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El lado izquierdo de la sombra 1 1 EL LADO IZQUIERDO DE LA SOMBRA Bahía, Brasil, hace 30 años… Capítulo inicial L hombre santo contempló la luna con excitación mientras elevaba sus brazos negros al cielo. Con voz ronca dijo aquellas palabras que las conocía de memoria, pero cada vez que las pronunciaba un escalofrío le recorría por la nuca, aunque nunca como aquella vez. Babalú-Ayé, gran orixá conocido por los mortales como Obaluaye, y Omolu, dios de las viruelas y de las enfermedades contagiosas. Te pedimos por tus hijos mortales para que cures todos nuestros males y nos orientes en el camino de la luz y la verdad. Y a tu madre, la gran Naná, dueña de la muerte, la orixá más anciana, que siendo la dueña de la expiración, tiene la potestad de poder alargarnos la vida. Un grupo de gente con ropas blancas rodeó al babalado, hombre santo, y le entregó un gallo que luchó por deshacerse de sus manos. Una mujer le acercó un gran cuchillo de faena y el hombre dijo: Te veneramos, oh gran Babalú-Ayé, y te ofrendamos esta preciosa sangre, como muestra de nuestra sumisión y nuestro agradecimiento por tus trabajos para nosotros, humildes aleyos. Y a los antepasados les pedimos la experiencia que tienen para comprender todos tus actos. ¡Oh, gracias, Babalú-Ayé! Este sacrificio es para Ti. De un golpe el hombre cortó el cuello del gallo, que comenzó a tener convulsiones instintivas durante unos instantes para luego quedar totalmente inmóvil, mientras la sangre chorreaba por sus brazos negros y su túnica blanca. Luego, el babalado cogió al desgraciado animal de las patas y chorreó su sangre sobre la tierra haciendo la cruz. Los tambores comenzaron a sonar y muchos aleyos recibieron los collares de piedras de colores, a la vez que otros iniciados ponían flores y velas encendidas sobre la tierra elegida, alrededor de la sangre sacrificada. El babalado se enjugó el sudor de agua y sangre y sonrió satisfecho. E

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El lado izquierdo de la sombra

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EL LADO IZQUIERDO DE LA SOMBRA

Bahía, Brasil, hace 30 años…

Capítulo inicial

L hombre santo contempló la luna con excitación mientras elevaba sus

brazos negros al cielo. Con voz ronca dijo aquellas palabras que las

conocía de memoria, pero cada vez que las pronunciaba un escalofrío le recorría por la

nuca, aunque nunca como aquella vez.

– Babalú-Ayé, gran orixá conocido por los mortales como Obaluaye, y Omolu,

dios de las viruelas y de las enfermedades contagiosas. Te pedimos por tus hijos

mortales para que cures todos nuestros males y nos orientes en el camino de la luz y la

verdad. Y a tu madre, la gran Naná, dueña de la muerte, la orixá más anciana, que

siendo la dueña de la expiración, tiene la potestad de poder alargarnos la vida.

Un grupo de gente con ropas blancas rodeó al babalado, hombre santo, y le

entregó un gallo que luchó por deshacerse de sus manos. Una mujer le acercó un gran

cuchillo de faena y el hombre dijo:

–Te veneramos, oh gran Babalú-Ayé, y te ofrendamos esta preciosa sangre,

como muestra de nuestra sumisión y nuestro agradecimiento por tus trabajos para

nosotros, humildes aleyos. Y a los antepasados les pedimos la experiencia que tienen

para comprender todos tus actos. ¡Oh, gracias, Babalú-Ayé! Este sacrificio es para Ti.

De un golpe el hombre cortó el cuello del gallo, que comenzó a tener

convulsiones instintivas durante unos instantes para luego quedar totalmente inmóvil,

mientras la sangre chorreaba por sus brazos negros y su túnica blanca. Luego, el

babalado cogió al desgraciado animal de las patas y chorreó su sangre sobre la tierra

haciendo la cruz.

Los tambores comenzaron a sonar y muchos aleyos recibieron los collares de

piedras de colores, a la vez que otros iniciados ponían flores y velas encendidas sobre la

tierra elegida, alrededor de la sangre sacrificada.

El babalado se enjugó el sudor de agua y sangre y sonrió satisfecho.

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30 años después en algún lugar de Buenos Aires…

Un hombre añoso de gran tamaño hacía esfuerzos sobrehumanos para cavar la

fosa con una espada, espada elegida, en el cementerio municipal aquel viernes a

medianoche, hora de brujas y espíritus en pena, hora de muertos que vuelven y almas

que bajan del Purgatorio para su último recorrido antes de regresar al Infierno. Sacó y

sacó cada terrón con esfuerzo y sintió desfallecer. Cuando se enjugó el sudor y éste se

mezcló con la llovizna fría que comenzaba a caer dijo para sí:

–¡Já está! Em nome do Pai, do filho e do Spíritu Santo. Amén.

El gran hombre suspiró y se sintió satisfecho. Miró hacia el cielo oscuro y

mientras la lluvia que comenzaba a ser intensa, lavaba su rostro dejó escapar una

sonrisa.

–Agora só esperar –dijo y se marchó con la espada en los hombros, esquivando

tumbas y figuras fantasmagóricas de las criptas. –Agora só esperar –repitió entre

dientes.

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Capítulo I: Los sueños

lara se revolvía en su cama merced a una intensa pesadilla. Sudaba

incesantemente. El timbre del despertador la salvó de morir ahogada

en su llanto. Se despertó angustiada. Trato de recordar algunas

imágenes del sueño, pero no pudo. Miró por la ventana y no recordaba haberla dejado

abierta. La luz del sol pegaba de lleno en la foto de sus hijos Mariana y Adrián mientras

una agradable brisa levantaba la cortina. Ricardo, su esposo aún estaba dormido. Se

enjugó el sudor y sin saber porqué comenzó a llorar durante unos segundos. Quería

descargarse de la angustia del sueño, aunque no recordaba el motivo de su profunda

tristeza. Sintió un leve olor a azufre, que se diluyó enseguida al terminar de despertarse.

Desde que cumplió los treinta años, los sueños se habían manifestado de una u

otra manera, pero nunca con tanta fuerza.

Movió a su esposo para que se despertara y finalmente se internó en el baño y

una ducha fría cayó por minutos sobre su cara de ojos cerrados.

–Mamá –La voz salía de dentro del mismo cuarto de baño y sobresaltó a Clara.

–¿Qué? –dijo.

No hubo respuesta y mientras corría la cortinita de la bañera agregó:

–Ya sabés que no me gusta que entres al cuarto de baño cuando estoy... –No

había nadie en el cuarto de baño. Tal vez detrás de la puerta.

–¿Mariana? –preguntó.

Silencio.

–¿Adrián?

Nada.

Se secó deprisa y se vistió. Se acercó al cuarto de los niños. Ellos dormían aún

plácidamente un sueño profundo y se le notaba un aire angelical a ambos. Miró el reloj

de colores que los niños tenían en la pared y vio que ya faltaba muy poco para

despertarles.

Ricardo ya se levantaba también.

–¿Oíste la voz?

Ricardo la miró con sus ojos bien abiertos sorprendido y negó con la cabeza.

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–Nada –respondió Clara para sí. –No fue nada y siguió con la rutina de la

mañana.

Muchas veces la mente humana juega una mala pasada, se dijo y se volcó de

lleno a la preparación del desayuno de su familia. Escuchó que había personas que hasta

veían gente sentada en cuartos o bien parados en un jardín. Siempre le venía a la mente

la imagen de lo que contó su tío Domingo, ya fallecido. La noche previa a que murió su

mujer, la querida Tía Mery, la vio parada en la quintita de tomates con una bata blanca.

La Tía Mery había estado por aquellos días internada por un mal que le afectaba al

hígado.

–¿Qué hacés aquí, Viejita? –le había preguntado cariñosamente. Ella le sonrió

(dijo el tío Domingo), desde su sonrisita tímida, pero no dijo nada. Se fue acercando a

ella, pero a cada paso la forma de la tía iba desapareciendo hasta quedar el tío Domingo

convencido que sólo se trataba de un juego de su mente, regresó al interior de la casa y

se lo contó a sus hijas. No le dio mucha importancia al suceso, hasta que al día siguiente

fue a verla al hospital. Eran épocas donde no todos tenían teléfonos y las

comunicaciones no eran tan fluidas como es hoy en día. Allí se enteró que su amada

esposa estaba en coma desde el día anterior y a las pocas horas de estar en el hospital,

falleció de un paro cardíaco. Esta historia había impresionado a Clara que la oyó por

primera vez cuando contaba los nueve años, pero quedó olvidada luego hasta en esos

días de sus sueños.

Clara dejó esas historias y preparó el desayuno de sus hijos. Los despertó

suavemente, como siempre y al abrir la ventana para que entrara el sol,

automáticamente Adrián se me metió debajo de la manta. Mariana, más resuelta, se

levantaba con su ropa y se fue a dar una ducha.

–Vamos, Adrián. Hay que ir al cole –dijo bajito.

–¡Cuando salga Mariana del baño, Mami, porfa!

–No, vamos, haragán –y comenzó su sesión de cosquillas, que lejos de divertir al

niño semi dormido, le fastidiaba bastante, pero al menos quedaba despierto.

Cuando llegó a la cocina debió calentar los cafés con leche en el microondas,

pero a tiempo llegaron ambos aseados y cambiados. Ricardo leía el periódico y esperaba

las tostadas, que su esposa no tardó en dale con manteca y mermelada de melocotón.

Cuando desayunaron todos, Ricardo fue el primero en salir hacia su oficina en

una agencia de registro de marcas y patentes. Más tarde, Clara llevó a los niños al

colegio Sagrado Corazón en su camioneta y poco a poco, todo pensamiento acerca de

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sueños o predicciones fue disolviéndose en el recuerdo. Antes de regresar a su casa se

pasó por lo de su madre. Ese sitio donde había crecido y la casa de su amiga Beatriz

eran las únicas “grandes” salidas que tenía. En muy pocas ocasiones iba a la casa de su

hermana Paula, pero como sabía perfectamente que a su esposo Sebastián no le gustaba

mucho, prefería recibirla en su casa y su hermana venía bien poco.

Con Beatriz era diferente. Beatriz era su amiga íntima. La que le contaba todo, lo

que sentía, sus frustraciones, sus sueños, todo. La había conocido en el último año de la

secundaria cuando ella vino de otra escuela. No se adaptaba al grupo y Clara la vio tan

sola que se le acercó y poco a poco terminaron siendo grandes amigas. Beatriz era una

persona divertida, alegre, espontánea. Su espontaneidad le había dado muchos dolores

de cabezas. Pero nadie podría decir que no fuera sincera. Beatriz se había casado, pero

antes del año y medio se separó cuando su esposo le puso la mano encima por p rimera y

última vez. Decía que un hombre que golpea a su mujer es un animal cebado que no

dejará de hacerlo, como un perro que mata a un gato y prueba su carne, ya no dejará de

matar gatos nunca, decía Beatriz. Su amiga se había puesto contenta cuando Clara se

casó con Ricardo, pero le había dicho que no estaba bien casarse con su primer novio.

Clara había salido con Ricardo desde adolescentes. Le fascinaba ese chico rubio, de ojos

verdes, codiciado por todas. Estaban en el mismo colegio, Ricardo dos años adelante,

aunque le llevaba años luz en experiencia de vida. Mientras Beatriz había tenido

muchos novios y romances, Clara había conocido en su vida íntima un solo hombre y

ese era Ricardo, con el que se había casado muy joven. “¡No has vivido la vida!”, le dijo

una vez su amiga. Ahora mismo salía con un mozo de café, llamado Ricardo, “un poco

soso”, según las mismas palabras de Beatriz, al que veía una vez por semana y a veces

ni eso. Esa era Beatriz. Una buena persona. Aunque muy diferente a Clara.

Por su parte, Ricardo estaba cerca del ideal de hombre. Le gustaba tanto, que

comenzó a dejar de comer para verse delgada y hermosa para él. Si bien su Ricardo

ahora trabajaba demasiado, la había cuidado y la había protegido de todos los males del

mundo, como si fuera una escultura de cristal muy frágil. Clara se sentía segura al lado

de ese hombre. Cuando adolescente, Ricardo hizo un comentario que le gustaban las

chicas delgadas y este recuerdo obsesionó a Clara, tanto que se hizo vegetariana durante

un tiempo. No quería ver una sola sombra de grasa en su cuerpo. Verse bien, según los

clisés televisivos, era su único objetivo en la vida y sólo por su Ricardo. Tanto fue su

cuidado, o mejor dicho, su descuidado, que su cuerpo comenzó a manifestarse en contra

de lo que le hacía. Comenzó a marearse y hasta una vez se desmayó en el baño de su

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casa. Pero felizmente o infelizmente, según como se mire, nadie se enteró del incidente.

Clara estaba al borde la abulimia, y si no comenzó a serlo fue casi por una decisión de

su amiga Beatriz que la alentaba a que comiera. Y todo lo hacía por su chico, del que

tenía muchas evocaciones muy buenas y muy fuertes. La primera vez que se le entregó,

el cuidado superior que tuvo con ella y lo especial que la hizo sentir siempre. Co mo la

mimaba, como la miraba y lo dulce que era con ella. Los cuidados intensivos que tenía

en cada acto de la vida.

Una vez tuvo un incidente en plena calle. Se descompuso y se sintió desfallecer.

Iban juntos caminando cerca de los famosos lagos de Palermo cuando Clara sintió un

mareo de los habituales, como los venía sintiendo siempre desde el cambio del

metabolismo por el mal hábito alimenticio. Ricardo la llevó a la clínica y no se despegó

de su lado hasta que le hicieron todos los estudios, la cuidaron y la dejaron internada

unas horas por precaución. Allí Ricardo tenía a Ezequiel Roberts, un primo médico y la

cuidaron como una diosa. Le dieron una pastilla para descansar y cuando se despertó, lo

primero que vio fue esa imagen amada y deseada que era el rostro gentil y hermoso de

Ricardo. La contemplaba compasivo, mientras le acariciaba el cabello con ternura. Ese

era Ricardo. Sus padres no se enteraron nunca del incidente; tampoco su nuevo cambio

de hábito en las comidas, ya que por prescripción médica Clara comenzó a ingerir

carnes, lácteos y todas vitaminas necesarias para una joven aún en desarrollo. Nunca sus

padres supieron nada, hasta que unos años después de casada Clara se lo confesó entre

risas a su madre.

–Y yo tranquila –le había dicho su madre.

Del Ricardo actual lo único que tenía que decir era que su trabajo le ocupaba

mucho más tiempo que su familia. Él era el encargado de hacer los negocios de la

empresa, una agencia intermediaria para inscribir marcas y patentes de empresas

latinoamericanas en la Argentina. Tenía que viajar frecuentemente a países limítrofes y

eso lo alejaba un poco de Clara y sus hijos. Pero era su trabajo, y Clara lo entendía

perfectamente. La gran preocupación de Ricardo era Giannini. El “Tano” como lo

llamaban era su contrincante al puesto vacante de subgerente dejado por el viejo Gómez

al retirarse. Según Ricardo, el “Tano” era capa de hacer cualquier cosa para quedarse

con la gracia de sus jefes, aunque Ricardo estaba un peldaño más arriba. Sacando los

problemas laborales de su marido, el nivel de vida que habían logrado era más que

envidiable y Ricardo no dejaba que faltara lo más mínimo para la casa, ella y sus hijos.

Además, habían cambiado la casa por una de dos plantas, mucho más grande y

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confortable y estaba pagando la hipoteca. Esa bendita hipoteca era la obsesión de

Ricardo y por la que trabajaba tanto para quitársela de una vez de encima.

Clara siguió camino a la casa de su madre y pronto estuvo entrando por la puerta

del garaje que estaba abierta. Al entrar a la casa con la llave que aún conservaba, un olor

penetrante la invadió; un olor conocido perfectamente. La casa tenía un jardín adelante

y se entraba directamente; al penetrar la puerta daba a una amplia galería como

antiguamente hacían las casas los españoles del sur, señal de un inmigrante de esas

tierras en la Argentina, que era utilizada de cocina, comedor, sala de estar o lo que se

pudiera. A la izquierda estaban las filas de cuartos de los hijos. Carmen, la madre de

Clara, había heredado la casa de su abuelo español y estaba allí tirada todos los días

viendo en la televisión alguna novela o bien tirando las cartas de tarot que nunca

terminaba de entender.

–¿Viniste a verme? –dijo Carmen con una sonrisa enorme. Tenía los ojos

saltones y era morena, el pelo teñido de rojo claro le daba un aspecto gracioso, sumado

a la ropa de colores que le gustaba usar. En ese día traía una camiseta fina roja, una

pollera negra con vivos verdes muy llamativa y pantuflas marrones. Encima tenía un sin

fin de gatos de varios colores. –¡Por fin una de mis hijas se acuerda de su madre. ¡Paula

no viene hace meses!

–¡Mamá!¡Hay olor a pis de gatos por todas partes! Desde la calle se siente.

–¡No empecés, Clara! ¡Ya te parecés a tu padre! ¡Él me fastidiaba con eso hasta

que se fue!

–Por algo se habrá ido –sonrió Clara y se acercó a su madre sentada y la besó en

la frente.

–Sí, vos defendiendo a tu padre...

–No es eso, Mamá. Pero de verdad que es inaguantable el olor a orina de gato.

Vos porque estás acostumbrada.

Clara acarició al gato mayor de todos, gris ceniza.

–¿Todavía vive Pinzón?

–¡Este nos va a enterrar a todos!

–¿Cuántos años tiene?

–¡Ya cumplió los noventa!

Clara frunció el ceño con una sonrisa.

–¡Está bien! ¡Diez años! Pero está comprobado que un año de un gato

corresponde a nueve de una persona biológicamente hablando.

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Clara asintió con su sonrisa y su madre se levantó desparramando cuatro de sus

once gatos de todas las edades y colores.

–¿Te preparo unos mates?

–Bueno.

La mujer antes de ir al rincón de la cocina miró detenidamente a Clara.

–Te veo pálida.

–Hmm, puede ser. No estoy durmiendo bien; no sé que me pasa.

–¿Te peleaste con Ricardo?

–¡No, nada que ver! ¡Con mi marido está todo bien! Él trabaja todo el día y casi

no le veo el pelo, pero bueno, hay que pagar las deudas.

Carmen llenó la pava de agua y la puso al fuego. Clara se quedó contemplando la

llama azul y le vino a la mente de cuando era pequeña y vivía en esa casa, con la misma

cocina y la misma llama azul.

–¡Estás mucho tiempo encerrada! ¿Por qué no te buscás un trabajo? –dijo.

–La verdad que tengo ganas, pero Ricardo no quiere. Dice que los chicos son

pequeños aún y... ¡tiene razón!

–¡A la mierda con Ricardo! –dijo enojada de repente su madre.

–¡Mamá!

–¡No podés perder tu vida encerrada cuidando hijos! ¡Te casaste muy joven!

¡Tenés treinta años e hijos de nueve años! ¡Es una locura!

–Sí, puede ser, pero bueno, así es mi vida.

–¡Además, a tus hijos los puedo cuidar yo cuando trabajes!

Clara recordó el olor a orina a gato de la entrada, vio el desorden habitual en la

casa de su madre y le vino también a la memoria el día que internaron a su hijo Adrián

por aspirar los pelos de gato, que no terminó en una toxoplasmosis de milagro. Aunque

la bronca que le echó Ricardo aquella vez aún le perduraba.

–Gracias, Mamá, pero por ahora no está en mis planes trabajar.

–¡Cómo quieras! ¡Yo estoy disponible, ya sabés!

–¡Lo sé! Y te lo agradezco. –Clara le dio otro beso a su madre. Carmen sacó la

pava del fuego y preparó el mate en un santiamén.

–Pero insisto; no te veo bien. Estás como... –Carmen miró una vez más a su hija

con picardía. –¿Hace cuánto que no pasa nada con tu marido?

–¡Uff! –rió Clara. –¡Hace bastante tiempo!

–Quizá es eso.

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–¡Qué dices!

–Sí, hija. La mujer cuando no tiene sexo se pone fatal.

–¡No me lo creo! ¡Que precisamente vos que sos mujer me digas eso! ¿Y

entonces vos qué? ¡Deberías estar ingresada en cuidados intensivos!

–¡Y quién te dijo que yo no tengo sexo! –guiñó el ojo Carmen. –¿Desde que me

abandonó el granuja de tu padre te creés que no he tenido nada? Soy una mujer entera

de cabo a rabo.

Clara sorprendida sonrió.

–Si al menos viviera tu madrina, le diría que te dé un par de brebajes para

hacerte sentir bien.

–¡Que me siento bien!

–¡Esa negra sí que sabía su trabajo! ¡Y tiraba las cartas como nadie!

–¿Era bruja? – Clara arqueó las cejas. Le hizo esa pregunta una infinidad de

veces y le encantaba oír hablar a su madre de su madrina.

–Bruja, lo que se dice bruja, no. ¡Vamos, las brujas no existen! Ella era

brasilera.

–Se dice brasileña.

–¡Da igual! ¡De Bahía!

–¿Bahía? ¿Y?

–¡Cómo y! ¡Bahía es la capital mundial del umbanda! Pero, bueno, la pobre

Ercília se murió y ni siquiera pudo salirte de madrina.

Clara se quedó más sorprendida que antes.

–¡Cómo que no fue mi madrina! ¡Toda la vida me dijiste que ella era mi

madrina!

Carmen llevó el mate y la pava a la mesa. Se sentaron.

–¡Sí, es tu madrina! La historia fue así. Cuando naciste, ella se enamoró de vos.

Bueno eso te lo conté mil veces. Me dijo si podía ser tu madrina y como yo creía que

estaría toda la vida en el barrio le dije que sí. Ercília era un poco rara, con sus cosas, con

sus cartas de tarot... Ella me enseñó a tirarlas. Con sus túnicas oscuras y con los

sacrificios de los gallos que hacía a la medianoche y sus trabajos. Ya sabés, a tu madrina

le gustaba sacarle un poco la plata a los crédulos. Bueno, eso decía tu padre. Yo digo

que ayudaba a la gente que tenía problemas. Lo cierto es que alguien la denunció un día

y como era brasilera sin papeles... Se tuvo que escapar a la frontera tres días antes que te

bautizaran y ahí no la vimos nunca más. Antes de irse vino y me pidió que te llevara a

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bautizar a Bahía, pero... ¿con qué? En esa época las cosas a tu padre no le iban bien y no

teníamos plata para hacer un viaje tan largo. Como cuatro o cinco días en autobús, no sé

bien. ·Encima a tu padre no le caía nada en gracia la negra.

–¿Entonces no me bautizaron con ella?

–¡Sí! ¡Dos veces a falta de una!

Clara puso cara de no entender.

–Aquí una vecina, la finadita Doña Luisa fue la representante de Ercília. Y desde

allí tu madrina también te bautizó también no sé cómo. Me mandó una carta diciéndome

que te había hecho un regalo, pero la verdad que sólo recibimos la carta y nunca más

supimos de ella ni de ningún regalo. Le mandamos cuatro o cinco ca rtas y todas

vinieron de vuelta porque no se encontraba nadie en casa. Pero un día, escribimos la

última, como a los tres años y recibimos una carta de la hermana de Ercília diciéndonos

que había fallecido. ¡Pobre Ercília! Le mandamos una carta de condolencia y nos vino

de vuelta. La carta debe estar con las fotos de ellas. ¡Vaya a saber dónde las tengo!

–¡Las fotos me las diste a mí, Mamá!

–¡Ah, cierto!

Carmen se quedó con mirada perdida en otro sitio, en otro tiempo. Clara tomó el

último mate.

–¡No creo que mi madrina pudiera hacer mucho por mí! ¡Ya sabés que no creo

en esas cosas! –dijo.

–¡No sabés! –respondió con energía.

–Pues sí, no sé. Lo que sé es que tengo que hacer la comida a los chicos y a

Ricardo.

Clara se levantó, se despidió de su madre y se fue. Mientras, Pinzón se refregó

una vez más en sus piernas.

El aire de la calle le vino bien. Era un día soleado y primaveral a pesar del otoño

del hemisferio sur. La rutina de la casa la agobiaba un poco, pero coincidía con su

esposo que por ahora era lo mejor quedarse cuidando a sus hijos. Además, la cosa no

estaba como para pagar una mucama o una niñera. No, hasta que se pagara la hipoteca.

Se pasó por el súper y compró algunas cosas para la casa, toallas, repasadores y una tasa

de barro muy bien trabajada para el café con leche de su esposo. Le llamó la atención

unos crayones fosforescentes y se los puso también en el carrito. Le encantaba dibujar,

aunque su vieja afición la tenía un poco dormida. Ahora le quedaba llegar a su casa

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hacerle la comida a sus hijos y tal vez a su marido, aunque hacía días que no le veía el

pelo al mediodía.

Cuando llegó En la casa lo primero que hizo fue llamar a Ricardo.

–Aguirre Asociados, buenos días –oyó la voz de Marisa, la recepcionista.

–Hola, Marisa. Soy Clara. ¿Está disponible Ricardo?

–No sé, estaba reunido con el gerente. Esperá que te lo ubico.

–Sólo quería saber si vendría a comer; preguntale si podés.

–Casi te diría con seguridad que no porque había una reunión con el gerente,

pero te averiguo.

Clara esperó y la voz apurada de su marido sonó de repente.

–¿Qué pasa?

–Hola, mi amor. Quería saber si venías a comer...

–¡Oíme! ¿Me sacás de una reunión para preguntarme esa tontería?

Clara se sintió contrariada.

–Es que...

–Mirá, el mediodía que vaya a comer te aviso. Ahora tengo que dejarte.

–Bueno, pero no te enojes. Yo sólo quería saber...

–¡No me enojo! ¡Perdóname por los nervios, pero estos japoneses que no

entienden!

–No te preocupes, querido. Te espero a la noche. Quería preguntarte si...

Clic.

Clara se quedó mirando el auricular como si éste le diera por sí mismo una

respuesta. Colgó.

Ese día no fue menos rutinario que el resto. Preparó el almuerzo, le s dio de

comer a sus hijos, que siempre la ayudaban a recoger y fregar los platos, salvo que

tuvieran mucha tarea en el cole y ese era uno de esos días. Llamó a su amiga Beatriz

que no estaba y finalmente se puso a limpiar la casa. Unas bolsas del súper sobre la

mesa del comedor le recordó los crayones y los dibujos. Los puso sobre el escritorio en

la pequeña oficina que había montado Ricardo y pensó que cuando tuviera un poco de

tiempo pintaría algo. En primer lugar prefirió guardar la ropa de verano, que aún estaba

en los armarios y buscar algunas fotos viejas de su madrina. No la recordaba bien y la

charla con su madre le había reavivado ese lejano interés por aquella mujer que se decía

era muy especial, sin poder definir nunca Clara qué era ese término de “especial”.

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La ropa le llevó más tiempo de lo esperado. Apenas pudo sacar dos grandes

cajas de cartón lleno de fotos viejas que dejó sobre el escritorio de Ricardo y se

prometió sacarlas antes de que él viniera. También encontró un sobre marrón que tenía

viejas radiografías y una receta médica de una clínica, la que la había atendido el primo

de Ricardo hacía algunos años y que instintivamente le dio escalofríos. La receta era

para comprar un medicamento con hierro o algo así para los mareos. Por aquello de

mantener la silueta. Tonterías de adolescentes, se dijo. Ricardo le hizo prometer que

comería y dejaría la dieta, que así como estaba le parecía perfecto. Y eso le dio más

seguridad sobre sí misma.

Cuando quiso acordar, el día había terminado. Ella aún se la pasaba acomodando

ropa, guardando en cajas las de invierno y fue entonces que el timbre de la puerta de

casa la sorprendió. Al abrir se asombró enormemente que fuera Ricardo.

–¡Ya estás aquí! –dijo.

–Parece que no te alegras mucho –respondió su marido.

–No es eso; pero me sorprende lo rápido que me pasa el día a veces.

–Otra vez me olvidé la llave –dijo el hombre y entró directamente al baño

mientras preguntaba a toda prisa: –¿Los chicos?

–Arriba viendo la tele en sus cuartos.

Ricardo se sacó la ropa y se metió en la ducha. Clara le alcanzó un toallón nuevo

que se lo dio en mano.

–Lo compré hoy en el súper –le dijo. Ricardo había comenzado a bañarse con la

cortina tapándole.

–¿Qué cosa?

–El toallón. Lo compré en el súper. Me pareció barato. Venía con dos toallas

más. Siempre hay que ir renovando.

Ricardo no respondió y siguió con la faena del baño.

–¿No es cierto? –insistió Clara.

–¿De qué hablás mujer? –preguntó Ricardo fastidiado.

–¡Del toallón! Lo compré en el súper barato te dije.

–Mirá –dijo Ricardo corriendo la cortina ya para salir. –Tengo cosas más

importantes en qué pensar ahora que una toalla.

Claro sintió que se le venía el alma al piso, pero consideró que en partes tenía

razón su esposo; agobiado por las reuniones, los problemas de una oficina y ella

hablándole de cosas triviales como un toallón. Ni siquiera supo si contarle o no la

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vocecita que oyó en el cuarto de baño a la mañana. ¿O se lo había dicho antes de que su

esposo se fuera? Lo hablarían a la noche en la cama, pensó.

–Perdoname –dijo de repente Ricardo. –Estoy muy nervioso por las cosas de la

oficina. Hoy también te he tratado un poco grosero. Lo siento.

Clara acarició la cara de su esposo y éste le dio un pequeño beso, el primero del

día.

–Llevás tanta prisa cada día –dijo. –¡Pobre mi esposo!

–Pues sí. Demasiada prisa. Un día me dará un ataque.

–¡Uff, no digas eso! –Clara miró que su esposo tenía una preocupación en la

mirada. –¿Cómo te ha ido?

–Mal. Giannini intentando trepar para el cargo de subgerente se cree que ya lo

es.

Clara movió la cabeza molesta con Giannini.

–¿Y los japoneses? –preguntó. Ricardo quedó pensativo.

–¿Qué japoneses?

–¡Los de esta mañana! Cuando te llamé me dijo Marisa que estabas en una

reunión con los japoneses... ¡No, no! Ahora que recuerdo bien ella me dijo que estabas

con el gerente. El que me dijo de los japoneses fuiste vos.

–¡Esta Marisa no sabe en dónde está parada! –dijo muy molesto. –Ni estaba con

el Gerente ni estuve con los japoneses. Lo que te dije que estos japoneses no saben

nada. Porque me mandaron un memo por correo electrónico para que les explique otra

vez la forma de registrar sus productos en el mercado argentino.

–Bueno, no tiene importancia.

–¡Sí, la tiene! ¡Porque después vienen las confusiones! –dijo ofuscado. –¡Marisa

lo único que sabe es pelearse con Alejandra, la otra recepcionista! Bueno, Alejandra

también es un poco víbora...

–No entiendo tu trabajo, pero supongo que no tiene mucha diferencia para mí si

estabas con los japoneses, los gerentes o tu oficina.

Ricardo se quedó callado.

–¿Los chicos que no los oí?

–Están arriba viendo la tele te dije. Si no hacen ruido miran la tele, sino ya sabés

como se oye el jaleo. – Ricardo sonrió y se internó por la sala y luego subió por las

escaleras en busca de sus hijos. A los pocos segundos se oyó el griterío de Mariana y

Adrián recibiendo eufóricos a su padre. Clara fue a poner la mesa y preparar todo para

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que cenara su familia. Generalmente lo hacían en la sala en vez del comedor, porque allí

había una tele. Clara le fastidiaba que a la hora de comer hubiera una televisión entre su

familia y ella, pero Ricardo decía que era el único horario que tenía para distraerse en

todo el día. Le pareció razonable, aunque molesto para la comunicación familiar.

Así transcurrió la cena. Entre programas burdos, publicidades, gritos de sus hijos

y comentarios vanos. Poco después los niños iban rumbo a su habitación y mientras

Ricardo se lavaba los dientes, Clara recogía los platos.

–¡Clara! –oyó el grito de Ricardo. Ya había salido del baño y estaba en su

pequeña oficinita contemplando con horror los bultos que Clara había dejado en su

escritorio.

–¿Qué hace esto aquí?

–Son unas fotos viejas que quería mirar y me las olvidé y unos crayones.

–¡Ya sabes que no me gusta que pongan cosas en mi escritorio! Por favor, saca

toda esta basura.

–Lo siento –dijo Clara apenada. –No es basura; son cosas mías.

–Es lo mismo –respondió de mal talante Ricardo, que revisó los paquetes.

–¿Los niños usan crayones todavía? –Ricardo se quedó esperando la respuesta

de su esposa y vio como se sonrojaba.

–Son para mí.

Una gran carcajada sonora la agobió aún más.

–¿Estás retrocediendo? –dijo irónico. Clara no respondió y comenzó a sacar

todo del escritorio de su esposo.

Al llegar al cuarto, Ricardo ya estaba acostado. Ella se desnudó y se puso un

pijama liviano, uno de los preferidos de Ricardo. Apagó la luz y sólo iluminaba una

pequeña lámpara en la mesa de luz de Clara.

–¿Querido? –dijo.

–¿Hmm?

–Hace mucho que no hacemos el amor.

–Sí –respondió y se dio vueltas dando la espalda a su esposa ya casi dormido.

Clara se mordió el labio inferior y le dio un poco de tristeza pero sabía que el

problema era el profundo cansancio de Ricardo y las horas de más que trabajaba. Ya

estaban a jueves; tal vez el sábado.

No había terminado de apagar la luz cuando sintió un leve ronquido de Ricardo.

Ella también estaba cansada y se cerró sus ojos y la somnolencia no tardó en aparecerle

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y por fin, el sueño fue dominándola hasta dejarla sin sentido. Y ni siquiera hablaron de

la voz de la mañana en el baño.

Una imagen oscura se fue apoderando de ella, una imagen sin formas, pero que

la abrazaba dulcemente. La acariciaba. Clara, en sueños, sonrió. La imagen la besó en la

frente y le dijo algo al oído. Clara entonces, como impulsada por un resorte quiso

despertar envuelta en lágrimas, apretó sus puños arrastrando las sábanas, abrió la boca

para gritar desesperada pero no alcanzó a hacerlo y quedó con la boca bien abierta

tragando bocanadas de aire y lágrimas. La imagen seguía hablándole al oído y ella

intentaba rechazarla con sus brazos estiradas más allá del sueño.

–¡Clara!

–¡No, no quiero! –Clara luchaba, pero sus manos estaban aferradas por una

fuerza desconocida.

–¡Clara, Clara! ¡Despierta!

–¡No! –gritó.

–¡Clara! –abrió los ojos. Miró a todos lados. Las sombras se habían disipado. –

¡Tuviste una pesadilla! –La voz de Ricardo que la abrazaba la sorprendió. Tenía la luz

de su mesa encendida y ella sentía un odio a su esposo incomprensible. Instintivamente

se deshizo de sus brazos.

–Clara, soy yo, Ricardo. Estabas soñando –dijo.

Por fin Clara se limpió la cara de lágrimas y trató de recordar el sueño pero no lo

consiguió. Ricardo la miraba allí sin comprender. Comenzó a llorar desconsoladamente

y Ricardo la abrazó de nuevo, pero esta vez no tuvo fuerzas para rechazarlo.

–Fue un sueño, Clara. ¡Ya está todo bien! –la consoló. Por fin Clara dejó

sombras y odios y se entregó a los brazos de su marido que la arrullaba como un bebé. –

Fue sólo un sueño…

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Capítulo II: Ercília.

uando Clara se despertó eran las nueve de la mañana. Casi le da un

ataque, pero la nota en la mesa de la cocina de Ricardo, la puso más

tranquila.

“Como estabas dormida y no has descansado bien, llevé yo a los chicos a

la escuela. Ya desayunamos. Luego te llamo. Te quiero.”

Clara sonrió y se sentó en un de las sillas, estirándose toda. Le vino a la mente el

incidente del sueño. Trató de recordar. Creyó ver alguna persona sin forma que le

hablaba al oído, pero no logró fijar una imagen y finalmente la posibilidad de ver el

sueño desapareció de su recuerdo en todas sus magnitudes. Cerró los ojos y trató de

captar alguna señal, un pedacito de historia, pero no, no lo consiguió. Su mente estaba

receptiva a captar nuevas imágenes, nuevos olores y eso le dio una gran decepción.

Ricardo, o sus hijos habían tomado la iniciativa de dejar todo ordenado y eso le

dio un poco de tiempo para sí misma. ¿Hace cuánto no tenía tiempo para sí? Fue a ver

un mueble viejo del lavadero donde había puesto las fotos antiguas y los crayones y

lápices. Llevó las dos pesadas cajas con fotos y la bolsa con el resto de cosas a la mesa

del comedor y desparramó allí el contenido de una de las cajas.

Las fotografías eran muy viejas, la mayoría en blanco y negro y algunas ya se

habían puesto de color ocre. Eran de la época de la madre de su madre y tal vez más

viejas. Estaba la historia de la fotografía en ellas. Clara un día, pacientemente, había

ensobrado las fotos por clases o categorías, separando las más viejas de las modernas,

las de la familia de su madre de su padre, las fotos familiares estando ella, la de sus

hijos, etcétera. Sabía que había un sobre con fotos de Ercília, su madrina, pero no

recordaba con qué título ni dónde. En la primera caja no halló ningún vestigio de las

fotos, y guardó todo con paciencia para volcar la segunda caja. Se dio cuenta que las

fotos allí eran muy nuevas y perdió esperanza de encontrarla la imagen de su querida

aunque casi desconocida madrina.

C

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Resignada, guardó todo y sólo dejó un gran sobre que ponía en lápiz “Fotos de

mis hijos”. Clara sonrió y cuando estaba a punto de continuar con las tareas de la casa,

se acomodó en su silla y comenzó a mirar los pequeños álbumes de Mariana y Adrián.

Había fotos de cuando eran bebés y eso le motivó algunas risas; recordaba las poses y lo

artista que era Mariana de niño posando como una modelo. Adrián, más tímido, le

disgustaban las fotos. Él consideraba que tenía cosas más importantes que hacer,

como... ¡jugar! Siguió pasando fotos. Curioso, en casi todas estaban Ricardo y sus hijos

y en muy pocas ella. Su padre figuraba en un par y en muchas su madre, haciendo de

payaso en fiestas, revolcándose por la hierba con los niños encima, jugando a diversos

juegos, mientras algún gato furtivo aparecía debajo de la mesa. Y Pinzón, por supuesto,

que no tenía el pelaje añoso y desgastado de hoy en día.

Clara miraba uno a uno el contenido de los viejos sobres y de repente la asaltó

un extraño olor, que no pudo precisar qué era, aunque le resultaba conocido. Le pareció

primero como un olor a humedad que iba penetrando con el paso de los segundos, pero

luego recordó ese extraño aroma como el del azufre. Su madre, le decía cuando era

pequeña, que las barritas de azufre curaba los dolores y ahuyentaba las almas malas.

Nunca, aún de pequeña, creyó en esas historias. El olor se hizo aún más penetrante y

Clara intentó oler sobre las fotos a ver si encontraba algún resto del elemento, pero sin

ninguna suerte.

Pero cuando puso su nariz sobre una de las fotos de sus hijos, encontró por fin el

aroma tan agudo y molesto. Era una foto muy querida que recordaba perfectamente. Le

hizo mucha gracia sacarla, hacía ya cinco o seis años. Más allá del olor a azufre,

llamaba la atención que estaban Adrián y Mariana muy separados. Esa fo to le costó

muchísimo tomarla y recordó que no hubo manera que se sentaran uno al lado del otro.

“No podemos, mamá”, había dicho Marianita entonces. La foto estaba fuera del álbum y

le había cogido la humedad. Una gran mancha en medio de la foto, precisame nte entre

los dos niños, y extendiéndose había comenzado a roer los colores. Separó la foto

manchada y siguió mirando las demás fotos de sus hijos de todos los tiempos, que

curiosamente estaban en perfecto estado a pesar de estar en el mismo sitio. Al fina l, en

uno de los compartimientos de uno de los álbumes aparecieron tres fotos descoloridas,

más bien en blanco y negro, y una hoja amarillenta de papel, pero de muchos años.

Pensó si ella misma había puesto las fotos allí; no lo recordaba a ciencia cierta. Eran

fotos de su madre de cuando era joven. Estaba con otra mujer negra. Su madrina.

–¡Por fin! –Se dijo.

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Las tres fotos eran similares. En una estaba su madre riéndose a carcajada

mientras Ercília la miraba sonriendo también; en la segunda estaba sólo Ercília de

medio plano mirando a la cámara con una leve sonrisa y la tercera parecía algo más

nueva, estaba su madre embarazada y la mujer de color tocándole el abdomen. Abrió la

hoja de papel con cuidado para no despedazarla y allí estaban las palabras casi roídas de

su madrina. Miró la escritura superficialmente y estaba hecha en una mezcla de

portugués con castellano. Pedía disculpas por no escribir correctamente en español y

anunciaba que había bautizado en su tierra a la “menina” Clara. También decía que le

había hecho un regalo y palabra más, palabras menos las mismas cosas que le contó su

madre.

Recogió todas las fotos y las puso en la caja. El resto de las fotos las devolvió a

su lugar de origen, salvo las fotos últimas de sus niños y las de la recordada Ercília. Un

minuto después ya había devuelto las cajas a su lugar. A la tarde iría con el hallazgo a

ver a su madre. Sólo dejó la carta y las fotos de su madrina, cuando sonó el teléfono.

–¿Hola? –dijo Clara y trajo el teléfono inalámbrico a la mesa.

–Hola, mi amor –la voz de Ricardo sonó metálica pero dulce. –¿Cómo estás?

–Muy bien. Estaba viendo fotos –sin darse cuenta comenzó a garabatear con uno

de los crayones sobre la parte de atrás de la carta.

–¡Menos mal! ¡Me quedé preocupado!

–¿Preocupado?

–¡Ni te imaginás como gritabas anoche! ¡Y llorabas! ¿Con qué soñabas?

Clara trató de pensar en el sueño, pero no podía recordarlo.

–No sé, pero seguro era algo feo.

–Bueno, me alegro que el sueño no haya dejado secuelas. Este mediodía iré a

comer así estamos juntos.

–¡Qué bien! –dijo Clara con alegría moviendo un crayón azul para arriba y para

abajo sin sentido. –¿Y qué quieres comer?

–Cualquier cosa. Lo que hagas estará bien. Ya sabes que no tendré mucho

tiempo.

–Lo sé. –Se produjo un silencio entre ambos. –¿Sabes? Estoy mirando fotos de

mi madrina Ercília.

–¿De quién?

–¡Ercília! Mi madrina, la brasilera.

–¡Qué bien! Bueno, mira, ahora te tengo que dejar, tengo mucho trabajo.

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–Gracias por llamar, mi amor –dijo Clara con el rostro iluminado. –Te mando un

beso.

–Otro.

Ambos cortaron.

Cuando dejó el teléfono, Clara observó que había garabateado en la carta de

Ercília con un crayón amarillo fosforescente que pasaba de un lado al otro.

–¡Vaya contigo Clara! –se dijo. Guardó todo en el álbum y se puso a hacer la

comida.

Los niños vinieron a tiempo y estaba todo preparado para el almuerzo. Clara

preparó la mesa y dejó todo a punto. Aunque los niños no entendían el porqué, puso dos

velas y preparó una música instrumental para acompañar a la familia de fondo. Estaba

contenta y era nada más porque Ricardo la había llamado y atendido bien. Hacía mucho

tiempo que no tenían buenos momentos y era que el trabajo de Ricardo y la hipoteca

siempre se metían en el medio de los dos. No siempre fue así. Ricardo solía traerle

flores al mediodía, a veces bombones o simplemente un beso. Él era un hombre muy

cariñoso cuando quería, pero entre ese famoso puesto de subgerente vacante, el

contrincante Giannini y la deuda de la casa, se había convertido en una máquina fría de

trabajar. Ni siquiera estaba el tiempo necesario con sus hijos.

A la hora indicada, Clara puso la música, dejó todo listo y esperó. Ella sabía con

exactitud el horario de salida de su esposo de la empresa, el tiempo del ascensor, si no

se encontraba con Gutiérrez, el jefe en la puerta, el tiempo del recorrido en esa hora de

tránsito y podía equivocarse por uno o dos minutos, pero no más.

En el momento justo, cuando se disponía a esperar el sonido del timbre, el

timbre sonó. Pero no era del portero eléctrico, sino del teléfono. Ella rogó que no fuera

Ricardo. Cogió el teléfono y escuchó.

–Querida, no podré ir a comer.

–¡Vaya! Te estábamos esperando... –dijo Clara con decepción.

–Lo sé. ¡Lo siento de veras! Pero ya sabes como es mi trabajo.

–Sí –respondió Clara con la voz apagada.

–No te enfades.

–No enfado contigo. Me enfado con tu jefe.

–Te mando un beso –dijo Ricardo.

–Un beso. Te quiero.

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A Clara le molestó la situación, pero sabía que todo era así hace tiempo. A

menos le quedaba la alegría de saber que era viernes y tendría a su esposo todo el fin de

semana para ella y su familia. No pocas veces tuvo que prepararle las ma letas para

viajes relámpagos a Montevideo, Río de Janeiro o donde tuviera que ir a confirmar las

inscripciones de marcas de empresas importantes. Pero eso siempre se avisaba con

antelación.

Comieron los tres y luego los chicos hicieron las tareas de la escuela para poder

ir con su madre. Ir a lo de su abuela Carmen, la única sobreviviente de sus abuelos, era

una verdadera fiesta. El abuelo Juan había muerto cuando Mariana aún no caminaba y

no podía recordarlo. Por parte de los abuelos de su papá era más fácil, los veía una vez

al año, cada vez que venían de Brasil, donde estaban viviendo o bien viajaban hasta allí,

pero no era lo mismo. Los abuelos paternos eran más estrictos en el cuidado, en el trato

y hasta tenían mucamas; la abuela Carmen era... ¡la abuela Carmen! Y eso no se

comparaba con nada. A Mariana le encantaba acariciar hasta el cansancio los gatos,

mientras que a Adrián le divertía más treparse por las higueras, aunque luego le picara

todo el cuerpo por el roce áspero de las hojas.

Clara recogió las fotos y cuando vio la carta se dio cuenta que la tinta

fosforescente del crayón hizo una rara figura en el dorso del papel que no pudo precisar

bien. No le dio importancia, guardó todo dentro de su cartera y hacia su madre salieron

los tres en la furgo. Como la había llamado antes, encontró a su madre, ansiosa,

esperándola en la puerta de su casa. Tenía a Pinzón en sus brazos, que pareció oler a

Mariana a la distancia y se arrojó al suelo con desesperación, levantó su nariz hacia la

furgoneta, buscando a su niña amiga. Cuando todo bajaron, se dejó coger por Mariana

dócilmente y comenzó a oírse su ronroneo. Pronto se internaron en la casa de la mujer y

los niños se volcaron a su rutina, mientras Carmen apagaba del horno un pastel de

chocolate.

–Te traje las fotos de mi madrina –dijo Clara sin introducción. –A ver si es ella.

Se sentó a la mesa, separó unos periódicos y papeles viejos y comenzó a sacar

las fotos. La primera que encontró fue la de los dos niños con la mancha en el medio.

–Las tengo por aquí. También te traje fotos de los chicos. Mirá esta.

Carmen cogió la foto y alejándola de su vista trató de distinguir los personajes.

–¿Quién es esta chica? –preguntó su madre.

–¡Tu nieta! –rió Clara.

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–¡Esa no! ¡Ya sé que son Marianita y Adriancito! Digo quién es la chica que los

abraza que está en el medio.

Clara miró la foto.

–¡Madre! ¡Es una mancha de humedad! –dijo risueña.

–Es que sin mis gafas no veo un elefante en la nieve, hija –respondió Carmen y

entregó la foto a su hija. Mientras ésta iba a por las gafas, Clara una vez más miró la

foto manchada y le llamó la atención que la sombra en la foto estaba plantada en el

medio de los dos y parecía una figura y extendía dos formas hacia los hombros de sus

hijos como abrazándolos. No lo había notado antes. Dio vuelta la foto para ver si la

mancha de humedad se notaba del otro lado y quedó sorprendida al ver que del lado

opuesto a la fotografía, aún se conservaba el brillo de papel nuevo. Muchas veces las

fotos salen manchadas desde los laboratorios, pero le resultó extraño no recordar haber

visto nunca esa gran mancha anteriormente.

Su madre regresó con las gafas puestas y cogió nuevamente la foto.

–¡Tenés razón, Clarita! ¡Parece una mancha de humedad! –dijo, pero ahora Clara

no estaba segura que fuera así, pero no comentó nada a su madre para no inquietarla.

Sacó el resto de las fotos, mientras se sentaban a la mesa.

–¿Esta es Ercília? –Clara estiró la foto a su madre.

Carmen miró bien la foto.

–¡Ercilita! –dijo. –¡Mi negrita! Sí, es ella.

Carmen se sacó las gafas y se enjugó dos lágrimas.

–¡Era una buena amiga! ¡Lástima que se fue! Si se hubiera ido no se hubiera

muerto.

Clara miraba extasiada las fotos de su madrina para llenarse de ella.

–Tal vez sí, Mamá.

–¡No! ¡Estoy segura que no! Ella aquí tenía todo: casa, trabajo, alegría. ¡me tenía

a mí! ¡Estoy segura que no! –repitió con contundencia.

–Háblame de ella, Mamá.

–¡Qué querés que te diga! Ercília era muy ella. Andaba por la vida sonriendo

todo el tiempo. Cuando la conocí estaba ya con eso del umbanda. No quería saber nada

de curas y monjas, pero era una mujer muy solidaria. Cada vez que necesitaba algo, ella

estaba ahí primero. Y cuando nac iste, se enamoró de vos. Dijo: “esta menina é minha”.

Esta niña es mía.

Clara se quedó pensando en algo que dijo su madre.

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–Pero no entiendo, mamá... Si no quería los curas y las monjas ¿cómo me

bautizó desde allí?

–Eso mismo me decía tu padre. ¡Uff, tu padre! No la quería nada, nada. Decía

que era una bruja. Y ella tampoco lo quería a él, pero yo me reía de los dos cuando se

peleaban. Me decía Ercília, “Carmencinha, este homem no te conviene; é malo”. ¡Y qué

razón tenía!

–¡Mamá, no me hables así de mi papá! Pobrecito, que en paz de descanse.

–¡Que Dios lo tenga en su Santa Gloria y no lo deje escapar! –rió Carmen.

–¡Qué mala!

–Está bien, cierto que vos lo querés todavía, perdón. Pero Ercília no lo quería

nada. Tu padre me decía que tal vez te había bautizado en su religión, con un Pai medio

brujo, de esos que tienen en su religión, no sé. No sé, nunca supimos. Yo creo que te

habrá bautizado como Dios manda.

Clara miró una vez más las fotos de su madrina; le encantaba la amp lia sonrisa

que tenía y la llenaba de ternura la fotografía que miraba la panza de su madre

embarazada.

–¿Aquí estabas embarazada de mí?

–¡Claro! Ercília no conoció a tu hermana Paula. Ya ves, te quería de antes de que

nacieras.

Clara sonrió satisfecha.

–¿No se sacó nunca una foto conmigo?

–No.

Clara hizo un gesto de decepción que captó su madre.

–Pensamos en sacarte fotos, pero como faltaba poco para el bautismo, nos

dejamos estar.

–Acá tengo su cartita, mamá –recordó Clara.

–¿De veras? A ver, a ver... –Carmen cogió el papel arrugado con ansias, casi con

desesperación. –¡Vaya! ¡Esta carta está muy mal! Deberías ponerla en un cuadro con

cristal para que no le llegue el aire.

–Sí.

–Se te ha manchado. ¿Dónde guardas las cosas? Yo con gatos y todo las cuido

mejor.

–¡Que no, mamá! Eso lo dibujé yo sin querer mientras hablaba con Ricardo por

teléfono esta mañana.

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Su madre sonrió.

–Espera que saco el bizcochuelo del horno –dijo. A Clara le hubiera gustado

seguir hablando toda la tarde de su madrina, que se le había despertado un interés

inusual en tanto tiempo de silencio. Pero comprendía que su madre tenía cosas también

para compartir, sobre el barrio, los vecinos, sus cosas.

Pasaron un buen rato de la tarde allí y luego se marcharon a su casa. Tuvo que

luchar para que Mariana no se llevara a Pinzón a su casa y que Adrián se desprendiera

del último trozo de pastel de chocolate. Antes pasó por una tienda que compró dos

pequeños marcos con cristal para la carta y para la foto de su madrina con su madre

embarazada.

Llegó a su casa y puso los cuadros sobre la mesa del comedor junto con la carta

y la foto y fue en busca de dos pequeños clavos y la agujereadora. Cuando regresó

encontró a Adrián dibujando sobre la carta y casi le da un ataque.

–¡Adrián! –gritó y el niño pegó un sobresalto, arrojando todo sobre la mesa

asustado.

Clara se acercó a la mesa donde su hijo.

–Ya estaba dibujada la carita, mamá. Yo sólo le hice los ojitos y la boca.

–¡No te preocupes, mi cielo! –dijo a su hijo y le acarició la cabeza. –Esta es una

cartita de mamá que tenemos que cuidar.

Adrián asintió con la cabeza mientras miraba su obra. Clara también observó el

dibujo y se dio cuenta que los ojos, la boca y la nariz que su hijo había marcado

encajaba perfectamente en la silueta que ella había hecho. Lo que quedó de la carta y la

foto seleccionada la enmarcó y la puso en un rincón de la cocina, muy cerca de donde

hacía a diario las cosas de la casa. Luego, olvidó a su madrina, la carta y se volcó de

lleno a hacer la cena. Quería preparar algo especial para Ricardo, pero antes de que

pusiera manos a la obra, sonó el teléfono.

–¿Hola?

–¿Clara? –la voz de Ricardo sonó ansiosa.

–Estaba pensando en vos –dijo su esposa.

–Necesito que me hagas un favor, Clara.

Clara sintió el peso de las palabras y casi podía adivinar el pedido.

–¿Qué?

–Mi jefe me pidió que vaya a Piriápolis a ver unos contratos.

–¿Piriápolis? –preguntó con desazón la mujer.

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–Sí, Uruguay. De verdad me alegro que me haya elegido a mí y no al trepador de

Giannini. Es una gran oportunidad que tengo.

–¡Ricardo! ¡Había pensado que tendríamos el fin de semana para nosotros! No

sé... salir con los chicos.

–Lo sé, mi amor. Pero no puedo decir que no. No ahora. ¡Vos sabés bien!

–Entiendo –la vocecita de Clara se achicó dejando ver su resignación.

–Yo sé que no te gusta, pero ¿qué querés qué haga?

–No se puede hacer nada.

–No. –Se produjo un silencio. –Necesito que me pongas un par de cosas en la

maleta. Algo rápido.

–Está bien. ¿Y cuando regresas?

–Son sólo dos días. Supongo que el sábado por la tarde, a lo sumo a la noche

estoy de regreso. Ya sabés como son los viajes así. Organizan cócteles y cosas así. No

puedo despreciar a los empresarios.

–Lo sé, ya me explicaste. ¿Podré llamarte al hotel?

–Todas las veces que quieras, mi amor.

–Al menos nos quedará para nosotros el domingo.

Ricardo se quedó en silencio un instante nuevamente.

–Llego a casa con un taxi, cojo la maleta y me voy directamente al aeropuerto –

dijo al fin.

–Te preparo algo de comer para que lleves.

–¡Qué dices! ¿Querés que coma eso en el avión? –dijo de mal humor, pero luego

trató de suavizar sus palabras. –Te agradezco, mi amor, pero en el avión me dan de

comer. Además en 45 minutos llego y ya estaré comiendo en Uruguay.

–Está bien. Yo...

–Te mando un beso –y cortó.

A Carta le hubiera gustado decirle que lo amaba y sentir también esas palabras

aunque sea por teléfono. Entonces le entró una gran duda: ¿estaba haciendo todo bien?

Clara lo primero que hizo es preparar la maleta. Puso dos camisas, alguna ropa

interior, medias, un par de jersey y por las dudas un libro, aunque Clara sabía que hace

mucho tiempo Ricardo no le dedicaba tiempo a una buena lectura.

Un rato antes que fuera el horario de llegada de su esposo un coche tocó bocina. Clara

miró por la ventana y un coche negro y amarillo, como eran todos los taxis de Buenos

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Aires esperaba su salida. Llevó la maleta hasta Ricardo y a los hijos para que se

despidieran de su padre.

–¡No llego, no llego! ¡El avión sale a las nueve de Aeroparque! –dijo histérico.

–Hay más de una hora.

–¡Pero tengo que pasar antes por otros sitios, mujer! ¡Facturar las maletas,

embarcar! ¡Cómo se ve que tú nunca coges aviones! –Le dio un beso a cada uno de los

chicos, uno a su esposa de pasada y se internó otra vez en el taxi, que salió de

inmediato.

–Dame el número del hotel –alcanzó a decir Clara, pero Ricardo, ya alejándose

le hizo seña que la llamaría. Se quedó observando el vehículo que se perdió entre los

coches y finalmente dobló por una avenida.

Un rato más tarde comieron los tres un poco de carne asada con unas patatas

doradas. Los niños estuvieron risueños; Clara comió en silencio. Luego Mariana y

Adrián se fueron a ver la tele al cuarto de la primera, de paso jugar algo y sabían que los

viernes podrían estar más tiempo y Clara sola en la mesa suspiró mientras miraba por la

ventana alguna imagen nocturna. Llamó por teléfono a su amiga Beatriz, no era tan

tarde y al menos se entretendría un rato.

–¿Sí? –dijo la voz metálica, medio dormida.

–¿Estabas durmiendo?

–No, bueno, sí. En realidad estaba sentada en el sofá viendo una peli y me quedé

dormida.

Clara rió. Su amiga siempre la ponía de buen humor.

–¿Qué pasa, Clari?

–¿No tenés ganas de venir?

–Hmmm, ¿estamos depresivas otra vez? ¿Ricardo se fue de viaje una vez más?

Clara siempre se sorprendía todo lo que su amiga Beatriz la conocía.

–A Piriápolis.

–Me cambio y voy para allá –dijo Beatriz.

Clara preparó café y las fotos. A los pocos minutos de tener todo listo, se oyó el

timbre. Beatriz era bajita de estatura, un poco más que Clara, delgada, tenía el pelo

rizado negro largo, aunque a veces era rojo, rubio y hasta azul. Traía un piercing en la

nariz y varias marcas en la oreja y labios de épocas que quiso cambiar de imagen. Su

seña particular era una gran sonrisa permanente. Esta vez traía puesto una pantuflas de

salir de la cama, medias de colores y una falda hasta la rodilla que traía sobre un pijama.

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–¿Cómo te venís así de ridícula? –rió Clara.

–Al que no le guste que no mire. Brrrr, estoy temblando. Me quedé congelada.

No sé qué le pasa al coche que no calienta.

Clara miró con cariño a su amiga. Sabía que ella era capaz de hacer cualquier

cosa por la amistad que tenían. Se descargó contándole lo agobiada que se sentía

atrapada por la rutina, su esposo que no estaba casi nunca y la vida que se le iba de las

manos sin poder hacer nada.

–¡Tenés que hacer algo nuevo, Clari! No sé, estudiar un curso de algo, dibujar.

¡Vos dibujabas muy bien!

–Compré unos lápices y crayones casualmente.

–¡Muy bien! –sonrió Beatriz.

–Pero con eso no alcanza. Yo quiero una vida nueva.

Mientras Beatriz se sentó en la silla de la cocina Clara se acercó a los cuadros

nuevos.

–Mirá. ¿Qué ves en este cuadro aparte de una carta? –Beatriz se acercó y achicó

sus ojos.

–No sé, no se distingue bien. Unas rayas... Una figura. Una figura de una mujer,

¿no?

–Eso dijo Adrián. –Yo estaba hablando con Ricardo por teléfono esta mañana y

sin darme cuenta comencé a escribir sin sentido y apareció eso sobre la carta de mi

madrina. ¡Esa que está ahí es mi madrina!

–¿La negra?

–Sí. Era brasileña.

–No me hablaste nunca de ella.

–¿No? Pues era una persona maravillosa según me contaron.

Beatriz arqueó las cejas.

–¿Te contaron? ¿Qué pasó?–dijo.

–En realidad no la conocí; parece que se tuvo que volver a Brasil antes de que

me bautizaran y me dijo mi madre que me bautizó allí, pero no sé bien cómo, porque

ella era de la religión umbanda. ¿La conocés?

–Sí, claro, la sentí nombrar. Tal vez te bautizó en el rito de esa religión, ¿no?

Clara se quedó pensativa.

–Todo puede ser –insistió Beatriz.

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Las dos mujeres volvieron a la mesa y mientras Clara sirvió el café comenzaron

a ver las fotos. En alguna estaba Beatriz y se rió por lo ridícula que se veía. Pronto

Beatriz tuvo en sus manos la foto de la mancha.

–¿Qué ves ahí?

–Una mancha –dijo con seguridad su amiga.

–¡Pues sí! Mi madre me dijo que parece una chica.

–Bueno... –Beatriz agudizó más la vista. –Es como una niña más grande, ¿no?

–¡No! –dijo casi exasperada Clara.

–A veces las manchas toman formas, como las manchas de los sicólogos que son

sólo manchas y terminan siendo cabezas, mujeres, terribles monstruos para quienes la

interpretan. O las formas que toman las nubes. No le hagas mucho caso, Clari.

Beatriz miró la mancha de la fotografía y la carta con los trazos desprolijos de la

carta.

–Mirá, esta mancha es casi idéntica a la del cuadro –dijo. –¿La copiaste de aquí?

Clara observó las rayas que hizo distraídamente y le pareció una burda copia.

–¡Te juro que no! ¡Esas rayas los hice sin darme cuenta!

Beatriz trajo el cuadro y lo puso al lado de la mesa.

–Este dibujo –dijo –es mayor que la mancha, pero por lo que puede verse tiene

esas ramas hacia los costados como brazos, los ojos, no sé... es muy raro.

Clara quedó comparando las imágenes.

–Pensé que era una mancha de humedad en la foto, pero no –dijo al cabo de un

instante.

–No, no es humedad. Más bien parece una mancha en el negativo en el proceso

de rebelado. A veces los laboratorios queman o manchan un poco el papel. ¿Tenés el

negativo?

–Sí, seguro, debe andar por ahí.

Repentinamente el timbre del teléfono la sacó de su pensamiento.

–¿Hola?

–Hola Clara –sonó la voz de su esposo.

–¡Amor! ¿Cómo llegaste?

–Muy bien. Perfecto.

–Mandale saludos de mi parte –dijo Beatriz mientras seguía viéndolas fotos de

los niños.

–Saludos de Betty.

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–¡Uff, no hago más que poner un pie fuera de casa y ya traés gente que ocupe mi

lugar! –respondió Ricardo agriamente. Clara sintió el impacto de sus palabras, pero no

dijo nada.

–¡Yo también te quiero! –gritó Beatriz irónica que se dio cuenta de la situación.

–¿Cuándo venís? –preguntó Clara.

–Ya te dije: sábado, domingo.

–¡Tratá de pasar el domingo con tu familia.

–¡No comiences a presionarme, Clara! –dijo enfadado. –Llamé para avisarte que

llegué bien así no te preocupás.

–Gracias, mi amor.

–¿Los chicos duermen?

–No. Resulta que Adrián...

–Bueno, debo dejarte. Mañana te llamo.

–Un beso.

–Otro.

Clic.

Beatriz miró a su amiga estudiosa, pero sin decir nada.

–Mañana me llama –dijo Clara.

Las dos se quedaron en silencio y Beatriz prefirió seguir mirando las fotografías

que Clara le ponía en sus manos.

–¿Esta? –preguntó repentinamente. Extendió una de las tantas fotos de los niños

cuando eran menores. Clara respondió y también sobre muchas más fotografías que

pasaban por las manos de su amiga.

Así la pasaron gran parte de la noche. Beatriz se quedó a dormir en casa de su

amiga y lo hizo junto con Clara en la cama matrimonial. A la mañana siguiente se

marchó pronto, antes de que fuera la hora de levantarse. Le dejó una nota a su amiga de

que tenía muchas cosas pendientes en su casa y le dio un beso en la frente sin que ésta

se diera cuenta todo el cariño de amiga que tenía guardado.

No pudo ver a Clara sacudirse en su cama. Esa noche Ercília acompañó a su

ahijada toda la noche. Estaba sonriente y con todo el aspecto de la foto, hablaba el

portugués y aunque Clara no entendía esa lengua, en el sueño comprendía todo

perfectamente.

–Comprende; comprende –le decía Ercília en su tono nasal.

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Sobre la mañana, cuando Beatriz ya se había ido, una sombra invadió su sueño.

Entró por la ventana suavemente; se posó sobre la cabecera de la cama y la abrazó con

fuerza.

–¿Mamá? –dijo. Clara sabía que esa forma era inofensiva pero el espanto la

invadió y gritó con todas sus fuerzas.

–¡No! –la voz de Clara se oyó aún en el cuarto de los niños. Se sentó en la cama.

La ventana estaba cerrada y aún estaba a oscuras. Encendió la luz y vio que estaba sola.

La voz le retumbaba aún en la cabeza; era de una niña, pero no de Mariana. Sudaba

copiosamente. Se puso una bata y salió del cuarto hacia el de los niños. Por debajo de la

puerta notó que estaba la luz encendida. Abrió la puerta y se encontró a Adrián y

Mariana abrazados aterrorizados, llorando.

–¿Qué sucede? –dijo con preocupación mientras se acercaba a abrazarlos.

–Tenemos miedo, mamá –dijo la niña.

–¿Miedo? ¿Por qué?

–Porque estabas gritando.

–Sí, gritabas muy fuerte –agregó el niño con lágrimas en los ojos.

–Mamá estaba teniendo un sueño. ¡Ya pasó, mis angelitos! ¡Mamá ya no está

soñando! ¿Hace cuánto estáis así?

–Hace mucho, mamá. De cuando comenzaste a gritar.

Ambos se abrazaron a su madre llorisqueando.

–Bueno, bueno. Ya pasó todo.

–Pensamos que te estaban haciendo algo –dijo Mariana.

–No, mamita estaba soñando, pero ya pasó todo –dijo una vez más Clara.

–Quiero que venga papá –dijo Adrián.

Clara apretó sus labios.

–Esta noche o mañana tempranito vendrá papi. Lo que podemos hacer es ir a

pasar el día a casa de la abuela.

–¡Sí! –gritó eufórica Mariana.

–¿Puedo llevar mis libros para pintar? –pidió Adrián.

–¡Claro que sí!

–¿Mamá? –la hija de Clara la miraba con aire de preocupación. Clara arqueó las

cejas con una sonrisa. –¿Quién era esa niña con la que hablabas?

–¿Niña? ¿Cuándo?

–Cuando soñabas.

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Clara observó los ojitos castaños de su pequeña hija.

–Mamá no estaba con nadie, hijita.

–¡Sí, Mamá! ¡Vos le hablabas a alguien!

–¿Pero vos la escuchabas a la niña?

–No, sólo a vos. Pero le hablabas.

Clara se pasó la mano por la cara.

–No era nadie. Sólo que en los sueños se aparecen personas. A veces no

sabemos quiénes son o a lo mejor vimos alguien en la calle y sin saber por qué aparecen

en nuestros sueños.

Los ojitos de los niños parecieron volver a la mirada tranquila.

–Ahora es hora de dormir. Todavía es pronto.

–Mamá, quedate con nosotros –pidió la niña.

–Sí, mami –dijo también Adrián. –Quedate y contanos un cuento.

Clara suspiró.

–Bueno, voy a por el libro.

–¡No, no! ¡Un cuento tuyo! –gritaron casi a dúo.

–Muy bien –dijo Clara con una sonrisa, mientras los arropaba con las mantas. –

Había una vez un caballito, un perrito, un gatito y un monito...

No pudo evitar que su mente huyera hacia esos sueños perdidos en algún rincón

de su memoria, a esa niña desconocida que le aparecía en sus sueños y a su adorada

Ercília.

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Capítulo III: La búsqueda de la verdad

L día en la casa de su madre fue un bálsamo para todos. Clara le

contó sobre los sueños y todo lo que había pasado. Las manchas, la

aureola en la carta que coincidía, las voces de una niña que la

llamaba.

–Tenés que ir a don Basilio.

–¿Don Basilio?

–Sí, el manosanta.

–¡Mamá! –dijo Clara enojada. –¡Sabés bien que no creo en esas cosas!

–Vos no creerás, pero “esas cosas” como vos decís, existen. Yo no puedo

acompañarte porque una vez me peleé con ese hombre.

–¡Qué raro vos! –dijo irónica.

–Sí, le pedí una “gualicho”1 para tu padre que dejara de ser tan borracho y

mujeriego y le pagué un montón de plata y tu padre no se curó.

–¡Ya ves! Y me mandas a que me saque plata a mí también.

–Lo tuyo es diferente, Clarita. Él es un hombre que ve mucho más allá.

–¡Mejor me voy! Ya es de noche y tal vez Ricardo venga a cenar.

–¡Haceme caso! Andá a verlo a Don Basilio.

Clara le echó una mirada socarrona y se despidió de su madre con un beso.

Llegaron madre e hijos a su casa y se dispusieron a esperar Ricardo, pero

finalmente, la persona más esperada por todos por motivos diferentes, no vino. Los

niños se acostaron en su cuarto y Clara notó que les preocupaba quedarse solos. No eran

niños que tuvieran miedos, pero desde el incidente de la noche anterior todo cambió.

Cuando se durmieron, Clara se fue a buscar los negativos y le costó mucho hallarlo,

pero por fin lo encontró. Efectivamente, Beatriz tenía razón, el negativo estaba normal,

tal cual se había expuesto a la luz ese día y intuyó con satisfacción que la foto se había

quemado en el laboratorio. Separó el negativo para hacer una nueva copia y se fue a ver

tele. Cuando el sueño la comenzó a vencer le dio temor dormirse. Lo que más le

preocupaba era gritar y que sus hijos se volvieran a asustar. Decidió llamar otra vez a

Beatriz.

1 Hacer un conjuro a favor o contra la persona indicada.

E

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–¿Hola? –dijo una Beatriz con voz extraña.

–Perdón estabas durmiendo...

–No, no. ¿Qué pasa, Clari?

–Hmmm... No sé cómo decírtelo.

Beatriz hizo un silencio.

–¿No vendrías a dormir de nuevo a casa? Ricardo no vino y...

–Es que... –se produjo un silencio. –¡No estoy sola, Clari!

–¡Pero qué tonta soy! ¡Perdoname, no me di cuenta! –dijo perturbada Clara.

–¡No pasa nada! A ver... ¿Podría ser a las tres?

–¡No, olvídalo! ¡De verdad me siento mal por pedírtelo!

–¡Clara, no me fastidies! Sabés que no te voy a dejar sola. Mirate una peli hasta

las tres y a esa hora estaré ahí.

–¡No, de veras!

–¡A las tres! –dijo terminante su amiga y cortó.

Eran las doce y Beatriz se sentía cansada. De todas maneras, se trajo una manta

y se tapó en el sillón, mientras puso una película. Le gustaba mucho el cine latino, pero

esa noche no había nada interesante. Terminó viendo un documental sobre el último

descubrimiento de una tumba egipcia y, aunque hizo enormes esfuerzos, el sueño la

venció.

El ring del teléfono la sobresaltó.

–¿Clara? –Pensó que sería su amiga, pero en cambio la voz de Ricardo la

terminó de despertar.

–Sí.

–¿Estabas durmiendo? –dijo con voz suave, más bien hablando bajo.

–Me quedé viendo la tele en el sofá. ¿Cómo estás, mi amor?

–Bien. Pensaba viajar esta noche y darte una sorpresa pero no conseguí vuelo.

Así que mañana a la mañana estaré en casa.

–¡Qué bueno!

–Te extraño –la voz de su marido sonó tan dulce como a ella le gustaba.

–Yo también, mi amor.

–Había pensado que en la próxima podrías venir conmigo.

–¿Y los chicos?

–¡No, sólo vos y yo! ¡A los chicos los llevamos a tu madre! A ella le encanta eso

y a los chicos también. Sería como una luna de miel. Aunque sea dos o tres días.

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–Muy bien – dijo Clara y sonrió.

–Bueno, mi amor, acuéstate ya. Te mando un beso.

–Otro.

Después de la despedida, Clara se quedó despejada del sueño, con el alma que se

le salía del cuerpo de alegría. Pero una hora después le costó de todas formas

mantenerse despierta hasta la hora indicada por su amiga. Preparó café, bebió un poco,

vio televisión, hojeó una vez más las fotos. Cuando tuvo nuevamente la fotografía con

la mancha en la mano achicó su mirada para tratar de distinguir algo en esa forma. Su

vista la llevó a ver un rostro, con sus ojos, su nariz, su boca, y distinguir el mentón

separando la cabeza del resto de la mancha, pero cuando abrió bien los ojos, esa sombra

volvió a convertirse en lo que era, una mancha deforme sin sentido. Recordó las

palabras de Beatriz del día anterior sobre las nubes y los sicólogos y dejó la foto de

lado.

No eran aún las tres menos cuarto cuando sintió una voz familiar en la puerta de

su casa.

–Chau, chau, te llamo –dijo su amiga y su chico, Luciano, le respondía de la

misma forma. Clara no dejó que tocara el timbre y abrió la puerta y vio irse al

muchacho. Nunca le había visto antes, señal del poco interés que tenía su amiga en él.

–¿Por qué no le decís que entre a tomar un café, Bea?

–¡Ni loca! –respondió ésta. –¡Eso significa compromiso!

Beatriz entró, tomaron un café, charlaron un poco sobre Ricardo y sobre el

miedo que tenía Clara de dormirse. Le contó lo que sucedió la noche anterior y

finalmente se fueron a dormir.

Sobre las cinco de la mañana, a Beatriz la despertó una sacudida en la cama. Se

incorporó y miró a su lado. Debió encender su velador para distinguir a su amiga. Clara

se movía compulsivamente, pero de repente comenzó a sonreír. Estuvo a punto de

despertarla, pero decidió no hacerlo cuando la vio tan feliz. Clara comenzó a balbucear

algo casi imperceptible. Beatriz acercó su oído a los labios de su amiga.

–Naville –dijo. Repitió el nombre una vez más con la misma sonrisa de

felicidad, pero de repente su semblante comenzó a transformarse. La sonrisa se

desdibujó y se transformó en una expresión de horror con los labios doblados hacia

abajo, los ojos repentinamente se abrieron pero sin ver. Luego esos ojos se clavaron en

Beatriz y parecieron despedir un odio abominable, que la llenó de pánico a Bea, dando

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un salto hacia atrás primero, y luego decidida a acabar con esa visión comenzó a sacudir

a su amiga para despertarla de una vez por todas.

–¡Clara, Clara! –la mujer dormida cerró los ojos y parecía volver al sueño

tranquilo, pero Beatriz siguió sacudiéndola hasta que se despertó. Abrió los ojos sin

comprender dónde se encontraba. Miró hacia todos lados y cuando vio a su amiga

volvió a la realidad.

–¿Qué? –dijo con su vocecita semi dormida.

–Estabas soñando, Clari. Me dio miedo la expresión que tenías.

–¿Expresión?

–Sí, y nombrabas a alguien.

Clara se terminó de despertar con lo último que su amiga dijo. Se llevó la mano

a la boca y miró una vez más hacia los lados para cerciorarse de que estaba en su

habitación.

–¿Qué sucede? –preguntó Beatriz al ver la cara de asombro que puso su amiga.

–¿Ricardo? –preguntó Clara.

–No vino todavía. ¿Qué sucede, Clari?

Clara se terminó de incorporar hasta estar perfectamente sentada en la cama,

apoyada en la almohada sobre el respaldar.

–¿Nombre a alguien dijiste?

–¡Sí! Naville decías. ¿Quién es?

Clara quedó pensativa, buscando en su recuerdo. Le sonaba ese nombre. Por fin

recordó.

–Naville es el nombre que le íbamos a poner a nuestra hija con Ricardo. Siempre

hablamos de tener una hija llamada Naville, pero cuando nació nuestra niña Ricardo

quiso ponerle Mariana.

–¿Otra Naville?

Clara negó con la cabeza.

–Raro. Tal vez tu subconsciente esté pidiendo el nacimiento de una hija.

–No creo. Creeme, Betty, no tengo pensado tener más hijos. Con los que tengo

estoy más que feliz. Además, ya habría diferencia. No, definitivamente no deseo tener

otro hijo. Ricardo tampoco.

Beatriz contempló a su amiga. El sentimiento de odio había desaparecido en su

rostro, pero, sin embargo, le notaba una mirada triste.

–¿No recordás el sueño? –preguntó.

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–Nada. Es una lástima. Nunca recuerdo mis sueños, pero grito, lloro, me

angustian. Me levanto mal, triste. No sé qué me pasa.

De repente Clara miró a su amiga con preocupación.

–¿Creés que me estoy volviendo loca?

–¡No, de eso nada! Hay algo raro en todo esto. No sé si tiene relación o no,

Clari, pero mirá una cosa. La chica de la carta, la foto manchada, los sueños, la

aparición en tu mente de tu madrina.

–¿Qué querés decirme?

–No sé qué quiero decirte. Tal vez pensar en tu madrina y eso que era partidaria

del rito umbamba, las fotos de ella que sacaste, las cosas que te contó tu madre, todo.

Tal vez eso hizo eclosión en tu mente. Como una obsesión; una obsesión inconsciente

digo yo.

–Tal vez –dijo Clara y se quedó pensando. –Pero mis sueños son de antes. Hace

mucho que vengo teniendo estos sueños, aunque no son tan seguidos como antes. –

Quizá deba hacerle caso a mi madre.

–¿Qué cosa?

–¡Qué vayas a ver a un manosanta que ella conoce!

–¡Tal vez sea una buena idea!

Clara miró con sorpresa a su amiga

¡Yo te acompaño!

La expresión de Clara volvió a cambiar. Esta vez parecía enojada pero consigo misma.

–¡No puedo hacer eso!¡Yo no creo en esas cosas! ¡Esto es una locura! Lo que

debo hacer es ir a un psiquiatra.

Beatriz negó con la cabeza y abrazó a su amiga.

–Lo que debés hacer ahora es dormir. Luego del descanso todo volverá a ser

como antes y pensarás todo mejor, Clari.

–Sí, tal vez.

Beatriz apagó la luz nuevamente y vio cuando Clara se quedó dormida

nuevamente, pero ella tardó mucho más en conciliar el sueño. Se quedó un rato

observándola, preocupada por su amiga.

La puerta se abrió y entró de repente la luz a la habitación. Ricardo vio como las

dos mujeres estaban despatarradas en la cama, mientras los niños jugaban descalzos en

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el comedor aún sin desayunar a pesar de que eran más de las once. Le molestaba

enormemente la presencia de Beatriz en su casa, pero mucho más en su cama. Encendió

la luz principal de la habitación y, primero Clara y luego Beatriz, se despertaron

asombradas por la presencia del hombre en su habitación. Beatriz se tapó con la manta y

Clara se sentó en la cama.

–¡Viniste! –dijo.

–¿Sabés que hora es? ¡Las once! ¡Y los niños sin desayunar! – dijo con

severidad.

–No, mirá, la que sucede es... –comenzó Beatriz.

–¡Shh! ¡Esto es un problema entre mi mujer y yo! –cortó con aspereza Ricardo y

la amiga de Clara se quedó paralizada, mientras el hombre regresaba al comedor. Las

dos mujeres se miraron.

–Disculpame este mal momento –comenzó Clara.

–¡No! A vos no tengo nada que disculparte. Solo que te casaste con un

troglodita.

Beatriz se levantó, se cambió y luego de darle un beso a su amiga en la frente se

fue.

–Después te llamo, Clari.

Clara salió detrás de ella. Su esposo estaba tomando café con leche con sus hijos

con expresión insociable. La mujer se trajo una taza y se sirvió de la cafetera un poco de

café. El hombre no hablaba ni la miraba.

–Estas dos noches tuve un problema.

–El único problema que yo sé es que llego a mi casa, cansado, para ver a mi familia y

me encuentro con mi mujer durmiendo con otra en mi propia cama, los niños descalzos,

sin desayunar, todo desordenado y francamente, no era lo que me esperaba encontrar.

–Lo siento. De veras, pero a mí también me suceden cosas, Ricardo.

–Mamá está loca, papá –dijo con soltura inocente Adrián. Mariana largó una

risita tímida y Adrián también comenzó a reírse.

–¿Cómo es eso? –dijo Ricardo.

–A la noche grita buuuuu, buuuuu –contó. Ricardo sonrió y miró a su esposa.

–Aunque te parezca una fantasía, tal vez el niño tenga razón –agregó Clara.

Ricardo la miró con aire de incredulidad, pero sin perder el tono grave.

–¿Sí?

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–Es lo que te estoy tratando de explicar. Hace varias noches tengo sueños

espantosos que no entiendo. Grito de noche. La noche del viernes he espantado a los

niños con mis gritos. Estaban verdaderamente asustados y lo peor es que no puedo

controlarlo. No sé qué me pasa.

–Son sueños, nada más. Tal vez cenes muy pesado de noche.

–¡No es eso! También tengo que contarte otra cosa, pero más tarde.

Los niños habían terminado de desayunar.

–A ver –dijo el hombre. –¿Podéis dejar a papá solo con mamá?

Cuando los niños salieron corriendo a lavarse los dientes y seguir con su rutina

de juego Ricardo miró atentamente a su esposa.

–A ver... ¿Qué pasa?

–¿Recuerdas que te hablé alguna vez de mi madrina?

–Sí, la loca esa.

–¡Si comienzas con tus sarcasmos mejor no te cuento nada! –dijo enfadada

Clara.

–Bueno, está bien. Sí, lo recuerdo.

–He estado viendo fotos de ellas este fin de semana.

–Sí, ya vi los cuadros.

–Pues... No sé si tiene sentido, pero se me ha aparecido una figura en una

fotografía en el medio de los chicos. Y esa figura coincide con esa que ves en la carta.

Ricardo miró despreocupado la carta que estaba puesta en el cuadro de la pared.

–Eso parece unas rayas sin sentido –dijo.

–Espera que veas la mancha de la foto.

Clara fue a por la foto que quedó en la mesa del comedor y se la puso ante sus

ojos victoriosa. Ricardo cogió la fotografía y la contempló un momento primero y luego

comenzó a reírse a carcajadas.

–¿Y esta mancha es la figura? ¿Esta mancha ridícula es la que te hace soñar y

gritar? Creo que debés ir a un psicólogo.

–¡No entendés! Yo comencé primero con los sueños, justo al día siguiente que

cumplí los treinta años. Vos mismo me viste el otro día que gritaba

–Sí.

–Hace tiempo vengo soñando, pero ahora aparecieron esas cosas. No sé cómo

explicarlo. Anoche tenía miedo de dormirme, por eso llamé a Betty. De hecho, a las

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cinco de la mañana dice que comencé a gritar y decir un nombre de chica. Por eso nos

quedamos dormidas.

–Creo que estás obsesionada, Clara. –La voz de Ricardo sonó comprensiva y

volvió a la dulzura de siempre, pero esta vez a Clara no le agradó.

–Puede ser. Pero te portaste mal con Betty.

–Bueno, ya se le va a pasar. Ella sabe bien que no me agrada. –Ricardo acarició

la cara de su esposa. –De verdad, mañana quiero que vayas a ver a un psicólogo. En el

sindicato de la empresa hay una muy buena profesional. ¿Querés que te pida hora?

Clara se quedó mirando a su esposo. Tal vez tuviera razón, pensó.

–Sí –dijo.

–Bueno, dejemos esto. –Las sombras de la relación entre ambos desaparecieron

inmediatamente cuando Ricardo tomó la mano de su esposa y la besó. –Te eché de

menos.

–¡Y yo! Dijo Clara regocijada. –Me hiciste mucha falta.

La mujer miró profundamente a su esposo y sonrió; luego le dio un beso.

Esa tarde hicieron el amor y Clara se sintió feliz por un momento, pero luego el

recuerdo de los sueños la regresó a una profunda tristeza. De verdad tenía deseos de

encontrarse con una persona que la ayudara a descubrir el origen de su pesar. Esa noche

se acostó con temor, pero, sin embargo, no tuvo pesadillas. Se despertó varias veces a la

noche y estuvo expectante de soñar, pero tal vez esa misma turbación fue la que la

mantuvo en un estado casi en vilo permanente. Abría los ojos, y en medio de la

oscuridad, buscaba el cuerpo de su esposo y se aferraba a él y se sentía protegida,

aunque a veces éste se daba vueltas dándole la espalda. Cuando llegó la mañana le

sorprendió estar despierta cuando sonó el despertador. Movió suavemente a su esposo

para que se terminara despertar y cuando éste se sentó en la cama para levantarse, Clara

corrió a hacer el desayuno.

La mañana transcurrió normal. Los chicos en la escuela y Ricardo en la oficina.

A media mañana la llamó por teléfono.

–¿Cómo estás mi amor? –preguntó Clara.

–Bien, bien. Oíme, ya te conseguí turno para la psicóloga. Hoy mismo a las

siete.

–¿Hoy? –pregunto sorprendida Clara.

–¡Sí! Me pasás a buscar por la oficina y te acompaño.

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–No te enojés, Ricardo, pero preferiría ir sola esta vez.

Ricardo bufó y se mantuvo unos segundos en silencio.

–Como quieras –dijo finalmente. –La dirección es Avenida Córdoba 4555 3°

piso E. Te espera a las siete de la tarde. Es la Licenciada Torre Búmeda.

Cortó sin decir más. Clara a duras penas pudo apuntar los datos.

A la hora indicada, la mujer subía por el ascensor en el edificio de la Avenida

Córdoba. En el piso 3° E. Una pequeña chapa dorada ponía el título y nombre de la

psicóloga. Tocó el timbre y una mujer alta con pelo castaño rizado amplio, que le caía a

dos aguas la recibió con una amplia sonrisa.

–Hola, adelante –dijo con un acento que Clara no distinguió al comienzo.

Clara pasó y se halló con un piso normal, en la habitación iniciar había un gran

diván y ninguna sala de espera, cosa que le agradó. No le gustaba lo sitios donde todos

se miraban y menos un consultorio psicológico.

–¿Tú dirás? –dijo la mujer que ya identificó como española.

–Tenía turno. Soy Clara Díaz.

–Ya. Por favor, ven por aquí. Aunque ya estoy al tanto de lo que te sucede. –La

mujer la invitó al diván. Clara la miró sorprendida. –Un señor, que creo que era tu

esposo llamó preocupado y me contó algunas cosillas.

Clara se sentó, y luego se recostó en el diván. Se sentía nerviosa y la psicóloga

lo notó.

–Primero que nada, mi nombre es Sara. Puedes contarme lo que quieras, cuando

quieras, y si quieres. Aquí no estás obligada a nada.

–Está bien.

–¿Has tenido unos sueños, verdad?

–Sí.

–¿Quieres hablar sobre ellos?

–En verdad es algo muy extraño. Los sueños han comenzado y... nada. Están ahí

cada noche.

–¿Qué sueñas?

–Es que no lo sé. Nunca puedo recordarlos. Sólo recuerdo que me siento

angustiada. Me despierto llorando, muy triste y la otra noche grité tanto que mis hijos

me oyeron desde su cuarto y se pudieron a temblar y a llorar de miedo.

–Bueno, debe ser algo que te preocupa. ¿Qué crees que puede ser lo que sueñas?

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–De verdad, no tengo la menor idea. No hay nada que me agobie fuera de los

sueños.

–Eso es lo que siempre creemos, Clara, pero ya hallaremos la causa de esa

preocupación oculta.

–Tengo dos hijos maravillosos, no tengo quejas de la vida.

–Ya. ¿Vives solo con tus hijos y tu esposo?

–Sí.

Clara se dio vueltas para observar a la mujer y ésta apuntaba cosas en una

pequeña libreta.

–Háblame sobre tu madrina –dijo sin preámbulos. –¿Quién era?

A Clara no le gustó mucho que la psicóloga supiera de su madrina sin que ella se

lo dijera.

–Mi madrina es una persona que no conocí. Desapareció de mi vida cuando yo

tenía un año o así. Era de Brasil y se regresó a su tierra y se murió allí.

–Te bautizó y se fue...

–¡No! Se fue sin bautizarme. Tres días antes. Salió alguien en su representación.

Pero no creo que tenga que ver los sueños con ella.

–¿No?

–Bueno, no creo.

Clara tenía su carta consigo, la abrió y sacó dos objetos que mostró a la

psicóloga.

–Mire.

–¿Qué es? –La mujer contempló la foto de los niños con una mancha y una carta

en español-portugués.

–Fíjese en la mancha de la foto. Apareció ahí sola. No sé que es, pero mi madre

me dijo que se parece a una niña que abraza a mis hijos. Y fíjese las líneas esas que

están en la carta, se pareces bastante a la imagen, ¿no?

La psicóloga miró un momento ambas figuras.

–Sí, es verdad. –La psicóloga miró a su paciente. –¿Crees que hay una relación

entre la mancha de la foto y la de la carta?

–¿No es así?

–Dímelo tú, Clara. ¿Cuál es la relación que ves?

–Es que no lo sé. Las figuras se parecen bastante.

–¿Quién hizo este dibujo?

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–Yo.

Sara, la psicóloga sonrió pícaramente.

–¿No es que quisiste hacer este dibujo? –dijo.

–¿Me está diciendo que lo dibujé a propósito para que se parezca? –dijo Clara

exasperada. –¡Ni siquiera sabía que lo dibujaba, mientras hablaba con mi esposo por

teléfono.

–No digo que lo hicieras conscientemente. Pero está claro que lo quisiste hacer.

Repentinamente Clara se incorporó, cogió la foto y la carta y la metió en su

cartera.

–Creo que estoy perdiendo el tiempo –dijo de repente, sintiendo que una fuerza

le pedía que dejara ese sitio. –¿Cuánto te debo?

–Nada –dijo la psicóloga. –No acostumbro cobrar a las personas que no puedo

ayudar.

–Entonces adiós.

La profesional sonrió con amabilidad.

–Adiós, Clara. Cuenta conmigo para cuando creas que me necesites. Puedes

llamarme cuando quieras. Aquí no se toman prisioneros.

Consternada salió del edificio, se subió a un taxi y tomó rumbo a su casa. El

taxista pudo ver varias veces como su pasajera se enjugaba las lágrimas en silencio,

pero no dijo nada.

Al llegar a su casa Ricardo ya había ido a buscar a los niños. Cuando entró la

miró con ojos ansiosos.

–¿Cómo te fue? –preguntó. Al ver la cara consternada se dio cuenta que las

cosas no estaban bien. –¿Qué pasó?

–¡No quiero hablar! –y se fue directamente a su habitación.

Estuvo allí un buen rato en la oscuridad. Muchos sentimientos encontrados se le

cruzaron por la cabeza. No estaba bien. Sentía que se le escapaba la felicidad entre los

dedos y no sabía el porqué. No estaba conforme con su matrimonio ni la vida que

llevaba; se sentía enormemente triste, pero no sabía con lucidez qué le sucedía.

Cuando se sintió un poco repuesta, salió de su cuarto para hacer la cena. Ricardo

estaba en la cocina viendo algunos ingredientes para hacerla él, pero ella lo reemplazó.

–Puedo hacerla yo si querés.

–No, no quiero –fue la respuesta tajante de Clara.

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La cena transcurrió normalmente. Los niños siempre alegres jugaban con su

padre y Clara hablando muy poco, sólo lo necesario. Al llegar la hora de acostarse,

Ricardo observaba impaciente a su esposa.

–¿Ahora sí me vas a contar que te dijo Sara?

–No –fue la respuesta tajante de Clara y no se habló más esa noche.

Pero Clara estaba muy cansada, y eso trajo aparejado que se durmiera pronto y,

por consiguiente, los primeros sueños acudieron a su mente. Primero fueron Mariana y

Adrián que más pequeños que en la actualidad. Se sentaron en tronco tirado y por detrás

una sombra se fue acercando muy despacio. Los niños no se percataron de ella y la

sombra se acercaba...

–¡No! –fue el primer grito de Clara desde algún sitio, pero los niños no podían

oírla. Ellos seguían jugando y la sombra los abrazó. Sus brazos, convertidos en ramas,

cubrieron los hombros primero, y luego todo el costado de los niños, tapándolos al final

por completo. Sin embargo, ellos no tenían miedo. Por fin Clara pudo deshacerse de las

ataduras que aparecieron de repente y corrió detrás de ellos. Cuanto más corría, más

lejos estaban. Finalmente, cayó de rodillas llorando.

Pero los niños no siguieron avanzando. Se dieron vuelta de repente y miraron a

la mujer. Se acercaron los tres y la sombra ya se veía más claramente. Tenía unos ojos

hermosos y el pelo castaño claro.

–¿Por qué lloras, mamá? –dijo.

Clara miró a la niña con ternura y quiso abrazarla, pero la niña se evaporó. Clara

abrazó el aire y tampoco estaban Mariana y Adrián. Un sentimiento de que no les vería

más la invadió. Comenzó a escarbar la tierra. Hizo un gran hoyo y allí los zapatos

pequeños de una niña, calzados en un cuerpito inerte le dieron cuenta que estaba muerta.

Sobre la parte de la cabecita, estaba clavada una flor blanca. No pudo ver su rostro; se

llevó la mano a la boca y no paró de llorar.

–¡Clara! –escuchó. Los zapatitos se parecían a los que usa Mariana, pero eran

más grandes. –¡Clara! ¿Qué te sucede? –Escarbó con más fuerza hasta verse sangrar las

uñas. –¡Clara, despierta! ¡Es un sueño! ¡Clara!

De repente las imágenes se disiparon. La tierra desapareció y la sobresaltó un

rostro que la observaba con preocupación.

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–¡Clara, estás soñando otra vez! –repitió el rostro. Clara se miró sus uñas y

estaban sin sangre. Buscó la tierra y sólo había sábanas. –¡Estás soñando, mi amor! –

repitió Ricardo.

Por fin Clara comprendió que estaba en su habitación. Recordó la tierra, los

zapatos y la voz de una niña mayor. ¿Qué decía la niña?

Ricardo la abrazó y la tuvo así un momento.

–¡Fue un sueño, mi amor! ¡Ya está bien!

Sin saber por qué la mujer comenzó a llorar, luego vino el gemido y ya no pudo

contenerse durante un rato. Ricardo quiso detenerla primero, pero luego dejó que se

descargara. Cuando la mujer pudo calmarse la miró consternado.

–Esto ya se nos está escapando de las manos, Clara. Tendremos que hacer algo.

Clara miró en silencio a su esposo. Seguía sollozando despacio. Tenía ganas que

fuera de día y que todo haya pasado.

Ricardo se acostó muy cerca de ella y la acomodó en su cuerpo, pasando el

brazo por debajo y acurrucándola muy cerca de sí mismo.

–Ahora descansa, mi amor. Yo estaré aquí con vos toda la noche. No me iré

hasta que todo pase.

La mujer se aferró al cuerpo de su esposo y poco después se quedó dormida. Al

despertar, era de día. No sabía la hora, pero supuso que había dormido mucho. El

despertador no estaba en si sitio y no le quedó otra que levantarse para ver la hora.

Ricardo estaba en la cocina con unos apele de la oficina.

–¿Te levantaste, mi amor? –dijo sorprendido.

–¿Qué hora es?

–Las nueve recién. Puedes dormir otro poco.

–¿Las nueve? –repitió con asombro. ¿Por qué me dejaste dormir tanto? ¿Los

niños?

–Los niños están en la escuela. Y yo me hice una escapada a la oficina para

buscar un poco de trabajo. No iré hoy. Me quedaré todo el día contigo. –Sonrió.

Clara no dijo nada, pero lejos de provocarle alegría que su esposo estuviera en

casa, le preocupó. Los sueños y toda esa situación la ponía triste. Triste y nerviosa.

–Ahora vete a darte una ducha que yo te preparo el desayuno.

Clara suspiró. Fue resignada al cuarto de baño y se desnudó con pesadez. El día

le traía tranquilidad.

El primer chorro de agua tibia la recompuso de todo mal. Se quedó un rato así.

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Luego intentó recordar el sueño, pero las imágenes se descomponían en su

mente. Pero al levantar su mano en busca de la lluvia de la ducha recordó la sa ngre en

sus uñas. ¿Por qué sangraba? Le vino a la mente los terrones de tierra. Se llevó su mano

horrorizada al recordar los zapatitos de una niña que parecía su hija. Repentinamente

apareció en su recuerdo la sombra que no pudo distinguir y comenzó a sent irse mal de

nuevo. Las primeras lágrimas se mezclaron con la de las lluvias.

–¿Por qué lloras, mamá?

La voz vino de algún lugar del cuarto del baño. Clara corrió la cortina y vio con

desazón que estaba sola. Comenzó a sentir miedo, a temblar a sentirse amenazada.

–¡Ricardo! –gritó con todas sus fuerzas. –¡Ricardo!

Al primer grito su esposo estaba levantándose de su silla y corrió al baño; al

segundo grito ya abría la puerta.

–¡Qué pasa! ¡Qué pasa!

–¡Ricardo, hay alguien aquí! –dijo con desesperación. El hombre miró el cuarto

con la seguridad de quien sabe no hay nadie más que ellos dos.

–¿Dónde?

–¡Alguien! –gritó histérica Clara. –Alguien me llama, me dice mamá. ¡Hay

alguien!

Ricardo, con suma tristeza en su rostro, apagó la lluvia y cubrió a Clara con un

toallón. La tuvo así un rato abrazada. Luego la ayudó a secarse.

–¡De verdad! ¡Sentí la voz muy claramente! ¡No es la primera vez que ocurre!

–No te preocupes, mi amor –dijo con pena.

–¿Me estoy volviendo loca, verdad?

El hombre no supo qué decir. La ayudó a secarse en silencio y sólo eso,

temiendo decir algo que pudiera lastimar a su mujer. Le alcanzó la ropa y cuando estuvo

vestida, él fue con decisión al teléfono de la cocina. Llamó a Sara Torre Búmeda, la

psicóloga.

Clara no oyó sus palabras, pero sí cuando le pidió una sesión urgente. Decidió

dejarse llevar por su esposo en todo esto, ya se le había escapado de control todo. Tenía

que encontrar la verdad de todo lo que le estaba pasando.

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Capítulo IV: La respuesta psicológica.

icardo entró con Clara al departamento de la Licenciada y ella la

recibió con la habitual sonrisa, mientras les invitó a sentarse a su

escritorio.

–El Doctor Rodríguez no vino todavía –le dijo a Ricardo. Debemos esperarl3.

–Muy bien –respondió el hombre.

–¿Doctor? –Clara miró con preocupación a su esposo. –¿Por qué un doctor?

¿Qué es lo que me harán, Ricardo?

–Nada, Clara. Sólo es un psicólogo –dijo Ricardo.

–NO, un psiquiatra –aclaró Sara.

–Eso, un psiquiatra. Pero es sólo para saber qué te está pasando.

–¿Entonces se reafirma la teoría que estoy loca? ¿Me internarán, verdad?

–¡No, qué decís! –dijo Ricardo.

–Aquí nadie se va a internar, Clara –agregó la psicóloga. –El Doctor Rodríguez

es, además de psiquiatra, un prestigioso sofrólogo.

La mirada de Clara demostró más incomprensión con la explicación de la mujer.

–Te lo diré de esta manera. La Sofrología es una derivación moderna del

hipnotismo.

–¿Me van a hipnotizar?

–No, nada de eso –continuó la psicóloga. –La hipnosis se ha hecho popular

negativamente con tantos magos y prestidigitadores que no han hecho más que

desprestigiar esta vieja práctica. Se lo ha montado como un espectáculo, y en realidad es

una ciencia que abarca el estudio de la mente humana con una rigurosidad científica.

Las técnicas de la hipnosis buscan la relajación de la mente humana porque se ha

descubierto hace mucho tiempo ya, que la mente abre sus puertas, por decirlo de alguna

manera que se entienda, cuando está en un estado de atenuación de sus actividades.

–¿Eso viene de Freud, verdad? –preguntó Ricardo para reafirmar la teoría de la mujer

profesional.

–¡Ni se imaginan de donde vienen las técnicas de la hipnosis y la sofrología!

Sara disfrutaba con la explicación; Ricardo la miraba atentamente, pero Clara sentía

enormes deseos de salir corriendo del lugar.

R

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–Yo soy una entusiasta estudiante del tema, aunque me falta mucho qué saber.

Las técnicas de la relajación de la conciencia datan de los vedas, un pueblo que vivió

hace más de cinco mil años en la India y que se les atribuye, entre otras cosas ser los

inventores del ajedrez. Cierto o mito, los vedas han hecho un ordenamiento de la

conciencia y la búsquedas de diferentes estados mentales. Tal vez ellos se dirigieron

más a prácticas de raja-yoga o religiosas, pero han sentado un precedente.

Sara sonreía a cada palabra tratando de sorprender a la pareja.

–¡Ni hablar de los chamanes! Los chamanes fueron un antiguo pueblo en la

región mexicana, ligados directamente a la cultura azteca. Mediante drogas o el uso de

hierbas, perfectamente clasificadas y reconocidas, los chamanes podían efectuar

curaciones de todo tipo. Poseían un avanzado conocimiento de la medicina homeopática

y alópata. Y entre sus prácticas estaba la de ser los primeros psicoterapeutas de la

historia. Si supieran la relación directa que hay entre el chamanismo con el

conductismo psiquiátrico moderno. Por supuesto que los españoles que se han

acercado a estas tierras entonces han ridiculizado sus habilidades y hasta las han

considerado prácticas herejes. –Sara rió, pero Clara se sintió molesta de estar allí y la

psicóloga lo notó.

–Yo cuando hablo de esto me entusiasmo y no me doy cuenta que a los demás

no les interesa –dijo disculpándose.

–¡Cómo que no! Es muy interesante –dijo Ricardo.

–Bueno, el tema es que todo esto que hoy llamamos consciente, subconsciente e

inconsciente se puede intentar manejar. Nosotros, Clara, recordamos sólo lo que

tenemos en la conciencia, pero hay un montón de recuerdos que están en un estado de

inconsciencia total.

–¿Los sueños, por ejemplo? –preguntó Ricardo.

–¡Por ejemplo! –respondió victoriosa Sara. –Se pone la persona en estado de

subconsciencia para intentar alcanzar la inconsciencia. Pero no se utiliza métodos de

hipnotismo, donde la persona deja de ser dueña e sus actos, sino que se busca el estado

de autoconciencia.

El timbre desvió a todos de la explicación.

–¡Ahí está! –dijo con alegría Sara. Abrió la puerta y un hombre trajeado, bajo de

estatura, rechoncho y calvo, que no contaba con menos de setenta años, entró al estudio

de la psicóloga con un maletín negro y gafas muy amplias. Tenía un aspecto serio y

concentrado. Ricardo se paró para la presentación.

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–Le presento al profesor Rodríguez –dijo Sara con orgullo.

–Mucho gusto –contestó Ricardo y extendió su mano al recién llegado. Éste no

respondió y miró decididamente a Clara.

–¿Es ella? –dijo sin preámbulos.

–Así es, doctor –respondió Sara.

–Bien, comencemos. ¿Qué te sucede, querida?

El hombre la imponía y no se sentía cómoda para nada.

–No sé, parece ser que estoy loca.

El Doctor Rodríguez hizo una mueca que pareció ser una sonrisa.

–Admitir la locura es comenzar a curarse –dijo. –Creo que hay más locos en la

sociedad que en el manicomio. Y muchos más locos que vos, te aseguro. Muchos

gobiernan este mundo.

–Así es –respondió detrás Ricardo. El psiquiatra lo miró con preocupación.

–Necesito estar solo con ella –dijo. Entonces Sara se llevó al esposo de Clara a

otra habitación y médico y paciente se quedaron a solas. La mujer se sintió más

tranquila. A pesar de toda la rapidez de cómo ese hombre entró en su vida, le dio cierta

confianza.

El hombre se sentó a su lado y le cogió la mano para ver su pulso. Lo controló

con el segundero de su reloj.

–¿Has desayunado normal hoy? –Su voz le sonó a Clara paternal y agradable.

–Sí –dijo la mujer.

–A ver, contame, ¿qué desayunaste? –El hombre seguía mirando su reloj-pulsera

desde sus gafas.

–Lo normal. Café con leche, tostadas con mermelada.

–Muy bien. ¿Cuántas tostadas comiste?

Clara se quedó pensando, no tanto en la cantidad de tostadas, sino en las

preguntas. Consideró que eran preguntas rutinarias para que se sienta más relajada. De

hecho, estaba dando resultados.

–Tres, creo. No, dos.

–Bien. ¿Ya estás más tranquila?

–Sí.

–Muy bien. Decime cómo te llamás?

–Clara.

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–Bien, Clara. Mi nombre es Eduardo. Yo estoy aquí porque me dijeron que

tenías un problemita. Vamos a intentar ver qué es ese problemita y si se puede

solucionar.

–¿Y si no se puede?

El Doctor Rodríguez sonrió.

–Si no solucionamos el problema, el responsable seré yo. Entonces el que tendrá

un problema soy yo. Pero tranquila, lo solucionaremos. En realidad, ni siquiera sabemos

si hay un verdadero problema. A veces la mente nos juega una mala pasada. Pero no te

creas que es algo poco frecuente. Eso le sucede a casi todas las personas del planeta. No

creas que sos la única.

Clara asintió con la cabeza. El hombre volvió a tomarle el pulso.

–¡Magnífico! Ya estás más relajada.

Clara sonrió.

–A ver, contame. ¿Qué te pasó?

–No sé, Doctor...

–¡Shh! ¡Eduardo! – interrumpió el médico psiquiatra. –Aquí estamos hablando

dos personas de igual a igual.

–Bien, Eduardo. Pues, el otro día estaba en la ducha y sentí que uno de mis hijos

me llamaba. Cuando salí a ver, no había nadie. Luego comencé a tener las pesadillas.

–Pesadillas. ¿Y de qué se tratan esas pesadillas?

–No sé muy bien, doc... Eduardo. No las recuerdo. Sé que me angustian y que

me producen una profunda tristeza. También me viene a la mente la imagen de una flor

blanca.

–Ajá.

–¿No recordás nada de nada?

–Bueno, recuerdo que hay una sombra. Parece ser alguien que no puedo precisar.

Se mezcla con mis hijos.

–Ajá.

–Lo curioso es que esa sombra me apareció en una fotografía que aquí mismo

tengo. Es como una mancha en forma de mujer y rodea con sus brazos a mis hijos. Y

también la dibujé sin darme cuenta en una carta de mi madrina.

–Ajá.

–Las tengo aquí conmigo, si quiere se las muestro...

El psiquiatra no respondió y pareció pensar un poco.

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–Hablame de tu madrina. ¿Qué tiene que ver la carta en todo esto?

–No sé. Mi madrina es una mujer que nunca conocí. Bueno, se fue a su país,

Brasil, cuando yo tenía un año. Ella era del rito umbanda y...

El médico levantó la mano e hizo callar nuevamente a la mujer.

–A ver... Explicame qué es el umbanda.

–Bueno, el umbanda es un rito donde se hacen sacrificios de animales, trabajos,

no sé bien.

El hombre sonrió.

–¿Y que relación haces entre el umbanda y lo que te sucedió?

Clara se quedó pensativa.

–Ninguna –dijo. –De verdad no creo en esas cosas.

El médico se mostró contrariado.

–Otra pregunta, Clara. ¿El dibujo en la carta fue antes o después de la mancha en

la foto?

Clara trató de hacer memoria y ubicó los hechos.

–Fue después. Primero los sueños, luego la voz, más tarde la imagen en la foto y

por último el dibujo en la carta que coincide bastante con la mancha de la fotografía.

Ah, y luego otra vez la voz en mi baño que fue la que me hizo asustar más.

–Ajá.

–Bien, Clara. Con estos datos ya tengo bastantes elementos para hacer un

diagnóstico. Evidentemente hay algo en tu subconsciente que te tortura, que no te deja

estar tranquila. Algo que no sabés, pero que está ahí. El hecho que hayas dibujado la

figura sin darte cuenta, confirma que tu inconsciencia te avisa de algo. No es casualidad

que hayas dibujado una forma parecida. Una partecita de tu cerebro lo hizo, quiso

llamar la atención para que la otra parte, el cerebro consciente lo viera. Es algo que

quiere salir a la luz, algo que inconscientemente te tortura.

–¿Qué puede ser?

–Eso es lo que trataremos de averiguar. –El psiquiatra pareció recordar algún

matiz del tratamiento. Se puso en una mano en el mentón y la estudió con detención.

–¿Qué? –preguntó la mujer.

–¿Tu mamá vive?

–Sí.

–¿Cómo es la relación con ella?

–Muy buena. A mi madre la adoro.

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–Tienes hermanas o hermanos.

–Sí, una. Paula.

–¿Ella tiene alguna niña?

–No tiene hijos. Se casó hace tres años casi y lleva una vida apartada de

nosotros.

–¿Y eso te molesta?

–Un poco sí. No es que fuéramos muy unidas, pero mi hermana desde que se

casó se apartó un poco de nosotras.

El psiquiatra pareció sonreír.

–¿Tenés chicos?

–Dos. Una nena de nueve y un nene de ocho.

El médico se incorporó y cruzó los dedos.

–Ahora vamos a trabajar.

–¿Es grave, doctor?

El hombre sonrió de nuevo.

–No, no es grave, querida. Pero lo que debemos ver es qué es ese tema que viene

preocupando. ¿Sabés en qué consiste lo que haremos?

Clara negó con la cabeza.

–Pues vamos a relajarte. Quiero que estés bien relajada. Vamos a poner a tu

mente tan relajada que parecerás que estás dormida, pero en realidad te comunicarás con

nosotros casi conscientemente. Vamos a tratar de recordar esos sueños.

–Está bien.

–¿Te molestaría que la Licenciada Torre esté aquí?

–No.

–¿Y tu esposo?

–Sí.

El médico asintió con la cabeza y no hizo ninguna pregunta. Se acercó a la

puerta para avisarle a la mujer. Cuando salió, cerró otra vez la puerta y se sentaron

frente a la paciente. El psiquiatra abrió su maletín y sacó una jeringa descartable.

–¿Qué me va a poner, doctor?

–No es nada, sólo un calmante para relajarte los músculos y la mente. Pero si

estás en desacuerdo, la evitamos.

–No, está bien –aceptó Clara.

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El Doctor Rodríguez puso la aguja hacia el cielo y largó un chorrito, luego de

pincharla previamente en un frasquito con tapa de goma. Luego se la clavó en el brazo.

Clara hizo un pequeño gesto de dolor. Pronto sintió como que su cuerpo caía en un

letargo. Distinguía perfectamente los rostros, pero sus voces le llegaba de manera

difusa. Sintió como el hombre le tocaba la sien.

–Ya casi –dijo.

–Descansa, Clara –dijo Sara y sonriendo le tomó el pulso.

Por fin, sintió que los párpados se le caían y no quiso resistirse.

–¿Me oyes, Clara? –sintió la voz del psiquiatra.

–Sí.

–Relájate, Clara. Todo está bien. Estás en el consultorio de Sara. Aquí sólo hay

amigos. Amigos que te quieren. ¿Sientes el cariño de tus amigos?

–Sí –respondió la mujer adormecida y se le dibujó una sonrisa en la cara.

–¿Tenés más amigos, Clara? –preguntó el psiquiatra.

–Sí, una amiga.

–Muy bien. ¿Cómo se llama esa persona que es tu amiga?

–Beatriz.

–Beatriz. Muy bien. ¿Cómo es Beatriz, Clara?

La mujer se quedó callada un instante. Buscaba en su mente la imagen de su

amiga. Sonrió.

–Beatriz es buena. Es una buena amiga.

–¡Qué suerte tenés, Clara, de tener una amiga como Beatriz!

–¿Tenés una hermana, verdad? –la voz del médico era pausada y le hablaba en

tono bajo muy cerca del oído. La psicóloga permanecía en silencio. Ricardo, ausente en

la habitación, tenía pegado su oído a la puerta y escuchaba algunas respuestas y casi

ninguna de las preguntas.

–Sí, tengo una. Paula –dijo la paciente.,

–¡Paula! ¡Qué bonito nombre!

–¿Cómo es Paula, Clara?

–Paula es muy bonita. Es rubia castaña, de ojos azules.

–¿Es buena, Clara?

–Sí... –hizo un ademán para decir algo pero se quedó callada.

–¿Qué sucede con Paula? –repitió el médico.

–Nada. Paula es muy buena, pero su esposo no lo es.

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–¿No es bueno con vos, Clara?

–No es bueno con nadie. Sebastián no la deja a Paula venir a casa.

Los dos profesionales se miraron y asintieron con la cabeza, creyendo encontrar

el problema.

–¿A vos te molesta que Paula no venga a casa, verdad?

–Sí –respondió la mujer adormecida.

–Y decime, Clara –continuó el hombre. –¿Cuántos hijos tenés?

–Dos –dijo con seguridad. Clara mostró una amplia sonrisa cuando habló de sus

hijos.

–Dos, muy bien. ¿Y cómo se llaman esos niños?

Clara se quedo callada. La sonrisa se transformó en un arquear de cejas. El

doctor esperó la respuesta, pero la boca de la mujer no se abrió.

–¿Cómo se llaman tus hijos, Clara? –repitió el hombre.

Clara buscó en su mente. La tierra se abrió y vio unos zapatitos de charol de una

niña. De allí salió una sombra negra y se metió en la mente de Clara, que comenzó a

temblar. Sara notó un leve sacudimiento en la mano que le cogía.

–Doctor, a Clara le sucede algo –dijo, pero no terminó de decirlo cuando Clara

comenzó a gemir.

–¿Qué pasa, Clara? –preguntó el médico. La mujer comenzó a gritar sílabas sin

sentido.

–Todo está bien, Clara –dijo Sara.

–¡Aah! –El cuerpo de Clara tomó se contorsionó y elevó su vientre. Ya no

tocaba el diván, salvo con sus brazos.

–Todo está bien, Clara –repitió la psicóloga que intentaba calmarla.

Ricardo, que sintió los gritos, salió del cuarto contiguo y vio cómo el médico y

la psicóloga intentaban contener a su esposa, que gritaba y se babeaba.

–¡Alcánceme el maletín! –le gritó el médico. Ricardo se apresuró a dárselo y

éste sacó otra jeringuilla, la cargó y cuando Sara le tenía el brazo con firmeza, le aplicó

un nuevo sedante. Las convulsiones se sucedieron dos, tres veces más y finalmente

Clara cayó pesadamente sobre el diván.

–¡Qué pasó!¡Qué pasó! –repitió una y otra vez Ricardo tomándose de la cabeza.

Sara respiró profundamente. El Doctor Rodríguez sacó un pañuelo y se secó el sudor de

su frente y de su calva. Se sacó las gafas y se pasó el pañuelo también por los ojos.

–¡No sé, no sé! –dijo. –Una crisis inesperada.

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–¡Cómo una crisis inesperada!

–Hay algo gordo en su mente que la tortura. Y no sabemos qué es.

Ricardo miró a su esposa. Se le sentó a su lado en el diván y le acomodó el pelo.

–¿Qué debo hacer, doctor?

El psiquiatra se rascó la barbilla.

–En principios dejar que descanse todo lo que pueda. Ahora no hay que

fastidiarla hasta que despierte. ¿Te molestaría Sara?

–¡No, que va! –dijo la mujer.

–¿Y luego, Doctor? –los ojos de Ricardo mostraban tristeza. El médico suspiró

pesadamente.

–Le recetaré unas pastillas antidepresivas. Que se tome una por día por ahora.

No veo conveniente que tenga otra sesión de sofrología por un tiempo. Sus nervios no

lo resistirían. En realidad ni siquiera llegamos a comenzar la sesión –se quejó el

psiquiatra.

–La verdad que no –afirmó Sara.

–Y una cosa –agregó el Doctor Rodríguez. –Procure que se vea con su hermana

Paula. Creo que ahí está el secreto de lo que buscamos.

–¿Paula?

–Sí. Me da toda la sensación de que esa figura es la imagen de su hermana. Debe

haber algo en esa relación que la preocupa.

–¿Y si sigue con esos sueños, doctor? –preguntó Ricardo.

El psiquiatra se sacó otra vez las gafas y se refregó los ojos. Miró a Sara

esperando una respuesta que no apareció.

–Quédese a su lado. La despierta con calma, le hace unos mimos y trata de

hablarle de otras cosas; no del sueño mismo. Para eso deje a los profesionales.

–Muy bien, doctor –respondió el esposo de Clara y acomodó otra vez su pelo.

–¡Ah! –recordó el médico que ya había cogido el maletín para retirarse. –Seguí

con las sesiones, Sara. Pero sin imponer nada, que ella vaya largando todo poco a poco

sin sentirse presionada.

–Vale –dijo la mujer.

–Manteneme al tanto de todo –dijo por último el médico y momento después

estaba saliendo del edificio, metiéndose en su coche, perdiéndose en la tarde de Buenos

Aires e intentando encontrar una respuesta del feo momento que le tocó vivir con la

mujer de los sueños.

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Capítulo V: La visita.

Clara le costó recordar que habló con el psiquiatra en el consultorio

de la psicóloga. Lo último que recordó fue que entró con su esposo,

que estaba muy nerviosa, que la mujer explicaba métodos de análisis

del subconsciente y que llegó un hombre bajito gordo, hosco, que no le causó muy

buena pinta al comienzo, pero del que tampoco tenía una imagen negativa. Luego...

nada. Sólo despertar de un profundo sueño reparador sin sueños. Abrió los ojos y tanto

Ricardo como esa mujer sonrieron ampliamente como quien regresa de la vida.

Desde entonces Ricardo la trataba con tanta amabilidad, que le costaba

reconocerlo. Clara consideraba a su esposo un gran hombre, pero metido en sus

problemas tanto, que le costaba darse cuenta que tenía un mundo que lo rodeaba.

Claro pensó mucho en su hermana Paula. No sabía cómo había aparecido ese

pensamiento, pero Paula estuvo presente de noche y de día. Como una semilla que se

había plantado en su cabeza, dispuesta a germinar.

Esa noche durmió plácidamente. Y más de una vez sintió como Ricardo la

besaba en la frente y hasta la acariciaba. Le preguntó no una, sino diez veces si prefería

que faltara a su oficina nuevamente, sin tomar en consideración a su contrincante

Giannini, ni todos los temas de responsabilidad que siempre mencionaba. Clara se sintió

feliz y, por supuesto, rechazó el ofrecimiento. A la mañana siguiente preparó el

desayuno, despidió a su esposo y a sus hijos, que el mismo Ricardo llevó a la escuela y

cuando se disponía a comenzar con las tareas hogareñas, el timbre le sorprendió.

–Hola –la imagen de su hermana Paula en la puerta le asombró tanto que tardó

en responderle.. Se quedó congelada como si estuviera viendo un fantasma.

–¿No me invitás a pasar? –insistió su hermana menor.

–¡Sí, sí! ¡Por supuesto!

Clara se estrujó la mano mientras la veía pasar.

–¿Desayunaste?

–Sí. Antes con Seba.

–¿Unos mates aunque sea?

Paula dudó.

–Bueno –dijo finalmente.

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Las dos mujeres se instalaron en la cocina. Clara lleno la pava de agua y la puso

en el fuego.

–¿No trabajás hoy? –dijo Clara.

–No trabajo más.

Las dos hermanas se quedaron en silencio y Clara comprendió que tenían poco

en común, como para iniciar una conversación. Parecían dos extrañas que habían

compartido un tiempo en un pedacito de su vida.

–¿Mis sobrinos? –abrió la charla Paula.

–En el cole. Esta mañana los llevó Ricardo. Mariana está cada día más vivaracha

y con Adrián no sé qué hacer para que no siga aumentando en peso. Le encantan los

dulces.

–Y Ricardo que lo consiente con las golosinas.

–Sí. Primero debo educarlo a él –rió Clara.

Mientras Clara dio el primer mate se produjo otro silencio.

–¿Has ido a mamá?

–No –respondió Paula en un tono que a Clara le pareció agresivo. Luego cambió

el tono por uno más complaciente: –¿Ricardo en el trabajo?

El timbre del teléfono sorprendió a las dos.

–Hablando del rey de Roma –dijo Clara. Paula preparó otro mate.

–Hola, mi amor. –La voz de Ricardo sonó dulce y comprensiva.

–Hola. ¡Qué temprano llamaste hoy! Casi recién te fuiste.

–Llamaba para ver cómo estabas.

–Bien –dijo Clara sonriendo. –Si hace nada has salido.

–¿Estás sola?

–No, vino Paula.

–¡Ah, me dijo que iría a media mañana!

Clara dejó de sonreír. Le vino a su mente la tarde anterior la visita al consultorio

de Sara Torre. “La Sofrología es una derivación moderna del hipnotismo.” Luego la

mirada áspera del doctor Rodríguez. Su suave voz. “Me llamo Eduardo”. “¿Cómo se

llama esa persona que es tu amiga?” "¿A vos te molesta que Paula no venga a casa,

verdad?” “¿Cuántos hijos tenés?”

–¿Clara, Clara? –Ricardo esperaba respuesta. La cara de su esposa comenzó a

cambiar. Un halo de congoja invadió su mirada.

“¿Cuántos hijos tenés?”

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–¿Clara, estás ahí? –insistió Ricardo.

–Sí –dijo Clara con su vocecita. Repentinamente la invadió una profunda

tristeza.

–Bueno, yo sólo quería ver como estabas. Luego te llamo.

Se despidieron y Clara se sentó en una silla. Paula vio la mirada perdida de su

hermana.

–¿Qué te pasa, Clara? –La hermana mayor no respondió. Paula se acercó a ella y

la tocó. –¿Qué sucede?

–No sé –respondió Clara y comenzó a llorar en silencio. Paula se agachó y

abrazó a su hermana. –No sé qué me está pasando –repitió la hermana mayor.

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Capítulo VI: La otra respuesta

os ojos de Clara estaban hundidos y su semblante daba lástima, como la

de un fantasma que no sabe dónde está. Carmen recibió a su hija con

mucho dolor, pero con todo el amor que una madre puede dar.

–Sé que aquí va a estar mejor –le dijo Ricardo. Mariana y Adrián se escondieron

detrás de su padre, sacando sólo la cabeza para ver entrar a su madre por el jardín hacia

la casa de su abuela. Los alaridos histéricos de su madrea se repitieron cada noche y no

le gustaban esos gritos en la noche. Ellos mismos se acostaban tensionados, esperando

que en cualquier momento aparecieran de repente, haciéndoles temblar de miedo. Ahora

dormirían tranquilos. Ambos sabían que extrañarían a mamá, pero querían la mamá

alegre de antes, no la que sollozaba todo el tiempo y miraba cada rincón con miedo. Ni

Adrián, ni Mariana quisieron entrar a la casa de su abuela y prefirieron volver al coche

de papá cuanto antes. Tía Paula se quedó y los saludó con la mano cuando se fueron a

su casa.

–¡Que te pasó, hijita! –dijo una y otra vez Carmen cuando entró a su hija a su

casa. Paula la acompañó y Clara permaneció en silencio. Se sentía sin fuerzas y no

quiso decir nada.

–Con mamá te vas a poner bien, Clara. –dijo Paula compasiva. –Ya le avisé

Betty que te venga a visitar. Son sólo unos días.

Todas las excusas de Paula estuvieron de más; Clara quería estar con su madre.

Sabía que estaría mejor y que allí al menos no asustaría a sus hijos con sus gritos en la

noche. Ni las sesiones en lo de la psicóloga ni los ansiolíticos le hacían efecto cuando la

invadían los sueños o las imágenes los zapatos de una niña, las sombras en la foto o las

voces que desde algún lugar la llamaban. Quería descansar de todas las cosas malas y

creía que con su madre estaría a salvo.

Paula se quedó un buen rato. Al atardecer pidió disculpas y se fue a atender a su

marido. Clara permaneció la mayor parte en silencio y sólo respondía con monosílabos

algunas preguntas que su hermana o su madre le hacían. Ricardo no le dejó traer el

cuadrito con la foto de Ercília, pero no se percató que en su cartera traía el de la carta y

la fotografía con la mancha. Cuando Paula salió por la puerta, ella fue a por la cartera y

puso delante de los ojos de su madre las dos siluetas.

L

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–Decime si estoy loca. ¿No ves esto igual? –dijo con voz potente, casi fuera de

sí.

–¡Ay, hija! ¡Te vas a volver loca con estas cosas!

Pero aun dicho esto Carmen observó las dos sombras detenidamente

–Y... –dijo –¡Son igualitas!

–¡Viste, mamá! ¡No estoy loca!

Carmen cogió la foto y el cuadro con la carta.

–¿Sabés cuántas veces intenté dibujar esta figura de la carta en un papel después

de la primera vez? –preguntó desafiante. –No me salió bien ni una sola vez.

Carmen sacudió la cabeza. Clara sacó un cuaderno rosa de su cartera y lo abrió.

Le mostró la primera página y allí había varios intentos de la silueta de la foto.

–¿Ves? –dijo Clara y siguió mostrando hoja por hoja. –Aquí hay uno que se le

asemeja, pero como te darás cuenta no es perfecto. Hice cientos de intentos, mamá.

¿Ves? ¿Y sabés cuántos dibujos hice igualito al de la foto? ¡Uno solo: el de la carta!

–¡Hija, no te torturés más!

–¡Es extraño, mamá! Precisamente la única copia perfecta lo hice en estado de

distracción, lejos de mis sentidos. Y esa voz...

Carmen estaba asustada. Asustada por partida doble. Por un lado le daba miedo

que su hija haya perdido la razón, pero por el otro, le aterraba todo lo que su hija

contaba. Su hija guardó el cuaderno y la carta y se quedó sentada una silla observando

detenidamente la mancha de la fotografía entre sus dos hijos. Su madre fue a preparar la

cena, cuando sonó el timbre de la casa. Fue a ver y cuando regresó Clara vio la imagen

sonriente de su amiga Beatriz. Ella se quedó mirándola con una leve mueca de alegría,

sus ojos hundidos y cuando la tuvo a su alcance, la abrazó con fuerza desde la silla. Le

apretó las mano con la suya mirándola a los ojos y, sin decirle nada, le transmitió

muchísimas cosas que Beatriz supo interpretar.

–¿Qué le pasa a mi niña consentida? –dijo Beatriz sacando su labio inferior para

fuera como los niños caprichosos. –Creo que le falta mimos de su amiga preferida, ¿no?

–Creen que estoy loca –dijo Clara.

–Bueno, eso lo sabía hace mucho tiempo –rió su amiga. Y Clara también rió con

ganas.

–Al menos con vos se ríe un rato –dijo agradecida Carmen. –Mirá lo que tiene

en la mano, la foto esa que le trajo tantos problemas. ¡No sé para qué le hablé de su

madrina!

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Beatriz cogió la foto y la miró por enésima vez.

–Ya sé qué haremos con esa foto –dijo.

–¿Qué? –preguntó expectante la madre de Clara.

–Clari tiene los negativos. Yo los vi y no hay mancha alguna en él. Entonces

haremos una nueva copia y quemaremos este para que vea que sólo fue una casualidad.

¿Te parece, Clari?

Clara asintió con la cabeza.

–Ahora cuando me vaya –siguió Beatriz –me paso por la casa de Clara y le pido

a Ricardo que me deje sacar el negativo y mañana asunto resuelto.

Esa noche Clara se acostó con esperanzas. Tenía enormes deseos de sentirse

mejor. Su madre su puso las gafas y se sentó a su lado a tejer. Cuando su hija se durmió

la observó varias veces y notó que estaba tranquila. Respiraba bien y, salvo las

profundas ojeras, tenía un aspecto general bueno. En algún momento Carmen se quedó

adormecida y fue cuando cabeceó intentando evitar quedarse profundamente dormida

cuando se terminó despertando. Observó entonces a su hija y tenía una amplia sonrisa

dibujado en su rostro. Sintió que estaba soñando cosas agradables. Carmen se alegró.

Pero cuando todo hacía presuponer que la noche sería tranquila, Clara frunció el ceño

entre sueños. Su rostro comenzó a transformarse en algo horrible, mezcla de odio y de

venganza. Carmen dio un salto hacia atrás y esa imagen la impresionó tanto que no se

animó a despertar a su hija. Cuando su hija comenzó a gritar y emitir sonidos extraños,

Carmen no tuvo más remedio que sacudirla y Clara se despertó sobresaltada enseguida.

Abrió sus ojos grandes y los clavó en su madre. Carmen sintió que se le helaba la

sangre. Clara tenía aún esa expresión de odio en su rostro, pero pronto se fue disipando.

Suspiró profundamente y se dio vuelta para seguir durmiendo sin decir nada. Carmen,

con temor, la arropó y se sentó sigilosa a su lado. Ya no durmió más.

Cuando Clara se levantó por la mañana, Carmen estaba preparando un suculento

desayuno.

–Buenos días, mamá –dijo alegremente – ¿Anoche no soñé, no?

–No –dijo su madre y le dio un beso en la mejilla. –¿Dormiste bien?

–Estupendamente –sonrió Clara. Carmen la acarició y llevó el desayuno a la

mesa.

No tardó en aparecer Ricardo. Clara vio como su madre hablaba en privado con

él y no hizo buen efecto, pero al ver a su hombre venir con su sonrisa, su alma se le

iluminó.

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–Hoy ya podré ir a casa –le dijo Clara.

–De eso nada. Tenés que reposar unos días más –respondió Ricardo.

–¿No trajiste los chicos?

–No, fueron al cole, pero al mediodía te los traigo.

–Pueden comer aquí –intervino Carmen.

–¡Es una buena idea! –agregó Clara.

–Pues sí –contestó el hombre. Tomó un café apurado y le dio un beso a su

esposa en a frente antes de irse.

–Habiendo tantos hombres, te venís a quedar justo con este –dijo Carmen mitad

broma, mitad en serio. Clara sonrió. A pesar del sueño no recordado se la veía bien.

–Hoy dejame cocinar a mí, mamá. Quiero hacerle una comida a los chicos –dijo.

Carmen sonrió tristemente, mientras Pinzón daba vueltas por debajo de la mesa.

Beatriz esperó paciente la copia de la foto en la galería de la Avenida de Mayo,

en Buenos Aires. Estaba ansiosa por demostrarle a su amiga que todo fue un mal

entendido del destino. Circunstancias fortuitas y una dosis de testarudez dieron una

mezcla explosiva que terminaron con la tranquilidad de Clara. Antes de entregar el

negativo se aseguró que no tuviera ninguna mancha. Dio una vuelta por la avenida,

entró en algunas tiendas, miró algunos libros para llevarle a su amiga y regresó a la hora

indicada a la casa de fotos.

–Aquí tiene –dijo el empleado y le entregó un sobre de papel madera.

–¿Cuánto es?

–Dos pesos con cincuenta.

Beatriz pagó y sacó la foto a la vista del empleado.

–¡Qué es esto! –gritó. Se sintió mareada.

La foto de los niños continuaba teniendo la sombra metida entre los dos.

–Lo siento, señorita; no sé que pudo haber pasado.

Sin decir nada, cogió la foto, el sobre y el negativo y salió corriendo de la

galería.

–¡Le devolvemos el dinero! –dijo el chico, pero Beatriz ya estaba en la calle.

Caminó sin sentido por toda la Avenida de Mayo hasta llegar al Congreso. Allí

recapacitó que lo mejor sería ocultar la foto a Clara. Trataría de no hablarle del tema,

pero sí se la mostraría a su madre para ver qué podía hacerse. Cogió un taxi y minutos

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después estaba tocando nuevamente timbre en la casa de los gatos, donde estaba su

amiga. Fue la propia Clara quien abrió la puerta.

–¿Rebelaste foto? –fue la primera pregunta que le hizo al entrar. Adiós plan de

no mencionar el tema. Decirle que no, le daría mayor ansiedad; decirle la verdad

contribuiría a profundizar su obsesión y su endeble salud mental.

–¡Sí, por supuesto! –dijo con una gran sonrisa sin detenerse, buscando a su

madre. –Y no hay nada extraño. Me dijo el chico del laboratorio que muchas veces se

queman las fotos con el ácido revelador. ¡Vamos, lo que supusimos!

Como Clara vio que su amiga no se detenía, la siguió.

–¿Y? ¿La foto dónde está?

–Ah, la foto. La dejé en casa. Después te la alcanzo. Pero no verás nada

extraordinario.

–¡No me importa, Betty! ¡Quiero verla! –casi gritó Clara.

–¡Está bien, Clari! Luego te la traigo. No hagas un drama de una tontería.

Clara suspiró. Beatriz siguió hacia la cocina donde estaba Carmen y vio como

hablaban, pero sin llegar a oírlas. Prefirió alimentar a los gatos y esperar que los

acontecimientos se sucedieran, aunque no le gustó el gesto adusto que puso su madre

cuando su amiga le habló por lo bajo. Al rato vinieron Ricardo con los niños y a Clara

se le fueron todos los malestares de sus malos pensamientos.

Adrián y Mariana se mostraron un poco lejanos, pero Clara les sonreía para

cambiarles la imagen que tenían de ella.

–Mamita va a volver pronto a casa –les dijo. Ellos la miraron con seriedad y no

respondieron nada.

Luego Ricardo se marchó, Clara ayudó a sus hijos en la tarea y cuando los niños

ya estaban en su tema de jugar, fue Beatriz quien sacó el tema.

–Creo Clara que tu problema no es locura.

Clara arqueó las cejas interrogante.

–Vos sabés muy bien que yo no creo en alucinaciones ni cosas raras.

–Ya sé.

–Pues bien, creo que ha llegado la hora de mirar más allá de nuestros ojos. –

Beatriz hablaba casi avergonzada por la idea.

–No te entiendo.

–Tu mamá me dijo que conoce a un hombre. Un tal... ¿Basilio?

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–¡Don Basilio! –repitió Clara fascinada. –¿Me estás diciendo que vaya a Don

Basilio?

–Vos sabés que no creo mucho en eso; tu madre insiste que te convenza. Aunque

sea para darle el gusto a ella. Total... no te va hacer nada malo, ¿no?

–No voy a ir, Bea –dijo terminantemente Clara.

Beatriz hizo una mueca de resignación y no hablaron más del tema. Para la

noche, la discusión ya se había quitado de su mente y Clara solo pensó en las cosas que

haría en su casa cuando regresase. Tenía muchas ganas de dibujar, pero no sombras o

siluetas, sino flores y paisajes; un sol grande y hermoso que todo lo cubriera sobre una

superficie pequeña iluminada. Se acostó con este pensamiento y esa noche Clara volvió

a soñar. Era un sueño blanco, iluminado. En su sueño había una casa pequeña, pero no

era la suya; tal vez era la casa que siempre imaginó tener de niña. Clara se vio niña

entonces. Corría por un prado lleno de flores rodeada de mucha luminosidad.

–¿Clara? –la voz de su madre en el sueño la alegró aún más. Su madre estaba

joven, detrás de su madre salió una mujer negra con una sonrisa amplia.

–¡Madrina! ¡Viniste! –dijo la niña. Ercília sonrió con toda la alegría que le cabía

en el rostro. Más allá había una pequeña sombra. Clara se acercó y se dio cuenta que era

un agujero.

–Hola, mi amor –salió la voz de la sombra. Clara abrió bien los ojos y se dio

cuenta que era Ricardo quien le llamaba. Le cogió la mano y la besó con cariño. –

¿Venís conmigo? –dijo.

Clara lo piensa. Clara hecha niña le sonríe y entra por el agujero. Pero de repente

siente que la que entra no es ella. Se ve entrando con Ricardo por las sombras pero al

darse vuelta la niña es otra. ¿Es Mariana? Se le parece, pero no. Es mayor y no sonríe.

–¿Mamá? –le dice.

Clara la mira triste.

–¿No me querés?

No sabe qué decir. Sólo la mira y la niña se aleja con Ricardo. Se da vuelta para

llamar a su madre, pero no estaba ni ella ni Ercília, pero sí el Doctor Rodríguez. Se

siente segura.

Se despierta.

Clara esta vez recordó el sueño. Recordó a la niña que ya tenía rostro, recordó a

Ricardo, Ercília y su madre. Y recordó al Doctor Rodríguez. Esa noche Clara no gritó y

durmió tranquila el resto de la noche.

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Los días pasaron y Clara ya no volvió a tener las pesadillas. Por decisión propia

regresó a casa. No se la veía tan demacrada y los niños volvieron a acercársele sin

temor.

Pronto, Clara volvió a la rutina, dibujó bonitos paisajes que colgó en la cocina y

sacó los cuadros de Ercília y la carta, que la intranquilizaba tanto. Continuó con las

sesiones de Sara y no volvió a ver nunca más al Doctor Rodríguez.

Sus encuentros con Beatriz eran tan frecuentes como siempre y había

comenzado a acercarse más a su hermana Paula, quien confiaba más en ella. Y Ricardo

había recomenzado con sus viajes, lo que le daba la sensación, para bien o para mal, que

todo había vuelto a la normalidad.

En síntesis, para todos, estaba curada.

Estaba un día en los quehaceres de su casa cuando la sorprendió una llamada de

su hermana.

–Dedo verte ahora mismo.

–¡Claro! –dijo Clara. La voz de Paula sonó tensionada, como si tuviera una gran

preocupación que le oprimía el pecho.

Diez minutos después estaba entrando a su casa. Clara había preparado el mate.

–¿Qué te pasa?

–Sebastián me engaña –tiró la frase queriendo impresionar a su hermana. Clara

no era conocedora de hombres, pero le costaba ver en Sebastián el perfil de un hombre

engañador. Podría equivocarse, pero lo veía tan concentrado en las cosas de sus casas,

que no lo creyó.

–¿Estás segura?

–¡Sí! ¡Estoy segura!

–¿Lo comprobaste? ¿Lo viste con otra?

–¡No, no! ¡Eso no! ¡Pero estoy segura!

Clara respiró; vio la luz de la probabilidad del error en las palabras de su

hermana.

–¿Qué es lo que te da tanta seguridad si no lo viste? ¿Encontraste alguna carta

comprometedora, alguna mancha de rimmel en su pañuelo, qué?

–¡No, no; nada de eso!

–¿Entonces? –Clara evitó reírse para no provocar enojo en su hermana, pero

estaba casi segura que se equivocaba.

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–Lo siento acá, Clara –dijo Paula tocándose el corazón. –Él ya no es el mismo.

No me trata como antes.

–Paula, las personas no son siempre iguales. Mi matrimonio ha cambiado; no es

lo que era. No es ni mejor, ni inferior; sólo distinto. Es normal; las personas crecen,

modifican sus hábitos de conducta, evolucionan. Es normal, hermanita.

–¡Vos no sabés como era Seba conmigo! Siempre lleno de atenciones, de cariño.

Ahora ni me mira. Estoy segura que tiene otra.

Clara le sonrió y a Paula también se le escapó una sonrisa. Pensó que tal vez se

había equivocado.

–Mamá conoce a un hombre que tira las cartas de Tarot y te dice todo –dijo

Paula con entusiasmo.

–¡Un embaucador! –fue terminante Clara. –¡Cómo podés creer en esas cosas,

Paula!

–¿Sí? ¿Lo conocés?

–No, pero todos son así, farsantes. ¡Un tipo que le quita dinero a la gente y le da

soluciones mágicas con cartas es un farsante!

–Acompañame, Clarita. Aunque sea sólo para ver.

–¡Cómo va a depender tu matrimonio de las cartas! Eso no es serio.

Paula se arrimó a su hermana y le cogió las dos manos.

–Nunca te pedí nada; es un favor que te pido. Un favor de hermana.

Ante esas palabras Clara no pudo hacer nada. Al menos le serviría para estar más

cerca de su hermana.

–¿Cuándo? –dijo resignada. Paula mostró su alegría en el rostro.

–¡Hoy mismo!

Clara suspiró resignada.

La entrada en la casa del manosanta fue menos pomposa de lo que Clara

imaginó. Estaba en el barrio de Merlo, al oeste de Buenos Aires, donde abundaban

fábricas y curtiembres. Clara pensó que se encontraría con alguna especie de santuario o

casa de culto, al menos una vivienda rodeada de imágenes de santos y copias de

reliquias de cera o plástico, pero que escondiera detrás de todo eso la industria del

ocultismos, con ventas de estampitas y conjuros al módico precio de la necesidad del

sufriente. Sin embargo, Clara se encontró con una casa muy humilde en un barrio obrero

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con calle de tierra. Como la vivienda era pequeña, la gente esperaba en sillas rústicas en

el patio de reducidas dimensiones. Frente a las sillas donde se pusieron las hermanas

había una pequeña puerta de chapa cubierta por una cortina de tiras de plástico muy

vulgar de muchos colores. Una única bombilla alumbraba a todos débilmente y se

movía cada vez que levantaba una brisa. Todos se veían preocupados y parecía ser gente

muy humilde. Cada persona que entraba tardaba bastante y Clara comenzó a

impacientarse. Paula permanecía callada observando a todos. Había una señora de más

de cincuenta años (¿o sesenta?), de tez morena con un pañuelo en la cabeza que cubría

piadosamente sus canas, tenía las manos entrelazadas y no paraba de moverlas. Estaba

sentada frente a Clara, al lado de la puertecita y la miraba insistentemente, como

queriendo charlar con ella. Un chico, que no tendría más diecisiete años, una mujer con

su niña menor que Adrián y un anciano de cabello blanco tupido que sostenía sus manos

sobre un bastón. La mujer de enfrente de Clara finalmente se cansó de mirar a Clara y

vio en Paula la posibilidad de contar su conflicto o bien, descargarse de todas sus

miserias.

–¿Ustedes por qué vienen? –tiró sin tapujos. A Clara le pareció una pregunta

impertinente.

–Que me tire las cartas –dijo su hermana y a Clara se molestó porque le hubiera

gustado que no respondiera nada; tan sólo por sentirse involucrada en esas historias.

–Yo no vengo por mí; vengo por mi hijo –dijo sonriendo agriamente.

–¿Su hijo está enfermo? –preguntó Paula.

–No –dijo con su vocecita perdida; su mirada quedó colgada en algún sitio que

no existía en ese patio.

–¿Entonces? ¿Por qué no viene él mismo? –insistió Paula. Clara miró a la mujer

con nuevo interés.

–Porque mi hijo está preso. ¡Ojalá estuviera enfermo! Al menos podría cuidarlo

todos los días.

–¿Por qué está preso? –La pregunta de Paula le pareció a Clara más impertinente

que la de la pobre mujer.

–¡Cosas de chicos! Apenas tiene los veintiuno años recién cumplidos. ¡La mala

junta; no sé! Pero mi Damiancito una noche se fue con sus amigos e intentó robar un

coche con otros chicos.

–¡Eso es grave! –se escandalizó Paula.

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–Sí, pero le juro que Damiancito nunca robó ni tuvo líos con la policía. Pero la

mala junta... –otra vez su mirada perdida.

–Sí, los chicos son así –dijo comprensiva Paula.

–Le vengo a pedir a Don Basilio que me lo saque de la cárcel.

Clara miró con tristeza a la mujer. La fe se cuelga siempre de la esperanza aún

en las cosas más imposibles, pensó.

–Bueno, bueno, vaya tranquila –se oyó la voz de un hombre y de repente

apareció por la cortina de colores un hombre grandulón, fornido de edad indescifrable

pero más cerca de los sesenta que de los cuarenta, acompañando a una mujer vestida de

negro. –Tu Ignacio estará bien desde ahora descansando en paz.

A Clara le dio un escalofrío aquellas palabras. El hombre tenía el pelo peinado

hacia atrás a la gomina, era moreno y tenía la cara picada por viruela. Unos ojos grandes

negros detrás de bolsas oscuras que le daban un aspecto de trasnochado. Traía una gran

túnica gris con dibujos en negro, que a Clara le parecieron egipcios. Esos ojos se

clavaron en Clara cuando salió, como fascinado. La mujer de negro se despidió y el

hombre de bastón se incorporó pesadamente y se acercó a la puertita, mientras Don

Basilio no dejó de mirar a Clara. Cuando el anciano entró a la habitación, recién se cortó

el magnetismo y el manosanta entró detrás.

–Este hombre viene a que le curen las piernas –anunció la mujer del pañuelo.

–Será –respondió Paula.

–¡Sí! –insistió la pobre dama. –¡Don Basilio sabe mucho! Hoy poco gente por la

hora, pero hay veces esto se llena y no podemos estar todos sentados. Especialmente los

sábados.

Otra vez se quedaron callados. Por fin salió el anciano. Don Basilio no salió,

pero Clara sintió aquella mirada detrás de la cortina plástica.

El siguiente en entrar fue el chico. Lo hizo con seguridad y traía un pequeño

paquete envuelto.

–¿Trajiste todo? –dijo el manosanta.

–Ajá –respondió el muchacho, con marcada apariencia de hombre del interior.

Estuvieron allí encerrados más de veinte minutos. Por fin el chico salió con una

gran sonrisa que Clara pensó que tenía que ver con las promesas del santurrón.

–Que pase el que sigue –dijo esa voz gruesa desde detrás de la cortina.

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–Me toca a mí –dijo triunfante la mujer que hablaba con Paula. Se levantó casi

corriendo y se metió a toda prisa en el cuarto del curandero. La otra mujer, la que estaba

con la niña, le sonrió a la hermana de Clara.

–Es un hombre santo –dijo.

–¿Usted por qué viene? –preguntó Paula, desprovista de toda vergüenza y

discreción. Clara le molestó mucho eso.

–Mi hija está maldita –dijo la mujer con total seriedad.

–¿Cómo así?

–Sí. Tiene el diablo en el cuerpo. Hace cosas malditas. –La niña que estaba

sentada a su lado se apretó al cuerpo de la madre avergonzada. Clara odió a aquella

mujer por un instante.

Clara observó a la mujer que parloteaba con su hermana y a la niña y no pudo

evitar una mirada de tristeza. Quiso sonreírle, pero en ese instante la mujer que había

estado hablando con Paula de su hijo detenido salió con una sonrisa de oreja a oreja.

–¡Ya está! –dijo como si eso fuera la mejor noticia del mundo.

Clara pensó qué podría hacer ese hombre extraño por el chico que no pudiera

hacer el Código Penal.

–¿Le fue bien? –preguntó Paula.

–Sí, muy bien –dijo contenta. –Y a ustedes también les va a ir bien. ¡Suerte!

–Gracias –respondió Paula sonriendo.

Luego la mujer miró a Clara a los ojos con mirada de alguien que conoce la vida

y le dijo:

–Tenés que tener fe, querida. Don Basilio no te defraudará –y salió a pasos

cortitos y rápidos hacia la calle.

Por fin pasó la mujer con la hija endemoniada. Las dos hermanas se quedaron a

solas en silencio. No tardaron en oír los gritos del curandero. Poco después la puerta se

abrió nuevamente y el hombre sacó a empujones a la mujer.

–¡La que está con el diablo en el cuerpo es usted! –dijo Don Basilio.

–¡Le juro que la chica tiene maldad! –gritó la mujer mientras salía a pasos

apurados.

–¡Esa nena está más sana que usted y yo juntos! ¡Usted está loca! –vociferó el

manosanta y la mujer se fue murmurando blasfemias por lo bajo, mientras casi

arrastraba a su hija para salir del lugar.

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No quedaron más que las hermanas y el hombre. Don Basilio miró directamente

a Clara.

–¡No sé si podré ayudarte! –le dijo en aire grave.

–No, no soy yo la que viene a verlo; es mi hermana –respondió Clara.

–¡Pero la persona del problema sos vos; no tu hermana! –dijo clavando sus ojos

en la hermana mayor y Clara no supo que decir.

–Vine a que me tire las cartas –interrumpió Paula, pero Don Basilio seguía con

los ojos clavados en Clara.

–Pasen, por favor –dijo.

Las dos mujeres entraron al cuarto, y detrás entró el curandero. La habitación era

pequeña. Estaba llena de frascos de cristal, donde se apreciaban hierbas y algunas cajas

que no era difícil pensar que había también elementos para conjuros o pociones

mágicas. Había un techo bajo de chapa, a pocos centímetros de la cabeza del hombre. El

piso era rústico de cemento y la pared estaba desprovista de pintura. No había ninguna

imagen de las conocidas y eso sí, había una pequeña estatuilla sin rostro, cubierta desde

la cintura por una especie de paja o junco que la cubría casi toda la pierna; t raía en su

mano un cuchillo y en la otra un martillo. Abajo, en la base ponía Ogum tallado en

madera. El hombre se sentó en su banco y Clara pudo ver de más cerca la túnica y se

dio cuenta que las imágenes egipcias nada tenían que ver con esas oscuras que traía el

hombre, aunque le habían parecido al comienzo. Más bien, tenían rostros de los tallados

en la África negra, o quizá los vio en algún documental sobre los ritos de vudú en Haití.

Las dos mujeres se sentaron en dos sillas de madera. Entre el hombre y las hermanas

había una mesa pequeña con un mazo extraordinario de cartas de tarot, un pañuelo rojo

y una pequeña cruz de tronco sin Cristo. El curandero se sentó con las piernas abiertas y

puso sus manos sobre ellas con las palmas hacia arriba, cerró los ojos y comenzó a decir

cosas incomprensibles.

–O orixá, amado pelos Yoruba –clamó; –grande Orum, inventor das ferramentas

que exitem, ajuda a este Pai abrir caminhos para chegar à Verdade.2

Don Basilio abrió sus ojos y miró fijo a Clara.

–Aquí está la verdad –le dijo. La mujer que se fue recién creyó que su hija tiene

el diablo en el cuerpo. ¡Pobre criatura! ¡Quería que la exorcisara! El otro hombre vino

para que lo cure de los males de sus piernas y la mujer de antes para que libere a su hijo

2 ¡Oh, orixá (dios sacerdote), amado por los Yoruba: grande Orum, inventor de las herramientas que

existen, ayuda a este Pai (sacerdote) a abrir caminos para llegar a la Verdad.

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de la cárcel, sin darse cuenta que la verdadera libertad está en nosotros mismos. Todos,

en definitiva, creen. Y esa fe es la que salvará sus almas torturadas. –Luego señaló a

Clara con el dedo índice. –¡Debes creer! –le dijo.

Miró a Paula.

–Mezcla las cartas y corta con tu mano izquierda –dijo.

Paula estuvo por hacerlo y el manosanta la interrumpió.

–No cruces ni las piernas, ni los brazos ni los dedos. Antes de cortar haz tu

pregunta en tu mente y las cartas te responderán.

Paula quedó pensativa y cortó las cartas. El hombre comenzó juntó los dos

montículos, poniendo el que estaba encima por debajo.

–La respuesta es no –dijo y Paula sonrió.

Clara miró incrédula y levantó una ceja.

–¿No qué? –preguntó.

–No a la pregunta que ella hizo –el hombre miró con enfado a Clara.

–¡Eso es muy general! No creo que usted diga la verdad –dijo la hermana mayor.

–¡Clara! –gritó Paula enojada.

–¡Clara! –repitió el hombre. –La mujer que viene de la luz no podría tener otro

nombre. Luego sonrió y miró a Paula. –Puedes ir tranquila. Las cosas están bien entre

ustedes. A veces es necesario dejar respirar. Él está pasando por un mal momento, pero

todo pasará. Sólo debés esperar.

El manosanta miró a Clara desafiante. La mujer sintió una extraña sensación.

–¿Alguna otra pregunta?

–Una más –dijo la mujer. El hombre dio otra vez el mazo para que Paula

mezclara. Cerró los ojos para pensar su pregunta y luego cortó con su mano izquierda.

–Es una respuesta muy compleja –dijo Don Basilio. –Tu hermana debe

intentarlo sola, aunque el mal ya está hecho.

Clara miró sorprendida a su hermana.

–Le pregunté por vos –dijo Paula abriendo bien los ojos. Clara no supo qué

decir.

El hombre observó con afecto a Clara.

–Tal vez sea hora que te dejes ayudar –dijo. –Aunque vos misma debés hacerlo.

Yo no puedo hacer nada por vos.

A Clara le vinieron un cúmulo de recuerdos. Las sensaciones desagradables de

semanas atrás se repitieron en su cabeza en pocos segundos. Se sintió otra vez abatida.

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–¿Qué me pasa? –dijo con lágrimas en los ojos.

El hombre tomó las manos de Clara entre las suyas.

–Te espero el viernes a las doce de la noche.

Don Basilio se incorporó y dio por cerrada la sesión. Ambas mujeres se

incorporaron y nos les quedó más que despedirse.

–Y no te preocupes –le dijo a Paula. –Todo está bien. Hazle caso a esta mujer.

En lo que ella dice siempre está la verdad.

Paula miró a su hermana.

–¿Cuánto le debemos? –preguntó antes de marcharse Paula.

–Nada –respondió el hombre y sonrió.

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Capítulo VII: La Verdad.

onvencer a Ricardo de que le permitiera ir a un curandero fue una

tarea más que difícil. Ni la intervención de Paula, ni la de Carmen, y

mucho menos la de Beatriz pusieron en la cabeza del esposo de Clara

la idea de permitir dejarla ir.

–Como si debieras pedirle permiso –le había dicho Beatriz, pero Clara no quería

tener una fuerte discusión con su marido. La justa intervención de Sebastián, a pedido

de Paula hizo que Clara fuera sin tener que soportar las palabras hirientes de Ricardo.

–No le digas nada –le había dicho Sebastián. –Las mujeres necesitan a veces

estas cosas.

Ricardo se rascó la barbilla y miró grave al otro hombre. Visitar un curandero y

en medianoche no estaba dentro de su lógica.

–Mal no le va hacer –concluyó Sebastián y con eso se dio por cerrado el hecho

tema. Aunque Clara no pudo evitar un regaño entredientes de su esposo. Le dio un beso

y con los niños ya dormidos salió con su furgo rumbo al curandero, esta vez con Beatriz

como acompañante.

La zona era humilde y oscura. Clara tuvo que sortear varias calles de tierra y

finalmente llegó a la casa de Don Basilio. Identificó inmediatamente la humilde casa

con el patio con sillas, pero esta vez el patio no tenía luz y las sillas estaban vacías.

Apenas una luz mortecina de la calle, un farol colgante, que se movía de un lado al otro

por el viento iluminaba fantasmagóricamente la pequeña vivienda del curandero.

Aparcó su camioneta en medio del barro y cuando bajaron las mujeres, un perro

vagabundo, flaco, ladró incesantemente con todas sus débiles fuerzas, pero sin

acercárseles.

Clara buscó en la puerta de alambres algún timbre o campanilla sin resultados.

Sólo había un candado oxidado evitando con liviandad que alguien traspase esa puerta,

como si ella fuera digna de interés de alguien. Fue a golpear sus manos para llamar la

atención del único habitante de la casa, pero no llegó a hacerlo, Don Basilio abrió la

puertita del patio y se encaminó hacia fuera donde estaban las amigas.

–Mi timbre es Fausto –dijo el hombre con gesto adusto y señaló a su perro con

el mentón. Abrió un candado para que las mujeres pasen.

C

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Don Basilio le arrojó un hueso y el perro dejó de ladrar.

El manosanta cerró otra vez el candado y Clara sintió temor de aquel hombre. Al

llegar a la pequeña puerta del patio, Don Basilio miró con severidad a Beatriz.

–Usted no puede entrar –le dijo.

Beatriz miró a Clara suplicante, luego otra vez al hombre.

–¿Me tengo que quedar aquí?

–Sí –respondió el curandero con firmeza, mientras metía una mano por la puerta

y encendía la tenue lámpara. La amiga de Clara hizo un gesto de resignación y se sentó

en una de las sillas vacías. Pensó que la noche sería larga y que lo mejor era estar dentro

de la furgo, pero ese hombre la imponía y no se animó a decir nada. Ni a alejarse

demasiado de su amiga.

Clara entró tras la cortina de colores, detrás el hombre y luego éste cerró la

puerta. La luz del interior no era mejor que la del patio y a Clara le costó adecuar sus

ojos a la oscuridad. Se sentó en una de las sillas y Don Basilio lo hizo frente suyo; en el

medio, el enorme mazo de cartas de tarot. La miró fija y repentinamente puso los ojos

en blancos, abrió las piernas y comenzó a meditar desde su voz grave y áspera en su

léxico, mezclas de acentos portugués-brasileño, castellano y africano.

–O orixá Orgum, que tem nome da guerra, Você que nunca se cansa de lutar,

chamo-te por tua ajuda. Da pra mim nesta situação extremadamente difícil forzas para

que o orixá Babalú-Ayé, rei dono da terra, Filho do Señor, que rege as pestes, possa

curar as doenças perigosas feitas pelos malfeitores e insolentes. Cura através da morte e

do renascimento. Que o orixá mais grande não fique bravo comigo por eu falar com a

sua filha. Cuida a sua alma e não esqueças da minha. 3

Clara sintió temor en aquellas palabras pronunciadas con fuerzas. El manosanta

abrió sus grandes ojos y se fijaron en ella.

–El motivo porque te cité un viernes a la medianoche –dijo solemne el hombre,

mientras miraba de vez en cuando por encima del hombro de Clara –es porque eres,

querida hermana, hija del gran Babalú-Ayé.

Clara arqueó las cejas sin comprender.

–No entiendo lo que me dice –dijo. –Ni sé qué es eso que mencionó.

3 ¡Oh, orixá Orgum, que tienes nombre de guerra! Tú, que nunca te cansas de luchar, te llamo por tu

ayuda. Dame en esta situación extremadamente difícil, fuerzas para que el orixá Ovaluaye, rey dueño de

la tierra que rige las pestes, pueda curar las dolencias peligrosas hechas por los malhechores e insolentes.

Cura a través de la muerte y del renacimiento. Que el o ixá más grande no se enoje conmigo porque yo

hable con su hija. Cuida de su alma y no te olv ides de la mía.

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El hombre miró por encima del hombre de Clara otra vez y sonrió.

–Participaste de la gran fiesta del gran orixá –respondió Don Basilio con certeza.

–¡Qué dice! ¡Jamás estuve allí!

–Vos no, pero tu alma sí –sonrió otra vez aquel hombre.

Clara permaneció en silencio observándolo estudiosa; él miró otra vez sobre el

hombro de ella.

–Vos no has estado, pero, sin embargo, el gran Babalú-Ayé –dijo, –orixá de la

Guerra y de la Muerte te salvaguarda. Tenés su protección.

Clara contuvo la respiración.

–Babalú-Ayé es un orixá muy poderoso, más que el orixá Orgum, que me rige.

Yo no puedo curar tus males, hermana, sólo puedo darte las respuestas que estás

buscando. Pero la cura y la verdad las encontrarás vos misma.

Clara se quedó pensando; pensó en sus sueños en las imágenes, en los rasgos

hechos en la carta, en las palabras del pai.

–¿Qué clase de protección tengo?

–Babalú-Ayé te ha designado un ángel protector. Un ente. Ese ente te sigue a

todas partes, te cuida de todos los males. Está aquí con vos.

–Hmmm.... –dijo Clara con desconfianza. –Si eso fuera cierto, yo no estaría aquí

pidiendo su ayuda.

El pai sonrió otra vez.

–Querida hermana –dijo el Pai –mezcla las cartas sin tener dedos, brazos o

piernas cruzadas y corta con tu mano izquierda. Piensa una pregunta que quieras

responderte.

Clara así lo hizo. Pensó en los sueños. El hombre comenzó a sacar las cartas una

a una.

–Veo uno... dos... tres... hijos.

Clara largó una carcajada. Estuvo a punto de levantarse e ir junto a la pobre

Beatriz, que estaba sola en el patio. Estaba ya convencida que todo era un engaño y se

sentía arrepentida de estar allí.

–¡Ese error no se lo puedo dejar pasar! –dijo con sorna. –Tengo sólo dos hijos.

El hombre se sintió contrariado, revisó las cartas que sacó y dijo:

–Uno, dos, tres hijos. Las cartas dicen tres hijos. No hay error. –Siguió sacando

cartas hasta llegar al número de siete. –Uno está sufriendo. Te pide que le ayudes. Esa

es la respuesta a tu pregunta.

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Clara hizo una sonrisa de incredulidad.

–Está equivocado. Yo sé los hijos que tengo. Y no entiendo esa respuesta tan

ambigua.

–No hay error –repitió el curandero. Juntó las cartas y se las entregó nuevamente

a Clara. –Piensa otra pregunta.

La mujer preguntó por Mariana y Adrián, mezclo y cortó. Don Basilio volvió a

sacar las cartas hasta siete otra vez.

–Se repiten cartas de hijo dos y de hijo tres. Están tristes ahora, pero estarán

bien. No hay problemas con ellos. Otra pregunta.

Ricardo.

–Hay una mujer, hay dos mujeres. A una la quiere más que a la otra. La primera

es la que ama, pero no es la única. –Clara ensombreció su rostro. Pero el manosanta

puso un rostro mucho más infausto que la propia Clara. Llevaba sacadas seis cartas. –Lo

que me preguntas es el motivo que enoja tu ente protector.

A la séptima carta el manosanta se quedó en silencio un largo instante. Su rostro

se puso lúgubre.

–Es el ángel de la muerte –dijo.

–¡No creo lo que me dice!

–Yo no lo digo, hermana. Lo dicen las cartas.

A Clara le dio ganas de insultar a ese hombre. Quiso salir corriendo. Ese hombre

se le estaba metiendo en sus entrañas, revolviendo en su dolor y creándole otros nuevos.

El pai le entregó otra vez el mazo.

–Otra pregunta –dijo.

Clara puso las cartas en sus manos.

–¡Para qué! –dijo amargamente. –Usted sólo me dice cosas que no son verdades.

El hombre no dije nada; sólo miró a la atormentada mujer y esperó.

Clara pensó en su madrina Ercília. Mezcló y cortó nuevamente.

–Veo una mujer –dijo a la primera carta. –Es una mujer santa. Te quiere, te

protege.

–¡Otra mentira más! –contestó ya exasperada la mujer. –¡Mi madrina murió hace

muchos años!

–¡Lo sé! –respondió el curandero y clavó otra vez su mirada por el hombro de

Clara. –Tiene el pelo blanco y está aquí con vos.

Clara sintió un estremecimiento en su cuerpo.

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–¡Usted es un embaucador! –gritó y se paró de un salto.

–Es tu ente protector. Es el ente que te han asignado para cuidarte. Tiene el pelo

blanco, no más de cuarenta y tres o cuarenta y cinco años. Así era cuando dejó el mundo

de los mortales. No debes temerle. Ella te quiere y te protegerá siempre.

Clara no supo si irse o sentarse nuevamente. Se quedó congelada mirando al

hombre de las cartas.

–Te hizo un regalo –dijo a la séptima carta. –Ese regalo no es material. Es un

don.

–¿Un don? –dijo confusa.

–Sí. El don se manifestará en el momento oportuno. –Miró fijo a la mujer. –Es el

don de la Verdad.

–No hace mucho que cumpliste los treinta años, ¿verdad?

–Hace poco tiempo.

Don Basilio asintió con la cabeza.

Clara no respondió. El pai también se incorporó y dijo desde su voz grave.

–No tenés más preguntas.

El hombre se puso de pie e invitó a Clara a levantarse, la acompañó a la puerta

que lo siguió autómata, como un zombi, y el fresco de la noche la despertó del ensueño.

–Por fin, Clari! –dijo Beatriz. –¡Me estaba congelando aquí! ¡Ni las llaves de la

furgo me dejaste!

El hombre acompañó a las mujeres a la puerta de alambre. Saludó con la cabeza

a Beatriz e hizo una reverencia a Clara. O el ente, Clara no supo. El perro flaco ladró

otra vez.

–Ah, me olvidaba –volvió sobre sus pasos Clara. –¿Qué le debo?

–Nada –dijo el hombre y luego de poner otra vez el candado, volvió con pasos

pesadamente sobre sus pasos y se encerró en su casa. El perro seguía ladrando.

Poco después, las dos mujeres estaban regresando a la casa. Clara permaneció en

silencio. Sin decirle nada le entregó las llaves de la camioneta para que condujera su

amiga. Beatriz intentó algunas preguntas, pero Clara no respondió o simplemente dijo

que tenía mucha confusión y que necesitaba pensar.

–Hablamos mañana –dijo.

Así fueron hasta la casa de Beatriz. Luego Clara tomó el volante y regresó a la

suya. Estaba todo oscuro y se acostó en silencio. Ricardo estaba despierto y primero le

puso rostro adusto por la hora, pero al verla tan fría adoptó un aire de interés.

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–¿Cómo te fue?

–No quiero hablar de eso –dijo y se dio vuelta para dormir de espaldas a su

esposo.

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Capítulo VIII: La mentira

os días transcurrieron diferentes para Clara. Estuvo tratando de armar

un rompecabezas, que sin duda, le falta una pieza fundamental.

Desde que vio al curandero, se sintió mucho más tranquila y no

volvió a tener esos sueños. Se la veía alegre, aunque ensimismada, y la relación con

Ricardo estuvo en observación. No le pidió ni una sola vez hacer el amor, y Ricardo al

comienzo se mostró lejano y desinteresado, pero al ver la frialdad de Clara parec ió

acercársele preocupado. Clara no le contó lo que Don Basilio le dijo sobre él. Tampoco

estaba muy segura que eso fuera real. Ricardo trabajaba mucho y eso le constaba por

cada vez que le llamaba al trabajo. Lo cierto es que la relación estaba lejos de parecerse

a una relación perfecta.

–El fin de semana me voy a Santiago de Chile –le dijo un miércoles mostrando

mal humor.

Clara le miró y recordó la promesa de ir alguna vez juntos. No sabía si tenía

ganas de compartir en esos momentos un par de días con Ricardo, lejos de sus hijos.

–Podría ir con vos –dijo a pesar de todo.

Ricardo se quedó mirándola sin comprender.

–Siempre quise conocer Chile. ¿Es una ciudad muy linda?

–¡Como todas! ¡Como Buenos Aires! Pero con montañas de fondo. Eso s í,

mucho más limpia. Pero palabra más, palabra menos, como todas.

–Lo importante no es Santiago, sino estar con vos –agregó Clara observándole

fijo, como una frase autómata.

Ricardo miró profundamente a su mujer. Le veía un raro brillo en los ojos.

–¿Pasa algo? –preguntó.

–Nada. ¿Tiene que pasar algo? –miró a su esposo a los ojos. Notó que comenzó

a perturbarse.

–¡No sé que querés decir! –dijo exasperado.

–¿Por qué te ponés así? Sólo dije que sería lindo que vayamos juntos. Vos me

prometiste ir juntos alguna vez a algún lado.

–Me pongo así porque hace días que te noto rara. No sé qué te pasa. Me parece

que el santurrón ese te llenó la cabeza de ideas estúpidas. Desde esa noche no volviste a

ser la misma.

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Clara permaneció callada un instante, sorprendida por las palabras de su esposo.

–¿Hay algún problema de que vaya con vos? –dijo.

–No, ninguno –dijo Ricardo. –Pero, ¿a qué? Yo estaré todo el día en reuniones.

A lo mejor por las noches también. Me voy a tratar de conseguir contra tos para la

empresa; no me voy a divertirme.

–Ya lo sé.

–Además, no voy a Piriápolis, como te dije la otra vez. O a Río de Janeiro. Allí

podés mirar algo. Esta es sólo una ciudad.

–¿Entonces no me querés llevar? –dijo Clara caprichosamente.

Ricardo bufó, insultó entre dientes, miró a su mujer con severidad y dijo:

–¿Querés ir? Bueno, no hay problemas; ¡vamos! ¡Después no te quejes que te

aburriste!

Ricardo se levantó y se fue a su escritorio en la casa. Luego hasta la noche

estuvo de mal humor. Clara se dedicó solamente a observarlo.

¿Sería verdad después de todo lo que Don Basilio dijo? ¿O de verdad era un

viaje aburrido y sin sentido?

La relación que tuvo con su madre, fue mucho más fuerte y condescendiente. Le

comentó todo lo vivido aquella noche y a la vez le preguntó muchas cosas sobre Don

Basilio y Carmen le contó todas las hazañas del viejo manosanta.

–No es una pai blanco –le dijo una vez.

–¿Eso que significa?

–Hace magia negra. ¡Vudú!

–¿Esos muñequitos que te pinchan y vos gritás de dolor? –preguntó divertida.

Carmen la miró con seriedad.

–De esas cosas uno no debe reírse. Son imágenes que se hacen en ritos y no te

provocan dolor cuando te pinchan.

–¿No?

–No. Te quiebran el alma –concluyó Carmen. Clara ya no reía.

Con Paula también la relación se hizo más fluida. Paula la invitó varias veces a

tomar el té y se llamaba a diario por teléfono. No le contó sobre el posible engaño de

Ricardo, y obvió algunas cosas, tampoco de la situación con el manosanta. Hablaban

más bien de lo que a Paula le gustaba hablar: de la casa, de la moda y de cosas más

triviales.

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Con Beatriz, sin embargo, depositó todo, cada gota de sudor que había dejado en

el cuarto del pai, contándole hasta el más mínimo detalle.

–Los curanderos dicen muchas pavadas, Clari –le dijo cuando le habló de

Ricardo. –Pueden saber sobre algunas cosas, pero le agregan otras. Además, Clari... ¡Yo

vi como te miraba el viejo ese! ¿Y por qué no quiso que yo entrara, eh? El viejo que ría

tener algo con vos.

–No me insinuó nada –dijo la amiga de Beatriz.

–¡Porque no le diste ocasión!

Clara no creyó en la teoría de su amiga, pero tampoco estaba en condiciones de

afirmar que las palabras de Don Basilio fueran la verdad absoluta.

Las sesiones de la psicóloga continuaron con una frecuencia de una vez cada dos

semanas y no sintió Clara que le hiciera efectos ni positivos ni negativos. Al Doctor

Rodríguez no volvió a verlo.

Con Ercília también tuvo una relación particular. Leyó una y otra vez los palotes

de letras de la breve cartita que su madrina dejó. Pensó mucho en ella y hasta hablaba en

mente con su protectora, según Don Basilio. No creía firmemente que su madrina la

acompañara a cada rincón de la vida, pero instintivamente se sentía protegida de todas

maneras. Tampoco le daba temor ver esa foto, ni ya no recordaba con tristeza los

zapatitos de la niña de sus sueños ni la flor blanca. Se conformaba con pensar que era

sólo un sueño.

La relación con sus hijos mejoró mucho también. Jugaba, les contaba historias,

se divertían juntos y no volvió a notar un rastro de temor en sus miradas.

El fin de semana finalmente, Clara no viajó a Santiago con su esposo.

Simplemente no quiso. No hablaron más del tema durante los días subsiguientes y el

viernes a la tarde la llamó por teléfono para decirle que ya tenía los billetes de avión

reservados.

–No voy a ir, Ricardo –dijo Clara.

–¡Cómo que no vas a ir! Ya tengo todo previsto, pasajes, avión, ¡hasta averigüé

para una visita guiada a la Fundación Pablo Neruda!

–No voy a ir –dijo terminante la mujer. Ricardo cortó sin despedirse, pero más

tarde llamó para pedir que le hiciera la maleta. Puso las cosas habituales, más un

pequeño cuadro de los niños para que pensara bien lo que iba a hacer.

Cuando Ricardo se fue, Clara llamó a Beatriz para que venga a su casa.

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–¡Ay, Clari! –se quejó su amiga. –¡Por qué no me avisaste antes! Viene dos

días… ¡ya sabes!

–No hay problemas –dijo Clara. –Me parece bien que te des una oportunidad

con… –Clara olvidó el nombre del nuevo novio de Bea –¡ya sabes!

–Puedo decirle que se vaya y...

–¡De eso nada! –respondió rápido Clara. –Puedo pasármela muy bien con los

chicos. También voy a llamar a mi hermana.

–¿Segura?

–Sí, tranquila –dijo y luego de despedirse cortó.

El llamado casi instantáneo en el teléfono le hizo suponer que su amiga se había

olvidado de comentarle algo.

–¡Clarita! ¿Cómo estás, querida? –La voz de su madre la sorprendió. –Había

pensado que podías venirte con los chicos a quedarte el fin de semana en casa, ya que

no vas a Chile.

Clara se quedó pensando.

–No, no creo.

–¡Dale! ¡Los chicos seguros que quieren!

La mujer meditó el asunto y luego de preguntarle a sus hijos de si irían a pasar la

noche a su abuela, gritaron que sí casi con desesperación.

–Bueno, parece que ellos irán. Yo la verdad tengo ganas de quedarme en casa,

mamá.

–¡Cómo quedarte en tu casa!

–No te enojes, pero quiero estar sola. Leer, dibujar, no sé. Creo que voy a llamar

a Paula.

–¡Prometeme que lo vas a hacer!

–Prometido –dijo y sonrió.

Llevó a los niños a casa de su madre y respiró con satisfacción al saber que

tendría un pedacito de día para ella. Al llegar a su casa de nuevo, se descalzó, puso un

poco de música alta y cogió un libro al azar de su biblioteca. Luego lo cambió por los

lápices y unos papeles y se sentó a dibujar.

El timbre del teléfono sonó otra vez.

–¡Uff! –se quejó.

–Hola, Clara –sonó la voz de Paula en el aparato.

–Hola, hermana.

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–¿Qué pasa?

–¿Cómo qué pasa?

–Me dijo mamá que te llamara no sé para qué. Que querías verme o así.

Clara suspiró.

–¡Mamá es así! No quiere que me quede sola.

–¿Sola?

–Ricardo se fue y los chicos están con ella.

–¡Ay, Clara! Y yo me estoy por ir con Seba un fin de semana a las Cataratas. Es

como una especie de luna de miel, me dijo.

–¡Pero qué bueno!

–¡Sí! –dijo Paula alegre. –Al final el curandero ese tenía razón.

Luego de meditar un instante, Paula preguntó:

–¿No te importa que vaya?

–¡No! ¡Claro que no! ¡Me hace ilusión que vayas!

Las hermanas se despidieron y Claro se quedó otra vez con la sonrisa en sus

labios, pensando en su hermana.

Clara cogió los lápices con fuerza y esta vez no salió su imaginación, siluetas

extrañas ni imágenes supraterrenales. A Clara le encantaba dibujar paisajes en lápiz, los

cuales sombreaba brevemente con dos o tres colores. Pintó una casa de campo, con

muchas flores, un sol inmenso y un poco de humo saliendo de la chimenea.

–Un dibujo de niños –se burló de sí misma.

La noche comenzó a avanzar y Clara sintió hambre. Se hizo un bocadillo con un

par de cosas que había en su heladera y, luego de llamar a sus hijos a su madre para

darle el beso de las buenas noches, sintió el cansancio del día y se recostó.

Estaba durmiendo, profundamente, sin sueños ni imágenes cuando escuchó

perfectamente:

–¿Mamá?

Clara dio un salto. Miró la oscuridad del cuarto y encendió la luz de su velador.

Un olor suave a azufre todo lo invadía.

–¿Otra vez? –dijo en voz alta. La habitación estaba vacía y ni rastros de nadie.

Sacando fuerzas de donde no tenía, se levantó y comenzó a caminar por la habitación.

Encendió la luz principal y salió al comedor.

–¿Mamá?

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Esta vez no tuvo ninguna duda. Estaba despierta y con todos sus sentidos

puestos. Un escalofría le pasó por el cuerpo. Comenzó a sentir la fuerza de lo

desconocido en su mente.

–¿Hay alguien allí? –preguntó. Nadie respondió.

Encendió todas las luces de su casa y se confirmó que estaba absolutamente sola.

–Aquí, Mamá –dijo la voz de una mujercita.

El terror se apoderó de ella. Casi no podía pensar. La voz venía del lado del

escritorio de Ricardo. Clara no supo qué hacer. Agudizó el oído hasta escuchar su

propia respiración. El olor a azufre era mucho más fuerte.

Silencio.

Caminó a pasos muy pequeños. La voz no volvió a oírse. Siguió caminando y se

acercó hasta el lugar que estaba el escritorio de su esposo. La habitación, con umbral sin

puerta, era una extensión de la sala de la casa, y allí había un firme mueble de roble con

el ordenador y las cosas normales de un oficinista. A Ricardo le gustaba quedarse de vez

en cuando en ese rincón de la casa, mirando por Internet o bien haciendo a lgo de su

trabajo atrasado. No había ventanas ni otras puertas que dieran a otra parte de la casa. Y

de allí pareció salir la voz. Desde el umbral de la pequeña apertura del cuarto miró cada

rincón, y no había absolutamente nada que le llamara la atención. El ordenador estaba

apagado con su funda contra el polvo, las cajas de CDs en su lugar y una hoja de papel

en el centro del escritorio, seguramente algo de Ricardo, pensó. Definitivamente, nada

que le llamara la atención.

–Clara, estás obsesionada –se dijo.

Dio vuelta sobre sus pasos y cuando se disponía a seguir con sus dibujos, sintió

como una hoja de papel que se arruga.

–Aquí, mamá.

Clara se dio vuelta como resorte y sintió un estremecimiento hasta los huesos.

No había nada sobre el mueble, salvo la hoja de papel. Con temor, a punto de

desfallecer, se acercó a la mesa y vio el único sobre de papel que estaba sobre la mesa.

Nada había cambiado desde su visión anterior. La hoja estaba boca abajo y lo dio

vuelta. Era la misma receta de la clínica, que vio semanas atrás dentro del sobre de

papel madera que estaba en las cajas de fotos. Al norte del papel, el logo de la

institución de salud en el medio, Clínica Stylus Medical, con la desprolija caligrafía, el

nombre del medicamento y algo así como “Prostaglandina” y otros nombres que el

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primo de Ricardo dijo que era hierro; abajo, la firma del profesional y el sello que se

leía perfectamente Dr. Ezequiel Roberts y un número de matrícula.

¡Y ese olor a azufre que no se iba!

Echó el último vistazo y no notó nada de importancia; cuando se disponía

regresar a la sala, por el rabillo del ojo le pareció ver alguien de baja estatura, de pelo

castaño claro y tez blanca, con ropa blanquecina señalando sobre la mesa. Giró la

cabeza como si tuviera un resorte y no encontró absolutamente nada.

Con el terror instaurado en sus fibras dio un salto para atrás. Pensó en correr del

pequeño cuarto hacia la sala, o hacia la calle.

–¡Me estoy volviendo loca! –dijo. Estaba a punto ya de huir del lugar cuando

miró por última vez el papel y lo que vio la llenó de pavor, de espanto. Una silueta gris,

como producida por la humedad, o como una gran mancha de aceite, igual al de la

fotografía, igual a esos trazos informales en la carta de su madrina, estaba reflejada en el

medio de la receta, con sus brazos lánguidos extendidos hacia los costados, como

abrazando seres ausentes, como sufriendo una crucifixión.

Tomó la hoja y salió corriendo a la calle. Corrió hasta que sus pulmones no

resistieron más, luego caminó sin detenerse, con la hoja apretada en su puño. Anduvo

así un rato y notó con regocijo que sus pies la llevaron a casa de su madre. Era tarde y

algunos gatos fueron testigos cuando comenzó a golpear desesperadamente y clamar

para que le abra. Estaba descalza aún y su cuerpo estaba congelándose por el frío, a

pesar de que sentía un sudor en su frente por el esfuerzo. Luces en el vecindario se

encendieron y un crujir de una puerta interna, le dieron la noticia de que su madre

también la había escuchado.

–¡Clarita! –dijo impresionada al ver a su hija. –¡Clarita! ¡Cómo estás! ¿Qué

pasó?

–¡Mamá, la vi! ¡La vi!

La mujer la abrazó con apesadumbrada, la hizo entrar a la casa y le trajo una

manta para taparle el cuerpo, ya amoratada por el frío. También preparó agua caliente

para que ponga sus pies, que sangraban levemente. Clara tenía todavía algo blanco en la

mano, apretujado casi hasta clavarse las uñas en el interior de su palma. Los niños se

despertaron y estaban en pijama viendo la escena. Carmen los volvió a la cama y los

recostó nuevamente, tranquilizándolos que no era nada grave. Aun así, las sombras de la

locura de su madre caminaron otra vez por sus cabezas.

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–¿Qué pasó, hijita? –le preguntó una vez que le puso los pies en agua caliente y

le preparó un té de hierbas.

Clara comenzó a llorar como una niña aferrada a su madre.

–Bueno.... bueno... ¡Hijita querida! ¡Ya pasó!

Cuando Clara se recompuso un poco, arregló un poco el papel arrugado que traía

en su mano.

–Mirá, mamá. –Extendió el papel a su madre. Carmen sacó sus gafas de un

bolsillo y se las colocó.

–¿Qué es esto? –Agudizó la vista. –¿Una receta manchada?

–Fijate bien la mancha.

Carmen la observó y notó que la silueta era la misma de la foto. Se la devolvió a

Clara con gesto recogido.

–¡Válgame Dios! –dijo para sí.

–¿Estoy loca, mamá?

Carmen hizo un gesto con la cabeza.

–¡No, no estás loca! Espera...

La madre de Clara se incorporó y fue hasta un armario de la pared. Retiró algo;

parecía una foto nueva. Clara la observaba atentamente.

–¿Qué es? –dijo.

Carmen le entregó la foto que hizo Beatriz días antes. Se notaba que era una

copia reciente; aun así tenía la mancha entre sus dos hijos, aunque le pareció notar hasta

los rasgos de la misma niña que la había visitado en su casa.

–¡Te juro que el negativo estaba limpio! –dijo nerviosa Clara mirando la

fotografía.

–Lo sé, hijita.

De repente Clara recordó.

–¡Mamá! ¡Dejé todo abierto! ¡Salí corriendo sin más!

–¡Ay, hijita! ¿Cómo hacemos? No podemos dejar a los chicos solitos y ¡para allá

sola no vas!

–Tengo que ir, mamá. Me robarán la casa.

–¿Te quedarías con los chicos y yo voy a cerrarte todo?

Clara se lo pensó, pero respiró profundamente.

–Vale, mamá.

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Carmen llamó un taxi y luego de darle un beso fue a la casa de su hija. Clara,

más tranquila, fue a la habitación de sus hijos, ellos había recuperado el sueño y

dormían plácidamente. Sólo debió tapar a Mariana, que se había sacado la manta con el

pie.

Cuando su Carmen regresó con la buena nueva de que no faltaba nada en su casa

y que dejó todo como debió hacerlo Clara, su hija recién respiró tranquila.

–¡Qué cabeza la mía! –protestó.

–¡De eso nada, hija! ¡Bastante valiente fuiste de soportar todo esto como lo

hiciste hasta ahora!

–¡Mi madrina me protegió! –dijo y se quedó pensativa. –No entiendo que está

pasando, mamá.

–No lo sé, pero algo está pasando. ¡Eso está claro! ¡Lo sé! –dijo con seguridad la

madre de Clara y se persignó.

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Capítulo IX: El ángel de la muerte.

a historia que Clara contó a su madre, fue aceptada por ésta con

todos sus puntos y comas.

–Después de todo sabe lo que hace ese granuja de Don Basilio –

había dicho sus madre. –Tendrás que ir nuevamente.

Clara también le contó detalles de la imagen de la niña vista en su casa.

–¡Y ese olor, mamá! –le había dicho.

–Se decía que los muertos cuando regresan tienen olor a azufre –respondió su

madre. Clara la miró seria y Carmen asintió con su cabeza lo dicho. Ese mismo

penetrante olor lo había podido sentir la propia Carmen sin poder precisar la

procedencia.

A Ricardo prefirió no comentarle nada del asunto. La tomaría por loca. Apenas

le dio respuesta de que pasó el fin de semana en casa de su madre para no estar sola. Él

la había llamado un par de veces y dejó sendos mensajes en el contestador, pero no

intentó probar si su esposa e hijos se encontraba con su madre o en Beatriz. Tampoco se

habló sobre la negativa de Clara de ir a Santiago de Chile a último momento.

En cuanto a Paula, le contó hasta donde Paula tuvo interés. Ella siempre tan

compenetrada en sus propios asuntos, aunque también era justo decir que últimamente

se acercó más a su hermana mayor.

Clara estuvo pensando mucho tiempo lo sucedido hace días en su casa. Los

sueños no eran tan terribles como las duras noches pasadas, pero de todas maneras la

acompañaban en sus noches. Ya no se le presentaban en forma sombras o niñas que la

aclamaban. En sus sueños siempre aparecía Ricardo. Él la abrazaba, la protegía, pero

ella se sentía agobiada. Al despertarse, no tenía miedo, pero sí se sentía contrariada por

ese sentimiento. Se despertaba y lo veía allí durmiendo, abrazándola, y ella intentaba

zafarse sin despertarle. Luego se sentía culpable por ese sentimiento.

–Creo que me dejé influenciar por las palabras ambiguas del curandero –le dijo a

su amiga Beatriz.

–Sí, seguro –dijo Beatriz. –Y eso es muy peligroso. Nuestras vidas no se pueden

regir por las palabras de manosantas. Sería muy triste nuestro destino. Creo que lo que

tenés que hacer es hablarlo con tu marido.

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–¿Hablar de qué? ¿Preguntarle si me engaña?

–O investigarlo.

Clara se rió de buen grado.

–Estaría bien eso de hacer de Sherlock Holmes. No necesito eso.

–¡Cómo que no! –casi gritó Beatriz. –¿Vos sabés lo que hace en la oficina?

–¡Por favor! –se enfadó Clara. –¡No me metas ideas extrañas en la cabeza!

Porque sino Ricardo tendrá razón cuando dice que vos me “calentás la cabeza”.

–¿Eso dice tu marido?

–Sí.

–Entonces tiene cola de paja, se siente culpable. ¡Es típico!

–¡Que no!

–¿Alguna vez fuiste a visitarlo a la oficina de improviso, por ejemplo?

–¡Beatriz! –ya demostró Clara todo su enojo. –Si vas a seguir con esta

conversación, prefiero no hablar más.

–¡Está bien! –se quejó su amiga. –¡Pero no digas que no te advertí!

Beatriz hizo una pausa y miró fijo a su amiga.

–Decime: ¿cómo era la chica esa que viste?

–¡Ya te conté!

–¡No importa! Contame de nuevo.

Clara suspiró.

–Pues, fue muy fácil. Estaba dibujando y luego me fui a dormir. Comí algo

livianito y me dormí. No estaba soñando que recuerde y escuché esa voz. Me desperté.

Pero cuando estuve despierta la volví a oír. Y comencé a sentir ese olor extraño.

–¡Qué raro! –dijo Beatriz fascinada oyendo a su amiga.

–Comencé a buscarla –continuó Clara. –En el cuarto. Encendí todas las luces de

la casa y el olor se hizo más fuerte. Y bueno, después encontré ese papel en el escritorio

de Ricardo. Yo lo había dejado en la caja de fotos grande. Esas que guardaba las fotos

antiguas de mi madrina, ¿viste?

–Sí.

–Esas mismas. Busqué en las cajas a ver si había otro papel igualito, y ese era

solo una copia, pero no, no lo encontré.

–¡Qué extraño!

–Pues sí. Cuando vi el papel no le presté atención y estaba por irme del

escritorio de Ricardo. Pero entonces vi a mi costado derecho una niña, de unos doce o

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trece años, según me pareció. Estaba señalando la mesa; mejor dicho el papel. Cuando

la miré, no estaba allí. Fue como si se tratara sólo de una sensación. Y luego esa mancha

en el papel igual a las otras.

–¡Pero la viste!

–¡Sí! La vi casi perfectamente. No pude fijar mi vista en ella, pero por el costado

del ojo vi una niña de blanco, rubita, o más bien castaño claro.

–¡Como vos y Marianita!

–Sí, así es.

–¡Qué increíble, Clari, lo que me contás!

–¿Qué podrá ser? –preguntó Clara a su amiga. Sus ojos la miraban fijo

esperanzados.

–Es evidente que se trata de una señal. La pequeña te señaló el papel para algo.

–¡Pero es una simple receta, Betty! De cuando era adolescente todavía. Se me

había dado por no comer y verme con una cinturita de avispa, como todas a esa edad.

–¡Yo lo hago todavía! –se rió Beatriz.

–Bueno, eso mismo. No comía y me mareaba por la falta de componentes y

energía en el cuerpo. Un médico, primo de Ricardo que trabajaba allí me recetó unas

vitaminas, de hierro y no sé qué.

–¿Hablaste con la psicóloga?

Clara puso una cara de decepción allí.

–Sí. Me dijo que mi propia ansiedad es la que me lleva a crear esas imágenes y

esas visiones. Cuando le mostré la receta, hasta me dio la sensación que no me creyó.

–¡Qué idiota!

–O no. Tal vez la idiota soy yo.

–¡De eso nada! –se enojó Beatriz. Aquí hay mucho para averiguar. Y ese Basilio

creo que tiene muchas respuestas.

Clara suspiró nuevamente. Se quedó pensando.

–¿Qué sucede? –preguntó Beatriz.

–Que mirá de que estamos hablando. De un curandero.

–¡De un curandero no! De un sacerdote de un culto que no conocemos

plenamente; de un pai.

Clara bufó resignada.

–¿Tendré que ir allí otra vez?

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Bea y Clara se quedaron mirando. Entonces Clara se levantó e hizo un llamado

de teléfono ante la m irada de su amiga.

–¿Mamá?

La voz de su madre sonó preocupada al oír a su hija.

–Sólo necesito que llame a Don Basilio y le pidas vez para mí.

–Muy bien –dijo una voz metálica de su madre que Bea llegó a captar desde el

sofá.

–Bien, mamá... Pero voy con una condición... Que me acompañes tú.

Beatriz sintió el grito de Carmen a la distancia y se rió.

–Entonces nada, mamá. –Clara oyó una larga arenga de su madre hasta que

finalmente asintió acompañarla a regañadientes. –Muy bien, mamá... Un beso.

Miró a su amiga divertida.

–Me va a acompañar.

–¡Para qué la molestás! ¡Sabés que no se habla con el manosanta!

–Creo que ella tam,bién tiene preguntas qué hacer.

–No entiendo por qué hoy y no ayer –se quejó Clara de mal humor mientras

conducía con su madre la camioneta rumbo a Merlo, donde se encontraba Don Basilio.

–¡Y no entiendo esa idea fija de las doce de la noche!

–Porque hoy es viernes y según el viejo ese, los viernes es el día de los espíritus.

Y la medianoche es la hora de las brujas y todas esas cosas raras que dicen estos. ¡El

viejo granuja no sé cómo hizo pero me reconoció mi voz apenas le dije “hola”! –dijo de

mucho peor humor que su hija.

–Debe estar enamorado de vos –se rió.

–¡Sí! ¡Tan enamorado que es capaz de hacerme un muñeco vudú para sacarme

las entrañas!

Clara rió. Llegaron. Aparcó la furgo delante de la humilde casa del curandero.

Carmen se persignó. Fausto. el perro flaco que Clara vio la primera vez la olió con

interés, pero esta vez no ladró. Claro golpeó las manos y el hombre, con su misma y

ajada túnica, salió de inmediato.

–¡Pero qué vieja y arruinada que estás, mujer! –dijo mirando serio a Carmen

desde la puertecita.

–¡Claro! ¡Es por todos los gualichos que me hiciste todos estos años!

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El hombre se acercó y abrió el candado.

–¡No, eso te lo hiciste vos solita! –dijo serio Don Basilio. –Pasen.

Las dos mujeres entraron al patio y Don Basilio cerró por detrás de ella. La

noche estaba estrellada y no hacía frío.

–¡Lo que no esperaba es que vos fueras la madre de esta criatura!

–¡Quién más! –dijo desafiante Carmen.

–¡Cómo de una cosa tan fea puede salir algo tan bella! –rió agriamente. –Bueno,

debe tener muchos genes de su padre.

–¡De su padre mejor no hablemos, que aún recuerdo que me estafaste!

–¡Qué no, mujer! ¡Te dije mil veces que tu marido no te quería; que no quería

saber nada con vos! ¡Y de la buena que se salvó, pobre hombre!

–¡Seguro que le hiciste un trabajito a la otra que tenía!

–Para que lo entiendas, mujer –dijo determinante mientras entraba a su cuarto

con Clara, –los pais hacemos trabajo para unir dos almas que quieren estar juntas y por

muchos motivos no pueden, pero no inventamos el amor. Y ese hombre no te quería,

mujer. ¡Te tiene que entrar eso en la cabeza!

–¡Sí, sí, cómo no! ¡Viejo estafador!

Don Basilio bufó con enojo.

–De todas maneras el pobre hombre ya está muerto.

–¡Biuen muertito, por suerte! –dijo la mujer y después miró a su hija como

pidiéndole disculpas.

–¡Vos pasá! –le dijo a Clara. –¡Y vos, vieja, esperá sentada ahí! ¡No me rompas

nada, eh!

–¡Lo único que hay para romper aquí, en esta pocilga mugrosa, es tu cabeza!

Don Basilio le guiñó un ojo a Clara en señal de complicidad. Cuando Clara entró

el ambiente estaba diferente. No había estatuillas ni rastros de ningún santo. Sólo había

una pequeña maceta negra con una flor blanca. Clara fijó su mirada allí y Don Basilio

observó el detalle.

–No hay que molestar a Babalú-Ayé –dijo. Clara movió la cabeza

comprendiendo. El pai le hizo seña que se sentara. Siempre el banco, las sillas y la mesa

en el centro con las grandes cartas.

Don Basilio miró hacia todos lados y miró por encima del hombro de Clara, pero

no tan obstinadamente como la otra vez.

–Te veo mejor –dijo.

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–Estoy mejor hoy, pero he tenido algunos problemas.

Don Basilio la miró con sus grandes ojos negros trasnochados.

–No sé quién; no por qué, pero se quieren comunicar conmigo...

–No me cuentes. Las cartas me dirán –dijo tajante Don Basilio.

El hombre hizo su tradicional ceremonia de cerrar sus ojos poner las manos

sobre sus largas piernas.

–O, Babalú-Ayé, rei dono da terra, Filho do Senhor, que rege as pestes.

Desculpe pelo pedido de ajudar a esta mulher blanca de luz da gente ruim e maus

espiritus. Eu estou procurando salvar- lha de todo o mal. Obrigado, o, Senhor; obrigado

Ogum, dono meu.4

El pai abrió los ojos y miró los ojos en la puerta que daba al patio. Su cara se

transformó; los músculos se le endurecieron y los ojos siguieron con la vista hacia algo

que Clara no veía.

–Está aquí –dijo.

Clara miró hacia donde el manosanta miraba con sus ojos detenidos en un punto

en el espacio, pero no vio a nadie.

–Mezcla las cartas y piensa tu pregunta –dijo el hombre sin dejar de mirar hacia

el vacío.

Clara, sintió un estremecimiento. Percibió una presencia que no podía describir.

Algo frío le pasó por el cuerpo y se convulsionó en forma involuntaria. Temblaba y no

era capaz de gritar ni decir nada. El pai estaba otra vez con los ojos cerrados y Clara se

sintió sola frente al prodigio que le invadía. Sin cruzar los brazos, piernas ni dedos,

mezcló el mazo de cartas de tarot y las puso sobre la mesa para cortar. Pensó en qué

quería la persona que se le aparecía y le hablaba.

Don Basilio comenzó a sudar; abrió los ojos y a Clara le pareció ver temor en su

rostro. Estaba inmóvil pero su mirada era inquieta.

–Es ella –dijo con su voz áspera, pero potente. –Se está manifestando.

–¿Quién? –Clara ya había cortado las cartas y esperaba expectante. Don Basilio

juntó los dos montículos y sacó la primera carta.

–Alguien te reclama. Te pide ayuda.

Saca una segunda carta y rostro se pone lívido.

4 Oh, Obaluaye, rey dueño de la tierra, Hijo del Señor, que rige las pestes. Disculpa por el pedido de

ayudar a esta mujer blanca de luz de la gente malvada y de los malos espíritus. Yo estoy tratando de

salvarla de todo el mal. Gracias, oh, Señor; gracias Ogum, dueño mío.

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–La Muerte. Hay una muerte.

Clara se llevó la mano a la boca.

–Pero la Muerte ya pasó. –Otra carta. –Una mujer. La mujer es la muerta.

–¡Mi madrina!

–¡No! Es una muerte más cercana. ¡Ella! ¡Ella pide ayuda..!

El ambiente estaba condensado. Clara seguía sintiendo el frío en sus huesos y,

repentinamente, un olor de azufre con algo más... fétido, la invadió. Algo fétido y otro

olor, más penetrante. Clara reconoció ese olor... Pensó... Sí, es de alcohol. Del mismo

alcohol que su madre le ponía en las heridas de niña para desinfectar. El olor que hay en

los hospitales y clínicas. Clara recordó la receta con la mancha.

–¿Es una niña? –preguntó.

El hombro no respondió y sacó la última carta.

–¡El Enemigo! –dijo. –Este es el enemigo.

–¿Quién?

Don Basilio miró fijo a Clara y respondió.

–¡Es el Ángel de la Muerte!

La mujer quedó como hipnotizada contemplando la figura inmensa de ese

hombre que le sonrió casi con una mueca de maldad.

–¿Hola? –la voz metálica del lado de la oficina de Ricardo sonó extraña.

–Hola, Marisa –dijo Clara.

–No, soy Marisa. Soy Alejandra –repitió la recepcionista. –Marisa se fue en su

horario a comer. No creo que regrese antes de hora y media.

Claro pensó que el tiempo era demasiado para una simple recepcionista y creyó

notar cierto dejo de envidia en el tono de la empleada.

–¡Ah, bueno! En realidad yo quería hablar con mi esposo, Ricardo...

–Salió también –interrumpió la otra recepcionista con voz neutra.

–¿No dijo adónde fue?

–No; sólo dijo que viene en una hora, hora y media más o menos.

A Clara le pareció percibir un leve tono irónico en la voz de esa Alejandra que

conocía muy poco, apenas algún comentario de Ricardo que era una chica envidiosa y

se llevaba muy mal con la recepcionista Marisa.

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“¿Alguna vez fuiste a visitarlo a la oficina de improviso, por ejemplo?”. Las

palabras de su amiga Beatriz le penetraron de repente en su mente sin quererlo.

–Gracias, Alejandra. –Cortó.

Se le ocurrió una idea.

–¿Mamá? –llamó por teléfono.

–Hola, Clarita.

–Necesito que vengas ya mismo a casa.

–¿Qué pasa, hija? ¿Has visto otra vez a...?

–¡No, nada de eso! ¡No me hagas preguntas! ¡Necesito que vengas a estar con

los chicos!

Clara esperó ansiosa la llegada de su madre en la puerta, que tardó más de lo

deseado. Apenas tuvo tiempo para darle un beso y salir vertiginosamente en su

camioneta. El tráfico tampoco la ayudó y Clara se desesperó, pero le alcanzó tiempo

suficiente para estacionar la camioneta, llamar por el móvil para cerciorarse que aún no

había llegado y ver el coche de su esposo llegar a la puerta de la empresa con Marisa

como acompañante. Clara observó sin respirar desde la calle de enfrente y vio el

momento certero cuando Marisa se le cuelga del cuello a su esposo y le da el último

beso antes de bajarse del vehículo. Luego ve como entran por separado. Primero lo hizo

la mujer, arreglándose la falda y dos minutos después, baja Ricardo y se dirige a la

puerta principal.

La sentimiento de rencor e indignación que sintió Clara se parecieron mucho a

esas raras sensaciones que la invadían cuando despertaba de algunos de sus sueños. Sin

poder evitar las lágrimas, Clara salió vertiginosamente rumbo a su casa. No supo cuánto

tardó pero cuando llegó a la puerta de su vivienda, se quedó un rato para terminar de

evacuar su resentimiento hacia el hombre que más amó sobre la tierra. Su lloro apagado

y contenido terminó, se enjugó las lágrimas y entró a su casa. Carmen lo notó

enseguida, pero no hizo preguntas.

–El curandero no me mintió, mamá –fue lo único que dijo.

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Capítulo X: Palabra por palabra

on Basilio le dijo a Clara muchas cosas. Algunas eran ciertas, otras

Clara no les encontraba el verdadero significado y algunas otras,

sinceramente, tenía muchas dudas de su veracidad. Había que

hallar palabra por palabra un sentido de cada frase dicha, en cada una de las entrevistas

en las frías noches del barrio humilde de Merlo. Pero después de lo visto en la empresa

donde trabajaba Ricardo, la fuerza de cada palabra había cogido un sentido mucho más

profundo.

Cuando Ricardo llegó, Clara hizo un esfuerzo sobre humano para fingir que no

sabía nada. Ricardo se mostró parco y frío como los últimos días y Clara sintió un dolor

profundo en su alma. Se preguntaba cuánto tiempo llevaba engañándola. Tal vez desde

que lo comenzó a sentir frío, y eso era hacía más de dos años. Se sintió una tonta en

pensar en las veces que lo esperaba a almorzar y finalmente no venía; también en esos

extraños viajes y en las palabras de su madre:

–¿Qué tipo de negocios hace Ricardo los fines de semana en ciudades turísticas?

Ningún comentario malintencionado (o bien intencionado según se mire), de su

madre o de Beatriz alcanzó para sembrar el más mínimo atisbo de duda sobre su

hombre. Ahora se sentía burlada, humillada, ofendida, estafada cuando recordaba todo

lo vivido con Ricardo, su Ricardo.

–¡Hasta le hacía las maletas yo misma! –se dijo a solas en su habitación,

llorando, pero no sólo de tristeza, sino también de indignación, de resentemiento.

–¿Dónde estuviste al mediodía? –le preguntó.

–¿Por? –dijo Ricardo sin sacar los ojos del periódico en la mesa, mientras

esperaba que le sirvieran la cena.

–Te llamé al mediodía –respondió Clara.

–¡Ah, con los japoneses! –respondió Ricardo.

–Sí, me dijo Alejandra.

Ricardo sacó sus ojos del diario y los clavó en su mujer.

–¿Hablaste con Alejandra? –dijo preocupado.

–Sí, ¿por qué?

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–¿Y te dijo que me fui con los japoneses? –Clara disfrutó del momento a pesar

de lo mal que se sentía. Notaba preocupación en su infiel esposo.

–No, me dijo que te habías ido y que tardarías una hora y media. Sólo eso.

–¡Ah! –suspiró Ricardo y volvió a su lectura.

De todas maneras el diálogo con su esposo ya no fue el mismo. No quería que su

esposo supiera que ella conocía bien los hechos. No quería dar ningún vestigio de su

secreto. Pero con los días, Ricardo también notó frialdad en su esposa y cuando le

propuso una noche hacer el amor, ésta le rechazó abiertamente sin dar explicaciones.

–¡Pero por qué! –dijo histérico Ricardo. –¿Te duele la cabeza, te sentís mal?

–No. Simplemente no quiero –y se dio vuelta para dormir.

Desde entonces Ricardo comenzó a sentirse incómodo e inseguro. Intentó cada

día reconquistar a su mujer, pero se encontró con una pared insondable. Le costó creer

que esa era Clara, la chica ilusionada en él, la que se entregaba plenamente, que siempre

había visto.

Clara, por su parte, desde entonces pensó mucho en lo que le había dicho Don

Basilio: “El don se manifestará en el momento oportuno; es el don de la Verdad.” Pero

de todas las verdades que el curandero le había dicho, en una se había equivocado

enormemente, la de los tres hijos, claro está. ¡Cómo pudo equivocarse en una cosa así!

También sentía que había algunas otras verdades que no podía desentrañar aún y el

engaño de Ricardo se había hecho tan secundario ahora, que sólo prefería comprender

su destino, su don y la felicidad de sus hijos. Había tenido una vida de mentira y quería

descubrir su existencia verdadera.

Clara caminaba por las calles pensando en ese don. Buscaba en las sombras,

removía en sus recuerdos, miraba las miradas de las niñas en las plazas cuando llevaba a

sus hijos. Y nada. No había rastros de ese don. Pensó también en las imágenes

percibidas que nunca pudo concretar. Pensó en las formas aparecidas y hasta buscó los

antiguos sueños que nunca llegaron. De vez en cuando se cruzaba con la mirada

incomprensible de Ricardo y prefirió esquivarlo por el momento. Una decisión

importante también que tomó fue dejar de ir a la psicóloga. Sentía que Sara, más que

acercarla, la alejaba de la verdad.

–¡Es una locura dejar ahora! –se quejó Ricardo cuando se enteró.

Clara sonrió y miró a los ojos a su esposo entonces.

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–De los dos, creo que yo soy la que está mejor. –Clara le observó estudiosa y

Ricardo se sintió como que le miraba en el interior del alma, desnudo. –¿No creés que

deberías ir vos también? –dijo en tono serio.

–¡Qué decís! –Vio que Clara se quedó mirándolo fijo a los ojos. –¡Ah, me estás

vacilando! Creí que hablabas en serio...

–Lo digo muy en serio. Creo que tenés algunos trastornos, tal vez provocados

por inseguridades en vos mismo.

El hombre se quedó mudo. Clara no esperó la respuesta y se marchó a la calle.

Una noche, cuando Clara no pudo conciliar el sueño, se sentó en la cama y

comenzó a unir todos los trozos del rompecabezas. Eran más de las tres de la mañana y

todos dormían.

Decidió levantarse e ir al escritorio de Ricardo. Llevó consigo la receta, el

cuadro de la carta y la foto manchada. Las puso una al lado de la otra y esperó que se

manifestara algo de alguna forma. Pero la respuesta no apareció y el don no se presentó.

Clara decidió volver a su cuarto nuevamente.

La mujer se durmió enseguida y ningún sueño temeroso le invadió. Pero apenas

entró en el estado de inconsciencia, un leve olor entró por sus fosas nasales. Un olor

picante, que comenzó a ser penetrante. Entró por los orificios de la nariz y fue a dar a su

estado de semi conciencia. Se despertó de repente.

Se sentó en la cama y miró en la oscuridad hacia todos lados y no había nadie

allí, salvo su esposo durmiendo profundamente. Sin embargo, el fuerte olor que Clara

identificó como alcohol estaba allí turbándola. El olor parecía alejarse. Clara se

incorporó nuevamente y descalza siguió el camino dejado por el hedor. Se hacía más

fuerte cuando se acercaba Clara a cada paso por delante y se volvía más tenue cuando se

detenía. Parecía venir del lado del Escritorio y hacia allí fue. Allí, el olor pareció

explotar, como si alguien hubiese tirado litros de alcohol frente a ella. Se encontró

nuevamente delante de la mesa y allí vio que de los tres elementos que había dejado, la

carta, la foto y la receta, ésta última estaba en el borde, a punto de caerse. Y de hecho,

una parte en el límite de la mesa pudo más y la hoja voló y giró interminablemente

hacia el suelo ante los ojos de la mujer.

Clara la contempló un instante y luego dio un paso hacia delante y la recogió. La

hoja recetaria hervía al aroma penetrante del alcohol, pero, sin embargo, estaba

totalmente seca. Leyó una vez más el logo de la receta: Clínica Stylus Medical.

Dirección: Avenida Córdoba 3341. Y abajo la prescripción médica, prostaglandina,

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seguida de los otros medicamentos prescriptos y finalmente la firma y sello del primo

de Ricardo.

Clara se quedó pensando. Tomó la receta y se la llevó a su cajón de mesa de luz.

Increíblemente el olor a alcohol, que casi la desmayaba, desapareció. Se relajó y cuando

se acostó durmió tranquila hasta la hora de despertarse.

Le preparó el desayuno a su familia y cuando quedó sola se pasó por la casa de

su hermana Paula.

–¡Clarita, qué raro! –le dijo Paula con una amplia sonrisa cuando la recibió.

–Necesito que me acompañes a hacer una diligencia.

La hermana menor sonrió y se preparó para ir con Clara.

El viaje a la Clínica Stylus Medical no tardó más de quince minutos.

–Necesitaría que me dé una carpeta médica, señorita –dijo en la amplia e

iluminada ventanilla de recepción.

–Eso no es posible –respondió con amabilidad la empleada. –Todas las historias

médicas pertenecen a la clínica. Sólo por medio de la nota de un juez se puede retirar y

eso es cuando hay un conflicto legal.

–Entiendo –dijo decepcionada Clara.

–¿Pero podría verse aunque sea aquí? –intervino Paula.

–Eso sí –respondió la empleada. –Siempre y cuando venga la persona de la

propia historia clínica.

–Eso no es problema –dijo Clara. –Soy yo.

–En ese caso... –La empleada se acomodó en su silla giratoria frente a su

ordenador. –Permítame su documento.

Clara se lo entregó y la mujer por nombre y número buscó en la pantalla. Al

cabo de unos segundos la miró con atención.

–No se registra ningún ingreso a esta clínica, señora.

Clara miró a su hermana y abrió los ojos.

–Bueno, lo que sucede es que estuve aquí hace mucho tiempo –dijo. –¡Cómo

trece años!

Clara sacó la receta y se la mostró a la empleada.

–De todas maneras, no se registra ningún antecedente. Usted no tiene historia

clínica aquí. El sistema está computarizado desde hace diez años, pero se han registrado

todas las historias clínicas y usted no aparece.

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–¿Y cómo explica entonces que no esté registrada? –preguntó de mal humor

Paula, defendiendo la posición de su hermana. –¡Ella se atendió aquí mismo!

–No lo sé. Tal vez porque no se hizo una historia clínica. ¿Por fue tema fue

atendida?

–Bueno, en realidad nada grave, apenas un mareo por falta de hierro o algo así.

Una pequeña descompensación.

–Debe ser eso –dijo la empleada pacientemente. –Sólo se hacen historiales

cuando hay un tratamiento o al menos un día de internación.

–Comprendo –dijo Clara resignada. –Y dígame, ¿se encuentra este doctor que

figura en la receta?

La recepcionista tomó la vieja receta y miró seriamente a Clara.

–No, no trabaja desde hace un año por un problema bastante grave que hubo.

–¿Qué pasó? –preguntó curiosa Paula.

–Es un tema interno de la clínica; lo siento.

Ante la impenetrabilidad de la empleada, las hermanas se miraron con

resignación y luego de despedirse amablemente se retiraron del mostrador.

El resto de ese día y esa noche, Clara se sintió contrariada y de mal humor.

Había creído ver una luz a tanto misterio en la clínica, pero se había ido de allí con las

manos vacías.

Luego de acostar a los niños, Clara se quedó en la mesa pensando, sin recogerlos

platos de la cena.

–¿Te ocurre algo? –preguntó Ricardo preocupado.

–No, ¿por qué? –interrogó a la vez Clara.

–No sé. No has recogido los platos aún.

–¡Eso mismo me preguntaba yo sobre ti! –dijo con aire insolente y se levantó y

se metió en el baño. Cuando salió, encontró a Ricardo fregando los platos. Sin decir

nada, encaró hacia el cuarto.

–¿Clara? –dijo a su espalda la voz preocupada de Ricardo. La mujer se dio

vuelta y le miró con los ojos lo más grande que pudo.

–¿Sí? –dijo con aire de seguridad.

–¿Podemos hablar?

Pensó en decirle que no y seguir rumbo a la habitación, pero mucho más no

podía seguir con esa situación.

–Por supuesto –dijo.

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Ricardo se sentó a la mesa y Clara lo hico frente a él.

–Hace días que te noto rara.

Clara se quedó pensando.

–¿Te preocupa eso? –dijo con sorna.

–¡Claro que sí! ¡Siempre me preocupo por vos!

–¡Hmmm!

–¿Qué sucede?

–Siempre es una palabra muy grande –dijo Clara y rió con ironía.

–¡No te entiendo! ¿Qué es lo que te molesta?

Clara suspiró profundamente.

–Tenés la oportunidad de decírmelo vos.

Ricardo se tiró para atrás, su rostro se transmutó. A Clara le pareció que sus ojos

se volvieron blancos, un olor muy fuerte a azufre todo lo invadió.

–¿Qué es ese olor? –dijo Ricardo llevándose las manos a la nariz. –¡Es

insoportable!

Una parte de Ricardo pareció querer huir del sitio. Automáticamente se levantó y

salió corriendo y fue al baño. Clara oyó como vomitaba. El olor desapareció de repente.

Cuando Ricardo se sintió un poco mejor, salió del baño y Clara permanecía en su lugar

sentada. Ricardo estaba pálido.

–¿Qué fue eso? –dijo tomándose el estómago.

–No lo sé bien. Es mi madrina o alguien del más allá que quiere comunicarse

conmigo.

Ricardo al comienzo pensó que su mujer bromeaba, pero al ver lo seria que

estaba, el tono de su voz apacible y sus ojos con una mirada segura y dura, comprendió

que hablaba en serio.

–¿Estás loca? –dijo.

–Yo no lo estoy; ¿y vos? ¿No pudiste oler ese aroma de los muertos acaso?

–¡Alguna explicación tiene que tener eso! –dijo Ricardo.

Clara sonrió irónicamente y no dijo más. Se paró y se dirigió rumbo a su

habitación.

–Me voy a dormir; estoy cansada –dijo. Ricardo la vio alejarse sin poder hacer

nada.

Esa noche Clara durmió muy bien; ni sueños, ni llamados acudieron a su mente.

Diferente fue Ricardo que no pudo conciliar el sueño. El olor ya no apareció, pero las

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sombras le traían formas extrañas a su mente. Los sonidos de la noche, le amenazaban a

cada instante. Inclusive una luz en la ventana dio la forma de una niña y Ricardo se

sobresaltó en la cama, mientras un escalofrío le recorrió la espalda. Quiso despertar a su

mujer y cuando la fue a ver ella estaba sentada en la cama mirándole fijamente, desde

sus ojos profundos.

Ricardo dio otro sobresalto.

–¿Qué te pasa? –dijo Clara asombrada.

Ricardo señaló hacia la ventana nuevamente y sólo se mostraron las imágenes de

la persiana y la cortina ante su vista.

–¡No sé qué me pasa! ¡Mi cabeza da vueltas! –dijo.

–Sé lo que es eso –dijo la mujer y se echó a dormir otro rato.

A la mañana siguiente Clara llamó a su esposo para ir a trabajar. Éste tenía

tantas ojeras que evidenciaba no haber pasado una buena noche.

–No voy a trabajar –dijo el hombre.

–¿Y eso?

–No me siento bien.

Clara no dijo nada. Se levantó y preparó el desayuno para ella y sus hijos. Luego

llevó a sus hijos al colegio y al regresar se dirigió directamente al dormitorio de

Ricardo. Éste estaba profundamente dormido aún. Observó las huellas de la noche de

insomnio debajo de sus ojos. Sin contemplaciones lo despertó sacudiéndolo.

–¡Despierta!

Ricardo se sentó como un resorte como si una mano voraz quisiera atraparlo. Le

costó darse cuenta que estaba en la habitación y cuando vio a su esposa se quedó

mirándola un momento.

–Parece que las pesadillas no son solo mías –dijo Clara.

Ricardo se pasó la mano por la cara. Su barba ya comenzaba a insinuarse.

–¿Qué? –dijo al ver que su esposa le miraba fijamente.

–¿Dónde puedo encontrar a tu primo? –preguntó la mujer sin preámbulos.

–¿Qué primo?

–¡Tu primo! ¡El médico!

Ricardo terminó de despertarse.

–¿Médico?

–¡Ezequiel! –casi gritó desprovista de paciencia.

Ricardo miró preocupado a Clara.

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–¿Para qué querés saber de Ezequiel?

El hombre se desperezó y trató de sacarse los recuerdos sombríos de la noche.

–No trabaja más en la clínica donde estaba –dijo Clara.

–Ya sé –dijo Ricardo y comenzó a levantarse.

–¡Cómo que sabés! ¡Nunca me dijiste nada!

–¿Para qué querés saber de Ezequiel?

Clara se quedó reflexiva.

–Ahora que lo pienso, nunca invitaste a Ezequiel a casa.

Ricardo hizo un gesto de fastidio.

–¡Me voy a bañar! –dijo.

Clara le siguió.

–¡Ni fuimos nunca a ver a tu primo tampoco!

El esposo de Clara entró al baño y luego de sacarse la ropa interior se metió bajo

la ducha.

–¿Y por qué nunca me dijiste que a tu primo le echaron de la clínica?

–¿Desde cuándo te interesa saber tanto de mi primo? ¿Y cómo sabés que lo

despidieron de la clínica? –preguntó mientras recibía el primer chorro para sacarse

encima las pesadas imágenes de la noche y la madrugada.

–¡Porque fui a verle!

Ricardo clavó sus ojos en los de su mujer con una mirada dura y fastidiosa.

–¡Qué mierda tenés que ir a verlo! –gritó.

Clara dejó de lado el enojo de Ricardo y agregó:

–Ezequiel me atendió el día del desmayo, ¿te acordás?

–Sí –respondió el hombre.

–Me gustaría hacerle una pregunta. ¿Dónde vive?

–¿Qué pregunta? –Ricardo apagó la lluvia para escuchar cada palabra de su

esposa. Clara miró con dureza también a su esposo.

–No te lo voy a decir. ¿Sabés o no dónde vive?

Ricardo saltó de la zona de la ducha y se abalanzó sobre su mujer tomándola del

cuello y apretándola contra la puerta del baño. Clara se vio sorprendida pero no se

asustó.

–¡Mirá...! –comenzó a decir Ricardo, pero luego de ver la mirada desafiante de

Clara, la dejó y contempló sus propias manos. –Perdoname; no sé qué me pasa –dijo.

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–¿Sabés o no sabés dónde vive Ezequiel? –insistió con autosuficiencia Clara sin

tomar en cuenta el incidente o las palabras de su esposo.

–Bueno... La verdad que no lo sé. Ezequiel se compró una casa más pequeña

después del incidente de la clínica. Parece que la ha liado, no sé muy bien qué pasó. No

sé de él desde entonces.

–Muy bien –dijo Clara y salió del baño para ir en busca de su hermana. Ricardo

continuó bañándose, pero no paró de pensar en el interrogatorio de Clara. También

meditó profundamente sobre lo fría que sentía a su esposa.

–¡Es aquí! –dijo Paula. La miraba estudiosa a su hermana mayor y la encontraba

cada día más decidida y más cerca suyo. Clara miró el edificio de la cruz verde de la

clínica en el bario de Palermo y entró por la gran puerta giratoria detrás de su hermana.

Se dirigieron directamente a la zona del médico clínico de cabecera de Paula y su

esposo Sebastián y golpearon a su consultorio. La puerta se abrió inmediatamente.

–¿Sí? –dijo la enfermera y reconoció inmediatamente a Paula. –Hola. ¿Tenés

consulta con el Doctor Fernández, verdad?

–Sí –sonrió la hermana de Clara.

–Entrá y esperalo. Ya casi se desocupa.

Pocos minutos después, el maduro médico clínico despedía a una anciana y

miraba por sobre sus gafas a las dos chicas.

–Adelante –dijo con una sonrisa.

Clara y Paula entraron y el doctor cerró la puerta a sus espaldas.

–¿Qué te trae por aquí, Paula? –preguntó.

–Esta es mi hermana Clara. Vinimos a hacerle una preguntita.

–¡Ya me parecía que no era por una consulta personal! –la regañó bromeando el

médico. –Con pacientes como vos, los médicos nos morimos de hambre.

Paula sonrió e hizo un gesto a su hermana para que sacara de la cartera lo que

traía. Clara sacó la receta ya arrugada.

–Esto –dijo. –¿Podría decirme qué es? ¿Para qué sirve?

Clara extendió el papel al doctor Fernández y éste lo contempló con atención

desde sus gafas.

–¿A quién le dieron esto? –dijo con aire preocupado.

–A mí –respondió Clara.

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El doctor Fernández la miró estudioso.

–¿Lo usaste? –interrogó con aire severo.

–Bueno, resulta que hace mucho tiempo sufrí un mareo y...

–¿Estás embarazada? – preguntó de repente. Paula clavó los ojos en su hermana.

–¡No! –exclamó efusiva Clara.

–Esto es un abortivo...

Clara sonrió sin comprender.

–No entiendo. Resulta que hace muchos años me dieron esto para atenderme de

los mareos junto con esos medicamentos, que creo que son para fortalecer el hierro,

¿no?

El doctor Fernández respiró profundo y miró con preocupación a Clara.

–Mirá –dijo. –Esto es prostaglandina, un poderoso abortivo que está prohibido,

salvo en casos ultra recomendados cuando se reconoce científicamente que la madre

corre peligro. Antiguamente se aplicaba en las jóvenes adolescentes para abortar un

embarazo no deseado o en las clínicas de mala muerte en la época que proliferaban los

abortos clandestinos. Lo otro son coagulantes para prevenir posibles hemorragias.

Clara se quedó callada en silencio. Evidentemente ese médico no sabía nada de

lo que decía.

–No entiendo lo que dice, doctor –dijo. –Yo hace trece años o algo así tuve un

inconveniente provocado por no comer. Esas cosas que tienen las adolescentes, ¿vio?

–Mirá –dijo con aire comprensivo. –No sé qué mentira te metieron; no lo quiero

saber tampoco. Lo único que te digo que mi obligación sería hacer la denuncia policial.

Como esto pasó hace muchos años y, además, sos la hermana de mi paciente Paula, y

por cariño y respeto a ella, no lo haré. Pero te recomiendo que no vayas mostrando este

papel por la vida porque alguien podría tener menos consideraciones que yo –le

devolvió la receta con una sonrisa a la sorprendida Clara.

Ésta se quedó atónita. Seguía sin comprender.

–Bueno, doctor, le agradecemos la paciencia –dijo Paula; Clara permaneció en

silencio y fue su hermana quien la guió al pasillo de fuera del consultorio.

Clara cerró los ojos y una serie de imágenes le vinieron a la cabeza. Pasaron por

su mente los sueños, los zapatitos enterrados, las siluetas formadas en la carta de su

madrina Ercília y en la foto de sus hijos, la flor blanca, el olor a azufre que su madre

decía es el olor de los muertos, el aroma a alcohol que la trasladó tras los pasos de

Ezequiel y, finalmente, el nerviosismo de Ricardo cuando le preguntó por su primo.

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–Naville –fue la única palabra que dejó escapar de su boca, pronunciada con

suavidad y dolor a la vez. Y salió corriendo sin tener en cuenta a su hermana, que la

llamó varias veces sin obtener respuesta.

Clara se zambulló dentro de su furgoneta y sin saber qué hacer, atinó volver a la

clínica donde fue atendida. El olor a azufre la acompañó, pero esta vez Clara no se

incomodó. Bajó con rapidez de su camioneta y corrió a la ventanilla donde la empleada

la había atendido antes.

–¿Te acordás de mí? –preguntó.

–Sí –respondió la recepcionista. Contempló a la mujer y su mirada la inquietó;

parecía fuera de sí.

–Necesito por favor que me digas dónde puedo hallar al doctor Ezequiel

Roberts.

–¡Ya le dije que no puedo decirle! Es información privada de la clínica.

–¡No entiende! –dijo suplicante Clara. –Necesito saber algo sobre ese médico

clínico y una receta que me dio hace tiempo.

–Perdón –interrumpió la empleada de nuevo. –El doctor Roberts no es clínico.

–¿No? –Clara se quedó mirando a la empleada.

–No; es obstetra. Sólo atendía mujeres embarazadas.

Clara se quedó paralizada. Recordó el instante de despertar y ver a su amado

esposo acariciándole el pelo. Ella casi no podía moverse y él le pidió que se quedara

tranquila. Otras sensaciones extrañas la invadieron y cuando llegó a su casa tenía la ropa

interior manchada de sangre. Como nunca fue una chica regular a la hora de ba jarle la

menstruación, le dedicó la importancia necesaria. Las pastillas de hierro, o mejor dicho,

las que creía que eran de hierro, habían hecho su labor. Nunca más Clara visitó la

clínica hasta los nuevos días y nunca más vio, ni siquiera de lejos al primo de Ricardo.

La empleada se quedó mirando a Clara, que tenía la mirada perdida.

–Le voy a tener que pedir que se retire, señorita –dijo.

Clara no la oyó, pero todo el peso de la realidad hizo que ese lugar se le hiciera

insoportable. Imágenes tenebrosas acudieron a su cabeza, mientras se metía otra vez

dentro de la furgo. El olor a azufre la siguió asaltando y Clara puso primera y salió sin

rumbo fijo. No supo donde detuvo la camioneta, pero de repente comenzó a sentir que

una leve brisa le acariciaba el rostro. Clara miró por la ventana abierta de la camioneta y

se dio cuenta que estaba frente al cementerio.

Esperó.

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Capítulo XI: La flor blanca.

icardo terminó de bañarse y aturdido por todos los acontecimientos

salió con una toalla del baño. Miró desde la sala por la ventana

hacia fuera y el día estaba gris y lluvioso. Se sentó a la mesa

abatido, mientras pensaba en todas las cosas que vivió junto a la mujer que tanto amaba,

pero que, sin embargo, no había tratado como se merecía. Recapacitó sobre qué hubiera

cambiado en sus vidas de haber permitido que naciera el bebé que esperaba Clara de

adolescente y que nunca supo sobre su existencia. Se tomó el atrevimiento, “¡maldita

curiosidad!”, se dijo, de preguntarle a Ezequiel que sexo tenía el embrión y éste con

sarcasmo le dijo que no se podía precisar aún pero que creía que se trataba de una niña.

“¡Naville!”, pensó. Si no hubiera sido tan cobarde, tal vez podrían haber afrontado

juntos esa nueva vida. También trató de recordar cuántas veces había engañado a Clara

de novios y cuántas de esposos. No dio con la cifra exacta; los nombres se fueron

sucediendo hasta llegar a Marisa y sintió un enorme deseo de vomitar. Sentía asco por

todo lo que había hecho, asco por sí mismo.

–¿Me perdonarás algún día? –dijo en voz alta llorando.

No supo cuántas horas estuvo así, pero fueron muchas. Sintió que el cuerpo se le

congelaba y la luz poco a poco comenzó a despedirse de la ventana. Entumecido, con

las fuerzas casi perdidas, decidió ir a ponerse ropa. Caminó con las piernas algo

acalambradas a su cuarto donde había compartido tantas horas de amor con su amada

Clara y una nueva lágrima cayó por su rostro. Se puso algo de ropa y antes de calzarse

un olor muy fuerte, penetrante le invadió. Un olor conocido, que hace poco lo había

acompañado también; lo reconoció como el olor del azufre y recordó más de una vez las

historias que cuentan de los aparecidos que regresan al mundo de los vivos.

Sin miedo, con decisión, salió descalzo nuevamente a la sala. El olor se hacía

más y más fuerte a cada paso.

–¿Quién está ahí? –dijo en voz alta.

El crujir de una silla, justo enfrente de la mesa le heló la sangre.

Instintivamente miró hacia la puerta y estaba totalmente cerrada. La pequeña

cortina de la ventana se movía inquieta hacia dentro y la habitación estaba casi en

penumbras. Se acercó con temor, pero con decisión a la silla que sintió moverse. Fijó

R

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sus ojos allí y aunque no pudo precisar forma alguna, creyó ver una niña con una cruz.

Agudizó los ojos para ver mejor y sólo distinguió el respaldo de la silla. Caminó hacia

atrás y pronto el olor de azufre fue desapareciendo.

Ricardo sintió por primera vez que estaba solo y respiró profundamente. Fue a

encender la luz y la cortina otra vez voló, pero estaba vez hacia fuera. Corrió y cerró la

ventana y así se sintió seguro. Encendió la luz y el olor a azufre se había esfumado por

completo. Suspiró nuevamente. Fue a sentarse para re pensar los últimos

acontecimientos y fue entonces, que vio la mancha en la s illa. Era un cúmulo de algo

impreciso que daba una forma conocida. La mancha no era otra cosa que tierra fresca

que dibujaban sobre la silla la misma imagen que tanto había preocupado a Clara en la

foto y la carta de su madrina.

Ricardo se llevó la mano a la boca y contuvo un grito de terror. Su cuerpo

comenzó a temblar y atinó solo a salir corriendo del lugar. Abrió la puerta de calle y

corrió descalzo entre los vehículos que pasaban muy cerca de él. Corrió y corrió, sin

saber adónde ir. El olor de azufre que estaba otra vez delante de su nariz.

–¡Debo encontrarte y destruirte! –se lo sintió gritar enloquecido.

Sus pies se llagaron y comenzó a sangrar, pero no detuvo su marcha. Comenzó a

rezar sin saber dónde iba.

–Padre Nuestro, que estás en los Cielos... –no recordó más y comenzó de nuevo.

–Padre Nuestro, que estás en los Cielos... Padre Nuestro, que estás en los Cielos...

¡Dios! Padre Nuestro, que estás en los Cielos...

Finalmente su mente se puso en blanco y sus pasos se detuvieron frente a una

imagen conocida.

Allí, frente a él, aparcada frente al cementerio, por la ventana de su camioneta,

Clara lo observaba con una mirada extraña.

–Clara –dijo Ricardo y se cayó de bruces en el barro. Se incorporó de nuevo y

allí estaba otra vez la imagen de esos ojos de mirada pura, pero que reflejaban dolor,

incomprensión y una serie de sensaciones que Ricardo no alcanzó a comprender.

El hombre se acercó a la furgoneta con paso cansino y estiró su mano hacia

delante como intentado acariciarla.

–¿Por qué? –le oyó decir muy suavemente.

Ricardo comenzó a gemir.

–Perdón –dijo lloroso.

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La mujer puso la camioneta en marcha y se fue del sitio sin ningún cargo de

conciencia. Ricardo la vio alejarse, pero sus pasos no fueron capaces de seguirla. Clara

ya no estaba, pero, sin embargo, el olor a azufre y tierra permanecía.

–¿Dónde estás? –dijo al aire.

Nadie contestó pero el olor comenzó a alejarse y Ricardo lo siguió. Ya estaba

por alcanzarlo cuando comprendió con desazón que sus pasos lo habían llevado al

interior del cementerio.

Por primera vez percibió que estaba descalzo y que sentía frío, y que se hallaba

incomprensiblemente frente a una fosa preparada para el día anterior.

Nadie lo sintió gritar, pero su garganta se estiró todo lo que pudo cuando

contempló el rostro de la muerte; un rostro de mujer que alguna vez vio en fotos y que

le miraba desde sus ojos profundos con su tupido cabello blanco.

Clara llegó a su casa y vio el alboroto que había. Su madre, Beatriz y Paula se

abalanzaron sobre ella apenas ingresó por la puerta.

–¿Dónde estabas? Pensamos que te pasó algo. ¿Dónde está Ricardo? No fuiste a

buscar a los niños a la escuela. Temimos lo peor. Ahora están con Seba –y un cúmulo

de frases fueron arrojadas sucesivamente una tras otra.

–Estoy bien –dijo y se sentó en una silla que no observó que tenía una mancha

de tierra. –Ahora estoy bien.

Mientras Carmen fue a preparar una sopa caliente para que su hija tomara y

Paula fue a por una muda de ropa para que su hermana se diera un baño, sonó el

teléfono.

Beatriz miró a Clara y ésta hizo una seña para que su amiga atendiera.

–¿Hola? –dijo Beatriz. –Sí, es aquí. –Clara no necesitó ver el rostro de su amiga

para saber qué pasaba. Su don le decía que era una mala noticia y que esa mala nueva

no era otra cosa que Ricardo.

Beatriz miró a su amiga.

–Ya sé –dijo Clara y sin decir nada se fue a dar una ducha. Momentos después

sintió el griterío de su hermana, madre y amiga llorar por la muerte de Ricardo, en una

tumba vacía del cementerio, enloquecido, con una expresión incomprensible de horror

en su rostro.

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El entierro de Ricardo, casualmente, fue en la misma tumba donde le

encontraron y que nadie supo quién hizo. No fue tan ostentoso como le hubiera gustado

en vida, pero Clara respetó la memoria de su esposo, más por sus hijos que por él

mismo. Los parientes palmearon solemnes a Clara y algunos se sorprendieron por no

ver una sola lágrima en la mujer. Clara solo habló con sus hijos, con su hermana y

cuñado y con su amiga Beatriz. Por lo demás, sólo se limitaba a agradecer las palabras

de pésame del resto de los familiares.

Entre tantos familiares y compañeros de trabajo pudo ver a Marisa, llorosa, pero

aferrada sugestivamente al brazo de Giannini. También vio, en el racimo de personas al

primo de Ricardo, Ezequiel. Clara se encaminó hacia él.

–¿Te acordás de mí –le dijo con un aire que al doctor Roberts le pareció

amenazante.

–¡Claro! ¡Cómo no me voy a acordar a la esposa de mi primo! –dijo molesto.

Clara sonrió satisfecha.

–¡Qué bueno! –dijo. –Lo digo porque mañana entra una denuncia en tu contra

por lo que me hiciste hace trece años a mí y a mi bebé antes de nacer, contra mi

voluntad y conocimiento. Aparte de sacarte la matrícula por mala praxis de por vida,

seguramente irás preso.

Clara no esperó más y volvió a su grupo familiar, pero la esposa del médico vio

como su marido se puso lívido a punto de desmayarse y comenzó a retroceder

llevándose tumbas por delante.

Poco después, la última palada de tierra cumplió su destino y todos comenzaron

a retirarse.

–Ahora falta lo otro –le dijo por lo bajo a su madre; Carmen asintió.

Ese viernes a medianoche se presentó frío y las estrellas estaban escondidas

detrás de oscuras nubes que daban un aspecto lúgubre. Paula y Sebastián peleaban con

el viento para encender una larga vela, pero finalmente pudieron hacerlo y la hermana

de Clara se quedó sosteniéndola y tapando Carmen mantenía una linterna encendía para

alumbrar malamente los pasos de los presentes. A Clara le hubiera gustado que su

amiga Beatriz estuviera esa noche allí también con ellos, pero alguien tenía que

quedarse en su casa con Marianita y Adrián.

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Don Basilio caminó pesadamente con el terrón de tierra que contenía la flor

blanca entre el barro en el descampado del cementerio de la localidad de Florencio

Varela.

–Aquí está bien –dijo y buscó entre dos tumbas viejas olvidadas, cerca del

paredón del fondo. –Nadie molestará a una pobre flor en este sitio.

Una brisa sacudió la llama de la vela, pero Sebastián cuidó que no la apagara.

Clara, con un pañuelo negro en la cabeza se puso al lado de Don Basilio. Éste le dio la

flor que Clara asió entre sus dos manos.

–La ceremonia será sencilla –explicó Don Basilio. –Clara plantará la flor blanca

en retribución a su madrina Ercília por habernos dado el don de la verdad. Luego

agradeceremos al Señor Babalú-Ayé y por último, bautizaremos a la flor con el nombre

del alma de nuestro ser querido que ronda incansablemente para poder liberarla.

Clara sintió la emoción del momento. Paula lo notó y le sonrió para darle

aliento.

–O Grande Babalú-Ayé, ficamos aquí para te-pedir pela alma da nossa irmã

Ercília. Que ela esté com Você hoje e sempre. Ã Ercília ficamos obrigados pela achuda

a nossa irmã Clara e pelo regalo que deu pra ela. Te-damos Ercília, amiga da luz, um

regalo, que é um alma limpa e blanca, que da voltas pelo mundo dos vivos em busca de

Justiça e descanso eterno. 5.

Don Basilio se agacha y hunde un dedo en la tierra húmeda y luego le hace una

cruz en la frente a Clara dejándole la huella; luego se persigna él mismo.

–Em nome do Pai, do filho, do Spíritu Santo.

Todos se persignaron.

–Con tus propias manos, cava la fosa y planta esta flor blanca, símbolo de la luz

y la vida eterna.

Clara se arrodilló en la tierra húmeda. Había comenzado a lloviznar. Puso la flor

a un costado y hundiendo sus blancas manos comenzó a sacar la tierra mojada hasta

hacer un hueco razonable para la pequeña planta. Cogió la flor y le dio un beso y luego

la colocó en la fosa hecha; puso la tierra alrededor con mucha delicadeza y cuando

terminó su faena se incorporó al lado del manosanta.

5 Oh, Gran Obaluaye, estamos aquí para pedirte por el alma de nuestra hermana Ercília. Que ella esté con

Vos, hoy y siempre. Estamos agradecidos a Ercília por la ayuda a nuestra hermana Clara y por el regalo

que le dio. Te damos, Ercília, amiga de la luz, un regalo, que es un alma limpia y b lanca, que da vueltas

en el mundo de los vivos en busca de Justicia y descanso eterno.

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–Que esta tierra te dé la vida–dijo Don Basilio mientras arrojaba un poco barro

desmenuzado entre sus dedos sobre la flor. –Que esta tierra te la quite y libere tu alma

para el viaje eterno. Yo, en nombre de Babalú-Ayé, te bautizo con el nombre de Naville

para el siglo de los siglos.

Clara dejó caer una lágrima que se mezcló con la lluvia que comenzó a ser

copiosa.

–Descansa en paz, Naville.

Los presentes comenzaron a alejarse del lugar y Clara fue la última en hacerlo.

Se llevó sus dedos a sus labios y les dio un beso que luego depositó sobre la flor blanca.

Pensó en traer algunas veces a los niños para conocer la flor más querida del mundo.

También les sacaría una foto con ella.

Antes de irse con el resto de las personas, Clara miró hacia un costado y le

pareció ver una silueta blanca; esa imagen tenía el pelo blanco y sonreía, pero tal vez

fue su imaginación. Clara suspiró aliviada y también sonrió.

Buenos Aires, 26 de marzo de 2013

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