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Antología Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria Levemente hacia atrás. Texto: Ángeles Durini. Imagen: Pablo Fernández. La guarida de los perros tristes. Texto: Ariela Kreimer. Imagen: Ariel Abadi. El ataque secreto. Texto: Sergio Petriw. Imagen: César Da Col. ¿Para qué sirve la corbata? Texto: Martín Blasco. Imagen: Douglas Wright. Ettie hace la India. Texto: Clara Levín. Imagen: Gustavo Mazali. Te espero abajo, tiburón. Texto: Fabiana Margolis. Imagen: Laura Michell. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed: http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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  • Antología

    Primer Concurso de Cuentos de

    EducaRed e Imaginaria

    Levemente hacia atrás. Texto: Ángeles Durini. Imagen: Pablo Fernández.

    La guarida de los perros tristes. Texto: Ariela Kreimer. Imagen: Ariel Abadi.

    El ataque secreto. Texto: Sergio Petriw. Imagen: César Da Col.

    ¿Para qué sirve la corbata? Texto: Martín Blasco. Imagen: Douglas Wright.

    Ettie hace la India. Texto: Clara Levín. Imagen: Gustavo Mazali.

    Te espero abajo, tiburón. Texto: Fabiana Margolis. Imagen: Laura Michell.

    Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:

    http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

  • Candelario Amante yacía en el cementerio de Tumbaya desde el año 25. Era una tumba simple, cubierta de piedras, con una cruz hecha de dos tablas de madera donde todavía se podía leer el nombre y la fecha de su muerte:

    Candelario Amante23 de junio

    1925

    En Tumbaya no acostumbraban a poner párrafos largos recordando a los muertos. Las palabras se decían con la boca en el rato de visita y no necesita-ban estar escritas en ninguna lápida.

    Candelario pasaba el tiempo entre dormido y despierto, menos cuando venían Eulalia y Virginia, no había domingo en que no le pusieran un ramo de flores junto a la cruz y arriba de su corazón. Esa hora de visita la pasaba

    Ángeles Durini

    Levemente hacia atrásPrimer premio en el Primer Concurso Internacional de Cuentos

    para Niños de Imaginaria y EducaRedIlustrado por Pablo Fernández

    Texto © 2004 Ángeles Durini. Dibujo © 2004 Pablo Fernández. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los

    autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    bien despierto, abriendo mucho los ojos, aunque después le molestara la tierra que le había entrado. Los muertos pueden ver a los que se acercan entre nubarrones de polvo. Así veía el buen hombre a su mujer y a su hija, entre los nubarrones adivinaba sus cinturas y les seguía la mirada de esos ojos del mismo color que la tierra que lo tapaba, mientras ellas le acomodaban las flores. Y se sentía feliz.

    Mantener los ojos abiertos durante esta visita le costaba un cansancio enorme. Luego de que las mujeres se iban, cerraba los ojos y perdía la noción del tiempo, si es que ya no la había perdido con la muerte, aunque a veces los volvía a abrir con algún ruido distinto: pasos de gente, un nuevo entierro. O también con el silencio de la noche.

    Si lo que lo había despertado era un recién enterrado, volvía a dormirse, en la espera del despertar a la muerte del nuevo, pensando en remover levemente la tierra con el dedo índice para mandarle señales. No conocía hasta ahora ningún muerto que se hubiera mantenido despierto en su propio entierro. No hay quien no se duerma después de la muerte. Cansa mucho. Pero no hay quien no se alegre cuando, al abrir los ojos por primera vez debajo de toda esa tierra, sienta las vibraciones que les mandan los otros con el sólo hecho de mover los dedos.

    Y si lo que lo había despertado era la oscuridad del silencio, Candelario se ponía a contar las estrellas. Él había sido amante de la noche también en vida.

    Pero los gustos de los muertos no eran los mismos para todos. Leoncia y Nicolasa Marleta, hermanas en la vida y en la muerte, en cambio, abrían los ojos con el sol. Y se estaban déle mandar mensajes durante todo el día, hasta que, junto con la noche, caían agotadas en el fondo de sus tumbas.

    Otra cosa que le gustaba a Candelario era la brisa entre los cerros. Torcía levemente la cabeza hacia atrás para poder ver saltar la brisa, que movía las puntas de los cerros de un lado a otro de una manera casi imperceptible. Si alguien quisiera ver los movimientos tendría que tener la paciencia de un muerto, quedarse quieto, mirar fijo aquellas puntas y esperar. La tierra de los cerros hacía olas como el vaivén de los abanicos y los ojos de Candelario se movían al compás. La vida en el cementerio era pacífica y estaba llena de place-

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    res, las visitas de su mujer y su hija le alegraban el alma. Candelario no necesi-taba salir a dar vueltas por ahí como hacía, por ejemplo, Miguel Milagro.

    Miguel Milagro estaba enterrado a pocos pasos. Su tumba no era bajo tierra sino en nicho, detrás de unos ladrillos. Quizás le era más fácil salir y volver a entrar. En vida, Miguel había sido el borracho del pueblo, y en muerte era el borracho del cementerio. La mayoría de las noches se las pasaba afuera de su tumba, sin importarle que se le llenara de espíritus, y buscaba botellas que los visitantes hubieran podido dejar con algún fondito. Por suerte para Miguel, todavía se acordaban de él en Tumbaya, y siempre había alguien que ponía cerca de su tumba un buen trago de vino. Después de chupar lo que había encontrado, se quedaba dormido a la intemperie. Y despertaba con el rayo del sol y el parloteo de las hermanas Marleta para dirigirse a los tropezones a la tumba. Pero allí tenía que librar batallas, varios espíritus de la noche se habían metido en la tumba vacía. Miguel se retorcía con los espíritus y a veces tardaba días en echar a todos. Luego, caía en un letargo. Hasta una nueva noche con nuevos vinos.

    Así y todo, aunque Candelario y Miguel eran distintos, mantenían conver-saciones muy largas, Candelario bajo tierra y Miguel recostado sobre la tumba de Candelario. Después de un rato, Miguel se quedaba dormido y Candelario miraba las estrellas o escuchaba la brisa entre los cerros.

    Un sábado a la noche se quedaron charlando hasta muy tarde. Candelario insistía en que Miguel dejara el alcohol y no se anduviera paseando tanto fuera de su nicho. Imposible. Miguel no quería saber nada. La cuestión es que Miguel no volvió a su nicho hasta el amanecer y recién ahí Candelario se quedó dormido. Es por eso que, aunque por la mañana hubo un entierro, no se despertó, los ruidos de pasos no lograron hacerle abrir los ojos. A pesar de que anduvieron muy cerca de su propia tumba.

    Recién los abrió a la hora de la visita. Pero quedó sorprendido. Había venido una sola mujer.

    La mujer le puso unas flores tristes y se fue. Fue tan rápida la visita que Candelario no pudo darse cuenta de cuál de las dos era, si la mujer o la hija. Se quedó preocupado. ¿Alguna de las dos se habría olvidado de él? Entonces, por

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    primera vez en veinte años, decidió salir esa noche de la tumba para averiguar la razón de la ausencia de una.

    Esperó a que se hiciera oscuro bien despierto. Y en cuanto se hizo oscuro, el que salió fue Miguel Milagro. Por allí andaba, siempre borracho entre las cruces.

    Candelario estaba a punto de sacar un pie pero le dio miedo. No había salido en veinte años, le gustaba la muerte. Nunca había deseado estar vivo después de muerto. Su mujer y su hija lo venían a visitar y eso era lo que más feliz lo hacía. ¿Qué se iba a poner a buscar encima de la tierra? ¿Botellas semivacías como hacía Miguel? No sentía deseos de tomar vinos ajenos, ni tampoco la necesidad del hambre. ¿Para qué, entonces, iba a salir de allí? Se comunicaba con los otros muertos mandándose mensajes, los cerros lo acompañarían eternamente. La soledad no le pasaba por el cuerpo. ¿Qué iría a buscar saliendo esa noche de la tumba? Su mujer y su hija volverían el domingo siguiente. Pero su mujer y su hija no habían ido a verlo ese día, había ido una sola. Tenía que averiguar, tenía que levantarse. Candelario Amante sacó un pie de la tumba. La brisa le bailó en los huesos. Sintió que su pie era un cerro movido por la brisa. Iba a sacar el otro. ¿Y si le entraban espíritus al dejar la tumba vacía? ¿Cuánto tiempo le llevaría averiguar lo que había pasado y poder volver de nuevo a la tumba? Tiempo. Por primera vez en veinte años pensaba en el tiempo.

    Por allá lejos se zarandeaba Miguel Milagro, que no tardaría en caer a dormir su mona de muerto. Candelario esperó hasta verlo a Miguel abrazarse a una cruz y quedarse inmóvil. Entonces sacó todo el cuerpo de la tumba.

    Sentir la brisa y el aire. Estar parado sobre su propia tierra. Candelario dio un paso. Algunos muertos le mandaron vibraciones que él pudo percibir en los pies:

    >>No tenía tiempo para contestarles. Tiempo. Los vivos son a quienes no les

    alcanza el tiempo. A los muertos les llueve el tiempo. Candelario siguió cami-nando hasta donde dormía Miguel Milagro. Luego, se lo cargó a los hombros y lo metió adentro de su tumba.

    >

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    Ya por lo menos, no dejaba la tumba vacía. Y entonces sí, comenzó a bajar el cerro. Salió apurado. Cosa rara en Candelario. Salió apurado como un vivo y no notó que al lado de su tumba yacía la tumba nueva.

    Llegó al pueblo, que por suerte estaba dormido. No sabía qué impresión podía causar si alguien lo veía. Un pueblo chico, de cinco calles. Dos cuadras antes de la plaza, su casa de adobe. Miró por la ventana. Una mujer recostada bajo una luz de vela. Era la espalda de Eulalia a la que no le había pasado el tiempo. Su mujer, en su cuarto, como veinte años atrás. Con un camisón blanco. El camisón con puntillas en el escote que a él siempre le había gustado tanto.

    Candelario sintió deseos de entrar, pero alguien le ganó de mano. En ese momento se abrió la puerta y entró un hombre. Un hombre en el cuarto de su mujer, eso era lo que realmente temía Candelario. Lo que era la muerte. Sólo un ramo de flores los domingos. Candelario pasó la mano por el vidrio para desempañarlo. Podía ver a través de la tierra pero le costaba más a través del humo de su propio aliento. Su aliento de muerto. El hombre se acercó a su mujer y la comenzó a acariciar. Su mujer se dejaba. Eran caricias cariñosas, como de consuelo. Candelario hubiera dado lo único que tenía para dar, que era su propia muerte, por acariciarla así. Él conocía al hombre. Era Jacinto, el que tenía la verdulería a una cuadra. ¿La acariciaría así cuando él estaba vivo? En eso Jacinto se paró para cerrar la cortina. Candelario se quedó en la ven-tana. Mientras Jacinto cerraba la cortina, Candelario lo miró fijo:

    Jacinto cerró la cortina sin asustarse. >.Candelario subió el cerro muy deprimido. ¿Qué sería de su hija, ahora, con

    su madre distraída en amores? ¿Qué sería de él? ¿Qué sería de no verla todos los domingos con el ramo de retamas?

    Llegó al cementerio. Sus pies notaron los mensajes que andaban por la tierra:

    >>>

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    >>No contestó a ninguno. Se acercó a su tumba, lentamente, como si estu-

    viera más muerto que muerto. Y allí sí, vio la tumba nueva al lado de la de él. Qué raro, no haberse des-

    pertado en el momento del entierro. A veces pasaba. Se acercó por acercarse, por cortesía. Leyó en la cruz:

    Eulalia Vázquez de Amante23 de junio

    19�5

    ¡Eulalia, al lado de su tumba! ¿Cómo? Pero si hacía un momento... Se dio cuenta de que había visto a una mujer joven, aún más joven de como era Eulalia por la época en que él se había muerto. Y que entonces el que había visto no era Jacinto sino el hijo de Jacinto. ¿Se habría casado con su hija?

    Si no se apuraba por sacar a Miguel Milagro de su propia tumba y meterse él, Eulalia, su mujer, se iba a encontrar con Miguel y no con él cuando des-pertara a la muerte. Y entonces sí, podría decirse que su mujer se encontraría acostada con otro hombre. Enterró las manos y tiró a Miguel de las patas. El cuerpo de Miguel salió de la tumba protestando entre sueños de muerto. Candelario lo llevó alzado hasta el nicho. Lanzando un rugido de muerto espantó a los posibles espíritus de la noche que hubieran podido ocupar el lugar del borracho. Lo arropó. Luego se metió apurado en su tumba. No fuera a ser que los espíritus se escondieran en ella. Después miró para el costado. Allá estaba dormida, detrás de la tierra. Iba a esperarla con los ojos abiertos. Y apenas despertara, le enseñaría a estirar la cabeza levemente hacia atrás para mirar cómo salta la brisa, con vaivén de abanico, en la punta de los cerros.

  • A Casiperro Gil del Hambre, caballero de la Oreja,quien al final de sus aventuras y desventuras supo hallar una guarida feliz.

    Mar, acantilado, avenida costanera y el pueblo atrás: un lugar de vacacio-nes como cualquier otro. Y la guarida es algo así como un nudo al final, la unión de las cuatro cosas. El sonido del mar, el reparo de los acantilados, las luces de la avenida y las sobras del pueblo.

    No hace frío, pero el pelaje de la Renga no se lleva bien con el viento. Las orejas caídas, la cola como un cable desenchufado... Repasa con la mirada las pocas ventanas que iluminan distraídas lo que queda de la tarde. Su estampa de perra vieja no asusta a los Perritos Nuevos, que la miran con ojos casi abier-tos casi cerrados.

    —¿Cuánto tendrán? —pregunta la Chillona.

    Texto © 2004 Ariela Kreimer. Dibujo © 2004 Ariel Abadi. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los

    autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

    Ariela Kreimer

    La guarida de losperros tristes

    Segundo premio en el Primer Concurso Internacional de Cuentospara Niños de Imaginaria y EducaRed

    Ilustrado por Ariel Abadi

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    La Renga no contesta. —¿Hermanito Perdido era así de chiquito cuando se lo llevaron? La Renga no contesta. Pero sí, a simple vista no son diferentes de como

    eran la Chillona y sus tres hermanitos cuando llegaron a la guarida, junto con los primeros turistas. A uno se lo habían llevado al poco tiempo y no lo habían vuelto a ver. Pero... ¡si habrá visto cachorros como ésos la Renga! Camadas enteras crió después de que ese ruido sordo acabó con su carrera. A ladrona profesional había llegado, para orgullo de sus diez hermanos, cuando don Carnes —ninguno sabe su verdadero nombre— hizo colgar el cartel de “Buscada” en los alrededores de la carnicería. Y ya ni ganas le quedaron de contar sus viejas hazañas.

    —¡Mal momento pa´ tener cría! —masculla. El sol se cae temprano, las lámparas se niegan a encenderse; todo indica el fin de la temporada. Habrá que acostumbrarse; los Perritos Nuevos, si sobreviven las primeras lunas, for-marán parte de la manada estable. Sin despedidas hasta que el calor apriete.

    —Vaya, Chillona, vaya a los tachos a buscar algo de comer que yo me quedo cuidando a los chiquitos —la Renga sabe organizarlos. —¡Negro! ¡Vago! ¿Qué esperan? ¡Sigan a su hermana!

    A la Loca la deja seguir en su puesto, fiel, ladrándole a los autos que pasan. Invierno y verano ladra, desde que años atrás un coche grande, color verde musgo, se llevó a su único cachorro.

    Arisco y Colita habían conseguido un buen almuerzo —la gente saca a la calle lo que queda en las heladeras antes de marcharse— y ahora esperan la comida mientras juegan con algunos de sus tesoros: un barrilete roto, un sombrero de paja, un barrenador.

    Salvaje aguarda en lo alto del acantilado, lo más lejos posible del pueblo.Los Perritos Nuevos están desde la mañana, pero nadie se animó a sacarlos

    de la caja. Tampoco lo hace ahora la Renga, que los olfatea, los acicala un poco y los acomoda para protegerlos del viento.

    Y ya llega de vuelta la Chillona, arrastrando los restos de un asado de despedida en la clásica bolsa de la carnicería de don Carnes. Y ya llegan el Vago y el Negro, arrastrando un par de pescados con olor a anteayer. Lenta y

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    trabajosamente, la Renga se aleja de los perritos. Aleja su preocupación y su ternura, y reparte equitativamente las provisiones.

    Cada uno busca un lugar tranquilo para disfrutar de su suerte. La Loca, como todos las noches, entierra un hueso fresco por si su cachorro vuelve. Nadie se enoja, a la mañana lo desentierra y se lo da a alguno de los perros más jóvenes.

    Colita se acerca a la Renga y se echa a su lado, mirando el mar. Trata de imitar la tranquilidad de la perra vieja.

    —¿Qué vamos a hacer con los Perritos Nuevos? Son todavía muy chiquitos para comer lo mismo que nosotros... necesitan leche. Hoy era un buen día para dejarlos en la estación, ¡pero acá...! No se los va a llevar nadie... Y en el invierno, apenas si va a alcanzar para los que éramos hasta ahora: el Salvaje, el Arisco, la Loca, los hermanitos negros... Ay, Renga... —Colita suspira.

    Los ladridos de la Loca quiebran el monótono murmullo del mar.—Por suerte el Hermanito Perdido no volvió, seguro que consiguió una

    familia que lo quiere... ¿no le parece?—Estoy segura —dice la Renga. Y sigue pensando en cómo alimentar a los

    Perritos Nuevos.Pero su oído de vieja ladrona no la engaña. ¿Por qué ladra la Loca? Autos

    no pasan. Apenas seis o siete entre que el sol sale y el sol se pone. ¿Entonces? Se da vuelta con dificultad, y lo ve. Es el Hermanito Perdido que, caminando por el medio de la avenida costanera, estira la pena junto a su sombra.

    Colita también lo ve y comprende esa sensación mejor que nadie. Ella también fue una cachorrita regalona que lamía los pies de los turistas. Ella también supo ganarse el amor de una familia durante un verano. No le había sido nada fácil arrastrar nuevamente hasta la guarida su vergüenza de mirada hambrienta.

    —¡Vamos a recibirlo! —dice y busca la mirada de la Renga, para que lo apruebe.

    Pero Arisco, a pocos pasos de allí, se arquea y la mira con recelo. Salvaje se aleja por el acantilado hacia la nada. La Chillona, el Negro y el Vago lo reco-nocen; paran las orejas, alzan la cola, esperan una señal.

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    —Yo le avisé que esto iba a pasar —dice Arisco—. ¿Por qué se fue? —Fue lo mejor para él. Sólo va estar unos días triste, después... —trata de

    explicar Colita.—No, le va a resultar muy difícil sobrellevar el abandono. Yo le avisé...

    Además, acá...—¡Por favor, Arisco! También a usted le avisaron y se fue igual —intercede

    la Renga y quiebra el viento con un ladrido que es casi una orden. —¡Chillona, Negro, Vago! ¡Vayan a recibir a su Hermanito Perdido!

    Colita mira a Arisco asombrada y herida. No conocía su pasado de perro abandonado. Había aparecido por la guarida el verano que Colita estaba afuera y, a su regreso, un poco por arrancarla de la tristeza y otro poco para enamorarla, le había contado mil historias sobre las playas exóticas que había recorrido. Decía ser un viajero de paso que dejaba sus hábitos aventureros por amor.

    La mirada severa de la Renga les recuerda que no es el momento de pedir explicaciones ni de darlas.

    —Bienvenido, Hermanito Perdido —dicen ahora sus hermanos los perros jóvenes, los no tan jóvenes y los viejos. Los recién nacidos todavía no saben de reencuentros.

    La Loca le ofrece el hueso reservado a su cachorro, y está a punto de ale-grarse, pero su propia pena la envuelve como el viento:

    —En algún lugar de este pueblo hay una mamá triste porque la separaron de sus cachorros.

    —¡Una mamá! ¡Claro! —Hermanito Perdido levanta las orejas y desentur-bia la mirada— En el edificio donde yo vivía, una perra estuvo llorando largo. No pude verla, pero tal vez sea la mamá de estos perritos.

    —¿Podría llevarnos hasta esa casa? —pregunta la Renga.—Sí, pero...—No pierda tiempo entonces. Vaya con sus hermanos y el Arisco y traiga

    a esa mamá para que amamante a sus cachorros.Galopan la avenida costanera casi hasta la otra punta del pueblo, donde

    el nudo final lo hace un muelle y no una guarida. Allí se alejan del ruido del mar, dos cuadras para adentro de las luces. Se detienen. Hermanito Perdido

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    olfatea decidido una puerta de madera. Ladra. Sus compañeros lo imitan. Ladran muy fuerte, aúllan; Hermanito Perdido llora un poco aprovechando el ruido. Todavía encuentra en el aire el olor de ese chico que dijo quererlo, y, en la tierra, la humedad de las lágrimas que regaron ese cantero horas atrás, cuando se separaban en esa puerta y el chico era arrastrado por el brazo firme de su papá hacia la estación.

    De lejos llegan algunos ladridos débiles de perros amables que contestan. Pero no quedan dudas, el edificio está vacío.

    Vuelven despacio para la guarida, por el medio de la avenida costanera: vuelven con la pena honda, las orejas bajas, el rabo caído. Un auto pasa y los obliga a separarse, a olfatear el cordón de la vereda. Ya van llegando.

    La Loca ladra, pero no a ellos: al auto, como siempre. Y el auto también ladra. Adentro una perra se desespera. El auto sigue de largo hacia la ruta.

    —Todos los veranos son más o menos iguales —piensa la Renga y se dis-pone a sacar de la caja a los Perritos Nuevos para acomodarlos junto a su cuerpo y pasar la noche.

    Más allá, los hermanitos negros se acurrucan alrededor del recién encon-trado para que les cuente los olores de su historia. Colita y Arisco vuelven a sus tesoros de la mañana y a su amor de siempre. Salvaje merodea la zona, no comparte sus tristezas.

    La Loca ladra. La Renga levanta la vista, retrocede alerta. Desde la ruta, caminando por el medio de la avenida costanera, la sombra de una Mamá Fugitiva se desembaraza de su tristeza y va al encuentro de sus crías. Esta vez van a ser muchos para pasar el invierno, van a ser muchos pero va a alcanzar, de alguna manera va a alcanzar.

  • Aunque el platillo volador no andaba muy bien, Tamoclapeco lo manejó como pudo -quejándose en su idioma marciano- y se ocultó detrás de las nubes que cubrían Sauce Solo, esperando el mejor momento para bajar.

    Cien habitantes (a la mayoría le gustaba jugar al pato), una plaza esteparia, un surtidor de combustible. Nada más que eso era Sauce Solo, a 400 kilóme-tros de la Capital.

    Las Cuchas era su único pueblo vecino. Los separaban 50 kilómetros y un viejo rencor, de cuando se disputaron cuál de ellos tendría una estación de servicio.

    Sergio Petriw

    El ataque secreto[Cuento muy popular en Las Cuchas, y no así en otros lugares]

    Segundo premio en el Primer Concurso Internacional de Cuentospara Niños de Imaginaria y EducaRed

    Ilustrado por César Da Col

    Texto © 2004 Sergio Petriw. Dibujos © 2004 César Da Col. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los

    autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    Las vueltas de la vida y el fixture del campeonato regional de pato hicieron que la final del torneo se jugase en Las Cuchas; los locales contra Sauce Solo. Así que todos dejaron el pueblo y viajaron hasta la cancha en tres camiones repletos. El último en irse fue el empleado de la estación de servicio, cuando estuvo seguro que ya no quedaba nadie. Cerró todo, y cuando cargó gasoil en su chata, del apuro olvidó poner la manguera en su lugar, y quedó colgada a la suerte del viento.

    Al rato, la nave aterrizó en medio de la calle, enfrente de la estación de servicio.

    Se abrió una escotilla y por ahí asomó una antena que inspeccionó el aire. Enseguida descendió una rampa hasta el suelo y por ahí bajó Tamoclapeco. Apoyó tímidamente un pie en la tierra, después los otros dos. Con sus tentá-culos se acomodó la escafandra y miró alrededor.

    El marciano estaba muy nervioso; era la primera vez que salían de su pla-neta y jamás se hubiese imaginado que sería para colonizar otro. Sin embargo, la presión y la prisa por la conquista (otro país en Marte tenía los mismos planes) hizo que saliesen sin saber demasiado cómo eran los habitantes de la Tierra. Tamoclapeco tenía esa responsabilidad, pero sólo había dedicado un domingo a la tarde a leer algo sobre los terrícolas en una biblioteca marciana. El libro no tenía fotos así que lo ojeó por arriba. Cuando bajó de la nave, Tamoclapeco solamente se acordaba de haber leído que los terrícolas eras seres conflictivos y algo traicioneros.

    —Hola terrícola —le dijo al surtidor.El marciano echó un rápido vistazo, por si había alguien más.Soplaba un viento caliente, que partía la tierra. Lejos, en Las Cuchas, se

    jugaba la final y Sauce Solo ganaba con la ayuda del árbitro.—Terrícola: ¿Entiendes el idioma? La manguera oscilaba de aquí para allá. En eso, un pequeño chorro de

    gasoil cayó y se deslizó por el piso.El combustible alcanzó el pie viscoso del marciano. Apenas lo tocó, le hizo

    una reacción que le carcomió todos los dedos del pie, dejándole los huesos a la vista.

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    Tamoclapeco sacó su radiotransmisor y se comunicó con su planeta.—Hay resistencia a la invasión, repito, hay resistencia a la invasión. El

    terrícola que encontré es muy hostil y ha utilizado armas ante el primer contacto. Cambio.

    —Proceda.Y Tamoclapeco sacó su arma láser y descargó sobre el surtidor.—Muere, terrícola.La manguera voló por el aire, el surtidor se rompió en pedazos, y se pinchó

    un caño que escupió gas-oil contra el marciano.—Retirada. Están contraatacando.Corrió hacia su platillo volador, tropezando varias veces; subió y se fue

    cruzando las nubes.—Volveré —amenazó desde el cielo.

    Los tres camiones repletos de gente volvían al pueblo, festejando la victo-ria, la injusta victoria.

    De pronto se detuvieron al ver el surtidor destruido. Todos se pararon alre-dedor del fierrerío, mirándose sin decir nada, con mucha bronca.

    —Estos de Las Cuchas sí que quedaron con bronca porque perdieron... No se lo vamos a perdonar nunca —dijo un sauceño.

    Y así fue. Desde esa vez, los sauceños le hicieron la vida imposible a los de Las Cuchas...

  • En el colegio sacaron fotos de todos los cursos. Trajeron un fotógrafo de afuera y todo. Nos pidieron que fuéramos bien vestidos para las fotos. La maestra dice que en las fotos tenemos que salir lindos y arreglados porque son el recuerdo que nos va a quedar del colegio. Pero la verdad es que en el colegio estamos siempre sucios y desarreglados, así que no creo que esa foto nos sirva para recordar el colegio. Quizá la maestra espera que con los años, cuando seamos viejos, nos olvidemos de todo y al ver las fotos pensemos que todos los días íbamos vestidos así.

    La cuestión es que a los varones nos hicieron poner corbata. Yo nunca antes me había puesto una, ¡son muy incómodas! Igual fue una buena idea, porque las fotos quedaron graciosísimas.

    Al colorado, que es muy grandote, le puso la corbata la maestra y como al mismo tiempo estaba retando al gordo Aníbal, le hizo el nudo muy fuerte.

    Martín Blasco

    ¿Para qué sirvela corbata?

    Segundo premio en el Primer Concurso Internacional de Cuentospara Niños de Imaginaria y EducaRed

    Ilustrado por Douglas Wright

    Texto © 2004 Martín Blasco. Dibujo © 2004 Douglas Wright. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los

    autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    Tan fuerte que el colorado se puso todo rojo. Pero a nadie le llamó la atención. Siempre está todo rojo. Pelufo, en la otra punta de la foto, tenía una corbata del hermano mayor que le llegaba hasta la rodilla. Peña tenía un moño en vez de corbata, él siempre quiere llamar la atención, y le cantábamos “el ñoño tiene moño...”, con una musiquita tipo del Caribe muy linda. La musiquita la inventó Bruno, es muy bueno para la música. Tiene mucho ritmo y con la lapicera y el pupitre hace una batería bárbara. Mamá me dijo que es porque es uruguayo y que todos los uruguayos tienen ritmo. Ella lo sabe porque antes de casarse tuvo un novio uruguayo, pero no puede hablar del tema porque papá se enoja.

    Al que le quedaba increíble la corbata era al gordo Aníbal. La usaba con anteojos negros de sol y parecía un mafioso de esos de película. A la maestra sin embargo no le gustaba mucho. ¿Quién la entiende?

    Pero vamos con la pregunta. Lo que todos nos preguntábamos era: ¿para qué sirve la corbata? En serio, piénsenlo.

    “Para abrigar el cuello”, dijo Agustín. Pero todos estuvimos de acuerdo en que no puede ser, para eso ya está la bufanda, que es mucho mejor.

    “Para usar el botón de arriba de las camisas”, dijo Pelufo. Y ahí nos pregun-tamos si será así o será que el botón está para poder usar la corbata. Lo que es como la pregunta de si vino primero el huevo o la gallina.

    “Como adorno”, dijo Peña. Todos nos reímos: ¡si es horrible! No, como adorno no puede ser.

    Por más que hablamos mucho del tema no encontramos cuál es la utili-dad de la corbata. Igual fue un día divertido y la foto salió buenísima. Justo cuando el fotógrafo sacó la foto el colorado se desmayó por culpa de la cor-bata ajustada, y como estábamos en una grada y él estaba arriba de todo, al caerse tiró a todo el mundo.

    En la foto se ve una montaña de gente una arriba de otra. Es muy graciosa, aunque la maestra se puso a llorar. Al colorado hubo que llevarlo al hospital.

  • “¿O creés que vas a entrar en el Jardín de las Delicias sin pasar por las mismas pruebas que quienes te precedieron?”

    (Corán, 2:21�)

    Volvió la primavera a una granja pujante del sur de Francia, y con ella, volvió Olulu. Ettie estaba pastando y vio la sombra planear a su alrededor.

    —¿Se me corrieron las manchas que no me reconocés?—Con ese humor, tenés que ser vos. —Olulu aleteó en el aire. —Estoy de

    raje, Ettie. La bandada va para Portugal. Pero antes te doy un consejo. Fugate. Escuché decir a un peón que mañana te van a hacer bife.

    —¡No! —Ettie abrió grandes los ojos negros. —La posta es India, gordi. ¡Apurate! —el pájaro remontó un viento oeste.

    Ettie quiso volar.

    Clara Levín

    Ettie hace la IndiaSegundo premio en el Primer Concurso Internacional de Cuentos

    para Niños de Imaginaria y EducaRedIlustrado por Gustavo Mazali

    Texto © 2004 Clara Levín. Dibujo © 2004 Gustavo Mazali. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito de los

    autores. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    Xénia, Jacotte, Copélia y Zaïde dormían la siesta. Ettie se ovilló al pie de un fresno y contempló el tráfico de pájaros detrás del velo verdinegro de hojas. El verano pasado Olulu le había piado que en India las vacas son sagra-das, veneradas y respetadas. Muy halagada, Ettie mugió “Ah, yo me voy”, pero vio pasar un toro y se olvidó. Ahora, pasó el peón Claude y la miró con ojos carniceros. Ettié tembló.

    —Mejor para mí. Me largo de acá —mugió. Ettie se refrescó en el estanque y enfiló hacia las remolonas que se desperezaban y se sacudían las lagañas.

    —Chicas, se pudrió todo. Somos bife.Se produjo un silencio. Zaïde rascó el pasto con una pezuña. —Nosotras somos lecheras, y Premium. Sólo Jacotte y vos…Ettie parpadeó. Dio unos pasos hacia Jacotte.—¡Hermana, vamos a India!Jacotte revoleó los ojos.—Qué va a pasar, qué va a pasar. —Se tendió en el pasto. —¿Patear hasta

    allá? ¿Baquetearse los cascos? —chasqueó la lengua—. Antes, bife. Un griterío en la manga acuchilló el aire. Todas voltearon hacia Jacotte. —Para qué, seguro que no llegás. Ettie protestó que paso a paso, que hay una vida mejor, que el mundo es

    una aldea global, que no hay peor ciego, pero no hubo caso. Las chicas le limpiaron las orejas con la lengua para que oyera bien el peligro e idearon la huida. Cuando cantaron los primeros grillos, la acompañaron hasta el alam-brado y la vieron cruzar campos de flores y alejarse hasta que no pudieron distinguir vaca de flor, de flor de vaca.

    Ettie caminó entre viñedos, mojándose con el dulce aroma zumbante de abejas. Pensaba: Mañana planto bandera en un hindumonte de lujo y les mando una invitación por paloma. Copélia y Jacotte no se mueven ni con diez arrieros. Xénia, qué sé yo. Ufa, qué lástima mi reflejo; India le encantaría pero no quiso salir del estanque. Zaïde dice que me lo cuida, pero Olulu ya me cantó que para llegar tengo que cruzar medio cielo. Y yo avanzo y el cielo se agranda. Pucha que nos vamos a extrañar. Ettie cruzó la granja vecina bajo

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    una pandilla de estrellas. Al despuntar el sol, las estrellas se dispersaron y Ettie se escondió en una zanja lindera con Italia. Así, de noche y hablando sola, atravesó los campos de Europa del Este y China. Amaneció con una manada distinta cada día durante ocho años fatigosos. Dormía todo el día para no levantar la perdiz. Una madrugada, un ucraniano con boina la despertó para el ordeñe a la voz de “¡Haragana! ¡Ganate el pasto!”, a lo cual Ettie bostezó y mugió que ojito o le llenaba el balde de mala leche. Y así… hasta que un día sintió olor a curry. Siguió su olfato y las plantaciones de arroz cedieron a un sembrado de turbantes.

    Ettie entró en India con paso de reina. Fue al centro del mercado y se apoltronó en una tarima de sandías. Alzó la frente, lista para recibir la marea de adoradores. Pero la multitud de turbantes rojos, túnicas violetas y saris con arabescos que iba y venía cargando vasijas en la cabeza y canastas del brazo, la esquivaba. Algunos hasta chasqueaban la lengua a un tris de tro-pezarse con ella. También transitaban motos, carritos, monopatines, cabras, camellos, bicicletas. La esquivaban con bocinazos. Entonces, Ettie se irguió y proclamó:

    —Alló bonjour! ¡Soy Sor Vaca! ¡Su Majestad Ettie!En los puestos, los hombres freían dátiles y vendían comida picante; las

    mujeres tejían tapices; los chicos pintaban cerámicas azules. Había una fila de monos atados con una soga al cuello. No le hicieron ni saludo ni monigote. Ettie se sonrojó y se alejó del bullicioso mercado con la cabeza gacha.

    Marchó varias horas mugiendo bajito. Tengo tantas llagas en las pezuñas que un par más…, pensó. De pronto, vio unas albondiguitas de bosta. Concluyó, donde hay humo, hay fuego. A pocos pasos, encontró una manada de Brah-mans. Ettie corrió hacia la vacada y mugió:

    —Muuu. ¡Muuuu!Las vacas se miraron, la miraron. —¡Mu-uuu!! —Ettie topetó suavemente a la más cercana. La vaca gruñó.

    Las demás la miraron con ojos duros. Ettie se acostó sobre la espalda. Les

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    mostró la panza y el cuello. La manada se alejó unos pasos y reanudó sus actividades: pastar y papar moscas. Será cultural, pensó Ettie. Permaneció acostada en la hierba con las orejas (limpias) paradas.

    —Mujtmuj.Ettie tensó las orejas. —Muun mut… —dijo una vaca vieja. —¿Murnutmuj? —preguntó un ternero.—Mu-mu-mu-mu —le respondieron. Ettie sacudió la cabeza, apretó los ojos, escupió, carraspeó y volvió a escu-

    char. Oía perfectamente, pero no entendía esos mugidos extraños. Eran más dentales; los suyos, guturales. Me cacho en diez, pensó, me estafaron con la veneración y ahora esto. Pero Ettie estaba decidida a ganárselas. En los días siguientes, aprendió que “Mutj” es “pasto con hormigas”, que “Mnuuu” es “sombra fresca para la siesta” y que “¡Muuurtn!” es “no te comas mi comida”. Ettie mugía sus imitaciones modulando despacio. Ellas fruncían el ceño dis-cretamente. También se paraban distinto. Al reclinar el cuello para arrancar pasto, observaba, ponen todo el peso en una pata trasera y una cadera les queda más alta. Los toros siempre las miran cuando comen y los cuernos les brillan. Ettie trató de copiar la pose, pero cayó de rodillas frente a la manada.

    Una tarde llovió y el pasto se llenó de charcos. Ettie vio un reflejo huesudo y contuvo un mugido de horror. Ettie pisó el charco y lloró. Nada estaba bien. Todo sabía a curry. En casa, el pasto era mantecoso, mentolado, un colchón afelpado para la siesta, y las briznas eran mimosas. Acá es ralo y crujiente, y me pincha. Y siempre me estoy chocando con alguna; necesito espacio para pastar. Ay, si estuvieran Copélia o Xénia. Marcharíamos al mercado para exigir la veneración que es nuestra. ¿Cómo será pastar sin mí? A Jacotte le voy a mugir que el país entero me veneró.

    Mientras Ettie cavilaba, llegó al monte una vaca blanca con manchas mar-rones. Saludó a la manada y la manada no le contestó. Ettie se acercó. La blanquimarrón arrancó un manojo de hierbas y las soltó a los cascos de Ettie.

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    Ettie mugió un saludo y ella respondió en tailandés. Con Bharat —Ettie no sabía cómo se llamaba, pero tenía cara de Bharat y algo había que lla-marla— se llevaron fenomenal de inmediato. Pastaban, se dejaban ordeñar por niños hambrientos, clasificaban estrellas, rumiaban, meaban, se bañaban en el Ganges, hasta estornudaban juntas. Intercambiaron mugidos hasta esta-blecer un código de mugidos en común, precario pero funcional. Claro, Ettie no era la primera vaca en atar los cabos y “hacer la India”, intercambiando un destino de bife por uno de reverencias y reencarnaciones. Después de Bharat, llegó Chowk. Chowk vino de las plantaciones de arroz y tenía los ojos achi-nados. Ettie olfateó hasta que lo vio. Tenía el rabo bien durito. Estaba para mugirle cositas al oído. Yo para vos me pinto toda con Henna, pensó. Chowk le miró las pestañas y las ubres.

    —Me gusta tu pilcha de cuero, nena. Ettie se dejó husmear, imaginando cómo serían los toritos.

    Un mediodía, Chowk y Bharat fueron a explorar el territorio sur, en busca de monte sin curry. Ettie rumiaba la comilona de la noche anterior a la sombra de unos pinos. La manada masticaba pasto. Una familia humana comía un picnic. Los niños reían. De pronto, Ettie detectó pasos sigilosos con sus orejas hiperlimpias. Entre los pinos, apareció un tigre de bengala. Miró a la manada y eligió a Ettie. Ettie sintió escalofríos sin saber qué animal era. El felino se acercó casi sin hacer ruido. Se miraron. Los humanos corrieron a su casa rodante. Manteles y sándwiches volaron por el aire. Las vacas gimieron y se escondieron entre los pinos. El tigre no desvió la vista. Sus rayas naranjas y negras titilaban y sus bigotes blancos estaban tensos. Abrió las fauces: su boca era una sierra de colmillos. Ettie olió pis y caca de miedo proveniente de los árboles. Tragó saliva. El felino no respetaba las cosas sagradas y se acercó relamiéndose. Las manchas de Ettie se volvieron grises. En eso, un pájaro parecido a Olulu tomó en su pico un cuchillo del picnic. El filo plateado voló hacia Ettie. Desde los pinos estalló una liturgia de mugidos coránicos. Ettie se inspiró y con un movimiento diestro y veloz, mordió el cuchillo. El felino arqueó las cejas. Ettie meneó la cabeza y, mirándolo con ojos brillantes,

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    se comió el filo resplandeciente. El tigre dio un paso atrás y maulló. Ettie masticó el cuchillo, sabiendo que en unas horas lo rumiaba y lo escupía. El tigre astuto no se arriesgó a cortarse la lengua y se alejó como una serpentina naranja entre la vegetación.

    Las vacas emergieron de sus escondites y los humanos de la casa rodante. Los humanos se arrodillaron alrededor de Ettie y le profirieron alabanzas. Las vacas la contemplaron con admiración y cada una le trajo un haz de pasto. En efecto, la combinación de sus rezos y el ingenio de Ettie habían redundado en una victoria para la raza. Porque a partir de entonces, las vacas indias andan equipadas con un cuchillo para ahuyentar a los temibles tigres de bengala. Y lo que es más, la manada comenzó a mugirle, viendo que tenía ideas tan provechosas. Con maestras dedicadas, Ettie, Bharat, y Chowk aprendieron a imitar a la manada. Después vino la normalidad, y Ettie volvió a extrañar su granja natal, su reflejo, el olor del sol sobre la brizna, la humedad en los cuernos, el brillo del alambrado, los peones discutiendo en francés, el olor a crema fresca del tambo.

    Entonces los tres vacunos emprendieron un tour de sus ciudades natales. Visitaron Chantou, China; Phuket, Tailandia; y llegaron a Azur después de trece años siguiendo la exitosa estrategia de Ettie de moverse de manada en manada bajo el cielo estrellado. A pesar de la oscuridad, cuando pisaron la granja, Ettie distinguió las manchas de Zaïde, Xénia y Copélia. Esperó al pie de sus lechos de pasto hasta el amanecer. Chowk y Bharat durmieron. Cuando despertó y vio a Ettie, a Zaïde se le dilataron las pupilas. Despertó a Copélia y ambas se refregaron los ojos contra el pasto sin creer que Ettie estu-viera de veras allí. Luego amanecieron Chowk y Bharat, y Ettie hizo las pre-sentaciones. Zaïde, Xénia y Copélia contaron que Jacotte fue bife al poco de partir Ettie. Los viajeros dieron un gritito aunque, siendo tan flacos, estaban fuera de peligro. Las chicas se arrodillaron en la hierba a escuchar el relato del viaje. Pero Ettie no mugió nada sobre el olor a curry del pasto, sobre el sabor del agua, sobre los colores de los turbantes, sobre el sonido de las voces huma-

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    nas. Para narrar todo necesitaría el mismo tiempo que empleó en vivirlo. Así que sólo mugió los hits y, al terminar, Zaïde emocionada la llevó al estanque. Pero cuando Ettie se miró en el agua, no vio el reflejo conocido. Volví, pensó Ettie, pero no soy la misma. Este no es el reflejo que era y, a veces, me paro a comer como una vaca india. Acá en la granja trato de no hacerlo, pero es más cómodo, se digiere mejor.

    —¿Al final te veneraron o no? —quiso saber Xénia. Ettie le dio la espalda al estanque y mugió que al final, sí.

    Chowk y Bharat volvieron a India. Xénia fue con ellos para conocer un tigre de bengala. Llegaron en época de festival. Xénia asistió a un polo en elefantes, pero los cornudos no la saludaron. Vio encantadores de serpientes, pero las serpientes no estuvieron encantadas de verla. Le dio una pataleta en una calle principal y Chowk y Bharat la arrastraron al monte a comer un pasto crujiente con delicioso sabor a curry.

  • Fabiana Margolis

    Te espero abajo, tiburónSegundo premio en el Primer Concurso Internacional de Cuentos

    para Niños de Imaginaria y EducaRedIlustrado por Laura Michell

    El salto fue increíble. Perfecto.Primero entraron los brazos estirados, abriendo un camino preciso a través

    de la superficie plateada del agua que, hasta ese momento, parecía un espejo calmo y silencioso. Después la cabeza, en el lugar exacto entre los brazos firmes, como si un hilo invisible la estuviera sosteniendo para no dejarla caer.

    El cuerpo entero atravesó el agua de la pileta, cortándola en dos como un cuchillo filoso, hasta que al final se perdieron de vista las piernas, tan estira-das, tensas y perfectas como los brazos. Entonces el camino abierto en el agua se cerró de golpe, tragándose ese cuerpo que Federico conocía de memoria.

    Texto © 2004 Fabiana Margolis. Dibujo © 2004 Laura Michell. Permitida la reproducción no comercial, para uso personal y/o fines educativos. Prohibida la reproducción para otros fines sin consentimiento escrito del

    autor. Prohibida la venta. Publicado y distribuido en forma gratuita por Imaginaria y EducaRed:http://www.educared.org.ar/imaginaria/biblioteca

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    Unos minutos antes de que ella saltara, Federico la había observado en silencio, como siempre, desde el otro extremo de la pileta. Había visto sus ojos celestes parpadear, medir la distancia, calcular la altura, planificar la caída. Él sabía que ella los cerraba —siempre lo hacía— cuando sus pies se acomodaban en el trampolín y estaba a punto de saltar, como si dejara un último instante para que el azar se mezclara con aquel salto tan pensado, tan planificado hasta en sus más mínimos movimientos. Le gustaba pensar eso. Y le gustaba, sobre todo, mirarla.

    Ema apareció en la superficie, del otro lado de la enorme pileta. Se impulsó con los brazos y se sentó en el borde, dejando caer sus piernas dentro del agua. Por su cuerpo húmedo resbalaban miles de gotitas transparentes. Entonces Federico contuvo la respiración, porque sabía que ella iba a quitarse el gorro de baño, dejando sueltos sus cabellos colorados, que caían en una suave cas-cada llena de rulos hasta su cintura. Nunca tendrían que haberse inventado los gorros de baño, pensó con amargura.

    Estuvo a punto de acercarse. Siempre lo estaba. Pero en ese momento lle-garon corriendo Celeste y Mónica para felicitarla por el salto y abrazarla. Ema todavía estaba sentada en el borde de la pileta, con el gorro en su mano y los pies dentro del agua, cuando apareció Matías, sonriendo. Federico no lo conocía más que de vista y ya lo odiaba. Desvió la mirada porque no quería volver a ver ese beso que también se sabía de memoria y le lastimaba como si algo lo estuviera quemando por dentro.

    * * *

    La competencia era en dos semanas y Ema se preparaba casi desde que las clases habían empezado. A veces, incluso, venían los profesores de natación, pedían permiso y se la llevaban del aula para practicar un rato. Esos días, Federico la observaba irse a través de la ventana de su división —él estaba en segundo tercera; ella, en segundo cuarta— y no podía volver a concentrarse hasta que Ema no regresaba. Más tarde, en el recreo compartido del patio, él veía que las puntas de su cabello permanecían húmedas, más coloradas e

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    intensas que el resto del pelo. Se entretenía imaginando el salto; ese instante en que el cuerpo de Ema marcaba un camino perfecto a través del aire y se sumergía en la pileta, como si entrara en otro mundo, distante y lejano.

    Hacían natación en un club que quedaba cerca del colegio. Federico odiaba nadar. El primer día, los profesores habían evaluado a los nuevos para saber en qué nivel ubicarlos. Pusieron a todos los de segundo año juntos y les pidieron que fueran nadando de una punta a otra de la pileta.

    Cuando lo vieron a Federico intentar unas brazadas desesperadas, más parecidas a un pedido de auxilio que a la práctica inocente de un deporte, determinaron para él la pileta de menor categoría.

    —¡Federico! –gritó una de las profesoras, luego de emitir un chillido agudo con el silbato que llevaba colgado del cuello, suficiente para que todos en la pileta se dieran vuelta— ¡mojarrita!

    Mojarrita era el absurdo nombre de la pileta más bajita de todas. Cuando Federico se paraba, el agua le llegaba por las rodillas. No entendía muy bien eso de ponerles nombres de peces a las distintas piletas. ¿No podrían haberles puesto sencillamente números? Pileta número uno, pileta número dos. Le daba una vergüenza terrible decir que pertenecía a la pileta de las mojarritas. Por lo menos podrían haberlo puesto en la pileta intermedia, la de los delfines. Aunque observándose con justicia, nada tenía él de delfín en su cuerpo.

    Ema estaba en la pileta de los tiburones. Inalcanzable. ¿Cómo podía una mojarrita acercarse siquiera a un tiburón? Ganas no le faltaban. Pero allí estaba también Matías, protegiéndola con su mirada, y a Federico no le quedó más remedio que tomarse del borde de la pileta y, como todas las mojarritas, empezar a patalear dentro del agua.

    * * *

    —¿Cómo te fue hoy, Fede? –preguntó su papá esa noche, mientras le alcan-zaba el salero.— A esta comida le falta sal, Mirta.

    —Sabés que no podés comer con mucha sal, no acostumbres a los chicos tampoco...

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    —Hoy tuvimos natación –se adelantó su hermana, mientras Federico sentía que se iba poniendo cada vez más colorado. Y mudo.

    —¿Sí? ¿Qué tal?—Estoy en la pileta de los delfines... –dijo ella orgullosa— pero seguro que

    me pasan a la de los tiburones en poco tiempo. La profesora me felicitó por lo bien que nadaba.

    —¿Y vos, Fede? –quiso saber su mamá.—Bien, ma.—¿Bien qué?—Bien...—A Fede lo pusieron en la pileta más chiquita, la de las mojarritas... –dijo

    ella aguantando la risa.—¿Y vos qué sabés? –gritó Federico con furia, pensando que a veces tenía

    ganas de matar a todo el mundo. Y muy especialmente a su hermana menor.—El hermano de Sofía, una de mis compañeras, está en tu misma división

    y ella me dijo. —¿Y ella qué sabe?—Bueno, basta. Seguro que ahí vas a aprender a nadar mejor y dentro de un

    tiempo te pasen de pileta, ¿no? –su papá seguía echándole sal a la comida.—Sí, seguro –la mirada de odio de Federico se clavó en la cara de Analía,

    que no se dio por aludida y siguió comiendo en silencio.Tal vez fuera sólo para molestarlo —Federico realmente creía que todo

    lo que hacían las hermanas menores era para molestar a los indefensos hermanos mayores— o para demostrarles a sus padres lo bien que nadaba, lo cierto es que, tres semanas después, Analía decidió festejar su cumplea-ños en la pileta, en el mismo club donde él odiaba tener que ir una vez por semana.

    —Genial –pensó Federico, pero no le quedó más remedio que ir. No pen-saba ponerse la malla y hacer el ridículo entre los compañeros de su hermana, así que se llevó algunas de sus historietas preferidas, con la intención de pasar un rato en silencio, acompañado por superhéroes a los que todo parecía salir-les siempre bien. Se olvidó por completo de su tía Selva, que nunca faltaba a

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    los cumpleaños. Selva no paró de hablar ni un segundo: le contó de sus vaca-ciones en Chascomús y de su nuevo perrito llamado Sancho.

    —Sancho, por Sancho Panza –aclaró— el compañero de Don Qui-jote, ¿viste?

    —Ah... –respondió Federico mientras veía la boca colorada de Selva abrié-ndose y cerrándose mucho, como si pronunciara palabras gigantescas y luego las lanzara muy lejos suyo. Estaba completamente aburrido.

    Entonces ocurrió lo inesperado.En un momento, cuando tía Selva detuvo su catarata de palabras inter-

    minables para tomar aire, a Federico le pareció ver a Ema subida al tram-polín más alto. Los chicos ya no estaban en el agua; pronto vendrían para seguir festejando el cumpleaños en el salón vidriado. Federico abrió y cerró sus ojos tres veces para comprobar que ella estuviera allí y no fuera un invento de su imaginación. Tal vez la voz monótona de su tía ya lo hacía ver visiones.

    Pero no. No era su imaginación. Ema –la Ema que él conocía— estaba allí parada.

    Sus ojos celestes parpadearon, como siempre. A lo lejos, parecían dos puntos luminosos. Midieron la distancia, calcularon la altura, planificaron la caída. Después se cerraron. Y un segundo más tarde, el agua de la pileta se la tragaba por unos instantes.

    Federico dudó. Ema estaba por salir en el otro extremo de la pileta, se impulsaría con sus brazos y se sentaría en el borde. Tenía ganas de acercarse. Ahora no había excusas: no estaban las amigas que siempre llegaban corriendo para felicitarla y abrazarla. Tampoco estaba Matías. No había nadie. ¿Pero qué decirle? Tal vez Ema ni siquiera lo reconociera. No eran compañeros de división; mucho menos de pileta.

    Federico vio que, en la caída, Ema había perdido su gorro de baño, que flotaba ahora contra uno de los bordes de la pileta. Era la oportunidad que estaba esperando. Sin pensarlo más, dejó a Selva hablando sola sobre las aven-turas de Sancho y corrió a buscarlo. Menos mal que se habían inventado los gorros de baño, después de todo.

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    —Tomá, se te cayó... –los rulos colorados de Ema se pegaban a su espalda. Ella tomó su cabello con ambas manos y lo escurrió, formando un pequeño charco sobre el piso de baldosas tibias.

    —Gracias –le sonrió y después desvió la mirada.Federico pensó que, si no decía nada, la conversación se acabaría antes

    de comenzar. No tendría muchas más oportunidades como ésta para acer-carse a ella.

    —Somos... somos compañeros de escuela, ¿sabías? –antes de terminar la frase, Federico sintió deseos de morderse la lengua. No podría habérsele ocur-rido algo más estúpido. Su cabeza era un remolino de palabras entrecortadas y le resultaba imposible encontrar alguna que no sonara tonta o sin sentido.

    —¿Sí? –ella lo miró con curiosidad, desde el piso, tratando de reconocerlo. Se veía que intentaba hacerlo. Por fin dijo, luego de unos minutos que a Fede-rico le parecieron horas: —Sí, ya sé.

    La conversación amenazaba con perderse nuevamente. Entonces fue ella la que dijo:

    —¿Me viste saltar? ¿Qué tal estuve?—Genial, como siempre... –las palabras le salieron antes de que tuviera

    tiempo de pensarlas, de ordenarlas en una frase. Por segunda vez en una conversación que no llevaba más de dos minutos, Federico quiso volverse invisible, desaparecer cuanto antes de la faz de la tierra.

    —¿Sí? ¿En serio? –ella volvió a sonreír. Y lo miró con sus ojos grandes que, de cerca, parecían más grises que celestes. Ahora sabía que él la había estado observando y la seguridad de saberlo se reflejaba en el tono de su voz, cada vez más seductora.

    —Bueno, en realidad, justo al final torciste un poco la cabeza y...—Sí, es cierto –ella lo miró entre sorprendida y divertida.— Yo también lo

    sentí. ¿Cómo te diste cuenta?Federico estuvo a punto de decirle que era imposible no notarlo cuando

    la había visto tirarse tantas veces. Que sabía, incluso, que ella cerraba los ojos segundos antes de lanzarse a través del aire y que conocía de memoria la posición exacta de cada una de las partes de su cuerpo para que el salto saliera

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    perfecto. Todo eso quería decirle; sin embargo, en ese momento, escuchó la voz inoportuna de su mamá que lo llamaba desde el salón, con la cámara de fotos en su mano:

    —¡Fede! ¡Vení que estamos por soplar las velitas! –Federico intentó no escucharla.

    —Te llaman, ¿no? –ella ya se había puesto de pie. Era apenas —unos centí-metros, tal vez— más alta que él. A Federico le gustaban las chicas más altas.

    —Sí, es el cumpleaños de mi hermana...—Bueno, andá –se despidieron con un beso. Ella tenía la mejilla mojada,

    tibia y suave.Cuando Federico se había alejado algunos pasos, Ema lo llamó:—Si querés, mañana vengo a practicar un rato. No sé, si justo no tenés

    nada que hacer. A las cinco...

    * * *

    Ese domingo, Federico estuvo en la pileta desde las cuatro y media de la tarde. De a ratos no podía creer su suerte; de a ratos temía que todo fuera una broma y pensaba que Ema nunca aparecería.

    Pero a las cinco en punto, tal como le había dicho, Ema llegó.Se saludaron con un beso tímido, silencioso. Tuvieron que esperar un

    rato a que se desocupara la pileta y se sentaron en el borde, dejando caer las piernas dentro del agua. Entre los dos se formó un silencio espeso, cálido y brumoso. De vez en cuando, era interrumpido por el chapoteo de alguna brazada.

    —¿Puedo preguntarte algo...? –Federico la miró sin poder creer del todo que ella estuviera allí, tan cerca. Al ver que Ema asentía, preguntó:— ¿qué sentís cuando estás abajo del agua?

    Ema sonrió antes de responder:—¿Sabés? Sos el primero que me lo pregunta. No sé... es una sensación

    rara. Es como entrar en otro mundo. Es tan silencioso ahí abajo. De repente dejás de escuchar sonidos, voces, ruidos. Es como estar de paseo en un lugar

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    misterioso, casi mágico, donde sabés que no podés quedarte mucho tiempo. Por eso siempre tenés ganas de volver.

    Federico la miró. Estaban muy cerca, casi podía sentir las piernas de ella dentro del agua.

    —¿Por qué no te tirás conmigo? Aunque sea una vez... –y al ver la expre-sión de terror en el rostro de Federico, que ya estaba empezando a pensar en refugiarse en un lugar más seguro, dijo:— Así ves lo que se siente...

    —Prefiero seguir imaginándolo.Ema soltó una carcajada. Era la primera vez que se reía y el eco de su risa

    —una risa fuerte, clara, contagiosa— rebotó en todos los rincones de la pileta. —Bueno, como quieras –y se puso de pie.— Entonces miráme. Federico pensó que no hubiera podido hacer otra cosa. Ema practicó. Una,

    dos, tres, cuatro veces se tiró del trampolín y su cuerpo atravesó el aire como una flecha rápida y certera. Federico no dejaba de observarla y le marcaba si había inclinado apenas su cabeza o si los brazos no estaban del todo estirados.

    —Creo que por hoy es suficiente –dijo ella luego de un rato, saliendo del agua y sentándose cerca suyo.

    —¿Cuándo es la competencia? –preguntó él.—El próximo domingo... no me hagas acordar, que me pongo nerviosa.—¿En serio? Si cada vez te tirás mejor. Es imposible que alguien te gane.Ella sonrió.—Tengo que hacer un salto perfecto. No puedo cometer ni el más mínimo

    error. Si no, me descalifican enseguida. Además, el trampolín no es como éste, es un poco más alto...

    —¿Más alto que éste? –la cara de Federico se llenó de vértigo.—Sí, un poco.—¿Y por qué lo hacés? —No sé... supongo que es en parte para complacer a mi papá. Él me dijo

    una vez, cuando yo era chiquita, que tenía una habilidad especial para la nata-ción y que no podía desperdiciarla. Quiero ganar esta beca para que él vea lo buena que puedo llegar a ser.

    —Sos genial... digo, sin necesidad de demostrárselo a nadie.

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    Antología - Primer Concurso de Cuentos de EducaRed e Imaginaria

    De repente, Federico se quedó callado. Había pronunciado la última frase pensando cada una de las palabras: eso era exactamente lo que había querido decir. Después no supo qué más agregar; pero ese silencio, por primera vez, no le molestaba. Era raro, porque siempre había pensado que quedarse sin palabras al lado de una chica –sobre todo una chica como Ema— lo hubiera hecho sentir incómodo. Había aprendido que era necesario rellenar los huecos de silencio con frases, por más tontas que pudieran sonar. En cambio ahora, la ausencia de palabras hacía que todo fuera más natural, más espontáneo. Si no tenía nada que decir, ¿por qué andar inventando cosas?

    En medio de ese silencio, se inclinó sobre los labios de Ema y la besó. Así, casi sin pensarlo, como si fuera la cosa más natural del mundo.

    Ema no dijo nada, pero enseguida se apartó suavemente, como si corriera entre ambos una cortina invisible.

    —Tengo que irme, se me hace tarde –ya cuando se había alejado unos pasos, se dio vuelta y lo miró.— Vas a venir el domingo, ¿no? Me gustaría que vinieras.

    * * *

    Federico no vio pasar la semana. Casi tampoco la vio a Ema, que aprove-chaba los últimos días para prepararse.

    El domingo amaneció cubierto de nubes grises, panzonas y perezosas. No querían irse y todo el día se pasearon lentamente por el cielo. De a ratos llovía; de a ratos se apartaban un poquito y dejaban que asomara el sol.

    La competencia era en el gimnasio de un importante colegio que tenía su propia pileta olímpica. El lugar estaba lleno de gente; familiares y amigos de las diez competidoras iban y venían ocupando sus lugares.

    Federico llegó temprano. Apenas entró, lo vio a Matías de lejos y sintió que se le caía el mundo. Por un momento realmente había creído que él no iría. Matías estaba con algunos amigos, todos compañeros de su división, y Fede-rico se dio cuenta de que hablaban de él, porque lo miraban de reojo.

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    Matías era alto, mucho más que él, y sobresalía a la distancia. Llevaba el pelo largo y de vez en cuando hacía un movimiento para quitárselo de la cara que a Federico le parecía de lo más estúpido, pero que a las chicas les fascinaba. Tenía además una forma de mirar a las mujeres, de acercarse a ellas, que él nunca hubiera podido imitar. Las chicas se reían como bobas cuando él les dirigía la palabra y Federico no podía imaginar qué cosas tan graciosas decía. Después de todo, tal vez fuera él quien sobrase y Ema siguiera prefiriéndolo a Matías. Deci-dió irse ni bien Ema saltara. ¿Para qué le había pedido que fuera a verla?

    Federico recién la divisó a Ema cuando anunciaron a las competidoras y una a una fueron apareciendo entre los aplausos de la gente. Ema era sin duda la más hermosa, delgada y atlética con su malla de competición color azul marino.

    Ema estaba nerviosa, no podía quedarse quieta. Matías se acercó para salu-darla y Federico desvió la mirada. ¿Se habían dado un beso? Si era así, prefería no enterarse.

    Cuando anunciaron su nombre, después del salto de una chica morocha y petisa, Ema se quedó petrificada. No podía moverse; mucho menos subir al trampolín. La chica morocha había recibido un excelente puntaje de parte del jurado; no sería fácil superarlo.

    Federico se dio cuenta enseguida de que algo no funcionaba bien cuando distinguió los ojos de Ema, más apagados que de costumbre. Entonces decidió acercarse; tener su última oportunidad antes de desaparecer para siempre.

    Fue hasta donde estaba Ema esquivando la mirada de odio de Matías, que se había pegado a su cuerpo como una malla mojada.

    —No puedo... –le dijo ella con una mirada que era celeste y desesperada.—Claro que sí. ¿Cómo no vas a poder? Para eso te preparaste tanto tiempo.

    Para eso practicamos juntos la semana pasada.Matías escuchó las últimas palabras y su cara hirvió de indignación.—¿Qué hace una mojarrita fuera del agua? ¿Por qué no te volvés a tu

    pileta? –y señaló al lugar donde estaba la pileta más bajita de todas. Los que estaban con él se rieron.

    Federico ni lo miró. Pero sintió que algo cambiaba dentro suyo. Algo que se acomodaba, como si por fin hubiera encontrado su lugar. Sentía que, si en

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    aquel momento lo hubieran puesto a nadar, no hubiera habido pileta suficien-temente profunda donde entrara tanta decisión, tanto valor. Y así como se sintió fuerte por dentro, también comprendió que hay veces en que las pala-bras no alcanzan para demostrar lo que uno es capaz de hacer. Simplemente, hay que hacerlo.

    —Dejálo, Ema... –Matías hizo un intento de retenerla. Y su sonrisa fue más seductora que nunca.— Si no te sentís segura, podemos practicar más para la próxima vez...

    Pero ella no le hizo caso. Permaneció inmóvil, observando en silencio un punto fijo y lejano que sólo sus ojos eran capaces de ver. Por los parlantes anunciaron nuevamente su nombre.

    —Vení –Federico la agarró de la mano con suavidad.— Vamos.—¿Adónde? –preguntó Ema, como una nena chiquita que tiene miedo de

    ir a lugares que no conoce.—Arriba.Y ahí, al lado de la primera de las muchas escaleras que había que subir para

    llegar “arriba”, Federico se sacó las zapatillas. Subió el primer tramo, llevando siempre de la mano a Ema. La gente abajo empezó a mirar con curiosidad y a señalar con los brazos estirados.

    —¿Estás seguro? –Ema lo miraba sin poder creer del todo lo que estaba pasando.— ¿No era que le tenías miedo a las alturas?

    —¿Quién te dijo eso?Ella sonrió en silencio, dejándose llevar. Estaban cada vez más arriba y

    Federico no quería mirar para abajo, como si temiera romper el hechizo que lo mantenía subiendo.

    —¿Dónde están tus papás? –preguntó de pronto.—Allá... –Ema señaló un lugar impreciso entre las sillas llenas de fami-

    liares. Su papá tenía un rostro severo, aunque una imperceptible sonrisa lo suavizaba un poco.

    Habían llegado arriba. Era increíble lo chiquito que se veía todo desde allí. —¿Y ahora? –Ema lo miraba sorprendida. Algunos rulos colorados se esca-

    paban de su gorro de baño.

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    —¿Era cierto lo que dijiste el otro día? ¿Eso de que abajo del agua era como entrar en otro mundo?

    Ella asintió en silencio, con un movimiento de cabeza y sus rulos se agita-ron ligeramente.

    —Bueno, allá te espero entonces.—Estás loco... No podés tirarte. Estás vestido y...Pero Federico ya no la escuchaba. Se había alejado unos pasos y estaba

    sobre la superficie inestable y móvil del trampolín. Nunca antes había estado en un lugar tan alto ni tan movedizo. Así como la había visto hacer a Ema tantas veces, midió la altura y calculó la distancia —aunque prefería no cal-cularla demasiado—. Estaba lleno de una fuerza extraña, que lo impulsaba a hacer algo de lo que nunca se hubiera creído capaz.

    La gente no dejaba de señalarlo y murmuraba asombrada. —Te espero abajo... –dijo, casi en un susurro, y cerró los ojos.Los que ese día vieron a un chico vestido con unos pantalones de jean y

    una remera tirándose del trampolín más alto en medio de una competencia donde las participantes eran todas chicas, dijeron que fue uno de los saltos más perfectos e increíbles jamás presenciados. Alguno hasta se lamentó de que no le hubieran puesto puntaje.

    Federico no vio nada: tenía los párpados apretados con fuerza y sólo sintió que su cuerpo atravesaba el aire con una rapidez inimaginable. Después, todos los ruidos se apagaron como si alguien hubiera accionado un interruptor de luz, y sus movimientos se hicieron más lentos, más pausados.

    Allí la esperó a Ema para decirle que sí, que tenía razón: era como estar en otro mundo ahí abajo. Un mundo donde los silencios no eran espacios vacíos que había que rellenar con palabras. Un mundo donde los minutos podían durar horas y cada pequeño movimiento tardar una eternidad, porque el tiempo parecía transcurrir más lentamente.

    Le gustaba ese mundo, después de todo. Un lugar así, exactamente igual a ése, era el que quería compartir con ella. Y se lo dijo, sin palabras, apenas Ema se reunió con él.