antología cuentos pruebaa i (lillo)

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1 Colegio Star College Osorno Subsector: Lenguaje y Comunicación Curso: 7° año básico Antología de cuentos Prueba de Lectura domiciliaria I Mr. Cristian Negrón N. Osorno, marzo de 20015

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antología cuentos baldomero lilllo

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    Colegio Star College Osorno Subsector: Lenguaje y Comunicacin Curso: 7 ao bsico

    Antologa de cuentos

    Prueba de Lectura

    domiciliaria I Mr. Cristian Negrn N.

    Osorno, marzo de 20015

  • 2

    Inamible Baldomero Lillo

    Ruperto Tapia, alias "El Guarn", guardin tercero de la polica comunal, de

    servicio esa maana en la poblacin, iba y vena por el centro de la bocacalle

    con el cuerpo erguido y el ademn grave y solemne del funcionario que est

    penetrado de la importancia del cargo que desempea.

    De treinta y cinco aos, regular estatura, grueso, fornido, el

    guardin Tapia goza de gran prestigio entre sus camaradas.

    Se le considera un pozo de ciencia, pues tiene en la punta de

    la lengua todas las ordenanzas y reglamentos policiales, y aun

    los artculos pertinentes del Cdigo Penal le son familiares.

    Contribuye a robustecer esta fama de sabidura su voz grave

    y campanuda, la entonacin dogmtica y sentenciosa de sus discursos y la

    estudiada circunspeccin y seriedad de todos sus actos. Pero de todas sus

    cualidades, la ms original y caracterstica es el desparpajo pasmoso con que

    inventa un trmino cuando el verdadero no acude con la debida oportunidad a

    sus labios. Y tan eufnicos y pintorescos le resultan estos vocablos, con que

    enriquece el idioma, que no es fcil arrancarles de la memoria cuando se les ha

    odo siquiera una vez.

    Mientras camina haciendo resonar sus zapatos claveteados sobre las piedras de

    la calzada, en el moreno y curtido rostro de "El Guarn" se ve una sombra de

    descontento. Le ha tocado un sector en que el trnsito de vehculos y peatones

    es casi nulo. Las calles plantadas de rboles, al pie de los cuales se desliza el

    agua de las acequias, estaban solitarias y va a ser dificilsimo sorprender una

    infraccin, por pequea que sea. Esto le desazona, pues est empeado en

    ponerse en evidencia delante de los jefes como un funcionario celoso en el

    cumplimiento de sus deberes para lograr esas jinetas de cabo que hace tiempo

    ambiciona. De pronto, agudos chillidos y risas que estallan resonantes a su

    espalda lo hacen volverse con presteza. A media cuadra escasa una muchacha

    de 16 a 17 aos corre por la acera perseguida de cerca por un mocetn que lleva

    en la diestra algo semejante a un latiguillo. "El Guarn" conoce a la pareja. Ella

    es sirvienta en la casa de la esquina y l es Martn, el carretelero, que regresa de

    las afueras de la poblacin, donde fue en la maana a llevar sus caballos para

    darles un poco de descanso en el potrero. La

    muchacha, dando gritos y risotadas, llega a la casa

    donde vive y se entra en ella corriendo. Su

    perseguidor se detiene un momento delante de la

    puerta y luego avanza hacia el guardin y le dice

    sonriente:

    -Cmo gritaba la picarona, y eso que no alcanc a

    pasarle por el cogote el bichito ese!

    Y levantando la mano en alto mostr una pequea culebra que tena asida por

    la cola, y agreg:

    -Est muerta, la pill al pie del cerro cuando fui a dejar los caballos. Si quieres

    te la dejo para que te diviertas asustando a las prjimas que pasean por aqu.

    Pero "El Guarn", en vez de coger el reptil que su interlocutor le alargaba, dej

    caer su manaza sobre el hombro del carretelero y le intim.

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    -Vais a acompaarme al cuartel.

    -Yo al cuartel! Cmo? Por qu? Me llevis preso, entonces? -profiri rojo

    de indignacin y sorpresa el alegre bromista de un minuto antes.

    Y el aprehensor, con el tono y ademn solemnes que adoptaba en las grandes

    circunstancias, le dijo, sealndole el cadver de la culebra que l conservaba

    en la diestra:

    -Te llevo porque andas con animales -aqu se detuvo, hesit un instante y luego

    con gran nfasis prosigui-: Porque andas con animales inamibles en la va pblica.

    Y a pesar de las protestas y splicas del mozo, quien se haba librado del cuerpo

    del delito, tirndolo al agua de la acequia, el representante de la autoridad se

    mantuvo inflexible en su determinacin.

    A la llegada al cuartel, el oficial de guardia, que dormitaba delante de la mesa,

    los recibi de malsimo humor. En la noche haba asistido a una comida dada

    por un amigo para celebrar el bautizo de una criatura, y la falta de sueo y el

    efecto que an persista del alcohol ingerido durante el curso de la fiesta

    mantenan embotado su cerebro y embrolladas todas sus ideas. Su cabeza, segn

    el concepto vulgar, era una olla de grillos.

    Despus de bostezar y revolverse en el asiento, enderez el busto y lanzando

    furiosas miradas a los inoportunos cogi la pluma y se dispuso a redactar la

    anotacin correspondiente en el libro de novedades. Luego de estampar los

    datos concernientes al estado, edad y profesin del detenido, se detuvo e

    interrog:

    -Por qu le arrest, guardin?

    Y el interpelado, con la precisin y prontitud del que est seguro de lo que dice,

    contest:

    -Por andar con animales inamibles en la va pblica, mi inspector.

    Se inclin sobre el libro, pero volvi a alzar la pluma para

    preguntar a Tapia lo que aquella palabra, que oa por

    primera vez, significaba, cuando una reflexin lo detuvo:

    si el vocablo estaba bien empleado, su ignorancia iba a

    restarle prestigio ante un subalterno, a quien ya una vez

    haba corregido un error de lenguaje, teniendo ms tarde

    la desagradable sorpresa al comprobar que el equivocado

    era l. No, a toda costa haba que evitar la repeticin de

    un hecho vergonzoso, pues el principio bsico de la disciplina se derrumbara

    si el inferior tuviese razn contra el superior. Adems, como se trataba de un

    carretelero, la palabra aquella se refera, sin duda, a los caballos del vehculo

    que su conductor tal vez haca trabajar en malas condiciones, quin sabe si

    enfermos o lastimados. Esta interpretacin del asunto le pareci satisfactoria y,

    tranquilizado ya, se dirigi al reo:

    -Es efectivo eso? Qu dices t?

    -S, seor; pero yo no saba que estaba prohibido.

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    Esta respuesta, que pareca confirmar la idea de que la palabra estaba bien

    empleada, termin con la vacilacin del oficial que, concluyendo de escribir,

    orden en seguida al guardin:

    -Pselo al calabozo.

    Momentos ms tarde, reo, aprehensor y oficial se hallaban delante del prefecto

    de polica. Este funcionario, que acababa de recibir una llamada por telfono de

    la gobernacin, estaba impaciente por marcharse.

    -Est hecho el parte? -pregunt.

    -S, seor -dijo el oficial, y alarg a su superior jerrquico la hoja de papel que

    tena en la diestra.

    El jefe la ley en voz alta, y al tropezar con un trmino desconocido se detuvo

    para interrogar:

    -Qu significa esto? -Pero no formul la pregunta. El temor de aparecer delante

    de sus subalternos ignorante, le sell los labios. Ante todo haba que mirar por

    el prestigio de la jerarqua. Luego la reflexin de que el parte estaba escrito de

    puo y letra del oficial de guardia, que no era un novato, sino un hombre

    entendido en el oficio, lo tranquiliz. Bien seguro estara de la propiedad del

    empleo de la palabreja, cuando la estamp ah con tanta seguridad. Este ltimo

    argumento le pareci concluyente, y dejando para ms tarde la consulta del

    Diccionario para aclarar el asunto, se encar con el reo y lo interrog:

    -Y t, qu dices? Es verdad lo que te imputan?

    -S, seor Prefecto, es cierto, no lo niego. Pero yo no saba que estaba prohibido.

    E1 jefe se encogi de hombros, y poniendo su firma en el parte, lo entreg al

    oficial, ordenando:

    -Que lo conduzcan al juzgado.

    En la sala del juzgado, el juez, un jovencillo imberbe que, por enfermedad del

    titular, ejerca el cargo en calidad de suplente, despus de leer el parte en voz

    alta, tras un breve instante de meditacin, interrog al reo:

    -Es verdad lo que aqu se dice? Qu tienes que alegar en tu defensa?

    La respuesta del detenido fue igual a las anteriores:

    -S, usa; es la verdad, pero yo ignoraba que estaba prohibido.

    El magistrado hizo un gesto que pareca significar: "S, conozco la cantinela;

    todos dicen lo mismo". Y, tomando la pluma, escribi dos renglones al pie del

    parte policial, que en seguida devolvi al guardin, mientras deca, fijando en

    el reo una severa mirada:

    -Veinte das de prisin, conmutables en veinte pesos de multa.

    En el cuartel el oficial de guardia haca anotaciones en una libreta, cuando "El

    Guarn" entr en la sala y, acercndose a la mesa, dijo:

    -El reo pas a la crcel, mi inspector.

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    -Lo conden el juez?

    -S; a veinte das de prisin, conmutables en veinte pesos de multa; pero como

    a la carretela se le quebr un resorte y hace varios das que no puede trabajar en

    ella, no le va a ser posible pagar la multa. Esta maana fue a dejar los caballos

    al potrero.

    El estupor y la sorpresa se pintaron en el rostro del oficial.

    -Pero si no andaba con la carretela, cmo pudo, entonces, infringir el

    reglamento del trnsito?

    -El trnsito no ha tenido nada que ver con el asunto, mi inspector.

    -No es posible, guardin; usted habl de animales...

    -S, pero de animales inamibles, mi inspector, y usted sabe que los

    animales inamiblesson slo tres: el sapo, la culebra y la lagartija. Martn trajo

    del cerro una culebra y con ella andaba asustando a la gente en la va pblica.

    Mi deber era arrestarlo, y lo arrest.

    Eran tales la estupefaccin y el aturdimiento del oficial que, sin darse cuenta de

    lo que deca, balbuce:

    -Inamibles, por qu son inamibles?

    El rostro astuto y socarrn de "El Guarn" expres la mayor extraeza. Cada

    vez que inventaba un vocablo, no se consideraba su creador, sino que estimaba

    de buena fe que esa palabra haba existido siempre en el idioma; y si los dems

    la desconocan, era por pura ignorancia. De aqu la orgullosa suficiencia y el

    aire de superioridad con que respondi:

    -El sapo, la culebra y la lagartija asustan, dejan sin nimo a las personas cuando

    se las ve de repente. Por eso se llaman inamibles, mi inspector.

    Cuando el oficial qued solo, se desplom sobre el asiento y alz las manos con

    desesperacin. Estaba aterrado. Buena la haba hecho, aceptando sin examen

    aquel maldito vocablo, y su consternacin suba de punto al evidenciar el fatal

    encadenamiento que su error haba trado consigo. Bien advirti que su jefe, el

    Prefecto, estuvo a punto de interrogarlo sobre aquel trmino; pero no lo hizo,

    confiando, seguramente, en la competencia del redactor del parte. Dios

    misericordioso! Qu catstrofe cuando se descubriera el pastel! Y tal vez ya

    estara descubierto. Porque en el juzgado, al juez y al secretario deba haberles

    llamado la atencin aquel vocablo que ningn diccionario ostentaba en sus

    pginas. Pero esto no era nada en comparacin de lo que sucedera si el editor

    del peridico local, "El Dardo", que siempre estaba atacando a las autoridades,

    se enterase del hecho. Qu escndalo! Ya le pareca or el burlesco comentario

    que hara caer sobre la autoridad policial una montaa de ridculo!

    Se haba alzado del asiento y se paseaba nervioso por la sala, tratando de

    encontrar un medio de borrar la torpeza cometida, de la cual se consideraba el

    nico culpable. De pronto se acerc a la mesa, entint la pluma y en la pgina

    abierta del libro de novedades, en la ltima anotacin y encima de la palabra

    que tan trastornado lo traa, dej caer una gran mancha de tinta. La extendi con

    cuidado, y luego contempl su obra con aire satisfecho. Bajo el enorme borrn

    era imposible ahora descubrir el maldito trmino, pero esto no era bastante;

  • 6

    haba que hacer lo mismo con el parte policial. Felizmente, la suerte rale

    favorable, pues el escribiente del Alcaide era primo suyo, y como el Alcaide

    estaba enfermo, se hallaba a la sazn solo en la oficina. Sin perder un momento,

    se traslad a la crcel, que estaba a un paso del cuartel, y lo primero que vio

    encima de la mesa, en sujetapapeles, fue el malhadado parte. Aprovechando la

    momentnea ausencia de su pariente, que haba salido para dar algunas rdenes

    al personal de guardia, hizo desaparecer bajo una mancha de tinta el trmino

    que tan despreocupadamente haba puesto en circulacin. Un suspiro de alivio

    sali de su pecho. Estaba conjurado el peligro, el documento era en adelante

    inofensivo y ninguna mala consecuencia poda derivarse de l.

    Mientras iba de vuelta al cuartel, el recuerdo del carretelero lo asalt y una

    sombra de disgusto vel su rostro. De pronto se detuvo y murmur entre dientes:

    -Eso es lo que hay que hacer, y todo queda as arreglado.

    Entre tanto, el prefecto no haba olvidado la extraa palabra estampada en un

    documento que llevaba su firma y que haba aceptado, porque las graves

    preocupaciones que en ese momento lo embargaban relegaron a segundo

    trmino un asunto que consider en s mnimo e insignificante. Pero ms tarde,

    un vago temor se apoder de su nimo, temor que aument considerablemente

    al ver que el Diccionario no registraba la palabra sospechosa.

    Sin perder tiempo, se dirigi donde el oficial de guardia, resuelto a poner en

    claro aquel asunto. Pero al llegar a la puerta por el pasadizo interior de

    comunicacin, vio entrar en la sala a "El Guarn", que vena de la crcel a dar

    cuenta de la comisin que se le haba encomendado. Sin perder una slaba, oy

    la conversacin del guardin y del oficial, y el asombro y la clera lo dejaron

    mudo e inmvil, clavado en el pavimento.

    Cuando el oficial hubo salido, entr y se dirigi a la mesa para examinar el

    Libro de Novedades. La mancha de tinta que haba hecho desaparecer el odioso

    vocablo tuvo la rara virtud de calmar la excitacin que lo posea. Comprendi

    en el acto que su subordinado deba estar en ese momento en la crcel,

    repitiendo la misma operacin en el maldito papel que en mala hora haba

    firmado. Y como la cuestin era gravsima y exiga una solucin inmediata, se

    propuso comprobar personalmente si el borrn salvador haba ya apartado de su

    cabeza aquella espada de Damocles que la amenazaba.

    Al salir de la oficina del Alcaide el rostro del Prefecto estaba tranquilo y

    sonriente. Ya no haba nada que temer; la mala racha haba pasado. Al cruzar el

    vestbulo divis tras la verja de hierro un grupo de penados.

    Su semblante cambi de expresin y se torn grave y meditabundo. Todava

    queda algo que arreglar en ese desagradable negocio, pens. Y tal vez el

    remedio no estaba distante, porque murmur a media voz:

    -Eso es lo que hay que hacer; as queda todo solucionado.

    Al llegar a la casa, el juez, que haba abandonado el juzgado ese da un poco

    ms temprano que de costumbre, encontr a "El Guarn" delante de la puerta,

    cuadrado militarmente. Habanlo designado para el primer turno de punto fijo

    en la casa del magistrado. ste, al verle, record el extrao vocablo del parte

    policial, cuyo significado era para l un enigma indescifrable. En el Diccionario

  • 7

    no exista y por ms que registraba su memoria no hallaba en ella rastro de un

    trmino semejante.

    Como la curiosidad lo consuma, decidi interrogar diplomticamente al

    guardin para inquirir de un modo indirecto algn indicio sobre el asunto.

    Contest el saludo del guardin, y le dijo afable y sonriente:

    -Lo felicito por su celo en perseguir a los que maltratan a los animales. Hay

    gentes muy salvajes. Me refiero al carretelero que arrest usted esta maana,

    por andar, sin duda, con los caballos heridos o extenuados.

    A medida que el magistrado pronunciaba estas palabras, el rostro de "El

    Guarn" iba cambiando de expresin. La sonrisa servil y gesto respetuoso

    desaparecieron y fueron reemplazados por un airecillo impertinente y

    despectivo. Luego, con un tono irnico bien marcado, hizo una relacin exacta

    de los hechos, repitiendo lo que ya haba dicho, en el cuartel, al oficial de

    guardia.

    El juez oy todo aquello manteniendo a duras penas su seriedad, y al entrar en

    la casa iba a dar rienda suelta a la risa que le retozaba en el cuerpo, cuando el

    recuerdo del carretelero, a quien haba enviado a la crcel por un delito

    imaginario, calm sbitamente su alegra. Sentado en su escritorio, medit largo

    rato profundamente, y de pronto, como si hubiese hallado la solucin de un

    arduo problema, profiri con voz queda:

    -S, no hay duda, es lo mejor, lo ms prctico que se puede hacer en este caso.

    En la maana del da siguiente de su arresto, el carretelero fue conducido a

    presencia del Alcaide de la crcel, y este funcionario le mostr tres cartas, en

    cuyos sobres, escritos a mquina, se lea:

    "Seor Alcaide de la Crcel de... Para entregar a Martn Escobar". (ste era el

    nombre del detenido.)

    Rotos los sobres, encontr que cada uno contena un billete de veinte pesos.

    Ningn escrito acompaaba el misterioso envo. El Alcaide seal al detenido

    el dinero, y le dijo sonriente:

    -Tome, amigo, esto es suyo, le pertenece.

    El reo cogi dos billetes y dej el tercero sobre la mesa, profiriendo:

    -Ese es para pagar la multa, seor Alcaide.

    Un instante despus, Martn el carretelero se encontraba en la calle, y deca,

    mientras contemplaba amorosamente los dos billetes:

    -Cuando se me acaben, voy al cerro, pillo un animal inamible, me tropiezo con "El Guarn" y zas! al otro da en el bolsillo tres papelitos iguales a stos.

    FIN

  • 8

    El rapto del sol Baldomero Lillo

    Hubo una vez un rey tan poderoso que se enseore de toda la Tierra. Fue el

    seor del mundo. A un gesto suyo millones de hombres se alzaban dispuestos a

    derribar las montaas, a torcer el curso de los ros o exterminar una nacin.

    Desde lo alto de su trono de marfil y oro, la Humanidad le pareci tan mezquina

    que se hizo adorar como un dios y estatuy su capricho como nica y suprema

    ley. En su inconmensurable soberbia crea que todo en el Universo estbale

    subordinado, y el frreo yugo con que sujet a los pueblos y naciones, super a

    todas las tiranas de que se guardaba recuerdo en los fastos de la historia.

    Una noche que descansaba en su cmara tuvo un enigmtico sueo. So que

    se encontraba al borde de un estanque profundsimo, en cuyas aguas, de una

    diafanidad imponderable, vio un extraordinario pez que pareca de oro. En

    derredor de l y baados por el mgico fulgor que irradiaban sus ureas

    escamas, pululaban una infinidad de seres: peces rojos que parecan teidos de

    prpura, crustceos de todas formas y colores, rarsimas algas e imperceptibles

    tomos vivientes. De pronto, oy una gran voz que deca:

    -Apoderaos del radiante pez y todo en torno suyo perecer!

    El rey se despert sobresaltado e hizo llamar a los astrlogos y nigromantes para

    que explicasen el extrao sueo. Muchos expresaron su opinin, mas ninguna

    satisfaca al monarca hasta que, llegado el turno al ms joven de ellos, se

    adelant y dijo:

    -Oh, divino y poderoso prncipe!, la solucin de tu sueo es sta: el pez de oro

    es el sol que desparrama sus dones indistintamente entre todos los seres. Los

    peces rojos son los reyes y los grandes de la Tierra. Los otros son la multitud de

    los hombres, los esclavos y los siervos. La voz que hiri vuestros odos es la

    voz de la soberbia. Guardaos de seguir sus consejos porque su influjo os ser

    fatal.

    Call el mago, y de las pupilas del rey brot un resplandor sombro. Aquello

    que acababa de or hizo nacer en su espritu una idea que, vaga al principio, fue

    redondendose y tomando cuerpo como la bola de nieve de la montaa. Con

    ademn terrible se ech sobre los hombros el manto de prpura y llevando

    pintada en el rostro la demencia de la ira, subi a una de las torres de su

    maravilloso alczar. Era una tibia maana de primavera. El cielo azul, la verde

    campia con sus bosques y sus hondonadas, los valles cubiertos de flores y los

    arroyos serpenteando en los claros y espesuras, hacan de aquel paisaje un

    conjunto de una belleza incomparable. Mas el monarca nada vio: ningn matiz,

    ninguna lnea, ningn detalle atrajo la atencin de sus ojos de milano, clavados

    como dos ardientes llamas en el glorioso disco del sol. De sbito, un guila

    surgi del valle y flot en los aires, bandose en la luz. El rey mir el ave, y

    en seguida su mirada descendi a la campia, donde un grupo de esclavos

    reciban, inmviles como dolos, el beso del flgido luminar. Apart los ojos, y

    por todas partes vio esparcirse en torrentes inagotables aquel resplandor. En el

    espacio, en la Tierra y en las aguas miradas de seres vivientes saludaban la

    esplendorosa antorcha en su marcha por el azul.

    Durante un momento el rey permaneci inmvil, contemplando al astro y,

    vislumbrando por la primera vez, ante tal magnificencia, la mezquindad de su

  • 9

    gloria y lo efmero de su poder. Mas aquella

    sensacin fue ahogada bien pronto por una

    ola de infinito orgullo. El, el rey de los reyes,

    el conquistador de cien naciones, puesto en

    parangn y en el mismo nivel que el pjaro,

    el siervo y el gusano!

    Una sonrisa sarcstica se dibuj en su boca de

    esfinge, y sus ejrcitos y flotas cubriendo la

    Tierra, sus incontables tesoros, las ciudades magnficas desafiando las nubes

    con sus almenados muros y soberbias torres, sus palacios y alczares, donde

    desde sus cimientos hasta la flecha de sus cpulas no hay otros materiales que

    oro, marfil y piedras preciosas, acuden en tropel a su memoria con un brillo tal

    de podero y grandeza que cierra los ojos deslumbrado. La visin de lo que le

    rodea se empequeece, el sol le parece una antorcha vil, digna apenas de ocupar

    un sitio en un rincn de su regia alcoba. El delirio del orgullo lo posee. El vrtigo

    se apodera de l, su pecho se hincha, sus sienes laten y de sus ojos brotan rayos

    tan intensos como los del astro hacia el que alarga la diestra, queriendo asirle y

    detenerle en su carrera triunfal. Por un momento permanece as, transfigurado,

    en un paroxismo de infinita soberbia, oyendo resonar aquella voz que le hablara

    en sueos:

    -Apoderaos de esa antorcha y todo lo que existe perecer.

    Qu son ante tal empresa sus hechos y los de sus antecesores en la noche

    pavorosa de los tiempos? Menos que el olvido y que la nada. Y sin apartar sus

    miradas del disco centelleante, invoc a Raa, el genio dominador de los espacios

    y de los astros.

    Obediente al conjuro, acudi el genio envuelto en una tempestuosa nube

    preada de rayos y de relmpagos, y dijo al rey con una voz semejante al redoble

    del trueno:

    -Qu me quieres, oh t, a quien he ensalzado y puesto sobre todos los tronos

    de la Tierra? Y el monarca contest:

    -Quiero ser dueo del sol y que l sea mi esclavo.

    Call Raa, y el rey dijo:

    -Pido, tal vez, algo que est fuera del alcance de tu poder?

    -No; pero para complacerte necesito el corazn del hombre ms egosta, el del

    ms fantico, el del ms ignorante y vil, y el que guarde en sus fibras ms odio

    y ms hiel.

    -Hoy mismo lo tendrs -dijo el rey, y el denso nubarrn que cubra el alczar se

    desvaneci como nubcula de verano.

    Despus de una breve entrevista con el capitn de su guardia, el rey se dirigi a

    la sala del trono, donde ya lo aguardaban de rodillas y con las frentes inclinadas

    todos los magnates y grandes de su imperio. Colocado el monarca bajo la

    prpura del dosel, proclam un heraldo que, bajo pena de la vida, los all

    presentes deban designar al rey al hombre ms ignorante, al ms fantico, al

    ms egosta y vil y al que albergase ms odio en su corazn.

  • 10

    Los favoritos, los dignatarios y los ms nobles seores se miraron los unos a los

    otros con recelosa desconfianza. Qu magnfica oportunidad para deshacerse

    de un rival! Mas, a pesar de que el heraldo repiti por tres veces su intimacin,

    todos guardaron un temeroso silencio.

    El enano del rey, una horrible y monstruosa criatura, echado como un perro a

    los pies de su amo, lanz, al ver la consternacin pintada en los semblantes, una

    estridente carcajada, lo que le vali un puntapi del monarca que lo ech a rodar

    por las gradas del trono hasta el sitio donde estaba el prncipe heredero, quien

    lo rechaz, a su vez, del mismo modo, entre las risas de los cortesanos.

    Por un instante se oyeron los rabiosos aullidos del infernal aborto hasta que, de

    pronto, enderezando su desmedrada personilla, grit con un acento que hizo

    correr un escalofro de miedo por los circunstantes:

    -Si aseguras a mi cabeza su permanencia sobre los hombros, yo, oh, excelso

    prncipe!, te sealar a esos que tus reales ojos desean conocer.

    El rey hizo un signo de asentimiento y el repugnante engendro continu:

    -Nada ms fcil que complacerte, oh, rey! Deseas saber cul de tus vasallos

    posee el corazn ms vil? Pues no slo te presentar uno, sino toda una legin.

    Y mostrando con la diestra a los favoritos que le escuchaban espantados,

    prosigui:

    -Ved ah a esos que sac de la nada tu omnipotencia! En sus corazones de cieno

    anidan todas las vilezas. La ingratitud y la envidia estn tras la mscara hipcrita

    de sus bajas adulaciones. En el fondo te odian. Son como las vboras; se

    arrastran, pero saltan y muerden al menor desliz.

    En seguida, volvindose hacia el Sumo Sacerdote, y sealndolo junto con los

    magos y los nigromantes, dijo:

    -Ved ah al ms fantico y al ms ignorante de tus sbditos! Sus dogmas son

    absurdos, falsa su ciencia, y su sabidura, necedad!

    Hizo una pequea pausa y con la voz envenenada de odio prosigui:

    -El corazn ms egosta alienta dentro de tu pecho, oh, rey! No conozco otro

    que le iguale en dureza y en crueldad, salvo el del prncipe, tu primognito. El

    pedernal es ante sus fibras una blanda y deleznable cera!

    Call un instante y luego, con voz ronca, profiri:

    -Slo me falta mostrarte dnde se halla el ltimo. Ese es el mo -y, golpendose

    el pecho con fuerza, exclam-: Aqu est, oh, prncipe! Con odio y hiel fue

    fabricado. Si pudiera desbordarse, os ahogara a todos con el acbar y ponzoa

    de sus rencores. Andanse en l ms clera que las que desataron, desatan y

    fulminarn los cielos y los abismos del mar. Una sola gota del veneno que

    encierra bastara para exterminar todo lo que se mueve y alienta debajo del sol.

    La voz silbante del enano vibraba an en el vasto recinto, cuando el rey hizo

    una imperceptible seal. Al instante se apartaron los amplios tapices y dieron

    paso a una falange de guerreros que se precipitaron sobre los aterrados favoritos,

  • 11

    dignatarios y magnates y los pasaron a cuchillo en un abrir y cerrar de ojos.

    Inmediatamente, despus de decapitados, abranles el pecho y les arrancaban el

    corazn palpitante.

    El joven prncipe, al ver aquella carnicera, de un salto se puso junto a su padre,

    mas el monarca, alzando el pesado cetro de oro, lo descarg sobre la desnuda y

    juvenil cabeza con la celeridad del relmpago. Apenas el cuerpo se desplom

    sobre las gradas, un esclavo le sac el corazn.

    El enano, al ver que un soldado avanzaba hacia l con el alfanje en alto, grit:

    -Oh, rey, has prometido...!

    Y una voz, en la que vibraba un acento de ferocidad implacable, reson en lo

    alto del soberbio trono:

    -Arrancadle, vivo, el corazn!

    Han pasado dos das; el rey se encuentra en su cmara ms hosco y torvo que

    nunca, cuando de improviso se ve en forma de una serpiente de fuego la

    temerosa aparicin de Raa. El genio desenvuelve sus anillos de llamas y dice:

    -Aqu tienes lo convenido. Esta malla, tejida con las fibras de los corazones

    cuya esencia era el egosmo y el odio, el fanatismo y la ignorancia, es

    impenetrable a la luz. Los rayos del sol se rompern contra ella, sin que logren

    atravesarla jams. Aunque su volumen es tan pequeo que puede ocultarse en

    el hueco de la mano, sus pliegues, distendidos, cubriran toda la Tierra. Oye y

    graba en tu memoria lo que has de hacer: subirs a la montaa que se alza sobre

    el abismo y esperars que el sol, al salir de su morada nocturna, roce la cresta

    ms alta para lanzarle la red mgica, cuyos pliegues lo envolvern

    aprisionndolo como dentro de una coraza de diamante. Desde ese momento

    ser tu esclavo y podrs hacer de l lo que quieras.

    Sali ocultamente de su palacio por un postigo que daba al campo, sin ms

    compaa que un cayado de pastor y la malla maravillosa. Tres das con sus

    noches, el rey march hacia el oriente. La senda por donde caminaba suba

    bordeando desfiladeros y barrancas insondables. El flanco de la negra montaa

    era cada vez ms empinado y ms spero. Pero ni el cansancio ni el fro ni la

    sed ni el hambre le molestaban en lo ms mnimo. El orgullo y la soberbia

    avivaban en l sus hogueras y devoraban toda sensacin de malestar fsico. Ni

    una sola vez volvi la cabeza para contemplar el camino recorrido.

    Tres veces vio pasar el sol por encima de su cabeza. Cruz sin detenerse,

    irreverente, con la excelsa majestad de un dios. Lo asaete con sus rayos y

    fundiendo las nieves desat, para que le salieran al paso con ms mpetu, los

    torrentes. Aquel reto del astro exacerb su furor y amenazando con la diestra al

    flamgero viajero profiri:

    -Oh, t, ascua errante, fuego fatuo, que un soplo de Raa enciende y apaga cada

    da, en breve te arrancar las insolentes alas! Aherrojado como un esclavo

    yacers eternamente tras los muros de oro de mis alczares!

    Y confortado con esta idea, venci los ltimos obstculos y se encontr por fin

    en la cima ms encumbrada de la inaccesible montaa, ms arriba de las nubes

    y de los nidos de las guilas.

  • 12

    En la cpula sombra centellean calladamente los astros. La noche toca a su

    trmino y un vago resplandor brota del abismo sin fondo. Poco a poco palidecen

    las estrellas y un tenusimo matiz de rosa se esparce en el oscuro azul del cielo.

    De pronto un haz de rayos deslumbradores ciega los ojos del monarca. De la

    negrura sin lmites, abierta bajo sus pies, una esfera de oro en fusin surge rauda

    hacia el espacio. A travs de sus cerrados prpados entrev la fulgurante aureola

    y lanza por encima de ella la malla maravillosa. Como una antorcha que se

    hunde en el agua, de sbito se apag el resplandor. Las estrellas se encendieron

    de nuevo y las sombras fugitivas y dispersas volvieron sobre sus pasos y

    ocultaron otra vez la Tierra.

    Despus de atravesar las salas sumidas en las tinieblas, el rey se detuvo en la

    ms alta torre del palacio. El alczar estaba desierto y deba de haber sido teatro

    de alguna tremenda lucha, porque todo l estaba sembrado de cadveres. Los

    haba en todas partes, en los jardines, en las habitaciones, en las escaleras y en

    los stanos. La desaparicin del rey haba encendido la guerra civil y gran

    nmero de pretendientes se haban disputado la abandonada diadema. Mas, la

    pavorosa ausencia del sol haba bruscamente interrumpido la matanza.

    Dentro de la alta torre el tiempo transcurre para el monarca insensiblemente.

    Una deliciosa languidez lo invade. En el interior de la regia cmara, suspendido,

    como una maravillosa lmpara, est el celeste prisionero. Por una rendija

    imperceptible de su crcel brota un intenssimo rayo de luz. Afuera una

    oscuridad profunda envuelve los valles, las llanuras, las colinas y las montaas.

    El cielo est negro como la tinta y cual enlutado tmulo lucen en l como

    lgrimas los astros. Apoyado en la ventana ha asistido mudo e impasible a la

    lenta agona de todos los seres. Poco a poco han ido extinguindose los clamores

    y los incendios, hasta que ni el ms leve destello rasg ya la lobreguez de la

    noche eterna.

    De pronto el rey se estremece. Ha sentido un malestar extrao, como si le

    hubiesen atravesado el corazn con una aguja de hielo. Y desde ese instante su

    plcida tranquilidad desaparece y la molesta sensacin va aumentando por

    grados hasta hacrsele intolerable. Siente dentro del pecho un fro intenssimo

    que congela su carne y su sangre y, lleno de angustia, evoca de nuevo a Raa, el

    genio dominador de los espacios y de los astros, quien contesta a sus splicas

    con irona desalentadora:

    -De qu te quejas? Al suprimir la vida no has dejado al sentimiento que te

    posee y es el mvil nico de tus acciones sin otro refugio que tu corazn? Para

    expulsarle sera menester que vibrase en las muertas fibras un tomo de piedad

    o amor.

    Apenas el genio lo hubo dejado, la desesperacin se apoder del monarca. Mas,

    de sbito, rasg sus vestiduras y expuso el pecho desnudo al rutilante rayo de

    luz. Pero ni el ms ligero alivio viene a confirmar su esperanza. Entonces clava

    sus uas en las carnes y se abre el pecho, dejando al descubierto su frgido

    corazn al contacto del cual el haz luminoso se debilita y decrece con asombrosa

    rapidez. Dijrase un cao de oro lquido cayendo en un tonel sin fondo, y que

    desmaya y se adelgaza hasta convertirse en un hilo, en una hebra finsima. De

    pronto, como una antorcha, como un fuego fatuo que se extingue, la ltima

    chispa brilla, parpadea, desvanecindose en la oscuridad.

  • 13

    A pesar de que el sol ha cambiado de crcel y lo lleva ahora en su corazn,

    parcele que toda la nieve de las montaas se hubiese trasladado all. Sube,

    entonces, a la ventana y se precipita al vaco, en el cual, como si alas invisibles

    le sostuviesen, desciende blandamente hasta que toca con sus pies la tierra. La

    campia est helada como un ventisquero, y envuelto en tinieblas

    impenetrables, camina a la ventura con los brazos extendidos, huyendo como

    medroso fantasma de la agona del Universo.

    Cuando las ciudades no fueron sino escombros humeantes y las selvas montones

    de ceniza, cuando todo combustible se hubo agotado, los hombres cesaron de

    disputarse un sitio en torno de las hogueras moribundas y se resignaron a morir.

    Entonces, a la escasa luz de las estrellas, en la negra oscuridad que lo rodeaba,

    buscronse los unos a los otros, marchando a tientas con los brazos extendidos,

    huyendo del silencio y de la soledad del planeta muerto. Y cuando sus manos

    tropezbanse en las tinieblas, asanse para no soltarse ms. Aquel contacto

    produca en sus yertos organismos una reaccin inesperada. El dbil calor que

    cada uno conservaba, pareca multiplicar su potencia: deshelbase la sangre, el

    corazn volva a latir. Y esa cadena viviente aumentaba sin cesar por eslabones

    innumerables, se extenda a travs de los campos, por sobre las montaas, los

    ros y los mares helados. Mas, cuando esos cordones se soldaron, falt un

    eslabn para que una cadena sin fin enlazase todas las vidas, fundindolas en

    una sola y nica, invulnerable a la muerte.

    De pronto el monarca sinti que el piso faltaba bajo sus pies. Agit los brazos

    buscando un punto de apoyo y dos manos estrecharon las suyas sostenindolo

    amorosamente. Aquellas manos eran duras y speras, tal vez pertenecan a un

    siervo o a un esclavo, y su primer impulso fue rechazarlas con horror; mas,

    estaban tan yertas, tan heladas, haba tanta ternura en su sencillo ademn, que

    un sentimiento desconocido hizo que devolviera aquella presin. Sinti,

    entonces, que penetraba en l un fluido misterioso, ante el cual el hielo de sus

    entraas, empez a fundirse como la escarcha al beso del sol, desbordndose

    sbitamente de su corazn, cual si se volcase el recipiente de un mar, el raudal

    flamgero cuyo curso marcan en el infinito los ortos y los ocasos. Y por la

    cadena inmensa, a travs de las manos entrelazadas, pas un estremecimiento,

    una clida vibracin que abras todos los pechos, anegando las almas en un

    ocano de luz. Disipronse en los espritus las sombras, y el ms all, el arcano

    indescifrable sali del caos de su negra noche. Y cada cual se penetr de que el

    incendio que arda en sus corazones irradiaba sus lenguas fulguradoras hacia lo

    alto, donde se condensaban en un ncleo que fue creciendo y agitndose hasta

    estallar all arriba, encima de sus cabezas, en un torbellino deslumbrador. Y

    aquel foco ardiente era el sol, pero un sol nuevo, sin manchas, de incomparable

    magnificencia que, forjado y encendido por la comunin de las almas, saludaba

    con la urea pompa de sus resplandores a una nueva Humanidad.

  • 14

    El gris Baldomero Lillo

    En el pique se haba paralizado el movimiento. Los tumbadores fumaban

    silenciosamente entre las hileras de vagonetas vacas, y el capataz mayor de la

    mina, un hombrecillo flaco cuyo rostro rapado, de pmulos salientes, revelaba

    firmeza y astucia, aguardaba de pie con su linterna encendida junto al ascensor

    inmvil. En lo alto el sol resplandeca en un cielo sin nubes y una brisa ligera

    que soplaba de la costa traa en sus ondas invisibles las salobres emanaciones

    del ocano.

    De improviso el ingeniero apareci en la puerta de entrada y se adelant

    haciendo resonar bajo sus pies las metlicas planchas de la plataforma. Vesta

    un traje impermeable y llevaba en la diestra una linterna. Sin dignarse contestar

    el tmido saludo del capataz, penetr en la jaula seguido por su subordinado, y

    un segundo despus desaparecan calladamente en la oscura sima.

    Cuando, dos minutos despus, el ascensor se detena frente a la galera principal,

    las risotadas, las voces y los gritos que atronaban aquella parte de la mina

    cesaron como por encanto, y un cuchicheo temeroso brot de las tinieblas y se

    propag rpido bajo la sombra bveda.

    Mster Davis, el ingeniero jefe, un tanto obeso, alto, fuerte, de rubicunda

    fisonoma en la que el whiskey haba estampado su sello caracterstico,

    inspiraba a los mineros un temor y respeto casi supersticioso. Duro e inflexible,

    su trato con el obrero desconoca la piedad y en su orgullo de raza consideraba

    la vida de aquellos seres como una cosa indigna de la atencin de un gentleman

    que ruga de clera si su caballo o su perro eran vctimas de la ms mnima

    omisin en los cuidados que demandaban sus preciosas existencias.

    Indignbale como una rebelin la ms tmida protesta de esos pobres diablos y

    su pasividad de bestias le pareca un deber cuyo olvido deba castigarse

    severamente.

    Las visitas de inspeccin que de tarde en tarde le impona su puesto de ingeniero

    director, eran el punto negro de su vida refinada y sibartica. Un humor

    endiablado se apoderaba de su nimo durante aquellas fatigosas excursiones. Su

    irritabilidad se traduca en la aplicacin de castigos y de multas que caan

    indistintamente sobre grandes y pequeos, y su presencia anunciada por la

    blanca luz de su linterna era ms temida en la mina que los hundimientos y las

    explosiones del gris1.

    Ese da, como siempre, la noticia de su bajada haba producido cierta inquieta

    excitacin en las diversas faenas. Los obreros fijaban una mirada recelosa en

    cada lucecilla que brillaba en las tinieblas, creyendo ver a cada instante aparecer

    aquel blanquecino y temido resplandor. Por todas partes se trabajaba con febril

    actividad: los barreteros con el cuerpo encogido, doblado a veces en posturas

    inverosmiles, arrancaban trozo a trozo el quebradizo mineral que los

    carretilleros conducan empujando las rechinantes vagonetas hasta los tornos de

    las galeras de arrastre.

  • 15

    El ingeniero con su acompaante se detuvieron algunos momentos en el

    departamento de los capataces donde el primero se impuso de los detalles y

    necesidades que haban hecho indispensable su presencia. Despus de dar all

    algunas rdenes, siempre en compaa del capataz mayor se dirigi hacia el

    interior de la mina recorriendo tortuosos corredores y estrechsimos pasadizos

    llenos de lodo.

    Sentado en la parte plana de una vagoneta a la que se haban quitado las maderas

    laterales, haca de vez en cuando alguna observacin a su subalterno que segua

    tras el carro trabajosamente. Dos muchachos sin ms traje que el pantaln de

    tela conducan el singular vehculo: el uno empujaba de atrs y el otro

    enganchado como un caballo tiraba de delante. Este ltimo daba grandes

    muestras de cansancio: el cuerpo inundado de sudor y la expresin angustiosa

    de su semblante revelaban la fatiga de un esfuerzo muscular excesivo. Su pecho

    henchase y deprimase como un fuelle a impulso de su agitada respiracin que

    se escapaba por la boca entreabierta apresurada y anhelante. Una especie de

    arns de cuero oprima su busto desnudo, y de la faja que rodeaba su cintura

    partan dos cuerdas que se enganchaban a la parte delantera de la vagoneta. A

    la entrada de un pasadizo que conduca a las nuevas obras en explotacin, el

    jefe cuya atencin estaba fija en los revestimientos dio la voz de alto, y

    dirigiendo el foco de su linterna hacia arriba comenz a examinar las

    filtraciones de la roca, picando con una delgada varilla de hierro los maderos

    que sujetaban la techumbre. Algunas de esas vigas presentaban curvas

    amenazadoras y la varilla penetraba en ellas como en una cosa blanda y

    esponjosa. El capataz con mirada inquieta contemplaba en silencio aquel

    examen presintiendo una de aquellas tormentas que tan a menudo estallaban

    sobre su cabeza de subordinado humilde y rastrero hasta el servilismo.

    -Acrcate, ven ac. Cunto tiempo hace que se efectu este revestimiento?

    -Har un mes, seor -contest el atribulado capataz.

    El ingeniero se volvi y dijo:

    -Un mes y ya los maderos estn podridos! Eres un torpe, que te dejas

    sorprender por los apuntaladores que colocan madera blanda en sitios como ste

    tan saturados de humedad. Vas a ocuparte en el acto de remediar este

    desperfecto antes que te haga pagar caro tu negligencia.

    El azorado capataz retrocedi presuroso y desapareci en la oscuridad.

    Mster Davis apoy la punta de la vara en el desnudo torso del muchacho que

    tena delante y el carro se movi, pero con lentitud pues la pendiente haca muy

    penoso el arrastre en aquel suelo blando y escurridizo. El de atrs ayudaba a su

    compaero con todas sus fuerzas, mas de pronto las ruedas dejaron de girar y la

    vagoneta se detuvo: de bruces en el lodo, asido con ambas manos a los rieles en

    actitud de arrastrar an, yaca el ms joven de los conductores. A pesar de su

    valor la fatiga lo haba vencido.

    La voz del jefe a quien la perspectiva de tener que arrastrarse doblado en dos

    por aquel suelo encharcado y sucio, pona fuera de s, reson colrica en la

    galera:

    -Canalla, haragn! -grit enfurecido.

  • 16

    Y la vara de hierro se alz y cay repetidas veces, produciendo un ruido sordo

    en aquel cuerpo inanimado.

    Al sentir los golpes, el cado se incorpor sobre las rodillas y haciendo un

    esfuerzo se puso de pie. Haba en sus ojos una expresin de rabia, de dolor y

    desesperacin. Con nervioso movimiento se despoj de sus arreos de bestia de

    tiro y se arrim a la pared donde qued inmvil.

    Mster Davis, que le observaba con atencin, descendi del carro y se le acerc

    con la varilla en alto diciendo:

    -Ah!, con que te resistes, espera!

    Pero viendo que la vctima por toda defensa cruzaba sus brazos sobre la cabeza,

    se detuvo, qued indeciso un momento y luego con voz tonante profiri:

    -Vete! Fuera de aqu!

    Y volvindose al otro muchacho que temblaba como la hoja en el rbol le

    orden imperiosamente:

    -T, sgueme.

    Y encorvando su alta estatura continu adelante por la lbrega galera.

    Despus de despachar a toda prisa una cuadrilla de apuntaladores para que

    efectuasen en los revestimientos las reparaciones que tan duramente se le haban

    ordenado, el capataz se dirigi a esperar a su jefe a una pequea plazoleta que

    lindaba con las nuevas obras en explotacin, quedndose espantado al verlo

    aparecer, tras una larga espera, con la faz enrojecida, dando resoplidos de fatiga

    y salpicado de lodo de la cabeza a los pies. Fue tal su sorpresa, que no dio un

    paso ni hizo un ademn para acercarse a su seor, quien, dejndose caer

    pesadamente en unos trozos de madera, empez a sacudir su traje y a enjugar

    con su fino pauelo el copioso sudor que le inundaba el rostro.

    El muchacho que llegaba empujando el pequeo carro, le revel en dos palabras

    lo sucedido. El capataz oy la noticia con inquietud y dando a su fisonoma la

    expresin ms consternada y trgica que supo, se acerc con ademn solcito a

    su superior; pero ste, comprendiendo que aquel incidente resultaba ridculo

    para su orgullo, haba recobrado el gesto soberbio de supremo desdn que le era

    habitual, y clavando en el semblante servil de su subordinado la mirada fra e

    implacable de sus grises pupilas le pregunt con voz al parecer serena, pero en

    la que se transparentaba cierta sorda irritacin:

    -Tiene parientes ese muchacho?

    -No, seor -respondi el interpelado-, slo tiene madre y tres hermanos

    pequeos: el padre muri aplastado por un derrumbe cuando empezaron los

    trabajos del nuevo chifln. Era un buen obrero -aadi, tratando de atenuar la

    falta del hijo con el mrito del padre.

    -Bueno, vas a dar orden inmediata para que esa mujer y sus hijos dejen la

    habitacin. No quiero holgazanes aqu -termin con amenazadora severidad.

  • 17

    Su acento no admita rplica, y el capataz, doblando una rodilla en el hmedo

    suelo, tom su libreta de apuntes y el lpiz y traz en ella, a la luz de su linterna,

    algunos renglones.

    Mientras escriba, su imaginacin se traslad al cuarto de la viuda y de los

    hurfanos, y a pesar de que aquellos lanzamientos eran cosa frecuente y que

    como ejecutor de la justicia inapelable del amo la sensibilidad no era el punto

    vulnerable de su carcter, no pudo menos de experimentar cierta desazn por

    esa medida que iba a causar la ruina de aquel miserable hogar.

    Terminado el escrito arranc la hoja y haciendo una seal al muchacho para que

    se acercara se la entreg, dicindole:

    -Llvalo afuera al mayordomo de cuartos.

    Jefe y subalterno quedaron solos. En la plazoleta que serva de depsito de

    materiales, veanse a la luz de las linternas trozos de maderas de revestimientos,

    montones de rieles y mangos de piquetas, esparcidos en derredor de los negros

    muros en los cuales se dibujaban las aberturas, ms negras an, de siniestros

    pasadizos.

    Un rumor sordo, como de rompientes lejanas, desembocaba por aquellos huecos

    en oleadas cortas e intermitentes: chirridos de ruedas, voces humanas confusas,

    chasquidos secos y un redoble lento, imposible de localizar, llenaba la maciza

    bveda de aquella honda caverna donde las tinieblas limitaban el crculo de luz

    a un pequesimo radio tras el cual sus masas compactas estaban siempre en

    acecho, prontas a avanzar o retroceder.

    De pronto, all a la distancia, apareci una luz seguida luego por otra y otras

    hasta completar algunas decenas. Asemejbanse a pequeos globos rojos

    flotando en un mar de tinta y que suban y bajaban siguiendo la ondulada curva

    de un invisible oleaje.

    El capataz sac su reloj y dijo, interrumpiendo el embarazoso silencio:

    -Son los barreteros de la Media Hoja que vienen a tratar de la cuestin de los

    rebajes. Ayer quedaron citados para este sitio.

    Y sigui dando minuciosos detalles sobre aquel asunto, detalles que su superior

    oa con un manifiesto desagrado, su entrecejo se frunca y todo en l revelaba

    impaciencia creciente y cuando el capataz repeta por su segunda vez sus

    argumentos:

    -Es, pues, imposible aumentar los precios porque, entonces, el costo del

    carbn -un Ya lo s spero y seco le cort la palabra bruscamente.

    El empleado ech una mirada a hurtadillas a su interruptor y una escptica

    sonrisa invisible en la oscuridad pleg sus delgados labios al distinguir la larga

    hilera de lucecillas que se aproximaban. No era difcil de adivinar que el negocio

    de aquellos pobres diablos de barreteros corra un gravsimo riesgo de

    convertirse en un desastre. Y su conviccin se afirm viendo el torvo ceo del

    jefe y observando las huellas que la caminata por la galera haba dejado en su

    persona y traje.

  • 18

    Los pantalones en las rodillas ostentaban grandes placas de barro y sus manos,

    ordinariamente tan blancas y cuidadas, eran las de un carbonero. No caba duda,

    haba tropezado y cado ms de una vez. Adems en su abollado sombrero

    veanse manchas del holln que el humo de las lmparas deposita en la

    techumbre de los tneles, lo que indicaba que su cabeza haba comprobado

    prcticamente la solidez de aquellos revestimientos que tan frgiles le haban

    parecido. Y a medida que avanzaba en aquel examen, una maligna alegra

    retratbase en el semblante finamente astuto del capataz. Sentase vengado,

    siquiera en parte, de las humillaciones que por la ndole de su empleo tena

    diariamente que soportar.

    Las luces continuaban acercndose y se oa ya distintamente el rumor de las

    voces y el chapoteo de los pies en el lodo lquido. La cabeza de la columna

    desemboc en breve en la plazoleta y todos aquellos hombres fueron

    alinendose silenciosamente frente al sitio ocupado por sus superiores. El humo

    de las lmparas y el olor acre de sus cuerpos sudorosos impregn bien pronto la

    atmsfera de un hedor nauseabundo y asfixiante.

    Y a pesar del considerable aumento de luz las sombras persistan siempre y en

    ellas se dibujaban las borrosas siluetas de los trabajadores, como masas

    confusas de perfiles indeterminados y vagos.

    Mster Davis continuaba impasible sobre su banco de piedra, con las manos

    cruzadas sobre su grueso abdomen, dejando adivinar en la penumbra los recios

    contornos de su poderosa musculatura. Un silencio sepulcral reinaba en la

    plazoleta, silencio que interrumpieron de pronto algunas toses de viejo,

    cascadas y huecas.

    -Vamos! qu esperan? Que despachen pronto! -exclam el ingeniero,

    dirigindose al capataz.

    ste levant la linterna a la altura de su cabeza y proyect el haz luminoso sobre

    el grupo del cual se destac un hombre que avanz, gorra en mano, y se detuvo

    a tres pasos de distancia.

    Bajo de estatura, de pecho hundido y puntiagudos hombros, su calva

    ennegrecida como su rostro sobre el que caan largos mechones de pelos grises,

    dbale un aspecto extraamente

    risible y grotesco. Una ojeada

    significativa del capataz le dio

    nimo y con voz un tanto

    temblorosa plante la cuestin que

    all los haba reunido: el asunto era

    por lo dems fcil y sencillo.

    Como la nueva veta slo alcanzaba

    un mximum de grueso de sesenta

    centmetros, tenan que excavar

    cuatro dcimos ms de arcilla para

    dar cabida a la vagoneta. Este

    trabajo suplementario era el ms

    duro de la faena, pues la tosca era

    muy consistente, y como la

    presencia del gris no admita el uso

  • 19

    de explosivos haba que ahondar el corte a golpes de piqueta, lo que demandaba

    fatiga y tiempo considerables. La pequea alza del precio del cajn, fijndolo

    en treinta centavos, no era suficiente, pues aunque empezaban la tarea al

    amanecer y no abandonaban la cantera hasta entrada la noche, apenas

    alcanzaban a despachar tres carretillas, y podan contarse con los dedos de la

    mano los que elevaban esa cifra a cuatro. Y despus de hacer una pintura sobria

    de la miseria de los hogares y del hambre de la mujer y de los hijos, termin

    diciendo que slo la esperanza de que los rebajes los resarciran de sus penurias

    como se les haba prometido al contratrseles como barreteros del nuevo filn,

    haba sostenido las fuerzas de l y sus camaradas durante aquella larga

    quincena.

    El ingeniero oy aquella exposicin, desde el principio al fin, sin despegar los

    labios, encerrado en un mutismo amenazador que nada bueno presagiaba para

    los intereses de los solicitantes.

    Un silencio lgubre sigui por algunos momentos, interrumpido por el leve

    chisporroteo de las lmparas y una que otra tos tenaz y recalcitrante. De pronto

    un estremecimiento recorri el grupo, los cuellos se estiraron y aguzronse los

    odos. Era la voz estremecedora del jefe que resonaba, diciendo:

    -Cunto exigen ustedes por metro de rebaje?

    Aquella pregunta concreta y terminante no obtuvo respuesta. Un murmullo

    parti de las filas y algunas voces aisladas se escucharon, pero callronse

    inmediatamente al or de nuevo la voz imperiosa que con agrio tono repiti:

    -Qu hay! Nada contestas?

    El viejo, que pasaba su gorra de una mano a otra con aire indeciso, interpelado

    as directamente adelant un paso y dijo con voz lenta e insegura, tratando de

    leer en el rostro velado de su interlocutor el efecto de sus palabras:

    -Seor, lo justo sera que se nos pagase por cada metro el precio de cuatro

    carretillas de carbn porque

    No termin, el ingeniero se haba puesto de pie y su obesa persona se destac

    tomando proporciones amenazadoras en la nebulosa penumbra.

    -Sois unos insolentes -grit con voz rebosante de ira-, unos imbciles que creen

    que voy a derrochar los dineros de la compaa en fomentar la pereza de un hato

    de holgazanes que en vez de trabajar se echan a dormir como cerdos por los

    rincones de las galeras.

    Hizo una pausa para tomar aliento y agreg como si hablase consigo mismo:

    -Pero conozco los ardides y s lo que valen las lamentaciones hipcritas de

    semejante canalla.

    Y encarndose con el capataz le orden recalcando cada una de sus palabras:

    -Abonars por el metro de rebajes en la Media Hoja treinta centavos a los

    barreteros que extraigan por trmino medio cuatro cajones de carbn diario. Los

    que no alcancen a esta cifra slo cobrarn el precio del mineral.

  • 20

    Estaba furioso, porque a pesar de las economas introducidas, el carbn

    resultaba all ms caro que en los dems filones, y las exigencias de los obreros,

    que no hacan sino confirmar aquel mal xito, aumentaban su despecho, pues

    bale en ello su prestigio puesto en peligro por el error lamentable de sus

    clculos y previsiones.

    Bajo sus negras caretas los mineros palidecieron hasta la lividez. Aquellas

    palabras vibraron en sus odos, repercutiendo en lo ms hondo de sus almas

    como el toque apocalptico de las trompetas del juicio final. Una expresin

    estpida, un estupor cercano a la idiotez se pint en sus dilatadas pupilas, y sus

    rodillas flaquearon como si sbitamente se hubiese hundido sobre ellos la

    sombra bveda. Mas, era tal el temor que les inspiraba la figura irritada e

    imponente del amo y tal el dominio que su autoridad todopoderosa ejerca en

    sus pobres espritus envilecidos por tantos aos de servidumbre, que nadie hizo

    un adems ni dej escapar la menor protesta.

    Pero luego vino la reaccin: era tan enorme el despojo, tan dursima la pena,

    que sus cerebros atontados un instante por aquel golpe de maza, recobraron de

    nuevo la conciencia de sus actos. El primero que recobr el uso de sus facultades

    fue el viejo de la tiznada calva quien viendo que el jefe iba ya a marcharse le

    cerr resueltamente el paso diciendo con plaidera voz:

    -Seor, apidese de nosotros, que se nos cumpla lo prometido, lo hemos ganado

    con nuestra sangre. Mire usted!

    Y arrancando de un tirn la manga de la blusa mostr el brazo izquierdo

    envuelto en sucios vendajes que apart con violencia, quedando al descubierto

    un profundo desgarrn que iba de la clavcula hasta el antebrazo. Aquella llaga

    privada de su apsito empez a manar sangre en abundancia.

    -Seor -prosigui-, tnganos lstima, se lo pedimos de rodillas.

    Pero el ingeniero no lo oa ocupado en discutir con el capataz el camino ms

    corto para llegar al nuevo tnel destinado a unir las nuevas obras con las

    antiguas.

    Un murmullo amenazador se alz tras l cuando se puso en marcha, y el viejo,

    viendo que abandonaba la plazoleta, en un acceso de desesperacin alarg la

    mano y lo cogi de la ropa.

    Un brazo formidable se alz en la oscuridad y de un furioso revs lanz al

    atrevido a diez pasos de distancia. Se oy un ruido sordo, un quejido y todo

    qued otra vez en silencio.

    Un momento despus el jefe y su acompaante desaparecan en un ngulo del

    corredor.

    En la plazoleta se desarroll, entonces, una escena digna de los condenados del

    infierno. En la lobreguez de la sombra agitronse las luces de las lmparas,

    movindose en todas direcciones, y terribles juramentos y atroces blasfemias

    sonaron en las tinieblas, yendo a despertar a lo largo de los muros los ecos

    tristemente lgubres de la roca tan insensible como el feroz egosmo ante

    aquella inmensa desolacin.

  • 21

    Algunos se haban echado al suelo y mudos como masas inertes permanecan

    anonadados sin ver ni or lo que pasaba a su alrededor. Un vejete lloraba en

    silencio acurrucado en un rincn y sus lgrimas trazaban sinuosos surcos en la

    cobriza y arrugada piel de su tiznado rostro. En otros grupos se discuta y

    gesticulaba acaloradamente y el ruido de la disputa era interrumpido a cada

    instante por maldiciones y rugidos de clera y de dolor. Un muchacho alto y

    flaco con los puos crispados se paseaba entre los grupos oyendo los distintos

    pareceres, y convencido de que aquello no tena remedio, que la sentencia

    dictada era inapelable, en un rapto de furor estrell la lmpara en el muro, donde

    se hizo mil pedazos, y empez a dar cabezadas contra la roca hasta rodar

    desvanecido al pie de la muralla.

    Poco a poco se fueron aquietando los nimos y un fornido mocetn exclam en

    voz alta.

    -Yo no doy un piquetazo ms, que todo se lo lleve el diablo!

    -Es muy fcil decir eso cuando no se tiene mujer ni hijos -le contest alguien

    prontamente.

    -Si siquiera pidiramos usar plvora. Maldito gris! -murmur

    quejumbrosamente el de la calva.

    -Sera la misma cosa, compaero. En cuanto vieran que ganbamos un poco

    ms, rebajaran los sueldos.

    -Y la culpa la tienen Uds. los jvenes -afirm un viejo.

    -Vaya, abuelo, ataje la recua que se le dispara! -profiri el primero que haba

    tomado la palabra.

    -S -insisti el anciano-, Uds. y nadie ms que Uds. tienen la culpa porque se

    revientan trabajando y nos hacen reventar a todos. Si midiesen sus fuerzas no

    bajaran los precios y esta vida de perros sera menos dura.

    -Es que no nos gusta mirarnos las manos cuando trabajamos.

    -Tampoco las miraba yo y ya ves lo que me ha lucido.

    Hubo un instante de silencio, y tras una breve pausa la voz grave y melanclica

    del anciano reson otra vez:

    -Tambin fui joven y como Uds. hice lo mismo; me burl de los viejos sin

    pensar que la juventud pasa tan ligero que cuando cae uno en ello es ya un

    desperdicio, un trasto. Viejo soy, pero no hay que olvidar que todos van por ese

    camino; que la muerte nos arrea y el que se para tiene pena de vida.

    Callronse todos, nuevamente, y el vejete que gema en el rincn se levant y

    con lnguido paso abandon la plazoleta. Muy pronto los dems siguieron su

    ejemplo y en la profundidad de la galera las vacilantes luces de las lmparas

    volvieron a sumergirse en aquellas ondas tenebrosas que ahogaron en un

    instante su fugitivo y moribundo resplandor.

    * * *

  • 22

    En el nuevo tnel se haban interrumpido momentneamente los trabajos de

    excavacin y slo haba all una cuadrilla de apuntaladores, tres hombres y un

    muchacho. Ocupbanse dos en aserrar los maderos y los otros dos los ajustaban

    en sus sitios. Estaban ya al final y slo unos metros los separaban del muro de

    roca que se perforaba.

    Un obrero y el muchacho se empeaban en colocar un trozo de viga en posicin

    vertical: el primero lo sostena, mientras el segundo con un pesado combo

    golpeaba la parte superior. Viendo el poco xito que obtenan, resolvieron

    quitarla para acortar su longitud, pero estaba encajada tan slidamente que a

    pesar de sus esfuerzos no pudieron conseguirlo. Entonces, pusironse a disputar

    con acritud culpndose mutuamente de haber errado la medida del corte de

    aquel madero. Despus de un agrio cambio de palabras se apartaron, sentndose

    para descansar en los trozos de roca esparcidos en el suelo.

    Uno de los que aserraba se acerc, examin la viga, y viendo la seal de los

    golpes cerca de la techumbre, dijo, dirigindose al muchacho:

    -Ten cuidado de golpear tan arriba. Una chispa, una sola y nos achicharramos

    todos en este infierno. Acrcate, ven a ver, agreg agachndose al pie del muro.

    -Pon la mano aqu qu sientes?

    -Algo as como un vientecito que sopla.

    No es viento, camarada, es el gris. Ayer tapamos con arcilla varias rendijas,

    pero ste se nos escap. La galera debe estar llena del maldito gas.

    Y para cerciorarse levant la lmpara de seguridad por encima de su cabeza: la

    luz se alarg creciendo considerablemente, visto lo cual por el obrero baj el

    brazo con rapidez.

    -Diablo! -dijo-, hay aqu gris para hacer saltar la mina entera.

    Aquel muchacho cuya edad fluctuaba entre los dieciocho y diecinueve aos era

    conocido con el singular apodo de Viento Negro. Pendenciero y fanfarrn, de

    fuertes y recios miembros, abusaba de su vigor fsico con los compaeros

    generalmente ms dbiles que l, por lo cual era muy poco estimado entre ellos.

    En su rostro picado de viruelas, haba una firmeza y resolucin que contrastaba

    notablemente con los semblantes tmidos e inexpresivos de sus camaradas.

    El obrero y el muchacho fueron a proseguir su conversacin sentados en una

    viga.

    -Ya ves -deca el primero-, estamos, vaya el caso, dentro del can de una

    escopeta, en el sitio en que se pone la carga -y sealando delante de l la alta

    galera continu-: Al menor descuido, una chispa que salte o una lmpara que

    se rompa, el Diablo tira del gatillo y sale el tiro. En cuanto a los que estamos

    aqu, haramos sencillamente el papel de perdigones.

    Viento Negro no contest. En lo alto del tnel vio brillar la luz de la linterna del

    ingeniero. El otro tambin la haba visto y levantndose ambos con premura

    fueron a proseguir la interrumpida tarea.

  • 23

    El muchacho cogi el combo y se dispuso a golpear la viga, pero su compaero

    se lo impidi dicindole:

    -No ves, torpe, que eso es intil!

    -Pero ah vienen y es preciso hacer algo.

    -Yo no hago nada y cuando lleguen dir que me den otro ayudante, porque t

    para nada te cuidas de mis observaciones.

    Y de nuevo se encon la discusin, y hubieran llegado a las manos si la

    presencia de los superiores no lo hubiese impedido. Jefe y subalterno

    examinaron con atencin los revestimientos y muy luego la mirada vigilante del

    capataz se fij en la viga objeto de la disputa.

    -Qu es esto, Juan?

    -Es por culpa de ste, seor -respondi el obrero, sealando al muchacho-, hace

    lo que le da la gana y no obedece mis rdenes.

    Los ojos penetrantes del capataz se clavaron en Viento Negro y exclam de

    pronto en tono de amenaza:

    -Ah eres t el que cort ayer la cuerda de seales del departamento de los

    capataces! Tienes cinco pesos de multa por la fechora.

    -No he sido yo! -rugi el interpelado plido de clera.

    El capataz se encogi de hombros con indiferencia, pero viendo la inmovilidad

    del obrero y la furiosa mirada que brotaba de sus ojos, le grit con imperio:

    -Qu haces ah, maldito holgazn? Pronto, a quitar ese madero!

    El muchacho no se movi. En su alma inculta e indmita aquella multa que tan

    injustamente se le aplicaba, prodjole el efecto de un latigazo, irritando hasta la

    exasperacin su fiero y resuelto carcter.

    El capataz, furioso por aquel inslito desconocimiento de su autoridad, cogi

    del cuello al desobediente y dndole un empelln hacia adelante remat la

    agresin aplicndole un violento puntapi por detrs. Jams lo hubiera hecho!

    Viento Negro se revolvi contra l como un tigre y asestndole una tremenda

    cabezada en mitad del pecho lo tendi exnime en el duro pavimento.

    El ingeniero que cerca de all haca anotaciones en su cartera y que, impuesto

    de la disputa se preparaba a intervenir, se volvi al or el golpe de la cada y

    percibiendo una sombra que se deslizaba pegada al muro, de un salto se puso

    delante, cerrndole el paso. El fugitivo quiso evadirse por el otro lado, pero un

    puo de hierro lo cogi de un brazo y lo arrastr como una pluma al fondo del

    tnel.

    Sentado en una piedra, rodeado por los obreros, el capataz vuelto de su pasajero

    desvanecimiento respiraba con dificultad. Al ver a su agresor quiso abalanzarse

    sobre l, pero un ademn del ingeniero lo contuvo.

  • 24

    -Le ha dado una cabezada en el pecho -dijeron los obreros, contestando a la

    mirada interrogadora del jefe, quien sin soltar el brazo de su prisionero lo

    condujo frente de la viga y le orden con tono tranquilo, casi amistoso:

    -Ante todo vas a a colocar ese soporte en su sitio.

    -He dicho que no quiero trabajar -repuso con voz sorda y opaca Viento Negro.

    -Y te digo que trabajars, si no te basta el martillo puedes ensayar las cabezadas

    en las que eres tan diestro.

    Una explosin de risas salud la cuchufleta que hizo palidecer de rabia el

    desfigurado rostro del obrero, quien pase a su alrededor la mirada de fiera

    acorralada en la que brillaba la llama sombra de una indomable resolucin. Y,

    de pronto, contrayendo sus msculos dio un salto hacia adelante tratando de

    pasar por el espacio descubierto entre el cuerpo del ingeniero y el muro del

    corredor. Pero un terrible puetazo que le alcanz en pleno rostro lo arroj de

    espaldas con extremada violencia.

    Se incorpor apoyndose en las manos y las rodillas, mas una feroz patada en

    los riones lo ech a rodar de nuevo por entre los escombros de la galera. Los

    testigos de aquella escena no respiraban y seguan con avidez sus peripecias.

    Viento Negro, lleno de lodo, espantoso, sangriento, se puso de pie. Un hilo de

    sangre brotaba de su ojo derecho e iba a perderse en la comisura de los labios,

    pero con paso firme se adelant y cogiendo el combo se puso a descargar

    furiosos golpes en la inclinada viga.

    La sonrisa del orgullo satisfecho resplandeca en la ancha faz del ingeniero.

    Haba domado la fierecilla y a cada furibundo golpe que haca resbalar el

    madero sobre la roca repeta plcidamente:

    -Bien, muchacho, bravo, bien, bien!

    El capataz fue el nico que percibi el peligro, pero slo alcanz a ponerse de

    pie.

    En la negra techumbre brillaron unas tras otras algunas chispas. Viento Negro

    Haba dejado deslizarse por sus manos el mango del combo hasta su extremidad,

    y la maza de acero al rozar las agudas aristas de la roca haba producido en ellas

    el efecto fulminante del choque del eslabn contra el pedernal.

    Una llama azulada recorri velozmente el combado techo del tnel y la masa de

    aire contenida entre sus muros se inflam, convirtindose en una inmensa

    llamarada. Los cabellos y los trajes ardieron, y una luz vivsima, de

    extraordinaria intensidad, ilumin hasta los rincones ms ocultos de la inclinada

    galera.

    Pero aquella pavorosa visin slo dur el brevsimo espacio de un segundo: un

    terrible crujido conmovi las entraas de la roca y los seis hombres envueltos

    en un torbellino de llamas, de trozos de madera y de piedras, fueron proyectados

    con espantosa violencia a lo largo del corredor.

    * * *

  • 25

    Al sordo estallido de la formidable explosin, los habitantes del pequeo casero

    se agolparon a las puertas y ventanas de sus viviendas y fijando sus azorados

    ojos en las construcciones de la mina, presenciaron llenos de espanto algo como

    la repentina erupcin de un volcn.

    Bajo el cielo azul, sereno y lmpido, sin asomo de humo, ni de llamas, los

    maderos de la cabria, arrancados de sus sitios por una fuerza prodigiosa, fueron

    lanzados hacia arriba en todas direcciones: una de las jaulas de hierro,

    recorriendo el angosto tubo del pozo, como un proyectil el nima de un can,

    subi recta hasta una inmensa altura.

    Los moradores de la poblacin minera, en su mayor parte mujeres y nios, se

    abalanzaron en confuso tropel hacia el pique, donde todo era confusin y

    desorden: los obreros corran de un lado para otro, despavoridos sin hallar qu

    hacer. Mas la presencia de nimo del capataz de turno los tranquiliz un tanto,

    y bajo su direccin pusironse a trabajar con febril actividad. Las jaulas haban

    desaparecido y con ellas uno de los cables, pero el otro estaba intacto enrollado

    en la bobina. Con rapidez se mont una polea sobre la boca del pozo y atando

    un cubo de madera a la extremidad del cable qued todo listo para efectuar una

    bajada. El capataz y dos obreros se disponan ya a llevar a efecto esta operacin

    cuando una espesa humareda que empez a brotar desde abajo impidi y hubo

    que aguardar que los ventiladores barrieran aquel obstculo.

    Entretanto las mujeres enloquecidas haban invadido la plataforma dificultando

    grandemente los trabajos de salvamento, y los obreros para tener despejado el

    sitio de la maniobra tenan que rechazarlas a empellones y puetazo limpio. Sus

    alaridos aturdan impidiendo or las voces de mando de capataces y maquinistas.

    Por fin el humo se disip y el capataz y los obreros se colocaron dentro del

    cubo: diose la seal de bajada y desaparecieron en medio del ms profundo

    silencio.

    Frente a la galera de entrada abandonaron la improvisada jaula y penetraron al

    interior. Una calma aterradora reinaba all, no se vea un rayo de luz y todo

    estaba limpio de obstculos: no haba rastro de vagonetas ni de maderos; las

    poleas, los cables, las cuerdas de seales, todo haba sido barrido por la

    violencia del aire empujado por la explosin. Aquella soledad los sobrecogi y

    una angustia mortal oprimi sus corazones. Haban muerto todos los

    compaeros?

    Pero, de pronto aparecieron gran nmero de luces y se encontraron rodeados

    por un compacto grupo de trabajadores. Al sentir la conmocin haban corrido

    presurosos hacia el punto de salida, mas al desembocar en la galera central los

    haba detenido el humo y el aire irrespirable que llenaba esa parte de la mina.

    Nada saban de los obreros de la entrada del pique; sin duda haban sido

    sepultados juntos con los escombros en lo ms hondo del pozo.

    Las opiniones estaban acordes en que la explosin se haba producido en el

    nuevo tnel y que deban de haber perecido en ella la cuadrilla de apuntaladores,

    el ingeniero jefe y el capataz mayor de la mina.

    Un grito unnime reson: Vamos all! Y todos se pusieron en movimiento,

    pero la voz enrgica del capataz los detuvo:

  • 26

    -Nadie se mueva -dijo con autoridad-, la galera est llena de viento negro. Lo

    primero es activar la ventilacin. Cirrense las compuertas de la segunda galera

    para que el aire del ventilador obre directamente sobre el tnel. Despus

    veremos lo que hay que hacer.

    Mientras algunos se precipitaban a ejecutar aquellas rdenes, el herrero Toms,

    un mocetn alto y robusto, se acerc y con tono resuelto dijo:

    -Yo ir all, si hay quien me acompae. Es cobarda abandonar as a los

    compaeros. Puede haber alguno con vida todava.

    -S, s! Vamos! -exclamaron una veintena de voces.

    El capataz trat de disuadirlos, dicindoles que era correr intilmente a una

    muerte casi segura. Que haca ms de dos horas que se haba producido el

    estallido y que por consiguiente los jefes y camaradas estaban sin duda alguna

    muertos y bien muertos. Pero viendo que no le escuchaban accedi para evitar

    mayores desgracias a lo propuesto por el obrero, quien despus de una violenta

    disputa, pues todos queran ser de la partida, eligi tres acompaantes con los

    cuales se puso inmediatamente en marcha.

    A la entrada del tnel los cuatro hombres se arrodillaron e hicieron la seal de

    la cruz, y en seguida, unos tras otros, con las lmparas en alto, penetraron en la

    galera que por su elevacin les permita andar derechos sin encorvarse. Muy

    pronto sintieron latidos en las sienes y zumbidos en los odos. A cien metros el

    que iba a la cabeza sinti un golpe a sus espaldas: el obrero que lo segua haba

    cado. Sin prdida de tiempo lo levantaron y lo arrastraron hacia afuera.

    Reemplazsele con presteza y el pequeo grupo volvi de nuevo a internarse

    en el corredor.

    Cuando les faltaba un centenar de metros para llegar al final, encontraron el

    primer cuerpo. Un vistazo les bast para comprender que era imposible que

    conservara un resto de vida: estaba hecho pedazos. Algunos pasos ms y

    tropezaron con el segundo, luego con el tercero, el cuarto y el quinto. El ltimo

    era el del capataz, a quien reconocieron por sus gruesos zapatos claveteados.

    Faltaba el ingeniero, y sin detenerse siguieron avanzando, pero de pronto

    delante de ellos se desprendi un grueso bloque que cay con gran estruendo,

    levantando una nube de polvo. Hallbanse en el sitio de la explosin: el suelo

    estaba sembrado de escombros, los revestimientos haban sido arrancados en

    gran parte y la techumbre principiaba a ceder. Se detuvieron un instante

    indecisos: mas, luego, pasando por encima del obstculo, prosiguieron el

    avance, cautelosos, con el odo atento a los chasquidos precursores de los

    derrumbes y sintiendo a cada paso el golpe seco de algn desprendimiento.

    Caminaron as algunos metros cuando de improviso reson un crujido. Toms,

    que era el primero del grupo, recibi un golpe en un hombro que lo hizo vacilar

    sobre sus piernas: se volvi lleno de angustia; una espesa polvareda le impeda

    ver. Adelantse con precaucin y sus dientes castaetearon: delante de l y

    cerrndole el paso haba un montn de piedras de ms de un metro de elevacin

    y que abarcaba todo el ancho de la galera. De un salto cayo sobre aquel sepulcro

    y empez a remover furiosamente los escombros, tarea que secundaron en breve

    los compaeros que llegaban, pero despus de grandes esfuerzos slo

    encontraron tres cadveres.

  • 27

    Mientras algunos recogan los muertos, los dems registraban los rincones en

    busca del ingeniero cuya extraa desaparicin despertaba en sus espritus

    supersticiosos la idea de que el Diablo se lo haba llevado en cuerpo y alma.

    De pronto alguien grit:

    -Aqu esta!

    Todos acudieron y alumbraron con sus lmparas. En un recodo de la galera,

    pegado al techo y en el eje destinado a sostener la polea del cable, en la

    extremidad que apuntaba al fondo del tnel, haba un gran bulto suspendido.

    Aquella masa voluminosa que despeda un olor penetrante de carne quemada,

    era el cuerpo del ingeniero jefe. La punta de la gruesa barra de hierro habale

    penetrado en el vientre y sobresala ms de un metro por entre los hombros. Con

    la horrible violencia del choque, la barra se haba torcido y cost gran trabajo

    sacarlo de all. Retirado el cadver, como las ropas convertidas en pavesas se

    deshacan al ms ligero contacto, los obreros se despojaron de sus blusas y lo

    cubrieron con ellas piadosamente. En sus rudas almas no haba asomo de odio

    ni de rencor. Puestos en marcha con la camilla sobre los hombros, respiraban

    con fatiga bajo el peso aplastador de aquel muerto que segua gravitando sobre

    ellos, como una montaa en la cual la humanidad y los siglos haban

    amontonado soberbia, egosmo y ferocidad.

    FIN