemplo, en cuanto pedagogía, «algo mejor que la hallada a lo largo del tiempo» (República, II, 376e). Para algunos crí­ticos, este carácter conservador aparece con tanta fuerza que, en virtud del «hechizo» ejercido por Platón sobre sus lectores, se ha podido considerar a éste como el testigo principal en fa­vor de los enemigos de una «sociedad abierta» (Popper, 1957). Los «seguidores de la revolución cultural» de la Qvina maoísta han puesto en el índice y han quemado las obras de Platón al igual que las de Confucio por considerarlos «reaccionarios». Por otra parte, Platón también ha criticado y censurado la tra­dición e incluso los más sagrados mitos de Homero de una forma tan despiadada que la argumentación filosófica no ha perdido jamás su ímpetu clarificador ni cuando se vale de imá­genes míticas y de giros tradicionalistas. Por tanto, no se aprue­ban las tradiciones sin más por ser tradiciones, sino porque en opinión de su autor han resistido el examen de la razón es­céptica.

En esta cuestión resulta especialmente difícil la separación de los elementos pertenecientes a Platón y a Sócrates. Se consi­dera habitualmente «socrático» todo aquello que concuerda con el daimonion negativo al que se refiere Sócrates en la Apología (32d): éste habla allí de una voz interior «que trata de disua­dirme de algo que quiero hacer; pero nunca me ha persuadido». Según esto, sería socrático el escéptico que se siente más bien irritado que despierto, que respecto a una opinión o a un cnun-

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ciado trata de descubrir o de averiguar más bien lo falso que lo verdadero; pues lo verdadero, si alguna vez existe, perma­nece, una vez que se ha eliminado lo falso y lo erróneo. En contraposición con todo lo que solemos entender desde el «siglo de las luces» (siglo xvm) por «creación» y modernamente por «creatividad», aparece aquí la voz interior, el «impulso», el «instinto», pero no para producir, sino para destruir o desen­mascarar algo; un saber aparente precipitado e irreflexivo, des­vinculado del pensamiento y petrificado, una respuesta a una pregunta que nadie ha planteado (véase Rumpf, 1967). A este rasgo característico corrosivo, apasionadamente racional, estric­tamente considerado ni siquiera «mayéulico» (que facilite el alumbramiento) de la argumentación «socrática» se contrapo­nen como propiamente «platónicos» los elementos metafísicos de la obra global, especialmente la teoría de las ideas. De mo­mento dejemos sin resolver la cuestión de hasta qué punto se pueden sostener tales distinciones (véase, por ejemplo, Popper, 1957, I, p. 425). No es éste el objeto de nuestra exposición (res­pecto a la agrupación temática y a la clasificación cronológica de las diferentes partes de la obra global, especialmente de los diálogos, véase Mittelstrass, 1981, p. 41s).

Puede resultar verdaderamente difícil abarcar con nuestro pensamiento al Platón ilustrado y que por otra parte exige la obediencia a la Jey, al Platón racional y al que habla en mitos, al Platón que pone en marcha y estimula el dinamismo del pen­samiento y al que señala las ideas como prototipos eternos c inmutables, al que valora al hombre como a un ser impulsado por los instintos y al Platón que lo idealiza al mismo tiempo considerándolo como un ser espiritual. Se puede comprender el enojo que impulsa a un intérprete no sólo a constatar el dua­lismo de Platón, sino a reconocer en su menosprecio por el «animal que hay en el hombre» y en su simultánea valorización del «espíritu» una mentalidad que, avanzando más allá de los siglos cristianos y por encima de Descartes y de Kant, es res­ponsable hasta nuestros días de la «deletérea y errónea con­cepción de la antropología racional puramente espiritualista» (Landmann, 1962, p. 78). No fue sino su discípulo Aristóteles el que concibió nuevamente al hombre como una unidad, claro

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que como una unidad articulada, integrada sin solución de con­tinuidad en la plataforma del mundo, aunque entreverada en algunos puntos por el dualismo platónico (o.c., p. 84 y 87).

Sin embargo, las interpelaciones «socráticas» habrían in- tluido beneficiosamente sobre el conjunto. Creo que la inter­pretación de Bernhard Groethuysen (1931) resulta más profun­da al considerar que la superioridad antropológica de Platón sobre Aristóteles se debe a que el primero no habla del hom­bre (o sólo en algunos pasajes y con sentido irónico) en ter­cera persona, como si se tratara de una cosa más como las otras, sino que parte de la autoexperiencia personal del alma, lo que hace posible en general que el hombre se pregunte por primera vez «¿qué soy?» con toda profundidad (véase también Buber, 1948, p. 23s).

Analicemos un poco más detalladamente este razonamiento y examinémoslo en algunos textos fundamentales.

Groethuysen hace referencia a dos tipos antropológicos del pensamiento de Platón: al «hombre filosófico» y al «hombre corriente»; o, dicho de otra forma, a la imagen del hombre vis­ta desde la propia experiencia interna del alma que añora la verdad que se concreta en un tipo ideal, y a la imagen del ser específico cuyos rasgos característicos reales, incluidas todas sus debilidades y limitaciones, debe tener en cuenta en conjunto el que quiere tratar con hombres, actuar con ellos, gobernarlos y dirigirlos. «Por una parte, plantea el problema del hombre desde la perspectiva del alma, desde la experiencia filosófica de ésta; por la otra, desde el punto de vista del Estado, desde los objetivos del legislador» (Groethuysen, 1931, p. 29). Mien­tras en la «experiencia filosófica del alma» el hombre se cono­ce en su ansia de perfección y en este acto experimenta el cuer­po y sus necesidades como obstáculo y resistencia, como «cár­cel del alma», el legislador considera en principio desde fuera al hombre como un hecho psicofísico dado que no se ha de superar, sino con el que hay que contar. Con ello Platón abor­da la fragilidad así como la unidad de la naturaleza humana, tanto el valor en sí del alma individual como la composición dinámica y jerárquica de partes y factores del ser humano. Desde entonces queda planteado para las generaciones posterio­

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res el problema de la unificación de ambos aspectos: el «mo­tivo del alma» que, pasando por el neoplatonismo y el agus- tinisnto llega a la edad media cristiana alcanzando posterior­mente su repercusión hasta el subjetivismo, el idealismo y el existencialismo modernos; y el análisis del ser específico, natu­ral y social que es el hombre, que recibió en Aristóteles su pri­mera perfección sistemática, influyendo a partir de entonces sobre toda la historia ulterior de la ciencia (o.c., p. 31).

En la obra de Platón podemos hallar múltiples pruebas de la plasticidad expresiva de ambas perspectivas. Si empezamos por el «motivo del alma», que trata de captar al hombre en su autoexperiencia interna, la figura del Sócrates platónico es ya en sí una imagen de este «hombre filosófico»: aquí no se cons­truye ni se esboza sistemáticamente una imagen del hombre, sino que se representa dramáticamente y no ya como un tema individual junto a otros, sino como el objeto fundamental de toda la obra. En todos los diálogos contemplamos a este Sócrates cuando filosofa; lo observamos mientras profundiza sus pensa­mientos; éstos se desarrollan sobre todo en forma de imágenes, parábolas, analogías míticas, que no se configuran de una vez por todas como dogmas abstractos, sino que están representa­dos por figuras vivas, por figuras que aparecen sustentando una opinión inicial, empiezan a dudar en el transcurso de los diá­logos, revisan vacilantes o vencidos sus opiniones antes de salir finalmente del diálogo con ideas distintas de aquéllas con las que entraron (siempre que no se les tache de fanáticos, lo que también sucede). Es obvio que a Platón no Je interesa «la» filo­sofía sino el filosofar, lo que va asociado siempre a un sujeto activo: filosofa Sócrates o los hermanos y los condiscípulos de Platón o Protágoras o Mcnón o un esclavo o el que sea. Se trata de hombre vivos con sus destinos, sus caracteres y expe­riencias. Y en el momento de la conversación no sabemos cómo reaccionará Sócrates o sus contertulios ni cómo seguirá la dis­cusión. Participamos en un drama. La forma de diálogo no es un mero medio de expresión de las frases que podrían haberse formulado asimismo de otra manera (véase Mittelstrass. 1981, p. 42ss). Debemos participar personalmente en la discusión filo­sófica, tomando parte en la aventura intelectual, lo que signi-

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tica percatarse del carácter de sujetos en nuestra propia acción de pensar. Lo que todos los diálogos que Sócrates dirige nos enseñan es el valor propio del filosofar (Groethuysen, p. 8ss), considerado como una realización que es una acción dialogal y de doble aspecto, de enseñanza y de aprendizaje al mismo tiempo en y entre las personas participantes. Aquí reside desde el principio un componente pedagógico-didáctico. Con Sócrates nos nos hallamos ante un filósofo que enseña secundariamente o expone pensamientos pedagógicos (como, por ejemplo, Hegel pronunció discursos o Kant dio conferencias sobre pedagogía), sino que su manera de filosofar es en sí misma pedagógica, aun cuando no siempre tan «mayéutica» como piensa Sócrates mismo (véase Teeteto, 148d-151d y 210b-d) y como ha esque­matizado y simplificado la tradición (véase Rumpf, 1967, p. 325s, 339ss), sino a menudo de forma absolutamente cáustica y ofen­siva. En cierto modo, en esta figura el filósofo mismo ha que­dado convertido en un prototipo de maestro (véase Stenzel, 1928). Si el educador está interesado en la virtud, si al filó­sofo le importa la sabiduría y el conocimiento verdadero, y establecemos una relación entre ambos enunciados y la con­cepción básica de Sócrates de que el saber verdadero implica la acción verdadera, vuelve a ponerse de manifiesto la unidad de la filosofía y la pedagogía (así como la de la política y la filosofía). Veremos que, más tarde, a esta tesis socrática de que la virtud equivale al saber, se opondrá la antítesis cristiana que culminará en la afirmación del apóstol Pablo de que todo nuestro saber es una obra imperfecta, que lo que importa es algo muy distinto del saber (ICor 13).

Pero, para justificar el valor propio de la vida filosófica, Sócrates mismo tiene que enfrentarse primeramente con otro contraargumento: con la objeción de su interlocutor Calicles en el diálogo Gorgias (484 y 486), según la cual el amor a la sabiduría purificado por la crítica puede ser muy bello y bueno cuando consigue victorias dialécticas en las discusiones o cuan­do logra refutar y delimitar falsas teorías, pero en todos estos casos el amor no pasaría de ser «meramente teórico». ¿De qué serviría frente a personas como el insinuante retórico Gorgias comportarse rectamente, si el resultado práctico de la vida, si

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el grupo de los partidarios y la influencia política se quedaran en el otro lado? ¿Cómo se justifica por tanto la actitud filo­sófica frente a la vida misma? Un razonamiento parecido se expone en el diálogo Teeteto (173c-177c), en el relato de la criada tracia que se rio del filósofo Tales cuando éste tropezó mientras contemplaba las estrellas y cayó en un pozo.

A estas dudas replicó Sócrates ofreciendo dos respuestas: la primera de ellas, que se refiere a la función política y peda­gógica de la filosofía en el Estado, la conoceremos al conside­rar al hombre como un ser natural y social. La otra, que se refiere a la autoexperiencia del que filosofa, afirma ¡simple y llanamente que la filosofía proporciona algo mucho más esen­cial de lo que cabría medir en la vida por medio de resultados prácticos. El filósofo es según esto el hombre consagrado a la «salvación del alma», su epimeleia psykhes, su cuidado del alma (inmortal) propia y de los demás es una misión que no se podría abandonar nunca a pesar de no obtenerse ningún resultado práctico. Pues sólo al filosofar el alma se despierta a sí misma y encuentra su verdadera vida en la contemplación del ser. El alma del hombre ha sido dispuesta por los dioses de tal manera que se siente impulsada también por sí misma u esta contemplación. En el mejor de los casos los demás sólo podrían conducirla a las proximidades del objeto de su con­templación, pero ella debe dedicarse por sí misma a esta acti­vidad. Por tanto nadie puede sustituirla en esta función, todos deben y pueden encontrar en sí mismos el objeto de su con­templación, el eidos, la «idea». En términos milicos, este en­cuentro es un reencuentro, un recuerdo, anamnesis. En efecto, el alma inmortal ya había contemplado las ideas antes de nacer. Esta asociación de idea y alma, al mismo tiempo un axioma y una pieza fundamental de la actividad filosófica platónica, que presenta ciertas vagas analogías con la doctrina kantiana del a priori y es decisiva en la teoría platónica del aprendizaje, se puede observar claramente en el pasaje frecuentemente citado del diálogo Menón (82b-86c), donde Sócrates, tratando la cues­tión de si se puede enseñar la virtud, relaciona el concepto de aprendizaje con la capacidad del alma para recordar las ideas. En virtud de la inmortalidad del alma no puede haber nada

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(ideal) que sea totalmente desconocido para ésta y que no pueda recordar al menos de una manera vaga.

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Sócrates: «De entre los muchos servidores que te acompañan llama a alguno que tú quieras para que yo te muestre con su ayuda lo que to he dicho.»Menón llama a un joven esclavo que habla griego, pero que carece de toda formación académica.

S.: «Observa bien si te parece que recuerda las cosas o las aprende de mí.»Sócrates dibuja un cuadrado en la arena: «Dimc, muchacho, ¿sabes que esta figura es un cuadrado?»

Esclavo: «Lo sé.»S. (citado do forma abreviada): Ves también que los lados son igua­

les y que si se trazan dos líneas perpendiculares que se cruzan, se forman cuatro cuadrados parciales iguales.El esclavo asiente.

S.: «El espacio comprendido entre las líneas puede ser mayor o menor.» E,: «Evidentemente.»S.: Ahora bien, si cada lado mide dos pies, ¿no medirá todo el espa­

cio comprendido por los lados dos veces dos pies?E.: «¡Claro que sí!»S.: «¿Cuántos son dos veces dos pies? Calcula y dilo.»E.: «Cuatro, ¡oh Sócrates!»S.: «Ahora bien, ¿puede haber otro espacio que sea el doble que éste,

pero que sea de tal naturaleza que todos sus lados sean iguales, como sucede en éste?»

E.: «Sí.»S.: «¿Cuántos pies deberá tener?»E .: «Ocho pies.»S.: «¡Bicnl Ahora trata de decirme qué tamaño tendrá cada lado de

esto cuadrilátero...»E .: «Está claro, Sócrates, que será el doble.»S.: «¿Lo ves, Menón, que no le he enseñado nada, sino que me he li­

mitado a preguntarle? Y ahora creo él saber el tamaño1 del lado...» Pero, ¿lo sabe en realidad?

M.: «Claro que no.»S.: «Ya verás cómo se acuerda.»

Sócrates dibuja el cuadrado cuyos lados tienen ahora doble longitud y, después de haber insertado a su vez como líneas auxiliares las dos perpendiculares centrales, deja que el muchacho examine su tamaño.

El esclavo queda perplejo: «No, por Zeus...», es cuatro veces ma­yor que el cuadrado primitivo.

Sócrates expresa diferentes opiniones, que el muchacho acoge con palabras tales como «sí», «creo que sí», «efectivamente», pero a veces

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responde con sus propias opiniones que, sin embargo, resultan equivo­cadas. Así, en su intento de obtener la superficie doble del cuadrado )de dos pies, cuyos lados tienen una longitud de tres pies. Al observar que resulta una figura de nueve pies cuadrados de superficie, se mues­tra totalmente confuso y dice:E .: «Por Zeus. Sócrates, no lo sé.» .

Sócrates explica su proceder metódico: «¿Ves, Menón, hasta dónde •'avanza en sus recuerdos?» Al principio lo ignoraba, pero creyó que sabía y respondió «con el mismo atrevimiento que quien lo sabe». )Ahora se encuentra perplejo. Esto le puede resultar molesto, pero fren­te al problema le sitúa en una posición mejor: ahora sabe que no sabe nada y desea saber.

Volviéndose nuevamente al muchacho inicia ahora una fase nueva del razonamiento:S.: ¿Si el cuadrado grande, cuyos lados tienen una longitud doble, es­

tuviera formado por cuatro cuadrados del tamaño primitivo, al 1partir por la mitad cada uno de los cuatro cuadrados resultaría la mitad del cuádruplo, o sea nos daría el doble del área primitiva, que es lo que buscamos ?

E .: «Efectivamente.»S .: «¿No es cierto que esta línea que va desde un ángulo al otro divide

cada uno de estos cuadrángulos en dos partes iguales?»E.: «Sí,»

Sócrates traza las líneas auxiliares diagonales en el cuadrado gran­de de forma que resulta un cuadrado parcial quo descansa sobre un ángulo y que parte diagonalmcnte por la mitad a cada uno de los cua­tro pequeños cuadrados parciales anteriores. Observando la nueva figu­ra que ha resultado con ello el muchacho se da cuenta fácilmente de que se ha obtenido el cuadrado de doble tamaño que se buscaba.Sócrates enseña además al muchacho que a esta línea que va de un ángulo a otro los eruditos la llaman diagonal, y le deja marchar ali­viado. Volviéndose a Menón le pregunta:S .: «¿Qué te parece ahora, Menón? ¿Ha respondido este muchacho

dando alguna respuesta que no fuera idea suya?»M.: «No, sólo las suyas.»S.: «Y, sin embargo, poco tiempo antes no las conocía.» Por tanto,

tenía que haber habido en él conocimientos correctos de lo que ignoraba. N o fue la instrucción, sino las preguntas las que le indu­jeron a sacar los conocimientos que había en él.

M .: «No sé cómo, pero me parece, Sócrates, que te has expresado de una forma admirable.»

Preguntémonos desde la distancia de siglos que nos separa de Sócrates si su discurso ha sido admirable y ha razonado de una manera convincente. ¿Se ha limitado a preguntar sin en-

A .......« o i ln p ín

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señar nada? En la interpretación tradicional de Sócrates, que ha considerado la acción de «preguntar» como la característica fundamental del método socrático, y en la interpretación, ins­pirada en las ciencias del espíritu, del diálogo Menón por parte de Friedrich Copei (1950, 19-21) desempeña una función nota­blemente poco importante el hecho de que sea Sócrates mismo quien trace aquí la diagonal con cuya ayuda se pudo resolver la aporía y la confusión. ¿No se contradice con ello Sócrates a sí mismo? Y ¿no cae por tierra toda su argumentación? Sí y no:

Sí: su razonamiento no puede convencer necesariamente, ya que la imagen mítica del recuerdo de las ideas ya contem­pladas antes de nacer constituye un artículo de fe que sólo puede ilustrarse, pero no demostrarse o refutarse mediante de­mostraciones como las de nuestro ejemplo. Pues este artículo de fe se presupone en todas las demostraciones y refutaciones; nos movemos en círculos. La eficaz dirección del maestro, que asegura primeramente los conceptos e hipótesis fundamentales, y descarta a continuación gradualmente las soluciones erró­neas, a fin de llevar a la conciencia del discípulo su ignorancia, permite que se manifieste de una manera tan obvia y prepo­tente la dirección del maestro durante toda la conversación que el alumno sólo puede decir «sí» y «por Zeus», siendo incapaz de desarrollar sus propios pensamientos. Jürgen Henningsen (1974, p. 31-38) ha convertido este hecho en una parodia propia de cabaret en la que ha opuesto a este diálogo la conversación preparada de un conocido presentador de un concurso de tele­visión con un aturdido campesino lleno de ingenuidad. Este autor muestra también con la ayuda de este ejemplo el doble sentido de lo «conocido con anterioridad» que se oculta en el mito acerca de la anamnesis: la acción de sacar o de deducir ¿se refiere a un a priori, o sea, a la explicación lógica de impli­caciones (¡ejemplo matemático!), o eventualmente también a la interpretación de conocimientos previos no reflejos que se dan con respecto a objetos de la enseñanza en las esferas lingüís­tica, histórica y empírica (o.c., p. 40; véase también Rumpf, 1967)? En este caso serían necesarias y posibles otras diferen­ciaciones.

Fuiilos «Je partida antiguos: Platón

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Y al mismo tiempo, no: el ejemplo no pierde su sentido, siempre que en él se trate de la demostración de la diferencia filosófica que existe entre mera opinión y comprensión real, entre la doxa y la episteme. No se produce la comprensión o conocimiento, como se puede ver aquí, al convertirse uno aisla­damente en sujeto de la totalidad del mundo, sino dialógica­mente, en conversación con otros que buscan, en el movimiento de un proceso mental con diferentes etapas. En Platón, el que filosofa está siempre dialogando. Aun cuando se recluya en sí mismo, en cuanto pensante está siempre lleno de diálogos in­ternos. En Platón no existe ningún «solipsismo» epistemológico, tal como el que encontramos ocasionalmente en la era mo­derna asociado al cogito, ergo sum de Descartes. El sujeto del conocimiento es siempre un hombre vivo en comunión verbal con otros. En griego, pensar y hablar son una misma palabra: legein, logos.

Por otra parte, aun cuando Sócrates ha mostrado al esclavo la diagonal, y, por tanto, no ha obtenido este conocimiento sa­cándolo del muchacho mediante sus preguntas, éste ha tenido que buscar en sí mismo el asentimiento de que lo mostrado era asimismo evidente para él. Y toda dirección de tipo metó­dico por parte del maestro tenía como fin despertar en aquél este comportamiento de búsqueda. Pero sólo se puede despertar y evocar aquello que se supone está dormido. Una vez des­pertada por algún motivo, la razón debe buscar y hallar cuáles son las causas de sus intuiciones. Por consiguiente, el esclavo no (sólo) sigue el desarrollo de la demostración socrática por­que lo guía una autoridad, sino que en cada paso comprende claramente algo. Así, en todo caso, la intención del relato.

En esto se distingue la intuición del filósofo de la mera ortodoxia del «se». Todo hombre, incluso un esclavo que no ha asistido jamás a la escuela, tiene — aquí radica lo esencial — esta capacidad de comprender las cosas en sí mismas. E in­cluso tiene ansia de ello, para lo cual sólo debe hacer que el alma tenga conciencia de sí misma, pase a través de las imá­genes aparentes e ilusorias y de las sombras que nos engañan, y se libere de la cárcel de los sentidos. Pues la verdadera vida, la vida verdaderamente humana y digna del hombre es la filo-

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sófica, la que está consagrada a la contemplación de las ideas.El Sócrates platónico no se cansa de anunciar esta auto-

experiencia en parábolas siempre nuevas. Uno de los ejemplos más famosos e interpretados constantemente en la historia es la «parábola de la caverna» que se encuentra en el libro sép­timo de la República (514a-519d), donde se ansia el «cambio de orientación del alma» (periagoge psykhes) apartándose de las ilusiones y sombras sensibles para dirigirse a la luz res­plandeciente de la verdad, pero a la vez es objeto de temor a causa del deslumbramiento doloroso, por ello debe alcanzarse este estado poniendo cuidado y avanzando gradual y paulati-

' namente, haciendo que siga a todo ello necesariamente la dis­cusión de una jerarquía pedagógica de la formación que va desde la propedéutica hasta los supremos objetos del conoci­miento (megiston matfiema) (521c-535a; véanse las interpretacio­nes de Lassahn, 1977, p. 16-18 y Blass, 1978, II, p. 38). Platón proporciona aquí de forma rudimentaria una teoría que legi­tima el posteriormente llamado quadrivium de la historia de los planes docentes occidentales (matemáticas, geometría, astro­nomía y teoría de la música) y del papel central desempeñado por la «dialéctica» en todas las etapas de la propedéutica «tri­vial» hasta los conocimientos supremos (véase también Dolch, 1959).

Para este estado del verdadero y propiamente dicho ser del hombre, visto desde dentro y obtenido en la experiencia del filosofar, que no es ningún estado permanente sino una serie do purificaciones, un proceso constante, una exigencia que se ha de cumplir a lo largo de la historia de la vida y, por tanto, malograble, los cuerpos y los sentidos, los instintos y los afec­tos aparecen como perturbaciones y peligros, la physis se pre­senta como cárcel de la psykhe. Con ello se aborda el problema de la identidad humana: yo «soy» un ser compuesto de cuerpo y sentidos, afectos y pensamientos, errores e intuiciones, y, sin embargo, me contrapongo a todo ello desde la distancia en cuanto alma inmortal que contempla las ideas. En el fondo se trata aquí del problema que Helmuth Plessner ha tratado de abarcar con el concepto de «posicionalidad excéntrica» del hombre: yo «soy» mi cuerpo, y al mismo tiempo lo «tengo»;

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él, juntamente con mis cualidades, facultades y funciones, es a la vez mi instrumento vital y una parte de mí mismo (Plessner, 1928 y 1950). Y, según desde cuál de las perspectivas proyecto mi imagen de hombre, se asociarán a ella otras actitudes y con­secuencias pedagógicas, especialmente si ambas perspectivas sub­sisten opuestas entre sí a la manera dualista, aun cuando hayan de representarse probablemente como «complementarias» en sentido análogo al del problema de la luz en la microfísica (corpúsculos/ondas) (véase Lassahn, 1979).

Junto a la imagen del filósofo como verdadero hombre, en­contramos en varios pasajes de Platón una antropología en cierto modo «empírica» en una visión práctica de la vida. Ésta se integra en un conjunto más amplio de política, metafísica y pedagogía, y describe desde el principio al hombre desde una perspectiva distinta: mientras la pregunta acerca del Estado justo y bueno suscita la cuestión ético-metafísica sobre la jus­ticia y el bien mismo, la realización de la justicia y del bien en una organización política realista o utópica cualquiera re­quiere asimismo el conocimiento del hombre real, de sus facul­tades, posibilidades y flaquezas, así como de su capacidad y de sus condiciones de aprendizaje (véase Blass, 1978, IT, p. 38s). El hombre puede y debe ser considerado también como objeto y como ejemplar de su especie, no siendo sino uno de los mu­chos tipos posibles el filósofo que antes había sido descrito como representante del verdadero ser humano. El político no puede contar sin más con el hombre verdadero y auténtico; debe hacerlo con el hombre real. Aquí reside el punto de arran­que del segundo género de antropología que es objeto de estu­dio del diálogo Fedro y del libro noveno de la República.

El alma con la que se encuentra el analítico, que no «soy» yo propiamente sino que la «tengo» y la «encuentro» como instrumento vital, con la que se encuentran asimismo los médi­cos, maestros y políticos, para poder influir sobre ella, estimu­larla y utilizarla en su sentido correspondiente, esta alma es algo distinto del sujeto de la contemplación de las ideas. Sobre todo es algo compuesto, algo combinado de muchas partes y fuerzas diferentes (y aislables). Encontramos en ella instintos, afectos, necesidades, tendencias, pensamientos, fantasías, actos

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de voluntad que se refuerzan o impiden mutuamente, se oponen ( o se apoyan, se elevan o se rebajan y en todo caso no se han

de ajustar simplemente a una polaridad o a un esquema igual­mente sencillo. Nuevamente se emplean imágenes míticas cuan­do se ha de poner de manifiesto el dinamismo y la tensión

' interna de este ser humano empíricamente dado:En Fedro (246a-d) es la imagen del auriga que ha de domi­

nar la yunta de dos corceles alados de naturaleza desigual:, uno de ellos es «bueno y noble», el otro rebelde y testarudo.

Pero el auriga, que al igual que el dios Helios se esfuerza en recorrer su trayectoria celeste sin perder de vista el cielo de las ideas a pesar de todos los vapores de la tierra, tiene que luchar constantemente con el caballo testarudo que le empuja hacia el mundo inferior y sensible. A su vez, el caballo noble no persigue por sí mismo ninguna meta, sino que sólo pretende mostrar su fuerza y su buena casta. Por ello el conductor tiene que someter a ambos al yugo. Lo mismo sucede con la razón que no sólo tiene que dominar y dirigir Ja sensibilidad, sino también la ambición y el afán.

De forma más detallada y con otras imágenes trata Platón en la República acerca de este dinamismo interno del ser hu-

( t mano. Este escrito sobre el Estado se centra en torno al tema de la naturaleza de la justicia, siendo por tanto el objeto de su análisis una cuestión metafísica. Puesto que tras largas con­versaciones no consigue explicar de forma inequívoca esta «na­turaleza», Sócrates persuade a sus interlocutores para iniciar una especie de juego ideal: deben proyectar la imagen de un Estado totalmente justo, un castillo en el aire, una utopía, sin

, el carácter serio de, por ejemplo, el programa de un partidopolítico. A menudo se percibe una clara ironía. Sin embargo, del estilo jocoso brota en los momentos culminantes una serie­dad profunda, la preocupación por el hombre y por la comu­nidad real. En el libro noveno (588b-592b), donde Sócrates trata de explicar el sentido del derecho y de la injusticia de ¡a conducta humana, bosquejará en conversación con Glaucon, hermano de Platón, el siguiente concepto del ser humano:

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S .: «Vamos a presentar primeramente con palabras una imagen del alma...»

G,: «¿Qué clase de imagen?»S .: «Del tipo... que cuenta la fábula, que hace tiempo hubo naturale­

zas que (como las quimeras, Escila o Cerbero)... reunían en sí mu­chas figuras fusionadas en una.»

G .: «Sí, es es lo que se cuenta.»S.: «Así pues, imagínate /a figura de un animal abigarrado y de mu­

chas cabezas, de animales domésticos y salvajes...»G.: Para ello haría falta un escultor hábil; pero, como es mucho más

fácil esculpir con palabras que con cera, «démoslo por formado».S .: «Pero, además, imaginemos la forma de león y la de hombre: sien­

do mucho mayor la primera y la siguiente en tamaño la segunda.»G .: «Ya está imaginado.»S .: «Además juntarás las tres figuras en una, de forma que se fusio­

nen entre sí.»G .: «Ya están fusionadas.»S .: «Y ahora forma fuera, en torno a ellas, la imagen de un hombre,

de forma que para él, que no puede ver el interior, aparezca como un ser vivo, a saber, un hombre.»

En nuestro siglo Hermán Nohl ha interpretado esta imagen de la constitución humana multiforme en varios artículos y en su libro Charakter und Schicksal (1938) tanto en sus referen­cias a la actual situación pedagógica de nuestra época (por ejemplo, en la pedagogía social) como respecto a la teoría sis­temática de la educación y formación. En su estudio, Nohl ha interpretado la semejanza platónica como una «estructura estra­tificada», aun cuando Platón mismo no ha hablado jamás de estratificación sino de partes del alma, por ejemplo, de la parte «semejante a la serpiente», «semejante al león» y de la par­te «racional» del hombre o de cada una de sus virtudes, vicios, cualidades y capacidades. Sin embargo, en la imagen platónica están de algún modo claramente presentes las leyes categoria- les de «superposiciones» en forma de estratos tal como se han formulado en las teorías filosóficas de los estratos de nuestro siglo. Piénsese, por ejemplo, en las relaciones de «supercons- trucción» y «superformación» de lo inferió* por lo superior en la ontología de Nicolai Hartinann (1932), tan claramente suge­ridas en la imagen platónica:

La hidra, el monstruo policefálico en forma de serpiente,

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Finitos de partida antiguos: Platón

simboliza el mundo de las necesidades corporales y de los ins­tintos: por ejemplo, el hambre, la sed, el deseo sexual, la angus­tia vital, la tendencia a los placeres inferiores, una clase de deseo violento, salvaje, sin ley, cada uno de los cuales son insaciables en sí mismos, y por ello pueden competir entre sí en la búsqueda de la satisfacción desvergonzada. El hombre no podría vivir sin necesidad ni instintos. Pero, si los impulsos de esta parte ínfima del alma fueran los únicos en ejercer el do­minio en el hombre, no sabríamos nada de la habilidad y del conocimiento, nos veríamos arrastrados de una a otra parte entre desenfrenadas orgías y la pereza; en palabras del Fausto de Goethe: «Así ando tambaleándome entre el deseo y el pla­cer, y en medio de éste me consumo de deseo.» Los hombres gobernados por esta hidra no han sido tocados jamás por el ser verdadero, ni siquiera conocen la sed del mismo. «Carentes de toda idea y virtud», entregados a toda clase de «francachelas», tienden siempre «hacia abajo y luego hacia el centro y flotan aquí a lo largo de su vida..., pero ni siquiera han atisbado la presencia de lo verdaderamente alto ni han hecho el más míni­mo esfuerzo para dirigirse hacia él... Mirando siempre al suelo a la manera de las bestias e inclinados sobre la tierra y sobre las mesas «devoran alimentos y saltan sobre los prados». Y Glaucon exclama entusiasmado: «¡O Sócrates, describes como los oráculos el modo de vivir de la gran multitud!» (586a-b). En esta hidra tenemos otra imagen de lo que en Fedro se designa con el nombre de caballo rebelde y desbocado, que necesita del látigo, si se quiere aprovechar su fuerza.

Pasemos ahora a la segunda parte del alma, la que «tiene naturaleza de león», a la que Platón llama también la «colé­rica». Ésta simboliza el ánimo y la ambición, el deseo de po­der, la tenacidad, la fuerza de voluntad, el afán de gloria. En su antropología pedagógica ha resumido Nohl todos estos atribu­tos como el «estrato del thymos», utilizando una expresión pla­tónica. En este punto llama nuestra atención primeramente una cierta ambivalencia: virtudes tales como el ánimo y el pundo­nor, la fuerza de voluntad y la capacidad de imponerse se con­sideran por lo general como plenamente positivas. Mientras apenas existen dudas sobre la asignación de los instintos, pla-

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La Doble perspectiva de Platón

ccres y deseos al «estrato» inferior — en el que también están situadas necesidades individuales como el alimento, el goce, la embriaguez y la sexualidad—, en el caso del thymos se trata más bien de cualidades formales, no ya referidas de forma tan inequívoca a determinados estímulos externos, sino de tal ma­nera que toda virtud individual persigue sus propios fines para cuyo logro puede poner a su servicio las energías de los ins­tintos inferiores. En sentido ético y pedagógico se trata en este caso de movimientos «nobles». Desde los tiempos primitivos y en muchas culturas el león es claramente un símbolo más noble que la serpiente. Entre ambas partes del alma comproba­mos por tanto que existe una diferencia de valor. Pero la parte más noble puede también degenerarse, y volverse mala, indu­ciendo a actividades incontroladas, de las que se nutren las grandes tragedias, o sea, cuando el león — o, en Fedro, el caballo más noble— se abandona a sus propias fuerzas y trata de dis­tinguirse por su presencia rebosante de fuerza y no se conduce razonablemente.

Sólo la tercera parte del alma, la suprema, contiene el de­seo de aprender, la tendencia del hombre a la comprensión, el amor al conocimiento y a la percepción de las ideas. Gracias a ella el hombre se vuelve a los contenidos y a los valores, a la cosa misma, participa del ser y tiende al bien. Pero esto no excluye que este afán de aprender que distingue al hombre del ganado y del león, pueda pervertirse, convirtiéndose en picardía y astucia, medios que pueden ponerse al servicio de las pre­tensiones más bajas. Lo que importa es, por consiguiente, que la razón no sea servidora, sino soberana: en el hombre particu­lar, en forma de rellexión y de sabiduría que mantiene a raya los instintos y la voluntad; en la polis, como condición de los moderados y sabios que, en cuanto filósofos, se hacen cargo personalmente del gobierno o contribuyen a que los gobernan­tes participen de su formación filosófica ofreciéndoles instruc­ción y consejo.

Partiendo de esta imagen del hombre real al mismo tiempo compleja y dinámica y de sus fuerzas anímicas heterogéneas. Platón desarrolla en la República no sólo una tipología, jun­tamente con la patología correspondiente, de las formas de vida

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humana que resultan de las diferentes relaciones de combina­ción y predominio de cada una de. las fuerzas y de las esferas, sino también, paralelamente a ello, su tipología y patología de las formas políticas del Estado (577c).

Pero, antes de dedicar cierta atención a esta problemática y a sus implicaciones públicas y pedagógicas, vamos a destacar una peculiaridad de esta imagen platónica del hombre tratando de establecer una relación más precisa entre ésta y la imagen esbozada anteriormente del filósofo como hombre verdadero y que realiza su auténtico destino.

Es digno de tener en cuenta que el «hombre» aparece va­rias veces encarnado en la imagen de este ser compuesto y polifacético: por una parte, como el ser supremo de Jos tres fundidos en uno, que con palabras de Nohl podemos designar como el «estrato» de lo espiritual, de lo racional, del nous. Pero también como la totalidad del ser multiforme global, como figura del hombre total, que se presenta como un ser a aquél «que no puede ver el interior». Teniendo en cuenta las con­sideraciones anteriores acerca de la autoexperiencia del alma al filosofar sabemos que el hombre aparece además una ter­cera vez encarnado en esta imagen: en la experiencia interna del sujeto como existencia personal, como algo puntual, que se sabe como una etapa de paso en el camino hacia las ideas. Si se considera con Nohl la imagen total de esta «estructura vertical de la persona» como una especie de pirámide en la que se superponen tres estratos, el «hombre» se presenta al mismo tiempo como una de las capas, como «paréntesis» o «figura» del conjunto y, en cuanto contenido, como vértice existencial- mente expcrimcntable pero que no puede describirse más con­cretamente; Nohl habla de «identidad del yo» o también de «unidad última y central de la persona», algo difícilmente per­ceptible empírica y analíticamente, precisamente porque no es ninguna «cosa». Curiosamente, queda pendiente la pregunta: «¿Quién soy yo?» ¿Soy todo eso o sólo una parte? ¿«Soy» mi cuerpo, mi alma, mi mente? O ¿los «tengo» como instru­mentos míos?

En función de las diferentes respuestas parciales dadas a estas preguntas, las consecuencias pedagógicas y políticas se

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presentan asimismo ambiguas: si para el filósofo la superación de lo físico, de la naturaleza dominada por los instintos y de los afectos constituye el ideal pedagógico supremo, para el hombre corriente, cuando se trata de gobernar los instintos, el interés se centra en la economía. Ante la hidra no nos sentimos del todo seguros. Aunque la sometamos con la ayuda de la razón y de una voluntad de hierro, aunque los dos «estratos» superiores ejerzan el dominio, se puede observar en el sueño lo que son capaces de hacer los instintos: Platón anticipa ya aquí ideas psicoanalíticas al presentar al principio del libro no­veno a Sócrates explicando a Adimanto que, por ejemplo, en el sueño se suscitarían descaradamente placeres prohibidos, si dormitaran la parte racional y la que posee la fuerza de volun­tad de nuestra alma. A continuación saltaría la parte animal y salvaje y sería capaz de todo, incluso del incesto, despojada de toda vergüenza y reflexión. Y esto tendría lugar de forma más marcada, si durante el día se han sometido con fuerza los movimientos instintivos. «Pero, en cambio, si una persona se comporta consigo misma de una manera normal y cuidadosa y se entrega al sueño, después de haber suscitado en sí pensa­mientos racionales..., y, por otra parte, ni ha satisfecho en exceso ni ha descuidado por defecto sus deseos..., y después de haber aplacado la parte colérica..., sabes perfectamente que en tal estado... es cuando menos aparecen espíritus malvados» (571d-572b). Así, pues, al hombre corriente se le recomienda la economía dietética de no matar de hambre ni saciar sus ins­tintos, sino satisfacerlos de una manera razonable y sana para poder hallar un equilibrio sereno y juicioso. En cambio, para el filósofo se erige en criterio una exigencia muy distinta: la ascesis. En efecto, la no satisfacción de tendencias instintivas psicofísicas fundamentales requiere una fuerza considerable que no se puede exigir a cualquiera. De esta forma, en Platón se asignan a los dos tipos antropológicos ideas directrices éticas y pedagógicas muy distintas: una norma ascética y otra econó­mica. La primera se deriva de la experiencia filosófica del alma que se toma seriamente a sí misma y puede llegar a consecuen­cias excesivamente rigoristas; la segunda razona partiendo del Estado y del legislador práctico, que conoce el «paño» de que

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están hechos los hombres y presenta cierta tolerancia hacia ellos. La ascética juzga con rigor y sin compromisos acerca de la physis y de los afectos humanos. En efecto, la única justicia que se puede hacer al carcelero que mantiene al alma alejada de la verdad es imponerse a él. En cambio, la economía calcu­ladora y planificadora del conocedor del hombre sabe que, como hombres corrientes, debemos acomodarnos e instalarnos en esta tierra como en casa. En este caso, justicia significa dar a cada uno lo suyo. Pero, para poder imponer esta justicia, hay que conocer bien a los hombres. Entonces cabe inducirlos even­tualmente al bien incluso por medio de «mentiras piadosas».

Platón resuelve el dilema que supone la conciliación de las dos ideas directrices básicamente diferentes distribuyendo a los hombres del Estado por clases a cada una de las cuales se le asigna, análogamente al modelo de los «estratos», una de las partes del alma, de manera que bajo el dominio de ésta la clase correspondiente deberá desempeñar una función distinta para la que se necesita una preparación pedagógica diferente. Desde la perspectiva algo despectiva y aristocrática de Platón el es­trato inferior de los demiurgos, de los artesanos y comerciantes, no tiene fines superiores a la satisfacción de las necesidades cor­porales y sensibles. Sirve de clase nutricia para el Estado y ella misma vive sólo para la propia alimentación, para los intereses materiales en el sentido más amplio de la palabra. Los miem­bros de este estrato no necesitan educación especial. Lo que precisan lo aprenden por imitación. Para estas personas el Es­tado policíaco es la mejor constitución, pues necesitan sobre todo obediencia y disciplina, si han de ser útiles para el con­junto de la polis. La segunda clase, el estrato de los «guardia­nes» del Estado, necesita una instrucción pedagógica especial. De sus miembros se exigen, por el interés público, determina­das virtudes y capacidades: el que quiere ser un buen guardián de la ciudad debe ser amante de la gloria y animoso, discipli­nado y justo, conocedor profundo de lo que importa (Repúbli­ca, libro II, 376). Las virtudes y las disciplinas de Ja antigua paideia, corregidas en parte cuando las narraciones acerca de los héroes difunden noticias calumniosas y horripilantes sobre los dioses o cuando las tonalidades de la antigua música pro-

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(lucen efectos enervantes en lugar de enardecedores, deben constituir y continuar siendo contenidos dominantes de este procedimiento cultural. La delimitación hacia arriba, respecto a la clase de los «gobernantes», no es tan inequívoca como con respecto a la clase de los demiurgos. Aquí existen límites fluc- tuantes: el que quiere ser gobernante, debe acreditarse prime­ramente como vigilante. De esta manera, las dos clases supe­riores adquieren en la juventud conjuntamente su formación básica: además de la música y de la cultura física, de los jue­gos bélicos y de los ejercicios con armas, son materia obligato­ria en su formación los logoi y las matemáticas, es decir, las disciplinas lingüísticas básicas del írivium y las disciplinas ma­temáticas del quadrivium del plan de estudios posterior (véase Dolch, 1959). Sólo es adecuado para desemperna la función de vigilante quien, aparte su constitución física y anímica, po­see una formación lingüística y matemática, quien sabe emitir juicios éticos y está familiarizado con las leyes del cosmos. Quien quiere ser oficial, necesita el bachillerato, diríamos hoy. En todo caso, los gobernantes se reclutan de entre las filas de este tipo común, opuesto a los demiurgos, de la clase de los nobles y de los libres. Su proceso pedagógico es largo y lleno de renuncias, su selección difícil (536d-541b). Si la carrera pe­dagógica común de vigilantes y gobernantes abarca hasta los veinte años, los futuros gobernantes necesitarán otro decenio para profundizar en la comprensión del idioma y de las mate­máticas. Para Platón la dialéctica y las matemáticas son los dos grandes maestros de la dianoia, de la comprensión, obviamente en la etapa propedéutica y preparatoria. En la fase de mayor madurez vital se dedican otros cinco años a la filosofía supe­rior; estos años preparan para la etapa que actualmente se asig­naría, por ejemplo, a los «graduados»: la de la contemplación propiamente dicha de las ideas. El que ha llegado tan lejos, pue­de acreditarse en las funciones públicas como arcante, una es­pecie de funcionario estatal. Si al cabo de otros quince años ha alcanzado la edad de cincuenta años, se comprobará si en su calidad de filósofo está preparado para ejercer el poder o si sólo se le han de confiar la dirección de los asuntos del Esta­do. El filósofo ha de ser rey, y el rey deberá ser filósofo (473cd;

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véase también Marrou, 1977, p. 153-158; Lichtenstein, 1970, p. 99-113).

Si, resumiendo, volvemos la vista atrás para detenernos en la consideración de los dos tipos de pensamiento antropológico que en la obra platónica se mantienen en tensión, y se com­penetran mutuamente, pero que tanto en la ascética como en la economía tienen consecuencias ético-pedagógicas diametral- mentc opuestas, percibiremos el punto de partida de dos líneas esenciales de desarrollo del pensamiento antropológico poste­rior: por una parte, el hombre en su integración y vinculación en el conjunto del mundo, la relatividad del individuo con res­pecto a la polis y al cosmos, el hombre visto como ejemplar y como especie, como zoon condicionado por la polis, como zoon politikon, como Aristóteles lo designó perfeccionando esta pers­pectiva que ha dominado toda la edad media y que a través de las tradiciones escolásticas y neoescolásticas continúa ejer­ciendo su influencia hasta nuestros días. Y, por otra parte, la imagen del hombre que filosofa, visto desde la contemplación interior de la mente que se experimenta a sí misma, el «mo­tivo del alma» (Goethuysen, 1931) que encontró su perfección sobre todo en el neoplatonismo, habiendo llegado a convertir­se, a través de Agustín y de las diferentes corrientes místicas, en un motivo permanente de la cultura cristiana y europea. ¡Guardémonos de polarizaciones demasiado simplistas en el sen­tido de tipos ideales! En Platón mismo ambas perspectivas están unidas y forman un conjunto cargado de tensión y dinamismo, de manera que no están separadas desde el principio con arre­glo a un principio sistematizador sino mutuamente entrelazadas y por ello guardan entre sí una relación complementaria.

2.4. Transición

Si en este pasaje pretendiéramos presentar una equilibrada exposición global de todos los motivos de la reflexión antigua acerca del hombre que han influido considerablemente sobre la antropología pedagógica o que han podido representar un trato importante en la reconstrucción correspondiente, habría que desarrollar de una manera tan detallada como la empleada

Puntos de partida antiguos: Platón

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Transición

hasta ahora por lo menos la filosofía del lenguaje de Platón, tál como aparece en el diálogo Cratilo. Para nuestra introduc­ción histórica pueden bastar algunas referencias: el hombre es un ser que habla y al servirse de palabras, cuya «esencia» in­vestiga Sócrates, adopta gracias al lenguaje una posición espe­cial respecto a la realidad Los animales no «pueden conside­rar ni comparar ni intuir propiamente nada» (399c), pero el hombre clasifica su realidad dando nombre y separando cosas, uniéndolas y haciéndolas presentes en su mente (véase respecto a la interpretación de Cratilo Derbolav, 1972a; también Las- sahn, 1977, p. 57s). Aristóteles recibió estas ideas platónicas y las perfeccionó en su teoría acerca del hombre como zoon logon ekhon, como «viviente que tiene logos», pudiendo traducirse en este caso logos por lenguaje o por mente o espíritu. Pues una de las funciones esenciales de lo que solemos llamar mente o espíritu consiste precisamente en el uso de símbolos que crean distancia y permiten la intuición y la comparación, que hace posible la representación de lo ausente en la «visión interior», y además su intercambio, dando así lugar a la formación de un mundo propio del «espíritu objetivo» entre los sujetos y las cosas.

Obviamente también debería tener cabida aquí una exposi­ción y análisis de la antropología social aristotélica (véase Land- mann, 1962, p. 89-95) que de una forma más consecuente de lo que sucede en Platón considera al hombre como constituido por la participación en su polis, y al que designa zoon politikon, es decir, viviente que necesita de la polis para la realización de su «naturaleza» (véase Riedcl, 1975; Kuhn, 1967; también Ha- bermas, 1963).

El hombre está integrado en la estructura escalonada del cosmos. Participa de lo vegetal, de lo animal y de lo espiritual, que en cada caso se encuentra al mismo tiempo en él en forma de anima nutrativa, anima sensitiva y anima intellectualis, y esto de tal manera que los grados inferiores mv pueden existir sin los superiores ni éstos sin su base. La «estructura estratifi­cada» del hombre, cuya exposición rudimentaria aparece en Platón, culmina aquí en un modelo que puede interpretarse al mismo tiempo desde una perspectiva ontológica y psicológica.

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i'untos de partida antiguos: Platón

El anima intellectualis que caracteriza exclusivamente al hombre (como «ser que tiene lagos»,) nos sugiere por su condi­ción natural que «existimos para pensar y para aprender algo» (Weber-Scháfer, 1972, p. 42ss expone esta cuestión de ma­nera muy detallada; véase también Lichtenstein, 1970, p. 151). Y el interés científico y teórico-científico insólitamente amplio de Aristóteles se dirige por una parte a casi todas las esferas sobre las cuales hay algo «que pensar y aprender», a los fenó­menos de la naturaleza así como a los principios de la acción humana, a la «naturaleza» de cada cosa tanto en su origen como en su para qué, en su telos o «esencia», es decir, a toda la enciclopedia del saber no elaborada hasta entonces, y, por la otra, al organon de las diferentes formas del saber, a las ca­tegorías y métodos del conocimiento y de sus clasificaciones lógicas. El interés por las investigaciones particulares así como por las cuestiones de principio nos ha llevado a estructurar un cosmos intelectual que durante dos milenios nos ha fascinado. A pesar de todo su rigor teórico, este nuevo género de ciencia aristotélica es al mismo tiempo «realista» y está orientada a las cuestiones prácticas, éticas y políticas, de la convivencia hu­mana: la teoría como la contemplación del ser y de sus prin­cipios, la praxis como el trato activo y comunicativo de los hombres entre sí y la poiesis como la creación y realización de cosas y de obras están relacionadas entre sí en un orden con­ceptual claro. Todo está encajado tan sistemáticamente que la cuestión antropológica casi vuelve a desaparecer en este cosmos del saber universal; aquí el hombre «habla siempre de sí mis­mo, en cierto modo, en tercera persona», es «un caso» para sí mismo; ni siquiera «el problema del alma es algo personal» (Groethuysen, 1931, p. 45). El mundo ideal óptico de las for­mas de Platón que puede contemplarse con la vista se ha con­vertido en «un mundo de cosas» y el hombre mismo ha que­dado reducido a una «cosa entre estas cosas» (Buber, 1948. p. 24).

No cabe duda de que podemos establecer una relación en­tre este cambio de perspectivas y las revoluciones políticas e histórico-sociales de la historia universal que se iniciaron en tiempos de Aristóteles; se hallaba en trance de desaparición la

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polis a la que Sócrates y Platón habían consagrado su vida y su pensamiento. Alejandro, discípulo de Aristóteles, empezó a integrar las pequeñas ciudades-Estado en un imperio universal que desde el año 330 a. de C„ primero como imperio helenís­tico y más tarde como imperio romano, iba a abarcar todo el orbis íerrarum conocido a la sazón. La lengua de las ciudades- Estado se convirtió en la koine, el idioma universal en el que se redactaría incluso el Nuevo Testamento; de manera seme­jante, más tarde, un dialecto del Lacio se convertiría en el idio­ma de occidente. Debemos tener presente este dato, si quere­mos conocer el destino de los motivos antropológicos de la épo­ca de Platón.

La Academia de este filósofo subsistió durante un milenio. Pero perdió bien pronto su base social, convirtiéndose en una «escuela» como otras. Es cierto que el «neoplatonismo», que se inició con Plutarco en el siglo i d. de C. y cuyo representan­te más conspicuo fue Plotino (hacia 205-270), llegó a ser un importante lazo de unión entre la antigüedad y Ja edad media dentro de la historia de la filosofía y de la teología. Pero el verdadero mundo cultural de la antigüedad tardía no estuvo marcado tan decisivamente por la imagen filosófica del hombre creada por Platón ni por el ideal científico sistemático y obje- tivador de Aristóteles como por una tercera corriente que se remonta al rheior ático y discípulo de los sofistas Isócrates (436-338). De ella parte la fuerza creadora de escuela para las culturas helénica y romana; sus ideas directrices e influencias han sido expuestas gráfica y ampliamente por Marrou (1977, p. 160-181). Aquí nos limitaremos a presentar algunas observa­ciones elementales sobre las mismas:

Isócrates se pregunta cómo hacer para que tengan eficacia práctica para el hombre corriente culto el elevado mundo de los ideas de los filósofos y el acervo de conocimientos de las ciencias. Si la tendencia platónica hacia lo absoluto es causa, por una parte, del esoterismo de una vida contemplativa que carece de consecuencias prácticas, la inmersión en la praxis dia­ria, por la otra, atrofia al hombre reduciendo sus posibilidades. Todo lo que importa es la combinación de ambas posibilidades (del bios theoretikos y del bios praktikos, es decir, de la vita

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contemplativa y de la vita activa) en el cultivo de una huma­nidad que pueda vivirse de verdad. ¿Cómo puede lograrse esto? Para Isócrates lo que convierte al hombre en un ser in­telectual y abierto al espíritu es el lenguaje. Para él, la forma­ción lingüística es la esencia de toda humanidad cultivada; el hombre se cultiva al cuidar su lenguaje y con ayuda de mo­delos de prototipos lingüísticos realiza un arte de comprensión al que no le es ajeno nada humano. El eu-legein, el bien-hablar, es más que un mero asunto estético, tiene una calidad ética. Por ello el gran énfasis puesto en la retórica dentro de las «siete artes liberales» y la primacía de lo verbal y lo literario en todas las épocas, fases y modalidades de la «cultura humanística». Los humani formados en las artes verbales y retóricas se reco­nocen mutuamente a través de los tiempos y de las fronteras de clases y naciones por esta cultura animi que debe ser ajena a todo rigorismo. Para ello, es cuestión de honor no sucumbir en el mundo de lo oficial, en el papel que cada uno tiene que desempeñar por azar. Incluso el esclavo, si posee una «forma­ción clásica» de esta naturaleza, se encuentra desde el punto de vista humano en el mismo plano que el emperador (piénsese en Epitecto y Marco Aurelio).

Bajo tales ideas directrices las escuelas de retórica del he­lenismo, así como más tarde las del imperio romano, se con­vierten en las verdaderas escuelas de las clases cultas. Y, como señala Cicerón (De oralore I, 94), de la escuela de Isócrates salieron, «como del caballo de Troya», los numerosos literatos, moralistas y pedagogos que difundieron en el mundo romano el acervo ideal de la cultura clásica griega. A través de Ci­cerón y de Quintiliano, hasta los tiempos de los padres de la Iglesia el relhor, el orador, fue la encarnación reinante de un ideal cultural que cultivó el arte de la palabra justa y al mismo tiempo prudente, verdadera y fluida, o que posterior­mente, en el humanismo renacentista, contrapuso la eloquentia, como expresión de un sentimiento de vida nuevo, propio y su­perior, a la seriedad lúgubre y fanática de los herejes, así como a la «charlatanería» de los dialécticos.

Esta exposición sumaria y fragmentaria puede bastar como compendio antes de iniciar un nuevo capítulo.

Puntos de partida antiguos: Platón

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3. AUTOEXPERIENCIA CRISTIANA: AGUSTÍN

_A1 padre de la Iglesia san Agustín (354-430) se le ha con­siderado al mismo tiempo consumador, superador e incluso destructor de la antigua antropología (Groethuysen, 1931, p. 91; Lowith, 1953, p. 148ss; véase la exposición más diferenciada de Marrou, 1958a y b). La novedad fundamental, prefigurada ya en la «experiencia platónica del alma» pero que ahora invade radicalmente tanto el «mundo de las ideas» como el «cosmos» real, es la experiencia de la historicidad y por tanto de la irre- petibilidad de nuestra vida, experiencia que afecta a los pueblos así como a las personas particulares. Vuelve a plantearse aquí, más de setecientos años después de Aristóteles, la cuestión acer­ca del hombre y «además en primera persona» (Buber, 1948, p. 24). No se debe al azar el hecho de que poseamos tal abun­dancia de datos de él y sobre él de forma que se puede re­construir cada año y casi cada mes de su vida» (R. Lorenz, 1957, p. 738; Schindler, 1979). Está íntimamente relacionado con esto el que en la figura de este doctor de la Iglesia tenemos ante nosotros al mismo tiempo, avant la leítre, al primer «filó- sq_fo__dc_Ja historia», en cuyo pensamiento ha adquirido impor­tancia en un sentido completamente nuevo la historicidad del hombre, su vida terrena como peregrinación, como camino a través del tiempo con encrucijadas y decisiones. La dimensión bíblico-escatológica se encuentra aquí por primera vez en toda su amplitud con el pensamiento antiguo (véase Kamlah, 1951; Schópf, 1981).

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Auloexperiencia cristiana: Agustín

3.1. La historicidad como nueva perspectiva antropológica

Para los antiguos pensadores «paganos» el mundo, dicho de forma sumaria, el cosmos era algo que descansaba en sí, sometido al eterno retorno de lo mismo. La palabra cosmos, que además de orden y construcción significa también adorno, es ya significativa. A pesar de todas las ilusiones y ofuscamien­tos de los sentidos, a pesar del destino cruel y trágico de tan­tos individuos, el conjunto descansa en sí, equilibrado y armó­nico. Tampoco el dualismo platónico no ha logrado modificar nada de esto. Su «mundo de las ideas» era también algo eter­namente igual sustentado en sí mismo. Todo dinamismo esta­ba centrado en él. El símbolo preferido de la «parábola de la caverna» de Platón hasta Plotino fue el sol en cuanto centro luminoso y deslumbrante del cosmos ceTestcj~en el que los as­tros y las esferas se mueven en círculo. Reducido a un esquema abstracto, el leitmotiv de esta imagen del mundo puede repre­sentarse por un círculo o una esfera. Buber (1948, p. 25-27) y Lowith (1953, 153) han simbolizado el contraste de las visiones del mundo que se manifiesta ahora en Agustín mediante la confrontación del círculo y de la cruz: frente a la imagen del «eterno retorno» erT un cosnios amónico (fuentes principales, véase Lowith, 1953, p. 223, nota 15), la cruz, como símbolo de la nueva vida, presenta dos dimensiones que se calzan radi­calmente. La una, que discurre desde el principio al fin, desde la creación hasta el día último, marca el curso temporal de la historia. La otra, trazada de arriba abajo, entre el cielo y el infierno, el más allá y este mundo, «atraviesa el corazón de la persona humana» (Buber, 1948, p. 27) y separa el tiempo y la eternidad, y también el bien y el mal. Pero ambas líneas no se funden para formar un conjunto que se sustenta en sí mismo, sino que se cruzan y se separan. Su punto de intersección no es un lugar armónico en el que podría encontrarse reposo, sino el escándalo históricamente irrepetible, irrevocable y siempre presente de la muerte de Cristo en la cruz.

Ambos símbolos, el círculo y la cruz, se excluyen lógicamen- te entre sí (Lowith, o.c., p. 153). Entre ellos no existe ninguna

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conciliación, por muchas tentativas que se hayan realizado en la historia para llevar a cabo una «síntesis del cristianismo y la antigüedad». Podemos imaginar a modo de experimento y de juego todas las posibles imágenes del mundo, a lo que nuestra «formación» moderna tiende una y otra vez. Pero, cuando trata de paliar con espíritu sincretista las antítesis, escapa a su mi­rada la realidad última, lo verdaderamente decisivo. «Tanto Nietzschc como Kierkegaard han mostrado que es fundamental en todo momento la decisión original...» (Lowith, o.c., p. 153), la decisión que se convirtió en el tema vital de san Agustín:

Éste, como hijo de su tiempo, era un hombre de formación retórica y de cultura literaria, que estudiaba a Gcerón, había aceptado el neoplatonismo y en su amplia formación latina había acogido también la quintaesencia del pensamiento griego. Conocía la imagen cíclica dei_mundo,_y durante decenios trató con toda seriedad de familiarizarse con ella. Pero esta imagen le resultó inaceptable y se deshizo de ella, decidiéndose enton­ces por otro símbolo que encontró en san Pablo.

Se decidió por él, es decir, tomó esta resolución, realizó un acto de voluntad y se aferró a él. Tampoco esto se debió al azar, si recordamos el «primado de la voluntad» (Groethuysen, 1931, p. 82), la estructura fundamental voluntarista que deter­minó su pensamiento (véase a este respecto las limitaciones críticas en Schindler, 1979, p. 668). Con ello su biografía y su paso a través de todos los errores posibles hasta llegar a la con­versión quedan incorporados constitutivamente a su autoexpe- riencia. Si quiero obtener una imagen del hombre, lo que im­porta no son ciertos resultados ideales de la reflexión, evidentes siempre y en todas partes, sino que en la firme resolución de mí mismo experimento quién soy. Agustín no refuta teórica­mente la teoría clásica del retorno cíclico y de la armonía del mundo, es decir, no lo hace en «el terreno propio de ésta» (Lowith, o.c., p. 152), sino que la supera en sí, apartándose de ella en su propia vida al igual que después de él se separa­ría de ella toda una época, la edad media. En el libro XII de su obra De civitate Dei (El reino o La ciudad de Dios; respec­to a los problemas que plantea la traducción del concepto civitas Dei, véase Gilson, 1959, p. 45ss y Maier, 1972, p. 100)

La historicidad, nueva perspectiva antropológica

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Autoexperiencia cristiana: Agustín

dice san Agustín acerca de la imagen cíclica del mundo típica de la antigüedad:

«¿Quién prestará oídos a esto? ¿Quién lo creerá? ¿Quién lo tole­rará? Aunque fuera verdadero, sería más prudente callarlo, mas aun su desconocimiento (para expresar bien que mal mi sentir) entrañaría mayor conocimiento» (o.c., XII, 20, 1).

Por consiguiente, se aparta de ella no porque la doctrina pagana sea «falsa» en sentido lógico o no se pueda demostrar empíricamente o sea contradictoria teóricamente, sino porque es_ desconsoladora, «una ciega rotación de miseria y felicidad» (Lowith, o.c., p. 151), un círculo inútil que no aporta nada sal- vífico^nada definitivo. Es un acto de fe y no una teoría lo que subyacc en su nueva perspectiva (respecto a la relación entre fe y conocimiento, véase Schindler, 1979, p. 664).

En el intervalo de nuestra peregrinación por la tierra no se trata ni más ni menos que de llevar irrevocablemente una vida llena de sentido o vacía de él; en el lenguaje de la fe, de con­seguir la bienaventuranza o caer en la condenación (véase Lo­with, o.c., p. 150). Por ello, esta corta vida terrena — una mera gota en el universo para las antiguas cosmologías así como para las modernas ciencias de la naturaleza— precisamente en su unicidad e irrepetibilidad adquiere de pronto un peso que no se puede medir con criterios terrenos. La propia vida de Agus­tín en cuanto ésta fue la de un individuo eminente, pero, al mismo tiempo, como camino típico en muchos aspectos en medio de la transformación a la que se hallaba sometida la conciencia de la época, puede servir para ilustrar aquí tanto la relación como el contraste de ambas imágenes del mundo y del hombre.

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3.2. La autobiografía como ejemplo antropológico

Agustín describió su vida en las Confessiones, que concluyó hacia el año 400 cuando cumplió los cuarenta y seis años. Los adversarios donatistas habían sacado a la luz pública la vida anterior del obispo para atacar así la pureza de su vida actual (Courcelle, 1951, p. 31). La obra está redactada en forma de

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La autobiografía, ejemplo antropológico

«soliloquio», o sea, de una conversación personal con Dios, y, echando una ojeada al pasado desde la perspectiva del conver­tido, constituye una exposición de su trayectoria interior a tra­vés de todos los descarríos imaginables. Con la despiadada sin­ceridad de una confesión nos muestra cuántas dificultades tuvo que superar para dominar sus instintos tan fuertemente arrai­gados, así como su espíritu arrogante, brillante y autosuficientc. Renunció con espíritu de sacrificio a cada una de las fases de su vida: a los «pecados» de la juventud así como a la estética de la bella literatura, al rigorismo de la metafísica maniquea de luz y tinieblas así como al escepticismo propio del rethor culto de la época romana tardía, a la fama de las cátedras pú­blicas así como a la «vida alternativa» de las comunidades del campo. Todo avance viene a significar así una renuncia, todo llegar a ser se convierte en un morir simultáneo; la experien­cia de la temporalidad viene a ser constantemente el tema cen­tral de la reflexión. Vamos a analizar las etapas de este reco­rrido :

Aurelio Agustín nació el 13 de noviembre del año 354_en Tagaste, pequeña población rural de Numidia (hoy Argelia oriental), donde su padre era centurión romano, una especie de capitán local y jefe del municipio. Su madre, Ménica, era una cristiana piadosa, gracias a cuyo ejemplo e influencia «bebió ya con la leche materna» el nombre del Salvado? (Conf., III, 4). Después de haber recibido la instrucción elemental corriente en su población natal, el joven fue enviado a la vecina Madaura para formarse allí en gramática y retórica; allí adquirió sin nin­gún entusiasmo algunos conocimientos del griego (Conf., I, 14). Aunque los comentarios de textos se hacían con métodos anti­cuados y bastante aburridos, empezó a despertarse su interés literario. Pero su formación fue predominantemente latina, sin­tiendo mayor entusiasmo por Virgilio que por Homero (R. Lo- renz, 1957). Vuelto a Tagaste, pasó en la ociosidad el decimo­sexto año de su vida como un período de confusión propio de la pubertad (Conf., II), cuya descripción sincera, aunque teñida de matices obscuros y pesimistas, ha proporcionado un texto inigualable desde el punto de vista de la psicología del desarro­llo y de la sociología juvenil. Al cumplir los diecisiete años, y

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Autoexperiencia cristiana: Agustín

coincidiendo con la muerte de su padre, Agustín se dirige a Cartago para proseguir sus estudios; las materias habituales de estudio sólo consiguen atraer a medias su atención, mientras que en su vida libre se ve arrastrado cada vez más por los pla­ceres desenfrenados, de los que finalmente trata de apartarse contrayendo un concubinato firme que no abandonó hasta pa­sados 15 años a instancias de su madre, hecho que no consti­tuía nada insólito con arreglo a las costumbres de la época (véase Marrou, 1958b, p. 20ss; Maier, 1972, p. 88). De esta unión nació, en el año 372, cuando Agustín tenía 18 años, un hijo llamado Adeodato (dado por Dios), que moriría a los 17 años poco tiempo después de la separación de Agustín de su com­pañera. Nuestro personaje se sintió perseguido constantemente por cierto sentimiento de culpabilidad en relación con ambas personas.

A la edad de diecinueve años descubre en sus estudios retó­ricos las obras de Cicerón, de las que le impresionó sobre todo el Hortensius. Aquí encuentra la gran cuestión de su vida: ¿Cómo conseguir la verdadera felicidad, la vita bealal A tra­vés del Hortensius llega hasta él, fascinándole, el pensamiento platónico de que la verdadera felicidad sólo puede hallarse en la vida filosófica (Conf., III, 4; véase R, Lorenz, 1957). Esta «experiencia» guía asimismo sus primeras plegarias serias diri­gidas a Dios, pero a un Dios que, como Dios de los filósofos, no es todavía el Dios Padre de los cristianos, aunque vuelven a despertarse, gracias a las influencias de su madre, los recuer­dos de su juventud cristiana. Agustín empieza a estudiar la Biblia. Pero su estilo le horroriza, algunos pasajes extraños (ta­les como los antropomorfismos del Antiguo Testamento o las discrepancias entre los árboles genealógicos de Jesús; R. Lo­renz, 1957) le hacen rebelarse: Las Sagradas Escrituras son «una cosa no hecha para los soberbios... Me parecieron indig­nas de parangonarse con la majestad de los escritos de Tulio (Cicerón). Mi hinchazón recusaba su estilo...» (Conf., III, 5). Tras los pecados de la carne surgía el pecado del orgullo.

Pronto fue a parar el estudiante a la «senda de los mani- queos» (Conf., III, 6), la secta gnóstica que, fundada por el persa Mani en el siglo m después de Cristo, asoció con espíritu

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La autobiografía, ejemplo antropológico

sincretista elementos cristianos a otros persas y platónicos: una visión dualista del mundo, cuya fe en la redención admite que existen dos reinos en lucha mutua desde los tiempos primiti­vos, el reino de la luz y el de las tinieblas; luz y tinieblas se conciben como sustancias compuestas por una materia fina. En este doble mundo el camino del hombre debe ser un sendero de purificación que se recorre dentro de un sistema escalona­do de prácticas ascéticas. Una jerarquía estrictamente regulada de los participantes del culto maniqueo, que se dividen gradual­mente en «oyentes» (auditores) y «elegidos» (electi), está ligada a una orientación fuertemente racionalista. Agustín se siente atraído por la promesa de poder convencerse y hallar el cami­no exclusivamente por la razón. Y, aunque permaneció en la categoría de los «oyentes», fue durante aproximadamente nue­ve años un «maniqueo ferviente» (R. Lorenz, 1957), que llegó incluso a conquistar nuevos adeptos. Por pertenecer a esta secta tuvo lugar una dolorosa desavenencia entre él y su ma­dre, llegando ésta a cerrarle durante algún tiempo las puertas de su casa. Necesitó mucho tiempo para llegar a comprender «que había venido a dar con hombres que deliraban soberbia­mente, camales y habladores en demasía...» (Conf., III, 6).

Mientras tanto, después de haber cursado los estudios bási­cos, consigue el título de maestro de gramática en su ciudad natal y un año más tarde el de maestro de retórica en Cartago. Así se inicia un período fructífero de perfeccionamiento. Com­pone un primer escrito, desaparecido, titulado De pulchro (So­bre la belleza; Conf., IV, 13-16). Un encuentro largo tiempo ansiado con el obispo maniqueo Fausto, del que había esperado obtener luz y estímulo para resolver sus dudas interiores, le produce una gran decepción, que más tarde provocará la rup­tura total con la secta; Fausto se le presenta como un presu­mido, lleno de vanidad y ampuloso, que parece tener prepa­rada una respuesta para todo, que goza de gran fama, pero que no dejó sino dudas, asco y vacío en el corazón de Agustín (Conf., V, 3-6).

Agustín vuelve a andar errante por los senderos de la vida y se entrega a un escepticismo moderado, como el que profe­saban habitualmente los académicos de entonces. Su actitud fun-

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damental es la resignación: Puede que exista la verdad misma, pero es inasequible (R. Lorenz, 1957). El 383, un año después de haber sufrido la decepción por causa de Fausto, trasladó su actividad docente a Roma (Conf., V, 8), desde donde se diri­gió a Milán en el año 384 (Conf., V, 13), para seguir ejercien­do su profesión de maestro de retórica. Allí conoce al obispo Ambrosio, llegando a apreciarle como hombre bueno y orador culto (Conf., V, 14; R. Lorenz, o.c.). Ambrosio, igualmente influido por el neoplatonismo, vuelve a despertar en Agustín la fe en una posible síntesis del platonismo y del mensaje bíbli­co y le confirma en la idea de que la perfección invisible de Dios debe percibirse, análogamente a las ideas platónicas, a través de las cosas creadas. El descubrimiento de esta posible armonía permite a Agustín encontrar el primer camino que le conduce a la fe. Su acceso a Cristo y al bautismo se inicia precisamente con la conversión intelectual (R. Lorenz, 1957, p. 741; Marrón, 1958a, p. 168ss; Maier, 1972, p. 90), siendo éste un procedimiento típico para muchos cristianos proceden­tes de las filas de las personas cultas de la antigüedad tardía. Entra en la Iglesia, pero decide permanecer catecúmeno (can­didato al bautismo) hasta haber superado las últimas dudas y recibir la «luz de la certeza» (Conf., V, 14). Hace venir a su madre de África a Milán, causándole nuevas decepciones, ya que no deja de buscar, convirtiéndose en una persona «que desespera de hallar la verdad» (Conf., VI, 1). Todavía se en­cuentra a medio camino en el sendero que conduce a la fe. Partiendo de la cultura de la antigüedad tardía más interesada en el conocimiento y en el estilo que en la decisión, encontró su conversión definitiva en la escena del jardín de Milán del año 386, famosa desde entonces, que es característica de la distancia que separa a la antigua filosofía y a la fe del cristia­nismo primitivo (respecto a la cuestión de la historicidad de la escena del jardín, puesta en duda por Courcelle, 1951, así como respecto a su prehistoria, véase vSchindler, 1979, p. 649 y Schopf, 1981, 160):

«Tenía nuestra posada un huertecillo, del cual usábamos nosotros, así como de lo restante de la casa... Allí me había llevado la tormenta

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de mi corazón..., El cuerpo obedecía más fácilmente al más tenue mandato del alma... que no el alma a sí misma» (Conf., VIII, 8). «Pero ¿de dónde nacía ese monstruo? ¿Y por qué así?» (o.c., VIH, 9). «Así enfermaba yo y me atormentaba, acusándome a mí mismo más dura­mente que de costumbre» (o.c,, VIII, 11). Vacilaba y me irritaba pen­sando que era incapaz de dar el paso hacia tu beneplácito y a la unión contigo, Dios mío... «Tirándome debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lágrimas... y lanzaba voces lastimeras: ¿Hasta cuándo, hasta cuándo ¡mañana!, ¡mañanan ¿Por qué no hoy?... Decía estas cosas y lloraba con amarguísima contricción. Mas he aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía can­tando y repetía muchas veces: “Toma y lee, toma y lee.” .... me puse a considerar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños soliesen cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído ja­más cosa semejante; ... me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo que hallase.»

«Así que, apresurado, volví al lugar donde había ... dejado el có­dice del Apóstol al levantarme dé allí. Tomélc, pues; abríle y leí en silencio el primer capítulo que me vino a los ojos, y decía: “N o en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en con­tiendas y emulaciones, sino revestios de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos” (Rom 13,13-14).»

«No quise leer más, ni era necesario...» (Conf., VIII, 12).

A continuación describe Agustín cómo acudió a su madre para referirle lo sucedido y relata la alegría de ella al perca­tarse de que su hijo se había convertido de veras. Todo esto presenta un aspecto sencillo, muy personal y poco estereoti­pado. En todo caso muy distinto de cuanto ha antecedido, y que hemos podido comprobar al veiip vagar entre las filoso­fías, las escuelas y las sectas de su época. Ahora las cosas son completamente distintas. Ha descubierto lo que los cristianos llaman la «humildad»: la renuncia a «tener» o a «ver» la verdad y la felicidad, a poseerlas como si fueran bienes, como se puede desear tener riquezas, honores e incluso tal vez el saber y la cultura. En lugar de ello una esperanza y una con­fianza que no pueden satisfacer las cosas terrenas, la certeza de que no se puede alcanzar la vita beata en la tierra sino que sólo cabe vislumbrarla anticipadamente con la esperanza ilu­minada por la fe (véase Guardini, 1935).

La doctrina difundida en la filosofía popular de la época según la cual la felicidad consiste en alcanzar y gozar del sumo

La autobiografía, ejemplo antropológico

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bien, en fruí summo bono, como dice Cicerón, o en fruí Deo, acompañado de la atmósfera neoplatónica de la opsis makaria, la visión feliz que Agustín ha buscado durante tanto tiempo (R. Lorenz, 1957, p. 743), se ha cumplido para él de una ma­nera completamente distinta: el esfuerzo aplicado hasta ahora por él ha quedado absorbido (en el doble sentido de superado y conservado) por el amor, la esperanza y la obediencia cre­yente. La felicidad buscada en la tierra sólo puede consistir en la esperanza y en la confianza en Dios. En los momentos de contemplación hay tal vez una pregustación de la verdadera beaiitudo. Pero lo contemplado vuelve a escaparse de las ma­nos poniendo de manifiesto la caducidad no sólo del cuerpo sino también de toda posesión intelectual. Debemos hacemos como niños y confiar con toda sencillez, incluso cuando nues­tra razón nos deja en la estacada. Aquí estriba toda la dis­tancia que separa a Agustín de la antigua cultura, que seguía manteniendo una actitud orgullosa incluso al resignarse y en­tregarse al escepticismo (R. Lorenz, o.c., p. 744).

La vida ulterior de Agustín se resume brevemente: aquel mismo año renuncia a su cátedra, se retira con su madre y algunos amigos a una finca para dedicarse en medio del ocio filosófico a la lectura común de Virgilio, al estudio de la Bi­blia y a la meditación y oración. Compone algunos escritos breves (entre otros, los diálogos Contra académicos, De vita beata y De ordine). En la pascua del año 387 se hace bautizar por Ambrosio en Milán. Al cabo de una estancia de un año en Roma vuelve a Tagaste, donde en la pequeña propiedad rural de su padre convivió a la manera de un monje con sus amigos formando con éstos una comunidad ascético-filosófica, ocupándose en adelante de comparar y analizar el ideario neo- platónico y los enunciados de la fe cristiana.

Al participar en el culto divino en Hipona, la ciudad epis­copal contigua, a fines del año 390 o comienzos del 391, el obispo Valerio le reconoció en medio de la multitud y le pro­puso por aclamación de la comunidad para el ministerio sacer­dotal, a pesar de su oposición. Solicitó Agustín un aplazamien­to para familiarizarse más con la Biblia. Valerio, que al ser griego no dominaba con tanta perfección la lengua latina, le

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encomendó a él, orador hábil, la función de la predicación, antes de elevarle al cabo de unos cuatro años a la dignidad de obispo auxiliar suyo. Finalmente, en el año 396, a la muerte de Valerio, Agustín le sucedió como obispo de Hipona.

Durante casi 35 años, hasta su muerte acaecida el 28 de agosto del año 430 durante el asedio de la ciudad por los vándalos, Agustín actuó en su diócesis como cabeza espiritual de la Iglesia africana, adquiriendo como doctor de la Iglesia una influencia notable sobre toda la cristiandad occidental de lengua latina. Bajo el efecto de la doctrina del apóstol Pablo se le manifestó de forma cada vez más clara la contraposición entre el conjunto del platonismo y el «corazón contrito y hu­milde» del cristiano (R. Lorenz, 1957). Fue así como tuvo lugar la formación de la verdadera teología agustiniana, su doctrina de la gracia, que iba a confirmar más tarde al monje agustino Lutero en su teología, Ja redacción de las Confessiones y toda una serie de obras dedicadas a combatir a los diversos enemigos de la Iglesia, entre las que sobresalen los escritos dogmáticos De Trinitate y De doctrina chrístiana, así como su principal obra apologética De civitate Dei contra paganos. La tensión entre el antiguo mundo cultural y el carácter pe­regrinante del cristiano queda reflejada en las páginas de todos estos escritos.

3.3. Cuestiones antropológicas básicas

Con respecto a las tensiones entre las perspectivas mutua­mente excluyentes del pensamiento cosmológico de la antigüe­dad y el bíblico-escatológico cabe imaginar, en primer lugar, dos posturas básicas que se encuentran tanto en el conjunto de la literatura patrística como en Agustín.

Por una parte, se puede decir que los antiguos filósofos, sobre todo Platón pero también Aristóteles, Cicerón y los hu­manistas romanos, son precursores y predecesores de la fe cristiana, y que_la filosofía_es un paidagogos eis Christon (un pedagogo que conduce a Cristo). Por ello el cristiano debe tener interés cultural en salvar y conservar el antiguo acervo intelectual. La filosofía y sus artes básicas, las septem artes

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liberales, vienen a ser más tarde, como se dice en la alta esco­lástica, la ancilla theologiae, la sirvienta de la teología. La bue­na predicación presupone la retórica; una religión del libro referida a los textos en la medida en que lo es el cristianismo necesita el arte literario de la interpretación, y la defensa de la fe, la apologética, sólo puede subsistir si se vale de la dia­léctica filosófica formada en la antigüedad. Por ello, los cris­tianos deben continuar siendo discípulos de los antiguos.

Pero, por otra parte, éstos tienen la certeza de que lo autén­tico y necesario se encuentra más allá de todo lo cultural y de todos los métodos y bienes culturales, y que por tanto se han de relativizar, e incluso rechazar eventualmente, todas las tra­diciones intelectuales cultas, pretenciosas y seguras de sí mis­mas, si se oponen a la humildad ante Dios.

En Agustín ambas concepciones pugnan entre sí. Es a la vez el gran defensor de la cultura antigua dentro del mundo cristiano, así como el que la relega dentro de los límites de su función de servidora. «Porque todo lo que el hombre hubie­se aprendido fuera de las Sagradas Escrituras, si es nocivo, en ellas se condena; si útil, en ellas se encuentra» (De doctrina christiana, II, 42). Así muestra Agustín todo el católogo de la antigua cultura para comprobar lo que puede aprovechar pro- pedéuticamente para el estudio de la Escritura y de la doctrina eclesiástica, descartando todo lo demás. En su carta acerca de la instrucción inicial que se ha de impartir a quienes se hacen cristianos (De catechizandis rudibus, IX, 13) subraya que a los candidatos al bautismo que hayan recibido ya una forma­ción retórica pagana se les debería exhortar ante todo a des­arrollar la sencillez de corazón a fin de desprenderse del orgullo que los atenaza y que tantas veces se opone a que se abran a la fe.

En contraposición con las dos actitudes básicas que hemos visto enfrentarse entre sí en la vida de san Agustín, se oculta y se manifiesta a la vez un dilema fundamental cuyas repercu­siones sobre la imagen del hombre hemos de determinar más detalladamente. Dos frases opuestas entre sí forman, a pesar de su antítesis, el punto de partida (véase Groethuysen, 1931, p. 78s; también Buber, 1948, p. 26):

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1. «Scio me víveres (De Trin., X, 10, 14). Sé que vivo. Me experi­mento inmediatamente. No tengo ninguna duda de mi vida, tal como la vivo ahora y como la recuerdo en cuanto pasada, Pero, al mismo tiempo, esta vida se me representa como algo desconcertante. N o la puedo retener. Es más profunda y más amplia que la capacidad per­ceptiva de mi conciencia, que «dos amplios senos de la memoria» (Conf., X, 8). De aquí procedo la segunda frase:

2. «Nec ego ipse capio totum quod sum» (Conf., X, 8). No me comprendo y, sin embargo, me conozco como unidad vital. Me encuen­tro en el tiempo incomprensible, que en cuanto futuro no existe toda­vía y en cuanto pasado ya no es, contraído en un puntito del presente y que no me permite lograr la unidad y la permanencia. Mi corazón es un abismo. Soy y no soy. En todas partes hay caducidad. Mi vida es un continuo y prolongada perecer y morir. «Quid ergo sum, Deus meus? Quae natura mea?» (Conf., X, 17). ¿Qué soy, Dios mío? ¿Cuál es mi naturaleza?

El alma que anhela la permanencia no halla reposo. Frente a esta inquietud, toda la contemplación de los platónicos se muestra como aparente. El hombre está dividido. Sufre en sí, no puede considerarse a sí mismo como un conjunto armó­nico. Pues, como lo sabe desde dentro, es al mismo tiempo bueno y malo; bueno, por la gracia de Dios que no puede atribuir a su propio mérito; malo, en la fragilidad y pecamino- sidad de su propia naturaleza. Por tanto, es por definición una criatura enferma, no es «normal». Ha descendido de categoría ontológica, ha perdido su «ser natural», su inocencia (Groe- thuysen, 1931, p. 84).

Mientras el hombre antiguo se consideraba inocente, el agustiniano se ve a sí mismo como pecador. Se ve constante­mente envuelto en culpa en su camino a través del tiempo, es incapaz de hallar su esencia en alguna constitución general de la especie, sino sólo en las vivencias, acciones y omisiones de su vida que se han de atribuir exclusivamente a él. Se ve, por tanto, arrancado del cosmos ordenado y seguro. No hay mundo sano para él. A la cuestión sobre su salvación no se puede responder desde el mundo ni desde el cosmos. Pues ni en todo el cosmos natural ni en el racional e ideal existe ana­logía con el problema de la salvación de su corazón inquieto y apremiante. Un vegetal o un animal no son problema para sí mismos. El hombre, en cambio, es en este mundo un ser

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problemático para sí mismo, que tiende más allá de sí mismo (Groethuysen, 1931, p. 86s).

Los antiguos filósofos y los cristianos coinciden en que bus­can la plenitud, la consumación la vita beata. Pero, mientras los filósofos piensan que pueden llegar a ser felices por sus propias fuerzas con la contemplación del bien y de la verdad, Agustín sabe que la felicidad sólo puede venir de Dios, no de una divinidad griega como las que todavía podían conocer los cultos de su tiempo en los mitos, ni de una divinidad romana como las recordadas por la literatura y el culto oficial, sino del Dios del amor, que se deja encontrar — aunque de manera invisible— por los sencillos pescadores del lago de Genesarct e incluso por los niños.

Es característica la paradoja de que este hombre es al mis­mo tiempo tiempo un ser del mundo y, sin embargo, se en­cuentra desvinculado del orden natural. Este dilema, que en Platón más bien se vislumbra en el fondo y no se expresa de forma explícita, se convierte ahora en el gran tema. Tiene con­secuencias no sólo para la formación y la educación, sino que repercute incluso en las concepciones políticas de la historia occidental. Respecto a todas las demás criaturas, el hombre se distingue porque es al mismo tiempo ciudadano de dos mundos, de la civitas terrena, del reino terreno, y de la civitas Dei (véase R. Lorenz, 1957, p. 746; Maier, 1972, p. 100-113). La lucha y las tensiones mutuas de estas dos civitates constituyen el tema propiamente dicho de la historia de la humanidad.

La intención de la obra De civitate Dei contra paganos fue apologética, con motivación histórica (Lowith, 1953, p. 154s). El acontecimiento que la provocó fue el saqueo de Roma por parte de Alarico en el año 410, que debió producir una impre­sión enorme sobre los pueblos del imperio romano. Pero el juicio de san Agustín sobre tal hecho se caracterizó tanto por su interés como por la distancia. Como ciudadano romano formado en las artes literarias no pudo permanecer insensible ante la grandeza y los privilegios de Roma (Lowith, o.c., p. 158). Sin embargo, no consideró a ésta como el ombligo del mundo. Aun condenando las destrucciones y atrocidades de la solda­desca, no podía menos de reconocer que la prosperidad de una

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ciudad o de un imperio no garantizaba el bienestar terrenal. Ni la subsistencia ni el ocaso de los imperios terrenales cons­tituían un factor decisivo para el destino final. Los primeros diez libros de su Civitas Dei son precisamente «una denigración intencionada del tradicional orgullo romano» (Lowith, o.c., p. 155). Los imperios y los Estados no son obra del diablo ni tampoco son buenos. Su origen es humano y en todos los casos están envueltos en pecado. Lo que importa en la historia «no es la grandeza perecedera de los imperios, sino la salvación y la condenación en un futuro escatológico» (Lowith, o.c., p. 155). En el intervalo de la historia, los ciudadanos de la civitas Dei y de la civitas terrena están mezclados entre sí de forma a me­nudo irreconocible desde fuera. Caín, el fratricida, se encuen­tra junto a Abel, el ciudadano del reino de Dios. El acontecer salvífico es un devenir oculto dentro de la historia del mundo, invisible para aquellos que no ven con los ojos de la fe. Ahora bien, sería un error entender en sentido espiritualista la antí­tesis de las dos civitates, como si se tratase de dos comunidades «místicas» totalmente ajenas a las organizaciones concretas del Estado y de la Iglesia; pero constituiría una equivocación pare­cida identificar simplemente tal antítesis con la contraposición existente entre Iglesia y Estado (véase R. Lorenz, 1957, p. 746; Maier, 1972, p. 106s). En ambas instituciones, mientras existen como formas de organización terrenas en figuras históricamente cambiantes, se contienen en cuanto tales tendencias salvíficas y condenatorias, así como podemos encontrar en ellas personas concretas en cuyas frentes no cabe ver el signo de su elección o de su condenación. Los problemas teológicos e histórico- filosóíicos derivados de este hecho no pueden discutirse ni so­lucionarse aquí, sino simplemente mencionarse. En todo caso, las repercusiones históricas de la doctrina de los dos reinos sobre la autocomprensión de la societas humana y sobre el pensamiento de la Iglesia y del Estado de las épocas posterio­res han sido considerables y han marcado profundamente la historia intelectual y los usos de la Europa occidental, así como sus estructuras políticas, hasta nuestros días. Por ejemplo, tuvo amplias consecuencias la eliminación del «cesaropapismo» en el mundo occidental, actitud que supuso el abandono de la

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idea según Ja cual el césar debe ser al mismo tiempo papa, soberano político y a la vez instancia decisiva en cuestiones de fe. La superioridad ética de la Iglesia y al mismo tiempo una moderada sumisión de la misma a los poderes políticos, doctrina válida durante siglos y aceptada universalmente en Occidente, perduró con referencia a la doctrina agustiniana de los dos reinos como uno de los grandes temas de la historia constantemente discutido de nuestro continente. En sus momen­tos de auge y de ocaso se pudo lograr y conquistar una buena parte de las «libertades» que caracterizan hasta hoy nuestro mundo, no obstante su modernidad y «pluralismo», ya sea en el plano de los hechos o en el de las normas insustituibles (véase W. Flitner, 1967, p. 35s, 64ss, 339ss).

Para terminar mostraremos con la ayuda del pequeño escri­to De magislro (Del maestro), cómo se reflejan en las conclu­siones pedagógicas la relación y el contraste existentes entre la antropología platónica y la agustiniana. El libro tiene la forma de diálogo entre Agustín y Adeodato, el hijo engendrado «en pecado» y nacido en el concubinato contraído a los die­ciocho años, y al que llamó, no obstante, «Dado por Dios». El muchacho murió prematuramente, pero antes llenó de admi­ración a su padre con su mente despierta:

«Hay un libro nuestro que se intitula Del maestro: él es quien habla allí conmigo. Tú sabes que son tuyos los conceptos todas que allí se insertan en la persona de mi interlocutor, siendo de edad de dieciséis años. Muchas otras cosas suyas maravillosas experimenté yo; espanta­do mo tenía aquel ingenio. Mas ¿quién fuera de ti podía ser autor de tales maravillas?» (Cortf., IX, 6).

En el diálogo mismo san Agustín se empeña en explicar a su hijo que el educador y maestro verdadero no ha sido él, su padre, que le ha educado e instruido y ha escrito libros para él. Todo cuando le ha enseñado, mostrado, hablado con él, no es a lo sumo sino una indicación, una comunicación de las cosas que en cuanto tales no pudieron menos de presentarse por sí mismas en la conversación. Lo que tú, Adeodato, has tomado de ello, lo que te ha impresionado, no ha procedido de mí, sino del orden interno de las cosas mismas. En defini-

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tiva, todo ello se ha derivado del único maestro que tenemos todos y que nos enseña a través de su palabra y de su creación: de Dios. El diálogo concluye con estas palabras de Adeodato:

«Yo ho aprendido con tu discurso que las palabras no hacen otra cosa quo incitar al hombre a que aprenda: que, sea cualquiera el pen­samiento del que habla, su palabra no nos muestra más que poca cosa; que, si es verdad lo que se dice, sólo lo puede enseñar aquel que, cuando exteriormente habla, nos advirtió que él habita dentro de nos­otros; a quien ya, con su ayuda, tanto más ardientemente amaré cuanto más aprovecha en el estudio.»

Más tarde, en el catálogo de sus escritos confeccionado en su vejez, las Retracíationes, Agustín situó este diálogo a conti­nuación del versículo: «Pero vosotros no debéis llamarse rab- bí, pues uno es vuestro maestro, Cristo» (Mt 23,8). No ha sido, pues, Agustín el que ha convertido a su hijo en cristiano, aun­que él lo haya conducido al bautismo. No se puede educar a nadie para la fe, ni siquiera para el saber o la comprensión. En cuanto pedagogos, nosotros no somos «formadores de hom­bres» que tienen ante los ojos un objetivo ideal o modelo futuro de lo que van a ser las cosas, y con arreglo al cual modelamos al hombre actual. La imagen del hombre no es una proyección del futuro, no es una meta prefigurada, sino una base amplia y fundamental de comprensión con respecto a nues­tro prójimo. Obviamente, cuando un maestro se olvida de sí mismo sobre esta base señalando una tercera cosa y ayudando así a sus discípulos a comprender con cuánta seriedad toma esta tercera cosa, no por ello deja de participar personalmente en el juego.

Esto nos recuerda el diálogo de Sócrates con el joven escla­vo en Menón (véase más atrás, cap. 2, 2.3); también allí la intención del relato iba dirigida a mostrar que el maestro no transmite por sí mismo las ideas, sino que únicamente conduce al discípulo a las proximidades de un umbral más allá del cual sólo este último podrá contemplar o no las ideas. Por consiguiente, en la imagen de la mayéutica socrática se esconde el mismo pensamiento central; san Agustín presenta aquí ma­terialmente una parte de Platón. Y, no obstante, por encima

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de él, de su discípulo y de la evidencia de las cosas, se en­cuentra otro maestro invisible, el único .que realmente merece ese nombre. Existe antes de toda idea, no se le puede ver en sí mismo, sólo se puede acceder a él por la fe. Incluso en un acto pedagógico tan cotidiano como la instrucción se le supone presente en todo momento. Nada sucede como es debido, si no confiamos en él. No se trata de ninguna «visión del mundo» en el sentido habitual, por ejemplo, como los antiguos filó­sofos consideraban el cosmos. No se trata de ninguna visión, ni de cuestión óptica alguna, sino del objeto de una esperanza incomprensible y de una confianza, de una actitud básica dife­rente, en la que resulta problemático si habría que hacer refe­rencia a una «imagen del hombre» cuando se plantea aquí la cuestión antropológica.

3.4. Transición

Las dos hipótesis básicas del pensamiento acerca del hom­bre, la antigua y cosmológica y la bíblico-escatológica, a pesar de su contraposición, no se enfrentaron hostilmente a la manera de dos bloques filosóficos rígidos, sino que, por encima de su absoluta incompatibilidad básica, llegaron a entreverarse cons­tantemente en sus formas históricas concretas, e incluso a me­nudo en una misma e idéntica persona. Este hecho tuvo impor­tantes repercusiones, produciéndose una tensión y una dinámica intelectuales que habrían de ser características de toda la his­toria europea ulterior.

La cristianización del mundo antiguo conllevó al mismo tiempo la hclenización del cristianismo. Al comprometerse ahora las masas en un amplio frente con la nueva religión oficial, aportaron, junto con otras cosas, sus ideas «paganas» (desde los mitos y fiestas paganas hasta su cultura filosófico-literaria) planteando a la Iglesia la difícil tarea de hacer suyo y trans­formar el significado de las antiguas ideas y de sus implica­ciones antropológicas. Y la Iglesia se mostró capaz de conser­var la herencia antigua con su nuevo sentido y de transmitirla, y hasta de convertirse en abogada de esta herencia contra todas las amenazas. Cuando, primeramente con la invasión de los

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bárbaros y más tarde a causa de la penetración del islam en África del Norte y en España, con la consiguiente reestructu­ración económica de los países del área mediterránea, quedaron despobladas las ciudades y los centros comerciales, desapare­cieron las antiguas organizaciones y empezaron a surgir nuevas estructuras de poder de signo feudal creadas por los terrate­nientes de las provincias, la antigua cultura y erudición pudo refugiarse, desde la fundación de san Benito en Monte Cassino en el año 529, en la clausura de los monasterios donde el ora et labora implicaba también y de manera especial la labor intelectual. Allí pudo subsistir de forma reducida, concentrada sobre los contenidos esenciales (es decir, en aquella época los que servían de propedéutica de la fe) y formando al mismo tiempo, como reserva constantemente purificada de modelos y de sistemas filosóficos y literarios, el fundamento y el potencial sobre los que resultó posible llevar a cabo una serie de «rena­cimientos» en la era cristiana. De esta manera, a pesar del escepticismo básico manifestado por la Iglesia hacia toda cul­tura temporal, se saturó finalmente de temporalidad, convir­tiéndose ella misma en el transmisor más importante de la cul­tura. Y toda reflexión retrospectiva sobre la antigüedad, que marcó el pensamiento europeo desde el renacimiento carolingio hasta Dante y desde el renacimiento propiamente dicho hasta el neohumanismo y hasta la literatura europea actual, pudo abastecerse constantemente del acervo que la Iglesia había con­servado y transmitido originalmente para este fin. Probable­mente, la cultura clásica y su imagen del hombre apenas se hallarían más próximas a nosotros que el antiguo Oriente, que las culturas antiguas de Asiria, Persia y Babilonia, si en la época de los padres de la Iglesia no hubiera tenido lugar la penetración cargada de tensión de aquella riqueza básicamente incompatible. La estructura de nuestro mundo europeo, de sus concepciones básicas éticas, políticas y antropológicas, de su «pluralismo», que ha producido una serie de formas de vida alternativas y con ello al mismo tiempo de libertades sobre la base de una civilización fundamental común (véase W. Flitner, 1967), recibió su impronta en la turbulenta época en la que vivió san Agustín.

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De este modo, la cuestión planteada por él en torno al hombre sigue siendo la base de todo el pensamiento medieval y en parte también del de la reforma. Su visión de la doble naturaleza del hombre continúa ejerciendo un papel dominante en la alta escolástica, en la teología y en la filosofía que alcanzó su punto culminante en Alberto Magno y en su discípulo To­más de Aquino, en los siglos xii y xm. Ella asocia el rasgo voluntarista forjado por san Agustín con un intelectualismo de cuño opuesto procedente de Aristóteles.

Este último filósofo fue redescubierto a través de los pen­sadores árabes y judíos que vivieron y trabajaron especialmen­te en España, y adquirió nueva gloria en la escolástica. Esto contribuyó que se pusiera nuevo énfasis en la consideración cósmica y específica del hombre como ser natural frente al ele­mento espiritualista-platónico. A su vez, sin perder nada de su vigor la doctrina agustiniana de los dos mundos, se convir­tió en motivo dominante de la teología y de la filosofía la cons­trucción, a partir de los dos mundos (naturaleza y sobrenatura­leza), de un universo unitario, escalonado, jerárquicamente or­ganizado, cósmico y seguro en el que, al igual que en Aristóteles, todas las cosas tienen su sitio y cada una de ellas tiene su telos especial. Si el hombre agustiniano se sentía alejado de todo hogar, ahora la filosofía y la teología proporcionaban al hombre un nuevo «hogar cósmico» (Buber, 1948, p. 27). Pre­cisamente la coherencia de esta nueva imagen medieval del mundo, representada filosóficamente en la escolástica, ha cons­tituido a menudo un motivo de contraste para las modernas interpretaciones de la historia. Ésta es la razón por la que la apertura, la inquietud y el desconcierto de nuestra época, que internamente se manifiesta más próxima y parecida al tiempo de san Agustín que ninguna otra intermedia, se distinguen con tanta claridad.

Esta «edad media» que se extiende entre san Agustín y nosotros ha descubierto una nueva relación, relativamente «in­genua», con respecto a la antigüedad. Las teorías antiguas se utilizan sin escrúpulo como material, se integran en nuestra propia vida, se incorporan a las creaciones propias y se perfec­cionan mediante nuevas construcciones. El latín eclesiástico con-

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tinúa siendo una lengua viva, aceptándose como obvias las transformaciones y las reformas. Sucede esto mismo en la ar­quitectura, en el arte de la construcción; nadie se retrae de incorporar columnas^orientales a la catedral de Aquisgrán, de insertar coros góticos en las naves longitudinales de estilo ro­mánico, o de revestir las figuras de la historia antigua y bíblica con el ropaje de la propia época. Se ha impuesto sin duda un nuevo sentimiento existencial, unitario, autoconsciente y exen­to de todo prejuicio que, a pesar de toda su orientación hacia el más allá y la ascética, ha cedido sitio al goce temporal. Pero el ámbito en el que se desarrollan las tensiones de la existen­cia humana es ahora jerárquico, es decir, está organizado tanto en lo espacial como en lo temporal «a partir de lo sagrado». Imaginemos una de las catedrales góticas: no hay en ella nin­gún aldabón, ninguna escultura de pórtico, ningún capitel o remate sin una clara referencia al conjunto, sin puesto fijo en un sistema que trasciende a cada uno de sus elementos. Todas las formas y medios de expresión son significativos, «diáfa­nos», elementos simbólicos de una estructura. Y lo que se dice de una catedral vale también de todo el paisaje configu­rado con sentido humano: las ciudades con sus iglesias parro­quiales, conventuales y episcopales, el campo con sus capillas, sus calvarios y viacrucis. Abarca la organización cronológica, desde la plegaria matutina hasta el canto de vísperas, el sis­tema del año eclesiástico, el calendario, las fiestas públicas y familiares. Toda la existencia es estilo y forma. Está viva una conciencia elemental del contenido simbólico de todas las cosas. El mundo es nuevamente un cosmos. Se intentan interpretar y superar incluso los problemas más difíciles partiendo del orden cósmico, como se dice todavía en nuestros días en el verso in­fantil: «Emperador, rey, noble, ciudadano, campesino, men­digo...» Se trata de una jerarquía sagrada en la que se tiene fe. La pobreza que se soporta con humildad recibe el premio de la caridad. Y la autoridad, que para el Agustín primitivo, sumido en dudas y buscando el camino, era el concepto opuesto a la razón y a la libertad, no se considera ya como la antítesis de la libertad y de la razón — sería una actitud excesivamente moderna— sino como el verdadero motivo que hace posible

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la grandeza de un estilo de vida coherente, de una organiza­ción universal, que permite ante todo upa complejidad de for­mas de vida al asignar a cada uno un puesto fijo en la tierra.

La cuestión antropológica ha quedado absorbida por la teología, apenas se le dedica algo de atención en cuanto tema independiente. En este sistema temporal el hombre vuelve a ser primariamente un ser específico y típico. Es a la vez el más bajo de los espíritus y el más alto de las cosas corporales. La teología resuelve todos los problemas antropológicos. Ella re­gula asimismo la relación entre la razón y la revelación, entre el lumen naturale y la verdad de fe sobrenatural, sirviéndose del ars philosophandi como de su «sirvienta» y diferenciando la estructura doctrinal de las seplem artes liberales recibida de los antiguos para formar por primera vez un sistema de artes y de ciencias vinculante y ampliamente articulado en sí (véase Dolch, 1959).

Nuestra breve panorámica no puede abarcar aquí obvia­mente todo el mapa del mundo intelectual y de la autointer- pretación medievales. Los historiadores y los filósofos han en­tendido de manera distinta la misión de un orden universal que competía, en opinión de los mismos interesados, a los po­deres políticos y espirituales responsables de la época, el impe- rium y el sacerdotium. Pero, por encima de toda contraposición, todos coinciden en que se trató de una organización de víncu­los sacralcs (véase, por ejemplo, Tellenbach, 1936; Schramm, 1954-56; Dempf, 1962; Borst, 1963; Gurjewitsch, 1978). Los hombres de la edad media, en la medida en que habían influido sobre ellos las enseñanzas de la Iglesia, en su concepción del mundo y de la salvación se imaginaban incorporados a una creación que debía interpretarse como un cosmos regido por el poder de Dios, en el que las vicisitudes históricas no debían considerarse primariamente como «eslabones... de una cadena causal, sino como elementos integrantes de un plan» (Dilthey, Ges. Schr. I, 334). Dios mismo ofrece a los hombres su plan salvífico, y los poderes temporales, el emperador y el papa, por divididos y enfrentados que estuvieran, se consideraban como realizadores y ejecutores de esta voluntad salvífica. La concien­cia de unidad de la cristiandad confiere a la época su sello

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característico, en lo cual coinciden incluso intérpretes tan dis­tintos como, por ejemplo, el profesor de historia de las ideas de Erlangen H.J. Schoeps (1977, p. 22s) y el historiador soviético A.J. Gurjewitsch (1978, p. 327ss).

Todo el que profundice alguna de las cuestiones particula­res de la historia de la teología, de la cultura y de la forma­ción medievales podrá descubrir asimismo inmediatamente ejem­plos reveladores de lo contrario de esta conciencia unitaria reinante. Tenemos ante nuestra vista una época viva en la que transitoriamente llegan a equilibrarse grandes tensiones. Todos los esquemas interpretativos no son sino construcciones auxi­liares. Pero bastará este esbozo compendiado para caracterizar una época que tendía por sí misma a crear grandes «sumas».

Vamos a señalar, además, dos importantes corrientes que confieren un carácter relativo a la imagen unitaria. A veces se encuentran al borde mismo de la herejía y ya contienen motivos que resultan importantes en relación con el comienzo de la nueva era. Me refiero, por una parte, a las corrientes místicas que con altibajos acompañan a la edad media y a los primeros momentos de la era moderna, y en segundo lugar a un movi­miento religioso de carácter profético que experimentó cons­tantemente nuevos impulsos apelando a motivos del cristianis­mo primitivo y, sobre todo, al Apocalipsis de Juan en el Nue­vo Testamento.

En primer lugar, la mística: esta corriente alcanzó su pri­mer momento culminante en la alta edad media en la misma época que la escolástica y está representada en parte incluso por las mismas personas; así, el Maestro Eckhart (1260-1337), religioso dominico, maestro en París. Estrasburgo y Colonia, de orientación escolástica en sus escritos doctrinales latinos, pre­tende al mismo tiempo en sus obras alemanas expresar sus vi­vencias y experiencias internas que ponen de manifiesto el ca­rácter paradójico y fragmentario de todo el sistema doctrinal escolástico. Como se sabe, la palabra griega myslikos significa misterioso, oculto, impenetrable, sólo accesible en la profundi­dad de la visión interior. La meditación y el éxtasis son los medios para entrar en contacto con lo divino. Esta actitud re­ligiosa es a la vez teocéntrica y subjetiva. Aquí reside su ca-

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rácter paradójico: me entrego y me encuentro en Dios. Él es el «destello» en mí (Maestro Eckhart) y yo estoy en él. Que­da desbaratada toda mi soberanía, y, sin embargo, la doctrina oficial sospecha que a pesar de toda esta humildad existe una subjetivización de los contenidos de fe que equivale en parte a la autodivinización y por tanto a la herejía. La idea central de toda mística, según la cual la experiencia inmediata de Dios es asequible al alma del individuo e importa más la intención que las obras y las organizaciones externas, tenía que contra­decir y oponerse a la estructura del mundo de la edad media jerárquicamente escalonado y cósmicamente ordenado (véase Schoeps, 1977, p. 39s). En esa idea se esconde el germen de una antropología nuevamente paradójica y desplazada, capaz de hacer saltar en pedazos la estructura de las jerarquías (véa­se Buber, 1948, p. 27s). De forma más concisa todavía se resu­me esta experiencia del alma en el verso, ciertamente muy pos­terior, del Cherubinischer Wandersmann, de Angelus Silesius (pseudónimo del poeta silesiano Johann Scheffler, 1624-1677), que forma parte de la segunda gran ola de la mística de la época barroca:

«No sé qué soy; no soy lo que sé.Cosa y no cosa, puntito y círculo.»

Ésta es la imagen del hombre que nos presenta la mística en una frase, in nuce. La pregunta agustiniana «Quid, ergo sum, Deus meus?y> vuelve a plantearse abiertamente ante nosotros: ¿Qué y quién soy yo? Soy algo incomprensible para mí. Mi ser rebasa mi conciencia, pues soy algo más y distinto de lo que puedo concebir y tener en mi conocimiento y en mi pen­samiento: una cosa, es decir, como las piedras o Jas criaturas corporales; y sin embargo no soy una cosa, no soy un mero ejemplar que podría quedar absorbido por su existencia espe­cífica; soy más bien un aquí y ahora únicos, irrepetibles, irre­vocables. Un «puntito», casi una nada, matemáticamente un mero punto de intersección, un ángulo sin lados, un círculo cuyo radio es cero; pero al mismo tiempo, un horizonte de ra­dio infinito, un mundo, un espejo del universo entero. Esta

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Transición

imagen ambigua y literalmente «paradójica» del hombre con­tiene conjuntamente dos teorías que se excluyen propiamente; según ella, el hombre es un «microcosmos» en el que en una misma e idéntica palabra se expresa su pequeñez y nulidad (micro) y su dignidad que trasciende todo lo terrenal (cosmos); es éste uno de los puntos débiles del edificio medieval del mun­do, aparentemente tan compacto. La idea del microcosmos desempeña una función esencial especialmente en la filosofía del renacimiento. Volveremos más adelante a tratar de esta cuestión.

El otro movimiento espiritual, que provisionalmente voy a calificar de profético-escatológico, socava la coherencia de la imagen medieval del mundo y del hombre desde otra perspec­tiva. Una de sus figuras centrales es Joaquín de Fiore o de Floris (hacia 1130-1202), abad cisterciense italiano que después de una prolongada meditación en el desierto de Calabria tuvo una visión profética en la que se le desvelaron, en su opinión, los signos de los tiempos a la luz del Apocalipsis de Juan (Grundmann, 1927; Lowith, 1953, p. 137; Borst, 1963, p. 534s; Gurjewitsch, 1978, p. 154s). Basándose en esta visión radica­lizó la doctrina de la Trinidad y la teología de la historia de san Agustín. A los tres órdenes historicosalvíficos les corres­ponden ahora tres épocas históricas concretas; al régimen del Padre le corresponde la época del dominio de la Ley y la auto­ridad del Antiguo Testamento; el régimen del Hijo se inicia con la redención liberadora de Cristo; pero también ella es una etapa preliminar; es ya inminente el régimen del Espíritu San­to, la «tercera era» de la consumación. En ella se realizarán por primera vez las palabras de Pablo de que todo nuestro saber no es más que una obra imperfecta, «pero cuando llegue lo perfecto, la obra imperfecta cesará» (ICor 13,9-10). Como más tarde para mediados del próximo siglo xm , Joaquín pre­dice el fin de la Iglesia de los clérigos y el inicio de una nueva soberanía pura, monacal y ascética del espíritu. Esta concepción joaquinita de la historia con su esperanza en un «tercer reino» nuevo, de naturaleza totalmente distinta, presidido por la per­fección y la consumación, fue condenada como herejía tras la muerte de su portavoz, pero sobrevivió, por ejemplo, entre los espirituales franciscanos (Borst, 1963, p. 547s), convirtiéndose

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más tarde en un elemento importante de Jas doctrinas postme­dievales e incluso de las esperanzas políticas intramundanas hasta nuestros días.

¿En qué consistió su herejía y potencial fuerza revolucio­naria? ¿Por qué tuvo consecuencias antropológicas? Precisa­mente en que y porque se anuncia aquí, en sus primeras for­mas rudimentarias, una concepción de la historia y del hombre que traslada del cielo a la tierra la posibilidad de consumación y perfección. No cabe duda de que, al igual que para Agustín, la historia en su período terrenal limitado es una peregrina­ción. Pero lo nuevo, lo que puede actuar como dinamita es la tesis de que la consumación que el cristiano anhela con todo ardor puede esperarse no más allá del tiempo, sino en este mismo, en una época histórica última, y que puede lograrse por el propio esfuerzo. El eskhaton, el destino último del que ha­bla el Apocalipsis de Juan, adquiere un carácter terrenal y con­creto. Se trata de una fase final histórica del acontecer salví- fico en la tierra que nosotros mismos, o nuestros hijos o los hijos de éstos, experimentaremos en breve (véase Lowith, 1953, p. 136-147; Borst, 1963, p. 535).

Los efectos de esta expectativa de los últimos tiempos pu­dieron seguir dos direcciones opuestas. Por una parte, pudie­ron contribuir a consolidar los intentos radicales, repetidos a menudo desde el tiempo de los cristianos primitivos, de llevar una vida cristiana rodeada de pobreza y humildad para prepa­rarse al retorno de Cristo y para estimular al mismo tiempo, frente a la Iglesia saturada de temporalidad después de una existencia de mil años, una nueva disciplina de vida espiritual c iniciar y fortalecer movimientos concretos de reforma ecle­siástica y monacal (como, por ejemplo, la fundación de las órdenes mendicantes). Pero pudieron impulsar asimismo la ten­dencia revolucionaria que habría de cristalizar en realizaciones temporales e históricas; si bien al principio este impulso tuvo un origen religioso, terminó «secularizando» los motivos espi­rituales. Con la convicción de que se aproxima una época nue­va surge una meta históricamente comprensible y realizable, eliminar al «viejo Adán» para contraponer al mismo, colabo­rando personalmente en el acontecer histórico, un «nuevo

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Adán», a fin de conformar un «nuevo hombre» que habrá de restablecer la inocencia y la bondad de la naturaleza humana, tal como fue antes del pecado original. ¡Hemos sido redimidos! No cabe duda de que ya ha tenido lugar la obra redentora de Cristo, y de que ésta no ha sido en vano. ¿A qué se debe en­tonces el temor al pecado? Sólo necesitamos una «renovación», un renacimiento, un rinascimento de nuestra naturaleza original, tal como la concibió el Creador, para hacernos partícipes de un sentimiento vital nuevo y claro. Y podemos y debemos es­perar lograrlo a partir de nuestra fe cristiana, sin tener que en­frentarnos por ello con la verdadera Iglesia, por muy suspicaz que se sienta la doctrina oficial en este sentido. Pues, en este caso, la inocencia del hombre natural (también del antiguo) se contrapone a la incoherencia de la imagen agustiniana como un triunfo de Cristo y en virtud de una idea propiamente cris­tiana. Profesamos la fe en la bondad de la naturaleza y por ello somos incluso mejores cristianos.

Aflora, antes de continuar analizando los inicios de la edad moderna podríamos empezar a combinar los diversos elemen­tos motivadores que el recorrido por la historia nos ha mos­trado, para observar qué variantes de la imagen del hombre se han llegado a considerar hasta ahora y tal vez se han reali­zado alguna vez en la historia.

Vamos a señalar, además, que las dos grandes exposiciones globales de carácter histórico de la antropología filosófica, la de Groethuysen (1931) y la de Landmann (1962), presentan al­gunas divergencias sintomáticas en la valoración y enjuicia­miento de las posiciones expuestas hasta ahora; Landmann con­sideró el dualismo de Platón como una de las causas del «rui­noso falso punto de partida» de una antropología puramente racionalista (véase más atrás, p. 53s), mientras que Aristóteles representa para él la figura integradora por antonomasia del pensamiento antropológico antiguo; este autor se refiere en va­rias ocasiones a san Agustín, pero sin dedicarle un capítulo aparte y de cierta amplitud, mientras que se dedican a Tomás de Aquino abundantes citas en un apartado amplio y especí­fico. En la selección y documentación se favorecen ya los enun­ciados de la historia de la autointerpretación humana que (como

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Protágoras, Aristóteles o Tomás de Aquino) consideran al hom­bre desde fuera como elemento integrante y especie incorpo­rándolo a la estructura del mundo. En palabras de Landmann: «Bernhard Groethuysen empleó cierta vez una fórmula muy acertada según la cual el antropólogo habla del hombre no en primera sino en tercera persona» (Landmann, 1962, p. 541). Sin embargo, Groethuysen se expresaba de una manera distinta (1931, p. 45): El hablar del hombre en tercera persona es una de las dos posibilidades básicas (véase también Buber, 1948, p. 23). No cabe duda de que Aristóteles se caracteriza por las consecuencias que tuvo esta visión para toda la historia ulte­rior de la ciencia. Pero desde esta única perspectiva no se po­dría juzgar convenientemente a Platón ni a Agustín con su ex­periencia propia y del alma, experiencia que merece tomarse igualmente en serio. Y así Groethuysen dedica uno de sus ca­pítulos más amplios y al mismo tiempo más sólidos a Agustín, mientras que nó dedica ninguna atención a santo Tomás ni a la escolástica en general, sino que, partiendo del mencionado padre de la Iglesia, pasa a exponer las bases de la moderna an­tropología constituidas por la autoexperiencia poética de Pe­trarca y por la filosofía de la vida desarrollada en el renaci­miento.

¿Cómo interpretar este diferente enjuiciamiento? La di­ferencia esencial está en la respuesta a la pregunta sobre la acti­tud que cabe adoptar frente a la doble naturaleza del hombre que aparece constantemente: ¿Hemos de considerarla como algo constitutivo y radical o como superable mediante intentos inte- gradores? ¿Qué perdemos o ganamos si «superamos» tal dua­lismo? Aquí es donde se dividen las mentes, aunque quizá nun­ca se consigan soluciones definitivas, como lo demuestra en todo caso la historia hasta nuestros días.

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4. EN LOS UMBRALES DE LA CONCIENCIA MODERNA

Hasta mediados del siglo xix no llegó a imponerse como concepto histórico para designar una época el término renais­sance («renacimiento»), que se suele asociar al período de los comienzos de la era moderna. El historiador francés Julcs Mi- chelet dio en 1855 este título al noveno volumen de su Histoire de France. Y el historiador de la cultura y del arte Jacob Burck- hardt, nacido en Basilea, confirió a esta designación toda la amplitud y riqueza de contenido que ha sido habitual hasta ahora en su obra principal Die Kullur der Renaissance in lía- lien, publicada en 1860. Al final del siglo xv y comienzos del xvi se emplearon expresiones tales como regenerado, resüdido, renovado, junto con rinascimento o renaissance para designar la época. En todas estas expresiones se refleja una conciencia de revitalización, de reanimación de un «nuevo proceso» des­pués de un prolongado olvido de la propia realidad. Y un aná­lisis del campo semántico efectuado por Jost Trier (1951; 1952) recuerda la afinidad simbólica del verbo renascor con el re­verdecer de las ramas cortadas en la explotación forestal ro­mana. Lo queden esta época se experimentó e interpretó como nuevo verdor, como nueva vida procedente de la lefia cortada y^seca fue la cultura redescubierta y^revivificada de la anti­güedad. En la transmisión de los documentos de esta época, que en principio sólo debía servir para la propedéutica de la verdadera fe, se descubrió de pronto la vida más bella, más sabia y mejor precisamente de los antiguos, a la que se con-

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En los umbrales de la conciencia moderna

sideró olvidada o incluso calumniada en el período «tenebro­so» y «obscuro» de la edad media ;— ésta fue la concepción corriente en tiempos anteriores con respecto a la época en cues­tión (véase Burdach, 1963, p. 124)— y que ahora debía al­canzar un nuevo florecimiento desde una nueva perspectiva de inocencia y espontaneidad. Se ensalzó el «establecimiento de las ciencias y de las artes» que, liberadas de_|a jtutela dogmática, debían volver a estudiar sus fuentes y emprender una noble rivalidad con los paradigmas creados por los antiguos. La an­tigüedad «pagana» se convirtió en «clásica» (véase Huizinga, 1933; Garin, 1964; Schoeps, 1977, p. 45ss).

4.1. Los nuevos motivos de la antropología renacentista

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Wilhelm Dilthey, en su tratado Die Funkdon der Anthro- pologie in der Kultur des 16. und 17. Jahrhunderts, en el apar- tado~Menschenbild und Theorie der Lebensführung (Ges^Schr. II, 416s) fue el primero en someter a un análisis antropológico la nueva imagen que~~;1 hombréNfiT esta época se forjó^ de sí mismo. En aquella época se impuso un «nuevo sentimiento vital» frente a la «negación del mundo de la edad media»; la afirmación de la vida, la belleza y sus reflejos en la literatura y en el arte, un sentido agudizado para percibir las «relaciones naturales», los caracteres, las pasiones y «el mecanismo pro­pulsor de los afectos» ocuparon el centro de interés. De pron­to adquirieron importancia toda la riqueza constitutiva de la Naturaleza del hombre, las formas de vida y las costumbres, su conducta, la inteligencia y el estudio de los demás hombres; y de este estudio se sacaron consecuencias para la vida misma; como ilustración de lo que Dilthey nos recuerda, piénsese tan sólo en el libro del conde Baldassare Castiglione, amigo de Ra­fael, acerca del «cortesano» (II corlegiano), que en el círculo de la sociedad cortesana de Urbino desarrolla, en una conver­sación caprichosa, a la manera de los diálogos platónicos, un cuadro de las habilidades, conocimientos y modos de compor­tarse que forman parte de la vida de un cortesano o de una dama refinada. A diferencia de lo que sucede en el caso de

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La antropología renacentista

Agustín, encontramos aquí la descripción de la imagen ideal del hombre en el modelo de un caballero prudente, conocedor del mundo, culto, formado en las artes y los idiomas, así como en la reflexión filosófica y, al mismo tiempo, de carácter resuel­to y con dominio~moral sobre sí jnismo, tal como continuó siendo característico especialmente en el «ideal de gentleman» inglés durante siglos. Se trataba, por tanto, de una imagen del hombre entendida ante todo como «ideal de formación» con­creto, referido predominantemente a una clase; pensemos en los grandes artistas creadores de la época, en el «nomo univer- sale», en el «príncipe», en el gran príncipe de una colectivi­dad casi siempre pequeña, tal como lo ha descrito Niccolo Machiavelli. Al concepto «hombre» va asociada toda una se­rie de formas de realizaciones individuales llenas de vida. En este contexto, los conceptos «hombre», «naturaleza» y «vida» adquieren un patitos que debió haber sido totalmente ajeno a la edad media.

En el análisis de Dilthey está al mismo tiempo claro que esta transformación del sentimiento vital constituye obviamen­te un proceso que abarca muchas generaciones. En el siglo xiv encontramos ya claramente sus motivos fundamentales en la lírica y en los escritos de filosofía moral de Francesco Petrarca quien, al estudiar la literatura antigua, se interesó primariamen­te por los studia humanilaiis y supo expresar un nuevo senti­miento de la vida y de la naturaleza que sorprende todavía hoy por su modernidad. Y descubrimos esto mismo en el conoci­miento de la vida de los Ensayos de Michel de Montaigne, es­critos en la segunda mitad del siglo xvi en forma de diálogo y de soliloquio (véase G.R. Schmidt, 1979). En el Otoño de la edad media (Huizinga, 1924) encontramos ya pensamientos «modernos» y «renacentistas», mientras subsisten hasta la épo­ca del barroco prototipos de interpretación «medieval».

Al igual que Dilthey, también su discípulo Grocthuysen, profundizando y diferenciando los análisis de su maestro, con­sidera que lo peculiar de la época consiste en la nueva autoafir- mación de los hombres del renacimiento. También en su opi­nión, la nueva antropología se inicia ya con Petrarca, alcan­zando su punto culminante en filósofos italianos como Marsilio

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Jin los umbrales de la conciencia moderna

Ficino y Pico della Mirándola. En el año 1486, en un discurso De dignilaíe hotninis («Ac_erca de j a dignidad del hombre»), Pico della Mirándola glorificaba al hombre calificándolo^ de criatura activa, esforzada, en constante devenir, ciertamente en­globada todavía en una visión total teocéntrica, pero sin com- paración posible con ninguna de sus semejantes dentro de la creación por su carácter proyectivo, trascendente a sí mismo: un ser que se caracteriza por su anhelo, por su dinamismo y por su tendencia hacia espacios infinitos (Groethuysen, 1931, p. 108ss). Y esta nueva conciencia, que era totalmente ajena todavía al hombre medieval clavado en su posición en medio del sistema del mundo, y que pone ahora su énfasis en el es­fuerzo mismo por conseguir algo y no tanto en el fin perse­guido (o.c., 114), repercute, a través de Nicolás de Cusa y de Paracelso, sobre el mundo de las ideas religiosas de los siglos xvi y x v ii, al igual que a través de Erasmo y de Montaigne sobre las tradiciones humanistas y hasta sobre la formación de la conciencia burguesa del siglo xvm (Groethuysen, 1927- 1930). JSe pretende basar inmediatamente en la vida misma y en la naturaleza humana sin recurrir a las autoridades teoló­gicas — y esto constituye la novedad de la época — la episte­mología, la ética, y la dialéctica.

Incluso cuando teólogos o titulares de elevados cargos ecle­siásticos razonan en el campo antropológico como, por ejemplo, hlicolás de Cusa, que nacido en la pequeña ciudad de Cusa a orillas del Mosela, habría de llegar a ser obispo de Brixen, y al que Landmann (1962, 133-170) sitúa en el centro de su in­terpretación de la antropología renacentista, tienen un estilo de argumentación no dogmático y la apelación a la naturaleza ad­quiere un nuevo valor: formado en la escolástica e influencia­do fuertemente por la mística del Maestro Eckhart, interesado por las matemáticas y las ciencias naturales y conocedor de las mismas, pero inspirado asimismo por ideas neoplatónicas y hu­manistas, el Gusano trata de conciliar las antítesis y considera como un objetivo ilimitado en Ja lejanía la coincidenlia oppo- siíorum, la supresión conciliadora de todas las contradicciones en Dios, a las que nuestra docta ignorantia no puede hacer frente. En este caso, a la manera medieval, se establece una re-

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lación entre lo que es el hombre y la cosmología estructurada de la creación; pero la respuesta se desarrolla a partir de_Ja «naturaleza» peculiar del hombre y no de la doctrina teológi­ca; Todo lo que es descansa en su naturaleza específica (omne id quod est, quiescit in specifica natura sua); así, el hombre no será eternamente sino él mismo (homo non vult esse nisi homo). Pero, a diferencia de otros seres naturales, él tiende a la perfección que sólo ha sido alcanzada por Cristo como «ple- nus et perfectas Deus, sicut plenus et perfectus homo», pero que, una vez conseguida, no le permite al hombre descansar ni ser feliz en sí ni en ningún otro orden dado, sino que lo con­vierte en un . ser dinámico, que busca, que se esfuerza y que tiene su centro fuera de sí (véase Landmann, 1962, esp. p. 136s; Groethuysen, 1931, p. 151ss; Volkmann-Schluck, 1957). Así, pues, tenemos aquí ante nosotros una antropología al mismo tiempo eristocéntrica y basada en la naturaleza. En el curso de la argumentación ha quedado atrás el dogma cristiano, pero permanecen la orientación y la atmósfera básica cristianas (véase también Cassirer, 1927; Schoeps, 1977, p. 66).

Sería un error tratar de considerar esta liberación de la auto- comprensión humana de la tutela dogmática como un paso hacia la «secularización». En primer lugar, se trata todavía de un desplazamiento de significado dentro del mundo de valores religiosos, que se realiza en la fe cristiana misma: Gracias a la acción redentora de Cristo el antiguo y caído «Adán» ha sido liberado y llamado a resurgir de sus cenizas en calidad de «nuevo Adán», como lo hiciera otrora la mítica ave Fénix. Los siglos pasados fueron ciegos, sordos, bárbaros, «góticos»; no fueron lo bastante consecuentes ni tomaron suficientemente en serio la buena nueva de la redención, ni sacaron las últimas consecuencias de la historia salvífica: ¡Cristo ha resucitado! ¡Vivió corporalmente entre nosotros sobre la tierra! Por su re­dención, él nos ha devuelto la posibilidad de volver a reflexio­nar sobre nuestra naturaleza verdadera, buena e incorrupta y, partiendo de ella, considerar el mundo en toda su plenitud y riqueza de formas como nuestro campo de acción. En lo más íntimo, nuestra naturaleza ha sido, es y seguirá siendo buena. Sólo debemos reflexionar sobre ella y emular los grandes ejem-

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píos de vida buena y cumplida. Éste es uno de los motivos do­minantes de la época.

Obviamente, podemos contraponer inmediatamente a éste otros motivos opuestos de la misma época: por ejemplo, la doctrina agustiniana de la gracia que el antiguo monje agustino Lutero pretendió renovar y que, radicalizada en la teoría de la predestinación de Calvino, no sólo puso en tela de juicio desde una perspectiva teórica todo el proceso de florecimiento cultu­ral, sino que en las luchas iconoclastas del siglo xvi receló bien pronto de este movimiento y lo combatió. Evidentemente, la conciencia de la era moderna que empieza a vislumbrarse no se caracteriza por su unidad. Lo que precisamente distingue a esta época es que, frente a la_ estructura jerárquico-universal de la edad media, surge ahora un pluralismo de posiciones y de poderes culturales mutuamente excluyentes que rivalizan entre sí en luchas constantes. En los mismos conceptos de «renaci-

Imíento» y «renovación» se sugieren diferentes modos de situar­se ante la tradición: como hombre fiel a ésta puedo tratar de continuar la obra de mi padre, al igual que lo hicieron los mon­jes y los clérigos de la edad media, transcribiendo las obras de los autores antiguos, practicando el latín eclesiástico y culti­vando las siete artes liberales. Pero, precisamente por amor a la pureza de los orígenes, puedo rechazar la herencia de mi padre para remontarme a mis antepasados más remotos que, en mi opinión, vivieron mejor, pensaron con mayor claridad y crearon bienes más valiosos en los primeros tiempos de «oro» que mis predecesores inmediatos. ¡Vuelta a las fuentes], ad foníes!, es el grito que se escucha ahora. Pero esta expresión puede significar cosas tan distintas como éstas:

■— ¡Vuelta al Adán anterior al pecado original, vuelta a la naturaleza pura!

— ¡Vuelta al lenguaje clásico de Cicerón!— ¡Vuelta a la revelación de Cristo en el Nuevo Testa­

mento!Si se piensa, por una parte, que para volver al origen para­

disíaco es preciso eliminar la naturaleza corrompida, otras ve­ces se considerará la necesidad de suprimir el idioma y la cul­tura degenerados y subexplotados, y en definitiva la tradición

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eclesiástica alienada, temporal y excesivamente profana. Los movimientos de la época que se entrecruzan, de contornos difí­ciles de precisar, a los que estamos acostumbrados a designar con los nombres de «renacimiento», «humanismo» y «refor­ma», tienen un común denominador formal en su predilección por el prefijo «re». Ahí reside su impulso al mismo tiempo an- titradicionalista e inspirado en la autonomía, y en medio de todo ello aparece a su vez su aprecio consciente de la tradición y de los orígenes. Nos queda por recordar que esta actitud co­mún de vuelta a los comienzos, incluso allí donde desde nues­tra perspectiva actual pretende presentarse como el inicio de un proceso de secularización, implica un motivo primariamente religioso en la doctrina acerca del «nuevo Adán». Un motivo cristiano pone en marcha todos los demás: los estudios huma- nísticos de las fuentes, la nueva visión artística de la naturaleza y del cuerpo humano, las sectas adamíticas de exaltados, los movimientos de insurrección revolucionaria, la formación de las identidades nacionales de los pueblos europeos al transformarse la conciencia de unidad de la cristiandad medieval en favor de ideas autónomas acerca de la propia naturaleza y de su dere­cho. Por consiguiente, una revolución religiosa que arrastra con­sigo consecuencias de gran trascendencia para la historia social se ha convertido en el motor de la era moderna.

Gracias a su firme integración en el sistema del mundo es­tructurado desde la perspectiva de la creación, el hombre me­dieval, cualquiera que fuese su puesto, bien en la vida corte­sana, en la urbana o en la campesina, por su clase y por las expectativas del rol que le correspondía, estaba «controlado desde fuera», era un tipo cuya individualidad apenas era objeto de análisis por él mismo ni por otros. En cambio, la reflexión sobre la propia naturaleza y sus derechos dio lugar a una sub- jetivización e internalización de los modelos de conducta social, que el sociólogo Norbert Elias describió en los años treinta, si­guiendo una teoría de Karl Mannheim, como «proceso d e ja civilización»', cuando desapareció la dependencia propia de los vasallos hasta convertirse cada vez más en una nueva especie de dependencia respecto de las instancias administrativas cen­trales, cuando al mismo tiempo, en medio de las disputas ecle-

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Un los umbrales de la conciencia moderna

siásticas de una cristiandad dividida en confesiones, cada ciu­dadano tuvo necesidad de razonar, definir y defender en mayor o menor grado su fe verdadera, resultó imprescindible en interés de las organizaciones políticas y eclesiásticas que las instancias de control de la conducta pasaran cada vez en mayor medida a los sujeto^ en forma de conciencia internalizada, desensibili- zación moral y de discernimiento. Cuando, finalmente, no se pudo recurrir ya abiertamente a las armas ni conquistar los de­rechos propios en acciones bélicas — como sucedió al menos en las clases elevadas, en el sistema feudal— tuvo que implantarse casi automáticamente la pacificación de las conductas y la mo­deración de las costumbres primitivas. Elias ha descrito esta transición a «maneras más refinadas» y a un autocontrol jn á s eficaz tanto en el trato “privado como eiT el público^ poniendo de manifiesto el cambio experimentado por las formas sociales, por ejemplo, al comer, al sonarse y escupir, en las manifesta­ciones de agresividad, en el comportamiento sexual en la alcoba y en muchos otros fenómenos típicos de la sociedad, de la clase y de la época. Cabe reconstruir perfectamente tales normas de conducta y sus cambios recurriendo a los «libros de cortesía» y a los manuales de buena_ educación. Elias se sirve especial­mente de los escritos de Erasmo de Rotterdam, que como uno de los máximos exponentes intelectuales de la época no vaciló en dedicarse una y otra vez a tales cuestiones del trato social, consideradas entonces como extraordinariamente importantes; en el análisis realizado por Erasmo en torno a la historia de la socialización, el mencionado autor descubre ejemplos que reve­lan «el cambio de conducta verificado en el renacimiento» con respecto a las formas sociales de la edad media (véase también Rumpf, 1979). Wilhelm Flitner ha vuelto a incorporar a su his­toria de las «formas de vida occidentales» (1967, 250ss) estos análisis y, prescindiendo de sus posibles mecanismos sociales, los ha relacionado con la problemática de la personalidad consti­tutiva de Europa; no sólo cambian las formas de conducta, sino que cambia la peivmclicácjón de la forma interna del hom­bre a la que se designa con_el nombre de cultura armni o «for- maciión», y que a largo plazo no pudo continuar siendo un privilegio de las clases altas o de la clerecía, sino que desde

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entonces iba a ser cada vez en mayor grado patrimonio del «pueblo» (véase también W. Flitner, 1958a).

De esta_manera, el arco de los motivos modernos de la autómterpretación del hombre abarca la teología y la filosofía de la época, pasando_por las artes y los estudios lingüísticos hasta el sentimiento general de la vida y sus_ matices básicos^ incluyendo la conducta social cotidiana. En estos casos no se hace todavía referencia expresa frecuente a reformas en el campo de la formación en sentido estricto, si no se quiere clasificar como tales los diferentes aspectos materiales y for­males que se destacan en los estudios lingüísticos y" literarios de los humanistas, para lo que existe suficiente motivo (véase Paulsen, 1919, vol. I, libro 1); o si no se quieren valorar los mismos cambios histórico-sociales de los inicios de la era mo­derna, impulsados en esta época, conjuntamente con la moderna investigación de Ja historia de la socialización como una parte elemental de la historia cultural europea.

Frente a esto, aparece el ejemplo de la «Casa giocosa», ensalzada ya por los contemporáneos como prototipo de ins­titución pedagógica de acuerdo al nuevo espíritu y citada gus­tosamente en la historiografía pedagógica. Se trataba de una especie de institución pedagógica regional creada por Vittorino da Peltre hacia el año 1423 en un palacio del príncipe Gon- zaga, cerca de Mantua, destinada a lograr la reforma educativa de sus inquilinos; este centro fue una excepción, más que un fenómeno típico de esta época; en ella, la alegría de aprender y de jugar, una vida de movimientos libres y la capacidad de cultivarse en las artes, el espíritu científico y la «vida dedicada a las musas» se asociaban, según los relatos, a la sencillez espartana y a la autodisciplina en una institución socialmente motivada que, además de los hijos de la nobleza y de las principales familias urbanas, acogía asimismo en calidad de pensionistas a niños dotados de talento de familias pobres. Por otra parte, las exposiciones teóricas y sistemáticas de cuestiones pedagógicas de Luis Vives, humanista español, asesor y edu­cador eventual de la corte inglesa y amigo de Erasmo, a pesar de toda su claridad y de la anticipada modernidad pedagógica, que llegó a impresionar a Comenius, resultan asimismo más

La antropología renacentista

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bien atípicas, teniendo en cuenta las ideas pedagógicas de aquel período de transición. El énfasis puesto, por ellas en el apren­dizaje autónomo e individualizado, la atención dedicada a la instrucción en la lengua materna, a la intuición y a la praxis apuntan claramente desde los primeros momentos a las con­secuencias pedagógicas que había que sacar de la nueva in­terpretación antropológica de la época. Pero fue preciso que pasaran varios siglos antes de que esta temática adquiriera carta de naturaleza.

Sin embargo, el cielo claro de las esperanzas humanísticas y del sentimiento vital renacentista se enturbió, como sabemos, bien pronto al producirse las grandes tormentas de las luchas eclesiásticas. Por otra parte, como veremos asimismo, la época de la nueva erudición, de las costumbres ennoblecidas y refi­nadas y de las grandes obras estéticas fue, al mismo tiempo, un período de brutalidades y crueldades increíbles. La arbitra­riedad de los príncipes, la violencia, el asesinato alevoso, las persecuciones de herejes están a la orden del día. La quema de brujas, las guerras de religión, con las devastaciones y des­tierros consecuentes que superan todo lo concebible en lo que a extensión, fanatismo y deshumanización se refiere, amenaza­ron con alcanzar su cota -máxima frente a las esperanzas y temores de los habitantes de aquella época.

4.2. La visión del hombre de J.A. Comcnius

Antes de contemplar la imagen compleja que ofrece la re­novación de la cultura y del «nuevo hombre» del renacimiento, hemos de dirigir nuestra mirada hacia los movimientos de re­forma científica y didáctica que transformaron el mundo inte­lectual europeo y sus ideas pedagógicas desde fines del siglo xvi y durante el xvii. Teólogos, filósofos y educadores desarrolla­ron por entonces programas de renovación científica y didác­tica cuyas raíces se remontan claramente a motivos del rena­cimiento (véase W. Flitner, 1958b). En los primeros grandes sistemas rudimentarios de Pacón yjjiordano .Bruno, Ratichius,

"Andreae iTüómeñius, que no sólo sistematizaron conceptual-

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mente las cuestiones básicas de la conducta humana sino que además las vincularon a las raíces de la época y de sus tradi­ciones, vuelve a ocupar un sitio importante la idea de la «na­turaleza» incorrupta, originalmente buena y restaurable mediante el esfuerzo humano.

Un ejemplo gráfico e instructivo de ello nos lo ofrece la totalidad de la obra del teólogo, educador y pánsofo checo Jan Amos Komensky (1592-1670). llamado así por .ser Komma el lugar de_origen de su familia paterna, aunque ha llegado a adquirir fama internacional como Johann Amos Comenius, su nombre latino de erudito que aparece ya desde el año 1626 (Blekastad, 1970, p. 19). No podemos narrar aquí la azarosa vida de este hombre (véase Blekastad, 1969) al que su actividad como maestro, párroco y obispo de los hermanos moravos en las guerras de religión lo convirtió en perseguido y fugitivo, pero al que lo elevó también a la categoría de sabio de fama internacional, cuyo consejo y servicios solicitaron príncipes y magistrados, el Harvard College y el parlamento inglés, el car­denal Richelieu y el canciller sueco Oxensticrna. Tampoco po­demos dedicarnos a describir aquí la posición que le corres­ponde dentro de la pedagogía del siglo x v ii y en la historia de la teología (véase Schalier, 1967 y 1978; Michel, 1978; Scheuerl, 1979; Scheuerl - Schroer, 1981). Lo que nos ha de intresar_especialmente es cómo se perfilan en el pensamiento comeniano la esencia del hombre, su naturaleza y su destino.

La obra de Comenius se presenta de dos maneras a la in­vestigación actual: Comenius, que en calidad de maestro, pe­dagogo y autor de libros de textos alcanzó fama y amplia re­percusión ya durante su vida y también fue objeto de numerosas críticas (véase Schalier, 1970; Michel, 1973), dejó a la poste­ridad una obra amplia compuesta por escritos didácticos y re­ligiosos. Entre ellos figura como pieza básica su Didáctica magna, en la que el autor ordena sistemáticamente el conjunto de crite­rios teológicos, antropológicos, políticos, de organización de es­cuelas, didácticos y metódicos, integrados en un amplio arco y concretados hasta incluir instrucciones detalladas destinadas a la práctica de la enseñanza. La figura de este experto maestro de escuela y erudito profesor del arte de enseñar ha cumplido ya

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trescientos años de existencia. Pero el mismo Comenius ha de­jado tras de sí una obra «pansófica» igualmente amplia en ma­nuscritos, de los que las generaciones posteriores sólo llegaron a conocer algunas partes de sus introducciones, programas y fragmentos. El autor dedicó personalmente la mitad de sil vida a elaborar, ampliar y modificar su «pansofía», a la que sin duda consideraba más importante que todos sus otros escritos. La por­ción más relevante de su herencia, al menos por sus dimensio­nes, es la obra en siete volúmenes De rerum humanamm emen- daíione consultado catholica (Asesoramiento general sobre el me­joramiento de las cosas humanas); no la publicó personalmente e incluso llegó a retenerla y permaneció en paradero desconocido hasta que, en 1934-35, Dmitrij Tschizewskij halló un ejemplar manuscrito de la misma en el archivo de la biblioteca principal de la fundación de Francke en Halle. En la parte central, for­mada por el libro tercero de los siete que integran la obra, apa­rece la Parnpaedia _una teoría de la educación global que .acom­paña aí hombre en su camino" desde el seno materno hasta el scptdcrcTy traza una imagen_del hombre en todas las etapas de su vida. Otros elementos que componen su herencia son los Clamores Eliae, un manuscrito descubierto hace unos cien años en Leszno (Lissa), el último exilio de los hermanos moravos, al que sin embargo se le prestó poca atención al principio por la dificultad que entrañaba su lectura, siendo editado en 1977 por Julie Novaková. Aquí se manifiesta especialmente la función política de toda pansofía, la impaciencia de un^Comenius ya de edad avanzada por saber si la acción pedagógica podría por sí sqla_mcjonir oportunamente el mundo, o si la erudición y los libros bastarían para llevar a cabo la obra de perfección, atri­buyéndose una importancia especial a los esfuerzos activos por lograr una paz universal (véase Schaller, 1978).

Así, en la actualidad disponemos de la obra didáctica, ade­más de una serie de tratados teológicos y de escritos de conso­lación, como base para la interpretación de la imagen del hom­bre de Comenius. Y contamos asimismo con el legado que ha permanecido casi desconocido á lo largo de siglos. Si existiera tensión o contradicción entre Jos, enunciados de ambas partes, habría que discutir cuál era el ^verdadero Comenius». Sin em-

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bargo, no nos hallamos ante esta alternativa. Por lo menos en algunos de los escritos didácticos que han sido conocidos desde siempre, la reivindicación pansófica y al mismo tiempo irónica está tan clara que incluso ios intérpretes primitivos, que no conocieron la obra postuma, percibieron y al menos barruntaron el sentido «universalista» y al mismo tiempo el carácter de invi­tación de la obra que apela a la voluntad activa de perfeccio­namiento (por ejemplo, Herder, Dilthey, Spranger; véase espe­cialmente ~Mahnke, 1931-32). En la actualidad deberán unifi­carse todos estos enfoques, haciendo que todos ellos se iluminen mutuamente, si se quiere exponer, documentar e interpretar la posición que ocupa el hombre en la imagen del mundo de Comenius.

La Parnpaedia pretende ser, como anuncia ya su título, una ayuda «prestada al hombre en relación con el conjunto de las cosas, que conduce a la perfección de su esencia» (Parnpaedia, 1960, 9; citada a partir de aquí como P 9), una «reparación» y «conservación» de la naturaleza humana. La humanidad, «cuya mayoría está acosada hasta ahora por las tinieblas más profun­das» (P 23), ha de ser conducida hacia su destino y realización, como corresponde al plan de Dios al crear al hombre (P 25).Por ello «todos los hombres», jóvenes y ancianos, pobres y ricos, nobles y plebeyos, varones y mujeres (P 15), todas las naciones, incluso «las que viven en la barbarie más extrema» (P 29), de­ben asimilarse al conjunto del mundo y del género humano con arreglo a los planes de la creación, «pues el todo no está com­pleto, si le falta algo» (P 29). Éste es el punto de partida desde el que Comenius muestra «cuán necesario, posible y fácil es en­señar a los hombres, y concretamente a cada uno de ellos, la totalidad de forma completa» (P 13); en griego; «Pautes, Paula, pantos»; en latín: «Omnes. omnia, omninorr (P 15).

Así, pues, el gran objetivo_de Comenius es un sistema peda- \ / gógic'o universal, que da a conocer la totalidad a fondo y consi- derando todos los aspectos, una pan-pedia que no sólo se deriva de la pan-so fía sino que está ya predispuesta en ella como actua- lización necesaria; en efecto, no debemos limitarnos a reconocer la estructura del mundo convertida en un caos, sino que hemos de «restaurarla». Todos los hombres deben alcanzar «todo lo

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que necesitan» (P 73). En este concepto se incluyen la salud, los sentidos despiertos, la razón, la moralidad y la piedad (P 71, 87, 89). El «restablecimiento perfecto del hombre» (P 103) no sólo exige que se incluya a todos en esta operación; además, el conjunto completo que se ha de ofrecer en la escuela de la vida, el «omnia», no puede ser «un saber parcial desmenuzado», ni tampoco un conocimiento «superficial» impuesto por la fuerza (P 97), sino que se enseña y se aprende estructurado con arreglo a sus principios y a sus relaciones objetivas, de manera intere­sada y gozosa. Los libros que Dios ha puesto a nuestra disposi­ción para esta «panscholia» son los del «mundo» (la experiencia natural), del ^espíritu» (la tradición) y la «Sagrada Escritura» (P 138). Y las clases que hemos de recorrer corresponden a ja s fases de la vida humana, tal como han sido fijadas de antemano cómo~ñuestro destino, teniendo en cuenta el orden establecido por Dios en el mundo:

Schola geniturae (escuela del desarrollo previo al nacimiento).Schola infantiae (escuela de la primera infancia).Schola pueriíiae (escuela de la niñez).Schola adolescendae (escuela de la adolescencia).Schola iuventutis (escuela de la edad juvenil).Schola virilitaüs (escuela de la edad viril).Schola senil (escuela de la ancianidad).

Finalmente sigue la schola mortis^ (escuela de la muerte), que en el texto no se explica más detalladamente e introduce cierta perturbación en la «hermosa clasificación septenaria» (Tschizews- kij, en: P 492).

Cada una de las fases cronológicas tiene su disposición natu­ral, querida por Dios y al mismo tiempo racional. Cada una de ellas debe prestar su contribución especial a la realización de la vida (a la fruiíio viíae) habiendo analizado y descrito Comenius en lo que se refiere a sus contribuciones parciales hasta el más mínimo detalle de los contenidos, métodos y experiencias de cada una de ellas.

Se tiene la impresión de que Comenius no dudó ni por un solo momento de la coherencia del plan global, de la armonía

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preestablecida y del carácter sistemático del mundo creado (de la panoríhosia), ni de la posición del hombre en él. En este sen­tido, su jsistema se parece más a una de las grandes «sumas» del pensamiento medieval qug__al dinamismo abierto y analítico de la antropología moderna, tal como se hizo patente en algunos pensadores del renacimiento.

Pero esta impresión sólo es acertada a medias. Al gusto por el sistema se contrapone en Comenius la esperanza y el com­promiso frente a un mundo «laberíntico», siendo comparable su pensamiento en este punto a las grandes utopías de sus contem- poráneos Bacon, Andreae o Campanella. No olvida tampoco el caos y la lucha de este mundo rotó y caído. Pero este aspecto negativo se ha de interpretar como un llamamiento dirigido a los hombres para que sean por fin razonables, justos y piadosos y vuelvan su mirada a lo único necesario: a la ayuda y a la cola­boración para consumar la creación de Dios. EI_ anciano Conte- niusjtenía el plan de convocar en Anísterdam para una confe- rencia de paz a todos los sabios y políticos famosos de su época y de proponerles como base de las discusiones süs propias tesis pansóficas. El hecho de que no se realizara este proyecto, poco realista quizás, y de que con ello contribuyera a que le llamasen «soñador», «fanático» o «charlatán», no impide que en su pen­samiento los dos planos, «creación armónica» y «mundo labe­ríntico», sean precisamente por su diferencia motivo y punto de partida de los esfuerzos que realizó en el campo del pensamiento (pansófico), de la esperanza (milenarista) y de la acción (peda- gógico-política). Sin embargo, no se puede negar que sus eleva­dos planes de perfeccionamiento del mundo sólo contaron con una base social en la realidad de su vida y de su época durante breves fases y de forma esporádica (por ejemplo, durante los pocos meses de 1641-42 pasados en Inglaterra, cuyo parlamento esperó obtener de él planes concretos de perfeccionamiento; véase Schaller, 1978).

Donde aparece quizás de forma más clara en contraste de los dos planos mencionados es en los escritos publicados en su primera etapa, inmediatamente relacionados con motivos prác­ticos y estrechamente vinculados al destino de sus hermanos moravos; estas obras guardan una relación más estrecha que las

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postumas con el mundo real del siglo xvn en el que vivió y sufrió.

Así, escribe Comenius en la introducción a su Didáctica mag­na: «Cuando en el principio Dios creó al hombre del polvo, lo colocó en su... paraíso de felicidad. El hombre no sólo debía conservarlo y cultivarlo, sino que él mismo debía ser un jardín agradable para su Dios» (Didáctica magna, 15; citado a partir de aquí como D 15). Se trata, pues, del hombre, del ser origi­nalmente bueno, paradisíaco, de Adán que todavía permanecía inocente. Pero en el párrafo siguiente se dice: «¡Ay de vosotros, desgraciados! Perdimos ...el paraíso... Fuimos expulsados de allí al desierto del mundo» (D 16). Nuestro interior quedó colmado de maldad, nos convertimos en pecadores, llegando a ser nos­otros mismos soledad y desierto horrible.

Hasta aquí, el curso de sus pensamientos está en consonancia con las ideas generales del cristianismo y no difiere básicamente de lo que han enseñado católicos y luteranos, calvinistas o los grandes doctores de la Iglesia antes de la división religiosa. Pero a continuación toma un rumbo que presenta rasgos propios y recuerda las expectativas salvíficas de los milenaristas, por ejem­plo, de Joaquín de Fiore (véase más atrás, p. 91s): El Dios misericordioso nos ha castigado sin duda expulsándonos del pa­raíso, pero no nos ha abandonado eternamente. Se ha limitado a aplicar el hacha a las ramas muertas y podridas de nuestro corazón, pero más tarde gracias a su mensaje y a la sangre de Cristo ha injertado en nosotros «nuevos brotes» (D 16). «Así, pues, de nuevo reverdece el jardín de la Iglesia para alegría del corazón divino» (D 17). A pesar de este reverdecimiento, la nueva época, el huerto de la Iglesia no prospera como cabía esperar. El que haya reflexionado sobre la historia de la huma­nidad, sólo podrá lamentarse de las confusiones, deficiencias y opresiones. ¿Qué es lo que todavía permanece «en orden y en su puesto correspondiente? Nada, absolutamente nada» (D 18). En lugar de la inteligencia reina la estupidez; en lugar de la pru­dencia, la despreocupación; en lugar de la sabiduría impera el alejamiento de Dios; y en lugar del amor se encuentra el odio, la hostilidad, la guerra y el asesinato. Nos queda un doble con­suelo: en primer lugar, Dios ha prometido a sus elegidos un

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paraíso en el más allá; pero, en segundo lugar, incluso sobre la tierra renovará su reino, haciendo posible que después de épo­cas de devastación y desesperación reine una época de pleni­tud. Por consiguiente, el mejoramiento será posible también sobre la tierra, y no existe ningún procedimiento mejor ni más eficaz para conseguirlo que la recta instrucción de la juventud (D 19). «Maldito el que realiza con negligencia la obra del .Señor...» (D 23). Todos hemos sido llamados a colaborar en Ja obra de Dios.

Hasta aquí la introducción programática, que establece cla­ras referencias a la interpretación renacentista del mundo y del hombre. De su didáctica sólo nos han de interesar aquí los capítulos antropológicos. También en ellos volvemos a encon­trar una visión del ser humano, que considera la «naturaleza» original en su bondad, tal como fue concebida por el Creador, y con la confianza puesta en la redención históricamente reali­zada y prometida a todos, como el fundamento de todo lo demás.

Al iniciarse el capítulo primero, la inscripción del templo de Delfos «conócete a ti mismo» (gnothi seauton), que para los griegos equivalía a «has de saber que tú eresjm “mero” hombre (y no un dios)», se interpreta en el sentido de la doc- trina bíblica de la imagen: Reconoce en ti la imagen y seme­janza de_Dios, piensa que has sido elegido entre todas las cria­turas para participar del _Eterno. «Sólo a ti te he dado en su totalidad lo que a las demás criaturas sólo les he concedido en parte» (D 27). Este mismo motivo lo encontramos habitual- mente en toda la teosofía, desde los místicos de la edad media hasta los antropósofos de la actualidad, y está ligado a la idea del microcosmos tan familiar para el siglo x v n : el hombre, espejo de toda la creación. Entre la naturaleza humana y las estructuras del cosmos existen correspondencias que para Co­menius tienen valor de pruebas, incluso en las argumentaciones científicas: el hecho de que corresponda alguna cosa por ana­logía a la naturaleza (por ejemplo, el crecimiento o desarrollo det niño a la maduración del grano, el desarrollo de una hora de clase a la construcción del nido por parte del pájaro), cons­tituye suficiente demostración. Puesto que no puede ser mala

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la naturaleza tal como ha salido de las manos de Dios, lo que con ella guarda correspondencia es bueno.

Para Contenáis el hombre está ligado de tres maneras a la estructura jerárquica de la creación, ya que tiene un ser vege- tativo, animal y espiritual (D 28). Sus tres lugares de estancia, el seno materno, la tierra y el cielo, nos muestran que sobre la tierra somos caminantes, peregrinos en camino hacia la patria eterna (D 31 s). A los tres modos de ser y a las tres moradas corresponden también los tres destinos humanos que Dios nos hajevelado en el relato bíblico de la creación: estamos desti­nados a tener razón, a dominarnos a nosotros mismos y a las demás criaturas y a ser imágenes de Dios (D 33ss). De este tri­ple destino se deriva asimismo inmediatamente nuestra triple misión pedagógica: eruditio como el arte que ex rudibus, de la torpeza o del estado salvaje originado por la desobediencia a la voluntad divina, nos conduce al conocimiento, la denomi­nación y la comprensión de todas las cosas de este mundo y de sus razones (radones); mores, como las virtudes y preceptos morales por los cuales hemos aprendido en nuestra vida a «or­denar todo conforme a su propio destino y al mismo tiempo para provecho y ventaja propios»; y píelas o religio, como imi­tación de la perfección del prototipo de Dios en la vida terrena. Por consiguiente, erudición, moralidad y piedad son los tres grandes grupos de tareas de toda pedagogía y didáctica. Pero no son sólo una tarea o misión, sino también «necesidades congé- nitas» del hombre. La tarea pedagógica fundamental consiste en cuidarlas, estimularlas o, en restablecerlas allí donde están impedidas o menoscabadas. Todo lo demás no deja de ser «aditamento y embellecimiento externo», pero no debería con­vertirse en obstáculo para estas tres cuestiones principales (D 34s).

La tesis de que el hombre no sólo está «destinado» a cono­cer, ejercer dominio y practicar la piedad, sino que «por su naturaleza» tiene necesidad y capacidad para ello, se vuelve a basar en la argumentación conocida a partir del renacimiento: «Por naturaleza no entendemos aquí la corrupción inherente a todo desde el pecado, en virtud de la cual nos llamamos “hi­jos de ira por naturaleza” (Ef. 2,3), incapaces de pensar en

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algo bueno surgido de nosotros. Por tal concepto entendemos más bien nuestra disposición primera y fundamental, a la que debemos remontarnos como a nuestro primer origen. En este sentido dijo Luis Vives: “¿Qué otra cosa es el cristiano sino el hombre vuelto a su naturaleza y reinstaurado en su derecho hereditario, que le había sido arrebatado por el diablo?”» (D 36). Pero, si e)_hombre no sólo está destinado, sino también capacitado para el conocimiento de las cosas, para percibir la armonía de las costumbres y para amar a_Dios sobre todas las cosas; si las raíces de estos tres destinos, capacidades y nece­sidades descansan firmemente en su naturaleza «como las raíces de un árbol en su terreno» (D 37), entonces es tiempo de aban­donar el miedo al pecado y la idea de una naturaleza corrom­pida en favor de una pedagogía que deberá desarrollar nuevas formas de vida y de aprendizaje secundum naturam (conforme a_la naturaleza). «Es ultrajante e impío, así como un signo manifiesto de nuestra ingratitud, hablar constantemente de co­rrupción y guardar silencio sobre la restitución; que destaque­mos siempre lo que el viejo Adán es capaz de hacer en nos­otros, pero que no experimentemos lo que el verdadero nuevo Adán, Cristo, puede» (D 44). «Así, pues, es más natural para el hombre... adquirir sabiduría, rectitud y santidad que con­tribuir a impedir el progreso de los efectos producidos por la corrupción sobrevenida al principio: cada cosa vuelve gustosa­mente a su propia naturaleza» (D 45). Apenas cabría situar más claramente las raíces de este pensamiento barroco univer­salista (véase Mahnke, 1931-32) en los sentimientos que empe­zaron a abrirse camino en el renacimiento, siendo grande su afinidad con los motivos de Pico della Mirándola o de Nico­lás de Cusa.

No hay por qué señalar aquí cómo desarrolla a continua­ción Comenius sus sistemas pedagógicos, didácticos, metódicos y de organización escolar a la manera de una doctrina confor­me a la naturaleza, ni cómo completa su tesis acerca de la ca­pacidad pedagógica, exponiendo otra similar a ella sobre la ne­cesidad que tiene el hombre de educación, completándola por medio de una especie de tipología del talento, cómo proyecta su sistema escolar en cuatro etapas (la escuela materna en los

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primeros años de la infancia, la escuela en el idioma materno para todos los que se encuentran en la edad de la adolescen­cia, la escuela en latín para los alumnos de edad madura, la academia para los primeros años de la vida adulta), y expone detalladamente la disposición de las materias de enseñanza y de aprendizaje (verba, res, artes) y los principios del método natural (véase a este respecto Schaller, 1967; Michel, 1978; Scheuerl, 1975 y 1979). ^

Vamos a señalar tan sólo una idea que ayuda a mostrar la ^ ^ «simultaneidad de aspectos no__contemporáneos» en una jn i s - G ^ / ] ma obra: En el capítulo quinto de la Didáctica magna, funda- f; mental con respecto al conjunto global de su argumentación y J> ‘ donde se asocian entre sí el «destino» y la «disposición natu­ral», se explica detalladamente con la ayuda de analogías to­madas de la naturaleza la capacidad del hombre para apren- , der, para adquirir su formación y educación; en una palabra, lo que más tarde, desde Herbart, se llamará la «ductilidad del ^ alumno» : puesto que to_do hombre es. imagen de Dios (¡mago Dei) y toda imagen lleva en sí los rasgos de su modelo, tam­bién en el hombre se refleja un «destello» de la sabiduría infi­nita^ de Dios. La «inagotable capacidad receptiva» de la inte­ligencia humana es como una «esfera de cristal de espejo» que recoge todas las manifestaciones que tienen lugar en tomo a ella (D 37). Esta esfera reflectante, tal como se la conoce también por los interiores de la pintura holandesa del renaci­miento y por la semejanza que tiene con la «lámpara de zapa­tero» del místico silesiano Jakob Bohme, fue considerada por los contemporáneos como símbolo de la idea del microcosmos: todas las esferas del ser retornan nuevamente al hombre, están ya contenidas en él. «Los filósofos han llamado al hombre mi­crocosmos, universo en pequeño, que contiene oculto todo lo que se puede ver manifiestamente a lo largo y a lo ancho del macrocosmos» (D 38). «Por ello» (¡!), el mejor término de comparación para la inteligencia humana sería «una semilla o pepita», en la que todo está ya dispuesto. «Por tanto, no es ne­cesario introducir algo extraño en el hombre. Sólo hay que desarrollar, sacar a la superficie lo que permanece encerrado en él...» (D 38). Una página más adelante, Comenius compara

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la mente del hombre con una «tabla vacía», la tabula rasa de Aristóteles, en la que se puede grabar todo con facilidad, o también con la «cera» que se puede amasar y moldear entre las manos del escultor (D 39s). Comenius no consideró en su es­tudio ni quizás llegó a advertir que entre estas analogías yuxta­puestas algunas se excluyen o se relativizan mutuamente (todo se recibe de fuera y queda impreso: el espejo, la tabla, la cera; todo está_ dispuesto en el interior y puede desarrollarse partien­do de aquí: la semilla, la pepita; véase Scheuerl, 1959). ¿Cómo podemos explicar esto? Obviamente, Comenius sigue pensando al estilo de la edad media en «esencias», «substancias», «cua­lidades» y en sus correspondientes términos cosmológicos en lugar de considerar las derivaciones causales y las relaciones activas: al igual que el ojo tiene sed de luz por su naturaleza, así nuestro entendimiento está orientado hacia el mundo y sus estructuras materiales y las busca (D 41). Se trata de doctrinas neoplatónicas asociadas a ideas aristotélicas sobre la entelequia. No se plantea, por ejemplo, la cuestión causal sobre cómo «lle­gan» al entendimiento las impresiones sensoriales y qué efectos producen allí (esto es lo que preguntarían los sensualistas, em- piristas o racionalistas modernos); sino que se piensa en una analogía entre las diferentes esferas del ser que, en cuanto tes­timonio de la armonía de la creación de Dios, no necesita de ningún otro fundamento, por lo cual tal analogía puede llegar a ser la razón en la que se basa toda deducción. Con ello Co­menius se expuso ya en su tiempo a la crítica y a la burla de los partidarios de la moderna epistemología, que consideraron retrógrada su mezcla de verdades de razón y de fe, como, por ejemplo, Descartes, cuyas objeciones no estaba dispuesto Co­menius a aceptar por considerarlas subjetivistas.

De esta forma se hallaba situado a caballo entre dos épo­cas. En teología y pedagogía se le puede considerar en muchos aspectos como un precursor, un pionero y orientador de ideas y de desarrollos modernos y por tal se le ha tenido siempre (método «natural», enseñanza intuitiva _y experiencia activa, el idioma materno como base de la formación en lenguas extran­jeras, orientación realista basada en las cosas, en lugar de ver­balista fundada en textos antiguos, instrucción diferenciada por

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clases, programa de asistencia obligatoria general a la escue­la, etc.). Pero, al mismo tiempo, con su ontología y teosofía, con su teoría de los grados del ser y con sus correspondencias s<* encuentra infinitamente lejos del pensamiento moderno cuan- tificador y analizador de las causas así como de los subjetivis­mos de las epistemologías de orientación psicológica, de ma­nera que su obra presenta al mismo tiempo un contraste muy marcado con la era moderna que ella contribuye a inaugurar, quizás incluso sólo por haber sido mal interpretada. Pero tal vez el hecho de ser al mismo tiempo pionero y figura de con­traste es lo que constituye lo históricamente interesante y lo absolutamente inexplorado en su mundo intelectual, que abar­ca los motivos de los siglos anteriores y posteriores a él..

Para concluir esta caracterización puede ser útil volver a san Agustín, que asimismo vivió en el fin de una época; tanto Comenius como Agustín son hombres de esperanza y de anhe­lo en épocas históricamente caóticas, confusas, en las que los hombres viven alejados de Dios y privados de toda dirección. Por una parte, las tensiones iniciales de la invasión de los bár­baros que sacudieron el imperio romano; por la otra, la divi­sión de la Iglesia y las guerras de religión. Pero, si se comparan ambas épocas, salta asimismo a la vista la separación y contra­posición de las mismas: detrás de la autocomplacencia de la cultura y de la intelectualidad de la antigüedad tardía, san Agustín descubre la naturaleza trágica y la fragilidad inefable del hombre que es incapaz de superar^ por sus propias fuerzas. Toda armonía es apariencia y superficialidad. La enfermedad y el pecado constituyen la base de nuestra vida. No existe nin­gún «mundo sano». La única salvación que cabe esperar es la que sólo puede venir de más allá de este mundo.

Dicho de una forma simplificada, en el caso de Comenius sucede casi lo contrario, a pesar de un desarrollo casi similar de ideas: momentos trágicos, divisiones, crueldad son en todas partes lo primero que se presenta a la vista de cualquiera de este siglo. Pero, detrás de todo ello, se espera y se contempla en forma de visión una armonía que ha de reinar en la tierra en colaboración con Dios, en «sinergismo» con él, una nueva épo­ca terrena de felicidad por la que hemos de trabajar aquí y

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J.A. Comenius: visión del hombre

ahora, luchando por ella en todo momento, que requiere sobre todo la difusión de «luz», de saber y de comprensión, o sea, de pansofía y de panpaedia, que exige una labor pedagógica in­fatigable, sin excluir ningún sector de esta vida. Las esperan­zas milenaristas de una nueva era, de progreso, de un nuevo hombre son un motivo claramente postmedieval que trasciende las ideas cosmológicas en las que Comenius se encuentra tan estrechamente implicado y que, quiérase o no, abre una puerta a la moderna fe en el progreso en medio de ideas teológicas globales.

Mientras Agustín combate contra un mundo cultural resig­nado, escéptico y relativista, superándolo, Comenius emprende el intento desesperado de unificar una vez más a los fanáticos que están a punto de disgregarse; manteniendo también en este punto una postura opuesta a la de Agustín, al creer poder uni­ficar y satisfacer a los mencionados fanáticos durante casi toda una vida mediante la sabiduría y la pedagogía, mediante la uni­versalidad filosófica, el arte del método y la orientación natu­ralista, antes de que en los Clamores Eliae se imponga la con­vicción cargada de impaciencia de que toda labor cultural es posiblemente demasiado pesada; los grupos políticos deberían tomar por fin la iniciativa (Schaller, 1978). Mientras en la anti­güedad que se desintegra san Agustín establece el punto de cris­talización de una nueva unidad, la edad media, Comenius se empeña en la reunificación de partidos que se disputan unos a otros el derecho a la existencia y que continúan escribiendo Ja historia sin contar con él.

Al contemplar esta situación desde la distancia, nos resulta fácil observar que quedaron incumplidas las esperanzas de paz de Comenius, basadas en la difusión de la ciencia, el arte de la enseñanza, la creación de un idioma universal bajo la ins­pección de un collegium lucís y mediante la creación de un co­mité para la paz mundial; y que muchas de sus esperanzas de mejorar a los hombres y su constitución interna por medio de una mayor «racionalidad», como él la entendía, se mostraron tan irreales y optimistas como las de su predecesor Ratichius en el campo de la pedagogía. Esto no desvirtúa en lo más mí­nimo la manifiesta coherencia y consecuencia de su sistema,

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'Cen el que, al igual que en tantos otros pensadores de su siglo,

«naturaleza» y «razón» se unen para constituir la imagen delhombre.

(

( 4.3. Variaciones del concepto de naturaleza

f T Cuando Comenius acepta la exigencia de los estoicos de«vivir conforme a la naturaleza», y cuando según esto busca en

( su pedagogía un procedimiento secundum naturam o sea, el«método natural», su concepto de naturaleza tiene un doble ^ y

( sentido: la naturaleza puede entenderse, por una parte, comola totalidad ordenada de la creación en la que todo debe inte-

( grárse y cuyas leyes deben obedecer todas las cosas. Y, en se­gundo término, cabe interpretar el término naturaleza como la

disposición asignada a toda cosa, a todo ser, el natum que le 2 ) 5 ^■ ha sido asignado por el Creador, su modo de ser propio y pe-v cufiar. Para nosotros los hombres, ésta es la «naturaleza ím-¿ mana» prevista en el plan de la creación, a la que debemos co­

rresponder. *( Comenius hace referencia a ambos conceptos de naturaleza

según el contexto: a las leyes generales del cosmos, por ejem- ( pío, cuando trata de fundamentar por analogía las máximas

pedagógico-didácticas, recurriendo a las «leyes naturales» (todo ( se ha de hacer en el momento oportuno, paso a paso, sin saltos;. | pues, la siembra en el campo o la formación del nido por el

' pájaro o las labores artesanas, todo procede según este princi­pio; D 86ss; cap. 16-19). No existe discontinuidad entre la na­turaleza física, vegetativa, animal y espiritual; todo está inte-

( grado en la estructura escalonada del mundo de Dios. Las artesy las obras manuales del hombre son también, si se realizan

( rectamente, una parte de la naturaleza y manifiestan la volun­tad de Dios.

(- Aunque Comenius habla de la naturaleza humana, se re­fiere primariamente a algo universal que ha sido dado a todos

1 los hombres de la misma manera como norma y como telas,( y no a una realidad individual, a lo «natural» del individuo,

que cabe distinguir en cada caso por las diferentes disposicio- ( nes o tendencias. Incluso cuando analiza ciertos principios que

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Variaciones del concepto de naturaleza

le han de permitir diferenciar típicamente los talentos, distin­guiendo, por ejemplo, las mentes agudas de las torpes, las flexi­bles de las anquilosadas, las rápidas de las lentas, o, al referirse a las diferencias existentes entre las facultades científicas y ar­tesanales de los hombres, no le interesa promocionar lo indivi­dual en cuanto tal. En todo caso, Comenius sólo dedica su aten­ción a las necesidades especiales de cada uno de los tipos en cuanto es necesario para poder encauzar hacia los mismos fines «a toda la juventud, por diferentes que sean sus disposiciones»: «Todos los hombres... tienen la misma naturaleza y están do-

^ tados de_ los mismos órganos.» «Toda diversidad de las dispo- ^ siciones espirituales no es otra cosa que anomalía y falta de ' armonía natural, al igual que las enfermedades del cuerpo... son % también anomalías» (D 71-73, cap. 12). No le interesa, pues, -

■ '■■c • fomentar el talento específico, sino «normalizar» al individuo M í con arreglo a la imagen de una naturaleza general del hombre. J \

El punto de partida no es la plasticidad individual abierta a distintos estímulos e influencias, por cuya acción podrían crear­se nuevas y distintas formas y destinos culturales. El punto de partida y la meta es la prima natura dispuesta ya en todos los hombres, que, activada, por las diferentes fases de la ense­ñanza y de la vida, se ha de producir o reparar de manera tan equilibrada y buena como sea posible conforme al destino uni­versal. Esta concepción de la naturaleza coincide con la idea antropológica del hombre como un microcosmos: todo ha sido ya dispuesto en él por el Creador, y además en todos., los seres humanos. En esta concepción de la naturaleza humana, lo indi­vidual, lo que es siempre único e histórico en su biografía, no tiene lugar o sólo aparece como una anomalía perturbadora.

Si se piensa que en. el renacimiento y entre los pensadores del siglo xvi, por ejemplo en Rabelais o Montaigne, se expre­san opiniones más «modernas» acerca de la posibilidad de realización de formas de vida individuales, vuelve a destacarse una vez más, en su doble perspectiva, la posición de Comenius entre las diferentes épocas que integran la historia intelectual y social. Si se vuelve la vista atrás hacia la imagen comeniana del mundo y del hombre a partir del siglo xvm y de sus ideas de la naturaleza mucho más afines a las nuestras, resulta claro

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hu ios umbrales de la conciencia moderna

que en los casi cien años que separan a Rousseau de Comenius ha tenido que producirse un cambio de orientación cuyas con­secuencias para la conciencia moderna apenas podemos perci­bir con la profundidad debida.

Cabe observar gráficamente la diferencia de perspectivas universales si, como hizo Otto Friedrich Bollnow en un artícu­lo escrito en 1950, se comparan entre sí dos libros ilustrados que pretenden mostrarles a los niños la realidad del mundo; la distancia que separa la publicación de uno y otro es de 120\ años, pero ambos pueden considerarse representativos de la pedagogía de su época. Se trata del Orbis sensualium picíus, de Comenius, del año 1658, uno de los primeros libros de cien­cias naturales que fue reeditado e imitado centenares de veces (Pilz, 1967) y del Elementarwerk, del filántropo Johann Bern- hard Basedow, de 1774, que con sus grabados en cobre y sus textos explicativos constituye, en cuanto libro de texto y de lectura doméstica, un parangón tan idóneo con el Orbis pictus que se impone la comparación. Goethe mismo comparó una vez ambas obras en Poesía y verdad (parte tercera, libro 14).

En el escrito titulado Vorstellungen an Menschenfreunde (1768, art. 56), donde anunciaba la publicación de Elementar­werk, escribe Basedow: «Cada objeto aparece en ella en el mo­mento oportuno, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, para la formación de la inteligencia y del corazón de los niños. No me saltaré en ella ni un solo escalón de la naturaleza que avan­za ordenadamente.» Esta afirmación guarda hasta una seme­janza textual con los pasajes correspondientes de la Didáctica de Comenius. Ambas perspectivas parecen rivalizar en la con­fianza puesta en la bondad de la naturaleza y en el optimismo de poder seguir metódicamente «el avance ordenado de la na­turaleza» y descubrir en ello un procedimiento pedagógico in­falible. Y, sin embargo, como ha podido exponer Bollnow en un análisis certero, es todo un mundo el que separa a ambas obras:

En primer lugar, el «sentimiento básico» de ambas partes: el horizonte vital del hombre aparece^ en Comenius como «la­beríntico», sombrío, peligroso, amenazado, como una etapa de transición en la que no se puede gozar de una estancia perma-

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nente. Sin duda, cabría atribuir parte de esta impresión ago­biante a la calidad artística del grabador en madera casi des­conocido que Comenius empleó para su Orbis pictus y frente al cual se sitúa, como ilustrador de Elemeníarwerk de Base­dow, uno de los dibujantes más conocidos y geniales del siglo xviii, Daniel Chodowiecki. Y, sin embargo, es algo más que esta manifiesta diferencia de estilos personales lo que separa en­tre sí a ambas obras.

Si se compara con el horizonte universal de Comenius cual­quier tabla de Elemeníarwerk, salta inmediatamente a la vista del espectador la diferencia en cierto modo «atmosférica». Bollnow ha elegido como prueba para su interpretación la ta­bla 49 que lleva la inscripción: «Una representación de la bondad de Dios en la contemplación del disfrute de algunos placeres de la naturaleza, del trato amistoso y de las obras de arte» (1774, III, 28). La tabla presenta un parque bien cuida­do con setos recortados al estilo de la jardinería franco-prusiana del siglo xvm, con glorieta, fuentes, terrazas y prados por en­cima de los cuales la mirada percibe campos, terrenos cultiva­dos y sin cultivar, rebaños, grupos de árboles, una aldea, mon­tañas lejanas. En el parque se ve a personas de diferentes eda­des y clases, a niños, adultos, ancianos, vestidos con elegancia o sencillez, sentados, paseando, leyendo o en conversación. En el texto (1774, I, 367ss), Basedow explica que en esta imagen se manifiestan «los beneficios de Dios», que son la luz del sol, el paisaje y el parque, las vivencias sensoriales, las obras de la naturaleza y del arte, así como las relaciones humanas. «Todas estas cosas y muchas más son puro beneficio divino, que cada uno en su medida recibe de la providencia de Dios.» En una mezcla característica de idilio natural, fantasía rococó, y ar­quitectura típica de los tiempos de Federico el Grande, se pone aquí de manifiesto un mundo de claridad y plenitud que parece totalmente opuesto a la lobreguez y al mundo simplificado de los grabados en madera del Orbis pictus. Ahora es cuando el hombre se siente realmente «redimido». El mundo ya no es valle de «lágrimas», sino que se ha convertido en algo así como la «patria». Obviamente, algo de todo esto puede atribuirse al poder representativo de artistas tan distintos.

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Más característica, por haber sido proyectada por los auto­res mismos, es la disposición del correspondiente conjunto, las perspectivas de articulación y ordenación de las dos obras. Si se examina con Bollnow cómo y con qué empieza cada una de ellas, cuál es su construcción temática, cómo termina, se ob­servan contrastes sorprendenes: las 150 tablas del Orbis pictus se inician después de una invitatio, a modo de prólogo, que presenta a un maestro con el índice levantado y a un muchacho atento ante el trasfondo de un paisaje, mostrando en la tabla 1 el símbolo de la Santísima Trinidad. En la segunda tabla está representado «el mundo» con el firmamento, las estrellas, las nubes, el aire, los pájaros, con peces en el agua, la tierra, las montañas, el bosque y los campos, los animales y los hombres. Todos estos sectores individuales están representados indepen­dientemente en las tablas siguientes acompañados de explica­ciones separadas. Siguen los cuatro elementos, los «productos de la tierra» (metales, piedras, árboles, frutos); desde la tabla 18, los animales y desde la 35 «el hombre» con las figuras de Adán y de Eva junto al árbol del Paraíso. Después de una re­presentación de las siete edades del hombre, se pasa a su ana­tomía con los miembros, entrañas y órganos de los sentidos y, finalmente, en la tabla 42 aparece su «alma», que se reproduce en forma de una figura punteada y transparente. Después de una tabla acerca de las «deformidades y engendros», siguen las realizaciones culturales del hombre (la jardinería, el cultivo de los campos, la ganadería, la pesca y la caza, la minería, etc.), las instalaciones de la casa (habitaciones, dormitorios, pozos, baños y establos), circunstancias relacionadas con el transporte (caminante, jinete, coche, puentes, barcos, incluso un naufra­gio); siguen luego los oficios y las artes, entre ellas el arte de enseñar en la escuela, antes de pasar de la geodesia a la astro­nomía (planetas, fases lunares), a una breve geografía y más tarde a la moral (las virtudes representadas por figuras alegó­ricas). Siguen las clases sociales, las ciudades, los gremios, es­cenas de la vida laboral, juegos y reuniones, el imperio y el reino, la clase militar y las órdenes de batalla. Finalmente el culto divino y las religiones (judaismo, cristianismo e islam)

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dan paso a la «providencia de Dios» y al «juicio final» antes de_repetirse la invitado en forma de conclusión o clausula.

En el principio, Dios; al final, el último juicio. Toda la ima­gen del mundo está recogida como dentro de un paréntesis y referida siempre a las últimas cuestiones teológicas y certezas salvíficas. Así pues, el punto de partida no descansa, como Comenius mismo exigió en la Didáctica, en lo más sencillo, más fácil o más intuitivo, sino en lo supremo y más universal, en lo absolutamente primero, en Dios. De él parte la represen­tación, a él vuelve nuevamente después de su amplio peregrinar por la tierra.

En Basedow, en cambio, encontramos un principio orde­nador totalmente distinto: la primera tabla muestra una ma­dre con sus cuatro hijos y una criada a la hora de comer; en ese contexto aparecen las cosas más corrientes y familiares: platos con queso y pan, dibujados con tanta precisión que se pueden distinguir las cortezas y las migas; fuentes, vasijas, ces- tillos; cebollas, una col, un cubo con una botella dentro, etc. El segundo cuadro presenta «las costumbres de algunos niños en la mesa» y la «caridad de otros dos para con un pobre». Siguen piezas de indumentaria y los defectos por los que éstas pueden echarse a perder; viviendas en el campo y en la ciu­dad, cabañas y chozas, y junto a ellas mansiones burguesas del siglo xvm; y continúa de esta forma, partiendo siempre de lo habitual y, cuando es posible, asociando a todo ello ideas y consecuencias morales para la vida práctica.

La estructura cósmica de Comenius se ha convertido en un sistema_pémpectTvista_qúe parte del sujeto. El punto de partida es el cuarto de estar y la sala de los niños con su mundo ilus­trado más próximo, es el ámbito de la experiencia del niño, desde el que las perspectivas se pierden en lejanías sin límites, sin volver a encontrarse de nuevo. La pansofía referida a Dios ha sido reemplazada por una enciclopedia condensada. Así, por ejemplo, como conclusión no se encuentra el juicio final, sino una figura de la mitología griega, en cierto modo una curiosi­dad histórica remota, una creación del paganismo, en la que ya no cree el humanista del siglo xvm pero que debería co­nocer porque pertenece también a este mundo y ha tenido en

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él sus consecuencias literarias. Por consiguiente, al final no apa­rece ninguna síntesis unificadora, sino, algo casual, quizás in­cluso lo más superfluo, lo más irrelevante que puede darse bajo el cielo «ilustrado» de este siglo.

El orden objetivo, que en Comenius descansaba en sí mis­mo y rodeaba a los hombres como una envoltura fija, ha ce­dido su puesto a una ordenación subjetiva de las cosas en ar­ticulación perspectivista. El mundo está abierto en todos los sentidos. Su estructuración se hace en función del criterio co­rrespondiente y por ello ha venido a ser casual. No es Dios, sino el sujeto que percibe y conoce el que ordena las cosas en torno a sí. Si hubiera que aplicar en alguna parte la etiqueta de «pérdida del centro», que se iba a convertir en lema típico de la crítica de la cultura posterior, debería ser aquí, en la época comprendida entre Comenius y Basedow, donde habría que bus­car la ruptura con la que se inicia la forma de relación humana con el mundo que en muchos aspectos sigue siendo todavía la nuestra.

¿Cómo se explica este cambio? Y ¿qué significa para la comprensión de la «naturaleza» y del «modo de ser natural»? Apenas basta una sola causa para explicar la moderna «subje- tivización» de la comprensión del mundo y de sí mismo. Sin embargo, todo esto guarda una relación inmediata con el «pro­ceso de civilización» que Norbert Elias vio iniciarse en la tran­sición de la edad media a la era moderna y que describió como un proceso de internalización de instancias sociales de control regidas anteriormente desde fuera (Elias, 1939; véase p. 78s). Se suma a ello en los dos siglos y medio comprendidos entre ambos extremos la habituación de los hombres a otras formas de intervención con respecto al mundo exterior y a la natura­leza, así como también con respecto a sus semejantes: las for­mas simbólicas de soberanía (corona, cetro, sacro imperio)_se han convertido jintre tanto en aparatos de administración ra­cionalizados; gremios y talleres artesanos, que llegaron a do­minar casi en exclusiva la vida laboral, han sido reemplazados en un amplio frente por las fábricas y su «trabajo alienado». La naturaleza y los semejantes, el cuerpo social como con­junto, se han convertido en posibles objetos de intervención así

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como de planificación y dirección humanas. Las cosas, todas las demás criaturas, incluso los semejantes, han quedado redu­cidos en determinados aspectos a «material», en el que no in­teresa primariamente la «naturaleza» (en el sentido del modo de ser ontológicamente considerado) sino las «funciones» posi­bles. Así, el cambio de perspectiva demostrable inequívoca­mente en la historia del espíritu podría mantener una interre­lación subterránea con los cambios sociohistóricos igualmente inequívocos, pero más difícilmente demostrables. Bástenos esta hipótesis, que hace plausible el llamativo cambio.

Por otra parte, el optimismo de la renovación del hombre mediante la «restauración de las ciencias y de las artes» ha pro­seguido en línea recta desde el renacimiento, pero al mismo tiempo se ha despojado cada vez más de sus presupuestos teo­lógicos y metafísicos. «El iluminismo» como «liberación del hombre de su minoría de edad debida a su propia culpa» (Kant, 1784) se interpreta como una «era de crítica» a la que debe «someterse todo», desde la «santidad de las religiones» hasta la «majestad del poder legislativo». Este espíritu marca eljabandonq^ del «centro» teológico y ontológico que antes daba coherencia a todo y del que se habían derivado las jerarquías tanto eclesiásticas como corporativas, siendo reemplazado por un nuevo centro en la subjetividad de cada uno.

Pero este nuevo centro no puede ser ahora unitario, ha de ser necesariamente perspectivista y pluralista: si Descartes dice «cogito, ergo sunr» (pienso, luego existo), y si Rousseau sitúa la «voz del corazón», el «sentido interior», en el centro de su experiencia del mundo (por lo que viene a decir: siento, luego existo), entonces ambos se hallan más próximos, aunque de ma­nera distinta, del scio me vivere agustiniano y de la actitud interrogadora, desasosegada y plenamente abierta ligada a tal fórmula, que a la certeza de las estructuras de Comenius. Y la apertura de la interrogación que ya no admite ninguna verdad fija, previamente establecida por la autoridad fuera de las expe­rimentadas y conocidas por uno mismo, debe buscar nuevas seguridades. Éstas se encuentran en el intercambio de los su­jetos, en el carácter público de la ciencia y de la crítica. Cuan­do ninguna autoridad asegura ya la verdad, hay que buscar el

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consenso público si el individuo no quiere equivocarse, si las colectividades no quieren aislarse mutuamente a la manera de las sectas. Ni la comunidad ni la corte ni la universidad (esco­lástica) son ahora los centros de la vida intelectual, sino los puntos de reunión de las mentes que se comunican abierta­mente: el salón, el teatro, el círculo de lectura, las academias con la república universal de los eruditos.

El horizonte está abierto. Ahora ha alcanzado el mundo por primera vez la infinitud, no sólo por su extensión, sino tam­bién por el número de criterios posibles. Aun cuando Comenius conocía la astronomía de Copérnico y poseía personalmente su obra principal, su imagen del mundo era cerrada y con sus es- calonamientos y esferas recordaba más bien a Ptolomeo, mien­tras que su contemporáneo Blaise Pascal, el matemático y filó­sofo francés de la religión, había percibido ya agudamente las consecuencias de la revolución copernicana que iban a sacudir toda seguridad: «Lejilence éternel de ces espaces infinis m ’ef- fraie» (me espanta el silencio eterno de estos espacios infinitos;r citado según Buber, 1948, p, 31; véase L. Scháfer, 1981, p. 325). El hombre en medio del universo abierto e infinito se ha con­vertido de pronto en algo secundario, en una minucia perdida en una isla casual en medio del mundo rodeado de desiertos sin límite. Pero el hombre no se contenta con ello, busca com­pensaciones. Y las encuentra en la certeza epistemológica de que, en cuanto sujeto que conoce, es al mismo tiempo el cen­tro conocedor de todo, de su universo, aunque ya no hay nin­gún centro, aunque ya no pueda existir el centro en ninguna parte y al mismo tiempo se encuentre en cualquiera. E l hombre ya_no_ es_el señor del mundo, pero sigue siendo el señor de su imagen del mundo, pudiendo confiar en su razón como en una fuerza superior al mundo.

Lo que es «naturaleza», «natural», y por tanto lo que es vinculante para él, ya no se puede expresar ontológicamente, sino en cierto modo sólo mediante relaciones, mediante con­frontaciones comparativas con los conceptos opuestos: desde el siglo- xvm , en la naturaleza se puede ver siempre el mundo creado y sus leyes matemáticas y abstractas, pero también el principio creador de la vida. Se puede ver asimismo en ella

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tanto la realidad sometida a leyes como lo vital, lo creatural, así como lo bruto, lo primitivo, lo embrionario, la «mera» na­turaleza por oposición a lo cultivado. Es naturaleza lo que es producto del crecimiento o desarrollo por oposición a lo que ha sido hecho (que en Comenius todavía pertenecía a la natu­raleza misma), lo original por oposición a lo corrompido y degenerado. Es lo espontáneo por oposición a lo manipulado, lo natural e ingenuo por oposición a lo que es producto de la reflexión y del sentimiento. Importan las_ perspectivas y las relaciones. Por oposición a «espíritu», naturaleza es algo dis­tinto que por oposición a «estilo»; por oposición a* «historia», es algo distinto que por oposición a «técnica» y a «arte» (véase Scheuerl, 1970). Esta apertura produce inseguridad. Ésta se expresa desde ahora en la ambigüedad que se ha podido de­signar y de hecho se ha designado como «educación natural» o «naturalista» a fin de legitimar distintas tendencias pedagó­gicas (véase Joppich, 1956).

El «espíritu de la época» se halla dividido ante tales inse­guridades: existe un racionalismo optimista que cree en la razón, que no abriga dudas respecto a su progresismo ilustrado frente a los tiempos sombríos de las guerras de religión, como tampoco tuvieron dudas los artistas y filósofos del renacen- tismo frente a la «sombría» edad media. Basedow desarrolla un «sistema teórico de la sana razón» (1765): la nueva peda­gogía debe abandonar el período «tenebroso» de los siglos cristianos para lograr la «felicidad universal» y para «iluminar y beneficiar a todos los habitantes»; de esta forma reinará «la luz después de siglos de tinieblas». Y Salzmann hace referencia justamente al «cielo en la tierra» que empieza ahora. Pero en este caso se trata de una realidad tangible y terrena, no del milenio en el sentido de Comenius. Una vez que los hombres han abandonado la superstición y se han vuelto a la compren­sión, adoptando una conducta racional, «se elevarán cada vez más, serán cada vez más sabios, más fuertes y más felices» (Basedow).

Otros pensadores más sensibles plantean dudas con res­pecto a una creencia tan eufórica en la «perfectibilidad» o capacidad de perfeccionamiento del hombre: ya a mediados

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En los umbrales de la conciencia moderna

del siglo xviii se empiezan a difundir corrientes opuestas de signo irracionalista, que no sólo se basan en la experiencia socrática de que «no podemos conocer nada», o en la idea de John Locke de que «tenemos mucha curiosidad, pero mala vista», sino que contienen al mismo tiempo una alusión trá­gica al desvalimiento, aislamiento y desamparo del hombre. El terremoto «sin sentido» de Lisboa (1755) que causó miles de víctimas y cuyas ruinas aparecen reproducidas en la Ele- mentarwerk de Basedow fue uno de los muchos síntomas bas­tante eficaces para desbaratar el optimismo iluminista, como también lo fueron las experiencias de impotencia cósmica que Blaise Pascal había formulado como un primer presentimiento del alcance global de la revolución copernicana (véase la pá­gina 126). Se extiende un sentimiento de pesar metafísico por el mundo, se impone una nueva «sensibilidad» que parece adivinar el precio que se ha tenido que pagar por los avances de la nueva época y que en su aflicción se siente obligada a refugiarse en el propio sujeto aislado. Se trata de una época de «bienaventuranza de las lágrimas», un sentimiento básico que resulta incomprensible sin tener en cuenta el abandono del hogar coherente de una imagen religiosa del mundo que se había hecho pequeña y exigía víctimas pero que al mismo tiem­po prometía también seguridades.

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5. EL «SIGLO PEDAGÓGICO»

El teólogo y reformador de la enseñanza Friedrich l'mma- nuel Niethammer, volviendo la vista atrás, ha calificado al. si­glo xvm de «siglo pedagógico». Herder se había referido ante­riormente a la «era de la cultura». En medio de una serie de movimientos intelectuales difundidos por toda Europa se fue­ron creando las formas de la teoría y de la práctica pedagógica que en muchos aspectos son también las nuestras. Las ten­dencias renovadoras latentes desde el renacimiento cobraban ahora nuevos impulsos de internalización y de aplicación prác­tica. La «ilustración», en cuanto apelación a la luz natural, a la claridad natural de la razón y de Ja inteligencia práctica, contraponía a las disputas religiosas tan exacerbadas como esté­riles de las guerras de fe ya pasadas la idea de la tolerancia, creando así una de las condiciones necesarias para hacer posi­ble la convivencia democrática de grupos de población hete­rogéneos. La doctrina cristiana de la igualdad de todos los hombres ante Dios dio origen a la idea de los derechos humanos y de ésta nació el postulado de la igualdad de oportunidades culturales para todos, desarrollado en aquella época como un primer paso hacia la capacitación y aprovechamiento para la vida activa. Como desde mediados del siglo la situación eco­nómica era desesperada, se impuso la necesidad de modernizar casi todos los sectores: después de la paulatina compensación de las pérdidas sufridas por la población en la guerra de los treinta años surgieron discrepancias entre el crecimiento demo-

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El «siglo pedagógico»

gráfico y la producción de alimentos; el incremento de los pre­cios agrarios, la disminución de los ingresos, el empobrecimiento de las masas y el hambre obligaron a introducir reformas en la agricultura, en la promoción de la industria, en el sector de las manufacturas y en la asistencia a los huérfanos y los pobres. «El pauperismo se convirtió en el problema por anto­nomasia de la política de organización» de la segunda mitad del siglo (Herrmatm, 1979, p. 137; 1981). La elevación del nivel cultural del pueblo y la preparación profesional especia­lizada y realista fueron requisitos urgentes de una política cul­tural. La humanización de la administración de la justicia y del tratamiento de las personas socialmente desvalidas así como mentalmente enfermas e impedidas, ciertos indicios de libera­ción de los campesinos, algunos síntomas de libertad industrial y de limitación de la arbitrariedad absolutista de los príncipes fueron otras tantas aportaciones largo tiempo discutidas y ya permanentes de esta época, aunque, entre tanto, ciertas atroci­dades de la época más reciente nos han demostrado que la base de tales progresos no se hallaba afianzada todavía y que muchas de las ideas y promesas formuladas en aquel tiempo no han llegado a realizarse todavía. Sin embargo, el sentimiento de la época se hallaba volcado con optimismo hacia el futuro, hacia un futuro terreno mejor y más claro y abierto a nuestra configuración racional. «Pronto lucirá el sol en su trayectoria de oro para anunciar la mañana; pronto desaparecerá la su­perstición, y se acercará el día de la libertad... Entonces la tierra se convertirá en el reino celeste y los mortales serán semejantes a los dioses...», se dice en La flauta mágica de Wolfgang Amadeus Mozart.

Lo que . constituye algo notable y absolutamente nuevo con respecto a todas las épocas anteriores es el hecho sociohistórico de que las nuevas ideas y sentimientos trascienden el estrecho círculo de los eruditos y literatos. Las opiniones básicas con­trapuestas, tales como el empirismo y racionalismo, el sensua­lismo y el sentimentalismo, el pietismo y el libre pensamiento, el utilitarismo y el idealismo cultural, no sólo forman desde el punto de vista de la historia del espíritu un paralelograma especial de las fuerzas del siglo xvm , sino que a través de

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Introducción

la literatura popular de revistas y de novelas desembocan en un amplio movimiento cultural de la pujante burguesía. La auto- conciencia del «tercer estado» se encarama precisamente sobre las ideas de «ilustración» y de «cultura», sirviendo al mismo tiempo de caja de resonancia pública y moderna de las mismas.

El optimismo progresista, que se consideró a sí mismo um­versalmente válido y cosmopolita al conferir carácter relativo a los límites que separaban a las clases, Estados y confesiones, fue básicamente un sentimiento de la burguesía a punto de emanciparse y con sus sobrevaloraciones de la ratio típicas de la época así como con sus superficialidades utilitarias‘dio mo­tivo a algunas críticas; con todo, no debemos olvidar que el desarrollo pedagógico posterior vive en su totalidad de los im­pulsos de este siglo, ya sea como continuación ininterrumpida del dinamismo iluminista, como también en asociación con las voces más bien críticas que, desde el «Sturm und Drang», se han enfrentado constantemente a los «clásicos» y «románticos» con los elementos básicos de la época de la ilustración. Ya se hable del «descubrimiento del niño» como de un semejante autónomo, plenamente válido y que ha de tomarse en serio, que tiene derecho a la promoción racional como a la protec­ción contra su utilización prematura y alienante, ya se haga referencia a la «igualdad de oportunidades para todos» o a cuestiones pedagógicas relacionadas con la asistencia social, ya se haga alusión a la formación general del hombre y a su habilitación profesional, al aprendizaje, a la cultura formal y material, al juego, a la relación del individuo con el Estado y la sociedad, en casi toda la historiografía de los problemas pe­dagógicos se pueden invocar los grandes nombres del siglo xviii y de los primeros decenios del siglo xix como testigos princi­pales de los orígenes e inicios que nos afectan todavía a nos­otros. Obviamente, esto se refiere también a las teorías peda­gógicas y antropológicas de aquella época. Nos limitaremos a destacar a manera de ejemplos algunas de las figuras más sig­nificativas.

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El «siglo pedagógico»

5.1. Jean Jacques Rousseau

A mediados del siglo, y no sólo en el sentido cronológico sino también en relación con las corrientes y los sentimientos de la época, aparece el escritor ginebrino y crítico de la cultura Jean Jacques Rousseau (1712-1778), un personaje lleno de ten­siones: conciba el optimismo de la razón con la intuición sen­sible, el realismo y el sentido común práctico con la utopía visionaria, el moralismo sólido con una vivacidad genial, el racionalismo con la búsqueda apasionada de Dios. Con no poca arrogancia se presenta a sí mismo como un homme exemplaire, como ima persona ejemplar/cuya propia vida podría servir de ejemplo antropológico (véase Róhrs, 1966, p. 14). Su vida estuvo relacionada con la honradez burguesa de las empresas artesa- nales reformadas de Ginebra, como también con los salones cultivados de París o con las casas de campo y castillos de sus bienhechoras de la nobleza. Pero donde más a gusto se siente Jean Jacques es en sus paseos solitarios por la naturaleza li­bre, donde su corazón «se lanza lleno de fuego a soñar miles de cosas». «¡Cuántas veces me detuve para llorar y sentí placer viendo, sentado sobre una roca, como caían al agua mis lágri­mas!» (Confessions IV, 234; citado por R óhrs,' 1966, p. 45).

' Rousseau concentra en sí como en un espejo cóncavo los ele­mentos-heterogéneos de su propia experiencia humana, tomán-

; dolos cómo punto de partida del planteamiento antropológico y subjetivo' e inmediato. '

Como"ápenas 'ningún 'autor de su época, Rousseau «suscitó, estimuló ?*y «puso en marcha en forma de discusión de alcance

i/público» el diálogo acerca del hombre, acerca de la naturaleza y f de ala r sociedad , y sobre cuestiones pedagógicas (M. Rang, 1979, p. 116). Ya hable de Jas artes y de las ciencias....«a_.se. refiera j i j a sociedad y a j a política, a la moral y a la educación, lo que fie importa*’inte todo es la áütointerpretación.deJ¿L. situar cjón ,humar». Incluso el Émile, clasificado por lo general como una novela pedagógica, ha sido ,concebido-ante todo «como un ejemplo antropológico» (M. Rang, o.c.), como el «“ tercer dis­curso” de Rousseau con planteamiento antropológico» (Buck,

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jean Jacques Rousseau

1979). El mensaje pedagógico de este filósofo se deriva ante / todo de*esta nueva antropología: en el centro de ésta se e n -y cuentra el «hombre del .hombre», que se ha de encontrar a sí mismo y convertirse en «hombre de la naturaleza», si es que quiere realizarse (Spaemann, 1978, p. 829ss). Para ello el hom­bre necesita de una génesis determinada. Ya no es el «vice- Dios», o «Deus secundas» de Comenius, sino el «ser absoluta y plenamente terreno al .que se le debe comprender desde sus principios» (Róhrs, 1967, p. 15). Por esta razón,..en los ..dis­cursos así como en el Émile, el fin principal consiste en la re­construcción genética del hombre, reconstrucción que tiene una dimensión histórica y biográfica.

«Tengo que hablar acerca del hombre», se dice al comienzo del 2.°_ discurso,. Pero este hombre no se experimenta como algo abstractoy general, sino ante todo como un ¡sujeto que siente, experimenta y„ también sufre.:. Al igual que Agustín, y por analogía consciente con él, Rousseau expuso e interpretó su'propia vida en varias confesiones autobiográficas ,(Rousseau ¡uge de Jean-Jacques, 1776; Réveries du promeneur solitaire. obra postuma, 1782; Confessions, obra postuma, 1781). Al igual que en Agustín, estas exposiciones constituyen en muchos pa­sajes un único registro continuado de pecados, una confesión general. Pero todas estas autoconfesiones no han sido redacta­das en forma de diálogo, ni a modo de oración dirigida al Dios que perdona, sino como monólogos salpicados con frecuentes autojustificaciones y muestras de autocompasión. «Estaba des­tinado a vivir, y muero sin haber vivido», escribe Rousseau poco antes de su muerte (citado por Róhrs, 1966, p. 77). Siem­pre se trata del propio yo. Moi, Jean-Jacques, ocupa el centro. Siempre se hace referencia a los abismos propios que se sacan a la luz en forma de confesión y con sentido casi exhibicionista como «un exemple des misétes humaines», como ejemplos de los abismos humanos. A causa de esta referencia personal de las confesiones, Martin Rang, en su extenso libro acerca de las ideas de Rousseau sobre el hombre (1965, p. 21 y 28), ha mostrado sus dudas sobre la eficacia del método biográfico en el caso de Rousseau: la obra teórica creada en escasamente algo más de un decenio, entre 1749 y 1762, no es ni la expre-

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sión ai la contrapartida de la biografía interpretada retrospec­tivamente desde la perspectiva de los setenta años, sino que se presenta como teoría en sí misma. Igualmente, con Otto Vossler (1963, p. 27) y Hermann Róhrs (1966, p. 31) se puede señalar el compacto entramado de vínculos que se dan entre la exis­tencia y las vivencias del autor por una parte y su interpreta­ción del hombre por la otra.

Rousseau descubrió el tema de su vida en el otoño de 1749, cuando tenía 37 años. Se había establecido desde hacía algunos años en París, habiendo dejado tras de sí una existencia errante en la que había probado toda clase de oficios, tales como mozo de tienda, criado, músico, escribiente, secretario y profesor par­ticular. Finalmente obtuvo el sustento sobre todo gracias a la labor algo mecánica, pero por ello mismo beneficiosa para sus nervios y tranquilizadora, de copiar música. Por otra parte, fue un filósofo autodidacta, paseante y soñador. Adquirió súbita­mente fama y respeto al responder a la pregunta, planteada a manera de premio literario por la Academia de Dijon, de si « la restauración de las ciencias y de las artes» había contribuido a purificar las costumbres. Su primer discurso, consagrado por él a responder a esta cuestión, compendia la suma de sus actua­les impresiones sobre la vida, enlazándolas para forjar una crítica de la sociedad de su época. Obtuvo el premio y su nom­bre empezó a correr de boca en boca en el mundo literario. Es conocida la escena, descrita por él mismo varias veces (en el octavo libro de sus Confessions, en Rousseau juge de Jean- Jacques, en el segundo diálogo, así como en la segunda carta a Malesherbes) y elevada a la categoría de leyenda, en la que se produjo su despertar: mientras caminaba de París a Vln- cennes, donde se hallaba encarcelado Diderot, se dedicó a leer el «Mercure de France» descubriendo en sus páginas por azar la noticia relativa al 'premio de la Academia; al leer tal anuncio se sintió presa de una gran excitación que le impidió continuar el camino; se detuvo media hora junto a un árbol bajo los efectos de una agitación tan grande que al levantarse encontró su chaleco totalmente humedecido por las lágrimas, que él no había percibido. « S eñor— escribe a Malesherbes—, si hubiera podido escribir la cuarta parte de lo que vi y sentí bajo aquel

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árbol, con qué claridad habría expuesto todas las contradi' ciones del sistema social, con qué furor habría descubierto tod< los abusos de nuestras instituciones, con qué sencillez habr demostrado que el hombre es buen.O-.-DOC.Jia.turaleza y que se estas instituciones las únicas causantes de que los hombres set malos» (citado por Rohrs, 1967, p. 10). Aquí se inicia la exp< sición del tema que será en todo momento el objeto de si reflexiones. Trece años más tarde, el primer libro del Émi empieza con el mismo axioma: «Todo es bueno como procec de las manos del creador de las cosas. Todo degenera en m nos de los hombres. Éstos son los que obligan a un campo producir lo que es propio de otro, y fuerzan a un árbol a d; frutos que corresponden a otro. Es el hombre el que mezc y confunde los climas, los elementos y las estaciones. Muti a su perro, a su caballo y a sus esclavos. Todo lo destruye lo deforma. Le gustan las cosas monstruosas y contrahecha No quiere que las cosas se conserven tal como las ha hecl la naturaleza, ni siquiera el hombre mismo. Pretende disponer como a un caballo de carreras, recortándolo a la moda con a un árbol de su jardín.»

j Sin duda alguna llega aquí a su cima la polémica contra , / gusto de la época, contra el estilo rococó con sus artificiosid » des exageradas, con las pelucas empolvadas y los talles ccñ

dos, contra el estilo de los jardines franceses con sus árbol* y setos recortados geométricamente. El defensor de la nue\ corriente se inspira «naturalmente» en una moda más lib o en el estilo de los jardines ingleses desarrollados al misn tiempo con sus praderas, con sus grupos de árboles menos con pactos y estanques de formas irregulares. Desde la distanc histórica que nos separa, nos resulta fácil reconocer tamba esta nueva moda como un «estilo» y, por tanto, como ah histórico. En opinión de Rousseau mismo, de los artistas, c los arquitectos de jardines y de los poetas de la época esto ; identificaba con la naturaleza, que, finalmente, lograba imp< nerse contra todas las tendencias antinaturales.

«Todo es bueno» tal como procede de las manos del ere; dor de las cosas, «todo degenera» en nuestras manos. Se tra de una nueva versión del antiguo mito del pecado origina

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la creación es buena, pero evidentemente su criatura suprema no es suficientemente buena como para conservar esta bondad. Una vez más se presenta ante nosotros la_doble naturaleza del liombre. esta vez en una nueva variante del problema de la «teodicea» relativo a la cuestión de la justificación: ¿Cómo se explica la existencia del mal a pesar de la bondad del creador y de su naturaleza? En la Biblia se responde a esta pregunta recurriendo a un mito. Rousseau, en calidad de hombre ilus­trado, proyecta el mito a la esfera racional y le añade emoti­vidad lamentando la pérdida del estado original. Vamos a expo­ner algunas de las etapas principales de su argumentación, mientras analizamos los dos discursos y el Émile:

El primer discurso (1749) acerca de la «restauración de las ciencias y de las artes» que con su sentimiento retórico hizo famoso a su autor de la noche a la mañana pero que más tarde, al volver la mirada atrás, fue juzgado por éste como lógica­mente inconsecuente y poco profundo (véase M. Rang, 1979, p. 121), entona el tema general de una forma rudimentaria y sencilla. Por «restauración», o «restablecimiento de las cien­cias y de las artes» se entendía naturalmente el antiguo anhelo del renacimiento, cuyos herederos y continuadores se conside­raban los ilustrados. Podemos suponer que los promotores de la convocatoria del premio esperarían un análisis de la influen­cia positiva de los movimientos de renovación histórica sobre las costumbres y la conducta humana. Rousseau sorprendió al jurado encargado de juzgarle, así como a sus lectores, con una argumentación totalmente opuesta: la interpretación convencio­nalmente optimista de los avances históricos es sólo una primera idea de carácter superficial que sirve de contraste. Ante ella re destaca de forma drástica la distinción básica entre el des­arrollo de la civilización y de la moral, entre el nivel de evolu­ción natural y el de degeneración. Detrás de todo optimismo ilustrado se coloca un signo de interrogación: Ño se trata~cle criticar l^T cién c ias^ 'lá rT fteT en cuanto tales. Rousseau no pretende ser un iconoclasta. Pero las ciencias y las artes están ligadas íntimamente a la degeneración de nuestros hábitos mo­rales. *Todas las conquistas del progreso no sólo han tenido como consecuencia la sociabilidad y la cultura, sino también los con-

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vencionalismos, Ja simulación, la falsedad y la hipocresía. Las comodidades de la civilización nos han reblandecido y las rela­ciones de propiedad nos han llevado a dependencias unilate­rales.* El verdadero arte y la verdadera ciencia se han visto privadas peligrosamente de libertad, al caer bajo las garras de convencionalismos y del lujo. Deben recuperar su carácter «na­tural». El concepto opuesto a «natural» es en este caso lo convencional, lo corrompido y falaz a causa de la futilidad, pretensión y sumisión sociales. Si se quiere restablecer el estado «natural», hay que reducir el grupo de artistas y de científicos a las naturalezas verdaderamente originales y productivas. Aquí resuenan motivos platónicos: «Si se ha de permitir que algu­nos hombres — se dice hacia el final del primer discurso — se consagren al estudio de las ciencias y de las artes, éstos serán únicamente los que sientan en sí la fuerza necesaria para se­guir sus propias huellas y profundizar en ellas...» (citado por Róhrs, 1967, p. 45). j ls necesario que el hombre haya descu­bierto en sí su propia ley, antes de'podéFpregunüiF" por las leyes del mundo. La voz de la propia naturaleza, del propio interior, la voz del corazón, a la que no han falseado las con­sideraciones convencionales, deberá ser o volver a ser la base de toda productividad.

~ Sé~percibe aquí un nuevo concepto de naturaleza: para Co- menius, los oficios, las artes y las ciencias eran una segunda naturaleza, una continuación de las leyes naturales. Para Rous­seau, la segunda naturaleza es precisamente la antinaturaleza. Pero incluso las leyes racionales universales del cosmos dejan en la estacada a los que buscan en el transcurso de su vida individual: debo buscar la verdadera naturaleza en mí mismo, en la ley de mi propio ser individual. Y sólo si la he hallado allí, independientemente de toda artificiosídacTy enmascaramien­to social, estaré capacitado y autorizado para decir algo al público. Lo importante para nuestra cultura es la existencia de una élite de hombres «naturales».

Rousseau define con mayor exactitud el concepto de natu­raleza., .en eL .Segundo discurso^íl754). Este estudio debe asi­mismo su origen a un premio organizado por la Academia de Dijon. El tema propuesto para este concurso se hallaba plan­

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teado en estos términos: «¿Cuál es el origen de la desigualdad/lie^o^?.:hpmbres^yj°de*qué>ionna'esiiái^Tio,j^ a a r p a C J O ^ I ^'tti^$S^ÁW qüe^st"¿""éstudí(riró” püdo superar el éxito público del primer discurso ni alcanzar la misma fama, la originalidad y claridad de la argumentación, incluso su lenguaje equilibrado a pesar del apasionamiento con que está escrito, lo hacen supe­rior al primer discurso (véase M. Rang, 1979, p. 122). Ahora se -contraponen ‘ básicamente * ent re sí dos maneras de ser hom-

-'bre; como las que Rousseau conoció personalmente en la natu­raleza y en la sociedad parisina: una existencia natural y. otra cbffómpida. SeV.describe al.-fromhrq nguraTcomo ai «salvaje» j sanó y vigoroso, que pasa su vida sin morada fija, sin una ! actividad ordenada, pero vagando asimismo sin falsedad ni hos- ] tilidad, viviendo al día y bastándose a sí mismo. Se contrapone \

ía‘!'él: elFhombre*marcado por la « sociedad con todas sus ártlfi- j ciosidades, desfiguraciones e intrigas. ;Sin embargo, la consecuen- | cia* de- esta contraposición no es ninguna «vuelta a la natura- leza»,'tComoj.se ¡ha "pretendido'interpretando equivocadamente a Rousseau « o como pretendió Voltairé dejándose llevar por su espíritu burlón (véase Róhrs, 1967, p. 21s). Lá idea es más bien ' que- en la etapa actual de la-cultura-debemos liberarnos de las costumbres falaces de la sociedad mediante la «reforma dehues- tróimq4954e* vivir, *Que esto es posible nos lo demuestran los pueblos de pastores y de mineros de cuya sencilla naturalidad podrían aprender incluso los habitantes de París. Al aludir ral estado ’ natural,Vse**dice en el prólogo -ai segundo discurso, el autor seruefiere a un estado1 «que < ya*no existe, que quizás no ha -existido jamás,-que probablemente no existirá en el futuro pero • respecto al cual* necesitamos conceptos apropiados para enjuiciar « correctamente nuestro estado ^actual» (citado por Róhrs, 1967, p. 58). Se trata, por consiguiente, de un construc- to conceptual;; queiiliaZiife^ . un esboza. idealtípiéóíconFéFqüe hemos de medir criticamente nuestra realidad. Incluso las~descripciones más corrientes de la corrupción~so’cial contienen exageraciones extremadamente marcadas. Sin embar­go, es preciso buscar la edad de oro de la humanidad entre los extremos: un estado o situación que es consciente de su ser­vidumbre a las conquistas del progreso a una especie de «inte-

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ligencia mecánica» para mantenerse alejado de las necesidades más apremiantes; pero que se libera para adoptar una forma de vida social que vuelve a estar al servicio del momento feliz y se halla alejada tanto del estado salvaje como de la decaden­cia refinada.

Pero, ¿cómo ha sido posible venir a parar a esta mala si­tuación de la sociedad dada la bondad original de la natura­leza humana? Para Rousseau la corrupción empieza a manifes- tarse ya en medio del estado" natural^ concretamente en el mo-

^ mentó preciso en que los hombres se agrupan para formar una sociedad. Recoge de otros moralistas franceses, por ejemplo, de Vauvenargues (1715-1747) un par de conceptos que figurarán desde entonces entre las ideas fundamentales de su antropolo­gía: «.L’amour de soi» y «l'amour propre», el amor de sí y el amor propio: el primero de ellos es natural, necesario..para la vida y por tanto inocuo;»es la adhesión original de todo ser vivo j a ; sí mismo, a su- propia naturaleza.'. K1 aínói^propióren cambio, es< egoísmo degenerado, ambición, orgullojde_propina- rio, arrogancia social. Se "manifiesta cuando el hombre^aatural se arroga una propiedad, cuando establece una cerca en Torno a un terreno cultivado y .¿cema~su^smeJiEmtjs :~"¡Esto me per­tenece! Mientras las diferencias de fuerza, de salud y de talento proceden de la naturaleza, la afirmación de la propiedad es el origen,de~todas las..diferencias condenables entre ricos y po­bres, poderosos y débiles, señores y esclavos, iniciándose así las dependencias y la explotación. Pero jio se ha perdido todavía aquí toda esperanza. Podemos recuperar aún la verdadera na­turaleza, ’ si destruimos los convenciopalismos y prestamos oído a la ló ^ c a ^ é l 'T S í lg ^ W ie l^ m f é r /e i i r ^ la voz de la buena, ñáturaleza que-está ■ ' que nos ofrece’cri­terios jpára desehrSascarar'gla -falsedad -y la esdavituch

Éste é s e í punto en el que tienen su origen común tanto el programa político del Contrat social y el programa pedagógico del Émile como el símbolo de fe de la religión natural del co­razón, tal,com o Rousseau la expuso en la figura del «vicario de Saboya» en el Émile. Aunque cabe preguntarse si entre la teoría individualista del Émile, cuyas tendencias están dirigi-

{./'das totalmente hacia la libertad del desarrollo del individuo, y

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el Conírat social, orientado plenamente a la voluntad colectiva, existe contradicción o por lo menos una clara tensión, sin em­bargo, ambos extremos tienen una raíz común: Émile, al igual que el Conírat social, no constituyen análisis amplios de la realidad sino constructos ideales típicos en cada uno de los cuales se reconstruye con la mayor pureza posible un aspecto de la génesis humana: En Émile, la constitución del individuo se considera desde el interior de las vivencias y de las conse­cuencias experimentales de cada uno de los sujetos; en Conírat social, la atención se vuelve a la estructura de los sistemas so­ciales vistos desde la perspectiva de los intereses meramente ideales del bien común. En ambos casos se trata del «tercer estado» renovado, afectado hasta lo más íntimo por el pecado original de la civilización, que evita o supera sus falacias me­diante la recta educación o la recta política y que vuelve a ha­cerse «natural» en cierto modo en un nuevo plano.

Así pues, para Rousseau entre el- individuo y J a jmluntad colectiva no existe contradicción? si ambos satisfacen sus ver-

/v

dadefOSJfíféYeséál^r prestan oído a la voz de la naturaleza,. Esta voz ignora toda contradicción. Todos los conflictos de nuestra Existencia tienen su origen exclusivamente en el olvido de la naturaleza. Y a la contraposición entre amour propre y amour de soi del segundo discurso,córrespondeen Contraf~social e 1 par_dc_ conceptos antagónicos volonté de tous, o voluntad pro­pia de muchos producto de una mera sunia_cn la que queda en todo caso cierto”egoísmo dado~el número tan grandes’ de~los'que la componen, y volonté genérale, o verdadera voluntad ge­neral, que es más que la suma de las voluntades individuales, y que, por encima de todas las modas y tendencias, la arbitra­riedad, los egoísmos de grupo y la anarquía, encarna un «orden superior»^ al vincularse a las leyes' inviolables de la naturaleza y de la vida. No son los hombres tal como son, sino como deben ser. los q u e w n s t i tu ^ "ü'm ism o ' tiempo

/póBtícáTy pedagógica. No es ía felicidad barata de la mayor parte de los seres humanos, sino la virtud del hombre verda­dero la que constituye el objetivo al mismo tiempo político y

\ pedagógico. ¡Rousseau no es un hedonista sino un moralista!No cabe duda de que se esconde aquí uno de los grandes

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problemas que afectarán a la moderna vida política al menos desde la revolución francesa. Si se puede distinguir de manera tan inequívoca entre la mera volonté de tous y la volonté géné- rale, como se imagina Rousseau, entonces debe existir también en cada caso concreto una instancia que pueda formular de forma clara e indiscutible la volonté genérale. ¿Quién determi­nará la línea general? En este punto Rousseau es un platónico: confía en una élite de «reyes» con formación filosófica o de filósofos regios. En este punto se deja arrastrar por la ilusión en mayor grado que su polo opuesto filosófico, Montesquieu (1689-1755), hijo de la ilustración, que vio el «espíritu de las leyes» a salvo de toda posible desfiguración sólo en la división de poderes y en el equilibrio de fuerzas que se regulan recípro­camente. La confianza de Rousseau en la naturaleza humana buena excluye la posible degeneración de la volonté générale que, en su opinión, es una instancia metafísico-moral inmuni­zada contra todo error, aun cuando, por otra parte, observa y describe con un sentido tan realista las posibles depravaciones de la voluntad de la mayoría; ésta puede ser seducida por ora­dores hábiles. La voluntad general, en cambio, es «siempre justa y se orienta en todos los casos al bien público» (véase Fetscher, 1960, p. 112s). Con ello se abren obviamente, aunque sin querer, puertas y ventanas a la usurpación: el que tiene el poder puede proclamarse ejecutor de la voluntad general y, en caso de ser difamado por sus adversarios, servirse de los argu­mentos de Rousseau: bastará con señalar a los contrarios como «degenerados» que se oponen al interés natural. No importa la voluntad de todos o de la mayoría meramente computable. Lo único importante es la línea general. Quien no la sigue sólo demuestra que es menor de edad o, como se dirá cien años más tarde, que tiene «mala conciencia», al mostrarse víctima de egoísmos parciales basados en la ignorancia. Y para esta distinción de los hombres en maduros c inmaduros es Rousseau, el ardiente defensor de la libertad, quien proporciona sin duda el primer instrumento conceptual. La consecuencia de un mo- ralismo de este tipo al servicio de la política es una especie de teoría del chivo expiatorio que con su solidaridad de los ino­centes, es decir, de los hombres naturales, se aleja infinilamcn-

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te de la solidaridad cristiana de los pecadores, que tratan de perdonarse mutuamente y de superar sus faltas y fracasos con el amor. '

Poi^ello,«debemos plantearnos*la** pregunta de si tales con­secuencias encubiertas-y peligrosas no se encuentran implícitas en la raíz® antropológica?; de«la doctrina l pedagógica de Rous­seau. Por lo que respecta a una posible usurpación totalitaria, todo parece oponerse en principio a esta suposición si nos re­ferimos al Émile: más que en ninguna otra parte se hace mofa aquí de toda violencia, de toda determinación desde el exte­rior. Resulta sospechosa desde el principio toda convención, todo afán de nivelación de clases, e incluso toda vaga adapta­ción a las normas sociales previamente dadas. Escuchamos el evangelio de una educación«enda libertad,^ que trata de liberar al>«individuo de todos"los lazos~sociales<*y que sólo pretende ajustarse a las exigencias naturales que le son propias. "Este* proceso- serinicia ya' con los * cuidados aplicados al lactante y con*la -educación?impartida? en la primera infancia, donde se rechazan «apasionadamente * todos losv< lazos, todas las ayudas e influencias;* el niño deberá descubrir por s í . mismo la manera de controlar sus travesuras y de coordinar sus sentidos y mo­vimientos dentro del margen libre y natural de movimientos, adquiriendo tales facultades gracias a su propia experiencia.Y el proceso continúa por senderos similares a lo largo de la adolescencia, hasta llegar por lo menos al umbral de la pu­bertad. Esta llamada de la libertad produjo el mismo efecto que un fanal. Todos los pedagogos posteriores atendieron a ella tratando de apropiarse de la misma y de transmitirla, a pesar \ de ocupar posiciones contrarias y críticas. Con el descubri- miento y la primera exposición apasionada del derecho"mhe- rente a las etapas infantil y juvenil logró Rousseau formular un principio pedagógico que se ha mostrado prácticamente in­superable desde entonces. Por una parte, el niño es ya un hom­bre completo, un hombre con su sello propio y respetable. Pero, j al mismo tiempo, ha de formarse primeramente como hombre, ' es decir, como un ser que descubre el centro de su vida en sí mismo, que se basa en sí mismo y que no se aliena a sí mismo prematuramente gracias al adiestramiento que recibe sobre los

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fines del futuro «ciudadano». El objetivo no ha de consistir en integrarse en estados ya existentes, adaptándose a ellos, sino en ser capaz de ajustarse a todas las situaciones imaginables. Hay que enseñar al niño cómo puede conservarse, cómo ha de so­portar «los golpes del destino una vez que se haya hecho hom­bre, cómo ha de afrontar la abundancia y la indigencia, cómo ha de vivir en los ventisqueros de Islandia o en la ardiente roca de Malta, si las circunstancias lo exigen» (Étnile I). Precisa­mente, la peculiaridad de la naturaleza humana consiste en ser tan plástica y tan adaptable a todas las situaciones posibles. Por ello, no debe definirse ni prejuzgarse prematuramente. l a for­mación genera l »del hombre^tiene la primacía sobre cualquier formación profesional o corporativa. *En vísperas de grandes revoluciones y catástrofes el objetivo supremo es la libre dispo­nibilidad mediante la conformación de todas las fuerzas origi­nales. Se requiere asimismo el endurecimiento. Para Rousseau, la «educacián--natural» no es jamás una pedagogía basada en la blandura y en los mimos sino marcadame n te avccf/ca. Y el proceso pedagógicp^que conduce a sus^mctas^se orienta por prin­cipios claros y generales. Por mucho que Rousseau, sin ser un sistemático, mezcle~”en su descripción novelesca casos y situa­ciones sugestivos con razonamientos moralizadores, en el fondo de sus narraciones y de sus llamadas implorantes yace una exposición sistemática oculta (véase Scheuerl, 1975a, p. 37ss) que se desarrolla en secuencias graduales a lo largo de unas pocas líneas fundamentales.

Está, por una parte, la interrelación entre necesidades y fuerzas, que se presenta de una manera especial en cada una de las edades. Mientras, por una parte, el recién nacido se halla totalmente a merced de las personas que le proporcionan el sustento, en la época de la niñez y de la adolescencia el centro de gravedad se desplaza cadaj/ez más en favor de las propias fuerzasT Al cumplir Emilio los doce años, sus fuerzas son ya más vigorosas que las necesidades elementales que ha de satis­facer con ellas; se manifiesta una exhuberancia de fuerza que en el entorno habitual impulsaría a toda clase de aventuras, pruebas de fuerza, locuras e impertinencias, pero que, gracias a los esfuerzos de un educador hábil, pueden conducirse por

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sendas productivas, por ejemplo, para la realización de activi­dades artesanales, para el aprendizaje ,y la práctica. Basta con suscitar la natural curiosidad para que ésta sirva de estímulo en este sentido. En cambio, en la edad de la pubertad surgen nuevas exigencias, desconocidas anteriormente, de naturaleza sensible e ideal que el joven no puede satisfacer con sus pro­pias fuerzas. Éste vuelve a sentirse débil y necesita ayuda, pero la de un adulto comprensivo, que le asesore con simpatía y le frene cuidadosamente, y que por su parte haya encontrado ya el pretendido equilibrio entre las necesidades y las fuerzas y que pueda servir de modelo en este sentido. «El hombre ver­daderamente libre sólo quiere lo que puede.» El equilibrio en­tre el querer y el poder es justamente el criterio de la madurez.

A esta línea de desarrollo antropológico-psicológica en la reconstrucción de la pedagogía por parte de Rousseau le acom­paña una directriz metódica: en las primeras etapas de la vida, ésta se presenta como «educación negativa», que sólo con la pubertad cede el campo á'Ta” confronfacíón” «positiva» con los contenidos sociales. «La primera educación debe ser puramen­te negativa. Su misión no consiste en enseñar la virtud o la

.< verdad, sino en preservar el corazón libre del vicio y el espíritu exento»de-error» (Émile I). La confianza en la bondad de la naturaleza (con desconfianza simultánea hacia la sociedad) con­tribuye a formar la visión de un niño que encuentra el camino por sí mismo con tal de que se le proteja contra las perturba-

\ ciones o confusiones que proceden de fuera. «Si te fuera posi- \ble no hacer nada, si pudieras hacer que tu alumno llegara sano W vigoroso hasta los 12 años sin saber distinguir su mano dere­cha de la izquierda, ... (en ese caso no tendría) prejuicios ni costumbres, ni habría en él nada que pudiera oponerse a los efectos de tus esfuerzos. Pronto se convertiría entre tus manos en el hombre más racional y tú habrías realizado un milagro pedagógico, si empezaras por no hacer nada.» «Joven educa­dor, te predico un arte difícil: guiar sin enseñar, hacerlo todo sin hacer nada» (Émile II). Si se consideran los ejemplos por medio de los cuales se ilustran estas máximas, observaremos que la «educación negativa» debería llamarse más bien «indi­recta». Está clara la disposición del educador que ha de servir

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de guía. Mejor que moralizarlo todo y que toda confrontación» personal, cuyo resultado es incalculable y a menudo se oponej al fin pretendido, es disponer para el niño un ambiente en eli / que él mismo pueda experimentar y probar la dura ley de las / cosas. El Émile está repleto de ejemplos refinados e inolvida-j bles relacionados con tales disposiciones (desde las consecuen¿ cias de romper un cristal de la ventana hasta el aprendizaje de la orientación geográfica con motivo de un viaje en el que el protagonista se pierde en el lugar justo y en el momento oportuno según el plan urdido por el educador). Cuando el Emilio de 12 años ha efectuado las correspondientes experien­cias, ha probado sus fuerzas sobre el entorno material y ha adquirido cierta provisión de «ideas sencillas», todo está dis­puesto para poder avanzar en la adquisición de «ideas comple­jas» tras el «segundo^ nacimiento» que conlleva la pubertad,

I estando asimismo más preparado para apropiarse de los con- ! tenidos «positivos» de naturaleza literaria, artística, científica,

política y religiosa. Martin Rang hace referencia precisamente a la «doble antropología» (1959) de Rousseau, que se halla es­bozada en la contraposición de jas necesidades de la infancia y de la juventud. Este autor critica la” interpretación tan difun­dida y reducida que de Rousseau sólo acepta la «educación negativa» de los dos primeros libros del Émile, por lo que es preciso criticarlo con razón por su naturalismo unilateral, mien­tras que apenas ha tenido acogida hasta ahora en el plano pe­dagógico la imagen de la juventud forjada por Rousseau ni tampoco la reconstrucción de la génesis del hombre moral (M. Rang, 1979, p. 132).

Una tercera línea continua de desarrollo del Émile se refie­re a la relación cambiante del sujeto con las cosas: la natura­leza deja que el niño perciba y considere como importantes di­ferentes fragmentos de la realidad en sus diversas etapas de desarrollo. «Puesto que no hay otra forma de que todo llegue a la mente humana si no es a través de los sentidos, el primer conocimiento del hombre será el sensitivo. Nuestros primeros maestros de filosofía son nuestros pies, manos y ojos. Si los reemplazamos por libros, enseñaremos al niño a no conocer­se, ... a creer (sólo) y a no saber jamás nada» (Émile I). Por

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esta- razón, la primera época de la infancia está repleta total­mente vde; experiencias sensoriales* y «deapruebas corporales.- Se palpa y se capta el mundo antes de que puedan formarse las primeras «ideas sencillas» (por ejemplo, de causalidad, de di­visión del trabajo, de economía, de ahorro). Sólo en la juven­tud se parte de esta base para avanzar en pos de las ideas complejas del mundo moral, religioso, histórico, político y es­tético. En todo este proceso no importa la velocidad del apren­dizaje, sino la profundidad y la autonomía con las que se crean las experiencias realmente como propias. De aquí proviene la frase formulada, a sabiendas, en forma paradójica de que im­porta «perder el tiempo, para ganarlo». Una vez más nos en­contramos ante un descubrimiento pedagógico que ha hecho historia, y en cuya visión intuitiva del mundo sólo hay una cosa insostenible: que al realismo ingenuo del niño le sigue inme­diatamente el realismo causal y técnico de la fase principal y que no se toman para nada en cuenta las tendencias contra­puestas, observables entre tanto, de una fantasía e imaginación infantiles hambrientas de canciones, de relatos, de rimas y cuen­tos, que se consideran como una desviación del camino de la naturaleza. La construcción de este proceso de desarrollo, ais­lado de todas las relaciones sociales, presenta el siguiente cua­dro de un Emilio de 15 años: «Posee la virtud en la medida en que ésta se refiere a él solo. Para tener también las virtudes sociales sólo le falta (todavía) el conocimiento de las relacio­nes que aquéllas exigen; sólo carece de la ilustración sobre ellas, que su mente está dispuesta perfectamente a recibir» (final del Émile III).

En la actualidad nos es fácil quizás criticar este constructo y sus parcialidades. Basándonos en las experiencias de la psi­cología infantil y juvenil, en la teoría de la socialización y de la conciencia histórica, observamos que el aislamiento de una génesis humana de su entorno social resulta equivocado incluso en el experimento teórico. Pues el más mínimo entendimiento entre el educador y su Emilio supone el lenguaje y por tanto un medio histórico con el que vienen dadas decisiones prelimi­nares de orientación y valoración, tanto en el plano cognitivo como afectivo, que inciden, quiérase o no, en el desarrollo pe-

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dagógico. No se trata de la «naturaleza natural» a la que se puede proporcionar la educación aquí o en cualquier otra parte, sino de una elección del mundo tomada, dispuesta e interpre­tada por el educador y de la cual es, por tanto, él mismo res­ponsable.

Si volvemos a nuestra pregunta sobre si, vista la cuestión desde la perspectiva antropológica, no puede esconderse tam­bién cierto grado de violencia en esta educación concebida en sentido tan libertario, la respuesta no podrá eludir las siguien­tes objeciones: al valorar al niño como tan radicalmente bue­no, de la misma forma como tan absolutamente pecador y malo lo consideraron por ejemplo los pedagogos pietistas, ha resultado posible un optimismo pedagógico que ha hecho his­toria y ha insuflado mucho aire fresco a la pedagogía moderna. Pero queda la cuestión de si con este optimismo se hace ya justicia sin más al niño; de si, paradójicamente, no puede ejer­cerse a su vez cierta violencia al creerlo incapaz de recibir ins­trucciones y criterios, o contenidos que rebasan sus necesida­des y comprensión del momento. Al afirmar el educador tan apodícticamente de sí mismo que él conoce la naturaleza del niño y que sabe qué pasos debe dar a continuación esta natu­raleza, con ello, a pesar de toda la liberalidad del «estilo», quedan abiertas de nuevo las puertas a la osadía de una rei­vindicación de totalidad pedagógica. Se aplazan o se tratan de impedir las confrontaciones y experiencias que no correspon­den al curso «natural» previsto. En este caso, en antítesis ab­soluta con las tradiciones doctrinales pasadas, la violencia se dirige contra la legitimidad de las exigencias culturales obje­tivas en general y por tanto, indirectamente, también una vez más contra el niño que necesita asimismo tales exigencias antes de entrar en la pubertad. El «hombre natural», constituido\ aquí genéticamente en el experimento teórico, es en verdad un homunculus construido, una imagen ideal sacada de la retorta de un «mundo sano», sin pecado, sin disonancias, sin tragedias. No es, por lo menos hasta los 15 años, un ser vivo con emo­ciones, contradicciones y dificultades, con una verdadera bio­grafía. No cabe duda de que se le contempla desde una perspec­tiva individualista. Pero este individualismo se presenta como

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el simple reverso de un colectivismo en el que el individuo no es nada y la leyes naturales y la voluntad general lo son todo.

El individualismo y el colectivismo, estas dos mutilaciones de la moderna autocomprensión humana, proceden obviamen­te de la misma fuente, nacen en el mismo momento en el que se proyecta la imagen de un hombre inocente, exento de con­flictos y de tragedias. Es aquí donde tiene asimismo su origen la aparente antítesis entre optimismo y pesimismo. Pues la rup­tura radical que en la perspectiva de san Agustín atraviesa el centro de la persona humana, es desplazada aquí desde el su­jeto hacia fuera, ya no pasa por mis conocimientos y mi con­ciencia, sino que existe entre yo y los demás. Yo soy bueno, pero la sociedad está corrompida. El pecado original no es un problema teológico ni antropológico, sino meramente socioló­gico. Si mejoran las circunstancias, mejorarán también los hombresry ei optimismo pedagógico, así como el político, po- arán poner su esperanza en tiempos gloriosos. La historia re­ciente ha demostrado varias veces que tal optimismo puede emparejarse en cierto modo no sólo con un pesimismo subli- minai sino también con un desprecio brutal del hombre. Aquí empieza un proceso de eliminación: la verdad cristiana ambi­valente acerca del hombre, es decir, su semejanza con Dios y al mismo tiempo su fragilidad, la experiencia pagana del des­tino trágico de la existencia y la experiencia existencial mo­derna de que el hombre «ha sido arrojado a la existencia», todo esto queda arrinconado en favor de figuras simplificadas y meramente esbozadas de vida armónica. El pecado, la tra­gedia y el abandono producen miedo. Pero, si no se quiere superar este sentimiento con la esperanza y la fe, lo mejor es no reconocerlo. El cosmos coherente está destrozado. Han que­dado liberadas energías políticas y pedagógicas insospechadas. En la exaltación de la libertad recuperada surge,.por una parte, un optimismo dé la razón y, por la otra, un_individuahsm.P-.en- riquecido con impulsos vivihciáléry,.iehtímentalismo,. Todavía no se perciben con suficiente claridad las sombras de los co­lectivismos irracionales que siguen a la luz de la ilustración.

Rousseau procedía sin duda de buena fe en sus visiones. Habría rechazado lejos de sí lo que aquí se afirma con sentido

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crítico acerca de él y de sus consecuencias. Él mismo pudo considerar su obra como una continuación racional y como perfeccionamiento ilustrado del núcleo de verdad contenido en el mensaje cristiano. Para él, Cristo era un «gran sabio». En las cuestiones religiosas fueron asimismo las tradiciones corrom­pidas, la pompa y la jerarquía institucionalizada de los sacer­dotes las que echaron a perder todo. «¿Para qué tantos hom­bres entre Dios y yo?» pregunta por boca del vicario de Saboya del Émile. Lo que importa es la inmediatez del corazón que siente. Una vez más se trata de matices conservadores, más que «progresistas». Si se acepta el análisis de la filosofía política de Rousseau realizado por Iring Fetscher, se observará clara­mente en muchos pasajes de su obra total un carácter más bien «conservador»: un «moralista tradicional» reconoce las «con­secuencias devastadoras de la sociedad que ha dado libre curso a la competencia» y trata de «ralentizar su avance» por me­dios políticos y pedagógicos. El hecho de que, sin embargo, Rousseau haya actuado como un «pensador revolucionario» se explica teniendo en cuenta su enfrentamiento radical contra la sociedad contemporánea, enfrentamiento que no se consideró como subversivo, pero se pudo interpretar como una invitación a la revolución (Fetscher, 1960, p. 259).

Una generación de pedagogos que siguió a Rousseau se dio cuenta de las consecuencias demoníacas que podían esconderse tras la máscara de racionalidad y naturalismo. La revolución francesa las puso de manifiesto por primera vez de una mane­ra gráfica y terrible.

5.2. Johann Heinrich Pestalozzi

Entusiasta de Rousseau en un principio y sintiéndose su se­guidor, Pestalozzi (1746-1827) dio la bienvenida a la revolu­ción francesa y puso en ella grandes esperanzas. Al igual que Klopstock, Schiller y Washington, en 1792 fue nombrado des­de París ciudadano de honor de la nueva república. Y en un manuscrito del invierno de 1792-1793 titulado ¿Sí o no? Ma­nifestaciones de un hombre libre acerca de los sentimientos

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burgueses de la humanidad europea en las clases altas y bajas, expresó claramente sus simpatías por la revolución. Sin em­bargo, no llegó a publicar el manuscrito. Las noticias proceden­tes de París provocaron su escepticismo. Cuando más tarde no cabía ya dudar de las noticias referentes al dominio del terror y a los asesinatos de septiembre, entre los partidarios de la de­mocracia de toda la Europa intelectual estalló una crisis que sobrevivió largo tiempo. En la misma naturaleza humana se manifestaba de pronto claramente algo que contradecía todo optimismo de la razón y de la libertad y suponía un golpe para la imagen del hombre forjada con buena fe por Rousseau. Las objeciones críticas que, a pesar de todo su entusiasmo por Rousseau, podían leerse entre líneas en los primeros escritos de Pestalozzi llegaron a concretarse hasta constituir una co­rrección fundamental de la doctrina del filósofo de Ginebra.

No cabe duda de que el punto de partida de Pestalozzi, como el de muchos de sus contemporáneos, está determinado totalmente por Rousseau. Pero en Canto del cisne, la obra autobiográfica tardía de 1826, el anciano cargado de experien­cia, golpeado por el destino, volviendo la mirada retrospecti­vamente hacia su primera época inspirada por Rousseau, dice con gran distanciamiento: «Tal como se presentaba su Emi­lio, mi pensamiento soñador, carente en grado sumo de senti­do práctico, se dejó arrastrar con entusiasmo por este libro ilusorio, exento en grado máximo de todo sentido práctico» (XXVin, 224).

¿En qué consiste el carácter ilusorio y poco práctico de Rousseau? Para Pestalozzi reside en la abstracción intemporal e inespacial respecto de las «circunstancias reales»: El hombre natura], la sociedad, el niño, incluso el Estado, todas éstas son palabras vacías e ilusorias si no se las contempla en sus com­plejas implicaciones reales. Al igual que sus contemporáneos Herder, Jacobi y Hamann, Pestalozzi se encuentra enmarcado dentro de una incipiente conciencia histórica que en su gene­ración del Sturm und Drang se erigió por primera vez en antí­tesis del pensamiento esquemático y abstracto de la ilustración. Conoce el círculo formado entre las situaciones pública e in­dividual, política y familiar: no se puede empezar a edificar

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cada vez desde cero la humanidad, el amor, la moral, la fideli­dad, la'confianza mutua. Sólo se transmiten, si tienen ya una vida histórica y social. Las acciones humanitarias son realiza­ciones éticas que se basan en la reciprocidad; no se pueden cons­truir a base de elementos, ni crecen espontáneamente como plantas,y - En su libro destinado al pueblo Leonardo y Gertrudis (pri- mcra edición, 1780) traza JPestalozzi úna" imagen del hombre más amplia que Rousseau, una imagen del hombre con sus in­terrelaciones reales, en las que no faltan matices intermedios entre el bien y el^mal, entre el éxito y el fracaso; una pintura realista de las situaciones sociales y económicas, morales e in­telectuales, tal como pudo haberlas estudiado en la región de Zurich y desde su casa de Neuhof. En el libro se describe la corrupción y la_despreocupación moral de la población de una aldea que se convierte en víctima de la acción funesta de fun­cionarios y autoridades egoístas o perezosas; se relatan los su­frimientos y esfuerzos de personas sacrificadas que pasan a la contraofensiva y trabajan en medio de la miseria para restau­rar los valores. Se expone todo el entramado de medios y pro­cedimientos sociales, económicos y pedagógicos; y en medio de todo ello, como polo que irradia serenidad, la figura de la valiente esposa del albañil. Gertrudis. Todo esto contiene una sociología implícita (véase Gudjons, 1971) y una antropología ¿5~sus descripciones particulares entrelazadas. Frente al Émile y sus razonamientos utópicos y esquemáticos, aquí se puede observar en lo individual, lo general y esencial que, por su parte, se concreta histórica y socialmente. En este caso se trata de' una teoría básica acerca del hombre, tal como Pestalozzi ha tratado de formular repetidamente de forma sistemática en otros pasajes de su obra.fiJ Como fuentes de tales pensamientos sistemáticos acerca del hombre destaquemos: el escrito temprano Abendstunde cines Einsiedlers (Veladas de un solitario; 1779-80), la obra que procede de la mitad de su período creativo Meine Nachfor- schungen iiber den Gang der Natur in der Entwicklung des Menschengeschlechts (Reflexiones acerca del curso de la natu­raleza en la evolución del género humano; 1797), y el llama-

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miento político-ético An die Unschuld, den Ernst und den Edelmut meines Zeitalters und meines, Vaterlandes (1815), que en su fase tardía puede referirse retrospectivamente a las expe­riencias napoleónicas. Bethold Gerner (1974) ha recopilado or­denadamente algunas de las contribuciones más importantes de la reciente investigación en torno a Pestalozzi para la interpre­tación de estos escritos (así las de Schonebaum, Spranger, Geissler, A. Fischer, Litt, Reble, W. Flitner, A. Rang, etc.).

La obra antes citada Abendstunde surgió en un momento bajo de la vida de Pestalozzi: con ayuda de un préstamo ha­bía adquirido un terreno baldío para su explotación agrícola y había construido en él su Neuhof; con nuevos métodos para mejorar el suelo trató de demostrar cómo se podía paliar el empobrecimiento de la población campesina de Suiza. Sin em­bargo, la empresa fracasó. Sin disponer de reservas para los malos tiempos, invirtió todo su capital en el proyecto y final­mente se vio obligado a vender el terreno para poder subsistir. Fracasó asimismo en su propósito de transformar parte de la finca en centro pedagógico para unos 50 niños pobres que, ade­más de dedicarse a sus tareas escolares, debían contribuir a sos­tener económicamente la institución mediante el cultivo del campo y la hilatura del algodón. En 1780 se cerró el_ centro. Pestalozzi y su mujer perdieron casi todo su patrimonio. En la época del desmoronamiento recurrió Pestalozzi a la pluma y esbozó su^Abendstunde.

La primera fase de la obra encierra una cuestión antropo­lógica: El hombre, tanto si se sienta en un trono o en la som­bra de una choza, el hombre considerado en su esencia, ¿qué es? ¿Por qué no nos lo dicen los sabios? ¿Por qué las mentes privilegiadas no perciben cuál es su naturaleza? ¿Acaso un cam­pesino no utiliza sus bueyes y llega a conocerlos? ¿No analiza el pastor la naturaleza de sus ovejas?» (Krit. Ausg. I, 264). La naturaleza humana, por la que se pregunta aquí, une eviden­temente el «trono» y la «cabaña», al rey y al jornalero. En su esencia,_el hombre es igugl efitodas partes. No cabe duda de que su humanidad no es independiente de la clase social, del esplendor o de la miseria. Pero, frente a estos destinos, la esen­cia del hombre es algo propio que debe acrisolarse en todos

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ellos: en el pobre en su pobreza, en el rey en su esplendor. Una dialéctica oculta de lo universal-humano y de lo individual-con- creto invade todo el razonamiento ulterior:

«El puro sentido de la verdad se forma en grupos reduci­dos, y la pura sabiduría humana descansa sobre la base firme del conocimiento de sus circunstancias más próximas y de la capacidad creada para manejar los asuntos más cercanos» (I, 266). En otras palabras: la verdad, que puede convertirse en mi verdad y me afecta a mí, no es algo universal, fuera de lugar (u-tópico). sino algo vinculado a la correspondiente «situación individual», como se dice en otro pasaje. Al igual que el pode­roso debe hallar y acrisolar su verdad en su oficio de gober­nante y en las tareas afines, así debe hacerlo el pobre en las circunstancias afines de su pobreza. En este sentido hay que entender también la fórmula, fácilmente expuesta a falsas in­terpretaciones, utilizada por Pestalozzi en una carta acerca de la educación de la juventud rural: «El pobre debe ser educa­do para la pobreza.» Se ha interpretado equivocadamente este principio como una afirmación sociopolítica, como una llamada al silencio resignado, cuando su único sentido es preparar pre­cisamente el terreno para salir de la miseria por las propias fuerzas: todos deben ser formados para la verdad de su situa­ción, de su clase, si se quiere que puedan valerse por sí mis­mos. La verdad que todo el mundo necesita no es, como pen- saron los ilustrados, una verdad científica general, igualmente válida_cn todas partes, diluida a fin de popularizarla, sino la propia verdad de la situación personal en cada caso. Aquí es donde se centra toda formación, toda cultura popular y hu­mana. «En esta carrera no puedes necesitar toda la verdad» (I, 266), si sólo aquella que está relacionada con tus circuns­tancias más próximas. Es cierto que «todos los hombres son iguales en su esencia y sólo disponen de un camino para su sa­tisfacción» (I, 269). Pero todos deben salir del punto de par­tida propio y entre estas diversas posiciones hay «abismos». «Si a uno en su altura le falta la pura humanidad, le rodearán nubes tenebrosas», mientras, por otra parte, el sentido humani­tario formado en humildes cabañas irradia de sí una grandeza humana pura, elevada y serena» (I, 270).

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A pesar de todas las diferencias que existen entre los hom­bres, la meta común consiste en que «el hombre debe formar­se para lograr la serenidad interior», para «estar contento con su situación» (I, 272); una vez más, estas palabras pueden in­terpretarse equivocadamente como un consuelo afirmativo, aun­que deben entenderse como el requisito más elemental para llevar a cabo una labor realista de reforma individual y social, obviamente en este caso todavía sobre la base del pensamiento clasista anterior a la revolución: «Todo hombre, príncipe y súb­dito, señor y esclavo, se forma para cumplir los deberes espe­ciales de su estado mediante el disfrute de sus primeras rela­ciones naturales» (I, 275s). El origen de toda humanidad reside en el amor experimentado de la relación madre-hijo,... en la se- guridad de la alcoba. «El bebé satisfecho aprende ya lo que es para él su madre, y ésta forma en él el amor, que es la esen­cia de la gratitud, antes de que el menor de edad haya podido oír hablar de obligación y de gratitud» (I, 266).

En Rousseau no hemos escuchado ni una sola palabra acerca del «amor» y la «gratitud» en relación con la primera infancia. Pues, siendo fiel a su esquema mental, estos concep- tos representan para él «ideas complejas» que deberían surgir a partir de elementos tomados de las experiencias sensoriales más simples. Para Pestalozzi constituyen como conjunto algo vivo en el plano prerracional (o no existen). Y sólo pueden expe­rimentarse allí donde se viven. El amor y la gratitud no son resultados, sino cimientos, experiencias morales básicas, «algo fundamental» que precede a toda formación ulterior, y que la hace posible. (Respecto a la distinción entre «fundamental» y «elemental» en relación con Pestalozzi, véase W. Flitner, 1968, p. 52-55.)

En Abendstunde se desarrollan a continuación las relacio­nes humanas sobre el modelo de una estructura concéntrica de medioambientes. (Respecto al razonamiento y la disposición sistemática del tratamiento, véase H. Nohl, 1968 y G. Geissler, 1968.) En su estudio Pestalozzis Denkformen (1959a), Eduard Spranger ha analizado tales ambientes: «Se trata de tres círcu­los externos y de otro interno que están unidos en un centro fijo»: las relaciones domésticas «más próximas» de la sala de

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estar forman el círculo de partida; aquí, en la seguridad de la «aplicación completa» del «amor» y de la «gratitud», se crea la experiencia fundamental que en las interpretaciones moder­nas se suele designar como «seguridad» o «confianza primaria» infantil (Erikson, 1966). Pero, en aquella época, la casa con su sala de estar (por ejemplo, en el trabajo doméstico de las hilanderas o como taller de artesanía o de labores relacionadas con la agricultura) era a menudo también lugar de trabajo, ampliándose así hasta abarcar el segundo círculo, el de la vida profesional, ligado de múltiples formas a los vecinos de la co­munidad y del entorno. Estos «lazos reales» implican sus pro­pios conocimientos, imprimen una orientación especial que no puede ser reemplazada por una erudición abstracta. El tercero de los círculos está formado por el Estado y la nación, cuya organización y gobierno se conciben todavía patriarcalmente por analogía con el «sentido paterno»: «El sentido paterno forma al gobernante, y el sentido fraterno al ciudadano; ambos dan como resultado el orden en la casa y en el Estado» (I, 271). Hasta pasados los tiempos de la revolución francesa Pestalozzi se aferró a la idea de que la mejor manera de garantizar la educación del pueblo era reavivando el espíritu de soberanía. Así, el primer círculo continúa orientado toda la vida. Según la interpretación de Spranger, éste contiene en sí, como «regula­dor», un «sentido interno» que en principio parece coincidir con el sens intérieur de Rousseau. Pero la brújula que sirve para orientarse en la vida es en este caso Ja «serenidad inte­rior», la «sencillez», una confianza en la vida basada en la fe. Y esta brújula sólo nos habla, si al mismo tiempo sabemos que «Dios es la relación más próxima de la humanidad» (I, 273).

A diferencia tanto del hombre «universal» de Comenius como del constructo del Émile, aquí se considera al hombre en su máxima concreción, tanto en su relación personal y más ínti­ma con Dios como en cuanto individuo social con todas sus implicaciones políticas y económicas y sus vinculaciones his­tóricas. En el principio de esta pedagogía y de su imagen del hombre no se encuentra el remoto Dios creador, ni tampoco el igualmente remoto contrat social entre hombres naturales hace tiempo desaparecidos o hipotéticos, sino las relaciones más

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próximas del niño, en las que Dios está siempre presente. Cada uno se forma en su círculo. A pesar de la visión realista de los entornos sociales, el Pestalozzi de los primeros tiempos no con­sidera como tema político-pedagógico el hecho de que estos círculos mismos están sometidos al cambio. Frente al utopismo basado en la fe en la razón esgrime la frase siguiente: «Yo edifico... toda libertad sobre la justicia; pero en este mundo no veo ninguna justicia segura sino es en la humanidad orien­tada a la sencillez, la piedad y el amor e iluminada por estos sentimientos» (I, 281). Aquí se observan ya los primeros indi­cios de lo que algunos decenios más tarde, en Nachforschungen, constituirá el núcleo de la crítica dirigida contra la imagen del hombre de Rousseau en relación con la revolución: no basta ni el estado natural ni el social para describir satisfactoriamen­te la complejidad, la magnitud y el peligro del ser humano, si desde el principio no admitimos la existencia en lo más íntimo del hombre, «en amor y gratitud», de un tercer estado en for­ma de esperanza y de posibilidad que entrelaza siempre los otros dos estados: un estado moral que debe crearse en cada uno desde el pecho materno y desde la sala de estar. Este ter­cer estado no es ningún sueño, no es una visión del futuro, no es una edad de oro que la humanidad alcanzará plenamente o de forma parcial en su biografía tal vez en algún momento, ni se trata de un paraíso ideológico. Es más bien una exigencia real aquí y ahora, una reivindicación que hemos de satisfacer constantemente y que podemos dejar de cumplir por nuestra culpa. Aquí vuelve a aparecer un rasgo fundamental del pen­samiento agustiniano: «Fe en Dios, división de la humanidad en hijos de Dios y en hijos del mundo» (I, 275). Pero esta filia­ción, en cuanto constituye mi «relación más próxima», está escondida en lo profundo; ningún otro puede juzgarla desde fuera. Al igual que muchos pensadores de su generación y época, Pestalozzi no es un seguidor dogmático de ninguna orien­tación confesional determinada, sino que, como confiesa en una carta, es «incrédulo» y no se siente ligado a la «ciencia de papel acerca de las relaciones entre Dios y los hombres». En su escepticismo frente a los teólogos resuenan los acentos de Rousseau. Pero, en contraposición con éste, conserva una

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piedad «sencilla» y humilde y obtiene de Ja Biblia, que leyó durante toda su vida juntamente con su comunidad doméstica, «ánimo, fortaleza y paz» (cit. por W. Flitner, 1954, p. 254).

En Nachforschungen, su escrito filosófico principal, se per- feccionan las ideas acerca de_la posición del hombre entre la naturaleza y la sociedad y se prosigue desarrollando la crítica de Rousseau. Eduard Spranger (1959a) se ha tomado la mo­lestia de desmenuzar el proceso argumentativo implicado en las repetidas anticipaciones y reiteraciones y de volver a en­samblarlo para reconstruir por etapas el razonamiento que a menudo se repite periódicamente. Según_este autor, Nachfor­schungen es «una de las obras más difíciles del siglo xvm» (1959a, p. 91).

Al parecer, Pestalozzi interpretó al principio en sentido his­tórico y genético el «curso de la naturaleza en el desarrollo del género humano»: al igual que en Rousseau, se trata del des­arrollo temporal de la humanidad desde los tiempos primitivos de la prehistoria hasta nuestros días e incluso hasta las posi­bles circunstancias futuras. Al parecer, también aquí se empieza a abrir paso una teoría de tres fases de la historia universal, que fue tema de moda entre muchos de sus contemporáneos. En este punto resultan concebibles diversas modalidades, según que la propia etapa de desarrollo se considere como punto cul­minante, como el momento más bajo o el punto divisorio crí­tico entre otras alternativas posibles. Hablar del hombre como ser «animal», «social» y, finalmente, «moral» permite en todo caso pensar en uña sucesión histórica, tal vez incluso biográ­fica de fases. Pero en el curso de la investigación se desplaza la perspectiva. Y cuando al final de Nachforschungen pregunta Pestalozzi: ¿Qué soy «en cuanto obra de la naturaleza», en «cuanto obra de mi especie» y en «cuanto obra de mí mismo?» (XII, 122s), ese «en cuanto» expresa ya una posibilidad teórica muy distinta, más bien de carácter «ontológico»: los tres esta­dos en cuanto modos de ser del hombre simultáneos, y super­puestos, por ejemplo, a manera de capas. Incluso existen bas­tantes pasajes que favorecen una interpretación que hoy llama­ríamos «existencialista»: los tres estados como maneras posi-

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bles, pero también falibles, de la autorrealización en diferentes situaciones.

. La obra se divide en tres partes, la primera de las cuales1) se refiere al hombre como objeto de las investigaciones poste­

riores primeramente desde «perspectivas sencillas»: no es pre­ciso «conocer para nada la filosofía de la antigüedad ni la del presente» para saber que en todas las fases de la vida humana hay «egoísmo» o «buena voluntad» y fenómenos tan elemen­tales como adquisición, propiedad, poder, sumisión, derecho, tiranía, revuelta, amor, religión, fenómenos que, basándose en Goethe, Spranger ha podido designar como «fenómenos primi­genios» de lo humano, y cuyas transformaciones en las condi­ciones naturales, sociales y morales pretende estudiar Pesta-

q\ lozzi. La segunda parte presenta como «lo esencial» del libro el análisis de los tres estados del hombre, antes de que la ter- cera describa la reflexión sobre los «resultados» que el aná­lisis ha aportado en relación con los mencionados «fenómenos primigenios».

Limitémonos a seguir las etapas principales: el «estado ani­mal» o «estado natural» del hombre se describe de una manera mucho menos ideal que en Rousseau: «Veo al hombre en su caverna; se mueve en ella como si fuera presa de toda clase de fuerzas naturales; el animal más fuerte lo despedaza, el más débil lo envenena; el sol seca sus fuentes, la lluvia llena de lodo su cueva... Sin embargo, conserva su existencia y vence en todas partes los males de la tierra.» Pero «su imprudencia es increíble; cuando no le falta nada, se echa a dormir; cuando no teme nada, yace al sol; cuando no toma el sol, sale en busca de alguna presa. Por todas partes está bañado en sangre de su especie, ... no reconoce ningún derecho, ... ningún dueño; su voluntad es su ley y sobre el pecado se pregunta: ¿qué cosa es?» (XII, 44). «Por tanto, no es cierto que haya repar­tido la tierra sin violencia, sin injusticia y sin derramar san­gre...» (XII, 46). En la caverna misma los hombres no son iguales. En el «estado natural» existe ya «benevolencia ani­mal» así como «egoísmo» cruel. Y cuando estos habitantes trashumantes de las cavernas se agrupan por necesidad y crean un «estado social», se ven «obligados» a decir, quiéranlo o no,

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al más fuerte: « ¡Sé mi protección! Al más ingenioso: ¡sé mi caudillo! Al más rico: ¡sé mi proveedor!» (XII, 49). El dominio tiene por tanto desde el comienzo un doble aspecto: es sumisión pero también protección. El poder en cuanto tal no es bueno ni malo, «el hombre que lo posee» es fiel y seguro o «culpable de la decadencia de su especie» (o.c., l.c.).

Sigue la transición a lo «esencial de mi libro» y por tanto a la cuestión sobre las razones del curso ambiguo y cargado de amenazas funestas del desarrollo del hombre. «Pronto pude observarlo: las circunstancias hacen al hombre. Pero vi asimis­mo que el hombre hace las circunstancias; tiene en sí mismo una fuerza para guiar de muchas formas a los suyos según su voluntad» (XII, 57). Aquí se anticipa la idea posterior, formu­lada por Marx, según la cual el hombre es al mismo tiempo producto y productor de sus circunstancias (Marx, Frühschriften, ed. por S. Landshut, 1953, p. 237), aunque desde el punto de vista existencial y moral el hombre sigue estando ligado a la conciencia de los sujetos que actúan: en efecto, «gracias a su voluntad», el hombre «tiene vista, pero está asimismo ciego». «Por su voluntad es honrado y por ella es un villano» (XII, 62). Y este principio es válido para todos los estados: el estado natural nos muestra tanto el «grado supremo de integridad ani­mal» como también al «hombre natural corrompido» devora­do por el egoísmo. Pronto la guerra de todos contra todos viene a «truncar» la «felicidad» del estado natural, por bueno y honrado que pueda ser un individuo. «Tal mutilación social» de la naturaleza animal podrá someter al hombre, pero no llevarlo a la perfección; deja tras sí más bien «dolor» y «va­cío». Sólo cuando se ha alcanzado el estado moral, la sumi­sión violenta y animal puede dar lugar a un Estado libre tal como, en opinión de Pestalozzi, llegó a ser realidad rudimen­taria en el «auténtico espíritu de magistratura» de las consti­tuciones de las antiguas clases y como pretendieron nuevamente en su época, sin conseguirlo todavía, los renovadores republi­canos (véase W. Flitner, 1954, p. 199).

¿Qué soy, por tanto, en el estado moral? «Poseo en mí mismo una fuerza para imaginarme todas las cosas de este mundo, independientemente de mi concupiscencia animal y de

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mis relaciones sociales, desde la única perspectiva de su con­tribución a mi perfeccionamiento interno...» (XII, 105). Y esta fuerza es autónoma. Mi naturaleza animal no la conoce. Tam­poco tiene por qué conocerla el estado social: «En el estado social podemos vivir perfectamente bien entre nosotros sin mo­ralidad, haciendo el bien unos a otros, complaciéndonos mutua­mente, tratándonos unos a otros con derecho y justicia, sin moralidad alguna» (XII, 106). Kant, cuya filosofía le había sido expficada_a Pestalozzi por Fichte, había establecido una dis­tinción entre «moralidad» y mera «legalidad». A esto se re­fieren las frasés~lñgúientés: Podemos ser correctos, seguir las reglas del trato, del derecho, de la cortesía, sin que nadie sepa si lo hacemos por cálculo o por amor o por espíritu de sacri­ficio. En efecto, «la moralidad es totalmente individual; no es compartida por dos. Ningún hombre puede sentir por mí que soy. Ninguno puede sentir por mí que soy moral» (XII, 106). Aquí se anticipa claramente hasta en las fórmulas un pensa­miento «existencial» que no podrá identificarse en la historia de la filosofía hasta mucho más tarde, en los tiempos de Kier- kegaard. Si estas frases se leen a la luz de la sociología, hay que prevenir contra falsas interpretaciones que surgen casi ne­cesariamente: no cabe duda de que en todo tiempo la morali­dad se practica «entre dos», o entre varios, en los ambientes sociales, y que debe acreditarse en ellos. Pero dentro de cada una de tales relaciones sociales entre dos o más personas cada -individuo debe ser moral para sí mismo; y el otro no puede comprobar si hay moralidad o mero «engaño», ya sea que el interés instintivo animal se haya disfrazado o que el cálculo social engañe a alguien con falsas apariencias. En el terreno pedagógico, en el proceso de desarrollo del adolescente incluso el engaño de que la «benevolencia animal» o la «legalidad» es ya una actitud moral puede tener pasajeramente una fun­ción práctica, ya que «sin el espejismo de mis años infantiles y sin la ausencia del derecho en mis años de aprendizaje me faltaría el impulso, el esfuerzo y la fuerza de la fidelidad, sin las que el hombre es incapaz de elevarse a la autonomía en la verdad...» (XII, 108).

De esta forma el «curso de la naturaleza humana» ha adop­

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tado de pronto una orientación acorde con la psicología del desarrollo. Al final se abandona asimismo esta perspectiva y es reemplazada por un razonamiento equilibrador de los tres estados que está convencido de la «ambigüedad y seducibilidad básicamente insuperables de todo ser humano» (Litt, 1939): en cuanto hombres somos imperfectos, una especie que es in­capaz de vivir en la inocencia así como en una perfecta pureza moral (XII, 111). Debemos dominar nuestra vida mantenién­dola entre la inocencia animal y la perfección moral. Para ello necesitamos el amor, la esperanza y la fe. Pues, «la pura mora­lidad se opone a la verdad de mi naturaleza, en la que las fuerzas animales, sociales y morales no se encuentran separadas, sino que se presentan íntimamente entrelazadas» (XII, 109s). Precisamente porque tenemos una existencia mixta, las tenta­ciones y depravaciones están siempre presentes, y tal vez de la manera más inquietante precisamente allí donde nos sustrae­mos a ellas o tratamos de afrontarlas con rigorismo porque entonces, sin que nos demos cuenta, nos convertimos en mo­ralistas o fariseos despiadados (véase Litt, 1939).

¿Qué queda? Como «obra de la naturaleza» no soy todavía yo mismo, sino un mero ejemplar de mi especie; una obra de la necesidad a la que la naturaleza guía «como al águila a la carroña, o al cerdo al charco» (XII, 122). Como «obra de mi especie, como obra del mundo» no soy tampoco todavía yo mismo, sino «una gota que desde la cumbre de los Alpes desciende a un riachuelo», un «ser sin valor», dirigido desde fuera, que se arrastra entre campos de pureza y entre lugares pestilentes» (XII, 122). Sólo como «obra de mí mismo» «me sumerjo en mí mismo» y «ninguna ola me aparta de mi roca y ningún tiempo borra la huella de mi obra...» (XII, 123).

Esta existencia mixta nos distingue de los animales que en su clase tienen ya una especie de perfección que se nos niega a nosotros. Pero nos distingue también de cualesquiera robots artificiales, entre los que puede haber perfección. Nos hace — en el sentido agustiniano— seres frágiles que necesitan la fe, la esperanza y el amor y la acreditación efectiva. Al des­baratar nuestro «egoísmo animal» así como nuestra «mutilación social», al volvernos a los demás, al intervenir en favor de los

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otros, al amarlos, experimentamos la oportunidad de humani­zarnos de verdad. En otro pasaje,, en Bemerkungen zu gelese- nen Büchern (1793-1794) Pestalozzi dice: «Existimos de la ma­nera más real, si existimos en mínimo grado para nosotros, y en el máximo para los demás» (X, 243). Es en estas frases en las que se apoya y confirma la interpretación de Pestalozzi con los conceptos hermenéuticos de la filosofía existencial (véase, por ejemplo, Ballauff, 1957).

Finalmente, en la última parte de su Nachforschungen, Pes­talozzi dedica una vez más su atención a los fenómenos fun­damentales que se le habían presentado al comienzo desde «perspectivas simples». Fenómenos como el poder, la libertad, la tiranía, la subversión, el derecho, el amor y la religión per­manecen en conjunto formando un círculo vicioso de autorre- ferencia, del que no cabe salvarlos si el individuo no se eleva a sí mismo en ellos al «estado moral». Se aferran al egoísmo y al cálculo, e incluso el cristianismo no deja de ser culto a los dioses, si el hombre no trasciende en su fe su alienación, tanto animal como social. Así llega a la frase que puede interpretarse fácilmente de manera errónea: «El cristianismo no es más que moralidad; por ello, no es tampoco más que asunto concer­niente a la individualidad de__cada hombre. No es en modo alguno la obra de mi especie, ni es tampoco una religión ofi­cial ni un medio político para lograr un fin forzoso» (XII, 157). Se comprende que tal frase creara a su autor conflictos con las autoridades eclesiásticas de su época y de su patria.

Tampoco como político se atuvo Pestalozzi simplemente al desarrollo social establecido. Como republicano helvético inter­vino durante decenios en favor del «derecho y necesidad histó­ricos de la revolución» (A. Rang, 1967, p. 63); como inter­mediario moderador se esforzó constantemente por «hacer la revolución con la mayor imparcialidad posible» (o.c., 55), y por hallar un equilibrio de intereses entre la ciudad y el campo; se expuso mucho por ambas cosas, llegando a correr peligro su vida en la primavera del año 1798 (Dejung, 1975). Sin em­bargo, cabe preguntarse hasta qué punto se retira en el fondo una vez más de su compromiso político debido a su insistencia en el «perfeccionamiento individual», de tal manera que entre

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su antropología y pedagogía en este caso, y entre su compromiso político y económico en el otro quedan ciertas grietas y ambi­güedades que no pueden repararse sencillamente.

Con más claridad que en Nachforschungen esta problemá­tica se plantea en el memorial An die Unschuld..., de 1815. Su ocasión externa fueron las discusiones acerca de la futura constitución de Suiza tras el desmoronamiento (acontecido ya en 1802 al retirarse los franceses de Suiza) de la República Helvética y la caída definitiva de Napoleón. El escrito es un llamamiento a los confederados, pero habla también de Ale­mania, a la que llama patria, y del «continente» europeo. Obviamente no se trata de un Estado concreto con sus limites definidos, sino de la cuestión sobre la forma de la colectividad legítima y dentro de ella de una discusión de bases antropo- lógico-éticas más que de carácter político. A. Rang considera «casi justificado señalar esta obra como un escrito fundamen­talmente apolítico» (1967, p. 155). W. Flitner había dedicado, por otra parte, al análisis de este escrito una de sus publica­ciones más importantes entre los años 1933 y 1945, porque de acuerdo con el modelo de la «pedagogía nacional de Pes­talozzi» (1937) se pudo trazar la vinculación interna de la polí­tica, de la moral y de la educación, que es necesaria en todas las condiciones políticas, pero de lo que no siempre se es debi­damente consciente.

Si se sigue su exposición, observaremos que los suizos va­cilaban entre dos alternativas tras la caída de Napoleón: «res­tauración» o «moderacionismo», es decir restauración de la an­tigua constitución corporativa o liberalismo moderado, que con­serva por lo menos algunas tendencias de la época de la revo­lución. Pestalozzi llegó a ver cómo se sucedían en su vida en rápido cambio tres sistemas políticos: el anden régime de las antiguas clases, la democracia de la República Helvética, y el bonapartismo en toda Europa. Las tres constituciones le pare­cían ahora ambiguas: la antigua constitución corporativa con­servaba tanto elementos respetables como también anticuados, la «sabiduría de gobierno de nuestros padres» pero también el «absolutismo», el «amaneramiento» y la «rutina». La revo­lución prometía libertad y solidaridad, la implantación de la

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voluntad popular y del derecho de los ciudadanos, pero mos­traba asimismo violencia, arbitrariedad y opresión. Esto pro­dujo casi necesariamente una «debilitación política», de tal manera que se dejaba oír la voz que clamaba por el poder y la fuerza encarnados en un gobernante justo. Vino Napoleón. Pero volvió a vencer el «egoísmo». A pesar de su compromiso como republicano de raíces juveniles, Pestalozzi saca la con­clusión de que el absolutismo, la revolución y el despotismo napoleónico no son en el fondo sino diferentes manifestaciones de la misma «corrupción de la civilización».

Pero ¿cómo se puede salir del círculo vicioso de esta «de­cadencia burguesa»? Sólo mediante la elevación del hombre — lo que viene a significar una vez más: de cada hombre par­ticular— hasta alcanzar el espíritu de sacrificio, la generosidad y el sentido común moral. Para poder vivir humanamente, el hombre debe dejarse guiar no por el «egoísmo» sino por el «cuidado propio». Hay que satisfacer sin duda sus necesida­des «animales». Pero tiene también necesidades de rango supe­rior: por ejemplo, la necesidad de agradecer, de amar y de honrar. Tales necesidades o exigencias superiores no son sim­plemente disposiciones naturales, sino que dependen de la reci­procidad de las personas; mientras el instinto sexual desea poseer y gozar y actúa sólo en todo ello, el amor quiere ser amado, la veneración exige por su parte estimación, la solicitud y el agradecimiento se generan y esperan mutuamente. Pero, es ob­vio que no vivimos en la pureza de mundos ideales, justamente a causa de nuestra naturaleza corrompida. Nuestra sensibilidad así como nuestro egoísmo se entrecruzan. Por ello nuestra sen­sibilidad debe exigir que exista el amor incluso allí donde es decepcionado; que se socorra al necesitado incluso cuando éste no lo agradece; que lo que es digno de honor sea honrado incluso cuando, a cambio del honor tributado sólo se obtiene mofa y burla. La verdadera «paz» exige como requisito la superación del egoísmo y «la limitación de la avidez».

Así pues, por una parte aquí se aplican ideas básicas de las Nachforschungen al Estado y a la colectividad. Mientras las teorías racionalistas consideraban al Estado como una obra ante todo de la razón, como una obra contractual, como una obra

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de arte, aquí se subraya que la obra política, para que pros­pere, debe ser también, por encima de todas las realizaciones de la razón, cosa del corazón, del espíritu de sacrificio, es decir, debe ser objeto de la emotividad y de la identificación per­sonales. Por otra parte, al mismo tiempo como aviso y correc­tivo contra las exageradas alienaciones colectivistas del indivi­duo, se mantiene plenamente la idea de contrato a fin de «mo­derar las pretensiones colectivas de nuestra especie, es decir, del Estado y de sns funcionarios contra las reivindicaciones de la existencia individual de los ciudadanos» (XXIV A, 104).

En el fondo, vuelve a plantearse la problemática habitual desde los tiempos de Rousseau de una contraposición polar entre volonté genérale y volonté de tous (véase p. 140s), cuando Pestalozzi contrapone «cultura nacional» y «espíritu de las ma­sas», «pueblos» y «chusma». Sólo que Pestalozzi no puede sos­tener ya, tras sus experiencias históricas, la univocidad rela­tivamente ingenua de esta división, por lo que, donde hacía referencia a la «masa popular» y a la «chusma», se ve obligado inmediatamente a retractarse: «¡Patria! No tienes razón, tu pue­blo no es una chusma... Tal testimonio contra tu pueblo es escandaloso» (XXIV A, 8 Is : véase A. Rang, 1967, p. 130). Pero obviamente es lo bastante realista y experimentado como para percibir la diferencia. Sin embargo, entre el enojo escan­dalizado del «espíritu de las masas», a cuya amenaza apenas se sustrajo él mismo (Dejung, 1975), y la «cultura popular» como base de una constitución justa, sólo se puede mediar pedagógicamente. ¿De quién sino de él iba a aprender la pos­teridad a descubrir esta tarea de educar al pueblo? Desde aquí se irradia una luz retrospectiva sobre la idea de la educación en la sala de estar doméstica que no ha sido olvidada desde Abendstunde: La sala es — dicho con conceptos sociológicos modernos— no sólo la «agencia» sino también la «contraíigu- ra» de la sociedad existente (véase A. Rang, 1967, p. 196). Es — o mejor, será y deberá ser— la alta escuela de la edu­cación nacional. Pues la calidad de los Estados se basa en la calidad de las salas de estar de sus ciudadanos, y viceversa, su espíritu se basa en el espíritu nacional, en la civilización vivida públicamente. Pero ambas cosas, las salas de estar y la

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cultura nacional dependen de individuos morales que son sus soportes y transmisores. El am or,, el espíritu de sacrificio, la fidelidad, la seguridad sólo pueden suscitarse y transmitirse si ya existen en la generación de los padres, si son realidades vividas (W. Flitner, 1937, p. 401). Y esta trilogía de moralidad individual, política y pedagogía forma al mismo tiempo el nú­cleo de la antropología de Pestalozzi. Ésta está formada por varias capas, contiene tensiones en su seno y no está exenta de contradicciones. Pues su «objeto», el hombre mismo, está formado por varias capas, y está lleno de incertidumbre, ten­siones y contradicciones. Al igual que en Agustín (véase p. 84s), cabe dudar de si, a pesar de su «ambigüedad y carácter enga­ñoso» (Litt, 1939), sus enunciados proporcionan una «imagen».

Frente a todas las posiciones anteriores está claro que con Pestalozzi nos aproximamos considerablemente al presente y sus problemas. Aun cuando expresados en un lenguaje que nos parece a menudo extraño y que suena a antiguo, se trata de nuestros problemas. Dada la complejidad de la obra de su

' vida, marcada por las reflexiones sobre sí mismo y por pro­yectos teóricos, así como por invenciones metódicas, por su acción narrativa como también por el compromiso práctico con respecto a reformas económicas, sociales, políticas y pedagógi-

i cas, no es sorprendente que la historia efectiva haya interpre­tado de diferentes maneras a Pestalozzi (véase Liedtke, 1979,

l p. 185s). Pero, en todas las reivindicaciones de esta figura como ¡ estimulador o protector de posturas y corrientes pedagógicas de i la época moderna, la referencia a la actualidad no es algo capri­

choso ni fruto de una interpretación artificial, sino que se basa sobre la experiencia constantemente repetible de que la lectura de sus obras «proporciona en relación con los planteamientos que cambian, algo que el que busca no conocía con anteriori­dad» (A. Flitner, 1958, p. 338): Así, Pestalozzi, el innovador de la metodología, pudo servir de orientación para los maes­tros de escuela del siglo xix en su búsqueda de métodos hasta la llegada del herbartianismo; así, su amplia comprensión de la educación pudo enseñar también a los pedagogos reformistas al comienzo de nuestro siglo que la pedagogía tiene que ser algo más que «el ejercicio del magisterio escolar y la búsqueda

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de métodos» (o.c., 331), ayudando a la consolidación de mu­chas de las ideas de aquéllos (escuela profesional, escuela co­lectiva, educación campesina, escuelas artesanales); la incipiente pedagogía social pudo apelar a su magisterio; la filosofía vital y la reflexión pedagógico-antropológica, al igual que los peda­gogos orientados por los principios de la filosofía existencial, pudieron descubrirle para sí; y en lo que se refiere al cambio, actualmente en marcha, de la historiografía pedagógica que se está transformando en la historia social de pasadas condiciones pedagógicas y de sus entramados condicionantes, sin duda, la obra de Pestalozzi, a causa del cúmulo de sus referencias socia­les, económicas y políticas, seguirá siendo también en el futuro una fuente casi inagotable por mucho tiempo. Apenas han se­ñalado los sociólogos que Pestalozzi es asimismo un «clásico» potencial de la sociología. Pero lo es. El conjunto de los 28 vo- 2S lúmenes de escritos y 13 de cartas de la reciente edición crítica A__ de sus obras nos permite esperar que las ideas de este autor tengan en el futuro una repercusión imprescindible.

5.3. Una ojeada a la «época clásica»: Kant y Ilerder

Cuanto más nos aproximamos a la época actual, tanto más se ramifica el entramado de las posiciones antropológicas que se refuerzan o contradicen mutuamente. Nuestra exposición ten­drá que concretarse. En el último tercio del «siglo pedagógico», en la «era de la cultura» que constituye una de las bases más importantes para la discusión moderna, Kant por una parte y Herder por la otra son sin duda dos representantes fundamen­tales y de transcendencia histórica de doctrinas que siguen ejer­ciendo una influencia inagotable. Landmann se refiere a ellos como a dos «antípodas» (1962, p. 277ss), señalando junto a la confrontación documental de muestras de textos el análisis com­parativo de ambos autores realizado por Theodor Litt (1949), que ha revelado «de manera ejemplar» la existencia de una antítesis que ha marcado considerablemente las ideas de la época clásica de la literatura alemana y por tanto también las de la conciencia moderna de la cultura.

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Por una parte la filosofía de Kant: Desde el punto de vista epistemológico, ésta distingue entre sensibilidad (pasiva) y en­tendimiento (activo); desde la perspectiva ética, establece la dis­tinción entre la persona impelida o atraída por impulsos y ten­dencias, la necesidad del «carácter empírico» por una parte y el «carácter inteligible» libre, capaz de decidir y llamado al cumplimiento de deberes, por la otra. La sensibilidad y la inte­ligencia, el carácter empírico y el inteligible forman para Kant, a pesar de su desigualdad fundamental, «dos ramas» del ser humano. Se trata de un pensamiento dualista, en el que se entrelazan dos antropologías originalmente independientes, pero opuestas. «No se contraponen dos mitades equivalentes..., sino una inferior y otra superior. Cada una de ellas representa una imagen global del hombre: una que rebaja a éste, otra que lo eleva» (Landmann, 1962, p. 278).

Frente a esto, el interés y la admiración de Herder se cen­tran en la unidad y totalidad del ser humano en todas sus formas de realización individuales e histórico-culturales. Los pueblos mismos, sus culturas y épocas se entienden como indi­viduaciones del ser humano infinitamente rico en formas, que se expresa y realiza de nuevo cada vez con fuerza creadora. Aquí el «espíritu» vive en lo sensible. La expresión sensible, el conocimiento intuitivo y la automanifestación constituyen en todas las culturas, juntamente con las facultades intelectuales del hombre, una unidad, indivisa aunque distinta en cada caso, de la creación y «concienciación» en la que no son unas capa­cidades separadas sino un «espíritu» unitario el que produce constantemente nuevas formas o las transforma. Herder repro­chó severamente a Kant haber desgarrado esta unidad en la que hace «integrarse al hombre por empatia», aunque sólo después de obligarle a que se transcienda a sí mismo y de este modo a «formarse». Esta unidad y coherencia de lo sensible e intelectual, de razón y sentimiento se expresa como en la figura de una elipse en el lenguaje y en la historia, en las realizaciones culturales que van desde las simples canciones de los pueblos hasta las más diferenciadas obras de literatura, arte, religión y filosofía (véase Reble, 1954; Cillien, 1972 y 1979). En este punto Herder, como se verá inmediatamente, guarda

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afinidad con Goethe, Schiller, Wilhelm von Humboldt y muchos otros, a los cuales el sometimiento kantiano de una parte (sen­sible) de nosotros mismos a las otras (morales) les pareció en su rigorismo un acto de barbarie. La humanidad, fórmula ca­racterística central que partiendo de Herder ha definido toda la literatura «clásica» alemana, es inconcebible sin un mínimo de equilibrio y de armonía de las diferentes partes del alma, todas las cuales reclaman su derecho y tienen su fuerza ori­ginal.

Pero el interés de Kant se centró desde el principio en otra cuestión: trató de aislar y de asegurar lo que eleva al hombre sencillamente por encima del mundo empírico de la violencia, lo que le confiere la posibilidad de liberarse de las determina­ciones de su existencia. La perspectiva sensible de la «especie animal hombre» pertenecía para él desde el primer momento, en cuanto objeto del «conocimiento fisiológico del hombre», a una categoría de consideraciones y de observaciones muy dis­tinta de la del estudio de la persona humana conocedora y activa, que se determina a sí misma (véase Landmann, 1962, p. 283s). La antropología fisiológica y pragmática están relacio­nadas entre sí, se remiten la una a la otra, pero son dos -caras básicamente separadas de la misma medalla (Kant, 1798; Obras, VI, 399).

Para Kant, el problema, o mejor, la aporía, consiste en que la naturaleza humana misma no puede definirse sino por su orientación a la razón, o sea, por algo que no es naturaleza (véase Blass, 1978, I, p. 27-34). Y esta aporía es fundamental para la relación de antropología y pedagogía. «El hombre es la única criatura que debe ser educada.» «Sólo puede llegar a ser hombre mediante la educación. No es nada más que lo que la educación hace de él» (Kant, AS, 1963, p. 9 y 11). Mientras los animales cumplen su destino espontáneamente, sin saberlo, el hombre tiene que tratar de conseguirlo. En este caso la edu­cación tiene la misión de «que el hombre alcance su destino» (o.c., p. 12). Sin embargo, ¿quién determina en qué consiste este «destino»? No puede consistir en el desarrollo simultáneo de todas las disposiciones naturales, pues esto sería imposible. Pero sería asimismo imposible que consistiera sólo en el des-

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arrollo de las disposiciones que determina la educación: en tal caso ésta quedaría anulada y se convertiría en manipula­ción (Blass, 1978, I, p. 28). Kant escapa a la aporía recurriendo a un plano superior: no serían los individuos humanos los que podrían (y deberían) alcanzar el destino en su totalidad, «sino la especie humana debe ser la que lo consiga». Cuando Kant habla del «destino del hombre», no se refiere como Herder a individuaciones personales o históricas concretas, sino a un ser humano general y a sus características específicas más importantes: la razón y la libertad. Y aunque plantea la cues­tión antropológica en primera persona — al igual que en la famosa descomposición de esta cuestión en las tres preguntas parciales de «qué puedo saber», «qué he de hacer» y «qué puedo esperar», que en su conjunto constituyen la cuestión de «qué es el hombre» (Lógica, en Obras III, 448; véase Crítica de la razón pura VII, 677) —, no lo hace propiamente como sujeto individual llamado Immanuel Kant, sino como «sujeto transcendental» del pensamiento humano a secas. Pero no cabe señalar un carácter concreto y positivo respecto de tal sujeto, si sus rasgos esenciales son precisamente la razón y la libertad. Pues en cuanto ser libre y racional sólo puede tener «el ca­rácter y sólo el carácter concreto que él mismo crea para sí» (Blass, 1978, I, p. 32). En otras palabras, la cuestión acerca de la «definición del hombre» que sirve de orientación para toda pedagogía (y también para toda política) no puede apelar a una «naturaleza» previamente dada ni a una «sobrenatura­leza» dada asimismo de antemano. Los estados modélicos indi­cadores de la dirección que han de seguir la educación y la política deben crearse primeramente en la razón y en la li­bertad, tanto en la pedagogía como en toda praxis. Así pues, si hemos de asignar al hombre una clase en el sistema de la naturaleza viva y caracterizarlo de esta manera, no nos queda otro remedio que admitir que tiene un carácter que él mismo se crea al tener la capacidad de perfeccionarse con arreglo a los fines establecidos por él mismo...» (Kant, AS, 1963, p. 75).

Pero, ¿quién es este «él» sujeto de esta capacidad? El que tenga que ser un «sujeto transcendental» es una respuesta in­satisfactoria para las consideraciones y orientaciones antropoló-

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gicas y pedagógicas e incluso políticas, ya que es una explica­ción demasiado abstracta. Si el hombre en cuanto animal «do­tado de capacidad de razonar (animal rationabile) puede y debe convertirse en animal racional (animal rationale)» (o.c., 75), en ese caso su autodeterminación y realización deben producirse asimismo para Kant simultáneamente en muchos planos y di­recciones: como realización de un carácter individual en el curso de la vida individual, como determinación y desarrollo de la forma social en el curso de generaciones y, finalmente, como determinación y realización de la humanidad en el pro­ceso de su historia global (véase Blass, 1978, I, p. 33). En to­dos estos planos el hombre debe recurrir para su realización a la educación. Y ha sido precisamente Kant el primero que ha presentado en la historia de la ciencia pedagógica la «prueba contundente de la coherencia esencial de la antropología y de la pedagogía» (Blass, I, p. 34).

Pero queda todavía pendiente de solución una cuestión im­portante: si por una parte la «autodeterminación del hombre» tiene lugar en la educación individual, pero también y al mismo tiempo en las sociedades con su sucesión de generaciones y finalmente en la historia progresiva de la humanidad como conjunto, existen en muchos puntos diferencias tan grandes entre los educadores y los educandos, los forjadores de la polí­tica y los sometidos a sus influencias que la utilización del prefijo «auto» puede resultar equívoca. Piénsese en la famosa respuesta de Kant a la pregunta «¿qué es la ilustración?» El filósofo la definió como la «salida del hombre de la mino­ría culpable de edad» (Obras VI, 53). Pero, ¿quién tiene aquí culpa de algo? Según Kant, sólo aquél cuya minoría de edad no se debe a una «falta de inteligencia» sino a un fallo de «decisión y de ánimo... para servirse a sí mismo sin ser guiado por otro» (l.c.). Pero, ¿quién puede! «decidirse» sin depender una vez más de condiciones previas establecidas por otros? Si el hombre no es seria y realmente «nada más que aquello en lo que le ha convertido la educación» (AS, 11), en ese caso tanto los defectos de la inteligencia como los fallos de decisión y de ánimo dependen paradójicamente a su vez de la responsabilidad y de la culpabilidad pedagógicas en un grado

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muy superior a aquel en que resultan independientes de éstas una vez lograda la educación. El problema que subsiste es el siguiente: ¿Cómo una idea de la educación en cuanto deter­minación (y por tanto en cuanto instancia a la que se puede hacer responsable) puede ser compatible con el concepto de educación como liberación, como creación de libertad y de ra­zón y verse libre de toda sospecha incluso remota de que no es en definitiva sino una determinación externa manipuladora? La distinción establecida por Kant entre carácter «empírico» e «inteligible», de los cuales el uno está determinado, el otro es autónomo y libre, sigue siendo una respuesta demasiado simple. A continuación de Kant, y al mismo tiempo en marcada confrontación con él, fue sobre todo Herbart el que empleó gran parte de su agudeza analítica en resolver las aporías de este problema relativo a la determinación en la educación (véase H. Hornstein, 1959; E.E. Geissler, 1970 y 1979; Blass, 1978, I, p. 51ss). Pero no vamos a detenernos en esto aquí.

En lugar de ello vamos a referirnos a otras dos perspecti­vas diferentes, difícilmente conciliables, sostenidas por los «antí­podas» Herder y Kant y que igualmente han entrado en el moderno pensamiento antropológico siendo causa de otras ten­siones: una interpretación distinta de la «historicidad» del hom­bre y una valoración diversa de lo que se ha llamado poste­riormente la «posición peculiar» del hombre en el reino de los seres vivos.

Para Kant, al igual que unos pocos años antes para Lessing (1780), toda la historia de la humanidad es un proceso de educación: «Se puede considerar la historia del género humano en su conjunto como la realización de un plan oculto de la naturaleza...», se dice en la tesis octava de Idee zu einer allge- meinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht, de Kant (1784, en Obras VI, 45). Puesto que el individuo permanece siempre imperfecto, por otra parte, el destino del hombre consiste en el desarrollo de todas sus disposiciones naturales, la realización del destino humano puede tener lugar no en el individuo sino en la especie en cuanto tal. De lo contrario cada individuo tendría que «vivir un tiempo exageradamente largo» «para aprender cómo hacer un uso completo de todas sus disposi­

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ciones naturales»; «sólo en la especie, y no en el individuo, puede desarrollarse «plenamente» el «uso de la razón» (se­gunda tesis, l.c., 35). «Se ve — dice Kant no sin cierta ironía — que la filosofía puede tener también su milenio.» Y añade inmediatamente en tono nuevamente serio: «... y de tal natu­raleza que no es menos fantástico» (l.c., 45). Aquí se sigue con­siderando la historia en sentido iluminista a manera de una línea ascendente de autodeterminación de la razón y moralidad autónomas que se impone constantemente, siendo el Estado y la sociedad los educadores y pedagogos del hombre; pero no hay que interpretar esto como si entre la política y la pedagogía existiera una relación de subordinación, sino una coordinación de instancias relativamente autónomas que se condicionan mu­tuamente, siendo ambas las condiciones de la posibilidad de realización de la fórmula antropológica de que el hombre al­canza su destino con el uso completo de su razón (véase Blass, 1978, I, p. 34-38).

Lo que Kant no explica detalladamente es la cuestión de si y hasta qué punto, frente al estado final «milenario» de la historia hacia el cual la razón y la libertad dirigen constante­mente su trabajo, la referencia a la imperfección de lo indivi­dual no debe extenderse también a todas las individuaciones sociales e histórico-culturales. Al igual que el individuo no pue­de desarrollar al mismo tiempo todas las disposiciones, porque no podría perfilarse en absoluto, tampoco pueden hacerlo los grupos, los pueblos, las culturas, las épocas, las instituciones, los estilos artísticos, los estilos mentales etc. Lo cierto es que también para Herder la historia es «educación del hombre para ser hombre». Pero el encuentro con otros hombres, lenguas, representaciones y obras en el ámbito del mundo histórico es «formativo» para él precisamente porque toda cultura, toda época con la que nos encontramos en sus objetivaciones en­carna en su individuación peculiar otro «pensamiento de Dios». En cambio, el estado final sobre el que especula Kant debería allanar y nivelar todo lo individual y lo perfilado plásticamente en favor de una perfección completa. Aquí reside hasta nues­tros días la antítesis entre el pensamiento milenarista y el his- tórico-concreto.

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El «siglo pedagógico»

Para Herder, así como para Goethe, Iiumboldt, Schleierma- cher, Frobel y muchos otros, las oportunidades y la riqueza de la cultura humana residen precisamente en las diferentes posi­bilidades de configuración en las que sólo puede expresarse y realizarse el espíritu humano, una plenitud materialmente in­agotable respecto a la cual no cabe imaginar un estado final. Aquí y ahora el individuo no puede ser el mismo sino en cuanto realiza al mismo tiempo una doble acción: abrirse para el otro y los otros, para el mundo histórico en su plenitud con­creta, transcenderse a sí mismo, transformando desde dentro la vida y el mundo; pero al mismo tiempo, al «acceder a sí mismo en el otro» (según la fórmula de Hegel), llega a conocer su propia forma, y aprende a afirmarse y a reconocerse a sí mismo. Los individuos no son un todavía no universal meramente im­perfecto, sino la única forma posible en la que la humanidad puede realizarse. La «cultura» es siempre forma y proceso a la vez, por tanto siempre limitada y nunca terminada. No puede ser éste el lugar para la presentación de las infinitas variacio­nes que esta melodía ha experimentado en la época «clásica» de la literatura y de la filosofía alemanas. Señalemos tan sólo la frase de Goethe según la cual la «forma característica se desarrolla viviendo», o su afirmación de que «en la limitación se descubre el maestro»; la estética de Schiller que, a la rigu­rosa división kantiana de impulso material «salvaje» e impulso formal «bárbaro», opone un tercer estado de superación; seña­lemos también Ja teoría de la cultura, la antropología y la filosofía del lenguaje de Wilhelm von Humboldt (véase Menze, 1965; A. Meyer, 1979); la idea que tiene Schleiermacher acerca de la educación en la cadena de las generaciones y en la ten­sión entre individualidad y universalidad (véase Nipkow, 1960; Th. Schulze, 1961; Sünkel. 1964; Gerner, 1971; Schurr, 1975; Blass, 1978, I, p. 80ss; G.R. Schmidt, 1979); hagamos referencia a Frobel (véase Bollnow, 1977; Giel, 1979) y a muchos otros autores de aquellos fecundos decenios, que se diferencian en conjunto de las distinciones conceptuales tan rigurosas de Kant sobre todo porque, al igual que Herder, ven en la historia ante todo la infinitud de las configuraciones inmutables y únicas en cada caso de lo individual, considerándolas asimismo como lo

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Kant y Herder

verdaderamente humano y formador. Kant se opone a ellos en su antropología histórica al postular un «avance hacia una meta conocida de antemano» de acuerdo con una idea lineal y dico- tómica (véase Landmann, 1962, p. 289).

Es notable que los «antípodas» coincidan sorprendentemente en algunos puntos: ambos, Kant y Herder, hablan en sentido literal de la «emancipación» del hombre de la tutela divina o natural: «La providencia ha querido que el hombre obtenga el bien sacándolo de sí mismo, y se dirige, por decirlo así, al hombre diciéndole: ... “Te he dotado de todas las disposi­ciones para el bien. Te corresponde a ti desarrollarlas...”» (Kant, AS, 13; véase Blass, 1978, I, p. 40). «El animal es sólo un esclavo encorvado... El hombre es el primer emancipado de la creación; mantiene una postura erguida. En él está sus­pendida la balanza del bien y del mal, de lo falso y verdadero; él puede averiguar, debe elegir» (Herder, Ideen, 144).

Pero, a pesar de la gran afinidad de las fórmulas, también aquí existe en principio una importante diferencia: Para Kant, la naturaleza de cuyas fuerzas violentas se libera el hombre, es lo totalmente no humano, lo otro, lo mecánico. Para él, con la razón y la libertad empieza algo nuevo que no había existido en la naturaleza material y orgánica. Y la liberación del hombre consiste en su elevación a un plano nuevo y «supe­rior», mirado desde el cual todo lo meramente natural resulta «inferior» a él. Detrás de esto se encuentra la distinción que se remonta a Descartes entre res extensa y res cogitans, uno de los antecedentes metodológicos de las ciencias naturales modernas.

Herder se expresa de una manera totalmente diferente: «Desde lo sensible habla algo espiritual. Esta compenetración de las dos substancias, incomprensible para el cartesianismo, es lo que ahora se descubre y busca precisamente» (Landmann, 1962, p. 274s). Desde esta perspectiva, Herder ve al hombre como un «elemento» del conjunto universal y a la vez como una «criatura intermedia», abierta hacia arriba a lo divino y hacia abajo a los animales y a las plantas, hasta el punto de que piensa que no puede comprenderlo si no incluye en su reflexión todo el mundo material y vivo y su propia integración

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jbl «siglo pedagógico»

en él. El hombre no debe elevarse por encima de ninguna de las criaturas que son semejantes a él. Es camarada de destino de todos los seres vivos. Los animales son Jos «hermanos ma­yores de los hombres», lo que nos recuerda inmediatamente a Goethe, que se refería a los animales como a «nuestros her­manos de los bosques y de las aguas». Y prosigue Herder: «Cuando la madre creadora hubo realizado sus obras y agotado todas las formas que eran posibles en esta tierra, se detuvo y reflexionó sobre las mismas; y cuando vio que, a pesar de todas ellas, le faltaba a la tierra su adorno más excelente, su rector y su segundo creador, se puso a pensar, compendió las formas y creó con todas su obra maestra, la belleza humana» (Ideen, 113). La integración en el conjunto del mundo, que en algunos de sus rasgos nos recuerda a Comenius — cuya visión del mundo Herder valoró de una manera especial— y la afi­nidad con todos los seres vivos, le permiten a Herder elaborar las peculiaridades y notas características del hombre frente a todos los demás seres vivos conocidos: la capacidad de caminar erguido, esa «ventaja incalculable» que le deja libres tanto la vista como las manos y el lenguaje son los distintivos principa­les que le permiten ocupar su posición incomparable en el mundo y frente a éste. Pues no se trata tan sólo de «grados en más o en menos» que podrían sumarse a las propiedades de los animales, sino que sitúan de antemano la vida del hom­bre bajo otro principio organizador: es al mismo tiempo me­nos acabado y menos unilateral, menos especializado y menos asentado, pero al mismo tiempo es capaz de infinitas especia- lizaciones que puede elegir él mismo. Tendrá que aprender más lentamente que ningún otro animal, porque tiene que aprender más cosas. Y no se limitará a desarrollar disposiciones natu­rales, sino que deberá continuar la historia. Es al mismo tiempo ambas cosas: criatura natural e histórica. Y en esta duplicidad, el concepto de «humanidad» adopta un doble sentido: designa al ser específico fáctico y a la vez su vocación al valor: humani- tas (véase Landmann, 1962, p. 301ss).

En la cima de las discusiones antropológicas que tuvieron lugar a mediados del siglo veinte pudo afirmar Arnold Gehlen: «Desde Herder, la antropología filosófica no ha dado un solo

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Kant y Herder

paso hacia adelante, y en su esquema sigue siendo la misma concepción que yo trato de desarrollar con los medios de la ciencia moderna. No necesita tampoco avanzar más, pues es la verdad» (Gehlen, 1962, p. 90; véase también p. 32). Una formu­lación un poco arriesgada, especialmente si se compara el uso que Gehlen hace de Herder en favor de su teoría del «ser de­ficiente» con el propio distanciamiento de este último respecto del concepto de deficiencia. Sin embargo, no cabe dudar de que en la unión ideal de lo estrictamente separado según Kant, en la integración de la sensibilidad y de la mente, del organismo y de la conciencia, del sentimiento y de la inteligencia, de la naturaleza y de la historia, de la vivencia y de las objetiva­ciones, se hace referencia a un horizonte problemático que sigue moviendo a la antropología de nuestro tiempo. Las polariza­ciones y las tentativas de síntesis se oponen mutuamente, ya sea que se agudicen hasta el extremo las antítesis — el «espí­ritu» como el «antagonista» de la naturaleza y del alma (Klages, 1929), como el ser «capaz de decir no» a los instintos y ten­dencias y también a la inteligencia meramente instrumental (Scheler, 1927)—, ya sea que se trate de suprimir las antítesis mediante modelos graduales o estratificados envolventes — ni­veles de ser que, descansando unos sobre otros, tratan de formu­lar un momento de continuidad y de dependencia y al mismo tiempo un momento de libertad y de independencia en «la no­vedad» de cada uno de los niveles superiores inmediatos (N. Hartmann, 1932 y s.a.; véase también Bresch, 1978, así como la disertación de Manfrcd Hein, 1981)—.

Tampoco puede ser objeto de este libro — por meras ra­zones de espacio— reflejar las teorías y contribuciones antro­pológicas de todos los «clásicos» alemanes que han colaborado en la determinación de la «imagen del hombre» de la pedagogía reciente. En mi obra colectiva en dos volúmenes Klassiker der Pádagogik (Scheuerl, 1979) los 28 autores diferentes han estu­diado expresamente el aspecto antropológico de los sistemas pedagógicos tratados, ya sea interpretando representaciones y criterios antropológicos inmanentes, ya sea reproduciendo con­cepciones expresas del sentido y naturaleza del hombre y de la educación. Y esto desde la época «clásica» en sentido estricto,

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El «siglo pedagógico»

pasando por las diferentes corrientes críticas de la cultura y de la pedagogía de la reforma hasta llegar al momento presente. También Josef Leonhard Blass en su libro de bolsillo en dos volúmenes Modelle padagogischer Theoríebildung (1978), al ana­lizar los pocos autores representativos seleccionados desde Kant hasta el presente, ha situado explícita y detalladamente en el centro de su atención el aspecto antropológico en el conjunto de razones que sirven de base de las diferentes teorías. Las dos obras mencionadas pueden proporcionar más información que servirá para completar la presente exposición, toda vez que se­ría absurda la pretensión de abarcarlo todo en un esbozo de introducción histórica.

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6. APROXIMACIONES AL PRESENTE: PARALELISMOS Y CONTRASTES

Las ideas educativas del clasicismo alemán y los modelos ideales de los grandes sistemas filosóficos han perdido su fuerza de atracción en el transcurso de unas pocas generaciones desde el punto de vista de la historia de las ciencias y de la sociedad. Aun cuando se han seguido citando con gusto como adomo de una conciencia festiva, se los considera cada vez más como algo extraño o incluso como un lastre, como «trastos de los ante­pasados» (Goethe) que hay que «sacar del desván». Ya a me­diados del siglo xix no iban a interesar las relaciones «trans­cendentales», «metafísicas» y «sistemáticas», ni tampoco las perspectivas «ideales» y «simbólicas». En la nueva situación, para la ciencia, la economía y la técnica incipiente los «hechos positivos» se habían convertido en algo mucho más excitante y también de más alcance. El positivismo científico y el mate­rialismo práctico iban desplazando cada vez más las doctrinas idealistas y su imagen del hombre. Incluso las palabras adop­taron un sentido distinto en medio de estos cambios de ho­rizonte:

Cuando, por ejemplo, Schiller hablaba en su Estética de «fuerza» o de «materia y forma», de «vida y forma» o de «impulsos», para describir la «belleza» y el «juego» como un tercer estado salvador en el que el hombre puede superar tanto las parcialidades de la brutalidad instintiva como la «barbarie» del rigorismo moral, todas estas palabras tenían en sí desde el primer momento una amplitud y una aureola de significaciones

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.Aproximaciones al presente

filosóficas en consonancia con las cuales podía vibrar como caja de resonancia toda la complejidad de tradiciones intelectuales europeas desde la antigüedad hasta la filosofía de la ilustración. Apenas sesenta años más tarde, cuando Herbert Spencer esbozó asimismo en el marco de su psicología y de su «filosofía sin­tética» (véase Muhri, 1979), una teoría del juego, este hecho se produjo en una coyuntura completamente diferente: empleó en parte palabras muy parecidas a las de Schiller para explicar los fenómenos lúdicos en el hombre y en el animal, como resultantes de un «exceso de fuerza». Pero a este autor le interesaron ante todo las cadenas causales: al cargarse los cen­tros nerviosos a falta de actividades absorbentes y producirse un surpLus of vigour acumulado, surgen las actividades irreales y aparentemente inútiles del juego y del arte. Con ello Spencer había descrito igualmente un «tercer estado» frente a las situa­ciones instintivas defectuosas y frente a las coacciones norma­tivas, y pudo apelar incluso explícitamente, a través de la «cita de un autor alemán» cuyo nombre se le había olvidado, a Schil­ler (véase Scheuerl, 1975b, p. 51s y 55s). Pero, en lo que se refiere a los rasgos plásticos y morfológicos de sus ideas antro­pológicas fundamentales, estaba situado como en otro polo de la interpretación del mundo.

Tales desviaciones afectaron al concepto mismo de forma­ción : los críticos de la cultura describieron a menudo su ince­sante alienación en la época postclásica. Esto dio lugar final­mente a que la palabra, entendida originalmente — en Herder y en Humboldt— como liberadora y como lema de reivindi­caciones emancipadoras, se convirtiera en un «símbolo de status», que se basaba en «materias» incorporadas y servía para desta­car socialmente.

Pero, junto a tales erosiones casi imperceptibles de los mo­delos ideales clásicos, en el siglo xix partieron desde muchos puntos ataques conscientes e intencionados contra la confianza en la armonía, confianza que tal vez no estuviera necesaria­mente asociada a las imágenes del hombre de los poetas y pen­sadores, pero que entre tanto se daba como algo hecho y poseía una excesiva seguridad en sí misma.

En otros tiempos fue Copérnico el que arrebató al hombre

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Paralelismos y contrastes

su posición de centro del sistema cósmico. A continuación apa­recieron en compacta sucesión investigadores, escépticos y crí­ticos, que conmovieron y desilusionaron desde ángulos distintos en cada caso la autoconciencia humana. Procedían de plantea­mientos, intereses y tradiciones muy diversos, desembocando asi­mismo en enunciados muy diferentes. Pero el denominador co­mún de todos ellos es un pensamiento «desenmascarador». Se pone en tela de juicio, como hoy se suele decir, y se acusa de autoilusión la supuesta posición soberana del hombre culto, que o se integra en' un lugar privilegiado de la naturaleza como «corona de la creación» o se considera contrapuesto a ella como «ser inteligente». Surge una cadena de choques:

— Charles Darwin (1809-1883) explica que el hombre es un producto aleatorio de la evolución basado en la selección. Su teoría del origen de las especies, primeramente hostigada, ri­diculizada y condenada, adquiere una popularidad desacostum­brada en el transcurso de unas pocas generaciones.

— En otro orden de cosas, Soren Kierkegaard (1813-1855) asesta un golpe al pensamiento sistemático autosuficiente: este filósofo apunta al «pensador existente» y a su subjetividad, la cual en situaciones de angustia, de decisión, de engaño y de verdad, de absurdo, etc., es inmediatamente perceptible e irre­ductible a cualquier sistema. Vuelve a plantearse con toda se­riedad en primera persona la antigua cuestión agustiniana «.quid ergo sum?y> No cabe duda de que Kierkegaard es considerado como un autor más bien esotérico, pero sus dudas y búsqueda producen un efecto de conmoción y de inquietud a través de la historia de la teología y de la filosofía.

— Karl Marx (1818-1883), cuyos discípulos reales o su­puestos dominan entre tanto medio mundo, se siente igual­mente escandalizado ante el pensamiento sistemático de carác­ter liegeliano. Pretende trastocar completamente su sistema idealista. Detrás de las ideas, ideales e ideologías descubre las condiciones materiales e intereses reales que mueven en su opinión la historia. En su estudio pone al descubierto las «alie­naciones» que han impedido hasta ahora a la mayor parte de los hombres su autorrealización. Se le ha acusado de reducir las perspectivas filosóficas c históricas a criterios económicos y

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Aproximaciones al presente

de lucha de clases. Pero la dificultad creada por Marx consiste más bien en que un «ímpetu de crítica del poder, que tiene como meta la acción no alienada de sus semejantes, se entre­mezcla sistemáticamente con un concepto de acción que ordena con autoridad», y que está ya prefigurada en su concepto antropológicamente empobrecido del trabajo humano (Scarbath, 1979, p. 8) y en la historia activa de los «ismos» que apelan a él, logra consecuencias violentas.

— Friedrich Nietzsche (1844-1900) desarrolla en toda su fi­losofía una crítica de la tradición y de la cultura con un radi­calismo que lleva lógicamente al borde del nihilismo. Con res­pecto a su reivindicación absoluta de la verdad, su superación (supuesta) del nihilismo en forma del «superhombre» presenta rasgos teatrales y fatales. Igualmente fatal y dividida resulta también la historia de su aceptación. En todo caso, Nietzsche es un pensador cuyas consecuencias no han sido estudiadas todavía (véase Blass, 1978, II, p. 13ss; Kokemohr, 1973 y 1979).

— Finalmente, Sigmund Freud (1856-1939): En relación con las enfermedades psíquicas que no se pueden explicar ni curar con los medios de la medicina académica tradicional, se en­frenta con el «inconsciente» que, a pesar de tanta antropología basada en la razón y en el espíritu, domina a las personas en una medida increíble y con una violencia insospechada. Todo esto nos lleva a recordar la hidra, el monstruo de muchas ca­bezas que Sócrates utilizó como ejemplo del mundo instintivo humano (véase más atrás, 55s). En el «viaje de descubrimiento» de un pensador sensible dentro de sí mismo, éste ha logrado escudriñar abismos que se abren aquí para el hombre moderno y los ha expuesto en una terminología propia del mecanicismo y de las ciencias naturales («aparato psíquico», «economía de placer», «complejo de Edipo», etc.) que causó casi forzosa­mente algunas alienaciones, mecanizaciones y pseudodisponibi- lidades difícilmente tolerables de sus ideas (véase Bittner, 1979; Worm, 1972).

Los cinco personajes mencionados se hallan situados entre la época clásica alemana y nosotros. Cada uno de ellos se me­recía una interpretación propia desde la perspectiva antropoló­gica. Pero acerca de cada uno de ellos existe una literatura tan

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Friedrich Nietzsche

amplia que, incluso desde puntos de vista pedagógicos, sería muy difícil decir algo nuevo.

Por ello voy a limitarme a esbozar sin largos razonamientos dos posiciones muy distintas del pensamiento antropológico que en cierto modo son las predecesoras inmediatas del momento presente, antes de volver a cerrar el círculo con las teorías que he tratado de tipificar en la introducción. Por ello dedi­caremos una vez más nuestra atención a Friedrich Nietzsche, como uno de los críticos más radicales de la cultura y de la tradición que nos separan de la época clásica, y a Adolf Port- mann como representante de la antropología biológica-más re­ciente, tal como, pasando por el darwinismo, se ha desarrollado hasta llegar a mediados de nuestro siglo.

Después de haber esbozado estas dos perspectivas distintas entre sí, tanto por el contenido como por el método, bastará una panorámica sucinta para señalar, finalmente, algunas líneas de unión entre estas posiciones y, a partir de ellas, las cuestio­nes a las que ha de responder actualmente una «antropología pedagógica».

6.1. Friedrich Nietzsche

Nietzsche ha desempeñado una doble función con respecto a los cambios experimentados por la imagen del hombre mo­derno: ha sido al mismo tiempo diagnosticador y partícipe de los procesos de transmutación de los valores. Podemos decir en su propio lenguaje gráfico que no se ba limitado a ser veleta sino también viento huracanado, no sólo sismógrafo sino tam­bién dinamita. Por ello no ha querido limitarse a analizar, des­cubrir, desenmascarar todo lo que ha llegado a convertirse en problemático y vacío en nuestra autocomprensión tradicional, sino que ha pretendido derribar por medio de golpes y marti­llazos asestados por él mismo todo lo estéril, insípido y fiuc- tuante de la misma. Trata de destruir las «antiguas tablas», para poder erigir o preparar nuevos sistemas de valores en una atmósfera más pura y libre. Su diagnóstico: nos encontramos en vísperas de una época nihilista que sólo podrá subsistir con

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Aproximaciones ai presente

una absoluta veracidad y ausencia de toda falacia. Pero, esta honradez sólo se puede soportar si va asociada a una actitud trágico-heroica que no sólo acepta el «ocaso de los dioses», que desde hace mucho tiempo se percibe entre nosotros, sino que incluso lo acelera. La crítica de Nietzsche a la situación del hombre moderno es radical. Las radices, las raíces de que creemos vivir todavía, el helenismo y el cristianismo, son in­dignas de todo crédito, alienadas y de mal gusto, habiéndose convertido en alienaciones y obstáculos en el camino de nuestro autodescubrimiento. Nietzsche formula sus pensamientos en an­títesis, en saltos aforísticos y paradojas provocadoras. Renuncia intencionadamente a síntesis y sistematizaciones, pues todo sis­tema le parece engaño y el deseo de sistematizar se le antoja falta de honradez. Así, también su crítica a la cultura y a la formación contiene a menudo muchas antítesis, ambigüedades y pensamientos confusos. En los escritos en los que critica la cultura, especialmente en Unzeitgemassen Betrachtungen (1873- 76), los conceptos «cultura» y «formación» de los que tanto se ufanan los contemporáneos, juntamente con sus derivados, tienen un doble fondo: la cultura, como «unidad de estilo», lo supremo que un pueblo puede alcanzar (vol. I, 165), ha des­cendido hasta quedar convertido en actividad externa y come­dia; especialmente de la «cultura alemana» sólo se habla casi entre comillas. Lo mismo cabe decir del concepto formación (véase Kokemohr, 1973). El hombre «culto» se ha convertido en filisteo. La mera elección de esta expresión, procedente del lenguaje de los estudiantes de la época, sirve para subrayar la ambigüedad característica: la palabra filisteo designa la «antí­tesis más marcada del hijo de las musas, del artista, del autén­tico hombre culto» (vol. I, 165). Obviamente, Nietzsche pisa aquí el mismo terreno que Schiller, quien en su conferencia de toma de posesión de Jena distingue entre el «estudiante por necesidad» y el «filósofo por naturaleza». La orientación normativa de la crítica dirigida a la cultura permanece en el mismo ámbito «humanista», cuando Nietzsche, volviendo la vista al sistema escolar y universitario, no desea ver mezcla­dos «los centros de formación» con los que sirven para resolver las necesidades de la vida. Y, sin embargo, ¡cuán insípida,

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cuán inauténtica ha llegado a ser para él esta tradición huma­nística! La llama característicamente la «antigua cultura ale­mana» (Morgenrothe, 1881, Aph. 190; vol. 3, 162) y prosigue preguntándose qué hay de insoportable, conmovedor y mise­rable para nosotros, los actuales, en Schiller, W.v. Humboldt, Schleiermacher, Hegel, Schelling: el «deseo de parecer a todo precio estimulados moralmente», la «exigencia de generalida­des brillantes pero vacías, junto a la intención de querer verlo todo transfigurado», «un idealismo blando, bonachón, de brillo plateado que quiere tener ante todo gestos y voces perfecta­mente simulados»; una «aversión» hacia la realidad «fría» o «árida», hacia la anatomía, hacia las pasiones radicales, pero también hacia la «continencia y escepticismo» filosóficos y ha­cia el «conocimiento de la naturaleza, en cuanto no se ha po­dido utilizar para un simbolismo religioso» (ibid., 163; véase también la cita completa en H. Roth, 1976, I, p. 298s). A pe­sar de la sensibilidad y acierto con que Nietzsche descubre aquí con toda mordacidad un comportamiento que le resulta subjetivamente insoportable y que por ello merece una crítica literaria despiadada, es preciso observar que no critica las ideas mismas y enunciados antropológicos de esos «clásicos» y que ni siquiera alude a ellas. ¡El Nietzsche tan honrado se siente atraído también personalmente por el «brillo»!

Su crítica se vuelve básica y radical cuando se refiere a la imagen de los griegos, que se encuentra detrás de la superior «cultura alemana» neohumanista, y que desde Winckelmann brilló con los rasgos de la «grandeza silenciosa y de la sencillez noble»; tras la superficie «apolínea» de la imagen armónica y llena de belleza del «país de los griegos», que «anhelamos con el alma» (Goethe, Jphigenia, 1,1), Nietzsche ve una profundidad «dionisíaca», un abismo instintivo y adormecedor, donde, si­lenciada temerosamente por las pálidas ideas culturales de los profesores de institutos y de los filisteos, la vida con toda su fuerza e impulsividad se une en la «embriaguez», en el «encan­tamiento» o «arrebato» con el universo de la naturaleza crea­dora, donde es reconocido el cuerpo con su belleza pero tam­bién con sus violencias y éxtasis, donde se conciban el «dolor» y la «salud», el «sufrimiento», el «placer» y la «plenitud»

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Aproximaciones al presente

(El nacimiento de la tragedia, 1871; vol. 1, 25ss). Vale la pena encontrar el camino para volver a .esta unidad de dolor y de placer, de violencia y belleza, de síntesis y de contradicción, de instinto y de «espíritu danzante» que los griegos vivieron antes que nosotros. Sócrates y Platón fueron los primeros co­rruptores y falsificadores de esta unidad universal. En lugar del «genio» creador y del «instinto» erigieron un criterio de la vida la «enfermedad de la mente» (véase Blass, 1978, II, 35ss).

Asimismo la segunda gran tradición de cuyos restos vivimos, la cristiana, ha sido desde el principio, en opinión de Nietzsche, una «gran enfermedad», una debilidad, que no ha podido me­nos de conducir al ocaso toda vida originalmente llena de energía. Nosotros no somos sino el «reflujo de esta marea» (vol. 4, 14) y no nos atrevemos a expresar lo que muchos sos­pechan desde hace tiempo: Dios está muerto. Esta frase sobre la que se ha dado una serie de interpretaciones hasta llegar al estudio de Heidegger acerca de Nietzsche y a la nueva teo­logía, suena en principio como el diagnóstico imparcial de un médico: muerte, exitus, no hay nada que hacer. Y, sin embar­go, esta afirmación es una carga de dinamita disimulada en forma de constatación de un hecho.

En su obra Así habló Zaratustra (1883-85), un «evangelio anticristiano en su estilo y contenido» dirigido contra chrislianos (Lowith, 1953, p. 203), Nietzsche ha traducido su teoría acerca del «Dios muerto» y de sus consecuencias a un lenguaje grá­fico e intencionadamente mítico de frases ditirámbicas. En esta obra el autor presenta a Zaratustra de 30 años de edad, que, después de haber vivido largo tiempo como eremita meditando en una montaña alta, desciende a los hombres de los valles para anunciarles su nueva doctrina sobre la transmutación de todos los valores. En su descenso se acerca primeramente a los bosques, donde encuentra a un piadoso ermitaño que repre­senta la tradición cristiana en su forma más pura (vol. 4, 12- 14):

«¿Vas a llevar hoy tu fuego a los valles? ¿No temes el castigo que se impone al incendiario?, pregunta el anacoreta.

Yo les llevo un regalo a los hombres. Y, ¿qué hace el santo en el bosque?, replica Zaratustra.

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El santo respondió: Yo compongo canciones y las canto, y mien­tras las compongo río, lloro y gimo: o sea, que alabo a Dios... Pero, ¿qué nos traes tú como regalo? Cuando Zaratustra escuchó estas pala­bras, saludó al santo y le dijo: ¡Qué podría daros a vosotros 1 Pero ¡tened cuidado para que no os quite nada! Y así se separaron el uno del otro, el anciano y el hombre, riéndose como si fueran dos mu­chachos.»

Me he preguntado muchas veces qué significa esta risa. Hay un estudio antropológico de Helmuth Plessner sobre la «risa y el llanto» (1950), donde se desarrolla la tesis siguiente: Cuando en la vida humana surgen situaciones a las que no cabe responder adecuadamente con la razón consecuente, con palabras, con gestos o con acciones, si resulta imposible encon­trar una expresión adecuada como respuesta, entonces la ten­sión acumulada busca una salida especial, la única posible al hombre, admitiendo precisamente esta falta de salida con su comportamiento. Si la situación es extraña o simplemente para­dójica, surge la risa; si es trágica, el llanto. ¿Qué sucede en tales casos? El hombre renuncia en cierta medida al dominio sobre su cuerpo, se deja sacudir por la risa o por las lágrimas, lo que puede abarcar todas las fases que van desde la mera contracción del rostro hasta las crispaciones extáticas. Pero, al renunciar así total o parcialmente a su dominio, revela todavía su comprensión de lo ininteligible, manifiesta un residuo de poder en la impotencia. Capitula, sin duda, en cuanto unidad compuesta de cuerpo y alma, pero sin rendirse por ello como persona.

Ante esta tesis, la risa común de Zaratustra y del santo aparece bajo una luz propia: han quedado rotos todos los puentes de comprensión mutua. Su risa es lo único que Ies une a ambos fuera de la esfera de la reflexión. Pero, precisa­mente en esta última unión no verbalizada, vuelve a ocultarse una de las cargas de dinamita típicas de Nietzsche: más allá de todos los abismos, ambos están situados en el mismo plano, están unidos por una solidaridad mutua: el joven Zaratustra, al que le espera todavía su obra de destrucción y de transmu­tación de todos los valores, y el santo anciano, que ensalza lo antiguo. De esta forma, Zaratustra se alinea en la serie de

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Aproximaciones al presente

grandes antepasados y creadores de la tradición. En cierto modo puede decir: nosotros, los grandes espíritus que nos encontra­mos aquí en las montañas, por encima de las personas corrien­tes, estamos reunidos. Nosotros nos entendemos, incluso cuando fracasan las palabras. Pero esta equiparación supone para los ancianos a la vez una humillación: ¡No eres más que uno de los que gozan de su superioridad sobre la masa y que con su vida de eremita revela su desprecio por los hombres!

¡También tú, un sacerdote con sus intrigas, estás, sin confe­sarlo, «más allá del bien y del mal»!

«Pero cuando Zaratustra se encontró solo, habló así a su corazón: ¡Será posible! Este santo viejo no ha oído en su bosque nada acerca de que Dios está muerto!» (vol. 4, 14).

Las palabras acerca del «Dios muerto», introducidas aquí como de paso por primera vez en una frase secundaria en el texto de Zaratustra, están tornadas casi literalmente del anti­guo teólogo evangélico Bruno Bauer que en 1842 fue despo­jado de la autorización de ejercer la enseñanza como profesor privado en Bonn por la crítica que hizo de la religión. Este lenguaje se manifiesta en diferentes variaciones en las obras de Nietzsche. Así, por ejemplo, un año antes de la publicación de Zaratustra se dice en La gaya ciencia (1882, Aph. 343; vol. 3, 573): «El mayor acontecimiento moderno, a saber, el hecho de que “Dios está muerto”, de que la fe en el Dios cristiano ha llegado a carecer de credibilidad, empieza ya a pro­yectar sus primeras sombras sobre Europa.»

Pero, ¿qué significa este «acontecimiento»? ¿Qué consecuen­cias tiene para la interpretación del hombre y de su situación en la tierra? Si Dios está muerto, debe haber vivido algu­na vez.

No se sabe hasta qué punto se ha emitido aquí un enun­ciado teológico-ontológico o simplemente un diagnóstico histó- rico-cultural. Naturalmente, Nietzsche estaba familiarizado con la tesis de Ludwig Feuerbach de que Dios es una mera pro­yección humana. Y la mofa con que Nietzsche trata en muchas de sus obras a los «trasnochados», constituye una prueba más de que considera todo el cielo cristiano como mero producto

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Priedrich Nietzsche

de la ilusión. Al igual que el «espíritu» y el «alma», así tam­bién «Dios» es para él una proyección. «Soy simple y llana­mente cuerpo, y nada más; y alma es sólo una palabra que expresa un algo que hay en el cuerpo» (vol. 4, 39). Pero en el caso de «Dios ha muerto» a Nietzsche apenas le interesa la cuestión ontológica. Obviamente, tal cosa es banal para él. En su opinión, es mucho más importante el aspecto relacionado con el diagnóstico de la cultura.

Para nosotros Dios está muerto. Vivimos como si no exis­tiera. La crítica sarcástica de la cultura que invade toda la actividad filosófica de Nietzsche ofrece numerosos ejemplos de ello. Pero Dios está muerto no sólo para la masa estúpida, sino también para el pensador honrado. El santo del bosque aparece como un «trasnochado» que no está al corriente. El mensaje de Zaratustra dice manifiestamente: Dios está históri­camente liquidado, no sólo para las masas, sino precisamente para las mentes grandes y fuertes. Y es bueno que lo esté. Debe estar muerto y no aparecer jamás:

«Están muertos todos los dioses: sólo queremos que viva el super­hombre» (vol. 4, 102). «Si hubiera dioses, ¡cómo seguiría afirmando que no hay ningún dios!» (ibid., 110).

Sin embargo, la fe en Dios se rechaza sin detenerse a pen­sarlo, por considerarla abstrusa, y a continuación se siente su pérdida como algo irrecuperable. Pues, sin Dios, el mundo se vuelve sombrío y vacío. Todo se convierte en insípido y arbi­trario. Ya no hay un sentido previamente establecido al que podamos atenernos. El nihilismo resulta inevitable. Y el miedo a la nada se esconde tras miles de máscaras. Nietzsche las desgarra todas, menos una tras la que trata de ocultarse él mismo constantemente: la máscara de la grandeza y del fata­lismo heroico. Si ha sido quebrantado el poder de Dios sobre los hombres, éstos deben tomar las riendas por sí mismos. No todos pueden hacerlo. La humanidad en su conjunto es dema­siado débil para ello. Pero el «genio», el hombre creador, el grande, ya sea artista, pensador, estadista o guerrero, puede y debe crear por sí mismo, «más allá del bien y del mal», una

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nueva ley para los hombres. Después de tantas ilusiones a lo largo de la historia, el aire se ha vuelto finalmente libre y trans­parente para ello.

El diagnóstico, la crítica y la destrucción de la tradición por parte de Nietzsche se transforman en este punto en la profecía de un nuevo sistema de valores. Tres aspectos hay que desta­car en él:

— Una aceptación heroica del destino, un amor fati que puede relacionarse con tradiciones paganas.

— La teoría del eterno retorno de lo mismo, una represen­tación cíclica del mundo próxima al pensamiento griego, la cual entraña una negación radical de toda escatología.

— El anuncio del superhombre como un nuevo soberano de la tierra, en cuya idea está contenida, al menos formalmen­te, un rasgo escatológico. En efecto, esta idea presupone una especie de teoría de tres etapas: una evolución que va desde el animal, pasando por el hombre, hasta el superhombre.

Pero este superhombre no podrá ser jamás un estado de toda la humanidad. Sólo lo alcanzarán una élite de fuertes que tiene la fuerza y el valor de mirar de frente, sin temor, al ab­surdo vacío de Dios del eterno retorno de lo mismo y de acep­tar a pesar de todo su fatum. El hombre se encuentra en una encrucijada. Está en una etapa de transición de salida incierta. Un ideal aristocrático le representa como superhombre, pero, al mismo tiempo, el conglomerado de las flaquezas del hombre actual puede ampliar el pronóstico basado en el desprecio y en la crítica de la cultura hasta convertir al superhombre en la imagen del «último hombre». También en este sentido apa­rece una descripción gráfica en Zaratustra (vol. 4, 16-18):

«En el mercado, en el que la multitud aguarda a un equilibrista, Zaratustra se dirige al público: E l hombre es una cuerda, sujetada entre el animal y el superhombre, una cuerda sobre un abismo.

Una ascensión peligrosa, un recorrido peligroso, un estacionarse arriesgado, ... estremecimiento e inmovilidad.

Lo que hay de grande en el hombre (jamás se pone en tela de jui­cio esta máscara de “grandeza”), es que es un puente y no una meta: lo que puede apreciarse en el hombre es que es transición y ocaso. Me gustan quienes son como gotas pesadas que caen aisladamente a

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partir de la nube obscura, que está suspendida sobre los hombres: ellas anuncian que llega el rayo y perecen al anunciarlo.

Mirad, yo soy un anunciador del rayo y una gota pesada que llega de la nube: pero este rayo se llama superhombre.»

Pero, como sucede tantas veces en los enunciados escato- lógicos de origen teológico o profano, resulta característicamen­te indeterminada y genérica la naturaleza concreta del super­hombre. Sólo se sabe que es fuerte, intrépido y, sobre todo, inmoral; que está dotado de un espíritu rudo, carente de toda consideración consigo mismo y con los demás. (Entre parén­tesis: sólo cabe esperar que el rayo que se anuncia aquí no sea el rayo atómico de una humanidad que se destruye a sí misma y cuya posibilidad tiene su origen en una inmoralidad absoluta.)

«¡Ay, que so aproxima la época del hombre más despreciable, que no puede despreciarse a sí mismo!

¡Mirad! os muestro al último hombre.»«La tierra se ha vuelto pequeña, y sobre ella brinca el último hom­

bre, que lo empequeñece todo. Su especie es indestructible, como el pulgón... Nosotros hemos hallado la felicidad, dicen los últimos hom­bres y guiñan el ojo.

Han abandonado las regiones en las que resulta difícil vivir: puesse necesita calor.

Caer enfermos les parece un pecado: caminan con cuidado. Un poco de veneno produce a veces sueños agradables...

Nadie se vuelve más pobre o más rico: ambas cosas resultan de­masiado difíciles. ¿Quién pretende gobernar todavía? ¿Quién quiero obedecer? Ambas cosas son difíciles.

No hay pastor y un rebaño. Todos quieren lo mismo, todos son iguales... Existe el pequeño placer por el día y el pequeño placer por la noche: pero se rindo culto a la salud» (vol. 4, 19s).

Todo lo que para el hombre moderno representa progreso: la comodidad, los seguros, el consumo en masa, la democra­cia, el socialismo, ...todo ello son, en opinión de Nietzsche los ideales del último hombre. Éste — y aquí está lo despreciable de tal criatura— considera todo ello como conquistas y no desea que cambien las cosas:

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«(Danos a este último hombre, oh Zaratustra!, exclaman ellos. ¡Con­viértenos en este último hombre! ¡Y los entregaremos a los superhom­bres! Y todo el pueblo sentía júbilo y chasqueaba la lengua» (vol. 4, 20).

Pobre espectáculo para el anunciador del superhombre. «Ésta es la situación actual del populacho. ¡Quién sabe qué hay de grande y de pequeño en ella!» (ibid. 320). El imperio de Bismarck, los socialistas, los demócratas, como también los jerarcas y patriarcas del trono y del altar, Nietzschc sólo mues­tra aversión y desprecio hacia ellos. El cristianismo se inter­preta globalmente como una gran compañía de seguros del más allá para los malparados de la tierra, como causa y efecto de una «moral de esclavos». El intelectualismo socrático y la com­pasión cristiana han corrompido al hombre. Para Nietzsche, la vita beata de san Agustín, así como el anhelo de paz de Come- nius y el dogma de Pestalozzi de que el servicio al prójimo constituye un estado en el que «reposa todo afán», no son más que un débil deseo de felicidad y por tanto un egoísmo subli­mado. Pero el grande y fuerte, el genio, pregunta: «¿Qué importa la felicidad?... Yo trato de realizar mi obra» (vol. 4, 295). Y esta obra es el superhombre, respecto al cual el hom­bre es sólo una etapa preliminar, como el mono lo ha sido en relación con él. Una vez que Dios está muerto, el hombre tiene la libertad de ser su propio artífice. Recuérdese la idea de los sofistas, calificada de relativismo, de que las leyes y costum­bres no pertenecen a la physei (es decir, no están dadas por la naturaleza), sino que dependen de thesei (creadas por un acto humano; véase p. 37). A Nietzsche le importa asimismo la resolución, la decisión frente a un futuro abierto. Aquí se inicia una línea que conduce a Sartre y al existencialismo francés.

Pero con esta línea existencial, que apela a la decisión, a la grandeza y al rigor, se entrecruza en Nietzsche un componente de orientación biológica, basado en la teoría de la evolución. Valdría la pena dedicar un estudio especial a distinguir entre sí estas dos líneas dentro de la obra completa y señalar clara­mente la relación existente entre ellas. Una vez más, los con­ceptos básicos de Nietzsche, por ejemplo, «vida» e «instinto»,

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son ambiguos y contienen resonancias que proceden de ambos trasfondos. Así, al principio antropológico de Nietzsche citado tantas veces de su obra Más allá del bien y del mal (1886, Aph. 62; vol. 5, 81) de que «el hombre es el animal no deter­minado todavía», suena por una parte como un dato biológico, basado en la teoría de la evolución. Y el contexto demostrativo de que en el hombre, al igual que en «cualquier otra especie animal», existe «un exceso de malogrados, enfermos, degene­rados, criminales, necesariamente dolientes» y que todo ello hace que, al igual que todo tipo de naturaleza superior, re­sulte cada vez más improbable que llegue a prosperar, favorece la idea de que los pensamientos de Nietzsche se mueven aquí predominantemente en torno a «la selección natural» por una parte y «a la cría y cultivo» artificial por la otra. ¿Por qué, si no es así, se referiría de forma tan destacada y clara cons­tantemente al hombre, considerándolo como a un «animal», al carácter aleatorio y frágil del hombre como «animal» (por ejemplo, en Humano, demasiado humano I, Aph. 247; vol. 2, 205) o al animal «más fuerte», «más astuto», pero también al «más malogrado» y «enfermizo» de todos (El anticristo, Aph. 14; vol. 6, 180)? Incluso allí donde Nietzsche habla del «gran hombre» y de su misión, asocia a menudo y gustosamente los conceptos de «cría y cultivo» a estos «ejemplares supremos».

Y, sin embargo, por encima de todo biologismo, en la frase acerca del «animal no determinado» resuena también el mo­mento existencia! y de apelación: El hombre no es, como el anfibio, una etapa de transición en el camino hacia los mamí­feros, en la que un grupo de ejemplares se ha detenido prema­turamente. Sino que el supuesto defecto de no estar «determi­nado» (en el doble sentido de no determinado todavía ni re­conocido en sus caracteres determinantes) mediante estabiliza­ciones definitivas implica por lo menos la oportunidad de su fuerza: su vida no transcurre por senderos prescritos. Ha sali­do de manos de la naturaleza en cierto modo a medio hacer teniendo que completar por sí mismo la otra mitad de su exis­tencia, a la que corresponden todos los contenidos culturales. Para ello necesita de un proyecto de vida y, por tanto, no sólo de la cría sino de la educación. Es causa sui en un doble sen-

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tido: se crea a sí mismo y determina también para qué quiere crearse. Es cierto que esta afirmación no es aplicable a todo individuo (véase la «minoría de edad por culpa propia» según Kant, cf. p. 171), pero sí a las naturalezas productivas, crea­doras y fuertes, a los «ejemplares supremos» de la especie. En ellos el hombre se convierte en el gran experimentador con­sigo mismo, en el que «están unidos criatura y creador» (Más allá del bien y del mal, Aph. 225; vol. 5, 161).

En el hombre se halla en estado latente un caos de imá­genes ideales, como un complejo de infinitas posibilidades y de libres proyectos, al igual que en los bloques de mármol sin labrar dormían increadas las estatuas que un día cincelaría Miguel Ángel. El hombre debe elegir, dividirse, pues no hay naturaleza ni Dios que le ayude. Pero, Ílí ¡entras Kierkegaard hablaba de la elección entre Cristo y el vi|jo Adán y por tanto de la libertad de decisión entre valores previamente dados (Land- mann, 1955, p. 230), Nietzsche — como, más tarde también Sartre— trata de mostrar que incluso el «para qué» debe ser determinado por nosotros. Dios está muerto. Somos por tanto nosotros quienes debemos darle un sentido a la vida. Con ello, el antiguo axioma del homo mensura aplicado al hombre como «medida de todas las cosas» se radicaliza y se abre a todas las consecuencias imaginables e incluso fatales: nosotros, que queremos crear el superhombre, somos los creadores de la tierra. Todo lo caduco, todo lo corrompido que se opone a nos­otros, debe sucumbir. El poder creador, el arte y el carisma, el instinto sano y la sensibilidad estética que perciben inmedia­tamente lo bueno, lo mejor, deben reemplazar el mundo ilu­sorio y fantasmagórico de la «cultura» anticuada y de la vida degenerada, para que el nuevo hombre de esta tierra imponga sus ideas.

Algunas derivaciones de matices más o menos marcados de este pensamiento han creado escuelas en la historia. Nietzsche estuvo solo durante su vida, y fuera del círculo de algunos amigos apenas encontró eco. Pero a partir de los años 90 el grupo de sus lectores creció súbitamente. El movimiento juve­nil, los educadores en arte y los reformadores de la vida de fines del siglo, la generación de estudiantes y de alumnos de

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segunda enseñanza interesados por la filosofía en los últimos años que precedieron a la guerra lo eligieron como su autor. Esta situación prosiguió en los años 30 en Alemania, e incluso en Francia experimentó un renacimiento entre los «nuevos filó­sofos» de la época más reciente (véase Schiwy, 1978). Y, al igual que en el movimiento juvenil y en los grupos de refor­madores todas las modalidades de «vida alternativa», desde el romanticismo libre de los exploradores hasta el paso marcial de las organizaciones de masas calzadas con botas, volvían la espalda de manera real o supuesta a la existencia «burguesa», también entre los discípulos de Nietzsche cabe encontrar las naturalezas más opuestas: desde estetas de fino sentido hasta el cínico y burlón lleno de ingenio, desde el crítico de forma­ción superficial como artículo de consumo de la «cultura ale­mana» hasta Mussolini, que regaló a Hitler una edición de lujo de las obras de Nietzsche impresas en letras de oro y en­cuadernadas en piel como muestra del encuentro de dos «super­hombres». No se puede cargar obviamente sobre la creencia de Nietzsche aquello en lo que quedó convertida su herencia en el campo político, ni tampoco el que determinadas personas se apropiaran, en parte o totalmente, sus pensamientos. No cabe duda de que Nietzsche sólo hubiese sentido desprecio hacia los miembros de la SA y hacia el movimiento Kraft durch Freude (una organización politicocstatal de recreo popular y para el tiempo libre del nacionalsocialismo alemán). Pero, los dirigentes inmorales de las masas, las rígidas organizaciones de élite, que — unos y otros— a sí mismos se consideraban los nuevos «dominadores de los hombres» y que, situados «más allá del bien y del mal», acabaron con el pasado y con la «vida carente de valor», llegando incluso a creer que con ello cumplían una misión, ¿se habían limitado a interpretar erró­neamente a Nietzsche?

Es al mismo tiempo notable y fatal que en una misma e idéntica mente pudieran asociarse tanta claridad y agudeza diag­nóstica con tanta ilusión eufórica y adormecedora, tanto deseo de claridad intelectual con tanto abandono imperdonable a lo supuestamente instintivo. La idea de que nuestras convicciones nacen en gran medida de nuestros intereses vitales, unida a una

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doble moral biologista y social — en un caso para una vida fuerte y sana, en el otro para una vida débil y caduca—, dio lugar finalmente a que, a pesar de toda su radicalidad, Nictzsche fuera todo lo contrario de un revolucionario: los señores han de ser señores. No es la doble moral la que hace enfermar nuestra cultura, sino su nivelación. Su culto a la grandeza ha causado decepción, al no proporcionar ningún criterio con el que poder distinguir la verdadera grandeza respecto de los simples «histéricos de la historia» apoyados en la política del poder (Buber, 1948, p. 68).

En conjunto, por tanto, se ha producido un resultado doble: se ha planteado de una manera nueva la cuestión acerca del hombre. Ha quedado desbaratada la autosuficiencia que se ha­bía extendido en forma de conciencia de la cultura. Aunque casi todas las respuestas de Nietzsche han resultado falsas o han conducido a monstruosidades, su teoría acerca del «animal no determinado todavía» es, sin duda, el principio fundamental de toda su antropología ulterior. No cabe duda de que había sido formulado con anterioridad en Protágoras (véase p, 41) y sobre todo en Herder (véase p. 175s).

6.2. Adolf Portinann

Las interpretaciones biológicas y existenciales de la situación humana — en Nietzsche, unidas entre si formando contrastes drásticos y gráficos— se han desarrollado como ramas separa­das de interés antropológico. ¿Cómo podremos, cómo debere­mos volver a unirlas en nuestro pensamiento? En este caso se impone especialmente la respuesta de un zoólogo que, tras las exageraciones ofrecidas en nuestro siglo por un «biologismo» craso, se ha especializado en la constitución y forma de vida especial del hombre desde perspectivas anatómico-fisiológicas y morfológicas.

Adolf Portmann (nacido en 1897, zoólogo en Basilea desde 1926) empezó a interesarse por cuestiones antropológicas par­tiendo de investigaciones relacionadas con la historia de la evo­lución de los animales. Además de sus estudios en torno a la

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Adolf Portmann

morfología comparativa de los vertebrados (1948), acerca de la forma animal (1948) y sobre el animal como ser social (1953), su obra Biologische Fragmente zu einer Lehre vom Menseben (Fragmentos biológicos para una teoría del hombre, 1944, cita­do con arreglo a la edición alemana de 1951) ha introducido en especial una nueva interpretación de datos zoológicos com­parativos en la discusión antropológica, siendo aquélla de una importancia inmediatamente pedagógica. El siguiente razona­miento servirá para poner en claro sus ideas:

La teoría de la evolución del siglo xix basada en los descu­brimientos de Darwin y en las ideas de la evolución de Spencer tenía la tendencia a derivar todo lo humano de formas ani­males previas. Desde la perspectiva de esta teoría, el hombre no era en definitiva más que una especie animal advenediza. Las variantes que Nietzsche añadió a este tema ya popular al referirse al «animal de presa refinado» y a la «bestia rubia», señalaban ya a modo de presentimiento hasta qué dimensiones, incluso políticas, pudieran aprovecharse tales opiniones bioló­gicas. Después de que las pervertidas teorías de la herencia y de la raza de los nacionalsocialistas hubiesen alcanzado antes de mediados de nuestro siglo los límites del absurdo en el plano político y moral, el interés de los biólogos serios debía con­centrarse en someter sus investigaciones sobre la genética hu­mana a una reflexión teórico-científica y devolver el teorema de la evolución, una vez liberado de interpretaciones y dogma­tismos tendenciosos, a la categoría de una hipótesis de trabajo comprobable. Aquí empieza la argumentación de Portmann:

Si se contempla por el microscopio un germen, una célula cspermática, un cromosoma, existe un contraste considerable entre el vacío y la indeterminación de lo que puede observarse y la riqueza de las supuestas «disposiciones» o «capacidades formativas» que están localizadas hipotéticamente en ella. Cons­tantemente nos hemos dejado inducir a tomar como explicación lo que no era más que una suposición:

«La idea de que lo superior se deriva de lo inferior conduce al error. La naturaleza de la forma superior no se puede comprender par­tiendo de las condiciones de la forma inferior, aun cuando sea muy probable que la primera proceda de la última. Puedo explicar, por

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ejemplo, mucho mejor la peculiaridad del ala de un ave mediante la comparación con el órgano de vuelo del murciélago que mediante el estudio de la pata delantera de los reptiles, del que pueden derivarse ambas estructuras volátiles y tal vez incluso proceden realmente, ¿quién lo sabe? Por muy esclarecedora e importante que sea la prueba de que el ala del ave guarda una correspondencia considerable en cuanto a la forma con la pata del reptil, este hecho no arroja ninguna luz sobre el elemento esencial y característico» (1951, lOs).

Si se aplica al ser humano esta perspectiva morfológica cen­trada en las formas y en sus relaciones funcionales, el primer factor que nos llama la atención es que el hombre vive de una manera tan distinta a la de todos los animales conocidos, que todas las estructuras y contenidos de su vida, por ejemplo, el lenguaje, los símbolos, las herramientas, el saber, la economía, la configuración política, las artes y la fe, no son objeto de una «herencia» biológica sino que se «transmiten», es decir, que dependen de la historia y de la cultura no sólo en una medida extremadamente distinta de la de cualquier animal sino de una manera cualitativamente diferente.

A más tardar se conoce desde el siglo xvm el hecho de que el hombre, incluso en las etapas más primitivas, vive ya en «culturas», de que no existe por tanto el «hombre natural» en sentido estricto. Sin embargo, la teoría de la evolución ha olvi­dado esta peculiaridad del hombre y ha tratado de interpretarla como mera complicación de formas de organización ya pre­sentes en la vida animal. Se sentía cierto optimismo en el sen­tido de que la teoría de la evolución biológica y la investigación de la cultura prehistórica trabajaban en dos tramos parciales del mismo camino situados uno tras otro en línea recta y que se encontrarían inmediatamente en un punto exacto una vez hallado el «eslabón que faltaba» (missing link), como los tra­bajadores que construyen un túnel perforando la montaña por ambos lados. Pero, «en verdad, ambos sentidos de la investi­gación conducen a una zona obscura de silencio, cuya extensión no conoce nadie...» (ibid., 19). Las mismas referencias román­ticas a «organismos de cultura» o al «desarrollo de la cultura» parecen indicar que la tradición es una simple continuación de procesos evolutivos orgánicos. Sin embargo, la evolución y la

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I Adolf Portmann

historia no sólo necesitan diferentes medidas cronológicas para medir sus cambios, sino que se imponen diferentes planteamien­tos para que la investigación pueda determinarlas: si el zoólogo pregunta por las alteraciones funcionales de tipo anatómico y fisiológico para buscar una explicación causal, el historiador trata de reconstruir relaciones significativas comprobables par­tiendo de vestigios y de documentos. Y, si ambos emplean la palabra «evolución», que contribuye a ocultar más que a acla­rar las diferencias de sus enfoques, confieren a esta palabra equívoca un sentido básicamente diferente: por una parte, el de series de alteraciones genéticas que requieren muchas gene­raciones, en algunos casos millones de años; por otra, el de cadenas de acciones y consecuencias de las mismas que de una forma lenta o súbita, en todo caso en el plazo de unas pocas generaciones o dentro de la misma generación, en determinadas coyunturas peculiares transforman de manera no genética la si­tuación de una sociedad, de un pueblo, de una cultura a través de los hechos o de los acontecimientos. Recientemente, Max Liedtke (1972, p. 47ss; 1978, p. 21ss) ha vuelto a subrayar la continuidad de la evolución y de la historia y ha tratado asi­mismo de demostrar en la historia de la humanidad, por ejem­plo, en la historia de la pedagogía, progresos de tipo evolutivo, con tal de contemplarla en períodos suficientemente grandes (respecto a la crítica, véase Hein, 1981). Pero tampoco esto desvirtúa la indicación de Portmann de que no queda expli­cada la «distancia» que separa la forma de vida animal de la humana a pesar de la afinidad anatómica; siempre que trope­zamos con huellas de la humanidad primitiva, encontramos al hombre como ser cultural. Existen cráneos de monos que son más semejantes al cráneo del hombre primitivo que el de éste al de un hombre actual. Asimismo, a la pregunta de si, en el caso de un hallazgo, se trata de un antropoide o realmente ya del anthropos, los paleontólogos y prehistoriadores sólo pueden responder positivamente cuando al mismo tiempo cabe compro­bar la presencia de huellas de cultura (instrumentos, hogares, objetos de culto) que señalan la forma de vida especial que llamamos humana.

Por tanto, la tesis fundamental de Portmann dice: incluso

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el biólogo debe considerar al hombre primeramente como «el ser especialísimo con historia» (ibid., 20). Sólo así podrá descri­birlo y enjuiciarlo convenientemente desde el punto de vista zoológico como ser vivo. Toda ciencia parte de proyectos pre­vios. En otros tiempos, las hipótesis de la teoría de la evolución permitieron en una «jugada arriesgada» una nueva interpreta­ción de «grandes masas de datos», cuyas relaciones eran inex­plicables anteriormente. Pero, obviamente, con ello perdieron asimismo de vista otros hechos. También la tesis acerca del hombre como «ser especial con historia» permite ordenar a su vez muchos hechos para formar una nueva imagen global, he­chos que hasta ahora han sido incomprensibles. Portmann pre­senta como argumento un material de datos y cifras detallado cuyos diagramas y cuadros comparativos no vamos a exponer aquí. Nos limitaremos a mencionar en estas líneas algunos re­sultados comparativos convincentes que hasta el profano puede comprender perfectamente: en ornitología, para describir el cre­cimiento de las aves jóvenes existe la distinción entre «insesoras» y «autófagas»; las unas se sienten totalmente desamparadas y están desnudas durante largo tiempo después de salir del huevo, limitándose a permanecer acurrucadas y abrir el pico para ali­mentarse; las otras disponen inmediatamente de un plumaje relativamente acabado y abandonan el nido en busca de la ma­dre como compañera proveedora. Entre los mamíferos existen también analogías similares: animales jóvenes desamparados, ciegos a lo largo de días y de semanas que dependen totalmente de la «incubación protectora», y otros que a la media hora de nacer pueden sostenerse sobre las patas, aunque todavía un poco torpemente, y al poco tiempo son capaces de acompañar a la manada. Portmann clasifica entre los «autófagos» a las crías de los monos, por ejemplo, a los chimpancés; es cierto que permanecen durante mucho tiempo junto a la madre, pero se aferran asimismo con todas sus fuerzas a ella, sus órganos sensoriales están perfectamente formados, su instinto de aferra­miento hace entrar en acción las manos y las patas; su madre es en cierto modo el «primer árbol al que trepan» (ibid., 29s).

Pero, ¿cómo cabe integrar al hombre en esta polaridad de «insesores» y «autófagos»? Las apariencias nos dicen que en

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Adoli Portmann

su etapa de recién nacido se siente tan desamparado como los insesores, absolutamente necesitado de protección y de abaste­cimiento. En esta fase, por sus proporciones y capacidades, su cuerpo es menos parecido al organismo adulto que el de la mayor parte de los animales jóvenes pertenecientes a los inse­sores y autófagos. Pero, al mismo tiempo, en el momento del nacimiento su cerebro — lo que Portmann demuestra una vez más en muchos sentidos con croquis, diagramas, cuadros, etc. — se encuentra mucho más desarrollado que en todos los demás mamíferos superiores. Si se comparan los procesos de desarrollo de la fase embrionaria del hombre y del animal, muchos sínto­mas señalan, según Portmann, que el desarrollo fetal del hom­bre debería concluir en principio «propiamente» en un «autó- fago». Sin embargo, en el niño el estado correspondiente al del mamífero «autófago» sólo si alcanza al año de edad, con el gateo y la acción de erguirse, con los primeros intentos de andar, con sus tentativas de sujetarse y con sus maniobras coor­dinadas. El zoólogo Hasscnstein (1973, 22ss) ha apuntado con sentido crítico al hecho de que Portmann no ha incorporado entre los «insesores» y los «autófagos» al tipo especial de «ser transportado» como el que encontramos entre los monos, asig­nándole un puesto dentro de sus creaciones analógicas. Sin em­bargo, la diferencia básica de que la acción humana de asi­miento por parte del lactante se produce como reflejo, pero carece de eficacia funcional y no es apropiada para funciones vitales, sino que ofrece amplias posibilidades para el libre juego de las extremidades (Portmann, o.c., 31; véase también 46), en mi opinión refuerza en lugar de relativizar la interpretación que Portmann presenta de los hechos.

Todo parece confirmar que el desarrollo de los primates o de un precursor común a ellos hasta llegar al hombre no se puede concebir como un proceso en línea recta, sino que en alguna parte o en algún tiempo ha debido existir una inversión o torcimiento de la línea de evolución respecto a la cual apenas existen analogías en otras esferas del reino animal. Hassen- stein habla también de una especie de evolución inversa, al calificar al niño humano como un «ser transportado pasivo de otros tiempos». Si la evolución se hubiera desarrollado de forma

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«rectilínea», en el hombre — según Portmann— teniendo en cuenta el tiempo global que dura su vida y los períodos medios de embarazo de los mamíferos se habría podido esperar un embarazo de 20 a 22 meses de duración. Pero el lactante hu­mano pasa más de la mitad de este tiempo de desarrollo en el medio extrauterino, fuera del útero, fuera del cuerpo de la ma­dre. La interpretación más plausible de este hecho sería que a causa de «un nacimiento prematuro fisiológicamente normali­zados, debido tal vez a una o varias «mutaciones» (pero, ¿qué aclara esta palabra?), debe haberse llegado a esta forma de vida especial de «insesor secundario».

Para Portmann, más importante que la explicación genética de esta novedad evolutiva, que debe haberse originado en la prehistoria remota sin la presencia de testigos y sin huellas comprobables — ¿quién sabe dónde y cómo? —, es recordar las consecuencias que se derivan de ello para la peculiaridad de la forma de vida humana: la etapa del desarrollo que entre los animales superiores afines al niño transcurre en la obscuridad del cuerpo materno, este último, a pesar de su desamparo fisio­lógico, la vive con los sentidos abiertos y en un entorno social; al mismo tiempo, gracias al volumen de su cerebro, el niño goza de receptividad de estímulos y de improntas que los ani­males guiados por el instinto ni necesitan ni son capaces de elaborar; esto significa que el niño tiene de antemano física y constitucionalmente la disposición de apertura al mundo. «Vincu­lación al entorno y control mediante los instintos, así podemos calificar abreviadamente el comportamiento del animal. En cam­bio, la conducta del hombre puede designarse como abierta al mundo y libre para tomar decisiones» (o.c., 66). Esta confron­tación entre vinculación al medio ambiente y apertura al mundo recorre casi toda la discusión antropológica reciente desde Max Scheler (1927) hasta Helmuth Plessner (1928), desde Jacob von Uexküll (1931) hasta Arnold Gehlen (1940) y F.J.J. Buytendijk (1958). Podemos considerarla como una de las pocas hipótesis básicas sobre la que reina el consenso en todas las posiciones y terrenos. Incluso en la antropología pedagógica ha sido acep­tada casi por unanimidad (véase Roth, I, 1976).

Pero ¿qué significa esto? Las primeras actividades de los

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Adolf Portmann

sentidos, las coordinaciones de los órganos y los contactos afec­tivos del niño tienen lugar en un ámbito social bajo la inter­pelación, el aliento y la estimulación del entorno de los padres. Éste está ya marcado por un sello histórico-cultural. Los pri­meros balbuceos de los lactantes se efectúan en el ámbito de un lenguaje concreto y adoptan sus articulaciones y melodías idiomáticas por imitación y por refuerzo procedente constante­mente del exterior. Y algo parecido sucede en todas las formas de contacto con el mundo: al tacto se ofrecen objetos que no son «específicos» en el sentido zoológico, sino que están mar­cados de antemano por la cultura: cubos y tacos, pelotas, cade­nas y bolas, muñecas de trapo y ositos de peluche. La madre, los hermanos y las personas encargadas del cuidado del niño responden con gestos tranquilizadores o reforzadores, con dra­matismo o con ignorancia, a los sentimientos de satisfacción o de sufrimiento y a los estados de ánimo de todo tipo. En tales casos no sólo tienen lugar «acuñamientos» como los conocemos también en el reino animal cuando se trata de aprender esque­mas instintivos no totalmente congénitos, ni tan sólo se conducen «apetencias» indeterminadas hacia estímulos concretos con va­lor de señal, sino que ciertos «objetos» en cuanto tales, inde­pendientemente de su valor funcional biológico, se vuelven «ob­jetivamente interesantes». Y poco tiempo después de que el «insesor secundario» ha alcanzado hacia el final del «primer año extrauterino» la etapa de «autófago», pronto puede captar las primeras representaciones de las cosas ausentes, los prime­ros signos y símbolos (o.c., 74ss).

A diferencia de todas las especies animales que viven en grupos, la referencia social del hombre es desde el principio una referencia a la cultura, dependiente en cuanto a formas y contenidos de un mundo interpretado previamente, estructurado por medio de símbolos. Éste no se hereda, sino que se trans­mite. Cada uno de los nuevos individuos debe apropiarse de él a su modo. Aquello con lo que el hombre se encuentra en su biografía, sean cuales fueren los medios y valores que le son ofrecidos, transmitidos, descubiertos o reservados, es decisivo para su destino. Y esto que es decisivo para él, que constituye todo el «sentido» y «contenido» de su vida, no ha sido fijado

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Aproximaciones al presente

por la naturaleza sino que varía con la historia, es decir, al mismo tiempo que la cultura, la época, la sociedad y la bio­grafía.

Con todo ello se confirma y al mismo tiempo se corrige el principio de Nietzsche acerca del «animal no determinado to­davía» se confirma en el sentido de que la constitución bio­lógica no determina al hombre material ni estructuralmente, sino que lo abandona «a medio terminar» en su mundo cultural y social. Él mismo debe apropiarse de su constitución intelec­tual, tanto si es un «genio» como un hombre corriente. En esta tarea no hay caminos trillados. Todos y cada uno de los huma­nos tienen que constituirse mediante la imitación y el aprendi­zaje, adquiriendo una autonomía cada vez mayor, todos tienen que contribuir mediante la comprensión y la configuración a formar lo que su vida es o debe ser. En esta tarea el hombre no puede «abandonarse» a los «instintos» (¡no vamos a refe­rirnos aquí a la ambigüedad del concepto de «instinto»!), sino que para su orientación depende del «espíritu» de las tradicio­nes, que sin embargo no sale a su paso forzosamente como un ser superior, sino que está representado por los encuentros y por la adhesión a hombres que están instalados ya en tales tra­diciones y que se las transmiten a él por la vista, por el con­tacto de las manos, a través de las palabras, mediante la con­vicción o de forma meramente mecánica. El conjunto es un proceso totalmente abierto, «todavía no determinado» como totalidad para la humanidad ni tampoco para cada caso par­ticular.

El principio de Nietzsche se corrige en el sentido de que el filósofo debió haber dado un significado filogenético al «to­davía no». Según esto, deberíamos denominar al hombre como el animal que ha dejado de estar determinado, si es que que­remos seguir llamando todavía «animal» a este ser. Herder tuvo una idea mejor al hablar del «primer emancipado de Ja crea­ción» (véase p. 175). Portmann no interpreta esta liberación para la apertura al mundo como compensación de un defecto, sino que nos presenta la figura humana como un «parto feliz» propio de la naturaleza. Incluida la sucesión de fases sorpren­dentemente ralentizada — en comparación con los animales —

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Panorámica

de su biografía, que Portmann expone en la segunda mitad de su libro, la peculiaridad del hombre consiste en que no tiene un ciclo de vida biológicamente cerrado, sino que éste debe considerarse como una parábola abierta que para la realiza­ción de su forma de vida necesita todavía de otro, que por en­cima de las determinaciones zoológicas permanentes de mane­ra relativamente formal llena su vida con lazos materiales. Por tanto, el proceso de una vida humana es fundamentalmente algo más y diferente del «desarrollo» de «disposiciones». Y, con­secuentemente, las ayudas pedagógicas que pretenden acompa­ñarle en forma de estímulo y de guía, deben concebirse de manera distinta de las modificaciones de procesos de aprendi­zaje y de acuñación propios de animales o de la «cría y cul­tivo». Es notable que este cambio fundamental de interpreta­ción y corrección de algunls biologismos reducidos, difundidos ampliamente, proceden del ámbito de las investigaciones zoo- iónicas.

6.3. Panorámica

Los datos e interpretaciones de Portmann nos conducen al centro de las discusiones antropológicas de nuestra propia épo­ca. Obviamente habríamos podido llegar también al mismo «centro» partiendo de las teorías de Max Schcler (1927) o de Nicolai Hartmann (1932), a partir del análisis de la «posición excéntrica» del hombre en Helmuth Plessner (1928; 1950; 1964) o de la teoría de Arnold Gehlen sobre el «ser deficiente» que en cuanto sujeto activo puede «depender» de sus impulsos y utiliza su «exceso de impulsión» para asegurar la estructura de las instituciones que estabilizan su situación (Gehlen, 1940; 1961; 1975). En todas estas teorías desempeña una función pri­mordial la contraposición entre la «vinculación al medio am­biente» del animal y la «apertura al mundo» del hombre. La contribución especialmente interesante de Portmann fue la apor­tación de datos precisamente zoológicos para demostrar la aper­tura fundamental de la forma de vida humana.

Ahora podemos preguntarnos cómo se llena esta apertura en las diferentes teorías antropológicas. En efecto, nadie puede

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vivir en la apertura absoluta. En nuevos niveles se descubren y describen nuevas determinaciones. La antropología de Arnold Gehlen es un buen ejemplo de esto: apertura significa al mis­mo tiempo «inundación permanente de estímulos». Ésta sólo puede tolerarse y elaborarse, si mecanismos selectores y de descongestión frenan y filtran la inundación. Aquí ejercen su función las «instituciones», prótesis en cierto modo con las que el hombre compensa sus «defectos» constitucionales. Se con­sideran como tales «instituciones» una costumbre general (se concede la precedencia a la más antigua), así como una vincu­lación personal permanente (en la familia, el matrimonio, la amistad), una asociación de intereses a la manera de las gran­des sociedades anónimas y formas de codificación de nuestra convivencia política, social y económica. Ellas «exoneran» al individuo al canalizar en cierto modo partes de su actuación que se repiten periódicamente, por lo que no necesita buscar cada vez una nueva decisión. En lugar de ello puede aplicar sus energías a otros fines que le parecen superiores o más pro­ductivos. Al igual que un árbol no puede crecer hacia arriba, si una parte de sus células no se «lignifica» en forma de tronco, así las institucionalizaciones son las que primero dan una con­sistencia estabilizadora a nuestra vida social. En un primer ar­tículo publicado en 1962 Wolfgang Brezinka, siguiendo a Gehlen, expuso de forma convincente e ilustró con ejemplos evidentes la importancia de esta función, al mismo tiempo descongestio­nadora y consolidadora también con respecto a la vida pe­dagógica.

Pero, de esta forma, la tesis acerca del hombre como ser «abierto al mundo» experimenta cierta limitación: la apertura de la conducta del individuo se ve reducida por tales estructu­raciones institucionales previas — específicas de la época, de la cultura y de la sociedad— y queda «determinada» por de­cisiones anteriores. Lo peculiar en comparación con el animal es sólo que estas fijaciones no se producen condicionadas por los instintos sino por las «instituciones», y que éstas pueden dejar obviamente abiertos diferentes márgenes de libertad. Pero en ambos casos son vinculaciones a «esquemas» (véase Hein, 1981).

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Aquí se plantea un problema que se apunta ya en las pri­meras críticas dirigidas a Gehlen (así en Litt, 1942; véase tam­bién Litt, 1961) y que tres decenios más tarde vuelve a acoger la «teoría crítica», aunque en un sentido diferente: ¿No es esta «descongestión» institucional una limitación que puede trans­formarse en alienación y en privación de libertad mientras no se tenga a la vista la dialéctica fundamental que existe siempre y básicamente entre la apertura y la necesidad de seguridad, entre la productividad y la estabilidad? ¿Acaso el punto de partida de Gehlen, situado en el «ser activo» que se procura prótesis, no conduce en último término y casi forzosamente, dentro de la mentalidad pragmático-técnica con la que se ar­gumenta allí a una visión plenamente «afirmativa» de produc­ciones culturales que se consolidan y hacen más perfectas cada vez? ¿Dónde tiene un lugar y una oportunidad en esta imagen del hombre y de su mundo el momento creativo, la nueva idea, la innovación, la autocrítica y la actuación que rebasa modelos de pensamiento y de comportamiento dados? En el lenguaje de la sociología más reciente, ¿existe en esta visión, junto al roletaking (la asunción de roles), algo así como un rolemaking (la invención, la definición y la experimentación de nuevos ro­les)? ¿O el homo sociologicus (Dahrendorf, 1961) no es más que un haz de modelos institucionalmente prefabricados?

A la frase de Zaratustra «soy total y absolutamente cuer­po, y nada más» (Nietzsche, vol. 4, 39), adecuada como lema electoral para los «biologistas», podría acompañarle la corres­pondiente consigna dirigida a los «sociologistas»: soy una par­tícula de la sociedad, un portador de roles, y nada más.

Entre las tesis fundamentales de la «pedagogía basada en las ciencias del espíritu» cultivada por un grupo de pensadores pedagógicos por lo demás muy distintos, sobre todo de la épo­ca de Weimar y de los primeros decenios de la posguerra, figu­ra una según la cual ni el biologismo ni el sociologismo pueden ser la última palabra. El resultado de la acción del individuo o de las reacciones e interacciones a las que esto conduce, vie­ne a ser insuficiente, si no se abarca con la mirada al mismo tiempo el trasfondo desde el que y por el que se actúa con sentido pedagógico y se crean instituciones. Lo que interesa en

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definitiva desde el punto de vista pedagógico es el «espíritu» a partir del cual y en el que se actúa, se juzga, se busca, se dis­cute, se trabaja, se configura y crea algo, y no sólo la «letra», lo fijado: el espíritu de las leyes, de las lenguas, de las artes, de las teorías, de las ciencias, de las costumbres, de las formas de trabajo y de las agrupaciones sociales, y no los envoltorios institucionales que en todo caso tienen una función de seguri­dad y de servicio. Así la «pedagogía basada en las ciencias del espíritu» y la antropología a ella inherente buscan su punto de partida en teorías del espíritu que encuentran ya formuladas o que las desarrollan por sí mismas:

Eduard Spranger concibe una teoría de las «formas de vida» (1917), o estudia la relación entre «espíritu objetivo» y «nor­mativo» en un «análisis de la filosofía del espíritu» (1959b; véase Loffelholz, 1979, p. 262). Theodor Litt recurre constan­temente a la dialéctica entre «espíritu subjetivo» y «objetivo» para fundamentar su pensamiento pedagógico y busca orien­tación en el concepto de lo «clásico» de manera similar a Spranger (Litt, 1927, etc.). Hermán Nohl centra sus teorías pedagógicas en la tensión fundamental entre «vivencia» y «ob­jetivaciones»; lo que importa en definitiva es que «los libros viven» (Nohl, 1949, p. 128). Erich Weniger remite en su dia­léctica a la polaridad entre momentos existenciales y grandes «poderes pedagógicos» objetivos (Weniger, 1930-1952). Wil- helm Flitner sitúa en el centro de sus consideraciones pedagó- gico-antropológicas en torno a la «pedagogía general» la ten­sión entre la letra y el sentido, entre la convención y el espíritu, entre la costumbre y el ethos (1950-1980, p. 43s); en este em­peño puede recurrir a una discusión filosófica en torno a la teoría del espíritu objetivo desarrollada activamente desde los años 20: a Litt y a Spranger, a Scheler y Hartmann, a Hans Frcyer, a la «filosofía de las formas simbólicas» de Ernst Cassi- rer, a la «filosofía dialógica» de Martin Buber, etc. Pero el «espíritu objetivo» puede llegar también a solidificar, petrificar y coartar la creatividad, si no se toma en serio ni se mantiene abierta la tensión que se manifiesta siempre entre la objetiva­ción y la idea. El «espíritu objetivo» — se trata de una idea común a los «pedagogos inspirados en las ciencias del espíri-

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tu» — requiere Ja identificación personal, el compromiso y Ja responsabilidad, si ha de subsistir el «espíritu» y no ha de con­vertirse en lo contrario de éste ni en esquematismos.

En relación con la autocomprensión del pedagogo, tanto del educador que quiere cerciorarse de lo que hace como del. científico que quiere analizar y aclarar las relaciones significa­tivas y activas, las normas, los contenidos, los métodos e insti­tuciones del campo pedagógico, quedan pendientes finalmente dos cuestiones principales:

Primera: ¿Cómo se han de concebir en su conjunto las mu­chas perspectivas desde las que se puede y debe considerar al hombre? Pues, aunque no sea «total y absolutamente cuerpo», sin embargo ¡sí es cuerpo! Aun cuando no sea una partícula social y ninguna otra cosa, desde un punto de vista legítimo ¡sí es tal cosa! Y aunque no puede quedar absorbido jamás del todo por las objetivaciones, instituciones y regulaciones de la cultura heredada y tradicional, está determinado no obstante esencialmente por ellas y debe enfrentarse con las mismas man­teniéndose entre la apropiación y el distanciamiento. No podría llegar a ser «él mismo», si no es contando con el «otro» (véa­se Scheuerl, 1978). Wilhelm Flitncr (1950-1980; véase Scheuerl, 1975a y 1979) ha estudiado explícitamente con criterios peda­gógicos la cuestión sobre los contrastes y la relación de las diferentes perspectivas antropológicas — de los aspectos bio­lógicos, sociológicos e históricos, culturales-materiales y perso­nales —. En el aislamiento de especializaciones metodológicas de la investigación y de las polarizaciones académicas de la más moderna pedagogía se corre el riesgo de perder la con­ciencia pedagógica. Nuestro recorrido a través de la historia de las antropologías y criptoantropologías podría interpretarse tam­bién como un intento de mantener abierta la continuidad de esta cuestión.

En segundo lugar, aparte la clasificación sistemática de las perspectivas antropológicas, hay que plantear la cuestión, más importante todavía para toda praxis, de cómo se pueden con­cebir en cuanto contribuciones a la constitución y a la com­prensión de biografías humanas las aportaciones procedentes de la experiencia de la vida y de las ciencias desde diferentes

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ángulos, y de cómo éstas pueden considerarse como hallazgos que sirvan de orientación a las ayudas pedagógicas concretas. El psicoanálisis ha sido una de las primeras escuelas modernas con pretensión científica que, además de sus modelos cuasime- cánicos del «aparato psíquico», tomó en consideración el mo­mento biográfico de la evolución humana, al analizar la impor­tancia y significado de los destinos impulsivos y sociales para la persona en formación. En una visión sociopsicológica, am­pliada hasta abarcar la esfera antropológico-cultural y enrique­cida con la experiencia terapéutica, H. Erikson (1966), dos ge­neraciones después de Freud, ha descrito en un estudio reali­zado en Norteamérica a qué alternativas fundamentales viene a parar casi todo destino de vida: ¿Se funda y se constituye, por ejemplo, en la vinculación a la madre durante la primera infancia una «confianza original» o queda una desconfianza primitiva que puede afectar desfavorablemente a toda una vida como defecto funesto? ¿Produce buenos resultados el primer proceso de independización del niño de dos a tres años que se desprende del regazo de la madre, o se imponen con fuerza los sentimientos de culpabilidad hasta el punto de esclavizar y envenenar todas las relaciones? ¿Consigue el joven adulto la capacidad de entrega necesaria para poder contraer lazos se­xuales y generativos, o permanece agarrotado, inhibido, pro­penso a las neurosis y perversiones? En tales estudios se traza una imagen concreta de modos de vida humanos que, a pesar de todos los esfuerzos por no conferirles un carácter absoluto, puede tener también un valor de orientación pedagógica.

En relación con las fases y esferas del crecimiento infantil y juvenil, Andreas Flitner (1963, p. 218-263) describió en el capítulo final del volumen colectivo Wege zur padagogischen Anthropologie en sucesión poco rigurosa una serie de tales «condiciones de lo humano». Recientemente, Werner Loch en sa estudio Lebenslauf und Erziehung (1979a) y más concreta­mente en un artículo publicado a continuación (1979b) ha vuel­to a incidir sobre la cuestión de las bases antropológicas de una «teoría biográfica de la educación», preguntándose por las diferentes «competencias» que se han de crear en el curso de una vida humana, a no ser que, de lo contrario, debamos con-

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siderar esta vida como atrofiada (véase también Maurer, 1981).Creo que hay que proseguir interrogando y trabajando en

esta dirección.

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227

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I

Page 230: Antropologia Pedagogica - HANS SCHEUERL

í n d i c e d e n o m b r e s

Adeodato 72 82s Adimanto 59Agustín, san 24 67-73 85s 91s 97

116s 125 133 148 166 192 213 Alarico 80 Alberto Magno 86 Alejandro 65 Alt, R. 213 Ambrosio 74 76 Anaxágoras 35 Anaximandro 35 Andreae, J.V. 104 109 Angelus Silesius (Johann Scheffler)

90 213 Aquiles 40 Arifes, Ph. 13 213 Aristóteles 43ss 62s 65 67 77 86

93 115 213

Bacon, F. 104 109 Ballauff, Th. 162 213 Basedow, J.A. 120s 128 Bauer, B. 188 Benito, san 85 Berg, J.H. 214 Bittner, G. 182 214 Blass, J.L. 52 169s 174s 178 182

186 214Blekastad, M. 105 204 Blumenberg, H. 214 Boas, M. 214Bollnow, D.F. 11 17s 120s 174 214 Borst, A. 91 s 214

Brauer, G. 18 214 Bresch, C. 177 214 Brezinka, W. 23 206 215 Bronowski, I. 215 Bruno, G. 104Buber, M. 11 44 64 67s 78 86 90

94 126 196 208 215 225 Buck, G. 132 215 Burckhardt, J. 95 Burdach, K. 96 215 Buy tendí jk, F.J.J. 202 215

Calvino, J. 100 Campanclla, T. 109 Casmann, O. 9 215 Cassirer, E. 99 208 215 Castiglione, B. 96 215 Cicerón 66s 69 72 77 100 Cillien, U. 168 215 Claessens, D. 12 215 Classen, C.J. 33 215 Comcnius (Komcnsky), J.A. 25 103s

133 137 155 176 192 215 225 Confucio 42 Copei, F. 50 216 Copémico 126 180 Courcelle, P. 70 216 Cristo 77 92 100 113 Crombie, A.C. 216 Cusa, N. de 98s 113

Chodowiecki, D. 121s Chomsky, N. 12 216

Page 231: Antropologia Pedagogica - HANS SCHEUERL

Indice de nombres

Dahrendorf, R. 207 216 Dante 85Darwin, Ch. 181 197 Dejung, E. 162 165 216 223 D e Mause, Ll. 13 216 Demócrito 35 Dempf, A. 88 216 Derbolav, J. 15 33 63 216 Descartes (Cartesius), R. 43 115 125

175Dickopp, K.-H. 11 216 Diderot, D. 134 Dienel t, K. 216Dilthey, W. 10 19s 88 96s 107 216 Dinkler, E. 216 Dolch, J. 52 61 88 216 Dyksterhuis, E.J. 216

Eckhart, maestro 89 98 Edelstein, W. 217 Elias, N. 13 101 s 124 217 Elzer, H.M. 20 217 Empédocles 35 Epitecto 66Erasmo de Rotterdam 98 102 224 Erikson, E.H. 12 155 210 217

Fausto 74s Feltre, V. de 103 Fetscher, I. 140 149 217 Feuerbach, L. 20 188 Fichte, J.G. 31 160 Ficino, M. 98 Finley, M J. 29 217 Fiore, J. de (de Floris) 91s 110 219 Fischer, A. 22 152 217 Fleckenstein, J. 217 Flitner, A. 16 18 166 210 217 Flitner, W. 21 38 82 85 102 104

152 154 157 159 163 166 208 217 223

Freud, S. 182 210Freyer, H, 208 217Frischeisen - Kohler, M. 21 s 218Frobel, F. 174Froese, L. 9 218

Fromm, E. 12 218 Funk, Ch.L. 20

Gadamer, H.G. 11 218 Garin, E. 96 218Gehlen, A. l i s 41 176 202 205s

218Geissler, E.E. 172 218 Geissler, G. 152 154 218 Gerner, B. 26 152 174 218 Giel, K. 174 218 Gigon, O. 29 213 218 Gilson, É. 69 218 Glaucon 54sGoethe, J.W. 20 30 120 158 169

174 176 179 185 Gonzaga 103 Georgias 46 Graeser, A. 34s 218 Groethuyscn, B. 20 26 44s 62 64

67 69 79 94 99 218 Grundmann, H. 91 219 Guardini, R. 75 219 Gudjons, H. 151 219 Gurjewitsch, A. 88 91 219

Habermas, J. 63 219 Hamann, J.G. 150 Hartmann, N. 11 55 177 205 208

219Hassenstein, B. 201 219 líeidegger, M. 186 Hegel, G.W.F. 174 181 185 Hein, M. 177 199 206 219 Henningsen, J. 50 219 Hentig, H. 219 Heraclito 35 Herbart, J.F. 22 114 Herder, J.G. 107 129 150 167-178

180 196 204 219 Herrmann, U. 180 219 Hesíodo 36 Hitler, A. 195 Holtershinken, D. 219 Homero 36 42 71 Homstein, H. 172 213 219 Huizinga, J. 96s 219

230

Page 232: Antropologia Pedagogica - HANS SCHEUERL

índice de nombres

Humboldt, W. von 20 169 174 180 185 219s

Hundt, M. 220

ísócrates 38 65

lacobi, F.H. 150 Jaegcr, W. 28 32 37 220 Jentsch, W. 220Joaquín de Fiorc (de Floris) 91s

110 219Joppich, G. 127 220

Kamlah, W. 67 220 Kamper, D. 9 11 218 220 Kant, I. 10 20 125 160 167-178 194

220Kierkegaard, S. 20 69 160 181 194 Klafki, W. 220 Klages, L. 177 220 Klopstock, F.G. 149 Kokemohr, R. 182 184 220 Kuhn, H. 63 220

Landmann, M. 9 12 20 25s 30 37s 43 94 98s 167s 175s 194 220

Landshut, S. 159 220 Langeveld, M. 15 18 221 Lassahn, R. 12 52 63 221 Lehmann, R. 21 221 Leibniz, G.W. 40 Leontjcw, A.N. 12 221 Lcpenies, W. 11 221 Lessing, G..E. 172 221 Lichtcnstein, E. 32s 37 40 61 64

221Liedkc, M. 166 199 221Litt, T. 11 152 1.61 s 166s 207s 221Loch, W. 18 210 221Locke, J. 128Loffelholz, M. 208 222Lorenz, K. 12 222Lorenz, R. 67 71s 77 80s 222Lowith, K. 67s 80 9 ls 186 222Entero, M. 77 100

Machiaveili, N. 97

Maestro Eckhart 89 98 Mahuke, D. 107 113 222 Maier, H. 69 72 74 80s 222 Malesherbes, Ch.G. de 134 Maní 72Mannheim, K. 101 Marco Aurelio 66 Marrou, H.I. 28 32 39s 62 65 67

72 74 222Marx, K. 20 31 159 181s 222 225Maurer, F. 18 211 222Menón 45 47-49Menze, C. 174 219 222Meyer, A. 174 222Michel, G. 105 114 222Michelet, J. 95Miguel Ángel 194Mittelstrass, J. 27 29 43 45 222Montaigne, M. de 97s 119Montesquieu, Ch. de S. 141Mozart, W.A. 130Muhri, J.G. 180 223Mussolini, B. 195

Napoleón Bonaparte 163 Nelson, L. 223 Nicthammed, F.I. 129 Nietzsche, F. 11 20 69 182-197 204

207 223Nipkow, K.E. 174 223Nohl, H. 19 21 55s 58 154 208 223Nováková, J. 106 215

Oxenstiema, A. 105

Pablo 46 69 77 91 Paracelso, B.T. 98 Parménides 35 Pascal, B. 126 128 225 Paulsen, F. 103 223 Pestalozzi, J.H. 20 25 149-167 192

223 226Petrarca, F. 94 97 Piagct, J. 12 223 Pico della Mirándola 98 113 Pilz, K. 120 223 Pitágoras 35

231

Page 233: Antropologia Pedagogica - HANS SCHEUERL

índice de nombres

Platón 19s 24 27-66 77 80 83 93 186 223

Plessner, H. 11 52 187 202 205 223 Plotino 65 68 Popper, K.R. 31 42s 224 Portmann, A. 11 183 196-205 224 Protágoras 39 41 45 94 196-205 Ptolomeo 126

Quintiliano 66

Rabelais, F. 119 Rafael 96Rang, A. 152 162 165 224 Rang, M. 132s 136 138 145 224 Ratke (Ratichius), W. 104 118 Reble, A. 152 168 224 Richelieu, A.J. 105 Riedel, M. 63 224 Róhrs, H. 132s 135 137s 224 Roth, H. 16 19 24 185 202 224 Rothacker, E. 11 224 Rousseau, J.J. 31 120 125 132-149

150 155s 165 224 226 Rumpf, H. 43 46 50 224

Salzmann, C.G. 127Sartre, J.P. 192 194Scarbath, H. 24 182 225Schafer, L, 126 225Schaller, K. 105 109 114 225Scheffler, J. 90 213Schclcr, M. 11 177 202 205 208 225Schelling, F. 185Scheuerl, H. 88 105 127 143 177

180 209 225Schiller, F. 20 149 169 174 179s 184 Schindler, A. 67 69s 74 225 Schiwy, G. 195 226 Schleiermacher, F.D. 174 185 223

226Schmidt, G.R. 97 174 226 Schoeps, H.J. 89s 96 99 226 SchSnebaum. H, 152 226 Schopf, A. 67 74 226 Schramm, P.E. 88 226 Schrocr, H. 105 225

Schulze, T. 174 226 Schurr, J. 174 226 Schwidetzky, I. 41 226 Shorter, E. 13 226 Snell, B. 34 226Sócrates 28 30 32s 38 42 45s 54s

59 63 65 83 182 186 Sófocles 38Sonnemann, U. 11 226 Spaemann, R. 133 226 Spencer, H. 180 197 223 Spranger, E. 21 107 152 155 157s

208 223 226s Stenzel, J. 46 227 Siinkel, W. 174 227

Tácito 29 Tales 35 47Tellenbach, G. 88 227 Tetens, J.N. 20 Tomás de Aquino 86 93 Tomberg, F. 227 Trapp, E.C. 21 227 Trier, J. 95 227 Tschizewskij, D. 106 108 215

Uexküll, J. von 202 227 Unger, F. 227

Valerio 77Vauvenargues, L. do C. 139 Virgilio 71Vittorino da Fcltre 103Vives, L. 103 113Vogler, P. 11 21¡8Volkmann - Schluck, K.H. 99 227Voltaire 138Vossler, O. 134 227

Washington, G. 149 Wober-Schafer, P. 64 227 Weniger, E. 208 227 Winckelmann, J.J. 185 Worm, H. 182 227

Zdarzil, H, 227 Zenón 35

232

Page 234: Antropologia Pedagogica - HANS SCHEUERL

BIBLIOTECA DE PEDAGOGIA

Tomos en rú s tic a , tam año 12,2 x 19,8 cm .

V o lúm enes pub licados :

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E d ito r ia l H e rde r S.A., P rovenza 388 — 08025 BARCELONA