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ANTROPOLOGÍA DE LA FORMACIÓN CRISTIANA JUAN LUIS LORDA 1. Bases de la antropología cristiana Pese a la complejidad que este título puede sugenr por su formulación abstracta, expresa prácticamente una tautología. En efecto, si por antropología (léase aquí cristiana o teológica) enten- demos lo que la doctrina cristiana enseña a propósito del hombre, e intentamos dar con lo que es más característico, convendremos en que, para el cristianismo, el hombre es, antes que nada, un ser en proceso de formación; «un ser que se hace» 1; un «ser en ca- mmo, un ser de paso» 2 hacia una perfección que todavía no posee. El vocabulario de la forma -formación, conformación, de- formación, transformación, teforma, etc.- es familiar a la doctrina cristiana. Basta considerar los cuatro puntos en los que ésta com- pendia la historia del hombre: 1) El primer hombre -Adán- «formado del barro de la tie- rra» 3, «fue creado a imagen y semejanza de Dios» 4. Cada hom- bre, es también llamado al ser mediante un acto creador de Dios, asociado a la transmisión de la herencia biológica; de este modo cada hombre es hijo de Dios, hijo de Adán e imagen de Dios. 1. La expresión es de J. PIEPER, Antología, Herder, Barcelona 1984, 17, Y tiene una perspectiva filosófica. La revelación cristiana añade a esta percep- ción el horizonte de un proyecto de hombre. 2. J. RATZINGER, Au commencement Dieu créa le cíel et la terre, Fayard, Paris 1986, 57. 3. Gen 2,7. 4. Gen 1,26.

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ANTROPOLOGÍA DE LA FORMACIÓN CRISTIANA

JUAN LUIS LORDA

1. Bases de la antropología cristiana

Pese a la complejidad que este título puede sugenr por su formulación abstracta, expresa prácticamente una tautología. En efecto, si por antropología (léase aquí cristiana o teológica) enten­demos lo que la doctrina cristiana enseña a propósito del hombre, e intentamos dar con lo que es más característico, convendremos en que, para el cristianismo, el hombre es, antes que nada, un ser en proceso de formación; «un ser que se hace» 1; un «ser en ca­mmo, un ser de paso» 2 hacia una perfección que todavía no posee.

El vocabulario de la forma -formación, conformación, de­formación, transformación, teforma, etc.- es familiar a la doctrina cristiana. Basta considerar los cuatro puntos en los que ésta com­pendia la historia del hombre:

1) El primer hombre -Adán- «formado del barro de la tie­rra» 3, «fue creado a imagen y semejanza de Dios» 4. Cada hom­bre, es también llamado al ser mediante un acto creador de Dios, asociado a la transmisión de la herencia biológica; de este modo cada hombre es hijo de Dios, hijo de Adán e imagen de Dios.

1. La expresión es de J. PIEPER, Antología, Herder, Barcelona 1984, 17, Y tiene una perspectiva filosófica. La revelación cristiana añade a esta percep­ción el horizonte de un proyecto de hombre.

2. J. RATZINGER, Au commencement Dieu créa le cíel et la terre, Fayard, Paris 1986, 57.

3. Gen 2,7. 4. Gen 1,26.

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2) El hombre ha deformado en parte su semejanza de Dios, el brillo divino que dimanaba de su naturaleza, por la desfigura­ción y quiebra del pecado. Con su herencia biológica humana, ca­da hombre recibe la huella de un misterioso pero eficaz «pecado original»; y también sus propios pecados dejan huella en él, defor­mando la imagen divina.

3) Cada hombre es llamado libremente (a veces, de manera misteriosa) a beneficiarse de la obra redentora de Cristo, nuevo Adán, que «renueva la imagen del Creador» en nosotros, con los rasgos del «hombre nuevo» 5 en un proceso de identificación por el que somos conformados como «hijos de Dios» en Cristo 6.

4) Al final de los tiempos, la imagen de Dios en el hombre, recreada en Cristo, imagen perfecta del Padre 7, recibirá su forma plena; así dice San Juan: «sabemos que cuando El se manifieste se­remos semejantes a El, porque lo veremos tal cual es» 8; o según San Pablo: «nos revestiremos del hombre celestial» 9.

La historia del hombre es, por tanto, un camino de for­mación desde la imagen original de Dios deformada por el pecado -Adán, hombre viejo- hasta adquirir la imagen del hombre nue­vo, nuevo Adán: Jesucristo. y esto se realiza no sin dificultades, según la notable expresión de San Pablo a los Gálatas: «Hijos míos por quienes sufro dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros» 10.

Para el cristiano, la llamada a la existencia debe ser conside­rada ya como una vocación a recorrer este camino. Cada hombre es «querido por sí mismo» 11, como sujeto de un diálogo existen­cial que debe conducirle a reproducir la imagen del Dios hecho hombre.

El hombre es el único ser sobre la tierra para el que su exis­tencia es un camino de perfección hacia una plenitud personal En todos los seres vivos se da ciertamente un proceso de maduración,

5. Col 3,1. 6. Rom 8,16; cfr. Gal 4,7; 1 Jn 3,1. 7. Cfr. Hebr 1,3. 8. 1 Jn 3,2. 9. 1 Cor 15,49. 10. Gal 4,19. 11. CONC. VAT. 11, Const. Gaudium et spes (GS), 24.

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pero se trata sólo del desarrollo de las capacidades con que está dotada su naturaleza, que finalmente se agotan. En cambio en el hombre se realiza un cambio, un crecimiento en calidad, con la adquisición progresiva de una forma nueva que en su naturaleza está sólo incoada, y que es fruto de un diálogo, por decirlo así, entre la naturaleza y el don de Dios, entre naturaleza y gracia 12.

El hombre acumula en su ser la historia de su relación per­sonal con Dios. Queda en él la huella de cada una de las solicitu­des divinas, de cada uno de sus dones; y, en la medida en que co­rresponde, se va haciendo «partÍcipe de la naturaleza divina» 13,

sin perder por ello su condición humana, sino llevándola a la ple­nitud del hombre perfecto, Jesucristo 14.

Se da, entonces, la paradoja de que el saber pleno sobre el hombre no puede encontrarse simplemente mediante el estudio de su naturaleza, aunque de allí puedan obtenerse tantos conocimien­tos valiosos, sino que es necesario acudir al hombre perfecto, Jesu­cristo 15. Por eso se puede decir que «Cristo revela plenamente el hombre al hombre mismo» 16.

Sólo en Cristo puede conocerse plenamente el designio de Dios para cada hombre, el hombre plenamente realizado 17.

No extrañará, entonces, que la Iglesia se sienta tan segu­ra del valor de su conocimiento acerca del hombre. Así Pablo VI en su discurso a las Naciones Unidas, se pudo presentar co-

12. En ese sentido, la mejor manera de comprender al hombre es desde la perspectiva de la vocación, de la llamada a un destino personal desde el momento de venir al ser: «Qué es el hombre ... No podemos separar esta res­puesta del problema de su vocación: el hombre manifiesta lo que es aceptan­do su vocación y realizándola». K. WOJTYLA, La renovación en sus fuentes, BAC, Madrid 1982, 60. Sobre esto, vid. J.L. ILLANES, Antropocentrismo y ,teocentrismo en la enseñanza de Juan Pablo 1I, ScrTh 20 (1988) 643-655.

13. 2 Pe 1,4. 14. Cfr. Ef 4,13. 15. «L'homme ne peut se comprendre seulement a partir de son ongm,

qui appartient au passé, ou d'un moment isolé que nous appelons présent. 11 est intrinsequement dirigé vers son futur qui seul fait apparaitre ce qu'il est réellement (cfr. 1 Jn 3,2)>>. J. RATZINGER, o.cit., 57.

16. JUAN PABLO 11, Ene. Redemptor hominis (RH), 10; cfr. GS 22. 17. «La respuesta a la cuestión de la imagen auténtica del hombre cristia­

no puede concretarse en una frase; más aún, en una palabra: Cristo». J. PIE­

PER, Las virtudes fundamentales, Rialp, 3 a ed., Madrid 1988, 12.

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mo «experto en humanidad» 18 y el Concilio Vaticano II se sintió urgido a poner ese conocimiento a disposición de todos los hom­bres 19, consciente de que era la mejor aportación que podía pres­tar al mundo moderno, porque «el misterio del hombre sólo se es­clarece en el misterio del Verbo encarnado» 20.

Por su parte, es bien sabido que el Papa Juan Pablo II ha hecho de esto eje fundamental de su mensaje. Así en una memorable homilía dirigida, casi al principio de su pontificado, a un grupo de universitarios, se expresaba así: «La Iglesia no tiene preparado un proyecto de escuela universitaria, ni de sociedad, pero tiene un pro­yecto de hombre, de un hombre nuevo renacido por la gracia» 21.

2. El saber cristiano sobre el hombre

A simple vista, podría parecer que este patrimonio de verda­des de fe acerca del hombre es relativamente restringido, al menos si se lo compara con el inmenso cúmulo de conocimientos que proporcionan diversas disciplinas cientÍficas. De hecho, las ciencias naturales, como la medicina o la paleontología, o las ciencias hu­manas como la lingüística, la psicología, la sociología o la etnolo­gía entre otras muchas, proporcionan extensas redes de conoci­mientos útiles acerca del hombre. En comparación a los copiosos índices de los tratados de estas materias, el repertorio cristiano de verdades es relativamente pequeño. La cuestión merece un breve consideración.

Las ciencias naturales, como la medicina o la paleontología, proporcionan conocimientos sobre la naturaleza física del hombre o sobre la historia de esa naturaleza. Tales conocimientos se ajus­tan -como es lógico- al método positivo con que fueron obteni-

18. PABLO VI, Discurso a la O.N.u., 4.X.1965, 1, en «Insegnamenti ... » 3 (1965) 508.

19. Cfr. GS 3. 20. GS 22. Para L. LADARIA, esta afirmación «es el pnnClplO básico de

la antropología conciliar»; cfr. El hombre a la luz de Cristo en el Concilio Va· ticano lI,. en R. LA TOURELLE (dir), Vaticano JI. Balance y perspectivas, Sígue­me, Salamanca 1985, 705.

21. JUAN PABLO 11, Homilía a los universitarios, 5.1V.1979.

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dos: son conocimientos concretos, objetivos, experimentables e in­terpretados con arreglo a las leyes necesarias que se supone rigen la naturaleza material. Sólo nos permiten acceder al hombre en comparación con el resto de la realidad material, utilizando el mis­mo lenguaje, los mismos conceptos, aunque en otro nivel de com­plejidad. Pero sin que se trate de nada que sea específicamente hu­mano, ya que lo que se estudia es, precisamente, lo que el hombre tiene en común con todo lo demás, que no es humano.

Por su parte, las ciencias humanas, en la medida en que son capaces de liberarse de los métodos exclusivamente positivos, pene­tran en lo específicamente humano, en lo distintivo del hombre recurriendo muchas veces a métodos introspectivos: es decir, me­diante el acceso directo e intuitivo de la realidad humana tal como se nos muestra en la vivencia inmediata (y por tanto evidente). Esa experiencia necesita ser expresada en conceptos que son irredu­cibles a las variables de rango físico-químico de las ciencias natura­les: la vida intelectual, el actuar libre, las relaciones interpersona­les, el lenguaje, el significado, la ética y la estética. Precisamente en la medida en que esos conocimientos son específicamente hu­manos resultan menos «objetivos», pero tienen un horizonte de significado muy amplio y pueden ser comprendidos por el hombre como realidades que le son adecuadas. Son saberes específicamente humanos y, con toda propiedad, se les ha llamado «humanísticos», porque educan al hombre en lo que le es más propio, le ayudan a comprenderse y comportarse como un hombre. La cultura cris­tiana debe mucho a estos saberes, también llamados «humanida­des», particularmente en la forma en que los cultivó la antigüedad clásica» 22.

El saber clásico nos ha transmitido inmensas riquezas espiri­tuales y, entre ellas, también modelos de formación humana. Se 'puede decir que estos modelos oscilan entre el ideal del filósofo o del sabio y el del hombre virtuoso o buen ciudadano, entre un ideal intelectual de la perfección humana y un ideal cívico, más bien moral 23. Una mente cristiana puede posteriormente descubrir

22. Cfr. H.1. MARROU, Historia de la educación en la antigüedad, Akal, Madrid 1985, 402 ss.

23. El ciudadano u hombre de estado encarna el ideal básico del hombre griego y romano; el sabio es el ideal del hombre culto, desarrollado alrede-

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que esta oscilaci6n se debe tanto a la ausencia de un ideal trascenden­te de hombre, que permita conjugar perfectamente lo intelectual y lo moral, lo personal y lo social, lo permanente y lo hist6rico, como a la falta de recursos morales para alcanzar cualquier ideal de ma­nera plena. U na reflexi6n teo16gica sabrá además ver en esto los límites de la naturaleza herida por el pecado, que no ha perdido la inclinaci6n a la plenitud, pero que no puede alcanzarla.

La plena perfecci6n humana, como hemos dicho, trasciende a la naturaleza. Por esta raz6n, no es posible descubrir por el estu­dio de la naturaleza humana contingente (que es, pero que no da raz6n suficiente de por qué es) la vocaci6n, el fin último al que ha sido llamado gratuitamente por Dios. El hombre puede llegar a conocerse como ser perfectible, pero al proponerse él mismo ideales de perfecci6n tropieza con la propia finitud que hace bo­rroso e irrealizable cualquier ideal. S6lo la revelaci6n del creador y salvador puede dar al hombre las claves que le permiten com­prenderse y las fuerzas que le ayudan a orientarse.

Lo asombroso es que la revelaci6n cristiana sobre el hombre no es, propiamente hablando, un saber -un contenido intelectual- sino una persona 24. La verdad definitiva sobre el hombre no es un conjunto de conocimientos y principios de con­ducta, sino Cristo mismo, «el Camino, la Verdad y la Vida» 25.

3. «Camino, Verdad y Vida»

Examinemos brevemente este extraordinario testimonio que San Juan pone en boca del Señor: «Yo soy el Camino, la Verdad

dor de los grandes maestros; además, en la Grecia clásica habría que añadir un ideal estético del hombre, que es el poeta. Cfr. W. JAEGER, Paideia. Los ideales de la cultura griega, Fondo de Cultura Económica, México-Madrid 1988/10a (1933), Introducción, pp. 3-16.

24. «El cristianismo no es, en último término, ni una doctrina de la ver­dad ni una interpretación de la vida. Es esto también, pero nada de ello constituye su esencia nuclear. Su esencia está constituida por Jesús de Naza­ret, por su existencia, su obra y su destino concretos; es decir, por su perso­nalidad histórica». R. GUARDINI, La esencia del cristianismo, Cristiandad, Madrid 1984/4a , 19.

25. Jn 14,6.

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y la Vida». Según la exégesis más extendida y razonable, habría que entenderla en el sentido de que Cristo es Camino porque es Verdad y es Vida 26. La frase tiene la preciosa virtualidad de poner de ma­nifiesto la relación estrecha que existe entre el aspecto cognoscitivo del mensaje cristiano -la verdad- y el aspecto existencial -la vida-; y también la de señalar su carácter progresivo -el camino-o La verdad cristiana sobre el hombre tiene, por eso, un acusado carác­ter sapiencial, al unir Íntimamente verdad y vida 27 •

. Pero no es sólo eso. El cristianismo es profunda y radical­mente cristocéntrico: «No hay ninguna doctrina, ninguna estructu­ra fundamental de valores éticos, ninguna actitud religiosa, ni nin­gún orden vital que pueda separarse de la persona de Cristo y del que, después, pueda decirse que es cristiano. Lo cristiano es El mismo» 28. El contenido mismo de la verdad y de la vida cristia­nas son Cristo, que «ha sido hecho para nosotros sabiduría de Dios, justicia y santificación y redención» 29. «Cuando hablamos de sabiduría, es El; cuando hablamos de virtud, es El; cuando ha­blamos de justicia, es El, cuando hablamos de paz, es El; cuando hablamos de verdad y vida y redención, es El» 30. Y cuando ha­blamos del hombre, es El: sólo «Cristo revela plenamente el hom­bre al mismo hombre» 31.

26. Así 1. DE LA POTTERIE, «je suis la Voie, la Verité et la Vie» Jn 14,6, en NRTh 88 (1966) 907-942; recogido y traducido en La verdad de Jesús, BAC, Madrid 1979, 107-144.

27. Véase el precioso comentario del generalmente considerado capítulo XI (4-7) de la Epístola a Diogneto: «No hay vida sin ciencia, ni ciencia segu­ra sin vida verdadera ... El que piensa saber algo sin la ciencia verdadera y atestiguada por la vida nada sabe ... El que con temor ha alcanzado la ciencia y busca además la vida, ése planta en esperanza y aguarda el fruto. Sea para ti la ciencia corazón; la vida empero, el Verbo verdadero comprendido», en D. Rurz BUENO, Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1950, 860. «Je pourrai di­re: la vertu contient l'intellectualité en puissance, car, nous menant a notre fin, qui est intellectuelle, la vertu équivaut au supreme savoir»: A.D. SERTI­LLANGES trata bellamente de la unidad que debe darse en todo intelectual cristiano en su preciosa y ya clásica obra La vie intellectuelle, «Revue des Jeu­nes», Paris 1950/4a , 39.

28. R. GUARDINI, o.cit., 103. 29. 1 Cor 1, 30-31. 30. S. AMBROSIO, Explanationes psalmorum, Ps. 36,65-66; CSEL

64,123-125 31. RH 10; cfr. GS 22.

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Nadie puede dudar de las enormes y misteriosas perspectivas de esta verdad, que da lugar a que exista lo que con toda propie­dad puede llamarse una «Paideia» cristiana o,' con las venerables palabras de S. Clemente Romano, una «Paideia en Cristo»; es de­cir, una «formación o educación en Cristo»: un ideal cristiano de formación 32.

La «Paideia» cnstIana recoge el contenido de la «Paideia» clá­sica, y la supera cuando es capaz de aunar los ideales del sabio y del hombre virtuoso, del filósofo y del ciudadano: lo intelectual y lo moral, lo personal y lo social (la Iglesia, cuerpo de Cristo), lo permanente y lo histórico (<<Christus heri et hodie, Ipse et in sae­cula») 33. Pero el camino cristiano no es el de un autoperfecciona­miento; no se trata de un empeño solitario que, al final, se revela incapaz de alcanzar el ideal propuesto, sino el de una relación per­sonal con la verdad salvadora. Por esto mismo, el ideal cristiano no es elitista ni aristocrático, como sucedía necesariamente en la antigüedad 3\ sino que es la Buena Nueva que «ilumina a cada hombre que viene a este mundo» 35: cada hombre resulta dotado, por esa relación, de las verdades fundamentales sobre su origen y destino, y de las energías necesarias para vivir la vida de Cristo.

En el proceso de formación o «Paideia» clásica, se distin­guían, generalmente, dos figuras: el maestro (<<didaskalós») y el pe-

32. La expreSlOn de S. CLEMENTE ROMANO (1 Cor 21,8) constituye ya un tópico en los tratados de educación cristiana; con toda probabilidad está inspirada, sin embargo, en Eph 6,4. S. Pablo utiliza otra vez el término «pai. deia» en 2 Tim 3,16-17. Además, se puede encontrar 4 veces en Heb 12,5.7.8.1l.

33. La cristiandad de los primeros siglos es perfectamente consciente de esto; así, por ejemplo, CLEMENTE DE ALEJANDRÍA: «No negaréis el hecho de que somos discípulos de Dios, depositarios de la verdadera sabiduría, esa que los mayores filósofos sólo oscuramente entrevieron, pero que sólo los discípulos de Cristo han recibido y predicado». Protreptico XI,112,2, en SC 2,180.

34. «El cristianismo otorga al más humilde de sus fieles, por elemental que sea su desarrollo intelectual, un nivel equivalente al que la altiva cultura antigua reservaba a la élite de los filósofos; es decir, una doctrina del ser y de la vida, una vida interior subordinada a una dirección espiritual. Según la fórmula estereotipada de nuestros viejos hagiófrafos, la escuela cristiana provee, al mismo tiempo, litteris et bonis moribus, esto es atiende por igual 'a las letras y a las virtudes'». H. I. MARRO U, o.cit., 432-433.

35. Jn 1,9.

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dagogo O preceptor. El maestro se ocupaba de la instrucción del niño en la escuela, mientras que el pedagogo se ocupaba en casa, de la educación en las virtudes viriles y cívicas 36.

En la cristiana, Cristo mismo asume, en cierto modo, ambos papeles 37.

4. Cristo Maestro 38

Cristo es el Verbo de Dios hecho hombre; es decir, la Pala­bra o verdad de Dios con la que Dios se conoce a Sí mismo y crea cuanto existe. La tradición antigua de 'la Iglesia penetró hon­damente en el misterio del Verbo que se expresa en la creación,

36. Cfr. H. I. MARROU, ibidem. 37. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA esquematiza esta distinción en la intro­

ducción de El Pedagogo: «El Logos que enseña tiene por oficio exponer y re­velar las verdades doctrinales. El pedagogo, que se ocupa de la vida práctica, nos ha exhortado primero a llevar una buena vida moral; y ahora nos invita a cumplir los deberes» (1,1,2,1) SC 70, 112. Esta distinción es prácticamente ajena, sin embargo, al contexto cultural de los Evangelios. En ellos encontra­mos continuamente el tÍtulo «didaskalós» (maestro), que es, probablemente casi siempre, traducción del arameo Rabbí o Rabboni (cfr. Mt 23,8; Jn 1,38; 3,2; 20,16). En cambio, S. Pablo se hace eco de la función clásica del pedago­go en Gal 3,24.26 y más veladamente en 1 Cor 4,15. El tÍtulo Rabbí, que es el tratamiento ordinario que se da al Señor (y que El acepta cfr. Jn 13,13), no se corresponde bien con la idea clásica del «maestro», ni con la nuestra actual. Los rabinos ejercían y ejercen una enseñanza peculiar que consiste en la interpretación minuciosa de la Ley, para vivir bien de acuerdo con ella: se trata más bien de una doctrina moral, un «camino» o «camino de Dios» (cfr. Mt 22,16; Mc 12,14). En la misma línea, aunque con enormes novedades, hay que situar la «enseñanza» del Señor. El contenido de su pre­dicación ordinaria se centra en aspectos morales, es una doctrina de vida; basta pensar, por ejemplo, en «Sermón de la montaña» (cfr. Mt 5,2-7,28.29); sus palabras y gestos proféticos revelan, sin embargo, los misterios cristianos: su relación filial con el Padre, la redención con su sangre, la nueva vida en el Espíritu Santo, que es el contexto donde se ha de vivir esa vida. En este sentido puede afirmarse que Cristo es, al mismo tiempo, maestro y pedago­go: nos une a la Verdad y nos ayuda a vivir como hijos de la luz Un 12,36).

38. Todos los aspectos de la consideración de Cristo como Maestro han sido tratados con singular belleza por S. BUENAVENTURA, en sus discursos Christus, Unus omnium Magister, que está centrado en Mt 23,16, y De exce­llentia Magisterii Christi.

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dando a las cosas su ser y, al mismo tiempo, manifestando en ellas la gloria de quien las ha creado. En la creación está ya, pero de un modo velado, la Verdad, la Palabra de Dios.· Además, esa Pala­bra se ha hecho hombre, abriéndonos el camino para penetrar en las profundidades del misterio de Dios. La verdad de Dios nos hu­biera estado vedada si Dios mismo no la hubiera querido transmi-' tir gratuitamente en su hijo: «A Dios nadie ha visto nunca, el Unigénito que está en el seno del Padre, El nos lo ha re­velado» 39.

Cristo está en el centro de la verdad cnstIana. El es el cauce de la verdad y, al mismo tiempo, la verdad misma que nos es re­velada. El misterio de Cristo es el nudo de todos los misterios cristianos: la vida Íntima de Dios se nos manifiesta desde su posi­ción de Hijo; la salvación del hombre se realiza a través de El; la santificación consiste en conformarse con El por la acción de su Espíritu; la Iglesia es su cuerpo místico; y los sacramentos, la par­ticipación en los misterios de su muerte y resurrección. El criterio de la verdad cristiana es Cristo, «en el cual están ocultos todos lo tesoros de la sabiduría y de la ciencia» 40.

Naturalmente, esto trae algunas consecuencias importantes tanto en cuanto a la enseñanza como al aprendizaje de la verdad cristiana.

En cuanto a la enseñanza, la enseñanza cristiana (la que ayu­da al hombre a formarse intelectualmente como cristiano), ha de ser cristocéntrica. La unidad de las verdades cristianas debe verte-

39. Jn 1,18. S. CLEMENTE ROMANO glosa bellamente esta idea: «Este es el camino, carísimos, en el que hemos hallado nuestra salvación, Jesucris­to ... Por El fijamos nuestra mirada en las alturas del cielo; por El contempla­mos como en un espejo la faz inmaculada de Dios; por El se nos abrieron los ojos del corazón; por El nuestra inteligencia, antes insensata y entenebre­cida reflorece a su luz admirable; por El quiso el Dueño soberano que gustá­semos del conocimiento inmortah,. 1 Cor 36,1·2, en D. RUIZ BUENO, o.cit., 211. PASCAL se expresa con su fuerza habitual: «No sólo no conocemos a Dios más que por Jesucristo, sino que no nos conocemos a nosotros mismos más que por Jesucristo. No conocemos la vida, ni la muerte más que por Jesucristo. Fuera de Jesucristo no sabemos ni lo que es nuestra vida ni lo que es nuestra muerte ... No vemos m~'s que obscuridad y confusión en la na­turaleza de Dios y en nuestra propia naturaleza». Pensées, Ed. Brunschvicg, 548, Livre de Poche, Paris 1972,241.

40. Col 2,3.

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brarse en Cristo. Si no se descubre la referencia a. Cristo que tiene cada misterio de la fe, probablemente no se ha llegado a penetrar su­ficientemente en él. Este criterio puede ayudar a distinguir lo que es una penetración en la verdad de la fe, es decir la actividad propia­mente teológica, de lo que son actividades auxiliares o preparatorias, que no tendrían sentido propio si no condujeran efectivamente a aquélla. A nadie se le oculta la importancia que ha adquirido para la teología actual el espléndido desarrollo de las disciplinas positi­vas de la Teología, como son la historia en sus distintas áreas (de la Iglesia, de la Teología, de los dogmas, hagiografía, etc.), o la exé­gesis. Pero tampoco se puede dejar de advertir que, ante la abun­dancia de conocimientos positivos, existe el peligro de que estas dis­ciplinas, y con ella la Teología entera, se conviertan en una muestra de erudición. A veces, puede haberse perdido la medida, especial­mente en la enseñanza superior de la Teología. Algunas verdades troncales y rotundas de la fe pueden quedar ocultas a los ojos de los que aprenden, tras el bosque de los conocimientos positivos.

El criterio que permite tender hacia la unidad sistemática de las distintas disciplinas teológicas es, precisamente, el misterio de Cristo. En este sentido se puede destacar que la Teología Bíblica (no simplemente la exégesis) tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento, debe ayudar a penetrar en el misterio del Dios hecho hombre. Y que la historia de la Iglesia no puede cultivarse, como disciplina teológica, sin la consideración, al menos implícita, de que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, de que Cristo por su Espíri­tu está presente en ella hasta el fin de los tiempos 41. Otro tanto cabría decir, por ejemplo, a propósito de la historia de los dog­mas, donde lo que está en juego, a través de los tiempos, no es un conjunto de verdades fragmentarias, sino la revelación y salva­ción obrada por Cristo que alcanza a todas las épocas. Sin referen­cia a este núcleo, los conocimientos, por su propia naturaleza, tienden a producir dispersión, más que a favorecer la sabiduría cristiana, que es -como su nombre indica- inseparable de una VI­

da, y compromiso con la verdad total, Cristo 42.

41. Mt 28,20. 42. En ese sentido señala IRENEO: «Más vale no buscar otro conocimien­

to que el de Jesucristo, el Hijo de Dios, que fue crucificado por nosotros,. que caer en la impiedad por cuestiones sutil.,< y discusiones alambicadas»

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En cuanto al modo de aprender o de acercarse a la verdad, también resulta peculiar. Por su condición de sabiduría, las verda­des de la fe sólo pueden ser poseídas en la medida en que son me­ditadas. El mero conocimiento formal de las fórmulas en que se expresan, es muy distinto de una auténtica y personal penetración en la verdad; ésta requiere un proceso de maduración en el que' se va adquiriendo un conocimiento al mismo tiempo intelectual y vivencial de la verdad.

Además, la sabiduría que está en juego no es, como hemos dicho, un simple saber, sino que se trata de una persona; por eso, no puede manejarse con la frialdad especulativa con que se puede tratar, por ejemplo, de la esencia de la libertad o de la naturaleza de los sentimientos. Las verdades sobre Dios son, en cierto modo, Dios mismo, un ser personal 43 • Pensar en Cristo es, en parte, pe­netrar en su vida real. Por esta razón, la meditación sapiencial de­be ser también oración, trato personal con la verdad. Y en la me­dida en que Dios quiera, puede llegar a ser contemplación 44; ya que Dios sólo llega a ser cabalmente poseído por la inteligencia en la medida en que se otorga: «Dichoso aquel a quien la verdad en­seña por sí misma y no por figuras o por palabras que pasan, sino dándose a conocer tal cual es» 45.

(Adv. Haer. 2,26,1). Se trata probablemente de un eco de 1 Cor 1,22. Por su parte, ]USTINO, refiriéndose al estilo del Señor, dice: «Sus discursos, em­pero, son breves y compendiosos, pues El no era ningún sofista, sino que su palabra era una fuerza de Dios» (Apología 1, 14, 5) en D. RUIZ BUENO, Padres apologistas griegos, BAC, Madrid 1979/23 ,195.

43. La misma idea está bellamente expresada por R. LULL en su Félix de las Maravillas (LXVIII): «y porque Dios Padre con sabiduría y amor engen­dra a su Hijo, que es Dios, ha querido que haya sabiduría en el hombre, que entiende a Dios para que le ame; pero si entiende a Dios y no le ama, su entender es ocasión de que haya en él ignorancia» en Obras literarias, BAC, Madrid 1948, 815.

44. Es la conclusión de S. BUENAVENTURA, Unus omnium Magister (XV): «El orden es que se comience por la autoridad de la fe, y se proceda por la serenidad de la razón para llegar a la suavidad de la contemplación: y este orden anunció Cristo cuando dijo: 'yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» en Obras de S. Buenaventura, 1, BAC, Madrid 1945, 15.

45. De Imitatione Christi I1I,l. En toda vida cristiana hay una cierta pene­tración en los misterios divinos que procede de la acción interna e inmediata del Espíritu Santo, que es también Espíritu de Cristo: «Hemos recibido... el Espíritu que es Dios para que conozcamos las cosas que Dios nos ha dado»

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5. Cristo pedagogo

Es sabido que éste es el tÍtulo que Clemente da a Jesucristo en el segundo de sus grandes tratados sobre la formación cristiana. En él nos presenta a Cristo en el papel de formador de la virtud. La idea actual de lo que la pedagogía es está muy alejada de la de Clemente, que en este punto está en consonancia con los ideales clásicos y toma de allí el motivo de su comparación 46.

Probablemente debido a la creciente relevancia que los logros científicos han adquirido en nuestra cultura, los objetivos de la educación se han desplazado poco a poco hacia la transmisión de los conocimientos positivos, especialmente de las Ciencias de la Naturaleza y de las Ciencias Exactas. Se confunde fácil e inadverti­damente educación con instrucción 47. Parece haberse difuminado el aspecto moral de la educación -la formación en la virtud- que era, sin embargo, el más importante en la educación clásica 48. En este sentido, puede resultar difícil hacerse idea de la anchura de perspectivas de la tesis de Clemente.

Cristo es pedagogo porque predica una doctrina moral y en­seña prácticamente cómo se debe vivir. Al contrario de lo que puede suceder hoy, el mensaje cristiano fue comprendido en los pri-

(1Cor 2,10). Ese mismo Espíritu también garantiza a la Iglesia la posesión de la verdad de Cristo; la Iglesia ha sido conducida por su acción a «la verdad completa» Un 16,13) y con su ayuda la transmite con autoridad divina a ca­da uno de sus miembros.

46. «El Pedagogo se ocupa de la educación y no de la instrucción; su fin es hacer mejor al alma, no enseñarla; El introduce en la vida virtuosa, no en la ciencia». CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, o.cit., 1,1,1,4, p. 110. Y más ade­lante sigue: «El exhorta al cumplimiento de los deberes: promulga los pre­ceptos y muestra a los hombres los ejemplos memorables de quienes les pre­cedieron», ibidem, 1,1,2,1.

47. A este respecto se puede leer con fruto el artículo, La crise de l'educa­tion de H. ARENDT en su libro La crise de la culture, Gallimard, Paris 1972 (orig. Between Past and Future, 1954).

48. La tradición cristiana sigue en esto a la clásica. Así, por ejemplo para Santo Tomás el fin de la educación es llegar «ad perfectum status hominis inquantum horno est, qui est status virtutis» (In IV Sent., disto 26, q.1, a.1). Se trata de desarrollar todas las potencias operativas del hombre -intelec­tuales y morales- dotándolas de sus correspondientes hábitos; cfr. A. MI· LLÁN PUELLES, La formación de la personalidad humana, Rialp, Madrid 1988/2a, 27ss.

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meros siglos, ante todo como una doctrina práctica, un modo de vivir 49; aunque evidentemente inseparable de un marco de verda­des de gran calado especulativo, como es el caso de la confesión de que Jesucristo es el Hijo de Dios. El mensaje es concebido co­mo una doctrina de vida, porque la revelación no se ordena a que nos sepamos hijos de Dios, sino más bien a convertirnos verdade-' ramente en tales 50. La misión del pedagogo, en este caso de Cris­to, es la de introducirnos en esa manera de vivir.

Como bien sabía la antigüedad clásica, el resorte fundamental de la educación moral es la imitación de un modelo 51. De hecho, formaba parte muy importante de la enseñanza, el relato de las accio­nes virtuosas de los grandes hombres del pasado o las que se podían extraer de la literatura. Las virtudes de los personajes de Homero, por ejemplo, han servido de modelo durante toda la época clásica. En el modelo se percibe, de manera intuitiva, la belleza del obrar recto; y esa belleza atrae y provoca la imitación. La belleza de la acción ejemplar es el mecanismo básico de la enseñanza moral.

El gran modelo cristiano es Cristo mismo. En este sentido, la vida cristiana se convierte en una imitatio Christi. La imitación de Cristo requiere un conocimiento profundo de sus hechos y di­chos, tal como nos han sido transmitidos por los Evangelios. Es necesario frecuentarlos y extraer de sus escenas consecuencias para la propia vida. Se trata de un manantial inagotable, ya que esos hechos y dichos se conocen mejor en la medida en que existe una

49. Basta para comprobarlo leer las primeras líneas de la Didaché, en don­de se plantea presenta la «doctrina» de los dos caminos, que es eminentemen­te una doctrina moral; y refuerza esta impresión el paralelo que se puede leer en la Ep. a Bernabé (cap. XVIII-XX). Por su parte CLEMENTE ROMA· NO, en el célebre texto ya citado (n. 32), dice: «Que nuestros hijos partici­pen de la educación en Cristo. Aprendan qué fuerza tiene la humildad delan­te de Dios, cuánto puede ante El el amor casto; cómo el temor de El es hermoso y grande y salva a todos los que caminan santamente en él con conciencia pura» (1 Cor 21,8) en D. Rurz BUENO Padres Apostólicos, o.cit., 199.

50. Cfr. 1 Jn 3,L 5 L «La educación no es posible sin que se ofrezca al espíritu una imagen

del hombre tal como debe ser. En ella la utilidad es indiferente o, por lo menos, no es esenciaL Lo fundamental en ella es el «Kalón», es decir, la be­lleza en el sentido normativo de la imagen, imagen anhelada, del ideal». w. JAEGER, o.cit., 19.

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mayor connaturalidad con el modelo. En el conOCImIento moral, la connaturalidad juega un papel muy relevante; las acciones y las palabras de Cristo son mejor comprendidas a medida que se reali­za una mayor identificaci6n con El.

Además, como toda la vida cristiana se ordena intrínseca­mente por la' gracia a la identificaci6n con Cristo, resulta que cada cristiano es, en cierto modo, un reflejo de su vida; especialmente reflejan a Cristo quienes han llegado a la perfecci6n cristiana, que es la santidad. Por esta raz6n, la Iglesia propone a sus santos co­mo modelos de la existencia cristiana. Las «vidas de santos» tienen un papel importante que cumplir en la formaci6n cristiana, no s6-lo para los niños sino también para los adultos, ya que la forma­ci6n moral no termina nunca. Aunque hay que celebrar algunas iniciativas editoriales en este sentido, todavía el panorama es esca­so; sería muy deseable -es un instrumento difícilmente sustitui­ble- poder contar con un buen conjunto de biografías hechas te­niendo en cuenta la sensibilidad de nuestra época.

Se comprenderá también fácilmente la importancia de que, quienes reciben en la Iglesia la misi6n de formar en cualquier sen­tido, sean capaces de reflejar a Jesucristo en su conducta.

En todo caso no se debe olvidar que la vida cristiana tiene mucho de espontaneidad. La imitaci6n de Cristo no es s6lo ni principalmente el esfuerzo consciente por seguir su modelo de conducta. La gracia -que es don de Dios gratuitamente repartido- produce una identificaci6n con Cristo y esto caracteri­za el obrar cristiano aunque no siempre se sea consciente de ello. La pedagogía divina no llega s6lo a través de la enseñanza oral, ni simplemente proponiendo ejemplos; hay también un proceso de transformaci6n que acerca al hombre a su modelo. Cristo es peda­gogo porque enseña una doctrina moral; además, porque es el ejemplo que se ha de imitar; pero también porque obra en cierto modo en el interior de cada cristiano. Con respecto a otros mode­los de educaci6n, la «Paideia» cristiana debe ser consciente de esa acci6n misteriosa de la vida de la gracia. No s6lo se propone un modelo; se dan también las fuerzas necesarias para alcanzarlo. Y esas fuerzas nos llegan de manera privilegiada por unos cauces sa­cramentales: a través de los misterios de Cristo que la Iglesia cele­bra en su Liturgia.

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