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Del sujeto a la ciudad posmoderna: la disgregación social de la
modernidad
Javier Caballero Galván
En el uso coloquial del término, la “modernidad” es asociada sin duda, únicamente con su
dimensión temporal. Se entiende que lo moderno es lo último, lo actual, aquello que
siempre se reinventa y que en consecuencia no tiene relación alguna con el pasado;
modernidad que sólo se nombra en presente y que se infiere en un futuro próximo que sabe
no llegara.
Sin contradecir este hecho, es importante considerar que la modernidad no sólo es una
categoría de tiempo, sino además, un proceso de paradójica disgregación social. El devenir
moderno implica la desarticulación de la sociedad humana y la reducción a su mínima
expresión: el sujeto. Un proceso de concreción imposible que mantendrá una tensión sólo
manifestada en y por la crisis. Así, la modernidad también debe ser entendida como
sinónimo de crisis social, política, económica y cultural, una crisis perenne sin solución
posible y que tiene como corolario, tres momentos o estancias de disgregación.
La primera de ellas tiene que ver con la aparición de un sujeto autónomo; una idea
insostenible que la modernidad ha generado como aspiración y que será la base de la
sociedad utópica con la que comenzó a soñar Tomás Moro y con la que continúa soñando el
tardo-capitalismo. Se trata pues, de un sujeto que se mira a sí mismo autosuficiente,
creador, innovador; todas características que difuminan las fronteras con el otro, que lo
ignoran y que incluso justifican su opresión.
El nacimiento del sujeto moderno, se fragua al calor del lento y doloroso proceso de
desaparición de la sociedad medieval; una sociedad que era un todo orgánico significado
desde el pasado y que irá perdiendo consistencia en la medida en que este nuevo sujeto se
concibe como parte del conjunto. Es importante señalarlo: se trata de una idea profunda que
abona a la disgregación social. La concepción de ser parte de un todo integral comienza a
destruirlo, pues los conjuntos sólo pueden ser tales si mantienen su unidad. Así, bajo el
axioma con el que surge la escuela de la Gestalt, “el todo es mayor a la suma de las partes”,
podemos entender la tensión que originó un sujeto, que intrínsecamente es un ser social, y
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que se concibió autónomo. Una paradoja de imposible resolución, que terminará
colocándolo contra el piso en los albores del siglo XXI.
En este sentido podemos afirmar que el proyecto moderno manifiesta su crisis esencial,
porque hoy más que nunca los sujetos ya no podemos concebirnos con los demás, y sin
embargo, intuimos que sin el otro no somos.
Durante los últimos cuatro siglos, este proceso de disgregación ha sido potenciado además
por la segunda estancia de disgregación, que tiene que ver con la escisión que este sujeto
plantea con su entorno. Signo indiscutible de ello, será el nacimiento de la perspectiva, que
artistas como Brunelleschi y Alberti desarrollarán como forma de representación de una
realidad “objetiva”, neutra (Prono & Aimino, 2011), sin los atributos y simbolismos que la
Edad Media incrustaba en sus expresiones gráficas. Sin embargo, esta sustitución era en sí
misma la constancia de una nueva interpretación.
Lo interesante de la perspectiva, más allá de la fragmentación espacial que propone, es que
es una metáfora de la escisión que el sujeto tenía no sólo con lo social, sino con la realidad
en sí y en efecto, con su consistencia. La perspectiva nos muestra a un observador que esta
fuera de la escena, que no participa de ella, pero que sólo a través de éste es posible verla.
Pero además de este relato sumamente explícito, se halla la sutil definición de quién es este
sujeto: un ser autónomo que todo lo ve desde la objetividad, desde la razón y desde
“afuera” del mundo. Si bien estos atributos fueron paulatinamente adjudicados al dios
católico, es posible observar cómo el nuevo sujeto comienza a construirse a sí mismo como
ese ser absoluto, que comienza a ser el responsable de darle una explicación lógica al
universo. Dios se convertirá en motor y causa, pero dejará de proveer las explicaciones.
La separación con el universo permitirá su relativo dominio. La técnica comenzará a crear
recursos para evitar la escasez, y la naturaleza entonces aparecerá como un enemigo a
vencer. El ser humano dejará de formar parte del mundo, aunque paradójicamente (siempre
la paradoja) se sabe parte de éste, y sabe también que se trata de una ficción. En
consecuencia, esta creencia llegó demasiado lejos con la construcción del sistema
económico capitalista, el cual ha convertido el dominio en destrucción y la cooperación en
explotación. Un sistema que ha producido la mayor riqueza en la historia humana a costa
del despojo y el sacrificio de millones de personas. Una estancia de disgregación que nos ha
conducido a un callejón sin salida.
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La tercera y última estancia de disgregación tiene que ver con el tiempo, dimensión que
como ya se expuso, la modernidad tomó como única. En la estructura medieval, el tiempo
formaba parte de la vida cotidiana (Mumford, 1972). Era sencillamente imposible pensar
que el tiempo funcionara detrás de las cosas, que fuera, digamos, independiente. El tiempo,
como lo explica David Harvey (2012) es una dimensión que fluye en escalas, que no tiene
dimensión global o bien, dimensión objetiva. El tiempo y su correlato que es el espacio,
sólo puede significarse desde la formación social; desde la unidad mínima que crea el
espacio de lo político. Sin embargo, será en las congregaciones benedictinas que el tiempo
comenzará a disgregarse. Primero la división del día en las horas canónicas, intervalos de
tiempo que se designaban a la realización de actividades específicas; más tarde, aparecerá
el reloj, que hará del tiempo algo medible y universal. Las campanadas de los conventos e
iglesias de los pueblos medievales irán regulando la vida de las personas y creando un
imaginario que organiza el acto social, así, la sincronización del trabajo se convertirá en
una forma de afinar la técnica, de consolidar objetivos y de dominar los deseos y las
necesidades colectivas.
El reloj, a decir de Lewis Mumford (1972), se convertirá en la máquina hegemónica que el
capitalismo resignificará en la era industrial al vincularlo con la forma del espacio que
Henry Ford y Frederick Taylor, vislumbraron en la producción en serie. Finalmente, el
espacio se convertirá también en una unidad diferenciada, pero que ligada al tiempo podía
ofrecer beneficios materiales y sociales amplios. Desde luego, el impacto de esta
construcción social, se reflejará en la arquitectura y en la estructura urbana que amalgamará
los efectos de la disgregación.
Si bien podemos hacer de la crisis moderna un fractal que se expresa en diferentes escalas y
en diferentes intensidades, resultara interesante observar que esta adquirirá una nueva
consistencia a partir de los profundos cambios sociales que se produjeron a partir de 1968.
Cambios que a algunos autores les hicieron creer que la modernidad había caducado y que
el mundo había entrado en una nueva forma social y política que no dudaron en llamar
“posmodernidad”. Con todo, ésta también tendrá una contradicción que terminará
ratificando la disgregación que el capitalismo industrial había exacerbado: el reclamo de los
sujetos ante la imposibilidad de encarnar la igualdad universal que continua sustentando el
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liberalismo político, y la aparición de la diferencia, que en lugar de atenuar el efecto de la
otredad , atizó el culto a la individualidad.
Además de esta contradicción inicial, es importante enfatizar el profundo cambio espacio-
temporal que se hizo exponencial a partir de este momento. Se trata de una compactación
que modifica por completo la escala del tiempo y del espacio que la modernidad había
planteado (Harvey, 2012). Hoy nos enfrentamos a una espacialidad cada vez más abstracta
y relativa porque las tecnologías de la información y de la comunicación han hecho las
distancias más cortas y los momentos más efímeros. Así, el tiempo se ha convertido en una
mercancía que se acumula y se intercambia dando paso a su propia destrucción. Si bien la
modernidad había roto todo lazo con el pasado, en la posmodernidad será el futuro el que
quedará disuelto y nos adentraremos en un presente perenne formado de instantes fugaces.
Desde luego, toda esta compactación tendrá su réplica en la configuración urbana. Por un
lado, veremos crecer la ciudad sobre el eje de la fragmentación, del aislamiento, de la
espacialización de la otredad que levanta fronteras físicas y simbólicas; y por el otro,
veremos como la centralidad se irá tornando difusa. La modernidad decimonónica había
intentado coordinar la forma social que potenciaba una ciudad integral, con un centro
simbólico, político y económico (Castells, 2012) que difundía la idea de un orden social
jerárquico. Desde ahí, la idea del sujeto universal era fácilmente aprehensible, y la
centralidad urbana se constituirá como una característica inherente de la ciudad industrial.
Para Castells (2012), es importante estudiar la centralidad desde la forma en que la
estructura urbana en general la significa, evitando asociar indiscriminadamente el centro
ecológico con el centro ideológico o simbólico. El sueño posmoderno de ver una ciudad
policéntrica reflejo de una sociedad igualitaria y diferenciada, es una ilusión propia de la
despolitización que ésta ha creado. La posmodernidad mantiene a pesar de todo un centro
simbólico, pues el orden social que la sustenta no termina por desaparecer. Al contrario,
más parece que el paso de la modernidad a la posmodernidad ha significado crear una
espacialidad y una temporalidad capaza de bloquear o velar las fracturas conceptuales que
la comunidad política ha comenzado a vislumbrar.
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Bibliografía:
Castells, Manuel (2012), La cuestión urbana. México: Siglo XXI
Harvey, David (2012), La condición de la posmodernidad . Buenos Aires: Amorrortu Editores
Mumford, Lewis (1972), Técnica y civilización. Madrid: Alianza Universidad.
Prono, María Inés & Aimino, Matías (2011), El juego de los tuertos. Miradas críticas sobre
la perspectiva renacentista y la ciencia moderna. Polis. Revista de la Facultad de Arquitectura,
Diseño y Urbanismo, Universidad Nacional del Litoral. Año 14. No. 13
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