antología-de-cuentos-mexicanos

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2 Índice Juan Rulfo Nos han dado la tierra (1945)……………………………………………………………………………………………………………….3 Carlos Fuentes Chac Mool (1954) )……………………………………………………………………………………………………………………………………8 Edmundo Valadés La muerte tiene permiso (1955)………………………………………………………………............................................17 Rosario Castellanos Modesta Gómez (1958) )……………………………………………………………………….................................................. 23 Jorge Ibargüengoitia Falta de espíritu scout (1967) )………………………………………………………………………………………………………… 33 Eduardo Antonio Parra El juramento (1996) )…………………………………………………………………………...................................................... 46 Juan Villoro Amigos mexicanos (2007) )……………………………………………………………………............................................... 55

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Page 1: Antología-de-cuentos-mexicanos

! 2!

!!Índice

Juan Rulfo

Nos han dado la tierra (1945)……………………………………………………………………………………………………………….3

Carlos Fuentes

Chac Mool (1954) )……………………………………………………………………………………………………………………………………8

Edmundo Valadés

La muerte tiene permiso (1955)………………………………………………………………............................................17

Rosario Castellanos

Modesta Gómez (1958) )……………………………………………………………………….................................................. 23

Jorge Ibargüengoitia

Falta de espíritu scout (1967) )………………………………………………………………………………………………………… 33

Eduardo Antonio Parra

El juramento (1996) )…………………………………………………………………………...................................................... 46

Juan Villoro

Amigos mexicanos (2007) )……………………………………………………………………............................................... 55

Page 2: Antología-de-cuentos-mexicanos

! 3!

Juan Rulfo (1917-1986)

Nos han dado la tierra (1945)

Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla

de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.

Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que

no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de

arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente

en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.

Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.

Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la

tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:

-Son como las cuatro de la tarde.

Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los

cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo:

"Somos cuatro". Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos, pero puñito a

puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más que este nudo que somos

nosotros.

Faustino dice:

-Puede que llueva.

Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de

nuestras cabezas. Y pensamos: "Puede que sí".

No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar.

Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta

trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se

le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por

eso a nadie le da por platicar.

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! 4!

Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una

plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y

las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo

se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del

pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída

por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed.

¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?

Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora

volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos

andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo,

yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama

llover.

No, el llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos

cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas

enroscadas; a no ser eso, no hay nada.

Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos

terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.

Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta

peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con "la 30"

amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya

hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles

del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos

aquellos caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la

carabina.

Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a

uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas salen a

asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del sol

Page 4: Antología-de-cuentos-mexicanos

! 5!

corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que

trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron

esta costra de tapetate para que la sembráramos.

Nos dijeron:

-Del pueblo para acá es de ustedes.

Nosotros preguntamos:

-¿El Llano?

- Sí, el llano. Todo el Llano Grande.

Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que

estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados

casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama

Llano.

Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros.

Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:

-No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.

-Es que el llano, señor delegado...

-Son miles y miles de yuntas.

-Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.

-¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí

llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.

- Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre

en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón

para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.

- Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar,

no al Gobierno que les da la tierra.

- Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo

es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho...

Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos...

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! 6!

Pero él no nos quiso oír.

Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas

de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes.

Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más

pronto posible de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno

camina como reculando.

Melitón dice:

-Esta es la tierra que nos han dado.

Faustino dice:

-¿Qué?

Yo no digo nada. Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el

que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la

cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no hay

ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos."

Melitón vuelve a decir:

-Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.

-¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban.

Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto

un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una

gallina.

Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos

dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:

-Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?

-Es la mía- dice él.

-No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?

-No la merqué, es la gallina de mi corral.

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! 7!

-Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?

-No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer;

por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.

-Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.

Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:

-Estamos llegando al derrumbadero.

Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la

barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la

zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras.

Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un

atajo de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta.

Después de venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a

gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra.

Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de

chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta.

Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que

viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.

Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le

desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos

tepemezquites.

-¡Por aquí arriendo yo! -nos dice Esteban.

Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.

La tierra que nos han dado está allá arriba.

Texto tomado de: Rulfo, J. (2006). Nos han dado la tierra. En Antología personal (pp. 35-40). México: Ediciones Era.

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! 8!

Carlos Fuentes (1928-2012)

Chac Mool (1954)

Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa.

Aunque había sido despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la

tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer choucrout

endulzado por los sudores de la cocina tropical, bailar el Sábado de Gloria en La Quebrada

y sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de Hornos.

Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien; pero ahora, a los cuarenta, y tan

desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, a la medianoche, el largo trecho entre

Caleta y la isla de la Roqueta! Frau Müller no permitió que se le velara, a pesar de ser un

cliente tan antiguo, en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la

terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido dentro de su caja, a que

saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la

primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, muy temprano, a vigilar el embarque del

féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos; el chofer dijo que lo acomodáramos

rápidamente en el toldo y lo cubriéramos con lonas, para que no se espantaran los

pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.

Salimos de Acapulco a la hora de la brisa tempranera. Hasta Tierra Colorada nacieron el

calor y la luz. Mientras desayunaba huevos y chorizo abrí el cartapacio de Filiberto,

recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller.

Doscientos pesos. Un periódico derogado de la ciudad de México. Cachos de lotería. El

pasaje de ida —¿sólo de ida? Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel

mármol.

Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómito y cierto sentimiento natural

de respeto por la vida privada de mi difunto amigo. Recordaría —sí, empezaba con eso—

nuestra cotidiana labor en la oficina, quizá sabría, al fin, por qué fue declinando,

olvidando sus deberes, por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio

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! 9!

Efectivo No Reelección”. Por qué, en fin, fue corrido, olvidada la pensión, sin respetar los

escalafones.

Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El licenciado, amabilísimo. Salí tan contento que decidí

gastar cinco pesos en un café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca

concurro, porque me recuerda que a los veinte años podía darme más lujos que a los

cuarenta. Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con

energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros; de hecho, librábamos la

batalla por aquéllos a quienes en la casa discutían por su baja extracción o falta de

elegancia. Yo sabía que muchos de ellos (quizá los más humildes) llegarían muy alto y

aquí, en la Escuela, se iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía

cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes se

quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas

fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, nos quedamos a la

mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja

invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme

en las sillas modernizadas —también hay, como barricada de una invasión, una fuente de

sodas— y pretendí leer expedientes. Vi a muchos antiguos compañeros, cambiados,

amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía, con la

ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían;

o no me querían reconocer. A lo sumo —uno o dos— una mano gorda y rápida sobre el

hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo mediaban los dieciocho agujeros del Country

Club. Me disfracé detrás de los expedientes. Desfilaron en mi memoria los años de las

grandes ilusiones, de los pronósticos felices y, también, todas las omisiones que

impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder meter los dedos en el pasado y

pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes se va

olvidando y, al cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos,

las espadas de madera? Los disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y sin

embargo, había habido constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era suficiente, o

sobraba? En ocasiones me asaltaba el recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la

aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros

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secretos. Hoy, no tendría que volver la mirada a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de

propina.”

“Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir de

catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio. Él es descreído, pero no le basta, en media

cuadra tuvo que fabricar una teoría. Que si yo no fuera mexicano, no adoraría a Cristo y —

No, mira, parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adorar a un Dios muerto

hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado.

¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a

toda tu vida?... Figúrate, en cambio, que México hubiera sido conquistado por budistas o

por mahometanos. No es concebible que nuestros indios veneraran a un individuo que

murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen por él, sino que

incluso va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! El

cristianismo, en su sentido cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una

prolongación natural y novedosa de la religión indígena. Los aspectos caridad, amor y la

otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a los

hombres para poder creer en ellos.

“Pepe conocía mi afición, desde joven, por ciertas formas del arte indígena mexicano.

Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fines de semana los paso en Tlaxcala o en

Teotihuacán. Acaso por esto le guste relacionar todas las teorías que elabora para mi

consumo con estos temas. Por cierto que busco una réplica razonable del Chac Mool

desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en la Lagunilla donde venden uno

de piedra y parece que barato. Voy a ir el domingo.

“Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la consiguiente

perturbación de las labores. He debido consignarlo al Director, a quien sólo le dio mucha

risa. El culpable se ha valido de esta circunstancia para hacer sarcasmos a mis costillas el

día entero, todos en torno al agua. Ch...”

“Hoy, domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la tienducha

que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante

asegura su originalidad, lo dudo. La piedra es corriente, pero ello no aminora la elegancia

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! 11!

de la postura o lo macizo del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate

en la barriga al ídolo para convencer a los turistas de la sangrienta autenticidad de la

escultura.

“El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está aquí, por el

momento en el sótano mientras reorganizo mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida.

Estas figuras necesitan sol vertical y fogoso; ese fue su elemento y condición. Pierde

mucho mi Chac Mool en la oscuridad del sótano; allí, es un simple bulto agónico, y su

mueca parece reprocharme que le niegue la luz. El comerciante tenía un foco que

iluminaba verticalmente a la escultura, recortando todas sus aristas y dándole una

expresión más amable. Habrá que seguir su ejemplo.”

“Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina y se

desbordó, corrió por el piso y llegó hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool

resiste la humedad, pero mis maletas sufrieron. Todo esto, en día de labores, me obligó a

llegar tarde a la oficina. Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas, torcidas. Y el

Chac Mool con lama en la base.

“Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura

imaginación.

“Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlo, pero estoy nervioso. Para

colmo de males, la tubería volvió a descomponerse, y las lluvias se han colado, inundando

el sótano.

“El plomero no viene; estoy desesperado. Del Departamento del Distrito Federal, más

vale no hablar. Es la primera vez que el agua de las lluvias no obedece a las coladeras y

viene a dar a mi sótano. Los quejidos han cesado: vaya una cosa por la otra.

“Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un aspecto grotesco,

porque toda la masa de la escultura parece padecer de una erisipela verde, salvo los ojos,

que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar el domingo para raspar el musgo. Pepe

me ha recomendado cambiarme a una casa de apartamentos, y tomar el piso más alto,

para evitar estas tragedias acuáticas. Pero yo no puedo dejar este caserón, ciertamente

muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana. Pero que es la

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única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría ver una fuente de sodas con

sinfonola en el sótano y una tienda de decoración en la planta baja.

“Fui a raspar el musgo del Chac Mool con una espátula. Parecía ser ya parte de la piedra;

fue labor de más de una hora, y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No se distinguía

muy bien en la penumbra; al finalizar el trabajo, seguí con la mano los contornos de la

piedra. Cada vez que lo repasaba, el bloque parecía reblandecerse. No quise creerlo: era

ya casi una pasta. Este mercader de la Lagunilla me ha timado. Su escultura precolombina

es puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he echado encima unos trapos;

mañana la pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro total.” “Los trapos

han caído al suelo. Increíble. Volví a palpar al Chac Mool. Se ha endurecido pero no vuelve

a la consistencia de la piedra. No quiero escribirlo: hay en el torso algo de la textura de la

carne, al apretar los brazos los siento de goma, siento que algo circula por esa figura

recostada... Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool tiene vello en los

brazos.

Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina, giré una orden de

pago que no estaba autorizada, y el Director tuvo que llamarme la atención. Quizá me

mostré hasta descortés con los compañeros. Tendré que ver a un médico, saber si es

imaginación o delirio o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool.

Hasta aquí la escritura de Filiberto era la antigua, la que tantas veces vi en formas y

memoranda, ancha y ovalada. La entrada del 25 de agosto, sin embargo, parecía escrita

por otra persona. A veces como niño, separando trabajosamente cada letra; otras,

nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible. Hay tres días vacíos, y el relato continúa:

“todo es tan natural; y luego se cree en lo real... pero esto lo es, más que lo creído por

mí. Si es real un garrafón, y más, porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o

estar, si un bromista pinta el agua de rojo... Real bocanada de cigarro efímera, real imagen

monstruosa en un espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y

olvidados?... Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como

prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano...

¿entonces, qué?... Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar

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! 13!

allá, la cola aquí y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su

gran cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le aprisiona en el rumor de un

caracol marino. Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de haberse borrado hoy

¿era movimiento reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y luego, como la tierra que un día

tiembla para que recordemos su poder, o como la muerte que un día llegará, recriminando

mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad: sabíamos que estaba allí, mostrenca;

ahora nos sacude para hacerse viva y presente. Pensé, nuevamente, que era pura

imaginación: el Chac Mool, blando y elegante, había cambiado de color en una noche;

amarillo, casi dorado, parecía indicarme que era un dios, por ahora laxo, con las rodillas

menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por fin, un despertar

sobresaltado, con esa seguridad espantosa de que hay dos respiraciones en la noche; de

que en la oscuridad laten más pulsos que el propio. Sí, se escuchaban pasos en la

escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir... No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volví a

abrir los ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la mirada

negra, recorrí la recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz parpadeante, en dos

flámulas crueles y amarillas.

Casi sin aliento, encendí la luz.

Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me

paralizaban los dos ojillos, casi bizcos, muy pegados al caballete de la nariz triangular. Los

dientes inferiores mordían el labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casquetón

cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó

hacia mi cama; entonces empezó a llover.”

Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una

recriminación pública del Director y rumores de locura y hasta de robo. Esto no lo creí. Sí

pude ver unos oficios descabellados, preguntándole al Oficial Mayor si el agua podía

olerse, ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en

el desierto. No supe qué explicación darme a mí mismo; pensé que las lluvias,

excepcionalmente fuertes, de ese verano, habían enervado a mi amigo. O que alguna

depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la mitad de los

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! 14!

cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes

son de fines de septiembre:

“Chac Mool puede ser simpático cuando quiere… un gluglú de agua embelesada... Sabe

historias fantásticas sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales y el castigo de los

desiertos; cada planta arranca de su paternidad mítica: el sauce es su hija descarriada; los

lotos, sus niños mimados; su suegra, el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor,

extrahumano, que emana de esa carne que no lo es, de las sandalias flamantes de vejez.

Con risa estridente, Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon y puesto

físicamente en contacto con hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el

cántaro y en la tempestad, naturalmente; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado del

escondite maya en el que yacía es artificial y cruel. Creo que Chac Mool nunca lo

perdonará. Él sabe de la inminencia del hecho estético.

He debido proporcionarle sapolio para que se lave el vientre que el mercader, al creerlo

azteca, le untó de salsa ketchup. No pareció gustarle mi pregunta sobre su parentesco

con Tláloc, y cuando se enoja, sus dientes de por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los

primeros días, bajó a dormir al sótano; desde ayer, lo hace en mi cama.”

“Ha empezado la temporada seca. Ayer, desde la sala donde ahora duermo, comencé a oír

los mismos lamentos roncos del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí; entreabrí la

puerta de la recámara: Chac Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; al verme

saltó hacia la puerta con las manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al

baño. Luego bajó, jadeante, y pidió agua; todo el día tiene corriendo los grifos, no queda

un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy abrigado, y le he pedido que no

empape más la sala.”

“El Chac Mool inundó hoy la sala. Exasperado, le dije que lo iba a devolver al mercado

de la Lagunilla. Tan terrible como su risilla —horrorosamente distinta a cualquier risa de

hombre o de animal— fue la bofetada que me dio, con ese brazo cargado de pesados

brazaletes. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era bien distinta: yo

dominaría a Chac Mool, como se domina a un juguete; era, acaso, una prolongación de mi

seguridad infantil; pero la niñez —¿quién lo dijo?— es fruto comido por los años, y yo no

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me he dado cuenta... Ha tomado mi ropa y se pone la bata cuando empieza a brotarle

musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, desde siempre y

para siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme ante él. Mientras

no llueva —¿y su poder mágico?— vivirá colérico e irritable.”

“Hoy descubrí que en las noches Chac Mool sale de la casa. Siempre, al oscurecer, canta

una tonada chirriona y antigua, más vieja que el canto mismo. Luego cesa. Toqué varias

veces a su puerta, y como no me contestó, me atreví a entrar. No había vuelto a ver la

recámara desde el día en que la estatua trató de atacarme: está en ruinas, y allí se

concentra ese olor a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero detrás de la puerta,

hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba en la noche el Chac

Mool para sustentarse. Esto explica los ladridos espantosos de todas las madrugadas.”

“Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; me ha obligado a telefonear a una fonda

para que diariamente me traigan un portaviandas. Pero el dinero sustraído de la oficina

ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y la luz por

falta de pago. Pero Chac Mool ha descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí;

todos los días hago diez o doce viajes por agua, y él me observa desde la azotea. Dice

que si intento huir me fulminará: también es Dios del Rayo. Lo que él no sabe es que

estoy al tanto de sus correrías nocturnas... Como no hay luz, debo acostarme a las ocho.

Ya debería estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la oscuridad, me topé

con él en la escalera, sentí sus brazos helados, las escamas de su piel renovada y quise

gritar.”

“Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse otra vez en piedra. He notado sus

dificultades recientes para moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado, contra

la pared y parece ser, de nuevo, un ídolo inerme, por más dios de la tempestad y el trueno

que se le considere. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme,

arañarme como si pudiese arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos

intermedios amables durante los cuales relataba viejos cuentos; creo notar en él una

especie de resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a

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! 16!

pensar: los vinos de mi bodega se están acabando; Chac Mool acaricia la seda de la bata;

quiere que traiga una criada a la casa; me ha hecho enseñarle a usar jabón y lociones.

Incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación:

si el Chac cae en tentaciones, si se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida se

acumulen en un instante y caiga fulminado por el poder aplazado del tiempo. Pero

también me pongo a pensar en algo terrible: el Chac no querrá que yo asista a su

derrumbe, no querrá un testigo..., es posible que desee matarme.”

“Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos

qué puede hacerse para conseguir trabajo y esperar la muerte de Chac Mool; sí, se

avecina; está canoso, abotagado. Yo necesito asolearme, nadar, recuperar fuerzas. Me

quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión Müller, qué es barata y cómoda. Que se

adueñe de todo Chac Mool a ver cuánto dura sin mis baldes de agua.

Aquí termina el diario de Filiberto. No quise pensar más en su relato; dormí hasta

Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso

de trabajo, con algún motivo psicológico. Cuando a las nueve de la noche llegamos a la

terminal, aún no podía explicarme la locura de mi amigo. Contraté una camioneta para

llevar el féretro a casa de Filiberto, y desde allí ordenar el entierro.

Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un

indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo;

despedía un olor a loción barata; quería cubrir las arrugas con la cara polveada, tenía la

boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.

—Perdone... no sabía que Filiberto hubiera...

—No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.

Texto tomado de: Fuentes, C. (1982). Chac Mool. En Los días enmascarados (pp. 9-27). México: Ediciones Era.

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! 17!

Edmundo Valadés (1915-1994)

La muerte tiene permiso (1955)

Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a otros con bromas

incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es siempre áspero. Poco a poco su

atención se concentra en el auditorio. Dejan de recordar la última juerga, las intimidades

de la muchacha que debutó en la casa de recreo a la que son asiduos. El tema de su

charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí

abajo, frente a ellos.-Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización,

limpiándolos por fuera y enseñándolos a ser sucios por dentro…

-Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros

esfuerzos, los de la Revolución.

-¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia.

De nada ha servido repartirles tierras.

-Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos

dado las tierras, ¿y qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva

técnica agrícola, maquinaria, ¿van a inventar ellos todo eso?

El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciada asta por la que iza sus

dedos con fruición, observa tras sus gafas, inmune al floreteo de los ingenieros. Cuando

el olor animal, terrestre, picante, de quienes se acomodan en las bancas, cosquillea su

olfato, saca un paliacate y se suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre del

campo. Pero hace ya mucho tiempo. Ahora, de aquello, la ciudad y su posición sólo le han

dejado el pañuelo y la rugosidad de sus manos.

Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogimiento del hombre campesino que

penetra en un recinto cerrado: la asamblea o el templo. Hablan parcamente y las palabras

que cambian dicen de cosechas, de lluvias, de animales, de créditos. Muchos llevan sus

itacates al hombro, cartucheras para combatir el hambre. Algunos fuman,

Page 17: Antología-de-cuentos-mexicanos

! 18!

sosegadamente, sin prisa, con los cigarrillos como si les hubieran crecido en la propia

mano.

Otros, de pie, recargados en los muros laterales, con los brazos cruzados sobre el pecho,

hacen una tranquila guardia.

El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los murmullos. Primero empiezan los

ingenieros. Hablan de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la

producción, de mejorar los cultivos. Prometen ayuda a los ejidatarios, los estimulan a

plantear sus necesidades.

-Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.

Ahora, el turno es para los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una

mano se alza, tímida. Otras la siguen. Van hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el

crédito, la escuela. Unos son directos, precisos; otros se enredan, no atinan a expresarse.

Se rascan la cabeza y vuelven el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les

hubiera escondido en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba, donde cuelga un

candil.

Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del mismo pueblo. Les preocupa algo grave.

Se consultan unos a otros: consideran quién es el que debe tomar la palabra.

-Yo crioque Jilipe: sabe mucho…

-Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez…

No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados. Un viejo, quizá el patriarca,

decide:

-Pos que le toque a Sacramento…

Sacramento espera.

-Ándale, levanta la mano…

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! 19!

La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras son más visibles y ganan el turno.

Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque

de hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La mano es

descubierta por el presidente. La palabra está concedida.

-Órale, párate.

La mano baja cuando Sacramento se pone en pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El

sombrero se transforma en un ancho estorbo, crece, no cabe en ningún lado. Sacramento

se queda con él en las manos. En la mesa hay señales de impaciencia. La voz del

presidente salta, autoritaria, conminativa:

-A ver ése que pidió la palabra, lo estamos esperando.

Sacramento prende sus ojos en el ingeniero que se halla a un extremo de la mesa. Parece

que sólo va a dirigirse a él; que los demás han desaparecido y han quedado únicamente

ellos dos en la sala.

-Quiero hablar por los de San Juan de las Manzanas. Traimos una queja

contra el Presidente Municipal que nos hace mucha guerra y ya no lo aguantamos.

Primero les quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández, porque colindaban con

las suyas. Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación

y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa la restitución. Pos de nada valieron las vueltas

ni los papeles, que las tierritas se le quedaron al Presidente Municipal.

Sacramento habla sin que se alteren sus facciones. Pudiera creerse que reza una vieja

oración, de la que sabe muy bien el principio y el fin.

-Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó quesque por revoltosos. Que parecía

que nosotros le habíamos quitado sus tierras. Se nos vino entonces con eso de las

cuentas; lo de los préstamos, siñor, que dizque andábamos atrasados. Y el agente era de

su mal parecer, que teníamos que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive por la

loma, por ai donde está el aguaje y que le intelige a eso de los números, pos hizo las

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! 20!

cuentas y no era verdá: nos querían cobrar de más. Pero el Presidente Municipal trajo

unos señores de México, que con muchos poderes y que si no pagábamos nos quitaban

las tierras. Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos…

Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas. Es como si estuviera arando la

tierra. Sus palabras caen como granos, al sembrar.

-Pos luego lo de m’ijo, siñor. Se encorajinó el muchacho. Si viera usté que a mí me dio

mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado y se le enturbió la cabeza. De nada me valió

mi respeto. Se fue a buscar al Presidente Municipal, pa reclamarle… Lo mataron a la mala,

que dizque se andaba robando una vaca del Presidente Municipal. Me lo devolvieron

difunto, con la cara destrozada…

La nuez de la garganta de Sacramento ha temblado. Sólo eso. Él continúa de pie, como un

árbol que ha afianzado sus raíces. Nada más. Todavía clava su mirada en el ingeniero, el

mismo que se halla al extremo de la mesa.

-Luego, lo del agua. Como hay poca, porque hubo malas lluvias, el Presidente Municipal

cerró el canal. Y como se iban a secar las milpas y la congregación iba a pasar mal año,

fuimos a buscarlo; que nos diera tantita agua, siñor, pa nuestras siembras. Y nos atendió

con malas razones, que por nada se amuina con nosotros. No se bajó de su mula, pa

perjudicarnos…

Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus compañeros le indica algo. La voz de

Sacramento es lo único que resuena en el recinto.

-Si todo esto fuera poco, que lo del agua, gracias a la Virgencita, hubo más lluvias y medio

salvamos las cosechas, está lo del sábado. Salió el Presidente Municipal con los suyos,

que son gente mala y nos robaron dos muchachas: a Lupita, la que se iba a casar con

Herminio, y a la hija de Crescencio. Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en

la faena, no pudimos evitarlo. Se las llevaron a fuerza al monte y ai las dejaron tiradas.

Cuando regresaron las muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les

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! 21!

dieron, ni siquiera tuvimos que preguntar nada. Y se alborotó la gente de a deveras, que

ya nos cansamos de estar a merced de tan mala autoridad.

Por primera vez, la voz de Sacramento vibró. En ella latió una amenaza, un odio, una

decisión ominosa.

-Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y pos no sabemos

dónde andará la justicia, queremos tomar aquí providencias. A ustedes -y Sacramento

recorrió ahora a cada ingeniero con la mirada y la detuvo ante quien presidía-, que nos

prometen ayudarnos, les pedimos su gracia para castigar al Presidente Municipal de San

Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por nuestra propia

mano…

Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El presidente y los ingenieros,

mudos, se miran entre sí. Discuten al fin.

-Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible petición.

-No, compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar este asunto en manos de quienes no

han hecho nada, de quienes han desoído esas voces. Sería cobardía esperar a que nuestra

justicia hiciera justicia, ellos ya no creerán nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme

con estos hombres, con su justicia primitiva, pero justicia al fin; asumir con ellos la

responsabilidad que me toque. Por mí, no nos queda sino concederles lo que piden.

-Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado.

-Sería justificar la barbarie, los actos fuera de la ley.

-¿Y qué peores actos fuera de la ley que los que ellos denuncian? Si a nosotros nos

hubieran ofendido como los han ofendido a ellos; si a nosotros nos hubieran causado

menos daños que los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubiéramos

olvidado una justicia que no interviene. Yo exijo que se someta a votación la propuesta.

-Yo pienso como usted, compañero.

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! 22!

-Pero estos tipos son muy ladinos, habría que averiguar la verdad. Además, no tenemos

autoridad para conceder una petición como ésta.

Ahora interviene el presidente. Surge en él el hombre del campo. Su voz es inapelable.

Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad.

Se dirige al auditorio. Su voz es una voz campesina, la misma voz que debe haber hablado

allá en el monte, confundida con la tierra, con los suyos.

Se pone a votación la proposición de los compañeros de San Juan de las Manzanas. Los

que estén de acuerdo en que se les dé permiso para matar al Presidente Municipal, que

levanten la mano…

Todos los brazos se tienden a lo alto. También las de los ingenieros. No hay una sola

mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la muerte

inmediata, directa.

-La asamblea da permiso a los de San Juan de las Manzanas para lo que solicitan.

Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma, termina de hablar. No hay alegría ni

dolor en lo que dice. Su expresión es sencilla, simple.

-Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el

Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas está difunto.

Texto tomado de: Valadés, E. (2000). La muerte tiene permiso. En La muerte tiene permiso (pp. 2-7). México: Fondo de Cultura

Económica.

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! 23!

Rosario Castellanos (1925-1974)

Modesta Gómez (1958)

¡Qué frías son las mañanas en Ciudad Real! La neblina lo cubre todo. De puntos invisibles

surgen las campanadas de la misa primera, los chirridos de portones que se abren, el

jadeo de molinos que empiezan a trabajar.

Envuelta en los pliegues de su chal negro Modesta Gómez caminaba, tiritando. Se lo

había advertido su comadre, doña Águeda, la carnicera:

—Hay gente que no tiene estómago para este oficio, se hacen las melindrosas, pero yo

creo que son haraganas. El inconveniente de ser atajadora es que tenés que madrugar.

“Siempre he madrugado”, pensó Modesta. “Mi nana me hizo a su modo.”

(Por más que se esforzase, Modesta no lograba recordar las palabras de amonestación de

su madre, el rostro que en su niñez se inclinaba hacia ella. Habían transcurrido muchos

años.)

—Me ajenaron desde chiquita. Una boca menos en la casa era un alivio para todos.

De aquella ocasión, Modesta tenía aún presente la muda de ropa limpia con que la

vistieron. Después, abruptamente, se hallaba ante una enorme puerta con llamador de

bronce: una mano bien modelada en uno de cuyos dedos se enroscaba un anillo. Era la

casa de los Ochoa: don Humberto, el dueño de la tienda “La Esperanza”; doña Romelia, su

mujer; Berta, Dolores y Clara, sus hijas; y Jorgito, el menor.

La casa estaba llena de sorpresas maravillosas. ¡Con cuánto asombro descubrió Modesta

la sala de recibir! Los muebles de bejuco, los tarjeteros de mimbre con su abanico

multicolor de postales, desplegado contra la pared; el piso de madera, ¡de madera! Un

calorcito agradable ascendió desde los pies descalzos de Modesta hasta su corazón. Sí, se

alegraba de quedarse con los Ochoa, de saber que, desde entonces, esta casa magnífica

sería también su casa.

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! 24!

Doña Romelia la condujo a la cocina. Las criadas recibieron con hostilidad a la patoja y, al

descubrir que su pelo hervía de liendres, la sumergieron sin contemplaciones en una

artesa llena de agua helada. La restregaron con raíz de amole, una y otra vez, hasta que

la trenza quedó rechinante de limpia.

—Ahora sí, ya te podés presentar con los señores. De por sí son muy delicados. Pero con el

niño Jorgito se esmeran. Como es el único varón...

Modesta y Jorgito tenían casi la misma edad. Sin embargo, ella era la cargadora, la que

debía cuidarlo y entretenerlo.

—Dicen que fue de tanto cargarlo que se me torcieron mis piernas, porque todavía no

estaban bien macizas. A saber.

Pero el niño era muy malcriado. Si no se le cumplían sus caprichos “le daba chaveta”,

como él mismo decía. Sus alaridos se escuchaban hasta la tienda. Doña Romelia acudía

presurosamente.

—¿Qué te hicieron, cutushito, mi consentido?

Sin suspender el llanto Jorgito señalaba a Modesta.

—¿La cargadora? —se cercioraba la madre—.

Le vamos a pegar para que no, se resmuela.Mira, un coshquete aquí, en la mera cholla; un

jalón de orejas y una nalgada. ¿Ya estás conforme, mi puñito de cacao, mí yerbecita de

olor? Bueno, ahora me vas a dejar ir, porque tengo mucho que hacer.

A pesar de estos incidentes los niños eran inseparables; juntos padecieron todas las

enfermedades infantiles, juntos averiguaron secretos, juntos inventaron travesuras.

Tal intimidad, aunque despreocupaba a doña Romelia de las atenciones nimias que exigía

su hijo, no dejaba de parecerle indebida. ¿Cómo conjurar los riesgos? A doña Romelia no

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! 25!

se le ocurrió más que meter a Jorgito en la escuela de primeras letras y prohibir a

Modesta que lo tratara de vos.

—Es tu patrón —condescendió a explicarle—; y con los patrones nada de confiancitas.

Mientras el niño aprendía a leer y a contar, Modesta se ocupaba en la cocina: avivando el

fogón, acarreando el agua y juntando el achigual para los puercos.

Esperaron a que se criara un poco más, a que le viniera la primera regla, para ascender a

Modesta de categoría. Se desechó el petate viejo en el que había dormido desde su

llegada, y lo sustituyeron por un estrado que la muerte de una cocinera había dejado

vacante. Modesta colocó, debajo de la almohada, su peine de madera y su espejo con

marco de celuloide. Era ya una varejoncita y le gustaba presumir. Cuando iba a salir a la

calle, para hacer algún mandado, se lavaba con esmero los pies, restregándolos contra

una piedra. A su paso crujía el almidón de los fustanes.

La calle era el escenario de sus triunfos; la requebraban, con burdos piropos, los jóvenes

descalzos como ella, pero con un oficio honrado y dispuestos a casarse; le proponían

amores los muchachos catrines, los amigos de Jorgito; y los viejos ricos le ofrecían regalos

y dinero.

Modesta soñaba, por las noches, con ser la esposa legítima de un artesano. Imaginaba la

casita humilde, en las afueras de Ciudad Real, la escasez de recursos, la vida de sacrificios

que le esperaba. No, mejor no. Para casarse por la ley siempre sobra tiempo. Más vale

desquitarse antes, pasar un rato alegre, como las mujeres malas. La vendería una vieja

alcahueta, de las que van a ofrecer muchachas a los señores. Modesta se veía en un

rincón del burdel, arrebozada y con los ojos bajos, mientras unos hombres borrachos y

escandalosos se la rifaban para ver quién era su primer dueño. Y después, si bien le iba, el

que la hiciera su querida le instalaría un negocito para que la fuera pasando. Modesta no

llevaría la frente alta, no sería un espejo de cuerpo entero como si hubiese salido del

poder de sus patrones rumbo ala iglesia y vestida de blanco. Pero tendría, tal vez, un hijo

de buena sangre, unos ahorros. Se haría diestra en un oficio. Con el tiempo correría su

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! 26!

fama y vendrían a solicitarla para que moliera el chocolate o curará de espanto en las

casas de la gente de pro.

Y en cambio vino a parar en atajadora. ¡Qué vueltas da el mundo!

Los sueños de Modesta fueron interrumpidos una noche. Sigilosamente se abrió la puerta

del cuarto de las criadas y, a oscuras, alguien avanzó hasta el estrado de la muchacha.

Modesta sentía cerca de ella una respiración anhelosa, el batir rápido de un pulso. Se

santiguó, pensando en las ánimas. Pero una mano cayó brutalmente sobre su cuerpo.

Quiso gritar y su grito fue sofocado por otra boca que tapaba su boca. Ella y su adversario

forcejeaban mientras las otras mujeres dormían a pierna suelta. En una cicatriz del

hombro Modesta reconoció a Jorgito. No quiso defenderse más. Cerró los ojos y se

sometió.

Doña Romelia sospechaba algo de los tejemanejes de su hijo y los chismes de la

servidumbre acabaron de sacarla de dudas. Pero decidió hacerse la desentendida. Al fin y

al cabo Jorgito era un hombre, no un santo; estaba en la mera edad en que se siente la

pujanza de la sangre. Y de que se fuera con las gaviotas (que enseñan malas mañas a los

muchachos y los echan a perder) era preferible que encontrara sosiego en su propia casa.

Gracias a la violación de Modesta, Jorgito pudo alardear de hombre hecho y derecho.

Desde algunos meses antes fumaba a escondidas y se había puesto dos o tres

borracheras. Pero, a pesar de las burlas de sus amigos, no se había atrevido aún a ir con

mujeres. Las temía: pintarrajeadas, groseras en sus ademanes y en su modo de hablar.

Con Modesta se sentía en confianza. Lo único que le preocupaba era que su familia

llegara a enterarse de sus relaciones. Para disimularlas trataba a Modesta, delante de

todos, con despego y hasta con exagerada severidad. Pero en las noches buscaba otra

vez ese cuerpo conocido por la costumbre y en el que se mezclaban olores domésticos y

reminiscencias infantiles.

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! 27!

Pero, como dice el refrán: “Lo que de noche se hace de día aparece.” Modesta empezó a

mostrar la color quebrada, unas ojeras grandes y un desmadejamiento en las actitudes

que las otras criadas comentaron con risas maliciosas y guiños obscenos.

Una mañana, Modesta tuvo que suspender su tarea de moler el maíz porque una basca

repentina la sobrecogió. La salera fue a dar aviso a la patrona de que Modesta estaba

embarazada.

Doña Romelia se presentó en la cocina, hecha un basilisco.

—Malagradecida, tal por cual. Tenías que salir con tu domingo siete. ¿Y qué creíste? ¿Que

te iba yo a solapar tus sinvergüenzadas? Ni lo permita Dios. Tengo marido a quién

responder, hijas a las que debo dar buenos ejemplos. Así que ahora mismo te me vas

largando a la calle.

Antes de abandonar la casa de los Ochoa, Modesta fue sometida a una humillante

inspección: la señora y sus hijas registraron las pertenencias y la ropa de la muchacha

para ver si no había robado algo. Después se formó en el zaguán una especie de valla por

la que Modesta tuvo que atravesar para salir.

Fugazmente miró aquellos rostros. El de don Humberto, congestionado de gordura, con

sus ojillos lúbricos; el de doña Romelia, crispado de indignación; el de las jóvenes —Clara,

Dolores y Berta—, curiosos, con una ligera palidez de envidia. Modesta buscó el rostro de

Jorgito, pero no estaba allí.

Modesta había llegado a la salida de Moxviquil. Se detuvo. Allí estaban ya otras mujeres,

descalzas y mal vestidas como ella. La miraron con desconfianza.

—Déjenla —intercedió una—. Es cristiana como cualquiera y tiene tres hijos que mantener.

—¿Y nosotras? ¿Acaso somos adonisas?

—¿Vinimos a barrer el dinero con escoba?

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! 28!

—Lo que ésta gane no nos va a sacar de pobres. Hay que tener caridad. Está recién viuda.

—¿De quién?

—Del finado Alberto Gómez.

—¿El albañil?

—¿El que murió de bolo?

Aunque dicho en voz baja, Modesta alcanzó a oír el comentario. Un violento rubor invadió

sus mejillas. ¡Alberto Gómez, el que murió de bolo! ¡Calumnias! Su marido no había muerto

así. Bueno, era verdad que tomaba sus tragos y más a últimas fechas. Pero el pobre tenía

razón. Estaba aburrido de aplanar las calles en busca de trabajo. Nadie construye una

casa, nadie se embarca en una reparación cuando se está en pleno tiempo de aguas.

Alberto se cansaba de esperar que pasara la lluvia, bajo los portales o en el quicio de una

puerta. Así fue como empezó a meterse en las cantinas. Los malos amigos hicieron lo

demás. Alberto faltaba a sus obligaciones, maltrataba a su familia. Había que perdonarlo.

Cuando un hombre no está en sus cabales hace una barbaridad tras otra. Al día siguiente,

cuando se le quitaba lo engasado, se asustaba de ver a Modesta llena de moretones y a

los niños temblando de miedo en un rincón. Lloraba de vergüenza y de arrepentimiento.

Pero no se corregía. Puede más el vicio que la razón.

Mientras aguardaba a su marido, a deshoras de la noche, Modesta se afligía pensando en

los mil accidentes que podían ocurrirle en la calle. Un pleito, un atropellamiento, una bala

perdida. Modesta lo veía llegar en parihuela, bañado en sangre, y se retorcía las manos

discurriendo de dónde iba a sacar dinero para el entierro.

Pero las cosas sucedieron de otro modo; ella tuvo que ir a recoger a Alberto porque se

había quedado dormido en una banqueta y allí le agarró la noche y le cayó el sereno. En

apariencia, Alberto no tenía ninguna lesión. Se quejaba un poco de dolor de costado. Le

hicieron su untura de sebo, por si se trataba de un enfriamiento; le aplicaron ventosas,

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! 29!

bebió agua de brasa. Pero el dolor arreciaba. Los estertores de la agonía duraron poco y

las vecinas hicieron una colecta para pagar el cajón.

—Te salió peor el remedio que la enfermedad, le decía a Modesta su comadre Águeda. Te

casaste con Alberto para estar bajo mano de hombre, para que el hijo del mentado Jorge

se criara con un respeto. Y ahora resulta que te quedas viuda, en la loma del sosiego, con

tres bocas que mantener y sin nadie que vea por vos.

Era verdad. Y verdad que los años que Modesta duró casada con Alberto fueron años de

penas y de trabajo. Verdad que en sus borracheras el albañil le pegaba, echándole en cara

el abuso de Jorgito, y verdad que su muerte fue la humillación más grande para su familia.

Pero Alberto había valido a Modesta en la mejor ocasión: cuando todos le voltearon la

cara para no ver su deshonra. Alberto le había dado su nombre y sus hijos legítimos, la

había hecho una señora. ¡Cuántas de estas mendigas enlutadas, que ahora murmuraban a

su costa, habrían vendido su alma al demonio por poder decir lo mismo!

La niebla del amanecer empezaba a despejarse. Modesta se había sentado sobre una

piedra. Una de las atajadoras se le acercó.

—¿Yday? ¿No estaba usted de dependienta en la carnicería de doña Águeda?

—Estoy. Pero el sueldo no alcanza. Como somos yo y mis tres chiquitíos tuve que

buscarme una ayudita. Mi comadre Águeda me aconsejó este oficio.

—Sólo porque la necesidad tiene cara de chucho, pero el oficio de atajadora es amolado. Y

deja pocas ganancias.

(Modesta escrutó a la que le hablaba, con recelo. ¿Qué perseguía con tales aspavientos?

Seguramente desanimarla para que no le hiciera la competencia. Bien equivocada iba.

Modesta no era de alfeñique, había pasado en otras partes sus buenos ajigolones. Porque

eso de estar tras el mostrador de una carnicería tampoco era la vida perdurable. Toda la

mañana el ajetreo: mantener limpio el local —aunque con las moscas no se pudiera acabar

nunca—; despachar la mercancía, regatear con los dientes. ¡Esas criadas de casa rica que

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! 30!

siempre estaban exigiendo la carne más gorda, el bocado más sabroso y el precio más

barato! Era forzoso contemporizar con ellas; pero Modesta se desquitaba con las demás.

A las que se veían humildes y maltrazadas, las dueñas de los puestos del mercado y sus

dependientas, les imponían una absoluta fidelidad mercantil; y si alguna vez procuraban

adquirir su carne en otro expendio, porque les convenía más, se lo reprochaban a gritos y

no volvían a despacharles nunca.)

—Sí, el manejo de la carne es sucio. Pero peor resulta ser atajadora. Aquí hay que lidiar

con indios.

(“¿Y dónde no?”, pensó Modesta. Su comadre Águeda la aleccionó desde el principio: para

el indio se guardaba la carne podrida o con granos, la gran pesa de plomo que alteraba la

balanza y alarido de indignación ante su más mínima protesta. Al escándalo acudían las

otras placeras y se armaba un alboroto en que intervenían curiosos y gendarmes,

azuzando a los protagonistas con palabras de desafío, gestos insultantes y empellones.

El saldo de la refriega era, invariablemente, el sombrero o el morral del indio que la

vencedora enarbolaba como un trofeo, y la carrera asustada del vencido que así escapaba

de las amenazas y las burlas de la multitud.)

—¡Ahí vienen ya!

Las atajadoras abandonaron sus conversaciones para volver el rostro hacia los cerros. La

neblina permitía ya distinguir algunos bultos que se movían en su interior. Eran los indios,

cargados de las mercancías que iban a vender a Ciudad Real. Las atajadoras avanzaron

unos pasos a su encuentro. Modesta las imitó.

Los dos grupos estaban frente a frente. Transcurrieron breves segundos de expectación.

Por fin, los indios continuaron su camino con la cabeza baja y la mirada fija

obstinadamente en el suelo, como si el recurso mágico de no ver a las mujeres las

volviera inexistentes.

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! 31!

Las atajadoras se lanzaron contra los indios desordenadamente. Forcejeaban, sofocando

gritos, por la posesión de un objeto que no debía sufrir deterioro. Por último, cuando el

chamarro de lana o la red de verduras o el utensilio de barro estaban ya en poder de la

atajadora, ésta sacaba de entre su camisa unas monedas y sin contarlas, las dejaba caer

al suelo de donde el indio derribado las recogía.

Aprovechando la confusión de la reyerta una joven india quiso escapar y echó a correr

con su cargamento intacto.

—Esa te toca a vos, gritó burlonamente una de las atajadoras a Modesta.

De un modo automático, lo mismo que un animal mucho tiempo adiestrado en la

persecución, Modesta se lanzó hacia la fugitiva. Al darle alcance la asió de la falda y

ambas rodaron por tierra. Modesta luchó hasta quedar encima de la otra. Le jaló las

trenzas, le golpeó las mejillas, le clavó las uñas en las orejas. ¡Más fuerte! ¡Más fuerte!

—¡India desgraciada, me lo tenés que pagar todo junto!

La india se retorcía de dolor; diez hilillos de sangre le escurrieron de los lóbulos hasta la

nuca.

—Ya no, marchanta, ya no...

Enardecida, acezante, Modesta se aferraba a su víctima. No quiso soltarla ni cuando le

entregó el chamarro de lana que traía escondido. Tuvo que intervenir otra atajadora.

—¡Ya basta! —dijo con energía a Modesta, obligándola a ponerse de pie.

Modesta se tambaleaba como una ebria mientras, con el rebozo, se enjugaba la cara,

húmeda de sudor.

Page 31: Antología-de-cuentos-mexicanos

! 32!

—Y vos, prosiguió la atajadora, dirigiéndose a la india, deja de estar jirimiquiando que no

es gracia. No te pasó nada. Toma estos centavos y que Dios te bendiga. Agradece que no

te llevamos al Niñado por alborotadora.

La india recogió la moneda presurosamente y presurosamente se alejó de allí. Modesta

miraba sin comprender.

—Para que te sirva de lección —le dijo la atajadora—, yo me quedo con el chamarro, puesto

que yo lo pagué. Tal vez mañana tengas mejor suerte.

Modesta asintió. Mañana. Sí, mañana y pasado mañana y siempre. Era cierto lo que le

decían: que el oficio de atajadora es duro y que la ganancia no rinde. Se miró las uñas

ensangrentadas. No sabía por qué. Pero estaba contenta.

Texto tomado de: Castellanos, R. (2008). Modesta Gómez. En Rosario Castellanos (pp. 8-15). México: Punto de lectura.

Page 32: Antología-de-cuentos-mexicanos

! 33!

Jorge Ibargüengoitia (1928-1983)

Falta de espíritu scout (1967)

—Si tú vas al Jamboree —Me dijo el maestro Nicodemus—, yo no voy.

Yo lo miraba estúpidamente. Nunca me imaginé que se fuera a poner así.

—Eres un anarquista y vas a fomentar el desorden —explicó Nicodemus.

Estábamos parados frente a la reja del elevador, en el edificio de 16 de Septiembre en

donde estaban las oficinas de la Asociación de Scouts de México, de la Liga de la

Decencia y de los Fraccionamientos Lanas.

Nicodemus era el Jefe de la Delegación Mexicana al Jamboree; yo era… nomás yo, que

entonces tenía diecinueve años y ganas de ir al Jamboree.

Después de decir la frase que anoté allá arriba, Nicodemus cambió de brazo el portafolio

y entró en el elevador.

Yo había conocido a Nicodemus siete años antes, cuando entré en los Scouts. El era jefe

del Grupo iii.

Yo venía de una escuela de barbajanes, plagada de hijos de la mano izquierda, de

generales de división, de libaneses recién llegados del Golfo y de judíos gigantescos, que

venían huyendo de Hitler y que nos golpeaban cuando nos reíamos en filas, porque

creían que nos burlábamos de ellos.

Lo que más me gustó del Grupo III es que parecía escuela de señoritas. Había sido

fundado por los hermanos maristas en una escuelita marista. Era un grupo de niños

decentes y bien portados; Nicodemus, que era el jefe en aquel entonces, no era hermano

marista, pero había estudiado con ellos y daba clases en una de sus escuelas. Nadie decía

una mala palabra, en las juntas nos enseñaban a curar heridos, a hacer nudos y a

comunicarnos por medio del semáforo y de la clave Morse; de vez en cuando, se leía el

Page 33: Antología-de-cuentos-mexicanos

! 34!

Evangelio y alguien tenía que comentarlo. Un domingo de cada mes había misa Scout;

íbamos uniformados al Hospital de la Luz y en la capilla, el padre Fanales, nuestro

capellán, decía misa y nos echaba un fervorín escultista. Cada patrulla tenía un local,

atestado de los cachivaches que los scouts sacaban de sus casas. En esos locales se

hacían juntas en las que no sucedía nada importante, pero eran bastante divertidas. Cada

quince días había excursión, una vez al mes, campamento y una vez al año, “campamento

de topografía”. Estábamos levantando el plano del Valle de los Dos Ríos, no sé con qué

objeto, valiéndonos de varios instrumentos rústicos; una horqueta y dos ligas, una

botella, una pica grabada a modo de baliza, etcétera.

Cuatro meses después de mi ingreso tuve la primera dificultad con Nicodemus. Me habían

llevado, como un favor especial, porque era muy chico, a un viaje que hicieron “los

grandes” a Jalapa y Veracruz. El viaje duró ocho días y costó cuarenta pesos por cabeza;

todo incluido: pasajes, hoteles, comida .y hasta un peine que le traje a mi mamá.

Éramos cuatro: Nicodemus, Julio Pernod que era el jefe dé tropa, el Licenciado Cabra y yo.

Pues sucedió que en Jalapa, un día qué estaba lloviendo nos metimos en un cine a ver

Raffles, y, esa noche, Julio Pernod y yo, que éramos cineastas consumados, la pasamos

hablando primores de Olivia de Havilland y no dejamos dormir a Nicodemus, que

amaneció de un humor de perros. Esto fue el prólogo. La culminación vino en Veracruz,

cuando Julio Pernod y yo nos negamos a ir a una expedición cinegética, alegando que

sólo teníamos un arma, el .22 del Licenciado Cabra, quien era capaz de pasarse toda una

tarde balaceando pelícanos, sin hacer un blanco, ni soltar el rifle. Nos separamos en dos

grupos y Julio Pernod y yo nos fuimos al cine a ver una película de Carol Landis. ¡Cuál no

sería nuestra sorpresa, al ver, cuando se encendieron las luces en el entreacto que en el

anfiteatro estaban Nicodemus y Cabra, que se habían aburrido de tirar balazos!

Cuando regresamos a México, Nicodemus, que era un tarasco marrullero, hizo que el guía

de mi patrulla me obligara a pedirle disculpas (a Nicodemus) por mi indisciplina. Según él,

yo había incitado a Julio Pernod, que era un retrasado mental de 25 años (yo tenía doce),

Page 34: Antología-de-cuentos-mexicanos

! 35!

a irse al cine a ver una película de Carol Landis, “causando la división del grupo

expedicionario”.

Yo estaba muy aturdido y pedía disculpas. Pero esto no fue más que el principio de la

descomposición del Grupo III.

En los cinco años siguientes, Nicodemus renunció cinco veces, cinco veces le pedimos

perdón y le rogamos que no se fuera, y cinco veces accedió a nuestra petición y se

quedó. Durante esos años, fui acusado por Nicodemus de “formar una hegemonía dentro

del Grupo”, de “fomentar en los muchachos la ley del menor esfuerzo”, de “beber rompope

para celebrar el triunfo en una competencia”, etcétera.

Por eso cuando en 1947 pedí permiso para ir al Jamboree, Nicodemus dijo:

—Si tú vas al Jamboree, yo no voy, eres un anarquista y vas a fomentar la indisciplina.

Jamboree, que quiere decir “junta de las tribus” en uno de esos idiomas que nadie conoce,

es en realidad una reunión internacional de Boy Scouts. El de Moissons, en Francia, ha

sido el más importante en la historia de los Scouts, porque la guerra acaba de pasar y no

se reunían desde 1936.

Los franceses prepararon, a orillas del Sena y a unos cien kilómetros de París, un campo

que podía recibir a cuarenta mil Scouts de todo el mundo. El gobierno británico destinó un

crucero para transportar las delegaciones de las partes más lejanas del Imperio; los

scouts americanos fletaron un barco para transportar su delegación, que era una de las

más numerosas; los scouts marinos de Inglaterra, Holanda y Noruega anunciaron que

llegarían hasta el campamento en embarcaciones tripuladas por ellos mismos y tres

grupos de scouts aéreos, que aterrizarían con sus planeadores a poca distancia; los

scouts españoles, que eran republicanos y funcionaban ilegalmente, iban a cruzar los

Pirineos a pie, porque la frontera estaba cerrada, etcétera.

En un principio se decidió que la Delegación que iba a representar a México en el

Jamboree, debería estar formada por la flor y nata de los scouts, es decir, los cincuenta

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! 36!

mejores scouts de México. Pero había un problema. Como los scouts eran en esa época

una organización muy independiente y bastante miserable, cada cual tendría que pagar

sus gastos. En consecuencia, el “contingente” iba a estar formado, no por los cincuenta

mejores, sino por los cincuenta mejores, de entre los más ricos. Urgía pues, saber cifras,

¿cuánto iba a costar el viaje?

La tarea de organizar la Delegación fue encargada a dos personas: don Juan Lanas y

Nicodemus, que eran respectivamente Jefe Scout Nacional y Jefe de la Delegación

Mexicana. Don Juan era el encargado del transporte y Nicodemus del adiestramiento.

Nicodemus trataba, sobre todo, de llevar un contingente que fuera no sólo disciplinado,

sino dócil, porque había un antecedente fatídico: En la Delegación Mexicana que fue al

Jamboree de Holanda, en 1936, se había producido una verdadera revolución que

después se convirtió en cisma. Durante seis años hubo en México dos Asociaciones de

Scouts: los “reconocidos por Londres” y los “disidentes”. La revolución había estallado

porque el jefe de la Delegación Mexicana, Ingeniero don Jorge Núñez, había llevado un

colchón neumático, que los scouts tenían que inflar cada noche.

No sé quién hizo los primeros cálculos, ni en qué se basó para hacerlos, pero corrió la voz

de que el viaje a Europa, de tres meses, incluyendo estancia en el campamento, estancia

en París, visita de los castillos del Loire, viaje a Italia, Bendición Papal, etc., iba a costar

¡mil quinientos pesos!

Por supuesto que se inscribieron muchísimos. Entre ellos, yo. Fue cuando Nicodemus me

dijo:

—Si tú vas, yo no voy. Etcétera.

Ahora bien, don Juan Lanas tenía la mala costumbre de hacer viajes a cualquier parte y

con cualquier pretexto y después pasarle la cuenta a la Asociación y cargarla en la lista

de donativos. Cada año, en la Asamblea, en el Informe del Tesorero aparecía que don Juan

Page 36: Antología-de-cuentos-mexicanos

! 37!

había regalado a la Asociación miles de pesos que él mismo había gastado en viajes de

placer.

Uno de estos viajes de placer, lo hizo don Juan a Nueva York, dizque para averiguar cuáles

eran los medios de transporte más convenientes. Digo que fue de placer, porque regresó

con la noticia de que los barcos no existían y de que había que hacer el viaje en avión.

A todo esto, Nicodemus, que en su vida había puesto un pie fuera de México, había

decidido deslumbrar a los europeos con los sarapes de Saltillo, los chiles jalapeños, El

caminante del Mayab y la Danza de los Viejitos. Los cincuenta elegidos tenían que

juntarse dos veces por semana en la Y.M.C.A. a cantar canciones mexicanas y a dar

taconazos, bajo la dirección del Profesor Urchedumbre, que era especialista en folklore.

La tristeza que me dio no ser aceptado en el “contingente”, se me quitó cuando don Juan

regresó de Nueva York. Como la Delegación tenía que irse en avión, las cifras se

modificaron. El costo del viaje pasó, de mil quinientos a tres mil, de tres mil a cinco mil

quinientos y de allí a seis mil. Simultáneamente, el número de asistentes pasó, de

cincuenta a veintitrés y de allí a doce, y eso, contando a dos que se orinaban en la cama.

Manuel Felguérez había sido de los elegidos que ensayaban la Danza de los Viejitos, pero

no tenía seis mil pesos. Fue él quien decidió hacer otra Delegación Mexicana al Jamboree,

formada por él y yo.

—Podemos irnos en un barco de carga —me dijo, un día que estábamos tomando el sol en

la Y.M.C.A.

En ése momento se me ocurrió una idea que ahora parece muy sencilla, pero que a nadie

se le había ocurrido: ir a Wagons-Lits Cook.

Así fue como Felguérez y yo descubrimos en la Avenida Juárez lo que don Juan Lanas no

había descubierto en Nueva York: había un barco, que había sido transporte de tropas y

que estaba destinado a llevar turistas a Europa y a traer inmigrantes a los Estados

Unidos. Iba de Nueva York a Southampton y El Havre y el pasaje costaba quinientos

Page 37: Antología-de-cuentos-mexicanos

! 38!

cincuenta pesos mexicanos. Con un par de telegramas conseguimos pasajes en el S.S.

Marine Falcon, que salía de Nueva York el primero de agosto. El Jamboree comenzaba el

día seis.

Ya con los pasajes en la mano, fuimos al despacho de don Juan Lanas, le contamos que

íbamos a San Antonio, Texas, y le pedimos una carta de presentación para los scouts de

allá. Don Juan, en parte por holgazán y en parte por no saber con quién trataba, nos dijo

que dictáramos la carta a la secretaria y que él la firmaría.

Huelga decir que la carta que firmó don Juan decía que Felguérez y yo éramos sus hijos

muy amados y que él se hacía responsable de cualquier iniquidad que cometiéramos en el

extranjero.

Pero del plato a la boca se cae la sopa. Dos días antes de salir de México nos topamos con

don Juan y el Padre Fanales en el Consulado de Francia. Estábamos recogiendo visas.

Nosotros, las nuestras, y ellos, las de la Delegación Mexicana.

Don Juan se puso furioso.

—¿No me dijeron que iban a San Antonio? ¡Me han engañado! Yo les di aquella carta

creyendo que los Ibargüengoitia eran gente decente.

Dijo esto porque había conocido a un tío mío que era Caballero del Santo Sepulcro.

El padre Fanales nomás movía la cabeza. Después comentó con alguien el suceso y dijo

que significaba que Felguérez y yo éramos “llevados de la mala”, pero que en sus labios

sonaba como que estábamos poseídos del Demonio.

—¡Devuélvanme la carta hoy mismo! —terminó diciendo don Juan.

Por supuesto que no se la devolvimos. Felguérez llamó por teléfono a varios de los que

querían ir al Jamboree y no tenían seis mil pesos, y les dijo que habíamos encontrado

medios de transporte que permitían reducir el precio del viaje a la mitad.

Page 38: Antología-de-cuentos-mexicanos

! 39!

Se armó un jaleo. El Consejo Nacional tuvo una junta de emergencia, en la que se acusó a

Nicodemus de incompetencia y a don Juan de estulticia.

Al día siguiente la secretaría de la Asociación habló por teléfono.

—Que pasen a canjear la carta de presentación por una Carta Internacional —dijo.

La Carta Internacional era el documento que lo acreditaba a uno como “delegado” al

Jamboree. Felguérez y yo dábamos de saltos de gusto.

Don Juan nos recibió con cara de “esta tacita se rompió, ya nunca se volverá a pegar”. Le

entregamos la carta de presentación.

—Denme ustedes los datos de ese barco que dicen que va a Europa. Son muy

interesantes.

Le dimos los datos del S.S. Marine Falcon y él los apuntó en un papelito. Nosotros

estábamos esperando a que nos diera nuestra Carta Internacional.

—La Carta Internacional —nos dijo Don Juan, se las mandaré a Nueva York, porque tiene

que ir firmada por el Consejo Nacional.

Nosotros le creímos y esa noche salimos rumbo a Nueva York en Transportes del Norte.

Al día siguiente, cuando íbamos llegando a Laredo, nunca hubiéremos imaginado que en

esos momentos estábamos siendo juzgados, en ausencia, por un tribunal compuesto por

Julio Pernod, el Licenciado Cabra, y el joven Alhóndiga, pasante de Derecho. El fiscal fue

Nicodemus y no tuvimos defensor. La acusación fue “falta de espíritu Scout”. Fuimos

declarados culpables y expulsados del Grupo III y por consiguiente, de la Asociación de

Scouts de México. Cuando Felguérez y yo subimos la pasarela del S S. Marine Falcon,

encontramos a quince scouts mexicanos que habían aprovechado nuestro hallazgo.

Estaban bajo el mando de Germán Arechástegui, uno de los personajes míticos del

escultismo mexicano; sé decía que era capaz de caminar tres días sin comer otra cosa que

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! 40!

pinole. También venían el Chino Aguirrebengurren y el señor Bronson, dos viejos scouts

que estaban aprovechando la coyuntura para darse una vueltecita por Europa. El Chino

Aguirrebengurren nos dio la mala noticia: para nosotros no había Carta Internacional,

porque habíamos sido expulsados de la Asociación. Cuando ya creíamos que nos iban a

tratar como apestados, apareció el señor Bronson y al ver que estábamos vestidos de

civiles, dijo en voz de trueno:

—¿Qué esperan para uniformarse?

Así acabó la discriminación. A pesar de que legalmente Nicodemus había triunfado en

toda la línea, nadie nos trató como “expulsados”.

El Marine Falcon casi ni parecía barco. El castillo de proa era muy chico y el de popa nunca

lo encontramos; tampoco encontramos la chimenea. Por dentro era todo pasillos y

escaleras y por fuera era como una cazuela. Los pasillos y las escaleras iban de los

dormitorios a los botes salvavidas y viceversa. Los dormitorios tenían sesenta literas. Los

excusados estaban en la proa y no tenían puertas, así que en las mañanas nos

sentábamos veintitantos a mirarnos las caras, como los canónigos en el coro.

Todavía a la vista de Manhattan, el S.S. Marine Falcon empezó a hundirse. Bajamos a la

Cubierta F y encontramos los colchones flotando. Las máquinas pararon y el Capitán

estuvo tratando de localizar, por medio de los altavoces, al jefe de mecánicos. Cuando

nos fuimos a acostar, todavía estábamos al pairo, a la vista de Nueva York.

En los dormitorios no había ni día ni noche, porque no tenían ventanas y las luces nunca

se apagaban. No se oía más que el ruido de los ventiladores y los ronquidos de los

pasajeros. Pero cuando desperté y salí a cubierta, el sol había salido y el barco navegaba

alegremente en alta mar.

Al segundo día de viaje, el scout San Megaterio fue iniciado en los misterios del sexo por

una inglesita de catorce años. Al tercero, el scout apodado La Campechana se hizo novio

de una americana. Al cuarto, el scout apodado el Matutino fue seducido por una joven

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! 41!

inglesa. Al sexto, corrió la voz de que el scout Chateaubriand había sido seducido por un

pastor protestante. Al séptimo, nuestro barco entró en la había de Cobh y encalló al tratar

de cederle, galantemente, el paso al S.S. America: hubo que esperar la siguiente marea

para ponerlo a flote. Al octavo, llegamos a Southampton y el Matutino fue degradado por

fornicar con el uniforme puesto. Al noveno día llegamos a El Havre.

Un señor con fedora y redingote, que era el jefe de los scouts de El Havre, nos informó a

Felguérez y a mí, que no hacía falta Carta Internacional para acampar en el Jamboree,

bastaba con tener ganas de hacerlo y dinero para inscribirse.

Antes de abordar el tren de Rouen, Germán Arechástegui nos advirtió:

—Recuerden que están en Francia. Nunca toquen con las nalgas la tapa de un excusado,

porque pescan una sífilis.

El Jamboree era un pueblo enorme, con tiendas de campaña en vez de casas y scouts en

vez de habitantes. Había zonas comerciales, restaurantes, puesto de bomberos, uno

excusados públicos de cartón que al octavo día empezaron a disolverse, iglesias de todas

las creencias, etc. Había scouts zapateros, scouts armeros, scouts plomeros, scouts

bomberos, scouts intérpretes y scouts policías. Habían scouts estafadores, como un viejo

eclaireur que nos compró dos dólares al cambio oficial.

Felguérez y yo acampamos en el Campo del Zodiaco, que era el lugar de los scouts

irregulares y la Capua del Jamboree. Junto a nosotros estaban los españoles, que eran

unos vejestorios de treinta y tantos, que sabían de memoria las obras completas de

Cantinflas; un poco más lejos estaban los turcos, que eran muy perseguidos por Mustafá

Kemal; había scouts austriacos, alemanes desnazificados, persas, kurdos y un japonés.

Como las tiendas estaban bajo un bosque de encinos y los encinos llenos de orugas, los

scouts estaban llenos de ronchas. Pero ésa fue la única molestia, porque unas girl guides

francesas cocinaban y lavaban la ropa y la remendaban si uno se los pedía. Lo único que

tuvimos que hacer fue montar la tienda. Pasábamos el tiempo panza arriba, platicando

Page 41: Antología-de-cuentos-mexicanos

! 42!

con los españoles, viajando en el ferrocarrilito que circundaba el Jamboree, nadando en el

Sena y visitando los demás campos.

Nicodemus las había pasado negras. En la entrada del campo mexicano, había hecho, con

muchos trabajos un armazón que figuraba el perfil de una pirámide teotihuacana y la

había cubierto con sarapes de Saltillo. Cuando Germán Arechástegui vio la portada, no

comentó nada. Se limitó a cortar las cuerdas de un nudo vital y la estructura se vino abajo

y con ella, el prestigio de su constructor. Por otra parte, los scouts que viajaron en barco

contaron con tanto entusiasmo sus experiencias sexuales a los que viajaron en avión,

que los hicieron sentirse estafados. ¿Estafados por quién? Por Nicodemus. Se había

descubierto que la Compañía Mexicana de Aviación había regalado un pasaje de ida y

vuelta: el de Nicodemus. Por último, tenía el problema de la alimentación.

La dieta del Jamboree consistía en carne, papas, zanahorias, chocolate, pan y mantequilla.

La carne era dura y parecía curtida; venía de un animal desconocido en América; había

que ponerla a conocer a las siete de la mañana para que estuviera masticable a las seis

de la tarde. Para esas horas, las papas y las zanahorias se habían convertido en una

especie de bolo alimenticio. Hubo scouts que no salieron a comerse las papas crudas;

pero todos estaban de mal humor, porque la comida era mala.

¿Quién tenía la culpa de que la comida fuera mala? Nicodemus, por supuesto.

Cuando Felguérez y yo íbamos de visita al campamento, Nicodemus nos miraba como si

fuéramos transparentes.

Al medio día, el campo mexicano presentaba el siguiente aspecto: había tres o cuatro

scouts tratando de cocinar, otros tantos, tratando de dormir a la sombra de las tiendas,

los demás estaban sentados en semicírculo, como yogas, frente a unos montoncitos de

sarapes de Saltillo, de fajillas de indios chamulas, de sombreros de charro, etc., en espera

de algún scout europeo que cambiara estas cosas por una cámara fotográfica, un reloj de

pulsera, un radio de pilas, etc. Se habían cambiado los papeles. Ahora los mexicanos

llevaban las baratijas y los europeos se deslumbraban con ellas.

Page 42: Antología-de-cuentos-mexicanos

! 43!

Nicodemus había invitado al Coronel Wilson a tomar con los mexicanos el penúltimo

almuerzo del Jamboree. Para esta solemnidad había preparado un menú consistente en

mole poblano, frijoles refritos, chiles jalapeños y chongos zamoranos.

Quiso su mala suerte que dos días antes del banquete, nos viniera a Felguérez y a mí la

nostalgia de la comida mexicana. Estuvimos bastante rato diciendo:

—Unos tacos de carnitas.

—Unos frijoles refritos.

—Unos huevos rancheros.

Etcétera.

Así platicando, llegamos al campo mexicano. Ya había oscurecido y los scouts se habían

ido a las fogatas. Sólo encontramos a La Campechana que estaba cocinando una sopa de

avena y jitomate de lata. Con él seguimos la conversación.

—Unos tacos de cabeza.

—Unas quesadillas de huitlacoche.

Al poco rato, no pudimos más y caímos sobre la despensa de Nicodemus.

En el banquete que la Delegación Mexicana ofreció al Coronel Wilson, se sirvieron

sardinas de lata y pan con mantequilla.

Pero si este episodio fue ridículo, cuando menos quedó en familia. Malo, el día en que los

mexicanos dirigidos por Nicodemus, cantaron El caminante del Mayab ante cuatro mil

espectadores. Y peor, todavía, la Danza de los Viejitos. De nada sirvieron los ensayos con

el Profesor Urchedumbre, que habían sido con iluminación eléctrica, tablado y música de

disco. En el Jamboree no hubo ninguna de las tres cosas.

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! 44!

La cosa salió tan mal, que Felguérez y yo, que estábamos a cien metros, nos moríamos de

vergüenza. Germán Arechástegui tocó una chirimía; como no había tablado, no se oían los

pasos y nadie llevaba el compás; se fueron unos contra otros. Afortunadamente, con los

zapatos se levantó tal nube de polvo, que cubrió a ejecutantes y nadie vio el final de la

representación.

Cuando se retiraron los mexicanos, entraron al escenario los neozelandeses e hicieron

una danza maorí. El scout que estaba junto a mí, me preguntó si esos eran los mexicanos.

Por puro amor patrio le contesté que sí.

Felguérez y yo nos fuimos a París dos días antes que la Delegación Mexicana. Al día

siguiente, por un asunto relacionado con el Mercado Negro, tuvimos que regresar al

Jamboree y por culpa de los ferrocarriles, no pudimos regresar a París en la noche. ¿Qué

hacer? No teníamos tienda de campaña y estábamos en camisa. Fuimos a ver a La

Campechana y le dijimos que no teníamos dónde dormir. La Campechana, que era muy

generoso, corrió al scout San Chateaubriand de la tienda, le quitó una cobija al scout San

Megaterio y así pasamos la noche: en el lugar de Chateaubriand y con la cobija de San

Megaterio.

A las seis y media de la mañana, despertó Nicodemus con las dianas; se puso su gorro de

piel de conejo y salió de su tienda gritando:

—¡Arriba todo el mundo, que hay que levantar el campamento!

Y fue a despertar a los perezosos.

Felguérez y yo nos tapamos la cara con la cobija de San Megaterio. Oíamos la voz de

Nicodemus, que se acercaba:

—¡Pronto! ¡Arriba! ¡Prontito! ¿Qué haces aquí Chateaubriand? ¡Pronto! ¡Arriba! —para

terminar con la frase más teatral que he oído—: ¡Manuel!, ¡Jorge!, ¿Ustedes aquí?

Se puso furioso y fue a regañar a La Campechana. Le dijo que iba a procesarlo por falta de

espíritu scout.

Page 44: Antología-de-cuentos-mexicanos

! 45!

Felguérez y yo ayudamos a levantar el campo y a cargar los trebejos hasta la estación de

ferrocarril. En esta operación estábamos, cuando cayó un aguacero que nos empapó.

Felguérez y yo subimos en el tren hechos una miseria; los demás llevaban impermeables.

Nicodemus tuvo el único gesto amable de muchos meses.

—Te vas a resfriar —me dijo—, y me prestó su suéter.

Cuando llegamos al Refugio Scout que había en París, que estaba en el Local de la

Exposición, cerca de la Puerta de Versalles, Nicodemus, en uno de los pocos momentos

democráticos de su vida, reunió a los que se habían ido en avión y les dijo:

—He sabido que algunos están inconformes con el viaje que hicimos en avión. Levanten la

mano los que quieran regresar en barco.

Todos levantaron la mano. Nicodemus contempló por un momento aquel bosque de

manos levantadas y después dijo:

—Bueno, pues los que vinieron en barco, regresan en barco y los que vinieron en avión,

aunque quieran regresar en barco, regresan en avión. ¿Que por qué? porque yo digo.

Porque yo soy el Jefe de la Delegación y porque ustedes no tienen todavía veintiún años,

ni criterio formado, ni capacidad para decidir por cuenta propia.

Y regresaron en avión.

Texto tomado de: Ibargüengoitia, J. (2009). Falta de espíritu scout. En Jorge Ibargüengoitia (pp. 14-25). México: Universidad Nacional Autónoma de México.

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! 46!

Eduardo Antonio Parra (1965)

El juramento (1996)

–¡Ya, hombre! ¿Pa qué tanto escándalo? ¡Van a despertar a la jefa con esos pitidos! –

protestó José Antonio mientras quitaba el cerrojo; despeinado, sin zapatos y con el torso

desnudo, como si acabara de levantarse–. ¡Cállense!

La troca se retorcía en temblores; el humo negro del mofle trenzaba remolinos de tierra

en la calle sin pavimentar. Un grupo de perros vagabundos se acercó a olisquear y uno,

menos desconfiado, levantó la pata para marcar una nueva frontera en su territorio. En la

cabina, Ricardo y Crispín mantuvieron el silencio unos segundos; volteaban a verse como

echando suertes para hablar. José Antonio abrió la puerta del enrejado y caminó hacia

ellos. Más que molesto parecía cansado; olió la humedad de la noche, reconoció el crujir

de cristales del río Bravo, y dijo en tono seco:

–¿Qué traen?

–Es que te está esperando Elías –Crispín sonreía con burla–: aquí anda el Güero…

–¿El Güero Jiménez?

–Ey, parece que regresó, ése. Está en el cantón de la Dora.

–Y Elías quiere que vayas… para irlo a recibir –apuró Ricardo en actitud de reto.

–Espérenme—dijo José Antonio un tanto turbado–, voy a ponerme una camisa.

Lo vieron andar hacia la casa, hacer a un lado la puerta de mosquiteros rotos, desaparecer

en la penumbra interior. Segundos después, la luz de uno de los cuartos se derramó hacia

el patio. Crispín tamborileaba el volante con los dedos, impaciente, distraído en las

sombras amorfas de casas y terrenos abandonados. No era muy tarde, sin embargo la

calle, negra y muda, delataba en los vecinos un sueño tranquilo y profundo. El Güero no

representaba problema para él. No como para Ricardo, Elías o José Antonio. Lo veía como

algo rutinario, sencillo de decidir: se le chinga o no se le chinga. Sin coraje, sin pasión,

simplemente por ser orden de Elías, nada más. Ricardo, en cambio, mientras hundía la

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! 47!

mirada allá donde el caracolear del río era más ronco, no lograba desprenderse del rostro

pecoso del Güero Jiménez. Lo conocía bien: crecieron juntos en el barrio. A diferencia de

Crispín, que por ser nuevo en esos lugares estaba al margen de la memoria, Ricardo había

aprendido a odiar al Güero durante sus cinco años de ausencia. Ahora había vuelto, y lo

único necesario de aclarar era si José Antonio seguía con ellos o no.

–Vámonos –ordenó José Antonio sentándose junto a Ricardo.

–Va a llover –dijo Crispín, mientras miraba el cielo por la ventanilla.

Sí, va a llover, se repitió José Antonio cuando un concierto de ladridos corría tras ellos.

Respiró hondo y a su nariz acudieron el polvo, el aire enyerbado y el olor a lluvia. Al pasar

por la primera esquina alcanzó a ver sobre el río el espejeo de luces del otro lado, y no

pudo eludir el recuerdo: su padre llevándolos a él y al Güero a pescar en la isleta de

enmedio. Tuvo necesidad de fumar y buscó los cigarros en la bolsa de la camisa.

–¿Cuándo volvió?

–Hoy en la mañana –contestó Ricardo–. Se había tardado el cabrón.

–¿Cómo supieron?

–Me avisaron a mí –dijo Crispín–. Mi ruca. Me dijo que había llegado anca la Dora. Al

principio no supe ni de quién me hablaba. Ya ves que no lo conozco. Pero luego me acordé

y le dije a éste.

–¿Y qué quiere Elías?

–¿Tú qué crees? –Ricardo lo veía fijamente a los ojos.

Al sentir un soplo de brisa, José Antonio giró la cabeza hacia la corriente que asomaba

entre las casas. Elías no estaba lejos, pero el tiempo se alargaba desesperante. Por

trechos, los extensos baldíos de la colonia Victoria permitían dilatar la vista hasta la

ribera contraria, donde por el freeway algunos tráilers se alejaban y otros llegaban al

centro de Laredo. Hubiera querido estar en uno de ellos, en el gabacho, libre, lejos de

Elías y Ricardo, como el Güero en todos estos años, sin problemas de pleitos ni

venganzas.

En cosa de segundos el aire se cargó de una humedad cada vez más densa, hasta que las

primeras gotas golpearon el parabrisas. José Antonio buscó entonces con mayor

insistencia el fluir del Bravo. Era mágico: al contacto con la lluvia el fondo liberaba su

fuerza oculta, los remolinos afloraban en la superficie, rugían las ráfagas entre las

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! 48!

piedras. Son los muertos, le había dicho su padre durante una tormenta en la isleta, las

ánimas de los difuntos ahogados en estas aguas traidoras. Por eso el río maldito pudre

todo lo que esté cerca. No hay otro río en el mundo donde se ahoguen más cristianos que

en éste; por eso de cuando en cuando salen a gritar su rabia a los vivos. José Antonio

recordó la cantidad de cuerpos que había visto sacar desde niño, y pensó que acaso su

padre no mentía.

–Les dije que iba a llover.

–Mira –interrumpió Ricardo–, aistá el Elías.

El semblante pálido, más blanco que de costumbre, le daba un aspecto enfermo que se

acentuaba con la lluvia escurriéndole de los cabellos. No saludó, sólo indicó con un

ademán las cuatro sillas del estrecho recibidor mientras caminaba delante de ellos como

siempre lo hacía. Cuando todos se sentaron, José Antonio sintió en el rostro el taladro de

las tres miradas, pero no quiso ser el primero en hablar. Extrajo la cajetilla, y después de

comprobar que continuaba seca, encendió un cigarro lentamente, sin prisa, fingiendo

tranquilidad, esperando las palabras de Elías.

–No puedo entender cómo se le ocurrió regresar… –Inició Elías dirigiéndose a José Antonio.

Luego, como no obtuvo respuesta continuó –: Si ya sabía que lo íbamos a estar esperando

siempre, ¿o no?

–Quizá por eso –José Antonio hablaba como para sí, sin mirar a nadie–: para acabar de una

vez con esta pendejada.

–¿Te parece pendejada? –Elías se corrigió–:¿Les parece pendejada?

–No –confirmó Ricardo–. El Güero fue el que no cumplió.

El chaparrón arreció y, casi enseguida, la explosión de un trueno quedó colgando en el

aire varios segundos. Fue del otro lado, se dijo José Antonio, a lo mejor les desmadró el

frigüey. El metralleo de la lluvia lo aturdía, y de pronto tuvo la impresión de que todo

aquello carecía de sentido: El cielo desbordándose sin ser tiempo de aguas, el río que

lanzaba gemidos a la noche, ese olor a yerba persistentes aun bajo los embates de la

lluvia, ellos cuatro sentados para decidir la suerte de un viejo amigo. Pero si teníamos

doce años, quiso decir. Se contuvo porque nuevamente sintió la presión de las miradas:

La de Crispín, curiosa; la de Elías, inquisitiva; la de Ricardo, desafiante, cargada de

tensión. Con una punzada nostálgica, recordó al grupo de varios años atrás y lo vio

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! 49!

idéntico: reunidos en la casa del Güero, aún sin la aparición de Crispín, eternamente

discutían acerca de venganzas contra los rivales del barrio. Una pandilla de mocosos

entonces. ¿Y ahora?, se preguntó mientras miraba a Elías encender un cigarro,

preparándose a hilvanar argumentos para convencerlo.

–Nos traicionó a todos, José Antonio. También a ti…

¿Traición? El tono pausado era el de un padre que reprende a su hijo con la cuarta en la

mano, listo para descargar el primer golpe. José Antonio, en una huida mental que

buscaba esquivar las palabras de Elías, fue resbalando hacia un recuerdo lejano: se dirige

con el Güero a la isleta. Van armados con sedal, anzuelos, sobras de comida y dos largas

varas de fresno, cuando encuentran un puñado de patrullas y ambulancias a la orilla del

río. Camilleros y policías cruzan una y otra vez la distancia entra la ribera y la isleta, los

periodistas bombardean a flashazos la escena, en tanto que decenas de mirones luchan

por acercarse a ver. El pequeño montículo en medio del Bravo luce diferente: pelón, sin

un solo matorral, lleno de agujeros como si hubiera sufrido un bombardeo.

–…tú te has separado de nosotros poco a poco. No sé por qué. Quizá te parecemos muy

bules. Ricardo dice que te estás haciendo maricón, José Antonio…

Ese día desentierran casi treinta cadáveres; algunos de años, otros relativamente

recientes. El tiempo los ha ido cubriendo de tierra; la vegetación terminó de esconderlos.

Nadie sabe con certeza cómo murieron. Del otro lado, junto a tres patrullas de la border

aparcadas en la orilla, los oficiales gringos observan tranquilamente el trajín de los

mexicanos. Algunos sonríen. José Antonio y el Güero se acercan hasta donde un judicial

les corta el paso. Sólo en ese momento José Antonio ve e n los ojos del Güero un par de

lágrimas que su amigo ha olvidado ocultar.

–…tú dices que es porque trabajas y no tienes tiempo. Es tu bronca y no me meto. Pero en

esto sí estás entrando aunque no quieras…

Por la noche siguen desenterrando cadáveres. Nunca podrá olvidar el hedor, ni la visión

grotesca de aquellos cuerpos descompuestos que se descoyuntan al menor intento de

moverlos. Ni la sonrisa de los de la migra. En cierto momento, el Güero le pregunta al

judicial quién ha podido matar tantos hombres. El agente, mirando con rencor hacia el

otro lado, contesta: “No dudes que fueron esos cabrones”.

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! 50!

–…como Ricardo, como yo, como Crispín ahora. Siempre hemos estado juntos, ¿no?; por

eso es bronca de todos…

A los pocos días, cuando agentes y periodistas abandonan al fin la isleta, los cuatro

deciden ir a recorrerla. Ahora no llevan cañas, ni sedal, ni anzuelos: van a buscar despojos

entre la tierra, como quien explora un cementerio abandonado. No encuentran nada.

Después de varias horas, lo único que les llama la atención es el paso constante de las

broncos con escudos de la migra. En dos o tres ocasiones los cuatro les mientan la madre

a señas y silbidos a los gringos. Finalmente, casi al caer la noche, con toda solemnidad, El

Güero propone un juramento.

–…y lo que yo quiero saber es de qué lado estás…

Repitan conmigo –el Güero, serio como un adulto, extiende la mano al frente. De

inmediato Elías pone la suya encima, luego Ricardo; José Antonio sonríe y hace lo mismo–:

en vista de que el mayor enemigo que los mexicanos conocemos –las voces de los tres

siguen la del Güero palabra por palabra–, es el gabacho… prometo chingar a cada uno de

ellos, siempre que tenga chance, con lo que pueda, de día y de noche, en venganza de

que ellos abusan de nuestros paisanos, o los matan cuando intentan cruzar el río.

Después del juramento saca la hoja de su navaja –de cacha de venado, último regalo de

su padre– y se corta la palma de la mano. Los otros toman el arma y hacen lo mismo. Sólo

Elías pregunta para qué tanto arguende. El Güero desvía la mirada, y su voz infantil

enronquece al contestar: También mataron a mi viejo.

–¿Con quién estás, José Antonio? –Elías repitió la pregunta poniéndose en pie.

–Teníamos doce años… –contesta, aún perdido en los recuerdos.

–Nos hizo jurar él. Fue con sangre…

Por alguna razón Elías evitaba mencionar directamente al Güero Jiménez: la lucha interna

entre amistad y despecho había sobrevivido los cinco años, abierta, quemante. Sólo

entonces reparó José Antonio en cuánto había cambiado Elías con el tiempo. De niño fue

el más tímido, siempre detrás del Güero, imitándolo, secundándolo en todo. Pero al partir

éste, ocupó su lugar como el líder del grupo, y nadie quiso contradecirlo.

–Dime la verdad –José Antonio miró a Elías de frente por primera vez–: ¿por qué lo quieres

joder?

–Por todo… por traidor.

Page 50: Antología-de-cuentos-mexicanos

! 51!

La respuesta cayó en seco, firme, reforzada por el asentimiento mudo de Ricardo. Los

ojos sin brillo de Elías anunciaban además que esta vez no sería sólo una golpiza, un baño

montonero, sino que irían más lejos. Demasiado lejos, pensó José Antonio, cuando un

trueno le advirtió que el chubasco iba cobrando tamaños de tormenta. Millones de gotas

removían la tierra de la calle, convirtiéndola en una brecha fangosa. Los gemidos del

Bravo se estiraban desesperados bajo la lluvia, y en la memoria de José Antonio volvieron

a resonar palabras de su padre: Al Güero grande no lo mataron los de la migra, mijo. No.

Lo pescó un remolino. Murió en este maldito río que tantas debe. Y a lo mejor arrastró su

cuerpo hasta el mar.

–Seguro ya se siente de allá el cabrón –continuaba rumiando Elías–. Quiso ser gabacho, y

eso hasta es traición a la patria.

Ricardo fijaba los ojos en José Antonio, Crispín sonreía, Elías paseaba en derredor de los

tres mirando la lluvia. “Quiso ser gabacho”, las palabras de condena seguían en el aire

denso. Entonces José Antonio supo que si ése era el crimen, él también lo había cometido

al desear largarse al norte, y su padre, y los tíos de Ricardo, y el hermano de Elías, y todos

los que se habían ido de mojados y continuaban viviendo allá. Si de eso se trataba, no

existía ningún crimen. Estamos yendo demasiado lejos, se repitió, y en ese momento

supo lo que tenía que hacer.

–¿Cómo le hacemos? – dijo levantándose de la silla.

La mirada de Elías brilló al escuchar la pregunta. Crispín amplió su sonrisa y se palmeó la

pierna en un aplauso seco. Sólo Ricardo mantuvo una actitud seria, casi fúnebre, al

responder:

–Hay una fiesta de bienvenida anca la Dora, si es que el agua no la echó a perder. De

todas maneras ya se ha de estar acabando. Si acaso quedan algunos batos con sus

morras. No hay más que llegar.

–Pero sin la troca y por el río –intervino Elías–: pa que no nos sientan.

–¿Entonces? –Crispín fue el único en protestar–: ¿nos vamos a ir mojando?

–No hay borlo, al cabo allá nos calentamos.

Por la ribera, un poco más allá de la isleta, se llegaba a un terreno baldío frente a la casa

de Dora. Eran sólo tres cuadras. No corrieron, a pesar de los golpes violentos de la lluvia.

Avanzaban con dificultad entre el pasto y los matorrales que crecían a la orilla del Bravo,

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! 52!

hundiendo los pies en charcos pantanosos. A mitad del camino, lo que creyeron un

relámpago los iluminó de repente: era un fanal que aluzaba desde el otro lado.

–La migra –dijo José Antonio.

–Que se vayan al carajo –Ricardo levantó el puño.

El tubo de luz los siguió varios metros, luego se apagó. Al lado de la corriente, José

Antonio perseguía el rugir del agua, aguzando el oído para escuchar los ayes de los

ahogados y, entre ellos, la voz de su padre. Me voy pal norte, mijo. Si me quedo nos

vamos a morir de hambre. No hay trabajo. Además yo soy hombre de campo, no de ciudá.

No chilles, nomás que me acomode mando por ti y por tu madre. Seguro que no pasa ni un

año. Nunca lo volvió a ver. La noticia de su muerte, ahogado al querer cruzar el río, circuló

durante meses entre la gente del barrio. También se habló de balazos esa noche. Al

principio José Antonio no lo creyó. Quería ir a buscarlo, pero siempre se topaba con la

resistencia de su madre. Con los años, largarse al gabacho se convirtió en su obsesión. Ya

casi tenía el dinero completo. Sólo había estado esperando el regreso del Güero para

cruzar juntos.

–Pinche lluviecita –se quejó Crispín–, como que mestá cansando…

–Ya llegamos.

La casa de Dora era la única con luz. Afuera, protegidos por un techo de lámina que

repiqueteaba incansable bajo la lluvia, se distinguían algunas parejas entre las sombras

de la calle. El ruido ahogaba la música. Se internaron en el baldío y José Antonio se dejó

caer sobre un montón de grava bajo un tejabán. Se sentía pesado, aturdido por el agua y

el torrente de recuerdos. Deseaba terminar cuanto antes. Buscó la cajetilla de cigarros:

todos húmedos. Sacó uno y, con el encendedor, lo calentó hasta dejarlo medianamente

fumable.

–Apaga eso –ordenó Elías y se lo tumbó de un manotazo.

–¿Lo vamos a esperar hasta que salga? –preguntó Ricardo.

–Pos luego… –Crispín se había sentado también y se sacudía el pelo y la ropa.

–¿Y si no sale? –dijo Elías–: lo mejor es que uno de nosotros vaya y lo saque. Ahí le caemos.

–A mí no me conoce –dijo Crispín.

–Yo voy –José Antonio se levantó–. Pa acabar pronto…

–¿Y qué vas a decir? –los ojos de Ricardo se entrecerraron.

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! 53!

–Nada. Todos van a pensar que vengo a saludarlo.

Volvió a sentir la lluvia sobre la cara, en la espalda, en los hombros. Una lluvia ardiente

ahora. Cada gota que se adhería a su cuerpo era una nueva afirmación de lo decidido: le

tengo que avisar; primero lo saco de ahí, corremos hasta la casa, y después me voy con él

al gabacho, a la dolariza a vivir bien. Al llegar bajo el techo de lámina la cortina de agua se

abrió en un tamborileo chillante. Una muchacha que abrazaba a su pareja, conocido de

José Antonio, se sobresaltó al verlo aparecer.

–¿Qué barrio, ése? –preguntó rápidamente el hombre.

–¿Aistá el Güero?

–Simón, con la Dora, ése. Pásale.

–No, ando todo mojado. Mejor dile que lo busca José Antonio. Somos camaradas.

–Sobres. Pérame.

La espera lo hizo temblar. El aire frío inflaba su ropa totalmente empapada, y José

Antonio sintió el cuerpo rígido, como de madera seca. Un relámpago chasqueó en el cielo

como un latigazo cercano. Del Bravo se levantó un bramido grave que resonó algunos

segundos. Los muertos, se dijo en medio de un estremecimiento, y volteó hacia el baldío,

pero no vio a nadie.

–¡Toño! –mucho más grande, más fuerte, y con un tupido bigote rubio que no tenía cuando

se fue, el Güero no ocultaba la alegría de volver a verlo. Corrió hacia él y se abrazaron–.

¡Qué gusto, camarada!

–Güero –José Antonio titubeaba.

–¿Y los demás? –lo interrumpió–. ¿Y Ricardo y Elías?

–Güero, tenemos que…

No pudo terminar. De la oscuridad de la calle, de la lluvia furiosa, emergieron Crispín y

Ricardo y se echaron sobre el Güero. José Antonio estrechó el abrazo buscando proteger a

su amigo cuando apareció Elías armado con una rama. Todo se volvió confuso. Garrotazos

y patadas caían sobre él y el Güero que, sin soltarse aún, se defendían tirando puñetazos

hacia todas partes. De pronto José Antonio quedó atrapado de cabeza por una tenaza que

lo hizo caer al suelo, y comprendió que el Güero lo golpeaba sin soltarlo mientras recibía

puntapiés de los demás. Entre maldiciones y gemidos oyó claramente el chasquear

metálico de los fileros abandonando la cacha. Reconoció el sonido de la charrasca de

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! 54!

Elías. Los golpes se multiplicaron en cuestión de segundos hasta que el Güero lo soltó

entre el lodo. Entonces sintió al mismo tiempo un jalón en el pelo y el brazo. Lo estaban

levantando.

–¡Pélate! –era la voz de Crispín.

–¡Ya vienen lo de la casa! –Ricardo se escuchaba lejano, seguramente ya corría.

Aún no lo alcanzaba el dolor de los golpes, sólo una sensación de calor por todo el cuerpo.

Había sido tan rápido que los de la fiesta no tuvieron tiempo de reaccionar. Cuando

empezó a correr, urgido por Elías, vio entre la lluvia al Güero bocabajo, hundido en un

charco lodoso. Sentía las piernas débiles, pero a tumbos atravesó el baldío. Nadie los

siguió. Elías lo llamaba a gritos desde unos metros adelante, pero al salir a la ribera José

Antonio tropezó con un matorral. Se vino abajo luego de varios traspiés y la caída le

produjo un vacío agudo en el vientre. Había llegado al río. Un chorro de luz lo iluminaba

desde el otro lado. Pinche migra, dijo y tras un acceso de tos hundió la cabeza en el agua.

Los ruidos acuáticos de la superficie se confundían con un coro de voces conocidas que lo

animaban a deslizarse hasta el centro de la corriente. Recordó a su padre, al padre del

Güero, a los cadáveres de la isleta. El dolor seguía junto a la cintura y condujo su mano

ahí. Primero pensó que se trataba de alguna rama encajada al caer, pero mientras se

hundía lentamente, un rastro de líquido tibio y pegajoso que se mezclaba en el agua del

Bravo lo llevó a reconocer, enterrada hasta el puño, la navaja con cacha de venado que el

Güero siempre traía consigo, la navaja del juramento de sangre.

Texto tomado de: Parra, E. (2001). El juramento. En Los límites de la noche (pp. 11-21 ). México: Ediciones Era.

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Juan Villoro (1956)

Amigos mexicanos (2007)

1. Katzenberg

El teléfono sonó veinte veces. Al otro lado de la línea, alguien pensaba que vivo en una

hacienda donde es muy tardado ir de las caballerizas al teléfono, o que no existen los

teléfonos inalámbricos, o que tengo vacilaciones místicas y dudo mucho en tomar el

auricular. Esto último, por desgracia, resultó cierto. Era Samuel Katzenberg. Había vuelto

a México para hacer un reportaje sobre la violencia. En su visita anterior, viajaba a cuenta

del New Yorker. Ahora trabajaba para Point Blank, una de esas publicaciones que

perfuman sus anuncios y ofrecen instrucciones para ser hombre de mundo. Tardó dos

minutos en explicarme que el cambio significaba una mejoría.

–Point Blank quiere decir «A quemarropa»

–Katzenberg no había perdido su gusto por demostrar lo bien que habla español–: la

revista no sólo publica temas frívolos; mi editora busca asuntos fuertes. Es una mujer

chida, que se prende fácil. México es un país mágico pero confuso; necesito tu ayuda para

saber qué es horrible y qué es buñuelesco –pronunció la eñe en forma lujosa, como si

chupara una bala de plata, y me ofreció mil dólares. Entonces le expliqué por qué estaba

ofendido. Dos años antes, Samuel Katzenberg había llegado a hacer el enésimo reportaje

sobre Frida Kahlo. Alguien le dijo que yo era guionista de documentales «duros» y me

pagó para acompañarlo en una ciudad que juzgaba salvaje y para explicarle cosas que

juzgaba míticas. Katzenberg había leído mucho acerca de la desgarrada pintura de los

mexicanos. Sabía más que yo de murales con mazorcas de ocho metros cuadrados, el

Museo de la Revolución, el atentado contra Trotski y el tenue romance de Frida con el

profeta soviético en su exilio de Coyoacán. Con voz didáctica, me reveló la importancia de

«la herida como noción transexual»: la pintora paralítica era sexy de un modo «muy

posmoderno, más allá de la definición de género». En forma lógica, Madonna la admiraba

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! 56!

sin entenderla. Para preparar ese primer viaje, Katzenberg se entrevistó con profesores

de Estudios Culturales en Brown, Princeton y Duke. Había hecho su tarea. El siguiente

paso consistía en establecer un contacto fragoroso con el verdadero país de Frida.

Me contrató como su contacto hacia lo genuino. Pero me costó trabajo satisfacer su

apetito de autenticidad. Lo que yo le mostraba le parecía, o bien un colorido montaje para

turistas o un espanto sin folklor. Él deseaba una realidad como los óleos de Frida:

espantosa pero única. No entendía que los afamados trajes regionales de la pintora ya

sólo se encontraran en el segundo piso del Museo de Antropología, o en rancherías

extraviadas donde nunca eran tan lujosos ni estaban tan bien bordados. Tampoco

entendía que las mexicanas de hoy se depilaran el honesto bigote que a su juicio

convertía a F. K. (Katzenberg ama las abreviaturas) en un icono bisexual. De poco sirvió

que la naturaleza contribuyera a su crónica con un desastre ambiental. El Popocatépetl

recuperó su actividad volcánica y visitamos la casona de Frida bajo una lluvia de cenizas.

Esto me permitió hablar con calculada nostalgia de la desaparición del cielo que

determina la vida del D.F.: –Hemos perdido la región más transparente del aire –comenté,

como si la contaminación significara también el fin de la lírica azteca. Reconozco que

atiborré a Katzenberg de lugares comunes y cursilerías vernáculas. Pero la culpa fue

suya: quería ver iguanas en las calles. México lo decepcionó como si recorriera un centro

ceremonial ruinoso y comercializado, donde vendían cremas con vitamina E para los

adoradores del sol. Cuando le presenté a un experto en arte mexicano no quiso hablar

con él. Debí renunciar en ese momento, no podía trabajar para un racista. Didier Morand

es un negro de Senegal. Vino a México cuando el presidente Luis Echeverría decidió que

nuestros países eran muy afines. Usa collares de fábula y hermosas túnicas africanas. Es

comisario de arte mexicano y poca gente sabe tanto como él. Pero a Katzenberg le

molestó que honrara tantas culturas a la vez: –No necesito un informante africano –me

vio como si yo traficara con etnias equivocadas. Decidí ponerle un alto: le pedí el doble de

dinero. Aceptó y entonces me esforcé por encontrar metáforas y adjetivos que sacaran a

flote el México profundo, o algo que pudiera representarlo ante sus ojos ávidos de

desastres muy genuinos. Fue entonces cuando le presenté a Gonzalo Erdiozábal. Gonzalo

parece un moro altivo del Hollywood de los cuarenta. Transmite la apostura superdigna

de un sultán que ha perdido sus camellos y no piensa recuperarlos. Esto es lo que

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pensamos en México. En Europa parece muy mexicano. Durante cuatro años de la década

de los ochenta, se hizo reverenciar en Austria como Xochipili, supuesto descendiente del

emperador Moctezuma. Cada mañana, llegaba al Museo Etnográfico de Viena disfrazado

de danzante azteca, encendía incienso de copal y pedía firmas para recuperar el penacho

de Moctezuma, cuyas plumas de quetzal languidecían en una vitrina. En su calidad de

Xochipili, Gonzalo le demostró a la ciudadanía austriaca que lo que para

ellos era un regalo sin gracia del emperador Maximiliano de Habsburgo para nosotros

representaba un trozo de identidad. Reunió suficientes firmas para llevar el tema al

parlamento, obtuvo fondos de ONG y la irrestricta devoción de un movedizo harén de

rubias. Obviamente hubiera sido una desgracia que consiguiera el penacho; su causa sólo

podía prosperar mientras los austriacos pospusieran la entrega. Disfrutó la «beca

Moctezuma» sin ser vencido por la generosidad de los adversarios: la nostalgia lo forzó a

regresar antes de obtener las plumas imperiales («extraño el aire que huele a gasolina y

chicharrón», me dijo en

una carta). Cuando Katzenberg me dobló el sueldo, le hablé a Gonzalo para ofrecerle un

tercio. Montó un rito de fertilidad en una azotea y nos llevó a la choza de una adivina con

mal de pinto que nos hizo morder una caña de azúcar para escrutar nuestro destino en el

bagazo. Gracias a las tradiciones improvisadas por Gonzalo, Katzenberg encontró un

ambiente «típico» para su crónica. La noche en que nos despedimos bebió un tequila de

más y me confesó que su revista le había dado viáticos para un mes, a cuerpo de rey.

Gonzalo y yo le habíamos permitido «investigar» todo en una semana. Al día siguiente

quiso seguir ahorrando. Consideró que la camioneta del hotel le salía demasiado cara,

detuvo un Volskswagen color loro y el taxista lo llevó a un callejón en el que le colocó un

desarmador en la yugular. Katzenberg sólo conservó el pasaporte y el boleto de avión.

Pero el vuelo se canceló porque el Popocatépetl entró en fase de erupción y sus cenizas

bloquearon las turbinas de los aviones. El periodista pasó un último día en la ciudad de

México, viendo noticias sobre el volcán, aterrado de salir al pasillo. Me llamó para que

fuera a verlo. Temí que me pidiera que le devolviera el dinero, pero sobre todo temí

ofrecérselo yo. Le dije que estaba ocupado porque una bruja me había hecho mal de ojo.

Compadecí a Katzenberg a la distancia hasta que me envió su reportaje. El título, de una

vulgaridad dermatológica, no era lo peor: «Erupciones: Frida y el volcán». Yo aparecía

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! 58!

descrito como «uno de los locales»; sin embargo, aunque no me honraba con un nombre,

transcribía sin comillas ni escrúpulos todo lo que yo había dicho. Su crónica era un

despojo de mis ideas. Su única originalidad consistía en haberlas descubierto (sólo al

leerlo yo supe que las tenía). El texto terminaba con algo que dije de la salsa verde y el

dolorido cromatismo de los mexicanos. Por la mitad de precio, podrían haberme pedido la

crónica a mí. Pero vivimos en un mundo colonial y la revista necesitaba la laureada firma

de Samuel Katzenberg.

Además, no escribo crónicas.

2. Burroughs

El regreso del reportero estrella a México ponía a prueba mi paciencia y mi dignidad.

¿Cómo se atrevía a llamarme? Le dije que no tenía ínfulas de protagonismo;

sencillamente estaba harto de que los norteamericanos se aprovecharan de nosotros. En

vez de traducir a Monsiváis o a Mejía Madrid, mandaban a un cretino madonnizado por el

prestigio de escribir en inglés. El planeta se había convertido en la nueva Babel donde

nadie se entendía pero lo importante era no entenderse en inglés. Este discurso me

pareció patriota, así es que lo alargué hasta que temí sonar antisemita.

–Perdón por no mencionarte –dijo Katzenberg al otro lado de la línea, con voz educada. Vi

por la ventana, en dirección al Parque de la Bola. Un niño se había subido a la enorme

esfera de cemento. Abrió los brazos, como si estuviera en la cima de una montaña. Las

personas que rodeaban la fuente aplaudieron. La Tierra había sido conquistada. En las

noches me gusta asomarme a la glorieta que llamamos «Parque de la Bola». La bola es

un globo terráqueo de cemento. La gente se asoma a verla desde los balcones. El mundo

visto por sus vecinos. Desvié la vista a la computadora, tapizada de papelitos en los que

anoto «ideas». El aparato ya parece un doméstico Xipe-Totec. Cada «idea» representa

una capa de piel de Nuestro Señor el Desollado. En vez de escribir el guión sobre el

sincretismo por el que ya había cobrado un anticipo, estaba construyendo un monumento

al tema. Katzenberg trató de congraciarse conmigo: –Los correctores aniquilaron

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! 59!

adjetivos fundamentales; ya sabes cómo es el periodismo de batalla; además, allá los

editores no son como en México: allá tienen la mano pesada, te cambian todo... Mientras

tanto, yo pensaba en Cristi Suárez. Había dejado un mensaje inolvidable en mi

contestadora: «¿Cómo vas con el guión? Anoche soñé contigo. Una pesadilla con efectos

de terror de bajo presupuesto. Pero te portaste bien: tú eras el monstruo, pero no el que

me perseguía sino el que me salvaba. Acuérdate que necesitamos el primer tratamiento

para el viernes. Gracias por salvarme. Besitos.» Oír a Cristi es una maravillosa destrucción:

me encantan sus propuestas para temas que no me gustan. Por ella he escrito guiones

sobre el maíz mejorado y la cría de cebú. Aunque el trabajo es un pretexto para

acercarme a ella, no me he atrevido a dar el último paso. Y es que hasta ahora, aunque

suene increíble, mi mejor faceta han sido los guiones. Me conoció mientras yo padecía

una épica borrachera; aun así (o tal vez por eso) me juzgó capaz de escribir un

documental contra los granos transgénicos. Desde entonces me habla como si nuestro

proyecto anterior hubiera ganado un Oscar y ahora fuéramos por puro prestigio a Cannes.

El último episodio de su entusiasmo me condujo al sincretismo. «Los mexicanos somos

puro collage», dijo. Cuesta trabajo creerlo, pero, dicha por ella, la frase es espléndida.

Había desconectado la grabadora porque no estaba seguro de resistir otro mensaje de

Cristi y sus magníficas pesadillas. A veces pienso en lo que perdería si le dijera de una vez

por todas que el sincretismo me tiene sin cuidado y el único collage que me interesa es

ella. Pero luego recuerdo que a ella le gusta cuidar personas y se da aires de enfermera.

Tal vez los guiones son la terapia que me ha asignado y no desea otra cosa de mí que

someterme a ese tratamiento. Pero lo del monstruo bueno suena picante, casi porno.

Aunque sería más porno que me felicitara por ser el monstruo malo. El alma de la mujer

es complicada. Sí, desconecté la grabadora para no tener más huellas de la voz que me

obsesionaba. Cuando el timbre sonó veinte veces me dio curiosidad saber qué sociópata

me buscaba. Así volví a entrar en contacto con Katzenberg. Él seguía en la línea. Había

agotado sus fórmulas de cortesía. Aguardaba mi respuesta. Revisé mi cartera: dos billetes

verdes de doscientos, con rastros de cocaína (demasiado poca). Esta visión ya me había

decidido, pero Katzenberg aún apeló a un recurso emocional: –Varias veces me pidieron

que volviera a México. Aunque no lo creas, el reportaje de Frida fue un hit. No quise venir

y un colega, un irlandés antisemita que se quería coger a mi novia, corrió el rumor de que

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! 60!

yo había hecho algo sucio y por eso no quería volver. No sería el primer caso de un

reportero gringo que se metiera en broncas con los narcos o la DEA. –¿Regresaste para

limpiar tu nombre? –le

pregunté. –Sí –contestó con humildad. Le dije que yo no era «uno de los locales». Si quería

referirse a mí, tendría que poner mi nombre. Una cuestión de principios y del manejo

adecuado de las fuentes. Luego le pedí tres mil dólares. Hubo un silencio al otro lado de

la línea. Pensé que Katzenberg hacía sumas y restas, pero ya estaba en el tema de su

artículo: –¿Qué tan violenta es la ciudad de México? Recordé algo que Burroughs le

escribió a Kerouac o a Ginsberg o a algún otro megadicto que quería venir a México pero

tenía miedo de que lo asaltaran:

–No te preocupes: los mexicanos sólo matan a sus amigos.

3. Keiko

Lo único que en esos días me interesaba en la ciudad de México era la despedida de

Keiko. Los domingos de los divorciados dependen mucho de los zoológicos y los acuarios.

Me acostumbré a ir con Tania a Reino Aventura, el parque de atracciones que para

nosotros representaba un santuario ballenero. Decidí pasar la mañana con Tania, viendo

el poderoso nado de la ballena (con mayor propiedad, mi hija se refiere a ella como

«orca»), y la tarde buscando atractivos escenarios violentos con Katzenberg. Esto último

tenía sus dificultades: todos los sitios donde me han asaltado son demasiado comunes.

Quedaba un asunto pendiente: ¿a qué hora escribiría el primer tratamiento para Cristi?

Mientras procuraba salvar un rastro de coca en un billete con la efigie de Sor Juana pensé

en una razón ontológica que inmovilizara mi trabajo. ¿Qué sentido tiene escribir guiones

en un país donde la Cineteca explotó mientras se exhibía La tierra de la gran promesa?

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! 61!

Recordé el problema que tuvimos con un extra al que aporreaban en una escena y al que

mi guión hacía decir: «¡Aggh!» El sindicato decidió que, puesto que el hombre victimado

tenía un parlamento, no debía cobrar como extra sino como actor. A partir de entonces

mis sacrificados murieron en silencio. Por lo demás, nunca he encontrado la menor

relación entre lo que imagino y el apuesto varón o la rubia oxigenada que atropellan mis

frases en la pantalla. –¿Por qué no escribes una novela? –me preguntó una vez Renata.

Entonces aún estábamos casados y ella seguía dispuesta a modificar hábitos en mi favor,

comenzando por la posibilidad de verme como novelista–: En la novela los efectos

especiales salen gratis y los personajes no están sindicalizados: sólo cuenta tu mundo

interior. Nunca olvidaré esta última frase. Hubo un tiempo inverosímil en que Renata

creyó en mi mundo interior. Cuando dijo esas palabras me vio con los ojos color miel, que

por desgracia no heredó Tania, como si yo fuera un paisaje interesante

pero un poco difuso. Ninguna de las acusaciones que me hizo después ni los altercados

que nos llevaron al divorcio me lastimaron tanto como esa expectativa generosa. Su

confianza fue más devastadora que sus críticas: Renata me atribuyó las posibilidades que

nunca tuve. En los guiones el «interior» se refiere a la escenografía y se decora con

sofás. Es el horizonte que me corresponde, lejos de las fantasías de la mujer que se

equivocó al buscarme profundidades y me hirió con la confianza de que yo podría

alcanzarlas. Llamé a Gonzalo Erdiozábal para pedirle que se ocupara del guión. No escribe

pero su biografía parece un documental sobre sincretismo. Antes de viajar a Viena, fue un

aguerrido actor de teatro universitario (recitó los monólogos de Hamlet sumido en un

pantano inolvidable), estuvo en un proyecto de cría de camarón de agua dulce en el río

Pánuco, dejó a una mujer con dos hijas en Saltillo, financió un video sobre la mariposa

monarca y abrió un portal de Internet para darle voz a las sesenta y dos comunidades

indígenas del país. Además, Gonzalo es un triunfo de la razón práctica: arregla motores

que no conoce y encuentra en mi despensa sorpresivos ingredientes para hacer guisos

sabrosos. Su energía de pionero y su sed de hobbies tienen algo hartante, pero en

momentos de quiebra resulta indispensable. Cuando me separé de Renata ignoró mi

patético deseo de aislarme y me visitó una y otra vez. Llegaba cargado de revistas,

videos, un ron antillano dificilísimo de conseguir. Llamé a Gonzalo y me dijo que nunca

había pensado escribir un guión, es decir, que aceptaba. Sentí tal alivio que me extendí

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! 62!

en la plática. Le hablé de Katzenberg y su regreso a México. La noticia no le interesó. Él

quería hablar de otras cosas, de un antiguo compañero del teatro universitario que

acababa de montar una pieza de Genet en un gimnasio. En su boca, las escenas corren el

riesgo de durar lo mismo que en la realidad. Colgué el teléfono. Fui por Tania. La ciudad

estaba tapizada con imágenes de la ballena. El D.F. es un sitio estupendo para criar

pandas. Aquí nació el primero fuera de China. Pero las orcas necesitan más espacio para

fundar una familia. A eso se iba a Keiko. Se lo expliqué a mi hija, mientras aguardábamos

en el gigantesco estanque de Reino Aventura a que comenzara una de las funciones de

despedida. Tania acaba de aprender la palabra «siniestro» y le encuentra numerosas

aplicaciones. Debíamos estar contentos. Keiko tendría crías en altamar. Me vio con ojos

entrecerrados. Pensé que iba a decir que eso era siniestro. Tomé un cuento que llevaba

en su mochila y se lo comencé a leer. Trataba de zanahorias carnívoras. No le pareció

nada siniestro. La ballena había sido amaestrada para despedirse de los mexicanos. Hizo

«adiós» con una aleta mientras cantábamos «Las golondrinas». Un mariachi con diez

trompetistas tocó con enorme tristeza y un cantante exclamó: –No lloro: ¡nomás me

sudan los ojos! Confieso que me emocioné a mi pesar y maldije mentalmente a

Katzenberg, incapaz de apreciar esa riqueza kitsch de México. Él sólo pagaba por ver

violencia. Keiko saltó por última vez. Parecía sonreír de un modo amenazante, con

dientes filosísimos. A la salida, le compré a Tania una ballena inflable. Había incendios

forestales en las inmediaciones del Ajusco. Las cenizas creaban una noche anticipada.

Vista desde la colina de Reino Aventura, la ciudad palpitaba como una mica incierta. El

escenario perfecto para que Cristi soñara un monstruo bueno. Tomamos la carretera sin

decir palabra. Seguramente Tania pensaba en Keiko y la familia que tendría que buscar

tan lejos.

Dejé a Tania en casa de Renata y fui a Los Alcatraces. Llegué a la mesa a las cuatro de la

tarde. Katzenberg ya había comido. Escogí bien el restorán, ideal para torturar a

Katzenberg y para que me diera las gracias por llevarlo a un sitio genuino. Había música

ranchera a todo volumen, sillas con los colores de juguetería que los mexicanos sólo

vemos en los lugares «típicos», seis salsas picantes sobre la mesa y un menú con tres

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! 63!

variedades de insectos, molestias suficientemente pintorescas para que mi contertulio

las padeciera como «experiencias». La calvicie había ganado terreno en la frente de

Katzenberg. Iba vestido como cliente de Woolworth’s, con una camisa de cuadros de tres

colores y reloj con extensible de plástico transparente. Sus ojos, pequeños, de intensidad

lapislázuli, se movían con rapidez. Ojos que anticipaban moscas, alerta ante una

exclusiva. Pidió café descafeinado. Le trajeron del único que había: de olla, con canela y

piloncillo. Apenas probó un sorbo. Quería tener cuidado con los alimentos. Sentía un

latido en las sienes, un ruidito que hacía «bing-bing». –Es la altura –lo tranquilicé–, nadie

digiere a dos mil doscientos metros. Me habló de sus problemas recientes. Algunos

colegas lo odiaban por envidia, otros sin motivo aparente. Había tenido la suerte de ir a

sitios que se volvían conflictivos con su llegada y le entregaban insólitas primicias. Fue el

primero en documentar las migraciones masivas de Ruanda, el genocidio kurdo, la fuga

tóxica de la fábrica Union Carbide en la India. Había ganado premios y enemistades por

doquier. Sentía la respiración de sus enemigos en la nuca. Teníamos la misma edad

(treinta y ocho), pero él se había gastado de un modo suave, como si hubiera recorrido

toda África sin aire acondicionado. Me pareció advertir un filo de mitomanía en la exacta

narración de sus agravios. Según él, nadie le perdonaba haber estado en Berlín el día en

que cayó el Muro ni haberse encontrado a Vargas Llosa en una camisería de París una

semana después de que perdió las elecciones en Perú. Imaginé que era uno de esos

periodistas de investigación que alardean de los datos que consiguen pero mienten sobre

su fecha de nacimiento. Muchos de los conflictos que tenía con el medio debían venir de

la forma en que obtenía las noticias, aprovechándose de gente como yo. Sus ojos

revisaron las mesas vecinas.

–No quería volver a México –dijo en voz baja. ¿Era posible que alguien curtido en golpes de

Estado y nubes radiactivas temiera la vida mexicana? Yo había pedido empipianadas.

Katzenberg habló sin dejar de mirar mi plato, como si extrajera sus convicciones de la

espesa salsa verdosa:

–Aquí hay algo inapresable: la maldad es trascendente–se pasó los dedos por el pelo

delgadísimo–. No se causan daños porque sí: el mal quiere decir algo. Fue el infierno que

Lawrence Durrell y Malcolm Lowry encontraron aquí. Salieron vivos de milagro. Entraron

en contacto con energías demasiado fuertes. En ese momento me trajeron un jarrito de

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barro con agua de jamaica. El asa estaba rota y había sido afianzada con tela adhesiva.

Señalé el jarro: Aquí la maldad es improvisada. No te preocupes, Samuel.

4.Oxxo

Katzenberg me resultó más simpático en su faceta paranoica. Ya no era el prepotente

león del nuevo periodismo de la visita anterior. Reales o ficticias, las intrigas que padecía

mejoraban su carácter. Ahora quería hacer su nota y salir huyendo. Dije una de las frases

que demuestran que soy guionista: –¿Hay algo que debería saber? Él contestó como si

fuera un personaje mío:

–¿Qué parte de lo que sabes no entiendes?

–Estás demasiado nervioso. ¿Tienes broncas?

–Ya te conté.

–¿Tienes broncas que no me hayas contado?

–Si de pronto no te cuento algo es por el bien

de la operación.

–«De la operación.» Hablas como agente de la DEA.

–Bájale –sonrió, muy divertido–. Necesito proteger a mi fuente, eso es todo. Te digo lo que

necesitas saber. Eres mi Garganta Profunda. No te quiero perder.

–¿Hay algo que no me has contado?

–Sí. ¿Te acuerdas del irlandés antisemita?

–¿El que se quería coger a tu novia?

–Ése. Se quiere coger a mi novia porque ya se cogió a mi esposa.

–Ah.

–Lo acaban de nombrar editor externo de Point Blank. Sabe que no he sido muy riguroso

con mis fuentes. Ya le puso precio a mi cabeza. Está esperando un errorcito para saltar

encima de mí.

–Pensé que todos te odiaban porque fuiste el primero en llegar a Ruanda.

–Hay algo de eso, pero con el irlandés todo tiene que ver con su pito sin circuncisión. Los

pinches gringos también tenemos problemas personales. ¿Puedes entender eso, guey?

–Hablas demasiado bien el español. Aquí todos acaban creyendo que eres de la CIA.

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! 65!

–Viví cuatro años aquí, de los doce a los dieciséis, ya te lo conté. Iba al Colegio Mixcoac.

¿Vas a confiar en mí o no? Necesitamos un pacto, un matrimonio de conveniencia –sonrió.

–En el Colegio Mixcoac no enseñan a decir «matrimonio de conveniencia».

–Hay diccionarios, no seas animal. En el Colegio aprendí lo que se aprende en cualquier

colegio: a decir «guey» –me sostuvo la mirada, los ojos convertidos en dos chispas

azules–: ¿Puedes entender que me sienta de la chingada, aunque te esté pagando tres mil

dólares?

Hicimos las paces. Quise recompensarlo con algún horror cotidiano de la ciudad de México

en el año 2000. Le pedí prestado su celular. Marqué el número de Pancho, un dealer que

me pareció confiable desde que me dijo: «Si quieres que el diablo te sonría, llámame.»

Pancho me citó a dos calles de Los Alcatraces, en el estacionamiento de un Oxxo. Me

interesaba que Katzenberg presenciara un conecte de cocaína, tan sencillo y barato como

pedir Pizza Domino’s. El delito como rutina. Pancho llegó en un Camaro gris, acompañado

de sus hijas pequeñas. Se acercó a mi ventanilla, se recargó en ella, dejó caer un papel,

tomó los doscientos pesos presionados en el saludo. –Cuídate –me dijo, una palabra

intimidatoria en alguien con dedos temblorosos, rostro consumido, piel apergaminada. La

cara de Pancho es el mejor antídoto contra sus drogas. El diablo no le sonríe. O quizá ésa

es su fascinación secreta y cautiva como un rey fenicio defectuosamente embalsamado.

Samuel Katzenberg lo vio con avidez, encontrando adjetivos en esa cara desastrada. Fui

al Oxxo a comprar cigarros. Estaba en la caja cuando una sombra rápida entró en mi

campo visual. Pensé que asaltaban la tienda. Sin embargo, el cajero miraba algo con más

curiosidad que horror. La escena ocurría afuera. Desvié la vista al estacionamiento:

Katzenberg era sacado de mi coche por un tipo con pasamontañas. Una pistola escuadra

le apuntaba en la sien. Un segundo hombre de pasamontañas salió de la parte trasera de

mi coche, como si hubiera buscado algo ahí. Se dirigió a quienes lo veíamos desde la

tienda: –¡Hijos de su pinche madre! No vimos el destello de la detonación. El insulto bastó

para tirarnos al piso. Caí entre latas, cajas y una lluvia de cristales. Un disparo destruyó el

escaparate. Un segundo disparo cimbró el edificio y nos dejó cinco minutos en el piso.

Cuando salí del Oxxo, las puertas de mi coche seguían abiertas, con el desamparo de los

autos recién vandalizados. De Katzenberg sólo quedaba un botón que se le desprendió

en el forcejeo. Una nube colorida subía al cielo, despidiendo un aroma químico. El

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! 66!

segundo disparo había destruido las dos equis del letrero de neón. Extrañamente, las

otras letras seguían encendidas: dos círculos como ojos intoxicados.

Texto tomado de: Villoro, J. (2008). Amigos mexicanos. En Los culpables (pp. 107-127). Barcelona: Anagrama.