ABISMO Y CAOS*
I
Difícil, azariento, presagioso es el momento político, económico y social, en que nace
este Doctorado de Filosofía en la Universidad Simón Bolívar. Mucha gente habrá de
preguntar a qué se debe su puesta en marcha dentro de tales circunstancias y cuál es su
sentido en esta hora.
Una respuesta –de claro tinte evasivo– sería decir que una y otra realidad no guardan
correspondencia, ni tienen nexos aparentes entre sí. Otra –de contraria y provocadora
petulancia– afirmar que justamente la gravedad de aquélla, hoy como nunca, requiere que
haya por fin un sitio donde se formen los sabios que en sus manos tomen la conducción de
los asuntos públicos, tal como si Platón continuase siendo supremo oráculo en estos
menesteres.
Mas lo cierto es que ni en una ni en otra vertiente debemos inscribir nuestra
respuesta, sino buscar para ella un cauce de otra índole, tal vez más modesto, que sin
ignorar o negar totalmente aquellas comprometedoras perspectivas, aclare las cosas con
mesura, sin engaños ni aspavientos, colocándolas en su debido sitio.
El sustantivo doctor-oris se aplicaba a quien enseñaba o instruía: al docente. El
adjetivo doctus-a-um, por su parte, se utilizaba para designar al sabio o docto, valga decir,
a quien conocía a fondo aquellas cosas que enseñaba y transmitía. Ambos, como es bien
sabido, se originan de una común raíz: el verbo doceo-es-ui-doctum-docere (traducción del
griego did£skw) que se aplicaba al acto de manifestar o hacer patente –valga decir, claras y
distintas– las cosas o materias sobre las que versaba el respectivo saber que era mostrado o
demostrado.
El docto o doctor debía poseer, en tal sentido, al menos dos virtudes para ejercitar a
plenitud su actividad docente: en primer término, la habilidad o arte que facilitara la
transmisión del saber; y, en segundo, el dominio de este mismo, para lo cual requería ser
versado o erudito en sus particularidades y contenidos.
Mas, en cualquier caso, fuese doctor o docto, quien enseñaba debía antes haber
buscado y perseguido largamente el saber que pretendía transmitir, familiarizándose con sus
particularidades y meandros, hasta hacerlo de su posesión, esto es, propio y personal.
* Nota del Archivo E.M.V.: La presente versión corresponde a la última edición, publicada el año 1998 en el libro Invitación al pensar del siglo XXI, que fue corregida por el propio autor y difiere en algunos aspectos, estilísticos o de contenido, en relación con la precedente. El lector interesado puede advertir los cambios introducidos comparando con la edición original publicada en el año 1991.
Pero hay más: cuando aquel saber se refería a materias filosóficas, la tarea de
enseñarlo no podía reducirse simplemente a mostrarlo, sino que requería la demostración de
su verdad... para lo cual el arte de enseñar lo sabido debía seguir los pasos, el camino y las
normas –valga decir, el método– del conocimiento o saber científico (scientia)... no
contentándose con reiterar o repetir opiniones, sino imponiéndose, como una exigencia, la
tarea de aportar la razón (ratio) y el fundamento (fundamentum) que sostenían, explicaban
y hacían valedera o racional la verdad de lo demostrado y enseñado.
El docto o doctor, en tal sentido, no podía ser cualquiera que buscara el saber para
enseñarlo y transmitirlo, sino que lo transmitía y enseñaba porque era amante de la verdad
que atesoraba y debíale respeto y fidelidad a la misma... ya que su relación de dominio, con
respecto al saber, se había invertido. En efecto: tal era el poder o majestad de la verdad de
lo enseñado... que quien enseñaba este saber experimentaba una suerte de subyugación o
impotencia para deshacerse del absoluto imperio que ejercía aquélla sobre su persona.
De allí la actitud de los exégetas y la indiscutida autoridad de la tradición magisterial,
que tantos buenos y seculares frutos rindió para la filosofía, sin los cuales hoy sería
imposible ejercer de veras su docencia o, tan siquiera, intentar su transmisión.
¿Pero nos hallamos en este momento –precisamente cuando vivimos las postrimerías
de un siglo que se ha caracterizado por ser, antonomásicamente, un autodestructor
sistemático de los propios paradigmas que ha creado– en un trance parecido al mencionado?
¿Nos olvidaremos, además, que por circunstancias íntimas e intransferibles somos
habitantes de un Nuevo Mundo... cuya ineludible tarea histórica es la del autodescubrimiento
de su originariedad?
Creo que, por ya sabidas, no debo reiterar ante ustedes las respuestas que me he
dado frente a ello. Pero abusando de la economía del raciocinio me limitaré a expresar que,
a título personal, consideraría inexcusable que este Doctorado en Filosofía se creara para ser
un simple repertorio y repetidero académico de saberes ajenos, tanto más si ellos, por su
origen y textura, resultasen divorciados de la problemática científica y tecnológica de
nuestro propio tiempo... y en nada contribuyesen a la faena de autognósis que hoy reitero
como deber primordial de los filósofos latinoamericanos.
Mas si ello se refiere al contenido de los saberes que en este Doctorado hayan de ser
transmitidos... no acallaré tampoco mis preventivas críticas frente al modo o forma en que
aquella transmisión se realice para que cumpla su auténtica finalidad filosófica y didáctica.
Efectivamente: si de veras se desea y pretende que la filosofía cumpla su genuina
misión entre nosotros –de la que posteriormente hablaremos con mayores detalles y cuyo
primordial designio centraremos, provisionalmente, en lograr que cada hombre tenga acceso
a sus propias fuentes creadoras de verdad– mal puede quien la enseñe, si quiere cumplir
tarea semejante, aprovecharse de su talante doctoral o docto para imponer ventajosamente
sus opiniones frente a los discípulos... transmitiendo el saber de un modo autoritario,
acrítico y dogmático, como si fuese el dómine de una gramática intemporal y absolutista
cuyas reglas sintácticas no admitieran críticas ni menos variaciones de ninguna clase.
Semejante forma de enseñanza no sólo debe ser desterrada por infecunda, sino por
contrariar la que ha de ser, sin duda alguna, la finalidad de toda auténtica pedagogía, tanto
más necesaria y evidente a medida que ella eleva y refina su primordial modalidad ductora:
la del dejar ser y ayudar a ser al otro, enseñándole no sólo contenidos, sino actitudes y
temples creativos frente al saber y a sus secretos hontanares... a fin de que éstos se
despierten y desplieguen por sí mismos sus propias fuerzas genesíacas, colocando a quien
aprende frente a su propio caos, y, por ende, ante su propio abismo.
He aquí, queridos amigos, que casi sin proponérnoslo, hemos nombrado unas
palabras que encierran, en sí, todo cuanto quisiéramos y pudiéramos decir hoy para rendir
justo homenaje a la iniciación de este Doctorado y aprovechar la oportunidad de asentar sus
posiciones aurorales.
Pues con los años –permítaseme esta confesión– he llegado al convencimiento de que
filosofar no es admirarse (qaum£zein), como Platón y Aristóteles decían, sino abismarse, si es
que a semejante término le conferimos su auténtica significación y lo conjugamos con las
implicaciones meta-técnicas que en nuestro propio tiempo se requieren... gracias a los
instrumentos mediante los cuales hoy podemos trans-mutarlo.
Mas, si así lo hacemos, por abismo debemos entender el caos, siendo precisamente
este último –en su significación científica contemporánea– el eje de una de las revoluciones
intelectuales más radicales de todo nuestro siglo... y, quizás, si las conjeturas no resultan
exageradas, aquella que promete mayores transformaciones y cambios en los fundamentos
científicos y filosóficos de los tiempos que se acercan.
Justamente por ello –a fin de analizar despaciosamente semejante perspectiva e
intentar que el caos y el abismo nos revelen su genuino sentido meta-técnico– debemos
avanzar, por pasos, en el siguiente orden:
1o) esclareciendo lo que, desde un horizonte óptico-lumínico, tales términos
designan;
2o) examinando brevemente las modernas teorías del caos a fin de acotar su auténtico
significado y los límites que el mismo ofrece para su inteligibilización meta-técnica; y
3o) estableciendo lo que esta última implica, exige y promete para la filosofía de
nuestro propio tiempo y nuestras propias concepciones, hallazgos y postulados.
Todo ello –como ustedes deben comprenderlo fácilmente– no podrá ir más allá de un
primer esbozo y sólo concluir en alusiones. Creo, no obstante, que al atreverme a osadía
semejante... ello revela, a las claras, cuál es la misión que yo quisiera para este Doctorado y
la finalidad de su enseñanza. O dicho sin vacilación alguna: que no sea, como lo hemos
expresado, lugar de simple repetición de ajenos y anacrónicos saberes, sino hogar donde
doctores y discípulos hallen oportunidad de indagar los más fértiles y promisorios de su
propio tiempo (mejor aún si personales)... corriendo, tal vez, el riesgo de no seguir la línea
meramente instruccional de los primeros ciclos... aunque haciendo brotar aquéllos desde sí
mismos y por sí mismos –valga decir, dejando escuchar la melodía de su hontanar humano–
para obtener así lo más alto y preciado de una genuina formación filosófica: la abismal
experiencia del pensar –y, por supuesto, del hombre– ante sus propios enigmas.
II
Caos y abismo se hallan íntimamente conexionados entre sí. Caos (del griego c£oj)
era y significaba, dentro de la cosmología helénica, el espacio inmenso y vacío que existía
antes de la creación del mundo... siendo precisamente el abismo (¥bussoj) ese inmenso
vacío –insondable por carecer de límites y fondo– su más estricta representación.
El término abismo, etimológicamente, era un vocablo compuesto por la partícula
privativa “£” y “bussoj” (base, asiento, fondo, fundamento) denotando, por eso mismo, lo
in-fundado o carente de sostén y basamento... siendo, por tanto, traslaticiamente, sinónimo
de lo in-mostrable, in-sustentable, y, por ende, in-demostrable... ya que resultaba imposible
traer a la luz –y, por tanto, a la vista– lo que, en su radical y tenebrosa oquedad, se resistía
y negaba a ello.
El abismo y el caos, por eso mismo, además de ser opacos e inasibles, provocaban la
aversión y confusión del pensar o logos... en tanto que ese logos o pensar encarnaba la
modalidad de un ver (noe‹n, ide‹n) y su potencia inteligibilizadora provenía de la luz (fîj)...
ya que, debido a esto, aquéllos resultaban impenetrables para sus potencias e indominables
dentro de sus límites.
El sustantivo alemán Ab-grund refleja exactamente semejante característica del
abismo (y, por ende, del caos) calcada, por lo demás, del latín abyssus-i donde también se
destaca la índole privativa del término y un significado idéntico al que poseía en griego.
Dentro de la tenebrosidad del abismo –privado el logos de su capacidad o facultad
definitoria (recuérdese que todo “definir” es un fijar límites... y tales límites (pšraj)
requieren de un espacio delimitable ópticamente donde establecerse)– no existía la
posibilidad de acotar formas, fijar puntos, establecer un orden, ni perseguir secuencias o
periodicidades. El espacio se desvanecía como fundamento y, con el mismo, la numeración e
inteligibilización ordenada del tiempo. En el caótico abismo todo era in-forme o a-morfo,
des-ordenado, im-previsible... y, por tanto, in-mesurable e in-dominable. Su vacío y
oquedad provocaban desasosiego, repugnancia e, incluso, hasta temor... quedando el
pensar enceguecido y confundido en su impotencia frente al mismo.
Semejante abismarse no era para el griego sinónimo de un admirarse (qaum£zein)
–valga decir, de un pasmoso maravillarse o reverente asombrarse ante lo perfecto de las
formas y su orden– sino de un retroceder, lleno de zozobra y aversión, ante lo insondable y
terrífico de lo tenebroso, i-limitable e in-fundable.
Aunque no nimbadas por temples de ese tipo... características óptico-lumínicas
similares a las de esta imagen del caos –en lo que se refiere exclusivamente a algunas de
sus propiedades óptico-ontológicas– pueden rastrearse en la visión del mismo que sirvió
como soporte a su moderna concepción científica. Efectivamente, alrededor de la década de
los sesenta, matemáticos y físicos, interesados en el estudio de diversos campos de
fenómenos (tales como los de la meteorología o la astronomía, la economía o la ecología)
advirtieron que en los sistemas no lineales más sencillos –mediante los cuales pretendían
representar los fenómenos de sus respectivas parcelas– podían generarse irregularidades,
comportamientos arbitrarios y efectos complejos, que no repetían exactamente la ordenada,
previsible, confiable e inquebrantable sintaxis de los fenómenos interpretados desde una
perspectiva simplemente mecánica y determinista de estilo newtoniano.
En tal sentido, si en cualquier sistema dinámico (vgr. el que se utiliza para la
predicción del tiempo o para estimar el crecimiento de una población) se modifican sus
condiciones iniciales... las alteraciones consecuentes no son periódicas ni predecibles, sino
que inexorablemente se provoca o produce una ruptura significativa en el orden
preestablecido, surgiendo eo ipso un novum caótico que desfasa la periodicidad y rompe
todo esquema de predicibilidad.
Esa modificación introducida en los sistemas no-lineales tiene un nombre técnico
“dependencia sensitiva de las condiciones iniciales” (sensitive dependence on initial
conditions), denominación que también sirvió para designar lo que el meteorologista y
matemático Edward Lorenz describió con la sugestiva metáfora del “efecto mariposa”
(Butterfly Effect)... pues con su aleteo, si una mariposa agitase en un instante dado el aire
de Pekín, sus consecuencias pudieran provocar imprevisibles cambios en los sistemas
climáticos de New York... un mes más tarde.
Pero también aquel poético artificio se le ocurrió a Lorenz debido a que tal era el
extraño espectro que surgía en la pantalla de un computador cuando, al ser inscritos sobre
un espacio tridimensional los valores de tres ecuaciones no lineales con las que se
representaban las variables del tiempo atmosférico, la mutabilidad intrínseca de las
relaciones entre sus valores determinaba que el sistema, como tal, nunca se repitiera de un
modo exacto y que las trayectorias graficadas de los puntos que representaban a las
ecuaciones jamás se cortaran a sí mismas, describiendo por el contrario interminables y
sucesivas curvas cuyos rasgos semejaban a los de las alas de una mariposa.
Pero si la extraña configuración obtenida por Lorenz revelaba algo parecido a una
espiral doble en tres dimensiones –por supuesto que des-ordenada ya que ningún punto o
pauta en ellos se repetía jamás– su espectro visible señaló algo en que los físicos y
matemáticos encontraban una nueva clase de “orden”, valga decir, un “flujo determinista no
periódico” (Deterministic Non Periodic Flow). A semejante linaje de flujo –no periódico,
aunque determinista– se lo bautizó con el nombre de “caos”.
Durante la década de los sesenta hubo muchos científicos que realizaron
descubrimientos similares al de Lorenz en diversos campos de la ciencia. Podemos decir, sin
embargo, ya que nos interesa acotar al máximo la perspectiva de nuestras reflexiones, que
en el campo de la geometría fueron Stephen Smale (con sus transformaciones topológicas
en el espacio de fases) y Benoit Mandelbrot (mediante sus atrevidas construcciones
fractales) quienes lograron los avances “visuales” más típicos y alegóricos con que hasta hoy
se traducen las imágenes y figuras del caos espacialiforme.
En la geometría clásica –como es bien sabido– el espacio se representa mediante
figuras (líneas y planos, círculos y esferas, triángulos y conos) donde los últimos
ingredientes puntuales de aquél se insertan en combinaciones que son, por así decirlo,
poderosas y perfectas abstracciones de una realidad inteligibilizada y ordenada
armoniosamente por la vista. En cambio, a partir del descubrimiento del caos, la nueva
geometría (fuese topológica o fractal) encarnó el trasunto o reflejo de un universo real
escabroso, no regular, quebrado, enmarañado, retorcido, entrelazado y dinámico entre sí,
cuyo despliegue dimensional difícilmente resultaba abarcable y dominable mediante los
procedimientos óptico-espaciales que prevalecían en la tradición.
¿Cuál era, por ejemplo, la longitud de la línea de una costa? Mandelbrot formuló esta
pregunta –al parecer banal y sin sentido si en la mente se tiene el modelo de un mapa
cualquiera de los utilizados en cartografía y no se objetan los procedimientos usados para su
confección– aunque irrespondible, con absoluta certeza, si la medición de aquella línea se
hace desde distintas distancias y a escalas diferentes.
Quien calcule la longitud de un litoral, en efecto, obtendrá resultados diversos –valga
decir, en cada caso mayores– si la medición la efectúa desde un satélite, si la hace mediante
procedimientos tradicionales de agrimensura, si recorre los vericuetos y concavidades de las
playas, o si toma como punto de referencia a un caracol que se deslice por cada guijarro y
reúna la suma de las irregularidades y accidentes de éstos para calcular la longitud total de
la costa.
Frente al modelo euclideo –donde todas esas variantes resultan irreductibles e
inordenables... y, por tanto, se desprecian o ignoran– Mandelbrot apeló a la llamada
“dimensión fraccional” (fractional dimensions)... y, mediante ella, partiendo de ciertos
supuestos sobre las pautas irregulares que había estudiado en la Naturaleza, ideó algunos
procedimientos para construir un nuevo modelo de geometría que reprodujese aquellas
dimensiones... estableciendo como principio fundamental de la misma el hecho de que la
i-rregularidad es esencial a la realidad y que, a pesar de los esfuerzos que se hagan para
quebrantar o ignorar este hecho, el mundo en su totalidad ofrece una i-rregularidad regular,
un des-orden ordenado, un caos que, a fuerza de reiterarse y repetirse, encarna una norma
o pauta que, transformada en “dimensión fraccional”, representa un medio de mensurar
cualidades que, de otra manera, carecerían de clara definición, como el grado de
escabrosidad, discontinuidad o irregularidad de un objeto.
La geometría fractal (o de “fractales”) es simple y sencillamente eso. Un instrumental
óptico-espacial –las llamadas curvas de Koch, el conjunto de Cantor, las alfombras de
Sierpinsky– que permite, en escalas de tenuidad creciente, conseguir nueva información en
campos de dimensiones decrecientes... en forma tal que el grado de información posible no
parece concluir nunca.
Un fractal es eso: una manera de ver lo infinito con el ojo de la mente... de modo tal
que, a medida que se avance en el descubrimiento de la dimensionalidad total del objeto,
sus pautas irregulares se reiteran y repiten interminablemente, si bien a escalas diferentes,
en forma autosemejante.
La autosemejanza, en tal sentido, quiere decir, ante todo, simetría dentro de una
escala... e implica recurrencia y reiteración en otras: pauta en el interior de una pauta,
pre-formación y orden. Su genealogía, a tal respecto, creemos divisarla en Leibniz y
Goethe... aunque sobre todo en este último y su genial atisbo de la Urform, suerte de
principio arquetípico y entelequial que, en constante desarrollo, configura el despliegue de
las formas de la Naturaleza, a diversas escalas, actuando al modo de una regla o norma
organizativa y sintáctica de sus manifestaciones.
Lo fractal de Mandelbrot encarna eso mismo: el orden dentro del aparente caos, las
pautas simétricas del mismo, su principio inteligibilizador. Para nuestros fines lo importante
es reiterar que semejante construcción fractal es de linaje óptico-lumínico y que el moderno
caos –si bien es radicalmente distinto en su significado al que al suyo otorgaban
mitológicamente los helenos y, por tanto, diversos también los temples que suscita– resulta,
sin embargo, inteligibilizado por un logos de igual genealogía al que aquéllos poseían...
quedando sus características óntico-ontológicas inscritas igualmente dentro de parámetros y
límites sintácticos similares a los que en aquél regían.
De allí que en nuestros días –dirigida indudablemente la episteme por una expresa
voluntad de dominio sobre la alteridad– se pretenda erigir una ciencia determinista del caos
y que, incluso la evolución de la vida y sus últimos enigmas, se traten de esclarecer y definir
mediante sus modelos.
Dotado de pautas y de normas –valga decir, de “orden”– el “des-orden”, como
epítome del caos, se convierte en figura o exponente de una privación... perfectamente
esquematizable y visible como variante de un No-Ser. Gracias a ello, transformadas y
vertidas las manifestaciones del caos en esquemas y dimensiones óptico-lumínicas (los
denominados “atractores extraños” así lo testifican)..., es posible incluso prever, medir y
calcular cuáles pueden ser y serán las azarosas sendas que la vida esté en capacidad de
seguir en su aparente extravío.
Pero ya semejante extravío y des-orden no aterra ni angustia a los mortales... pues,
de antemano, toda posible alteración del orden logra ser pre-determinada gracias a la
mensura y al cálculo científico que el hombre realiza... potenciado hasta límites
inimaginables con la ayuda de los computadores.
III
Mas el auténtico caos, a nuestro juicio, así como lo que hemos llamado el abismo, no
es el simple correlato de un logos óptico-lumínico... ni menos un fenómeno ni un nóumeno,
de índole privativa o negativa, que se inscriba en el dominio ontológico del No-Ser. Si en
alguna vertiente pueden y deben filiarse tales términos... ella sería en aquella que inaugura
la Nada, propiamente dicha, cuando su ámbito es el me-ontológico. Entonces la Nada, como
tal, a diferencia del No-Ser no es el producto derivado de una negación óntico-ontológica del
Ser o de los entes... sino que ella, en sí misma y por sí misma, es la instancia originante de
una positiva y autárquica negatividad... por eso mismo originaria.
Ahora bien: semejante negatividad me-ontológica de la Nada, en lugar de derivarse
y/o de tener el sentido de una posición ex-cluyente (esto es: el de una privación o negación
ontológica), se detecta como un nadificar que abisma... disolviendo o nihilizando, en los
entes particulares, lo entitativo en general; y, en el Ser en cuanto tal, aquello que le
proporciona consistencia, “razón de ser” o “fundamento”... constatándose lo abismal y
abismático de su insurgir como una negatividad nadificante.
Es por ello que, en ese abismar de la Nada, junto con la consistencia de los entes, lo
entitativo y el Ser, queda también nihilizado o disuelto el marco espacio-temporal (de
genealogía óptico-lumínica) a partir del cual cobran aquéllos su significado y sentido. En
efecto: no es que semejante abismar nadificante sea ciego o in-vidente, ni que su ejercicio
conduzca a tenebrosidades místicas, sino que su correspondiente logos me-ontológico –en
estricto paralelismo con lo que hemos expresado en referencia al logos meta-técnico– es
capaz de articular e inteligibilizar la alteridad sin la intermediación de una sintaxis
exclusivamente óptico-lumínica... restringida, por lo demás, a los ingénitos parámetros
antropomórficos, antropocéntricos y geocéntricos, connaturales al hombre.
Por el contrario, la energía me-ontológica de aquel abismar nadificante, trans-
formando y trans-mutando los básicos soportes espacio-temporales del pensar humano,
posibilita el requerido acceso a la construcción de trans-realidades y trans-fenómenos de
índole meta-técnica... donde la sintaxis inteligibilizadora de la alteridad no es idéntica, ni tan
siquiera similar, a la óptico-lumínica de genealogía humana. Es justamente en semejante
dimensión donde se insertan algunas de las modalidades de un pensar meta-técnico y trans-
óptico –tal como el que hemos bosquejado en nuestro reciente libro– cuyos auténticos
correlatos, en lugar de ser fenómenos o nóumenos, resultan ser constructos estrictamente
meta-técnicos.
El abismo y el caos, a nuestro juicio, pertenecen a este linaje de constructos meta-
técnicos... por lo cual la lectura de su sintaxis rehúsa tanto la intervención de todo tipo de
conceptos y categorías de origen óptico-lumínico, como la de cualquier interpretación
ontológica meramente negativa o privativa.
De allí que, si no son ideas ni nociones, ni fenómenos ni nóumenos, tampoco el caos
y el abismo puedan ser sometidos a un análisis epistemológico u ontológico ordinario. Por el
contrario, en tanto encarnan auténticos constructos meta-técnicos, como trans-fenómenos y
trans-realidades que son, ellos deben detectarse y analizarse mediante instrumentos y
procedimientos de índole trans-óptica, trans-finita y trans-humana, capaces de constatar y
descifrar su originaria sintaxis.
Una vez detectado el novum trans-fenoménico y trans-real (valga decir: trans-óptico
y trans-humano) que implica tal sintaxis... ella debe ser traducida nootécnicamente al
universo de significaciones, categorías y conceptos, que maneja el hombre... cuidando, sin
embargo, que estos últimos no impongan sobre aquélla ningún reduccionismo
antropomórfico, antropocéntrico o geocéntrico que desvirtúe su sentido, sino que acojan lo
irreductible de su originariedad como un auténtico enigma que, en lugar de ser visto como
señal de i-rracionalidad o a-rracionalidad, le sugiera y anuncie al pensar una región de
trans-racionalidad, trans-óptica y trans-finita, más rica y compleja que la exclusivamente
connatural y congénita a la racionalidad humana.
En tal sentido, si los datos de aquélla resultaren epocalmente in-traducibles, o
desbordasen los reducidos códigos y límites noéticos de ésta, su constancia y testimonio no
pueden ser ignorados o despreciados sin que el pensar se envilezca en su propia ceguera y
cobardía.
Mas todo ello nos conduce hacia una crucial pregunta. Efectivamente: si las
dificultades anteriores son factibles –y de hecho, a fuer de sinceros, no podríamos negar que
ellas se confrontan a la altura de nuestro propio tiempo–... ¿cabe, entonces, afirmar que el
caos posee una sintaxis? ¿Cómo pretender la postulación de ésta... sin tener siquiera la
evidencia de un orden o regularidad que la atestigüe? ¿No es el caos, precisamente,
sinónimo del des-orden, la i-rregularidad, lo im-previsible y lo im-predictible? ¿Pero no es
justo ello lo que rechazamos al considerar insatisfactorias las modernas teorías que intentan
someterlo al imperio del “determinismo”?
Lo crucial –desde la perspectiva que nos brinda el pensar meta-técnico– es no
asimilar, ni menos reducir, la partícula sÚn a un vínculo o nexo de índole óptico-lumínica. Tal
sentido o significado lo tiene ella, noéticamente interpretada, en el término griego sÚntazij,
que por eso significa ordenación, coordinación, regulación... sugiriendo la idea de una
armonía o simetría visual (oummetr…a) que, en su orden o medida, consagra la perfección de
una norma, regla o sistema. Como tal, para que semejante norma, regla o sistema se
visualice y cobre existencia... es menester que, subrepticiamente, haya o se suponga una
regularidad repetitiva, cíclica, reproductiva o repositiva... la cual sea, por tanto, pre-visible y
pre-dictible en un marco u horizonte espacio-temporal de la misma índole e idéntica
estructura.
¿Pero cómo atribuirle una “sintaxis” de tal jaez al caos... cuando lo que precisamente
desaparece en la perspectiva meta-técnica es el aspecto y la ordenación óptico-lumínicos del
espacio y el tiempo? Si se quiere hablar entonces de “sintaxis”... ella debe ser trans-óptica,
trans-humana y trans-finita... desapareciendo de su textura y significado todo reato de
orden y regularidad, de ciclo, periodicidad, repetición o reproducción... por lo cual de tal
“sintaxis”, en rigor, no puede decirse que ella sea pre-visible o im-previsible, regular o
i-rregular, ordenada o des-ordenada, etc. La sintaxis del caos –aunque suene redundante y
parezca ocioso el decirlo– sólo es, sencilla y llanamente, caótica.
¿Pero qué significa esto? ¿Acaso ello identifica lo caótico con lo i-rracional o lo
a-rracional? Debemos repetirlo de nuevo: ni uno ni otro término son adecuados para
denominar lo caótico, ni para definir o calificar su sintaxis. La sintaxis del caos es caótica
–con respecto al presunto orden o regularidad sintáctica del caos óptico-lumínico– porque
careciendo de toda figura, forma o dimensión espacialiforme de tal índole, así como de
cualquier rasgo temporiforme que la homologue con aquel marco, su función logificante se
inscribe y despliega –al igual que la correspondiente a todos los constructos meta-técnicos–
en una alteridad trans-óptica, trans-racional, trans-finita y trans-humana, cuya
configuración no responde ni es equivalente a la efectuada por un logos óptico-lumínico
sustentado en horizontes o parámetros temporales de igual genealogía.
Por el contrario, energizada por una ratio technica cuyo correlativo pensar,
trascendiendo aquellos límites instaura un ámbito de insospechadas posibilidades y
configuraciones hylético-categoriales, toto caelo diferentes a las óptico-lumínicas, la sintaxis
del caos no es ni puede ser a-morfa ni in-forme, a-temporal ni u-crónica... sino trans-mórfica
y trans-crónica, constituyendo en sí y por sí misma un agente o principio (trans-formante y
trans-cronizante) del pensar meta-técnico al éste desplegarse y construir su correspondiente
alteridad.
A tal respecto, en nuestro reciente libro, como una de las más elementales
modalidades del pensar meta-técnico, hemos mencionado aquélla mediante la cual, superando
el propio pensar humano su exclusiva genealogía, condición y límites óptico-lumínicos, su
actividad se torna capaz de arribar a un superior estadio donde aquel pensar “carezca de ideas
y palabras como símbolos intermediantes (sensibles o eidéticos) de la alteridad trans-racional
que recoja y exprese”.
Semejante modalidad del pensar, según allí decimos, “aun suprimidas las ideas y
palabras, no es un pensar vacío, inane ni infecundo”... pues, efectivamente, “acallada la
palabra... lo que se omite es el nombre de las cosas; y extinguida la idea, lo que se anula es
el aspecto (significativo) que aquélla exhibe dentro de una determinada perspectiva”.
“Sólo desaparecidos ambos –precisamos a continuación– surge entonces la
posibilidad de que el pensar, en cuanto tal, trascienda tal frontera cósica (óptico-lumínica y
óptico-espacial) penetrando a lo incógnito de lo trans-óptico y lo trans-finito” (FMT, § 18,
págs. 80 y 15; versión digital, págs. 74 y 9 respectivamente).
El caos y el abismo en lugar de ser fenómenos y cosas representables –como lo
hemos reiterado a lo largo de nuestra exposición– se inscriben en semejante dimensión. A
ellos no se accede por medio de la vista ni de la luz que la alimenta. El abismo, como verbo
del caos, se escucha solamente al imperar el silencio... despejado este mismo a través de la
positiva negatividad de la originaria Nada.
Pero este abismático silencio no debe filiarse a ninguna instancia sagrada, mística ni
mágica. Su mudez nombra tácitamente sólo el ámbito de los trans-terminante y trans-
positivo (“trans-positum”)... en contraposición a lo ordenable y determinable dentro de los
exclusivos cánones y límites del logos óptico-lumínico (cfr. FMT, § 8, pág. 45; versión digital,
pág. 38). Sin embargo, como hemos dicho, no por ello aquel silencio es sinónimo de lo
tenebroso... sino de lo que debe ser articulado mediante una sintaxis trans-óptica, trans-
finita y trans-humana.
Tal silencio, por eso, no es nada privativo o negativo. Lo que en él se escucha,
inefablemente, es el abismo... y, en su callada oquedad, la creadora sintaxis del caos. No
exhibe tal sintaxis forma ni figura, dirección ni curso, sino que en su laberíntica vorágine,
atrayendo al pensar hacia sí mismo, lo obliga a abismarse en sus enigmas... y a preguntarse
por sus límites.
Una suerte de perplejidad sobrecoge entonces al pensar –desconcierto, turbación,
consternación– mientras el abismo lo abisma a medida que avanza y traspasa sus propios
ejes y asideros... negándose y superándose creadoramente a sí mismo. Pues no sólo se
trata de avanzar y hallar el laberinto... sino de sentir que, a medida que el pensar avanza, el
propio laberinto se trans-forma y se trans-muta sin cesar... abismando al pensar en sus
enigmas.
El caos es la sintaxis del abismo... pero, al atraer éste al pensar, el caos potencia su
vorágine... sumiendo a tal pensar, carente ya de ideas y palabras, en su abismático y
creador silencio: en el originario originarse de la Nada... y, con ello, en la pregunta por el
propio origen del pensar y sus auto-trans-mutadoras energías. De semejante temple han
nacido algunos de los más complejos desafíos consignados en los FMT.
Mas, al par de la vía que hemos brevemente bosquejado, en nuestro libro pueden
encontrarse indicios de otras formas o modalidades del pensar meta-técnico. Cada una de
ellas –al igual que la comentada– abre accesos hacia ignotas y diversas formas de
espacializar el espacio y temporalizar el tiempo... radicalmente distintas, por su complexión
y sentido, a las del logos óptico-lumínico que alimenta y restringe, paralelamente, las
fuentes de nuestra ingénita racionalidad.
A través de tales vías –sea sólo dicho al modo de una sugerencia– es posible también
pensar el abismo y asediar el caos. Todas, sin embargo, apuntan y desembocan en lo
mismo. Su común terminus ad quem es el silencioso abismarse del pensar –y, por supuesto,
del hombre– ante los propios enigmas que su portentosa razón constata y confronta al negar
y superar sus propios límites.
En ese abismarse del pensar –como al comienzo lo dijimos– filiamos el genuino
origen del filosofar. Tal vez no carezca de importancia señalarlo de nuevo expresamente... al
concluir esta Lección Inaugural.
Tusmare, febrero, 1991