antología-de-cuentos-mexicanos
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!!Índice
Juan Rulfo
Nos han dado la tierra (1945)……………………………………………………………………………………………………………….3
Carlos Fuentes
Chac Mool (1954) )……………………………………………………………………………………………………………………………………8
Edmundo Valadés
La muerte tiene permiso (1955)………………………………………………………………............................................17
Rosario Castellanos
Modesta Gómez (1958) )……………………………………………………………………….................................................. 23
Jorge Ibargüengoitia
Falta de espíritu scout (1967) )………………………………………………………………………………………………………… 33
Eduardo Antonio Parra
El juramento (1996) )…………………………………………………………………………...................................................... 46
Juan Villoro
Amigos mexicanos (2007) )……………………………………………………………………............................................... 55
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Juan Rulfo (1917-1986)
Nos han dado la tierra (1945)
Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla
de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que
no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de
arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente
en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.
Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.
Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la
tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:
-Son como las cuatro de la tarde.
Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los
cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo:
"Somos cuatro". Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos, pero puñito a
puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más que este nudo que somos
nosotros.
Faustino dice:
-Puede que llueva.
Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de
nuestras cabezas. Y pensamos: "Puede que sí".
No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar.
Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta
trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se
le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por
eso a nadie le da por platicar.
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Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una
plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y
las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo
se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del
pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída
por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed.
¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?
Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora
volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos
andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo,
yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama
llover.
No, el llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos
cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas
enroscadas; a no ser eso, no hay nada.
Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos
terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.
Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta
peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con "la 30"
amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya
hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles
del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos
aquellos caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la
carabina.
Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a
uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas salen a
asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del sol
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corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que
trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron
esta costra de tapetate para que la sembráramos.
Nos dijeron:
-Del pueblo para acá es de ustedes.
Nosotros preguntamos:
-¿El Llano?
- Sí, el llano. Todo el Llano Grande.
Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que
estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados
casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama
Llano.
Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros.
Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:
-No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.
-Es que el llano, señor delegado...
-Son miles y miles de yuntas.
-Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.
-¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí
llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.
- Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre
en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón
para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.
- Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar,
no al Gobierno que les da la tierra.
- Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo
es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho...
Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos...
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Pero él no nos quiso oír.
Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas
de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes.
Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más
pronto posible de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno
camina como reculando.
Melitón dice:
-Esta es la tierra que nos han dado.
Faustino dice:
-¿Qué?
Yo no digo nada. Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el
que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la
cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no hay
ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos."
Melitón vuelve a decir:
-Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.
-¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban.
Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto
un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una
gallina.
Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos
dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:
-Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?
-Es la mía- dice él.
-No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?
-No la merqué, es la gallina de mi corral.
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-Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?
-No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer;
por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.
-Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.
Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:
-Estamos llegando al derrumbadero.
Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la
barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la
zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras.
Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un
atajo de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta.
Después de venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a
gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra.
Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de
chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta.
Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que
viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.
Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le
desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos
tepemezquites.
-¡Por aquí arriendo yo! -nos dice Esteban.
Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.
La tierra que nos han dado está allá arriba.
Texto tomado de: Rulfo, J. (2006). Nos han dado la tierra. En Antología personal (pp. 35-40). México: Ediciones Era.
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Carlos Fuentes (1928-2012)
Chac Mool (1954)
Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa.
Aunque había sido despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la
tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer choucrout
endulzado por los sudores de la cocina tropical, bailar el Sábado de Gloria en La Quebrada
y sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de Hornos.
Claro, sabíamos que en su juventud había nadado bien; pero ahora, a los cuarenta, y tan
desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, a la medianoche, el largo trecho entre
Caleta y la isla de la Roqueta! Frau Müller no permitió que se le velara, a pesar de ser un
cliente tan antiguo, en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la
terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido dentro de su caja, a que
saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la
primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, muy temprano, a vigilar el embarque del
féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos; el chofer dijo que lo acomodáramos
rápidamente en el toldo y lo cubriéramos con lonas, para que no se espantaran los
pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal al viaje.
Salimos de Acapulco a la hora de la brisa tempranera. Hasta Tierra Colorada nacieron el
calor y la luz. Mientras desayunaba huevos y chorizo abrí el cartapacio de Filiberto,
recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias, en la pensión de los Müller.
Doscientos pesos. Un periódico derogado de la ciudad de México. Cachos de lotería. El
pasaje de ida —¿sólo de ida? Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel
mármol.
Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómito y cierto sentimiento natural
de respeto por la vida privada de mi difunto amigo. Recordaría —sí, empezaba con eso—
nuestra cotidiana labor en la oficina, quizá sabría, al fin, por qué fue declinando,
olvidando sus deberes, por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio
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Efectivo No Reelección”. Por qué, en fin, fue corrido, olvidada la pensión, sin respetar los
escalafones.
Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El licenciado, amabilísimo. Salí tan contento que decidí
gastar cinco pesos en un café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca
concurro, porque me recuerda que a los veinte años podía darme más lujos que a los
cuarenta. Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado con
energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros; de hecho, librábamos la
batalla por aquéllos a quienes en la casa discutían por su baja extracción o falta de
elegancia. Yo sabía que muchos de ellos (quizá los más humildes) llegarían muy alto y
aquí, en la Escuela, se iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía
cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes se
quedaron allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas
fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, nos quedamos a la
mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja
invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme
en las sillas modernizadas —también hay, como barricada de una invasión, una fuente de
sodas— y pretendí leer expedientes. Vi a muchos antiguos compañeros, cambiados,
amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía, con la
ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían;
o no me querían reconocer. A lo sumo —uno o dos— una mano gorda y rápida sobre el
hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo mediaban los dieciocho agujeros del Country
Club. Me disfracé detrás de los expedientes. Desfilaron en mi memoria los años de las
grandes ilusiones, de los pronósticos felices y, también, todas las omisiones que
impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder meter los dedos en el pasado y
pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de los juguetes se va
olvidando y, al cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos,
las espadas de madera? Los disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y sin
embargo, había habido constancia, disciplina, apego al deber. ¿No era suficiente, o
sobraba? En ocasiones me asaltaba el recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la
aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros
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secretos. Hoy, no tendría que volver la mirada a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de
propina.”
“Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir de
catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio. Él es descreído, pero no le basta, en media
cuadra tuvo que fabricar una teoría. Que si yo no fuera mexicano, no adoraría a Cristo y —
No, mira, parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adorar a un Dios muerto
hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado.
¿Qué cosa más natural que aceptar un sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a
toda tu vida?... Figúrate, en cambio, que México hubiera sido conquistado por budistas o
por mahometanos. No es concebible que nuestros indios veneraran a un individuo que
murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen por él, sino que
incluso va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! El
cristianismo, en su sentido cálido, sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una
prolongación natural y novedosa de la religión indígena. Los aspectos caridad, amor y la
otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a los
hombres para poder creer en ellos.
“Pepe conocía mi afición, desde joven, por ciertas formas del arte indígena mexicano.
Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fines de semana los paso en Tlaxcala o en
Teotihuacán. Acaso por esto le guste relacionar todas las teorías que elabora para mi
consumo con estos temas. Por cierto que busco una réplica razonable del Chac Mool
desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en la Lagunilla donde venden uno
de piedra y parece que barato. Voy a ir el domingo.
“Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la consiguiente
perturbación de las labores. He debido consignarlo al Director, a quien sólo le dio mucha
risa. El culpable se ha valido de esta circunstancia para hacer sarcasmos a mis costillas el
día entero, todos en torno al agua. Ch...”
“Hoy, domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la tienducha
que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante
asegura su originalidad, lo dudo. La piedra es corriente, pero ello no aminora la elegancia
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de la postura o lo macizo del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate
en la barriga al ídolo para convencer a los turistas de la sangrienta autenticidad de la
escultura.
“El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está aquí, por el
momento en el sótano mientras reorganizo mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida.
Estas figuras necesitan sol vertical y fogoso; ese fue su elemento y condición. Pierde
mucho mi Chac Mool en la oscuridad del sótano; allí, es un simple bulto agónico, y su
mueca parece reprocharme que le niegue la luz. El comerciante tenía un foco que
iluminaba verticalmente a la escultura, recortando todas sus aristas y dándole una
expresión más amable. Habrá que seguir su ejemplo.”
“Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina y se
desbordó, corrió por el piso y llegó hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool
resiste la humedad, pero mis maletas sufrieron. Todo esto, en día de labores, me obligó a
llegar tarde a la oficina. Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas, torcidas. Y el
Chac Mool con lama en la base.
“Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura
imaginación.
“Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlo, pero estoy nervioso. Para
colmo de males, la tubería volvió a descomponerse, y las lluvias se han colado, inundando
el sótano.
“El plomero no viene; estoy desesperado. Del Departamento del Distrito Federal, más
vale no hablar. Es la primera vez que el agua de las lluvias no obedece a las coladeras y
viene a dar a mi sótano. Los quejidos han cesado: vaya una cosa por la otra.
“Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un aspecto grotesco,
porque toda la masa de la escultura parece padecer de una erisipela verde, salvo los ojos,
que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar el domingo para raspar el musgo. Pepe
me ha recomendado cambiarme a una casa de apartamentos, y tomar el piso más alto,
para evitar estas tragedias acuáticas. Pero yo no puedo dejar este caserón, ciertamente
muy grande para mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana. Pero que es la
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única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué me daría ver una fuente de sodas con
sinfonola en el sótano y una tienda de decoración en la planta baja.
“Fui a raspar el musgo del Chac Mool con una espátula. Parecía ser ya parte de la piedra;
fue labor de más de una hora, y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No se distinguía
muy bien en la penumbra; al finalizar el trabajo, seguí con la mano los contornos de la
piedra. Cada vez que lo repasaba, el bloque parecía reblandecerse. No quise creerlo: era
ya casi una pasta. Este mercader de la Lagunilla me ha timado. Su escultura precolombina
es puro yeso, y la humedad acabará por arruinarla. Le he echado encima unos trapos;
mañana la pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro total.” “Los trapos
han caído al suelo. Increíble. Volví a palpar al Chac Mool. Se ha endurecido pero no vuelve
a la consistencia de la piedra. No quiero escribirlo: hay en el torso algo de la textura de la
carne, al apretar los brazos los siento de goma, siento que algo circula por esa figura
recostada... Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool tiene vello en los
brazos.
Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina, giré una orden de
pago que no estaba autorizada, y el Director tuvo que llamarme la atención. Quizá me
mostré hasta descortés con los compañeros. Tendré que ver a un médico, saber si es
imaginación o delirio o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool.
Hasta aquí la escritura de Filiberto era la antigua, la que tantas veces vi en formas y
memoranda, ancha y ovalada. La entrada del 25 de agosto, sin embargo, parecía escrita
por otra persona. A veces como niño, separando trabajosamente cada letra; otras,
nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible. Hay tres días vacíos, y el relato continúa:
“todo es tan natural; y luego se cree en lo real... pero esto lo es, más que lo creído por
mí. Si es real un garrafón, y más, porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o
estar, si un bromista pinta el agua de rojo... Real bocanada de cigarro efímera, real imagen
monstruosa en un espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y
olvidados?... Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como
prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano...
¿entonces, qué?... Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar
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allá, la cola aquí y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su
gran cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le aprisiona en el rumor de un
caracol marino. Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado de haberse borrado hoy
¿era movimiento reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y luego, como la tierra que un día
tiembla para que recordemos su poder, o como la muerte que un día llegará, recriminando
mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad: sabíamos que estaba allí, mostrenca;
ahora nos sacude para hacerse viva y presente. Pensé, nuevamente, que era pura
imaginación: el Chac Mool, blando y elegante, había cambiado de color en una noche;
amarillo, casi dorado, parecía indicarme que era un dios, por ahora laxo, con las rodillas
menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por fin, un despertar
sobresaltado, con esa seguridad espantosa de que hay dos respiraciones en la noche; de
que en la oscuridad laten más pulsos que el propio. Sí, se escuchaban pasos en la
escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir... No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volví a
abrir los ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la mirada
negra, recorrí la recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz parpadeante, en dos
flámulas crueles y amarillas.
Casi sin aliento, encendí la luz.
Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me
paralizaban los dos ojillos, casi bizcos, muy pegados al caballete de la nariz triangular. Los
dientes inferiores mordían el labio superior, inmóviles; sólo el brillo del casquetón
cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó
hacia mi cama; entonces empezó a llover.”
Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una
recriminación pública del Director y rumores de locura y hasta de robo. Esto no lo creí. Sí
pude ver unos oficios descabellados, preguntándole al Oficial Mayor si el agua podía
olerse, ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en
el desierto. No supe qué explicación darme a mí mismo; pensé que las lluvias,
excepcionalmente fuertes, de ese verano, habían enervado a mi amigo. O que alguna
depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la mitad de los
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cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes
son de fines de septiembre:
“Chac Mool puede ser simpático cuando quiere… un gluglú de agua embelesada... Sabe
historias fantásticas sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales y el castigo de los
desiertos; cada planta arranca de su paternidad mítica: el sauce es su hija descarriada; los
lotos, sus niños mimados; su suegra, el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor,
extrahumano, que emana de esa carne que no lo es, de las sandalias flamantes de vejez.
Con risa estridente, Chac Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon y puesto
físicamente en contacto con hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el
cántaro y en la tempestad, naturalmente; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado del
escondite maya en el que yacía es artificial y cruel. Creo que Chac Mool nunca lo
perdonará. Él sabe de la inminencia del hecho estético.
He debido proporcionarle sapolio para que se lave el vientre que el mercader, al creerlo
azteca, le untó de salsa ketchup. No pareció gustarle mi pregunta sobre su parentesco
con Tláloc, y cuando se enoja, sus dientes de por sí repulsivos, se afilan y brillan. Los
primeros días, bajó a dormir al sótano; desde ayer, lo hace en mi cama.”
“Ha empezado la temporada seca. Ayer, desde la sala donde ahora duermo, comencé a oír
los mismos lamentos roncos del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí; entreabrí la
puerta de la recámara: Chac Mool estaba rompiendo las lámparas, los muebles; al verme
saltó hacia la puerta con las manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder al
baño. Luego bajó, jadeante, y pidió agua; todo el día tiene corriendo los grifos, no queda
un centímetro seco en la casa. Tengo que dormir muy abrigado, y le he pedido que no
empape más la sala.”
“El Chac Mool inundó hoy la sala. Exasperado, le dije que lo iba a devolver al mercado
de la Lagunilla. Tan terrible como su risilla —horrorosamente distinta a cualquier risa de
hombre o de animal— fue la bofetada que me dio, con ese brazo cargado de pesados
brazaletes. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era bien distinta: yo
dominaría a Chac Mool, como se domina a un juguete; era, acaso, una prolongación de mi
seguridad infantil; pero la niñez —¿quién lo dijo?— es fruto comido por los años, y yo no
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me he dado cuenta... Ha tomado mi ropa y se pone la bata cuando empieza a brotarle
musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, desde siempre y
para siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme ante él. Mientras
no llueva —¿y su poder mágico?— vivirá colérico e irritable.”
“Hoy descubrí que en las noches Chac Mool sale de la casa. Siempre, al oscurecer, canta
una tonada chirriona y antigua, más vieja que el canto mismo. Luego cesa. Toqué varias
veces a su puerta, y como no me contestó, me atreví a entrar. No había vuelto a ver la
recámara desde el día en que la estatua trató de atacarme: está en ruinas, y allí se
concentra ese olor a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero detrás de la puerta,
hay huesos: huesos de perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba en la noche el Chac
Mool para sustentarse. Esto explica los ladridos espantosos de todas las madrugadas.”
“Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; me ha obligado a telefonear a una fonda
para que diariamente me traigan un portaviandas. Pero el dinero sustraído de la oficina
ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable: desde el día primero, cortaron el agua y la luz por
falta de pago. Pero Chac Mool ha descubierto una fuente pública a dos cuadras de aquí;
todos los días hago diez o doce viajes por agua, y él me observa desde la azotea. Dice
que si intento huir me fulminará: también es Dios del Rayo. Lo que él no sabe es que
estoy al tanto de sus correrías nocturnas... Como no hay luz, debo acostarme a las ocho.
Ya debería estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la oscuridad, me topé
con él en la escalera, sentí sus brazos helados, las escamas de su piel renovada y quise
gritar.”
“Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse otra vez en piedra. He notado sus
dificultades recientes para moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado, contra
la pared y parece ser, de nuevo, un ídolo inerme, por más dios de la tempestad y el trueno
que se le considere. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme,
arañarme como si pudiese arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos
intermedios amables durante los cuales relataba viejos cuentos; creo notar en él una
especie de resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a
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pensar: los vinos de mi bodega se están acabando; Chac Mool acaricia la seda de la bata;
quiere que traiga una criada a la casa; me ha hecho enseñarle a usar jabón y lociones.
Incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación:
si el Chac cae en tentaciones, si se humaniza, posiblemente todos sus siglos de vida se
acumulen en un instante y caiga fulminado por el poder aplazado del tiempo. Pero
también me pongo a pensar en algo terrible: el Chac no querrá que yo asista a su
derrumbe, no querrá un testigo..., es posible que desee matarme.”
“Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos
qué puede hacerse para conseguir trabajo y esperar la muerte de Chac Mool; sí, se
avecina; está canoso, abotagado. Yo necesito asolearme, nadar, recuperar fuerzas. Me
quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión Müller, qué es barata y cómoda. Que se
adueñe de todo Chac Mool a ver cuánto dura sin mis baldes de agua.
Aquí termina el diario de Filiberto. No quise pensar más en su relato; dormí hasta
Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso
de trabajo, con algún motivo psicológico. Cuando a las nueve de la noche llegamos a la
terminal, aún no podía explicarme la locura de mi amigo. Contraté una camioneta para
llevar el féretro a casa de Filiberto, y desde allí ordenar el entierro.
Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un
indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo;
despedía un olor a loción barata; quería cubrir las arrugas con la cara polveada, tenía la
boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.
—Perdone... no sabía que Filiberto hubiera...
—No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.
Texto tomado de: Fuentes, C. (1982). Chac Mool. En Los días enmascarados (pp. 9-27). México: Ediciones Era.
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Edmundo Valadés (1915-1994)
La muerte tiene permiso (1955)
Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a otros con bromas
incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es siempre áspero. Poco a poco su
atención se concentra en el auditorio. Dejan de recordar la última juerga, las intimidades
de la muchacha que debutó en la casa de recreo a la que son asiduos. El tema de su
charla son ahora esos hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí
abajo, frente a ellos.-Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización,
limpiándolos por fuera y enseñándolos a ser sucios por dentro…
-Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros
esfuerzos, los de la Revolución.
-¡Bah! Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia.
De nada ha servido repartirles tierras.
-Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos
dado las tierras, ¿y qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva
técnica agrícola, maquinaria, ¿van a inventar ellos todo eso?
El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciada asta por la que iza sus
dedos con fruición, observa tras sus gafas, inmune al floreteo de los ingenieros. Cuando
el olor animal, terrestre, picante, de quienes se acomodan en las bancas, cosquillea su
olfato, saca un paliacate y se suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre del
campo. Pero hace ya mucho tiempo. Ahora, de aquello, la ciudad y su posición sólo le han
dejado el pañuelo y la rugosidad de sus manos.
Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogimiento del hombre campesino que
penetra en un recinto cerrado: la asamblea o el templo. Hablan parcamente y las palabras
que cambian dicen de cosechas, de lluvias, de animales, de créditos. Muchos llevan sus
itacates al hombro, cartucheras para combatir el hambre. Algunos fuman,
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sosegadamente, sin prisa, con los cigarrillos como si les hubieran crecido en la propia
mano.
Otros, de pie, recargados en los muros laterales, con los brazos cruzados sobre el pecho,
hacen una tranquila guardia.
El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los murmullos. Primero empiezan los
ingenieros. Hablan de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la
producción, de mejorar los cultivos. Prometen ayuda a los ejidatarios, los estimulan a
plantear sus necesidades.
-Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.
Ahora, el turno es para los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una
mano se alza, tímida. Otras la siguen. Van hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el
crédito, la escuela. Unos son directos, precisos; otros se enredan, no atinan a expresarse.
Se rascan la cabeza y vuelven el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les
hubiera escondido en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba, donde cuelga un
candil.
Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del mismo pueblo. Les preocupa algo grave.
Se consultan unos a otros: consideran quién es el que debe tomar la palabra.
-Yo crioque Jilipe: sabe mucho…
-Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez…
No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados. Un viejo, quizá el patriarca,
decide:
-Pos que le toque a Sacramento…
Sacramento espera.
-Ándale, levanta la mano…
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La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras son más visibles y ganan el turno.
Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque
de hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La mano es
descubierta por el presidente. La palabra está concedida.
-Órale, párate.
La mano baja cuando Sacramento se pone en pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El
sombrero se transforma en un ancho estorbo, crece, no cabe en ningún lado. Sacramento
se queda con él en las manos. En la mesa hay señales de impaciencia. La voz del
presidente salta, autoritaria, conminativa:
-A ver ése que pidió la palabra, lo estamos esperando.
Sacramento prende sus ojos en el ingeniero que se halla a un extremo de la mesa. Parece
que sólo va a dirigirse a él; que los demás han desaparecido y han quedado únicamente
ellos dos en la sala.
-Quiero hablar por los de San Juan de las Manzanas. Traimos una queja
contra el Presidente Municipal que nos hace mucha guerra y ya no lo aguantamos.
Primero les quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández, porque colindaban con
las suyas. Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación
y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa la restitución. Pos de nada valieron las vueltas
ni los papeles, que las tierritas se le quedaron al Presidente Municipal.
Sacramento habla sin que se alteren sus facciones. Pudiera creerse que reza una vieja
oración, de la que sabe muy bien el principio y el fin.
-Pos nada, que como nos vio con rencor, nos acusó quesque por revoltosos. Que parecía
que nosotros le habíamos quitado sus tierras. Se nos vino entonces con eso de las
cuentas; lo de los préstamos, siñor, que dizque andábamos atrasados. Y el agente era de
su mal parecer, que teníamos que pagar hartos intereses. Crescencio, el que vive por la
loma, por ai donde está el aguaje y que le intelige a eso de los números, pos hizo las
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cuentas y no era verdá: nos querían cobrar de más. Pero el Presidente Municipal trajo
unos señores de México, que con muchos poderes y que si no pagábamos nos quitaban
las tierras. Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos…
Sacramento habla sin énfasis, sin pausas premeditadas. Es como si estuviera arando la
tierra. Sus palabras caen como granos, al sembrar.
-Pos luego lo de m’ijo, siñor. Se encorajinó el muchacho. Si viera usté que a mí me dio
mala idea. Yo lo quise detener. Había tomado y se le enturbió la cabeza. De nada me valió
mi respeto. Se fue a buscar al Presidente Municipal, pa reclamarle… Lo mataron a la mala,
que dizque se andaba robando una vaca del Presidente Municipal. Me lo devolvieron
difunto, con la cara destrozada…
La nuez de la garganta de Sacramento ha temblado. Sólo eso. Él continúa de pie, como un
árbol que ha afianzado sus raíces. Nada más. Todavía clava su mirada en el ingeniero, el
mismo que se halla al extremo de la mesa.
-Luego, lo del agua. Como hay poca, porque hubo malas lluvias, el Presidente Municipal
cerró el canal. Y como se iban a secar las milpas y la congregación iba a pasar mal año,
fuimos a buscarlo; que nos diera tantita agua, siñor, pa nuestras siembras. Y nos atendió
con malas razones, que por nada se amuina con nosotros. No se bajó de su mula, pa
perjudicarnos…
Una mano jala el brazo de Sacramento. Uno de sus compañeros le indica algo. La voz de
Sacramento es lo único que resuena en el recinto.
-Si todo esto fuera poco, que lo del agua, gracias a la Virgencita, hubo más lluvias y medio
salvamos las cosechas, está lo del sábado. Salió el Presidente Municipal con los suyos,
que son gente mala y nos robaron dos muchachas: a Lupita, la que se iba a casar con
Herminio, y a la hija de Crescencio. Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en
la faena, no pudimos evitarlo. Se las llevaron a fuerza al monte y ai las dejaron tiradas.
Cuando regresaron las muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les
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dieron, ni siquiera tuvimos que preguntar nada. Y se alborotó la gente de a deveras, que
ya nos cansamos de estar a merced de tan mala autoridad.
Por primera vez, la voz de Sacramento vibró. En ella latió una amenaza, un odio, una
decisión ominosa.
-Y como nadie nos hace caso, que a todas las autoridades hemos visto y pos no sabemos
dónde andará la justicia, queremos tomar aquí providencias. A ustedes -y Sacramento
recorrió ahora a cada ingeniero con la mirada y la detuvo ante quien presidía-, que nos
prometen ayudarnos, les pedimos su gracia para castigar al Presidente Municipal de San
Juan de las Manzanas. Solicitamos su venia para hacernos justicia por nuestra propia
mano…
Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado. El presidente y los ingenieros,
mudos, se miran entre sí. Discuten al fin.
-Es absurdo, no podemos sancionar esta inconcebible petición.
-No, compañero, no es absurda. Absurdo sería dejar este asunto en manos de quienes no
han hecho nada, de quienes han desoído esas voces. Sería cobardía esperar a que nuestra
justicia hiciera justicia, ellos ya no creerán nunca más en nosotros. Prefiero solidarizarme
con estos hombres, con su justicia primitiva, pero justicia al fin; asumir con ellos la
responsabilidad que me toque. Por mí, no nos queda sino concederles lo que piden.
-Pero somos civilizados, tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado.
-Sería justificar la barbarie, los actos fuera de la ley.
-¿Y qué peores actos fuera de la ley que los que ellos denuncian? Si a nosotros nos
hubieran ofendido como los han ofendido a ellos; si a nosotros nos hubieran causado
menos daños que los que les han hecho padecer, ya hubiéramos matado, ya hubiéramos
olvidado una justicia que no interviene. Yo exijo que se someta a votación la propuesta.
-Yo pienso como usted, compañero.
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-Pero estos tipos son muy ladinos, habría que averiguar la verdad. Además, no tenemos
autoridad para conceder una petición como ésta.
Ahora interviene el presidente. Surge en él el hombre del campo. Su voz es inapelable.
Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad.
Se dirige al auditorio. Su voz es una voz campesina, la misma voz que debe haber hablado
allá en el monte, confundida con la tierra, con los suyos.
Se pone a votación la proposición de los compañeros de San Juan de las Manzanas. Los
que estén de acuerdo en que se les dé permiso para matar al Presidente Municipal, que
levanten la mano…
Todos los brazos se tienden a lo alto. También las de los ingenieros. No hay una sola
mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la muerte
inmediata, directa.
-La asamblea da permiso a los de San Juan de las Manzanas para lo que solicitan.
Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma, termina de hablar. No hay alegría ni
dolor en lo que dice. Su expresión es sencilla, simple.
-Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el
Presidente Municipal de San Juan de las Manzanas está difunto.
Texto tomado de: Valadés, E. (2000). La muerte tiene permiso. En La muerte tiene permiso (pp. 2-7). México: Fondo de Cultura
Económica.
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Rosario Castellanos (1925-1974)
Modesta Gómez (1958)
¡Qué frías son las mañanas en Ciudad Real! La neblina lo cubre todo. De puntos invisibles
surgen las campanadas de la misa primera, los chirridos de portones que se abren, el
jadeo de molinos que empiezan a trabajar.
Envuelta en los pliegues de su chal negro Modesta Gómez caminaba, tiritando. Se lo
había advertido su comadre, doña Águeda, la carnicera:
—Hay gente que no tiene estómago para este oficio, se hacen las melindrosas, pero yo
creo que son haraganas. El inconveniente de ser atajadora es que tenés que madrugar.
“Siempre he madrugado”, pensó Modesta. “Mi nana me hizo a su modo.”
(Por más que se esforzase, Modesta no lograba recordar las palabras de amonestación de
su madre, el rostro que en su niñez se inclinaba hacia ella. Habían transcurrido muchos
años.)
—Me ajenaron desde chiquita. Una boca menos en la casa era un alivio para todos.
De aquella ocasión, Modesta tenía aún presente la muda de ropa limpia con que la
vistieron. Después, abruptamente, se hallaba ante una enorme puerta con llamador de
bronce: una mano bien modelada en uno de cuyos dedos se enroscaba un anillo. Era la
casa de los Ochoa: don Humberto, el dueño de la tienda “La Esperanza”; doña Romelia, su
mujer; Berta, Dolores y Clara, sus hijas; y Jorgito, el menor.
La casa estaba llena de sorpresas maravillosas. ¡Con cuánto asombro descubrió Modesta
la sala de recibir! Los muebles de bejuco, los tarjeteros de mimbre con su abanico
multicolor de postales, desplegado contra la pared; el piso de madera, ¡de madera! Un
calorcito agradable ascendió desde los pies descalzos de Modesta hasta su corazón. Sí, se
alegraba de quedarse con los Ochoa, de saber que, desde entonces, esta casa magnífica
sería también su casa.
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Doña Romelia la condujo a la cocina. Las criadas recibieron con hostilidad a la patoja y, al
descubrir que su pelo hervía de liendres, la sumergieron sin contemplaciones en una
artesa llena de agua helada. La restregaron con raíz de amole, una y otra vez, hasta que
la trenza quedó rechinante de limpia.
—Ahora sí, ya te podés presentar con los señores. De por sí son muy delicados. Pero con el
niño Jorgito se esmeran. Como es el único varón...
Modesta y Jorgito tenían casi la misma edad. Sin embargo, ella era la cargadora, la que
debía cuidarlo y entretenerlo.
—Dicen que fue de tanto cargarlo que se me torcieron mis piernas, porque todavía no
estaban bien macizas. A saber.
Pero el niño era muy malcriado. Si no se le cumplían sus caprichos “le daba chaveta”,
como él mismo decía. Sus alaridos se escuchaban hasta la tienda. Doña Romelia acudía
presurosamente.
—¿Qué te hicieron, cutushito, mi consentido?
Sin suspender el llanto Jorgito señalaba a Modesta.
—¿La cargadora? —se cercioraba la madre—.
Le vamos a pegar para que no, se resmuela.Mira, un coshquete aquí, en la mera cholla; un
jalón de orejas y una nalgada. ¿Ya estás conforme, mi puñito de cacao, mí yerbecita de
olor? Bueno, ahora me vas a dejar ir, porque tengo mucho que hacer.
A pesar de estos incidentes los niños eran inseparables; juntos padecieron todas las
enfermedades infantiles, juntos averiguaron secretos, juntos inventaron travesuras.
Tal intimidad, aunque despreocupaba a doña Romelia de las atenciones nimias que exigía
su hijo, no dejaba de parecerle indebida. ¿Cómo conjurar los riesgos? A doña Romelia no
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se le ocurrió más que meter a Jorgito en la escuela de primeras letras y prohibir a
Modesta que lo tratara de vos.
—Es tu patrón —condescendió a explicarle—; y con los patrones nada de confiancitas.
Mientras el niño aprendía a leer y a contar, Modesta se ocupaba en la cocina: avivando el
fogón, acarreando el agua y juntando el achigual para los puercos.
Esperaron a que se criara un poco más, a que le viniera la primera regla, para ascender a
Modesta de categoría. Se desechó el petate viejo en el que había dormido desde su
llegada, y lo sustituyeron por un estrado que la muerte de una cocinera había dejado
vacante. Modesta colocó, debajo de la almohada, su peine de madera y su espejo con
marco de celuloide. Era ya una varejoncita y le gustaba presumir. Cuando iba a salir a la
calle, para hacer algún mandado, se lavaba con esmero los pies, restregándolos contra
una piedra. A su paso crujía el almidón de los fustanes.
La calle era el escenario de sus triunfos; la requebraban, con burdos piropos, los jóvenes
descalzos como ella, pero con un oficio honrado y dispuestos a casarse; le proponían
amores los muchachos catrines, los amigos de Jorgito; y los viejos ricos le ofrecían regalos
y dinero.
Modesta soñaba, por las noches, con ser la esposa legítima de un artesano. Imaginaba la
casita humilde, en las afueras de Ciudad Real, la escasez de recursos, la vida de sacrificios
que le esperaba. No, mejor no. Para casarse por la ley siempre sobra tiempo. Más vale
desquitarse antes, pasar un rato alegre, como las mujeres malas. La vendería una vieja
alcahueta, de las que van a ofrecer muchachas a los señores. Modesta se veía en un
rincón del burdel, arrebozada y con los ojos bajos, mientras unos hombres borrachos y
escandalosos se la rifaban para ver quién era su primer dueño. Y después, si bien le iba, el
que la hiciera su querida le instalaría un negocito para que la fuera pasando. Modesta no
llevaría la frente alta, no sería un espejo de cuerpo entero como si hubiese salido del
poder de sus patrones rumbo ala iglesia y vestida de blanco. Pero tendría, tal vez, un hijo
de buena sangre, unos ahorros. Se haría diestra en un oficio. Con el tiempo correría su
! 26!
fama y vendrían a solicitarla para que moliera el chocolate o curará de espanto en las
casas de la gente de pro.
Y en cambio vino a parar en atajadora. ¡Qué vueltas da el mundo!
Los sueños de Modesta fueron interrumpidos una noche. Sigilosamente se abrió la puerta
del cuarto de las criadas y, a oscuras, alguien avanzó hasta el estrado de la muchacha.
Modesta sentía cerca de ella una respiración anhelosa, el batir rápido de un pulso. Se
santiguó, pensando en las ánimas. Pero una mano cayó brutalmente sobre su cuerpo.
Quiso gritar y su grito fue sofocado por otra boca que tapaba su boca. Ella y su adversario
forcejeaban mientras las otras mujeres dormían a pierna suelta. En una cicatriz del
hombro Modesta reconoció a Jorgito. No quiso defenderse más. Cerró los ojos y se
sometió.
Doña Romelia sospechaba algo de los tejemanejes de su hijo y los chismes de la
servidumbre acabaron de sacarla de dudas. Pero decidió hacerse la desentendida. Al fin y
al cabo Jorgito era un hombre, no un santo; estaba en la mera edad en que se siente la
pujanza de la sangre. Y de que se fuera con las gaviotas (que enseñan malas mañas a los
muchachos y los echan a perder) era preferible que encontrara sosiego en su propia casa.
Gracias a la violación de Modesta, Jorgito pudo alardear de hombre hecho y derecho.
Desde algunos meses antes fumaba a escondidas y se había puesto dos o tres
borracheras. Pero, a pesar de las burlas de sus amigos, no se había atrevido aún a ir con
mujeres. Las temía: pintarrajeadas, groseras en sus ademanes y en su modo de hablar.
Con Modesta se sentía en confianza. Lo único que le preocupaba era que su familia
llegara a enterarse de sus relaciones. Para disimularlas trataba a Modesta, delante de
todos, con despego y hasta con exagerada severidad. Pero en las noches buscaba otra
vez ese cuerpo conocido por la costumbre y en el que se mezclaban olores domésticos y
reminiscencias infantiles.
! 27!
Pero, como dice el refrán: “Lo que de noche se hace de día aparece.” Modesta empezó a
mostrar la color quebrada, unas ojeras grandes y un desmadejamiento en las actitudes
que las otras criadas comentaron con risas maliciosas y guiños obscenos.
Una mañana, Modesta tuvo que suspender su tarea de moler el maíz porque una basca
repentina la sobrecogió. La salera fue a dar aviso a la patrona de que Modesta estaba
embarazada.
Doña Romelia se presentó en la cocina, hecha un basilisco.
—Malagradecida, tal por cual. Tenías que salir con tu domingo siete. ¿Y qué creíste? ¿Que
te iba yo a solapar tus sinvergüenzadas? Ni lo permita Dios. Tengo marido a quién
responder, hijas a las que debo dar buenos ejemplos. Así que ahora mismo te me vas
largando a la calle.
Antes de abandonar la casa de los Ochoa, Modesta fue sometida a una humillante
inspección: la señora y sus hijas registraron las pertenencias y la ropa de la muchacha
para ver si no había robado algo. Después se formó en el zaguán una especie de valla por
la que Modesta tuvo que atravesar para salir.
Fugazmente miró aquellos rostros. El de don Humberto, congestionado de gordura, con
sus ojillos lúbricos; el de doña Romelia, crispado de indignación; el de las jóvenes —Clara,
Dolores y Berta—, curiosos, con una ligera palidez de envidia. Modesta buscó el rostro de
Jorgito, pero no estaba allí.
Modesta había llegado a la salida de Moxviquil. Se detuvo. Allí estaban ya otras mujeres,
descalzas y mal vestidas como ella. La miraron con desconfianza.
—Déjenla —intercedió una—. Es cristiana como cualquiera y tiene tres hijos que mantener.
—¿Y nosotras? ¿Acaso somos adonisas?
—¿Vinimos a barrer el dinero con escoba?
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—Lo que ésta gane no nos va a sacar de pobres. Hay que tener caridad. Está recién viuda.
—¿De quién?
—Del finado Alberto Gómez.
—¿El albañil?
—¿El que murió de bolo?
Aunque dicho en voz baja, Modesta alcanzó a oír el comentario. Un violento rubor invadió
sus mejillas. ¡Alberto Gómez, el que murió de bolo! ¡Calumnias! Su marido no había muerto
así. Bueno, era verdad que tomaba sus tragos y más a últimas fechas. Pero el pobre tenía
razón. Estaba aburrido de aplanar las calles en busca de trabajo. Nadie construye una
casa, nadie se embarca en una reparación cuando se está en pleno tiempo de aguas.
Alberto se cansaba de esperar que pasara la lluvia, bajo los portales o en el quicio de una
puerta. Así fue como empezó a meterse en las cantinas. Los malos amigos hicieron lo
demás. Alberto faltaba a sus obligaciones, maltrataba a su familia. Había que perdonarlo.
Cuando un hombre no está en sus cabales hace una barbaridad tras otra. Al día siguiente,
cuando se le quitaba lo engasado, se asustaba de ver a Modesta llena de moretones y a
los niños temblando de miedo en un rincón. Lloraba de vergüenza y de arrepentimiento.
Pero no se corregía. Puede más el vicio que la razón.
Mientras aguardaba a su marido, a deshoras de la noche, Modesta se afligía pensando en
los mil accidentes que podían ocurrirle en la calle. Un pleito, un atropellamiento, una bala
perdida. Modesta lo veía llegar en parihuela, bañado en sangre, y se retorcía las manos
discurriendo de dónde iba a sacar dinero para el entierro.
Pero las cosas sucedieron de otro modo; ella tuvo que ir a recoger a Alberto porque se
había quedado dormido en una banqueta y allí le agarró la noche y le cayó el sereno. En
apariencia, Alberto no tenía ninguna lesión. Se quejaba un poco de dolor de costado. Le
hicieron su untura de sebo, por si se trataba de un enfriamiento; le aplicaron ventosas,
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bebió agua de brasa. Pero el dolor arreciaba. Los estertores de la agonía duraron poco y
las vecinas hicieron una colecta para pagar el cajón.
—Te salió peor el remedio que la enfermedad, le decía a Modesta su comadre Águeda. Te
casaste con Alberto para estar bajo mano de hombre, para que el hijo del mentado Jorge
se criara con un respeto. Y ahora resulta que te quedas viuda, en la loma del sosiego, con
tres bocas que mantener y sin nadie que vea por vos.
Era verdad. Y verdad que los años que Modesta duró casada con Alberto fueron años de
penas y de trabajo. Verdad que en sus borracheras el albañil le pegaba, echándole en cara
el abuso de Jorgito, y verdad que su muerte fue la humillación más grande para su familia.
Pero Alberto había valido a Modesta en la mejor ocasión: cuando todos le voltearon la
cara para no ver su deshonra. Alberto le había dado su nombre y sus hijos legítimos, la
había hecho una señora. ¡Cuántas de estas mendigas enlutadas, que ahora murmuraban a
su costa, habrían vendido su alma al demonio por poder decir lo mismo!
La niebla del amanecer empezaba a despejarse. Modesta se había sentado sobre una
piedra. Una de las atajadoras se le acercó.
—¿Yday? ¿No estaba usted de dependienta en la carnicería de doña Águeda?
—Estoy. Pero el sueldo no alcanza. Como somos yo y mis tres chiquitíos tuve que
buscarme una ayudita. Mi comadre Águeda me aconsejó este oficio.
—Sólo porque la necesidad tiene cara de chucho, pero el oficio de atajadora es amolado. Y
deja pocas ganancias.
(Modesta escrutó a la que le hablaba, con recelo. ¿Qué perseguía con tales aspavientos?
Seguramente desanimarla para que no le hiciera la competencia. Bien equivocada iba.
Modesta no era de alfeñique, había pasado en otras partes sus buenos ajigolones. Porque
eso de estar tras el mostrador de una carnicería tampoco era la vida perdurable. Toda la
mañana el ajetreo: mantener limpio el local —aunque con las moscas no se pudiera acabar
nunca—; despachar la mercancía, regatear con los dientes. ¡Esas criadas de casa rica que
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siempre estaban exigiendo la carne más gorda, el bocado más sabroso y el precio más
barato! Era forzoso contemporizar con ellas; pero Modesta se desquitaba con las demás.
A las que se veían humildes y maltrazadas, las dueñas de los puestos del mercado y sus
dependientas, les imponían una absoluta fidelidad mercantil; y si alguna vez procuraban
adquirir su carne en otro expendio, porque les convenía más, se lo reprochaban a gritos y
no volvían a despacharles nunca.)
—Sí, el manejo de la carne es sucio. Pero peor resulta ser atajadora. Aquí hay que lidiar
con indios.
(“¿Y dónde no?”, pensó Modesta. Su comadre Águeda la aleccionó desde el principio: para
el indio se guardaba la carne podrida o con granos, la gran pesa de plomo que alteraba la
balanza y alarido de indignación ante su más mínima protesta. Al escándalo acudían las
otras placeras y se armaba un alboroto en que intervenían curiosos y gendarmes,
azuzando a los protagonistas con palabras de desafío, gestos insultantes y empellones.
El saldo de la refriega era, invariablemente, el sombrero o el morral del indio que la
vencedora enarbolaba como un trofeo, y la carrera asustada del vencido que así escapaba
de las amenazas y las burlas de la multitud.)
—¡Ahí vienen ya!
Las atajadoras abandonaron sus conversaciones para volver el rostro hacia los cerros. La
neblina permitía ya distinguir algunos bultos que se movían en su interior. Eran los indios,
cargados de las mercancías que iban a vender a Ciudad Real. Las atajadoras avanzaron
unos pasos a su encuentro. Modesta las imitó.
Los dos grupos estaban frente a frente. Transcurrieron breves segundos de expectación.
Por fin, los indios continuaron su camino con la cabeza baja y la mirada fija
obstinadamente en el suelo, como si el recurso mágico de no ver a las mujeres las
volviera inexistentes.
! 31!
Las atajadoras se lanzaron contra los indios desordenadamente. Forcejeaban, sofocando
gritos, por la posesión de un objeto que no debía sufrir deterioro. Por último, cuando el
chamarro de lana o la red de verduras o el utensilio de barro estaban ya en poder de la
atajadora, ésta sacaba de entre su camisa unas monedas y sin contarlas, las dejaba caer
al suelo de donde el indio derribado las recogía.
Aprovechando la confusión de la reyerta una joven india quiso escapar y echó a correr
con su cargamento intacto.
—Esa te toca a vos, gritó burlonamente una de las atajadoras a Modesta.
De un modo automático, lo mismo que un animal mucho tiempo adiestrado en la
persecución, Modesta se lanzó hacia la fugitiva. Al darle alcance la asió de la falda y
ambas rodaron por tierra. Modesta luchó hasta quedar encima de la otra. Le jaló las
trenzas, le golpeó las mejillas, le clavó las uñas en las orejas. ¡Más fuerte! ¡Más fuerte!
—¡India desgraciada, me lo tenés que pagar todo junto!
La india se retorcía de dolor; diez hilillos de sangre le escurrieron de los lóbulos hasta la
nuca.
—Ya no, marchanta, ya no...
Enardecida, acezante, Modesta se aferraba a su víctima. No quiso soltarla ni cuando le
entregó el chamarro de lana que traía escondido. Tuvo que intervenir otra atajadora.
—¡Ya basta! —dijo con energía a Modesta, obligándola a ponerse de pie.
Modesta se tambaleaba como una ebria mientras, con el rebozo, se enjugaba la cara,
húmeda de sudor.
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—Y vos, prosiguió la atajadora, dirigiéndose a la india, deja de estar jirimiquiando que no
es gracia. No te pasó nada. Toma estos centavos y que Dios te bendiga. Agradece que no
te llevamos al Niñado por alborotadora.
La india recogió la moneda presurosamente y presurosamente se alejó de allí. Modesta
miraba sin comprender.
—Para que te sirva de lección —le dijo la atajadora—, yo me quedo con el chamarro, puesto
que yo lo pagué. Tal vez mañana tengas mejor suerte.
Modesta asintió. Mañana. Sí, mañana y pasado mañana y siempre. Era cierto lo que le
decían: que el oficio de atajadora es duro y que la ganancia no rinde. Se miró las uñas
ensangrentadas. No sabía por qué. Pero estaba contenta.
Texto tomado de: Castellanos, R. (2008). Modesta Gómez. En Rosario Castellanos (pp. 8-15). México: Punto de lectura.
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Jorge Ibargüengoitia (1928-1983)
Falta de espíritu scout (1967)
—Si tú vas al Jamboree —Me dijo el maestro Nicodemus—, yo no voy.
Yo lo miraba estúpidamente. Nunca me imaginé que se fuera a poner así.
—Eres un anarquista y vas a fomentar el desorden —explicó Nicodemus.
Estábamos parados frente a la reja del elevador, en el edificio de 16 de Septiembre en
donde estaban las oficinas de la Asociación de Scouts de México, de la Liga de la
Decencia y de los Fraccionamientos Lanas.
Nicodemus era el Jefe de la Delegación Mexicana al Jamboree; yo era… nomás yo, que
entonces tenía diecinueve años y ganas de ir al Jamboree.
Después de decir la frase que anoté allá arriba, Nicodemus cambió de brazo el portafolio
y entró en el elevador.
Yo había conocido a Nicodemus siete años antes, cuando entré en los Scouts. El era jefe
del Grupo iii.
Yo venía de una escuela de barbajanes, plagada de hijos de la mano izquierda, de
generales de división, de libaneses recién llegados del Golfo y de judíos gigantescos, que
venían huyendo de Hitler y que nos golpeaban cuando nos reíamos en filas, porque
creían que nos burlábamos de ellos.
Lo que más me gustó del Grupo III es que parecía escuela de señoritas. Había sido
fundado por los hermanos maristas en una escuelita marista. Era un grupo de niños
decentes y bien portados; Nicodemus, que era el jefe en aquel entonces, no era hermano
marista, pero había estudiado con ellos y daba clases en una de sus escuelas. Nadie decía
una mala palabra, en las juntas nos enseñaban a curar heridos, a hacer nudos y a
comunicarnos por medio del semáforo y de la clave Morse; de vez en cuando, se leía el
! 34!
Evangelio y alguien tenía que comentarlo. Un domingo de cada mes había misa Scout;
íbamos uniformados al Hospital de la Luz y en la capilla, el padre Fanales, nuestro
capellán, decía misa y nos echaba un fervorín escultista. Cada patrulla tenía un local,
atestado de los cachivaches que los scouts sacaban de sus casas. En esos locales se
hacían juntas en las que no sucedía nada importante, pero eran bastante divertidas. Cada
quince días había excursión, una vez al mes, campamento y una vez al año, “campamento
de topografía”. Estábamos levantando el plano del Valle de los Dos Ríos, no sé con qué
objeto, valiéndonos de varios instrumentos rústicos; una horqueta y dos ligas, una
botella, una pica grabada a modo de baliza, etcétera.
Cuatro meses después de mi ingreso tuve la primera dificultad con Nicodemus. Me habían
llevado, como un favor especial, porque era muy chico, a un viaje que hicieron “los
grandes” a Jalapa y Veracruz. El viaje duró ocho días y costó cuarenta pesos por cabeza;
todo incluido: pasajes, hoteles, comida .y hasta un peine que le traje a mi mamá.
Éramos cuatro: Nicodemus, Julio Pernod que era el jefe dé tropa, el Licenciado Cabra y yo.
Pues sucedió que en Jalapa, un día qué estaba lloviendo nos metimos en un cine a ver
Raffles, y, esa noche, Julio Pernod y yo, que éramos cineastas consumados, la pasamos
hablando primores de Olivia de Havilland y no dejamos dormir a Nicodemus, que
amaneció de un humor de perros. Esto fue el prólogo. La culminación vino en Veracruz,
cuando Julio Pernod y yo nos negamos a ir a una expedición cinegética, alegando que
sólo teníamos un arma, el .22 del Licenciado Cabra, quien era capaz de pasarse toda una
tarde balaceando pelícanos, sin hacer un blanco, ni soltar el rifle. Nos separamos en dos
grupos y Julio Pernod y yo nos fuimos al cine a ver una película de Carol Landis. ¡Cuál no
sería nuestra sorpresa, al ver, cuando se encendieron las luces en el entreacto que en el
anfiteatro estaban Nicodemus y Cabra, que se habían aburrido de tirar balazos!
Cuando regresamos a México, Nicodemus, que era un tarasco marrullero, hizo que el guía
de mi patrulla me obligara a pedirle disculpas (a Nicodemus) por mi indisciplina. Según él,
yo había incitado a Julio Pernod, que era un retrasado mental de 25 años (yo tenía doce),
! 35!
a irse al cine a ver una película de Carol Landis, “causando la división del grupo
expedicionario”.
Yo estaba muy aturdido y pedía disculpas. Pero esto no fue más que el principio de la
descomposición del Grupo III.
En los cinco años siguientes, Nicodemus renunció cinco veces, cinco veces le pedimos
perdón y le rogamos que no se fuera, y cinco veces accedió a nuestra petición y se
quedó. Durante esos años, fui acusado por Nicodemus de “formar una hegemonía dentro
del Grupo”, de “fomentar en los muchachos la ley del menor esfuerzo”, de “beber rompope
para celebrar el triunfo en una competencia”, etcétera.
Por eso cuando en 1947 pedí permiso para ir al Jamboree, Nicodemus dijo:
—Si tú vas al Jamboree, yo no voy, eres un anarquista y vas a fomentar la indisciplina.
Jamboree, que quiere decir “junta de las tribus” en uno de esos idiomas que nadie conoce,
es en realidad una reunión internacional de Boy Scouts. El de Moissons, en Francia, ha
sido el más importante en la historia de los Scouts, porque la guerra acaba de pasar y no
se reunían desde 1936.
Los franceses prepararon, a orillas del Sena y a unos cien kilómetros de París, un campo
que podía recibir a cuarenta mil Scouts de todo el mundo. El gobierno británico destinó un
crucero para transportar las delegaciones de las partes más lejanas del Imperio; los
scouts americanos fletaron un barco para transportar su delegación, que era una de las
más numerosas; los scouts marinos de Inglaterra, Holanda y Noruega anunciaron que
llegarían hasta el campamento en embarcaciones tripuladas por ellos mismos y tres
grupos de scouts aéreos, que aterrizarían con sus planeadores a poca distancia; los
scouts españoles, que eran republicanos y funcionaban ilegalmente, iban a cruzar los
Pirineos a pie, porque la frontera estaba cerrada, etcétera.
En un principio se decidió que la Delegación que iba a representar a México en el
Jamboree, debería estar formada por la flor y nata de los scouts, es decir, los cincuenta
! 36!
mejores scouts de México. Pero había un problema. Como los scouts eran en esa época
una organización muy independiente y bastante miserable, cada cual tendría que pagar
sus gastos. En consecuencia, el “contingente” iba a estar formado, no por los cincuenta
mejores, sino por los cincuenta mejores, de entre los más ricos. Urgía pues, saber cifras,
¿cuánto iba a costar el viaje?
La tarea de organizar la Delegación fue encargada a dos personas: don Juan Lanas y
Nicodemus, que eran respectivamente Jefe Scout Nacional y Jefe de la Delegación
Mexicana. Don Juan era el encargado del transporte y Nicodemus del adiestramiento.
Nicodemus trataba, sobre todo, de llevar un contingente que fuera no sólo disciplinado,
sino dócil, porque había un antecedente fatídico: En la Delegación Mexicana que fue al
Jamboree de Holanda, en 1936, se había producido una verdadera revolución que
después se convirtió en cisma. Durante seis años hubo en México dos Asociaciones de
Scouts: los “reconocidos por Londres” y los “disidentes”. La revolución había estallado
porque el jefe de la Delegación Mexicana, Ingeniero don Jorge Núñez, había llevado un
colchón neumático, que los scouts tenían que inflar cada noche.
No sé quién hizo los primeros cálculos, ni en qué se basó para hacerlos, pero corrió la voz
de que el viaje a Europa, de tres meses, incluyendo estancia en el campamento, estancia
en París, visita de los castillos del Loire, viaje a Italia, Bendición Papal, etc., iba a costar
¡mil quinientos pesos!
Por supuesto que se inscribieron muchísimos. Entre ellos, yo. Fue cuando Nicodemus me
dijo:
—Si tú vas, yo no voy. Etcétera.
Ahora bien, don Juan Lanas tenía la mala costumbre de hacer viajes a cualquier parte y
con cualquier pretexto y después pasarle la cuenta a la Asociación y cargarla en la lista
de donativos. Cada año, en la Asamblea, en el Informe del Tesorero aparecía que don Juan
! 37!
había regalado a la Asociación miles de pesos que él mismo había gastado en viajes de
placer.
Uno de estos viajes de placer, lo hizo don Juan a Nueva York, dizque para averiguar cuáles
eran los medios de transporte más convenientes. Digo que fue de placer, porque regresó
con la noticia de que los barcos no existían y de que había que hacer el viaje en avión.
A todo esto, Nicodemus, que en su vida había puesto un pie fuera de México, había
decidido deslumbrar a los europeos con los sarapes de Saltillo, los chiles jalapeños, El
caminante del Mayab y la Danza de los Viejitos. Los cincuenta elegidos tenían que
juntarse dos veces por semana en la Y.M.C.A. a cantar canciones mexicanas y a dar
taconazos, bajo la dirección del Profesor Urchedumbre, que era especialista en folklore.
La tristeza que me dio no ser aceptado en el “contingente”, se me quitó cuando don Juan
regresó de Nueva York. Como la Delegación tenía que irse en avión, las cifras se
modificaron. El costo del viaje pasó, de mil quinientos a tres mil, de tres mil a cinco mil
quinientos y de allí a seis mil. Simultáneamente, el número de asistentes pasó, de
cincuenta a veintitrés y de allí a doce, y eso, contando a dos que se orinaban en la cama.
Manuel Felguérez había sido de los elegidos que ensayaban la Danza de los Viejitos, pero
no tenía seis mil pesos. Fue él quien decidió hacer otra Delegación Mexicana al Jamboree,
formada por él y yo.
—Podemos irnos en un barco de carga —me dijo, un día que estábamos tomando el sol en
la Y.M.C.A.
En ése momento se me ocurrió una idea que ahora parece muy sencilla, pero que a nadie
se le había ocurrido: ir a Wagons-Lits Cook.
Así fue como Felguérez y yo descubrimos en la Avenida Juárez lo que don Juan Lanas no
había descubierto en Nueva York: había un barco, que había sido transporte de tropas y
que estaba destinado a llevar turistas a Europa y a traer inmigrantes a los Estados
Unidos. Iba de Nueva York a Southampton y El Havre y el pasaje costaba quinientos
! 38!
cincuenta pesos mexicanos. Con un par de telegramas conseguimos pasajes en el S.S.
Marine Falcon, que salía de Nueva York el primero de agosto. El Jamboree comenzaba el
día seis.
Ya con los pasajes en la mano, fuimos al despacho de don Juan Lanas, le contamos que
íbamos a San Antonio, Texas, y le pedimos una carta de presentación para los scouts de
allá. Don Juan, en parte por holgazán y en parte por no saber con quién trataba, nos dijo
que dictáramos la carta a la secretaria y que él la firmaría.
Huelga decir que la carta que firmó don Juan decía que Felguérez y yo éramos sus hijos
muy amados y que él se hacía responsable de cualquier iniquidad que cometiéramos en el
extranjero.
Pero del plato a la boca se cae la sopa. Dos días antes de salir de México nos topamos con
don Juan y el Padre Fanales en el Consulado de Francia. Estábamos recogiendo visas.
Nosotros, las nuestras, y ellos, las de la Delegación Mexicana.
Don Juan se puso furioso.
—¿No me dijeron que iban a San Antonio? ¡Me han engañado! Yo les di aquella carta
creyendo que los Ibargüengoitia eran gente decente.
Dijo esto porque había conocido a un tío mío que era Caballero del Santo Sepulcro.
El padre Fanales nomás movía la cabeza. Después comentó con alguien el suceso y dijo
que significaba que Felguérez y yo éramos “llevados de la mala”, pero que en sus labios
sonaba como que estábamos poseídos del Demonio.
—¡Devuélvanme la carta hoy mismo! —terminó diciendo don Juan.
Por supuesto que no se la devolvimos. Felguérez llamó por teléfono a varios de los que
querían ir al Jamboree y no tenían seis mil pesos, y les dijo que habíamos encontrado
medios de transporte que permitían reducir el precio del viaje a la mitad.
! 39!
Se armó un jaleo. El Consejo Nacional tuvo una junta de emergencia, en la que se acusó a
Nicodemus de incompetencia y a don Juan de estulticia.
Al día siguiente la secretaría de la Asociación habló por teléfono.
—Que pasen a canjear la carta de presentación por una Carta Internacional —dijo.
La Carta Internacional era el documento que lo acreditaba a uno como “delegado” al
Jamboree. Felguérez y yo dábamos de saltos de gusto.
Don Juan nos recibió con cara de “esta tacita se rompió, ya nunca se volverá a pegar”. Le
entregamos la carta de presentación.
—Denme ustedes los datos de ese barco que dicen que va a Europa. Son muy
interesantes.
Le dimos los datos del S.S. Marine Falcon y él los apuntó en un papelito. Nosotros
estábamos esperando a que nos diera nuestra Carta Internacional.
—La Carta Internacional —nos dijo Don Juan, se las mandaré a Nueva York, porque tiene
que ir firmada por el Consejo Nacional.
Nosotros le creímos y esa noche salimos rumbo a Nueva York en Transportes del Norte.
Al día siguiente, cuando íbamos llegando a Laredo, nunca hubiéremos imaginado que en
esos momentos estábamos siendo juzgados, en ausencia, por un tribunal compuesto por
Julio Pernod, el Licenciado Cabra, y el joven Alhóndiga, pasante de Derecho. El fiscal fue
Nicodemus y no tuvimos defensor. La acusación fue “falta de espíritu Scout”. Fuimos
declarados culpables y expulsados del Grupo III y por consiguiente, de la Asociación de
Scouts de México. Cuando Felguérez y yo subimos la pasarela del S S. Marine Falcon,
encontramos a quince scouts mexicanos que habían aprovechado nuestro hallazgo.
Estaban bajo el mando de Germán Arechástegui, uno de los personajes míticos del
escultismo mexicano; sé decía que era capaz de caminar tres días sin comer otra cosa que
! 40!
pinole. También venían el Chino Aguirrebengurren y el señor Bronson, dos viejos scouts
que estaban aprovechando la coyuntura para darse una vueltecita por Europa. El Chino
Aguirrebengurren nos dio la mala noticia: para nosotros no había Carta Internacional,
porque habíamos sido expulsados de la Asociación. Cuando ya creíamos que nos iban a
tratar como apestados, apareció el señor Bronson y al ver que estábamos vestidos de
civiles, dijo en voz de trueno:
—¿Qué esperan para uniformarse?
Así acabó la discriminación. A pesar de que legalmente Nicodemus había triunfado en
toda la línea, nadie nos trató como “expulsados”.
El Marine Falcon casi ni parecía barco. El castillo de proa era muy chico y el de popa nunca
lo encontramos; tampoco encontramos la chimenea. Por dentro era todo pasillos y
escaleras y por fuera era como una cazuela. Los pasillos y las escaleras iban de los
dormitorios a los botes salvavidas y viceversa. Los dormitorios tenían sesenta literas. Los
excusados estaban en la proa y no tenían puertas, así que en las mañanas nos
sentábamos veintitantos a mirarnos las caras, como los canónigos en el coro.
Todavía a la vista de Manhattan, el S.S. Marine Falcon empezó a hundirse. Bajamos a la
Cubierta F y encontramos los colchones flotando. Las máquinas pararon y el Capitán
estuvo tratando de localizar, por medio de los altavoces, al jefe de mecánicos. Cuando
nos fuimos a acostar, todavía estábamos al pairo, a la vista de Nueva York.
En los dormitorios no había ni día ni noche, porque no tenían ventanas y las luces nunca
se apagaban. No se oía más que el ruido de los ventiladores y los ronquidos de los
pasajeros. Pero cuando desperté y salí a cubierta, el sol había salido y el barco navegaba
alegremente en alta mar.
Al segundo día de viaje, el scout San Megaterio fue iniciado en los misterios del sexo por
una inglesita de catorce años. Al tercero, el scout apodado La Campechana se hizo novio
de una americana. Al cuarto, el scout apodado el Matutino fue seducido por una joven
! 41!
inglesa. Al sexto, corrió la voz de que el scout Chateaubriand había sido seducido por un
pastor protestante. Al séptimo, nuestro barco entró en la había de Cobh y encalló al tratar
de cederle, galantemente, el paso al S.S. America: hubo que esperar la siguiente marea
para ponerlo a flote. Al octavo, llegamos a Southampton y el Matutino fue degradado por
fornicar con el uniforme puesto. Al noveno día llegamos a El Havre.
Un señor con fedora y redingote, que era el jefe de los scouts de El Havre, nos informó a
Felguérez y a mí, que no hacía falta Carta Internacional para acampar en el Jamboree,
bastaba con tener ganas de hacerlo y dinero para inscribirse.
Antes de abordar el tren de Rouen, Germán Arechástegui nos advirtió:
—Recuerden que están en Francia. Nunca toquen con las nalgas la tapa de un excusado,
porque pescan una sífilis.
El Jamboree era un pueblo enorme, con tiendas de campaña en vez de casas y scouts en
vez de habitantes. Había zonas comerciales, restaurantes, puesto de bomberos, uno
excusados públicos de cartón que al octavo día empezaron a disolverse, iglesias de todas
las creencias, etc. Había scouts zapateros, scouts armeros, scouts plomeros, scouts
bomberos, scouts intérpretes y scouts policías. Habían scouts estafadores, como un viejo
eclaireur que nos compró dos dólares al cambio oficial.
Felguérez y yo acampamos en el Campo del Zodiaco, que era el lugar de los scouts
irregulares y la Capua del Jamboree. Junto a nosotros estaban los españoles, que eran
unos vejestorios de treinta y tantos, que sabían de memoria las obras completas de
Cantinflas; un poco más lejos estaban los turcos, que eran muy perseguidos por Mustafá
Kemal; había scouts austriacos, alemanes desnazificados, persas, kurdos y un japonés.
Como las tiendas estaban bajo un bosque de encinos y los encinos llenos de orugas, los
scouts estaban llenos de ronchas. Pero ésa fue la única molestia, porque unas girl guides
francesas cocinaban y lavaban la ropa y la remendaban si uno se los pedía. Lo único que
tuvimos que hacer fue montar la tienda. Pasábamos el tiempo panza arriba, platicando
! 42!
con los españoles, viajando en el ferrocarrilito que circundaba el Jamboree, nadando en el
Sena y visitando los demás campos.
Nicodemus las había pasado negras. En la entrada del campo mexicano, había hecho, con
muchos trabajos un armazón que figuraba el perfil de una pirámide teotihuacana y la
había cubierto con sarapes de Saltillo. Cuando Germán Arechástegui vio la portada, no
comentó nada. Se limitó a cortar las cuerdas de un nudo vital y la estructura se vino abajo
y con ella, el prestigio de su constructor. Por otra parte, los scouts que viajaron en barco
contaron con tanto entusiasmo sus experiencias sexuales a los que viajaron en avión,
que los hicieron sentirse estafados. ¿Estafados por quién? Por Nicodemus. Se había
descubierto que la Compañía Mexicana de Aviación había regalado un pasaje de ida y
vuelta: el de Nicodemus. Por último, tenía el problema de la alimentación.
La dieta del Jamboree consistía en carne, papas, zanahorias, chocolate, pan y mantequilla.
La carne era dura y parecía curtida; venía de un animal desconocido en América; había
que ponerla a conocer a las siete de la mañana para que estuviera masticable a las seis
de la tarde. Para esas horas, las papas y las zanahorias se habían convertido en una
especie de bolo alimenticio. Hubo scouts que no salieron a comerse las papas crudas;
pero todos estaban de mal humor, porque la comida era mala.
¿Quién tenía la culpa de que la comida fuera mala? Nicodemus, por supuesto.
Cuando Felguérez y yo íbamos de visita al campamento, Nicodemus nos miraba como si
fuéramos transparentes.
Al medio día, el campo mexicano presentaba el siguiente aspecto: había tres o cuatro
scouts tratando de cocinar, otros tantos, tratando de dormir a la sombra de las tiendas,
los demás estaban sentados en semicírculo, como yogas, frente a unos montoncitos de
sarapes de Saltillo, de fajillas de indios chamulas, de sombreros de charro, etc., en espera
de algún scout europeo que cambiara estas cosas por una cámara fotográfica, un reloj de
pulsera, un radio de pilas, etc. Se habían cambiado los papeles. Ahora los mexicanos
llevaban las baratijas y los europeos se deslumbraban con ellas.
! 43!
Nicodemus había invitado al Coronel Wilson a tomar con los mexicanos el penúltimo
almuerzo del Jamboree. Para esta solemnidad había preparado un menú consistente en
mole poblano, frijoles refritos, chiles jalapeños y chongos zamoranos.
Quiso su mala suerte que dos días antes del banquete, nos viniera a Felguérez y a mí la
nostalgia de la comida mexicana. Estuvimos bastante rato diciendo:
—Unos tacos de carnitas.
—Unos frijoles refritos.
—Unos huevos rancheros.
Etcétera.
Así platicando, llegamos al campo mexicano. Ya había oscurecido y los scouts se habían
ido a las fogatas. Sólo encontramos a La Campechana que estaba cocinando una sopa de
avena y jitomate de lata. Con él seguimos la conversación.
—Unos tacos de cabeza.
—Unas quesadillas de huitlacoche.
Al poco rato, no pudimos más y caímos sobre la despensa de Nicodemus.
En el banquete que la Delegación Mexicana ofreció al Coronel Wilson, se sirvieron
sardinas de lata y pan con mantequilla.
Pero si este episodio fue ridículo, cuando menos quedó en familia. Malo, el día en que los
mexicanos dirigidos por Nicodemus, cantaron El caminante del Mayab ante cuatro mil
espectadores. Y peor, todavía, la Danza de los Viejitos. De nada sirvieron los ensayos con
el Profesor Urchedumbre, que habían sido con iluminación eléctrica, tablado y música de
disco. En el Jamboree no hubo ninguna de las tres cosas.
! 44!
La cosa salió tan mal, que Felguérez y yo, que estábamos a cien metros, nos moríamos de
vergüenza. Germán Arechástegui tocó una chirimía; como no había tablado, no se oían los
pasos y nadie llevaba el compás; se fueron unos contra otros. Afortunadamente, con los
zapatos se levantó tal nube de polvo, que cubrió a ejecutantes y nadie vio el final de la
representación.
Cuando se retiraron los mexicanos, entraron al escenario los neozelandeses e hicieron
una danza maorí. El scout que estaba junto a mí, me preguntó si esos eran los mexicanos.
Por puro amor patrio le contesté que sí.
Felguérez y yo nos fuimos a París dos días antes que la Delegación Mexicana. Al día
siguiente, por un asunto relacionado con el Mercado Negro, tuvimos que regresar al
Jamboree y por culpa de los ferrocarriles, no pudimos regresar a París en la noche. ¿Qué
hacer? No teníamos tienda de campaña y estábamos en camisa. Fuimos a ver a La
Campechana y le dijimos que no teníamos dónde dormir. La Campechana, que era muy
generoso, corrió al scout San Chateaubriand de la tienda, le quitó una cobija al scout San
Megaterio y así pasamos la noche: en el lugar de Chateaubriand y con la cobija de San
Megaterio.
A las seis y media de la mañana, despertó Nicodemus con las dianas; se puso su gorro de
piel de conejo y salió de su tienda gritando:
—¡Arriba todo el mundo, que hay que levantar el campamento!
Y fue a despertar a los perezosos.
Felguérez y yo nos tapamos la cara con la cobija de San Megaterio. Oíamos la voz de
Nicodemus, que se acercaba:
—¡Pronto! ¡Arriba! ¡Prontito! ¿Qué haces aquí Chateaubriand? ¡Pronto! ¡Arriba! —para
terminar con la frase más teatral que he oído—: ¡Manuel!, ¡Jorge!, ¿Ustedes aquí?
Se puso furioso y fue a regañar a La Campechana. Le dijo que iba a procesarlo por falta de
espíritu scout.
! 45!
Felguérez y yo ayudamos a levantar el campo y a cargar los trebejos hasta la estación de
ferrocarril. En esta operación estábamos, cuando cayó un aguacero que nos empapó.
Felguérez y yo subimos en el tren hechos una miseria; los demás llevaban impermeables.
Nicodemus tuvo el único gesto amable de muchos meses.
—Te vas a resfriar —me dijo—, y me prestó su suéter.
Cuando llegamos al Refugio Scout que había en París, que estaba en el Local de la
Exposición, cerca de la Puerta de Versalles, Nicodemus, en uno de los pocos momentos
democráticos de su vida, reunió a los que se habían ido en avión y les dijo:
—He sabido que algunos están inconformes con el viaje que hicimos en avión. Levanten la
mano los que quieran regresar en barco.
Todos levantaron la mano. Nicodemus contempló por un momento aquel bosque de
manos levantadas y después dijo:
—Bueno, pues los que vinieron en barco, regresan en barco y los que vinieron en avión,
aunque quieran regresar en barco, regresan en avión. ¿Que por qué? porque yo digo.
Porque yo soy el Jefe de la Delegación y porque ustedes no tienen todavía veintiún años,
ni criterio formado, ni capacidad para decidir por cuenta propia.
Y regresaron en avión.
Texto tomado de: Ibargüengoitia, J. (2009). Falta de espíritu scout. En Jorge Ibargüengoitia (pp. 14-25). México: Universidad Nacional Autónoma de México.
! 46!
Eduardo Antonio Parra (1965)
El juramento (1996)
–¡Ya, hombre! ¿Pa qué tanto escándalo? ¡Van a despertar a la jefa con esos pitidos! –
protestó José Antonio mientras quitaba el cerrojo; despeinado, sin zapatos y con el torso
desnudo, como si acabara de levantarse–. ¡Cállense!
La troca se retorcía en temblores; el humo negro del mofle trenzaba remolinos de tierra
en la calle sin pavimentar. Un grupo de perros vagabundos se acercó a olisquear y uno,
menos desconfiado, levantó la pata para marcar una nueva frontera en su territorio. En la
cabina, Ricardo y Crispín mantuvieron el silencio unos segundos; volteaban a verse como
echando suertes para hablar. José Antonio abrió la puerta del enrejado y caminó hacia
ellos. Más que molesto parecía cansado; olió la humedad de la noche, reconoció el crujir
de cristales del río Bravo, y dijo en tono seco:
–¿Qué traen?
–Es que te está esperando Elías –Crispín sonreía con burla–: aquí anda el Güero…
–¿El Güero Jiménez?
–Ey, parece que regresó, ése. Está en el cantón de la Dora.
–Y Elías quiere que vayas… para irlo a recibir –apuró Ricardo en actitud de reto.
–Espérenme—dijo José Antonio un tanto turbado–, voy a ponerme una camisa.
Lo vieron andar hacia la casa, hacer a un lado la puerta de mosquiteros rotos, desaparecer
en la penumbra interior. Segundos después, la luz de uno de los cuartos se derramó hacia
el patio. Crispín tamborileaba el volante con los dedos, impaciente, distraído en las
sombras amorfas de casas y terrenos abandonados. No era muy tarde, sin embargo la
calle, negra y muda, delataba en los vecinos un sueño tranquilo y profundo. El Güero no
representaba problema para él. No como para Ricardo, Elías o José Antonio. Lo veía como
algo rutinario, sencillo de decidir: se le chinga o no se le chinga. Sin coraje, sin pasión,
simplemente por ser orden de Elías, nada más. Ricardo, en cambio, mientras hundía la
! 47!
mirada allá donde el caracolear del río era más ronco, no lograba desprenderse del rostro
pecoso del Güero Jiménez. Lo conocía bien: crecieron juntos en el barrio. A diferencia de
Crispín, que por ser nuevo en esos lugares estaba al margen de la memoria, Ricardo había
aprendido a odiar al Güero durante sus cinco años de ausencia. Ahora había vuelto, y lo
único necesario de aclarar era si José Antonio seguía con ellos o no.
–Vámonos –ordenó José Antonio sentándose junto a Ricardo.
–Va a llover –dijo Crispín, mientras miraba el cielo por la ventanilla.
Sí, va a llover, se repitió José Antonio cuando un concierto de ladridos corría tras ellos.
Respiró hondo y a su nariz acudieron el polvo, el aire enyerbado y el olor a lluvia. Al pasar
por la primera esquina alcanzó a ver sobre el río el espejeo de luces del otro lado, y no
pudo eludir el recuerdo: su padre llevándolos a él y al Güero a pescar en la isleta de
enmedio. Tuvo necesidad de fumar y buscó los cigarros en la bolsa de la camisa.
–¿Cuándo volvió?
–Hoy en la mañana –contestó Ricardo–. Se había tardado el cabrón.
–¿Cómo supieron?
–Me avisaron a mí –dijo Crispín–. Mi ruca. Me dijo que había llegado anca la Dora. Al
principio no supe ni de quién me hablaba. Ya ves que no lo conozco. Pero luego me acordé
y le dije a éste.
–¿Y qué quiere Elías?
–¿Tú qué crees? –Ricardo lo veía fijamente a los ojos.
Al sentir un soplo de brisa, José Antonio giró la cabeza hacia la corriente que asomaba
entre las casas. Elías no estaba lejos, pero el tiempo se alargaba desesperante. Por
trechos, los extensos baldíos de la colonia Victoria permitían dilatar la vista hasta la
ribera contraria, donde por el freeway algunos tráilers se alejaban y otros llegaban al
centro de Laredo. Hubiera querido estar en uno de ellos, en el gabacho, libre, lejos de
Elías y Ricardo, como el Güero en todos estos años, sin problemas de pleitos ni
venganzas.
En cosa de segundos el aire se cargó de una humedad cada vez más densa, hasta que las
primeras gotas golpearon el parabrisas. José Antonio buscó entonces con mayor
insistencia el fluir del Bravo. Era mágico: al contacto con la lluvia el fondo liberaba su
fuerza oculta, los remolinos afloraban en la superficie, rugían las ráfagas entre las
! 48!
piedras. Son los muertos, le había dicho su padre durante una tormenta en la isleta, las
ánimas de los difuntos ahogados en estas aguas traidoras. Por eso el río maldito pudre
todo lo que esté cerca. No hay otro río en el mundo donde se ahoguen más cristianos que
en éste; por eso de cuando en cuando salen a gritar su rabia a los vivos. José Antonio
recordó la cantidad de cuerpos que había visto sacar desde niño, y pensó que acaso su
padre no mentía.
–Les dije que iba a llover.
–Mira –interrumpió Ricardo–, aistá el Elías.
El semblante pálido, más blanco que de costumbre, le daba un aspecto enfermo que se
acentuaba con la lluvia escurriéndole de los cabellos. No saludó, sólo indicó con un
ademán las cuatro sillas del estrecho recibidor mientras caminaba delante de ellos como
siempre lo hacía. Cuando todos se sentaron, José Antonio sintió en el rostro el taladro de
las tres miradas, pero no quiso ser el primero en hablar. Extrajo la cajetilla, y después de
comprobar que continuaba seca, encendió un cigarro lentamente, sin prisa, fingiendo
tranquilidad, esperando las palabras de Elías.
–No puedo entender cómo se le ocurrió regresar… –Inició Elías dirigiéndose a José Antonio.
Luego, como no obtuvo respuesta continuó –: Si ya sabía que lo íbamos a estar esperando
siempre, ¿o no?
–Quizá por eso –José Antonio hablaba como para sí, sin mirar a nadie–: para acabar de una
vez con esta pendejada.
–¿Te parece pendejada? –Elías se corrigió–:¿Les parece pendejada?
–No –confirmó Ricardo–. El Güero fue el que no cumplió.
El chaparrón arreció y, casi enseguida, la explosión de un trueno quedó colgando en el
aire varios segundos. Fue del otro lado, se dijo José Antonio, a lo mejor les desmadró el
frigüey. El metralleo de la lluvia lo aturdía, y de pronto tuvo la impresión de que todo
aquello carecía de sentido: El cielo desbordándose sin ser tiempo de aguas, el río que
lanzaba gemidos a la noche, ese olor a yerba persistentes aun bajo los embates de la
lluvia, ellos cuatro sentados para decidir la suerte de un viejo amigo. Pero si teníamos
doce años, quiso decir. Se contuvo porque nuevamente sintió la presión de las miradas:
La de Crispín, curiosa; la de Elías, inquisitiva; la de Ricardo, desafiante, cargada de
tensión. Con una punzada nostálgica, recordó al grupo de varios años atrás y lo vio
! 49!
idéntico: reunidos en la casa del Güero, aún sin la aparición de Crispín, eternamente
discutían acerca de venganzas contra los rivales del barrio. Una pandilla de mocosos
entonces. ¿Y ahora?, se preguntó mientras miraba a Elías encender un cigarro,
preparándose a hilvanar argumentos para convencerlo.
–Nos traicionó a todos, José Antonio. También a ti…
¿Traición? El tono pausado era el de un padre que reprende a su hijo con la cuarta en la
mano, listo para descargar el primer golpe. José Antonio, en una huida mental que
buscaba esquivar las palabras de Elías, fue resbalando hacia un recuerdo lejano: se dirige
con el Güero a la isleta. Van armados con sedal, anzuelos, sobras de comida y dos largas
varas de fresno, cuando encuentran un puñado de patrullas y ambulancias a la orilla del
río. Camilleros y policías cruzan una y otra vez la distancia entra la ribera y la isleta, los
periodistas bombardean a flashazos la escena, en tanto que decenas de mirones luchan
por acercarse a ver. El pequeño montículo en medio del Bravo luce diferente: pelón, sin
un solo matorral, lleno de agujeros como si hubiera sufrido un bombardeo.
–…tú te has separado de nosotros poco a poco. No sé por qué. Quizá te parecemos muy
bules. Ricardo dice que te estás haciendo maricón, José Antonio…
Ese día desentierran casi treinta cadáveres; algunos de años, otros relativamente
recientes. El tiempo los ha ido cubriendo de tierra; la vegetación terminó de esconderlos.
Nadie sabe con certeza cómo murieron. Del otro lado, junto a tres patrullas de la border
aparcadas en la orilla, los oficiales gringos observan tranquilamente el trajín de los
mexicanos. Algunos sonríen. José Antonio y el Güero se acercan hasta donde un judicial
les corta el paso. Sólo en ese momento José Antonio ve e n los ojos del Güero un par de
lágrimas que su amigo ha olvidado ocultar.
–…tú dices que es porque trabajas y no tienes tiempo. Es tu bronca y no me meto. Pero en
esto sí estás entrando aunque no quieras…
Por la noche siguen desenterrando cadáveres. Nunca podrá olvidar el hedor, ni la visión
grotesca de aquellos cuerpos descompuestos que se descoyuntan al menor intento de
moverlos. Ni la sonrisa de los de la migra. En cierto momento, el Güero le pregunta al
judicial quién ha podido matar tantos hombres. El agente, mirando con rencor hacia el
otro lado, contesta: “No dudes que fueron esos cabrones”.
! 50!
–…como Ricardo, como yo, como Crispín ahora. Siempre hemos estado juntos, ¿no?; por
eso es bronca de todos…
A los pocos días, cuando agentes y periodistas abandonan al fin la isleta, los cuatro
deciden ir a recorrerla. Ahora no llevan cañas, ni sedal, ni anzuelos: van a buscar despojos
entre la tierra, como quien explora un cementerio abandonado. No encuentran nada.
Después de varias horas, lo único que les llama la atención es el paso constante de las
broncos con escudos de la migra. En dos o tres ocasiones los cuatro les mientan la madre
a señas y silbidos a los gringos. Finalmente, casi al caer la noche, con toda solemnidad, El
Güero propone un juramento.
–…y lo que yo quiero saber es de qué lado estás…
Repitan conmigo –el Güero, serio como un adulto, extiende la mano al frente. De
inmediato Elías pone la suya encima, luego Ricardo; José Antonio sonríe y hace lo mismo–:
en vista de que el mayor enemigo que los mexicanos conocemos –las voces de los tres
siguen la del Güero palabra por palabra–, es el gabacho… prometo chingar a cada uno de
ellos, siempre que tenga chance, con lo que pueda, de día y de noche, en venganza de
que ellos abusan de nuestros paisanos, o los matan cuando intentan cruzar el río.
Después del juramento saca la hoja de su navaja –de cacha de venado, último regalo de
su padre– y se corta la palma de la mano. Los otros toman el arma y hacen lo mismo. Sólo
Elías pregunta para qué tanto arguende. El Güero desvía la mirada, y su voz infantil
enronquece al contestar: También mataron a mi viejo.
–¿Con quién estás, José Antonio? –Elías repitió la pregunta poniéndose en pie.
–Teníamos doce años… –contesta, aún perdido en los recuerdos.
–Nos hizo jurar él. Fue con sangre…
Por alguna razón Elías evitaba mencionar directamente al Güero Jiménez: la lucha interna
entre amistad y despecho había sobrevivido los cinco años, abierta, quemante. Sólo
entonces reparó José Antonio en cuánto había cambiado Elías con el tiempo. De niño fue
el más tímido, siempre detrás del Güero, imitándolo, secundándolo en todo. Pero al partir
éste, ocupó su lugar como el líder del grupo, y nadie quiso contradecirlo.
–Dime la verdad –José Antonio miró a Elías de frente por primera vez–: ¿por qué lo quieres
joder?
–Por todo… por traidor.
! 51!
La respuesta cayó en seco, firme, reforzada por el asentimiento mudo de Ricardo. Los
ojos sin brillo de Elías anunciaban además que esta vez no sería sólo una golpiza, un baño
montonero, sino que irían más lejos. Demasiado lejos, pensó José Antonio, cuando un
trueno le advirtió que el chubasco iba cobrando tamaños de tormenta. Millones de gotas
removían la tierra de la calle, convirtiéndola en una brecha fangosa. Los gemidos del
Bravo se estiraban desesperados bajo la lluvia, y en la memoria de José Antonio volvieron
a resonar palabras de su padre: Al Güero grande no lo mataron los de la migra, mijo. No.
Lo pescó un remolino. Murió en este maldito río que tantas debe. Y a lo mejor arrastró su
cuerpo hasta el mar.
–Seguro ya se siente de allá el cabrón –continuaba rumiando Elías–. Quiso ser gabacho, y
eso hasta es traición a la patria.
Ricardo fijaba los ojos en José Antonio, Crispín sonreía, Elías paseaba en derredor de los
tres mirando la lluvia. “Quiso ser gabacho”, las palabras de condena seguían en el aire
denso. Entonces José Antonio supo que si ése era el crimen, él también lo había cometido
al desear largarse al norte, y su padre, y los tíos de Ricardo, y el hermano de Elías, y todos
los que se habían ido de mojados y continuaban viviendo allá. Si de eso se trataba, no
existía ningún crimen. Estamos yendo demasiado lejos, se repitió, y en ese momento
supo lo que tenía que hacer.
–¿Cómo le hacemos? – dijo levantándose de la silla.
La mirada de Elías brilló al escuchar la pregunta. Crispín amplió su sonrisa y se palmeó la
pierna en un aplauso seco. Sólo Ricardo mantuvo una actitud seria, casi fúnebre, al
responder:
–Hay una fiesta de bienvenida anca la Dora, si es que el agua no la echó a perder. De
todas maneras ya se ha de estar acabando. Si acaso quedan algunos batos con sus
morras. No hay más que llegar.
–Pero sin la troca y por el río –intervino Elías–: pa que no nos sientan.
–¿Entonces? –Crispín fue el único en protestar–: ¿nos vamos a ir mojando?
–No hay borlo, al cabo allá nos calentamos.
Por la ribera, un poco más allá de la isleta, se llegaba a un terreno baldío frente a la casa
de Dora. Eran sólo tres cuadras. No corrieron, a pesar de los golpes violentos de la lluvia.
Avanzaban con dificultad entre el pasto y los matorrales que crecían a la orilla del Bravo,
! 52!
hundiendo los pies en charcos pantanosos. A mitad del camino, lo que creyeron un
relámpago los iluminó de repente: era un fanal que aluzaba desde el otro lado.
–La migra –dijo José Antonio.
–Que se vayan al carajo –Ricardo levantó el puño.
El tubo de luz los siguió varios metros, luego se apagó. Al lado de la corriente, José
Antonio perseguía el rugir del agua, aguzando el oído para escuchar los ayes de los
ahogados y, entre ellos, la voz de su padre. Me voy pal norte, mijo. Si me quedo nos
vamos a morir de hambre. No hay trabajo. Además yo soy hombre de campo, no de ciudá.
No chilles, nomás que me acomode mando por ti y por tu madre. Seguro que no pasa ni un
año. Nunca lo volvió a ver. La noticia de su muerte, ahogado al querer cruzar el río, circuló
durante meses entre la gente del barrio. También se habló de balazos esa noche. Al
principio José Antonio no lo creyó. Quería ir a buscarlo, pero siempre se topaba con la
resistencia de su madre. Con los años, largarse al gabacho se convirtió en su obsesión. Ya
casi tenía el dinero completo. Sólo había estado esperando el regreso del Güero para
cruzar juntos.
–Pinche lluviecita –se quejó Crispín–, como que mestá cansando…
–Ya llegamos.
La casa de Dora era la única con luz. Afuera, protegidos por un techo de lámina que
repiqueteaba incansable bajo la lluvia, se distinguían algunas parejas entre las sombras
de la calle. El ruido ahogaba la música. Se internaron en el baldío y José Antonio se dejó
caer sobre un montón de grava bajo un tejabán. Se sentía pesado, aturdido por el agua y
el torrente de recuerdos. Deseaba terminar cuanto antes. Buscó la cajetilla de cigarros:
todos húmedos. Sacó uno y, con el encendedor, lo calentó hasta dejarlo medianamente
fumable.
–Apaga eso –ordenó Elías y se lo tumbó de un manotazo.
–¿Lo vamos a esperar hasta que salga? –preguntó Ricardo.
–Pos luego… –Crispín se había sentado también y se sacudía el pelo y la ropa.
–¿Y si no sale? –dijo Elías–: lo mejor es que uno de nosotros vaya y lo saque. Ahí le caemos.
–A mí no me conoce –dijo Crispín.
–Yo voy –José Antonio se levantó–. Pa acabar pronto…
–¿Y qué vas a decir? –los ojos de Ricardo se entrecerraron.
! 53!
–Nada. Todos van a pensar que vengo a saludarlo.
Volvió a sentir la lluvia sobre la cara, en la espalda, en los hombros. Una lluvia ardiente
ahora. Cada gota que se adhería a su cuerpo era una nueva afirmación de lo decidido: le
tengo que avisar; primero lo saco de ahí, corremos hasta la casa, y después me voy con él
al gabacho, a la dolariza a vivir bien. Al llegar bajo el techo de lámina la cortina de agua se
abrió en un tamborileo chillante. Una muchacha que abrazaba a su pareja, conocido de
José Antonio, se sobresaltó al verlo aparecer.
–¿Qué barrio, ése? –preguntó rápidamente el hombre.
–¿Aistá el Güero?
–Simón, con la Dora, ése. Pásale.
–No, ando todo mojado. Mejor dile que lo busca José Antonio. Somos camaradas.
–Sobres. Pérame.
La espera lo hizo temblar. El aire frío inflaba su ropa totalmente empapada, y José
Antonio sintió el cuerpo rígido, como de madera seca. Un relámpago chasqueó en el cielo
como un latigazo cercano. Del Bravo se levantó un bramido grave que resonó algunos
segundos. Los muertos, se dijo en medio de un estremecimiento, y volteó hacia el baldío,
pero no vio a nadie.
–¡Toño! –mucho más grande, más fuerte, y con un tupido bigote rubio que no tenía cuando
se fue, el Güero no ocultaba la alegría de volver a verlo. Corrió hacia él y se abrazaron–.
¡Qué gusto, camarada!
–Güero –José Antonio titubeaba.
–¿Y los demás? –lo interrumpió–. ¿Y Ricardo y Elías?
–Güero, tenemos que…
No pudo terminar. De la oscuridad de la calle, de la lluvia furiosa, emergieron Crispín y
Ricardo y se echaron sobre el Güero. José Antonio estrechó el abrazo buscando proteger a
su amigo cuando apareció Elías armado con una rama. Todo se volvió confuso. Garrotazos
y patadas caían sobre él y el Güero que, sin soltarse aún, se defendían tirando puñetazos
hacia todas partes. De pronto José Antonio quedó atrapado de cabeza por una tenaza que
lo hizo caer al suelo, y comprendió que el Güero lo golpeaba sin soltarlo mientras recibía
puntapiés de los demás. Entre maldiciones y gemidos oyó claramente el chasquear
metálico de los fileros abandonando la cacha. Reconoció el sonido de la charrasca de
! 54!
Elías. Los golpes se multiplicaron en cuestión de segundos hasta que el Güero lo soltó
entre el lodo. Entonces sintió al mismo tiempo un jalón en el pelo y el brazo. Lo estaban
levantando.
–¡Pélate! –era la voz de Crispín.
–¡Ya vienen lo de la casa! –Ricardo se escuchaba lejano, seguramente ya corría.
Aún no lo alcanzaba el dolor de los golpes, sólo una sensación de calor por todo el cuerpo.
Había sido tan rápido que los de la fiesta no tuvieron tiempo de reaccionar. Cuando
empezó a correr, urgido por Elías, vio entre la lluvia al Güero bocabajo, hundido en un
charco lodoso. Sentía las piernas débiles, pero a tumbos atravesó el baldío. Nadie los
siguió. Elías lo llamaba a gritos desde unos metros adelante, pero al salir a la ribera José
Antonio tropezó con un matorral. Se vino abajo luego de varios traspiés y la caída le
produjo un vacío agudo en el vientre. Había llegado al río. Un chorro de luz lo iluminaba
desde el otro lado. Pinche migra, dijo y tras un acceso de tos hundió la cabeza en el agua.
Los ruidos acuáticos de la superficie se confundían con un coro de voces conocidas que lo
animaban a deslizarse hasta el centro de la corriente. Recordó a su padre, al padre del
Güero, a los cadáveres de la isleta. El dolor seguía junto a la cintura y condujo su mano
ahí. Primero pensó que se trataba de alguna rama encajada al caer, pero mientras se
hundía lentamente, un rastro de líquido tibio y pegajoso que se mezclaba en el agua del
Bravo lo llevó a reconocer, enterrada hasta el puño, la navaja con cacha de venado que el
Güero siempre traía consigo, la navaja del juramento de sangre.
Texto tomado de: Parra, E. (2001). El juramento. En Los límites de la noche (pp. 11-21 ). México: Ediciones Era.
! 55!
Juan Villoro (1956)
Amigos mexicanos (2007)
1. Katzenberg
El teléfono sonó veinte veces. Al otro lado de la línea, alguien pensaba que vivo en una
hacienda donde es muy tardado ir de las caballerizas al teléfono, o que no existen los
teléfonos inalámbricos, o que tengo vacilaciones místicas y dudo mucho en tomar el
auricular. Esto último, por desgracia, resultó cierto. Era Samuel Katzenberg. Había vuelto
a México para hacer un reportaje sobre la violencia. En su visita anterior, viajaba a cuenta
del New Yorker. Ahora trabajaba para Point Blank, una de esas publicaciones que
perfuman sus anuncios y ofrecen instrucciones para ser hombre de mundo. Tardó dos
minutos en explicarme que el cambio significaba una mejoría.
–Point Blank quiere decir «A quemarropa»
–Katzenberg no había perdido su gusto por demostrar lo bien que habla español–: la
revista no sólo publica temas frívolos; mi editora busca asuntos fuertes. Es una mujer
chida, que se prende fácil. México es un país mágico pero confuso; necesito tu ayuda para
saber qué es horrible y qué es buñuelesco –pronunció la eñe en forma lujosa, como si
chupara una bala de plata, y me ofreció mil dólares. Entonces le expliqué por qué estaba
ofendido. Dos años antes, Samuel Katzenberg había llegado a hacer el enésimo reportaje
sobre Frida Kahlo. Alguien le dijo que yo era guionista de documentales «duros» y me
pagó para acompañarlo en una ciudad que juzgaba salvaje y para explicarle cosas que
juzgaba míticas. Katzenberg había leído mucho acerca de la desgarrada pintura de los
mexicanos. Sabía más que yo de murales con mazorcas de ocho metros cuadrados, el
Museo de la Revolución, el atentado contra Trotski y el tenue romance de Frida con el
profeta soviético en su exilio de Coyoacán. Con voz didáctica, me reveló la importancia de
«la herida como noción transexual»: la pintora paralítica era sexy de un modo «muy
posmoderno, más allá de la definición de género». En forma lógica, Madonna la admiraba
! 56!
sin entenderla. Para preparar ese primer viaje, Katzenberg se entrevistó con profesores
de Estudios Culturales en Brown, Princeton y Duke. Había hecho su tarea. El siguiente
paso consistía en establecer un contacto fragoroso con el verdadero país de Frida.
Me contrató como su contacto hacia lo genuino. Pero me costó trabajo satisfacer su
apetito de autenticidad. Lo que yo le mostraba le parecía, o bien un colorido montaje para
turistas o un espanto sin folklor. Él deseaba una realidad como los óleos de Frida:
espantosa pero única. No entendía que los afamados trajes regionales de la pintora ya
sólo se encontraran en el segundo piso del Museo de Antropología, o en rancherías
extraviadas donde nunca eran tan lujosos ni estaban tan bien bordados. Tampoco
entendía que las mexicanas de hoy se depilaran el honesto bigote que a su juicio
convertía a F. K. (Katzenberg ama las abreviaturas) en un icono bisexual. De poco sirvió
que la naturaleza contribuyera a su crónica con un desastre ambiental. El Popocatépetl
recuperó su actividad volcánica y visitamos la casona de Frida bajo una lluvia de cenizas.
Esto me permitió hablar con calculada nostalgia de la desaparición del cielo que
determina la vida del D.F.: –Hemos perdido la región más transparente del aire –comenté,
como si la contaminación significara también el fin de la lírica azteca. Reconozco que
atiborré a Katzenberg de lugares comunes y cursilerías vernáculas. Pero la culpa fue
suya: quería ver iguanas en las calles. México lo decepcionó como si recorriera un centro
ceremonial ruinoso y comercializado, donde vendían cremas con vitamina E para los
adoradores del sol. Cuando le presenté a un experto en arte mexicano no quiso hablar
con él. Debí renunciar en ese momento, no podía trabajar para un racista. Didier Morand
es un negro de Senegal. Vino a México cuando el presidente Luis Echeverría decidió que
nuestros países eran muy afines. Usa collares de fábula y hermosas túnicas africanas. Es
comisario de arte mexicano y poca gente sabe tanto como él. Pero a Katzenberg le
molestó que honrara tantas culturas a la vez: –No necesito un informante africano –me
vio como si yo traficara con etnias equivocadas. Decidí ponerle un alto: le pedí el doble de
dinero. Aceptó y entonces me esforcé por encontrar metáforas y adjetivos que sacaran a
flote el México profundo, o algo que pudiera representarlo ante sus ojos ávidos de
desastres muy genuinos. Fue entonces cuando le presenté a Gonzalo Erdiozábal. Gonzalo
parece un moro altivo del Hollywood de los cuarenta. Transmite la apostura superdigna
de un sultán que ha perdido sus camellos y no piensa recuperarlos. Esto es lo que
! 57!
pensamos en México. En Europa parece muy mexicano. Durante cuatro años de la década
de los ochenta, se hizo reverenciar en Austria como Xochipili, supuesto descendiente del
emperador Moctezuma. Cada mañana, llegaba al Museo Etnográfico de Viena disfrazado
de danzante azteca, encendía incienso de copal y pedía firmas para recuperar el penacho
de Moctezuma, cuyas plumas de quetzal languidecían en una vitrina. En su calidad de
Xochipili, Gonzalo le demostró a la ciudadanía austriaca que lo que para
ellos era un regalo sin gracia del emperador Maximiliano de Habsburgo para nosotros
representaba un trozo de identidad. Reunió suficientes firmas para llevar el tema al
parlamento, obtuvo fondos de ONG y la irrestricta devoción de un movedizo harén de
rubias. Obviamente hubiera sido una desgracia que consiguiera el penacho; su causa sólo
podía prosperar mientras los austriacos pospusieran la entrega. Disfrutó la «beca
Moctezuma» sin ser vencido por la generosidad de los adversarios: la nostalgia lo forzó a
regresar antes de obtener las plumas imperiales («extraño el aire que huele a gasolina y
chicharrón», me dijo en
una carta). Cuando Katzenberg me dobló el sueldo, le hablé a Gonzalo para ofrecerle un
tercio. Montó un rito de fertilidad en una azotea y nos llevó a la choza de una adivina con
mal de pinto que nos hizo morder una caña de azúcar para escrutar nuestro destino en el
bagazo. Gracias a las tradiciones improvisadas por Gonzalo, Katzenberg encontró un
ambiente «típico» para su crónica. La noche en que nos despedimos bebió un tequila de
más y me confesó que su revista le había dado viáticos para un mes, a cuerpo de rey.
Gonzalo y yo le habíamos permitido «investigar» todo en una semana. Al día siguiente
quiso seguir ahorrando. Consideró que la camioneta del hotel le salía demasiado cara,
detuvo un Volskswagen color loro y el taxista lo llevó a un callejón en el que le colocó un
desarmador en la yugular. Katzenberg sólo conservó el pasaporte y el boleto de avión.
Pero el vuelo se canceló porque el Popocatépetl entró en fase de erupción y sus cenizas
bloquearon las turbinas de los aviones. El periodista pasó un último día en la ciudad de
México, viendo noticias sobre el volcán, aterrado de salir al pasillo. Me llamó para que
fuera a verlo. Temí que me pidiera que le devolviera el dinero, pero sobre todo temí
ofrecérselo yo. Le dije que estaba ocupado porque una bruja me había hecho mal de ojo.
Compadecí a Katzenberg a la distancia hasta que me envió su reportaje. El título, de una
vulgaridad dermatológica, no era lo peor: «Erupciones: Frida y el volcán». Yo aparecía
! 58!
descrito como «uno de los locales»; sin embargo, aunque no me honraba con un nombre,
transcribía sin comillas ni escrúpulos todo lo que yo había dicho. Su crónica era un
despojo de mis ideas. Su única originalidad consistía en haberlas descubierto (sólo al
leerlo yo supe que las tenía). El texto terminaba con algo que dije de la salsa verde y el
dolorido cromatismo de los mexicanos. Por la mitad de precio, podrían haberme pedido la
crónica a mí. Pero vivimos en un mundo colonial y la revista necesitaba la laureada firma
de Samuel Katzenberg.
Además, no escribo crónicas.
2. Burroughs
El regreso del reportero estrella a México ponía a prueba mi paciencia y mi dignidad.
¿Cómo se atrevía a llamarme? Le dije que no tenía ínfulas de protagonismo;
sencillamente estaba harto de que los norteamericanos se aprovecharan de nosotros. En
vez de traducir a Monsiváis o a Mejía Madrid, mandaban a un cretino madonnizado por el
prestigio de escribir en inglés. El planeta se había convertido en la nueva Babel donde
nadie se entendía pero lo importante era no entenderse en inglés. Este discurso me
pareció patriota, así es que lo alargué hasta que temí sonar antisemita.
–Perdón por no mencionarte –dijo Katzenberg al otro lado de la línea, con voz educada. Vi
por la ventana, en dirección al Parque de la Bola. Un niño se había subido a la enorme
esfera de cemento. Abrió los brazos, como si estuviera en la cima de una montaña. Las
personas que rodeaban la fuente aplaudieron. La Tierra había sido conquistada. En las
noches me gusta asomarme a la glorieta que llamamos «Parque de la Bola». La bola es
un globo terráqueo de cemento. La gente se asoma a verla desde los balcones. El mundo
visto por sus vecinos. Desvié la vista a la computadora, tapizada de papelitos en los que
anoto «ideas». El aparato ya parece un doméstico Xipe-Totec. Cada «idea» representa
una capa de piel de Nuestro Señor el Desollado. En vez de escribir el guión sobre el
sincretismo por el que ya había cobrado un anticipo, estaba construyendo un monumento
al tema. Katzenberg trató de congraciarse conmigo: –Los correctores aniquilaron
! 59!
adjetivos fundamentales; ya sabes cómo es el periodismo de batalla; además, allá los
editores no son como en México: allá tienen la mano pesada, te cambian todo... Mientras
tanto, yo pensaba en Cristi Suárez. Había dejado un mensaje inolvidable en mi
contestadora: «¿Cómo vas con el guión? Anoche soñé contigo. Una pesadilla con efectos
de terror de bajo presupuesto. Pero te portaste bien: tú eras el monstruo, pero no el que
me perseguía sino el que me salvaba. Acuérdate que necesitamos el primer tratamiento
para el viernes. Gracias por salvarme. Besitos.» Oír a Cristi es una maravillosa destrucción:
me encantan sus propuestas para temas que no me gustan. Por ella he escrito guiones
sobre el maíz mejorado y la cría de cebú. Aunque el trabajo es un pretexto para
acercarme a ella, no me he atrevido a dar el último paso. Y es que hasta ahora, aunque
suene increíble, mi mejor faceta han sido los guiones. Me conoció mientras yo padecía
una épica borrachera; aun así (o tal vez por eso) me juzgó capaz de escribir un
documental contra los granos transgénicos. Desde entonces me habla como si nuestro
proyecto anterior hubiera ganado un Oscar y ahora fuéramos por puro prestigio a Cannes.
El último episodio de su entusiasmo me condujo al sincretismo. «Los mexicanos somos
puro collage», dijo. Cuesta trabajo creerlo, pero, dicha por ella, la frase es espléndida.
Había desconectado la grabadora porque no estaba seguro de resistir otro mensaje de
Cristi y sus magníficas pesadillas. A veces pienso en lo que perdería si le dijera de una vez
por todas que el sincretismo me tiene sin cuidado y el único collage que me interesa es
ella. Pero luego recuerdo que a ella le gusta cuidar personas y se da aires de enfermera.
Tal vez los guiones son la terapia que me ha asignado y no desea otra cosa de mí que
someterme a ese tratamiento. Pero lo del monstruo bueno suena picante, casi porno.
Aunque sería más porno que me felicitara por ser el monstruo malo. El alma de la mujer
es complicada. Sí, desconecté la grabadora para no tener más huellas de la voz que me
obsesionaba. Cuando el timbre sonó veinte veces me dio curiosidad saber qué sociópata
me buscaba. Así volví a entrar en contacto con Katzenberg. Él seguía en la línea. Había
agotado sus fórmulas de cortesía. Aguardaba mi respuesta. Revisé mi cartera: dos billetes
verdes de doscientos, con rastros de cocaína (demasiado poca). Esta visión ya me había
decidido, pero Katzenberg aún apeló a un recurso emocional: –Varias veces me pidieron
que volviera a México. Aunque no lo creas, el reportaje de Frida fue un hit. No quise venir
y un colega, un irlandés antisemita que se quería coger a mi novia, corrió el rumor de que
! 60!
yo había hecho algo sucio y por eso no quería volver. No sería el primer caso de un
reportero gringo que se metiera en broncas con los narcos o la DEA. –¿Regresaste para
limpiar tu nombre? –le
pregunté. –Sí –contestó con humildad. Le dije que yo no era «uno de los locales». Si quería
referirse a mí, tendría que poner mi nombre. Una cuestión de principios y del manejo
adecuado de las fuentes. Luego le pedí tres mil dólares. Hubo un silencio al otro lado de
la línea. Pensé que Katzenberg hacía sumas y restas, pero ya estaba en el tema de su
artículo: –¿Qué tan violenta es la ciudad de México? Recordé algo que Burroughs le
escribió a Kerouac o a Ginsberg o a algún otro megadicto que quería venir a México pero
tenía miedo de que lo asaltaran:
–No te preocupes: los mexicanos sólo matan a sus amigos.
3. Keiko
Lo único que en esos días me interesaba en la ciudad de México era la despedida de
Keiko. Los domingos de los divorciados dependen mucho de los zoológicos y los acuarios.
Me acostumbré a ir con Tania a Reino Aventura, el parque de atracciones que para
nosotros representaba un santuario ballenero. Decidí pasar la mañana con Tania, viendo
el poderoso nado de la ballena (con mayor propiedad, mi hija se refiere a ella como
«orca»), y la tarde buscando atractivos escenarios violentos con Katzenberg. Esto último
tenía sus dificultades: todos los sitios donde me han asaltado son demasiado comunes.
Quedaba un asunto pendiente: ¿a qué hora escribiría el primer tratamiento para Cristi?
Mientras procuraba salvar un rastro de coca en un billete con la efigie de Sor Juana pensé
en una razón ontológica que inmovilizara mi trabajo. ¿Qué sentido tiene escribir guiones
en un país donde la Cineteca explotó mientras se exhibía La tierra de la gran promesa?
! 61!
Recordé el problema que tuvimos con un extra al que aporreaban en una escena y al que
mi guión hacía decir: «¡Aggh!» El sindicato decidió que, puesto que el hombre victimado
tenía un parlamento, no debía cobrar como extra sino como actor. A partir de entonces
mis sacrificados murieron en silencio. Por lo demás, nunca he encontrado la menor
relación entre lo que imagino y el apuesto varón o la rubia oxigenada que atropellan mis
frases en la pantalla. –¿Por qué no escribes una novela? –me preguntó una vez Renata.
Entonces aún estábamos casados y ella seguía dispuesta a modificar hábitos en mi favor,
comenzando por la posibilidad de verme como novelista–: En la novela los efectos
especiales salen gratis y los personajes no están sindicalizados: sólo cuenta tu mundo
interior. Nunca olvidaré esta última frase. Hubo un tiempo inverosímil en que Renata
creyó en mi mundo interior. Cuando dijo esas palabras me vio con los ojos color miel, que
por desgracia no heredó Tania, como si yo fuera un paisaje interesante
pero un poco difuso. Ninguna de las acusaciones que me hizo después ni los altercados
que nos llevaron al divorcio me lastimaron tanto como esa expectativa generosa. Su
confianza fue más devastadora que sus críticas: Renata me atribuyó las posibilidades que
nunca tuve. En los guiones el «interior» se refiere a la escenografía y se decora con
sofás. Es el horizonte que me corresponde, lejos de las fantasías de la mujer que se
equivocó al buscarme profundidades y me hirió con la confianza de que yo podría
alcanzarlas. Llamé a Gonzalo Erdiozábal para pedirle que se ocupara del guión. No escribe
pero su biografía parece un documental sobre sincretismo. Antes de viajar a Viena, fue un
aguerrido actor de teatro universitario (recitó los monólogos de Hamlet sumido en un
pantano inolvidable), estuvo en un proyecto de cría de camarón de agua dulce en el río
Pánuco, dejó a una mujer con dos hijas en Saltillo, financió un video sobre la mariposa
monarca y abrió un portal de Internet para darle voz a las sesenta y dos comunidades
indígenas del país. Además, Gonzalo es un triunfo de la razón práctica: arregla motores
que no conoce y encuentra en mi despensa sorpresivos ingredientes para hacer guisos
sabrosos. Su energía de pionero y su sed de hobbies tienen algo hartante, pero en
momentos de quiebra resulta indispensable. Cuando me separé de Renata ignoró mi
patético deseo de aislarme y me visitó una y otra vez. Llegaba cargado de revistas,
videos, un ron antillano dificilísimo de conseguir. Llamé a Gonzalo y me dijo que nunca
había pensado escribir un guión, es decir, que aceptaba. Sentí tal alivio que me extendí
! 62!
en la plática. Le hablé de Katzenberg y su regreso a México. La noticia no le interesó. Él
quería hablar de otras cosas, de un antiguo compañero del teatro universitario que
acababa de montar una pieza de Genet en un gimnasio. En su boca, las escenas corren el
riesgo de durar lo mismo que en la realidad. Colgué el teléfono. Fui por Tania. La ciudad
estaba tapizada con imágenes de la ballena. El D.F. es un sitio estupendo para criar
pandas. Aquí nació el primero fuera de China. Pero las orcas necesitan más espacio para
fundar una familia. A eso se iba a Keiko. Se lo expliqué a mi hija, mientras aguardábamos
en el gigantesco estanque de Reino Aventura a que comenzara una de las funciones de
despedida. Tania acaba de aprender la palabra «siniestro» y le encuentra numerosas
aplicaciones. Debíamos estar contentos. Keiko tendría crías en altamar. Me vio con ojos
entrecerrados. Pensé que iba a decir que eso era siniestro. Tomé un cuento que llevaba
en su mochila y se lo comencé a leer. Trataba de zanahorias carnívoras. No le pareció
nada siniestro. La ballena había sido amaestrada para despedirse de los mexicanos. Hizo
«adiós» con una aleta mientras cantábamos «Las golondrinas». Un mariachi con diez
trompetistas tocó con enorme tristeza y un cantante exclamó: –No lloro: ¡nomás me
sudan los ojos! Confieso que me emocioné a mi pesar y maldije mentalmente a
Katzenberg, incapaz de apreciar esa riqueza kitsch de México. Él sólo pagaba por ver
violencia. Keiko saltó por última vez. Parecía sonreír de un modo amenazante, con
dientes filosísimos. A la salida, le compré a Tania una ballena inflable. Había incendios
forestales en las inmediaciones del Ajusco. Las cenizas creaban una noche anticipada.
Vista desde la colina de Reino Aventura, la ciudad palpitaba como una mica incierta. El
escenario perfecto para que Cristi soñara un monstruo bueno. Tomamos la carretera sin
decir palabra. Seguramente Tania pensaba en Keiko y la familia que tendría que buscar
tan lejos.
Dejé a Tania en casa de Renata y fui a Los Alcatraces. Llegué a la mesa a las cuatro de la
tarde. Katzenberg ya había comido. Escogí bien el restorán, ideal para torturar a
Katzenberg y para que me diera las gracias por llevarlo a un sitio genuino. Había música
ranchera a todo volumen, sillas con los colores de juguetería que los mexicanos sólo
vemos en los lugares «típicos», seis salsas picantes sobre la mesa y un menú con tres
! 63!
variedades de insectos, molestias suficientemente pintorescas para que mi contertulio
las padeciera como «experiencias». La calvicie había ganado terreno en la frente de
Katzenberg. Iba vestido como cliente de Woolworth’s, con una camisa de cuadros de tres
colores y reloj con extensible de plástico transparente. Sus ojos, pequeños, de intensidad
lapislázuli, se movían con rapidez. Ojos que anticipaban moscas, alerta ante una
exclusiva. Pidió café descafeinado. Le trajeron del único que había: de olla, con canela y
piloncillo. Apenas probó un sorbo. Quería tener cuidado con los alimentos. Sentía un
latido en las sienes, un ruidito que hacía «bing-bing». –Es la altura –lo tranquilicé–, nadie
digiere a dos mil doscientos metros. Me habló de sus problemas recientes. Algunos
colegas lo odiaban por envidia, otros sin motivo aparente. Había tenido la suerte de ir a
sitios que se volvían conflictivos con su llegada y le entregaban insólitas primicias. Fue el
primero en documentar las migraciones masivas de Ruanda, el genocidio kurdo, la fuga
tóxica de la fábrica Union Carbide en la India. Había ganado premios y enemistades por
doquier. Sentía la respiración de sus enemigos en la nuca. Teníamos la misma edad
(treinta y ocho), pero él se había gastado de un modo suave, como si hubiera recorrido
toda África sin aire acondicionado. Me pareció advertir un filo de mitomanía en la exacta
narración de sus agravios. Según él, nadie le perdonaba haber estado en Berlín el día en
que cayó el Muro ni haberse encontrado a Vargas Llosa en una camisería de París una
semana después de que perdió las elecciones en Perú. Imaginé que era uno de esos
periodistas de investigación que alardean de los datos que consiguen pero mienten sobre
su fecha de nacimiento. Muchos de los conflictos que tenía con el medio debían venir de
la forma en que obtenía las noticias, aprovechándose de gente como yo. Sus ojos
revisaron las mesas vecinas.
–No quería volver a México –dijo en voz baja. ¿Era posible que alguien curtido en golpes de
Estado y nubes radiactivas temiera la vida mexicana? Yo había pedido empipianadas.
Katzenberg habló sin dejar de mirar mi plato, como si extrajera sus convicciones de la
espesa salsa verdosa:
–Aquí hay algo inapresable: la maldad es trascendente–se pasó los dedos por el pelo
delgadísimo–. No se causan daños porque sí: el mal quiere decir algo. Fue el infierno que
Lawrence Durrell y Malcolm Lowry encontraron aquí. Salieron vivos de milagro. Entraron
en contacto con energías demasiado fuertes. En ese momento me trajeron un jarrito de
! 64!
barro con agua de jamaica. El asa estaba rota y había sido afianzada con tela adhesiva.
Señalé el jarro: Aquí la maldad es improvisada. No te preocupes, Samuel.
4.Oxxo
Katzenberg me resultó más simpático en su faceta paranoica. Ya no era el prepotente
león del nuevo periodismo de la visita anterior. Reales o ficticias, las intrigas que padecía
mejoraban su carácter. Ahora quería hacer su nota y salir huyendo. Dije una de las frases
que demuestran que soy guionista: –¿Hay algo que debería saber? Él contestó como si
fuera un personaje mío:
–¿Qué parte de lo que sabes no entiendes?
–Estás demasiado nervioso. ¿Tienes broncas?
–Ya te conté.
–¿Tienes broncas que no me hayas contado?
–Si de pronto no te cuento algo es por el bien
de la operación.
–«De la operación.» Hablas como agente de la DEA.
–Bájale –sonrió, muy divertido–. Necesito proteger a mi fuente, eso es todo. Te digo lo que
necesitas saber. Eres mi Garganta Profunda. No te quiero perder.
–¿Hay algo que no me has contado?
–Sí. ¿Te acuerdas del irlandés antisemita?
–¿El que se quería coger a tu novia?
–Ése. Se quiere coger a mi novia porque ya se cogió a mi esposa.
–Ah.
–Lo acaban de nombrar editor externo de Point Blank. Sabe que no he sido muy riguroso
con mis fuentes. Ya le puso precio a mi cabeza. Está esperando un errorcito para saltar
encima de mí.
–Pensé que todos te odiaban porque fuiste el primero en llegar a Ruanda.
–Hay algo de eso, pero con el irlandés todo tiene que ver con su pito sin circuncisión. Los
pinches gringos también tenemos problemas personales. ¿Puedes entender eso, guey?
–Hablas demasiado bien el español. Aquí todos acaban creyendo que eres de la CIA.
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–Viví cuatro años aquí, de los doce a los dieciséis, ya te lo conté. Iba al Colegio Mixcoac.
¿Vas a confiar en mí o no? Necesitamos un pacto, un matrimonio de conveniencia –sonrió.
–En el Colegio Mixcoac no enseñan a decir «matrimonio de conveniencia».
–Hay diccionarios, no seas animal. En el Colegio aprendí lo que se aprende en cualquier
colegio: a decir «guey» –me sostuvo la mirada, los ojos convertidos en dos chispas
azules–: ¿Puedes entender que me sienta de la chingada, aunque te esté pagando tres mil
dólares?
Hicimos las paces. Quise recompensarlo con algún horror cotidiano de la ciudad de México
en el año 2000. Le pedí prestado su celular. Marqué el número de Pancho, un dealer que
me pareció confiable desde que me dijo: «Si quieres que el diablo te sonría, llámame.»
Pancho me citó a dos calles de Los Alcatraces, en el estacionamiento de un Oxxo. Me
interesaba que Katzenberg presenciara un conecte de cocaína, tan sencillo y barato como
pedir Pizza Domino’s. El delito como rutina. Pancho llegó en un Camaro gris, acompañado
de sus hijas pequeñas. Se acercó a mi ventanilla, se recargó en ella, dejó caer un papel,
tomó los doscientos pesos presionados en el saludo. –Cuídate –me dijo, una palabra
intimidatoria en alguien con dedos temblorosos, rostro consumido, piel apergaminada. La
cara de Pancho es el mejor antídoto contra sus drogas. El diablo no le sonríe. O quizá ésa
es su fascinación secreta y cautiva como un rey fenicio defectuosamente embalsamado.
Samuel Katzenberg lo vio con avidez, encontrando adjetivos en esa cara desastrada. Fui
al Oxxo a comprar cigarros. Estaba en la caja cuando una sombra rápida entró en mi
campo visual. Pensé que asaltaban la tienda. Sin embargo, el cajero miraba algo con más
curiosidad que horror. La escena ocurría afuera. Desvié la vista al estacionamiento:
Katzenberg era sacado de mi coche por un tipo con pasamontañas. Una pistola escuadra
le apuntaba en la sien. Un segundo hombre de pasamontañas salió de la parte trasera de
mi coche, como si hubiera buscado algo ahí. Se dirigió a quienes lo veíamos desde la
tienda: –¡Hijos de su pinche madre! No vimos el destello de la detonación. El insulto bastó
para tirarnos al piso. Caí entre latas, cajas y una lluvia de cristales. Un disparo destruyó el
escaparate. Un segundo disparo cimbró el edificio y nos dejó cinco minutos en el piso.
Cuando salí del Oxxo, las puertas de mi coche seguían abiertas, con el desamparo de los
autos recién vandalizados. De Katzenberg sólo quedaba un botón que se le desprendió
en el forcejeo. Una nube colorida subía al cielo, despidiendo un aroma químico. El
! 66!
segundo disparo había destruido las dos equis del letrero de neón. Extrañamente, las
otras letras seguían encendidas: dos círculos como ojos intoxicados.
Texto tomado de: Villoro, J. (2008). Amigos mexicanos. En Los culpables (pp. 107-127). Barcelona: Anagrama.