a esta vaina no le cabe un tinto

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A esta vaina no le cabe De Bogotá y sus historias Laura Sánchez Pinilla

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De Bogotá y sus historias

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A esta vainano le cabe

De Bogotá y sus historiasLaura Sánchez Pinilla

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Dedicado a los fantasmas de la ciudad de Bogotá,

Colombia

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A esta vainano le cabe

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Primera edición en español, 2016

Título original: A esta vaina no le cabe un tinto ©

Bogotá, Colombia

Diseño e ilustraciones por Laura Sánchez Pinilla

Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano

Los tipos principales con los que está compuesto este manual son:

Bakery de Stereo Type , Thesis Serif de Lucas de Groot y Latin

modern mono por GUST.

Comentarios y sugerencias:

[email protected]

www.editorialdongato.com

Tel (57)228-32-01

Todos los derechos revervados ©

Se prohibe la reproducción total o parcial de esta obra

Impreso en ColombiaISBN 968-5374-14-7

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De Bogotá y sus historiasLaura Sánchez Pinilla

Editorial Don Gato- PRIMERA EDICIÓN -

A esta vainano le cabe

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Índice

12vayase por la sombrita

De mendigo a faraón

echaos pa’ lante

Historia de un semáforo cualquiera

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donde el vecino

Las guerras

66

36una silla para la señora

El fin de los cebolleros

¿quién pidió pollo?

La arepae huevo en la era de la globalizacion

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PrefacioA esta vaina no le cabe un tinto es un libro que

busca dar importancia a las historias cotidianas, no representan a la farándula, política o alta sociedad; representa la personalidad de una ciudad, mostran-do como los detalles mas pequeños son los que for-

man el carácter de Bogotá en donde “De todo hay un poquito” cada fantasma es un protagonista dentro

de su historia

advertenciaEste libro puede contener lenguaje no apto para

mejores y ajeno a no colombianos❦

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por la- De mendigo a faraón -

sombritaVáyase

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ana maría garzón sánchez

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“Que hablen mal de uno es espantoso.Pero hay algo peor: Que no lo hagan”.

Oscar Wilde

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de mendigo a faraón

Algunos de estos seres invisibles se refugian en las drogas, vi-viendo un mundo paralelo, otros costean sus vicios haciendo carrera en la delincuencia común, algunos víctimas de enfer-medades mentales no tienen otra salida que vivir su mundo de alucinaciones, manías, compulsiones y obsesiones en la calle, pero “El Faraón” huía de esta dura realidad ganándoles apasionantes partidas de ajedrez a estudiantes universitarios, esta es su historia.

ser indigente en colombia no es fácil la vida de la calle es sinónimo de

hambre, miseria, dolor, frío, soledad y la perdida de la esperanza...

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ana maría garzón sánchez

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La última semana de Enero de 1989, Oscar Bernardo Gar-zón, mi padre, comenzaba la carrera de ingeniería civil en la Universidad Católica de Colombia, conocía gente nueva, se acostumbraba a su nuevo entorno y procuraba concen-trarse en sus estudios como cualquier nuevo estudiante.

Por las calles aledañas a la universidad se paseaba un indigen-te, Oscar notaba su presencia pero no le daba importancia, hasta el día que vio a un estudiante de quinto o sexto semestre jugando ajedrez con el mendigo y se percató de que varios estudiantes lo saludaban, se dio cuenta de que no era un indigente cualquiera,

-“Él era el dueño de esas calles y la gente lo respetaba” dice Oscar.

El hombre, cercano a los cincuenta años, contextura delgada, más o menos un metro setenta de estatura, tenía cabello largo que aunque lucía sucio, siempre estaba peinado al igual que su extensa barba. Su cara, curtida por el sol no delataba sufrimien-to, utilizaba saco de paño, siempre bien apuntado, se veía anti-guo, pero era de su medida

“Nunca le vi ropa grande ni desajustada, siem-pre utilizaba cinturón ceñido en la cintura, zapatos viejos, pero nunca rotos, cargaba una mochila pequeña trenzada, nunca le vi costa-les, ni cobijas… Tampoco lo vi acompañado por perros o mascotas”

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de mendigo a faraón

Refiere Oscar resaltando lo diferente que lucía respecto a las demás personas que habitan en la calle. Siempre estaba acom-pañado de un cigarrillo que iniciaba y terminaba sin sacar de la boca. Le llamaban ‘El Faraón’, aquel apodo se lo otorgaban por su largo cabello, barba y bigote, además de su postura erguida y su frente siempre en alto. Se sentaba en la barda que servía de asiento a los contrincantes en lo que fue en otras épocas un antejardín situado al frente de la cafetería de la universidad, y jugaba ajedrez con tableros de madera que llevaban aquellos que querían retarlo, él nunca buscaba una partida, los estudiantes eran quienes le pedían que jugara, se sentaban frente a frente, El Faraón quedaba absorto en el tablero hasta terminar la par-tida, los juegos contaban con varios espectadores, la contienda solía ser demorada, pero no faltaba el novato que era despachado en pocos minutos, casi siempre El Faraón resultaba victorioso.

Una vez Oscar decidió jugar con El Faraón, que como siempre se encontraba fumando un cigarrillo y tenía la barba y cabello atados en una coleta, mi padre jamás había visto sus juegos, no conocía sus movimientos, ni sus estrategias, no esperaba mucho, no imaginaba que ese hombre fuera un jugador excepcional, no habían pasado ni 10 minutos cuando El Faraón movió una torre y dijo

- “Jaque-mate” ,

Se levantó y sin decir más se fué, por su expresión probable-mente pensó que había perdido su tiempo, los estudiantes que

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observaban la partida rieron, Oscar, estaba sorprendido y un poco desconcertado, duro varios minutos observando y anali-zando el tablero hasta que alguien le dijo:

-“Créalo, le ganó El Faraón”.

En los meses siguientes, durante sus tiempos libres Oscar se acer-caba a la cafetería y observaba los juegos, quería prepararse para una segunda partida, El Faraón era ágil y bastante competitivo para el nivel de sus contrincantes. Durante el segundo semestre Oscar se animó a jugar, la contienda duró alrededor de una hora, inten-taba concentrarse pero la presencia de El Faraón le atemorizaba, no levantaba la mirada del tablero, adivinaba todas sus jugadas .

-“En algunos momentos pensaba que leía mi men-

te a través del tablero, al finalizar la partida y decir

‘Jaque-mate’ no fue tan humillante como la primera

vez, levanto la mirada y por primera vez vi sus ojos,

me sorprendió ver unos ojos claros, llenos de vida…”

se levantó, prendió un cigarrillo, analizó por unos segundos el tablero y se retiró”

El Faraón era conocido en toda la universidad, en una oca-sión, se realizó un torneo de ajedrez y lo invitaron, jugó contra 10 contrincantes simultáneamente y a todos les ganó, los fon-dos que se recogieron con las inscripciones decidieron entre-gárselos con la esperanza de que mejorara su condición, pero

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de mendigo a faraón

duró varios días sin aparecer, después se enteraron que lo gastó todo en droga, por lo que no volvieron a financiarle su adicción.

El Faraón era callado, introvertido, no pedía limosna, leía libros viejos… Nadie sabía dónde vivía, por su aspecto se podía pensar que pasaba largos ayunos a punta de cigarrillos y partidas de ajedrez, en una ocasión se encontraba muy ofuscado peleando con un policía que lo quería requisar, pero la intervención de algunos estudiantes evito la inspección. Hacía parte del paisaje de la universidad y se había ganado el respeto de los amantes del juego ciencia. Perdía pocas veces, pero cuando ocurría, acepta-ba la derrota con gallardía, felicitaba a quien le ganaba, solo en estas ocasiones se le veía estrechar su mano, luego se levantaba, prendía un cigarrillo y analizaba el tablero de forma minuciosa buscando el error, cuando el contrincante era débil, movía rápido las fichas intentando acabar la partida, al parecer no le agradaba jugar con principiantes. La tercera y última partida en la que se enfrentaron, la realizó en equipo, él estaba sentado y Oscar tenía la ayuda de dos compañeros de pie parados a lado y lado quienes le susurraban complicadas jugadas al oído. Estaba ilusionado pensando que

“la tercera es la vencida”

El juego duró hora y media, uno de los espectadores intentó dis-traerlo llevándole una pequeña merienda, él la recibió sin dejar de mirar el tablero, la estrategia fue inútil, finalizó moviendo un alfil se quedó callado unos segundos y cuando ya estuvo seguro dijo:

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ana maría garzón sánchez

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- ¡‘Jaquemate’!,tomó el sándwich que estaba entre una bolsa de papel y empezó a degustarlo.

El pasado del Faraón siempre fue un enigma Nunca supe la historia real, oí algunas versio-nes… entre ellas que era ingeniero de la Uni-versidad Industrial de Santander, otros decían que era matemático de la Universidad Nacio-nal y escuché que había estudiado filosofía.

- “Creo que llego a la indigencia a causa de las drogas y los vicios.” Manifiesta Oscar

Oscar se graduó en 1997, nunca supo el nombre de pila de “El Faraón”. Desde ese año no volvió a la universidad, como muchas personas lamentaba que el ajedrez perdiera su popularidad y fuera remplazado por los nuevos juegos de video y los retos de la tecnología, cada vez menos gente lo practicaba de manera profesional y pocos lo jugaban como pasatiempo, sin embargo, El Faraón continuaba reuniéndose con los jóvenes contrincantes de turno, cada tarde en la barda al frente a la cafetería, con ta-bleros prestados, siempre rodeado de una gran audiencia.

En el año 2006, Oscar tuvo que regresar a la universidad a pedir unos certificados para un empleo, hacía 10 años que no había vuelto, vio sentado a El Faraón en la esquina de una calle, se dio cuenta de lo mucho que había cambiado su aspecto, tenía barba blanca y el bigote amarillo manchado por la nicotina del cigarrillo. Lo saludo gritándole:

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de mendigo a faraón

-“Q’hubo Faraón”

El Faraón levantó la mirada pero no pudo reconocerlo, sus ojos se veían agotados y vestía de harapos, al preguntarle a las personas que trabajaban en la cafetería, le dijeron que había dejado de jugar, que las últimas veces perdía con facilidad, que su mente había perdido la lucidez que tenía en otras épocas y que ahora si pedía limosna, Oscar pensó que esa mente brillante había naufragado en la adicción a las drogas, abandonó el claustro con melancolía y algo de tristeza.

Durante un largo periodo Oscar olvidó por completo el ajedrez, y en sus tiempos libres se dedicó a otros retos mentales, como el sudoku o el crucigrama que encontraba a diario en el periódico.

•En el noveno cumpleaños de mi hermana menor, uno de los regalos más interesantes fue un tablero de ajedrez con las fichas y el tablero de cristal, apenas lo destapó decidió comenzar a jugar, pero no tenía ni idea del movimiento de cada una de las fichas, la organización del tablero, el papel de cada ficha en el juego o el objetivo del mismo, yo, que te-nía doce, lo había conocido hace tres años por una tarea de matemáticas, pero no me interesaba mucho, el ajedrez per-maneció guardado por varios meses con los demás juegos de mesa, un buen día lo volvimos a sacar de su empaque y mi padre, evocando sus recuerdos de universitario, aprovecho para enseñarnos a jugar, aprendí las jugadas básicas como la llamada ‘Enrroque’ o ‘Pastor’…un día mientras jugábamos, al mover una torre, sus ojos se dilataron y recordó a El Faraón, así fue como me contó su historia. •

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pa’

- Historia de un semáforo cualquiera -

lanteEchaos

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iván bernal marín

“La riqueza consiste mucho más en el disfrute que en la posesión”

Aristóteles

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historia de un semáforo cualquiera

No toma, aunque sus gafas recuerden minibotellas de aguardiente y se tambalee como borracho en su contra-rreloj cotidiana… Debe ser por la parálisis de la pierna y el brazo derechos, o por el peso de la bandeja de madera que le pende del cuello.

el rojo del semáforo y el freno de los carros son su señal de partida, el rojo del semáforo y el freno de los carros son su señal de partida. Trota, extiende

una caja, enciende un cigarro para alguien. Vadea la corriente de llantas, saca un periódico, una menta,

una iglesia de cerámica, y corre. ❦

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iván bernal marín

Fué en la Media Maratón de Bogotá de 2010, y recibió una me-dalla. Ahora trota y trota detrás de monedas que le sirven mu-cho más. Hasta que el amarillo despierta el rugir de los motores y el verde lo obliga a buscar la orilla de cemento. Un chorro de humo lo baña mientras cuenta los pesos que se acaba de ha-cer, sus nuevas medallas. Los pulmones buscan aire.Aprieta los dientes y abre toda la boca, como en una sonrisa

Vendedores callejeros a la antigua, atletas de semáforo, como Luis Rojas Pinzón, parecen en vías de extinción por lo que se puede encontrar en los alrededores de la calle 92 con carrera 11. Tras una breve caminata, cualquiera comprueba que el reino del rebusque hoy es dominado por razas evolucionadas: acróbatas, puestos estacio-narios, surfistas de busetas, músicos, artesanos.

Él es un sobreviviente de otras épocas,

Espera que el semáforo de la calle 94 con carrera 15 vuelva a darle la señal roja todos los días, desde las 7:00 a.m. hasta las 4:00 p.m. Y vende diarios impresos y cigarrillos, como si internet y la discriminación preventiva no estuvieran dejando en el pa-sado ambos productos. Reflejo de un aspecto de su personalidad: su añoranza de tiempos que supuestamente fueron mejores.

En su metro y medio de estatura están vertidos algunos de los

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historia de un semáforo cualquiera

principales rasgos de la realidad que le tocó. Es un legítimo ha-bitante del tercer país más desigual —y supuestamente también el

más feliz— del mundo. La respuesta es Colombia. Marcado desde su nacimiento por la pobreza y los errores médicos, condenado a padecerlos hasta la vejez, rematado por una violencia que creía ajena, aferrado al único trabajo que aprendió, con fe, aunque cada vez venda menos. Y, a pesar de todo, con un optimismo que franquea los límites entre lo descabellado y lo esperanzador.

-“No necesito eso, yo ya soy famoso”

responde, por ejemplo, cuando se le pide permiso para tomarle fotos. -“A mí todo el mundo me conoce”,

Termina la frase abriendo los dedos de una mano torcida, ir-guiéndose hacia atrás, solemne ante la obviedad. La pose se esfu-ma, los ojos se empequeñecen tras los lentes y la pianola de dien-tes se revela amarilla y puntiaguda, en una carcajada de hiena.

Costras de mugre cubren sus arrugas. Tiene la piel tostada. Viste cuatro chaquetas, además de chaleco. Es necesario detenerse un momento para notarlo en sus carreras entre camionetas y buses, frente a las vitrinas del banco Helm y la cooperativa Coomeva. Ha pasado los últimos 50 de sus 64 años revoloteando en esa esqui-na, fundiéndose con el ruido y el trajín bogotano hasta hacerse imperceptible para el transeúnte afanado. Solo cuando el paisaje se queda quieto, en las noches, el vacío que deja su ausencia hace preguntarse qué, o quién, suele llenar ese pedazo de la ciudad.

Son las 9:00 a.m. de un jueves. El tráfico fluye y un joven de

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corbata anaranjada aborda a Luis y le pide que le venda un mi-nuto de celular. Él lo dirige hasta su acompañante, su esposa hasta hace cuatro meses, la rubia de ojos verdes Olga Edith León. Está sentada al lado de un poste de luz, en una silla Rímax igual a ellos: con manchas negras en cada centímetro.

-“Ya esto se puso malo. Antes tenía tres celulares, ahora toca uno solo”,

dice la santandereana, mientras pasa el teléfono.

Su relación con Luis tiene los mismos años que su hijo, Richard Montoya. El apellido es lo único que el padre biológico le dio al bebé. Tras el embarazo, Olga dejó su trabajo como auxiliar en una clínica odontológica, y el vigilante del lugar le comentó que tenía un hermano que vendía periódicos y cuidaba carros. Hace 22 años, cuando el niño nació, ella empezó a venir a diario a la esquina con Luis, y él comenzó a convertirse en un papá.

Olga viste un saco de una lana tan gris como el piso, unas botas de cuero con tacones y una gorra roja con una bande-ra de cuadros. En su espalda está colgado el muestrario de periódicos de Luis, con titulares de esa realidad que lo gestó:

-“Con una granada sacó a inquilinos de su vivienda”, “Calabazas repletas

de marihuana”.

A sus pies tiende una alfombra de plástico, llena de figu-ras coleccionables que ofrecen los periódicos como salvavidas de unas ventas que se hunden. Hoy exhibe carritos rojos, ré-

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plicas de monoplazas de Fórmula 1. Las señales de deportes y velocidad no son coincidencia. El tema es una constante en la vida de Luis desde antes de que ganara la medalla por su quinto puesto en la Media Maratón, categoría veteranos. La mues-tra orgulloso, como si se tratara de su propio récord mundial. El tesoro cuelga de un reloj de pared en la sala de su casa. Es fácil imaginarlo viéndola cada día antes de salir, casi rezándole, inspirándose. Quizá le hace presentir una verdad de la que no es consciente: la desgracia lo persigue, pero él corre más rápido.

Fue el primero de los diez hijos de Luis Fernando Pinzón Za-mora, un futbolista que enfermó y dejó de correr tras un balón para correr detrás de carros vendiendo diarios. Luis nació un 2 de noviembre en un municipio de Cundinamarca llamado Agua de Dios. El parto estuvo empapado de complicaciones para su madre. Ella solo tenía 15 años y él venía de medio lado. Tuvie-ron que sacarlo al mundo con unas tenazas médicas llamadas fórceps. Aunque el municipio es conocido como “el pueblo de la lepra”, no fue esa enfermedad la que le causó cicatrices y daños irreparables, sino los maltratos del nacimiento.

Un cáncer acabó prematuramente con la carrera de su papá,

de quien dice fue defensa de Santa Fe durante tres años.

Luis se hizo vendedor ambulante a los 14, cuando empezó a acompañarlo a él, su padre, a las calles aledañas a los negocios que montaron excompañeros del fútbol, como Hernando ‘el Mono’ Tovar. Hasta que tuvo que asumir de lleno el negocio y el

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iván bernal marín

cuidado de sus hermanos. Papá y mamá murieron por cáncer de pulmón, sí, causado por cigarrillos como los que vende hoy. Ese producto que lo dejó sin padres a los 32 años es el más rentable entre los que ofrece.

-“Es que fumaban puro Pielroja, yo no vendo eso”,

dice, y pasa los dedos negros por las cajetillas que cuelgan de su cintura, como excusándolas.

El tren de las memorias de Luis sale a toda marcha, con vagones de recuerdos que se su-ceden uno tras otro: Millonarios sale campeón, se suma a una barra del equipo azul, viaja por carretera con otros hinchas. Sobrevive a un ac-cidente automovilístico. Conoce el Metropoli-tano de Barranquilla, su estadifavorito, y los parques de Bucaramanga, su ciudad favorita.

A los 42, sus hermanos le presentan a Olga, la vida parece buena. Una madrugada matan al dueño de la casa que está frente a su es-quina, en la 94, y los hijos venden el terreno. Ahorcan a un celador en el cuarto piso de un edificio aledaño, atracan con un revólver a otro vendedor ambulante. Atropellan a uno más, “pero por borracho”. Las cosas parecen pasarles a otros, hasta que un día, en 1993, sale volando.

Cuando abrió los ojos tenía todo el cuerpo vendado. Estuvo ocho meses hospitalizado. Le tuvieron que insertar platino en los brazos. Quedaron destrozados cuando lo golpeó la onda expansiva

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historia de un semáforo cualquiera

de los 300 kilos de dinamita del carro bomba que explotó en el Centro 93, a una cuadra de su semáforo. Todavía le agradece a Olga haberlo cuidado. Y todavía odia el frío que siente por cuenta de la placa que está en su cuerpo desde entonces. Por eso se reviste con chaquetas viejas, así haya sol. El metal en los huesos le resulta una tortura, lejos de los efectos impresionantes que tiene para perso-najes como Wolverine en el terreno de lo fantástico. Cada noche y cada mañana, Luis siente que se congela de dolor desde adentro, desde los brazos. Sobre todo cuando debe madrugar: siempre.

Vive en el barrio Castilla, entre matorrales de monte, con-tenedores y camiones abandonados, torres de ladrillos y ca-bles colgantes. Olga compró en 2002 un lote que estaba em-bargado. Hace poco terminó de pagar los diez millones que le costó. Lo único que revela la dirección (carrera 80 con calle 10) es que hay una ciudad entera entre su esquina y su cama.

Un muro de diarios viejos separa la sala del comedor. Hay manchones de cemento aquí y allá, los tacos de energía eléctri-ca están destapados y un afiche de un barco industrial adorna una pared. Tiene apenas seis baldosas de ancho, pero ya han pegado los primeros ladrillos del cuarto piso. Hasta allá llevan los periódicos a Luis. Debe cargarlos en un maletín y salir a buscar TransMilenio cuando el reloj marca tortolito común con gorrión cantor; porque la hora la dan dibujos de aves con sus nombres, en vez de números, y tortolito con gorrión significa que son las 5:00 a.m. En lugar de péndulo, se balancea la medalla.

Era natural que la ganara con el ritmo que fue obligado a se-guir desde adolescente. A las 7:00 a.m. debe estar en sus marcas.

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iván bernal marín

Trota cientos de kilómetros a la semana en un mismo tramo de la carrera 15, entre los carros de los consumidores de cigarrillos, dulces y noticias que van rumbo a sus oficinas.

-“No fumo, no tomo, nada de vicio. Por eso tengo

mis medallas colgaditas”, no se sabe si se refiere a la que está en el reloj o a la palangana llena de productos que lleva colgada al cuello. Luis está seguro de que la venta ambulante es to-davía un buen negocio.

-“Sí da, siempre que sea juicioso. Si se va a jartar, a jugar billar, no”

Hasta hace unos años vendía 100 periódicos al día, ahora es afortunado si alcanza los 25. Solo lo logra

-“Cuando hay buenas noticias”.

¿Y qué es lo bueno? Lo que vende. Pero su franqueza para res-ponder lo haría parecer un sádico, puesto que incluye en esa ca-tegoría de buenas noticias la muerte de Colmenares, el suicidio de Lina Marulanda o el paro universitario.

-“¡A las ocho ya había vendido todo!”

A cada impreso solo le saca 200 pesos. Una cajetilla de 20 ci-garros, en cambio, la consigue en 2500 y se la pueden comprar a

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6000 pesos. Vende unas seis diarias. A la semana se gasta un par de paquetes de 12 cajetillas. Cada martes se los lleva hasta el semá-foro un tipo motorizado, el mismo que hace décadas necesitaba venderlos, y al pasar por el lugar encontró en Luis a un distribui-dor. Si le va bien, se llevará alrededor de 35.000 pesos al atardecer.

Por la zona no se consiguen almuerzos a menos de 10.000 pe-sos. Pero Luis tiene resuelto el tema: una cocinera de un centro médico cercano le lleva un plato de comida si él le cambia billetes grandes por dinero sencillo; entonces, ella le pasa 250.000 pesos que él se encarga de canjear por monedas con sus “amigos” buse-teros, y de paso come. Aunque a veces, como hoy, no le traen nada. Y se devuelve a casa con un hambre que supera el cansancio.Debe acercarse los billetes y monedas hasta la nariz para distinguirlas, pues está en una carrera por quedarse ciego: ha perdido el 75 % de la visión. Debe operarse, lo sabe, pero ahora

-“Con todas las EPS emproblemadas por corrupción, no me arreglan nada.

Estoy peleando por eso, pero a ellos no les importa. Todos los días salen

pacientes muertos en salas de espera… ¿entonces?”.

Se aleja de esa triste realidad en un chasquido. Se refugia en su convicción de que es “el rey del periódico”. Quita los car-teles viejos de los postes, explica direcciones, no deja que nin-gún otro vendedor se instale allí. A lo largo de una jornada, pasan a saludarlo decenas de recepcionistas, vigilantes, men-sajeros, choferes, meseros. Aunque no pueda estrecharles la mano, por sus tendones dañados, y solo los reconozca cuando

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iván bernal marín

hablan. A esto se refiere con ser famoso. En sus 50 años en la zona se convirtió en un punto de encuentro para muchos.

Desamarra sus cosas del poste, barre los alrededores, carga el maletín y empieza a alejarse. Tropieza cada 2 metros, incapaz de prever cada andén o desnivel a su paso. Se inclina hacia adelante y hacia atrás con brusquedad, y su mano convulsiona al aire, en lo que parece la danza de un borracho.

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historia de un semáforo cualquiera

•Pero no cae, se estabiliza y sigue recto como si nada hubie-ra pasado. Aprendió a equilibrarse así, bailando la tragedia que le tocó. Donde otros veían una señal de “pare”, tuvo que descifrar un “salga adelante”. Hay luz roja otra vez, pero ya el medallista del semáforo trotó. Ahora cruza la calle cami-nando. Son más de las 4:00 p.m. y la única meta que importa es un colchón.•

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para la

- El fin de los cebolleros -

señoraUna silla

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andrea la blogger

Quien tiene paciencia, obtendrá lo que desea.

Benjamin Franklin

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el fin de los cebolleros

Eran mucho más económicos que otros buses, incluyendo el Transmilenio, ya que un viaje podría estar desde los 900 pesos en adelante, sobretodo en horas pico. Pero, junto a esta aparente ventaja, había un mundo de desventajas y situa-ciones que lo convertían en la última opción, el bus que uno cogía cuando no tenía para transportes algo más cómodos.

primero que todo, para quien lea y no sepa, un cebollero era un bus, enorme, de modelos entre los años 50 y 60, que

empezaron a popularizarse en los 70 y que aún seguían funcionando en estos tiempos modernos del 2010.

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andrea la blogger

el aspecto del bus. Es un bus viejo, destartalado, con latas peladas y oxidadas, llantas lisas, y las partes que aún llevan pintura son de to-dos los colores, según la empresa transportadora. Algunos tenían una pequeña ventanita sobre la del conductor, don-de ponían la ruta, que se cambiaba con alguna perilla en la cabina del conductor. Y junto a esta, o en su lugar, se ponían en la “ventana del copiloto”: una lámina de triplex pintada con colores chillones, que daba cuenta de los prin-cipales sitios por donde pasaba este folclórico transporte.

- Entonces, volvemos a la calle:

Imagine usted que está en la calle 100 con 15, bajo una lluvia torrencial, son las 6 pm y como usted, hay mil y un personas esperando transporte. Imagine que usted vive en Venecia, en la calle 68 con Autopista Sur. Y bajo la lluvia, las luces delanteras de los afortunados con carro propio lo deslumbran y le impiden ver buses algo más contemporáneos,que cubren la ruta que lo necesita. Imagine que pasa un taxista a toda mecha, y usted, que por andar viendo si llegaba la buseta, se paró demasiado en el centro de un gran charco causado por una alcantarilla tapada. Imagine cómo lo lavan de pies a cabeza en esa agua llena de todo el mugre que pueda haber en esta ciudad, y el traje queda para despacho inmediato para la lavandería. Usted recuerda cariñosamente a la madre del taxista por unos minutos, hasta que ve aquella combinación de colores que lo llena de ánimo, pero que a la vez lo desanima: Pte Venecia/Directo 68, un cebollero modelo 70, y cuyo interior es un

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el fin de los cebolleros

misterio insondable pero previsible: va hasta las tejas. Desespe-rado, extiende usted la mano para hacer que el bus se detenga.

- Entonces, pasamos al abordaje:

Si, al estilo pirata, esa ruta no solo le sirve a usted, le sirve a la mitad de las personas que están paradas a su lado, a la caza de transporte público. Hombres y mujeres pasan del orden al caos, se abalanzan sobre las dos puertas del cebollero. Si, las dos, el con-ductor, a quien analizaremos más adelante, abre tanto la puerta de entrada como de salida, para que entre el mayor número de personas posible.

Aquí no existe caballerosidad, urbanidad, ni demás sinónimos.

Los hombres saltan sobre la puerta, las mujeres, muchas en falda, tienen que dar saltitos para subir a la buseta. algunos afor-tunados logran llegar al pasillo, otros quedan en las puertas. Y este es el sitio más peligroso donde pudiera quedar uno: Los con-ductores rara vez cierran la puerta, para absorber como si fueran aspiradoras a cualquier pasajero que se vea en la necesidad de llegar pronto a casa.

- Bueno, hemos subido al bus.

Pobres aquellos que quedaron fuera del aparato, tendrán que enfrentarse en otro combate cuando llegue el proximo. Pero po-bres de aquellos que lograron subir.Quedamos en la máquina registradora, un aparato al estilo de los que se ven en los parques

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de diversiones (los viejos) para regular la entrada de personas, y llevar una cuenta. Muchos acceden al pasillo, algunos pagan con el dinero exacto, otros entregan billetes grandes y se quedan esperando las vueltas. Una mujer, que tras la registradora dedica por lo menos 5 minutos a buscar el pasaje dentro de su bolso (tema que tocaremos otro día, es un microuniverso) entrega al atareado chofer un billete de 20.000. La respuesta del conductor, es siempre, o casi siempre la misma:

- “Espere un momento y ya le doy las vueltas”

La mujer se ubica en un rincón, cerca de la cabina del conduc-tor, a la espera. Otros, que ya recibieron el cambio, lo verifican, el tráfico de billetes falsos en un bus es el más grande que pue-da haber. Una viejecita dice al conductor, tras mirar y remirar su billete de 5.000:

- “Señor, ¿me lo puede cambiar?”

El conductor, bien puede despacharse con groserías a la an-ciana, bien puede recibir huraño el billete y cambiarlo por otro menos dudoso.Entonces, sacamos el dinero que habíamos alis-tado previamente, y lo dejamos en la cazoleta del dinero.

la cabina del conductor. Una cabina de conductor es un recinto variable, tanto como conductores y buses haya en el mundo. las hay básicas, como

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la de la foto. Hay otras, llenas de colores, con imágenes de la Virgen del Carmen, el Niño Jesús del 20 de Julio, emble-mas del equipo favorito del chofer, tigres, caballos, aves, perros, personajes de Disney, de la Warner, oraciones, el nombre de los hijos del conductor, dibujos desde inocentes hasta otros subidos de tono, en todas las combinaciones posibles. La barra de cambios va forrada en terciopelo o tie-ne la forma de un peluche, por lo general un perro sentado.

Sobre el motor va una cajita donde clasifica las monedas que recibe, y un gancho para los billetes. En el techo, puede ir desde el simple metal hasta forros de cuero acolchado, cajitas de pañuelos, luces, aromatizantes (uno popular era uno lla-mado “La Chica Fresita”, no tiene que ver con Strawberry Short-cake, sino que es una hoja con un dibujo de una mujer rodea-da de fresas, y que se supone debe dar ese olor a la cabina.

Hay pequeños equipos de luces que se encienden cada vez que el bus frena, hay vitrinas con carritos de colec-ción e imágenes de santos la Virgen del Carmen y el Divino

Niño, los más populares entre los conductores). Les debo una foto de una cabina de este estilo, hay que verlas.

Y bueno, muchas de estas cabinas van encerradas por paredes de vidrio y contrachapado, dejando como único contacto con el conductor un vidrio con huequecillos redondos y una cazoleta donde se deja el dinero del pasaje. Los robos en estos buses son pan de cada día, y los conductores poco a poco se han blindado para evitar perder el producido o la vida.

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Y ahora pasamos al personaje rey de este gabinete

el chofer. Lo hay de todo tipo, desde algunos pocos civilizados y edu-cados, hasta los ñeros a los que no se les discute, so pena de resultar muy herido. Los hay de todos los calibres, des-de el delgado hasta el orgulloso propietario de una barriga alimentada por el sedentarismo de su profesión y la cerve-za; los hay con todas las vestimentas, desde los pulcros y uniformados hasta aquellos que van con camiseta de man-ga sisa, pantalón viejo y roto, cubiertos de grasa, sudor y mugre, exhibiendo descaradamente una axila que por sim-ple decoro no describiré pero que todos podemos suponer.

Los hay bien hablados, los hay malhablados; los hay que con-ducen con suavidad, los hay que conducen como si con ello se desquitaran del mundo por ser injusto. Los hay que respe-tan las normas de tránsito, y los hay que coleccionan partes y multas como si fueran las láminas del album del mundial.

Los hay que reunen las primeras características de cada frase, son los más escasos; los hay que reunen solo las segundas, el ar-quetipo de chofer de cebollero. y en nuestro delicioso supuesto, a usted en su bus le tocó uno de los últimos. Uno de los que oye vallenato o reggaeton a todo volumen, moleste a quien moleste. Y bueno, el hombre le ha dado rápidamente las vueltas. Hay que reconocer que estas personas tan particulares tiene una habili-dad bastante extraña:

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Son capaces de conducir un bus, parar a reco-ger pasajeros, abrir la puerta trasera para que baje alguien, recibir pasajes, dar vueltas, de-cir a la mujer que entregó el billete de 20.000 que espere que no le alcanza para devolverle sin quedarse sin sencillo, cambiarle el bille-te a la viejecita que dudó de su autenticidad, esquivar la mirada de policías de tránsito, y cambiar de emisora; todo a la vez.

Muchos no pueden con todo y suelen tener ayudantes que se encargan del dinero, pero en este caso, toco un habilísimo hom-bre orquesta al volante. Yo no podría hacer tantas cosas juntas, me enloquecería. Pero bueno, volvamos al viaje. Recibe usted sus vueltas, pero no puede pasar más allá de la registradora: el bus, como sabíamos que sucedería, viene lleno. Hasta las tejas.

Ayer nos quedamos en que habíamos quedado atrapados en-tre el pasillo y la máquina registradora, en esa mezcla de trans-porte público, orgipiñata y deporte extremo que es montar en un bus cebollero. Repasabamos el aspecto del bus, ese universo que es la cabina del conductor, y al conductor mismo. Hoy con-tinuaremos con la otra mitad de esta aventura:

el viaje propiamente dicho.Y entonces, quedamos entre la registradora y el pasillo. Las sillas van todas ocupadas, del techo cuelgan tres barras metálicas fijas, y

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en todas se observan manos agarradas con desespero, como si es-tar ahi colgados representara la diferencia entre la vida y la muer-te. Y se aproxima bastante. El bus ha arrancado. Es fácil saberlo:

Un segundo uno está parado, en una posición estable.

Y al segundo siguiente una fuerza impresionante, invisible, lo empuja contra las personas en el pasillo, y a los que van sen-tados los pega contra su asiento. El instinto es mandar la mano a lo que sea con tal de no caerse, así que uno manda la mano a la registradora. Otros la mandan a una de las barras que de-limitan la entrada y sirven como asidero para la primera si-lla de la fila al lado de la puerta, pero esta barra esta suelta y uno se queda con ella en la mano. Afortunadamente, el bus va tan lleno que la simple presión del rebaño humano allí haci-nado evita que cualquiera se caiga. Tambien dificulta el movi-miento y convierte la llegada a la puerta trasera en una aven-tura, pero no se puede tener una ventaja son sus desventajas.

El conductor ya puso el siguiente cambio, así que el movi-miento es algo más controlado. Los racimos de humanos que penden de las barras del techo se mueven acompasadamente con los movimientos del bus para esquivar autos más pequeños y otros buses. Es en momentos como ese en que uno sueña con el día en que tenga carro propio, y el momento en que aquellos atrapados en el estribo del bus sueñan con que se bajan algunas personas y ellos pueden quedar en la seguridad del interior

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del bus. Es común ver en horas pico estos buses con gente col-gando de ambas puertas, aferrados con todas sus fuerzas a las varillas, manijas y cualquier saliente que evite que se caigan.

Otra persona en la calle levanta su mano, hace la señal de pa-rada al cebollero. El chofer, ni corto ni perezoso, y a pesar de ir a 70 kph en el carril de la izquierda, frena en seco y se aorilla, cerrando a un Renault Twingo que iba en el carril de la mitad. El resultado es lógico:

Los pasajeros se agolpan todos hacia adelante, y aquellos que están al lado

de la registradora (uno, entre tantos) reciben y amortiguan el peso de

todos los demás pasajeros que van de pie.

Aquellos que iban sentados dependen de sus reflejos, ya que los respaldos de las sillas bien pueden romperle los dientes a uno en tales frenadas. Los gritos no se hacen esperar:

-“Oiga, no lleva marranos”,

-“Le salió el pase en un tamal o que” “busetero tenía que ser”.

Cuando los que van de pie se dan cuenta de que esa parada es para recoger pasajeros, y que estos están determinados a subir,-nace otra serie de gritos:

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-“Echele segundo piso” “¿no ve que no cabe nadie más?” “Ya no más”.

El chofer, responde (porque todos los choferes responden siem-pre lo mismo)

-“colabórenme corriendose, en el fondo hay espacio, sigan por el pasillo”.

Las respuestas de las sarinas humanas es fuerte, muchas in-cluyen groserías. El chofer simplemente las ignora y vuelve a arrancar, de nuevo el impulso que empuja a todos los que van de pie contra el fondo del bus. Esto se repite tantas veces como sea necesario para que el conductor cuadre caja mentalmente,en-tienda que ya no cabe nadie más, y el interior del bus quede con el aire mínimo para respirar.

el aire. ¿Se puede no pensar en un cebollero sin la razón de su nombre? Por algún extraño motivo, el bogotano tiene una horrible costumbre. Jamás abren las ventanas del bus, por más calor que haga, por más que los olores se mezclen has-ta convertirse en una peste indescriptible, por más que los que van de pie se asfixien. Por más que un niño se maree y vomite las onces. No se conocen las razones de esta con-ducta, pero afortunadamente hay algunos que piensan en la salubridad y abren las ventanas; jóvenes en su mayoría. La gente se queja de que un bus lleno es fuente de gripas, de malos olores, de enfermedades, pero no permiten que el

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aire salga y se renueve. El bogotano ni raja ni presta el hacha.

Miramos el reloj. son las 7, y el bus va cerca de la 68 con 80. ¡Oh trancones, oh accidentes, ohuni-

verso que te conjuras para retrasar más el fin de este

tormento! Porque siempre hay algun accidente, una estrellada menor, y el chofer, como todos los que lo preceden y los que le siguenpor la avenida, aminoran la marcha, no se quieren perder detalle.

-El mazda gris le pegó desde atrás al kia azul.

-Pero como no le va a pegar, es el carril rápido y la conductora se iba

maquillando...

-Pero el que pega por detrás es el que tiene la culpa, además, iba ha-

blando por celular.

-¿Cómo sabe?

-Tiene el manos libres puesto, y así se tenga manos libres está prohibi-

do manejar y hablar por celular

-Eso no es cierto

-Que si lo es....

El morbo del colombiano hace que la gente se abalance ha-cia las ventanas del lado del accidente cuando el bus a una velocidad de 5 kph finalmente alcanza el lugar. Unos pocos permanecen en su lugar, ya sea por falta de interés o porque simplemente no pueden asomarse. El público dedica unos mi-

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nutos a contemplar la estrellada y la discusión de los conducto-res, y luego el chofer acelera para recuperar el tiempo perdido. El trancón no era causado tanto por el accidente, como por los curiosos que en ambos sentidos aminoran la marcha para ver cómo un mazda gris le arrugó la defensa a un kia azul.

Un par de personas se levantan, se van a bajar. Bajarse es todo un reto, el pasillo está tan lleno, que intentar atravesarlo es casi imposible. Pero hay que hacerlo. Una de estas personas va sobre el pasillo, se levanta y deja espacio a otra, y empieza a atravesar la masa.

Es imposible notocar indecorosamente a las mujeres, y no verse tocado a

su vez, el espacio que hay es realmente mínimo.

Es un estudiante, así que la maleta llena de libros genera más dificultades. Lo mejor que puede hacer es levantarla y llevarla en una solamano por encima de las cabezas de los demás, e iniciar su marcha varias cuadras antes de su destino.

La otra persona que se levanta es una mujer, en uniforme de trabajo. Sus medias veladas están rotas, cortesía de un borde filoso levantado en el asiento. Estos asientos de metal, con una capa de pintura como cojines, son una trampa mortal para las prendas delicadas. Ella levanta su bolso y empieza a salir, usando cualquier espacio disponible.

Un hombre de mediana edad aprovecha para

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mandarle la mano al trasero, pero ella no se da cuenta, tanta gente, es difícil saber quién toca qué. Finalmente ambos llegan a la puerta. junto a ellos, algunos pasajeros que van de pie se preparan,También se bajan en este barrio. Ella timbra, pero el bus, que iba a 70 kph por el carril izquierdo, en vez de frenar acelera. El chofer busca pasar el semáforo, que acaba de cambiar a amarillo.

El bus se aleja, y un hombre grita: -“Oiga, ¿es que me va a llevar hasta la casa de su madre?”

El chofer aminora la marcha y se detiene a dos cuadras del semáforo, y a cinco de donde se tenía que bajar el hombre que gritó. La puerta se abre, baja gente que abre camino a los que se quedan, y luego vuelven a subir. De paso, se suben dos pa-sajeros más, que hacen llegar el valor del pasaje de mano en mano hacia el conductor.Esta escena se repite varias veces más.

En una parada sube una mujer embarazada, que lleva en bra-zos una niña y colgada del hombro una pañalera, nadie le cede la silla, nadie le deja acomodarse. aquí impera la ley del más fuerte. Finalmente, en la 68 con américas, se baja una buena cantidad de pasajeros, y la embarazada se sienta. No es mucho alivio, se baja en el siguiente semáforo. Y cuando ella baja, sube un vendedor. Los vendedores son parte del paisaje urbano, no

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conozco a nadie que nunca haya escuchado la siguiente frase: -“Buenas noches damas y caballeros, disculpen que venga a robarles

uno o dos minuticos de su apreciado tiempo. En esta ocasión vengo a

(inserte actividad aquí)”.

Lo que ofrecen es variado: CD’s, folletos, libros para colorear, colores, lápices, esferos, dulces, tarjetitas con dedicatoria, paños de agujas, todo lo que pueda venderse se puede conse-guir en un bus. Hay algunos que son músicos, y los hay de todas las calidades: desde los ra-peros hasta los músicos andinos, algunos más afinados, otros no tanto.

Y hay otros que simplemente suben a pedir limosna: enferme-dades, el amigo en el hospital, la cuñada que acaba de dar a luz y no tienen para los pañales, el desplazado.... No digo que sea todo mentira, hay casos en que son reales, pero hay algunos que cogen la mendicidad como forma de trabajo. Entonces la cuñada sigue dando a luz, el desplazado sigue reuniendo para devolverse. Uno aprende a diferenciarlos, y en ocasiones, uno puede subirse a un bus y volver a ver a una de estas personas, que sigue reuniendo para el amigo en el hospital al que estan operando de urgencia desde hace un mes. Y eso, por no hablar de los drogadictos rehabi-litados, o aquellos que se suben pidiendo dinero para comer, pero que en su actitud y sus ojos se descubre que pide para comprar droga. En este caso, sube un vendedor de galletas, que desafía con

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sus pulmones el alto volumen de la emisora del chofer; algunos compran, otros no. Viaja unas cuadras más en el bus y se baja.Hay veces que se suben uno tras de otro, pero para este ejemplo lo dejaremos en un vendedor. Y revisaremos:

la música que se oye en un bus cebollero.Por lo general, se oyen los siguientes géneros: Reggaeton, va-llenato, rancheras/crossover y emisoras cristianas. No tengo nada contra estos generos musicales, es más, hay rancheras que me gustan con todo y que en mis venas corre metal en vez de sangre, pero no hay nada peor que subir a un bus y no escuchar ni lo que uno piensa, sentir que el oído se inunda con Don Omar. Cuando el chofer es cristiano, uno tiene que oir durante todo el viaje a un pastor predicando radialmente que Dios es Amor, pero que aquellos que no se conviertan van a ir a dar al infierno.

En estos buses, las calcomanías no son de mujeres desnudas ni del conejo de playboy, sino de versículos de la biblia. Hay raras ocasiones en que el chofer oye musica de plancha, o ro-mántica, o Melodía Stereo, en contadas veces me he subido a buses donde se oye Radioactiva. Aún recuerdo cuando me subi a una buseta y el chofer iba oyendo Rammstein, fue una ex-periencia auditiva bastante curiosa. Pero volviendo a nuestro supuesto, en la emisora está Oxigeno, emisora especializada en el género que esté de moda, y por ahora es el turno del reggaeton.

Pero bueno, estamos llegando al feliz desenlace. Tras sortear

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una serie de trancones, el bus ha cruzado la primera de mayo. En las manos, va una galleta. Hace dos cuadras se desocupo una silla, y al fin nos sentamos. Una pulga sube a nuestro tra-je subrepticiamente, pero no la vemos, estamos mirando por la ventana. Y luego revisamos el reloj, son las 8 de la noche.

La mujer que al principio pago con el billete de 20.000 se le-vanta a reclamar sus vueltas, y usted por ese instinto de super-vivencia revisa el bolsillo de su traje donde guardo las vueltas de su billete, en el bolsillo del pantalón. No encuentra más que la tela: le atracaron. Algún manos de seda se esmeró en ingresar a su bolsillo y llevarse como recuerdo el dinero de las vueltas. Inmediatamente revisa el bolsillo interno del saco, afortuna-damente el celular sigue ahí. La billetera va en el maletín, está en su sitio. Su mente hierve de rabia e indignación, y la música estridente no ayuda a calmarlo.

Lo robaron, que se le hace. El universo no podía dejarlo ir indemne.

Allí esta, el local de Alfa, antes del Puente de Venecia. usted se levanta y sortea a unos cuantos pasajeros, y llega no sin algo de dificultad a la puerta, el chofer estuvo recogiendo pa-sajeros otra vez. Las 8 y 20. Timbra, y el bus se detiene justo donde usted lo necesita. No por consideración a sus desgracias, sino porque en la bomba de gasolina de la 68 con autopista hay una multitud de gente que se va a subir, a iniciar su pa-decimiento. El bus no lleva más de la mitad de su recorrido.

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La puerta se abre y usted, rápido como una gacela, baja de un salto por la puerta. La dama del billete se baja, usted como un caballero re-cuerda que debe ayudarla a bajar. Detras viene la viejita que pidió que cambiaran el billete de 5000, ella pone un pie en el suelo y el cho-fer arranca con brusquedad, y la anciana va a parar a sus brazos doloridos. La gente le grita:

-“Oiga infame, ¿es que la va a matar?”

•Pero el chofer sigue como si nada, blindado por su cabina, su emisora y su velocidad. Un Policía de Transito ve la escena, pero no se mueve. La anciana se disculpa y le dice, a mane-ra de colofón: “Busetero tenía que ser el indio ese”. Usted se despide, y emprende la caminata de 2 cuadras a la casa.•

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pidió

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pollo?¿Quién

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Uno puede estar a favor de la globalización y en contra de su rumbo actual, lo mismo que se

puede estar a favor de la electricidad y contra ...

Fernando Savater

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En el pecho ostenta uno de los más grandes símbolos de la cachaquidad, mientras pasa por su garganta uno de los más grandes símbolos de la costeñidad.

en el pecho ostenta uno de los más gran-des símbolos de la cachaquidad, mientras pasa por su garganta uno de los más

grandes símbolos de la costeñidad.

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Camilo Rueda es hincha del Independiente Santa fe y de la arepae’huevo. Sobre todo de esta variedad que está comiendo; trae granos de mazorca y tajadas de queso mozzarella. Y sí, claro que tiene huevo.

En Bogotá han sido transgredidos los cánones de esa, la in-signia de la gastronomía de la Región Caribe, en favor de es-tómagos con exigencias de todo el país. Se puede encontrar arepae’huevo reforzada con pollo, carne desmechada, salchi-cha, chicharrón, mazorca o fritanga, entre otros. Si uno sabe dónde preguntar, incluso puede conseguir con langostinos.

Los primeros efectos de la globalización-capitalina sobre este manjar popular son de carácter gramatical: en los carteles se anuncia con el mal corregido título de arepa de huevo, sin el apóstrofo que representa la unión de las vocales en la pronun-ciación genuina del nombre original.La evolución que ha atra-vesado en el campo culinario se debe a dedos boyacenses. Co-menzó en 1972, en un local no más grande que un garaje casero en la carrera 9 con calle 51, frente a la Universidad Santo Tomás. Hasta aquí llegó Camilo a buscar su versión de mazorca y queso; la encontró expuesta en una vitrina de cara al enladrillado rojo y los ventanales verdes de la tradicional institución.

“El Recreo de los Tomasinos.

Especialidad en arepas de huevo”,

se lee en un letrero sobre la puerta del negocio.

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Adentro hay saleros, una nevera, una barra, una olla de aceite bullendo, un extractor de humo, 10 cajas de gaseosa al clima, y dos torres de canastas de huevos blancos, enmarcados por escu-dos de equipos del fútbol colombiano. En las paredes hay calco-manías de Santa Fe, Millonarios, Nacional, América y hasta del Tolima, aunque no se vendan platillos de esas tierras. En cambio no hay rastro del Junior, el Unión Magdalena o el Real Cartagena.

La fundadora, como Camilo, es hincha del “Santafecito lin-do”. Se llama Lucila Martínez. En su juventud vino desde Chi-quinquirá, municipio del departamento de Boyacá, a buscar trabajo en Bogotá. Comenzó como cocinera en un restauran-te. Otra mujer le transmitió el sencillo secreto de la prepara-ción de las arepae’huevos. Instaló una vitrina en la calle ante la universidad. Gracias a la gran acogida entre los estudian-tes rolos, fue adueñándose de una propia tradición. El dine-ro le alcanzó para costearles la educación a sus 3 hijos. Estu-diaron contaduría, justo allí donde sus vecinos de enfrente.

Quien cuenta la historia es la mayor de las hijas, Issela Martínez Pineda. Además atiende y cocina, tal como le enseñó su madre. Desde las 8 de la mañana hasta las 9 de la noche está surtiendo de arepae’huevo a los estudiantes. Con huevo solo cuestan $2.600, las reforzadas, $3.500. Dice que son muy populares, y que Manuel Teodoro, Julio Correal y otras figuras y actores visitan “El Recreo”

una vez por semana.

Camilo viene con menos frecuencia, una que otra vez en un mes. Vive en el barrio Quinta

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Paredes, no tan cerca. Estudió Sociología en la Universidad Nacional. Tiene 28 años, y un historial gastronómico plagado de changuas (sopa de leche, cebolla y huevo), ajiacos (sopa con 4 tipos de papa, y pollo), y cocidos santa-fereños (otra especie de sopa con carne, longa-niza, cubios, papa morada y un montón de in-gredientes). Su iniciación en la arepae’huevo fue por allá en 1999. La comió por primera vez en una salida de campo, en el Parque Tayrona. Allí, al lado del mar, nació su devoción.

-“Es algo rápido, y uno queda bien alimentado en estos afanes de la vida

universitaria”, dice, luego de tragar.

Todavía hay quienes no se les acercan por recelo, temerosos de un pedacito de cáscara incrustándose en una encía. Pero según Camilo las calles de Bogotá han sido escenario de una creciente proliferación de arepae’huevos en los últimos 4 años. Lo considera un reflejo del aumento de la idiosincrasia Caribe

Caminando por zonas centrales como Chapinero, Teusaquillo y la Candelaria, la certeza de sus palabras se le atraviesa a uno en el camino. Pronto el recién llegado, de donde sea, debe acostum-brarse al smog, la llovizna, los trancones, los ríos de transeúntes, los cientos de vendedores ambulantes y las arepae’huevos. Cual-quiera las vende al lado de empanadas y chorizos; desde tipos arrastrando vitrinas con rueditas hasta tiendas y restaurantes.

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Es más fácil conseguir una arepae’huevo en Bogotá que en Barranquilla; una abundancia que quizá vaya en detrimento de la calidad. Una cocinera le fue enseñando a la otra, y esta a la otra. La conexión con la sazón original se perdió hace décadas. De todos modos, si se trata de un costeño merodeando ‘la nevera’, siempre cuenta con una a la mano para disipar la nostalgia estomacal.

la cuna

Luruaco tiene una embajada en la capital del país. El municipio del Atlántico, reconocido como la cuna de la arepae’huevo, le da nombre a un pequeño local en la calle 18 con carrera 6 del centro. “Un rinconcito tradicional y delicioso en Bogotá, desde 1968”, dice un aviso de letras rojas y blancas. Entre chicha-rrón, morcilla y longaniza hay 8 arepas sin más aditamento culinario que el huevo, ofrecidas a $1.500. Suenan canciones de Ana Gabriel, y al fondo cuelga un afiche que reseña un festival en ese Luruaco a más de mil kilómetros de distancia.

Tras la caja registradora está Julia Tolosa, fundadora, admi-nistradora y cocinera. Tiene 73 años, es de Boyacá y nunca ha estado en Luruaco, ni en el Atlántico. La vez que se propuso ir a conocer el lugar de origen del platillo que popularizó su negocio, hace 24 años, apenas llegó hasta Santa Marta. A su hijo de 12 años le dio sarampión en medio del viaje, y se tuvo que devolver. -“Me fue tan mal que se me quitaron las ganas de volver. Traje un atado

de huesos”. Se refiere a la salud de Juan Carlos, quien sobrevivió.

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ivan bernal marín

En el 68, su esposo la había abandonado. -“Inventé algo para defenderme en la vida. Vi a una costeña preparan-

do esas arepas en Boyacá y cuando vine a Bogotá me dije, Ave María

voy a aprender”.

Sufrió las respectivas quemadas con aceite en el proceso autodidacta. Cuando las tuvo listas, coste-ños que estudiaban en la Universidad de Los Andes se convirtieron en sus clientes fieles. Ellos la con-vencieron de bautizar el negocio como Luruaco.

En la década de los 80 el sitio alcanzó su máximo apogeo. Ju-lia lograba vender hasta 400 arepas en un día. Ya dejaron de ser exclusivas. Se globalizaron. Ahora el promedio diario no sobre-pasa las 150, en las que Julia emplea 14 canastas de huevos

“La vida ha cambiado”.

Degradación de una tradición culinaria, o evolución, las com-binaciones exóticas han ganado terreno. Pero siempre habrá clientes con gustos tradicionales, así no sean costeños. Acaba de comprar una clásica Luisa Ciro, economista de 26 años, de la Uni-versidad del Tolima. Es hincha del equipo pijao, de los tamales, de la lechona y de las arepas con queso. Cuando llegó a la capital hace 5 años, se cansó de buscar las de su tierra.

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la arepa e’ huevo en la era de la globalización

-“No encuentro con queso, como que la cultura costeña ha llegado más

fuerte que la tolimense”. Antes conocía el huevo y la arepa, pero por separado.

-“Es bueno, es crocante, es frito, es grasa, quita el hambre”, dice.

En sus manos humea la fusión. Ahora le gusta el vallenato, pero sigue detestando al Junior. La costeñidad entró a invadir para siempre la capital desde los platos; la venganza de la ca-chaquidad fue modificarla, apropiarla. Al final no queda puro ni lo uno ni lo otro. Ambos permanecen en algo nuevo, enrique-cido. Como cuando el huevo entró por primera vez en la arepa.

¿y cómo se hace?•La arepae’huevo se prepara como una arepa de maíz con sal, un poco más gruesa de lo normal. A medio freír bañada en abundante aceite bien caliente, cuando se infla, se extrae, se abre y se vierte un huevo de gallina crudo. Luego se vuelve a meter la arepa en el aceite hasta fritar.•

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el

- Las guerras -

vecinoDonde

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Quizá la más grande lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia.

Aldous Huxley

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las guerras

6 de noviembre de 1985 la toma del palacio de justicia

Ese día, cuando llegué del colegio, me encontré con mi mamá consternada frente al televisor

❦En esa época la programación solo iba de 11:30 a.m. a 1:30 p.m. y de 4:30 p.m. a 11:30 p.m. Eran las dos y media de la tarde, así que debía estar pasando algo extraordina- rio, como el Tour de Francia o los Juegos Olímpicos, y mi mamá podía estar consternada porque en esos eventos a veces pasaban cosas increíbles, como que Lucho Herrera se cayera de su bicicleta, se levantara con la cara ensangrentada, siguiera pedaleando y llegara de primero a la meta.Lo que mi mamá estaba viendo era la Toma del Palacio de Justicia.

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pilar quintana

No sé muy bien qué mostraba el televisor a esa hora. Las imágenes que han permanecido conmigo son las que han pre-sentado los medios a lo largo de los años: los militares, afuera, haciéndose señas y avanzando hacia el objetivo; el pañuelo blanco que un rehén agitaba desde una de las ventanas; los tanques de guerra entrando por la puerta principal; el Pa-lacio en llamas; los rostros pálidos y asustados de los rehe-nes que salían del edificio, ilesos y escoltados por los milita-res, hacia el Museo Casa del Florero en la acera de enfrente.

Trece de ellos nunca regresaron a sus casas. De once, no se volvió a saber nada. En la Toma del Palacio de Justicia hubo once desparecidos y casi cien muertos. Murieron todos los guerrilleros que participaron en el asalto, menos una que logró escapar. Mu-rieron magistrados, servidores públicos, empleados de la cafe-tería, escoltas, conductores, visitantes y hasta un transeúnte. Muchos murieron calcinados, otros por proyectiles de armas de fuego que no per- tenecían a la guerrilla y algunos más por las granadas y cargas explosivas que el ejército puso en el edificio. Murieron seis de los mil soldados que sirvieron en la retoma.

Algunos de los rehenes rescatados por el ejército fueron lle-vados de la Casa del Florero a instalaciones militares, donde los torturaron. Los insultaban, los pateaban, les quemaban las ma-nos con parafina, los vendaban, los acusaban de guerrilleros, los obligaban a confesar informaciones que no tenían y a delatar a personas que no conocían, los amenaza- ban con hacerle daño a sus familias, les introducían agujas bajo las uñas, se las arranca-ban, los dejaban días enteros sin comida y sin agua, los colgaban

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de los pulgares, a las mujeres las amenazaban con vio- larlas y a los hombres los golpeaban en los testículos. Dice la gente que para desaparecer los cadáveres de los torturados los metieron en barriles llenos de ácido sulfúrico.

La toma guerrillera había comenzado a las once y media de la mañana. Cuando llegué del colegio, el ejército ya había puesto en marcha la retoma. Creo recordar que, en medio de las imáge-nes de las calles desiertas aledañas al Palacio, se oían los bala-zos y las explosiones. Yo estaba en Cali, donde nací y crecí, pero sabía perfectamente que el Palacio de Justicia quedaba en la Plaza de Bolívar, la principal de Bogo- tá y el país, al lado opues-to del Congreso y a una cua- dra de la Casa de Nariño, donde vivía el presidente. Pero yo tenía trece años entonces y casi todo me valía huevo. Mi mamá tuvo que insistir en la gravedad de la situación. El M-19 se tomó el Palacio de Justicia, dijo,

-”¡este puede ser el fin del país!”

El fin del país era que los guerrilleros llegaran al poder. Era volvernos Cuba, un país donde la salud y la educación eran gratis y todo el mundo era igual de pobre.

La profesora de religión nos había contado que allá les de-cían a los niños que le pidieran un helado a Dios y que lue-go de que Dios no les traía el helado, les decían que se lo pi-dieran a Fidel, quien sí se los traía. Era un país ateo y malo.

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Hasta entonces me había parecido que el M-19 era una gue-rrilla cool. Se había promocionado por la prensa en una cam-paña publicitaria, se había robado la espada de Bolívar y las ar-mas de una instalación militar, haciendo un túnel en la tierra. También hacía la guerra y mataba gente. Pero lo que prevalecía en mi mente eran sus acciones espectaculares y no sus críme-nes, tal vez porque en Colombia matar es cosa de todos los días, y por el aura que tenían sus guerri lleros, gente de clase media y de universidad, mucho más cercana a nosotros, los citadinos, que los campesinos que militaban en el ELN o las FARC. Ade-más, contaba la gente que el M-19 secuestraba camiones de leche para repartirla entre los pobres. Yo creía que eran como Robin Hood y que si usaban las armas era porque no les queda-ba alternativa y querían un país mejor. En esa época todavía no pensaba que la guerra estaba enquistada en Colombia ni sabía que es un negocio rentable.Recuerdo que seguí mirando la tele-visión un rato, no tan preocupada como mi mamá, y que luego

Recuerdo que seguí mirando la televisión un rato, no tan pre-ocupada como mi mamá, y que luego me aburrí. Me aburrí con los balazos y explosiones de la vida real que cruzaban el ejército y la guerrilla de mi país en pleno centro de Bogotá. No se me ocurrió que aquello pudiera ser una manifestación de la guerra. La guerra era lo que pasaba en las películas y en las calles de Beirut, no en las de Bogotá. Además, lo decían todos, en Colom-bia la guerra solo ocurría en el campo.

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1988-1993: pablo escobar

Unos compañeros y yo estábamos haciendo un trabajo de la universidad cuando de pronto sentimos un estallido. Todas nos quedamos paralizadas menos Alvarito, el único hombre del grupo, que pegó un brinco descomunal, se cogió el pecho con las manos y gritó,

-“¡La bomba!”

Entonces nos dimos cuenta de que lo que había explotado era el bombillo de una lámpara. Primero nos reímos aliviadas y luego empezamos a burlarnos de Alvarito. Nos burlamos toda la noche y los días que siguieron. Estábamos en cualquier lado, hablando de cualquier otra cosa, cuando de repente alguna de nosotras decía, sin que viniera a cuento, ¡La bomba!, y nos cagábamos de risa. Hasta Alvarito se reía. Yo creo que si nos burlamos tanto de él era porque nos habíamos asustado igual.

Entre 1988 y mediados de 1990, cuando llegué a vivir a Bogotá para estudiar en la universidad, habían estallado dieciocho bom-bas en el país. En Medellín habían explotado nueve, el mayor número, pero las seis de Bogotá habían sido las más virulentas, las que habían tenido cargas explosivas más potentes y matado más gente. Yo estaba en Bogotá el 29 de mayo de 1989, el día de la primera de esas bombas. Había ido a presentar los exámenes de admisión a la universidad. En el momento de la explosión

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iba con mi prima en un bus, rumbo al paradero de buses de su universidad, que quedaba en la calle 61 con avenida séptima.

La bomba había estallado a cuatro cuadras de distancia, pero, aún no me explicó por qué, no la oímos. La séptima, llena de carros y gente a toda hora, de pronto se quedó vacía. Me acuer-do de mi sensación de extrañeza: aquello pa-recía el momento siguiente a un terremoto.

Cuando llegamos al paradero de buses, nos dijeron que nos devolviéramos a la casa, que había estallado una bomba y que no había clase. Volvimos. Mi tía estaba desesperada, dando vueltas por la casa y fumando. Corrió a abrazarnos. Se había imaginado lo peor. Todo el mundo sabía que las bombas las ponían Los Ex-traditables, cuyo lema era:

“Preferimos una tumba en Colombia a una cárcel en los Estados Unidos”

y que Los Extraditables eran Pablo Escobar. Los curas de la universidad nos invitaron a marchar por el referendo. Decían que el país necesitaba una nueva constitución y que el apo-yo de los estudiantes era definitivo. A mí no me gustaban las marchas estudiantiles porque muchas terminaban en peleas contra la policía, con piedras y explosivos. Para esa época ya no pensaba que usar armas estaba justificado. A esta sí fui porque los curas prometieron que sería pacífica, porque pensé

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que era bonito tener una nueva Constitución y, sobre todo, porque quería que Pablo Escobar dejara de poner bombas.

No lo hizo aunque la nueva Constitución prohibió la extra-dición, ni luego de que se entregó, ni cuando estuvo preso en una cárcel que él mismo ha- bía construido, ni cuando se escapó y tuvo encima al Bloque de Búsqueda, un ejército de hombres dedica- do exclusivamente a capturarlo. Las siguió poniendo en avenidas concurridas y en centros comerciales y ahora era mi mamá la que vivía, desde Cali, el calvario del miedo.

En esa época no había celulares y uno tenía que llamar desde teléfonos públicos, si encontraba uno que sirviera, o esperar a llegar a la casa para avisar que estaba bien. Pablo Escobar solo dejó de poner bombas cuando las balas lo alcanzaron en el te-jado de una casa y murió descalzo, sobre un charco de sangre.

agosto de 2013: el paro campesino

Al principio, el paro campesino era una cosa lejana que pasaba en las carreteras bloqueadas de Colombia y en las noticias. Llegó a mi casa, una semana después, cuando mi vecino me dijo que fuéramos al cacerolazo y que nos compráramos unas ruanas.

-“Están carísimas”, dijo.

Esa noche, en vez de salir al cacerolazo, me fui a teatro con mi novio. Tomamos la avenida Quinta para evitar la congestión. Había policía en todas las cuadras y, al cruzar las esquinas, veía-mos el torren- te de gente con ruanas y cacerolas marchando

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por la séptima. Avanzaban pacíficamente pero se sentía ten-sión en el ambiente, como cuando está a punto de pasar algo.

La mañana siguiente, el portero de mi edificio , que estaba viendo las noticias, me dijo,

-“Esto parece Siria”,

Y los dos nos reímos por la comparación. Algunos amigos hicie-ron mercado para abastecerse de alimentos, por si luego se agota-ban. También se habían puesto carísimos. Por la tarde, las calles de mi barrio estaban cerradas. Vivo en La Macarena, a pocas cuadras de la Universidad Distrital. Los estudiantes estaban peleando con la policía y se oía el estallido de las papas explosivas y me llegaba el olor irritante de los gases lacrimógenos. Ese día yo me iba de via-je para Chocó y mi novio vino a despedirse. Hicimos el amor mien-tras afuera había una guerra, que lo era, aunque en Colombia sigamos pensando que la guerra es solo lo que pasa en el campo.

Suena en nuestros oídos y nos estalla en las narices, pero esta-mos tan acostumbrados a ella que no nos damos cuenta, nos pare-ce normal, nos causa risa o le quitamos importancia y seguimos la vida como si nada estuviera pasando. Cuando llegué a Chocó esa noche, vi en las noticias a los encapuchados que dañaron el espí-ritu pacífista de la marcha ciudadana en apoyo a los campesinos. Atacaron estaciones de Transmilenio, destrozaron locales comer-ciales y saquearon supermercados. La ciudad se militarizó y hubo toques de queda, tiroteos, desmanes de la fuerza pública, muertos y heridos. «Un bogotacito light», escribió uno de los tuiteros que sigo.

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9 de abril de 1948: el bogotazo

No había nacido entonces pero las imágenes de archivo y las películas me muestran que la Bogotá de esa época era una ciudad sofisticada, con tranvía y gente de sombrero y traje. La imagino más fría y encapotada de lo que es ahora, una ciudad casi en blanco y negro.

Jorge Eliécer Gaitán era el candidato a la presidencia por el Partido Liberal, un tipo que escribió las Bases para una política revolucionaria en Colombia y que decía, en sus discursos, “Pue-

blo, por la derrota de la oligarquía, ¡a la carga!”; Lo mataron a tiros cuando salía de su oficina en el centro de Bogotá. Un desem-pleado, de nombre Juan Roa Sierra, fue acusado del crimen. La multitud linchó al presunto asesino y luego se desmandó con-tra la ciudad.

•Bogotá quedó destruida, por primera vez, y La Violencia, como se le conoce a esa guerra, siguió en el campo. Dicen que fue ahí cuando empezó todo, pero yo no estoy tan segura. La guerra entre liberales y conservadores ya venía ocurriendo y antes había pasado la de los Mil Días, en la que participó mi bisabuelo, y antes de eso estuvieron las de la Independencia y las de la Conquista y, antes de que llegaran los españoles, las del zipa Tisquesusa y el zaque Quemuenchatocha y, aun antes, las de los Muiscas y los Panches por el control del te-rritorio donde hoy se asienta Bogotá.•

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“A esta vaina no le cabe un tinto”, fue impreso en el mes de febrero de 2016 en la Universidad de Bogotá Jorge

Tadeo Lozano. Fueron utilizadas las fuentes Bakery, Thesis Serif y Latin Modern Mono en sus diferentes

variables sobre fibra de caña.❦

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