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Un ex policía rompe su propiapromesa de no atender el teléfonodespués de medianoche. Un amigo enapuros lo convoca a trescientoskilómetros de Buenos Aires. Volandopor la autopista, mientras adormece elalma oyendo jazz del bueno, PabloMartelli confía en llegar a tiempo. LaArgentina, entretanto, monta una vez másla ópera bufa de su naufragio: ungobierno débil, una sociedad agónica ydesquiciada, un presidente absurdo, yargentinos a los botes. Nadie llega atiempo, huelga decirlo. Ni Martelli a lacita con su amigo, ni ciertosconspiradores que huyen hacia un futuro

que ha quedado atrás. Al fi nal de laaventura, el presidente argentino y unasesino serial ?amantes padres defamilia- tal vez hayan perdido sutrabajo. Poco más perderá Martelli.Aunque en algún momento crea haberalcanzado el paraíso. II PREMIOINTERNACIONAL CIUDAD DECARMONA.

Guillermo Orsi

Nadie ama a unpolicía II PREMIO INTERNACIONAL DENOVELA NEGRA CIUDAD DECARMONA

ALMUZARA II PREMIO INTERNACIONAL DENOVELA NEGRA CIUDAD DECARMONA

Presidente del Jurado: Javier Ortega Posadillo Vocales: José Antonio Gurriarán, Antonio Lozano González, Juan Marchena Fernández, Antonio Rivero Taravillo © Guillermo Orsi, 2007 © Editorial Almuzara, S.L., 2007 Ilustración de cubierta basada en obrade P. Piebinga Reservados todos los derechos. «No está permitida la reproduccióntotal o parcial de este libro, ni sutratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea

mecánico, electrónico, por fotocopia, porregistro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares delCopyright.» Almuzara Tapa Negra Dirección literaria: Javier Ortega Editorial Almuzara Director editorial: Antonio E. CuestaLópez www.editorialalmuzara.com [email protected]

[email protected]

Diseño y preimpresióh:TALENBOOK Diseño gráfico de la colección:CIFRA (www.cifra.cc) Imprime: TALLER DE LIBROS, S.L.

(www.iallcnlrlibros.com) I.S.B.N: 978-84-96710-82-5. Deposito Legal: CO-620-07. Hecho e impreso en España —Madeand printed in Spain.

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Te quiero siempreasí... estás clavadaen mí como unadaga en la carneardiente y pasionaltemblando deansiedad quiero entus brazos morir. Pasional Tango de JorgeCaldara y MarioSoto

Fantasmas de lapena a lo lejos, losotros, los que eseamor perdieron,como un recuerdoen sueños,recorriendo lastumbas otro vacíoestrechan. Luis Cernuda

Informeambiental En el atardecer del 21 de diciembre de2001, en la soledad de su despacho ytras haber sido rechazados todos suspedidos de apoyo político, Fernando Dela Rúa redactó de puño y letra surenuncia a la presidencia de Argentina yabandonó la casa de gobierno enhelicóptero. Había asumido el poder apenas dosaños antes, votado por una importantemayoría del electorado que, se decía,veía en el nuevo gobierno una esperanza

de acabar con la enorme corrupciónapadrinada por su antecesor, CarlosMenem. La renuncia de Fernando De la Rúaestuvo precedida de movilizacionespopulares espontáneas que se volcaron alas calles repudiando su política y loscondicionamientos impuestos por losprestamistas internacionales. Antes ydespués, y enmascarados en esasmovilizaciones, hubo saqueos aalmacenes de comestibles, de ropa yhasta de electrodomésticos, planificadosdesde meses antes por grupos deconspiradores de los que no estuvieronausentes personajes que habían prestadosus servicios durante la última dictaduramilitar.

Reclutada a destajo y amparada pordirigentes políticos de la oposición yhasta del propio partido oficialista, laacción de estos grupos pasó casidesapercibida en las movilizacionesnacidas de la ira popular, alimentadaspor la política de un gobierno ya sinpoder, que sólo atinaba a recortar gastostan elementales como los destinados asalud, educación y hasta salarios yjubilaciones, para sostener el valor deuna moneda cuya sangría habían iniciadomeses antes los grandes capitalistas,ante la certeza de que la catástrofe erasólo cuestión de tiempo. Más de treinta muertos y centenares deheridos en todo el país fue el saldo deesa aventura golpista emprendida por

civiles en plena democracia. NorbertoOyarbide es titular del juzgado que,desde entonces, investiga los hechos quedesembocaron en el virtualderrocamiento de un gobiernoconstitucional, no por un golpe militarsino por conspiradores pertenecientes ala más encumbrada dirigencia política,empresaria y sindical. Al terminar esta novela, cinco añosdespués, esa causa sigue abierta y sinsentencia.

Ingredientespara un thriller Fragmento de una nota publicada enLa Fogata, firmada por MiguelBonasso, escritor y periodista, autor de«Recuerdos de la muerte». Una agencia de seguridad que cuidaa los hipermercados pero aparecefavoreciendo el saqueo de loscomercios chicos; represores de ladictadura militar que actúan enconjunción con punteros del PartidoJusticialista; un auto que reaparece

misteriosamente frente a la Casa deGobierno el día que asume AdolfoRodríguez Saá, son algunos de losingredientes de un nuevo thrillerbonaerense, que seguramente nollamará la atención del ministro deJusticia y Seguridad Juan José Álvarez,pero tal vez despierte la curiosidad deljuez Norberto Oyarbide, el magistradoque investiga el presunto complot paraderrocar a Fernando de la Rúa.

Tirando a matardesde el interiorde un banco La bala que mató a Gustavo Benedetto(22 años) el 20 de diciembre de 2001. La multitud que se movilizaba fuevíctima de la balacera efectuada desdeesa oscuridad. Varando estaba a cargodel grupo de seguridad del bancoHSBC, cargo que ejerció gritándoles asus subordinados y a los policías:«¡Tiren, no sean cagones!». Es teniente

coronel retirado, graduado de laEscuela de las Américas, ex integrantedel destacamento 103 de Inteligenciadel Ejército, denunciado ante laComisión Interamericana de DerechosHumanos por la desaparición de dospersonas tras el copamiento de LaTablada. La medida de la Corte, quepodría liberarlo, tuvo votos en contrade Enrique Petracchi, Carlos Fayt yRaúl Zaffaroni. El chico cayó en Avenida de Mayo al600, delante de las cámaras. Su mamá y su hermana lo vieronmorir por televisión, mientrasescuchaban que alguien gritaba:«están tirando desde adentro». Este primero de enero Gustavo Ariel

Benedetto cumpliría 26 años.

PRIMERA PARTE

Pequeñas limosnas

I Desde que perdí a la última personaque me importaba en el mundo noatiendo el teléfono después demedianoche. Habían pasado cinco años desde quetomé esa decisión, que tampoco erapuesta a prueba a menudo, ya que a miedad es poco frecuente que los amigostrasnochen, y las mujeres, siempreocasionales cuando se estádefinitivamente solo, aprovechan lamadrugada para templarse en sus camasde viudas o separadas, embadurnan suspieles y se envuelven a veces en losrecuerdos de tiempos y amantes mejores

—cuando tienen la posibilidad decomparar—, y si llaman por teléfono aesa hora es para contarle lo solas queestán a una amiga o al centro deasistencia al suicida. La noche del catorce de diciembre de2001 me acosté inusualmente temprano,no porque estuviera cansado, pero notenía ganas de seguirle el juego a un díaparticularmente monótono, sin siquieraun episodio vulgar al que pudieraasirme, una excusa de las que la vida enBuenos Aires brinda con renegadagenerosidad, un asalto a mano armada albanco mientras se está por cobrar unossiempre magros honorarios o depositarel alquiler del departamento sincalefacción que alquilaba desde hacía

un año, por ejemplo; una intimación dela impositiva por no haber cancelado lacuarta cuota de autónomos, por otroejemplo, o la confesión de un amigo que,pasados los cincuenta, asume suhomosexualidad y pretende que lerecomendemos un analista, si es posiblejoven y bien parecido. Nada, ni peoresnoticias en la tele que los habitualesromances escandalosos en la farándula,renuncias en el gabinete, planeseconómicos que empiezan a desarmarsebajo el vendaval de los mercados conlas consiguientes corridas bancadas, unode esos días en los que la medianoche esagua en el horizonte, en los que tenemosla sospecha de que el naufragio es parasiempre.

—Tengo que verte lo antes posible,Gotán. —Estoy en bolas, metido en la cama ytapado hasta las orejas. Me revuelve lastripas la sola idea de vestirme, sacar elauto de la cochera y conducir mediahora hasta tu casa. —Tendrán que ser seis horas, por lomenos, porque no estoy en mi casa. Yahora mismo, para llegar si es posibleantes de que amanezca. Demoré quince minutos en vestirme,guardar en un bolso la ropa para dosdías de ausencia y dejar una nota en lapared para que Zulema, la mujer queviene los lunes a limpiar eldepartamento, se encargara de renovarleel agua y reponer en su recipiente el

alimento balanceado de mi gato FélixJesús, ausente esa noche con aviso, peroque volvería antes de mi regresodemandando comida y silencio. Media hora después del llamado deEdmundo Cárcano estaba cruzando laciudad a la velocidad de un patrullerotransportando la grande de mozzarelladesde la pizzería hasta la seccional, unaBuenos Aires con muy poco tránsito queabandoné por la autopista del sudesterumbo al sudeste, a la costa más lejanade la provincia, y en esa costa unpueblito, en rigor una villa conformadapor no más de una docena de casasalineadas frente a una playa ventosa ysin vegetación, puro médano y mar,llamada Mediomundo.

El nombre se lo puso el agenteinmobiliario que loteó estas soledadesporque el tipo es pescador pero no decaña; usa redes para capturar pescavariada y cocinar unas cazuelas conlas que tienta a los pocos turistas quepor equivocación o despiste aparecenpor estas playas, me ha explicadoCárcano, para quien el lugar deberíallamarse Culodelmundo. El agenteinmobiliario tiene un bar en la playa queprecisamente ha bautizado «Pescavariada»; se llama Perdía, como eldirigente montonero, y es quien en lamañana ventosa y helada del cinco deoctubre me dice que no lo puede creer,si ayer mismo estuvo aquí comiendobesugo y tomando un tempranillo,

cómo es posible que ahora estémuerto. Pobre Edmundo, dice porCárcano, mi amigo, asesinado de un tiroa quemarropa disparado desde un metrode distancia, lo que por lo menosdesalienta la hipótesis de suicidio con laque insiste el oficial que acaba de llegardesde Bahía Blanca. Ni rastros —en la sencilla peropreciosa casa que construyó Cárcanocon los ahorros del buen sueldo queganaba en la compañía petrolera— de larubia casi adolescente y casi tanpreciosa como la casa, de la que dijoestar enamorado y con quien habíaplaneado habitar ese nido frente al mar.Ni un lápiz de labios, ni un tampón, niuna toallita higiénica, mucho menos

lencería o cepillo de dientes. Podríadecirse que no había nadie viviendo ovisitando a Cárcano en su refugiomarítimo, y es lo que dice el inspector,comisario o agente de tránsito de laBonaerense que muy a su pesar viajóesta tarde a Mediomundo para hacersecargo de lo que califica como«desgraciado evento». —Si lo llamó a usted a medianoche esporque probablemente estaba mal, lagente grande se deprime a ciertas horas—aventura el cana, que con poco más detreinta años ya tiene su olfato de sabuesoestropeado por la plata dulce que ganacon las coimas del juego y laprostitución. Le pregunto si no va a tomar por lo

menos las huellas dactilares que puedahaber en el lugar, me dice que van avenir los de la policía científica perorecién mañana o pasado. Estamossobrepasados de trabajo, se ufana sinbajar la mirada, y de inmediato tomoconciencia de que si Edmundo Cárcanoreclamara justicia por haber muertoasesinado no podría esperar nada deeste burócrata, arrancado de sujurisdicción por el llamado de un amigode la víctima hace ocho largas horas; unamigo que antes había conducido porotras seis eternas horas para no ponerseel auto de sombrero, y que apenas llegóse arrepintió de su mesura, de no haberpasado nunca la velocidad máximapermitida, de haber viajado cantando a

coro con Lucila Davidson en la radio,dándose hasta el lujo de cerrar los ojospor algunas decenas de metros deautopista para imaginarla a su lado, losdos frente a una callada multitud de fansde la Davidson, arriba del escenario ycerrando los ojos de puro placer comoen la autopista, de ensoñada lujuriaaunque el auto mordiera más de una vezlas banquinas, feliz, olvidado de por quéviajaba solo a un remoto villorriomarítimo en el sudeste de la provincia. Me di cuenta de que había llegadotarde cuando abrí la puerta de la coquetacasa de mi amigo y lo encontré tirado enun charco de sangre. Había amanecidomedia hora antes, aunque sin tocar elcuerpo supe que Cárcano no alcanzó a

ver siquiera un resplandor del nuevodía. La casa estaba ordenada y limpia,como era habitual en mi amigo, para migusto un tipo pulcro hasta laexageración. Ni un armario abierto, nadaen el piso excepto su cadáver. Elasesino parecía haber entrado allí sólopara cumplir con su trabajo, sin forzar lapuerta ni alguna ventana. Cárcano debióconocerlo y tener la suficiente confianzapara permitirle entrar; tal vez cuando mellamó esa noche el tipo ya estaba ahí,apuntándole a la cabeza. No era de andar en negociospeligrosos. En los últimos tiempos se lehabía dado por delirar con un proyectopara producir combustibles a partir de

cereales, algo en lo que estuvotrabajando duro para encontrar un modode producción económico y posible. Sihasta había conseguido un mecenas, unbanquero que decidió apoyar primerosus estudios de investigación y luego lapequeña empresa, en realidad unacooperativa de la que Cárcano erapresidente y secretario, formada porratas de laboratorio, tipos con laobsesión de cambiarles la cara a lasmoléculas de lo que se les pusiese atiro, de armar nuevos mundos con losrezagos del existente, de complicarse lavida, en suma, para demostrarle a laindiferente Humanidad que, si bienhemos hecho del planeta Tierra un lugarpeligroso para vivir, estamos a tiempo

para salvarlo. La hija de Cárcano, a la que llamopara darle la noticia, tiene la edad de lanovia desaparecida, y aunque llora alotro lado de la línea admite que temía undesenlace como éste. —Desde que abandonó a mamá poresa pendeja empezó a meterse en cosasraras —dice Isabel entre hipos ysollozos, con la indignación intacta porel traspié del viejo cuya verde devociónestalló según ella como una bomba deprofundidad en el seno del hogar dulcehogar—. Descuidó el trabajo, treintaaños en la compañía, el año próximo ibaa jubilarse, le iban a dar una medalla deoro, la compañía le pagaría un adicional

para compensarle la jubilación demierda que le toca por haber aportadotoda su vida. Si hasta habían planeadoviajar a Italia, a la casa natal de losabuelos en Bolonia. Llora Isabel durante tres pesos concuarenta y dos centavos de lacomunicación de larga distancia. Desdela cabina pública veo la costa, el frío ysereno anochecer en la playa desierta, ypienso que también me habría gustadotener mi refugio en un lugar como éste. —¿En qué «cosas raras» se metió tuviejo? —pregunto cuando el llantoamaina. Vacila Isabel al otro lado de la línea,en Buenos Aires, aspira los mocos,suspira.

—Tendríamos que vernos. No me fíode ningún teléfono en este país dealcahuetes donde la mitad de lapoblación escucha y espía a la otramitad. —Está bien, pero avisále a tu mamá,van a enterrarlo en Bahía Blanca. Se me ahoga la voz cuando mencionoel entierro de Edmundo, muerto enMediomundo, una playa del culo delmundo que no existe en ningún catálogoturístico, un tipo sin fisuras en lo queatañe a su amistad. Nos conocimos en la milicia cuandohabía colimba, tiempos aquellos en losque al cumplir veinte años nosconvocaban para servir durante un año ala patria cebando mate a los zumbos,

limpiando los baños del casino deoficiales, saliendo a las calles ensórdidas madrugadas de golpes militarespara asustar a los civiles. Edmundo y yoteníamos treinta y seis años cuando ungeneral intoxicado ordenó invadir lasMalvinas. Ya estábamos viejos para laguerra, que de todos modos se perdió, ysin embargo veinte años más tarde miamigo plantó a Mónica por una rubiaveinteañera que acababa de nacercuando otro general rindió PuertoArgentino para evitar la muerte de milesde soldados y de paso la suya. El tiempo adquiere dimensionesmonstruosas, perfiles de sombras contrala luz rasante del atardecer. Si veinteaños no es nada como dice la letra del

tango, son demasiados cuando seencuentran dos vidas con tantadiferencia de edad como la de Edmundoy su rubia casi adolescente y ahoradesaparecida. Todo el pasado, toda lamemoria que uno carga como el camellosus jorobas, no existe para quien laúnica carga significativa y hastaagobiante es el futuro. ¿Cómo caminarjuntos, entonces? ¿Hacia dónde ir?Cualquier dirección que se tome será undesgarramiento. El sol acabó de abandonar esa playaque comparte con Monte Hermoso lasingularidad de que el sol salga y seponga sobre el mar. En vez de viajarcincuenta kilómetros hasta BahíaBlanca, me dispuse a pasar la noche en

la casa del finado. Hay decisiones que se toman ensegundos pero de las que luego no nosalcanza la vida para arrepentirnos.

II La casa estaba mejor equipada parapasarla bien que para morirse. Laheladera colmada, un pequeño cuartocon abundante leña al fondo del jardín,whisky y coñac en el bar, mantas paraabrigarse, dos televisores conectadospor satélite, una biblioteca provista porcolecciones comerciales pero suficientepara abastecer a un lector sinpretensiones de iniciarse en obrasrecónditas de la literatura, un equipo demúsica con compactos de los Rolling,Julio Sosa con la orquesta de LeopoldoFederico, Eduardo Falú interpretando aCastilla y a Leguizamón, Mozart, Charly,

el flaco Spinetta, Lito Vitale y TitaMerello. Podía uno sentarse en elpequeño y cálido living a esperar sinangustias a que una ola gigante lobarriera todo. Ningún maremoto llama a la puerta,sin embargo. Tampoco es frecuente quelas mujeres hermosas se detengan asaludarnos en plena noche, eso pasa enlas películas, y cuando llamaron a lapuerta de la casa de Edmundo supuseque se trataba de un error, que en todocaso lo buscarían a él y que al ser yo, unperfecto desconocido, quien abriera, metoparía con un bello i ostro agriado porla decepción. —Lo que ha pasado es horrible —dijola rubia como si me conociera, mientras

entraba resuelta sin siquiera presentarse,aunque no me costó deducir que setrataba de la casi impúber que habíasoliviantado la madurez de mi amigo. —Pablo Martelli —me presentéextendiendo la mano, pero rila se abrazóa mí como a un madero en alta mar. Tenía el pelo húmedo por el rocío, unencantador aroma a fresas florecidas enun bosque silvestre, si la conjunción defresas y bosque silvestre pudierareconocerse con los ojos cerrados yaceptando el abrazo en mi condición demadero a flote después del naufragio. —Soy Lorena. Lo dijo sin separar su cabeza de mihombro, hundido el rostro en mi camisalimpia, la única que había llevado

pensando en una estadía de no más deuna noche. —Lo asesinaron, lo mataron como aun perro, sin darle la oportunidad deexplicarles que no pensaba quedarse conla plata. Pobre Papi, morir de esamanera cuando teníamos todo paraempezar una nueva vida y ser felices. Tenía razón en sentirse frustrada larubia, si lo que decía era cierto. Perdera un sesentón todavía atractivo,inteligente, sano y además con una buenasituación económica, no debe ser unacuestión fácil de digerir en tiempos detan alta desocupación y desvaríoexistencial entre los jóvenes. Por lopoco que sabía, Lorena no tenía trabajo,había estudiado una licenciatura de algo

en una universidad privada y, en mitadde su peregrinaje por agencias deempleo y multinacionales que contratangraduados para las diligenciasbancadas, ¡bingo!, conoció a Edmundo. —Contáme qué pasó —digo, sin apuropor poner fin al abrazo—. No sabía queEdmundo tuviera enemigos. Es ella quien suelta intempestivamentesu madero y va directo al barecito, aservirse un whisky. Recién cuando tomael primer trago vuelve a registrar mipresencia. —No debiste quedarte aquí —dice—,es peligroso. —Tenés razón. Además es tu casadesde que vivías con Edmundo. Me metíen ella como un intruso, pero la opción

era irme a Bahía Blanca. Mañana llegaIsabel. Mi noticia la perturba. No pregunta aqué viene la hija de Edmundo porque larespuesta es obvia, pero se acerca alventanal como si pudiera ver el mar enplena y oscura noche de luna nueva. —Papi quería poner distancia con sufamilia —dice. —Sin embargo Isabel era su única hijay, como tal, su predilecta. Sonríe, inexpresiva, la rubia que segúnella eligió mi amigo para distanciarse desu familia. —Tenemos que irnos. Vuelve a acercarse a mí. Me preguntocuánto le habrá llevado seducir a suPapi. ¿Dos meses, dos semanas, dos

días, dos horas, dos minutos? Podríabatir su propio récord conmigo si notuviera tan fresco el cadáver sobre elcharco de sangre y los ojos tan abiertosde Edmundo, clavados como agujas deun reloj en la hora de su muerte. Media hora después estamos viajandopor la ruta tres camino al infinito.Lorena me ruega que no llame a nadie, ymucho menos a Isabel desde mi celular. —Rastrean las llamadas —diceconvincente—, antes de que colgaras yanos estarían siguiendo. —Si mañana no me encuentra va asentirse peor de lo que ya se siente. Me arrepiento de inmediato de laestupidez que dije, la mirada de la rubiaes elocuente, encontrar mi cadáver junto

al de Papi tampoco serviría de consuelo.No me va mejor cuando preguntoquiénes son los que rastrean lasllamadas. —Si lo supiera no nos habríansorprendido en un lugar tan apartado, enun pueblo que nadie conoce y tan felices—dice la rubia que, sentada a mi lado,enciende un cigarrillo, aspira como sifuera el último que fuma un condenado yme lo pasa con el filtro embadurnado deoloroso carmín. —No es tan malo morir cuando se esfeliz. —Papi tenía pocos amigos —dice larubia—. Gente en quien confiar, a esome refiero —aclara, desconcertada pormi reflexión.

—¿Quién estaba con él anoche,cuando me llamó? ¿De quién era la platacon la que no iba a quedarse? Silencio rubio, humo flotando entre elparabrisas y yo, una recta adelante queparece la directriz de un triánguloinsondable a cuyo vértice viajamos aciento cuarenta. No sabe con quiénestaba, ella había viajado sola a BahíaBlanca y volvía tan sola como habíapartido. —Tengo una prima internada en elhospital de Bahía. Está muy grave, lospadres murieron en un accidente de auto;mi prima sobrevivió pero tiene la mitaddel cuerpo paralizada y la otra mitadinconsciente. Siento un escalofrío. Es hermosa la

rubia, pero tal vez sea una maldita parcaveinteañera que arrasa con los viejosverdes y acaudalados que se le ponen atiro, aunque conmigo se equivoqueporque no conoce mi estado dequebranto. No creo ni una palabra de suhistoria. —Podemos entrar en Bahía, estamos acinco kilómetros —digo. Su delicada y blanca mano izquierdacae sobre el volante, obligándome aaferrarlo con fuerza y hacer unapeligrosa maniobra para esquivar elcamión que venía rugiente por su mano.Oigo los bocinazos con los que suconductor saluda mi maniobra e imaginocada insulto proferido en la soledad desu cabina.

—¿A dónde vamos? —preguntomientras pasamos de largo por el accesoa la ciudad— ¿Por qué carajo nopodemos entrar en Bahía Blanca? Acepto su silencio y es el segundoerror grave que cometo esta noche —elprimero fue quedarme en la casa de laplaya. Tres horas más tarde dejamos atrás aViedma, a esta hora de la madrugada unaciudad fantasma, y durante todo el día lacapital de Río Negro donde un expresidente argentino inyectado degrandeza anunció que trasladaría lacapital del país. Debe haber muy pocooxígeno en las alturas del poder y poreso las neuronas de los funcionarios noresponden o engendran ideas que hasta a

un astronauta perdido en el espacio leparecerían fruto de su delirio o de lacomida basura contenida en las cápsulascon las que se alimenta. Vuelvo a preguntar de quién era laplata y de nuevo a dónde vamos, pero larubia está dormida. Si despiertarepresenta apenas los veinticuatro quedeclara, dormida es la Lolita deNabokov trasplantada a este comienzode siglo que, en vez de censurar exaltael protagonismo de pedófilos yreciclados, sacerdotes de la mutación yexponentes mayores del desamparo enque amaga acabar sus días nuestraespecie. Me detengo a cargar nafta adulteradaen una estación de servicio cuyo

encargado parece haber salido de sutumba sólo para atenderme. Demacradoy silencioso como un muerto, apenas sigruñe el precio de la carga y medevuelve el billete de cien pesos con elque pretendo pagarle. —Si no tiene cambio se queda acáhasta que aparezca alguno con platachica —dice con autoridad de guardiapenitenciario mientras se limpia lasmanos con un trapo sucio y escupe alpiso sus cargadas flemas—. Hace unfrío de cagarse en este desierto. Vengaadentro y tómese un mate —me invita. Sospecho que además del termo y elmate, y tal vez hasta bizcochitos degrasa, oculte en su guarida una escopetarecortada con cartuchos ansiosos por ser

disparados sobre el primer cliente quecon la excusa de la falta de cambiopretenda seguir viaje sin pagarle.Acepto la forzada situación; de todosmodos la rubia duerme como drogada yno estoy ansioso por seguir viaje aninguna parle. —Voy al baño —digo—. El mío, sinazúcar. En el espejo roto del baño, iluminadocon una anémica lamparita, descubro aun tipo que se parece cada vez menos amí. Pienso en mi gato Félix Jesús, eldesencanto en su redondo rostroaveriado cuando vuelva y no meencuentre en el departamento, sumado elcansancio de comer siempre lo mismo,

un alimento balanceado producido poruna fábrica cuyos gerentes seguramentedeben ser perros o ratones, la dificultadpara salir a cazar cuando hay quedisputarle las hembras a machos jóvenesy cadenciosos que ocupan las mejorescornisas y copulan en los másapetecibles callejones. Nuestro únicoconsuelo es vernos de vez en cuando,frotarnos uno al otro como a lámparasde Aladino para despertar los genios dela madrugada, sentir que no estamos tansolos aunque sepamos que sí. Cuando salgo por fin del baño, mi autoy la rubia han desaparecido. —Vinieron dos tipos en un Ford Fiesta—dice el encargado de la estación—,uno quedó al volante, el otro subió a su

auto y se lo llevó con la mina adentro yel Fiesta de escolta. ¿Era algo suyo? —El auto era mío. La mina, de unamigo. —Ah —dice el encargado, y meofrece un mate espumoso, amargo, conbizcochitos.

III Todo tiene su lado bueno. Lospesimistas dicen que el mundo se acabamañana o pasado y los optimistasinsisten en que empieza cada día que nosdespertamos vivos. Al mundo comosuma de procesos biológicos le pasatotalmente desapercibido este magrodebate, se siguen creando y recreandolos mismos sinsentidos mientras lospoetas deambulan como gatosescaldados, escondiéndose de sus viejosamores para poder escribir sobre ellos. El lado bueno de que a la rubia se lallevaran con mi auto fue que, dos horasmás tarde, yo estaba a bordo de un

Scania que venía de la Patagoniacargado de ovejas con destino a BahíaBlanca y pude bajarme a las nueve de lamañana en la entrada de la ciudad yasistir puntualmente al entierro de miamigo. Ni a Mónica, su desairada viuda,ni a su hija Isabel les conté mi peripecianocturna con Lorena porque sólo habríaservido para alimentar el odio que, sesabe, es enemigo del consuelo y, por lotanto, incompatible con la paz de lossepulcros. El tema surgió solo de todos modosporque Mónica no podía olvidar que, deno haber aparecido esa chirucita en lavida de Edmundo, probablementeestarían ahora haciendo ese viaje aEuropa que se habían prometido para

cuando se jubilara. —Nunca fue un mujeriego, no puedoentenderlo —sollozaba Mónicamientras, retirada un par de metros,Isabel esperaba la ocasión de estar asolas conmigo para contarme lo quehabía averiguado de las cosas raras enlas que estaba metido su padre—. Jamásuna infidelidad —insistía Mónica—, niun pelo en su ropa que no fuera suyo, niuna marca de lápiz labial ni un perfumede mujer que no fuera el mío. Le envidié a mi amigo la generosamala memoria de su viuda, la abracépara que desahogara su llanto mientrasrecordaba las noches en que Edmundose había caído por mi casa con lo puestoporque Mónica lo había echado a gritos

después de descubrirle cartasapasionadas o números de teléfonoescritos en servilletas de papel y que,marcados, comunicaban con voces demujeres siempre adormiladas ysensuales. —Viejo verde —dijo Isabel cuandoestuvimos a solas—, le hizo la vidaimposible a mamá pero tenía esacapacidad de restauración de los afectoscon la que logró que todos lo amáramosmás allá de sus debilidades. Creí que sehabía enmendado cuando empezó conlos problemas de próstata, que cumpliríasu promesa de darle a mamá una vejezserena, de llevarla a conocer un pocodel mundo que a él llegó a hartarlo. Peroya ves.

—Quiso jugar su última ficha,supongo, y ya estaba en perdedor. ¿Porqué lo mataron? Nos habíamos citado al mediodía enun restaurante del centro de BahíaBlanca. Mónica se había quedado en elhotel, agotada por el viaje y el dolor delentierro, era quizás la única oportunidadque tenía Isabel de compartir conmigosus averiguaciones y conjeturas. —Se equivocó esta vez al enamorarse—dijo. —Uno siempre se equivoca, de otromodo no sería amor, sería conveniencia. —Encontré estos papeles en suescritorio. Isabel abrió su bolso y puso sobre lamesa junto a la botella de Carcasone un

sobre de papel madera doblado. Lo abrícon alguna aprensión, creo que nodeseaba enterarme de los enjuagues demi amigo después de la nochecita quehabía tenido, que en realidad habríapreferido —y lo bien que hubiera hecho— tomarme esa misma mañana unómnibus a Buenos Aires, llegar a casa yencerrarme con Félix Jesús a dormir unabuena siesta reparadora. —Son informes sobre la investigaciónde papá y un grupo de colaboradores —explicó Isabel al advertir mi expresiónde desconcierto ante tantos números yecuaciones salpicados por un textomanuscrito ininteligible, por sucaligrafía y por los temas técnicos a losque se refería.

—Sé que estaban trabajando sobrecómo convertir en nafta a los girasoles,o algo por el estilo. —Al maíz —me corrigió Isabelsonriendo—. Pero en eso está muchagente y de hecho se produce ya enalgunos lugares. La llaman agronafta, esun proceso interesante pero no paraponer en riesgo el negocio de losárabes, al menos por ahora. Descartados los fundamentalistas deAl Qaeda y la posibilidad de que lasinvestigaciones de Edmundo y susamigos afectasen los intereses de laOPEP, la rubia Lorena aparecía por suspropios méritos, que no eran pocos, enel centro del escenario armado porIsabel.

—Lo llamaba a toda hora, hasta demadrugada. Creo que papá no pensóseriamente en abandonar a mamá, perollegó mi punto en que la convivencia sehizo intolerable. Papá atendiendo elteléfono en la cama y pidiéndole a esachirucita que cortara, y mamá llorandoal lado sin entender por qué de nuevo, ala edad de cuidar nietos, los devaneosdel viejo la empujaban a hacer lo quetanto detestaba. —Echarlo. Se produjo el despido, «esta vezdefinitivo», como siempre, aunque porfin lo fue porque con una descarga aquemarropa le impidieron a Edmundoregresar a ninguna parte. —Pero desde que se fue de casa y

hasta que lo mataron pasaron tres meses—dice Isabel—. Si tuvieras los anteojospuestos verías que entre tantas fórmulasy ecuaciones hay en esos papeles unnúmero de teléfono. Mi prótesis para la presbicia habíaquedado en la guantera del autoexpropiado por los que se llevaron a larubia. Le conté por fin a Isabel que melo habían robado la noche anterior,aunque sin entrar todavía en detallespara no confundirla; ya bastante teníacon mi propia confusión y con lasospecha de que si metíamos las naricesen los motivos del asesinato entraríamosen un territorio desconocido y muypeligroso. —Llamé a ese número —cuenta Isabel

—. Papá no volvía, mamá temía por suvida, date cuenta, tantos años juntos, elodio se esfuma y quedan los recuerdoscomunes, la necesidad de tenerlo cercaaunque sea para putearlo. Me atendióesa chirucita. Reconocí su voz porqueera la misma de tantos llamados adeshora, el mismo tono desfachatado.Déjalo tranquilo, me dijo, tu viejotiene derecho a ser feliz. ¿Te dascuenta, Gotán? La familia de Edmundo me conocíapor el apelativo que me pusieroncuarenta años atrás en la secundaria,cuando me había dado por el rock,tocaba la eléctrica y cantaba comoTanguito, pero como las letras de lasmalas canciones que inventaba eran

lunfardo puro, decidieron bautizarmeGotán. —Gotán se da cuenta de algunas cosas—dije, poniéndome en una absurdatercera persona, como los jugadores defútbol cuando hablan de ellos mismos—.Comprende algunas y otras loconmueven sin que llegue a entenderlas.Todos tenemos derecho a ser felices, eneso la chirucita no se equivocaba. A lomejor el pobre Edmundo se enamoró deverdad. Isabel se recuesta en el respaldo de lasilla, me pide que le llene la copa conCarcasone, la levanta en un brindissilencioso que podría ser por lafelicidad perdida y admite que su padrepudo haberse ido esta última vez muy

convencido de que por fin había halladolo que buscó toda su vida, pero no esése el punto, dice. —Al rato, nomás, creo que no habíapasado ni media hora, sonó el teléfono.Una voz de hombre me anunció que papámoriría. El escalofrío es inevitable. Aunque lasentencia ya se haya cumplido, no puedoapartar la escena del cadáver deEdmundo acostado de espaldas sobre supropia sangre. —¿Por qué asociar a la chirucita conlos asesinos? —Tengo un identificador de llamadas—dice Isabel—. Y el número desde elque llamó el tipo para anunciar sumuerte es el mismo que el que marqué

para encontrarme con la voz y losconsejos de ella, el que está anotado enesos papeles que vos no podés ver portu presbicia y porque te robaron el auto. —Y en tren de coincidencias,casualidades o destino escrito en algunaparte, preparáte que ahora viene lomejor —dije mirando por sobre elrostro de Isabel hacia la puerta delcolmado restaurante. La mujer en la entrada era de las queal irrumpir en un lugar público producenel efecto de un árabe entrando con unbolso en el edificio del Pentágono. Yaunque Isabel nunca la había visto, en micara pálida y deformada por la sorpresaesa chirucita se reflejó como en unespejo.

IV Lorena no esperaba encontrarme allí,fue evidente. Si me había dejado unashoras antes en el baño de una estaciónde servicio en medio del desierto, y apor lo menos trescientos kilómetros,¿cómo suponer que el jovato sentado ala mesa de un restaurante de BahíaBlanca con una mina de la edad de ellafuera el amigo de Cárcano? Por esotardó varios segundos en bajar elarchivo de la sorpresa; para colmo eltipo que la acompañaba semblanteó elambiente en busca de una mesa libre, ycuando la rubia lo tomó del brazo y ledijo algo al oído, me traspasó con la

mirada y retrocedió arrastrándola haciala salida. —¿Es ella? La pregunta de Isabel estuvo de másporque ya estaba levantándome,demudado, gruñendo a mi manera que eshacer con la nariz un ruido parecido alque emiten los que padecen de sinusitiscrónica o se dan seguido con cocaína.Un mozo con la bandeja colmada deplatos de ravioles se cruzó y me demorólo suficiente para que al llegar a la callesólo alcanzase a ver un auto con patenteoficial y vidrios polarizados,arrancando a contramano y perdiéndoseal doblar en la esquina, también acontramano por la calle lateral. Mequedé esperando el estruendo de un

probable impacto contra algún cocheque viniera por su mano, pero nadasucedió. Todo parecía muy normal enesas calles arboladas y tranquilas.Isabel me tomó del brazo y volvió apreguntarme si era ella, por qué habíareaccionado huyendo si no nos conocía,y mientras volvíamos a la mesa delrestaurante que habíamos abandonadoprecipitadamente tuve que contarle loque había omitido de la nochecitaanterior. —Entonces el tipo que venía con elladebe ser el que me anunció por teléfonola muerte de papá —dijo con un gesto dealcanzáme el salero que interpreté yobedecí sin buscarle segundasintenciones—. Pero ponélo sobre la

mesa porque si me lo das en la mano esmala suerte. No hay modo de saber conanticipación cuándo nuestra realidadcotidiana empieza a fragmentarse. Haysíntomas, siempre, ¿pero cómoidentificarlos? Un llamado amedianoche, un viaje imprevisto y unamuerte inexplicable deberían sersuficientes para alertar al más dormido,pero nos negamos a relacionar loshechos porque sabemos que recoger lospedazos de algo valioso que se rompenos compromete inevitablemente en sureconstrucción. Mi amistad con Edmundo Cárcano nome obligaba a dar la vida por quien de

todos modos ya la había perdido, ni ajurar sobre su cadáver que nodescansaría hasta vengarlo. No lohabían matado en su casa del barrio deVilla Crespo mientras tomaba mate consu mujer de treinta años de matrimoniopequeño burgués, sino en su apartadaguarida de la playa y mientras tal vez —y para mi envidia— estuviera haciendoel amor con una veinteañera cuyasmedidas y aspecto podían garantizarmuchas cosas a quien estuviera con ella,menos una vejez tranquila. —Entiendo que no estuviera en lamejor posición para dar lástima —medirá Mónica, su flamante viuda, ya másserena y resignada, cuando esa tarde nosencontremos en el lobby del hotel—.

Pero nadie merece un tiro por habercedido a la tentación. Lo dice rehuyendo mi mirada,poniéndome en el lugar de un curaconfesor y no en el de un amigo que sereconforta porque después de todo eltipo murió en acción y no acorralado poralguna enfermedad de las que, pasadoslos cincuenta, alimentan las estadísticas. —No va a haber investigación, no va ahaber nada. —Ya no me importa —dice Mónica. —Su cuerpo debería estar en lamorgue y no bajo tierra, Mónica. Nomurió una ballena que encalló en laplaya sino un ser humano, mi amigo, tucompañero de toda la vida. —Me engañó, fue infiel. Y el que

peca, paga, aunque insisto en que elprecio fue excesivo. Sé que no piensa, que no siente lo quedice, que con su ofuscación se defiendede mis intentos por quebrarla cuandodebería aportarle alguna frase hecha,alguna de las gastadas fórmulas delconsuelo. Por Isabel me entero más tarde de quesu madre frecuenta desde hace años unasecta evangélica, una de esas iglesiaselectrónicas en las que Dios atiendepersonalmente y recauda los diezmoscon puntualidad. —Las hazañas sexuales de papáarreciaron desde que mamá entró en lamenopausia —cuenta Isabel—. Delsedentarismo de oficina, típico del

mediocre que se enamora de la que sesienta en el escritorio de enfrente, pasóa ser un conquistador ambulatorio quevolvía tarde a casa y con excusasinverosímiles, en vez de enfrentar lasituación y decir me voy con fulana, nome esperen a cenar. Como la oferta delcatolicismo apostólico s e agota encastigos y penitencias pero no le daninguna chance a la felicidad, mamá seprecipitó en los feudos de estossaqueadores de almas buscandorespuestas a su desasosiego. —No tenía esa imagen de Edmundo,jamás se jactó de sus conquistas. Era untipo reservado, más bien sombrío. Larubia Lorena había logrado el milagrode rescatarlo de esa trampa de su

carácter. —Puede ser. Hasta los magnicidiosencuentran a veces su justificaciónhistórica. John Kennedy no sería un mitode la democracia yanqui si no lohubieran asesinado en Dallas; habríaterminado metido hasta las orejas en elbarro de las selvas vietnamitas y lehabría tocado a él dar la orden de que elimperio emprendiera la retirada. —Clarines de gloria entonces paraLee Harvey Oswald. —Y para sus empleadores de la CIA. No sé si el asesinato de Kennedycambió el mundo, pero la aparición deLorena había cambiado a Edmundo. Porun tiempo al menos se lo vio jovial, conaires de trasnochado triunfador, como

esos púgiles que vuelven al ring yacansados y fofos pero enteros en sucoraje de peleadores, y reciben laovación de las tribunas aunque caigan enel primer round como bolsas de papas. Después de todo, y no es nuevo lo quedigo, el amor y la muerte forman laúnica pareja estable que conozco.

V Decidí quedarme esa noche en BahíaBlanca, en el mismo hotel en el que sehospedaban la madre y la hija de miamigo asesinado. Compartí con ambasuna cena frugal y nos despedimos hastael día siguiente, en que volveríamosjuntos a Buenos Aires en el auto deIsabel. Me sentía mal, muy deprimido. Habíaperdido el auto por dejarlo estacionadocon una rubia adentro e irme tancampante a hacer pis. Más que unadenuncia por robo de automotor, loscanas de la comisaría parecían habermetomado una declaración indagatoria

como imputado de algún crimen.Además el robo había sucedido enjurisdicción de Carmen de Patagones,me gruñeron, por lo tanto sólo estabanen condiciones de darme el desprolijoformulario que un cana bulímico tipeóen una oxidada rémington durante por lomenos media hora interrumpida pormates a repetición y llamadastelefónicas que poco tenían que ver consu función policial, porque el tipoaprovechaba los turnos de la comisaríapara desarrollar su vocación dequinielero y levantaba apuestasdesembozadamente, discutiéndoleincluso a sus clientes el significado denúmeros tan frecuentados como el 22 oel 48.

Los de la compañía de seguros medijeron por teléfono que el papel estababien para iniciar el trámite, pero que enalgún momento tendría que darme unavuelta por la Patagonia para que«autoridades competentes meextendieran una certificación oficial delrobo». Maldije mil veces a un sistema que selava las manos por la desaparición de loque se trate que desaparezca, autos oamigos muy queridos, funcional a unpaís que despacha al exterior flotasenteras de barcos cargados dealimentos, y reserva para más de lamitad de sus habitantes las limosnas ylos desperdicios, con la gastada excusade que la Argentina es un país que no

merece lo que le está pasando y quevamos inexorablemente hacia un destinode grandeza. Salí a caminar por las heladas callesde Bahía Blanca con la esperanza deencontrar mi auto estacionado poralguna parte pero por fortuna, un gradoantes del congelamiento, me atrajo elconsabido cartel luminoso con letrasrojas y una copa que se levantabadibujando un arco. «Pro Nobis» rezabael cartel y si se lo observaba con lapaciencia con que se detiene uno frente aGoya en el Museo del Prado, la copa sealternaba con el no menos clásico perfilde piernas femeninas ofreciendo susmuslos.

Entré buscando calor y un trago encompañía de alguna mujer que no meaturdiera con reclamos ni confesiones.De joven escapaba de esos boliches,refugios de desesperados, de marinerosabandonados en los puertos, náufragosen tierra firme que en estos socavonesescarban la penumbra buscando el orosucio de sus recuerdos. En la vida detodo solitario hay mujeres que nos hantraicionado, largas cabelleras y cuerposperfectos cuya pérdida nosreprocharemos por el resto de nuestrasvidas, aunque sepamos que sivolviéramos a encontrarlas nopodríamos escapar de los mismosequívocos y contradicciones, amarlascomo si fueran únicas, exponernos al

desprecio como a la radiación atómica ycreer durante un tiempo que nada de loque no vemos ni palpamos nos afecta. —Pedíme un whisky —dice unapelirroja que se sienta a mi lado en labarra. Tan roja como su pelo, la luz delboliche la convierte en una trasparencia,lo más parecido a un ángel que puedaimaginarse bordado en las hilachas delhumo de un burdel. El barman es un urso rubio con cara desueco contratado por Bergman, pero queen sus horas libres trabaja en películasporno para poder tener sexo frente a unacámara sin la obligación de hablar deDios o sostener entre coito y coitolargas parrafadas sobre la condiciónhumana. Me mira como yo lo miraría a

él si me hablara en sueco, cuando leaclaro que el whisky para la pelirrojasea de verdad, si la pelirroja tiene sedque tome agua, no me ofendo, pero novoy a pagar por insípidas solucionescoloreadas con la necesidad que tengoesta noche de olvidar el día que acabade terminar. —Garantizamos el olvido —dice lapelirroja—. Y si la cosa deriva en llantoa partir de la tercera copa, laconsumición de la cuarta es gentileza dela casa. —Y yo que creía que en cuestiones demarketing estaba todo inventado. —Cerráte la bragueta, si te ven así vana creer que yo lo hice y tenemos nuestrasnormas.

La observación de la pelirroja medescoloca, la percibo de pronto como auna tutora y no como a una mina con laque podría compartir un rato paradespués nunca volver a vernos. —Te pusiste colorado. Con esta luz nose nota, pero te pusiste colorado. Le dedica un ostensible guiño al suecoy los dos se ríen mirándose a los ojos.Deben ser amantes y con esos juegos sedivierten, combaten el hastío de cadanoche. Su mano sobre el bullo juega conel cierre y acaricia la mascota que nosólo no se ha excitado sino que niparece haberse percatado de que loslibios dedos que la rozan son del sexoopuesto. Echo instintivamente un vistazo a mi

alrededor y compruebo que no haynadie, la música tecno aturde, las lucesestroboscópicas ciegan y deslumbranpero no hay nadie. Soy el único clienteen Pro Nobis, que además debe ser elúnico boliche abierto a las dos de lamañana en esta ciudad portuaria del surde la provincia de Buenos Aires, decuyas vecindades amenazó partir la flotaque derrotaría a los ingleses en 1982, sialguna vez hubiera levado anclas. La pelirroja acepta, supongo que conalivio, que no entré en Pro Nobisbuscando sexo sino un poco decontención, algo de charlaintrascendente o de saludable silencio,pese al ruido y las luces que son partedel clima inevitable para no defraudar a

los que llegan aquí huyendo de la crudasoledad de la madrugada. Enmarcada por un ancla y unsalvavidas, una foto en la pared delcrucero «General Belgrano», hundido enalta mar por los piratas británicos, nosda pie para recordar el holocausto. Lapelirroja me cuenta que tiene unhermano en el fondo del Atlántico, unpibe que no había cumplido los veintecuando el submarino «Conqueror» lostorpedeó por orden directa de quien, enlas islas británicas, inspiraría con suspolíticas de tierra arrasada al peronismorestaurador de la década del noventa enla Argentina. Ese pibe tendría hoy algomás de cuarenta y podría estar sentadofrente a esta misma barra, cuidando que

su hermana cinco años menor que él,según me aclara con coquetería lapelirroja, no se prostituya con los viejosverdes que arriman a esta dársena susmusgosas proas. —Podría, pudiese, pero no pudo —dice tajante. Y se quedó en los abismos, carne detiburones, tan hondo y a contramano enel Atlántico Sur que ni los másentusiastas cazadores de tesoroshundidos podrían rescatarlo. —A veces lo veo entrar por esamisma puerta —dice la pelirroja y sigola dirección que indica su dedo índice,la de la puerta del fondo por la queentran y salen las chicas, el barman y ellavacopas.

—Llega y se sienta ahí mismo dondeestás vos, me pide un cigarrillo porqueél nunca compraba, fumaba de prestado,rubios, negros o marihuana le daba lomismo. Cuidáte, me dice cuando viene averme, y andá buscando otra cosa. Noquiero una hermana puta. No me cabe duda de que el relato dela pelirroja es verdadero, que el tipollega como ella dice, la aconseja ydespués se queda un rato aquí,silencioso, fumando siempre deprestado, y que la hermana espera a quese vaya para atender a sus clientes, noquiere darle el disgusto de verla transarpor monedas su cuerpo que sólo lapenumbra mantiene firme, su carnetambién mordida por desdentados

tiburones noctámbulos. Me quedo mirándola en silencio, comoharía el hermano que nunca llegó aMalvinas, y sólo me voy cuando elsueco dice que no hay más tragos, queacabó la noche. No son todavía las tres de la mañanacuando salgo. Sobre mi cabeza se apagael cartel luminoso de Pro Nobis y sedetienen, como congeladas, las piernasde mujer. No debí salir del hotel, me digo, yconfirmo mi error cuando del autoestacionado a pocos metros bajan dosgigantes esculpidos en gimnasios y consólo un par de golpes me borran delmundo.

VI No sé cuánto tiempo estuveinconsciente, debió ser poco porque nohabía amanecido cuando desperté,mareado y con un dolor de estómago delque, por una vez, no pude culpar a miúlcera crónica sino a los golpes de misatacantes en la calle. Oí voces a mialrededor pero tuve miedo de recibirotra paliza si abría los ojos, y roguéestúpidamente que todo fuera un malsueño, aunque descarté esta hipótesis encuanto empecé a temblar de frío. —Cúbrase con esto —dijo una vozronca de fumador, y una campera decuero cayó sobre mi cabeza.

La curiosidad puede más que laprudencia y abrí los ojos. —No tema, está entre amigos —dijola misma voz. Antes que su rostro, vi el punto rojo dela brasa de su cigarrillo que le colgabade la comisura derecha. Me eché lacampera, que no era mía, sobre loshombros. —Los que lo asaltaron se llevaron suabrigo. Se jugaron por los golpes peroapostaron también al congelamiento. —Yo no me trago que fueran chorros—sonó otra voz, algo allantada. El de la voz ronca estaba sentadofrente a mí. Me habían acostado sobreun catre sin colchón, cubiertos suselásticos con una manta. El de la voz

aflautada hablaba desde el pasillo, delras de las rejas, como quien está devisita. Traté de incorporarme pero meparalizó el dolor de estómago. El de lavoz ronca me ayudó a cubrirme con lacampera. —Quédese quieto un rato —dijo—, yaviene el médico. Tuvimos quedespertarlo, estaba apoliyando. Por acáno hay muchas urgencias —agregó,como para justificarlo—, esta ciudad esun pueblo, la violencia grosa está enBuenos Aires. Deduje que lo que me había tocadohabía sido violencia fina, una pequeñamuestra de agresividad pueblerina. El calabozo, porque no era laenfermería el lugar al que me habían

llevado inconsciente, estaba apenasiluminado por la luz del pasillo. Lasilueta del de voz ronca se recortabaimponente, no descarté que hubiera sidoel mismo tipo que bajó del auto, y el delpasillo, su compañero en la paliza,aunque no tenía lógica que me hubierandesmayado a golpes para llevarme a lacomisaría cuando podrían habermedetenido con los mejores modales, nosuelo resistirme a las órdenes de arrestogentilmente formuladas. —Me pregunto qué lleva a un porteñode clase media a abandonar en plenanoche la tibieza de su cuarto en el hotelImperio para meterse en un tugurio comoPro Nobis, qué buscaba —dijo sinrodeos el de voz ronca.

—¿Quién es usted? —atiné apreguntar, como si ese tipo pudiera,alguna vez en su vida, haber sido otracosa que policía. —Principal Ayala —se presentó, conuna formalidad que me sorprendió—. Yel ayudante Rodríguez —dijo, señalandoal del pasillo. Busqué aire con una inspiración que,con un agudo dolor en el estómago, merecordó el castigo. —Tranquilo, el médico no puedetardar. —Debe estar lavándose los dientes —comentó el del pasillo—. Es unobsesivo de su dentadura, primero lacepilla, después revisa diente por dientecon un hilo, se hace buches y gárgaras,

puede estarse media hora con su higienebucal. —Si fuera mina, me haría lamer laconcha por ese doctor —dijo el queestaba a mi lado, y hubo una carcajadaque pareció un dúo de cámara ejecutadopor músicos borrachos, voz ronca y vozaflautada interpretando cada unapartituras diferentes. —La plata que llevaba encima, la dejéen Pro Nobis —dije mientras palpabamis bolsillos vacíos—. ¿Para qué mepegaron, entonces? El principal Ayala se quitó como a unaservilleta con migas la risa obscena. —Usted sabrá —dijo, inexpresivo. —A mí nunca me pegaron parafelicitarme por algo —agregó el

ayudante Rodríguez. No hizo falta una palabra más paradarme cuenta de que no estaba en elcalabozo porque no hubiera en esacomisaría un lugar más confortabledonde depositarme. —No hice nada malo, que yo sepa.Soy padre soltero, mi única hija vive enAustralia y su madre renunció a ella alabandonarme, nadie me reclamaalimentos. —¿A qué vino a Bahía Blanca? La pregunta era de Ayala. Rodríguez, que seguía en el pasillo,convidó cigarrillos. Ayala le dijo si nosabía que él había dejado de fumar dosmeses antes y le costaba un huevo noreincidir, que se dejara de joder y se

envenenara solo, Rodríguez se encogióde hombros mientras encendía un rubio yme miraba de reojo, no supe si porbuscar mi complicidad o para vigilarme. Ayala no repitió la pregunta pero sequedó esperando. Mi respuesta fue otrapregunta. —¿Estoy acusado de algo? Se puso de pie y dio media vuelta,pareció que iba a irse, le preguntó aRodríguez si por casualidad el doctor noestaba ya estacionando su Volkswagenceleste frente a la comisaría. La negativadel ayudante coincidió con el nuevo girode Ayala para enfrentarme, agacharse ydejar caer el bife sobre mi mejillaizquierda. —El dolor de estómago te va a

parecer una urticaria —dijo,doblándome la cara para el otro ladocon una segunda bofetada. Tengo pocos y ruinosos dientes, peropor suerte hasta hoy he evitado caer enla tentación de las prótesis. Unadentadura artificial habría volado enteradespués del segundo y duro cachetazo.Puteé sin disimulo mientras la boca seme llenaba de sangre. —Volkswagen celeste en maniobras,principal —anunció Rodríguez. —Vas a decir que te caíste, cuando eldoctor te pregunte —me instruyó Ayala,solícito—. Te pegaron en la calle,quisiste levantarte y pum, te fuiste detrucha sobre la vereda. —Hijo de puta —dije.

—Si vuelvo a oír esa palabrota, sosboleta. Mirá que el doctor no es muyescrupuloso con los certificados dedefunción. No sería forense si sepreocupara más por los vivos que porlos muertos. Le creí. Maldije, además, mireticencia a responder de buena gana alos interrogatorios policiales. No habíaviajado a Mediomundo en el culo delmundo para nada turbio, aunque meencontrara con un amigo asesinado y unarubia que se subió a mi auto paradespués desaparecer con él. El médico entró sin saludar y mirandoal piso. Era un cincuentón bajo, calvo yrechoncho. Transpiraba, pese al frío deconservadora del calabozo. Me

anestesió con su aliento de caballocarnívoro y auscultó mi estómago con suestetoscopio, lo oprimió y me hizoaullar, me dio una gasa que llevaba ensu maletín para limpiar la sangre queadornaba mi boca y preguntó si mehabían roto alguna pieza dentaria. Dijeque no, que de romperme los dientessanos se encargaba mi odontólogo. —¿Y no le vio la cara a susagresores? —indagó, invadiendocompetencias. —No llegué a abrir los ojos —meexcusé. —Ésta es una ciudad tranquila. Laviolencia viene de afuera —sentenciómientras me extendía una receta—.Tómese esto para el dolor. Y haga

reposo. Podría haber lesiones internas. Garabateó algo más en su recetario y,como si hubiera recibido letra delprincipal Ayala, preguntó: —¿A qué vino a Bahía Blanca? —Nada especial. Un amigo muerto. Ayala, que se había retirado apenas unmetro por detrás del médico, hizo ungesto de aprobación. Me pregunté si elmédico rechoncho no sería un muñeco yAyala, su ventrílocuo. —¿Causas de su muerte? —preguntóel forense. —Lo habitual. Un tiro a quemarropa. El forense buscó apoyo en la miradasin emoción de Ayala, quien hizoentonces su aporte. —Cárcano, se llamaba. Cargo

jerárquico en la petrolera CPE Cincomil pesos convertibles de salario debolsillo, más bonificaciones. No pude reprimir un silbido deadmiración. —Tiene razón la viuda, el viejo verdese patinaba ese sueldazo en rubias extramatrimoniales —dije. —Cinco mil mangos que son dólares...¡No los gana ni el rey de Francia! El apunte provino del ayudanteRodríguez que fumaba en el pasillo,consumido por la envidia. —Yo gano ochocientos mangos,arriesgo el pellejo juntando basura porla calle y cuando me jubile voy a ganarla mitad. Carajo. —Carajo por dos cosas. Por el sueldo

miserable y porque el rey será deEspaña pero no de Francia, en Franciano hay monarquía —lo instruyó consorna el forense. Y dirigiéndose a mí,agregó—. Usted se me va al hotel oadonde se aloje, y se queda un par dedías haciendo reposo. Ayala pareció aprobar el consejomédico. Todavía me dolían suscachetazos pero no me caía del todoantipático. Sin embargo, corrigió alforense: —Creo que doce horas son suficiente«reposo». Esta noche podría estarvolviendo a Buenos Aires, no creo queBahía Blanca lo necesite. —Pensaba emprender la vuelta en unpar de horas, con la viuda y la hija de

Cárcano. El médico guardó el recetario y elestetoscopio en su maletín y dijo, con unbufido, que no lo hicieran responsable sime moría en plena ruta. —Cuando me despertaron, creí queera para algo importante. Salimos juntos de la comisaría, elmédico rechoncho y yo. Nadie me dioexplicaciones ni me pidió disculpas porla paliza en la calle y la propina en elcalabozo. El médico tuvo la deferenciade acercarme al hotel, al que yo jamáshabría encontrado aunque estuviera aapenas seis cuadras porque no conocíala ciudad y todavía estaba confundidopor la paliza. Antes de bajarme, dijo quede verdad necesitaba reposo pero si el

cana me había invitado a irme, que mefuera. Agradecí el consejo y entendí suposición: debe ser fulero abrir elcadáver del tipo con el que un rato antesse estuvo conversando. Bajé del auto y entré en el hotel. Habitación 347, me recordó elconserje porque yo lo había olvidado.Ya casi amanecía y había quedado endesayunar a las ocho con Mónica eIsabel, antes de emprender la vuelta acasa. Me tiré en la cama sin encender laluz, agotado, dolorido y todavíaperplejo. Cuando me duermo bocaarriba me despiertan mis propiosronquidos, por eso giré hacia laizquierda. Encontrar en la cama y ya desnuda a

una espléndida rubia de 110 más deveinticinco años es el sueño del pibe.Lo que suceda después dependerá de lascondiciones físicas de uno y de lascircunstancias. Mis condiciones físicasno eran esa mañana —ni lo serán ya enel futuro— de las mejores, pero siemprese tiene un resto cuando los estímulosson importantes. Las circunstancias, encambio, no pudieron ser peores. La rubia era Lorena. Y estaba muerta.

VII Algo estuvo claro de inmediato. Ya nopodría sentarme a desayunar a las ochocon la viuda de Edmundo y su hija.También estuvo claro que si salíagritando que había un cadáver en mihabitación volvería de cabeza alcalabozo y a las preguntas formuladassin cortesía. Y esta vez no semolestarían en sacar al médicorechoncho de su tibia cama. Siempre me da pena cuando muerenlos jóvenes. Me pregunto qué hago yotodavía en el mundo, bordeando lossesenta, con mi carne y mis ideascorrompiéndose, incapaz de dar

esperanzas a nadie. Si fuera pastor dealmas, por lo menos, un gurú metafísicode los que hoy abundan y se enriquecendando conferencias y editando libros enlos que afirman tan campantes que Diosestá en uno, cuando cualquier mamertosabe que Dios no está ni donde deberíaestar, nadie lo encuentra, el tipo no hadejado siquiera una nota para dar por lomenos una pista del porqué de suabandono. Mónica, la viuda de Edmundo,encontró consuelo en una iglesia detrasnoche. Acude a sus misas en losviejos cines de la calle Lavallereciclados como parroquias, en BuenosAires, se loma de las manos con losfeligreses, hacen cadenas humanas para

rezar por las ovejas extraviadas delrebaño, curan enfermedades terminales,hablan con Dios como quien llama porteléfono a un amigo que vive en Europa.Y todo por propinas, pequeñaslimosnas, el paraíso al alcance de quientenga la constancia de pagar su nunca tanreligiosa cuota en un plan de ahorroprevio. A la rubia no le habían dado tiempo dedesengañarse con los hombres ni, muchomenos, de arrepentirse de sus pecados.Le clavaron un estilete debajo de la tetaizquierda. Alguien había hecho el amorcon ella y después, o mientras tanto, laensartó como a una muñeca de vudú. Nohabía otro rastro de violencia que elpequeño círculo de sangre, no más

grande que la aureola de su pezón. Boca arriba, Lorena. Entre el goce, el dolor y la nada nodebieron transcurrir más de treintasegundos. Las piernas abiertas, aunquesentí un mezquino alivio porque nohubiera olor a semen. Nada másdesagradable que el olor de la lecheajena para un tipo que no sea gay. Tieneque ver con la invasión del territorio,supongo, y debe ser equivalente a lo quesiente una mina cuando su hombre apestaa perfume de otra. Pobrecita, dije mientras la revisaba enbusca de otra herida, de algún rastro.Pobrecita. Había hablado poco con ella y terminócomplicada con los que me robaron el

auto, pero todo resentimiento se esfumóal reconocerla. Ya no podría huir de mí,como en el restorán. Ahora el que teníaque rajar era yo. No imaginaba alprincipal Ayala aceptando de buenagana mi versión de la historia, aunque siel tipo hilaba fino se daría cuenta de queno había tenido tiempo de seducir a unarubia y asesinarla, en el magro cuarto dehora transcurrido entre mi salida de lacomisaría y el descubrimiento delcadáver. Pero hasta contar con uninforme del forense caería en elfacilismo policial de moler a golpes alprimero que se cruza. El forense, me dije, él podríaayudarme. Aunque no sabía ni cómo sellamaba.

—Es el doctor Burgos —me informóel conserje, cuando le pregunté siconocía al médico que me había traídohasta el hotel—. Nadie en Bahía Blancani en toda la Patagonia pintaría unVolkswagen polo de celeste. Buscó en su agenda personal y anotóen un papel su número de teléfono. Tuvotiempo, además, de recomendarlo. —Atendió a mi señora en cada uno delos partos. Cuatro chancletas, a una poraño —y agregó, confidente—. El añopasado nos salvó de una buena.Mellizas, se venían... Forense y abortista. No encuentro contradicción entreambas especialidades, antes y despuésde la vida. Parece legítimo impedir el

nacimiento de quienes, estácomprobado, degradan el medioambiente —con la consiguiente amenazaal resto de las especies— y promuevenel acortamiento de la existencia mismadel planeta. Desde esa perspectiva, unabortista ejerce la medicina preventiva,recomendada por las modernastendencias para evitar el gasto excesivoen que incurre la medicina reparadora. En el otro extremo, el forense es unescritor decepcionado, que a falta deinspiración hurga en las tripas buscandola trama secreta de la muerte.Encontrarla no es su rol —reservado ateólogos y alquimistas—, pero elforense es a todas luces —o sombras—un empecinado escarabajo que cava su

propia fosa creyendo que contribuye aenterrar otros cuerpos y con ellos, lasrespuestas que no hallaron en vida a susenigmas. —¿Dónde está el cuerpo?— preguntóel médico rechoncho, apenas le conté loque había sucedido y sin dar señales desorpresa. —En mi habitación del hotel Imperio. —Usted debería estar ya mismo a milkilómetros de Bahía. En el exterior, sifuera posible. —Yo no la maté. —¿Y supone que alguien va a creerle?Acá el perdón llega después de lahoguera... 110 recuerdo su nombre... —Pablo Martelli. Me dicen Gotán.

—No vuelva al hotel, don Gotán. Elque le tiró ese cadáver en la pieza se locarga a su cuenta. ¿Tiene auto? —Me lo robó la muerta. —Carajo. Tómese un taxi hasta laestación de trenes y espéreme allí. Nohay canas porque casi no llegan trenes aBahía Blanca y no queda nada valiosopor robar, ya se lo afanaron todo cuandocerraron los ferrocarriles. Paré un taxi en la calle pero le pedí alchofer que se detuviera un instante frenteal hotel. El botones que envió elconserje se sorprendió porque volvíaapenas cinco minutos después de habersalido. —¿Alguien preguntó por mí?

La espontánea negativa del botones medio coraje para acercarme al conserje yponer cien pesos bajo el libro deregistros. —Olvídese de que pregunté por elmédico del auto celeste —le dije. Su rostro de efigie me dio la certezade que podía confiar en él como unbambi en un león para que le cuente sushazañas de la selva. Pero, aunquemínima, compraba una chance de que nome delatara. Confieso que todavía me cuestaejercer el soborno, mi habilidad paracorromper va siempre detrás de lacapacidad de adaptación de la gentesencilla a las reglas del juego sucio dela realidad. En pocos años en la

Argentina, una parturienta que vende asu crío por monedas pasó de primeraplana en La Nación a la página cuarentay seis, tercera columna y abajo deCrónica. Poner un billete en la mano deun ser vivo es como dejarle una botellacon agua a la Deolinda, la miradaimpasible de un icono, la muertanaturalidad del que todo lo acepta porsobrevivir o comprarse un teléfonocelular. Bahía Blanca tiene una victorianaestación ferroviaria, a la que supieronarribar expresos que iban y venían deNeuquén, Bariloche y Zapala, trenes quellegaban de la Patagonia cubiertos depolvo y cargados de pasajeros

deslumbrados por un territorio inhóspitoy desértico, alguna vez dominado pormapuches, araucanos y tehuelches,diezmados en el siglo diecinueve por lasexpediciones militares de un generalllamado Roca, con cuyo nombre y enhomenaje al exterminio rebautizó elgobierno peronista a ese mismoferrocarril que habían tendido losingleses. Ahora la estación era un apeadero deldesamparo y la melancolía. Un solo trendiario llegaba milagrosamente desdeBuenos Aires, aunque la mayoría de losviajeros optaran por el colectivo porqueno confiaban en la regularidad ni en lapuntualidad del ferrocarril. Ese únicoservicio era nocturno, por eso al tachero

le llamó la atención que bajara en laestación a las siete de la mañana. —Si viene a comprar un pasaje, laboletería abre recién al mediodía —dijoel entrometido. —Soy fotógrafo y estoy trabajando enuna serie sobre los ferrocarriles. Sus ojos se recortaron inquisitorialespor el espejo retrovisor, en busca de unacámara. Para no someterme un segundomás a su escrutinio me bajé sin esperarel cambio. —Hay mucho vago por aquí, tengacuidado —me aconsejó todavía,mientras arrancaba despacio ymirándome por la ventanilla. Apenas si clareaba. La estación endecadencia no parecía el mejor lugar

para una cita. Pero si el médicorechoncho me había tendido una trampa,ya era tarde para echarme atrás. Noquería irme de la ciudad con la policíamordiéndome los talones sin tener por lomenos un indicio de lo que estabasucediendo, y el forense parecía elúnico capaz de ayudarme a encontrarlo. No habían pasado cinco minutoscuando el Volkswagen celeste llegópeludeando en el barro de una callelateral y entró por la playa de maniobrasde la estación, estacionando junto a unvagón de carga. —Los canas no vienen por acá, tienenmiedo a que los asalten —dijo elmédico, sin bajar del auto eindicándome con la cabeza que subiera.

—Qué nochecita —dije. —De mierda. Ahora vamos a un lugarseguro. Aceleró marcha atrás hasta la calle detierra que esa mañana era de barro. Elauto hizo un trompo de vuelta completa yarrancó saltando como un sapo. Meajusté el cinturón de seguridad. —Si volcamos y el auto se incendia,con el cinturón muere achicharrado—dijo—. Yo confío en el destino. No se lo dije pero pensé que enrealidad confiaba en su grasa como enun «air bag» natural contra cualquierimpacto. Manoteó un cigarrillo del atadosobre el tablero del auto y recién cuandolo tuvo encendido y colgando de loslabios, me convidó.

—Homeopatía. Dos o tres puchos pordía son la mejor prevención contra elcáncer de pulmón. Acepté el remedio y aspiré confruición el humo terapéutico. —¿Por qué confía en mí? —pregunté. —¿Y usted? No será por mi cara. Barba de dos días, ojos enrojecidospor la falta de sueño que podían serademás los de un adicto. No era por sucara. Tampoco infundían confianza el modode conducción violenta que debíaganarle infracciones a repetición, ni larespiración agitada como si acabara dematar a alguien y el fugitivo fuera él. —Es el tercer asesinato con esascaracterísticas —dijo—. Dudo que haya

podido cometerlos usted. Lo dijo de un modo que no supe si erauna manifestación de fe en mi inocenciao porque sencillamente no me creíacapaz de ejecutar actos complejos.Aceleró por una calle larga y desierta,abovedada por paraísos, hasta que lacalle se convirtió en una ruta de asfaltoprecario, poceada por el tránsito decamiones de hacienda. —Faena clandestina —explicó—. Losque rompen esta ruta son camiones decuatreros. Roban y matan vacas, lasfaenan de noche en medio del campo, encondiciones que ni el doctor Mengüelehabría deseado para sus víctimas, y lasdistribuyen directamente en lascarnicerías, a mitad de precio. Todos

ganan, los cuatreros, los carniceros y elconsumidor que tiene acceso a un bifede lomo por el precio de un garrón. —¿Y la higiene? —No sé de qué me habla —gruñó—.Mire la vaca loca de Inglaterra. Muchahigiene pero las engordan con artificios.De algo hay que morir y prefiero que seade un bife tierno y jugoso. Desviamos por un acceso de barrolíquido, el Volkswagen dejó de serceleste pero el médico rugía deentusiasmo como si condujera unalancha de competición. Curiosamente, yano lo cubría el sudor cuando llegamos adestino. —Mi casa de campo —anunció, yapagó el exigido motor del auto.

Era, por fuera, un rancho con paredesde adobe y techo de paja. Pero al entrar,un amplio y suntuoso ambientedesmentía lodo ascetismo. —Me gusta el lujo, a quién no. Pero laostentación es cosa de negros —dijo. No pude creerlo, era demasiado elcontraste. Aquello parecía más unaguantadero que una casa de campo. Nofaltaba nada para resistir cualquierasedio o período de ostracismo: freezer,microondas, televisor, teléfono móvil,biblioteca, videoteca y vinoteca, ademásde un barcito con forma de barrilrebosante de bebidas blancas. Un par desillones reclinables y una cama, y unacocina al fondo. —Es mi refugio. Nadie lo conoce,

saben que tengo una guarida, pero ustedes el primero que viene, porque no es deacá y porque se trata de una emergencia. —Ser médico de la policía no es fácil—arriesgué. —Peor es ser policía, créame. Estasociedad de comemierdas los sacrificaen el altar de su moralina hipócrita. Peroahora relájese, que ya va a tener tiempoy oportunidades de ponerse tenso. Seguí su consejo. Al llegar noshabíamos quitado los zapatos cargadosde barro. Me senté en uno de lossillones mientras Burgos servía un parde whiskys con hielo. —Es hora de café con leche ymedialunas, pero no tengo —se excusó. Ocupó el otro sillón, su humanidad

desbordaba sobre el tapizado de floresmulticolores y fondo verde. Bebió unsorbo de su desayuno y empezó acontarme. A medida que hablaba, fuitomando conciencia del laberinto en elque había entrado y de lo difícil que meresultaría seguir viviendo para encontrarla salida.

VIII La voz de Isabel sonó entrecortada,como hablando desde un vehículo enmovimiento. Estaba en el hotel, sinembargo, esperando a que yo bajarapara compartir el desayuno. Burgos mehabía aconsejado que no llamara,podrían rastrear la comunicación y erasu celular, para colmo, sólo falta quecrean que soy su cómplice, con lo pocoque me queda para jubilarme. Pero porfin accedió porque, dijo, todavía no sonlas ocho y la dotación completa defuerzas de seguridad de la provinciaestá tomando mate.

Nada había alterado aún la rutina delhotel Imperio, el cadáver de la rubiaLorena seguía probablemente acostadoen la cama de mi habitación,remoloneando en la penumbra helada dela muerte hasta que la mucama ladescubriera y saliera a los gritos por lospasillos. Previne a Isabel para que elinminente acontecimiento no la tomarapor sorpresa ni se dejara tentar por lasospecha de mi responsabilidad en elhomicidio. Se quedó muda, tanto que le rogué queexhalara por lo menos su aliento paraverificar que no se hubiera cortado lacomunicación. —¿Dónde estás ahora? —preguntó envoz muy baja.

—A salvo, por los siguientes treinta ocuarenta minutos. Váyanse ya, paguen lacuenta y tómense un remís a TresArroyos. —Pero si tengo mi auto en la cocheradel hotel. —Dejále la llave al conserje, nopuedo explicarte ahora. Yo después mehago cargo. —Mamá está mal, Gotán, muy triste.No está para jugar a policías y ladrones. —No son ladrones, Isabel. Sonasesinos. Tu viejo no murió de un parocardíaco. Era previsible que se echara a llorar.Rogué que no hubiera gente en elcomedor del hotel, o que su llanto nollamara la atención. Aunque no sea

frecuente romper con el novio a las sietede la mañana, lo primero que la gentecuriosa imagina es una discusiónsentimental, cuando una mujer llora porteléfono. Otra voz, la de Mónica, preguntó quépasa. Ahora te explico, le dijo Isabel, ymientras se tragaba los mocos preguntóqué hacemos allá. —Se alojan en el hotel Cabildo —dije, de acuerdo a la idea de Burgos—.Y me esperan. —¿Qué pasa si vas preso? —Lo peor, probablemente —dije y seme cortó por un segundo la respiración—. Pero si a la noche no llegué, setoman un ómnibus de La Estrella,expreso a Buenos Aires. Sale a las once.

—Coche cama con azafata —apuntó ami lado el forense. —¿Quién está con vos? —preguntó,alarmada, Isabel. —Mi ángel de la guarda. El desayuno de whisky con hielo lesoltó la lengua al médico rechoncho. Losasesinos seriales parecen preferir laszonas de clima frío, pueblos o ciudadesaustrales, en el caso de Argentina,ciudades nórdicas en Europa o EstadosUnidos, los países escandinavos sufreneste azote más que las repúblicasbananeras del Caribe, dijo en una solaparrafada introductoria del tema, comoun profesor frente a sus alumnos delseminario.

—La rubia en su habitación del hoteles la tercera en tres semanas, don Gotán,y todas con el mismo estilo, primero elamor y después o durante el orgasmo, unestilete penetrando por debajo del senoizquierdo, directo al corazón. Ningunaprostituta, tal vez para diferenciarse deotros que operan en la costa atlántica.No digo que monjas, pero chicaspreparadas, por lo menos las dosprimeras y seguramente ésta, si habíasido pareja de su amigo asesinado. —No sé nada de ella —aclaré. Le conté la circunstancia del primer yúnico encuentro, la urgencia por huir, susilencio empecinado durante el viajenocturno a ninguna parte, corriendo aciento cuarenta por la ruta tres hasta casi

quedarme sin nafta. No sé si me creyó que no noshubiéramos detenido a coger, él lohabría hecho, aclaró sin lascivia, comoquien informa, en un viaje en auto, de sunecesidad de detenerse a mear cada doso tres horas. No se planteaba siquiera laposibilidad de que una mina comoLorena pudiera rechazar la sola idea depermitir ((lie un sapo con estetoscopioal cuello se recostara sobre ella. —No es gay. Lo suyo era una pregunta pero sonócomo una afirmación por la negativa,con su vaso en alto como la antorcha dela estatua de la libertad. —¿Quién? —Usted, don Gotán, usted. ¿No es

gay? Curiosidad, nada más. Sentí una bofetada como la del cana enla comisaría, pero esta vez deadrenalina. —No se asuste —aclaró—, yotampoco. Respiré aliviado. —Estaría bueno que este refugio fuerasu nidito de amor con cincuentonespasados de cocción. Sirvió más whisky mientras una breverisa le desacomodaba la dentadura. Sellevó la mano a la boca, como quienreprime un bostezo, para que todovolviera a estar en orden. —Enviudé hace diez años. Un cáncerse llevó en diez días a mi mujer, ladespedazó como un buitre a la carroña,

pero ella estuvo viva y lúcida hasta elúltimo picotazo. A partir de entonces,acepto cualquier trabajo a cualquierhora. —Como ser médico de la cana. Se mojó apenas los labios con elwhisky. Una mueca de disgusto fue elreverso de su risa anterior. —¿Y usted? —preguntó. —No soy médico de la cana. —¿Qué es? —Cana. Tampoco Mireya pudo creer que yofuera policía y huyó de mi lado encuanto lo supo. Mireya se llamabaDébora. Se resistió al apodo tanto comoa mi oficio. Pero Débora, a quién se le

ocurre. Está mal llamarse de un modo que auno le cueste nombrar, un nombre así escomo el mal aliento, la expresión dedisgusto con que se pronuncia es lamisma que la de quien se acercó a latumba con su ramito de calas y esrecibido por el muerto en persona,gracias por haber venido aunqueprefiero los claveles. Burgos dijo que no era hora decontarnos nuestras vidas, ya habríatiempo si yo caía preso y meprocesaban, largos años a la sombraesperando audiencias que se posponenuna tras otra, recusando jueces ysentencias, chicaneando hasta morir.Cana de dónde, quiso saber.

—De la Federal. —La Vergüenza Nacional —dijo,recordando el cierre de la estrofa con laque recibían a los de la Montada,cuando gente como el médico rechonchono eran tan rechonchos y eranestudiantes, y peleaban en las calles poruna universidad abierta al pueblo. —No se preocupe por mi oficio, meexoneraron. No me preguntó por qué. Tal vez sereservara la pregunta para mi retiro enla cárcel, pero además, si se pretendeentrar en acción no es recomendablecargar las mochilas con libros ychocolate bariloche. El exceso deinformación opera como un veneno queparaliza. Para qué enterarnos de que el

tipo que leñemos presuntamente denuestro lado sea probablemente mipsicópata que podría borrarnos delmundo con la inescrupulosidad de unvirus informático. Si hay que confiar en alguien, mejor nosaber quién es realmente.

IX Sin embargo y a pesar de que fuera dela Federal, Burgos pareció aliviado pormi condición de cana. No pidió detallessobre las causas de mi exoneración, éltambién era consciente de que cuantomenos supiéramos uno del otro, mejor. Su idea de encontrarnos con elprincipal Ayala y el ayudante Rodríguezen lo que llamó «territorio neutral», mepareció en un comienzo descabellada,era como aceptar que los carapálidastuvieran algo que ofrecer que no fuera elsaqueo y la matanza inmisericorde deaborígenes. Yo era el indio, claro, y porlo general no comparto una sola pitada

de las pipas de la paz que me fumo bajollave en el baño. —Soy inocente, que le quede claropor lo menos a usted, o pensaré que meestá jugando sucio. —El juego sucio es parte de cualquierpartida entre tahúres —me recordó—.Lo haría sin remordimientos, traicionara un federal no me quitaría un solominuto de serenidad espiritual, pero nosería funcional al único objetivo por elque acepté ayudarlo: encontrar a esemiserable hijo de puta que se estácargando alegremente a las minas máscariñosas y divertidas de la costa. Conducía de nuevo su Volkswagenceleste por la ruta de los carnicerospiratas, sorteando baches a golpes de

volante que amenazaban con ponernosde cabeza, riéndose de mi cara depánico, usted debió ser un federal deescritorio, un burócrata que naneaanduvo callejeando, arriesgó suhipótesis sobre mi trayectoria, porquede otro modo no se explicaba que meintimidara su manera de conducir. Seequivocaba, pero no tuve ganas ni juzguéprudente sacarlo de su error, era mejorque el tipo ganara confianza en símismo, que se condujera en su personalinvestigación con la mismaespontaneidad con la que manejaba elauto o comía la carne y las achuras delas vacas sacrificadas noche a noche enlos altares clandestinos de la vecindad. —Ayala es un tipo inteligente, aunque

se esfuerce por ocultarlo, un doctorJekyl, capaz de reconocer en susmomentos de lucidez las razones por lasque se transforma en míster Hydecuando está frente a un sospechoso. —Es parte del oficio —dije, aburridoporque lo último que me interesaba enesos momentos era analizar lapersonalidad de un torpe cana deprovincia, pero Burgos se empecinó enseguir hablando de Ayala: —Está apurado por irse a casa. Tienefamilia, esa desgracia humana. Unapreciosa mujer y dos hijos. El hampa nome va a cagar la vida, dice siempre queencuentra a quien lo escuche. Cadachorro que mate sin que la prensaarme quilombo es un punto que sumo

para mi retiro con honores de lafuerza. —Quiere medallas —dije, con laingenuidad de un colegial en su clase demoral y religiones comparadas. —Quiere guita —me corrigió elmédico rechoncho mientras sorteaba unasucesión de abismos entre losescombros de asfalto—. En la jerga,«retirarse con honores» es irse a casa yseguir cobrando. Hablaba de tajadas en las tortas de laprostitución, el juego clandestino, lafaena de ganado a la luz de la luna,secuestros extorsivos, toda la gama depequeños emprendimientos que noregistran las estadísticas sobre nivel deactividad y empleo que mencionan en

sus sesudos informes los economistas, yque tanto aportan al producto brutopolicial. Parloteaba el médico rechoncho sobrelas virtudes del principal Ayala y mesentía más y más pelotudo, exonerado yahora fugitivo, un Richard Kimble sintítulo universitario ni las mujeres que encada episodio de la vieja serie enblanco y negro ligaba el médico yanquimientras buscaba al hombre manco quelo había dejado viudo. Le mencioné mi angustia existencial yme consoló diciendo que yo tambiénhabía ligado una flor de hembra cuandoacudí al llamado de mi amigo. —Pero a esas figuritas hay quecuidarlas —me sermoneó—. Adobarlas

con alguna cortesía, y al buche. ¿Enserio que no se la cogió? No tuve ganas de contestarle, esta vez.Ni tiempo, ya que estábamos de nuevoacercándonos a la estación de trenes debahía Blanca. Las siluetas cervantinas de Ayala yRodríguez se recortaron bajo la arcadade ladrillos a la vista. Largo ydesarticulado como don Quijote, era elprincipal, y casi tan gordo como Sanchoaunque menos que el médico rechoncho,el ayudante. Fumaban, sin prestarnosatención, mientras Burgos estacionabasu exótico Volkswagen celeste junto alfalcon negro sin patente en el que loscanas habían llegado hasta allí.Rodríguez relataba a su manera el

partido que Rosario Central y Chacaritahabían jugado la noche anterior en Mardel Plata, y que él había visto por la teleantes de ir a tomar servicio a lacomisaría. Ayala parecía mucho másinteresado en las jugadas que en nuestrallegada, pese al empate cero a ceropactado de antemano por los dirigentespara prolongar por uno o dos partidos untorneo pensado para esquilmarveraneantes aburridos de pasar el díacon la patrona y los chicos en playasatestadas, más parecidas a campos derefugiados palestinos que a lugaresdonde se va supuestamente a disfrutardel mar. —Llegó el abrelatas —fue su saludoal forense, pronunciado a modo de

escupitajo lanzado desde la comisuraizquierda y mirando siempre aRodríguez, quien completó lainformación diciendo: —Y trajo la sardina. Me quedé sentado en el auto mientrasBurgos bajaba y susurraba a oídos deAyala lo último que yo le había contadosobre mi pertenencia a la Federal.Alcancé a escuchar a Ayala gruñendopor qué carajo lo echaron, a lo queBurgos se encogió de hombros y memiró de soslayo guiñando un ojo comojugador de truco, aunque no entendí sime habilitaba en el juego o pretendíaque me quedara quieto y en silencio,como un penitente que abandona reciénel confesionario.

Ayala lo apartó con brusquedad y sevino al auto. No ando armado desdehace años, pero en cuanto tanteé misobaco, por viejos reflejos que no logroerradicar, ya el quijote de provincia meestaba poniendo bizco con la treinta yocho que apuntaba directo al medio demis ojos. —Me tiene francamente podrido,Martelli. ¿Qué mierda está haciendo tanlejos de casa? A su edad, ya es tiempode abrigarse y acostarse temprano. —Ya le dije a qué vine. —No me gustan los entrometidos,menos aún, cuando son despedidos de laFederal que vienen a meter el hocicodonde nadie los llamó. —Me llamó un amigo al que encontré

asesinado, detalle que parece menorpara usted pero que justifica que yo estémetiendo mi hocico aquí y no tomandoun caldito con mi gato Félix Jesúscalentándome los pies. —Baje del auto —ordenó, retirándoseun par de pasos de la ventanilla sindejar de apuntarme. Obedecí, tranquilo. Me sacan dequicio los trámites burocráticos y aveces me ponen nervioso las mujeres,pero las armas no me molestan, hevivido demasiados años empuñándolas,disparando y esquivando disparos deotros. Acepto mi destino aunque ya nolas use; sorprenderme porque algún díame bajen de un balazo será tan hipócritacomo el fumador empedernido que

rechaza un diagnóstico de cáncer porquedejó el cigarrillo a los sesenta. —Podría ponerlo preso ahora mismo yenvejecería en un pabellón deencausados, esperando a que lo juzguenpor el asesinato de tres mujeres en lacosta. —Él no lo hizo —maulló Burgos, aquien Rodríguez había lomado ahora deoyente para contarle las jugadas queAyala se estaba perdiendo porapretarme. —Podría —acepté—, pero yonecesito saber algunas cosas para que laviuda de mi amigo pueda odiarlo en paz,sin remordimientos. —Difícil que lo logre —dijo Ayala,bajando lentamente el revólver—. Ese

Cárcano era un mujeriego pero noandaba en nada raro. —¿Y por qué lo mataron? —Mejor hablemos en la sala deespera de esta magnífica estación deestilo Victoriano —dijo Ayala, con elénfasis de un guía turístico ante uncontingente japonés—. Lástima, laverdad, que esté ocupada por linyeras yborrachos, pero ya lo mando aRodríguez a que la desocupe. No fue necesario que le diera la orden.Rodríguez interrumpió su relato del goldel empate de Chacarita y entró en laestación, se lo oyó gritar un par de vecesy, como tal vez a algún huésped de lasala de espera le llevara demasiadotiempo espabilarse, un balazo cruzó por

la banderola sin cristales del ventanal,se oyeron puteadas y corridas, y pudever a un par de «rotos cruzando las víasa los saltos, en medias y calzoncilloscribados por el uso a destajo,revoleando uno de ellos, como ungaucho su poncho, el par de pantalonesque había manoteado en la estampida. —Después vuelven —dijo Ayala,paternal—. Siempre se vuelve a casa,aunque nos echen.

X Raro cuarteto, el que quedóconformado tras la reunión en la sala deespera de la estación de Bahía Blanca.Una suerte de tres mosqueteros queéramos cuatro y en los que D’Artagnanera don Quijote. Burgos casi no intervino en lasdiscusiones, aunque la idea de reunimos«fuera de agenda», como él mismo dijo,hubiera sido suya. No soy policía, soymédico —se excusó, a la hora de opinar—, lo mío es un sacerdocio, no puedomatar sin traicionar a Hipócrates.Váyase a cagar, le sugirió Ayala, asabiendas de que el baño de la

espléndida estación de estilo Victorianoera un aguantadero de ratas ycucarachas. Al dúo cervantino, lo mismo que aBurgos, le preocupaba encontrar alseductor de lindas muchachas a las quepara celebrar el orgasmo calaba como asandías. El asesinato de Edmundo enMediomundo los tenía sin cuidado,Ayala no había encontrado nada en lavida de Cárcano que le resultaseinteresante: no era pasador de juego niadministrador de prostíbulos ni, muchomenos, traficante. Esclarecer su muerteno lo pondría en la primera plana ni enlos noticiosos de la lele, y no podíadescartar que, si curioseaba allí, abrierauna i aja de Pandora que después él,

humilde botón provinciano, estaría lejosde poder cerrar. A mí, de las muertes de las vírgenessólo me interesaba averiguar quién sehabía cargado a la tercera. Mi nombreentraría en el juzgado de turno como unapiedra arrojada contra el cristal de unaventana, y en pocas horas circularía porlas comisarías de toda la provincia. Laprotección que Quijote y Panza meofrecían era bien precaria, ya que selimitaba a la reducida jurisdicción en laque se movían y a la aún más acotadajerarquía de ambos personajes, y lasredes que tejía el médico rechonchoeran virtuales, conocía aquí y allá a unpuñado de personajes que sólo eranimportantes desde la visión del mundo

que puede tener un forense, siempre através de una herida ya tumefacta, delmódico agujero sin orificio de salida enla piel de un cadáver. Jueces de paz y alo sumo un par de leguleyos del fueropenal, tan corruptos como los cuerposque Burgos examinaba. A pesar de tan bajo nivel deexpectativas, intercambiamosinformación y opiniones. —Cárcano no andaba en nada raro —insistió Ayala—, lo que no quiere decirque haya tropezado con alguna trampera,el ratoncito. Vio el queso y se tentó. —El queso era la rubia —apuntóRodríguez, levantando apenas la miradade una revista El Gráfico que leía conavidez—. Catalina Eloísa Bañados, se

llamaba, aunque modelaba con elnombre de Lorena en agencias que sonfachada de trata de blancas —terminó deinformar, para volver a enfrascarse enlas alternativas de una pelea por el títulomosca en un casino de Las Vegas, confotos a todo color de dos boxeadoresensangrentados. —¿Qué agencias? —preguntó Ayala. —Usted las conoce, principal. Son lasque trabajan acá en la costa con los telosde tres estrellas para abajo. Los decuatro y cinco tienen otros proveedores. —No me parece que Lorena fuera detres estrellas para abajo —dije,molesto con la actitud despectiva delayudante Rodríguez. Burgos aprovechó para volver a la

carga con su obsesión: —Debió cogérsela, don Gotán. En lacama y después de un buen polvo, unamina es la mejor informante. Seenamoran, aunque sea por un rato, ycuentan todo. Me pregunté cuánta experienciatendría el médico rechoncho enenamorar rubias esculturales, a qué artesno cadavéricas acudía para seducirlas yrecoger de ellas la información quenecesitara. —Pero no me la cogí —dijeresoplando—, no tuve tiempo, ni ganas,era la mina de un amigo al que acababande asesinar, la miraba y veía a Edmundocon los ojos abiertos, desangrado por elbalazo de un profesional.

No le aclaré al rechoncho ni al dúocervantino que tampoco quería yaenamorarme, no era esa una reunión deseñoritas sentimentales a la hora del té ylas confidencias. Era hora de irse de allí. El bañocontiguo a la sala de espera apestaba ylos autos estacionados podrían llamar laatención de alguien, a medida queavanzaba la mañana. Se suponía queAyala y Rodríguez estaban ya de franco,durmiendo en sus casas o haciendohoras extra en la seguridad de algunafábrica o de alguno de los barriosprivados que, en torno de las ciudades,crecen como fortalezas medievales paradefender a los que tienen de los que notienen.

Lo que acordamos finalmente fue queyo viajaría esa misma noche a BuenosAires con un tocomocho que ya meestaba fabricando un reconocidoartesano de Bahía Blanca. Podía usar elauto de Isabel para pasar a buscarlaspor Tres Arroyos y llevarlas conmigo.Si me paraba la caminera, el tocomochoy diez dólares eran suficientesalvoconducto, a ningún cana de laBonaerense le interesa interceptarprófugos que por lo general andanarmados. Corren más peligro los canasque los fugitivos, porque al acercarse aun auto están indefensos aunque desdelas banquinas los apoye el ejército. Yademás, por si la preservación delpellejo fuera poca cosa, en verano el

bocadito apetecible de las caminerasson los giles que salen de vacaciones sinbalizas, con el seguro vencido o elfarolito trasero izquierdo quemado:recaudación segura, amago de boleta yretención de vehículo para que elatribulado padre de familia o amante eninfracción desembolse un veinte o untreinta «para la cooperadora policial»,siempre tan necesitada. Mi misión en Buenos Aires era revisararchivos y frecuentar soplones. ParaAyala, el asesino de la costa no era unrecién llegado al gremio de lospurificadores, trabajaba con precisión ysin dejar rastros, tratando en cada casode dejar pegado a alguien para que lasprimeras sospechas recayeran sobre la

persona equivocada. —Usted es el ejemplo más patético —dijo, para estimularme—. Que quedepegado un perejil, un viajante decomercio o un ejecutivo en infracciónconyugal, es lo corriente. Pero que dejenentrampado a un ex subcomisario de laFederal sólo habla de la decadencia denuestras instituciones. No respondí a sus agravios. Todavíame ardía la cara por las manos que mehabía puesto en la comisaría y mecostaba reprimir la tentación dedevolvérselas, tanto como agradecerleque no se hubiera lanzado detrás de mípara terminar el día. Acordamos reencontrarnos cinco díasmás tarde, en Mediomundo.

—Así aprovecho para tirarme panzaarriba en la playa —dijo Ayala. —Conmigo no cuente, jefe, exhibireste mondongo sería casi una perversiónsexual —dijo Rodríguez levantando subajo vientre con las palmas como a uncachorro abandonado. Burgos me llevó en su Volkswagenceleste hasta el hotel Imperio. Loestacionó a media cuadra, pidió que loesperara y bajó en busca del auto deIsabel. Después me contó que elconserje de día, que lo conocía tantocomo el de la noche, le preguntó en quéfandango se ha metido, doctor, el hotelestá lleno de pesquisas y buchones,encontraron muerta a una mina en lahabitación de un porteño que se fue sin

pagar ni hacer las valijas, el auto tendríaque haber venido a retirarlo él. —Me debe un cien —dijo Burgos—.El conserje de la noche no compartiócon su relevo la limosna que usted le dioantes de irse y los alcahuetes están cadavez más caros. Tuve que pagarle los cien pesos parasentarme por fin en el auto de Isabel, unrenault mondino impecable y silentecomo un gato, apenas ronroneantecuando pisé con suavidad el acelerador. —No se pierda. Buenos Aires es unaciudad llena de tentaciones. Burgos estaba parado junto a laventanilla del conductor, acariciandocon lujuria la carrocería del renault. —No me hable de tentaciones.

—La dueña de esta belleza debe sertambién una linda mina. Cójasela, sipuede —dijo, a modo de despedida, elmédico rechoncho.

XI ¿Qué es un vidente? ¿Un tipo queanticipa el futuro o alguien que lodetermina, sugiriéndolo? Aceleré para perder de vista cuantoantes a Burgos y su obsesión porque meacostara con cuanta mujer se cruce en micamino. No me había ido bien en eseaspecto. La última mujer en mi camaestaba muerta y yo ni la había rozado,salvo el abrazo en la casa de Edmundoen la playa, cuando llegó desolada oaparentándolo, y nos lanzamos juntos auna carrera nocturna que no me llevaríamuy lejos. No se llamaba Lorena. Tampoco

Mireya se llamaba Mireya, pero fuimosun poco más allá de una estación deservicio perdida en el desierto. —¿Cómo podrías llamarme, Gotán,sino Mireya? Me reí, aquella noche, a la salida delsalón de baile y pulpería «Dos porCuatro, Tango», a media cuadra deBoedo arriba, camino a Puente Alsina,una calle oscura con farol de losantiguos, de los que se supone en undepósito o en la vidriera de unanticuario de San Telmo y no en esacalle olvidada del tiempo, compadrita yempedrada. «Dos por Cuatro Tango» esuna casa muy vieja que perteneció a unvasco lechero y los nietos reciclaron enboliche, con entrada para carros, y un

carro al fondo con los tirantes mirandoal cielo. Ya no hay tracción a sangre enBuenos Aires, pero los fines de semanale enganchan algún matungo y sacan apasear turistas yanquis y europeos.Pocas cuadras, porque no pueden cruzarlas avenidas, y propinas en dólares parael cochero y los cuidadores. —Pero no sos rubia. Mireya. Tampoco me convencía llamarlaMireya, y me preguntaría luego si lo queno quería era nombrarla. Se pierde lo que se nombra, es comoconcentrar la luz sobre una flor para versus detalles. Se marchita el amor, de esamanera o de cualquier otra, siempre ydesesperadamente antes de tiempo.

Abandoné Bahía Blanca y puse elrenault mondino en órbita a cientocuarenta. Miraba con más atención elespejo retrovisor que la ruta por delante,esa sensación de que el disparo puedellegar en cualquier momento, o elempujón cuando estamos parados en elborde de un bello abismo, contemplandoel paisaje. Ser cana es jodido, pero peor eshaberlo sido. Demasiado peso, losrecuerdos; mucho pasado sobre el queno se puede volver. Y sin embargo, nadaestá muerto. Ni los cadáveres. Isabel y Mónica no me esperaban en elhotel Cabildo, de Tres Arroyos, dondehabíamos convenido en encontrarnos. Ni

siquiera se habían registrado. Pensé o quise creer por un instante quese habrían ido a Buenos Aires en viajedirecto. La alternativa no eradesatinada: ¿qué ganaban esperándome?Complicarse en un asunto que no lesconcernía, a pocas horas de la muerte deEdmundo. Llamé al hotel de Bahía Blanca. Sehabían ido temprano, en medio delrevuelo por el hallazgo del cadáver, meinformó el conserje con ínfulas decorresponsal de prensa amarilla.Tomaron un taxi hasta la terminal deómnibus, dijo. En la terminal de ómnibus meinformaron que por la mañana no habíaservicios a Buenos Aires pero sí uno a

Tres Arroyos. Yo les había pedido queviajaran en un auto alquilado, peroprefirieron el ómnibus, quizás porqueasí podrían hablar más tranquilas,consolar Isabel a su madre, ocultándoleque estaban envueltas en una madeja queno habían tejido, de la cual quizás ni elpobre Edmundo fuera responsable. En la estación de Tres Arroyos supeque el ómnibus que a las siete y mediahabía partido de Bahía Blanca llegópuntualmente a destino, pocos pasajerosbajaron acá, me dijo el chofer, delgadoy macilento, con aspecto de maldormido o de recién abandonado poruna novia tísica, al que encontré en labarra de un despacho de comida basuracomiendo un pancho con un vaso de vino

blanco común. Déjeme hacer memoria, dijo cuandole pregunté por una señora mayor y unamujer joven, alta y bonita, buenospechos, buen culo, morena. Déjemehacer memoria, insistió mientras seescarbaba con un palillo la caries delcanino superior derecho y eructabablandamente los aires de su salchichacon vino. Hizo memoria cuando sembréun billete de diez en su mano izquierda,abierta como al descuido sobre elmostrador. —Bajaron aquí mismo, dos damas yun caballero. —¿Un caballero? Se revolvió, inquieto sobre labanqueta en la que estaba montado. Por

mi tono de sorpresa debió percibir queel billete sobre el que había cerrado sumano no pagaba esa información. —¿Cómo era? —Déjeme hacer memoria. Puse otro billete de diez pero ahorasobre la servilleta de papel en la quehabía apoyado el pancho a medio comer. —La memoria no se hace, se tiene o sepierde. La salchicha mordida rodó al piso conel discreto golpe sobre el mostrador conel que había puesto el segundo billete.Pedí otro pancho y más vino blanco,pero del bueno. —Tengo que salir en quince minutos aTandil. —El vino es para mí. ¿Cómo era ese

«caballero»? Se barrió los labios con la lengua,como quien limpia el borde de una copa,para probar el torrontés helado quedescorchaba el cantinero. —Eran dos —reveló, como si reciénrecordara el detalle. —¿Dos caballeros? —Y dos damas, qué tiene de raro.¿Usted es cana? Llené su vaso con torrontés y me servímedia copa. Se lo despachó de un tragoy me tendió el vaso vacío. —Está fresquito. Volví a llenárselo. Bebió la mitad y sele soltó la lengua. —Esos dos también eran canas. Loshuelo —frunció la nariz ganchuda de

somelier—. Dos roperos. No muy altos.Como yo, pero roperos. Mucho gimnasioy esteroides. Se quedó mirando el mostrador, comoausente, actuando. Si me mostrabaansioso, subiría el precio. Le dije queme iba. —Subieron a un auto que los estabaesperando —se apuró a decir. —¿Qué auto? —Una camioneta, de esas que usan enel campo. Doble tracción, ruedas queparecen de avión. Roja, la camioneta,creo que Chevrolet. —¿Notó algo, alguna actitudamenazante? ¿Que las empujaran, porejemplo? Me clavó los ojos turbios y helados

como el torrontés. —Caballeros, le dije, no matones.Fornidos pero gentiles. Pagué el vino y el pancho, que estabaintacto sobre el mostrador, y le sugeríque pidiera un relevo para el viaje aTandil. —Me gusta la gente que da consejos—dijo, palmeándome en la espalda—.Tandil está cerca. Puras rectas, pocotránsito. Pero gracias, de verdad. Se empinó otro vaso de torrontés, selimpió la boca con el brazo y sedespidió con un guiño de complicidad. Fornidos poro gentiles, dos caballeroshabían secuestrado a Isabel y a Mónica.Y un rato más tarde informarían porradio que un ómnibus con destino a

Tandil derraparía en una de las pocascurvas de la ruta para cruzar en triunfola banquina y detenerse recién en mediode un campo de soja.

XII Todo lo que tenía era un auto ajeno yun documento falso. Una hermosa rubiame había esperado en la cama, peromuerta. Y al amigo que me habíaconvocado a este desquicio también lohabían borrado del catálogo. Tres Arroyos es una de esascentenares de ciudades argentinasbonitas para quienes viven en ellas, peroincapaces de seducir al viajero para quese quede una sola noche. Sus habitantesconocen sus virtudes y disimulan elaburrimiento infinito de sus calleslimpias y desiertas, de su trazadogeométrico con la plaza principal

adonde dan el municipio y la iglesia. Si la camioneta en la que se habíanllevado a Isabel y a Mónica era unvehículo rural, lo más probable era queestuvieran en una estancia cercana, en unrancho en medio del campo, en algúnlugar de difícil acceso. Decidí darle una chance a TresArroyos y quedarme una noche. Meregistré en el hotel Cabildo con mitocomocho flamante: Edgardo Leiva,casado, viajante de comercio. Laestrategia armada de apuro con el dúocervantino y el médico rechoncho sedeshacía si Isabel y Mónica habíandesaparecido. La idea era llegar conellas a Buenos Aires para querápidamente volvieran a su vida habitual

y no se implicaran en lo que nadie sabíade qué se trataba. Un par de caballeros fornidos perogentiles se me habían adelantado. Visité media docena de inmobiliarias,me informé sobre campos en venta o enarriendo, potreros, chacras, tambos de lazona. Todo parecía normal; los pueblosde la pampa húmeda bonaerense son laúltima reserva de la Argentina rica, esacon la que nuestros gobernantes decomienzos del siglo veinte deslumbrarona millones de inmigrantes europeos, sinaclararles que los campos productivosde verdad ya tenían dueños, en generaldescendientes de quienes se los habíanrobado a tiros a los indios, y que lo que

quedaba para repartir eran tierras duras,secas o muy salvajes, y para cuyaexplotación hacían falta mucho dinero yfuerza bruta. Los inmigrantes, campesinosexpulsados de sus tierras por lahambruna de las guerras imperiales,pusieron la fuerza bruta. La ganancia portanto esfuerzo les llegaría a cada cual ensu tumba. —¿Usted qué busca, concretamente?—me preguntó, impaciente, el empleadode una de las últimas inmobiliarias quevisité esa tarde. Le conté que en realidad mi interés noera comercial, por el momento. Tierrasin labranza, una vivienda precaria oabandonada, no me importaba porque no

viviría en ella. Comprar barato, esobuscaba. —Por acá, barato, no va a encontrarnada —se atajó. Abrió unos planos que extendió sobresu escritorio y me mostró. Había trescampos en esas condiciones, potreros deno más de cien hectáreas. En dos deellos, alguna vez habían levantadoviviendas. Una estaba en ruinas, la otra,muy venida abajo, sin techo en la mitadde su media docena de habitaciones. —Me interesa esa. —Sus dueños viven en Buenos Aires,seguro que no hay nadie. Podemos irahora, no es lejos. Le pedí que me indicara cómo llegar.Iríamos al día siguiente, en todo caso,

temprano. —Pero por la mañana, imposible —dijo—. Llámeme y combinamos. Estreché su mano, satisfecho como siacabara de cerrar mía brillanteoperación. Al tipo le interesaba vendery a mí, sacármelo de encima. Tenía lainformación que necesitaba. Si habíanllevado a Isabel y a Mónica a un lugarapartado, lo más probable es que fuerala derruida vivienda de un potrero sinexplotar, un lugar sin testigos. Encualquier estancia, chacra o tambo haypeones, empleados de administración,vacas. En ese potrero, de acuerdo con elde la inmobiliaria, sólo había cardos yun molino destartalado. Volví al mondino y encendí la radio.

Recordé que había salido de BahíaBlanca sin verificar si el auto teníapapeles, por eso abrí la guantera. La treinta y ocho corta saltó sobre elasiento del acompañante como un gatoatrapado y por la radio anunciarontormenta para esa noche. Débora, escribí sobre el espejo delbaño empañado por el vapor de laducha. El nombre se borró mientras mepeinaba y sólo mi rostro quedó en foco.Si la memoria es una ventana al pasado,no puedo con ella. Apenas entreveoescenas, como a través de un postigo,oigo pasos que no sé de quién son, sivienen a mi encuentro o me abandonan. Llámame Mireya, Gotán; sos tan

patético, pero llámame Mireya, si tehace bien. No sabía que yo era cana, cuando mepermitió que la llamara a mi manera,que hablara con ella como en un sainetecriollo, exagerando a veces la cadencia,burlándome de mis pasiones otoñales.Tampoco yo tenía apuro en confesarlemi viejo oficio y a ella le divertía miactual ocupación, eso de andarvendiendo artículos sanitarios,lavatorios, bidés e inodoros, canillas,caños, toda la ferretería... No llevarásmuestras, supongo, comentaba riendo.No, sólo folletos. No te rías, papusa, ledecía, alguien tiene que ocuparse de quela gente pueda hacer sus necesidades enartefactos modernos, bien diseñados.

Le gustaba mi voz, el modo en que lamiraba, todo en vos destilaanacronismo, decía, sos un disco depasta de setenta y ocho que suena comoun CD, y me abrazaba, incrédula,temerosa. No hace falta que borre su nombresobre el espejo, la débil corriente deaire entre la puerta y la ventana del bañolo esfuma. Llamé a Buenos Aires. Al oír la vozde Isabel en el contestador telefónico seme cerró la garganta. Podía estar muerta,a esta hora gentil de la sobremesa en elcomedor del hotel Cabildo. Y Mónica,con ella. El siguiente llamado fue a mi casa. No

me gusta llamarme a mí mismo cuandono estoy, por respeto a la extremasensibilidad de Félix Jesús que cada vezque suena el teléfono se arquea como silo amenazara un ovejero alemán. Peroera de noche, y lo más probable es queya hubiera salido por el agujero en elzócalo con puerta batiente que leconstruí para sus escapadas. Tampoco sonó demasiado, después dedos llamadas el contestador se activócon el mensaje, las minas están bienpero ni se te ocurra buscarlas porqueson boleta, esperá novedades. Sininsultos, con voz ingrávida de astronautaresignado a no volver más a la Tierra.Colgué y tuve que ir a sentarme frente ala barra hasta que dejé de transpirar.

Pedí un agua mineral y mientras afuerase armaba la tormenta que habíananunciado por radio, me dediqué aanalizar mi situación. Por Edmundo no podía hacer nada,estaba muerto. Por las bellas mujeresasesinadas, tampoco. Pero Isabel yMónica estaban vivas, si tenía que creeren las palabras sin emoción del quehabía llamado a mi casa. De todosmodos, estaba decidido a seguir viaje aBuenos Aires apenas amaneciera;sospechaba que alguien habíadesarmado adrede un rompecabezas ytodo estaba relacionado. Es cierto, eluniverso es un todo, pero a mediocamino entre la lucidez y el delirio hayque juntar las piezas como se pueda.

Después habrá tiempo de encontrarle acada una su correspondencia, locóncavo con lo convexo, la luz con lasombra. Esa noche no podía darme el lujo deirme a dormir, aunque me tentara lacama recién hecha, el televisor en lahabitación, una película que podría verhasta la mitad, antes de dormirme,mientras afuera la lluvia, losrelámpagos, quizás hasta una granizadagolpeando el asfalto de la ciudad comocascos de caballos de un ejércitonocturno de ocupación. Me dio lástima sacar el renaultmondino de Isabel, que había guardadoen la cochera del hotel, para exponerloal aguacero que ya trepidaba sobre los

techos. Si cae piedra se le va aarruinar la pintura, pensé. Es normalexagerar la importancia de los detallescuando se enfrenta lo desconocido,pensar en lo incómodo que seríapescarse un resfrío cuando lo másprobable es que la noche termine abalazos. Como el condenado que fumacon inédito placer su último cigarrillo,una licencia que se extingue a medidaque más y más gente deja de fumar. Dos kilómetros y medio por la rutatres hacia el norte, desvío a laizquierda por un camino vecinal hastatopar con una bifurcación y de nuevo ala izquierda, unos mil metros por loque es casi una huella, una tranquera ylo que sigue es el campito que a usted

le interesa, había dicho el de lainmobiliaria. Si seguía el diluvio, en apenas un ratosería imposible llegar. Salí a la ruta. Eramás fácil ver en mi conciencia que através del parabrisas. Avancé despacio,con el riesgo de que un camión o unómnibus conducido por un consumidorde panchos con vino me llevara pordelante a más de cien. Un relámpagoiluminó el mundo para que advirtiera eldesvío sobre la mano izquierda. Ya estaba a salvo de la locurainsomne con que se conduce en las rutasargentinas. Aceleré por el desiertocamino vecinal hasta la bifurcación,doblé a la izquierda y pronto meencontré clavando los frenos para no

chocar contra la tranquera. Mala hora y peores circunstanciaspara visitar un campo de escasas cienhectáreas sin cultivar. Apagué el motor ylas luces del auto. Sólo vi mis manoscuando encendí el cigarrillo que decidífumar antes de bajar. Ultimo placer delcondenado.

XIII Con la pitada final cesó el diluvio.Llovía ahora serenamente y hasta unosgrillos improvisaron sus primerosacordes. Bajé del auto y entré en el potrero pordebajo del alambrado. La linterna y el38 corto que llevaba eran de Isabel. Noimaginé que tuviera un arma y mepregunté si sabría manejarla, dóndehabía aprendido a tirar o quién le habríaenseñado. Edmundo no era amigo de lasarmas, un tipo de los de antes, de losque dicen muy serios que las carga eldiablo. Tampoco yo las quiero, por esohabía pasado tantos años sin usarlas, no

se necesita una 45 para venderle letrinasa la clase media. Crucé en diagonal hacia una luz, laúnica, que brillaba como un lucerocaído. Anduve a los saltos sobre unterreno desprolijo y pantanoso, pese a laoscuridad era notorio que esa tierra nohabía sido trabajada durante años, comotantas parcelas en la rica pampahúmeda, retazos de subdivisiones delatifundios, herencias de herenciasdilapidadas por descendientes deoligarcas en decadencia, desmembradaspor la ambición miserable del burócrataque jamás ha olido bosta ni tierrahúmeda. Llegué por fin, cubierto de barro,agotado, a la fuente de la luz, una casa

grande y antigua, de líneas rectas, conuna galería al frente en cuyo techobrillaba la lámpara que había sido miestrella de Belén. Había un vehículoestacionado de culata frente a la galería,una camioneta. No había suficiente luzpara saber si era roja, aunque laschances de que no lo fuera eran bienpocas. El de la inmobiliaria se habría llevadouna sorpresa si hubiéramos caído esatarde sin avisar. Había luz en el interiorde la casa y desde el fondo llegaba elrumor parejo del generador deelectricidad. Palpé en el bolsillo de mi campera el38 corto. No sabía siquiera si

funcionaba; las mujeres que portanarmas jamás las mantienen, qué es esode desmontarlas cada tanto paralimpiarlas, si conducen sus autos perosólo levantan la tapa del motor cuandoel coche se detiene sin darlesexplicaciones, y observan ese universoengrasado como podrían mirar el cieloestrellado para interrogarse sobre laexistencia de Dios. Supuse además que quienes estabanadentro tenían ferretería de mayoristas.Jamás sobreviviría a un tiroteo conellos, lo único que estaba de mi lado erala posibilidad de pasar desapercibido,de saber por lo menos qué estabasucediendo. El barro me servía de camuflaje.

Además, dicen que opera milagros sobrela piel envejecida, nutre sus moléculasdevolviéndoles por un rato la lozanía. Me arrastré como un lagarto, crucé pordetrás de un bebedero de caballos y medetuve a recuperar la respiración juntoal piletón del molino. Los empleados de banco recelan delos canas que se jubilan diez años antesque ellos, pero los quiero verarrastrándose y comiendo barro despuéso antes de los cincuenta, recibiendo unmazazo en la cabeza o un tiro por laespalda disparado por el cómplice delchorro que acabamos de sorprender conlas manos en la masa. Cuando me fui debaja de la Federal creí que no volvería apasar por estas pruebas de pentatlón,

pero ahí estaba. Y otra vez empezaba allover. Me refugié de la lluvia bajo el alerode la casa, junto a una pequeña ventanaque resultó ser un respiradero del baño.De nuevo la tormenta eléctrica clareabala inmensidad desierta de la pampa. Measomé por la esquina y, a la luz de losrelámpagos, comprobé lo quesospechaba: la camioneta era roja. No se oía ningún ruido en el interior,ni voces. Probablemente durmieran, opermanecieran en silencio porque notenían nada que decirse. Retrocedí,agachado, hasta que el aliento en mimejilla derecha me paralizó. Esperé ungolpe, o una amenaza, pero sólo oí un

débil gruñido. Di vuelta la t ara concautela, sin movimientos bruscos, y metopé con un enorme perro de campo queme miraba a los ojos. ¿Cómo describir a un perro de campo?Cualquier ancestro puede habitar enellos, desde el más agresivo hasta elmás dócil, de raza o de saldo deliquidación, y obviamente, cualquier(amaño. Lo único en común que tienenes la necesidad de acercarse a las casas,en las que nunca los dejan entrar, nosólo para recibir las sobras sino tambiénuna mirada amistosa de algún humano,muy rara vez una caricia. Decidí sentarme, relajarme y dejar quehusmeara entre mis topas, que olfatearacada rincón de mi cuerpo embarrado.

No debió encontrar nada que loalarmara porque, al final de suinspección, movió su cola y acercó suhocico a mi nariz. Lo acaricié, primerocon aprensión y luego, ya decidido aponerlo de mi lado. El enorme perro seechó de espaldas y movió sus patascomo una cucaracha dada vueltamientras le rascaba la panza. Me sentíbien, contenido por su afecto, hacíamucho que no me sentía así; podríanhaberme descubierto y matado en eseinstante, y no habrían borrado laexpresión satisfecha, casi feliz, de micara. El latigazo cegador de un relámpago yel trueno casi inmediato acabaron conmi bienestar y el regocijo del perro,

devolviéndonos al estado de alerta. Yacon la complicidad del animal, que meseguía casi pegado y con su cola baja,me acerqué al único ventanal de la casa. La luz de la galería, la que me habíaguiado hasta allí, empezó a parpadear.El generador fallaba o se estabaquedando sin combustible. Una vozpreguntó adentro qué carajo pasa yretrocedí como pude hasta mi refugiobajo el molino, a tiempo para ver salir alos dos tipos, presuntamente los fornidospero gentiles caballeros que me habíadescrito el conductor de ómnibus adictoa la comida basura. Sorprendido por mimaniobra hacia la retaguardia, el perroquedó a mitad de camino, escrutando laoscuridad hacia mi escondite.

—¿Qué le pasa al perro? —preguntóuno de los fornidos. —¡Qué me importa lo que le pasa! —respondió el otro, poco gentil, al menoscon su compañero, y caminó hacia elfondo de la casa, maldiciendo algenerador, te dije que compraras unobueno, no mierda oriental. Discutieron brevemente, defendiendouno su decisión porque les habíaahorrado un montón de plata, yrenegando el otro contra la industriachina, esta porquería nos deja entinieblas en cualquier momento, dijo, ysus palabras fueron un oráculo, elgenerador se detuvo sin un quejido. La luz intermitente y poderosa de losrelámpagos reemplazó a la parpadeante

y ya anémica bombita. El perroaprovechó la confusión para acercarsedecididamente al molino y echarse a mispies. Quería seguir la fiesta de caricias,el muy autista. —¿Ves algo? —preguntó, el que sehabía interesado por la actitud del perro,al que había ido hacia el fondo. —Para eso traje la linterna, pelotudo—respondió el otro. El primero, que debía tener algo demastín en su sangre, seguía másinteresado en la conducta del perro queen el problema eléctrico. Avanzó haciami posición, no tenía linterna pero no mepareció descabellado suponer queempuñaba una pistola. El perro debióreconocerlo porque, cuando faltaban dos

metros para que llegara, se sacudió laspulgas y salió a recibirlo moviendo lacola. Entre el fogonazo y el estampido deldisparo, y el corto y desgarradoraullido, no transcurrieron más de dos otres segundos. Pegué mi cuerpo a latierra mientras el del fondo llegaba,agitado, hasta el lugar desde el que sucompañero había disparado. El círculode luz de su linterna descubrió lamasacre. —Mataste al perro, pelotudo. —Algo se movió en la oscuridad yvino hacia mí —argumentó el otro. —Mataste al perro... Compras mierdachina y matás a un perro que lo únicoque sabía hacer era mover la cola.

—Vos tenías la linterna, qué queríasque hiciera. Creí que alguien meatacaba. —¿Quién va a atacarte, hay alguienacá, acaso? Estamos en medio de lanada, sos un paranoico, no quiero a unpelotudo de gatillo fácil a mi lado, asícomo mataste al perro me podrías habermatado a mí. Pedí el traslado aldepartamento, sentáte detrás de unescritorio y dedicáte a levantar quiniela.Pobre perro, mirá lo que hiciste. El canicida se defendió brevemente,no me insultes porque te cago atrompadas, mañana me vuelvo,quedáte vos haciendo este trabajo demierda, a ver si te ascienden,protestaba mientras se alejaban los dos

hacia la casa en penumbras. Estuve todavía un rato inmóvil, cuerpoa tierra, aplastado contra el barro yrecibiendo la lluvia. Si me quedaba allí,echaría mis primeras raíces en un par dehoras. Me levanté, entumecido, cuandocreí que ya el peligro había pasado. Poco había averiguado, pero mejorque nada. Los caballeros robustos ygentiles eran canas o milicos, y lamisión que les habían encomendado noparecía convencional. Por lo menos auno de ellos, le crispaba los nervios alpunto de disparar contra todo lo que semoviera sin identificarse. Me acerqué de nuevo a la casa peroesta vez fui directo al respiradero delbaño, una ventana pequeña pero por la

que podría filtrarme, si recurría a misviejas artes de escapista que aprendíalguna vez en el circo de un tío, artistatrashumante, ilusionista inolvidable,claraboya humana por la que atisbé enmi infancia que había otros mundosdiferentes al que después elegí. Di un salto hacia la ventana y quedécolgado de su alféizar durante un eternominuto. Creí que me dejaría caer, mismúsculos no estaban ya entrenados paraesas pruebas, pero encontré que en elinterior de cualquiera yacen, como vetasde una mina de oro, resplandores deenergía a los que sólo hay que saberconvocar con una buena estimulación. Con setenta cumplidos, mi tío no sólose libraba de una maraña de cadenas en

menos de cinco minutos, levantando elentusiasmo y el aplauso de losespectadores, sino que era capaz de dosactos sexuales en una sola quincena,según me confesó su cuarta mujer,treinta años menor que él y trapecista. Pensé en mi tío y salté, limpia ysilenciosamente, hacia el interior delbaño. Huir sería más fácil. Si no meatrapaban, claro. El piso del bañoestaba por encima del nivel del pisoexterior, por lo que saltar a la ventanaen situación de emergencia no meexigiría ya tanta concentración, teniendoen cuenta que mi mayor estimulación enese caso sería la de salvar el pellejo.

Abrí con mucho sigilo la puerta delbaño y me deslicé por un corredor.Todo estaba en completa oscuridad,excepto un resplandor mortecino, alfondo de ese pasillo. Avancé muydespacio hasta desembocar en unapequeña sala, donde el caballero quehabía matado al perro bostezaba comoun hipopótamo y se rascabaostentosamente la entrepierna, atacadotal vez por la ladilla. Estaba oscuro,pero aún con plena luz no habríaadvertido en él ni un rictus que pudieraconfundirse con una expresión deremordimiento por su estúpida y salvajeactuación. Retrocedí hasta la mitad del pasillo,que se abría a esa altura en otro

corredor, más amplio, al que daban lashabitaciones. Recién entonces me atrevía encender la linterna. La primera habitación en la que entréno tenía techo. Llovía mansamente sobreun aparador que era el único mobiliarioy de las paredes colgaban cuadros deantepasados quién sabe de quién. Reviséel aparador, estaba vacío. La siguientehabitación estaba en las mismascondiciones, aunque mejor amueblada:había una cama con el elástico paradosobre su cabecera, una mesa de noche,otro aparador más pequeño. Tambiénllovía y también ese aparador estabavacío. Apagué la linterna para acercarme a latercera habitación porque creí oír voces.

Entré sin respirar, el piso de maderapodría traicionarme con un crujido encualquier pisada. Acá no llovía, lahabitación estaba techada. No volví aoír voces pero sí respiraciones que ibansubiendo su ritmo hasta llegar al jadeo. Retrocedí el paso que había dadohacia el interior. Si algo detesto es elpapel de mirón, aunque en este caso nopudiera ver nada. Nunca me excitaronlos espectáculos pornográficos con supatético exhibicionismo. Seguí por el corredor hasta la últimahabitación, una sala más grande que elresto, techada, con una mesa ovalada ysillas, y un armario con vitrina en el quehabía vajilla como para servir una buenamesa. Extraña casa, me dije, techada a

medias y hasta derruida en parte, perolista sin embargo para recibircomensales y tener una agradable veladasocial. Sobre la mesa, el haz de luz de lalinterna, que ahogaba con mi mano paraque me permitiera ver sin generarresplandor, se posó sobre unos papeles.Planos desplegados, alguien debía estarmirándolos cuando lo sorprendió elcorte de luz. Poco pude ver con mi presbicia, sinanteojos y en esa penumbra. Parecíanlos planos de un cuartel militar, habíapabellones y grandes espacios abiertos;podían ser también los de un hospital,aunque un depósito de municiones noresulta funcional a ninguna especialidad

médica, y uno de los pabellones cumplíaesa función porque una llamada en elmargen remitía a una lista de armas.Nada que tuviera que ver con el 38 cortoque había encontrado en el auto deIsabel. Eran fusiles de últimageneración, miras infrarrojas, cascoscon tele incorporada como los que usanlos yanquis y los israelitas en susexcursiones de mini turismo por elmundo árabe. Cada especialidad tenía sucolumna, el detalle técnico y lascantidades, centenares, en el caso de losfusiles, y decenas en el de los misiles,que también los había. Un grito, que creí de espanto, meestremeció. Como cuando en el cine delbarrio de mi infancia aparecía el

Vampiro y antes de atacar a la doncellamiraba a cámara, relamiéndose, comodiciendo atenti pibes que después lestoca a ustedes. El grito que no era de espanto provinode la habitación con techo, era de mujery, acoplado, un rugido de hombre loelevó a la categoría de vibrato desoprano en una ópera. El trueno vino deafuera, redoble de tambores y la vajilladel aparador sonando como platillos. Nunca supe si lo que sacudió la casadesde sus cimientos fue la tormenta o fueel orgasmo.

SEGUNDA PARTE

Paraísos y conspiraciones

I Tráfico de armas, por un lado. Y porel otro, un asesino serial de mujeres, sino fáciles, tampoco demasiado difíciles.Parecían dos mundos lejanos dediferentes sistemas, como Plutón yGanimedes. Imposible que se rozaran. Sihasta la propia existencia de uno deellos era improbable, ajena por lopronto al registro de los astrónomos. Salí de aquella casa derruida oconstruida a medias como había llegado.Lamenté no tener las agallas o la falta deescrúpulos para vengar al perro. Sumatador siguió durmiendo sentadomientras el otro se divertía en la cama.

No había terminado de escurrirmehacia el exterior cuando oí que abrían lapuerta del baño. Si me hubiera detenidoa ver el rostro de quien entraba,portando una vela incrustada por su baseen una botella de cerveza, me habríaahorrado unos cuantos pasos de lainvestigación en la que estaba envuelto ami pesar. Vendo sanitarios, no soy detective. Nolo fui cuando era cana y no me gustaespecular sobre lo que no conozco. Hayinvestigadores diplomados, filósofos,gente preparada en la universidad paraasomarse a lo desconocido. LaVergüenza Nacional tiene sus expertosen homicidios, su policía científica; enla Argentina no se necesitan

sherlockjolmes sino voluntad deinvestigar. Si los mayores criminalesvivos de su historia andan sueltos esporque alguien, muy arriba, ha decididoque no se los castigue. Caminé tranquilo bajo la lluvia,intensa pero serena, que me ayudó a queel barro pegado en mi cuerpo seablandara y se fuera escurriendo.Regresé al hotel en el buen auto deIsabel; no era un doble tracción peroanduvo bien en el lodazal en que sehabía convertido la huella, y en cuantotrepó al asfalto pidió más velocidad dela que pude darle porque la ciudadestaba muy cerca. Apenas desperté por la mañana y antes

de desayunar volví a llamar a la casa deMónica y su hija, en Buenos Aires. Algome dijo que, si alguien atendía elteléfono, no sería Isabel. —¡Pablo, por Dios! ¿Dónde estuviste? —Dónde estoy, querrás decir. En elhotel Cabildo, de Tres Arroyos, el lugarde nuestra cita. Mónica se quedó callada y, ensegundos, rompió a llorar. Ignoraba queyo conocía parte de su peripecia ysospechaba el resto. Como pudo,interrumpiéndose con brotes de llanto,me contó que las habían interceptado enel ómnibus que decidieron tomar desdeBahía Blanca hasta Tres Arroyos, dostipos —«fornidos pero gentiles», metentó acotar aunque no lo hice— que

subieron en medio de la ruta, luego debajar de un auto que se cruzó delante delcolectivo para que se detuviera —detalle que el consumidor de comida yvino basura había obviado. —Al auto lo conducía una mujer. —¿Joven? —Y muy bonita. Parecía una modelode la tele. Me pregunté si el tráfico al que sededicaban sería de armas o de blancas.Tal vez fuera de ambas, son mercadosdiferentes y las teorías del marketingmoderno indican que no hay queencasillarse en un solo rubro. —¿Isabel está con vos? De nuevo el llanto, esta vezincontenible. Luego, entre hipos y

ahogos, la explicación. No estaba conella, se la habían llevado. Apenas subieron al auto lasencapucharon y arrancaron a todavelocidad, suponía Mónica que por uncamino de tierra, por los barquinazos.Se detuvieron en algún lugar yliteralmente arrancaron a Isabel de sulado, la oyó gritar y llamarla con ungrito desgarrador. Mamá, gritó, mamá, ayudáme. El llanto de Mónica ya no pudoimpedir que siguiera contándome. Déjenla en paz, grité, qué quieren,llévenme a mí. Me golpearon en lacabeza, creí que moriría ahí mismo,Gotán, debo haberme desmayado peroseguí oyendo sus gritos, imploraba que

la dejaran y yo me revolvía, impotente,como en una pesadilla. Despuésdebieron darme algo, algún sedante o unsomnífero, no sé. Cuando desperté,estaba en una sala de primeros auxiliosde Haedo. —¿De Haedo? —Sí, a las puertas de la capital.Pregunté quién me había llevado hastaallí. —Dejame adivinar —dije—. Lapolicía. No pudo desmentirme, ni sesorprendió por mis dones de brujo. Unpatrullero de la Bonaerense la habíadejado en la sala, la encontramos en lavía pública, dijeron en la guardia losservidores del orden, cuando se

reponga, que se vaya a su casa, si seacuerda dónde vive. No dejaron a nadiede consigna y uno de los médicos,preocupado, se ofreció a llevarla a sucasa. Mónica aceptó, pero no le contónada al galeno de lo que le habíasucedido. —Ya no confío en nadie, Gotán. No séqué está pasando. Para calmar su zozobra, el médico leconfesó que ganaba menos que unasirvienta y tenía que acostumbrarse a vercosas raras y callar. Mónica le preguntótímidamente qué cosas raras. Para qué,el médico, que era joven, no más de unpar de años de recibido, dijo que suspadres le habían contado de lo quesucedió en la Argentina durante la

dictadura. A él siempre le había costadocreer que hubiera tanto hijo de putasuelto en un país tan bonito, de campostan fértiles, lleno de vacas y de sojapero también de gente trabajadora comosus padres que se habían roto el culo —empleó otros términos, menos groseros,porque hablaba con una dama— paraque él pudiera acceder a la universidad,ser doctor, jurar que salvaría vidas,todas las vidas, incluso las que no valela pena salvar. Pero ya no sabía qué pensar. —Los milicos se dieron el gusto deinstaurar el nazismo en el cono sur deAmérica, es verdad. Pero se fueron hacemás de veinte años. En la década delsesenta, a veinte años de acabada la

guerra, en ninguna de las dos Alemaniasencontraba usted un nazi ni en losmuseos. Acá van por la calle comoseñoritos —dijo el médico mientrastrataba de librarse de unembotellamiento en la avenidaRivadavia. Le recordé a Mónica que una de lasdos Alemanias estaba llena por eseentonces de prósperos capitalistas y laotra, de comunistas sin convicción, yMónica, sensata, respondió que a ella loúnico que ahora le importaba eraencontrar a Isabel con vida. —Buscálo en la sala de Haedo, siquerés discutir de política. —Paso —le dije—, ya conocí a unmédico bastante atípico. Esa profesión

está llena de gente atormentada. Al llegar a la casa, el médico lepreguntó si ella sabía realmente qué lehabía pasado. —Estuve a punto de contarle, Gotán.Pero como te dije, no confío ya en nadie.A lo mejor era otro cana disfrazado conel ambo de doctor. —Yo soy cana —le recordé. Resopló, cansada. Demasiada carga, apocas horas de enterrar a Edmundo,aunque en los últimos tiempos la hubieraofendido tanto. —Vos fuiste, Gotán. —Tenés razón, ahora vendosanitarios. —Yo no te compraría un inodoro.Cada vez que fuera al baño me asaltaría

la duda: ¿dónde habrá escondido elmicrófono? La risa en común llegó pesada y lentapero necesaria. Le dije a Mónica que secuidara, que no abriera la puerta anadie, nos veríamos en Buenos Aires. Antes de abandonar Tres Arroyosllamé al celular del médico rechoncho.Debía estar ocupado destripando alocciso de turno, [jorque atendió su vozgrabada pidiendo que dejaran mensaje.Me pregunté si los muertos lo llamaríana ese número que me había dado conexpreso pedido de reserva, loscadáveres frescos, por lo menos. Rogué,en los escasos treinta segundos deespacio, que alguien hiciera por mí una

excursión diurna al campo; en lainmobiliaria les dirían a dónde y cómollegar. El viaje de regreso fue tranquilo. EnLas Flores me detuvo la caminera y mepidieron documentos; les entregué el queme habían regalado en Bahía Blanca, anombre de Edgardo Leiva, y casi mearrestan, no porque se dieran cuenta deque el documento era trucho sino porqueno tenía registro ni balizas ni matafuegosni los varios certificados necesariospara circular legalmente. Perdonen, muchachos, les dije, y lesmostré mi vieja cédula de sub comisariode la Federal. Los milicos se cuadrarony me desearon buen viaje. Un par de kilómetros más adelante tiré

a Edgardo Leiva por la ventanilla.

II Hice bien en desprenderme deldocumento falso. Yo no era prófugo,jamás había habido un homicidio en elhotel Imperio de Bahía Blanca, nadie mebuscó ni me extrañó durante mi breveausencia de Buenos Aires. Félix Jesúsdormía sobre mi sillón frente altelevisor y apenas si me dedicó, aunqueinterrumpido por un bostezo, unronroneo de bienvenida. ¿Una tercera víctima del asesinoserial? Sí, había aparecido en labanquina de la ruta a Viedma. Costóidentificarla por su «avanzado estado deputrefacción» pero finalmente «se

determinó que se trataba de CatalinaEloísa Bañados, conocida como Lorenaen el ambiente de la moda», rezaba lacrónica roja perdida en páginas paresinteriores de los diarios, donde elasesinato de Edmundo constaba como la«lamentable desaparición de un fielservidor de la empresa», según lacrónica pagada por la petrolera CPF. Como si hubiera muerto de viejo,mientras escribía sus memorias. Hastahabía un aviso fúnebre de su viuda e hijaque, según me confirmaría Mónica, ellasno habían pagado y ni sabían de suexistencia. Nadie, entre sus amigos ycompañeros de trabajo, se preguntó porqué no hubo velatorio ni inhumación enun lugar preciso donde enviar por lo

menos una corona o un ramo de flores.Tampoco llamaron a su casa para dar elpésame, el único mensaje en elcontestador de Mónica era una amenaza,tu marido no era un inocente, nada dedenuncias, decía una voz ronca,deformada. —¿Quiénes son, quién está detrás deesta pesadilla, dónde está Isabel? Mónica no tenía a nadie a quienhacerle estas preguntas, excepto a mí, yyo sólo podía conjeturar en silencio,como quien ha visto un plato volador yno tiene a quién contárselo sin que lotomen por loco. La visité en su casa apenas llegué aBuenos Aires, me abrazó mientras se

repetía las tres preguntas y lloraba hastasaciarse. Después preparó café y sesentó frente a mí en la coqueta sala deldepartamento que había abandonadoEdmundo para ir detrás de su rubia. —Nunca se sabe cuándo damos elprimer paso en falso, cuándo tomamos ladecisión fatalmente equivocada —dije—. Edmundo creyó ir hacia su felicidady fue hacia su muerte. —Era un viejo verde —gruñó Mónica,de nuevo crispada como si Edmundoacabara de salir—. Todos ustedes sonviejos verdes, hasta los más jóvenes sonfuturos viejos verdes que perderán lacabeza por cuanta lolita se les cruce. No repliqué su discurso. Estabadiciendo lo mismo que yo, después de

todo. El amor a destiempo es devastador,arranca de cuajo las certezas, lo quedebería ser una tibia brisa se transformaen un incendio de bosques alimentadopor el viento, todo el pasado y toda lasutileza de un inestable futuro se reducena cenizas. Y cuando termina, el viejoverde está gris y vacío, muerto sinsaberlo, si ha sobrevivido, o muertocomo Dios manda si lo han apurado conun disparo a quemarropa, como aEdmundo. Si ese amor, el último, no prolonga lavida, ¿para qué entrar, literalmentecomo un caballo, en la pradera enllamas?

Esa misma noche de mi regreso aBuenos Aires me reuní con el jefe dePoliciales del diario «La Tarde». —A nadie le interesa su historia,Martelli. La gente está ‹a upadacomprando dólares, el país se derrumbauna vez más. Conocía a Peloduro Parrondo desdeque había entrado como cadete en LaNación. Alto y desgarbado, inútil parael fútbol y con poco cerebro para launiversidad, sólo me quedaba serperiodista, dijo alguna vez, entre copasy tratando de resumir la peripecia de suvida. Lo de Peloduro era una obviaalusión a las crenchas equinas quecrecían casi desde sus cejas agostándolela frente, pero el tiempo y la necesidad

de síntesis de sus compañeros de trabajoterminaron por rebautizarlo el Pepa. —La Argentina no se derrumba sola,la tiran abajo las empresas dedemolición —filosofé ante laindiferencia del Pepa. Una vez más, se venía la hecatombe.Un gobierno sin autoridad dabamanotazos de ahogado antes de hundirse,congelaba cuentas bancadas, denunciabaconspiraciones que todos conocían peroque nadie iría a detener porque, para losde siempre, era negocio que todo seviniera abajo. —A mí me chupa un huevo la política—dijo el Pepa, pinchando una aceituna,mordiéndola despacio mientras hablabay cortando al medio sus frases para

escupir los carozos lejos de la barra delmísero bar en la avenida Caseros, a lavuelta del diario, en el que noshabíamos encontrado—. Nunca entendípor qué la gente vota siempre a lasmismas mascaritas. Si nos gustarevolearnos, ¿por qué protestan comovírgenes cuando nos meten en el burdel? El segundo y el tercer carozo volaronal mismo tiempo, aunque la diferenciade volúmenes hizo que uno de ellosterminara en el piso y el otro, sobre lamesa que compartía un galán madurocon una jubilada diez años mayor que lomiraba como una quinceañera. El galánmiró al Pepa de reojo pero, displicente,se limitó a barrer el carozo con el bordede su mano derecha.

—Ese turro se está apuntando alvejestorio para que le transfiera lajubilación, fíjese. Antes estas guachadasse hacían por una herencia, ahora eldiablo compra las almas por monedas.Qué decadencia, Martelli. —Es el tercer asesinato, Pepa.Apareció muerta en mi cama, paracolmo, y en vez de inculparme, sellevaron el cadáver y lo tiraron por ahí.Cómo que no le interesa. El Pepa echó una mirada larga,provocativa, al galán maduro, antes dedarse vuelta y ponerme enfrente su carade laucha. —A ver si nos entendemos, Martelli.La historia es bonita, dese cuenta. Ya laveo, ilustrada con infografías: una rubia

muerta en la cama de un policíaexonerado de la Federal. Compro conlos ojos cerrados. —¿Entonces? —Que no es lo que parece. Hay algogordo, detrás de esa anécdota. Es unmensaje mañoso, Martelli. Se llevan elcadáver y lo tiran a los perros para queentendamos lo que nos dicen. No semetan, nos dicen. ¿Soy claro? —¿Quiénes son los que «nos dicen»? Me dio la espalda. El galán maduro apuraba a la jovatapara que decidiera algo, tenía un par depapeles junto a las copitas de licor,hablaba rápido y bajito, gesticulaba consus manos en vuelo rasante sobre lamesa, cada tanto tomaba la mano de la

mujer, un manojo de huesos, y laacariciaba, la vieja bajaba la mirada, elrubor era de los polvos sobre sumáscara incolora y quebradiza. —Métalo preso, Martelli —dijo elPepa, sin mirarme—. Ese tipo es un hijode puta. Apuré mi vaso de cerveza recalentada. —No tengo chapa. Soy civil, ahora. El Pepa pareció olvidarse de lapareja. —¿Qué quiere que publique? Usted notiene nada. No hay lotos, no haydeclaraciones, la CPF es un anunciantegroso, si se ofenden cancelan la pauta yen el diario me dan una patada en elculo. ¿De qué voy a laburar, a mi edad? —Parece que va a firmar —dije,

mirando por sobre el hombro del Pepa. El manojito de huesos había tomadouna lapicera que el galán maduro lehabía tendido como un vaso con veneno. En ese momento entraron dosmuchachos, dos pibes de no más dequince o dieciséis, calculé, aunque unode ellos intentara parecer mayor con unapelusa que apenas le ensombrecía elmentón. —¡Atención! —gritó uno, el másbajito, como lo haría un jefe militar alentrar en la cuadra de soldados—.¡Somos chorros, se acabó la joda,poniendo la guita y lo que tengan sobrelas mesas! Debieron llegar encandilados por laluz de la calle o por las películas de la

tele, creyendo que el bar estaba lleno,pero el galán maduro y su víctima eranlos únicos clientes, aparte del Pepa y yo.Cuando se dieron cuenta del paso enfalso, se pusieron más nerviosos. —¡Ustedes dos, la guita sobre elmostrador! ¡Y vos, el que se peinacacheteado para disimular la pelada,sacále el oro a la vieja y ponélo todo enla mesa! En eso estaba, debió decir el galánmaduro, pero el miedo lo había dejadomudo y paralizado. El más alto de loschicos, que era el peón, se dedicó arecolectar el magro botín. —Laburo en el diario de acá a lavuelta —dijo el Pepa mientras lequitaban un reloj pulsera chino de cinco

dólares—. Llamo al fotógrafo, siquieren prensa. Los chorritos se miraron fascinadoscomo liebres por la luz, hasta que el másbajito se acercó al Pepa y le puso unrodillazo en la entrepierna. El Pepa sedobló de dolor. —Dos cheroncas cajetillas —dijo—.Revisálo a éste —le dijo al más alto—,tiene cara de botón. Una mano me rozó y pescó como a unatrucha el 38 de Isabel. —Cana de mierda, ahora te mato —dijo el bajito. Antes de un segundo había levantadoel arma y había gatillado. El percutorhizo dos, tres, cuatro veces click. Comosi antes hubiera tensado la banqueta

sobre la que estaba sentado, giré comoun trompo con los brazos tendidos yestrellé las dos manos bien cerradassobre la cabeza del asesino imberbe,después lo golpeé con mi propia cabezay hundí mi pierna derecha como a unalanza en el estómago del más alto, quese había acercado para ayudar a sucómplice a matarme. Atrapé en el aire el38 que voló de sus manos y me lo calcéen la cintura mientras pisoteaba a loschicos tumbados como a uva después dela vendimia. Sólo me detuve cuando porlos ojos en blanco me di cuenta de queestaban inconscientes. El dueño del bar era una figura de ceradetrás del mostrador. El Pepa, norepuesto aún del dolor de huevos,

preguntó si así convencía yo a misclientes de que compraran inodoros ylavabos. La anciana yacía sobre la mesa,no supe si desmayada o muerta,aferrando la lapicera con la que estuvo apunto de firmar su abdicación a unavejez digna. El galán maduro habíadesaparecido. Parece increíble, pero ya me estabaarrepintiendo de los golpes que habíarepartido y hasta temí por las vidas deesas dos bestias que, en cuanto salierande la guardia del hospital y el juez deturno los absolviera por ser menores yestar desarmados, encontrarían a quienmatar antes que yo encontrara a Isabel ya los asesinos de Edmundo. El Pepa se sobrepuso al dolor y se

sirvió más licor, mientras yo llamaba ala cana de verdad para que se hicieracargo. En cuanto corté la comunicaciónnos miramos como dos buzos en elfondo de una cloaca. —El país se derrumba, Martelli —dijo el Pepa—. Compre dólares.

III El diario «La Tarde» era un apéndicedel matutino más importante de laArgentina y se distribuía gratis enestaciones de ferrocarril y de subte.Millones de súbditos del sistema hojeanesos pasquines mientras se aferran comopueden a los pasamanos de los trenescolmados en los que regresan a suscasas cada atardecer. Los privilegiadosque consiguen asiento se duermen en lasegunda o tercera página; los que viajanparados tal vez hayan llegado a lapágina once donde el Pepa habíapublicado con titulares catástrofe: «RUBIA MODELO, VÍCTIMA DEL

ASESINO DE LA COSTA. APARECIÓMUERTA EN HOTEL IMPERIO, DEBAHÍA BLANCA». Y en tipografía menor: «MUY CERCA, DOBLESECUESTRO: MADRE, LIBERADA.HIJA SIGUE CAUTIVA» Se había jugado, el Pepa, vinculandolas dos noticias. Lo llamé al diario parafelicitarlo. Deformado por un clavicordiocibernético, el «Himno a la alegría», deBeethoven, me entretuvo mientrasbuscaban sin éxito al jefe de Policiales. —Parrando no vino —dijo por fin unavoz de mujer. —¿Está enfermo? —¿Quién habla? —repreguntó.

—Un amigo. Vaciló antes de darme la información. —Está en la casa, probablemente. Me costó convencerla de que, siendoamigo del Pepa, no tuviera su númeroparticular. Le conté quién era yo, lo quehabíamos pasado juntos el día anterior,el revuelo de ambulancias y patrulleroshabría atraído a los trabajadores deldiario y hasta nos sacaron fotos queluego no se publicaron. —¿Le gustó la nota, Martelli? En vezde felicitarme me dieron vacaciones —dijo el Pepa cuando lo ubiqué en su casa—. Cuando me echen y me indemnicen,me compro un amor. Por ahora ligué untirón de orejas y una suspensión, así que

sigo solo. Estaba de buen ánimo, algo bastanteraro en un tipo cuyo trabajo consiste enentrevistar soplones de la policía, comercon narcotraficantes y recibir a deudosde víctimas sin justicia, muchos de ellosasesinados por la policía a cuyos jefesagasaja e intenta sobornar en lascomidas. —Es un círculo del Dante, Martelli —dice cuando se harta de la comedia ypide un whisky sin hielo en el bar dondenos asaltaron—. Que los que mandan arobar y matar, y a veces hasta matan pormano propia, le estén contando a unocuánto les preocupa el auge del delito. Nada nuevo en la Argentina, le digo enesos raros atardeceres que compartimos

cuando me llama como quien acude alservicio médico de emergencia, y loprovoco recordándole que Perón decíaque la violencia de arriba engendra laviolencia de abajo. —Pelotudeces, discurso para la giladajoven de la época antediluviana de laque usted zafó con vida, fíjese lo quepasó cuando gobernaron ellos en elsetenta y tres, qué masacre, dejéme dejoder con la política, Martelli, lo únicoque les importa a los políticos esacumular poder, engordar comogarrapatas con la sangre ajena. Pero esta tarde está casi contento,aliviado, por lo menos, y hasta excitadoporque, según él, tiene una punta delovillo que yo pretendo desenredar.

Lo paso a buscar por su casa enAlmagro y se sube al auto de Isabelexultante, descansado, como si el asaltoy la suspensión le hubieran caído demaravillas. —Siempre se paga un precio —admite, apenas se acomoda en el auto yempieza a acariciar el sofisticadotablero del auto como si mimara elcuerpo de una mujer—. Publiqué la nota,110 porque le haya creído a usted sinoporque averigüé dos o tres cosas sobresu amigo muerto que contradicen elrecuerdo que probablemente tenga de él. —No elegimos a los amigos por subuena conducta —aclaro, en midescargo. —De acuerdo, pero tampoco el mito.

Con que lo llore la viuda, creo que essuficiente. Y a propósito de viudas, esteauto no es suyo. Me detengo en una esquina, nada másque para mirarlo, perplejo. —¿Cómo lo sabe? Una estampida de bocinas me apurapara que retome la marcha. —El semáforo está en verde —dice elPepa—, mejor arranque, o nos linchan. Espera a que estemos nuevamenteandando para empezar a hablar de susexto sentido, de su olfato de viejoperiodista que lo induce a buscar enlugares precisos, sin dejarse llevar porlas apariencias. —Usted no gana mucho vendiendoinodoros.

—Sanitarios. —Pero digamos la verdad. Y aunquele sume la pensión de ex cana, tampocole daría para comprar y mantener esteauto. —Me exoneraron, no cobro pensión. —Más a mi favor, el auto tiene que serde alguna viuda, y la única con la que hatratado recientemente es la viuda de suamigo. —¿Por qué una viuda? Podría ser unarica heredera, una empresaria, unaprincesa. —Sí, Cenicienta. El Pepa se recuesta en el asiento ypondría los pies sobre el tablero, si selo permitiera la artrosis. —¿Qué descubrió entonces, aparte de

que el auto podría ser de la viuda? —Vamos a la biblioteca nacional —dice, inesperadamente, al ver la siluetadel edificio recortándose sobre elparque, mientras avanzamos por laavenida Figueroa Alcorta. La biblioteca nacional es un palaciode líneas futuristas que fue envejeciendoa medida que nunca se lo terminaba deconstruir. Lo mismo sucedió antes con laCiudad Universitaria en Núñez, unenorme complejo construido paraalbergar a los estudiantes del interior yque terminó siendo sede de un par defacultades y monumento a la desidianacional con la que se encara todo loque tenga que ver con la cultura, en tantolos barrios y hoteles de lujo se levantan

en una noche, pasando con unaaplanadora por sobre cualquier código onorma que se les interponga. En esa biblioteca con computadorassin sistema y empleados mal pagos, elPepa pidió un libro de Faulkner y fuimosa sentarnos en un rincón apartado delsalón de lectura. —Este yanqui renovó la literatura y seganó el Nobel, cuando el Nobel eratodavía un premio que se le daba a losque se destacaban en su oficio por sutalento y no por operar en camarillas.Hoy a Faulkner sólo lo leen losestudiantes como mi hijo, Martelli. —No vinimos acá a leer «Luz deagosto» —dije, en el mismo tonosusurrante con el que hablaba el Pepa

para evitar que nos «•i liaran del salón—. Dígame de una vez qué carajoaveriguó sobre la vida secreta deEdmundo Cárcano. —Pero es que usted no puedepretender alcanzar alguna comprensiónde las complejidades del alma humanasin haber leído a tipos como Faulkner.¿Qué lee usted, Martelli? —Informes forenses, cuando era cana.Y folletos de fábricas de sanitarios, sonmuy lindos, por lo general a todo color.Me llevo uno a la cama y duermo en paz. —Mentiras, nadie que haya sido canaen tiempos de dictadura duerme en paz. Los susurros habían ido subiendo detono y amenazaban con convertirse endiscusión a los gritos. Hubo chistidos y

un empleado se acercó a pedirnossilencio o que abandonáramos el salón.Le prometimos buena conducta, respiréhondo y me quedé en silencio un minuto,antes de levantarme e irme. El Pepa mealcanzó por los pasillos. —No quise ofenderlo —dijo, agitadoy con el libro de Faulkner en la mano. —Yo duermo tranquilo, Parrondo. —Los amigos me dicen Pepa —dijo,conciliador. —Y a mí, Gotán. Pero ahora somosMartelli y Parrondo tratando de dejar unpar de cosas en claro. No me echaron dela Federal por mal policía pero tampocome promovieron por asesinarguerrilleros. —De acuerdo, Martelli, no me

interesan sus antecedentes, lo mío fue uncomentario pelotudo, pero tampoco lometí de cabeza en la biblioteca para leera Faulkner, que me aburre tanto como ami hijo estudiante, sino porque nosestaban siguiendo. Observé un instante al Pepa, antes dedarme vuelta y mirar a mi alrededor.Estábamos en mitad de un largo y anchocorredor que terminaba en las escaleras,nadie desde un extremo al otro, pocagente en el salón de lectura, empleadosaburridos que esperaban la hora determinar sus turnos, todo parecíatranquilo. Al Pepa no se le movió un músculo dela cara. Decía la verdad o mentía muybien. Me pidió que lo esperara un

momento mientras iba a devolver ellibro y regresó enseguida, palpándose enbusca de cigarrillos. —Un auto rojo —dijo, mientrasencendía uno y caminábamos hacia lasalida. —La ciudad está llena de autos rojos. —Pero este venía detrás. Tengo lacostumbre de acomodar el espejoexterior para ver hacia atrás cuando voyde acompañante. —Paranoia. —O instinto de conservación,Martelli. Aparte de ganarme algunasuspensión, mis denuncias incomodan aalgunos pescados, que tienen el malgusto de recordarme que no soyinmortal.

Salimos al parque. La noche deprimavera estaba fresca y cargada dearomas, había parejas de enamoradosprometiéndose el paraíso o explicandopor qué lo nuestro es imposible, nadadiferente a cualquier atardecer en lasplazas de Buenos Aires. El Pepa me pidió que no subiéramosal auto. —Ábralo y deje la puerta mal cerrada—dijo. Y sentémonos a fumar un par depuchos. —Si quiere hablar de amor, seequivocó conmigo. Se detuvo, miró al cielo como paracerciorarse de que no estuviera nublado,subió al césped saltando la alambradaperimetral que lo protegía y se puso a

mear detrás de un arbusto. Llegué hasta el auto, mientras tanto.Sentía que algo andaba mal en esa nocheperfecta de primavera, que no tenía quehacer lo que estaba haciendo. El auto noera mío, ni siquiera de la viuda o deCenicienta, era de la hija de un amigomuerto a la que habían secuestrado, y yono estaba haciendo nada que me pusieraen el camino de averiguar dónde estaba,si no la tenían en el campo de lasafueras de Tres Arroyos. Seguí las instrucciones del Pepa, queya había reaparecido y se acercaba,indicándome un banco cercano ysacudiéndosela. En vez de preguntarlede qué carajo se trataba la comedia,acepté un cigarrillo negro fortísimo y

nos sentamos en el banco que habíaelegido. —Desde aquí podemos ver sin servistos —dijo, entre una bocanada y otra. No soy pescador pero he participadoen excursiones de pesca con amigosfanáticos y pueden estar todo un día yuna noche esperando que una boyita sesumerja. Nada más aburrido que mirar alos que esperan, parecen vacas pastandoy regurgitando, no hay destellos de vidahumana en sus ojos, la expectativa decapturar un pez los fosiliza y podríanencontrarlos en la misma posicióndentro de cien o mil años. No hubo que esperar mucho, sinembargo. Toda gran ciudad es una tiendade oportunidades para los levantadores

de autos, sólo hay que aguzar la atenciónpara verlos actuar, aunque para lamayoría de la gente pasendesapercibidos. El tipo en cuestión era joven, sacoazul de tela liviana y pantalones claros,corbata, maletín de corredor o devisitador médico que cambiaba demano, como si pesara. Caminabadespacio, buscando una dirección,mirando a un lado y otro de la calle,echando fugaces vistazos a los interioresde los autos estacionados y tanteando laspuertas de los que no tenían la mínimaluz roja titilante de las alarmas. La puerta mal cerrada fue la manzanadel ingenuo de Adán. Cruzó en diagonal,desde la vereda de un edificio de

departamentos, y se zambulló en el autode Isabel como si fuera suyo. Había oscurecido por completo, nonos veíamos las caras, sólo las brasasde los cigarrillos. La explosión nosdescubrió mirándonos, pero sólo poruna fracción de segundo, porque la ondaexpansiva nos puso de cabeza en elpasto, junto al arbusto donde un ratoantes el Pepa había descargado susorines.

IV De nuevo sin auto. Una lástima, estavez. El mío era un carromato antiguo, unTorino reformado de la década delsetenta que funcionaba a gas. No sehabían robado nada de valor, allá al surde Bahía Blanca, a menos que cayera enmanos de un coleccionista. Pero el deIsabel era una bella máquina, digno dela belleza de su dueña, deboreconocerlo, aunque me cueste ver aIsabel como a una mujer adulta. Tuve que aceptar que hubiera genteque no me quería vivo, lo cual nunca esgrato. Hasta el llamado de Edmundopidiéndome que viajara urgente a

Mediomundo en el culo del mundo, mivida transcurría sin mayores altibajos,entre convenciones de ventas y giras porlas provincias con mi muestrario deletrinas y grifería para todo gusto ypresupuesto. Las ventas habían caídobastante en los últimos meses. 2001 fueun año más y más sombrío a medida queavanzaba, las nubes de tormenta seagrupaban ya en el horizonte, nadiegastaba en nada más importante queconvertir pesos en dólares ydepositarlos o guardarlos debajo de loscolchones. Pero un tipo que vive solo nonecesita demasiado, los vicios y algo decomida mientras se espera sin esperanzaa que los días transcurran, a que losfines de semana pasen rápido y

desapercibidos. Después de todo, atender ese llamadoa deshoras y conducir toda una noche nole había salvado la vida a Edmundo. Yhabía puesto la mía en la picota. Acabentambién con éste, dijo alguien, unejecutivo, un dirigente de algo, un capode banda, un oficial de policía o delejército, un gran empresario, cualquierade los que en la Argentina pulsan unintercomunicador y dan la orden alverdugo sin molestarse en conocer porlo menos la cara de la víctima, losamigos que lo van a extrañar, loshuérfanos que tarde o tempranodisputarán su herencia, las mujeres quelo llorarán o respirarán aliviadas. Lo malo de ser condenado sin

acusación ni juicio es que uno no sabepor qué le roban el auto en medio deldesierto, por qué le acuestan a una rubiamuerta en una cama de hotel, por qué levuelan el auto que le prestó una mina,morocha, bella, que podría ser la hija deuno pero no lo es, y a la que hansecuestrado sin dar explicaciones nipedir rescate. Uno no sabe nada, comocuando se abandona la niñez, siempre ala deriva en un mar que los adultoscreen conocer pero en el queirremediablemente se pierden, en el quetodos, tarde o temprano, seremosnáufragos. La noche de la explosión hablé conMónica por teléfono para contarle lo

sucedido. En un estallido dedesesperada rebeldía contra las leyesinescrutables del dios al quereverenciaba en la iglesia electrónica ala que se había suscripto, me pidió queme apartara del asunto, que la dejaratranquila, que había decidido confiar enla policía con placa y retiro asegurado,no en un desclasado, mirá lo que le pasóa Edmundo por esperar a que loayudaras, dijo, y deduje que sería envano, por lo menos esa noche, argüirnada en mi defensa, si todo era cierto, sime habían echado de la cana y tambiénde la vida de la mujer que amé. Algo andaba mal conmigo para que lascosas salieran de esa manera. Nuncapude formar una pareja estable, juntarme

con una mujer que soñara con envejecerconmigo, si tales mujeres que sueñancon envejecer existen. Al poco tiempode estar a mi lado se daban cuenta deque se habían subido al colectivoequivocado y que, si no se bajaban, iríana parar quién sabe adonde, a los caños,a Villa Fiorito, a la loma del peludo o alplaneta de los simios, siempre en la otrapunta de la felicidad. Mentiras, claro, burdas, groseras,repudiables mentiras que se dicen a símismas cuando ya es tarde y sinembargo se suben a un amor que crujecomo una balsa arrastrada en tierrafirme. Qué mar van a cruzar, quéhorizontes a descubrir, si están varadas,encalladas en la arena amarga de la

decepción. Pero es mi vida y es mi karma, comodicen los charlatanes que ven a Dios entodas partes a partir de la reivindicaciónde sus ombligos: ser el punto ciego, lacalma chicha para las tormentas ajenas,es mi karma; el remanso aparente, tantasmujeres y tan pocas, y de las queextraño, Débora, o Mireya, último tangoen Barracas, calles mojadas, nieblas delRiachuelo, folclore del peor, unaacuarela mala de Quinquela o uncuchillero de Borges que atrasa mediosiglo, atrapado en una esquina yrevoleando la consabida moneda a todoo nada. Porque no hay matices cuando llegó lahora de enfrentar al enemigo sin rostro,

al que fatalmente atacará a traición. Lamoneda decide a todo o nada. Y si tocanada, es nada. El Pepa sugirió que no nos hiciéramoscargo de la explosión. Pasaría un tiempohasta que averiguaran la identidad de ladueña del auto. No es común que vueleun auto en las calles de Buenos Aires,no tanto como en Medio Oriente o en laspelículas norteamericanas, y al revueloque se armaría en segundos podríamosverlo tranquilos por la tele, sinenfrentarnos a preguntas para las que noteníamos respuestas. Al día siguiente yo había quedado enreencontrarme con el médico rechonchoy el dúo cervantino, y no quería regresar

a Bahía Blanca con las manos vacías. A no más de diez cuadras de labiblioteca nacional encontramos un barque parecía tranquilo. El Pepa pidió ungancia y yo una cerveza, palitos, papas ymaníes, disfrutamos del happy hour denuestra sobrevivencia, brindamos ensilencio por nuestra inmortalidad y porfin, recostándose sobre la silla como lohabía hecho en el asiento del malogradoauto de Isabel, el Pepa contó lo quehabía averiguado sobre EdmundoCárcano. —Informes, comentarios en voz baja,mucha conjetura —se atajó, para que miansiedad no lo desbordara, quierodisfrutar de mi suspensión como de unasmerecidas vacaciones aunque no cobre

un mango, dijo—. El periodismo es unoficio de alcahuetes ilustrados, dotadosen algunos casos de cierto sentidoestético para dar forma a suscabronadas. Pero a veces la realidad seconstruye desde la ficción, Martelli.Usted puede ser el tipo más derecho delmundo, pero si el clima a su alrededores de corrupción y los corruptos no vanen cana sino que se montan a losmejores autos y a las mejores mujeres,tarde o temprano terminará echando susistema de valores por el inodoro, conperdón de la metáfora. CPF es unamultinacional que tiene negocios porderecha y por izquierda, trabajadores enblanco y colaboradores en negro. —Extraen y refinan oro negro —

apunté, inspirado—. Alguien fatalmentese salpica. Aprovechó que lo había interrumpidopara llenarse la boca con el últimomontoncito de papas fritas. Pidió otrogancia y más papas, y siguió. —Si usted labura de cadete, no lequeda otra que ser un santo. Si esgerente de una multi, entréguese alpecado o lo bajan de un hondazo. No lopusieron en ese lugar por sus méritosprofesionales, délo por seguro. —Pero Edmundo era un jefe desección, los grandes capos en CPF sonimportados —dije, en una tibia defensade la memoria de mi amigo. —Precisamente, porque sonimportados. No conocen bien el juego

local y, como ganan diez veces más quelos nativos, hasta podrían darse el lujode rechazar ofertas. Ojo, entiéndame, noestoy haciendo un juicio moral, yo enlugar de su amigo habría hecho lomismo. —¿Y qué hizo él, que usted tambiénhabría hecho? —me impacienté. —Tranquilo, tiempo al tiempo.Sáqueme primero de una duda, Martelli:¿para qué lo llamó su amigo, la noche enque lo mataron? Dudé en darle la información alalcahuete con cierto sentido estético,pero era todo lo que tenía hasta elmomento: sus informantes y su destrezapara no conjeturar en el vacío. —Me pidió que viajara urgente a su

casa en la playa. —¿Le dijo que su vida corría peligro? —No. Y su voz sonaba tranquila. Noes un negocio cualquiera, es un cambioen tu vida, Gotán —me dijo—, pero si tequedás a dormir esta noche en tu cucha,lo perdés. —¿Gotán...? —Gotán me llaman los amigos, ustedllámeme Martelli. El Pepa vació de un manotazo elsegundo plato de papas y se lo embuchósin convidar. —No tengo amigos policías —dijo,con un falso aire de resignación—. Ni semoleste en agradecerme estar con vida,lo mío 110 fue intencional. —Me molestan los velorios, Pepa.

—Dígame Parrondo. —De acuerdo, Parrondo. No quierovolver a asistir al entierro de tipos conlos que uno se encariña. Sufro al pedo,no puedo resucitarlos, y tengo muy malamemoria para los buenos momentos quecompartimos. Nos quedamos un rato en silencio, elPepa con su gancia y yo con mi cervezaya tibia. Sin mirarnos, buscando en laobservación del ventanal que daba a unaplaza la figura o el rostro de alguienconocido, una aparición providencialque nos permitiera sacudirnos lospresentimientos y las dudas que nosagobiaban, cambiar de tema, actuarcomo si al despedirnos pudiéramosvolver cada uno a lo suyo, el Pepa a su

trabajo en el diario y yo al auto deIsabel sin volar como un pajaritodesalojado de su nido por el ejército. En algún momento, el Pepa levantó sumirada y se encontró con la mía. Si eljuego no elegido era el de lasescondidas, ya había contado hasta cieny había anunciado a voz en cuello puntoy coma el que no se escondió seembroma. Nada más fácil que darme elpiedra libre. Pero el juego, siniestro, reciénempezaba.

V Contra todos los pronósticos y, sobretodo, contrariando nuestras respectivasvoluntades, terminamos la noche con unabrazo y prometiendo volver aencontrarnos cuando todo se aclarara yla justicia volviera a reinar sobre laTierra, o por lo menos en la Argentina.El Pepa permitió que lo llamara Pepa yyo, que me llamara Gotán. —No me gusta el tango —aclaró elPepa—, canción de maníacosdepresivos, baile que nació de lapromiscuidad homosexual de loscompadritos. Lo acepto más comocontraseña que como sobrenombre.

—Y a mí me parece que Pepa es motede hembra, pero en tiempos de travestíscanonizados, me quedo con uno que eshombre y se disfraza de hombre. Rechacé la oferta del Pepa deacercarme en taxi hasta midepartamento. Era una buena noche paracaminar, lo necesitaba, además, paraalejarme de a poco del lugar en el quehabía estado a punto de morir. A mitad de camino entré en un barpara ir al baño y pude ver en eltelevisor, que dos solitarios clientesmiraban aburridos, cómo ardía el autode Isabel. Era un flash informativo delcanal de «Crónica», un letreroanticipaba sobre fondo rojo y entipografía catástrofe que había explotado

el tanque de un auto a gas. Mientrasorinaba, imaginé el debate que al díasiguiente ocuparía a la prensa, sobre elriesgo de usar gas natural comprimidocomo combustible. Probablemente niinvestigaran a quién pertenecía el auto.Una vez libre, Isabel podría denunciarsu robo y cobrar el seguro. ¿Pero quién liberaría a Isabel, y dedónde? El rompecabezas armado por el Pepacon los retazos de alcahueterías dediverso origen recogidos antes que losuspendieran, indicaba o sugería quebajo el paraguas de la filial argentina deCPF se guarecía y operaba conimpunidad una ONG cuyos fines no eranexactamente benéficos, aunque

contuviera en su seno a muy agradecidosbeneficiarios. La ONG se llamaba «FundaciónHombre Nuevo» y tenía una estructuraformal que administraba fondos ydonaciones, de origen privado y oficial,para mejorar la infraestructura de unavilla miseria en el Gran Buenos Aires,que por censos realizadospreferentemente desde helicópterosartillados albergaba a unas treinta milalmas sin tarjetas de crédito conocidas. Emociona —por lo menos, a mí—comprobar cómo el estado y las grandesempresas se comprometen con los máspobres y necesitados. Aunque lasrespectivas previsiones de gastos ybalances no los incluyan, siempre hay

organizaciones que apelan a lasolidaridad para rescatar de laperdición a los habitantes del infierno.Colectas, dádivas diversas, o el incisoséptimo del apartado número cuatro dela ley que habilita a una granconstructora internacional a tender unaflamante autopista sobre las cabezas dela negrada pobre del interior hacinadaen una villa, desvían las monedas delcambio chico de negocios ypresupuestos. No está del todo mal. Bienvenidas lasmonedas, si Tío Rico sacude susbolsillos. El sobrino Pato Donald cuácuá cuá a recogerlas y cavar por lomenos un par de zanjas en las que tenderun desagüe cloacal. Pero a veces, tantas

y miserables veces, ni esas chirolasllegan a destino. Algún bolsillo engorda,algún sapo fuma un pucho que cayó aldescuido y pum, como el auto de Isabel:a desparramar escoria donde tendría queabrirse un comedor popular. Por el cargo que desempeñaba en CPF—gerente de relaciones institucionales,o algo parecido—, Edmundo había sidoinvitado a sumarse a las huestes de laONG que transformaría a tanto obrerosin industrias a la vista en un facsímildel hombre nuevo con mayúsculas con elque soñaban o deliraban losrevolucionarios de la década delsetenta. Los primeros contactos debieronser formales, reuniones parasemblantearse antes que para escuchar

aplicados discursos humanistas queafirman que para salvar al capitalismo ya la sociedad occidental habrá queempezar a darles bola a los pobres o noscomerán crudos. Lo mismo dice la iglesia católica queapoyó a los dictadores y hasta los quefinanciaron con ganancias de susempresas cuanta aventura milica devastóa la Argentina, nadie se priva dellenarse la boca con declaraciones que,treinta años atrás, les costaron la vida amiles de humildes militantes políticos y'sociales, y a los que encandilados conla utopía del socialismo armado ledeclararon la guerra a un ejército cuyaúnica misión había sido apuntar susarmas contra el pueblo cada vez que

hiciera falta. No es raro entonces que hoy unamultinacional petrolera apoye a quienesdicen trabajar por los desposeídos, alcontrario; diarios, revistas y telederraman ditirambos sobre estosejemplos de capitalismo bueno, mientrascondenan a los ogros que en losorganismos financieros internacionalesdiseñan planes de ajuste para quitarlesel pan de la boca a los huerfanitos. —¿Quién va a sospechar que CPFdesvía fondos hacia «Hombre Nuevo»,no para alimentar gorriones del suburbiosino para comprar y vender armas en elmercado negro? La declaración del Pepa me habíasorprendido más que la voladura del

auto de Isabel. Eran nada más quededucciones decantadas de lainformación reunida entre gallos ymedianoche, pero empezaban a explicarel porqué del ensañamiento de lapatronal periodística con su jefe dePoliciales. Nada decía la nota publicadapor el Pepa que pudiera sugerir siquieralo que afirmaba frente a mí en el bar,pero al culo sucio de los responsablesdel diario se le habían inflamado lashemorroides. Aunque esos rumorescirculaban por las redacciones comovendedores de café con sus termos,nadie levanta información que apesta acarne podrida, ni para analizarla nimucho menos publicarla con categoríade trascendido, todos cuidan los

escritorios en sus boxes con obra socialy vacaciones tan laboriosamenteconseguidos. —Pobre flaco —me dije en voz alta,mientras caminaba por calles arboladascon paraísos y desde alguna casa conjardín me salía al cruce un intensoaroma de jazmines en flor. Edmundo había pasado gran parte desu vida en CPF. Clásica curricula deempleado ejemplar, de cadete a gerente,treinta años levantándose al alba,desayunando dormido, saliendo a lasdisparadas para alcanzar el tren de lassiete y cuarto, pasando el día completoentre paredes blindadas, refractarias alsol y las lluvias, enterrado vivo en lospisos superiores de edificios idénticos a

los de otras ciudades del mundo,rodeado de zombis y transformado élmismo en un muñeco articulado con lamínima dosis de inteligencia que lepermitiera aceptar su vida como estabaplanteada, una línea aséptica entre lajuventud y el momento en que le daríandos palmadas en la espalda y unamedalla de oro por su lealtad a laempresa. Nadie, ni Mónica, podía juzgarlo porhaber caído en la tentación. Aunque lamanzana fuera un negocio oscuro, uncallejón sin otra salida que la muerte.Nada demasiado diferente a la vida quellevaba, sólo que en este caso la muertelo sorprendió creyendo que habíaencontrado la salida junto a una hembra

joven y hermosa. —Si lo llamó a medianoche y le pidióque viajara de inmediato a verlo esporque necesitaba confiar en alguien —dijo el Pepa, d atando de ver más allá delo evidente, como un nigromante o ungurú de cabotaje—. Probablemente elnegocio se le estuviera yendo de lasmanos. —¿Y qué podría haber hecho yo? —No sé, tal vez necesitara untestaferro, o un guardaespaldas... —No me joda, Parrondo. Soy un gatoviejo, como Félix Jesús. —¿Quién es Félix Jesús? —Un gato viejo. Caminé casi cuarenta cuadras, esa

tibia noche enhebrada de aromas ysirenas de coches policiales. Desde unteléfono público marqué el úniconúmero que no podía borrar de mimemoria, lo hice como tantas otrasveces en los últimos cinco años, paraoír una voz, imaginar que tal vezbastaría con pronunciar una palabra pararecuperar el pasado, regresar sobre mispasos corriendo como un chico que huyóde su casa y, asustado de su temeridad,vuelve al regazo materno. Dijiste hola. Quizás por la hora, poralguna música sensible que yo no oigopero que a vos te perfora el alma, dijistede nuevo por favor no llames más. Colgué y seguí dando vueltas,encarando por pasillos ciegos de mi

laberinto. No llames más, ya lo habíasdicho por primera vez hace cinco años.No quiero tener nada con un cana. Te habías enamorado de un vendedorde inodoros y te desayunaste, una nochede copas en uno de esos boliches a losque íbamos a enredarnos en un par detangos bien bailados, de mi pasado en lavergüenza nacional. Estábamos ahí,calientes los dos, a punto de irnos a lacama, cuando el destino, aburrido desacudir el cubilete, en vez de ponerloboca abajo revoleó los dados yperdimos todo en una sola jugada. El tipo que bailaba con un vejestoriode pollera corta y zapatos rojos de tacomuy alto insistía en no entender que yomirara para otro lado cuando se vino al

humo gritando es el comisario Martelli,si habremos bajado chorros, ¿ehMartelli?, contale a ésta, decilequiénes somos, sacudiendo a suvejestorio por los hombros sin dejar debailar, borracho, irreconocible para míaunque si era el que sospechaba jamáshabíamos bajado juntos a nadie,contóle, Martelli, y a esa pendeja conla que estás bailando, contóles quiénessomos los de la antigua Federal,gritaba, ahora ya sin bailar, habíasoltado a su vejestorio para que girarasola un par de vueltas y se fueracorriendo al baño, avergonzada,mientras mi pequeño mundo se veníaabajo cuando sin decir una palabra distemedia vuelta y ya no tuve nunca el

coraje para decir la verdad. Como al asesino que le exigenconfesar su crimen antes de empezar ajustificarse, a explicar por qué apuntó alcorazón del hombre o la mujer odiada,por qué el odio, y cuántas veces lasinrazón tiene más razones que la razón.La misma vergüenza que el vejestorioque había corrido a refugiarse al baño,sólo que yo me quedé parado en mediode la pista, oyendo las risas del canaborracho que gritaba dejóla ir, Martelli,no te merece, nunca va a entender lasque pasamos, vos y yo. Había entregado el arma cuando mefui de baja de la Federal y nunca tuveotra hasta que cayó en mis manos el 38corto de Isabel. Eso le salvó la vida al

imbécil que me desafiaba inmerso hastael cuello en su hediondez, comopidiéndome a gritos que lo matara ahímismo, que acabara con su vida deespantajo. Me paralizaron, como en unatormenta, relámpagos que quebraban lanoche de su conciencia, imágenesincandescentes de cuerpos torturadoshasta morir, el tipo arrastrando la voz enesa selva de alaridos, susurrando quejusto esa noche iba a llegar tarde a casa,el pibe tiene examen mañana y mepidió que lo ayudara. Se lo decía a uncana asimilado a la Federal porque lehabían prometido lo mismo que aEdmundo cuando entró de cadete enCPF, llegar a viejo sin morirte,protegido, una vida con andadores para

que no te caigas aunque nunca aprendasa caminar solo. Y hasta eso fue mentiraporque la muerte me sorprendió en vida,me abrazó y ya no pude soltarla, dejarlaatrás, la llevé conmigo y aquí está, siguea mi lado, esta noche en que volviste arechazarme sin que yo diga una palabra.Porque el silencio siempre será mío,Mireya, no importa quien contenga larespiración al otro lado de la línea. Estaba muy cansado cuando llegué porfin a mi departamento. La explosión, lasrevelaciones del Pepa, la caminata, millamado como una bengala lanzada en elvacío. Para colmo había luna llena y,encandilado, Félix Jesús había salido acaminar por las cornisas.

No encendí la luz. El resplandorplateado entraba, generoso, por elventanal del living. Abrí la heladera yme serví un vaso de leche, para quitarmela acidez. Bebí de a pequeños sorbos,venciendo mi repugnancia. De pie, juntoal ventanal, pude ver la sombra de migato sobre la medianera que separa aledificio de una vieja casa reconstruida,ocupada por el consulado deMacedonia. No sé qué es Macedonia, siun país, una ciudad o una de esaspesadillas en las que el mundo hadespertado de su sueño de la guerra fría.Félix Jesús tampoco lo sabe, ni leimporta, y la gata de su luna llena tal vezvenga de allí, quizás ha cruzado mediaEuropa y el Atlántico acurrucada en una

valija diplomática, sólo paraencontrarse con él. Volqué el último cuarto de mi vaso deleche en el tazón de Félix Jesús para quepudiera reponer energías, al regreso desu excursión amatoria. Me acosté yestaba por dormirme cuando sonó elteléfono. No lo atiendo después de medianocheporque bla bla bla... Pero insistieron conun segundo llamado. Levanté el tubo conaprensión, sosteniéndolo con la punta delos dedos pulgar e índice, y lo mantuvelejos, como si por él pudieran no sóloanunciar sino también ejecutar lasiguiente amenaza de muerte. Comonadie hablaba al otro lado, dije hola. —Si me hubiera dicho que tenía

tapones de cera podría haberle hecholavaje de oídos, antes que viajara. La música de fondo sugería que elmédico rechoncho estaba de copas, talvez en Pro Nobis. Una risa de mujercorroboró mis sospechas. La pelirroja,probablemente, y el barman sueco. —¿Qué hace levantado tan tarde,Burgos, y con mujeres? —Estoy de guardia, don Gotán. —¿Para qué tiene que estar de guardiaun forense, qué apuro tienen losfiambres de que los abran? —Nadie está definitivamente muertosin su correspondiente certificado. Laburocracia se ha extendido de tal maneraque ocupa espacios reservadosantiguamente a la metafísica, a la

especulación religiosa, a cuanta cienciade la incertidumbre pulula por ahí. Bajó el tono y su voz sonó ahuecada,hablaba tapando la bocina con la palmade su mano, aunque la música tecno eratan estridente que ni él mismo podía oírlo que decía. —Lo llamo para avisarle que novenga, viajamos nosotros. —¿A dónde viajan, quiénes son«ustedes»? —No se haga el boludo, don Gotán.¿A quiénes conoció en Bahía Blanca? Hice el inventario en voz alta: —A una rubia, que ya no cuenta, a doscanas, de los cuales uno está en deudaconmigo porque me cagó a bifes, y a unmédico forense, que me salvó de caer

preso por algo que no hice. —Al día siguiente de que usted sefuera, apareció otra mina muerta en unhotel de citas, en las afueras de Bahía. —¿Para qué vienen a Buenos Aires,entonces? —Mañana le explico, ahora duerma.Apenas amanezca, paso a buscar a mispasajeros y partimos. Anunciaba el viaje con la euforia delque se va de vacaciones o de picnic. Loimaginé conduciendo su Volkswagenceleste por la ruta tres, a la velocidadque fuera, los ojos entrecerrados por elresplandor del sol y la resaca de lo quea esa hora estaba bebiendo en ProNobis. —Cuídense —atiné a decir—, vengan

despacio, túrnense en el volante. Se carcajeó de mis prevenciones, elmédico rechoncho. —Allá vamos, don Gotán. Sáquelebrillo al Obelisco.

VI Los provincianos sueñan con encontraruna buena excusa para viajar a la ciudadmás odiada: Buenos Aires. La cabeza de Goliat es el blancopreferido, a la hora de explicar lascausas de la frustración argentina,cuando los explicadores son deprovincias. Toda la sangre con susnutrientes, desde el cuello hacia abajo,alimenta al monstruo megacéfalo decuerpo raquítico. Esto ha sido así desdeque los unitarios les ganaron la guerracivil a los federales, en el siglodiecinueve, cuando como en toda guerrano se enfrentaron buenos contra malos

sino señores poderosos de un ladocontra señores poderosos del otro,siempre a través de emisarios malcomidos, cegados por un odio cultivadodesde la infancia contra todo lodiferente, y convertidos en guerrerosdispuestos a dar la vida por la patria,por la bandera, por las tradiciones, portodo símbolo que sale a remate cada vezque hay que lanzar a un pueblo a autoaniquilarse, como en las riñas de galloso de perros. Ganaron los unitarios, Buenos Airescreció, se llenó de inmigrantes europeosy muy pobres a comienzos del sigloveinte, y de inmigrantes argentinostambién muy pobres, a partir de ladécada del cuarenta. La sangría

continuó, enriquecida con el aporte deinmigrantes muy pero muy pobres depaíses vecinos. Al principio hubotrabajo, si no para todos, para unoscuantos. Y hubo Perón, compañeros, misgrasitas, todo el folclore, sindicatos ytrabajo peronista. A Perón lo echaronlos mismos milicos que lo habíanentronizado, acompañados de muchaclase media, curas y comunistasindignados con tanto negrito del interiorsubidos a la cabeza de Goliat. ChauPerón, pero siguió la transfusión decabecitas, de chirusas, de tipos oscurosque llegaban a Retiro con sus cabras ysus dialectos, a edificar —es unamanera de decir— ranchos de lata,barrios enteros de ranchos de cartón y

lata, guetos de posguerra en el país deltrigo y las vacas. Volvió Perón dieciocho años despuésy se murió antes de que lo echaran otravez, pero cuándo no, los milicos, ycuándo no, la clase media harta de tantosperonistas ahora convertidos para colmoen militantes políticos, en curastercermundistas, en guerrilleros, no seprivaron de echar a su viuda y a toda lacorte. La masacre, que ya habíaempezado con el segundo regreso dePerón, se volvió silenciosa y tenaz, perolos negritos seguían llegando a la cabezade Goliat. Hasta hubo expediciones«cívico-militares» en Buenos Aires, omilitares sin vueltas, en Tucumán, paraque la negrada más pobre desapareciera

sin dejar rastros. Pero son tantos, decía sin sonrojarsela tía Catalina, española y blanca. —¡Qué ciudad de mierda! —fue elprimer piropo que el principal Ayala lededicó a Buenos Aires, mientras ibanpor la General Paz en el volskswagenceleste a ciento veinte, esquivandocolectivos. Se acababa de despertar, sacudido porlas maniobras con las que, cansado porla noche de copas y seiscientoskilómetros de ruta, Burgos conducíacomo un fantasma inspirado, más allá detoda percepción del riesgo. —¿No puede ir más despacio, Doc?Ya llegamos al centro —protestó

débilmente el ayudante Rodríguez, quevenía despierto y cebándole mate aBurgos desde cien kilómetros antes. —Qué sabés vos lo que es el centro deuna gran ciudad ruñó burgos, que eraporteño, además de médico rechoncho. En ese estado de colapso endorfínicose presentaron en mi departamento, a lasonce y cuarto de la mañana. Burgos, insomne y demacrado aunquealgo dormí en las rectas, aclaró consuficiencia; Rodríguez, que había hecholo imposible por mantenerlo despierto yque apenas me reconoció. Y Ayala, elmás entero, me encanuté un trapaxymedio vaso de ginebra antes de salir,aclaró, que preguntó si yo tenía idea dedónde podrían alojarse en esta ciudad

de mierda, repitió, mirando condesprecio mis pocos muebles y a FélixJesús que, tan agotado como el médicorechoncho y su cebador de mate en ruta,dormía sobre el armario del comedor. Previsor, yo había hecho reservas enun hotel cerca de Retiro, no el Sheraton,claro, aunque tampoco una pensión demedia estrella apagada; un hotel paraturistas provincianos que llegan aBuenos Aires para salir de noche acomer, ir al cine, mirar las vidrieras,sacarse fotos frente al Obelisco, visitarcon la boca abierta Puerto Madero,atropellarse como hormigas por calles yplazoletas atestadas de paletos en unbarrio decadente, frecuentado porpsicoanalizados y travestís, al que ahora

llaman «Palermo Hollywood». Pero la declaración de insolvencia,por parte de Ayala pero en nombre deltrío, acabó con mis esperanzas delibrarme de la inesperada visita. —Esta misión es secreta —dijo,solemne. —Clandestina —lo corrigió Burgos. Como la matanza de vacas en plenocampo y a la luz de la luna, recordé, concuyos jugosos bifes sin control sanitarioy a mitad de precio se alimenta elmédico rechoncho. —No tenemos apoyo oficial —terminóde aclarar el principal. Aprovechamosel fin de semana y dos días de descansode guardias que nos debían. Tenemoscuatro días para terminar con este

asunto. —Pero claro, los viáticos corren pornuestra cuenta. Y si nos matan, ademásnos despiden de la policía por imbéciles—agregó Rodríguez, que no parecía muyconvencido de la oportunidad del viaje. —Habrá un buen motivo, supongo —suspiré, resignado. Y pronuncié la frasefatal: Por cuatro días locos, podemosarreglarnos. Rogué que a mi hija Cecilia, que viveen Australia desde hace diez años,separada y con dos hijos varones, no sele ocurriera hacer un viaje relámpago ala Argentina para ver a su padre. Enpocos minutos transformé la coquetahabitación que le reservo, la única que

mantengo impecable, en un pequeñoalbergue de refugiados. En ella, el tríotendió la carpa que habían traído,pensando que como Buenos Aires es unaciudad muy grande, encontrarían dóndeacampar. Arrinconé los pocos mueblesde Cecilia para que dispusieran de lostres metros por cuatro de la habitación,cerré la puerta y me senté a tomar unmartini y mirar la tele. Los noticiosos daban cuenta de lahisteria de la gente, a la que le habíanlimitado el retiro de dinero en efectivode los bancos. El país se preparaba paracaer una vez más en picada, y a los gilesles anunciaban que se ajustaran loscinturones y ni chistaran. —Está muy bien que no les dejen

sacar la mosca —dijo Ayala, que vino asentarse conmigo y bebió de mi martiniantes que se lo ofreciera—. Si los dejan,se la llevan afuera. Le expliqué, sin esforzarme en serdemasiado didáctico, que los que teníanplata de verdad ya se la estabanllevando desde hacía rato, y los quequedaban entrampados eran los desiempre, los que ahorraban cuatromangos en familias donde laborabahasta el perro, los que habían recibidode herencia la casa de sus padres y lahabían vendido para cobrar un mínimointerés que los hiciera sentir rentistas. —Lo que le pase a la clase media mechupa un huevo —dijo Ayala, aclarando,por si hacía falta, que él no era zurdo, ni

siquiera peronista—. Esa gente se creela reserva moral de la sociedad y novale nada. Lo mandan a uno al frentepara que reviente a los chorros ydespués cacarean que somos unostorturadores, qué carajo quieren, dígameusted, que también fue cana. Le pregunté por los otros dos, paracambiar de tema y porque quería saber aqué habían venido a Buenos Aires, si lasmujeres aparecían asesinadas por lazona de Bahía Blanca. Ayala dijo que Burgos y Rodríguezdormían como drogados, roncaban comogatos del monte, había que darles tiempoa que se repusieran, el viaje había sidoimprevisto, lo decidieron a lamedianoche y esa mañana ya estaban en

plena ruta, conduciendo ese forensetrastornado que, como tiene un trato tanfluido y directo con la muerte, piensaque a él nunca le va a tirar los ganchos. —Se cree inmortal —traduje. —Algo así. Ayala acabó con mi martini y,mientras yo preparaba otro, me explicólo que habían descubierto, gracias a lapericia del escarbatripas, como llamabaa Burgos. De las cuatro mujeres muertas, treshabían aparecido en una banquina, unpotrero y un galpón abandonado en lazona portuaria de Bahía Blanca. Laúnica que apareció bajo techo fueLorena, pero en la instrucción policialconstaba que también la habían

encontrado tirada por ahí. —¿Quién la llevó hasta mi habitación,y por qué? ¿Y por qué volvieron asacarla? Ayala esperó a que lo convidara conel martini que estaba preparando, paracontinuar. En la pantalla del televisor serecortaba el rostro abotagado de uncincuentón declarando que éste es unpaís de estafadores. No me dejanretirar más de doscientos cincuentapesos por semana, ¿quién vive con eso,el ministro vive con eso?, aullaba eltipo. Antes, el ministro, un pelado quehabía presidido el Banco Central enplena dictadura y cargado a incobrablesla deuda de los empresarios que

financiaron la matanza, el mismo peladoque el presidente democrático anterioral que ahora estaba en la picota habíaconsagrado como ministro estrella y queel actual había convocado para que lesacara las papas del fuego, declarabamuy suelto de cuerpo por todos loscanales que el país no estaba en crisis,que si a la gente no se la dejaba retirarsu guita, lo hacían para que usaran lastarjetas, dónde se ha visto un paísmoderno en el que la gente se manejecon efectivo y no use sus tarjetas,proclamaba el pelado, comodín dedictaduras y democracias a la violeta. —¿Miramos la tele o hablamos de loque pasó? —me conminó Ayala.

Lo que para Burgos era pan de cadadía, se lo quitaron de la boca antes quelo probara. El cadáver de Lorena fuedirecto a La Plata, para ser examinadopor el forense del juzgado federal quehabía tomado cartas en el asunto. Peroantes que pudiera siquiera calzarse losguantes y empuñar su escalpelo, yaestaba el informe distribuido a losmedios nacionales de prensa. El mismomaniático que había acabado con la vidade las otras mujeres era el responsablede la muerte de Catalina EloísaBañados, conocida como Lorena en elambiente de las modelos que aspiran alolimpo, se afirmaba en el informe. Abrumado por el descaro con que semanipula a la opinión pública, el

forense de La Plata había llamado porteléfono a Burgos. —Fueron compañeros en la facultad—dijo Ayala—. A Burgos 110 le caedel todo bien porque es judío, pero delos que se adaptan. Está casado con unacristiana y no pisa una sinagoga desdeque le cortaron el pito. No está mal que el ecumenismo ganeposiciones y que el judío a mediasconverso confiara en Burgos, porque deotro modo nunca nos habríamos enteradode que la herida mortal de Lorena habíasido producida con un arma diferente ala que usaron con las otras tres chicas. —Muy parecida, pero no era lamisma. Una décima de pulgada, esa es ladiferencia en el grosor de la daga que

usaron. Además, la de las otras tres esuna vulgar aguja. Esta, en cambio, es unadaga de acero finísimo. Finísimo elacero y finísima la daga —aclaró Ayalaque aclaró el forense de La Plata. —Un trabajo profesional. —El que mató a las otras, en cambio,es un chapucero. —Pero un asesino auténtico —dije,observando al trasluz mi vaso de martinicomo el brujo que atraviesa con lamirada su bola de cristal. —Esa pobre rubia estaba tan muertacomo las demás —protestó Ayala. Me levanté y empecé a pasearme porel living. Con el televisor apagado seoían los ronquidos del médicorechoncho y las puteadas incoherentes

del ayudante Rodríguez. —Rodríguez habla dormido —explicósu jefe—. A veces, hasta se levanta. Nose asuste si se lo encuentra de noche y loabraza. Dice que el padre lo visita a lamadrugada, aunque nunca lo conocióporque él y la madre lo abandonaronrecién nacido en la puerta del hospitalde Bahía Blanca. —No me interesan las causas delsonambulismo de su colaborador. Alque mató a las otras tres, tarde otemprano lo van a agarrar. Aunque pasendiez años, esos tipos al final caen. Noquieren morir sin que el mundo losconozca. El problema lo tenemos conLorena. —Ya está muerta —insistió Ayala, a

quien el martini le empezaba adesfruncir el entrecejo. No tiene mucho sentido especular conun tipo que empieza a emborracharse,pero los otros dos dormían su nocaut yla cuenta protectora había cesado hacíamucho. —La manipulación del cadáver y elocultamiento del informe del forenseindican que no se la cargó esemaniático, ni otro. Me la tiraron,primero con vida y después cadáver,porque fui amigo de Cárcano. —¿Y quién era ese Cárcano? Unempleaducho que habrá metido losgarfios en la caja chica para sacar apasear a su minita. Le eché más martini al vaso de Ayala.

Se lo mandó como remedio, me miró yadesde lejos, le habló a Félix Jesús yhasta quiso acariciarlo, obligando algato a buscar refugio detrás delcortinado que velaba la fuerte luz delmediodía. —Los gatos son de mal agüero —farfulló Ayala, frustrado, antes dederrumbarse en el sofá y quedarse,también él, dormido. Me pregunté qué encontraría en eldepartamento cuando regresara, si lodejaba con esos tres durmiendo laresaca del viaje y los excesos. Pero nopodía esperar a que se desintoxicaran,tenía que salir, a tratar de averiguar unpar de cosas. Garabateé una nota, avisándoles que

regresaría pronto, y salí sin cerrar conllave, confiado en que ningún chorro seatrevería, en pleno mediodía, a robar enun departamento donde dormían comolirones dos canas y un forense. La ciudad estaba espléndida, relucíabajo el sol, las calles atestadas, loscomercios rebosantes, mucha gentecomprando televisores, heladeras yhasta autos, como quien compragalletitas en el kiosco de la esquina. Losque tenían efectivo compraban dólares oartículos de alto costo. Nadie sabíacuándo se declararía el incendio, perotampoco esperaban a oír las sirenas delos bomberos para empezar a correrhacia las salidas. Llamé al Pepa desde un teléfono

público pero me atendió su voz grabada:A los salvavidas, el barco se hunde.Después un piip y el espacio de silenciopara dejar el mensaje. Colgué, frustrado, y llamé a Mónica,una de las pocas que en Buenos Aires nohabía salido a comprar dólares. Paravariar, me atendió llorando. —Perdonáme, anoche te maltraté. Séque nadie va a ayudarme más que vos,pero estoy muy perturbada, mi vida sevino abajo, Cotán... Tras la consabida pausa para tragarlos mocos, el pedido: —Ve oí ahora. Tengo algo quecontarte.

VII Un taxi me depositó frente al edificiode departamentos donde vivía Mónica,cuarenta minutos más tarde. Pudieronhaber sido sólo diez, pero en el trayectodebimos esperar a que un piquete dedesocupados nos permitiera avanzar,desviándonos, entre bocinazos yputeadas al por mayor, de la avenidaque habían cortado. La caldera urbanajuntaba presión, era cuestión de días,quizás de horas, para que todo volara. Le expliqué a Mónica que no iba aquedarme, que tenía la casa tomada porun trío de extravagantes funcionarios dela policía bahiense.

—No sé qué intereses los mueven,debe ser una cuestión de amor propio. Aningún cana le gusta que en su territoriole tiren mercadería ajena. —¿Qué mercadería? —preguntóMónica, sin interés. —Cadáveres. Su comentario siguiente logró tomarmepor sorpresa. —Incluido el de Edmundo. Mónica no tiene gatos en su casa.Alucinados por el encierro, un par decanarios cantan a deshoras dentro de susjaulas, Isabel los llama «mis presospolíticos», porque no tienen condena niproceso, si fuera por ella los habríasoltado, pero Mónica insiste en que, consu tristeza, los canarios le alegran la

vida. Fijó su vista en ellos, mientrashablaba, tal vez porque no queríaenterarse de los cambios en mi caradurante sus revelaciones. —Edmundo no era lo que parecía ser—dijo. —Ya me voy enterando. Aspiró como si fuera a sumergirse. —Ni yo, ni Isabel. Nadie es lo queparece, Gotán. —Chocolate por la noticia. ¿Por quéte creés que me gusta el tango, porqueme alegra la vida como a vos tuscanarios? —No nos odies por lo que voy acontarte.

El problema con las confesiones esque siempre llegan a destiempo. Unpresidente habla de cómo le hicieron lavida imposible cuando ya lo desalojarondel poder y no puede hacer nada paraque la gente no se coma otro sapo de lademocracia. Si el tipo se sincerara aldía siguiente de estrenar banda y bastón,cuando todavía resuenan los aplausos ylos gritos de viva el doctor, el pueblotomaría por una vez la justicia en susmanos y hordas de inadaptados podríancolgar en la plaza a los chorros deguante blanco que se pasan uno a otro,sin pudor ni inocencia, la vaca lecheradel estado. Pero no, el tipo se calla,porque le gustan los aplausos —a quiénno— y porque sueña, también él, con

meter mano a las ubres. Si Mónica hubiera hablado a tiempo,tal vez Edmundo estaría con vida. Máspobre, pero con vida. —Nunca me creí la historia de losascensos y las bonificaciones. ¿Québonificaciones, si él no estaba a cargode ningún área de ventas, ni de diseñarlo que pomposamente llaman planesestratégicos? Además, el petróleo estáahí abajo, para extraerlo, refinado yhacer andar la economía. En laArgentina, está para llevárselo lejos. —Algo sé de economía y política, poreso prefiero las historias policiales —dije. —Edmundo nunca se puso la camisetade la compañía. Algún día voy a

joderlos, decía. Bien, sin que me jodanellos. Y vos y yo nos riamos a ir degira por el mundo, empezando porItalia. Te la debo, decía. —Y le llegó la oportunidad con lafundación «Hombre Nuevo». —¿Cómo sabés? Le expliqué cómo sabía. —Periodistas. Esos tipos juntanmierda. Como la cana. El trabajo suciono es tanto juntarla, sino clasificarla:éste va adentro, aquél, que siga afueraporque vive en la basura y nos sirve desoplón, aquel otro es irrecuperable,tirálo desde un puente y que parezca unaccidente. —Das un poco de asco —dijoMónica.

—Por eso vendo inodoros y estoysolo. Tengo una hija en Australia, dosnietos a los que no conozco ni por fotos.La habitación que guardaba para ellaacaba de ser invadida por pura escoria.Hace rato que se tapó la cloaca, Mónica.Seguí contándome, no lo sé todo. ¿Cómo se puede, desde la oscuridad,apreciar la belleza? Enrique Molina transformó en un cantoinolvidable el asesinato de CamilaO’Gorman y su amante cura, en tiemposde Rosas. Un chacal sanguinario al queun siglo y medio después se reivindicacomo nacionalista de mano dura mandóa fusilar a dos pobres chicos que seamaban. Los acribillaron como a

asesinos o a salvajes unitarios. Rosasera un patrón de estancia. Un jugador deajedrez tiene más respeto por sus peonesque un patrón de estancia. Y sin embargo un poeta, un viejopobre que nunca se encandiló con otronegocio que no fuera el de exaltar lavida, los puso en la vitrina de lainmortalidad, exhumó de su tumba a labelleza. No resucitó a los amantes,claro. El llanto perdura y un poeta no esJesús. No lloro por vos, Mireya. Ni pornadie, detesto la lástima, laautocompasión es como cortarse elvientre para impresionar a los demásmostrando las tripas, no para suicidarse.Y la tristeza, esa que a los canarios

enjaulados los vuelve atractivos, es unescándalo mayúsculo en un tipo que,orillando los sesenta, tuvo poder defuego sobre los indefensos. Si hasta medieron una medalla por acribillar a unadolescente que se había cargado acuchillazos a la abuela, y a su propiohermano, el menor, lo cortó en pedazoscon una botella rota de cerveza. El pibe salió de la casilla de VillaDiamante con los brazos en alto, notiren, gritaba, soy inocente. Ni barbatenía, lloraba como lloró mi hija el díaen que la reprobaron en su primerexamen o cuando rompió con sunoviecito de la adolescencia. Lo acosté con un culatazo de itaca yme asomé al interior de la casilla. Giré

enseguida, como un molinete de los delsubte antiguo, y le abrí de una descargael cuerpo menudo y flaco. El cana quevenía conmigo entró en la casilla y saliócon un cuchillo de cocina, que le pusoen la mano. Hubo un juicio y el fiscal meacusó de excesos represivos, el defensordijo que había sido en defensa propia ymi compañero declaró que no seacordaba de nada, que cuando llegócorriendo desde el patrullero ya el pibeestaba muerto. Salí en la tele y en losdiarios. Mi retrato, al lado del asesinoimberbe, era el de Frankestein despuésde la tercera operación. Otro caso degatillo fácil: ¿hasta cuándo?, tituló elamarillo de turno. No lloro por vos, que ni siquiera te

tomaste la molestia de averiguar quéhabía pasado con mi vida. Te bastó conenterarte de que había matado gente,antes de vender inodoros. De quéjusticia me hablás, dijiste, cuandohablamos por única y última vez. Estoysegura de que torturaste, si fuistecana durante la dictadura. Tendríasque estar muerto, Gotán. Para mí, yalo estás. Debí haber hablado. Si fuera tan fácilhablar como levantar el arma y disparar,cuando el odio sube como si ya el almanos da por muertos y quiere escaparsepor la garganta. No lloro por vos, nilloré, pero tampoco he luchado. Te gustaba, sin embargo, que tellamara Mireya. Suena cursi, decías,

pero en tus brazos me gana la música,las luces, el teatro al paso que tan bienrepresentás, Gotán. Llévame lejos, acualquier lugar fuera del mundo. A quién se le ocurre, pedirle a unnáufrago que abandone su isla, lapalmera y el coco. El agua de mar esoscura, fría y profunda. Desde allí, maradentro, me dijiste asesino en vez dedecir adiós. La versión de Mónica no diferíademasiado de la del Pepa. Detalles,millón más, millón menos; cantidad degente involucrada, personajes notorios yanónimos obreros de la falsificación.Edmundo revistaba en una categoríaintermedia. Desde su oficina en la

central de CPF llamaba y atendíateléfonos. De vez en cuando, una cita, aveces en restoranes de lujo de PuertoMadero y otras, a pocas cuadras, entenebrosos pasillos entre contenedores. Mónica se enteró cuando las nuevasfunciones del gerente de relacionesinstitucionales empezaron a reportarlebeneficios inocultables, al menos parasu mujer, que compartía con él lascuentas bancarias. A pesar de quetambién abrió una cuenta en las islas,dijo Mónica, por las Caimán, uno detantos refugios para los ahorros ajenosde notables y habilidosos de las finanzasparalelas. Pero no confiaba en sus patrones, nicomo empleadores ni como cómplices o

socios en el desvío de «cash». Encuanto pueden, te cagan, le decía aMónica cuando lo ganaba el desaliento,cuando tomaba conciencia delmonumental desfalco a toda conductaética en el que se estaba implicando. Secagan entre ellos todo el tiempo,acosan al que se quieren sacar deencima hasta que el tipo se infarta ymuere, y entonces le mandan alvelorio la corona más grande, le danmedallitas a la viuda y hasta le tiranuna pensión graciable, todo pormonedas. ¿Y si no se infarta? Plan B, ledijo Edmundo a Mónica, anticipándose asu propio futuro. Mientras desvió a la cuenta conyugalel cambio chico de los negocios en los

que intervenía, los hombres probos de lafundación Hombre Nuevo hicieron lavista gorda. Quien más, quien menos,todos estaban en lo mismo. Siconformaban una hermandad detraidores, no podían esperar que lescayera un otario con aureola y alas comoquien cree merecer la bendición deJesús en la última cena. Pero la cuenta que abrió a nombre deCatalina Eloísa Bañados fue demasiadopara la tolerancia de las fuerzas vivasdel crimen. Un tribunal de típicosgerentes vestidos a la usanza antigua conchaleco y cadenas de oro le bajó elpulgar. Lorena hizo bien en subirse a miauto y decirme que la llevara lejos deMediomundo; creyó que hundiéndose en

la Patagonia tendría tiempo de pensar.Pero no lo tuvo ni para ir al baño en laestación de servicio donde nos dieronalcance. —Tuve suerte de estar pishando —ledije a Mónica. —Te salvó la incontinencia prostática—dijo Mónica—. Son discretos, cuandose lo proponen. Pero no le hacen asco asalpicar sangre, si corren peligro susnegocios. —Se habrían olvidado de mí, si no mehubieran visto con Isabel en el restoránde Bahía Blanca. Para colmo, en vez dehacerme el boludo me le fui encima alque entraba tan campante con Lorena,buscando mesa. Ya era rehén, pobre Lorena; a la que

apenas abracé para marearme con suaroma y a quien el viejo verde deEdmundo apostó el resto. La cuentaconjunta estaba abierta y la plata,depositada. Le dijeron que si firmaba,zafaba. Pero se la cargaron lo mismo,después de cogérsela. —Te estuvieron esperando, esa noche,en el hotel Imperio —dijo Mónica—.Me lo contó el conserje de la noche, unloro adiestrado para hablar cuando vebilletes, moneda nacional o divisas. Unapareja preguntó por el señor Martelli,le contó el loro a Mónica, un señorcorpulento y una rubia muy bonita yjoven. Si hubieras llegado un rato antesde tu expedición nocturna, no estarías

aquí hablando conmigo. —Me retuvo la policía, me sopapeóun improvisado de provincias y mesalvó el pellejo un forense que comecarne de vacas a las que asesinan enmedio del campo y en plena madrugada,dice que es más barata y jugosa. Para matizar la espera, el señorcorpulento se cogió a Lorena y en vez deencender el clásico cigarrillo y tomar suwhisky con ella, le hundió la daga bajola teta. Finísima, eso sí. —¿No lo vieron salir? —le pregunté aMónica. En cuanto descubrieron el cadáver deLorena en mi habitación, el loroenmudeció. Imaginé los cabildeos de los canas, las

llamadas nerviosas, un celular sonandoen el perramus del investigador a cargo,alguna corrida de las mucamas paradejar todo limpio después que a la rubiala cargaron en una camilla y aquí no hapasado nada. Sonó otra vez el celular, eldel perramus dijo sí señor por lo menosmedia docena de veces antes de hablarcon el administrador del hotel ysugerirle que si cualquier chismerío sefiltraba a la prensa, revisara esa mismatarde la póliza contra incendios del hotelImperio. —¿Por qué secuestraron a Isabel? Mónica me miró desolada, sacudió lacabeza como queriendo espantar lasimágenes del secuestro, aturdida aún porlos gritos de la hija, se la llevaron a la

rastra, dijo, y trató de secarse los ojosde nuevo arrasados por las lágrimas, decontener las convulsiones del terror parapoder hablar y que la entendiera: —No tengo idea, Gotán. Nadie secomunicó conmigo, pensé que pediríanrescate, algún dato que podrían pensarque tengo, pero yo no sé más nada, te lojuro, lo único que tengo son los peorespresentimientos. Abracé a Mónica. Últimamente mehabía convertido en experto en consolarmujeres, aunque mis atributos para lafunción fueran palabras vacías, gestos,el calor de los cuerpos. Le pedí que se mudara de esedepartamento y prometió hablar con unaamiga que vivía sola, no muy lejos de

allí. —Hacélo —le dije—, acá corréspeligro. Hay que mantenerse a salvo, mientrassea posible, pensé mientras me iba. Nose puede estar siempre en la primeralínea, expuesto al fuego cruzado de losque se disputan el poder en estasociedad de resignados, de corderos deiglesias electrónicas o seculares, deparaísos derrumbados por los podereshipnóticos del capitalismo. Los únicos paraísos, por lo menos enBuenos Aires, son los de la calle,árboles de sombra generosa queSarmiento mandó a traer desde el Japón.En sus ramas cantan los gorriones,

pájaros proletarios que comparten elespacio aéreo con palomas habituadas aque les den de comer en las plazas, queanidan en cornisas de altos edificiosgrises donde nacen, comen y cagan, ymueren. No mucho más variada es lazoología terrestre de la ciudad deltango: perros, gatos y ratas se disputanlas calles y los baldíos, aunque las ratasganan por goleada en los sótanos depresuntuosas mansiones en los barrioselegantes tanto como en las trastiendasde los supermercados. Y hay asesinos, claro. Gente entrenadapara matar por encargo, tropas de éliteque ya no se pintan la cara ni seenmascaran con pasamontañas, sino quese afeitan y se bañan en aguas de colonia

que compran en París. De ellos no sehabla, ni el Discovery Channel ni elAnimal Planet los registran en susdocumentales. Que un león destroce a un ciervo datristeza. Es la ley de la selva. Y fue dadapor la naturaleza. A la que nos rige, encambio, la inventamos nosotros. Y nohay manera, ni racional ni estética, deexplicar el terror.

VIII Es lindo volver a casa y encontrar a lafamilia reunida. Ya antes de abrir la puerta de midepartamento, el aroma a especias yfrituras me recordó que rara vez cocino,que me alimento en bodegones ysobrevivo tomando antiácidos parasofocar los consiguientes incendiosgástricos. Entré sin llamar y fui directo ala cocina, donde Burgos daba los toquesfinales a un guiso de lentejas, enfundadoen un delantal que había encontrado enel armario, usado por alguna mujer delas que muy ocasionalmente invaden misoledad.

Los dos canas, como corresponde atodos los de su oficio, no hacían nadaútil. Rodríguez miraba la tele,despatarrado en mi sofá, y Ayalarevisaba puntillosamente mi magrabiblioteca, mirando con aprensiónnovelas y algún tratado de filosofíacomprado por Cecilia cuando eraestudiante, y que hojeo sin entusiasmocuando me harto de la tele, para concluirsiempre en que soy impermeable alpensamiento ajeno. Huyo como del diablo de lacomplejidad del intelecto, siento que esenemiga del más elemental de losreflejos de supervivencia. La dudasiempre se dispara por la culata, decíaun compañero de la vergüenza nacional,

aficionado sin embargo a un tal Jaspers,y que terminó asesinado por un dealer enlos fondos de una cantina de la Boca.Vaciló, seguramente, pensando que esabasura humana merecía su oportunidad,y el tipo le abrió el estómago de unnavajazo. Comimos en la cocina, envueltos en elolor del ajo y bajo la enigmática miradade Félix Jesús, que asistía alespectáculo desde el lavarropas en cuyaparte superior dispuse, con unalmohadón azul, su cama de soltero. —Hablemos de trabajo mientrascomemos —dijo Burgos—, quién sabela que nos espera; mejor estar bienalimentados.

—La última cena —acotó Rodríguez,y soltó una risa subalterna que nosprodujo el efecto de una albóndigarecalentada. No hablamos de lo que nospreocupaba hasta después de habercomido, sin embargo. Charlamos defútbol y Ayala contó que le habríagustado ser jugador profesional, en vezde cana, pero no había pasado de lasinferiores de un club de Bahía Blanca,campeonatos de la liga provincial,aunque ya en esos torneos deprincipiantes se compraban partidos y setentaba por monedas a los habilidosospara que en pleno avance los atacara laparálisis, por ejemplo, y pudiera ganarel equipo designado para encabezar las

listas. —Al que no aceptaba las reglas lequebraban una pierna en el partidosiguiente, mientras el referí descubríaque el juanete en su pie izquierdoreclamaba toda su atención. Ayala liquidó de un trago el vaso devino común que había llenado hasta elborde, se limpió la boca con elantebrazo y agregó: —Por eso entré en la policía. Si hayque romper huesos, que no sean losmíos. Al médico rechoncho le había pasadoalgo parecido con su profesión. Cuandoera residente descubrió que los médicosconsagrados usaban al hospital públicocomo vidriera de un prestigio que poco

se correspondía con sus negociosparticulares, se presentaban enprogramas de divulgación en la tele y aldía siguiente se paseaban comopróceres, por pasillos y salas. Laderivación, a sus consultorios y clínicas,de pacientes y hasta de insumoshospitalarios, cuando no el uso deinstalaciones públicas paraexperimentos que cualquier academiahabría rechazado, era la moneda falsa dela mercancía antropomorfa con la quelucraban. —Por eso ejerzo la medicina sobrelos muertos —concluyó, mientraslevantaba los platos y los llevaba a lapileta como una buena ama de casa—.No compito con tanto trepador que se

escuda en el juramento hipocrático paraesconder sus miserias, y tampoco mearriesgo a los juicios por mala praxis. Rodríguez permaneció callado,escarbándose la dentadura con un palilloy ayudándose con la uña crecida de sumeñique izquierdo, escupiendo al pisolos restos que iba rescatando, ajeno alas confesiones. Era un verdadero canade provincia y nunca había tenido nadaparecido a una ambición. Cobraba unsueldo que le alcanzaba para habitar unchalecito, en construcción permanentepor él mismo, en las afueras de BahíaBlanca, el único edificio en doscientosmetros a la redonda, azotado por elviento helado del sur, según contó sujefe, el principal Ayala.

—Para colmo hizo el dormitoriomirando al sur, en invierno 110 lealcanzan los acolchados ni los ponchospara envolverse y tratar de dormir enese frigorífico. —Cualquiera se equivoca —dijoRodríguez, en defensa propia—. Por esocompré una veleta, de esas con el gallode lata que se mueve según la direccióndel viento. Cuando el gallo se pone deculo al sur, duermo en la cocina. —¿Y usted, Martelli? —se animóAyala, envalentonado por el vino barato—. ¿Cómo es eso de haber sido cana yacabar vendiendo inodoros? Me acomodé en la silla. Félix Jesúsme echó una mirada de aliento ocompasión, nadie sabe a qué atenerse

con los gatos, aunque en cualquier casohubo en sus variables ojos un destellode solidaridad. —Primero, no vendo solamenteinodoros. Comercializo sanitarios, loque es mejor negocio que andarcagándome a tiros en una ciudad dehipócritas donde todos pretenden que lacana haga docencia en vez de reventar alos chorros. Y segundo, no acabé nada,sigo siendo cana, aunque no tenga chapani arma propia. Se nace cana, no se eligecomo quien decide ser odontólogo. Paralo único que me sirvió que meexoneraran, fue para quedarme sinjubilación. —¿Y por qué lo echaron, si puede

saberse? Félix Jesús arqueó el lomo sobre sualmohadón azul. Habría bastado unamirada para que saltara sobre Ayala. Ledi la espalda para que se serenara. —No puede saberse —dije, sereno—.No viajaron seiscientos kilómetros, abordo de un Volkswagen celesteconducido por un médico loco, paraescuchar mis confesiones. Burgos celebró mi respuesta con unarisotada, desde la pileta donde lavabalos platos. —Tiene razón, don Gotán. Discúlpeloal principal, es curioso como ese gatosuyo que nos mira sin entender quécarajo hacemos invadiendo su territorio. A Ayala no le gustó que lo compararan

con un gato, son bichos traidores, dijodesconocedor de la naturaleza felina, yalegando que se meaba encima selevantó con cierta violencia y fue aencerrarse en el baño. Su ayudante sequedó observándome como si recién medescubriera. Funcionaba así, el dúocervantino. Si a uno se le nublaba elentendimiento, el otro se mantenía almargen, atento a las reacciones quepudieran venir desde afuera. Yo estaba afuera de ese dúo. A Burgoslo aceptaban, aunque fuera a medias,porque su saber no se superponía conlas habilidades policiales, esto es, eluso de la fuerza bruta concentrada en unobjetivo. Pero yo era del mismo palo,aunque diferente, y por eso, peligroso.

De la Federal, para colmo, odiada ytemida desde Ushuaia hasta La Quiaca.Aunque me hubieran echado, seguíasiendo para ellos un porteño sobrador,un policía de policías, que nunca podríaaceptarlos como a iguales. Y no seequivocaban. —Vamos a los bifes —propusoBurgos cuando Ayala volvió del baño,más aliviado. —¿Qué tenemos? —pregunté, como enuna partida de naipes. Acostumbrado a la docencia —eratitular de Biología en colegios de BahíaBlanca y Patagones—, Burgos abrió eljuego de evidencias y conjeturas.Sostuve la mirada de Rodríguez hastaque, con el regreso de Ayala a la mesa,

la desvió. Tuve la inquietante sospecha de que,si en los cuatro días locos quepasaríamos juntos había tiroteo, tendríaque poner especial atención enanticiparme a saber de dónde vendríanlas balas. Una comisión policial de TresArroyos se había dado una vuelta porlos potreros que yo había visitado denoche y con tormenta. Lo hicieron apedido de Ayala, que era amigo delcomisario local. —Un papelón —dijo Ayala—. Suamigo vio fantasmas, me sobró elcomisario. La casa está abandonada,hay dos habitaciones sin techo, ni un

traficante de caramelos la usaríacomo refugio. —¿No encontraron el cadáver delperro fusilado, por lo menos? —protesté. —No salga solo de noche —se burlóRodríguez, envalentonado—. Y menos,si hay tormenta. —Eran tres —insistí—. Dos hombresy una mujer. Pudieron pasar la noche ahíy seguir viaje. Puede que nuestrahotelería no sea la mejor, pero nadie sehospeda en un lugar semejante si notiene un buen motivo. Y había planos. —Debió habérselos robado —dijoAyala—. Así, no tenemos nada. Tuve que darle la razón. Uno cree quelo evidente se sostiene por sí solo, que

lo que está a la vista no podrá sernegado con desparpajo al día siguiente.Y sin embargo sucede, a cada rato y entodos lados. Nadie que resista unexamen psicológico más o menos serioha subido nunca a un plato volador, peroahí andan por el mundo los veteranos enviajes a galaxias remotas y amigosíntimos de los hombrecitos verdes. —Pero el doctor tiene algunasnovedades —agregó Ayala—. Adelante,Doc. —La rubia Lorena no tuvo sexo lanoche en que la mataron —descerrajóBurgos—. No con un hombre, por lomenos. Explicó que, según el informeextraoficial de su compañero de

estudios en La Plata, no había restos desemen en su vagina, ni en el cuerpo, niun puto espermatozoide, dijo Burgosque le había dicho el amigo. —El conserje le dijo a la viuda deCárcano que vio entrar a la rubia con untipo, sin embargo. El criminal pudo nohaberla penetrado, pero debió jugar unrato con ella, para que se confiara. —A lo mejor ni se le paraba —aportóRodríguez—. Esos depravados sabenser impotentes. —Posible, pero no probable —cerróBurgos. Se produjo un silencio que hasta aFélix Jesús le llamó la atención,acostumbrado ya al chirrido de nuestrasvoces lanzando presunciones. Pregunté

si eso era todo y no obtuve una respuestainmediata, sólo las miradas que mishuéspedes cruzaron entre ellos, comodebatiendo aún si me incluirían oquedaría fuera del juego. Traté de aventar las suspicacias demis colegas provincianos. —Ustedes tienen algo pesado entremanos. No saben todavía de qué se trata,pero es pesado. Yo no voy por unapromoción, me echaron de la vergüenzanacional y no pienso volver, pero quierorescatar con vida a la hija de mi amigo.Nada más. No está en mis planes volvera los fierros. Soy un civilacho, ahora;algo blando de reflejos, para colmo. Mepusieron un caño en el auto y no me dicuenta.

—¿Y cómo zafó? —preguntóRodríguez, sorprendido. —Olfato puro, pero no mío, sino de unperiodista. —Cagamos, si el periodismo mete lasnarices —protestó Ayala. —No podemos despreciar alianzas —lo corrigió Burgos, con aires deestratega. Ayala soltó un suspiro con fuerte olora ajo y vino barato. Respetaba a Burgos,aunque no fuera policía. Su intuición demastín le decía, tal vez, que quien puedeleer sobre los muertos como si se tratarade papiros sagrados, debe ser portadorde algún misterioso poder. El médicorechoncho no se jactaba de poseerlopero, después de todo, había sido el

promotor del viaje, decidido a últimomomento y al que el dúo cervantino seadhirió con entusiasmo, en parte poraprovechar unas inesperadas vacacionesy en parte porque podía convertirse enun atajo para llegar al ascenso y lasmedallas. Mi aclaración pareció tranquilizarlos.Un gesto de Ayala —levantó las cejas,como quien anuncia el as de espadas asu compañero en el Truco— habilitó aBurgos a contar el resto. —Mi adicción a la carne faenada acielo abierto y preferentementeestrellado tal vez me provoquealucinaciones —aclaró—. Pero de todosmodos es carne, no vidrio, lo que como. Explicó que los forenses del mundo,

hartos de ser discriminados por lacomunidad científica seria, habíanempezado a relacionarse, gracias ainternet, y a constituir agrupacioneslocales, regionales y hasta abrigaban lapretensión de formar una sociedadinternacional. —Nada que ver con sectas nicofradías al estilo masónico —dijo—.No reivindicamos ninguna escala devalores. Qué moral puede extraerse delos muertos, si en vida han sido, en sumayoría, conformistas, escépticos o lisay llanamente hijos de puta. Me acomodé en la silla y Félix Jesúshizo lo mismo sobre su cama de soltero,para seguir escuchándolo. —El narcotráfico es amo y señor de la

mitad del territorio de Colombia —siguió Burgos con su conferencia—. Nosólo matan por ganar más plata sino quehasta pretenden cambiar el mundo, enlos territorios que controlan hacen unapolítica social que ríanse de los suecos,han encontrado la perfecta síntesis entrefeudalismo y socialismo, los pobrespobrísimos les temen y los aman, nadieespera nada de los gobiernos burgueses. —Nada nuevo bajo el sol —acoté. Burgos me dedicó una mueca decontrariedad por la interrupción ysiguió, lanzado a la búsqueda deaplausos por su tesis post doctoral. —Hace años que en Brasil las favelasson territorios liberados. Lo que nopudo el ERP en Tucumán ni los

Montoneros en Formosa, lo lograron losnarcos en Río de Janeiro y en San Pabloa sangre y fuego, amor y cocaína. Pensé en interrumpirlo diciéndole queLenin no era Maradona, que Marx nohabía denunciado la plusvalía capitalistanada más que por aportar argumentos alestado para cobrar el IVA, que nopueden mezclarse como arena y cal lossueños revolucionarios de generacionescon la lucha entre gusanos en lasentrañas de los basurales. Pero lo queestaba en juego no era mi ego sino lavida de Isabel, y tal vez la carnecontaminada que abultaba el vientre delmédico rechoncho contuviera entre susfibras un destello de proteínica lucidez. Burgos desplegó un mapa de la

Argentina y Félix Jesús empezó alamerse las patas delanteras y a lavarselos ojos con el frenesí de quien observaun hecho extraordinario. —En nuestro país, a las pocas selvasque quedan las están devastando lasmultinacionales —anunció, apocalíptico—. Pero aunque las hubiera, ya en lossesenta, los Uturuncos en Tucumántuvieron que comerse crudas las raícesde la revolución peronista con la quedeliraban. Lo de Burgos era una exposición,distanciada y cretina, de lasexperiencias guerrilleras en laArgentina, aunque contaba su versióncon la solvencia de un taxista porteñogirando por San Telmo.

—Nadie movió nunca el culo por unasociedad diferente a la cloaca en la quevivimos —sentenció—. Si casi noquedan selvas en las que un grupo dedementes revolucionarios pudieraesconderse, tampoco tenemos favelas. Se quedó callado un instante,esperando el impacto de su afirmación.Ayala y Rodríguez cabeceaban,aburridos, porque ya habían escuchadode cabo a rabo, en Bahía Blanca, laperorata. Por mi parte, guardé silencio.No quise exponerme a una nueva miradasobradora, quería ver hasta dóndellegaba el escarbatripas y, lo principal,si yo estaba dispuesto a acompañarlo. —Tenemos «villas de emergencia»,«barrios marginales», casas tomadas,

borrachos y putos bajo las autopistasurbanas. Desclasados, la mayoría, sinorganización alguna ni otro objetivo quejoder al prójimo para conseguir un porroo un pancho y una Coca-Cola. Pero hayzonas, sin embargo, en las que esasituación está empezando a modificarse. Hizo una pausa para pedir un vaso deagua, le indiqué el armario detrás de sucabeza calva y la pileta de la cocina.Resopló, no quería agua corriente, ycomo no bebo agua mineral, siguióhablando en seco. —Un forense hacker, socio del clubque estamos formando, entró en archivosde la SIDE y bajó este informe. —Puede ser trucho —acotó Ayala,escéptico—. Que yo sepa, los soplones

no cuelgan archivos en la internet. —El principal Ayala reniega de latecnología —dijo con sorna Burgos,mirándome—. Pero la red es un inventode milicos y no sería razonable que nola usaran. Mientras decía esto, me alcanzó un parde hojas tamaño oficio. Le dije que notenía mis anteojos a mano, que meresumiera de qué trataba. —En el informe se mencionan dosgrandes asentamientos de marginales,ambos al otro lado de la General Paz,uno al oeste y otro al norte de la CapitalFederal. Se habla de camionesdesplazándose impunes por medioterritorio nacional para descargar en elinterior de esos hervideros de

malvivientes su mercancía maléfica. —¿Drogas...? —¡Y armas! Decenas o centenares encada entrega, quién sabe cuántas a lolargo del tiempo, semanas, meses...¿años? Fui por mis anteojos y eché un vistazoa los papeles. Habían sido impresos en una viejaimpresora a línea de puntos, con pocatinta, para colmo. Le recomendé aBurgos que cambiara su equipamiento,si pensaba dedicarse a combatir eldelito organizado. —Yo no combato nada, don Gotán. Nisiquiera sé cómo se maneja un bufo.Usted está retirado, y a estos dos no lestemen ni los pungas de Bahía Blanca.

Los nombrados se movieron en sussillas, incómodos, pero no protestaron. —¿Para qué tanta ferretería? —pregunté—. Lo que esa gente necesita escomida, trabajo, atención sanitaria, algode dignidad. —El cana federal empezó a rascar lamilonga del payador perseguido —seburló Ayala. Burgos lo apoyó. —No nos haga llorar, don Gotán.Usted sabe mejor que cualquier políticoque la mitad de la población de este países irrecuperable. Respiré hondo, contuve el aire, merelajé y puse la mente en blanco. La solución final tiene en la Argentinamás simpatizantes y fanáticos queBocajuniors. Acabado en 1983 el último

intento por implementarla desde elpoder, la decadencia económica y socialpropia del subdesarrollo hizo brotarcomo hongos a los predicadores delfinal a toda orquesta. Si hasta Mónicaparticipaba en una iglesia electrónicaque no le daba chances a la realidadpara enmendarse, y para alcanzar lafelicidad proponía morirse, claro quedespués de transferir bienes muebles einmuebles a los pastores de esa iglesia. Pero no había franqueado la puerta demi departamento a ese trío de lunáticospara discutir de teología ni de política,sino para que me ayudaran, si eraposible, a encontrar una pista que mepermitiera tener por lo menos una vagaidea de quiénes y por qué habían matado

a mi amigo y secuestrado a su única hija. —En la «casa de campo» que ustedtemerariamente visitó la otra nochedebieron reunirse un par de cabecillas ocoordinadores de esta organización —conjeturó Burgos—. Tampoco nosconsta que el comisario amigo de Ayalahaya dicho la verdad. Algún rastrodebieron dejar. —Preservativos en la habitacióntechada —arriesgué. —Nada, ni puchos. O usted viovisiones o ese cana miente. Mientras Burgos se resignaba a tomaragua de la canilla les conté de lasaveriguaciones de Peloduro Parrondo,después de explicarles que era un tiporescatable, pese a su oficio, que me

había salvado el pellejo, aunque tambiénel suyo, y se había jugado publicandocarne podrida sólo en apariencia. Cuando dije que a Mónica la habíanliberado en Haedo, el médico rechonchocerró los puños y los labios, y se lepararon los pocos pelos como a Einsteindespués de haber desarrollado suecuación sobre la relatividad. —No fueron muy lejos para soltarla—dijo. Estaba en el informe. Burgos me pidióque lo leyera en voz alta, para que yo meenterara y de paso refrescar la memoriay recuperar la atención de susdiscípulos. Mal redactado, con faltas de ortografíapropias de un alumno repetidor, el

informe consignaba el resultado depresuntos seguimientos, durante seismeses, a conspicuos dealers de la zonade Haedo y Ramos Mejía, sus visitas acomisarías bajo arrestos que eran enrigor una puesta en escena para tratarcon los comisarios en sus propiosdespachos, sin testigos ni grabadores ofilmadoras alcahuetas. Aproximadamente cada quince días,un camión con un contenedor entraba enVilla El Polaco, continuación del barrioCarlos Gardel, villa miseria que habíacrecido adherida como ladilla alhospital de Haedo. Los arrestos de traficantes nuncapasaban de las veinticuatro horas,constaban en libros de guardia como

averiguación de antecedentes, denunciassiempre anónimas e invariablementeinfundadas. El desfile en las comisaríassucedía, oh casualidad, siempre en lanoche previa a la de la llegada delcamión. Con el mismo informe de la SIDE ensus manos, un mes antes, un fiscal deapellido Gorostiaga decidió interceptaral camión en la ruta ocho. Dospatrulleros de la policía provincial yuna camioneta artillada de la Federal sele cruzaron a la salida de Pergamino, alfinal de un puente, en una zona sinbanquinas, lo que obligó al camionero adetenerse en medio de la ruta, con elconsiguiente atasco de los vehículos quevenían detrás.

Se formó una fila de autos, camiones yómnibus detenidos, de casi un kilómetrode largo, mientras duró la revisión de lacarga del container, entre las ocho ycuarto, y las nueve y media de la noche.La gente se bajaba a protestar y aunquela excusa era la de un accidente, los quellegaban caminando hasta el lugar erandespedidos con insultos, empujones yhasta algún amago de culatazo por partede los uniformados a cargo deloperativo. —Un juez amigo tuvo acceso alinventario —me interrumpió Burgos. No constaba en el informe, pero en elcontenedor habían encontrado sesenta ysiete fusiles MK 40, veinte de ellos,equipados con miras infrarrojas,

antiguas pistolas 45 recicladas y sesenta9 milímetros, además de media docenade cargas de obuses. Toda esa ferreteríavenía prolijamente estibada bajo dosdocenas de sillas thonet que elcamionero debía entregar en Casa FOA,una exposición de decoración y artículospara el hogar que se realiza todos losaños en Buenos Aires. —¿Qué se hizo con el cargamento, quéjuzgado intervino, en qué diario saliópublicado algo de esto? —pregunté,súbitamente atacado por el virus deWalt Disney. —A las nueve y media de la noche seliberó el tránsito de la ruta ocho, con elcamión encabezando la larga caravana.El camionero llegó a tiempo con sus

muebles a la exposición de Casa FOA. —¿Y las armas? —pregunté con vozde ratón Mickey. —El juez recibió una llamada, esamisma noche, rogándole prudencia en laevaluación de los hechos. El fiscal deapellido Gorostiaga se ahorcó a lamañana siguiente, después de escribiruna carta dirigida al mismo juez en laque admitía no dar más con sus crisisdepresivas. El juez envió suscondolencias a la joven viuda del fiscaly se llamó a silencio. Si se habló algoentre familiares y amigos, quedó en lospasillos. Que un fiscal se ahorque enPergamino, no es noticia para losmedios nacionales.

Claro que no es noticia, a quién leimporta. Un año antes, un animador de la telehabía saltado sin garrocha desde sudepartamento hacia la calle, cuatro pisosy un charco de sangre en la vereda quelas cámaras del mismo canal en el quehabía trabajado se ocuparon en registrary difundir durante días. El tipo, un pibede treinta, le daba duro a la cocaína,alucinaba, declaró algún amigo, queríaser libre. Su foto de chico lindo sinfuturo salió en todos los diarios, lospsicólogos, los curas y hasta losanalistas políticos tejieron hipótesis ydiscurrieron sobre la decadencia de unacivilización que arroja a sus jóvenes porla ventana.

El camión llegó, con su carga variada,a sus respectivos destinatarios. Cuandouna semana más tarde la viuda del fiscalGorostiaga pretendió llevarle flores, noencontró la cruz sobre su tumba. Lehabía sido arrebatada por un vengadoranónimo, católico recalcitrante, quedecidió hacer justicia divina por manopropia con el suicida.

IX El dúo cervantino y el médicorechoncho decidieron salir a relevar lanoche porteña. No pudieronconvencerme de que los acompañara, nosoy buen cicerone; sé poco y nada de lageografía nocturna de Buenos Aires yestoy grande para recibir cariciasalquiladas. Les deseé éxito y, en cuantosalieron, apagué las luces y me fui adormir. A las dos y media de la madrugadasonó el teléfono. —No me diga que dormía. —Duermo, todavía. Sueño en estemismo instante que me llama por

teléfono un pepe. El Pepa no preguntó qué es un pepe ytampoco le di tiempo a que lodescubriera por él mismo. —Un periodista pelotudo —dije, sinrencor—. ¿Qué hace, despertando gentea esta hora? —Respondía a su llamado, Martelli.El país está en llamas y usted, deapoliyo. Me incorporé y miré por la ventana. —¿Dónde está el fuego? —Un barrio entero va a arder mañana. Me senté en la cama y manoteé elvelador. Había vuelto a romper missagradas reglas de no atender el teléfonoen trasnoche: cada vez que lo hago, memeto en problemas. Y esta no sería la

excepción. Con aceitados contactos policiales ylegiones de alcahuetes entre el polvo delos expedientes que duermen el sueñoeterno de la justicia argentina, el Pepase había enterado de que en menos deveinticuatro horas, uniformadosfederales y bonaerenses compartirían unpicnic, presumiblemente nocturno, en elbarrio El Polaco, de Haedo. —¡Bingo! —dije, espabilándomecomo si me hubieran echado un baldazode agua fría. —No me diga que está jugando a lalotería. —La vida es azar, Parrando. Unasucesión de casualidades, dirigidas acontrol remoto por un loco.

—Estuvo leyendo a Paul Auster. —¿A quién? —Nada, déjelo ahí, Martelli. —Usted me recomendó a Faulkner.Ahora me sale con otro. —Pero Faulkner es denso para alguienacostumbrado a leer folletos desanitarios. Auster está de moda y eslight, como la mayonesa. —No me interesan los libros, ya ledije. Y menos las novelitas burguesas:quién soy, de dónde vengo y a dóndevoy. Preguntas que se hacen los pajerosde clase media mientras la sociedad secae a pedazos. —No llamo a esta hora para discutirliteratura con un burro. ¿Viene o noviene?

—¿Adonde? —Ya le dije adonde. Al picnic. Tengouna plaza para usted en el patrullero deun botón que me debe favores. —Voy. ¿Qué llevo? —Una libreta de apuntes. Ni se leocurra venir calzado, usted ya no escana ni vende inodoros. Mañana a lanoche debuta como periodista. Los calaveras de provincia durmieronhasta el mediodía. Félix Jesús no volvióesa mañana a la casa invadida, prefirióinstalarse sobre la cornisa del edificiode enfrente, hasta que el sol lo obligó abuscar refugio bajo la pileta dellavadero. El primero en salir de la resaca fue

Burgos. —Soñé con muertos vivientes —contó, mientras sorbía del mate lavadoque me resigné a compartir—. Meacorralaban en un callejón y me pedíancuentas por mis diagnósticos. Meacuchillaron y usted escribió que tuveun infarto, dijo un fiambre de dosmetros de altura, barba de cuarenta díasen una cara borrada por el formol. Untren me cortó en pedazos y usted pusoen el informe que morí de cirrosis, dijolo que quedaba de otro, gordo como yo,con grandes bolsas verdes bajo lasórbitas vacías de los ojos. —Pesadillas —dije, impresionado porel relato. Descartó mi comentario como al de un

neófito. —Rutina. Los muertos aprovechan laspuertas abiertas del subconsciente parahacer oír sus reclamos. Pero nadie lesda bola. Vivo con eso desde que elegíesta especialidad. Ya no tuve ganas de seguircompartiendo el mate: le cambié layerba y le dije que siguiera cebándosesolo, pero Ayala y su ayudante entraronen ese momento para sumarse a la ronda. Aproveché que había vuelto a reunirseel equipo para contar las novedades.Ayala desechó toda casualidad. —Preparan un show. Mañana, grandestitulares. Es la oportunidad, para suamigo periodista, de reconciliarse conla patronal.

Burgos dijo que probablemente Ayalatuviera razón pero que no rechazara lainvitación. —No lo hice, está confirmada. ¿Quévan a hacer ustedes? —Seguir la caravana —dijo Burgos—. No me voy a quedar durmiendo.Buenos Aires de noche no está tan mal. —Los excursionistas van a San Telmo—le advertí. —Estos turistas no son japoneses.Conozco la zona de Haedo. Fui ayudantede un renombrado abortista de RamosMejía y trabajé dos años gratis en elhospital Santiago Cúneo, cuando erajoven. —El doc es una caja de sorpresas —se ufanó Rodríguez, que había

permanecido callado, como si el médicorechoncho fuera de su familia. —Entrar en esos barrios es comohacerle una autopsia a la ciudad —explicó Burgos—. Ahí están las tripas,lo más canalla pero también a veces lomás sublime de una sociedad. —¿A que alguna vez tuvo un encuentrocon la Virgen en una villa miseria? —semofó Ayala. —La Virgen y todos los santos vivenallí —dijo Burgos, muy serio—. Aunquenunca los vi —aclaró—, no creo en esosencuentros terrenales con los que tantolucran las iglesias. No soy religioso.Revolviendo intestinos cortados anavajazos o corazones partidos porcabezas de plomo, la única comunión

posible es con el espanto. Sorbió con fuerza el mate y se lodevolvió a Rodríguez, que por ser elsubalterno de Ayala había tomado a sucargo abastecer a la ronda. Burgos contó que, si las cosas nohabían cambiado, ese hospital era tierrade nadie. —Los malandras entran malheridos ysalen trasfundidos o muertos, pero noqueda registro de nada. De noche haytiroteos en los alrededores, cuando noen los propios fondos del hospital,donde funcionaba un desarmadero deautos robados. En la sala de pediatríatuvieron que cambiar las persianas demadera por otras de plomo, los balazosque venían de afuera rebotaban en el

techo y casi liquidan a un pibe de tresaños. Un día se robaron los tubos deoxígeno y al día siguiente los vendieronal mismo hospital, a mitad de precio.¿Quién se resiste a las ofertas? El hospital está pegado al barrioCarlos Gardel —recordó Burgos—. Lavilla El Polaco debe ser una pústula delas tantas que le aparecen al conurbanobonaerense, un aguantadero de bandasen guerra con otras bandas. Por eso elflujo de armamento, ahí se cocina algomás que el puchero de todos los días.Tiene razón el principal Ayala. Si losgallos con jinetas se les atreven, esporque el argumento ya está escrito. Nos quedamos en silencio,apabullados. Sólo se oía el sorber de la

bombilla que pasaba de boca en boca. Por lo que había averiguado el Pepa,la fundación Hombre Nuevo habíaechado raíces en la villa El Polaco.Antes de que asesinaran a Edmundo, yahabía construido una sala de primerosauxilios y un aula para pibes menores deseis años que quedaban solos. Tambiénestaban construyendo una capilla, quequedó paralizada cuando alcahuetes dela televisión filmaron con cámara ocultalos levantes del cura, que se dejabacoger por los pibes que catequizaba. Me pregunté si Edmundo habría idoalguna vez a esa villa, a controlar en quése gastaba la guita que los padrinos deCPF derivaban a la fundación. Dudo que

lo hiciera. Al final de los setenta, yaenquistado en la compañía petrolera, miamigo cerró el telón a suspreocupaciones sociales. Nunca dijoque las villas estuvieran habitadas porunos negros de mierda que no quierentrabajar sino vivir de la beneficencia ydel afano, no se atrevió a tanto. Sé quefirmó manifiestos en solidaridad con lospobres atados a la topadora menemista yarrastrados vivos hasta desgarrarles elúltimo harapo de dignidad. Pero estabadesencantado, y muy cansado. Vos sos cana, me decía. No tenesmayores contradicciones, la canacuida la propiedad de los burgueses.Yo en cambio creí en otra cosa, enotro orden. «El pueblo nunca se

equivoca», decía Perón. Y mirá lo quehicieron: eligieron y siguen eligiendo asus verdugos. Si los ingleses no noshubieran pasado por encima en lasMalvinas, hoy el presidente sería elalmirante Massera. Y hasta tengo lasospecha de que todo habría idomejor. Con muchos más muertos, peromejor. El sueño macabro de Massera fue,efectivamente, heredar a Perón. SinLópez Rega ni Isabelita, sin perritoschihuahua y con las masas cantando laMarcha de San Lorenzo. Un Peróngorila, parecido al almirante Rojas queotro presidente peronista besó casi en laboca. Es probable que Edmundo tuviera

razón. Que en vez de boicotear ycorromper a los políticos, losfinancistas de la dictadura hubieranapoyado con entusiasmo una democraciacon botas y en doble columna de grupo,marchando en orden, al mismo paso quelas invictas huestes de Pinochet enChile. Pero quienes lo mataron no ledieron tiempo a reconciliarse con suconciencia.

X Burgos iría a entrevistar alcondiscípulo que le había susurrado porteléfono el verdadero informe sobre lamuerte de Lorena. De paso, hablarían delos viejos tiempos en la universidad deLa Plata, mujeres que compartieron o sedisputaron como perros académicos,ideas que los enfrentarían, realidadesque los unieron en ese precarioarmisticio con los remordimientos quees la vida de todo tipo de más decincuenta. Ayala y Rodríguez pasarían la tarde«visitando algún museo», dijeron, sinaclarar que no era precisamente el de

Bellas Artes sino el museo policial,antro que funciona en el DepartamentoCentral y en el que se muestran armashomicidas y trozos de cadáveres más omenos notorios en su época, olvidadospor la desbordada prensa amarilla denuestros días. Se reunirían con Burgos y los tres, abordo del Volkswagen celeste,esperarían en las inmediaciones de laseccional Lugano de la vergüenzanacional, de donde alrededor de lamedianoche partiría la expediciónpunitiva hacia la villa El Polaco. Por mi parte, pasé la tardeescribiéndote, con lo que me cuestadisecar mis pensamientos, pegarloscomo a mariposas en páginas que leerías

con más aprensión que nostalgia. Sinada es lo que digo que fue, si hay unprofundo y deliberado desorden en estahabitación sin puertas ni ventanas dondese supone que conserve lo que recuerdode vos. De todos modos nadie, y menos vos,se aplicará a seguir estas huellas paraver por lo menos de dónde provienen,quién es el que ha andado en puntas depie por la vida de la mujer más amada,si es el mismo tipo que no vaciló enentrar derribando puertas a patadas,dando vuelta los muebles y aplastandocontra el piso a punta de itacazos a losmoradores de las casas que allanaba. Si la violencia es la misma, dijisteexasperada cuando intenté explicarte

para que no me abandonaras. No haydiferencia entre volarle los sesos a unchorro o a un estudiante de sociología,sos una máquina de matar y no te dascuenta, dijiste. Cómo aceptar tus razones sin perderte,como mostrarte mis vísceras sin que larepugnancia te obligara a cerrar losojos, a dar media vuelta y huir. Pasé esa tarde tratando de ponerlo enpalabras, de ordenar el desastre quehabía hecho con mi vida, de convencertede que no vivís en Disneylandia, que elpato donaldo se quedó parloteando cuaccuac cuac en tu infancia sin que nuncapudieras entender qué carajo decía, queno existen sociedades en las que lospolicías se dediquen todo el día a

ayudar a cruzar la calle a las ancianas ya los ciegos. No vas a leer nunca estos papeles,Mireya. Pero es una manera de pasar latarde. Como hablar con un viejocompañero de facultad sobre la guerrasucia que se sigue librando entreexpedientes cambiados y sórdidosasesinatos de prostitutas. O como ir almuseo policial a deleitarse con el olordel formol en el que flotan losdescuartizados. Pesadillas que sonrutina para los forenses y para cualquiercana que haya hecho algo más pesadoque dirigir el tránsito o extendercertificados de domicilio. Sueños de la especie, momentos enque todo esplendor es negro y toda

respiración, asfixia. Por eso rompo lospapeles que tan laboriosamente escribídurante horas. A las nueve y media de la noche meencontré con el Pepa en un bar deAvenida Del Trabajo y Tellier. El olorde los mataderos envolvía todo elbarrio, nada anormal en esa zona, si elmédico rechoncho andaba por lasinmediaciones se emocionaría como elcampesino que en plena ciudad y graciasa un golpe de viento huele los camposde su adolescencia. —¿Trajo su libreta de apuntes? —Si es lo mismo un diario con mispenas de amores, aquí lo tengo. Le mostré un cuadernillo en blanco, al

que sólo le faltaban las hojas que habíaarrancado esa tarde. —Trabaja conmigo en el diario, si lepreguntan. Yo hago policiales y ustedcubre la parte social de todo este asunto—me instruyó. —¿Qué pasa si hay tiroteo, dónde meescondo? —No se haga el boludo conmigo,Martelli. Si vino calzado, se queda acá. Me abrí el saco y levanté los brazos,el Pepa hizo un gesto de déjese de jodery desvió la mirada. Estábamos solos enel bar, el mozo miraba un partido portelevisión y afuera la calle estabadesierta. —No es el desembarco en Normandía—dijo por fin el Pepa, acercando su

rostro por sobre la mesa—. Estosoperativos no se hacen a ciegas, no hayjuez de turno caprichoso o inspirado quevalga, los botones toman sus recaudos.Hay más alcahuetes que gente en esosbarrios, mucha inteligencia previa, antesde operar. —¿Qué novela me está contando,Parrondo? Soy un vendedor de inodoros. —Los tiempos cambian, Martelli. Elfundamentalismo es para los árabes, enla Argentina todo es negocio. Salimos y caminamos tres cuadrashasta la seccional, entramos como si setratara del club del barrio, el Pepa mepresentó al oficial que le debía favoresy que nos tenía reservado un par deplazas en un auto con insignias, baliza y

sirenas al servicio de la comunidad.Sentí una vaga emoción, aunque el Pepatenía razón en que los tiempos cambian.Nada quedaba de los viejos falcon, eltablero refulgía como el comando de unavión; un teclado y una pequeña pantallade cuarzo líquido enriquecían laambientación futurista del interior delpatrullero. La voz del operador sesuperponía con las de los canas queandaban de ronda por la ciudad; todoparecía tranquilo, sólo había reunionesen calles de Palermo y Belgrano, nabosde la clase media, atrapados por elcorralito», informó un botón, con muchasorna, están más histéricos que lostrabas, decía, aludiendo a lasobreactuación de los travestís cuando

los corren de sus paradas en las callesde Palermo viejo. —Va a ser un paseo —intentótranquilizarnos el cana amigo del Pepa—, pero por las dudas, no se expongan,no corran a hablar con el primer negroque los llame para quejarse de labrutalidad policial, podrían tomarlos derehenes y si a ustedes les pasa algo, a míme dan de baja por pelotudo, ¿estáclaro? Estaba clarísimo. Si las sospechas deAyala eran ciertas, no éramos los únicosperiodistas reales o falsos queparticipaban del desembarco. Elgobierno intentaba demostrar a laopinión pública que luchaba contra eldelito sin masacrar a nadie, respetando a

chorros y criminales como a señoritasdel liceo, aunque mucha de esa opiniónpública —padres de familia, católicospracticantes, judíos ortodoxos,prósperos empresarios o mediocresempleados de oficinas públicas yprivadas— pedía mano dura, minga dedetenciones con protección legal, quelos amasijen uno por uno, decían, queles arranquen las uñas y los testículos;yo estoy en contra de la pena demuerte pero que los revienten, decían,dicen, dirán cada vez que enfrenten eldesafío de un callejón oscuro, un ruido amedianoche en el living de sus coquetascasas que con tanto sacrificio estánpagando, un drogón afilando en suscuellos las navajas.

La caravana —ocho patrulleros, trescarros de asalto y por lo menos unadocena de motociclistas— avanzaba conlas luces apagadas, regulando apenas enpunto muerto cuando cruzamos laAvenida General Paz y nos encontramoscon las fuerzas de la Bonaerense. Eldespliegue de los provinciales debióhacer sentir a los federales que eranparte de una participación militarhaitiana en la invasión a Irak por partede las tropas yanquis. Los autos y carrosde asalto sumaban por lo menos el (ripiede las fuerzas federales y, a diferenciade estas, nadie se preocupaba pordisimular quiénes eran ni a dónde iban. Arrancaron en punta, a pura sirena yacelerando por la General Paz,

barriendo a la banquina a los pocosautos y colectivos que transitaban a esahora. Bajamos por Rivadavia con elmismo ritmo, disminuyendo apenas lavelocidad para que los vehículos novolcaran y el operativo no terminara enun papelón, escrachado luego en losdiarios y la tele como vulgar yvergonzoso accidente de tránsito. Los carteles de «Silencio, Hospital»cuando nos acercamos a Haedoparecieron exacerbar los ánimos.Estábamos ya en territorio enemigo,nadie podría detenerse ni soñar concalzar la marcha atrás e irse a dormir asu casa. De la nada, de la niebla que enrealidad era humo que un viento suave

arreaba desde los basurales en VillaSoldatti, surgieron los helicópteros.Empezó a mordisquearme las entrañas elsentimiento patriótico de los marines enVietnam, en Santo Domingo, enAfganistán, en Irak o en tantos otroscondenados países cuyos habitantesodian irracionalmente al gran Tío Sam.Me fui de baja de la policía jurando quejamás volvería a dejar que el demoniome poseyera, ese turbio bienestar queprovoca saber que se está a punto deejercer la violencia sobre los débiles,sobre los diferentes, sobre los que ennombre de ideologías o religionesescupen la mano que los alimenta,repudian al amo, quieren serabsurdamente libres.

Reconozco que, más que lossentimientos encontrados de un veterano,mi emoción era la del pibe sentado en elcine del barrio, comiendo maní conchocolate y alentando a los carapálidasen su lucha siempre desigual contra labarbarie indígena. —Hace días que armamos la ratonera—explicó el oficial, como un guía deturismo—. La vigilancia es discreta,obviamente clandestina, pero eficiente.Sólo estábamos esperando que llegara elenvío. El camión con el envío había entradola tarde anterior. La rutina funcionabacomo un reloj suizo: dos días más tarde,una vez clasificada la mercadería,empezaría el reparto a los distribuidores

zonales y los mandaderos barriales, todobajo estricto inventario que el comisariocontrolaba como si se tratara de bienespropios. Y de hecho, lo eran, aunque noexclusivos. Participar en el negocio esla única manera de no quedar afuera, decontrolar al ejército de marginales delque se valen los traficantes para ganar yconservar mercados. Para el cana, que repetía un libretoaprendido, entrar a los tiros no teníaotro sentido que calmar a la gilada,sorprender a la sacrosanta opiniónpública de clase media con una invasióna las villas miseria que tanto detestan,por fin se toman medidas, dirían losopinadores a sueldo de los medios,respetando derechos y garantías

contemplados por nuestra constituciónnacional, a diferencia de oscurasépocas felizmente superadas, serealizó anoche un operativo sorpresasobre el barrio El Polaco, centrooperativo de temibles bandas armadasque asolan al Gran Buenos Aires. Le dije al Pepa, cuando el cana sedistrajo respondiendo a instrucciones desus superiores transmitidas por radio,que me importaban tres carajos losmotivos y los resultados de aquellafantochada, el Pepa me tapó la boca conla mano y gruñó que me bajara si estabaarrepentido pero que no le arruinara lanota cuando ya estaban en la cancha yempezaba el partido. Tres helicópteros confluyeron en un

punto sobre la villa como si se tratara deuna demostración de vuelos acrobáticos,luego de lo cual nos sacudió unaexplosión y un fuerte resplandor anticipófugazmente el día sobre la zona. Loscarros de asalto se abrieron en abanico,algunos se detuvieron y otros aceleraronpor los costados del barrio,corcoveando sobre los baches de callesy senderos de tierra, escupiendo a supaso canas armados con fusiles ygranadas de gases, y protegidos conchalecos antibalas y cascos de combate.Segundos antes, apenas producido elbombardeo sobre un potrero central quesuponían deshabitado a esa hora, losmotociclistas se habían mandado por losestrechos y sinuosos callejones internos

gritando todo el mundo en sus casas, lagente de trabajo no tiene nada quetemer, al que asome la cabeza se lavolamos. El cana que le debía favores al Pepadijo cuando empezó la acción cuídenselas espaldas, y se largó del auto antesque se detuviera mientras el conductorlo metía de trompa en una de lasentradas al barrio. En vez de bajar acubrir a su jefe, encendió un cigarrillonegro y se quedó muy tranquilo frente alvolante, fumando, como el chofer de unremise que espera a su pasajero. Agradecí al Pepa porque sin suscontactos jamás podría haber entrado enel barrio y me largué del auto, sinprestar atención a sus gritos de a dónde

vas pelotudo. En el interior del barriolas balas picaban en las paredes y elpiso de tierra como cascarudos en unanoche de verano, se oían gritos demujeres que imaginé desesperadascubriendo a sus hijos en los promiscuosdormitorios de los ranchos mientras losmaridos se lanzaban cuerpo a tierra yrogándole a las vírgenes de susrespectivas provincias que esta vez noles tocara. Corrí agachado y tapándome la cabezacon las manos como si fueran de acero.Llegué a una esquina, en realidad elmínimo espacio del cruce entre doscallejones, y aplastándome contra una delas paredes desenfundé la 38 que Ayalame había dado en préstamo cuando se

enteró de que el plan era entrar en lavilla con una libreta de apuntes. No sesuicide, me había dicho, si lo matan, elgremio de periodistas se va a abrir degambas y correrán a desmentir queusted fuera uno de ellos, y los canasescupirán sobre su cadáver todavíacalentito en cuanto se enteren de quelo rajaron de la Federal. Verifiqué que no estuviera descargadaporque, cuando me ofreció el arma,desconfié de que el mismo tipo que mehabía abofeteado en la comisaría deBahía Blanca se preocupara por mivida. De todos modos era tarde paraarrepentirme, el fuego cruzado tejíatrazas rojas y blancas armando un bonitocerco luminoso que iba de aquí a allá,

las instrucciones de los canas debían serdisparar a mansalva por los callejones,ya habría tiempo de poner en manos delos ocupantes de la villa que cayeran lasarmas que justificaran la legítimadefensa policial. Vi venir a un motorista de laBonaerense y antes que me fusilara, loencandilé con mi vieja chapa de laFederal —una reliquia que conservo derecuerdo y que había lustrado esa tarde—, los brazos en alto y el 38 apuntandoal cielo. Con un gesto le pedí que mecubriera, el cana me miró algo perplejopero como venía fuerte con su motoapenas tuvo tiempo de maniobrar parano atropellarme, se bandeó al ladoopuesto del callejón y se detuvo pero

acelerando en punto muerto; entendí queaceptaba cubrirme y avancé siemprepegado a las paredes, entrando a losgritos de «policía federal» en lascasillas donde aterrados moradoresparecían parte de una coreografíalargamente ensayada, familias enterasamontonadas como perros,acostumbrados al circo policial tantocomo a la violencia sin alharacas con laque traficantes y jefes de banda imponensu ley. —Está loco si pensaba queencontraría a la mina en uno de esosranchos apestosos —diría más tardeAyala, cuando nos reunimos a evaluarlos magros resultados de la comparsa.

Lo intenté, sin mucho tacto, a losgritos, intimidando a los que miintuición me decía que ocultabaninformación, a los pocos infelices que seatrevieron a mirarme desafiantes, pese aestar desarmados frente a un loco queentraba tirando abajo puertas de maderabalsa, arrancando cortinas quepretendían dar alguna privacidad a lasviviendas. Lo intenté puerta por puerta ya lo largo de varias calles, inclusodespués de que el motorista dio mediavuelta sin aviso previo y me dejólibrado a mi suerte, en medio de tiroteoscada vez más esporádicos que veníansiempre del mismo bando, bajo elbarrido de las luces de los helicópteros,como un rambo del suburbio al que la

productora deja sin presupuesto para sushazañas. Estuve a punto de vaciar el 38sobre un adolescente fumado al queencontré acariciando una pistola 9milímetros que le habría robado a uncana al que, estoy seguro, acribilló nadamás que por el gusto de cargárselo, deverlo retorcerse de dolor mientras sedesangraba. Pude haberlo hecho y nadie me habríapedido cuentas, pero sentí que memirabas, que estabas demasiado cerca,todavía, escrutándome como a un peztropical que nada en aguas de tibieza ytransparencia artificiales, lejos delparaíso, entre paredes de vidrio a travésde las cuales se ven la nada y tus ojos enel medio de la nada, sos una máquina

de matar y no te das cuenta, Gotán,dirías de nuevo en cuanto acabara conese asesino imberbe, da lo mismo, es unchorro pero podría ser un obrero, unzurdo de café, un guerrillero o uno deestos pibes que ahora estudian parachefs de cocina sin dejar de creer que elmundo podría ser un poco menosmierda. Matálo y seguí bailando, sosbueno para eso, habrías dicho en algúnrecodo de mis sueños o en el páramo demi vigilia, si total son irrecuperables,si no los mato, nos matan, dirás cuandono te escuchen los que no son de tuespecie, jactancioso bajo tu máscarade arrepentido. Le apunté al entrecejo mientras lequitaba la 9 milímetros y me la

guardaba, seguramente la necesitaría sisalía vivo de la villa. Le dije, en vozmuy baja de paramédico asistiendo a unmoribundo, que acabaría con él encuanto terminara mi recorrida por elbarrio. No pareció turbarlo mi amenaza,me miró sin verme, sin registrar el cañodel 38 marcándole su redondez en lafrente, cerró los ojos y se le soltó unasonrisa que lo volvió más adolescente,más pibe, como si lo estuvieraacariciando. Bajé el arma y salí de la casilla. El tiroteo afuera había cesado. Desdelos helicópteros, voces amplificadasinstaban a los vecinos a permanecerdisciplinadamente en sus domicilios,serán verificadas identidades y quien

no tenga nada que ocultar, nada tieneque temer, decía una especie de locutorde radio nacional contratado en su nochelibre para el programa especial. Caminé tranquilo, de regreso a laentrada al barrio, exhibiendo sobre elpecho mi anticuada chapa de federal.Nadie me detuvo, apenas si algún tirame miró de reojo, despistado.Cualquiera con una identificación truchapodría haber salido de aquella ratonerafor export, nadie quería realmenteenfrentarse a balazos, todos actuaronsegún papeles asignados y yo debí ser elúnico loquito que se salió de libreto. Al día siguiente hubo fotos en losdiarios y coberturas televisivas deloperativo «Corre conejo», como lo

había bautizado un imaginativofuncionario del ministerio del interiorque robaba cámara junto a los jefespoliciales. Se dieron cifras, cantidad dedroga y de armas de guerrasecuestradas, promesas de investigar afondo el origen de la merca y laferretería, de encontrar a los que muevenlos hilos, este gobierno se ha impuestola misión de extirpar de raíz al crimenorganizado, con el código penal en lamano, respetando escrupulosamentelos derechos de los miles deciudadanos honestos que habitan enbarrios humildes como El Polaco. El Pepa disimuló su alivio al vermesalir vivo de la ratonera. —Primera y última vez que lo invito,

Martelli —me regañó—, es un cana hijode puta, podrían estar sacándolo de allíen una camilla y con la cabeza tapada. —Pero salgo caminando y con lasmanos vacías —dije, cansado por lacarrera enloquecida, preguntándome yotambién qué buscaba, por qué habíadado la espalda a toda prudencia, si deverdad me creía Schwarzeneger en uncasting de principiantes—. Si sabían quelos que buscan no estaban acá, por quéno dejan vivir en paz al resto de lagente. —Nadie quiere que los villeros vivanen paz —dijo el Pepa—, el buencontribuyente quiere que desaparezcan,que los borren del mapa. Levantarían unmuro como el de Berlín para defender a

la ciudad de Buenos Aires de laavalancha de cabecitas negras, si sepusieran de acuerdo en los costospolíticos de semejante iniciativa. Perovenga, que ahora empieza el verdaderoespectáculo. El Pepa volvió a arrastrarme alinterior de la villa. Caminamos en línearecta, siguiendo al auto policial que noshabía traído, y desembocamos en elpotrero donde los helicópteros habíandejado caer sus fuegos artificiales. Bajo la humareda y en medio de unfuerte olor a pólvora, más de un centenarde hombres y mujeres jóvenes estabanen cuclillas, sosteniéndose apenas,apoyados unos en otros, en silencio y sin

mirarse entre ellos, aturdidos por elataque, intimidados por una cantidad depolicías de civil no menor a la de losdetenidos. Los periodistas no eran tantos, aunqueparecían más porque iban de un lado aotro, excitados con la fanfarria bélicaque estaban cubriendo en vivo y endirecto. Ningún medio nacional habíafaltado a la cita, los fotógrafosquemaban un rollo tras otro y loscronistas esperaban la autorización deljefe del operativo. Cuando esta llegó, através de un portavoz uniformado, selanzaron sobre los caciques policiales ylos fiscales, ignorando las miradasvacías de los detenidos. Al fondo del potrero, lejos de los

flashes, yacía por lo menos mediadocena de cuerpos, empuñando postmortem sus respectivas armas. Nadiesabría jamás cuántos de esos infeliceshabían resistido el ataque antes detransformarse en cadáveres, y cuántoshabían sido elegidos a dedo parademostrar que el show de trasnoche nohabía sido un paseo. El cana que le debía favores al Pepase acercó, solícito, a preguntarle siestaba bien, dándome ostensiblemente laespalda para demostrarme que sabía quéclase de periodista era yo. Ya enfunciones de cronista, el Pepaaprovechó para pedirle un balance deloperativo Corre conejo. —Hasta hace un rato, nomás,

estuvieron de mudanza —dijo el cana—,sólo encontramos un par de fusiles en lacasilla de un soplón, se los plantaron losnarcos para que lo acribilláramos. —¿Dónde está el soplón? —preguntóel Pepa. El cana señaló el túmulo de cadáveresen el fondo. —Todo esto es off the record, Pepa—aclaró, bajando la voz—. Si publicásalgo, despedíte de tus amigos en laFederal. No habían encontrado nada pero lascámaras registraban en ese mismoinstante, ordenados sobre el piso,prolijos paquetes de marihuana y decrack, varias bolsas de plástico consustancia blanca, decenas de fusiles,

escopetas y pistolas automáticas, palos,navajas y cadenas, un bazar completo ensu día de liquidación, expuesto a laslentes de la prensa local y hasta las dealgunos corresponsales extranjeros. A los detenidos se les ordenó pararsey encolumnarse para el desfile ante laprensa. Entumecidos por la posición enla que habían sido obligados apermanecer durante media hora,doloridos por los golpes recibidosdurante los arrestos, asustados, formaronuna larga fila que se enroscaba sobre lasuperficie del potrero improvisadocomo campo de concentración. —Está el Mercosur completo —seufanó el cana, al que el Pepa nombrabacomo comisario Quijano—. Chilenos,

paraguayos, bolitas y brasileros.También hay un par de pájarosecuatorianos y tres venezolanos quellegaron hace poco de Caracas, coninstrucciones de lavar cerebros parafundar aquí una sucursal del partido deChávez. Desoyendo los amenazantes consejospoliciales, el Pepa había echado a andarsu minúsculo grabador mientrasescuchaba a Quijano como un cura alpenitente. Los «chavistas» identificados porinformantes de la vergüenza nacionaleran tres pobres diablos queprobablemente vivieran en la Argentinahipnotizados por el espejismo de quecon un peso nacional podía comprarse

libremente un dólar, sin que nadieatinara a explicar por qué valía lomismo la guita del imperio que la de unade sus empobrecidas colonias. Ese ceboartificial había atraído a miles deinmigrantes latinoamericanos: laArgentina estaba más cerca que Europay es tierra de promisión, crisol de razas,destino de grandeza. Cualquier paria dela América del Sur podía juntar dólaresy volver luego a su tierra a comprarse unauto nuevo para pasear por lasautopistas en vez de echarse a dormirdebajo de ellas. Ahora la fiesta estaba terminando;como tantas otras veces, se agotaban laspilas, se acababa la cuerda delendeudamiento a ciegas, llegaba la hora

de pagar o de lavar los platos duranteaños, y ya se sabía cuál de las opcionesera la más probable y a quiénes lestocaría arremangarse. La clase mediaabollaba cacerolas pidiendo a gritos queles devolvieran la guita que habíanguardado en los bancos y los más pobresechaban miradas de nostalgia al pagochico que habían abandonado por elsueño de juntar plata en las ciudades.Sólo los chorros seguían celebrando, enlos directorios de grandes empresas quefugaban capitales y especulaban con lainminente devaluación del peso o en losaguantaderos enquistados en el corazónmaloliente de barrios como El Polaco oel Carlos Gardel, donde se preparabanpara el festival de saqueos que la

oposición política planeaba desde hacíameses en reuniones tan clandestinascomo el carnaval carioca, realizadas encomités o unidades básicas partidarias yen sindicatos controlados por laburocracia corrupta. El desembarco en la Normandíasuburbana había sido planeado comouno de los tantos manotazos de ahogadodel gobierno, que intentaba dar imagende firmeza en el control del delito. Peronadie le creía. Los periodistas invitadosa la mascarada se reían en la cara de losfuncionarios policiales, quienes apenasse apagaban las cámaras y losgrabadores admitían que se trataba deotro fraude, que estaban hartos de quelos mandaran al frente con el doble

mensaje de acabar con chorros ysecuestradores respetando como ahermanos de leche a los marginales queno dudaban en asesinarlos. Empezaba a convencerme de quehabía perdido el tiempo participando dela excursión cuando reconocí entre elgentío al dúo cervantino y el médicorechoncho, mezclado en la nube delcuarto poder. Les atraían las luces,como a buenos provincianos, y lasúnicas que brillaban en aquella lúgubrevilla eran las de las cámaras de la tele,concentradas en los discursos de losfuncionarios. Burgos me vio acercar y se apartó delgrupo para venir a mi encuentro.

—Creí que estaba muerto, don Gotán,pero mejor así, no me gusta destripar ala gente con la que me encariño. —Perdimos el tiempo —dije, a modode saludo. —Mejor estar acá de fiesta quedurmiendo todos juntos en su casa —meconsoló—. Pero no se desanime,echemos un vistazo a la trastienda. Nos acercamos al sector donde habíansido dispuestos los caídos en acción. Nole hizo falta el escalpelo de forense paradeterminar que ninguno había muertoresistiendo el ataque policial, todos loscuerpos llevaban varias horaspudriéndose. —Los achuraron temprano,probablemente lejos de esta villa.

Ni cuando disparo a quemarropa meregodeo en el espectáculo de un tipodoblándose por el impacto, mirándomeya sin ver, despavorido ante el abismo.Tampoco Burgos era de la categoríaimpresionable. Y sin embargo nopudimos dejar de mirarnos uno al otro,de compartir el escalofrío. —Son fiambres viajeros —dijoBurgos—. La logística del fraude se haperfeccionado de tal modo en laArgentina que, si hoy tuviéramos unadictadura, tirar presos vivos al mar seríaconsiderada una chapucería. No sólo la rubia Lorena había viajadocontra natura. Lo que Burgos meinformaba con la frialdad propia de losde su oficio es que hay especialistas en

esa clase de macabros traslados. Comopor lo general las investigacionespoliciales terminan al pie de la tumba,pocos cuestionan el lugar y lacircunstancia del último viaje, a menosque haya más de un motivo parasospechar que gente joven, sana, rica yfeliz, muera de infartos. —Pero insisto, no tenemos nada —dije—. Nadie ha vuelto a amenazarme,la hija de mi amigo sigue en el limbo, talvez se haya convertido ya en otrofiambre viajero. Burgos resopló. Pareció dudar,examinando quizás la utilidad de lainformación que había recogido.Encendió un cigarrillo y aspiró el humocomo quien se levanta y sale al aire

libre, una mañana de sol en las sierras. —Hablé un rato largo con mi amigo,el forense de La Plata. Aparte derecordar viejos tiempos, placeres queson más difíciles de reconstruir en lamemoria que el más complejo de loscrímenes, me dijo que había sangre en elcuerpo de la modelo rubia. —Natural, si la asesinaron. —No tan natural, si la sangre no erade ella. Me quedé callado, esperando algunaclase de revelación adicional, un postscriptum a su informe. —No espere que sepa de quién —dijopor fin—, no llevo un laboratorioportátil, ni mi ex condiscípulo puede,por capo que sea, determinar la

identidad de nadie por salpicadurasajenas. Sólo, que era de otro grupo. —Y del mismo sexo... —Eso corre por su cuenta —se atajó—. Yo me atengo al informe de miamigo: que no había restos de semen. —Sí los había en los cuerpos de lasotras víctimas —intervino Ayala, que sehabía acercado para sorprendernos,como un chico travieso. —Algo tenemos, entonces —dijoBurgos, para neutralizar mi pesimismo—. ¿Dónde está su ayudante? —lepreguntó a Ayala. —De conquista. Simpatizó con laguardiana del museo policial y quedaronen verse esta noche, aquí mismo. Laparticipación de ella en el operativo es

parte de sus horas extra, y Rodríguezestá de licencia y a seiscientoskilómetros de su jurisdicción, comosabemos. Señaló al grupo de periodistas, que yase estaba dispersando, dentro del cualRodríguez y su conquista charlaban yreían. Hay romances en plena guerra, esinevitable desde que ambos sexosparticipan en redadas policiales ygenocidios; historias de amorinolvidables que algún día seráncantadas por los vates sin laúd de lostiempos de internet. El espectáculo parecía languidecer,como en esas puestas teatrales en lasque a pobres elencos de provincia uncortocircuito les quema el único spot y

el sonido, y terminan recitando a Chejoven penumbras y desgañitándose frente aun auditorio que ya era escaso yescéptico cuando todo brillaba yretumbaba. Nos reímos de Rodríguez,cuya guardiana compartía con él lasmedidas de altura y de talla, pareja deconcurso, la definió su superiorjerárquico, celoso de las oportunidadesque da la felicidad aun en lugares tan acontramano como el museo policial. Pensaba que de todos modos y pese asu espectacularidad la noche no habíatenido sorpresas. La suspicacia seadhiere a veces a la percepción de loshechos como musgo a la piedra, eimpide reparar en detalles. El tipo que acompañaba a Lorena

cuando volví a verla, por última vez convida, en el restorán de Bahía Blanca alque había ido con Isabel, era el detalleen el que no reparé al acercarme conBurgos a los cadáveres, y hacia el quede pronto desvié mi atención como si mechistara desde el otro mundo. Reconozco su rostro, pese a la muecacongelada en la incredulidad con la quepretendió atajarse de la muerte. Unomás, esta madrugada, el sexto de lacallada fila prolijamente acostada sobrela tierra, fiambre viajero quién sabedesde dónde.

TERCERA PARTE

Mariposas guardadas en unálbum

I A las seis de la mañana hubo en midepartamento un desayuno de trabajo:Burgos, Ayala y yo, mate y facturasrecién salidas del horno de la panaderíade la esquina. Rodríguez, ausente conaviso. La guardiana del museo policialestá caliente y no me voy a perder unanoche de sexo libre en Buenos Aires,jefe, le comunicó a su superiorjerárquico, quien le advirtió que noesperara medallas ni jinetas adicionalespor su heroica conducta en acción. Ayala contó que se había despegadode la caravana en cuanto cruzaron las

vías del ferrocarril Sarmiento y habíaenfilado para el hospital SantiagoCúneo. —No sé por qué lo hice, corazonadas—dijo, arruinando el mate con un chorrode agua hirviendo, así lavadito, no daacidez, se justificó. Burgos explicó que el Santiago Cúneohabía sido en otros tiempos un hospitalmodelo, aunque el paso del tiempo y,sobre todo, de los gobiernos, lo habíatransformado en lo que era: una ruinasobredimensionada, que devoraba elpresupuesto del estado en pagar acentenares de empleados de los cualessólo una cuarta parte cumplía funcionesefectivas. Traducido, que las trescuartas partes restantes se rascaba sin

disimulo o directamente ni aparecía porel lugar de sus supuestas funciones. Elhospital, sin embargo, no daba abastopara atender a la pobre, pobrísima genteque llegaba desde los cuatro puntoscardinales de la provincia y esperabadurante horas para que, en cincominutos, les diagnosticaran un resfrío oun cáncer, y los devolvieran a sus casascon un turno para tres o cuatro mesesmás tarde. —El genocidio está ante nuestrasnarices —dije, rechazando el matelavado que pretendía convidar Ayala—.Los humanistas se rasgan las vestiduraspor lo que pasó en la ex Yugoslavia, porlas penurias de esos afganos culeadosque tienen sepultadas en vida a sus

mujeres, o por los desmanes de losyanquis en Irak, pero de lo que pasa acáa la vuelta, ni se enteran. Ayala descalificó con sólo una miradamis preocupaciones sociales y Burgosme miró pero sin prestarme atención. Deun par de canas y un forense no va anacer nunca una célula revolucionaria. Ayala siguió contando su expediciónal hospital, en la que todavía losecundaba Rodríguez. —Entramos por la guardia, que era undesierto. La verdad, todo el hospital es aesa hora una tumba anticipada dondesólo circulan los enfermos y las ratas. Nadie los interceptó, nadie lespreguntó a dónde iban o qué buscaban, alo mejor porque al dúo cervantino se le

notan los bultos, no en la entrepiernasino bajo el sobaco izquierdo, y por sino fuera suficiente van con la pancartade canas en alto: pelo negroengominado, Ayala, y recortado acuchillo, el de Rodríguez, anteojososcuros a medianoche, ínfulas de razaaria, el cinismo enfático con el quemiran a todo el que se les cruza. Sonhumanos, sin embargo y aunque lodisimulen, y Ayala quedó impresionadoante tanto abandono. —Los refugiados palestinos vivencomo reyes, al lado de esos enfermosque van y vienen por los pasillos, o delos postrados que en las salas esperan ala muerte como quien espera el bondi enla parada.

—Muchos médicos atienden gratis enlos hospitales —salió Burgos en defensade su gremio—. Y muchos pacientes securan, aunque es cierto que a veces laparentela los deja ahí tirados y noaparecen más. Hombres y mujeres quedespués de mi par de anestesiasgenerales y varias semanas sin que nadiese acuerde de ellos, ya no saben quiénesson ni de dónde vinieron, y lloran comochicos cuando tienen que dejar lascamas para que las ocupen otrosenfermos. Sin buscarlo, dejándose llevar poralguna clase de corriente secreta, lossabuesos provincianos desembocaron enun pasillo mal iluminado por doslámparas de 25 watts, una en cada

extremo. Si en las salas el panorama eradeprimente, en aquel corredor tuvieronla impresión de haber dejado atrás elhospital y estar internándose en algúnacceso al infierno. Los muertos de apie, los que no tienen familiares queles paguen un mínimo servicio depompas fúnebres, deben irse por aquí,contó Ayala que le había comentadoRodríguez, quien como buen Sancho deldúo cervantino llevaba la voz de laprudencia prendida a la garganta conalfileres. —Me dio un poco de cagaso —confiesa Ayala mientras cambia aregañadientes parte de la yerba—. Elarma reglamentaria no sirve parabajarse un fiambre, esos ya están

servidos, no tienen nada que perder. —Los muertos no matan —explicóBurgos, no sé si por tranquilizarlo o enun arranque metafísico espontáneo—.Yo sueño con ellos todo el tiempo, merecriminan los diagnósticos, mepreguntan para qué los abro si losgusanos se encargan solitos de llevarsela materia prima, y la eternidad, deblanquearles los huesos. Pero nocontagian su condición, la muerte no esun virus, no enferma ni amenaza, es sóloel final. Ayala no pareció convencido. —Da lo mismo. Prefiero enfrentarme auna pandilla de narcos que a un solofiambre en tránsito. —Hablando de fiambres en tránsito,

mi amigo el periodista está detrás de lapista del que reconocí en la fila decadáveres. Quedó en llamarme, encuanto sepa algo. —Yo no me confiaría —me advirtióAyala—, los testigos y los entrometidostienen poca chance de llegar al final deesta historia. Nada más cierto, pero yo no podíahacer otra cosa, por el momento, que«tercerizar» parte de la investigación.Está de moda en las empresas, latercerización, reduce costos y aceleralos procesos, dicen los entendidos encuestiones de negocios. El dúo cervantino se topó, en aquellóbrego pasillo, con el acceso a una salaque no era de hombres ni de mujeres.

Tampoco había médicos ni enfermeras,sino un par de gigantes malhumoradosque al verlos, y sin emitir ni un gruñido,los encañonaron con sus fusiles. —Creo que se perdieron, el baño esarriba —dijo uno de los gigantes. —¿Quiénes carajo son ustedes? —preguntó el otro. Ayala alzó los brazos para que lacampera que llevaba puesta se abrierasola, sin que su movimiento pudiera sermalinterpretado, y quedaron a la vista supistola y su chapa de humilde canabahiense, que en la penumbra lucía igualque la de un investigador del FBI. —Tenemos un compañero herido, seestá desangrando en la guardia. ¿Dóndeestán los médicos de este hospital? —

dijo, con toda la falsa indignación quepudo demostrar. Los gigantes se miraron entre ellos yel que parecía ser el jefe trató decomunicarse con su handy, pero nadierespondía. —¿A dónde mierda se fueron todos? Pidió a su compañero que vigilara alos intrusos y dijo que subía a laguardia, a ver qué pasaba. Pese a sumalhumor debió confiar en que Ayala nomentía porque dejó su fusil alcompañero, tal vez para no alarmar a lospacientes que ambulaban por lospasillos y creían estar en un hospital. —¿Quién lo hirió? —preguntó elgigante que quedó a cargo. —Un villero hijo de puta al que paró

acá nomás, a dos cuadras, para pedirledocumentos. —Se la buscó, hay que ser pelotudo,los villeros de esta zona andan todoscalzados con ferretería de últimageneración. ¿Por qué lo detuvo? —Por eso mismo, porque tenía cara devillero hijo de puta. —Dígale a su compañero, si no semuere, que no meta el hocico donde nolo llaman. Esta es tierra consagrada alos demonios, acá no entran curas nicanas de otras jurisdicciones; acá reinanlos muchachos de Fuerte Apache. Fuerte Apache es un barrio de grandesedificios grises que alguna vez fueconstruido con la pretensión de alojar afamilias del proletariado industrial del

Gran Buenos Aires. Los edificios estáninterconectados por pasillos en altura,los arquitectos que los diseñaron debíandarse con pasta base, lo mismo que lostrabajadores que se mudaron allípensando que empezaban por fin unanueva vida. Todo quedó a medio construir, la platapara terminarlos se fue a otro lado, ypronto la pesadilla reemplazó a lossueños. Hoy es un virtual reino desombras, en el que las tribus disputaninfluencias, merca y territorio. La luchaes pasillo por pasillo, baldosa porbaldosa, y la sangre de esos guerrerosde la nada corre como agua servida porlos resumideros. El gigante que había ido hasta la

guardia volvió furioso. —No hay nadie, es cierto, perotampoco está el herido, ¿quiénes sonustedes? La respuesta no se hizo esperar. Elculatazo de Rodríguez lo acostó sindarle tiempo a conciliar el sueño.Cuando el otro gigante empezaba reciéna sorprenderse, Ayala ya le habíaencajado el 38 en las costillas y learrebataba el fusil en una limpia jugadaque, de haber habido tribuna, habríasido celebrada con cánticos y papelitospor la hinchada. —El armamento fuecircunstancialmente expropiado —contóAyala con lenguaje de redactor desumarios—. Guardamos a esos dos

inútiles en un cuartito lleno de escobas ycepillos flamantes, ya que la únicaenfermedad que de verdad combaten enese hospital es la higiene; le echamosllave por fuera y entramos en la sala. Allí, en el subsuelo del hospitalSantiago Cúneo, estaba el depósito dearmas que la coalición policial habíaido a buscar a la villa El Polaco.Prolijamente estibados, toda clase deexplosivos, armas cortas y largas, y suscorrespondientes repuestos, esperabanturno para ser despachados a sus últimosdestinatarios, siguiendo el ordenprobable de los pedidos que en algúnlado se tramitaban. Ayala y su ayudante recorrieron aquel

pabellón tan extasiados como un ratoantes lo habían hecho con el museopolicial. Jamás, en Bahía Blanca ni enninguna comisaría del interior del país,se habrá visto ni se verá tal variedad ycalidad de armamento liviano y pesado.Sólo en lugares como el ministerio deBienestar Social, cuando en 1973 LópezRega se encaramó en el poder sobre loshombros de Perón, y en la fábricamilitar de Río Tercero, en Córdoba,volada en 1994 para encubrir el tráficoilegal de armas en que estabacomprometido el gobierno federal de laépoca, pudo concentrarse tanto poder defuego. —Hay dos pabellones más, que secomunican interiormente con ese, pero

están vacíos —terminó de informarAyala—. Son nuevos, seguramenteacaban de construirlos no para atenderenfermos sino porque no dan abasto paraguardar tanta mercadería. —La medicina es un apostolado —dijo Burgos, resopló, harto del matelavado que nos aflojaba las tripas y dela sociedad que supimos construir,donde cualquier acto o circunstancia,por miserable que parezca, nos reflejamejor que los espejos.

II Que en un hospital se guarden armasno debería sorprender a nadie en laArgentina, donde sindicatos yreparticiones públicas sirvieron en untiempo como arsenales. Claro quecuando la pólvora, el gelamón y el trotylreemplazan al alcohol, las gasas y losantibióticos, algo está por suceder. Pero a fines del 2001 no estábamos enguerra, o por lo menos, eso creíamos. Burgos salió en busca de información.Tenía una cita ese mediodía en lafacultad de medicina con el titular de lacátedra de anatomía patológica, otroantiguo condiscípulo del que

inevitablemente se había distanciadocuando, al regreso de un viaje decapacitación a Europa que habíanemprendido con otros compañeros depromoción, Burgos fue tras una bella dela que se había enamorado en Portugal yque en el viaje de regreso a la Argentinale pidió con cantos de sirena que laacompañara a visitar a su familia enBahía Blanca. Un romance apasionado ysin salida, la bella se hartó pronto delolor a formol y levantó vuelo, aunquerasante, detrás de un antropólogo suecoque se internó en los desiertos de laPatagonia. Como quien elige recluirse en unmonasterio, el médico que todavía noera rechoncho se amuralló en Bahía

Blanca y alimentó allí su soltería y sustejidos grasos, convencido de que laprofesión médica daba para cualquiercosa menos para pretender ser respetadoen un país lleno de vacas y de trigodonde a cientos de miles de chicos lesfaltan el pan y la copa de leche, dijo,no para justificar su fracaso personalsino para explicar, desde su punto devista, que la soledad a veces es unbuen refugio, por lo menos nos deja aun lado de la violencia; yo no tengoque matar a nadie, don Gotán, porquelos pacientes que llegan a mi consultaya están muertos. Mónica se comunicó conmigo porteléfono esa misma mañana paracontarme que había recibido un extraño

llamado. Una voz distorsionada le dijo queIsabel estaba bien, que no sepreocupara; sabrá de ella cuando seaoportuno, dijo la voz, sin darle tiempo ahacer preguntas y agregando, antes decortar, que hiciera lo posible para queese cana sin patente amigo suyo sedeje de joder. —¿Grabaste el llamado? —lepregunté. —El contestador automático registróla voz. Tengo además un identificador,pero llamaron desde un teléfono públicoen la calle, el ruido de los colectivoscasi no permite oír lo que dice. Apenas corté con Mónica, salimos conAyala a tomar aire. En el camino nos

encontraríamos con el Pepa, quien habíaprometido activar sus contactos paraenterarse de dónde habían salido losmuertos sembrados en la villa El Polacodurante la invasión policial y, entreellos, el que yo había identificado comoel acompañante de Lorena en elrestaurante de Bahía Blanca. El centro de Buenos Aires levantabatemperatura propia. Mientras el sol dediciembre recalentaba las paredes delos grandes edificios, las medidasfinancieras del gobierno derretían loscerebros de la clase media que no podíaretirar su plata de los bancos y losempujaba a las calles como a hormigasdesalojadas con kerosene de sushormigueros.

Felices, aunque todavía incrédulos,los piqueteros cuyo oficio más conocidoes el de cortar calles y rutas parareclamar bolsas de alimentos ysubsidios, veían sus huestes engrosadaspor desordenadas columnas deempleados y amas de casa queinsultaban al ministro de economía y alos bancos mientras se anunciaban unosa otros que había llegado la hora de loshornos. No faltaban los exaltados quesoñaban con patíbulos en la Plaza deMayo para los políticos que ellosmismos habían votado y que ahoraexplicaban sin convicción lo que todobanquero sabe: que la plata no está enlos bancos donde los ingenuos la dejan,que tiene alas o poderes extraterrestres

pero en cualquier caso se volatilizaapenas cruza el mostrador de las cajas. En las afueras de la capital, punterospolíticos y caciques pandillerosrepartían plata en las villas miseria paraque sus pobladores avanzaran sobre lossupermercados y se sirvieran librementede las góndolas; la policía bonaerensetenía precisas instrucciones de hacer loque habitualmente hace, cruzarse debrazos, asistir impávidos aunqueregocijados a la alteración del ordenque juraron defender. Ayala estaba deslumbrado por elhervidero humano en las calles delcentro, a pesar de que decía odiar a losporteños como un palestino a losisraelíes. Y es que la ciudad entera

gesticulaba por esos días como un mimoatacado por espasmos, mostraba rostrosextraordinarios, conductas alteradas queningún cóctel masivo de drogasdespachado por la red de agua corrientehabría producido con mayor virulenciaque las maniobras financieras delcapitalismo en fuga. Nuestro encuentro con el Pepa en uncafé del centro donde todos hablaban alos gritos no pudo escapar a ese climade vísperas. En «Cambalache», el bar al pasodonde nos habíamos citado con el jefede policiales del diario La Tarde, laspocas mesas a un costado del mostradorhabían sido retiradas para aumentar lacapacidad del bar y, supuse, para evitar

que los ánimos caldeados derivaran ensillazos y mesas volando en cuantoestallara alguna discusión entredefensores y opositores al gobierno. —¿Compró dólares? —fue el saludodel Pepa—. La ciudad entera estácomprando dólares, los bancos ya noentregan, las casas de cambio cerraronhace media hora, hay saqueos enBoulogne y en Laferrere, dicen que enLa Cava reparten armas. Recién cuando acabó con su informede las últimas noticias pareció repararen la presencia de Ayala. —¿Ahora anda con guardaespaldas? —No me interesa la crisis nacional,Pepa. El principal Ayala es un cana deBahía Blanca que vino a Buenos Aires a

descansar. ¿Qué averiguó de los muertosque plantaron en el ataque al Moneada? El Pepa lanzó un bufido y se quedócallado, murmurando algo parecido alrezo del rosario. En realidad, hacíacuentas, pasaba a dólares los pocospesos que llevaba en el bolsillo, sepreguntaba sobre la conveniencia deinvertir en billetes norteamericanos opedirle al mozo un pebete de jamón yqueso con una gaseosa. Ayala ni lo había mirado al llegar ytampoco pareció escuchar elcomentario, tan absorto estaba endescifrar los códigos de la multitud, enanticiparse a los movimientos y tratar deentender qué transaban en cada grupo opareja detenidos a cada paso. Las voces

se acoplaban como cantos y gritos deanimales en la selva, produciendo unaturbia estridencia, una lava sonoraescupida desde el cráter del volcán queen su avance por las laderas arrasabacon toda comunicación humana. La elección de la opción gastronómicaserenó el ánimo de mi amigo periodista. —Todos truchos. No es que noestuvieran muertos —aclaró mientrastragaba su sándwich—. Los trajeron dela morgue. Esos préstamos son másfrecuentes de lo que creemos. Eldespliegue que vimos no fue paraencontrar droga o cazar chorros, sonoperaciones de alta publicidad, «supolicía trabaja por la seguridad delciudadano», «estamos para cuidarlo»,

toda esa mierda. —¿Y mi cadáver? —Se llama Cordero. No me pregunteel nombre, pero el apellido es fácil derecordar. Es un gestor. La información reunida por loscontactos del Pepa indicaba queCordero era, o había sido, funcionariodel área de licitaciones del ministeriode Defensa. Su poder derivaba de laindependencia que, para no abocarse asus asuntos específicos y poder subirseal avión presidencial en cada gira por elmundo, concedía el ministro aburócratas con los que ni siquiera habíahablado desde el día de su asunción. El tal Cordero pactaba ventasmenores, aunque nunca inferiores al

centenar de armas largas y equipamientomisilístico para operaciones de bajaintensidad. Sus compradores porizquierda no conspiraban contragobiernos títeres del Asia ni hacían eltrabajo sucio de corruptas democraciaslatinoamericanas: eran pymes de ladroga, pequeños y medianos productoresde Bolivia y Colombia, obligados amantener actualizado el equipamiento desus tropas de custodia y defensa. Lasarmas se vendían sin identificación y sinotro reaseguro que la suspensión defuturos pedidos en cuanto los fusilesempezaran a trabarse y los misiles avolar de regreso a casa, en vez de seguirviaje hacia sus objetivos. El mercader, cordero de Dios y lobo

del diablo, no trabajaba solo, aclaró elPepa en cuanto acabó con el sándwich.Era apenas uno de los tantos «links» dela red, bastaba con hacer un «click» ytoda una gama de ofertas se desplegaba.Comprometidos con el dogma de laeconomía de mercado, competían entreellos con rebajas por estacionalidad yoferta de novedades, incluyendo armasque el país no fabricaba perotriangulaba sin obstáculos, llegaban yquedaban estibadas en contenedoresque, mientras la clientela cumplía conlas formalidades del caso, serecalentaban al sol en las terminalesportuarias de Buenos Aires. A Cordero, Dios o el diablo debieronbajarle el pulgar cuando un cliente,

vecino de la progresista localidadparaguaya de Ciudad del Este, fuearrestado al pie de un contenedor reciénllegado por una brigada surrealista depolicías que, en vez de aceptar laparticipación en el negocio ofrecida porel mercader, lo esposaron y lo mandaronsin trámites diplomáticos a comparecerante un juez federal de la Argentina. Elcónsul paraguayo en Iguazú llamó a supar argentino en Ciudad del Este, estavez no para coordinar la hora en que sereunirían a jugar al golf y fumarse luegoun par de porros en las residencias dealguno de ellos, sino para quejarse porla violación al territorio nacionalparaguayo cometida por unosaventureros uniformados de tu país, lo

que podría derivar en un incidenteinternacional de imprevisiblesconsecuencias, chamigo. Las habituales escuchas que sobre lascomunicaciones judiciales, policiales ydiplomáticas contratan los traficantes enesas fronteras calientes pusieron sobreaviso a los compradores estafados, ungrupo islámico en formación quelegítimamente o por las dudas reivindicacuanta explosión se lleva a los reinos deAlá a los enemigos del Corán en elmundo. El nombre de Cordero fueanotado y pasado a incobrables, y unasemana después pasó lo que el Pepa menarra, con una mezcla de admiración yrepugnancia, en el bar atestado deahorristas con los ahorros secuestrados

por el gobierno. —Encontraron a Cordero en el mismohotel donde usted se alojó, en BahíaBlanca. La noticia surte inmediato efecto enAyala, que para ocupar su banquetadesplaza de un empujón a un sudorosoempleado en su media hora de almuerzo.Acaba de un trago con la Coca-Cola delvaso del Pepa y pregunta de dóndecarajo sacó esa noticia. El Pepa nipestañea, tampoco lo mira, nuncarevelo mis fuentes, me dice, y Ayala lecierra su mano derecha sobre el cuello yle clava la rodilla en los testículos,aplastándolo contra el mostrador, sindarle tiempo, ni aire, para quejarse. Si alguien entre quienes nos rodean se

da cuenta del episodio, lo disimula muybien. Los ojos del Pepa se ponen enblanco y palidece, le pido a Ayala conun gesto que lo suelte y contengo al Pepapara que no se desmorone, al tiempo quele acerco un vaso de agua. Una tos secaindica que ha recuperado la capacidadde respirar y algo de color vuelve a susmejillas. —Si este animal es amigo suyo, hastaacá llega mi colaboración —diceentonces, resentido. —Es su primer viaje a Buenos Aires—susurro en su oído—, le faltaurbanismo. —Viajamos anteanoche desde BahíaBlanca y estaba todo tranquilo —gruñeAyala, alterado por la información—.

Un muerto día por medio, cuandonormalmente pasan años para queaparezca algún achurado. Y justo cuandono estoy. El Pepa paga su consumición y salesin despedirse. Voy tras él pero antes lepido a Ayala que no me siga. —Está rodeándose otra vez de basura,Martelli —protesta el Pepa a viva voz,sin detenerse, cuando por fin lo alcanzoy camino a su lado—. Entiendo que sercana se lleva en el alma, pero yo soyperiodista, y si colaboro con usted esporque en el origen de todo estedesquicio hay un muerto que también fuesu amigo. —Y su hija, desaparecida. Se da vuelta para ver si Ayala nos

sigue. —Es un poco violento, pero es uncana honesto —digo, sin convicción. El Pepa sigue caminando, abriéndosepaso a codazos entre la multitud quedeambula erráticamente, como fugadosen masa de alguna especie de gran asilopsiquiátrico, que no saben a dónde irpero no pueden echarse a descansar. —En el hotel Imperio, de BahíaBlanca. Ahí encontraron el cuerpo deltipo que vio con la rubia. Curiosamente,en la misma habitación que ocupó usteddos noches antes, Martelli. —Viajó rápido a Buenos Aires,entonces. —Más rápido que si hubiera estadovivo. Pero lo más extraño, lo que me

desconcierta y me sugiere que mejoraprovecho la suspensión en el diariopara tomarme unas vacaciones y no paracagarme la vida, es cómo lo mataron ycómo lo encontraron. Se detiene en seco y me obliga a hacerlo mismo. Los peatones que vienen atrásnos atropellan y nos apartan de su pasosin pedir disculpas, ensimismados en lasimágenes que perciben del inminenteapocalipsis, contando las monedas queles quedan para llegar a sus casas,comprar alimentos, alguna medicina. Por un momento, el Pepa es mi espejo,tiene mi cara y me duelen sus testículosabollados, tiene miedo y lo siento comopropio. —Vestido de mina, lo encontraron.

Minifalda y remerita, tacos altos,maquillado para una fiesta. —¿Era marica? Me sorprendo haciendo una preguntaque parece estúpida, pero el Pepacomparte también mi estupor. —No, que se sepa. Es un mensaje,Martelli. Lo vistieron de puta, esohicieron, antes o después de matarlo. —¿Cómo lo mataron? —Con un estilete. Se lo clavarondebajo de la tetilla izquierda y leatravesaron el corazón. La mucama quelo encontró se desmayó ahí mismo,dicen. En menos de media hora, elfiambre travestido ya estaba embarcadoen una ambulancia sin identificación nichapas patente, una camioneta con

vidrios polarizados que en su viaje aciento cuarenta hacia Buenos Airesatravesó raudamente los puestos de lapolicía caminera, como si transportara aun enfermo grave. Pero no hay registrosen la morgue judicial de que hayanentregado ese cuerpo, lo llevaron sintrasbordo a la villa El Polaco y aldesembarcarlo allí, ya era de nuevo unhombrecito. —Los criminales a los que nosenfrentamos son unos ilusionistas —dije, no sin admiración. —Yo no me enfrento a nadie, Martelli.Hasta acá llegué, ahora me voy devacaciones. No tengo un solo pesoencerrado en el banco, deposité todoafuera. No es mucho, pero me alcanza

para un par de meses sin sobresaltos enalgún país vecino. Volveré cuando elhongo de Hiroshima se disipe. Con ladevaluación que seguro que se viene,seré rico en un país de esquilmados. Me dio la mano y antes que pudieradespedirme, la crispada multitud loquitó de mi vista. No tuve tiempo dedecirle que se cuidara, aunque sabía quesu habitual plan de fuga era cruzar aUruguay en la lancha que va a Carmelo yviajar por tierra hasta Canelones, dondelo esperaba una viuda estanciera,criadora de aberdeen angus, con la quese veía una vez al mes desde hacía porlo menos quince años. La viuda teníahijos viviendo en Francia y Alemaniaque querían ver lejos de su madre rica a

ese escriba advenedizo y por eso losencuentros habían sido siempreclandestinos, defendiéndose delescándalo y las conspiraciones,tratando, los dos cincuentones, deconservar como a un jarrón chino en unjardín de infantes el amor que los unía. No volvería a ver durante muchotiempo a Peloduro Parrondo. Su firmadesapareció del diario La Tarde, dondeme informaron de mala gana que habíahecho abandono de tareas. Durante dosaños, en su departamento de solterón noobtuve otra respuesta que la de sucontestador automático, empecinadocomo un loro en repetir a lossalvavidas, el barco se hunde.

III Alguien que cambia su conductasexual después de muerto y que ademáses funcionario público merece, aunqueno se trate de un ministro ni de unsecretario de estado, cierta atención porparte de la prensa. Nadie habíaregistrado el episodio, sin embargo.Recorrí las páginas de policiales detodos los diarios, busqué en internet,nada. Cordero no había existido y, dadaslas circunstancias, ya no tenía chancesde lograrlo. Si no lo hubiera visto en elrestaurante de Bahía Blanca y si nohubiera reconocido su rostro entre losde los «malvivientes» abatidos en el

barrio El Polaco, yo también habríadudado de su existencia. La condena a muerte de Edmundo, a laque Isabel se había referido, debióprovenir entonces de su despacho oficialo de alguna oficina no muy privada,habilitada para las horas extra que hacíacomo intermediario en el tráfico dearmas. La rubia Lorena o como sellamara debió ser su secretaria y amante,posiciones que a menudo se imbricanuna en otra de manera que se vuelvedifícil determinar en qué momento lasecretaria pasa de la admiración a lacalentura, o si en la curricula de laaspirante pesaron más sus medidasanatómicas que sus habilidadesprofesionales.

Me pregunté si Edmundo habríatraicionado a sus mandantes, comosuponía Mónica, o habría descubiertoalgo que lo puso en la mira de losasesinos del sistema. Si la orden dematarlo había partido de Cordero,¿quién decidió que él mismo y, antes, suamante secretaria, debían desaparecerdel tablero? Tuve que reconocer que el sangrientoajedrez se ejecutaba con algunasofisticación. Que en el cuerpo deLorena no hubieran hallado restos desemen y que a Cordero se lo hubierancargado vestido de cordera, delatabaque detrás del plan siniestro habíaespíritus sensibles, amantes de la ópera

o de la pintura decorativa, defensoresdel orden conservador pero permeablesa una cauta renovación de las normassociales, siempre que las relaciones depoder se mantengan estables. Una suertede gatopardismo moral, en el que el hijomayor de una familia aristocráticapuede, como el infausto Cordero, hacersu elección sexual contra natura y contaren los salones con la aprobación de laparentela, pero que a ese puto de mierdano se le ocurra reclamar su parte de laherencia porque aparece acostado enuna zanja con un palo clavado en elculo. Un mensaje, dijo el Pepa. Losmañosos de cualquier calaña ycondición social aman los mensajes. Los

burgueses, miembros de esa supremamafia que el capitalismo consagró yprotege con buenos argumentos o asangre y fuego, reclaman de sus artistasque sus obras vengan con mensaje. Quesean constructivas aunque aludan alinfierno. Que quede alguna luz por laque se pueda espiar cómo los buenos alfinal triunfan, cómo el mal retrocedehacia las tinieblas y los que desafían alderecho de propiedad acaban en lahoguera. Tuve miedo, en esa mañana tumultuosaen la que Buenos Aires era un volcán decorrupción impune y millones depequeñísimos burgueses observabanimpotentes la erupción de infamia. Nopor la sociedad, no creo en ella ni en su

famosa reserva de valores, tan volátilcomo las reservas de divisas del bancocentral. Tuve miedo de encontrarme, si salíavivo de la aventura, con revelacionesdesagradables. Había vivido hastaentonces con la certeza de que mirenuncia a la policía había estadofundada en el asco, en mi rechazo a todaforma de complicidad con la barbariegenocida de la dictadura. No porque yohaya sido nunca simpatizante de laguerrilla, ni socialista, ni sensible alsufrimiento de los pobres. La aplanadora del sistema noencuentra en mí valores que triturar,estoy reseco. El oficio de canaembalsamó mi espíritu —si tal

entelequia existe, si pensar que elhombre es algo más que su carne noforma parte de un ensueño. No hay diferencia entre acribillar a unchorro que se cargó a una viejita pararobarle la jubilación o matar a unmaestro de escuela por las dudas quesea de izquierda. La muerte no hacedistingos éticos, acaba con el tipo azarpazos, es un tigre voraz que habita ennosotros y sólo está esperando suoportunidad para escapar y hacer de lassuyas. Algunos le dan esa oportunidaduna vez en su vida, en un arranquepasional, en un brote de odio o porconveniencia económica. Otros eligenser canas, andar por las calles de unaciudad como Buenos Aires es convivir

con ese tigre ya cebado, dejarlo libre acambio de un sueldo, verlo actuar comosi de verdad fuera otro el que desgarra yobserva luego, indiferente, losestertores, la mano que se tiende paraque la tomemos en el último instante.Ser cana es cerrar los ojos, meter lasmanos en los bolsillos, dejar morir. Se lo veía feliz al médico rechoncho,en esa calurosa noche de diciembre de2001. El presidente acababa de anunciar laimplantación del estado de sitio, esatarde habían saqueado supermercados yalmacenes, la televisión mostraba a lossaqueadores victoriosos y a losalmaceneros de barrio que se paseaban

desolados entre góndolas caídas, restosde alimentos, artefactos eléctricosdestrozados. La policía se había cruzadode brazos porque no iban a dispararcontra el pueblo, ellos, queheroicamente lo defienden de toda clasede abusos. Apenas el presidente, un hombrevacilante y de mirada desvaída, atacadopor un tardío autoritarismo, anunció elestado de sitio, media ciudad se volcó alas calles gritando y golpeando tachos ycacerolas. Ya había pasado en Chile,casi veinte años antes, lo de lascacerolas. La clase media enfurecidapor el desabastecimiento salió entoncesa repudiar a un gobierno socialistaasediado por la derecha y pocos días

más tarde el gobierno caía, en medio deun ataque a mansalva al palacio degobierno por parte de la aviaciónmilitar, cuya brutalidad hizo recordar alos nostálgicos los bombardeos de laPlaza de Mayo en 1955, cuando lamarina de guerra se alzó contra Perón. Pero ni el gobierno argentino era en2001 socialista ni peronista, ni lafelicidad del médico rechoncho teníaque ver con la política, que le importabapoco, sino con el encuentro con sucondiscípulo en la facultad de medicina. —Qué lindo ambiente, cuántosrecuerdos —dijo, casi en trance—.Mientras hacían la plancha en lospiletones con formol, los difuntosparecían escucharnos rememorar los

viejos tiempos. He viajado por elmundo, gracias a mi profesión, dijo micondiscípulo de entonces, hoy titular dela cátedra y miembro de la academia demedicina. Conocí y alterné con gentede alcurnia en los más refinadosambientes, fui agasajado y hastacondecorado por gobiernos como el deFrancia y el del Reino Unido por misaportes en el campo de la anatomíapatológica: hoteles de lujo,recepciones, mujeres caras que seregalaban nada más que por compartirmi prestigio. Pero en ningún ladoestoy tan a gusto como aquí, rodeadode mis cadáveres, y ahora contigo,compañero querido, a quien creíperdido para siempre en esos páramos

sureños. Almorzamos ahí mismo —contó Burgos—. Un almuerzo frugal, esosí; el profesor Miralles es vegetariano. —No le habrá contado de suspreferencias por la carne clandestina. —Me dio pudor, es cierto. Aunquetratándose de carne, no creo que unhombre de principios como Mirallesapruebe su consumo, por controlado queesté. Una vaca es siempre una vaca,poco cambia que lleve en su muslo elsello de un veterinario, que en la escalade valores de la profesión viene muypor detrás del médico forense. Si bien el regreso al pasado habíaocupado gran parte del almuerzo delprofesor vegetariano y el médicorechoncho, dedicaron unos minutos de la

sobremesa para ocuparse del tema que,se suponía, había sido el motivo originalde la reunión: las desventuras de unconvencional asesino de mujeres al quese le pretendían facturar crímenesajenos. —No quisiera estar en la piel de esepobre hombre —dijo Burgos que secondolió Miralles—. Asesinarselectivamente lleva tiempo, hay quehacer un cuidadoso análisis deposibilidades, no dejar huellasdemasiado específicas, ya que lamedicina forense ha avanzado mucho ennuestros días. Que además le carguentrabajo ajeno debe ser muy duro. —El poder se vale de esos golpesbajos, profesor —le dijo Burgos a

Miralles—. Como quien cruza el ríopara desorientar a la jauría de sabuesos.Antes y durante la última dictadura, losparapoliciales adjudicaban suspavorosos desmanes a guerrilleros deizquierda. La gente común nodiscrimina, el mediocre condena sinpensar, el mal siempre está afuera. —Pero si el demonio nos gobierna,¿quiénes lo eligen? Para Miralles, que no hubieran halladorestos de esperma en el cuerpo de larubia Lorena no era un indicio tan clarocomo para el forense de La Plata y parael propio Burgos. Si no la habíanmatado en el hotel, pudieron limpiarcuidadosamente el cuerpo antes detrasladarlo. De hecho, la probable hora

del homicidio no coincidía con la de laestancia del cadáver en mi habitación,aunque no hubieran pasado más de docehoras desde el momento del crimen.Miralles no descartaba por eso que elasesino pudiera ser mujer, aunquesugería no dejarse llevar por la euforiade los descubrimientos, actuar concriterio científico, ensayo y error, ymucha paciencia. Claro, el profesor laureado en Europaque sólo encontraba la paz entre susfiambres no sabía, ni tenía por quépreocuparle, que una mujer joven habíasido secuestrada y podía ya estar muertamientras él y su condiscípulo desterradoen Bahía Blanca platicaban de losbuenos viejos tiempos, cuando los

dolores más agudos eran los de laspenas de amor. —¿Mucha paciencia? Imposible —dije, contrariado. El principal Ayala estaba otra vezcebando sus mates lavados y el ayudanteRodríguez lo había llamado para avisarque no contáramos con él. La guardianadel museo policial era una tarántula conaires de libélula, lo estaba dejando secopero qué bien me siento, jefe, le dijo.Por si fuera poco, le había sugerido quepidiera la baja en esa policía deldesierto y entrara en la Federal, ellatenía buenos contactos en el área dePersonal y lo incorporarían con jinetasde cabo y un sueldo que duplicaba a lamiseria que cobraba en el sur.

—Eso sí, tiene que mudarse a BuenosAires, vivir con ella —contó Ayala,decepcionado con la conducta de perroalzado de su subalterno. —Nada es gratis —observó Burgos. —Pero Rodríguez no tiene la más putaidea de lo que es vivir con una mujerpolicía. Ayala contó que él había pasado poruna experiencia similar. El sueldo se leiba entonces en satisfacer los caprichosde una feminidad que de todos modos yaestaba torcida el día en que eligió sercana. La sexualidad de una mina quesiente pasión por golpear a los hombrescon un palo es un tema que ningúnsexólogo incluye en sus manuales. ¿Aquién arrestan cada vez que reducen a un

chorro? ¿Al padre que las engañósiempre con la madre, al hermano mayorque las somete, a la pareja golpeadora? —Policía y psicoanálisis hacen malayunta —dije, recordando laspersecuciones a sicoanalistas de losgobiernos autoritarios, eldesmantelamiento de servicios de saludmental en los hospitales públicoscuando los milicos talaron con napalmlos ya raleados bosques delpensamiento. Pero tal vez la guardiana del museopolicial fuera la mujer ideal de unlacayo golpeador como el ayudanteRodríguez, y la Federal, el ámbito en elque sus mínimas perversiones sediluirían en la impunidad de la nómina.

Ayala sangraba por la herida, se sentíaabandonado y para colmo, responsablepor haberlo traído a la capital. Ni dosdías había durado la fidelidad de sumastín. Volvería solo a Bahía Blanca ycon las manos vacías en el caso delasesino serial, sin conjeturasverosímiles, sin sospechosos. Admito que no me entristecía sufracaso. Muchas veces, sin embargo, lassoluciones están frente a nuestrasnarices y desviamos la vista, o nospellizcan el trasero y simplemente nosrascamos sin que nos llame la atenciónque el prurito no ceda. Mónica había recibido esa mañana un

envío postal, matasellos de Madrid. Eraun resumen de cuenta y la cuenta estabaa su nombre, aunque ella afirmara nohaber abierto nunca una cuenta enEspaña, ni en ningún lado, Gotán,nunca fui de andar por los bancosrepartiendo plata, de eso se encargabaEdmundo. Doscientos cincuenta mildólares a su entera disposición,depositados el mismo día en queasesinaron a Edmundo. —Es una broma macabra —dijocuando fui a verla a la casa de la amigaen la que había buscado refugio. —Más que eso, un intento de comprartu silencio. —De alguien que cree que me quedarécallada porque Edmundo me engañaba,

que celebro secretamente su muerte. La cuenta había sido abierta por unperfecto desconocido, probablementecon documentación falsa, aunque debióaportar en detalle los datos personalesde Mónica, sus números de documentos,de inscripción en rentas, todo. —Sólo desde el estado se puede teneracceso a tanta información —dije,observando una y otra vez el resumen yla carta del banco español dándole labienvenida como dienta. Tampoco habían ido a Suiza, ni a lasCaimán, ni a Panamá. Querían que fueraun depósito en regla y de libre accesopor algo que Mónica debería justificar,si aceptaba ese dinero y pretendíatransferirlo a Buenos Aires. Aunque

quienes hicieron el depósito sabían,seguramente, que en la Argentina losbancos se comían la plata de susdepositantes. La idea debía ser que fueraa buscarlo, presentándose una mañanaen la ventanilla del Banco de Madrid. —Ayudáme, Gotán. No sé qué hacer,por dónde empezar. Siento a ese dinerocomo a la palada de tierra delsepulturero; me quieren enterrar, peropor qué de esta manera sucia, perversa.Podrían haberme matado cuandosecuestraron a Isabel... Se le ahoga la voz cuando recuerda elmomento en que la arrancaron del auto yla llevaron virtualmente a la rastra,llorando, rogando a su madre que lasalvara.

—No lo hicieron, sin embargo. Tequieren viva. Sea quien sea, te quiere desu lado. Un cuarto de millón de dólaresesperándote en la madre patria. No espoca plata para una viuda despechada. —No estoy despechada, Gotán. Amémucho a Edmundo. Pasaré el resto de mivida tratando de entender qué nos pasó. Faltaba el aire, esa noche. En la casade la amiga de Mónica, que nos habíadejado solos apenas abrió la puerta y mefranqueó la entrada, pero también en elresto de la ciudad. Por las ventanas abiertas llegaba elruido lejano de la percusión sobrecacerolas, columnas de alumbrado ytodo lo que resonara, gritos y cánticos,vecinos que marchaban desvelados por

el enojo y el calor, confluyendo en laplaza de Mayo como siempre que algose resquebraja en la Argentina. Le pedí a Mónica que confiara en mí.Nadie en su sano juicio debería tenerrazones para confiar en un ex policía,pero eran las palabras que Mónicaesperaba escuchar. Como a las delanestesista que, ya en el quirófano, nossusurra que todo va a salir bien aunquesu voz se superponga con el corodesafinado de oscuros querubines quecelebran nuestro probable viaje al otrolado. Estaba segura allí, la amiga seocupaba de todo, hasta de ir a lasreuniones y traer las novedades de laiglesia electrónica a la que las dos

estaban afiliadas, las letras de lossalmos, las noticias de curaciones, losmilagros: paralíticos que abandonan sussillas de ruedas o dejan caer muletas yechan a andar, ciegos que de pronto seencandilan, sordomudos a los que laoración transforma en lenguaraces. Y el mayor, el más increíble de losmilagros: amores que vuelven.

IV No es casual que, en un país queestalla, la lógica de ciertas situacionesparticulares siga el mismo proceso. Lafragmentación está en la base de todopoder que se jacte de su perdurabilidad.Aun en medio del caos de cualquiernaufragio, alguien desde el puenteobserva complacido el espectáculo conel salvavidas puesto. La muerte de Lorena debía pesarletanto al asesino serial de Bahía Blancaque parecía comprensible que optarapor retirarse, poner distancia, buscar talvez otros escenarios en los que ningunaorganización mafiosa invadiera sin

escrúpulos su lugar de trabajo. Una cosaes el crimen por convicción y otra, biendistinta, el crimen por encargo. Y tanincómodo como ser acusado por lo queno se hizo, es ser reconocido y hastacelebrado por acciones ajenas. Comocualquier artista, el asesino serial nopretende usurpar habilidades y detesta elaplauso fácil, no busca la pasajera famasino transformarse en un clásico, serparte de la biblioteca, zafar de la másdespiadada de las venganzas, el olvido. El tercer llamado después demedianoche me puso sobre alerta: algoestaba cambiando en mi rutina. Unasemana antes no lo habría atendido,Félix Jesús me habría mirado con suhabitual condescendencia mientras el

teléfono sonaba y habría emprendido sutour nocturno con la íntima convicciónde que si la indiferencia salva la vidadel gato, condena al humano a unacallada resignación de trasnoche. —¿Martelli...? La voz de mujer sonó cautelosa yentrecortada. No respondí. —Vive solo, tengo entendido —seatrevió, al cabo de no menos de diezsegundos—. A menos que su gatotambién atienda el teléfono. Algo me sacudió. Hasta ahora, FélixJesús había quedado al margen de lasintrigas. —¿Quién es? —No me conoce. Ni yo a usted, laverdad.

Me quedé callado, venciendo latentación de preguntarle cómo sabía quetengo un gato. Podía ser una ocurrencia,cualquiera tiene un gato. O nocualquiera. Ni el gato que tengo escualquiera. —Un periodista me dio su número —dijo por fin, más confiada—. Parrondo,del diario La Tarde. Es al que le mandolas gacetillas. Tosí, incómodo. —Se equivocó. O Parrondo o usted.No me dedico a espectáculos. —Usted no es periodista, usted espolicía —dijo, ahora irritada. Inspiré y contuve el aire. Iba aresponderle que ya no lo era, a aclararmi situación, pero no sabía con quién

estaba hablando. Preferí escuchar. —No crea que va a entregarse, no sehaga ilusiones. Esperó a que yo hiciera algúncomentario. Lejos de desanimarla, sinembargo, mi silencio le dio el aire que amí me faltaba, como si hubiera dejadouna página en blanco que mi anónimacorresponsal estaba dispuesta a llenar. —Va a parar —dijo—. Dos, tresmeses, lo que haga falta. No quiere quele carguen muertos ajenos. Le tiraron auna mina y a un travestí que trabajabanpara el gobierno. Son falsificadores sincategoría, como ésos que hacenfotocopias de los billetes de ciendólares. Empecé a entender, aunque no me

cerraba que fuera una mujer quienhablaba en su nombre. Se lo dije yconseguí aumentar su irritación. —Usted dice que entiende pero noentiende nada, se cree que por serpolicía conoce la naturaleza humana. —Supongo que lo ama y por eso loprotege —arriesgué. —Claro que él es mi amor, ahí vamosbien. Es mi hombre, mi compañero.Aunque tenga ese defecto. —No es menor —sugerí. —¿Y qué pasa con los grandes, losque están arriba? Mire que han mandadoa matar gente, ¿eh? ¿No tienen mujer,hijos, nietos? ¿O acaso un criminal notiene sentimientos, no necesita un hogar,una familia que lo contenga?

—¿Tienen hijos? —pregunté, yalanzado a ocuparme de la secciónespectáculos. Pensé que cortaría, indignada. Laenternecida voz me sorprendió. —Dos, un varón de ocho y una nena deseis. Siguió respondiendo a mis preguntas,ya como si se tratara de una encuesta. Sí,iban a la escuela, una privada, porqueusted vio lo que es hoy la educaciónpública, y las malas compañías, a laescuela pública va cualquiera, encambio a la que van mis chicos,ambiente de primera. Vivimos sinprivaciones, él gana bien. No, no voy adecirle dónde trabaja, no me tome poridiota.

—Parrondo me dijo que se va deldiario. —Gracias por avisarme, no lo sabía—admití—. ¿Qué puedo hacer porustedes? —Informar. Yo mando gacetillas perono me las publican. Me dijo Parrondoque usted tiene amigos influyentes. Habría cortado, si la desmentía. —Acá hay algo raro, Martelli, algopesado de verdad, y él no quiere que lometan en la misma bolsa. —¿Va a dejar de matar? —Por un tiempo, al menos. Él necesitahacerlo, pero me prometió que se va acuidar. A cada rato le recuerdo que tieneuna familia. —Y usted, ¿no tiene miedo?

—Es incapaz de tocarme un pelo,pobrecito. Para él, la familia es sagrada.Los chicos y yo somos la luz de susojos. Ayala cuestionó la legitimidad delllamado nocturno, ni siquiera creyó quefuera cierto y prefirió atribuirlo a minecesidad de ponerlo en ridículo. Seresistió durante un buen rato a aceptarlos datos registrados por miidentificador de llamadas, pese a quefuimos juntos hasta una pensión de malamuerte en Liniers, donde hasta un ratoantes se había alojado un matrimoniocon sus dos hijos, según nos reveló elmalhumorado conserje. —Estuvieron acá todo el día,

encerrados y discutiendo a los gritos,los chicos lloraban y los clientes deotros cuartos se quejaban. Pero habíanpagado dos semanas por adelantado,nadie lo hace y mucho menos, lospiojosos que se quejaban. Al final,dejaron de pelearse, ella habló porteléfono y se fueron como habíanllegado. Quise devolverles la plata queme habían pagado anticipada pero senegaron. No llevaban equipaje. En el libro diario, el padre de familiay presunto carnicero de mujeres habíafirmado Sebastián Gómez, profesiónempleado, lugar de residencia BahíaBlanca. —Pueden ser datos falsos —aclaró elconserje—, yo no le pido documentos a

nadie, sólo la plata del día. Pero mepareció buena gente: algo quilomberos,pero buena gente. Se movían en un Volkswagen como eldel médico rechoncho pero de colornormal, blanco. Aparte de llorarmientras los padres discutían, los chicosno pronunciaron palabra ni al llegar nial irse. La descripción del conserjecoincidía con la fisonomía de por lomenos medio millón de personas, el jefede familia era de estatura mediana, flacoy calvo, su única seña relevante era laausencia absoluta de pelos, ni en losbrazos, lampiño como un perro pila,dijo el conserje. No parecía, de acuerdo con sudescripción, el tipo de hombre que

seduce mujeres por su aspecto. Imaginémás bien el estremecimiento de las quefueron sus víctimas al contacto con esapiel invicta, resbaladiza, de serpiente.Pero de alguna forma se las ingeniabapara llevarlas a la cama; en loscadáveres no encontraron rastros deviolencia anterior a la penetración delestilete. Ayala salió del hotelucho negando conla cabeza, aunque su convicción de estartras el rastro de un mitómano empezabaa flaquear. Llamó a Bahía Blanca enplena madrugada e instruyó al oficial deguardia para que buscaran al tipo,traten de interceptarlo en la ruta, dijo,viaja con la familia, aunque sería muyboludo si volviera al pago.

La decepción, marcada en su rostrocomo viruela, era porque el caso seresolviera con el asesino retirándosepor la presión de su propia familia; quéméritos le iban a reconocer a él comopolicía, si el tipo se esfumaba por sucuenta. Ni siquiera había sido elreceptor directo del llamado. —Nadie tiene por qué enterarse de losdetalles —dije, generoso—. Mi únicointerés en este caso es encontrar convida a la hija de mi amigo. Pero no era de los que agradecengestos altruistas, el principal Ayala.Anunció que apenas amanecieravolvería a Bahía Blanca, con o sin suayudante, y en ómnibus, si Burgos queríaquedarse todavía en Buenos Aires.

Esa larga y caliente noche porteña mereservaba todavía una última sorpresa. Burgos había salido con el profesoruniversitario y «dos huérfanas», segúnsus palabras, que pedían a gritos latutela nocturna de un par de vejestorioscon alguna holgura económica. Asícomo hay voluntarios en los hospitalespara contener emocionalmente apacientes sin familia, existen cofradíasde señores dispuestos a cuidar por unanoche de adolescentes tan desamparadascomo ávidas de disfrutar, al menos poruna noche, de las chequeras de esosañosos y reblandecidos caballeros. Elprofesor era parte de una de talescofradías —explicaría luego Burgos—,

cultivaba ese vicio porque suconcupiscencia con cadáveresconservados en formol necesitabacompensarse con el disfrute de la carnefirme y la piel tersa, y al médicorechoncho le pareció una buena manerade refugiarse de la exasperación que esanoche recorría las calles porteñas. Lo que no previo es que la pasaría enun multitudinario calabozo de unacomisaría de Santos Lugares, al quefueron a parar la decena de gerontessorprendidos en actos de sodomía ypedofilia por una redada policial, segúnconstaba en el acta que, como un poetaen su noche de visita de las musas,tipeaba un auxiliar de guardia queapenas levantó la vista de su

antediluviana máquina de escribir paradecirnos que los detenidos se quedaríanbien guardados hasta que el juez de lacausa les tomara las declaracionespertinentes. Después de dos horas de espera ygracias a que Ayala era cana enactividad, el comisario, que con unpaquete de medialunas bajo el brazorecién llegaba a tomar su turno, nosautorizó a ver al detenido Burgos. —Debí quedarme en Bahía Blanca —fue su primera declaración, apenas nosvio. Estaba tirado en un rincón delcalabozo común en el que se asfixiabanlos diez gerontes y por lo menos unadocena de azoradas vírgenes que se

apretujaban unas con otras, comocachorras de una misma lechigada. —Ayala pensaba irse, esta mañana —dije—, con o sin usted. —Las ratas abandonan el barco —gruñó Burgos, evitando la mirada huecade su amigo policía. —¿Dónde está el profesor? —preguntó Ayala. —Lo llevaron directo a su casa.Mientras a nosotros nos cargaban comoa reses en un celular, a él lo subieron aun remise, con el único compromiso dehablar por teléfono con el juez, que esamigo suyo. Mientras el país se desmoronaba y elmédico rechoncho lamía sus heridas enun superpoblado calabozo de la

Bonaerense, el juez que ese día debíatomar declaración a los detenidos estabaocupado en una causa demasiadoimportante como para acercarse a lacomisaría de Santos Lugares. Esainformación me la dio el propiocomisario, además de convidarme con laúltima medialuna y unas chupadas demate dulce. —Ahora mismo hay un agente encomisión tratando de convencer alvecino hinchapelotas que hizo ladenuncia, para que la retire. No piensotener esa basura acumulada ahí todo eldía. ¿Quién les da de comer, la justiciapenal? Para colmo, la denuncia es porruidos molestos, no por infracción anormas de higiene ni mucho menos por

proxenetismo o trata de blancas... Sedice gracias. Su última frase estaba referida a migesto de repugnancia mientras ledevolvía el mate. —Gracias —dije, nada convencido—.¿Quién es el juez? Me miró, dudando si me respondía. —Es información reservada, secretodel sumario, bla bla bla. Pero voy adecírselo porque, por lo que sé, loecharon de la Federal y eso habla biende usted. Se llama Patricio Quesada. Anoté el nombre en la punta de unahoja del diario Crónica, sobre suescritorio, y la recorté. La primera planadel diario estaba ocupada por fotos dela concentración nocturna en Plaza de

Mayo. —De cualquier manera, apenas vuelvael auxiliar con la conformidad delvecino en retirar la denuncia, los sueltoa todos. No los quiero acá al mediodía.No tengo presupuesto y ninguno de mismuchachos va a salir a mendigar comidapara un grupo de viejos pervertidos y deputitas precoces. Me guardé, de todos modos, el nombredel juez. Instinto o pálpito, confianza enlas tejedurías capciosas del destino,olfato de mastín apaleado que en unanoche de tormenta encuentra sinembargo el olor azufrado de sus propiosorines y vuelve invicto a casa. El ayudante en comisión regresópronto y antes de las ocho de la mañana

los detenidos en la razia salían comocolegiales a la vereda de la comisaría.Ayala y yo esperamos a Burgos, quiensin mirarnos llamó a un taxi y fuimos enbusca del Volkswagen celeste, que habíaquedado estacionado frente al lupanarde donde levantaron a la manada dejuerguistas depravados. —Dios existe —anunció Burgos, ya alvolante, satisfecho de haber recuperadosu auto estrafalario—. El juez amigo delprofesor es uno de los que libraron laorden para allanar la villa El Polaco.Alcanzó a tirarme ese dato mientras nosllevaban en la perrera a la comisaría.Ahí tiene un hueso para entretenerse,Martelli. Alá es grande pero el GranBuenos Aires es todavía más grande que

Alá, es un gran container de chorros ytraficantes, por eso se necesitaron tresjueces para que cada uno en su áreaavalara la legitimidad de entrar a lostiros en un barrio obrero. —¿Y qué encontraron? Nada —gruñóAyala—. Tuve que salir a pasear conese negro calentón para descubrir elpolvorín en los sótanos del SantiagoCúneo. Ayala estaba de mal humor, y conrazón. Su ayudante Rodríguez, el negrocalentón, estaba chupado por una mujerpolicía que se excitaba con la visión delos órganos flotando en formol delmuseo policial, el caso por el que habíaviajado a una ciudad que detestaba se leiba de las manos, y las armas guardadas

en un hospital escuela parecían noimportarle a nadie. —Haga lo que quiera, Martelli —dijoBurgos—. Dios existe. Que usted crea ono, ya es cosa suya. Yo me vuelvo alsur. —Y yo —se apuntó Ayala. —Acá no hay nada más que puedahacer. Todo lo que había hecho el médicorechoncho en Buenos Aires fueencontrarse con otros dos médicos,probablemente no menos rechonchos queél, y entretenerse por las nochesvisitando sórdidos yacimientos dealcohol y de putas. Pero le parecíademasiado. Poco rato más tarde, y tras darse una

ducha y juntar la poca ropa que habíanllevado para la excursión a BuenosAires, el principal Ayala y el forenseBurgos partían de regreso a BahíaBlanca, no sin antes dejar un recadopara Rodríguez. —Si llama o aparece, dígale que sepresente detenido en Bahía Blanca o quese borre de la Argentina, porque dondelo encuentre, lo degrado —dijo Ayala,auténticamente dolido por la deserciónde su subalterno. Nos separamos sin más despedidas. Necesitaba estar solo, la llegada deaquel trío no me había aportado muchopero, sin que ninguno de nosotros se lohubiera propuesto, el simple hecho de

movernos como ciegos en un campominado me había erizado la piel, alpunto de sensibilizarme para sentir elaire frío que venía de algún lado, pese aque en esos tórridos días de diciembreel país entero se debatía en la asfixia yalgunos viejos cadáveres empezaban aapestar. Apenas acabaron de irse mishuéspedes, llamé al juez Quesada, cuyonúmero telefónico me había confiado elcomisario de Santos Lugares pese a serinformación reservada, secreto delsumario y bla bla blá. La mucama queatendió el teléfono se quedó mudacuando pregunté por su señoría, oí quedejaba el teléfono descolgado, pasosque iban y venían, otra voz de mujer

joven dijo que no era el momento dehacer declaraciones, intenté explicarleque no era periodista pero no me diotiempo, colgó de mal modo. Cuandovolví a llamar, daba ocupado. Después de tratar inútilmente deubicar al Pepa, encendí la radio y uncigarrillo. Eran las diez y cuarto de la mañana.Media hora antes, a las nueve y cuarentay cinco, un auto que no iba despaciohabía perdido una rueda delantera enplena avenida General Paz y después devolar literalmente por sobre losguardarrailes se había estrellado defrente contra un ómnibus. El tránsitohabía quedado interrumpido, con elconsiguiente embotellamiento, por lo

que recomendaban rutas alternativaspara ir o venir entre capital y provincia.Heridos, varios, y un solo muerto, elconductor del auto, un chofer con veinteaños llevando jueces de un lado a otro.No tuve que esperar mucho ni mesorprendió demasiado enterarme de laidentidad del pasajero, internado encoma en el hospital Fernández.

V La muerte caminaba a mi ritmo dospasos por delante o por detrás, comouna sombra. Parecía imbécil y hastasuicida la pretensión de darle alcance odetenerme a esperarla. Había empezado a andar de esamanera con el asesinato de Edmundo yyo había aceptado su juego. Un pocoforzado al comienzo, debí admitirlo,pero la rubia Lorena era capaz dereemplazar con sus encantos al flautistade Hamelin. Desde entonces, ya habíasido cuestión de abandonarme a lainercia. Si la Argentina parece a veces una

tierra de nadie, gran parte de suterritorio está ocupado por fuerzas enconflicto que disputan sus batallas a lavista de todos. No hay pandillas al estiloChicago de los años veinte asesinandocapos mientras se afeitan en lapeluquería o comen como reyes en elrestaurante más caro de la ciudad. Pero hay testigos que muereninfectados por virus que nunca nadieclasifica, imputados en causasmultimillonarias que aparecen colgadosde una torre de radio la noche previa asu citación en el juzgado, jueces que seapartan de las causas por chicanas de suoficio o porque sufren accidentes tanraros, y sin embargo frecuentes, comoque la rueda delantera se separe del auto

y vuele a la calzada contraria con el autosiguiéndola como un perro detrás delhueso que su amo arrojó al aire. Patricio Quesada no estaba en terapiaintensiva, ni siquiera lo habían internadoen el Fernández. Cuando llegué alhospital, el director explicaba a ungrupo de noteros amontonados en el hallcentral que se había enterado delaccidente por la prensa y que noentendía quién ni por qué habría dadoesa información. Los noteros sedispersaron protestando y murmurandoconjeturas, la información había salidode la agencia oficial de noticias, nohabía que ser muy sagaz para deducirque el juez accidentado debía estarmetido en algo grande y que, como no

habían podido ocultar lo del autolevantando vuelo detrás de la ruedaperdida ni la identidad delsobreviviente, alguien desde algúndespacho ministerial o corporativo hizoun llamado para que desorientaran a lajauría del cuarto poder. Tratándose de un juez federal, no seme ocurrió a qué otro hospital de altacomplejidad cercano al lugar delaccidente podrían haberlo derivado parasalvarle la vida, si esa era la intención,o acondicionarlo para que murieraapaciblemente, sin contacto con laprensa. Me pareció prematuroabandonar el hospital para ir a rumiarmi frustración en soledad. Cada horaque pasaba podía estar comprometiendo

la situación de Isabel, tal vez ya fueratarde para salvar a nadie, y en ese casomi única opción existencial era regresara la venta de sanitarios como si nadahubiera sucedido, olvidarme de quealguna vez fui cana. Pero cómo olvidar nada si no puedoolvidarte. Si llamo, de noche en noche,nada más que para cerciorarme de queestás allí. Alguna vez diré algo y, noimporta qué, lo que diga será definitivo.Porque sólo estás esperando esemomento para que la última puerta seestrelle contra mi rostro. No sé, finalmente, si acepté este casoque nadie me propuso como un detectivedesahuciado al que le quitan su licenciay debe demostrarse a sí mismo que

sigue, sin embargo, estando vivo,deseándote, largamente desesperado porencontrarte un día sin que desvíes lavista, sin que te avergüences de habercreído en un sobreviviente. Por quécreerme, después de todo, si no puedoexhibir otras credenciales que las de laviolencia, si cegado por el odio hematado a mansalva a las hienas que estasociedad protege como a plantas deinvernadero, he disparado contra tiposque abusando de su condición humanaclamaban por su inocencia, lobos sinotra dignidad que la de sus víctimas. Porqué creer en alguien que volvería adecirte, sin que le temblara la voz, quelo haría otra vez.

Toda curiosidad afila el instinto comoal escalpelo con el que el forense seabisma en las tripas de su cadavéricarutina. La curiosidad de un policía esademás malsana porque el oficio mismode defender unas normas de convivenciaque nadie respeta necesita de ese filo,de esa energía que los hipócritas llamanfalta de escrúpulos. El león o el tigrehambrientos sólo conocen de laidiosincrasia del ciervo sus caminos defuga, su lugar de mayor o menordebilidad en la manada, y una vez que loidentifican se lanzan tras él y no sedetienen hasta devorarlo. El buenciudadano, en cambio, sólo señala, aveces con el dedo y a veces con susilencio. Y allá van el cana o el milico

de turno a matar, trozar y repartir. Comoun cocinero que desde su trastiendaobserva un banquete que él ha preparadopero al que nadie lo invita, por el que norecibirá aplausos ni otro reconocimientoque el desprecio. Creo que no me lancé en busca deIsabel porque fuera la hija de un amigoasesinado sino por curiosidad, porquequería experimentar en carne propia loque hasta entonces sólo había visto enlos demás, las emociones de la alegría yel llanto, la angustia y hasta el miedocuando los túneles del laberintoconfluyen en la gran caverna y llegar alcentro mismo de la Tierra ya no exigeotra cosa que aceptar el fuego,entregarnos al alarido y desaparecer en

él. Salí esa mañana del hospitalFernández sin creerme la enfáticanegativa del director frente a losperiodistas. Al pasar caminando frente asu acceso lateral me llamó la atención eldespliegue de policías obturando comoun coágulo el pequeño portón por el queentran los proveedores, los autoscruzados en las bocacalles, los tipos decivil que fumaban junto a las rejas comoesperando un ómnibus que por allí nopasaba. Me mandé hacia adentro sindetenerme, mostrando de refilón michapa vencida pero lustrosa. Como soycana, aunque venda sanitarios tengo carade cana, y nadie me detuvo; además erandemasiados y conversaban unos con

otros porque inevitablemente la mayoríase conocían, habrían estado juntos enalguna comisaría o se cruzarían sindarse bola por los pasillos delDepartamento, pero allí era distinto,había que hacer tiempo, demasiada gentepara nada, cuál sería la amenaza para eljuez, además de ellos mismos, mepregunté. Una vez adentro caminé mirando alpiso, como un ciego. Estabanrefaccionando ese sector del hospital yhabía olor a cemento fresco y a pintura,mis pasos crujían sobre restos de arenay por el pasillo me crucé con dosalbañiles que comentaban la goleada deBoca sobre un equipo peruano, la nocheanterior, seguro que esos dos no habían

salido a comprar dólares, que apenastenían para aliviar la cuenta en elalmacenero del barrio que les fiabahasta que cobraban cada quincena. Caminé tranquilo, el ambiente parecíarelajado, otra Argentina. Los ursos que encontré al fondo delpasillo, bloqueando el acceso a la únicahabitación en la que parecía haberalguien internado, no eran canas, eranmilicos, comandos en desuso,cincuentones conservados en forma apuro gimnasio que por su edad debieroncargar en sus conciencias, si lashubieran tenido, más de una muertedurante la última dictadura. Me cerraronel paso sin decir agua va, unos cincometros antes de mi llegada, lo que me

inspiró para detenerme y preguntarlespor los baños. Se miraron uno al otro, medioincrédulos, pero como, insisto, elambiente era relajado, consintieron enindicarme con un cabeceo que era paraallá, por un pasillo oscuro que se abría ami izquierda. Me hundí en esa tinieblasin pensarlo dos veces, podrían habermeseguido y triturarme ahí mismo a golpessin que la relajación reinante se alterara,pero a quién se le va a ocurrir que untipo con cara de cana que además escana se juegue la personal, reme contrala corriente, desafíe a esa abundancia deasesinos estatales en horario de trabajo,aunque lo disimularan o, como cualquierburócrata, trataran de pasarlo lo mejor

posible. Hice pis como en cualquier bañopúblico, mirando al techo recién pintadomientras me aliviaba, solo, en un sectordel hospital al que era notorio que nadietenía acceso. Me miré al espejo reciéninstalado, buscando en mi rostro al otrolado alguna clase de iluminación sobrelos pasos a seguir cuando saliera delbaño. Estaba seguro de que el internadoen el único cuarto habilitado era el juezQuesada, tenía que llegar a él de algunamanera, antes que me mataran o suseñoría se muriera. Deduje que si noestaba en terapia intensiva, o ya habíamuerto o no estaba tan grave como lopintaban por la prensa. Si este era elcaso, lo habían aislado para algo,

porque temían por su vida o porque,quienes fueran, querían cargárselosolitos. Salí del baño sin iniciativasrazonables a la vista. Buscaría otromodo de acercarme, pensé mientrasenfilaba en dirección opuesta a la delcuarto custodiado. El chistido de uno delos ursos me sobresaltó pero no podíasalir corriendo, tenía que seguir eljuego. Me volví hacia el tipo, que ahoraestaba solo y parecía amistoso, aunquenunca hay que fiarse de los gestos ni delas buenas intenciones de nadie. Me acerqué, cauteloso, y entredesenfundar el 38 o una sonrisa, optépor la sonrisa. —Agente —dijo el tipo, sin siquiera

preocuparse por mi grado—, hágame unfavor, ¿quiere? Es sólo un minuto. Tenía una voz aflautada como la deRingo Bonavena, un boxeador de modade fines de los sesenta que arañó eltítulo mundial de los pesados peroterminó acostado a balazos en unprostíbulo de Texas. —Mi compañero subió un momento ala cafetería y me dejó de seña, pero unotiene también sus necesidades —dijo,esforzándose por parecer simpático yapretando las piernas para ilustrar suurgencia. —Vaya tranquilo, que lo cubro —dije,sin disimular el arma y la credencial,indiferente al asalto de adrenalina quetomaba posiciones por todo mi cuerpo.

En cuanto el urso corrió hacia el bañola adrenalina estalló. Entré en lahabitación sin pedir permiso. Vestidocon pantalón y camisa, el juez leía eldiario La Nación sentado en la silla delas visitas. Me miró sin alarma porencima de sus gafas. —Hay un baño público a mitad delpasillo —dijo, molesto por miirrupción, aunque educado. —Nos vamos. Miró mi 38 y pestañeó como si seenfrentara a una ráfaga de polvo. Elcaño del arma en sus costillas loconvenció de que mi invitación iba enserio. —Usted no es policía. —Se me venció la matrícula, nada

más. Arriba. En cualquier momento volvía el ursodel baño o el que se había tomado unrecreo en la cafetería y no les temblaríael pulso para fusilarme. No podíaesperar a que el lento y complejosistema de resoluciones que caracterizaa la justicia argentina desembocara en ladecisión de su señoría de obedecer misórdenes. Le torcí el brazo contra laespalda y con el revólver formandoparte de su nuca encaré el pasillo quemilagrosamente seguía desierto. El tipo ni chistó. Estaba resignado atodo o le habrían asegurado que setrataba de un juego y nada le pasaría siacataba sus reglas. Lo empujé confirmeza aunque lo ayudé también

sosteniéndolo por los sobacos, porquecaminaba a los tropezones. Al cruzarpor el oscuro pasillo que conducía albaño, me tranquilizó el intenso olor amierda: el comando reciclado estabadisfrutando de su evacuación, lo que medaba por lo menos un par de minutos dehandicap. Había otro pasillo al final, unaescalera mal iluminada y la puertacerrada de un montacargas. —¿Me va a matar? —preguntó el juezcomo si me ofreciera un cigarrillo. —No está en mis planes —dije—,sólo necesito hablar con usted enprivado. —Los abogados piden audiencia. —No soy avenegra. Siga caminando o

nos matan a los dos. Decidí que subir era mejor que bajar ydesembocamos en la atestada sala deespera de ginecología y obstetricia:mujeres embarazadas de todas lasedades; nunca había visto tantas mujeresembarazadas en mi vida, panzasprominentes y otras apenas perceptibles,y mujeres sin panza pero cuya preñez lesasomaba por los ojos en miradasvacunas, mansas, tibias como la lechecon la que amamantarían a sus crías,acostumbradas a esperar durante horashasta ser atendidas. Paradas, la mayoría,o sentadas en largos y estrechos bancosde madera, o en el piso, derramadas suspanzas sobre las baldosas, adormecidaspor el plantón, muchas de ellas, o

conversando animadas, las que habríanllegado más tarde y que probablementeserían despachadas sin ser atendidas,con un número para otro día. —Qué calamidad —dijo el juez—,qué calamidad. Podría haber escapado en esemomento, pero no se le ocurrió o intuíavagamente que le estaba salvando elpellejo, quizás la proximidad de micuerpo pegado al suyo como un siamésaunque sin apretarlo, sólo el cañoapoyado en los rollos de su cintura,convincente pero suave. —El estado no gasta demasiado enatender a los pobres —dije, por seguirsu conversación y aliviar la tensión,mirando al fondo, hacia la salida de la

sala de espera donde nos esperaba otroinescrutable pasillo. —Gasta fortunas —me corrigió el juez—, el presupuesto destinado a salud esenorme, pero la plata queda en elcamino, en los bolsillos y las cuentassecretas de la mafia que nos gobierna. Era un juez crítico del sistema,Patricio Quesada, y eso me tranquilizó.Sospeché que no simpatizaba con suscustodios ni con los que habían decididoarmar el show de su internación. Peromi alivio duró poco porque al final de lasala se dibujaron dos inabarcablesgorilas, al lado de los cuales loscomandos militares reciclados encustodios eran alfeñiques. El juez se paró en seco y me obligó a

detenerme con él. —Guarde esa ridiculez —dijo,refiriéndose a la 38 que había heredadodel auto de Isabel—. ¿Tiene un celular? Le obedecí y me palpé estúpidamente,jamás había siquiera usado un teléfonocelular. —Alguien aquí debe tener un celular—dijo el juez. —Lo que tienen estas mujeres sonfetos en variado grado de gestación,pero celulares... Una chicharra cercana me desmintió.El destinatario de la llamada era unmédico que cruzaba el pasilloindiferente a la multitud de pacientes yquiso el destino que viniera hacianosotros. Su señoría no vaciló en salirle

al paso. —Soy juez de la nación, necesitohacer una llamada urgente. El médico le dedicó la mirada quedebía reservar a los desahuciados. —Y yo soy médico de la facultad demedicina de la universidad de BuenosAires, ¿no ve que estoy ocupado? Con firmeza que no hubiera esperadode su físico enclenque, el juez le cruzóla mano frente al teléfono y habló con laseveridad con la que debería emitir sussentencias. —Soy juez de la nación, insisto. Y elseñor es un policía que ha matado gentede bien confundiéndola conmalvivientes, no creo que le tiemble elpulso por uno más.

El médico palideció. Aproveché elsíntoma de debilidad para clavarle mimirada, aunque no me había parecidoprudente ni justo el comentario de suseñoría. De todos modos, ya estabahablando por el celular con susecretario. —Expediente naranja —dijo—,estamos en el hospital Fernández,consultorios externos de ginecología. Le devolvió el celular al médico, lopalmeó con suavidad y le dio las graciaspor colaborar con la justicia. El médicoarrancó a caminar en sentido opuesto alque había llegado, sumido en unaconfusión que probablemente lo llevarade cabeza al baño, a vomitar. Los mastodontes en la entrada se

impacientaban, hicieron gestos muynotorios de que alguna clase de castigose cernía sobre nosotros, uno de ellosrecibía instrucciones por unradioteléfono y temí que, si se loordenaban, no vacilaran en avanzarsobre aquel invernadero de sereshumanos aplastando todo lo queencontraran en el camino. Le sugerí que entráramos en unconsultorio. Una embarazada, vestida sólo con unatúnica de internación, estaba sentadasobre la camilla. —¿Usted es el doctor? —preguntócuando entramos, algo intimidada. —Sí, pero no de su especialidad —latranquilizó el juez—. El ginecólogo ya

viene. —Hace media hora que estoy acásentada —gimió la madre en ciernes,una mujer que no podía tener más detreinta pero que aparentaba por lo menoscuarenta—. Vivo en Morón, me levantéa las tres de la mañana para venir aatenderme, estoy en el hospital desde lascinco, me dieron turno a las siete y escasi mediodía, ni siquiera hedesayunado. Lo había dicho todo en un hilo de vozpero sin interrumpirse. El recitado, quehabía aprendido de memoria, reproducíasu pequeño calvario de humilde ysufrida mujer de los suburbios deBuenos Aires. —Qué calamidad —volvió a decir el

juez, a quien la situación social parecíapreocuparle más que su seguridad—,qué calamidad. El ginecólogo, que entró sin llamar ala puerta, se encontró con mi 38 en sunariz. —Guarde el arma —me retó el juez—,está actuando como ellos. Tenía razón. Además, el ginecólogoresultó más debilucho que el médico delpasillo y se desplomó sin darnos tiempoa contenerlo. La embarazada sobre lacamilla gritó como si se le hubieraadelantado el parto, lo que nos decidió aabandonar ese presunto refugio, nadamás que para caer en brazos de losorangutanes que se habían atrevido ainvadir la sala.

La inevitable exhibición de armascortas y largas produjo el griteríogeneralizado y el desbande. De pronto ycomo en un río crecido de montaña, nosvimos arrastrados por un aluvión depanzas de diverso tamaño yconsistencia. Los orangutanes habíanquedado algo rezagados aunque no seprivaban de probar su puntería porsobre la oleada de melenas femeninas,especulando con la posibilidad deacertarnos, aun sin un mínimo punto deapoyo porque aquello era comopretender volar de un tiro la manzanasobre la cabeza de un tipo, desde uncarrito de montaña rusa lanzado a susmáximas pendientes. Así llegamos al final del pasillo,

donde el torrente humano se dispersó enel hall de entrada y las mujerescorrieron hacia donde pudieron. Un gritode alto nos paralizó en el centro del hally no fue necesario contarlos para darnoscuenta de que nos estaban apuntando porlo menos una docena de tiradores. —No se separe de mí —ordenó eljuez, tajante—, y quédese quieto, nohaga boludeces. Me prometí que volvería a vendersanitarios, si zafaba de aquello; es más,vendería solamente inodoros, elmercado es amplio y hoy la gente conalgún poder adquisitivo no eligecualquier letrina para sentarse a leer aFrancis Bacon. ¡Camine despacio hacia nosotros,

señoría!, gritó desde un megáfono elque comandaba el grupo, y vos, turrito,tirá el arma y levantá los bracitos bienalto. —No voy a moverme, no se asuste —dijo el juez. Yo no estaba asustado,estaba resignado a caer acribillado.Morir en manos de buenos tiradores espara un cana el equivalente de unaabsolución para el cristiano que agoniza. Su señoría elevó la voz pararecordarles a los que nos amenazaban sucondición de juez federal. —Les ordeno que bajen las armas —dijo, enérgico pero sereno. El grupo de artilleros rompió filas yrodearon al del megáfono, la idea deabrir fuego en el hall central de un

hospital no les cerraba, pese a ser genteacostumbrada a obedecer órdenesdelirantes. Patricio Quesada era ademásun juez conocido, aparecía de vez encuando en la tele formulandodeclaraciones, casos de narcotráfico,venta ilegal de armas, tráfico deblancas, prostitución infantil, rutina. Las deliberaciones se extendíandemasiado, el del megáfono estabaesperando instrucciones, era evidente.Pacientes, visitantes y curiosos, entrelos que sobresalían varios visitadoresmédicos con sus trajes impecables y susvalijas llenas de muestras gratis,formaban ya un muro a nuestroalrededor. Los que iban llegandopreguntaban y eran informados por los

veteranos que habían visto todo desde elcomienzo y ya creían saber de qué setrataba. Un secuestro, decía alguien aquien pude escuchar, el tipo ése sequería cargar a un juez pero no contócon que el hospital está lleno de canas.Y otro, mirándome desafiante desdeapenas dos metros de distancia: A lossecuestradores hay que matarlos, quéesperan para fusilarlo. Un terceropreguntó por qué tanta cana. Porque secae el gobierno, tienen miedo a laanarquía, todos los médicos estánmovilizados para cuando empiece lamasacre, le explicó el que me habíacondenado a muerte. Las instrucciones debieron llegar porfin porque, sin tener siquiera la gentileza

de avisarnos, el del megáfono ordenó alos tiradores que se replegaran y un parde canas de uniforme se acercaron a loscuriosos para dispersarlos, circulen,señores, circulen, decían los canas conimpaciencia, y ustedes, al juez y a mí, acasa. —No les creo —dije—, primero nosquieren matar y ahora nos mandan acasa. —Vamos saliendo —dijo el juez—,pero no se separe de mí. Sabía lo que hacía, porque mientrascaminábamos hacia la salida pude vercómo el del megáfono me declaraba porseñas su clara intención de degollarmeen cuanto me encontrara. Con miintervención había complicado algún

juego que alguien había planificado ydesarrollado en el monitor de sucomputadora. Ahora era el juez el quepresionaba mi brazo izquierdo para queno me detuviera. Llegamos a la ampliavereda frente al hospital y noszambullimos en un auto azul con losvidrios ahumados, equipado con radio yun chofer de repuesto que dijo pobreMartínez, por el chofer muerto en ela c c i d e nte , qué hijos de puta,comentario con el que el juez expresó suacuerdo cabeceando y diciendo quécalamidad, no se detienen ante nadaesos hijos de puta, qué calamidad.

VI Estuvo claro, cuando cinco minutosmás tarde el auto se hundía en lossótanos del palacio de Tribunales, quePatricio Quesada no era partidario dearchivar las causas ni de demorar ladeclaración de imputados y testigos.Apenas el auto se detuvo, dos federalesme invitaron a bajar con las manos en lanuca. —Desármenlo y llévenlo esposado ami despacho— les ordenó el juez, quesegundos antes me había preguntadocómo me sentía. —No se preocupe —intentótranquilizarme el chofer de repuesto—,

éstos son canas de verdad. Más cerca de una sociedad comunistade lo que por lo general se acepta, elcapitalismo salvaje del tercer mundodispone que por cada burgués haya porlo menos media docena de abogados, yun defensor de pobres y ausentes porcada diez mil obreros o desocupados.De cada uno según su necesidad, a cadauno según su capacidad. Marx y Lenin serestregarían incrédulos los ojos, sivivieran hoy en la Argentina. Esposado y desarmado me llevó uncana de uniforme que saludaba a todoslos burócratas judiciales que ibaencontrando a su paso. Dos empleadosme dieron la bienvenida al entrar en eljuzgado de Quesada, me ofrecieron café

que no pude aceptar porque seguía conlas manos esposadas a mi espalda,escribieron a máquina Remington y condos dedos mis datos personales y meinvitaron a sentarme en una banquetamientras el juez se preparaba como unactor en sus camarines. Así como me cuesta conciliar el sueñoen mi cama, me quedé dormido enaquella posición imposible, aunque concada inclinación hacia adelante medespertaba sobresaltado, miraba todocomo un recién nacido, aturdido, sintomar aún conciencia de que el tipo alque había obligado a salir de su falsainternación en el Fernández podríaprocesarme por privación ilegítima de

la libertad, agravada por su cargo dedios en primera instancia yadministrador de los sacramentosjudiciales. No sé cuánto duró la espera pero alentrar por fin en el despacho del juez mesentí renovado. Antes, el cana que mehabía llevado hasta allí me habíaquitado las esposas. —Tuve que abrirle una causa —sedisculpó su señoría, con una sonrisa queactuó como golpe de gracia a midesconcierto—. Técnicamente, ustedintentó secuestrarme y ese es un delitono excarcelable. Con un gesto me invitó a tomar asientofrente a su imponente escritorio cargadode carpetas que desbordaban de fojas,

como ellos llaman a las hojas, sinsiquiera plantearse que los arcaísmosennoblecen la lectura de El Quijote perolastiman la sensibilidad y hasta elentendimiento de los que estánobligados a leer las áridas hazañas deestafadores mediocres o criminales singloria. —En los hechos, me salvó la vida —agregó Quesada, con un suspiro deresignación—. Porque sospecho, ydesmiéntame si me equivoco, que suintención no era la misma de los que mehabían internado. Desmentirlo habría sido abrir lapuerta del calabozo, cerrarla conmigoadentro y tirar la llave. Le expliqué por qué había llegado

hasta él, mi complejo mecanismo depercepciones y deducciones quefunciona como un sistema de poleasgirando en el vacío y transportandonada, pero que al final de su recorridome deparan a veces la sorpresa de uncontenido. —Su amigo tuvo suerte —dijo, por elmédico rechoncho atrapado con lasmanos en la carne de adolescentesviciosas—. A todos esos gerontescorruptores les voy a abrir una causapara que terminen con sus huesosdescalcificados en el penal más heladode la Patagonia. No quise recordarle que el profesor alque habían liberado antes que a Burgoshabía invocado su nombre. Es mejor

guardar silencio frente a los accesos decelo puritano en que a menudo caen losmagistrados, los sacerdotes y losgenerales. De todos modos, Quesada notenía apuro por ocuparse de los abuelosy sus falsas nietas, arrumbados en uncalabozo de la comisaría de SantosLugares. Otros asuntos lo desvelaban yel accidente del que había salido ilesolo había puesto en la disyuntiva deapartarse de ellos o entrar a fondo. Movió unos papeles sobre suescritorio, puso arriba los que estabanabajo y llevó abajo a los de arriba; nonecesité mucha agudeza para darmecuenta de que sentía que no debía hablaren ese lugar, aunque fuera su despacho,o precisamente por ello. Me indicó con

un gesto que me levantara y lo siguiera. Salimos por una puerta lateral, sinpasar por la recepción del juzgado, ybajamos por una escalera de servicio.Cinco minutos más tarde y sin habercruzado una palabra, estábamossentados a la barra del bar más ruidosode todo el barrio de Tribunales. —Los juzgados argentinos son unagran oreja —me explicó, ya relajado ytratando de hacerse oír por sobre elgriterío de la clientela, mayoría deabogados que clamaban justicia, no parasus clientes sino para ellos mismos quehabían sido sorprendidos por lasmedidas económicas de aquel gobiernoen extinción—. Nadie dice nada que noescuchen los servicios. O el periodismo

alcahuete con sus cámaras ocultas, quees lo mismo. —No soy periodista —lo tranquilicé—, ni alcahuete. —Debería verificar por qué loecharon de la policía, antes de seguirhablando con usted, pero no hay tiempo. Yo también me preguntaba por quéhabía elegido confiar en un cana dado debaja que lo había desalojado a punta depistola del hospital, sin otra explicaciónque la necesidad de hablar con él. Larespuesta del juez fue que estaba preso,o demorado, por unas tropas militares ypoliciales que se movían con pasmosatranquilidad por las calles porteñas peroque no reconocían a lo que en la jerga sedefine como «sus mandos naturales».

—Su intrepidez o su inconciencia meabrieron la puerta de la jaula, Martelli.No soy un pajarito doméstico, no meacostumbro a los mundos pequeños yalambrados. La orden de quitarlo del medio, en loposible sin violencia explícita, habíallegado de muy, muy arriba. Loscreyentes saben que por encima de Diosno hay nada, y los ateos, que por encimade la nada tampoco hay nada, pero losargentinos nunca sabremos quién estárealmente arriba, aunque los gerentesdel sistema cacareen su omnipotencia. Quesada había sido amigo de uno delos varios jueces que se pasaron comobrasa ardiente la causa por la explosiónde la fábrica militar de Río Tercero, en

la provincia de Córdoba. Allí, unatranquila y muy caliente mañana deverano, una fábrica del ejército voló porlos aires desatando una pesadilla quelos expertos en efectos especiales deHollywood habrían envidiado paraambientar las hazañas de Rambo enVietnam. El arsenal cayó sobre losdesprevenidos habitantes de RíoTercero como una lluvia bíblica. Que laciudad fuera pequeña, con anchas callesy avenidas por las que la gente echó acorrer desesperada, evitó que losmuertos se contaran por centenares, perolo inesperado y brutal de aquel sucesodejó huellas que la impunidad noayudaría precisamente a cerrar. El presidente de turno clamó a los

cuatro vientos que lo de Río Tercerohabía sido un accidente. Como que alauto de Quesada se le saliera la rueda,todo es posible. Pero las sospechas y lasinvestigaciones posteriores,interminables, trabadas en cada paso porrecurrentes cambios de juzgado eimpugnaciones de calibre tan variadocomo los proyectiles que escupió elpolvorín en esa tórrida mañana denoviembre, fueron descubriendo latrama de un negocio miserable. LaArgentina, cuya bandera no ha sidoatada jamás al carro triunfal deningún vencedor de la patria, enpalabras de uno de sus próceresdecimonónicos, era usada en losarrabales del siglo veinte como

portaviones desde el que partíanembarques de armas a naciones sumidasen guerras raciales y fratricidas,supuestamente impedidas de comprarlaspor solemnes declaraciones de lasburocracias del mundo. Clink, caja. Palo y a la bolsa. El mundo opulento aplaudía mientrastanto el milagro económico y políticodel gobierno más corrupto de la Tierra,que había llegado al poder prometiendoexactamente lo contrario de lo que haríay financiado por el narcotráfico, sin quea los gendarmes del norte se les movieraun pelo. En menos de una década, esegobierno ejemplar transformó a laArgentina en una gran tienda de saldos,materiales y humanos.

El juez amigo de Quesada duró pocoen la investigación de las explosiones.Un par de llamados telefónicos y unaccidente similar al padecido porQuesada apagaron su curiosidadprofesional. Pero un mes atrás, una visita a sumédico personal reavivó los fuegos. —Fue por una molestia en el pecho yvolvió con un infarto —dijo Quesada,por su amigo, el otro juez—. Elcardiólogo que lo atiende es médico delhospital Santiago Cúneo. Además de prohibirle el cigarrillo y lavida sexual promiscua, el médico lecomentó a su paciente mientras leextendía las recetas que el hospital,alguna vez modelo y escuela de tantos

otros médicos, ocultaba un depósito dearmas. Lo que el médico reveló a su pacientejuez era lo que el dúo cervantino habíadescubierto en su paseo errático por unedificio que de hospital conservaba sólola cáscara. Mientras decenas de policíasbonaerenses y federales desembarcabanen las villas miseria que el hospitalostentaba pegadas a su estructura comoun tiburón a sus peces parásitos, en losflamantes pabellones del SantiagoCúneo estibaban artillería como parainvadir de nuevo Afganistán. Incrédulo ante el relato de su amigo,Quesada decidió visitar el hospitalcomo un paciente más. Sacó turno paraatenderse, formó las tumultuosas filas

que deben soportar desde la madrugadamiles de pacientes y, una vez disimuladoen la manada y como quien va al baño,encaró hacia los pabellones. La voz de alto le recordó queadministrar justicia en la Argentina es unjuego floral. Todo mandato judicial osentencia es un poema, a veces bello yotras plagado de lugares comunes, quese recita pero no se ejecuta. Elenergúmeno que le salió al pasomientras otro le apuntaba con un fusilcomo si su señoría fuera un conejoencandilado, le dijo que su cara leresultaba conocida de la tele, requisósus ropas en busca de una micro-cámarao un grabador, y le aconsejó quevolviera sobre sus pasos. Atiéndase en

un sanatorio privado, acá sólo vienenlos pobres, le aconsejó el guardián deltemplo a cargo de las relacionespúblicas. Quesada se volvió como habíallegado, pero ese mismo día abrió unainvestigación que, antes que clareara eldía siguiente, ya tenía bien despiertos alos funcionarios del gobierno nacional. Tuve que pegar mi oído derecho a suboca para entender lo que decía porqueel griterío en el bar de Tribunales era yaensordecedor. Todo el mundo queríahacerse oír pero nadie estaba dispuestoa escuchar, en esa ardiente tarde del 20de diciembre de 2001. —Hay políticos y empresarios muyimportantes comprometidos en esto,

Martelli. Y militares, por supuesto,aunque por lo que sé son los menosconvencidos. —¿De qué se trata «esto»? —El presidente renuncia, lo echan, nopasa de diciembre, ya no gobierna ni asu mujer. Pero tienen miedo de que,abierto el gallinero y desalojado elgallo, los lobos de la estepa se coman alas gallinas y se lleven los huevos. —¿Quiénes son «los lobos de laestepa»? Hable claro y más fuerte, porfavor, este bar es un loquero. —Se llevaron toda la guita afuera ydejaron en la miseria a más de la mitadde la población. Como el SantiagoCúneo, que parece un hospital, laArgentina parece una nación pero es un

desarmadero, Martelli. —Ayer hubo saqueos desupermercados —asocié. Avanzaba atientas en la penumbra de miselementales razonamientos, pero el juezQuesada me llevaba la ventaja deconocer mejor que el minotauro lascavernas del enorme laberinto. —No empezaron ayer, Martelli. LaRosada, el Parlamento y ese palaciodecadente y hueco —dijo, abarcandocon su brazo el edificio de losTribunales—. No son más quedecorados llenos de micrófonos. —Ya entiendo —mentí—. Elproblema no es que caiga este gobiernoen la mitad de su mandato, sino quiénesse suben al escenario y anuncian por

decimoquinta vez la Nueva Argentina. —Los lobos de la estepa —repitióQuesada, con mirada de loco en plenacrisis de abstinencia medicamentosa—.Ya están adentro devorándose a lasgallinas.

VII No hay tristeza en los recuerdos, comono hay aroma en las flores secas nivibración alguna en las mariposasguardadas en un álbum. Las palabras recogen a veces algúnhecho, ciertos rostros, el rastro leve deuna sonrisa; contienen como un cuencolas sensaciones que ayer nos parecieronperdurables. El tiempo, sin embargo,termina por resquebrajarlas, y en laausencia de nuevas palabras o en laimposibilidad de pronunciarlas, todo loabsoluto se degrada. Tus palabras, Mireya. Escritas en unpapel con el membrete de una posada al

sur de Patagonia. No nos vayamosnunca, dijiste. Tenías la certeza de quehabíamos llegado al final y de que sóloesa quietud nos salvaría. El lugar eraperfecto. Un lago pequeño, un breveespejo entre cerros y bosques, unaventana helada desde donde podríamosespiar las inclemencias del mundo. A lo mejor ya sabías, y por eso tuspalabras. Cuencos con el veneno paraacabar con la angustia, junto al fuego enel enorme hogar de la posada Losmachis. Palabras para no repetir en vozalta, para soñar en un murmullo quenada de lo que no se dijera sucedería. Pero sucedió. Y fue el silencio el quenos eligió para encarnarse en lo quedesde entonces somos. Palabras que

dicen de un amor que pudo, que debióser el último. El juez Quesada me pidió que meborrara. —Métase en la cueva y no salga ni apasear al perro —dijo, ya en la veredadel bar, convertido a esa hora y comotodos los lugares públicos de la ciudaden un foro de discusiones entre sordos,de comentarios delirantes, de opinionespolíticas frente a los cuales cualquierprofecía bíblica era un simplepronóstico meteorológico. —Usted es un tipo más peligroso queel unabomber— sentenció, tomándomedel hombro—. Si lo convocaron a eselugar... ¿cómo dijo que se llama?

—Mediomundo. —Fue para cortarle la cabeza. —Cárcano era mi amigo. —No hay amistad en este negocio,Martelli. Los amigos son peones que sesacrifican para que los reyes sefortifiquen. Volví a negar, como ya lo había hechoen el bar, que tuviera algo que ver conlas actividades de los complotados. —Usted sólo se mira al espejo —dijoQuesada—, pero no ve lo que ven losotros. Así de simple. Usted fue policía.Y no cualquier policía. Su mano sobre mi hombro se clavócomo una garra. Me detuve pero dijo no,caminando siempre, como sihabláramos de fútbol. Había un

embotellamiento de tránsito y,esquivando autos y colectivos, cruzamosa la vereda de enfrente. —Dijo que no sabía nada de mí. —Lo que no se sabe, se averigua,Martelli. Mientras usted dormíaesposado en la recepción del juzgado,entré en la red. No hablaba de internet, claro, ni hizofalta que lo aclarara. —Patrañas —dije—. Una mentira trasotra de burócratas que justifican sussueldos recortando y pegando figuritas. —No lo estoy acusando de nada. Elexpediente naranja existe, aunque nadielo nombre. Le pregunté qué carajo era elexpediente naranja, que había

mencionado en su llamado por el celulardel médico, en el hospital donde lotenían internado. Siguió empujándomepara (pie camináramos, todo el mundocaminaba y, como nosotros, como laaburrida gente que vive en los pueblos ocomo las Madres de Plaza de Mayo,muchos caminaban en grandes círculospor la plaza frente a los tribunales. —Es una especie de biblia de losjudiciales —me explicó—. Y tambiénun salvoconducto. Los jueces no somosboludos, Martelli, y menos, losfederales. El estado metió mano en lajusticia federal como un proctólogodesaforado al que no le alcanza el dedopara sus exploraciones, no se conformócon los soplones de pasillo y los puso

en los despachos después de unaselección tan rigurosa como un castingpara una comedia musical. Son esosjueces que trabajan por el rating, que semaquillan en el auto en cuanto ven lanube de periodistas con sus cámaras. Yhablan, hablan, distraen, sacan conejosde la galera, fascinan a la audienciacomo los dictadores en las plazascuando no había televisión. El expediente naranja era una carpetade circulación restringida sólo aalgunos, un club de su señorías que seconsideraban probos, «de carrera»,incorruptibles, insanablemente fieles ala señora ciega con sus platillos enequilibrio y no a las réplicas clonadaspor los gobiernos.

No terminaba de convencerme, eldiscurso de Quesada, la voz engoladacon la que se calificaba a sí mismo y aunos pocos más. ¿Qué había de mí, en elexpediente naranja? —Lo que no dicen los servicios, laverdadera historia. Me detuve, a pesar de que insistía enempujarme para que siguiera caminandoen círculos, me planté en medio de lavereda como un árbol sobre sus raíces,me empaqué como un burro, como unperro enlazado por la perrera que seresiste a subir al camión con gas. La tarde en que el presidentepresentaba su renuncia en la mitad de sumandato y abandonaba la Rosada enhelicóptero, la misma tarde en que sus

adversarios políticos celebraban eléxito de un golpe civil armado entrecapos de la mafia y caciques barrialescon el financiamiento de plata sucia y elapoyo desembozado de líderes políticosde la oposición y del propio partido degobierno, la tarde de diciembre en quela policía metió bala a una dislocadapoblación civil que barría las callescomo agua en la cubierta de un barco enmedio del temporal, esa tarde, la delveinte de diciembre de 2001, supe quemi verdadera historia, la que no habíacontado a nadie y creía haberdesalojado hasta de mi memoria, estabaescrita de comienzo a fin en elexpediente naranja.

VIII En la madrugada del 21 de diciembrede 2001, apoyada en la cabecera de lagran cama que se había tendido a símisma, la Argentina miraba sin verhacia la oscuridad, descansaba, aturdiday por qué no, satisfecha, del granorgasmo. Se había sacado de encima aun presidente inútil, aunque sospechabaque el cuerpo sofocante, invertebrado deotra idea que no fuera la de abrazarse aella para asfixiarla, ya había sidoarrojado a los basurales y otros cuerposeran convocados, sin siquieraconsultarla, en la misa pagana de laespeculación política.

La foto del helicóptero levantandovuelo desde el techo de la casa degobierno ocuparía la primera plana detodos los diarios. Como Isabel Perón en1976, a fines de 2001 Fernando De laRúa huía por los techos de un lugar quese había vuelto peligroso. Un rato antesy mientras el presidente escribía depuño y letra su renuncia, la vergüenzanacional había disparado sobreespontáneos manifestantes como en unsafari donde los cazadores se venrodeados por sus presuntas presas. Después de cambiar el agua y reponerel alimento balanceado de Félix Jesús,cerré el departamento y esperé en lacalle a que el auto del juez pasara abuscarme. No había terminado un

cigarrillo cuando apareció, a marchalenta y conducido por el propioQuesada, quien me cedió el volante. —Maneje usted —dijo—, estoy muycansado, llevo dos días sin dormir. —Tampoco yo dormí mucho, peroentiendo que no trajera al chofer. —Ya perdí a uno. Tenía mujer y dospibes. Nadie va a incluirlo cuandocuenten a las víctimas de esta sinrazón. Sentado al volante, no pude evitarsentirme el nuevo chofer de PatricioQuesada. Me pregunté si no deberíadetenerme en una gomería a revisar quepor lo menos las ruedas estuvieranajustadas. Recordé la sagacidad delPepa cuando salimos de la bibliotecanacional hablando de Faulkner y me

invitó a sentarnos en la plaza mientras alauto de Isabel se lo tragaba una bola defuego. Pero Quesada no parecía de esaespecie: en su ambiente, cuando algo serompe se lo reemplaza, aunque se tratede vidas humanas. Como cuando recibí el llamado deEdmundo, crucé la ciudad a lamadrugada sin tener en claro quéencontraría al llegar a destino. Mientrassu señoría se desmayaba a todo lo anchodel asiento trasero del auto japonés concaja automática, repasé lo que habíamoshablado hasta un par de horas antes. —El expediente naranja es un bancode datos —me había explicado Quesada—. No es una central de inteligencia nicontamos con una consola informática

de última generación, somos un club,una secta, una hermandad de la justiciaen retirada. Un juez es también un ratónde biblioteca, y en este caso, dehemerotecas. Recopilar jurisprudenciaen un país que cambia a cada rato susleyes para evitar cumplirlas, es untrabajo que no le deseo ni a mi peorenemigo, pero hay que hacerlo, parafundamentar una sentencia y dormir conla conciencia en paz cuando mandamos atránsfugas o asesinos a cárceles que, detodos modos, los verán salir muchoantes de que empiecen a darse cuenta dela magnitud de sus actos. El caso es que el nombre de PabloMartelli estaba entre los elegidos porlos recopiladores del expediente

naranja. Y con mi nombre, los hechos,no demasiado diferentes, supuse por loque dijo el juez, de cómo los contabanlos servicios, convertidos tantas vecesen fuentes de la antojadizajurisprudencia nacional. Los queabastecían de información a ese libronegro de tapas anaranjadas no habíanido tan lejos como quería creerQuesada, convencido de pertenecer auna masonería posmoderna donde seincubaban los próceres del sigloveintiuno. La ciudad está exhausta, después delgran orgasmo. En una esquina, restos debancos de plaza arrancados de cuajo pormanifestantes furiosos en medio de larepresión policial, neumáticos que

todavía despiden olor a cauchoquemado, jirones de pancartas quereclamaban la caída del gobierno,cartuchos de gases lacrimógenos y deitacas que vomitaron fuego, toda labasura de una tarde de combate en laque arremetimos una vez más contranosotros mismos para ponernos,mañana, en manos de algúnprovidencial, del mesías que se anotóprimero en la lista y que ya debe estarprobándose en trasnoche los atributosdel poder, haciendo muecas frente alespejo, buscando su perfil menoscretino, ensayando el acto siguiente delinterminable grotesco nacional. Conduzco de nuevo por el accesosudeste y luego, por la autopista de la

costa. Poco tránsito, camiones, algúnómnibus, largas rectas sin luces defrente, la sensación de tripular una naveque se adentra en espacios inexplorados,en abismos. Busco en la radio la voz deLucila Davidson como quien manotea enla oscuridad la botella vacía con lapretensión de echarse otro trago, perosólo sintonizo charlatanes, pastores dela madrugada, lobos famélicos queaúllan salmos a su inescrutableaudiencia. Los corderos duermen a estahora su ensoñación de haber hollado laspraderas del poder, duermen entregemidos y conspiraciones, satisfechos,ligeros, se han dormido cantando a unavictoria que no existe, a un sueñomerodeador que acabará por robarles

también este espejismo. Me gusta alejarme de Buenos Aires,acelerar por la autopista desiertamientras en el asiento trasero su señoríaes otro cordero que se sueña lobo. Enlas primeras horas de la mañanaestaremos en Mediomundo, una playatranquila a la que probablemente esténllegando ya los dueños o inquilinos delas pocas casas de veraneo repartidasentre los médanos. El juez murmura algo, tal vez en sussueños también estudie expedientes ydicte sentencias. Me pregunto cómoreaccionará cuando lleguemos, cuandoabramos la puerta a la que nodeberíamos ni acercarnos, cuandoaferremos el picaporte y empujemos,

qué pasará con este ratón de bibliotecasjudiciales cuando encontremos lo quevamos a buscar.

IX La mujer que más quise me quisopoco. Nada nuevo: amamos lo que nonos ama y nos aman aquellos a los queno amamos lo suficiente. Tal vez tuvierarazón, la mujer que me quiso poco. Paraqué amar a un policía. Se ama a losganadores, a los afortunados, a lospoetas, incluso a los locos. Pero quiénama a un policía. Para el juez que duerme atrás,confiado en que no me duerma frente alvolante, no soy nada. Peor que loschorros, violadores y asesinos quecondena cuando puede o absuelve, lamayoría de las veces, por falta de

mérito, de lugares donde encerrarlos, deverdugos. Nunca he matado por la espalda, sinembargo. Siempre de frente, mirando losojos del que va a morir por mi mano.Claro que tampoco nunca di ventaja, oestaría muerto. El juez me necesita, la mujer que másquise me necesitó, el asesino menecesita. Soy la sombra de todos ellos,el eco de sus voces cuando están solos ydicen la verdad. Qué justicia haría eljuez, de qué amor se olvidaría la mujerque me quiso poco, quién pondría fin ala compulsión sangrienta del asesino. Piso el acelerador, el velocímetro girahasta el fondo y rebota en la línea roja.Cualquier descuido, el leve cabeceo de

la somnolencia, una llanta mordiendo labanquina y no más juez ni recuerdos demujer que no me recuerda, chau sombray eco, los que están solos podrán mentir.La muerte es eso, apenas: habitaciones aoscuras y páginas en blanco que ya nopodrán escribirse, impunidad para losque quedan. Vamos a Mediomundo. El juez cree que podríamos encontraralgo si revisamos la casa de mi amigo,alguna evidencia que la policíacientífica haya dejado de lado, no porimpericia sino porque sencillamente nohubo policía científica revisando ellugar del crimen. —Hermoso día —saluda desde su

cuna en el asiento trasero, sonrosadocomo un bebé luego de cuatro horas desueño profundo. —En media hora llegamos —leinformo, con la corrección de un pilotoanunciando a los señores pasajeros quevayan ajustándose los cinturones. El sol se insinúa a ras de los campossembrados y de cientos de vacas, purapampa húmeda, riqueza incontenible delpaís colonial. Carne y soja, trigo y maíz,girasol, chanchos y ovejas, caballoslibres que otean los vientos ominososdel matadero y huyen hasta el límite delos alambrados. Argentinos, todos,aunque no sean humanos: compatriotasque miran pasar la vida desde unacontenida desesperación.

—¿Trajo un arma? —Para qué, si no sé usarlas. Abro la guantera y le doy la 38 deIsabel. —Mejor aprenda, nos va a hacer falta. Mira la pistola como si se tratara deuna víbora que le había pedido queatajara al vuelo, aunque empieza aexaminarla. —El caño siempre arriba, mientras nodispare. Eso que está a punto de soltares el seguro. En cuanto nos detengamosle enseño cómo se carga. —¿Y usted? También en la guantera hay una 45, delas que usaba la Federal cuando me fuide baja. —Antigua pero contundente. Es de

Félix Jesús —digo, sin aclararle al juezquién es Félix Jesús. Para entrar en Mediomundo hay quedesviar por un camino de tierra de unasola mano, casi una huella, aunqueconsolidado con canto rodado, sinbanquinas, flanqueado por varasemplumadas que parecen soldadosencolumnados de la guardia delVaticano. —Deberíamos habernos detenidoantes a desayunar —dice el juez. El camino se enrosca para sortear unacava, sube a una loma arenosa desde laque se ve el mar. Un suave oleaje sobrela línea de la playa, azul resplandecientey el sol en alza como la bolsa de NuevaYork cuando ganan los republicanos.

—Hermoso lugar —se entusiasma eljuez. El camino se ensancha y llegamos a lavilla. No más de dos chalets pormanzana, lotes cuidados, pinos muyjóvenes, sembrados para fijar losmédanos. Pocos autos estacionadosfrente a las casas, pese a que hoycomienza el verano: los argentinosdescansan de la hazaña, ayer echaron aun presidente, no fueron los milicos sinolos mismos que hace dos años lo habíanelegido. Nadie sabe qué va a pasar conla Argentina, nadie lo supo nunca, enrealidad. Mucho menos, los que echanpresidentes. Hermoso día, hermosolugar. La casa de Edmundo es pequeña, la

ostentación no iba con mi amigo. Unsencillo chalecito, como los quelevantaron los inmigrantes italianos a lolargo de la costa, mirando al mar, aItalia. El terreno es amplio y estácuidado, como si ayer mismo hubierancortado el pasto. Conservo la llave que me dio Lorenaal salir esa noche, el juez Quesada meautoriza a usarla, lo dice en serio,aunque debería haber hablado antescon el juez de la causa, aclara, yo mehago responsable. Hay un fuerte olor a humedad, como sila casa hubiera estado cerrada por mástiempo del que transcurrió desde quesalimos de ella. La mancha de sangresobre el piso permanece, nadie se ocupó

de limpiarla, es evidencia, dice el juez,es sangre de mi amigo, lo corrijo. —¿Tiene caja de seguridad? —pregunta el juez. —No conozco la casa, ni siquieraalcancé a pasar la noche. Tiene caja y está detrás de un cuadro,como corresponde. Edmundo no debióguardar nada importante, si es tan fácilencontrarla. Y abrirla, porque estávacía. —Creo que perdimos el tiempoviniendo acá —me desaliento. —Mire debajo de los muebles, en lacocina, en los artefactos del baño. Empiezo por el baño, griferíaconvencional, canillas a rosca, inodoroy bañera comprados en alguna

demolición. Si tenía ahorros en Suiza,Edmundo podría haberme consultadopara renovar los sanitarios. Atareados, el juez en la cocina y yo enel baño buscando quién sabe qué, noadvertimos que se abre la puerta deentrada. Cuando alguien se mete en casa ajenasin llamar, no lo hace para saludar a susmoradores. Se puede ser violento sin ser grosero.¿Qué distingue a un marginal que matapor monedas, de un asesinomatriculado? Los modales. —Bienvenidos a Mediomundo —diceuno de los dos caballeros que sepresentan a nuestras espaldas bien

equipados con fusiles automáticos. —Hoy empieza el verano, aunque latemporada fuerte arranca después deltreinta y uno —dice el otro. —Si quieren alquilar la casa paraenero o febrero, el dueño no está. Salióhace unos días. Y no creemos quevuelva. —Lo mataron —digo, mirando lamancha de sangre en el piso. Siempreque caigo en una obviedad me prometono repetirla, pero los vicios no seabandonan de la noche a la mañana—.Estoy seguro de que ni siquiera pudodefenderse. El revés de uno de los caballeros meacuesta en el piso, después de quebraruna mesa ratona con el peso de mi

cuerpo. El juez retrocede un par depasos, temiendo que lo incluyan en elcastigo, pero los caballeros saben dequién se trata y respetan su investidura. —Al señor le pegamos porque estáacostumbrado —le explican—, es de losnuestros. —Si habrás fajado presos, Martelli —dice uno de ellos, clavándome la puntade su bota en un riñón. —Los canas son como hadas,transforman por arte de magia a losinocentes en culpables —siguenexplicándole al juez. —Levantáte, hijo de puta —ahora es amí a quien se dirigen—. No queremosque mueras acostado. —Acuérdese, cuando tome

declaración a los imputados encualquier causa, que nada es lo queparece y que todo el mundo miente —ledicen al juez un segundo antes de volvera derribarme con un culatazo en elpecho. Lo primero que hay que hacer cuandose reduce a alguien es desarmarlo, algoque olvidaron estos caballeros,preocupados por los buenos modales.Boca abajo en el piso, asfixiado,manoteo la 45 de Félix Jesús como unasmático su aerosol de Ventolín. Frío y casi transparente como unaestalagmita, el juez no entiende quépasa, los estampidos, el temblor en loscuerpos de las visitas, los ojos enblanco, la sangre en el cuello de uno y

en el medio de la frente del otro, los dosestorbándose en la caída. —Fue casualidad, no puntería —digo,con falsa modestia, mientras trato de quemi diafragma funcione otra vez. El juez se pone en cuclillas y baja lacabeza. —Estoy mareado. Tenía razón, debimos haberdesayunado antes de llegar aMediomundo, pero las cafeterías de laruta estaban cerradas. Parece que va a desmayarse pero serecompone, respira hondo y me encara. —No había necesidad... —Cuando disparo de tan cerca mesale a matar. Sólo me adelanté a lo queiban a hacer con nosotros.

No lo dice, el juez Patricio, perosupone que a él, por ser de familiapatricia, iban a perdonarle la vida. —¿Quiénes son? —pregunta,compungido. —Mastines de los Baskerville. Perroscon placa, guardianes del templo.¿Dónde está el 38 que acabo deentregarle? —Lo dejé en el auto. —No es una linterna, Quesada. Si nopodemos ya volver atrás, vamos a tenerque cuidarnos uno al otro las espaldas.A esta gente no le impresiona la sangre. —¿Quiénes son? —insiste enpreguntar—, ¿qué hay detrás de todoesto? —Usted sabrá. Consulte su infalible

expediente naranja. Si sabe quién soyyo, que no soy nadie, debería por lomenos tener una idea de a quiénesbuscamos. Quesada no sale de su estupor. Siguemás impresionado por mi biografía quepor el atolladero en que se ha metidohaciendo este viaje. —Cierre con llave y sigamosbuscando —dice por fin. De pronto no parecen preocuparle loscadáveres recién estrenados, algo muypotente lo moviliza, está seguro de quetiene que haber papeles, los jueces sonabogados y los abogados buscan papelescomo los moscones la luz. Hablamos antes de salir de BuenosAires y no parece haber más nada que

agregar. Una conspiración estaba enmarcha; el objetivo, voltear alpresidente. La paradoja fue que otraconspiración se anticipó y el objetivofue alcanzado, pero no por ellos. Elvacío de poder es ante todo vacío, y sino lo llenan unos complotados lollenarán otros. ¿Quiénes son los que se anticiparon?Los que cualquiera que haya leído losdiarios conoce, nada nuevo. La gente enla calle les grita a los dirigentespolíticos «que se vayan todos», pero nose irá nadie, la gente volverá a suscasas, a las oficinas, votarán cuando losconvoquen y los que se anticiparonhabrán ganado una nueva partida. ¿Quiénes son «ellos»?

No son mejores, dijo el juez Quesadaanoche en Buenos Aires. Izquierdatrosquista, peronistas que se siententraicionados cuándo no por elperonismo, milicos dados de baja porparticipar en otras intentonas, otros quesiguen en la nómina pero refuerzan sussueldos con tráfico de armas, mafiapolicial, operadores portuarios queacopian droga, transportistas por aire,mar y tierra de tanta felicidad química,gerentes en crisis, como Edmundo. —¿Por qué no se afilian o formanpartidos, se democratizan? —le preguntéal juez. —Porque no —fue su respuesta. Me pasé veinte años vendiendosanitarios pero tengo más reflejos para

bajar a dos tipos con una 38 que nisiquiera había probado, que para venderun juego completo para baño. Nocambiamos, no esperamos nada nuevode lo que parece nuevo, recelamos delas promesas porque antes las hemoshecho sabiendo que defraudaríamos alos que nos creyeron. —¡Aquí está! —grita el juez desde lacocina. Corro a ver de qué se trata. Quesadaestá parado en medio de una discretamontaña de escombros, vio un azulejoalgo salido, tiró de una punta y mediorevestimiento de la cocina se vinoabajo. —¡Encontró el tesoro, lo felicito! —Gracias. Pero no somos ricos.

X De nuevo en ruta. Ahora conduce eljuez. A unos cien kilómetros deMediomundo nos detenemos en laestación de servicio donde esta mañanacargué nafta; la cafetería está abierta.Mientras comemos un sándwich el juezme observa. Le pregunto si tengo monosen la cara y dice que no. —Entonces, qué. Vacila, me ha visto en acción yprobablemente le cueste vencer el temory la repugnancia. No se atreve a decirque no entiende cómo puedo estarcomiendo si hace una hora maté a dostipos.

—Llevaba mucho tiempo sin matar —digo a quemarropa, logrando que se leatragante el especial de jamón, queso ytomate—. Para vender sanitarios nohace falta. Por eso cambié de oficiohace más de veinticinco años. Insiste en que a lo mejor esos tipossólo querían asustarnos. —¿Y a Edmundo, también queríanasustarlo? —Su amigo era parte de la banda. —Pues si tratan así a los suyos, quépuede esperarse con los de afuera. —No creo que su amigo lo llamara amedianoche y lo hiciera viajarcuatrocientos kilómetros, nada más quepara matarlo. —Con la boca de una pistola apoyada

en la sien se traicionan los más purossentimientos, incluida la amistad. Perotiene razón en algo, no creo que mellamara para atraerme a una trampa. Menecesitaba. Pero llegué tarde. —¿Quiere vengarlo? Termino de tragar el último bocado. —Nada que ver. Hizo la suya. Le saliómal, porque nunca se propuso perjudicara aquellos que amaba. Y ya ve, la hijasecuestrada, su ex mujer aterrada, yoesquivando las balas. —De cualquier modo, la empresa parala que trabajaba no va a librarse delescándalo —amenaza el juez. Además de teñirse el poco pelo que lequeda le cuesta masticar su sándwich, se

le mueve la dentadura postiza cuandohabla y debe tomar abundantemedicación para el reuma y laimpotencia, pero se siente el justicieroenmascarado de Ciudad Gótica. Imaginoa los del directorio de CPF en Londrestemblando porque Patricio Quesadaarremete contra ellos. —Sigamos viaje —decide, enérgico. — Show time—digo, y salimos. No sabemos siquiera si los fiambresen Mediomundo estaban solos, si nosvieron llegar o algún vecinovoluntarioso les avisó. Podría haberotros siguiéndonos, le aconsejo aQuesada que mire con la misma atenciónpor el espejo retrovisor que hacia

adelante. Hay unos doscientoskilómetros hasta la próxima parada,trataré de dormir un rato, le digo. Estoytan agotado que me duermo como si estafuera una escapada de fin de semana. El juez me despierta en Tres Arroyos.El viaje fue rápido y tranquilo, la rutadesierta, nadie atrás y nadie adelante, laArgentina es un enorme animal dormido,un mítico elefante como a los que losantiguos adjudicaban sostener el mundo.Anoche se sacudió a un presidente contodos sus ministros, los expulsó porincapaces de conducirlo, poratormentarlo con sus vanas decisionesen un viaje sin destino. Y hoy descansa,rumiante al fin, regurgita una y otra vezsu alimento preferido, el único, la

locura. Quesada ha estacionado el auto frentea la plaza y estudia los papeles queencontró, su tesoro. Inventario y nóminacompletos, organigramas, informesreservados y hasta proclamas redactadaspor un conocido periodista de la tele.Una lástima, arrojar a las cloacas tantoesfuerzo y talento. —Van a negar todo —digo—. No hayfirmas, cualquiera puede escribir lo quese le antoja y adjudicárselo a quien se leocurre. Palabras contra palabras,demasiadas, para mi gusto. El juez admite que es imposibleacusarlos de atentar contra el ordenconstitucional. La gente se le reiría en lacara, ya empezó el tercer milenio, se

acabaron los golpes militares en laArgentina. Pero se los puede procesarpor lo que hacen cada día: traficar,sobornar, comprar voluntades en elestado para beneficiarse una y otra vez,siempre a costa del pueblo. Mi comentario es ja. —¿Va a ayudarme? —Supongo que no hay nada mejor quehacer. Vamos. Tomo el volante y conduzco despacio,rumbo al campo donde asesinaron alperro. Toda esta vuelta, pienso: no debíirme aquella noche. Pero estaba solo.Aunque tampoco ahora vuelvo con loque se dice refuerzos. Casi no reconozco el camino a la luzdel día, pero entre los papeles

encontrados por Quesada hay uno en elque se indica cómo llegar. Todo estáescrito, aunque no haya firmas ninombres propios, sólo seudónimos,nombres de guerra. El periodistaredactor de comunicados que ya noserán leídos debe estar ahora mismoconduciendo su programa radial,editorializando, pontificando, contandolos muertos, sembrando la mayorincertidumbre posible entre unaaudiencia fascinada por las travesurasque se cometen para no respetar losmecanismos siempre lentos ycomplicados de la democracia.Sintonizo la estación y ahí está,criticando por igual al gobierno y a losrevoltosos, citando a filósofos griegos,

comparando a la Argentina con lasnaciones civilizadas de la Tierra,condenando el aventurerismo de los queavivan el fuego de las soluciones fácilespero también a un gobierno que defraudóla esperanza del hombre común, dice,impune, soberbio en su burbuja aisladade los ruidos de la calle. Apago la radiocuando llegamos a la primera tranquera. —¿Qué busca? —pregunto y, como eljuez parece no entender, repito— Usted,¿qué busca? —Si supiera —dice. —No van a creerle. Si sale vivo ycuenta lo que aquí encontremos, siencontramos algo y vive para contarlo,no van a creerle. —Usted es bueno dando ánimos a la

tropa, Martelli. Debió ser militar. —Soy cana, no el flautista deHamelín. Acuérdese de Menéndez, elmilico al que nombraron gobernador deMalvinas: Que se venga el principito,combatiremos al imperialismo ingléshasta el último hombre. Allá está lacasa. Una casa chata y un molino. Nada quese parezca al casco de alguna de lasricas estancias de la provincia. No hayvehículos a la vista, ni perros vivos.Tampoco árboles, mucho menos unmonte en el que ocultarse, así queavanzo despacio y estaciono frente a lacasa, con la tranquilidad de un forasteroextraviado que se detiene a preguntarcómo se sigue.

El primer balazo astilla el parabrisasy el juez y yo empezamos mal,sangrando. Calzo la marcha atrás y retrocedo conel acelerador a fondo, escapando delchaparrón de balas. Mi vocabulario seempobrece repentinamente, hijos de putaes todo lo que digo. Trato de conducir,siempre en reversa, por el mismocamino, pero veo demasiado tarde cómose cruza un tractor que había estadooculto en los pastizales y se detiene enmedio del camino, sin darme tiempo aclavar los frenos. En el impacto, el juezy yo nos golpeamos como muñecos en unsimulacro de accidente. No puedo contarqué sucede a continuación porque medesmayo.

Despierto en una habitación apenasiluminada por un velador apoyado en elpiso. Yo, como el velador, tambiénestoy en el piso, aunque cubiertopiadosamente con una manta. Me dueletodo el cuerpo pero es un dolordifuminado, casi placentero, como el delos mártires. Supongo que me handrogado, e inmediatamente me preguntopor qué estoy vivo. Me siento y examino mi cuerpo, no hayheridas serias, sólo los tajos producidospor el parabrisas al estallar, la ropa seme ha pegado con la sangre y la separode mi piel con cuidado. Estamos solos, el velador y yo. Lahabitación es grande, bastante fría, por

eso la manta. Después de tirar a matar,alguien no quiere que me enferme. Almirar al techo, no lo encuentro: hayestrellas. Como en los viejos cines de barriocon techo corredizo. En las noches deverano veíamos westerns y estrellas, y aveces, si acabábamos de enamorarnosde la rubia de la otra cuadra, nosolvidábamos de los tiroteos entre indiosy carapálidas, y nos hundíamos enlejanas galaxias, felices, seguros de quellegaríamos al más remoto rincón deluniverso. La niñez es eso, después detodo: lanzarse, sin preocupación algunapor las distancias, a explorar loimposible. Abren la puerta y me observan desde

la oscuridad del pasillo. Reconozco lavoz del que mató al perro de campo. —Está despierto —dice a alguien queestá a su lado. Se adelanta entonces una sombra deperfiles rescatados por el resplandor dela noche clara, antes que por el velador.Blandos perfiles, curvas que anticipan elregistro de la voz. —Dejáme sola. —Es peligroso —le advierten, no sinsabiduría. —El tranquilizante que le dimos espara caballos, dejante sola. Cierran la puerta detrás de la sombra,que empieza a encarnarse cuando seacerca al área iluminada. —No puedo creerlo —admito y, por

una vez, soy honesto conmigo mismo—Volver a encontrarnos.

CUARTA PARTE

Cerebros alquilados,corazones impunes

I —Mireya. — Shh... Nada de Mireya. Ni siquieraDébora. Acá soy la Negra. Ha sellado mis labios apoyando sobreellos su dedo índice. Es lo único quepuedo besar antes que me aparte,empujándome con la palma de su manocontra mi rostro. —Último tango, Gotán. Como el deMarión Brando con María Schneider, enla película de Bertolucci. Recuerdo la escena en la que el mitoyanqui le pide a su enamorada a la quedobla en edad, que se lubrique el traserocon manteca.

—No he vuelto a ver a esa actriz. —Mal comienzo para cualquiercarrera, que te la den por el culo. Amago incorporarme pero, con lamisma mano con la que me apartó, haceun gesto, indicándome que no me mueva. —¿Qué hacés acá, qué es esto? No responde, sonríe. El pelo suelto y largo le cubre loshombros desnudos y se desvanece sobreel escote del vestido ligero, breve,pegado al cuerpo. El nacimiento de sussenos es un abismo, se inclina frente amí y siento que me llaman desde elfondo. Seguro que advierte algo, un brillo enmis ojos, un espasmo. —Quieto —dice—. En el pasillo hay

un tipo que se pondría nervioso si oyeruidos. —Te llamé. Carajo si te llamé, tantasveces. —Pero no hablaste, Gotán. Nuncahablaste, ni cuando debiste hacerlo.Tuve que enterarme por otros. —No soy más «Gotán», soy Martelli. —Sos un hijo de puta. No hay muebles en la habitación, nitecho. Se pasea a gusto por ella, davueltas a mi alrededor, como un tigreque tiene rendida a su presa. —No esperaba verte acá. —Yo sí —dice. —El último lugar en la tierra en el queesperaba encontrarte era este, aunque no

sepa de qué se trata. —Sabés. Por eso viniste. Por eso yo síte esperaba. No puedo evitar sentirme halagado.Que a uno lo esperen, aunque sea paramatarlo, levanta el ego. Por fin sedetiene y se sienta a lo buda frente a mí.Me envuelve en su aroma como unaenorme y bella araña en su tela. Casi nome importaría morir ahora. —Vamos a tomar el poder, de todosmodos —dice, sin esperar a que yo lepregunte. Realmente cree que sé más delo que sé. —¿Vamos? Creí que ya no teinteresaba la política. —No la política de los políticos,conocés bien el desprecio que siento por

esa casta. —Son nuestros representantes. —Los tuyos, eso seguro. Se inflama cuando habla de política,sus tetas y sus labios florecen, el odio laenciende como el amor. —¿Dónde está Isabel Cárcano, quéhicieron con ella? —pregunto abocajarro. La sorpresa en su miradaparece legítima. No sabe de quién hablo,cree que trato de engañarla—. Por ellavine, no para despertarlos de ningunapesadilla revolucionaria. —Acá nadie sabe cómo se llamanrealmente sus compañeros —aclara, demala gana. —Por la manera en que fue«reclutada», diría que no la consideran

una compañera. Abre la puerta y, como un cirujano quepide el escalpelo, reclama una silla alque hace guardia en el pasillo. Se sientaa horcajadas, asume una postura varonilque no va con mi imagen de ella, pero niaun así puedo evitar excitarme. —Se te nota —dice, divertida. —¿El miedo? —No, la erección. —Efectos colaterales de la «drogapara caballos». —Esa es tu mejor arma, Gotán: tudesaforado instinto de supervivencia.No importa a quién dejes por el camino,ahí vas vos. —¿Por qué estoy acá, Mireya? —Vos sabrás.

—¿Y si no supiera? —No sé explica que el caballo corrafeliz al matadero. —Soy Un caballo viejo. Confundo laalfalfa con la paja brava, el amor con eldeseo. —Pero vas dejando el tendal, no teimporta disparar a quemarropa. Nohabrías asesinado a dos compañeros enMediomundo, si quisieras realmentevender inodoros. —Las noticias vuelan, pero no está tanmal inhabilitar a un par de criminalesdiplomados, Mireya. —La Negra, Gotán, la Negra. Se me escapa una sonrisa. Minecesidad de tomar distancia cada vezque algo me amenaza, aunque ese algo

sea la felicidad. Ya casi no creo en nadade lo que me sucede y mucho menos, enlo que me dicen que sucede. —Si hubiera sabido que te encontraríaaquí, no habría venido. —Sabías, Gotán, sabías. El aullidodel lobo te persigue desde la otra noche.Por eso volviste. —¿Eras vos? —Y vos, caminando como unacucaracha en la oscuridad, cric cric cric.A tientas, como siempre, espiando elamor, huyendo. —¿Con quién estabas...? —¿Cogiendo? Ya ni me acuerdo. Nohabía luz, habían matado a un pobreperro y un cobarde deambulaba por acácon su eterno bastón de ciego. ¿Por qué

no nos mataste? No creo que te tiembleel pulso, a menos que de verdad hayasenvejecido. Intenté incorporarme, pero el 38 cortode Isabel engalanó su mano como elanillo de una princesa. —Quieto —dijo—. Hablemos, quefalta nos hace. Sentado en el piso, recojo la manta yme envuelvo en ella. Un hilo de sangreune mi ceja izquierda con la comisura demi boca. La paladeo. —Tengo frío y estoy herido —protesto. —Podrías estar muerto, Gotán. Dalegracias a la Negra. Y empezá acontarme. —¿Qué querés que te cuente?

—La verdad.

II Pero qué verdad. ¿La que había idoconstruyendo como el gorrión a su nido,llevando una pajita tras otra en la boca?Una verdad de vuelo corto, edificadanada más que para protegerme de laintemperie, la verdad que mejorconvenga, hecha de pequeños detallescotidianos, intrascendente y promiscua. No, querías la otra, Débora, Mireya,ahora Negra. Para eso tanto tango, tanta promesa deeterno amor, tanto remar río arriba enbusca de las nacientes. Si vos tambiénsabías, si parecía que venías conmigopero me estabas esperando.

—Lo bueno dé formar parte de algunaconspiración en la Argentina es quétenés acceso a los archivos —decísmientras jugás con el revólver de Isabel,a quien se supone que nunca has visto, yde vez en cuando la boca del cañón sepone en línea con mis ojos, pero esapenas un instante, nada premeditado,pura coincidencia si de pronto sedisparara. —Tenés razón, Mireya. Algunosjerarcas descubrieron tarde que el poderse conquista desde sus mismas entrañasy nunca desde la vereda de enfrente.Cuando quisieron trenzar con ladictadura ya estaban en perdedores. Unpar de hijos de puta hicieron su negocioy salieron de escena, con toda la guita y

caminando sobre cadáveres. —A qué viene tu revisionismohistórico, Gotán, a quién le importa. —A mí. Yo era cana, entonces. Y sinembargo, cuando empezaron los tirosestaba en la vereda de enfrente. —Como ahora. —Ahora ni siquiera estoy. —No estarías acá, si no estuvieras. Te cuesta entender que los peonespueden estar comiéndose a peones de sumismo bando, que los alfiles traicionan,que el rey es cornudo y la reina seacuesta con el caballo del que reinaenfrente. —Estoy acá por pelotudo, por atenderel teléfono después de medianoche, por

hacerle caso a la nostalgia, por ayudar ala mujer de un amigo al que mataroncomo la otra noche a ese perro decampo. —Esperá que lloro, Gotán, qué bien lohacés. Te levantás y volvés a la puerta, estavez son papeles los que te alcanzan,deben estar muy cerca porque tardansegundos, una carpeta gruesa, de tapasanaranjadas. —¿Lo conocés? —De mentas, nomás. El libro verde deKadafi, el rojo de Mao, la constituciónincolora del venezolano Chávez y elexpediente Naranja. Pero nunca leobestsellers. Es raro encontrarse a uno mismo en

historias escritas por otros. Aunque seanlas historias fraguadas de los servicios,siempre es raro, da cierto escozor, estánllenas de fotos viejas, de facsímilesapócrifos pero con aspecto dedocumentos autenticados por escribanos,de manuscritos que manos anónimas hangarabateado por nosotros. Pero tienerazón Mireya, también hay cartaspropias, un par de papeles que uno dejóolvidados al final de cualquier nochemaravillosa. Son tres hojas, nada más, porque no esmucho lo que hay para contar. Nada, sinos atuviéramos a los hechos quepueden narrarse en una carillaamarillenta, papel liviano de los que seusaban para cartas por vía aérea.

—Me dijiste que te habías ido de bajaporque te daba asco ser cana. —Nunca me dio asco ser cana —tecorrijo. —Pero eso me dijiste. —Porque me engrupiste, Mireya, mehiciste creer que odiabas a los policíasy no quería que me odiaras. Te levantás furiosa y el caño del 38parece el pozo de un aljibe, la ventanaoscura del mundo frente a mi rostro. —Y era cierto —decís, demasiadocerca como para que no vuelva a creerque todo es mentira, que estás en otrolado, que nunca vos y yo volveremos avernos—. Desmentíme lo que dicenestos papeles. Arrancás las tres hojas del expediente

naranja y las plantás frente a misnarices. —Negá todo y vuelvo a creerte. Lasmujeres enamoradas somos boludas.Vuelvo a creerte, Gotán. Decí que esfalso, que el que escribió esto no erasvos. Pero era, sigo siéndolo mientras el 38en manos de la que se hace llamar laNegra no me parta la cabeza. Y eso teirrita, esa información que el expedientenaranja te da servida en bandeja, la queel juez Quesada tomó en cuenta paraaceptar mi compañía. —¿Qué hicieron con el juez? —No es mi área. De la logística delos prisioneros se encargan otros, yo nosé quién entra ni quién sale. Me ocupo

de tu caso por las razones quecomprenderás. —No las comprendo, pero lasagradezco. Tomás mi mano y me siento el rey deltablero mezclado, claro que el reycornudo, el que sabe que en su propiahabitación se revuelca la reina con susamantes, el que va anotando sus nombresen alguna clase de expediente naranjapara mandar a degollarlos cuando lareina le anuncie que ya no lo ama, quenunca lo amó, que el poder es unlaberinto de susurros en los pasillos, uncambio permanente de figuritas, unpóker en el que la honra y la vida sonlos porotos con los que se anota puntaje,nada importante si hay revancha en la

próxima ronda. —Vení que te presento— decís, sinsoltar mi mano, aceptando incluso que tesiga sin quitarme la manta, como unauténtico refugiado—. No irías muylejos, desnudo y descalzo. Me conocés, sabés que detesto darlástima, que jamás apelo a los buenossentimientos porque simplemente nocreo en ellos. Vencer o morir, esa erauna buena consigna, lástima que hoynadie la invoque ni sospeche siquiera dequé se trataba. Salimos de la habitación sin techo enla que desperté, camino algo mareadopor la droga para caballos, el guardia enel pasillo me mira con recelo, si pudieramatarme ahí mismo sería un alivio para

él, pero Mireya es una especie de jefa,de capataz de la locura en la que estáenvuelta como yo en la manta. —El Rata —me lo presenta—. Depocas palabras pero muchas balas. Noconoce qué es un signo de interrogación,nunca hizo una pregunta antes de matar. —Somos colegas —le digo, sin tendermi mano libre ni siquiera mirarlo. Entramos en otra habitación,espaciosa, iluminada, con techo. Lamisma en la que estuve unas nochesatrás examinando los planos a la luz deuna linterna. Hay dos tipos sonrientes yalgo tensos, como directores de unasociedad anónima en la reunión dondese reparten dividendos. Ventrudos,cargados de hombros, bien vestidos

aunque usen ropa de fajina,pasamontañas que se han quitadocortésmente y porque el calor lesimpediría usarlos. Ropa nueva,comprada en alguna tienda proveedoradel ejército. —Abel y Caín —los introduceMireya. Y a ellos, soltando mi mano yposando la suya sobre mi hombro—Señores... ¡Gotán! — Chan chán —dice Abel, sobrador. Caín se retira un par de metros yevalúa mi físico como un comprador deesclavos, se nota que lo defraudo. —Así que vos sos el guapo bailarín. —Y vos, el que según la Bibliatermina siempre cargándose al hermano—retruco.

—Matálo, Negra —dice Caín aMireya. Abel levanta el brazo derecho, a mitadde camino entre la bendición papaldesde los balcones del Vaticano y elsaludo nazi. —¿Quién está detrás tuyo? —mepregunta. No me doy vuelta por tomarle el pelo,lo hago por reflejo, porque proceso supregunta en sentido literal, nunca se meocurrió en los últimos treinta años de mivida que detrás de mí pudiera haberalguien. —Acabálo, Negra —insiste Caín—.Es un viejo mañero, no tiene casotenerlo acá. Reconozco su voz.

—Vos mataste al perro de campo, hijode puta. Caín se me viene encima, me arrancala manta y quedo desnudo,tambaleándome por el mareo quepersiste. Para ayudarme a que me caigame empuja. Oigo carcajadas, se burlande mi pito, la que se hace llamar Negraintenta reivindicarlo y reaviva laschanzas. —¿Quién te manda, Tanguito? Vos noviniste por las tuyas, ¿quién está detrástuyo? Cuento hasta tres, uno, dos y tres. Abel le arrebata el arma a Mireya yme la planta en el cráneo. —¡Barboza! —digo, como quien gritaescalera real. Oigo un silbido de admiración, una tos

acatarrada. Mireya no me desmiente,también ella está sorprendida. —Ese cerdo capón, ya me parecía —dice Abel. Nemesio Barboza es un caudillo delsur del Gran Buenos Aires, cacique delperonismo más recalcitrante, isabelino ylopezrreguista en su tiempo, entregadorde militantes obreros, amigo y cómplicede milicos y empresarios prominentes,narcotraficante en la década del noventa.Con su alzheimert bien medicado siguereinando en las superpobladas villasmiseria del conurbano bonaerense. —Me dicen Gotán, no «Tanguito». Pero la aclaración sobre mi apodo y loque pudiera decir de ahora en más yaimporta poco, Abel abraza a Caín y se

lo lleva a otra habitación, tienendecisiones que tomar de las que nopuedo enterarme, mi falsa revelación hacausado un impacto que parece haberpostergado mi ejecución. La que se hace llamar Negra mefelicita. —Siempre tenés un as en la manga,aunque estés en bolas. Recoge la manta del piso, vuelve aechármela sobre los hombros yregresamos a la habitación sin techo. —Me llama la atención que,respondiendo a Barboza, hayas venidosolo. —Vine con un juez, carajo, ¿dóndeestá, se lo tragó la tierra? —Tranquilo —dice Mireya, alias la

Negra, alguna vez Débora—. Lo queimporta ahora es que vos salgas de acásin un rasguño. —No me voy a ir sin la hija de miamigo muerto, ni sin su señoría. ¿Losmataron, todo el que les molesta terminacomo ese perro de campo? Empiezo a tener frío de verdad,tiemblo y debo estar virando al azulporque Mireya deja el arma en el piso yme abraza. La sorpresa dura poco, el deseo meincendia como un pucho tirado condescuido a un pajonal, hace tanto que nollueve. El vestido de Mireya es un cortemínimo, una servilleta apenas atada alcuello, no hay nada que desabrochar ni

romper, se desliza de su cuerpo con sóloempujarlo hacia arriba y pasa sindetenerse por sus largos brazoslevantados y sus tetas caen sobre mipecho, se desmayan en él comoexhaustas niñas que acaban de cruzar elbosque. Las recojo con las palmas de mi mano,las abrigo y las reanimo con una lenguaque ya no me obedece, el cuerpo declarasu feliz independencia de tantaespeculación política, de tanta amenaza,de tanto apriete y de su propia einminente muerte. Ha estado maniatadodemasiado tiempo, prisionero derecuerdos que nadie comparte, de unaimagen tan falsa como mi pertenencia alas huestes de Nemesio Barboza, como

la historia sin testigos vivos que de mícuentan los tres folios del expedientenaranja. Mi cuerpo es como los muñecosque quemábamos en las fogatas de SanPedro y San Pablo, allá en mi infancia;debió nacer para esto, para esta noche,para esta mujer. No decís te quiero, nunca fuiste dedecirlo, tu única concesión fue bailar eltango con Gotán en algún bolicheperdido por Boedo, a veces en SanTelmo, tan turista en cuestiones del amorcomo los japoneses con sus Nikon o susMinolta ametrallando todo a su paso sinsaber de qué se trata, sonriendo desde lanada, desde otro mundo oriental dondetal vez los cuerpos se refugian en casasde papel, nunca un te quiero; las

mujeres enamoradas somos tanboludas, decís esta noche bajo el cielorecortado de la habitación sin techo. Entonces es cierto, susurrás en mi oídomientras tu lengua humedece el badajode la campana, recorre el lóbulo de mioreja izquierda y penetra en susprofundidades como en un templo, y tucabeza se desmorona lentamente, ruedadurante décadas como la piedramovediza de Tandil, aplasta migarganta, mi pecho, se detiene a abrevaren sueños prenatales que guarda miombligo y baja, nutrida, tibia, baja, baja,baja. Es cierto lo que dice el expediente,es cierto todo lo que se dice y que nuncame dijiste, y sin embargo estoy aquí convos, no se reirían de tu pito si lo vieran

ahora, decís, y te abrazás a mi culocomo a sus salvavidas en el AtlánticoNorte los sobrevivientes de las treshoras de la película del Titanic, si nofueran tan boludas las mujeres, si a lahora del sacrificio fueran sacerdotisas yno ofrendas. Volvés de allá abajo yestás húmeda, Mireya que se hacellamar Negra y alguna vez Débora, teresbalas entre mis manos que no terecuperan, que te sienten deslizar comoal breve vestido que te quitaron y no soncapaces de desnudarte de verdad, dedescubrirte al fin, de tenerte. Pero decíme que no es cierto, decísmientras te penetro casi sin buscarlo,por pura cercanía, por inminencia de loque ya sabemos, por aplastamiento de un

mundo contra otro, fusión de la materia,atmósfera y asfixia. —Decíme que no mataste por laespalda, que por lo menos le diste laoportunidad de defenderse, quearriesgaste algo aquella vez. —La mirada de un asesino que no searrepiente es intolerable, Mireya, quiénnos asegura en ese momento que lo sea,que no haya matado aunque todo indiqueque sí lo hizo, por qué hablar ahora, ¿meestás grabando, hay una cámara ocultaen tu clítoris, Mireya, a quién leimportan las formas después deveintipico de años? No era arte, fuevenganza. —¿Me querés? No me sorprende tu pregunta, ni

siquiera el cinismo que adivino en ella,quiero creer que lo que por fin teinteresa es enterarte de todo. —Yo sí, pero vos... —Último amor, Gotán. Y otra vez el frío, agudo y definitivocuando el estilete me atraviesa elcorazón.

III Se vuelve. Mienten, tanto los que dicen que esdefinitiva como los que hablan detúneles con luces al final como en unavulgar línea de subte. No se vuelve porque se tenga fe enDios ni en Stephen Hawking, no sevuelve por acumulación de virtudes nide defectos, no hay tales premios nitales castigos, ni porque exista algoparecido a la reencarnación. Tampoco es la muerte el lugar exactodel que se regresa, vale aclararlo. Elperro de campo no tuvo la oportunidadque yo tuve, no fue ejecutado mientras

hacía el amor, lo borraron cuando sólose acercaba a moverle la cola al que ledaba de comer. Se vuelve de una oscuridad cargada desonidos, de percepciones que, dadas lascircunstancias, resulta imposibleracionalizar. Al perder la cantidad desangre que perdí, parte de uno mismo seha ido, se ha derramado como una botade vino volcada sobre la mesa frente ala que ya nadie brinda porque se acabóel banquete. Entre la alta madrugada en que meejecutaron y la hora temprana de lamañana en que fui rescatado, tuvetiempo suficiente para morir de verdad ydejarme de joder en este mundo. Pero laventaja de estar inconsciente es la de no

cargar con el peso de remordimientos ytemores, el cuerpo se aliviana con unlitro o dos menos de sangre y derecuerdos, y se flota, a la deriva, se flotahasta que unos brazos lo rodean y otrasangre ingresa con su propia carga devacío. —Se salvó cagando, Martelli. No lo dijo muy convencido, elprincipal Ayala. La visión de unresucitado abriendo los ojos puedeimpresionar hasta al cana más avezado. —Tiene el corazón corrido al medio. El comentario no fue de Ayala, quésabe Ayala de corazones. Fue deBurgos, quien desde mi nublada visiónflotaba como una nube rechoncha. —¿Y usted cómo lo sabe?

No podía pronunciar la be larga olabial y me salía todo en efe, gracias alas cánulas por las que se suponía mellegaban el aire y los líquidos que memantenían con vida. —Lo abrí con un cuchillo de monteque uso para vaciar jabalíes. Creí queestaba muerto y me interesaba estudiarsus órganos, de qué están hechas lastripas de un policía federal, siempretuve curiosidad profesional por saberlo. Ayala se rio, no sé si celebrando elhumor escatológico del médicorechoncho o porque efectivamente habíahecho lo que contaba. Tiene un dienteemplomado, el principal Ayala, querecién descubrí desde mi cama en elhospital de Tres Arroyos.

Yo no necesitaba hablar, tampocohubiera podido, eran demasiadas lasconsonantes que tenía vedadas por latubería y además me dolía la garganta,respirar me daba arcadas y me habríadejado morir ahí mismo si no mehubiera mantenido vivo la necesidad desaber. Entre Burgos y Ayala se turnaronpara contarme. No había detenidos porquesimplemente no había habido denuncia,ni penal ni periodística. PeloduroParrondo se había comunicado conMónica desde su refugio en una estanciadel Uruguay, donde estaba viviendo unaluna de miel geriátrica con la viudacuyos hijos no querían que se casarapara no perder la herencia. «Informantes

del GOR» le dijeron al Pepa que Isabelestaba viva, que había sido secuestradaporque se creyó que tenía informaciónsobre algunos documentos que EdmundoCárcano habría depositado en Ginebra,junto con la guita que alcanzó a apartardel juego y que destinaba a pasartambién él su luna de propóleo. — ¿...é arajo é el gor? —No hable que se le pueden perforarlas cánulas, mezclarse el suero con eloxígeno y producirle una pedorreapéptica que lo haría estallar como a undirigible —dice Burgos. Ayala aclara: —El GOR es la sigla de una sectafinanciada por empresarios que lasquieren todas: apoyan a la democracia

mientras dure pero no descartan «otrasalternativas». Está todo en unas carpetasque encontramos en la casa destechadade donde lo trajimos a usted, o mejordicho, lo que queda de usted. No había nombres propios en esascarpetas, excepto el mío, que habíanencontrado en el expediente naranja,aferrado como un misal por el juezMariano Quesada. Cuando escuché quenombraban a Quesada casi me arrancolas tuberías para preguntar en voz altadónde estaba, pero mis informantes ysalvadores no me dieron tiempo. —En la morgue de este mismonosocomio —dijo Burgos, usando unlenguaje burocrático que debiócontagiársele de tanta carpeta

encontrada en la casa sin techo. —Ése sí que está muerto —cerróAyala. Burgos prometió una autopsia formal,aunque ya no importara demasiado sihabía muerto cuando nos recibieron abalazos o más tarde, tal vez torturado,pobre su señoría, que no sabía más detodo aquel embrollo de lo que podríahaber averiguado cualquier empleadoalcahuete de los que venden informaciónjudicial en los tribunales. Mientras Burgos y Ayala seguíanhablando cerré los ojos. Quería creerque todo era una bastarda pesadilla, querecién inaugurado el siglo veintiuno noera cierto que los argentinos volvieran alas andadas, buscando o proponiéndose

como mesías de diversa catadura,creyéndose siempre los únicos, siempremejores que el resto de la Humanidad,pateando el tablero como guapos debarrio que nunca viajaron al centro,como intrigantes de pueblo chico queechan la honra de sus vecinos a losperros con la misma fruición con la quepican queso y salame mientras seemborrachan en el boliche de la calleprincipal. En Buenos Aires ya había unpresidente de recambio que, después dedeclarar al país en mora con toda lajauría internacional de acreedores y deser aplaudido de pie en el Congreso poracción tan heroica, sería despedido porla puerta de atrás apenas una semana

más tarde. En los alrededores de aquelbochorno montado como una obravanguardista de la Fura del Baus perono en teatros sino en auditoriosdestinados a sancionar leyes, partidospolíticos y organizaciones populares sevanagloriaban de haber volteado a unpresidente constitucional como sihubieran desalojado del poder al másrepudiable dictador bananero. Cerré los ojos con fuerza, me disfracéde muerto, pero no pude dejar deescuchar las revelaciones de Burgos yAyala, el relato de cómo y por quéhabían llegado hasta la casa destechadaen medio del campo. El asesino serial, el verdadero, elpadre de familia, los estaba esperando

en la comisaría cuando llegaron a BahíaBlanca. Firmó su declaración y pidióque lo dejaran solo en el calabozo y nolo volvieran a molestar hasta que lodecidieran las autoridades judiciales,estaba agotado de discutir con su mujer,a la que a última hora decidió convertiren su número de cierre de campaña,aunque en descargo de esa postrerejecución podría alegarse que habíasido perpetrado en estado de emociónviolenta; se sabe cómo empiezan lasdiscusiones conyugales pero nunca cómoterminan. Para no deprimirse, el principalAyala, quien sintió que con la entregavoluntaria del asesino serial habíaperdido su última oportunidad de ser

promovido antes del retiro, propuso almédico rechoncho volver sobre suspasos para ayudarme a encontrar alplagiario. Nada más que por cercaníadecidieron aparecerse por el campo,aunque esta vez fueron con el de lainmobiliaria porque no conocían elcamino. Aparte de llevarme de urgenciaal hospital de Tres Arroyos, conrespiración boca a boca tuvieron quereanimar al martillero, impresionadohasta el infarto por el espectáculo con elque se encontraron en la casa que el tipopretendía vender como deshabitada. Todo había sido entonces parte de unplan que los desvaríos de un gobiernosin cabeza y la nafta echada al fuego enbarriadas populares por el cacicazgo

político de los partidos había abortadosin siquiera tener noticias de suexistencia. Los empresarios que en suportafolios de negocios incluían al GORlo dieron de baja la misma noche en queel presidente emprendía su último viajecon custodia. Las armas almacenadas enel hospital modelo de Haedo seríandiligentemente evacuadas con destinodesconocido por una caravana decamiones que no llamó la atención delpersonal, acostumbrado a tiroteoscotidianos en los vecinos barrios CarlosGardel y El Polaco, desplazamiento detropas policiales y tránsito de célebreschorros con aires de cirujanos por lospasillos del hospital. Algún día la Argentina debería

plantearse seriamente la exportación dela sofisticada logística necesaria paraquitarle el poder a los gobiernos sinesperar a que cumplan con sus periodosconstitucionales. Ha sido ensayada ydesarrollada durante todo el siglo veintecomo en pocas naciones no africanas delmundo, y si es cierto que somos losmejores en todo, no tendríamoscompetencia. Poco más tenían para contarme missalvadores. Ayala parecía satisfecho dehaber descubierto que no me había idode baja de la Federal por una cuestiónde náusea, eso es cosa deembarazadas, no de policías, dijo. Másaséptico y escéptico, Burgos dijo que sereservaba su opinión hasta que me

restableciera o muriera, de todos modosno tendría que esperar demasiado,agregó, no sé si para darme ánimo odesahuciarme. Después de anunciar que el paísmarchaba una vez más hacia el desastresin que yo pudiera hacer nada porevitarlo, dijeron que me dejaríandescansar o morir en paz esa noche, yque regresarían al día siguiente paradespedirse, estuviera yo todavía en esacama o acomodado ya en un sobretodode madera. Los mecanismos deprovisión de aire y alimentos meimpidieron agradecerles con unaputeada lo que habían hecho por mí. Cerré los ojos y soñé que en mitad dela noche me desentubaban para llevarme

a la rastra hasta el baúl de un auto, metransportaban quién sabe a dónde y mebajaban entre dos «personasmasculinas» mientras una «personafemenina» daba instrucciones y hablabapor un celular con una cuarta persona desexo indescifrable, al menos para mí. Desperté aún más dolorido ydebilitado que el día anterior, paracomprobar que ciertos sueños sonconfusos prólogos de las peorespesadillas. Hay dos maneras de sumarse a laviolencia: entrando voluntariamente odejándose llevar por ella, como quien secae a un río turbulento. Yo hubierapreferido la primera, pero me tocó la

segunda. Ahora estaba en un lugar desconocido,sin tubos de alimentación ni de aire, loque en primera instancia demostraba quemucha de la tan costosa aparatologíamédica es a menudo innecesaria y sólosirve para facturar a las obras sociales. No intenté moverme, tampoco estabaatado. Mi estado físico era tancalamitoso que mis captores debieronjuzgar que el dolor generalizado seríamás que convincente para mantenermequieto. Boca arriba en una cama dehospital, me consolé al advertir que porlo menos esta habitación tenía techo. Yvolcado decididamente al optimismo,deduje que si me habían secuestrado delhospital de Tres Arroyos para llevarme

en el baúl de un auto a otro hospital, eraporque a alguien le interesaba, primero,mantenerme con vida, y segundo, noperder contacto conmigo. No eras vos, Mireya. Mi primeradecepción, en este renacer con laconciencia de tener el corazón corridoal medio. ¿Quién era, entonces? ¿Quiénhabía asumido el moderado riesgo deraptarme como a una doncella pero sinserenata, y trasladarme clandestinamentea otro hospital? Se abrió la puerta de la habitación yentró, por fin, el portador de lasrespuestas.

IV A fines de junio de 1978, mientras laselección argentina de fútbol ganaba elcampeonato mundial, la euforia populary la complacencia de la dictaduramilitar, un alto jefe policial, Aníbal«Toto» Lecuona, moría asesinado en unaemboscada, cerca del Tigre. Elcomandante del Primer Cuerpo deEjército dio instrucciones inmediatas alos propietarios de los grandes diarios yagencias de noticias para que nadatrascendiera de aquel hecho. Lasmultitudes se volcaron esa noche a lascalles para celebrar un campeonatoamañado y montado sobre un formidable

aparato publicitario que pretendíamostrar al mundo una Argentina quehabía recuperado la paz, cuya economíacrecía al ritmo de un capitalismocavernícola y exportaba turistas de unaclase media enriquecida por losmalabarismos cambiarlos y financieros. El jefe policial asesinado no era santode la devoción dictatorial, peroblanquear su ajusticiamiento en plenafiesta patriótico futbolera habría sidointerpretado como un intolerable brotedisidente en las monolíticas fuerzasarmadas y de seguridad. El tipo habíasido en realidad un quintacolumnista dela guerrilla peronista, pero contaba conla protección de un empresariocerealero, dedicado al acopio de granos

y afiliado como buen burgués progre alpartido comunista, a cuyas campañasfinancieras aportaba tanto dinero comoal Rotary, del que también era socio porlas dudas; el PC argentino habíacambiado muchas décadas antes al «Quéhacer» de Lenin por los folletosilustrados del Kremlin, cuyagerontocracia estaba encantada connuestra dictadura porque habíadesobedecido al boicot convocado porel veleidoso gobierno yanqui de Cárter yles vendía trigo en mejores condicionesque a la comunidad europea. Sólo a un descolgado, a unfundamentalista de la cruzadaexterminadora bautizada como Procesode Reorganización Nacional, pudo

habérsele ocurrido bajar a tiros al jefepolicial, en plena noche de consagraciónfutbolera, cuando por las calles todoaquel que no saltaba era un holandés. Los redactores del expediente naranjafueron generosos con el relato de esteepisodio oculto, dándole un espacioequivalente a un recuadro en la páginacentral de un diario. Mi nombre yapellido, incluido el apelativo de Gotán,fulguraban en esa carpeta manoseadapero de circulación restringida queBurgos y Ayala rescataron de las manosmuertas del juez Quesada. ¿Por qué, acasi un cuarto de siglo de ocurrido, sevolvía sobre un episodio que no estaballamado a alterar ninguna historia yaescrita sobre la última dictadura militar

argentina? ¿Acaso algún celoso y muydemocrático investigador de tantaatrocidad pretendía echar más luz sobrelas tinieblas de la época, someterme alescarnio público y enviar mis achacososhuesos a la cárcel? Nada parecido a las buenasintenciones altera el equilibrio neuronalde los cerebros que alquila el poder. La sorpresa, entonces, no fue que elToto Lecuona estuviera aún con vidasino que entrara por esa puerta,saludable y sonriente, con la pretensiónde abrazarme. —Todos tus huesos están sanos, lasangre que perdiste te la repusieron yaen parte en el hospital de Tres Arroyos yacá terminarán de llenar esa bolsa de

músculos fofos —dijo a modo desaludo, después de casi un cuarto desiglo de no vernos. Y me abrazó—.Viejo carcamal, tuve que sacarte de esehospital de provincias porque había unplan para matarte. —¿Otra vez? Soltó una carcajada y se sentó a milado en la cama. Tenía razón, con suayuda pude sentarme apoyado en lacabecera, aunque un puntazo en el pechome recordó el paso de Mireya por mivida. —Sos un testigo incómodo, el eslabónperdido de una cadena oxidada por eltiempo, Gotán. Si te matan ahora, lahistoria que se cuenta en el expedientenaranja no tendrá quién la contradiga.

—No pienso salir a desmentirla,estaba cómodo vendiendo inodoros. —Pero te pusiste la capucha deBatman y saliste a hacer justicia enCiudad Gótica. —No hablemos de capuchas. ¿A quévolviste? —Tengo mi prestigio, aunque vivaretirado en Canarias con mi noviaadolescente. —Viejo verde. Todos mis amigosreverdecen, ¿qué les pasa, por qué noasumen que son momias vivientes? Volvió a carcajearse. —Miren quién habla, «el penetrado». —Mireya tiene treinta y nueve, es unaanciana. —Y estás acá por ella, en vez de vivir

feliz tu retiro. —¿Dónde está? —Se la tragó la tierra. Todos los delGOR se borraron y me dejaron en laestacada. Ya que me habían quitado los tubos,aproveché para preguntar de nuevo quécarajo era el GOR. —«Grupo de oficialesrevolucionarios»... Hasta hace unashoras, un proyecto de poder. Ahora, unsello de goma. —¿De nuevo los milicos? —Pero estos son jóvenes, Gotán, de lageneración de internet y los teléfonoscelulares, admiradores del venezolanoChávez, simpatizantes de Evo Moralesen Bolivia. Por eso lo de GOR, en

homenaje al GOU que le sirvió deplataforma a Perón en la década delcuarenta. El GOU, «grupo de oficiales unidos»,nacionalistas a la violeta quesimpatizaban con el fascismo europeo,antiyanquis en una época en la queapoyar a Norteamérica era serrevolucionario porque ellos y los rusospeleaban de verdad contra los nazis.Siempre a contramano, mis mesiánicoscompatriotas, en una busca frenética yamoral de la originalidad. CuandoOrtega dijo argentinos a las cosasdebió aclarar de qué cosas hablaba,porque nos fuimos y nos seguimos yendopara cualquier lado. Ahora el GOR, Chávez, Morales, y

sentado en mi cama, el Toto Lecuona. —Cartón lleno —dije, sobrándolo conla mirada— ¿qué hacés acá, por qué noestás en Canarias con tu chica? Se levanta y camina por la habitación,enciende un cigarrillo y después dellenar de humo el ambiente pregunta sime molesta que fume. —Me molestaría morirme sinenterarme por qué no puedo volver a mipacífico trabajo, por qué me joden conel pasado, por qué me escrachan, meinventan una historia que no tengo yaganas de contradecir. Y también megustaría saber quién es de verdadMireya, o la Negra, como se hace llamaren esta secta, dónde está Isabel, la hijade Edmundo, y antes, para qué se

cargaron a Edmundo, era un buen tipo, éltambién había apostado alguna vez porun mundo menos mierda. —Vamos por partes —dice el Toto. Rechazo el cigarrillo que me ofrece,hace un rato me estaba ahogando, leexplico y sonríe, siempre despistado, elToto Lecuona, capaz de estarvanagloriándose de su última conquistaamorosa en medio de un tiroteo. —A Edmundo lo reclutaron los delGOR. Le gustó la idea de sacudirle elpolvo a esta democracia cipaya. —Volvió a brotarse. Creíhonestamente que estaba madurando, quebuscaba la felicidad y no que loachuraran como a un boludo. —No hables así de tus mejores

amigos, Gotán, no poses de cínico. Lossueños no envejecen, la revolución esuna eterna pendeja de quince por la quevale la pena jugarse. —Andá a cagar, Toto. Contáme todo ydejá que a mí me juzgue la historia,como dijeron en su momento Fidel y elalmirante Massera. El Toto detiene su paseo nervioso yme mira, decide en pocos segundos siseguir hablando conmigo o abandonarmea mis verdugos. Que siga contándomeindica que me ha dado otra oportunidad. —Edmundo te llamó esa noche desdesu casita en la playa, estaba feliz con supiba... —Lorena, otro «nombre de guerra». —Eso, Lorena, ya había olvidado

cómo se llamaba, pobrecita. Edmundoestaba decidido a jugarse y propusoincorporarte a la patriada. Es un buenamigo y mejor asesino, dijo alrecomendarte. Me consta, dije yo en lareunión de comandos que tuvimosapenas un rato antes del llamado deEdmundo a tu casa: un gran ilusionista,dije. Y conté del acto circense quearmaste aquella noche de 1978, mientrasla gilada festejaba un campeonato defútbol jugado sobre el martirio de tantoscompañeros. —Eras boleta segura, Toto. Alrotariano del PC que te cubría se locarnearon al día siguiente de tuejecución. Fusilaron a la hija antes,delante de él y después de violarla entre

dos marinos que la semana pasadaaparecieron en la prensa como héroes deMalvinas. Inspira el aire de la habitacióncontaminado por él mismo, el TotoLecuona, como si fuera a sumergirse enuna fosa oceánica y necesitara hacerreservas de anhídrido carbónico en vezde oxígeno, consciente de que hundirseen la memoria es mular, cambiar no yade piel sino de especie, desprenderse deremordimientos como un ave acuáticadibujada por Brescia desovaríapequeños monstruos alados concolmillos. —Mireya, como vos la llamás, laNegra, pisa fuerte en la organización.Fue ella quien me contactó en Canarias y

la que me convenció de que la cosa estavez iría en serio, tomaríamos el poder,aprovechando la debilidad y lascontradicciones de la bolsa de gatosgobernante, anunciaríamos el comienzode una nueva etapa de la revolucióninconclusa de Perón, etcéteras yetcéteras. Los milicos jóvenes estáncalientes porque los descalifican y lospostergan, los mandan a tirar cuetes aCentroamérica o antes a la exYugoslavia, ponéte en la piel de esospobres pibes que no tuvieron nada quever con la dictadura. —Ponéte vos, Toto. Acá nadie tuvonada que ver con nada. No puedo creerlo que me estás contando, ¿qué proyectotenían, el socialismo?

Vuelve a mirarme como perdido, elToto Lecuona. Como la noche en que armé el circo desu ejecución a manos de un comandopolicial a mi cargo. Llegamos a su casa, vivía solo en unaprefabricada de un barrio obrero de SanFernando, fue fácil echar la puerta abajoy encontrar al Toto en pelotas con unamina, gritos, mucho nervio, hijo de milputas quién te manda, gritaba el Totomientras a la mina la echábamos como aun perro al que se sorprende durmiendoen la cama. Hice salir a los tres zumbosque me acompañaban, a éste lo arregloyo solo, les dije, tenemos viejascuentas que saldar. Los tipos,

agradecidos, menos trabajo para ellos,acomodar el cuerpo para que parezcaque resistió la detención, redactarinformes, todo el papelerío. Cuando quedamos a solas, le conté.Iban a detenerlo en dos o tres días, sinapuro, y a cocinarlo a fuego lento en elOlimpo o en la Escuela; después lapentonaval y a servir de banquete a lospescados mugrientos del río más anchodel mundo. No podía creerlo, quesupieran todo, vos les contaste, meacusó, quebrado por la furia, blindadocontra el terror por la convicción de suimpunidad. Me costó convencerlo deque lo habían dejado crecer como a unaplanta tropical en un sótano de la baseantártica Marambio, si pudieran darse

cuenta de hasta qué punto estáninfiltrados, le dije aquella nochemientras lo ayudaba a recoger dospantalones, un suéter y una campera, ymeterlos en un bolso; le di la plata quehabía reunido para él, suficiente paramoverse un par de días, alcanzar algunafrontera o esconderse. Pero mejorandáte porque si te encuentran convida, me espera el infierno, le dije. Sefue maldiciendo, pasarían muchos añoshasta tener noticias de él, aunque nuncadebió admitir el riesgo que corrí parasalvarlo; apenas salió prendí fuego a lacama y a los modestos muebles demadera de la casita, descargué mipistola baleando al humo mientras lasllamas crecían sin control y salí

tranquilo, encendí un cigarrillo antes desubir al patrullero, vámonos, dije a missubordinados como si volviera de mearen los yuyos, otro que no jode más. —A quién le importa hoy elsocialismo —responde por fin el Toto—. Rusia, gobernada por mafiosos;China, por una secta de canallasdeslumbrada con los buenos negociosque permite tener a millones de chinoscobrando limosnas; Corea del Norte, elmedioevo con juguetes nucleares; Cuba,una Suecia sin un mango y encima,bancando las excentricidades deMaradona. No, Gotán, plantear hoy elsocialismo es querer llegar a la luna englobo. Ni a Julio Verne se le ocurriría

un tema así para sus novelas. Se enreda en la explicación de lacomplicada alquimia diseñada por losteóricos del GOR, gente preparada,masters en universidades del primermundo, cerebros, Gotán, cerebros, loque vos y yo nunca tuvimos, por esofuimos canas. —Mucha lumbrera, al servicio decriminales —digo—. ¿Por qué matar aEdmundo, a Lorena, a un tal Cordero,por qué insistir conmigo ahora, si estánen retirada? Y pretendieron cargarle lafactura a un modesto asesino serial,padre de familia, esposo amantísimo queno pudo tolerar que su mujer lo quisieratanto y a último momento la incluyó enla lista. Ahora está preso en Bahía

Blanca, muy deprimido. —De ese raid se encargópersonalmente tu Mireya. Es unacuestión que tendrás que aclarar conella, si vuelven a verse. Es mi turno de la carcajada siniestra,pero la puntada en el pecho me recuerdaque el amor no correspondido dejahuellas. — Mi Mireya no es una mina desentimientos estables, Toto. Lo que ayerfue, ya no es. Lo que hoy es, será pero alrevés. —Por ahora, estás entre amigos. Losdos ejemplares que te rescataron delcampo están ahí afuera, velando por voscomo angelitos. No sé de dónde sacástus amistades, Gotán.

—Ni mis amores. El principal Ayala y el médicorechoncho hicieron entonces suaparición teatral. Ausente el ayudanteRodríguez, a quien se suponía enredadosentimentalmente con la sargentovigiladora del museo policial, Burgos yAyala parecían complementarse converdadera eficacia en su tarea desabuesos de razas diferentes. Apenas entraron en la habitación, mepidieron disculpas por no habermeanticipado el día anterior mi traumáticotraslado de hospital. —No podíamos esperar a que susverdugos se enteraran de que habíandado con un raro espécimen de corazóncorrido al medio —dijo Burgos.

—¿Dónde estoy ahora? —En el Santiago Cúneo. —Pero no se preocupe —dijo Ayala,anticipándose a mi sobresalto— delarsenal que guardaban abajo no queda niun cortaplumas, se lo llevaron todo. —¿A dónde? —Probablemente al Paraguay —intervino el Toto—. Los paraguas songrandes compradores de armas, pagancon droga de primera. El GOR nuncadispuso de esas armas como propias,era mercadería en tránsito, un leasing.Se pagarían sólo si tomábamos el poder. —Conspirando, los argentinos sonexcelentes administradores. Losproblemas empiezan cuando se apoderande la oficina de compras del estado—

reflexioné. —Los de la casa de campo huyeronhacia el sur— dijo Burgos. —¿Cómo lo saben? —Conjeturas, Martelli —dijo Ayala—. Nadie sabe nada nunca, ni el Papa,que cuando se asoma a la ventana y ve laplaza de San Pedro llena debe sudar lagota gorda pensando «¿les digo o no lesdigo que Dios no existe?». Reímos todos, despacio, porque sesuponía que yo estaba grave, pero al díasiguiente, muy temprano, antes de laúltima ronda del médico de guardia,abandonamos el hospital de agudos ydepósito de armas en tránsito SantiagoCúneo. Un rato antes, una enfermera muybien predispuesta por la generosa

propina en euros que le dio el Toto, mehabía conseguido otra droga paracaballos pero esta vez para el dolor enel pecho, que de todos modos no era tansevero como el día anterior. Aunque salimos a las cinco de lamañana ya los pasillos de la planta bajadel hospital estaban colmados deaspirantes a pacientes, a la espera deque les dieran un número a partir de lasocho para ser atendidos a última hora,los favorecidos, al día o a la semana oal mes siguiente el resto, y hasta despuésde sus respectivas muertes, los que nollegaran a tiempo. Pero de esos detalles ambientales meenteré por los comentarios de miscompañeros. Yo viajaba echado en la

parte trasera de una camioneta japonesade doble tracción, rentada y conducidapor el Toto Lecuona, que había decididosumarse a la partida de caza de losprófugos porque, con el fracaso delgolpe, los del GOR habían desaparecidosin pagarle sus honorarios. —Uno de los que estaba en ese campoes el tesorero de la organización.Amante de la Negra, para más datos —dijo el Toto, sin importarle herir micondición de convaleciente—. Por esoeligieron un lugar que creyeron seguro.A quién se le ocurriría que los cerebrosde una banda armada puedan refugiarseen una ruinosa casa en medio del campo,con la mitad de sus habitaciones sintecho.

—A mí —dije desde mi incómodaposición en el piso de la camioneta—.Aunque creí que serían chorroscomunes, no redentores sociales. Un sonoro ronquido del médicorechoncho reveló que aprovecharía eseviaje para dormir a pata suelta. —Cuando viajamos de Bahía Blanca aBuenos Aires oí esos mismosronquidos... —dijo Ayala—. Pero el quemanejaba era Burgos. Es mi anginatabacal, me dijo cuando lo zamarreépara no estrellarnos contra un camión dehacienda que también venía haciendoeses por la mano contraria. El Toto Lecuona encendió la radiomientras salíamos de la ciudad y nosalejábamos hacia el sur por la ruta tres.

Por la cadena nacional, el presidenteprovisorio recién asumido anunciaba elfin de las iniquidades de la historia, lallegada de una nueva era pletórica detrabajo y de riquezas para todos. Losdespachos y pasillos de la casa degobierno eran pasarelas por las quedesfilaban figurones de todos loscolores, cada televisor en cada casareproducía en los noticiosos esa granparada nacional como la vidriera delcambalache que cincuenta años anteshabía inspirado su tango a Discepolín. La ilusión de eternidad con quecomenzaba la «nueva era» duraríacuatro o cinco días; el nuevo presidente,apenas una semana.

Vamos al sur. Ahora sí, a tu encuentro. El norte más allá de América Latina esel destino manifiesto de la gran quimerayanqui; de este lado, las venas abiertasque Eduardo Galeano describió conprecisión de anatomista y emocióninolvidable, y que siguen abiertas ysangrando. El sur en la Argentina es laincertidumbre, el voluntarismoesperanzado del Martín de «Sobrehéroes y tumbas», y también el vacío, lainacabable soledad de la Patagonia, elfrío y el desierto. Al sur alguna vez lo habitaron yrecorrieron hombres y mujeres dignos,duros, aguerridos, religiosos. Despuésllegaron otros, con otras religiones y sussímbolos: la cruz, primero, y tras ella, la

acumulación capitalista. Y la suerte delo que esos otros llamarían Patagoniaquedó sellada. En mi alocada fuga hacia ninguna partecon la rubia Lorena no llegué muy lejos,pero sin imaginarlo había estado cercadel lugar al que íbamos ahora. Piedranegra es un pueblo fantasma, unvillorrio alguna vez poblado poraventureros y peones golondrina que, ensu paso hacia la cosecha de la manzanaen Río Negro, se detenían unas semanasa probar suerte como improvisadosbuscadores de oro. Alguien había descubierto un secreto,o inventado una leyenda, hoy da lomismo: en las entrañas de aquel páramohabía oro. Con sólo echar un cedazo en

un arroyo tributario del río Coloradoque pasa por las afueras de Piedranegra,era posible recoger valiosas escamas deaquel fulgor. Una compañía inglesa yahabía embarcado en Liverpool toda lamáaquinaria para abrir allí mismo lamina; en un enorme carguero de banderaindescifrable viajaban los mineros, unosdoscientos ursos rubios de miradalíquida que sólo hablaban en dialecto,bestias humanoides capaces de horadarla piedra con sus uñas o de pulverizarlacon sus puños, si era necesario. No había tiempo que perder. Como enMalvinas en 1982, cuando llegaran losingleses se acabaría la fiesta. La fiesta no empezó nunca,simplemente fue languideciendo,

apagándose sus falsas luces a medidaque los improvisados buscadoresabandonaban la zona con las manosllenas de barro. El barco de la compañíainglesa jamás llegó y en menos de unaño el caserío abandonado apenas sedistinguía en el achaparrado paisaje dela meseta patagónica. Lo que quedó de Piedranegra nosrecibe al atardecer, una calle dedoscientos metros de largo sobre la quese alinean no más de una docena deruinosos edificios construidos enmadera, envueltos en una furiosatormenta de tierra. El Toto Lecuona detiene la camionetaantes de entrar en la única calle, la quevertebra este espejismo que de otro

modo pasaría desapercibido en eldesvío a diez kilómetros de la ruta tres.Cuando apaga el motor, el ruido delviento se abre en un abanico de aullidosy de ráfagas tronantes. Sentado ahora en el asiento trasero,observo el escenario en el que hemosdesembocado porque uno de los papelesque Ayala y Burgos encontraron en lacasa sin techo lo mencionaba. Aquellacasa cercana a Tres Arroyos estaba,pese a su soledad, demasiado expuestasi se la compara con este esqueleto depueblo, y pronto comprobaremos quehasta hace pocas horas hubo entre susparedes tambaleantes tanta vida yambiciones como en cualquier sindicato,unidad básica, comité o cuartel donde

los complotados se daban ánimo unos aotros para emprender la recurrenteaventura nacional del poder absoluto. El Toto y Ayala bajan de la camioneta,abren el baúl y vuelven a subir con dosfusiles cada uno. —Son yugoslavos —informa el Toto. —Aunque no se confíen porquepodrían ser argentinos, durante la guerrales vendimos a los croatas arsenalescompletos de chatarra con los númeroscambiados —dice Ayala—, y si sonargentinos podrían dispararse por laculata. Excepto el escalpelo, con el que sólose atreve con los muertos, las armas noson tema de Burgos; de todos modosacepta su fusil y lo mira con curiosidad.

Ayala se preocupa porque no apunte alinterior de la camioneta, le explicacómo se quita el seguro, Burgos aceptalas instrucciones como un alumnoaplicado. —¿Con qué nos enfrentamos? —pregunto. La respuesta está cantada, con lamuerte. Pero quiénes, cuántos, por quéaquí. —Si conservan algún rehén, tiene queestar acá —dice el Toto, experto enlogística, contratado especialmente enCanarias por la Negra—. No pedíadelanto porque simpaticé con la causa.Y me cagaron. En Piedranegra iban a concentrar a losprisioneros VIP, una vez tomado el

poder. No al presidente, a ése podíamosdejarlo suelto porque ni él mismo sabedónde está, explicó el Toto mientrasviajábamos. Mandamases partidarios,jerarcas de la SIDE, caciques delconurbano bonaerense que por supoder sobre el ejército dedesocupados al que alimentan conplanes sociales equivalen a generalescon mando de tropa. Pero la única presa ahora, si todavíaestá con vida, es Isabel. —¿Por qué Isabel? —pregunté. —Pensaron que podrían presionar a lamujer de Edmundo, o a ella misma, si losabía, para que revelara dónde mierdaescondió Edmundo la guita. Una guitaque no era suya, era de la orga.

—A Mónica, por lo que sé, nadie lepidió nada. Sólo la llamaron para queme sugiriera que no metiera las narices,después que no pudieron implicarme enla muerte de Lorena y que les falló elatentado con la bomba que me pusieronen el auto. ¿Qué tiene que ver CPF entodo esto? —No hay tiempo para el cuestionario,déjese de joder, Martelli —me apuróAyala. —CPF financia —respondió sinembargo el Toto, a quien el canabahiense no le caía nada bien, nuncahabía tolerado a los provincianos, «sonmás brutos y sanguinarios que nosotroslos federales», decía—. CPF da decomer a los pobres, banca campañas de

alfabetización, ayuda a derrocarpresidentes blandengues, cualquierpetrolera es mucho más eficiente que lasFARC de Colombia y están bien vistasen las bolsas del mundo. —Como para no estarlo, extraennuestro crudo por monedas y lo venden aprecios de la OPEP en el primer mundo. —Luchar por el poder sale muy caro,Gotán. En nuestra juventud creíamos quecon un par de secuestros y el asalto a unbanco estábamos hechos, qué boludos,así nos fue. —Si Mónica no habló, ¿por qué ledepositaron un cuarto de millón dedólares en España? —Preguntáselo vos al tesorero queestá escondido en Piedranegra —dijo el

Toto— yo sólo quiero mi plata. Durante el viaje —doce horas deinterminables rectas atravesando lapampa para finalmente desembocar en eldesierto— predominó el silencio. ElToto es de pocas palabras cuandoconduce, Ayala tampoco simpatiza conlos federales, Burgos roncaba y yoflotaba entre los sargazos de la droga.Pero ahora, a las puertas de un pueblofantasma ocupado por espectros, nopodíamos entrar a ciegas, debíamosconcebir un mínimo plan dereconocimiento. Cuando me ofrezco de voluntario haycarcajadas con silenciador. —Hace cuarenta y ocho horas teensartaron como a un otario y ahora

querés jugarla de héroe— medescalifica el Toto Lecuona. —Que venga alguien conmigo —propongo—, pero no me quedo aesperar, ustedes son capaces de matar ala Negra antes de que hable con ella. —El único que no debe morir es eltesorero, por lo menos hasta firmar micheque— dice el Toto. El médico rechoncho todavía mira a sufusil como al hijo recién nacido de uncadáver parturiento, con más ganas dedestriparlo que de darle la palmada enla cola para que respire, y Ayala nocompite conmigo en el privilegio demorir primero. No hay debate, entonces.El Toto y yo cortaremos la cinta y labatalla, o lo que sea que suceda,

quedará solemnemente inaugurada. Mi excusa es encontrar a Isabel. Miapuesta a la nada, mi sueño de suicida,es volver a estar a solas con vos.

V El pueblo, o lo que queda de él, ocupauna depresión del terreno, un cráterdisimulado en la estepa como si allímismo hubiera caído un meteorito, elfragmento de algún cometa que aldesarticularse dejó de recuerdo estascasas bajas de madera, algo que algunavez sirvió de capilla, techo a dos aguasy en la cumbrera una cruz de acero quese sostiene porque el Espíritu Santodebe mantenerla con un hilo desde elcielo, pero que se bambolea amenazantea un lado y otro, inclinándose sobre elportón de entrada al templo yproyectando una sombra que por el

temor que infunde no puede ser otra quela de Dios. Hay, hubo, una cantina, un dispensario—otra cruz, pero médica, la identifica—, y restos de casas, probablemente sintecho como la del campo en TresArroyos, que los miembros de esta sectaparecen preferir para esconderse sinperder contacto con el universo. Con el Toto nos distribuimos a un ladoy otro de la calle, él irá por la manoizquierda y yo por la derecha, y alprimer disparo uniremos nuestrasfuerzas si todavía nos quedan. Llevamosuna radio —parte del equipo que nopudo ser usado para echar al presidente— para despertar a nuestroscombatientes de apoyo en la camioneta

cuando llegue la hora de sumarse a labatalla. El viento en contra se nos abalanzademorando nuestro ingreso a pie en lacalle principal —la única—. La primeracuadra tiene dos casas de mi lado y unadel lado contrario, por lo que mi trabajoes doble, como siempre que se repartentareas me toca la más pesada. Las casasno están tan destruidas como parecen,aunque efectivamente algunashabitaciones no tengan techo y en otrossectores falten las paredes y quedensolamente las puertas, que abro como unimbécil para pasar de un vacío a otro. Puteo, primero en voz baja y luego alos gritos cuando veo al Toto parado enla esquina como un guapo de Borges,

pero el ventarrón tritura mismaldiciones. De todos modos el Totome lee los labios, levanta su manoderecha con el dedo mayor extendido ysacude en el aire su fusil, imitando aGregory Peck en Sólo los valientes, año1957, Cine Edén de Villa Urquiza,última película de la matiné en la que uncoronel del ejército yanqui acorraladopor cientos de comanches se los bajabaa uno por uno hasta quedarse sin nadiecon quien hablar. Cruzamos la calle que no existe,apenas una franja de tierra arenosa, yentramos en la segunda cuadra. Tres casas a la izquierda y cuatro a laderecha, aunque esta vez el Toto tieneque lidiar con un edificio de dos pisos,

o de piso y medio, en rigor, con aspectode saloon de farwest, puertas batientesque sorprendentemente siguenbatiéndose, un cartel de madera dondetodavía se lee «BA —LA QUIME ADEL O O», con las erres borradas comosi se las hubieran robado, dosventanales con los vidrios rotos, no sé sipor los destrozos previsibles delabandono o porque por ellos debieronarrojar a los últimos pendencieros yborrachos llegados a Piedranegra. La figura del Toto se desdibuja tras eltorrente de arena que corre por la callecomo una tropilla salvaje, pero alcanzoa ver que me hace señas pidiendoapoyo. Le indico la radio que también éllleva en la cintura, para qué carajo

quedaron los otros dos en la camionetasi no es para venir cuando losnecesitáramos, pero tal vez no hayatiempo de esperarlos, el Toto debió veralgo que le llama la atención porqueinsiste en las señas como un mono o untelevidente contumaz que se ha quedadosin vocabulario. Me largo a la calle, el viento melevanta como a una hoja seca, ruedo porel polvo sin soltar el fusil, en un instantese borra toda mi experiencia de veinteaños vendiendo inodoros y vuelve lacontrolada adrenalina del profesional dela muerte que nunca dejé de ser, meabrazo al fusil para rodar ahora hacia elsector opuesto de la calle mientrassiento vibrar el piso con cada impacto

de bala, golpes secos como de quienllama a la puerta y se retira para que nolo crucifiquen a tiros, descargas breves,los impactos me van siguiendo yterminarían por alcanzarme si noacabara de llegar a un pequeño ysalvador muro de cemento, no más demedio metro de altura, pero detrás delcual me parapeto para responder alfuego. Desde aquí veo lo que realmentesucede. Al Toto lo sorprendieron y loencañonaron desde el interior del barsin erres, y mientras alguien le apuntabadirecto a la cabeza, desde el otroventanal con los vidrios rotos meregaban con munición gruesa. Oigovoces, probablemente intimándome a

rendición y entrega de armamento, perono puedo discernir qué dicen porque elviento teje una urdimbre de aullidos a unvolumen digno del audio en unadiscoteca; el Toto deja caer por fin elfusil que de todos modos no podría usary levanta los brazos para indicarme porseñas que lo imite. Pulso el llamador dela radio para dar el alerta a Ayala yBurgos en la camioneta, si es que no losredujeron ya también a ellos, pero unbalazo inteligente me la vuela de lasmanos, destrozándola. Es lógico que sean buenos tiradores, sieran los jefes de la asonada que nuncaasonó. Tan lógico como que no estarándispuestos a dar ni a pedir clemencia, ymi encuentro amoroso con Mireya fue

una prueba elocuente. Me estiro a todo lo largo en mirefugio, exponiéndome a recibir unbalazo en las piernas, pero para doscosas necesito estar cómodo y relajado:para hacer el amor y para matar. Apuntocon cuidado, aunque con la decisión delcirujano que le abre la cabeza a supaciente número quinientos: másconfiado en la experiencia que en elpulso. Aprieto el gatillo y detrás delToto escapa un rugido de dolor mientrasel Toto se zambulle a tierra y empieza ahuir dando vueltas de carnero, parece ungimnasta ruso dispuesto a romper contodas las marcas nada más que pararecibir una medalla del Kremlin que loconsagre como héroe de la Unión

Soviética. Pero los rusos ya no son loque eran y el Toto ha envejecido aunqueno lo admita, la lluvia de balas queproviene del interior del bar sin erresacaba con sus proezas en mitad de lacalle, cegando en el aire su quinta osexta vuelta de carnero. Debí haberlo matado, aquella nochede 1978 en que, para salvarlo, meanticipé a su ya programado secuestro.Habría abortado una vida que de todosmodos se termina en esta última pirueta,soñando todavía empecinadamente conalgo que se parezca a una revolución yderrotado sin gloria, abatido porpayasos que, para colmo, le prometieronunos honorarios que ya no cobrará. Me incorporo y vuelvo a disparar,

ofreciendo un blanco tan perfecto que elasesino del Toto se relame de gusto ytambién se yergue en su escondite delbar sin erres. No le doy tiempo para apuntarme, losaturo de balas, disparo a baldazos,estoy lejos pero puedo oír su cuerpotrepidar, pasar de la vida a la muertecon la rapidez con la que se hace añicosla sonrisa en el rostro doblado por unabofetada. Corro hacia el bar y embisto alo toro contra sus puertas batientes, sihay más tiradores es este el momento debajarme. Pero aquí no queda nadie vivo, y mereconforta pensar que uno de estos doses el que mató al perro de campo, frentea la casa destechada de Tres Arroyos.

Mi instinto de conservación es sabio yprudente, como calificó Perón a laburocracia sindical mientrasexcomulgaba a los jóvenesrevolucionarios que habían ido a Plazade Mayo a recordarle que estaba «llenode traidores el gobierno popular», en1974. El burócrata que llevo dentro mesugiere que me las tome, que huya deeste edificio siniestro, este remedo desaloon farwestiano, antes que la muertetermine de desvestirme y me tiente conuna buena felatio. Claro que no vine hasta acá, mediomuerto ya, con este dolor punzante en elpecho que vuelve a paralizarme, paraacabar con los chacales que se cargarona un viejo compañero y a un indefenso y

fiel perro de campo. Tampoco vine paraterminar con un movimiento deinsurgentes reciclados como basuraorgánica que no quieren enterarse deque, mal que les pese, vivimos endemocracia y a sus gobiernos de mierdalos elige el pueblo. Perdí el transmisor de radio, el quetenía el Toto quedó aplastado por sucuerpo yacente en mitad de la calle,Burgos y Ayala no dan señales de vida,habrán puesto en marcha la camioneta yestarán ya en plena ruta, rumbo a BahíaBlanca, de donde nunca debieron habersalido. Estoy solo y, una vez más,pisando cadáveres. Pero hay todavía alguien con vida,estoy seguro, en el piso de «aíba» de

este mismo ruinoso bar sin erres. Y con esa vida, la tuya, me llegó elturno de acabar.

VI Escalones carcomidos por laputrefacción, el inevitable crujido quecompite con el vendaval de arena queazota los postigones sueltos, abriéndosey cerrándose con violencia. Me estás esperando. Podrías haberteasomado apenas irrumpí en la plantabaja y desde tu posición balearme sinpudor, no me habrías dado tiempo areaccionar, ocupado como estaba enlibrarme de nuestros atacantes, furiosopor no haber podido evitar esta vez lamuerte del Toto Lecuona. Inexplicablemente, al menos para mí,la furia ha cesado. Me defraudaría no

encontrarte, aunque al paso del tiempolo preferiré. El piso superior es poco más grandeque una buhardilla, mi metro noventa meobliga a caminar agachado. Además estesector del edificio está mejorconservado, debió vivir aquí una mujerporque hay detalles, floreros conesqueletos de plantas que alguna vezfueron bonitas y exuberantes, grabadosen madera y un par de acuarelas en lasque dos amantes invitan a imitarlos. Ladecadencia ha respetado ciertas líneas yla belleza, aunque acorralada, resiste. Reviso dos pequeñas habitacionesvacías y sin puertas. Sin perder tiempocargo contra la única con puerta —ycerrada—: la de la tercera habitación.

Disparo sobre la cerradura y abro de unpuntapié, la puerta rebota contra lapared interna y con una nueva patadaimpido que vuelva a cerrarse. Undisparo desde el interior roza mi cabeza. Apenas te veo, sé que erraste porquequisiste. No tendría tiempo de apuntartesi ahora quisieras repetir el disparo ydar en el blanco, pero bajás el fusil, másmoderno que el mío, y entro en lahabitación. —Ahora sí, sabías que vendría. —También antes. Te conozco, Gotán,alguna vez te lo dije, caminás comoposeído detrás de tus deseos, sos unamáquina de matar. —Estoy entre iguales. —Nosotros tenemos una causa, todo el

mundo mata por algo. Por ideales, pordinero, por pasión. —Soy la excepción a la regla. No vinepor vos. Me das la espalda, te quedás mirandopor el ventanal hacia la calle desierta yborrada por la tormenta de arena ytierra. Me pregunto si lograré herirtenada más que con palabras, si es ese tupunto vulnerable, si es una palabra eldisparo a la nuca que nunca me atreveríaa darte. —Isabel está viva —anunciás,siempre de espaldas—. Íbamos aliberarla, ya no puede perjudicarnos. —¿En qué podía perjudicarlos? Ahora te das vuelta, cansada deljuego, consciente de su puerilidad.

—Tiene la clave de las cuentas deEdmundo en Europa, dinero de CPF quenunca llegó a manos de las ONG a lasque estaba destinado, y en consecuencia,tampoco a las nuestras. —No sabía, ella no me dijo nada. —No me extraña, ni a vos deberíasorprenderte. ¿Qué mina podría confiaren alguien con tu prontuario? —Isabel no lo conoce. Mi pasado escosa mía, no vendo buzones con eso. —Vendés inodoros. Pero tampoco lamadre tiene la clave, por eso el depósitoen España, porque Isabel debió temerque se le viniera la noche y ese cuartode millón fue la guita que pudotransferirle. —Cuánta plata.

—Son ricas las dos, ya podés casartecon la que consigas seducir. —¿Dónde está Isabel? —No voy a decírtelo, encontrála. Si aeso de verdad viniste. —¿Por qué plantaron el cadáver deLorena en mi habitación, quién manipulóel fiambre travestido de Cordero? —El GOR tiene su equipo deinteligencia, Gotán. La guerra sucia dejótécnicos altamente capacitados a los queno les alcanza con los planes socialesque paga el gobierno a los desocupados.Pero no fueron ellos los que seencargaron de Cordero sino unosmusulmanes desilusionados que losentenciaron desde Paraguay. Loscrímenes comunes van a la crónica roja,

los políticos, a la primera plana, esa esla diferencia. El asesino serial de lacosta sur sirvió de escudo. Después detodo, Edmundo Cárcano y su jovenamante, que por tu amigo traicionó aCordero y de paso, a la organización,eligieron ser chorros del montón y nomilitantes. Aunque debieron prever quenadie mejicanea a una organizacióncomo la nuestra. —Entonces vos te acostaste conLorena. Tu rostro se enciende, jocundo, sedeforma en mínimas convulsiones comola llama de una antorcha por la brisa,reís en silencio, mirándome, esperandoa que yo también ría o te pida detalles, alos hombres nos despierta el morbo el

amor entre mujeres y esperás a que tepregunte por qué y de qué modo lasedujiste, cómo la llevaste hasta tucueva secreta, otra o quizás la mismaque conocí, pero aclarás, antes que te lopregunte. —Hicimos el amor en tu propiahabitación del hotel Imperio, en BahíaBlanca. El conserje de la noche nosfacilitó la llave. —A Mónica le vendió que Lorenahabía llegado con un tipo. ¿También elconserje simpatizaba con la causa? —No reclutamos personal de servicio,pero en hotelería se pagan sueldos decoreanos y los tipos se las rebuscanintermediando en el delivery de putas.Éste se prestó gustoso a la farsa cuando

le di de propina lo que cobra deaguinaldo. La cana de Bahía Blancarecibió la orden de demorarte, esa nocheen que fuiste a emborracharte en untugurio. Y lo hicieron bien, porque noapareciste hasta el otro día. —Volví antes del amanecer, enrealidad —aclaro, como si importara. Ayala y Rodríguez, el dúo cervantino.Me habían levantado a la salida del clubde putas cumpliendo órdenes. Quedaclaro que Cervantes jamás habría escritoel Quijote con ellos como personajes. —¿Quién dio esa orden? —Un alto jefe de Puerto Belgrano quemonopoliza el tráfico de blancas en lazona, hace sus contactos cuando viajauna vez al año en la fragata de

instrucción de la marina de guerra.Dicen que son especialmente calentonaslas putas de Jordania. Te reís abiertamente, sobrándome, ycomo quien alza la copa de champañalevantás el fusil frente a mis ojos. —¿Vas a matarme? —Sería una redundancia, Gotán, si soyla muerte. —Lo intentaste, sin embargo. —¿Creés que habría fallado? —Tengo el corazón corrido al medio,ese fue el diagnóstico. —Nunca creas en lo que dicen losmédicos. Y empieza entonces a suceder, talcomo lo había previsto y temido.Flexiona apenas sus rodillas para dejar

el fusil en el piso, con suavidad, como sidepositara a un gato que hasta ahoratuvo en sus brazos y, empujándolo, loalentara a irse lejos de su alcance. La imito, no porque confíe, perotampoco mi recelo debe ser mayor alsuyo. Elegimos este modo, este extrañocamino, y aunque nunca hubodeclaraciones ni promesas, estabaescrito que nada entre nosotrosterminará si uno de los dos sigue convida. Llevados por la inercia, los fusileschocan por sus culatas, giran y quedansobre el piso, apuntando cada uno a supropietario. Como dos agujas señalandoa un par de iconos enfrentados en losmárgenes de un círculo vacío, un reloj

que sólo sirve para volver evidente queel tiempo es un enigma. Se yergue como una flor con el alba yla humedad temprana, y empieza adesvestirse. Espero a que esté desnuda paraquitarme la ropa. Claro que sin suarrogancia, con el estupor del hombreviejo, casi con la humillación delprisionero al que obligan a desnudarse.Y tal vez sea esa mi condición, inerme,y por primera vez le temo. —¿También con ella te desnudaste? Cabecea afirmativamente. —Y con vos —dice, desafiante—, laúltima vez. De nuevo intolerable, el dolor en elpecho me obliga a doblarme sobre mis

piernas. —¿Por qué me dejaste? —El dolor físico te pone patético,Gotán. Te dejé porque no sé quién sos,un buen bailarín de tango, un vendedorde inodoros... —Sanitarios en general: bidés,lavatorios, grifería. Aunque no estoy porla Patagonia en gira de ventas, no trajefolletos ni lista de precios, ¿sabés quiénsos vos, acaso, a qué amos servís,Mireya? La punzada en el pecho se transformaen fuego, arterias que probablementeestén ardiendo como cables de altatensión sometidos a sobrecarga, Mireyadesnuda que insiste en que basta de

decirle Mireya y yo replicándole quetampoco me puede definir de esamanera, me jugué la vida cuando hizofalta, dejé todo, podrían haberme puestoen la picadora de carne mientras desdemi particular clandestinidad en laFederal salvaba compañeros como elToto Lecuona. —Total, para que lo maten tuscompañeros de liceo, ese tesorero conel que tuviste tu orgasmo aquella nochemientras yo husmeaba como un ratón enla casa sin techo ni energía eléctrica, sihubiera sabido que eras vos losacribillaba en la cama, hoy noestaríamos acá y el pobre Toto estaríavivo, no acostado en esa calle por la quesólo ruedan la arena y los fardos de

pajonales. —Culpa de él, Gotán. Teníainstrucciones de rematarte peropretendió ayudarte, devolverte el favorde aquella noche del setenta y ocho. Tusamigos, como vos, no tienen ideología,sólo nostalgia. Ahora se desplaza por la habitación enpuntas de pie, como si calzara tacosaltos, con cada paso suave y medidotiemblan sus pechos, gira para que veasu cola firme, espléndida, y sacude lacabeza al volverse para que, en suvaivén, el pelo oculte y descubra una yotra vez los pechos que parecen crecercon el roce, dilatarse como sus pupilasen esta semipenumbra, y sólo cuando mepide en voz muy baja que me acerque,

me doy cuenta de que ha cesado elviento. Más, suplica. Que me acerquemás. Trato de ver sus manos, nunca fuibueno para adivinar los trucos de losilusionistas y cualquier cosa puedecrecer desde un puño cerrado, desde elir y venir de una palma, cualquier juegode la luz puede transformarse enpañuelo, conejo, paloma o estilete.Repite que pudo haberme matado si selo hubiera propuesto, que les dijo a sus«compañeros» que yo ya era fiambre ypor eso cuando me vieron aparecer eneste pueblo abandonado ya no confiaronen ella y decidieron encerrarla en lahabitación de arriba del bar sin erres. Sólo se equivocaron en los tiempos.

—¿No vas a venir? Tiende sus brazos hacia mí, tomo susmanos, palpo cada poro, trato depercibir la traición en cada célula de supiel mientras insisto en preguntarle porqué reaccionó aquella noche —cuandose enteró de que yo era cana— como lasoprano enamorada cuando arranca lamáscara del fantasma de la Ópera deParís, qué esperabas ver sino ladeformidad, el verdadero rostro no esarmónico, le dije aquella noche mientrascorría tras ella hasta que se zambulló enun taxi y nunca más volvió a llamarme niyo a responder cuando sonaba elteléfono por las noches. El verdaderorostro es esa mierda, el de todos losenterrados en vida que creímos luchar

por algo y apenas si arañábamos latierra, tratando de remover nuestrassepulturas. —No pienses más —decís—.Abrazáme. Abro mis manos y las deslizo por susbrazos, suaves y lentas, recelosas perodébiles al deseo que crece bajo mivientre, sólo tu pancita está fláccida,decís, y tu mano va en busca de mi sexo,encapsula su firmeza recobrada, al finde cuentas Eros y Tánatos se buscancomo guapos de arrabal en cada esquinade la condición humana sin que podamoshacer nada por separarlos, por evitar elembate del uno contra el otro, el duelo aciegas que no pasa de ser unasimulación, la falsa muerte del mesías

que mientras lo están llorando resucitacalladito y como vos, en puntas de pie,sale por la puerta del fondo o se trepa ala claraboya y se toma el raje al cielopara mirarnos desde arriba. Asícualquiera da la vida. —Y sin embargo tenés miedo —decís,como si leyeras en mi mente, otroruinoso bar sin erres ni quimeras dondeun par de ideas se espulgan aburridascomo las putas de este mismo antrocuando la desilusión de los buscadoresdel oro fácil las dejó sin clientes—. Nopienses más. Si le das de comer almiedo, el miedo crece. Dejáte venir,Gotán, todo en tu vida fluye hacia mí.Vos y yo nacimos para esto. Nunca dejé

de quererte. Mis manos llegan a tus hombros, tumano en mi sexo me acercaría al muellesi de verdad estuviera siendo arrastradorío abajo pero este muelle sos vos y séque en su otro extremo no hay tierrafirme, no hay costa, que es una palabradicha hace demasiado tiempo para quehoy pueda creerte, pronunciada en elvacío, sin ecos ni resonancias posibles. Además, el dolor. Tomo tus manos, las guardo bajo lasmías para que no puedas herirme, comosi invalidando al mago pudiera acabarcon toda ilusión y entonces no hubierapalomas ni anudados pañuelos decolores. Sin embargo el dolor esinsoportable, el corazón no está corrido

al medio como dijo el médicorechoncho, está en su sitio y ensartadoaún por un fragmento del estilete queusaste antes con Lorena y con Cordero,por eso bajaste el fusil, lo apoyaste en elpiso anunciando un armisticio queacabaría en este otro simulacro. —El médico de la guardia en TresArroyos hizo un buen trabajo —susurrásen mi oído—, era de los nuestros. Perono pienses, Gotán, cogéme, si vos y yonacimos para esto. Pienso aterrado que la firmeza delpene corre a cuenta de mi inminenterigidez cadavérica, liberás ahora tusmanos para tomarme por la espalda yempujarme hacia tu interior como siquisieras traspasarme pero esta vez con

todo tu cuerpo, devorarme y quenuestras tripas sean una sola, rugiendosu desconsuelo en un solo cuerpoandrógino. Te seguiría el juego, Mireya,si no sintiera que el pecho se medesgana, nada de lo que tengo paraperder debería ser más importante quevos. Esta vez sí, me tiembla el pulso.Puedo matar a sangre fría si tengo pordelante a un chacal cebado de lossuburbios al que un juez sepultado bajocentenares de expedientes dejará librepara que siga depredando, pero nopuedo poner frente al espejo a mi propiamuerte, esa es tarea de suicidas y no eslo mío. Para colmo el fusil ha quedadolejos, encimado con el tuyo en unacópula tan demudada como la nuestra,

sin adjetivos, acero y pólvora contenidahasta el límite. El punto de fuga de esta asfixia es laexplosión, ya casi inconsciente tepenetro, en realidad sos vos con toda tufuria y tu tristeza hecha harapos la quese abre, te rasgás hasta destrozarteporque mis estertores del orgasmo sonlos de la muerte y mi eyaculación es elborbotón de sangre que desde mi bocacae sobre tu rostro. Sobreviene un pesado silencio, comosi acabaran de cerrar mi tumba. Notengo fuerzas para abrir los ojos ni elmiedo suficiente para enfrentar elespanto, pero siento que algo se mueve yno es mi cuerpo sino el tuyo que se libradel mío como de una frazada en un

arresto de calor. Reconstruyo lo que sucede acontinuación porque no es difícil deimaginarlo. Te levantás, todavía plena, en unestado de ensoñación vampírica quedebe ser, al fin de cuentas, unacondición genética de mujeres comovos, Mireya. Una respuesta, comocualquier otra y no por eso menosauténtica o más mentirosa, a lasdolorosas preguntas del amor. Recogés tu fusil kalashnicov provistopor el GOR para entrar en sindicatos ydespachos del gobierno sin pedirpermiso, si hubieran tomado el poder.Apuntás a mi cabeza pero no has tomadoaún la decisión de aliviar mi agonía. Las

despedidas, Mireya, la imposibilidad delos adioses, la certeza de que, hagamoslo que hagamos, terminaremos comoempezamos. Solos. —Chau, Gotán. Paralizado por el dolor en el pechocierro los ojos, sin poder siquierarescatar una voz que, pequeña perofirme aún entre los escombros de miderrumbe personal, te dé las gracias.

VII Habrá otras voces para contarme mástarde qué sucedió entre mi breveausencia y mi empecinamiento enregresar al mundo de los que suponenestar vivos. —Cuando oímos que empezaban lostiros quise convencer a Burgos de quehabía llegado la hora de sumarnos alasalto del Palacio de Invierno —diráAyala, que ha leído la historia enfascículos de la revolución soviética yse pregunta cómo los rusos perdieron elcontrol de media Europa y cayeron tanbajo como para tener un presidente quese llame Putín.

Pero Burgos no había logrado todavíadestrabar el seguro de su fusilchecoslovaco «reacondicionado» —camuflado, es la expresión correcta—en la fábrica militar de Azul, provinciade Buenos Aires, para formar parte deun embarque clandestino de armas alÁfrica. Con su mejor buena voluntad, sinembargo, apoyó la culata sobre suhombro y cerró un ojo para tomarpuntería, aunque debió elegir comoblanco a algún monigote de suinconsciente porque el disparo ignoró elseguro y atravesó el techo de lacamioneta doble tracción en la que él yAyala habían quedado como fuerzas deretaguardia. —Faltó así para que me volara la

cabeza —dirá Ayala, j untando losdedos índice y pulgar mientras revoleala otra mano para cachetear la nuca delmédico rechoncho. —Decidimos entonces dar un rodeo,para por lo menos despistarlos, si nosestaban esperando con artillería —intervendrá Burgos, quien se puso alvolante y acelerando a fondo desvió a ladoble tracción por el medio del campo,hundiéndose en los remolinos de arenacomo un barco en la niebla. —No se veía un carajo, por esocuando nos encontramos con unpistolero solitario armado hasta losdientes tipo robocop, creí que era unaaparición, de esas que son tan frecuentesen el campo, sobre todo cuando se ha

comido un asado con carne faenada enlos mataderos clandestinos. Robocop era el ayudante Rodríguez, elSancho presuntamente perdido en brazosde la suboficial a cargo del museopolicial. —El amor es equipaje en tránsito —dirá con un dejo melancólico SanchoRobocop, que sólo se parece aSchwarzeneger en la mandíbulacuadrada y un fascismo blindado que lovuelve inmune, incluso, a losdesengaños sentimentales—. Apenasrompí con la guardiana lo llamé alprincipal Ayala, estoy de nuevo a susórdenes, le dije. Lo de mi incorporacióna la federal fue un cebo de la guardianapara seducirme, pero no estoy hecho

para las mujeres porteñas, aunque seande mi rango, tenés olor a peón agrario,me dijo después del primer polvo.Cuando me comparó con un comisarioque según ella huele a Paco Rabán, medi cuenta de que aunque me incorporaraa la federal nunca pasaría de ser uncabecita, un negro del interior al quemandan a balearse con otros negrosvilleros, no para combatir al delito sinopara tratar de que nos matemos entrenosotros. —Le ordené a Rodríguez que nossiguiera —retomará el relato Ayala—.No confiaba demasiado en su amigoLecuona. Ni en usted, claro. Pero teníaque llegar hasta el final en lainvestigación de los crímenes y la

prematura confesión del asesino serialme había descolocado. Con la complicidad de Ayala, que enun descuido le robó las llaves a supropietario, el ayudante Rodríguez nossiguió desde Buenos Aires hastaPiedranegra en el Volkswagen celestede Burgos. Cuando Burgos vio aRobocop parado como un centauro juntoa su querido auto en medio del desierto,sospechó que había llegado la hora derenunciar a la bebida y a su condiciónde médico forense, aunque todopareciera demasiado real para tratarsede delirium tremens. La relación forjada entre esos treshombres, en muchos años de oficiar elsacerdocio policial y compartir la tarea

de juntar y analizar mierda en unaciudad de provincias, hizo que noperdieran tiempo en discutir qué hacer yavanzaran sobre el pueblo con el ímpetude un cuerpo de caballería cuyossoldados estuvieran acuciados por losefectos de un laxante. Entraron por elextremo opuesto al que habíamoselegido el Toto Lecuona y yo. Siempreal volante, Burgos demostró ser unexperto conductor tanquista, mientrasAyala y Rodríguez, montados en la cajade la camioneta, disparaban a todo loque se movía, que no era mucho,aclarará Rodríguez, gastamos másbalas en fardos de paja y en pájarosaturdidos por el viento que en elenemigo.

La defensa de Piedranegra no tuvo laenvergadura de la de Leningradocercada por los nazis ni la de Madridbajo el asedio franquista. Ni siquiera lade Malvinas, sembrada de colimbashambrientos y equipados con armamentomedieval para resistir el asedio de unejército de la OTAN. Media docena de tiradores apostadosen los techos optaron rápidamente porbajarse y emprender la retirada en uncamión unimog, rezago del ejércitoargentino que, luego nos enteraríamos,formaba parte de otro lote ya vendido aingenuos guerrilleros colombianosdesprendidos de las FARC. Fue fácilentonces llegar al bar sin erres, aunquese toparan con la desagradable visión

del cuerpo del Toto, boca abajo sobre elpolvo de la calle, dador involuntario desu vieja y cansada sangre a una tierraque no termina de saciarse. —Cuando llegamos, la misteriosadama de la daga había desaparecido —cuenta ahora Burgos, que quedó a cargode la camioneta doble tracción mientrasAyala y Rodríguez ingresaban rociandode balas el frente del bar sin erres—.Como ya es costumbre, lo encontraron austed medio muerto y lo bajaron hasta lacamioneta, Ayala agarrándolo de loshombros y Rodríguez, de las piernas. Al llegar a este punto del relato mepalparé instintivamente el cuerpobuscando heridas de bala, y deberéaceptar, no sin ternura, que Mireya se

fue sin dispararme, quizás con la locaesperanza de que alguna vez volvamos aintentarlo. —Saliendo de Piedranegra hacia elsur hay un socavón —dirá Rodríguez—.Lo descubrí porque llegué hasta elpueblo a campo traviesa, eseVolkswagen suyo es un fierro, doctor. El médico rechoncho se transfigura,cierra los ojos y aprieta los dientescomo si oyera los crujidos y desgarrosde los ya vencidos amortiguadores de suamado auto, pero no interrumpe el relatode Rodríguez. —Le comenté mi hallazgo al principalAyala, que está a cargo de estecomplicado operativo, y enfilamos sinperder tiempo, seguros de que si había

un lugar en el mundo donde esconder auno o a varios prisioneros, ninguno másapropiado que una mina abandonada. —¿Dónde podía estar una minaabandonada? En una mina abandonada—acotará Ayala, complacido por laposibilidad de jugar con el idioma comojuega con su pistola. —¿Y qué pasó? —pregunto con unresto de voz, sobreponiéndome al agudodolor de pecho que no ha cesado. Ayala y Rodríguez intercambianmiradas de avezados tahúres, en tantoBurgos detiene la camioneta que havenido conduciendo a paso de hombrepor el cauce de un arroyo seco, subiendoluego una loma hasta estacionar a unoscincuenta metros de una boca tan negra

como la de un fusil pero mucho másgrande: la entrada al socavón. —No pasó nada —dice Ayala. —Está por pasar —completaRodríguez, habituado a cerrar laspuertas y las frases que su jefe dejaabiertas.

VIII Lo único con vida que puedeencontrarse al trasponer la boca einternarnos en las entrañas de un cuerpofétido son gusanos. A diferencia delcapitán Ajab, quien tuvo por lo menos laposibilidad de disparar el arpón de subarco ballenero al corazón de MobyDick, yo enfrentaba aquellas faucesabiertas a la nada con el arpón yaclavado y no exactamente en la ballena. —Quiero entrar solo —dije. Si había muerto el Toto y yo estabapor lograrlo, no tenía sentido poner enjuego las vidas del dúo cervantino y delmédico rechoncho. Es difícil formar

buenos equipos, como el que habíaconstituido sin proponérselo aquelterceto de irresponsables. Que lo digan,si no, tantos directores técnicos deselecciones de fútbol contratados porsumas millonadas, que se pierden encomplicadas y muy costosas alquimiaspara formar equipos recargados deestrellas y terminar perdiendo porgoleada frente a un club de barrio. Aceptaron mi exigencia sin siquieradiscutirla, lo que tampoco me halagódemasiado. Esperarían media hora y, siyo no regresaba, pegarían la vuelta enbusca de refuerzos, aunqueprobablemente fuera imposiblemovilizar a nadie detrás de una historiaque se desvanecía en sí misma como

otro pase de ilusionismo. —Haga lo posible para no morirse —fue el lacónico consejo de Ayala. Debilitado por la pérdida de sangre,dolorido al extremo de casi no poderrespirar, el kalashnicov adquirió en misbrazos el peso de un obús. Por unmomento, y tal vez producto de eseefecto de despegue que, se dice, sientenlos que están por irse al otro lado, me via mí mismo desde el aire, avanzando enel desierto como un exploradorcontratado por el Discovery Channelpara descubrir la existencia decivilizaciones perdidas. Dejé de verme, y de ver, en el másestricto sentido, cuando entré en el túnel. Aquello no había sido nunca una mina,

fue mi primera conclusión cuando meencontré en la absoluta oscuridad. Poreso la expedición inglesa jamás llegó ylos oportunistas se iban con las manosvacías. Sedienta de espejismos, la culturahumana acepta cualquier historia quevaya un poco más allá del «había unavez». Los depredadores que siglos atrásllegaron desde España al Alto Perúdesgarraron, como leones cebados, lapiedra y los corazones de Potosí. Y losrestos sangrantes de una culturamilenaria quedaron secándose al sol. Había una vez un continente que hastatenía la forma del cuerno de laabundancia. Sus habitantes tomaron pordioses a saqueadores y verdugos. Tarde

se dieron cuenta de la farsa montadasobre salmos, revelaciones y tablassagradas. Incapaz de resolver su dilemaexistencial, el capitán Ajab seconformaría con cargar en su fúnebreembarcación sólo la carne de la ballenablanca. Más cerca en el tiempo, falsas oequivocadas prospecciones lanzaron aun grupo de hombres sobre la zonadonde levantarían el pueblo ahorafantasma de Piedranegra. Aquel socavónsin salida era el magro testimonio de laaventura. Sin embargo el pueblo creciótodavía durante un tiempo, cuando ya laposibilidad de encontrar oro estabadescartada. ¿Qué buscaron entonces sinoaceptar el fracaso, empezar a envejecer?

Acaricié las paredes de aquella cuevacomo a la piel de una mujer. Meconmovió la tersura y hasta en algunaszonas, la tibieza, como si efectivamentese tratara de un cuerpo. No tuve miedo:si me esperaba por fin la muerte, noparecía ese un mal camino para llegar aella. Perdí, por largos minutos, laconciencia de estar buscando a un serque esperaba encontrar con vida, ya nome importaba o, sencillamente, lo habíaolvidado. Algo se estaba imponiendo ami limitada percepción del mundo.Como el viejo Jonás, pero sin un diosque me hubiera dado encargo alguno,deambulé entre las sombras másprofundas.

Mi única linterna en la tiniebla fue eldolor. Había sentido cierto alivio altocar las paredes, pero en cuantorecuperé a tientas el fusil que habíadejado en el piso, una segunda daga meatravesó el corazón. Dejé caer elkalashnicov que de poco me habríaservido en aquella oscuridad y volví aapoyar las manos en la pared. El dolorvolvió a ser tolerable. Palpaba, acariciando sin habérmelopropuesto, las caras internas de algovivo, una hembra geológica que habíatomado las riendas de mi dolor físico yme guiaba hacia su plenitud. Yo era unDiógenes malherido y abandonado pormí mismo, que sin embargo caminabaaún con una vida que a todas luces —

valga la paradoja en aquella caverna—me era ajena. El quejido me paralizó. No podía provenir de muy lejos,aunque la oscuridad era tan cerrada queno atinaba a discernir en qué dirección. El alivio creciente fue mi lazarillo,avancé cuando el dolor se retiraba y medetuve cada vez que reaparecía,contundente, impiadoso. Con pasosmínimos pero firmes fui recuperando elcontrol sobre mi cuerpo y el dolor sealejó como un amante que, cansado deesperar en la esquina de su cita, abatido,empieza a irse y cada paso es unpeldaño de su resignación, arduo,hiriente, como cruzar sin machete unaselva cerrada, apartando con las manos

la vegetación erizada de espinas,segando tentáculos, venciendo con mástozudez que fuerza la debilitadaresistencia del monstruo. Pronto, el quejido vino a mi encuentrodesde el mortecino fulgor, una cápsulade luz al final de la galería cavada en latierra. El dolor desapareció y corríhacia el fondo, podía respirar como siestuviera a cielo abierto, pese a que lasparedes de la galería se encimaban y enel último metro apenas pude deslizarmehacia la fuente de luz. —Isabel —dije. Estaba echada a tus pies, como unaesclava o una penitente que hubierallegado hasta ese rincón en lo profundo

de la tierra, en un páramo a contramano,un agujero en el desierto que alguna vezmanos afanosas construyeron con el afánde llegar hasta las vetas de una riquezaque sólo existió en la codicia y eldesvarío de expedicionariosextravagantes, solitarios irredentoscondenados a seguir un viaje que sóloacaba con la muerte. —Isabel —dije otra vez, repetí sunombre y hubo un silencio muy intenso,antes del grito sofocado. Tendí mis brazos y con las yemas delos dedos rocé su cara helada y húmeda.Me dejé caer sobre ella y la abracé.Contuve así sus estertores hasta apagarlacomo a un fuego, y recién entonces lequité, temblando, la mordaza.

—Dios mío —dijo, y su pobre llantose alzó, patético como una bandera en laoscuridad. Al tacto nos reconocimos uno al otro,necesitábamos confirmar lo queveíamos, saber que no se trataba de otropase de ilusionismo. Además, no pudedejar de mirarte aunque estuvierarecorriendo con las yemas de mis dedosel rostro de Isabel, como antes lo habíahecho con la superficie de los muros dela caverna. No podía aceptar que fuerasvos, que estuvieras ahí, al final delcamino, boca arriba sobre un altar depiedra, los ojos abiertos, la mirada fijaen quién sabe qué abismos. La luz queperduraba en tus ojos era la de la velaque se consume en una habitación sin

aire, la plenitud que se extingue, el tercoreflejo de tu necesidad de pelear contravos misma, de vencerte, finalmente,porque si te jactabas de ser la muerte, entu derrota jugaste a alcanzar alguna clasede inmortalidad. No sé si pudiste, Mireya, pero finaldel juego. Después de haber arrastrado hasta allícomo una araña a su cueva a la aterradahija de Edmundo, hundiste sin unquejido la daga en tu pecho. Isabel creyó que la matarías y es muyprobable que en eso pensaras cuando lallevaste, en sumar otra muerte parapostergar la tuya. Algo falló esta vez, y viendo tu cuerpoinerte y helado, la boca entreabierta, los

ojos que un rato antes, detrás de la miradel fusil, buscaron mi corazón corrido almedio para hacerlo estallar, acepto tuabandono y, como mi instinto deconservación es más poderoso que eldeseo, lo celebro. mula Afuera todavía estaban el dúocervantino y el médico rechoncho, apesar de que el plazo estipulado paraesperarme había vencido. Parapetadosdetrás de la camioneta doble tracción,apuntando los tres a la boca del túnelcon sus fusiles reciclados, dijeronsentirse desilusionados cuando nosvieron aparecer con vida. —Esperábamos un buen tiroteo —confesó Ayala—. Un asesino serial que

se pone a disposición del juez, una damade la daga que cuando debía rematarlole perdona a usted la vida y ahora esto,ustedes dos saliendo tan amarraditos deesa cueva. —Somos gente de acción —se sumóRodríguez a la protesta—, matamos yredactamos los informescorrespondientes, el doctor Burgosescribe a continuación el suyo yterminamos todos en Pro Nobis,tomando unos tragos. Pese a su oficio, Burgos se comportacomo el menos humanoide del terceto:se acerca y, quitándose su campera, lapone sobre los hombros de Isabel, queno ha podido articular palabra y tiemblatodavía de miedo y de frío.

—¿Qué es todo esto, Martelli? —mepregunta Ayala, apartándome. ¿Qué voya informar a la superioridad, cuando mepidan cuentas por nuestra ausencia deBahía Blanca y tenga que elevar larendición de gastos? —El país ha vuelto a estallar —tratode tranquilizarlo—. Renunció ungobierno, todo el mundo ha compradodólares para esconderlos debajo de loscolchones, los que empujaron algobierno para que se cayera asumenahora el poder sin tener idea de lasconsecuencias de sus actos... Y usted sepreocupa por justificar dos días deausencia y unos gastos que no suman lacuenta de una sola comida de cualquierpolítico en un restorán de Puerto

Madero. Déjese de joder, Ayala. Para levantarle el ánimo le propongoconvocar a una conferencia de prensa yque sea él la voz cantante, el cerebro dela operación que ha desbaratado unaconspiración en marcha contra el ordenconstitucional y que, de paso, acabó conlas andanzas de un asesino serial que enrealidad eran dos. —¿Quién va a creernos, Martelli? Elasesino original se entregó mansito y aesta hora debe estar en su calabozoleyendo la Biblia, esa impostora seasesinó a sí misma y los complotadosfracasaron pero no porque triunfara lademocracia sino porque otros lesganaron de mano, minga de ordenconstitucional.

Tiene razón, el principal Ayala, es untipo práctico, un perseguidor demiserables, un policía. Sepultamos al Toto Lecuona a lasalida de Piedranegra. Bajo protesta, elayudante Rodríguez cava la fosa con lapala de campamento que Burgos lleva enel baúl de su Volkswagen celeste. —Escalpelo y pala son para el médicode muertos como el estetoscopio para elmédico de vivos, no siempre se tiene amano un ambiente refrigerado y no sepuede dejar cadáveres al aire libre paraque los caranchos se coman las pruebasde la infamia —dice, glosando al tango. —En tan sencillo acto, con el entierrode este inesperado y malogradocolaborador de la justicia, queda

inaugurado el cementerio de Piedranegra—dice pausadamente el principal Ayala,en su carácter de superior jerárquico,mientras arrojo el consabido terrón detierra sobre el rostro del Toto, dondetodavía la sorpresa sigue posada comoun ave del crepúsculo. Después nos vamos en silencio,Burgos en su Volkswagen celeste con eldúo cervantino, yo en la camionetaalquilada por el Toto con la ateridaIsabel que, durante el viaje de regreso ycomo una guitarra lánguida con la que sepuntea una milonga pampeana, me irádando su versión de la triste historia.

IX —Papá me contó quién sos, Gotán.Pero yo no podía hablar francamente convos sin traicionarlo, los favores entrehombres no se hacen para despuésvanagloriarse o pasar factura, dijo.Cuando se dio cuenta de que estabahasta el cuello con CPF y tuvo la certezade que hiciera lo que hiciera ya lo teníanacorralado, vino a verme una noche,aprovechando que mamá estaba en unade sus misas donde repartensalvoconductos para ir de un mundo aotro sin trámites de aduana. Tu madre ronda la locura, me dijo.

Cuidóla, pero no te contamines. Acátenes, para hacer frente a lo quevenga. Y me dio la clave de esa cuenta, por laque después me secuestrarían. Él mismohizo además el depósito de un cuarto demillón de dólares en un banco español. —Tu madre cree que con esa plataquisieron comprarla —dije. —Y no se equivoca. Tarde, pero papámurió cuando había vuelto a enamorarsede ella. Claro que no iba a decírselo,después de lo que la hizo sufrir. —¿Y Lorena? —Calentura, «carne fresca», comodicen ustedes. —¿Quiénes somos «nosotros»? —Los viejos verdes. Cabrones

setentistas, envejecen creyendo que larevolución del siglo veintiuno pasa porlevantarse minas de la edad de sus hijasy hasta de sus nietas. Pedófilos. —«A cada uno según su necesidad»,somos leales al leninismo. —Viejos chotos que no se bancan elretiro y vuelven por las migajas. Pero noquiero ser lapidaria. —Menos mal. ¿Cómo terminóenredándose Edmundo con los delGOR? —Siglas —dijo Isabel—. En laArgentina se juntan cuatro, bautizan alcuarteto de modo que las siglas suenenbien y creen que eso ya es unmovimiento político. El GOR no era

más importante para CPF que cualquierade las ONG que financia, loscapitalistas son jugadores fuertes, llenanlas mesas y les da lo mismo lo que canteel crupier, siempre embolsan, son labanca. El viejo jugó a dos puntas.Aceptó hacerse cargo de la fundación«Hombre nuevo» para desviar losfondos que CPF a su vez desviaba através de esa fundación al tráfico dearmas. Pero mientras él jugaba, otrosjugaban con él. —Como el gato de Relusol— dije, yle expliqué a Isabel de qué hablaba: elantiquísimo aviso publicitario de unpolvo limpiador, en el que un gato semira en una reluciente sartén que a suvez lo refleja en infinitos gatos

mirándose en infinitas sartenesrelucientes. —Yo no había nacido cuandopublicaban ese aviso —dice Isabel. —Félix Jesús tampoco, y sin embargoen su meadero le colgué la copia de unrecorte que rescaté de una revista «ElHogar», en alguna mudanza. En el juego especular de empresascomo CPF y funcionarios del estado,unos y otros gatos son observadoscreyendo que se miran a sí mismosmientras planean travesuras o crímenesde lesa humanidad. —¿Qué te contó de mí ese cabrónsetentista? Isabel contiene por un momento larespiración y la exhala, como cada vez

que debe decir algo que le desagrada,explica, un modo de relajarse mientrasse piensa si vale la pena hablar, si elotro va a escuchar sin subirse al caballoarisco de la réplica. Pero el otro escucha porque lo queIsabel cuenta que le contó su padrepodría contarlo él y hoy, en estemomento, prefiere ser un oyente delrelato de sus hazañas juveniles. —Matar a quemarropa ha sidosiempre tu debilidad —dice Isabel, nosin valentía; no es fácil llamar asesino aquien acaba de salvarnos la vida. —Desde que me echaron de lavergüenza nacional no había vuelto ausar un arma. —Hasta que te venció la nostalgia.

—Me tentó el 38 que encontré en laguantera de tu auto. Isabel conduce la camioneta. Mi doloren el pecho reapareció, aunque menosintenso, apenas salimos del socavón.Burgos opina que tendrán que abrirmepara extraer el fragmento de estilete,sólo espero que no sea él quien lo haga. —Sembraste muchos cadáveres, antesde que te exoneraran. —Matar es parte del oficio, no meecharon por eso. —Pero sospecharon, fuiste un pésimocazador de guerrilleros. —Se me escapaban todos, es cierto.Pero estaba ahí para eso. Para cuidar lasespaldas de idealistas como tu viejo,que siguieron creyendo que la

revolución cubana la hicieron SilvioRodríguez y Pablo Milanés. ¿Qué haydel 38 en tu guantera, defensa personal? —Era de papá. Me la dejó con laclave de la cuenta, cuando sintió quehabía caído en una trampa. Lecuonahabía propuesto incorporarte al GOR y apapá le gustó la idea. Volverían a estarjuntos en algo que valiera la pena, comotreinta años antes. Pero la cúpula delGOR y especialmente la Negra teníanotros planes. —Débora, se llama. Dejémonos dejoder con nombres de guerra, si sólosomos asesinos. El velocímetro trepa a cientocincuenta, en segundos el Volkswagen

de Burgos es un remoto punto celeste enel retrovisor. Le pido a Isabel quelevante el pie del acelerador. —Escucháme, entonces. Si no hablo,acelero. Estoy harta del silencio, Gotán,crecí con él. Lo que tengo que escuchar no esmucho, aunque no me gusta. Que IsabelCárcano, veintitrés espléndidos años,valiente y ciega como tantos a su edad,tenga que decirme lo que vos callaste. Que reclutaste al Toto Lecuona, levendiste la fábula de que todo podíarecomenzar y largó su paraíso enCanarias para ayudar a construir otro encasa, y antes convenciste a Edmundo, aquien un regreso a las fuentes encandilótanto como la rubia Lorena que tenía la

edad de su hija aunque no se llamaraLorena y tal vez ni fuera rubia. —La amé, es cierto. Pero no sé quiénes Débora. —Era —me corrige Isabel. —Nunca se sabe con ella, no sé cómoapareció en mi vida. La conocí unanoche, en uno de esos sórdidosbailaderos de tango a los que voycuando la soledad me aplasta. Le ocultémi antiguo oficio. —Y creíste realmente que se habíaenamorado a primera vista de unvendedor de inodoros. Isabel ríe abiertamente mientrasreduce la velocidad hasta que elVolkswagen de Burgos nos alcanza yresponde con guiños a su juego de luces.

Me quedo callado, mirando el paisajeyermo, la vasta planicie arenosa, elvelocímetro marca ahora ciento veintepero parece que estuviéramos detenidos. Enciendo un cigarrillo, Isabel aceptaque le encienda otro y se lo pase, aunqueha dejado de fumar, dice, y le cuento dela teoría del médico rechoncho —dos otres puchos por día previenen el cáncer—, está de acuerdo, no se puede cortarcon todo, dice, el mundo se ha vueltoloco, nadie fuma, nadie come grasas,aman más a las ballenas y a lospingüinos que a los pibes sin techo quemueren de frío en las calles, repudian laenergía atómica pero sueñan con que alos árabes los borren de un bombazo. —Me abandonó cuando supo que

había sido cana durante la dictadura. —No te abandonó por eso, ya estabascebado. —¿A enamorarse le llamás estarcebado? —Entre tus hazañas, me lo contó ellamisma cuando fui su prisionera, tecargaste a un milico del ejército, un jefede brigada. —Es cierto, aunque no figura enningún expediente y no sé cómo seenteró Débora. Después del golpe delsetenta y seis ese milico organizóescuadrones en Morón, salían a cazargente y a saquear sus casas, nada de quéescandalizarse en esa época. Loscompañeros de la zona empezaron acaer uno tras otro como comanches. No

consulté a nadie por esa misión, conocíaal tipo, sabía dónde vivía y me presentéen su casa. Me hizo pasar, qué sorpresa,Martelli, dijo el hijo de puta, desdeCaracas que no nos veíamos.Habíamos estado juntos en un congresode milicos y polizontes, en Venezuela,organizado por la inteligencia yanqui.De allí volvimos con nuestros diplomas,tengo fotos en un baúl, parecíamosacadémicos. —Se alegró de verte, me contaron. Lediste un tiro en la nuca mientras te servíael café. —¿Qué iba a hacer, leerle susderechos? ¿Quién te contó? Vivía solo,murió solo. —No vivía ni murió solo, estaba

separado y tenía una hija pequeña quedespués creció y aprendió a bailar eltango.

IX (sic. en eloriginal) Con un juego de luces y señas deoficio mudo, Burgos propuso detenernosen la cafetería de una estación deservicio. —Manejo dormido— confiesa sinmirarnos, reconcentrado en su tazón decafé negro—. Me doy cuenta porque loque sueño no tiene nada que ver con laruta. De repente estoy en una isla delCaribe, despatarrado en la playa,rodeado de cadáveres a los que no hayque practicar autopsias porque en un parde horas el sol los abre como el bisturí

más afilado. Qué vidurria. Ayala y Rodríguez duermen en elVolkswagen, Isabel le dice a Burgos quemejor nos quedemos aquí un rato yaproveche para dormir. —Prefiero cabecear en las rectas —dice el médico rechoncho—, ustedvenga detrás sin perderme de vista, encuanto empiece a hacer eses me pega unbocinazo. Seguimos viaje, faltan unos trescientoskilómetros hasta Bahía Blanca yempieza a caer la noche. No insistimosen evitar que el médico rechoncho sigaconduciendo y el Volkswagen celesteacabe dado vuelta o estrellado,confiamos en el destino, nada pasará que

no esté escrito, aunque Isabel confiesa,cuando volvemos a estar solos en lacamioneta, que tiene miedo, no porBurgos y sus compañeros sino por mí. —Creí conocerte, Gotán —dice—, elviejo tenía una idea romántica de vos. —Te ocultó la verdad. Nadie seenorgullece de tener como amigo a unpolicía, somos la cara oculta, los místerHyde de tanto doctor Jeckyll consecretarias y teléfonos celulares. Peoraún, si la revolución por la queluchábamos hubiera triunfado, yo habríaseguido siendo policía. El capitalismome dio por lo menos la oportunidad devender inodoros. Se lo contó la que en el GOR llamaban

Negra, cuando todavía Isabel creía queen algún momento la matarían. La habíandejado a su cargo, que ella decidieraqué hacer con la hija de Cárcano si nosoltaba la información sobre la cuentacon la guita de la fundación «Hombrenuevo». —Creo que nadie, entre los jerarcasdel GOR, quería ensuciarse las manoscon mi muerte. De hacer correr sangre,que se encargaran otros. —Es lógico, para eso son jerarcas. —La que bailaba tango estuvo junto aellos desde las primeras reuniones,cuando empezó a formarse el grupo, acomplotar contra el zurdaje recicladoque según ellos estaba detrás de los queganaron las elecciones en 1999. Eran

hijos de milicos, de compañeros dearmas del que vos despachaste mientraste servía café. Nostálgicos, unaorganización pequeña aunque bienfinanciada. Pero se dieron cuenta de quereivindicando dictaduras no reclutaríanni a la abuela, hoy hasta el facho másrecalcitrante se declara democrático.Entonces cambiaron el discurso parasumar nostálgicos de la otra orilla. —La revolución nacional —digo—.Con esa invocación a la nada unageneración entera fue al matadero. —Papá creyó en algo de eso. —Y el Toto Lecuona, y yo mismo.Socialismo pero no tanto, capitalismopero a medias. Nos decían que habíaoficiales que renegaban de servir a los

oligarcas y querían unas fuerzas armadasal servicio del pueblo. Nos balearon porla espalda. —¿Por qué estuviste con ellos, Gotán?¿Por un mundo mejor, matando por laespalda? —Religiones. Siempre tuveinquietudes metafísicas. Quise creer,aunque es obvio que no pude. Soy cana,Isabel. Desde pibe me gustó eso dearrestar al que le roba la cartera a unapobre viejita; ya era cana cuandojugábamos a policías y ladrones, nuncame tembló el pulso para cargarme atrompadas a los abusadores ni paramatar a hondazos a los pajaritos. Vengode una orgullosa familia proletaria, miviejo nunca robó a nadie. Era

ferroviario y lo dejaron sin laburo en laépoca de Perón, por huelguista, mirá quémovimiento popular, el peronismo.Tampoco pude creer en esos mutantes.Evita, que era una santa, se transformóen demonio cuando cayó Perón y hastanos prohibieron mentar sus nombres. Miviejo nunca volvió a ser el mismo, serferroviario antes era ser miembro de unacasta privilegiada, como los milicos, yque lo echaran fue como si lo hubierandegradado. Para matarse, al díasiguiente de mi graduación, estrenó miarma reglamentaria. Un hijo cana, lo queme faltaba, dijo, y se pegó un tiro. Miráqué tango podría cantarte Gotán, pero yano quiero hablar más del pasado. —¿De qué estás hablando, entonces?

—De amor, Isabel. No te sorprendas,hasta los verdugos más crueles seenamoran. Nadie está a salvo delcontagio. Me despedí del médico rechoncho ydel dúo cervantino cuando llegamos alacceso a Bahía Blanca. Juramos volvera vernos, la democracia nos debía una,pero como nadie iba a pagar por ella,nos reuniríamos para por lo menoscelebrar que seguíamos con vida. —Usted cuídese de la carne faenada acielo abierto —le dije a Burgos. —Y usted, don Gotán, deje de andarbuscando novias en el baúl de losrecuerdos. —Siga vendiendo inodoros —me

recomendó Ayala. —Ahora entiendo que no hicieracarrera en la Federal —aportóRodríguez:—es buen tipo, cuando noestá matando. —No se separen —le recomendé aldúo cervantino— Juntos, todavía puedenhacer carrera como cómicos en elmundo del espectáculo. Hubo un gesto, un chispazo ahogadopor el pudor, los brazos que amagaronextenderse, alguna mueca comprimidaentre las arrugas de nuestros rostroscansados por la absurda odisea, peropreferimos no decir más nada, pegarcada uno la vuelta y ni volver a mirarnoscuando el estrafalario Volkswagenceleste y la camioneta alquilada por un

compañero ya muerto arrancaron endirecciones distintas.

X Tu sueño de infancia fue entonces lavenganza. Mientras otras niñas jugabancon muñecas, vos ya jugabas con micadáver. Después creciste, tuviste amores,creíste olvidar. La noche en que nos encontramos fuebarajada como al descuido por el eternotahúr, el que no muestra nunca suscartas, el que resucita cuando todos lodan por muerto. Tu indignación cuandodescubriste que yo era cana y tu estuporcuando supiste qué clase de cana era,todo estaba en el mismo mazo, quién ibaa negarse a terminar esa partida.

Ya ves, mujer que bailaba tangos,nadie tiene la data completa de aquellocon lo que se enfrenta. Los redactoresdel expediente naranja se quedaroncortos con mi biografía no autorizada, aljuez Patricio Quesada no lo habríanfaenado como a las vacas ilegales queconsume Burgos si antes de emprendersu viaje a Mediomundo hubiera sabidorealmente con quién se aliaba paraenfrentar a los presuntos malos de lapelícula. Pero el libre albedrío es unafarsa, la única libertad de la quedisfrutamos es la de elegir a nuestrosenemigos. Con Isabel apenas hemos habladodesde que me despedí de esos tres

mosqueteros que por unos días fuimoscuatro, y hasta que llegamos a lossuburbios de Buenos Aires. El acceso a la ciudad está cortado porpiqueteros. Neumáticos ardiendo sobreel asfalto, tipos con palos y con carteles,algunos con las cabezas ocultas porpasamontañas como descafeinadosguerrilleros de Chiapas, otros a caradescubierta, mujeres desaliñadas, críosque pasan sin adolescencia de la teta deleche materna al tetra de vino barato,todos tocando bombos, golpeandotachos y repartiendo panfletos; hasta losperros reparten panfletos. Celebrancomo a una hazaña la caída del gobiernoconstitucional que ellos no eligieron,dicen, en la Argentina no hay héroes

porque nadie acepta haber elegido jugarcon los perdedores. Un tipo alto y desgarbado cuya carametería miedo al asesino serial preso enBahía Blanca pide aplausos para lossaqueadores de supermercados, invita alos coreanos dueños de almacenes a quese vayan del país y vuelvan a comerperros a Corea, se ríe del desfile deaspirantes a la presidencia por la casade gobierno y augura poca vida al quepor fin se instale allí. Hay aplausos,gritos, chamamés con sapukays,banderas rojas, banderas negras,banderas argentinas, enormes pancartasy pequeños carteles, unidosvenceremos, barrio Las golondrinaspresente, justicia popular, que se

vayan todos. Cuando parece queestamos condenados a oír una sagainterminable de arengas y el cedécompleto de chamamés, levantan lasbarricadas y podemos por fin entrar enla capital. En los barrios cercanos al centro, lossoliviantados son de clase media.Calzarse pasamontañas es poco elegantepara estos acumuladores de dólares ycombatientes del plazo fijo, dispuestos adar la vida para poder seguir viajando aMiami. Bien calzados y vestidos,resisten a las excusas que da el gobiernopara no devolverles la guita que lesquedó cautiva en los bancos. Saben quereclamarla es ya una causa perdida, peroencuentran en su derrota la dignidad que

no tuvieron cuando se creyeron distintosy mejores que los cabecitas negras deAmérica latina. No hay combatientes de clase alta enlas calles de Buenos Aires. Hace mesesque los moscones del poder sefortificaron y cavaron sus trincheras enlas islas Caimán, Suiza o Panamá. Porlas calles de los barrios llamadoselegantes son pequeñísimos burgueseslos que deambulan como zombiesexpulsados de Puerto Príncipe ovampiros desalojados al mediodía decierto inquilinato de mala fama con airesde castillo en Transilvania. —¿Por qué no les diste la malditaclave? —pregunto cuando Isabel detiene

el auto a una cuadra de la casa de laamiga de Mónica, donde se reunirá consu madre—. Pudieron haberte matado,¿por qué morir por dinero? —La que bailaba tangos no iba amatarme —dice Isabel—, tampoco avos. Poco más tarde del llamado deEdmundo, en plena madrugada delquince de diciembre de 2001, susasesinos abandonaron la casa enMediomundo. Con el siempre banal pretexto de ir albaño, Lorena había logrado escurrirsede la casa. Corrió por las callesdesiertas de la villa hasta encontrar unteléfono público que no se tragara las

monedas y denunció a la policía lo quesospechó que estaba por ocurrir y, depaso, el complot antidemocrático quetramaba el grupo. En la Bonaerense lepidieron que se calmara y volviera a suc a s a , no podemos garantizar laseguridad de una mujer sola en unlugar tan despoblado, le dijeron sinconvencerla, aunque la misma manosolícita que cajoneó la denuncia llamóde inmediato por línea directa a micomité de bienvenida y los convenció deque sería más prudente disolverse antesde mi llegada. Lorena había huido antes deMediomundo pero regresó a la nochesiguiente con la esperanza de encontraralguna pista sobre el dinero que

Edmundo había apartado para ellos dos,par de tórtolos que eran tres. Cuando seencontró conmigo decidió usarme dechofer para que la llevara a Piedranegra.Supuso que los líderes del GOR que allíse concentraban ultimando detalles laprotegerían de los chacales que sehabían cargado a Edmundo, creyó que lapequeña guerra interna era entre peonesy por el cambio chico. Tal vez tuvierarazón, lo que no tuvo fue tiempo paracomprobarlo. —Pobre Lorena —digo. Otro nombre de guerra perdida, el deCatalina Eloísa Bañados, seducida porun viejo verde setentista que por noaceptar el paso del tiempo quisomejicanear a una banda de asesinos

doctrinales para comprar su parcela dejuventud. Muerto Edmundo, la que bailabatangos recibió el encargo de ocuparse desu amante y de Cordero, la otra puntadel triángulo que Lorena había armadopara que su vejez no la sorprendiera sinalternativas de ahorro. Edmundo nosabía de la existencia de Cordero,también él quiso creer en el amor aprimera vista. —Si por lo menos se vieran al espejo—dice Isabel sin devolver mi miradaansiosa que descubre, seiscientoskilómetros más tarde, sus hombrosabrigados todavía por la campera delmédico rechoncho. Se quita la campera y me encarga que

se la alcance a su dueño cuando algunavez se produzca el prometidoreencuentro de los cuatro mosqueteros. —Si Débora mató a Lorena y aCordero, si me hundió una daga sinanestesia que me habría atravesado elcorazón, de no haber estado corrido almedio, ¿por qué decís que no iba amatarnos? Me repugna imaginar suescena de amor con Lorena, previa alsacrificio, y el juego macabro con elcadáver de Cordero. —Te repugna que te fuera infiel conuna mujer. Aceptaste con gusto suconvite a revolcarse juntos, sinembargo, aunque sospecharas quepodría costarte la vida. Tu corazón noestá desplazado, Gotán. Pudo

atravesarlo sin que te dieras cuenta yconsumar su venganza. —¿Por qué no lo hizo, entonces? ¿Porqué no acabó con todos nosotros? Por fin me mira y sus ojos parecen lostuyos, clavados en la nada, en un Diostambién corrido al medio cuyo hijo hamuerto pero está vivo, en un cielosiniestro como el socavón de la mina enla que nunca nadie encontró lo quebuscaba. —Te esperaba. Y cuando por finllegaste se le cayó alguna ficha, se diocuenta de algo que la perturbóprofundamente. —Se dio cuenta de que el padretambién mataba por la espalda, Isabel. —No es, o no era, distinta a vos,

Gotán. Las almas gemelas existen desdeantes que se pusiera de moda lamanipulación genética. Te abandonópara no enfrentarse a su propiojuramento de vengar al padre, quémateria prima se perdieron Eurípides oSófocles para sus tragedias griegas. Teabandonó para que nunca más labuscaras. Pero seguiste jodiendo, cómoibas a aceptar semejante afrenta a tuvanidad machista. Cuando la banda en retirada sereplegó a Piedranegra, Isabel creyó quehabía llegado su fin. —La mujer que bailaba tangos mepuso a salvo, sin embargo. Acabado eltiroteo, en vez de rematarte me arrastrópenosamente hasta el fondo del socavón

donde me tenían prisionera, ya noconfiaba en amigos ni enemigos y sabíaque volverías por ella. Andáte cuando ahí afuera terminende matarse, me dijo cuando llegamos allugar en el que vos me encontraste: Estagalería no tiene desvíos, son unostrescientos metros hasta la entrada altúnel y Piedranegra está a menos deveinte kilómetros de la ruta asfaltada.Contóle por favor la verdad, cuando loveas, porque estoy segura de que va asobrevivir. Aunque le hubiera hundidoesa daga hasta el fondo, sobreviviríacon el corazón traspasado. Me maniató para que no le impidierahacer lo que tenía decidido y meamordazó para que no gritara de

espanto, trepó de un solo salto, comouna pantera, a esa mesada que alguienconstruyó allí cuando la mina era unproyecto y que en la penumbra parece unaltar, y callada, sin un quejido, seatravesó el corazón. —¿Por qué lo hizo, Isabel? ¿Por quéno acabó conmigo, si para eso se habíamantenido hasta entonces con vida? —Bailaba tan bien como vos,acordáte. Nada parecido al respeto porla vida ajena le hubiera impedidoejecutarte. Pensá en eso cuando te bajesahora mismo de la camioneta. Yo notengo más nada que contarte y, porfavor, no me busques. Quiero descansarde vos por un tiempo. Y hasta tal vezprefiera no volver a verte.

Soy obediente cuando una hermosamujer me declara persona no grata. Bajéy sólo me volví para recordarle que lacamioneta no era suya. —El que la alquiló se llamaba AníbalLecuona. Le decíamos Toto, pero nocreo que eso les importe a los de laagencia. Mientras Isabel ponía en marcha lacamioneta arranqué a caminar hacia laavenida. Me detuve cuando se puso a lapar, y bajó el vidrio de la ventanillapara dar las gracias por haberlarescatado. Abusando de su buena educación, nopude evitar la pregunta imbécil. —¿Te dijo si me quería? Aferró el volante y miró al frente,

como preparándose para picar en puntadesde la línea de largada de una carrera. —Nadie ama a un policía —dijo antesde acelerar, pero en reversa. Seguí caminando, hubiera querido darpasos de gigante para inventarme una yaimposible distancia, caminé con furia, elcorazón en su justo medio doliendocomo nunca. Alguien pasará alguna vez porPiedranegra y, creyendo que haencontrado un atajo, desembocará en elescenario ya en ruinas de otro pequeñoinfierno. Tal vez un productor de cine lodescubra para la locación de un«espagueti western» como los quealguna vez filmaron los italianos en elsur de España.

Debí sepultarte allí, junto al TotoLecuona. Después de todo, fue tuya laidea de ir a buscarlo, de hacerle creerque la redención social era una vez másla bandera que esperaba ser llevada a lavictoria. Pero preferí dejarte en el lugarque habías elegido para morir, sobre tuimprovisado altar de sacerdotisa sindoctrina ni escrúpulos. Alguien pasará y dará la voz dealarma, la prensa caerá antes que losperitos sobre los resecos huesos regadospor el pueblo fantasma y las historias detus compañeros o cómplices seconfundirán con las de los mineros queen realidad eran peones rurales entránsito hacia la recolección de lamanzana rionegrina.

Pero no hallarán tu cuerpo. Debí sepultarte, y aunque mal negociohubiera sido para el pobre Toto Lecuonapasar la eternidad a tu lado, me habríaevitado llegar a casa y encontrar,correctamente estacionado frente aledificio y lustrado como para reventa, elauto que allá en el sur me robaron con larubia Lorena. Descarto la tentación de subir a midepartamento a buscar la copia de lallave —nadie que pretenda llegar aviejo debe aceptar regalos mañosos,aunque se trate de una simpledevolución. Desde un teléfono público llamo a labrigada de explosivos. A los canas no nos gustan las

denuncias anónimas, cuelgo antes de queme pidan precisiones, sin confiardemasiado en que vendrán. Pero vienen. No pueden darse el lujode desechar la denuncia: un auto con unabomba, estacionado en plena ciudad. Los ánimos políticos están caldeados,nadie sabe quién manda detrás de tantopostulante al poder y hay que cuidarselas espaldas. Llegan en dos camiones y trespatrullas, desvían el tránsito y cortan lacuadra, de la nada aparecen movilerosde la televisión, hay gritos, órdenesnerviosas, curiosos del barrio entre losque me incluyo, los técnicos de labrigada de explosivos empiezan su

trabajo de relojeros del terror. Cuando todo está listo y la zona hasido despejada, pum, vuela mi auto.Pensar que puedan identificar a supropietario no me hace feliz, por esoconfío en que la avidez del fuego en elque se retuerce el coche me evitedeclarar, contar historias que nadiecreería, correr el riesgo de que el seguroencuentre una buena excusa para nopagar la póliza. Hay una nueva explosión, máspequeña. Salta la tapa del baúl, unvecino explica con suficiencia que losautos a gas son un peligro aunque notengan bombas, pero me acerco unosmetros y observo que lo que hay en elbaúl no son tubos de gas sino un cuerpo

de mujer. Un cana impide que me acerque más,casi estoy a punto de decirle que el autoes mío, que no me pidieron permiso paraguardar a esa mujer en el baúl, pero yael fuego se ha ensañado también con ellay una llamarada azul se confunde con elmovimiento de su brazo izquierdo, quequeda colgando hacia la calle.

Epílogo Despertamos del sueño creyendoregresar a la vigilia, con la esperanza deque al abrir los ojos y levantarnos,recuperaremos la coherencia. Que locotidiano regresará mansamente a ponerlas cosas en su sitio y que los muertosvolverán a sus tumbas. Zulema, la mujer que todos los luneslimpia mi departamento, me dejó unanota en la que me avisaba que FélixJesús había vuelto malherido, esamañana. Sin embargo el gato dormía muytranquilo en el lavadero y al verme sedesperezó, bostezó, se incorporó y tras

acercarse con la cola en ángulo recto yrozar mi pierna, buscó su refugio en elmueble más alto de la cocina, dondesuele dormir de día. Debo acotar que Zulema hace bien lalimpieza y es discreta, pero tienevisiones. No discrimina entre la noche yel día, y los sueños se le entreveran.Puede observar sin alterarse cómo unleón con joroba de camello se devora aun niño rubio en la vereda de enfrente,mientras ella cruza la calle y se instalaen la parada del colectivo. No dudo que Félix Jesús estémalherido, si Zulema lo ha visto. Desdesu altura diurna, el gato me mira, aunquesus ojos verticales no buscan mis ojos,más bien parecen atraídos por algo que

a la altura de mi pecho demanda suatención. Después vuelve a bostezar y seenrosca para dormir. Sigo su ejemplo. Enciendo eltelevisor, sin audio, y pongo a andar elventilador. Me adormezco oyendo suzumbido, mientras en la pantalla le estánponiendo la banda al cuarto presidentede la Argentina en una semana. Me despierta el teléfono. No necesitomirar el reloj para saber que es más demedianoche. Que siga sonando, que llame hastamorirse. Córdoba, Argentina, 29 de mayo de2006.

Índice Informe ambiental Ingredientes para un thriller Tirando a matar desde el interior de unbanco Pequeñas limosnas Paraísos y conspiraciones Mariposas guardadas en un álbum Cerebros alquilados, corazonesimpunes Epílogo

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01/08/2014