airadiario de un demonio (1)

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Texto de César Aira. Diario de un demonio

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Page 1: Airadiario de Un Demonio (1)

DIARIO DE UN DEMONIOCésar Aira

Alguna vez en el futuro podré decir: “hubo un día en que me cansé de ser bueno, y empecé a ser malo”. Ese día es hoy. Hoy dejo de ser bueno. Hoy empiezo mi nueva vida. Doy una vuelta completa y empiezo de nuevo. Dejo de ser el que fui siempre. ¡Basta! Me cansé de portarme bien. A partir de hoy (hoy incluido), soy malo. Es increíble la energía que transportan estas palabras: rompen el papel, me queman las manos y los ojos. Son energía pura, un rayo que atraviesa mi pequeño mundo quemándolo todo y abriendo un agujero al rojo vivo.

El título que le he puesto a esta nota puede inducir a error, que me apresuro a aclarar. No es que yo lleve un diario, y éste sea un fragmento. O mejor dicho, sí llevo un diario, pero es éste. Hoy lo empiezo y hoy lo termino. Es el diario de un solo día, y no podría ser de otro modo: hoy queda dicho lo que va a ser el resto de mi vida, y me bastan unas pocas líneas para decir todo lo que fue mi vida hasta aquí.

No es mi intención “llorar por la leche derramada”, pero ¡cuántos años perdidos! Toda mi vida, hasta el día de hoy; toda una vida de prehistoria. Me llevó cuarenta y seis años convencerme. Y de pronto, en un solo día, en un instante del tiempo, ver la verdad entera y transparente, y encarnarla en un solo gesto, transformarme ante mis ojos atónitos. Es un día histórico. Lo registro con un estremecimiento que puede estropear mi prosa, ¡pero qué me importa! Ya he escrito bastante, eso queda atrás, junto con todo el resto. A partir de ahora sólo puedo escribir en nombre del Mal. Es una expresión, una confirmación, una revelación, es una actitud nueva y automática, sin reverso, sin fondo. Sólo en el Mal toma sentido el acto de escribir.

Más allá de las ilusiones del discurso, en la intimidad sincera con uno mismo, hay que fundamentar todas las razones de la acción en el más desnudo y brutal cálculo de beneficios. Y bajo esa luz, es evidente, de toda obviedad, que vale más ser malo que ser bueno. Cualquiera puede verificarlo con cuantos ejemplos quiera, tomados de su existencia cotidiana, no importan las circunstancias, edad, sexo, profesión o condición social. En el malo, el menor bien cuenta; en el bueno, el menor mal. El malo se salva por el menor bien; por el menor mal, el bueno es condenado. No importa cuánto tiempo se mantenga en la actitud habitual, buena o mala: si hay que juzgar, se lo hará por el mínimo inverso. Con el agravante de que al malo no se lo juzga nunca, porque se lo juzgó al principio y el veredicto cayó en el olvido de lo consuetudinario: mientras que en el proceso al bueno el juicio siempre está suspendido en una espera venenosa y angustiante.

Tomemos a efecto de la demostración el matrimonio. El marido bueno complace a su mujer en todo, la rodea de comodidades, de consideraciones, de gentilezas, la escucha, la comprende, hace las camas, cocina, lava los platos, plancha, paga las cuentas, la lleva de vacaciones, se ocupa de los chicos, cambia lo cueritos de las canillas. Su mujer vive descontenta, se queja, se pregunta por qué cometió el error de casarse con un hombre al que no pude querer ni respetar. Y si no lo dice, por un sentido de la justicia que le pesa como una condena, basta que el infeliz cometa el menor desliz (que se le rompa un plato mientras lo lava) para que en ella estalle toda la amargura contenida, en un torrente de injurias. Para ella, todas las virtudes del marido

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equivalen a una maniobra de poder, un modo de tenerla sometida, esclavizada a una cortesía hueca y fría, de la que está tan ausente el amor como la vida plena que soñó de niña. Ni siquiera puede abandonarlo, porque todas las culpas recaerían sobre ella. De modo que el pobre imbécil, que actúa movido sólo por el sentimiento del deber, ahogando sus deseos e impulsos y renunciando a su libertad (si lo hiciera por gusto sería un enfermo mental), sacrifica su vida inútilmente. Conste que no estoy hablando de una mujer cruel o neurótica, sino de la más normal y corriente.

En cambio el marido malo somete a su pareja a toda clase de malos tratos y humillaciones. Tiene amantes, se emborracha, le grita insultos soeces, se va de viaje con excusas increíbles, se juega el sueldo de él y lo que pude echar mano del de ella, le hace ascos descaradamente a la comida, contrae deudas, deja que la casa se venga abajo. Y la esposa no se queja: ¿de qué serviría? Ya agotó su provisión de llanto, y además él no se lo permite: no le presta atención, o se la presta para gritarle, y hasta podría darle un sopapo. Ella lo quiere (por eso se casó), y lo respeta, porque él la hace vivir intensamente el drama del matrimonio y de la vida en general. Y él por su parte goza de todos los privilegios de la existencia, puede llevar su destino al extremo.

Por supuesto que estos casos extremos no se dan en la realidad: en los hechos el bueno siempre está cayendo en desfallecimientos de bondad, y vive sobre su fracaso; mientras que el malo tiene casi todos los días un gesto encomiable; le basta con que sea un gesto mínimo para que brille como un sol, por contraste, y todos lo adoren por él. Frente al vacío del otro, el malo construye una realidad, tierna y entrañable, que hace su marca en el mundo y valdrá la pena recordar con nostalgia cuando hayan pasado los años.

De lo cual se deduce la superioridad tan evidente del Mal sobre el bien. Mientras que éste nos unce al yugo de la necesidad teórica, aquél nos libera a los beneficios de la práctica. El Mal permite que la vida siga, devalúa las supuestas jerarquías de importancia, da la medida justa de la banalidad necesaria para que el hombre recorra su camino en el mundo.

 Estarían de más los ejemplos; se podrían hacer muchos sainetes facilongos con ellos, y detesto eso. Pero al mismo tiempo, no me es fácil “salir” de eso. Porque advierto que toda salida conduce al pensamiento, a la clase de teorías autocontradictorias que me hicieron ser lo que fui hasta hoy. Y de pronto es preciso, es de la mayor urgencia, hacer una conversión completa; no es tanto lo de “completa” lo que me abruma, como que sea “a partir de hoy”, o más bien “en” hoy, dentro de este día abismal con el que he tropezado en medio de mi vida. Empezar a ser malo equivale a entrar, ni más ni menos, al fin, en la realidad. Y no es tan fácil. La realidad como un concepto fino visto de perfil, es resbalosa y se hurta al esfuerzo del que quiere introducirse en ella. La experiencia me indica que nunca se la puede penetrar.

10 de julio de 1995.Tomado de:

La trompeta de mimbre