lectura «heterodoxa» de santa teresa · nos desgarros y actitudes de su obra, permiten...
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Centenario
Santa Teresa
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LECTURA
«HETERODOXA» DE
SANTA TERESA
Francisco Trinidad
La figura histórica de Teresa de Jesús, a contrapelo y al margen de cierta retórica panteísta empeñada en descubrir su aureola de santidad incluso en su
genealogía, presenta sin embargo los ingredientes suficientes como para pensar que, sin el concurso de muy particulares condicionantes e intereses, podría haber sido víctima en su tiempo de rigores irreversibles del Santo Oficio y figurar hoy en la nómina de espirituales «heterodoxos» junto a Juan de Valdés, Vergara, Cazalla, Alcaraz o Miguel de Molinos. De sus relaciones con la Inquisición, ya es posible hoy -cuando han remitido fervores interesados y cautelas innecesarias- conformar un nutrido volumen (1), no tan quisquilloso como hubiera deseado Menéndez Pela yo (2), y sí abundante en datos que pueden condicionar la «lectura» de la obra teresiana desde presupuestos más arraigados en las tensiones de su época. En cuanto a su presunta relación con las corrientes espirituales tachadas de «heterodoxas» por la Historia o los métodos de análisis o la simple inercia, existen estudios parciales tendentes en su mayoría a salvaguardar la ortodoxia teresiana frente a las desviaciones ajenas (nos hallamos una vez más en la difusa discusión de los límites). Lo que sí está fuera de toda duda es que, en Teresa de A vila confluyen una serie de factores que, analizados bajo la óptica estricta del inquisidor, pueden alimentar la falsa ilusión de una heterodoxia inmanente de su pensamiento y actuación o tal vez -¿y exclusivamente?- una aproximación «peligrosa» a determinadas desviaciones del recto camino predicado en las cátedras de Teología y acuñado en los Edictos de Fe. Baste señalar -por sólo citar los aspectos que se verán más abajo y no entrar en cuestiones más espinosas- su origen judeoconverso, su vindicación de un lugar para la mujer en la espiritualidad e incluso las letras y su defensa pertinaz de la oración mental. Para colmo, y permítaseme el desgarro, Santa Teresa escribía bien, desafiando desde este presupuesto la retórica que prestigiaba el «fondo» servido sin los oropeles, ornamentos y rodeos de la «forma» cuidada. «El descrédito de la forma -ha escrito Roland Barthes (3)- sirve para exaltar la importancia del fondo: decir: escribo mal quiere decir: pienso bien.»
Pese a todo lo anterior, Santa Teresa es hoy una personalidad indiscutible dentro del espectro ortodoxo de la espiritualidad y de la literatura españolas: Doctora de la Iglesia y patrona de los escritores españoles; Santa de la Iglesia desde 1622, a escasos cuarenta años de su muerte, y patrona de
España (en posterior litigio con Santiago) desde las Cortes de Cádiz de 1812. Con lo cual, por un lado, se han obviado y marginado los aspectos conflictivos de su vida y de su obra; y por otro, y esto es lo más doloroso para los amantes de la obra teresiana, se ha terminado por momificar su imagen y por relegar al dudoso olimpo de los «clásicos» la vitalidad incuestionable de sus obras.
1.-Hoy resulta incontestable afirmar que el «linaje» de Santa Teresa -a pesar de la ejecutoria que su padre consiguió alcanzar en 1500 y que le hacía emparentar, en línea ascendente, con un caballero de Alfonso XI- tiene en su origen próximo un innegable lastre de judaísmo. Frente a
Murallas de Avila. Puerta de San Vicente.
quienes en los procesos de beatificación intentaban, llevados del espíritu del tiempo y del amor a la «hermana» perdida, ocultar o cuando menos, pecando por exceso, resaltar la pureza de sangre de Teresa; y frente a los historiadores que, guiados por un prurito de no se sabe bien qué razones suprahistóricas, escamotearon intencionadamente el dato, los estudios de Américo Castro, Alonso Cortés, Domínguez Ortiz, Homero Serís, Márquez Villanueva, Gómez-Menor y, más recientemente, Teófanes Egido, han demostrado palmariamente no sólo que su abuelo, Juan Sánchez de Toledo, converso, fue procesado por la Inquisición en 1485 por «haver fecho e cometido muchos e graves crimenes y delictos de herejia y apostasia con-
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tra nuestra sancta fee catolica» (según la relación del inquisidor Francisco Pérez en el «Pleito de hidalguía») (4), sino que, y vamos a lo más interesante, esta vivencia y el problema vital que planteaba en una sociedad carcomida por la carcoma de la honra, como ella misma dice, se convierten en elementos estructurales tanto de su obra como de muchos aspectos de su vida y su reforma.
No se sabe con certeza si Santa Teresa conocía directamente este episodio de su genealogía, ni existe dato alguno documentado que permita aseverarlo sin temores. El testimonio del padre Jerónimo Gracián -«se enojó mucho conmigo porque trataba de esto [su ascendencia], diciendo que le bastaba ser hija de la Iglesia, y que más le pesaba
de haber hecho un pecado venial, que si fuera descendiente de los más viles y bajos villanos y confesos de todo el mundo» (5)-, así como algunos desgarros y actitudes de su obra, permiten sospecharlo. «Siempre he estimado en más la virtud que el linaje», dice en Fundaciones 15, 15 y, en las Meditaciones sobre los Cantares 4,5, metida ya de lleno en la vivencia cotidiana de su «reforma», sentencia: «Allá se avengan los del mundo con sus señoríos y con sus riquezas y con sus deleites y con sus honras y con sus manjares ... ». Su interés es otro, más allá de las convenciones sociales y más acá sin embargo de lo que a simple vista parece. Más allá en cuanto todas sus aspiraciones se cifran en la unión con el Amado: «mi honra es ya tuya y la tuya mía», le dice en el momento del «matrimonio» espiritual (Cuentas de conciencia, 25.ª); y en el de su muerte, según
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testigos presenciales, musita: «Al fin, Señor, muero hija de la Iglesia», temor que le acompañó durante toda su vida y que marca las líneas directrices de algunas de sus actuaciones; temor que señala también el «más acá» de nuestra precaución, y que se convierte en estímulo de su actitud religiosa «frente» al mundo -«allá se avengan ... »: ella intenta, mediante su reforma, catalizar otro mundo a escala divina en que las preocupaciones y las honras sean muy distintas-, de su conducta de abierta contestación social (6), de la que no es lo menos importante la supresión del estatuto de limpieza de sangre como requisito para ingresar en la orden «reformada», y también de muchas sutilezas de su quehacer estrictamente literario, «porque estamos en un mundo que es menester pensar lo que pueden pensar de nosotros, para que hagan efecto nuestras palabras». Esta cautela sobre el efecto de sus palabras quisiera entender que descansa en dos recelos principales: en primer lugar, su difusa, casi inmanente conciencia de sus orígenes maculados. Recuérdese que Bataillon ha registrado, y «no es ciertamente mera casualidad», puntualiza, el hecho de «que todos los alumbrados cuyos orígenes familiares nos son conocidos pertenezcan a familias de cristianos nuevos». «Desarraigados del judaísmo -explica a continuación-, estos hombres constituyen en el seno del cristianismo un elemento mal asimilado, un fermento de inquietud religiosa» (7). Tal fermento de inquietud religiosa se acrecienta en el caso de Teresa de Ahumada con el segundo de los recelos que deseaba apuntar: su propia condición de mujer, que opera en ella como límite, pero también como énfasis.
2.-El clima de exaltación espiritual de la primera mitad del siglo XVI no era ciertamente el más propicio para que en su segunda mitad (Santa Teresa fundó su primer convento reformado en 1562) una mujer, de la que además corrían rumores de algunas exaltaciones místicas, iniciase un movimiento espiritual en el que además se predicaba el énfasis de la oración mental. «Estamos en tiempos en que se predica que las mujeres tomen su rueca y su rosario y no curen de más devociones», describía un jesuita contemporáneo (8). Este recelo ante la actividad espiritual de la mujer estaba fundado, por una parte, en la proliferación de «beatas» y monjas, muchas veces embaucadoras y fingidas, que acompañaron la efervescencia de la reforma cisneriana y que tuvo su principal exponente entre las filas de los «alumbrados». Los nombres de la Beata de Piedrahita, Francisca Hernández, María de Cazalla, Isabel de la Cruz o Magdalena de la Cruz eximen de mayores redundancias. Juntas en ellas la espiritualidad y la superchería, lograron crear un clima de suspicacia tal que cualquier manifestación femenina de espiritualidad se hiciera acreedora de las sospechas inquisitoriales. Pero, por otra parte, toda la historia de la Iglesia española -como reflejo, por supuesto, de la civilización occidental- está hen-
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chida de antifeminismo. La famosa hipérbole etimológica de Kraemer y Sprenger, autores del Martillo de las brujas (1846), que hacía devenir femina de fe y minus, ambos de significado evidente, más que pasar por la transgresión de dos obsesos se convirtió en un conjuro a cuyos ecos danzaron todos los antifeministas del Renacimiento. Así, a la mujer se le asignaba un lugar en el hogar, entre el humo de los pucheros, y se le vedaba cualquier acercamiento, siquiera tímido, a las esencias de la espiritualidad, salvo como sujeto pasivo de la liturgia. Cualquier otra manifestación, era por supuesto sospechosa. Y sobre todo se le negaba el acceso al vino añejo y fuerte (como gustaba de decir el arzobispo Carranza) de la Biblia. «Por más que las mujeres reclamen este fruto, es menester vedarlo y poner cuchillo de fuego para que el pueblo no llegue a él», sentenciaba Melchor Cano (9), haciéndose eco de la severación de Fernando de Valdés, inquisidor general, que despacha sus prevenciones sobre la oración con un argumento definitivo: «cosas de contemplación para mujeres de carpintero» (10). Pero tal misoginia no se da exclusivamente entre los exaltados. Personajes tan poco sospechosos de exaltación como fray Luis de León, Francisco de Osuna o el mismo padre Domingo Báñez, confesor de Teresa de Jesús, expresaron también sus reticencias.
Santa Teresa acusa este clima en contra y se defiende en la medida de sus fuerzas y dentro de los límites de la ortodoxia, pero sin llegar a una exaltación feminista, como ha pretendido verse en algún tiempo, ni acceder siquiera a una «militancia» profeminista ni aún, como quiere Víctor G. de la Concha, en el campo concreto de la «liberación espiritual de la mujer» (11). Los términos de la fricción son muy otros. Sin olvidar que «feminismo» es término demasiado actual, y excesivamente connotado por opciones que no entraban en los presupuestos de la reformadora carmelita. La suya, aunque elocuente, es una contestación sorda y dolida. Es más que una denuncia una vindicación que nunca alcanza el tono ácido y, se podría decir, es una ostentación en contrario: las críticas vienen siempre acompañadas de los logros que, a pesar de reticencias, paradojas y renuencias, ha conseguido alcanzar. Además, sus quejas aparecen siempre enmarcadas en un contexto que no debe olvidarse: escribe para monjas. No cabe duda, sin embargo, que aun cuando sus quejas buscan casi siempre el amparo bíblico, eran excesivamente beligerantes y hasta compulsivas en su tiempo. Máxime cuando todas ellas estaban encaminadas a vindicar el lugar de la mujer en la práctica de la oración mental, y sobre todo porque se hacían en una sociedad que no sólo negaba el pan y la sal de la espiritualidad a las mujeres, sino que, además, pretendía hurtarles la pimienta, no ya de la cultura en sentido abstracto y casi gratuito, sino de la formación más elemental (12).
3.-Felizmente, hoy es insostenible la imagen de
Retrato de Santa Teresa de Jesús, por Fray Juan de la Miseria (1576).
«monja iletrada» que cierta época quiso presentarnos de la madre Teresa. Sus obras están salpicadas de referencias a libros y lecturas, a su afición a ciertos autores, a su constante preocupación por las letras. La queja impotente del Camino de perfección (28, 10) (13), de «no tenemos letras las mujeres»- se convierte en toda su obra, en
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toda su vida en un afán inquebrantable por acceder al círculo iniciático de las «buenas letras».
Aprendió a leer a los seis años y repartió su interés entre la biblioteca de su madre, pródiga en libros de caballerías, y la de su padre, en la que eran parte importante los tratados de espiritualidad de la época. De la primera biblioteca quedan en su obra algunas metáforas y símbolos y un hálito aventurero que convierte sutilmente el camino de la oración en una peculiar «cruzada» en
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la que brillan y se oponen ejércitos de distintos colores y en la que, al colorido bélico de soldados, alféreces, capitanes y alcaides de los castillos del alma, se oponen las sabandijas, serpientes y otros bichos de sus enemigos. Los libros de su padre y los que poco a poco fue consiguiendo a lo largo de sus primeros treinta y cuatro años (el Indice de Valdés de 1559 cercenó la posibilidad de leer la espiritualidad en lengua vulgar) conformaron el espíritu de su doctrina y el carisma de su espiritualidad.
Han sido muchos los empeños arqueológicos por descubrir las «lecturas» de Santa Teresa. Morel-Fatio, Sánchez Moguel, Etchegoyen, etc., han rastreado las obras de la santa en busca de indicios y referencias hasta configurar un importante «corpus» de libros que con toda certeza manejó Teresa de Jesús. No importa aquí tanto su nómina como el hecho palmario de que, de forma directa, la emparentan con corrientes posteriormente perseguidas de oficio. Víctor de la Concha señala cómo los textos que Santa Teresa recomienda en el capítulo primero de las Constituciones (14) tí,enen una clara correspondencia con los que Juan ·de Valdés aconseja en su Diálogo de doctrina cristiana: « ... el Libro de las epístolas y evangelios y sermones del año; [ ... ) los Cartujanos, donde hay mucha doctrina de santos doctores; y en el Enquiridion de Erasmo; y en algunas cositas del mismo que hay en romance [ ... ] También en el Contemptus mundi, que dicen de Gerson, y en las Epístolas de San Jerónimo; y también en los Morales de San Gregorio [ ... ) ; y asimismo en algunas cositas que hay de San Agustín» (15). La recomendación teresiana de las Constituciones, para que el paralelismo con la valdesiana sea más evidente, habrá de completarse con las referencias que a San Jerónimo, San Gregorio y San Agustín hace en el Libro de la Vida (3,7; 5,8 y 9,7, respectivamente). Pero esta confluencia no es episódica ni circunstancial. Pierre Groult ha visto también cómo los libros manejados por Santa Teresa coinciden en buena parte con los utilizados por el «alumbrado» Alcaraz (15bis) y supongo que no es mucho aventurar el pensar que una indagación detenida en este sentido nos depararía, más que la sorpresa, la constación de que cuantos rozaron o se zambulleron de lleno en la «herejía» tras el Indice de Valdés manejaban y bebían en las mismas fuentes: aquellos libros en romance que divulgó el cardenal Cisneros desde Alcalá y que sirvieron de semilla para todas las manifestaciones espirituales del XVI.
Teresa de Jesús no es una excepción. Fruto de su época y -quizás- del estigma de su linaje, «se movía con mayor soltura, como en su clase, en esa abigarrada y heterogénea franja del iluminismo, erasmismo, recogimiento y demás corrientes espirituales semejantes, que vinieron a catalizar la inquietud humana y social de los conversos frente a los cristianos viejos» (16). El hecho de que la Inquisición fijara en ella sus ojos e iniciara sus
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Firma de Santa Teresa de Jesús.
pesquisas, sólo viene a confirmarlo. El hecho, por otra parte, de que nunca en vida la molestara excesivamente (salvo en la retención del Libro de la Vida) parece confirmar la hipótesis de Bataillon de que era quizás una cuestión de prestigio (17). Y Santa Teresa, no cabe duda, supo alcanzarlo tanto por su propia actuación, como por lo que trascendió de sus obras, como sobre todo por sus muy cuidadas relaciones sociales.
4.-Llegamos, finalmente, al capítulo más conflictivo. Si en los pormenores anteriormente reseñados no había quedado suficientemente explícito el contacto -no tan lejano- de Teresa de Cepeda con las corrientes «heterodoxas» o cuando menos polémicas de su entorno, resulta evidente que su defensa de la oración mental la alínea con quienes de forma más o menos directa hubieron de pagar «con su vida y haciendas» su enfrentamiento con las instituciones teológicas.
La contienda entre místicos e intelectuales, la tensión entre carisma y jerarquía, entre lo institucional y la libertad del Espíritu y del Evangelio, congénita a la condición terrestre de la Iglesia militante, acabó por convertirse en oposición fanática, irreconciliable. Baste el caso del arzobispo Carranza y su persecución por parte del inquisidor Valdés para ejemplificarlo. La teología, erigida en marca de ortodoxia frente a la reforma protestante, no podía asimilar una espiritualidad nacida de la experiencia directa y del encuentro individual (no intelectual) con Dios. Y el símbolo que identificaba a los místicos era evidentemente la oración mental: «Si sabéis o habéis oído decir que alguna o algunas personas vivas e defunctas hayan dicho e afirmado que sola la oración mental está en precepto divino y con ella se cumple todo lo demás y que la oración es sacramento debaxo de accidentes [ ... ] », escribían los inquisidores en 1573 como forma de identificar «alumbrados».
Santa Teresa, en su defensa de la oración mental, forma con el grupo de espirituales españoles que, descendientes de Erasmo, tachaban la oración vocal de falta de interioridad y sobrada de mecánica, ritualismo y liturgia exterior. V aldés, Porras, Valtanás, Azpilcueta, Carranza, Constantino, Vives, López de Segura, Granada, etc., reproducían y recrecían a Erasmo, Savonarola, Crema, Fermo, Blosio ... y a todas las corrientes interiorizantes del Renacimiento. La proyección de todos ellos alcanzará a Miguel de Molinos, en plena mitad del siglo XVII, acentuando la división entre «espirituales» y «letrados». Molinos escribe en su Guía espiritual: «Hay algunos doctos que no han leído jamás estas materias, y algunos espiri-
tuales que hasta ahora no las han gustado, y por eso los unos y los otros las condenan; aquellos por ignorancia y éstos por falta de experiencia». Lógicamente, habla de la oración de quietud.
En Teresa de Jesús el conflicto de la experiencia mística es profundo y elocuentemente plástico. Aunque alardea de su amistad con los «letrados» y a ellos encomienda sus dudas, es evidente que a la hora de la verdad exige «experiencia», pues sin ella, llega a decir, no entenderán algunas cosas: Meditaciones sobre los Cantares 6,7. Así, el socorrido «buen letrado nunca me engañó» (Vida 5,3) adquiere una connotación ambigua que acentúa todas las prevenciones sobre el uso del epíteto.
El problema es palmario en el proceso de redacción de sus obras. La Vida, que nace para explicar a sus confesores, «el modo de oración y las mereced es que el Señor me ha hecho», se convierte sin embargo en una particular autobiografía. Hubieran bastado los capítulos que van del XI al XXII, que adquieren autonomía dentro del texto, pues en ellos se limita a redactar un tratado sobre los modos y grados de la oración. Pero no. Para llegar a estos capítulos -para que los letrados entiendan su proceso- precisa de la narración de toda su vida, de sus experiencias, de las ocasiones concretas que propiciaron todo su conocimiento
El éxtasis de Santa Teresa. Bernini.
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abstracto. Cuando posteriormente reemprende la narración en el Camino de perfección y Las Moradas (18) va desprendiéndose poco a poco de las referencias autobiográficas, despojando sus textos de elementos episódicos hasta configurar auténticos tratados de oración. Cuando escribe las Moradas y sobre todo emprende la redacción de las Meditaciones sobre los Cantares -el libro más bello salido de su pluma, para mi gusto, y el único que no obedece a mandatos exteriores-, Santa Teresa no se encuentra ya en la necesidad de justificarse. Son obras que nacen como en un arrebato místico, con la fuerza y el carisma de la experiencia presidiendo todas sus páginas. Como si todas sus prevenciones anteriores hubieran cedido, barridas acaso por el hálito mágico de las metáforas, de los símbolos, de la alegoría �gigantesca del castillo cuya puerta de en- � � trada, evidentemente, es la oración. �
NOTAS
(1) Cfr. Enrique Llamas Martínez, Santa Teresa de Jesús yla Inquisición española (Madrid: CSIC, 1972), 499 pp.
(2) Menéndez Pelayo, Heterodoxos (Madrid: CSIC, 1965),t. IV, p. 229: «Suele decirse, con pasión y sin fundamento, quela Inquisición persiguió a Santa Teresa[ ... ) Lo que hubo fueron denuncias, exámenes, y calificaciones, de que ni SantaTeresa ni nadie puede librarse, porque a nadie se le canonizaen vida[ ... )».
(3) Roland Barthes, Sade, Fourier, Loyola. Cito por laedición castellana (Caracas: Monte Avila, 1977), p. 45.
(4) Vid. Narciso Alonso Cortés, Pleitos de los Cepedas, enBoletín de la Real Academia Española, 25 (1946), p. 90.
(5) Jerónimo Gracián, Obras, ed. del padre Silverio deSanta Teresa, t. III, BMC, v. 16 (Burgos: 1933), p. 259.
(6) Cfr. Teófanes Egido, Ambiente histórico, en Introducción a la lectura de Santa Teresa (Madrid: 1978), pp. 69-88.
(7) Marce! Bataillon, Erasmo y España (México: FCE,1%6), 2.ª ed., pp. 180-181.
(8) Monumenta historica Societatis Iesu, t. 8 (Litteraequadrimestres, t. 3) (Madrid, 1896), p. 308.
(9) Vid. A. Caballero, Conquenses ilustres, ll (Madrid,1871), p. 597.
( !O) Así lo insinúa fray Luis de Granada en una carta aCarranza. Vid. Obras del P. Luis de Granada, ed. J. Cuervo, XIV (Madrid, 1908), p. 441.
(11) Víctor G. de la Concha, El arte literario de SantaTeresa (Barcelona: Ariel, 1978), p. 31.
(12) Don Cristóbal de Balmaseda, pariente de Teresa, se negaba por ejemplo a que sus hijas aprendiesen a leer y escribir. Cfr. Les parents de Sainte Thérese (Thichinopoly, 1914), p. 75.
(13) Sigo el códice de El Escorial.(14) Dice Santa Teresa en Constituciones 1, 13: «Tenga
cuenta la priora con que haya buenos libros, en especial Cartujanos, Flos Santorum, Contentus Mundi, Oratorio de religiosos, los de fray Luis de Granada y del padre fray Pedro de Alcántara, porque es en parte tan necesario este mantenimiento para el alma como el comer para el cuerpo».
(15) Juan de Valdés, Diálogo de doctrina cristiana (Madrid: Editora Nacional, 1979), p. 140.
(15bis) Cfr. Pierre Groult, Los misticos de los Países Bajos · y la literatura espiritual española del siglo XVI (Madrid: FUE,1976).
(16) Dámaso Chicharro, Introducción a su edición del Libro de la Vida (Madrid: Cátedra, 1979), p. 31.
(17) Bataillon, Erasmo y El1paña, ed. cit., p. 169.(18) No es preciso siquiera señalar que ambos libros fueron
esc1itos por Teresa de Jesús a falta del de la Vida, retenido por la Inquisición.
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