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ABISMO Y CAOS * I Difícil, azariento, presagioso es el momento político, económico y social, en que nace este Doctorado de Filosofía en la Universidad Simón Bolívar. Mucha gente habrá de preguntar a qué se debe su puesta en marcha dentro de tales circunstancias y cuál es su sentido en esta hora. Una respuesta –de claro tinte evasivo– sería decir que una y otra realidad no guardan correspondencia, ni tienen nexos aparentes entre sí. Otra –de contraria y provocadora petulancia– afirmar que justamente la gravedad de aquélla, hoy como nunca, requiere que haya por fin un sitio donde se formen los sabios que en sus manos tomen la conducción de los asuntos públicos, tal como si Platón continuase siendo supremo oráculo en estos menesteres. Mas lo cierto es que ni en una ni en otra vertiente debemos inscribir nuestra respuesta, sino buscar para ella un cauce de otra índole, tal vez más modesto, que sin ignorar o negar totalmente aquellas comprometedoras perspectivas, aclare las cosas con mesura, sin engaños ni aspavientos, colocándolas en su debido sitio. El sustantivo doctor-oris se aplicaba a quien enseñaba o instruía: al docente. El adjetivo doctus-a-um, por su parte, se utilizaba para designar al sabio o docto, valga decir, a quien conocía a fondo aquellas cosas que enseñaba y transmitía. Ambos, como es bien sabido, se originan de una común raíz: el verbo doceo-es-ui-doctum-docere (traducción del griego did£skw) que se aplicaba al acto de manifestar o hacer patente –valga decir, claras y distintas– las cosas o materias sobre las que versaba el respectivo saber que era mostrado o demostrado. El docto o doctor debía poseer, en tal sentido, al menos dos virtudes para ejercitar a plenitud su actividad docente: en primer término, la habilidad o arte que facilitara la transmisión del saber; y, en segundo, el dominio de este mismo, para lo cual requería ser versado o erudito en sus particularidades y contenidos. Mas, en cualquier caso, fuese doctor o docto, quien enseñaba debía antes haber buscado y perseguido largamente el saber que pretendía transmitir, familiarizándose con sus particularidades y meandros, hasta hacerlo de su posesión, esto es, propio y personal. * Nota del Archivo E.M.V.: La presente versión corresponde a la última edición, publicada el año 1998 en el libro Invitación al pensar del siglo XXI, que fue corregida por el propio autor y difiere en algunos aspectos, estilísticos o de contenido, en relación con la precedente. El lector interesado puede advertir los cambios introducidos comparando con la edición original publicada en el año 1991.

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ABISMO Y CAOS*

I

Difícil, azariento, presagioso es el momento político, económico y social, en que nace

este Doctorado de Filosofía en la Universidad Simón Bolívar. Mucha gente habrá de

preguntar a qué se debe su puesta en marcha dentro de tales circunstancias y cuál es su

sentido en esta hora.

Una respuesta –de claro tinte evasivo– sería decir que una y otra realidad no guardan

correspondencia, ni tienen nexos aparentes entre sí. Otra –de contraria y provocadora

petulancia– afirmar que justamente la gravedad de aquélla, hoy como nunca, requiere que

haya por fin un sitio donde se formen los sabios que en sus manos tomen la conducción de

los asuntos públicos, tal como si Platón continuase siendo supremo oráculo en estos

menesteres.

Mas lo cierto es que ni en una ni en otra vertiente debemos inscribir nuestra

respuesta, sino buscar para ella un cauce de otra índole, tal vez más modesto, que sin

ignorar o negar totalmente aquellas comprometedoras perspectivas, aclare las cosas con

mesura, sin engaños ni aspavientos, colocándolas en su debido sitio.

El sustantivo doctor-oris se aplicaba a quien enseñaba o instruía: al docente. El

adjetivo doctus-a-um, por su parte, se utilizaba para designar al sabio o docto, valga decir,

a quien conocía a fondo aquellas cosas que enseñaba y transmitía. Ambos, como es bien

sabido, se originan de una común raíz: el verbo doceo-es-ui-doctum-docere (traducción del

griego did£skw) que se aplicaba al acto de manifestar o hacer patente –valga decir, claras y

distintas– las cosas o materias sobre las que versaba el respectivo saber que era mostrado o

demostrado.

El docto o doctor debía poseer, en tal sentido, al menos dos virtudes para ejercitar a

plenitud su actividad docente: en primer término, la habilidad o arte que facilitara la

transmisión del saber; y, en segundo, el dominio de este mismo, para lo cual requería ser

versado o erudito en sus particularidades y contenidos.

Mas, en cualquier caso, fuese doctor o docto, quien enseñaba debía antes haber

buscado y perseguido largamente el saber que pretendía transmitir, familiarizándose con sus

particularidades y meandros, hasta hacerlo de su posesión, esto es, propio y personal.

* Nota del Archivo E.M.V.: La presente versión corresponde a la última edición, publicada el año 1998 en el libro Invitación al pensar del siglo XXI, que fue corregida por el propio autor y difiere en algunos aspectos, estilísticos o de contenido, en relación con la precedente. El lector interesado puede advertir los cambios introducidos comparando con la edición original publicada en el año 1991.

Pero hay más: cuando aquel saber se refería a materias filosóficas, la tarea de

enseñarlo no podía reducirse simplemente a mostrarlo, sino que requería la demostración de

su verdad... para lo cual el arte de enseñar lo sabido debía seguir los pasos, el camino y las

normas –valga decir, el método– del conocimiento o saber científico (scientia)... no

contentándose con reiterar o repetir opiniones, sino imponiéndose, como una exigencia, la

tarea de aportar la razón (ratio) y el fundamento (fundamentum) que sostenían, explicaban

y hacían valedera o racional la verdad de lo demostrado y enseñado.

El docto o doctor, en tal sentido, no podía ser cualquiera que buscara el saber para

enseñarlo y transmitirlo, sino que lo transmitía y enseñaba porque era amante de la verdad

que atesoraba y debíale respeto y fidelidad a la misma... ya que su relación de dominio, con

respecto al saber, se había invertido. En efecto: tal era el poder o majestad de la verdad de

lo enseñado... que quien enseñaba este saber experimentaba una suerte de subyugación o

impotencia para deshacerse del absoluto imperio que ejercía aquélla sobre su persona.

De allí la actitud de los exégetas y la indiscutida autoridad de la tradición magisterial,

que tantos buenos y seculares frutos rindió para la filosofía, sin los cuales hoy sería

imposible ejercer de veras su docencia o, tan siquiera, intentar su transmisión.

¿Pero nos hallamos en este momento –precisamente cuando vivimos las postrimerías

de un siglo que se ha caracterizado por ser, antonomásicamente, un autodestructor

sistemático de los propios paradigmas que ha creado– en un trance parecido al mencionado?

¿Nos olvidaremos, además, que por circunstancias íntimas e intransferibles somos

habitantes de un Nuevo Mundo... cuya ineludible tarea histórica es la del autodescubrimiento

de su originariedad?

Creo que, por ya sabidas, no debo reiterar ante ustedes las respuestas que me he

dado frente a ello. Pero abusando de la economía del raciocinio me limitaré a expresar que,

a título personal, consideraría inexcusable que este Doctorado en Filosofía se creara para ser

un simple repertorio y repetidero académico de saberes ajenos, tanto más si ellos, por su

origen y textura, resultasen divorciados de la problemática científica y tecnológica de

nuestro propio tiempo... y en nada contribuyesen a la faena de autognósis que hoy reitero

como deber primordial de los filósofos latinoamericanos.

Mas si ello se refiere al contenido de los saberes que en este Doctorado hayan de ser

transmitidos... no acallaré tampoco mis preventivas críticas frente al modo o forma en que

aquella transmisión se realice para que cumpla su auténtica finalidad filosófica y didáctica.

Efectivamente: si de veras se desea y pretende que la filosofía cumpla su genuina

misión entre nosotros –de la que posteriormente hablaremos con mayores detalles y cuyo

primordial designio centraremos, provisionalmente, en lograr que cada hombre tenga acceso

a sus propias fuentes creadoras de verdad– mal puede quien la enseñe, si quiere cumplir

tarea semejante, aprovecharse de su talante doctoral o docto para imponer ventajosamente

sus opiniones frente a los discípulos... transmitiendo el saber de un modo autoritario,

acrítico y dogmático, como si fuese el dómine de una gramática intemporal y absolutista

cuyas reglas sintácticas no admitieran críticas ni menos variaciones de ninguna clase.

Semejante forma de enseñanza no sólo debe ser desterrada por infecunda, sino por

contrariar la que ha de ser, sin duda alguna, la finalidad de toda auténtica pedagogía, tanto

más necesaria y evidente a medida que ella eleva y refina su primordial modalidad ductora:

la del dejar ser y ayudar a ser al otro, enseñándole no sólo contenidos, sino actitudes y

temples creativos frente al saber y a sus secretos hontanares... a fin de que éstos se

despierten y desplieguen por sí mismos sus propias fuerzas genesíacas, colocando a quien

aprende frente a su propio caos, y, por ende, ante su propio abismo.

He aquí, queridos amigos, que casi sin proponérnoslo, hemos nombrado unas

palabras que encierran, en sí, todo cuanto quisiéramos y pudiéramos decir hoy para rendir

justo homenaje a la iniciación de este Doctorado y aprovechar la oportunidad de asentar sus

posiciones aurorales.

Pues con los años –permítaseme esta confesión– he llegado al convencimiento de que

filosofar no es admirarse (qaum£zein), como Platón y Aristóteles decían, sino abismarse, si es

que a semejante término le conferimos su auténtica significación y lo conjugamos con las

implicaciones meta-técnicas que en nuestro propio tiempo se requieren... gracias a los

instrumentos mediante los cuales hoy podemos trans-mutarlo.

Mas, si así lo hacemos, por abismo debemos entender el caos, siendo precisamente

este último –en su significación científica contemporánea– el eje de una de las revoluciones

intelectuales más radicales de todo nuestro siglo... y, quizás, si las conjeturas no resultan

exageradas, aquella que promete mayores transformaciones y cambios en los fundamentos

científicos y filosóficos de los tiempos que se acercan.

Justamente por ello –a fin de analizar despaciosamente semejante perspectiva e

intentar que el caos y el abismo nos revelen su genuino sentido meta-técnico– debemos

avanzar, por pasos, en el siguiente orden:

1o) esclareciendo lo que, desde un horizonte óptico-lumínico, tales términos

designan;

2o) examinando brevemente las modernas teorías del caos a fin de acotar su auténtico

significado y los límites que el mismo ofrece para su inteligibilización meta-técnica; y

3o) estableciendo lo que esta última implica, exige y promete para la filosofía de

nuestro propio tiempo y nuestras propias concepciones, hallazgos y postulados.

Todo ello –como ustedes deben comprenderlo fácilmente– no podrá ir más allá de un

primer esbozo y sólo concluir en alusiones. Creo, no obstante, que al atreverme a osadía

semejante... ello revela, a las claras, cuál es la misión que yo quisiera para este Doctorado y

la finalidad de su enseñanza. O dicho sin vacilación alguna: que no sea, como lo hemos

expresado, lugar de simple repetición de ajenos y anacrónicos saberes, sino hogar donde

doctores y discípulos hallen oportunidad de indagar los más fértiles y promisorios de su

propio tiempo (mejor aún si personales)... corriendo, tal vez, el riesgo de no seguir la línea

meramente instruccional de los primeros ciclos... aunque haciendo brotar aquéllos desde sí

mismos y por sí mismos –valga decir, dejando escuchar la melodía de su hontanar humano–

para obtener así lo más alto y preciado de una genuina formación filosófica: la abismal

experiencia del pensar –y, por supuesto, del hombre– ante sus propios enigmas.

II

Caos y abismo se hallan íntimamente conexionados entre sí. Caos (del griego c£oj)

era y significaba, dentro de la cosmología helénica, el espacio inmenso y vacío que existía

antes de la creación del mundo... siendo precisamente el abismo (¥bussoj) ese inmenso

vacío –insondable por carecer de límites y fondo– su más estricta representación.

El término abismo, etimológicamente, era un vocablo compuesto por la partícula

privativa “£” y “bussoj” (base, asiento, fondo, fundamento) denotando, por eso mismo, lo

in-fundado o carente de sostén y basamento... siendo, por tanto, traslaticiamente, sinónimo

de lo in-mostrable, in-sustentable, y, por ende, in-demostrable... ya que resultaba imposible

traer a la luz –y, por tanto, a la vista– lo que, en su radical y tenebrosa oquedad, se resistía

y negaba a ello.

El abismo y el caos, por eso mismo, además de ser opacos e inasibles, provocaban la

aversión y confusión del pensar o logos... en tanto que ese logos o pensar encarnaba la

modalidad de un ver (noe‹n, ide‹n) y su potencia inteligibilizadora provenía de la luz (fîj)...

ya que, debido a esto, aquéllos resultaban impenetrables para sus potencias e indominables

dentro de sus límites.

El sustantivo alemán Ab-grund refleja exactamente semejante característica del

abismo (y, por ende, del caos) calcada, por lo demás, del latín abyssus-i donde también se

destaca la índole privativa del término y un significado idéntico al que poseía en griego.

Dentro de la tenebrosidad del abismo –privado el logos de su capacidad o facultad

definitoria (recuérdese que todo “definir” es un fijar límites... y tales límites (pšraj)

requieren de un espacio delimitable ópticamente donde establecerse)– no existía la

posibilidad de acotar formas, fijar puntos, establecer un orden, ni perseguir secuencias o

periodicidades. El espacio se desvanecía como fundamento y, con el mismo, la numeración e

inteligibilización ordenada del tiempo. En el caótico abismo todo era in-forme o a-morfo,

des-ordenado, im-previsible... y, por tanto, in-mesurable e in-dominable. Su vacío y

oquedad provocaban desasosiego, repugnancia e, incluso, hasta temor... quedando el

pensar enceguecido y confundido en su impotencia frente al mismo.

Semejante abismarse no era para el griego sinónimo de un admirarse (qaum£zein)

–valga decir, de un pasmoso maravillarse o reverente asombrarse ante lo perfecto de las

formas y su orden– sino de un retroceder, lleno de zozobra y aversión, ante lo insondable y

terrífico de lo tenebroso, i-limitable e in-fundable.

Aunque no nimbadas por temples de ese tipo... características óptico-lumínicas

similares a las de esta imagen del caos –en lo que se refiere exclusivamente a algunas de

sus propiedades óptico-ontológicas– pueden rastrearse en la visión del mismo que sirvió

como soporte a su moderna concepción científica. Efectivamente, alrededor de la década de

los sesenta, matemáticos y físicos, interesados en el estudio de diversos campos de

fenómenos (tales como los de la meteorología o la astronomía, la economía o la ecología)

advirtieron que en los sistemas no lineales más sencillos –mediante los cuales pretendían

representar los fenómenos de sus respectivas parcelas– podían generarse irregularidades,

comportamientos arbitrarios y efectos complejos, que no repetían exactamente la ordenada,

previsible, confiable e inquebrantable sintaxis de los fenómenos interpretados desde una

perspectiva simplemente mecánica y determinista de estilo newtoniano.

En tal sentido, si en cualquier sistema dinámico (vgr. el que se utiliza para la

predicción del tiempo o para estimar el crecimiento de una población) se modifican sus

condiciones iniciales... las alteraciones consecuentes no son periódicas ni predecibles, sino

que inexorablemente se provoca o produce una ruptura significativa en el orden

preestablecido, surgiendo eo ipso un novum caótico que desfasa la periodicidad y rompe

todo esquema de predicibilidad.

Esa modificación introducida en los sistemas no-lineales tiene un nombre técnico

“dependencia sensitiva de las condiciones iniciales” (sensitive dependence on initial

conditions), denominación que también sirvió para designar lo que el meteorologista y

matemático Edward Lorenz describió con la sugestiva metáfora del “efecto mariposa”

(Butterfly Effect)... pues con su aleteo, si una mariposa agitase en un instante dado el aire

de Pekín, sus consecuencias pudieran provocar imprevisibles cambios en los sistemas

climáticos de New York... un mes más tarde.

Pero también aquel poético artificio se le ocurrió a Lorenz debido a que tal era el

extraño espectro que surgía en la pantalla de un computador cuando, al ser inscritos sobre

un espacio tridimensional los valores de tres ecuaciones no lineales con las que se

representaban las variables del tiempo atmosférico, la mutabilidad intrínseca de las

relaciones entre sus valores determinaba que el sistema, como tal, nunca se repitiera de un

modo exacto y que las trayectorias graficadas de los puntos que representaban a las

ecuaciones jamás se cortaran a sí mismas, describiendo por el contrario interminables y

sucesivas curvas cuyos rasgos semejaban a los de las alas de una mariposa.

Pero si la extraña configuración obtenida por Lorenz revelaba algo parecido a una

espiral doble en tres dimensiones –por supuesto que des-ordenada ya que ningún punto o

pauta en ellos se repetía jamás– su espectro visible señaló algo en que los físicos y

matemáticos encontraban una nueva clase de “orden”, valga decir, un “flujo determinista no

periódico” (Deterministic Non Periodic Flow). A semejante linaje de flujo –no periódico,

aunque determinista– se lo bautizó con el nombre de “caos”.

Durante la década de los sesenta hubo muchos científicos que realizaron

descubrimientos similares al de Lorenz en diversos campos de la ciencia. Podemos decir, sin

embargo, ya que nos interesa acotar al máximo la perspectiva de nuestras reflexiones, que

en el campo de la geometría fueron Stephen Smale (con sus transformaciones topológicas

en el espacio de fases) y Benoit Mandelbrot (mediante sus atrevidas construcciones

fractales) quienes lograron los avances “visuales” más típicos y alegóricos con que hasta hoy

se traducen las imágenes y figuras del caos espacialiforme.

En la geometría clásica –como es bien sabido– el espacio se representa mediante

figuras (líneas y planos, círculos y esferas, triángulos y conos) donde los últimos

ingredientes puntuales de aquél se insertan en combinaciones que son, por así decirlo,

poderosas y perfectas abstracciones de una realidad inteligibilizada y ordenada

armoniosamente por la vista. En cambio, a partir del descubrimiento del caos, la nueva

geometría (fuese topológica o fractal) encarnó el trasunto o reflejo de un universo real

escabroso, no regular, quebrado, enmarañado, retorcido, entrelazado y dinámico entre sí,

cuyo despliegue dimensional difícilmente resultaba abarcable y dominable mediante los

procedimientos óptico-espaciales que prevalecían en la tradición.

¿Cuál era, por ejemplo, la longitud de la línea de una costa? Mandelbrot formuló esta

pregunta –al parecer banal y sin sentido si en la mente se tiene el modelo de un mapa

cualquiera de los utilizados en cartografía y no se objetan los procedimientos usados para su

confección– aunque irrespondible, con absoluta certeza, si la medición de aquella línea se

hace desde distintas distancias y a escalas diferentes.

Quien calcule la longitud de un litoral, en efecto, obtendrá resultados diversos –valga

decir, en cada caso mayores– si la medición la efectúa desde un satélite, si la hace mediante

procedimientos tradicionales de agrimensura, si recorre los vericuetos y concavidades de las

playas, o si toma como punto de referencia a un caracol que se deslice por cada guijarro y

reúna la suma de las irregularidades y accidentes de éstos para calcular la longitud total de

la costa.

Frente al modelo euclideo –donde todas esas variantes resultan irreductibles e

inordenables... y, por tanto, se desprecian o ignoran– Mandelbrot apeló a la llamada

“dimensión fraccional” (fractional dimensions)... y, mediante ella, partiendo de ciertos

supuestos sobre las pautas irregulares que había estudiado en la Naturaleza, ideó algunos

procedimientos para construir un nuevo modelo de geometría que reprodujese aquellas

dimensiones... estableciendo como principio fundamental de la misma el hecho de que la

i-rregularidad es esencial a la realidad y que, a pesar de los esfuerzos que se hagan para

quebrantar o ignorar este hecho, el mundo en su totalidad ofrece una i-rregularidad regular,

un des-orden ordenado, un caos que, a fuerza de reiterarse y repetirse, encarna una norma

o pauta que, transformada en “dimensión fraccional”, representa un medio de mensurar

cualidades que, de otra manera, carecerían de clara definición, como el grado de

escabrosidad, discontinuidad o irregularidad de un objeto.

La geometría fractal (o de “fractales”) es simple y sencillamente eso. Un instrumental

óptico-espacial –las llamadas curvas de Koch, el conjunto de Cantor, las alfombras de

Sierpinsky– que permite, en escalas de tenuidad creciente, conseguir nueva información en

campos de dimensiones decrecientes... en forma tal que el grado de información posible no

parece concluir nunca.

Un fractal es eso: una manera de ver lo infinito con el ojo de la mente... de modo tal

que, a medida que se avance en el descubrimiento de la dimensionalidad total del objeto,

sus pautas irregulares se reiteran y repiten interminablemente, si bien a escalas diferentes,

en forma autosemejante.

La autosemejanza, en tal sentido, quiere decir, ante todo, simetría dentro de una

escala... e implica recurrencia y reiteración en otras: pauta en el interior de una pauta,

pre-formación y orden. Su genealogía, a tal respecto, creemos divisarla en Leibniz y

Goethe... aunque sobre todo en este último y su genial atisbo de la Urform, suerte de

principio arquetípico y entelequial que, en constante desarrollo, configura el despliegue de

las formas de la Naturaleza, a diversas escalas, actuando al modo de una regla o norma

organizativa y sintáctica de sus manifestaciones.

Lo fractal de Mandelbrot encarna eso mismo: el orden dentro del aparente caos, las

pautas simétricas del mismo, su principio inteligibilizador. Para nuestros fines lo importante

es reiterar que semejante construcción fractal es de linaje óptico-lumínico y que el moderno

caos –si bien es radicalmente distinto en su significado al que al suyo otorgaban

mitológicamente los helenos y, por tanto, diversos también los temples que suscita– resulta,

sin embargo, inteligibilizado por un logos de igual genealogía al que aquéllos poseían...

quedando sus características óntico-ontológicas inscritas igualmente dentro de parámetros y

límites sintácticos similares a los que en aquél regían.

De allí que en nuestros días –dirigida indudablemente la episteme por una expresa

voluntad de dominio sobre la alteridad– se pretenda erigir una ciencia determinista del caos

y que, incluso la evolución de la vida y sus últimos enigmas, se traten de esclarecer y definir

mediante sus modelos.

Dotado de pautas y de normas –valga decir, de “orden”– el “des-orden”, como

epítome del caos, se convierte en figura o exponente de una privación... perfectamente

esquematizable y visible como variante de un No-Ser. Gracias a ello, transformadas y

vertidas las manifestaciones del caos en esquemas y dimensiones óptico-lumínicas (los

denominados “atractores extraños” así lo testifican)..., es posible incluso prever, medir y

calcular cuáles pueden ser y serán las azarosas sendas que la vida esté en capacidad de

seguir en su aparente extravío.

Pero ya semejante extravío y des-orden no aterra ni angustia a los mortales... pues,

de antemano, toda posible alteración del orden logra ser pre-determinada gracias a la

mensura y al cálculo científico que el hombre realiza... potenciado hasta límites

inimaginables con la ayuda de los computadores.

III

Mas el auténtico caos, a nuestro juicio, así como lo que hemos llamado el abismo, no

es el simple correlato de un logos óptico-lumínico... ni menos un fenómeno ni un nóumeno,

de índole privativa o negativa, que se inscriba en el dominio ontológico del No-Ser. Si en

alguna vertiente pueden y deben filiarse tales términos... ella sería en aquella que inaugura

la Nada, propiamente dicha, cuando su ámbito es el me-ontológico. Entonces la Nada, como

tal, a diferencia del No-Ser no es el producto derivado de una negación óntico-ontológica del

Ser o de los entes... sino que ella, en sí misma y por sí misma, es la instancia originante de

una positiva y autárquica negatividad... por eso mismo originaria.

Ahora bien: semejante negatividad me-ontológica de la Nada, en lugar de derivarse

y/o de tener el sentido de una posición ex-cluyente (esto es: el de una privación o negación

ontológica), se detecta como un nadificar que abisma... disolviendo o nihilizando, en los

entes particulares, lo entitativo en general; y, en el Ser en cuanto tal, aquello que le

proporciona consistencia, “razón de ser” o “fundamento”... constatándose lo abismal y

abismático de su insurgir como una negatividad nadificante.

Es por ello que, en ese abismar de la Nada, junto con la consistencia de los entes, lo

entitativo y el Ser, queda también nihilizado o disuelto el marco espacio-temporal (de

genealogía óptico-lumínica) a partir del cual cobran aquéllos su significado y sentido. En

efecto: no es que semejante abismar nadificante sea ciego o in-vidente, ni que su ejercicio

conduzca a tenebrosidades místicas, sino que su correspondiente logos me-ontológico –en

estricto paralelismo con lo que hemos expresado en referencia al logos meta-técnico– es

capaz de articular e inteligibilizar la alteridad sin la intermediación de una sintaxis

exclusivamente óptico-lumínica... restringida, por lo demás, a los ingénitos parámetros

antropomórficos, antropocéntricos y geocéntricos, connaturales al hombre.

Por el contrario, la energía me-ontológica de aquel abismar nadificante, trans-

formando y trans-mutando los básicos soportes espacio-temporales del pensar humano,

posibilita el requerido acceso a la construcción de trans-realidades y trans-fenómenos de

índole meta-técnica... donde la sintaxis inteligibilizadora de la alteridad no es idéntica, ni tan

siquiera similar, a la óptico-lumínica de genealogía humana. Es justamente en semejante

dimensión donde se insertan algunas de las modalidades de un pensar meta-técnico y trans-

óptico –tal como el que hemos bosquejado en nuestro reciente libro– cuyos auténticos

correlatos, en lugar de ser fenómenos o nóumenos, resultan ser constructos estrictamente

meta-técnicos.

El abismo y el caos, a nuestro juicio, pertenecen a este linaje de constructos meta-

técnicos... por lo cual la lectura de su sintaxis rehúsa tanto la intervención de todo tipo de

conceptos y categorías de origen óptico-lumínico, como la de cualquier interpretación

ontológica meramente negativa o privativa.

De allí que, si no son ideas ni nociones, ni fenómenos ni nóumenos, tampoco el caos

y el abismo puedan ser sometidos a un análisis epistemológico u ontológico ordinario. Por el

contrario, en tanto encarnan auténticos constructos meta-técnicos, como trans-fenómenos y

trans-realidades que son, ellos deben detectarse y analizarse mediante instrumentos y

procedimientos de índole trans-óptica, trans-finita y trans-humana, capaces de constatar y

descifrar su originaria sintaxis.

Una vez detectado el novum trans-fenoménico y trans-real (valga decir: trans-óptico

y trans-humano) que implica tal sintaxis... ella debe ser traducida nootécnicamente al

universo de significaciones, categorías y conceptos, que maneja el hombre... cuidando, sin

embargo, que estos últimos no impongan sobre aquélla ningún reduccionismo

antropomórfico, antropocéntrico o geocéntrico que desvirtúe su sentido, sino que acojan lo

irreductible de su originariedad como un auténtico enigma que, en lugar de ser visto como

señal de i-rracionalidad o a-rracionalidad, le sugiera y anuncie al pensar una región de

trans-racionalidad, trans-óptica y trans-finita, más rica y compleja que la exclusivamente

connatural y congénita a la racionalidad humana.

En tal sentido, si los datos de aquélla resultaren epocalmente in-traducibles, o

desbordasen los reducidos códigos y límites noéticos de ésta, su constancia y testimonio no

pueden ser ignorados o despreciados sin que el pensar se envilezca en su propia ceguera y

cobardía.

Mas todo ello nos conduce hacia una crucial pregunta. Efectivamente: si las

dificultades anteriores son factibles –y de hecho, a fuer de sinceros, no podríamos negar que

ellas se confrontan a la altura de nuestro propio tiempo–... ¿cabe, entonces, afirmar que el

caos posee una sintaxis? ¿Cómo pretender la postulación de ésta... sin tener siquiera la

evidencia de un orden o regularidad que la atestigüe? ¿No es el caos, precisamente,

sinónimo del des-orden, la i-rregularidad, lo im-previsible y lo im-predictible? ¿Pero no es

justo ello lo que rechazamos al considerar insatisfactorias las modernas teorías que intentan

someterlo al imperio del “determinismo”?

Lo crucial –desde la perspectiva que nos brinda el pensar meta-técnico– es no

asimilar, ni menos reducir, la partícula sÚn a un vínculo o nexo de índole óptico-lumínica. Tal

sentido o significado lo tiene ella, noéticamente interpretada, en el término griego sÚntazij,

que por eso significa ordenación, coordinación, regulación... sugiriendo la idea de una

armonía o simetría visual (oummetr…a) que, en su orden o medida, consagra la perfección de

una norma, regla o sistema. Como tal, para que semejante norma, regla o sistema se

visualice y cobre existencia... es menester que, subrepticiamente, haya o se suponga una

regularidad repetitiva, cíclica, reproductiva o repositiva... la cual sea, por tanto, pre-visible y

pre-dictible en un marco u horizonte espacio-temporal de la misma índole e idéntica

estructura.

¿Pero cómo atribuirle una “sintaxis” de tal jaez al caos... cuando lo que precisamente

desaparece en la perspectiva meta-técnica es el aspecto y la ordenación óptico-lumínicos del

espacio y el tiempo? Si se quiere hablar entonces de “sintaxis”... ella debe ser trans-óptica,

trans-humana y trans-finita... desapareciendo de su textura y significado todo reato de

orden y regularidad, de ciclo, periodicidad, repetición o reproducción... por lo cual de tal

“sintaxis”, en rigor, no puede decirse que ella sea pre-visible o im-previsible, regular o

i-rregular, ordenada o des-ordenada, etc. La sintaxis del caos –aunque suene redundante y

parezca ocioso el decirlo– sólo es, sencilla y llanamente, caótica.

¿Pero qué significa esto? ¿Acaso ello identifica lo caótico con lo i-rracional o lo

a-rracional? Debemos repetirlo de nuevo: ni uno ni otro término son adecuados para

denominar lo caótico, ni para definir o calificar su sintaxis. La sintaxis del caos es caótica

–con respecto al presunto orden o regularidad sintáctica del caos óptico-lumínico– porque

careciendo de toda figura, forma o dimensión espacialiforme de tal índole, así como de

cualquier rasgo temporiforme que la homologue con aquel marco, su función logificante se

inscribe y despliega –al igual que la correspondiente a todos los constructos meta-técnicos–

en una alteridad trans-óptica, trans-racional, trans-finita y trans-humana, cuya

configuración no responde ni es equivalente a la efectuada por un logos óptico-lumínico

sustentado en horizontes o parámetros temporales de igual genealogía.

Por el contrario, energizada por una ratio technica cuyo correlativo pensar,

trascendiendo aquellos límites instaura un ámbito de insospechadas posibilidades y

configuraciones hylético-categoriales, toto caelo diferentes a las óptico-lumínicas, la sintaxis

del caos no es ni puede ser a-morfa ni in-forme, a-temporal ni u-crónica... sino trans-mórfica

y trans-crónica, constituyendo en sí y por sí misma un agente o principio (trans-formante y

trans-cronizante) del pensar meta-técnico al éste desplegarse y construir su correspondiente

alteridad.

A tal respecto, en nuestro reciente libro, como una de las más elementales

modalidades del pensar meta-técnico, hemos mencionado aquélla mediante la cual, superando

el propio pensar humano su exclusiva genealogía, condición y límites óptico-lumínicos, su

actividad se torna capaz de arribar a un superior estadio donde aquel pensar “carezca de ideas

y palabras como símbolos intermediantes (sensibles o eidéticos) de la alteridad trans-racional

que recoja y exprese”.

Semejante modalidad del pensar, según allí decimos, “aun suprimidas las ideas y

palabras, no es un pensar vacío, inane ni infecundo”... pues, efectivamente, “acallada la

palabra... lo que se omite es el nombre de las cosas; y extinguida la idea, lo que se anula es

el aspecto (significativo) que aquélla exhibe dentro de una determinada perspectiva”.

“Sólo desaparecidos ambos –precisamos a continuación– surge entonces la

posibilidad de que el pensar, en cuanto tal, trascienda tal frontera cósica (óptico-lumínica y

óptico-espacial) penetrando a lo incógnito de lo trans-óptico y lo trans-finito” (FMT, § 18,

págs. 80 y 15; versión digital, págs. 74 y 9 respectivamente).

El caos y el abismo en lugar de ser fenómenos y cosas representables –como lo

hemos reiterado a lo largo de nuestra exposición– se inscriben en semejante dimensión. A

ellos no se accede por medio de la vista ni de la luz que la alimenta. El abismo, como verbo

del caos, se escucha solamente al imperar el silencio... despejado este mismo a través de la

positiva negatividad de la originaria Nada.

Pero este abismático silencio no debe filiarse a ninguna instancia sagrada, mística ni

mágica. Su mudez nombra tácitamente sólo el ámbito de los trans-terminante y trans-

positivo (“trans-positum”)... en contraposición a lo ordenable y determinable dentro de los

exclusivos cánones y límites del logos óptico-lumínico (cfr. FMT, § 8, pág. 45; versión digital,

pág. 38). Sin embargo, como hemos dicho, no por ello aquel silencio es sinónimo de lo

tenebroso... sino de lo que debe ser articulado mediante una sintaxis trans-óptica, trans-

finita y trans-humana.

Tal silencio, por eso, no es nada privativo o negativo. Lo que en él se escucha,

inefablemente, es el abismo... y, en su callada oquedad, la creadora sintaxis del caos. No

exhibe tal sintaxis forma ni figura, dirección ni curso, sino que en su laberíntica vorágine,

atrayendo al pensar hacia sí mismo, lo obliga a abismarse en sus enigmas... y a preguntarse

por sus límites.

Una suerte de perplejidad sobrecoge entonces al pensar –desconcierto, turbación,

consternación– mientras el abismo lo abisma a medida que avanza y traspasa sus propios

ejes y asideros... negándose y superándose creadoramente a sí mismo. Pues no sólo se

trata de avanzar y hallar el laberinto... sino de sentir que, a medida que el pensar avanza, el

propio laberinto se trans-forma y se trans-muta sin cesar... abismando al pensar en sus

enigmas.

El caos es la sintaxis del abismo... pero, al atraer éste al pensar, el caos potencia su

vorágine... sumiendo a tal pensar, carente ya de ideas y palabras, en su abismático y

creador silencio: en el originario originarse de la Nada... y, con ello, en la pregunta por el

propio origen del pensar y sus auto-trans-mutadoras energías. De semejante temple han

nacido algunos de los más complejos desafíos consignados en los FMT.

Mas, al par de la vía que hemos brevemente bosquejado, en nuestro libro pueden

encontrarse indicios de otras formas o modalidades del pensar meta-técnico. Cada una de

ellas –al igual que la comentada– abre accesos hacia ignotas y diversas formas de

espacializar el espacio y temporalizar el tiempo... radicalmente distintas, por su complexión

y sentido, a las del logos óptico-lumínico que alimenta y restringe, paralelamente, las

fuentes de nuestra ingénita racionalidad.

A través de tales vías –sea sólo dicho al modo de una sugerencia– es posible también

pensar el abismo y asediar el caos. Todas, sin embargo, apuntan y desembocan en lo

mismo. Su común terminus ad quem es el silencioso abismarse del pensar –y, por supuesto,

del hombre– ante los propios enigmas que su portentosa razón constata y confronta al negar

y superar sus propios límites.

En ese abismarse del pensar –como al comienzo lo dijimos– filiamos el genuino

origen del filosofar. Tal vez no carezca de importancia señalarlo de nuevo expresamente... al

concluir esta Lección Inaugural.

Tusmare, febrero, 1991